Capítulo 3 Leslie Bethel

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Capítulo 3

MÉXICO

El brigadier realista Agustín de Iturbide proclamó la independencia de México el 24 de febrero de 1821 en


Iguala, una pequeña ciudad en el corazón del sur, en la tropical «tierra caliente». Iturbide, en su manifiesto
«El Plan de Iguala», hizo un llamamiento a favor de la independencia, de la unión de los mexicanos y los
españoles y del respeto a la Iglesia católica romana. El sistema de gobierno sería una monarquía
constitucional en la que el emperador sería elegido entre los miembros de una familia real europea,
preferiblemente la española, «para darnos un monarca ya hecho y nos salve de cometer actos fatales de
ambición»; por otro lado, un Congreso elaboraría la constitución nacional. Así, con la primera de las llamadas
«tres garantías», Iturbide ganó el apoyo de los viejos guerrilleros que luchaban por la independencia, sobre
todo el del general Vicente Guerrero, que por entonces operaba no muy lejos de Iguala. La segunda garantía
ofreció seguridad a los españoles nacidos en la península pero que residían en México, y con la tercera buscó
atraerse al sector eclesiástico prometiéndoles conservar los privilegios que en España desde hacía poco
estaban amenazados por el régimen liberal revolucionario. El ejército tomaría a su cargo la defensa de las
tres garantías. El llamamiento de Iturbide resultó un éxito. En menos de seis meses se apoderó del país, a
excepción de la capital y de los puertos de Acapulco y Veracruz. Fue en esta ciudad donde el 30 de julio
desembarcó el recién designado capitán general: Juan O'Donojú. Se le había encargado que introdujera las
reformas liberales en la Nueva España pero que al mismo tiempo asegurase que la colonia continuara dentro
del imperio español. Sin embargo, las instrucciones que había recibido se basaban en la información que se
tenía en Madrid sobre hechos ocurridos en la colonia hacía 4 o 5 meses, y advirtió que la situación desde
entonces había cambiado mucho. La independencia mexicana se le presentó como un hecho consumado y,
deseando huir lo antes posible de la fiebre amarilla que infectaba el puerto, decidió entrevistarse con
Iturbide. Se encontraron el 24 de agosto en Córdoba al pie del nevado volcán Citlaltepelt, y firmaron un
tratado que reconocía al «Imperio Mexicano» como una nación soberana e independiente. El tratado repetía
el manifiesto de Iguala, si bien contenía algunas modificaciones. Según el manifiesto, el trono se ofrecería a
Fernando VII, o, si éste rehusaba el ofrecimiento, a un príncipe de una casa real reinante. Se pensaba que al
menos habría un príncipe que quisiera aceptar; sin embargo, el texto firmado en Córdoba mencionaba a
cuatro candidatos concretos que pertenecían todos a la familia real española, sin que se hiciera referencia a
otras dinastías reinantes europeas. Si ninguno de los cuatro príncipes españoles aceptaba el trono, el futuro
emperador sería elegido por el Congreso mexicano. Este cambio seguramente no fue fortuito y tuvo graves
consecuencias, especialmente por lo que se refiere a la futura carrera de Iturbide. Como que la entrevista de
Córdoba sólo duró unas horas, parece cierto que previamente Iturbide había ya preparado cuidadosamente
el largo texto y que era bien consciente de las consecuencias de los cambios efectuados en la declaración de
Iguala. Por otro lado, O'Donojú, que debería estar cansado de su largo viaje desde España y por su posible
enfermedad, pasó por alto la modificación. Firmó el documento con su título constitucional de capitán
general y jefe político superior, aunque hasta hoy en México se le conoce como el último virrey español. El
brigadier Iturbide firmó como primer jefe del ejército imperial. A los pocos meses ascendió a generalísimo.
La aceptación de la independencia por parte de O'Donojú facilitó la transferencia del poder en la capital.
Iturbide entró en la Ciudad de México el 27 de septiembre tras retrasar su entrada a fin de que coincidiera
con su 38.° aniversario. A la mañana siguiente escogió a los treinta y ocho miembros de la junta gubernativa
según lo estipulado tanto en el manifiesto de Iguala como en el tratado de Córdoba. Esta junta declaró la
independencia de México en un acto formal. Presidida por Iturbide, la junta se componía de bien conocidos
eclesiásticos, abogados, jueces, miembros de la nobleza mexicana y unos pocos oficiales, entre ellos
Anastasio Bustamante (quien, como Iturbide, antes había sido un oficial realista). Viejos luchadores por la
independencia como Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria o Guerrero no pertenecían a ella, pero O'Donojú sí,
según lo acordado en Córdoba. Se esperaba que ayudaría a Iturbide a efectuar la transición entre el
virreinato y un futuro imperio bajo un príncipe español. Pero O'Donojú cayó enfermo y murió a los diez días,
antes de poder nombrar los comisionados que deberían haber ido a Madrid a negociar la situación, según lo
que también se acordó en Córdoba. El generalísimo Iturbide, como presidente de la junta y regente del
imperio, aún hubiera podido enviar emisarios a Madrid, pero no lo hizo. Desde el principio la actitud
española hacia la independencia mexicana fue hostil. Aunque la mayor parte del ejército español
estacionado en México juró lealtad a la nueva nación, un grupo de realistas intransigentes se retiraron a San
Juan de Ulúa, una fortaleza en una isla frente al puerto de Veracruz, y esperó refuerzos con los que poder
reconquistar el país. El gobierno de Madrid no desaprobó su conducta, ya que el 13 de febrero las Cortes
españolas rechazaron el tratado de Córdoba. La noticia del rechazo de la independencia de México por parte
de la madre patria llegó a la Ciudad de México varios meses más tarde.

La independencia en 1821 no produjo cambios revolucionarios inmediatos en la estructura social y


