Blacklands - Belinda Bauer
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thriller psicológico sobre el juego del gato y el ratón entre un niño que
busca la verdad sobre la muerte de su tío y el propio asesino.
Hace dieciocho años, Billy Peters desapareció, y todos en el pueblo creyeron
que fue asesinado por el asesino en serie Arnold Avery, que admitió haber
matado a otros seis hijos y enterrarlos en el páramo desolado que rodea la
pequeña aldea. Pero la madre de Billy está convencido de que aún está vivo,
y sus doce años de edad, su nieto Steven está decidido a curar las heridas
que se abren entre su abuela, su madre, su hermano y él mismo. Aunque
terminar con el sufrimiento de su familia signifique encontrar personalmente
el cadáver de su tío. Así pone en marcha una peligrosa estratagema: Se
pone en contacto el hombre con más probabilidades de haber sido el
asesino, el preso condenado a cadena perpetua por el asesinato de los otros
niños. Steven, que crece ante nuestros ojos empezando a comprender el
mundo de los adultos, no sólo se convierte en una víctima potencial, sino
también en un agresor determinado, tal vez némesis del propio asesino.
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Belinda Bauer
Blacklands
ePUB v1.0
Dirdam 22.07.12
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Título original: Blacklands
Belinda Bauer, 2010.
Editorial: Singular, octubre de 2011 (Medialive Content, S. L.)
ISBN: 978-84-15239-16-1
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A mi madre,
que nos lo dio todo y siempre pensó que no era suficiente
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Capítulo 1
El páramo de Exmoor estaba cubierto por un manto de helechos sucios, hierba
descolorida, aulagas y brezo del año anterior, tan ennegrecido que parecía que un
fuego acuoso hubiera barrido el paisaje, llevándose consigo los árboles y dejando la
llanura desnuda y expuesta al invierno sin ninguna protección. Una fina llovizna
desdibujaba los horizontes cercanos y difuminaba el cielo y la tierra creando un cerco
gris alrededor del único objeto que destacaba en medio de aquel brezal: un niño de
doce años, vestido con un resbaladizo pantalón impermeable y una camiseta, sin
gorro y con una pala en las manos.
Llevaba tres días lloviendo sin parar, pero aun así la maraña de raíces y rizomas
de hierba, brezo y aulagas se resistía a las intrusiones de la pala. Steven permanecía
impertérrito. Volvió a clavarla en el suelo y al fin sintió un ligero y gratificante
impacto que partió desde la punta de sus dedos y se le extendió por el brazo hasta las
axilas. Acababa de hacer una hendidura en la tierra…, una minúscula hendidura en la
enorme extensión de naturaleza que lo rodeaba. Antes de que pudiera hincar otra vez
la pala, el delgado surco se llenó de agua y desapareció.
• • •
Tres chicos caminaban por Shipcott arrastrando los pies bajo la lluvia. Tenían las
manos en los bolsillos y las caras medio tapadas por las capuchas de las sudaderas, y
encogían los hombros como si no pudieran más de aquella insufrible humedad. No
tenían adónde ir, tan solo deambulaban con desgana, riéndose y montando escándalo
y maldiciendo de nada en particular, solo para que la gente supiera que estaban ahí y
que no habían perdido por completo la esperanza.
La calle era estrecha y sinuosa y en verano los turistas sonreían al ver las terrazas
de las casas bajas pintadas de colores playeros, con sus puertas que daban
directamente a la calle y sus contraventanas pintorescas. Pero la lluvia convertía
aquellas casitas amarillas, rosa o azul celeste en un desvaído recordatorio de la luz del
sol y en el refugio exclusivo de aquellos que eran demasiado jóvenes, demasiado
pobres o demasiado viejos para marcharse.
La abuela de Steven miraba fijamente por la ventana. Antes de casarse se llamaba
Gloria Manners; luego se convirtió en la mujer de Ron Peters. Más tarde pasó a ser la
madre de Lettie y, al poco tiempo, la madre de Lettie y de Billy. Después, durante
mucho tiempo fue la «pobre señora Peters». Ahora era la abuela de Steven, pero en el
fondo nunca dejaría de ser la pobre señora Peters: cambiarlo no estaba al alcance de
nadie, ni siquiera de sus nietos.
Por encima de los visillos que cubrían la mitad inferior de la ventana se veían las
salpicaduras de la lluvia. En la calle, los vecinos ya habían encendido las luces y se
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podían ver los tejados de las casas, tan distintos entre sí como el colorido de las
paredes. Unos conservaban las antiguas tejas de cerámica cubiertas de musgo; otros,
recubiertos de lisa pizarra gris, reflejaban el cielo lluvioso. Más allá de los tejados, el
páramo apenas se distinguía a través de la niebla. No se veía más que una forma
elevada, suave y redondeada a lo lejos que desde el salón, con la calefacción central
puesta y el hervidor de agua a punto de silbar, transmitía incluso una sensación de
inocencia.
El chico más bajo dio un golpe en la ventana con la palma de la mano y la abuela
de Steven se sobresaltó. Los tres gamberros salieron corriendo partiéndose de risa,
aunque no los perseguían y sabían que nadie lo iba a hacer.
—¡Vieja loca! —gritó uno de ellos.
Con las capuchas tapándoles media cara era difícil saber quién había sido.
Lettie llegó corriendo al salón; jadeaba y se la veía asustada.
—¿Qué ha pasado?
La abuela de Steven ya tenía otra vez la mirada perdida en la ventana y ni siquiera
se dio la vuelta cuando le habló su hija.
—¿Ya está el té? —fue lo único que dijo.
• • •
Antes de irse del páramo, Steven se colgó el anorak de un hombro y se echó la pala al
otro, como si fuera un fusil; tenía la camiseta empapada y despedía vaho por el
esfuerzo reciente. El sendero, abierto a través de la maleza por generaciones de
caminantes, estaba lleno de barro. Se paró un momento en mitad del camino y miró
hacia el pueblo. Ya habían encendido las farolas y se sintió como un ángel o como un
alienígena observando las casas desde el cielo, ajeno a las insignificantes vidas que
estaban siendo vividas más abajo. Se agachó instintivamente al ver a los tres
muchachos de las capuchas corriendo por la calle mojada.
Antes de entrar en el pueblo escondió la pala detrás de una roca que había al lado
de una escalerilla que pasaba por encima de una valla. Si no la ocultaba, por muy
oxidada que estuviera, corría el riesgo de que se la robaran, y tampoco podía
presentarse en casa con una pala porque estaba seguro de que le harían preguntas que
no estaba dispuesto a responder.
Se metió por un estrecho callejón que daba a la parte trasera de su casa.
Empezaba a tener frío. Se puso a tiritar nada más quitarse las zapatillas de deporte
para lavarlas bajo el grifo del jardín, tan llenas de barro que no parecían blancas con
brillantes tiras azules; su madre se iba a poner hecha una furia si las veía en ese
estado. Las frotó bien con los dedos para quitarles el barro y la cosa mejoró un poco,
luego las sacudió con fuerza y puso perdida la pared de agua marrón. No importaba,
la lluvia lo limpiaba todo rápidamente. Se quitó los calcetines grises del uniforme del
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colegio, completamente mojados, y vio que tenía los pies blancos de frío.
—¡Estás empapado!
Su madre le habló desde la puerta del jardín. De tez pálida, sus ojos eran de un
azul oscuro tan intenso como el mar del Norte. La lluvia le mojaba el pelo rubio, que
llevaba recogido en una coleta pequeña y funcional. Con un gesto rápido metió la
cabeza para cubrirse.
—Me ha pillado de lleno…
—¿Dónde estabas?
—Con Lewis.
No era una mentira en el sentido estricto; había estado con Lewis después del
colegio.
—¿Qué estabas haciendo?
—Nada…
—¡Ese niño debería volver a casa enseguida después del colegio! —oyó que
decía su abuela desde la cocina.
—Las zapatillas eran nuevas de las Navidades pasadas —se lamentó su madre,
que lo miró de arriba abajo con cara de indignación.
—Lo siento, mamá —dijo con aire de perro apaleado; a veces le funcionaba.
La madre suspiró.
—Venga, pasa; la cena está lista.
• • •
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—Cómete las patatas, Davey.
Davey puso cara de asco.
—Están mojadas.
—Pues no haberlas chupado. ¡Ahora te las comes! ¡Ahora te las comes!
Al oír la frase repetida, Steven dejó de masticar y la abuela arañó el plato con el
tenedor. Lettie se acercó a Davey enfadada, cogió una patata y se la puso delante de
la boca.
—¡Cómetela!
El pequeño movió la cabeza de un lado para otro y le empezó a temblar el labio
inferior.
—Mira que dejar la comida… Los niños de ahora no saben lo que tienen —dijo la
abuela con malevolencia.
Lettie se agachó y pellizcó al niño en el muslo por debajo del pantalón corto.
Steven se quedó mirando la marca blanca en la piel de su hermano, que enseguida se
tornó roja. Quería a Davey, pero que por una vez fuera él el que se metía en
problemas le procuró una cierta satisfacción. De hecho, al ver a su madre gritarle a su
hermano, arrastrarlo fuera de la cocina y empujarlo escaleras arriba, sintió que de
algún modo se le había concedido un privilegio: el privilegio de librarse de ser el
objeto de la rabia reprimida de su madre. Quién sabe cuántas veces su madre había
descargado sobre él su frustración por la situación de la abuela… Al fin llegaban los
primeros indicios de algo que llevaba esperando mucho tiempo: que su hermano
fuera suficientemente mayor, aunque solo tenía cinco años, para llevarse su parte del
pastel. No era un pastel enorme, ni extremadamente peligroso, pero ¡qué diablos!, su
madre tenía muy mal genio y un castigo compartido no dejaba de ser medio castigo
que se ahorraba; quizá incluso uno entero.
A pesar de la bronca y de que cada bocado era, según ella, un campo de minas, la
abuela seguía comiendo. Ya no se oían los sollozos de Davey y Steven la miraba
fijamente y trataba de que sus miradas se cruzaran. Finalmente, la abuela levantó la
vista y lo miró; entonces él aprovechó para suspirar y poner los ojos en blanco, como
lamentándose por lo mal que se portaba el pequeño y las consecuencias que aquello
les acarreaba a los dos, y como si aquello los convirtiera en cómplices.
—No te creas que eres mejor que él —le dijo la abuela, y siguió con el pescado.
Steven se puso colorado. ¡Por supuesto que era mejor! Si pudiera demostrárselo
las cosas serían muy distintas, estaba seguro.
• • •
Ni que decir tiene que todo era culpa del tío Billy, como de costumbre.
Steven contuvo la respiración. Su madre estaba fregando los platos en la cocina y
la abuela los secaba; podía oír el repiqueteo de la porcelana bajo el agua y el roce
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musical de la vajilla cuando la cogían del escurridor. Después de asegurarse de que
tenía vía libre, abrió lentamente la puerta del cuarto del tío Billy. Olía a cerrado y a
algo dulzón, como si alguien hubiera dejado una naranja debajo de la cama. La puerta
se cerró suavemente tras él.
Las cortinas estaban corridas; siempre lo estaban. Hacían juego con la colcha de
cuadros azul claro y oscuro, que desentonaba con la alfombra marrón de espirales. En
el suelo había una estación espacial de Lego a medio hacer y, desde la última visita de
Steven, una araña había tejido una tela en lo que parecía una estación de
abastecimiento de combustible. El arácnido permanecía inmóvil, listo para capturar
moscas interestelares procedentes del espacio exterior de la abandonada habitación.
Justo encima de la cama había una bufanda celeste y blanca del Manchester City
colgando de la pared y Steven no pudo evitar sentir, como tantas otras veces, una
punzada de lástima y enfado hacia Billy: incluso después de muerto, seguía siendo un
perdedor.
De vez en cuando le gustaba entrar en la habitación de su tío con la idea absurda
de encontrar respuestas, como si el pequeño Billy fuera a susurrarle él, a su sobrino,
la solución de los misterios. Hacía tiempo que Steven había perdido la esperanza de
encontrar pistas reales. Al principio le gustaba imaginarse que el tío Billy había
dejado señales al presentir su propia muerte. Un libro de Los Cinco con una página
marcada; las iniciales «AA» grabadas en la mesilla; un puñado de piezas de Lego
diseminadas por el suelo que marcaban los puntos cardinales y una «X» que indicaba
el lugar exacto. Cualquier cosa que, a posteriori, un muchacho observador pudiera
descubrir y descifrar. Pero no había nada; tan solo el aroma de la historia y una
amarga tristeza, y un retrato de colegio de un niño delgado, de ojos azul oscuro y cara
de bueno, con las mejillas sonrosadas, los dientes torcidos y una sonrisa de oreja a
oreja. Pasó bastante tiempo antes de que Steven se diera cuenta de que esa foto se
había puesto ahí más tarde… Ningún niño que se precie tiene una foto de sí mismo en
la mesilla, a no ser que salga sujetando un pescado o un trofeo.
Diecinueve años antes, aquel niño de once años al que seguramente Steven se
parecía mucho se cansó de su fantasía espacial con los Lego y salió a jugar a la calle
en una calurosa tarde de verano, a todas luces inconsciente, para exasperación de
Steven, de que no iba a volver a casa nunca más, ni para ordenar sus juguetes, ni para
ondear la bufanda del Manchester City delante de la tele un domingo por la tarde, ni
para hacer la cama, cosa que hizo su madre, la abuela de Steven, mucho más tarde.
En algún momento después de las siete y media de la tarde, que fue cuando el
señor Jacoby de la tienda de periódicos le vendió una bolsa de Maltesers, el tío Billy
salió de su mundo de fantasías infantiles y entró en una pesadilla. En los casi
doscientos metros que separaban su casa del vendedor de periódicos, la misma
distancia que recorría Steven mañana y tarde para ir y volver del colegio, el tío Billy
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desapareció, sin más.
La abuela de Steven esperó hasta las ocho y media antes de mandar a Lettie a por
su hermano, y hasta las nueve y media, cuando ya casi había anochecido, para salir
ella misma a por él; en las luminosas tardes de verano, los niños tenían permiso para
jugar hasta mucho más tarde que durante el invierno. Pero la abuela de Steven pasó
de ser la «madre de Billy» a convertirse para siempre en la «pobre señora Peters» a
partir del momento en que el vecino de al lado, Ted Randall, le dijo que quizá debía
llamar a la policía.
La pobre señora Peters, cuyo marido había muerto estúpidamente seis años antes,
al caerse en bicicleta en plena trayectoria del autobús de Barnstaple, siguió esperando
a Billy. Al principio lo esperaba a la puerta de casa, de la mañana a la noche, todos
los días durante un mes entero, sin apenas percatarse de que Lettie, que tenía
entonces catorce años, pasaba a su lado de camino al colegio y volvía rápidamente a
las cuatro menos diez para evitar que su madre se preocupara aún más…, si es que
aquello era posible.
Cuando el tiempo empeoró, la pobre señora Peters empezó a esperar a su hijo
junto a la ventana, desde donde dominaba toda la calle. Poco a poco, su mirada se
volvió como la de un perro asustado: alerta, nerviosa, con los ojos muy abiertos. El
más mínimo movimiento le provocaba un vuelco en el corazón.
Luego vino el hundimiento: a medida que el pequeño Jacoby, Sally Blunkett o los
gemelos Tithecott fueron creciendo y cambiando, ni los más desesperados esfuerzos
de la imaginación pudieron hacer que se siguieran pareciendo a un niño de once años
con las mejillas sonrosadas, rubio y rapado, con unas Nike nuevas y una bolsa de
Maltesers a medio comer en la mano.
Lettie aprendió a cocinar y a limpiar y a encerrarse en su cuarto para no tener que
ver a su madre mirando por la ventana. Siempre había sospechado que Billy era el
favorito pero, en su ausencia, su madre ya no tenía fuerzas para ocultárselo. Y así,
poco a poco, se construyó un caparazón de rabia y rebelión para protegerse. Tenía
catorce años, mucho miedo y echaba de menos a su hermano y a su madre por igual,
como si ambos le hubieran sido arrebatados al mismo tiempo en aquella calurosa
tarde del mes de julio.
¿Cómo podía el tío Billy no saberlo? Steven sintió que empezaba a hervirle la
sangre al contemplar la habitación sin pistas, sin vida. ¿Cómo podía alguien no saber
que algo así le iba a suceder?
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Capítulo 2
Un año después de la desaparición de Billy, un repartidor de Exeter fue arrestado por
otro motivo en otro lugar. En un primer momento la policía simplemente interrogó a
Arnold Avery después de que un niño llamado Mason Dingle lo acusara de
exhibicionismo. No era la primera vez que Arnold Avery se mostraba frente a un
niño, aunque evidentemente eso no fue lo que le dijo de entrada a la policía; pero al
intentar engañar a Mason Dingle para que se acercara a su furgoneta con la excusa de
pedirle una indicación, Avery firmó su propia perdición.
El propio Mason Dingle no le resultaba desconocido a la policía. Su pequeño
tamaño y su apariencia de niño bueno eran tan solo una máscara afortunada que
ocultaba la verdadera cara del terror del barrio de Lapwing, en Plymouth. Era como si
el muchacho llevara en la sangre el vandalismo, la extorsión y el allanamiento de
morada. La policía sabía que era solo cuestión de tiempo que el joven Dingle siguiera
los pasos de sus hermanos en la tradición familiar, una vida de continuas detenciones.
Pero antes de llegar a ese punto, que alcanzó inexorablemente, Mason Dingle
ayudó a capturar al hombre al que los periódicos bautizaron como «el estrangulador
de la furgoneta».
Por supuesto, al principio la policía ni siquiera se imaginaba que un asesino de
niños anduviera suelto por el suroeste de Inglaterra. Aunque continuamente se
producían desapariciones de niños, y algunos de ellos eran hallados muertos, esto
sucedía en la década de los ochenta del siglo XX. Por aquel entonces las fuerzas de
seguridad no tenían los recursos necesarios para intercambiar información, salvo en
los casos de asesinatos especialmente mediáticos. A pesar de las monsergas
orwellianas del gobierno sobre las mejoras en la formación del personal y en las
bases de datos, la tasa de capturas policiales no iba mucho más allá de un tachón cada
cierto tiempo en la lista de sospechosos habituales.
De todos modos, las víctimas no empezaron a aparecer hasta después de que
Mason Dingle denunciara a Arnold Avery, que no tenía ficha policial y ni siquiera
una multa de tráfico, con lo cual, todas las bases de datos del mundo no hubieran
puesto su nombre en el punto de mira de una investigación policial. Por eso mismo,
cuando Avery vio a Mason Dingle completamente solo en el destartalado parque
infantil de Lapwing escribiendo alguna obscenidad en el asiento de un columpio de
plástico rojo, aparcó la furgoneta a un lado de la calle, se dispuso para la operación y
dio un silbido para llamarle la atención al muchacho, consciente de que el cuerpo de
policía de Devon & Cornwall, ni el de ningún otro lugar, tenía nada contra él.
El muchacho miró hacia la furgoneta y a Avery se le aceleró el corazón al ver la
dulzura de su rostro. Le hizo un gesto con la mano y el niño se acercó lentamente a la
furgoneta.
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—¿Me puedes echar una mano?, ando un poco perdido…
Mason Dingle levantó las cejas. Ahora que lo veía bien, todo en él hacía pensar
en un hombre en miniatura; estaba claro que tenía hermanos mayores: caminar
chulesco, desgana varonil, un cigarro detrás de la tierna orejita, apoyado contra la
sien rapada. Pero la cara… ¡carita de ángel!
Mason se asomó a la ventanilla de la furgoneta y echó un vistazo, como si
valorara cuánto tiempo de su apretada agenda le iba a robar aquello.
—¿Todo bien? —preguntó el muchacho con marcado acento barriobajero.
—Sí —respondió Avery—. ¿Puedes indicarme en el mapa dónde está el parque
empresarial?
—Tira por ahí y gira a la izquierda.
—¿Me lo puedes enseñar en el mapa? —Mason suspiró con desgana y metió la
cabeza por la ventanilla para mirar el mapa que Avery tenía abierto sobre las rodillas
—. Si me lo señalas con el dedo te lo agradeceré.
Al principio, Mason no se percataba muy bien de lo que estaba pasando, pero
enseguida sacó la cabeza de la ventanilla y se golpeó con el bastidor de la puerta. No
era la primera vez que Avery veía ese tipo de reacción. Ahora, una de dos: o el niño
se sonrojaba, empezaba a tartamudear y se iba de allí corriendo; o se sonrojaba,
empezaba a tartamudear y, como él era un adulto que le había hecho una pregunta, se
sentía obligado a indicarle la zona en el mapa, con lo cual tendría que volver a
acercar la mano a escasos centímetros de aquello. Cuando ocurría esto, el cariz de los
acontecimientos se tornaba imprevisible, como de hecho ya había pasado en más de
una ocasión. Avery prefería la segunda reacción porque prolongaba el encuentro, pero
la primera también le gustaba: disfrutaba viendo en las caras de los niños la mezcla
de miedo, confusión y culpa… porque al final todos querían lo mismo, la única
diferencia era que él no se engañaba al respecto.
Pero Mason Dingle tomó un tercer e inesperado camino. Antes de sacar la cabeza
de la ventanilla, sacó las llaves del contacto.
—¡Pervertido de mierda! —le dijo con una sonrisa, y se las llevó consigo.
Instantáneamente, Avery se enfureció.
—¡Dame las llaves, niñato!
Salió de la furgoneta abrochándose los pantalones con cierta dificultad y Mason
se alejó de él dando quiebros.
—¡Que te den por culo! —gritó entre risas, y se fue corriendo.
Arnold Avery tuvo que reevaluar a Mason Dingle; a todas luces se había dejado
engañar por las apariencias. A pesar de la carita de ángel, el chico era de armas tomar.
Por eso mismo se esperaba que tarde o temprano reapareciera pidiéndole dinero; si no
él, un familiar suyo o la policía.
Avery no le dio mucha importancia. La astucia le había servido al chico para
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librarse de él, pero también se podía volver en su contra. Si nadie se creía esas
historias viniendo de un niño bueno, menos aún se las creerían de un mocoso
problemático. Sobre todo si el hombre acusado de semejante obscenidad y perversión
se quedaba esperando a la policía en el lugar de los supuestos hechos en vez de
comportarse como si tuviera algo que ocultar. Así que Avery simplemente se
encendió un cigarrillo y esperó en el parque infantil, donde no lo podían coger por
sorpresa, a que volviera Mason Dingle.
Al principio la policía no se lo tomó muy en serio, pero el chico conocía sus
derechos y no paró de insistir hasta que dos agentes, con serias advertencias de que
más le valía no hacerle perder el tiempo a la policía, lo metieron en un coche patrulla
y lo llevaron de vuelta al parque infantil, donde seguía aparcada la furgoneta blanca.
Mientras los policías comprobaban que las llaves que les había dado Mason
coincidían efectivamente con el vehículo en cuestión, apareció Arnold Avery,
aparentemente indignado. Les contó que el muchacho se las había robado y luego le
había pedido dinero a cambio de recuperarlas.
—¡Me dijo que si no le pagaba le diría a la policía que había intentado coquetear
con él!
Los policías miraron a Mason, que les volvió a contar lo que había pasado hasta
el más mínimo detalle. No obstante, Avery se dio cuenta de que los agentes
empezaban a impacientarse con el chico y daban por buena su versión. Todo iba
sobre ruedas cuando de repente tuvo un aciago presentimiento: un niño se acercaba a
ellos acompañado de un hombre en pie de guerra que debía de ser su padre.
Aunque mantuvo la compostura delante de los dos policías, por dentro estaba
maldiciendo su propia estupidez: ¡Solo tenía que esperar! Todo habría salido a pedir
de boca si simplemente hubiera esperado. Pero estaba en un parque infantil, y esos
lugares atraían a los niños, y aunque el gordito de ocho años que ahora se acercaba
llorando a gritos no era su tipo, ¡el otro había tardado demasiado en volver! ¿Qué otra
cosa podía hacer?
La culpa de todo, por lo tanto, la tenía Mason Dingle, o eso pensaba Avery, que
aventuró su opinión en un interrogatorio poco después de que la policía hallara seis
cadáveres de niños enterrados en fosos en el lluvioso páramo de Exmoor. Al oír
aquello, el agente de homicidios le partió la nariz de un puñetazo; el abogado,
simplemente, se encogió de hombros.
A partir de entonces todo se desbarató. Lenta pero inexorablemente, la policía fue
atando cabos y Arnold Avery terminó siendo acusado de seis asesinatos y tres
secuestros. Los cargos por asesinato se limitaron al número de cuerpos hallados en el
páramo; los cargos por secuestro, a los objetos que se encontraron en su casa o en su
coche y pudieron relacionarse de forma concluyente con los niños desaparecidos,
aunque Avery nunca admitió que los había secuestrado: una Barbie a la que le faltaba
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un brazo, perteneciente a Mariel Oxenburg, de once años, natural de Winchester; una
chaqueta granate con un unicornio bordado en el bolsillo de la solapa, que en su día
abrigó al pequeño Paul Barrett, de Westward Ho!; y un par de zapatillas Nike que
aparecieron bajo el asiento del copiloto de la furgoneta blanca y que tenían una
orgullosa inscripción hecha con rotulador bajo las lengüetas que decía: «Billy
Peters».
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Capítulo 3
La señorita O'Leary le dijo que mejor que «muy atentamente», podía poner «un
cordial saludo». Steven lo cambió, aunque pensaba que su profesora estaba
equivocada. Antes iba a saludar cordialmente a la gente que conocía y quería que al
gerente de un supermercado local cuyo pescado incumplía hasta tal punto los
estándares de calidad que había matado a su abuela. «Muy atentamente» le parecía
una fórmula suficientemente rígida y formal, pero siendo prácticos, ya que era la
señorita O'Leary quien corregía la carta, le convenía plegarse a su versión. La
profesora también le corrigió el error ortográfico, aunque no le dio mayor
importancia. Le dijo que la carta estaba muy bien, que era muy auténtica, y la leyó en
clase.
Steven notó las miradas de los compañeros en su nuca como si fueran rayos láser
y le estuvieran grabando a fuego en el cuello «Te vas a enterar, baboso». Suspiró
deseando que la profesora no hubiese hecho aquello. Que te señalaran de ese modo
significaba tener que pasarse varios días condenado en el recreo a escabullirse, a
esconderse o a permanecer cerca de algún profesor y tener que sortear frases como:
«¿Qué te pasa, Steven? ¿Por qué no te vas a jugar?».
Afortunadamente, los profesores no lo señalaban con frecuencia. Steven era un
estudiante del montón, un chico que casi nunca llamaba la atención ni era motivo de
preocupación. Cuando la señorita O'Leary escribió las notas trimestrales, le llevó un
momento asociar a su nombre la imagen del muchacho moreno y delgado que había
en su clase. Junto con Chantelle Cox, Taylor Laughlan y Viviene Khan, Steven Lamb
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era un niño que más que nada destacaba por su ausencia, cuando una cruz junto a su
nombre le confería un efímero interés estadístico.
A la hora de comer, Steven se sentó con Lewis junto a las puertas del gimnasio,
como de costumbre. Lewis tenía un bocadillo de queso y pepinillos y un Mars;
Steven, de paté de pescado y un Kit Kat de dos barras. Su amigo se negó a cambiarle
nada, cosa que entendió perfectamente.
Los chicos de las sudaderas con capucha estaban jugando al fútbol en la pista de
baloncesto y solo de vez en cuando le lanzaban una mirada amenazadora a Steven o
lo llamaban gilipollas al tiempo que le lanzaban un pelotazo. Uno de ellos hizo como
que le tiraba el balón a la cara y Steven cerró los ojos cómicamente; el chico soltó
una risotada socarrona sin la más mínima gracia. Sin embargo, en términos generales
la situación era llevadera.
—¿Quieres que les parta la cara? —le preguntó Lewis con los labios negros de
chocolate.
—No hace falta —dijo Steven encogiéndose de hombros—, pero gracias.
—Cuando quieras; solo tienes que decírmelo.
Lewis era un poco más bajo que Steven pero le sacaba casi diez kilos de puro ego.
Aunque Steven nunca lo había visto pelearse, los dos daban por sentado que Lewis se
podía medir con cualquiera de hasta por lo menos cuarto curso, sin incluir a Michael
Cox, el hermano de la también cuasi invisible Chantelle, que estaba en cuarto y
medía más de uno ochenta y era completamente negro. Todos sabían que los chicos
negros eran más fuertes y que Michael Cox era el más fuerte de todos.
Steven estaba convencido de que su amigo podía con cualquiera del colegio salvo
con Michael Cox; claro que lo que no podía era pelearse con tres matones a la vez, y
eso era lo que iba a pasar si empezaba a pelearse con uno de ellos. Ambos lo sabían,
así que cambiaron de tema por acuerdo tácito.
