OLLERO, Andres. Derechos Humanos Entre La Moral y El Derecho
OLLERO, Andres. Derechos Humanos Entre La Moral y El Derecho
OLLERO, Andres. Derechos Humanos Entre La Moral y El Derecho
DERECHOS HUMANOS
ENTRE LA MORAL
Y EL DERECHO
Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . XI
Javier SALDAÑA
DERECHO Y DEMOCRACIA
Capítulo primero
TOMARSE LA DEMOCRACIA EN SERIO . . . . . . . . . . . . . . 3
I. La legitimación del poder político . . . . . . . . . . . . . . 3
II. Un diagnóstico que lleva a la perplejidad . . . . . . . . . . 4
III. Y sin embargo funciona... . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5
IV. Una ambiciosa “novedad” . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8
Capítulo segundo
LOS DERECHOS HUMANOS ENTRE EL TÓPICO Y LA UTOPÍA . . . 11
I. Tópicos al servicio de una utopía clandestina . . . . . . . . 13
II. A la búsqueda de un fundamento: entre escepticismo y razón
problemática . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16
III. La inventio tópica como invitación a recuperar la utopía . . 19
IV. Debate antropológico tras el presunto consenso sobre los de-
rechos humanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22
V. Cómo poner a salvo de los tópicos a la utopía . . . . . . . . 26
Capítulo tercero
DERECHO Y MORAL ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO. UN
DIÁLOGO CON EL LIBERALISMO POLÍTICO DE JOHN RAWLS . . . 29
V
VI CONTENIDO
Capítulo cuarto
¿QUÉ PODRÍA SIGNIFICAR HOY “USO ALTERNATIVO DEL DE-
RECHO”? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
I. La función creativa del juez . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
II. Matar al mensajero en aras de una seguridad ficticia . . . . 58
III. Los jueces pierden el juicio . . . . . . . . . . . . . . . . . 58
IV. Regreso a la jurisprudencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
V. Una estrategia de “politización” judicial. . . . . . . . . . . 59
VI. El pragmatismo descreído . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60
VII. La legitimación pendiente . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
Capítulo quinto
EL DERECHO A LO TORCIDO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
I. Los principios fundamentales del “buenismo” jurídico . . . 64
II. El doble lenguaje del “buenismo” en la teoría jurídica . . . 68
III. “Buenismo”: algo más que una estrategia política oportunista 70
IV. El derecho a lo recto como alternativa al “buenismo jurídico” . 71
Capítulo sexto
DEONTOLOGÍA JURÍDICA Y DERECHOS HUMANOS . . . . . . . . 73
I. Deontología jurídica y moral personal . . . . . . . . . . . . 76
II. Deontología jurídica y moral social . . . . . . . . . . . . . 77
III. Deontología y moral positiva. . . . . . . . . . . . . . . . . 82
IV. Deontología jurídica y derecho. . . . . . . . . . . . . . . . 88
Capítulo séptimo
RELEVANCIA CONSTITUCIONAL DE LA IGUALDAD . . . . . . . 95
I. La igualdad entre los “valores superiores”. . . . . . . . . . 95
CONTENIDO VII
Capítulo octavo
ESTADO SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO. ALGO MÁS QUE
RETÓRICA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
Capítulo noveno
LA PONDERACIÓN DELIMITADORA DE LOS DERECHOS HUMANOS:
LIBERTAD INFORMATIVA E INTIMIDAD PERSONAL . . . . . . . . 127
Capítulo décimo
LOS LLAMADOS DERECHOS “MORALES” DEL AUTOR EN LOS
DEBATES PARLAMENTARIOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143
Capítulo decimoprimero
JUZGAR O DECIDIR: EL SENTIDO DE LA FUNCIÓN JUDICIAL . . . 179
I. Entre oportunismo y frustración . . . . . . . . . . . . . . . 179
II. La actividad jurídica como cobertura formal de una decisión 181
Capítulo decimosegundo
EL PAPEL DE LA PERSONALIDAD DEL JUEZ EN LA DETERMINA-
CIÓN DEL DERECHO. DERECHO, HISTORICIDAD Y LENGUAJE EN
ARTHUR KAUFMANN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201
I. Juez e historicidad del derecho . . . . . . . . . . . . . . . . 202
II. El juez contribuye a decir un derecho que es lenguaje . . . 210
III. Un juez descargado de riesgos: tolerancia y “espacio libre de
derecho”. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225
Capítulo decimotercero
CONTROL CONSTITUCIONAL, DESARROLLO LEGISLATIVO Y DIMEN-
SIÓN JUDICIAL DE LA PROTECCIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS . . 239
Capítulo decimocuarto
LA CRISIS DEL POSITIVISMO JURÍDICO. PARADOJAS TEÓRICAS
DE UNA RUTINA PRÁCTICA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255
I. Las paradojas de un derecho sin moral. . . . . . . . . . . . 257
II. La paradójica seguridad de lo incierto . . . . . . . . . . . . 259
Capítulo decimoquinto
LA ETERNA POLÉMICA DEL DERECHO NATURAL. BASES PARA
UNA SUPERACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 293
Capítulo decimosexto
DERECHO POSITIVO Y DERECHO NATURAL, TODAVÍA... . . . . . 313
I. Diplopía jurídica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 313
II. Iusnaturalismo inclusivo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 315
III. Leyes contra natura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 318
1 Baste recordar la posición crítica que Dworkin asumiría contra el positivismo jurí-
dico a partir de la década de los sesenta, a través, entre otros, de su clásico libro Taking
rights seriously, Massachussets, Harvard University Prees, 1978, passim. Sobre este ar-
gumento, y dentro de la bibliografía mexicana más reciente, Serna, P., Filosofía del dere-
XI
XII PRESENTACIÓN
ponerse, pues ésta nos demuestra que tales bienes existen previamente al
derecho positivo, que son anteriores a cualquier regulación estatal, y que
su violación haría de tal un régimen antidemocrático y tiránico. Estos
bienes son los derechos humanos, corolario directo e inmediato de la dig-
nidad de la persona humana.
La propia dignidad de la persona y los derechos que la componen su-
pone el ejercicio de éstos en un estado democrático. Esto parece que hoy
no admite disputa alguna; lo que sí pareciera objeto de una consideración
más profunda es preguntarse por el tipo de democracia que se requiere
para que la dignidad humana pudiese expresarse en toda su plenitud. Sin
duda, este es otro “tópico” desarrollado amplia y rigurosamente por el
profesor Ollero. Hasta ahora, sólo un modelo democrático es el que con
mayor fuerza se ha privilegiado, el procedimental o formal, llamado así por
estar basado exclusivamente en las reglas formales o procedimentales del
juego democrático, principalmente, aunque no en forma exclusiva, en
el principio de mayoría, sin ninguna referencia a criterio material alguno, y
menos si éste se presenta como objetivo. En esto, Kelsen es especial-
mente claro, para él “no existe un bien común objetivamente determina-
ble”.3 De modo que en la democracia experimentada, hasta hace relati-
vamente poco tiempo, importaban más los medios, esto es, las reglas del
juego democrático, que cualquier contenido que la sustentase, o conjunto
de fines que con ella se pretendiera alcanzar.
Sin embargo, como el propio profesor Ollero ha propuesto, el modelo
anterior ha sucumbido igualmente ante la fuerza de la realidad. Si no hay
un criterio jurídico objetivo que oriente la participación política de los
ciudadanos en la consecución del bien común, ¿cómo se podría justificar
la cohesión de tal comunidad política y los fines comunes que justifican
su propia existencia?, ¿cómo se justificaría la obligación de respetar la
dignidad de las personas y los derechos que le son inherentes si es que
éstos son tomados en serio? Por eso el profesor Andrés Ollero ha pro-
puesto siempre hablar de una legitimidad democrática, que no sólo se base
en el respeto de las reglas democráticas puramente procedimentales, sino
que además esté “abierta a la búsqueda de valores objetivos y consisten-
tes, y una capacitación personal para su propuesta, argumentada y respe-
3 Kelsen, H., “Fundations of Democracy”, Ethics, LXVI, 1995. Existe una traduc-
ción al castellano de J. Ruiz Manero, “Los fundamentos de la democracia”, Escritos sobre
la democracia y el socialismo, Madrid, Debate, 1998, p. 209.
PRESENTACIÓN XVII
4 Infra, p. 7.
5 Infra, p. 307.
XVIII PRESENTACIÓN
Javier SALDAÑA
Ciudad Universitaria, noviembre de 2006
Capítulo primero
TOMARSE LA DEMOCRACIA EN SERIO . . . . . . . . . . . . . . 3
I. La legitimación del poder político . . . . . . . . . . . . . . 3
II. Un diagnóstico que lleva a la perplejidad . . . . . . . . . . 4
III. Y sin embargo funciona... . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5
IV. Una ambiciosa “novedad” . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8
CAPÍTULO PRIMERO
TOMARSE LA DEMOCRACIA EN SERIO
3
4 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
19. Por más que busquemos la verdad, nunca la lograremos tener del
todo, ya que siempre se mantendrá abierta a un incitante cultivo. Esta
cultura ha de asumir la dimensión social ya apuntada: el que está conven-
cido de tener la verdad puede sentir la tentación de imponerla —coacti-
vamente— al ignorante; el que se sabe empeñado en su cultivo siente la
necesidad de abrirse a una argumentación, que ponga a prueba sus logros
y permita contar con la colaboración de los demás en tan decisiva bús-
queda. Se tejerá así un debate social pre-político, decisivo para la opera-
tividad de la verdad y para el destierro de toda violencia. Tal debate re-
sulta incompatible con la reducción de la política al simple juego de los
poderes del Estado (cfr. 4, 9 y 14) e impedirá que éstos puedan instru-
mentalizar a su antojo a la sociedad, al servicio de los intereses particu-
lares de los que los usufructúan. Se hace imprescindible una revitaliza-
ción del dinamismo asociativo, para devolver a las formas democráticas
su papel de cauces de creatividad.
20. Difícilmente podrá satisfacer el derecho su aportación a la legiti-
mación política si no se recuperan efectivamente las exigencias de la
división de poderes.
Para evitar una desvirtuación de función social de lo jurídico (cfr. 5,
10 y 15) hay que propiciar un mayor acercamiento del Poder Legislativo
a los ciudadanos. Sin perjuicio de la posible eficacia de determinadas re-
formas de la normativa electoral, ello depende en mayo medida de un au-
mento del control de los ciudadanos sobre sus representantes, exigiéndo-
les con efectividad una particular ejemplaridad ética. La descalificación
global e indiscriminada de la clase política —eficaz, sin duda, como de-
sahogo— acaba confiriéndole, paradójicamente, una patente de corso:
admitido que los políticos son unos sinvergüenzas, no tiene mucho senti-
do pretender que se comporten de otro modo, ni que aspiren a serlo los
que no se consideren capaces de asumir tan ardua condición. Desde la
sociedad ha de surgir una presión que frene la transferencia práctica al
Poder Ejecutivo de las responsabilidades sobre la creación del derecho.
Tanto un parlamento convertido en guiñol manejado por el gobierno co-
mo un aumento desmesurado de la discrecionalidad de la administración
ponen en peligro la legitimación del ejercicio del poder político.
Conviene que el ciudadano no olvide, por último, que la ley no es punto
final del dinamismo jurídico. Cuando esto ocurre, la polémica social se
TOMARSE LA DEMOCRACIA EN SERIO 9
1 Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis (30 de noviembre de 1987), 26.
11
12 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
2 Un expresivo cuadro del juego de estos tópicos en Massini, C. I., “Los derechos
humanos en debate”, Los derechos humanos, Mendoza, 1985, pp. 112 y ss. ¿Nos obliga
esta evidente instrumentalización ideológica a certificar su falta de realidad? M. Villey
dedicó un agudo tratamiento histórico a intentar convencer de ello: Le droit et les droits
de l’homme, París, 1983.
3 Entre las múltiples referencias a esta tipología histórica, recientemente, Ara, I.,
“Los derechos humanos de la tercera generación en la dinámica de la legitimidad demo-
crática”, en Muguerza, J. et al., El fundamento de los derechos humanos, edición prepa-
rada por G. Peces-Barba, Madrid, 1989, pp. 57 y ss.
4 A la imposible tarea de fundamentar sobre los tópicos vigentes una utopía hemos
aludido en nuestro trabajo “Cómo tomarse los derechos humanos con filosofía”, Dere-
chos humanos y metodología jurídica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales,
1989, p. 134; otras referencias en el mismo volumen, pp. 163 y 167.
LOS DERECHOS HUMANOS ENTRE EL TÓPICO Y LA UTOPÍA 13
que su contraria. Convertir en una esta doble “verdad”, disfrazando tal de-
saguisado como relectura kelseniana, sería un modo demasiado irrespe-
tuoso de rendir culto al maestro.
No queda otra vía que la resignada aceptación del poder arbitrario, el
ferviente deseo de que nos sea leve y el celo político para hacer factible
en la práctica tan encomiable esperanza. La tarea no será fácil, porque se
tratará con frecuencia de una arbitrariedad legitimada por los tópicos, que
la blindan ante la erosión utópica. Quedará sólo el frágil cobijo de los
condicionamientos jurídicos formales, capaces de someter lo arbitrario a
nuevos controles que —por repetidos— hagan estadísticamente menos
frecuente el atropello. Sirva de ejemplo arquetípico la “legislación nega-
tiva” propia del control constitucional “concentrado”. Vincular este siste-
ma al respecto del “contenido esencial” de los derechos fundamentales es
una elocuente muestra del poco escrupuloso “kelsenismo” de nuestra Cons-
titución, y obliga al Tribunal Constitucional a actuar más “positivamente”
de lo que sería capaz de soportar tan prestigioso modelo.
Si este primer planteamiento lleva a una utopía amputada, al contar con
un motor confesadamente irracional, el que pugna hoy por sustituirle
abandona sin más toda utopía. Convierte a los derechos fundamentales
—entendidos como “institución”— en mera terapia de frustraciones socia-
les. Luhmann es quien ahora toma el relevo, desmarcando al derecho del
ámbito de la utopía crítica (más que como “verdad” emotiva, la trata ya
como folklorismo tribal…) para diseñarlo como técnica de aprendizaje. El
derecho domesticará a los ciudadanos, salvándolos de la neurosis a la que
empujaría una “complejidad” no adecuadamente “reducida”. Tomarse los
derechos en serio sería empeñarse en mantener un modelo arcaico en una
sociedad compleja. El tópico del “progreso científico” juega ahora con
particular contundencia, aunque se disfrace con el lenguaje —presunta-
mente “débil”— de las alternativas metodológicas. Se producirá una apo-
logía de los “derechos”, pero en la medida en que se muestran susceptibles
de jugar como tópicos sociales de positivo rendimiento funcional.
Que estos “derechos fundamentales como institución”8 acaben sir-
viendo de cauce a una fecunda utopía sería un resultado ocasional como
—en el modelo anterior— el posible encuentro entre la opción moral de-
seable y la forma jurídica indiscriminadamente disponible. Las ventajas
8 Luhmann, N., Grundrechte als Institution, Berlín, 1965. A la dimensión “criptofi-
losófica” de este enfoque “sociológico” hemos aludido en “La paradoja del funcionalis-
mo jurídico”, Derechos humanos y metodología jurídica, cit., nota 4, pp. 89 y ss.
LOS DERECHOS HUMANOS ENTRE EL TÓPICO Y LA UTOPÍA 19
15 Sobre ello véase nuestro reciente trabajo Igualdad en la aplicación de la ley y pre-
cedente judicial, Madrid, 1989, pp. 51 y ss.
16 Luhmann, N., Legitimation durch Verfahren, Neuwied, 1969. Sobre su alcance los
trabajos citados en las notas 5 y 8.
17 Cfr. Lombardi-Vallauri, L., Abortismo, libertario e sadismo, Milán, 1976, pp. 65 y ss.
LOS DERECHOS HUMANOS ENTRE EL TÓPICO Y LA UTOPÍA 25
Nada más eficaz para hacer imposible estos objetivos que una demo-
nización de lo moderno, que lleve a comportarse como si jugara en campo
ajeno a quien se halla en envidiables condiciones para actuar como “ex-
perto en humanidad”.21 Esto no encierra ninguna peculiar invitación a in-
currir en actitudes “fundanmentalistas”, sino la llamada a asumir un im-
perativo constitucional. El que nos impone la honrosa carga de
garantizar el “contenido esencial” de los derechos humanos y de hacer
reales y efectivas sus exigencias éticas, por más que ello obligue a desa-
fiar —contra corriente— la tolerancia represiva de los antifundamenta-
lismos estéticos.
1 Partiendo de “la idea de que no existe una conexión necesaria entre derecho y
moral”. Ferrajoli, L., Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, Madrid, Trotta, 1995,
pp. 218 y ss.
2 Del que tuvimos ya ocasión de ocuparnos en Derechos humanos y metodología jurí-
dica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989, pp. 169-179.
3 “Así como la universalidad de los mínimos de justicia es una universalidad exi-
gible, la de los máximos de felicidad es una universalidad ofertable”, señala Cortina, A.
(Ética civil y religión, Madrid, PPC, 1995, p. 119) que ha hecho de esta distinción una
constante de su obra. F. D’Agostino invita también a superar la “perplejidad” de hablar
de una “ética mínima”; reconociendo que “la expresión es infeliz”, considera que “la ética de
la dignidad del hombre es realmente definible como ética mínima, en cuanto constituye la
29
30 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
condición real de posibilidad de cualquier ulterior actuar ético” (“Diritto e morale”, Filosofia
del diritto, Torino, Giappichelli, 1993, pp. 40 y 41).
4 Presente, por ejemplo, en Peces-Barba Martínez, G., Ética, poder y derecho. Refle-
xiones ante el fin de siglo, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1995, así como
en otros tópicos a los que iremos haciendo posteriormente referencia:
— La distinción entre moralidad crítica y legalizada (p. 15).
— “Lo que diferencia a la ética pública... de la ética privada es que la primera
es formal y procedimental y la segunda es material y de contenidos”, por lo que la
primera “no señala criterios ni establece conductas obligatorias para alcanzar el bien”
y sería un “reduccionismo” considerar que “la ética pública no es solamente una ética
procedimental, sino también una ética material de contenidos y de conductas” (pp. 15,
17 y 75).
— El “procedimiento culmina con una decisión y se expresa por la regla de las
mayorías”, por lo que “el principio de las mayorías, desde el punto de vista jurídico, sería
un criterio de justicia procedimental (pp. 99 y 102)”; si bien “la minoría debe ser protegi-
da, al menos respecto al derecho de poder convertirse en mayoría” (p. 130).
— Dado que la “ética privada” “es sólo de sus creyentes”, a la hora de “extenderse al
conjunto de los ciudadanos, no todos creyentes”, tropezaríamos con la “tentación fundamen-
talista de las religiones en general” (p. 16), que obligaría a discernir entre una rechazable
“coincidencia o identificación entre esas dos dimensiones de la persona” y unas aceptables
DERECHO Y MORAL ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO 31
“influencias recíprocas”, siempre con el riesgo de “imponer la ética pública como ética pri-
vada” y convertir a los “ciudadanos” en obligados “creyentes” (p. 17).
5 Ya tuvimos ocasión de criticarla en nuestro trabajo Positividad jurídica e historicidad
del derecho de 1985, incluido luego en Derechos humanos y metodología jurídica, cit., nota
2, pp. 181-194, y más tarde en ¿Tiene razón el derecho? Entre método científico y voluntad
política, Madrid, Congreso de los Diputados, 1996, pp. 455-457.
6 Al respecto la comunicación defendida es una de las “sesiones paralelas” del XVIII
Congreso Mundial de Filosofía Jurídica y Social (IVR), en Buenos Aires (11 de agosto de
1997), con el título Valores, principios, normas. Dimensión hermenéutica de la discrimina-
ción por razón de sexo.
7 J. Rawls, en efecto (en su reciente obra sobre El liberalismo político, Barcelona,
Crítica, 1996) no deja de aludir a “los tribunales de justicia” como “paradigma de la ra-
32 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
zón pública” (p. 251), a la hora de “desarrollar una concepción política de la justicia” (p. 198
y p. 266).
8 Todo parece indicar que es este matiz el que lleva a J. Rawls (El liberalismo político,
cit., nota anterior, p. 15) a identificar puntos de vista “no públicos”; diferenciables de los
“públicos” por no haberse integrado en el ámbito —a nuestro modo de ver, jurídico— de
lo que llama justicia política, sin que —por la dimensión social de su objeto— puedan
tampoco considerarse puramente “privados”.
9 Rawls, L., El liberalismo político, cit., nota 7, p. 341. A la hora de solventar esta si-
tuación nos estaremos ocupando “de un problema de justicia política, no de un problema
acerca del bien supremo” (p. 21). Ya en su Teoría de la justicia (México, Fondo de Cultura
Económica, 1979, p. 495) consideraba que la “variedad en las concepciones del bien es bue-
na en sí misma”, mientras que “la situación es enteramente distinta con la justicia”.
DERECHO Y MORAL ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO 33
10 A. Cortina señala a la vez que “tanto Habermas como Rawls abjuran abierta-
mente” de él (Ética sin moral, Madrid, Tecnos, 1990, pp. 175 y 176). Ante la afirmación
de que “las éticas procedimentales se fundamentan en una ética sustancial, porque a la
pregunta «¿por qué tengo que seguir un determinado procedimiento?» sólo se puede con-
testar con «fuertes valoraciones», tales como la dignidad del hombre (Kant), el acuerdo
racional (ética discursiva) o el concepto kantiano de persona (Rawls)”, admite que “las
éticas procedimentales descansan en una «valoración fuerte»” y que “de dónde surja el
valor es una pregunta que sólo podría responderse recurriendo a una reconstrucción de la
razón práctica” (ibidem, pp. 222 y 223).
34 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
13 Rawls, L., El liberalismo político, cit., nota 7, pp. 203, y nota 33 de la p. 279. Más
abajo, aludirá a la figura de Martin Luther King como ejemplo de la contribución de postu-
ras de raíz religiosa al progreso de la razón pública (p. 285 y nota 41 de la p. 297).
14 Cfr. STC. 24/1982 del 13 de mayo; Antecedentes, 2 (Boletín de Jurisprudencia Cons-
titucional, 1982, 14, p. 429). A J. Rawls parece alejarle de propuestas de este tipo, en pri-
mer lugar, su propio planteamiento trascendental “constructivista”, que no disimula su apo-
yo en “ciertas ideas intuitivas fundamentales que se consideran latentes en la cultura
política pública de una sociedad democrática” (El liberalismo político, cit., nota 7, p. 207).
DERECHO Y MORAL ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO 37
15 Hipótesis planteadas por el propio J. Rawls (El liberalismo político, cit., nota 7,
p. 227) que, tras considerar que “el término «neutralidad» es desafortunado”, distinguirá
entre una razonable “neutralidad de propósitos” y una inviable “neutralidad de efectos o
influencias”, que desconocería “los hechos de la sociología política de sentido común”
(ibidem, pp. 224, 226, 227 y 228).
16 J. Rawls deja apuntado al respecto que “las luchas más enconadas, según el libera-
lismo político, se libran confesadamente por las cosas más elevadas: por la religión, por
concepciones filosóficas del mundo y por diferentes doctrinas morales acerca del bien”
(El liberalismo político, cit., nota 7, p. 34).
17 Cfr., por ejemplo, A. Kaufmann, “Rechtsfreier Raum und eigenantwortliche
Entscheidung”, Strafrecht zwischen Gestern und Morgen Köln-Berlin-Bonn-München,
Carl Heymanns, 1983, pp. 147-165.
18 Rawls, L., El liberalismo político, cit., nota 7, pp. 221, 231, y nota 32 de la p. 232. A.
Delgado-Gal ha llegado a sugerir que “el multiculturalismo se concilia mal con la estructura
38 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
democrática, que el pluralismo de los valores es una forma de cultura, y que esta forma
de cultura tiene sus límites”; pensar que “pese a hallarnos cada uno de nosotros goberna-
dos desde dentro por ciertos arquetipos culturales, podemos entendernos con los demás
sobre cómo organizar la vida civil haciendo abstracción de esos arquetipos” sería “mani-
fiestamente falso”; incluso en la versión de un “multiculturalismo ligtht” abierto a conce-
der que “es posible entenderse sobre «pocas» cosas” (“Los límites del pluralismo”, Pape-
les de la Fundación —para el Análisis y los Estudios Sociales—, Madrid, núm. 21, pp. 5,
11 y 13). G. Dalla Torre advierte, a su vez, sobre los límites de una “afirmación rígida,
intransigente, absoluta del principio según el cual todos son iguales ante la ley, sin distin-
ción de religión”, que llevaría a “la máxima negación de los objetivos de respeto, en el
sentido más pleno, a la persona humana en su integralidad, que pretendía tutelarse invo-
cándolo”, al plantearse el reconocimiento de la poligamia o de la mutilación en un marco
en el que no encuentra como límite juego fácil un concepto de “orden público” expresivo
de una “sociedad culturalmente homogénea” (“Identità religiosa, comunità politica e di-
ritto”, en Agostino, F. (ed.), Pluralità delle culture e universalità dei diritti, Torino, Giappi-
chelli, 1996, pp. 57 a 60).
19 J. Rawls no oculta que “la concepción política de la justicia es ella misma una con-
cepción moral” (Teoría de la justicia, cit., nota 9, p. 179; cfr. también, nota 12).
DERECHO Y MORAL ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO 39
20 Nos referimos a El liberalismo político, cit., nota 7, nota 32 de las pp. 278 y 279.
40 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
la ética pública, tiende a producir reacciones peculiares, entre las que no fal-
tan indisimuladas actitudes de recelo.
Ello viene ocurriendo desde antiguo en el ámbito cultural latino. Bien co-
nocidas razones históricas dan fuerza a una “ética laicista”, que “se sitúa en
las antípodas de la ética creyente, ya que considera imprescindible para la
realización de los hombres eliminar de su vida el referente religioso, negar
la religión, porque ésta no puede ser sino fuente de discriminación y de de-
gradación moral”. Esto le llevaría a convertirse en “totalitaria, porque niega
el pan y la sal a las tradiciones de la ética religiosa, que no tienen por qué
ser excluidas cuando potencian, por derecho propio, los mínimos democráti-
cos que componen una ética cívica”. Por otra parte, no falta “el afán de al-
gunos sectores cristianos por monopolizar lo moral y por negar que los no
cristianos puedan acceder correctamente al conocimiento moral si no es a
través de la interpretación del magisterio”. Se acaba echando en falta una
“ética laica”, que, “a diferencia de la religiosa y de la laicista, no hace refe-
rencia explícita a Dios ni para tomar la palabra ni para rechazarla”.21
Recelos similares se experimentan hoy de manera más generalizada, por
la creciente y llamativa presencia pública de los fundamentalismos, sobre
todo de raíz islámica.
El problema es complejo, porque unos mismos hechos se prestan a
muy diversa valoración, según el prejuicio cultural (pacífico o crítico) del
que se parta.
No cabe, en efecto, excluir que los contenidos de una ética privada,
que —en cuanto tal— es sólo de sus creyentes, puedan legítimamente
extenderse al conjunto de los ciudadanos, no todos creyentes. Sobre todo,
cuando quienes las suscriben renuncian al fundamentalista argumento de
autoridad y optan por aportar razones atinentes a la dimensión pública
de sus exigencias. Desde este punto de vista, dar por supuesta la tenta-
ción fundamentalista de las religiones en general no es sino dejarse llevar
por un prejuicio cultural; dar por hecho que dicha tentación es invencible su-
pondría suscribir un paradójico fundamentalismo alternativo de cuño laicista.
“Cuando una religión no es impositiva ni fundamentalista, tiene una
capacidad liberadora y revitalizadora, que es un auténtico crimen tratar
de extirpar”, si se aspira a “construir una ética cívica entre creyentes y no
creyentes, en un país como el nuestro —y en otros bien parecidos—, en
el que hay laicistas convencidos de que los creyentes no pueden ser ciu-
21 Cortina, A., La ética de la sociedad civil, Madrid, Anaya, 1994, pp. 143, 144 y 145.
DERECHO Y MORAL ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO 41
22 Cortina, A., Ética civil y religión, cit., nota 3, pp. 13 y 122. A la vez no duda en equi-
parar “los fundamentalismos religiosos y laicistas” (La ética de la sociedad civil, cit., nota
anterior, p. 12).
23 Rawls, L., El liberalismo político, cit., nota 7, pp. 42 y 131, también 14 y 20.
24 Ibidem, pp. 33, 67, 178, 251, 340 y 341. A su vez, todas “las personas razonables
pensarán que es irrazonable usar el poder político que puedan llegar a poseer para repri-
mir concepciones comprehensivas que no son irrazonables, por mucho que difieran de la
propia” (p. 91).
42 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
25 V. Camps la constata como “idea que hoy resurge de nuevo, bien como desiderátum,
bien como única salida para una sociedad desmembrada y sin entusiasmo”. “La ética que re-
clama nuestro tiempo no es sólo kantiana —o habermasiana o rawlsiana—: es una ética apli-
cada. Esa aplicación exige ciertos resortes, en la búsqueda de los cuales no es absurdo ni es-
purio recurrir a la religión de siempre o a los movimientos que forman la trama de la llamada
«religión civil»” (“La universalidad ética y sus enemigos”, en Giner, S. y Scartezzini, R.
(eds.), Universalidad y diferencia, Madrid, Alianza Universidad, 1996, pp. 142 y 152).
26 Característica al respecto la alergia de G. Peces-Barba a la expresión evangélica “la
verdad os hará libres” y su descalificación, por recurrir a ella en la encíclica Veritatis Splen-
dor, de los planteamientos del Papa Juan Pablo II, oponiéndolos forzadamente a los de Pablo
VI, del que tiende a olvidar tenazmente que firmó la nada relativista encíclica Humanae vitae
(Ética, poder y derecho..., cit., nota 4, pp. 24-26).
27 Desde alguna de sus versiones, se considera incluso que una ética discursiva exige no
sólo que lo que se dice sea “inteligible” sino también que el que habla “dice lo que piensa,
es decir, que es veraz; que lo que dice es verdadero, y que el marco normativo en el que ha-
bla y se conduce es correcto” (Cortina, A., La ética de la sociedad civil, cit., nota 21, p. 110).
DERECHO Y MORAL ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO 43
34 J. Rawls previene para que el consenso no se vea confundido con un mero modus
vivendi, que —ajenos a toda idea de “razón pública”— podrían suscribir quienes siguen
“dispuestos a perseguir sus objetivos a expensas del otro y, si las condiciones cambiaran,
así lo harían” (El liberalismo político, cit., nota 7, p. 179).