económica del país. El primer y principal efecto fue que el poder político antes ejercido por la burocracia real
fue transferido al ejército, es decir, a la coalición de los ejércitos realista de Iturbide y republicano de
Guerrero. El segundo pilar de la nueva nación fue la Iglesia católica romana. Al igual que todas las
instituciones coloniales, durante los diez años de guerra había sufrido graves pérdidas tanto en su poder
como en sus bienes materiales. Hacia 1822 había diez diócesis, pero sólo había cuatro obispos, y el clero
secular de un total de 4.229 miembros había descendido a 3.487. El clero regular masculino descendió de los
3.112 miembros de 1810 a unos 2.000 a fines de 1821, y el número de monasterios pasó de 208 a 153. En
suma, el número total de eclesiásticos bajó de 9.439 a 7.500 y el número de parroquias también disminuyó.
Los ingresos de la Iglesia, en especial el diezmo, sufrieron una caída sustancial. En el arzobispado de México,
los ingresos decimales se redujeron de los 510.081 pesos de 1810 a los 232.948 de 1821, y en la diócesis de
Michoacán de 500.000 a 200.000 hacia 1826. Las cifras de los diezmos reflejan la decadencia económica
general que existía. Los datos estadísticos ofrecidos por el monto de las monedas acuñadas indican que la
minería decreció a más de la mitad, pasando de una media anual de 22,5 millones de pesos en 1800-1809 a
otra de aproximadamente 10 millones de pesos en 1820 y 1822. (En 1821 sólo se acuñaron unos 6 millones
de pesos.) No se dispone de información certera sobre la agricultura y la manufactura. La producción de
cereales pudo haberse recuperado hacia 1820, pero el azúcar de caña y otros sectores agrícolas continuaron
estando deprimidos. La producción manufacturera pudo haber disminuido incluso hasta la mitad, y las
finanzas públicas se redujeron en una proporción similar. Los ingresos del gobierno ascendieron a más de 9
millones de pesos pero los gastos se elevaron a 13 millones, generándose así, pues, un déficit de 4 millones
de pesos. La deuda pública o nacional creció de los 20 millones de pesos de 1808 a los 35 de 1814 y a los 45
de 1822. El Congreso constitucional se reunió en la capital el 24 de febrero de 1822 para tratar la cuestión de
la recesión económica y del déficit presupuestario. Ante la desagradable sorpresa de Iturbide, la mayoría de
los diputados eran «borbonistas» —es decir, monárquicos proespañoles— o republicanos. Desde el primer
día estuvieron en desacuerdo con él acerca de diferentes cuestiones, y la noticia de que los españoles no
habían aceptado el acuerdo de Córdoba llegó mientras las relaciones entre Iturbide y los diputados se
deterioraban rápidamente. Hasta este momento, España, la madre patria, con la cual los lazos de amistad y
de religión continuaban siendo fuertes, aún era venerada por casi todo el mundo. Pero ahora se sabía que
España negaba la libertad a su hija. El resentimiento y la desilusión consiguientes pronto dieron paso a
preguntarse por qué México no podía elegir a su propio monarca. España, al rehusar aceptar la realidad de la
independencia y al no querer aprovechar la oportunidad de que México quedara en manos de los Borbones,
le hizo el juego a Iturbide. En la noche del 18 de mayo de 1822, la guarnición militar local le proclamó
emperador con el nombre de Agustín I y a la mañana siguiente, bajo una considerable presión militar y
popular, el Congreso aceptó la situación y reconoció la nueva monarquía. Puesto que España no había
aceptado el tratado de Córdoba —dijo el diputado Valentín Gómez Farias, un médico y futuro líder político
liberal—, México era libre para decidir su propio destino. En ausencia del arzobispo, que declinó ungir al
nuevo dirigente, Iturbide fue coronado por el presidente del Congreso el 21 de julio en la magnífica catedral
de la capital. El imperio de Iturbide no perduraría. Desde el principio hubo grandes obstáculos para que
sobreviviera. La nobleza mexicana anhelaba un príncipe europeo y miraba con desagrado a Iturbide, el hijo
de un comerciante; los hacendados y los comerciantes, la mayoría de los cuales habían nacido en España,
esperaban que un príncipe europeo los librara de préstamos forzosos y de otras cargas fiscales; por último,
había un fuerte sector de republicanos que incluía a algunos prominentes periodistas, abogados y
eclesiásticos progresistas. Uno de ellos era Servando Teresa de Mier que, después de una vida aventurera en
Europa y los Estados Unidos, había sido encarcelado en las mazmorras de la fortaleza de San Juan de Ulúa.
Su astuto comandante español lo liberó a finales de mayo, y Servando pronto ocupó un asiento en el
Congreso. Propagó sus ideas republicanas con gran fuerza, tanto en la asamblea como en la arena pública.
Por consiguiente, no debe sorprendernos que la caída de Iturbide fuera incluso más rápida que su ascenso.
Los borbonistas le culparon de haber violado su promesa de ofrecer el trono a un príncipe europeo. La
propia arbitrariedad de Iturbide provocó la expansión de las ideas republicanas, que hasta entonces sólo
habían sido profesadas por los intelectuales. Los ambiciosos oficiales del ejército tampoco estaban
satisfechos: mientras que podían tolerar un príncipe extranjero, les resultaba en cambio difícil aceptar a uno
de su propia clase como emperador; si no se podía conseguir traer a un príncipe extranjero, entonces la
solución estaba en la república, que por lo menos era un sistema con el cual podían llegar a ser presidentes.
Creció la oposición a Iturbide y, en una atmósfera de libertad de expresión restringida, proliferaron las
conspiraciones. El 26 de agosto, justo cinco semanas después de su coronación, Iturbide ya había
encarcelado a diecinueve miembros del Congreso y a varios oficiales. El 31 de octubre disolvió el conflictivo
Congreso. Su posición se debilitó aún más al querer aplicar una serie de medidas fiscales confiscatorias, ya
que los comerciantes que las padecieron —en su mayor parte españoles— buscaron apoyo en los
borbonistas. El puerto de Veracruz era especialmente importante para la seguridad de Iturbide. Estaba
situado justo en frente de la fortaleza de San Juan de Ulúa, que permanecía en manos de los españoles.2 Allí
empezó una rebelión con la adquiescencia española, si no con su soporte, y en caso de fallar los líderes
rebeldes se podían refugiar en la fortaleza. Desconfiando del ambicioso y joven comandante militar de
Veracruz, Antonio López de Santa Anna, Iturbide lo envió a Jalapa, una ciudad en la zona montañosa a cien
quilómetros del puerto, donde le destituyó de su cargo y le ordenó que se presentara en la Ciudad de
México. Santa Anna no tenía la más mínima intención de obedecer al emperador. Después de haber
galopado toda la noche, volvió a su cuartel a la mañana siguiente y, antes de que la noticia de su destitución
llegara a Veracruz, en la noche del mismo día, el 2 de diciembre dé 1822, acusó públicamente a Iturbide de
tirano. Proclamó la república y apeló por la reinstauración del Congreso y la formulación de una constitución
basada en «la religión, la independencia y la unión», es decir, sobre las mismas bases del manifiesto de
Iguala que dijo que habían sido infringidas por el emperador. También hizo un llamamiento al apoyo y a la
influencia de los comerciantes españoles locales de Veracruz postulando la paz y el comercio con la madre
patria.3 Sin embargo, a los pocos días Santa Anna cambió de opinión sobre su ligera profesión de fe
republicana. En 1822 los republicanos mexicanos casi no usaban el término «república» en su propaganda;
en cambio, hablaban de libertad, de nación y de la soberanía del Congreso. Diez años atrás, Hidalgo no
proclamó formalmente la independencia, y costó varios años que enraizara la idea de un México no
sometido a un rey español. De igual manera ahora la palabra «república» también sonaba demasiado
revolucionaria. Así pues, Santa Anna revisó su posición y cuatro días más tarde publicó un manifiesto más
moderado y detallado. Este documento probablemente fue redactado por el antiguo ministro de la nueva
república de Colombia en México, Miguel de Santa María (natural de Veracruz), que había sido expulsado
por Iturbide por participar en una conspiración republicana y estaba entonces en Veracruz esperando un
barco que le conduciría a su país. Sin hacer mención a una república, el manifiesto apelaba por la destitución
del emperador. «La verdadera libertad de la patria» para los republicanos significaba la república y para los
borbonistas y los españoles una monarquía constitucional. De este modo se urgía a los dos bandos a que se
unieran para luchar contra Iturbide. La insistencia sobre las garantías de Iguala tenía el mismo propósito: «la
independencia» era esencial para los mexicanos, «la unión» lo era para los españoles y «la religión» para
ambos. No se sabe si Santa Anna fue sincero respecto a la república o si bien tenía aspiraciones imperiales
para sí mismo. Una circunstancia fortuita ayudó a Santa Anna: un inveterado guerrillero, Guadalupe Victoria,
que hacía poco se había escapado de la prisión, que se encontraba casualmente en Veracruz y firmó el
manifiesto de Santa Anna el 6 de diciembre de 1822. De este modo Santa Anna, que había sido un oficial
realista durante la guerra de la independencia y hasta entonces había apoyado a Iturbide, obtuvo la ayuda
de un famoso general insurgente que ya se suponía que tenía inclinaciones republicanas. Unas cuantas
semanas más tarde, los generales Bravo y Guerrero, antiguos compañeros de armas de Morelos, se
escaparon de la Ciudad de México y de vuelta a su región de origen, la «tierra caliente», manifestaron su
apoyo al levantamiento de Veracruz. «No estamos en contra del sistema de gobierno establecido —
dijeron—, no intentamos hacernos republicanos; nosotros sólo buscamos nuestra libertad.» Sin embargo,
tales negaciones parecían confirmar la impresión de que eran republicanos, pero el apoyo lo recibían de los
campesinos indios que no sólo eran religiosos sino también monárquicos. Finalmente, la mayoría del
ejército, cuyos oficiales —muchos de ellos españoles de nacimiento— habían sido realistas y después
apoyaron a Iturbide, sucumbió a la influencia de dos viejos diputados liberales mexicanos en las Cortes
españolas, el sacerdote Miguel Ramos Arizpe y José Mariano Michelena. El ejército se «pronunció» en contra
de Iturbide. El emperador abdicó el 19 de marzo de 1823 y el Congreso, reunido de nuevo, designó un
triunvirato provisional formado por los generales Victoria, Bravo y Negrete, los dos primeros supuestamente
republicanos. El 8 de abril el Congreso anuló el manifiesto de Iguala, así como también el tratado de
Córdoba, y decretó que México desde entonces era libre de adoptar el sistema constitucional que quisiera.
La república era un hecho real. Así pues, Santa Anna desató un movimiento que produjo la caída del imperio
de Iturbide y que terminó por implantar la república. Aunque el nuevo sistema político fue concebido por los
intelectuales, fue el ejército el que lo hizo posible y a la vez quien se convirtió en su dueño. La rapidez con
que triunfó señaló el camino de futuros levantamientos de oficiales militares desafectos. Teniendo en cuenta
los servicios pasados de Iturbide a la independencia nacional, el Congreso al principio no quiso tratarle con
dureza. Se le ofreció una generosa pensión que le permitió residir en Italia. Pero el antiguo emperador no
era feliz en el exilio. Engañado por los rumores de apoyo que corrían, regresó en julio de 1824 y desembarcó
cerca de Tampico, en la costa del golfo de México, desconociendo que durante su ausencia el Congreso le
había declarado traidor. Fue arrestado y ejecutado a los pocos días de su regreso. La incapacidad de Iturbide
de poner orden en el Tesoro fue una causa importante de su caída. El triunvirato se dedicó a la tarea de
recuperar la confianza pública y de mejorar la atmósfera para poder obtener dos empréstitos en el mercado
de Londres: a principios de 1824 se firmó uno de 16 millones de pesos con la casa Goldschmitt and Company
y unos meses después otra cantidad parecida con Barclay and Company.4 De este modo México asumía una
carga de 32 millones de pesos en deuda extranjera, pero debido al bajo precio contratado y a las
deducciones de los banqueros en realidad sólo recibió 10 millones. El gobierno esperaba utilizar este dinero
para hacer mejoras a largo plazo, pero cuando llegó fue rápidamente absorbido por los gastos corrientes
tales como el pago de los salarios de los empleados públicos, sobre todo el de los militares. Sin embargo,
estos préstamos parece que fueron un factor estabilizador en los primeros años de la república, y la deuda
extranjera contraída en 1823-1824 no parece excesiva.5 Como que el interés británico en los recursos
minerales del país era un hecho evidente, México miraba el futuro con optimismo. Entre 1823 y 1827 los
ingleses invirtieron más de 12 millones de pesos en las empresas mineras mexicanas, en especial en las
compañías argentíferas. Así pues, en total se inyectaron más de 20 millones de pesos en la enferma
economía. Lucas Alamán, que desde abril de 1823 era ministro del Interior y de Asuntos Extranjeros (uno de
los cuatro miembros del gabinete), fue la persona que más contribuyó a llevar capital a México. Alamán, hijo
de una familia minera mexicana que había adquirido un título de nobleza español, un poco antes de la caída
de Iturbide del poder acababa de llegar de una larga estancia en Europa. Como marqués de San Clemente
que era, quizá soñó con llegar a ser ministro en la corte de un rey Borbón en México, pero después del
imperio de Iturbide no hubo ningún otro intento de ofrecer el trono a un príncipe europeo. Al contrario,
significó el final de importantes planes monárquicos que tardarían muchos años a volver a discutirse. Alamán
se puso entonces al servicio del gobierno republicano. Como que ahora la república se consideraba lo
apropiado y los principios monárquicos se consideraban casi una traición, se adoptaron nuevas etiquetas.
Los antiguos sostenedores de un imperio mexicano dirigido por un príncipe europeo se convirtieron en
republicanos centralistas que abogaban por un régimen fuerte y centralizado, una reminiscencia del
virreinato. La mayoría de los republicanos que se opusieron a Iturbide se convirtieron en federalistas y
abogaban por una federación de estados según el modelo de los Estados Unidos. La vieja destructiva batalla
entre realistas e independentistas, que en 1821 se habían convertido respectivamente en borbonistas y
republicanos y que se aliaron temporalmente para derrocar a Iturbide, reapareció en 1823 con lemas
diferentes. Tras la abdicación de Iturbide el poder pasó, por un corto tiempo, a manos de los borbonistas,
pero después una serie inesperada de sucesos ayudaron a la causa republicana. Culpando a los borbonistas
de haber derrocado a Iturbide, los antiguos seguidores del emperador se unieron ahora a los republicanos y
las elecciones para el nuevo Congreso constitucional dio la mayoría a los federalistas. El Congreso
constitucional se reunió en noviembre de 1823, y casi un año más tarde adoptó una constitución federal que
se parecía mucho a la de los Estados Unidos. La constitución mexicana de 1824 dividió al país en 19 estados,
que debían elegir sus gobernadores y sus legislaturas, y en cuatro territorios que estarían bajo la jurisdicción
del Congreso nacional. Se estableció la división de poderes —ejecutivo, legislativo y judicial—, pero la
constitución mexicana diferió del modelo del norte en un punto importante, ya que solemnemente declaró
que «La religión de la nación mexicana es y será siempre la Católica, Apostólica y Romana. La nación la
protege con leyes sabias y justas y prohibe el ejercicio de cualquier otra».6 De las tres garantías del
manifiesto de Iguala sólo se mantenían dos: la independencia y la religión. La tercera, la unión con los
españoles —que implicaba la existencia de una monarquía con un príncipe europeo—, había sido sustituida
por la república federal. A diferencia de la constitución insurgente de Apatzingán de 1814, que especificaba
que la ley sería la misma para todos, la de 1824 no mencionaba la igualdad ante la ley. Esta omisión
ciertamente no pretendía salvaguardar los intereses de la reducida —o, más bien, de la insignificante—
nobleza mexicana, que sólo comprendía a unas pocas familias. Su significado era mucho mayor, porque
permitía la pervivencia de los fueros o inmunidades legales y exenciones que los religiosos y los militares
disfrutaban ante la ley civil. Estas leyes existían desde antes de la independencia, pero entonces tanto la
Iglesia como el ejército estaban sometidos a la autoridad real de la cual dependía la obediencia civil a las
leyes y que no había sido seriamente cuestionada durante tres siglos. Al desaparecer la autoridad real
suprema y al no existir una nobleza o una burguesía fuerte, el vacío fue ocupado por los héroes populares
del ejército victorioso. Liberado de las restricciones regias, el ejército se convirtió en el arbitro del poder de
la nueva nación. Ya fuera federal o centralista, un general sería el presidente de la república. México
también adoptó la práctica estadounidense de elegir a un presidente y a un vicepresidente. Los dos jefes del
ejecutivo podían pertenecer a partidos políticos diferentes u opuestos, con el peligro obvio de que la
rivalidad continuara existiendo entre ellos mientras ocuparan los cargos respectivos. El primer presidente
fue un federalista liberal, el general Guadalupe Victoria, un hombre de orígenes oscuros, y el vicepresidente
un conservador centralista, el general Nicolás Bravo, un rico propietario. Ambos habían luchado por la
independencia en la guerrilla, pero en 1824 pertenecían a dos grupos hostiles. Aún no había partidos
políticos, pero los dos grupos recurrían a las sociedades masónicas como medio de organizar sus actividades
y propaganda. Los centralistas tendían a ser masones del rito escocés, mientras que los federalistas, con el
apoyo del ministro en la nueva república, Joel R. Poinsett —estadounidense—, eran miembros de la
masonería de rito yorkino. Las logias fueron la base sobre la que un cuarto de siglo después se erigirían los
partidos conservador y liberal. El presidente Victoria intentó mantener en su gabinete un equilibrio entre los
centralistas y los federalistas con la esperanza de aparentar unidad en el gobierno nacional. Sin embargo, ya
en 1825 Lucas Alamán, el más capaz de los ministros procentralistas, rápidamente fue obligado a abandonar
el cargo debido a los ataques federalistas. Al año siguiente, después de una larga y dura campaña electoral,
los federalistas obtuvieron una importante mayoría en el Congreso, sobre todo en la Cámara de Diputados.
La tensión aumentó en enero de 1827 al descubrirse una conspiración para restaurar el dominio español.
España era el único país importante que no había reconocido la independencia mexicana, y al haber aún
muchos ricos comerciantes españoles residentes en la nueva república, y como además había otros
españoles que conservaban sus puestos en la burocracia gubernamental, no fue difícil incitar el odio popular
contra todo lo español. El nacionalismo mexicano se convirtió en un arma conveniente y eficaz que los
federalistas usaron para atacar a los centralistas de quienes de forma muy extendida se pensaba que
estaban a favor de España. En su ofensiva, en la que usaron la religión como contrapartida del nacionalismo,
los centralistas se vengaron de la destitución de Alamán con una campaña en contra del ministro
norteamericano Poinsett, que era protestante. Como que el bien intencionado pero ineficaz presidente
Victoria fue incapaz de controlar a los federalistas, que eran más agresivos, Bravo, el líder centralista y
vicepresidente, finalmente recurrió a la insurrección en contra del gobierno. Bravo pronto fue derrotado por
el general Guerrero, un antiguo compañero de armas, y se le envió al exilio. Habían luchado en contra de los
españoles uno al lado del otro bajo la dirección de Morelos, pero Guerrero escogió la causa federalista, lo
que le permitió controlar su «tierra caliente» nativa. La principal consecuencia política fue la próxima
elección presidencial programada para 1828. La revuelta de Bravo había echado a perder las oportunidades
de los centralistas que ni siquiera pudieron presentar un candidato. Entonces los federalistas se dividieron
en moderados y radicales. Los centralistas o conservadores siguieron al candidato moderado, el general
Manuel Gómez Pedraza, ministro de Guerra del gabinete de Victoria y antiguo oficial realista y más tarde
seguidor de Iturbide. Su oponente era el general Guerrero, que nominalmente era el líder de los federalistas
pero que muchos creían el hombre de paja del periodista liberal, y más tarde senador por Yucatán, Lorenzo
Zavala. Gómez Pedraza fue elegido presidente y el general Anastasio Bustamante vicepresidente, pero
Guerrero se negó a aceptar el resultado y Zavala, en su nombre, organizó una revolución que triunfó en la
capital en diciembre de 1828. A continuación sólo hubo meras formalidades. Guerrero fue debidamente
«elegido» en enero de 1829 y recibió el cargo de manos de Victoria el 1 de abril. A los cuatro años ya se
había roto el orden constitucional. Guerrero, un héroe popular de la guerra contra España, era un símbolo
de la resistencia mexicana a todo lo español. Pronto se decretó la expulsión de los españoles que aún vivían
en la república7 y se empezó a preparar la resistencia a una invasión española que se esperaba desde hacía
tiempo. Zavala, ministro de Hacienda de Guerrero, encontró el Tesoro casi vacío, y buscó la manera de
aumentar los ingresos. Obtuvo algunos fondos al vender los bienes de la Iglesia nacionalizados por las
autoridades coloniales y también decretó un impuesto progresivo que fue el único intento de este género
que existió en este periodo de la historia de México. Sus acciones en contra de la propiedad eclesiástica y su
bien conocida amistad con Poinsett le hicieron impopular ante la Iglesia, y sus intentos de reforma social,
con los que buscaba el apoyo de las clases sociales más bajas, le reportaron el odio de todos los sectores de
propietarios. A finales de julio de 1829 tuvo lugar la tan largamente esperada invasión de tropas españolas y
sirvió para calmar el conflicto político entre los partidos, puesto que la nación se congregó a la llamada de la
unión. El general Santa Anna corrió desde su cuartel general de Veracruz a Tampico, donde habían
desembarcado los invasores, y rápidamente los aplastó. En un instante se convirtió en un héroe de guerra y
el país disfrutó de la alegría de la victoria. Pero la euforia fue breve y, al haber desaparecido la amenaza
exterior, el grupo católico y conservador renovó su campaña contra la administración de Guerrero. Aún no
se atrevían a tocar al presidente, que aún era un héroe de la independencia y ahora había salvado a la nación
de la agresión española. Los objetivos fueron, en cambio, el protestante Poinsett y el demócrata Zavala. Los
ataques en contra suyo fueron tan fuertes que Zavala fue obligado a renunciar el 2 de noviembre y Poinsett,
una víctima fácil y propicia, abandonó México poco después. Privado del apoyo de Zavala y de Poinsett, al
poco tiempo Guerrero perdió el cargo, cuando el vicepresidente Bustamante se levantó con la ayuda del
general Bravo, que ya había regresado de su reciente exilio. Guerrero se retiró, sin ser molestado, a su
hacienda del sur, lejos del control de gobierno central. El 1 de enero de 1830, Bustamante, actuando como
presidente, formó su gabinete. A diferencia de los gobiernos de 1823 a 1827 —que habían tratado de
mantener un difícil equilibrio entre federalistas y centralistas— y del régimen de Guerrero —de inclinaciones
populistas—, fue abiertamente conservador. Alamán, quien otra vez ocupó el puesto clave de ministro del
Interior y de Asuntos Exteriores, fue el líder del gabinete. Inmediatamente puso en práctica su programa
político: se reprimió a la oposición después de varios años de libertad plena; por primera vez desde la caída
de Iturbide el gobierno central intentó contener a los estados, en varios de los cuales se estaban
extendiendo nuevas ideas liberales; se salvaguardaron los derechos de propiedad, cuyo origen podía ser
trazado hasta la conquista española, y se confirmaron los privilegios de la Iglesia. Alamán evidentemente
tenía pensado establecer un acuerdo con España y con la Santa Sede. Algunas de estas y otras medidas no
gustaron a Guerrero, y por ello se levantó de nuevo en el sur a la cabeza de un grupo de guerrilleros. El
general Bravo permaneció leal a Bustamante y a Alamán, y fue designado para dirigir el ejército en contra de
Guerrero, que fue capturado en enero de 1831 y ejecutado a las pocas semanas por orden del gobierno
central. El cruel trato que se dio a Guerrero tiene una explicación. Bravo fue derrotado en 1827 pero
simplemente se le exilió, al igual que en otros casos parecidos. Por lo tanto, hay que preguntarse por qué en
el caso de Guerrero el gobierno decidió aplicar la última pena. La razón está en que Zavala, según escribió
años más tarde, advirtió que era un mestizo y que la oposición a su presidencia provenía de los grandes
propietarios, los generales, los clérigos y los españoles residentes en México. Esta gente no podía olvidar la
guerra de la independencia con su amenaza de subversión social y racial. A pesar de su pasado
