La Crítica Del Personalismo en Danilo Castellano
La Crítica Del Personalismo en Danilo Castellano
La Crítica Del Personalismo en Danilo Castellano
1. Introducción
La palabra «persona» es probablemente una de las que han acumulado en torno a sí mayor
número de valoraciones afectivas y, también, una de las que han ejercido una influencia más
decisiva en la configuración mental del catolicismo eclesial. La mención de la persona humana,
de su libertad, de sus derechos, de su dignidad, en cualquier discurso o sermón, se ha
convertido, para el católico y especialmente para los eclesiásticos, en algo tan obligado como,
en otro tiempo, lo fuera mencionar a las personas divinas en cualquier oración. Bajo ese
desmedido encumbramiento del término se oculta el engaño que ha motivado la investigación
de Castellano en torno a ese término y en torno a la escuela, el personalismo, que lo ha
tomado por bandera. Castellano, en efecto, asevera, de una manera que no puede ser más
categórica, la inversión doctrinal que ha acompañado a la nueva dimensión adquirida hoy por
ese vocablo: «Bajo el término de persona, propio de la cultura católica, se esconden los peores
absurdos reivindicados como derechos por el nihilismo occidental contemporáneo»[2].
A lo largo de estas páginas trataré de exponer el hilo argumental que, a mi juicio, preside el
discurso de Castellano sobre el personalismo. Su designio consiste básicamente en mostrar
que esa corriente es digna secuela de la modernidad y no de la filosofía clásica, o perenne, en
ninguna de sus dimensiones. A ese fin, es obligado distinguir esas dos concepciones del mundo
y de la política y, a través de su exposición, hacer patente su completa incompatibilidad.
2. La modernidad
Este texto, que incluye virtual y ordenadamente todos los elementos constitutivos –según
Castellano– de la noción de modernidad, merece un breve comentario. La vía del subjetivismo
moderno, abierta desde la duda metódica cartesiana, que niega a las facultades cognoscitivas
del hombre el acceso inmediato a los seres, pone como principio la inmanencia del sujeto.
Sujeto que, por decirlo así, queda, en primera instancia, encerrado en sí mismo, con sus ideas,
sus fenómenos o representaciones. Este subjetivismo, también llamado inmanentismo o
idealismo (en uno de los sentidos de la palabra), no supone de suyo que, de manera mediata,
la razón no pueda llegar a conocer el mundo externo[7]; pero, como señaló Gilson, sí «obliga a
proceder del pensamiento al ser, e incluso a definir siempre el ser en términos de
pensamiento»[8]. Los conceptos de las cosas se transforman así en ideas, que se convierten en
modelos de los cuales el idealismo no se conforma «con decir que lo real debe ajustarse a
ellos, sino que ellos mismos son lo real»[9]. Castellano viene a decir eso mismo, cuando pone
entre las primeras notas de la modernidad su pretensión teorética de «hacer del pensamiento
el fundamento del ser».
De esta manera, la voluntad «se considera soberana, por tanto señora en cualquier orden, que
–según la modernidad– es siempre y sólo producto de la voluntad individual y/o
colectiva»[12]. De ahí lo que dice en el texto que comentamos sobre el orden ético: la
obligación se identifica con la fidelidad a sí mismo en la decisión que toma el individuo o la
comunidad. A su vez, la política, entendida a la moderna, se convierte en ejercicio de
soberanía que reivindica «el derecho de ordenar el mundo según los dictámenes de la razón
humana», de modo que «está obligada a identificar la racionalidad con el “cálculo”, la libertad
con la licencia, la verdad con la opinión, la moral con la legalidad, el derecho con la
efectividad»[13]. Lo cual, en otras palabras viene a significar que, en el ámbito de la acción
política, la razón se ve dominada por las operaciones que ejerce la voluntad deliberativa
desconectada de la realidad y de la verdad[14].