35 Para él, una sociedad liberal “no tiene propósito aparte de la libertad, no tiene me-
ta alguna aparte de la complacencia en ver cómo se producen tales enfrentamientos y
aceptar el resultado. No tiene otro propósito que el de hacerles a los poetas y a los revo-
lucionarios la vida más fácil” (Contingencia, ironía y solidaridad, cit., nota 30, pp. 15,
16, 79 y 102).
36 Rawls, L., El liberalismo político, cit., nota 7, pp. 40 y 70.
37 De ello nos hemos ocupado en “Verdad y consenso democrático”, Ciencias huma-
nas y sociedad, Madrid, Fundación Oriol-Urquijo, 1993, pp. 461-482.
38 Sobre el particular véase nuestro trabajo “Consenso: ¿racionalidad o legitima-
ción?”, Derechos humanos y metodología jurídica, Madrid, Centro de Estudios Constitu-
cionales, 1989, pp. 99-116.
46 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
39 J. Rawls admite que “algunos podrían insistir en que alcanzar ese acuerdo reflexi-
vo ya da por sí mismo razones suficientes para considerar verdadera, o al menos alta-
mente probable, esa concepción”, pero prefiere abstenerse “de dar ese paso ulterior: es
innecesario y podría interferir con el objetivo práctico de hallar una base pública acorda-
da de justificación” (El liberalismo político, cit., nota 7, p. 185).
40 De ello se ha ocupado tan rigurosa como reiteradamente F. Carpintero, desde su
estudio Del derecho natural medieval al derecho natural moderno: Fernando Vázquez
de Menchaca (Salamanca, Universidad, 1977, pp. 170 y ss.) pasando por Una introduc-
ción a la ciencia jurídica (Madrid, Civitas, 1988, pp. 61 y ss.) o La cabeza de Jano (Cá-
diz, Universidad, 1989, pp. 98 y ss.) hasta Los inicios del positivismo jurídico en Cen-
troeuropa (Madrid, Actas, 1993, pp. 25 y ss.).
41 Una “concepción política como articuladora de valores políticos, no de todos los
valores”, que se funda “en principios de razón práctica junto con concepciones de la so-
ciedad y de la persona, ellas mismas concepciones de la razón práctica” (Rawls, L., El li-
beralismo político, cit., nota 7, pp. 16, 75, 93 y 195). Mucho más radical se muestra R.
Rorty, para el que “la filosofía como epistemología” no es sino “la búsqueda de estructu-
ras inmutables dentro de las cuales deben de estar contenidos el conocimiento, la vida y
la cultura”, en un afán “de sustituir la conversación por la confrontación en cuanto deter-
minante de nuestra creencia” (La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid, Cátedra,
1983, pp. 154 y 155). De ahí que proponga “un pensamiento reactivo”, más que cons-
DERECHO Y MORAL ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO 47
de lo procedimental. Una vez más, serán las exigencias éticas las que justi-
fiquen un procedimiento argumentativo,45 sin exclusiones, y no viceversa.
Todo ello nos sitúa ante la necesidad de lograr un consenso, basado en
la mutua argumentación sobre unos contenidos éticos materiales, más
allá de lo meramente procedimental. El judicialmente omnipresente con-
cepto jurídico de “lo razonable”46 se verá acompañado de una indisimula-
ble carga ética, hasta convertirse en la principal vía de explicitación de la
teoría de la justicia, que acabará viéndose efectivamente positivada.
Será mediante este consenso como deberán irse entretejiendo47 las di-
versas concepciones del bien privadamente suscritas por los ciudadanos, en
su legítimo intento de configurar el núcleo de contenidos jurídicos indispen-
sables en el ámbito público. Núcleo que —la reiteración es obligada— des-
bordará, y condicionará, lo procedimental para incluir derechos con un con-
tenido esencial a respetar.48
49 J. Ratzinger señala que “no es propio de la Iglesia ser Estado o una parte del Esta-
do, sino una comunidad de convicciones”; recordará que “en el ámbito anglosajón la de-
mocracia fue pensada y realizada, al menos en parte, sobre la base de tradiciones iusnatu-
ralistas y apoyada en un consenso fundamental cristiano”; la Iglesia, “en uso de su
libertad debe participar en la libertad de todos para que las fuerzas morales de la historia
continúen siendo fuerzas morales del presente y para que surja con fuerza aquella evi-
dencia de los valores sin la que no es posible la libertad común” (Verdad, valores, poder,
cit., nota 30, pp. 39, 40 y 96).
50 Cfr. lo ya indicado en nota 8.
51 Rawls, L., El liberalismo político, cit., nota 7, pp. 247, 255, 256 y 257, tam -
bién 297.
50 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
cepción liberal elimina de la agenda política los asuntos más decisivos, los
asuntos capaces de generar conflictos pugnases que podrían socavar las ba-
ses de la cooperación social”.58
En todo caso, quedará rechazada la dictadura de la mayoría. Esas ver-
dades, públicamente vinculantes, no podrán diseñarse desde una ética
privada apoyándose en el mero hecho de su mayoritaria presencia social.
En contra de quienes afirman que, a la hora de la verdad, los contenidos
esenciales de la Constitución acabarán significando lo que quiera una
mayoría coyuntural, lo “razonable” acaba convirtiéndose en límite sub-
stancial al principio procedimental por antonomasia.59
Mientras tanto, en el ámbito privado —en el que, “a la hora de la ver-
dad el relativismo no se lo cree nadie”—60 puede estar anidando hasta
una triple variedad de tentaciones fundamentalistas, que valdría la pena
examinar.
La primera de ellas hace referencia a la posible compatibilidad entre
la omnipotente superioridad reconocida a la divinidad y la necesaria su-
misión de las propuestas éticas a debate público.
Tras estos planteamientos, late un indisimulable maridaje entre el fun-
damentalismo y un voluntarismo que no tendría mucho que envidiar al
hobbesiano. Verdadero sería aquello que Dios, al revelarlo, haya querido
establecer como tal; no habría más motivo para amarlo que para odiarlo,
se llegó a apuntar. Si, por el contrario, se desborda la angostura volunta-
rista, contemplando a un Dios racional, el dilema se relaja haciendo posi-
ble la entrada en juego de exigencias éticas naturalmente cognoscibles.
58 Rawls, J., El liberalismo político, cit., nota 7, pp. 23, 184, 188 y 189. R. Rorty,
que no en vano caracteriza su “ironía” como lo opuesto al sentir común (Contingencia,
ironía y solidaridad, cit., nota 30, p. 92) ya había resuelto más drásticamente la cuestión,
al atribuir a la epistemología el caprichoso intento de “encontrar la máxima cantidad de
terreno que se tiene en común con otros”, por lo que, como consecuencia, “insinuar que
no existe este terreno común parece que es poner en peligro la racionalidad”, o que se es-
tá “proponiendo el uso de la fuerza en vez de la persuasión” (La filosofía y el espejo de la
naturaleza, cit., nota 41, pp. 288 y 289).
59 “Aunque una concepción política de la justicia encara el hecho del pluralismo ra-
zonable, no es política en el sentido equivocado; es decir, su forma y su contenido no se
ven afectados por el balance de poder político existente entre las doctrinas comprehen-
sivas. Ni fraguan sus principios un compromiso entre los más dominantes” (Rawls, J., El
liberalismo político, cit., nota 7, pp. 173 y 174). La justificación reside en los principios
de la justicia, mientras que la regla de las mayorías “ocupa un lugar secundario como
mecanismo procesal” (ya en su Teoría de la justicia, cit., nota 9, p. 396).
60 Cortina, A., Ética civil y religión, cit., nota 3, p. 105.
DERECHO Y MORAL ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO 53
denada tiene que ser una concepción limitada a lo que llamaré el «dominio de lo políti-
co» y a los valores de éste” (El liberalismo político, cit., nota 7, pp. 68, 69 y 73).
64 El problema no se resuelve si sólo se “apela a un concepto ya aceptado de digni-
dad humana; porque todavía es menester contestar a la pregunta: ¿por qué los hombres
tienen una especial dignidad?”, según señala A. Cortina (Ética sin moral, cit., nota 10,
pp. 244, 249, 250 y 251) que no sólo considera que “los derechos humanos son un tipo
de exigencias —no de meras aspiraciones—, cuya satisfacción debe ser obligada legal-
mente”, sino que no duda que “el estatuto de tales «derechos», aun antes de su deseable
positivación, sería efectivamente el de derechos”.
DERECHO Y MORAL ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO 55
57
58 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
tivo” se acoge por aquí con el mismo inusitado fervor que si de una versión
de la teología de la liberación para juristas se tratara.
Como teoría, el invento no era nada sofisticado. Todo consistía en
asumir la función creativa del juez, sustituyendo la arbitrariedad kelse-
niana, o los intentos de razonamiento práctico, por la obligada diplopía de
la lucha de clases. El jurista alternativo —ebrio de revolución pendiente—
lo acaba viendo todo doble; no hay ni solución única ni múltiple, sino dual:
burguesa-conservadora o emancipatoria-progresista. El Pizarro jurídico ha
trazado la raya; la fama espera a los audaces.
En el caso italiano el “uso alternativo” actuaba como un curioso des-
potismo ilustrado. Los ciudadanos hacían funcionar laboriosamente los
mecanismos democráticos hasta que se plasmaban parlamentariamente
en un texto las normas vinculantes. El falseamiento “ideológico” atribuido
a la democracia burguesa debía ser corregido a posteriori por unos jueces
cuyas ideas no habían merecido respaldo electoral de mayor cuantía. En
España la operación era, en los comienzos, más presentable, al contar en-
frente con un despotismo por ilustrar. La justicia, en todo caso, se “poli-
tiza”, no porque pase a cobrar dimensión política (toda “creación” jurídica,
de uno u otro modo, la implica), sino porque se convierte en confesada-
mente parcial para —ante el forzado dilema dialéctico— no acabar sién-
dolo inconfesadamente.
Es inevitable que cada cual hable de las ferias según le va. El cincuenta
aniversario de la Declaración Universal de Derechos del Hombre de Na-
ciones Unidas ofrece, ante todo, para la filosofía del derecho —como no
podía ser de otro modo—, nuevos motivos de reflexión. El balance no pa-
rece invitar, desde esta perspectiva, al triunfalismo.
Al cabo de cinco decenios, los juristas se siguen mostrando remisos a
considerar que tan eximios requerimientos sean propiamente derechos;
los filósofos, por su parte, observan con indisimulado recelo a quien se
atreva a sugerir que disponemos de algún fundamento objetivo para po-
derlos considerar tan humanos como para resultar más exigibles que
otros.1 Sólo los políticos —siempre convencidos de que el mejor modo
de abordar un problema es no plantearse dos más— ignoran a los agua-
fiestas de turno y disfrutan del jubileo con entusiasmo.
Las dificultades para tomarse a los loados derechos humanos en serio pa-
recen provenir de un positivismo consolidado por partida doble. Destierra,
por una parte, a la metafísica del escenario filosófico; mientras, en versión
jurídica, convertirá en imperativo categórico ocuparse del derecho que es,
dejando la música celestial para quienes no gocen de la sobriedad exigible a
la hora de hacer ciencia. Así que ocupémonos del derecho que realmente
existe (al menos a juicio de nuestro Tribunal Constitucional, que no habrá
127
128 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
2 Por tercera vez hemos dedicado durante el último decenio nuestro Seminario anual
en la Facultad de Derecho de la Universidad de Granada al tratamiento que la jurispru-
dencia constitucional española presta a la tensión entre libertad de expresión y derecho a
la información, por una parte, y derechos al honor y a la intimidad, por otra. Las reflexio-
nes a que estos trabajos han ido dando lugar es previsible que acaben plasmándose algún
día en un estudio similar a otros que contaron con idéntico motor: así Igualdad en la
aplicación de la ley y precedente judicial, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales,
1989, o Discriminación por razón de sexo. Valores, principios y normas en la jurispru-
dencia constitucional, ahora en prensa.
3 No es difícil encontrar rastros de este enfoque. Así ya la STC. 6/1981 del 16 de
marzo considera a las libertades de expresión e información como “derechos de libertad
frente al poder y comunes para todos los ciudadanos”, por lo que “cualquier limitación
LIBERTAD INFORMATIVA E INTIMIDAD PERSONAL 129
de estas libertades sólo es válida en cuanto hecha por ley” (F. 4, Boletín de Jurispruden-
cia Constitucional, 1981, 2, p. 133).
4 La libertad de expresión aparece como “garantía de una institución política funda-
mental, que es la opinión pública libre, indisolublemente ligada con el pluralismo polí-
tico que es un valor fundamental y un requisito del funcionamiento del Estado democrático”;
había afirmado ya el Tribunal en la STC. 12/1982 del 31 de marzo, y recordará años des-
pués en la STC. 104/1986 del 17 de julio, F. 5 (Boletín de Jurisprudencia Constitucional,
1986, 64-65, p. 1054), mientras “el derecho a recibir una información veraz”, por su
parte, “condiciona la participación de todos en el buen funcionamiento del sistema de re-
laciones democráticas auspiciado por la Constitución, así como el ejercicio efectivo de
otros derechos y libertades”. Ello justificará el derecho de rectificación más como “com-
plemento a la garantía de la opinión pública libre” que en defensa del afectado, ya que
130 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
Pero se nos seguirá afirmando que no hay derechos —ni, por tanto, li-
bertades propiamente jurídicas...— ilimitados. ¿Quién, y en nombre de
qué, podría limitarlos? ¿Cuál sería el fundamento y el alcance de tan
arriesgadas limitaciones?
Nuestro artículo 20 descarta, en su apartado 2, que los derechos enun-
ciados en el anterior puedan “restringirse mediante ningún tipo de censu-
ra previa”; lo que parece excluir la posibilidad de limitaciones operadas
a priori desde los poderes públicos. Pero añadirá que “estas libertades
tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este título, en
los preceptos de las leyes que los desarrollen y, especialmente en el dere-
cho al honor y a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la
juventud y de la infancia”.
La plurívoca ambivalencia de derechos y libertades deja abierta la
cuestión. Si hablamos de libertades naturales —o más bien silvestres, pa-
ra no excitar alergias...— se entiende que las leyes las limiten, para con-
vertirlas así en derechos propiamente dichos. Se confirmaría simplemen-
te que los poderes del Estado son los únicos legitimados para recortar
libertades prejurídicas. Pero si nos referimos a libertades —por limita-
das— propiamente jurídicas, estaríamos hablando ya de derechos, que
serían los sometidos ahora a ulterior límite por otras libertades —¿limita-
das a su vez?, ¿cómo, por quién y en nombre de qué?— con las que pa-
recen entrar en colisión.
El mismo artículo 1.1 puede brindarnos pistas sobre nuestro hecho di-
ferencial respecto a la más pura tradición del individualismo anglosajón.
En él aparece también como valor superior la igualdad, junto a la liber-
tad; o quizá frente a ella, aunque con la justicia por en medio, como en
un intento esforzado por evitar el previsible conflicto.
Un Estado de derecho —al menos, para poder ser homologado como
“social y democrático”— no puede entenderse como una mera constela-
ción de libertades; retadoras por demás frente al Estado, una vez que éste
ha programado la adecuada articulación de sus órbitas individuales. A su
vez la igualdad —de cuyo posible carácter ilimitado nunca hubo noticia;
ni siquiera en estado natural o silvestre— se hará jurídica en la medida en
que se preste a ajustar adecuadamente con las mentadas libertades. Ser tra-
“el acceso a una versión disidente de los hechos publicados favorece, más que perjudica, el
interés colectivo en la búsqueda y recepción de la verdad” (STC. 168/1986 del 22 de di-
ciembre, F. 2 y 5, Boletín de Jurisprudencia Constitucional, 1987, 69, pp. 38 y 40).
LIBERTAD INFORMATIVA E INTIMIDAD PERSONAL 131
mos que los límites de España vienen fijados al norte por el Cantábrico y
al sur por Atlántico y Mediterráneo, no se nos ocurrió pensar que nos es-
taban hablando de las mareas y de cómo éstas imponen —en continuo
flujo y reflujo— un oscilante proceso de aleatorio recorte o desahogo.
Entendimos, sin duda, que España quedaba así delimitada —y no recor-
tada— geográficamente; porque no es lo mismo definir la silueta de un
cuerpo que amputarle un miembro.9
La intimidad personal o “el derecho al honor no es sólo un límite a las
libertades del artículo 20.1a) y d) aquí en juego”, sino que “según el 18.1
de la Constitución es en sí mismo un derecho fundamental”;10 no estamos,
pues, ante meros límites extrínsecos de la libertad de expresión, sino que
son ellos mismos derechos y, en consecuencia, libertades limitadas. Limi-
tadas, paradójicamente, por la misma libertad de expresión, en ese juego
de mutua delimitación que va positivando una teoría de la justicia.11
La jurisprudencia constitucional sirve de privilegiado escenario de esta
positivación, al ir ajustando el intrínseco juego libertad-igualdad delimi-
tador de unos y otros derechos. Tal ajustamiento no se plantea como pa-
tológica colisión sino como una ponderación expresiva de la más espon-
tánea vitalidad jurídica.
Si encontráramos frente a frente a dos series de derechos, perfecta-
mente acabados, entendidos como corazas defensivas ante la posible in-
tromisión de un otro siempre ilegítimo, sólo cabría que un tercero estatal
procediera a un curioso bricolage, recortando aristas por acá o acullá
hasta bruñir un poco tan desajustada relación. Esta colisión sería el obli-
gado resultado de un planteamiento normativista del derecho. Un dere-
cho subjetivo que merezca tal nombre se presenta encapsulado en una
norma, que lo presenta como propiamente jurídico. Cuando las órbitas de
dos de estas cápsulas se interfieren, la antinomia es inevitable; sólo cabe
solventarla por neta jerarquización12 o por limitación aleatoria.
Si nos liberamos del prisma normativista —no para negar el carácter
indispensable de las normas, sino para añadir el carácter no menos jurí-
dico de los principios— la situación cambia. Los principios no se encap-
sulan sino que circulan con mayor agilidad, prestos a confluir con otros y
matizarse mutuamente en una dosificación que va delimitando una solu-
ción ajustada.
Delimitar derechos, precisando su efectivo y real alcance, no supone
aplicar límites a una realidad ya existente, sino dar paso a una pondera-
ción del juego que ajustadamente cabe reconocerles.13 Cuando se plantea
que la obligada garantía de la libertad de expresión no ampara el recurso
a expresiones vejatorias innecesarias,14 no estamos imponiendo un límite
12 Que nuestra Constitución descartaría. Por eso su reconocimiento “de las libertades
de expresión y de comunicar y recibir información ha modificado profundamente la pro-
blemática de los delitos contra el honor” en el ordenamiento español; al producirse “un
conflicto entre derechos fundamentales”, cuya dimensión convierte en insuficiente el cri-
terio subjetivo del animus iniuriandi, por estar “asentado hasta ahora en la convicción de
la prevalencia absoluta del derecho al honor”. La ponderación de este derecho con la
“eficacia irradiante” de las libertades de expresión e información puede convertir a éstas
en “causa excluyente de la antijuridicidad” (STC. 107/1988 del 8 de junio, F. 2, Boletín
de Jurisprudencia Constitucional, 1988, 86, p. 925); que ampara a un objetor que criticó
al Poder Judicial con motivo de su condena por injurias al ejército. Es constante la refe-
rencia a esta resolución en la STC. 51/1989 del 22 de febrero, que ampara al autor de un
artículo condenado por injurias graves al ejército (F. 2, Boletín de Jurisprudencia Consti-
tucional, 1989, 95, pp. 534 y 535); cursivas nuestras.
13 Más que ante una ulterior limitación de lo ya existente nos encontramos ante el inten-
to de delimitar su efectivo ámbito de juego. Ello parece reflejarse adecuadamente cuando se
nos invita a dar paso a una “ponderación de límites”; pero se desvirtúa al ejemplificarlo: “la
preferencia del derecho a la información significa que su limitación sólo se justifica si con un
ínfimo sacrificio del mismo se consigue evitar un sacrificio total del derecho ajeno” (la cita-
da STC. 171/1990 del 5 de noviembre, F. 11, cit., nota 7, p. 136).
14 Tal ocurre al utilizar una asociación de vecinos expresiones injuriosas, que “se
contienen en unas hojas anónimas y se dirigen contra una persona privada, siendo las
mismas innecesarias para la formación de la opinión pública”, por lo que “el pretendido
derecho a comunicar libremente información que se afirma vulnerado carece de las con-
diciones internas que legitiman su ejercicio”; aunque luego lo que se considera quebran-
134 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
tado ilegítimamente es “el límite externo del respeto al honor ajeno” (STC. 165/1987 del
27 de octubre, F. 10, Boletín de Jurisprudencia Constitucional, 1987, 79, p. 1522); cursi-
vas nuestras.
15 STC. 105/1990 del 6 de junio, que se ocupa de las críticas del periodista José Ma-
ría García al entonces presidente de la Federación Española de Fútbol, admitiendo que
“se extralimitó en su crítica, sobrepasando los límites de la libertad de expresión” (F. 2,
Boletín de Jurisprudencia Constitucional, 1990, 111, p. 76). También la STC. 171/1990
del 5 de noviembre se planteará si un periodista “ha sobrepasado los límites constitucio-
nalmente protegidos del derecho a la información”, lo que deja claro que no pretende li-
mitar un derecho sino protegerlo, dentro de sus límites justos (F. 6, cit., nota 7, p. 134);
cursivas nuestras.
16 “La emisión de apelativos formalmente injuriosos en cualquier contexto, innecesa-
rios para la labor informativa o de formación de la opinión” supone “un daño injustifica-
do a la dignidad de las personas o al prestigio de las instituciones, teniendo en cuenta que
la Constitución no reconoce un pretendido derecho al insulto” (la citada STC. 105/1990
del 6 de junio, F. 7, ibidem, nota 15, p. 78). Sin embargo, la STC. 240/1992 del 21 de di-
ciembre, que no detecta tal abuso en una noticia de El País sobre la inexistente irrupción
amenazadora de un cura en un campamento nudista, recuerda que su posible “carácter
molesto o hiriente” no constituye por sí solo un “límite al derecho a la información de
noticias veraces y de relevancia pública” (F. 8, cit., nota 4, Boletín de Jurisprudencia
Constitucional, 1993, 141, p. 133). Dictaminar cuándo se ha producido o no un “insulto”
es tarea valorativa y abierta a la discusión, como deja entrever el voto particular del ma-
gistrado T. S. Vives Antón a la STC. 79/1995 del 2 de mayo, que considera sobrepasada
la libertad de expresión; aprovechando para cuestionar la viabilidad de la vía penal para
abordar el caso, ya que “la libertad de expresión necesita un amplio espacio para desarro-
llarse”, poco compatible con “el recurso a un instrumento intimidatorio” como la pena
(Boletín de Jurisprudencia Constitucional, 1995, 169-170, p. 77).
17 “La esfera privada, como parte del honor de la persona, incluye a aquel sector de
circunstancias que, sin ser secretas ni de carácter íntimo, merecen, sin embargo, el respe-
to de todos, por ser necesarias para garantizar el normal desenvolvimiento y la tranquili-
dad”, lo que merece protección “frente a la publicación de hechos particulares o familia-
res, aunque no sean secretos, prescindiendo de si son ciertos o inciertos”, en la medida en
LIBERTAD INFORMATIVA E INTIMIDAD PERSONAL 135
que resultara “ofensivo para una persona razonable y de sensibilidad media” (STC.
197/1991 del 17 de octubre, F. 1 y 3, Boletín de Jurisprudencia Constitucional, 1991,
127, pp. 95 y 96). La veracidad de los hechos resulta en este contexto irrelevante, ya que
“en modo alguno puede exigirse a nadie que soporte pasivamente la difusión periodística
de datos, reales o supuestos, de su vida privada que afecten a su reputación, según el sen-
tir común, y que sean triviales o indiferentes para el interés público” (STC. 20/1992 del
14 de febrero, F. 3, Boletín de Jurisprudencia Constitucional, 1992, 131, p. 105), relativa
a la identificación periodística de un afectado por el SIDA.
18 En consecuencia, el “ámbito protector” del derecho a la información no incluye
“los rumores deshonrosos que hayan sido publicados sin comprobación de clase algu-
na” (STC. 123/1993 del 19 de abril, F. 6, Boletín de Jurisprudencia Constitucional,
1993, 145, p. 153), que deniega amparo al autor de una información periodística.
19 La ya citada STC. 107/1988 del 8 de junio, F. 2 (cit, nota 12, p. 926). De ello no
cabría derivar en términos absolutos que “la veracidad de la información justifica, en
todo caso, las intromisiones que ésta haya ocasionado en los derechos al honor y a la
intimidad de las personas” (STC. 172/1990 del 5 noviembre, F. 2, Boletín de Jurispru-
dencia Constitucional, 1990, 115, p. 146), relativa a información del Diario 16 sobre el
mismo accidente aéreo del que se ocupó el mismo día el Tribunal en sentencia ya cita-
da (nota 7). La exigencia de veracidad “impone al medio la específica obligación de
permanecer accesible a la persona o personas afectadas por las manifestaciones presun-
tamente injuriosas” de un tercero, “para que a la vez puedan hacer públicas las alega-
ciones que estimen convenientes para desmentir los hechos” (STC. 41/1994 del 15 de
febrero, F. 7, Boletín de Jurisprudencia Constitucional, 1994, 155, p. 179).
20 Así a la STC. 6/1996 del 16 de enero, que niega amparo a una información sobre
un presunto intermediario en los secuestros de ETA, por considerar que se basa en fuen-
tes que “no pasan de ser indeterminadas”, presenta el magistrado J. V. Gimeno Sendra un
voto particular, en el que opone que “no parece que la vía para evitar los «juicios parale-
los» deba consistir en exigir un imposible deber de diligencia al periodista, sino en ga-
rantizar el secreto —en nuestro país, “a voces”— instructorio” (F. 5 y voto particular,
Boletín de Jurisprudencia Constitucional, 1996, 178, pp. 39 y 41).
21 Sobre el particular véase nuestro trabajo “Positividad jurídica e historicidad del
derecho”, incluido en Derechos humanos y metodología jurídica, Madrid, cit., nota 1,
1989, pp. 181-194.
136 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
32 Por tal habría que entender “un ámbito propio y reservado frente a la acción y cono-
cimiento de los demás, necesario —según las pautas de nuestra cultura— para mantener
una calidad mínima de la vida humana”, según recuerda la STC. 231/1988 del 2 de diciem-
bre, F. 3 (Boletín de Jurisprudencia Constitucional, 1988, 92, p. 1582), relativa a la filma-
ción de la agonía del torero “Paquirri” en la enfermería de la Plaza de Pozoblanco.
33 La citada STC. 171/1990 del 5 noviembre, F. 4 (cit., nota 7, p. 133). También de
una información sobre el menor adoptado por la actriz Sara Montiel, se nos dirá que
“traspasa las lindes marcadas por los usos sociales en relación con el ámbito que, por sus
propios actos, mantenga cada persona reservado para sí o su familia” (la citada STC.
197/1991 del 17 de octubre, F. 1, cit., nota 17, 127, p. 94).
34 Vistoso ejemplo de ello es el tenor —que el Tribunal Constitucional hace pro-
pio— de una resolución judicial que intenta explicar la ponderación delimitadora de de-
rechos, presentándola como “concurrencia normativa”, sin diferenciar normas y princi-
pios: “tanto las normas de libertad como las llamadas normas limitadoras se integran en
un único ordenamiento inspirado por los mismos principios en el que, en último término,
resulta ficticia la contraposición entre el interés particular subyacente a las primeras y el
interés público que, en ciertos supuestos, aconseja su restricción”. La conclusión —“que
140 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
los límites de los derechos fundamentales hayan de ser interpretados con criterios restric-
tivos y en el sentido más favorable a la eficacia y a la esencia de tales derechos”— resul-
ta fácil al contraponerse en el caso la libertad ideológica frente a una institución del
Estado, pero sería de imposible traslado a los endémicos conflictos entre derechos (STC.
20/1990 del 15 de febrero, F. 4, d), Boletín de Jurisprudencia Constitucional, 1990, 107,
p. 54; cursivas nuestras.
35 La ya citada STC. 104/1986 del 17 de julio, cit., nota 4, tras aludir a “un conflicto
de derechos ambos de rango fundamental”, da por hecho que “no necesariamente y en to-
do caso tal afectación del derecho al honor haya de prevalecer” sobre la libertad de ex-
presión, sino que “se impone una necesaria y casuística ponderación entre uno y otra”,
para concluir que “lo que nos lleva al otorgamiento del amparo no es una discrepancia
respecto de la ponderación de bienes y derechos fundamentales, sino la inexistencia de
tal ponderación” (F. 5, ibidem, p. 1054). La resolución no se vio acompañada de ningún
voto particular, pero —tras “una más detenida reflexión”— el magistrado Díaz Eimil
acabará presentándolo tres años después, aprovechando la STC. 121/1989 del 3 de julio,
en la que critica la exigencia de que el órgano jurisdiccional haya de llevar a cabo la pon-
deración, así como “el riesgo de que se minimice el derecho al honor” mientras se da al
“valor prevalente una excesiva eficacia” (Boletín de Jurisprudencia Constitucional,
1989, 99, p. 1190).
36 De ahí que la STC. 170/1994 del 7 de junio (citada en nota 28), al afirmar que “la
ponderación antedicha es, en su esencia, una operación de lógica jurídica”, plantee una
curiosa dimensión de tan misterioso saber, que incluiría “la selección de la norma jurídi-
ca aplicable al caso concreto”, “la subsunción en ella de los hechos” e incluso “la libre
valoración del acervo obtenido” (F. 1, ibidem, p. 74). Similares afirmaciones en la STC.
176/1995 del 11 de diciembre, que también tiene como ponente al magistrado Mendizá-
bal Allende (F. 4, Boletín de Jurisprudencia Constitucional, 1996, 177, p. 53).
