El Rey Pequeno - Antonio Perez Henares PDF
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El rey pequeño
ePub r1.0
Titivillus 15.10.16
Título original: El rey pequeño
Antonio Pérez Henares, 2016
Nota histórica: Plácido Ballesteros
Mapas: Antonio Plata
Imágenes páginas finales: Francisco Layna
Serrano, Historia de la Villa de Atienza,
Madrid, 1945. Castillos de Guadalajara.
Madrid, 1960
M
i abuelo Pedro Gómez era un
pardo de Álvar Fáñez, un
gigante al que únicamente
pudieron derribar cuando quedó solo en
medio de una horda de feroces
africanos, aquella peste almorávide que
asoló las Españas. Mi abuelo, el Pardo,
nació en Atienza y murió en Zorita,
intentando salvar de manos infieles la
vieja cruz de la visigoda Recópolis.[1]
Mi padre, Pedro el Frontero, murió
el año pasado en Granada. Lo mataron
también los moros, la nueva peste
llegada también de los desiertos, los
almohades se llaman, y también cayó
combatiendo al lado de un nieto de
Fáñez, Álvaro Rodríguez el Calvo.
Mi abuelo tuvo tierra cristiana que
le acogiera. Mi padre no sé si tuvo
sepultura alguna. A mi abuelo, a mi
padre y al nieto de Fáñez los mataron
los sarracenos. Pero también me tiene
contado mi abuela Yosune que al gran
Álvar, a quien el Cid llamaba hermano y
que contra los moros combatió más de
cincuenta años, quienes le dieron muerte
fueron los cristianos. En Segovia lo
mataron en las Octavas de Pascua por
defender a la reina Urraca.
Y son cristianos los leoneses que
hoy nos tienen cercados y quieren tomar
la villa de Atienza para arrebatar al rey
niño, Alfonso el VIII, de nosotros los
castellanos, y que en la Peña Fort se
guarda.
Yo también me llamo Pedro y
cuando comenzó lo que voy a relatar iba
camino de los once años. Soy huérfano
porque además perdí a mi madre, a la
que no conocí siquiera pues murió de mi
parto. Nací en Hita y allí me crio mi
abuela hasta que, tras la mala nueva
granadina, nuestra y del nieto Fáñez,
decidió venirse a Atienza, a una casa,
unas tierras y unas reatas de acémilas
que le rentan dineros para vivir ambos y
donde creía que iba a poder ir
haciéndome hombre más en seguro y
más tranquilo. Pero en estas tierras
nuestras nunca hay sosiego. Y si no traen
el sobresalto los moros, nos lo damos
los propios cristianos.
Al niño rey solo lo había visto una
vez y de lejos, cuando bajó un domingo
rodeado de señores y gentes de armas a
oír misa en la iglesia de Santa María, la
que está en la falda de poniente del
castillo. Era más pequeño que yo pero
ya caminaba como un rey, y nos miró, a
los que le mirábamos, como si lo
supiera muy bien. Iba abrigado porque
aquí, aunque ya sea primavera y cuando
entra bien el día se caldea todo y hasta
pica el sol, por las mañanas aún corre el
frío por las calles. Aunque nada
comparado con lo que acabábamos de
pasar, porque aquí en Atienza los
inviernos son heladores, mucho peor que
en Hita, que está más bajo y más
despegado de estas sierras que son
madres del hielo, la nieve y la ventisca.
Los aires se le clavan a uno como
cuchillos y revuelven las ropas para
hundirse aún más dentro de las carnes.
Bien puesto tiene el nombre el arco de
San Juan, que nadie aquí conoce sino
por Arrebatacapas y que es una de las
puertas de la muralla de Atienza. Por
fuera ya están los arrabales, aunque
algunos, como el más grande, el de
Portacaballos, habían empezado a ser
resguardados con un muro que estaban
levantando. Atienza ha crecido mucho,
decía mi abuela, sobre todo en estos
últimos años, desde que el abuelo del
rey niño, el emperador Alfonso VII, le
confirmara el Fuero, le fijara los límites
de su tierra, que abarca cientos de
aldeas, y le concediera el fruto de las
cercanas salinas en el vecino Imón, que
no hay mina mejor que ellas en el reino
entero.
Al rey niño solo lo había visto esa
vez que iba a misa y nosotros habíamos
subido a verlo desde nuestra parroquia
de la Trinidad, pero no es al único rey
que había visto, porque llevábamos una
temporada en Atienza que no paraban de
venir reyes y obispos. Este, el pequeño,
apareció cuando empezaba a asomar la
primavera de este año pero su tío, el rey
leonés don Fernando, se había pasado
por aquí durante el invierno. Y con él no
sé cuántos señores, obispos y caballeros
que iban y venían en trajín continuo.
Leoneses los unos y castellanos los
otros que se disputaban al crío.
Celebraban muchos cónclaves y se les
veía agitados los unos con los otros
hasta que debieron de llegar a algún
arreglo y desaparecieron todos, el rey,
los obispos, los Castro y los Lara, que
estos últimos son los tenentes de esta
villa y quienes en ella mandan, y los
afines de los unos y los otros y sus
gentes de armas. Se marcharon casi
todos, excepto la pequeña guarnición del
castillo, y Atienza quedó en la paz y el
frío de su invierno.
Pero apenas habían comenzado a
calentar el sol de abril, a verdear las
sementeras, a entrar en flor los pocos
árboles frutales plantados en algún
vallejo y a asomar los primeros brotes y
hojas en olmedas y alamedas, tardanos
en estas tierras por la cuenta que les
tiene, cuando un anochecer, y a uña de
caballo, llegó una tropa de hombres
armados que entró como un turbión en la
villa y se metió a galope en el castillo.
Tras ellos se cerraron todas las puertas:
la Poterna de la explanada de armas que
da acceso a la propia del castillo, la
primera; y luego la de la Villa, por
encima del arrabal de Puertacaballos; la
de la Guerra, la de Arrebatacapas, la de
Salida y la que viene a acercarse de
nuevo a la fortaleza, por el lado norte, la
de la Nevera, porque no lejos hay un
pozo donde se almacena y conserva
nieve helada muchos meses.
Se redobló en todas la guardia y a
todos nos pareció que esperaban que a
los alcances les vinieran enemigos. Por
la puerta de la Villa aún se dejó entrar a
algún vecino rezagado que venía del
campo, pero en las demás ni eso. Y los
que no pudieron entrar, aun teniendo
casa dentro de la muralla, debieron
acogerse a los arrabales para pasar la
noche.
Pronto se supo quiénes eran los
llegados, pues muchos reconocieron a
uno de los Lara, don Nuño, y otros a uno
de sus más fieles deudos, don Pedro
Núñez, el señor de Fuentearmegil,
casado con doña Elvira González, tía de
don Manrique Pérez de Lara, asiduo de
nuestra villa. Muy grande fue el revuelo
en el pueblo y muchos los nervios, pues
a poco empezaron a correr rumores de
que el rey de León les venía a los
alcances porque los Lara le habían
arrebatado a su sobrino el rey niño.
Algunos rapaces subimos por las
faldas del castillo ya cayendo la noche
para atalayar desde allí si venía alguna
tropa o se distinguía a lo lejos alguna
luminaria de campamento. Pero lo único
que vimos fueron las del propio castillo
de Atienza y aguzando mucho la vista, ya
muy al fondo en la negrura del horizonte,
hacia el suroeste, nos pareció ver brotar
un resplandor por donde estaba el de
Jadraque como respondiendo a alguna
señal.
Pero no había de venir el peligro por
la ribera del Henares, junto al que se
levantaban las torres jadraqueñas, sino
del lado de Soria, que era de donde no
quitaban ojo los vigías de la torre del
homenaje. De asomar sería por allí por
donde lo haría el enemigo. Había en lo
alto de la Peña Fort mucha más gente de
lo habitual en las almenas, y también en
la ronda, ya pegada al primer cinturón
de casas, donde se cruzaban los guardias
con ruido de hierros al chocar contra la
roca. Vimos que, presurosos, subían
hasta la fortaleza los más notables
vecinos de Atienza.
—Son los del Concejo —me susurró
un muchacho unos años mayor que yo.
Pero mal nos vinieron sus palabras,
pues alguno de los que pasaban debía de
tener fino el oído, y aquellos hombres
que subían no estaban de humor para ser
espiados por chiquillos, así que soltó al
rebufo un pescozón y nos mandó a todos
para nuestras casas.
—Hora de recogerse y no de andar
por aquí husmeando. Pero ¡al trote,
vamos!
Y más que al trote salimos, que
aquello no estaba, bien lo vimos, para
bromas ni retardos.
Mi abuela, sin moverse de su casa,
ya sabía más que yo de lo acaecido y,
como no tenía a quien contárselo a esas
horas de la noche, se evitó el reñirme
por la tardanza y al tiempo que me daba
uno de los buenos potes de verduras y
garbanzos que tan bien guisaba, me
ilustró:
—Quien ha llegado ha sido el rey
niño, nuestro Alfonso VIII, hijo de don
Sancho, tan joven y ya muerto; nieto del
Alfonso VII, con quien cabalgó tu padre
el Frontero; nieto de la reina Urraca, por
la que murió Álvar Fáñez, y tataranieto
de Alfonso VI, al que mejor que nadie
sirvió el Minaya, con quien cabalgó tu
abuelo, que Dios tenga en su gloria y a
mí me permita ya pronto reunirme con él
en los cielos. Quien ha traído hasta aquí
a la criatura ha sido don Nuño Pérez de
Lara, y para mí tengo que eso nos traerá
a todos quebrantos. Porque el rey
Fernando reclama para sí su custodia, y
es su tío y en ello le apoyan los Castro.
No sabía yo por aquel entonces
quiénes eran los unos ni los otros, pero
ya conocía que eran enemigos acérrimos
y enconados. La pendencia iba a unida a
sus nombres y a todos nos arrastraba.
Porque Atienza era de los Lara, aunque
ya ves qué cosa, Zorita e Hita, donde
habíamos nacido y vivido antes y donde
estaban nuestras raíces, eran de los
Castro. Mi abuela sabía mucho de
aquellas cosas y algunas me relataba,
pero yo, que luego mucho habría de
verme, y más pronto que tarde, en ellas
mezclado, estaba por entonces más en lo
de coger nidos y apedrear gatos.
Pero de algo sí me enteré al día
siguiente, porque era de lo único que se
hablaba en Atienza, que seguía teniendo
centinelas alerta en las puertas y vigías
atentos en lo alto del castillo, aunque del
rey Fernando no se veía señal alguna de
aproximarse siquiera.
Por lo que se relataba en todos los
corrillos, lo pactado y acordado
precisamente en Atienza y en aquellos
cabildeos de condes castellanos y
leoneses con su rey a la cabeza, obispos
y nobles durante el invierno, era que el
honrado Concejo de Soria, al que se
había entregado por un tiempo y
mientras duraban las negociaciones la
custodia del rey niño, comenzara ya los
trámites de entrega de su real huésped a
los Lara, para que luego estos lo
hicieran a su vez a su tío el rey Fernando
II de León.
Así lo habían hecho los sorianos,
proclamando solemne y sonoramente al
entregarlo a don Manrique Pérez de
Lara, como cabeza de su linaje:
—¡Libre os lo damos y vos
libremente lo guardéis!
Don Manrique recibió al niño y
parecía dispuesto a entregárselo según
lo acordado a su tío el rey Fernando de
León. Pero fue abrir este los brazos
sonriente para recibirlo y el pequeño
estalló en un llanto inconsolable, y fue
tal el berrinche y el desconsuelo que
hubo que procurar calmarlo de alguna
forma. Pero todo se debía a una añagaza
de los Lara para seguir teniéndolo ellos
bajo su custodia. Porque lo que hizo don
Manrique, el cabeza de la dinastía, fue,
so pretexto de la llantina, llevarlo a una
casa vecina para darle de comer por si
tenía hambre y así calmarlo. Bien se
calmó el muchacho, desde luego, pues
fue llegar a la casa vecina y al ver que
quien lo recibía era don Pedro Núñez, el
señor de Fuentearmegil, un infanzón por
el que sentía gran cariño y con quien
jugaba de continuo, cesó el lloro y
corrió riendo a acurrucarse en sus
brazos.
No demoró ni poco ni mucho el
infanzón en la casa, sino que,
envolviendo al muchacho en un grueso
capote de viaje, montó con él en su
caballo de guerra y seguido de algunos
hombres de armas, que aguardaban ya
montados, salió al galope y cabalgó sin
descanso, con el niño dormido entre sus
brazos, hasta llevarlo al fuerte castillo
de San Esteban de Gormaz.
Esa había sido la primera etapa. A
partir de aquí volvía a complicarse la
enrevesada historia que cada cual
contaba en la plaza del Trigo a su
manera, mientras dentro de la casa del
Concejo este se reunía con don Nuño
Pérez de Lara para ver qué hacer y cómo
proceder con el asunto y con el real
huésped que tenían ahora albergado.
Uno de los jinetes que había venido
con el infanzón Pedro Núñez concitaba
ahora toda la atención de los vecinos.
Alumbrado por una jarra de vino que le
habían alcanzado, daba luz sobre lo
sucedido, aunque era más de uno el que
no dejaba de percibir oscuridades en el
relato del mesnadero.
Lo que contaba era el final, por
ahora, de su camino. Cómo llegados a
San Esteban de Gormaz demoraron allí
una noche y allí los alcanzó don Nuño,
quien había salido tras ellos, fingiendo
un gran enfado y aseverando ante el rey
leonés que su voluntad era darles
alcance para devolver al infante a Soria.
Pero lo que, en realidad, hizo fue unir su
tropa a la de don Pedro y cabalgar
juntos hasta Atienza, porque era suya,
porque estaba por su causa y, sobre
todo, porque disponía de un castillo
inexpugnable, la Peña Fort, como el
propio Rodrigo Díaz de Vivar la
mentara y se escurriera de su vista para
no tener que afrontar sus torres.
Se jaleó la hazaña y se dieron
vítores por los vecinos y se le escanció
más vino en la venta al mesnadero.
Corrida la noticia como un fuego en un
rastrojo por todas las calles, las
comadres se hacían lenguas de la
tristeza de la tierna criatura y de su
llanto al entregarlo a su tío como prueba
irrefutable de su voluntad y de la razón
por la que había que preservarlo del
leonés, al que se entendía como
carcelero de su sobrino. Los hombres
agregaban a ello que lo que pretendía el
rey Fernando al tenerlo en su poder no
era sino tener bajo su pie y el de los
leoneses a toda Castilla.
Eso era lo que yo, a pesar de mi
corta edad y no mucha sabiduría en
asuntos de tal calibre, creía a pies
juntillas. Me sentía tan inflamado de
compasión por el Rey Pequeño como de
furia ante los leoneses. Los mozalbetes
estábamos tan agitados como todos, o
aún más si cabe, y nos decíamos los
unos a los otros que no seríamos dignos
de ser vecinos de nuestra villa ni
castellanos honrados si no defendíamos
a don Alfonso con todas nuestras fuerzas
y hasta derramando nuestra sangre si
fuera preciso, y que sería traición e
ignominia entregar al indefenso rey niño
a sus enemigos y ponerlo en cautiverio
en manos leonesas.
Con ese cuento y ese ardor guerrero
llegué yo a mi abuela Yosune, pero ya
noté de entrada que ella tenía sus
reservas sobre tanta inflamación y que
no compartía del todo mis impulsos ni
mis certezas, aunque sí estaba de
acuerdo quizás en lo primordial. Que el
niño no debía ser entregado a los
leoneses porque eso en el fondo suponía
entregar la propia Castilla. Estaba
hablando con dos de los recueros de su
confianza y se traían entre todos una
encendida charla en la que mi abuela
llevaba la voz cantante, que por algo se
había codeado hasta con Álvar Fáñez.
—Estos reyes nuestros no
escarmientan. Lo hizo Fernando I y trajo
la guerra entre hermanos: Sancho,
Alfonso y el desdichado García. Y ya
ves, pues —el deje vascón no se le
había ido a pesar de llevar ya más de
cincuenta años en Castilla—, lo que
terminó por hacer su nieto Alfonso VII,
que se hacía llamar Emperador porque
en muchos reinos imperaba. ¡Que no
aprenden estos reyes! Ni después de
tanta guerra con su misma madre Urraca,
con su padrastro Alfonso I de Aragón,
que hasta esta Atienza tuvo en su poder.
Ni con los disgustos que le dio su medio
tía la portuguesa Teresa, y su hijo,
Alfonso Enríquez, que acabó por
desgajar su condado como reino, el de
Portugal, al margen de los suyos.
Muchos sudores y desgracias para
lograr mantener sus reinos de León y
Castilla para que acabara luego él
mismo por dividirlos. Castilla para
Sancho, el mayor, y León para Fernando,
el pequeño. Y ¡hala!, los reinos partidos.
—Es la ley y la costumbre de reyes
y de todos. A los hijos ha de repartirse
como iguales —le replicó el jefe de sus
arrieros.
—¡A ver si no voy a saberlo! Pero
mira lo que trae. Divisiones y guerras.
Siempre. Y además estos Sanchos
castellanos tienen la maldición en el
nombre. Al del Cid lo acabó a traición
un venablo en Zamora; al hijo de
Alfonso, el infante hijo de la mora
Zaida, no lo pudieron salvar en Uclés ni
mi Pedro ni el gran Álvar ni siete
condes castellanos que allí se dejaron la
vida; y el padre de este niño, el tan
Deseado, no alcanzó a llevar la corona
ni dos años. Y ahora en esta nos vemos
con el tío queriendo apoderarse del
sobrino y los castellanos, Castros y
Laras, enfrentados y enfrentándonos a
todos, los unos contra los otros.
No iba más allá en su juicio mi
abuela, que sabía qué pensaban los otros
y cuál era el sentir del vecindario. No
decía mentira, que era vascongada, pero
en lo que no estaba de acuerdo, callaba.
Porque no quería significarse en
absoluto, siendo el Lara quien mandaba
en la villa y, habiendo el Concejo
decidido por ellos, manifestarse en
contrario no convenía en nada.
Mi abuela provenía de Vizcaya, de
un caserío del Duranguesado, y había
ido a casar con aquel gigantón de mi
abuelo, al que conoció no sé bien cómo
por el norte de Burgos, de donde era
Álvar Fáñez, y de cuyas tropas de
legendarios y temibles «pardos», así
llamados por sus austeras capas de ese
color, formaba parte. Mi abuelo era de
Atienza, de muy pobre familia, a la que
gracias a su fuerza descomunal y arrojo
en el combate sacó de la miseria. Era
todavía recordado en la villa y mentadas
incluso sus hazañas de mozo, cuando se
cargó una mula a las espaldas o cuando
derribó un novillo avileño agarrándolo
de los cuernos y doblándole, o cuando él
solo atrapó a toda una cuadrilla de
mozos de Cogulludo, viejos pleiteadores
con Atienza, a quienes hizo salir de las
lindes con el rabo entre las piernas. Con
el botín bien ganado en la batalla, Pedro
el Pardo mantuvo a sus padres hasta que
fallecieron y les compró buena casa y
hasta un algo de hacienda. Si fue hijo
único o el único superviviente de la
camada era algo que no sabía, pero sí
que en Atienza no teníamos familia que
nos viviera, aunque sí amigos de ley
como el Manda y el Elías, bastante más
jóvenes que él y, según mi abuela,
criados en casa y a expensas del Pardo,
por lo que le tenían devoción y estima.
Ellos cuidaron de sus bienes y cuando
mi padre murió por la Vega granadina y
mi abuela hizo de venirse para el lugar
de nacimiento de su marido se lo tenían
todo bien preparado. En Atienza fue
recibida bien por todos, por el recuerdo
del gigante, del que se seguían sintiendo
orgullosos, y por los bienes que había
hecho a muchos. Mi abuela Yosune
quería a Atienza y a sus gentes y se
alegró de haber tomado aquella decisión
de volver al lugar de donde era su Pedro
y donde con él había pasado sus
primeros tiempos de casada. Mi padre,
el Frontero, había de hecho nacido y
sido cristianado en la villa, aunque
siendo niño de pecho ya se habían
marchado a Zorita. Pero donde estaba
inscrito era en la parroquia de la
Santísima Trinidad de Atienza, que de
siempre fue la nuestra.
Mi abuela se sentía de Atienza más
que de ningún lado, pues ni por Durango
ni por el caserío había vuelto en su vida
ni sabido nada desde que dejara a sus
hermanos. Zorita le traía el recuerdo
más doloroso, el de la muerte de su
Pedro, y nunca acabó de encajar del
todo en Hita. Pero yo sabía, aunque aún
fuera un chaval, que en el pleito con los
Castro y los Lara, mi abuela tenía dada
su razón y corazón a la vieja familia de
los primeros, a la que se sentía muy
unida porque uno de ellos estaba casado
con una hija de Álvar Fáñez, doña Elio,
que en Hita la había protegido tanto a
ella como a sus cinco hijos huérfanos de
padre. Y aunque hubiera decidido no
hacía tanto venir a residir en Atienza por
ver de mi mejor crianza y disponer de
mayores rentas, seguía siéndoles leal.
Callaba ante todos, pero cuando yo
llegaba con los cuentos de la plaza me
les daba la vuelta como un calcetín y
donde yo veía antes nobleza y señorío
de los Lara protegiendo al rey niño, ella
me hacía ver que no estaban lejos la
codicia, las malas artes y hasta los
peores recovecos y traiciones. De los
que tampoco, en eso intentaba ser
ecuánime, se libraban sus defendidos
Castro. «Son grandes señores, unos y
otros, y lo que en el fondo persiguen es
engrandecer su poder y sus señoríos. No
olvides eso nunca. Por muy elevadas
que suenen sus palabras, interés es lo
que ocultan. Cuanto más altas, más bajo
es lo que buscan.»
Así que cuando le relaté la versión
del mesnadero y el sentir de las gentes
de Atienza, ella asintió en silencio a
todo, pero luego me cogió aparte y me
descuartizó la versión de todos y en
especial la del mesnadero.
—De las apariencias no hay que fiar
nunca. Y en este asunto menos. Hay
mucho detrás, y cuanto más atrás, más
turbio.
Lo que me contó entonces mi abuela
iba a servirme de mucho en el futuro y
me quedó impreso en mi mollera para
siempre, cuando luego tuve más años y
mejores entendederas. Otros más
entendidos en letras y en cortes me
iluminaron aún más con nombres, fechas
y sucedidos, pero en el fondo prevaleció
en mí el viejo barrunto de mi abuela y su
sabiduría villana, aunque su sentido no
coincidiera con las grandes
declamaciones públicas de lealtades y
honras.
Lo cierto y verdad es que a la muerte
del Sancho tan deseado como efímero,
la custodia del niño rey y la regencia del
reino había recaído en los Castro, y con
ello su familia había prevalecido sobre
sus rivales los Lara, con los que siempre
se las tuvieron tiesas y más aún cuando
en los tiempos de la reina Urraca, que
nunca supo contenerse ni con marido ni
sin él de las tentaciones de la carne,
eran estos quienes habían tenido todo y
casi el reino entero. Pues era don Pedro
González de Lara quien cabalgaba a la
reina Urraca, de quien fue su amante
varios años.
La tutela del rey niño suponía no
solo el mayor prestigio en toda Castilla
sino riquezas y poder crecientes, pues
mientras durara su minoría de edad
muchas ciudades, villas, rentas y
mesnadas pasaban a depender del tutor,
y a ello no pensaban avenirse en
absoluto los Lara. Las contiendas
empezaron, y con ellas a derramarse la
sangre de castellanos por castellanos.
Don Gutierre Fernández de Castro,
regente y tutor del rey niño, intentó el
acuerdo y creyó obtenerlo fiado en la
palabra de don Manrique, jefe de los
Lara, más joven que él pero más ducho
en las artes del fingimiento y el engaño.
Se buscó un tercero como «hombre
bueno y de acuerdo» que ambos
aceptaran y se estableció entregar la
custodia a don García Garcés de Haza,
medio hermano de don Gutierre pero
también familiar de don Manrique de
Lara, que fue a la postre quien se llevó
el gato al agua y el niño a casa. Porque
enseguida el de Haza, miserable y
avariento a partes iguales, sucumbió con
gusto a las tentaciones del taimado y
hábil don Manrique y entregó su pupilo
a este y a la familia de los Lara,
alegando que los Castro le habían
entregado a él la carga de la
manutención del niño, pero quedándose
con las rentas y dejándolo sin medios
económicos para sustentar al real
huésped. Que no estaba dispuesto a
arruinarse, proclamó, mientras otros se
enriquecían a su costa. Puede que en
ello hubiera parte de verdad, pero la
entrega del niño a los Lara supuso que
entonces fueran estos los que de
inmediato comenzaran a beneficiarse.
Aquello fue por el sesenta si no me
falla la memoria, cuando yo tenía siete
años y el rey niño andaba por los cuatro.
Y fue aquel año cuando murió de su
muerte el anciano y respetado don
Gutierre Fernández de Castro y toda
avenencia, que el viejo señor seguía
intentando, estalló en mil pedazos. Sus
sobrinos, pues hijos no tuvo, Fernán,
Gutierre, Pedro y Álvar Ruiz de Castro
no pensaron en otra cosa que hacerles a
los Lara sus engaños y recuperar el
pupilo, amén, y esto era lo más
importante en el fondo, de la entrega de
cuantas fortalezas y rentas usufructuaban
en su nombre.
La lucha entre las familias alcanzó a
ciudades y villas, a señores y caballeros
villanos y concejos que por uno u otro
se decantaron. De los pleitos se pasó a
las armas y de ahí a un siniestro
simulacro que conmocionó a todos. Los
Lara desenterraron el cadáver de don
Gutierre Fernández de Castro y lo
pasearon en angarilla por los campos y
ciudades castellanos en una macabra
procesión para presentarlo como reo de
alta traición ante las justicias, durando
un largo y oprobioso tiempo la
truculenta procesión hasta que lo
devolvieron a su sepultura. Los Castro
intensificaron entonces sus ataques
armados, pero el hecho de tener los Lara
a su lado al rey hizo que muchas plazas
se inclinaran por ellos y finalmente,
viéndose los Castro perdidos, pidieron
el amparo del rey leonés y tío del rey
niño, don Fernando II de León.
Del rey Fernando se decía que era
hombre afable y bondadoso, pero nadie,
y menos que nadie un rey, está exento de
la ambición y menos si esta puede
suponer ensanchar sus reinos. Así que
comprendió de inmediato que mejor
ocasión que aquella no tendría y hasta se
convenció a sí mismo de que lo hacía
por causa noble y por preservar a su
propio sobrino. En suma, que preparó
sus tropas y se adentró en Castilla. Sus
fuerzas y las de los Castro eran muy
superiores a los Lara y no hubo
oposición alguna en batalla, y desde la
ciudad de Burgos a toda villa por la que
pasaba le fueron dejando paso franco y
no hubo quien le presentara batalla. Los
Lara dejaron al niño bajo la custodia del
Concejo de Soria y, sabedores de su
debilidad, se avinieron prestamente a
negociar.
Los obispos de todas las diócesis
castellanas, Burgos, Toledo, Palencia,
Sigüenza, Calahorra, Segovia, Ávila y
Osma, se reunieron buscando una
solución satisfactoria y actuaron como
emisarios de los Lara. Fue entonces
cuando el rey Fernando llegó a Atienza y
allí se quedó por cierto tiempo en
invernada, no molestando en nada ni a
las gentes ni a sus haciendas, ni dando
ocasión de queja alguna, pues no
tuvieron sus huestes trato de conquista
sino de visitantes y huéspedes. El rey
Fernando, acordada finalmente la
custodia de su sobrino por otra reunión
de obispos que, tras la primera en
Atienza, tuvo lugar en Medinaceli, salió
de nuestra villa despidiéndose
afectuosamente de su Concejo y vecinos
y se encaminó a Soria, donde estaba
pactado que habría de producirse la
entrega real de su sobrino.
Y entonces sucedió lo relatado de
los lloros, de lo que mi abuela Yosune
se maliciaba mucho.
—Al niño le habrían asustado, le
habrían dicho que aquel a quien se lo
entregaban le haría cualquier daño, lo
apresaría o hasta se lo comería vivo, y
por eso se echó a llorar de miedo. La
trampa bien la tenían preparada don
Manrique y don Nuño y ninguna
intención de cumplir lo pactado. ¿O no
tenía ya todo dispuesto don Pedro Núñez
de Fuentearmegil para salir a escape y
traérselo aquí? ¿El caballo se había
encinchado solo? ¡Ay, ené, que eres muy
sinsorgo! Y todo os lo creéis a pies
juntillas. Pero tú aún eres un crío, pero
todos estos que ya tienen años ahí los
ves tragándose las ruedas de molino.
¡Qué sinsorgos y qué pájaros don Nuño
y don Manrique! Todo preparado lo
tenían. Pero ahora quienes tenemos el
avío encima somos nosotros.
Porque, en efecto, aquella misma
mañana don Nuño y don Pedro con
buena parte de la tropa que habían traído
salieron de Atienza y se perdieron por el
camino de Soria. Ahí permanecía don
Manrique, que era quien, pretextando
gran enfado y con mucho alboroto, había
mandado supuestamente a su hermano
don Nuño tras las huellas del presunto
fugitivo. Algo que ya no se creía nadie,
pues a la vista estaba toda la trama para
no entregar al niño y la burla que del rey
habían hecho.
Don Manrique, sabedor de la furia
del rey leonés y de que sus fuerzas eran
muy superiores a las suyas, después de
mucho resistirse optó por presentarse
ante él. Y cuando este le acusó de
traidor, desleal y alevoso no le faltaron
palabras de réplica. Por palabras, a don
Manrique no le ahorcaban.
—Si soy leal o traidor y alevoso no
lo sé, pero por cuantas partes pude libré
a mi señor natural, el Rey Pequeño, de
servidumbre y vasallaje.
Y en ello no le faltaba razón al Lara.
Entregarlo a Fernando era someter al rey
castellano, por muy niño que fuera, al
vasallaje del rey leonés, y eso iba contra
el juramento y a esa fidelidad se acogía
sobre todas sus argucias el de Lara.
Incluso hicieron mella en el leonés, que
le dejó partir libre pues lo que tenía
decidido era dejarse ya de pamplinas y
apoderarse del pequeño, sabedor de que
en Atienza tenía un inexpugnable castillo
pero apenas sin guarnición que lo
defendiera. Al fin y al cabo, había sido
su huésped tan solo tres meses antes.
En Atienza transcurrió abril y hasta
se nos mermó el sobresalto. Los días
festivos, el rey niño bajaba del castillo a
la iglesia de Santa María a oír misa,
aunque algún día se eligió la de la
Trinidad, que era nuestra parroquia, o la
de San Juan, esta ya junto al arco de
Arrebatacapas y la plaza del Trigo, para
el cumplimiento de sus obligaciones
cristianas y que así lo viera más la gente
de la villa. Las gentes de Atienza, sobre
todo la chiquillería, disfrutábamos con
aquello y permanecíamos atentos a las
salidas, idas y vueltas del huésped del
castillo y de sus acompañantes. En
Atienza había dentro de la muralla cinco
iglesias, pues estaban también la de
Santa María del Valle y, la de San
Bartolomé. Y había algunas más en los
arrabales, de reciente construcción e
incluso hasta sin acabar: dos en el de
Puertacaballos, la de San Antón y la más
hermosa, la de San Salvador, servida de
muchos clérigos y cuyos diezmos iban a
parar a Sigüenza para costear al
obispado y su catedral, que no
entendíamos nosotros por qué habían
puesto al obispo en Sigüenza, que no
tenía ni la mitad de castillo y de
murallas que Atienza.
Los chicos nos subíamos lo más alto
que podíamos por las faldas del cerro
de la Peña Fort, hasta llegar a la misma
puerta de la Poterna, y allí
aguardábamos que saliera la comitiva
entreteniéndonos en adivinar a qué
iglesia iría. Todos queríamos que no
fuera a la de Santa María, en el barrio
que se empezó a llamar Del Rey, sino a
cualquiera de nuestras parroquias por el
orgullo que eso suponía para los vecinos
de ellas y, además, porque así podíamos
seguir más rato al cortejo. Pues si se
quedaba en Santa María, que estaba casi
pegada a la fortaleza, la diversión se nos
acababa pronto ya que, una vez en la
iglesia, nos mantenían apartados y en la
parte de atrás y no nos dejaban ni
acercarnos.
En las esperas discutíamos sobre el
porqué de haberlo traído a Atienza. Yo
me callaba y ni se me ocurría decir lo
que le había oído a mi abuela. Tan solo
manifestaba, como todos al unísono y
como conclusión, que era porque entre
nosotros estaba más seguro ya que a
nuestro castillo no había quien lo
asaltara.
—¡A ver quién sube por esas
piedras cortadas a pico! ¡A ver quién
sube! De una pedrada, ¡abajo!
El castillo de Atienza la verdad es
que impone, allí arriba sobre la roca
viva, con la torre del homenaje en el
espolón que da al pueblo y las torres
que dan al norte y al cerro Padrastro por
el otro lado. Y por los costados igual. Si
es que casi no hacía falta obra, porque
por allí no había quién subiera ni escala
que lograra agarrarse a la almena.
—Pero sí que hicieron obra y no
solo de muros. Mira, mira la piedra, la
han cortado a pico para hacerlo aún más
difícil.
—Pero qué dices, ¡estaba así de
siempre!
—¡Que te digo yo que no, que lo
hicieron hombres a base de pico y mazo,
que me lo ha contado mi abuelo!
—Pues a mí, el mío no me ha
contado de eso nada. Lo que hicieron fue
rehacer un poco las murallas, que las
habían dejado los moros muy
desportilladas, el Almanzor aquel que
nos la tenía jurada. Lo hizo el abuelo del
rey niño, que le tenía mucho cariño a
Atienza, pero aún no son ni la mitad de
lo que fueron. Buena falta nos haría que
estuvieran todas en alto.
Nos metíamos los chavales a
guerreros y estrategas y no faltaba el que
señalara que, aun siendo la roca de
Atienza tan poderosa, estaba claro que
el cerro Padrastro era más alto y estaba
bien al lado.
—El castillo a lo mejor deberían
haberlo hecho en el cerro Padrastro,
porque desde allí nos pueden tirar
cosas, flechas, piedras y bolas ardiendo
si quieren.
—Desde allí no se llega. Y el
Padrastro, aunque está pino, no tiene la
roca viva de este en la cima. ¡Tú qué
sabrás de castillos, recuero!
Recueros eran muchos en Atienza, o
teníamos que ver con ellos. Hasta yo
mismo tenía algo, pues la abuela Yosune
tenía buenas acémilas y burros y gente
que le trajinaba las mercancías con las
que comerciaba y que le daban buenos
sueldos a veces y otras malos disgustos,
que por los caminos no se sabía nunca
qué podía pasarle a la reata. Ni siquiera
se estaba a salvo de los moros, pues
mirando desde arriba del cerro había
quien señalaba hacia donde estaba el
Tajo.
—Pues a no más de diez leguas
estará, y al otro lado a poco más de
otras cuantas los moros de Cuenca. En
una galopada aquí mismo se presentan.
—Quien se presentará, ya lo veréis,
será el rey de León don Fernando, a
echarle una mano al sobrino —me atreví
a decir.
—Mira, si ha hablado el Callao —
me soltó uno de la cuadrilla, pues tenía
yo fama de no ser de muchas palabras,
aunque ya por aquellas fechas
empezaron a llamarme «el Pardo», por
mi abuelo.
Nosotros en Atienza nos habíamos
quedado con aquel mote, en honor de mi
abuelo Pedro Gómez, el que está
enterrado en Zorita, y la verdad es que
yo, lejos de molestarme, me sentía muy
honrado por ello.
Fue ya a mediados de mayo cuando
sonaron las alarmas. Las primeras
avanzadillas leonesas se presentaron por
el camino de Almazán y detrás vimos
una hueste muy numerosa. Pero así de
primeras no parecía que trajeran malas
intenciones, pues llegaban sin
preparativos de hacer guerra hasta las
mismísimas puertas, como si fueran a
entrar por ellas sin más.
Pero las campanas tocaron a rebato,
se armaron los pocos armados y los
guardias corrieron a cerrar los portones
del primer recinto amurallado. Los de la
Poterna, claro, y luego los de Armas o
de la Villa, los de la Guerra, los de
Arrebatacapas, los de Salida y los de la
Nevera. Y cuando llegaron al arco de
Arrebatacapas, el rey Fernando, que tan
solo meses antes había sido huésped
distinguido, se lo encontró bien cerrado
y tuvo que dar media vuelta.
Pero bien pronto comprobamos que
no estaba dispuesto a irse. Las tropas
leonesas se desplegaron y acomodaron
en los arrabales y colocaron fuertes
retenes en el exterior de las puertas. Al
caer la noche estuvo claro que el rey
leonés Fernando había cercado Atienza
y que no pensaba irse sin llevarse a su
sobrino. Y los de Atienza no estaban
dispuestos a entregarlo.
El rey niño quedó custodiado en el
castillo y el Concejo de la villa se
reunió en medio de muchos nervios y
algunas voces más altas que otras. Pero
nadie levantó la suya para proponer
entregar al niño rey a los leoneses. No
iban a cometer tal traición a pesar de
que las fuerzas fueran tan desiguales, y
las propias tan exiguas. Yosune lo tuvo
claro desde el primer momento.
—Entregarlo no lo entregarán, pues,
pero el leonés se lo lleva, seguro. No
hay gente aquí para defender. Que sepan
de verdad de armas no llegan ni a
cincuenta. Pueden resistir en el castillo
un asalto, pero no aguantar un asedio en
condiciones si el rey Fernando quiere
hacerlo. Y tiene toda la primavera y el
verano por delante. Con que les corte el
agua le vale.
Por la mañana hubo trajín en
Arrebatacapas. Llegaban mensajeros y
se abrieron las puertas para ellos. El
Concejo se reunió, como tenía por
costumbre, en el atrio de la iglesia de
Santa María del Rey. La exigencia de la
entrega era firme y perentoria, pero algo
se alivió el ambiente. El rey Fernando
no quería hacer daño a Atienza y tan
solo reclamaba que se cumpliera lo
pactado. No estaba airado con los
atencinos, a quienes apreciaba en su
lealtad, ni sus hombres de armas les
harían daño a sus vidas o sus haciendas.
Tampoco quería entorpecerlos en sus
labores. No iba a lanzar ningún asalto y
comprometía su palabra a no hacerlo y
permitir que los labradores salieran a
trabajar en sus tierras. Pero eso sí, sus
soldados no permitirían entrada de
comida de boca ni avituallamiento
alguno. Los ganados se quedarían en los
apriscos extramuros y no se permitiría la
entrada de corderos ni cabritos, de
terneros ni ovejas, de bueyes y cabras,
ni de trigo, grano, hortalizas o forraje.
Así que se recobró cierta
normalidad, salvo que los leoneses
guardaban las puertas por fuera y
controlaban salidas y entradas, y que se
veían las galopadas del rey desde el
arrabal de Puertacaballos o desde los
dos campamentos instalados: el uno
pegado al murete que rodeaba la aljama
de los judíos y el otro, más pequeño, no
lejos de la Poterna del castillo, en una
pequeña repisa a media cuesta.
—Al leonés le da lo mismo que
entren y salgan. Y de sobra sabe que
habrán avisado a los Lara que vengan a
socorrernos y levantar el cerco. Pero no
vendrán, te lo aseguro. No tienen ni
fuerzas ni cuajo para hacerlo. Aquí el
Concejo se afana y se ha armado de
cualquier manera a cuantos pueden
empuñar algo, y hasta se han reparado
algunos muros. Pero no hay posibilidad
de resistencia ni de socorro. Ya pueden
hacer luminarias en el castillo cada
noche, que no aparecerá hueste de
socorro ni en broma. Ni de Soria ni de
Molina vendrán los Lara, y no van a
dejar sus refugios los de Sigüenza, cuyo
obispo es deudo suyo, ni los de
Jadraque, para venir a campo abierto
contra una hueste como esta. Lo único
que temo es que a Fernando se le agote
antes de tiempo la paciencia y lance un
asalto. Entonces pagará el pato Atienza
y todos nosotros. En la alcazaba pueden
guarecerse unos pocos, pero la ciudad
no tiene defensa, correrá la sangre y
arderá el fuego y nadie nos salvará, ya
que no de la muerte, pues el rey
Fernando querrá impedir tal atrocidad,
del saqueo.
Pasaron los días. No se produjo
asalto, pero tampoco llegó socorro ni
noticia que lo anunciara. Y la ansiedad
comenzó a adueñarse de las gentes. No
escaseaba aún la comida, pero de
continuar el cerco no tardaría en
presentarse el hambre. El Concejo se
reunía casi cada noche a campana
repicada en muy concurridas y agitadas
reuniones, de las que los veíamos salir
tan cabizbajos como entraban. Mi abuela
llegó a comentar que alguno había
propuesto incluso intentar una salida en
tromba llevando al rey niño y
sorprender así a la guardia leonesa, para
tratar de llegar con él a donde pudiera
hallar mejor refugio. Lo descabellado de
la idea y el evidente peligro que para la
vida de Alfonso podía significar hizo
que se rechazara con casi airadas
protestas.
Me barrunto yo, sin embargo, que en
lo que sucedió un par de noches después
pudo tener algo que ver mi abuela
Yosune, por el trasiego de recueros que
alcancé a ver por nuestra casa y que,
entre cuchicheos y gestos de recato
entraban, salían, tornaban y volvían. En
la cocina, cierta noche vi a los más
respetados, entre los que se encontraba
el viejo caporal que llevaba la reata de
mi abuela y tenía gran amistad con
nuestra familia. Por lo visto su padre
había sido compañero de armas del
abuelo Pedro y este, amén de salvarle el
pellejo, al quedar algo lisiado e incapaz
para las armas le había ayudado a
ganarse la vida prestándole dinero para
comprar acémilas y entrando con él en
los tratos. Ese era el origen de la
sociedad que mantenía desde hacía
largos años con Yosune y que nos había
hecho recalar en Atienza.
Aunque me procuraron evitar y
secretarse en lo posible, no era grande
la casa y yo encontré el medio de
enterarme de lo que tramaban, que era
muy simple pero a la vez de difícil éxito
con que un solo guarda leonés
sospechara, y que encima pondría sin
remedio en sus manos al rey niño.
Porque lo que proponían mi abuela y
el tío Manda, que así llamaban todos a
su compadre, era disfrazar al niño de
arriero y sacarlo camuflado entre todos
los recueros de una bien nutrida reata de
no menos de sesenta caballerías, y ver
de conseguir llegar con él a una ciudad
segura y con fuerte guarnición, fuera esta
Ávila o Segovia.
—Pero con que un leonés lo vea, tan
niño, se maliciará algo extraño. Y en
cuanto registre un poco se verá que no
son sus trazas ni manos de hijo de
labriego ni de arriero, y así lo habremos
puesto en sus manos.
—Habrá de ir bien tapado y oculto,
que las capas son bien amplias y él
menudo. Y para que no entren en
sospechas, no será malo que algún otro
muchacho sea también de la partida, por
si acaso les entra gana de indagar por la
presencia del chico, y entonces les
enseñamos al otro.
—Tu nieto Pedrillo es más mayor,
pero habrá alguna ropa suya de antes
que le valga. Podría ser él quien le
acompañara, y así también, una vez en
camino, podrá el rey niño entretenerse
en compañía de alguien de parecida
edad.
Y allí es cuando entré yo en la
historia. Mi abuela se resistió un algo al
principio, pero a nada se tuvo que
convencer. Buscar a otro muchacho era
dar más cuartos al pregonero y no era el
caso. Tenía que quedar entre los pocos y
los menos que se pudiera, no fuera
alguien a irse de la húmeda y dar por
tierra con todo antes de haberse
iniciado. Y, claro, había que
proponérselo al Concejo. Que aquella
misma noche fue convocado y fueron el
Manda y el Elías, otro arriero de la
mayor confianza de mi abuela, los
personeros a los que de parte de los
recueros de Atienza se encomendó hacer
llegar la propuesta de huida de don
Alfonso.
Quizá por desesperación o por no
ver otra salida, o porque en efecto
pareció ingeniosa y posible la idea, esta
encontró buena acogida y tan buena
disposición que a poco se adoptó el
acuerdo por todos y a partir de ahí la
noche fue un preparativo. Se fueron
aparejando las caballerías, cargándolas
de las mercancías, que si sal, que si
cueros, que si pieles, que si cacharros,
que si aquí uno metía entre la albarda
una espada corta y otro un cuchillo de
matar cochinos en las anguarinas, que no
sé de qué iban a valernos si soldados
con cota de malla, buenas armas de
hierro y brazos acostumbrados a
blandirlas se venían contra nosotros.
Porque yo ya había sido informado de
mi misión y aguardaba el momento de
que llegara don Alfonso para probar en
él algunas de mis vestimentas, y que mi
abuela Yosune lo aderezara como si de
un pequeño recuero se tratara.
Se vinieron hasta nuestra casa
algunos de los más principales hombres
del Concejo, y cuando no quedaba
mucho ya para que empezara a clarear la
aurora bajaron otros del castillo a don
Alfonso, que venía animoso y al que
parecía habérsele quitado el sueño. Me
dijeron cómo saludarlo pero que eso
sería luego, que ahora lo tratara como si
fuera un hermanejo chico y que ni por lo
más remoto se me ocurriera dirigirme a
él como rey, señor o cosa parecida
cuando anduviéramos aún a la vista de
los leoneses. Y al niño también se le
advirtió que debía participar en un juego
que íbamos a jugar todos y que
consistiría en que él se disfrazaba de
arriero, que como tal se comportaría y
que a nadie podía hablar ni confiar hasta
el siguiente día que era rey ni exigir
tratamiento de tal. Que iba a ser un niño
arriero y que a ello iban a jugar todos
los recueros.
—¡Seré recuero, seré recuero! —
exclamó alborozado y animoso el
chavalillo, feliz de participar en lo que
él creía una diversión.
Yo estaba ya vestido para el camino
y a él hubo que aderezarlo también con
ropas mías y que ya no me valían: traje
pardo, abarcas bastas de calzado,
polainas y gorro de lana, así como una
pelliza de piel vuelta también de oveja y
un capotillo por encima. Nos dio mi
abuela un tazón de leche caliente a cada
uno y bajamos hasta la plaza del Trigo,
donde nos aguardaba el grueso de la
reata. Allí se empezó a formar la fila
donde más o menos a la mitad metió su
mula blanca el Elías y allí le subieron al
chico, al que arropó de inmediato con el
capote después de advertirle que hasta
que no le diera aviso no dijera ni media
palabra. Debía de estar acostumbrado el
zagal a andar así, más de una vez le
habrían hecho cabalgar de tal guisa de
un lado a otro, pues se arrebujó en el
regazo del arriero y, acurrucado, se hizo
casi un ovillo y se quedó inmóvil. Se
sonrió el Elías y se le marcaron aún más
los surcos de la cara cortada por vientos
y celliscas y, haciéndome un guiño, me
dio instrucción a mí de que me
adelantara hasta unas caballerías más
delanteras. Allí me acoplé cogiendo un
ramal que otro recuero me tendió,
prestos ya a iniciar la marcha.
Empezaba ya a rajar el alba y en la
plaza no se oía otra cosa que el chocar
de los cascos de las caballerías en el
empedrado, voces ninguna, tan solo
alguna palabra queda y algún respiro
más hondo que hacía salir el vaho de la
boca de quien lo profería. El Manda,
que iba delante en un caballo tordo (a
los de Atienza siempre les han gustado
los tordos y las mulas blancas), dio la
voz de partida y la reata, parsimoniosa,
se puso en marcha. Entonces sí se
oyeron los «arre» y algún «so», y hasta
algún reniego incluso con alguna
acémila que no obedecía como su amo
requería y que se llevó un varazo para
espabilarla.
—A ti te voy a sobar yo el hato
como sigas dando guerra, Extremeña —
se oyó bien claro en la plaza cuando se
comenzaron a abrir las recias puertas
del arco de San Juan, que aquí llamamos
de Arrebatacapas.
Al pasar junto a la iglesia de Santa
María, uno a uno los arrieros se volvían,
musitaban una oración y se persignaban.
La cabeza de la reata ya estaba
atravesando la puerta y a poco vi a los
soldados leoneses que al otro lado la
guardaban. Estaban alrededor de una
lumbre y uno hablaba con el Manda. No
me llegó la conversación pero sí un
gesto de que hiciéramos alto. Se volvió
el soldado hacia la lumbre, donde debía
de estar uno que mandaba más que él, y
este hizo un gesto casi desganado y
somnoliento con la mano, como
despidiéndonos. Y para alivio de todos
y desde luego el mío, comenzamos a
cruzar en fila de a uno y a bajar la
empedrada cuesta. Despacio, muy
despacio, como si no lleváramos prisa
alguna, como caminan los arrieros, que
saben que el camino es muy largo y no
hay que empezarlo nunca con agobios.
Descendió la reata, como digo, muy
lentamente y a la deshilada por la
empinada cuesta del arrabal de San
Bartolomé, y así nos allegamos con
parsimonia hasta una fuente que hay más
abajo de agua muy salobre y que solo
sirve para las caballerías, que llaman de
la Salida, por hallarse allí un portillo de
un muro que se estaba recreciendo. Allí
también había soldados que se
arracimaban en torno a las hogueras y
esperaban el relevo en la guardia y que
poco caso o ninguno nos hicieron
mientras mulas, rucios y caballos
abrevaban. Según iban acabando de
hacerlo, montábamos los que aún
íbamos a pie, por haber bajado a las
bestias del ramal, y se salía a paso ya
más ligero y enfilando por el vallejo del
Plantío con rumbo a la Riba de
Santiuste, que era el camino por el que
dirigirse luego a los altos de Paredes
para coger desde allá vereda por
Almazán, bien hacia tierras sorianas o
aragonesas por Medinaceli. Esa era la
ruta habitual de las reatas y esa era la
que habían de creer que seguíamos. Al
rato ya estábamos por llegar a la ermita
de la Virgen de la Estrella y fue cuando,
aliviados, comenzaron a animarse las
conversaciones y hasta se oía alguna
risa y quien ya alardeaba incluso de la
hazaña.
—Se la hemos dao a los leoneses.
Esos han creído que mejor para ellos
que tanta gente se marchara y que menos
brazos habría para defender Atienza, y
resulta que nos llevamos el tesoro.
Pero no acababan algunos de
jalearle al mozo que había pronunciado
su bravata, cuando una voz alarmada
hizo que se nos cayera el alma a los
pies.
—¡Que vienen, que vienen! ¡Al
galope vienen a por nosotros los
leoneses!
Así era, en lontananza se divisaba un
muy nutrido pelotón de caballería que, si
no al galope tendido sí a paso vivo, se
dirigía hacia nosotros. Debían de haber
entrado en sospechas y algún jefe de
más alto rango, al ser informado de la
salida de una tan numerosa partida,
había decidido echar un ojo a aquello y
revisarla.
Nos vimos perdidos. Pero el Manda
y el Elías mantuvieron la calma.
Recabaron de inmediato la presencia de
los mejor montados y con las bestias
más ligeras. Se hizo un grupete de
apenas una docena.
—A un paso estamos de la ermita de
la Estrella y de allí el camino se mete en
la arboleda y ya se tapa —dijo el Elías
—. Nosotros nos adelantamos a los
cuatro pies y vosotros haced aquí alto y
entretenedlos cuanto podáis. Es la única
salvación que te-nemos.
Y sin decir una palabra más, el Elías
y sus acompañantes salieron a escape y
a poco se perdieron de nuestra vista por
el robledal adelante.
El Manda se volvió hacia el grueso
de los recueros y dio orden de hacer
alto. Llegamos a la ermita y reclamó al
santero que vivía allí que la abriera y
sacara la imagen de la Virgen, pues
quería hacer ofrenda antes de emprender
un viaje que iba a ser de meses y
penoso. Se sacó también la dulzaina y el
tamboril, como si nos preparáramos
para una fiesta. Comenzó la música, se
echó mano a las botas de vino y se
sacaron viandas como si además
fuéramos a almorzar. Antes de que
llegaran los soldados ya había
encendidas algunas fogatas en el
pequeño prado delante de la iglesuela.
Pero aún les preparó otra a los
leoneses nuestro Manda, que bien
demostró serlo por algo. A los más
jóvenes que quedaban y que mejores
caballos tenían los dividió en dos
grupos que, provistos de las varas de
arriero a modo de lanzas, comenzaron
una justa al son de la música y los
cantos a la Virgen.
Llegaban los soldados y los nuestros
hacían que justaban al modo morisco, un
poco de todos contra todos. No iban con
saña pero habían de aparentar que
tampoco iban en broma, y además la
sangre joven tiende a hervir cuando le
tientan las carnes de un cañazo. Así que
a poco sí que había revoltijo y alguno
hasta daba con sus huesos por los
suelos, ante la risa de los leoneses.
—Mira tú el recuero la costalada
que se ha dado. ¡Para eso hay que saber
tenerse y sostenerse en el caballo,
arriero! —gritaban los soldados,
burlándose de ellos y pavoneándose de
su destreza y sus monturas.
El Manda se acercó a ellos y les
ofreció compartir el refrigerio y el vino
y unirse a la fiesta, pero el que venía al
frente hizo un gesto hosco y permaneció
montado. Dio una voz y ordenó a varios
que descabalgaran y comenzaran a
revisar lo que llevaba la reata y quiénes
iban en ella, buscando sin duda, eso lo
vimos pronto claro, al niño. Se habían
maliciado que podía ir con la partida y
ese era el objeto de su visita. Había
algunos muchachos además de mí, pero
ya mucho más crecidos, zagalones bien
curtidos algunos. Solo cuando dieron
conmigo creyeron haber encontrado algo
y me llevaron ante su jefe, que para
entonces ya había desmontado y se
paseaba entre las fogatas y las
caballerías escudriñándolo todo.
—Hemos encontrado a este rapaz —
le dijeron.
Me llevaron cogido del brazo ante
aquel caballero de fiero mirar y una gran
barba que me escrutó de arriba abajo.
No debía de haber visto nunca al rey
niño, que en nada se me parecía, porque
no se le fueron del todo las dudas. Así
que me palpó, me miró las manos y me
hizo quitarme el gorro.
—¿Cómo te llamas?
—Pedro Pérez, de los Pardos, mi
padre y mi abuelo que fueron. Vivo en
Atienza con mi abuela, la Yosune.
—Que es viuda y el zagal es
huérfano de padre y madre. Que su
padre murió hace un par de años
combatiendo con los moros y por eso
viene el chico con nosotros, para
ganarse el cuscurro —apuntilló el
Manda.
Mis trazas y las explicaciones
convencieron del todo al leonés. Yo
desde luego ninguna traza ni pelaje de
rey niño tenía. Bien se me notaba lo que
era. Así que esbozó una sonrisa y me dio
un pescozón amable y cariñoso, paternal
casi, y me despidió.
—Ve con Dios, muchacho, y que
vuelvas sano y salvo a Atienza y cuides
de tu abuela —me deseó antes de
aceptar un trago de vino y hacerle seña a
sus hombres de que hicieran lo mismo.
Subió la música, sonaron más altas
las dulzainas, corrió el vino y ascendió
por el aire del prado el olor de la
fritanga y el aroma de las longanizas.
Todos alegres. Los leoneses y nosotros,
aunque ellos no supieran por qué
nosotros tanto.
Los soldados incluso se animaron a
justas con las varas de los arrieros y,
más diestros y avezados que los
recueros, llevaron casi siempre las de
ganar. Los atencinos celebramos con
gran alborozo cuando un mozo de los
nuestros, muy hábil en el manejo del
caballo, logró con una finta y un golpe
muy bien dirigido desmontar a un
leonés. La trompada del soldado nos
valió por todas las que se habían
llevado los nuestros.
Pero nuestro Manda entendió que
había llegado ya la hora de partir, que
quedaba mucho trecho por delante y, tras
muy parsimoniosa despedida del
santero, de la Virgen y, por supuesto, de
los leoneses, nos pusimos de nuevo en
camino. Esta vez al paso más vivo que
podía la reata, con alguno de los
arrieros manteniéndose no del todo bien
a lomos de su montura porque a más de
uno el vino lo había templado y hasta se
le había montado en la cabeza.
Los que iban delante con el rey niño
nos llevaban mucha ventaja y no fue
hasta la noche cuando dimos con su
acampada. Al oírnos llegar, salió a
recibirnos un alborozado Elías y
entonces sí que hubo abrazos y regocijo
entre todos.
—¿Y el Rey Pequeño? —preguntó el
Manda.
—Ahí está, calentito y bien dormido.
Tiene cuajo y trazas. Ni una queja en
todo el camino y hasta hace nada por
aquí ha andado con el uno y con el otro,
hasta que, agotado ya, se ha quedado
dormido. Será un gran rey don Alfonso.
2
Y
fue así, en aquella huida de
Atienza salvando la libertad
de un «Rey Pequeño», como
cambió mi suerte y mi destino y entré yo
a la cercanía y al servicio de quien sería
ya para los restos mi rey y mi señor, en
quien deposité mi lealtad de por vida, y
él en mí un afecto que me duró siempre,
que se mantuvo tan firme por uno y otro
lado como la roca viva que sustenta al
castillo de Atienza, y que nos iba a
llevar un día a enfrentar juntos al
ejército más inmenso y pavoroso de
cuantos han amenazado la Cristiandad y
las Españas.
Desde aquella noche, la primera en
que tomó mis viejas ropas de niño
arriero en la casa de la abuela Yosune, y
aún más desde aquella segunda en que lo
contemplé dormido, rodeado de los
recueros, junto a la fogata, surgió en mí
un instinto de protección, como un deber
de preservarlo y ampararlo en lo que
fuera, que me ha perdurado y se ha
mantenido de por vida. Incluso salvando
los trances peores, que los hubo, y a
pesar de que la sima que hay entre un
rey y un niño villano podía hacerlo
parecer ridículo y presuntuoso por mi
parte. Pero aquella noche en el robledal
éramos dos niños, y yo era el mayor y él
el más pequeño y quien estaba en
peligro. Y el ser ambos y los dos los
únicos de edad corta y pareja hacía que
me sintiera más cercano a él. Y por la
mañana, al verme y reconocerme, fue él,
el Rey Pequeño, el que buscó mi
compañía y no quiso en adelante, ni para
bien ni para mal, abandonarla en aquella
huida hacia una ciudad amurallada
donde podría estar seguro y libre. Pero
esta vez no lo flanqueaban en su marcha
vistosa comitiva ni recios hombres de
armas, con las señas del rey de Castilla
en la punta de sus lanzas. Mulas y rucios
en vez de caballos enjaezados y
palafrenes de guerra; albardas,
anguarinas y abarcas en vez de sillas
con pomos de plata y tintinear de
espuelas en estribos de hierro; capas
pardas y zahones roídos en vez de
lorigas y relucientes yelmos; quedos
hablares en vez de altas voces de
mando. Así era nuestra recua y nuestro
paso. Así hicimos el camino. Así
transcurrieron aquellos días, que fueron
siete, por apartados caminos y trochas
montunas, buscando en lo posible no ser
vistos por nadie, tapándonos ora en
bosques, ora en quebradas, evitando
ciudades y puentes, buscando pasos
ocultos y vados escondidos hasta
alcanzar a divisar las poderosas
murallas de Ávila.
No tuvimos mayores sobresaltos y
nuestro Manda y el Elías cumplieron su
cometido y llevaron a cabo su misión
como si de los mejores capitanes de
guerra de un gran señor se trataran. Cada
noche estudiaban la ruta y cada día
cumplían con parsimonia y
determinación el trecho marcado hasta
alcanzar el destino fijado. El
conocimiento de aquella tierra,
adquirido en sus muchos años de trajinar
por ella de un lugar a otro, de todos sus
caminos reales, veredas, cordeles y
atajos, bien que nos aprovechaba a
todos. Cada jornada avanzábamos sin
prisa y sin pausa, unas veces montados,
otras llevando a nuestras bestias del
ramal. Y el Rey Pequeño y yo
caminábamos juntos, siempre juntos, en
ocasiones hasta de la mano, para acabar
rendidos, y dormíamos, también, uno
junto al otro, al lado del fuego, bien
tapados por recias mantas bejaranas de
la mejor lana, que nos daban cobijo
sobre todo del relente de la madrugada,
cuando el rocío las empapaba pero no
lograba traspasarlas.
De todo nos dio tiempo para hablar
en el camino. Era el Rey Pequeño
curioso en grado sumo y por todo
preguntaba. Por un pájaro, por una
liebre que corría o por un conejo que
saltaba, por el repentón de un corzo a
nuestro paso, o por el arrollón de un
jabalí que nos huía, por el tasajo que
comía, por cómo preparaban las alubias
con tocino, por cómo se diferenciaba
apenas nacido el trigo de la cebada y el
centeno, por cómo dar pienso a las
mulas, por una villa que a lo lejos se
divisaba o por una almena que emergía
en lontananza. Yo respondía por las
cosas del campo y me hacía el entendido
incluso de las que no sabía. Otras veces
era el Elías, que no se separaba de
nuestro lado, el que daba señas y
señales. Y el Rey Pequeño sonreía muy
contento cuando aprendía esto o aquello
y señalaba esta mies como la que era y
no confundía el conejo con la liebre,
para gran alborozo de todos.
A mí también me preguntó, con su
parla infantil pero muy enfatizada pues a
ello le habían enseñado desde la cuna,
que quién era yo y quiénes mis padres y
abuelo, porque él solía hablar de los
suyos aunque los hubiera conocido aún
menos que yo. Los dos éramos huérfanos
de madre desde nuestro propio
nacimiento, pues la mía había muerto del
propio parto y la suya a poco del suyo.
La mía se había llamado Agustina y era
hija de un labriego de Hita con algunas
tierras. La suya era doña Blanca Garcés
de Navarra, hija de Sancho VI, llamado
el Sabio, que reinaba en Navarra, y de
doña Sancha de Castilla. Sí tenía yo
recuerdo de mi padre, el Frontero, cuya
muerte reciente aún me dolía tanto y me
hacía sentir en desamparo, pero él
ninguno tenía del suyo, el rey Sancho III,
pues se le había muerto sin haber
cumplido apenas los tres años.
Pero el Rey Pequeño sí sabía muy
bien quién era, y nos sorprendió a todos
más de una vez con su memoria y el
saber de sus orígenes, y con el sentido
de su condición real y ascendentes. Eso
se lo debían de haber repetido una y otra
vez sus ayos y custodios, fueran estos
Laras o Castros, pues el muchachillo lo
tenía más que aprendido y en cuanto
tenía ocasión lo reiteraba. Y aunque lo
hacía con mucho aire de dignidad y
empaque, su voz y cuerpecillo y su
manera luego de mirarnos como
pidiéndonos aprobación hacía que las
rudas caras de los arrieros sonrieran con
complacencia y devoción.
Porque el que su padre fuera Sancho
III, llamado el Deseado por lo que se
hizo esperar su advenimiento como
heredero del rey y emperador Alfonso
VII, y que apenas al año de reinado
bajara muy joven a la tumba, lo sabían
hasta las más duras molleras de la reata.
¿Cómo no íbamos a saberlo si
estábamos sufriendo por ello y por
nuestro Rey Pequeño todas estas
calamidades? Pero don Alfonso, para
nuestro asombro, no dejó de ilustrarnos
sobre su padre y sus ascendientes, y al
referirnos los de su madre nos dejó a
todos boquiabiertos. Porque esto ni el
Manda lo sabía.
—Y soy descendiente del Cid
Campeador. Rodrigo Díaz de Vivar era
mi tatarabuelo —remarcó—. Por mi
madre doña Blanca. Ella era hija del rey
García Ramírez de Navarra, el
Restaurador, quien era hijo del infante
Ramiro y de doña Cristina Rodríguez,
hija del Cid —concluyó muy serio, y nos
quedamos boquiabiertos, pues todos
creíamos que las hijas del Cid se
llamaban Sol y Elvira y que no lejos de
por donde habíamos pasado habían sido
vilmente afrentadas por los de Carrión,
que, como no podía ser de otra manera,
eran envidiosos y engolados nobles
leoneses.
Porque el Cantar de Mio Cid se
escuchaba cada vez más en las plazas de
Castilla, los juglares lo llevaban de un
lugar a otro y yo mismo ya lo había oído
recitar en la del Trigo de Atienza, y más
ahora que el rey leonés nos acechaba,
como aquel Alfonso VI que no supo ser
buen rey del mejor vasallo. En el
Cantar salía Atienza, nuestra Peña Fort,
y nos sentíamos orgullosos, y yo aún
más pues aparecía por todos lados como
su mano derecha el gran capitán Álvar
Fáñez, con el que había combatido mi
abuelo, Pedro Gómez el Pardo, y al lado
de cuyo nieto Álvaro Rodríguez el
Calvo hacía tan poco había perecido mi
padre, Pedro Pérez el Frontero. El gran
Álvar de Zorita, de Hita, de
Guadalajara, de Toledo y Peñafiel, con
quien mi familia tenía vínculos si no de
sangre compartida sí de sangre
derramada y de amistad que perduraban
por generaciones.
Así que yo también le conté a don
Alfonso mi ascendencia y que mi
abuelo, Pedro el Pardo, había cabalgado
con el primo hermano de Rodrigo, don
Álvar Fáñez, y que había muerto
defendiendo una cruz muy valiosa en
Zorita contra los moros. Y que mi padre,
Pedro el Frontero, había cabalgado con
su propio abuelo, Alfonso VII el
Emperador, y con el famoso don Munio,
y que lo habían matado el año pasado
los moros junto al nieto del gran Fáñez,
Álvaro el Calvo, en tierras de Granada.
Y que yo también por ello era huérfano
como él, sin padre ni madre. Y que por
ello mi abuela Yosune me había traído
con ella a Atienza.
Y si después de decírselo pude
pensar que eso para nada iba a
importarle a un rey y que ni se habría
enterado de mi peripecia ni de mi
condición, bien me demostró que lo
había tomado my en cuenta, como luego
habría de ir viendo, que era ya parte
entonces de su manera y forma de ser el
guardarse las cosas hondo y resolverlas
cuando llegaba el momento, sin
prometer antes nada y solo anunciarlo
cuando ya tuviera a mano el modo de
hacerlo.
Los días pasaron y se cumplió la
semana cuando dimos vista a las
murallas de Ávila. Que si las murallas
de Atienza me parecían antes poderosas,
el ver la ciudad por entero y tan
fuertemente rodeada me dejó atónito,
aunque para mí tuve que aún con todo
serían más fáciles de asaltar que nuestro
castillo roquero. Pero allí, sin duda,
habría muchos más señores, caballeros y
hombres de armas que pudieran
custodiar y defender al rey de Castilla
mejor que unos cuantos labriegos y
arrieros como nosotros.
Esperaban nuestra llegada porque se
les había mandado aviso de nuestra
proximidad por el Elías. A nada vimos
asomar un destacamento de caballería
que vino hacia nosotros al galope con
gran alborozo y griterío, encabezados
por el ya conocido Pedro Núñez de
Fuentearmegil. Fue él quien recogió al
rey, con gran alborozo de ambos, el niño
y el infanzón, y lo levantó en brazos
mientras la tropa prorrumpía en vítores
al rey de Castilla. Y así, aclamados por
vecinos y gentes de armas, la reata de
arrieros de Atienza entró por la puerta
de la muralla de Ávila y se dirigió a la
catedral a dar gracias al Altísimo y a la
Virgen por haber cumplido nuestra
misión y haber conseguido traer sano,
salvo y libre al Rey Pequeño.
