13 Incógnito. Las Vidas Secretas Del Cerebro
13 Incógnito. Las Vidas Secretas Del Cerebro
13 Incógnito. Las Vidas Secretas Del Cerebro
El séptimo y último capítulo de este libro podría señalar el fin de la querella que enfrenta a
la biología y la sociología (abanderadas respectivas de la naturaleza y la cultura, de la bio-
química y la socialización) por detentar el monopolio de la explicación de los comporta-
mientos humanos complejos. En el siglo actual, un creciente número de estudios ha hallado
genes relevantes en la causalidad de la depresión individual, la incidencia de la esquizofrenia
en una población, la propensión a desarrollar problemas mentales tras un consumo sostenido
de sustancias psicotrópicas, la reproducción de pautas de abuso infantil sufridas en la infan-
cia o las diferencias de funcionamiento cerebral en presos con personalidad antisocial. Pero
han revelado también que ciertas circunstancias, situaciones o prácticas sociales experimen-
tadas a lo largo de la vida son asimismo significativas. Y lo que es clave, la capacidad expli-
cativa combinada de ambos tipos de variables es superior a la de cada una por separado: la
dotación genética, en diferentes grados, y en combinaciones a veces tan complejas que son
imposibles de precisar, conlleva distintas propensiones a incurrir en, o sufrir condiciones
indeseadas, pero es necesaria una cierta incidencia de factores sociales, a menudo también
numerosos y complejos, para que esa condición se materialice. La importancia de este reco-
nocimiento —que una vez expresado resulta de sentido común— invita a abordar diversos
problemas mediante estudios etiológicos multidisciplinares de vulnerabilidad donde lo
importante es identificar las variables más explicativas y, sobre todo, más predictivas, no la
naturaleza de estas.
Frente al temor a que esta oferta de paz y alianza signifique entregar la vida social a la
explicación y la intervención biogenética, Eagleman destaca tres principios cautelares. El
primero atañe al sueño de terapias génicas para conductas complejas, que inhibirían las con-
ductas indeseables alterando la expresión de ciertos genes. Puesto que ignoramos práctica-
mente todo sobre las posibles otras funciones de un gen implicado en un determinado
comportamiento; dado que ese gen es inocuo en circunstancias favorables, acaso resulte
adaptativo en otras aún no identificadas y que quizá le estemos atribuyendo una influencia
que corresponde a factores socioculturales todavía no conocidos o cuantificados; y, como por
lo general, es más fácil y efectivo modificar simbólicamente una circunstancia social que
implementar toda la logística y la alta tecnología que las terapias génicas requieren, parece
prudente concluir que las vías sociológicas y psicológicas deben ser opciones prioritarias de
explicación/intervención y solamente cuando estas no sean practicables, estén agotadas o
sean ineficientes cabe pensar en recurrir a paradigmas/medios bioquímicos.
La segunda cautela se refiere al problema del reduccionismo. Un poema es una creación
cultural, pero las elecciones léxicas, sintácticas, semánticas y musicales de quien lo ha con-
cebido responden a la suma de experiencias y relaciones sociales de las que es el nodo
cuando crea, y es también una configuración dinámica particular de la entidad biológica que
es su cerebro, que es una estructura físico-química. Pero si alguien sugiere que explicar
exhaustivamente un poema en términos de partículas subatómicas es una estrategia episte-
mológica sensata, no está cuerdo. La realidad es física, pero algunas configuraciones son tan
singulares y complejas que en ellas emergen fenómenos que no se explican inmediatamente
mediante las mismas leyes que sus elementos componentes y, desde una perspectiva huma-
na, es más práctico abordar su investigación creando un nivel de descripción diferente.
Mente y cerebro son lo mismo, solo descritos en el lenguaje que es más económico dado el
grado de complejidad emergente de un fenómeno —bioquímico al nivel del órgano, psico-
lógico del individuo, sociológico al del grupo.
Dicho esto, es evidente que la conjunción de nuestra mente y nuestra tradición cultural
tecnocientífica hace que percibamos como «dados» (aunque luego definamos pragmática-
mente subdivisiones internas a ellos u otros intermedios) los niveles de realidad físico, quí-
mico, biológico —que comprende desde lo bioquímico a lo ecológico—, psicológico, social
y cultural1. A qué nivel de realidad pertenece un objeto-proceso es una relativa convención
epistémica que resulta de determinar a qué nivel —y a qué «región» dentro de él— pertene-
cen las variables que más explican sus variaciones. En consecuencia, los fenómenos de cada
nivel y campo se explicarán a menudo principalmente en razón de otros fenómenos del
mismo campo —los hechos sociales, por otros hechos sociales; los químicos, por hechos
químicos—. Nótese empero que los fenómenos más simples de cada nivel son vecinos a los
más complejos del nivel inferior (que, de hecho, no hay una cesura material entre ellos, solo
epistemológica) y esos son los que más fácilmente cabe «reducir» a una «explicación» basa-
da en el nivel inferior2. No obstante, es más práctico explicar los hechos más complejos de
un nivel en términos de otros más simples del mismo. Cuando se plantea el mayor reduccio-
nismo plausible, el de hechos socioculturales (de una complejidad a menudo inabarcable) a
causas bioquímicas (genéticas), el resultado es que los genes no explican mucho y lo hacen
1 Que no llamemos «sociológico» y «culturológico/antropológico» a los dos últimos testimonia que, a diferen-
cia de las ciencias «naturales», la sociología y la antropología no han logrado en sus respectivos niveles el mono-
polio social de la definición de su realidad-objeto, y su consecuente identificación pragmática con este, por la tenaz
resistencia del discurso del sentido común o, quizá más, por la rivalidad de discursos alternativos de agentes sociales
poderosos interesados en controlar dicha definición —religiones, ideologías, organizaciones, corporaciones, etc.—.