—Mañana me voy con mi padre a ver el partido, ¿te vienes?
La invitación era para ir a ver al equipo local, los Blacklanders. A falta de un
equipo de primera división en los alrededores, Lewis y su padre habían optado por
puro pragmatismo por hacerse hinchas de los Blacklanders, una variopinta selección
de talentos medios locales. Lewis los apoyaba con tanta pasión como sus compañeros
de clase apoyaban al Liverpool o al Manchester United. Ir a ver los partidos era lo
único que Lewis y su padre hacían juntos.
El padre era menudo, pelirrojo, con gafas y muy poco hablador. Llevaba
pantalones de abuelo y trabajaba en una oficina en Minehead en algo que a Lewis no
le importaba lo más mínimo.
—Algo de leyes —dijo encogiéndose de hombros cuando se lo preguntó Steven.
En casa, el padre se dedicaba a hacer los crucigramas del Telegraph y a investigar
por Internet el árbol genealógico de la familia. Una vez por semana durante los meses
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de invierno jugaba al bádminton con su mujer en la sala comunal del pueblo. Ya de
por sí el juego era motivo de risa, pero aún lo fue más el día que Steven los vio de
refilón vestidos con el equipo: los enormes muslos de ella embutidos en una
minifalda, y él, en pantalón corto, con las piernas flacuchas y con pelillos rubios y
rizados.
Desde que conocía a Lewis, su padre solo le había dicho tres frases distintas:
«Hola, Steven», en varias ocasiones; «Qué, ¿os lo estáis pasando bien?», cuando
alguna vez los había pillado espiándolo de casualidad; y, en una embarazosa ocasión,
«¿Quién coño ha llenado de mierda de perro la cocina?».
Al igual que su madre, mucho más grande y vital, por lo general Lewis ignoraba a
su padre. Cuando estaba con Steven, cada vez que su padre le hablaba ponía los ojos
en blanco y bufaba, o se quedaba callado, lo cual daba lugar a silencios muy
incómodos.
Una vez, Steven fue con la familia de Lewis a Minehead a ver un concurso de
castillos de arena. Para cuando llegaron, un chaparrón de verano había convertido las
espléndidas creaciones en montículos amorfos. El castillo de cuento de hadas parecía
el Titanic, y la orca de tamaño natural, un balón de rugby. Aun así, el padre de Lewis
se paseó de bulto en bulto con su impermeable Berghaus sacándoles fotos a todos
desde distintos ángulos y tratando de entusiasmar a Lewis con una monserga sobre lo
que habían sido y en lo que se habían convertido aquellas efímeras creaciones.
Mientras tanto, Lewis y su madre tiritaban metidos bajo un paraguas flameante,
suspirando y suplicando a voces por un té con leche.
Aunque Steven no tuvo agallas para dejar a Lewis y mostrar algo de ilusión por
los castillos de arena, se mantuvo un poco alejado del amigo, la madre y el paraguas.
Prefería mojarse a formar parte de aquella desdeñosa muestra de indiferencia por el
triste entusiasmo del padre.
«Qué desperdicio de padre», pensó.
—Batten ya no está lesionado… —le informó Lewis de repente.
Steven volvió a la realidad.
—No puedo —dijo negando con la cabeza.
—¡Pero si es sábado! —Steven se encogió de hombros—. Tú te lo pierdes —
suspiró con un gesto de lástima.
Steven lo dudaba; ya había visto jugar a los Blacklanders.
• • •
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indignidad del paté de pescado. Se lo preparó con los cuscurros del pan, que no le
importaban a nadie. Uno de ellos tenía un poco de moho y al rasparlo con un dedo
mugriento se acordó del tío Jude.
Jude era su tío favorito. Era alto, muy alto, con unas cejas gruesas e imponentes y
una voz profunda de película de terror. Además, era jardinero, tenía una camioneta
nueva de cuatro años y a tres hombres contratados. El tío Jude siempre tenía las uñas
llenas de roña, cosa que la abuela no soportaba. La madre de Steven replicaba que era
suciedad de la buena, no como la que ella llamaba «porquería de alcantarilla». Claro
que eso fue antes de que se separaran. A partir de entonces, las únicas respuestas de
su madre a las críticas de la abuela se reducían a un leve rictus y a una explosión más
o menos fuerte de mal humor dirigida a Steven y Davey.
La pala era un regalo del tío Jude. Se la dio un día que Steven le dijo que quería
cultivar un huerto en el jardín; claro que luego nunca lo hizo, pero el tío Jude era muy
enrollado y lo dejaba tranquilo. A veces entraba en la cocina y miraba por la ventana
el selvático jardín poblado de maleza.
—Qué, Steve, ¿cómo van los tomates? —le decía. O bien—: Veo que van
brotando las judías.
Entonces le hacía un guiño e intercambiaban sonrisas cómplices que al muchacho
le henchían un poco el corazón.
Algunas veces, a la hora de la merienda, el tío Jude se ponía a imitar a
Frankenstein y empezaba a perseguir a los dos hermanos por toda la casa.
—¡Arrrg! —bramaba tambaleándose lentamente con los brazos hacia adelante—.
¡Nadie puede escaparse de mí!
Steven tenía casi diez años en aquella época y ya era lo bastante mayor como para
no asustarse, pero el enorme tamaño del tío Jude y los gritos histéricos de su hermano
de tres años le metían el miedo en el cuerpo. Se suponía que actuaba para divertir a
Davey pero en realidad, escondido detrás del sofá o de las cortinas del salón, con el
pelo enredado en la gruesa tela verde mientras esperaban la aparición del tío Jude, su
corazón desbocado y su respiración agitada no engañaban a nadie.
Davey era incapaz de aguantar la tensión y siempre se venía abajo y acababa
delatándose.
—¡Soy amigo de Frankenstein! —imploraba llorando agarrado a la pierna del tío
Jude.
Steven aprovechaba la oportunidad para salir él también y lamentarse de que
Davey había echado a perder el juego, pero en el fondo experimentaba un secreto
alivio.
El sol invernal le calentó un poco la espalda mientras pensaba en el tío Jude.
Había habido otros tíos. El siguiente fue el tío Neil, que a las dos semanas
desapareció con la cartera de su madre y medio pollo de la cena; y luego vino el tío
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Brett, que se pasaba el día sentado viendo la tele. Un día la madre de Steven y su
abuela tuvieron una encendida bronca a su lado mientras veía Countdown. Cuando el
tío Brett se giró y les dijo que se callaran, las dos arremetieron contra él. No se le
volvió a ver el pelo.
Ahora su madre no estaba con nadie. Claro que no todos los tíos le habían
gustado, pero siempre le daba pena cuando se iban. Su familia era pequeña y solitaria,
cualquier aumento en sus filas era bienvenido, aunque acabara siendo temporal.
Clavó la pala en el suelo y sintió que golpeaba algo duro; se agachó y sacudió la
tierra que había levantado con la mano. Por lo general, las cosas con las que chocaba
eran piedras o raíces, pero aquello sonó diferente. No tenía más herramientas aparte
de la pala, así que se arrodilló y empezó a cavar con las manos en la densa maraña de
raíces y tierra hasta que empezaron a dolerle las uñas.
La chocante aparición de un hueso suave y blanco en medio de la oscuridad del
páramo le puso los pelos de punta. Siguió escarbando hasta que consiguió meter un
dedo por debajo del hueso e intentó sacarlo haciendo palanca. Solo pudo desplazarlo
unos milímetros, lo suficiente para dejar al descubierto un diente.
Un diente…
Se inclinó hacia adelante con la respiración cortada y lo tocó; el diente aún estaba
sujeto a la mandíbula y se movía ligeramente. Steven se echó hacia atrás y se sentó
sobre los talones. El cielo y el brezo brillaban a su alrededor. De repente, giró la
cabeza y vomitó encima de las aulagas. Unos hilos mucosos le brotaron de la boca y
de la nariz y, durante un instante que se le hizo eterno, sintió que sus propios fluidos
lo ataban al páramo y tiraban de él hacia abajo con la intención de llenarle la boca y
la nariz de tierra y musgo y raíces y pequeños insectos mordedores.
Al cabo de un instante sacudió la cabeza y se levantó, se limpió la nariz y la boca
con el brazo desnudo y escupió varias veces, pero el amargo sabor del vómito no se le
fue de la boca. Se alejó unos cuatro metros y observó atentamente el agujero; desde
esa distancia no se veía lo que había dentro. Avanzó un poco más y cuando vio la
mandíbula se detuvo. Lo había conseguido. Había logrado lo que no había sido capaz
de hacer la policía con sus detectores de calor, sus sabuesos, sus sistemas de rastreo
de huellas dactilares y sus recursos humanos y tecnológicos. Había encontrado a Billy
Peters y le había tocado un diente.
Al pensarlo le vino otra arcada, pero esta vez se tragó el vómito. De repente, se
mareó un poco y se sentó en la hierba. Mucho mejor. Una sensación de alivio se
apoderó de él. Cuando su abuela viera aquello con sus propios ojos, todo cambiaría.
Dejaría de pasarse el día mirando por la ventana esperando a un niño que nunca iba a
llegar y empezaría a hacerles caso a él y a Davey; no de una manera mezquina y
cargada de rencor, sino como una abuela de verdad, con amor, secretos y dinero para
caramelos.
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Y si la abuela los quería a él y a Davey, igual también empezaba a llevarse mejor
con su madre y las dos se volvían más felices y se convertían en una familia normal.
En definitiva, las cosas les iban a ir mejor a todos gracias a ese hueso color crema,
curvo y liso, y al diente que sujetaba. Steven se puso a pensar en el cepillo de dientes
del tío Billy frotando la muela amarillenta y tuvo que borrar rápidamente la imagen
de su mente.
Lentamente pero con determinación se acercó al trozo de mandíbula expuesto.
Estaba cada vez más excitado. Se le acababa de abrir un abanico de nuevas
posibilidades, como si unos fuegos artificiales hubieran iluminado una puerta que
daba a un futuro en el que de otro modo ni siquiera habría pensado. ¡Se iba a
convertir en un héroe! Iba a salir en los periódicos. La señora Canchesky haría un
comunicado en la asamblea y todos se quedarían estupefactos ante la proeza
extraordinaria que había llevado a cabo aquel muchacho tan normal. Quizá le
concedieran un premio o una medalla… Desde luego, su madre y la abuela iban a
sentirse orgullosísimas, y muy agradecidas, y le iban a querer regalar de todo; pero él
solo les iba a pedir un monopatín para poderse ir a la rampa con los mayores y
convertirse en un adolescente con pantalones anchos, cadena y cicatrices de guerra.
Mejor aún: con una escayola que no le impidiera patinar. Claro que al principio se
daría unos buenos batacazos, pero en poco tiempo estaría haciendo unos saltos
increíbles y sería el mejor del pueblo. Luego le enseñaría a patinar a Davey con
mucha paciencia, lo cogería de la mano y lo ayudaría a levantarse cuando se cayera.
Las chicas se lo quedarían mirando y se sonreirían entre ellas al verlo pasar con su
tabla Custom y bebiéndose una Coca-Cola, y quizá también con una gorra de béisbol,
y el cable blanco de unos auriculares cruzándole el pecho desnudo al sol del
atardecer. Todo el mundo querría ser su amigo, aunque él se mantendría leal a Lewis
porque era un buen amigo, por mucho que no quisiera cambiarle un Mars por un Kit
Kat de dos barras.
La puerta que acababa de abrir lo asustó un poco. Si se hacía muchas ilusiones,
las posibilidades de llevarse una decepción eran elevadas. Como le decía su madre, lo
mejor era no esperar nada para conseguir algo. Así que dejó que los fuegos
artificiales estallaran y se apagaran como bengalas en un cubo de agua. Casi podía
oler el olor de la pólvora mojada en una seca tarde de noviembre.
Steven volvió a la realidad de Exmoor y por primera vez en varios minutos se dio
cuenta de que estaba respirando. Pensó que tenía que darse prisa si quería alcanzar la
gloria; acababa de levantarse un viento gélido y unas nubes oscuras se cernían
amenazantes sobre su cabeza. Le temblaban las manos, igual que al tío Roger antes
de empezar a beber.
Empezó a cavar, tratando de olvidarse de la foto del tío Billy y de su cara
sonriente enseñando los dientes. Poco a poco fue quitando tierra alrededor de la
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mandíbula hasta que consiguió sacarla del suelo por completo. Una vez en sus manos,
se la quedó mirando estúpidamente durante un rato.
Se había equivocado…, se había equivocado por completo.
Se palpó su propia mandíbula para comparar y sentir cómo se movía y se
conectaba. Lo que tenía en la mano era una quijada, aunque había algo en ella que no
cuadraba: era demasiado larga y los dientes no eran dientes pequeños de niño; eran
largos, planos y amarillos. Steven se pasó el dedo por los dientes de abajo. A los
lados había muelas y en la parte central unos afilados incisivos, pero la mandíbula
que había encontrado era mucho más larga, tenía unas muelas enormes y anchas y
solo dos incisivos largos y finos en la parte delantera, que además era mucho más
estrecha. Se había equivocado por completo… Otra vez le vinieron arcadas, pero no
vomitó. Se mareó y sintió un gran cansancio, como si esa vida de espera y decepción
continuas no fuera a acabarse nunca.
Había encontrado una mandíbula de oveja. El páramo estaba lleno de vacas y
ovejas y ponis que se morían continuamente. El número de huesos de animales debía
de ser un millón de veces superior al de huesos de niños asesinados. ¿Cómo podía
haber sido tan estúpido? Steven miró alrededor para asegurarse de que nadie era
testigo de su humillación. Sintió el dolor del fracaso pero, sobre todo, más adentro, el
dolor por la pérdida del futuro glorioso que acababa de atisbar hacía unos instantes.
Se levantó y dejó caer la mandíbula otra vez en el miserable pedazo de tierra del
que le había llevado dos horas sacarla. Cogió la pala y empezó a darle golpes hasta
que no pudo más del agotamiento; la había partido en cuatro y le había arrancado casi
todos los dientes. Luego lo tapó todo dándole patadas a la tierra. Se echó la pala al
hombro y se fue a casa. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.
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Capítulo 4
El señor Lovejoy estaba dando la tabarra con los romanos, pero Steven tenía la
cabeza en otra parte. Curiosamente, no estaba pensando en fútbol o en la cena, sino
en la clase de lengua de la señorita O'Leary y en el antiguo arte de escribir cartas.
No tenía ordenador en casa, ni móvil, lo cual era motivo de vergüenza, pero como
Lewis tenía ambas cosas, había aprendido a escribir con el teclado y a enviar
mensajes de texto y de correo electrónico, aunque era tan lento que muchas veces su
amigo, desesperado, le quitaba el teléfono y le terminaba de escribir el mensaje.
Claro que esto era perjudicial para su aprendizaje pero, visto lo rápido que tecleaba
Lewis, entendía lo irritantes que debían de resultarle sus pobres esfuerzos.
Sin embargo, escribir cartas era diferente. La señorita O'Leary le había dicho que
se le daba bien, que sus cartas eran auténticas. Seguramente ya se le había olvidado
que Steven había escrito una buena carta y había vuelto a sumir su existencia en el
olvido, pero a él no se le había olvidado el elogio; no eran cosas que le pasaran a
menudo.
Completamente abstraído de la clase, saboreó el elogio y lo analizó desde todos
los ángulos posibles, contemplando sus matices y reflejos y, como si fuera un tasador,
calibrando su valor. Casi por accidente se acababa de dar cuenta de su talento para
escribir cartas. Claro que él no habría elegido esa habilidad; hubiera preferido patinar
o tocar el bajo, pero no era de los que descartaban algo sin antes haber analizado su
valor potencial.
Un día, cuando tenía diez años, se encontró un cochecito de bebé tirado en un
aparcamiento. Era uno de esos cochecitos elegantes de tres ruedas todoterreno que
parece que fueran para ascender el Everest con el niño a cuestas. Estaba destrozado,
como si un camión le hubiera pasado por encima, pero se habían salvado las tres
ruedas, de muy buena calidad, con cubiertas de goma y radios de metal.
Steven se llevó las ruedas a casa y se las guardó hasta que, casi un año después, a
la abuela se le rompió el carrito de la compra volviendo del supermercado. El carrito
en cuestión era una ridícula bolsa de lona de cuadros escoceses montada sobre dos
ruedas enclenques de metal con las cubiertas de goma, pero como hacía mucho
tiempo que lo tenía, se llevó un buen disgusto. Sobre todo la molestaba tener que
comprarse un carrito nuevo, con lo caros que estaban, como todo lo demás en los días
que corrían.
Steven cogió el carrito y se puso a arreglarlo en el jardín con unas cuantas
herramientas viejas que le prestó el señor Randall, que además le enseñó cómo poner
arandelas para que las ruedas todoterreno del cochecito de bebé, mucho más grandes
que las otras, no rozaran con los lados de la bolsa de lona.
Cuando vio el carrito mejorado y rejuvenecido, la abuela frunció los labios con
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escepticismo y empezó a menearlo bruscamente hacia adelante y hacia atrás,
convencida de que si lo hacía con la suficiente fuerza las ruedas se acabarían
soltando; pero Steven había apretado las tuercas con mucho esmero y el carrito se
mantuvo firme.
—¿Qué le has hecho? —preguntó la abuela.
—Son ruedas todoterreno —aventuró él—. Podrás meter el carrito por la tierra y
por las piedras y subirlo por los bordillos mucho mejor.
—¡Vaya!, lo que me faltaba…, un carrito de rally. —Lo meneó unas cuantas
veces más con malevolencia—. Ya veremos cuánto dura —sentenció.
Pero tuvo que tragarse sus palabras. Steven se dio perfecta cuenta de que con las
ruedas nuevas le resultaba mucho más fácil tirar del carrito. Ya no se atascaba en las
piedras y subía y bajaba los bordillos limpiamente. Las otras señoras mayores la
paraban por la calle para admirarlo y, en una memorable ocasión, vio que la abuela
incluso tocaba una rueda con el bastón en un claro gesto de orgullo. Nunca le dio las
gracias a Steven, pero eso era lo de menos.
Mientras trataba de dilucidar por qué se había acordado del carrito de la compra
mientras intentaba concentrarse en el asunto de las cartas, le vino a la cabeza otro
recuerdo que le hizo dar un respingo sobre la silla. Un día, le enseñó el carrito al tío
Jude, que se puso a examinarlo minuciosamente desde todos los ángulos con absoluta
seriedad.
—Buen trabajo, Steven —lo felicitó. El muchacho no cabía en sí de gozo, aunque
exteriormente apenas asintió sin decir una palabra—. En esto consiste el secreto de la
vida —continuó el tío cuando se hubo levantado del suelo. Steven movió
solemnemente la cabeza, como si supiera de antemano lo que le iba a decir el tío
Jude; en realidad, ardía en deseos de oír cuál era el secreto de la vida—: Decidir qué
es lo que quieres y luego trabajar para conseguirlo.
El secreto de la vida del tío Jude lo decepcionó un poco; se esperaba algo más
espectacular o, como mínimo, más misterioso. Pero en ese momento, abstraído por
completo de las explicaciones del profesor sobre los mosaicos de Kent, se puso a
pensar en ello muy seriamente.
Ya sabía qué quería; solo le faltaba descubrir cómo utilizar la nueva arma de su
limitado arsenal para conseguirlo.
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Capítulo 5
Lewis era extrovertido y muy sociable, y consideraba a Steven su mejor amigo. El
primero era robusto, pecoso, pelirrojo y engreído; el segundo, enclenque, pálido,
moreno y tímido; sin embargo, solo los separaban tres puertas de distancia y cinco
meses de diferencia. Su amistad se había forjado a base del roce cotidiano que hace
que dos extraños que se encuentran por azar acaben siendo amigos para toda la vida.
Lewis era el mayor y por lo tanto ejercía de líder, aunque ambos sabían que lo
hubiera sido de todos modos.
Lewis lo había decidido todo hasta hacía tres años: dónde jugar, a qué, con quién,
cuándo volver a casa, qué merendar, qué comidas se podían traer de casa sin pasar
por un pringado y cuáles no, quiénes les caían bien y a quiénes odiaban… Después de
una serie de pruebas y errores entraron en una rutina casi perfecta en la que hacían
prácticamente lo mismo cada día. Jugaban a los francotiradores en el jardín de
Steven, y a los Lego, al ordenador y al fútbol, en casa o en el jardín de Lewis.
Anthony Ring, Lalo Bryant y Chris Potter eran compañeros de juego bastante
aceptables; Chantelle Cox lo podía ser excepcionalmente y siempre y cuando
estuviera dispuesta a ser portera o blanco de los francotiradores.
Volvían a casa cuando Lewis se aburría y generalmente cenaban alubias o palitos
de pescado con patatas asadas. Los bocadillos de mantequilla de cacahuete, de queso
y pepinillos o de mermeladas rojas eran bienvenidos, lo mismo que cualquier
chocolatina; aunque el Kit Kat de dos barras estaba en lo más bajo del escalafón de
las chocolatinas. Los bocadillos con huevo, lechuga o mermeladas de otros colores no
se veían con buenos ojos, y la fruta, directamente, era objeto de desprecio y solo valía
para acabar en la basura. En el colegio les caían bien el señor Lovejoy y la señorita
McCartney, y el señor Jacoby del supermercado; odiaban a los chicos de las
capuchas. Una vez Lewis sugirió que odiaran a la abuela de Steven porque era una
vieja gruñona, pero Steven no secundó la propuesta, así que Lewis hizo como que era
una broma y no se volvió a hablar del tema. Hasta que, un día, la monotonía se vio
alterada por el descubrimiento de Steven. A partir de entonces, las cosas no volvieron
a ser iguales…
Con nueve años, los pillaron en la habitación de Billy. Tenían terminantemente
entrar ahí y más aún tocar nada, pero a Lewis se le habían acabado los Lego antes de
terminar de construir un cuartel general terrorista y necesitaba urgentemente más
piezas.
—Sé dónde hay Legos —dijo Steven.
Lewis no acababa de fiarse. Por lo general, él era el que solucionaba los
problemas en aquella relación y veía poco probable que Steven sacara Legos de
debajo de las piedras, sobre todo porque él mismo no tenía. De todos modos, pensó,
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no perdía nada por ver qué proponía su amigo.
Steven abría camino. Atravesaron discretamente el salón, dejando atrás a Davey,
que estaba viendo la tele, y a la abuela, que estaba mirando por la ventana. Subieron
las escaleras; pasaron por delante de la desordenada habitación con una sola cama,
grande y deshecha, que compartían los dos hermanos, y llegaron a la habitación que
había al fondo del pasillo. Steven abrió la puerta.
Lewis sabía que el tío Billy había muerto joven y que esa era su habitación; es
más, sabía que estaba prohibido entrar. Pero ni él ni Steven conocían más detalles,
aunque las cosas estaban a punto de cambiar. Echaron una última mirada por la
escalera y entraron en el cuarto de Billy, teñido de azul por la luz que pasaba a través
de las cortinas cerradas. Lewis dio un grito de sorpresa al ver la estación espacial.
—No podemos llevárnoslo todo —avisó Steven—. Mi abuela viene aquí a
menudo y se daría cuenta.
—Vale, pero podemos llevarnos piezas de atrás y de los lados —dijo, y empezó a
desmontar algunas partes de la estación de abastecimiento.
—¡No tanto!
Pero Lewis ya se había llenado los bolsillos con media estación.
—¡Si está muerto! ¿Qué más le da? —replicó.
—¡Calla!
—¿Qué?
El parqué crujió justo delante de la puerta de la habitación y Steven no tuvo
tiempo de responder; demasiado tarde, ya no se podían esconder. La puerta se abrió
de golpe y apareció la abuela, que se los quedó mirando fijamente.
Steven se sentía incómodo cada vez que se acordaba de aquella tarde. Intentaba
no hacerlo, pero a veces, sin querer, se le pasaba por la cabeza, y cuando eso sucedía,
los malos recuerdos acudían en tromba.
Lewis no acababa de entender por qué pasó tanto miedo aquel día, porque la
abuela no les gritó ni les puso la mano encima. Pero sí que recordaba que mientras
reconstruía la estación le temblaban tanto las manos que casi no podía agarrar las
piezas, y a Steven detrás de él llorando a moco tendido con los calcetines empapados
de orina. Steven, por su parte, sufría cada vez que rememoraba su súbita
transformación de heroico francotirador antiterrorista en bebé y cómo empezó a
berrear y se orinó encima solo con ver la mirada de la abuela.
Después de aquello no volvieron a verse hasta dos días después. Para entonces,
Steven estaba en disposición de contarle a Lewis la mejor historia que había oído en
su vida y que compensaba, casi por completo, la humillación y el miedo que habían
pasado en el cuarto de Billy: su tío, el mismo que había construido la estación
espacial, ¡había muerto asesinado!
A Lewis se le pusieron los pelos de punta al oír aquello. No solo había muerto a
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manos de un asesino en serie, sino que con toda probabilidad su cadáver aún seguía
enterrado en algún lugar del páramo de Exmoor, ¡el mismo que veía cada día desde la
ventana de su habitación!
Steven aún estaba muy afectado por la bronca y por los llantos que se sucedieron
en casa, además de por la tristeza que le sobrevino después del tremendo y súbito
descubrimiento del dolor de su familia. Pero a Lewis, cómodamente instalado tres
casas más allá, aquella espantosa historia lo sumió poco menos que en un estado de
embriaguez… Evidentemente, fue idea de Lewis encontrar el cadáver de Billy.
• • •
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Y así, Lewis y Steven establecieron una nueva rutina, menos perfecta, en la cual
pasaban juntos las horas de colegio, comparaban y a veces intercambiaban bocadillos,
y evitaban a los matones de las capuchas. Luego Lewis se iba a casa a jugar con los
Lego y Steven se iba al páramo a buscar el cadáver de un niño muerto muchos años
atrás.
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Capítulo 6
Steven estaba tumbado en la hierba, oculto a la vista de todos salvo de los pájaros que
le pasaban por encima de vez en cuando. La pala estaba al lado de él en el suelo, sin
restos de tierra fresca. Como un inusitado regalo, el sol de febrero le calentaba los
párpados y hacía que el aire que fluía por sus fosas nasales resultara singularmente
fresco. Los párpados cerrados le titilaban con suavidad, llevado por una ensoñación.
Se durmió.
En el sueño tenía calor. Se encontraba en un entorno sofocante en el que apenas
se podía mover, con los brazos pegados al cuerpo, la cara oprimida por una suave
oscuridad y una leve sensación de que algo le tiraba del pelo… Entonces sintió, desde
abajo, el roce de la manita de Davey, tanteando en la oscuridad en busca de apoyo
moral. Se la agarró, pero era incapaz de hacer cualquier otro movimiento. Sentía el
miedo a través de los deditos calientes de su hermano y de su cuerpo, que se apretaba
con fuerza contra sus piernas…
Era consciente de que estaban escondidos tras las cortinas verdes del salón. Tenía
la cabeza enrollada en la tela vieja, que formaba una especie de tirabuzón ascendente
y le tenía cogido un mechón de pelo. De golpe, a Davey se le aceleró la respiración y
él contuvo la suya. El tío Jude acababa de entrar en el salón. Silencio. Tan solo oía los
latidos de su propio corazón. Steven estaba completamente inmóvil, aunque de todos
modos no podía moverse. Sentía el cuerpo de su hermano en tensión, pegado a él, y
tenían las manos entrelazadas con tanta fuerza que dolía.
El tío Jude entró en silencio y sin darles ningún aviso, aunque ellos oían
perfectamente crujir las tablas del suelo bajo sus enormes pies, cada vez más cerca.
De repente, una terrible certeza embargó a Steven. Lo que había entrado en el salón
no era el tío Jude y lo único que los protegía de aquella cosa malvada que se acercaba
era una desgastada cortina verde… Davey empezó a llorar.
—¡Soy amigo de Frankenstein! —gritó saliendo del escondite y delatándolos a
los dos.
Pero esta vez Steven no sintió alivio, sino pavor, consciente de que el juego no
solo no se había terminado, sino que apenas acababa de empezar.
Se despertó sobresaltado y dio un grito; sabía lo que tenía que hacer.
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Capítulo 7
Arnold Avery dejó de leer, se sentó en la litera y se puso a mirar el techo; las palabras
retumbaban en su cabeza como un hechizo.
Estimado…, señor…, Avery.
No recordaba cuánto hacía que no recibía una carta dirigida a él de esa manera.
¿Diecinueve o veinte años? En cualquier caso, desde antes de ingresar en prisión.
Desde que cruzó por primera vez la puerta de la cárcel de Heavitree, en
Gloucestershire, y caminó hasta su celda bajo una lluvia de escupitajos e
ignominiosos insultos, había recibido cartas que comenzaban de las más diversas
maneras: «Señor Avery», de su mediocre y pesimista abogado; «Querido hijo», de su
mediocre y pesimista madre; «Degenerado de mierda», de una variedad de pesimistas
y mediocres extraños.