Fuimos muy agasajados y
obsequiados, dándosenos buenos
alojamientos para nosotros y nuestra
recua, y no nos faltó sino que tuvimos de
sobra comida y bebida. Y aún fue más
porque el Manda y el Elías regresaron
haciendo saber que todas las
mercaderías que transportábamos, de la
primera a la última, estaban ya mercadas
y adquiridas al mejor de los precios
tanto por los condes de Lara como por
sus deudos, el Concejo, los alcaldes y
hombres buenos de Ávila, y que
podríamos sin más regresar a Atienza
sin tener que hacer ni más venta ni más
trueque para obtener el mayor de los
beneficios. Que era lo menos que el rey
y en su nombre sus custodios, los Lara,
podían hacer para pagar la acción que
habíamos llevado a cabo.
Pero también nos traían otra noticia.
Era esta que el Rey Pequeño había de
partir al día siguiente y sin demora hacia
Segovia, donde estaba el grueso de las
tropas de los Lara y también se hallaban
los condes. De hecho, habían creído que
hacia allá íbamos en principio a
dirigirnos, pero por lo visto los
emisarios enviados a nuestro encuentro
con tales instrucciones no habían
logrado dar con nosotros. El Manda y el
Elías habían demostrado una vez más
que sabían aprovechar el terreno para
hacerse casi invisibles, aunque fuéramos
sesenta y otras tantas caballerías.
Pensé, pues, que ya no vería más a
don Alfonso, cuando aquella misma
tarde llegó apresurado un soldado donde
nos encontrábamos y reclamó que en
compañía del Manda me presentara ante
él. Hacia allí acudimos presurosos.
Ya se había despojado el rey niño de
mis ropas de arriero, le habían quitado
con buenos baños el polvo y la roña del
camino y nos esperaba sonriendo
alegremente en compañía de don Pedro
Nuñez y ataviado con sus buenas ropas,
sus zapatos y su hermoso manto como
rey que era.
Fue don Pedro quien comunicó al
Manda la nueva y su deseo.
—Don Alfonso quiere que Pedrillo,
con quien al parecer ha hecho las
mejores migas en el camino, no se
aparte ahora de su lado. Quiere tenerlo
con él y, como nos ha dicho que es
huérfano de padre y madre, entendemos
que ningún mal le hace sino bien al
contrario. Que sabe que tiene una abuela
y que a ella habréis de decirle que es
voluntad del rey que entre a su servicio
y que por ello será recompensada y que
ha de entender que es lo mejor para su
nieto. Que don Alfonso le ha cogido un
gran aprecio y que ello será su fortuna.
Nada pudo replicar el Manda ni
nada, en realidad, cabía oponer a ello a
no ser, desde luego, la pena que
provocaría en la abuela Yosune, aunque
compensada por la alegría de saber que
su nieto tenía ante sí un futuro nada
menos que al lado del rey de Castilla,
que antes no tenía ni ella hubiera podido
ofrecerle.
Don Alfonso me hizo ir a su lado y
simplemente me dijo:
—No quiero que te vayas y me dejes
solo, Pedro. No quiero.
Hube pues de despedirme del
Manda, del Elias y de todos con la
mayor premura, pues apenas si me
dejaron ir donde nos aposentábamos a
recoger mis cuatro cosas porque, aunque
me dijeron: «Bien podrías dejarlas pues
de poco han de valerte de ahora en
adelante», yo quise conservarlas
conmigo. Eran mías y no había por qué
dejarlas tiradas, que nunca se sabía,
fuera uno a vivir en la corte o donde
fuera.
Aquella noche el baño y los
restregones me tocaron a mí para
adecentarme y no desmerecer en las
nuevas compañías que ahora habría de
frecuentar. Me dieron también ropas
nuevas, de buen paño y tacto, aunque no
de rango ni con lujos pues no pasaba en
mucho mi condición de la de criado,
aunque del rey y por él protegido. Y
cené aquella noche entre gentes que no
conocía de nada y que me llevaron
después a una pequeña habitación donde
me dijeron que habría de despertar
temprano, pues aquella misma mañana
saldríamos prestos hacia Segovia.
Al salir de mi cuarto oí a la sirvienta
que me había atendido decirle a otra con
la que se cruzaba:
—Es el arrierillo que ha traído al
Rey Pequeño. Y ahora don Alfonso no
quiere separarse de él por nada.
Pedrillo me llamaron luego, ya en
Segovia, ciudad en la que viví algún
tiempo, aunque estar al lado del rey,
aunque fuera un niño, era no estar en
ningún lado procurando estar en todos.
En la corte me fue obligado aprender
presto muchas cosas. Algunas buenas y
otras malas. A saber de las
mezquindades que se esconden detrás de
los hombres y que no entienden de
posición ni de linajes. Que en la
condición humana, la bondad y la
maldad están por doquier presentes, y
que quienes más alardean de poseer
virtudes y nobleza suelen ser quienes
menos las practican. Aunque en todos
los sitios cuecen habas y la ambición, la
codicia, la envidia y el odio florecen
por igual en las cocinas, en los establos,
entre labriegos, pastores, arrieros,
comerciantes, menestrales,
saltimbanquis, monjes, sacerdotes,
obispos, escuderos, caballeros, villanos,
infanzones, condes y hasta reyes. Entre
todos los cristianos. Todos. Y hasta en
los que no son cristianos. Y que también
entre ellos permanecen y dan frutos
gentes buenas de toda condición y
gobierno. Aunque quizá sea en los más
grandes, en quienes ocupan las
escalinatas de arriba en los palacios, los
castillos o las iglesias, donde más
alcanzamos a ver sus grandezas y sus
perversidades. A los bajos y humildes la
maldad o la bondad se les alcanza a
atisbar de otra manera más lenta, más
silente, mientras que a los que andan por
las riquezas y las famas, si uno es algo
avisado, se les distingue antes y al fin y
a la postre. Sus hechos, por ser más
notorios y conocidos, las exponen a la
vista de todos.
Aprendí yo a conocer a unos y a
otros pero, con el paso del tiempo, a no
juzgar de entrada y menos por la
apariencia. Porque muchos acometían
acciones empujados por su ambición,
pero también obligados por su propio
linaje y consideración a su propia
familia y estirpe, como si de ella fueran
prisioneros, como lo éramos las gentes
del común de nuestras miserias, que
también nos podían arrumbar a cometer
actos que no debiéramos. Y a los unos y
los otros, también podíamos
conducirnos por ocasión o necesidad a
hacer el bien, a la generosidad y hasta a
la mayor de las valentías.
Porque he visto mezquindad, mucha,
pero tampoco he dejado de ver también
grandeza y gallardía. Y a veces en la
misma persona. Pues he visto quien ayer
hasta mendaz y ruin se comportaba, en el
siguiente día como el más bravo de
corazón y el de más noble entrega. He
visto dar la vida y quitarla, he visto
morir y matar, y aún hoy soy incapaz de
decir quién lo hizo tan solo por deber o
quién fue empujado por el peor de los
instintos. He conocido hombres malos y
hasta perversos, e incluso los he juzgado
y condenado. Pero he de decir que al
cabo de los años he conocido más
hombres buenos. A muchos, grandes y
pequeños, hombres buenos. Aunque
todos tengamos nuestros pecados. Y que
muchos de esos hombres buenos fueron
gentes que vivieron y combatieron a mi
lado.
Al lado del Rey Pequeño, y desde el
comienzo, el peligro y la muerte
rondaban, y bajo su guadaña vi caer a
muchos, incluso a los más poderosos.
Porque en la primera batalla de la que
fui testigo, la primera vez que vi aquello
que mi padre el Frontero me había
contado de hombres y caballos
lanzándose contra otros, chocando,
gritando y matando y muriendo entre
alaridos, a quien trajeron muerto fue
nada menos que al poderoso jefe de los
Lara, aquel día de Huete. El día en que
pudo cambiar de nuevo el rumbo del rey
Alfonso VIII y el de todos si no
hubiéramos podido refugiarnos en
Zorita, en la inexpugnable Zorita de
Álvar Fáñez y de mi abuelo. Porque
aquel día en Huete fue de los Castro y la
muerte fue para los Lara. Para don
Manrique Pérez de Lara, el señor de
Molina, el jefe de su linaje.
El rey Fernando de León se había
emplazado y hecho fuerte en Toledo
desde hacía un año largo merced al
apoyo de los Castro, mandados por
Fernando Rodríguez de Castro, llamado
por los leoneses el «Castellano», por su
nacimiento, y por los castellanos el
«Leonés», por su querencia. Apretados
los Castro en Toledo por los Lara, que
tenían con ellos al Rey Pequeño y ello
les significaba crecientes apoyos, se
retiraron hacia Huete. Allí ellos también
hicieron recluta de partidarios y se
prepararon para dar la batalla con
tropas de Toledo, del propio municipio
de Huete y la guarnición de Zorita.
Al frente de nuestras tropas iban don
Manrique Pérez de Lara y sus hermanos,
don Nuño y don Álvaro. Don Nuño
siempre cercano al Rey Pequeño, sin
separarse ni unos metros de él, y en cuya
cercanía yo siempre andaba también
rondando.
Llegados ante las murallas de Huete,
don Manrique exigió al Castro la entrega
de la muy poderosa alcazaba que
dominaba tanto la villa como todas las
tierras hasta la sierra de Enmedio o de
Altomira, que desde allí se divisaba en
lontananza y donde al otro lado se
encontraba Zorita.
Se negó el Castro arguyendo que el
difunto rey Sancho III había ordenado a
sus tenentes, que eran ellos, los Castro,
no entregarla a persona alguna hasta que
Alfonso VIII alcanzase la mayoría de
edad. No había pues otra que trabarse en
batalla, y en vista del riesgo que el
pequeño rey podía correr, y también por
asegurarse los Lara su custodia en caso
de derrota, se determinó que don Nuño
se quedaría con él y con un pequeño
grupo en retaguardia para trasladarlo a
Zorita de los Canes si la suerte del
combate era adversa. Así lo salvarían
de caer en manos de los Castro y en
cierto modo en las de su tío el rey
Fernando de León. Pues era ya más que
evidente que el cambio de custodia del
niño a quien favorecería aún más que a
los Castro sería al rey leonés. Y eso era
lo que don Nuño había de impedir a
todo trance.
Y el trance se dio. Desde el
comienzo se vio que el combate, trabado
en las llanadas al norte del castillo, se
inclinaba hacia los Castro, y que sus
tropas podían con facilidad con las
nuestras, haciéndolas retroceder. Y
cuando don Manrique Pérez de Lara
intentó contener su derrota vino sobre él
el propio jefe de los Castro, Fernando, y
logró derribarlo y causarle tan tremenda
herida de lanza que allí muerto quedó
sobre el campo. No hubo para más, sino
para la huida que emprendimos raudos
con don Nuño, que por fortuna tenía los
mejores guías para llegar desde Huete
hasta Zorita atravesando la sierra de
Enmedio por el paso del río Jabalera,
coger la senda de la Losilla y tras pasar
por la aldea de Albalate llegarnos a
guardar en el castillo zoriteño. Que era
de los Castro pero, como sus guardianes
habían ido a la batalla de Huete con
ellos, ahora nos sirvió a nosotros de
refugio, pues no puso nadie reparo
alguno a darnos cobijo. Y más aún
cuando tras de nosotros llegaban las
tropas de los Lara, que aun vencidas
eran numerosas y cuya retirada había
conseguido hacer sin sufrir bajas en
demasía don Álvaro Pérez de Lara, que
había dejado sobre el campo el cadáver
de su hermano. No era cuestión de
andarse con asuntos de muerto, que ya
podrían resolverse luego, si de lo que se
trataba era de preservar al Rey Pequeño,
que era como cuidar en realidad de sus
propias vidas, poderes y haciendas.
Reunidas las tropas, no fue cuestión
de demorarse. Yo pude contemplar
Zorita o lo que de ella quedaba, pues se
notaba que desde el asalto almorávide
no se había recuperado del todo, pero
cuya alcazaba seguía siendo la más
poderosa desde allí hasta el mismo
Toledo. Solo había que subir a lo alto de
su torre para comprender que intentar
asaltarla era algo imposible y que solo
un poderosísimo ejército dispuesto a
cercar y batir durante semanas o hasta
meses sus defensas podría conseguirlo.
Recordaba los relatos de mi abuela y me
acerqué donde me había señalado que
estuvo su casa, que seguía en pie y en
posesión de uno de los castellanos que
precisamente nos habían batido en
Huete. También me quise acercar,
cruzando el foso, a la aljama judía,
donde seguían los hebreos de Jezabel, la
mujer judía que Fan Fáñez, el amigo de
mi abuelo Pedro el Pardo, había traído
de Toledo.
Pero ambos, el Fáñez chico y su
hebrea, hacía muchos años que se habían
marchado, al igual que hiciera mi abuela
Yosune. Zorita restañaba heridas, pero
se le notaban los desportillones de la
embestida almorávide y de las razias de
los moros que tenían Cuenca y que cada
dos por tres atravesaban la sierra y
asolaban todos sus campos. Los
cristianos habían recuperado Huete y
algunas plazas más, pero en Cuenca los
musulmanes seguían fuertes y hostigando
la frontera de continuo, y más aún
cuando nosotros andábamos matándonos
los unos a los otros. Pero cualquiera era
capaz de decirle eso a un Lara. O a un
Castro.
Lo cierto es que tras la rauda visita,
cuando ya emprendíamos de nuevo
camino, conseguí que me permitieran,
tras interceder por ello el rey Alfonso
pero a lo que él por seguridad no pudo
acompañarme, ir al poblado de
Recópolis, donde sabía que descansaba
mi abuelo, y rezar ante aquella hilera de
tumbas una oración, según me había
encomendado mi abuela Yosune que
hiciera en la primera ocasión que por
allí pasara. Monté en mi caballo y me
uní a la comitiva que ya abandonaba
también el castillo de Zorita, salía por el
arco de Abderramán, descendía por la
ronda, cruzaba la puerta en la barbacana
que daba entrada a la villa y luego el
Tajo por el puente de piedra, para
encaminarse a toda prisa rumbo a Ávila,
no fueran a venirnos los Castro a los
alcances.
A la postre no vinieron y la derrota,
que por el momento pudo parecer atroz y
definitiva para la suerte de los Lara, no
tuvo mayores consecuencias que las
muertes y en particular la del jefe de la
dinastía, cuyo mando pasó a manos de
don Nuño y santas pascuas. Llegados a
la ciudad, recordando durante las
jornadas de viaje el anterior camino de
aquella otra escapada desde Atienza con
los arrieros y, sin poder evitarlo,
comparando y hasta riéndonos de
nuestras peripecias y suerte, resultó que
los obispos de Castilla, allí reunidos,
accedieron a nuestra entrada y nos
dieron su protección. Y no solo ello,
sino que exigieron al rey Fernando el
cese temporal de las hostilidades, lo que
consiguieron. El vencedor de la batalla,
don Fernando Rodríguez de Castro,
abandonó a la postre Huete y el reino de
Castilla y marchó hacia la corte de León
sin haber conseguido nada con su
victoria, más allá de haber vencido y
haber dado muerte al más poderoso de
sus enemigos. Y mi vida siguió, cada
vez más cerca yo de la mocedad y don
Alfonso dejando de ser niño poco a
poco, en aquella corte, gobernada desde
entonces por don Nuño, regente ya del
reino, tutor y custodio del monarca, más
trashumante que nuestros rebaños de
ovejas, recorriendo un año media
Castilla y la otra media al siguiente.
Yosune
A
l recorrer yo el camino entre
Soria y Atienza, en soledad y
desolado por la noticia de la
muerte de mi abuela, recordaba los
últimos días pasados en su compañía en
la villa, y cuando había llegado con el
rey y había sido el asombro de mis
antiguos vecinos que no daban crédito al
verme de tal manera vestido y en la
cercanía del propio soberano. Había
sido aquello, y ahora me mordía en el
corazón mi desapego, dos años atrás, en
el verano, y al revivir en la memoria la
alegría de Yosune al acogerme, me
sentía el ser más ruin y despreciable por
no haber repetido mis visitas que tan
feliz la hacían. Ahora ya no habría ni su
risa, ni su abrazo, ni su regaño lleno de
ternura, ahora estaba ya muerta y no
había podido tenerme siquiera a su lado
para despedir la vida mientras se iba.
Espoleaba al caballo y no era el viento
en los ojos lo que hacía brotar mis
lágrimas, sino la tristeza inmensa y el
remordimiento por lo que debía haber
hecho y no había hecho. Una sensación
de culpabilidad que se acrecentaba al
recordar aquel último y alborozado
encuentro.
Había sido motivo de gran alegría
para mi abuela, más que para nadie en la
villa, desde luego, pero también lo fue,
aunque en ello yo tuviera que ver poco,
para toda Atienza, que recibió al rey con
gran jolgorio y entusiasmo. Fueron
correspondidos por este con grandes y,
aunque infantiles, muy señoriales
muestras de gratitud que se hicieron
mucho menos envaradas cuando pidió
que se presentaran ante él el Manda y el
Elías, a los que quiso entregar como
obsequio sendos regalos, que no fueron
otros que dos afilados puñales de muy
buen acero, con empuñadura de plata y
que llevaban las armas reales en el
pomo, algo que ambos guardaron como
el más preciado de los tesoros. Quiso
también agasajar a los demás arrieros
que le habían acompañado en aquella
peripecia (aunque, por ser el tiempo
bueno y la temporada mejor para andar
por los caminos haciendo tratos, muchos
se encontraban ausentes) con un
alboroque muy surtido de viandas y
vino. Y a todos los vecinos quiso
agradecer su lealtad el Rey Pequeño, y a
tal efecto los Lara dispusieron que
hubiera festejos para chicos y grandes
que concluyeron con unas lucidas justas
donde los caballeros rompieron lanzas,
justaron entre ellos y finalizaron
alanceando un toro. Fue novedad
apreciada que el rey impusiera que los
arrieros y caballeros villanos pudieran
también realizar antes, precediendo en
el palenque a los nobles, algunos
alardes de monta y aquella justa con sus
varas con la que habían distraído a los
mesnaderos leoneses cuando iban a sus
alcances. Divirtió aquello más que nada
a las gentes, haciendo brotar mucho más
las banderías que los combates entre las
partidas de nobles, que no tardaron en
tomar encendido partido por los más
hábiles o los mejor queridos en la villa.
Aunque algunos sufrieran costaladas de
cuidado, casi tan sonoras como luego las
de los caballeros, y hasta hubiera que
lamentar alguna pierna tronzada, fue
todo ello muy celebrado y los vivas al
rey resonaban de continuo a su paso y
eran en verdad sinceros y sentidos.
Los Lara no solo no pusieron reparo
alguno, aunque aquellas fiestas salieran
de su pecunio, que ya sabrían bien cómo
compensarlo, sino que ellos mismos
tenían también muchas razones para
celebrar, ya que en sus cuitas con los
Castro ahora la suerte les favorecía. A
poco de arribar a la villa, a primeros de
julio, les llegó la noticia de la muerte
del conde Gutierre Fernández de Castro,
algo que no dejó de alegrarles
sobremanera aunque aparentemente
guardaran cierta compostura, que quedó
con soez descaro al descubierto cuando
sus esbirros perpetraron aquella
ignominia de desenterrarlo y pasearlo
por las villas, y se prepararon para de
inmediato conseguir recuperar terrenos y
poderes perdidos, algo que no tardaron
en lograr. No había acabado agosto
cuando don Nuño Pérez de Lara ya había
recuperado la tenencia de Toledo, algo
por lo que habían desesperado desde la
hecatombe de Huete.
Pero más allá de los arcijos y
ambiciones de los Lara, las gentes del
Común se regocijaron con la visita real
y todos se beneficiaron de una u otra
manera. Incluso los monjes del
monasterio de San Salvador, al que el
rey hizo donación de una buena cantidad
de sal de las cercanas salinas de Imón,
que era uno de los bienes más preciados
que Atienza poseía. Apenas a unas
leguas de la villa y a orillas del río que
por adecuado nombre lleva el de
Salado, se abren unas extensas e
inmejorables salinas que son de la mejor
calidad y producen como ninguna en
toda Castilla. Una sal, además, estimada
por su pureza y finura que había quien
decía que era mejor que tener minas de
metales preciados. Que la sal no exigía
otra industria para conseguirla que
llenar de agua las extensas corralizas
muradas y allí, tan solo con la acción
del sol, dejaba al evaporarse la blanca y
preciada sustancia nada más que para
apilarla y poder mercar con ella.
Mi padre el Frontero
F
ita es un hermoso pecho de
mujer cuyo cuerpo, llanos, lomas
y curvas, reposa tendido sobre
la tierra. Y el castillo es su pezón erecto
y excitado. Me acercaba a mi villa natal,
pues allí había venido al mundo, y al
cruzar el Henares por el vado de Ayuso
me dije que no había cerro más perfecto
que aquel, un cono exacto coronado por
su fortaleza, en todas las alcarrias altas
y bajas. Aunque otros se le asemejaban,
como uno que quedaba a mi diestra y
que llaman el Colmillo de Alarilla por
contraponerlo a otro monte que dicen la
Muela, por parecer a eso el otro y el
uno. E incluso atisbaba ahora otros que
tenía delante a mi siniestra por el pueblo
de Padilla. Pero como el cerro de Hita,
no lo había tan redondo por abajo, tan
torneado ni tan preciso en su cima.[4]
Me embozaba bien en la capa
porque seguía estando muy fría la tarde
de finales de enero, aunque más frío
había dejado atrás, al amanecer, en
Atienza. Estaba el cielo limpio y se
agradecía que el sol, ya bien subido,
acariciara, aunque aún sin fuerza pero ya
con tibieza, la tierra. Algunos recuerdos
me quedaban a mí de la villa y ahora me
venían a buscar desde mi más temprana
niñez a la memoria, provocándome
algún estremecimiento al reconocerlos
cuando me iba acercando a los arrabales
y comenzaba a reconocer lugares, pasos,
siluetas y rincones.
Porque era la primera vez que yo
volvía a poner pie en Hita desde que
con apenas siete años saliera por aquel
camino por el que ahora entraba, y ya
pasada la primera barbacana, que
abrazaba el arrabal de Abajo, llegaba a
la puerta de la muralla tras pasar al lado
del palenque pegado a ella, donde se
adiestraban los caballeros, se
celebraban los torneos y se alanceaban
los toros. Que de aquello sí me
acordaba yo de haberlo visto, así como
del quebrarse de las lanzas y del mugido
de los marrajos al ser heridos.
Crucé la puerta orientada al sur, la
principal y mejor defendida y murada de
todo el recinto amurallado, que se podía
salvar también por otras dos, una más a
poniente y otra al naciente. Y llegué tras
remontar un repecho bien empedrado a
la plaza porticada, más amplia que la de
Atienza pero no tan bien rodeada de
edificios por tener sobre ella la cuesta
empinada del monte. Bebí agua en los
caños de la fuente y di de beber a mi
caballo en el pilón. No más que un
sorbo y poco más, que no estaba el día
precisamente para sudores ni
chapuzones, ni para el animal ni para mí.
Ni para andar la gente por la plaza,
aunque la poca que transitaba me miraba
con curiosidad, porque no debía de
haber mucho tránsito de forasteros. Me
miraban al pasar pero tampoco en
demasía, pues llevaba una montura no
muy galana y mis vestimentas eran las de
un recuero. A los guardianes de la
entrada les había dicho con verdad que
venía a visitar a mis hermanas, bien
conocidas como vecinas, y, para
cualquiera, no pasaba de ser un mozo
que vendría a hacer algún mandado.
No me había parado en la venta que
se abre justo al lado del camino que
viene desde Jadraque y va hasta
Guadalajara, y al que yo me había
incorporado algo menos de una legua
antes pues no había querido cogerlo
franco desde Atienza, por no dar tres
cuartos al pregonero, prefiriendo bajar
hasta enlazarlo a campo traviesa. No
había parado en lugar poblado alguno, ni
ahora quise parar tampoco en el
ventorro de la propia plaza, pero sí
quise hacerlo en la iglesia de San Pedro
tras remontar hasta ella y ascender por
la cuesta del otro lado mismo de la
plaza. Allí me habían cristianado y
desde allí, como en un balcón, me
detuve a contemplar los campos
extendidos ante mí, llanadas y lomas,
rojizos y pardos, según estuvieran ya
alzados o en barbecho, y verdeando ya
aquellos donde comenzaba a nacer la
mies de esta sementera. La vista iba
luego a dar al fondo y hacia el sur con
los montes chatos de las alcarrias,
escalonados y asomándose el uno detrás
del otro. El río Badiel cruzaba aquel
espacio y yo sabía que, siguiendo su
camino, delatado por los chopos y los
carrizales cenizos, se iba a dar, en lo
profundo de una arboleda que se
alcanzaba a distinguir, con un
monasterio muy famoso al que Yosune
me había llevado. Y hasta me vino a la
memoria de golpe el nombre. El de
Sopetrán. Y era de monjes.
No me acordaba muy bien dónde
estaba la casa de mi hermana pequeña,
Estrella, a la cual me dirigía, pero la
sabía parroquiana de la iglesia de San
Pedro, una de las cuatro que había en el
interior de la muralla, junto con las de
Santa María, San Juan y San Pedro, a las
que se sumaban las dos de los arrabales,
San Román y San Julián. Dejé atada la
caballería y entré en San Pedro a rezar
un padrenuestro a Dios y un avemaría a
la Virgen, con mi abuela Yosune en el
recuerdo, y al salir me acerqué a unas
viejucas que entraban en aquel momento
y les pregunté por mi hermana Estrella.
Me indicaron al instante que la conocían
bien, pero me sonsacaron todo lo que
pudieron pues no iban a dejarme ir tan
campante sin enterarse ellas de quién
era. Confesé mi ascendencia y aquello
fueron ayes y suspiros a la memoria de
mi abuela.
—¡Ay! La Yosune, ¿cómo no me voy
a acordar de ella? Buenas amigas que
éramos, aunque nosotras más jóvenes,
¿sabes? Tú te fuiste muy crío con ella.
Ya nos dijeron tus hermanas que murió,
la pobre. Tenía que ser ya muy mayor,
¿verdad? ¿Y te vuelves a Hita a vivir?
—Pues a lo mejor. Quién sabe…
—Aquí estarás bien con tus
hermanas y siendo tan buen mozo no te
faltará trabajo en el campo o con los
Castro, como tu pobre padre, que no
creas que no nos acordamos que lo
mataron, y a unos cuantos más de Hita.
Menuda catástrofe fue aquello.
Me zafé de su aprecio como pude,
pues no quería yo dar más señas que mi
nombre, pero ellas ya se encargaron de
darme el suyo.
—Ve con Dios, Pedrillo, y dile a tu
hermana la Estrella que hemos sido
nosotras, la Eufemia y la Sinforosa, las
que te hemos indicado su casa y que
sentimos lo de la Yosune.
La casa de mi hermana Estrella se
abría hacia las eras, en la falda, ya
dando vistas hacia Padilla. Di rápido
con ella y fue mi hermana quien salió a
mi encuentro, con un mocosote pegado a
sus faldas a quien le hizo saludarme con
ceremonia.
—Anda, Herminio, saluda a tu tío y
hazlo con compostura, que está
acostumbrado a trato de gentes
importantes.
El niño me dio un beso un poco
azorado y dos mi hermana, que siempre
me había tenido mucho cariño y
habíamos estado muy apegados de
niños. Ana, la mayor, era menos
afectuosa en gestos, pero para nada se
quedaba atrás en afecto, que bien lo
había sentido yo cuando de crío había
salido en mi defensa como una gata
cuando otros niños pretendían abusar de
su mayor edad y corpulencia. Me sentía
confortado en regresar y reencontrarme
con ellas, pero ya me di cuenta de que lo
primero que tendría que hacer es que
ellas no dieran demasiadas
explicaciones de mi presencia ni de
dónde había pasado yo mis últimos
años. Cuanto menos supieran las gentes,
menos hablarían. Nada malo iba a hacer
yo ni tenía en mente hacerlo, pero había
pasado mi vida con los Lara y con el
Rey Pequeño, e Hita seguía siendo villa
de los Castro. Y bien pudieran estos
suponer, si se enteraban de mi presencia
y sobre todo de quién era y de dónde
venía, que podía traer otras intenciones
y encomiendas.
Así que, después de desaparejar el
caballo, darle paja y cebada en la buena
cuadra de mi cuñado y poder sentarme a
comer algo caliente que mi hermana se
había apresurado a ponerme delante con
una buena jarra de vino, lo primero que
le dije fue que era mejor que de mi
estancia en la corte y mi cercanía a los
Lara no se supiera nada o lo menos
posible, que ya se significaba uno con
ser de Atienza, villa Lara por
excelencia, para andar encima con el
cuento de amistades reales. La
explicación había de ser que yo había
venido para ultimar el reparto de la
herencia de Yosune, y que eso es lo que
habría de decirles tanto a su marido
como a nuestra hermana Ana, su
consorte y su amoscado mozalbete. Que
era del que menos me fiaba yo y el que
más preocupado me tenía por lo que
decir pudiera, sobre todo si comenzaba
a inventarse y exagerar lo que no sabía.
Me acompañó al cuarto que me tenía
preparado con todo esmero y pulcritud
(Estrella había recibido aviso por un
arriero de que yo llegaría por estos
días), y allí dejé alforjas, capa y los no
muchos achiperres que llevaba. Luego
nos fuimos a la cocina, al lado de la
lumbre, a esperar a que llegara mi
cuñado, siempre bajo la atenta mirada
del pequeño, que me miraba en silencio,
como a una aparición. Crescencio, que
así se llamaba mi cuñado, regresó ya
entre dos luces, acompañado de su hijo
mayor y con una carga de leña que había
tenido que ir a recoger bien lejos, allá
por el monte Tejer, donde tenían algunos
labriegos de Hita derecho de hacerlo.
Les ayudé a descargar y apilarla bajo un
techado, en el arreñal detrás de la casa,
y ya con la acémila en su cuadra
volvimos para la cocina y al lado del
fuego, para que se quitaran frío y
hambre, que de las dos cosas venían
sobrados.
El chico y el padre compartieron un
pote de col y nabos con algún tropezón
de carne y luego un tazón de leche con
pan mojado en ella. El hijo, Crescencio
de nombre, como el padre, venía agitado
por la mucha caza que habían visto.
Además de liebres, perdices y conejos,
se les había cruzado una piara de
jabalíes, una hembra y sus rayones
perdiendo el culo tras la madre en la
huida.
—No sabes lo majos que eran,
madre, y cómo gruñía la cochina
llamándoles y avisándonos de que nos
apartáramos. Cuánta caza hay en aquel
monte, madre, y qué bueno podría ser si
pudiéramos echarle mano. Con un jabalí
grande tendríamos para todo un año.
—Olvídate tú de eso, muchacho. Ni
se te ocurra mentarlo. La caza es de los
Castro y menudo lo mal que llevan que
alguien les entre a ella. Peor que nada.
La reservan para ellos, sus halcones y
sus ballesteros. Alguno que ha ido a
catarla, lo que ha catado es el palo, y los
reincidentes hasta la picota han catado
—le regañó su padre.
Los chicos se marcharon a la cama.
Y el matrimonio y yo nos quedamos aún
un rato al amor de la lumbre. Mi cuñado
era hombre prudente. Era un labriego de
buena talla, ancho y fornido, de cara ya
curtida, mejillas llenas y ojos de mirar
noble aunque como un poco extrañados.
Mi cuñado parecía andarse
sorprendiendo siempre de todo un poco,
aunque para mí que no se sorprendía de
nada y procuraba no meterse en más
cosas que en las que le incumbían.
Me reiteró su bienvenida y
compartió un nuevo trago de vino
conmigo.
—Ya sé que la Yosune ha dejado una
viña al Pablo. Y me alegro, porque es
bueno tener vino de casa. La mía, que es
na y menos, una viñeja, vamos, me da
para el gasto de todo el año.
Ni me preguntó el tiempo que
pensaba quedarme ni el porqué de mi
visita, dándola por cosa normal entre
hermanos largo tiempo separados, y
concluyó toda su pesquisa, que fue
ninguna, con un:
—¿Qué tal se marcha por Atienza?
—Pues ahí andamos. Ya en nada
saldrán las reatas de recueros a sus
viajes.
Con ello se dio por satisfecho y, tras
haber salido un momento a la cuadra a
echar un vistazo a las caballerías y
orinar de paso, se despidió y se marchó
a dormir.
—Mañana he de aparejar pronto,
que toca alzar algún barbecho y hay
camino hasta la besana. Tú, mujer,
quédate si quieres un rato con tu
hermano, que cosas tendréis que hablar
después de tanto tiempo. Y lo dicho,
Pedro, en tu casa estás.
Le di las gracias y las buenas noches
y me quedé con Estrella un buen rato
frente a las brasas, contándole un algo
de lo que había sido mi vida desde que
el Rey Pequeño me llevara con él y con
los señores de Atienza, los Lara. La
figura de nuestro padre, Pedro el
Frontero, parecía andar sobre los dos,
de la misma forma que me había
sobrevolado a mí desde que había
iniciado aquel amanecer mi camino
hacia Hita y se había hecho presente en
cada uno de los pasos que di por sus
calles. Al retornar se me hacía presente
su vacío y sentía su ausencia como algo
dolorosamente físico en mi propio
cuerpo. Toda Hita estaba llena de los
recuerdos compartidos, de mi padre y yo
allí, juntos. De él llegando o partiendo a
los combates bajo las banderas de los
Castro, como uno de sus mejores y más
bravos jinetes.
En mi recuerdo, y dijeran lo que
dijesen de mi propio abuelo, el gigante,
era mi padre quien lo era, con aquellas
espaldas suyas tan anchas y, cuando se
despojaba de la loriga, el belmez y la
camisa para lavarse el sudor, poderoso
y peludo, no le faltaban algunos duros
costurones de heridas pasadas. Mi padre
descollaba en la mesnada, y en cuanto
aparecía la tropa yo lo distinguía
cabalgando en la fila que seguía de
inmediato al Castro que la comandaba.
Porque Hita era villa y territorio de
los Castro. Bien había visto su escudo
de armas tanto en la puerta de entrada
como en las torres del castillo. Bien lo
distinguía yo desde siempre del de los
Lara, que presidía Atienza, el de las dos
calderas con asas negras sobre fondo de
plata. Al entrar en Hita ya había visto el
de los Castro, los seis roeles en azur, en
dos filas de a tres. El uno y el otro
llevaban mucho tiempo señoreando
Castilla, en continua pugna, y
obligándonos a todos a entrar en ella,
siempre en conflicto y hasta trabados en
mortal combate, como aquel de Huete
donde fueron vencidas las calderas y
muerto el cabeza de linaje.
Mi familia había tenido desde
siempre, y más desde nuestro
establecimiento en Hita, mucho más que
ver con los Castro. La partida de Yosune
a la Atienza de los Lara había trastocado
en parte aquello, aunque era bien cierto
que era el lugar de nacimiento del
abuelo Pedro. Pero, por nuestra relación
con los Fáñez, nuestros vínculos estaban
anudados con los Castro y en Hita
seguían siendo ellos quienes mandaban.
Su patriarca, Fernando García, ya se
había señalado en Hita, donde había
tenido casa hasta su muerte, hacía ahora
ya más de treinta años. Su hijo Rodrigo
se había casado con Elio, la hija de
Álvar Fáñez y doña Mayor, la
primogénita de los Ansúrez. Sin
embargo, ahora era una segunda rama de
la familia la que señoreaba Hita. Los
descendientes de un segundo matrimonio
de don Fernando con Estefanía
Armengol, hija del señor de Urgell y de
María Pérez, otra de las hijas del conde
Ansúrez. O sea que mientras el hijo
estaba casado con una nieta de Ansúrez,
la hija de Fáñez, resultaba que el padre,
don Fernando, lo estaba de segundas con
otra.
Fueron los de esta rama los que
heredaron y se aquerenciaron con Hita,
sucediéndose con alcaides al frente de
la villa. Lo fue Martín Fernández de
Hita, su hijo mayor, al que yo recordaba
de niño, y luego su hermano Fernando
Fernández, que había muerto
combatiendo a los moros por tierras
toledanas. Ahora lo era uno de sus hijos.
La rama principal se señalaba, desde
entonces, como de Castro y la
secundaria como de Hita. Con los unos y
los otros, y hasta con alguna más
alejada, como el último nieto de Álvar
con el que fue a morir, había cabalgado
mi padre.
Con quien comenzó sus correrías fue
con don Rodrigo Fernández de Castro,
el marido de doña Elio, que a poco de
casar ya fue alférez real de Alfonso VII
y luego jefe de la milicia toledana para a
la postre ser el alcaide de aquella
ciudad. En su mesnada anduvo siempre
mi padre el Frontero, y con él y junto al
rey participó en los sitios de Coria y de
Oreja, tan penoso y tan crucial para
arrebatarles a los moros lo que estos
habían logrado retomar al buen Álvar
Fáñez, su yerno. Murió joven don
Rodrigo, y doña Elio casó de nuevo y
marchó de Hita hacia tierras gallegas,
donde fue tercera esposa del conde
Froilaz, y de ella nunca más supimos.
Pero mi padre siguió con la familia y
en particular con el hijo mayor de don
Rodrigo, don Fernando Rodríguez de
Castro el Castellano, favorito del
patriarca de la familia, don Gutierre,
quien al morir sin descendencia
depositó en él la cabeza del linaje. Pero,
como a pesar de sus victorias en batalla
contra los Lara y aunque había
mantenido Toledo hasta hacía muy poco,
don Fernando perdía posiciones en
Castilla y por donde paraba era por
León, y mi padre, que por donde se
ganaba el pan con su lanza era por la
frontera, se fue separando de él y acabó
por entrar al servicio de otro nieto de
Fáñez, Álvar el Calvo, con quien haría
gran amistad y participaría en todas y
hasta en su postrer correría.
Con los Castro había cabalgado mi
padre y toda Hita me lo recordaba. Se
había criado mi familia bajo el amparo
de doña Elio y desde muy joven Pedro
había estado con sus hijos, predestinado
a vivir con las armas y por ellas. Con
los jóvenes Castro se había adiestrado,
a ellos había servido, con ellos había
participado en las campañas de Alfonso
VII, con ellos había logrado triunfos y
sufrido heridas, con ellos había estado
en los sitios de Oreja y de Coria, con
ellos había tomado ciudades, forzado
castillos y realizado incursiones hasta el
mismo corazón de Al Ándalus, con ellos
había estado en la toma de Almería y a
la postre se había convertido en un
frontero, en uno de aquellos guerreros
que con sus ataques y sus algaras habían
conseguido llevar de nuevo la guerra a
los musulmanes más allá del Tajo y
hasta del Guadiana, logrando que no
fueran ya los moros quienes nos la
trajeran hasta la puerta de nuestras
propias casas como habían vuelto a
hacer los almorávides africanos. Al
final no fue a morir al lado de ninguno
de estos Castro, pero sí fue a hacerlo al
lado de un nieto de aquel con quien
combatió y acabó por perecer su padre y
mi abuelo: Álvar Fáñez.
El gran Álvar, como su suegro el
conde Ansúrez, no había tenido hijos
varones que le llegaran a la edad de
poder empuñar las armas. Solo las
hembras le sobrevivieron. Ellas fueron
las que fundieron el linaje con los
Castro, mientras una tercera le dio otro
nieto, al que también pusieron su
nombre, que hizo recordar al del fiero
abuelo por la frontera castellana. Los
musulmanes le pusieron el sobrenombre
del Calvo por tener monda de pelo la
cabeza y por distinguirlo de cualquier
otro, pues les había causado, al igual
que su antecesor, muchos quebrantos.
Era a quien temían por la frontera y por
la vega granadina, lugar de frecuente
destino de sus ataques. Y a él se unió mi
padre y con él sucumbió allí en su
postrer batalla. Sabía dónde estaba
enterrado mi abuelo, el Pardo, pero no
dónde mi padre. A Castilla solo llegó la
noticia de su muerte, el exterminio de
buena parte de su partida, traída por
alguno de los pocos supervivientes que
lograron huir de aquella masacre. Así
solía acabar la vida de los fronteros y
de los pardos, y eso lo sabían bien y yo
mismo también lo sabía. Y me sentía
orgulloso de su oficio de guerreros y
conocía al dedillo muchas de las
peripecias de mi padre que ahora en
Hita revivía. Era el tiempo de recuperar
aquella raíz y sacar de mi familia mi
savia y mi fuerza. Necesitaba ese
reencuentro con ellos, pero antes que
con ninguno, con la memoria de mi
padre.
No me costaba nada revivir mis
recuerdos como si solo hubieran estado
adormilados y todos salían a mi
encuentro en cuanto cruzaba una plaza,
me detenía en una esquina, miraba hacia
el castillo o bajaba hasta el palenque.
Mi padre partiendo, sacando por el
zaguán a su caballo de guerra y su peón
a la acémila cargada con las armas y la
impedimenta. Mi padre regresando y
cruzando la puerta de entrada de la
muralla, apenas un poco detrás de los
Castro que venían al frente y yo
recibiéndolo pegado a las faldas de
Yosune. La alegría y las tristezas de
aquellos días de los retornos de las
tropas. Porque en unas casas había
alborozo y en otras llantos. En una se
disfrutaba de los dineros y el botín del
reparto y en otras se guardaba el luto. En
la nuestra fue siempre lo primero, hasta
aquella aciaga que fue la última, cuando
ni siquiera regresó la mesnada sino solo
la mala nueva de la muerte de casi
todos.
Tenía aquellas imágenes de mi padre
yéndose o tornando grabadas a fuego en
mi memoria. Una de las más recurrentes
era aquella última de su último regreso.
Aquel día lo vi llegar por el camino que
venía de Guadalajara, desde el mirador
de al lado de San Pedro, y en medio de
una cellisca de viento y nieve. Venía la
tropa arrebujada en sus grandes capotes
pardos, cabezas de los hombres y crines
de los caballos arremolinadas con los
copos, los montados con un bamboleo
cansado, los peones caminando con
fatiga, las señas empapadas, sin gritos ni
canciones, y la entrada a la plaza con el
solo sonido de los cascos herrados de
los corceles en el empedrado. Iba a ser
aquella la última vez que lo veía
regresar, y al cabo de unos pocos meses
sería la última en que lo vería partir
para no retornar nunca. Y quienes luego
saldríamos por aquella puerta seríamos
mi abuela Yosune y yo, rumbo a la
Atienza de los Lara.
Al día siguiente de mi llegada a Hita
comimos mi hermana y yo en casa de la
otra, de Ana, y de su marido y mi
sobrino, que casi me igualaba en edad y
que siguió tan retraído ante mí como lo
había estado el día del entierro de la
abuela. Pero esta vez todavía más
encampanado y sombrío. Estaba muy
claro que desde luego yo no le agradaba.
Pero no era el caso de mi hermana
Ana ni tampoco de su marido, labrador
como Crescencio, aunque este bastante
más inquisitivo y que quiso preguntar
por el tiempo de mi estancia y sus
motivos. Era más vivaz este Gerardo,
padre e hijo también compartían
nombre, igual que Crescencio, aunque en
los hijos parecían intercambiarse los
papeles. El de Gerardo era sin duda un
mohíno mientras que el de Crescencio
era un rayo, el chaval.
—Pues puede ser una semana o tal
vez dos, por ver a las hermanas y poner
en claro la herencia, aunque nada hay
casi que poner, porque yo aquí nada
tengo. Sí he traído algunas cosas de la
abuela que más os servirán a vosotros
que a mí en Atienza. Cuatro cosejas, la
verdad, y casi como excusa para pasar
aquí una temporada en Hita, que algo la
echaba de menos. Luego quiero irme
hasta Sigüenza para ver a los tíos. Es
hora, después de todos estos años, de
conocer al menos un poco a la familia y
ahora tengo tiempo y algún posible para
hacerlo —respondí a sus preguntas.
—Pues si tienes pensado quedarte
dos semanas, mejor quédate ya tres y
disfruta de los carnavales. Las
carnestolendas aquí en Hita son muy
nombradas y es por algo. Hay mucha
fiesta y jolgorio. Casa no te falta y ya
cuando vaya a mejor el tiempo y entre la
Cuaresma, te pones en camino hacia
Sigüenza, que aquello es todavía más
frío que esto.
Para mí, pensé que no habría en
Sigüenza mucha diferencia con Hita y
aún menos con Atienza en lo que a frío y
sabañones se refería, pero no estaba yo
por meterme en una de aquellas apuestas
de pasmos del paisanaje que vienen a
porfiar sobre en qué pueblo hace lo que
hace más porque yo, con padecerlo cada
invierno, ya tenía bastante y de sobra. Y
ya me pensaría lo de los carnavales,
pero por el momento mi cuñado quedó
satisfecho y no siguió con preguntas. El
que yo hubiera estado ese tiempo de
lejanía familiar de que hablaba con el
rey y con los Lara era mejor dejarlo
estar sin comentario, como si casi ni
hubiera pasado. Pero para mí me
maliciaba que la mirada mostrenca y
hasta hostil de su hijo tenía quizás algo
que ver con aquello y que rumiaba y le
daba vueltas a mi presencia sin ver luz
en su mollera, pero buscando con
tozudez razones maliciosas, tanto como
su intención y carácter, en la mía.
En cualquier caso, lo mejor sería
tener lo más lejos posible a aquel
zagalote. Con mi hermana Ana sí que
quería yo echar algunas buenas
parrafadas, pues era ella la que había
estado más apegada al padre, por ser la
mayor y en no poca medida porque
decían que eran parejos de carácter y,
aunque en lo substancial mi padre no
hacía distingos, se decía que era su
favorita. Era quien más le había llorado,
aunque a los tres y a Yosune se nos
agotaron las lágrimas al conocer la
desventura y saber, además, que nunca
podríamos darle tierra ni sepultura
cristiana.
Las conversaciones con mi hermana
mayor fueron a partir de aquel día largas
y cargadas de melancolía. Me solía
llegar hasta su casa después de comer, o
incluso antes, y echábamos la tarde en
los recuerdos que yo compartía o por
niño necesitaba que ella me contara y
que quería ir recuperando. Ella tenía
más tiempo que la pequeña, pues tenía
ya los chicos criados y contaba con la
ayuda de otra sobrina mía, que se
llamaba como su tía, Estrella. Por lo
visto, ese nombre y el de Itziar, favoritos
en mi familia, eran el mismo, aunque
dicho uno en la lengua de los vascones
de la abuela Yosune. A la niña, una
jovencilla de mejillas coloradas,
sonrosadota y risueña, le hacía yo mucha
impresión y se me quedaba mirando
fijamente con sus ojos redondos y muy
abiertos. Pero en lo que su hermano era
prevención, era en ella afecto y un no sé
qué de admiración de la chiquilla hacia
mí. A saber qué cosas le habrían
contado. A mí me agradaba mucho la
pequeña, que a poco se fue soltando y
acabó por preguntarme por cómo era
aquello de la corte y cómo era un rey,
aunque fuera un niño, y si iba a poderlo
ver ella alguna vez. Y yo le dije que sí,
que yo mismo la llevaría ante él si venía
por Hita, pero que habría de callar
sobre todo aquello y no contárselo a
amiga alguna. Y ella me dio su palabra
de honor y juró guardar el secreto. Y
creo que lo guardó siempre la pequeña.
Mi padre había sido un guerrero
toda su vida y antes de llegar siquiera a
los dieciocho años había matado a su
primer enemigo. No sé cuándo libró su
primer combate, pero lo extraño es que
hubiera sobrevivido a tantos y hubiera
llegado a la edad que alcanzó en tan
peligrosa vida como la que llevaba.
Sirvió a muchos señores y siempre al
emperador Alfonso, pero ante todo fue
frontero.
Los fronteros no solo eran unas
tropas que combatían en la Transierra,
sino una nueva forma de dónde, cómo y
cuándo hacer la guerra. Su existencia y
cometido habían sido producto de la
intención y la inteligente apuesta del
abuelo del Rey Pequeño. Potentes
cuerpos de tropas bien aguerridas y
establecidas por toda la frontera, que en
cuanto empezó a decrecer el empuje de
los almorávides y a sucumbir estos en
batallas, como las que les infligió su
padrastro el Batallador en Cutanda o su
primo el rey portugués Alfonso Enríquez
en Ourique, comenzaron a tomar la
iniciativa y a atacar sus tierras. La mejor
defensa de las fronteras y para que los
moros no prosiguieran con sus
sangrientas embestidas primaverales era
llevarles nosotros la guerra a ellos,
adelantar nuestras tropas e irles
retomando el terreno que habíamos
perdido. Y a ello se puso, en cuanto se
vio libre de trabas de madre y de
padrastro, el rey Alfonso VII de León y
Castilla.
Supo ver el monarca el declive
almorávide y percibió que las antiguas
taifas estaban deseosas de sacudirse su
rigurosa bota. A los musulmanes
hispanos les era duro vivir bajo el rigor
de los africanos, para los cristianos
mozárabes suponía la muerte o el
destierro y no era mucho mejor para los
judíos. Era penoso para todos, hasta
para sus correligionarios,
acostumbrados a una severidad menor
en los preceptos y a una mayor
permisividad de costumbres y de vida.
La bota almorávide pesaba a todos y en
los reinos de uno y otro lado de la
frontera comenzó pronto a discernirse
entre los moabitas y los agarenos, y
muchos de estos últimos, los hispano
musulmanes, a conspirar contra sus
inflexibles señores y a pactar con los
cristianos, como en los viejos tiempos
del esplendor de los reinos de taifas
habían hecho.
El primero fue Zafadola. Mi padre
hablaba de él con entusiasmo y era
favorito en los relatos de sus andanzas
guerreras. Compartía protagonismo en
mi imaginario con otro caudillo
musulmán que era un mito entre los
cristianos, el Rey Lobo. A ambos los
había llegado a conocer mi padre,
aunque con el primero había tenido un
roce más cercano, llegando a combatir a
su lado, y siempre hacía mención tanto a
su arrojo en la batalla como a su
prestancia y gran señorío. A Ibn
Mardanis, el Rey Lobo de Murcia y todo
el Levante, aunque había formado parte
de expediciones en las que participaron
sus tropas, siempre le había visto de
lejos pero le enaltecía siempre su
gallardía y la ayuda que prestaba a los
castellanos.
—Dicen que, aun siendo moro, tiene
antepasados cristianos. Y la sangre tira.
Es un gran amigo de nuestro rey, el
emperador Alfonso. Y mira, el mejor
amigo de tu abuelo el Pardo fue también
un musulmán, Muzafa, el dawair. Con él
murió en Zorita y juntos los enterraron a
los dos y en suelo cristiano, aunque el
cura no quería porque el moro llevaba al
cuello un amuleto de su religión. Pero
Yosune se puso brava y se salió con la
suya.
Mi padre no era hombre muy dado a
pregonar sus hazañas y tampoco a
juntarse con sus compañeros de
correrías cuando estaba en Hita. Si no
estaba ejercitándose con las armas, algo
que no descuidaba nunca, y aún menos a
sus caballos, pasaba el tiempo en casa
disfrutando de los que más echaba en
falta, que era a sus hijos y la abuela
Yosune, que nos criaba amén de
revistando cómo andaban sus tierras y
ganados, dónde se invertían las
ganancias de sus cabalgadas y lo que le
tocaba del reparto del botín conseguido.
Lloró a mi madre, muerta en mi parto, y
no volvió a tomar mujer. La abuela se
bastaba para cuidarnos y fue quien me
buscó un ama de cría para que me
amamantara, y cuando ya comí bocado
desde luego que no me faltó nada. Así
que crecí robusto, decían, aunque algo
parado y solitario quizá por aquello de
ser huérfano y de que, amén de mi madre
muerta, mi padre estuviera tanto tiempo
ausente, pues eran muchos los meses que
pasábamos sin verle.
Cuando fui cogiendo unos años fue
cuando mi padre vino a aficionarse a
contarme a mí, y de paso a todos, al lado
de la lumbre, aquellas batallas y
andanzas suyas, al lado de los Castro,
del rey Alfonso y de aquellos guerreros
moros que montaban caballos veloces
como el viento y no dejaban de vestir de
seda y pedrería ni para entrar en batalla.
De aquellos relatos sobresalían siempre
algunos, sobre los cuales volvía, y eran
aquella toma de Oreja donde tanto
empeño habían puesto y tanta sangre se
había vertido hasta reconquistarla, pues
se la habían quitado los moros a Fáñez,
y la gran victoria y entrada en Almería.
Pero por encima de todo, lo que gustaba
era de hablarnos de sus compañeros de
armas y de los capitanes con los que
había cabalgado, como Martín Ordóñez,
señor de Anguix, y Álvar el Calvo, el
nieto de Fáñez. Pero al que más
admiraba era a Munio Alfonso, alcaide
de Mora, señor de Peñas Negras, jefe de
los fronteros toledanos, descabezador de
reyes moros y a la postre descabezado.
Lo cierto y verdad en todo ello era
que mi padre el Frontero pasaba más
tiempo por tierras de Toledo que por las
de Hita y Guadalajara. De Toledo nos
hablaba con entusiasmo. Se hacía cruces
de sus gentes, pues allí vivían cristianos,
pero también multitud de judíos y no
pocos musulmanes, pero como guerrero
enaltecía su impenetrable fortaleza, sus
murallas y por encima de todo su foso,
que no era otro que el propio río, nada
menos que el propio Tajo.
—Bien defendida, no hay ejército
que pueda tomar Toledo. El rey Alfonso
el Bravo, para conquistarla, hubo de
rendirla por hambre acogotándola
durante muchos años. El Tajo la rodea
casi al completo, entra por bajo el
castillo de San Servando y le da la
vuelta a la montaña sobre la que se
levanta, encajonado por un escarpado
barranco, un desfiladero infranqueable
por hombre y por caballo. Solo puede
atacarse por tanto por donde no la
protege el río y, como es lógico, ahí es
donde están las más potentes torres y
murallas. Con el Alcázar sobre ellas,
dominándolo todo.
Toledo iba convirtiéndose
rápidamente en una ciudad señera de los
dos reinos entonces unidos, poniéndose
incluso por encima de León pues así lo
quería el monarca, que la consideraba,
más que a ninguna, la urbe regia, por las
necesidades de la guerra y la
diplomacia. Toledo había soportado
todos los embates de los almorávides
para recuperarla, sobre todo tras la
caída en sus manos de la fortaleza de
Oreja, cuya guarnición atacaba de
continuo tanto a la ciudad como a todas
las villas de su entorno. Varios de sus
alcaides habían perecido, el último
Gutierre Almírez, que fue emboscado
por el gobernador moro de Calatrava,
desde donde partían multitud de razias.
Vino un Lara de tenente después de
aquella muerte y aguantó la plaza, pero
no así lo hizo la vecina de Aceca, a la
que atacó el mismísimo Tasufin desde la
medianoche hasta la puesta del sol,
cuando culminaron el asalto, mataron a
espada a cerca de trescientos
defensores, la destruyeron hasta los
cimientos y se llevaron cautivo a su
caudillo.
Los moros tenían buenos y curtidos
caudillos en la frontera. En Calatrava,
Faray, un agareno hispano, y en Oreja,
Alí, un moabita almorávide. Ellos
fueron los que derrotaron y mataron a
los alcaides de Escalona, Domingo y
Diego Álvarez, y ante ellos sucumbió
alguien muy querido para mi padre y a
cuyo lado había combatido, el alcaide
de Hita, Fernando Fernández, con quien
había acudido a socorrer la frontera.
Estos dos moros fueron también quienes
emboscaron, tras haber concitado a un
gran número de caballeros de toda la
frontera y de los castillos hasta el
Guadalquivir, al alcaide de Toledo,
Gutierre Armíldez, cuando estaba en
Alamín. Le hicieron caer en una trampa,
en lo que tan duchos son los moabitas.
Un pequeño grupo apareció a su vista y
parecieron intentar un robo de ganado,
procurando capturar unos bueyes. Don
Gutierre salió contra ellos con cuarenta
caballeros y fingieron huir. Al
perseguirlos cayó en la celada y allí fue
muerto. Los que con él estaban
perecieron casi todos, menos unos pocos
que fueron capturados y llevados a
Córdoba. Entre ellos estaba aquel don
Munio, a quien el rey había dado la
custodia del castillo de Mora. Contaba
que le habían atormentado con hambre y
sed y que hubo de pagar cuantioso
rescate de oro, mucha plata, mulos,
caballos, asnos y buenas armas. Pero
liberar a don Munio fue uno de los
peores negocios que hizo el gobernador
de Córdoba, pues en cuanto retornó a su
castillo prosiguió su implacable tarea de
atacar a cuanto musulmán se pusiera a su
alcance, o ir a buscarlo doquiera que se
encontrara. No era, sin embargo, tarea
fácil y los destacamentos almorávides sí
muy poderosos.
No iban nada bien las cosas en la
frontera en la juventud del rey Alfonso
VII. Pero cuando tuvo el reino tan bien
sujeto en sus manos, que fue hasta
coronado emperador en León y fueron
muchos los reinos cristianos y hasta
algún musulmán a rendirle vasallaje, las
tornas cambiaron. El rey entendió que su
momento había llegado. Ya en la
primavera de 1138 se produjo el primer
gran ataque contra territorio musulmán y
en una de las incursiones, en mayo, los
fronteros penetraron tan profundamente
en Al Ándalus que llegaron hasta la
margen derecha del Guadalquivir, tras
haber cruzado primero el Guadiana,
arrasando todo cuanto encontraban a su
paso y cebándose en especial con las
comarcas de Jaén, Úbeda, Baeza y
Andújar. Las expediciones continuaron
hasta el verano, tanto con el objetivo de
preparar el terreno para futuros avances
y definitiva toma del terreno como para
acabar con los escuadrones musulmanes
que infestaban la zona de la frontera e
impedían su repoblación efectiva. Fue
una razia a sangre y fuego y de ella
contaba mi padre.
—Prendíamos fuego a todas las
villas que encontrábamos, destruíamos
sus mezquitas y entregamos al fuego los
libros de la ley de Mahoma. Matamos a
golpe de espada a todos los doctores de
su ley que encontramos y cortamos toda
viña, olivo, higuera o árbol que
hallamos. Todo lugar que hollaron
nuestros pies quedó devastado. Ello
quería el emperador, nos ordenó don
Rodrigo de Castro y cumplimos con
gusto nosotros.
El botín fue grande pero algunos
pagaron su avaricia, pues un numeroso
grupo se demoró en el pillaje y no
recruzó a tiempo el río, quedando allí
atrapado y siendo aniquilado por las
tropas almorávides que habían acudido
con un numeroso ejército. Mi padre
decía que aquel día había aprendido que
ni la saña ni la avaricia son consejeras
que convengan.
Eran estos viejos relatos de mi
padre los que me resonaban en la cabeza
en mis paseos por Hita, pero también me
venía a la memoria lo aprendido al lado
del Rey Pequeño, que idolatraba a su
abuelo, al que tenía como espejo y a
quien pensaba emular en cuanto tuviera
edad y fuerzas para ello. Fue él quien
me había contado cómo el Emperador
había hecho todo lo que en su mano
estaba para volver a llevar las fronteras
donde las había llevado a su vez el
abuelo de este, el gran Alfonso VI, el
conquistador de Toledo. Pero el gran
recuerdo y orgullo de mi padre, y
además la última de las grandes batallas
en las que participó y de las que pudo
narrarme, pues de la última por Granada
ya no regresó, era la conquista de
Almería, en la que participó, pues todos
los Castro fueron a ella, incluido don
Gutierre, el ayo del infante Sancho, y no
faltó don Martín, el alcaide de Hita, con
quien cabalgaba mi progenitor. Fue allí
donde el Frontero conoció al caballero
con el que uniría su suerte, su vida y su
muerte, Álvar el Calvo, otro nieto de
Álvar Fáñez. Se llamaba igual que otro
de los descendientes de la rama
principal, Álvaro Rodríguez de Castro,
pero en el caso del capitán con quien mi
padre libró sus últimos combates lo de
Castro fue sustituido por lo de Calvo,
como también lo motejaban los
musulmanes, pero no como burla pues
más que otra cosa le temían a él y a su
muy avezada tropa. Y lo temieron hasta
que años más tarde consiguieron darle
muerte por las vegas de Granada.
Mi padre contaba la conquista de
Almería desde su muy particular punto
de vista, de cómo las naves genovesas y
catalanas —Alfonso apenas si contaba
con unos cuantos buques construidos en
Galicia— cercaron por mar y
bloquearon el puerto, y vivaquearon en
las playas, y cómo las tropas castellano
leonesas de Alfonso, con los condes
Ponce de Cabrera y Manrique Pérez de
Lara a la cabeza, las navarras de García
Ramírez y hasta algunas de caballeros
francos, y las del conde de Urgell
completaban el asedio por tierra. De
aquella conquista, en realidad, sabía sin
haber estado presente yo más que mi
propio padre, pues en la corte del Rey
Pequeño era muy frecuente el
rememorarla por la destacada
participación que don Manrique había
tenido en ella, y hasta el propio trovador
Marcabrú compuso trovas y cantares
para animar a los caballeros francos a
participar en ella. Vinieron pocos. No
era cuestión de cánticos sino de
intereses y pactos la empresa. A los
genoveses y al conde Ramón Berenguer
IV, hermano de doña Berenguela nuestra
reina, que tenía también bajo su mando,
tras las muertes de los reyes aragoneses
sin descendencia, a aquella corona, les
interesaba ante todo el que los piratas y
corsarios musulmanes dejaran de
efectuar sus correrías partiendo de aquel
puerto por todas sus costas y, de paso,
los aragoneses y catalanes querían poder
ganar territorios en el Levante
consiguiendo apoderarse de Lérida,
Tortosa y Denia, que aún se les resistía,
y acercarse a Valencia, que un día había
efímeramente conquistado el gran
guerrero de Vivar, el Cid, una de cuyas
hijas había casado con Ramón
Berenguer III pero no le había dado
herederos varones. Para los castellanos
era una empresa en extremo arriesgada,
pues Almería se encontraba muy lejos
de sus últimas bases en la frontera. Pero
era tal el desmoronamiento del poder
almorávide, la proliferación de
rebeliones entre los musulmanes
autóctonos, la aparición de nuevas taifas
—en Levante se conformaba la más
poderosa, la del Rey Lobo, un aliado de
Alfonso—, y hasta la prestación de
vasallaje del más contumaz y aguerrido
caudillo almorávide, Abengania, que tan
solo pretendía con la protección de
Alfonso poder defender Córdoba y
Sevilla del avance de Barraz el
Almohade, que la empresa parecía
posible. Ya vendría luego el momento de
ir uniendo territorios y dotarlos de
fortalezas partiendo de Calatrava, una
pieza en verdad clave en aquel tablero y
que al fin se había tomado. El
Emperador contemplaba la empresa
como el momento cumbre de su imperio,
poniendo su estandarte en una ciudad y
un puerto en el Mediterráneo frente a las
propias costas del enemigo africano.
Para ello hubo que trabar muchos pactos
y no fue ninguno fácil. Los genoveses
exigieron que de cada ciudad o tierra
conquistada dos partes fueran para
Alfonso y un tercio para ellos, que a su
vez habían llegado a acuerdos con los
catalanes. Durante el asedio estos pactos
y ciertos vericuetos afloraron y
estuvieron a punto de dar al traste con la
empresa. Genoveses y catalanes
acusaron a Alfonso de querer pactar con
los moros por muchos dineros y levantar
el cerco dejándoles a ellos solos en las
playas. Pero lo cierto es que no había
tal, o no se consumó tal propósito, y
finalmente los almerienses se rindieron
con tal de preservar sus vidas. Luego
todos se achacaron la casi total primacía
en la conquistada quedando, como se
pactó, la custodia compartida entre
genoveses, en la cabeza de Otón de
Bonvillano, y leoneses, con Ponce de
Cabrera. Para don Manrique quedaron
Úbeda, Baeza, Andújar y Baños, que
junto con otras plazas también habían
sido tomadas.
La conquista de Almería se enalteció
por todos los reinos y se escribieron
largos poemas, aunque Marcabrú ya no
escribió ninguno, pues parece que
después cayó en cierta desgracia o él
mismo se puso en ella por considerar
que Alfonso no le pagaba lo que él
consideraba merecía por su ingenio y se
volvió contra el Emperador con chanzas
y vituperios. Desapareció de León y no
se supo ya mucho de él. Y tampoco tuvo
entre las gentes llanas mucho arraigo el
poema que sobre la toma de Almería
compuso un obispo, entre otras cosas
porque estaba en latín y no alcanzaban a
entenderlo, aunque sí gustaba de él don
Martín Fernández de Hita, pues se le
nombraba como «hombre de blanco
rostro, de cuerpo y miembros
desarrollados, hermoso, fuerte y
honrado». Cuando quería solazarse, el
alcaide de Hita se lo hacía recitar, al
menos esa parte y aquella otra en que se
glosaba a los descendientes de Álvar
Fáñez, entre los que se consideraba y
razón tenía en hacerlo. Gustaba también
de discutir los mayores o menores
méritos de su ancestro o de su primo, el
Cid, que como hermano trataba al
primero, «mi-anai» no quería sino decir
esto en vascuence y de ahí había
derivado lo de Minaya, en que se metía
el poema. Lo zanjaba diciendo que,
grandes ambos en la guerra y en el
afecto que siempre y hasta su muerte se
tuvieron, no dejaron en absoluto tal
discusión cerrada, pues Rodrigo
consideraba que era Álvar, sin duda, y
este no permitía que en su presencia se
dudara que primero era Vivar.
Pero no era el Poema de Almería
demasiado, por no decir nada, del gusto
de Castilla, pues en algunos versos no
dejaba a sus castellanos en buen lugar,
ensalzando mucho más a los leoneses.
Por ello, y cada vez más, se loaba por
doquier y se recitaba con emoción, el
Cantar de Mio Cid, que estaba escrito
en romance y se escuchaba de continuo
en plazas y mesones, y no digamos en
estas tierras alcarreñas y serranas, pues
en su primera parte las andanzas del Cid
y aún más de su Minaya transcurrían por
ellas, entonces todavía en manos
mahometanas. Pero había otra razón a
flor de piel y sentimiento castellano que
cada vez lo hacía más popular. Los
castellanos y leoneses cada vez se
encontraban más enfrentados, los reinos
divididos y el Rey Pequeño acosado por
su tío Fernando, así que el juglar tenía el
aplauso ganado cuando retrataba a los
leoneses como nobles engreídos,
holgazanes cortesanos, cobardones y
encima afrentadores viles de las
indefensas hijas del Cid, aquellos
infames infantes de Carrión, mientras
que eran los nuestros más humildes de
linaje pero nobles de corazón y, como
siempre, antes y ahora combatían y caían
en la frontera contra los sarracenos.
Fue lo de Almería casi la postrer
gloria del Emperador. El enemigo
almohade a poco comenzó a ganar
espacio y fuerzas y el rey Alfonso a
sentir que las iba perdiendo. Quienes en
Al Ándalus le habían rendido vasallaje
tornaban este de inmediato a los nuevos
agarenos que, como plagas de langostas
incontables e inextinguibles, hacían
brotar ejércitos de las arenas. El
almorávide Abengania dio pronto
prueba de ello, pues rompió su fidelidad
con el Emperador para otorgársela, a
pesar de su enemistad de tribu pero
consciente de que la suerte de los suyos
estaba echada, al nuevo emir almohade y
le entregó Córdoba. El general Barraz
no tardó tampoco en apoderarse de
Sevilla, donde se instaló haciendo de
ella la capital de su gobierno sobre todo
Al Ándalus.
