Capítulo 3 Leslie Bethel
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MÉXICO
Por lo tanto aquí falta esta parte de la comunidad que constituye la fuerza de cada nación: el campesinado
libre. Los indios aún no pueden ser considerados en este término. Son laboriosos, pacientes y sumisos, pero
lamentablemente son ignorantes. Lentamente están emergiendo del infeliz estado en el que estaban
reducidos ... Ahora siete octavas partes de la población vive en míseras chozas sin la más mínima
comodidad. Sólo tienen unos pocos y toscos petates para sentarse y dormir, su alimento consta de maíz,
chiles y leguminosas, y sus vestidos son miserablemente bastos y escasos. No es que los bajos salarios no les
permitan ganarse una subsistencia más confortable a pesar de los numerosos festivales anuales, sino que se
gastan su dinero o lo dan a la Iglesia católica ... Todas estas miserias se podrían remediar en gran manera por
medio de la educación.13
La condición de los indios mexicanos continuaba siendo la misma en 1847. En las zonas rurales había las
haciendas —que se pueden describir como grandes empresas, establecimientos o propiedades agrícolas— y
los pueblos indios con tierras comunales. En las haciendas los trabajadores a menudo estaban ligados a la
propiedad por el peonaje o servicio por deudas, una herencia del periodo colonial. El peón con deudas no
podía irse hasta haberlas pagado. En otras palabras, los trabajadores rurales eran comprados y vendidos por
el precio de una deuda. Si un peón con deudas huía, podía ser capturado, se le podía hacer volver y se le
podía castigar. Este tipo de peonaje era típico del centro de México. En la aislada península del Yucatán y en
el escasamente poblado norte aún existía legalmente la servidumbre. Melchor Ocampo fue el primer
hacendado liberal que escribió sobre la delicada cuestión del sistema laboral del México rural. En un corto
artículo publicado en 1844, condenó el peonaje no sólo por ser inmoral sino porque no conducía al progreso.
Ocampo señaló que había cancelado todas las deudas de sus peones cuatro veces. Si un peón endeudado
huía de su propiedad, quizá para ir a trabajar con otro hacendado que pagaba mejor, lo reclamaba sólo si era
culpable de delitos penales. Terminaba exhortando a los peones a no pedir dinero prestado y a los patrones
a prestar sólo en casos de emergencia. Investigaciones recientes han mostrado que no todos los
trabajadores rurales debían dinero a sus patrones. En algunas haciendas, por lo menos, un número
considerable de trabajadores no tenían nada e incluso había casos en que la hacienda debía dinero a alguno
de ellos. Los peones generalmente obtendrían dinero de su cuenta para comprar en el almacén de la
hacienda. Finalmente, algunos hacendados no se molestaban en denunciar los fugitivos con deudas a las
autoridades o no lograban que regresaran.14 Incluso si no debían nada, los peones no eran completamente
libres de abandonar su empleo cuando quisieran. Las leyes sobre la vagancia, heredadas también del periodo
colonial, hacian difícil a los peones sin tierra dar vueltas por el país buscando otro trabajo u otro mejor. Era
más seguro vincularse a una hacienda y estar siempre allí. Curiosamente, para el peón resultaba ventajoso
obtener prestado todo lo que podía y trabajar lo menos posible porque así no se le despediría nunca. Esta
fue otra de las características del sistema que Ocampo específicamente criticó. Los indios que vivían en los
pueblos estaban mejor porque podían trabajar como temporeros en las haciendas vecinas. Se trataba de una
buena solución, porque pocos campesinos tenían suficiente tierra para poderse mantener durante todo el
año con lo que ésta producía. Eran hombres libres, pero, por otro lado, si su cosecha era mala se morían de
hambre. Una ventaja del peonaje era que los peones podían tomar prestado maíz del hacendado. Hubo
otros grupos de población rural que se han de diferenciar de los peones y los campesinos residentes en
pueblos. Había ocupantes de tierras, rentistas, arrendatarios y aparceros que vivían en los límites de la
hacienda, generalmente en pequeñas parcelas. Como que sólo en raras ocasiones podían pagar una renta en
metálico, a menudo eran forzados a pagar con su propio trabajo o el de su hijo, y si se resistía se le
confiscaba sus animales, o quizás unas cuantas cabezas de ganado. También podían, por descontado, ser
expulsados, pero probablemente era raro que sucediera porque al propietario le convenía que estuvieran allí
como peones potenciales. Obviamente, el hacendado era el señor de su territorio. Las diferencias sociales y
étnicas parece que eran aceptadas por todos y los peones, los campesinos y los arrendatarios no parece que
se resintieran de su estado inferior. Se limitaban a protestar por los abusos de los poderosos, de quienes era
difícil, si no imposible, obtener una reparación a través de ios canales normales.
