Kant (Apuntes

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TEMA 7.- LA ILUSTRACIÓN.- KANT.

Guión-esquema.

1.- Contexto histórico-cultural y filosófico.

2.- Posición filosófica del autor.

3.- Relación con otra posición filosófica.

1.- CONTEXTO HISTÓRICO-CULTURAL Y FILOSÓFICO.

Immanuel Kant nació en 1724 en Könisberg (Prusia). Su familia pertenecía al


pietismo, una corriente protestante que fundaba la fe en la vida interior y se
desentendía de ritos e intermediarios entre Dios y el ser humano.

Apenas salió de su ciudad natal, donde ejerció la docencia hasta llegar a


catedrático. Estaba muy bien considerado entre sus alumnos por el entusiasmo
con que transmitía sus conocimientos y por su amor al saber. Siempre
recomendaba a estos que pensaran por sí mismos.

Su vida está marcada por los acontecimientos históricos y culturales que


tuvieron lugar entre 1724 y 1804, el año en que murió. En el ámbito histórico el
principal de estos acontecimientos fue la Revolución francesa. En el ámbito
cultural, la Ilustración.

Se conoce como Ilustración el movimiento intelectual y cultural europeo que se


desarrolló principalmente en Francia, Reino Unido y Alemania en el siglo XVIII.
Este siglo se conoce por el nombre de Siglo de las Luces y está comprendido
entre dos revoluciones: la Revolución Gloriosa en Inglaterra en 1689 y la
Revolución Francesa en 1789.

La Inglaterra del siglo XVIII está dominada por el ascenso definitivo de la


burguesía, ascenso ya preparado con las revoluciones del siglo anterior y que
viene consolidado por un gran pacto de Estado con la nobleza. La inminente
revolución industrial, causada, entre otros factores, por el pensamiento
empirista de las Islas, provocará en Inglaterra una época de esplendor
económico muy notable.

En Francia, en el siglo XVIII, la sociedad estaba organizada según el llamado


Antiguo Régimen que consistía en la división en tres estamentos: nobleza,
clero y tercer estado. Nobleza y clero eran privilegiados, aunque la burguesía
comenzaba a adquirir poder económico.

Ante las reivindicaciones de los ciudadanos y las ansias de libertad de los


pensadores ilustrados, la clase dirigente respondió con una forma de hacer
política que se llamó despotismo ilustrado (“Todo para el pueblo, pero sin el
pueblo”). Así se hicieron importantes reformas como facilitar el acceso del
pueblo a la educación. Sin embargo, esta forma de política mantenía intactas
las estructuras de poder y el tercer estado no lo aceptó, de manera que la
Revolución Francesa terminó con este modelo de sociedad.

El retraso de Alemania con respecto a las otras dos potencias es considerable,


sobre todo, a partir de la Guerra de los Treinta Años. Aunque no cabe hablar de
Alemania hasta su unificación en 1871, algunos Estados del este, como Prusia,
patria de Kant, y Sajonia, comienzan a poseer gran pujanza. Kant ve reinar a
cuatro monarcas. A Federico Guillermo I, le sucede Federico II, el Grande, el
más progresista y que mantuvo contacto con los intelectuales franceses, entre
ellos Voltaire. Con él Prusia alcanzó las mayores cotas de Ilustración. Entre
1786 y 1797 reina Federico Guillermo II que trae de nuevo el despotismo como
forma de gobierno, despotismo que el propio Kant tendrá que sufrir: de nuevo
la censura y un catálogo de pensamiento políticamente correcto impuesto
desde arriba. Le sucede Federico Guillermo III que intenta recobrar la grandeza
de Federico II.

Entre las características comunes de la Ilustración destacan:

 La crítica de la organización política y social del Antiguo Régimen.


 La confianza en la razón para alcanzar el progreso.
 La defensa de la libertad de pensamiento en todos los aspectos, incluido
el religioso.