En fin, la afirmación (e), según la cual la justicia se identifica con la decisión efectiva del más
fuerte, se comprende a la luz de la soberanía del Estado moderno, que se caracteriza por el
contractualismo[15]: «El contractualismo “político” parte del presupuesto de que la voluntad
humana no puede nunca ser injusta; y, con la teoría de la soberanía (sea del Estado o del
pueblo), establece la identidad entre lo legal y lo legítimo, afirmando, coherente pero
absurdamente, constituir el criterio del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, a través del
ordenamiento jurídico positivo, cuyo fundamento, en último análisis, es el poder, la fuerza
bruta; de hecho, al disfrutar el Estado de un poder mayor que el de los individuos, transforma
en derecho su propia voluntad; la voluntad del Estado se convierte en ley por el simple hecho
de presentarse con el carácter de la efectividad. Por tanto, derecho y poder serían la misma
cosa»[16].
4. El pensamiento clásico
El subjetivismo en que se funda la modernidad política (naturalismo político) y jurídica
(iusnaturalismo) obliga a concebir la realidad desde las ideas, de modo que la oposición de
conceptos se convierten en imposibles contraposiciones entre cosas que obligan a cada
sistema a elegir entre uno u otro de los opuestos. Siendo contrariamente opuestas la unidad y
la pluralidad, cada una de las doctrinas políticas modernas tiene que optar entre una
concepción donde prevalece unas veces la multiplicidad de individuos y otras la unidad del
Estado. Por otra parte, dado que ese subjetivismo entraña la incapacidad de alcanzar la
esencia de las cosas, la acción política se concibe como efecto de la sola voluntad, que será o la
voluntad del Estado o la de los individuos. Y de ahí la necesidad de contraponer la voluntad
única del Estado a la de los individuos y la consiguiente necesidad de subordinar una a la otra;
de modo que o bien el Estado es función protectora de los deseos individuales o bien los
individuos son en función del reconocimiento estatal. La modernidad política se ve así envuelta
en un constante enfrentamiento entre el totalitarismo y el individualismo que se ha hecho
patente en las innumerables confrontaciones bélicas de los últimos siglos.
Lejos del voluntarismo que preside la concepción contractualista que la modernidad tiene de la
política y del derecho, Castellano recalca la fundamentación metafísica que, a ojos de Santo
Tomás, tienen ambas cosas[33]. Y, al mismo tiempo, destaca la necesaria conexión de la
política con la moral, pues «es imposible separar (como, sin embargo, hace el “pensamiento”
político moderno) el problema político del problema ético, y éste, a su vez, se viene abajo sin
una base metafísica»[34].
En cuanto a su ser, la ciudad es, en un sentido, posterior a las personas que la constituyen,
formando familias y pueblos; pero, en otro, es anterior naturalmente a los individuos, pues
fuera de ella el hombre no alcanza a sobrevivir o, incapaz de actualizarse, se desnaturaliza: «El
que no forma parte de la ciudad –dice Aristóteles– es una bestia o un Dios»[35]. En ese
sentido, Castellano observa que la comunidad política y la persona se subordinan
mutuamente: cuantitativamente el individuo se ordena a la ciudad, pues, según dice
Aristóteles «es mucho más grande y más perfecto alcanzar y salvaguardar el bien de la ciudad;
porque procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y divino
conseguirlo para un pueblo y para ciudades»[36]; en cambio cualitativamente la comunidad se
ordena al bien de la persona, pues ese bien no es sino lo que constituye la perfección de su
naturaleza[37]. En otras palabras, la contraposición entre la concepción unitaria y pluralista de
la comunidad política a la que necesariamente se enfrenta el pensamiento político moderno,
se resuelve en la filosofía clásica gracias a la noción física y ontológica de naturaleza, o esencia
del hombre. La naturaleza, principio común, que siendo una se multiplica en los individuos de
la especie humana, incluye la necesidad de vivir en sociedad; porque la totalidad social, que
tiene como partes a los individuos, surge de la naturaleza común a todos ellos, los cuales, a su
vez, se ordenan a la comunidad en virtud de que esa misma naturaleza multiplicada en ellos
les inclina a vivir en sociedad.