Alfonso se apresuró a hacer pactos
con cuantos señores de taifas pudo, pero
tan solo estuvo firme en ellos el Rey
Lobo, con quien se había encontrado en
Zorita,[5] como muy bien recordaba mi
padre, que fue de la escolta real en
aquella primera ocasión. Ya coincidió
en ella con un caballero del que me tenía
mucho hablado también, Martín
Ordóñez, con quien acabó por trabar una
gran amistad. Fue unos años después
cuando, a la vuelta de una expedición
del Emperador con fronteros y mesnadas
de los Castro hasta Lorca para ayudar al
Rey Lobo y luego reanudar pactos y
acuerdos, entre los que estuvo el dejar
la caballería cristiana a su servicio, el
rey dio a don Martín la Peña de Anguix,
en el lado norte del Tajo, sobre sus
juntas sobre el Guadiela, no lejos de
Zorita, para que construyera en ella un
castillo y la poblara.
Pero los almohades iban poniendo
bajo su mando a todo Al Ándalus y no
había quién les resistiera, excepto Ibn
Mardanis con sus tropas levantinas y
castellanas. Pusieron sus ojos en
Almería, que sentían como una espina
infectada en la planta de su pie. La
cercaron como había hecho el
Emperador diez años atrás. Los
genoveses y su flota ya no estaban en
ella ni tenían interés en defenderla.
Intentó el rey Alfonso socorrerla, pero
ya fue tarde. Solo pudo poner a salvo a
la guarnición de la plaza y en triste
comitiva regresar a Castilla, aunque de
aquella jornada no quería mi padre
contarme apenas, y menos aún de que
pronto en aquel triste retorno al
Emperador le abandonaron ya del todo
las fuerzas y la vida y murió de su
muerte en Fresneda, en medio del calor
de agosto. Con él murió su imperio y se
dividieron sus reinos. Sancho y
Fernando, Castilla y León, y, tras la
muerte, a poco, del primero, las
desavenencias por la custodia del Rey
Pequeño, que por fortuna poco a poco
nos iba creciendo, y las luchas continuas
entre Laras y Castros, de las que tan
ahítos estábamos todos.
5
N
o tuvieron que esforzarse mis
hermanas para convencerme
de que me quedara a los
carnavales de Hita, muy afamados y
donde se daban cita gentes de toda la
comarca y hasta un buen número de
caballeros que venían a justar al
palenque. Dos fiestas había en una, la
una la de los nobles, los Castro y sus
deudos más cercanos, y otra la del
pueblo llano, pero a la postre acababan
ambas por rozarse y en más que roce
para terminar no pocas veces en
revoltijo.
Recordaba la fiesta de cuando niño,
aunque solo de día pues no eran fechas,
aquellas menos que ninguna, para que
las madres y menos mi abuela dejaran
que los chiquillos anduvieran fuera de
casa por la noche, que era cuando la
fiesta se encendía con la oscuridad y
subía el jolgorio y el griterío. Pero sí
tenía memoria de las botargas, los
diablos y los cencerros sonando.
Yo quería quedarme y mis hermanas
estaban encantadas de que lo hiciera, y
aún más mis sobrinas y sobrinos. Bueno,
no todos, el mohíno estaba deseando que
traspusiera y me perdiera de vista. Era
algo que no podía evitar que se le
reflejara en la cara en cuanto me veía
aparecer. Se amusgaba como una
lechuza y me miraba con la fijeza de un
mochuelo, sin decir ni mu, pero
transmitiendo un reproche y hostilidad
ostensible, que yo no alcanzaba adivinar
de dónde le vendría al mozo. Pero no
era cuestión de ir a preguntárselo al
autillo. Ya me enteraría yo o le
reventaría a él un día la compuerta.
Había aprendido a ser prudente e
incluso astuto en la corte y a no entrar
directo sobre quienes gustan de andar
esquinados. Tampoco iba a consentir
que su rechazo me supusiera motivo
para no hacer lo que deseaba y, sin que
hubieran de porfiarme apenas, solo lo
preciso para que me hiciera de rogar un
poco y no parecer que me aposentaba de
hoz y coz a cama hecha y mesa, acepté
gustoso el convite. Pues eran un buen
convite los carnavales de Hita.
Caían aquel año ya a últimos días de
febrero, justo para que con marzo
asomara la Cuaresma con sus cuarenta
días hasta la Semana Santa, y la
primavera parecía venir un tanto
adelantada con respecto a otros años.
Los almendros y ciruelos habían echado
flor, al menos los que estaban más al
resguardo del norte, y le parecía a mi
cuñado que se habían despertado
demasiado pronto y se barruntaba, los
labradores siempre barruntan para mal,
que alguna helada cambiaría aquellos
blancos floridos por los negros
socarrados de las endebles frutillas.
—Es peor el hielo cuando acaban de
cuajar que con la flor. Entonces no se
salva ni una.
Pero no se confirmó su mal augurio,
de momento, sobre los frutales, y por
ello y porque yo me quedaba había
alegría en casa de mi hermana Estrella,
algo más espaciosa y donde se había
decidido comenzar las celebraciones y
hacerlo juntos, pues los de Ana se
juntarían con nosotros y así los
disfrutaríamos en compañía. A mis
hermanas aquello les llenaba de
contento y a mí, no voy a negarlo, de un
profundo gozo, aunque yo no lo
expresara con tanta cabriola como mis
sobrinas y sobrinos pequeños, que eran
en verdad los que daban sueltas a todo
su alborozo.
—La primera vez en tanto tiempo
que estamos los tres hermanos y eso hay
que disfrutarlo —se decían una a otra,
Ana a Estrella y Estrella a Ana.
Mis dos cuñados se llevaban
bastante bien entre ellos a pesar de su
diferente carácter. Más vivaracho el
Gerardo, más aplomado el Crescencio,
más esquinado el hijo del primero, más
entusiasta con su recién recuperado tío,
o sea yo, el de Crescencio, al que había
que frenar de continuo para que no
anduviera pregonando Dios sabe qué de
mis andanzas, aunque no supiera apenas
ninguna, pero en su cabeza debía de
haberse hecho ya a la idea de que yo era
un joven caballero de la corte y alguien
que al rey trataba casi como a igual. El
chico me había cogido tal aprecio y
estima que hasta resultaba peligroso a
pesar de las admoniciones de su madre,
aunque yo me temía que aún era peor el
reiterárselas porque aquello excitaba la
curiosidad del muchacho y las ganas de
contarlo y alardear de ello. En fin, que,
a nada que hubiera algún oído medio
atento, mi estancia en Hita se sabría en
todos lados, y desde luego se sabría ya
en casa del alcaide sin duda ninguna.
Pero al fin y al cabo nada había que
ocultar ni nada que esconder, sino que
había vuelto a mi villa natal y a la casa
de mi familia.
El Carnaval empezaba el Jueves
Lardero, donde ya se abría la fiesta.
Pero antes y no menores eran los
preparativos, que en la casa de dos
labradores de cierto empaque, como
eran mis cuñados, no podían comenzar
si no se mataba una res para disponer de
carne propia. Como aquel año estaba yo,
decidieron que había que hacer algún
exceso y demostrarme lo bien que
marchaban. Porque no dejaba de notar
yo que, en el fondo, mi vida con los
nobles y cercanía al rey y a la corte les
picaba un algo y como que venían a
decirme que no me fuera a pensar que
ellos no tenían sus posibles y que eran
capaces de igualar mesas por muy
encopetadas que las otras hubieran sido.
Y que en cuanto a abundancia, aunque no
hubiera tanta pamplina, nada tenía la
suya que envidiar ni a la del alcaide, ni
a las del castillo, ni a las de los Castro o
los Lara. No me lo decían, pero todos
sus gestos y ademanes lo proclamaban.
Y yo me sonreía y no dejaba hasta de
agradecerles el detalle, pues en verdad
lo que les movía, amén de su propio y
entendible orgullo, era el agasajar al
hermano de sus mujeres. Eran buena
gente castellana, al modo que entendían
el ser buenos y cabales los labriegos
castellanos. Con sus cosas. Pero mejor
que muchos señores de los que había
tratado, desde luego, y con menos
dobleces, pues las suyas apenas si lo
eran por resultar tan evidentes.
Total, que el Crescencio mató un
cordero ya pascual y de más de una
arroba larga, y el Gerardo decidió que
iba a despenar un marute viejo, un
macho de las cabras, que se había vuelto
muy arisco y agresivo y que hasta se le
tenía miedo cuando estaba embravecido
por el celo.
—Aquí, hace años, uno de estos
cabrones mató al cabrero. Yo no sé qué
pasaría o por qué le tenía el animal tal
saña, no sé yo si no fuera por algo que
les hacía a las cabras, o porque le
pegaba con la garrota, pero el caso es
que lo encontramos con la cabeza
destrozada a topetazos de aquel mal
bicho. Lo debió de pillar desprevenido
por la espalda y dejarlo atontado del
primer topetazo, y luego ya se cebó con
él y le hizo un amasijo de sangre, carne
y huesos la cabeza y la cara. Intentar, el
hombre, sí que intentó defenderse,
porque la garrota la encontramos
quebrada. Le debió de dar con ella en
los cuernos, se le partió y ya se vio
perdido.
No quería el Gerardo correr, ni él ni
nadie de su familia, ningún riesgo con
aquel marute, que era de capa negra con
manchones blancos y una cuerna
retorcida y muy grande, y decidió que lo
mejor era acabar con aquel chivo de
mirada salvaje y unas barbas que
imponían, y aprovecharlo en todo lo que
se pudiera.
—Un chivo no es un cochino, pero
aún se le saca carne, aunque es muy
dura. Habrá que hacerla cecina toda la
que se pueda. Pero las asaduras, los
hígados, el corazón y las criadillas serán
buenas para celebrar carnavales como
se merece hacerlo.
Para dar cuenta del bicho fuimos los
tres, Crescencio, Gerardo y yo, al
cercado, con sus dos chicos mayores de
ayuda, y nos vimos peor que regular con
él, que parecía que se barruntaba las
intenciones y se refugió en un rincón y
no había quién se le acercara. Pero al
final se le consiguió echar por atrás una
soga de cáñamo al cuello y nos hicimos
con él, hasta lograr tirarlo al suelo y
atarlo de las cuatro patas para que
quedara ya indefenso. Cogió entonces el
Gerardo la segur, que la tenía bien
afilada y, sujetándoselo nosotros de los
cuernos por detrás para que descubriera
el cuello, le pegó allí el tajo, bien
hondo, y la sangre comenzó a caer en un
barreño que había acercado su chico. La
sangre, frita, era un manjar exquisito.
Duró bastante la agonía del marute
hasta que se desangró del todo, aunque
no con esa escandalera que montan los
cochinos. Acabó con un bufido, un
resoplido final de entrega y muerte, y ya
pudimos desatarle las patas para que las
estirara en sus estertores postreros. Se
quedó muerto con aquellos ojos
redondos y furiosos abiertos y
mirándonos a todos.
Lo siguiente era despellejarlo, y en
eso he de reconocer que los dos tenían
buena maña. Con tajos muy medidos y
golpes donde debían darse, le quebraron
y quitaron las pezuñas y la primera caña
de la pata por debajo de la rodilla y
justo por encima de la taba hicieron la
ranura para colgarlo de un gancho y
poderle quitar primero la pelleja,
empezando por los cuartos traseros,
hasta llegar cortando, despegando y
empujando con un trapo hasta la parte
delantera y el cuello. Allí, con un hacha
optaron por cortar el pescuezo para
poder sacar la piel.
—Si no fuera por los cuernos se la
sacaba por el morro —alardeó el
Gerardo—, pero tampoco hay por qué
entretenerse. Ya aviaré luego la cabeza y
esos cuernos los guardaré, que seguro
que para algo han de valer, que mira que
los tenía retorcidos y grandes el bicho.
Aquí todo se aprovecha, hasta la cabeza
y hasta las pezuñas si me aprietas.
No sabía yo para qué podría utilizar
el Gerardo los duros cascabeles del
cabrón, pero a saber en qué estaría
pensando mi cuñado.
Lo cierto es que después del
despelleje venía la parte más peliaguda
de la faena y yo presté mucha atención.
Pelar corderos, y hasta jabalíes y corzos
había visto hacerlo, pero siempre me
quedaba muy admirado de la habilidad
de los matarifes para sacarles, sin que
aquello se desparramara y lo pusiera
todo perdido de mierda, el menudo a los
animales. Yo no era diestro en aquellas
cosas y apreciaba en lo que valía la
destreza de los matachines, en particular
la que demostraban cuando mataban y
descuartizaban a los cerdos. Pero esto
con un cabrón no lo había visto hacer
nunca, aunque desde luego la maña y las
artes necesarias venían a ser las mismas.
Lo más importante era no afectar la
vejiga, ni la bolsa de bilis ni otras
partes sensibles de las entrañas que
pudieran derramar líquidos
nauseabundos que estropearan la carne.
Los monteros del rey y de los Lara
lo primero que hacían cuando se
cobraba un jabalí macho y colmilludo
era cortarle los cataplines, pues decían
que si se le dejaban enverrecaba la
carne entera. Y lo mismo hicieron mis
cuñados con los del marute. Le segaron,
de un tajo muy preciso, los
impresionantes atributos, que sin duda
había usado y mucho en vida, y no
dejamos, ni ellos ni los chicos ni yo, de
soltar una risotada al hacerlo.
—Bien que ha montado el pájaro —
dijo el Gerardo padre al tiempo que
imitaba el berrido de celo del macho
cabrío y sacaba la lengua de manera muy
lasciva.
Nos reímos todos y ellos
prosiguieron la tarea. Tenían buena
herramienta y bien afilada y cada poco
no dejaban de ir poniéndola al punto en
una piedra especial para ello que
acercaba, en cuanto se la requerían y
después de remojarla con agua, mi
sobrinillo Crescencio.
Tras aquellas operaciones y atados
los conductos por los que podía
derramarse la porquería, abrieron con
destreza el canal por donde debían y
entonces se fue desprendiendo el
menudo, de donde fueron extrayendo con
manos hábiles lo que querían
aprovechar: corazón, hígado, bazo, la
asadura que se llama, y el resto vino a
caer en una gran espuerta, que los chicos
se apresuraron a sacar fuera pues
desprendía muy mala olisnia. Quedó
después el lavarlo a fondo, y a eso nos
dedicamos todos acarreando y
baldeando agua, hasta que lo tuvimos
limpio, con su carne muy dura y bien
roja destacando sobre las pocas
mantecas.
—El arrear estopa lo tenía delgado
al cabrón este. No vale para asar. Para
cocer y dar algún gusto, y las mazas y el
magro para cecina. Los lomos quizá
valgan para algo más. Pero ahora que se
oree bien toda la noche —remató
Gerardo, y nosotros nos fuimos también
a lavarnos.
Ofreció el anfitrión un trago de vino
por haberle ayudado en la faena y unos
dulces que había preparado mi hermana
y luego nos marchamos para el otro
corral, el de Crescencio, a sacrificar al
cordero, que ya era bastante más que
cordero y entraba en la categoría de
borrego, justo cuando está mejor la
carne, que sin haber cogido el regusto
duro a carnero tiene ya la consistencia
de la carne hecha, con buen bocado y
sabrosa.
—El mejor cordero es este, ya un
poco más si me apuras que pascual, pero
aún tierno.
—¿Qué pesará?
—Pues arroba y media, o puede que
dos casi en vivo. Luego en canal, claro,
merma.
Repetimos la operación, bastante
más sencilla que con el macho cabrío, y
el animal degollado tuvo un morir más
entregado y hasta más tierno. Diría uno
que el matarife, en este caso el
Crescencio, buscó la yugular del animal
hasta con cierta compasión y ternura,
como queriéndolo despenar con el
menor sufrimiento posible y dando el
tajo lo más preciso posible. El cordero
se quejó con un balido de angustia y
entregó su sangre y su vida. El
Crescencio le sostuvo bien la cabeza
para que sangrara como era menester y
su hijo recogió la sangre con todo
cuidado. Al levantarse para llevarla
hasta la cocina, vi que el mocete tenía
los ojos húmedos y brillantes. Él era
quien, desde que el animal era
corderillo y no se valía ni para tenerse
sobre sus patas, lo había criado. Pero es
ley de vida.
—Ya le dije que no se encariñara.
Que era un macho. Si hubiera sido
cordera la hubiéramos dejado para cría.
Mi hermana Estrella nos preparó de
inmediato, ya para la comida, la
sangrecilla frita, las mollejas y los
higadillos.
—La asadurilla ya para mañana, que
hay que guisarla y condimentarla como
se merece. Para antes del asado de
mañana.
El Jueves Lardero es de carne. Se
tiraba de res y de marrano, matando
meses antes, allá por noviembre y San
Martín. Y no faltó tampoco en nuestra
mesa como entrante, pues este jueves lo
que había que hacer era comer y comer
carne, que ya luego, y en cuanto llegara
la Cuaresma, no se iba a poder catar
siquiera, pues se entraba en abstinencia
y en fechas señaladas de ayuno.
Pusieron Ana y Estrella una mesa
que en efecto no tenía que envidiar a
ninguna, y donde no desmerecían ni los
manteles ni las escudillas, y hasta había
cubertería y unas copas bien labradas
que se sacaron para la gran ocasión y
que solo salían de donde estuvieran
guardadas en fechas muy señaladas, por
la Navidad o por la Pascua de
resurrección y poco más. Desde luego,
algunas cosas habían aprovechado al
Frontero, mi padre, en sus muchas
batallas y correrías, amén de haber
conseguido una buena dote para sus
hijas. No marchaban mal, desde luego. A
mí, como invitado de honor, me pusieron
una copa de buena plata, bien labrada y
repujada. Árabe sin duda. A saber de
dónde habría venido, pero seguro que de
más allá del Tajo. Ganada a espada. Así
que había que levantarla con orgullo y
brindar con ella.
La comida fue copiosa y larga.
Principiamos con la casquería del
cordero y con longaniza y lomo de cerdo
que se había sacado de la olla, bien
untado en aceite. Y buen pan con que
mojar. Pan de trigo, bien molido y buena
harina. Pan reciente. Una hogaza que
daba gusto verla, casi más que al asado
de cordero, preparado en el mismo
horno con el que se había cocido el pan
por la noche y que se había vuelto a
poner en solfa por la mañana.
—Con sarmientos y encina. La mejor
leña. Y al cordero pocos añadidos, que
no le falte el agua y que vaya haciéndose
despacio. La salsa al gusto de la tierra y
a ella sabe, a base de espliego y tomillo.
Le quita la poca salvajina que pudiera
tener en el sabor.
Éramos dos las familias a la mesa y
no era pequeño el borrego, pero no
quedó en el primer envite apenas nada
de lo servido, aunque la verdad es que
con todo no pudimos, y eso que mis
hermanas habían reservado los
costillares para otro día hacer chuletas a
la brasa. Pero esto ya sería en fechas
venideras, cuando también se daría
cuenta de lo aprovechable y en fresco
del marute.
—Carne como esta no va a ser desde
luego. Carne como esta no se cata en
ningún lado. Ni en la casa de arriba de
los Castro —alardeó por una vez el muy
prudente Crescencio.
—Ni es malo el vino, ni falta aquí,
¿verdad, cuñado? —replicó el Gerardo,
porque se gastaba del suyo.
Y desde luego no faltó en absoluto.
Yo diría que sobró. A mi sobrino
Gerardo ya le dejaban beber e incluso al
pequeño Crescencio le dejaron dar
algún tiento. Y el tiento tuvo el efecto de
volverlo a este tan parlanchín, que no
había quien lo callara, venga a
preguntarme si el rey llevaba para cenar
corona y de amohinar aún más al otro.
Mi hermana Estrella acabó por mandar a
la cocina al suyo, y el otro se escabulló
y traspuso. Con los dulces y rosquillas
que ya no nos cabían se dio por
concluido el festín y se entendió que
bien podía ser el momento de que yo me
echara la capa encima y me fuera a dar
una vuelta por Hita.
Había mucho bullicio en la plaza, ya
con algunos puestos donde se vendían
algunas baratijas, enseres y hasta telas.
No demasiada cosa, la verdad. Pero lo
que sí había era mucha chiquillería, pues
ya me dijeron que a esas horas iban a
salir las botargas y los diablos con los
cencerros para correr a zurriagazos a
todo aquel que alcanzaran. No estaba yo
para que me corrieran a trallazos, así
que enhebré hacia abajo, crucé la puerta
fortificada de entrada y me llegué hasta
el palenque donde al día siguiente iba a
tener lugar una justa en la que
participarían caballeros, escuderos y
ballesteros avezados. Como final se
alancearía un toro y se repartiría luego
la carne entre la gente. Había en el
recinto servidores del alcaide
acondicionándolo todo, tanto la arena
donde iban a tener lugar las cabalgadas
como la tarima, cubierta con un dosel y
adornada con gallardetes, con el escudo
de armas de los Castro dominando las
señas, donde se aposentarían las
familias nobles y sus damas, dueñas y
doncellas. Algunos criados daban ya los
últimos repasos al estrado, los asientos
principales y los escabeles.
Al lado de esta zona de privilegio
había otras tarimas más pequeñas y
menos engalanadas donde algunos de la
villa tendrían derecho a contemplar el
espectáculo. Pero la mayoría de la gente
habríamos de verlo de pie situados por
toda la ladera de enfrente que, pegada a
la muralla y hasta la barbacana, se
asomaba al lugar de los encuentros.
Algunos mozos se sentaban
precisamente ahora en el muro para
contemplar muy ufanamente a los que se
afanaban en montar tiendas, estaquillar
el campo y trazar los límites y carriles
de embestida o aquellos de los cuales no
podían pasar los caballeros para no ser
dados por vencidos o eliminados. Había
visto yo más de un torneo como aquel y
de mucho mayor rango e importancia,
con los más renombrados jinetes del
reino, pero por alguna razón el volver al
de Hita me producía una sensación de
extraño regusto y añoranza. Quizá
porque allí había visto armado y a
caballo a mi propio padre. No era muy
dado el frontero a tales juegos, pero sí
le había visto en una ocasión escoltar al
alcaide Martín Fernández de Hita y
justar a su lado, logrando su bando la
victoria y mi padre derribar a cuantos se
le pusieron por delante.
Al regresar, por la plaza ya había
hogueras encendidas y más animadas
gentes. El ventorro estaba a rebosar y
por los corros de mozos corrían las
jarras de vino. La chiquillería se había
retirado y con las sombras salían
quienes esperaban el carnaval todo el
año para dar suelta a las malas cosas
que se guardaban dentro todo el año. Y
había quien las escupía con risas y
según quién con bilis.
No quería yo entretenerme
demasiado esa noche del jueves, que
aún quedaban muchas hasta el martes
por delante y bien había comprobado yo
en la corte que quien entraba el primer
día con excesiva ansia ya podía al
segundo dar por concluida la fiesta, así
que era cosa de tomar contacto, hacerlo
con mesura y no agotar toda la energía
de primeras dadas. Saludé a algunos
jóvenes que ya en las semanas pasadas
desde mi llegada había ido conociendo y
ellos a mí, y con quienes en algunos
casos tenía recuerdos de la infancia
compartidos. Pero yo había sido
discreto y no me había relacionado
mucho con ninguno, prefiriendo
acompañar a mis cuñados a las tareas
del campo. En uno de los corros di con
mi sobrino Gerardo, pero fue casi el que
con menos calor me saludó y me dio
entrada en su cuadrilla. Así que eché un
trago de una bota e iba a irme, cuando
me hizo volver la cabeza la entrada de
dos jinetes por la puerta de armas de la
plaza. Hablaron levemente con los
guardias y estos les señalaron el camino
de acceso al castillo en lo alto del pico.
Para cogerlo hubieron de pasar muy
próximo a nosotros. Delante iba un buen
mozo, de algunos años más que yo,
talludo y de pelaje jaro, con la cara
llena de pecas y los ojos traviesos y
verdosos, que ascendía sonriente por la
cuesta y animaba a quien venía tras él y
en quien mi mirada, y la de todos, se
quedó clavada. Era una mujer, que
aunque la capa y la capucha le tapaban
casi por entero cuerpo y cara, bien se
veía que era joven y esbelta y se le
atisbaba una oscura tez, un pelo muy
negro y unos ojos aún más verdes y
luminosos que su acompañante. Pero en
ella no había sonrisa alguna, sino que
todo era oscuro y sombrío, como la capa
que la cubría y que agitaba el viento.
Pasaron a nuestro lado. Saludamos,
contestó el hombre al saludo e hizo caso
omiso la mujer al mismo. Tras ellos
quedaron los comentarios flotando.
—Es una mora —aventuró uno.
—Van al castillo —no se equivocó
otro.
Un tercero, que conocía a los
guardias, se acercó a ellos para
enterarse de quiénes podían ser y a qué
venían. Volvió al cabo a la carrerilla.
—Son juglares. De renombre, dicen.
—Marcabrú no será, ni Alegret
tampoco. Esos solo gastan su arte ante
reyes que bien se lo paguen.
—El franco Marcabrú ya se habrá
muerto de viejo en sus tierras, porque de
estas bien no salió por pasar del almíbar
al vinagre con el Emperador. Decía que
era un roñoso.
—Pues al principio bien que le
alababa.
—Pues eso, que sería porque el rey
no aflojó la bolsa todo lo que de él
esperaba.
—¿Y estos?
—Fortum, ha dicho que se llama.
—¿Y ella? ¿La mora?
—Ni lo saben ni me lo han dicho, ni
qué es ella de él tampoco. Ni que sea
mora, como estás empeñado tú en que
sea.
—Pero ¿no le has visto el pelo y la
cara tan oscura?
—Como si aquí mismo en Hita no
las hubiera tan renegridas y hasta más
que ella.
—Ya verás como es mora.
En aquello los dejé y me fui
marchando para la casa de mi hermana.
Pero subí pensando yo también en la
pareja. En qué sería ella de él y en que,
mora o no, era una mujer extraña y, en lo
que pude alcanzar a ver, muy hermosa.
Aunque bien sabía yo que aquellos cutis
cobrizos y oscuros no eran del gusto no
solo de los caballeros, sino ni siquiera
de las gentes de a pie, que preferían
todo lo blancos y sonrosados posibles.
Señal de nobleza y de no tener que hacer
faenas en el campo y bajo los soles. Por
eso las mujeres, incluso las campesinas,
procuraban taparse todo lo que podían
con pañuelos la cara cuando salían a las
labores, para que el sol no las
ennegreciera.
Al día siguiente del encuentro con la
perturbadora amazona eché yo mucho
más rato en la fiesta y en la plaza. Y
hasta me junté con una cuadrilla y tuve
que dar algo de gusto a sus preguntas
sobre mis andanzas después de aquello
de los arrieros.
—¿No acabaste tú con el Rey
Pequeño en la corte?
—Eso es mucho decir. En la corte
están los condes, los obispos y los
señores, no un arriero, huérfano de un
frontero. Me tuvieron por allí de criado,
hombre.
—Pero algo se te habrá pegado, y
con el rey sí te habrás visto después de
lo que hicisteis por él y por los Lara —
me tiró la puntada otro y vi que mi
sobrino Gerardo, que estaba en la
cuadrilla, tensaba cuerpo y gesto.
—Alguna vez con don Alfonso, pero
más bien de lejos, que la distancia de
calidad es mucha y más cuando hay
muchos más por entremedio. Y con los
Lara, pues ya sabes, ellos los señores y
nosotros los vasallos, como aquí
vosotros. Ya me pude venir para Atienza
al morir mi abuela y ahora aquí, donde
nací, a estar con mis hermanas y luego
iré a ver a mis tíos, a Sigüenza, que en
muchos años no los he visto.
—Y dónde vas a establecerte,
Pedro, que tú de campo más bien poco,
¿no?
—Pues casi nada, pero en Atienza sí
me queda una punta de reata y con eso
me valdría. Y la Yosune me dejó la casa.
Cuando vuelva por el verano de las
visitas ya veré qué rumbo cojo y dónde
paro. Como si me quedo en Hita. Aquí
tengo familia y gente amiga. Muchos
recuerdan a mi padre, hasta el alcaide.
—¿Como no vamos a acordarnos de
Pedro el Frontero? Todos los de su
sangre tienen aquí entrada franca, bien
lo sabes —me resumió amistoso el
mozallón.
—Pero ahora a beber y comer, que
es carnaval y hay que disfrutarlo.
El nacimiento de una
ciudad
I
ba bien embozado en la capa y bien
cubierta la cabeza, pero el frío se
colaba por cualquier rendija. La
mañana, aunque ya bien entrada, era
heladora con un aire que venía del norte
y cortaba como un cuchillo porque, a
pesar de que el sol lucía en un cielo muy
limpio, no calentaba apenas ni el aire ni
la tierra. Pero mejor no quejarme, que
peor hubiera sido la cellisca y la nieve
de la noche anterior.
Salí de Hita, con un caballo de silla
y una mula de carga detrás. Parecía tener
mi montura ganas de andar ligero, pues
cogió un paso vivo y a nada habíamos
dejado atrás el cerro coronado por el
castillo y nos dirigíamos en un leve
descenso, entre revueltas, hacia Padilla,
para luego desde allí remontar a la
Alcarria. Con Crescencio había
preparado el camino y deslindado los
cruces que no debía coger y cuáles eran
los que antes me llevarían al destino.
Porque aunque yo me conocía la zona en
cierto modo, no era cuestión de
equivocarse y acabar entrando por
donde no se debía y saliendo por donde
no se quería.
Padilla parece estar cerca pero hay
que andar mucho para llegar a la aldea.
La senda no es mala, pues va
buscándoles la vuelta a los cerros, y,
entre oteros, bosques de robles
desnudos que bajan por las costeras y
donde apenas si verdean alguna
carrasca, fui aproximándome al sopié de
la alcarria por donde ya se remonta y es
menos pino el camino, pero por donde
temía me iba a castigar mucho más el
viento que venía directo de la sierra y
del que por ahora, al ir por el bajo, aún
me resguardaba.
La subida no era mala aunque en las
umbrías, allí el sendero estaba
flaqueado y cerrado entre el chaparral,
había que tener cuidado pues en algunos
sitios había nieve y en algunos
ventisqueros esta podía estar helada y
darnos al caballo y a mí un disgusto.
Pero remonté sin percance y al cabo ya
estuve en la llanada desde donde por la
siniestra podía contemplar en toda su
extensión y grandeza la sierra. Tenía
bastante nieve en los picos, sobre todo
en su esquina más lejana y más hacia el
oeste, donde blanqueaba casi hasta sus
patas, pero por la parte más cercana, por
donde el Ocejón, inconfundible,
señoreaba, había menos y el propio pico
apenas si tenía alguna en su parte más
alta. Al igual sucedía en la cordillera
entera, bien perfilada en el azul intenso
del cielo, y donde se podía distinguir,
con lo limpio que estaba el aire y el
horizonte, todos y cada uno de los
picachos, el Mojón Cimero y el Alto
Rey, que también tenía bastante nieve y
era el más alto de todos en dirección
norte. Fijaba yo allí la vista, a través de
la llanura alomada y luego las primeras
estribaciones que iban anunciando a las
montañas e intuía por dónde había de
andar Atienza y por dónde los diferentes
pasos hacia Segovia y hacia Soria, hacia
la vieja Castilla.
La senda se había ido acercando al
viso de la Alcarria y fue entonces
cuando se abrió ante mí un panorama
que antes no había podido contemplar
nunca. Desde lo alto, el monte se
desplomaba en una ladera muy
empinada, en ciertos lados convertida en
un impresionante cortado y en otros en
muy profundos barrancos y cárcavas. A
sus pies se abría un amplio valle que yo
bien sabía cuál era, pues una larga hilera
de árboles desnudos descubría por
donde bajaba el río Henares. Y a
juntarse con él venía también, este desde
la sierra misma, el otro río que yo bien
conocía, el Bornova, el que nace en
Somolinos y pasa luego junto a la iglesia
de Santa Coloma de Albendiego, de
buen recuerdo y de mejores días. Y
aunque el campo estaba yerto de frío,
era una hermosura contemplar todo
aquello.
Iba yo pensando en todo aquello y en
mi vida y en lo sucedido en Hita y en
algunas extrañas cosas que me habían
acaecido, como aquellos retozos y
sofocos con doña Constanza que con
solo acercarse a mi memoria hacían que
se me calentara el pulso y hasta algo la
entrepierna, a pesar del pasmo que
hacía. No dejaban de amoscarme sus
últimas palabras y advertencias,
amenazas más bien, aunque desde luego
de aquella noche no pensaba yo referir
ni una palabra y menos dar un nombre.
Prevenido debería andar, fuera cual
fuese la intención y aunque yo misión
oculta en realidad no tuviera, excepto la
de irme informando y enterándome de
cómo estaban los ánimos de las gentes
sobre todo en lo que al joven rey atañía.
Que algo ya había percibido en Hita.
Aunque fuera de los Castro, en la villa,
al rey Alfonso se le respetaba y se le
tenía en estima. Los más deseaban que
llegara pronto a la mayoría de edad, se
pusiera a reinar con energía y embridara
las peleas de las casas nobles, que a
quienes más perjudicaban era a la gente
llana. Muchos estaban cansados de la
larga pugna entre Castros y Laras, fueran
caballeros o villanos, fueran labradores
o recueros. Con el clero no había tenido
ocasión de conversación alguna y ahora,
al pensarlo, me surgió otra intriga, que
me llevó de doña Constanza a Elisa.
¿Qué hacían los hermanos saliendo de la
iglesia de San Pedro a tales horas de la
noche? Sabía yo que los juglares, amén
de divertir a nobles y andar por sus
casas y estancias, solían traer y llevar
mensajes y mandados de los unos a los
otros, y los clérigos, en cuanto a poder e
intrigas, no les iban a la zaga sino que
los adelantaban. Que un obispo era en
muchas ocasiones más que un conde.
Iba rumiando aquello cuando ya en
el tramo final de aquel alto viso sobre
los ríos, el valle y las lejanas sierras, en
una aldea que lleva por bien puesto el
nombre de Miralrío, y que no pasa de
unas cuantas casuchas y un pequeño
murete con una base de piedra y por
encima de leña para resguardarlas,
divisé el castillo de Jadraque, o el
Castejón de Abajo, que también le
llaman. Está la fortaleza, despegada de
la alcarria, en un cerro muy bien trazado
y separado de los otros altos y por tanto
de buena defensa, aunque haya alguno,
como sucede con la peña de Atienza,
que le domine en altura. Desde donde
estaba se le divisaba de lado y por
detrás, que era por donde tenía el acceso
principal, el foso, el puente, el rastrillo
y la puerta de entrada, bien custodiada,
mientras que por el norte, donde se
elevaban dos torres desafiantes, no
había entrada. Por el camino hacia la
fortaleza vi subir algunas figuras a pie y
un par de ellas a lomos de caballerías.
No había topado con nadie en todo el
camino y pensé que ya iba siendo hora
de buscar algún resguardo donde pasar
la noche. Pero lo cierto es que aún me
quedaba luz para unas horas y no quería
desperdiciar lo que quedaba de jornada.
Sabía que el camino tenía un ramal
que bajaba hacia el castillo y hacia el
valle del Henares, pero que otra senda
proseguía por la propia alcarria sin
descender y que, continuándola,
acabaría por completar toda aquella
alcarria y me conduciría bastante más
cerca de mi destino, a Castejón de
Arriba, aquel que mentaba el Cantar de
Rodrigo, ya sobre las juntas de este
Henares con otro río, el Dulce que le
llaman.
Para llegar a un sitio se me hacía
muy pronto y para alcanzar el otro
demasiado tarde. Pero al final opté por
no descender y seguir la trocha alcarria
adelante, aunque esta vez ya algo más
alejada del viso de los montes. Perdí el
castillo de vista y seguí mi camino.
A no mucho tardar comprendí que
quizás hubiera errado, pues estaba
metido en un encinar muy espeso y
cuando salí de él fue para dar en un
chaparral, este sin hojas, pero también
muy tupido, por el que, eso sí, la senda
seguía estando muy sobada y se notaba
por ella buen trasiego de caballerías,
aunque aquel día no me topara con
ninguna. Sabía por el Crescencio que
era por allí donde había de tener más
tiento con los cruces y, como veía que se
me iba echando la tarde encima, estaba
deseoso de llegar al que menos
posibilidades de equivocarme tenía.
—Lo encontrarás a la entrada de un
chaparral muy grande y de él sale
primero una vereda y luego, poco más
adelante, otras dos. La primera baja
hacia un sitio donde hubo castillo, pero
ahora no sé si queda siquiera gente, que
llaman Bujalaro, y no mucho más allá
tienes el cruce que no debes fallar. La
siguiente vereda se desvía hacia la
izquierda y es la que debes seguir. Es la
que sigue por los visos hasta Castejón.
La otra a la derecha tuerce hacia
Algercilla y te bajaría de la alcarria por
el lado opuesto. De por allí es
precisamente de donde viene el río que
acaba por llegar por aquí a Hita y la
Torre del Burgo, el Badiel. Según como
te haya cundido el camino, coges la una,
la que baja a Bujalaro, que ya te digo
que puede que no haya ni gente o la otra,
a Castejón, pero a mi entender nunca la
tercera y la que parece más recta. Ojalá
puedas llegar a Castejón con luz pero,
para mí, en un día y habiendo salido ya
tan tarde no llegas. Ni aunque echaras el
caballo a correr a las cuatro patas.
Eso me había dicho mi cuñado al
despedirnos y, desde luego, no había
puesto yo al caballo ni al galope ni al
trote siquiera. Confiaba en llegar a algún
lugar donde encontrar cobijo, encender
fuego y pasar la noche, y como vi que
esta se me iba a venir encima, pues el
sol empezaba a caer más que al paso
hacia detrás del Ocejón, me decidí por
coger la primera senda que, en efecto, a
la entrada del chaparral salía a la
izquierda y estaba señalada por un
mojón de piedras, y me tiré por ella
hacia abajo por una barranca bastante
estrecha entre dos pronunciadas laderas
y donde ya se me fue viniendo el
crepúsculo encima. Era ya casi de
noche, con apenas un resol tras las
montañas del fondo, cuando salí de
aquella estrechura donde brotaba una
magnífica fuente, extrañamente bien
cuidada y con hermosos pilones que se
comunicaban entre ellos. El pueblo
aquel, Bujalaro o como se llamara, no
debía de estar lejos.
Pero no acababa de llegar a él y ya
empezaba a cerrarse el cielo y a verse
las estrellas en el azul más oscuro hacia
el naciente del sol, luna no había o no
era todavía hora de que saliera, cuando
sí que divisé como una mole rocosa más
oscura al fondo y en algún momento me
pareció atisbar el parpadeo de una
luminaria.
Me dirigí hacia allí avivando mi
montura y, en efecto, llegué bajo una
mole de roca cortada en vertical donde
se erguía una torre, aunque esta parecía
abandonada y medio en ruina. Pero sí
había alguna vida allí. Por el lado donde
menos empinado era el cortado y
quedaban lienzos de alguna muralla
había algunas casas como apretadas al
amparo de la vieja fortaleza,
posiblemente construidas con sus
propias piedras. Allí fue donde me
parecía haber visto el parpadeo de
alguna luz, quizá de alguna lumbre
encendida. El ladrido de un perro me lo
confirmó y, antes de crear mayor alarma,
opté por ser yo el que diera voces
anunciándome.
—¿Hay alguien? Me ha caído la
noche y busco cobijo. No haya miedo.
Pero acaso quien algo tenía era yo y,
por si había que afrontarlo, eché mano a
un buen puñal que llevaba entre las
ropas. En la mula no me faltaba una cota
de malla, un escudo y una buena espada,
pues aunque no hubiera sido armado
caballero sí me había adiestrado un
tanto en las cosas de la guerra. Pero no
era cuestión de ir de villa en villa con
ellos a acuestas. Yo aún no pasaba de
ser un mozo al que le quedaba un trecho
para esas cosas, si es que alguna vez
andaba en ellas.
Salió un hombre de una de las casas.
Llevaba una antorcha en la mano y en la
otra una fuerte estaca. Pero era su gesto
más preventivo que de agresión. Hizo
callar al perro y me dijo:
—No son horas de llegar a puerta
alguna. Ni se sabe quién viene ni lo que
puede encontrarse.
—Me ha entrado la noche casi de
repente al bajar de las alcarrias. Vengo
de Hita y voy hacia Sigüenza. Me vale
un cobijo para echar lumbre y donde
pasar la noche.
—¿Viene solo el hombre? —inquirió
receloso.
—Solo vengo. Y traigo para mis
animales cebada y para mí comida.
Mi interlocutor era un hombre
fornido y muy alto, a la luz de la
antorcha parecía casi un gigante, y el
que salió tras él no lo era menos.
—¿Quién anda, hermano?
—Un forastero que dice que se le ha
hecho tarde.
Me observaron los dos y creo yo
que, al descubrirme la cara y ver mis
trazas de muchacho, fue cuando ya se
confiaron del todo.
—Es poco más que un chico —
señaló el primero.
—Anda, baja. Ahí tienes un corral
medio hundido donde puedes
desembarazar de sus arreos y dar
cebada a las bestias. Y cuando acabes,
entra. No vas a dormir al raso, que viene
la noche recia de hielo. Lumbre hay
dentro y algo de comida aún quedará
para calentarte el cuerpo.
Eso hice y con premura, que ganas
de estar al lado del fuego y hambre traía
ya crecidas. No había probado bocado
apenas, unos mordiscos a un cacho de
pan con aceite, en toda la jornada.
Bastante había comido y trasegado en
carnavales, pero ahora mi estómago
reclamaba algo caliente.
Aquellos dos hombres, que se
habían tratado de hermanos, me lo
dieron. Un pote donde flotaba algo de
berza es todo lo que había. Pero me
entonó el cuerpo y cuando yo saqué un
buen cantero de pan y se lo ofrecí a
ellos, los ojos se les pusieron golosos.
No me lo despreciaron, desde luego.
A la luz de la lumbre pude ver que
en efecto los dos eran hombres de gran
corpulencia, todavía jóvenes, de anchas
espaldas y gestos duros, pero que
miraban de frente y sin bajar la mirada
ni desviarla a los lados.
De dónde habían llegado no lo
pregunté ni ellos me lo dijeron. Parcos
en palabras, me alcanzaron a decir tan
solo que eran los dos únicos que allí
moraban y que el lugar lo habían
encontrado abandonado. Tan solo, a su
llegada, paraba de vez en cuando por
allí un pastor de cabras, un moro, que
cerraba allí el ganado y les dijo el
nombre del lugar y que las últimas
familias mudéjares se habían marchado
un año antes, pero que un día se subió
con el hato hacia las alcarrias y ya no lo
vieron más, y ellos decidieron quedarse.
No vi que tuvieran otros animales que el
perro ni apero de labranza alguno. Pero
eran robustos y decididos.
Me calenté al lado del fuego y allí,
acurrucado contra la pared y envuelto en
la capa, me hice un ovillo. Ellos se
acostaron en sendos jergones que se
habían preparado sobre unas tablazones.
Podían, pensé antes de caer rendido,
asaltarme y robarme, pues parecían estar
a falta de todo, pero cuando me desperté
poco después de clarear el día uno de
ellos entraba con un brazado de leña
para avivar el fuego.
—Venía cansado el mozo —le dijo a
su hermano.
Compartí con ellos mi pan y mi
aceite, y añadí vino, que andaban ellos
más necesitados que yo de comida. Y me
enteré de algo más.
Allí había habido un pueblo y en el
castillo semihundido y por las casas
abandonadas se podían proveer de
muchas cosas. De hecho lo estaban
haciendo y ya tenían hasta rehecho un
arado completo y un buen número de
utensilios y aperos.
—Aquí hay mucho que aprovechar
—dijo el que parecía mayor, mientras
que el otro, que renqueaba un poco de
una pierna como si le molestara allí
alguna herida, miraba con cara de
envidia a mi mula.
Eran robustos y decididos aquellos
dos hombres. De donde habrían venido
era cosa suya, pero vi que su intención
de quedarse era firme. Necesitaban una
caballería. Y eso iba a costarles mucho
el conseguirla. Me habían dado cobijo y
compartido su caldo. Podían haberme
robado todo y hubiera estado indefenso
en sus manos.
—Desde luego que hay mucho que
aprovechar aquí, pero con las manos
solas no se rotura un monte ni se
desbroza un campo, aunque haya sido
arado antes.
—Pues tiraremos del arado por
turnos. Por la vega y hacia el río hay
buena tierra. Y algo de simiente sí que
hemos conseguido. Hasta quedan restos
de huertas y alguna higuera y alguna vid
que ha rebrotado. Y con más retoños
daremos esta primavera.
Lo decía con fuerza pero su
hermano, el renco, miraba a la mula.
—Os hace falta una caballería.
—Ya lo sé. Pero no hay posibles. Ya
nos arreglaremos como sea.
Me dio un repente. Uno de aquellos
que, supongo, Yosune nunca me hubiera
consentido. O sí. Porque aquellos
hombres tenían algo recio y bueno y mi
mula no era de las buenas, iba ya para
vieja, no me iba a hacer ya mucha falta
al llegar a Sigüenza y para hacerlo
podía cargar lo que llevaba en el
caballo.
—Me la habéis podido quitar a la
fuerza y no lo habéis hecho. Y hasta
dejarme en cueros si hubierais querido.
Y tampoco. No podéis pagármela ni yo
os la voy a dar gratis, pero os hace falta.
Así que vamos a hacer una cosa. Os la
dejo en préstamo. Yo soy, ya os lo dije,
de Atienza, Pedro Pérez, el hijo del
Frontero de Hita y por aquí pasan
nuestros reateros. Usadla para roturar,
alzar y binar y para todo lo que os haga
falta. Tratadla y cuidadla bien. Os
dejaré también la cebada que llevo, que
no es mucha, pero ya encontraréis por
algún sitio, tenéis el término entero,
forraje y paja con que alimentarla. Este
verano puedo mandar a por ella o venir
yo mismo a reclamarla. Me pagaréis por
ello, ya veré cómo, y si para entonces
podéis pagarla con algo os quedaréis
con ella. Si aceptáis y juráis por Dios
Nuestro Señor que cumpliréis lo dicho,
os la dejo.
Lo juraron, con un gesto de
incredulidad y una sonrisa de oreja a
oreja. Y supe que aquellos hombres
cumplirían su palabra y juramento, o
harían todo lo que estuviera en su mano
y en sus fuerzas para hacerlo.
O sea, que en Bujalaro dejé en
préstamo la mula y cargamos la
impedimenta en la grupa del caballo,
amarrándolo todo bien para que no se
venciera ni cayera. Al ayudarme, vieron
los hermanos la cota, el escudo, la
espada y algún otro ropaje y utensilio y
no pudieron evitar comentarme:
—De algo más que de una casa de
arrieros viene el mozo.
—Pedro Pérez de Atienza, no lo
olvidéis, cuando se os reclame lo que os
dejo. Aprovechadlo.
—No lo olvidaremos para el resto
de nuestras vidas y te quedamos durante
ellas deudos y agradecidos. Por la
Virgen María te juramos que lo nuestro
es tuyo y que de nosotros y de nuestras
casas podrás disponer siempre que
quieras y en lo que podamos valerte.
Me dieron sus nombres, Valentín y
Julián, y me acompañaron un trecho,
hasta remontar un otero que llamaron el
Salto, desde donde vi abajo ya de nuevo
el río, el Henares, muy cerca.
—Viene dando una vuelta desde
Jadraque, por debajo de una cueva y de
un castillo que llaman de Nublares, y
luego se mete por detrás de esos cerros
para asomar por aquí en esta vega, que
es de la mejor tierra. Sigue el río arriba,
no tiene pérdida, hasta que llegues. ¿Ves
aquellos dos cerros parejos? Detrás de
aquel monte cobrizo, pues algo más allá,
a la derecha, verás Castejón en lo alto,
pero tú sigue por la orilla del Henares
hasta dar con las juntas de otro río. El
que viene por la derecha es el Dulce.
Pues sigue ese por la margen izquierda y
tira por él. Pasas bajo Mandayona, que
es el último pueblo de la tierra de
Atienza, y siguiendo a poco te meterás
ya en un desfiladero muy temeroso, pero
irás bien al resguardo. Tú sube
tranquilamente el Dulce, que irás a dar a
otro castillo allí en mitad del hundido, el
de Pelegrina, que ese sí tiene gente. Es
del obispo de Sigüenza. Desde allí
remontas y a nada estás en ella. Llegas
de sobra de día.
Me despedí de los hermanos, de su
perro y de mi mula. Me daban el adiós
con la mano cuando volví la vista atrás y
los vi allí, en el Salto, con el castillejo
roto a su espalda. El Manda y el Elías
me habrían dicho que vaya tontería
había hecho, pero mi abuela Yosune
quizá no pensara lo mismo. Y yo sentía
que algo bien había hecho.
Cogí vereda al lado de las aguas
claras, más que las del Henares, que
bajaban más turbias, del río Dulce y
seguí su ribera izquierda, que era por
donde se veía paso, aunque de vez en
cuando debía vadear y cruzar al otro
lado. A nada estuve en un desfiladero
muy alto, por donde volaban buitres y
chillaban halcones, y poco más allá me
topé con un pueblo arracimado al lado
de la corriente. Debía de vivir gente
porque de alguna choza, que eran de
madera o estaban excavadas en los
terraplenes, salía humo, pero se
escondieron a mi paso y seguí adelante
un poco sobrecogido por aquel paraje
abrupto de paredes de piedra en vertical
donde a veces, y sobre ambos lados del
río, casi llegaban a tocarse, sobre todo
en un paso tan angosto que hube de
meter el caballo por el río, pues orilla
no dejaba la corriente y lamía la roca en
ambos lados. Luego ya se dulcificó la
senda un poco y llegué a un lugar más
abierto donde se veía que había
corralizas para el ganado y trazas de
ovejas, pero no vi ni sentí al ganado,
aunque no tardé en divisar gente más
arriba cuando al fin di con el castillo
que me habían dicho y que estaba en
medio del valle, en un cerro alto que allí
se elevaba y que desafiaba en altura a
los acantilados de ambos lados.
Era aún buena hora, pero no quise
parar ni demorarme. Un pastor con una
pequeña punta de ovejas iba delante de
mí y al ponerme a su lado le pregunté
por la senda hacia Sigüenza. Me la
señaló con la mano y me despidió con
un:
—No tiene pérdida. Con Dios vaya.
—Con Dios quede —contesté y
seguí camino.
Ya no tardé mucho más en llegar a
Sigüenza. Fue bajar unas cuestas y
remontar las últimas y en una revuelta
darme con la vista de un castillo en la
parte alta de una cresta y, más abajo, con
una franja de casas que iban bajando
desde la fortaleza a las torres de una
iglesia y acababan por llegar hasta el
río, el Henares, otra vez allá abajo.
Me había dicho mi hermana Estrella,
que el tío Pablo vivía casi pegado al río,
así que me evité subir hacia el castillo y
me rebajé hasta llegar a una desnuda
alameda que por esa parte daba a las
primeras casas de la población, todas a
cubierto y detrás de una buena
barbacana. Pedí razón de la casa de mi
tío y me la dieron presto. Mi tío Pablo y
su familia me recibieron con mucha
alegría y aquella noche cené bien,
aunque de Cuaresma, y dormí mejor que
la de antes. No me tuve que ocupar del
caballo ni de descargarlo. Mi tío y mis
primos lo hicieron por mí, y mi tía lo
único que hacía era decirme:
—Descansa, que vendrás baldado,
muchacho. Primero tómate este tazón y
luego un poco de queso y después algo
de leche para irte a la cama. A quién se
le ocurre venirse solo desde Hita. Para
que te hubiera pasado cualquier cosa.
Bueno sí que me había pasado, pero
eso mejor que no lo supieran, porque
desde luego mi tío Pablo ni aquellos
hijos suyos labriegos hubieran entendido
ni por lo más remoto que hubiera dejado
a dos desconocidos, sin más hacienda
que sus manos, una mula en préstamo.
Mi tío Pablo era el segundo de los
varones, el que seguía en edad a mi
padre, y aunque andaba ya rondando los
sesenta aún se mantenía derecho y con
buen aspecto. Aunque era, decían, el que
había sacado más las hechuras de su
padre Pedro el Pardo, no había querido
saber nada de espadas ni batallas y
todos decían que en carácter era el que
más se parecía por contra a la abuela
Yosune. Era hombre prudente y de evitar
en todo lo que pudiera líos. Y quizá fue
por ello por lo que, aun teniendo en Hita
algunos posibles, prefirió apenas casado
y con un hijo pequeño, que siguiendo la
tradición de toda la familia se llamaba
igual que él, pillar patas y marcharse
rumbo a Sigüenza aprovechando una
buena oportunidad que entendió que el
rey y el obispo recién nombrado les
daba. Mi tío era un labriego pero sabía
mucho más de lo que parecía de lo que
se cocía entre los señores, sobre todo
para guardarse de ellos y para que no lo
pillaran de por medio. Y no había estado
dispuesto en absoluto a que lo cogieran
en las peleas entre Castros y Laras.
En esos días, que fueron semanas y
acabaron por saltar el mes, aprendí con
el tío Pablo muchas cosas y no solo de
labores. Tenía la sencilla pero
penetrante inteligencia de Yosune y
sabía descifrar las verdaderas
intenciones y razones por debajo de la
hojarasca de las palabras. Era por ello
hombre respetado entre los vecinos y,
tanto a él como a sus tres hijos, Pablo,
Aniceto y Juan, se les tenía en mucha
consideración.
Mi primo Pablo ya estaba casado, al
igual que Aniceto, pero el tercero, Juan,
remoloneaba. Sigüenza estaba creciendo
a ritmo vertiginoso y de no ser ni una
aldea se había convertido en ciudad
catedralicia y el número de vecinos
aumentaba cada año. Mi tío Pablo, en
nuestras conservaciones al lado de la
lumbre, me había ido poniendo al cabo
de todo y tengo para mí que su
interpretación de lo sucedido era mejor
que la que pudiera darme nadie. Al fin y
al cabo, él era uno de los primeros
repobladores que allí habían llegado.
Lo que mi tío ponía por encima de
todo era la buena jugada que el rey
Alfonso VII había hecho a su ex
padrastro, el rey aragonés, las buenas
razones que tuvo para hacerla y cómo se
apoyó en los obispos y en los villanos
para llevarla a cabo.
—Cuando el arzobispo de Toledo le
tomó a los moros Alcalá, que ya en
aquella estuvo tu padre con más o menos
los años que tienes tú ahora y que buen
trabajo les costó, tuvieron que hacer una
torre en el cabezo contiguo para dominar
sus murallas desde lo alto, no se nombró
allí obispo aunque lo tuvo de antiguo.
¡Quia! Menudo era el viejo don
Bernardo. La prefería bajo su mitra.
Pero cosa bien distinta fue Sigüenza y te
voy a explicar por qué.
»El Batallador, que siempre fue
medio monje, en su época de mayor
empuje y esplendor comprendió que la
primacía entre los reinos cristianos tenía
mucho que ver con el apoyo de la
Iglesia, de los obispos y del Papa. Por
ello comenzó a acercarse a Roma y a ir
replicando en su reino el poder obispal
de León, Castilla y Toledo, cuyo
arzobispo era entendido como el
primero de España aunque ello se lo
pudiera disputar Santiago de
Compostela, y opuso a ello su propia
diócesis metropolitana con sede en
Tarragona como en tiempo inmemorial
había sido. Pero no se conformó con
eso. Logró silla obispal para Tarazona y
desde ahí avanzó influencias hacia
tierras castellanas que durante muchos
años tuvo dominadas, hasta llegar casi
al mismo Medinaceli, aquí al lado.
»Alfonso, bien aconsejado por el
arzobispo toledano, supo que la
expansión eclesiástica del aragonés
debía ser frenada de inmediato. Por ello
tomaron una decisión rápida.
Nombraron a uno de los clérigos
franceses, al joven Bernardo, venido
desde Agen en Francia, como obispo de
Sigüenza, aunque no había aquí ciudad y
catedral menos.[7]
»Sigüenza había sido la Segontia
romana visigoda y en aquel tiempo sí
era mitrada. Pero de aquello no quedaba
rastro sino en pergaminos en Roma, ni
de la ciudad muralla ni casi piedra
alguna. Los restos están cubiertos por la
maleza en un cerro al otro lado del río
que las gentes llaman Villavieja; de su
existencia como ciudad nadie de los
vivos tenía noticia alguna.
»Lo que había de verdad a este lado
del río eran dos aldeúchas, muy
próximas la una a la otra. La una pegada
a la ribera del Henares, en buena tierra
de huertas, y la otra en lo alto, alrededor
de una torre que custodiaba el cruce de
caminos y que, ya desde Álvar Fáñez y
Alfonso VI, estaba en manos cristianas,
aunque los moros seguían dando por allí
guerra y se acercaban de nuevo por
aquellos parajes. Lo que hicieron pues
fue nombrar a don Bernardo para ocupar
una catedral y una ciudad que debía
construir primero. O sea repoblarla,
refundar Sigüenza, murarla, levantar un
templo y alzar un castillo, aunque de
esto último, en la parte alta, se
encargaría el rey mismo. Con ello se
ponía frontera y freno al avance del
Batallador y de la curia aragonesa, y se
dejaba claro que en aquella diócesis se
incluía, como siempre había sido en
tiempos antiguos, toda la comarca, con
Medinaceli, por supuesto, incluido.
»El rey Alfonso, sabedor de la
pobreza de Sigüenza, dio de inmediato
medios para sostenerla y le concedió la
décima de las rentas reales en Atienza,
Medinaceli, Santiuste, incluyendo aquí
su castillo y sus aldeas. A los pocos
años agregó las rentas de Soria y las de
unas salinas de cerca de Medinaceli,
pero que estaban destruidas y que mandó
reconstruir. Las que en verdad daban
buenos dineros eran las de Imón, de
Atienza, que eran las mejores de todas
estas tierras y fueron el verdadero maná
para el obispo, pues también le tocó una
parte de sus rentas.
»Aquello fue por los años veinte y
se fue paso a paso, avanzando pero
despacio. Se alzó la fortaleza, allá
arriba, y aquí abajo la iglesia mayor,
Santa María de los Huertos, donde
oficiaba el obispo. Pero fue ya años más
tarde, allá por el 1135, cuando se
produjo la verdadera resurrección de la
villa. Alfonso VII ya estaba muy
poderoso y su padrastro había muerto.
Se llegó a acuerdos con los obispos de
Zaragoza y Tarazona y se delimitaron las
diócesis. El rey concedió a nuestro
obispo la repoblación del lugar con cien
vecinos casados y sus familias, veinte
de los cuales habrían de ser de
Medinaceli y los restantes de donde
quisieran venir. Con facultad para labrar
cuantas tierras hubiera sin cultivar y
desiertas desde los tiempos en que las
dominaban los moros. A todos ellos les
ampararía el buen fuero de Medinaceli y
tributarían al obispo. Fue cuando me
decidí a venir desde Hita, con mi mujer
y mis dos hijos mayores, el Pablo y
Aniceto; el Juanito, que es el más joven,
ya nació aquí. Venirme es lo mejor que
pude hacer en mi vida.
A esos cien primeros de los que mi
tío Pablo estaba tan orgulloso de
pertenecer se unieron, a los cinco años,
otros cien vecinos más, y ya pudo
empezar a hablarse de que Sigüenza era
algo importante y que había que
defender mejor, pues según el propio
don Bernardo de Agen se quejaba al
Emperador, los moros no andaban lejos
y merodeaban por el lado de Aragosa y
por la paramera alta que va hacia
Cuenca. Por el lado de Molina ya no
venían, pues la había conquistado el rey
aragonés y luego pasado a Castilla,
encargándose el conde Manrique de
Lara de reconstruir sus abandonadas
defensas y repoblarla. Sus diezmos,
como los de Castejón, fueron también
para la iglesia de Sigüenza.
—Los males —proseguía mi tío su
relato— nos venían de por el sur, de allá
del Alto Tajo, un terreno quebrado y
todo bosque, por el que los moros
andaban como les convenía y les daba
en gana, saqueándonos en cuanto
teníamos un descuido. Y aún sin tenerlo.
A la postre y en una de aquellas, al ir
tras ellos, iba a perecer el propio don
Bernardo. No te digo más de cómo
andaba por aquel entonces la cosa.
»Antes de caer en aquella
emboscada en Huertahernando, en la
orilla misma del Tajo,[8] el obispo
trabajó duro y no le fuimos nosotros a la
zaga. Así que a los veintitrés años de
llegar aquí don Bernardo había
reedificado la iglesia, con doble muro y
dotada de torres contra peligros y
enemigos. Mientras, el castillo también
se había fortalecido y había allí
guarnición continua. Las rentas de aquel
lugar y su poblado alrededor eran del
rey, pero este a la postre las dio también
al obispo y ya por el año 1146 decidió
entregárselas junto con la propia
fortaleza, aunque se quedó a cambio el
poblado de Alcubilla y el de Caracena.
Fue entonces cuando se ordenó y se
cumplió que Sigüenza de Arriba y
Sigüenza de Abajo fueran una sola villa
y un solo Concejo cuyo señor sería
exclusivamente el obispo. Y para mí fue
cuando de verdad se fundó esta
Sigüenza.
Mi familia estaba muy orgullosa de
haber sido de aquellos primeros
pobladores, pero en Sigüenza vivían
también, desde hacía tiempo, mi otro tío,
Gabriel el cantero, y su familia, que
llegó cuando la ciudad comenzó de
veras a levantarse como tal, sobre todo
la catedral, pues el castillo ya lo habían
alzado y fortificado las gentes y los
menestrales por encargo real.
—Tu tío Gabriel el cantero, y su
hijo, también del mismo oficio y
nombre, vinieron cuando estas tierras
comenzaron a revivir y a nada ya éramos
aquí varios cientos de vecinos y muchas
alquerías y aldeas por doquier también
roturando y sembrando, desde Aragosa a
Pozancos o a Alcubillas. Pareció que las
piedras también cogieron vida y hubo
trabajo para todo el que sabía trabajarla
y labrarla. Y tu tío es de los buenos en
su oficio.
Mi tío Pablo había visto poner la
primera piedra de la barbacana que
rodeaba la villa y de la catedral nueva,
que ya estaba a punto de culminar,
emplazada a medio camino en una repisa
de la cuesta entre las huertas de la ribera
del Henares y el castillo del cerro, pero
es que mi tío y mi primo, los Gabrieles,
no solo las habían visto poner. Es que
las habían puesto ellos.
El primer domingo de mi estancia,
tras acudir a misa a Santa María de los
Huertos,[9] subí con mis dos tíos y la
familia al completo a ver la obras de la
catedral que estaban ya a punto de
finalizar. Toda la villa y la comarca
entera eran un hervor ante la próxima y
solemne apertura del grandioso templo
que el nuevo obispo tenía prevista y
anunciada ya para el muy próximo mes
de junio.[10] Aunque, a buen seguro,
quedaría luego aún mucho por hacer y
seguir construyendo, ya sería el lugar
que el obispo y la envergadura creciente
de la ciudad merecían.
La nueva catedral no desmerecía de
las catedrales que yo había visto, y
había estado en casi todas con el Rey
Pequeño, entre ellas las de Toledo y la
de Burgos, y aún diría que por aquel
entonces las superaba por su novedad
pues la seguntina sorprendía por algunas
elevaciones, bóvedas y alturas que las
otras no tenían. Aunque seguía siendo
sólida y fuerte ya que, amén de ser lugar
de oración, también había de serlo de
refugio y fortaleza, pues la frontera
estaba cerca y los moros próximos y si
fuera el caso podía ayudar al castillo del
cerro en la defensa y actuar como una
doble torre de resistencia. Hasta el lugar
donde se la había enclavado respondía a
ello, pues desde allí se dominaba el
valle y el río, mejor que desde el propio
castillo de arriba, que controlaba por su
parte los pasos hacia los páramos y
hacia Alcolea, Molina, el cañón del
Dulce y el camino hacia Mandayona,
Castejón, Hita y Guadalajara.
Comprobé aquel domingo que mis
tíos gozaban de consideración en la
villa, pues habiendo llegado el uno
como labrador y el otro como cantero y
haber el uno pechado y el otro penado
con la piedra y seguir ahora haciéndolo,
su condición y hacienda habían
mejorado en mucho hasta alcanzar a
tener voz, mi tío Pablo, en el Concejo y
hasta gozar de un trato fluido tanto con
caballeros como con clérigos, a los que
trataban con todo respeto, claro, pero
con patente cercanía.
Fue mi tío Gabriel quien me
presentó a uno de los miembros del
cabildo dando alguna seña mía y
haciéndome pasar, aunque le advertí que
era mejor que no se supiera demasiado
de mi peripecia infantil en la corte del
rey, como alguien de cierta importancia,
a pesar de mis pocos años, tanto en
Atienza como en la casa de los Lara.
El canónigo, proveniente del cabildo
de Segovia, y Romualdo de nombre,
estaba deseoso de darme nuevas y
enaltecer la obra de sus obispos. Desde
el ya legendario don Bernardo de Agen,
pasando por su sobrino el narbonés don
Pedro de Leucate y el aquitano don
Cerebruno, hasta el actual Joscelmo, que
había llegado el año anterior e iba a ser,
sin embargo, quien disfrutara la gloria
de consagrar y abrir a los fieles el
templo.
El clérigo, como el resto de los
sacerdotes y los propios vecinos,
estaban henchidos de orgullo y
rebosantes de gozo místico por concluir
aquella obra a la mayor gloria de Dios,
y Romualdo se explayaba en contarme
todo lo hasta allí acaecido.
—Sigüenza es lo que es por la
santísima Iglesia y por ella se ha
construido y levantado. Es por ello por
lo que esta ciudad ha de prevalecer y
prevalecerá en el tiempo y por los
siglos. Con ella ha revivido la ancestral
Segóntia y por ello debe estar siempre
al servicio del Todopoderoso y cantar
sus alabanzas.
Sin duda, Romualdo estaba tocado
por la fe y la gracia de Dios y
proclamaba sus bondades a los cuatro
vientos, pero era de justicia reconocer
que, en efecto, Sigüenza era ante todo
una ciudad levantada por la Iglesia y,
como decía mi tío Pablo, alrededor de
un obispo.
Con Romualdo pude conocer sus
principios, sus pasos, sus dificultades y
con él aprendérmela y comenzar a
comprenderla. Con el clérigo y mi tío el
cantero daríamos después largos paseos
circunvalándola y enseñándome el uno y
el otro puertas, muros, adarves y
torreones donde, en ocasiones, la gruesa
pared de una iglesia, la de Santiago,
arrancaba de lo alto de la propia
muralla para erguirse más alta y colgar
sobre el barranco y el pinar hacia el
naciente, mientras el muro iba
avanzando hasta dar ya con el primer
saliente del castillo.
Tras una primera ocasión solía luego
yo darme largos paseos, subiendo desde
los huertos, y por la trasera de la
catedral salirme a los adarves de la
muralla por la puerta del Mercado e ir
recorriendo por el exterior la muralla
hasta el castillo, rodearlo por completo
e ir a entrar por el otro lado ya, por la
puerta del Hierro, y meterme luego por
las travesañas altas y descender hacia
las bajas y volver a salir de la ciudad
por la puerta del Sol, que convertí en mi
favorita por su hermoso pasaje y su
buena fábrica. Me gustaba aquel
callejear por la ciudad de piedras
nuevas y tan poco tiempo antes labradas
y unidas a las otras para crear aquí
muro, allí pared, más allá iglesia y más
acá casa, o acercarme tras discurrir
entre los mercaderes que ante el hierro
esperaban turno de entrada a la judería,
un poco más abajo, donde siempre había
otro sonido y hasta un silencio diferente
al del resto de la villa. En otras
ocasiones, para no siempre andar
subiendo y bajando las cuestas
seguntinas, lo que hacía era recorrer la
zona baja, la de la ribera del Henares, la
de los labradores y las huertas, hasta
salirme cruzando el puente y andar por
el camino hacia Santiuste, Imón y
Atienza y ascender a la cuesta de
enfrente para, desde allí, ver a Sigüenza
en su plenitud y conjunto, o bien coger
vereda, aguas arriba y entre alamedas y
molinos, hacia Alcuneza. Y días había
en que me iba a los baños, que Sigüenza
ya los disfrutaba, y que eran, como
tantas cosas allí, del obispo, construidos
ya en tiempos de don Bernardo, y cuyos
dineros servían para contribuir al
sustento del cabildo junto con los
diezmos de Molina que el rey había
añadido para la manutención del clero.