37 Sobre el papel que el Tribunal ha de asumir, en ausencia o deficiencia de pondera-
ción por la jurisdicción ordinaria, se suceden, en efecto, posturas oscilantes. Así en la
STC. 223/1992 del 14 de diciembre, cit., nota 8, tras constatar que el Tribunal Supremo
no revisó la ponderación realizada, se apunta que “la naturaleza subsidiaria de esta vía de
LIBERTAD INFORMATIVA E INTIMIDAD PERSONAL 141
amparo no nos permite sustituir directamente el juicio debido”, lo que hace “necesario
reenviarle la cuestión” (F. 4, ibidem, p. 60). En la ya citada (nota 29) STC. 227/1992,
dictada el mismo día por idéntica Sala, se argumentará que la función del Tribunal “no se
limita a constatar la ausencia de ponderación, extendiéndose por el contrario a un pro-
nunciamiento sobre el fondo”, que le lleva a anular la sentencia del Tribunal Supremo y
declarar firme la que había casado (F. 3 y 6, ibidem, pp. 78 y 79). La STC. 15/1993 del
18 de enero insistirá en que “el juicio sobre la adecuación de esta ponderación a los pos-
tulados constitucionales compete en última instancia a este Tribunal” (F. 1, Boletín de
Jurisprudencia Constitucional, 1993, 142, p. 100). La STC. 136/1994 del 9 de mayo
sienta que “aunque los órganos judiciales hayan efectuado una ponderación entre las li-
bertades de expresión y otros bienes jurídicamente protegidos, como el honor y el princi-
pio de autoridad, ello no exime a este Tribunal de realizar su propia valoración” (F. 4,
Boletín de Jurisprudencia Constitucional, 1994, 158, p. 65).
38 Al respecto véase ¿Tiene razón el derecho? Entre método científico y voluntad po-
lítica, Madrid, Congreso de los Diputados, 1996, pp. 413 y ss.
Capítulo quinto
EL DERECHO A LO TORCIDO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
I. Los principios fundamentales del “buenismo” jurídico . . . 64
II. El doble lenguaje del “buenismo” en la teoría jurídica . . . 68
III. “Buenismo”: algo más que una estrategia política oportunista 70
IV. El derecho a lo recto como alternativa al “buenismo jurídico” . 71
CAPÍTULO QUINTO
EL DERECHO A LO TORCIDO
63
64 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
1) Prohibido prohibir.
2) Tendremos, en todo caso, derecho a todo lo no prohibido.
3) No cabe imponer las propias convicciones a los demás.
4) La tolerancia nos exige un máximo reconocimiento de derechos, en
lucha contra toda discriminación.
5) Toda desigualdad implica discriminación.
6) Derechos gratuitos.
9 Cfr. por ejemplo George, R. P., Para hacer mejores a los hombres, Madrid, Ediciones
Internacionales Universitarias, 2002, p. 208.
EL DERECHO A LO TORCIDO 69
Capítulo sexto
DEONTOLOGÍA JURÍDICA Y DERECHOS HUMANOS . . . . . . . . 73
I. Deontología jurídica y moral personal . . . . . . . . . . . . 76
II. Deontología jurídica y moral social . . . . . . . . . . . . . 77
III. Deontología y moral positiva. . . . . . . . . . . . . . . . . 82
IV. Deontología jurídica y derecho. . . . . . . . . . . . . . . . 88
CAPÍTULO SEXTO
DEONTOLOGÍA JURÍDICA Y DERECHOS HUMANOS
73
74 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
cia civil; llevándola incluso a la práctica en el sentido más estricto del térmi-
no: de modo público y notorio, asumiendo las consecuencias sancionatorias
que tal conducta lleve consigo.3 Un juez al que se prohibe en el ejercicio de
su función rehusar un fallo, ni siquiera pretextando oscuridad o insuficiencia
de la ley, menos aun podrá inaplicarla cuando es la nítida claridad de su
contenido (para él éticamente repugnante) la que alimenta su perplejidad. Su
desobediencia civil le habría de llevar más bien a renunciar a ejercer como
tal; de modo drástico o provocando la puesta en práctica de los mecanismos
disciplinarios oportunos. Como en tantos otros casos de colisión entre de-
recho y moral, la deontología en su sentido más amplio llevaría en este
caso al profesional a convertirse decididamente en víctima de las sanciones
derivadas de normas jurídicas que la desconocieran.
Apelar a una supuestamente deseable escisión entre exigencias éticas pri-
vadas y públicas, olvidando la existencia de la persona como indivisible su-
jeto común, conduciría a una falsa solución. Tomada en serio y vuelta por
pasiva, tan curiosa esquizofrenia llevaría a justificar uno de los tópicos de
uso más frecuente —y más ayunos de constatación empírica— en polémi-
cas deontológicas habituales en las profesiones sanitarias. El posible recurso
de un profesional de la sanidad pública a la objeción de conciencia —pieza
clave de la tolerancia que toda ética pública incluye en una sociedad abierta
y plural— a la hora de realizar determinada práctica, que no tendría luego
inconveniente en llevar a cabo lucrativamente de forma privada.
A los problemas deontológicos no cabe, pues, resolverlos mediante la
fuga a la doble moral, sino partiendo de una elemental cuestión: en el
ejercicio profesional las exigencias éticas suelen ser, al menos, cuestión
de dos.
se nos dirigen respecto a las conductas que nos relacionan con los de-
más. Basta repasar someramente el decálogo, para comprobar que la in-
mensa mayoría de sus exigencias merecerían tal rótulo. Me consideraré
personalmente obligado a comportarme en la vida social de un modo u
otro, para no traicionar mis propias convicciones. Desde esta perspectiva
particularmente amplia, cabría considerar como exigencias de mi moral
social el posible recurso, ya apuntado, a la objeción de conciencia, relativa
siempre a conductas a realizar para, junto o con otros.
Recordando la fórmula clásica que diversificaba las normas éticas se-
gún el objetivo que pretendían alcanzar, cabría de modo menos expansi-
vo reservar el rótulo “moral social” para catalogar determinadas exigen-
cias destinadas a configurar un modelo de sociedad donde la búsqueda
del propio concepto de bien —considerado a la vez deseable para los
otros— no tropiece con obstáculos de entidad. No se pretende, en este
caso, sólo preservar un hueco excepcional en dónde poder mantener a
salvo la propia convicción, sino contribuir a conformar positivamente y
dar vigencia a un código moral adecuado al modelo de sociedad que con-
sideramos necesario para todos. La desobediencia civil, con su peculiar
intensidad pública, cumpliría de modo arquetípico tal función. Mientras
el objetor intenta sólo esquivar una práctica que considera éticamente re-
pugnante, el insumiso apunta derechamente a un replanteamiento genera-
lizado de la institución que la justificaba.
Aún más nos acercará a un concepto restrictivo de la deontología profe-
sional la segunda acepción de “moral social” inicialmente aludida. Nos re-
ferimos con ella a unas exigencias éticas que son “morales” en la medida
en que no son —por el momento, o no habrán de ser nunca...— jurídicas.
A la vez, no brotan, sin embargo, de modo exclusivo de mi peculiar con-
cepción del bien o de los modelos de sociedad que pueda excluir, sino que
surgen de los criterios éticos socialmente consolidados de hecho, gracias a
la presencia pública de concepciones del bien potencialmente plural.
El concepto de persona adquiere un peculiar significado cuando se le
contrasta, marcando clara distancia, con el de papel social. Sin duda mi con-
ciencia personal no puede ser una cuando actúo yo y otra cuando ejerzo de
juez, porque al ejercer de juez soy yo mismo el que actúo; pero no es me-
nos obvio que hay exigencias éticas que asumiré por el mero hecho de ser
yo y otras que sólo habré de hacer propias en la medida en que asuma una
función judicial.
DEONTOLOGÍA JURÍDICA Y DERECHOS HUMANOS 79
No menos claro resulta que habré de ser yo mismo quien marque las
primeras —sin perjuicio de que para ello haya libremente decidido hacer
propios determinados códigos morales—, mientras las segundas acabarán
dependiendo de todos los que contribuyen —de hecho o de derecho— a
configurar uno u otro “papel”. Entre ellos yo mismo, como es lógico. Mi
deontología profesional, en su sentido más amplio, no dejará de impul-
sarme a configurar en la moral positiva de la sociedad un modelo de mi
profesión que promueva sus perfiles deseables, o al menos no les plantee
insuperables obstáculos.
La deontología profesional, en todo caso, ha cambiado ahora de centro
de gravedad. Ya no es una “ética especial” personal, reguladora de uno de
mis particulares ámbitos de conducta, sino que cobra una dimensión primor-
dialmente relacional. Con ella entrarán en juego peculiares dimensiones éti-
cas emparentadas con nociones como responsabilidad o confianza. Mi mo-
ral personal puede imponerme la exigencia ética de no defraudar a los
demás, y en consecuencia rechazaré toda norma social que favorezca el
fraude; pero, una vez integrado en un contexto profesional, difícilmente po-
dré dar contenido concreto y coherente a todo ello si no es partiendo de
cómo los demás esperan que yo me comporte. Las expectativas sociales se
convertirán así en elemento decisivo.
Adentrados ya de lleno en el ámbito jurídico cabría, por ejemplo, plan-
tear como mera exigencia deontológica la obligación de todo el que sol-
venta una controversia de ajustar su fallo a los que precedentemente en ca-
sos similares haya emitido, aportando en caso contrario una justificación
suficiente. Se trata de extremos que abordará por vías aparentemente más
amplias el propio ordenamiento jurídico, a través de los mecanismos pro-
cesales de unificación de doctrina, o de la dubitativa y poco consolidada
jurisprudencia constitucional sobre igualdad en aplicación de la ley;4 aun-
que, en este segundo caso, su forzada restricción a las resoluciones de un
mismo órgano judicial —o sección del mismo— apenas permita establecer
diferencia significativa. Como consecuencia el derecho, lejos de dotar de
particular vigor a exigencias deontológicas de especial calado, puede acabar
devaluándolas al someterlas a ponderación con otros aspectos instituciona-
les; como los suscitados por la siempre delicada relación entre el ámbito de
juego del Tribunal Constitucional y el tradicional del Tribunal Supremo.
derechos morales no son menos sino más jurídicos que los otros, precisa-
mente por merecer ser tildados de “morales”. Con ello se nos indica que no
responden a políticas coyunturales apoyadas en razones de oportunidad o
eficacia, sino que emanan de principios éticos de tan particular tonelaje co-
mo para merecer una garantía reduplicativa y reforzada.
Los deberes morales, propios de la deontología profesional, parecen
aspirar también a encontrar una doble instancia protectora, pero justifica-
da más bien por un doble propósito prudencial: contar con un ámbito de
decantación experimental de lo exigible, por una parte, y favorecer en lo
posible una saludable mínima intervención jurídica, por otra.
Es bien conocido el relevante papel que en toda esta tarea se concede
a los colegios profesionales; figura que —anécdotas, con nombre y ape-
llidos, al margen...— goza de reconocimiento específico en nuestra Consti-
tución (artículo 36). A la hora de justificar algunas de las consecuencias
de tan elevado refrendo —colegiación obligatoria, entre otras...— el control
deontológico tiende a aparecer, no sin algunos ribetes de voluntarismo,
como argumento decisivo.
Parece claro que el papel de los colegios nos es llevar al cielo de cabeza
a todos sus forzados miembros. Sin perjuicio de las rituales invocaciones a
los patronos/as de turno, más que disponerse a forjar un inmejorable
profesional modelo, pretenden promocionar un modelo de profesional
que respete mínimamente las expectativas depositadas por los ciudada-
nos en quienes desempeñan tal —siempre relevante— profesión. Lógica-
mente, conscientes de la inevitable escasez del profesional modelo, no
dejarán de esgrimir, cuando convenga, sanciones disciplinarias para hacer
factible tan laudable empeño.
Este intento de diseñar los adecuados perfiles de una buena práctica
profesional deja traslucir la convicción de que no nos hallamos ante una
cuestión meramente técnica, como si del mero visado de un proyecto se
tratara. Nos acercamos, más bien, a una praxis rebosante de implícitas exi-
gencias éticas. Entra así en juego aquella dimensión experimental que
acompaña a este peculiar escalón entre lo moral y lo jurídico. Con frecuen-
cia las exigencias emergerán al filo de problemas novedosos, cuya conside-
ración deontológica presupone un cercano conocimiento de la materia ética-
mente evaluada. Los códigos éticos profesionales habrán de ir, más de una
vez, por delante de la ley. No viene mal contar con este primario control de
apariencia prejurídica, para evitar más de un destrozo por parte de un orde-
namiento jurídico habitualmente poco propicio a la sutilidad.
86 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
9 “No es función de este Tribunal establecer criterios o límites en punto a las determi-
naciones que, con apoyo en dicha directriz [la promoción de la ciencia], pueda establecer
el legislador, máxime en una materia sometida a continua evolución y perfeccionamiento
técnico” (STC. 116/1999 del 17 de junio, F. 6, Boletín de Jurisprudencia Constitucional,
1999, 219, p. 33). De todo ello nos hemos ocupado en “Bienes jurídicos o derechos:
ilustración in vitro”, Anuario de Derechos Humanos, Madrid, 2000 (I), pp. 259-285.
DEONTOLOGÍA JURÍDICA Y DERECHOS HUMANOS 87
No son pocos los problemas que han ido siendo esbozados, ni muy di-
versos a los que se plantean a propósito de los derechos humanos, siem-
pre a caballo de la controvertida frontera entre derecho y moral.
Si las exigencias deontológicas son meramente “morales”, por qué no
dejar su cumplimiento al buen hacer y entender de cada cual. Si los dere-
chos humanos no son todavía jurídicos, en nombre de qué cabrá exigir
que los reconozcan las leyes, si no es pretendiendo imponer a los demás
opciones morales personales. Si las exigencias deontológicas —por ser
de justicia— son en realidad jurídicas, cómo pueden los poderes públi-
cos delegar su control y garantía en instituciones sociales, por dignas y
prestigiosas que fueren. Quizá lo que ocurre es que los derechos huma-
nos —con sus exigencias de justicia— son en realidad ya jurídicos, sin
perjuicio de que —precisamente por ello— haya que dotarlos por vía
constitucional y legislativa del máximo de positividad disponible. Si al-
guien tan poco iusnaturalista como Hart admitió que, por vía de hecho,
no parece imaginable que subsista un ordenamiento sin un mínimo de de-
recho natural, obvio resulta que no sería más imaginable realidad jurídica
alguna sin un mínimo de positividad.
Nuestro propio Tribunal Constitucional justifica la capacidad autorre-
guladora de los colegios profesionales, no sólo por su relevancia pública
—descartando toda identificación simplista entre público y estatal— sino
también por la peculiar situación de “sujeción especial” que sus colegiados
asumen. Ella justificaría tal “delegación de potestades públicas en entes cor-
porativos dotados de amplia autonomía para la ordenación y control del
ejercicio de actividades profesionales”.11
Esta perspectiva legal colorearía peculiarmente la dimensión más res-
trictiva de la deontología jurídica. Ello nos invita a repasar el mismo pa-
norama hasta ahora sobrevolado, pero en sentido inverso. Antes, tenien-
do a la persona como punto de partida, hemos ido avanzando desde la
moral personal a la social, hemos constatado su decantación como moral
positiva, vinculada a una opinio —no a una “fuerza normativa de lo fácti-
co”— progresivamente juridizadora. Ahora partiremos de la legalidad cons-
titucional para intentar remontarnos a las fuentes de las que en realidad se
alimenta.
11 STC. 219/1989 del 21 de diciembre, F. 3 (Boletín de Jurisprudencia Constitucional,
1990, 105, p. 174).
DEONTOLOGÍA JURÍDICA Y DERECHOS HUMANOS 89
Una vez que, con rango constitucional, “se prohíben los Tribunales de
Honor en el ámbito de la administración civil y de las organizaciones
profesionales” (artículo 26 CE), cabe excluir de la deontología profesio-
nal en sentido estricto cualquier tipo de exigencia sin respaldo jurídico.
Lo que gravitaría sobre los profesionales no serían exigencias éticas me-
ramente morales, sino propiamente jurídicas, por más que su fuente in-
mediata no hayan sido los poderes públicos sino las corporaciones —no
menos “públicas”— en las que han delegado un amplio ámbito de auto-
rregulación. En consecuencia, su régimen disciplinario queda sometido a
ulterior control jurisdiccional, sin que se convierta en “cosa juzgada” en
ámbito alguno ajeno a lo jurídico.
Parecería, pues, que la alusión a una deontología jurídica sería mera-
mente tautológica, en la medida en que el jurista no se vería sometido a
otras exigencias que las que gocen de respaldo jurídico. También la afir-
mación de que los derechos humanos sólo se convierten en propiamente
jurídicos cuando se ven recogidos formalmente en una norma parece re-
ducirlos a música celestial. No se habría producido realmente el decisivo
paso desde entender que los derechos son tales en la medida en que los
acaban recogiendo las leyes hasta entender que las leyes son tales en la
medida en que respetan determinados derechos.
En ambos casos se nos condena a ser víctimas de un espejismo. Las
leyes sólo nos dicen, en múltiples aspectos, qué exigencias derivan del
respeto a los derechos en la medida en que se parte implícitamente de
un concepto, tan prelegal como jurídico, de su contenido. La moral so-
cial positiva, como fuente de opinio, se convierte en inevitable clave
interpretativa y auténtica frontera de lo jurídico. La realidad social que
condiciona la aplicación de la ley, y garantiza que se convierte en dere-
cho vivo, no es un mero dato sociológico, sino expresión práctica de
una exigencia de justicia, que aflorará a través de conceptos indetermi-
nados —pero no por ello menos jurídicos...— como la buena fe, lo ra-
zonable, lo proporcional y tantos otros.
La deontología jurídica deja ya de ser tan estricta, para dar entrada a
elementos jurídicos en trance de positivación, presentes en las expectati-
vas ciudadanas. Quien pondrá el marchamo formal será siempre un po-
der público o, previa y subordinadamente, la corporación en la que ha
delegado, pero los contenidos jurídicos les vienen proporcionados, no
sólo como materia prima para el Midas de turno, sino como exigencia ju-
rídica que reclama adecuada positivación. La moral positiva fruto de pro-
90 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
13 N. Bobbio considera, en efecto, la primera expresión como propia de “la teoría del
positivismo jurídico, considerado en su expresión más radical” (Ruiz, Miguel A. (ed.), Con-
tribución a la teoría del derecho, Valencia, Fernando Torres, 1980, p. 311), mientras que el
positivismo jurídico como teoría —y no como “ideología”— “no implica necesariamente
una apreciación positiva de los datos tal y como han sido objetivamente revelados y repre-
sentados: tiene una función principalmente descriptiva y sólo indirectamente prescriptita”
(Giusnaturalismo e positivismo giuridico, Milán, Edizioni di Comunità, 1965, p. 111). Críti-
cas similares al “Positivismo jurídico como ideología del derecho”, Il positivismo giuridico,
Torino, Litogràfia Artigiana M. & S., 1979, p. 265 y ss.
14 A. Ross registra que la validez de la norma jurídica para su destinatario se apoya en
unos “impulsos inculcados en el medio social, que son vividos como un imperativo categóri-
co que lo «obliga», sin referencia a sus «intereses» o incluso en conflicto directo con éstos”.
El juez al aplicar la norma “está motivado primero y principalmente por impulsos desintere-
sados” y “jamás sería posible edificar un orden jurídico eficaz si no existiera dentro de la
magistratura un sentimiento vivo y desinteresado de respeto hacia la ideología jurídica en vi-
gor”. Similares mecanismos de obediencia reconoce en el “ciudadano ordinario”; lo que tie-
ne como consecuencia que “la fuerza ejercida en nombre del derecho no es considerada co-
mo mera violencia”. Por más que pueda darse una discrepancia entre una “actitud «moral»
genuina” y esta obediencia formal, “hay un límite para la escisión posible entre las dos acti-
tudes de la conciencia jurídica. Cuando este límite ha sido alcanzado, el respeto hacia el go-
bierno y el derecho queda sustituido por una conciencia revolucionaria” (Sobre el derecho y
la justicia, 4a. ed., Buenos Aires, Eudeba, 1977, pp. 54-56.
92 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
15 Celaya, G., Cantos iberos, 5a. ed., Madrid, Turner, 1977, p. 58.
I. Deontología jurídica y moral personal . . . . . . . . . . . . 76
II. Deontología jurídica y moral social . . . . . . . . . . . . . 77
III. Deontología y moral positiva. . . . . . . . . . . . . . . . . 82
IV. Deontología jurídica y derecho. . . . . . . . . . . . . . . . 88
Capítulo séptimo
RELEVANCIA CONSTITUCIONAL DE LA IGUALDAD . . . . . . . 95
I. La igualdad entre los “valores superiores”. . . . . . . . . . 95
II. No discriminación e igualdad ante la ley . . . . . . . . . . 98
III. Igualdad en la aplicación de la ley . . . . . . . . . . . . . . 102
IV. La dimensión activa de la igualdad . . . . . . . . . . . . . 106
V. Omnipresencia de la igualdad en nuestra Constitución . . . 109
CAPÍTULO SÉPTIMO
RELEVANCIA CONSTITUCIONAL DE LA IGUALDAD
95
96 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
nos, 1986-87 (4), pp. 173-198; incluido luego en versión alemana en Garzón Valdés, E.
(ed.), Spanische Sutdien zur Rechtstheorie und Rechtsphilosophie, Berlín, Duncker &
Humblot, 1990, pp. 155-169.
9 STC. 80/1982 del 20 de diciembre, F. 1 y 2.
RELEVANCIA CONSTITUCIONAL DE LA IGUALDAD 101
ley”. Tal declaración se realiza, sin duda, con un doble objetivo: en de-
fensa de la independencia del juez, respecto a cualquier instancia metaju-
rídica, y en recuerdo de su sometimiento al derecho (disfrazado de “ley”,
por arraigado vicio). Sin embargo, si no se renuncia al legalismo, el ar-
gumento concedería al juez una curiosa independencia del derecho, al
poder imponer aquella aplicación de la ley que en cada caso considere
oportuna; aumentarían así las posibilidades de un uso discriminatorio de
su poder, y disminuiría la efectividad de ese controlado sometimiento
que podría hacerle llegar a aparecer como poder “nulo”.
Más riguroso resulta un segundo argumento, que marca ya una neta
distinción en el juego de la igualdad, según se la contemple “en la aplica-
ción de la ley” o simplemente “en la ley”. Mientras en este caso reviste
“carácter material y pretende garantizar la identidad de trato de los igua-
les, aquél es predominantemente formal”,23 por lo que no exigiría mante-
ner una misma interpretación, sino sólo evitar cambios arbitrarios. Al
amparo de esta distinción se acentúa la inhibición del Tribunal Constitu-
cional. “La independencia que debe presidir la función judicial y la no
existencia en nuestro ordenamiento de un rígido sistema de sujeción al
precedente” descartaría que —incluso en ausencia del oportuno recurso
ante la jurisdicción ordinaria— “se convierta el recurso de amparo en un
instrumento de unificación de la jurisprudencia”,24 llegando a funcionar
“a modo de casación universal”.25
Por más que el mismo Tribunal Constitucional haya afirmado que nos
encontramos ante “una doctrina cuyos contornos están ya claramente de-
finidos y consolidados”,26 la verdad es que los tres núcleos de problemas
suscitados por el juego de la igualdad “en la aplicación de la ley” siguen
hoy abiertos.
Si la jurisprudencia es inevitablemente (para bien o para mal…) crea-
tiva, no tiene sentido privilegiar al Poder Judicial eximiéndolo de un
control de constitucionalidad previsto incluso para el Legislativo, direc-
tamente vinculado a la soberanía popular.
Esto plantea, sin duda, inevitables problemas, obligando a delimitar el
ámbito de acción del Tribunal Constitucional y Tribunal Supremo, si se ad-
mite que la igualdad obliga aplicar la norma con similar criterio en casos
23 STC. 49/1985 del 28 de marzo, F. 2.
24 STC. 58/1986 del 14 de mayo, F. 3.
25 STC. 190/1988 del 17 de octubre, F. 3.
26 STC. 63/1988 del 11 de abril, F. 2.
106 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
28 Al respecto véase Bobbio, N., “La funzione promozionale del diritto”, Dalla strut-
tura alla funzione, Milán, Edizioni di Comunitá, 1977, pp. 13-32.
108 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
29 STC. 27/1981 del 20 de julio, F. 10; que descarta se dé tal circunstancia en el caso
analizado.
30 STC. 81/1982 del 21 de diciembre, F. 3.
31 STC. 6/1981 del 16 de marzo, F. 5.
RELEVANCIA CONSTITUCIONAL DE LA IGUALDAD 109
V. OMNIPRESENCIA DE LA IGUALDAD
EN NUESTRA CONSTITUCIÓN
Cuando hace ahora veinticinco años, en las primeras líneas del articulado de
su Constitución, “España se constituye en un Estado social y democrático
de derecho”, tal afirmación no dejaba de suscitar alguna controversia. Quizá
el paso del tiempo permita aventurar algún provisional balance, tanto sobre el
efectivo alcance de dicha constatación o propósito como sobre las vías por
las que ha llegado a hacerse posible.
La alusión al Estado “social” marcaba un obvio contrapunto al viejo mo-
delo liberal de Estado de derecho. Éste pretendía sólo someter al imperio de
la ley a los poderes públicos, a los que se pretendía poner freno en garantía
de unos derechos y libertades individuales enfrentados a ellos defensiva-
mente. Resultaba obvio por demás en qué medida aquellos derechos de la
llamada primera generación habían dado luego paso —en un contexto más
socializador que individualista— a una segunda generación de derechos,
que cobraban sentido por la posibilidad de recabar de esos mismos poderes
una prestación que permitiera hacerlos efectivos. Tal evolución histórica era
pacíficamente admitida y se había plasmado igualmente en el ámbito econó-
mico, patentando la no muy individualista fórmula alemana de la economía
“social” de mercado.
Más problemático resultaba qué alcance pretendiera darse a la alusión
al Estado “democrático” de derecho, cuya matriz histórica distaba de resul-
tar obvia. Los intentos de explicitar su sentido parecían emparentar tal fór-
mula con un entendimiento del socialismo como obligada plenitud histórica
de la utopía liberal;1 tomado en serio abocaría a un final de la historia, de
1 Así para Elías Díaz, mientras el Estado social de derecho unía una democracia social
con un capitalismo maduro y un Estado intervencionista productor de bienes y servicios, el
Estado democrático de derecho supondría una transformación en profundidad del capitalismo
y su sustitución por el socialismo, lo que habría llevado a G. Peces-Barba a insistir en “esta
interpretación, diría auténtica”, que rimaría con la “democracia avanzada” a la que alude la
111
112 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la li-
bertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integran sean
reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su pleni-
tud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, eco-
nómica, cultural y social.
vez más, entre una inhibición “negativa”, que le evite asumir una “casación
universal”, y una acción positiva en defensa de una igualdad real y efectiva,
que acabe convirtiendo el respeto al precedente en exigencia constitucional.5
El artículo 9.2 emparentaba también con la doctrina de la función pro-
mocional del derecho, que animaba a superar una visión meramente re-
presiva del ordenamiento jurídico. Los poderes públicos habrían, en
efecto, de “promover condiciones” y eliminar obstáculos a la libertad y
la igualdad. No podían, en consecuencia, limitarse a garantizar que no se
produciría entre ciudadanos cara al futuro trato desigual alguno; por
dicha vía no harían sino consolidar un statu quo históricamente viciado
de desigualdad. Habría más bien que erradicar sus arraigadas causas y com-
pensar sus efectos, generando condiciones vitales bien distintas.
Se ensancha así por vía constitucional el angular ya abierto cinco años
antes, en un marco aún predemocrático, por la reforma del título prelimi-
nar del Código Civil, que recordaba la necesidad de aplicar las normas
de acuerdo con la “realidad social” del momento. Es esa realidad, que
aparece como desigual e incluso discriminatoria, la que vetará cualquier
actitud neutra y empujará a acciones positivas capaces de transformarla.
Todo ello habrá de llevarlo a cabo el juez, detectando en cada caso situa-
ciones poco “razonables” para aplicar a ellas la Constitución, sin esperar
a que el legislador supere cualquier ocasional letargo.
Deberá, por otra parte, ocuparse no sólo de la libertad y la igualdad de
los individuos, sino también de la “de los grupos en que se integran”.6 Lo
do que acabará discrepando del fallo remacha que lo suscitado es “un puro
problema de legalidad ordinaria consistente en si los funcionarios interinos
son titulares del derecho de excedencia”.10
Un “legislador negativo” no tendría demasiado más que añadir; pero de-
terminados aspectos de la realidad social pueden exigirle poner algo más de
su parte. El hecho, por ejemplo, de que la demandante “llevaba más de cin-
co años en esta situación de supuesta interinidad” no parece inocuo. Aludir
en tal contexto al “carácter temporal y provisional” de su trabajo, o conside-
rarlo motivado por la “necesidad y urgencia de la prestación del servicio”,
resultaría “en extremo formalista”; con lo que la denegación de excedencia
pasa a considerarse “claramente desproporcionada”.11
En la medida en que la interinidad aparece como contratación precaria
en perjuicio del trabajador, más que como recurso de emergencia en be-
neficio común, podría considerarse discriminatoria la denegación de ex-
cedencia a cualquier interino. Pero no será ésta la consecuencia: “no se
trata de afirmar que ante situaciones de interinidad de larga duración las
diferencias de trato resulten en todo caso injustificadas”, sino que serán
otras “circunstancias del caso” y “la trascendencia constitucional del de-
recho” tratado desigualmente en ellas12 las que permitan dictaminar su
carácter discriminatorio. Deberá tratarse, en concreto, de una interina...
Nos hallamos ante un “dato extraído de la realidad social imperante”
que obliga a reaccionar: la negación de excedencia a los interinos “pro-
duce en la práctica unos perjuicios en el ámbito familiar y sobre todo en el
laboral que afectan mayoritariamente a las mujeres”, que con frecuencia
“se ven obligadas a abandonar sus puestos de trabajo y a salir del mercado
laboral”.13
No constituye ningún secreto la relevancia valorativa de esta apelación
a la “realidad social”. No nos hallamos ante una mera constatación so-
ciológica, cuyo refinado conocimiento nos permitiría proyectar con mayor
10 STC. 240/1999, F. 4 y 1 y epígrafe 1 del voto particular del magistrado Vicente Con-
de Martín de Hijas.
11 STC. 240/1999, F. 1 y 4. Tal razonamiento se reitera ante caso similar en la STC.
203/2000, F. 3, para la que “no existe justificación objetiva y razonable desde la perspectiva
del artículo 14 de la Constitución española para, en orden al disfrute de un derecho legal re-
lacionado con un bien constitucionalmente relevante como el del cuidado de los hijos, dis-
pensar a un funcionario interino que lleva más de cinco años ocupando una plaza, un trata-
miento jurídico diferente y perjudicial respecto al dispensado a los funcionarios de carrera”.