La Ilustración concedía un gran valor a la razón y al progreso. Para los


ilustrados, el fanatismo, la superstición y la ignorancia son las causantes de la
injusticia social. Por eso creen que hay que sacar al pueblo de estas
esclavitudes y enseñarlo a pensar por sí mismo. De ahí el lema kantiano
“Sapere aude” (Atrévete a saber). Con objeto de divulgar el saber y hacer que
la cultura llegase al mayor número de personas posible, en Francia se elaboró
la Enciclopedia, en cuya redacción participaron Diderot, D´Alembert,
Montesquieu y Rousseau.

Desde el punto de vista filosófico, Kant vivió los acontecimientos de la


Revolución francesa de forma muy intensa, y sus obras reflejan ideas propias
de la época, como la reivindicación de la autonomía de la razón, el
cosmopolitismo, y la defensa de la libertad y la dignidad humana.

Los pensadores ilustrados defendieron el cosmopolitismo y el universalismo y


rechazaron los nacionalismos.

En el ámbito religioso, se expande el deísmo, que no acepta los milagros ni


nada irracional presente en las religiones. Defienden una especie de religión
natural como una tendencia innata en cada uno de nosotros, que es compatible
con la razón y que fomenta la tolerancia. Autores como Locke, Hume y Voltaire
comparten esta creencia.
También surgen ideas materialistas, opuestas a los espiritualismos y aquí no
hay que olvidar citar a Julien Offroy de la Mettrie, con su obra El hombre
máquina.

Kant recibió influencias de autores ilustrados, entre los que destacan Hume y
Newton.

Su modelo filosófico de juventud fue el racionalismo, pero Kant asegura que la


lectura de Hume le despertó de su sueño dogmático y le obligó a replantearse
sus principales creencias filosóficas. Pero Hume había desembocado en el
escepticismo y Kant trató de superarlo.

La obra de Newton mostró a Kant que el conocimiento universal de la


naturaleza es posible. La física newtoniana necesitaba de una filosofía que
explicara a qué se debe su universalidad y Kant quiso proporcionarla.

La filosofía kantiana es, ante todo y sobre todo, una síntesis entre racionalismo
y empirismo. Kant comparte con el racionalismo la idea de que no todo
conocimiento procede de la experiencia. De hecho, nos habla de conceptos a
priori que no son más que ideas innatas. Pero, sin embargo, está de acuerdo
con el empirismo en que sin experiencia no hay conocimiento. Para Kant el
conocimiento es un encuentro entre sujeto y objeto. El sujeto lleva en sí los
conceptos a priori, pero estos solo tienen sentido cuando se aplican a la
experiencia.

En el aspecto moral, en Kant encontramos una ética del deber que nos
recuerda a los filósofos estoicos. Y también él reflexionó sobre la condición
humana en un supuesto estado de naturaleza y tiene influencias de los
filósofos que abordaron esta temática: Hobbes, Locke y Rousseau. Kant
considera, de forma similar a Hobbes, que el ser humano es por naturaleza
insociable y violento. Afirma que cada individuo solo aspira a satisfacer sus
necesidades egoístas. La insociabilidad impide la convivencia y hace que el
mundo sea un lugar peligroso. Las personas son conscientes de que esta
situación puede llevarles a la destrucción y por eso entienden que es necesario
llegar a un acuerdo para no agredirse y formar un Estado. En ese Estado se
fijarán unas normas que es necesario respetar. La sociabilidad humana se
explica, pues, desde la insociabilidad: si no fuéramos insociables, no
tendríamos necesidad de formar sociedades.

2.- POSICIÓN FILOSÓFICA DEL AUTOR.

Kant vivió los acontecimientos de la Revolución francesa de forma muy intensa,


y sus obras reflejan ideas propias de la época, como la reivindicación de la
autonomía de la razón, el cosmopolitismo y la defensa de la libertad y la
dignidad humanas. En el artículo ¿Qué es Ilustración? Kant describe la esencia
de la Ilustración y reflexiona sobre el espíritu ilustrado. Kant identifica la
Ilustración con el periodo en que se despierta una nueva conciencia de
autonomía, de responsabilidad y de libertad, en que una mayoría de personas
no se conforma con ser pasiva y obedecer de manera heterónoma, sino que
quiere tomar las riendas de su propia vida. Es decir, pasa a la edad adulta. La
misma reflexión que recomendaba a sus alumnos “hay que ser autónomo y
pensar por uno mismo” identifica al espíritu ilustrado, que se caracteriza por el
ansia de saber. La ética kantiana reivindica precisamente la autonomía como
fundamento de todo acto moral.