Algunos de esos grupos sostienen que existe un nivel «espiritual», pero la comunidad científica renuncia por con-
senso a explorarlo, dada su admitida inconmensurabilidad ontológica con los demás niveles.
2 «Reducción-explicación» que a menudo se «reduce» a la construcción de un modelo idealizado del objeto que
3 Sobre la naturaleza «eco-social» del yo, véase también Bruce Hood (2012), The Self Illusion, Oxford, Oxford
University Press.
muestran que el cerebro no es una «burocracia» lineal donde las sensaciones atraviesan
sucesivos niveles de proceso e integración hasta una conciencia decisoria, sino un sistema
de redes con múltiples bucles de retroalimentación mutua, que operan en paralelo conforme
a una dinámica propia que los insumos sensoriales no ponen en marcha sino solo modulan,
y que «compiten» por desembocar en su canal único de salida, el comportamiento, vaya
acompañado o no de conciencia, y en particular de una conciencia con experiencia reflexiva
inmediata de ese comportamiento —lo que llamamos «pensar»—.
Experiencias como la inspiración artística o los motivos o pericias inconscientes —pién-
sese en la torpeza que sobreviene al querer realizar conscientemente una operación que
efectuamos perfectamente de forma automática (como jugar al tenis o caligrafiar), o explicar
porqué nos gusta algo o alguien—, y más aún los fenómenos de agnosia (es posible ver sin
ser consciente de ello) y anosagnosia (es posible haber perdido la vista y no ser consciente
de ello), entre otras, muestran que la mayor parte del funcionamiento cerebral es inconscien-
te, y que es más eficaz y eficiente que así sea. La conciencia es únicamente un mecanismo
de refuerzo de la atención por el que determinadas informaciones elaboradas rápida e
inconscientemente, y que, en función de lo (mínimo) que el cerebro presume que «necesita
saber» para actuar, este percibe internamente (por su discrepancia, emocionalmente positiva
o negativa, con sus expectativas «normales» previas) como lo bastante importantes para
aconsejar una elaboración más rigurosa que la subconsciente, tienen la oportunidad de pasar
por un nuevo bucle de proceso más lento y formal que proporcione a la conducta consciente
que se derive de ellas mayor precisión y seguridad4. La gran función de la conciencia es
servir como mecanismo de determinación de metas y asignación de recursos para el autoa-
prendizaje reforzado de nuevas pericias —que ganan en eficiencia y reducen su coste cuan-
to más se las logra automatizar sin perder capacidad de acierto—.
Todo esto hace concluir a Eagleman, en el capítulo 5, que la mente es un sujeto plural,
que en distintos momentos describe, con metáforas de competencia darwiniana, como una
democracia, un mercado o un ecosistema de redes, «programas» e «impulsos» funcionales
que, simultáneamente, cooperan y rivalizan por la energía biológica disponible, y cuyo éxito
se expresa en forma de comportamientos, conciencia e identidad —que, de tener éxito, los
refuerzan—. Quién triunfa en esa conjugación de flujos electicos depende de un hipercom-
plejo balance neuroquímico, que a su vez depende del estado de toda la red ecológica con la
que está conectado causalmente a cada momento. Si nos identificamos emocional y racio-
nalmente con nuestra conciencia —y en especial con nuestra autoconciencia reflexiva—
como nuestro auténtico «yo» no es solo por la dificultad de detectar, comprender y asumir
nuestra vida mental inconsciente —maestros zen y artistas surrealistas hacen de ello seña de
identidad— sino, más aún, porque ese identificación refuerza (inconscientemente, claro) su
capacidad de atención, y con ella la de incrementar su efectividad en la coordinación de subru-
tinas automáticas, la posposición estratégica de la gratificación y el aprendizaje de nuevas
4 Sobre los dos «sistemas» de pensamiento, rápido y lento, véase David Kahnemann (2012), Pensar rápido,
pensar despacio. Barcelona: Debate. El sistema «rápido» es intuitivo, cómodo y eficiente, pero impreciso; el sistema
«lento» es más calculador, susceptible de inspección/corregible y eficaz, pero costoso en cuanto a energía/esfuerzo
de atención. Son estrategias evolutivas complementarias.
5 Eagleman propone una técnica de «fortalecimiento del lóbulo prefrontal» para aprender a posponer la gratifi-
cación y contener la impulsividad que, básicamente, enseña a reducir la ansiedad para «aumentar fuerza de volun-
tad». La voluntad parece coincidir con la capacidad —sea mediante esfuerzo consciente o deslizándose a un estado
de «flujo» cuasi-hipnótico– de enfocar sostenidamente una tarea con una atención emocionalmente apropiada –aquí
la empatía y la inteligencia emocional que procuran unos entornos de socialización e interacción personal idóneos
son esenciales.
6 Véase Collins, Randall (2009), Cadenas de rituales de interacción, Madrid, Anthropos.