El Proconsulado - Jose Vasconcelos
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José Vasconcelos
El Proconsulado
ePub r1.0
Titivillus 23.02.17
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Título original: El Proconsulado
José Vasconcelos, 1939
Prólogo: Jean Meyer
Ilustraciones: Archivo José Vasconcelos, Archivo General de la Nación, Archivo Editorial Trillas
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José de León Toral y la madre Conchita.
J. de L. Toral, el 17 de julio de 1928 aprovechó el banquete de «La Bombilla»: se acercó a
Obregón para mostrarle su caricatura y le disparó a la cabeza
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Prólogo
La épica vasconcelista
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Vasconcelos quedó preso del calendario institucional: su campaña empieza al
final de 1928 para unas elecciones previstas para noviembre de 1929. En dos etapas
perdió toda base militar fuerte: en marzo-abril de 1929, la rebelión de los generales
obregonistas, rápidamente derrotada por Calles, con la ayuda de los Estados Unidos,
no solamente le quitó una posible alianza militar, sino el apoyo efectivo de quienes
hubieran podido ser grandes guerrilleros, como Eulalio Gutiérrez, ex presidente de la
Convención (1915), como el general Ochoa de Sinaloa y otros más que se dejaron
llevar por el escobarismo y quedaron desarmados para el otoño de 1929.
En una segunda etapa perdió la fuerte base cristera: en junio de 1929 el gobierno
anunció a la nación que había concluido «arreglos» con la Iglesia, se reanudó el culto,
se acabó la guerra y 40 mil cristeros se fueron para su casa. «La noticia de la forzada
rendición de los cristeros me produjo calosfrío en la espalda. Vi en ello la mano de
Morrow [Dwight Morrow, el embajador norteamericano, “el Procónsul”].»
Vasconcelos pensó seriamente en desistir, si bien es cierto que después, frente al
entusiasmo de las muchedumbres civiles, «aún procuré engañarme». No se engañaron
los Eulalio Gutiérrez y otros veteranos revolucionarios quienes advirtieron: «Se
quedará usted gritando en el vacío, el país está cansado.» Cansado y desarmado,
frente a un Estado más fuerte que nunca, sin generales ni cristeros que combatir en el
campo de batalla. Fue en este momento preciso, después de los «arreglos», que la
represión, contenida más de seis meses, se desató contra el vasconcelismo. Fue
cuando el procónsul «aconsejó» a Vasconcelos: «Usted sabe de la maquinaria oficial.
A última hora los cómputos pueden dar muchas sorpresas. Pero usted está haciendo
una obra importante, educando al pueblo en la democracia. En la próxima, de aquí a
cuatro años, su triunfo será seguro, siempre que no cometan ustedes el error de
intentar una rebelión.»
Pero sin anticiparnos, hablemos del vasconcelismo. En sus Memorias,[2] Daniel
Cosío Villegas apunta que la candidatura de Vasconcelos, «ese simple hecho quería
decir dos cosas importantísimas. La primera, que el país estaba ya harto del clan
sonorense (…) Y la segunda, que Vasconcelos era el personaje ideal, ahora sí que “ni
mandado a hacer”, para encarnar esa renovación, pues no pertenecía a esa familia,
antes bien, había chocado con Calles, y se había expatriado para no sancionar ni
siquiera con su presencia física ese gobierno».
«Antes de que volviera a entrar José Vasconcelos en territorio nacional, el 10 de
noviembre de 1928, estaba formado el Comité Pro-Vasconcelos (…) Todo lo que en
el México de 1928 representaba a los intelectuales no comprometidos con la familia
revolucionaria, en pocas palabras. Como buenos profesionistas de la clase media —
de la que habían salido y a la que se sentían pertenecer—, la defensa del
individualismo social, político y económico, así como la de las libertades formales,
era el centro de sus preocupaciones.»[3]
Mencionemos, en desorden, para no ser injustos, algunos de los «muchachos»
vasconcelistas: el poeta Gutiérrez Hermosillo, Octavio Medellín Ostos, los
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Magdaleno, Raúl Pous, Bustillo Oro, Herminio Ahumada, Alfonso Taracena,
Alejandro Gómez Arias, Manuel Moreno Sánchez, Carlos Pellicer, Samuel Ramos,
Adolfo López Mateos, Salvador Azuela, Rodolfo Uranga, Méndez Rivas, Enrique
González Rubio, Germán de Campo, Vázquez del Mercado, Miguel Palacios
Macedo, Manuel Gómez Morín, Luis Calderón, Andrés Henestrosa, Roberto
Medellín, José C. Valadés, y ¿por qué no? Úrsulo Galván y Luis Cabrera que ya no
eran muchachos, pero sí «buenos».