12 STC. 240/1999, F. 7 y 4.
13 STC. 240/1999, F. 5.
ESTADO SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO 119
acierto un juicio de valor del que sólo la norma jurídica es depositaria. Los
hechos no se nos presentan como “jurídicos” sin ir acompañados de una
relevancia normativa, antes aun de haber tenido ocasión de localizarla en
el ordenamiento positivo. Las normas no nos acaban de transmitir su
mensaje hasta que cobran existencia entrando en correspondencia con
hechos concretos.
Más allá de toda ingenua —y mitificada— separación entre hechos y
normas, nos encontramos ante unos hechos que reclaman por sí mismos
valorativamente una solución más ajustada y obligan a buscarla en el or-
denamiento, de modo que se satisfaga favorablemente este requerimiento
de justicia: “la posición de desigualdad afecta sólo a las mujeres y no de-
riva de la ley sino de la realidad social del momento”; por lo que resulta-
rá obligado reconocer que “denegar a una funcionaria interina de larga
duración la posibilidad de solicitar las excedencias para el cuidado de su
hijo produce una efectiva y real discriminación respecto a la permanen-
cia en el mercado de trabajo”.14 El nuevo tópico de la “realidad social” y el
clásico de la “naturaleza de las cosas”, con su capacidad de “poner en co-
rrespondencia” ser y deber ser,15 parecen así darse la mano.
14 STC. 240/1999, F. 7.
15 Arquetípico al respecto véase Kaufmann, A., Analogie und Natur der Sache, Karl-
sruhe, Müller, 1965, p. 44. El papel de este trabajo dentro de su obra lo he analizado en “El
papel de la personalidad del juez en la determinación del derecho. Derecho, historicidad y
lenguaje en Arthur Kaufmann”, Persona y Derecho, 2002, 47, pp. 281, 285, 290 y 291.
16 “La abrumadora mayoría de los funcionarios y laborales que solicitan la excedencia
para el cuidado de los hijos son mujeres” se insiste (STC. 240/1999, F. 1 y 7). Al magistra-
do Vicente Conde, sin embargo, “la mezcla del dato de la duración anómala de la interini-
dad con el de la utilización casi exclusiva de la excedencia para el cuidado de hijos por las
mujeres” le parece que “introduce en la argumentación un factor de artificiosidad”, con
una “paradójica consecuencia”: “a situaciones legalmente irregulares... se les viene a reco-
nocer unos derechos”, que la sentencia “no tiene inconveniente en negar a las situaciones
120 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
superar toda visión del artículo 14 desconectada del 9.2, como la que entre
nosotros dio inicialmente paso a una jurisprudencia constitucional sex-blind,
que sugería —ante el estupor de propios y extraños— que la víctima por an-
tonomasia de la discriminación por razón de sexo era el varón viudo, al que
no se reconocía pensión.17
La ambivalencia de la desigualdad de trato, según se analice desde un
aislado cotejo individual o haciendo entrar en juego la situación del gru-
po social en el que los afectados se insertan, es notable. La discrimina-
ción individual del viudo sin pensión no era sino consecuencia de la
práctica expulsión del mercado de trabajo de la mujer, que es a quien
realmente discriminaba una sociedad para la que sólo su propia condi-
ción de viuda, o alguna otra catástrofe familiar, hacía concebible que tu-
viera que “ponerse a trabajar”.
Los estereotipos vinculados al género han de servir de pista para de-
tectar incluso discriminaciones indirectas, encubiertas bajo apariencia de
igualdad formal. Se trata de situaciones que ponen de relieve cómo “la
discriminación por razón de sexo puede derivarse no sólo de un trata-
miento legal diferenciado de situaciones sustancialmente iguales, sino
también indirectamente de una realidad social discriminatoria contraria
al artículo 14 que un tratamiento formalmente igualitario no repara”.
Ayudará a constatarlo el análisis sociológico del “impacto” de dicha si-
tuación, aprovechando la notable experiencia acumulada al respecto en
la doctrina norteamericana alentadora de las affirmative actions. Tales da-
tos se convierten en sustitutivo de la mera búsqueda de un término de com-
paración entre dos casos aislados para buscar luego si existe o no un funda-
mento objetivo y razonable que justifique su desigual trato. Dejan así bajo
sospecha a más de un “tratamiento formalmente neutro o no discriminatorio
del que se deriva por las diversas condiciones fácticas que se dan entre tra-
bajadores de uno y otro sexo un impacto adverso” para uno de los grupos de
género; ya que ahora “lo que se compara, no son los individuos sino los
grupos sociales en los que se ponderan estadísticamente sus diversos com-
ponentes individuales”.18
regulares de interinidad que les sirven de marco legal” (epígrafe 1 del voto particular a la
STC. 240/1999).
17 Sobre el particular véase Discriminación por razón de sexo, op. cit., nota 7, pp. 55-58.
18 STC. 240/1999, F. 4 y 6. Tal enfoque está ya presente en la STC. 145/1991, de la
que nos ocupamos por extenso en Discriminación por razón de sexoo, op. cit., nota 7,
pp. 141-144, 146 y 148. Lo que lleva al magistrado Vicente Conde a discrepar es el conven-
ESTADO SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO 121
25 Ardua tarea que asume en su F. 4 la STC. 41/2002 del 25 de febrero, de la que fue po-
nente el magistrado Eugeni Gay Montalvo.
26 Así ocurre con la STC. 41/2002, a cuyo F. 4 nos hemos referido. No considera
“convincentes” las alegaciones de la demandante, que evoca su despido anterior después
de reincorporarse tras una baja maternal, logrando la readmisión gracias a una fuerte pre-
sión sindical; no estima que tal indicio dé paso a un “panorama indiciario suficiente”, al
no conocer la empresa en este segundo caso su estado de gestación. Tanto el Juzgado de
lo Social de Almería como el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía habían descar-
tado el carácter discriminatorio del despido por idéntica razón (ibidem, A. 2).
27 STC. 17/2003, A. 2 d) y e), F. 5. Se cita en ella con profusión la ya comentada STC.
41/2002.
ESTADO SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO 125
***
28 STC. 17/2003, F. 2 y F. 6.
126 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
Capítulo décimo
LOS LLAMADOS DERECHOS “MORALES” DEL AUTOR EN LOS
DEBATES PARLAMENTARIOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143
143
144 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
La ley de 1987 tuvo, por otra parte, la virtud de sensibilizar a los pro-
tagonistas de tan variada gama de actividades, llevándoles a multiplicar
las entidades que asumen la defensa de sus derechos y animándoles a
atraer la atención de la sociedad sobre sus reivindicaciones. Por si fuera
poco, la apertura de las llamadas “autopistas de la información” anuncia
un cambio de escenario en el juego práctico de estos derechos,3 de conse-
cuencias no fácilmente previsibles.
Todo ello no hace, a nuestro juicio, sino aumentar el interés de una
posible reflexión sobre algunos conceptos básicos que han cobrando es-
pecial protagonismo en el debate doctrinal, han dejado su impronta en
los trámites parlamentarios y acabarán siendo decisivos en la propia ta-
rea judicial.
Los dedicados a la filosofía jurídica se sienten llamados, quizá por de-
lirios de grandeza, a asumir en las facultades de derecho el papel que a la
filosofía compete en el ámbito del saber: hacer de incómodo tábano que
mantenga la vitalidad de seres más presentables y útiles, como ya señala-
ra el mítico Sócrates. El científico se considera obligado a aportar res-
puestas, que zanjen con eficacia problemas pendientes. Los presuntos
científicos del derecho se esfuerzan por elaborar una “dogmática jurídi-
ca” capaz de cumplir similar función en lo que a los problemas de los ju-
ristas se refiere. Al filósofo del derecho corresponde —como al filósofo
a secas respecto al científico— la tarea, entre inoportuna y lúdica, de
nera el debate a las Cámaras” (Cortes Generales, Diario de Sesiones del Senado, V Le-
gislatura, Comisión de Educación y Cultura, núm. 162, 15 de diciembre de 1994, pp. 3 y
14). El polémico texto acabaría siendo publicado por el gobierno socialista aún en fun-
ciones, antes de la toma de posesión de sus sucesores, por Real Decreto 1/1966, del 12 de
abril, publicado en el Boletín Oficial del Estado del 22 del mismo mes.
3 Casi podría ya aplicarse a la Ley 22/1987, del 11 de noviembre, como si hubiera
pasado otro siglo, la afirmación del segundo párrafo de su propia Exposición de Motivos:
“el legislador de entonces no podía prever las profundas transformaciones sociales sobre-
venidas y, más en particular, las consecuencias del desarrollo de los medios de difusión
de las obras de creación que han permitido, por primera vez en la historia, el acceso de la
mayoría de los ciudadanos a la cultura, pero que, paralelamente, han facilitado nuevas
modalidades de defraudación de los derechos de propiedad intelectual”. En el ámbito de
las instituciones europeas, el “Libro Verde sobre los derechos de autor y el desafío tecno-
lógico. Problemas de derechos de autor que requieren una acción inmediata”, 1.4.2,
muestra también preocupación “por el hecho de que las nuevas tecnologías dificultan, o
incluso impiden, el control de la explotación o el usufructo de una obra” (Propiedad inte-
lectual, Madrid, Secretaría General, Congreso de los Diputados, Documentación núm.
92, febrero de 1992, p. 148).
LOS LLAMADOS DERECHOS “MORALES” DEL AUTOR 145
vestigación y la enseñanza” del derecho de autor y de los derechos conexos “es tarea
propia de los civilistas”. Dogmática jurídica aparte, las consecuencias reales son previsi-
bles: los derechos de los autores tendrán como “límites y cargas” “los que juegan para la
propiedad en particular” y los específicos contemplados en la ley (Estudios sobre propie-
dad intelectual, Barcelona, Bosch, 1995, pp. 17 y 141).
6 “Sin ese derecho, que asegura al hombre la propiedad de sus conquistas, limitaría
el concepto de su personalidad”, había dicho Danvila al presentar ante las Cortes la pro-
posición de Ley de 1879 (cfr. Propiedad Intelectual, cit., nota 3, Documentación núm.
46, febrero 1986, p. 334b).
LOS LLAMADOS DERECHOS “MORALES” DEL AUTOR 147
sobrio amor al arte. Decenios después se producirá, sin embargo, una in-
flexión de signo contrario; se trata ahora de evitar la reducción de los de-
rechos del autor a su dimensión meramente patrimonial, con el peligro
de marginar aquéllos que derivarían de la permanente vinculación del
autor a su obra, aun después de haberla enajenado. Entran así en escena
los llamados derechos “morales”, de los que habremos de ocuparnos con
mayor detenimiento.
Desde el inicio de este proceso se ha producido una doble evolución.
Por una parte, al avanzar planteamientos de mayor dimensión social, la
propiedad ha ido perdiendo aquel destacado reconocimiento, para ceder-
lo —al menos en la teoría— a otros derechos ahora más estrechamente
vinculados a esa dignidad humana que aparece como fuente de todos
ellos. Pierde, a la vez, la propiedad su marcado carácter individualista,
para cobrar nuevo sentido ligada a una indeclinable función social.
Buena prueba de ello serán las consecuencias, nada irrelevantes, deriva-
bles de la polémica doctrinal sobre el adecuado entronque constitucional de
los derechos del autor. Entre nosotros, por ejemplo, de optarse por su vincu-
lación al artículo 20 —que, como es sabido, alude en su epígrafe 1.b)— al
reconocimiento y protección del derecho “a la producción y creación litera-
ria, artística, científica y técnica”, nos encontraríamos ante un derecho fun-
damental, con la consiguiente protección reforzada por vía de amparo.
Este entronque queda, a nuestro modo de ver, confirmado por el desa-
rrollo del debate constituyente, no muy expresivo salvo excepciones en lo
relativo a los derechos fundamentales, dado el intento de consensuar al
máximo dichos capítulos. Se sustituyó la alusión a “los derechos inheren-
tes a la producción literaria...” por el “derecho a la producción...”. Una en-
mienda de UCD entendía que los derechos del autor (en clave meramente
patrimonial) quedaban subsumidos en el artículo 33, mientras que varios
diputados de AP los consideraban “materia de ley ordinaria y no consti-
tucional”. En la fase decisiva del debate, el portavoz socialista Peces-Bar-
ba —filósofo del derecho a fin de cuentas— aludiría a la existencia de
“una tendencia científica a la desconstitucionalización” de la propiedad
y “una tendencia paralela y contradictoria a la constitucionalización de
esta producción y creación literaria, artística y científica”, siendo a conti-
nuación rechazadas todas las citadas enmiendas por unanimidad.7
en nuestro trabajo “Derechos del autor y propiedad intelectual” (op. cit., nota 4, p. 52), en
el que tuvimos también ocasión de pronunciarnos sobre el contradictorio “Informe de la
Secretaría General (del Congreso de los Diputados) relativo al carácter orgánico u ordi-
nario del Proyecto de Ley de Propiedad Intelectual”. Suscribió más tarde nuestros plan-
teamientos, en éste y otros de los aspectos abordados, González López, M., El derecho
moral del autor en la Ley española de Propiedad Intelectual, Madrid, Marcial Pons,
1993, pp. 34-38 y 63-64, entre otras.
8 R. Bercovitz Rodríguez-Cano en la obra colectiva Comentarios a la Ley de Pro-
piedad Intelectual, que él mismo coordinara, Madrid, Tecnos, 1989, artículo 1o., p. 22.
LOS LLAMADOS DERECHOS “MORALES” DEL AUTOR 149
Para Bondía, por el contrario, “no ofrece” duda que la propiedad intelec-
tual resultó incluida en el artículo 20 de la Constitución, al considerar que
“del análisis de los trabajos parlamentarios para la elaboración de nuestra
Constitución, se desprende de manera inequívoca”. A su juicio, “constituye
no sólo una consecuencia de la libertad de expresión, sino, lo que es más
importante, una garantía de la misma”; por otra parte, sin salir del mismo ar-
tículo, también “la propiedad intelectual constituye la sustancia jurídica de
la información”.13 Quizá por no tener en cuenta los debates parlamentarios,
no aborda, sin embargo, la situación planteada al rechazarse las enmiendas
presentadas reclamando carácter orgánico para aquellos artículos que desa-
rrollaran tal precepto constitucional.14
De entenderse, por el contrario, que los derechos que corresponden al
autor no son sino una forma peculiar de propiedad, quedarían enmarca-
dos en el artículo 33 de la Constitución, excluido de la reforzada protec-
ción procesal a que ya nos hemos referido.15 Les sería, por lo demás, aplica-
ble su epígrafe 2, de acuerdo con el cual “la función social de estos derechos
limitará su contenido”, extremo éste que consideramos menos relevante,
dado que tales límites no serían muy diversos de los que, en todo caso, de-
rivarían de la protección del acceso a los bienes culturales, al que luego
aludiremos.
Ya el debate del proyecto de Ley de Propiedad Intelectual de 1987
contribuyó a poner sobre el tapete todo este discutido panorama. Se pre-
explicación del doble derecho”, pero se trataría más bien de “facultades”, por lo que se
habría salido del “monismo” (Comentarios a la Ley de Propiedad Intelectual, cit., nota
8, artículo 2o., p. 35).
24 De ahí que se propusiera la sustitución de tal término por el de derechos “persona-
les”, frecuentemente utilizado como sinónimo por la doctrina, aunque tal enmienda sería
rechazada (Cortes Generales, Diario de Sesiones, Congreso, III Legislatura, Comisiones,
núm. 128, del 12 de mayo de 1987, p. 4823). El Dictamen emitido en mayo de 1985 por
la Comisión de Educación y Universidades, Investigación y Cultura del Senado, tras la
comparecencia de diecinueve expertos, se refiere al necesario reconocimiento de “estos
derechos personales del autor, que más tarde se han llamado «derechos morales»” (cfr.
Propiedad intelectual, cit., nota 3, p. 406).
LOS LLAMADOS DERECHOS “MORALES” DEL AUTOR 155
30 No cabría descartar que precisara como añadido una constancia registral de alcance
jurídico constitutivo. Esta dimensión fue descartada por la nueva ley, que en su artículo 1o.
señala que “la propiedad intelectual de una obra literaria, artística o científica corresponde
al autor por el solo hecho de su creación”. El Registro podría seguir resultando, sin embar-
go, relevante para poder ejercer peculiares derechos conexos o afines. Valga como ejemplo
anecdótico el de los monjes de Silos y la súbita irrupción de sus labores litúrgicas en el trá-
fico jurídico. Si hemos de creer a los directivos de la Sociedad General de Autores de
España (SGAE), no siendo creadores de su repertorio gregoriano, el no haber registrado su
adaptación les habría acarreado un millonario lucro cesante.
31 Pone en ello énfasis, entre otros, Rogel Vide, C., Estudios sobre propiedad intelec-
tual, cit., nota 5, p. 12.
32 Quintero Olivares, G., Protección penal de los derechos de autor y conexos, Ma-
drid, Civitas, 1988, p. 42; obra de cuya segunda parte es autor J. M. Gómez Benítez.
33 Arquetípica al respecto la postura de H. Baylos Corroza, que considera que la acti-
tud dualista “no es satisfactoria, llegando a originar la desnaturalización” de tales dere-
cho. No deja de ser significativo que lo afirma en una obra titulada Tratado de derecho
industrial, en cuyo subtítulo se alude a Propiedad industrial, propiedad intelectual, dere-
158 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
acción que se perpetúa. Es lógico, por ello, que el autor conserve sus de-
rechos “morales”, específicamente derivados de su (¡permanente!) condi-
ción de tal, sin perjuicio de que haya dado vida a otra relación jurídica
por la que transmite otros derechos de carácter patrimonial sobre el obje-
to fruto de su tarea creativa.
En consecuencia, tratar a autor y comprador como titulares de unos dere-
chos, presuntamente unitarios, de propiedad intelectual puede resultar dis-
paratado. El creador literario podrá ceder o transmitir el porcentaje que le
corresponda en la venta de ejemplares de su obra (o sea, los denominados
tan consolidada como equívocamente derechos de autor), pero conservará
los derechos del autor sobre ella, a la hora de exigir —por ejemplo— que
se publique con su nombre, bajo seudónimo o de forma anónima.
la idea de que “la ley 22/1987 responde a criterios neoliberales, dando cuerpo legal en
este ámbito a la tesis del análisis económico de los property rights”, aunque ha de reco-
nocer que “a estos caracteres escapa el «derecho moral de autor»”. Detecta en este ámbi-
to una “concepción individualista”, que llevaría a un tratamiento más “civilista” que
“mercantil”; pero insiste en rechazar su conexión con los “derechos de la personalidad” y
los vecinos preceptos constitucionales (La propiedad intelectual en el derecho interna-
cional privado español, cit., nota 15, pp. 30, 31, 32 y 90).
43 Bondia Roman, F., Propiedad intelectual, cit., nota 13, pp. 154, 200, 206 y 211.
44 Rigel Vide, G., Estudios sobre propiedad intelectual, cit., nota 5, pp. 49 y 138.
162 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
del ya apuntado sobre su posible engarce con unos u otros de los derechos
reconocidos con rango fundamental por la Constitución. De ahí que se
vuelva ocasionalmente hacia ellos, para proponer ahora el emparentamien-
to de los derechos “morales” del autor con el derecho al honor,45 sin que
por ello llegue a disminuir la polémica.46 La misma sentencia, ante la ale-
gada vulneración del derecho al honor, insistirá en la distinción entre dere-
chos “de la personalidad” y los del autor sobre el “resultado” de su obra.47
Sin embargo, este posible traslado de entronque constitucional del ar-
tículo 20 al 18 no es irrelevante. Se ha recordado que —a efectos pena-
les, en los que el “dualismo” resulta más expresivo— la protección del
derecho “moral” de los autores a la integridad de su obra implica que
“cualquier modificación sustancial de la obra puede incurrir en delito,
aunque no sea perjudicial para los intereses o reputación del autor”; dife-
rente sería el caso si se tratara de intérpretes o ejecutantes, cuya protec-
ción se ve restringida por el artículo 107 de la Ley a aquellos casos en
que su prestigio o reputación resulte lesionada.48
45 Ya el Convenio de Berna vincula los derechos “morales” del autor con el honor,
“la «reputación», el «renombre» y la «estimación pública» del autor. El propio artículo
14. 4o. de la Ley alude al «perjuicio» a sus legítimos intereses o menoscabo de su reputa-
ción”. F. Bondia Roman, aparte de apuntar que “los derechos reconocidos en el artículo
18 pueden actuar como condicionantes y límites al ejercicio de los derechos de los auto-
res”, entiende que “la creación de una obra otorga a su autor una especie de legitimación
especial y reforzada para que los actos realizados en relación con ella no menoscaben ni
perjudiquen su honor y su reputación” (Propiedad intelectual, op. cit., nota 13, p. 209).
46 La sentencia del 9 de diciembre de 1985 (cit., nota 39) recordará que la Ley del 5
de mayo de 1982 de Protección al Honor, a la Intimidad Personal y Familiar y a la Propia
Imagen, a los que considera “estrictos derechos de la personalidad”, no contempla a los
derechos del autor. De ello habría que deducir que “el legislador, con toda justeza y
acierto jurídico, no equiparó” a unos y otros. El magistrado discrepante considera, por el
contrario, que “cualquier modificación que fuere perjudicial al honor o reputación del au-
tor” afectaría a sus derechos “morales” (Considerando 5, así como Fundamento de dere-
cho tercero del voto particular). Para C. Rogel Vide los llamados derechos o facultades
morales del autor, a los que califica de “simples especificaciones, muchas veces, del de-
recho al honor, a la fama o a la intimidad”, no desnaturalizan la propiedad intelectual en
cuanto propiedad especial (Estudios sobre propiedad intelectual, cit., nota 5, p. 14).
47 Considerando 5, in fine.
48 Gómez Benítez, J. M., Protección penal de los derechos de autor y conexos, cit.,
nota 32, p. 173. J. Caffarena Laporta considera “de alabar que el legislador español se
haya apartado en este punto de la ley italiana y del Convenio de Berna, que exigen que la
modificación cause un perjuicio al honor o reputación” del autor (Comentarios a la Ley
de Propiedad Intelectual, cit., nota 8, artículo 14, p. 280).
LOS LLAMADOS DERECHOS “MORALES” DEL AUTOR 163
49 Para H. Baylos Corroza “la creación es la obra personal de un hombre, con la que
ya puede hacerse impersonalmente una obra. El creador realiza una tal enajenación de sí
mismo al forjar las significaciones, que lo que era pura norma personal se transforma en
un conjunto de prescripciones aplicables ya por cualquiera. No existe otro modo más
propio que éste de transformar un sujeto en objeto” (Tratado de derecho industrial, cit.,
nota 33, p. 63).
164 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
Si, por el contrario, los proyectamos sobre ese fondo, resaltará su autén-
tico sentido.
Se ha levantado implícitamente acta de ello, al distinguir Caffarena
entre la creación de la obra, que —fiel a los dos tiempos— consideraría ul-
timada “cuando se ha exteriorizado de algún modo”, y su divulgación. A su
juicio, “mientras la primera es sin más una manifestación particular del ge-
neral derecho a la libertad, la segunda es una expresión del derecho de au-
tor”, llegando incluso a admitir, de manera más bien pusilánime, que “en al-
gunas de sus facetas el derecho de divulgación tenga una directa conexión
con el derecho a la libertad protegido constitucionalmente”.50 En todo caso,
parece reconocerse que la creatividad artística, desvinculada del afán de di-
vulgación, se convertiría en un fenómeno esotérico.
Con la dimensión comunicativa como fondo, cobra relieve la hondura
“moral” y no meramente patrimonial de determinados derechos. No en
vano el primero que reconocerá al autor el artículo 14 de la Ley —como
irrenunciable e inalienable— será, precisamente, el de “decidir si su obra
ha de ser divulgada y en qué forma”. Lo mismo cabría decir del derecho a
“exigir el reconocimiento de su condición de autor de la obra”, que jugará
con absoluta independencia de las posibles consecuencias patrimoniales de
tal hecho; así ocurre con quien viera publicada (y pagada) una colaboración
literaria en la que, sin embargo, se haya omitido su nombre.
Arquetípico como derecho “moral” será también el de “exigir el res-
peto a la integridad de la obra e impedir cualquier modificación, altera-
ción o atentado contra ella, que suponga perjuicio a sus legítimos intereses
o menoscabo a su reputación”. Su juego es obviamente independiente de
la posible indemnización por daños que de ello pudiera derivarse.51 Será
el afán de que esa comunicación no resulte indebidamente alterada,52
más que el prurito individualista de seguir sintiéndose dueño de ella, la
fuente de ese derecho a oponerse a una modificación, que pueda desvir-
50 Caffarena Laporta, J., Comentarios a la Ley de Propiedad Intelectual, cit., nota 8, ar-
tículo 14, p. 269.
51 Así queda de relieve en las sentencias relativas al caso Sistiaga, a cuyo primeros
compases ya tuvimos ocasión de referirnos, como recuerda J. M. Rodríguez Tapia en La
cesión en exclusiva de los derechos de autor, Madrid, Centro Estudios Ramón Areces,
1992, p. 149. Se acaba reconociendo en ellas el derecho moral del pintor a no ver modifi-
cada su obra, pero se rechaza a la vez la procedencia de la indemnización que reclamaba.
52 El escultor Eduardo Chillida hará públicas sus quejas por las modificaciones intro-
ducidas en el inmediato contexto urbano de una de sus esculturas, situada en una plaza
de Vitoria, a la que el ayuntamiento decidió rodear de una perturbadora valla.
LOS LLAMADOS DERECHOS “MORALES” DEL AUTOR 165
tuarla.53 En otras ocasiones el autor podrá, por idéntico motivo, optar por
modificar su obra, recreándola.
Comunicación, como raíz básica de los derechos del autor, y divul-
gación, como vía más adecuada de su desarrollo, se dan también la mano
en el derecho a “acceder al ejemplar único o raro de la obra, cuando se
halle en poder del otro”. Éste se justifica, de modo explícito, “a fin de ejer-
citar el derecho de divulgación”, en el epígrafe 7o. del mismo artículo 14.
Los artistas plásticos que en diciembre de 1993 presentaron el llamado
“Manifiesto de Zaragoza”, de catorce puntos, resaltaban en el séptimo
que “la exhibición de una obra de arte es un acto comunicativo del creador.
Es un derecho intemporal e independiente de la propiedad. El autor debe
tener siempre el derecho a decidir de qué forma se exhiben sus obras”.
Defendían también, en el punto noveno, que “el derecho moral de los
creadores visuales a recibir información sobre la localización de sus
obras debe ser reconocido”.
Idéntico esquema interpretativo podría, a la vez, aplicarse a otros de-
rechos no incluidos en la sección dedicada al enigmático “derecho mo-
ral”. Pensamos, por ejemplo, en el llamado “derecho de continuidad”
(droit de suite, en su popularizada versión francesa) o de participación en el
precio de las reventas de obras en pública subasta. Interpretarlo como una
mera participación en la plusvalía generada por el juego del mercado, su-
pondría quedarse en la superficie. Si la cotización del autor ha subido, es
precisamente en la medida en que su obra va enriqueciendo su sentido en un
acumulativo proceso de pública comunicación.
El autor novel, que malvendió su obra cuando era un perfecto desconoci-
do (casi provisionalmente “incomunicado”), ve cómo ésta acaba recibiendo,
de modo sobrevenido, la impronta comunicativa a la que siempre aspiró.
Las consecuencias económicas serán también obvias. El retrato de Ataúlfo
Argenta, pintado por Antonio López en 1958, lo vendió en 1971 a un gale-
rista por 70,000 pesetas, siendo subastado en 1989 en 54 millones.
El autor no pretende sólo, de modo narcisista, conocer con pruebas su
valía personal, reflejada en la obra; aspira sobre todo a un público reco-
53 Tal sería el caso, al que ya nos referimos en ocasión anterior, del pintor Sistiaga
que vio cómo su monumental óleo Las cuatro estaciones que decoraba un restaurante,
acabaría reducido a exiguo parte meteorológico, al cortar el posterior titular del local una
esquina del inmenso lienzo, en la que figuraba su firma, y colgarla como adorno en un
rincón del remozado inmueble; cfr. “Derechos del autor y propiedad intelectual”, op. cit.,
nota 4, pp. 82 y ss.
166 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
54 No deja de resultar significativo que sea éste uno de los primeros extremos someti-
dos a revisión en la temprana modificación de la Ley de Propiedad Intelectual, aprobada en
junio de 1992, que eleva —en la nueva versión de su artículo 24— del 2% al 3% la partici-
pación de los autores en las reventas, a la vez que excluye, por consideraciones similares, a
las que no alcancen precio superior a 300,000 pesetas.
55 A propósito del problema suscitado ante la comercialización de amplios fragmentos
pictóricos plasmados por Thierry Noir en el derruido Muro de Berlín.
LOS LLAMADOS DERECHOS “MORALES” DEL AUTOR 167
62 El “Libro Verde...” europeo (cit., nota 3) afronta la confusa situación —en la nota
1, al epígrafe 1.1.1— señalando que “por «derechos de autor» en este documento debe
entenderse la amplia gama de derechos a los que quizá más correctamente se hace refe-
rencia como derechos de autor y derechos afines, esto es, además de los derechos de los
autores, los derechos análogos concedidos a, entre otros, los ejecutantes, los productores
de audiovisuales, así como a las organizaciones de difusión”. La Comisión de Asuntos
Jurídicos y de Derechos de los Ciudadanos del Parlamento Europeo no dejará de obser-
var, el 29 de enero de1992, que “la Comisión no ha ido hasta el punto de precisar la defi-
nición de autor” y considera obligado “recordar que el derecho de autor prima sobre los
derechos afines”.
63 Boletín Oficial de las Cortes Generales, Congreso de los Diputados, IV Legislatu-
ra, serie C, núm. 106-1, del 26 de diciembre de 1990. El Instrumento de Ratificación fue
firmado por su majestad el rey el 2 de agosto de 1991. En dicha Convención, tras aclarar-
se —en su artículo 1o.— que la protección que establece en modo alguno “podrá inter-
pretarse en menoscabo” de “la protección del derecho de autor sobre las obras literarias y
artísticas”, señala —en su artículo 3.a)— que se entenderá por «artista intérprete o ejecu-
tante», todo actor, cantante, músico, bailarín u otra persona que represente un papel,
cante, recite, declame, interprete o ejecute en cualquier forma una obra literaria o artística”.
