Marca Hispanica

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LA MARCA HISPÁNICA Y LOS CONDADOS CATALANES.

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Cuando Carlomagno accede al trono la frontera sur de sus territorios llega a los Pirineos, pues
su padre Pipino el Breve había ocupado, con dificultades, Provenza y Aquitania entre 7589 y
768. Los habitantes de ambas regiones no aceptaron de buena gana el dominio franco, y la
proximidad a tierras musulmanas y a tribus independientes de los Pirineos siempre fue un
peligro que Carlomagno quiso evitar llevando su acción más al sur.

Al subir al trono, Carlomagno recibió embajadas del califa abbasí Harun al-Rasid, del emir
omeya de Córdoba y de los gobernadores de la Frontera Superior de al-Andalus (Huesca,
Zaragoza y Barcelona), intentando que entrara en su juego de alianzas (recordemos que
omeyas y abbasíes eran feroces enemigos). Pero Carlomagno era de otra pasta que la de los
obispos hispanos colaboracionistas con los conquistadores musulmanes. “Se postulaba como
sucesor de los emperadores romanos y se sentía responsable de la Cristiandad latina… Bagdad
y Córdoba se equivocaban al buscar tal aliado, demasiado poderoso y ambicioso y, además,
heredero de la idea de llegar a ser el líder civil de la Cristiandad latina” (Jospeh Maria Salrach
(2001): “Barcelona en manos de Carlomagno”, La Aventura de la Historia 38, pp. 80-85). Los
Anales Reales, las fuentes oficiales, recogen que la corte carolingia acogió,
complacientemente, a los embajadores de califa, emir y valíes con la intención de fomentar
diferencias entre ellos.

Carlomagno mantuvo contactos con la corte asturiana y con las autoridades musulmanas de la
Frontera Superior de al-Andalus. En 778 consideró que la situación estaba madura en esta
zona para actuar y en el verano de ese año encabezó una expedición militar a Zaragoza. Tras
conseguir la sumisión de Pamplona y Huesca, llega a Zaragoza, pero aquí la expedición fue un
fracaso porque contaba con la complicidad de los jefes musulmanes de la ciudad, pero éstos se
resistieron. Una sublevación en la otra punta del Imperio, en Sajonia, le aconsejó emprender la
retirada que acabó con el desastre de la retaguardia mandada por Roldán en Roncesvalles,
derrotada por vascones, dice Eginardo, el biógrafo de Carlomagno. Sobre quiénes eran
vascones ha habido una gran discusión entre los especialistas, pero la tesis de don Ramón de
Abadal parece muy acertada: “Los vascones del norte, los de Gascuña, sujetos a la soberanía
franca, serían los verdaderos atacantes. Ello explicaría las medidas adoptadas contra los
condes gascones, destituidos de sus cargos por su traición y deslealtad” (Juan Carrasco (2007):
“El Reino de Pamplona y el Condado de Aragón”, Historia de España, tomo 8, Los Reinos
Medievales, ed. El País, p. 100).

Con Carlomagno se retiraron sus aliados, los nobles hispanovisigodos de la Tarraconense que
se habían unido a la expedición y que temían las represalias. Carlomagno los acoge en la
Narbonense, con la intención de hacer con ellos una fuerza de apoyo para defender el
territorio, a la par que se convertían en un grupo de presión para mantener las acciones
militares al sur de los Pirineos.

Fruto de esta presión fueron los movimientos en contra de al-Andalus iniciados en Gerona y
Urgel-Cerdaña, cuyos habitantes buscaron aliarse con los francos contra los musulmanes,
aceptando Gerona la autoridad de Carlomagno en 785. Hisam, el segundo emir omeya,
contraatacó enviando a su general Abd al-Malik en 793, que fracasa al intentar recuperar
Gerona, pero saquea el territorio entre Narbona y Toulouse, a lo que respondió Carlomagno
presionando sobre Urgel [lo escribo así, Urgel, con una sola “l”, tras consultar el Diccionario de
Dudas y Dificultades de la Lengua Española de Manuel Seco]. A la presencia militar en este
lugar se acompañó con la renovación eclesiástica, deponiendo al adopcionista Félix de Urgel en
el año 798 (recuérdese que el adopcionismo fue considerado como una herejía
colaboracionista por parte de los mozárabes más proclives a la contemporizar con los
musulmanes; un Jesús “adoptado” era más fácil de “ofertar” al rígido monoteísmo islamita que
el misterio trinitario).