En el Yucatán pervivía una situación especial. Los hacendados locales se dedicaban a cultivar henequén con
gran éxito a fin de exportarlo, y tenía pocos lazos con el México central.15 Lógicamente el Yucatán abrazó el
federalismo y en 1839 se rebeló en contra de México con la ayuda de los soldados mayas, convirtiéndose en
un Estado independiente. En 1840, el viajante norteamericano John L. Stephens encontró a los peones indios
sumisos y humildes. Dos años más tarde, en su segunda visita, advirtió:
Es una cuestión trascendental para la gente del país saber qué consecuencias tendrá el hecho de que [los
mayas] se encuentren a sí mismos, después de siglos de servidumbre, una vez más en posesión de armas y
siendo cada vez más conscientes del peso de su fuerza física, pero la respuesta nadie la puede predecir.16
Los presentimientos de Stephens quedaron confirmados cinco años después. A cambio de servir como
soldados, los blancos habían prometido a los indios abolir, o al menos reducir, los impuestos parroquiales,
abolir el impuesto de capitación que pagaban todos los indios adultos y otorgarles el derecho de utilizar
libremente las tierras públicas y comunales. No se cumplió ninguna de estas promesas y los mayas se
rebelaron en el verano de 1847 con el deseo de exterminar o al menos expulsar a la población blanca. La
revuelta pronto se convirtió en una guerra a gran escala, conocida desde entonces como guerra de Castas.
México acababa de ser derrotado por los Estados Unidos y era incapaz, aunque hubiese querido hacerlo, de
enviar el ejército a Yucatán para suprimir la revuelta. En la cruel guerra que siguió, los indios casi
consiguieron echar a sus enemigos al mar. Desesperados, los blancos llegaron a ofrecer Yucatán a Inglaterra,
a los Estados Unidos o, incluso, a cualquier país que quisiera protegerles. Mientras Yucatán estaba
angustiado por esta guerra racial, las tribus indias, forzadas a desplazarse hacia el sur a causa de la invasión
de los Estados Unidos, invadieron las regiones del norte de México apenas poblado, quemando haciendas,
pueblos y minas, y matando indiscriminadamente a sus habitantes. El gobierno mexicano de nuevo era
demasiado débil para impedir estas incursiones. La revuelta social y étnica tuvo un carácter distinto en el
México central. Allí los indios no formaban un grupo compacto y lingüístico y no estaban en clara mayoría,
como ocurría en el caso de los mayas en Yucatán. Sin embargo, los desertores del ejército, los fugitivos de la
justicia, los vagabundos y otros individuos semejantes, aprovechándose de la derrota militar mexicana y del
caos que siguió, organizaron bandas armadas que empezaron a aterrorizar la zona rural. Al menos en un
distrito, en las montañas de los estados de Guanajuato, Querétaro y San Luis Potosí, se desarrolló un
movimiento revolucionario agrario. La llamada rebelión de Sierra Gorda quería dar tierra libre a los
arrendatarios y a los peones de las haciendas, pero los rebeldes no fueron lo suficientemente fuertes para
atacar a las ciudades y se tuvieron que contentar con quemar haciendas. La clase dirigente mexicana,
desmoralizada, amargada y dividida veía cómo lo que quedaba de lo que antes había sido su gran país
empezaba a caer en pedazos. Pero la situación empezó a mejorar lentamente. En 1849, R. S. Ripley, que
escribió sobre la historia de la guerra norteamericana, comentaba que
El efecto de la guerra sobre México ha sido y continuará siendo muy beneficioso. La primera buena muestra
es que el prestigio del ejército ... ha desaparecido del todo. Que así ha sucedido lo prueba la comparativa
quietud que ahora existe en México desde que se firmó la paz y por la estabilidad al menos aparente del
gobierno regido por principios republicanos.17
L_os liberales eran tan antimilitaristas como anticlericales. Sin embargo, en este punto se dieron cuenta de
que debían actuar con cuidado porque el general Comonfort, el presidente y comandante en jefe del
ejército, ya estaba dando muestras de impaciencia ante el Congreso. Aquí los diputados liberales se
limitaron a abolir los privilegios judiciales del ejército, confirmando por lo tanto lo que ya había establecido
la Ley Juárez. Finalmente, la nueva constitución reconocía la plena libertad a todos los ciudadanos. Por
primera vez desde la constitución de Apatzingán en 1814, todos los mexicanos, por pobres que fueran (si
bien excluyendo a los vagabundos y a los criminales), disfrutaban del derecho de votar y de ser elegidos;
también se declararon los derechos humanos, incluso el principio de la inviolabilidad de la propiedad
privada. En la prohibición de la propiedad territorial corporativa, la constitución era menos clara que la Ley
Lerdo. Lerdo había excluido a los ejidos o pastos comunales, pero en cambio la constitución no lo decía, lo
cual implicaba que podían ser desamortizados. Su desamortización, en efecto, se emprendió sobre la base
de la nueva constitución, pero debió suspenderse a causa de la oposición de los indios campesinos. Los
liberales no podían mantener una lucha en dos frentes: contra la Iglesia y contra los campesinos indios. Por
lo que se refiere a la Iglesia, buscaron aislarla ganando aliados en todos los niveles sociales. Consiguieron