Porque lo de las salinas era intocable.
Eso iba en exclusiva para las obras de
la catedral y de allí no se distraía ningún
dinero para ninguna otra cosa.
El cerco de Zorita
Z
orita había sido la primera gran
fortaleza que se hizo entregar
Alfonso VI por el rey de Toledo
Al Qadir, para ir asfixiando su taifa y
lograr conquistar su capital. La
ciudadela de los Dini il Num, poderosa
estirpe bereber, de la que provenía
aquel retorcido reyezuelo, se había
construido sobre una gran peña erguida
sobre el Tajo, dominando el paso más
importante, un fuerte puente de piedra en
el tramo alto del río y hacia las alcarrias
de Guadalajara. Para construir la
alcazaba y puente se utilizaron como
sillares las piedras del palacio y la
basílica que los reyes godos habían
levantado en una meseta muy cercana, a
tan solo unos centenares de varas, y que
llamaron Recópolis en honor de uno de
ellos, Recaredo.
Álvar Fáñez había sido su primer
alcaide y su gran defensor, como de toda
aquella frontera y hasta del mismo
Toledo ante cuyos muros durante nueve
días y nueve noches contuvo al emir
almorávide para al final en una
impetuosa salida quemarle sus máquinas
de guerra y hacerle levantar el cerco.
Álvar, con sus caballeros pardos y sus
feroces dawair, supo también detenerlos
en Zorita y consiguió que no le tomaran
Guadalajara, aunque perdió Alcalá de
Henares y Oreja, ahora ya
reconquistadas. Los africanos no
lograron asaltar la alcazaba de Zorita,
llamada de los Canes por los alanos que
junto a los guardias hacían la ronda de
la muralla, pero sí sus barbacanas, sus
arrabales y la villa, que incendiaron.
Asolaron y dieron fuego también a todas
las aldeas cercanas, entre ellas
Recópolis, Cabanillas y Vallega, y
causaron graves quebrantos en
Almonacid y Albalate. En Recópolis
mataron a mi abuelo, defendiendo la
vieja cruz, que nadie halló después,[14]
junto a su amigo el aftasí de Badajoz,
Muzafa, el dawair que combatía con los
cristianos en venganza por el asesinato
de su rey Al Mutawakkil y toda su
familia, y mi abuela Yosune no admitió
sino que lo enterraran junto a su marido
y en tierra cristiana, aunque él llevara un
amuleto de su rey y de su fe al cuello.[15]
El gran Álvar fue dejado solo y
abandonado a su suerte en la frontera
mientras Urraca, su hijo Alfonso VII y su
marido el Batallador, rey de Aragón, se
enfrentaban entre ellos, pero defendió
palmo a palmo la tierra que había sido
de los Dini il Num y que luego los
musulmanes dieron su nombre, la Tierra
de Álvar Fáñez. Se había tenido que
replegar tras la trágica derrota de Uclés,
donde murió el infante Sancho y los
siete condes castellanos, todo el otro
lado de la Transierra, Huete, Santaver,
Masatrigo, hasta Cuenca, aunque no fue
sin combate y sin recuperarlas en
ocasiones, aunque fuera para luego
volver a perderlas. Logró Fáñez, aunque
con agujeros, preservar sus líneas sobre
el gran río y reconstruyó las atalayas
sobre los altos de la Bujeda que
señorean la sierra de Altomira y vigilan
la llanada por donde podía llegar la
caballería agarena, estableciendo allí la
frontera. Y no fue abatido por moro
alguno, sino que ya viejo fue tristemente
a morir en una de aquellas refriegas
entre cristianos partidarios de unos y
otros, en Segovia,[16] y por defender a la
reina Urraca como el rey Alfonso VI le
había encomendado en su lecho de
muerte.
Por fortuna también llegó el ocaso y
el repliegue de los temibles
almorávides. El hijo de Urraca fue
ganando años, sabiduría y fuerza hasta
sujetar con fuerte mano todo el reino y
hacerse llamar «emperador de los reinos
cristianos». Se recuperó Alcalá, Oreja,
Huete, Masatrigo, aunque no se pudo
reconquistar Cuenca. De allí venía el
peligro y Zorita era el cierre y la llave
que no podía perderse si volvían los
ejércitos sarracenos.
Pero el castillo, construido por los
árabes para defenderse de los ataques
cristianos en la orilla sur del río, y
atalayando de manera perfecta cualquier
acercamiento por aquel lado, estaba
ciego hacia donde ahora podrían venir
los asaltos. Por ello sus defensores
hicieron construir y levantar «ojos» que
les avisaran de cualquier aproximación
desde la sierra, las torres de la Bujeda,
otras por los términos de Almonacid y
Albalate y además, por orden muy
directa del rey, el castillo de Anguix en
la roca que había sobre el desfiladero
del Tajo, sobre su junta con el río
Guadiela, tarea que encomendó, y fue
por él cumplida, al caballero Martín
Ordóñez, de quien yo tenía muchas
noticias pues había cabalgado y
combatido con mi señor padre el
Frontero.
Hasta allí, hasta Anguix y ya muy
entrada la noche, fue donde conseguimos
llegar a pesar de la cabalgada en la
primera jornada desde Sigüenza,
atravesando por Cifuentes, por Trillo y
Córcoles, donde vi que se estaban
comenzando a levantar sendos
monasterios. Decidimos pedir cobijo a
don Martín, y este nos recibió, junto con
su mujer, y al saber quién era yo, con el
mayor agrado y transmitiéndonos que
antes del alba del día siguiente él
vendría también con nosotros, a pesar de
su avanzada edad y pocas fuerzas, con
sus caballeros y peones, pues el rey le
había reclamado y él acudiría en su
ayuda dejando tan solo los
imprescindibles guardianes en el
castillo.
Lo había levantado tal y como el
Emperador le ordenó y, siguiendo
también la otra parte de su encomienda,
había poblado una aldea bajo él,
rodeada de buenas tierras de labranza y
dehesas muy hermosas de robledales
donde pastaban nutridos rebaños de
ovejas y piaras de cerdos.
Don Martín y su mujer, ya entrados
en años, hicieron que sus sirvientes se
ocuparan de mi cabalgadura y las de los
mensajeros, y a mí me agasajaron
especialmente sentándome a su mesa y
ofreciéndome lo mejor de su despensa y
su bodega.
—Sancha, míralo, es el hijo de
Pedro el Frontero, mi compañero de
combates en tierras moras, al que
mataron los africanos en la vega de
Granada. Está hecho un mozo y va al
encuentro del rey Alfonso, con quien ha
tenido que ver desde niño —me
presentó, y me enseñó luego orgulloso la
carta de concesión de su señorío, entre
recuerdos de mi padre, de sus correrías
juntos, que el rey le firmó cuando
precisamente volvían de una entrevista
del Emperador con el Lobo de Murcia,
celebrada en Lorca.
»Aquí está, Pedro. Lee y verás que
como leal vasallo he cumplido lo
dictado, aunque aún me quedan muchas
cosas por hacer. El castillo está
levantado, aunque debería ser mucho
más reforzado, y alzado no como el de
Zorita, en la orilla buena. El
poblamiento de la tierra se ha llevado a
cabo con mozárabes traídos de tierras
de Santaver, que ha quedado
despoblada, y otros que han huido de
Cuenca. Conmigo hay también algunos
caballeros, entre ellos varios francos,
pues no ha de olvidarse que el
Emperador era hijo de Urraca y del
duque borgoñón Raimundo, o sea que
franca era la mitad de su sangre. Verás
que he respetado los límites que el
Emperador me ha señalado. Léelo tú,
muchacho, que a mí ya los ojos no me
alcanzan.[17]
Leí el preciado documento que don
Martín atesoraba.
R
etornaba caballero, aunque
fuera villano, a Sigüenza y lo
hacía en compañía, y dando
escolta a mi amada. Pues así
consideraba yo a Elisa, aunque ella no
supiera de mis sentimientos ni una
palabra. La pequeña comitiva
encabezada por don Martín, gozoso de
haber podido servir al nuevo rey, nieto
de su adorado abuelo, y sin haber tenido
siquiera que desenvainar la espada ni
perder un solo peón, se detuvo en su
posesión de Anguix y no hubo manera, ni
en el fondo ganas, de no aceptar su
hospitalidad y posar allí, con él y su
mujer, un par de días.
—No llegan apenas visitas por estos
parajes y tienes tiempo de sobra para
llegar a Sigüenza antes de la fecha
señalada. Dos días no significan nada y
alegrarás el hogar de dos pobres
ancianos. No puedo dejar de honrar al
hijo de mi amigo y esta vez ya he
mandado aviso para que esté todo
preparado y podamos recibirte con la
hospitalidad que mereces. Y si Fortum y
Elisa nos deleitan con su música y sus
cantos yo sabré ser agradecido, que mi
casa es, si quieres, humilde pero en
generosidad no será corta.
Decidimos pues quedarnos, yo con
más ganas que nadie pues ello me
permitía más tiempo al lado de mi
adorada Elisa, y a fe que fueron bien
empleadas aquellas jornadas. Tanto para
nuestro solaz como para los negocios,
pues don Martín sí supo, en verdad,
mostrarse pródigo con los juglares y se
apalabró ya de manera firme la venida
de mi tío y mi primo si tal cosa les
cuadraba. Hasta me señaló una casa,
junto a la suya solariega, que les tendría
reservada y me mostró incluso el solar,
a la derecha de su mansión, donde
quería levantar la iglesia.
Para mi deleite y sabedor de mi
gusto por la caza, me dispuso para
aquella misma tarde de una salida,
acompañado de uno de sus cazadores
más expertos, hacia las riberas del Tajo,
donde acudían a beber corzos y jabalíes
y por cuyas fragosidades menudeaban
también los osos, aunque para intentar
dar caza a algún gran plantígrado no
dispusiéramos de tiempo, pues no lo
teníamos para disponer una batida en
toda regla contando con las necesarias
rehalas de perros entrenados, monteros,
ballesteros y batidores que para tal
empeño se requerían.
Pero sí que logré dar caza en una de
las trochas a uno de aquellos sigilosos
cérvidos que parecen en verdad los
fantasmas de los bosques, pues su
presencia es tan repentina como su
desaparición silenciosa. Conseguí
alcanzar al corzo con un certero tiro de
ballesta y rematarlo con un venablo, y su
carne, macerada con vino, fue manjar
exquisito para la mesa.
Entusiasmado por mi éxito, procuré
que este fuera mayor y alenté a mi guía a
culminar la jornada con la espera del
puerco salvaje, en una baña cercana al
río, muy sobada por el trasiego de los
marranos y donde se marcaban sus
pezuñas, entre ellas una muy grande y
profunda, sin duda de un macho viejo.
Gustan los jabalíes, cuando despiertan
en sus encames, pues descansan de día y
campean de noche, de acudir a charcos
de barro arcilloso donde revolcarse y
refrotarse para untarse de él y zafarse
así de moscas y garrapatas. Aunque
estas a quienes atormentan son a
venados y corzos, pues el puerco salvaje
tiene el pelambre y la piel tan duras que
poca mella les hacen. Tras su baño de
barro gustan, de tenerla cerca, de ir a
beber agua que esté más limpia y si es
corriente la prefieren. Y allí disponen
para ellos de todo el Tajo.
Le convencí de que aderezáramos
allí un somero apostadero, con cuatro
ramas, y que luego yo regresaría solo en
el crepúsculo para esperar la entrada
del verraco. El aguardo en estas charcas
es algo que había aprendido de las
gentes de Atienza, aunque la forma más
apreciada por los nobles es la batida
para alancearlos desde el caballo, lo
que requiere gran maestría tanto en la
monta como destreza con la lanza. La
espera al puerco ha de ser solitaria y
silenciosa, emboscado, y sin rebullir ni
un pie ni dar siquiera un suspiro, pues el
jabalí, que no es de buena vista, sí tiene
el más fino de los olfatos y un oído que
percibe el chasquido de una rama a
muchas varas.
Mi ansia por la cacería tenía, sin
embargo, en aquella ocasión una
intención oculta, por la que me
arriesgaba, pues bien sabía que el lance
en que iba a meterme por la noche podía
resultar peligroso. Si quería hacerme, a
toda costa, con un buen verraco de
grandes colmillos, es porque tenía en
mente, una vez cocido su hocico,
extraérselos y blanquearlos para hacerle
con ellos un regalo a Elisa. Pudiera
parecer un adorno salvaje, pero me
parecía que habría de lucir muy
hermosamente sobre su atezada piel, al
igual que lo había visto en los cuellos de
algunas damas de la nobleza.
A mi apostadero, armado con dos
ballestas para poder ejecutar un segundo
tiro si tenía suerte, me llegué solo, pues
en el monte lo que se ve es el
movimiento y dos son una multitud para
los sentidos de las bestias. Una vez
alcanzado el lugar y elegida, tras
comprobar el rumbo del aire, mi postura
dándole la cara, me acomodé lo mejor
posible para mantener la inmovilidad el
tiempo que fuera necesario hasta que mi
presa compareciera.
Llegué cuando el sol ocultaba al fin
su sangrienta agonía en el crepúsculo,
cuando la luz se evapora y el cielo
oscurecido preludia el brillo aún
inexistente de la primera estrella, ese
momento extraño y mágico cuando el día
ya muere, y ha muerto, pero la noche aún
no ha nacido, y es el silencio.
Porque es cuando callan las
criaturas diurnas y no han despertado
aún las de la noche. Ha callado el
críalo, han dejado de piar los pequeños
pájaros, ya no viene a beber el
arrendajo y hasta los mirlos han dejado
de revolar vocingleros y escandalosos
por los pies de los matones de encinas.
Ha callado todo y la noche no quiere
hacer oír aún sus voces. Es el silencio.
Es la inmovilidad, es el suave paso
entre la luz que ya no descubre ni
penetra las formas y los cuerpos de la
tierra y la oscuridad que aún no acaba
de compactar las sombras y aún permite
atisbar los contornos.
En el río cercano, el agua se aquieta,
serena. Ni siquiera se deja mecer por el
viento. Hasta los peces quieren boquear
en lo manso y más tendido de la
corriente sin hacer ruido alguno, tan solo
una onda que se mueve y se diluye en su
propio y suave movimiento. Es el sereno
que espera. Porque todo parece haberse
quedado, tierra, aire, agua y cielo,
esperando.
Después se oye la llamada de algún
pájaro nocturno, queda, muy queda, pero
ahora ni siquiera vibra esa nota en el
aire. Por un instante, que se alarga y
pareciera que no va a romperse nunca,
es el silencio y nada se mueve. Nada.
Pero rebulló un conejo, y luego se
escuchó el regaño de dos turones en
celo. Pero yo esperé, pues sabía que
tardaría aún más en elevarse del suelo la
sinfonía de los grillos y habría que
esperar a que el búho real se decidiera a
hacerse oír en un gran pino donde habría
dormido a salvo de cornejas molestas,
de cuervos agresivos y hasta de osadas
urracas carentes de reverencia para el
señor alado de la tiniebla.
Después habría luces en la
oscuridad. Luces en el cielo y ojos
brillantes en la tierra. Y es ese el
momento que yo aguardaba, donde
esperaba que mi presa apareciera y que
la luz de la luna me permitiera asestar
mi golpe. Pero eso sería ya después,
cuando estuviese envuelto ya de nuevo
en los sonidos, en el roce en el tocón, en
el caminar de la pezuña hendida o el
quedo acecho de las garras acolchadas
de un gato montés o el raudo cruce de un
raposo. La noche sonaría y cantaría. La
luna me haría recuperar formas y
siluetas. Pero ahora era el silencio.
Ahora se había muerto el día y no había
empezado aún a vivir la noche.
El último sonido de ese día fue el de
un mirlo. Revoló vocinglero y
escandaloso por los pies de los matones
de encina donde quizá fuera a dormir.
Pero sus gritos, poco a poco, se hicieron
más quedos y se fueron transformando
en recatados gorjeos más acordes con la
creciente quietud del crepúsculo. Luego
el mirlo también calló. Y fue justo
cuando agucé el oído, por si de nuevo se
le ocurría un postrer canto o un último
revuelo. Después de un silencio pleno y
sereno que parecía apoderarse por
completo de la creciente oscuridad de la
tierra, quien lanzó su primera nota fue un
grillo. Fue solo y en principio, una nota.
Un acorde aislado y apenas mantenido.
Como un ensayo para templar el
instrumento. Pero a poco reinició el
movimiento sonoro. Y luego otro le
acompañó, y otro y otro. En algún
momento la coral completa comenzó el
concierto.
El mirlo solitario y la orquesta de
los grillos representaban, un atardecer
más, el relevo de la guardia en el
bosque mientras que en el cielo los
luceros y las estrellas comenzaban a
brillar y disfruté de una luna casi llena
para poder percibir la entrada de la
presa que con paciencia acechaba.
La vaguada donde estaba la charca
llevaba ya tiempo en sombra y solo fue
ahora cuando la luna, al fin, hizo rielar
el agua. En la costera de mi izquierda
me sobresaltó un ruido. Un tamareo.
Luego calló, y creí que puede que nunca
hubiera sucedido. Pero volvió y a poco
se acercó y ya no hubo duda cuando lo
acompañó un gruñido. El cazador se
tensó pero al gruñido respondió un corto
chillido y entonces ya supe que era una
jabalina la que bajaba y que traía con
ella a sus crías. Llegaban estas, jabatos
cuyas listas blancas y oscuras distinguí,
en tropel y repentón, todos juntos menos
uno, último, que llegaba al cabo,
retrasado, corriendo desalado tras sus
hermanos.
La hembra vieja, la madre, se
retranqueaba aún en las sombras y no
entraba todavía al claro, ni al barro ni al
agua. La presentí inmóvil, echando la
jeta hacia lo alto y catando los vientos.
Al fin, ella también irrumpió en el
pequeño claro, pero aun en su entrada
buscó el cobijo de la linde de los
romeros antes de disfrutar de su baño.
Pero luego sí, ya en el charco, el lugar
se convirtió en un pandemónium de
bufidos restriegos, gruñidos roncos de la
jabalina y chillidos agudos de los
rayones que jugaban y se peleaban.
Hasta que uno hurgó en la barriga de la
madre y esta, ante mis ojos, se tumbó y
ofreció sus dos líneas de mamas a los
jabatos. Y los cochinetes disputándose
el mejor pezón se saciaban de su leche,
conmigo oculto, sin respirar casi, apenas
a unas varas, y en el silencio pude
alcanzar a escuchar el regruñir de la
hembra que amamantaba y las hocicadas
y chupetones de los cochinetes que
mamaban.
La noche era aún más noche cuando
algo sobresaltó a la cochina. Yo no oí
nada. Pero ella se puso en pie con un
gruñido, muy ronco este, de alarma. Los
jabatos, tras envararse como estatuas
unos instantes, a una nueva advertencia
de su madre se dispersaron como rayos
hacia el romeral, donde con poderoso
tranco se perdió la cochina vieja y por
donde escapó ya hacia el espesar de
leña entre los chaparros.
Yo sabía que algo poderoso venía.
Que bien pudiera ser el gran macho que
me habían dicho que frecuentaba el
lugar. Que era su momento preferido de
entrada, pero también que no iba solo,
que se hacía preceder por escudero, que
sería quien primero se arriesgara a la
entrada. Este era un macho joven que
aprendía del viejo navajero las artes y
trochas que le habían permitido salvarse
de todos los peligros, de lobos, de
perros y de humanos. Pero que ahora en
el aprendizaje era quien iba abriendo
camino y arriesgando en la descubierta
su propio pellejo. Tendría que aguantar
mi saeta hasta que su «señor»
compareciera. Porque era indudable que
entrando en esta ocasión desde el río y
por mi derecha, pero siempre con aire a
mi favor, el animal se acercaba. Su
llegada era mucho más sigilosa, mucho
más cauta todavía que la de la hembra.
Había avances, paradas, escuchas y
rodeos. Pero al fin ese algo ya estaba
muy cerca. Podía ser un escudero, podía
ser incluso el gran verraco. Mi pulso se
aceleró y el corazón me golpeó
desbocado. Pensé que de acertarle lo
más posible, aunque cayera o chillara
por la herida, se levantase y huyera,
pues son estos jabalíes de una dureza
tremenda y hasta con el corazón
atravesado por la flecha recorren mucho
trecho. Pero si por extraña fortuna le
alcanzara en punto muy vital y se
desplomara, dispararía el segundo tiro
de ballesta y habría de correr presto
hacia él y rematarlo de una lanzada. De
herirlo tan solo no podría seguirlo en la
oscuridad pues, amén de ser inútil
intentar pistearlo sin luz, me expondría a
su ataque y hasta la misma muerte, pues
su furia, herido, es terrible y sus
colmillos desgarran como puñales. Todo
eso pensé y debí hacer un esfuerzo
inmenso para lograr serenarme. Porque
el animal estaba muy cerca. Pero no
entraba al claro. No entraba.
No lo hizo, sino que sentí que se
recorría como trazando un semicírculo y
venía a llegar hasta la trocha por la que
huyó la piara. «Quizá —medité—, eso
me convenga pues su olor le
tranquilizará y ocultará el mío. Quizás
Elisa tenga su collar, quizás…»
De pronto todo se precipitó. Una
sombra entró a la charca por donde
antes se oía el ruido más persistente.
Apunté, pero dudé. No parecía que fuera
un macho grande, aunque tampoco
pequeño. Pero en ese mismo instante,
casi tras de mí, y cargándose de mi aire,
oí un bufido tremendo, de alarma y
advertencia. Uno solo. Y una conmoción
en el monte, como una masa lanzada a la
carrera que iba arrollándolo todo. Y
cuando volví a mirar hacia la charca,
allí tampoco había ya nada, solo el agua
iluminada por la luna. Durante unos
momentos aún oí algún sonido
alejándose y luego ya ninguno rompió el
silencio de la noche.
Sabía que ya sería inútil cualquier
espera. Es lo que los viejos monteros de
los Lara y los cazadores de Atienza me
habían enseñado, desde niño. Ya no
había que esperar nada, tras esa alarma.
No regresaría ni esa noche ni puede que
en muchas el jabalí viejo, que dando una
vuelta completa alrededor de la charca
me cogió el aire, la postura y me detectó
tan precisamente como si me estuviera
viendo a un metro y con aquel gruñido
desapareció en la oscuridad, de donde
no llegó a salir, ni en el monte donde
señoreaba su noche.
Regresé pues a paso más que ligero
hacia el poblado, pues, aunque había
dicho que no debían aguardarme para la
cena, confiaba, como así fue, en tomar
un bocado y apurar la compañía de mis
anfitriones, del juglar y sobre todo de
Elisa, y deleitarme, amén de con su voz
y con su música, en contemplarla.
Aunque no llevaba para ella obsequio
alguno ni podría tener ya esperanzas de
conseguírselo. Desde luego no serían los
colmillos de aquel navajero los que iban
a lucir en el cuello de mi amada. Pero al
menos alcancé a poder relatar mi
aguardo en la charca, y los ojos de Elisa
se dulcificaron cuando conté la escena
de la jabalina amamantando a sus
rayones, y creo que se cargaron de temor
por mí cuando referí el momento del
gran jabalí bufando a mi lado.
La esposa de don Martín y el
castellano mismo me riñeron por mi
temeridad y me hicieron las más severas
advertencias sobre la peligrosidad de
aquellos viejos jabalíes, relatando las
crueles heridas que alguno de sus
monteros había sufrido en sus batidas.
—Como para entrarles de noche y
solo, cuando por el día han
descabalgado jinetes y matado a tantos
perros por muy fieros que estos fueran.
Hasta llegaron a provocar la muerte de
un viejo cazador al que uno de estos
desgarró la pierna entera y se desangró
sin remedio.
—Mañana iremos, si tanto te place,
de caza. Pero iremos a disfrutarla y sin
arriesgarnos a tales peligros, con mis
halcones. Y no te permitiré, Pedro, que
te expongas a una nueva aventura como
esta, y mucho menos solo —me ordenó
don Martín y hube de acatar, pues la
razón estaba por entero de su lado. Pero
hubiera sido tan galante poder ofrecer
aquel presente a mi dama…
El señor de Anguix tenía muy
hermosas y bien cuidadas aves de presa.
Las habíamos observado ya al llegar,
dispuestas en sus alcántaras a la entrada
de su mansión, y don Martín se había
enorgullecido de ellas y de los cuidados
que les dispensaba.
—Cada día se les vuela y a cada
tiempo se les facilita el baño. Muchas
de ellas han sido capturadas en nidos de
los cantiles del río o en los grandes
árboles y adiestradas desde muy jóvenes
y con todo esmero, siguiendo las normas
precisas del arte de la cetrería. Sus
caperuzas, pihuelas y cascabeles y los
cimbeles para su entrenamiento se
fabrican en la propia casa.
Partimos de buena mañana en alegre
grupo, con él al frente y yo escoltando a
Elisa, hacia los sotos del río Tajo en su
zona menos abrupta, en la cual
descansaba de sus desfiladeros.
Cruzamos primero, para llegar a nuestro
destino, por un extenso encinar
adehesado.
—Hice roturar, talar y descuajar el
monte dejando solo, y en lo posible,
alineados los mejores árboles. Me costó
muchos años, pero ahora es una gloria
de Dios. De la bellota se crían los
cerdos más hermosos en montanera y el
pasto es igualmente bueno para los
rebaños de ovejas, que están lustrosas y
crían en abundancia siendo frecuente
que las churras me paran gemelos. No
creo que quienes hayan venido a poblar
puedan tener quejas. La tierra es buena y
yo solo les exijo lo que en justicia me
corresponde. Les dejo pescar en el río,
que tiene abundancia de peces y
cangrejos, tener puntas de reses y hasta
palomares y gallinas para que no les
falte la carne de ave. No les permito
cazar ni ciervos, ni corzos ni jabalíes,
soy inflexible en ello y en eso tenemos
alguna cuita, pero hago la vista gorda
con liebres y conejos. Tampoco se les
permite, eso por supuesto, disponer de
halcones para la volatería.
Para mí pensé que a los aparceros
de don Martín la carne, por lo legal o
por lo furtivo, no había de faltarles en la
despensa. Porque lo cierto es que su
dominio era un paraíso de pelo y pluma.
Ya en la dehesa, volamos los
halcones peregrinos, en particular una
prima[25] que su halconero tenía
enseñada para la altanería y que se
colgaba en el cielo justo en la vertical
de nuestras cabezas. Dos aves nos
atrapó. Una paloma torcaz que salió
alborotada de una copuda encima y
sobre la que se abatió, silbando en el
cielo como si cayera una piedra,
golpeándola y yendo a caer luego con
las garras sobre ella en la terronera. Allí
el halconero se la recuperó, no sin
haberle dado antes su recompensa, un
trozo de carne que llevaba preparado
para la ocasión y que le dio a comer en
su guante. El peregrino chilló de alegría.
Luego retornó a lo alto y, aunque erró
luego a otra paloma que se le coló entre
la leña del monte, no lo hizo sobre un
macho perdiz al que enganchó
entrándole por atrás cuando volaba muy
rasera y acuchillándolo con sus garras.
Fue un lance tan hermoso que hizo gritar
de júbilo a la siempre silenciosa y hasta
sombría Elisa. Tras su segundo éxito, su
cuidador le colocó la caperuza y se lo
entregó a uno de los ayudantes para que
ya lo llevara tranquilo en el puño y no
volviera a volar.
—El peregrino no tiene rival entre
las aves de cetrería, pero es delicado.
Tanto si es torzuelo como prima, hay que
cuidarlo en extremo y no hacerlo
esforzarse más de lo debido, pues puede
morir si no se le modera.
Para la caza en los sotos del río
empleamos azores, más lentos en sus
picados pero con capacidad para
esquivar los obstáculos y los árboles en
la persecución de sus presas. Y a fe que
dieron buena cuenta de algunas esquivas
presas y fue fructífera la caza, con el
lance final de uno de los pájaros
logrando atrapar una liebre cuando ya
retornábamos hacia la casa. Logró darle
caza entre los árboles maniobrando
entre ellos con la habilidad y rapidez de
una centella y finalmente la atrapó entre
chillidos de la presa y aleteos de su
matador, que la tenía sujeta con sus dos
garras por la cabeza.
A orillas del Tajo, ya cerca del
mediodía, la temperatura era muy
agradable y el verdor de la ribera
invitaba al descanso, cosa que don
Martín tenía prevista pues hasta allí se
habían llegado algunos sirvientes con un
ligero refrigerio y algo de vino. Todo
invitaba al sosiego y la contemplación,
con el río corriendo, limpio y claro,
entre ovas verdes, pero yo a lo que
prestaba atención continua era a Elisa, a
la que procuraba estar siempre cercano
y atento a cualquier cosa que pudiera
necesitar o cualquier ayuda que
requiriera. Anguix era en verdad
hermoso, los lances de cetrería
emocionantes y las vistas desde el
castillo roquero, al que había subido
solo la tarde anterior en mi expedición
montuna pero tenía previsto intentar
regresar con ella, colgado en el
acantilado, sobrecogedoras. Pero yo
solo tenía ojos para ella, que además
parecía estar algo menos triste de lo
habitual en ella y hacía asomar sonrisas
a su boca y chispas de alegría a sus
negros ojos. Su sola presencia y
cercanía me elevaba a mí a
ensoñaciones y delirios amorosos, de tal
forma que andaba un poco ido y fui por
ello objeto de algunas chanzas. No fue la
menor la de su hermano Fortum, quien la
noche anterior, viéndome siempre
arrobado en presencia de su hermana y
ante uno de mis tropezones al entrar en
el salón por andar siempre mirándola a
ella y no prestando atención al suelo,
soltó la carcajada al tiempo que decía:
—El joven caballero a este paso se
nos descalabra y va a acabar lisiado
antes de entrar en combate.
Rieron los demás y hasta Elisa, y yo
me azoré y me puse como la grana, sin
poder replicar a su broma. Y era ahora
el mediodía y azorado seguía.
Pero me repuse y al regreso hacia la
casona saqué redaños y voz para
proponerle a Elisa que tras la comida
podría acompañarme hasta el castillo,
pues desde allí se ofrecía una vista
maravillosa que no podía dejar de
contemplar. Y Elisa aceptó gustosa.
Tras la comida, y yo creo que con
alguna mirada cómplice de Fortum, don
Martín y su esposa posada en nuestras
espaldas, montamos de nuevo y nos
dirigimos hacia la roca de Anguix, yo
contento de estar a solas con mi dama y
ella más alegre y risueña aún que por la
mañana.
Remontamos por el camino que
ascendía hasta el portón de entrada de la
fortaleza y, franqueado el paso por los
guardias, subimos a lo alto de la torre
del homenaje. Desde allí se dominaba el
Tajo, allí en su hondura, y un
impresionante panorama de
desfiladeros, pues el río trazaba justo a
nuestros pies una hoz, casi un
semicírculo completo, que abrazaba un
enhiesto peñasco que perseveraba en
mitad de la corriente. Bajaban hacia las
aguas los árboles montaraces por las
laderas, tanto las de esta ribera como las
también muy empinadas de la orilla de
enfrente, sobrevolados los cantiles por
buitres y águilas. Bajaban las encinas,
las jaras y los madroños, los romeros y
el espliego, hasta dar paso a los fresnos,
las mimbreras, los espinos albares, los
saúcos y las zarzas agarradas a
cualquier rendija que medrara al borde
de las aguas. Y todo ello contemplado
desde aquel balcón, en el mismo aire
suspendido sobre el abismo, a
doscientos codos como poco, y con mi
mirada prendida de algunas hebras de
pelo, del hermoso pelo negro de Elisa,
revoltoso y escapado de su toca como
oscura banderola de mi felicidad al
viento.
Tras contemplar Elisa aquel
panorama un buen rato y en silencio, con
el aire jugueteando con sus ropas, y yo
tras ella sin moverme, se giró hacia mí,
con una mirada húmeda y brillante, recta
hacia mis ojos, y con voz queda me dijo:
—Gracias, Pedro.
Descendimos. El regreso fue ameno
y ligero, tan solo rememorando el
impresionante panorama donde ni
mención se hizo a la inaccesibilidad al
castillo desde aquel lado, pues era
imposible cualquier intento desde allí.
Llegados en un verbo y antes de lo que
me hubiera gustado, ella se retiró a
descansar y yo me ocupé que se
atendiera como se debía a nuestras
monturas.
Pero aquella noche fui
recompensado pues, acabada la cena,
Fortum y Elisa tocaron y cantaron para
los señores de la casa, algunos
caballeros invitados y yo mismo. Como
huésped a quien don Martín deseaba
agasajar, me hizo sentar a su diestra en
la mesa, en la que dimos cuenta del
corzo que yo mismo había cazado y de
algunas de las aves cobradas por sus
halcones, amén de unos tiernos pichones
de la primera cría de los palomares.
Tocó Elisa la fíbula y acompañó a su
hermano en su recitar de los poemas que
a los caballeros gustaban, aquellos de
guerra y batallas, aquellos de Minaya
Álvar Fáñez, el que Zorita mandó, y
aquellos de conquistas y batallas. Pero
quisieron luego los hermanos tocar y
cantar a dúo cánticos y coplas más
gentiles, y alguna de ellas al ser cantada
por Elisa me llegó al corazón y diría yo
que la cantaba para mí.
El Común de Tierra de
Atienza
A
l día siguiente Elisa y Fortum
habían partido. El hermano
aún había tenido tiempo, la
tarde anterior, antes de trasponer, de
darme señal sobre sus primeros
destinos. «Volvemos por Hita hasta
Guadalajara.» No pensé en ello, sin
embargo, mientras bajaba hacia la casa
de mi tío Pablo, golpeado por aquella
contestación de mi amada. «Soy una
mujer manchada.» Su confesión me
había conmocionado, y no solo por lo
que encerraba de no ser ya doncella sino
porque en la amargura que había en su
voz desesperada emergía algo muy
turbio, muy oscuro, algo que corroía su
vida y la destruía y que iba a destruir y
socavar la mía.
Nada más había dicho y ello me
llevaba a mí a una y mil cábalas, a cual
de ellas más tenebrosa y terrible. Mi
cabeza era un puchero hirviendo y
cuando llegué al fin a casa no quise
probar bocado y me acosté de inmediato
en mi jergón, donde lo cierto es que no
pegué ojo en toda la noche. Por la
mañana solo tenía una obsesión: lograr
saber qué le había sucedido y si estaba
en mi mano remediarlo y vengar al
ofensor. Pero ¿era un ofensor? ¿O era
ella una mujer desviada y corrompida?
La amancebada de cualquier gran señor
o incluso que fuera verdad lo que los
mozallones de Hita vociferaban de ser
la amante de quien decía ser su hermano.
Todas y cada una de las suposiciones
eran a cual peor y me torturaban. Y si
desechaba una era tan solo para que otra
aún más perversa me asaltara. Al fin
solo descarté de plano aquella
maledicencia con Fortum y ni siquiera
esta posibilidad dejó de hurgarme, a
pesar de mi repulsa del todo.
Pero mi razón, eso al menos lo
rechazaba de plano. Fortum me había
ofrecido su alivio, aunque se me habían
pasado por alto sus últimas palabras
sobre su futuro destino. Pero cuando,
pasadas las fiestas y con toda la familia,
los Gabrieles incluidos en la cuadrilla,
salimos a las tareas del campo pues no
se podía ya retrasar más la siega, me
vinieron a la cabeza y cavilé sobre
ellas.
Era en Hita donde yo había
tropezado por primera vez con los
hermanos. Invitado y acogido por los
Castro, pues los García de Hita no
dejaban de ser parte de la familia,
aunque no hubieran mantenido la
beligerancia de la rama principal en las
peleas con los Lara. Los había visto
salir de la parroquia de San Pedro y me
los había topado en Zorita con el rey
Alfonso y el regente don Nuño, y de ahí
a Sigüenza, huéspedes del obispo. Y el
obispo de Sigüenza, don Cerebruno,
ahora primado en Toledo, y su sucesor
Joscelmo eran adictos reconocidos de la
casa Lara. Los Castro, resultaba cada
vez más evidente, eran los perdedores, y
con don Fernando y sus hermanos
afincados por completo en León, el resto
de la familia buscaba salidas en
Castilla. Los juglares podían ser los
mejores mensajeros y los que menos
sospecha levantaran. Si tenía además en
cuenta los afanes en que andaba también
enfrascada doña Constanza, lo que bien
podía barruntarse era que se estaba
produciendo un definitivo movimiento
de aceptar como inevitable la situación
y amoldarse a ella con toda la rapidez y
provecho o, al menos, con menos merma
y perjuicio. El rey ya no era un niño y
daba muestras crecientes de que iba a
empezar a ser soberano con todas las
consecuencias y sin cortapisas. Y para
ello, para que cumpliera los catorce y ya
estuviera en su año quince, y por tanto
en su mayoría, restaban tan solo meses.
Y habiendo rey, ya no habría ni Laras y
aún menos Castros que valieran para
quien quisiera tener sitio al sol en
Castilla, y que ese lugar templado era el
que buscaban los que andaban con
mensajes de ida y vuelta hacia Hita y al
alcázar de Guadalajara. Fortum y Elisa
hacían, desde luego, algo más que
distraerles las veladas y cantarles
romances. Y a saber si no estaba en ello
el origen de aquella mancha que ahora
quemaba en la entraña de ella,
envenenaba mis pensamientos y nublaba
tenebrosamente mis sueños. No podía
evitar los peores que me asaltaban y
huía de ellos afanándome en el trabajo y
empapándome de sudor en las labores
del campo. Así que hasta me vino bien
la siega.
Antes de salir el sol ya estábamos en
el corte, y se había puesto cuando
dábamos de mano y echábamos a andar
hacia casa. Las mujeres nos llevaban de
continuo agua, vino y comida porque
había que comer y beber de continuo
para no caer desfallecido. Pero no había
tristeza en el tajo, hasta yo mismo
olvidaba por momentos el
reconcomerme por dentro, y flotaba un
aire alegre, y los jóvenes, haciendo
alarde de fuerza y aguante, nos
retábamos a carreras en los surcos a ver
quién llegaba antes segando a la punta.
Los tíos, el Pablo y el Gabriel, iban
detrás de nosotros, atando las gavillas.
La siega y el acarreo eran
extenuantes pero no dejaban en mucho
atrás a la trilla en las eras, que era el
paso siguiente. Se hacía a base de que
caballos, mulas y bueyes pisaran una y
otra vez las parvas mientras nosotros
con los bieldos de madera arrojábamos
al aire la paja para ir separando el grano
y las granzas. Era una tarea que no
acababa nunca y que a mí me parecía
desesperante. Pero al fin y con paciencia
se iba consiguiendo, y ya muy metidos
en julio fue cuando tuvimos la paja en el
pajar y el trigo, la cebada, la avena y el
centeno en los atrojes del obispo. Era el
momento de echar cuentas y de ir viendo
cuánto había que llevar a la maquila,
cuánto para la simienza, cuánta cebada
para moler, cuánta para las caballerías,
amén de separar unos buenos celemines
para la nueva reja de vertedera que
hacía falta, un tiro para la yunta y una
collera porque esta ya no tenía más
remiendo. La vertedera, la collera y los
caballos habían logrado que las labores
fueran algo menos penosas y un poco
más eficaces y rápidas, pero también
suponían aperos nuevos y reparaciones
continuas.
Salimos al fin de las eras y, recogida
la cosecha y celebrada la fiesta por ello,
llegó el momento de que cada cual
cogiera su camino y yo lo hiciera ya sin
más demoras con el mío. Los Gabrieles
ya tenían decidido marcharse a Anguix y
presentarse como primera y más segura
opción a don Martín Ordóñez, pero por
si esta por algún imprevisto les fallara,
tenían también el escape de buscar tajo
en los monasterios de Córcoles y Trillo.
Por mi parte había de regresar ya sin
demora a Atienza tal y como había
dispuesto en primavera y además
convenido con el propio rey Alfonso.
Llevaba su segunda carta junto con la
primera que me había dado, firmada y
con su sello, pegada a mi propio cuerpo,
aunque preservada del sudor, como mi
mayor tesoro. En ella, amén del
nombramiento como caballero y la
admonición de que como tal, y persona
en su gracia, me trataran, se instaba a
que me dieran entrada en las
instituciones de las villas y ocupara mi
lugar en el Concejo.
Antes de emprender camino, sin
embargo, debía cumplir con una
obligación que había demorado en
exceso y que no era otra que la de
presentarme ante el obispo Joscelmo.
No lo retrasé más. A la siguiente mañana
me vestí como debía hacerlo para la
ocasión —borrén, túnica, botas de
media caña, cinturón con la vaina y en
ella la espada— y enjaccé mi palafrén,
colgué del arzón el escudo y el yelmo y
a caballo subí, entre alguna que otra
mirada de asombro, por la cuesta de la
catedral, luego por el segundo y más
empinado tramo hasta el castillo y ante
su puerta, identificándome como
caballero por el rey nombrado, como
Pedro Pérez de Atienza, solicité ver al
obispo.
Me hizo esperar Joscelmo, pero no
tanto como para que me sintiera
agraviado. Sospecho que antes de
recibirme debió de recabar información
sobre mi persona y alguna debió de
obtener, pues cuando entré en su estancia
y doblé la rodilla para besarle el anillo,
me levantó con una sonrisilla un tanto
pícara y a modo de regaño me dijo:
—Pues lleva el caballero, que ahora
se nos presenta, largos meses en
Sigüenza disfrazado de labriego.
—No fue hasta hace poco, en Zorita
este pasado junio, cuando el rey Alfonso
me otorgó tal rango. Antes otra cosa no
era que labriego y no quise
importunaros.
Volvió a reír el prelado, que era
además el primer español que ocupaba
la silla. Me percaté de que sabía más de
lo que demostraba y su siguiente
pregunta fue, sin duda, dirigida a
comprobar si usaba yo doblez u
ocultación en lo que contaba.
—De Atienza, hijo de un frontero de
Hita y cercano al rey. Me sorprende,
Pedro Pérez. ¿A qué es debida tal
familiaridad con don Alfonso?
Deduje que conocía del todo mi
historia y no había ninguna razón por mi
parte para ocultarla en absoluto.
—Fui el arrierillo a quien se cambió
por el rey para librarlo de su tío don
Fernando. Luego estuve años con don
Alfonso en las casas y bajo tutela de los
Lara. Buena parte de mi familia es
vecina de Sigüenza y he pasado una
temporada con ellos.
Quedó en apariencia satisfecho, y ya
solo me hizo una pregunta final.
—¿Dónde tiene el caballero
voluntad de establecerse? ¿Tal vez aquí
mismo? Sería bienvenido, don Pedro.
—Gracias, eminencia. Pero, con su
permiso, debo retornar a Atienza, que es
donde tengo casa y he de cuidar de mi
pequeña hacienda. Pero quedo a
disposición del señor obispo si alguna
vez gusta de requerir mis servicios —
respondí, pero también quise dar una
puntada de que sobre su voluntad había
alguna otra superior a la que yo atendía
—. Así me ha encomendado el rey
Alfonso que hiciera.
—Me congratula y me alegra de que
mi rey tenga en cuenta a este humilde
obispo, de tan apartado extremo de su
reino —respondió rápido y ágil de
mente Joscelmo.
Desde luego estaba al cabo de la
calle de todo lo que a mí atañía y no me
sorprendió en absoluto, conociendo
como conocía a don Nuño Pérez de
Lara, quien era con seguridad quien le
había informado y aleccionado al
respecto.
No hubo para mucho más en
cualquier caso. Ni mayores cercanías
por su parte ni, en reciprocidad, por la
mía. Se daba todo por supuesto y ambos
pasábamos por el trámite con discreción
y sin entrar en ninguna hondura. Como
señal de deferencia hacia mi persona,
eso sí, el obispo me ofreció cortésmente
una copa de vino fresco y me despidió
con aquella sonrisa suya de parecer
saber más de lo que sabía. O es que en
verdad Joscelmo, en efecto, lo sabía
todo. O casi. También me dio
bendiciones para mi familia, a la que
reconoció como buenos vecinos y
cristianos, y yo, agradecido, opté por no
mencionarle que en breve tiempo iba a
quedar un tanto mermada y su villa
perdería dos buenos canteros. Pero al
fin y al cabo, abierta ya la catedral,
ninguna falta le hacían.
Pero no iban a ser los Gabrieles los
únicos en partir, pues mi primo Juan, al
saber de mi marcha inminente, decidió
venirse conmigo. Lo tenía bien rumiado
y resuelto, aunque no se lo hubiera dicho
a nadie, a su padre menos pues sabía
que haría por convencerle de que no lo
hiciera. Que es lo que intentó mi tío
Pablo, aunque lo cierto es que tampoco
con demasiado empeño, vista la
voluntad del mozo, el que estaría a mi
lado y que total él tenía brazos
suficientes y al final transigió,
consciente de que en cualquier caso no
le quedaba otro remedio. Así que Juan
recogió sus cuatro cosas, aparejó un
caballo viejo y, más contento que unas
pascuas, emprendió el camino hacia
Atienza conmigo.
Pero antes de llegar allí tenía yo
hecho el propósito de, aun dando un
rodeo que no era pequeño, ir a ver cómo
andaba la mula y en qué había parado lo
de los dos hermanos a quienes la dejé en
préstamo en Bujalaro. Así que, en vez
de coger el camino más que transitado y
directo por Imón, tiramos Henares abajo
pues Juan conocía aquel camino que,
según él, por Cutamilla y Baides se nos
haría más liviano. Y, además, así
conocíamos aquella otra senda y
aquellos otros pueblos. A Juan le
gustaba conocer mundo.
Estando yo en la mi choza
pintando la mi cayada,
las cabrillas altas iban y la
luna rebajada;
mal barruntan las ovejas,
no paran en la majada.
Vide venir siete lobos por
una oscura cañada.
Venían echando suertes
cuál entrará a la majada;
le tocó a una loba vieja,
patituerta, cana y parda,
que tenía los colmillos
como punta de navaja.
Dio tres vueltas al redil y
no pudo sacar nada;
a la otra vuelta que dio,
sacó la borrega blanca,
hija de la oveja churra,
nieta de la orejisana,
la que tenían mis amos
para el domingo de Pascua.
—¡Aquí, mis siete
cachorros, aquí, perra
trujillana,
aquí, perro el de los
hierros, a correr la loba parda!
Si me cobráis la borrega,
cenaréis leche y hogaza;
y si no me la cobráis,
cenaréis de mi cayada.
Los perros tras de la loba
las uñas se esmigajaban;
siete leguas la corrieron
por unas sierras muy agrias.
Al subir un cotarrito la
loba ya va cansada:
—Tomad, perros, la
borrega, sana y buena como
estaba.
—No queremos la borrega,
de tu boca alobadada,
que queremos tu pelleja pa’
el pastor una zamarra;
el rabo para correas, para
atacarse las bragas;
de la cabeza un zurrón,
para meter las cucharas;
las tripas para vihuelas
para que bailen las damas.
Las confidencias de un
rey
C
recía yo de rango, linaje y
fortuna para ser merecedor de
aquel honor, pero lo cierto es
que además de la voluntad del Rey
Pequeño, que ya estaba dejando de
serlo, percibí también que no solo mi
presencia no suscitaba animadversión
alguna en don Nuño Pérez de Lara,
largos años regente del reino y custodio
de don Alfonso, sino que al contrario
este veía con buenos ojos mi presencia
como un elemento benéfico para el
joven soberano. Había comprobado a lo
largo de los años, y corroborado hacía
bien poco en Zorita, que pasiones
humanas aparte, don Nuño era, entre los
Lara, no solo el más capaz e inteligente
sino que, con sus defectos y ambiciones,
era justo reconocer que había sabido
estar a la altura de su cometido y no solo
preservó los intereses de su joven
pupilo sino que supo inculcarle los
mejores valores y virtudes, aunque
pudiera muy bien pensarse que él mismo
careciera de alguna de ellas.
Tras la muerte de su hermano mayor
don Manrique, quizás el más intrigante
de todos ellos y el más enfrentado a los
Castro por la disputa de villas y rentas,
don Nuño había sido lo más cercano a
un padre que el niño rey tuvo en vida y
quien veló por él y sus intereses, sin
olvidar los propios, claro, en aquellos
cinco años en que ejerció tan alta
responsabilidad. Lo hizo siempre con
entera dedicación y de manera casi por
entero exclusiva, pues el tercero de los
hermanos, don Álvaro, que quedaba
vivo estuvo siempre más alejado y
ocupado de sus haciendas en el norte,
allá por sus tierras y señoríos de las
Asturias de Santillana.
Yo había sido testigo excepcional,
aunque en muchas ocasiones un tanto
ignorante de las enrevesadas situaciones
por las que atravesamos, de aquellas
peripecias durante aquel lustro desde
que, derrotados los Lara en Huete, y tras
refugiarnos coyunturalmente en Zorita,
hubimos de encaminarnos de inmediato
a Ávila un tanto a expensas de la
voluntad de su Concejo. Pero la ciudad
estuvo a la altura de lo que entendió su
deber para con su rey y para con
Castilla y puso de inmediato al servicio
de don Alfonso a 150 de sus mejores
caballeros para que lo acompañaran
siempre, y fue tras sus murallas donde
pasamos gran parte de los tres años
siguientes. Las posesiones de don Nuño
se hallaban al norte del Duero y él se
encontraba allí más seguro y estimaba
que podía ofrecer mayor seguridad a su
pupilo.
Don Nuño buscó y encontró, tras
aquello, algún tipo de acuerdo con el rey
leonés Fernando y se fueron pergeñando
diversos pactos que permitieron hablar
de ciertas paces y treguas. De hecho, los
Castro regresaron a primeros de 1165 a
Castilla, cuando aún vivía el bueno de
don Gutierre, ya muy anciano.
Duró poco la tregua, pues primero el
rey Fernando de manera unilateral y sin
contar con Castilla, ni menos con el
regente, donó a su hermana doña Sancha,
tía del Rey Pequeño, las propiedades
del Infantazgo, en tierra de Campos que
en puridad pertenecían al reino
castellano. Se rompieron las
hostilidades y una vez más el Lara
sucumbió en el campo de batalla,
teniendo que refugiarse en Medina de
Rioseco, donde fue asediado y de donde
pudo escapar maltrecho y dejándose un
gran botín amén de perder muchos
caballeros. Aquello fue en agosto del
sesenta y cinco y las malas noticias nos
llegaron al cabo a Ávila, aunque no
fueron a más, pues Fernando se dio por
contento con el control ganado sobre las
tierras del Infantazgo. Los Castro
abandonaron Castilla de nuevo y
regresaron al reino de León, don
Fernando como mayordomo regio y su
hermano don Álvaro como tenente de las
Torres de León. Al año siguiente fue
cuando la muerte alcanzó al anciano don
Gutierre, el más ilustre y mejor de todos
ellos. Don Gutierre fue siempre
partidario de encontrar soluciones a
pesar de haber sido engañado en su
buena fe, pero luego sus sobrinos, en
particular don Fernando Rodríguez de
Castro, buscaron siempre la
confrontación. El desenterrar el cadáver
de don Gutierre por parte de deudos de
los Lara fue, sin duda, lo más horrendo y
la peor de las vilezas cometidas por
estos y exacerbó ya para siempre la
posibilidad de arreglo.
Fue, sin embargo, y a partir de aquel
momento, cuando peor les pintaban las
cosas a los Lara y mejor a los Castro,
cuando la suerte comenzó a volverse
aciaga para estos. Según crecía en años
el rey, decrecía el poder de don
Fernando de Castro y afloraba en él lo
peor de su persona y carácter, mientras
que en don Nuño acaecía lo contrario y
emergían sus virtudes y capacidades. El
logro de entrar en Toledo y desalojar a
su rival de aquella plaza esencial fue el
comienzo del fin del Castro, que
culminó en el reciente episodio que
acabábamos de vivir en Zorita, donde
por vez primera el rey, a pesar de sus
aún más cortos trece años, actuó con
toda decisión y cuajo, y demostrando en
todos sus actos el gran cariño que
profesaba hacia su ayo, don Nuño. Algo
que ni a mí ni a todos los presentes se
nos ocultó en ningún momento y de lo
que todos los magnates presentes
tomaron buena nota para los tiempos por
venir y ya cercanos: con el rey, sin
tutelas, en el trono. Se vio muy
claramente que don Alfonso lo quería y
lo tenía en mayor estima que a nadie, y
si aquel día le dio prueba de ello iba a
seguir dándoselas una vez coronado
teniéndolo siempre a su lado y
tratándole con todo afecto y
consideración como un ahijado
agradecido. No hacía falta que lo dijera,
pues era bien notorio en su trato y
deferencia. Pero además a mí, en aquel
trato de confianza, de compañeros de
juegos infantiles y de secretos
adolescentes, no fueron pocas las veces
en que me lo expuso de aquella manera
suya mucho más vehemente cuando
estábamos a solas que cuando, educado
en el comedimiento que su posición le
imponía y ejerciendo aquel autocontrol
que le habían inculcado y del que hacía
gala, se encontraba rodeado de gentes de
la corte. A solas y en confianza, al Rey
Pequeño le brotaba aquel carácter fuerte
y vehemente que no muchos conocían.
—Don Nuño, Pedro, siempre me ha
sido leal y yo sabré premiar esa lealtad
también por siempre. Será ahora cuando
demuestre, y con ello a Castilla, que su
rey sabe ser agradecido con quienes se
hacen de ello merecedores, al igual que
implacable con quienes lo traicionan. La
traición es lo más abominable y lo que
no toleraré ni perdonaré nunca.
Desde luego, bien lo había puesto el
rey en práctica en Zorita y daba fe de
ello el castigo a Dominguejo, aunque se
hubiera valido de él y de su acción
perversa para conseguir sus fines.
Esas palabras sobre don Nuño me
las dijo don Alfonso poco antes de su
acto solemne de coronación en Burgos,
pues sus mensajeros no me llevaron de
inicio allí sino a Carrión de los Condes,
al monasterio de San Zoilo, donde quiso
que fuéramos testigos de una ceremonia
en que el propio don Alfonso tomó del
altar con sus propias manos las armas
allí depositadas y se ciñó él mismo la
espada, se vistió de caballero y se
impuso las insignias que como tal
correspondían siguiendo la costumbre
de los reyes de León y Castilla de
armarse a sí mismos y no permitir que
nadie de rango inferior lo hiciera. Del
monasterio guardaría siempre buen
recuerdo y se pagaría de inmediato, pues
ya en Burgos y tras ser, al fin, como rey
coronado el día 11 de noviembre cuando
cumplió los ansiados catorce años, le
otorgó la celebración de una feria que
tendría lugar desde quince días antes de
San Juan hasta pasados otros quince de
esa fecha, y que habría de celebrarse en
el barrio del Monasterio, separado de la
villa de Carrión por el río y por ser allí
donde «por primera vez tomé las armas
de encima del altar de San Zoilo». No
era cosa nimia una feria y con ello hizo
rico al monasterio.
Me concedió el privilegio de asistir
a su coronación y es algo que he
guardado en mi memoria de por vida.
No tuve por supuesto un papel relevante,
pero me sobró con la deferencia de mi
rey de querer simplemente que asistiera,
y el poder renovarle, una vez coronado,
mi juramento de lealtad y vasallaje me
llenó de la más íntima alegría. Justo al
levantarme y tras cruzar con don
Alfonso una mirada que en él fue
cómplice y sonriente, y de profunda
emoción por mi lado, toparon mis ojos
con la figura de don Nuño. Vi en su cara
una expresión de enorme satisfacción y
diría que también de inmenso alivio, de
alguien que siente que ha cumplido una
misión de la que en cierto modo se
liberaba con la sensación del deber
cumplido. Don Nuño me hizo un cordial
gesto con la mano, acompañado también
de un gesto de agrado en su rostro. Más
tarde aún tendría ocasión de dirigirse a
mí y de gratificarme con sus palabras.
—Has servido bien a tu rey, Pedro
de Atienza, en estos años y desde que
eras un niño arriero. Hoy quiero
reconocértelo y pedirte que lo sigas
haciendo de por vida. Yo te ceñí la
espada de caballero en Zorita y sé que
harás honor a tus promesas y a tus votos.
Acude siempre cuando el rey te llame,
dejando todo y cualquier cosa, y no
olvides que eres de los contados a los
que él aprecia, quiere y en quien, en más
que en muchos que de ello presumen,
confía.
Le agradecí en mucho aquellas
palabras. Don Nuño era un magnate
poco dado a los elogios y desde luego
conmigo no los había prodigado nunca.
Pero lo dicho descubría algo más y era
que ya me consideraba más cerca suyo,
como si, aun estando muchos escalones
por debajo, ambos estuviéramos al
menos en la misma escalera y en un
mismo empeño de subirla.
La confianza real en mi persona tuve
ocasión de comprobarla en los días
posteriores, pues hube de quedarme en
Burgos y fueron varias las ocasiones en
que el rey me hizo llamar para departir
conmigo. Y en algunas de ellas, por
cierto, hube de acudir dejando a medias
alguna cosa ciertamente placentera en
que estaba muy afanado. Porque en
Burgos encontré de nuevo a doña
Constanza o, siendo más preciso, doña
Constanza me halló a mí y encontró
presto la forma y el medio de que la
sirviera como a ella le gustaba ser
servida. Con alguna dificultad añadida,
pero que supo resolver con la ayuda de
su eficaz y vieja sirviente. Porque ahora
la rubia dama había, y por tercera vez,
casado.
En realidad, los impedimentos
mayores que hubo de vencer los puse yo.
Pero he de confesar, la carne es débil y
el deseo joven, poderoso, que más bien
débiles y muy de inicio. Y a fuer de ser
veraz conmigo mismo, no tanto por el
recuerdo de Elisa, de la que tan
enamorado me suponía y a la que estaba
dispuesto a permanecer fiel a pesar de
su desolado rechazo y mi amargura, sino
por cierto orgullo o vanidad herida por
doña Constanza, que me había dado trato
poco más que de garañón que debía
limitarse a atender sus caprichos de
hembra deseosa de monta, y que tras ser
satisfecha volvía a colocar en su sitio, o
sea en los establos. Ahora yo no era un
caballo semental sino un caballero. Por
ello cuando, y a pesar de no haber
tenido en largo tiempo ocasión de
desfogarme con hembra y siendo bien
cierto que solo el recuerdo de la vez
pasada me enardecía, me abordó de
nuevo la sirvienta, rechacé de manera
airada tanto la propuesta como la
embajada.
Doña Constanza me había visto en
Burgos antes de que yo tuviera siquiera
noción de su presencia allí. Debió de
saberlo incluso antes de mi llegada,
pues pocas cosas parecía escapársele a
la avisada dama del linaje de los Castro
aunque al servicio del rey y de los Lara,
y cuando quiso se mostró para que
pudiera verla. Lo hizo en la catedral de
Santa María y no se recató de realzar su
belleza al acudir a misa. Y si yo supuse
casualidad el encuentro, era porque la
conocía en poco y todavía menos sabía
de sus artes.
Iba acompañada del marido y
sonreía con desparpajo a otras damas
conocidas que acudían a la misa mayor,
mientras que el hombre, que caminaba
apocado a su lado, apenas si esbozaba
los saludos. Le doblaba si no triplicaba
a ella en años, pero en carnes y hasta en
estatura le quedaba por debajo, pues era
hombre de talla bien pequeña y de
hechuras escasas y deshilachadas, como
si estuviera hecho de palos secos. Todo
en él era ralo y menguante, con la
excepción de la nuez de la garganta, y el
poco pelo que le quedaba le caía en
cortinilla por la nuca.
Era, sin embargo, lo mejor que
pudieron encontrarle a la viuda, porque
al menos tenía buenas y saneadas rentas
y un oficio que le daba beneficios y no
le acarreaba peligros. Porque era sabido
y comentado en todo el reino que los
maridos de Constanza, nada más holgar
con ella y en cuanto se ponían en trance,
acababan por perecer en el primer
combate. Los dos primeros habían
muerto tras desposarse a las primeras de
cambio, ya en el primer lance de la
batalla o de la escaramuza, pues si bien
en el primer caso hubo cierta mortandad
cristiana, en el segundo caso, su marido
fue de hecho el único caballero que
resultó ya no solo muerto sino que el
resto no tuvo que lamentar ni siquiera
una herida. La única flecha musulmana,
lanzada al azar, fue a darle en un ojo y
llegarle al cerebro dejándolo muerto al
instante. Después de aquello la especie
de su maldición fue tal que ya no hubo
quien se atreviera a aceptarla, a pesar
de su lozanía y de que aportaba
riquezas, buena dote y el amparo de sus
grandes protectores. Así que hubo que
buscarle a alguien que por su condición
no tuviera peligro de combate y lo
hallaron en aquel viudo, sin hijos y sin
ganas de casarse pero que entendió que
su manera de medrar en la corte era
aceptando el acuerdo que un enviado de
los Lara le propuso. Era de familia
infanzona, pero tan poco dotado para
cualquier cosa que tuviera que ver con
actividad violenta, o hasta mínimamente
enérgica, que a nadie se le ocurrió que
siguiera carrera de armas. Pero tampoco
se le destinó al clero y acabó en tareas
de contable y recaudador, para lo que sí
estaba dotado, se complacía en ellas y
en ellas se esmeraba. Así que con él
casaron a doña Constanza, que se avino
a ello para ya desvincularse del todo de
su linaje Castro y pasar a residir en
Burgos y al resguardo de don Nuño, que
estimaba en lo que valían sus servicios,
que no habían sido pocos como la mejor
informadora en el campo contrario.
Que don Nuño estuviera al cabo de
las otras aventuras de la dama es algo
que no dejaba de preocuparme, pues
pocas cosas se escapaban de la mirada y
los oídos del Lara, que no eran solo las
suyas sino las de cientos de deudos,
dueñas, sirvientes y criadas. Pero yo era
joven y tampoco era aquello lo que me
paraba. Ya digo, mi amor por doña Elisa
y mi orgullo fue lo que me hicieron dar
aquella mala réplica cuando de nuevo la
vieja, como en Hita, y una tarde cuando
yo salía de los aposentos que el Lara me
había facilitado, me requirió que la
siguiera pues su señora así lo quería.
—Dile a tu señora que si con otras
formas me solicita, tal vez estime
complacerla. Pero si me supone un
criado como tú que ha de correr a
servirle, que a otro lado acuda que quizá
no le falte, pero ni se le ocurra pensar
que va a volverme a tratar de igual
modo y tan mala manera.
Así dije, aunque bien era cierto que
de mala manera no era la forma exacta
de referir el encuentro. Y cuando me iba
yendo a escape lo cierto es que ya me
estaba arrepintiendo de haberlo dicho.
Pero dicho estaba.
No hubo recado y cruzó por entero
la semana sin tener noticias suyas y en
no poca medida reconcomido por mi
orgullo. Ya la verdad es que ni el
recuerdo de Elisa me refrenaba y aun
estuve yo por dar algún paso. Que no di
por fortuna, pues aprendí entonces que
mantener algunos pulsos es la manera de
que no se acabe arrastrando las calzas.
Debió de enfurruñarse ella, pero a la
postre cedió o hasta le gustó el arranque,
y fue el siguiente domingo cuando bien
se las ingenió para lograr cruzarme la
mirada y expresar con ella promesas y
anhelos sin que hicieran falta más cosas.
Aunque luego a la salida me envió a su
criada a decirme, esta vez con aire y
tono bien diferente, el recado para el día
siguiente.
—Que dice mi ama que si el
caballero lo gusta, le recibiría el lunes
tras la comida en lugar discreto. Que me
aguarde en su posada que yo lo llevaré
hasta ella.
—Dile a doña Constanza que en esta
forma y modo le serviré con gusto para
todo lo que le plazca.
Quedó pues fijado el encuentro y yo
di cumplimiento a mi palabra y mi
deseo, rompiendo todas las otras íntimas
promesas al recuerdo de mi amada Elisa
que a mí mismo me había jurado. Esperé
anhelante a que llegara la vieja y la
seguí como me dijo a un cierto trecho,
metiéndome por algunos callejones hasta
entrar por la trasera de una casa que
daba al portillo de un corral y de allí se
pasaba por un zaguán donde la dama me
esperaba. Esta vez nada dominadora
sino anhelante y hasta con ciertos
mohínes y gemidos de abandonada.
—¿Por qué me has tratado así,
Pedro? —me dijo mientras se enroscaba
literalmente a mi cuerpo, haciéndome
sentir la firmeza de sus pechos y sus
muslos, pues como en la ocasión
anterior no llevaba nada más que un fino
camisón encima de sus desnudas carnes
—. ¿Acaso no te complací la vez
anterior, acaso no me entregué entera y
acaso no sabes que arriesgo ahora mi
honra por verte pues soy casada?
Me dio igual que mintiera porque
era una mentira muy placentera, pero al
sentirla sumisa comprendí que alguna
torna había cambiado y que ahora ella
era quien estaba dispuesta a someterse a
mi capricho por entero. Yo era joven
pero aprendí de inmediato aquel juego.
Ella era, sin ninguna duda, mucho más
experta que yo, que apenas si me había
estrenado en aquellos combates en las
artes amatorias, y aunque yo pareciera
dominar y así hice en los primeros
compases de la lid, a nada ella se
apoderó de mí y esta vez sin órdenes ni
exigencias, pero sí con mimos y
arrumacos, me fue llevando a los
terrenos que más le agradaban para
culminar en aquella posición que la
llevaba al frenesí y donde gritos,
gemidos y hasta las peores
imprecaciones salían de su boca.
—¡Móntame así, así, así, cabrón,
así! No pares, dame fuerte. ¡Dame!
Clávame hasta lo más hondo, ¡clávamela
hasta dentro!
Me enseñó también, buscando que la
ahondara hasta sus entrañas, una nueva
posición. Poniendo sus pies en mis
hombros y abierta por entero yo le
hundía mi espada y ella se deshacía a
cada embestida hasta que la noté
derramarse. Fue entonces cuando, al
derramarme yo, la marqué en sus pechos
con un bocado fuerte, que le hizo daño
pero disfrutó como la mejor de las
caricias.
—Me has marcado aposta. Eso es
que te ha gustado volver a montar esta
yegua y que querrás volver a verme —
me dijo entre risas y ofrecimientos.
Me contó lo del marido y el arreglo
y lo desasistida que la tenía, pero que no
había querido recurrir a ningún otro
mancebo ni a otro caballero. Y yo, aun
dudándolo, preferí creérmelo y
alimentar mi vanidad. Luego
establecimos algunos acuerdos para
vernos mientras yo permaneciera en
Burgos, que iba a ser hasta la semana
anterior de Navidad, cuando iba a partir
con gente de los Lara hacia Soria y de
allí a mi Atienza.