64 Artículo 7, 1.a) de la Convención citada en la nota anterior.
65 Sobre “la utilidad de la actual noción de «fijación»”, en relación a las de “repro-
ducción” o “difusión”; cfr. Marco Molina, J., La propiedad intelectual en la legislación
española, cit., nota 12, pp. 237 y ss.
170 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
aceptar una enmienda ajena, suavizar el coste político derivable del indisi-
mulable fracaso que una repetida modificación de la Ley en tan corto espa-
cio de tiempo estaría denunciando.
Nos encontramos, sin embargo, ante un caso bien distinto del llamado
droit de suite. Desde el punto de vista de la comunicación, si se nos permite
la ironía, la multiplicación de copias no hace sino producir su incremento,
colaborando a una mayor divulgación de la obra. Tampoco nos encontra-
mos, desde luego, ante una barroca variante del “derecho al inédito”. Se tra-
ta de un nada despreciable problema de alcance patrimonial, al producirse
un injusto lucro cesante para el titular de los derechos patrimoniales. No en
vano se califica, con profusión, a tales prácticas de “piratería”.
Incurrió, por ello, en clara “sobreinterpretación” el adaptador Luis Cobos,
cuando en marzo de 1992 comparecen ante la Comisión de Educación y
Cultura del Congreso de los Diputados autores, intérpretes y otros represen-
tantes de las entidades involucradas en la protección de sus derechos, para
informar sobre el proyecto de modificación de la Ley de 1987. Lo hizo en
representación de los artistas, intérpretes y ejecutantes, y —puesto a dar én-
fasis a las reivindicaciones derivadas de la falta de eficacia de la compensa-
ción por copia privada— no dudó en recurrir a ciertas dosis de moralina, al
afirmar enfáticamente que “hay un derecho moral inalienable”, y se “está
sufriendo mucho retraso en la aplicación de ese derecho, porque los que tie-
nen que pagar no quieren pagar”.70
Situación parecida producen posibles excesos, o incluso el mero enfoque
desde ángulos diversos, a la hora de abordar la reproducción de obras plásti-
cas en catálogos o similares. El organizador de una muestra tiende a consi-
derar que hace con ello un favor a los autores, en la medida en que amplía
su capacidad de comunicación con el público. Más de un autor, sin embar-
admitir la enmienda del Grupo Catalán de CIU, para no perder otro año poniendo en
marcha un proyecto específico (Cortes Generales, Diario de Sesiones del Congreso de
los Diputados, V Legislatura, Pleno y Diputación Permanente, núm. 112, del 1o. de di-
ciembre de 1994, p. 5993).
70 Cortes Generales, Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, IV Legisla-
tura, Comisiones, núm. 408, del 11 de marzo de 1992, p. 12.009. En dichas comparecen-
cias se estima (por el presidente de la entidad CEDRO) que “el 20% de las fotocopias
que se efectúan son material protegido por derecho de autor” y que “en España la prácti-
ca de acudir a la fotocopia es mayor que en otros países”, donde habría “más hábito de
lectura, más acceso a bibliotecas” (ibidem, pp. 12.021 y 12.022).
172 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
go, se considera así defraudado por una comercialización, más o menos di-
recta, de su obra a cuyos frutos patrimoniales acabaría siendo ajeno.
71 Esta última previsión legal ha dado pie a la polémica reclamación de derechos pa-
trimoniales como consecuencia de la consideración de las antenas colectivas como “red
de difusión”.
72 Recogidos ambos extremos en el artículo 7.1 de la Ley de Incorporación al Dere-
cho Español de la Directiva 92/100/CEE (cit., nota 19). Ya la modificación de la ley ha-
bía afectado a su artículo 103 estableciendo una compensación económica por la utiliza-
ción de fonogramas “en cualquier forma de comunicación pública”.
73 Ello provoca incluso la posterior presentación por el Grupo Popular de una Propo-
sición de Ley sobre “Comunicación en lugares accesibles al público de obras protegidas
por derechos de propiedad intelectual”, que pretendía añadir al artículo 20.2.f) de la Ley
de 1987 el siguiente inciso: “No es acto de comunicación pública la simple recepción de
LOS LLAMADOS DERECHOS “MORALES” DEL AUTOR 173
prestar de forma inmediata una mayor atención”, para indicar, como el primero de los
seis que relaciona: “los derechos morales, especialmente en lo que se refiere a la «inte-
gridad»”, aludiendo en cuarto lugar a “la protección insuficiente y desigual de los dere-
chos de los intérpretes” (Propiedad intelectual, cit., nota 3, pp. 383 y 385).
80 Nos referimos a la 91/250/CEE, del 14 de mayo de 1991 (cit., nota 2), cuyo trámi-
te parlamentario tiene lugar en noviembre de 1993; a la 92/100/CEE, del 19 de noviem-
bre de 1992 (cit., nota 19), aprobada definitivamente por el Congreso de los Diputados el
27 de diciembre de 1994; a la 93/83/CEE del Consejo, del 27 de septiembre de 1993, so-
bre “coordinación de determinadas disposiciones relativas a derechos de autor y derechos
afines a los derechos de autor en el ámbito de la radiodifusión vía satélite y de la distri-
bución por cable”, aprobada definitivamente por el Congreso de los Diputados el 28 de
septiembre de 1995; y a la 93/98/CEE del Consejo, del 29 de octubre de 1993, “relativa a
la armonización del plazo de protección del derecho de autor y de determinados derechos
afines”, aprobada definitivamente por el Congreso de los Diputados el 28 de septiembre
de 1995, extendiendo —en el artículo 2.1 de la ley correspondiente— a setenta años la
duración de los derechos de autor, tras excluir de su ámbito —artículo 1o., párrafo se-
gundo— a los derechos morales.
81 En “Derechos del autor y propiedad intelectual”, op. cit., nota 4, p. 61.
Capítulo decimoprimero
JUZGAR O DECIDIR: EL SENTIDO DE LA FUNCIÓN JUDICIAL . . . 179
I. Entre oportunismo y frustración . . . . . . . . . . . . . . . 179
II. La actividad jurídica como cobertura formal de una decisión 181
En esta frase magistral (Recht geben) hay que admirar el empleo tan astuto
de la sinonimia. Se identifican aquí el dar la razón, en el sentido usual de
una conversación, y el declarar el derecho, en el sentido jurídico de la pala-
bra. Y aún es más admirable la fe capaz de mover montañas con que la gen-
te “acude a los tribunales” por el gusto de salirse con la suya, fe que explica
los tribunales partiendo del empeño en tener razón.1
179
180 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
podría ser otra que falsear el alcance represivo de las reales relaciones
sociales de fuerza, camuflándolo bajo ritos o ropajes de apariencia racio-
nal. El derecho sería una estructura coactiva falta de toda legitimidad, a
menos que valiera como tal su simple carácter de mal menor respecto a la
anarquía que derivaría de su desaparición.
En todo caso, entre resignarse ante la “necesidad” de que se siga impo-
niendo el más fuerte y disfrazar tal hecho travistiéndolo con ropajes, más o
menos pomposos, de “obligatoriedad” hay un buen trecho. Salvarlo con el
desparpajo de lo que ha llegado a convertirse en habitual no ocultaría un
claro paso de la mera descripción de una realidad sociológica a la formula-
ción de una propuesta de obediencia; un claro ejemplo de “falacia natu-
ralista”, en suma.
Cabría, no obstante, aducir que las exigencias de la razón han de lle-
varnos a reconocer la realidad tal cual es, incluida la del derecho como
mero mecanismo de fuerza y no como realidad autónoma portadora de
contenidos materiales de deber-ser con perfiles racionalmente reconoci-
bles. Renunciar a engañar y a engañarnos —al referirnos a una realidad
inexistente, por deseable que nos parezca— sería exigencia inexcusable
de un afán de ilustración no falto de impulso ético. Bastaría, sin embargo,
contemplar la realidad social para concluir que —de no existir en efecto tal
realidad jurídica racionalmente cognoscible— somos víctimas de un calcu-
lado oportunismo o estamos condenados a saborear la amargura de una ilus-
tración frustrada.
Se impone el oportunismo cuando se nos afirma que, aunque el derecho
no encierre una realidad ética capaz de legitimar la fuerza, no es malo conti-
nuar aparentando lo contrario, para aprovechar así los resultados de notable
funcionalidad o utilidad,2 derivados de este consciente malentendido, sin el
que la convivencia social acabaría estando en peligro.
La ilustración frustrada se abriría paso al comprobar que la misma línea
de pensamiento que logró replantear el modo de entender buena parte de la
realidad, desmitificándola en sus raíces, no parece haber sido capaz de erra-
dicar la extendida convicción de que hay conductas “realmente” injustas (y
2 “La fuerza nunca puede ser abolida de las relaciones humanas. Pero puede ser mono-
polizada y canalizada, tornándola así no solamente inocua, sino positivamente útil... La fuer-
za es semejante al fuego: en libertad es un elemento destructivo para el hombre; en sujeción
es necesario para la vida” (Olivecrona, K., El derecho como hecho, publicado en 1947 en el
Homenaje a Roscoe Pound, la versión en español de R. Vernengo, por la que citamos, fue
luego incluida en El hecho del derecho, Buenos Aires, Losada, 1956, pp. 231-240).
EL SENTIDO DE LA FUNCIÓN JUDICIAL 181
4 “No es el derecho mismo el que constituye el objeto de este conocimiento, sino cier-
tos fenómenos paralelos de la naturaleza” (Kelsen, H., Teoría pura del derecho, cit., nota an-
terior, p. 117).
5 “Según la índole del fundamento de validez cabe distinguir dos tipos diferentes de sis-
temas de normas: un tipo estático y uno dinámico. Las normas de un orden del primer tipo
EL SENTIDO DE LA FUNCIÓN JUDICIAL 183
valen... por su contenido; en tanto su contenido puede ser referido a una norma bajo cuyo
contenido de las normas que constituyen el orden admite ser subsumido como lo particular
bajo lo universal” (Ibidem, p. 203).
6 Refiriéndose a la interpretación teleológica señala que “el valor intrínseco del resul-
tado es entre los medios auxiliares el más peligroso, puesto que con él atraviesa el intérpre-
te con suma facilidad los límites de su misión y se traslada al campo del legislador”, por lo
que tal criterio interpretativo “puede sólo ser admitido dentro de los límites más estrechos”
(Savigny, F. K., Sistema del derecho romano actual, 35, citamos por la versión en español
de W. Goldschmidt, Buenos Aires, Losada, 1949, p. 156. Hemos estudiado su aportación
con detenimiento en “Savigny: el legalismo aplazado” incluido en el libro Interpretación
del derecho y positivismo legalista, Madrid, Edersa, 1982, pp. 77-116).
184 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
9 Ibidem, p. 86.
186 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
cuyo fundamento pueda preferirse una posibilidad dada dentro del marco
del derecho aplicable”.10
Resulta congruente su oposición al iusnaturalismo positivado propio
de la dogmática jurídica, empeñada en funcionar como un sistema “está-
tico” de corte ético.11 Sin embargo, al negar no sólo la posibilidad de un
mero desarrollo silogístico de la ley desde ella misma sino el despliegue real
de lo jurídico —antes, en y después de la ley—, acaba convirtiendo en pura
comedia el supuesto juego del principio de legalidad. Si bien es cierto que
un mero encadenamiento lógico será incapaz de lograr que la ley nos hable
del derecho, no lo es menos que el diálogo con la realidad jurídica —que la
ley ya ha intentado captar— continuado por el juez sí será capaz de
convertir en palabra su letra.
En efecto, sólo remitiendo a una realidad que transcienda el texto le-
gal cabe emitir un juicio12 capaz de establecer su correcto sentido. Empe-
ñarse en que sea derivable —de modo meramente cognoscitivo— del
texto legal equivale a negar la experiencia más elemental, que sitúa en el
caso concreto un polo ineliminable del sentido jurídico de un texto. Ello
nos añade un segundo elemento: esa realidad trascendente no puede en-
tenderse como una estáticamente acabada, desplegable geométricamente
hacia lo concreto, sino como una realidad existencial e históricamente
actualizada en el caso, que tiene tanto o más que “decir” sobre ella que el
texto mismo.
10 Ibidem, p. 352.
11 Tal ocurriría cuando se entiende que la autoridad “no sólo implanta normas mediante
las que delega esa facultad en otras autoridades normadoras, sino también dicta normas en
que se ordenan determinadas conductas..., a partir de las cuales —como lo particular de lo
universal— pueden deducirse más normas mediante una operación lógica”. Por el contrario,
“el sistema normativo que aparece como un orden jurídico tiene esencialmente un carácter
dinámico” (Ibidem, p. 205).
12 S. Cotta ha destacado esta inseparabilidad radical de juicio y trascendencia. “La ver-
dad es pues el objeto fundamental de la búsqueda del juez, y no, como frecuentemente se
cree, la atribución de derechos y deberes a las partes”; “el juez es el que juzga una controver-
sia estableciendo la verdad común gracias a su cualidad de tercero” (“Quidquid latet appare-
bit: le problème de la verité du jugement”, Archivio di Filosofia, 1988, LVI/1-3, pp. 398 y
400). En uno de los materiales previos a este Coloquio señala “la incapacidad del inmanen-
tismo para dar razón de la efectiva capacidad humana de trascender lo real (humano y cós-
mico) a través del juicio”. En su contribución al mismo (Connaissance et normativité. Un
aperçu métaphysique) resalta, igualmente, cómo no cabe juzgar el “sentido de la historia” sin
ir más allá de la praxis histórica misma: “el juicio sólo se hace posible con el abandono de la
concepción unidimensional de la estructura humana y por tanto del inmanentismo”.
EL SENTIDO DE LA FUNCIÓN JUDICIAL 187
potencia de su razón para hallar la solución del caso? ¿Se trata, por el
contrario, de la primera decisión discrecional, por la que el juez se resiste
a considerar “clara” —quizá por sus previsibles consecuencias— la solu-
ción que la norma general le propone? La calificación de un caso como
“difícil” —como la no menos problemática posibilidad de dictaminar la
existencia de una “laguna”— parece irnos empujando a los vericuetos de
una interpretación contra legem.
En qué pueda consistir, en el propio Kelsen, el condicionamiento que
sobre la interpretación auténtica que realiza el juez pueda ejercer la previa
interpretación cognoscitiva, es todo un misterio. Si cabe tal condiciona-
miento, por qué excluir que llegue a marcar “una” solución correcta; si no
cabe, cómo mantener que existe un ámbito marcado de soluciones posi-
bles. Fiel a su tónica de no escamotear las cuestiones más arriesgadas de
su teoría, acaba sacándonos de la perplejidad con notable contundencia:
En tales circunstancias:
¿Qué significa el hecho de que el orden jurídico otorgue fuerza de cosa juz-
gada a la sentencia de última instancia? Significa que incluso cuando guarda
validez una norma general que el tribunal debe aplicar, norma que predeter-
mina el contenido de la norma individual que la sentencia judicial debe pro-
ducir, puede adquirir validez la norma individual producida por un tribunal
de última instancia cuyo contenido no corresponde a esa norma general.
24 Kelsen, H., Teoría pura del derecho, cit., nota 3, pp. 223 y 224.
25 A. Ross, a fuer de “realista”, se muestra implacable al respecto: “si se rechaza en
forma radical toda censura ética, como hace Kelsen, y se acepta simplemente como dere-
cho el orden que tiene efectividad, la validez específica como categoría formal se transfor-
ma en algo superfluo”; “resulta claro que, en realidad, la efectividad es el criterio del dere-
cho positivo, y que la hipótesis inicial, una vez que conocemos qué es derecho positivo,
sólo cumple la función de otorgarle la «validez» que exige la interpretación metafísica de
la conciencia jurídica, aunque nadie sepa en qué consite tal «validez»” (Sobre el derecho y
la justicia, citamos por la versión en español de G. R. Carrió, Buenos Aires, Eudeba, 1963,
pp. 68 y 69).
EL SENTIDO DE LA FUNCIÓN JUDICIAL 195
26 Kelsen, H., Teoría pura del derecho, cit., nota 3, p. 279. K. Olivecrona enlaza oportu-
namente la situación con el planteamiento del golpe de Estado como acto jurídico. “No es
posible trazar una línea neta entre la legislación revolucionaria y la normal”; “es un hecho
bien conocido que una Constitución puede ser «interpretada» en un sentido totalmente dife-
rente del original” (El derecho como hecho, cit., nota 23, p. 52).
27 Kelsen, H., Teoría pura del derecho, cit., nota 3, p. 86 nota 61.
28 A. Ross, por ejemplo, acepta sin remilgos dicha situación: “una decisión es equivoca-
da, esto es, no está de acuerdo con el derecho vigente, si después de haber tomado todo en
cuenta, inclusive la decisión misma y las críticas que ella puede provocar, resulta que lo más
196 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
dica alguna. Desvinculado el texto legal de una realidad jurídica que le ex-
ceda, sus términos —faltos de punto de referencia— no pueden decirnos na-
da, a la espera de que el juez decida su efectivo contenido. La presunta
ciencia jurídica se convertiría así en el análisis de unos textos situados en
paralelo al actuar judicial, que acabará decidiendo su contenido.
Sólo cuando cabe confiar en que termine existiendo alguna relación entre
los contenidos legales y la decisión judicial, el análisis de sus textos conser-
varía algún sentido. Tal relación puede existir de hecho si, tanto la actividad
legislativa como la judicial, intentan expresar —en diversos ámbitos de ge-
neralidad o particularidad— una misma realidad, que provoca la solución
legislativa y va dando sentido a su expresión interpretativa. Cuando se niega
a tal punto de encuentro toda realidad jurídica, para presentarlo —situándo-
lo displicentemente en lo metajurídico— como “normas morales, normas de
justicia, juicios de valor sociales, etcétera, que se suele denominar con rótu-
los tales como: «bien común», «interés del Estado», «progreso», etcétera”,
respecto de los cuales “desde el punto de vista del derecho positivo nada
cabe decir”,29 la ciencia del derecho acaba reducida a un entretenimiento no
más relevante que jugar con naipes a hacer “solitarios”.
No deja de ser significativa la quiebra del principio de legalidad a que
la ausencia de racionalidad práctica conduce. El intento de identificar le-
galidad y derecho, entendiendo que éste se halla acabadamente conteni-
do en el texto legal, se estrella contra la historicidad propia del proceso
de positivación de lo jurídico. En tales circunstancias la invocación al
principio de legalidad puede fácilmente convertirse en camuflaje que
oculte la tarea inevitablemente creativa del juez. Kelsen, por su parte,
sensible al papel de la actividad judicial, acabará diluyendo todo condi-
cionamiento efectivo de la sentencia por el previo texto legal.
El respeto al principio de legalidad cobra su auténtico sentido en la
medida en que se le inserta en el proceso de actualización de la realidad
jurídica. Éste no va a llevarse a cabo abruptamente, con la fuerte depen-
dencia de la subjetividad judicial que ello llevaría consigo, y la consi-
guiente incapacidad del ciudadano para formular con la mínima seguri-
dad sus expectativas de conducta. El marco legal acerca ya exigencias
jurídicas y hechos sociales, incoando su creativo diálogo. La prudencia,
probable es que en el futuro los tribunales se aparten de esa decisión” (Sobre el derecho y la
justicia, cit., nota 25, p. 49).
29 Kelsen, H., Teoría pura del derecho, cit., nota 3, p. 354.
EL SENTIDO DE LA FUNCIÓN JUDICIAL 197
32 Ya en Hacia una ciencia realista del derecho. Crítica del dualismo en el derecho,
A. Ross señalaba la interacción entre “una actitud de conducta interesada, más precisa-
mente determinada como un impulso de temor o de compulsión” y “una actitud de con-
ducta desinteresada que tiene el sello de la validez” (citamos por la versión en español de
J. Barboza, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1961, p. 90). Más tarde (en Sobre el derecho
y la justicia, cit., nota 25, p. 53) volverá a referirse al “respeto desinteresado al derecho”.
Del realismo escandinavo nos hemos ocupado con detenimiento en “Un realismo a me-
dias: el empirismo escandinavo”, incluido en el libro Derechos humanos y metodología
jurídica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989, pp. 27-62.
EL SENTIDO DE LA FUNCIÓN JUDICIAL 199
perto conocedor de esa realidad jurídica que fundamenta sus propias expec-
tativas, dejaría de prestarle confianza alguna y no se avendría a someter a
su dictamen la propia opinión. Es, pues, evidente la función “ideológica”
que el derecho se vería condenado a cumplir, de no contar con un funda-
mento tan real como racionalmente cognoscible.33 Reducido a aparato coac-
tivo, pasaría a funcionar de hecho de modo tan radicalmente diverso que pa-
rece razonable poner en duda que pudiera indefinidamente subsistir.34
El realismo escandinavo constata la existencia práctica de una reali-
dad jurídica a la que destierra del ámbito teórico. Empeñado en conside-
rar como acontecer casual lo que el ciudadano vive como conocimiento
real, se condena a ignorar lo que describe. El mismo Kelsen incurre en
idéntica actitud. No sólo el ordenamiento jurídico en su conjunto puede
verse puesto en cuestión por un golpe de Estado revolucionario; también
la norma aislada, “que nunca es acatada o aplicada”, puede “perder su va-
lidez mediante la llamada desuetudo, o desuso”, “una suerte de costumbre
negativa, cuya función esencial reside en eliminar la validez de una norma
existente”.35 El ordenamiento jurídico en su conjunto estaría condenado a
ser su víctima, si el ciudadano no tuviera el convencimiento de que en él se
plasman, siquiera tentativamente, las exigencias de conducta que considera
verdaderamente justas.
El no-cognotivismo teórico contrasta con la evidencia de una práctica
exigencia social de legitimidad. Si el derecho perdura es porque el ciudada-
no lo reconoce y acepta como un proceso de razón práctica, que se es-
fuerza por expresar unos contenidos reales. Si tal realidad existe, habrá
que esforzarse incesantemente por conocerla y exponer sus exigencias.
33 “Ningún Hitler puede aterrorizar a una población sin que, por lo menos dentro del
grupo que maneja el aparato de fuerza, la obediencia sea en alguna medida voluntaria.
En último análisis, todo poder tiene un fundamento ideológico” (Ross, A., Sobre el dere-
cho y la justicia, cit., nota 25, p. 56).
34 “Es una conquista notable de la civilización occidental el haber sujetado realmente
a la fuerza estatal de modo que no puede ser utilizada, hablando prácticamente, de otro
modo que conforme a normas jurídicas bajo la dirección, o bajo el control, de jueces
independientes del gobierno. Nos hemos acostumbrado a tener por segura esta situa-
ción. Quizá podría ser considerada, con mayor fundamento, como casi un milagro. Es
el resultado de una labor secular; un aparato de relojería del tipo más fino e intrincado.
Reconstruirlo, una vez destruido, no sería tarea fácil” (Olivecrona, K., El derecho como
hecho, cit., nota 2, p. 240; véase también la primera edición de su obra del mismo título,
cit., nota 23, pp. 133, 134 y 148).
35 Kelsen, H., Teoría pura del derecho, cit., nota 3, p. 224.
200 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
201
202 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
ría genéricamente a ambos (Das Verfahren der Rechtsgewinnung. Eine rationale Analyse,
München, C.H.Beck’sche Verlagsbuchhandlung, 1999, pp. 12 y 13).
2 “El juez es parte del proceso de determinación del derecho, solamente él hace ha-
blar a la ley, le extrae su sentido concreto relacionado con el caso, activa su fuerza innova-
dora, la despierta de su abstracta inmovilidad a la existencia histórica. Para la calidad de la
jurisprudencia es muy importante que el juez comprenda el significado de su papel” (Kauf-
mann, A., Rechtsphilosophie, 2a. ed., München, C.H. Beck’sche Verlagsbuchhandlung,
1997, pp. 89 y 90). Para las citas textuales en español de esta obra tenemos en cuenta la
versión de L.Villar Borda y Ana María Montoya (Bogotá, Universidad Externado de Co-
lombia, 1999), modificando algunas expresiones cuando lo consideramos oportuno.
3 “La tradicional metodología positivista considera la aplicación de derecho como el
caso normal y la creación de derecho como la excepción”, pero “el carácter inacabado de
la ley no es un defecto, en contra de lo que sostiene la concepción positivista, sino que es
a priori y necesario” (Rechtsphilosophie, cit., nota anterior, p. 91).
4 Significativo al respecto el planteamiento de Savigny, del que nos ocupamos en
“Savigny: el legalismo aplazado”, Interpretación del derecho y positivismo legalista,
Madrid, Edersa, 1982; sin que junto a otras referencias a A. Kaufmann faltara (en la nota
45 de la p. 93) la obligada a su estudio “Friedrich Carl von Savigny”, en Fassmannn, K.
(ed.), Die Grossen der Weltgeschichte, Zurich, Kindler, 1976, t. VII, pp. 402-415.
EL PAPEL DE LA PERSONALIDAD DEL JUEZ 203
5 Analogie und Natur der Sache. Zugleich ein Beitrag zur Lehre vom Typus, Karl-
sruhe, Müller, 1965, p. 30 (traducción al español de E. Barros, Santiago, Editorial Jurídi-
ca de Chile, 1976). Hay edición posterior, corregida y con un epílogo: Heidelberg, De-
caer-Müller, 1982. Se trata, sin duda de la obra más significativa de A. Kaufmann,
incluso para él mismo, como se deduce de las omnipresentes referencias a ella en su obra
conclusiva, en las que hará más énfasis en el papel de la analogía que en el de una “natu-
raleza de la cosa” en evidente repliegue.
6 Tal planteamiento le llevará a polemizar con B. Schünemann, que le acusa de
“sincretismo metodológico”, por considerar que esa mera diferencia de grado sólo se da-
ría si no hubiera que manejar dos lenguajes: el jurídico sólo proporciona los términos,
mientras los significados dependerán en gran medida del lenguaje ordinario (Das Verfah-
ren der Rechtsgewinnung, cit., nota 1, pp. 8 y 9; Rechtsphilosophie, cit., nota 2, p. 125).
7 Analogie und Natur der Sache, cit., nota 5, p. 4.
8 Rechtsphilosophie, cit., nota 2, pp. 59 y 60.
204 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
20 Freirechtsbewegung - lebendig oder tot? Ein Beitrag zur Rechtstheorie und Met-
hodenlehre, introducción a E. Fuchs, Gerechtigkeitswissenschaft, Karlsruhe, Müller,
1965, pp. 6, 10, 13, 16 y 17 (incluido luego en Rechtsphilosophie im Wandel, op. cit., nota
11, pp. 231-249). Afirmaciones similares en la coetánea Analogie und Natur der Sache,
op. cit., nota 5, p. 44.
21 Ello no ha dejado de gravitar a la hora de valorar la importancia del precedente ju-
dicial para estimar vulnerado o no el principio de igualdad en la aplicación de la ley. De
ello nos hemos ocupado en Igualdad en la aplicación de la ley y precedente judicial,
Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989.
22 Gesetz und Recht en Existenz und Ordnung. Festschrift für Erik Wolf zum 60. Geburt-
stag, Frankfurt/M., Klostermann, 1962; la cita en p. 389; respecto a lo aludido en este
párrafo y el anterior, cfr. pp. 361, 363, 373, 385 y 390 (trabajo incluido luego en
Rechtsphilosophie im Wandel, op. cit., nota 11, pp. 131-165). Comentando este mismo
trabajo, apostillará que la fórmula que vincula la independencia del juez con su exclusivo
sometimiento a la ley “es no sólo falsa sino absolutamente irrealizable” (“Fünfundvierzig
Jahre erlebte Rechtsphilosophie”, op. cit., nota 15, pp. 151 y 152).
EL PAPEL DE LA PERSONALIDAD DEL JUEZ 209
23 Son frecuentes en esta etapa de su obra, tras el interés despertado en sus lecturas
de Pieper. No llegarán a desaparecer, por más que se considere “apostrofado” cuando,
quizá por su “procedencia católica”, se le cataloga como “neotomista”; considera que
su “primer escrito filosófico-jurídico (Naturrecht und Geschichtlichkeit, cit., nota 12)
estaba ya acentuadamente dirigido contra la interpretación de Tomás propia del neotomis-
mo de la época” (“Fünfundvierzig Jahre erlebte Rechtsphilosophie”, cit., nota 15, pp. 146
y 147).
24 Gesetz und Rect..., op. cit., nota 22, p. 365, cfr. también pp. 364, 366 y 368.
210 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
1972, 12/1, pp. 7-36; fue incluido luego en Beiträge zur juristischen Hermeneutik, op.
cit., nota 10, pp. 1-23).
29 Durch Naturrecht und Rechtspositivismus zur juristischen Hermeneutik, op. cit.,
nota 10, p. 84; Rechtsphilosophie, cit., nota 2, pp. 111 y 112. Ya antes había afirmado
que “Sein” y “Sollen” no son idénticos ni diferentes sino correspondientes (“Das Recht
im Spannungsfeld von Identität und Differenz. Meditationen über ein unauslotbares
Thema”, Recht als instrument van behoud en verandering. Opstellen aangeboden aan
Prof.mr.J.J.M. van der Ven, Deventer, Kluwer, 1972, p. 73.
30 “Die «ipsa res iusta». Gedanken zu einer hermeneutischen Rechtsontologie”,
Festschrift für Karl Larenz zum 70. Geburtstag, München, Beck, 1973, pp. 34 y 35, con
abundantes alusiones a Tomás de Aquino; incluido luego en Beiträge zur juristischen
Hermeneutik, op. cit., nota 10, pp. 53-64.
31 Así la pregunta ¿para qué una filosofía del derecho hoy? encontrará como respuesta:
para hacer más justo el derecho y con él las relaciones humanas (Wozu Rechtsphilosop-
hie heute?, cit., nota 28, pp. 36 y 39). De tal perspectiva brotará su crítica, por “irreflexi-
vos”, a los planteamientos sistémicos de Niklas Luhmann, que invitan a separar la deci-
sión y el convencimiento sobre su corrección, promoviendo una actitud de aceptación
indiscriminada fruto de un proceso de aprendizaje, del que espera frutos funcionalmente
óptimos para una sociedad caracterizada por su “complejidad” (Kaufmann, A. y Hasse-
212 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
bién “crítica” y por tanto metadogmática. Aun siendo teoría, encerrará siem-
pre una tarea político-jurídica: hacer más humana la sociedad y cambiarla
hacia la justicia. Autorreflexión y crítica se convierten, pues, en momentos
indispensables del pensamiento teórico-jurídico.32
La querencia al sistema, propia de la teoría del conocimiento raciona-
lista que sirve también de matriz al legalismo iusnaturalista, se prolonga
en su herencia positivista. Se mantiene la búsqueda de una razón pura, li-
berada de prejuicios y ajena a valoraciones. Su cuestionamiento ampliará
aún más la obligada “apertura” del sistema jurídico. No se trata ya sólo de
aprestarlo a asumir ulteriores aportaciones complementarias, exigidas por el
desarrollo histórico del proceso de positivación del derecho; será preciso
que asuma también la prehistoria hermenéutica de dicho proceso, fruto de la
constatación de que lo que sabemos lo debemos no menos a nuestros prejui-
cios que a nuestros juicios, que no serían —en el mejor de los casos— sino
prejuicios sometidos a consciente reflexión.