Aquel pensamiento le dolió un poco. «Estimado señor Avery» le recordaba las
facturas del gas, los representantes de seguros y a Lucy Amwell, que trató de
organizar sin mucha fortuna un reencuentro de compañeros de colegio, como si se
hubieran criado en California en vez de en un contaminado arrabal de
Wolverhampton. Sin embargo, pensó, toda aquella gente trataba de ser amable y de
interactuar con él sin juzgarlo y sin lloriquear ni poner caras raras ni lanzarle frías
miradas de asco.
«Estimado señor Avery». ¡Ese era él! ¿Por qué la gente no se daba cuenta? Volvió
a leer.
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mundo hubiese dejado de girar. El compañero también habría visto que tenía los ojos
entrecerrados, que prácticamente había dejado de respirar y que se le había erizado la
piel, sedienta de sol. Pero si el hipotético compañero de celda hubiese sido capaz de
penetrar la cabeza de Avery, se habría sorprendido ante el súbito aumento de su
actividad cerebral.
Aquellas palabras, escritas con esmerada caligrafía, habían tenido en su cerebro el
efecto de una bomba. Por supuesto, sabía quién era WP, lo mismo que sabía quiénes
eran MO, LD y los demás. Su cerebro era un archivador de información y ellos eran
los disparadores que lo activaban y a los que podía acudir a voluntad para poner en
marcha oleadas de recuerdos fascinantes. Con el cuerpo en estado de latencia, lo que
le permitía a la mente trabajar mejor, se permitió abrir la puerta marcada con las
iniciales WP, a la que no acudía desde hacía años.
MO y TD eran sus preferidos pero no le hacía ascos a WP. Tras la puerta marcada
con aquellas iniciales guardaba una cantidad importante de información cosechada de
su experiencia personal, de los periódicos, de los reportajes televisivos sobre niños
desaparecidos y de su propio juicio, que se celebró en el pintoresco juzgado de lo
penal de Cardiff supuestamente para darle la oportunidad de defenderse, algo que no
dejaba de ser ridículo si uno pensaba en ello.
William Peters, once años, pelo rubio peinado con raya y ojos azules, mejillas
sonrosadas, piel muy blanca y, durante un tiempo, una sonrisa tan amplia que casi le
llegaba a las orejas…
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De vez en cuando eso bastaba.
Volviendo a WP.
Acababa de regresar a la furgoneta con el bocadillo cuando vio a William Peters,
o Billy, como más tarde lo llamó su madre en el periódico, entrando en el
supermercado. Fue una visión fugaz, pero valía la pena esperar, pensó mientras se
comía el bocadillo. No se había comprado el Exmoor Bugle pensando que era mejor
evitar los pueblos de alrededor. No es que viviera en Exmoor, sino que enterraba allí
los cadáveres; de ahí que pensara que era mejor evitar a los niños de la zona. Pero
cuando, un rato después, vio salir a Billy de la tienda, no lo dudó. El muchacho tenía
algo…
Después de tantos años seguía siendo capaz de revivir la misma excitación que
sentía al localizar una presa; la erección, la salivación abundante hasta el punto de
tener que tragar para no ponerse a babear como un idiota.
Billy era más bien delgaducho, pero tenía un garbo y una gracia infantiles que
resultaban muy atractivos. Se alejó por la acera, alegremente inconsciente de que
acababa de elegir la última comida de su vida: una bolsa de Maltesers. Avery no pudo
evitar sonreír cuando vio al muchacho pavoneándose por la calle, masticando sus
chocolatinas y dándole patadas a una botella de leche a lo largo del desagüe de la
alcantarilla. Le gustaban los niños seguros de sí mismos, siempre estaban más
dispuestos a ayudar, a meter la cabeza un poco más adentro por la ventanilla…
Arrancó la furgoneta y lo siguió mientras desplegaba el mapa…
• • •
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Avery sabía que Finlay se la había leído y que estaba molesto porque no había
encontrado nada que tachar con el rotulador negro. Su pregunta no era más que un
burdo intento para tratar de destapar la información que, estaba seguro, debía de
ocultar la carta.
—Una carta, sin más, agente Finlay —respondió.
—Hacía tiempo que no te llegaba ninguna, ¿no?
—Sí.
—Pues qué bien.
—Y tanto que sí.
Finlay se paró un momento para pensar por dónde iba a llevar el ataque.
—¿Noticias de casa?
—Sí.
El agente Finlay se quedó perplejo con la respuesta. Hizo una pausa y aprovechó
para sacarse algo molesto del agujero derecho de la nariz. Avery se controlaba
perfectamente.
—Ah, muy bien, ¿y qué se cuentan?
Durante el tiempo que el carcelero dedicó a hurgarse la nariz, Avery se anticipó a
la pregunta y preparó una respuesta completa.
—Nada en especial. Mi primo, que le encanta la informática. Resulta que tengo
un antiguo procesador de textos, un Amstrad, y me lo quiere comprar. Dice que es
una pieza de colección y siempre me lo pide.
—Un apasionado de la informática.
—Un apasionado, efectivamente.
Finlay miró hacia otro lado, tratando de aparentar un cierto desinterés.
—Y qué, ¿se lo vas a vender?
Avery se encogió de hombros y luego sonrió, poniendo en ello todo su empeño.
—Ya veremos…
Aunque Finlay llevaba veinticuatro años trabajando de carcelero, aquella sonrisa
le disipó cualquier sospecha y no pudo evitar tener la sensación de que, de repente, él
y Avery compartían un maravilloso secreto.
• • •
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cumplían condenas de meses o de pocos años se daban cuenta de que les habían
confiscado las posibilidades; igual que les requisaban los cordones de los zapatos, y
si antes de ingresar en prisión esperaban encontrar un trabajo en una oficina, después
se resignaban a hacer de peones o a cobrar el paro. Esto era para los presos comunes;
para los condenados a cadena perpetua, las posibilidades se reducían a cosas aún más
pequeñas, como patatas fritas en lugar de puré o chuletas en lugar de carne picada.
Avery no sabía quién era SL, pero por una cuestión de claridad decidió que era
varón. Sin duda había sido lo bastante listo como para pensar o informarse sobre el
hecho de que las cartas no les llegaban así como así a los pederastas y a los asesinos
en serie, sino que primero se sometían a la atareada pluma de un censor que las
analizaba detenidamente. Por ese motivo había sido críptico y breve. También había
sido lo bastante listo como para saber que un par de iniciales bastarían para que
comprendiera.
Pero evidentemente el remite lo traicionaba. Durante los primeros años en prisión
Avery recibió decenas de cartas de Shipcott y alrededores. La mayoría de ellas solo
contenían insultos o lamentos y eran fácilmente olvidables, pero recibió una carta de
la hermana de Billy Peters, si la memoria no le fallaba, lo cual esperaba, dado que no
se le permitió conservar la numerosa correspondencia que fue recibiendo. La carta era
lo de siempre, la hermana quería saber qué le había pasado a Billy, dónde lo había
enterrado, y le suplicaba que pusiera fin al sufrimiento de su madre. Él le contestó
con otra misiva en la que remarcaba una encantadora coincidencia: Billy le había
suplicado que hiciera lo mismo por él.
Ya de antemano, Avery dudó de que la hermana de Billy Peters fuera a recibir la
carta, pero la sospecha se convirtió en certeza el día en que la echó al correo de la
cárcel y lo relegaron a las duchas del ala B. Los guardas le dijeron que era porque
estaban reacondicionando las duchas de la Unidad de Presos Vulnerables. Mientras se
lo decían, de camino al ala B, la terminología propia de la fontanería, con sus
cañerías, taladros y desatascadores pareció divertir mucho a los carceleros. Cuando
llegaron y lo dejaron solo en las duchas con una mierda de toallita de franela,
entendió por qué.
Se pasó dos semanas en el hospital, la primera de ellas boca abajo. Irónicamente,
justo dos años antes habían renovado de verdad las duchas de la Unidad de Presos
Vulnerables de Longmoor, y durante los doce días que duraron las obras Avery se
negó a ducharse. Aquello fue una decisión muy seria para él porque odiaba estar
sucio. Lo odiaba como si fuera la peste. A veces, el simple hecho de que un guarda u
otro prisionero lo tocaran bastaba para que saliera corriendo a las duchas a lavarse el
cuerpo y la ropa.
Después de cada asesinato y de cada enterramiento se pasaba horas frotando; su
limpieza rozaba la devoción. Estrangulaba lo más pulcramente posible pero aun así
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algunos niños vomitaban o se orinaban encima de terror, o cosas peores. Cuando eso
pasaba, su pasión se teñía de repugnancia y los odiaba con toda su alma por
estropearle la experiencia. Tuvo que regar a más de uno con la manguera antes de
acabar con él.
Una vez muertos, le producían repulsión. Incluso las lágrimas de indefensión, que
tanto lo excitaban mientras estaban vivos, se convertían en viscosos rastros inmundos
en sus caritas de muertos.
Volviendo a WP…
No estaba seguro, pero era posible que la carta que le envió la hermana de WP
tuviera la misma dirección de remite: Barnstaple Road, 111. Así que, ¿quién era SL?
¿Un vecino entregado a una cruzada personal? ¿La madre de WP? ¿Un primo? ¿Un
nieto? ¿Un hijo tardío concebido en un esfuerzo por llenar el vacío que había dejado
el primero? Avery lo caviló durante un momento, pero todas las opciones parecían
igualmente plausibles, así que no perdió mucho tiempo.
«Estimado señor Avery» le gustaba, «WP» le gustaba, la petición de ayuda le
parecía sincera y directa al grano, pero lo que realmente lo impresionó fue la palabra
«atentamente».
• • •
La primera carta que Steven Lamb le envió a Arnold Avery le fue devuelta con tantos
tachones negros que no había quien la leyera. El censor se dio por vencido cuando
llevaba revisadas las tres cuartas partes de la carta, y ni siquiera se la entregó al preso.
Simplemente garabateó «inadmisible» encima del último cuarto del texto y la mandó
de vuelta a Shipcott. Steven se sintió humillado, como un niño pequeño al que han
pillado intentando colarse en una película para mayores de dieciocho años con un
bigote postizo.
Aquello sucedió días antes de que se perdonara a sí mismo y recobrara la
seguridad suficiente para llevar a cabo otro intento. Tenía doce años, pensó, tampoco
podía pretender hacer bien a la primera cosas como cartearse con asesinos en serie.
Se pasó la semana siguiente componiendo mentalmente la carta una y otra vez,
recortando, puliendo y tallando hasta que decidió empezar desde cero partiendo del
último elemento de la información requerida. De este modo consiguió el noventa por
ciento de la carta, aunque le llevó otras dos semanas decidir si era mejor poner «Muy
atentamente» o «Un cordial saludo». Si bien era una carta personal y conocía el
nombre del destinatario, la fórmula del cordial saludo se le atascaba un poco, no
podía evitarlo, aunque la señorita O'Leary interfiriera en su favor.
El dilema mantuvo a Steven despierto toda la noche y lo mantuvo completamente
abstraído y con la mirada perdida durante la clase de geografía. Su preocupación
alcanzó el punto álgido cuando a la hora del recreo se sentó al lado de Lewis sin decir
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una palabra.
—¡Eres un capullo! —le dijo su amigo después de tres intentos de iniciar una
conversación.
Y se fue muy ofendido.
Steven sabía que tenía que decidirse por una de las dos. Se puso manos a la obra y
empezó a escribir con su mejor letra mayúscula. Fue entonces cuando se le ocurrió
poner «Atentamente» en lugar de «Muy atentamente» o «Un cordial saludo». De este
modo solucionó todos sus problemas: la carta era suficientemente educada y formal
pero no mostraba la cercanía de la cordialidad ni un grado excesivo de atención.
Echó la carta nueva al correo con elevadas expectativas. Diez días más tarde,
recibió una respuesta.
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Capítulo 8
—¡Mierda! Huevo con tomate —dijo Lewis mirando con asco su bocadillo—. ¿El
tuyo de qué es?
Steven se apoyó en la pala y se secó el sudor de la frente con el brazo. Durante un
momento pensó en mentirle a su amigo, pero prefirió no hacerlo para no complicarse
la vida.
—Mantequilla de cacahuete.
—¡Mantequilla de cacahuete! —exclamó Lewis levantándose de un brinco—.
¿Me lo cambias?
—La verdad es que no.
Lewis sabía perfectamente que a Steven el tomate no le sentaba bien, y además
sabía que su amigo sabía que él lo sabía, pero la idea de comerse un bocadillo de
mantequilla de cacahuete en vez de uno de huevo con tomate lo volvió
momentáneamente egoísta.
—Venga hombre, no me jodas, mitad y mitad. Es lo más justo.
Lewis le quitó la bolsa del SPAR y se puso a hurgar en ella. Antiguamente, la
tienda del señor Jacoby era simplemente la tienda del señor Jacoby, pero ahora era un
SPAR y el señor Jacoby tenía que llevar una camiseta Aertex verde con un logotipo
en forma de punta de flecha en el pecho.
Steven miró a la espalda de su amigo con impotencia.
—No te cojas la mitad buena —dijo con un suspiro.
Tener a Lewis consigo le inspiraba sentimientos divididos. Cuando estaba solo, lo
único que hacía era cavar y cavar, comerse los bocadillos, beber agua y seguir
cavando.
Un sábado bueno podía cavar hasta cinco agujeros, cada uno de la longitud,
profundidad y anchura de un niño de once años, aunque no era tonto y sabía que eso
no aumentaba en nada sus probabilidades de éxito; lo mismo hubiera sido cavar
agujeros de un metro de ancho y metro y medio de profundidad y con forma de
elefante. Pero los fosos que cavaba eran un recordatorio constante de que lo que
estaba buscando era un cuerpo con una forma y un tamaño determinados. Era una
búsqueda agotadora y por lo general muy solitaria, aunque extrañamente gratificante.
Cuando Lewis aparecía ocasionalmente en el páramo las cosas cambiaban por
completo. Ciertamente, la experiencia se volvía más amigable y disminuían las
probabilidades de que los matones de las capuchas persiguieran a Steven de camino a
casa, pero también tenía sus inconvenientes.
Para empezar, Lewis siempre empezaba por ofrecerle una ayuda que luego nunca
llegaba. Nunca llevó una pala y jamás se le ocurrió relevarlo un rato. Pero es que
además su simple presencia, más que ayudar, entorpecía. Lewis no paraba de hablar y
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de hacerle preguntas que él se sentía forzado a responder. Le llamaba la atención
sobre cosas que Steven, con la atención fija en la hierba, ni había visto ni le
interesaban, y sobre las cuales aún menos quería discutir.
—¡Coño! Mira eso.
—¿El qué?
—Eso de ahí.
Entonces Steven levantaba la mirada y se apoyaba en la pala.
—¿Qué es?
—No lo sé, creo que era un halcón.
—Sería un águila ratonera, hay muchas por aquí.
—¿Me tomas por subnormal o qué? Sé cómo es un águila ratonera y eso no lo
era.
Normalmente, Steven se encogía de hombros y volvía al agujero. Lewis, por su
parte, se sentaba y seguía observando el paisaje, o cogía el mapa del Servicio de
Cartografía y se ponía a mirar las pequeñas equis hechas con bolígrafo azul,
esparcidas como una constelación y que indicaban los lugares donde Steven había
cavado.
—Este no es un sitio bueno para cavar.
—Es tan bueno como cualquier otro.
—Qué va, no lo es… —silencio—. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué?
—Porque no piensas como un asesino.
Observaciones como esta igual cogían a Steven luchando contra una maraña de
raíces y rizomas.
—¿Ah no?
—No. Lo que tienes que hacer es pensar: «Si hubiera asesinado a alguien, ¿dónde
lo enterraría?».
—Pero si todos aparecieron enterrados entre aquí y el Dunkery Bacon[1]. —
Silencio—. Es posible que la policía se equivocara… Mira, si yo hubiera matado a
seis personas y las hubiese enterrado aquí, luego empezaría otra vez pero enterraría a
los nuevos en otro sitio. Por allí, o en Blacklands. Así reduces las posibilidades de
que encuentren los cuerpos, ¿entiendes? —Silencio—. ¿Entiendes, Steven?
—Sí, entiendo.
—La próxima vez que venga a ayudarte, me iré a cavar a Blacklands.
Otra cosa que Lewis hacía cuando iba con él era comerse sus bocadillos. Steven
siempre procuraba mentirle sobre el contenido, pero Lewis siempre lo comprobaba y
de todos modos se los acababa comiendo. Al final Steven tenía que comerse los
bocadillos de Lewis inmediatamente, tuviera hambre o no, porque se arriesgaba a que
Lewis se los comiera también y lo dejara sin nada. Y luego Lewis se aburría. Raro era
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el día en que no empezaba a decir que se fueran a casa a las cuatro de la tarde, cuando
aún le quedaban a Steven tres horas de trabajo.
Steven no recordaba haber conseguido cavar nunca más de tres agujeros seguidos
estando con su amigo. Aun así, cuando Lewis le decía que lo iba a ayudar, él siempre
lo animaba a que fuera. Con Lewis a su lado se sentía menos raro, como si el hecho
de llenar el páramo de hoyos en busca de un cadáver fuera normal siempre y cuando
se hiciera con compañía.
Dejó caer la pala y cogió la bolsa del SPAR.
—¡Te has llevado la mitad buena!
—¡Qué va!
—¡Sí! ¡Te has llevado la parte del currusco!
Lewis lo miró con inocente sorpresa.
—¿Para ti esa es la mitad buena? Lo siento, tío.
Steven suspiró. ¿De qué servía enfadarse? Lewis sabía tan bien como él cuál era
la mitad buena del bocadillo, lo habían hablado por lo menos seis veces. ¿Qué podía
hacer si era un caradura? ¿Valía la pena perder a un amigo por la mitad buena de un
bocadillo de mantequilla de cacahuete? Estaba claro que no, pero Steven tenía el leve
presentimiento de que tarde o temprano la acumulación de todas aquellas malas
mitades iba a sobrepasar un límite y una oleada imparable de resentimiento se llevaría
a Lewis por delante. Al final, se comió su medio bocadillo rápidamente y luego se
comió la mitad mala del bocadillo de Lewis después de quitarle las rodajas de tomate.
• • •
Steven no le dijo nada a Lewis acerca de la carta. Le daba vergüenza, lo mismo que si
le hubiera escrito una carta a Steven Gerrard pidiéndole un autógrafo. Evidentemente,
si tuviera un autógrafo de Gerrard todos los chicos del colegio querrían verlo y
tocarlo; todos menos el tío Billy, pensó, el único perdedor que le iba al Manchester
City. Pero mientras no lo hubiera obtenido, la petición y su autor serían objeto
cotidiano de burla y menosprecio, y probablemente también de violencia física.
No. Solo hablaría de la carta si al final acababa revelando el paradero del cadáver
de William Peters. Solo entonces admitiría lo que había hecho, convencido de que, en
ese caso, la abuela y su madre estarían de acuerdo con él en que el fin justifica los
medios y le estarían agradecidas por ello.
El desasosiego inicial que le produjo la espera de la respuesta se tornó en
decepción al leer la carta de Arnold Avery, pero solo al principio. Al cabo de unos
días, las dos frases cuidadosamente escritas empezaron a cobrar un sentido mucho
más profundo. El hecho de que, salvo por el código de la cárcel y el número de la
celda de Avery, no hubiera más que dos frases, hizo que las analizara con mucho más
esmero que si el asesino le hubiera mandado una parrafada de seis páginas.
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«No sé de qué me habla…» Un par de días después, Steven decidió que aquello ni
era verdad ni podía serlo.
• • •
A pesar de la afirmación de Lewis, Steven había hecho todo lo posible por ponerse en
la piel de un asesino al escribir la carta y sabía más sobre lo que podía pensar un
psicópata que la mayoría de niños de doce años.
Después del incidente del cuarto de Billy, cuando se meó encima, algo de lo que
afortunadamente ni él ni Lewis volvieron a hablar, su madre le contó lo que le había
pasado al tío Billy. Al principio la historia lo aterrorizó pero, fomentado por el
entusiasmo de Lewis, empezó a fascinarlo poco a poco. Su madre mencionó el
nombre de Arnold Avery y ya no le dijo nada más al respecto, así que durante el año
siguiente Steven se dedicó a leer sobre asesinos en serie. Pensó que era mejor
mantenerlo en secreto, esconder los libros de la biblioteca en la mochila y leerlos en
la cama, bajo las sábanas y a la luz de la linterna.
A pesar del miedo que le daban los crujidos del parqué, que sonaban como pasos
al otro lado del edredón protector, aprendió más sobre asesinos y asesinatos de lo que
ningún muchacho de su edad debería saber. Leyó sobre asesinos organizados y
desorganizados; sobre asesinos sedientos de emociones fuertes y cazadores de
trofeos; sobre los que acechaban a sus presas y los que se abalanzaban sobre ellas
llevados por una pulsión incontrolada. Leyó sobre cachorros destripados y gatos
desollados; sobre abusadores y abusados; sobre voyeurs y pirómanos; sobre
mutilaciones furiosas y disecciones a sangre fría.
La lectura frenética de Steven tuvo dos consecuencias. La primera fue que en un
año su comprensión lectora pasó de la de un niño de siete años a la de uno de doce.
En segundo lugar aprendió que, a pesar de la naturaleza en apariencia caótica de su
trabajo, los asesinos en serie del tipo de Arnold Avery eran en realidad
extraordinariamente metódicos; esto lo llevó a pensar que, salvo que estuviera
equivocado, Avery debía de recordar con detalle a cada una de sus víctimas. Para
empezar, las había elegido a todas deliberadamente y seguro que se había tomado la
molestia de averiguar sus nombres, antes o después de matarlas.
Durante los quince minutos de Internet gratis que le podía dedicar cada día a su
investigación en la biblioteca del colegio, Steven solamente encontró un par de
informes on-line relativos al juicio de Avery. En ellos descubrió que Avery había
dado con Yasmin Gregory a través del Bracknell & District News. Salía una foto de
ella haciéndole una reverencia a la princesa Ana después de entregarle un ramo de
horrendos lirios naranjas. El recorte fue hallado más tarde en casa de Avery, donde
vivía con su viuda madre, junto con otras noticias en las que la familia de la niña
suplicaba que la dejaran volver a casa sana y salva. La policía encontró los recortes
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en una caja de zapatos junto con las braguitas amarillas de Yasmin, que tenían la
palabra «Tuesday» escrita con letras de purpurina en la parte delantera. Las braguitas
estaban limpias; el informe decía que Avery sentía repugnancia por los fluidos
corporales.
El informe también decía que el asesino mantuvo a Yasmin viva durante al menos
dos días. Steven encontró otra imagen en la que se la veía con un vestido azul claro,
mellada y con un ojo vago. La foto estaba recortada, pero Steven hubiera dicho que la
niña estaba abrazando a un perro cuando se la sacaron.
Aunque en la biblioteca hacía un calor agobiante, tuvo un escalofrío. Yasmin
Gregory, que tenía un perrazo color canela, que probablemente pensaba que lo peor
que le podía pasar era que se rieran de ella en el colegio, que salió de casa con sus
braguitas de los martes y no la asesinaron hasta el jueves siguiente… Steven apagó
rápidamente el ordenador.
¿Cuánto tiempo mantuvo Avery vivo al tío Billy?
—Lo que tienes que hacer es cerrar la sesión, no apagar el ordenador —le dijo el
bibliotecario chasqueando la lengua a su espalda—. Si no lo utilizas correctamente se
te prohibirá que lo uses.
—Perdón —respondió Steven.
Salió de la biblioteca y se marchó a casa caminando muy despacio, dándole
vueltas a la cabeza.
Avery, observador de las normas sociales, capaz de eludir su captura con una
facilidad sobrenatural y convertido en depredador de las criaturas más pequeñas,
desprotegidas y confiadas, se había deslizado en su familia como el ángel de la
muerte y había activado una bomba para luego ni siquiera verla explotar.
Steven solo podía pensar superficialmente en los crímenes de Avery. Entendía las
palabras, pero el significado real de lo que Avery había hecho se le escapaba; era
demasiado diabólico, demasiado ilógico. Avery jugaba con unas reglas de las cuales
la mayoría de los seres humanos no eran conscientes, que parecían provenir de otro
mundo.
En una ocasión, sin previo aviso, Steven vislumbró el mundo en el que vivía
Arnold Avery y lo aterró. Fue en clase de geografía. La señora James les enseñó una
foto de la Vía Láctea. Cuando les señaló el sistema solar se llevó una gran impresión.
¡Qué pequeño era! ¡Qué diminuto! ¡Qué absolutamente insignificante! En un lugar de
esa mancha de luz había una línea de puntos que eran los planetas y las personas no
eran más que microbios en su superficie.
Después de aquello, no le extrañó que Arnold Avery hiciera lo que hizo. ¿Por qué
no habría de hacerlo? Si aquel era el orden de las cosas, ¿qué más daba? ¿No sería él,
Steven Lamb, el loco por preocuparse de lo que le había ocurrido a un insignificante
microbio que vivía en un punto dentro de una mancha de luz? ¿Qué era aquello que
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tanto desquiciaba a los microbios? Al fin y al cabo, Avery había visto la foto en su
conjunto y sabía que la vida humana no valía nada; que quitarla o no poco importaba;
que la conciencia no era más que una barrera autoimpuesta al placer, y el sufrimiento
una cosa tan transitoria que un millón de niños podían morir torturados entre dos
parpadeos de una estrella.
Cuando se sobrepuso al vértigo, tenía las mejillas y las orejas hirviendo del horror
que le había causado. Era como si un alienígena lo hubiera abducido
momentáneamente y hubiera intentado arrancarlo de la realidad para abandonarlo a la
deriva en un mar de negro vacío. Levantó la mirada y vio a la señora James y al resto
de la clase mirándolo con una mezcla de interés y desprecio. No sabía lo que se había
perdido ni lo que había hecho para atraer su atención, y tampoco le importaba; se
alegraba de haber vuelto.
Más tarde, al recordar el incidente, Steven entendió por qué estaba manteniendo
la carta en secreto. Era mucho peor que escribirle a un futbolista o a una estrella del
pop; le estaba escribiendo al hombre del saco, a Papá Noel, a E.T., el extraterrestre…
a alguien que ni siquiera existía en su mismo plano de la realidad. Le estaba
escribiendo al diablo para pedirle que se apiadara de él.
• • •
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un mensaje en clave que quería decir: «Eres un buen chico»; y cinco días después
quería decir: «Admiro tu intento de conseguir la información». Al séptimo día estaba
convencido de que el mensaje significaba: «La próxima vez tendrás más suerte…».
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Capítulo 9
La primavera se había tomado el día libre y ni el más iluminado urbanista habría
encontrado una solución para el pueblo de Barnstaple en los días lluviosos. El viento
les lanzaba ráfagas de lluvia a los transeúntes y levantaba miles de rizos en las aguas
marrones del río Taw. Incluso las tiendas que las grandes cadenas tenían en la calle
comercial daban la impresión de estar asediadas por el mal tiempo, guarecidas bajo el
refugio que les ofrecían los maltrechos edificios Victorianos que tenían encima.
Marks & Spencer acogía la colección de primavera verano y, en la puerta, un
borracho enfadado y con una sola pierna gritaba:
—¡A la mierda el Big Issue![2]
Las macetas colgantes chorreaban miserablemente sobre los clientes. Las
prímulas y los pensamientos tenían los pétalos pegados a las hojas y de vez en cuando
alguno, demasiado cargado de agua, se caía al suelo empujado por el viento.
Steven sabía cómo se sentían; tenía el pelo empapado y pegado a la frente y el
agua le chorreaba poco a poco por el cuello. La abuela no toleraba las gorras de
béisbol y él se negaba a ponerse el ridículo sombrero amarillo tipo sueste que a
Davey aún no le importaba llevar por ser muy pequeño. De vez en cuando intentaba
refugiarse debajo del paraguas de su madre sin que se notara demasiado.
La abuela llevaba la cabeza tapada con una pañoleta de plástico transparente
atada bajo la barbilla. Era la típica prenda que la gran mayoría de la gente habría
usado un par de veces antes de tirarla a la basura o simplemente perderla, pero la
abuela no: la tenía por lo menos desde que nació Steven. Cuando volvieran a casa, la
pondría un rato encima del radiador para que se secara, luego la doblaría, la enrollaría
y la sujetaría con una goma elástica para tenerla bien guardadita en el bolso.
Cuando las anteriores zapatillas de deporte de Steven acabaron en el cubo de la
basura después de dos años de duro trabajo, la abuela estuvo una semana de mal
humor porque no les había quitado los cordones, que según ella estaban en perfecto
estado.
Lettie hurgó en su cartera, sacó una lista y frunció el ceño, molesta porque la
gente los empujaba para pasar.