El momento bueno era aquella hora
tras la comida cuando su marido salía a
sus quehaceres y si acaso volvía, como
la vieja siempre estaba vigilante, yo
tendría ocasión y tiempo de escapar por
el zaguán y ganar la calle. No hubo en
este sentido contratiempo, aunque sí nos
surgió por el lado más insospechado,
pues tras haber trabado una cita cuando
ya principiaba diciembre, el rey Alfonso
me requirió a su lado y yo hube de dejar
de atender a doña Constanza sin poderla
avisar, con lo que se mantuvo muy arisca
unos días hasta que le di cuentas a la
sirvienta y me perdonó, ya que bien se
debía a razones de causa mayor.
Los encuentros, además, habían ido
cambiando de aquellos hervores
continuos a placeres más sosegados,
aunque no dejaban de producirse los
asaltos apasionados. Pero también fue
doña Constanza maestra en otras artes
cortesanas y cuando salió a colación
aquel encuentro en Zorita y sabedora de
mi cercanía y confianza con el rey, no
tuvo empacho en contarme algunas cosas
de sus actividades por las cuales sin
duda recibía cuantiosas recompensas de
don Nuño. Aunque entendí que no era
tan solo la recompensa lo que la guiaba,
sino su instinto y fina inteligencia para
saber por dónde estaba el camino y el
futuro.
—La batalla entre Castros y Laras
está vencida desde hace mucho tiempo,
aunque pudiera parecer que los primeros
llevaban ventaja en armas y guerras.
Desde que perdieron la custodia del rey
su suerte estaba echada y ya lo estuvo de
manera definitiva cuando se comenzaron
a ver en Castilla como los siervos del
rey leonés. Ese fue el peor paso que
pudo dar mi primo don Fernando
Rodríguez de Castro. Pero lo definitivo
fue el aliarse con el califa almohade.
Por muy buenos y muchos jinetes que
ponga a su servicio, por mucho daño que
así haga a Castilla, él se lo hace aún
peor a su propia causa. Ahora es ya un
traidor, ahora son los obispos y el
mismo Papa de Roma quienes lo
maldicen, y ya puede vencer batallas y
tomar fortalezas que de poco han de
servirle. Porque serán a la postre para
los sarracenos y solo engendrarán entre
los cristianos odio a su nombre y a su
estirpe.
Con lo que me contó doña Constanza
y lo que en algunos momentos me
secretearon los Lara ya en Zorita tras la
liberación de don Nuño, comprendí que
los tratos del Castro con los almohades
y su califa venían de años atrás.
Su califa Al Mumin, el primero que
había cruzado el Estrecho y nos había
combatido, cuyas tropas eran las que
habían muerto a mi padre en Granada,
seguía enredado en conseguir doblegar a
las taifas hispano musulmanas, en
particular al Rey Lobo, al que iba
debilitando poco a poco pero que
todavía le resistía y entretenía a sus
fuerzas en el levante. Ello fue
aprovechado por el rey portugués
Alfonso Enríquez, el primo de Alfonso
VII el Emperador de cuyo vasallaje
acabó por zafarse, y sobre todo por
aquel adalid de quien nos glosaba sus
hazañas don Nuño en Zorita, Geraldo
Sempavor, quien vio la oportunidad y
atacó en el poniente apoderándose de
importantes plazas como Trujillo,
Évora, Cáceres y Montánchez entre los
años 1165 y 1166 con aquella técnica
suya de asaltos nocturnos y por
sorpresa. Aquello enfureció a los moros,
pero no gustó tampoco al rey leonés,
pues aquella zona había sido pactada
como área de su influencia, ni tampoco a
su aliado castellano, Fernando
Rodríguez de Castro, pues al ocupar
Trujillo y Montánchez cruzó al oriente
de la Vía de la Plata, y eso se entendía
territorio reservado a su avance. Fue
cuando el Castro, acosado por los Lara,
ya desalojado de Toledo y Huete y ahora
afrentado por los portugueses, decidió
que su única opción era marchar él
mismo a África, entrevistarse con el
nuevo califa, Abu Yaqub, hijo de Al
Mumin, y establecer con él alianzas,
contando para ello al menos con la
aquiescencia del rey leonés, contra su
propio señor natural, el rey Alfonso y el
propio reino de Castilla regentado por
sus odiados Lara.
Esa fue la primera información de
gran relevancia a la que tuvo acceso
doña Constanza, y la que le decidió a
cambiar de bando por lo que suponía
una traición definitiva del cabeza de su
propio linaje. Solicitó entrevistarse con
don Nuño de Lara y ponerle al corriente
por entero de lo que don Fernando
tramaba y que desagradaba a muchos,
incluido a ramas de su propia familia,
como los García de Hita. Que yo la
encontrara en la villa alcarreña primero
y en Zorita después tenía que ver mucho
con sus viajes y recados. El cómo había
logrado hacerse con tales secretos era
algo que me hacía sonreír con cierta
malicia, pues conociendo su intimidad y
artes amatorias como yo las conocía me
parecía que no había muchos que
pudieran resistirse a contar en el lecho,
y enfebrecidos por los ardores de su
carne y los licores que tan bien sabía
administrar, hasta el último de sus
secretos, y más si con ello alardeaban
de poder y designios, algo a lo que los
hombres somos en extremo aficionados
y más cuando se trata de impresionar y
seducir a una mujer. Con los años bien
he aprendido, y de ello me abrió los
ojos antes que nadie doña Constanza,
que los seducidos somos siempre
nosotros y que nunca estamos más
indefensos que ante su cuerpo desnudo
si es eso lo que deseamos. Nunca le
pregunté, eso tampoco, pues a tanto no
llegaba ni siquiera entonces mi
arrogancia y estupidez adolescentes,
quiénes habían sido aquellos que le
habían revelado tales secretos, ni de qué
forma los había obtenido ni si seguía
frecuentándolos. En el mejor de los
casos me habría respondido con una
mentira y en el peor, y con razón,
despedido. Y eso era lo que yo no
deseaba en absoluto.
Reconozco también que, fuera por
capricho de mi juventud o porque al
cabo la Castro, refinada cortesana y
espía, acabó por sentir cierto afecto por
mí, doña Constanza me trató siempre
muy bien y hasta diría que fue buena
conmigo, pues sin duda y con su
experiencia podía haber hecho de mí y
conmigo lo que hubiera querido y
causarme todos los males. Y al
contrario, me enseñó mucho, me hizo
avisado y precavido, me mostró el lado
oculto de las personas y los hechos, y
amén de todo ello me entregó placeres
nunca soñados siquiera y de los que
luego me arrepentía y confesaba ante
Dios y ante mí mismo, por mi amor por
Elisa, pero a los que acudía ansioso en
cuanto se me requería. Porque me tenía
doña Constanza encelado a ella y
embebido en cualquiera de sus rizos. Y
no solo los rubios de la cabeza. Porque
rubios tenía también los otros.
Por ellos fuera o por sus
deslenguados interlocutores, supo ella y
supo don Nuño cuándo partió don
Fernando de Castro hacia Sevilla, y que
había sido bien recibido pero debió
esperar autorización para embarcar y
llegar a Marrakech, donde residía el
emir de los almohades. Finalmente le
fue autorizado y, llegado a la ahora
capital, fue agasajado y recibido como
un príncipe aliado, algo que colmó su
vanidad y expectativas. Concluyó
suscribiendo un acuerdo por el que
entraba al servicio del califa mediante
un fuerte pago para sostener su propia
mesnada y actuar ya desde entonces
como aliado de las tropas africanas en
España. No se les escapaba al Castro, ni
a Abu Yaqub ni al regente castellano,
don Nuño, cuando de ello fue informado,
que dada la privanza y cercanía del
Castro con el rey leonés eso le suponía
otra alianza que, aunque no escrita, se
sobreentendía. No sorprendió por tanto
en Castilla cuando el almohade Abu
Yaqub decidió ponerse de nuevo en
guerra y hacer que sus tropas
atravesaran otra vez el Estrecho para
dar un golpe definitivo al Rey Lobo y a
los castellanos. Pero justo cuando se
aprestaban para embarcar recibieron la
nueva de que Geraldo Sempavor había
asestado un nuevo golpe y había
asaltado Badajoz, ocupando la ciudad
aunque la alcazaba resistía y seguía en
manos almohades. Aquello ocurría
precisamente en mayo de 1169, cuando
el Rey Pequeño y don Nuño de Lara se
aprestaban a ir a rendir Zorita y por lo
que yo me topé a doña Constanza
saliendo escoltada de su campamento.
Los almohades
E
l berebere masmuda Ibn Tumart
había nacido en las montañas
del Atlas y desde muy niño no
tuvo otro camino que el de intentar
seguir el marcado por Alá, que fue
revelado a su profeta Mahoma, quien
nos lo dejó escrito en el Corán. Tumart
supo, desde muy joven, que ese era el
único y exclusivo sendero por el que
todos los musulmanes deberían transitar,
sin caer en las desviaciones con que
unos y otros tientan a los fieles.
El berebere masmuda viajó a los
lugares sagrados en busca de la
sabiduría y la revelación y llegó hasta
Al Ándalus y en Córdoba conoció a
hombres que le presentaron como sabios
y a gobernantes que se le mostraron
como los más fieles practicantes del
Islam y la espada más afilada del
profeta. Pero Ibn Tumart solo vio en
ellos abominación.
Conoció a los sabios malikíes que
interpretaban los textos sagrados y se
espantó de su desvío y arrogancia.
Comprendió que ellos habían sido la
causa de la corrupción de los
almorávides, que un día no lejano
habían empuñado el acero contra tales
aberraciones y en Al Ándalus, una vez
más en Al Ándalus, en el vergel
ponzoñoso, habían acabado siendo ellos
seducidos por las doctrinas heréticas y
caído en las tentaciones licenciosas que
en aquel jardín perverso y tentador
parecían siempre rebrotar y florecer
corrompiendo a quienes se presumían
más incorruptibles.
Los que antes habían condenado la
música, el canto, la poesía, las ropas
suaves y la cohabitación y hasta las
impías alianzas con los infieles
cristianos, ahora en la suavidad andalusí
se entregaban a ellas, aunque
proclamaran lo contrario ante las gentes
sencillas. Y mientras al pueblo islámico
le aplicaban todo el rigor de sus
preceptos y la dura bota de sus
impuestos y exigencias, ellos disfrutaban
de todo cuanto a los demás prohibían.
Ibn Tumart regresó a las montañas
del Atlas y allí pudo comprobar como el
mal se iba extendiendo. El califa Yusuf,
quien siempre había dormido en el
suelo, había vestido sencillas ropas de
lana y se había alimentado en exclusiva
de pan de cebada, dátiles, leche y carne
de cabra y camella, había muerto hacía
poco y desde Marrakech, en todo el
Magreb y ya en casi todo Al Ándalus era
ahora su hijo Alí ibn Yusuf quien
gobernaba como califa. Y el hijo,
aunque atacaba con sus tropas a los
cristianos y sometía a los últimos taifas
que se oponían a su autoridad, no era
como su padre y se desviaba del camino
de la fe y aún más sus gobernadores.
Para convencerlo de su error y de su mal
proceder, Ibn Tumart, al regresar de su
retiro en Bejaia,[29] donde había
predicado y conseguido ya muchos
seguidores, se dirigió a él para
advertirle que ciertos impuestos que
pretendían cobrar no eran coránicos ni
por tanto estaban bendecidos por la
palabra revelada, y así pues los
musulmanes no debían pagarlos. Se
celebró un gran debate, una gran reunión
de pretendidos sabios que el califa
convocó para refutar y aplastar a
Tumart, y el propio Alí participó en la
discusión. Tan solo para salir, tanto él
como los que había llamado en su ayuda,
derrotados todos por la verdad de
Tumart, pues la verdad revelada al
Profeta hablaba por su boca.
El triunfo de aquel a quienes ya
comenzaron a llamar el Mahdi pudo
significar también su fin. Pero el
Elegido ya no estaba solo sino que a su
lado tenía hombres muy valiosos que le
custodiaban. Sobre todos ellos, Abd al
Mumin, su más fiel seguidor, que desde
joven había destacado tanto en el
conocimiento de las artes de la guerra
como de las intenciones ocultas de los
hombres. Al Mumin intuyó primero y
supo después que el califa sopesaba y
acabaría por hacer ejecutar a Tumart.
Entonces lo hizo salir con él de la
ciudad podrida y le condujo a un refugio
seguro en las montañas, entre los
masmudas, en Tinmal, desde donde
comenzaron a unírseles los clanes y
rebelarse contra el poder de Marrakech.
Fueron los zenetes, los más
encarnizados enemigos de los sanhaya
almorávides, quienes le ofrecieron
desde el inicio su más fervoroso apoyo
y le socorrieron con sus mejores tropas.
La predicación corrió como el viento e
innumerables tribus acudieron a la
llamada y aceptaron su autoridad como
imán. Ante todos ellos, Tumart declaró
que él era, en efecto, el Mahdi, el
Elegido, el Enviado, el libre de pecado,
que Alá había enviado para que
destruyera a los heréticos almorávides,
y ellos, los almohades, los que creían en
el Dios único, serían su instrumento,
porque ellos eran los unitarios, que
proclamaban la unidad absoluta e
indivisible de Alá y todo estaba ya
predestinado. Los almorávides ya
habían sido condenados y ellos,
observando los preceptos, la absoluta
separación de sexos, la abstinencia del
alcohol y la evitación de frivolidades
como la música, la poesía y el baile,
serían el brazo ejecutor por el que se
cumpliría lo que ya estaba escrito.
Así lo había proclamado el Mahdi:
«Tenemos que combatiros y venceros,
luchar contra quien se ha desviado y
prevaricado sin querer reconocer la
gracia de Dios. Según las palabras del
Corán, vosotros no sois musulmanes y
no creéis en la profesión de Fe: No hay
más Dios que Alá, por tanto vuestra
sangre puede ser impunemente
derramada y vuestras personas tomadas
como botín.»
E
l Miramamolin, así había
comenzado a llamarse al califa
almohade entre los cristianos de
la frontera, se nos vino encima nada más
comenzar el año. Y su embestida no era
una razia en busca de cautivos, ni una
expedición de castigo, era la Yihad, la
Guerra Santa, que venía a conquistar la
tierra y someterla al Islam. Su ejército
era inmenso, incontable su caballería y
aún más sus peones, gentes venidas de
todos los confines, de las arenas del
Sahara, de las montañas del Atlas, hasta
el sultán Saladino les había enviado a
sus temidos arqueros, cuyas mortíferas
flechas habían acabado con tantos
cruzados. Los guerreros almohades,
despiadados y dispuestos al sacrificio
por Alá, eran el corazón de aquel
ejército donde también marchaban las
tropas de todas las provincias de Al
Ándalus, todos unidos en el tawhid de la
fe almohade, todos bajo un solo mando y
una única voluntad, la de Alá, de la que
Abu Yaqub era ahora su intérprete y los
hermanos del califa, sus brazos
ejecutores.
Venían sobre caballos, sobre
camellos y a pie en filas que se perdían
en el horizonte. Las seguían aún más
numerosas hileras de carros, acémilas y
gentes que traían las tiendas, las
vituallas y la impedimenta. Avanzaban
sobre la tierra arrasándolo todo,
comiéndoselo todo, bebiéndose toda el
agua y acabando hasta con la última
brizna de hierba. Venían contra nosotros,
pero antes debían hacer un alto en el
camino y acabar con un estorbo que
tenían clavado en el costado desde hacía
muchos lustros y que seguía
desafiándolos. Ibn Mardanis, el Rey
Lobo, aún se mantenía en pie dispuesto a
resistir una vez más. Pero esta vez su
suerte estaba vencida de antemano.
Nada podía hacer frente a aquel mar de
guerreros bajo quienes su tierra se
sumergía.
Para esa primera misión, al frente de
ellos puso el califa, que quedó en
Sevilla, al que hacía el cuarto de los
hermanos, Utman, al que había hecho
gobernador de Granada. Le ordenó que
marchara sobre Murcia y la tomara.
Utman avanzó sin encontrar quien se le
opusiera hasta que, a poco más de dos
leguas de las murallas de la ciudad, el
Rey Lobo con sus auxiliares de
caballería cristiana le salió al encuentro.
El lugar se llamaba el Djellab, las
tropas de Ibn Mardanis fueron barridas y
la mayoría de los cristianos, que a su
lado combatían, muertos. El Rey Lobo
aún pudo retirarse y alcanzar las
defensas de Murcia, tras las que se
guareció como había hecho en la
ocasión pasada. Pero ya no tenía fuerzas
ni le quedaba esperanza, y la
enfermedad y la tristeza se apoderaron
de él. Era marzo cuando sintió que la
muerte le llegaba e hizo entonces
comparecer ante sí a sus ocho hijos.
Como última voluntad les aconsejó que
no resistieran la voluntad del califa, que
parecía inquebrantable, pues no quería
que todos murieran. Que se entregaran a
la misericordia del califa, acataran el
tawhid de los almohades y preservaran
lo que fuera posible de sus riquezas y
fortuna. Aceptaron ellos y el Rey Lobo
expiró.
Mantuvieron sus hijos en secreto su
muerte algunos días hasta que llegó a la
ciudad el hermano del fallecido, que
gobernaba en su nombre Valencia y al
que dejaron entrar los sitiadores, pues
no traía tropas. Y entonces los nueve se
presentaron ante Utman y se sometieron
al califa, al que hicieron entrega de
todas las tierras y plazas en que aún
gobernaban. Utman los envió a su
hermano Abu Hafs, que a su vez los hizo
llegar al mayor y cabeza de la dinastía,
Abu Yaqub, en Sevilla, quien los recibió
con benevolencia y tras su aceptación
del tawhid los incorporó, preservando
su alto rango, a sus ejércitos.
Un invierno toledano
L
a hacienda en Atienza tenía,
para mi fortuna, quien se
ocupara de ella. El Manda y el
Elías. Las reatas y, sobre todo, el
comercio de la sal producían buenos
ingresos y tenía ya varios arrieros que
trabajaban como recueros míos. La casa
también estaba atendida. Cuando yo no
estaba la mantenían limpia y aseada, y
cuando llegaba tenía quien me cocinara
y una muchacha del pueblo para el
servicio. Podía considerarme un hombre
con posibles, aunque no rico, y por
Bujalaro, con los desvelos de Juan y el
buen hacer de Valentín y Julián, no nos
podíamos quejar. La mula origen de
nuestra primitiva relación había muerto
el año anterior de puro vieja, pero ahora
había ya tres yuntas para labrar lo de los
cuatro. Una de bueyes y dos de mulas,
preferidas por los dos hermanos para
muchas de las labores.
—Con la collera cunde más y se
hace mucha más labor en un día.
Me encargaban que en el próximo
viaje no se me olvidara acarrearles
algunos utensilios y en particular un par
de buenas rejas de vertedera, y como
capricho unas anteojeras para las
bestias. De lo demás se iban valiendo y
cuando algo les faltaba ya tenían dónde
mercarlo, pero algunas cosas, mejor
traerlas de donde se sabía que se hacían
bien, y en Toledo algunos herreros y
guarnicioneros tenían fama.
En los últimos años la relación
había pasado, y era mejor así, de la
dependencia a la amistad. Las cuatro
casas y otras tantas bodegas ya estaban
hechas y ahora por las labores que nos
hacían en nuestras tierras, por lo que nos
araban, sembraban y cosechaban,
recibían su parte. La labor total estaba
en unas cuatrocientas fanegas de tierra y
dos aranzadas de viña, además de las
huertas y las suertes de frutales en el
Samoral, junto al río. El secano iba por
añadas. Cada año se sembraba la mitad
y el siguiente esa era la que descansaba
en barbecho. Durante un tiempo con los
costes de la simiente habíamos corrido
mi primo y yo. Ahora ya tenían ellos
posibles y habíamos convenido en que
nos entregaran solo una tercera parte de
lo obtenido en nuestra tierra, pues se
ocupaban casi por entero ellos de todo.
[39]
Otra cosa era el ganado, que ese
estaba más directamente al cuidado de
Juan. La punta ya superaba las
trescientas entre ovejas y cabras, y de
ellos solo eran cien escasas. Ahí los
beneficios nos correspondían en su
mayor parte a nosotros. Este año ellos
habían decidido el hacerse con bastantes
cabezas más, hasta llegar a las
quinientas entre todos y contratar un
pastor que las cuidara. Habían
encontrado un «mezquino»[40] que no
parecía tener donde ir en tierra de moros
y prefería vivir entre nosotros. Estaba
dispuesto a guardar el rebaño por la
manutención, trigo, patatas, legumbres,
algunos carneros y algunas otras cosas
ajustadas, el cultivo de un huerto para
sus hortalizas y frutas, un cobijo cuando
estuviera en Bujalaro y una pequeña
soldada.
—El moro está contento. Se le trata
como no le han tratado ni los suyos ni
los nuestros. Debía de ser un pobre
hombre. Los hermanos le han construido
un guariche, que para ello se pintan
solos y no les falta piedra, y ahí se
apaña. También han hecho una tinada en
lo más alto del robledal del Henarejos,
al lado de la fuente de la Parra, casi en
el monte del Tallar, y una majada, con
una miaja de corral, cerca de donde está
el poblado de la Magdalena, en un sitio
que llaman el Chorrillo. Otra fuente.
Tienes que venir con tiempo, que da
gusto ver todo aquello. Están entre los
de Bujalaro y los de la Magdalena
adehesando todo el monte y son dignos
de ver los robles alineados desde el
viso de Alcarria. Allí se va a poder
meter todo el ganado que se quiera.
Sobre todo cochinos, en montanera.
A Juan eran aquellas las cosas que le
daban vida. Poco iban con él los
honores ni las pamplinas. Pero quería
ver Toledo porque los sitios más
grandes que había visto eran Atienza y
Sigüenza. Así que Guadalajara, pues
decidimos echar por allí el camino, ya
le pareció un gentío.
La ciudad de Guadalajara había sido
en tiempos del reino moro de Toledo, y
en los anteriores califales, la medina
más importante en esa zona de la Marca
Media. Ahora lo seguía siendo, pues el
emperador Alfonso VII la había
favorecido, reforzando sus defensas y
dotándola de fueros. La reina
Berenguela gustaba de su alcázar
asomado por la esquina del barranco del
Alamín al río Henares, y había pasado
en él algunas temporadas. Guadalajara
tenía condición realenga, el Emperador
la había dotado de fuero y desde el
primer momento tuvo suerte con sus
alcaides, pues tras Álvar Fáñez fue
Fernando García de Hita quien la mandó
y custodió, y supieron hacerla crecer y
preservarla de sus enemigos. Su
campiña era fértil y tras las murallas se
vivía seguro. Ninguna expedición
musulmana había logrado, desde su
toma, el asaltarla, aunque en una ocasión
una razia almorávide sí había corrido su
vega. Pero cuando ya el arzobispo
Bernardo de Toledo logró
reconquistarles a los africanos Alcalá,
[41] de la que se habían apoderado en un
J
uan se presentó con la carreta una
semana antes de la Nochebuena. Y
a partir de aquel momento dejé yo
de ser el dueño de mi casa. Porque fue
llegar sus enseres y convertirse Elisa en
ama y señora absoluta. Hasta entonces
se había limitado a su aposento
provisional y a observarlo todo muy
calladamente. Cuando llegó la carreta
nos dimos cuenta de que había pasado
los días tomando medidas, planificando
la nueva ordenación y colocando ya en
su mente cada cosa cómo iba a ser y
quedar dispuesto nuestro hogar. Que iba
a ser puesto, y lo fue, patas arriba.
Aparecido Juan con la impedimenta,
quienes comenzamos a sobrar, y por
entero, fuimos Fortum y yo, pues según
Elisa lo único para lo que valíamos era
para estorbar. Y tanto fue así y tal
zafarrancho organizó la que iba a ser mi
mujer, ayudada por la muchacha que
habitualmente me limpiaba, la cocinera,
un par de albañiles que contrató y hasta
mi primo Juan, el traidorzuelo, que se
puso incondicionalmente a su servicio,
que optamos mientras ella disponía todo
a su antojo y gusto, y esto conllevó algún
tabique tirado, la compra de alguna
cama y unos cuantos muebles, por
pernoctar en una casa que me ofreció el
Manda y donde recaló también Juan, al
que unieron al destierro a pesar de su
traición.
Fortum resumió muy escuetamente la
situación:
—Esto es lo que te espera, cuñado.
Vete acostumbrando. Y rechista lo justo,
que tiene mucho genio. Si lo sabré yo
que soy su hermano.
Los calatravos y el
cautivo cristiano
E
l rey Alfonso tenía dos tías con
el mismo nombre, y las dos
reinas, una en Aragón y la otra
en Navarra, y tuvo una tía abuela que
también lo llevaba, doña Sancha, la
Infanta, una hija de Alfonso VI, nacida
de uno de sus matrimonios legítimos,
uno de los cinco que contrajo, amén de
sus amantes. A la tía abuela el Rey
Pequeño le dio siempre trato de reina y
respetó, mientras ella vivió, sus
territorios, el enorme Infantazgo, entre
León y Castilla. A su muerte reclamó
estos dominios castellanos a su tío
Fernando de León. Este se los negó y
aquello supuso el inicio de un largo
conflicto que envenenó relaciones y
supuso enfrentamientos, cercos y
batallas.
Las otras dos tías Sancha que le
vivían eran hijas de Alfonso VII el
emperador. La una, hermana por parte de
padre y madre, Sancho y Berenguela,
había casado con el rey Sancho VI el
Sabio, de Navarra, y estaba a punto de
llegar a los cuarenta; la otra, habida del
segundo matrimonio del Emperador con
Riquilda de Polonia, tenía la misma
edad que el joven Alfonso y acababa de
casar en Zaragoza con el rey aragonés,
su buen amigo y aliado. Las dos eran
tías pero sus relaciones con ellas no
podían ser más dispares. Mientras la
una, la esposa del rey navarro, no hacía
más que aconsejar en su perjuicio, la
otra, la del aragonés, no hacía sino
favorecerle ante su marido.
Con este último, Alfonso II de
Aragón, acababa de firmar un tratado,
reafirmado con la boda con Leonor de
Inglaterra, por el cual se comprometían
a la mutua ayuda y a la máxima de que
los enemigos del uno también lo serían
del otro, al igual que si de amigos se
tratara excepto si en ello se cruzaba el
garante del acuerdo, el hermano de
Leonor, el rey Enrique II de Inglaterra.
El tratado se había cumplido fielmente y
se habían prestado ayuda en momentos
de debilidad del uno o del otro. La boda
del aragonés con la tía Sancha no hizo
sino reforzar un vínculo de amistad y
entendimiento que resistió todas las
vicisitudes, porque algunas hubo y
también intereses cruzados que llegaron
a enfrentarlos. Pero, al fin, se
mantuvieron leales a sus pactos.
Bien distinto había sido el caso del
rey navarro, a pesar de estar casado con
la otra tía Sancha, o quizá por estarlo,
con quien la relación estuvo desde el
inicio mucho más envenenada. Sancho
VI el Sabio había aprovechado la
minoría de edad del castellano para
arrebatarle tierras, ciudades y
fortalezas, pegándole tal mordisco a su
reino que le había dejado sin buena
parte de las Vascongadas y de casi toda
La Rioja. Los castellanos, en débil
situación, tuvieron que firmar paces en
1167 aceptando la situación que duró
diez años. Pero Sancho el Sabio no se
conformaba con ello y, viendo apurado
al rey aragonés, acosado por los
almohades al igual que el castellano,
entró también en sus dominios. Fue un
serio error de cálculo. El joven rey
castellano entendió que eso suponía la
ruptura de la tregua con él, pues atacaba
a su aliado, y sintiéndose ya firme en su
trono decidió aprovechar el momento
para recuperar lo que le había sido
arrebatado. Declaró la guerra y
atacamos.
Fue el mismo año de mi boda
cuando hube de acompañarle en aquella
campaña, y fue entonces la primera vez
que entré en combate, que a la postre no
fue lidiando con moros sino con
navarros. Mi primera lid se saldó con la
victoria y derribé a mi oponente, que
hubo de rendirse a mi espada y herido
fue hecho prisionero. Era un joven
caballero de Leire. Yo no sufrí herida
importante alguna. La lucha en su
conjunto nos fue favorable, pues las
gentes deseaban la vuelta de su rey
castellano y a poco Briviesca y Grañón
ya habían sido tomadas y logramos
entrar finalmente en Logroño. Al año
siguiente seguimos avanzando y
cruzamos el Ebro marchando hasta
Artajona y, sin detenernos, llegamos a
dar vistas a la ciudad de Pamplona. Y
aún le fue peor al navarro en la campaña
siguiente, pues el aragonés le tomó
Alfaro y nosotros le cercamos en su
castillo de Leguín, de donde hubo de
salir como pudo y escapar por la noche
para no caer en nuestras manos. Don
Lope Díaz de Haro, que había sufrido
mucho por su lealtad a Castilla, vio
también llegada la hora de su revancha y
penetró de nuevo en Álava y Vizcaya,
llegando casi hasta Durango. Las paces
no tardarían en llegar y fue Enrique II de
Inglaterra el árbitro. No satisfizo a
ninguno, claro, pero lo cierto es que
Castilla recuperó casi todo lo que le
había sido arrebatado, la Castilla Vetula,
Vizcaya excepto el Duranguesado, y la
totalidad de La Rioja. El rey sabio de
Navarra aun perdiendo territorio
mantuvo Álava, Durango y Guipúzcoa y
logró de manera definitiva restablecer la
dinastía y el trono restaurado por su
padre García Ramírez, el nieto del
Campeador, y ya sin vasallaje ninguno
con Castilla.
En aquellas últimas cabalgadas ya
no participé, ni tampoco la mesnada
concejil de Atienza, pues donde se nos
concitó y el rey nos reclamaba era en la
frontera con los moros, donde don
Alfonso tenía una fecha y una decisión
tomada: conquistar Cuenca aquel año.
Era preciso tomar Cuenca de una vez
por todas y eliminar aquel foco desde el
que los almohades seguían corriendo
toda nuestra tierra hasta el Tajo en
continuas algaras.
Para aquel entonces Elisa ya me
había dado dos hijas, pero el varón no
llegaba. Lo que sí había llegado con
nuestra primera hija fue un cambio que
despejó totalmente las sombras sobre la
vida de Elisa. La maternidad tuvo un
efecto balsámico para ella y la vivencia
de su propio cuerpo. Que ya no le daba
vergüenza, sino que de alguna manera
con el hijo concebido y alumbrado
sentía que había sido limpiado y
definitivamente purificado. Fue a poco
de su nacimiento y ya recuperada del
parto cuando pude sentir aquel cambio.
Era ella la que me reclamaba, quien
deseaba el encuentro nocturno y la
coyunda. Liberada por nuestra hija, a la
que decidimos poner Yosune, por mi
abuela, siendo Elisa como ella, para la
segunda, descubrió en sí misma una
pasión tanto tiempo agarrotada. Elisa
pareció tener entonces y entrar en una
juventud de la que no había gozado.
Algo que afloró no solo a su cuerpo sino
también a su cara. Sin perder aquel
estilo juncal en sus andares y figura,
añadió algo voluptuoso, un sinuoso
acercamiento y un serpenteante
enroscarse que me hacía perder la
voluntad y exaltaba todos mis sentidos
como ni siquiera en aquellos ardorosos
y juveniles retozos con doña Constanza
había alcanzado. Nuestros encuentros
fueron desde entonces ansiados por
ambas partes y cuando yo regresaba,
fuera de alguna campaña guerrera o de
algún viaje, mi acercamiento a Atienza
se poblaba con la imagen de Elisa
desnuda, a la luz de los candiles, pues
ahora ya gustaba de ofrecérseme así con
la más ardorosa y pícara de las sonrisas
y, sobre todo, aquella boca suya por
donde yo había comenzado a ganar la
confianza de todo su cuerpo.
La conquista de Cuenca
L
legamos al cerco antes de
comenzar el año y Juan resultó
muy valioso, pero no tanto como
la mora, a la que al fin hubo que traer
unos días desde Zorita para que nos
mostrara las entradas y los lugares por
donde los habitantes de la ciudad salían
de sus muros y lograban abastecerse de
agua. El propio rey Alfonso, enterado
por don Nuño Pérez de Lara, que había
llegado con él al campamento, de la
peripecia de mi primo, nos recibió en su
tienda y quiso saber todo de su reciente
cautiverio y de su fuga con una mora hija
de cristianos, que desde niña había
vivido en la ciudad fortaleza. Había que
intentar encontrar el mínimo punto débil
en aquella alcazaba de piedra, cuyas
verdaderas murallas eran los
desfiladeros verticales esculpidos por
los dos ríos que la abrazaban. Tras una
primera conversación sacamos en claro
que Juan poco podía contar y
descubrirnos, amén del lugar por el que
logró escapar, al haber estado recluido,
y que quien tal vez pudiera tener
información de accesos secretos a la
ciudadela, que ya había soportado en el
año del ataque del califa a Huete un
infructuoso cerco nuestro, era la mora.
—Dile, Pedro, a tu primo que mande
a por la mora y quizás entre los dos nos
señalen algún portillo o alguna entrada
más accesible, porque el asalto se antoja
aquí más imposible que en lugar alguno
—me ordenó don Alfonso—. Ni tu
Atienza es más fuerte.
L
os años que siguieron en
Castilla fueron buenos. Para el
rey y para sus gentes. Para
nosotros en Atienza, para Juan y Gabriel
en Zorita, para Valentín y Julián en
Bujalaro, y para mi familia en Hita y
Sigüenza. Y hasta pude visitar a quienes
desde que partieron con la hebrea
Jezabel y Fan Fáñez, el sobrino de
Álvar, a Orbaneja, en Burgos, el solar
infanzón de los Fáñez. Fue aquella la
única vez, desde que Elisa accedió a
venir conmigo a Atienza, en que
consintió en salir de ella. Había andado
tanto por los caminos que no deseaba
volver a hacerlo en absoluto y era más
que reacia a cualquier viaje por
pequeño que fuera. Había encontrado en
la vida más tranquila su felicidad.
Mi mujer se había aquerenciado de
tal modo a Atienza y su rutina que no
había quien la sacara de allí. Cuidaba de
la casa, se ocupaba de los trajines y los
asuntos de la reata más de lo que yo
mismo hacía, tenía la mejor vecindad
con las gentes y gustaba de las cosas
sencillas. Era amiga de la fiesta y
gustaba de que le trajera buenas telas
para hacerse vestidos, y le agradaban
los adornos, los buenos muebles, los
tapices y las alfombras mejor tejidas,
los manteles bien bordados, las copas
más finas de plata o de cristal, y si le
obsequiaba con alguna hermosa joya, le
relucían los ojos y me lo agradecía con
besos y zalemas. Pero siempre en
Atienza y en su tranquilidad. Allí reía,
festejaba, y si la ocasión era propicia
nos deleitaba a todos con su música y su
voz. Era feliz con su vida y hacía feliz la
mía. En la calle, en la mesa y en la
cama. Le hubiera gustado que yo no
tuviera que ausentarme tan de continuo y
su mayor pesar era cuando me veía salir
de campaña con la mesnada concejil.
Por ello estos años de tregua y de
escasas algaras la tenían contenta, pero
comprendía mis deberes y me alentaba a
cumplirlos. Recibía con mucho jolgorio
a su hermano Fortum cuando pasaba a
visitarnos, pero no quería ni oír hablar
de regresar por Toledo ni echaba en
nada de menos fiestas de la corte y
ricoshombres. De su tragedia pasada no
salió una sola palabra más de su boca.
Pero sí quiso venir conmigo a encontrar
a mi familia, de la que no teníamos
noticias, y aprovechar así el viaje a
Burgos con motivo de las fiestas por el
nacimiento de la primera hija de los
reyes, a la que bautizaron como
Berenguela. En una nueva muestra de
deferencia para conmigo, el rey Alfonso
me había invitado a acudir.
La reina Leonor había ido creciendo,
dejando de ser niña para convertirse en
doncella y luego en una de las reinas
más hermosas que Castilla había
conocido. Había aprendido enseguida a
hablar nuestra lengua, en la que ahora se
expresaba con enorme facilidad y
ayudada por el cariño de Alfonso, del
que no había quien la separara ni cuando
era una niña ni cuando se fue haciendo
adolescente. Era hogareña y gustaba de
estar siempre que podía con su marido,
sin importarle para ello acudir a
ciudades y alcázares de la frontera
cuando su esposo iba, desde allí, a la
guerra. Al rey, al contrario que sus
ancestros, no parecían tampoco
complacerle los enredos con damas de
la corte en que habían menudeado tanto
su tatarabuelo y su bisabuelo, los
Alfonsos anteriores, y aún menos quería
entrar en los malos trances que por sus
saltos de cama soportó su abuela
Urraca. Al que los musulmanes seguían
llamando el Rey Pequeño no se le
conocía relación alguna ni amorío
adúltero que se le achacara, ni menos
aún vástago que tuviera su ascendencia.
Hubo quienes quisieron inventar una
patraña con una judía de Toledo, pero
aquello, de pura invención que era, no
sirvió casi ni para los juglares. Y
cuando cumplió él los veinte años y
doña Leonor los quince, la reina
comenzó a darle hijos, uno tras otro, y
ya ni siquiera hubo resquicio para las
habladurías. Porque la joven reina iba a
salir a hijo por año.
Berenguela fue la primera en nacer y
sin pasar ni un año siquiera iba a llegar,
para alborozo del reino, el varón
deseado, al que llamaron por tradición
Sancho y, siguiendo la también la
desgraciada tradición de los sanchos
castellanos,[64] el gozo de sus padres y
de los vasallos fue efímero pues murió a
los tres meses.
Nosotros, una vez más el rey me
enaltecía con su gracia, habíamos
acudido al bautizo de la primogénita, y
al rogarle a Elisa que viniera conmigo a
Burgos resultó que lo que la impulsó a
acompañarme fue la intención de
encontrarse con mi familia perdida, la
hija de Yosune que había partido con
Fan,[65] el sobrino de Álvar Fáñez,
compañero de batallas de mi abuelo y su
esposa judía, toledana como ella, Isabel
para los cristianos, Jezabel para los
hebreos, cuando se produjo la muerte
del gigante pardo, la ruina de Zorita y la
dispersión de mi familia. Fue aquello lo
que la decidió y, no sin sorpresa por mi
parte, emprendió el viaje conmigo.
Nos llegamos a Burgos, tras haber
Elisa dejado a las niñas en el mejor de
los cuidados y con mi deseo de hacer
tanto del recorrido como de nuestra
estancia lo más placentero a mi mujer,
pues bien comprendía que pocas
oportunidades así podríamos tener. Al
rey al alcázar o a un magnate a sus
palacios aún se entendía que lo siguiera
su esposa, pero hacerlo con un caballero
fronterizo a sus campañas no entraba ni
en el más insano de los juicios. Por
poder ir acompañado de Elisa me sentía
yo, pues, en extremo gozoso y deseaba,
no voy a negar que con no poca vanidad,
mostrarme con ella en la corte. Sabía
que mi mujer despertaría la admiración
de todos y ello me enorgullecía. Lo que
no esperaba es que, de buenas a
primeras, quien se iba a encontrar con
algo que no se esperaba y que me supuso
un verdadero sobresalto era yo mismo.
Porque parecía que ponerme yo en
los caminos con Elisa y que me
tropezara con doña Constanza, era todo
uno. Lo cierto es que podía esperarlo,
pues bien sabía yo que ella estaba
afincada en la ciudad con su marido.
Pero ya me suponía yo curado totalmente
de aquellos hervores y a salvo de
cualquier tentación en tal sentido y por
ello no solo no había tenido reparos sino
insistido en que Elisa viniera conmigo, y
estaba muy preparado para afrontar
cualquier ocasional encuentro que
pudiera producirse. Lo que no podía
esperarme es que iba a ser conocedor de
algo que hubiera de guardar por siempre
como el más oculto de los secretos.
Porque en efecto a doña Constanza,
era mi sino, no tardé en tropezármela y
no pude dejar de observar el volumen
que quien había sido mi amante e
iniciadora en los pecados de la carne
había alcanzado. Pues ahora de carnes,
aunque nunca fue doña Constanza
delgada, andaba sobrada, pero como
siempre rozagante, alegre y bien
dispuesta. No así su marido, que
caminaba a su lado con paso cansino y
semblante macilento Nos cruzamos en la
plaza hacia la iglesia. Me reconoció
desde lejos y al cruzarnos y
cumplimentarnos con un convencional
saludo de quienes solo muy lejanamente
se hubieran tratado, sí tuvo tiempo de,
muy disimuladamente, hacerme una
señal de que observara el muchacho que
caminaba a su lado y que no podía ser
sino su hijo. Era un niño de buena
hechura, corpulento y fuerte.
Más tarde y a través de aquella vieja
sirvienta, urdidora de nuestros
pecaminosos encuentros, que habría de
tener cien años y aún vivía, me llegó una
nota escrita que en cierta forma temía o
al menos no dejaba de esperarme. En
verdad que nada más ver al muchacho, y
más aún al percibir la señal de doña
Constanza, ya lo había sabido.
La muerte
S
upe que debía iniciar mis
pesquisas en Toledo y que al
tiempo había de recurrir a
Domingo de Urgell y a mi primo Juan
para poder proseguirlas con posibilidad
de éxito. El primero porque era un freire
muy respetado entre los calatravos, y el
segundo por su habilidad para
introducirse en cualquier lugar y obtener
información de las cosas más diversas,
pero también de las más concretas.
Había enviado con las gentes de la
mesnada recado a Elisa de que asuntos
importantes me retendrían durante un
tiempo en Toledo, que estaba bien de
salud y que confiaba en ver a su
hermano Fortum, quien al parecer se
había ausentado de la ciudad. Por el
mismo conducto, en este caso de un
caballero que me era muy allegado y
leal, hice llegar al Manda mi petición de
que extremara las precauciones en la
protección de Elisa sin que ella se
percatara, y a mis camaradas de armas
más allegados les urgí a que estuvieran
atentos y que no faltara en mi casa
vigilancia, cosa que me juraron por el
Salvador y Santa María. En ese sentido
quedé tranquilo, pues la segunda
obsesión que me había asaltado era que
aquel malnacido pudiera perpetrar un
nuevo mal contra mi mujer y contra mi
familia.
Mi mensaje a Zorita y en particular
al calatravo señalaba la urgencia y
necesidad de su venida a Toledo junto
con Juan, y que al pedir licencia para
ello a su comendador le señalara que se
trataba de un grave asunto que podría
afectar al buen nombre de la orden. A mi
primo Juan le advertí que mantuviera la
mayor discreción posible y que
únicamente avisara a Gabriel de que
tomara las mayores precauciones,
aunque creía que era el menos expuesto
y del que el de Coreses no tendría por
qué albergar sospecha alguna. Pero
cualquier precaución era poca. En
cualquier caso sí informaba a Juan de
que a Fortum podía haberle sucedido
algo grave y que, atendiendo a ello,
pusiera por su parte a buen recaudo a
sus allegados.
Tanto Domingo como Juan no
tardaron ni una semana en reunirse
conmigo, y no dejé yo de sorprenderme
de sus nuevas. La primera era que
Domingo era el nuevo comendador de
Zorita en sustitución del anterior, Pedro
García, al que habían trasladado a
Cuenca por sus aciertos en la
construcción del molino, la puesta en
marcha de los regadíos y la repoblación
de la zona. El rey había otorgado fuero a
Zorita en el año 1180 y el maestre
calatravo don Nuño había concedido,
diez años después, Carta Puebla a la
Bujeda, señalando en ella que se rigiera
precisamente por los mismos fueros que
tienen las gentes de Zorita.[74] Que era
allí donde ahora se había establecido mi
primo Juan y que en la actualidad era el
alcalde de la aldea, que había empezado
con fuerza a convertirse en un poblado
de labradores, leñadores, pastores y
colmeneros, porque el fuero de Zorita
era bueno y con la toma de Cuenca y
Alarcón mucha más segura la zona. Que
Marta, la Mora seguía llamándole él, ya
le había dado dos hijos, varones ambos,
y que de nombre le había puesto Juan al
mayor y Pablo al segundo, que tan solo
tenía tres meses. Y que mi primo,
siempre precavido y consciente de que
Cirilo era un calatravo y podía aparecer
por la encomienda de Zorita en
cualquier momento, había decidido
enviar a su mujer y sus vástagos a
Bujalaro, donde al resguardo de Valentín
y Julián estarían ocultos y a salvo.
Domingo de Urgell me comunicó
también que el comendador de la ciudad
y castillo de Calatrava, donde se
suponía radicado a Cirilo de Coreses,
era Martín Periz, conocido de Domingo,
pero que, además, el clavero de la orden
en el lugar era Pelayo Pelaiz, que estaba
en la mejor amistad con nuestro amigo.
Fue el freire calatravo, nada más
llegar a Toledo, quien se encargó de
iniciar las indagaciones, comenzando la
misma tarde de su venida por las casas
que tenía su orden en el Alhicen, junto al
alcázar del rey y los viejos palacios de
la Galiana, pero haciéndolo con el
mayor cuidado de no alertar a Cirilo ni
mucho menos preguntar directamente por
él, relacionándolo con el juglar
desaparecido. Mientras que Juan se fue
de inmediato a recorrer la ciudad y
saludar a todos sus amigos menestrales,
a los músicos y juglares que sabía
conocidos de Fortum y en particular a
los del barrio de los francos y a cuantos
entraban y salían de Toledo, poniendo
especial atención en aquellos que por
mala fortuna o no buenas intenciones
eran gentes arriscadas, que vivían de lo
que podían, pasaban penurias, andaban
en malos trances de continuo y se les
conocía poco oficio, aunque estaban
dispuestos a aplicarse al que fuera sin
hacer preguntas e incluso tenían fama de
no ser nada respetuosos ni con el
beneficio ajeno ni siquiera con la sangre
del prójimo. Que no toda la que se
derramaba era en batallas con moros.
A mí me fue encargado el continuar
en lo que pudiera con las indagaciones
en los aledaños del obispado, aunque
muerto ya años atrás don Cerebruno[75]
apenas a nadie conocía, pero sí tenía
entrada en sus hombres de armas.
Igualmente me acerqué a preguntar a mis
compañeros de las mesnadas concejiles,
en especial a los toledanos, si habían
oído cualquier cosa relacionada con el
juglar de sobra conocido por muchos de
ellos. Además, no sería ocioso que
hiciera valer aquella cercanía mía a los
Lara y al propio soberano, que no era
tampoco desconocida por algunos, para
abrirme confidencias y secreteos.
Pasaron días y aun semanas. Nada
nuevo surgía excepto que de un día para
otro, sin avisar a nadie de sus conocidos
de viaje alguno, ni de futura estancia en
cualquier lado, Fortum había
desaparecido. Que su casa había
permanecido cerrada y que de él no
había habido señal alguna desde
entonces. Yo ya había registrado la casa,
con asistencia de unos buenos amigos
del Concejo toledano, y no habíamos
descubierto dentro signo alguno ni de
lucha ni de destrozo. A no ser por el
polvo y las telarañas, así como porque
las ratas habían dado cuenta de cuanto
alimento guardaba allí y había quedado
a su alcance, pareciera que Fortum
acabara de irse y que en cualquier
momento pudiera entrar por la puerta de
su estancia, que permanecía aseada.
Fue por este lado por el que
seguimos una nueva pista para poder
conocer su partida, y a tal fin dimos con
la de una mujer del Alhicen que le
lavaba y le servía cuando él la
solicitaba, que era pocas veces, pues
tras irse su hermana apenas si hacía vida
en casa y comía en posadas de amigos o
donde cantaba en las fiestas. La viuda
mozárabe, que tal era la condición de la
mujer, nos alcanzó a decir que días antes
de hallar la casa cerrada había hecho
una limpieza general de todo pero que
Fortum, tras pagarle por sus faenas, nada
le había dicho de que pensara partir a
ningún lado. Pero como a veces lo
hacía, y no era ella quién para ser de
ello informada, no le extrañó ver la casa
cerrada ni se extrañó de que no le diera
razón de adónde hubiese ido.
Cada día que pasaba crecía ya no
solo mi sospecha, sino la de todos, de
que Fortum no había partido por propia
voluntad a ningún lugar donde se le
requiriera a prestar sus servicios y que
algo malo podría haberle sucedido.
Aunque el no hallar resto de lucha, ni de
sangre ni de violencia alguna, nos hacía
concebir esperanzas de que apareciera
en cualquier momento salido del lugar
más dispar al que lo hubieran reclamado
para amenizar una boda o festejar el
triunfo de algún noble señor.
La primera noticia ya fidedigna, sin
embargo, de que algo peor podía
haberle acaecido vino por parte de Juan.
Por el barrio moro se corría el rumor de
que al juglar franco un caballero
cristiano le había dado un escarmiento, y
se apuntaba a que este se había tomado
licencias con una dama y había sido
castigado por ello. Que era una dueña de
alto linaje y que el juglar, de quien era
conocido su éxito con las damas, había
tenido trato con ella en ausencia de su
marido y al volver este había encargado
que le aplicaran un castigo. Pero nadie
conocía ni quién era el caballero
agraviado, a lo más llegaban a decir que
era un franco como él, ni quiénes eran
los que habían aplicado el correctivo ni
en qué había este consistido.
Aquel runrún de los bajos fondos
toledanos nos llenó, claro está, de malos
presagios e inquietud, pero no le resultó
en absoluto convincente ni a Domingo ni
mucho menos a mi primo Juan.
—De ser algo de ese tenor, algo más
se hubiera sabido y los encargados de
hacerlo lo hubieran acabado por
compartir con el vino. Eso me suena más
a humareda que quieren echarnos en los
ojos para que perdamos el camino
verdadero.
Domingo sí pudo confirmar que en
efecto Cirilo de Coreses había estado,
por la fecha en que suponíamos se había
producido la desaparición de Fortum, en
las casas que su orden tenía en Toledo y
que había regresado luego a Calatrava
con un grupo de peones. Ahora se
encontraba, desde hacía algunos días, en
la sede central de la orden. Pero
Domingo había descubierto en ello algo
que en fechas no cuadraba, y ello era la
tardanza excesiva en el regreso de
Cirilo, que había empleado muchos más
días de los precisos, que eran un par de
ellos a lo sumo, para ir de Toledo a
Calatrava, y que mientras que salió de
Toledo acompañado llegó a la ciudad
sobre el Guadiana solo, algo que había
sorprendido un tanto pues era arriesgado
el hacerlo en zona tan expuesta, a pesar
de que no era tiempo de algaras.
Con unas cosas y otras a poco
teníamos la certeza, aunque pruebas
ninguna, de que el de Coreses estaba
detrás de la desaparición de nuestro
amigo y que era él mismo el que había
hecho correr el bulo del supuesto
agravio al honor de un caballero para
cubrir así su desaparición y que se
acabara por pensar que por ello lo
habían podido hacer desaparecer en la
propia corriente del Tajo, muerto y con
una piedra atada a los pies para que
tardara mucho tiempo en aparecer de él
o de sus huesos rastro alguno. No sería
el primero, ni el último, en perecer así
en la ciudad. Pero nosotros confiábamos
que ese no hubiera sido el destino de mi
alegre cuñado.
En un nuevo registro de su casa, que
hicimos en esta ocasión escudriñando
hasta el último rincón, caí yo en la
cuenta de algo. El puñal de acero
damasquino con empuñadura de plata,
que yo le había regalado y era la única
arma que en ocasiones llevaba encima,
no estaba tampoco en el lugar donde
solía dejarlo, pues solo cuando salía de
viaje se lo echaba encima, no soliendo
llevarlo por Toledo nunca. Le gustaba
porque decía que era muy hermoso, y
como él no era hombre de batallas lo
único que le podía pasar es que lo
perdiera un día jugando a cualquier
juego de cartas o de dados y no quería
caer en una tentación así. En la casa,
desde luego, el puñal no estaba, y solo
quedaba la opción de que lo hubiera
llevado consigo y si alguien ahora lo
tenía en su poder, sería quien sin duda
estaba en el secreto de lo que le había
pasado, o ser incluso el responsable del
mal que pudiera haber sufrido.
A la postre fue aquel puñal nuestra
pista definitiva y lo que nos dio la
prueba y certeza de quién había sido el
causante de su secuestro, pues ya no
teníamos duda de que tal había
sucedido, y a quién debíamos exigir y
conseguir saber qué suerte le había
hecho correr y dónde se encontraba. Fue
el clavero de Calatrava, Pelayo Pelaiz,
quien le dio razón del puñal de acero de
Damasco a su amigo Domingo. Y todo lo
que nos temíamos se nos vino encima.
—Desde hace tiempo Cirilo de
Coreses gusta de lucir y de jugar con un
puñal de muy buen acero, del que llaman
indio o damasquino. Algún freire le ha
preguntado que de dónde lo ha sacado y
ha respondido que, como es lógico y al
ser acero árabe, se lo arrebató en su
tiempo a un moro en combate.
Supimos entonces que Cirilo de
Coreses había muerto o tenía cautivo a
Fortum, que había encontrado en el
juglar toledano el eslabón más débil y
que por él había comenzado a vengar la
muerte de su hermano. En suma, lo que
desde un inicio habíamos sospechado.
Pero ahora teníamos la prueba. Ya
teníamos que ponernos de inmediato a la
obra para llegar al final de todo y
arrancarle a Cirilo el paradero de su
cautivo y liberarlo, o constatar su muerte
y entonces ejecutar a su verdugo. Fuera
lo que fuese lo que hubiera perpetrado,
Cirilo no iba a escapar en ningún caso.
Había llegado la hora de darle de una
vez su merecido a aquel personaje
repulsivo. Pero para ello había que
hacerle salir de su madriguera y cogerle
desprevenido, pero desde luego había
demostrado ser astuto, se nos había
adelantado y estaba más que sobre
aviso. Era necesario ponerle una trampa
y que cayera en ella, pero tenía que
haber un cebo que le atrajera tanto que
no pudiera evitar el morderlo.
Urdimos nuestro plan. Debíamos
desaparecer de Toledo y que no
sospechara siquiera que estábamos tras
su pista. Y lo más importante, debíamos
hacerle llegar que tenía una nueva presa
a su alcance y que esta era directamente
el matador de su hermano. Para ello
Juan volvió a la Bujeda, desde donde
retornó a toda prisa hasta donde nos
habíamos establecido, en la villa de
Mora, cerca del castillo de Peñas
Negras, a una jornada del de Calatrava,
con tres fornidos jóvenes moros, familia
de su mujer, y que como ella habían
venido a territorio cristiano, aunque
seguían profesando la fe mahometana.
Aunque por Juan estaban dispuestos a
hacer lo que fuera, dándoles igual si los
que hubieran de atacar fueran de su fe o
de la contraria.
Ellos debían ser quienes, llegados a
Calatrava, hablaran con el de Coreses y
le ofrecieran entregarle a quien había
matado a su hermano. Y para hacerlo
más creíble debían darle todas las señas
de la muerte de Raimundo en los
bosques de la Bujeda, afirmando actuar
por venganza, pues este hombre ahora
era alcaide de aquel poblado y había
capturado a su hermana, a la que tenía
como concubina y había obligado a
abjurar de la fe de Mahoma y a aceptar
la de los cristianos, y a ellos mismos los
tenía esclavizados y los trataba como a
perros haciéndoles trabajar sin descanso
y obligándoles a dormir entre las bestias
de la cuadra y hasta entre animales
impuros. Que había actuado así por ser
primo mío, el marido de la juglaresa, y
que se regodeaba en su acción y
alardeaba de que había quedado impune
haciendo creer a todos que había sido
obra de las fieras salvajes. Que si él se
comprometía a protegerles, ellos se lo
entregarían pues habían venido con él en
un viaje donde venía vendiendo
mercaderías y vituallas primero en
Toledo, luego en Mora y ahora en Peñas
Negras, y que pensaba acercarse a la
propia Calatrava. Que como pago
exigían diez maravedíes y que se dejara
en libertad a ellos y a su hermana.
Elegimos al más avispado y aranero
de los tres hermanos para que hiciera el
contacto y enseñara la carnaza del
anzuelo, y este logró hablar con el de
Coreses, que puso en ello toda la
atención y lo acribilló a preguntas,
intentando descubrir mentira o
contradicción en algo de lo que le
relataba. Por fortuna todo era verdad,
excepto que ellos no eran traidores, y
pudo el moro darle todas las pruebas
pertinentes de quién era el asesino de su
hermano y detalles que solo él podía
conocer de su crimen, siendo lo que más
enfureció a Cirilo es que para que se
desangrara, y que por ahí lo empezaran
los lobos, le sajó sus partes viriles.
También le advirtió al calatravo que
Juan era un hombre fornido, muy audaz y
avezado en combate, y que habría de ir
bien armado aunque ellos se lo
entregarían maniatado, pues le
golpearían con una porra en la cabeza y
lo atarían. Pero que habría de ser a la
noche siguiente, pues después partirían
ya de vuelta hacia Zorita y la Bujeda. La
oportunidad era única, pero habría de
asirla de inmediato o su presa escaparía.
Que Cirilo de Coreses se debatió
entre su desconfianza y el ansia de
completar su venganza es algo de que no
tengo duda, pero prevaleció su pasión
sobre su prudencia, aunque intentó
correr los menores riesgos. Concretó
con el moro el lugar y, aunque con la
premura no le daba tiempo de preparar
una partida que le secundara, logró
reclutar a algunos malhechores,
seguramente los mismos que le habían
ayudado la vez anterior, para que le
acompañaran a la emboscada. Y, astuto
siempre, se presentó una hora antes de la
fijada en el lugar de la cita para
inspeccionar el terreno y no caer en
trampa alguna. Pero con aquello también
contábamos nosotros, pues Domingo de
Urgell se encargó de seguir todos sus
movimientos en cuanto salió de
Calatrava para ir primero a reunirse con
los rufianes que pudo reclutar y luego
apostarse emboscado donde se había
previsto la entrega. No contó con que
sobre su emboscada estaba ya montada
la nuestra. Con él iban tres más, pero
con los tres moros más nosotros les
superábamos en número y además la
sorpresa estaba de nuestro lado.
Así pues, cuando según lo previsto
se abalanzaron sobre los que traían a
Juan sobre un caballo, tendido de través
y en apariencia inconsciente y
maniatado, lo que hicieron fue ponerse
al descubierto. El primero en brotar de
la espesura fue el propio Cirilo de
Coreses, a caballo, armado por
completo y blandiendo su espada.
Dieron nuestros moros grandes
voces diciendo que cumplían lo pactado,
pero temieron por sus vidas viendo que
los otros tres que acechaban se les
acercaban a pie. El de Coreses no
pensaba siquiera pagar lo estipulado y,
una vez apresado Juan, no les esperaba
mejor suerte a quienes se lo entregaban.
Pero su sonrisa de triunfo y la de sus
secuaces no duraron ni un instante. Un
tiro de ballesta mía y otro de Domingo
alcanzaron a dos felones, que cayeron
retorciéndose, y echando mano a las
espadas saltamos desde la maleza. Salió
huyendo el tercero de los malhechores,
dando alaridos y perdiéndose en el
monte, saltó Juan del caballo ante el
perplejo Cirilo, que estupefacto blandía
su arma pero sin atacar ni romper el
cerco. Fui yo, que también iba montado,
quien primero le tiró un poderoso tajo
en el yelmo y lo hizo caer de su caballo.
Nuestros moros remataban a los dos
secuaces suyos, ya moribundos, y les
quitaban lo que llevaban encima. A
Cirilo le cayó Juan encima y,
descabalgados, Domingo y yo lo
sujetamos contra el suelo, donde ahora
bramaba y, al reconocerlo, llamaba
traidor a su hermano calatravo. Domingo
le respondió:
—Un calatravo no puede ser
hermano ni de violadores de niñas ni de
quien asesinó a su hermano.
Entonces el miserable creyó
encontrar su tabla de salvación y
respondió:
—Fortum no está muerto. Lo vendí
como cautivo a los almohades.
Aquello abrió de par en par nuestras
esperanzas, que creíamos cerradas para
siempre. Despojamos al zamorano de
sus armas y entre ellas le saqué el puñal
que yo había regalado a Fortum y cuya
presuntuosa exhibición le había perdido.
Le despojamos de loriga, yelmo,
guanteletes, perneras de hierro y espada
y, atado como si fuera una morcilla y
amordazado pues no queríamos que
diera escándalo alguno que alertara a
gentes indiscretas, lo arrastramos a lo
más profundo de la espesura. Ya no
necesitábamos a los moros. Juan les dijo
que sin más desaparecieran de la escena
y que regresaran sin pararse en lado
alguno hasta llegar a la Bujeda. Y que
allí aguardaran su llegada, que bien
habría de recompensarlos. Que él los
favorecería en todo pero que de aquello
no dirían nada jamás en su vida, o les
cortaría allí mismo la lengua y se
evitaría para siempre la preocupación
de que lo hicieran. Asustados al tiempo
que contentos, cogieron sus caballerías y
salieron más que al paso para alcanzar
cuanto antes la senda Tajo arriba.
Nosotros, por nuestra parte,
teníamos que lograr hacer confesar a
Cirilo no solo sus pecados, sino dónde
podía estar Fortum cautivo. Pero lo que,
nada más desembarazarle la boca,
comenzó a soltar nos dejó a todos
compungidos. Unos rufianes, por él
contratados, dos de los cuales eran los
que habíamos muerto, lo habían
capturado en Toledo con toda facilidad
una noche que retornaba a su casa algo
bebido. Llevaba por casualidad su
puñal, pero ni siquiera alcanzó a
desenvainarlo para defenderse. Le
golpearon en la cabeza y, aturdido y
amordazado, lo sacaron al amanecer en
un carro entre sacos de lana de oveja y
se lo entregaron a quien había pagado
una fuerte suma por su captura. Pero que
habían sido ellos mismos los que le
habían torturado con mucha saña. Los
que con él iban sí eran en verdad
musulmanes deseosos de la vuelta de los
suyos y se habían complacido en
atormentar a un cristiano.
Quería Cirilo saber por Fortum todo
lo sucedido con su hermano. Pero este
apenas si pudo darle detalle alguno y
nada pudo aportar sobre ello. Así que, a
pesar de los atroces dolores que le
infligían, no dio siquiera el mínimo
detalle de quiénes podían haber sido los
autores ni quiénes habían participado.
Así que el de Coreses redobló sus
torturas, pero ni así consiguió doblegar
la voluntad del juglar, que preservó
nuestros nombres, tanto el de Domingo
como el mío y el de Juan.
Pero Cirilo de Coreses ya había
llegado a sus conclusiones y tenía por
cierto que tanto él, como yo y Juan,
habíamos participado en la conjura y
debíamos pagar por la muerte de
Raimundo, fuera quien fuese quien la
hubiera ejecutado. De la participación
en la conjura de Domingo de Urgell no
había sospechado nada hasta verle
aparecer junto a nosotros cuando lo
capturamos. Que tras la tortura, nos dijo,
lo había vendido a los almohades de la
fortaleza más cercana a Calatrava.
A mí me reconoció de inmediato y,
aun amarrado como un cerdo, no pudo
evitar escupirme todo su odio:
—Tú eres el pardo de Atienza, el
que se casó con la juglaresa. Yo la tomé
primero, villano. Yo me sacié en ella.
Juan le pegó una patada en la boca
que le hizo aullar y ya después de
aquello se lo pensó antes de proferir
otros denuestos. Pretendió luego
engañarnos pero, cogido en mentiras,
decidimos aplicarle las mismas artes
que él había aplicado a nuestro amigo.
Cuando Juan cogió el puñal de Damasco
y le apuntó directamente a los testículos
se puso a chillar como un gorrino. Y
entonces nos confesó algo terrible al
gritar:
—¡No, no me hagas eso que le
hiciste a mi hermano y yo…!
Aunque calló de repente sin acabar
la frase, comprendí lo que había
mandado que le hicieran a Fortum. Lo
había hecho castrar. Entonces cogí yo el
estilete y le hurgué un poco en sus
sebosas carnes del bajo vientre. No
aguantaba el dolor y a nada confesó su
última maldad. Los moros habían
capado a Fortum, pero lo habían hecho
con habilidad de quienes hacen tal cosa
con los borregos y luego le habían
echado unos polvos que cortaban la
hemorragia. Pero, además, aunque
quería venderlo como cautivo y sufriera
más que matándolo, temía que Fortum
pudiera hablar y si por alguna remota
posibilidad era rescatado denunciara sus
fechorías, por lo que también le habían
cortado la lengua. Como mi cuñado no
sabía escribir, el de Coreses ya se podía
sentir a salvo.
Pero no lo estaba. Le obligamos a
decirnos, ya con toda la ira desatada, a
quién se lo habían entregado y que nos
diera señal del alcaide de la fortaleza
con que los mudéjares y el propio
calatravo habían andado en sus
perversos tratos. Mas a eso se negaba
con una tozudez bovina, imagino que
suponiendo que si lo rescatábamos él ya
no tendría salvación alguna. Repetía que
de ello se habían encargado los moros, y
hasta le creímos pues estaba
aterrorizado. Llegamos a pensar que del
propio terror moriría, pero se aferraba a
la vida de una manera tan vil como
compulsiva. Lo mismo suplicaba que
amenazaba, lo mismo chillaba que
volvía a alardear del mal que había
hecho. Y nosotros le hicimos punto por
punto y ojo por ojo el que él había
infligido. Yo no sabía capar como sus
moros. Me limité a cortarle de un tajo su
miembro y sus cojones y metérselos en
la boca para que cejara en sus aullidos.
Y luego le puse en la garganta el puñal
que le había regalado a Fortum, y
despacio, muy, muy despacio, se lo fui
hundiendo poco a poco. Así murió
Cirilo de Coreses. Su cuerpo, atado a su
loriga, a su yelmo y a su espada, lo
enterramos muy profundamente en el
bosque, apelmazando tierra y grandes
rocas para que no pudieran llegar a él
los carroñeros y descubrieran el
cadáver. Dejamos suelto su caballo, que
sin duda volvería a Calatrava. Su muerte
sería un misterio como lo fue la de su
hermano. En la frontera, tan cerca de los
musulmanes, no era nada extraño que un
caballero desapareciera y de él nunca
más se supiera.
No perdíamos la esperanza de hallar
a Fortum con vida, aunque lo hubieran
torturado y castrado, e iniciamos
nuestras indagaciones en las fortalezas
musulmanas vecinas. Aunque tardamos
un tiempo, por desgracia lo que nos
llegó fueron noticias ya ciertas de su
muerte. Supimos que en efecto había
soportado la castración y la tortura, pero
no había querido soportar la vida. Las
indagaciones acerca del alcaide a quien
se lo habían entregado no tardaron en
traernos el sucedido de un cautivo
cristiano mudo que se había arrojado de
lo más alto de una almena y muerto
contra las rocas. Fortum, sin su voz, sin
poder cantar a la vida y la belleza, había
preferido morir que estar muerto ya en
vida.
Juan y yo nos conjuramos para
mentir a su hermana Elisa. Preferimos
contarle lo que era el rumor toledano
que nos habían hecho llegar y por causa
de una aventura galante suya. Que un
caballero lo había matado y hecho
desaparecer. Que su cuerpo no había
sido encontrado. También le contamos
que a Cirilo de Coreses los moros le
habían dado muerte y que ya no tendría
jamás miedo a toparse con él ni a oír
siquiera pronunciar su nombre.
Matamos al fin a Cirilo de Coreses y
cumplimos nuestra venganza, pero la
suya también nos alcanzó a nosotros.
Domingo de Urgell hubo de presenciar
aquella noche lo que nunca debería
haber presenciado, aunque no dejamos
que pusiera siquiera su mano sobre el
zamorano para que no fuera mayor su
pecado. Sin embargo, aquello quedó tan
impreso en su alma que a poco dejó la
orden calatrava y volvió a sus tierras
catalanas. El remordimiento de aquella
noche y la imposibilidad de confesarlo a
los superiores de su orden venció su
espíritu. Juan, por su lado, decidió
también dejar la Bujeda e instalarse
definitivamente en Bujalaro, de donde
ya no hizo venir ni a la mora ni a sus
hijos. Aquellos parajes en los bosques
de la sierra de Altomira le recordaban
demasiado algunas cosas que no quería
recordar él ni que otros recordaran.