hacerlo en los centros urbanos donde las clases media y alta se aprovecharon de la desamortización de los
bienes de las corporaciones. En las áreas rurales, donde la Iglesia era tradicionalmente fuerte, no pudieron
aislarla pero abrieron una brecha en el campo sólidamente conservador al permitir que los grandes
propietarios compraran haciendas que habían pertenecido a los religiosos. Irónicamente, en el campo
fueron los ricos y no los pobres los que tendieron a apoyar a los liberales. Muchos liberales consideraron la
constitución de 1857 como la realización de los sueños de toda su vida. Ahora podían adoptar una actitud
más conciliadora en algunas cuestiones. Por ejemplo, un sutil cambio de la opinión pública hizo que el
gobierno volviera a abrir en la capital el convento de los franciscanos que había sido cerrado unos meses
antes debido a que allí se conspiraba. Además, con la dimisión de Lerdo a principios de año, la
desamortización se desaceleró. El gobierno quería negociar, y el 1 de mayo de 1857 Comonfort envió al
ministro de Justicia a Roma. La Santa Sede parecía dispuesta a aceptar la negociación de la desamortización
hasta entonces efectuada, pero pidió que se devolviera a la Iglesia el derecho legal a adquirir y tener
propiedades. Incluso la prensa mexicana conservadora sugería en agosto que la desamortización debería
reconocerse mediante un acuerdo con Roma. Parecía obvio que para llegar a un compromiso con la Iglesia y
los conservadores habría que anular los artículos más extremos de la constitución. Se creía que Comonfort,
que había sido elegido presidente en septiembre con el apoyo reticente de los radicales que preferían a
Lerdo, favorecería esta vía como la única posible para evitar la guerra civil. Pero no se llegó a ningún
acuerdo. Los liberales consideraban a Comonfort conservador y los conservadores liberal, y se quedó sin
apoyo. En la guerra civil que siguió, los conservadores tomaron la iniciativa. Unidades reaccionarias del
ejército de la capital, conducidas por el general Félix Zuloaga, se rebelaron en diciembre de 1857 con el
deseo confesado de abolir la constitución. Mientras Comonfort aún detentaba la autoridad, el ejército se
apoderó de la ciudad, disolvió el Congreso y arrestó, entre otros, al nuevo presidente del Tribunal Supremo,
Benito Juárez. Después de algunas dudas, Comonfort aprobó el programa de Zuloaga. Un mes más tarde,
Zuloaga dio el segundo paso: destituyó a Comonfort y asumió la presidencia él mismo. Quizá como venganza
contra los ingratos conservadores, Comonfort, en los últimos momentos de su poder, logró liberar a Juárez
de la prisión antes de abandonar el país, sin ser molestado por los conservadores y siendo ignorado por los
liberales. Esta decisión de liberar a Juárez prestó un gran servicio a la causa liberal, tal como los sucesos
futuros lo mostrarían. Juárez huyó a Querétaro. Desde allí se dirigió a Guanajuato y, alegando que el orden
constitucional había sido destruido, se proclamó presidente de la república y formó un gabinete en el que
Ocampo era su miembro más distinguido. Como cabeza del Tribunal Supremo —al no adoptarse el cargo de
vicepresidente en la constitución de 1857— tenía el derecho constitucional de la sucesión presidencial en
ausencia del presidente legalmente electo. Poco después de su llegada a Guanajuato, un residente escribió a
un amigo en la Ciudad de México: «Un indio llamado Juárez, que se llama presidente de la república, ha
llegado a esta ciudad».25 Así, con un presidente conservador en la Ciudad de México y un presidente liberal
en Guanajuato, empezó la guerra de los Tres Años. En décadas anteriores, los liberales cuando debían
enfrentarse a una contrarrevolución se sometían virtualmente sin resistencia al ejército. Ahora, aún no
tenían un ejército, pero contaban con el apoyo de las masas en las ciudades y en algunas zonas rurales, lo
que les permitió formar gradualmente un nuevo ejército en el que abogados y periodistas liberales serían
oficiales. En cambio, desde la muerte de Alamán, entre los conservadores curiosamente no había civiles
instruidos. Los acontecimientos revelarían que el ejército regular y la Iglesia no eran lo suficientemente
fuertes para resistir al movimiento liberal. Esto no iba a ser un paseo triunfal, tal como lo habían sido antaño
los golpes contrarrevolucionarios de Santa Anna. Después del segundo golpe de fuerza de Zuloaga, algunos
gobernadores estatales le reconocieron como presidente, otros se declararon en contra y algunos
modificaron su postura original. En medio de esta confusión, Juárez pudo escapar a Veracruz, cuyo
gobernador le había invitado a establecer su gobierno en aquella ciudad. El país pronto se dividió en dos
zonas de igual fuerza más o menos. Los estados que rodeaban el Golfo de México estaban bajo control de los
liberales, a excepción del exhausto Yucatán que prefirió ser neutral. Los estados del lejano norte también
eran liberales. El núcleo central del país era conservador, a excepción de los estados de Michoacán y
Zacatecas. Desde el principio ambos contendientes tuvieron que buscar fuentes para financiar la guerra.