¿Su «único apoyo»? Desde luego que no. El país estaba cansado de los
sonorenses y veinte años de violencia. Existía una profunda aspiración civilista y
Vasconcelos, como Madero, podía unificar revolucionarios «buenos» y católicos.
Antes de los «arreglos», el régimen parecía sin aliento.
Vasconcelos tenía a su favor el elemento popular urbano, las clases medias
políticamente activas, los católicos, las mujeres, ciertos gremios como el
ferrocarrilero y regiones enteras como Veracruz, Tampico y todo el norte de Torreón
y Mazatlán para arriba.
El gobierno presentía el peligro de esta conjunción entre el elemento popular
urbano, las clases medias políticamente activas y los campesinos en armas. La
debilidad política y por ende militar de los cristeros procedía de su aislamiento, de la
ausencia de aliados urbanos. El vasconcelismo iba a proporcionárselos, recibiendo a
cambio el medio militar para vencer. Era preciso, pues, desmovilizar a los cristeros
antes de las elecciones, y para eso hacer la paz con la Iglesia.
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Los cristeros y Vasconcelos
No iba a ser la primera vez que se alteraran los resultados de un voto: pero la
presencia de los cristeros en armas modificaba los datos del problema, ya que el
vasconcelismo, si obtenía el apoyo de éstos, dejaba de ser un movimiento popular
pacífico y vulnerable para convertirse en una formidable insurrección. Tanto
Vasconcelos como el general cristero Gorostieta lo comprendieron. También lo
comprendió el gobierno. Vasconcelos cuenta cómo, hallándose de paso en
Guadalajara, se entrevistó con los representantes de Gorostieta, les preguntó cuánto
tiempo podrían resistir («dos años y más, si es preciso…»), y se citó con ellos para el
día siguiente a las elecciones. Gorostieta pensaba que Vasconcelos hubiese debido
echarse inmediatamente al monte; pero éste juzgaba necesario movilizar al pueblo
durante toda la campaña y recurrir al inevitable levantamiento, después de haber
probado que la tiranía no podía ser derribada mas que por la fuerza, ya que escarnecía
la voluntad nacional.
Sobre este episodio mis investigaciones demuestran la veracidad de lo dicho por
Vasconcelos. Eso ocurría en febrero de 1929.
A principios de marzo de 1929, los generales Manzo y Escobar se rebelaron
contra el gobierno Calles-Portes Gil, con los jefes militares de Sonora, Chihuahua,
Coahuila, Durango y Veracruz. Trataron de ganarse a los católicos aboliendo la
legislación de Calles en su zona y estableciendo un pacto con Gorostieta.
El general Gorostieta hizo de la situación un análisis frío: Manzo y Escobar no
eran más que unos generales sin escrúpulos y unos políticos hundidos, cuya
improbable victoria no habría cambiado en nada la situación de la República, sino
agravándola. Sin embargo, una alianza táctica no comprometía a nada y podría
permitir conseguir al fin las municiones tan codiciadas desde hacía tres años, así
como la entrada de los cristeros en los arsenales federales.
De hecho, los escobaristas contaban con utilizar a los cristeros en provecho
propio, y la colaboración no tuvo éxito sino en algunos casos individuales. No sólo
las tropas y los jefes rebeldes se hallaban desmoralizados, no sólo «Escobar robó los
bancos y entregó la campaña», sino que, sobre todo, no dio un solo cartucho a los
cristeros, cuando hubiera podido darles trenes enteros de municiones. En eso también
Vasconcelos dice la verdad.
Del 3 de marzo al 15 de mayo, los cristeros, en plena ofensiva desde diciembre de
1928, aplastaron a las tropas auxiliares abandonadas por la federación y se
apoderaron de todo el oeste de México, de Durango a Coalcomán, con excepción de
las ciudades más grandes, que como otras tantas islas permanecieron en poder de las
guarniciones federales atrincheradas.