19
La derrota
E
l amir Al Muminin, Abu Yusuf
Yaqub al Mansur, preparó en
esta ocasión la campaña como
nunca lo había hecho hasta entonces.
Había construido la ciudad de
Aznalfarache como centro de
concentración y adiestramiento para sus
campeones de la Guerra Santa y
ordenado, a todas las ciudades
andaluzas, que acumularan pertrechos,
víveres y todo tipo de provisiones para
hombres y caballos. Asimismo, miles de
animales de carga y carros debían estar
igualmente listos. Cuando supo que sus
órdenes estaban siendo cumplidas, hizo
desde Marrakech y por todo su imperio
africano el llamamiento a la Yihad, y
esta vez la respuesta fue entusiasta.
Desde las montañas del Rif a las arenas
del Sahara, desde Bugía hasta Sale,
todas las tribus acudieron: vinieron
zenetes, masmudas, gomaras, agzases,
los velados tuareg y los negros
sudaneses. Todo el Islam que creía en el
tawhid llegó confiado en que el destino
estaba escrito y que Alá les deparaba la
victoria.
Al llegar la primavera se pusieron
en marcha. El 1 de junio de 1195, el
califa atravesó el Estrecho, descansó un
día en Tarifa y prosiguió hasta Sevilla.
Las tropas se acuartelaron en
Aznalfarache. Al Mansur dirigió el
viernes día 9 la oración en la gran
mezquita, y el 10 pasó revista a todo el
ejército formado y lo hizo cabila por
cabila, línea por línea, y lo encontró
espléndido, bien pertrechado y con
decisión de cumplir con la Guerra Santa.
A los africanos se habían unido
todas las fuerzas de Al Ándalus, o lo
hicieron en el camino, tras llegar a
Córdoba el 30 de junio en jornadas muy
cortas y tras otros tres días de descanso,
pues Al Mansur cuidaba en extremo de
no cansar a sus tropas, y la inmensidad
de su ejército y la enormidad de su
impedimenta tampoco se lo permitían.
Salió de la vieja ciudad de los califas
rumbo a la frontera cristiana. Siguiendo
el curso del Jándula, remontó el puerto
del Muradal y llegó junto al castillo de
Salvatierra, en cuya amplia llanura
acampó el ejército para al día siguiente
avanzar ya hasta el Congosto, límite con
el reino de Castilla y a una jornada de
marcha de Alarcos. Allí el califa
consideró oportuno detenerse unos días
y estudiar el plan de batalla.
El rey Alfonso sabía desde hacía
meses de la movilización al otro lado
del Estrecho, de la gran concentración
de tropas en Aznalfarache, del lento
avance y de la aproximación a su
frontera. Había fortificado el castillo de
Alarcos a marchas forzadas durante los
años anteriores y se había preparado, él
también, para el inminente choque que
en absoluto podía considerarse una
expedición de saqueo, sino claramente
una gran operación de conquista que
había que detener a toda costa. De ello
no le cabían dudas al ya curtido por la
vida y los años de batalla rey castellano.
Confiado en que durante todo su reinado
sus tropas habían vencido siempre en
los choques frontales, y que, además,
con él al mando no conocían la derrota,
se preparó a dar una gran batalla, un
definitivo golpe al enemigo. Y en esta
ocasión no tenía a su lado a don Nuño
para que se lo desaconsejara, ni quien le
recordara aquellas enseñanzas suyas en
su lección sobre la guerra en el castillo
de Zorita. No había, en realidad, nadie
en toda Castilla que no creyera en saldar
el encuentro con una gran victoria.
Convocó Alfonso a todos sus
magnates con sus mesnadas, convocó a
los concejos con sus milicias y a las
cuatro órdenes militares, el Temple, San
Juan, Calatrava y Santiago con todos sus
caballeros. Los convocó en Toledo y
acudieron.
Pero no acudió el traidor Pedro
Fernández de Castro, el que le había
jurado vasallaje tan solo unos años
antes, tras la muerte de su padre, pero
que ya seguía sus mismos pasos.
Supimos que don Pedro con su mesnada
cabalgaba al lado de Abu Yusuf Yaqub
al Mansur y formaba parte del ejército
almohade al que íbamos a enfrentarnos.
Los exploradores castellanos iban
informando al rey de la aproximación
del enemigo. Pero el rey tenía motivos
para esperar en Toledo. Había pedido
ayuda y firmado pactos con sus primos
el rey de León, Alfonso IX, y el rey de
Navarra, Sancho VII. Fue informado de
que el rey leonés estaba ya en camino,
aunque del navarro no se sabía nada.
Debió esperar, al menos a Alfonso, y en
esta ocasión sí hubo muchas voces entre
sus más cercanos que se lo rogaron.
Pero no quiso escucharlos. Decidió ir a
su encuentro. No estaba dispuesto a que
el califa y su ejército penetraran en su
reino y lo arrasaran. Salió de Toledo al
frente de las tropas y llegó a Alarcos. El
rey Alfonso, al que llamaron un día los
musulmanes el Rey Pequeño, no conocía
desde que ciñó la corona de pleno
derecho a sus catorce años más que el
triunfo en el combate y a sus enemigos
moros huyendo ante su caballería.
No dejaba de ser un guerrero
avezado y que tomaba precauciones,
pero su prevención se convirtió ya de
inicio en malaventura. Desde Alarcos
envió un destacamento de caballería que
cruzó hacia territorio musulmán y llegó
hasta un castillo en poder de los moros.
Estos salieron por sorpresa, alcanzando
a los caballeros cristianos,
aniquilándolos y cogiendo, además,
algún prisionero que les informó de la
presencia del grueso del ejército
cristiano acampado. La noticia del éxito
en la escaramuza fue recibida por el
califa como primicia de su futura
victoria.
Aquella noche los musulmanes
ultimaron su orden de marcha para el día
siguiente y su formación de combate.
Fueron los árabes los primeros en
hablar y luego los bereberes zenetes,
después lo hicieron las cabilas, los
agzases y los voluntarios y, por último,
en nombre de los caídes de Al Ándalus,
Abu Abdala ibn Sanadid propuso el plan
de batalla que a todos complació y fue
el que el califa decidió poner en marcha.
Enviaría en vanguardia a uno de sus
jeques con las tropas andalusíes, los
árabes, los zenetes, los agzases y los
masmudas con la insignia califal al
frente, e iniciarían el ataque contra los
cristianos. Detrás quedaría, oculto, el
califa con sus tropas almohades, los
negros sudaneses y las gentes de su
guardia para acudir por sorpresa donde
fueran necesarios.
Con el visir del califa en la
vanguardia, las tropas musulmanas,
siguiendo el plan previsto, se pusieron
en marcha, aproximándose a Alarcos,
donde llegaron a la vista de las
cristianas el 16 de julio. Los ejércitos
quedaron a la vista el uno del otro, y
ninguno de sus dos adalides tenía en
absoluto en mente rehuir el combate ni
otro resultado que el de su victoria.
A la mañana del siguiente día,
Alfonso ordenó que sus tropas dejaran
el campamento y se alinearan para la
batalla. Formaron armados y ordenados
y esperaron en vano bajo un sol ardiente
durante toda la mañana. Por su parte, el
califa dio orden a todos los suyos de que
descansaran y se limitaran a algunas
cabalgadas y gritos para mantener a los
cristianos en alerta esperando el ataque.
Que no llegó. Finalmente, Alfonso
ordenó dejar la formación de combate y
regresar al campamento.
Entonces el astuto Abu Yusuf Yaqub
al Mansur puso su plan en marcha. Antes
de que clareara el alba sus tropas
estaban levantadas y en marcha,
habiendo dejado sus bagajes en el
campamento para no entorpecerse en
nada, y con las primeras luces del
amanecer del día 18 se encontraban ya
en el campo donde habían estado
formados hasta el mediodía anterior,
soportando el calor y la sed, los
cristianos. El campamento cristiano se
levantó sobresaltado. El revuelo fue
grande, la agitación se apoderó de
todos, cada cual se pertrechó como pudo
y la formación se dispuso
apresuradamente. El enemigo, sin
esperar, avanzaba sobre nosotros.
Una primera oleada de jinetes
arqueros descargó una mortífera lluvia
de flechas. Una carga de caballería
cristiana respondió de inmediato,
lanzándose en tromba contra ellos. Los
jinetes arqueros se abrieron para ser
sustituidos por flecheros a pie que
derribaron a bastantes caballeros
castellanos. Los moros cobraron
ventaja. En los primeros compases
cayeron adalides importantes como
Ordoño García de Roa y sus hermanos,
el burgalés Pedro Rodríguez de Guzmán,
y Rodrigo Sánchez, su yerno, y otro
muchos nobles que iban en la primera
oleada y fueron a chocar ya con el
cuerpo central del ejército musulmán,
fresco y ordenado, que avanzaba.
La mesnada concejil de Atienza, en
la que yo formaba, cargó en la segunda
oleada. Pareció que lográbamos
contener el empuje del enemigo, que
desde el principio parecía llevar la
iniciativa. Cargábamos sin tregua ni
reposo pero no avanzábamos apenas. Se
trabó el combate con todos
entremezclados, cuerpo a cuerpo y tan
reñido que la muerte era la verdadera
dueña de toda aquella tierra empapada
de sangre. Nadie cedía, el valor era tan
cristiano como moro.
Nuestras cargas parecían agotarse,
pero en un momento pareció que
lográbamos inclinar la balanza, los
haces del enemigo donde estaban los
voluntarios y los masmudas comenzaron
a ceder, la victoria estaba por un
momento a nuestro alcance. Por el
centro, un pequeño cabezo por el que
nuestra caballería también comenzaba a
progresar, nos ocultaba una hondonada a
su espalda, y por el flanco izquierdo el
equilibrio se mantenía al pie de una
loma pedregosa.
En aquella hondonada, oculto, se
encontraba el califa, con sus mejores
tropas de refresco. Al percatarse de lo
que sucedía, el propio Al Mansur dejó
la zaga y a su séquito atrás y se presentó
por aquel lado donde desfallecían los
suyos montado en su corcel y animando
a sus tropas. Su presencia alentó a los
suyos y los que cedían fueron
rápidamente apoyados por la reserva,
que salió ya en tromba desde la oculta
retaguardia, y por unidades de
caballería ligera que restablecieron el
pulso, que a partir de ese momento ya se
fue inclinando cada vez más a su favor,
aunque durante largo tiempo nadie
cejaba y todos se esforzaban por
imponer su fuerza y voluntad.
Pero sobre mediodía su número se
impuso y el combate iniciado a primera
hora de la mañana nos era cada vez más
adverso. Nos comenzaban a arrollar y
nos iban envolviendo. Vimos entonces al
propio Alfonso lanzarse al combate con
las últimas reservas que le quedaban.
Pero la suerte estaba ya echada. Su
centro, aquel cabezo que nos tapó su
trampa, con moral de victoria no solo
nos resistía sino que ya nos hacía
retroceder, y su vanguardia, que al inicio
habíamos empujado y estuvimos a punto
de deshacer, lo sostenía Las alas del
ejército almohade, a las que se había
unido su retaguardia, realizaron entonces
un movimiento envolvente que se dirigió
contra nuestro campamento, al que
llegaron y asaltaron. Y luego desde allí
vinieron por la espalda contra nosotros.
La batalla estaba perdida. La mesnada
concejil de Atienza seguía trabada en el
combate cerca de las banderas del señor
de Vizcaya, don Diego López de Haro.
Nuestro adalid, don Trifón, alcaide y
juez de Atienza, había caído y muchos
de mis vecinos con él. Yo solo tenía,
para mi fortuna y hasta el momento, una
herida en la parte baja de la pierna,
porque el escudo, el yelmo y la loriga
me habían librado de tajos y flechas y
había logrado que no me alcanzara lanza
alguna. Había matado a varios
enemigos, entre ellos a un negro que con
una gran cimitarra se abalanzó sobre mí.
Era el primero que veía tan cerca y lo
derribé de un mandoble que lo alcanzó
en el cuello desnudo antes de que
pudiera él alcanzarme a mí. Me habían
matado un caballo pero había logrado
montar otro. Y combatía junto a mi
mesnada, cuyos supervivientes se
agrupaban junto a mí, sin perder la cara
y con orden, procurando no perder
contacto con la que comandaba don
Diego.
Vi que al rey Alfonso, que había
llegado en su intento por socorrernos
hasta muy cerca de nosotros, le
rodeaban sus caballeros y le sacaban de
la batalla mientras él pugnaba por
zafarse de ellos y seguir combatiendo.
Llegué a oír sus gritos queriendo
lanzarse al combate y morir en él
lidiando, pero al fin vimos que una
veintena de caballeros con el rey en el
centro se adelantó a todos los que
intentaban escapar y se alejó de allí a
galope tendido. Tras observar la marcha
del rey, los escuadrones más enteros y
los supervivientes que aún mantenían
cierto orden en sus filas retrocedieron y
procuraron ir saliendo de la batalla,
despegándose del enemigo. Nosotros
pugnamos por unirnos a ellos, pero no
fue posible. Unos grandes haces de
moros se interpusieron entre ellos y
nosotros y nos hicieron imposible el
reagruparnos. Entonces, como último
recurso nos acogimos a las mesnadas de
don Diego López de Haro, donde el
señor de Vizcaya mantenía con todo
vigor a sus gentes.
—Don Diego, conducidnos —le dije
—. Soy Pedro de Atienza y esto es lo
que queda de nuestra mesnada.
Don Diego me conocía y se alegró
de verme vivo.
—Con los más enteros formad en
zaga y rechazad a los que intenten
asaltarnos. Yo formaré la vanguardia. La
jornada bien perdida está. Solo nos
queda acogernos al castillo como única
salvación. Agrupémonos y combatamos
para detener su embestida y que la
hueste pueda protegerse tras los muros.
Hay que aguantar como sea o
pereceremos todos. Es nuestra única
esperanza. Yo lanzaré a todos los
caballeros que pueda para que no logren
rodearnos y abrir camino. Seguidme sin
perder la cara.
El castillo, sobre el Guadiana,
miraba al sur, hacia las triunfantes
tropas almohades esparcidas por toda la
llanura a sus pies y a los nuestros, que
ahora subían con el poco resuello que
les quedaba a ellos y sus caballos
buscando las puertas de la fortaleza y la
seguridad, aunque fuera pasajera, de sus
murallas. Pero por los flancos, por la
derecha y por la izquierda y
empujándonos por el centro como a
ovejas, los moros nos embestían y
mataban con flecha, lanza y espada. Y
aún era peor para quienes intentaban
cruzar al río pues allí ya estaba su
caballería ligera, aguardándoles y
dándoles caza sin piedad.
Así retrocedió, salvando a muchos,
don Diego López de Haro, y así
retrocedí yo con la mesnada concejil de
Atienza, aquel día de sol ardiente, de
sudor y sangre, sin perder la cara, sin
recordar al hermano muerto o matando
por él con saña, y sin querer pensar en
la suerte del hijo antes de caer uno
mismo abatido. Así retrocedimos aquel
día de derrota, luchando tan solo por la
vida, pero no solo por la propia, pues al
luchar por ella se intentaba al tiempo
salvar la del vecino, y el vecino hacer lo
propio con la tuya. Retrocedí gritando,
golpeando salvajemente, haciendo un
dique contra los enemigos que se
abalanzaban sobre nosotros, llegando a
frenarlos finalmente en su ímpetu ante el
destrozo que les causábamos. Así murió
aquel día mucha gente del Común de la
villa y tierra de Atienza y así
comenzaron a llamarme a mí en honor de
mi abuelo, Pedro el Pardo, por haberles
conducido hasta traspasar la puerta del
castillo de Alarcos y ponernos al menos
por un tiempo a salvo de los enemigos, a
los que veíamos saquear todo el campo,
rematar a los heridos, capturar a muchos
que huían y señorearse de toda la tierra
que veíamos. Así oímos resonar sus
timbales tocando a triunfo y al califa
Abu Yusuf Yaqub al Mansur recorrer,
victorioso y aclamado por sus tropas,
nuestro campamento humillado y
vencido.
No pudimos mantener mucho tiempo
abiertas las puertas del castillo y cuando
el grueso de los supervivientes pudo
ponerse a salvo tras ellas, y aunque
veíamos destacamentos aislados que
pugnaban por llegar a ellas, don Diego
López de Haro hubo de dar la orden de
cerrar, aun sabiendo que a los que
quedaban fuera los condenaba a la
muerte casi segura o, si les era muy
favorable la suerte, al cautiverio. Pero
había que velar por los más, aunque no
fuera nada halagüeña nuestra situación,
pues estábamos por entero rodeados de
un triunfante ejército enemigo, sin
esperanza alguna de recibir socorro y
sin apenas víveres ni agua para resistir
un asedio.
No había visto a Juan, que había
formado con nuestra hueste desde el
principio del combate, casi desde el
primer choque con el enemigo.
Vislumbré que en algún momento con un
grupo se desplazaba a mi derecha y
luego en aquel endemoniado griterío, en
aquella mezcolanza de golpes, ayes,
gemidos, en aquel revoltijo de gente, de
caballos, de armas, de sangre y muerte,
lo perdí de vista. Lo busqué entre los
que nos habíamos refugiado en el
castillo, pero no di con él, y entre los
atencinos nadie supo darme señal suya
ni de otros que alcancé a distinguir a su
lado en la batalla. Temí lo peor y su
muerte, pero tuve esperanza de su vida
porque nadie me dijo tampoco que lo
hubiera visto caer abatido.
Pero era ahora momento de
preocuparse de los vivos, de los que
habíamos sobrevivido a la matanza y no
habíamos podido huir con el rey
Alfonso. Estábamos cercados por un
inmenso ejército que acababa de vencer
a todo el de Castilla. Don Diego hizo
balance de nuestras fuerzas. Acogidos al
castillo podía haber unos cuatro mil
combatientes. Hasta cinco mil almas
contando los que ya no podían
sostenerse e incluso algunas mujeres y
niños.
—Somos muchos menos los vivos
que los que han quedado muertos ahí
fuera, don Pedro —me resumió el señor
de Vizcaya.
—Por ahora lo estamos, don Diego,
pero cercados —le respondí.
—Las defensas son fuertes y recién
construidas, los muros altos, y ellos no
tienen máquinas de guerra. No les será
fácil asaltarlos y podemos hacerles gran
daño. Un ejército tan inmenso tiene más
necesidad de comida que nosotros
mismos, aun cuando hayamos de
comernos nuestros propios caballos.
—Pero no podemos esperar ningún
socorro. Habremos de afrontarlo solos.
—Pero yo aún mantengo una
esperanza, don Pedro. Que a lo mejor
nos viene de aquel a quien más hemos
despreciado.
Supe de quién me hablaba sin
necesidad de que me mentara el nombre.
Habíamos visto al traidor don Pedro
Fernández de Castro al lado de los
musulmanes y cerca del propio califa.
Había combatido en el flanco izquierdo,
hasta apoderarse de aquella cresta
pedregosa. Pero ahora era con él con
quien don Diego veía la mejor
posibilidad de establecer negociaciones
que nunca habían de pasar por el
cautiverio, sino por lograr un aman que
nos permitiera salir sanos y salvos,
entregando el castillo.
Lo cierto es que al día siguiente
comprobamos que los almohades ni
siquiera establecieron un asedio en
forma. Sabían muy bien que nos tenían
atrapados y que no teníamos posibilidad
de escape ni de salida alguna.
Celebraron su triunfo con mucho resonar
de tambores y de nuevo formaron a
nuestra vista sus tropas, a las que el
califa pasó revista, entre vítores,
aclamaciones e invocaciones a su dios
Alá, cabila a cabila, línea por línea.
Pero tenía razón don Diego. A la
postre, el traidor don Pedro fue nuestro
salvador. El Castro recomendó al califa,
como amigo de los musulmanes que era,
buscar un acuerdo y puso de relieve la
oportunidad de rescatar a muchos
cautivos que los cristianos teníamos en
nuestro poder por toda Castilla a cambio
de nuestras vidas.
Fueron partidarios de acceder los
caídes andalusíes, que tenían a muchos
deudos prisioneros nuestros, pero no
querían hacerlo los que habían venido
de los desiertos y las montañas
africanas, que solo ansiaban cumplir con
su juramento de Guerra Santa y darnos
muerte. El califa sopesó lo uno y lo otro
y las tropas y el tiempo que habría de
emplear intentando rendir el castillo, y
al final optó por aceptar nuestra oferta
de entregar Alarcos y poder nosotros,
todos los allí refugiados, partir a salvo
hasta Toledo. Pero como condición
Castilla debía entregar importantes
rehenes de hijos de nobles y caballeros.
Ellos serían la garantía de los cautivos
suyos que luego habríamos de liberar
nosotros en pago a nuestra libertad. El
rey Alfonso accedió a hacerlo y los
rehenes y los primeros cautivos
liberados llegaron prestamente a Toledo.
Desde allí fueron conducidos a Sevilla
primero y a Rabat después, donde el
califa tenía su residencia más importante
y desde la que dirigía su imperio.
Cuando ellos llegaron fue cuando se
nos permitió salir a nosotros. Y así, bien
formados y dirigidos por don Diego
López de Haro, salvamos nuestras vidas
y así se salvó algo de aquel ejército de
Castilla que pereció en Alarcos, pues
fueron incontables los caballeros que
murieron y las mujeres que hubieron de
llorar a maridos e hijos y los hijos que
hubieron de llorar a sus padres.
Fue a ellos, a los hijos de los que
habían sucumbido, a los que, apenado en
lo más profundo por la derrota y por
haberles llevado a la muerte, culpándose
por ella en su conciencia, el rey Alfonso
favoreció en todo, amparó en cuanto
pudo e inculcó en ellos lo que ya ardía
en su corazón: el deseo de no morir
hasta que se cobrara la venganza, hasta
que los derrotaran en otra batalla y
destruyeran para siempre aquel poder
maldito que de nuevo acechaba todas
sus fronteras, que otra vez iba a asolar
sus tierras que no había podido
defender, que iba a llevar el miedo hasta
sus ciudades y que iba a hacer
retroceder sus líneas otra vez hasta casi
el mismo río Tajo.
Llegué a Toledo con las gentes de
Atienza que habíamos sobrevivido,
apenas unos cuarenta de los trescientos
de todo el Común que habíamos partido
a la guerra. O eso creí al principio, pues
supuse que todos los que con nosotros
no se hubieran acogido al castillo
habrían muerto. Pero dentro de la
catástrofe, aún tuve una mínima alegría,
y fue encontrar con vida a mi primo
Juan, que, junto con una docena de
jinetes, había conseguido unirse a los
destacamentos dispersos que, tras
lanzarse el rey con los veinte caballeros
al galope, lo siguieron en su huida y
consiguieron zafarse de los
perseguidores y alcanzar Toledo.
Algunos otros habían conseguido, cada
cual sabía cómo y a través de qué
milagro, librarse también de la muerte.
En total contando los que venían
conmigo, los de Juan y los dispersos,
pasamos de los sesenta los que salimos
vivos de Alarcos. Pero cerca de 240
habían muerto allí, tres de cada cuatro
de los que partimos a la batalla no
volvíamos de ella. Y regresábamos
derrotados y con el enemigo a nuestras
espaldas preparado para asaltar nuestra
tierra.
20
L
a derrota en Alarcos nos dejó, a
los castellanos, en manos de
nuestros enemigos. Las razones
que había escuchado a don Nuño sobre
lo incierto y peligroso de jugarlo todo a
uno de esos combates frontales
resonaban en mis oídos y seguro que
también en el corazón de nuestro rey,
que una y otra vez se reprocharía su
impaciencia, el no haberse contenido y
aguardado al menos a que llegaran las
tropas leonesas. Pero era tarde ya para
ello, y tampoco dieron tiempo a Alfonso
para recapacitar sobre sus culpas y
errores. Porque, de inmediato y tras su
derrota, sus enemigos se le arrojaron
encima. Y estos no eran solo los
almohades y los moros andaluces. Eran
todos aquellos que durante largos años
habían sufrido el esplendor y pujanza de
Castilla como el peor de los agravios.
Los leoneses y los navarros no dejaron
pasar la oportunidad que les brindaba
nuestra debilidad y se abalanzaron sobre
nuestra angustia. Se apresuraron a firmar
pactos con los almohades y nos atacaron
por todos los lados.
Los moros nos tomaron muchos
castillos, nos hicieron retroceder hasta
el Tajo y llevaron de nuevo la guerra a
las puertas de nuestras casas, cuando
antes éramos nosotros quienes la
llevábamos ante las suyas. El propio
califa avanzó al frente de sus tropas y,
además de Alarcos, se apoderaron de
Caracuel, que quedaba dos leguas al sur
de este, y la tan disputada Calatrava,
sobre el río Guadiana, cuyos habitantes
huyeron todos y no hubo quien pudiera
defenderla cuando Abu Yusuf Yaqub al
Mansur llegó ante ella con el ejército
vencedor. Lo que tanto había costado
conquistar, mantener y poblar se perdió
todo. El califa convirtió en mezquita la
iglesia cristiana abandonada por los
caballeros de Calatrava. Estos vieron
hasta el propio nombre de su orden
cautivo y hubieron de buscar nuevos
enclaves, recalando el maestre tras los
muros de Zorita.
Tomada Calatrava, el califa decidió
retornar a Sevilla con su séquito, pero
sus tropas continuaron avanzando y se
apoderaron de dos cruciales fortalezas,
Malagón, dos leguas al norte del
Guadiana, y sobre todo Guadalerze, a
tan solo siete leguas ya de Toledo, una
gran alcazaba desde la cual poder lanzar
sus ataques de nuevo sobre la capital
castellana.
Abu Yusuf Yaqub al Mansur celebró
en Sevilla, donde fue recibido en
triunfo, la gloria de Alá el 7 de agosto.
No había casi memoria de una victoria
así contra los infieles desde aquellos
días de Uclés en que los almorávides
mataron a los condes de Castilla y al
infante Sancho, pero aquello era mejor
no mentarlo, para no empalidecer el
triunfo del califa, la espada del Profeta
de nuevo resplandeciente de gloria en
Al Ándalus, y menos con glorias
pasadas de sus peores enemigos.
En Aznalfarache recibió Al Mansur
a todos los notables en la más solemne
recepción que pudo concebirse y los
poetas festejaron al vencedor. Al día
siguiente las tropas desfilaron en triunfo
en Sevilla y recibieron las aclamaciones
del pueblo. Pero resultaron en buena
parte deslucidos los vítores cuando, en
aquella ciudad donde es escasa la lluvia
y aún más en verano, se concitó una
fuerte tormenta que entre truenos y
relámpagos descargó tan fuerte y
pertinaz aguacero que empapó hasta los
huesos a quienes desfilaban e hizo
refugiarse y ponerse a cubierto a quienes
iban a vitorearlo.
Pero el califa no lo interpretó como
un mal augurio. La lluvia sería buena
para los campos de Al Ándalus, que
estarían libres de las correrías
cristianas, mientras que los soldados de
Alá volverían cada primavera sobre
Castilla y correrían sus tierras, cogerían
sus ganados, talarían sus huertas y
cautivarían a sus mujeres y a sus hijos.
Y además no lo haría solo ya que
contaba con muchos aliados. Al calor de
su victoria ya habían llegado a Sevilla
embajadores de otros reinos cristianos,
pidiéndole alianza para combatir juntos
al maldito Alfonso.
Al año siguiente, pensaba el califa
Al Mansur, habría de volver él mismo a
culminar su obra. Al fin, volvería el
Islam a señorear Toledo. Pero ahora
tenía que atender a Ifriquiya, donde la
peste almorávide, que parecía no
extinguirse nunca y cuando se le cortaba
la cabeza surgían otras nuevas, con los
Ibn Ganiya aposentados en las Baleares,
que seguían dándole quebraderos de
cabeza en aquel territorio donde su
doctrina arraigó primero y donde
seguían teniendo adeptos. Un día, se
prometía Al Mansur, acabaría de una
vez por todas con aquellos y les
asaltaría en sus islas baleáricas, donde
ahora se consideraban a salvo, y les
haría pagar por todos sus insultos y
agresiones.
Pacificaría Ifriquiya en unos meses y
al año siguiente podría retornar a Al
Ándalus y comenzar su ofensiva
definitiva donde ahora había parado. La
frontera había avanzado y subido hacia
el norte más de once leguas y tenía a la
vista Toledo. Ese sería el objetivo y si
estaba escrito lo cumpliría. Y para ello
tendría no solo la moral de la gran
victoria conseguida, sino la ayuda de
todos aquellos que tras ella deseaban
que Alfonso cayera y con él Castilla se
derrumbara.
Todos los reyes cristianos llevaban
la misma sangre, todos eran primos, y
hasta primos hermanos, tanto de padre
como de madre. La de Alfonso VI, el
conquistador de la propia Toledo, corría
por la de todos ellos, el leonés y el
portugués, el aragonés y el navarro y,
por supuesto, la del castellano que
añadía a su título de rey de Castilla,
como seña esencial de su poder, el de
Toledo.
El rey leonés Alfonso IX era su
primo hermano por parte de padre, y el
rey navarro Sancho VII lo era tanto por
parte de padre, sobrino de su propia
madre, doña Blanca, como por parte de
madre, pues doña Sancha, la madre del
navarro, era la tía del castellano,
hermanastra de su padre el Deseado,
pues era hija de la segunda mujer del
Emperador, doña Rica. Primo era
también el aragonés Pedro II, hijo de
otra, la muy querida tía e infanta Sancha,
otra hermana de su padre que siempre
había mediado en los acuerdos de
Alfonso con su marido, el Alfonso
aragonés, y templado cuando surgieron
los problemas. Y primo era el Sancho
portugués, aunque ya más lejano,
descendiente, al igual que él de Alfonso
VI, pero de la rama bastarda habida con
doña Jimena Muñoz.
Todos los reyes cristianos llevaban
en buena parte la misma sangre, pero
ello no solo era motivo de afecto sino
que la sangre común lo que llevaba
aparejada en muchos casos era viejos
rencores y disputas familiares. La sangre
no es razón sino sentimiento, y en este
podía anidar y anidaban odios
enconados.
Afloró de inmediato el del leonés.
Alfonso IX había acudido incluso a
Toledo para apoyar a su primo con sus
tropas y combatir junto a él al almohade.
De hecho, estaba ya en Toledo cuando
los castellanos comenzaban a combatir
en Alarcos. Y allí lo encontró el rey
derrotado cuando llegó huyendo. Dicen
que el leonés guardaba en su corazón el
recuerdo de las cortes celebradas en
Carrión, cuando rindió vasallaje a su
primo al comienzo de su reinado en
1188, en la plenitud castellana.
Conocedor de la profundidad de la
derrota de su primo y sabedor de su
debilidad extrema, en vez de ofrecerle
apoyo aprovechó la ocasión para
exigirle que le devolviera ciertos
castillos, los famosos del Infantazgo,
que consideraba suyos y que estaban en
poder de tenentes castellanos. Se negó el
castellano, muy dolido por su actitud en
tal momento de agobio, y salió el leonés
enfadado de Toledo y antes de llegar a
León ya había mandado emisarios al
califa, que le respondió muy gustoso y
se comprometió a enviarle dinero y
soldados para iniciar campañas juntos
contra las tropas castellanas. Don Pedro
Fernández de Castro tuvo, una vez más,
que ver mucho en ello.
La senda del leonés la siguió de
inmediato el navarro, que tampoco era
amor lo que sentía por su primo, sino
resentimiento por considerar que le
había arrebatado tierras, aunque el
castellano solo hubiera recuperado las
que su padre le había antes quitado a él.
Sancho VII era en extremo impetuoso,
aún más que el Alfonso castellano, y vio
llegado su momento. Rompió el pacto
con Castilla, que sí había respetado su
padre el Sabio, y se dispuso a unirse al
ataque combinado con moros y leoneses
contra Castilla al año próximo.
Alfonso y los castellanos nos
sentimos solos. Amén de vencidos,
traicionados. Amén de heridos,
acosados por quienes podían ayudarnos.
Amén de en duelo, agraviados. Pero de
la soledad y el abandono de todos surgió
nuestra fortaleza. El rey, aunque
desolado por sus errores en Alarcos, no
se derrumbó sino que encontró en el
dolor su fuerza y en su necesidad su
virtud. Acorralada y desangrada,
Castilla se puso en pie dispuesta a morir
combatiendo y se aprestó a luchar en
todos los frentes y contra todos quienes
fueran. Se comenzó de inmediato a
reforzar castillos, a levantar las
murallas de las villas, a formar y
entrenar las mesnadas y las milicias
concejiles, a aprestarse en suma a
disputar y hacer pagar con sangre a los
que seguro vendrían a invadirnos, la más
pequeña de las barbacanas y hasta el
último palmo de terreno.
El rey me hizo llamar a Burgos. Me
enalteció por mi comportamiento en el
combate, me abrazó como a un amigo
delante de todos los magnates y me
nombró, tras haberlo por su parte
propuesto nuestro Concejo, alcalde de
Atienza al mando de la milicia. Me
encareció sobre todo, al igual que hacía
en todas sus villas y ciudades, que bajo
ningún concepto dejara desatendidos a
los hijos de los muertos en Alarcos, que
esos hijos habrían de estar siempre
amparados y provistos de lo necesario
para su subsistencia y a los que había
que adiestrar y preparar con esmero,
listos para el momento en que pudieran
vengar a sus padres.
—Ellos serán, Pedro, los que con
más ahínco peleen cuando volvamos a
enfrentar a los sarracenos. Con ellos
venceremos, con ellos vengaremos
Alarcos y a todos nuestros muertos. Y
tú, Pedro, no habrás de fallarme en ello
cuando la hora suene. Ahora eres el
alcalde de tu villa, por voluntad de sus
vecinos y por la mía. Recuerdo que un
día me dijiste tu seña, tu lema, y hoy te
lo recuerdo. Aquello que le contestaste a
un joven vástago de la casa Lara. Que no
te tenías por más que nadie, pero que
tampoco por menos que ninguno. Pues
tal sea ese tu lema al servicio de tu rey y
de tu villa.
—Lo será, mi señor. Lo ha sido
siempre y hasta mi último aliento
seguirá siéndolo.
A cumplir las órdenes de mi rey me
apliqué con todas mis energías,
secundado por mi primo Juan, cuya
ayuda me fue inestimable y sin la cual no
hubiera logrado mucho de lo que me
había marcado como objetivo. En los
preparativos de nuestra defensa ante la
tormenta que a buen seguro se nos
vendría encima, yo me ocupé más de la
villa de Atienza y sus alrededores
mientras Juan lo hacía por todos los
extremos, y los calatravos con el alfoz
de Zorita y Almoguera. En unos meses la
milicia concejil había sido restaurada y
entrenada. Sabíamos que por Soria
podían venirnos los navarros y por el
Tajo los moros. Les estaríamos
esperando.
El rey tampoco olvidó el conseguir
amigos y restablecer alianzas. Hizo
publicar la bula dada por el papa
Celestino III, el 10 de julio, solo ocho
días antes de Alarcos, en la que se
ordenaba a todos los reyes de España
que no molestasen ni perturbasen a los
que estaban combatiendo contra el
enemigo islámico. Mucho menos que se
aliaran con ellos. Bien claro resultaba
que, tras nuestra derrota, no estaban
dispuestos a cumplirla ni leoneses ni
navarros, pero la bula papal pesaba.
El rey Alfonso intentó por su lado
aminorar los daños y no dudó en enviar
mensajeros al califa, uno tras otro,
solicitándole treguas. Pero el califa se
negó, pues ya preparaba su campaña del
año siguiente, sabiendo que ya no
tendría enfrente un gran ejército
castellano dispuesto a enfrentarlo,
confabulado con los leoneses, a cuyo
servicio había pasado de nuevo Pedro
Fernández de Castro al mando de una
gran multitud de soldados almohades,
que Al Mansur dejó bajo sus órdenes,
que atacaría por su lado. Los navarros,
también lo sabíamos, nos atacarían por
el otro flanco.
De nuevo con Al Mansur al frente, la
gran expedición mora de primavera
cogió en esta ocasión otra ruta, con
destino a Toledo pero entrando por
Extremadura. El consejo de Pedro
Fernández de Castro se hizo de nuevo
notar, pues este deseaba que el califa
tomara las plazas que fueran de su padre
don Fernando Rodríguez de Castro y
que, cuando ofreció vasallaje a Alfonso,
entregó a los castellanos. En julio, el
ejército califal alcanzó ya Montánchez.
Lo cercó primero una avanzada andalusí
que inició el ataque, y al día siguiente
llegó el grueso de las tropas con el
califa a la cabeza. A pesar de la
fortaleza de su castillo, la guarnición
entendió que era inútil la resistencia.
Ofreció el aman y el califa lo concedió,
encargando al caíd autor del exitoso
plan de batalla en Alarcos, Ibn Sanadid,
que los escoltara a lugar seguro. Pero
una banda de jinetes árabes de los que
venían con las tropas africanas los
asaltó, pasando a cuchillo a todos los
hombres y cautivando a mujeres y niños.
Abu Yusuf Yaqub al Mansur se enfureció
al conocer la tropelía que le hacía
incumplir la palabra dada. Ordenó
apresar y castigar a todos los culpables
que pudieran capturar y encareció a
Sanadid que fuera más diligente y
condujera a los supervivientes cristianos
a lugar seguro en territorio cristiano.
El califa siguió adelante y a su paso,
viendo la inmensidad de sus tropas y la
imposibilidad de recibir socorros, las
guarniciones cristianas iban
abandonando las plazas, siendo las
siguientes en caer Cruz y Trujillo. Las
tropas cristianas, conscientes de su
absoluta inferioridad, rehuían el
combate y retrocedían. Los almohades
atravesaron el Tajo y marcharon contra
Plasencia. Ahí la guarnición decidió
hacerles frente y, abandonando la
ciudad, que resulta de imposible
defensa, lo intentaron en la alcazaba.
Los almohades destruyeron la ciudad
por completo e iniciaron el asalto de la
ciudadela aquel mismo día. Por la noche
los cristianos solo tenían refugio en una
torre. Pudieron resistir una sola noche.
El alcaide y ciento cincuenta caballeros
se rindieron finalmente y fueron hechos
prisioneros y conducidos a Marruecos, a
Salé, donde hubieron de trabajar como
esclavos en la construcción de su
mezquita. Allí se encontraron con
bastantes de los cautivados el año
anterior en Alarcos, que habían corrido
igual suerte.
Desde Plasencia el califa se dirigió
a Talavera, a la que consideraba la
segunda ciudad tras Toledo de toda la
zona y la más parecida a ella por sus
torres y fortificaciones. Sus aduladores
contaron en su relato que fue arrasada,
pero lo que en realidad arrasaron fueron
sus campos, sin expugnar ni las
fortificaciones de Talavera y aún menos
su poderosa alcazaba, que ya había
detenido a los almorávides cuando estos
sí lograron tomar sus arrabales y parte
de su muralla.
De la vega de Talavera prosiguieron
talando y saqueando por Santa Olalla y
Escalona, que fueron abandonadas por
sus habitantes, que huyeron, e intentaron
expugnar Maqueda, pero ahí fracasaron
y finalmente llegaron ante Toledo por el
norte del Tajo, dedicándose a cortar sus
viñas y sus árboles, porque ya la
cosecha se había recogido en buena
parte y estaba a buen recaudo al igual
que ganados y gentes. Durante diez días
Abu Yusuf Yaqub al Mansur, el vencedor
de Alarcos, tuvo a su vista Toledo y
saqueó su alfoz y su vega. Pero no se
decidió a cercarla, se limitó a cruzar de
nuevo el Tajo, esta vez hacia el sur,
saqueando la almunia, la llamada Huerta
del Rey, desde donde Alfonso VI había
dirigido el sitio de la ciudad, y
comenzaron el regreso, tomando en su
viaje de vuelta hacia Sevilla el
poderoso castillo de Piedrabuena y
guarneciéndolo, disponiendo con su
conquista de un nuevo punto de ataque a
tan solo a una jornada de Toledo.
Pero ya en la vega toledana y al
norte del Tajo los musulmanes habían
comenzado a sufrir bajas. Los
castellanos no atacaban frontalmente,
pero tanto destacamentos del rey
Alfonso, que se encontraba acampado en
la sierra abulense de Paramera, como
mesnadas concejiles toledanas
hostigaban a los destacamentos
almohades que se desperdigaban para el
saqueo, y algunos de estos comenzaron a
retornar con muchas bajas o a no volver
ninguno. De igual manera, la guarnición
de la ciudad hacía lo propio y las
escaramuzas se hicieron continuas y
dolorosas para las tropas califales.
Abu Yusuf Yaqub al Mansur regresó
a Sevilla con no pequeño botín, pero
sobre todo habiendo logrado hacer suyas
Montánchez, Trujillo y Piedrabuena. Una
importante ganancia que no pudo
completar con Plasencia, pues nada más
retirarse, Alfonso contraatacó y logró
recuperarla, con lo que volvía a ganar el
paso del Tajo por aquel costado. No
pudo lograrlo con las otras plazas que le
habían sido arrebatadas.
Sí tuvo el rey castellano bastante
más éxito en sus choques con los
leoneses, aunque de inicio se encontrara
en situación muy comprometida al tener
que afrontar al tiempo el embate de la
expedición califal y el de su primo
Alfonso y el de las tropas almohades al
mando de Pedro Fernández de Castro.
Para intentar defenderse del ataque
combinado, acampó, entre unos y otros,
en la sierra de Paramera. El leonés
había atacado todo el sector de Tierra
de Campos y llegado a Carrión, donde
borró la afrenta de su vasallaje. Pero las
tropas moras al mando del Castro
cometieron grandes tropelías y afrentas
a la religión cristiana, lo que hizo que
las gentes miraran con repugnancia a los
leoneses y no se recataran en afearles
sus traiciones.
Alfonso hizo todavía más: mientras
él lograba recuperar Plasencia, envió a
uno de sus magnates, don Fernando
Rodríguez de Albarracín, a que
estorbara el regreso de los atacantes a
su tierra, cosa que hizo con bastante
eficacia. Para bien algo había cambiado
en el juego de alianzas y de tronos. El
rey castellano ya no estaba tan solo.
Pedro II de Aragón había acudido en su
socorro. Alfonso había celebrado con él
y con su madre doña Sancha, su leal tía,
una reunión trascendental donde
resolvieron ciertas cuitas y
reclamaciones, incluso ciertos
desencuentros acaecidos en los últimos
tiempos entre la madre y el hijo. Alfonso
y Pedro se apreciaban grandemente y, en
el caso del aragonés, al afecto hacia su
pariente castellano se unía una fuerte
admiración a su persona y gobierno.
Don Pedro, con la mayor nobleza y de la
más generosa manera, se volcó con sus
tropas en el apoyo al rey de Castilla. Y
con los aragoneses a nuestro lado, los
castellanos ya no nos sentimos solos, y
cuando vino con sus tropas a acampar en
los altos de la Paramera fue recibido
con júbilo. Estaba muy bien elegido el
enclave, pues allí en pleno estío el calor
era mucho menos asfixiante y hasta hacía
frío por las noches. Y les permitía
vigilar a sus coaligados enemigos.
Cuando los leoneses y el Castro
supieron que castellanos y aragoneses
venían contra ellos, intentaron poner
tierra de por medio y regresar a su
reino. Pero hasta allí los fue
persiguiendo el señor de Albarracín,
que iba por delante, y cuando los dos
reyes le siguieron y penetraron en León,
ni el rey leonés con sus tropas ni el
Castro con sus moros hicieron nada por
defender su tierra. Fue expugnada la
ciudad de Castroverde, donde tomaron
preso al conde Fernando de Cabrera y a
otro noble, Álvaro Peláez, y hasta a un
magnate portugués que se les había
unido, Alfonso Armíllez, con todos sus
soldados. Prosiguieron hasta Benavente,
donde leoneses y moros se encastillaron
renunciando a presentar combate y los
castellanos y aragoneses pudieron correr
aquella tierra a su antojo, llegando al
Rabanal y al Bierzo. De vuelta por León
asediaron el propio castillo llamado de
los Judíos y lo tomaron, poniéndole
guarnición. También se habían
apoderado de Ardón, Castrogonzalo,
Castrotierra, Alba de Liste, saqueado el
alfoz de Salamanca y tomado finalmente
el castillo de Monreal. La jugada les
había salido rematadamente mal a
Alfonso IX y a Pedro Fernández de
Castro. El rey castellano había sufrido
el embate almohade y perdido fuertes
plazas, aunque recuperara Plasencia,
pero ellos nada habían ganado. Al revés,
habían sido corridos en su propio reino
y tenido que entregar buenos castillos.
Por nuestro lado, los de Atienza
aguardábamos el embate navarro, que se
produjo por las vecinas tierras de Soria,
llegando hasta las puertas de Almazán y
haciéndonos daños en los campos pero
sin asaltar ciudades. Lo aguantamos, y
fuimos entorpeciéndolo cada vez más
hasta que hubo de retirarse. El rey
Alfonso, aquel otoño, por octubre se
vino hasta San Esteban de Gormaz y allí
celebramos consejo con él y convenimos
en reforzar la frontera por aquel lado
para el año siguiente.
El que ahora vencía había sido
terrible para los castellanos. Habíamos
sido atacados desde todos los frentes,
habíamos sufrido asaltos de un califa y
de dos reyes cristianos, pero habíamos
logrado resistir y hasta contraatacar en
cuanto pudimos. Castilla estaba en pie y
aquel invierno nos sentimos orgullosos
de nuestra entereza, cultivamos nuestros
campos, apacentamos nuestros ganados
y seguimos adiestrándonos con nuestras
armas, sabiendo que en cuanto llegara el
buen tiempo volveríamos a necesitarlas
bien afiladas.
Porque el califa no iba a cejar en sus
ataques, y no lo hizo. La campaña
próxima fue aún más larga y dura. El 11
de mayo del año siguiente ya estaban en
marcha desde Sevilla y al poco en
Córdoba, desde donde tomaron camino a
Talavera, de nuevo su destino. Antes de
que entraran en territorio castellano
Alfonso tornó a mandarle embajadores
solicitando treguas, pero el califa, muy
envanecido, no solo no aceptó ni
siquiera hablar de ellas, sino que
despectivamente los despidió
remitiéndonos a las lanzas y las espadas.
De nuevo y tras talar los campos de
Talavera y Maqueda, que esta vez
alcanzó antes de la recogida de las
cosechas —por ello había adelantado su
venida—, estuvo de nuevo ante Toledo,
que se vio nuevamente cercada y esta
vez con mayor empeño y sus campos
saqueados más fuertemente y con mayor
saña. Cuando apretados tenía a los
toledanos, le llegó a Abu Yusuf Yaqub al
Mansur la nueva de que el rey Alfonso y
su aliado el aragonés estaban en Madrid,
por lo que se lanzó a uña de caballo
hacia allí para intentar sorprenderlos y
cercarlos. Podía ser un golpe definitivo.
Coger cautivo a los dos reyes cristianos
y hacer prisionero sobre todo a su gran
enemigo, Alfonso. Galopó hacia Madrid
con lo mejor de su ejército y urgiendo a
la zaga a que le siguiera toda prisa. Pero
ni don Alfonso ni don Pedro se dejaron
sorprender. Guarnecieron Madrid con
abundantes caballeros y pertrechos al
mando de don Diego López de Haro y
ellos salieron de la plaza con el grueso
de las tropas. Alfonso había aprendido
mucho de sus errores y de Alarcos, y
entendió que lo más importante era
conservar su libertad de movimientos y
poder hostigar a los almohades si
cercaban la plaza o en cualquier lugar
que atacaran.
El califa se encontró de nuevo, como
después de Alarcos, cercando a don
Diego, pero esta vez el vizcaíno no
estaba dispuesto a pedir aman sino a
defender como fuera y hasta el último
caballero la plaza. La cercó y la apretó
el almohade durante casi dos semanas,
pero la guarnición no flaqueaba, tenía
agua y alimentos de sobra y le causaba
crecientes bajas. Al fin, entendiendo
inútil el esfuerzo, optó por levantar el
cerco y subir la vega del Henares arriba
desviándose hacia Talamanca, logrando
tomarla, a esta sí, al asalto y
saqueándola por entero, aunque tras
arrasarla la abandonó, pues no era
defendible tan alejada de sus líneas. Dio
a continuación vista a Guadalajara y le
corrió toda su campiña. También aquí
intentó el asalto, pero fracasó como en
Madrid y no quiso entretenerse en un
cerco. Entonces ya decidió volver de
regreso a Al Ándalus, pero lo hizo
retornando hacia Alcalá, luego por
Oreja, y de allí por Uclés, por Huete,
por Cuenca y por Alarcón, haciendo
daño, pero sin poder poner mano en los
castillos ni en las gentes y sus ganados y
bastimentos en ellos guardados. Todas
las fortalezas resistieron, salvo la citada
Talamanca, y la expedición del califa se
saldó con gran sufrimiento para Castilla,
pero sin pérdida de enclave alguno ni
nuevo retroceso en sus fronteras.
Quizá por ello, cuando una vez más
Alfonso tornó a mandar embajadores a
Sevilla solicitando treguas, el califa se
lo pensó más serenamente y no remitió
ya a lanzas y espadas, pues era claro que
los castellanos las seguían teniendo
afiladas y eran un enemigo en extremo
correoso y difícil de abatir. Por si no
fuera suficiente para Al Mansur, los
malditos Ibn Ganiya de las Baleares, los
últimos almorávides, habían vuelto a las
andadas y a desembarcar en África, y
aquello requería su presencia.
Finalmente, aceptó las treguas y estas
fueron firmadas por diez años, aunque a
los tres, a la muerte del califa en 1199,
se renegociaron con su sucesor Al Nasir.
La paz en las fronteras del sur, tras
tres años de horribles penas y pesares,
estaba conseguida y era el momento de
que el rey Alfonso, libre de esa
preocupación, ajustara las cuentas con
leoneses y navarros.
A los leoneses ya se las habíamos
comenzado a ajustar el año antes. De
nuevo Alfonso IX había aprovechado el
ataque almohade, y en cuanto se produjo
se lanzó a intentar recuperar lo perdido
el año anterior. Consiguió hacerlo con la
ciudadela de León, pero en cuanto las
tropas del califa se alejaron de Castilla,
nuestro rey Alfonso se lanzó contra su
primo de manera feroz. De nuevo junto a
Pedro de Aragón, le entraron en el reino
y les arrebataron más castillos, como
Bolaños, Valderas, Castroverde, Carpio
y Paradinas de San Juan, y le causaron
muchos estragos y muertes. No fue una
campaña larga pues decidieron retornar
pronto de ella los dos reyes, y a
mediados de agosto el uno estaba ya en
Valladolid y el otro en Huesca.
Pero fue al año siguiente, ya
firmadas las treguas de Alfonso con los
almohades, cuando sonó la hora de
nuestra revancha y hubieron de verse
navarros y leoneses con la gran potencia
combinada de castellanos y aragoneses
que se les venía encima. Sentíamos los
castellanos que debían pagarnos por el
mal que aliados con los moros nos
habían causado.
El leonés, a la postre, no salió tan
mal librado. Hubo de agradecérselo a la
reina Leonor. Ni ella ni el propio rey,
aunque se viera obligado, deseaban la
guerra con él y ambos esposos ansiaban
una reconciliación que nunca acababa
por cuajar del todo. La enemiga de los
Castro seguía haciendo estragos. Pero
ante ello la reina puso en marcha toda su
habilidad y tejió la mejor de las
alianzas. Una boda entre el rey de León
y su hija primogénita, doña Berenguela,
ya una mujercita prudente, hermosa y
avisada. El leonés, aun siendo primos,
aceptó el enlace, para el que solicitaron
licencia al Papa, y aunque esta no llegó
el matrimonio se celebró, reinó la paz y
Berenguela no tardó en darle un hijo, al
que, en honor al padre del rey leonés y
tío de Alfonso, pusieron Fernando.
Peor le fue al navarro. Don Alfonso
y su amigo y aliado aragonés, don
Pedro, se reunieron en Calatayud y
sellaron un gran acuerdo. Ya en verano
de 1198, el rey de Aragón le había
tomado al navarro todo el Roncal y el
castellano llegado con sus tropas hasta
el río Arga. No fue el rey Pedro más
adelante en su ataque, pues el navarro
ofreció también boda, por la que el
aragonés casaría con la hermana del
navarro, un acuerdo que no llegó a
consumarse, otra vez el asunto de ser
todos primos entre ellos, pues fue
anulado por la Santa Sede. Pero al
menos le evitó aquel año a Sancho VII
más pérdida de territorio a manos del
aragonés, pero no había boda que
valiera con Castilla. En verano de 1199
ya estaba Alfonso tomando todo el
condado de Treviño y poniendo sitio a
Vitoria. Sancho, dejando abandonado su
reino y sus tropas, marchó hacia Sevilla
a pedir ayuda al califa almohade, pero
este estaba en África, adonde envió
emisarios y quedó a la espera de
respuesta. Esta llegó, poco antes de la
muerte de Al Mansur, en forma de
regalos, dinero y rentas, que le darían
algunas ciudades de Al Ándalus donde
se entretuvo Sancho VII, muy agasajado,
pero sin un solo soldado ni
destacamento almohade que le
acompañara de regreso, mientras sus
tropas sucumbían a los embates de
Alfonso y la ciudad de Vitoria se
hallaba en situación desesperada. Tanta
fue esta que el obispo de Pamplona, don
García, bajó presuroso Al Ándalus al
encuentro del ocioso rey Sancho, quien
le trasladó que no había conseguido
tropa alguna y que se quedaba en
territorio moro cobrando aquellas rentas
y recibiendo todo tipo de agasajos y
placeres. Sí consiguió el obispo la
autorización real para que la ciudad se
rindiera, lo que se llevó a efecto antes
de que acabara el año, y otras tierras
pasaron igualmente de nuevo a poder de
los castellanos, incluida toda la tierra de
Guipúzcoa con San Sebastián,
Fuenterrabía y Zorroza entre ellas.
Cuando el rey Sancho regresó al
cabo, ya entrado el año 1200, solo le
quedó comprobar que había perdido
toda Álava y toda Guipúzcoa. Incapaz
de afrontar la lucha con la creciente
potencia castellana, optó por firmar las
treguas y dar por perdido el territorio.
Castilla se pudo preparar entonces,
en la paz, para la guerra, y los hijos de
los vencidos y muertos en Alarcos para
su venganza.
21
La Caballada
P
ara las cosechas, para los
ganados y para los arrieros las
paces son mucho mejor que las
guerras. Atienza, como Castilla entera,
disfrutó de las largas y reiteradas
treguas con los almohades y de la paz
con los demás reinos cristianos. Los
hombres y las tierras se lamieron las
heridas. Se replantaron las viñas y los
árboles talados, se roturaron nuevos
labrantíos, se recogió a su tiempo la
cosecha, se volvió a mirar más al cielo
por temor a la nube de pedrisco que al
horizonte por ver aparecer los jinetes
moros, aumentaron los ganados, se
multiplicaron los rebaños y se reactivó
el comercio, y las recuas de pollinos y
mulos, las hilas de carros y las reatas de
muletas volvieron a levantar el polvo de
los caminos, recorriendo los mercados
donde la sal de Imón valía lo que el oro
y las ferias donde los muleros de
Maranchón llegaban con sus muletas
encolleradas que tenían cada vez mejor
mercado y se iban imponiendo a los
bueyes.
El rey Alfonso y la reina Leonor
recorrían su reino y en los últimos
tiempos no hubo apenas año que dejaran
de pasar por Atienza, siendo en ella
siempre recibidos con el máximo cariño
y dando ellos el reconocimiento a la
lealtad de los vecinos. Fue por entonces
cuando, y por gusto de la reina, no lejos
del Castil de los Judíos, se comenzó a
levantar una iglesia, la de San
Francisco, para la que vinieron maestros
ingleses y cuyos arcos y ventanales,
mucho más altos y estilizados,
asombraron a todos.
Paraban también los reyes mucho
por Guadalajara, de cuyo alcázar
disfrutaban. Pasaban por Brihuega, que
era de los obispos de Toledo y que
ahora cuidaban con esmero, y se
alojaban, como lo había hecho Alfonso
VI, en la Peña Bermeja. No dejaban de
posar en Hita y no escatimaban el
acercarse a Sigüenza, que prosperaba de
día en día. Pero el rey Alfonso siempre
que podía, y de subida o de bajada, no
dejaba de acercarse a Atienza. Los que
un día dudaron de que de ella y de sus
gentes y del servicio prestado se
olvidara, hubieron de callar en cada una
de las visitas a las que, ya como alcalde,
tenía el inmenso privilegio de recibirle
y atenderle. Y por muy rey que ahora
fuera y muy serio y formal que yo
hubiera de comportarme en alguna
ocasión, no dejaba de escapársenos a
ambos algún guiño cómplice de cuando
niños.
Fue en el transcurso de una de
aquellas visitas a Atienza, la más larga
—pues llegaron en primavera y no
partieron casi hasta finales de agosto—
y en la que la reina Leonor acudió con el
infante don Fernando y estando ya muy
grávida de un nuevo embarazo,[76]
cuando tuve y tuvo la villa ocasión de
comprobar la gratitud del rey, los reyes
el cariño de los atencinos y yo el afecto
de quien aun siendo soberano no dejaba
de ser amigo desde que éramos unos
niños.
El rey Alfonso dejó a Leonor con
nosotros, pero él no se marchó lejos,
anduvo por Hita, por Guadalajara, por
Sigüenza, y paró bastante por Brihuega,
donde se aposentó en el viejo palacio de
la Peña Bermeja y conversó largas horas
con el obispo de Toledo, don Martín
López de Pisuerga, quien antes de serlo
allí lo había sido otros cinco años en
Sigüenza. Era Brihuega uno de los
mejores sitios de Castilla para el recreo,
la caza y las buenas aguas por su
cercanía al río Tajuña. El enclave había
sido dado a su tatarabuelo el
conquistador de Toledo, Alfonso VI,
cuando antes de serlo anduvo por la
corte de Al Mammun exiliado y tanto él
como su abuelo el Emperador y el actual
monarca habían ido ampliándole rentas
y bienes. Era un lugar amable aquel
valle lleno de verdor y fuentes en medio
de la sequedad de su contorno. Había
hasta quien decía que tenía un aire a Al
Ándalus, quizá por su clima o porque
habían venido a repoblar de allí muchos
mozárabes.
Pero era Atienza donde a la postre
pasaba más tiempo nuestro señor don
Alfonso y se hizo ya hábito repetido el
verlo llegar, al igual que a doña Leonor,
el uno con su curia de caballeros y la
reina con su corte de dueñas, damas y
doncellas. Los de Atienza, una
población que aun contando ya, con
todos los arrabales, con más de tres mil
almas, no estábamos acostumbrados a
ser residencia tanto tiempo de los reyes,
pero terminamos por acostumbrarnos a
ellos. Y yo más que nadie, pues el rey
Alfonso, quizá rememorando viejos
tiempos, se hacía acompañar por mí de
continuo, tanto para andar por la villa de
Atienza como para visitar otras
cercanas.
Estaba don Alfonso muy interesado
en concluir o dar ya un postrero impulso
a todo el refuerzo y ampliación de la
muralla y las barbacanas que abrigarían
a los nuevos asentamientos y arrabales.
No fueron dos ni tres las veces que con
el rey dimos vuelta completa al
perímetro, comparando además aquellos
días con los nuestros de la niñez, y
donde su memoria no alcanzaba por sus
siempre cortas estancias sí conseguía las
más de las veces llegar la mía y mis
recuerdos.
Así que comenzábamos por
retrotraernos al tiempo de su abuelo el
Emperador, cuando según contaban el
castillo era un sencillo recinto almenado
que coronaba el inexpugnable peñón,
con una única puerta al norte y con su
potente torreón erguido en lo más alto.
En el patio estaban los aljibes para
conservar el agua, y, adosadas al muro,
las cocinas, las cuadras, el dormitorio
para la tropa y los almacenes de
bastimentos, con el patio de armas en el
medio. Ahora todo aquello había
cambiado. Se había ensanchado y
acondicionado el espacio, aunque seguía
siendo ante todo un recinto castrense con
muy pocas comodidades. Por ello no era
en el castillo sino en las casas bajo él,
pegadas a la iglesia de Santa María del
Rey, donde se aposentaba la real pareja
y también los acompañantes más nobles
de la curia regia, por lo que ya
definitivamente quedó bautizada aquella
parte de la villa como el barrio del Rey.
La primitiva muralla había abrazado
a la que era entonces la totalidad de la
población, bajando justo por el costado
de la iglesia, y en medio de aquella
empinada cuesta se abría la que se llamó
puerta de Armas o de la Villa y que fue
la principal en tiempos. El muro, muy
ancho y fuerte, seguía bajando luego
hacia el sur y, haciendo un repentino
giro, contorneaba el barrio de la
Trinidad, donde se hallaba mi parroquia
y mi casa, y tras la nueva apertura de la
puerta de la Guerra, torcía de nuevo
hacia el nordeste, girando hacia la
izquierda y al pie de la iglesia de San
Juan, pegada a él, se abría una nueva y
muy poderosa puerta, la de
Arrebatacapas, por la que bien
recordábamos el rey y yo haber salido
aquella mañana de tantos años antes
burlando a los adormilados guardias
leoneses. Desde esa puerta, el muro
ascendía en dirección norte buscando el
extremo del peñasco por su costado
oriental, escalando de nuevo, para ello,
la muy agria cuesta no sin antes abrirse
en otra puerta que, por lo fría y por dar a
un pozo donde se guardaba la nieve para
el verano, se conocía como de la
Nevera. En total, aquel primer recinto
amurallado constaba de cuatro puertas,
una a cada punto cardinal. Dentro era
donde estaba el pueblo en sí, aunque
justo bajo el castillo y en lo más
empinado de la ladera hasta la roca no
se permitía construir, para tener el
castillo un claro delante y mejor
defensa. Atienza se circunscribía a
media docena de calles, cada una en un
estrato y que en forma de media luna
circunvalaban la fortaleza.
Con la lejanía de las algaras moras y
los beneficios reales ya con el
Emperador, la villa había desbordado su
perímetro, estableciéndose las gentes en
arrabales fuera de sus muros, algunos
incluso alejados de las murallas y
asentados en los manantiales que
brotaban en el sopié del cerro. Cada uno
de ellos contaba, al menos, con una
iglesia. El más importante arrabal, que
se hizo tan populoso que casi llegaba a
alcanzar la mitad de la población total,
el de Portacaballos, emplazado al pie de
la montaña, entre la puerta de la Villa y
el arco de la Guerra, era el más pujante,
con su iglesia de San Salvador, a la que
el Emperador favoreció otorgándole el
privilegio de que pudieran traerse cada
semana y venderse libremente dos
cargas de sal de las salinas para su
sustento. Más hacia oriente estaban,
superpuestos cada uno sobre el
siguiente, los arrabales de San Gil, de
San Nicolás y de San Bartolomé. Aún
quedaba, a espaldas del castillo, entre
los dos barrancos del norte, otro arrabal
pequeño, el de San Esteban, a orillas del
camino que iba hacia Barcones y
Berlanga.
Si Alfonso VII hizo mucho por
Atienza, reforzándola y confirmándole el
fuero, su nieto no se había quedado atrás
y ahora estaba dispuesto a demostrar su
agradecimiento. La entendía como una
de sus grandes plazas fuertes para
afrontar tal vez ya no a los moros,
aunque nunca se sabía qué podía
depararnos el futuro, pero sí, como de
hecho había sucedido ya, a navarros y
leoneses que quisieran entrarnos por ese
costado o desde el norte. Las obras de
transformar y ampliar sus murallas
habían comenzado hacía casi tres lustros
y tanto el rey como su mujer Leonor
habían estado en todo ese tiempo
controlando y vigilando su realización, y
ahora, en el tramo final, se empeñaban
en su supervisión urgiendo que los
trabajos se completaran y que se
concluyeran como era debido. Se había
comenzado por el propio castillo,
rehaciendo por completo y subiendo sus
lienzos, levantando de nueva planta un
nuevo torreón, ahora ya verdaderamente
altivo y que los atencinos mirábamos
con orgullo, donde en lo alto no faltaba
nunca un centinela, que disponía de
garita y en cuya plataforma de manera
permanente estaba dispuesta una pila de
madera lista para darle lumbre y prender
la luminaria que daría la alarma a todos
los puntos del horizonte, a Santiuste, a
Jadraque y hasta Hita mismo. Se había
añadido al castillo su camino de ronda,
una fuerte barbacana que rodeaba la
fortificación por completo como primera
línea de defensa, y de la misma manera,
el recinto interior sobre el peñasco se
robusteció mediante un nuevo patio
exterior amurallado, situado en el
extremo norte, rodeado de buenos muros
almenados y sobre la peña tajada,
aprovechando una grieta donde se picó
una escalera y se abrió una poterna para
poder huir en caso de apuro. Desde la
iglesia de Santa María del Rey existía
una galería que conectaba con el
corazón de la propia fortaleza,
perforando el peñón sobre el que se
asentaba la propia torre del homenaje.
Con ello existía una comunicación
secreta entre la villa y el castillo que
muy pocos conocían y en los que el rey
me incluyó como prueba de gran
confianza.
En cuanto a las murallas de la propia
fortaleza, se ampliaron con dos recintos
sin necesidad de mucho añadido por ser
la roca su mejor defensa. Pero sí hubo
de pensar en ello en la magna obra de
amurallar lo que se había desparramado
fuera de la villa y circunvalar los
arrabales. A estos nuevos muros se les
dotó de robustos torreones cilíndricos y
macizos, pues estaban rellenos de tierra
apisonada, para la defensa. Los nuevos
lienzos de muralla arrancaban por el
norte desde el peñasco donde se sustenta
el patio exterior y cruzando a sus
espaldas, tras abrir allí una puerta que
permitiera el acceso desde el campo,
descendían hacia el este abrazando el
barrio de San Bartolomé y teniendo
nueva entrada por el arco de Salida, que
los atencinos llamaban de la Salada por
la fuente de agua salobre que allí mana.
Se curvaba luego la muralla, ciñéndose
al terreno, aquí bien rematada por cubos
saledizos, y hacía una incursión sobre
una pequeña península en alto que era
donde estaba el barrio de los Judíos,
que así mantenía a los hebreos
separados en sus viviendas de los
cristianos, según era costumbre y unos y
otros así deseaban que fuera, pero que
bajo ningún concepto el rey Alfonso
quiso dejar, bien al contrario,
desprotegido. Desde el Castil de los
Judíos el muro, muy poderoso y con
sucesivos torreones, tomaba rumbo al
sudoeste para luego recodar
acercándose de nuevo a las
escarpaduras del cerro y, tras abrirse en
una nueva puerta,[77] ir a rematar y
fundirse con la primera muralla junto al
arco de la Guerra, quedando así ya por
completo Atienza bien cercada y
protegida por todos los lados,
convertida en un solo y seguro
poblamiento. Pero aun así, los de
Atienza, los que tenían en la villa
primitiva sus raíces, seguían
estableciendo la diferencia y llamándole
al originario y primer recinto
amurallado «villa de Atienza» y a lo
otro como «los arrabales», cercados
para establecer la orgullosa diferencia.
Se remataba ya ahora la muralla y se
levantaban iglesias o acondicionaban
mejor las existentes, como la de la
Trinidad, que era la mía, y que gozó
siempre del favor real. Por entonces
pudo acometerse en ella una importante
obra que la convirtió en una de las
señeras de la villa, si no la que más, con
cierto disgusto de Santa María del Rey,
que siempre había ostentado la
primacía.