Según Kant no hay nada a lo que estemos dispuestos a considerar como


bueno de verdad a no ser “una buena voluntad”. Por buena voluntad se
entiende “actuar por deber” y esto le llevará a distinguir entre varios tipos de
acciones.

Actuar por deber significa actuar por respeto a la ley moral. Yo no debo actuar
de otro modo que queriendo que la norma que guía mis actos se convierta en
ley universal. Debo actuar guiándome por el imperativo categórico y considerar
siempre al resto de la humanidad como fin en sí mismo.

La ética kantiana es un intento de responder a la pregunta “¿Qué debo hacer?”.


Ante esta pregunta caben dos respuestas. Según algunos filósofos debo
guiarme por los sentimientos, pero según Kant debo guiarme siempre por la
razón.

Pero, ¿qué me dice la razón? Kant, por influencia del intelectualismo moral,
cree que la razón me lleva a hacer el bien. El ser humano tiende al bien y el
conocimiento del bien le lleva a actuar justamente. Kant cree que el bien
consiste en la buena voluntad. El bien no consiste en perseguir fines sino que
radica en la intención con que se ejecutan los actos, en la buena voluntad y por
buena voluntad entendemos actuar por respeto a la ley. El respeto a la ley es el
deber del ser humano racional. Kant distingue entre legalidad y moralidad y
para explicar esta diferencia distingue entre tres tipos de actos:

a) Actos contrarios al deber. Son aquellos que ni son legales ni son


morales porque van en contra de la ley establecida. La persona que así actúa
se aparta totalmente de la ley moral, y también, al incumplir la ley, puede ser
sancionada. Por ejemplo, el conductor que circula a mayor velocidad que la
permitida.

b) Actos conformes al deber. Son aquellos que son legales pero no son
morales porque no se hacen por respeto a la ley sino por perseguir
determinados fines. La persona que así actúa no puede ser sancionada porque
no incumple la ley, pero su conducta no tiene valor moral porque el valor de
estos actos no está en la intención con que se han hecho sino en la
recompensa que se espera obtener. Por ejemplo, el conductor que circula a la
velocidad debida para no perder los puntos.
c) Actos por deber. Son aquellos que son legales y son morales. Según
Kant, estos actos son los únicos que tienen valor moral porque son los únicos
que se realizan por respeto a la ley y no pensando en las consecuencias. El
valor moral de estos actos reside en la intención con que se ejecutan. Por
ejemplo, el conductor que circula a la velocidad debida aunque no haya
ninguna sanción posible, aunque sepa que no hay nadie que lo pueda castigar
por lo contrario.

La ética kantiana es un modelo de ética formal. Por ética formal se entiende


aquella que presenta las siguientes características:

1.- Es autónoma, porque la ley moral no viene impuesta desde fuera. No hay
nadie que deba decirme lo que está bien, sino que es el sujeto el que se da a sí
mismo la ley. Aquí se manifiesta el carácter ilustrado de Kant que le llevó a
defender la idea de que hay que sacar a las personas de la minoría de edad y
enseñarlas a pensar por sí mismas.

2.- Es a priori, porque un acto no es bueno por las consecuencias que se


derivan del mismo, sino por la voluntad o intención con que se realiza. “Ni en el
mundo ni fuera del mundo hay nada que pueda considerarse moralmente
bueno, salvo una buena voluntad”.

3.- Es categórica, porque las normas morales se formulan en imperativos


categóricos. Los imperativos o normas pueden ser de dos tipos: hipotéticas y
categóricas. Hipotéticas son las normas o imperativos que tienen un carácter
condicional, por ejemplo, “si quieres tener buena salud, cuida tu alimentación y
practica deporte”. Estas normas obligan en la medida en que una conducta
quiera adecuarse a la condición de la que parte. No obligan siempre.