Zuloaga, cumpliendo una promesa hecha a la Iglesia, anuló la Ley Lerdo, por lo que la Iglesia recuperó la
propiedad sobre sus bienes desamortizados. A cambio, el capítulo metropolitano quedó obligado a prestarle
un millón y medio de pesos, pero como las instituciones religiosas disponían de poco numerario, nueve
décimas partes de esta cantidad se pagaron en cheques que tenían por garantía las propiedades
eclesiásticas. El gobierno conservador vendió estos documentos con descuento a los financieros, que a su
vez adquirieron los bienes de la Iglesia porque ésta no pudo redimirlos. Tenía que haber un descuento
porque el gobierno liberal había declarado ilegales todos los actos y transacciones del régimen conservador.
Por esto el precio se rebajó conforme el riesgo. Después hubo otros préstamos parecidos, incluyendo uno
firmado con la casa Rothschild. De esta manera, los que disponían de dinero financiaron a Zuloaga a cargo de
la Iglesia, que tuvo que ver cómo se dispersaba su riqueza. Alegando que la Iglesia estaba financiando
voluntariamente a Zuloaga, los gobernadores y los jefes militares liberales de algunas áreas aisladas tales
como Michoacán y el norte decretaron préstamos forzosos sobre el clero, lo que en términos prácticos
equivalía a la confiscación de los bienes de los religiosos. En Veracruz las circunstancias fueron bastante
diferentes. Poco después de la llegada de Juárez en mayo de 1858, entró en el puerto un cargamento de
rifles a nombre de un capitán francés, José Yves Limantour. El gobierno constitucional por supuesto requisó
rápidamente las armas. Como que no las podía pagar con las escasas propiedades de la Iglesia que quedaban
en las regiones del Golfo y como no disponía de dinero, el pago se hizo con una propiedad religiosa en la
Ciudad de México. Estando la capital en manos de Zuloaga, lo único que podía hacer el régimen liberal era
prometer que se les entregaría la propiedad cuando llegara la victoria. El precio establecido por las armas
también se acordó respecto al riesgo de los créditos establecidos, y así Limantour y otros importadores
extranjeros adquirieron propiedades urbanas en la Ciudad de México por sólo una parte de su valor. Juárez
afrontó una situación crítica en febrero-marzo de 1859 cuando el nuevo presidente conservador y
comandante militar Miguel Miramón intentó tomar Veracruz. El intento fracasó, pero casi al mismo tiempo
el comandante liberal de la parte occidental de México, Santos Degollado, también fracasó en su proyecto
de apoderarse de la Ciudad de México. Después dp la derrota de Degollado, más de una docena de oficiales
liberales, incluidos varios médicos militares, fueron hechos prisioneros y ejecutados en un suburbio de la
capital. El conflicto se estaba haciendo cada vez más cruel y destructivo y ahora casi todo el país era
escenario de la guerra. No se veía ninguna salida. El país estaba dividido en dos campos irreconciliables.
Había llegado el momento de que los liberales expusieran sus deseos a la nación. Así, el gobierno
constitucional de Veracruz publicó un manifiesto el 7 de julio de 1859. El documento, firmado por el
presidente Juárez, Ocampo y Lerdo, dos de los miembros más prominentes del gabinete, culpaba de la
guerra a la Iglesia y anunciaba una serie de reformas: la confiscación de los bienes eclesiásticos, tanto de las
propiedades inmobiliarias como de los capitales; el pago voluntario de las tasas parroquiales; la separación
completa entre Iglesia y Estado; la supresión de los monasterios y la abolición de los noviciados y conventos
de monjas. No se proclamó la plena libertad de culto. El manifiesto también reconoció la necesidad de dividir
la tierra, pero añadió que la redistribución se efectuaría en el futuro como una consecuencia natural del
progreso económico. Por el momento, sólo prometió una ley que terminaría con los obstáculos legales a la
división voluntaria de la propiedad rural. Las leyes específicas para poner en marcha estas reformas se
publicaron en las cuatro semanas siguientes. La riqueza confiscada y «nacionalizada», tanto los inmuebles
como las hipotecas, se venderían a los compradores de los bienes eclesiásticos conforme a la Ley Lerdo.
Lerdo, que como ministro de Hacienda del gobierno en Veracruz esbozó la ley confiscatoria, insistió en la
continuidad que había entre la desamortización anterior y la nacionalización de ahora. Los compradores que
en las zonas ocupadas por los conservadores habían devuelto las propiedades a la Iglesia, en caso de una
victoria liberal las recuperarían y las pagarían al gobierno a largos plazos o en metálico por una parte de su
valor. La medida se tomó para atraer a la causa liberal tanto a los antiguos compradores como a otros
potenciales, sobre todo a los conservadores que ocupaban la parte central de México donde se
concentraban las propiedades eclesiásticas más importantes. En las áreas bajo el control de los liberales ya
se habían vendido la mayor parte de las propiedades de la Iglesia y en algunos estados, como Veracruz, la
Iglesia siempre había sido pobre. Por ello, el gobierno liberal sólo obtuvo un pequeño ingreso rápido por la
venta de los bienes confiscados. Pero se habían echado los dados. Ahora era una lucha a vida o muerte entre
la Iglesia y el viejo ejército, por un lado, y la clase media de profesionales, por otro; era una lucha entre el
viejo y el nuevo mundo. Las «reformas» liberales revolucionarias de julio de 1859 llevaron a las pasiones
políticas a su punto máximo; la lucha se incrementó y las demandas al Tesoro se hicieron cada vez mayores.