Mientras, Estados Unidos abrieron sus arsenales al ejército federal y le
proporcionaron artillería, aviones, camiones, morteros, armas y parque, sin contar
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caballos, alimentos, gasolina, etc… Quien tenga dudas podrá averiguar lo dicho en la
documentación publicada por el Departamento de Estado norteamericano: The
Insurrection in Mexico, March 3 to May 1, 1929 (U. S. Government printing office,
Washington 1929, México núm. 1) y Lorenzo Meyer (op. cit., 206).
Los «arreglos»
Al comenzar el año subrayaba Morrow el fracaso del último gran esfuerzo de guerra
federal y telefoneaba al Departamento de Estado que su mayor preocupación la
constituían los cristeros.
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El general Plutarco Elías Calles, presidente de México de 1924 a 1928, luchó contra Huerta a
favor de Carranza para más tarde ayudar a Obregón, al que sucedió como presidente
Si Morrow tenía prisa por llegar a un acuerdo era porque, pasado el peligro
escobarista, veía al gobierno amenazado por un asunto más serio, cuando el fin a que
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había tendido toda la política norteamericana había sido asegurar el mantenimiento
del régimen callista. «Si los Estados Unidos persisten en su política de sostener al
gobierno legalmente constituido, México, sin duda alguna, se librará de la revolución
organizada. Inculcar a los mexicanos el pensamiento de que ninguna revolución
puede triunfar tiene mucho más valor que toda otra consideración, tal como la del
problema de la Iglesia o de la tierra, y echa los cimientos del progreso verdadero.»[4]
O sea que Morrow sabía perfectamente, como Vasconcelos, que la alianza entre el
vasconcelismo político y los cristeros como su brazo armado, era una amenaza
formidable para el gobierno.
Morrow, hombre realista, quería encontrar «un modus vivendi para entendemos
bien con los mexicanos». Para esto tuvo que combatir con la intransigencia de los
petroleros y de algunos diplomáticos estadounidenses; pero lo consiguió tan bien que
la política de Calles, a partir de su llegada, cesó de inquietar los intereses económicos
extranjeros, a tal grado que llegaron a pensar que «Calles es el mejor presidente del
país desde Díaz».
Morrow, personalidad brillante en extremo, había leído antes de interesarse por
México, los clásicos sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado: Stubbs,
Creighton, Lord Acton y, como dice su biógrafo, Nicholson, «la tentación de ver el
caso mexicano como un problema de historia aplicada era para él casi irresistible».
Tras de haber estudiado todos los documentos referentes al asunto, Morrow se
formó muy rápidamente una opinión: «Nadie que no sea un loco trataría de arreglar la
cuestión de principios entre la Iglesia y México. Esta cuestión de principios está muy
bien subrayada en el documento que los obispos han enviado al presidente Calles, el
16 de agosto de 1926, y en la respuesta del Presidente, el 20 de agosto… Si
comprendo la carta [de los obispos], lo que buscaban era “una tolerancia mutua
suficiente para mantener la paz pública y que permitiera a la Iglesia una libertad
relativa para vivir y actuar”.
»Al parecer, las únicas leyes específicas criticadas son aquellas que condicionan
el ministerio y fijan el número de los sacerdotes… La carta del Presidente se
consagra por extenso a la teoría y a la filosofía, lo cual no es, ni de lejos, su fuerte…
insiste sobre el párrafo 5 del artículo 130 (negativa de personalidad a las Iglesias) y
parece decir que “los ministros religiosos serán considerados únicamente como
profesionales”. Yo creo, naturalmente, que la Iglesia no podrá jamás aceptar tal
principio, y que todas las demás Iglesias coincidirán con ella en esta posición.»
Roma comprendió inmediatamente el valor de la actitud de Morrow y volvió a
negociar. En 40 días todo fue «arreglado.»[5]
El 12 de junio los obispos se entrevistaron con el presidente, y todo marchó muy
bien; pero el 13 los prelados salieron desalentados de la segunda entrevista, pues
Portes Gil manifestó un nerviosismo muy grande, por el temor a las posibles
reacciones de sus radicales. El 14 recibió un telegrama de Tejeda, que prohibió que la
prensa publicara, en el que aquél deploraba la vuelta inminente del «cochino clero
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que quiere reanudar su tarea monstruosa de deformar las conciencias y la moralidad
del pueblo… No vais a permitir que las leyes de Reforma y la Constitución sean
violadas». Los masones y la CROM multiplicaban los telegramas, y Portes Gil
declaró a la prensa que no había ni qué hablar de transigir.