revolucionario, el rico criollo Bravo pertenecía a este «club de caballeros», al igual que el culto criollo Zavala
a pesar de su radicalismo. Por esto la ejecución de Guerrero fue una advertencia para que los hombres
considerados tanto social cómo étnicamente inferiores no soñaran con ser presidentes. No todo lo que hizo
el gobierno conservador de Bustamante resultó negativo o reaccionario. La economía y las finanzas del país
mejoraron a consecuencia de una serie de medidas. Desde finales de 1827, cuando empezó a emerger el
conflicto, México había sido incapaz de pagar los intereses de los dos empréstitos extranjeros firmados en
Londres. Ahora acordó con los detentores de bonos que la deuda atrasada, que sobrepasaba la cifra de 4
millones de pesos, sería capitalizada. Así pues, se restauró la confianza al precio de incrementar el capital de
la deuda, pero seguramente no había otra solución posible. Las minas de plata continuaban en decadencia
debido a la sobreexpansión de los años anteriores y a las disturbios militares y civiles. Por entonces no se
podía hacer gran cosa para reanimar el sector, y Alamán atendió a otras esferas de la economía. Por
ejemplo, creó un banco gubernamental para que financiara la introducción de máquinas de hilar y tejer
algodón y prohibió la importación de algodón de Inglaterra. Con las altas tarifas proteccionistas existentes se
proveería de fondos al banco y se prestaría el dinero a los comerciantes y financieros mexicanos y
extranjeros que quisieran convertirse en manufactureros. Se encargaron las máquinas a los Estados Unidos y
las primeras fábricas de hilar algodón empezaron a funcionar en 1833. El gobierno Bustamante-Alamán
entonces ya no estaba en el poder, pero Alamán había puesto las bases de la revolución industrial en el
sector textil que, una vez iniciada, continuó creciendo mientras iban cambiando los gobiernos. Como
resultado de estas iniciativas, una década más tarde México contaba con unas 50 factorías que podían
proveer a la población de tejidos de algodón baratos. La industria era especialmente importante en la ciudad
tradicionalmente textil de Puebla y en el estado algodonero de Veracruz, donde la fuerza hidráulica era
abundante. La dimensión del crecimiento puede observarse en las siguientes cifras: en 1838 las factorías
hilaron 63.000 libras de hilo y en 1844 más de 10.000.000 de libras; en 1837 tejieron 45.000 piezas de tejido
y en 1845, 656.500. Después el crecimiento fue más lento. Alamán no se preocupó sólo de la industria textil,
pero no pudo alcanzar resultados tan espectaculares, por ejemplo, en la agricultura, la cual tuvo que
reconocer, aunque él mismo era un devoto católico, que se veía seriamente obstaculizada por el diezmo
eclesiástico. Bustamente no era lo suficientemente fuerte como para imponer una república
permanentemente centralizada, y pronto surgieron los grupos políticos rivales. Francisco García, el
gobernador del estado minero de Zacatecas, había , organizado cuidadosamente una milicia civil muy
poderosa y desafió al régimen proclerical de la capital. Su amigo Valentín Gómez Farías, que era senador y
había apoyado anteriormente a Iturbide, sugirió que el Estado patrocinara un concurso de ensayos sobre los
derechos respectivos de la Iglesia y el Estado sobre la propiedad. El vencedor, José María Luis Mora, un
pobre profesor de teología, en la exposición que hizo en diciembre de 1831, justificó el desmantelamiento
de la propiedad eclesiástica y así puso las bases teóricas de la ideología y el movimiento liberal y anticlerical.
El momento era propicio para hacerlo. Con la derrota de Guerrero y Zavala, los derechos de la propiedad
privada habían quedado definitivamente salvaguardados. Por ello, no existía el peligro real de que un ataque
a la propiedad de la Iglesia se convirtiera en un asalto radical sobre toda la propiedad en general. La esencia
del liberalismo radicaba precisamente en la destrucción de la propiedad de la Iglesia y, a la vez, en el
fortalecimiento de la propiedad privada. Mora era más un teórico que un hombre de acción, y le tocó a
Gómez Farías organizar la oposición contra Bustamante. Como que la milicia de voluntarios de Zacatecas era
tan sólo una fuerza local, necesitaba disponer de un aliado en el ejército profesional. El general Santa Anna
se había rebelado contra Bustamante en enero de 1832; su ideología era poco clara, pero ante la gente
estaba estrechamente relacionado con Guerrero a quien había apoyado decididamente. Por ello ahora se le
presentaba la oportunidad de beneficiarse de la ejecución de Guerrero, que había sido una medida muy
impopular. Además, como que él aún era un héroe nacional —tras alcanzar la gloria por haber aplastado la
invasión española de 1829—, podía intentar ocupar el lugar de Guerrero como figura popular favorita. La
campaña liberal de Gómez Farías combinada con la revuelta militar de Santa Anna obligó a Bustamante a
despachar a Alamán y a su ministro de Guerra, José Antonio Fació, los dos hombres que casi todo el mundo
pensaba que habían sido los responsables de la muerte de Guerrero. Estos cambios en el gabinete no fueron
suficientes, y a finales de 1832 Bustamante tuvo que aceptar la derrota. Gómez Farías, como nuevo ministro
de Hacienda en la administración interina que era, controló el gobierno de la capital. A Zavala, que había
regresado a México después de haber pasado más de dos años en los Estados Unidos, no se le ofreció un
puesto en el gabinete; su tono populista fue sustituido ahora por el anticlericalismo de la clase media, y tuvo
que contentarse con el cargo de gobernador del estado de México. En marzo de 1833 Santa Anna fue
elegido presidente y Gómez Farías vicepresidente, empezando formalmente su mandato el 1 de abril.
Gómez Farías estaba ansioso de emprender reformas liberales y Santa Anna prefirió dejar, por el momento,
el ejercicio del poder a su vicepresidente, mientras él continuaba en su estado de Veracruz esperando la
reacción de la opinión pública. Libre de las limitaciones presidenciales, Gómez Farías inició un amplio
programa de reformas, sobre todo en lo concerniente a la Iglesia. Se derogó la obligación según la ley civil de
pagar diezmos y su pago se volvió totalmente voluntario. También se acabó con la fuerza civil de los votos
monásticos y se permitió que los frailes y las monjas salieran de los monasterios o conventos si querían.
Asimismo, se declararon nulas y se abolieron todas las transferencias de bienes inmuebles pertenecientes al
clero regular efectuadas desde la independencia. Mientras que la primera ley afectaba principalmente a los
obispos y a los canónigos, cuyos ingresos procedían sobre todo del cobro de los diezmos, las dos últimas se
hicieron pensando que provocarían la eventual desaparición de las órdenes regulares. La destrucción de los
bienes monásticos ya se discutía en el Congreso, y se declaró ilegal la venta de tales propiedades para evitar
que la Iglesia las vendiera a gente de confianza y así evadiera la desamortización. Pero aun así, los liberales
no pudieron acabar con los bienes amortizados hasta bastantes años después. Gómez Farías, su gabinete y el
Congreso liberal intentaron reducir el tamaño del ejército, y no pasó mucho tiempo antes de que los jóvenes
oficiales militares imploraran a Santa Anna que interviniera. Al final, cuando varios oficiales y sus tropas se
rebelaron en mayo de 1834 y cuando la rebelión se expandió, decidió abandonar su hacienda y asumir la
autoridad presidencial en la capital. Las consecuencias de esta decisión pronto se hicieron patentes. Las
reformas se dejaron de lado y en enero de 1835 Gómez Farías fue expulsado de su cargo de vicepresidente.
Dos meses más tarde, un nuevo Congreso aprobó una moción para modificar la constitución de 1824 a fin de
implantar una república centralista. Santa Anna, sabiendo que Zacatecas era el bastión del federalismo,
invadió el estado, derrotó a su milicia y depuso al gobernador García. El 23 de octubre de 1835 el Congreso
elaboró una constitución centralista provisional según la cual los estados serían sustituidos por
departamentos y sus gobernadores serían designados desde entonces por el presidente de la república. Sin
embargo, Santa Anna no estableció de forma total un régimen fuerte y centralizado. Poco después de la
derrota de Zacatecas, en el norte se produjeron unas complicaciones imprevistas, tanto para México como
para Santa Anna, y de lo más inoportunas. La provincia de Texas se negó a aceptar el centralismo y
finalmente se levantó en armas. Después de que los colonos hubieran expulsado a las tropas mexicanas
norteñas, Santa Anna decidió dirigir en persona lo que él consideraba una simple expedición punitiva. Antes
de salir de la Ciudad de México, dijo a los ministros francés e inglés que si veía que los Estados Unidos
estaban ayudando a los rebeldes «podía continuar con su ejército hasta Washington y enarbolar la bandera
mexicana en el Capitolio».8 Santa Anna logró tomar San Antonio a principios de marzo de 1836, pero fue
derrotado y hecho prisionero al mes siguiente. Entonces los téjanos ya habían declarado su independencia.
El vicepresidente de la nueva república tejana no era otro que el liberal yucateco Lorenzo Zavala, pero murió
diez meses más tarde. Santa Anna, siendo prisionero de los téjanos, firmó un tratado que garantizaba la
independencia de Texas y reconocía a Río Grande como frontera entre ambos países. Después se le dejó en
libertad y en febrero de 1837 volvió a México, pero cayó en desgracia ya que entretanto el gobierno
mexicano no había aceptado el tratado y se negó a renunciar a sus derechos sobre la antigua provincia. En
cierta manera México logró contrarrestar su derrota en el norte con un triunfo en el frente diplomático
europeo, ya que España y la Santa Sede finalmente reconocieron la independencia de la nación a finales de
1836. Por las mismas fechas el Congreso aprobó una constitución centralista muy detallada. Con la
esperanza de dar al país la estabilidad que tanto necesitaba se alargó el mandato presidencial de cuatro a
ocho años y durante un tiempo pareció que se conseguiría un periodo de paz. Las esperanzas fueron
prematuras. Bustamante había vuelto a ocupar su cargo como nuevo presidente, pero los conservadores que
recordaban su régimen fuerte de 1830-1832 quedaron desilusionados. Los dos principales defensores del
centralismo, Santa Anna y Alamán, habían quedado desacreditados, y Bustamante sin su apoyo o presión
mostraba una inclinación creciente hacia los federalistas que pretendían que se reimplantara la constitución
de 1824. Un político conservador advirtió al presidente que el clero y los ricos se podrían sentir empujados a
«entregarse a los brazos del general Santa Anna». La invasión francesa de Veracruz acaecida en 1838, con el
objeto de lograr una compensación adecuada por los daños sufridos por un francés, dio a Santa Anna la
oportunidad de volver a ganarse la estima popular. Avanzó sobre Veracruz y su brava conducta le convirtió
de nuevo en un héroe nacional. Al año siguiente fue nombrado presidente interino mientras Bustamante
salía de la capital para enfrentarse a los federalistas rebeldes. Sin embargo, un mes más tarde devolvió el
cargo a su legítimo detentor y se retiró a sus propiedades esperando que se produjeran sucesos favorables.
No tuvo que esperar mucho. El apoyo popular a Bustamante estaba disminuyendo y en julio de 1840 fue
capturado por el ejército federalista. Éste llamo a Gómez Farías —que al regresar de su exilio había entrado y
salido de la prisión— e implantaron una república federal. El levantamiento quedó aplastado después de
varios días de luchas callejeras, y Bustamante fue liberado. Como reacción al caos creciente, el escritor José
María Gutiérrez Estrada propuso que para solucionar los problemas de México se estableciera una
monarquía con un príncipe europeo. Gutiérrez Estrada, al igual que Zavala, era natural de Yucatán, si bien
tomó un camino distinto al que emprendió éste. Mientras Yucatán, estimulado por el éxito de Texas, estaba
luchando contra el centralismo mexicano, pensó que la república centralista era demasiado débil para
imponer el orden. Aunque sólo unos pocos compartían la opinión monárquica de Gutiérrez Estrada, era
evidente que Bustamante había perdido el apoyo tanto de los federalistas radicales como de los
conservadores extremistas. Santa Anna también estaba descontento con la constitución de 1836, que había
introducido un curioso «poder conservador supremo» para limitar el poder del presidente. Por último,
Yucatán declaró su independencia y Bustamante no fue capaz de volverlo a hacer entrar en la república, ni
por medio de negociaciones ni por medio de las armas. El incremento de los impuestos, los aranceles y los
precios sólo sirvió para que el descontento se extendiera aún más. El país estaba a punto de iniciar una
nueva revolución. Así pues, en agosto de 1841 el general Mariano Paredes Arrillaga, comandante de
Guadalajara, exigió la destitución de Bustamante y que un nuevo Congreso modificara la constitución de
1836. Pronto recibió el apoyo del ejército, y Santa Anna actuó como intermediario convirtiéndose en
presidente provisional en octubre de 1841. Se sabía que el general Paredes, que también había sido un
oficial realista, era conservador y que la nueva situación era el resultado de una revuelta centralista contra el
centralismo. Sin embargo, Santa Anna era demasiado hábil para dejarse atar por cualquier partido.
Necesitaba fondos para reconquistar Texas y Yucatán así como para su ostensión, y sólo la Iglesia se los
podía proporcionar. Como medio de presionar a la Iglesia ofreció la cartera de Hacienda a Francisco García,
el antiguo gobernador de Zacatecas que él mismo había destituido en 1835. Las elecciones al nuevo
Congreso fueron lo suficientemente libres como para dar una mayoría de diputados federalista o liberales,
muchos de los cuales eran jóvenes y destacarían en los años siguientes. En 1842 trabajaron sobre una nueva
constitución a la sombra de la presidencia de Santa Anna e hicieron dos borradores. En ambos se reconocía
que la religión católica romana era la única permitida y para no molestar a Santa Anna hablaban de
departamentos y no de estados. Sin embargo, en el segundo se incluía la declaración de los derechos
humanos o «garantías»; en concreto, se especificaba que la ley sería la misma para todos y que no habría
tribunales especiales. En otras palabras, ello quería decir que se aboliría la inmunidad ante la ley civil y que
se terminaría con los monopolios gubernamentales. Además, la educación sería gratuita. En diciembre de
1842 el ejército disolvió el Congreso cuando estaba discutiendo las reformas constitucionales y, en ausencia
de Santa Anna, el presidente Bravo nombró un comité de propietarios, eclesiásticos, oficiales del ejército y
abogados conservadores que unos meses después elaboró una constitución aceptable para Santa Anna. En
el documento, centralista y conservador, no se hacía referencia a los derechos humanos, sobre todo a la
igualdad. Los poderes presidenciales se vieron acrecentados por la omisión del «poder conservador
supremo» introducido en la constitución de 1836. Pero el poder del presidente no podía ser absoluto
porque, si bien los autores de la nueva constitución querían un jefe de Estado fuerte, en cambio no querían
un déspota. El nuevo Congreso resultó sólo un poco más tratable que el disuelto, y cuando las extorsiones
fiscales de Santa Anna se volvieron insoportables, el general Paredes, conocido por su honestidad en las
cuestiones fiscales, se rebeló en Guadalajara. La Cámara de Diputados en la capital mostró simpatía por este
movimiento y otras unidades del ejército pronto le apoyaron. Santa Anna fuedestituido a finales de 1844,
fue encarcelado y después se le mandó al exilio hasta su muerte. El Congreso eligió al general José Joaquín
Herrera, reputado moderado, como presidente. La última secuencia de revueltas políticas en la capital
discurrieron teniendo como trasfondo las deterioradas relaciones entre México y los Estados Unidos. En
1843 Gran Bretaña y Francia arreglaron una tregua entre México y Texas, pero ésta no llevó al
reconocimiento de la independencia de Texas por parte de los mexicanos. Por el contrario, insistiendo que
Texas era aún parte de México, Santa Anna anunció que su anexión por parte de los Estados Unidos, que era
propulsada por muchos norteamericanos, equivaldría a declarar la guerra. La anexión fue aprobada por el
Congreso de los Estados Unidos en febrero de 1845 y a partir de aquí el ritmo de los acontecimientos se hizo
más rápido. La opinión pública mexicana, tanto la conservadora como la liberal, estaba enfurecidamente en
contra de los agresivos políticos de Washington, pero el nuevo presidente, el general Herrera, pronto vio que
el estado financiero y militar del país no le permitía oponer resistencia y que no llegaría apoyo de Europa.
Por ello intentó negociar un acuerdo. Dada la atmósfera existente, los mexicanos vieron tal intento como
una traición. En diciembre de 1845, el general Paredes se rebeló con el pretexto de que «el territorio de la
república se iba a disgregar, manchando para siempre el honor nacional con una infamia perpetua al
consentir el reparto con el pérfido gobierno de los Estados Unidos».9 Pidió la destitución de Herrera y otro
Congreso extraordinario elaboró una nueva constitución. Las unidades del ejército en la capital siguieron el
llamamiento, Herrera dimitió y Paredes se convirtió en presidente a principios de enero de 1846. Por
entonces, la constitución de 1843 estaba en vigor y, buscando la manera de cambiarla, Paredes, un católico
conservador, naturalmente no pensaba en una república liberal. Dio un indicio de sus ideas cuando dijo:
«Buscamos un poder fuerte y estable que pueda proteger a la sociedad; pero para gobernarla no queremos
ni la dictadura despótica de un soldado ni el yugo degradante de un orador».10 Pronto se hizo evidente que
pensaba en el sistema monárquico y, bajo su protección, Lucas Alamán resucitó públicamente la idea central
del Plan de Iguala de Iturbide, de implantar una monarquía en México con un príncipe europeo en el trono.
Dada la situación internacional, la monarquía podría ser un baluarte frente al expansionismo
norteamericano, pero entonces cualquier hombre instruido pensaba que la monarquía tenía que
mantenerse sobre una nobleza fuerte y numerosa. Sin embargo, Alamán, miembro de una de las pocas
familias nobles mexicanas, pasó por alto esta precondición del sistema monárquico, si bien es posible que
esperara que el proyecto fuera apoyado por los ejércitos europeos. También parece que olvidó el hecho de
que el grupo dominante mexicano, ei ejército, era republicano. En todo caso, no hubo tiempo para importar
un príncipe europeo y obtener así ayuda contra los Estados Unidos. Las hostilidades estallaron en abril de
1846 y, en dos o tres meses, el ejército estadounidense derrotó a las fuerzas mexicanas y ocupó parte del
norte de México. La inhabilidad de Paredes para defender al país y sus simpatías monárquicas desplazaron la
opinión pública al otro extremo; se pensó que quizás el viejo federalista Gómez Farías y el otrora héroe
nacional Santa Anna, conocidos los dos por su odio a los Estados Unidos, podrían ser más eficaces. Santa
Anna en su exilio cubano había previsto esta posible reacción ya en abril, cuando escribió a Gómez Farías,
que estaba exiliado en Nueva Orleans. Como si entre ellos no hubiera ocurrido nada, Santa Anna con su
verborrea acostumbrada sugirió que podrían trabajar conjuntamente, que el ejército y la gente debían
unirse y que él ahora aceptaba el principio de la libertad. Posiblemente pensando que el ejército necesitaba,
a Santa Anna y que lo podría controlar, Gómez Farías aceptó. Tácitamente se entendía que Santa Anna
volvería a ser presidente y Gómez Farías vicepresidente. Gómez Farías se dirigió hacia México y a principios
de agosto, gracias a la ayuda recibida de las unidades del ejército encabezadas por el general José Mariano
Salas, se ocupó la capital y se restauró la constitución de 1824. El gobierno de los Estados Unidos entonces
permitió que Santa Anna cruzara el bloqueo y desembarcara en Veracruz, creyendo quizá que con la caída
del extremadamente antinorteamericano Paredes la guerra se terminaría o que Santa Anna firmaría la paz
en términos favorables para los Estados Unidos, o bien que hundiría aún más en el caos al ya caótico México.
El 16 de septiembre de 1846, los dos héroes, Santa Anna y Gómez Farías, desfilaron juntos por las calles de la
capital en un carruaje abierto y su relación quedó formalizada en diciembre cuando el Congreso nombró a
Santa Anna presidente y a Gómez Farías, vicepresidente. Santa Anna pronto se marchó para dirigir al ejército
y Gómez Farías, a fin de poder cubrir las urgentes necesidades del ejército, nacionalizó propiedades de la
Iglesia hasta un valor de 15 millones de pesos, lo que aproximadamente suponía una décima parte de la
riqueza total que ésta detentaba. Como no había tiempo para valorarlos, ordenó la confiscación inmediata y
la venta de bienes eclesiásticos estimados en 10 millones de pesos. La Iglesia protestó y hacia finales de
febrero de 1847 en la capital empezó una revuelta militar reaccionaria. Santa Anna regresó el 21 de marzo y
una semana más tarde repudió los dos decretos confiscatorios, pero antes las autoridades eclesiásticas le
habían prometido que le garantizarían un préstamo de un millón y medio de pesos. Santa Anna había
evidentemente aprendido a utilizar a los liberales para chantajear a la Iglesia. Los religiosos se quejaron,
sabiendo que el préstamo probablemente nunca les sería reintegrado. Ellos no disponían de suficiente
dinero en metálico, pero el gobierno lo obtuvo vendiendo a los comerciantes bonos a corto plazo con
descuento con la garantía de que la Iglesia los redimiría. Como que Gómez Farías se resistió a ser destituido,
el 1 de abril se abolió la vicepresidencia. La segunda sociedad de los dos dirigentes políticos del periodo se
terminó para siempre. El 9 de marzo, mientras la capital del país se sumergía en la guerra civil, el ejército
estadounidense bajo la dirección del general Winsfield Scott desembarcó cerca de Veracruz, y el puerto se
rindió el 29 de marzo. Las fuerzas invasoras entraron en Puebla en mayo y, a pesar de varios actos de
heroísmo de los habitantes de la ciudad, la capital fue ocupada el 15 de septiembre. Al día siguiente Santa
Anna dimitió como presidente (pero no como comandante en jefe) y salió del país. La resistencia mexicana
se terminó y el ejército de los Estados Unidos no avanzó más. En la capital se estableció una junta municipal
constituida por prominentes liberales entre los cuales se encontraba Miguel Lerdo (que pocos años después
sería famoso), mientra se esperaba la constitución de un gobierno mexicano que pudiera empezar a
negociar la paz. Con el general Herrera que dirigía lo que quedaba del ejército, en el territorio no ocupado de
Toluca y Querétaro se formó un nuevo gobierno presidido por Manuel de la Peña y Peña, el jefe máximo del
Tribunal Supremo. Los liberales antinorteamericanos como Gómez Farías y, entre la nueva generación
emergente, Melchor Ocampo, que también sería famoso años más tarde, no participaron en el nuevo
gobierno. La derrota generalmente se atribuyó a la incompetencia y traición de Santa Anna. Algunos
mexicanos culparon al «coloso del norte». En 1848 quince figuras prominentes escribieron: «La república
mexicana con la que la naturaleza ha sido pródiga y dispone de multitud de elementos que hacen grande y
feliz a una nación, entre otras desgracias de menor importancia tiene la muy grande de ser vecina de un
pueblo fuerte y enérgico»." Sin embargo, no todo el mundo buscaba una víctima. Un escritor se quejó «del
dominio inicuo y vergonzoso que los norteamericanos nos han impuesto», pero, añadía, «lo triste de ello es
que el castigo ha sido merecido».12 Los Estados Unidos hicieron todo lo posible para acortar el sufrimiento y
la humillación de los mexicanos. Se constituyó el nuevo gobierno, se negoció el tratado de paz y finalmente
se firmó el 2 de febrero de 1848. México perdió lo que en realidad ya había perdido: Texas, Nuevo México y
California. Los negociadores mexicanos consiguieron obtener la devolución de territorios que los Estados
Unidos creían que habían ocupado sólidamente, como por ejemplo la Baja California. Incluso así, las
provincias perdidas constituían cerca de la mitad del territorio mexicano, aunque sólo contaban con un 1 o
un 2 por 100 de la población total y por entonces sólo se conocían unos pocos de sus recursos naturales. Por
lo tanto, su pérdida no destrozó la economía mexicana y a cambio recibió una indemnización de 15 millones
de dólares. Comprensiblemente, algunos sectores de la sociedad mexicana consideraron que el tratado era
vergonzoso y que sus firmantes eran unos traidores; algunos querían sostener una guerra de guerrillas
contra los invasores. Pero prevaleció la razón. Finalmente, un reticente Congreso ratificó el tratado el 30 de
mayo y las fuerzas ocupantes se marcharon poco después ante la alegría contradictoria de los terratenientes
mexicanos que por entonces estaban amenazados por una revolución social. En 1829, el diplomático
estadounidense Poinsett sintetizó la situación del campo mexicano en los siguientes términos:

Por lo tanto aquí falta esta parte de la comunidad que constituye la fuerza de cada nación: el campesinado
libre. Los indios aún no pueden ser considerados en este término. Son laboriosos, pacientes y sumisos, pero
lamentablemente son ignorantes. Lentamente están emergiendo del infeliz estado en el que estaban
reducidos ... Ahora siete octavas partes de la población vive en míseras chozas sin la más mínima
comodidad. Sólo tienen unos pocos y toscos petates para sentarse y dormir, su alimento consta de maíz,
chiles y leguminosas, y sus vestidos son miserablemente bastos y escasos. No es que los bajos salarios no les
permitan ganarse una subsistencia más confortable a pesar de los numerosos festivales anuales, sino que se
gastan su dinero o lo dan a la Iglesia católica ... Todas estas miserias se podrían remediar en gran manera por
medio de la educación.13

La condición de los indios mexicanos continuaba siendo la misma en 1847. En las zonas rurales había las
haciendas —que se pueden describir como grandes empresas, establecimientos o propiedades agrícolas— y
los pueblos indios con tierras comunales. En las haciendas los trabajadores a menudo estaban ligados a la
propiedad por el peonaje o servicio por deudas, una herencia del periodo colonial. El peón con deudas no
podía irse hasta haberlas pagado. En otras palabras, los trabajadores rurales eran comprados y vendidos por
el precio de una deuda. Si un peón con deudas huía, podía ser capturado, se le podía hacer volver y se le
podía castigar. Este tipo de peonaje era típico del centro de México. En la aislada península del Yucatán y en
el escasamente poblado norte aún existía legalmente la servidumbre. Melchor Ocampo fue el primer
hacendado liberal que escribió sobre la delicada cuestión del sistema laboral del México rural. En un corto
artículo publicado en 1844, condenó el peonaje no sólo por ser inmoral sino porque no conducía al progreso.
Ocampo señaló que había cancelado todas las deudas de sus peones cuatro veces. Si un peón endeudado
huía de su propiedad, quizá para ir a trabajar con otro hacendado que pagaba mejor, lo reclamaba sólo si era
culpable de delitos penales. Terminaba exhortando a los peones a no pedir dinero prestado y a los patrones
a prestar sólo en casos de emergencia. Investigaciones recientes han mostrado que no todos los
trabajadores rurales debían dinero a sus patrones. En algunas haciendas, por lo menos, un número
considerable de trabajadores no tenían nada e incluso había casos en que la hacienda debía dinero a alguno
de ellos. Los peones generalmente obtendrían dinero de su cuenta para comprar en el almacén de la
hacienda. Finalmente, algunos hacendados no se molestaban en denunciar los fugitivos con deudas a las
autoridades o no lograban que regresaran.14 Incluso si no debían nada, los peones no eran completamente
libres de abandonar su empleo cuando quisieran. Las leyes sobre la vagancia, heredadas también del periodo
colonial, hacian difícil a los peones sin tierra dar vueltas por el país buscando otro trabajo u otro mejor. Era
más seguro vincularse a una hacienda y estar siempre allí. Curiosamente, para el peón resultaba ventajoso
obtener prestado todo lo que podía y trabajar lo menos posible porque así no se le despediría nunca. Esta
fue otra de las características del sistema que Ocampo específicamente criticó. Los indios que vivían en los
pueblos estaban mejor porque podían trabajar como temporeros en las haciendas vecinas. Se trataba de una
buena solución, porque pocos campesinos tenían suficiente tierra para poderse mantener durante todo el
año con lo que ésta producía. Eran hombres libres, pero, por otro lado, si su cosecha era mala se morían de
hambre. Una ventaja del peonaje era que los peones podían tomar prestado maíz del hacendado. Hubo
otros grupos de población rural que se han de diferenciar de los peones y los campesinos residentes en
pueblos. Había ocupantes de tierras, rentistas, arrendatarios y aparceros que vivían en los límites de la
hacienda, generalmente en pequeñas parcelas. Como que sólo en raras ocasiones podían pagar una renta en
metálico, a menudo eran forzados a pagar con su propio trabajo o el de su hijo, y si se resistía se le
confiscaba sus animales, o quizás unas cuantas cabezas de ganado. También podían, por descontado, ser
expulsados, pero probablemente era raro que sucediera porque al propietario le convenía que estuvieran allí
como peones potenciales. Obviamente, el hacendado era el señor de su territorio. Las diferencias sociales y
étnicas parece que eran aceptadas por todos y los peones, los campesinos y los arrendatarios no parece que
se resintieran de su estado inferior. Se limitaban a protestar por los abusos de los poderosos, de quienes era
difícil, si no imposible, obtener una reparación a través de ios canales normales.