Si con el rey se andaba de muralla
en muralla y todo lo más de iglesia en
iglesia, la reina, amén de frecuentar las
segundas y en ausencia de su marido,
seguía atenta a las obras pero también en
ocuparse de que otros aspectos de la
vida de los atencinos fuera mejorado, y
así consiguió que los hospitales para los
más necesitados estuvieran mejor
atendidos. Porque en Atienza, como
villa de importancia que era, no podía
faltar nuestro hospital para caminantes y
desvalidos y enfermos sin recursos. Lo
sostenían el Concejo y las cofradías. El
de San Julián era el que nosotros más
contribuíamos a sostener, siendo los que
más aportaban los arrieros y los
comerciantes. Los caballeros
hospitalarios de San Juan que habían
abierto recientemente casa en la villa
levantaron otro, contando con la ayuda
de un vecino de los más hacendados,
don Galindo, en el cercano pueblo de
Campisábalos.
Este don Galindo era un caballero
noble al que el rey Alfonso había
premiado sus servicios dándole las
aldeas de Vállaga[78] y Hueva, amén de
la aceña junto al puente de Zorita. Al
entregar estas aldeas a los calatravos
quiso compensarlo y le cedió una gran
extensión en una alcarria sobre el
Henares que vino a llamarse Las Casas
de San Galindo. Fue su hijo, Gómez
Galíndez, quien en memoria de su padre,
que había donado en su testamento
muchos bienes al hospital de San Julián
y al de los juanistas de Campisábalos,
hizo reconstruir su iglesia y dotarla de
una hermosa capilla que era la
admiración de muchos, pues nada tenía
que envidiar a las mejores de Atienza,
como la de San Bartolomé o la de San
Juan, llamada también la del Mercado
por celebrarse cada semana los martes y
los sábados en esa plaza conocida como
la del Trigo, aunque no pudiera competir
con las de Santa María o la nuestra de la
Trinidad.
Atienza tenía mercado y por otra
concesión de nuestro rey tuvo desde
entonces también feria. Se estableció
que tendría lugar una vez al año y se
celebraría desde el segundo domingo de
Cuaresma hasta ocho días después.
Desde el primer momento la feria estuvo
muy concurrida, en especial por arrieros
y comerciantes que la pregonaron por
toda Castilla y que aportaban no pocas y
buenas mercaderías, y a la que acudían
gentes de los lugares más lejanos. Al
mercado semanal venía sobre todo la
gente de los pueblos de los alrededores
a comprar a los menestrales, a venderles
cosas o a mercar productos del campo
con los vecinos.
La concesión de la feria hizo que el
Manda echara a cavilar, y ya se le puso
el magín del todo en funcionamiento al
enterarse de que lo que habían hecho los
clérigos de Atienza, que ya atendían por
aquel entonces una docena de iglesias en
la villa, a las que había de unirse las que
se abrían por todas las aldeas del
Común, cerca de dos centenares. O sea
que curas, aunque fuera de Atienza,
desperdigados los había por cientos, que
de siempre había dicho el fallecido
Elías, el más descreído en ellos, aunque
sí lo fuera de Dios y más aún de María
Santísima, que menudo hato de ovejas
parecían viéndoles a todos juntos.
Habiendo partido el rey y no
haberme llevado en esta ocasión con el
rumbo a Brihuega, de donde se esperaba
que en unas semanas como mucho
retornara a nuestra villa, me vino a
visitar muy formalmente el Manda con
uno de los recueros más señeros, el
Pequeño, que le llamaban así no porque
lo fuera de estatura, sino por ser el
guarín de una verdadera reata de
chavales de la misma familia, y el más
avispado de todos, que había
conseguido con el viejo arriero la
confianza que en tiempos este tuvo con
el Elías, de quien el Pequeño había
aprendido muchas de sus artes, no
siendo la menor su tesón y astucia para
el regateo, comprar más barato que
nadie y estirar un maravedí más que una
confesión de beata. Con cara de mucho
misterio me presentaron su encomienda.
—Los recueros y comerciantes de
Atienza siempre hemos estado unidos en
cofradía y hermandad, pero carecemos
de unas normas escritas, reconocidas y
bendecidas. Muchas veces hemos
pensado en hacerlas, pero que si yo me
voy para Soria y tú te vas para Ávila,
que ya las haremos y que de este año no
pasa y que además no es lo nuestro el
escribir y aún menos los latines. Pues
total que nada está hecho y hemos
pensado que bien podría hacerse ahora y
que el rey lo sancionase con su
benevolencia, que al fin y al cabo habrá
de acordarse de lo que los arrieros
hicieron por él —me soltó de corrido el
Pequeño.
—Y bien que se acuerda y lo
agradece, ¿o es que no tienes ojos en la
cara? —le replicó el Manda—. Pero
mejor decirle a Pedro la verdad de lo
que nos ha picado y así no nos andamos
con aranas ni revueltas. Resulta que los
clérigos han constituido su cabildo y nos
han madrugado la cosa. Porque ya se lo
han presentado al rey y este lo ha
aceptado complacido. El Pequeño se ha
enterado, lo saben todos los recueros y
están que bufan.
—Y tú también, Manda. ¿O no es
para estarlo? Pues sí, señor Pedro. —El
Pequeño a mí me tenía menos confianza,
por el menor trato, y de vez en cuando
me ponía el don u otro tratamiento, pero
más veía yo que por llevarme a su
huerto con ese halago, que menudo
tratante de cuidado y de ventaja estaba
hecho el pájaro—. Los clérigos, que
saben de latín y de escribir, y no es que
tengan muchos más trabajos que los
ocupen como a nosotros, han escrito sus
normas y las han presentado a don
Alfonso. De todo me he enterado. Que
han establecido su hermandad en honor
de Dios, de la Virgen y de todos los
santos por la salvación de sus almas, las
de todos los bien difuntos, el perdón de
sus pecados mediante oraciones, y para
obtener defensa contra sus enemigos y
adversidades. O sea, lo normal en los
curas, pero en realidad lo que han hecho
luego ha sido copiarnos todos nuestros
actos de la hermandad de arrieros que
hemos hecho desde siempre y que ellos
nos han madrugado.[79] Porque todo lo
de las comidas, amparos cuando uno
caiga enfermo o en necesidad y, excepto
en el lugar de reunión de sus titulares,
que ellos han puesto en San Pedro de
Moncalvillo, en todo lo demás, pero en
todito y sin recatarse en el hurto, lo que
han hecho ha sido copiarnos. Ya solo les
queda bajarse a caballo a la ermita de la
Estrella para celebrar allí su romería y
darse una comilona a nuestra salud.
—¿Y qué de malo tiene que los
clérigos hagan su cabildo y hermandad y
se ayuden entre ellos? —pregunté—. Es
lógico que lo hagan.
—Si nadie dice lo contario. Pero lo
que nos tiene amoscados a todos, y me
incluyo —le apoyó el Manda—, no es
que lo hayan hecho los clérigos, ni
siquiera que nos hayan copiado todo,
sino que no lo hayamos hecho nosotros.
Y esto, Pedro, ha de arreglarse. Hemos
hablado con casi todos. Sabes que yo
siempre he hecho cabeza y este ahora,
como antes hizo el Elías, que Dios tenga
en su gloria, es como si yo mismo
hablara. Con nosotros en el oficio y tú y
tu abuela desde siempre, tiene que ver
todo, pues tienes en tales menesteres
parte de tu hacienda en acémilas y
mercaderías, aunque no seas tú ni quien
mercadea ni quien anda por los caminos.
O sea que te incumbe. Y has de
ayudarnos en esto. Porque en eso eres
quien puede, pues no hay nadie en
Atienza con mayor entrada al rey de la
que tú tienes.
Sin duda tenían razón en que debía
hacerse, pues eran ya bastantes años en
los que de una manera natural los
arrieros y comerciantes se habían
asociado para mejor protegerse y habían
comenzado a conmemorar además aquel
hecho, el más relevante de sus idas,
venidas y vidas, del salvamento del Rey
Pequeño del cerco de los leoneses. Lo
que me pedían por mi participación en
los hechos y mi cercanía al rey era muy
entrado en razón y a lo que no solo no
podía negarme, sino que apoyé sin
vacilar.
Así que resolvimos que de
inmediato debíamos ponernos manos a
la obra y no demorar ni un día lo que
habían dejado lustros para mañana.
Porque había que aprovechar no solo
que el rey estuviera en la villa, sino que
también estaba por llegar la fecha en que
se había venido a establecer como de la
fiesta y que era el domingo de
Pentecostés, que este año caía en la
primera semana de junio, pues aunque
no coincidía con el día de la «hazaña»
era cuando mejor convenía por el clima,
que por julio era insufrible y por mejor
disposición de los participantes a estar
presentes.
Convenimos en empezar a actuar
enseguida y establecimos un plan para
poder darle buena conclusión a todo.
—Hay que contar con don Jerónimo.
Es nuestro párroco, el de la Trinidad,
que ha sido también la de los recueros, y
es quien puede ponernos esto en latín y
en decente. Yo llego a escribir pero a
tanto no me atrevo. Creo que a don
Jerónimo le complacerá y mucho el
ayudarnos.
—Pero él estará en lo de los
clérigos.
—¿Acaso no ha de estarlo? Mejor,
pues así le será más fácil a él y lo será
para nosotros el redactar las ordenanzas.
Ahora se la vamos a devolver y seremos
nosotros quienes nos aprovechemos de
su trabajo.
—Pero si me las sé de memoria —
refunfuño el Pequeño—. Las nuestras,
digo, pero de lo suyo, desde luego, hay
mucho que expurgar, ya lo aviso, que no
vamos a ir nosotros a la reunión con el
sobrepelliz ni celebrar solemne oficio
de difuntos. Pero sí tienes razón, Pedro,
en que mucho de lo otro es bien idéntico
y tenemos así mucha faena hecha, o la
tendrá don Jerónimo. Porque lo que han
escrito ellos es lo que nosotros ya
hacemos, hasta las multas o el que se
sirva en la comida por cada seis un
cuarto de carnero y que si uno cambia
platos por mejorar ración antes de estar
toda la mesa servida, se pagará un áureo
por ello.
—Que sí, Pequeño, que por eso no
te preocupes. Que en unas cosas habrá
de parecerse y en otras en nada. Que
unos somos arrieros y comerciantes y
los otros clérigos, hombre. Vamos a ver
a don Jerónimo.
Para allí fuimos y yo creo que, al
vernos llegar, el sacerdote, que era
avisado, ya sabía casi a lo que íbamos
antes de que abriéramos la boca. Como
si se lo esperara o lo hubiera estado
esperando mucho tiempo. Y desde luego
estaba más que dispuesto a hacerlo, por
la amistad que sostenía, por ser muchos
de su parroquia y porque sabía que
aquello iría a redundar aún más en
beneficio de la Trinidad. Y me malicio
que porque yo iba también con ellos y
bien sabía la estima en que el rey me
tenía, aunque quizás algo sorprendido de
que encabezara aquella petición de los
recueros, siendo, como era, el alcalde.
Pero si lo pensó, lo calló, y lo que
hizo fue ponerle todo el entusiasmo y
ponernos los cuatro manos a la tarea.
Casi ni nos sorprendió cuando nos
confesó:
—La verdad sea dicha, es que tengo
el trabajo a medio hacer y bien
adelantado. Como sabéis, hemos hecho
las ordenanzas del Cabildo de Clérigos
y algo he tenido yo que ver en ello.
Durante tiempo he pensado que como
celebráis aquí en la Trinidad vuestra
misa y cabildo, habríais de darle a ello
forma. Pero al no decirme nada, he ido
preparando algún borrador para cuando
se presentara el caso.
—Eso ya me lo sabía yo, y bien de
cosas de las nuestras, don Jerónimo, se
las ha puesto para los suyos —
moscardoneó el Pequeño, que no se
callaba ni debajo del agua ni por muy
cura que fuera el otro. Lo hacía, eso
también se notaba, sin malicia, y con tal
tono de risa que no se le podía tomar
mal en cuenta, pero es que el Pequeño
de siempre había sido un poco chinche.
—Pues mejor será y más os
enaltece. Qué más da que se reflejen las
mismas costumbres, a la postre arrieros
o clérigos, todos somos de Atienza. Lo
raro sería que fueran en contrario.
—Pero nos lo tiene que escribir en
latín, como el suyo.
—Pues claro, hombre. Pero luego en
otro papel habrá que ponerlo en
romance para que lo entendáis todos.
Se puso de inmediato don Jerónimo
a la tarea y, solventado lo de la copia,
que no era tanto, pues al final y como
era de lógica nuestra cofradía no iba a
tener mucho que ver con los clérigos,
dejando aparte multas y carneros,
porque eran muy otros nuestros
intereses, nuestras necesidades y
nuestras vidas, y a ellas debíamos
atenernos.
Fueron unas jornadas y unas noches
en las que nos dieron a los cuatro las
tantas en medio de no pocas discusiones.
Solventamos en un verbo los primeros
párrafos, que de otra manera no podían
empezarse:
«La paz sea con vosotros, amados en
el nombre de la Santa Trinidad y en el
amor de Nuestro Señor Jesucristo y de
la Gloriosa Santa María y del señor San
Julián y de todos los santos.
»Nos los recueros y mercaderes de
Atienza establecemos esta hermandad a
honor de Dios y para la defensa de
nuestros intereses.»
Quedaba con ello claro la intención
y con aquello ya empezamos la faena,
que no fue fácil ni poco reñida, ni le
faltaron sofocos ni le sobró incluso
alguna voz que otra, pero a la que a la
postre dimos término.
Lo primero y esencial era proteger
al arriero del máximo peligro que
siempre le acechaba: ser prendido él y
requisada su mercancía en cualquier
pueblo. Eso era la ruina y la miseria de
una familia entera. Por eso a ello se
dirigió la primera ordenanza.
«Establecemos que todo cofrade de
nuestra hermandad, en el momento que
fuere embargado en cualquier pueblo,
deben ayudarle los otros que fueren por
él requeridos. Por cada bestia que
poseyeran contribuirán con un sueldo, y
lo mismo el que no tuviera caballería;
pero el que por tenerla enferma no
hiciera uso de ella desde un mes atrás,
nada contribuirá por ella.»
En este final hubo que convencer al
Pequeño, que no se fiaba de que con ello
muchos escurrirían el bulto pretextando
mula mala.
Pero en lo que hubo acuerdo de
inmediato fue en lo que hacer con
quienes se pusieran de lado: «Todo
hombre que según nuestros cofrades
debe pertenecer a la cofradía y no sea
hermano, debe ser mirado con
desprecio. Si algún cofrade le prestase
su caballería, porteara mercancías o le
prestase o fiase algo en relación con la
hermandad, pagará multa de cuatro
maravedíes si le fuera probado, pero
nada pagará si jura no haberlo hecho.»
En el remate de la frase hubo de
nuevo que convencer al Pequeño, pero
en realidad de poner aquel remate el
único convencido era don Jerónimo, que
creía que nadie se atrevería a jurar en
falso. Lo que era conocer poco a un
arriero.
Habíamos decidido también, porque
eso llevaba ya por la vía de los hechos
largo tiempo establecidos, que la
cofradía contara con un prioste, que
contara con seis, o sea los «seises»,
para que le ayudaran en sus funciones
como autoridad máxima, y todos ya
sabíamos que sería el Manda, aunque
habría que votarlo, claro. Pero también
se le marcaban los terrenos, claro.
«El prioste no osará dar carta
acreditativa de seguro real o de
exenciones a favor de los cofrades a
quien no fuera hermano. El cofrade que
intercediera por otro al que se hubiera
castigado, pechará un maravedí.
»El cofrade que dificultara la toma
de prendas en garantía hecha por uno de
los seises pagará cinco sueldos por él;
si la oposición se refiere a todos los
seises, veinte sueldos, y cuarenta si se
opone a todo el cabildo o junta general.»
La entrada la fijamos en dos
maravedíes. Y así lo hicimos constar.
«El que quisiera ingresar en la
hermandad pagará de entrada dos
maravedíes.» Y entendimos que de
inicio nadie, ni siquiera nosotros,
ingresaría sin pagar. A mí me plantearon
que aunque no pudiera serlo, pues no era
estrictamente recuero, me harían
honorífico pero tendría que pechar como
todos. Y no me quedó otra que aceptar el
envite, y además en el asunto aquel del
Seguro Real entraba yo en danza. Pues
era quien debía portar la petición al rey
para que nos lo otorgara, dándonos
además una carta de naturaleza que nos
abriría muchas puertas. Eso le
interesaba mucho al Manda y no
digamos al Pequeño, para no pagar
portazgos y pontazgos o al menos
rebajarlos. Habría que verlo, pero me
convencieron que mejor era ya ponerlo,
que tiempo habría de quitarlo si no
alcanzaba yo a conseguirlo.
La junta anual quedó establecida
para celebrarse cada año el día de San
Esteban, esto es, el 26 de diciembre, el
día siguiente de Navidad, que es cuando
todos, o casi todos, estaríamos en la
villa.
Y seguimos avanzando. Aunque aquí
ya don Jerónimo tuvo a bien sacar unos
cuartillos de vino, a petición del
Pequeño, que se la tiró directa.
—Llevamos aquí no sé cuánto y hay
sed, señor cura.
Le dimos unos tientos a una de dos
cuartillos que sacó y seguimos con la
tarea.
«El cofrade a quien se diera la carta
de privilegios —que aún no teníamos
pero que ya contábamos con ella— y no
la devolviera, pechará por ello cien
maravedíes.»
La multa era de las fuertes, casi una
hacienda completa, pero no podía ser
menor la pena por tan grave delito.
También se castigaría el retraso.
«Cuando vuelva a su casa
habiéndose llevado este documento y no
lo devolviese al prioste pasados tres
días, pagará por cada día que transcurra
diez sueldos.»
El Manda me señaló entonces, ante
mis pegas sobre este asunto de dar por
concedido aquella merced real, que en
realidad no era sino dotar de cierta
solemnidad a lo que ya existía, pues
desde hacía años disponían de una carta
real que otorgaba tal privilegio y que
por ello ahora lo incluían en las
ordenanzas, al igual que estimaban que
ello era lo que podía entenderse como
Seguro Real y que el rey, que ya lo había
concedido, no se molestaría por ello.
Luego fue el Manda quien estableció
algunas prerrogativas suyas:
«Cuando en las juntas o cabildos
mandara el prioste callar y al que se lo
dijese no obedeciera, este pagara un
mencal.»
—Es que estoy harto de los guirigáis
que se forman y que nadie haga caso.
Con esto verás cómo callan, en cuanto
les tocan el bolsillo retienen mejor las
lenguas.
—Bien me parece —apoyó el
Pequeño.
—Pues ten cuidado de que no te
toque a ti el primero. Que nos
conocemos —le replicó el Manda.
Se rieron los dos, echaron otro trago
y seguimos.
«Todo cofrade dará al año para
aceite de la lámpara votiva de la
cofradía cuatro dineros.» Esto, claro, lo
incluyó don Jerónimo. Asentimos todos.
Fue muy importante el siguiente
punto, que era el que más concernía a
todos.
«Los seises o provisores que fueren
en cualquier tiempo, cuando un cofrade
fuese embargado en cualquier sitio y no
pudiera por sí mismo rescatar la prenda,
uno de dichos seises le acompañará
yendo a caballo comisionado por todos,
obrando como si dispusiese de su propia
casa, y todavía los otros seises
ordenarán el pago de cuanto se gaste a
cuenta del común.
»Cuando un cofrade debiera algo a
otro, este no deberá recurrir para que le
pague al alcalde ordinario, concejos o
jueces, so pena de dos maravedíes a la
hermandad. El que tuviera alguna
querella contra otro debe acudir al
prioste y los seises para que sin tardanza
fallen en derecho.»
He de decir que esta ordenanza,
aunque pudiera parecer que me mermaba
competencia, me satisfizo en sumo
grado. Así me evitaría yo muchos
arcijos y pleitos que tanto tiempo nos
comían al alcalde, a los jueces y al
Concejo entero.
«Se prohíbe a los cofrades acudir a
ferias allí donde tengan deudas, ni
comerciar en Pascua o día de fiesta, y si
alguno lo hiciere será entregado por el
prioste y los seises a aquel que de esto
se querellara.»
Los asuntos que luego tratamos, por
ser los más delicados, ya los dejamos
para siguientes días porque eran
merecedores de tener la cabeza serena y
el ánimo tranquilo.
«Si enfermara el cofrade cabeza de
familia, le velarán cuatro hermanos,
quedando excusados de otro servicio. El
que no acudiera a la vela mandándole el
prioste, pagará un mencal. A un hijo de
un cofrade le velarán solo dos, que
quedarán libres de otro servicio,
pagando en caso de falta medio mencal.
»Si muriere el cofrade cabeza de
familia, vélelo otro de los mayores de la
casa sin excusarse o ser suplido por
segunda persona, y si no acude pague
medio mencal. Si el muerto fuere un
menor, vélelo un hombre de su casa, y si
no pague ocho dineros. Y al morir un
cofrade cabeza de familia, deje un
mencal para la cofradía si tiene bienes
para ello. Si algún viandante o viajero
muriese en casa de un cofrade, háganles
los otros cofrades todo su cumplimiento,
o sea que se le vele y se le entierre con
asistencia de todos.»
Se estableció que, además de la
presencia continua de algún cofrade en
el velatorio, para sacar el cadáver y
conducirlo debían acudir cuatro de los
seises, que cargarían con la caja y luego
irían traspasando a los otros hermanos
portadores de velas costeadas por la
cofradía. El prioste debía asistir
siempre con su insignia y con su vara,
pues no podía ser otra cosa sino la vara
el símbolo de su autoridad recuera.
El siguiente punto era, por fortuna,
algo más alegre.
«El cofrade que no acudiera a la
comida anual pagará todos sus dineros
del escote y ninguno se ausentará aquel
día bajo cualquier pretexto, pues pagará
además un mencal si le fuese probado.»
La asistencia a la fiesta mayor y a la
comida había de ser el acto central y
sobre eso quisimos poner todo el
énfasis. Y, además, dejar ya la puerta
abierta de entrada a la descendencia.
«Cuando muriese un cofrade, acuda
a dicha comida el mayor de su casa, y si
no pague los dineros de su escote como
si fuera presente. Si se le ha muerto un
hijo, el cofrade asistirá a la comida o
pagará un dinero.»
Aquí se entendió que se rebajaba la
multa al mínimo por la tristeza.
Hubo que afrontar las posibles
expulsiones y se establecieron estas
normas:
«El cofrade que contra este pago de
derechos se alzara ante otros alcaldes,
que los pague y además sea expulsado
de la cofradía.
»El que no fuere a un entierro de un
cofrade pagará un mencal, y al entierro
de un hijo de cofrade ocho dineros. El
que fuera llamado por el sayón a velar, a
la vigilia o al entierro, y no fuere, pague
por el cabeza de familia medio mencal y
por el familiar de este ocho dineros, y si
alguno dijere que no lo supo, si lo
atestigua con otro cofrade quede libre
del castigo. La mujer no vaya al entierro
en lugar del marido encontrándose este
en la villa.»
Se entendía que, por el contrario, en
su ausencia sí estaría muy bien visto que
lo sustituyera en señal de duelo por el
muerto.
«A todo cofrade que muera, háganle
sufragios los demás, exceptuados el día
de Navidad y el siguiente, el Jueves
Santo y el día siguiente, el sábado de
Pascua, el día de Pascua, el lunes de la
misma, el de Pentecostés y el que le
sigue. Cuando muriere un cofrade,
háganle rezo en el velorio y no vayan a
hacerlo más que los demás cofrades o
sus mujeres.
»Cuando fuere a celebrarse la fiesta
anual, el prioste reunirá a todos los
hermanos en cabildo ocho días antes, y
el que no quisiere acudir pague medio
mencal de multa. El cofrade que no
acudiera a la junta o cabildo al día
siguiente de la fiesta anual, pagará un
mencal. El que llevare su hijo consigo a
la fiesta o a velatorios, no siendo aquel
de teta, pague un mencal.»
Esto fue debido a un apunte del
Pequeño.
—Que algunos, como dice el
Velasco, el mesonero, de su amigo el
Matías, madrugan para tragar más y
hasta se llevan al chico para refuerzo y
sin pagar.
«El cofrade que en la mesa o fuera
de ella llamare mentiroso a otro o
pronunciase palabras vedadas por
incorrectas, pagará cinco sólidos si se le
prueba con dos testigos, y si se negara la
acusación ha de jurar poniendo estas
Ordenanzas sobre su cabeza.
»El cofrade que fuera embargado en
sus bienes por faltas al cabildo y no
rescatar la prenda pagando la multa
dentro de ocho días, no sea llamado
después para actos de la cofradía. El
que haya de prestar un servicio o el
prioste se lo ordenara hacer y aquel no
cumpliera, pague un mencal.
»Si alguna vez bebieren por virtud
de multa en casa de muerto, el vino que
llevaren lo beban todos allí, y si sobrara
denlo por Dios al siguiente día a los
pobres.»
—Que también tienen derecho a
beber —sentenció el Pequeño, que esa
noche no se había quedado corto con el
cariñena que él mismo había aportado
para ir deslindando el laborioso alzado
de las ordenanzas.
«Si algún cofrade fuera castigado a
pagar vino, bébanselo cinco cofrades o
más; si fueran menos de cinco,
perdónesele el resto y que no sean
menos los bebedores salvo licencia del
prioste.»
—O alguno acabará como puede que
acabe alguno esta noche —advirtió el
Manda.
L
as treguas habían expirado y ni
el rey Alfonso ni el califa Al
Nasir hicieron nada por
renovarlas. Bien al contrario, ambos
entendían como inevitable la
confrontación y la buscaban. Unos con
más ardor que otros, y entre los más
allegados al rey Alfonso su propio hijo,
el infante don Fernando, ardoroso y
deseoso de combatir a los musulmanes a
sus veintiún años de edad. Se había
ejercitado desde niño y sobresalía en
destreza con el caballo, la lanza y la
espada, era un apasionado de la caza y
dejaba maltrechos en sus entrenamientos
a muchos caballeros, pero nunca había
podido enfrentar a los moros, debido a
las paces mantenidas desde que él era
apenas un niño, como creía que era la
obligación de todo buen caballero
cristiano.
Cuando Alarcos, él apenas si
contaba con seis años. Estaba tan
ansioso por entrar en combate que
escribió al Papa declarándole sus
deseos, y este le contestó apoyándolo.
El arzobispo de Toledo, don Rodrigo
Jiménez de Rada, y el de Palencia, Tello
Téllez, por su lado y de común acuerdo
con el rey, exhortaban al Pontífice para
que declarara cruzada la inminente lucha
que se avecinaba. Y a Inocencio III no
había nada que le agradara más que se
reiniciara el combate contra los infieles
sarracenos, así que designó a los
obispos de Toledo por Castilla, Zamora
por León, Tarazona por Aragón y
Coimbra por Portugal para que
predicaran la cruzada para cuantos
desearan participar en la lucha y
proclamaban los pecados en que
incurrirían quienes hostilizaran al rey
castellano cuando este combatía contra
los sarracenos.
Al otro lado del Estrecho, los
muecines llamaron, por orden del califa,
a la Guerra Santa y de todo el Magreb
acudieron, recordando muchos de ellos
la gran victoria anterior, a Marrakech
jinetes y peones, arqueros y lanceros, de
todas las tribus y todas la cabilas, para
partir con el califa rumbo a Al Ándalus.
En febrero[87] comenzaron a moverse
hacia la costa. El califa, que estaba en
Rabat, lo hizo hacia Alcazarquivir el 4
de abril, tras haber dado órdenes a todos
sus gobernadores andalusíes de que
prepararan tropas, armas, pertrechos y
víveres para unirse a él en la llanura
sevillana. Centenares y hasta miles de
naves de todo tipo y condición se
concentraron en Ceuta para ir cruzando a
los expedicionarios, y cuando el califa
llegó, el 19 de mayo, ya habían
atravesado casi todos. El día 1 de junio
llegó Al Nasir a la capital almohade de
Al Ándalus, donde el más grande
ejército conocido hasta entonces le
esperaba. Era tal su número y abarcaba
tanto espacio que hasta para iniciar el
camino hubo de dividirse para poder
maniobrar con orden. Se hizo
separándolo en cinco cuerpos, el
primero formado por los árabes, el
segundo por las tribus de los zenetes,
masmudas y gomaras, el tercero por los
voluntarios a la Yihad, los más
numerosos, el cuarto por los andalusíes
y el quinto por los almohades. Estando
allí acampados les llegó la noticia de
que caballeros calatravos, partiendo
desde Salvatierra, habían atacado y
saqueado las tierras de Baeza y Andújar,
y llegaron también nuevas del Levante:
Alfonso y su hijo Fernando,
acompañados de mesnadas concejiles de
Madrid, Guadalajara, Huete, Uclés,
Cuenca y nosotros, los de Atienza,
estaban corriendo la tierra murciana que
había sido del Rey Lobo.
El rey nos había convocado a todos,
pero aquellos ataques no eran ni muy
profundos ni contaban con demasiadas
tropas. Eran rápidas incursiones para
distraer a las tropas fronterizas de los
almohades, pues mientras nosotros
hacíamos aquella incursión el hermano
del obispo de Palencia, don Alfonso
Téllez, marchó con las milicias de
Toledo contra la fortaleza de Gaudalerza
y, con mucho ímpetu y máquinas de
asalto, la tomaron al asalto. Alfonso
quería ocuparla pues entendía que era
una amenaza demasiado cercana sobre
la capital toledana.
Con mucho orden y sin prisas, el
ejército almohade salió de Sevilla el 15
de junio y se dirigió directamente contra
Salvatierra, la base calatrava que había
sido durante todos aquellos años una
espina en el vientre de las fortalezas
almohades. La fortaleza estaba muy bien
guarnecida y defendida por cientos de
caballeros calatravos que recibieron a
las vanguardias almohades desplegadas
para talarles los campos de alrededor
con una salida furiosa que los puso en
retirada. Pero al ver lo que detrás de
aquella vanguardia llegaba se acogieron
apresuradamente al castillo, sabedores
del terrible cerco que les aguardaba.
De ello tuvo noticias el rey Alfonso
y las tuvimos todos. Ordenó entonces a
don Diego López de Haro que, con sus
tropas y las de otros magnates,
permaneciera junto a Toledo mientras él
visitaba villas y ciudades de la
Transierra confortándolas. Con las
mesnadas concejiles que le
acompañábamos y habíamos tornado de
Murcia, fuimos a posar a la sierra de
San Vicente, por delante de Talavera.
No tenía el ejército castellano número
suficientes de caballeros ni de infantes
para intentar siquiera oponerse
frontalmente al inmenso ejército del
califa, y don Alfonso, recordando
Alarcos, fue esta vez en extremo
prudente.
Las tropas de Al Nasir habían
expugnado ya en su avance hacia
Salvatiera una pequeña fortificación, no
mucho más que una torre, que los
toledanos llamaban de Dios por haberla
levantado los calatravos y los
musulmanes de las Nieves,[88] pues solía
tenerlas duraderas en su cima durante el
invierno.
Pero Salvatierra, cuyo nombre
habían adoptado para su orden tras
serles arrebatada Calatrava, por los
caballeros de la Cruz, resistió durante
dos meses el asalto continuo de tan
tremendo ejército, que además contó con
numerosas y cada vez más efectivas
máquinas de guerra y cuyos
almajeneques no dejaron de arrojar
contra sus muros piedras día y noche,
hasta que sus murallas y torres quedaron
desportilladas y a punto de ser por
entero derruidas. Muchos caballeros
habían muerto y otros muchos estaban
heridos e imposibilitados de seguir
combatiendo. El califa entonces les
ofreció aman. Ellos respondieron que lo
aceptarían siempre que tuvieran la
certeza de que el rey Alfonso, al que
sabían cerca, no acudiría con su ejército
en su socorro.
Los emisarios llegaron a la sierra de
San Vicente y el rey, a pesar de su
corazón impulsivo y sus deseos de
acudir a socorrerlos, atendió a las voces
prudentes, entre ellas la de su propio
hijo el infante Fernando, que a pesar de
su belicosa juventud no se dejó nublar la
inteligencia. Le hicieron comprender
que no podía oponer sus escasas tropas
a aquel enorme ejército. Así pues,
decidió autorizar la rendición, habida
cuenta además de que la resistencia de
los calatravos había sido ya en extremo
útil. Al detener al ejército almohade
ante sus muros durante sesenta días, al
califa ya no le quedaba apenas tiempo,
antes de la llegada de las lluvias, de
proseguir la campaña ni de llegar a las
riberas del Tajo y saquear sus alfoces.
No les quedaba otro remedio que
emprender el camino de regreso a
Sevilla. Toda la campaña y el tremendo
despliegue de potencia militar de Al
Nasir se solventaba pues tan solo con
esa pérdida para los cristianos. La
suerte quedaba para ser echada al año
siguiente, y para entonces Alfonso ya
contaba con tener a su lado un ejército
lo suficientemente numeroso para poder
dar la batalla campal y en esta ocasión
vencerla. Los calatravos entregaron
Salvatierra, que fue de nuevo guarnecida
por un ingente número de caballeros y
peones musulmanes que se apresuraron a
restaurar los daños que ellos mismos
habían causado, mientras que los
cristianos, en virtud del acuerdo,
pudieron salir con sus armas y cuanto
pudieron llevar consigo y alcanzar la
línea de frontera castellana.
Conocedor el rey Alfonso de que el
califa retornaba a Sevilla, él dejó
también la sierra de San Vicente y nos
acercamos a Madrid, desde donde las
mesnadas concejiles comenzamos a
retornar a nuestras villas. Cuando
íbamos a partir los de Atienza, el día 14
de octubre, sobrevino la desgracia. La
noche anterior el infante fue presa de
una fiebre tan abrasadora que no hubo
médico ni remedio que se la bajara, y
entregó su alma antes de que amaneciera
el siguiente día. La desolación de su
padre al perder a su heredero, ya hecho
un hombre, la de la reina doña Leonor
por perder a su hijo, y la de toda
Castilla por perder aquel en quien se
pensaba depositar en firme mano el
trono, fue inmensa, y aún más por lo
inesperado del luctuoso suceso. El
siguiente varón de todos los hijos que la
reina inglesa había dado al rey
castellano, y que fue declarado
heredero, era Enrique, que tenía
entonces siete años.
El infante don Fernando fue llevado
a Burgos para ser enterrado en el
monasterio cisterciense de Las Huelgas,
fundado por los reyes y en el que
profesaban las jóvenes doncellas de lo
más granado de la nobleza castellana.
Recientemente habían añadido a su
magnífica fábrica un hospital para que
los peregrinos tuvieran allí un lugar
seguro de reposo y acogimiento.
Presidió las exequias doña Berenguela,
reina de León, hermana mayor del joven
finado, y el arzobispo de Toledo, don
Rodrigo Jiménez de Rada. Los reyes,
desolados, permanecieron en la
Transierra, en el alcázar de Guadalajara,
sobre el Henares, adonde fueron tras el
sepelio a darles consuelo doña
Berenguela y el arzobispo don Rodrigo.
El rey Alfonso apretó su corazón y se
propuso aun con más empeño culminar
lo que quince días antes de la muerte de
su hijo, al regreso de este de una
expedición por tierras de Montánchez y
de Trujillo por ver de aliviar el cerco a
Salvatierra que no surtió efecto, había
convenido con su padre, con don Diego
López de Haro, el señor de Vizcaya y en
quien el rey más confiaba, con don
Álvaro Núñez de Lara, su alférez real, y
el resto de consejeros y notables
castellanos: la batalla campal se daría al
año siguiente y sería Castilla quien iría
a buscar a los sarracenos cuando estos
se pusieran en campaña.
Para tenerlo todo dispuesto con
posibilidades de victoria había que
concitar a cuantas tropas y cuantos reyes
y señores quisieran sumarse al empeño,
y que el papa Inocencio predicara y
llamara e hiciera llamar por todo el orbe
de la Cristiandad europea a la cruzada
en España.
A todos los castellanos, a nobles,
caballeros de las mesnadas nobiliarias,
villanos, de los concejos y las ciudades,
a los de las órdenes militares, a
ballesteros y peones, a todos los
hombres de armas se nos convocó el
domingo de Pentecostés del siguiente
año, el día de nuestra Caballada, que
caía en 20 de mayo, para que
acudiéramos a Toledo. Y como leales
súbditos se lo juramos. Aquel año no se
levantaron muros, ni se reforzaron
almenas ni se fortificaron barbacanas.
Lo que hicimos fue preparar las armas,
tenerlas a punto, listos y cuidados los
caballos, tensadas las ballestas, los
pertrechos dispuestos. El momento de
esperar tras los muros estaba pasado.
Saldríamos a campo abierto a vengar
Alarcos y a derrotar de una vez por
todas a la peste almohade, a alejarla ya
para siempre de nuestras fronteras y que
no volviera a poner el pie en nuestras
tierras.
Desde Guadalajara, el arzobispo de
Toledo fue enviado con cartas al rey de
Francia, Felipe Augusto II, sus príncipes
y caballeros, ya que era consuegro de
los reyes castellanos, dado que una de
sus hijas estaba casada con el delfín
Carlos. En París no hubo calor alguno
para la cruzada, pero sí lo hubo en la
Provenza, donde trovadores y juglares
habían encendido los ánimos. También
tuvo éxito y eco en su convocatoria el
médico inglés del rey, el maestro
Arnaldo, que había sido enviado a
Gascuña y Poitou.
Con el rey, tras la muerte de su hijo,
habíamos quedado algunas milicias de
las villas. En ese momento me señaló
que deseaba que permaneciera a su lado
y marchó de Guadalajara a Cuenca.
Siguieron con nosotros doña Leonor y
doña Berenguela. En Cuenca se encontró
don Alfonso con su amigo el joven rey
Pedro de Aragón, quien le dio un abrazo
de amigo al padre dolorido y le juró por
su honor que el 20 de mayo estaría con
su ejército en Toledo, ese domingo de
Pentecostés del año venidero.
Siguieron doña Berenguela y dona
Leonor con nosotros hasta Alarcón, pero
allí hubieron de quedarse pues nosotros,
unidos a los de Guadalajara, nos
juntamos con los de Huete, Uclés y
Cuenca y le dimos tan furioso asalto a
los castillos de la Jorquera y de Alcalá
del Júcar que antes de quince días
estaban tomados. Entonces volvimos a
casa para preparar todo para la guerra y
en febrero estábamos ya febriles,
ultimando todos los preparativos. Juan
recorrió todas las aldeas de nuestro
Común y en la plaza del Trigo de
Atienza se celebró el alarde y pasé
revista como juez y alcaide de la
mesnada concejil. Fueron trescientas
lanzas y seiscientos peones los que
emprendieron el camino a Toledo, hacia
donde confluían las tropas de todos los
lugares de Castilla, y esperábamos que
de todos los lados del mundo, para
ayudarnos a aplastar a los terribles
almohades. Porque sabíamos, y lo
sabíamos aún mejor los que habíamos
sufrido su poder y su furia en Alarcos,
que la batalla habría de ser terrible y su
resultado solo podía ser la victoria o la
muerte.
Yo tenía para mí que aquella iba a
ser mi última campaña, y cuando abracé
a mi mujer al salir sentí un escalofrío
como jamás lo había sentido en todas
mis anteriores partidas. Algo que nos
superaba a todos, a villanos, nobles y
reyes, iba a suceder y nosotros íbamos a
ser pajas en la parva de la era que iba a
triturar la guerra.
Pero no dije nada de ello a mis
gentes, aunque creo que Juan me
presentía extraño, y más aún cuando
sobre mi ropa me coloqué la vieja capa
parda de mi abuelo. La había guardado
siempre mi abuela Yosune y yo la había
heredado. Era el día de ponérmela y mis
gentes, la milicia de Atienza,
comprendieron muy bien su significado.
El Pardo de Atienza me habían llamado
en Alarcos, y el Pardo de Atienza era
quien volvía a la batalla. Me la puse en
el primer día de marcha y luego la
guardé hasta que llegara el día señalado.
Toledo, cuando llegamos, era un
puchero hirviendo de gentes, como
garbanzos agitándose. Hablaban en
muchas lenguas y llevaban los más
diversos briales y armaduras. Muchos
venían de los territorios ingleses de
Gascuña y Poitou, con el arzobispo de
Burdeos y el obispo de Nantes. Venían
también de la Provenza y del Ródano, y
hasta algunos italianos. Entre los
provenzales destacaba el obispo de
Narbona, don Arnaldo, pero a este le
entendíamos todos pues era catalán, que
antes había sido abad de Poblet y tenía
justa fama de esforzado y valiente. Con
los de Poitou venía Teobaldo de Blazón,
que era de pura cepa castellana, nada
menos que un hijo de don Pedro
Rodríguez de Guzmán, quien había sido
mayordomo del rey Alfonso y uno de los
primeros en caer en Alarcos. Un hijo de
aquellos que venía a vengar a los
muertos.
El obispo de Narbona había
intentado convencer al rey de Navarra,
Sancho el Fuerte, de que se uniera a la
batalla, pero este lo había rechazado.
Sancho seguía estando en buenas
relaciones con el califa almohade, que
tanto le había agasajado y revuelto
contra su primo el castellano que le
había arrebatado buena parte de lo que
consideraba sus territorios. Confiaba en
sacar provecho y, si las cosas se le
torcían al castellano, recuperarlos.
Vinieron también muchos caballeros
leoneses, aunque su rey, tras mucho
debatirlo, rehusó el hacerlo. Al
principio parecía proclive y muchos de
sus caballeros así se lo aconsejaron.
Pero una vez más estaba en su privanza,
tras haber regresado de Al Ándalus, don
Pedro Fernández de Castro, el gran
aliado de los moros, y este torció su
voluntad y le impulsó a no hacerlo.
Respondió a la petición de su primo
castellano que estaba dispuesto a acudir
si a cambio él le devolvía aquellos
castillos que le había tomado, y al no
recibir respuesta —no hubo ni siquiera
tiempo pues cuando envió la propuesta,
íbamos ya hacia la batalla—, rehusó
definitivamente. Con todo, el rey leonés
permitió a todos quienes lo desearan
unirse a la hueste de su primo
castellano, y fueron bastantes, tanto
gallegos como leoneses, los que así lo
hicieron, estando entre ellos su propio
hermano, el infante Sancho Fernández,
que representó con coraje el orgullo
leonés en aquella jornada.
Las relaciones no eran ahora tan
malas entre los dos primos como habían
sido antes, pues aunque el papado le
había obligado a deshacer al leonés su
matrimonio con doña Berenguela, fruto
de esta había nacido un hijo que era su
primogénito, de nombre también
Fernando como su padre, que se
educaba con su madre y la reina Leonor
en Castilla. El rey leonés tenía la espina
clavada de los castillos tomados en su
reino por los castellanos, y el malévolo
consejo del Castro lo incitó a aquella
acción que tanto le sería después
reprobada, aunque no hubiera de pagar
por ella y consiguiera beneficios. Pues
aprovechando la concentración de
tropas castellanas y al no recibir
respuesta a su propuesta, se lanzó con
sus tropas a tomar las fortalezas,
obligando a los tenentes, sin guarnición
apenas, a entregárselas. Así hizo con
Alba de Liste, Villagonzalo, Luna y
algunas otras, y no se conformó con ello
sino que además incursionó el reino del
portugués Alfonso III, recientemente
coronado rey de Portugal, pues el Papa y
los obispos portugueses habían
despojado de la corona al rey Sancho y
este se había retirado a un monasterio.
El portugués, primo también, aunque
más lejano, y además yerno, pues estaba
casado con la hija de nuestro rey,
Urraca, y tercer Alfonso de los reyes
hispanos, deseaba participar en la
cruzada pero no pudo hacerlo por tener
que defender sus tierras ante esas tropas
leonesas que acudían a atacarle
aduciendo que defendían los derechos
de las infantas Teresa y doña Sancha en
disputa con el monarca recién coronado,
y acabaron por tomarle la ciudad de
Coimbra. No pudo pues ir en persona el
soberano portugués, pero sí envió a
cuantos pudo y en Toledo se presentaron
muchos caballeros portugueses y
multitud de peones que gustaban mucho
al arzobispo don Rodrigo por su
diligencia en la marcha y su ánimo al
portear su impedimenta.
Todos ellos fueron bien recibidos en
Toledo y tuvieron un buen
comportamiento. Pero no fue así en el
caso de los cruzados ultramontanos, los
francos. Al llegar nosotros a Toledo ya
supimos de algunos de sus desmanes. Al
principio se les dejó entrar a la ciudad y
ellos, asombrados de que en Toledo
vivieran y tuvieran libertad y amparo
para su culto y religión los judíos,
quisieron hacerles mal y se lo hicieron.
Les asaltaron y mataron a algunos,
pretendiendo incluso entrar a la aljama y
hacer una masacre. Fue entonces cuando
los caballeros toledanos salieron en
defensa de sus vecinos y, ayudados por
algunas milicias, la toledana por
supuesto pero también de otros lugares
donde ya habíamos llegado, nos
enfrentamos a ellos. Tomamos las armas
y cuando aquellos pretendieron entrar en
el barrio de los judíos, se encontraron
con sus puertas guardadas por
caballeros cristianos prestos a
impedírselo y a combatir allí con ellos
si fuera preciso. Algunos de los que iban
a matar hebreos indefensos se
encontraron con los filos de las espadas
castellanas.
El arzobispo don Rodrigo, a quien el
rey le había encargado la distribución y
acomodo de los que llegaban, les señaló
a los francos, para mantenerlos al menos
extramuros, la Huerta del Rey, la famosa
almunia de Alfonso VI, para que allí se
aposentaran. Su comportamiento siguió
siendo perverso, talando todo como si
fueran sarracenos y haciendo mucho mal
y provocando ofensas por donde
pasaban. Cuando al final se pusieron en
marcha, los toledanos se sintieron
liberados y no echaron de menos su
presencia.
Al rey navarro no se le esperaba,
pero sí al aragonés Pedro II, que, fiel a
su palabra, el mismo 20 de mayo, la
fecha señalada, acompañado de un solo
caballero llegaba a Toledo, siendo
recibido a pesar de lo exiguo de su
compañía por el arzobispo y todo el
clero.
Acampó, él también en la Huerta del
Rey, y allí al cabo de pocos días llegó el
pequeño ejército que traía detrás y al
que se había adelantado para cumplir su
juramento. No eran muchos los
aragoneses: algunos de sus magnates,
bastantes de sus caballeros así como
ballesteros y peones. Les acompañaban
algunos caballeros castellanos
desnaturados que querían el perdón del
rey Alfonso. Este se lo concedió para
cuando la batalla hubiera concluido. Y
ellos cumplieron lo pactado. No eran
muchos los aragoneses, pero eran gente
muy curtida en la guerra, firmes y
experimentados.
El rey Alfonso fue casi de los
últimos en hacer su entrada en Toledo
con su alférez real, don Álvaro Núñez
de Lara, y su muy estimado Diego López
de Haro, con las mesnadas de la nobleza
más antiguas, en las que formaban
muchos de los vástagos que tenían deuda
de honor con sus padres caídos en
Alarcos. Había ya entrado junio cuando
todos estuvimos concentrados, pero no
fue hasta el día 20 cuando el ejército se
puso en marcha.
Salieron por delante los cruzados
francos, al mando de don Diego López
de Haro, luego iba el rey de Aragón con
los suyos y cerrando los castellanos, y
entre ellos las milicias concejiles como
la nuestra. El plan previsto era alcanzar
cada día la orilla de un río para
disponer de agua abundante para los
hombres y, sobre todo, para los
caballos. El mismo día 20 se acampó
junto al Guajaraz, un afluente del Tajo,
el día 21 en el arroyo de Valdecabras,
[89] y el 22, los ultramontanos junto a las
La victoria
A
l califa Al Nasir su padre Abu
Yusuf Yaqub al Mansur, el
vencedor de Alarcos, le había
hablado mucho del rey Alfonso, de su
coraje pero también de su impulsividad
que le llevaba a la imprudencia, le había
advertido una y mil veces sobre el
torbellino aterrador de la caballería de
los infieles lanzada a la carga, le había
aconsejado la paciencia y la astucia
para frenarlos, la agilidad de los jinetes
y los caballos del desierto para
rodearlos, y sobre todo el utilizar el
engaño y la trampa para lograr perderlos
y enfrentarlos donde mejor convenía a
los soldados de Alá. De todo ello le
había hablado, y él guardaba de ello
memoria y ahora la ponía en práctica.
También tenía presente que no todo
marchaba como debiera entre los suyos.
Que ya al venir el año anterior él
también había tenido que enfrentar
problemas, y que a sus soldados les
faltaron vituallas y tanta fue la
corrupción entre quienes debían proveer
que hubo de encarcelar al gobernador de
Fez y a los recaudadores de
Alcazarquivir y Ceuta, y que aquello
hizo crecer la inquietud en los otros
jeques almohades, entre quienes tenía
familia y amigos. Que la campaña
anterior tampoco se había saldado con
gran gloria, pues a lo más que llegó fue
a tomar la fortaleza de Salvatierra y sin
salir del territorio propio ya que era un
espolón en él clavado, y que antes de
salir para la actual expedición se había
corrido la noticia de que los
gobernadores de Fez y de Ceuta habían
sido decapitados después de la oración
del viernes y en presencia del gentío,
como «advertencia para los
despreocupados», y que aquello no
elevó el ánimo de combate de quienes le
eran cercanos, ni tampoco el hecho de
que el califa no repartiera donativos,
como era costumbre entre los que
marchaban. Quizá de todo ello estaba
avisado el califa y por eso prefería
esperar el ataque en las condiciones más
favorables, antes que lanzarse él al
combate.
Por eso Abu Alá Muhammad ibn
Yusuf, Al Nasir li Din Alá, «el que hace
triunfar la fe en Alá», había concentrado
sus fuerzas en las montañas de Jaén y
allí aguardaba a los cristianos. No había
tenido intención de ofrecerles combate
en campo abierto, sabedor del refuerzo
de la multitud de caballeros extranjeros
que traían con ellos, y tenía planeado
esperar que se agotaran, que con víveres
escasos y fuerzas mermadas dieran la
vuelta y comenzaran desalentados el
regreso. Entonces sí iría contra ellos y,
si estaba escrito, cumpliría los designios
del Altísimo y los aplastaría.
Pero entonces, quizá porque así lo
quiso también el Altísimo, los
ultramontanos, descontentos con la
campaña, quejosos de la falta de
avituallamiento, que ya les escaseaba, se
marcharon, y quizá también entonces,
porque ahora el Dios de los cristianos lo
quiso, ciertos desertores, mudéjares que
iban con el ejército de los infieles,
llegaron al campo de Al Nasir y le
informaron de todas aquellas cuitas de
los politeístas, de la defección de
muchos millares de cruzados y de la
falta de víveres que podía hacerlos
regresar de inmediato. No sabían que,
partidos los cruzados, el asunto de la
comida había mejorado en gran medida
en el campamento de los tres reyes.
Meditó entonces el califa, recuperó
su osadía y supuso llegado su momento.
Avanzaría sobre ellos, pero seguiría los
senderos de la astucia y los atacaría
solo cuando volvieran las espaldas.
Para ello, llegado a Baeza, envió con
rapidez veloces destacamentos para que
cortaran el único paso que los cristianos
tenían para venir hacia él, el de la Losa,
donde hay una roca inaccesible y un
torrente de agua bajo ella, que estrechan
e imposibilitan atravesarlo en cuanto
haya una fuerza aguerrida que se decida
a impedirlo. Y por si los cristianos no
habían llegado con sus avanzadas a la
cima de la montaña, ordenó que varios
destacamentos se apostaran en la cornisa
para impedirles la subida. Así
bloqueado el paso, detenidos ante él y
sin posibilidad de avance, los
cristianos, cuyos víveres serían cada vez
más escasos, no tendrían más remedio
que dar la vuelta e iniciar, confusamente,
pues todo el ejército habría de girar, el
regreso, fatigados y desorganizados.
Entonces el califa atacaría y lo que
había preparado hacer en las montañas
de Jaén lo llevaría a cabo al otro lado
del puerto del Muradal.[90]
El bloqueo del paso de la Losa
resultó como el califa había previsto,
pero no así con la cornisa y la cima del
monte. También el rey Alfonso estuvo
avisado en ello, y aún más don Diego
López de Haro, quien llevaba la
dirección del ejército, el cual destacó
una avanzadilla con su hijo Lope Díaz
de Haro y sus sobrinos Sancho
Fernández y Martín Muñoz y un grupo de
caballeros y peones para que se
apoderaran de aquella cornisa del
monte. Subieron y toparon con los
árabes que iban a hacer lo propio,
cuando daban vista a un castillo, el de
Ferral, en poder de los agarenos
también, y se trabó una dura lucha donde
estuvieron a punto de ser vencidos pero
al final lograron rechazar a los
musulmanes y apoderarse de aquella
primera cima, donde enclavaron sus
tiendas y mandaron rápido aviso a su
padre y tío de lo sucedido.
Alrededor de la hora nona[91] del
jueves 12 de julio llegó el grueso del
ejército ante el paso. Subieron muchos
al monte, pero la gran mayoría acampó
junto a la corriente de agua.[92] El
viernes subieron los tres reyes a una
pequeña explanada en la montaña y
acamparon allí. Se expugnó el castillo
del Ferral, que no opuso demasiada
resistencia y a cuyo pie se divisaban los
torrentes, rocas cortadas a pico y los
barrancos sobre la Losa, cuyo paso por
allí es tan estrecho que se hace incluso
difícil para quienes van ligeros de
equipaje, cuanto más para un ejército.
Los destacamentos moros lo vigilaban
día y noche y con ello se produjeron
algunas escaramuzas. Pero resultaba a
todas luces claro que el paso por allí se
hacía imposible, o arriesgando el mayor
de los quebrantos. La batalla podía
perderse antes de haberse comenzado.
Subí yo también con algunos de las
mesnadas concejiles a pedir
instrucciones a don Diego, y desde
donde ellos estaban pudimos ver al
inmenso ejército almohade, y ya se
divisaba la propia tienda roja del califa
plantada en medio de todos ellos.
Aunque siempre animoso, don Diego se
mostraba en extremo preocupado, y en
sus dudas pudimos oír la que embargaba
a los reyes y a nuestros adalides.
Algunos opinaban que era preciso
retroceder antes de que fuera tarde y dar
por acabada la campaña, que bastante
ganancia de castillos ya se había
logrado, y otros que habría que buscar
otro paso por los montes pero marchar
de aquel que era inviable. Sin embargo,
todos topaban con la férrea voluntad y
las razones del rey Alfonso, quien, aun
reconociendo la prudencia de sus
consejeros, les avisó del riesgo, como si
estuviera leyendo los pensamientos de
su enemigo Al Nasir.
—Cuando las tropas vean que
queremos volver atrás, aunque sea para
buscar otro paso, pensarán que no
queremos combate sino que damos la
espalda, y se producirá una desbandada
y confusión en el ejército, que no podrá
evitarse. Y yo digo que ya que vemos el
enemigo al lado, es obligado que
vayamos a por ellos y que sea lo que
disponga la voluntad del cielo —
decidió el rey castellano.
Dijeron luego que la voluntad del
cielo fue un pastor. Angelical o no,
aquel hombre era un alma simple de las
que tantas encuentra uno en las
parameras de Atienza o en las trochas de
la sierra, y que conocen como nadie los
pasos, las quebradas, los resguardos y
los atajos. Nadie como ellos, en su feliz
o infeliz —pero muy sencilla y dura—
existencia entre sus ganados y las
bestias salvajes, conocen los montes y
sus recovecos. Aquel hombre del
Muradal que en tiempos había guardado
por allí rebaños y que ahora se había
quedado a solas con la montaña,
alimentándose de lo que el campo le
ofrecía en cada estación, fueran frutos o
huevos de aves silvestres, y de la carne
de conejos, liebres y perdices que
cazaba con sus lazos y trampas, se
presentó ante la tienda del rey, que tras
el consejo se encontraba tan solo
acompañado del noble aragonés García
Romero, uno de los hombres de
confianza del rey don Pedro. A pesar de
su pobrísimo aspecto, de sus ropas
burdas y del descuido y suciedad de
toda su persona, el rey Alfonso quiso oír
lo que quería decirle.
Y el pastor lo que le dijo fue por
donde podía atravesarse la montaña
hasta donde se encontraban los moros
sin que estos se percataran, un paso muy
cercano y fácil, por una ladera accesible
y de sendero muy tendido y nada
escarpado, a cubierto y sin peligro, por
donde podría cruzar el ejército entero y
todos sus enseres y vituallas.
El rey, incrédulo pero esperanzado,
vio respuesta a sus plegarias y en aquel
pastor el cielo abierto, pero no quiso
alborozarse antes de tiempo. Decidió
comprobar lo que le ofrecían y envió de
inmediato al noble aragonés con el
pastor para que comprobara la exactitud
de sus palabras, y en verdad era factible
hacer por allí el tránsito del ejército.
Era ya la atardecida cuando se pusieron
en marcha, y ya se estaba casi poniendo
por completo el sol cuando llegaron al
punto indicado. El guía entonces,
señalándole con el brazo extendido, le
mostró lo que le había relatado y al rey
prometido. El fácil camino hacia el
llano y a los musulmanes acampados.
Tras hacerlo, el guía se marchó, se
perdió en la oscuridad por sus trochas,
tal vez para repasar sus trampas y sus
lazos, sin pedir recompensa alguna, que
a buen seguro le hubieran dado, y el
noble aragonés volvió jubiloso alegre y
palmoteando, a toda prisa, a contarle a
Alfonso que en efecto lo que el pastor
contaba era muy cierto y que por allí
pasarían con bien y sin cuidado.
Aquella noche se guardó el secreto,
pero a la mañana siguiente la noticia,
por mucho que se pretendiera mantener
en la discreción de unos pocos, resultó
el alborozo de todos. Ese mismo sábado
14, muy de mañana, antes casi de clarear
el alba, el ejército levantó las tiendas y
emprendió el camino señalado, con don
García Romero dirigiendo la vanguardia
al lado de don Diego López de Haro, y
llegaron al monte citado desde donde el
pastor había indicado la senda. Se
abandonó el castillo del Ferral, que ya
de nada nos servía, y al verlo los moros
y observar que nos alejábamos lo
retomaron con gran contento y creyeron
que rehuíamos ya del combate. Su
estupor fue total cuando al cabo y desde
el campamento vieron que nuestras
vanguardias comenzaban a plantar sus
tiendas en un altozano ya atravesada la
montaña, a la vista de su propio
campamento. El califa, que tan solo
horas antes había recibido la noticia de
nuestra aparente retirada, ahora no daba
crédito a lo que sucedía, pero reaccionó
con rapidez intentando obstaculizar
nuestra acampada. Enviaron de
inmediato destacamentos de caballería
ligera que llegaron a hostigar nuestras
avanzadas e intentaron desalojarlas,
aprovechando que el ejército venía
todavía en larga hilera por el estrecho
camino. Pero aguantaron la primera
embestida y ya íbamos llegando todos y
desplegándonos, por lo que tuvieron que
salir ellos en desbandada. Los
perseguimos un trecho a grandes gritos y
entre los que más gritaban, a mi lado,
estaba Juan, quien no dejaba luego de
decirme:
—¿Ves, Pedro? Un pastor, ¿quién si
no va a saberse las trochas de los
montes? Un pastor tenía que ser. No
había otra.
—Pues dicen que ha desaparecido,
que es un milagro y que sería un ángel
disfrazado.
—Y una leche. El hombre se habrá
ido a ver sus lazos, que es de lo que se
sustenta, y ver qué es lo que ha caído en
ellos antes de que se pudra o se lo
quiten las alimañas.
El califa Al Nasir comprendió
entonces que de nada servían ya sus
acechanzas y que toda su trampa había
quedado desmontada. De nada le valía
bloquear ya el paso de la Losa, pues ya
habíamos cruzado. Así que retiró de allí
sus destacamentos y buscó el mejor
enclave para sus tropas desde donde
plantear y dar la batalla, plantando él su
tienda en una altura de empinada y de
difícil subida y haciéndose flanquear
por la inmensidad de sus tropas a
derecha e izquierda. Creyó que los
cristianos le presentarían batalla aquel
mismo día y desplegó su ejército desde
el mediodía hasta el atardecer.
Pero Alfonso había aprendido de
Alarcos. Los caballos estaban
extenuados por la marcha y la penosa
subida, y el ejército cansado por lo
mismo. Acababan de llegar al lugar y
necesitaban observar y estudiar a las
tropas enemigas y su disposición. Se
celebró el consejo de los tres reyes y
decidieron esperar al siguiente día.
Al Nasir no interpretó bien las
señales. Ignoró las evidencias que le
señalaban sus mejores generales. No era
como él creía, y escribió a Baeza y a
Jaén, que había copado a tres reyes y
que a lo sumo le aguantarían tres días.
No era que los cristianos temblaran y
quisieran rehuir el combate, sino como
algunos le dijeron: «Les vemos
ordenados con criterio y razón y más
parecen disponerse a la lucha que
buscar el recurso de la huida.»
El califa al día siguiente no solo
olvidó las enseñanzas de su padre, sino
que cometió el mismo error que Alfonso
cuando se enfrentó a él en Alarcos. De
buena mañana hizo salir sus tropas y las
formó en orden de batalla, y así las
mantuvo en el campo hasta el mediodía,
bajo el sol, mientras él permanecía al
resguardo de sus rayos sentado con
boato a la sombra en su tienda roja, que
se hizo montar en situación conveniente
para contemplar el combate. Los reyes
cristianos y las tropas oyeron misa, pues
era domingo, el rey aragonés nombró
caballero a su sobrino Nuño Sánchez y
los adalides hubimos de contener en
ocasiones a los nuestros, pues jinetes
agarenos se acercaban provocando y
retándolos a torneos. El campamento
cristiano mantuvo la calma y finalmente,
entre las horas sexta y nona, el califa
ordenó el regreso a su campamento.
Descansamos. Alfonso recordaba bien
Alarcos.
Pasada la medianoche, ya en el
siguiente día, 16 de julio, resonó en el
campamento de los tres reyes el toque
de llamada. Se concelebró misa
solemne, se dio confesión, se recibió el
sacramento y nos aprestamos a la
campal batalla. Nos desplegamos en
orden tal y como se había dispuesto.
El cuerpo central, netamente
castellano, mandado por el rey Alfonso.
En la vanguardia, al frente don Diego
López de Haro. En el núcleo central,
comandado por don Gonzalo Núñez de
Castro, los freires del Temple, del
Hospital de San Juan, de Santiago y de
Calatrava. A su lado y flanqueándolos,
Rodrigo Díaz de los Cameros y su
hermano Álvaro Díaz, Juan González y
otros nobles caballeros con sus
mesnadas. En la retaguardia quedó el
rey, junto al arzobispo de Toledo y los
demás obispos presentes. Y las
mesnadas nobiliarias de Gonzalo Ruiz y
sus hermanos, de Rodrigo Pérez de
Villalobos, de Suero Téllez y de
Fernando García. Y en cada una de estas
columnas, cada cual con la que le había
sido adjudicada, nosotros, las mesnadas
concejiles.
El rey don Pedro de Aragón
mandaba el flanco izquierdo. García
Romero, el caballero que vio primero el
paso con el pastor guía, mandaba la
vanguardia. La segunda línea estaba a
cargo de Jimeno Cortés y Aznar Pardo, y
del propio rey la tercera, flanqueada
también por otras unidades, al igual que
la central castellana. Con los aragoneses
formaron además, para completarlos,
milicias de ciudades castellanas.
El rey Sancho de Navarra marchó a
la derecha y en su columna, al ser pocos
sus caballeros, se alinearon con él las
mesnadas de las ciudades de Segovia,
Ávila y Medina.
Por su parte, los almohades
levantaron en la cima del monte un
reducto parecido a un palenque, con las
canastas de paja en que transportaban
las flechas, donde se escondían los
infantes más escogidos y rodeado de
estacas y cadenas. Allí se sentó el
califa, Abu Alá Muhammad ibn Yusuf,
Al Nasir li Din Alá, teniendo a su
alcance la espada, vistiendo la capa
negra que había pertenecido al mahdi
Unmart, el fundador de los almohades, y
a su lado el Corán. Rodeaban el
palenque líneas de infantes, y tanto las
del interior como las de fuera estaban
unidas entre sí por cadenas. Eran los
más fieros y dispuestos a morir por el
comendador de los creyentes, su imán y
su señor. A su lado, las tribus de
Azdora, que, malqueridos por Al Nasir
y para ganarse su favor, pusieron pie a
tierra y quedaron ante él jurando buscar
el martirio aquel día.
Por delante del palenque, en el
centro y próximo a él, se situaron las
tropas almohades, los más aguerridos de
su ejército, por su arrojo, sus armas, lo
imponente de sus caballos y lo fiero de
sus jinetes. Su número entre caballeros y
peones era incontable. Estaban
flanqueados por la caballería árabe, tan
temible, sobre todo para los novatos, a
quienes hubimos de advertir de su
rapidez de movimientos y de sus lanzas,
que asestan con velocidad de serpiente,
que atacan cuando fingen que huyen y
con la grupa vuelta y se revuelven en un
palmo, y aún más cuando tienen
amplitud y llanura para sus caballos.
Llevan lanzas, arcos y hondas y atacan
mientras en apariencia alborotados
simulan escapes y no mantienen
formación, pero desbaratan las nuestras
y desordenan nuestras líneas pues tal es
su misión.
Comenzamos a movernos. Fuimos
hacia ellos. Don Diego López de Haro
lanzó la primera línea. Ante él vimos
cómo unos destacamentos árabes
adelantados en una pequeña colina
escaramuzeaban y rehuían el choque,
retirándose sin bajas. La carga llegó
arriba y siguió hasta donde esperaba
inmóvil todavía el inmenso ejército
sarraceno, contra el que nos lanzábamos.
Nosotros fuimos detrás avanzando
acompasadamente. La vanguardia llegó
a unas primeras filas de infantes moros,
que nos lanzaron abundantes flechas,
hiriendo y hasta descabalgando a
algunos, pero la carga los arrolló como
a pajas. Se chocó ya con la segunda
línea. Esta ofreció mucha mayor
resistencia y ya llegamos nosotros junto
a la vanguardia para quebrarla. Lo
logramos y, cada vez con más dificultad,
continuamos el avance ladera arriba.
Entonces tropezamos con los almohades
africanos. Estos nos resistieron tan
firmemente que nos detuvieron en la
cuesta, aprovechándose del terreno y del
cansancio de nuestros caballos. Nuestro
empuje cedió y se trabó ya en toda la
línea y por todos los flancos la batalla.
En la batalla no hay que pensar en
nada sino en seguir adelante y doblegar
a quienes se te oponen, nada ve el que
combate sino a los pocos que tiene al
lado. No oye otra cosa que el
entrechocar de los hierros, los relinchos
de los caballos, los aullidos de dolor,
los gritos bestiales, y solo huele a heces
y sangre. Solo se puede distinguir a los
amigos que se tiene al lado y a los
enemigos que se tiene enfrente. Como
mucho, el caballero mira a su adalid
cercano y el peón a su caballero, y toda
la línea ha de seguir junta, jamás
romperse, aguantar y conseguir quebrar
a la contraria. Se golpea con la lanza, se
taja con la espada y se sigue hacia
delante, aunque solo sea un palmo. Pero
nunca puede volverse la espalda.