El voluntarismo, para la filosofía perenne, es absurdo: si la voluntad –dice Santo Tomás– fuera
el único criterio de la justicia, la voluntad no podría ser mala y, por tanto desaparecería
cualquier regla de moralidad que no sea la convención consuetudinaria[38]. El obrar siempre
supone el pensar sobre la naturaleza de las cosas. La libertad humana no consiste en seguir el
dictado arbitrario de la voluntad, sino en la capacidad que ésta tiene de adherirse al fin que
por naturaleza le corresponde, so pena de caer en la esclavitud de las pasiones o de los
instintos. Ahora bien, ese fin no es objeto operable, sino necesario. No se crea, sólo se busca y
se contempla: «Al hombre –dice Castellano– se le ha dado la facultad de conocer las cosas, no
de crearlas»[39]; no crea el fin acorde con su esencia; lo encuentra. Y lo mismo vale para las
normas encaminadas a ese fin: «No son las reglas las que constituyen las cosas, sino que son
las cosas las que constituyen la reglas»[40].
Este bien no es sólo el fin al que deben subordinarse y encaminarse todos los otros fines de la
vida personal, sino que constituye también el fin de la sociedad y de quienes la gobiernan. Ya
hemos visto que la comunidad se ordena al bien de la persona, de modo que, como dice
Aristóteles, el fin de la ciudad y de la persona es el mismo[43]. Por tanto el fin de la vida en
sociedad y de los gobernantes es ayudar a los hombres a bien vivir, es decir a la actualización
de la naturaleza humana[44], o, si se quiere, al bien común a todos los hombres en cuanto
hombres[45], es decir, a la vida virtuosa[46].
En suma, según el pensamiento clásico, el Estado no es una unión cualquiera de hombres con
un fin particular, sino «una comunidad de hombres libres en la virtud». Y «su ordenamiento
jurídico, por tanto, no puede hallar su propio fundamento en la voluntad y en el poder
soberano; sino que lo encontrará más bien en la justicia que, a su vez, constituye la base de la
ley», que no puede confundirse con la fuerza o el mero poder fáctico[47].
5. El personalismo
Entre los personalistas en sentido estricto[49] destaca Mounier, creador del personalismo
comunitario. Su incompleta e imprecisa descripción de la persona la disuelve en la
fenomenología, de modo que su ser viene a coincidir con su devenir. En ello se aproxima a la
idea de persona que tiene Sartre, para quien la existencia precede a la esencia; aunque
Mounier difiere de él porque su noción de libertad es comunitaria, es decir porque debe crear
la libertad de los otros, de la humanidad entera, y no sólo la libertad propia como ocurre en
Sartre. En resumen, la libertad, entendida como aventura irrepetible, reduce el fin primero del
hombre –de la comunidad de todos los hombres– a la expansión o despliegue de sí mismo[50].
Castellano observa que el ideal comunitario, subyacente a esta concepción de la persona y de
su libertad, no constituye criterio ético alguno que impida a la libertad convertirse en licencia,
de modo que la sociedad y el Estado fácilmente se pueden convertir en simple garantía de la
libertad negativa[51].
Wojtyla es otro de los personalistas en sentido estricto cuya noción de persona expone
Castellano, resaltando, con especial miramiento, que su análisis no pretende ofrecer una
concepción metafísica, sino que se desarrolla más bien en el plano fenomenológico donde la
persona se manifiesta a sí misma en su individualidad a través de sus actos conscientes, o
moralmente responsables[52]. Con todo, Castellano no deja de encontrar difícilmente
comprensible la contraposición entre naturaleza y persona que, oculta bajo un uso equívoco
del término «persona», parece mantener Wojtyla[53]. Éste, influido por Scheler, ve en el acto
consciente del hombre la manifestación para el sujeto de su propia individualidad irrepetible,
es decir de sí mismo como persona. Pero, de otra parte, en consonancia con la filosofía clásica,
el hombre, como cualquier otra cosa, es sujeto poseedor de una naturaleza, o esencia, que se
actualiza y manifiesta por medio de actividades acordes con esa misma esencia común.