En el Yucatán pervivía una situación especial. Los hacendados locales se dedicaban a cultivar henequén con
gran éxito a fin de exportarlo, y tenía pocos lazos con el México central.15 Lógicamente el Yucatán abrazó el
federalismo y en 1839 se rebeló en contra de México con la ayuda de los soldados mayas, convirtiéndose en
un Estado independiente. En 1840, el viajante norteamericano John L. Stephens encontró a los peones indios
sumisos y humildes. Dos años más tarde, en su segunda visita, advirtió:

Es una cuestión trascendental para la gente del país saber qué consecuencias tendrá el hecho de que [los
mayas] se encuentren a sí mismos, después de siglos de servidumbre, una vez más en posesión de armas y
siendo cada vez más conscientes del peso de su fuerza física, pero la respuesta nadie la puede predecir.16

Los presentimientos de Stephens quedaron confirmados cinco años después. A cambio de servir como
soldados, los blancos habían prometido a los indios abolir, o al menos reducir, los impuestos parroquiales,
abolir el impuesto de capitación que pagaban todos los indios adultos y otorgarles el derecho de utilizar
libremente las tierras públicas y comunales. No se cumplió ninguna de estas promesas y los mayas se
rebelaron en el verano de 1847 con el deseo de exterminar o al menos expulsar a la población blanca. La
revuelta pronto se convirtió en una guerra a gran escala, conocida desde entonces como guerra de Castas.
México acababa de ser derrotado por los Estados Unidos y era incapaz, aunque hubiese querido hacerlo, de
enviar el ejército a Yucatán para suprimir la revuelta. En la cruel guerra que siguió, los indios casi
consiguieron echar a sus enemigos al mar. Desesperados, los blancos llegaron a ofrecer Yucatán a Inglaterra,
a los Estados Unidos o, incluso, a cualquier país que quisiera protegerles. Mientras Yucatán estaba
angustiado por esta guerra racial, las tribus indias, forzadas a desplazarse hacia el sur a causa de la invasión
de los Estados Unidos, invadieron las regiones del norte de México apenas poblado, quemando haciendas,
pueblos y minas, y matando indiscriminadamente a sus habitantes. El gobierno mexicano de nuevo era
demasiado débil para impedir estas incursiones. La revuelta social y étnica tuvo un carácter distinto en el
México central. Allí los indios no formaban un grupo compacto y lingüístico y no estaban en clara mayoría,
como ocurría en el caso de los mayas en Yucatán. Sin embargo, los desertores del ejército, los fugitivos de la
justicia, los vagabundos y otros individuos semejantes, aprovechándose de la derrota militar mexicana y del
caos que siguió, organizaron bandas armadas que empezaron a aterrorizar la zona rural. Al menos en un
distrito, en las montañas de los estados de Guanajuato, Querétaro y San Luis Potosí, se desarrolló un
movimiento revolucionario agrario. La llamada rebelión de Sierra Gorda quería dar tierra libre a los
arrendatarios y a los peones de las haciendas, pero los rebeldes no fueron lo suficientemente fuertes para
atacar a las ciudades y se tuvieron que contentar con quemar haciendas. La clase dirigente mexicana,
desmoralizada, amargada y dividida veía cómo lo que quedaba de lo que antes había sido su gran país
empezaba a caer en pedazos. Pero la situación empezó a mejorar lentamente. En 1849, R. S. Ripley, que
escribió sobre la historia de la guerra norteamericana, comentaba que

El efecto de la guerra sobre México ha sido y continuará siendo muy beneficioso. La primera buena muestra
es que el prestigio del ejército ... ha desaparecido del todo. Que así ha sucedido lo prueba la comparativa
quietud que ahora existe en México desde que se firmó la paz y por la estabilidad al menos aparente del
gobierno regido por principios republicanos.17

Sin embargo, la principal explicación de la mejora residía en la indemnización de la guerra. El gobierno de