Sentí que detenían nuestra
cabalgada, que estaban logrando
contenernos, y me llegó aquel
escalofrío, el recuerdo nefasto de
Alarcos. Me sobrepuse y lancé el
palafrén hacia delante, arrollé a un
lancero moro que quería desjarretarlo y
alcancé, donde el cuello se junta con el
cuerpo, a un jinete almohade que me
cargaba.
Llegaba a nosotros por la
retaguardia el cuerpo central de nuestro
ejército, lo que nos hizo acrecentar
nuestro empuje. Ya no cedíamos pero
tampoco avanzábamos, porque a ellos
también se sumaba multitud de gentes y
todo alrededor era hierro, espadas,
gritos, sangre, caballos destripados,
jinetes caídos, peones aplastados, lanzas
rotas, escudos abollados, yelmos
hendidos y un alarido nuestro y otro
alarido suyo que no decrecía ni en un
lado ni en el otro.
Fue en aquel punto cuando me
hirieron. No sé de dónde vino el
venablo, pero me alcanzó en la rodilla,
rozándomela, y alcanzó también a mi
caballo, que cayó de lado. Oí el
chasquido de mi pierna quebrada. Me vi
muerto. Pero los de mi mesnada me
rodeaban, aunque también lo hacían mis
enemigos, que querían cobrarse una vida
que suponían importante al ver como los
suyos la protegían. Llegó a alcanzarme
un tajo en un brazo, una nueva lanzada
en el costado, y el yelmo pudo aguantar
un golpe terrible que me dejó casi
inconsciente. No veía apenas, pero sí vi
a Juan que me sacaba de debajo del
caballo, y debí de aullar de dolor por la
pierna rota cuando lo hizo. No lo sé muy
bien, no lo recuerdo, pero sí que me
arrastraba y me quitaba de aquella
primera línea. Luego sentí que, ayudado
por otro, me izaban entre ambos a su
caballo y me regresaban hacia el
campamento. Perdí por un momento el
conocimiento. Lo recuperé solo para
alcanzar a ver que Juan y el otro
atencino que me habían traído volvían a
montar y regresaban a galope a la lid y a
nuestra línea. Me habían tendido y
sacado el yelmo y me daban agua fresca
en la cara. No había tiempo para curar
heridas, pero alguien con una cinta de
cuero me ató la pierna. Entonces me di
cuenta de que estaba cerca de donde el
rey Alfonso, junto al arzobispo don
Rodrigo, seguían con las reservas de la
retaguardia la batalla. Me vio el rey o se
lo dijeron. Vino brevemente hacia mí y
con una sonrisa que era fiera en aquel
momento me animó.
—No mueras, Pedro, ya has
combatido por tu rey, no tienes hoy por
qué morir por él —me dijo, y luego
ordenó que me pusieran en algún lugar
donde me diera la sombra.
Se encargó de ello un canónigo de
Toledo al que yo conocía y que era
quien llevaba la cruz del arzobispo,
Domingo Pascual, de Almoguera,
ordenando a algunos sirvientes que me
cuidaran y me dieran agua y de
inmediato, tras reconfortarme, volvió al
lado de don Rodrigo.[93]
La batalla se ve mejor desde la
distancia, y desde aquel pequeño
montículo, por lo que podía ver y por
las caras de quienes como don Alfonso
miraban, comprendí que no iba nada
bien para nuestras fuerzas. Que en
algunos lugares parecía que cedíamos y
el obispo don Rodrigo culpaba a los
concejiles de flaquear.
El califa, que también contemplaba
la batalla desde el altozano de enfrente,
rodeado por las tropas de su palenque,
viendo detenida la embestida creyó
llegado el momento decisivo y lanzó a
todas las fuerzas de su retaguardia. Estas
cargaron ladera abajo, con el terreno a
favor sobre los cristianos, que
comenzamos ahora sí a ceder, tanto
caballeros como peones, aunque otros se
sostenían y alentaban a no volver la
espalda. Los gritos en el real mostraban
que el momento era crítico, que la
desbandada podía producirse en
cualquier momento y hacer la derrota
inevitable. Y lo que acaecía en el centro
sucedía también por ambas alas, donde
tanto don Pedro como don Sancho se
sostenían a duras penas.
Oí gritar al rey Alfonso y lo vi
intentar lanzarse ya con todos los
caballeros que a su lado estaban.
—¡Arzobispo, muramos aquí yo y
vos!
Pero don Rodrigo lo contuvo
diciéndole:
—De ningún modo, aquí os
impondréis a los enemigos.
Pero el rey castellano veía el agobio
y el sufrir de sus tropas y quería
lanzarse ya en su socorro sin importarle
la vida.
—Corramos a socorrer a las
primeras líneas que peligran.
Entonces los nobles Gonzalo Ruiz y
su hermano se aprestaron a avanzar con
él, pero Fernando García, hombre de
valor y muy avezado en la guerra, aún
retuvo al rey un trecho. Lo suficiente
acaso, pero no mucho más, pues su
decisión ya estaba tomada.
—Arzobispo, muramos aquí, pues no
deshonra una muerte en estos momentos
—le repitió a don Rodrigo.
El arzobispo ya no lo retuvo más.
—¡Si es voluntad de Dios, nos
aguarda la victoria y no la muerte! —le
oí exclamar mientras el rey Alfonso, con
todos los caballeros de que disponía y
toda la retaguardia al completo se
lanzaba a socorrer a los que zozobraban.
En el estandarte del rey figuraba la
imagen de María Santísima y la llevaba
en alto don Álvaro Núñez de Lara, que
cabalgó con la seña, y tras ella galopó
lo que restaba de Castilla. Hacia la
victoria o hacia la muerte, a vengar a sus
padres muertos en Alarcos o a perecer
ellos también en Las Navas.
Vieron entonces los musulmanes, que
sentían la debilidad de los cristianos y
creían tener la victoria a su alcance, que
los pendones del rey venían hacia ellos
y nuevas oleadas de combatientes se les
echaban encima, y fue cuando sus
ánimos flaquearon y de la confianza en
el triunfo se dio paso casi inmediato al
desánimo y la desesperanza y a pensar
cada cual en cómo librar la vida.
Cedieron las primeras líneas y,
arrolladas estas, el pánico comenzó a
cundir entre destacamentos enteros. Los
caídes andalusíes fueron los primeros en
iniciar la desbandada. Al ver a estos
huir, fueron entonces los árabes y los
almohades quienes también
retrocedieron, y en vez de hacerlo
ordenadamente hacia el palenque
optaron por buscar escape por las alas y
abandonar el campo. La derrota ya fue
premonitoria y en el campamento, al ver
que los pendones del rey ascendían por
la colina, estallaba el júbilo y hasta yo
buscaba incorporarme para intentar
verlo, pero solo alcanzaba a divisar la
tienda roja del califa en lo alto y una
inmensa confusión de gentes a su
alrededor. Pero unos ojos que veían
mejor que los míos me dijeron que los
nuestros llegaban al palenque.
Este permanecía inmóvil,
protegiendo al califa. El círculo de
negros sudaneses y de moros
encadenados que lo rodeaban, formaban
un firme muro contra el que se
estrellaban las cargas. Pero era batalla
ya ganada. Asaltado por todas partes,
acabó por sucumbir. Fue el alférez del
rey, don Álvaro, quien en uno de los
embates, llegando al muro y no pudiendo
hallar lugar por el que entrar, volvió las
riendas al caballo y dándole espuela
saltó dentro sobre los moros. Los demás
caballeros, cuando eso vieron, hicieron
lo propio y comenzaron a degollar a
negros y moros encadenados a
mansalva. Por los costados, los otros
dos reyes también habían llegado, y por
su lado el rey de Aragón, don Pedro,
quebrantó el corral, y por el suyo, el
gigantesco don Sancho de un mandoble
de su espada dicen que quebró la cadena
y entró también en el palenque al frente
de sus caballeros navarros.
Abu Alá Muhammad ibn Yusuf, Al
Nasir li Din Alá, había permanecido
impasible, sentado en su escudo, con su
capa negra, su espada y el Corán al
lado, contemplando atónito cómo sus
enemigos doblegaban a sus tropas y se
acercaban hasta llegar al lado mismo de
su tienda. Un hermano suyo, Zeit
Avocechirit, le hizo salir de su
ensimismamiento, montar un caballo
entrepelado, que fue bien visto por los
caballeros que casi se le echaban ya
encima, y abandonar por la retaguardia
el palenque, acompañado por una fuerte
escolta que le abrió camino hasta llegar
a Baeza. Pero no quiso quedarse allí,
sino que, cambiando de montura, siguió
al galope hasta Jaén, donde llegó
aquella misma noche. Con él cabalgaba
la derrota y a su paso los moros se
sobrecogían y angustiaban, pues temían
que tras el califa huyendo no tardarían
en llegar los cristianos arrasándolo
todo.
Desde el real oí los vítores, las
aclamaciones y los vivas a María
Santísima, a Nuestro Señor y a los
reyes. Pero tras asaltar por fin el
palenque la caballería cristiana, sobre
todo las mesnadas de la nobleza se
lanzaron a una persecución terrible de
los destacamentos de jinetes y peones
dispersos y en desbandada. Por delante
quedaba todavía un largo día de julio de
persecución y matanza, y muchas horas
de luz hasta que llegara la noche, que
era la única que podía amparar ahora a
los fugitivos. Las mesnadas concejiles y
los peones quedaron en el campamento
almohade recogiendo el botín, y en
primer lugar la tienda roja y las
insignias del califa, que trajeron al rey,
que ordenó de inmediato que fueran
llevadas al monasterio de Las Huelgas
en Burgos, donde estaba enterrado su
hijo, que no había podido contemplar
aquella jornada. El rey de Castilla, don
Pedro de Aragón y don Sancho de
Navarra retornaron al campamento junto
con el arzobispo toledano y los obispos
Tello de Palencia, Rodrigo de Sigüenza,
Menendo de Osma, Domingo de
Plasencia y Pedro de Ávila. Todos ellos
iniciaron un canto de alabanza al que
nos sumamos todos los que allí
estábamos, y el Te deum laudamos de
triunfo de los cristianos resonó en los
campos de Las Navas de Tolosa.
Don Alfonso aún encontró un
instante para llegarse hasta donde yo
estaba, ya entablillado y vendado,
restañada la herida del brazo, aunque
era peor la del costado, que ahondaba y
había hecho mucho desgarro aunque no
parecía que a los intestinos, y
reconfortarme con su presencia y sus
palabras.
—Ya ves, Pedro el Pardo de
Atienza, que me dice don Diego que
desde aquella de Alarcos así te llaman.
Hemos vengado aquella derrota y
librado a Castilla y a España de los
peores enemigos que nunca ha tenido.
Sanarás, amigo, y te veré restablecido
en Atienza, donde habrás de seguir
representándome y siendo allí, como un
día mi guía de niño, ahora mi alcalde y
el que conduce a mis gentes.
—Temo, mi señor, que la pierna
tronzada ya no me dé para cabalgadas ni
para batallas. Y mi edad ya no es corta.
—La mía ya tampoco, Pedro. Pero
para andar por los caminos en paz sí
podrás montar a lomos de una buena
mula. Ya en esto me has servido a mí y a
Castilla de sobra.
Muchos le reclamaban y él debía
atender a todos. Al irse oí que
conversaba con el rey don Pedro el
aragonés, que se quejaba de un fuerte
golpe de lanza que le había alcanzado en
el pecho y le había traspasado la fuerte y
bien trenzada loriga, pero que por
fortuna había quedado ya sin fuerza en el
algodón del velmez, sin llegar a la
carne.[94] Don Pedro era a fuer de joven
tan impetuoso como don Sancho, como
lo había sido don Alfonso en su
mocedad y hasta hacía bien poco y aún
lo seguía siendo a pesar de los años,
porque el rey nuestro iba para los
cincuenta y siete y yo ya rebasaba los
sesenta.
Vinieron a verme los míos, Juan el
primero, y si me encontró mal no quiso
que yo viera que se lo parecía. Pero en
su cara leía yo después de tantos años
todas las cosas, y supe que mi herida del
costado le preocupaba sobremanera.
Tanto fue así que se atrevió de nuevo a
recurrir al rey, y quizá fue providencial
el hacerlo, pues a nada tenía junto a mi
lecho no solo a su médico inglés sino
también a algunos judíos que sabían más
de curar que los cristianos. Fue uno de
ellos el que me advirtió de la gravedad
de mis heridas y me esperanzó sobre mi
posible recuperación.
—La pierna está tronzada por el
peor sitio y aunque los huesos suelden
bien, la rodilla ya no tendrá mucho
remedio. Como mal pequeño, será una
muy fuerte cojera la consecuencia. Lo
del brazo, si no se infecta, no tendrá
mayor alcance. Pero ha de extremarse el
cuidado con la lanzada en el costado,
que por muy poco no ha afectado a las
tripas y los órganos blandos, lo que
hubiera sido la muerte casi segura. Que
aún puede serla. He de coser y
cauterizar y será mejor que tome un
largo trago de este licor, porque si no el
dolor le será insoportable. Aun así,
mejor que muerda un cuero y apriete los
dientes.
Hube de apretarlos, desde luego,
mientras el judío operaba en mis
entrañas. Pero aunque se me saltaron las
lágrimas y no pude contenerlas, sí logré
hacerlo con los gritos. Más que nada
porque las gentes de Atienza me
rodeaban.
24
La hambruna
E
n el campamento cristiano de
Las Navas, aquella noche de
gloria del 16 de julio dormimos
muy pocos. La mayoría lo hicieron en el
campamento musulmán, al que
encontraron con las tiendas caídas y
arrolladas en la fuga y la persecución de
los vencidos. En el campamento propio
quedamos los heridos, los criados y los
porteadores encargados de venir a por
los bagajes de los que pernoctaban en el
campamento agareno, tan inmenso que
los cristianos no llegaron a ocupar ni
siquiera la mitad. Y Juan, que se quedó
conmigo. Por la noche fueron regresando
quienes más habían prolongado la
persecución, hasta que ya no hubo luz
para continuarla. Todos y cada uno se
hacían cruces de la inmensa matanza,
pues era, tanto en el campo de batalla
como en los alrededores, tal el número
de musulmanes muertos que cualquier
cifra que se dijera resultaba increíble,
pero podía muy bien ser buena.
Se permaneció en el campamento
todo el día siguiente recogiendo todo el
botín, que era, como había sido la
batalla, gigantesco e inigualable entre
los que pudieran haberse contemplado.
Oro, plata, ricos vestidos, atalajes de
seda, armas y armaduras, vasos
preciosos, ornamentos y muebles
valiosos y labrados, marfiles, dineros de
los jeques y los caídes y, cómo no, del
propio califa, cuya tienda en sí era un
gran tesoro.
Durante todo el día anterior y este se
encendieron hogueras por doquier para
los fuegos y usos del campamento, y no
se utilizó otra madera que la de las
flechas y las lanzas abandonadas por los
musulmanes, que además se arrojaban
también al fuego por el simple placer de
quemarlas, pero no se llegó ni a
conseguirlo con la mitad de todas ellas,
tal era su enorme cantidad, como lo era
el número ingente de camellos, caballos
de la mejor raza, acémilas, carruajes y
vituallas. El hedor de los cadáveres hizo
ya necesario que el día 18 se decidiera
levantar el campo y el rey Alfonso dio
instrucciones de seguir la campaña. A
mí me subieron a un carro y tumbado
hube de seguir a los convoyes en
retaguardia.
Algunas avanzadas habían sitiado el
poderoso castillo de Vilches y cuando
llegó el grueso del ejército al día
siguiente se rindió, al igual que lo
hicieron el de Ferral, el de Baños y el
de Tolosa, y que eran la llave con la que
abrir las puertas de aquellas serranías
hacia Al Ándalus. Se acampó junto al
último y al día siguiente llegó el ejército
a Baeza, que halló desierta por haber
huido todos sus habitantes excepto unos
pocos que se refugiaron en la mezquita.
La ciudad fue incendiada por completo y
por los cuatro costados, y los refugiados
en la mezquita perecieron abrasados
dentro.
Todos los musulmanes de la zona se
habían refugiado en Úbeda y los reyes
decidieron cercarla. Estaba Úbeda bien
pertrechada, con numerosa guarnición y
multitud de combatientes huidos de Las
Navas, así como los llegados de Baeza y
de todos los contornos.
El domingo 22 se descansó y el
lunes se dio el asalto, que fue tan fogoso
como poco meditado, costando
demasiadas bajas y pareciendo que iba a
ser infructuoso, cuando los aragoneses y
en especial un escudero de don Lope
Fernández de Luna escaló por un lado la
muralla y junto a él muchos lograron
tomar una torre y abrir por aquel lado
una brecha. Se reanudó con fuerza la
lucha y el ataque se recrudeció hasta
asaltar ya toda la muralla y quedar solo
en su poder la ciudadela y la parte más
alta. Entonces ofrecieron rendición,
salvar la vida, prestar vasallaje al rey
de Castilla y pagar a cambio de que
nada se tocara un millón de maravedíes.
Algunos aceptaban, pero los obispos de
Toledo y Narbona la calificaron de
blasfemia y amenazaron con la
excomunión. Los reyes propusieron
entonces que por esa suma dejarían salir
con sus bienes a los sitiados, pero que la
ciudad sería arrasada. Aceptaron pero
no pudieron reunir tal cantidad, y al final
solo se respetó su vida, pero no su
libertad ni sus bienes, siendo derruidos
sus muros e incendiados hasta los
cimientos de sus casas. Se cumplía ya el
mes de julio y comenzaba agosto. Solo
en Úbeda se habían hecho sesenta mil
prisioneros, que fueron distribuidos
entre las fuerzas de los tres reinos que
habían participado en la batalla. Era
tiempo de regresar y hubo que hacerlo
con la enfermedad y la peste. De Úbeda,
tal vez de la podredumbre y mortandad
después de la batalla, se extendió la
peste por todo el campo cristiano,
provocando graves flujos de vientres
que hicieron morir a bastantes, entre
ellos el maestre del Temple de los tres
reinos, Castilla, León y Portugal, don
Gómez Ramírez.
A mí también, quebrantado y todavía
con mis heridas supurando, me alcanzó
el mal y aún no comprendo del todo
cómo me libré de la muerte, pues en ella
creí estar, y creyeron Juan y los míos
que estaba, cuando ya los reyes, por más
que quisieran seguir avanzando por el
Al Ándalus indefenso hubieron de
retornar a Castilla. Regresamos por el
camino que habíamos traído y
alcanzamos al fin Calatrava, donde
encontramos al duque de Austria
emparentado con don Pedro de Aragón,
que con doscientos caballeros
germánicos venía, aunque ya era un poco
tarde, a la cruzada, y después Toledo.
Los reyes, los nobles señores, los
caballeros, los peones y hasta el último
que había ido y vuelto de Las Navas
fueron recibidos por la ciudad que
estallaba de júbilo. Pero yo, más que oír
las campanas tocando a gloria, creía oír
las de mi propio funeral. Juan, al cabo,
me llevó a la casa de Fortum y Elisa en
el Alhicen y allí pude restablecerme un
poco. En Toledo, al rey Alfonso le
esperaban extrañas nuevas, pues su
primo Alfonso IX de León,
aprovechando que todo el ejército
combatía en Las Navas, le había tomado
algunos de los castillos que le
reclamaba. Lejos de enfurecerse, el rey
triunfante, decidido hacer la paz de una
vez por todas, se los entregó de buen
grado a cambio de que las hiciera de
corazón y las respetara por siempre, y le
entregó incluso otros como el de
Peñafiel y los de Carpio y Monreal en
tierras de Salamanca, enterrando de una
vez para siempre entre ellos la
discordia. Alfonso en su triunfo
demostraba así su mayor grandeza.
Partimos cada mesnada y cada
hombre de Toledo hacia sus casas y yo
en un carro, pues aunque ya sin fiebres
no podía tenerme, y con Juan lo hice
hacia Atienza, donde llegué en
septiembre, con la pierna tronzada para
siempre, con menos carne que un
esqueleto pero vivo y victorioso. Las
gentes de la mesnada concejil habían
llegado antes y Atienza estaba exultante,
aunque no todas las casas, pues en
algunas sus hombres, a pesar de la
victoria, habían muerto. Porque en las
victorias también mueren bastantes de
los que ganan. Y otros, como yo, aun
viviendo, regresábamos quebrantados y
hasta quebrados de por vida. Por
fortuna, yo tenía el remedio en casa.
Médico tenía el rey, los judíos eran
los mejores en tales artes y saberes, y en
Atienza alguno había en su aljama que
atendía a las familias pudientes y a los
de su tribu hebrea. A mí también, como
hombre principal de la villa y con
posibles, me había visitado en ocasiones
y yo aceptado sus remedios. Pero lo
cierto y verdad es que las gentes de a
pie ni a médicos, judíos ni cristianos,
alcanzaban, y a quienes acudían era a
quienes habían acudido desde siempre.
A la tía Vicenta, partera y sanadora, con
fama de mujer buena y que había traído
al mundo a los hijos de todos los
recueros de Atienza, y en quien nosotros
habíamos confiado siempre y ahora, a
pesar de que ya mi familia tenía en su
mano el que el hábil judío me atendiera,
pues como que yo seguía confiando más
en las tisanas y las cataplasmas suyas
que en las redomas del hebreo. Máxime
cuando la tía Vicenta, a lo largo de
aquellos ya largos años de mi Elisa en
Atienza, la había interesado en sus
saberes desde un primer momento y
había ido depositando toda su sabiduría
y conocimientos en hierbas, cocciones,
zumos y apósitos, cataplasmas,
emplastos y lavativas. Desde que Elisa
había sido atendida por Vicenta en el
parto de nuestra primera hija, Yosune, la
mozárabe, tocadora de cítara y laúd de
los caminos, se había sentido fascinada
por las plantas y sus poderes. Pero hacía
tan solo unos meses que la tía Vicenta,
ya muy mayor, había fallecido y quien
parecía saber de lo suyo más que nadie
en toda Atienza, con la excepción tal vez
de una nieta de la difunta, que era quien
había seguido la profesión y a quien la
abuela difunta había enseñado sus artes,
pues resultaba que la tenía yo en casa. Y
que nadie anduviera con pamplinas de
brujerías, que todos sabíamos que eran
abuela, nieta y, por supuesto, mi Elisa
mujeres cristianas que ningún maleficio
echaban ni para nada trajinaban con
oscuridades, sino que aplicaban los
remedios que desde siempre y a los
pobres se les habían aplicado. Ya se
encargaba, cuando salía algún chisme o
alguna viejuca retorcida a propalarlo, de
salir don Jerónimo a cortarlo de raíz y
acallarlo de inmediato. Que en un
descuido te caía la fama de bruja y no
era cuestión. La partera lo había sido
toda su vida, ahora lo era su nieta, que
se llamaba igual y sabía de hierbas y
plantas que curaban, y el párroco de la
Trinidad prefería que fueran ellas
quienes atendieran a sus parroquianos y
que no lo hiciera un hebreo, que en eso
también miraba el cura. Que Elisa
hubiera adquirido tales conocimientos a
nadie dañaba, y más de una comadre
acudía también a ella si tenía para ello
confianza. Así que tuve, en cierta forma
y bien me vino, al médico en casa.
Aunque también hube de contar,
amén de las tisanas de Elisa, con el
oficio del Marianejo, un pastor, hombre
apocado, casi más mudo que silencioso,
y que no sabía muy bien cómo andar
entre la gente y prefería hacerlo entre las
ovejas y sus careas y mastines, que de
tanto recomponerle los huesos a sus
ovejas y desmontarles los tendones
enredados había aprendido a hacerlo
con hombre y todo tipo de bestias y no
había en leguas a la redonda quien
ensamblara mejor los huesos quebrados,
las manos rotas y hasta las costillas
hendidas. Y no digamos a sus perros, a
los que no solo había salvado de esas
heridas, sino de otras tan graves como
tener los menudos fuera por el
colmillazo de un jabalí, o desventrados
casi por los colmillos del lobo. El
Marianejo, si el colmillo de lobo o la
navaja del cochino no habían atravesado
las telillas que daban ya a los hondos o
no habían roto el paquete del menudo, a
muchos los salvaba. Porque más que a
nadie, hombre, mujer o bestia, a quien
quería el Marianejo era a sus perros. Y
después de ellos yo creo que a mí, que
desde siempre me había tenido una
callada y leal estima siempre
demostrada y a la que yo había
correspondido no permitiendo jamás que
se abusara de su soledad y apocamiento.
Desde niños y desde siempre. Él además
había sido zagal ya de Yosune y pastor
conmigo. Ahora le decía que ya era
cuestión de contratar a otro, que no se
preocupara por la soldada, pero no
consentía. A lo más que consintió fue a
que le pusiera zagal, y hasta para ello
hube de porfiarle. Por fin se asentó con
uno que tenía las mismas palabras que
él: pocas tirando a ninguna. Al verlos
alguna vez por la majada, llegué a la
conclusión de que se entendían mejor a
chiflidos. Pero los perros los entendían
al momento y se movían con tal
precisión que no había visto maniobrar
yo así ni a nuestra caballería en batalla.
En todo caso, a los jinetes árabes.
El Marianejo consiguió al cabo y
después de mucho pelear con mis
piernas y tendones y hacerme ver todas
las estrellas juntas, que algo me
recuperara y cojo, eso ya no me lo
quitaba nadie, pudiera ya valerme un
poco y hasta, aunque con ayuda, montar
a caballo y tenerme en él.
Pero no quiero darle todos los
méritos al Marianejo, porque muchos
fueron de mi mujer, Elisa, empeñada y
entregada a mi restablecimiento. Que no
fue corto y donde sufrí recaídas tanto de
las resultas de las heridas como de la
debilidad que las fiebres me habían
producido. Fueron unos largos meses,
muy largos, fríos y dolorosos, en los que
al final yo también acabé, de tanto ver el
trajín de Elisa y ya ir interesándome, no
tenía mejor cosa que hacer, por las
plantas y hierbas, flores o raíces que
utilizaba, alcanzando a saber para qué
servía cada cual.
Mi casa siempre había olido bien.
Nada más entrar en ella y al revés que
en muchas, lo que alcanzaba era el
aroma de los saquetes de las muchas
plantas que en un cuartillo
acondicionado a tal fin, con sus basares,
alacenas y colgaderos, almacenaba,
cada cual muy bien colocado en su lugar
y dispuesto convenientemente y de la
manera adecuada para que no se
estropease o perdiera sus cualidades.
El buen olor de aquellas plantas lo
reforzaba mi mujer con el gusto suyo de
siempre por los perfumes, con aceites
que extraía de algunas de aquellas
plantas y que, impregnados en varillas,
se expandían por todas las estancias.
Pocas veces Elisa, y solo si algún olor
se le había colado dentro y le
desagradaba, quemaba alguna hierba
para que el hedor desapareciera.
Prefería sus varillas impregnadas, a las
que cada tiempo daba la vuelta y volvía
a untar en el recipiente.
El espliego, el romero, el tomillo, el
cantueso, la ajedrea, la salvia y algunos
otros, donde mi distinguir no alcanzaba,
estaban siempre en la primera línea.
Tanto colgados en pequeños haces o,
como en el caso del espliego, sus
granitos metidos en bolsitas de saco y
también colgadas. No faltaba sino que
ocupara el lugar más privilegiado la
manzanilla. Al final de todas las
primaveras salía a recoger verdaderas
cosechas con mis hijas. Las dejábamos
secar y, al igual que con las otras
plantas, algunos haces con el tallo los
colgaban, pero el resto los iban
descabezando y llenando tarros y tarros
con sus amarillas cabezuelas. Durante
toda mi vida, el sabor con aquel
toquecillo amargo de la manzanilla en
las infusiones compensado por la miel,
que era en mi casa un alimento y aderezo
cotidiano, fue unido siempre en mi
memoria de sabores a mi propia casa
atencina. Y era el más hermoso de los
recuerdos, junto con los olores de las
humildes plantas de las cuestas, donde
solo ellas agarran y donde agradecen los
días de calor, que con cuatro gotas que
caigan de agua del cielo hacia los cielos
sube la gratitud jubilosa de un olor que
para sí quieren los ángeles celestiales.
Pero amén de aquello, supe de
muchas otras plantas que hasta entonces
no conocía. Y usos de estas, como la
manzanilla, que hasta entonces la había
bebido y era buen remedio para las
digestiones y los entripados, y ahora me
servía para los ojos, que se me pusieron
malos, legañosos y enrojecidos, a perro
flaco todo se le vuelven pulgas, y fue
con infusiones de manzanilla con lo que
me los lavaba y acabaron por sanarme.
Pero aprendí, y a veces en mi propia
carne, que la decocción de milenrama,
además de para los atracones, como
tisana bebida lo era también para lavar
las heridas y de estas traía yo unas
cuantas, y que la uva de gato era luego
lo mejor para conseguir que cicatrizaran
de la mejor manera posible. Aprendí
que no es lo mismo una decocción que
una infusión, que en el primer caso,
según me enseñó Elisa, se pone la planta
en agua fría y se hace hervir el tiempo
preciso y luego se la deja reposar,
mientras que la infusión es echar
brevemente las flores o las hojas en el
agua ya hirviendo. Y que en algunas
plantas ni siquiera tiene que borbollar
apenas el líquido, como en los delicados
berros. Muchas cosas aprendí. Que para
las toses y los constipados agarrados a
los pulmones no hay mejor que el
romero con la miel clara que
precisamente sacan las abejas de sus
flores, y que si ya es muy hondo y suena
el peor ruido, el saúco es lo más
indicado, y que para la diarrea el
endrino o el espino albar no son malos
remedios, que las madroñas vienen muy
bien para que se vacíen los malos
humores, que el cardo borriquero, ese
que despreciamos y ni se lo comen los
burros, resulta que es muy bueno para
los hígados y esas partes blandas, y que
para las piedras en la orina, que
producen esos cólicos de dolores que ni
una lanza en la barriga, el diente de león
es el único consuelo. Ella sabía mucho
más, y yo apenas más que a esto alcancé
a enterarme. Otras plantas, incluso, ni
me dejaba tentarlas porque me decía que
era preciso andarse con cuidado, como
con las setas venenosas, y que algunas
podían hasta ser mortales y mejor que ni
aparecieran por casa, como el
estramonio, la belladona, el boj o el
tejo, aunque en pequeñas y muy
controladas cantidades otras podían ser
muy útiles. Como me lo fueron cuando
empecé a sufrir de sudores, insomnios y
temblores. Para ello, Elisa se arriesgó a
prepararme con espino albar, raíz de
valeriana y adormidera unas tisanas que
lograban calmarme y al final
consiguieron serenarme los pulsos de la
frente y con el tiempo recuperar el buen
dormir, aunque para los viejos el buen
dormir ya nunca es bueno ni descansa
uno como lo hacía cuando era joven o
incluso hasta hacía no tantos años.
Ahora no hace nunca falta que amanezca
para que esté despierto. Pero al menos
dormía sin sobresaltos y me fui poco a
poco recomponiendo, hasta que ya
cuando llegó el verano hacía algo más
que salir a la solana del arreñal a
calentarme un poco y que me diera el
aire.
L
o único que en los viejos anda
deprisa es el tiempo. Estos
últimos años, desde la muerte
de mi Elisa, parece haberse precipitado.
Se suceden rápidos los unos a los otros,
aunque aquí se repitan con rutina. La
rutina de los viejos.
Dejé Atienza. Procuro ir a la fiesta
mayor de la Cofradía de los Recueros,
pero no sé si este año sacaré fuerzas. Ya
veremos si Juan engancha el carro, que
ya ni montar en mula mansa puedo. He
acabado por venir a vivir a Bujalaro.
Resultó que dos de mis hijas, las
menores, se fueron a casar con los dos
hijos mayores de mi primo. Son primos
segundos, pero no creo yo que el Papa
de Roma, que no sé ya si seguirá siendo
Inocencio el Tercero, anule los
matrimonios, pues no hay reinos de por
medio. Algo me dijeron de dispensas y
del obispo de Sigüenza, pero lo cierto
es que ya tengo una pequeña reata de
nietos, unos con mi nombre, otros con el
de Juan, otras con el de Elisa y con el de
Marta, y a una, me gustó, le han puesto
Yosune. Por lo menos en esta ocasión
han venido entreverados y no lo nuestro,
de cuatro hembras el uno y cuatro
varones el otro. Los que nos vivieron y
nos viven.
Lo de casarse los chicos nos pareció
bien a Juan y a mí. Nosotros qué vamos
a decir si fueron ellos los que
empezaron a festejar y lo urdieron.
Además, así no se separan las tierras y
ojalá que se mantengan unidos como
hemos hecho todos estos años su padre y
yo, que más que primos hemos sido
hermanos.
En Bujalaro nos juntamos tres de
entonces, pues al Valentín se le murió el
Julián hace unos años. La mala coz de
una mula que pareció no ser mucho y
acabó pudriéndole los intestinos. Ni a su
viuda ni a sus chicos les ha faltado
amparo. Por descontado queda. Y los
tres pasamos los días. Juan es quien se
mantiene más templado y al único que le
vive ya la mujer, pues la de Valentín se
fue antes que él. Como Elisa se fue antes
que yo. Que nunca pensé que eso
sucedería. Siempre tuve la certeza de
que yo me iría antes. Pero al año
siguiente de la hambruna y cuando yo
andaba muy envuelto en lo de la
cofradía, Elisa se puso mala, le entró
una fiebre muy fuerte y ya no se levantó
de la cama. Yo me quedé alelado, como
un pajarillo perdido, mirando sin saber
qué hacer. Menos mal las chicas. A lo
mejor fue por ello que acabé por
venirme a Bujalaro, porque Atienza me
dañaba. Y la casa aún más. Parecía que
ella iba a aparecer en cualquier
momento y regañarme un poco por algo
que no debía estar haciendo. Hasta el
final de sus días Elisa se mantuvo
derecha como un chopo, y cuando se le
puso el pelo blanco se lo hacía en un
moño. Siguió manteniendo su voz
maravillosa y cantando por mayo. Se me
murió un invierno. Nunca le confesé el
mal fin de su hermano. Para qué hacer
sufrir a quien queremos.
Y aquí en Bujalaro, ya digo, al
cuidado de las chicas y de Marta, que
como mi primo parece que siempre les
sobra correa. La que a los demás ya nos
falta. Cuando hace frío, calientes al lado
de la lumbre, y aprovechando el
calorcillo de lo bueno del día en la
solana, y de vez en cuando, que es
bastantes veces, en la bodega. Nos
vamos los tres y bebemos más vino de la
cuenta. Acabamos templados. No será
de eso de lo que nos muramos, dice
Juan. Pero Marta, la Mora, viene, nos
regaña y nos arrea a los tres para que
vayamos de una vez a comer a casa.
El rey Fernando reina en Castilla y
reinará en León, de donde es infante
heredero, y se volverán a unificar los
reinos como lo estuvieron, y dice el
pequeño de Juan, que está en la milicia
concejil de Atienza, que pronto va a ir a
la guerra contra los moros de Córdoba y
Sevilla.
Nota del autor
Escribí esta novela recorriendo los
lugares que habitaron sus voces,
subiendo a las almenas de los castillos
en que se defendieron, como Atienza,
Zorita, Anguix, Salvatierra o Huete, y a
las alcazabas de las ciudades que
lograron conquistar, como Cuenca. He
posado ojos y pies en las catedrales que
levantaron, como Sigüenza, en las
iglesias donde se congregaron, como la
Trinidad, Carabias y todas las Santa
Marías por tantos pueblos perdidas, en
los monasterios donde oraron, como
Huelgas, Bonaval, Valfermoso o
Monsalud, en las nuevas tierras que
roturaron en la Transierra castellana,
como Bujeda o Bujalaro y en los fueros
que ampararon a sus repobladores. He
caminado la tierra que ensangrentaron
con sus batallas, desde Alarcos a Las
Navas, y bebido en las palabras de
quienes allí estuvieron presentes, con la
tiara y con la espada, como el obispo
toledano Rodrigo Jiménez de Rada, o
con la pluma y la cimitarra, como Abu
Marwan Abd al Malik ben Muhammad
ben Sahib al Salá, y me he alimentado
de la sabiduría de los historiadores que
me ayudaron a comprenderlas e
interpretarlas mejor, como, entre
muchos, don Julio González, don
Gonzalo Martínez Díaz, don Ambrosio
Huici Miranda, don Francisco García
Fitz, don José Antonio Almonacid
Clavería, y mi admirado paisano don
Francisco Laina Serrano. Y, sobre todo,
una vez más, mi amigo Plácido
Ballesteros, al que, de nuevo, este libro
debe tanto.
Personajes históricos
ABD AL-MUMIN (1094-1163). Califa
almohade.
ABENCETA. Gobernador almorávide de
Sevilla. Fue muerto en la campaña
de 1143 por el frontero Munio
Alfonso, que envió su cabeza a sus
mujeres a Sevilla.
ABENGANIA. Gobernador almorávide de
Valencia en 1139.
ABENHANDÍM. Líder andalusí de
Córdoba que se sublevó contra los
almorávides en 1144 aliado con
Zafadola.
ABU YUSUF YAQUB AL MANSUR (¿?
-1199). Califa almohade. Derrotó a
Alfonso VIII en la batalla de
Alarcos, tras la que pasó a
denominarse Al Mansur (el
Victorioso).
ABU YAQUB YUSUF (1135-1184).
Califa almohade. Murió en 1184 en
Santarem, combatiendo con Sancho I
de Portugal y Fernando II de León.
ADERICO (1178-1184). Obispo de
Siguenza. Dejó la diócesis de
Sigüenza tras ser nombrado obispo
de Palencia.
ALFONSO I DE ARAGÓN, el Batallador
(c. 1073-1134). Rey de Aragón y
Pamplona tras la muerte de su
hermanastro Pedro I en 1104.
Casado con Urraca I de León y
Castilla en 1109. Murió sin
descendencia cuando trataba de
conquistar Fraga, en 1134.
ALFONSO I DE PORTUGAL, Alfonso
Enríquez (1109-1185). Primer rey de
Portugal. Hijo del conde Enrique de
Borgoña y Teresa, hija de Alfonso
VI.
ALFONSO II DE ARAGÓN (1157-1196).
Rey de Aragón y conde de
Barcelona. Casado en 1174 con
SANCHA DE CASTILLA. Fruto del
matrimonio fue:
PEDRO II DE ARAGÓN (1178-1213). Rey
de Aragón y conde de Barcelona
desde 1196 y señor de Montpellier
desde 1204. Combatió en Las Navas
y murió en Muret. Padre de Jaime I
rey de Aragón y conde de Barcelona
(1208-1276).
ALFONSO VI DE LEÓN Y CASTILLA, el
Bravo (1047/48-1109). Rey de León
(1065-enero de 1072). Tras la
muerte de su hermano Sancho en el
cerco de Zamora, rey de León,
Castilla y Galicia (noviembre de
1072-1109). Rey de Toledo (1085-
1109).
ALFONSO DEL JORDÁN (1103-1148).
Conde de Tolosa. Nieto de Alfonso
VI.
ALFONSO VII DE LEÓN Y CASTILLA, el
Emperador (1105-1157). Rey de
León y Castilla. Hijo de la reina
Urraca I y de Raimundo de Borgoña.
ALFONSO VIII DE CASTILLA, el Rey
Pequeño (1155-1214). Rey de
Castilla entre 1158 y 1214. Huérfano
de madre desde 1156, heredó el
trono a los tres años. Casado en
1170 con:
LEONOR. Hija del rey Enrique II de
Inglaterra. Tuvieron diez hijos, de
los que sobrevivieron a sus padres
los siguientes:
BERENGUELA (1180-1246). Casada en
1197 con el rey Alfonso IX de León,
el matrimonio fue anulado en 1204.
Reina-regente de Castilla al morir
sus padres en 1214. Tras la muerte
de su hermano Enrique I en 1217,
abdicó en su hijo Fernando III.
URRACA (1186-1220). Casada en 1205
con Alfonso II de Portugal.
BLANCA (1188-1252). Casada con Luis
VIII de Francia. Regente de Francia.
CONSTANZA (1201-1243). Abadesa de
Las Huelgas.
LEONOR (1190-1244). Casada en 1221
con Jaime I de Aragón, el
matrimonio fue anulado en 1229.
ENRIQUE (1204-1217). Rey de Castilla
entre 1214 y 1217 bajo la regencia
de su hermana Berenguela.
ALFONSO IX DE LEÓN (1171-1230).
Rey de León entre 1188 y 1230.
Casó en 1165 con TERESA, hija de
Sancho I de Portugal. Repudiada en
1192. Padres de Fernando, Sancha y
Dulce, fallecidos solteros. Casó en
segundas nupcias en 1197 con
BERENGUELA. Hija de Alfonso VIII
de Castilla. Anulado el matrimonio
en 1204. Padres de:
FERNANDO. Rey de Castilla (1217-
1252) y León (1230-1252). Con él
se reunifican León y Castilla.
ALÍ IBN YUSUF. Emir almorávide.
Ocupó el trono almorávide en 1106
a la muerte de Yusuf.
AZUEL. Gobernador almorávide de
Córdoba. Muerto por Munio
Alfonso.
BERNARDO. Arzobispo de Toledo
(1086-1124).
BERNARDO DE AGEN. Obispo de
Sigüenza (1124-1152).
CEREBRUNO. Obispo de Sigüenza
(1156-1167) y arzobispo de Toledo
(1168-1180). Arcediano de Toledo.
Como obispo de Sigüenza impulsó
la construcción de la catedral y las
iglesias de San Vicente y Santiago.
Fue preceptor de Alfonso VIII. En
1168 pasó a ser arzobispo de
Toledo.
FARAY. Gobernador almorávide de
Calatrava. Muerto por las tropas de
Zafadola en 1145.
FERNANDO II DE LEÓN (1137-1188).
Hijo de Alfonso VII de León y
Castilla. Rey de León entre 1157 y
1188.
FERNANDO FERNÁNDEZ. Alcaide de
Hita. Muerto en la frontera durante
una campaña de la que la Crónica
de Alfonso VII no precisa la fecha.
FERNANDO GARCÍA DE HITA. Alcaide de
Guadalajara (1107-1110). Señor de
Uceda e Hita por donación de la
reina Urraca. Casado con TRIGIDIA
FERNÁNEZ en primeras nupcias.
Padres de:
GUTIERRE FERNÁNDEZ DE CASTRO.
Primer jefe de los Castro.
RODRIGO FERNÁNDEZ DE CASTRO (c.
1090 - c. 1142). Casado con ELIO
ÁLVAREZ, hija de Álvar Fáñez y de
Mayor Pérez, hija del conde Pedro
Ansúrez.
En 1122, Fernando García de Hita se
casó en segundas nupcias con
ESTEFANÍA ARMENGOL, hija del
conde de Urgell Armengol V y
María Pérez, hija del conde Pedro
Ansúrez. Padres de:
URRACA FERNÁNDEZ DE CASTRO,
casada con el conde Rodrigo
Martínez. Amante de Alfonso VII
con quien tendría a Estefanía
Alfonso la Desdichada.
MARTÍN FERNÁNDEZ DE HITA. Alcaide
de Hita, participó en la conquista de
Almería (1147). Sus descendientes
fueron los primitivos señores de la
villa alcarreña.
PEDRO FERNÁNDEZ DE CASTRO.
Casado con María Pérez de Lara,
hija del conde Pedro González de
Lara. Primer maestre de la Orden de
Calatrava.
FERNANDO RODRÍGUEZ DE CASTRO
(1125-1185). Heredó la jefatura de
los Castro a la muerte de su padre
Rodrigo.
Casado con CONSTANZA OSORIO, hija
del conde Osorio Martínez, a quien
repudió y casó en segundas nupcias
con su prima hermana ESTEFANÍA
ALFONSO LA DESDICHADA, a la que
asesinó.
GARCÍA RAMÍREZ, el Restaurador
(1134-1150). Rey de Pamplona. Hijo
del infante Ramiro Sánchez
(descendiente del antiguo rey de
Pamplona García Sánchez III) y de
Cristina Rodríguez, hija del Cid.
SANCHA DE NAVARRA. Casada primero
con Gastón V, vizconde de Bearne; y
posteriormente con Pedro Manrique
de Lara, señor de Molina, vizconde
de Narbona y mayordomo mayor de
Fernando II de León.
GONZALO NÚÑEZ. Considerado como el
genearca de la casa nobiliaria de los
Lara. Casado con GODO GONZÁLEZ.
Padres de:
RODRIGO GONZÁLEZ (c. 1087 - h.
1243). Casado en 1125 con la
infanta Sancha, hija de Alfonso VI.
Casado en segundas nupcias con la
condesa Estefanía, nieta de Pedro
Ansúrez e hija del conde Armengol
V de Urgell.
GONZALO PÉREZ. Arzobispo de Toledo
(1182-1191).
GUTIERRE ARMÍLDEZ. Frontero
cristiano, alcaide de Toledo, muerto
en 1131 por Faray, adalid de
Calatrava.
GUTIERRE FERNÁNDEZ DE CASTRO (c.
1087-1169), Jefe de la casa Castro.
Sin descendencia, la jefatura y
bienes pasaron a su sobrino
Fernando Rodríguez de Castro el
Castellano.
IBN HAMUSK. Rey de Murcia a partir de
1147. Líder andalusí, suegro del Rey
Lobo.
IBN MARDANIS. Conocido como el Rey
Lobo en las Crónicas cristianas. Rey
de Murcia y Valencia mantuvo la
resistencia frente a los almohades
hasta 1172.
IBN TUMART (c. 1080-1128). Fundador
de los almohades.
IBRAHIM IBN TASUFIN. Último emir
almorávide. Murió en 1147 en
Marrakech en un enfrentamiento con
los almohades.
JOSCELMO. Obispo de Sigüenza (1168-
1177).
MANRIQUE PÉREZ DE LARA (m. 1164).
Hijo de Pedro González Pérez de
Lara. Jefe de la casa Lara al que le
arrebataron la custodia del Rey
Pequeño. Señor de Molina. Padre
de:
PEDRO MANRIQUE DE LARA (m. 1202).
Defensor de Huete frente a los
almohades.
MARTÍN DE FINOJOSA. Obispo de
Sigüenza (1191-1192).
MARTÍN FERNÁNDEZ. Alcaide de Hita.
MARTÍN LÓPEZ DE PISUERGA. Obispo
de Sigüenza (1186-1191) y
arzobispo de Toledo (1192-1208).
MARTÍN ORDÓÑEZ. Frontero. Recibió
de Alfonso VII en 1152 la Peña de
Anguix.
MUHAMMAD AN-NASIR. (¿?-1213).
Califa almohade. Conocido en las
Crónicas cristianas como
Miramamolin, corrupción del título
árabe Amir al-Mu’minin (Príncipe
de los Creyentes). Derrotado en Las
Navas, también participaron Sancho
VII de Navarra, Pedro II de Aragón
y tropas de Portugal y de diversos
principados ultrapirenáicos.
MUNIO ALFONSO. Frontero. Alcaide de
Mora. Muerto en 1143 por Faray de
Calatrava.
NUÑO PÉREZ DE LARA. Jefe de la casa
Lara a la muerte de su hermano
Manrique en la batalla de Huete y
tutor de Alfonso VIII. Muerto en el
sitio de Cuenca en 1177.
Casado con TERESA FERNÁNDEZ DE
TRABA, que una vez viuda se casó
con el rey de León, Fernando II.
Padres de:
FERNANDO NÚÑEZ. Fue alférez real de
Alfonso VIII que acabó
desnaturalizándose del reino. Murió
en Marruecos.
ÁLVARO NÚÑEZ DE LARA (c. 1170-
1218). Alférez real en Las Navas.
Casado con Urraca Díaz de Haro,
hija del señor de Vizcaya. Regente
durante la minoría de Enrique I, se
enfrentó a la reina Berenguela y a su
hijo Fernando III. Terminó sus días
como freire de la Orden de Santiago.
PEDRO ALGUACIL. Frontero de la
mesnada de Munio Alfonso que mató
al gobernador de Sevilla, Abenceta.
PEDRO DE CARDONA. Arzobispo de
Toledo (1181-1182).
PEDRO DE LEUCATE. Obispo de
Sigüenza (1152-1156). Sobrino de
don Bernardo de Agén.
PEDRO FERNÁNDEZ DE CASTRO (c.
1160-1214). Jefe de la casa Castro a
la muerte de su padre Fernando
Rodríguez de Castro. Enemistado
con Alfonso VIII, combatió en el
bando almohade en Alarcos. Murió
exiliado en el Magreb en 1214.
PEDRO GONZÁLEZ DE LARA (m. 1130).
Amante de la reina Urraca I de León
y Castilla. Tuvo con ella dos hijos.
Fernando y Elvira Pérez. Murió en
Bayona en duelo con Alfonso del
Jordán.
Con doña EVA PÉREZ DE TRABA, viuda
del conde García Ordóñez, tuvo tres
hijos: Manrique Pérez de Lara. Al
que pasó la jefatura de la familia.
Álvaro Pérez (m. 1172). Nuño Pérez
de Lara, que ocupó la jefatura de la
familia tras la muerte de su hermano
Manrique.
RAIMUNDO. Arzobispo de Toledo
(1124-1152).
RAMIRO II DE ARAGÓN, el Monje
(1086-1157). Rey de Aragón tras la
muerte de su hermano Alfonso I en
1134. Monje. Se casó en 1135 para
tener un heredero. Desposó a su hija
Petronila en 1137 con Ramón
Berenguer IV de Barcelona, en quien
delegó el poder, retirándose al
convento.
RAMÓN BERENGUER IV (1113/14-
1162). Conde de Barcelona y
princeps de Aragón por su
matrimonio en 1137 con PETRONILA
heredera del reino. Padres de
Alfonso II, rey de Aragón y conde de
Barcelona.
RODRIGO. Obispo de Sigüenza (1192-
1221). De origen aragonés.
Combatió en Alarcos y Las Navas.
RODRIGO JIMÉNEZ DE RADA. Arzobispo
de Toledo (1209-1247).
SANCHO I DE PORTUGAL. Rey de
Portugal. (1154-1211).
SANCHO III de CASTILLA, el Deseado
(1133-1158). Hijo de Alfonso VII el
Emperador. Casado con BLANCA de
NAVARRA. Padre de Alfonso VIII.
SANCHO VI DE NAVARRA, el Sabio
(1133-1194). Rey de Pamplona a
partir de 1150, fue el primero en
emplear el título de rey de Navarra.
Casado con SANCHA DE CASTILLA,
hija de Alfonso VII el Emperador.
SANCHO VII DE NAVARRA, el Fuerte
(1170-1234). Rey de Navarra desde
1194. Combatió, con un
protagonismo importante, en la
derrota de los almohades en la
batalla de Las Navas en 1214.
TASUFIN IBN ALÍ IBN YUSUF. Emir
almorávide. Gobernador de Al
Ándalus, fue nombrado por su padre
heredero en 1138. Muerto en Orán
por los almohades.
URRACA I DE LEÓN Y CASTILLA (1081-
1126). Reina de León, Castilla,
Galicia y Toledo (1109-1126) tras
morir su padre Alfonso VI sin
descendencia masculina.
YUSUF IBN TAXAFIN. (¿? - 1106). Emir
almorávide. Se apoderó de todo Al
Ándalus tras ser llamado por los
reyes de taifas tras la toma cristiana
de Toledo.
ZAFADOLA. Príncipe andalusí heredero
de los Banu Hud, últimos reyes
taifas de Zaragoza.
Cronología
REINADO DE DOÑA URRACA I
1109
Junio, 30. Muere Alfonso VI en
Toledo. Octubre-noviembre. Matrimonio
de la reina Urraca, viuda, heredera de
Alfonso VI, con Alfonso I de Aragón.
1110
Mayo, 31. Los almorávides toman
Zaragoza y controlan todo Al Ándalus.
1112-1113
Período de enfrentamientos-
acuerdos entre los partidarios de la
reina Urraca, del rey Alfonso el
Batallador y del hijo de la reina,
Alfonso VII. Mázdali, nombrado por el
emir almorávide gobernador de
Córdoba, Granada y Almería, realiza
una devastadora campaña al valle del
Henares. Cerca Guadalajara y asola
toda la comarca antes de volver a
Córdoba con abundante botín. Al año
siguiente realiza otra importante
campaña contra Toledo. Toman el
castillo de Oreja y cercan a Álvar Fáñez
en el castillo de Montesant, que resistió.
1114
Abril. Álvar Fáñez muere («después
de las octavas de Pascua mayor») en un
enfrentamiento con las milicias
concejiles de Segovia, ciudad partidaria
de Alfonso I de Aragón, defendiendo el
reino a favor de la reina Urraca.
Atendiendo a la consanguineidad de los
monarcas, el matrimonio de doña Urraca
y Alfonso el Batallador es declarado
nulo en un concilio celebrado en
Palencia.
1118
Alfonso I el Batallador conquista a
los almorávides el reino de Zaragoza.
Campañas de los toledanos contra
Córdoba en las que matan a Mázdali y a
su hijo. El arzobispo de Toledo don
Bernardo conquista Alcalá.
1121
Revuelta en Córdoba contra los
almorávides, que obliga al emir a cruzar
el Estrecho para sofocarla. Inicio del
movimiento almohade en el norte de
África con la sublevación del Mahdi Ibn
Tumart.
1122
Bernardo de Agen, chantre de la
catedral de Toledo, es consagrado como
obispo de Sigüenza.
1126
Marzo, 8. Muere la reina doña
Urraca. Campaña de Alfonso I contra
Granada y Córdoba. Regresa con miles
de mozárabes.
1126
Primavera-otoño. Alfonso VII es
proclamado rey de León y Castilla.
1127
Marzo-abril. Alfonso I el Batallador
entra en territorio castellano con un
fuerte ejército. Se aceleran las
adhesiones castellanas al nuevo rey
leonés que ocupa Burgos. Julio. Pacto
de Támara. Se reconoce la soberanía de
Alfonso I el Batallador sobre Vizcaya,
Álava, Guipúzcoa, Belorado, La
Bureba, Soria, San Esteban de Gormaz y
La Rioja. Por su parte, Alfonso I el
Batallador cedía las plazas fronterizas
de Frías, Pancorbo, Briviesca,
Villafranca de Montes de Oca, Burgos,
Santiuste, Sigüenza y Medinaceli.
1128
Matrimonio de Alfonso VII con
Berenguela, hija del conde de Barcelona
Ramón Berenguer III. Alfonso I, el
Batallador, repuebla Almazán y
conquista Molina. Alfonso Enríquez,
hijo de doña Teresa condesa de
Portugal, desplaza del territorio
portugués a su madre y a su amante y
consejero, el conde Fernando Pérez de
Traba. Aunque Alfonso VII sometió a su
primo, cercándolo en Guimarâes, se
iniciaba así el proceso de la
independencia de Portugal.
1129
Alfonso I el Batallador ataca
Medinaceli y Morón, que son socorridas
por Alfonso VII desde Atienza. El conde
Pedro González de Lara vuelve a negar
la ayuda a Alfonso VII.
1130
El conde Pedro González de Lara,
antiguo amante de la reina Urraca, es
encarcelado y despojado de sus
dominios, marchando al exilio a Bayona,
allí es muerto en duelo por Alfonso del
Jordán, primo de Alfonso VII. Su
hermano, el conde Rodrigo González, se
somete a Alfonso VII y es nombrado
alcaide de Toledo. Tasufin, emir
almorávide, realiza una incursión contra
Toledo y destruye el castillo de Aceca.
Muere el Mahdi Ibn Tumart, fundador
del movimiento almohade. Proclamación
de Abd al-Mu’min. Los almohades
empiezan a controlar casi todo el norte
de África.
1131
El caudillo andalusí Zafadola,
heredero de los Banu Hud, últimos reyes
taifas de Zaragoza, se hace vasallo de
Alfonso VII. Con el acuerdo de
vasallaje, por el que Zafadola entregó la
fortaleza de Rueda al rey cristiano
recibiendo a cambio posesiones en el
reino de Toledo, Alfonso VII trataba de
promover la creación de un Al Ándalus
gobernado por su vasallo, tributario de
la monarquía castellano leonesa y
opuesto a los almorávides.
1132
Los almorávides en una nueva
incursión en territorio toledano matan a
los alcaides de Escalona, Domingo y
Diego Álvarez, y al de Hita, Fernando
Fernández.
1133
Nace el infante Sancho, futuro
Sancho III de Castilla.
1134
Muerte de Alfonso el Batallador.
Separación de los reinos de Aragón y
Navarra. Ramiro II el Monje es elegido
rey de Aragón y García Ramírez rey de
Navarra. Alfonso VII ocupa La Rioja y
Zaragoza.
1135
Mayo, 25. Alfonso VII es
proclamado Emperador en León por el
obispo Arriano Guido de Vico legado
papal de Inocencio II. El Emperador
recibe el vasallaje de prácticamente
todos los reyes y nobles cristianos
peninsulares a excepción de Alfonso
Enríquez de Portugal. García Ramírez,
rey de Navarra, se declara vasallo de
Alfonso VII de León y Castilla, quien le
entrega Zaragoza.
1136
Alfonso VII entrega Zaragoza a
Ramiro II de Aragón y García Ramírez,
rey de Navarra, se alía con Alfonso
Enríquez de Portugal contra el
Emperador. El conde Manrique Pérez de
Lara ocupa Molina y la repuebla.
1137
Nace el infante Fernando, el futuro
Fernando II de León. Contrato de
esponsales entre Ramón Berenguer IV
de Barcelona y Petronila de Aragón.
Nace la Corona de Cataluña-Aragón,
pues Ramón Berenguer IV pasa a
gobernar también en Aragón.
1138
Los almorávides toman el castillo de
Mora, por lo que Alfonso VII manda
construir el castillo de Peña Negra.
Algaras del frontero Munio Alfonso en
territorio musulmán. Alfonso VII otorga
al obispo de Sigüenza, don Bernardo,
«el lugar en que está construida la citada
iglesia seguntina», con licencia para
hacer una puebla en la que pueda
instalar 100 casados con sus familias y
bienes, con facultad para labrar las
tierras incultas que estaban desiertas.
Nace así la ciudad episcopal de
Sigüenza, hasta entonces pequeña aldea
de Medinaceli.
1139
Toma de Oreja por Alfonso VII.
Victoria de Alfonso Enríquez de
Portugal sobre los almorávides en
Ourique, tras la que comienza a
intitularse como rey.
1140
Octubre, 25. Esponsales del infante
Sancho (III) con Blanca de Navarra.
1142
Alfonso VII toma Coria.
1143
Muere el emir almorávide Alí. El
nuevo emir, Tasufin, nombra a
Abengania jefe supremo de Al Ándalus.
Incursión de Munio Alfonso, alcaide de
Toledo, al territorio de Córdoba. En la
campaña derrota a los gobernadores de
Córdoba, Azuel, y Sevilla, Abenceta,
que mueren en el combate. Nueva
campaña de Alfonso VII contra
territorios de Córdoba, Sevilla y
Carmona. El Emperador deja a Munio
Alfonso y a Martín Fernández, alcaide
de Hita, en retaguardia, en Peña Negra,
que son atacados por Faray, el adalid
musulmán de Calatrava. Muerte de
Munio Alfonso. Independencia del reino
de Portugal, tras unas negociaciones
presididas por el cardenal-legado papal
Guido.
1144
García Ramírez, rey de Navarra,
casa con Urraca, hija de Alfonso VII.
1144-1145
La disgregación del poder
almorávide en la Península da lugar al
segundo período de taifas. Muere
Reverter, jefe de las milicias cristianas
al servicio de los almorávides en el
norte de África. Tasufin perece en
Marruecos tratando de frenar el avance
almohade. Desembarco en la Península
de las primeras tropas almohades.
1146
Muere Zafadola. Alfonso VII toma
Calatrava.
1147
El hispano musulmán Ibn Mardanis,
el Rey Lobo, y su suegro Ibn Hamusk
controlan la zona del Levante desde
Valencia a Murcia. Los almohades
toman Sevilla. Conquista de Almería
por Alfonso VII el Emperador.
1149
Entrevista en Zorita de Alfonso VII
el Emperador con el Rey Lobo, Ibn
Mardanis, de Murcia y con el rey de
Valencia Ibn Hamusk para afianzar su
alianza contra los almohades. Muere la
reina Berenguela, esposa de Alfonso
VII. Toma de Lérida por Ramón
Berenguer IV. Los almohades se
apoderan de Córdoba.
1150
Los almohades toman Badajoz.
Muere García Ramírez de Navarra. Le
sucede Sancho VI el Sabio.
1151
Matrimonio del infante Sancho, hijo
primogénito de Alfonso VII, con doña
Blanca, hermana de Sancho VI de
Navarra. Matrimonio del monarca
navarro con doña Sancha, hija de
Alfonso VII.
1155
Noviembre, 11. Nace en Soria el
infante Alfonso, que heredará el reino de
Castilla tras la muerte de su padre
Sancho III, con el nombre de Alfonso
VIII.
1157
Reconquista de Almería por los
almohades. Muere Alfonso VII el
Emperador. Los reinos de Castilla y
León se dividen entre sus hijos Sancho
III y Fernando II.
1158
Nace la orden militar de Calatrava
tras la renuncia templaria a defender esa
ciudad fronteriza. Agosto, 31. Muere en
Toledo Sancho III de Castilla.
1158
A la muerte de Sancho III, se designa
tutor del rey niño (que solo contaba con
tres años) a Gutierre Fernández de
Castro y regente del reino a Manrique
Pérez de Lara en un intento de equilibrar
el reino entre las dos familias
nobiliarias más poderosas. La solución
dura pocos meses, pues los Lara, tras
presionar al anciano conde Gutierre
González de Castro, al que prometen que
obedecerán como jefe, consiguen
apoderarse de la persona del rey.
1159
La inestabilidad dentro de Castilla
motivada por el enfrentamiento entre los
Lara y los Castro es aprovechada por el
rey navarro, Sancho VI, que se apodera
de Logroño y una gran parte de La
Rioja. Fernando II de León ocupa por su
parte la ciudad de Burgos.
1160
Marzo. Los Castro derrotan a los
Lara en Lobregal. Noviembre. El califa
almohade Abd al Mumin pasa a la
Península. Derrota a los castellanos en
tierras de Badajoz. Obliga al Rey Lobo
a levantar el cerco de Córdoba y le
arrebata Carmona.
1162
Agosto, 6. Alfonso II, rey de Aragón.
Agosto, 9. Fernando II de León, con el
apoyo de los Castro ocupa Toledo. Los
almohades, con importantes refuerzos
llegados desde Marruecos, se dirigen a
Granada y derrotan al Rey Lobo. En el
combate muere Álvar Rodríguez, nieto
de Álvar Fáñez, apodado por los
musulmanes el Calvo.
1163
Mayo-julio. Los Lara, acosados por
el rey de León y los Castro, pactan la
entrega de Alfonso VIII a su tío. Engaño
de Soria y huida de los Lara con el rey
niño primero a Atienza y luego a Ávila y
Segovia. Estos sucesos dan origen a la
tradición de «La Caballada». Abu
Yaqub, nuevo califa almohade.
1164
Julio, 9. Batalla de Huete. El conde
Fernando Rodríguez de Castro derrota a
los partidarios de los Lara. El regente
de Castilla, el conde Manrique Pérez de
Lara, muere en la batalla. Su hermano, el
conde Nuño Pérez de Lara, pasa a
liderar su familia.
1166
Julio, 9. Muere el conde Gutierre
Fernández de Castro. Agosto, 26. Don
Nuño Pérez de Lara recupera Toledo.
1169
Abril-mayo. Cerco de Zorita, último
bastión en Castilla de los Castro.
Prisión de Nuño Pérez de Lara.
Rendición y liberación del conde. Junio-
Julio. Ibn Hamusk, suegro del Rey Lobo
se pasa a los almohades. Noviembre.
Alfonso VIII alcanza la mayoría de
edad. Septiembre. Esponsales entre
Alfonso VIII y Leonor de Inglaterra,
hermana de Ricardo Corazón de León.
Alfonso II de Aragón, ante la toma de
Valencia por los almohades al Rey
Lobo, conquista Teruel y su comarca.
1172
Marzo. Muere Ibn Mardanis, el Rey
Lobo, cercado en Murcia por los
almohades. Su hermano y sus hijos se
someten a los almohades que controlan
toda la España musulmana. Julio, 8 a 22.
Los almohades cercan y asedian Huete,
que resiste defendida por don Pedro
Manrique de Lara.
1173
Tregua de Castilla con los
almohades.
1174
Alfonso VIII entrega Uclés a la
Orden de Santiago y Zorita a la de
Calatrava.
1177
Cerco y conquista de Cuenca. El
conde Nuño Pérez de Lara muere en la
batalla. Sancho VI el Sabio, rey de
Navarra, renuncia a La Rioja a favor de
Alfonso VIII.
1180
Nace la infanta doña Berenguela,
futura reina de León y Castilla.
1184
Segunda campaña en la Península
contra Santarem del califa Abu Yaqub
que encuentra la muerte en ella. Alfonso
VIII conquista Alarcón.
1185
Sancho I, rey de Portugal. Muere el
conde don Fernando Rodríguez de
Castro.
1188
Alfonso IX rey de León.
1194
Muere Sancho el Sabio de Navarra.
Le sucede su hijo Sancho VII el Fuerte.
Pedro Fernández de Castro pasa a
Marruecos al servicio de los almohades.
1195
Derrota castellana en Alarcos ante el
nuevo califa almohade, Abu Yusuf al
Mansur, tras la que se pierde gran parte
de La Mancha y sus primos los reyes de
León y Navarra se revuelven contra
Alfonso VIII.
1196
Campaña almohade hacia
Extremadura, toman Montánchez,
Trujillo y Plasencia, y la vega toledana
que coinciden con ataques combinados
de leoneses y Pedro Fernández de
Castro y los navarros contra Alfonso
VIII. Abril, 25. Pedro II, rey de Aragón.
Agosto, 15. Alfonso VIII recupera
Plasencia.
1197
Nueva campaña almohade contra
Talavera, Maqueda, Toledo, Madrid,
Guadalajara, Oreja, Uclés, Huete y
Cuenca. Agosto. Tregua entre Castilla y
los almohades. Octubre. Acuerdo entre
Castilla y León. Matrimonio de la
infanta doña Berenguela con Alfonso IX
de León.
1199
Enero, 22. Muere el califa almohade
Abu Yusuf.
1200
Incorporación de Guipúzcoa y de
Vitoria a la corona de Castilla.
1201
Abril, 24. Nace el infante don
Fernando, el futuro Fernando III de
Castilla y León, hijo de doña Berenguela
y Alfonso IX de León.
1204
Abril, 14. Nace el infante Enrique,
el futuro Enrique I de Castilla.
Disolución por disposición papal del
matrimonio entre la infanta Berenguela y
Alfonso IX de León.
1211
Marzo, 27. Alfonso II, rey de
Portugal. Mayo. El nuevo califa
almohade Abu Abd Allah pasa a la
Península.
1212
Julio. Batalla de Las Navas de
Tolosa. Alfonso VIII y sus aliados
derrotan a los almohades.
1213
Muere en Marruecos el califa
almohade Abu Abd Allah.
1214
Agosto, 18. Muere el conde Pedro
Fernández de Castro. Octubre, 5. Muere
Alfonso VIII. Le sucede su hijo Enrique
I de Castilla, quedando como regente su
madre, la reina Leonor. Octubre, 31.
Muere la reina Leonor, quedando como
regente la infanta doña Berenguela, la
hermana mayor del rey Enrique I.
Nota histórica
Conquista y repoblación
de la Transierra
castellana (1085-1212)
por Plácido Ballesteros San-José
La frontera se aleja
definitivamente de la Transierra
(1169-1214)