En la corte del conde Guillermo I de Toulouse (790-806), tutor del hijo y heredero de
Carlomagno, Ludovico Pío, se hacen los preparativos para las expediciones al sur, y junto a
Urgel los carolingios ocupan Aragón, Pallars-Ribagorza, Vic, Cardona y Pamplona; controlada el
área montañosa, Carlomagno intentó ocupar las ciudades de Huesca, Lérida, Barcelona y
Tortosa, pero fracasó en todas sus expediciones excepto en la de Barcelona, tomada en el año
801, tras 87 años en manos musulmanas y un año de asedio.

Las nuevas posesiones carolingias fueron confiadas a personas de diferente origen, francos o
hispanovisigodos refugiados en tierras de Carlomagno: el franco Aureolo en Aragón; los
hispanos Borrel en Urgel-Cerdanya y Bera en Barcelona… “que no tardaron en sublevarse
contra los carolingios, aceptados para liberarse de los musulmanes.

El uso de la expresión ‘marca hispánica’ por los textos del siglo IX y la posterior unión política
de los condados de la zona catalana ha llevado a los historiadores a creer que las tierras
catalanas controladas por los carolingios habían sido agrupadas en una entidad administrativa
y militar con mando único, que sería el precedente de Cataluña” (Martín, 2004: 527-528).
Curiosamente, esta hipótesis se desarrolla durante la sublevación catalana de 1640, pero “los
estudios de Ramón de Abadal han probado que ‘marca hispánica’ sirve a los cronistas para
designar una parte de los dominios carolingios, tiene un valor geográfico y no responde a una
división administrativo-militar del Imperio dirigida por un jefe único; la marca o el regnum
hispánicum está dividida en condados no vinculados entre sí” (Martín, 2004: 528). (Es decir,
que la Marca Hispánica viene a ser la versión sudpirenaica de la cantábrica Covadonga, un mito
que crea un pasado para justificar el presente, en este caso a Pau Claris proclamando la
República Catalana… y escaqueándose de pagar al Conde-Duque de Olivares lo que éste exigía,
de paso.)

Como en el caso del reino astur, es absurdo estudiar los condados catalanes por sí solos y sin
considerar el contexto donde nacen y se desenvuelven. “La historia política de los condados
catalanes durante el siglo IX resulta ininteligible si se ignora la historia del Imperio Carolingio y
si no se tiene en cuenta que dentro del imperio cada conde, tanto hispano como franco, aspira
a convertir en hereditario su cargo y las posesiones recibidas con él” (Martín, 2004: 534).

Marca Hispánica. 2 de 2
Como es sabido, el condado era la base de la administración territorial carolingia, existiendo
más de doscientos en todo el Imperio. “El poder y acción administrativa de los condes eran
muy superiores al de los órganos de los gobiernos centrales, puesto que se refería a funciones
concretas dentro de un territorio de dimensiones accesibles… Por otra parte, aunque el
nombramiento y cese de los condes era libre, es preciso tener en cuenta que la cantera social
de donde procedían era reducida… El conde reunía en sus manos poder social y económico,
derivado de sus bienes privados, y poder político, como consecuencia de representar la
jurisdicción regia delegada. Mientras la realeza es fuerte, aun contando con el monopolio
aristocrático de estos cargos y con el desequilibrio inevitable a favor de la administración
territorial, hubo un respecto al principio de Estado y no fue posible que, mediante la fusión
permanente de su fuerza como propietarios y de la que tenían como cargo público, pudieran
los condes crear linajes. Cuando la realeza carolingia decaiga esto ocurrirá y, combinado con la
extensión de las instituciones vasalláticas, dará lugar a lo que los historiadores del derecho
llamaron, en el siglo pasado, régimen feudal o feudalidad” (Ladero, 2004: 276-277).

Cuando el hijo de Carlomagno, Ludovico Pío, divide el reino entre sus hijos, surgen las guerras
civiles sucesorias. Los candidatos tienen que apoyarse en la nobleza, debiendo hacerle
concesiones a cambio de su apoyo; las circunstancias obligan a los condes a tomar partido, y
de acuerdo al devenir bélico, conservarán o perderán sus cargos. Es el caso, por ejemplo, del
franco Bernardo de Septimania (826-844). En 826 es nombrado conde de Barcelona-Gerona,
tras los intentos independentistas del hispano Bera -quien, por cierto, se había aliado con los
musulmanes contra los carolingios, “sin que por ello pueda hablarse de independencia
catalana sino independencia del conde” (Martín, 2004: 534)-. Bernardo recibe en pago de sus
servicios, además, el condado de Narbona. Al producirse las luchas entre Ludovico y sus tres
hijos, Bernardo de Septimania toma partido en contra del emperador, pero es derrotado y
pierde sus condados a favor de Berenguer de Pallars-Ribagorza y Toulouse. Berenguer no
puede mantener tantos dominios, y en 834 Galindo de Urgel-Cerdaña se apodera de Pallars-
Ribagorza, mientras que Bernardo recuperaba los condados cedidos a Berenguer y añadía el de
Carcasona.