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Morrow juzgó llegado el momento de intervenir, y decidió que antes de volver a
entrevistarse de nuevo cada parte debía leer y aprobar un memorándum redactado por
la parte contraria; él mismo se encargó de redactar los dos textos, y los obispos
aprobaron, a condición de que Roma los autorizara, el memorándum en cinco puntos
que Morrow les presentó, y que el P. Walsh telegrafió a Roma.
El 21 de julio entrevistáronse los obispos y Portes Gil, en presencia de Canales,
secretario de Gobernación, y firmaron los acuerdos redactados por Morrow, que al
día siguiente publicó la prensa. Portes Gil prometía verbalmente la amnistía para los
rebeldes, la restitución de las iglesias, obispados y casas parroquiales, y su palabra de
no volver atrás sobre lo que acababa de tratarse.
Inmediatamente los prelados marcharon a la basílica de la Virgen de Guadalupe
para dar gracias; allí Monseñor Ruiz y Flores comunicó a Monseñor Díaz que Roma
lo nombraba arzobispo de México.
Inmediatamente, los gobernadores recibieron la orden de poner en libertad a todos
los prisioneros, los generales la de dar fin a la guerra y conceder salvoconductos a
todos los cristeros que se presentaran.
Las campanas tocaban a vuelo en el país para anunciar la reanudación del culto.
Los aviones dejaban caer sobre los campos millares de volantes para anunciar a
los cristeros el término de las hostilidades, y los obispos les enviaban sacerdotes para
persuadirlos a deponer las armas.
Espontáneamente, los soldados comenzaron a desbandarse, convencidos de haber
obtenido la victoria, ya que aquello por lo que se batían de manera inmediata, el
culto, se había reanudado.
«Todo está perdido, salvo el honor», pudo haber dicho Vasconcelos. Varios amigos,
como Manuel Gómez Morín, o simpatizantes como aquel inglés corresponsal del
Times argumentaron que el honor no necesitaba sangre, que el fraude sería absoluto
—bien lo sabía Vasconcelos— y que no había esperanza militar. No podía escuchar la
voz de esa razón y el consejo de fundar un partido para lanzar una lucha cívica a
largo plazo (¿una, dos, tres generaciones?), no podía escucharla porque el Procónsul
utilizaba el mismo lenguaje. Morrow insistía en disuadir a Vasconcelos de levantarse
en armas. Vasconcelos cuenta cómo, después de las elecciones, incomunicado en
Guaymas, perdidas las esperanzas insurgentes, recibió la visita de John Lloyd,
emisario del embajador estadounidense. Morrow le ofrecía, a cambio de la paciencia,
la rectoría de la UNAM y una o dos secretarías en el gabinete para sus partidarios. En
tales condiciones, no llamar a las armas hubiera sido, para Vasconcelos, perder hasta
el honor. No podía entender las virtudes de la larga, terca, oscura lucha cívica que
emprendieron en aquel entonces muchos de sus partidarios, contra la persecución
religiosa en los treinta, en la universidad, en la fundación de Acción Nacional, etc. Su
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negativa fue rotunda.
¿Inventa Vasconcelos? No. En los archivos de Manuel Gómez Morín está la carta
siguiente:
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que, además no obstante el buen propósito que el partido abriga de mantener
la lucha política en el terreno puramente democrático y constitucional, la
actitud del gobierno tratando de imponer la candidatura del señor Ortiz
Rubio, gastando en ello los fondos públicos y haciendo uso de la fuerza para
reprimir el libre desarrollo de la propaganda de oposición, hacía ver
claramente, de antemano, la imposibilidad de lograr por el camino puramente
democrático la renovación deseada, dándose con ello lugar al desarrollo de
acontecimientos violentos, precisamente destructores de la deseada
estabilidad. Se preocupó grandemente con esta conversación; me dijo que,
consecuente con su deseo fundamental de evitar hechos que pudieran
imposibilitar la existencia de un gobierno estable en México y fundándose en
su demostrado afecto a este país, él haría, privadamente, un esfuerzo para
convencer a los jefes de los dos grupos políticos en pugna de la necesidad
de entenderse, y me autorizó de nuevo para decir al Lic. Vasconcelos que ni
por su representación oficial, ni por sus deseos personales, él (el
Embajador) estaba inclinado en favor de Ortiz Rubio, aun cuando tampoco
creía que fuera posible para el Lic. Vasconcelos organizar un gobierno que
no tomara en cuenta sino que tratara de aniquilar totalmente al grupo
callista y al partido político que servía de base al Gobierno del Gral.