—Vale —dijo—, tengo que ir a Butchers' Row[3], al mercado y al Banbury's.
El Banbury's de Tiverton era más práctico y estaba más cerca de Shipcott, pero el
de Barnstaple era más grande.
—¿Qué tienes que comprar en el Banbury's? —le preguntó la abuela con
suspicacia.
—Algo de ropa interior.
Steven notó cierta crispación en el tono de su voz.
—¿Qué le pasa a tu ropa interior?
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—¡No quiero hablar de eso aquí, mama! —le respondió con una sonrisa que no se
correspondía con su mirada.
Cuanto más trataba de dulcificar la voz, más débil y quebradiza le sonaba. La
abuela se encogió de hombros, como desentendiéndose de lo que fuera a hacer con su
dinero. Lettie se guardó la lista y se volvió hacia Steven.
—Vete con tu hermano a que se gaste el dinero de su cumpleaños y nos vemos
todos aquí a las doce y media.
—¿En la pastelería? —dijo Davey con la cara iluminada.
—Sí, en la pastelería.
—Vamos, ni que nadie fuera a verte las bragas —dijo de repente la abuela en voz
alta.
Al final había decidido compartir su opinión sobre el asunto de la ropa interior y
Steven vio cómo se le cambiaba la cara a su madre. Davey miró alternativamente a
las dos mujeres y en un instante su alegría se tornó en preocupación; no entendía las
palabras, pero sí sus efectos.
Lettie cogió a Steven por el cuello del anorak y le cerró la cremallera hasta arriba,
golpeándole la barbilla.
—¡De verdad, Steven, te mereces cogerte un buen resfriado! —Él no dijo nada—.
Venga, llévate a tu hermano. Y no dejes que se gaste el dinero en tonterías,
¿entendido?
Ahora le tocaría cargar con Davey durante toda la tarde. ¡Joder con la abuela! Si
no hubiera abierto la boca su madre al final la habría dejado cuidando de Davey y él
podría haberse ido a la biblioteca.
• • •
Steven no podía estarse quieto mientras su hermano se gastaba las tres libras que le
habían regalado por su cumpleaños. Primero, Davey se dedicó a sacar todos los
dinosaurios de goma que había en una caja, de los que luego no se llevó ninguno;
luego se acercó a una caja llena de bolas de plástico transparente que contenían unos
juguetes muy baratos. Tras una larga y meditada deliberación, Davey se decidió por
una bola llena de tabas de plástico rosas que costaba setenta y cinco centavos.
Cuando acabaron, Steven cogió a su hermano de la mano y salieron corriendo
hacia la biblioteca. Al pasar por delante de una bombonería Davey se hizo el remolón
y otra vez Steven tuvo que esperarlo mientras se estudiaba cada barra, paquete y tarro
hasta que, al final, apareció con una bolsa llena de gusanos de gominola y una
chocolatina. Davey intentó pararse otra vez en una tienda en la que vendían coches
teledirigidos, pero Steven tiró de él y lo arrastró hacia adelante.
• • •
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En parte debido a la falta de sol a través de sus altas y sucias ventanas, la iluminación
de la biblioteca era lúgubre y en su interior hacía frío. El bibliotecario era un hombre
bastante joven con un pendiente en la oreja, un zigzag rapado en la sien y una chapa
de identificación en la que ponía «Oliver». Al final, con cierta desconfianza, dejó
pasar a Steven a lo que grandilocuentemente llamó «el archivo», una diminuta
habitación situada justo detrás de la sección de libros de referencia y fuera de su
campo de visión.
—¿Qué año?
—Junio del noventa.
—¿Mil ochocientos o mil novecientos?
Steven lo miró con aire perplejo; no se le había ocurrido que pudieran tener
periódicos de 1890.
—Mil novecientos noventa.
Oliver suspiró y levantó la vista hacia los enormes tomos que había en los
estantes más altos; encendió un fluorescente y volvió a mirar. Luego se volvió hacia
los dos hermanos y los observó atentamente, buscando algo que no cuadrara, algo que
le diera una excusa para no ayudarlos.
—Aquí no se puede comer —dijo mirando al pequeño.
—Ya lo sé —respondió Steven—, no se preocupe que no va a hacerlo.
Oliver resopló y alargó la mano para quitarle las chucherías e instintivamente
Davey se las puso detrás de la espalda.
—No pienso dejarte que me pringues de chocolate el archivo.
Davey le lanzó una mirada interrogante a su hermano.
—Dáselas, Davey —le dijo Steven—. No te preocupes que él te las guarda.
Aunque un poco reacio, Davey le dio la bolsa.
Oliver arrastró un taburete por el suelo con el pie, se subió encima y sacó un gran
libro encuadernado en cuero que dejó caer sobre el escritorio con ruidoso mal genio.
—No se come, no se cortan, no se doblan y no se chupan las páginas. —Steven
parpadeó, preguntándose por qué iba a chupar las páginas—. ¿Entendido?
—Entendido.
Steven se acomodó en la única silla que había y Davey se sentó en el suelo y sacó
la bola llena de tabas. Oliver se quedó un rato merodeando a la entrada del archivo,
Steven lo ignoró y cuando al fin se fue abrió el libro gigante.
Antes, el tamaño del Western Morning News era mucho mayor y resultaba curioso
ver la misma cabecera en ese periódico tan grande. Se sentía como un marciano
leyendo un libro humano a medida que iba pasando las páginas. Se rio tontamente al
notar la mirada de Davey posada sobre él.
—¿De qué te ríes?
—De nada.
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Internet le había resultado útil, pero insuficiente. El caso de Avery era anterior al
auge de la red y Steven tenía la frustrante sensación de que faltaba mucha
información. Aunque al menos Internet no olía a calcetines sudados, pensó.
Davey, con la lengua fuera y aire muy concentrado, estaba peleándose con la bola
de plástico, que se le resistía.
—¿Quieres que te la abra?
—No, yo lo hago.
El papel era amarillo y sumamente fino, y algunas páginas tenían los desgastados
márgenes rasgados. Steven se puso de pie para manejar el tomo con más facilidad.
«VIOLADO, TORTURADO Y ASESINADO.» El titular de portada puso fin a su
búsqueda. En la noticia había una foto de Avery, la primera que Steven veía de él; se
acercó instintivamente para no perderse detalle. Lo mismo podía haber ilustrado un
artículo en la sección de deportes, como retrato del joven que había marcado dos
goles a los Exmoor Colts, o del campeón que les había eliminado tres bateadores en
un partido de criquet a los adversarios de los Blacklanders. Steven estaba
desconcertado. Se esperaba… en fin, no sabía lo que se esperaba. Hasta el momento,
la imagen mental que se había hecho de Avery era imprecisa, incluso inhumana. Lo
veía como una forma oscura entre la niebla del páramo; un collage de movimiento y
sonidos apagados que acechaba desde los márgenes difusos de una pesadilla.
Pero ahí estaba el verdadero Avery, mirando de frente y sin la más mínima
vergüenza a la cámara de la policía, con un corte de pelo a la moda y el flequillo
moreno que le caía por encima de un ojo, una nariz ligeramente respingona que le
confería una mirada afable y la boca cerrada y casi sonriente. La foto era en blanco y
negro, pero Steven observó que Avery tenía los labios muy rojos. También se dio
cuenta de que la razón por la que Avery tenía la boca cerrada era porque tenía los
dientes prominentes; un sutil punto blanco lo sugería. Steven intentó sentirse
trastornado al observar la foto, pero Avery parecía más una víctima que el autor de
los crímenes por los cuales había sido condenado.
También había fotos de las víctimas de Avery, aunque por aquel entonces aún se
decía que eran «presuntas». El pie de foto describía al pequeño Toby Dunstan como
la víctima más joven; un sonriente niño de seis años con orejas de soplillo y pecas
hasta en los párpados. Steven sonrió, era muy gracioso. De repente, cayó en la
cuenta… Toby estaba muerto.
También salía un gráfico en la portada, un mapa de Exmoor. Steven desdobló un
papel que llevaba en el bolsillo y copió en él el contorno del mapa, que tenía la forma
de un balón de rugby tosco y arrugado. Los fosos donde se hallaron los cuerpos de
los seis niños estaban marcados con una «X» y de cada una salía una flecha que
apuntaba a la foto de una de las víctimas confirmadas. La misma foto de Toby
Dunstan, una de Yasmin Gregory distinta la que había visto, y las fotos de Milly
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Lewis-Crupp, Luke Dewberry, Louise Leverett y John Elliot.
Steven escribió las iniciales de cada niño dentro del balón de rugby con un
bolígrafo rojo; todos estaban concentrados en el centro del páramo. Shipcott no salía
en el mapa pero Steven observó que las fosas se encontraban todas entre su pueblo y
el Dunkery Beacon; tres de ellos al oeste de dicha cima.
Era la primera vez que veía la localización exacta de las fosas y se sintió aliviado
al comprobar que había estado cavando en la zona correcta. Claro que, lo que en el
mapa era un centímetro, en la realidad equivalía a una superficie de varios kilómetros
cuadrados de campo abierto. Pero sintió que se le renovaban los ánimos a fuerza de
recordar el verdadero motivo de su búsqueda. Dobló con mucho cuidado el papel y
empezó a leer.
El primer día del juicio de Avery en Cardiff fue el 10 de junio. Steven se dio
cuenta de que eso quería decir que era el día en que la acusación le comunicó al
tribunal los principales elementos del caso. Era como ver Match of the Day[4] o una
de esas series americanas resultonas que siembre empezaban con «Anteriormente
en…».
Anteriormente en Arnold Avery, asesino en serie…
La acusación, representada por el señor Pritchard-Quinn, QC, mostró a Avery
como indudable, indiscutible e irrevocablemente culpable. Su discurso estaba tan
lleno de palabras como «cruel», «a sangre fría» o «brutal» que no permitían la
entrada de un «quizá» o un «tal vez». El señor Pritchard-Quinn le explicó al tribunal
cómo Arnold Avery se acercaba a los niños preguntándoles por una dirección y luego
les ofrecía llevarlos a casa. Si accedían, estaban muertos; si no, en muchos casos,
también, si metían la cabeza un centímetro de más por la ventanilla del conductor.
Steven se quedó maravillado ante el absoluto descaro del asesino. ¡Qué
simplicidad! Sin perseguir, ni acechar, ni esconderse, ni escapar; simplemente un niño
que se inclinaba un poco más de la cuenta, un pequeño desequilibrio y una mano
repentina, fuerte y rápida. Steven se imaginó los pies del tío Billy pataleando por la
ventanilla abierta y le entraron ganas de vomitar.
—Haz que funcionen.
Steven levantó la vista. Davey había puesto las tabas rosas encima de la mesa y
estaba intentando juntar dos de ellas.
—¿Qué?
—¡Que hagas que funcionen! No funcionan…
—¿Qué quieres que haga?
Davey tenía cara de enfado.
—¡No se juntan! ¡Júntalas!
Mientras decía esto intentaba ensamblar las dos tabas, como si a base de pura
voluntad pudiera alterar la materia.
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—Es que no se juntan, no son para juntarlas. —Davey miró las tabas, cada vez
más enfadado—. Mira, se juega así. —Steven dejó las tabas en el suelo y cogió una
pelotita roja que se había ido rodando hasta la pared. Lanzó la pelotita contra una taba
y la cogió de rebote. La volvió a lanzar y cogió otra—. ¿Ves? Así se juega. —Davey
puso cara de asco—. Venga, inténtalo.
El pequeño negó con la cabeza, asimilando poco a poco el hecho de que se había
gastado buena parte del dinero de su cumpleaños en algo que no le interesaba lo más
mínimo.
—No las quiero —dijo enfadado—, quiero la chocolatina.
—Te la doy cuando nos vayamos.
En cuando las palabras salieron de su boca supo que acababa de darle a Davey la
idea equivocada.
—Me quiero ir.
—En un ratito.
—¡Me quiero ir ya!
—Un momento, Davey. —El pequeño se tiró al suelo y empezó a lloriquear
dando gritos y sacudiendo los brazos y las piernas por las baldosas polvorientas—.
¡Cállate! —le ordenó Steven.
Pero era demasiado tarde. Oliver apareció por la puerta y los echó.
• • •
Había parado de llover y el sol hacía lo que podía. Los coches que pasaban
salpicaban a los caminantes incautos.
Steven sabía que estaba andando demasiado rápido para Davey, pero le daba igual
y tiraba de él para hacerlo avanzar sin hacer caso de sus lloriqueos; el pequeño
correteaba torpemente para mantener el ritmo. Por su culpa había perdido el día; solo
iban a Barnstaple tres veces al año: en Navidad, en agosto para comprar ropa para el
colegio y en los cumpleaños. Como el de Steven era en diciembre, el viaje de su
cumpleaños se combinaba con el de Navidad, pero ahora era el viaje del cumpleaños
de Davey, el 1 de marzo, con lo cual iban a pasar meses hasta que su madre los
volviera a llevar, lamentándose de lo rápido que le crecían los pies a Steven y de los
rasgones en las camisas del colegio.
¿Y qué había conseguido? Nada. Un simple mapa y un enemigo personificado en
la figura de Oliver, que probablemente ya no lo dejaría volver a entrar en el archivo y
quizás incluso en la biblioteca. ¡Joder con Davey y con las putas tabas!
A medida que avanzaban, Steven empezó a fijarse en las caras que veía entre la
multitud, como si se diera cuenta por primera vez de que una masa se componía de
individuos. Pero ¿qué clase de individuos? ¿Campesinos? ¿Ingenieros químicos?
¿Pervertidos? ¿Asesinos?
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Steven sintió de repente una inquietante fascinación por los paseantes de
Barnstaple. Arnold Avery sin duda había ido alguna vez de compras. Seguro que a
sus vecinos les parecía alguien muy normal. Los libros que Steven había leído al
respecto estaban plagados de menciones a amigos y parientes que se quedaban
atónitos al enterarse de que su vecino, hijo, hermano o primo, con su halo de
normalidad, era en realidad un maniaco homicida. La simple idea de que Arnold
Avery u otro como él estuviese andando por la calle lo perturbó. Echó un vistazo a su
alrededor y le sujetó con más fuerza la mano a Davey.
Un hombre con el pelo gris se los quedó mirando mientras su mujer contemplaba
el escaparate de Monsoon's; tenía los ojos entrecerrados y mirada de depredador.
Una joven que llevaba una falda muy sucia cantaba con tono monocorde A
Whitter Shade Of Pale acompañándose con una gastada guitarra. Al lado de ella
había un perro, un lurcher, tiritando sobre una manta mojada, demasiado desanimado
para levantarse.
• • •
Un joven de aspecto desaliñado se acercó a ellos, tenía el pelo rubio como Kurt
Cobain, una perilla morena y cazadora de motero. Estaba solo. ¿Era malo que
estuviera solo? Sus miradas se cruzaron y Steven deseó que no hubiera pasado. El
joven no pareció interesarse mucho por ellos, pero quizá era una trampa. Igual pasaba
de largo para que bajaran la guardia y luego se volvía de repente, agarraba a Davey
por el brazo derecho y empezaban un juego de tira y afloja que Steven, con gritos y
súplicas, no podía ganar, mientras los paseantes miraban la escena sin intervenir…
—¡Ay! ¡Steven, que me haces daño!
—Perdona.
Ya casi habían llegado al Banbury's.
—¿Adónde vas, Lamb?
Los matones de las capuchas.
El corazón se le desbocó con la inyección de adrenalina, pero de repente sintió un
enorme peso. Él era un buen corredor, y el miedo lo hacía ser aún mejor; en cualquier
otro momento se habría escapado de los matones con facilidad, pero estaba con
Davey. Aquello reavivó su enfado con su hermano.
—A ningún lado —les dijo Steven sin mirarlos a la cara.
—Hemos quedado con mamá —replicó Davey—, vamos a comer pasteles.
Los matones empezaron a reírse.
—¡Ay!, han quedado con mami, van a comer pastelitos —se mofó uno de ellos
poniendo voz de pito.
Davey también se rio y Steven sintió que su enfado se desplazaba de su hermano
a los matones de las capuchas, que los miraban con sorna. No podía pelearse con
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ellos y si se quedaba ahí le iban a dar una buena. La única ventaja que tenía era la
sorpresa; ahora, mientras Davey se reía…
Envalentonado por la multitud de gente que había, Steven salió disparado por en
medio de los matones con Davey en volandas cogido de la mano. Los tres muchachos
se quedaron momentáneamente paralizados ante la sangre fría de Steven y empezaron
a perseguirlo.
Davey no acababa de entender muy bien el porqué de aquel repentino
movimiento, pero una mirada a la cara de Steven bastó para que supiera que el asunto
iba en serio e hizo todo lo posible para seguirlo. A medida que avanzaban entre la
multitud el pequeño se iba golpeando la cabeza con codos y caderas. Los dos iban
rebotando entre la gente como bolas de pinball. De haber estado solo, Steven habría
corrido mucho más rápido, pero con su hermano a rastras sabía que cada paso que
daba era importante, así que se encaminó directamente hacia las puertas de cristal del
Banbury's, a veinte metros de donde estaban.
Los perseguidores se percataron de su intención y trataron de cortarles el paso.
No eran tan rápidos pero eran más brutales y no les importaba no sortear a la gente.
Davey dio un grito cuando vio aparecer entre la multitud a los tres muchachos a dos
palmos de él. Una mujer con un cochecito de bebé se les cruzó de repente por
delante.
—¡Joder!
Uno de ellos se chocó con el cochecito y eso distrajo a los otros dos el tiempo
suficiente para que Steven y Davey cruzaran corriendo las puertas del Banbury's. Un
guarda de seguridad gordo y de mediana edad se volvió inmediatamente al verlos
entrar y obligó a Steven a que dejara de correr. Davey observaba la situación desde
atrás, asustado sin saber de qué.
En la calle, los matones insultaban a la enfadada madre del cochecito mientras
corrían hacia la entrada de la tienda.
—Steven…
—¡Calla! —Steven le dio un apretón en la mano a Davey para que se calmara y lo
llevó a paso tranquilo al piso de arriba, a la zona de bolsos, cinturones y accesorios
varios. El guarda de seguridad frunció el ceño, molesto porque los niños le habían
frustrado su momento de acción al dejar de correr y comportarse como clientes.
Las puertas de cristal se abrieron de golpe y los tres matones entraron en tromba.
Steven se volvió hacia atrás y mientras subían por la escalera mecánica vio a los
chicos clamando por sus derechos y al guarda sacándolos de la tienda a empujones.
—¡Ya te cogeremos, Lamb!
Los clientes los miraron sorprendidos. Steven se puso colorado y miró hacia
adelante y Davey se agarró a su mano como si su vida dependiera de ello.
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Capítulo 10
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Pero la carta… Tenía a SL por un correspondiente serio y ahora resultaba que era
un fraude. ¡Como una mujer! ¡Como un niño! De hecho, visto lo visto, no le hubiera
sorprendido lo más mínimo que SL fuera una mujer. ¿Cómo se atrevía a iniciar una
correspondencia para luego mandarle eso, que era como mandarle nada? SL podía
irse a tomar por culo.
Iba a doblar muy enfadado el folio Din A5 para romperlo cuando fugazmente vio
algo en el reverso del papel. Lo puso bajo la bombilla y lo examinó con el ceño
fruncido, pero la luz directa no le mostraba nada. Lo fue inclinando hacia los lados
hasta que vio lo que era. El corazón se le desbocó y empezó a golpear la puerta de la
celda pidiendo un lápiz.
SL había usado papel de primera calidad, grueso, casi acartonado. Avery había
tenido clases de dibujo en el colegio y estaba casi seguro de que se trataba de papel
de acuarela por su delicada textura granulada. Tardó un buen rato en terminar la
delicada tarea de frotar el reverso de la hoja el lápiz sin punta que le dejaron y para el
que tuvo que firmar una autorización a través de la ventanilla de la puerta. Luego
puso otro papel encima de la carta y calcó los trazos que habían aparecido en el
reverso de la carta de SL, que volvía a ser un hombre a raíz de la astucia de la que
había hecho gala con su sistema de comunicación. Era un dibujo, una línea hecha con
trazo tembloroso y decidido que partía de lo alto de la hoja formando una especie de
arco. En el interior de la figura había dos pares de iniciales: LD y SL, y entre las dos
un signo de interrogación.
La sencillez casi infantil del mensaje le causó gracia. Con una simple línea y cuatro
letras que no hubieran significado nada para nadie más, SL había recreado el
contorno de Exmoor, indicado el lugar donde Avery había enterrado el cadáver de
Luke Dewberry y el lugar donde él mismo se encontraba, y le estaba preguntando por
segunda vez dónde estaba Billy Peters. Arnold Avery sonrió con alegría: ya tenía
correspondiente.
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Capítulo 11
Cuando era pequeño, Avery tenía la sensación de que todo lo bueno acababa siempre
demasiado rápido; de que las cosas se morían con excesiva facilidad y prontitud. Los
pájaros, que atrapaba con una red después de atraerlos a una mesa llena de semillas,
le parecían despreciables por su resignada sumisión; lo mismo que el ratoncito blanco
de su amigo, que se tumbó, dócil y confiado, mientras le pisaba la cabeza; o que
Lenny, el gato atigrado de su abuela, que empezó forcejeando con mucha intensidad
cuando lo sumergió en la bañera pero cuyo ímpetu decayó rápidamente hasta cesar
por completo. Ninguno le supuso un reto interesante. No se quejaron, ni le suplicaron,
ni le mintieron, ni lo amenazaron. Sí que Lenny lo arañó, pero no fue gran cosa; el
siguiente gato que mató, Bibbs, blanco y negro, se revolvió como un loco mientras lo
estrangulaba con los guantes de motero que había robado en un mercadillo de
segunda mano.
Desde muy pequeño empezó a leer noticias de niños desaparecidos en coches o en
parques que aparecían muertos horas más tarde; aquello le parecía un desperdicio. Si
alguien asumía los riesgos que implicaba secuestrar a un niño, el trofeo supremo,
¿por qué matarlo enseguida? No tenía sentido.
Con trece años encerró a Timothy Reed, un niño de ocho, en un antiguo almacén
de carbón y lo tuvo ahí casi un día entero, temeroso de hacerle daño pero disfrutando
del control que tenía sobre él. Al principio el niño se rio; luego le pidió que lo dejara
salir; a continuación se lo exigió; después empezó a aporrear la puerta y lo amenazó
con chivarse y con matarlo, sucesivamente; y al final se quedó muy calladito.
Posteriormente vinieron los ruegos, los halagos, las promesas, las súplicas
desesperadas y las lágrimas. Avery disfrutó tanto de su propia osadía como del llanto
patético de Tymothy. Lo dejó salir antes de que se hiciera de noche y le dijo que había
sido una prueba y que la había superado y que se habían convertido en amigos
secretos. El pequeño sintió un escalofrío al aceptar la amistad secreta de Avery y
prometerle que nunca iba a contar lo que le había hecho. Lo de mantener el secreto
iba muy en serio.
Después de unas semanas de cautela, Tymothy Reed empezó a responder a los
saludos amistosos de Arnold y aceptó los regalos que le hizo, como un Action Man
submarinista o unos caramelos robados. Dos meses después del incidente de almacén,
Arnold torturó en presencia de Tymothy a un enclenque matón de nueve años hasta
hacerlo llorar y postrarse pidiéndole perdón a Tymothy por haberlo echado del
parque. El niño desbordaba de patética gratitud por tener a un protector más fuerte y
más mayor.
Cuando Tymothy empezó a ver a Arnold como un héroe, este consideró que había
llegado el momento de pedirle un favor que solo un amigo muy muy especial podía
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hacerle. Al poco tiempo empezó a abusar de él, hasta que los cambios en el
comportamiento del niño y la caída en picado de su rendimiento escolar levantaron
serias sospechas en sus padres y, poco después, en la policía. Aquella fue su primera
lección, que le enseñó que la ventaja de los animales era que no se podían chivar.
Con catorce años, Arnold cumplió una breve condena en un correccional de
menores. Durante cada noche de los tres meses de reclusión, y durante algunos días,
aprendió que el verdadero poder sexual no radicaba en pedir y tomar, sino
simplemente en tomar. El hecho de estar del lado doloroso de aquella ecuación no
hizo más que realzar el valor de ese aprendizaje; su segunda lección. Volvió a casa,
pero no volvió a ser el mismo.
Pasaron siete años antes de que matara a Paul Barret, cuyo parecido con Tymothy
Reed era notable, pero la espera valió la pena. Lo mantuvo vivo durante dieciséis
horas y luego lo enterró cerca del Dunkery Beacon. Nadie sospechó de él, nadie lo
interrogó, a nadie le llamaron la atención sus rondas en furgoneta por todo el West
Country, ni su afanoso seguimiento de la prensa local, ni sus llamadas a casas y
orfanatos, ni sus conversaciones con niños. Nadie, tampoco, encontró el cadáver de
Paul Barret, cuya búsqueda se limitó a los alrededores de Westward Ho!
Descubrió que el Dunkery Beacon era un buen sitio para enterrar cadáveres y a
partir de entonces lo usó a conciencia.
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Capítulo 12
La lluvia había empapado la vegetación del páramo hasta someterla y seguía cayendo
de forma inquietante sobre la maleza hinchada de agua. Steven llevaba tres agujeros y
se había comido un bocadillo de queso. Desde el incidente con la mandíbula de oveja,
hacer agujeros había perdido parte de su interés. El momento de intensa alegría y el
posterior derrumbe sacaron a relucir que la suya era una misión con muy pocas
probabilidades de éxito. Ahora, cada molestia en un codo, cada dolor de espada, cada
ampolla en la palma de la mano se le hacían más penosos.
Bajo su desánimo se ocultaba una amarga frustración que lo hacía distanciarse de
Lewis y estar más irascible con Davey. Incluso en el páramo, donde antes el duro
trabajo físico le despejaba la mente y le dejaba únicamente una leve sensación de
agotamiento, se sentía ahora triste y de mal humor, a pesar de que allí no había nadie
con quien enfadarse, excepto él mismo, la pala y la inabarcable extensión de
vegetación.
Hacía casi dos semanas que le había enviado a Avery la carta con los símbolos y
aún no había obtenido respuesta. ¿Acaso había sido demasiado prudente, tanto como
para que el propio Avery no hubiera sido capaz de descifrar el mensaje? ¿Podía ser
que el asesino del tío Billy se hubiera leído el texto sin sentido de la carta y la hubiera
tirado sin más a la basura? Y si había visto el mensaje oculto, ¿lo habría entendido?
En su tentativa de pensar como un asesino Steven dio por sentado que la información
que le había dado a Avery era suficiente para tentarlo y que le respondiera, pero quizá
no había podido descifrar el código, o quizá simplemente no había querido, o quizá
no quería jugar al ratón y al gato. A medida que pasaba el tiempo, Steven no pudo
evitar que lo invadiera un doloroso sentimiento de fracaso. Deseó poder contarle a
Lewis sus miedos, pero sabía que tenía que guardárselos para sí; ni su amigo ni nadie
lo entenderían. De hecho, se imaginaba perfectamente las difíciles conversaciones
que lo esperaban si contaba algo sobre su correspondencia con Avery.
Ya había tomado las disposiciones necesarias para cerciorarse de ser siempre él
quien recogía el correo. Dado que el cartero llegaba siempre muy temprano, a eso de
las siete de la mañana, Steven empezó a poner el despertador a las siete menos cuarto
para esperar la llegada del correo en lo alto de la escalera. Lo último que le faltaba
era que su madre o la abuela le recogieran una carta. Nunca le había llegado nada
personal por correo, ni siquiera una felicitación navideña, con lo cual suponía que si
pasaba le harían preguntas. Pero la decepción empezaba a superar con creces los
momentos de emoción pasados con los pies helados esperando la llegada del cartero.
Empezó otro agujero pero después de la primera palada en la tierra dura y fibrosa
tiró la herramienta al suelo y se dejó caer desconsoladamente sobre el brezo
empapado. La humedad empezó a calarle los pantalones impermeables baratos y
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empezó a tiritar.
Un mar de niebla avanzaba en silencio por el páramo cubriéndolo todo con un
manto de humedad que olía a algas podridas; Steven se sintió inmensamente pequeño
ante su ciega vastedad. Volvió a pensar en la imagen de la galaxia: no era más que un
microbio perdido en un agujero en medio ninguna parte. Un momento antes estaba de
pie y en forma; ahora, medio minuto después, se había convertido en un cadáver
flotando en el espacio. Avery tenía razón; nada tenía sentido. Se le calentaron los ojos
y de repente, sin mediar aviso, se puso a llorar. El resto del cuerpo siguió y empezó a
sollozar y a berrear como un bebé abandonado en medio del páramo solitario, con la
respiración sincopada, los abdominales tensados por el esfuerzo y los puños helados y
sin fuerza vueltos hacia arriba en un gesto de desesperación.