liberales moderados que presidía Herrera no tenía ingresos y sin duda hubiera sucumbido si no hubiera
recibido 3 millones de pesos a cuenta de la indemnización. Con este dinero pudo comprar equipo militar al
ejército norteamericano, restablecer el orden social en el México central y enviar refuerzos al norte del país
y al Yucatán. Después de varios años de lucha en el Yucatán, en la que los terratenientes locales habían
buscado el apoyo de sus peones y también pagaron a mercenarios estadounidenses, la insurrección de los
mayas gradualmente se fue apaciguando. Los criollos yucatecos salvaron su piel y sus propiedades, pero
perdieron para siempre toda esperanza de independizarse de México. Por otro lado, la población del
Yucatán había quedado reducida casi a la mitad.18 Continuaron los pagos de la indemnización y México
pudo poner sus finanzas en orden. En 1846, el principal capítulo de la deuda pública extranjera quedó fijado,
después de prolongadas negociaciones con Londres, en 51 millones de pesos. Entonces estalló la guerra y
dejaron de pagarse los intereses, pero en un gesto amistoso hacia México el comité londinense de tenedores
de bonos sacrificó los atrasos y acordó reducir la tasa de interés anual del 5 al 3 por 100. Después, los
razonables pagos se fueron pagando puntualmente hasta 1854. Parece que la economía en conjunto mejoró.
A partir de las tablas de acuñación de monedas y de la minería de plata y oro —la principal industria—, se
observa una recuperación. De un promedio anual de producción de más de 20 millones de pesos que había
antes de la guerra de la independencia y que en 1822 había caído a 10 millones de pesos, se produjo
después un aumento gradual, alcanzando de nuevo en 1848-1850 —cuando ya se cobraba la
indemnización— casi los 20 millones de pesos anuales. A continuación, en 1854, se redujo a 16 millones de
pesos y de nuevo aumentó en la década de 1858-1867 hasta alcanzar los 17.800.000 pesos. Los últimos
meses de 1850 presenciaron la celebración de nuevas elecciones presidenciales en México. El favorito de
Herrera era su propio ministro de la Guerra, el general Mariano Arista, un liberal moderado. Otros grupos
apoyaban a sus propios candidatos y, aunque Arista no tenía la mayoría, aseguraba un mando rector. A
principios de enero de 1851 la Cámara de Diputados le eligió presidente, mientras que las delegaciones de
ocho estados le votaron frente a cinco que preferían al general Bravo. Esta fue la primera ocasión desde la
independencia en que un presidente no sólo pudo terminar el periodo de su mandato —si bien éste no fue
completo—, sino también entregar el cargo a un sucesor elegido legalmente. Sin embargo, el proceso
constitucional pronto iba a romperse de nuevo. Como que la subversión social amenazaba el orden
establecido, los liberales y los conservadores estaban deseosos de unirse para la defensa mutua. El
conservador y antinorteamericano Alamán incluso se quejó de que se hubiera ido el odiado ejército de
ocupación protestante porque protegía sus propiedades y las de todo el mundo contra los bandidos y
rebeldes. Mora, el oráculo liberal, desde Europa había escrito a sus amigos mexicanos diciendo que las
revueltas indias debían ser rigurosamente suprimidas. Pero una vez desapareció el peligro inminente, la
oposición conservadora al régimen liberal moderado se intensificó de nuevo. Más de un tercio de los votos
de las elecciones de principios de 1851 fueron para el conservador Bravo. Además, las perspectivas
financieras del nuevo gobierno no eran nada prometedoras; los fondos de la indemnización de los Estados
Unidos casi habían desaparecido; los ingresos del gobierno habían descendido debido a que el contrabando
aumentaba porque resultaba más fácil gracias a que la frontera con los Estados Unidos ahora estaba más
próxima; se redujo el tamaño del ejército, pero los gastos militares todavía eran enormes debido a las
nuevas invasiones indias en el norte de México (y los oficiales dimitidos se pasaron a la oposición). En 1851
el déficit presupuestario ascendía a 13 millones de pesos.'9 El gobierno del general Arista pronto fue atacado
por los conservadores, los liberales radicales y los seguidores de Santa Anna. No tenía demasiada
importancia que algunos prominentes conservadores hubieran tenido en el pasado posiciones monárquicas,
ni que algunos liberales radicales hubieran colaborado con los ocupantes, ni, por supuesto, que Santa Anna
fuera un inepto que bordeó la traición. La marea avanzaba en contra de los liberales moderados que, según
el sentir popular, habían traicionado a la nación al haber firmado el tratado de paz y por «vender» la mitad
de su territorio; eran los responsables del desastre existente. En julio de 1852, en Guadalajara, José M.
Blancarte, un antiguo coronel de la guardia nacional, depuso al gobernador del estado, Jesús López Portillo,
un liberal moderado, y de nuevo una revuelta militar se extendió por los otros estados. Al principio no
estaba claro quién se había rebelado, si los conservadores, los liberales o ambos a la vez, y tampoco por qué
motivo lo habían hecho. Cuando la situación se aclaró unos pocos meses después, se vio que todo el mundo
quería que Santa Anna volviera. Arista dimitió y los militares, creyéndose incapaces para mandar, acordaron
llamar al antiguo dictador que entonces vivía en Colombia. El 17 de marzo de 1853, el Congreso eligió
debidamente a Santa Anna como presidente, y el gobierno le pidió que regresara. Alamán en una carta
explicó a Santa Anna cuál era el programa conservador: soporte pleno a la Iglesia, un ejército fuerte, la
abolición del federalismo, un ejecutivo fuerte sujeto a ciertos principios y responsabilidades. Sin embargo,
no dejaba claro quién vigilaría a Santa Anna. Quizá veía la nueva presidencia de Santa Anna como un paso
hacía una monarquía borbónica. No sólo los conservadores habían renovado su actividad. Cuando Santa
Anna desembarcó en Veracruz, fue recibido por Miguel Lerdo de Tejada, que había sido enviado como
representante de los liberales radicales. En 1848, Lerdo ya había manifestado que la Iglesia y el ejército
habían provocado la ruina de México. Santa Anna le pidió que escribiera sus ideas y Lerdo respondió con una
larga carta en la que insistía en sus anteriores críticas y terminaba proponiendo varias mejoras materiales
que la república necesitaba mucho. Santa Anna tomó posesión de la presidencia el 20 de abril de 1853. En
esta ocasión contaba con un apoyo más amplio que en 1846, cuando sólo los liberales radicales organizados
en grupos políticos le habían pedido que volviera. Ahora tanto los conservadores como los liberales se
inclinaban por su liderazgo, cada uno de ellos convencidos de que le podrían atraer a su bando. Formó un
gabinete mixto con el conservador Alamán en el Ministerio de Asuntos Interiores y Exteriores y el liberal
independiente Antonio de Haro y Tamariz como ministro de Hacienda. Este último era un elemento
particularmente importante, considerando el uso que previamente había hecho Santa Anna de los liberales
para chantajear a la Iglesia. Lerdo de Tejada fue secretario del nuevo Ministerio de Fomento e hizo mucho
para que se construyeran las líneas telegráficas, esenciales para el progreso en el montañoso territorio
mexicano. Se suspendió la constitución de 1824, pero no se proclamó ninguna otra en su lugar. Santa Anna
hubiera podido reinstaurar la constitución centralista de 1843 pero, aunque era conservadora, limitaba
severamente el poder del presidente. Entre otras cosas, por ejemplo, prohibía que el presidente vendiera,
diera, intercambiara o hipotecara cualquier parte del territorio nacional. Por razones que entonces sólo él
conocía, estas limitaciones no le gustaban. Por lo tanto, gobernó sin una constitución. Durante los primeros
meses de su gobierno, Santa Anna perdió a dos de sus más hábiles ministros: Alamán murió en junio y Haro
dimitió en agosto tras haber fallado en su intento de cubrir el déficit presupuestario de 17 millones de pesos
con la emisión de bonos garantizados con las propiedades de la Iglesia. El clero protestó vehementemente
contra la política de Haro, y Santa Anna tuvo que buscar otros medios de encontrar dinero. En marzo, unas
pocas semanas antes de que éste se convirtiera en presidente, los Estados Unidos se apropiaron de lo que
ahora es una parte de Arizona. México no tenía ninguna fuerza para expulsar a los invasores, y fue invitada a
venderla a los Estados Unidos. Se llegó a un acuerdo a finales de 1853. Del precio de venta establecido en 10
millones de pesos, México iba a recibir inmediatamente 7 millones.20 El régimen de Santa Anna se fue
volviendo cada vez más reaccionario y autocrático. Amaba la fastuosidad y la pompa del cargo, pero
despreciaba el trabajo administrativo cotidiano. Durante sus diversos anteriores periodos como jefe de
Estado, resolvió esta cuestión dejando la tarea presidencial en manos del vicepresidente civil, reservando los
asuntos del ejército y la gloria para sí mismo. En 1853, con el país dividido en dos partidos hostiles y una vez
más al borde de la desintegración, se encontró con que debía cargar con todo el peso de la presidencia. Sin
embargo, lo embelleció con tal variedad de títulos y prerrogativas que se convirtió de hecho en un monarca
a excepción del nombre. La ejecución de Iturbide significó que nunca podría asumir el título de emperador,
pero en cambio obtuvo un mayor poder real que el que Iturbide nunca hubiera podido imaginar. En
diciembre de 1853 obtuvo el derecho de poder nombrar a su sucesor, y cuando más tarde se abrió el sobre
sellado se vio que contenía el nombre del hijo de Iturbide. Para apoyar su autoridad y prestigio, y quizá
también para tranquilizar su conciencia, Santa Anna hizo todo lo que pudo para aparecer como el heredero
del hombre a cuya caída tanto había contribuido. Por ejemplo, en noviembre de 1853 dio a conocer que
recompensaba postumamente a Iturbide con el título de libertador e hizo poner su retrato en los edificios
del gobierno. De acuerdo con su posición reaccionaria, también favoreció mucho a la Iglesia; permitió el
regreso de los jesuítas y abolió la ley de 1833 que había anulado el reconocimiento civil de los votos
monásticos. Limitó la libertad de prensa y envió a varios liberales a prisión y al exilio. Pero fue demasiado
lejos. En febrero de 1854, varios oficiales del ejército del sur cpnducidos por el coronel F. Villareal se
sublevaron y el 1 de marzo, en Ayutla, los revolucionarios elaboraron un programa que fue modificado diez
días después en Acapulco. Sus principales puntos eran: la destitución de Santa Anna, la elección de un
presidente provisional por parte de los representantes nombrados por el comandante en jefe del ejército
revolucionario, y la convocatoria de un Congreso extraordinario para elaborar una nueva constitución.
Llamamientos parecidos se habían hecho antes y en otros sitios pero con escaso resultado. Este manifiesto
de Ayutla-Acapulco no mencionaba las demandas liberales ya conocidas y nadie podía sospechar que de este
pronunciamiento militar con escasos objetivos pudiera nacer el México liberal. En Acapulco, el oscuro
coronel que había propulsado la insurrección de Ayutla fue sustituido por el coronel retirado Ignacio
Comonfort, un rico comerciante y propietario, amigo del general Juan Álvarez, el cacique del siempre
revoltoso sur. Álvarez había heredado el control sobre la «tierra caliente» de Guerrero, quien a su vez había
heredado el prestigio de Morelos. Todos habían luchado juntos en la guerra de la independencia. El poder de
Álvarez, que era un hacendado, se basaba en el apoyo de los indios cuyas tierras protegía. Formó su ejército
con los indios y su apoyo fue suficiente para asegurarle el control sobre la costa del Pacífico por más de una
generación. El área bajo su control fue desmembrada del estado de México para formar el nuevo estado de
Guerrero. No tenía otra mayor ambición y en la medida en que el gobierno central, fuera liberal o
conservador, no se interceptó en su dominio, su relación con él fue buena. Es cierto que Santa Anna no le
había gustado porque eligió a Alamán al formar gabinete, y éste era-^considerado el autor de la ejecución de
Guerrero, pero como que este ministro conservador murió pronto, las relaciones entre Santa Anna y Álvarez
mejoraron. Sin embargo, el envejecido dictador cometió un error, quizá porque ya no confiaba más en
Álvarez o simplemente porque quería continuar con su plan de centralizar la administración. Fuera por la
razón que fuera, destituyó a algunos oficiales del ejército y a algunos funcionarios civiles de la costa del
Pacífico que se reunieron en torno a Álvarez. Fue en su hacienda donde se planeó la revolución. La estrategia
era unificar a la nación en contra de Santa Anna y por este motivo el programa sólo contenía puntos
generales. La única indicación de que la revolución podía tener carácter liberal era la presencia de
Comonfort, un liberal moderado. Álvarez asumió el liderazgo pero, al igual que había sucedido con Guerrero,
no se sabía cuál era su punto de vista sobre las cuestiones nacionales básicas. La revuelta se extendió
irresistiblemente y en agosto de 1855 Santa Anna abandonó la presidencia y se embarcó hacia el exilio. El
gobierno revolucionario confiscó sus bienes, que habían llegado a valer la enorme suma de un millón de
pesos.21 Pronto se le olvidó y no se le permitió volver al país hasta 1874 cuando el entonces presidente,
Sebastián Lerdo, le permitió regresar a la Ciudad de México donde murió dos años más tarde. Como que la
capital estaba en manos de los soldados indios de Álvarez, no debe sorprender que fuera elegido presidente
por los representantes que él había elegido de entre los líderes de la insurrección y de los intelectuales
liberales que habían salido de la cárcel y regresado del exilio. Bravo había muerto hacía poco y él era el único
héroe sobreviviente de la guerra de la independencia, y por lo tanto su elección simbolizaba la tradición
revolucionaria de Hidalgo, Morelos y Guerrero. Sin embargo, Álvarez no había buscado la presidencia: tenía
65 años y en la capital no se sentía en su casa. Debía también estar resentido del modo en que tanto los
conservadores como los liberales moderados, que temían una nueva guerra racial y de clases, le habían
tratado a él y a sus indios. Quizá de forma instintiva recordaban la corriente democrática de la rebelión de
Morelos y la vinculación de Guerrero con el radical Zavala. Álvarez tenía ahora la oportunidad de castigar a
los grupos dominantes y vengar la muerte de Guerrero, pero sus objetivos puede que se limitaran a
fortalecer su control sobre el sur al ampliar el estado de Guerrero y al colocar las fronteras del estado más
cerca de la capital. Fueran los que fueran sus deseos, no tuvo en cuenta los consejos de Comonfort y, con
una excepción, formó un gabinete con los liberales radicales, o puros, como se les llamaba. Reservó el
Ministerio de la Guerra a Comonfort que, como moderado, podía haber esperado estar juntos a la cabeza
del ejército. Álvarez confió la cartera de Asuntos Exteriores a Melchor Ocampo y nombró a Benito Juárez
para el Ministerio de Justicia, a Guillermo Prieto al frente del Tesoro, a Miguel Lerdo de Tejada para el
Ministerio de Fomento y a Ponciano Arriaga para el Ministerio del Interior. Estos cinco ministros pertenecían
a una nueva generación y no tenían ningún vínculo con los fallos de los gobiernos liberales anteriores. Todos,
excepto uno, habían nacido durante la guerra de la independencia y sólo podían recordar un México
independiente en perpetuo desorden. Aunque soñaban con un régimen tranquilo basado en la ley, ninguno
de ellos era un pensador o un teórico sistemático. Ello probablemente no era ningún problema porque Mora
ya había elaborado el programa liberal hacía muchos años. Con la excepción de Lerdo, todos compartían una
cosa en común: todos habían sido perseguidos por Santa Anna. Antes ya se ha mencionado a Ocampo y
Lerdo. Ocampo, bien como gobernador del estado de Michoacán bien como ciudadano, se había hecho
famoso por atacar las altas tasas parroquiales, que eran una de las principales causas del endeudamiento de
los peones de las haciendas. Como tanto las tarifas de nacimientos como las de defunciones eran altas, los
trabajadores de las haciendas se gastaban gran parte de su dinero en bautizos y funerales. En la mayoría de
los casos, el hacendado los pagaba y después lo cargaba en las cuentas de los peones. La cuota para los
matrimonios también era tan alta que muchas parejas no se casaban. Al golpear en la raíz del problema,
Ocampo inevitablemente atrajo el odio de cientos de curas de parroquia cuya manutención dependía de
estas imposiciones, mientras que la alta clerecía, obispos y canónigos, básicamente vivían de los ingresos de
los diezmos (cuyo pago era voluntario desde 1833). No es sorprendente que Ocampo se hubiera exiliado de
México poco después de que Santa Anna obtuviera su última presidencia. En Nueva Orleans, donde se
reunieron los liberales, Ocampo se hizo amigo de Benito Juárez —el único indio del grupo—, que había sido
gobernador de Oaxaca y que se había tenido que exiliar por haberse opuesto a Santa Anna en la guerra
mexicano-estadounidense. Bajo la influencia de Ocampo, Juárez se convirtió en un liberal radical. En
noviembre de 1855, Juárez como ministro de Justicia promulgó una ley que restringió la jurisdicción de los
tribunales eclesiásticos a las cuestiones religiosas. También propuso arrancar algunos privilegios a los
militares. Pensando quizá que ya había hecho demasiados cambios irreversibles, o impulsado quizá por la
tormenta de protestas que levantó la llamada «Ley Juárez», Álvarez nombró a Comonfort como presidente
sustituto a principios de diciembre y dimitió unos días después. Aunque su presidencia fue corta —sólo dos
meses—, fue decisiva para el futuro del país. Comonfort nombró un gabinete de liberales moderados, pero
ya era demasiado tarde. En diferentes partes del país, se habían rebelado grupos de seglares, oficiales del
ejército y curas bajo el grito de religión y fueros. Un grupo armado pidió la anulación de la Ley Juárez, la
destitución de Comonfort y la reimplantación de la constitución conservadora de 1843. En enero de 1856,
tomaron la ciudad de Puebla y allí establecieron un gobierno. Comonfort, aunque era moderado, tenía que
terminar con el levantamiento y a finales de marzo logró la rendición de Puebla. El obispo de esta ciudad,
Labastida, intentó desvincularse de los rebeldes, pero Comonfort culpó a la Iglesia de los hechos y decretó el
embargo de las propiedades de la diócesis hasta que hubiera sufragado los gastos de la campaña.
Considerando que no se tenía que culpar a la Iglesia por la insurrección, Labastida rehusó pagar la
indemnización, de modo que el gobierno le expulsó y confiscó las propiedades. De una manera u otra, los
bienes de la Iglesia habían servido para financiar la rebelión contra el gobierno y la respuesta debía ser la
confiscación. Pero ante la violenta reacción producida por el decreto confiscatorio de Puebla, parece
necesario tratar de hacer un análisis diferente e indirecto que puede parecer menos anticlerical. Esta
probablemente fue la razón que había detrás de la ley desamortizadora que Lerdo de Tejada, entonces
ministro de Hacienda, puso en marcha a finales de junio de 1856. También se ha mencionado ya a Lerdo de
Tejada, el liberal radical que desde el consejo municipal de la capital «colaboró» con la ocupación armada de
Estados Unidos y después con el reaccionario Santa Anna en el Ministerio de Fomento. Había sido pesimista
en cuanto a la capacidad de México para realizar una revolución liberal; creía que ésta debería ser impuesta
desde arriba o desde fuera. Pero, finalmente, en 1856 tuvo la oportunidad de llevar a cabo un programa de
anticlericalismo radical. La principal característica de la llamada «Ley Lerdo» fue que la Iglesia debía vender
todas sus propiedades urbanas y rurales a quienes las tenían arrendadas y establecidas a un precio que las
hiciera atractivas a los compradores. Si éstos no las querían comprar, el gobierno las vendería en subasta
pública. Las órdenes regulares fueron las instituciones religiosas más afectadas por la ley. Los monasterios
poseían grandes propiedades en el campo y también casas en las ciudades, y los conventos eran propietarios
de las mejores fincas urbanas. El alto clero no se vio muy afectado porque su riqueza tenía otra naturaleza, y
los curas párrocos tampoco lo fueron directamente porque las parroquias generalmente no poseían otra
propiedad que la casa parroquial.22 Sin embargo, en los pueblos había hermandades y cofradías dedicadas a
propósitos piadosos y muchas poseían tierras o bienes que ahora serían desamortizados, perjudicando a la
vez a sus habitantes y a los párrocos. A primera vista la ley no parecía confiscatoria, porque la Iglesia
cobraría en plazos iguales a las antiguas rentas o un precio global equivalente a la renta capitalizada. Pero,
de hecho, había una trampa. Según la ley, en el futuro la Iglesia no podría adquirir o poseer propiedades. Por
lo tanto, la Iglesia no tendría protección y se enfrentaría a un despojo gradual. Como consecuencia, las
autoridades eclesiásticas protestaron y se negaron a cumplir la ley. Como defensores de la propiedad
privada, los liberales también quisieron terminar con las propiedades de las instituciones civiles. Esto sobre
todo afectó a las comunidades indias, la mayoría de las cuales aún tenían una gran propiedad. Estas
comunidades poseían diferentes tipos de propiedad, incluyendo los pastos comunales, o ejidos, que no
debían desamortizarse porque Lerdo consideraba que eran esenciales para las comunidades. Sin embargo,
en la práctica, se vendieron partes de los ejidos a pesar de las protestas de los campesinos. La Ley Lerdo
entró en efecto inmediatamente. Como que en la mayoría de los casos la Iglesia se negaba a vender,
funcionarios del gobierno firmaban las escrituras de ventas a los antiguos arrendatarios o establecidos.
Muchos arrendatarios devotos se abstuvieron de reclamar la propiedad, que entonces era comprada por los
ricos especuladores, algunos de los cuales eran conocidos financieros especializados en hacer préstamos al
gobierno y que por lo tanto eran grandes tenedores de bonos del gobierno. Aunque previamente podían
haber estado vinculados a los gobiernos conservadores, sus inversiones en las propiedades eclesiásticas
desamortizadas les convertían de hecho en aliados de los liberales. Los arrendatarios leales a la Iglesia no
aceptaban a los nuevos propietarios y continuaban pagando sus rentas a sus antiguos propietarios,
esperando el día en que los bienes serían devueltos a la Iglesia. A los pocos meses de haberse aplicado la ley
se hizo evidente esta situación confusa y compleja respecto a las propiedades desamortizadas y se vio
claramente que no se podía permitir que durara indefinidamente. Mientras Lerdo se estaba ocupando de los
bienes de la Iglesia, su colega José María Iglesias, el nuevo ministro de Justicia, estaba trabajando en una ley
para limitar los aranceles parroquiales. En general, la «Ley Iglesias» del 11 de abril de 1857 estableció como
válidos los aranceles que se pagaban en el periodo colonial o al principio de la independencia de México, los
cuales evidentemente eran muy bajos. Prohibió que se cobraran a los pobres, que fueron definidos como las
personas que ganaban lo mínimo para vivir. Como que la mayoría de los parroquianos eran pobres, ello
significaba el final de los ricos curatos. La ley establecía severas multas a aquellos párrocos que cobraban los
servicios prestados a los pobres o que se negaban a bautizarles, casarles o enterrarles sin pagar nada. La
Iglesia también condenó esta ley como ilegal e inmoral, y se negó a cumplirla. Mientras tanto, en el
Congreso unos 150 diputados, la mayoría liberales procedentes de los grupos profesionales —abogados,
funcionarios del gobierno o periodistas— debatían la nueva constitución. Entre los miembros de la
generación más antigua estaba Valentín Gómez Farías, que tras la muerte de Mora en París en 1850 era el
patriarca del liberalismo mexicano y ahora tenía 75 años. En 1856 las cuestiones y los problemas eran
distintos de los que Ocampo tuvo en 1842 y aún más distintos de los que Gómez Farías afrontó en 1833. La
guerra con los Estados Unidos indudablemente había dejado una huella profunda en la mente de la mayoría
de los liberales. Por ejemplo, en 1848 Ocampo calificó la lucha entre los estados y el gobierno central federal
como una «anarquía sistemática».25 Llegó a la conclusión de que la federación, tal como existía en México
desde la adopción de la constitución de 1824, había favorecido la independencia de Texas y la secesión
temporal de Yucatán, y que por lo tanto había sido causa de la derrota y la desmembración del país. Debía
haberse acordado de la opinión de Servando Teresa de Mier que consideraba que México necesitaba un
gobierno central fuerte en la primera fase de su independencia. Quizá después de todo el centralismo fuera
el camino correcto, pero no si significaba el dominio del ejército y la Iglesia. Ahora que había un gobierno
liberal en el poder era recomendable fortalecerlo, sobre todo teniendo en cuenta que la proximidad de la
frontera norteamericana debilitaba el control del México central sobre los estados del norte, haciendo
posible que en el futuro el país sufriera otra desmembración. Por lo tanto los liberales se convirtieron en tan
centralistas como sus rivales conservadores, si bien de palabra continuaban con el federalismo con el que el
liberalismo había estado tan identificado durante tanto tiempo. La nueva constitución, aprobada el 5 de
febrero de 1857 tras un año de discusiones, conservó la estructura federal pero, significativamente, mientras
que el título oficial del documento de 1824 había sido el de Constitución Federal de los Estados Unidos
Mexicanos, ahora se le llamaba Constitución Política de la República Mexicana. Ahora que el federalismo
había perdido su significado, la Iglesia se convirtió en el principal problema entre los liberales y los
conservadores. Partiendo de los principios radicales de los proyectos constitucionales de 1842, e incluso más
de los de la constitución de 1824, en 1856 los liberales deseaban introducir la libertad de cultos o, en otras
palabras, la tolerancia religiosa. La propuesta resultó ser demasiado avanzada. La población mexicana estaba
básicamente constituida por campesinos fieles a su Iglesia y, aunque la clase ilustrada podía ser tan liberal
como su homologa europea, no podía ponerse en contra de la masa de campesinos que eran'instigados por
los curas. El ministro del Interior ya advirtió al Congreso de que «los indios están excitados y por esta razón
es muy peligroso introducir un nuevo elemento que podría ser exagerado por los enemigos del progreso a
fin de ahogarnos en una anarquía auténticamente terrorífica».24 La propuesta fue retirada pero, a la vez, se
omitió la tradicional afirmación de que México era una nación católica romana, dejando así un curioso
agujero en la constitución. Sin embargo, sin preocuparles alterar la imagen, sagrada para la gente corriente,
de un México católico, los delegados incluyeron en la constitución todas las otras medidas anticlericales,
especialmente los conceptos básicos de la Ley Juárez (1855) y de la Ley Lerdo (1856).