Calles.
Poco tiempo después supe que el señor Embajador, por conducto de alguno
de sus consejeros privados, bien conocido en México, dijo al señor Lic.
Vasconcelos lo mismo que por mi conducto había expresado y que, meses más
tarde, cuando fue ya evidente que el Gobierno del señor Portes Gil, bajo la
presión del partido político callista, impediría o no reconocería una
elección a favor de Vasconcelos, por conducto de su mismo amigo y consejero
privado, dijo al señor Lic. Vasconcelos, en Guaymas, que para evitar una
fricción violenta, podría hacerse un arreglo en virtud del cual el Lic.
Vasconcelos y alguno o algunos de los jefes del partido de oposición
entraran a formar parte del gabinete del señor Ortiz Rubio, cosa que el Lic.
Vasconcelos no quiso siquiera discutir.
Suplicándole se sirva devolverme los documentos anexos una vez que los
haya utilizado, quedo su atto. y S. S.
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Manuel Gómez Morín formó parte del grupo de jóvenes conocido como «Los siete sabios».
Consejero de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles
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mártir; él no quería ser el H. L. Wilson que diera un nuevo Madero. Su emisario
Lloyd acompañó personalmente a Vasconcelos hasta la frontera de Nogales mientras
que Unamuno, Gabriela Mistral y Romain Rolland pedían a Portes Gil por la vida de
Vasconcelos.
Así Romain Rolland telegrafiaba:
Favor trasmitir a presidente Portes Gil mis ruegos instantes para que sea
preservada a cualquier precio la vida de José Vasconcelos, valiosa para
la humanidad y para que le sea permitido salir de México bajo la
protección cortesa del gobierno.
¿Y las elecciones?
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que será eliminado (…) Ortiz Rubio es realmente un candidato impuesto.» Así fue.
Las elecciones tuvieron lugar el 17 de noviembre. Fueron una farsa. El ejército
controló todas las mesas en todo el país y patrulló en las calles como si el país
estuviese en estado de sitio. Cuando fue necesario se robó las urnas para llevárselas.
A Ortiz Rubio le dieron 93.58% de los votos, 5.42% a Vasconcelos. Sin comentarios.
La tragedia
Ortiz Rubio ocultó su convalecencia en Chapultepec. No hubo ningún vacío de poder, pues el único e indivisible
lo ejercía el general Calles. De modo que debe cargarse a su cuenta el crimen de Topilejo. Se inició la razzia de
los desafectos, en especial vasconcelistas y comunistas. Se afirmó que otro complot se urdía en el despacho de
Octavio Medellín Ostos, ex director del Comité pro Vasconcelos. Agentes de la «reservada» se hicieron pasar por
vasconcelistas que pensaban alzarse en armas y apresaron a cuantos cayeron en la trampa. A otros los detuvieron
en sus casas sin mediar pretexto alguno. Varios negaron a su redentor antes que cantara el gallo. Fueron liberados
a cambio de alabanzas al régimen callista y al siniestro «Güero Ulogio»: Eulogio Ortiz, ex villista que como jefe
de las operaciones militares en el Valle de México representó en 1930 el papel de verdugo.
Algunos vasconcelistas, como Carlos Pellicer, tuvieron una actitud admirable. Encerrado en el cuartel de San
Diego (Tacubaya), Pellicer encontró por compañero de celda a un adolescente comunista de 16 años llamado José
Revueltas. Pellicer no se doblegó ni siquiera ante Ortiz quien lo acusaba de haber vuelto de Europa a fin de matar
a Calles.
Genaro Estrada, secretario de Relaciones, salvó de la muerte a Pellicer. Convenció a Calles de que ese joven
vasconcelista era un gran poeta y su ejecución dañaría internacionalmente al país. Calles respetaba a los escritores
(como Obregón y Ortiz Rubio, el «jefe máximo» escribía versos poetastróficos) y Pellicer quedó libre. Revueltas
fue enviado a las Islas Marías.
Muchos otros vasconcelistas no gozaron del privilegio de clerecía. Fueron concentrados en la hacienda de
Narvarte, cuartel del 51 regimiento de caballería a las órdenes del general Maximino Ávila Camacho. Se cree que
sumaban aproximadamente unos cien, se ignora si todos ellos o nada más entre veinte y treinta resultaron
asesinados.
