Así Nació Nicolodo

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Así nació Nicolodo

Papitodo era principalmente un odo, así que usaba flequillo y zapatos


redondos. Y era amable con todos. Por ejemplo, jamás pasaba al lado
de una hormiga sin decirle buenos días, y a los gusanos, que son un
poco lentos, los dejaba pasar primero.
Como bien se sabe, los odos suelen vivir en las latitas de azafrán,
pero Papitodo alquilaba un cuarto en la Lata de Arvejas del odo
Pancho, porque en ese tiempo escaseaban mucho las latas.
Papitodo era pintor. Pintaba los faroles de la plaza, las chimeneas de
los caracoles, los pasillos de las casas de las hormigas, y, si lo
dejaban, era capaz de pintar los pastitos uno por uno. Porque
Papitodo era un pintor de alma y le encantaba pintar, de colorado y
de rosa, a rayas y a cuadritos, del revés y del derecho, con brocha y
con pincel. Así que se iba a trabajar muy contento todas las
mañanas.
Sin embargo, un día viernes se asomó afuera, vio que el cielo estaba
gris, se puso a llorar hojitas y dijo:
- Los viernes siempre llueve.- (Aunque no era cierto, pero Papitodo
estaba muy tristón y le daba por pensar cosas tristonas.)
Se tomó dos o tres mates, mordisqueó un pastito, se puso su
mameluco, se agarró un tarrito de pintura y pensó con un suspiro:
“Estoy muy solo: Hoy pintaría todos los pastitos de negro”. (Por
suerte no se conseguía negro por esa zona, así que los pastitos
pudieron seguir siendo verdes).
Y se fue caminando hacia la parada del ciempiés, tan distraído que
casi se lleva por delante un cartel amarillo que decía: “Lentejas.
Botones chicos. Caramelos. También hay paraguas”.
- Eso, eso, paraguas- se dijo Papitodo- Hoy seguro que llueve.
Y sin pensarlo dos veces golpeó la latita del cartel.
- ¿Tiene paraguas?- preguntó en cuanto vio que alguien levantaba la
tapita.
- Tengo lentejas, botones chicos y caramelos. Y también un paraguas
colorado. Si quiere se lo puedo prestar- dijo Mamitoda, que estaba
muy linda con su flequillo recién peinado.
- Papitodo la miró, la miró, la miró, se puso colorado y enseguida se
enamoró. Y como ya se había olvidado del paraguas se llevó dos
lentejas, un botón de cuatro agujeros, medio caramelo; todo lo que
podía cargar. Y dijo hasta mañana.
Mamitoda se miró los pies porque era un poco tímida y se pasó la
mano por la cabeza para ver si estaba bien peinada.
Papitodo estaba contentísimo, tan contento que casi se equivoca de
ciempiés y se toma el que iba al Terreno de Enfrente. Mientras
pintaba los faroles de la Plaza Grande cantaba:
Los viernes siempre hay sol,
siempre hay sol,
siempre hay sol,
sieeeeeeeeempre hay soooooooolll...
(Aunque no era cierto).
Al día siguiente se lustró los zapatos, se puso el chaleco a rayas y se
fue a la latita de Mamitoda. Golpeó dos veces y, en cuanto oyó que
levantaban la tapita, dijo rápido para no sentir vergüenza:
- Casáte conmigo... Andá, dale, casáte.
Mamitoda se había vestido de azul y dijo que sí, que se casaban
porque ella también estaba enamorada.
Ese día se fueron a tomar un pastito helado a la Plaza, y el miércoles,
bien temprano hicieron las valijas y se mudaron al Terreno de
Enfrente, porque les habían dicho que allí era más fácil encontrar
latitas de azafrán vacías.
Papitodo pintaba los faroles y chimeneas y Mamitoda vendía
lentejas, botones chicos y caramelos. Los domingos, de tarde, iban al
charco a pasear en sapo.
Un día, como otros días, Mamitoda dijo tocándose la panza:
- Me parece que va a nacer Nicolodo.
- A mí también me parece. dijo Papitodo después de mirarla un rato.
Y así nació Nicolodo. Y después nacieron sus hermanitos.

Graciela Montes

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