Estuvo un buen un rato tumbado en el brezo, llorando, sin entender lo que sentía
ni de dónde venía ese sentimiento. Su única emoción coherente era una preocupación
difusa y etérea acerca de si se había vuelto loco o no. Poco a poco, el llanto se
ralentizó hasta detenerse y la fina llovizna que caía del cielo blanco, que lo había
cubierto todo, le enfrió los ojos ardientes. La simple acción de parpadear le supuso un
esfuerzo tan grande que le pareció superior a sus fuerzas. El agotamiento partía de su
corazón y se extendía por su cuerpo como si fuera plomo fundido. Era como si a su
cuerpo no le quedara otra opción que quedarse ahí tumbado y esperar a que llegaran
nuevas instrucciones.
A pesar de la absoluta quietud física, poco a poco fue recuperándose mentalmente
de un viaje que lo había llevado muy lejos. Al principio sintió una profunda
autocompasión y deseó que su madre lo encontrara y lo arropara con una toalla suave,
lo llevara a casa y le diera de comer estofado y pudding de chocolate. Se le escapó un
leve sollozo al caer en la cuenta de que eso no había pasado y no iba a pasar nunca.
No tenía recuerdos de toallas suaves, ni de estofados, ni de su madre arropándolo y
transmitiéndole seguridad; tampoco de su cálido abrazo cuando estaba mojado y tenía
frío. Sin embargo, tenía muchos recuerdos de ella quitándole a tirones los calcetines
de los pies mojados, de sus gritos cuando encontraba más mugre de la cuenta en la
cesta de la ropa sucia, de ella secándole el pelo bruscamente con una toalla gastada y
desparejada que tendía por la noche y seguía húmeda por la mañana. Se acordó de la
raída moqueta del cuarto de baño, que en invierno se convertía en criadero de grandes
cultivos de hongos rojizos, como si la vida exterior invadiera poco a poco su casa y la
llenara de criaturas repugnantes. La primera vez que Davey vio la mancha de hongos
dio un grito de espanto y al principio prefería mojar la cama antes que acercarse a
ella. Luego se acostumbró, como todos, y simplemente la ignoraba. Algunas veces
incluso hacían bromas sobre la mancha y el moho, pero por lo general, cuando Steven
volvía de casa de Lewis, que estaba como los chorros del oro, el hedor de los hongos
le golpeaba la nariz nada más abrir la puerta. Su ropa no olía así de mal, pero el
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aroma a detergentes perfumados de sus compañeros le producía la desagradable
sensación de que arrastraba consigo el olor de la pobreza, como si de una estrella de
David amarilla se tratara. Nunca se sentía limpio. Ni cuando volvía del páramo
cubierto de barro, ni cuando salía de los tibios baños que compartía con Davey, ni
cuando salía de la cama, que también compartían, y se ponía la camisa del día
anterior.
La cabeza le daba vueltas… ¿Qué le había pasado? ¿Cómo había llegado a ese
punto? ¿En qué momento el niño que había sido desapareció y se convirtió en un
muchacho diferente? El nuevo Steven no veía Match of the Day, ni hacía cola en el
Blue Dolphin para gastarse cincuenta centavos en dulces, ni deseaba por encima de
todo el cromo de Steven Gerrard en su álbum. El nuevo Steven se pasaba las tardes a
la intemperie hasta que se hacía de noche; sudaba hasta la extenuación cubierto de
polvo y barro; comía bocadillos mohosos; hacía agujeros en la tierra con una pala
oxidada y se dedicaba a buscar a un muerto. A eso se limitaba su vida desde hacía
tres años. ¡Tres años! Se sintió como un hombre al que le acaban de comunicar la
sentencia. Pensar en todo ese tiempo perdido le daba tanto vértigo como pensar que
eso era lo que le deparaba el futuro. ¿Qué le había pasado? ¿En qué momento se
había perdido?
Lo invadió entonces una oleada de ira tan intensa que sintió que lo golpeaban y,
ciego de rabia, levantó el brazo en un amago de protegerse. En un único y violento
movimiento rodó por el suelo, se puso de rodillas y empezó a arrancar manojos de
brezo y hierba con las uñas y a golpear la vegetación empapada. Pegaba, sacudía,
pateaba y revolvía, y el agua despedida le salpicaba la cara. Del fondo de su garganta
brotó un gemido agudo alternado con breves inspiraciones sincopadas que lo
mantenían en vida para que llevara a cabo su único propósito, arremeter contra el
mundo entero.
Cuando volvió en sí estaba de rodillas con la cabeza apoyada en la tierra, rendido
ante la naturaleza. Tenía barro, raíces y hojas en los puños y en la boca, como si
hubiera intentado comerse la tierra. Se sentó lentamente y contempló el ridículo
impacto de su histeria en la superficie del páramo. Unos cuantos terrones de tierra y
hierba desarraigada desperdigados por el suelo, ramas de brezo arrancadas
agonizando en el suelo, un par de agujeros que se llenaban de agua a toda velocidad.
Nada. Menos que nada. Un poni de Exmoor piafando en la hierba, un cervatillo
echado en el suelo o una oveja agachada para cagar habrían dejado más rastro que él
en su ataque de ira.
Se levantó tembloroso, rodeado de una densa bruma blanca. La pala seguía donde
la había tirado siglos atrás, lo mismo que la fiambrera y el mapa, objetos que ahora se
le antojaban extraños en medio de aquella niebla del fin del mundo. Dio media vuelta
para volver a casa pero no tenía ni idea de dónde estaba. Apenas abarcaba tres o
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cuatro metros a la redonda con la vista. Algo en su mente infantil lo hizo detenerse
antes que ponerse a avanzar a ciegas entre la bruma. No era la primera vez que le
pasaba. Dos años antes estuvo tres horas sentado junto a un foso vacío en medio de
una niebla tan densa que no veía nada hasta que al final el buen tiempo reapareció y
pudo volver a casa.
La memoria devolvió a Steven a algo parecido a la normalidad y tuvo el
suficiente sentido común para quedarse donde estaba. Tenía frío y estaba mojado,
pero en otras ocasiones había estado peor. De momento no tenía hambre y no estaba
herido. Mientras no se pusiera a andar estúpidamente en medio de la niebla, no tenía
por qué pasar nada. Miró la pala y la reconoció como un objeto familiar, no
agradable, pero sí al menos conocida.
Se puso a llover otra vez. Steven cogió la fiambrera, le dio la vuelta y se cubrió
con ella la cabeza. La lluvia, que caía con suavidad sobre el brezo, repiqueteaba
desagradablemente en el plástico como gotas de agua en un techo de chapa.
Levantarse solo le habría hecho tener más frío. Aunque reacio, se inclinó hacia
adelante y cogió la pala; encontró el punto donde había empezado a cavar y la hincó
en la tierra con desganado esfuerzo. La siguiente palada resultó más fácil y a la
siguiente ya había empezado a entrar en calor. Siguió cavando, aunque el propósito
no fuera otro que mantenerse caliente.
Cavar le había dado un objetivo a su vida, un objetivo pequeño y frágil que tarde
o temprano iría perdiendo intensidad hasta desaparecer por completo, pero no por eso
era menos importante. Desde algún lugar, una voz débil y lejana empezó a provocarlo
diciéndole que lo que estaba haciendo era absurdo y que nada tenía sentido. También
le habló otra voz, más fuerte y que no le daba respuestas; tan solo una pregunta. Esa
pregunta fue lo que lo mantuvo cavando hasta bastante después de que un sol discreto
hiciera su reaparición en el cielo invisible.
Al fin y al cabo, ¿importaba que nada tuviera sentido?
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Capítulo 13
—¡Steven, el desayuno!
—¡Voy! —dijo con las manos temblorosas mientras abría la carta que le había
enviado el asesino en serie.
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—¡Mamá, estoy en el baño!
Lettie lo miró de arriba abajo.
—¿Con los pantalones subidos? ¡Llevo gritándote diez minutos! —Vio que tenía
la carta en la mano—. ¿Qué es eso?
Steven la dobló, ruborizado.
—Nada, una carta.
—¿De quién?
Su madre lo miraba con tanta insistencia que Steven no sabía dónde meterse.
—Dámela —Lettie alargó la mano.
Steven se quedó de piedra, no tenía las agallas para resistirse a ella de manera
activa. Lettie se acercó y le quitó la carta de las manos, la desdobló y empezó a leer.
Estuvo callada mucho más tiempo del que probablemente le llevó leérsela. Steven la
miraba con aprehensión; su madre examinaba la carta como si estuviera buscando
instrucciones ocultas sobre cómo debía reaccionar. Le dio la vuelta a la carta y Steven
le agradeció a Dios que Avery no hubiera dibujado ningún mapa en el reverso.
Después de un momento que se le hizo eterno, Lettie le devolvió la carta.
—Vamos, baja ahora mismo.
Steven no se lo podía creer. La siguió escaleras abajo hasta la cocina, donde lo
esperaba un tazón de Cheerios reblandecidos en leche. La abuela cruzó los brazos y
lo miró con enojo.
—¿Dónde estaba? —le preguntó a su madre.
—En el baño.
La abuela resopló, como si estuviera al tanto de lo que los niños de su edad hacían
en el baño y eso se alejara mucho de lo que ella consideraba un comportamiento
decente. Steven se puso rojo como un tomate y la abuela volvió a resoplar; sus peores
expectativas se confirmaban.
—Vale ya, mamá, déjalo —lo defendió Lettie.
Steven se sorprendió tanto que mordió la cuchara sin querer y se hizo daño.
Davey alzó la vista desde su tazón de cereales, pero el ceño fruncido de la abuela lo
intimidó y volvió inmediatamente a lo suyo. El resto del desayuno transcurrió en
silencio y, cuando acabó, Steven lavó su tazón y su cuchara y se fue al colegio con la
carta del asesino en el bolsillo.
• • •
Los matones de las sudaderas con capucha lo cogieron a la entrada del colegio.
Aparecieron de la nada, le doblaron los brazos por detrás de la espalda y le
empujaron la cabeza hacia abajo hasta que casi lo tiran al suelo.
—¡Dejadlo en paz!
Steven discernió vagamente la voz de Chantelle Cox, lo cual no hizo más que
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agravar la humillación del ataque.
—Quítale el dinero de la comida.
—No tengo dinero para la comida, tengo un bocadillo.
—¿Cómo? ¿He oído algo?
Alguien lo agarró del pelo y le levantó la cabeza, así podían oírlo. Mientras tanto,
otro lo cacheaba como un aprendiz de policía.
—¡Tengo un bocadillo!
El que lo tenía agarrado del pelo empezó a zarandearlo y Steven apretó los
dientes. Notó que le abrían la mochila y se ponían a rebuscar en su interior tirando de
él hacia atrás. Se sintió como un antílope presa de una jauría de perros salvajes a
punto de devorarlo vivo. Libros, papeles, bolígrafos… todo desperdigado por el
suelo. Le entraron ganas de vomitar. De repente, notó que le ponían la fiambrera
abierta debajo de la barbilla. El olor a paté de pescado hizo que se le saltaran las
lágrimas de la humillación.
—¿No hay tarta de postre?
Todos se rieron; Steven no dijo nada.
—¿Tienes hambre?
—No.
—¡Tiene hambre!
Una mano sucia le estampó medio bocadillo en la cara. Steven apretó los labios e
intentó librarse de ellos, pero un dolor agudo en la pierna le hizo gritar; acto seguido,
le metieron el bocadillo en la boca y el pan se empezó a hinchar como una esponja
con sabor a pescado que no lo dejaba respirar. Se puso a toser.
—¡Me cago en la puta! —gritó uno de ellos con las manos llenas de miga
húmeda. Sus amigos se partían de risa—. Qué asco, no tiene ni puta gracia.
Cogió la fiambrera y se la pasó a Steven por la cara. La manzana del postre le
golpeó en el ojo y la otra mitad del bocadillo de paté de pescado se le metió por la
nariz y le aplastó el labio contra el borde de plástico. Súbitamente, la fiambrera se
cayó al suelo y los chicos desaparecieron en medio de una marea de niños vestidos
con jerséis rojos y negros. Entre la multitud apareció la figura imprecisa de una
profesora que se acercó a Steven. El muchacho hizo un gesto de dolor al recuperar la
movilidad de los brazos.
—¿Estás bien?
Le habían abierto el labio y tenía la boca llena de sangre.
—Sí, señorita.
La señorita O'Leary se quedó mirando a Steven. Sabía que lo tenía en alguna de
sus clases pero le resultaba completamente imposible recordar su nombre. Estaba
ridículo, tenía la cara roja, medio bocadillo pegado en la frente, las mejillas pringadas
de mantequilla y unas marcas en la piel que le habían hecho los bordes de plástico la
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fiambrera; además, se le estaba poniendo un ojo morado y olía a pescado. Claro,
recordó la profesora, era el chico que olía a moho. La simpatía que le había inspirado
en un primer momento se tornó en leve disgusto. Moho y pescado… Su actitud se
volvió brusca.
—Venga, Simon, recoge tus cosas que ya ha sonado la campana.
—Sí, señorita.
Aquello fue como si le traspasaran el corazón. La profesora ni siquiera lo conocía.
Era el chico que escribía cartas auténticas, como la de la abuela que había muerto
asfixiada por una espina de pescado; o la carta de agradecimiento por la Nintendo que
supuestamente le habían regalado y que había sido el mejor regalo de su vida; o la
carta que informaba de que había recibido el premio al jugador de fútbol más
elegante.
Steven se preguntó si la señorita O'Leary se acordaría de él si le dijera que se
estaba carteando con un asesino en serie para dar con el cadáver de su tío Billy,
muerto de niño. Pero no tuvo las agallas de hacerlo y se tragó las palabras. No se lo
creería y lo recordaría como un mentiroso o como un macabro fantasioso; o peor aún,
sí se lo creería y le diría que pusiera fin inmediatamente a su correspondencia. Era
una situación en la que no podía ganar.
—¡Vamos, que ha sonado la campana!
—Sí, señorita.
Se lo quedó mirando con impaciencia mientras recogía los libros y los papeles del
suelo. Steven sintió un cierto alivio al ver el bocadillo desintegrado en el suelo
porque eso le ahorraba la vergüenza de tener que recogerlo. La manzana, después de
ponerle el ojo morado, había ido a parar a la alcantarilla y ahí se acabaría pudriendo.
Le llevó un par de minutos encontrar la tapa de la fiambrera debajo de un coche. Se
levantó con las rodillas cubiertas de barro y se quedó de piedra al ver que la profesora
tenía la carta de Arnold Avery en la mano.
—«La carta me ha hecho muy feliz, gracias»…
Steven no dijo nada. ¿Qué podía decir? La profesora frunció levemente el ceño
mientras ojeaba el papel. El cerebro de la señorita O'Leary se accionó y empezó a
girar lentamente, como el mecanismo de un candado de combinación, hasta que dio
con el código correcto; entonces miró a Steven y a él se le hizo un nudo en el
estómago.
—¿Así que también escribes buenas cartas en tus ratos libres? —dijo la profesora.
Por un segundo pensó que no la había oído bien, pero no. Sintió que se le subían
los colores.
—Sí, señorita.
La profesora sonrió aliviada al poder mostrar un poco de interés por el muchacho.
Necesitaba de esos pequeños recordatorios para no tener la sensación de que había
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desperdiciado su vida dedicándose a la educación. Le alargó la carta y el la cogió con
indecisión.
—¡Venga, Simon, corre!
—Sí, señorita.
Y se fue corriendo.
• • •
Clase de geografía.
Steven calcó un mapa de Sudáfrica, lo pasó a su cuaderno de ejercicios y empezó
a rellenarlo con las riquezas minerales del país. Oro, diamantes, platino…, todo muy
exótico. Resopló discretamente mientras pensaba en los recursos naturales de su
propio país: plomo, arcilla y carbón era lo único que alguna vez había valido la pena
extraer de aquel pedazo de tierra aislado en medio del mar llamado Gran Bretaña.
Plomo, arcilla, carbón… y cadáveres. Cadáveres enterrados en el polvo, en la
tierra y en la maleza. Cuerpos de gente que se había dormido y había muerto en
silencio; cuerpos masacrados de pictos, celtas, sajones y romanos; monárquicos y
parlamentaristas pasados por la espada en la gloriosa Inglaterra. Y en algún momento,
mientras la industria del plomo, la arcilla y el carbón moría lentamente, la industria
de los cadáveres tomó el relevo. Ahora se estudiaban con sumo interés los huesos de
los campesinos sajones y, en horario de máxima audiencia, se podía ver por la tele el
momento en que los desenterraban; un burdo despertar después de siglos de discreto
descanso.
Los cadáveres eran parte de la riqueza mineral de Gran Bretaña, lo mismo que el
oro lo era de África. El imperio, reducido a una serie de pequeños puntos rosas en el
mapa del mundo[5], se había vuelto retraído e introspectivo. Ahora, rendido al nuevo
orden mundial, se descubría a sí mismo como un viejo solitario que en su
desmoronada mansión llamaba desesperadamente a todos los números de teléfono de
su agenda de contactos, desconcertado ante un futuro incierto y un pasado glorioso
pero apenas recordado.
Gran Bretaña descansaba sobre los cadáveres de conquistados y conquistadores.
Steven sabía que estaban ahí, en la tierra, bajo los cimientos, bajo la escuela, bajo el
suelo de la clase, bajo las patas de la silla, bajo las suelas de goma de sus zapatillas de
deporte. Tantos cadáveres y él solo buscaba uno; no le parecía pedir demasiado…
Mientas apoyaba delicadamente la mina de grafito en la hoja en blanco, se
preguntó cuántos de aquellos cadáveres habrían muerto a manos de asesinos en serie.
Cuando el equipo de Time Team[6] desenterraba un fémur o un cráneo resquebrajado
en cualquier lugar del planeta, ¿estaban contaminando el escenario de un crimen de
dos mil años de antigüedad? ¿En qué circunstancias habían muerto el niño sajón o la
niña Tudor? ¿Iban a ser capaces los arqueólogos del futuro de establecer conexiones
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entre seis, ocho o diez víctimas y asegurar que todas habían sido asesinadas? ¿Y
asesinadas por una misma mano?
Arnold Avery cumplía condena por seis homicidios, además del tío Billy y de
quién sabía cuántos más… ¿Cuántos cadáveres seguían enterrados en fosas?
¿Cuántos a lo largo de la historia? ¿Habría pisado él los huesos de alguno de ellos de
camino a casa? ¿Lo habrían observado sus calaveras sin ojos cuando exploraba las
minas abandonadas de Brendon Hills? Steven tuvo un escalofrío y empujó el mapa
desalineándolo del cuaderno. Al alinearlo de nuevo, tratando de hacer coincidir
Johannesburgo con Johannesburgo…
—¡Claro!
Los niños a su alrededor empezaron a reírse y la señora James levantó la vista de
los cuadernos que estaba corrigiendo en ese momento.
—¿Hay algo que quieras compartir con nosotros, Steven?
Pero Steven había dedicado su última bocanada de aire a soltar la exclamación y
aún no había sido capaz de tomar otra.
• • •
El mapa que copió estaba aún más torcido de lo que tenía que estarlo. Le temblaban
las manos, el cuerpo le palpitaba con una mezcla de miedo y excitación. Cuando
terminó, empujó el Atlas de carreteras con tanta fuerza que el tomo se salió de la
mesa de formica de la cocina, se cayó abierto al suelo y se le rompió el lomo. Steven
no se dio ni cuenta. No era la primera vez que usaba el Atlas; ya le había servido para
copiar el mapa de Exmoor en una hoja de papel de acuarela para enviárselo a Arnold
Avery. Ahora había hecho lo mismo, pero en un papel de calco. Copió el contorno de
Exmoor y señaló Shipcott con un punto.
El televisor estaba encendido y todos estaban en el salón, pero Steven seguía
mirando con recelo hacia el rellano de la escalera. Al final desdobló la carta de Avery,
la alisó y la colocó sobre la mesa. Luego le puso encima el papel de calco, de manera
que la «S» y la «D» de «SaluDos» coincidieran con el punto donde estaba Shipcott.
El corazón le latía a toda velocidad: las letras «YG» de «muY feliz, Gracias» y «TD»
de «ToDo» quedaban al noreste de Shipcott, en dirección al Dunkery Beacon. Avery
le estaba indicando dónde se encontraban las tumbas de Yasmin Gregory y de Toby
Dunstan. Había descifrado el código.
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Capítulo 14
Mientras limpiaba la casa de los Harrison, Lettie Lamb se puso a pensar en su hijo
mayor por primera vez en mucho tiempo. Claro que, en cierto modo, pensaba en él
cada día: ¿por qué no se había levantado todavía? ¿Había hecho los deberes? ¿Dónde
estaba su corbata? Pero llevaba días, semanas… quizá meses, sin pensar en él de
verdad, admitió avergonzada. Intentó dominar sus pensamientos; no podía pensar en
Steven sin pensar en Davey, y no podía pensar en su hijo pequeño sin sentirse
culpable porque era su favorito, ni podía olvidar que su madre, la pobre señora Peters,
quería más a Billy.
Era ese un camino muy trillado, un agujero de gusano que conectaba épocas y
personas. Por eso, cuando pensó en Steven automáticamente pensó en Billy. Su
cerebro había establecido una conexión tan íntima entre ambos que eran casi la
misma persona. Steven y Billy; Billy y Steven. Además el hecho de que su hijo
mayor tuviera casi la misma edad que su hermano cuando desapareció no hacía más
que exacerbar sus pecados. Si bien era cierto que quería a Steven, tenía que
recordárselo constantemente a sí misma porque el resentimiento que sentía por Billy
estaba simbióticamente ligado a su propio hijo.
Lettie se puso a frotar una marca de vaso que había encima de la mesa del salón y
chasqueó la lengua, como si la mesa de caoba fuera suya.
No era su culpa, todo el mundo tenía un favorito; era lo más normal. Por otra
parte, Davey hubiera sido el favorito de cualquiera; era monísimo, alegre y gracioso
sin quererlo… ¿Por qué debía sentirse mal por ello? ¿Cómo iba a evitarlo? Steven
tampoco ayudaba mucho con su tendencia al aislamiento y el ceño permanentemente
fruncido; parecía que estaba siempre preocupado. ¡Como si tuviera algo de qué
preocuparse! Lettie sintió que se le calentaba la sangre… Steven iba por ahí como si
cargara con todos los males del mundo, ¡niñato pretencioso! Ella era la que mantenía
junta a la familia; la que se partía el lomo fregando en casas ajenas para que él se
pudiera comprar dulces en el Blue Dolphin; la que había tenido que criar sola a dos
niños. ¡No él! ¿Acaso no se daba cuenta de que esos eran los mejores días de su vida?
¡Por Dios!
No había forma de quitar la marca del vaso. Francamente, cuanto más tenía la
gente, menos se preocupaba por las cosas. Entró en la cocina y abrió la despensa.
Estaba llena de comida exótica imposible del Marks & Spencer, toda muy por encima
de sus posibilidades. Aquello casi no parecía comida…, le costaba establecer una
conexión mental entre lo que había en la despensa de los Harrison y las comidas
baratas y monótonas que se tomaban en su casa.
«Coja lo que quiera», le decía siempre la señora Harrison. Claro que no se refería
a las tartaletas de setas salvajes, ni al pollo en salsa de nata, maíz tierno y guisantes
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frescos; sino a los tentempiés y a las galletas que guardaba en lo que llamaba «el
armario de los niños». Lettie se había pasado largos minutos buscando algo de comer
en él, pero nunca había reunido el coraje suficiente para abrir uno de esos paquetes de
galletas de chocolate que parecían envueltos para regalo, ni para mancillar la lámina
de plástico de un paquete de queso cheddar curado y salado a la pimienta. En vez de
eso, acababa cogiendo galletas de crema y se las comía encima del fregadero para no
dejar miguitas.
En la despensa también había frutos secos: tarros con nueces de Brasil,
macadamias, nueces y almendras. Las nueces de Brasil eran de tan buena calidad que
no encontró ninguna rota y tuvo que partir una en dos. Cogió una mitad y frotó con
ella la marca del vaso, que empezó a desaparecer.
La carta que Steven había recibido era lo que la había llevado a pensar en él. Se
sentía un poco culpable por habérsela leído, estaba claro que era privada. ¡Pero
maldita sea, se había pasado un cuarto de hora llamándolo a gritos! Ni que fuera
sordo. Y hablando de oír, había que ver las orejas del muchacho…, de soplillo y con
las puntas siempre coloradas, no como las de Davey, tan pequeñitas y aterciopeladas.
La carta era bastante curiosa. Quiso preguntarle de quién era, pero al final se echó
atrás. Una parte diminuta y aletargada de sí misma le recordó que un día, cuando
tenía doce años, Neil Winstone le escribió en la contracubierta del cuaderno de
ejercicios de inglés: «Tienes un pelo muy bonito». Por eso se mordió la lengua.
Steven le parecía demasiado joven, demasiado distante… y demasiado
desgraciado para tener una novia. Sin embargo, estaba claro que él había escrito al
menos una misiva, de lo contrario «La carta me ha hecho muy feliz» no tendría
mucho sentido. Lettie se preguntó qué hacía falta para considerar satisfactoria una
carta en aquellos días de mensajes de texto y correos electrónicos. ¿Más de dos
líneas? ¿Buena ortografía? ¿Declaraciones de amor eterno?
Lettie no se alegraba por Steven; aquello no era más que otro motivo de
preocupación. Era cuestión de tiempo que un día se le presentara en casa la madre de
cualquier putilla de catorce años reclamándole un test de paternidad. Frunció el ceño
al imaginarse un futuro en el que ella y la madre de la putilla hacían turnos para
cuidar del bebé mientras la chica intentaba en vano sacarse el certificado de
enseñanza secundaria obligatoria. Un futuro en el que ella, Lettie Lamb, era abuela a
los treinta y cuatro años. Le vino un mareo y tuvo que apoyarse en la mesa del salón;
sentía como si se la estuviera tragando la muerte sin haber tenido la oportunidad de
vivir de verdad. ¿Cuándo iba a tocarle a ella? ¿Cuándo iba a poder disfrutar un poco?
¿Cómo se atrevía ese mocoso de mierda a arruinarle la vida… otra vez?
Luego la culpa y la autocompasión se diluyeron. Sintió que se iba a poner a llorar
y se tapó los ojos con las palmas de las manos para que las lágrimas no le corrieran el
rímel. Le quedaban dos casas más por hacer antes de recoger a Davey y no podía
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llegar hecha un desastre ni fastidiarle a nadie el día con sus estados de ánimo.
Respiró hondo y esperó a que se le pasara el mareo. Aún tenía la otra mitad de la
nuez de Brasil en la mano. Animada por un súbito deseo de desafío, se la comió.
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Capítulo 15
«SL se está impacientando», pensó Arnold Avery con una sonrisa. Leyó una vez más
la carta, tumbado en la incómoda litera cuyos muelles puntiagudos y dados de sí lo
despertaban diez veces cada noche. De tan simple, la carta parecía zen.
SL quería saber lo que le interesaba, y punto. Eso divirtió a Avery y además le resultó
muy informativo. SL se creía muy listo ocultando su identidad; sin embargo, había
sido tan torpe que le acababa de decir qué tipo de persona era, o al menos le había
dado suficientes elementos para hacer conjeturas al respecto.
Para empezar, pensó Avery, SL no había estado nunca en la cárcel. Si hubiera
estado, habría sabido que en prisión todo sucedía con mucha mucha lentitud. Los días
transcurrían despacio; las noches, aún más. Entre el desayuno y la comida pasaban
años; entre la comida y la cena, siglos; entre el momento en que apagaban las luces y
él conseguía dormirse, una eternidad. Era evidente que a SL se le habían hecho
eternas las seis o siete semanas que habían pasado desde que le mandó la primera
carta, mientras que para él no habían significado nada en términos de tiempo. Para
Avery, cuanto más durara la agradable correspondencia mnemotécnica que
mantenían, mejor.
La debilidad de SL lo sorprendió y lo defraudó un poco. Se había imaginado a
alguien intelectualmente a su altura, pero a todas luces no era el caso. El hecho de
mostrar de manera tan imprudente su propia impaciencia le daba a entender que SL
no se había parado a pensar las cosas con detenimiento. Entonces se acordó con
desagrado del día en que se quedó esperando a que Mason Dingle le devolviera las
llaves de la furgoneta. Si no se hubiera impacientado, las cosas habrían sido
distintas… Si el segundo niño no hubiera llegado al parque y no se hubiera subido a
un columpio que tenía al lado… Si hubiera conseguido controlarse…
De todos los recuerdos que tenía de su carrera, los relativos a Mason Dingle eran
los únicos que lo acosaban como ataques de alergia. Volvían una o dos veces a la
semana sin que nadie los invitara y lo hacían sentirse débil y estúpido. Claro que
ahora era un hombre distinto. El encierro en aquella tumba de piedra y acero le había
terminado enseñando el verdadero significado de la palabra paciencia. Mantener
conversaciones educadas con el agente Finlay demandaba mucha paciencia;
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permanecer de pie en la fila del comedor durante casi una hora entera para que al
final un simio sonriente le dijera que la única lasaña que quedaba eran unos restos
carbonizados en el fondo de la bandeja exigía paciencia y control. La sal de su herida
era que, justamente ahora que se había convertido en un verdadero maestro de la
paciencia y del autocontrol, no tenía nada ni a nadie con quien practicarlos.