Desesperado, el gobierno constitucional permitió a los Estados Unidos, a cambio de dos millones de dólares,
el tránsito y el derecho de cruzar el istmo de Tehuantepec y del Río Grande a Arizona hasta el Golfo de
California, así como el derecho de emplear sus propias fuerzas militares para proteger a las personas y las
propiedades que atravesaran estas zonas. El llamado tratado McLane-Ocampo fue negociado por Melchor
Ocampo, que no era amigo de los Estados Unidos, y se firmó el 14 de diciembre de 1859. Un periódico liberal
comentó: «¿No sabe el señor Juárez que el partido liberal prefiere caer de nuevo bajo el doble despotismo
del ejército y la Iglesia antes que ponerse un yugo extranjero?».26 No sabemos si el gobierno liberal era
sincero al proponer el tratado o bien si estaba jugando con el tiempo. Fuera lo que fuera, unos meses
después el Senado de los Estados Unidos no aceptó el tratado, por lo que los liberales se liberaron de la
embarazosa posición en que les había puesto su extrema penuria. De hecho, no se necesitaban los dos
millones de dólares. La guerra de propaganda estaba dando sus frutos, y después del segundo intento de
Miramón de tomar Veracruz en la primavera de 1860 empezó a declinar la fortuna del ejército conservador.
Comenzó a retirarse hacia la capital, donde Miramón intentó obtener dinero. No hizo, aun contando con el
permiso del arzobispo, lo que los liberales habían hecho en contra del deseo de la Iglesia; en, agosto confiscó
plata labrada de las iglesias para acuñarla, y también oro y otras joyas que fueron empeñadas a los
prestamistas. En noviembre, sin crédito y sin fondos, confiscaron 660.000 pesos que habían sido confiados a
la legación británica de acuerdo con los ingleses tenedores de bonos que por primera vez desde 1854 iban a
recibir parte de los intereses que se les debía. Era demasiado tarde: los liberales se estaban acercando a la
capital. A principios de diciembre de 1860, la victoria era tan clara que el gobierno liberal de Veracruz
finalmente decretó la tolerancia religiosa total. Ya no tenía ninguna importancia lo que pudieran pensar los
curas que adoctrinaban a los indios. Los liberales habían ganado la guerra. El 22 de diciembre, el
comandante militar liberal, el general Jesús González Ortega, que antes había sido periodista en Zacatecas,
derrotó a Miramón en la batalla por el control de la Ciudad de México y la ocupó tres días después, el día de
Navidad. El presidente Juárez llegó de Veracruz tres semanas más tarde. Con las ciudades en manos de los
liberales, y los conservadores desparramados en grupos de guerrillas rurales, México era libre para disfrutar
de una campaña política, y la competición para la presidencia empezó así que llegaron el presidente y su
gabinete. Entre los líderes liberales había cuatro presidentes posibles: Melchor Ocampo, Miguel Lerdo,
Benito Juárez y González Ortega. Ocampo no buscaba la presidencia. Considerado el heredero de Mora,
estaba satisfecho con ser el profeta del liberalismo y, por lo tanto, ayudó a Juárez, su protegido, frente a
Lerdo, en quien veía un rival. Juárez podía necesitar tal ayuda porque, a pesar de ser el presidente, algunos
le miraban como un segundón comparado con Ocampo y Lerdo. Reservado y no presuntuoso, más tarde se
le describió como «no un líder que concibiera e impulsara programas, reformas o ideas. Esta tarea
correspondía a los hombres que le rodeaban y él aprobaba o rechazaba su liderazgo».27 Como autor de las
revolucionarias leyes que afectaban a la riqueza de la Iglesia, Lerdo tenía prestigio y autoridad y era popular
entre los liberales radicales. González Ortega a su vez era el héroe nacional, el hombre que había derrotado
al ejército conservador. Estos tres hombres —Juárez, Lerdo y González Ortega— eran los candidatos al
puesto más alto. A finales de enero de 1861, parecía que seis estados estaban a favor de Juárez, seis de
Lerdo y cinco de González Ortega; no había información de los siete estados restantes. Lerdo ganó en la
capital y en otros dos estados, pero murió el 22 de marzo. El prolongado sistema de elección indirecta
continuó con los dos candidatos restantes, Juárez y González Ortega; en el recuento final Juárez obtuvo el 57
por 100 de los votos, Lerdo casi el 22 por 100 y González Ortega más del 20 por 100. Parece que en los
estados donde hubo elecciones después de la muerte de Lerdo, sus seguidores votaron a Juárez. Una
explicación obvia es que los liberales no confiaban en los militares. Los liberales más importantes habían sido
civiles: Zavala, Mora, Gómez Farías, Ocampo, Lerdo, Otero y De la Rosa. Ninguno de ellos había sido
presidente. El ejército, por naturaleza conservador, no estaba deseoso de compartir el poder con ellos. Con
la excepción de la presidencia transitoria de De la Peña, no había habido ningún civil jefe de Estado antes de
Juárez. Aunque González Ortega era un buen liberal, era un general y, por lo tanto, no se le tenía confianza.