El 14 de febrero a medianoche se ordenó sacar a los presos de Narvarte. Ávila Camacho se conmovió y
mientras ataba a las víctimas de dos en dos, con alambre de púas a cambio de cuerda, decía: «Pobrecitos,
pobrecitos. Ya se los llevó la chingada. Pero qué quieren que yo haga, si cumplo órdenes del superior.»
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Pascual Ortiz Rubio. Presidente sucesor de Portes Gil de 1930-1932. Museo Nacional de
Historia, México, D. F.
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Cuernavaca entraron por una brecha hasta las cercanías de Topilejo en las
estribaciones del Ajusco. Se detuvieron en un llano húmedo próximo a una milpa. «El
Gato» les ordenó bajar. Un jardinero japonés del cuartel dio picos y palas a los
vasconcelistas. «El Gato» los obligó a cavar sus tumbas. Cuando estuvieron abiertas
«El Gato» preparó un lazo, escogió un ailé o aliso de unos quince metros de altura y
cogió entre injurias al general León Ibarra, antiguo revolucionario magonista. Un
soldado se balanceó de las piernas de Ibarra para garantizar el ahorcamiento. Ya en
tierra, deshicieron el cadáver a culatazos.
Son inimaginables la angustia y la tortura de los prisioneros con quienes se
siguió, uno por uno, este procedimiento. De ellos no se sabe el número exacto y sólo
se conservan unos cuantos nombres: el general Ibarra, Ricardo González Villa,
Roberto Cruz Zequeira, Macario Hernández, Vicente Nava, ingeniero Domínguez,
Carlos Olea y Casamadrid, Toribio Ortega, Manuel Elizondo, Jorge Martínez, Pedro
Mota, Carlos Manrique, Félix Trejo. Quienes llevaban anillos o piezas dentarias de
oro fueron descuartizados para saquearlos.
Aunque parezca increíble sobrevivió Vicente Nava. José Vasconcelos («Topilejo»
en La sonata mágica) sugiere que Nava pagó el precio de ayudar a los verdugos.
Acaso fue Nava quien hizo a Alfonso Taracena el relato gracias al cual conocemos lo
ocurrido esa noche (Los vasconcelistas sacrificados en Topilejo,[7] 1958: La
verdadera Revolución Mexicana, decimosexta etapa (1930): La tragedia
vasconcelista[8] (1965). De Nava no volvió a saberse. Otro sobreviviente, el italiano
Carlos Verardo Lucio, habló con Taracena en 1932 y antes de ser asesinado en 1939
dejó un testimonio que se publicó en Hoy (7 de marzo de 1940). Si Verardo estuvo en
Narvarte pero no en Topilejo, ¿cómo ha llegado hasta nosotros lo que ocurrió en el
Ajusco? También desaparecieron el jardinero japonés y el propio «Gato». Quizá
algunos de los soldados habló, o bien Taracena pudo reconstruir los sucesos a partir
de la autopsia de los cadáveres.
El 9 de marzo el perro de unos campesinos encontró un brazo humano. Los
campesinos avisaron al delegado de Tlalpan y la Cruz Verde llegó a desenterrar, se
dice, unos cien cadáveres. Por su descomposición muy pocos eran identificables. Las
autoridades dijeron a los deudos que preguntaban por ellos que los muertos sin rostro
no estaban muertos: eran simplemente «desaparecidos». El Partido
Antirreeleccionista pidió una investigación oficial y culpó de los asesinatos a Ortiz.
El «Güero Ulogio» respondió que eran calumnias de la reacción para «desestabilizar»
las grandes conquistas revolucionarias. Ávila Camacho contestó que en el cuartel de
Narvarte nunca había habido prisioneros: se trataba de una inadmisible calumnia
contra el Ejército Nacional.
La investigación no se hizo nunca. Las Cámaras guardaron su acostumbrado
silencio. Se ordenó a la prensa no publicar una línea más sobre Topilejo y se
suspendió por un tiempo la «nota roja». Acosada por los agentes, la más activa voz de
la protesta: la hija del general Ibarra se suicidó en 1932.[9]
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«El clavel encendido, rojo sangre, flor del vasconcelismo»
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José Vasconcelos, mural de E. Castellanos, restaurante Prendes, México, D. F. «Si México
cae con Vasconcelos, tendremos que agradecerle habernos dado, en lugar de una última
vergüenza, un primer título de honra»
Y, «si México cae con Vasconcelos, tendremos que agradecerle habernos dado, en
lugar de una última vergüenza, un primer título de honra». (Carta del 1.º de
septiembre de 1929, en campaña cerca de Tampico, a Manuel Rodríguez Lozano.)