Categóricas son, en cambio, las normas que obligan siempre, porque se


formulan teniendo en cuenta un solo principio: el deber. A la hora de saber cuál
es mi deber, he de tener presente este imperativo categórico: “Obra de manera
que quieras que la máxima que guía tus actos pueda convertirse en ley
universal”. Kant también formula el imperativo categórico teniendo en cuenta a
la humanidad en su conjunto y dice que “Has de actuar de manera que tengas
a la humanidad, tanto en tu persona como en su conjunto, siempre como un fin
en sí mismo y nunca como un medio para conseguir otros fines”. En este
sentido la ética kantiana se opone a Maquiavelo para quien el fin justifica los
medios.

Por último, Kant se plantea el futuro del ser humano y eso le lleva a analizar las
relaciones entre los Estados, que se basa en las relaciones entre los
individuos.

Kant considera, al igual que Hobbes, que el ser humano es insociable y


violento por naturaleza. Afirma que cada persona solo aspira a satisfacer sus
impulsos egoístas. La insociabilidad impide la convivencia y hace que el mundo
sea un lugar peligroso. Los seres humanos son conscientes de que esta
situación les puede llevar a la destrucción, por lo que entienden la necesidad
de llegar a un acuerdo entre los individuos para no agredirse y formar un
Estado. Todos los individuos aceptan unas normas de convivencia con el fin de
no sufrir agresiones ni violencia. La sociabilidad humana se explica, por tanto, a
partir de la insociabilidad. Si no fuéramos insociables, no tendríamos necesidad
de formar sociedades.

La relación entre Estados repreduce la relación entre los individuos. La


insociabilidad humana queda ejemplificada por las ansias de poder y de
expansión de algunos países, que se traduce en constantes agresiones,
guerras y conquistas. La relación entre países está marcada por la brutalidad,
el odio y la guerra, lo que puede conducir a la destrucción y muerte de todos.
La toma de conciencia de que la muerte puede ser el destino final de la
humanidad si no se pone remedio, tiene que obligar a los representantes de los
Estados a alcanzar un acuerdo o pacto que obligue a todos a resolver los
conflictos por la vía pacífica y el diálogo.

3.- RELACIÓN CON OTRA POSICIÓN FILOSÓFICA.

Creo interesante relacionar los pensamientos filosóficos de dos autores que


creen que la transformación de la sociedad debe lograrse a través de la
educación: Platón y Kant.

Tanto uno como otro tienen un planteamiento racionalista de la educación.


Platón decía que el prisionero ha de seguir un camino ascendente hacia lo
inteligible, Kant culpa de la minoría de edad a quienes no usan la razón de
forma autónoma.

Tanto uno como otro creen que la pereza, la cobardía, los hábitos, la
costumbre o la comodidad son los obstáculos que impiden la verdadera
educación. Platón hablaba de las cadenas que nos atan a la ignorancia, Kant
usaba las expresiones de ataduras o grilletes. Platón culpaba a los sofistas y
políticos demagogos de favorecer la ignorancia de los esclavos encadenados
ofreciéndoles sombras que ellos toman por la verdadera realidad. Kant culpaba
a los malos tutores de entontecer al rebaño impidiendo que estos abandonen la
minoría de edad.

Ambos resaltaban la dificultad o esfuerzo que supone la verdadera educación.


Platón recurría al símbolo de una escarpada y empinada cuesta para describir
el proceso de la ignorancia a la sabiduría. Kant hablaba del miedo de las
personas a un posible tropiezo cuando intentan caminar por sí solos.

Los dos subrayaban la importancia de la libertad para poder pensar por sí


mismos y la importancia de luchar por liberar a los otros de los prejuicios.
Sin embargo, en el ámbito de la moral hay importantes diferencias entre Platón
y Kant. Ambos creen en una ética universal, pero, la ética de Platón es
material, porque nos dice qué debemos hacer para ser justos; es teleológica,
porque cree que el fin último del hombre es el conocimiento de la Idea del Bien
para poder obrar con sabiduría en lo privado y en lo público (intelectualismo
moral); y es heterónoma, porque el ser humano no se da a sí mismo la ley sino
que la encuentra en el mudo inteligible. Sin embargo, la ética de Kant es
formal, porque no me dice qué debo hacer sino cómo debo actuar; es
autónoma, porque la persona ha de darse a sí misma la ley; y es deontológica,
porque ha de actuarse por respeto a la ley, por deber.
Kant: ¿Qué es Ilustración? (lectura obligatoria)
La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es
culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del
propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta
minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del
entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con
independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de
servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.