Castellano observa que esta distinción, fruto de la confluencia de filosofías dispares, puede
tener consecuencias notables sobre el orden social y el ordenamiento jurídico[54]. En efecto,
al contraponer el sujeto a la persona, en vez de distinguir entre la persona, que es sujeto
individual, y su naturaleza, como hace Santo Tomás[55], resulta que, por ejemplo, el feto
carente de conciencia moral sería un individuo humano, pero no una persona[56].
Castellano examina también la noción de persona en autores, como Sciacca y Maritain, que
pueden englobarse en una noción ampliada de personalismo[57]. Para nuestros efectos,
resulta especialmente importante la figura de Maritain en su segunda etapa, por su conocida
pretensión de enraizar en el tomismo su teoría política y antropológica del humanismo
integral. En su análisis de la noción maritainiana de persona, Castellano destaca la
incongruente pretensión de distinguir, por una parte, entre el individuo –polo material del
hombre– y la persona –polo espiritual– y, por otra, mantener la unidad del hombre como
subsistencia del alma espiritual comunicada al compuesto humano. Según Maritain el hombre
es persona en virtud de su libertad de autonomía, es decir, es persona sólo y en la medida en
que la vida del espíritu domine la de los sentidos y de las pasiones. Lo cual contradice
manifiestamente la supuesta unidad del compuesto y tiene importantes consecuencias, tanto
morales como políticas[58]. En efecto, sólo serán personas los hombres que actualicen
conscientemente esa libertad de autonomía, de modo que tanto los fetos como los
disminuidos mentales o los viciosos no tendrán la condición de personas.
La primera argumentación trata de probar que «la concepción de persona de los personalistas
está muy alejada de la concepción clásica de la misma»[62]. Según la concepción clásica, lo que
para el derecho y la política importa de la definición boeciana de persona (rationalis natura
individua substantia) no es la singularidad como tal[63], sino la naturaleza que se da
singularizada en el ente humano. La persona «por su naturaleza está dotada de razón y de
libertad: por tanto es un ente que puede conocerse a sí mismo y a todo otro ente y obrar
libremente conociendo las “leyes” del ente. En otras palabras, siendo su naturaleza específica
la parte formal y perspectiva, la persona […] encuentra en su propia naturaleza las normas
objetivas»[64]. Políticamente y jurídicamente se puede hablar, como hace el personalismo, de
un «primado de la persona humana»[65], e incluso de un personalismo en sentido clásico[66];
pero sólo a condición de que se haga depender el ordenamiento jurídico y la política de la
naturaleza y el fin de la persona, pues de ahí es de donde se sigue lo que se ha visto antes
sobre la concepción clásica del derecho, la sociedad y el Estado.