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«A ti que dejaste una cicatriz de fuego en la conciencia»
Como lo dijo Jorge Cuesta, «la biografía de Vasconcelos es la biografía de sus ideas.
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Este hombre no ha tenido sino ideas que viven: ideas que aman, que sufren, que
gozan, que sienten, que odian y se embriagan; las ideas que sólo piensan, le son
indiferentes y hasta odiosas». Por lo mismo José Emilio Pacheco está en lo cierto
cuando dice que las memorias de Vasconcelos son «el más grande monumento de
amor que existe en la literatura mexicana». Es al mismo tiempo un valioso texto
histórico.
En Irapuato, en noviembre de 1985, un vasconcelista, Carmelo Vega me dijo:
Vasconcelos representa la ortodoxia de la Revolución Mexicana que es el maderismo; por tal motivo los que han
presidido la vida pública de México no deben cubrirse con el manto de Vasconcelos porque les queda grande y lo
manchan; él, que entró y salió pobre del poder no debe ser la bandera política de ningún arribista ni el testimonio
justificatorio de ningún rico aparecido.
Los que fueron sus discípulos no lo han traicionado; porque los verdaderos discípulos no traicionan, son
apostólicos y los que nunca lo fueron han inventado que hay dos o varios Vasconcelos: el de antes y el de después
de las elecciones de veintinueve; que era un romántico o que era un idealista; como si los enriquecidos personales
a través del ejercicio de las funciones públicas fueran clásicos o realistas, porque saben cuándo robar, porque para
ello les sirve la «praxis» política en medio del sueño de los justos.
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Dedico este volumen a la memoria
de doña A. R. M. y de todos los que
cayeron por el ideal de un México
regenerado.
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Introducción
En el Prólogo del tomo tercero de estas memorias dije con cierta irreflexiva
arrogancia que toda vida completa es un crescendo de sinfonía, un tema de tono
mayor en ascenso, desde la cuna hasta la muerte. Y que la muerte misma no es otra
cosa que la antesala de la resurrección. No es ese mismo el estado de ánimo de quien
penetra en la vejez, sino uno mucho más lúgubre que contempla el tránsito como una
prolongada experiencia hecha de altos y bajos, dichas engreídas y profundas, pero
falaces, y caídas de abismo, etapas de desconsuelo y horas de tormento. Una suerte de
marcha fúnebre heroica; lúgubre por el nacer que contiene el ananké de todos los
fracasos; distraída con el tóxico de todos los apetitos, libertada a ratos por las
iluminaciones de la esperanza. Y en resumen, sombra y luz, dicha y quebranto, en
misteriosa, inevitable concatenación de indescifrable propósito. Larga lamentación
entrecortada de jubilosos arpegios. Y en el fondo, confianza, ya no en el propio
arranque, sí en la piedad del Dios Padre que, pese al enojo del mal uso que hicimos
de nuestro pobre arbitrio, tendrá que perdonar, llevado del mismo impulso que nos
hace sonreír de los yerros y los aciertos, las maldades y las ternuras de los infantes.
Cierta piedad, como la que esperamos del Creador Omnipotente, ayuda a tolerar
lo que somos, sin destruirnos por asco. De otro modo, renegaríamos de toda acción y
prescindiríamos también del más leve deseo de justificarnos. Nada valen en sí las
mejores ocurrencias de un destino cuya esencia es el error; pero algo valioso se
esconde en él, quizá la ambición del infinito que nos empuja.
De la vanidad de la creación literaria se ha dicho que consuela porque nos da la
ilusión de que salva del olvido una parte de los sucesos, los pensamientos, los
sentimientos que, en el balance general de la existencia, nos parecen dignos del
esfuerzo que levanta un tesoro a punto de perderse. Sin embargo, en lo que tiene de
lucha contra la disolución, fácil es advertir el engaño del artista y la vanidad de su
vanidad. Pues ¿qué importa, por ejemplo, a Platón, desligado de nosotros por los
siglos y los acontecimientos, que sus Diálogos sobrevivan o desaparezcan, sean
leídos o permanezcan ignorados? Y aunque la obra de un Platón interesa a
generaciones sucesivas, ¿qué son esas mismas generaciones, y los dos o tres millones
de años que la ciencia más ambiciosa les da de vida, frente a la eternidad en que el
Cosmos mismo se hace y se deshace sin aparente finalidad?