La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde


tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con
gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso
les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de
edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi
conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así
sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no
tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea.
Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo)
tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso,
aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí
semejante superintendencia. Después de haber atontado sus reses
domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso
fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las
amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan
grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero
los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y
alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.

Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi
convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento
es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le
deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de edad
están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso
racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado a
los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un
inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son
pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de
edad y andar, sin embargo, con seguro paso.
Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que
se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se
encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los
tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el
yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional
del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí
mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores habían puesto al
público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal
cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los
incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos
terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego,
el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución
sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión
interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera
reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los
antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de
pensamiento.

Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más
inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un
uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por
doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no
razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el
mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!)
Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de
ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi
respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que
puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de
ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo
particular el progreso de la ilustración.

Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en
cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso
privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto
civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones
concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos,
por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de
modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el
gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la
destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido
razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la
máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la
sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que,
mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar
sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son
asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si
un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta,
estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida.
Tiene que obedecer.

Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto,


acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del
público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son
asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento
que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría
ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del
deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas
acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma
manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su
comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido
admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y
hasta la misión, de comunicar al público sus ideas —cuidadosamente
examinadas y bien intencionadas— acerca de los defectos de ese símbolo; es
decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de
las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que
pueda provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en
virtud de su función —en tanto conductor de la Iglesia— como algo que no ha
de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha
comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una
autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se
sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil
para su comunidad de proposiciones a las que él mismo no se sometería con
plena convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es
absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no
es en todos los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último,
no podría conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral,
y tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante
la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo
constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma,
el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden
que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al
público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del
uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y,
de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los
tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad,
constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la
insensatez.
Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir,
una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso
comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una
incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos,
sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es
absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda
ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e
inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los
más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar
para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus
conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en
general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana,
cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La
posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos,
aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que
se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo
podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así
decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una
ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada
ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener
libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca
de los defectos de la actual institución. Mientras tanto —hasta que la
intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y
estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la
de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las
comunidades que se habían unido en una dirección modificada de la religión,
según los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir
que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así— mientras
tanto, pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo
absolutamente prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible,
que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese
durante lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un
período del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose,
incluso, nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia
persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una ilustración que
está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con relación a la propia persona,
y con mayor razón aún con referencia a la posteridad, significa violar y pisotear
los sagrados derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no puede
decidir por sí mismo, menos lo podrá hacer un monarca en nombre del mismo.
En efecto, su autoridad legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad
de todo el pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o
presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los
súbditos hagan por sí mismos lo que consideran necesario para la salvación de
sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho
evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con toda la
capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de dicha
salvación.

Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo


a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer
sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y
supremo dictamen intelectual —con lo cual se prestaría al reproche Caesar non
est supra grammaticos— o que rebajara su poder supremo lo suficiente como
para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos,
ejercido sobre los restantes súbditos.

Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada?


responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta
mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean
capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio
entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el
campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los
obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable
minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello.
Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o “el
siglo de Federico”.

Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber


no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en
plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un
príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con
agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género
humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad para que se
sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia
moral. Bajo él, dignísimos clérigos —sin perjuicio de sus deberes
profesionales— pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y
públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del
símbolo aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados
por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también
exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los
obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal
circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de
la libertad, no debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la
solidaridad de la comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de
rusticidad por propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos
artificiosamente en esa condición.
He puesto el punto principal de la ilustración —es decir, del hecho por el cual el
hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable— en la cuestión
religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún
interés en representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría
de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la
más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece
esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la
legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público de la
propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a
una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una
franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues
ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.

Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo
tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los
ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un
Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero
obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas
humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en
ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la
libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un
grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus
poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la
semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al
libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir
del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad
de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como
provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más
que una máquina.

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