Ya Radbruch había sugerido que ningún juez “se encamina virgen, por
así decir, a la decisión de un caso”. Se ha hecho imposible el viejo modelo
que contemplaba una operación en dos tiempos. El juez habría de “recons-
truir desde el pasado, movido por una «intención de verdad», un contenido
de hecho para él plenamente desconocido”; con lo que elaboraría una “me-
diación de los hechos” antes de dar paso a una “aplicación del derecho”,
movida por una “intención de justicia”; y todo ello impermeabilizado res-
pecto al entrecruce de opiniones políticas, sociales o religiosas.
No tiene mucho sentido seguir esperando que, como garantía de indepen-
dencia, el juez se enfrente a un “contenido de hecho plenamente desconoci-
do”, mientras existan prensa, radio y televisión. Es obvio que aunque el juez
no conozca el caso del que se va a ocupar, sí conoce otros similares, lo que
ya generará en él un prejuicio. Es más, “si el juez no partiera de ese conoci-
miento y de tal prejuicio no sería un juez adecuado; ya que si debe mediar
Werner Maihofer zum 70. Geburtstag, Frankfurt/M., Klostermann, 1988, p. 39). “La her-
menéutica, en lugar de aspirar a una objetividad demasiado ambiciosa y engañosa, se con-
forma con una honesta intersubjetividad” (Rechtsphilosophie, cit., nota 2, pp. 90 y 91).
44 Theorie der Gerechtigkeit. Problemgeschichtliche Betrachtungen, Frankfurt/M.,
1984 (citamos por la traducción española: ACFS, 1985, 25, p. 57); Rechtsphilosophie,
cit., nota 2, pp. 45 y 46; también pp. 90 y 294.
45 O mejor, citando a W. Hassemer, a “dar cuenta de lo irracional racionalmente”
(Rechtsphilosophie, cit., nota 2, pp. 46, 48 y 64.
46 “El objetivismo degrada al juez al convertirlo en un autómata subsuntivo a lo
Montesquieu. Tenemos que abordar la personalidad de un juez que, junto a los conoci-
mientos legales —que se dan por supuestos—, une en sí capacidad de juicio, experiencia
vital y saber hacer” “(Gedanken zu einer ontologischen Grundlegung der juristischen
Hermeneutik” op. cit., nota 36, p. 539).
47 “Los motivos aducidos no son sino fundamentos aparentes”. El resultado se puede
discutir, “pero no cabe duda razonable de que el método seguido por el Tribunal no cum-
EL PAPEL DE LA PERSONALIDAD DEL JUEZ 217
ple los requisitos científicos” (Das Verfahren der Rechtsgewinnung, cit., nota 1, pp. 33 y
34). “El juez que piensa que obtiene la decisión «sólo de la ley» y no también de su per-
sona, con sus características peculiares, incurre en un error ciertamente funesto, pues
acabará siendo, inconscientemente, dependiente de sí mismo” (Rechtsphilosophie, cit.,
nota 2, p. 46; también 58 y 59).
48 “El camino desde la legislación hasta la decisión jurídica indica una vía de concre-
tización, de positivación, de devenir histórico del derecho”; ello implica “un camino en
forma de espiral”, en el que deber ser y ser son puestos en correspondencia recíproca ha-
ciéndose “idénticos en cuanto al sentido”, que “se encuentra en ambos”. Nunca perderá
ocasión de recordar que “la acertada expresión espiral hermenéutica fue introducida por
Winfried Hassemer” (Rechtsphilosophie, cit., nota 2, pp. 46, 148 y 149).
49 Por eso “la jurisprudencia es, a semejanza de la medicina, en gran medida un arte”
(ibidem, p. 64).
218 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
52 Ibidem, p. 308.
53 “El círculo no es simplemente el evitable producto de un pensamiento deficiente,
sino que pertenece a la naturaleza de nuestro pensar” “Über den Zirkelschluss in der
Rechtsfindung”, cit., nota 38, p. 1).
54 Por utilizar la conocida expresión de T. S. Kuhn, en La estructura de las revolu-
ciones científicas, México, Fondo de Cultura Económica, 1971. Aunque A. Kaufmann no
lo cite expresamente en su obra conclusiva, no deja de aludir a uno de los ejemplos con
que ilustra su propuesta: la comprensión del electrón como corpúsculo o como onda (Die
Parallelwertung in der Laiensphäre. Ein sprachphilosophischer Beitrag zur allgemein
Verbrechenslehre, München, Bayerische Akademie der Wissenschaften, 1982, p. 23. De
Kuhn nos hemos ocupado en ¿Tiene razón el derecho? Entre método científico y volun-
tad política, Madrid, Congreso de Diputados, pp. 118-127.
220 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
55 Frente a críticos más radicales defenderá, no obstante, que “el modelo de la sub-
sunción no se ha vuelto obsoleto”, aunque “el método jurídico no se agota, en lo más mí-
nimo, en una subsunción del caso bajo la ley” (Filosofía del derecho, cit., nota 16, pp.
176, 180, 183 y 187).
56 “Die Geschichtlichkeit des Rechts unter rechtstheoretisch-methodologischem
Aspekt”, ARSP, Supplementum II, 1988, p. 115. Rechtsphilosophie, cit., nota 2, p. 236.
EL PAPEL DE LA PERSONALIDAD DEL JUEZ 221
57 Ibidem, pp. 35 y 36. No faltará siquiera un cierto tono exculpatorio cuando, tras
“anotar que ya desde hace tiempo no es posible hablar de una plausibilidad de la idea de
la «naturaleza de la cosa»”, sugiere: “yo he escrito «naturaleza de la cosa», con todo,
siempre entre comillas, es decir, en un metalenguaje distanciado”. Apuntará también, por
ejemplo, que no cabe recurrir a ella a la hora de buscar un “fundamento de la bioética”
(Ibidem, pp. 80 y 314).
58 “Precede, por otra parte, al proceso como un suceso histórico con carácter de rela-
ción jurídica” (“Fünfundvierzig Jahre erlebte Rechtsphilosophie”, cit., nota 15, p. 160; y
Rechtsphilosophie, cit., nota 2, p. 291).
222 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
bras, ese derecho, que es más que ley, no será un Bestand (dado) —recon-
ducible a parágrafos— ni un Zustand (estado) que quepa identificar con la
naturaleza.61
La relación, abierta por definición, nos desvela que el proceso de posi-
tivación es inseparable de una delimitación ponderadora de los derechos
y bienes en juego, como la propia jurisprudencia constitucional ilustrará
elocuentemente.62 Esta apelación a lo relacional resulta, en efecto, decisiva
como sustrato antropológico de la simetría jurídica, pero no es tan claro el
alcance efectivo de ese veto a lo substancial, justificado por considerarse fa-
talistamente que de su admisión derivaría una inevitable consecuencia cosi-
ficadora. No faltarán supuestos en los que ocurra más bien lo contrario: pue-
de acabar tratándose como cosa precisamente a aquello a lo que se negó
substancia; como ocurriría llevando a sus últimas consecuencias una dimen-
sión meramente “relacional” del derecho a la vida.
Kaufmann insistirá en que el “derecho como correspondencia entre deber
ser y ser” no es “algo substancial sino relacional”. Recordará cómo históri-
camente “el derecho es mucho más antiguo que lo que hoy se denomina
«ley»”, apelando a la experiencia romana y también a cómo “Tomás de
Aquino distingue tajantemente entre lex y ius”. Considera, como éste, que el
ius no es norma sino, “más bien, el mismo actuar correcto, la decisión co-
rrecta en una situación concreta. Derecho no es norma sino actividad, una
actio iustitiae”, o incluso “la cosa justa misma (ipsa res iusta)”. Parece, sin
embargo, encontrar progresivamente mayor dificultad para hacer compatible
tal carácter relacional con una dimensión substancial del derecho.63
Su referencia a die gerechte Sache Rect hace aún recordar —en momen-
tos en que parece mostrarse ya menos propicio a tal terminología— a la Sa-
64 Quizá me inclina a pensar así la grata entrevista con Joachim Hruschka, que en el
lejano 1971 Kaufmann por propia iniciativa personalmente me facilitara, lo que me per-
mitió entonces trabajar sobre el manuscrito de su aún inédito Das Verstehen von Rechtstex-
ten. Zur hermeneutischen Transpositivität des positiven Rechts (München, C.H. Beck’sche
Verlagsbuchhandllung, 1972, sobre todo, pp. 55 y 67). El mismo A. Kaufmann lo citará,
entre algunos de sus escritos, en “Die «ipsa res iusta»”, op. cit., nota 30, p. 38; y no deja-
rá de aludir en otros a una “Sache Recht —no entendida en sentido substancial—” (“Die
Geschichtlichkeit des Rechts unter rechtstheoretisch-methodologischem Aspekt”, cit.,
nota 56, p. 118).
65 “Gedanken zu einer ontologischen Grundlegung der juristischen Hermeneutik”,
cit., nota 36, p. 547.
66 Rechtsphilosophie in der Nach-Neuzeit, op. cit., nota 50, p. 26; también p. 32.
67 “En la persona se realiza en concreto la relacionalidad, la unidad estructural de re-
latio y relata” (“Die Geschichtlichkeit des Rechts unter rechtstheoretisch-methodologis-
chem Aspekt”, cit., nota 56, p. 118; Rechtsphilosophie, cit., nota 2, p. 293).
68 “Über den «Wesengehalt» der Grund- und Menschenrechte”, ARSP, 1984, 70,
pp. 393 y 386; también 390-392 (hay traducción española de J. A. Seoane de un texto
retocado por el propio autor: Persona y Derecho, 1998, 38, pp. 11-34); también Rechtsphi-
losophie, cit., nota 2, p. 183.
EL PAPEL DE LA PERSONALIDAD DEL JUEZ 225
69 “Otro lugar común es que nosotros hoy no podemos ya confiar en un derecho na-
tural en sentido clásico”, como el que habría surgido “en sociedades estructuradas de mo-
do simple, en sociedades cerradas”. “No tenemos ya una ley —una «ley natural»”— en
la que podamos leer de qué manera hemos de comportarnos en todos los casos pensables.
La sociedad moderna es compleja en alto grado y por ello sólo puede funcionar como so-
ciedad abierta” (Rechtsphilosophie, cit., nota 2, p. 306).
70 “El criterio adecuado para la verdad o corrección de un enunciado no es, pues, la
existencia de un consenso sino la circunstancia de que muchos sujetos independientes
entre sí alcancen con relación al mismo asunto conocimientos convergentes objetivos. El
fundamento de ésta que yo llamo teoría convergente de la verdad se encuentra en la con-
sideración de que el momento subjetivo en cada conocimiento procede de una fuente dis-
tinta, mientras el momento objetivo, por el contrario, procede del mismo ente” (Rechtsphi-
losophie, cit., nota 2, p. 284).
226 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
71 Das Gewissen und das Problem der Rechtsgeltung, Heidelberg, Müller, 1990, p. 23;
Rechtsphilosophie, cit., nota 2, p. 61; en la que añadirá: “la expresión opinión dominante
permite entrever involuntariamente la calidad de los métodos jurídicos en juego: gira en
torno a «opiniones», sólo a opiniones, no a conocimientos”.
EL PAPEL DE LA PERSONALIDAD DEL JUEZ 227
72 Die Parallelwertung in der Laiensphäre, op. cit., nota 54, pp. 23, 24, 29, 37, 38 y 40.
228 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
73 “Fünfundvierzig Jahre erlebte Rechtsphilosophie”, op. cit., nota 15, p. 153; Rechtsphi-
losophie, cit., nota 2, p. 297.
74 “No debo silenciar que también yo en cierto momento he defendido un punto de
vista objetivista, que abandoné hace mucho”, remitiendo a sus (cit., nota 11) Gedanken
zur Überwindung des rechtsphilosophischen Relativismos, Rechtsphilosophie, cit., nota 2,
nota 30 de la p. 48. Ahora apunta que “no se debe considerar al relativismo como nega-
tivo por definición, como sucede frecuentemente, pues es por el contrario fundamento de
la tolerancia y la democracia. En todo caso es preciso defendernos de un relativismo ab-
soluto”, planteando “una restricción llena de sentido” basada en los derechos humanos y
los principios jurídicos (Ibidem, p. 181).
75 Negativer Utilitarismus. Ein Versuch über das bonum commune, München, Baye-
rische Akademie der Wissenschaften, 1994, p. 24. Lo considerará “más practicable (y
éticamente defendible)” que el positivo, apelando a Ilmar Tammelo, de quien lo toma
prestado, y a la fórmula de la “antijuridicidad legal” de Radbruch, que considera un benefi-
cioso “ejemplo de «jurisprudencia negativa»” (Rechtsphilosophie, cit., nota 2, pp. 150,
176 y 178).
EL PAPEL DE LA PERSONALIDAD DEL JUEZ 229
76 Lejana ya su obra más temprana en la que señalara que tal “mínimo ético” no po-
dría entenderse “como si los preceptos jurídicos constituyeran desde el punto de vista del
contenido el minimum de lo ético”; al consistir su objetivo en “la preservación de la li-
bertad externa”, “el derecho no sería otra cosa que la posibilidad de la moral”, hasta me-
recer desde tal perspectiva ser considerado como el “maximum ético” (Das Unrechtsbe-
wusstsein in der Schuldlehre des Strafrechts. Zugleich ein Leitfaden durch die moderne
Schuldlehre, Mainz, 1949 (reimpresión de Darmstadt, Scientia Verlag Aalen, 1985, por
la que citamos), p. 86.
77 Das Gewissen und das Problem der Rechtsgeltung, cit., nota 71, pp. 21 y 22; “el
derecho, que tiene que dirigir sus exigencias a todos, sólo puede reclamar lo que por par-
te de todos, también del hombre medio, pueda ser aceptado y cumplido de la manera más
uniforme posible” (Rechtsphilosophie, cit., nota 2, pp. 206 y 207; también pp. 216 y 217).
78 Éste es uno de los conceptos cuyos perfiles más se echan en falta en la obra de A.
Kaufmann, que tiende a aludirlo de modo impreciso: “la preocupación por la justicia
230 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
social, por el bonum commune, es una tarea genuina de la filosofía del derecho”
(Rechtsphilosophie, cit., nota 2, p. 306; cfr. también pp. 221, 225 y 322).
79 Rechtsphilosophie, cit., nota 2, p. 218.
80 Ibidem, p. 149.
EL PAPEL DE LA PERSONALIDAD DEL JUEZ 231
Cuando se piensa que a éstas “les basta para acreditarse el venir sus-
tentadas por la solidez de una tradición”, tal “convicción responde a una
especie de íntima confianza antropológica”, por la que nos abandonamos
a una “profunda capa de solidaridad en el trato de los hombres entre sí”.
Pero si admitimos sin más que “«tradición» significa que proseguimos
aproblemáticamente algo que otros han iniciado y hecho antes que no-
sotros”, habría que reconocer que “ese asesinato de masas fríamente
calculado, en el que estuvieron implicados cientos de miles, e indirecta-
mente todo un pueblo, se efectuó bajo una apariencia de normalidad e
incluso dependió de la normalidad de un tráfico social altamente civi-
lizado. Lo monstruoso sucedió sin perturbar el tranquilo aliento de la vida
cotidiana”.81
Si cualquier ciudadano se viera obligado a presenciar cómo un ser queri-
do es torturado hasta la muerte, resultaría un tanto utópico imaginar que po-
drá sin mayor esfuerzo asumir las prohibiciones que los tipos penales de le-
siones o atentados contra la integridad física llevan consigo. Sin duda, esta
realidad debería ser tenida en cuenta como posible atenuante por un juez
que hubiera de analizar su conducta. De ahí a considerar que tan trágicas
circunstancias permitieran dictaminar a priori un estado de necesidad82 ca-
paz de irresponsabilizar automáticamente cualquier reacción, media un
buen trecho. Aún sería menos razonable propiciar una reforma normativa
que generalizara tal propuesta. No sólo porque reacciones vengativas,
por comprensibles que resultaran, merecerían en todo caso reproche social
y sanción penal, sino además porque la plasmación normativa generali-
zadora de dicha excepción acabaría amparando inevitablemente —dado
el juego práctico de las normas “odiosas” en favor del acusado— conduc-
tas más o menos vecinas pero nunca igualmente disculpables.
El juego coherente del llamado principio de tolerancia puede acabar
resultando paradójico. En efecto, la primera exigencia para conseguir
evitar al máximo la miseria debería ser, precisamente, evitar por todos
los medios que lo éticamente mínimo quede situado en el ínfimo rasero
de lo mínimanente ético. Porque las víctimas de esa bienintencionada to-
lerancia serán siempre los más débiles, indefensos y minoritarios, que se
83 De ello nos hemos ocupado en ¿Tiene razón el derecho?, op. cit., nota 54, pp. 354-360.
84 Así ocurriría tanto con la llamada “tabla de Carnéades” insuficiente para dos náu-
fragos, lo que daría paso a un doble ejercicio de la legítima defensa, como con el médico
que sólo cuenta con un aparato para atender a dos heridos graves (Rechtsphilosophie,
cit., nota 2, pp. 228 y 229). El juez podría acudir a fórmulas similares a las de la doctrina
moral del acto “voluntario indirecto”.
EL PAPEL DE LA PERSONALIDAD DEL JUEZ 233
85 Con lo que parece olvidar su afirmación previa de que “una norma jurídica que no
sirviese a ningún valor carecería de sentido” (Rechtsphilosophie, cit., nota 2, pp. 222 y
223.
86 A propósito de la inexistencia de un derecho a la muerte por parte de los terroris-
tas del GRAPO en huelga de hambre como protesta por su tratamiento penitenciario, en
las STC. 120/1990, 137/1990 y 11/1991, de las que nos hemos ocupado en Derecho a la
vida y derecho a la muerte. El ajetreado desarrollo del artículo 15 de la Constitución,
Madrid, Rialp, 1994, pp. 49 y ss.
87 A. Kaufmann achacará a “un grave malentendido” considerar que con ello se con-
duzca “a un estado de naturaleza sin derecho y, en consecuencia, al reconocimiento del
derecho del más fuerte”. No nos encontraríamos ante “un ámbito ajeno a la regulación
jurídica”, ya que no es lo mismo “lo «no punible» que lo «no regulado penalmente»”. La
no regulación llevaría a comportamientos “vacíos de derecho” o a “actividades jurídica-
mente irrelevantes: comer, dormir, pasear”. “Muy por el contrario, en el espacio libre de
derecho se trata de acciones relevantes y reguladas jurídicamente, que pese a ello no pue-
den ser valoradas, pertinentemente, ni en cuanto conformes a derecho, ni en tanto antiju-
rídicas”. De ahí que sería poco acertado hablar de conductas “no prohibidas. Correcto se-
ría, más bien, hablar de espacio libre de valoración jurídica”. Pese a tal esfuerzo
argumental, acabará reconociendo que “esta expresión no se ha llegado a imponer” y que
se trata de “una doctrina que en la ciencia —para no hablar de la práctica— tiene sin du-
da un carácter marginal” (Rechtsphilosophie, cit., nota 2, pp. 226, 227 y 234).
88 A. Kaufmann insistirá en que “existe también una tercera posibilidad: el abstener-
se de valorar. Cuando se valora, esto sucede conforme a la medida de categorías «jurídi-
co-antijurídico», pero no se tiene que valorar. No subsiste una disyunción excluyente”.
Admite que “la denominación «espacio libre de derecho» es precaria”, en lo que radica-
ría “el motivo principal de que esta doctrina sea, con frecuencia, mal entendida. Correc-
tamente tendría que llamarse espacio libre de valoración jurídica. Tampoco el término
234 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
1 De ello nos hemos ocupado en nuestros trabajos “Cómo tomarse los derechos hu-
manos con filosofía” y “Para una teoría «jurídica» de los derechos humanos” incluidos
luego en el volumen Derechos humanos y metodología jurídica, Madrid, Centro de Estu-
dios Constitucionales, 1989, pp. 127-168.
239
240 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
grave que tras conseguir —con tan costosa abstemia intelectual— plas-
mar en una fórmula textual el decidido propósito de proteger un derecho
humano básico, hubiera que acabar reconociendo resignadamente que su
valor práctico dependerá en cada circunstancia de la fuerza utilizable en
su respaldo.4
Por si fuera poco, aunque aceptáramos que fuera el consenso social
fácticamente en vigor —y no la fuerza pura y dura— lo que nos sirva de
punto de apoyo, va emergiendo en nuestros días un problema adicional.
¿Durante cuánto tiempo podremos seguir imaginando ordenamientos ju-
rídicos que remiten a un consenso social homogéneo? Nuestras socieda-
des europeas comienzan con indisimulada dificultad a estrenar, decenios
después, la experiencia norteamericana de convivencia multicultural,
multiracial, multireligiosa... Dejando al margen los poco disimulados
intentos de frenar este proceso, ¿acabaremos también en Europa identi-
ficando en la práctica el “consenso” indiscutido con las posturas tradi-
cionales de los “WASPs” de turno, destinados quizá a quedar algún día
en minoría?
Sumidos en el doble lenguaje —aun sin perder la esperanza de que al-
gún día se levante el vigente anatema contra cualquier propuesta de ética
objetiva— sólo nos quedan los mecanismos de control constitucional pa-
ra intentar que los derechos humanos acaben siendo algo más que con-
fortable palabrería. Su funcionamiento real no dejará, sin embargo, de
aportar —junto a indudables avances prácticos— algunas contradicciones
adicionales.
4 “Desengáñense sus señorías. Todos saben que el problema del derecho es el pro-
blema de la fuerza que está detrás del poder político y de la interpretación. Y si hay un
Tribunal Constitucional y una mayoría proabortista, «todos» permitirá una ley de aborto;
y si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría antiabortista, la «persona» impide una
ley de aborto”; afirmó, en funciones de portavoz del Grupo Socialista durante el debate
del artículo 15 de la Constitución, el profesor G. Peces-Barba Martínez, ante el Pleno del
Congreso de los Diputados en la sesión del 6 de julio de 1978 (La Constitución española.
Trabajos parlamentarios, 2a. ed., Madrid, Cortes Generales, 1989, t. II, p. 2038).
CONTROL CONSTITUCIONAL 243
5 Al respecto nuestro trabajo “La crisi del positivismo giuridico. I paradossi teorici
di una «routine» pratica”, Iustitia, 1991, 4, pp. 333-375.
6 Kelsen, H., Reine Rechtslehre, Wien, Franz Deuticke, 1967, p. 132
7 H. Kelsen rechaza toda posible aplicación de normas “suprapositivas”, de derecho
natural o de “principios no traducidos en normas de derecho positivo”, que consistirían
en “postulados no jurídicamente obligatorios, que expresan en realidad sólo los intereses
de algunos grupos”. Dado que no es posible darles “un contenido unívoco”, sólo sirven
para “cubrir la ideología corriente con la que cada ordenamiento jurídica intenta revestir-
se”, todo lo cual aconseja que la Constitución deba “abstenerse de esta fraseología” (“La
garanzia costituzionale”, La giustizia costituzionale, Milán, Giuffrè, 1981, pp. 143-206,
en concreto pp. 188-190).
8 Kelsen, H., Reine Rechtslehre, cit., nota 6, p. 198.
244 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
no tendría ni más ni menos validez formal que cualquier otra; una sen-
tencia interpretativa,11 por el contrario, establece —de acuerdo con un
juicio emitido sobre su contenido material— qué alternativa o alternati-
vas cabrá asumir y cuáles no, para que la norma pueda seguir siendo
considerada constitucional.
Esta primera dislocación del sistema se agudizará aún más cuando se
responsabiliza al tribunal, aparte del control de constitucionalidad de las
leyes, del amparo de determinados derechos fundamentales. El intento
de compaginar la efectividad de tal protección con el respeto a los estric-
tos márgenes de una rigurosa legislación negativa se ve pronto condena-
do al fracaso. Para no exponerse a dejar en la práctica desprotegido a un
derecho, el tribunal habrá de acabar adentrándose —quiera o no— en es-
carceos “positivos”.12
Similar búsqueda de eficacia explica la constante querencia expansiva
que la protección constitucional de los derechos lleva consigo. Aunque
los recursos de amparo tengan como objetivo exclusivo la reparación de
la lesión inflingida a un derecho por un acto emanado de un poder públi-
co en una concreta circunstancia, la sentencia que de él se ocupa acaba
11 La STC. 5/1981 del 13 de febrero —la quinta, por tanto, dictada por el Tribunal a
lo largo de su historia—, que analizó la constitucionalidad de la Ley Orgánica del Estatu-
to de Centros Escolares, se refiere a dichas sentencias como las que “declaran la constitu-
cionalidad de un precepto impugnado en la medida en que se interprete en el sentido que
el Tribunal considera como adecuado a la Constitución, o no se interprete en el sentido
—o sentidos— que considera inadecuados”, apuntando que es para el Tribunal “un me-
dio lícito, aunque de muy delicado y difícil uso” (F. 6, Boletín de Jurisprudencia Consti-
tucional, 1981, 1, p. 32).
12 Así se denuncia en los votos particulares a la polémica STC. 53/1985 del 11 de
abril (Boletín de Jurisprudencia Constitucional, 1895, 49, pp. 515-542), que declaró in-
constitucional el primer proyecto socialista de despenalización del aborto en determi-
nados supuestos, tras producirse entre los doce magistrados del Tribunal Constitucional
un empate, resuelto por el voto de calidad de su presidente. El magistrado F. Tomás
Valiente recuerda que “la jurisdicción constitucional es negativa, puede formular ex-
clusiones o vetos sobre los textos a ella sometidos. Lo que no puede hacer es decirle al
legislador lo que debe añadir a las leyes para que sean constitucionales. Si se actúa así,
y así ha actuado en este caso este Tribunal, se convierte en legislador positivo”, para
añadir: “El Tribunal Constitucional, frecuentemente instado a actuar como si fuese eso
que en un lenguaje ni técnico ni inocente se ha dado en llamar «la tercera Cámara», ha
caído por esta vez en la tentación” (voto particular, 6o. b) y c), ibidem, p. 539). En ar-
gumentos similares insisten los magistrados A. Atorre Segura y M. Díez Velasco Va-
llejo (voto particular, 2o. y 3o., ibidem, p. 540) y F. Rubio Llorente (voto particular,
ibidem, p. 541).
246 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
dar paso a una iniciativa legislativa popular, señala que “no procederá dicha iniciativa en
materias propias de Ley Orgánica”, entre las que el artículo 81.1 incluye en primer lugar
“las relativas al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas”.
21 Así ante la opinión de una magistratura de trabajo, que estimaba que determinadas
medidas discriminatorias proteccionistas de la mujer podrían ser derogadas “si es que care-
cen de actualidad”, el Tribunal Constitucional enfatiza que “el problema no es la conformi-
dad de la solución jurídica con las convicciones o creencias actuales, que es a lo que puede
llamarse «actualidad», sino su conformidad con la Constitución” (STC. 81/1982 del 21 de
diciembre, F. 2, Boletín de Jurisprudencia Constitucional, 1983, 21, p. 71).
22 De ello hemos tratado en “Los derechos humanos entre el tópico y la utopía”, Perso-
na y Derecho, 1990, 22, pp. 159-179.
CONTROL CONSTITUCIONAL 251
snaturalista? . . . . . . . . . . . . . 332
CAPÍTULO DECIMOCUARTO
LA CRISIS DEL POSITIVISMO JURÍDICO.
PARADOJAS TEÓRICAS DE UNA RUTINA PRÁCTICA
255
256 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
3 Sobre el particular véase Kaufmann, A., “Die Geschichtlichkeit des Rechts im Licht der
Hermeneutik”, Festschrift für K. Engisch zum 70. Geburtstag, Frankfurt, 1969, pp. 243-273,
sobre todo p. 265. Cfr. sobre el problema que nos ocupa, del mismo autor, “Dal giusnatura-
lismo e dal positivismo giuridico all’ermeneutica”, Rivista Internazionale di Filosofia del Di-
ritto, 1973, 4, pp. 712-722, sobre todo p. 718.
LA CRISIS DEL POSITIVISMO JURÍDICO 257
4 Kelsen, H., Reine Rechtslehre, Wien, 1960 (citamos por la reimpresión de 1967),
pp. 20 y 241.
5 Al respecto nuestro trabajo “Zum Verhältnis von Positivität und Geschichtlichkeit im
Recht”, en Panou, S. et al. (eds.), Philosophy of Law in the History of Human Thought, Stutt-
gart, 1988, pp. 150 y ss., sobre todo p. 151 (la versión original en español fue publicada en
Anuario de Filosofía del Derecho, Madrid, 1985, II, pp. 285 y ss., sobre todo p. 287).
LA CRISIS DEL POSITIVISMO JURÍDICO 259
8 Hobbes, T., A Dialogue between a Philosopher and a Student of the Common Laws of
England, en Ascarelli, T. (ed.), Milán 1960, p. 86.
9 Para K. Olivecrona la norma, tal como la entiende Kelsen, establece una “relación
mística” entre los hechos. “En una ocasión Kelsen declaró paladinamente que esto es en
realidad «el Gran Misterio»; eso es hablar con claridad: es un misterio y siempre lo será”
(Law as Fact, 1939, citamos por la edición en español: El derecho como hecho, Buenos
Aires, 1959, p. 10). Más tarde, tras señalar la dificultad de distinguir entre iusnaturalistas y
positivistas, acabará proponiendo el abandono del término “derecho positivo” (Law as
Fact, 1971, citamos por la edición en español: La estructura del ordenamiento jurídico,
Barcelona, 1980, pp. 43 y 78). Para A. Ross la concepción kelseniana del ordenamiento
como sistema fundado en una norma básica es una “idealización falsa”, que recurre inevi-
tablemente a “vacías tautologías” (Toward a Realistic Jurisprudente, 1946, citamos por la
edición en español: Hacia una ciencia realista del derecho, Buenos Aires, 1961, p. 115).