L_os liberales eran tan antimilitaristas como anticlericales. Sin embargo, en este punto se dieron cuenta de
que debían actuar con cuidado porque el general Comonfort, el presidente y comandante en jefe del
ejército, ya estaba dando muestras de impaciencia ante el Congreso. Aquí los diputados liberales se
limitaron a abolir los privilegios judiciales del ejército, confirmando por lo tanto lo que ya había establecido
la Ley Juárez. Finalmente, la nueva constitución reconocía la plena libertad a todos los ciudadanos. Por
primera vez desde la constitución de Apatzingán en 1814, todos los mexicanos, por pobres que fueran (si
bien excluyendo a los vagabundos y a los criminales), disfrutaban del derecho de votar y de ser elegidos;
también se declararon los derechos humanos, incluso el principio de la inviolabilidad de la propiedad
privada. En la prohibición de la propiedad territorial corporativa, la constitución era menos clara que la Ley
Lerdo. Lerdo había excluido a los ejidos o pastos comunales, pero en cambio la constitución no lo decía, lo
cual implicaba que podían ser desamortizados. Su desamortización, en efecto, se emprendió sobre la base
de la nueva constitución, pero debió suspenderse a causa de la oposición de los indios campesinos. Los
liberales no podían mantener una lucha en dos frentes: contra la Iglesia y contra los campesinos indios. Por
lo que se refiere a la Iglesia, buscaron aislarla ganando aliados en todos los niveles sociales. Consiguieron
hacerlo en los centros urbanos donde las clases media y alta se aprovecharon de la desamortización de los
bienes de las corporaciones. En las áreas rurales, donde la Iglesia era tradicionalmente fuerte, no pudieron
aislarla pero abrieron una brecha en el campo sólidamente conservador al permitir que los grandes
propietarios compraran haciendas que habían pertenecido a los religiosos. Irónicamente, en el campo
fueron los ricos y no los pobres los que tendieron a apoyar a los liberales. Muchos liberales consideraron la
constitución de 1857 como la realización de los sueños de toda su vida. Ahora podían adoptar una actitud
más conciliadora en algunas cuestiones. Por ejemplo, un sutil cambio de la opinión pública hizo que el
gobierno volviera a abrir en la capital el convento de los franciscanos que había sido cerrado unos meses
antes debido a que allí se conspiraba. Además, con la dimisión de Lerdo a principios de año, la
desamortización se desaceleró. El gobierno quería negociar, y el 1 de mayo de 1857 Comonfort envió al
ministro de Justicia a Roma. La Santa Sede parecía dispuesta a aceptar la negociación de la desamortización
hasta entonces efectuada, pero pidió que se devolviera a la Iglesia el derecho legal a adquirir y tener
propiedades. Incluso la prensa mexicana conservadora sugería en agosto que la desamortización debería
reconocerse mediante un acuerdo con Roma. Parecía obvio que para llegar a un compromiso con la Iglesia y
los conservadores habría que anular los artículos más extremos de la constitución. Se creía que Comonfort,
que había sido elegido presidente en septiembre con el apoyo reticente de los radicales que preferían a
Lerdo, favorecería esta vía como la única posible para evitar la guerra civil. Pero no se llegó a ningún
acuerdo. Los liberales consideraban a Comonfort conservador y los conservadores liberal, y se quedó sin
apoyo. En la guerra civil que siguió, los conservadores tomaron la iniciativa. Unidades reaccionarias del
ejército de la capital, conducidas por el general Félix Zuloaga, se rebelaron en diciembre de 1857 con el
deseo confesado de abolir la constitución. Mientras Comonfort aún detentaba la autoridad, el ejército se
apoderó de la ciudad, disolvió el Congreso y arrestó, entre otros, al nuevo presidente del Tribunal Supremo,
Benito Juárez. Después de algunas dudas, Comonfort aprobó el programa de Zuloaga. Un mes más tarde,
Zuloaga dio el segundo paso: destituyó a Comonfort y asumió la presidencia él mismo. Quizá como venganza
contra los ingratos conservadores, Comonfort, en los últimos momentos de su poder, logró liberar a Juárez
de la prisión antes de abandonar el país, sin ser molestado por los conservadores y siendo ignorado por los
liberales. Esta decisión de liberar a Juárez prestó un gran servicio a la causa liberal, tal como los sucesos
futuros lo mostrarían. Juárez huyó a Querétaro. Desde allí se dirigió a Guanajuato y, alegando que el orden
constitucional había sido destruido, se proclamó presidente de la república y formó un gabinete en el que
Ocampo era su miembro más distinguido. Como cabeza del Tribunal Supremo —al no adoptarse el cargo de
vicepresidente en la constitución de 1857— tenía el derecho constitucional de la sucesión presidencial en
ausencia del presidente legalmente electo. Poco después de su llegada a Guanajuato, un residente escribió a
un amigo en la Ciudad de México: «Un indio llamado Juárez, que se llama presidente de la república, ha
llegado a esta ciudad».25 Así, con un presidente conservador en la Ciudad de México y un presidente liberal
en Guanajuato, empezó la guerra de los Tres Años. En décadas anteriores, los liberales cuando debían
enfrentarse a una contrarrevolución se sometían virtualmente sin resistencia al ejército. Ahora, aún no
tenían un ejército, pero contaban con el apoyo de las masas en las ciudades y en algunas zonas rurales, lo
que les permitió formar gradualmente un nuevo ejército en el que abogados y periodistas liberales serían
oficiales. En cambio, desde la muerte de Alamán, entre los conservadores curiosamente no había civiles
instruidos. Los acontecimientos revelarían que el ejército regular y la Iglesia no eran lo suficientemente
fuertes para resistir al movimiento liberal. Esto no iba a ser un paseo triunfal, tal como lo habían sido antaño
los golpes contrarrevolucionarios de Santa Anna. Después del segundo golpe de fuerza de Zuloaga, algunos
gobernadores estatales le reconocieron como presidente, otros se declararon en contra y algunos
modificaron su postura original. En medio de esta confusión, Juárez pudo escapar a Veracruz, cuyo
gobernador le había invitado a establecer su gobierno en aquella ciudad. El país pronto se dividió en dos
zonas de igual fuerza más o menos. Los estados que rodeaban el Golfo de México estaban bajo control de los
liberales, a excepción del exhausto Yucatán que prefirió ser neutral. Los estados del lejano norte también
eran liberales. El núcleo central del país era conservador, a excepción de los estados de Michoacán y
Zacatecas. Desde el principio ambos contendientes tuvieron que buscar fuentes para financiar la guerra.
Zuloaga, cumpliendo una promesa hecha a la Iglesia, anuló la Ley Lerdo, por lo que la Iglesia recuperó la
propiedad sobre sus bienes desamortizados. A cambio, el capítulo metropolitano quedó obligado a prestarle
un millón y medio de pesos, pero como las instituciones religiosas disponían de poco numerario, nueve
décimas partes de esta cantidad se pagaron en cheques que tenían por garantía las propiedades
eclesiásticas. El gobierno conservador vendió estos documentos con descuento a los financieros, que a su
vez adquirieron los bienes de la Iglesia porque ésta no pudo redimirlos. Tenía que haber un descuento
porque el gobierno liberal había declarado ilegales todos los actos y transacciones del régimen conservador.
Por esto el precio se rebajó conforme el riesgo. Después hubo otros préstamos parecidos, incluyendo uno
firmado con la casa Rothschild. De esta manera, los que disponían de dinero financiaron a Zuloaga a cargo de
la Iglesia, que tuvo que ver cómo se dispersaba su riqueza. Alegando que la Iglesia estaba financiando
voluntariamente a Zuloaga, los gobernadores y los jefes militares liberales de algunas áreas aisladas tales
como Michoacán y el norte decretaron préstamos forzosos sobre el clero, lo que en términos prácticos
equivalía a la confiscación de los bienes de los religiosos. En Veracruz las circunstancias fueron bastante
diferentes. Poco después de la llegada de Juárez en mayo de 1858, entró en el puerto un cargamento de
rifles a nombre de un capitán francés, José Yves Limantour. El gobierno constitucional por supuesto requisó
rápidamente las armas. Como que no las podía pagar con las escasas propiedades de la Iglesia que quedaban
en las regiones del Golfo y como no disponía de dinero, el pago se hizo con una propiedad religiosa en la
Ciudad de México. Estando la capital en manos de Zuloaga, lo único que podía hacer el régimen liberal era
prometer que se les entregaría la propiedad cuando llegara la victoria. El precio establecido por las armas
también se acordó respecto al riesgo de los créditos establecidos, y así Limantour y otros importadores
extranjeros adquirieron propiedades urbanas en la Ciudad de México por sólo una parte de su valor. Juárez
afrontó una situación crítica en febrero-marzo de 1859 cuando el nuevo presidente conservador y
comandante militar Miguel Miramón intentó tomar Veracruz. El intento fracasó, pero casi al mismo tiempo
el comandante liberal de la parte occidental de México, Santos Degollado, también fracasó en su proyecto
de apoderarse de la Ciudad de México. Después dp la derrota de Degollado, más de una docena de oficiales
liberales, incluidos varios médicos militares, fueron hechos prisioneros y ejecutados en un suburbio de la
capital. El conflicto se estaba haciendo cada vez más cruel y destructivo y ahora casi todo el país era
escenario de la guerra. No se veía ninguna salida. El país estaba dividido en dos campos irreconciliables.
Había llegado el momento de que los liberales expusieran sus deseos a la nación. Así, el gobierno
constitucional de Veracruz publicó un manifiesto el 7 de julio de 1859. El documento, firmado por el
presidente Juárez, Ocampo y Lerdo, dos de los miembros más prominentes del gabinete, culpaba de la
guerra a la Iglesia y anunciaba una serie de reformas: la confiscación de los bienes eclesiásticos, tanto de las
propiedades inmobiliarias como de los capitales; el pago voluntario de las tasas parroquiales; la separación
completa entre Iglesia y Estado; la supresión de los monasterios y la abolición de los noviciados y conventos
de monjas. No se proclamó la plena libertad de culto. El manifiesto también reconoció la necesidad de dividir
la tierra, pero añadió que la redistribución se efectuaría en el futuro como una consecuencia natural del
progreso económico. Por el momento, sólo prometió una ley que terminaría con los obstáculos legales a la
división voluntaria de la propiedad rural. Las leyes específicas para poner en marcha estas reformas se
publicaron en las cuatro semanas siguientes. La riqueza confiscada y «nacionalizada», tanto los inmuebles
como las hipotecas, se venderían a los compradores de los bienes eclesiásticos conforme a la Ley Lerdo.
Lerdo, que como ministro de Hacienda del gobierno en Veracruz esbozó la ley confiscatoria, insistió en la
continuidad que había entre la desamortización anterior y la nacionalización de ahora. Los compradores que
en las zonas ocupadas por los conservadores habían devuelto las propiedades a la Iglesia, en caso de una
victoria liberal las recuperarían y las pagarían al gobierno a largos plazos o en metálico por una parte de su
valor. La medida se tomó para atraer a la causa liberal tanto a los antiguos compradores como a otros
potenciales, sobre todo a los conservadores que ocupaban la parte central de México donde se
concentraban las propiedades eclesiásticas más importantes. En las áreas bajo el control de los liberales ya
se habían vendido la mayor parte de las propiedades de la Iglesia y en algunos estados, como Veracruz, la
Iglesia siempre había sido pobre. Por ello, el gobierno liberal sólo obtuvo un pequeño ingreso rápido por la
venta de los bienes confiscados. Pero se habían echado los dados. Ahora era una lucha a vida o muerte entre
la Iglesia y el viejo ejército, por un lado, y la clase media de profesionales, por otro; era una lucha entre el
viejo y el nuevo mundo. Las «reformas» liberales revolucionarias de julio de 1859 llevaron a las pasiones
políticas a su punto máximo; la lucha se incrementó y las demandas al Tesoro se hicieron cada vez mayores.
Desesperado, el gobierno constitucional permitió a los Estados Unidos, a cambio de dos millones de dólares,
el tránsito y el derecho de cruzar el istmo de Tehuantepec y del Río Grande a Arizona hasta el Golfo de
California, así como el derecho de emplear sus propias fuerzas militares para proteger a las personas y las
propiedades que atravesaran estas zonas. El llamado tratado McLane-Ocampo fue negociado por Melchor
Ocampo, que no era amigo de los Estados Unidos, y se firmó el 14 de diciembre de 1859. Un periódico liberal
comentó: «¿No sabe el señor Juárez que el partido liberal prefiere caer de nuevo bajo el doble despotismo
del ejército y la Iglesia antes que ponerse un yugo extranjero?».26 No sabemos si el gobierno liberal era
sincero al proponer el tratado o bien si estaba jugando con el tiempo. Fuera lo que fuera, unos meses
después el Senado de los Estados Unidos no aceptó el tratado, por lo que los liberales se liberaron de la
embarazosa posición en que les había puesto su extrema penuria. De hecho, no se necesitaban los dos
millones de dólares. La guerra de propaganda estaba dando sus frutos, y después del segundo intento de
Miramón de tomar Veracruz en la primavera de 1860 empezó a declinar la fortuna del ejército conservador.
Comenzó a retirarse hacia la capital, donde Miramón intentó obtener dinero. No hizo, aun contando con el
permiso del arzobispo, lo que los liberales habían hecho en contra del deseo de la Iglesia; en, agosto confiscó
plata labrada de las iglesias para acuñarla, y también oro y otras joyas que fueron empeñadas a los
prestamistas. En noviembre, sin crédito y sin fondos, confiscaron 660.000 pesos que habían sido confiados a
la legación británica de acuerdo con los ingleses tenedores de bonos que por primera vez desde 1854 iban a
recibir parte de los intereses que se les debía. Era demasiado tarde: los liberales se estaban acercando a la
capital. A principios de diciembre de 1860, la victoria era tan clara que el gobierno liberal de Veracruz
finalmente decretó la tolerancia religiosa total. Ya no tenía ninguna importancia lo que pudieran pensar los
curas que adoctrinaban a los indios. Los liberales habían ganado la guerra. El 22 de diciembre, el
comandante militar liberal, el general Jesús González Ortega, que antes había sido periodista en Zacatecas,
derrotó a Miramón en la batalla por el control de la Ciudad de México y la ocupó tres días después, el día de
Navidad. El presidente Juárez llegó de Veracruz tres semanas más tarde. Con las ciudades en manos de los
liberales, y los conservadores desparramados en grupos de guerrillas rurales, México era libre para disfrutar
de una campaña política, y la competición para la presidencia empezó así que llegaron el presidente y su
gabinete. Entre los líderes liberales había cuatro presidentes posibles: Melchor Ocampo, Miguel Lerdo,
Benito Juárez y González Ortega. Ocampo no buscaba la presidencia. Considerado el heredero de Mora,
estaba satisfecho con ser el profeta del liberalismo y, por lo tanto, ayudó a Juárez, su protegido, frente a
Lerdo, en quien veía un rival. Juárez podía necesitar tal ayuda porque, a pesar de ser el presidente, algunos
le miraban como un segundón comparado con Ocampo y Lerdo. Reservado y no presuntuoso, más tarde se
le describió como «no un líder que concibiera e impulsara programas, reformas o ideas. Esta tarea
correspondía a los hombres que le rodeaban y él aprobaba o rechazaba su liderazgo».27 Como autor de las
revolucionarias leyes que afectaban a la riqueza de la Iglesia, Lerdo tenía prestigio y autoridad y era popular
entre los liberales radicales. González Ortega a su vez era el héroe nacional, el hombre que había derrotado
al ejército conservador. Estos tres hombres —Juárez, Lerdo y González Ortega— eran los candidatos al
puesto más alto. A finales de enero de 1861, parecía que seis estados estaban a favor de Juárez, seis de
Lerdo y cinco de González Ortega; no había información de los siete estados restantes. Lerdo ganó en la
capital y en otros dos estados, pero murió el 22 de marzo. El prolongado sistema de elección indirecta
continuó con los dos candidatos restantes, Juárez y González Ortega; en el recuento final Juárez obtuvo el 57
por 100 de los votos, Lerdo casi el 22 por 100 y González Ortega más del 20 por 100. Parece que en los
estados donde hubo elecciones después de la muerte de Lerdo, sus seguidores votaron a Juárez. Una
explicación obvia es que los liberales no confiaban en los militares. Los liberales más importantes habían sido
civiles: Zavala, Mora, Gómez Farías, Ocampo, Lerdo, Otero y De la Rosa. Ninguno de ellos había sido
presidente. El ejército, por naturaleza conservador, no estaba deseoso de compartir el poder con ellos. Con
la excepción de la presidencia transitoria de De la Peña, no había habido ningún civil jefe de Estado antes de
Juárez. Aunque González Ortega era un buen liberal, era un general y, por lo tanto, no se le tenía confianza.
En junio de 1861, el Congreso declaró a Juárez presidente de México. Tuvo que soportar toda la carga del
puesto solo, porque Ocampo hacía poco que había sido capturado y ejecutado por las guerrillas
conservadoras, de manera que sólo sobrevivió dos meses a su rival Lerdo. Juárez nunca confió en el ejército,
aunque fuera una fuerza liberal y revolucionaria. Mientras estaba en el campo de batalla luchando contra los
conservadores, González Ortega fue elegido presidente del Tribunal Supremo por el Congreso
(inconstitucionalmente, puesto que debía haber sido elegido directamente) y así pasó a primera línea para la
presidencia. La fracción anti-Juárez consideró que, como el presidente de la república era presumiblemente
un civil débil, se tenían que tomar algunas medidas en caso de una posible emergencia. En honor a González
Ortega, debe decirse que no intentó un golpe de fuerza militar. Los problemas que Juárez tenía que afrontar
le hacían tambalearse cada vez más. La venta de los bienes de la Iglesia confiscados, valorados en cerca de
150 millones de pesos —quizá constituía un quinto de la riqueza total de la nación—, había empezado en
enero de 1861. Para atraer a los compradores mexicanos —que como buenos católicos romanos se oponían
a la confiscación— y para crearse una amplia base social, el gobierno liberal aceptó todo tipo de
documentos, créditos, vales y papeles de la deuda interna en pago, o al menos en parte del pago, de las
propiedades eclesiásticas. Por lo tanto, de la venta de bienes confiscados en el Distrito Federal en 1861, que
tenían un precio de 16 millones de pesos que era un precio devaluado, el gobierno sólo recibió un millón de
pesos en metálico. Además, los financieros de Veracruz —como Limantour y otros— ya habían pagado sus
propiedades en productos o en efectivo. Finalmente, el gobierno reconoció como válida la compra de
inmuebles eclesiásticos efectuada por la casa Rothschild durante el régimen conservador. El hecho de que
las propiedades hubieran sido adquiridas a un precio inferior a su valor y que hubieran sido pagadas por
adelantado explica que los ingresos por la confiscación de 1861 hubieran sido tan bajos. Los ingleses
tenedores de bonos, que esperaban cobrar los atrasos de sus intereses de lo obtenido con estas ventas, no
cobraron nada. También Francia estaba presionado, reclamando el pago de los bonos Jecker emitidos por el
gobierno conservador y que hacía poco políticos influyentes habían comprado en Francia. Los extranjeros
residentes en México presentaban otro tipo de reclamaciones sobre daños reales o supuestos padecidos
durante la guerra civil. Sin embargo, Juárez rehusó reconocer la responsabilidad de los actos del gobierno
conservador: él simplemente no tenía dinero. Su gobierno tuvo que suspender todos los pagos en julio. Los
acreedores europeos se sintieron engañados y presionaron a sus gobiernos para obtener una indemnización.
El 31 de octubre de 1861, Francia, Gran Bretaña y España firmaron en Londres la Convención Tripartita para
intervenir militarmente en México. Sus tropas desembarcaron en Veracruz poco después. Sin embargo,
pronto quedó claro que Napoleón tenía otros intereses y previsiones para México. Entonces Inglaterra y
España se retiraron, dejando la empresa en manos de los franceses. Estos acontecimientos ofrecieron a los
monárquicos mexicanos que vivían en Europa, como por ejemplo Gutiérrez Estrada, la oportunidad que
habían estado^ buscando. La ocupación francesa de México permitiría realizar el sueño de toda su vida de
crear un imperio mexicano bajo la protección europea —ahora, Francia—. Se encontró un candidato
apropiado para la corona en la persona del archiduque de Austria Maximiliano.