En junio de 1861, el Congreso declaró a Juárez presidente de México. Tuvo que soportar toda la carga del
puesto solo, porque Ocampo hacía poco que había sido capturado y ejecutado por las guerrillas
conservadoras, de manera que sólo sobrevivió dos meses a su rival Lerdo. Juárez nunca confió en el ejército,
aunque fuera una fuerza liberal y revolucionaria. Mientras estaba en el campo de batalla luchando contra los
conservadores, González Ortega fue elegido presidente del Tribunal Supremo por el Congreso
(inconstitucionalmente, puesto que debía haber sido elegido directamente) y así pasó a primera línea para la
presidencia. La fracción anti-Juárez consideró que, como el presidente de la república era presumiblemente
un civil débil, se tenían que tomar algunas medidas en caso de una posible emergencia. En honor a González
Ortega, debe decirse que no intentó un golpe de fuerza militar. Los problemas que Juárez tenía que afrontar
le hacían tambalearse cada vez más. La venta de los bienes de la Iglesia confiscados, valorados en cerca de
150 millones de pesos —quizá constituía un quinto de la riqueza total de la nación—, había empezado en
enero de 1861. Para atraer a los compradores mexicanos —que como buenos católicos romanos se oponían
a la confiscación— y para crearse una amplia base social, el gobierno liberal aceptó todo tipo de
documentos, créditos, vales y papeles de la deuda interna en pago, o al menos en parte del pago, de las
propiedades eclesiásticas. Por lo tanto, de la venta de bienes confiscados en el Distrito Federal en 1861, que
tenían un precio de 16 millones de pesos que era un precio devaluado, el gobierno sólo recibió un millón de
pesos en metálico. Además, los financieros de Veracruz —como Limantour y otros— ya habían pagado sus
propiedades en productos o en efectivo. Finalmente, el gobierno reconoció como válida la compra de
inmuebles eclesiásticos efectuada por la casa Rothschild durante el régimen conservador. El hecho de que
las propiedades hubieran sido adquiridas a un precio inferior a su valor y que hubieran sido pagadas por
adelantado explica que los ingresos por la confiscación de 1861 hubieran sido tan bajos. Los ingleses
tenedores de bonos, que esperaban cobrar los atrasos de sus intereses de lo obtenido con estas ventas, no
cobraron nada. También Francia estaba presionado, reclamando el pago de los bonos Jecker emitidos por el
gobierno conservador y que hacía poco políticos influyentes habían comprado en Francia. Los extranjeros
residentes en México presentaban otro tipo de reclamaciones sobre daños reales o supuestos padecidos
durante la guerra civil. Sin embargo, Juárez rehusó reconocer la responsabilidad de los actos del gobierno
conservador: él simplemente no tenía dinero. Su gobierno tuvo que suspender todos los pagos en julio. Los
acreedores europeos se sintieron engañados y presionaron a sus gobiernos para obtener una indemnización.
El 31 de octubre de 1861, Francia, Gran Bretaña y España firmaron en Londres la Convención Tripartita para
intervenir militarmente en México. Sus tropas desembarcaron en Veracruz poco después. Sin embargo,
pronto quedó claro que Napoleón tenía otros intereses y previsiones para México. Entonces Inglaterra y
España se retiraron, dejando la empresa en manos de los franceses. Estos acontecimientos ofrecieron a los
monárquicos mexicanos que vivían en Europa, como por ejemplo Gutiérrez Estrada, la oportunidad que
habían estado^ buscando. La ocupación francesa de México permitiría realizar el sueño de toda su vida de
crear un imperio mexicano bajo la protección europea —ahora, Francia—. Se encontró un candidato
apropiado para la corona en la persona del archiduque de Austria Maximiliano.