Por si pudiera quedar alguna duda, todo el capítulo II de L’ordine politico-giuridico «modulare»
del personalismo contemporaneo puede entenderse como una argumentación a posteriori que
se funda sobre los resultados de hecho provocados por la adopción de la concepción
personalista del hombre. Castellano, en ese texto, recurre al análisis de la Constitución italiana
que, según una tesis ampliamente compartida, es una constitución personalista. A partir de las
actas de la Asamblea Constituyente, saca a la luz el concepto de persona y el consiguiente
concepto de libertad, de Estado y de constitución que tienen sus miembros. La libertad es
entendida como libertad negativa, que viene a coincidir con la libertad tal como aparece en la
declaración de derechos de 1789, la cual «consiste esencialmente en el poder de hacer todo
cuanto no perjudica a los demás»[72]. El Estado, por su parte, se convierte en una institución
operativa, aunque siempre sospechosa, encaminada a la consecución de las aspiraciones, o
caprichos, de cada cual, que tienen de suyo derecho a afirmarse en cuanto expresión del
espíritu creativo de la humanidad[73]. En fin, la constitución, tal como la entienden los
miembros de la Asamblea, viene a ser una especie de máscara jurídica convencionalmente
establecida, cuyo fundamento, igual que el del Estado y el de las leyes, se reduce, en última
instancia, a la efectividad, es decir al mandato unido a la fuerza para imponerlo[74]. Los
miembros de la Asamblea Constituyente, según el análisis de Castellano, estaban imbuidos por
las tesis personalistas, en las cuales creyeron encontrar una base para superar y evitar
definitivamente los regímenes autoritarios, como el fascismo y las otras formas de gobierno
totalitario que prevalecieron antes de la segunda guerra mundial. Aunque algunos de ellos
creyeron, o dijeron creer, que el primado de la persona daba un cierto tono clásico, e incluso
tomista, a sus intervenciones, el hecho fue que lo que se plasmó en la Constitución fue el
individualismo y, con él, la concepción política de la modernidad débil. Pero, ni los miembros
de la constituyente eran plenamente conscientes de ello ni la norma superior del Estado, por
ellos redactada, contenía explícitamente la neta oposición a la filosofía perenne que aparecerá
con posterioridad en los desarrollos legislativos coherentes con la constitución.
La prueba en cierta manera última y definitiva que completa el razonamiento a posteriori, o
por las consecuencias, que hace Castellano, consiste en mostrar cómo las leyes ulteriores más
escandalosamente incompatibles con la moral clásica se desarrollaron a la sombra del
personalismo implícito en la Constitución. Entre los ejemplos que presenta, quizá el más
destacado sea el de la objeción de conciencia, que no debe confundirse con lo que Castellano
llama objeción de la conciencia. Esta última viene a ser lo mismo que la resistencia a la
opresión, que autoriza incumplir la ley positiva injusta para cumplir la ley natural o la ley
divina. La segunda, en cambio, se identifica con la reivindicación de la mera coherencia en la
realización del propio proyecto de vida, sin referencia alguna a una ley superior no emanada
de la voluntad del sujeto[75]. En la Constitución italiana ni siquiera se quiso incluir la primera
forma de objeción, por considerarla de consecuencias peligrosas. Pero, andando el tiempo, y a
tenor de las premisas contenidas en la Constitución[76], la objeción de conciencia en su
versión subjetivista, fue primero tolerada y acabó por convertirse en un derecho subjetivo.
Con lo cual se vino a dar un reconocimiento jurídico a la libertad negativa, es decir, se vino a
dar por sentada la radical indiferencia del ordenamiento jurídico ante las decisiones
personales[77]; y se admitió la correspondiente subordinación del Estado a esas mismas
decisiones. Entre los ejemplos que muestran claramente la incompatibilidad radical entre las
consecuencias del personalismo y el pensamiento clásico, Castellano menciona el
reconocimiento del derecho a la pornografía, en el cual podrían eventualmente verse
involucrados los medios de comunicación estatales; y también, como no podía ser de otra
manera, las leyes sobre el aborto provocado que, sin contradecir los principios de la
constitución, se ha convertido en un derecho para el individuo y, a la vez, en un deber para el
Estado que, por medio de la sanidad pública, está obligado a colaborar positivamente en el
más antinatural de los pecados[78].