Aquel era el motivo por el cual el tono irritado y exigente de la carta de SL le
procuró más placer que cualquier otra cosa desde que empezaron su delicada
correspondencia. Le había revelado una grieta en su armadura, una torpe exposición
de su deseo que le acababa de dar algo que no había sentido en mucho tiempo: poder.
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Capítulo 16
Steven padecía físicamente la ausencia de una respuesta por parte de Arnold Avery. A
veces notaba un picor entre el oído y la garganta, y por mucho que se metiera un dedo
en la oreja o hiciera ruidos raros con la garganta, no había nada que hacer; ni el uno
ni el otro le quitaban las ganas de llorar de frustración. El silencio de Avery era como
un picor interno tan profundo que le daba ganas de tirarse al suelo y revolcarse como
un perro sarnoso desesperado por rascarse las heridas. Ya de por sí Steven era un
muchacho delgado, pero en aquellas semanas sus facciones se marcaron aún más, le
salieron ojeras y en su frente se dibujó una arruga vertical que no tenía lugar en su
rostro infantil.
Había pasado más de un mes, el brezo del páramo estaba echando los primeros
brotes y Steven había dejado de cavar. El hecho de pensar en ello mientras
contemplaba el páramo desde la ventana del cuarto del baño lo hacía sentirse débil.
Estaba obsesionado, angustiado y la frustración se cernía sobre él como un juez que
menospreciaba sus míseros esfuerzos. Se sintió cerca, muy cerca, de llegar a la
conclusión de que con su silencio Arnold Avery le estaba diciendo que sus agujeros
aleatorios en la superficie del páramo eran simple y llanamente una estupidez.
Steven había contactado con un asesino que sabía dónde estaba enterrado el tío
Billy. El hombre en cuestión había entendido y aceptado las reglas del juego que le
proponía. Ahora Steven tenía que abandonar la otra partida, la del juego de los
agujeros, en el que no había reglas, ni jugadores, ni posibilidades reales de victoria.
El hecho de reconocer que, si seguía solo, su trabajo era tan absurdo como inútil,
supuso el momento más duro que podía recordar de su corta vida. El golpe lo sumió
en un estado de desorientación y apatía tal que incluso su madre se dio cuenta.
—¿Hoy no sales con Lewis? —le acabó preguntando.
Él negó tristemente con la cabeza y Lettie no le hizo más preguntas. Deseó que el
motivo de su cara de pena fuera una pelea con Lewis y no que había dejado preñada a
la hipotética putilla. «La carta me ha hecho muy feliz.» Las palabras revoloteaban
inquietantes en su mente; demasiado perturbadoras para mencionarlas, demasiado
alarmantes para olvidarlas. Deseó con todas sus fuerzas que fuera Lewis, no tenía
tiempo ni fuerzas para preocuparse por nada más.
• • •
Mientras el resto de la clase iba leyendo por turnos The Silver Sword[7], Steven, con
la mirada perdida en el fondo de la pizarra, se preguntaba qué sucedería si Arnold
Avery no le volvía a escribir. ¿Sería capaz de aceptarlo y seguir adelante como antes?
Trató de convencerse de que sí, pero se dio cuenta de que se estaba mintiendo a sí
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mismo. La verdad era que ahora dependía del asesino y había puesto todas sus
esperanzas en el juego del ratón y el gato en el que ahora estaba metido.
Por enésima vez en su corta vida, deseó tener a alguien en quien confiar. No
Lewis, sino alguien mayor y con experiencia que le pudiera decir en qué se había
equivocado y cómo lo podía solucionar. Se insultó en silencio con la peor palabra que
sabía usar: «gilipollas». Era un puto gilipollas. De algún modo, su última carta había
cabreado tanto a Avery que se había retirado del juego. Un doloroso sentimiento le
hizo darse cuenta de que si quería seguir jugando iba a tener que esforzarse para que
volvieran a ser amigos, a su pesar. La misma fuerza tenaz que lo empujó a seguir
adelante con su penoso proyecto durante tres largos años hizo que se le erizara el pelo
ante una espeluznante idea: tenía que hacer las paces con el hombre que con toda
probabilidad había asesinado a su tío Billy.
Pero como una rata entrenada a base de descargas eléctricas, su reparo se vio
instantáneamente limitado por el terror que le inspiró la posibilidad de no obtener
nunca una respuesta. La sacudida fue tan intensa que le provocó un espasmo en todo
el cuerpo e involuntariamente golpeó la mesa con las manos y salió despedido hacia
atrás a toda velocidad.
—¡Lamb es un puto espasmódico! —gritó uno de los matones de las capuchas.
Todos se rieron excepto la señorita O'Leary, que solo lo reprendió levemente,
demasiado temerosa de no tener la suficiente autoridad para echarlo de clase. En
lugar de eso, le pidió que leyera la página siguiente; el muchacho la fulminó con la
mirada y empezó a leer torpemente.
Steven suspiró y se secó el brillo de sudor de la frente; sabía que no podía seguir
solo. Como cuando encontró la mandíbula de oveja y vislumbró una luz al final del
túnel, era consciente de que sin la ayuda de Avery seguiría perdido en la más absoluta
oscuridad. Aquello no era una fantasía momentánea provocada por una falsa
esperanza, sino una verdad absoluta obtenida a lo largo de meses de planificación y
ejecución deliberadas con suma minuciosidad. Avery era una oportunidad única y
sabía que si la desperdiciaba no se volvería a repetir. O le ponía fin de una vez por
todas a la búsqueda que le daba un sentido a su vida, o persistía hasta la saciedad,
posiblemente hasta muy entrado en años; como el viejo harapiento que hurgaba en las
basuras del pueblo, solo que, en vez de tener un carro de la compra robado, tenía la
pala oxidada del tío… Suspiró al darse cuenta de que no tenía elección.
Steven nunca había tenido mucho de lo que enorgullecerse, con lo cual tragarse
ahora un poco de amor propio le podría resultar amargo, pero no imposible. Lo
mismo que el tío Jude, sabía lo que quería y cuál era la única manera de conseguirlo:
tenía que hacerse amigo de Frankenstein.
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Capítulo 17
A Arnold Avery le gustaba pensar en los bancos que hacía en la carpintería como
pequeñas promesas de libertad. Desde el primer día de encarcelamiento no tuvo otro
objetivo en mente que salir de la cárcel tan pronto como fuera legalmente posible.
Desde el momento en que lo arrestaron supo que la vida había adquirido para él
otro significado; por eso mismo, cuando empezó su juicio en Cardiff ya sabía a lo que
atenerse. Las indignadas quejas de los lectores del Daily Mail no le afectaban lo más
mínimo e incluso disfrutaba con ellas. Aun así, se sorprendió cuando el juez dijo la
palabra «perpetua»; fue como un puñetazo violento e inesperado en el estómago.
Para cuando ingresó en la cárcel de Heavitree, ya estaba decidido a convertirse en
un recluso modelo. Era la única manera de salir de allí con pelo y dientes y la
juventud suficiente para disfrutar a su manera. Y puesto que los presos modélicos
querían rehabilitarse, Avery se apuntó a todo tipo de clases, cursos y talleres a lo
largo de los años y ya contaba con varios diplomas, el graduado escolar, el
bachillerato, titulaciones en ciencias naturales, artes y lenguas, nociones superficiales
de psiquiatría y un certificado de primeros auxilios.
El esfuerzo había dado sus frutos. Dos años antes, en su primera vista para la
libertad condicional, se le concedió el traspaso de la cárcel de alta seguridad de
Heavitree a la de Longmoor, en Dartmoor, que era de menor categoría. Hasta él se
sorprendió; en el fondo no pensaba que su aparente entrega a la rehabilitación fuera a
dar algún resultado. El traspaso le pareció increíble porque él mismo se habría
llevado las manos a la cabeza de haber estado en el lugar de otra persona. Claro que
una cosa era una recomendación de confianza de la Junta de Tratamiento de la prisión
basada en la suposición de que el preso no intentaría escaparse de una cárcel de
menor seguridad, y otra muy distinta que la misma junta aprobara su puesta en
libertad tras veinte años de cumplimiento de pena. Pero era un buen comienzo.
Comparada con Heavitree, Longmoor era una colonia de vacaciones. La Unidad
de Presos Vulnerables estaba recién pintada, los guardas eran notablemente menos
tiránicos e incluso la oferta de actividades de rehabilitación era mejor, con lo cual
aprovechó para hacer un curso de fontanería. También se sorprendió al descubrir que
tenía una aptitud natural para la carpintería y que le gustaba todo lo que tuviera que
ver con la madera: el olor seco del serrín, la suave calidez del grano, la
transformación cuasi alquímica de un tablón en una mesa, una silla o un banco. Pero,
por encima de todo, le gustaban las horas que se pasaba lijando y tallando con un
esfuerzo intelectual mínimo, porque le dejaban tiempo libre para pensar mientras
hacía méritos para la rehabilitación, la libertad condicional y el nirvana.
Durante los dos años que llevaba aprendiendo carpintería había hecho seis bancos
y estaba trabajando en el séptimo. El primero fue una obra poco inspirada de dos
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plazas con feas ensambladuras de espigas. El sexto, sin embargo, era un bonito banco
de unos dos metros de largo y tres plazas con acabados biselados, respaldo arqueado
que se adaptaba a la curvatura del cuerpo y ensambladuras casi invisibles.
Mientras lijaba con paciencia los tablones de su séptimo banco dejó vagar su
imaginación hasta el páramo de Exmoor. Casi podía oler el aroma de la vegetación; el
suelo rico y húmedo y el fragante brezo se combinaban con el hedor sutil del estiércol
de ciervos, ponis y ovejas. Primero pensó en el Dunkery Beacon, donde se centraban
todas sus fantasías, y de allí se desplazó como una planta trepadora hacia las colinas
redondeadas de los alrededores. Desde donde estaba casi podía identificar las tumbas
de cada uno de los niños; no mediante las noticias sensacionalistas de los periódicos,
sino mediante recuerdos reales. La memoria había sido su apoyo durante tantos años
de encarcelamiento y aún tenía el poder de alimentar sus fantasías nocturnas. Empezó
a salivar y tragó ruidosamente.
La prisión de Longmoor estaba hecha del mismo granito duro e implacable del
cual rebosaba el subsuelo del páramo de Dartmoor. De hecho, el edificio mismo era
una extensión de la piedra, gris, tosca, fea… En Dartmoor no había belleza ni nieblas
rosadas, solo una triste y escasa vegetación que aquí y allá atravesaba la tierra y
asomaba bajo el cielo encapotado, compuesta de brezo, aulagas y hierba amarillenta.
Aunque Dartmoor no era Exmoor, a Avery le hubiera gustado poder ver los
cambios de estación desde su estrecha ventana, bloqueada por orden del psiquiatra de
la cárcel, el doctor Leaver, que consideró que la visión del páramo, aunque fuera el de
Dartmoor, podía comprometer sus intentos de purificar la mente del asesino.
Avery odiaba al doctor Leaver tanto como al agente Finlay y cada vez que lo veía
le hervía la sangre. El psiquiatra no entendía que estaban en Dartmoor y que para él
aquel lugar no tenía más que un mero interés estético. El hecho de que Dartmoor y
Exmoor entraran ambos dentro de la categoría de páramo parecía ser un motivo
suficiente para Leaver, un hombre cadavérico entrado en la cincuentena, para decretar
el bloqueo de su ventana, lo cual sumía a Avery en un estado de depresión y
abatimiento permanente, incluso en los meses de verano.
La terrible paradoja del asunto era que, en cierto modo, Leaver tenía algo de
razón. Avery solo podría haberlo convencido de que se equivocaba respecto a
Dartmoor confesándole que, en realidad, a lo que le concedía verdadera importancia
era a cualquier idea, visión o mención relativa a Exmoor, más bonito y acogedor y
situado en la costa norte de la península. Si Leaver, o cualquiera, hubiera sabido que
el simple hecho de oír la palabra Exmoor le provocaba una erección que le duraba
todo el día, le habrían suspendido sus ridículos privilegios en menos de lo que Guy
Fawkes acabó colgado de una soga.
Avery no había matado nunca a un adulto pero no le hubiera importado matar al
doctor Leaver. El monstruoso ego del psiquiatra se alimentaba del poder que tenía
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sobre los reclusos a los que trataba. Avery no era empático, pero se veía reflejado en
el afán de control y superioridad del doctor Leaver; era como verse en un espejo.
Sabía que Leaver era inteligente y que le gustaba alardear de ello, especialmente en
un entorno en el que tenía todo el derecho de hacerlo. Al fin y al cabo, hasta los
reclusos más listos que Leaver tenían que reconocer que la habían cagado, de lo
contrario, no habrían estado en Dartmoor. A Avery no le suponía ningún problema
que Leaver alardeara de su inteligencia. Un hombre debía usar su talento; por eso un
futbolista jugaba al fútbol, un malabarista hacía malabares y un hombre inteligente se
burlaba de los demás. Era una cuestión puramente darwiniana.
En presencia de Leaver, Avery se mostraba como un hombre despierto con
destellos de brillantez intelectual que lo situaban por encima del ladrón común y
corriente y pendenciero. Lo suficientemente inteligente como para suscitar el interés
del psiquiatra, pero no tanto como para alertarlo o amenazar a su ego. Le pedía
consejo a Leaver y siempre acataba sus decisiones, aunque las consecuencias lo
perjudicaran; la ventana de su celda tapada con un tablón de madera era un buen
ejemplo. Cuando Leaver sugirió que aquella medida podría ayudar, Avery reprimió el
impulso de desgarrarle la garganta a mordiscos, apretó los labios y asintió
lentamente, como si se hubiera tomado el tiempo de examinar la idea desde todos sus
ángulos y con las mejores intenciones. Luego suspiró para dar a entender que era una
necesidad tan lamentable como necesaria. Leaver sonrió y escribió una nota que
Avery sabía que lo acercaba un poco más a la vida real que lo esperaba del otro lado
de los muros de la cárcel.
Los bancos eran un peldaño más en la escalera hacia la libertad, pero con ellos
disfrutaba y ahora tenía el inmenso atractivo añadido de las placas con nombres…
Avery acarició la madera con las manos secas y cogió una placa brillante de latón con
cuatro orificios para sus respectivos tornillos.
—Por favor, agente, ¿me pueden dar un destornillador?
Andy Ralph lo miró con suspicacia, como si no hubiera usado ya cientos de veces
un destornillador sin comportarse como un enajenado, y luego le pasó un
destornillador de estrella.
—Uno plano, por favor, señor Ralph.
Ralph cogió el destornillador de estrella y le pasó el plano, mirándolo con más
suspicacia aún. Avery lo ignoró; era un pobre idiota. Miró la placa que tenía en la
mano y sonrió al recordar el momento que le había procurado mayor sensación de
poder en sus años de cárcel hasta que empezó la correspondencia con SL…
• • •
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—¿Y cómo te sientes con eso?
—Bien. Me gusta, es muy satisfactorio.
—Bien, bien…
Leaver asintió con la cabeza como si fuera personalmente responsable del
aumento del nivel de satisfacción del asesino.
—La cuestión es… —empezó Avery.
Hizo una pausa y se pasó la lengua por los labios con cierto nerviosismo.
—¿Qué? —preguntó Leaver con repentino interés.
—Estaba pensando…
—¿Sí?
Avery se revolvió en la silla y se frotó las manos… la clásica imagen de un
hombre agobiado por un gran dilema. Leaver lo miró a los ojos con mucha calma;
tenía todo el tiempo del mundo.
—Estaba pensando… —Avery adoptó un tono casi susurrante y se miró los
desgastados zapatos negros antes de continuar con voz entrecortada—. Estaba
pensando que quizá podría poner una plaquita de latón en los bancos. No en los
malos que hice al principio, sino en los otros, en los buenos.
—¿Sí?
Avery se pasó una cerilla por debajo de las uñas, aunque las tenía limpias.
—Con nombres grabados…
Su voz se desvaneció en un susurro casi inaudible y no se atrevió a mirar a Leaver
a la cara, que se había inclinado hacia adelante en el asiento para crear la ilusión de
que formaba parte de una conspiración; Avery se conocía la jugada.
—¿Nombres?
—Los nombres…
Esperaba que el psiquiatra se imaginara unas lágrimas brotando de sus ojos de
asesino y cayera él solo en la cuenta de lo que le quería decir. Leaver se enderezó
despacio, accionando repetidamente el pulsador de su bolígrafo. Avery se frotó el
rostro atormentado, seguro de que le añadiría dramatismo a la ilusión de un hombre
sumido en su infierno personal, y Leaver se tragó el anzuelo. Pobre imbécil.
• • •
Avery atornilló la placa de latón al que hasta el momento consideraba su mejor banco
y se alejó un poco para admirar la obra.
«En memoria de Luke Dewberry, 10 años.»
Sus bancos eran como pases de salida, pero también resultaban ser billetes de
entrada para disfrutar de unos placeres que hasta ahora se le habían vetado en aquel
mugriento agujero infernal. Ahora, sus bancos adornaban el patio y los paseos, en los
que también había muestras del trabajo de otros presidiarios en forma de parterres y
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senderos bien cuidados. Cada vez que lo autorizaban a salir para hacer un poco de
ejercicio, iba directamente a sentarse en uno de ellos.
Había otros presos que también hacían bancos y muchos de ellos empezaron a
ponerles placas de latón, la mayoría con los nombres de sus hijos o de sus amantes o
madres. Sin embargo, Avery no tenía ningún interés en sentarse en los bancos de los
demás. Él disfrutaba apoyándose en la placa que decía: «En memoria de Milly Lewis-
Crupp»; o toqueteando la placa de John Elliot con el pulgar que se había ensuciado
con ese solo propósito; o, como en una tarde memorable, frotándose contra el
respaldo de un banco con la mirada clavada en la placa que decía: «En memoria de
Louise Leverett».
Cuando hacía estas cosas, una parte de él saboreaba la deliciosa ironía: demasiado
listo para mostrarle a Leaver lo inteligente que era… O lo enfadado que estaba; o su
desesperación por la falta de noticias de SL. A pesar de sus nuevas capacidades de
control y paciencia, Avery no podía dejar de preguntarse si había hecho lo correcto no
respondiendo a la última y exigente carta de su correspondiente.
Durante las dos semanas posteriores a la recepción del escueto mensaje «¿WP?»,
Avery disfrutó enormemente del hecho de saber que tenía algo que SL quería y que
no iba a darle. Pero las dos semanas siguientes se le hicieron más difíciles porque,
aunque hasta cierto punto su autocomplacencia se mantenía en pie, echaba de menos
anticiparse a las respuestas de SL a sus cartas. Aunque se persuadió varias veces de
haber hecho lo correcto, ya no estaba tan seguro; quizá SL se había rendido. Al fin y
al cabo, no todo el mundo era tan perseverante como él; lo suyo era excepcional. Si
SL se había impacientado, también podía ser que se hubiera enfadado, frustrado o
cansado del juego. La idea de que SL pudiera no haber entendido que se le estaba
pidiendo una concesión para apaciguarlo lo asustó.
La primera carta de SL había dado pie a los cuatro meses más interesantes de todo
su período en la cárcel y ahora se resistía a aceptar que todo había acabado. Cada
carta había sido como un recordatorio de sus días gloriosos, algo que a todo el mundo
le gustaba recordar.
A la quinta semana lo hundió su propia moratoria unilateral. SL era un tipo duro.
Avery empezó a pasarse las noches en vela, preocupado, lo cual lo molestaba
amargamente. Las cartas le habían abierto las puertas de su memoria más oculta y
habían hecho resurgir recuerdos que había dado por perdidos hacía mucho tiempo.
Gracias a ellas había vuelto a experimentar ciertas sensaciones que habían convertido
sus noches en oasis de placer. Sin embargo, la ausencia de respuesta le impedía
pensar en otra cosa que en cuestiones prácticas, como la falta de fiabilidad del
servicio de correos, o la posibilidad de que SL hubiera urdido todo el asunto de la
correspondencia como una especie de engaño enfermizo para castigarlo con el
sufrimiento por el que ahora estaba pasando.
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Este último pensamiento encendió en él una ira que lo mantuvo a flote. Esa
emoción era un lujo que no se permitía desde el día de su arresto porque la ira era
contraproducente para la vida en la cárcel, que requería más bien grandes dosis de
resignación. Así que la resignación fue, durante años, su más constante compañera
junto con el odio reprimido que sentía por Finlay y Leaver, y que no dejaba salir a la
superficie bajo ningún concepto pese a que cada vez que se cruzaba con alguno de
ellos le hervía la sangre.
En el interior de su celda, tan completamente a oscuras que ni siquiera penetraba
en ella la luz de la media luna, Avery añadió a SL a su corta pero sentida lista negra y
decidió que su otrora correspondiente no iba a obtener absolutamente nada de él; ni
una palabra, ni un símbolo, ni un pedazo de papel higiénico cuidadosamente envuelto
con restos de su propia mierda, mientras no le pidiera perdón. Cinco semanas y
cuatro días después, Avery recibió una carta. No había en ella mapas, ni iniciales, ni
signos de interrogación; tan solo dos palabras:
Sonrió. Había más de rencor que de postración en ella, pero le valió. SL había
aprendido la lección, había entendido que no era él quien controlaba el juego, que
dicho privilegio le correspondía a Avery. Con dos simples palabras acababa de
reconocer su poder. Se sentó para reflexionar sobre la mejor manera de ejercerlo.
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Capítulo 18
Si Arnold Avery hubiera sabido lo que le había costado a Steven escribir la carta, la
habría valorado mucho más.
Una vez hubo reconocido que había ofendido al asesino y que tenían que hacer
las paces, Steven redactó decenas de cartas, pero no echó ninguna al correo. El
abanico de mensajes iba desde laberínticas letanías de los motivos de su
desesperación hasta aduladoras súplicas solicitando su guía, pasando por indignados
desvaríos sobre la insensibilidad del distante presidiario.
Y así sucesivamente. Una montaña rusa de emociones que le duró semanas y que
dejó a Steven rabioso y asqueado de tanto suplicar. En resumidas cuentas, tragarse el
poco orgullo que tenía le resultó mucho más difícil de lo que creía. Al final, guiado
por la misma brevedad que lo llevó a dar con la genialidad «Atentamente», escribió
un simple «Lo siento» con la esperanza de que Avery leyera entre líneas cualquiera
que fuese la motivación oculta que mejor sirviera a su causa. No podía hacer menos,
pero tampoco estaba dispuesto a hacer más.
Pasó otra semana, durante la cual Lewis se convenció de que Chantelle Cox
estaba prendada de él. No era la primera vez que alardeaba del poderío de su atractivo
sexual. El verano anterior le había comentado a Steven de pasada que Melanie Spark
le había dejado tocarle una teta. Steven se quedó de piedra y solo al final, mediante
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una cuidadosa e insistente investigación, descubrió que había sido más que nada una
costilla a través de la rebeca y de la blusa, y que nada más hacerlo, la veleidosa
Melanie, le dio un codazo en la garganta. Cuando Steven sugirió vacilante que, quizá,
Melanie Spark no había participado de manera activa en el episodio del tocamiento
de la teta, Lewis le sonrió con suficiencia y le reveló que las mujeres siempre
cambiaban de opinión en lo relativo al sexo, que de hecho era por lo que se las
conocía.
Pero por lo visto Chantelle Cox no había cambiado de opinión, en todo caso,
Lewis no tenía hematomas frescos que indicaran que lo había hecho.
—Lalo y yo éramos francotiradores. Ella salió corriendo y se fue por detrás de la
cabaña y yo la perseguí.
—¿Y Lalo?
—Tenía miedo de ella, la última vez que la persiguió le pegó con la manguera. Lo
que pasa es que yo sabía que no podía hacerme nada porque mi padre había lavado el
coche y había dejado la manguera en la parte delantera de la casa. Entonces la
encontré y le disparé, pero no se tiró al suelo porque estaba lleno de estiércol. —
Steven sabía de qué hablaba, más de una vez había muerto encima del estiércol que
había detrás de la cabaña de Lewis—. Y le digo: «Pues si no te tiras al suelo, te hago
prisionera», y me dice: «Vale». Le cogí los brazos y se los até por detrás de la espalda
con mi jersey. —Steven asintió con la cabeza, también a él Lewis le había atado los
brazos con el jersey varias veces; no dolía y era fácil soltarse—. Y de repente va y me
da un beso en la boca.
—¿Te dio un beso?
—Sí, me dio un beso en la boca.
—¿Con lengua?
—¿Lengua? —Lewis lo miró desconcertado.
—Sí —dijo Steven—. ¿Te metió la lengua en la boca?
Lewis lo miró con cara de repugnancia.
—¡Qué asco!
Steven se puso colorado. En algún sitio había oído que aquello era lo que hacían
las chicas pero no recordaba dónde ni tampoco si la fuente era fiable, aturullado por
la inmediata desaprobación de Lewis. Su natural deferencia con Lewis en las
cuestiones mundanas formaba parte integral de la amistad que los unía, sin embargo
se dio cuenta de que no solo acababa de traspasar una línea, sino que además se había
metido en terreno pantanoso. Tenía que salir de ahí cuanto antes y volver a pisar
tierra firme antes de que fuera demasiado tarde.
Se encogió de hombros y adoptó un aire de disculpa; Lewis lo miró con el ceño
fruncido.
—Bueno, entonces qué, ¿le tocaste la teta?
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Steven pensó que si le daba a Lewis la oportunidad de fanfarronear un poco,
podría salirse del berenjenal, lo cual resultó completamente cierto. El amigo lo miró
un momento con una expresión gélida y luego se lanzó con entusiasmo.
—Sí, le toqué las dos, y al mismo tiempo. Se me puso dura y todo…
Steven sabía que era mentira. No todo, claro. Estaba seguro de que Chantelle Cox
lo había besado, o él a ella, pero siempre se daba cuenta cuando Lewis se salía del
camino y se dejaba llevar, caprichoso e inexperto, por los campos minados de la
mentira. Bastaba un parpadeo nervioso para anunciar una desviación de la verdad,
como si con un ojo interior estuviera oteando el horizonte en busca de posibles fallas
en su inminente falta a la verdad. Steven siempre lo dejaba hacer; era como con la
mitad buena de los bocadillos. ¿Qué iba a conseguir peleándose?
Además, pensó en un súbito ataque de novedosa madurez, la semana anterior él le
había pedido perdón a un asesino en serie de verdad; aquello convertía la imaginaria
erección de Lewis en una nimiedad. A eso había que añadirle que Chantelle Cox era
una chica de la que se podía fanfarronear. No era lo que se dice muy guapa, era un
marimacho y tenía pechos pequeños, pero no les tomaba el pelo a los chicos, cosa que
sí que hacía Alison Lovacott. Por lo visto, Alison le había enseñado las tetas a John
Cubby en la cola del comedor. Costaba creérselo pero si a alguien podía pasarle eso,
ese era John Cubby, capitán del equipo de fútbol sub-16 y claramente el chico más
guapo del colegio.
Aquello le recordó a Steven que fue a él a quien escuchó por casualidad hablando
del asunto de las lenguas, por eso mismo estaba casi seguro de que era verdad.
Demasiado tarde, ya se había echado atrás. La idea de que Chantelle Cox le metiera
la lengua en la boca no se le antojó en absoluto asquerosa; de hecho, le produjo un
ligero escalofrío de placer. Se puso rojo; quizá no era normal, lo mismo que Arnold
Avery tampoco era normal. Frunció el ceño, desconcertado por el pensamiento, y
deseó que no se le hubiera pasado por la cabeza.
—¿Qué pasa contigo? —Lewis lo miraba con aire socarrón.
—Nada.
Levantó la vista y se dio cuenta de que casi habían llegado a casa de Lewis. Se
despidieron y se fue a la suya caminando solo. Vio a la abuela por la ventana y le
sonrió y ella frunció los labios, como si la disgustara verlo volver del colegio.
Davey había dejado sus juguetes desperdigados por el vestíbulo y Steven pisó
algo. Miró al suelo y vio que había roto una taba rosa; le dio una patada y el juguete
salió disparado contra el zócalo.
—¿Steven?
La voz de su madre sonó algo crispada. Steven se quedó parado en el vestíbulo,
pensando si le daría tiempo de salir otra vez por la puerta sin que ella se diera cuenta.