Mientras tanto, las tropas francesas estaban avanzando en México. La invasión dio lugar a sentimientos
patrióticos no sólo entre los liberales. Por entonces no se sabía si Francia quería ayudar a los conservadores
en contra de los liberales, o si trataba simplemente de subyugar al país. Los dos últimos presidentes
conservadores, Zuloaga y Miramón, dudaban. Como generales y antiguos presidentes no estaban
entusiasmados con un imperio con un príncipe extranjero. Además, desconfiaban de Francia y querían la
independencia del país. La cuestión no era liberalismo frente a conservadurismo, como había sido en 1858-
1860, sino la independencia de México frente a la conquista de una potencia extranjera. Ciertamente, en su
odio a Juárez la mayoría de los conservadores aceptaron a los franceses como libertadores del yugo liberal,
pero otros se decidieron por sumarse a los que estaban luchando contra los invasores. Por ejemplo, Manuel
González (el futuro presidente de México en 1880-1884), que había sido un oficial del ejército conservador
en 1858-1860, se presentó voluntario y fue aceptado para luchar contra los franceses. Comonfort también
fue aceptado por Juárez y moriría en el campo de batalla en 1863. Las fuerzas francesas fueron
temporalmente rechazadas por el general Zaragoza en la batalla de Puebla en mayo de 1862, pero después
se reorganizaron y bajo el mariscal Forey se embarcaron en una campaña mayor. Zaragoza murió y Juárez
tuvo que nombrar a González Ortega —a quien había dejado sin misión militar— para que dirigiera el
ejército oriental. Se rindió en Puebla en mayo de 1863 tras resistir un asedio de dos meses. Los franceses
pudieron tomar la capital y desde allí extendieron su dominio a otras partes del país. Deseando continuar la
lucha desde el norte, Juárez abandonó la Ciudad de México el 31 de mayo y diez días después establecía su
gobierno en San Luis Potosí. Se le juntó González Ortega, que logró huir de los franceses mientras estaban
tomando Veracruz. Los conservadores de la capital —sobre todo Labastida, el antiguo obispo de Puebla que
entonces era arzobispo de México— esperaban que los franceses harían como Zuloaga había hecho en 1858,
esto es, abolir todas las leyes confiscatorias y devolver los bienes nacionalizados a la Iglesia. Sin embargo
Napoleón decidió adoptar un programa liberal y, ante la sorpresa de los dignatarios eclesiásticos, el mariscal
Forey reconoció la validez de la nacionalización y venta de las propiedades religiosas. Al aceptar la corona de
México en Miramar, su castillo cercano a Trieste, el 10 de abril de 1864, Maximiliano, cuyas inclinaciones
liberales eran bien conocidas, se había comprometido a seguir la política francesa respecto a la Iglesia y la
nacionalización de sus propiedades. A su llegada a la Ciudad de México en junio, se encontró con que el
gobierno republicano de Juárez aún controlaba el norte de México y que las guerrillas republicanas luchaban
contra las fuerzas invasoras. Intentó atraer a Juárez a su lado y persuadirle de que se sometiera a su imperio,
pero por supuesto no lo consiguió. Sin embargo, logró captar a algunos de los liberales que habían preferido
quedarse en la capital bajo la ocupación francesa. Rechazó el apoyo de los conservadores y envió a
Miramón, su líder más conocido, al extranjero. Así pudo nombrar un gabinete formado casi totalmente por
liberales, entre los cuales había dos antiguos diputados del Congreso Constituyente de 1856-1857, Pedro
Escudero y Echánove y José M. Cortés y Esparza. Escudero llegó a ser ministro de Justicia y de Asuntos
Religiosos y Cortés, ministro del Interior. Asuntos Exteriores, Fomento y el nuevo Ministerio de Educación
Pública también estaban en manos de liberales. El Tesoro estaba administrado directamente por los
franceses. Maximiliano llegó tan lejos como a esbozar una constitución liberal. Conocida como Estatuto
Provisional del Imperio Mexicano, fue firmado por el emperador en el primer aniversario de haber aceptado
la corona mexicana. Junto con una «monarquía moderada hereditaria con un príncipe católico», proclamaba
la libertad de cultos como uno de los derechos del hombre. Como el primero y el más importante de estos
derechos, «el gobierno del emperador» garantizaba la igualdad ante la ley «a todos los habitantes del
imperio»,28 un derecho que sólo se había establecido en la constitución de 1857. También estableció la
libertad de trabajo. Mientras que el régimen liberal nunca había promulgado una ley que expresamente
prohibiera el peonaje por deudas, Maximiliano sí la decretó el 1 de noviembre de 1865. Se dio a los
trabajadores el derecho a dejar su trabajo según su deseo, independientemente de si estaban o no
endeudados con su patrón: todas las deudas de más de 10 pesos quedaron canceladas; se limitó el horario
laboral y el trabajo de los niños; se prohibió el castigo corporal a los trabajadores; y, para permitir la
competencia con las tiendas de las haciendas, se autorizó a los vendedores ambulantes que entraran en las
haciendas y ofrecieran sus artículos a los peones. Finalmente, partiendo de la constitución de 1857,
Maximiliano devolvió a los poblados indios el derecho a su propiedad y dio tierras comunales a los pueblos
que no las tenían. Es posible que Maximiliano buscara la manera de ganarse el apoyo de la gente pobre
mexicana —la gran mayoría de la población—, porque su autoridad hasta entonces dependía
completamente de la fuerza del ejército extranjero de ocupación. Pero esto a los ojos de muchos mexicanos
era más importante que la cuestión de sus convicciones liberales o conservadoras. En 1858-1860 la batalla
había sido entre los liberales mexicanos y los conservadores mexicanos. Ahora la cuestión se encontraba
entre México y Francia, entre los republicanos mexicanos y la monarquía extranjera. El gobierno liberal de
Juárez vino a representar México y el imperio fue contemplado como instrumento de una potencia