He tratado de presentar la estructura lógica del discurso por el que Castellano, en su obra
principal sobre el personalismo, deshace el equívoco que ha introducido en la mente común la
idea ha de que el personalismo enlaza con el pensamiento clásico y que, incluso, constituye
una prolongación adecuada a nuestros días del tomismo. Sin embargo, el desacuerdo de
Castellano con el personalismo va bastante más allá. En esa, y en otras obras, es patente que
no ve en esa escuela uno de tantas filosofías heréticas nacidas y criadas en el seno de la
cultura católica. Al contrario, el personalismo para Castellano es una concepción política
especialmente depravada y perniciosa, que históricamente ha jugado, y sigue jugando, un
papel más demoledor que la mayoría de las teorías filosóficas de las que es deudora. El
personalismo, en efecto, no es sólo una forma de individualismo y un retorno a las doctrinas
liberales condenadas por la Iglesia hasta mediados del siglo XX, sino que los caracteres que
arriba se han visto hacen de él la versión más radical, la culminación, el no va más, en la
dirección mercada por la modernidad débil: «El personalismo contemporáneo es una forma de
liberalismo radical o si se prefiere la confirmación y el reforzamiento del individualismo
moderno»[79]; porque «propone asegurar a la persona la realización de sus deseos y de sus
proyectos, de todos sus deseos y de todos sus proyectos, por medio del Estado»; y porque lo
que los juristas llaman principio personalista «representa la evolución máxima del principio
liberal-democrático en el sentido de que no es posible ir más allá sin vaciar de contenido la
propia experiencia jurídica moderna»[80].
[1] Rafael GAMBRA, El lenguaje y los mitos, Madrid, Speiro, 1983, pág. 103.
[5] «La modernidad no es divisible. Constituye una realidad única» (de una única esencia).
Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», en Bernard Dumont, Miguel Ayuso y
Danilo Castellano (eds.), Iglesia y política, Madrid, Itinerarios, 2013, pág. 253.
[7] Entre los sistemas indirectamente realistas, en este sentido, se cuenta el del propio
Descartes. Locke, que es idealista en el mismo sentido originario que Descartes, pues declara
que el objeto de nuestro conocimiento son las ideas, deja en una incoherente indeterminación
si finalmente se puede conocer la existencia de las cosas o no. En todo caso, cuando destaca
que no se pueden conocer las esencias reales, sino sólo las esencias nominales, rechaza
categóricamente que se puedan conocer las esencias de las cosas y convierte nuestros
conceptos en fruto convencional de la comunidad lingüística.
[8] Etienne GILSON, El realismo metódico, Madrid, Rialp, 1952, pág. 112.
[10] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., págs. 339-340.
[11] Danilo CASTELLANO, «Libertad y derecho natural», en Miguel Ayuso (ed.), Cuestiones
fundamentales de derecho natural. Actas de las III Jornadas Hispánicas de Derecho Natural,
Madrid, Marcial Pons, 2009, pág. 24.
[12] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., pág. 242.
[18] Ibid.
[19] Danilo CASTELLANO, «Libertad y derecho natural», loc. cit., págs. 26-28.
[21] Ibid., pág 68; cfr. Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del
personalismo contemporaneo, cit., pág. 5.
[22] Danilo CASTELLANO, «Libertad y derecho natural», loc. cit., pág. 28.
[23] Para el cual «toda persona tendrá derecho a disponer de sí como quiera» y «tendrá
derecho a buscar la felicidad en lo que él cree que se la va a proporcionar». Con ello sienta las
bases del principio que Castellano, siguiendo a Cornelio Fabro, llama principio de pertenencia.
Cfr. Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo
contemporaneo, cit., pág. 147-148; «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., pág. 240, y L’ordine
politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., pág. 37.
[25] «La “libertad negativa”, es decir la libertad no sujeta a ninguna ley (incluida la
representada por la naturaleza humana actualizada), sería el valor máximo que se tendría que
tutelar y promover. Sería entonces la meta del Estado» (Danilo CASTELLANO, La naturaleza de
la política, cit., pág. 69).
[26] Danilo CASTELLANO, «Libertad y derecho natural», loc. cit., pág. 30; y Danilo CASTELLANO,
«De la democracia y de la democracia cristiana», loc. cit., pág. 69.
[28] Danilo CASTELLANO, «Libertad y derecho natural», loc. cit., págs. 27-28.
[34] Ibid.
[81] Danilo CASTELLANO, «De la democracia y de la democracia cristiana», loc. cit., pág. 810.
[83] Danilo CASTELLANO, «¿Es divisible la modernidad?», loc. cit., págs. 243-245.