—Acaba de entrar —dijo la abuela con malicia.
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—¿Qué? —dijo Steven con cautela.
—¿Puedes venir un momento, por favor?
Levantó la vista y vio que la abuela se había acercado a la puerta del salón para
disfrutar de su lento calvario hasta la cocina, donde lo esperaba la guillotina de su
madre. Lettie estaba sentada a la mesa y tenía una carta de Arnold Avery en la mano.
Súbitamente, sintió que la vejiga se le hinchaba hasta casi doblar su tamaño. A duras
penas consiguió no mearse en los pantalones; era como si estuviera reviviendo la
situación de la estación espacial de Lego en la habitación de Billy. Lettie lo miró con
frialdad.
—Tienes una carta.
Era incapaz de articular palabra, ni siquiera conseguía recordar cómo se hablaba.
Notó un picor en la nuca; se le había acabado la vida.
Lettie miró la carta y se aclaró la garganta.
—«Me agradaría una foto bonita» —leyó.
—¡Una foto! ¡Qué guarrería!
La abuela estaba justo detrás de él. Lo echó a un lado, se acercó a Lettie e intentó
quitarle la carta de las manos. Ella no la dejó.
—Déjalo, mamá, ya me ocupo yo.
La abuela resopló queriendo dar a entender, como tantas veces habían oído, que
ella sabía más que los demás. Mientras su madre y la abuela discutían, Steven le echó
un vistazo al sobre marrón. Como las demás veces, esta tampoco había nada que
indicara su procedencia. Sabía que el papel de escribir que usaba Avery no tenía
señales, ni marcas de la cárcel, era papel escolar ordinario que podía proceder de
cualquier sitio y aunque Avery siempre escribía su número de presidiario en la parte
superior de la página, aquel número no significaba nada sin contexto.
El hecho de que tanto el sobre como la carta fueran anónimos le dio esperanzas, y
la esperanza le dio valor.
—¿La puedo leer? —Lettie y la abuela lo miraron como si les acabara de pedir
unos calzoncillos de oro—. Es mía, ¿no?
Consiguió incluso transmitir con sus palabras un ligero enfado que hizo que
Lettie se sintiera mal. Había abierto una carta que no le correspondía y fueran cuales
fueran las circunstancias la justificación era difícil. Aun así, lo intentó.
—Puede que sea tu carta, Steven, pero si es de una chica el asunto también me
concierne. Tengo derecho a saber si la vas a dejar preñada y luego me vas a dejar a mí
con el niño, ¿está claro?
Steven trató de recorrer a toda velocidad el camino que su madre había seguido
hacía tiempo. Finalmente, tras una desesperante confusión mental, entendió lo que
estaba pasando. Su madre pensaba que la carta era de una chica, una novia secreta,
una novia con la que estaba teniendo sexo de verdad. Aquello le hizo tanta gracia que
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casi se parte de risa. Estaba tan lejos de tener relaciones con una chica que ni siquiera
sabía si el asunto de las lenguas era verdad o era broma. Lo más cerca que había
estado de practicar sexo con una chica era escuchando las fantasías de Lewis sobre
tetas y erecciones.
Si Steven Lamb hubiera sido el mismo muchacho que era al principio de la
primavera, se habría reído; pero el Steven de ahora, el que estaba inmerso en la
búsqueda secreta de un cadáver y se escribía con un asesino en serie, vio una
oportunidad y la aprovechó.
Adoptó un aire de indiferencia y alargó la mano con seguridad.
—Hasta que no la lea no sabré de quién es.
Lettie le tendió la carta, movida por el tono sereno de su voz y un sentimiento
creciente de culpabilidad. Detrás de ella, la abuela rechinó los dientes.
Steven solo necesitó un rápido vistazo.
Eso era todo. Nada que lo pudiera incriminar, ni las iniciales de Arnold Avery. De
hecho, ni siquiera entendía el mensaje, pero ya lo entendería. La «D» y la «B»
estaban en mayúsculas y así, en frío, las iniciales «DB» no le decían nada; no había
ninguna víctima cuyo nombre empezara con DB. No pasaba nada, había visto la carta
y entendía el código. Ya daría con el mensaje y, lo más importante, su madre no.
—¿Quién es AA?
Se encogió de hombros con una frialdad que lo hizo cuestionarse su propia
sinceridad.
—Es solo una amiga, mamá.
—¡Una amiga que quiere una foto de ti! —añadió Lettie tratando de recuperar su
sospecha e ira iniciales.
Pero la franqueza del muchacho la había desconcertado. Él metió la carta en el
sobre y se lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón.
—No es mi culpa si soy tan guapo —dijo encogiéndose otra vez de hombros.
Podría haber sido un desastre pero no, por una vez todo salió bien. Lettie se
relajó, le sonrió, lo agarró por la cintura e intentó darle un beso en la mejilla mientras
él trata de liberarse sin mucho convencimiento. Su madre ganó la batalla y los dos se
rieron. La abuela volvió la vista hacia el fregadero, pero justo antes Steven vio que se
le había relajado la cara al oír la broma. Paró de resistirse y se dejó abrazar por su
madre como no lo había hecho en años. Le apoyó la cabeza en el hombro y ella le
acarició la espalda como a un niño pequeño y cansado.
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Aquello le recordó por qué cavaba en el páramo: por momentos así, en los que, a
través de la capa de dolor, resentimiento y pobreza, surgía una señal que le indicaba
que podían llegar a ser una familia de verdad; momentos que le dejaban un
sentimiento de felicidad y de dolorosa tristeza al mismo tiempo.
—Ten cuidado, ¿vale, Steven?
—Claro que sí, mamá.
—Me da miedo que te hagan daño.
—Ya lo sé, no te preocupes.
—Pregúntale por la protección —dijo la abuela, que ya volvía a ser la de siempre.
Lettie lo soltó y miró a su madre con el ceño fruncido. El momento se había
esfumado. Steven se incorporó a regañadientes—. No me mires así, hija. Ojalá lo
hubiera hecho contigo cuando eras joven, no te habrías…
No acabó la frase, sino que sacudió la cabeza mirando a Steven como queriendo
decir algo. Él montó en cólera y su madre le cogió la mano.
—Tú sabes protegerte, ¿verdad que sí?
—¡Mamá! —exclamó rojo de vergüenza.
Pero sintió un discreto orgullo al pensar que su madre y su abuela consideraban la
posibilidad de que pudiera resultarle lo suficientemente deseable a otra persona como
para que esta se planteara, en algún momento indeterminado del futuro, tener sexo
con él. Era, cuando menos, un pensamiento halagador, aunque sobre todo
embarazoso. Se alejó de su madre con la sensación de que de su cabeza emanaban
ondas de calor. Al ver que ella no le soltaba la mano y lo miraba con preocupación,
improvisó una respuesta:
—No te preocupes, mamá.
—Pues no hagas que me preocupe, ¿vale?
Steven asintió con la cabeza y le soltó la mano. Al alejarse leyó en la expresión de
la abuela que ella pensaba que se había librado con demasiada facilidad. Subió los
escalones de dos en dos; un reto que Lewis había intentado y no había conseguido
nunca, así que si su amigo creía que valía la pena, él también tenía que entrenar.
Llegó al piso de arriba sin aliento.
DB… DB… ninguno de los niños se llamaba DB. ¿Le estaba revelando Avery
otro asesinato? Cuando llegó a su cuarto examinó atentamente la carta a la luz pálida
de la ventana. No había más marcas, al menos que él viera. Sacó el mapa de Exmoor
que había utilizado para su correspondencia con Avery y lo estudió minuciosamente.
Las letras no tenían una disposición especial en la carta, con lo cual Steven ni
siquiera se molestó en tratar de alinearlas con el mapa para ver si indicaban una
localización precisa.
«Me agraDaría una foto Bonita».
Avery quería una foto de DB, pero ¿quién era DB?
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• • •
Tres noches más tarde se despertó sobresaltado con la respuesta, le había venido en
sueños, de golpe. DB no era «quién», sino «qué»; era el punto más alto del páramo de
Exmoor, cercano adonde habían aparecido todos los cadáveres. Arnold Avery quería
una foto del Dunkery Beacon.
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Capítulo 19
Steven tardó más de una hora en llegar al Dunkery Beacon a pesar de que andaba
rápido porque no iba cargado con la pala. La pala… Ahora que había dejado de cavar,
lo perturbaba el temor de un posible fracaso. Aun así, iba más ligero sin la
herramienta y podía balancear los brazos libremente, a un ritmo adecuado y sudando
ligeramente mientras caminaba cuesta arriba, como siempre en el páramo. Esta vez ni
siquiera se molestó en llevarse un bocadillo; solo llevaba una botella de agua y la
cámara, que le abultaba el anorak.
La cámara de fotos era de Davey, una desechable de un pack de tres que le
regalaron por su cumpleaños. Desperdició la primera haciendo fotos de pies, tejados
y gente desenfocada. La segunda se le cayó en la bañera mientras fotografiaba una
épica batalla naval en la que los Action Man se enfrentaban a una invasión de
extraterrestres disfrazados de bolas de aceite de baño de colores. Davey se dio cuenta
demasiado tarde de que las cápsulas coloreadas se disolvían en el agua caliente y solo
dejaban una mancha oleosa, un resto de gelatina de frutas. Quedó a merced de la ira
de su madre, indignada al ver cómo se derrochaban sus escasos lujos, y el pánico hizo
que dejara caer la cámara al agua.
La tercera cámara estuvo cogiendo polvo en el alféizar de la ventana hasta que
llegó la carta de Arnold Avery; entonces, Steven la robó sin ningún reparo. A fin y al
cabo, él la necesitaba y Davey no.
• • •
El Dunkery Beacon no era solo el punto más alto de Exmoor; también era el más frío.
El viento le hinchaba el anorak de mercadillo y le torturaba los muslos con el cierre
de la cremallera; se lo cerró para evitarse más dolor.
Dado que por la niebla no había mucho que ver, Steven se detuvo a leer la placa
que conmemoraba el don del Dunkery Beacon a la nación en 1935, un paraje de
sobrecogedora belleza natural. Los nombres de los benefactores estaban tallados en
una piedra y Steven no pudo evitar soltar una risotada: tendrían que haber visto la
belleza natural en aquel momento, pensó.
A menudo desde Exmoor se podía ver el canal de Bristol e incluso a veces se
divisaban los Brecon Beacons del otro lado del curso de agua, en la tierra forastera de
Gales. Pero el tiempo no acompañaba y el cielo blanco, con su relieve de nubes grises
arrastradas por el viento, desdibujaba el horizonte vaciándolo de contenido. Se volvió
y contempló el empinado sendero que lo había llevado hasta allí, hasta la pequeña
parcela cubierta de gravilla que constituía el aparcamiento del Dunkery Beacon.
Había dos coches; no era cosa rara, a la gente le gustaban las vistas, aunque
afortunadamente también le gustaba andar, y nadie podía disfrutar de los dos a la vez
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a no ser que saliera del coche.
Steven miró a su alrededor y vio que no había nadie. Era increíble lo rápido que
podía desaparecer la gente en las aparentemente monótonas colinas de Exmoor. Sin
embargo, el Dunkery Beacon no era completamente regular; aquí y allá había colinas
y montículos de piedra de antiguos túmulos funerarios. Sacó la cámara de plástico del
bolsillo y miró alrededor, valorando cuál sería el mejor ángulo para fotografiar. Avery
querría el ángulo que mejor mostrase la zona de Dunkery Beacon donde había
enterrado los cuerpos.
Steven se sorprendió al darse cuenta de lo rápido que había ido todo. No se había
parado a pensar en los cadáveres mientras caminaba hacia allí y de repente se percató
de que se encontraba a poco menos de quinientos metros de las fosas de Yasmin
Gregory, Louise Leverett y John Elliot.
Con una molesta sensación de voyerismo examinó el terreno que había a su
alrededor, tratando de dar con una señal que le indicara, después de tantos años,
dónde habían tenido lugar las excavaciones que se llevaron a cabo durante la
búsqueda de los cuerpos. Su memoria relegó los túmulos funerarios, indicadores que
denotaban respeto y honor, a simple telón de fondo, y sobrepuso los tres pares de
iniciales de los tres niños al paisaje de aulagas barridas por el viento. Su ojo asesino
empezó a buscar depresiones en la hierba y cicatrices en el brezo, pero su intelecto de
niño normal y corriente le hizo darse cuenta de que había pasado mucho tiempo. Sin
duda la maleza había vuelto a crecer recolonizando la tierra desnuda. No iba a ver
nada porque no sabía dónde mirar, e incluso así la intuición tendría mucho que ver en
el asunto.
Dejó volar la imaginación, observó por el visor borroso de la cámara la zona de
páramo en la que pensaba que se encontraba una de las tumbas y accionó el
disparador. Le pareció que la operación resultaba demasiado fácil y rápida,
considerando la larga caminata para llegar hasta allí. Se giró un poco y volvió a
apretar el disparador antes de bajar dificultosamente por la ladera del Dunkery
Beacon.
Mientras cruzaba el aparcamiento Steven miró con curiosidad por las ventanillas
de los coches. A veces, la gente dejaba a sus perros dentro aunque hiciera calor. Se
imaginó que encontraba un perro en el interior de un vehículo en un día de canícula,
se veía forzado a romper la ventanilla para salvarlo y se lo llevaba consigo a casa,
convencido de que había salvado al animal de una gente estúpida que no se lo
merecía. Pero no hacía calor, y la mayoría de la gente que se llevaba al perro a
Exmoor lo hacía justamente para darle un buen paseo, no para dejarlo en el coche.
Steven suspiró al pensar que para tener una oportunidad decente de que su fantasía se
realizara tendría que vivir cerca de un gran supermercado, y no había supermercados
grandes en Shipcott.
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Se volvió para contemplar de nuevo la montaña, afeada y marrón bajo el cielo
plomizo. La incidencia de la luz hacía que desde allí se apreciaran mucho mejor las
colinas. Lo que desde la cima parecía plano, desde el aparcamiento mostraba relieve.
Una foto desde allí sería mucho mejor. De modo que, con los dedos ateridos de frío,
se sacó la cámara del bolsillo, enfocó hacia la ladera ascendente y accionó el
disparador. Luego se dio la vuelta y se marchó a casa.
• • •
Steven se hallaba a la altura de la bifurcación que llevaba hacia Shipcott cuando vio a
los matones de las capuchas caminando hacia él con las cabezas bajas, tratando de
que el viento no les diera en la cara mientras subían la cuesta. Se detuvo y miró
rápidamente a su alrededor en busca de una roca, un arbusto o un árbol donde
esconderse en medio del páramo casi desnudo. Aquello no tenía mucho sentido.
Entonces pensó que podía desaparecer inmediatamente hundiéndose en la alfombra
de brezo que se extendía a ambos lados del camino. Él y Lewis lo hacían de pequeños
para esconderse del perro medio tonto de su amigo, Bunny, cuando todavía estaba
vivo; esperaban a que el cruce de labrador saliera corriendo detrás de un conejo para
esconderse en el brezo. Luego empezaban a silbar, ocultos en la maleza, mirándolo y
riéndose y susurrando hasta que lo oían acercárseles dando tumbos por el páramo.
Entonces se callaban y siempre se asustaban cuando, de repente, aparecía dando
ladridos excitados con la nariz húmeda y la lengua fuera. Pero aquello era el punto de
vista de un perro. Si se escondía tumbado en el brezo, cuando los matones estuvieran
a dos o tres metros de él verían una forma plana y temblorosa oculta bajo las flores,
como un estúpido avestruz con la cabeza en la tierra. Lo siguiente sería la
humillación, la persecución y la paliza.
Durante un momento se quedó parado, esperando a que uno de los muchachos
levantara la vista hacia el camino y lo viera, y decidió que lo mejor era salir
corriendo. «¡La cámara!», pensó; si lo pillaban, se la quitarían o la romperían. Se la
sacó rápidamente del bolsillo, eligió un lugar y la lanzó al brezo. Trató de grabar en
su mente la localización exacta: dos matas de brezo morado claro con una ramita de
aulaga amarilla entre ambas, cerca de una piedra con forma de alubia.
Miró de nuevo hacia los matones y advirtió que uno de ellos levantaba la vista y
lo veía. Había perdido demasiado tiempo tirando la cámara y los chicos matones
estaban muy cerca. Se dio la vuelta y salió corriendo, pero no les costó mucho
atraparlo.
—Lamb —dijo el más alto de los tres.
Él no dijo nada y los matones parecieron momentáneamente desconcertados al no
saber qué hacer con él.
—¿Tienes dinero?
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—No.
La respuesta no importó; unas manos bruscas lo agarraron de la ropa y le sacaron
los bolsillos. La botella de agua se cayó al suelo pedregoso con un ruido de plástico
hueco. Le quitaron treinta y cuatro peniques y la carta de Arnold Avery, que llevaba
doblada en el bolsillo. El más bajo le dio un empujón en el pecho que lo hizo
retroceder varios pasos, a pesar de que él estaba por encima en la pendiente.
—Has dicho que no tenías dinero. —Steven se encogió de hombros y el
muchacho desdobló la carta— «Me agraDaría una foto Bonita.» ¿Esto qué quiere
decir?
—Nada.
El alto miró a Steven, tratando de discernir si la carta le importaba algo o no. Al
final la cogió, la rompió en pedazos y la tiró al suelo. El más pequeño volvió a
empujar a Steven, esta vez en el hombro. Lo estaban hostigando para provocarlo y
que se enfrentara a ellos, así tendrían un motivo para justificar la paliza. Al ver que
no reaccionaba, el mediano lo cogió del anorak e intentó quitárselo; Steven no tuvo
más remedio que resistirse y dobló los hombros hacia adelante para evitarlo.
—Dámelo, subnormal.
Steven tragó saliva; lo último que quería era pedirles que lo dejaran porque si
volvía a casa sin el anorak, a su madre le daría un ataque. Estaba viejo y no era
completamente impermeable, pero a ojos de Lettie estaba lejos de haber agotado su
vida útil. Por nada en el mundo le diría que se lo habían robado, no fuera a ser que se
lo dijera a los padres de los matones, en cuyo caso podía darse por muerto; pero la
idea de tener que decirle que se lo había dejado en el páramo o en el colegio le daba
ganas de llorar. Mientras tanto, el matón mediano seguía tirándole del anorak,
encantado de que se le resistiera.
Steven se mordió el labio para no ponerse a suplicar, desequilibrado por los
insistentes tirones, hasta que al final se tropezó. Inmediatamente el matón vio una
apertura y lo empujó haciéndolo caer de rodillas en las espinosas aulagas. Se apoyó
momentáneamente sobre la muñeca derecha, que se le dobló con su propio peso, y se
volcó sobre el costado. Sintió la punzada de las espinas en el brazo, en un lado de la
cara e incluso a través del jersey y de los vaqueros. Movió la cara bruscamente
tratando de no pincharse mientras los matones se reían de él.
—¡Quítale las zapatillas!
El mediano se le abalanzó y él empezó a lanzarles patadas como un loco mientras
intentaban quitarle los zapatos, el regalo de las últimas Navidades. Si su madre se
había enfadado con él por llevarlas a casa llenas de barro, no quería ni imaginarse
cómo se iba a poner si aparecía sin ellas. Los matones le bloquearon las piernas y él
dobló el pie hacia arriba tratando de que no le quitaran la zapatilla, pero consiguieron
arrancársela.
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Lloraba de pura impotencia. Quería matarlos, agarrarlos por las orejas y
estamparles la rodilla en sus caras sonrientes; quería coger la piedra con forma de
alubia y machacarles la boca hasta romperles los dientes y convertirles las encías en
muñones sanguinolentos. Pero en lugar de eso lanzó un chillido cuando le quitaron
también la zapatilla derecha y se fueron riéndose. Siguió un rato tirado en el suelo,
estremeciéndose del dolor que le producían las espinas por todo el cuerpo, pero
demasiado asustado para seguirlos de cerca.
Al final se levantó y cogió el camino de vuelta con el rabo entre las piernas.
Durante el forcejeo casi le habían quitado un calcetín de su par favorito. Se los había
regalado la abuela por su cumpleaños de hacía dos años y sólo se los ponía en
ocasiones especiales. Los había hecho ella; eran de punto elástico, gris claro y tenían
una ingeniosa forma que ella llamaba «de talón francés» que hacía que mantuvieran
siempre su forma original, como si fueran de cartón. Al principio le estaban grandes y
ahora le estaban pequeños, pero se los seguía poniendo en ocasiones especiales, como
la foto del Dunkery Bacon; aunque ahora también recordaría el día presente por otros
motivos. Se puso a llorar otra vez tratando de encontrar la piedra con forma de alubia
con los ojos empañados. Dio con ella, encontró la cámara y se fue a casa. El regreso
fue lento y doloroso y, además, para cuando llegó al pueblo, ambos calcetines estaban
agujereados.
• • •
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se salía de los límites. Existía un acuerdo tácito por el cual se daba por sentado que
solo los borrachos y los pobres de los barrios bajos les pegaban ahí a sus hijos.
Steven quiso disculparse, de verdad; quiso que su madre lo abrazara como lo
había hecho el otro día; quiso apoyar la cabeza en su hombro y ser otra vez un niño
pequeño y no tener que preocuparse de nada, ni de calcetines, ni de zapatillas, ni de
anoraks, ni de matones, ni de palas, ni de cadáveres, ni de asesinos en serie; quiso
acurrucarse en la cama con un vaso de leche caliente con azúcar y que le cantara una
nana y le acariciara el pelo mientras se dormía… Estaba cansado de su vida.
Pero su madre le había pegado en la cabeza, así que en vez de pedir perdón, le
gritó:
—¡Que te jodan a ti también!
Empujó a su madre, subió corriendo la escalera y cerró la puerta de su cuarto de
un portazo. Lettie salió detrás de él hecha una furia. Steven sabía que se había pasado
y si su madre no hubiera estado tan enfadada, se habría dado cuenta de lo aterrorizado
que estaba su hijo, petrificado junto a la cama, con los ojos como platos y las manos
abiertas delante de él en signo de rendición, temeroso de que su madre estuviera fuera
de control.
—¡Mamá, lo siento! —se disculpo Steven.
Pero era demasiado tarde; su madre volvió a golpearle en la cabeza, y otra vez, y
luego en los brazos, las manos y las orejas y, al final, Steven se echó encogido en la
cama y se cubrió la cabeza con los brazos para protegerse de la lluvia de tortas y de
golpes mal dados de mujer que se le vino encima. Lo único que la calmó fueron los
gritos histéricos de Davey. Lettie cogió a su hijo predilecto en brazos y lo arrulló
suavemente.
—¿Te das cuenta? ¡Mira cómo se ha puesto tu hermano! —gritó con la voz
alterada por la culpa—. Ahora, baja a cenar.
—No quiero cenar.
Su voz sonó apagada bajo la colcha.
—¡Vale! —replicó Lettie con Davey en los brazos—. Pues no bajes.
Steven los oyó salir, bajar las escaleras y a su madre hablarle a Davey con
dulzura. De algún modo comprendió que estaba intentando disculparse por lo que
acababa de hacer, aunque no le estuviera pidiendo perdón a él.
Se sorbió los mocos, se levantó y empezó a tantearse el cuerpo para ver dónde
había golpeado con más acierto el anillo de su madre: la oreja izquierda, la muñeca
izquierda, el omóplato… Se tocó la oreja con el dedo y vio que tenía un poco de
sangre; también le pitaban un poco los oídos y le ardía la mejilla derecha de una torta.
Se tumbó dolorido en la cama, se volvió contra la pared y se hizo un ovillo. Le entró
frío y se abrazó a sí mismo, no tenía fuerzas para moverse, ni siquiera para meterse
en la cama.
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Se despertó sobresaltado con el tacto de algo suave sobre su hombro. Era la
abuela, que lo había tapado con la colcha. Durante un instante, sus miradas se
cruzaron, pero ella giró la cabeza e hizo ademán de marcharse.
—¿Abuela?
Quiso que pasara como en las películas y se diera la vuelta, pero simplemente
salió de la habitación. Aun así, Steven le habló con la voz rota por el llanto, como si
lo estuviera escuchando, como si le importara algo el muchacho.
—Me gustaban mucho los calcetines. Los guardaba para las ocasiones especiales.
Creyó oír que la abuela hacía una pausa arriba de la escalera, pero no estaba
seguro.
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Capítulo 20
Las fotos eran una basura. Las que sacó desde la cima del Dunkery Beacon se veían
borrosas debido al viento y la que sacó desde el aparcamiento estaba medio tapada
por un coche. Sin embargo, ya que se había gastado hasta el último centavo de la
paga en revelar las fotos y que al menos la del coche estaba enfocada, decidió
mandársela a Arnold Avery.
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Capítulo 21
Al agente Ryan Finlay le gustaba confiscar las fotos que les enviaban a los presos y la
de Steven no fue una excepción, aunque por lo general eran tomas obscenas y
desenfocadas de las parejas de los presos, tumbadas en la cama con piezas
desemparejadas de lencería barata. Algunas veces la foto incluía un pequeño detalle
doméstico que neutralizaba el despertar de cualquier posible fantasía erótica: un gato
atigrado, un niño mugriento asomando entre los barrotes de la cama, cubos de alitas
de pollo del Kentucky Fried Chicken en el suelo del dormitorio…
Algunas veces las fotos llegaban a manos de los presos y otras no. En ese sentido,
Finlay era como Dios: él hacía y deshacía. Un desnudo integral implicaba
confiscación inmediata, lo mismo que cualquier postura lasciva o simulación de la
misma. Supuestamente las fotos se destruían y, en caso de que la mujer del preso
fuera un callo, así se hacía, pero nunca antes de pasar una despectiva ronda de
opiniones en la cantina del personal.
En caso de que se le confiscara un adjunto, el preso afectado simplemente obtenía
un sello en la carta que decía: «Contenidos confiscados». Sean Ellis nunca había
recibido una carta sin anotar. Su mujer estaba tan buena y era tan desinhibida que las
fotos que le enviaba cada semana a su marido formaban el grueso de la colección
personal de Finlay. Era probable que el atracador de bancos, condenado por haber
matado a dos cajeros de sendos balazos en la cara en una pequeña sucursal del
Barclays de Gloucestershire, ya se hubiera olvidado del cuerpazo de su mujer,
acostumbrado a la recatada gabardina beis que siempre llevaba cuando iba a visitarlo.
Ellis nunca había reclamado, lo cual lo convertía en blanco de las risas de Finlay y los
demás guardas. El pobre idiota se debía de pensar que su mujer le mandaba fotos del
perro.
• • •
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Andy Ralph, cuyo tono de piel no distaba mucho del del preso, tiró la foto y selló
la carta sin hacer comentarios.
Había correo para Sean Ellis pero esta vez la foto de su mujer era relativamente
insulsa. Se la veía con un rostro inexpresivo y lucía sus pechos perfectos bajo un top
azul claro que se levantaba con una mano.
—Madre de Dios, mira qué tetas. —Ralph sonrió con lujuria—. Le echaría un par
de polvos…
Finlay suspiró; hacía tiempo que no echaba un buen polvo… Habría necesitado
una caja de cartón para meter las tetas caídas y arrugadas de su mujer, Rose. En fin…
La foto no era particularmente lasciva y si hubiera sido de la pareja de cualquier otro
Finlay la habría autorizado sin problema, pero no podía dejar que Ellis la viera; corría
el riesgo de que sospechara que las otras fotos que nunca había recibido eran del
mismo estilo y liara una buena. Así que selló la carta y se metió a la señora Ellis en el
bolsillo.
Trabajaron durante unos minutos en silencio, esforzándose en descifrar letras
ilegibles, clasificando fotos y pequeños regalos como un pack de seis maquinillas de
afeitar, una caja de condones Trojan o un origami para principiantes. Ralph le echó
un breve vistazo a la foto de una pelirroja de mirada cansada con una caja de pizza en
la mano y leyó la carta que la acompañaba:
—«… Por las noches sueno que me foyas por el culo…» —Dio un suspiro y
añadió—: Ha escrito mal «sueño» y «follas».
Corrigió las faltas de ortografía con el rotulador negro de censurar y puso la carta
en el montón de las autorizadas. Cogió el sobre siguiente, dirigido a Arnold Avery, y
lo abrió; no había carta y la composición de la fotografía que contenía era tan mala
que apenas le dedicó una rápida ojeada. El caso no requería la autorización de su
superior: él era perfectamente capaz de discernir entre la lascivia, la incitación y el
fetichismo; no necesitaba que nadie le dijera que una foto de un coche aparcado en la
ladera de una montaña no cumplía ninguna de las citadas características, y menos aún
ese racista irlandés de mierda de Ryan Finlay.