extranjera. La conquista y el imperio casi triunfaron. En los meses finales de 1865, las tropas francesas
empujaron a Juárez hasta el Paso del Norte, una ciudad en el Río Grande en la frontera con los Estados
Unidos. Al mismo tiempo, Juárez se estaba enfrentando a una seria crisis interna. Su cargo presidencial de 4
años iba a expirar el 1 de diciembre de 1865 y era imposible convocar elecciones cuando los franceses
ocupaban la mayor parte del país. Basándose en los poderes extraordinarios que previamente le había
conferido el Congreso, Juárez alargó su periodo en el cargo hasta que fuera posible volver a convocar
elecciones. Esta acción sin ningún género de duda era inconstitucional y el general González Ortega, el
también inconstitucional presidente del Tribunal Supremo, reclamó la presidencia de la república. Parecía
que los días de Juárez, e incluso de la república, estaban contados, pero el general ni tenía el nervio ni la
fuerza para intentar un golpe militar. Juárez le arrestó y metió en prisión. Por el momento, capeó el
temporal. En 1866 la situación militar se volvió en contra del imperio a consecuencia de la decisión de
Napoleón de retirar sus tropas. Empezaron a salir, poniendo de manifiesto la debilidad de la posición de
Maximiliano. Durante dos años había intentado atraer a los liberales hacia su campo y muchos de ellos se
habían convertido en funcionarios civiles del imperio, pero con las fuerzas francesas a punto de partir tuvo
que sustituirlas por un ejército mexicano. Incapaz de encontrar liberales que quisieran luchar y, si era
necesario, morir por el imperio, se dirigió a los conservadores. Tras la marcha de los franceses, volvió a
estallar una guerra entre los conservadores mexicanos y los liberales mexicanos. Maximiliano nombró un
gabinete conservador y dio la bienvenida a Miramón, el comandante más conservador, que había regresado
a México. Sin saberlo, los conservadores y el archiduque austríaco habían sellado un pacto de muerte. El
ejército republicano rodeó al tambaleante imperio que retenía el control sobre el centro de México. El
ejército oriental avanzó hacia Puebla y el del norte hacia Querétaro, y aquí Maximiliano decidió hacer lo que
sería su última intervención. Fue derrotado y capturado prisionero de guerra junto con los generales
Miramón y Mejía —este último, un conservador de origen indio—. Tanto durante la guerra civil de 1858-
1860 como durante la invasión francesa de 1862-1866, las ejecuciones de prisioneros civiles y militares
habían sido un hecho corriente. Si Ocampo había sido fusilado, ¿por qué se debía perdonar la vida a
Maximiliano? Su sangre azul no hacía el caso diferente. Tendría el mismo final que Iturbide. Juárez pretendía
advertir al mundo que no se podía intentar conquistar México, fuera con el objetivo que fuera. La ejecución
de Maximiliano, Mirón y Mejía, por lo tanto, era el final previsible. Fueron juzgados por un tribunal militar, y
convictos de crímenes de guerra fueron fusilados el 19 de junio de 1867. Después de haber estado ausente
durante más de cuatro años, el presidente Juárez volvió a la capital el 5 de julio de 1867. Visto
retrospectivamente, el segundo imperio mexicano aparece como una tragicomedia llena de errores. Los
conservadores se equivocaron de hombre. Necesitaban un rey conservador y fuerte para sostener su causa y
no a alguien que sólo pusiera obstáculos en su camino. Habría sido mejor haber conseguido un príncipe
español ultracatólico. El intento de Maximiliano de injertar una monarquía liberal y europea en una
república latinoamericana dominada por la Iglesia fue una empresa desesperada. Se peleó con Miramón sin
conseguir atraer a Juárez. Sus reformas sociales le comportaron conflictos con la clase dominante, sobre
todo con los terratenientes. Sus reformas se emprendieron demasiado tarde para darle popularidad entre
los pobres. En definitiva, estaba en un país que no le quería, especialmente no como un regalo de un ejército
invasor. En resumen, el emperador que había buscado la manera de unir a liberales y conservadores, ricos y
pobres, mexicanos y europeos terminó siendo repudiado y abandonado por casi todos. Al principio, en 1863-
1864, algunos mexicanos vieron al imperio como una respuesta a sus problemas y una alternativa razonable
e incluso deseable a los casi 50 años de anarquía y guerra civil que había habido antes. Habían perdido la fe
en la habilidad de su país para gobernarse a sí mismo. Sólo un europeo de sangre real podría exigir el
respeto de todos, parar las ambiciones personales y ser un juez imparcial en sus disputas. ¿No había sido el
imperio del Plan de Iguala de 1821, que había insistido en la conveniencia de llevar a un príncipe europeo, la
única fuerza capaz de aglutinar a toda la nación? La respuesta, por supuesto, era que lo había logrado, pero
que había llegado demasiado tarde. Si se hubiera implantado inmediatamente después de la independencia
pudo haber dado alguna estabilidad al nuevo país. Pero ahora México contaba con un grupo de hombres
capaces de mandar, tal como pronto lo demostrarían, y fueron estos hombres los que se opusieron y
derrotaron al imperio. Restaurada por Juárez en 1867, la república liberal duró hasta 1876, cuando el general
Porfirio Díaz, un héroe de la patriótica guerra contra los franceses, destituyó al presidente civil Sebastián
Lerdo, un hermano pequeño de Miguel Lerdo y el sucesor de Juárez una vez éste murió. Recurriendo a
algunos componentes de la maquinaria política de su predecesor, Díaz construyó otra nueva con la que pudo
retener el poder en sus manos durante 35 años. Dio una estabilidad considerable a México, haciendo posible
un desarrollo económico sin precedentes. Sin embargo, controlaba totalmente los cargos políticos, lo que
para la mayoría de jóvenes de entonces constituía la gran tiranía del régimen, y fue lo que finalmente
provocó su caída en 1911 en lo que fue el primer episodio de la revolución mexicana.