262 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
10 Para A. Ross “resulta claro que, en realidad, la efectividad es el criterio del dere-
cho positivo” y que la norma básica “sólo cumple la función de otorgarle la «validez»
que exige la interpretación metafísica de la conciencia jurídica” (On Law and Justice,
1958, citamos por la edición en español: Sobre el derecho y la justicia, Buenos Aires,
1963, p. 69).
11 Ross, A., Hacia una ciencia realista del derecho, cit., nota 9, pp. 89 y 90.
264 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
Todo ello nos lleva bastante lejos de la existencia de una voluntad so-
berana, que dicta por escrito mandatos destinados a ser aplicados con pulcri-
tud técnica.
Kelsen parece respetar el modelo, al presentar la norma como acto de
voluntad condicionado por otra norma; pero se trata de un espejismo. No
se limita a sustituir un sistema ético-material (“estático”) por otro formal
y procedimental (“dinámico”); lo que llevaría a sustituir el derecho como
exigencia de justicia por el derecho como arbitrariedad controlada. Para
él, las normas jurídicas no hacen aplicables diversos contenidos; en reali-
dad no se “aplica” contenido alguno, porque ello exigiría admitir que se
parte de un juicio sobre lo que la norma dice, para añadirle luego un apli-
cativo acto de voluntad. Para Kelsen, la norma no dice nada; quiere, o
—mejor— faculta para querer. Por más que se diseñe la norma como un
ámbito posibilitador de futuros actos de voluntad con sentido normativo,
tampoco cabe —coherentemente— preguntarse qué quiere decir la
norma, o sea qué actos de voluntad estaría dispuesta a respaldar.
Aunque el planteamiento teórico parece invitar a un cierto cognotivis-
mo débil, que permitiría describir científicamente el contenido de la nor-
ma, la dinámica jurídica —que obliga a remitirse a la eficacia— acaba
forzando a considerar como derecho un acto de voluntad realizado fuera
del campo científicamente descrito.12 El dictamen científico quedaría fal-
sado por la misma práctica del derecho, capaz de demostrar que —de he-
cho— la norma no decía lo que parecía decir o acaba diciendo más de lo
que parecía querer. El derecho como arbitrariedad controlada nos lleva a
una nueva paradoja: ese control es a su vez arbitrario. Desterrado el jui-
cio del ámbito de la dinámica jurídica, la “cosa juzgada” no sería sino
una incontrolada arbitrariedad final.
Los realistas se apartan aún más del modelo. La voluntad del soberano
penará en la hoguera su desvarío metafísico.13 No hay tal voluntad con
contenido preciso y aplicable. Esto sólo es concebible en positivismos
codificadores (de raíz, paralela, racio-iusnaturalista o empírico-utilitaris-
12 Kelsen, H., Reine Rechtslehre, cit., nota 4, p. 352.
13 Sobre el particular véase Olivecrona, K., “The Will of Sovereing. Some Reflec-
tions on Bentham’s Concept of «A Law»”, The American Journal of Jurisprudente, 1975,
20, pp. 95-111, y sus críticas a este aspecto de la teoría kelseniana en La estructura del
ordenamiento jurídico, cit., nota, 9, pp. 76 y 77.
LA CRISIS DEL POSITIVISMO JURÍDICO 265
ta), que llevan en sí los gérmenes del cognotivismo ético que les sirvió
de origen. El derecho parece funcionar por arte de magia, pero la ciencia
positiva ilustra el funcionamiento real de una maquinaria social sujeta a
una peculiar causalidad. El presunto soberano no es sino un antropomor-
fismo mágico, que atribuye personalidad mística a un proceso mecánico
insuficientemente conocido.14 Ahondando en el funcionamiento de esa
maquinaria llegaremos, una vez más, a la paradoja. La ciencia positiva
nos descubre que la máquina jurídica funciona gracias a que los ciuda-
danos no son lo suficientemente científicos como para saber cómo fun-
ciona. Sin su infundada convicción de que deben hacer desinteresada-
mente esto o aquello, el derecho acabaría perdiendo su validez. La ciencia
del derecho nos brinda, pues, un paradójico descubrimiento: el derecho
sólo funciona a golpe de ignorancia social. Si todos los ciudadanos
comprendieran que la norma jurídica es la mera expresión de una rutina,
sólo les quedaría un motivo de obediencia, tan interesado como proble-
mático: la invitación de Olivecrona a no poner en peligro el rutinario fun-
cionamiento de un mecanismo de relojería cuya reconstrucción podría
acabar siendo imposible.15
El afán por trazar una separación tajante entre actividad política y jurí-
dica —debate valorativo prejurídico y manejo rigurosamente técnico del
derecho puesto— no sólo expresa la tercera perspectiva propuesta, sino
que enlaza con las dos previas. De poco serviría centrar toda la atención
científica sobre el derecho puesto si en su despliegue dinámico acaba
luego poniéndose inevitablemente otro.
20 R. Dwokin, por ejemplo, que —dadas las peculiaridades del debate anglosajón— se
ve paradójicamente acusado de representar cierto tipo de “jurisprudencia mecánica” (Taking
Rights Seriously, 1977, citamos por la edición en español: Los derechos en serio, Barcelona,
1984, p. 63).
LA CRISIS DEL POSITIVISMO JURÍDICO 271
30 Bacon, F., Novum Organum, aforismo LIX del libro 1o. (hay edición en español,
2a. ed., Buenos Aires, 1961); cfr. p. 96.
31 La identificación de los “legistas” con los metafísicos es continua en la obra de A.
Comte. El proceso de descomposición que el estado metafísico lleva consigo se traduce
en una sustitución de los jueces por los abogados (Cours de philosophie positive, lección
46, vol. IV, cit., nota 19, 1839, t. IV, pp. 131, 132 y 174); Système de politique positive
ou traité de sociologie, vol. III, cap. 7, cit., nota 19, 1853, t. IX, pp. 526 y 527; vol. IV,
Apéndice general, 3a. parte, t. X, p. 70. Los legistas cumplen su función en el paso del
estado militar al industrial (Cours de philosophie positive, lección 51, t. IV, pp. 576 y
577. “La mayor parte de los sabios actuales se fundirá con los ingenieros” y “los más
eminentes de ellos se convertirán, sin duda, en el núcleo de una verdadera clase filosófi-
ca, directamente reservada a conducir la regeneración intelectual y moral de las socieda-
des modernas (Ibidem, lección 57, t. VI, pp. 411 y 412).
32 Bentham, J., Traité des sophismes politiques, op. cit., nota 19, t. 1, primera parte,
capítulo III, p. 487.
LA CRISIS DEL POSITIVISMO JURÍDICO 281
38 K. Marx, comentando la expresión “Recht geben”, señala que “el empleo astuto de
la sinonimia”: “se identifica aquí el dar la razón en el sentido usual de una conversación
y el declarar el derecho en el sentido jurídico de la palabra. Y aún es más admirable la fe
capaz de mover montañas con que la gente «acude a los tribunales» por el gusto de salir-
se con la suya, fe que explica los tribunales partiendo del empeño en tener razón” (Die
deutsche Ideologie, 1845, p. 298, citamos por las Marx-Engels Werke, Berlín, 1969, t. 3).
39 Como sería el caso del ya citado N. Luhmann. A los títulos aludidos en la nota 24
podría añadirse, entre otros, Komplexität und Demokratie (incluido en Politische Pla-
nung, Köln-Opladen, 1971), pp. 35 y ss.
40 Cfr. la alusión de Montesquieu, en De l’esprit des lois, XI, 6, justo después de su
ya tópica caracterización del juez como boca que pronuncia las palabras de la ley. A la
autoridad suprema del Legislativo corresponde “moderar la ley en favor de la propia
ley, fallando con menos rigor que ella” (citamos por las Oeuvres complètes, París,
1966, t. II, p. 404).
LA CRISIS DEL POSITIVISMO JURÍDICO 285
1. ¿Qué relativismo?
dad a qué atenerse, aunque sin duda el marco normativo podrá en ocasio-
nes facilitarle pistas al respecto.
Sólo una constatación descriptiva, producida ex post facto, pondrá al
ciudadano en condiciones de dictaminar de un modo cierto cuál sea el
derecho puesto.
El iusnaturalismo, por otra parte, no puede pretender que la sociedad
abandone el ordenamiento jurídico positivo para someterse a otro alter-
nativo. Lo que sí plantea sin vacilar es una dimensión “normativa” (no
meramente descriptiva) de lo jurídico, que implica una exigencia de
comportamiento para quien lo maneja. Lo jurídico queda, por una parte,
situado como exigencia real (en una dimensión prepositiva) y proyecta-
do, por otra, inevitablemente hacia un proceso de positivación sin el que
quedaría convertido en piadoso deseo. Sus exigencias (“jurídicas” por su
contenido) aspiran a realizarse formalmente, positivándose.
El debate jurídico básico es, pues, siempre prepositivo, aunque se
prolongará luego —cobrando perfiles históricos y concretos— a lo largo
de todo el proceso de positivación. El derecho natural, en cuanto con-
junto de propuestas realmente jurídicas que aspiran a verse positivadas,
no pretende sustituir a un derecho positivo de problemática identifica-
ción, sino animar el proceso de positivación. Podrá aportarle una dimen-
sión de crítica interna a la hora de plantearse cómo cabe solucionar con
mejor sentido un determinado conflicto o cuál es el sentido más ajustado
de una relación social.
Precisamente porque no se duda que, a fin de cuentas, lo que resulte
puesto como derecho tendrá los efectos prácticos de tal, importa tanto es-
forzarse por conseguir que se positiven las soluciones que con mayor
acierto reflejen las exigencias jurídicas.
Responder cuáles sean en cada caso tales exigencias es el objetivo de
todo el debate jurídico, ya se plantee en la polémica social prelegislativa,
en el debate parlamentario o en la deliberación judicial. El derecho natu-
ral, dada la historicidad de su desarrollo, no interrumpe tal debate (nadie
dispone tampoco de una “naturalidad instantánea”) sino que lo mantie-
ne abierto y lo alimenta. El mismo proceso de positivación le va sirvien-
do de contraste, para corregir el posible doctrinarismo de propuestas ale-
jadas de la realidad concreta. También el despliegue histórico del
derecho natural (como el de todo lo jurídico) es fruto de una delibera-
ción prudencial y no de la aplicación mecánica de una norma alternativa
puesta en un mundo paralelo.
LA CRISIS DEL POSITIVISMO JURÍDICO 289
293
294 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
tes, en que cualquier parecido entre ese planteamiento y la realidad del dere-
cho es pura coincidencia; porque, simplemente, lo que afirma no es verdad.
No veo ninguna necesidad de emigrar a “otro” ordenamiento jurídico
para poner a prueba la inviabilidad del que se nos propone. Me ha basta-
do repasar, como vengo haciendo hace meses,2 la jurisprudencia consti-
tucional española sobre discriminación por razón de sexo.
La Constitución española, norma por excelencia del derecho positivo
de mi país, caracterizada —a fuer de jurídica— como “ley de leyes”,
afirma en su artículo 14 que “los españoles son iguales ante la ley, sin
que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, ra-
za, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia per-
sonal o social”.
Dicho precepto no hace sino expresar, de manera más netamente posi-
tivada, el contenido del artículo 1.1 con que da comienzo dicho texto
constitucional: “España se constituye en un Estado social y democrático
de derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento
jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
Éstas serían, pues, las primeras líneas del derecho positivo español; el
único que en realidad allí existe. Valiéndome de mi confortable situación
de filósofo del derecho, académicamente correcto y poco ávido de marti-
rio, aprovecho para preguntar de nuevo: ¿podríamos considerar como
propiamente jurídicos a estos valores superiores que presiden un ordena-
miento al que, por definición, sí debemos considerar como tal?
Hablar, en serio, de valores del ordenamiento jurídico supone reco-
nocer que hay valores que —ellos mismos, y no sólo las normas que los
recogen— son propiamente jurídicos. Si mantenemos la obligada letanía
—derecho = positivo = norma = ley— la respuesta resulta, sin embargo,
inevitablemente negativa: nada hay prelegal, prenormativo ni prepositivo
a lo que podamos considerar “jurídico”.
Sólo el propio ordenamiento, concebido —desde luego— como siste-
ma de normas puestas, puede aportar el criterio identificador y demarca-
dor de lo que es o no derecho.
Únicamente cuando son defectuosas, precisarían las leyes (normas
puestas, por antonomasia) el complemento de unos principios, que sólo
así —por esa vía tasada— se verían ocasionalmente convertidos en jurí-
que “tales medidas deben ser sometidas a revisión para derogarlas si es que
carecen de actualidad”.
El Tribunal no deja de reaccionar escandalizado: “el problema no es la
conformidad de la solución jurídica con las convicciones o creencias ac-
tuales, que es a lo que puede llamarse «actualidad», sino su conformidad
con la Constitución”.11 Ésta —tomemos nota— parece contar con pecu-
liares razones, no identificables necesariamente con las opiniones mayo-
ritarias.
Al fin y al cabo también el “contenido esencial” de los derechos y li-
bertades, al que se refiere su artículo 53.1, se sitúa por encima de la opi-
nión coyuntural de los ciudadanos y de las no menos transitorias mayo-
rías parlamentarias. Por eso podrá servir de referencia a la hora de
defender —contra cualquier mayoritaria tentación opresora— a las mi-
norías de turno; que suelen ser siempre las discriminadas. Nada más ab-
surdo, en efecto, que pretender que sean los tópicos de actualidad los que
sirvan de fundamento a una utopía liberadora, como la de los derechos
humanos.12
La reiterada alusión a la existencia o inexistencia de una razón de ser
opera como una nueva versión diacrónica, de ese “fundamento objetivo
y razonable” capaz de ayudarnos a distinguir entre una discriminación y
una mera e irrelevante desigualdad.
Nuestra actividad jurídica —o sea, el derecho real— mantiene una
vieja querencia a vincularse con la razón.13 Así como las tareas del Eje-
cutivo nos situarían en el ámbito de la voluntad política, se supone que
los textos legales son racionales, o por lo menos cabe adivinar en ellos
una ratio. Tanto los procesos judiciales como las resoluciones que van
jalonando su desarrollo adoptan el formato de un discurso argumental,
en el que las partes y el juez van aportando sus razones.
Podría admitirse pacíficamente, suscribiendo la dimensión más extre-
madamente débil de lo teleológico, que lo jurídico siempre tiene una ra-
zón; al fin y al cabo nadie hace nada sin algún motivo. Resulta, no obs-
que unos valores —que operarán siempre como principios motores del
ordenamiento, lleguen o no a conformarse como normas— animarán ese
proceso de positivación de una concepción de la justicia en el que —me-
diante un continuo esfuerzo de fundamentación— toda actividad jurídica
consiste.
El positivismo normativista difícilmente podrá mostrarnos unas nor-
mas puestas capaces de indicar cuándo es necesaria una “acción positi-
va” contra la desigualdad previa, o cuándo hemos de estar más atentos a
los posibles efectos perversos de un proteccionismo paternalista y cuán-
do a las ventajas de su mantenimiento con intención compensatoria. Sus-
cribir el positivismo normativista no sólo expone a imponer inconfesadas
opciones éticas ajenas a todo debate, sino —sobre todo— condena a
aceptar una mitología jurídica, que ignora la realidad.
La utopía liberadora de la mujer puede ayudarnos a someter a crítica
tópicos teórico-jurídicos que imponen un correctísimo doble lenguaje: se
nos invita a hablar a todas horas de derechos humanos, pero aceptando
que no podremos tomarnos en serio otro derecho que el que se haya visto
reconocido por una ley; se niega que pueda existir algo así como un “de-
recho natural”, aunque se afirma sin sombra de duda la igualdad —“na-
tural”, se supone— de derechos entre hombre y mujer.
El problema del positivismo normativista no es, a estas alturas, que
nos obligue a limitarnos sobriamente a analizar el ser del derecho que es,
renunciando a su utópico deber ser. Su problema es que cualquier pareci-
do entre lo que dice que el derecho es y la realidad es pura coincidencia.
Es obvio, sin embargo, que las limitaciones de una teoría no convier-
ten automáticamente en verdadera a su contraria. La actividad jurídica se
nos muestra como el esfuerzo prudencial por hacer realidad una teoría de
la justicia. Para ello los valores que la integran han de jerarquizarse en la
práctica, a través de la ponderación de los principios en que se plasman.
Las normas, en que tanto esos valores como sus principios operativos
cobran más concreta estructura, son tan limitadas como imprescindibles.
No son ellas la “fuente” real de un derecho presuntamente puesto de una
vez por todas. El derecho brota siempre de esa concepción de la justicia
que inspira su progresivo proceso de positivación.
Las normas jurídicas, y muy especialmente las leyes, permiten ya en
su proceso de elaboración adelantar un debate ético que permanecerá
abierto. Posteriormente servirán como punto de referencia decisivo para
su desarrollo y finalización. El juez deberá fundar en ellas su positiva-
306 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
ción del derecho, a ellas se referirán los recursos que discrepan de esa
solución, y a ellas se remitirá la solución judicial firme con honores de
cosa juzgada.19
Esta realidad no ha pasado inadvertida a más de un positivista, obli-
gándole a replantear inviables puntos de partida iniciales. La apelación
de Hart a la “textura abierta”20 de las normas, por ejemplo, no hace sino
reconocer la inevitable animación del derecho por concepciones de la
justicia.
No tendría por ello sentido plantear la discrepancia entre positivismo
y iusnaturalismo como un dualismo jurídico, que nos obligara a optar en-
tre dos ordenamientos jurídicos, uno real y otro deseable. Nos plantea, en
realidad, la radical discrepancia entre dos teorías éticas. La que considera
que hay contenidos éticos objetivos racionalmente cognoscibles y la que
—al excluirlos— parece reducir todo debate ético a un duro conflicto de
voluntades sin posible mediación racional.
El núcleo central del iusnaturalismo no puede radicar sólo, a nuestro
modo de ver, en la fácil constatación de la inviabilidad del positivismo,
desbordado siempre por la “metalegalidad” de lo jurídico. Expresa la
convicción de que contamos en ese ámbito metalegal con exigencias ob-
jetivas de justicia que reclaman positivación jurídica; por problemático
que resulte su obligado descubrimiento. De ahí brotará una constante
preocupación por evitar variantes desnaturalizadoras a la hora de positi-
var ese derecho que —para bien o para mal— es el único existente.
Es preciso descartar, por contraria a la realidad, la idea de una “positi-
vidad instantánea”,21 para reconocer que nos hallamos siempre abocados
a un “proceso de positivación” de inevitable alcance ético. Cognotivismo
y no cognotivismo reabrirían el auténtico dilema.
El primero nos recuerda que es decisiva la admisión de la existencia
de unas re-cognoscibles exigencias jurídicas objetivas. De lo contrario,
se paralizaría la inevitable búsqueda que su proceso de positivación lleva
consigo; porque tampoco disponemos de un derecho natural ya dado, listo
19 Al respecto “Control constitucional, desarrollo legislativo y dimensión judicial de la
protección de los derechos humanos”, Anuario de Filosofía del Derecho, Madrid, 1994,
XI, pp. 91-103.
20 Hart, H. L. A., El concepto del derecho, 2a. ed., Buenos Aires, Abeledo-Perrot,
1968, pp. 159 y 167.
21 Al respecto véase “Positividad jurídica e historicidad del derecho”, De re chos
humanos y metodología jurídica, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989,
pp. 181-194.
LA ETERNA POLÉMICA DEL DERECHO NATURAL 307
25 Kelsen, H., Teoría pura del derecho, México, UNAM, 1979, p. 284.
26 Al respecto véase “La crisis del positivismo jurídico. Paradojas teóricas de una ruti-
na práctica”, Persona y Derecho, 1993, 28, pp. 209-255; una versión abreviada en Massini,
C. I. (ed.), El iusnaturalismo actual, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1996, pp. 251-269.
LA ETERNA POLÉMICA DEL DERECHO NATURAL 309
Capítulo decimosexto
DERECHO POSITIVO Y DERECHO NATURAL, TODAVÍA... . . . . . 313
I. Diplopía jurídica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 313
II. Iusnaturalismo inclusivo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 315
I. DIPLOPÍA JURÍDICA
313
314 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
7 Ello lleva a J. Delgado Pinto a estimar que, aunque R. Dworkin haya protagoniza-
do “el ataque más poderoso contra el positivismo jurídico en los últimos decenios”, a su
teoría, al no suscribir este punto, se la habría considerado “sin fundamento como una ver-
sión del iusnaturalismo” (“La noción de integridad en la teoría del derecho de R. Dwor-
kin: análisis y valoración”, Derechos y Libertades, 2002, 11, pp. 15, 38 y 37. J. Finnis,
por el contrario, tras señalar que “una teoría de la ley natural no necesita tener como
principal preocupación, ni teórica ni pedagógica, la afirmación de que «las leyes injustas
no son leyes»”, añade: “en realidad no sé de ninguna teoría de la ley natural en la que esa
afirmación, o cualquier cosa parecida, sea algo más que un teorema subordinado” (Ley
natural y derechos naturales, p. 379). P. Serna lo suscribe: “en la tradición del derecho
natural no pasa de ser un corolario” sin “carácter central” (“Sobre el Inclusive legal posi-
tivism. Una respuesta al profesor Vittorio Villa”, Persona y Derecho, 2000, 43, p. 135).
8 También J. Finnis estima que “no sirve para pensar con claridad, ni para ningún
fin práctico bueno, oscurecer la positividad del derecho —law— negando la obligatorie-
dad jurídica «en el sentido jurídico o intrasistemático» de una regla recientemente decla-
rada jurídicamente válida y obligatoria por la más alta institución del «sistema jurídico»”
(Ley natural y derechos naturales, cit., nota 3, p. 384). Para F. Viola no cabe considerar
que en Santo Tomás “una ley injusta no es derecho válido”; de ahí que sugiriera razones
para obedecerla, “si bien no encarna el concepto de ley en la plenitud de su significado,
al no ser conforme a la razón” (“La conoscenza della legge naturale nel pensiero di Jac-
ques Maritain”, Jacques Maritain oggi, Monza, Vita e Pensiero, 1983, p. 568).
9 De la gama de problemas “deontológico” con que puede tropezarse un jurista me he
ocupado en “Deontología jurídica y derechos humanos”, incluido en Ética de las profesio-
nes jurídicas. Estudios sobre deontología, Murcia, UCAM-AEDOS, 2003, t. I, pp. 53-72.
10 F. González Vicén contempla tal circunstancia con una hoy poco habitual flema,
digna del más clásico positivismo. El “único auténtico” punto de vista para fundar una
obligatoriedad ética del derecho sería la creencia en que “toda autoridad en la tierra pro-
cede de Dios y merece acatamiento”. La justificación alternativa, basada en la presunta
garantía de la seguridad jurídica, “es la ideología clásica de la clase burguesa” y encierra
“una añagaza o subterfugio para justificar «cualquier» derecho, independientemente de
su contenido”. Todo ello le lleva a afirmar que “si un derecho entra en colisión con la
exigencia absoluta de la obligación moral, este derecho carece de vinculatoriedad y debe
DERECHO POSITIVO Y DERECHO NATURAL 317
ser desobedecido”; es decir, que “mientras que no hay un fundamento ético para la obe-
diencia al derecho, sí hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia”. Esta “li-
mitación de la obediencia al derecho por la decisión ética individual significa el intento
de salvar, siquiera negativamente y de modo esporádico, una mínima parcela de sentido
humano en un orden social destinado en sí al mantenimiento y aseguración de relaciones
específicas de poder” (“La obediencia al derecho”, Estudios de filosofía del derecho, La
Laguna, Universidad, 1979, pp. 366, 380, 385, 388 y 397).
11 Lo subraya F. D’Agostino: “como las reglas del lenguaje no pueden ser reenviadas
a un súper-lenguaje, que se erija en medida de todas las lenguas particulares, pero son in-
manentes al mismo lenguaje y constituyen hasta tal punto su índice de expresividad que
no pueden ser violadas, so pena de llevar a la incomprensibilidad parcial o incluso total
de lo lingüísticamente expresado, así el derecho natural no se contiene en un súper-códi-
go, sino en las mismas normas de derecho positivo de las que constituye fundamental ra-
zón de ser, falto de la cual el derecho positivo mismo decae en un sin-sentido, con la
consecuencia de que su obligatoriedad tiende a perderse con extrema rapidez” (Diritto e
giustizia. Per una introduzione allo studio del diritto, Torino, San Paolo, 2000, p. 26).
12 En tal sentido pienso que cabría reducir a dos los tres elementos en torno a los que
R. Alexy hace girar el derecho: “lo legal y lo eficaz”, que constituirían para él su “aspec-
to real o institucional”, y “lo correcto”, que supondría “su dimensión ideal o discursiva”
(“La institucionalización de la razón”, Persona y Derecho, 2000, 43, p. 218). Dado que
lo “real” parece cobrar una relevancia más sociológica que ontológica, tendría que ver
menos con la validez jurídica que con una vigencia práctica, constatable a posteriori, que
podría sin duda verse comprometida por posibles déficit de “corrección”.
13 Así podría considerarlo J. Delgado Pinto partiendo de la idea opuesta: si “las nor-
mas jurídicas imponen verdaderos deberes en la medida en que sean justas; si son injus-
tas no obligan”, “entonces estamos en presencia de un simple deber moral”. Admite, sin
embargo, que “una actualización acertada de las tesis defendidas por lo representantes
«clásicos» del iusnaturalismo podría permitir la elaboración de una doctrina inmune” a
tal crítica, que reconoce coincidente “con la manejada por conocidos autores positivis-
tas” en sus escritos polémicos (“La obligatoriedad del derecho y la insuficiencia tanto del
positivismo jurídico como del iusnaturalismo”, op. cit., nota 1, pp. 116, 120 y 121).
318 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
14 “El consejo es una orden a la que obedecemos por una razón que deriva de la cosa
misma que se ordena. El mandato, en cambio, es una orden a la que obedecemos en ra-
zón de la voluntad de quien manda” (Hobbes, T., De cive XIV, trad. de A. Catrysse, Ca-
racas, 1966, p. 217). Sobre la distinción entre sistemas estáticos y dinámicos véase Kel-
sen, H., Teoría pura del derecho, 3a. ed., México, UNAM, 1979, pp. 203 y 204.
15 F. Viola recuerda cómo un “modo de controlar el poder era tradicionalmente el de
vincularlo al respeto de ciertos contenidos normativos. Pero Kelsen no cree que esto
sea lo específico del derecho, porque ello implicaría la posibilidad de conocer objeti-
vamente lo bueno y lo justo” (Viola, F. y Zaccaria, G., Diritto e interpretazione. Linea-
menti di teoria ermeneutica del diritto, Roma-Bari, Laterza, 1999, p. 22).
16 R. Vigo, experto juez aparte de avezado estudioso de problemas filosófico-jurídi-
cos, no deja de apuntar: “nos parece bastante evidente que el iuspositivismo se mueve
más cómodo en el mundo académico que entre los operadores jurídicos y la concreta rea-
lidad jurídica” (El iusnaturalismo actual. De M. Villey a J. Finnis, México, Fontamara,
2003, p. 200).
17 Del asunto, con particular referencia a Kelsen, me ocupé en “Juzgar o decidir: el
sentido de la función judicial”, Poder Judicial, Madrid, 1993, 32, pp. 123-139; tradu-
cido más tarde tanto en Droit “positif” et droits de l’homme, Bordeaux, Éditions Bière,
1997, pp. 179-200, como en Diritto “positivo” e diritti umani, Torino, Giappichelli, 1998,
pp. 178-200.
DERECHO POSITIVO Y DERECHO NATURAL 319
menos ético-material que la mía.20 Por más que yo pueda considerar erra-
da la que de hecho se ha positivado, habría de reconocerla avalada por
elementos formales y procedimentales positivos, sin los que el derecho
resultaría también —valga la paradoja— desnaturalizado.
De lo dicho se desprende un segundo planteamiento: mi discrepancia
respecto a una ley contra natura es jurídica y no meramente moral. Dado
que está de moda el talante analítico, recurriré a ejemplos triviales: si en-
cuentro colgado en un museo de primer orden un cuadro que me parece
un bodrio, y lo califico de tal, no sería muy razonable estimar que estoy
formulando un juicio moral; se trata sin duda de un juicio estético, acer-
tado o equivocado. Si, harto de ver deambular por el campo de fútbol a
una supuesta figura galáctica, me atrevo a sugerir que es un jugador muy
malo, no pronostico que se vaya a condenar; lejos de emitir juicio moral
alguno, dictamino futbolísticamente que, aunque venda camisetas, es un
pésimo jugador. No entiendo, en consecuencia, por qué los juicios sobre
obras de arte o aportaciones futbolísticas deficientes tendrían carácter es-
tético o deportivo, mientras que los juicios sobre deficiencias jurídicas
tendrían un carácter meramente moral, jurídicamente esotérico.21 Tal dic-
tamen sólo se justificaría si yo estuviera rechazando tal norma jurídica
por contradecir mis maximalistas anhelos morales; pero lo que en realidad
afirmo es que no satisface ese mínimo ético en que consiste lo jurídico.
Como ya dije, la denuncia de las deficiencias jurídicas observadas en
una norma no me obligan a negarle carácter jurídico; pienso, por el con-
trario, que sólo lo que es jurídico podrá ser jurídicamente deficiente.22
Pretender que un caballo cojo deja de ser un équido sería tan desorbitado
como atribuirle las mismas posibilidades de ganar el gran derby que a
cualquier otro. Aun reconociendo que todo derecho positivo es derecho,
ello no me impide dictaminar que sea jurídicamente (y no sólo moral-
mente) mejor o peor. Asunto distinto, fácil de asumir por más de un inte-
ligente positivista, es que este reconocimiento de una norma como dere-
cho permita no sólo criticarla jurídicamente sino formular también sobre
ella cuantos juicios morales vengan a cuento.
Si aparcamos la perturbadora fe en la existencia de una positividad
instantánea,23 lo jurídico nos aparece como un conjunto de exigencias de
justicia destinadas a verse positivamente reconocidas en la convivencia
social. Un ordenamiento jurídico que no reconociera dichas exigencias
contendría un derecho desnaturalizado. En ello se muestran conformes
—con más o menos rigor— sedicentes positivistas que consideran jurídi-
camente deficientes los ordenamientos positivos (más bien de países le-
janos...) que no respetan ni garantizan los derechos humanos.24 Pero si
tales exigencias de justicia no prosperan a través de un adecuado proceso
de positivación quedarían reducidas a derecho ilusorio; más útil, a veces,
para legitimar retórica y oportunistamente la opresión que para hacer la
convivencia más humana.
teles a Aquino “se respeta la distinción entre «es» y «debe», hecho y valor, mucho más
cuidadosamente que, por ejemplo, David Hume. Posturas en contrario son un mito o un
malentendido” (The Natural Law Tradition, Association of American Law Schools, 36 J.