• • •
Cuando Arnold Avery vio la foto, casi se desmaya; la imagen contenía tanta carga
erótica que pensó que iba a darle un colapso. Se excitó de tal manera que le vinieron
ganas de gritar que no era de noche, que no estaba oscuro, aunque su celda seguía
sumida en tinieblas debido al tablón de madera que tapaba su ventana. Leaver le
había robado las vistas del páramo, pero él tenía entre manos una imagen que
resultaba aún más deleitante.
Sus ojos de asesino dieron inmediatamente con el lugar donde yacía Yasmin
Gregory, o, al menos, donde yació durante un tiempo hasta que los equipos de
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forenses empezaran a desvelar sus oscuros secretos. Tras su arresto no se le permitió
volver al páramo ni siquiera para indicar dónde estaban los cadáveres; sabían
perfectamente que aquello era como ofrecerle una última oportunidad de sentir la
tierra hollada, una última visión de las tumbas de los niños. Se lo negaron incluso
cuando se habló de suspender la búsqueda de más víctimas. Pero ni antes pudieron ni
ahora podrían robarle los recuerdos, bálsamo estimulante de sus noches.
Después de matar a Yasmin Gregory, él mismo había aparcado la furgoneta muy
cerca del coche que aparecía en la foto de SL y cargado el cuerpecito de la niña por el
estrecho sendero que conducía a la cima de la redondeada colina. La recordaba
debajo de él, aún caliente y debatiéndose. Tuvo un estremecimiento de excitación.
¡Ahora no! Era un recuerdo demasiado bueno e intenso para desperdiciarlo a la luz
del día. Tenía que dejar de mirar la foto, tenía que distraerse con algo hasta que
apagaran las luces.
Metió la foto debajo de la almohada y abrió el libro que estaba leyendo, The
Black Echo[8], una buena novela que lo entretenía bastante hasta que recibió la foto
de SL; de golpe, el libro perdió todo su interés. Durante el transcurso de la hora
siguiente Avery tuvo que dejar la novela varias veces y meter la mano debajo de la
almohada para tocar la foto. La hora de comer le dio un respiro, a pesar de que no
pudo dejar de mover la pierna impulsivamente. La tarde se eternizó de manera
insoportable y solo el momento de la cena le concedió otra breve tregua. Las luces se
apagaban a las diez y media, pero a las ocho y media Avery sacó la foto y se puso a
examinarla otra vez, reservándose los recuerdos para cuando estuviera solo en la
oscuridad.
Suponía que SL había usado una cámara barata porque todo estaba enfocado; con
una cámara mejor, cualquier persona la mitad de competente que su correspondiente
hubiera sido capaz de ajustar la distancia focal para quitarle importancia al primer
plano y destacar el Dunkery Bacon. A pesar del detalle, su mirada se sentía
inexorablemente atraída por la parcela de tierra donde enterró a Yasmin Gregory,
entre dos montículos que se hallaban a unas tres cuartas partes del camino que
conducía a la cima. Los recuerdos y la emoción se apoderaron de él.
Enterró a Yasmin en un día soleado, nada que ver con el cielo encapotado de la
foto. Brillaba el sol y había muchos paseantes, así que tuvo que esperar hasta el
anochecer para quedarse solo en el aparcamiento de gravilla, sacar a la niña muerta
de la furgoneta agarrándola de la bota y llevarla hasta el lugar de su reposo final.
Un sabor amargo le estropeó el recuerdo al pensar que la habían sacado de la
tumba que había cavado para ella y la habían enterrado en otro lugar; un lugar que él
no había elegido y que desconocía. Estaba seguro de que la localización de su nuevo
sepulcro había salido en los periódicos, pero él no tenía acceso a ellos. Lo único que
le quedaba de Yasmin Gregory eran sus recuerdos y la fotografía…
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Si SL no le hubiera tapado la vista con el puñetero coche, también saldría en la
foto la tumba de John Elliot. No importaba demasiado; el niño no se contaba entre
sus preferidos porque se le había meado encima. Sintió una punzada de asco al
recordarlo con los ojos medio cerrados y arrasados en lágrimas y la nariz taponada de
la que brotaban pompas de moco porque ya no podía respirar por la boca. Aquello
habría sido suficiente si, justo antes de matarlo, el niño, aterrorizado, no le hubiera
empapado de orina los pantalones. Se lo hizo pagar a John Elliot, pero él tuvo que
tirar los pantalones y los zapatos, unos Hush Puppies bastante caros; no soportaba la
idea de que estuvieran manchados de fluidos del niño. Incluso ahora se le ponían los
pelos de punta solo de pensarlo.
Avery borró aquello de su mente porque le estaba estropeando el momento.
Volvió a la foto. Sí, en efecto el coche estaba en medio, una pena. Otro motivo por el
que dedujo que SL no era fotógrafo…, qué lástima de encuadre. Por primera vez
desde que recibió la foto centró la mirada en el coche, como si fuera capaz de ver el
páramo que había del otro lado. Lo único que se veía era el parachoques delantero, el
espejo retrovisor y parte de la puerta de un coche azul oscuro de modelo indefinido
que le tapaba la vista, lo cual lo irritaba profundamente. Sentirse engañado formaba
parte de su naturaleza y así fue justamente cómo se sintió. La visión del coche estaba
despertando en él una ira que la tumba de Yasmin Gregory no calmaba por completo.
De repente, con los ojos muy abiertos, se acercó la foto a la cara hasta casi tocarla
con la nariz. Se le escapó un grito agudo y acto seguido contuvo la respiración. Si no
se hubiera obsesionado con el coche probablemente no lo habría visto nunca. Se
estremeció al pensar en lo que se habría perdido… Las cosas acababan de tomar un
rumbo completamente inesperado. En el espejo retrovisor se veía, claro y diminuto, el
reflejo del fotógrafo. Las sensaciones que le había provocado la visión del Dunkery
Bacon se esfumaron en un instante, suplantadas por una marea incontrolable de
excitación que le inyectó un flujo brutal de sangre en la ingle y le llenó la boca de
saliva.
• • •
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niño que le había demostrado sus posibilidades, que le había otorgado poder y que,
mediante la ingeniosa introducción de su imagen en la aparentemente inocente foto
del Dunkery Bacon, le había enviado a Arnold Avery una clarísima invitación…
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Capítulo 22
Un día, el tío Jude volvió a casa y, de repente, de cuatro pasaron a ser cinco. Steven
estaba en su habitación devanándose los sesos con las místicas variaciones de la
ecuación 3x-5y cuando oyó un crujido en el pasillo.
—Qué, ¿cómo va el huerto? —gritó el tío Jude con su vozarrón.
Steven giró la cabeza sorprendido y rápidamente intentó disimular su alegría. Era
un poco de pringado mostrarse demasiado contento por ver a alguien.
—Los tomates no valen nada pero las patatas van bien.
—Mira tú el irlandés… ¡Cualquier infeliz puede plantar patatas! —sonrió el tío
Jude.
—¡Tú eres el irlandés!
—Eso parece.
Se paseó por la habitación toqueteando las cosas de Davey con la sonrisa clavada
en la cara. Al ver que el tío Jude no intentaba ocultar que se alegraba de verlo, se
avergonzó de haber disimulado. Saltó de la cama y abrazó al hombretón por la
cintura. El tío le acarició la espalda y le empezó a dar palmaditas.
Una súbita necesidad de contárselo todo se apoderó de Steven. Quería dejar las
decisiones en manos del tío Jude; que fuera a visitar a Arnold Avery a la cárcel para
pegarle y sacarle la información; incluso que encontrara él el cuerpo de Billy y se
llevara toda la gloria. A él le daba lo mismo, solo quería que todo se acabara. Abrió la
boca para hablar pero el tío se le adelantó.
—He visto que el carrito de la abuela sigue en pie. —Steven asintió con la
cabeza, inseguro de su propia voz—. Se la ve por ahí con el cacharro más contenta
que unas pascuas.
El muchacho vaciló antes de asentir otra vez, no quería desperdiciar el tema de
conversación. Sabía que el tío Jude no se lo decía por ser amable; a la abuela le
encantaba de verdad y se lo llevaba consigo hasta cuando no iba de compras. Le
dolían las caderas y el mejorado carrito le servía de apoyo en su extraño y
balanceante caminar.
—¡Qué alto estás!
—Sí, todos los pantalones se me han quedado cortos.
—He oído que los pesqueros son el último grito.
Steven resopló y se separaron del abrazo.
—¿Dónde estabas?
Intentó que la pregunta no sonara a acusación.
—Por ahí.
—¿Y por qué no viniste a vernos?
Otra vez Steven se podría haber callado; el tío Jude no era su padre. ¿Por qué
• • •
Durante la cena estaba muy seria y no paraba de mirar con desaprobación las uñas
sucias del tío Jude. Lettie se había soltado la coleta y chispeaba como una niña, y
Davey no dejaba de parlotear, bombardeando al tío con preguntas, opiniones y
afirmaciones parciales que los hacían sonreír:
«¡Voy a plantar un árbol de salchichas, tío Jude!» «¿Por qué no tengo barba?»
«Tío Jude, ¿sabes que las serpientes son las madres de las lombrices?»
Steven suspiró discretamente; no le extrañaba que Davey fuera el favorito, era
muy divertido.
El hecho de estar en silencio le permitió reunir información suficiente para
deducir que su madre se había topado con el tío Jude en la tienda del señor Jacoby y
lo había invitado a tomar un té, aunque había una burlona polémica acerca de si lo
había invitado ella o se había invitado él. No importaba: el tío Jude había vuelto y
estaba con ellos sentado a la mesa de la cocina, y él se sentía insólitamente optimista
porque veía que conseguía suavizar un poco el carácter de la abuela, bromeaba con
Lettie y mimaba a Davey.
Steven se disculpó nada más acabarse las alubias con salsa de tomate, se puso las
zapatillas nuevas del mercadillo y salió corriendo a recoger la pala al lugar donde la
había escondido la última vez. Ahí seguía y no le había pasado nada. Volvió a casa
trotando y entró por el jardín. La pala había vuelto, lo mismo que el tío Jude.
En vez de entrar en casa se quedó mirando el huerto, valorando dónde debían ir
los tomates y dónde las lechugas. Podía sembrar estas últimas en macetas y ponerlas
en altura para disuadir a las babosas. Seguramente, las patatas ocuparían la mayor
parte del espacio, pero quería dejar un rincón para plantar unas fresas que iban a
hacer que su madre se sintiera como los ricachones de Wimbledon. El señor Randall
había plantado melones el año anterior y les había dado uno a ellos, y aunque la fruta
parecía corcho de tan seca como estaba, Steven se quedó impresionado de que algo
tan exótico pudiera crecer en el pobre suelo inglés. Quizá podría plantar unos
¿Buenas noticias para quién? Para ella no, seguro. ¿Para él?, seguramente tampoco.
Tal vez la carta era de aquella chica, que estaba preñada y quería tener el bebé… Solo
una estúpida putilla que buscaba una vivienda de protección oficial podía considerar
que aquello eran buenas noticias. Lettie casi se pone a chillar ante la injusticia de
todo aquello, ¡justo cuando parecía que las cosas se empezaban a arreglar! ¿Por qué
no podía irles bien? Casi llama a gritos a Steven, pero la idea de tener una bronca con
él sobre semejante asunto, recién levantado, despeinado, adormilado y en pijama de
niño pequeño era más de lo que podía soportar. Después de rumiarlo durante un par
de minutos, encendió la cocina de gas y quemó la carta, ignorando por completo las
señales de desaprobación de la abuela.
• • •
La caja de baratijas de Arnold Avery estaba llena hasta arriba. En un par de semanas
la había llenado de cuidadosas observaciones sobre sucesos sin importancia, taimados
atajos, normativas incumplidas y la defectuosa fabricación de todos los muros que lo
rodeaban. Tenía tantas posibilidades que se le complicaba elegir.
Las llaves eran la opción más atractiva. Si se las robaba a Ryan Finlay y
conseguía hundirlas en la asquerosa pastilla de jabón, tendría un molde que podría
llenar con sellador para madera como el que usaban para reparar muescas y astillados
en los muebles antiguos; tenían en el taller. Luego una capa de barniz para cubrirla y
fortalecerla y tendría los medios para salir de su celda, de su bloque y de donde le
diera la gana. Había limitado su necesidad a dos llaves: una para abrir las dobles
puertas que daban al bloque y la otra para abrir una de las cuatro puertas de la
alambrada que rodeaba el perímetro interior del muro de la cárcel. Dos llaves debían
bastar, una de un lado de la pastilla y la otra del otro. Avery se pasó horas practicando
• • •
Ryan Finlay nunca había tenido la ocasión de tener una conversación cara a cara con
el doctor Leaver. Cuando hablaban de las penas de los presos, Finlay y sus
compañeros consideraban que tenían demasiados privilegios, una opinión un tanto
frívola y poco reflexionada, y pensaban que lo que Leaver hacía encajaba
perfectamente en la misma categoría, junto con los derechos de televisión y las
opciones vegetarianas en las comidas.
Por eso, cuando una tarde Finlay pasó por delante de la puerta de la consulta del
doctor, que estaba mirando a Avery alejarse por el pasillo de camino hacia su celda, le
preguntó, sin la mínima pretensión de ocultar el sarcasmo:
—¿Otro que se cura, doctor?
Leaver volvió los ojos rápidamente hacia Finlay y luego siguió mirando a Avery,
cada vez más invisible tras las figuras de los dos guardas que lo acompañaban, Andy
Ralph y Martin Strong, que habían recibido el encargo de evitar que alguien lo matara
durante el corto recorrido hasta la Unidad de Presos Vulnerables.
—El tratamiento es su derecho —dijo el médico con fría formalidad.
Finlay soltó un bufido pero Leaver ni siquiera lo miró, lo cual irritó enormemente
al carcelero, acostumbrado a que lo escucharan y lo obedecieran.
—Los niños que mató también tenían derechos, ¿no cree?
Ralph y Strong habían llegado a la puerta con barrotes al fondo del bloque. Strong
la abrió mientras Ralph se miraba distraído las uñas. Avery se quedó a un lado; se lo
veía pequeño e inofensivo al lado de los dos guardas fornidos.
—Aquellos niños no eran mis pacientes —respondió finalmente Leaver.
¡Puto blandengue! Además, el tipo ni siquiera lo había mirado a la cara al
hablarle. Finlay tuvo ganas de darle un empujón en el pecho huesudo y hundido, de
• • •
• • •
Avery no tenía ni idea de que era el Día del Padre hasta que un excitado rumor de que
había arenques ahumados fue acercándosele de preso en preso por la cola del
desayuno. Cuando la noticia llegó al hombre que tenía justo delante, este se giró, vio
a quién tenía detrás e inmediatamente le dio la espalda. De este modo la cadena de
información se rompió en ese punto y todos los hombres que había detrás de Avery se
quedaron sin saber por anticipado que los esperaba un manjar excepcional.
—¿Qué pasa? —preguntó Ellis sin mayor interés.
—¡Utiliza tu nariz, Ellis! —Ryan Finlay se rio con su propia broma; tuvo que
hacerlo porque nadie más lo hacía.
—Arenques ahumados.
—¿Qué?
—Que hay arenques ahumados de desayuno.
—¿Y eso?
—Porque hoy es el Día del Padre.
Ellis ya se había servido gachas al principio del mostrador. Avery se lo quedó
mirando mientras el atracador observaba a Finlay paseando a lo largo de la cola.
Como de costumbre, el guarda estaba jugueteando con las llaves, dándoles vueltas
alrededor de su índice grasiento como si fuera un condenado pistolero. Luego se
volvió y empezó a caminar hacia ellos. La mirada de Avery saltaba con gran interés
de Finlay a Ellis, que se dedicaba a mirar fríamente al guarda a los ojos cada vez que
se les cruzaba la mirada.
Ellis resultó ser una pérdida de tiempo en lo relativo a las llaves y ahora también
le estaba fallando la pastilla de jabón, convertida en una masa espumosa y semisólida.
Avery se planteaba seriamente dar por fracasado el plan del molde de jabón.
Desde que empezó todo el drama por la furcia de su mujer, Ellis no había hecho
otra cosa que darle vueltas a lo mismo una y otra vez. Avery trató de hacer lo posible
por alegrarlo un poco, pero estaba sumido en un círculo vicioso y no pensaba más
que en Ryan Finlay. ¿Había cogido él las fotos? ¿Se las había quedado? ¿Se las iba a
• • •
Tres días después de que aparecieran los brotes de zanahoria, Steven llegó a casa del
colegio y no vio a la abuela por la ventana. Inmediatamente se asustó, pero trató de
no entrar en casa en tromba gritando su nombre.
—¿Abuela? —la llamó desde el pie de escalera.
Sin respuesta. Subió la mitad de los escalones y vio que la puerta del cuarto de
baño estaba abierta, ahí no estaba. No había nadie en casa. Cruzó corriendo la cocina
y al momento se quedó petrificado: la abuela estaba en el huerto mirando los brotes y
dando golpecitos en la tierra con el bastón. No de mala manera, sino como cuando iba
• • •
Aquel recuerdo acompañó a Steven durante medio camino de vuelta a casa, hasta que
de repente se quedó parado. Los emparrados de las alubias se habían caído. Corrió
hasta el jardín tratando de no dejarse llevar por la desazón que le acababa de entrar.
Los emparrados no se habían caído; los habían arrancado y estaban tirados por el
suelo del huerto, o de lo que quedaba del huerto.
Algo grande y pesado había pisoteado y removido la tierra blanda y había
desarraigado los diminutos brotes, que ahora yacían desperdigados por el suelo como
cadáveres en el campo de batalla cuyo uniforme verde no lograba cubrir las finas
raíces que nunca debieron exponerse al exterior. Steven deseó que hubiera sido un
zorro o una vaca; incluso se dio una vuelta alrededor del jardín a ver si se topaba con
una vaca fugitiva. Algo así sería feo, pero no tanto como que lo hubiera hecho una
persona; una o varias.
Los matones de las capuchas… Se los imaginó, pisoteando el huerto y aplastando
los brotes entre risas estúpidas y con las caras medio tapadas. Pero aunque intentó
convencerse de que habían sido ellos, sabía que a los matones el huerto no les
importaba y no lo conocían lo suficiente como para saber que a él sí. En el fondo, con
gran dolor de su corazón, sabía que había sido Lewis.
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La primera media hora que Arnold Avery pasó en libertad después de dieciocho años
fueron los peores treinta minutos de su vida. Cuando se recuperó de la caída de cuatro
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Anduvo durante tres horas antes de atisbar el pueblo y, para cuando llegó, estaba
tiritando. El sol que había bendecido su libertad era ahora un disco pálido en el cielo
nublado. No era realmente un pueblo y nunca llegó a saber cómo se llamaba porque
no llegó por la carretera. Lo bordeó por el exterior y desde lo alto del páramo veía el
conjunto, que no tendría más de veinte casas. Buscó la tienda, bajó la cuesta y se
dirigió hacia ella pasando entre las casas.
Era un local diminuto que solo ocupaba lo que era el salón de una casa pequeña
de dos pisos, con dos estancias arriba y dos abajo, paredes protuberantes y ventanas
con cristal líquido. Una portada del Western Morning News le hizo sentirse como si
hubiera viajado en el tiempo; el titular decía «Charles y Camila visitan Plymouth».
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Una vez se hubo alejado del pueblo lo suficiente, se sentó en un prado segado por las
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Vio a Lewis al final del día empujando a otros niños para abrirse camino a la salida
del colegio. No paraba de mirar a su alrededor, como si alguien lo estuviera
persiguiendo. Steven se escondió detrás de los cubos de basura del comedor y se puso
a mirarse las zapatillas nuevas, ya medio rotas por la combinación de una fabricación
de mala calidad y el uso de un niño hiperactivo. Sabía que Lewis quería asegurarse de
que no se iban a encontrar de camino a casa. Steven seguía sin saber qué decirle y por
eso mismo decidió darle algo de ventaja; luego, volvió a casa tan despacio que por
primera vez en muchos días Lettie se enfadó con él.
—Llegas tarde.
—Es que he estado ayudando al señor Edwards a mover las cosas del gimnasio y,
como la puerta estaba cerrada, tuve que ir a su despacho a por la llave.
Se había inventado la mentira durante el interminable camino de vuelta a casa y
convenció a Lettie a la primera. La abuela, sin embargo, lo miró con dureza y sintió
que se le calentaban las orejas. De repente, el tío Jude bajó silbando There is a green
hill far away, la canción preferida de la abuela, y la merienda siguió su curso sin
incidentes hasta que el tío le preguntó:
—¿Has visto el huerto? —Steven asintió con gesto neutro y sin mirarlo—. ¿Sabes
lo que ha pasado?
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Arnold Avery sintió un dolor agudo en el brazo izquierdo, un sudor frío le recorrió la
espalda y, de repente, todo se volvió blanco.
Lo primero que pensó es que un pájaro lo había atacado; un pájaro muy grande.
Lo único que recordaba eran sus intentos de agarrarse al aire fresco de Devonshire
mientras se caía de espaldas desde la roca a la que estaba encaramado. Volvió la
cabeza dolorosamente hacia un lado y la hierba afilada le pinchó la cara. A poca
distancia de él, en el suelo, había un círculo completamente blanco con dos puntos
rojos; le llevó unos segundos caer en la cuenta de que era una tarta de cerezas Mr
Kipling que se había salido de la bolsa de plástico. Un punto rojo en el blanco
glaseado era mermelada; el otro, era sangre.
Se sentó y gimió al levantarse la manga izquierda de la camisa manchada de rojo.
Hizo una mueca al mover el brazo; le dolía, pero no estaba roto. Miró a su alrededor
y no vio nada ni a nadie, aunque estaba claro que a él sí lo podían ver. Se había caído
en una hondonada junto a la formación granítica y no tenía ni idea de cuánto tiempo
llevaba inconsciente ni de qué le había pasado. La teoría del pájaro era una gilipollez,
lo sabía, pero no tenía otra. A su alrededor solo había kilómetros y kilómetros de
páramo, teñido de gris por las nubes oscuras que ahora se cernían sobre él.
Sacó el brazo de la manga y usó el faldón de la camisa para limpiar un poco la
sangre; entonces vio la herida sanguinolenta que tenía en la parte superior del bíceps,
como si alguien le hubiera arañado muy fuerte con un dedo y le hubiese arrancado
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Steven bajó las escaleras con los hombros caídos, las piernas pesadas y los pies fríos,
a pesar de que era verano. A mitad de camino, vio un rectángulo morado en el
felpudo: una postal con la imagen de un brezal en flor. Al darle la vuelta, le dio un
Steven no podía comer, cosa que nunca se le había ocurrido que fuera posible. No era
porque no tuviera hambre, sino porque tenía la cabeza tan llena de pensamientos que
estos desbordaban su cauce, se le metían en la boca, le bajaban por la garganta y le
llenaban el pecho y el estómago como una corriente embravecida de esperanza y
miedo que no dejaba cabida para la comida.
Lo primero que pensó al ver las indicaciones de Avery fue lo rápido que se había
olvidado de su búsqueda. La vuelta del tío Jude, el huerto, Lewis, el Mars… Todo
aquello había expulsado al tío Billy de su vida cotidiana y lo había relegado a un
rincón oscuro de su mente. Pero la postal lo trajo de vuelta junto con una oleada de
culpa e ilusión renovada. En un instante Steven estaba recargado, revigorizado,
concentrado.
No recordaba haberse duchado, vestido ni lavado los dientes pero debía de
haberlo hecho porque llegó al desayuno sin haber abierto los ojos. Davey estaba
abatido; su madre preparaba bocadillos con brusquedad y la cara muy seria y,
sorprendentemente, la abuela no decía nada sobre el asunto del amor frustrado de su
hija. Steven solo percibía aquel panorama de un modo un tanto confuso y periférico.
«¡Sé dónde está enterrado Billy!», pensó, y creyó que lo había gritado porque la
abuela lo estaba mirando fijamente.
—Pásale la mantequilla a tu hermano.
Al pasarle la mantequilla, se le ocurrió que cualquier persona podía encontrar al
tío Billy antes que él. Ahora, con las indicaciones de Avery, se le antojaba obvio que
estuviera enterrado en Blacklands, tan cerca de su casa que casi podía verlo desde la
ventana de la habitación. Hasta Lewis lo había averiguado… «La próxima vez que
venga a ayudarte, me iré a cavar a Blacklands…».
¿Qué le impedía a otra persona averiguar lo que él ya sabía? Alguien que no
tuviera que ir al colegio; alguien más rápido que él; alguien que lo iba a dejar para
siempre atrapado entre su madre y su abuela en aquella habitación azul y oscura cuya
alfombra aún apestaba a su propia orina. Sintió un frío repentino y una presión en la
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Lewis estaba cada vez más cerca de Arnold Avery, a punto de coger la comida que le
ofrecía el asesino. Steven contuvo la respiración; quería gritar para poner en guardia a
Lewis, pero la voz se le quedó trabada en la garganta. No pasó nada; simplemente
Lewis cogió la comida y Steven suspiró aliviado. Pero ahora Avery lo miraba a él con
otro sándwich en la mano; había llegado el momento de decidir: o aceptaba la oferta
o tiraba la pala y salía corriendo por el páramo hasta llegar a casa.
La situación era similar a la de Barnstaple. Si Lewis no hubiera estado con él, no
le habría resultado difícil sorprender a Avery y dejarlo atrás a la carrera. El asesino
estaba sentado a quince metros de distancia y antes de que le diera tiempo a
levantarse y empezar a correr, Steven ya le habría sacado treinta metros de ventaja.
Era rápido y sabía que el miedo le daba alas. Pero ¿qué hacer con Lewis? Se estaba
comiendo el sándwich. Si de repente le gritaba y salía corriendo, se quedaría perplejo
y no lo seguiría, y, aunque lo hiciera, no sabría que estaba corriendo por su vida. El
hecho mismo de que se escaparan le estaría diciendo a Avery que lo había reconocido
y, si bien no lo atrapaba a él, seguro que atrapaba a Lewis. No podía dejar a su amigo
en manos de un asesino en serie.
Steven se fustigó con culpa por su tremenda estupidez; le había tendido una
trampa a Avery y él mismo había caído en ella. No, escaparse no era una opción, así
que forzó a sus piernas a moverse, levantó con esfuerzo una mano y farfulló
penosamente «Gracias» mientras cogía el bocadillo que le ofrecía el hombre que
sabía que estaba planeando matarlo.
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Davey estaba rodeado de piernas, lo cual no era ninguna novedad. Cuando se tienen
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La lenta ascensión de la niebla por el páramo era casi imperceptible. Steven la veía
arrastrarse perezosa hacia ellos, cada vez más cerca, a una distancia de apenas quince
o veinte metros. Para las diez, se habría disipado y el sol veraniego estaría brillando
en todo su esplendor.
Avery había extendido otra bolsa de plástico en el suelo para que se sentara y
ahora Steven estaba tan cerca de él que sus caderas y sus hombros se tocaban y podía
sentir el calor que emanaba del hombre a través de sus vaqueros y de la camisa
ensangrentada. Quería alejarse de él pero no lo hizo, se quedó mirando el trozo de
sándwich que le quedaba en la mano; sabía que si no empezaba a hablar rápido,
perdería su oportunidad.
—¿Vive por aquí?
—No, ¿y tú?
—Sí, ahí abajo, en Shipcott —dijo, y señaló vagamente la niebla con la mano
abierta.
Avery asintió levemente sin mostrar mayor interés y miró a Steven.
—He oído que por aquí hay cadáveres… —Un escalofrío le recorrió la columna
vertebral, el corazón se le desbocó y empezó a notar picores por todo el cuerpo.
Avery le sonrió—. ¿Estás bien?
—Sí —dijo Steven—. Cadáveres… que mal rollo.
Se concentró en un trozo de tomate que sobresalía del pan y, tomándose su
tiempo, se lo metió en la boca, se chupó los dedos y masticó la masa pastosa tratando
de no saborearla. Intentó calmarse un poco. Era lo que quería, lo que llevaba
esperando tanto tiempo, y ni siquiera había tenido que preguntar nada. Estaba ansioso
y aterrado por igual.
—Pues sí… —dijo Avery—. Parece ser que un pirado mató a varios niños y los
enterró por aquí.
—¡Ah, sí! Algo he oído. —El corazón le latía tan fuerte que tuvo miedo de que
Avery lo oyera.
—Los estranguló… —Steven asintió con la cabeza y trató de mantener la calma
—, y también los violó.
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Cuando la abuela terminó los calcetines, Steven ya estaba bastante mejor y había
trasladado al sofá la mayor parte de sus actividades. Aun así, no le dejó ayudarla ni
con la tabla de planchar. La montó junto a la ventana donde se pasaba los días y puso
una bolsa de papel arrugada encima de los calcetines para que la lana brillara.
Steven vio a los matones de las capuchas del otro lado de la calle. Llevaban las
manos en los bolsillos, los hombros caídos y las caras medio tapadas, a pesar de que
marginalidad. <<
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