Al morir Ludovico Pío (840) Bernardo de Septimania apoya a Luis el Joven contra sus hermanos
Lotario y Carlos, pero nuevamente se equivoca apostando por el bando perdedor, pues por el
Tratado de Verdún (843) las tierras catalanas son concedidas a Carlos el Calvo, quien delega
estos condados en dos de sus fieles, Sunifredo, conde de Urgell-Cerdaña, y su hermano Suñer
de Ampurias y Rosellón. Aunque los avatares les hagan perder los condados, mantendrán su
fuerza, y “en la segunda mitad del siglo IX sus descendientes Vifredo, Mirón y Suñer II serán
condes de Urgell-Barcelona-Gerona y Besalú, Rosellón y Ampurias” (Martín, 2004: 536).

Los condados pueden ser disgregados o reagrupados, de acuerdo a la voluntad del rey, quien
también nombra o depone a sus titulares. Éstos son “elegidos entre los grandes propietarios
cuya riqueza y poder heredan sus descendientes. Para combatir a los rebeldes, el rey está
forzado a basarse en las grandes familias, en las dinastías condales, con lo que,
indirectamente, contribuye a acentuar el carácter hereditario del cargo condal, tendencia que
cristaliza a la muerte de Carlos el Calvo (877)" (Martín, 2004: 536).
Desaparecido el imperio carolino, la elección de Eudes como rey en el año 888 “proporcionará
a los condes carolingios, los catalanes entre ellos, el pretexto necesario para afianzar la
independencia” (Martín, 2004: 537). Esta independencia se demuestra con el reparto de los
condados entre los hijos del conde; los condados ya no son un buen público y el conde un
delegado del Emperador, sino una propiedad más del conde, que puede hacer con él lo que le
plaza y los distribuye entre sus hijos al igual que sus tierras. Vifredo, el primer conde catalán
independiente muerto en 897, deja en herencia Urgel a su hijo Sunifredo; Cerdaña y Besalú a
Miró II; los de Barcelona-Gerona-Vic –que se mantendrán unidos y formarán el núcleo de la
futura Cataluña- conjuntamente a Vifredo Borrell y Suñer.

Pero el mundo carolingio no es el único en el que se desarrollan los condados catalanes; su


dependencia a éste “ha hecho que se preste especial atención a la crisis del imperio para
explicar la progresiva desvinculación de los condes, pero éste sería inexplicable sin la
existencia del mundo islámico: por un lado la presencia de los musulmanes hace que la
población apoye a los condes porque ve en ellos a sus jefes naturales por encima del rey,
especialmente cuando se producen ataques musulmanes que sólo el conde rechaza; por otra
parte, es indudable que las disensiones musulmanas permiten la consolidación de los
condados” (Martín, 2004: 540). Gracias a ello pudo Vifredo ocupar y repoblar la comarca de
Vic, en la Cataluña central.

Tras la muerte Vifredo y con la restauración de la dinastía carolingia con Carlos el Simple, los
condes catalanes vuelven a reconocer la autoridad monárquica, aunque será algo más nominal
que efectivo. Vifredo Borrell es el último conde que presta homenaje de fidelidad a los reyes
francos, quizá para ganarse su apoyo frente a los musulmanes. Pero a finales del siglo X las
tropas de Almanzor saquean Barcelona (985); los continuos ataques -978, 982, 984 y 985-
hacen que la ciudad de Tarragona deba ser abandonada. Las peticiones de ayuda de Borrell II
fueron desatendidas por Lotario (que tenía problemas propios). Con el cambio de dinastía en
el reino franco Borrell II no renueva el pacto de vasallaje con el nuevo rey Hugo Capeto en 988,
rompiendo los lazos con la monarquía franca y actuando los condados catalanes a partir de
entonces con total independencia (que fue unilateral, claro, los reyes franceses siguieron
titulándose Condes de Barcelona hasta el siglo XIII; será Luis IX de Francia quien renunciará a
los derechos de los monarcas francos sobre los condados catalanes en el Tratado de Corbeil,
firmado con Jaime I en 1258).

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