Legal Educ, 1986, p. 493).
33 J. Delgado Pinto no deja de señalar que “si se le entiende así, y así es como lo en-
tendieron grandes figuras del iusnaturalismo a lo largo de la historia, los problemas de un
presunto dualismo jurídico se desvanecen en parte” (“De nuevo sobre el problema del
derecho natural”, cit., nota 1, p. 19).
34 V. Villa, al proponer una definición de “iuspositivismo, contemplado como una
orientación que se contrapone conceptualmente, por vía mutuamente excluyente, al ius-
naturalismo” no duda en reconocer honestamente que se trata de definiciones “in negati-
vo” (“«Inclusive Legal Positivism» e neo-giusnaturalismo: lineamenti di una analisi
comparativa”, Persona y Derecho, 2000, 43, p. 36).
DERECHO POSITIVO Y DERECHO NATURAL 325
Asunto distinto es que no quepa marcar una frontera tan neta entre
“derechos”, basados en exigencias de justicia, y “políticas”, nacidas de
consideraciones de oportunidad y eficacia.38 Una tajante distinción pare-
cería resucitar el dualismo entre un derecho natural, fundamentador de
derechos propiamente dichos, y un derecho meramente positivo genera-
dor de políticas. Más curioso aun resultaría el estrambote de esta esci-
sión: un Poder Judicial de tareas iusnaturalistas contrapuesto a un Ejecu-
tivo (e incluso Legislativo) con afanes positivistas.39
45 A. Kaufmann criticaba en 1957, que “no debería haberse acogido a las «normas
morales» absolutas en aquellos casos en que el derecho positivo había resultado insufi-
ciente, sino a la «naturaleza de la cosa»”, ya que “habría tenido que analizar las condi-
ciones de vida con mucho mayor detenimiento” (“Derecho y moral”, Derecho, moral e
historicidad, Madrid, Marcial Pons, 2000, p. 81).
46 De ahí derivará, entre otras, la dificultad para enlazar derecho natural con dere-
chos humanos: “El derecho natural, como todo lo moral y, en concreto, como los Diez
Mandamientos, iluminados por el Evangelio, consiste en deberes y no en derechos sub-
jetivos”; junto a ella afirmaciones de complejo encuadre: “derecho natural es aquel
que aprueba el Juez Divino”; “en este sentido, toda la moral se convierte en derecho ante
el Juez Divino, y, por eso mismo, el derecho natural se nos presenta como moral, y ante el
juez humano, como moral actualmente exigible” (D’Ors, A., Derecho y sentido común.
Siete lecciones de derecho natural como límite del derecho positivo, 3a. ed., Madrid, Ci-
vitas, 2001, pp. 21 y 29).
47 Cuando está presente la mentalidad jurídica cambia el panorama. Así para A.
D’Ors, aun partiendo de un “fundarse el derecho natural en la teología”, y dando por he-
cho que “limita la disposición humana del derecho positivo”, tras vincular positividad y
“potestad”, aludirá a la “imperatividad” de la ley señalando como “cuestión distinta” su
DERECHO POSITIVO Y DERECHO NATURAL 329
50 Precisamente porque implicaría una “falta de rigor metódico” reducir este cambio
a “un problema terminológico, casi como una moda o una preferencia subjetiva de algu-
nos autores”, cuando en realidad “expresa el nacimiento de nuevos problemas y de una
nueva metodología en la reflexión filosófica sobre el derecho” (González Vicén, F., “La
filosofía del derecho como concepto histórico”, Estudios de filosofía del derecho, cit.,
nota 10, p. 207).
51 Así lo constata W. Hassemer: “desde la perspectiva de los positivistas legalistas la
decisión jurídica puede confiadamente obtenerse partiendo de una semántica que le está
supraordenada y cuyos contenidos suministran las referencias oportunas para quien deci-
de” (“Konstitutionelle Demokratie”) cit., nota 18, p. 1315; traducción personal).
52 No tiene nada de extraño que G. Peces-Barba sugiera con desenvoltura que en
nuestra Constitución “El artículo 1o.1 es la norma básica de identificación material del
ordenamiento (con matices, lo que Hart llama «regla de reconocimiento», dándole a ésta
un sentido material)”; por si no quedó claro: “estamos ante una norma material sobre
normas, la norma material básica sobre normas”. Todo a ello gracias a jugar “como pre-
supuesto una firme creencia [sic.] en imposibilidad de un derecho natural” sinceramente
confesada (Los valores superiores, Madrid, Tecnos, 1984, pp. 97, 100 y 109). Es obvio
que la propuesta resulta doblemente herética desde la ortodoxia kelseniana: por ser nor-
ma puesta capaz, por lo visto, de legitimarse a sí misma, y por configurar un sistema es-
tático, más moral que jurídico. Habrá que rendir culto a Kelsen para no dejar de ser posi-
tivista, aunque haya que negarlo, para no volver olímpicamente la espalda a la realidad
DERECHO POSITIVO Y DERECHO NATURAL 331
jurídica. Más prudente, J. Delgado Pinto había llegado a apuntar que en el sistema jurídi-
co kelseniano habría elementos “estáticos”, convencido de que el contenido de la norma
predeterminaría el de las inferiores, pero apuntando poco después que ello no tiene más
alcance del que pueda derivar de la entrada en juego de procedimientos capaces de anu-
larla (“El voluntarismo de Hans Kelsen y su concepción del orden jurídico como un sis-
tema normativo dinámico”, Filosofía y Derecho. Estudios en honor del profesor José
Corts Grau, Valencia, Universidad, 1977, t. I, pp. 188 y 191).
53 Del papel de la obediencia desinteresada en el concepto de validez jurídica de A.
Ross me he ocupado en “Un realismo a medias. El empirismo escandinavo”, Metodolo-
gía jurídica y derechos humanos, cit., nota 23, pp. 53 y ss.
54 Kelsen, H., Teoría pura del derecho, cit., nota 14, pp. 24 y 25.
55 J. Delgado Pinto, que opta por caracterizar como “irracionalismo” al planteamien-
to no cognotivista de lo ético, señala cómo Hart, aun no compartiéndolo, “carece de una
teoría de la justicia debidamente articulada”, ya que “nunca ha querido pronunciarse ex-
plícitamente acerca de si los juicios morales pueden ser de alguna manera objetivamente
válidos. Tampoco ha resuelto de forma convincente el problema del fundamento de la
obligatoriedad del derecho que plantea su concepción normativista” (en la aludida lec-
ción magistral, cit., nota inicial). A tal “irracionalismo ético y jurídico” había aludido ya
en “El voluntarismo de Hans Kelsen…”, op. cit., nota 52, p. 184.
56 Cabría pues atribuirle lo que gráficamente se ha calificado como “autismo jurídi-
co, puesto que considera que la identificación de lo jurídico, la validez de las normas, de-
pende de reglas del propio ordenamiento y de la práctica de los operadores jurídicos al
aplicarlas”; aunque el autor de tan oportuna metáfora no le menciona, prefiriendo consi-
derar que “Kelsen sería el exponente más depurado de ese punto de vista” (Peces-Barba,
G., “Desacuerdos y acuerdos con una obra importante”, como epílogo a Zagrebelsky, G.,
El derecho dúctil, cit., nota 31, p. 165). También L. Prieto Sanchís hace notar que, si nos
hallamos ante “un reconocimiento ex post facto”, “no cumple la misión para la que fue
ideada, que precisamente era informar u obligar al juez a fallar de acuerdo con una re-
gla existente en el sistema” (Ideología e interpretación jurídica, Madrid, Tecnos, 1987,
332 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
p. 134). Desde diversa perspectiva J. M. Trigeaud levanta acta de cómo “la «imagen del
círculo» se corresponde mejor con los objetivos perseguidos por el último positivismo,
en la medida en que hace coincidir el derecho con un «sistema», cerrado por definición”
(Introduction à la philosophie du droit, cit., nota 40, p. 29).
57 J. Delgado Pinto describe pulcramente dicha regla como una “práctica colectiva
que desarrollan los jueces y demás autoridades al identificar como normas válidas a
aquéllas que se ajustan a los criterios de validez; una práctica que incluye la aceptación
de ese modo de operar como constitutivo de una regla obligatoria”. Dando por hecho que
“esa norma jurídica no existe, por definición, como norma positiva”, cuestiona que sea
“posible pasar lógicamente de esa práctica social efectiva, que en definitiva es un hecho,
a una norma obligatoria”, salvo que medie “una premisa moral” (“La obligatoriedad del
derecho y la insuficiencia tanto del positivismo jurídico como del iusnaturalismo”, cit.,
nota 1, pp. 111, 113 y 114). H. L. A. Hart acabará admitiendo, en línea con lo que califi-
ca como “positivismo suave”, que “la regla de reconocimiento puede incorporar como
criterios de validez jurídica la conformidad con principios morales o valores sustanti-
vos”, pero habrá de reconocer que, como consecuencia, dicha regla no puede ya “asegu-
rar el grado de certeza en la identificación del derecho”; objetivo al que un positivista
que se precie habría de aspirar (Post Schriptum al concepto del derecho, cit., nota 22,
pp. 26 y 46).
58 Para L. Prieto Sanchís “los juicios de validez de un jurista atento a las exigencias
del Estado constitucional”, “en terminología kelseniana son juicios a partir de un sistema
estático y no sólo dinámico”; pese a ello, sigue considerando que “la validez es un con-
cepto dinámico que reposa en la noción de autoridad, mucho más que un concepto estáti-
co basado en la noción de verdad” (Constitucionalismo y positivismo, México, Fontama-
ra, 1997, pp. 64 y 87; también 95). G. Zaccaria resalta que, “aun en la sofisticada
construcción kelseniana”, en “el paso de un plano normativo del ordenamiento a otro, la
estructura lingüística de la norma sigue concibiéndose como ya dada, como existente en
sí, como un objeto que la interpretación debe limitarse a revelar”, partiendo del “pre-con-
vencimiento de que la disposición normativa estaría ya sustancialmente contenida y dada
en el texto de la norma”. Opone a ello la necesidad de “una amplia revisión de la prece-
dente relación de coincidencia-identidad entre la norma jurídica y su formulación lin-
güística” (L’arte dell’interpretazione. Saggi sull’ermeneutica giuridica contemporanea,
Padova, Cedam, 1990, pp. 220 y 222).
DERECHO POSITIVO Y DERECHO NATURAL 333
de cómo la realidad camina más deprisa que las ideas, ya que “el consti-
tucionalismo alienta una ciencia jurídica «comprometida» que pone en
cuestión la separación entre derecho y moral”.62
Aun manteniendo las sacrosantas distancias entre derecho y moral, un
“iuspositivismo crítico” preocupado de la valoración y crítica del dere-
cho vigente, no sólo desde el punto de vista externo o político de la justi-
cia sino también desde el punto de vista interno o jurídico de la validez
sustancial, no podrá seguir empecinándose en separar tajantemente ser y
deber ser. Habrá, por el contrario, de admitir “la doble divergencia en-
tre deber ser y ser «en el» y «del» derecho positivo”; así como las diver-
sas formas de incoherencia y de ilegitimidad que de ello se siguen.63
Se hace incluso preciso reconocer con honestidad que los principios
constitucionales “se asemejan, en su formulación universalista y abstrac-
ta, a los principios de derecho natural” y que las Constituciones reflejan
“el «orden natural» histórico-concreto de las sociedades políticas secula-
rizadas y pluralistas”; son expresión de un “momento cooperativo” di-
verso de los “momentos competitivos” entre grupos políticos en los que
surgen las leyes. De ahí que el estilo y el “modo de argumentar «en dere-
cho constitucional»” se asemeje “al modo de argumentar «en derecho na-
tural»”, e incluso que el recurso a los principios reproduzca una situación
similar a la que desmiente su supuesta “falacia naturalista”: “la realidad
expresa valores y el derecho funciona como si rigiese un derecho natu-
ral”.64 Se sugiere que “el papel que desempeñaba antes el derecho natural
respecto al soberano lo desempeña ahora la Constitución respecto del le-
gislador”, con lo que el constitucionalismo implica “una revitalización
del viejo derecho natural”.65
62 Prieto Sanchís, L., Constitucionalismo y positivismo, cit., nota 58, pp. 8, 9 y 16.
Por el contrario, “el iusnaturalismo no sólo no se bate en retirada, sino que ha iniciado
una ofensiva” (Lecciones de teoría del derecho, cit., nota 19, p. 65).
63 Ferrajoli, L., Derecho y razón, op. cit., nota 61, pp. 873, 874 y 927.
64 “Tendríamos que admitir que en los ordenamientos contemporáneos han resurgi-
dos aspectos del derecho premoderno” y que “la restauración de un método lógico-for-
mal de tratamiento del derecho” supondría “un retroceso, pues hoy sería imposible un «for-
malismo» o un «positivismo de principios». Su carácter abierto y su pluralismo son un
obstáculo para ello”. No obstante, se insistirá en que “la Constitución no es derecho na-
tural, sino más bien la manifestación más alta de derecho positivo” (Zagrebelsky, G.,
El derecho dúctil, op. cit., nota 31, pp. 115, 116, 119, así como 123 y 124).
65 No obstante, identificar los valores morales a los que se vincula “con el derecho
natural no deja de ser una licencia literaria” (Prieto Sanchís, L., Constitucionalismo y po-
sitivismo, cit., nota 58, pp. 17, 37 y 51).
DERECHO POSITIVO Y DERECHO NATURAL 335
66 Lo que supone “el abandono consumado del positivismo legalista” y el paso “de la
idea de «la ley como previa al derecho», a la de «el derecho como previo a la ley»” (Ba-
chof, O., Jueces y Constitución, Madrid, Civitas, 1987, pp. 40-42, 45 y 46).
67 Así lo hemos detectado al analizar “La ponderación delimitadora de los derechos
humanos: libertad informativa e intimidad personal”, La Ley, 11 de julio de 1998,
XIX-4691, pp. 1-4. Más tarde leeríamos en J. Finnis, a propósito del “jus” y los dere-
chos: “en realidad, si se pudiera usar el adverbio «justamente» (aright) como sustantivo,
se podría decir que su explicación primaria es acerca de «los justamentes» (arights) (más
que sobre los derechos [rights])” (Ley natural y derechos naturales, cit., nota 3, p. 235).
68 J. M. Trigeaud enfatiza su insistencia en que “el derecho natural o positivo reposa-
ba sobre ciertos principios de los que manan sus soluciones y que podían ser denomina-
dos «fundamento»; y que, por otra parte, debe esos principios a referencias inspiradoras
más profundas que reenviaban en rigor al orden de las «justificaciones»”. De ahí su ape-
lación a “una especie de «derecho primero» de los derechos del hombre” basado en un
“realismo de la persona que transciende a la naturaleza de la que participa y que encar-
na” (Droits premiers, cit., nota 40, pp. 55 y 198).
69 Interesante al respecto el conjunto de trabajos de diversos autores editados por R.
Rabbi-Baldi bajo el rótulo Las razones del derecho natural. Perspectivas teóricas y me-
todológicas ante la crisis del positivismo jurídico, Buenos Aires, Ábaco de Rodolfo De-
palma, 2000.
70 “El derecho positivo sometido al doble criterio de la humanidad y la obligatorie-
dad puede denominarse sin vacilar «derecho natural vigente»” (Cotta, S., “Diritto natura-
336 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
le: ideale o vigente?”, Iustitia, 1989, XLII-2, p. 133). Para insistir años después: un dere-
cho “justificado —en teoría y/o en concreto— en su obligatoriedad por su correspondencia
con la naturaleza o estructura del ente al cual se refiere” permite hablar de “derecho na-
tural vigente” (“Un reexamen de las nociones de iusnaturalismo y derecho natural”, cit.,
nota 32, p. 341). Para Maritain, por el contrario, “todo derecho es positivo, en cuanto
concretización y actualización del carácter virtual del derecho natural”, por lo que “el de-
recho natural no existe —no es vigente— fuera del derecho positivo, pero la ley positiva
no existe en sentido pleno como ley sino dentro de la ley natural”, apunta F. Viola, para
el que ambas posturas “son plenamente compatibles” (“La conoscenza della legge natu-
rale nel pensiero di Jacques Maritain”, op. cit., nota 8, p. 569).
71 F. D’Agostino la radica en el hombre como “ser intermedio entre los animales y
los dioses”, que le sitúa entre la posible “degradación a lo infra-humano” y la “sublima-
ción a lo sobre-humano”, alimentando una praxis que no será de mera “supervivencia”
animal ni “libre en su absoluta gratuidad” divina, sino enmarcada en la “necesaria dialéc-
tica yo-otro”; ésta puede traducirse en una relación de “ferocidad” o de “fraternidad”,
ajenas ambas al derecho que, apuntando a la coexistencia, aparece como debido por paci-
ficador” (Filosofia del diritto, cit., nota 18, pp. 9 y 10).
72 “Un nocognitivismo ético absoluto es irreal, ya que implicaría una escisión interna
radical del sujeto humano: por una parte, decidiría sin conocer ni menos aún conocerse;
por otra, conocería y se conocería sin que ello influyese en sus propias decisiones” (Cotta,
S., “Diritto naturale: ideale o vigente?”, cit., nota 70, pp. 121 y 122).
73 Cotta, S., “Un reexamen de las nociones de iusnaturalismo y derecho natural”, cit.,
nota 32, p. 338. Esta coexistencia expresa una “paridad ontológica”, que “no lleva consi-
go un ser-con en el sentido de un estar-aquí-al-lado simple y fáctico”, sino “una relación
de reconocimiento y comunicación”, un “estar en una relación de acogida mutua” (“La
coexistencialidad ontológica como fundamento del derecho”, Persona y Derecho, 1982, 9,
p. 17).
DERECHO POSITIVO Y DERECHO NATURAL 337
X. JAQUE AL NORMATIVISMO
80 J. Raz opta por atribuirlo al predominio de lo que caracteriza como “la perspectiva
del abogado”, según la cual “el derecho se ocupa de aquellas consideraciones en las cua-
les resulta apropiado que se basen los tribunales para la justificación de sus sentencias”
(La ética en el ámbito público, cit., nota 3, p. 215). También, por su parte, J. Delgado
Pinto aducirá que “una teoría del derecho es bastante más que una teoría de la jurisdic-
ción”, al abordar “La noción de integridad en la teoría del derecho de R. Dworkin” (cit.,
nota 7, p. 39).
81 G. Zaccaria ha analizado detenidamente “la multiforme relación” entre los plan-
teamientos de Dworkin y los de la hermenéutica europea, a cuya tradición se muestra
ajeno; hasta el punto de poder dictaminarse una “extrañeza e incomprensión” de su nú-
cleo más auténtico. Mientras “Gadamer asume la hermenéutica jurídica como modelo de
hermenéutica general, Dworkin erige por el contrario a la interpretación literaria en mo-
delo de la jurídica”; más que suscribir una “identificación de tipo gadameriano entre tra-
dición e historia”, se inserta en la querencia de la cultura jurídica anglosajona “a la sacra-
lidad de la tradición y del precedente” con el juez como su protagonista por excelencia.
Todo ello no impide detectar un paralelismo entre su Chain Novel y la Wirkungsges-
chichte gadameriana (Questioni di interpretazione, Padova, Cedam, 1996, pp. 199, 202,
204, 207, 218 y 220). Insiste en ello, al compararlo con Esser, en Razón jurídica e inter-
pretación, Madrid, Civitas, 2004, p. 388.
82 F. D’Agostino recuerda cómo “en ninguna lengua” se da “una coincidencia lexical
entre el término que indica el «derecho» y el que indica los «instrumentos» a los que el
derecho recurre para estructurarse, o sea las «normas»” (Diritto e giustizia..., op. cit., nota
11, p. 9). A su vez J. Ballesteros recupera la alusión de Gómez Arboleya a una “concep-
ción no normativista del derecho natural” para considerarla “dominante no sólo dentro
del panorama de la filosofía iusnaturalista contemporánea, sino también dentro del pen-
samiento clásico” (Sobre el sentido del derecho. Introducción a la filosofía jurídica, Ma-
drid, Tecnos, 2001, p. 107).
83 Hart, H. L. A., Post Schríptum al concepto del derecho, cit., nota 22, pp. 11, 38 y 42.
340 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
entre una crítica “externa” metajurídica y una posible crítica jurídica “in-
terna”; o entre la aplicación de normas propiamente jurídicas y el recurso
netamente discrecional a criterios morales. Se llegará a admitir que “el
derecho positivo presupone, pero no puede imponer, una comprensión de
sentido”, y se nos remitirá al “ambiente cultural en que se halla inmerso”
un derecho que no puede ya erigirse como sistema normativo indepen-
diente y autosuficiente.84 Queda por discernir si tal “ambiente” flota en
el vacío o es fruto de la captación —histórica, sin duda— de unos crite-
rios objetivos.85
Habría que preguntarse, en efecto, “por qué consideramos como «de-
recho» sistemas de reglas tan diversos entre sí sino porque la «cosa» de
que tratan es de algún modo común”. Quizá, más que dar por hecho que
el texto tenga un sentido, resulte aconsejable preocuparnos de captar un
sentido jurídico que cabrá encontrar en uno o varios textos. Es “el dere-
cho en cuanto sentido específico del obrar humano el que previamente
confiere significado a los textos, que precisamente por eso se consideran
«jurídicos»”.86
No es extraño que, tras considerar “confuso hablar de «positivismo
corregido o ético» para aludir a la presencia de valores”, como la libertad
o la igualdad, se plantee: y “¿por qué no la xenofobia o la discriminación
racial?”87 Se apunta que “la rematerialización de la Constitución a través
de los principios supone un desplazamiento de la discrecionalidad desde
la esfera legislativa a la judicial”; pero se nos tranquilizará: no se trataría
en esta ocasión de una “discrecionalidad inmotivada” sino “domeñada
por una depurada argumentación racional”. Aparte del problema que ello
plantea al positivismo —que “es una teoría del derecho sin teoría de la
argumentación”—, la invitación a realizar un juicio de razonabilidad
obliga a cuestionarse “cuál es la fuente de lo razonable”, e incluso a re-
88 L. Prieto Sanchís, que sintoniza en su afirmación final con Rubio Llorente (“Tri-
bunal Constitucional y positivismo jurídico”, Doxa, 2000, 23, pp. 173, 178, 179 y 191).
También F. Viola resalta cómo este constitucional “juicio de razonabilidad en sentido
estricto no tiene ya un carácter «intra-sistemático», interno a la normativa ya estableci-
da, sino «extra-sistemático», en la medida en que valora la norma sobre la base de pa-
rámetros en cierto modo «externos»”. Por esa vía entran en juego “los principios de la
ley natural”, como muestra del “derecho natural presente en el interior del derecho
positivo contemporáneo” (Viola, F. y Zacarria, G., Le ragioni del diritto, cit., nota 21,
pp. 115 y 116).
89 Prieto Sanchís, L., Constitucionalismo y positivismo, cit., nota 58, pp. 73 y 74. Lo
había afirmado ya en Lecciones de teoría del derecho, cit., nota 19, p. 66.
90 Ya lo planteamos, desde un punto de vista teórico, en “Los derechos humanos
entre el tópico y la utopía”, Persona y Derecho, 1990, 22, pp. 159-179; incluido más tarde
en Saldaña, J. (coord.), Problemas actuales sobre derechos humanos. Una propuesta filo-
sófica, México, UNAM, 1997, pp. 179-195. En el presente trabajo corresponde al capí-
tulo segundo. Desde un punto de vista práctico, lo detectamos en Discriminación por
razón de sexo. Valores, principios y normas en la jurisprudencia constitucional espa-
ñola, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1999, pp. 84 y 85.
91 G. Zaccaria asume que “en la realidad jurídica contemporánea el derecho positivo
se construye a través del obrar contextual de diversos factores, de la legislación a la pra-
xis judicial o a las prácticas sociales en las que concurren tanto los operadores jurídicos
como los ciudadanos privados”, resaltando que también desde el punto de vista “políti-
co-sociológico, se puede ciertamente captar el anacronismo de la tesis que reduce y agota
la positividad en actos de posición de quien ostenta la autoridad formal”; propone “un
nuevo modelo de positividad, una dialéctica compleja, un plexo triádico de comprensión,
342 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
sidad” de las normas jurídicas, respecto a juicios de valor sin los que no
pueden cobrar sentido, se hace evidente; resultará en consecuencia cada
vez menos fácil encontrar un caso no “difícil”.
A nadie extrañará que se haga necesario replantear la mítica separa-
ción entre derecho y moral,92 cuestionando el normativismo o incluso
dando paso a un positivismo jurídico “inclusivo”. Mientras, el “exclu-
yente” seguirá considerando discrecional, en sentido fuerte, los pasos
finales de un trabajoso proceso de positivación del derecho sin unidad de
acto; paradójicamente, buena parte de lo así positivado no será propia-
mente jurídico.
El uso poco discriminado del término “moral” contribuye sin duda a
confundirlo todo. Aun así, los positivismos “excluyentes”, como el de
Raz, parecen menos forzados. Si se suscribe de modo convencido la po-
sibilidad de identificar nítidamente el alcance real del derecho positivo,
con el trasfondo normativista de una positividad instantánea (o todo o
nada...), cualquier decisión que no encuentre apoyo en una norma puesta
(de neto contenido) sólo podría encontrarlo en un ámbito metajurídico
(“moral”), en el que el juez optaría discrecionalmente por la solución que
considerase más oportuna.
Si, por el contrario, abandonamos ese marco normativista de modo
coherente, cabría admitir que en realidad lo que así se está positivando es
precisamente derecho y no exigencias propiamente morales, ajenas al
ámbito de lo justo. Nos hallamos sin más dentro del proceso de determi-
nación de lo justo que toda actividad jurídica lleva consigo.
Cuando no se valora adecuadamente esta dimensión progresiva de la
razón práctica y se olvida la frontera entre las moderadas exigencias de
la justicia, jurídicas todas ellas por definición, y otras exigencias propia-
mente morales de querencia maximalista, nos condenamos a la confu-
sión. Se nos dirá, por ejemplo, que a la hora de actuar:
El deber del juez será el mismo, a saber: hacer el mejor juicio moral que
pueda sobre cualquier cuestión moral que tenga que resolver. No importa-
positivación y reconocimiento” (L’arte dell’interpretazione, op. cit., nota 58, pp. 232,
233 y 236).
92 Para G. Zacarria “el problema de la inserción de las dimensiones de la moral y
de la política en el derecho” es “el verdadero aspecto distintivo y nuevo de la postura de
Dworkin en relación a la mejor metodología jurídica contemporánea” (Questioni di inter-
pretazione, cit., nota 81, p. 241).
DERECHO POSITIVO Y DERECHO NATURAL 343
rá, para cualquier propósito práctico, si al decidir así los casos el juez se
encuentra “creando” derecho de conformidad con la moralidad (sujeto
a cualquier límite que esté impuesto por el derecho) o, alternativamente,
guiado por su juicio moral como si un derecho previamente existente hubie-
ra sido revelado por una prueba moral para la determinación del derecho.
96 En relación con ello J. Delgado Pinto considera que “las distinciones que establece
—Dworkin— entre los valores de la integridad, la justicia y la equidad”, aunque “pueden
parecernos en algún momento artificiosas y discutibles”, ya que “se trata en suma de dis-
tintas facetas del valor de la justicia”, “resultan a la postre iluminadoras” (“La noción de
integridad en la teoría del derecho de R. Dworkin…”, op. cit., nota 7, pp. 29 y 36).
97 Villa, V., “«Inclusive Legal Positivism» e neo-giusnaturalismo…”, op. cit., nota
34, pp. 36, 43, 48 y 61.
DERECHO POSITIVO Y DERECHO NATURAL 345
98 P. Serna resalta “la escasa utilidad de una ciencia jurídica meramente descriptiva
que ni siquiera está en condiciones de proporcionar una imagen completa del sistema que
pretende describir”. Considera, por otra parte, que una “justificación moral no tiene sen-
tido en términos relativos”, por exigir “la referencia a unos principios últimos, no justifi-
cables por otros, no relativos”. Remitirse a la moralidad positiva de una determinada cul-
tura implicaría en no pocas sociedades actuales un proceder “totalitario a los ojos de
quien no participa de los valores de la cultura mayoritaria” (“Sobre el Inclusive legal po-
sitivism…”, op. cit., nota 7, pp. 131, 144, 145 y 146).
99 El afán por rechazar tal cosificación sin renunciar a una dimensión ontológica lle-
va a autores como Kaufmann al extremo de proponer hacerla girar en torno a un concep-
to de persona que sería meramente “relacional” y no “substancial”; intento criticado con
acierto por P. Serna (“Hermenéutica y relativismo. Una aproximación desde el pensa-
miento de Arhtur Kaufmann”, De la argumentación jurídica a la hermenéutica, Granada,
Comares, 2003, pp. 237-241).
100 Villa, V., “«Inclusive Legal Positivism» e neo-giusnaturalismo…”, op. cit., nota 34,
p. 66.
101 Ibidem, p. 74.
346 DERECHOS HUMANOS. ENTRE LA MORAL Y EL DERECHO
con una teoría del conocimiento, verdad”. Lejos de todo intento susti-
tutivo, “la búsqueda de la verdad o de la justicia se asegura a través de
procedimientos”, con lo que “la justificación procedimental sigue sien-
do la excepción” llena de provisionalidad, mientras la comprobación de
“la existencia de un mejor derecho sigue siendo la regla”.107
En la relación entre el plano de constitucionalidad y el de la legalidad
—y en consecuencia entre el Tribunal Constitucional y el Poder Legisla-
tivo—, el “predominio de lo procedimental” invitaría al primero a garan-
tizar “no tanto la identificación con determinados contenidos concretos”
como “el respeto de determinados procedimientos a la hora de llegar a
ellos”; se reservarían así “al Legislativo amplios ámbitos de decisión”.
No habrá, sin embargo, posibilidad de disimular que “subsisten, sin duda,
en muchos casos, cuestiones jurídicas que sólo podrán resolverse recu-
rriendo a criterios sustanciales”.108
Demasiado pues para dar por resuelto el debate, todavía...