Mientras tanto, las tropas francesas estaban avanzando en México. La invasión dio lugar a sentimientos
patrióticos no sólo entre los liberales. Por entonces no se sabía si Francia quería ayudar a los conservadores
en contra de los liberales, o si trataba simplemente de subyugar al país. Los dos últimos presidentes
conservadores, Zuloaga y Miramón, dudaban. Como generales y antiguos presidentes no estaban
entusiasmados con un imperio con un príncipe extranjero. Además, desconfiaban de Francia y querían la
independencia del país. La cuestión no era liberalismo frente a conservadurismo, como había sido en 1858-
1860, sino la independencia de México frente a la conquista de una potencia extranjera. Ciertamente, en su
odio a Juárez la mayoría de los conservadores aceptaron a los franceses como libertadores del yugo liberal,
pero otros se decidieron por sumarse a los que estaban luchando contra los invasores. Por ejemplo, Manuel
González (el futuro presidente de México en 1880-1884), que había sido un oficial del ejército conservador
en 1858-1860, se presentó voluntario y fue aceptado para luchar contra los franceses. Comonfort también
fue aceptado por Juárez y moriría en el campo de batalla en 1863. Las fuerzas francesas fueron
temporalmente rechazadas por el general Zaragoza en la batalla de Puebla en mayo de 1862, pero después
se reorganizaron y bajo el mariscal Forey se embarcaron en una campaña mayor. Zaragoza murió y Juárez
tuvo que nombrar a González Ortega —a quien había dejado sin misión militar— para que dirigiera el
ejército oriental. Se rindió en Puebla en mayo de 1863 tras resistir un asedio de dos meses. Los franceses
pudieron tomar la capital y desde allí extendieron su dominio a otras partes del país. Deseando continuar la
lucha desde el norte, Juárez abandonó la Ciudad de México el 31 de mayo y diez días después establecía su
gobierno en San Luis Potosí. Se le juntó González Ortega, que logró huir de los franceses mientras estaban
tomando Veracruz. Los conservadores de la capital —sobre todo Labastida, el antiguo obispo de Puebla que
entonces era arzobispo de México— esperaban que los franceses harían como Zuloaga había hecho en 1858,
esto es, abolir todas las leyes confiscatorias y devolver los bienes nacionalizados a la Iglesia. Sin embargo
Napoleón decidió adoptar un programa liberal y, ante la sorpresa de los dignatarios eclesiásticos, el mariscal
Forey reconoció la validez de la nacionalización y venta de las propiedades religiosas. Al aceptar la corona de
México en Miramar, su castillo cercano a Trieste, el 10 de abril de 1864, Maximiliano, cuyas inclinaciones
liberales eran bien conocidas, se había comprometido a seguir la política francesa respecto a la Iglesia y la
nacionalización de sus propiedades. A su llegada a la Ciudad de México en junio, se encontró con que el
gobierno republicano de Juárez aún controlaba el norte de México y que las guerrillas republicanas luchaban
contra las fuerzas invasoras. Intentó atraer a Juárez a su lado y persuadirle de que se sometiera a su imperio,
pero por supuesto no lo consiguió. Sin embargo, logró captar a algunos de los liberales que habían preferido
quedarse en la capital bajo la ocupación francesa. Rechazó el apoyo de los conservadores y envió a
Miramón, su líder más conocido, al extranjero. Así pudo nombrar un gabinete formado casi totalmente por
liberales, entre los cuales había dos antiguos diputados del Congreso Constituyente de 1856-1857, Pedro
Escudero y Echánove y José M. Cortés y Esparza. Escudero llegó a ser ministro de Justicia y de Asuntos
Religiosos y Cortés, ministro del Interior. Asuntos Exteriores, Fomento y el nuevo Ministerio de Educación
Pública también estaban en manos de liberales. El Tesoro estaba administrado directamente por los
franceses. Maximiliano llegó tan lejos como a esbozar una constitución liberal. Conocida como Estatuto
Provisional del Imperio Mexicano, fue firmado por el emperador en el primer aniversario de haber aceptado
la corona mexicana. Junto con una «monarquía moderada hereditaria con un príncipe católico», proclamaba
la libertad de cultos como uno de los derechos del hombre. Como el primero y el más importante de estos
derechos, «el gobierno del emperador» garantizaba la igualdad ante la ley «a todos los habitantes del
imperio»,28 un derecho que sólo se había establecido en la constitución de 1857. También estableció la
libertad de trabajo. Mientras que el régimen liberal nunca había promulgado una ley que expresamente
prohibiera el peonaje por deudas, Maximiliano sí la decretó el 1 de noviembre de 1865. Se dio a los
trabajadores el derecho a dejar su trabajo según su deseo, independientemente de si estaban o no
endeudados con su patrón: todas las deudas de más de 10 pesos quedaron canceladas; se limitó el horario
laboral y el trabajo de los niños; se prohibió el castigo corporal a los trabajadores; y, para permitir la
competencia con las tiendas de las haciendas, se autorizó a los vendedores ambulantes que entraran en las
haciendas y ofrecieran sus artículos a los peones. Finalmente, partiendo de la constitución de 1857,
Maximiliano devolvió a los poblados indios el derecho a su propiedad y dio tierras comunales a los pueblos
que no las tenían. Es posible que Maximiliano buscara la manera de ganarse el apoyo de la gente pobre
mexicana —la gran mayoría de la población—, porque su autoridad hasta entonces dependía
completamente de la fuerza del ejército extranjero de ocupación. Pero esto a los ojos de muchos mexicanos
era más importante que la cuestión de sus convicciones liberales o conservadoras. En 1858-1860 la batalla
había sido entre los liberales mexicanos y los conservadores mexicanos. Ahora la cuestión se encontraba
entre México y Francia, entre los republicanos mexicanos y la monarquía extranjera. El gobierno liberal de
Juárez vino a representar México y el imperio fue contemplado como instrumento de una potencia
extranjera. La conquista y el imperio casi triunfaron. En los meses finales de 1865, las tropas francesas
empujaron a Juárez hasta el Paso del Norte, una ciudad en el Río Grande en la frontera con los Estados
Unidos. Al mismo tiempo, Juárez se estaba enfrentando a una seria crisis interna. Su cargo presidencial de 4
años iba a expirar el 1 de diciembre de 1865 y era imposible convocar elecciones cuando los franceses
ocupaban la mayor parte del país. Basándose en los poderes extraordinarios que previamente le había
conferido el Congreso, Juárez alargó su periodo en el cargo hasta que fuera posible volver a convocar
elecciones. Esta acción sin ningún género de duda era inconstitucional y el general González Ortega, el
también inconstitucional presidente del Tribunal Supremo, reclamó la presidencia de la república. Parecía
que los días de Juárez, e incluso de la república, estaban contados, pero el general ni tenía el nervio ni la
fuerza para intentar un golpe militar. Juárez le arrestó y metió en prisión. Por el momento, capeó el
temporal. En 1866 la situación militar se volvió en contra del imperio a consecuencia de la decisión de
Napoleón de retirar sus tropas. Empezaron a salir, poniendo de manifiesto la debilidad de la posición de
Maximiliano. Durante dos años había intentado atraer a los liberales hacia su campo y muchos de ellos se
habían convertido en funcionarios civiles del imperio, pero con las fuerzas francesas a punto de partir tuvo
que sustituirlas por un ejército mexicano. Incapaz de encontrar liberales que quisieran luchar y, si era
necesario, morir por el imperio, se dirigió a los conservadores. Tras la marcha de los franceses, volvió a
estallar una guerra entre los conservadores mexicanos y los liberales mexicanos. Maximiliano nombró un
gabinete conservador y dio la bienvenida a Miramón, el comandante más conservador, que había regresado
a México. Sin saberlo, los conservadores y el archiduque austríaco habían sellado un pacto de muerte. El
ejército republicano rodeó al tambaleante imperio que retenía el control sobre el centro de México. El
ejército oriental avanzó hacia Puebla y el del norte hacia Querétaro, y aquí Maximiliano decidió hacer lo que
sería su última intervención. Fue derrotado y capturado prisionero de guerra junto con los generales
Miramón y Mejía —este último, un conservador de origen indio—. Tanto durante la guerra civil de 1858-
1860 como durante la invasión francesa de 1862-1866, las ejecuciones de prisioneros civiles y militares
habían sido un hecho corriente. Si Ocampo había sido fusilado, ¿por qué se debía perdonar la vida a
Maximiliano? Su sangre azul no hacía el caso diferente. Tendría el mismo final que Iturbide. Juárez pretendía
advertir al mundo que no se podía intentar conquistar México, fuera con el objetivo que fuera. La ejecución
de Maximiliano, Mirón y Mejía, por lo tanto, era el final previsible. Fueron juzgados por un tribunal militar, y
convictos de crímenes de guerra fueron fusilados el 19 de junio de 1867. Después de haber estado ausente
durante más de cuatro años, el presidente Juárez volvió a la capital el 5 de julio de 1867. Visto
retrospectivamente, el segundo imperio mexicano aparece como una tragicomedia llena de errores. Los
conservadores se equivocaron de hombre. Necesitaban un rey conservador y fuerte para sostener su causa y
no a alguien que sólo pusiera obstáculos en su camino. Habría sido mejor haber conseguido un príncipe
español ultracatólico. El intento de Maximiliano de injertar una monarquía liberal y europea en una
república latinoamericana dominada por la Iglesia fue una empresa desesperada. Se peleó con Miramón sin
conseguir atraer a Juárez. Sus reformas sociales le comportaron conflictos con la clase dominante, sobre
todo con los terratenientes. Sus reformas se emprendieron demasiado tarde para darle popularidad entre
los pobres. En definitiva, estaba en un país que no le quería, especialmente no como un regalo de un ejército
invasor. En resumen, el emperador que había buscado la manera de unir a liberales y conservadores, ricos y
pobres, mexicanos y europeos terminó siendo repudiado y abandonado por casi todos. Al principio, en 1863-
1864, algunos mexicanos vieron al imperio como una respuesta a sus problemas y una alternativa razonable
e incluso deseable a los casi 50 años de anarquía y guerra civil que había habido antes. Habían perdido la fe
en la habilidad de su país para gobernarse a sí mismo. Sólo un europeo de sangre real podría exigir el
respeto de todos, parar las ambiciones personales y ser un juez imparcial en sus disputas. ¿No había sido el
imperio del Plan de Iguala de 1821, que había insistido en la conveniencia de llevar a un príncipe europeo, la
única fuerza capaz de aglutinar a toda la nación? La respuesta, por supuesto, era que lo había logrado, pero
que había llegado demasiado tarde. Si se hubiera implantado inmediatamente después de la independencia
pudo haber dado alguna estabilidad al nuevo país. Pero ahora México contaba con un grupo de hombres
capaces de mandar, tal como pronto lo demostrarían, y fueron estos hombres los que se opusieron y
derrotaron al imperio. Restaurada por Juárez en 1867, la república liberal duró hasta 1876, cuando el general
Porfirio Díaz, un héroe de la patriótica guerra contra los franceses, destituyó al presidente civil Sebastián
Lerdo, un hermano pequeño de Miguel Lerdo y el sucesor de Juárez una vez éste murió. Recurriendo a
algunos componentes de la maquinaria política de su predecesor, Díaz construyó otra nueva con la que pudo
retener el poder en sus manos durante 35 años. Dio una estabilidad considerable a México, haciendo posible
un desarrollo económico sin precedentes. Sin embargo, controlaba totalmente los cargos políticos, lo que
para la mayoría de jóvenes de entonces constituía la gran tiranía del régimen, y fue lo que finalmente
provocó su caída en 1911 en lo que fue el primer episodio de la revolución mexicana.

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