El afán de gloria póstuma no basta, en todo caso, a explicar el anhelo de poner a
salvo, por intermedio del arte, siquiera una porción del recuerdo que con nosotros se
ausenta del mundo. Y lo cierto es que en este caso, como en todos los demás,
procedemos como si más allá de la muerte hubiese todavía objetivos. Y este instinto
que contradice la experiencia material de nuestra desaparición es sólo una parte del
anhelo general del alma, que opera como si contase con la certeza de la
transformación, la transfiguración de la conciencia humana, autora de la cultura, en
otra que ha de establecerse en la eternidad. Para este ser del mañana que nos espera,
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juntamos con cariño los recuerdos, revisamos con terror los tropiezos, vagamente
convencidos de que el sentido de la marcha cambiará con la muerte, pero sin ruptura
total de la cadena de nuestro acontecer; de allí el amor, la necesidad del recuerdo.
Y ya sea que nos limitemos a pensar nuestro pasado, lo que nadie deja de hacer, o
que nos pongamos a rescatarlo por alguno de los medios que enseña el arte, la
pintura, la escultura, la poesía, lo cierto es que cumplimos una exigencia espiritual
profunda cuando arquitecturamos, por la virtud del recuerdo, un mundo pensado,
sentido, incorruptible, sobre el mundo positivo en que tuvieron asiento los
acaecimientos recordados. Y el acaecer mismo adquiere entonces una significación
fugitiva, subordinada, intrascendente. Y llegamos a sentir que la realidad verdadera
no está en lo que fue: se sostiene apenas efímeramente en el presente y se prolonga
segura por el futuro. Las distintas formas del arte y la literatura tienen, ante esta
evidencia, el valor de una técnica de lo espiritual incorruptible, comparable, pero
superior, a la artesanía que nos construye los instrumentos de lo material y lo útil. Y,
desde luego, vale más este ejercicio de la artesanía de lo inmaterial que la satisfacción
que pueda producirnos el juicio de los contemporáneos o la opinión de los pósteros.
Se hallarán estos últimos ante nuestra obra tan perplejos como nosotros mismos y,
más aún, indiferentes y preocupados de sus propias venturas y adversidades.
Juega con sus muñecas la niña que quizá será madre, y un instinto parecido nos
lleva a nosotros a soñar con un vivir reconstruido en la eternidad, en compañía de los
que amamos. A esta patria nueva remitimos el afán noble que quizá se depuró en el
mundo y, en todo caso, dejamos que la fantasía nos compense de lo que niega el torpe
inmediato presente. Y tal es el juego del arte, juego que por otra parte no es privilegio
de escritores y artistas. Cada alma noble, con sólo soñar despierta, evoca
amorosamente las personas y los episodios de su particular acaecer y disfruta la
ilusión de que todo ha de recobrarse en lo eterno. Repudiamos, por tanto, las
pretensiones del mandarinato, o sea la presunción del intelectual, el profesional de las
letras o el arte que se cree colocado por encima del común de las gentes. La destreza
para la expresión no es precisamente el signo de los elegidos, sino un azar, una
ventaja técnica; pero la auténtica elección está reservada a los buenos y los nobles por
el carácter. No reclamo, pues, privilegios, ni me jacto de dones.
Un poco como a Job, la vida me ha dado a conocer dicha infinita y penas que
agobian. En el ritmo de mi lamentación alternan quejas y júbilos. Y mi ruego pide la
nada, que es reposo y es término, o la ventura final compartida con los que amé y con
los que amaré. Y entre tanto, de nuevo con Job, proclamo:
Hirieron mis mejillas con afrenta. Se juntaron todos contra mí./ Háme entregado Dios al mentiroso. Y en las
manos de los impíos me hizo estremecer. / Próspero estaba y desmenuzóme. Y arrebatóme por la cerviz y
despedazóme… Y púsome por blanco suyo… / Y positivamente se extrañaron de mí mis conocidos… / Y los
que yo amaba se tornaron contra mí… / ¡Quién diese ahora que mis palabras fueran escritas; quién diese que
se escribieran en un libro…!/ Porque sobreviene el furor de la espada a causa de las injusticias y para que
sepáis que hay un juicio.
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Y prosiguiendo, en fin, el paralelo consolador, repito: «Mi justicia tengo asida y no la
cederé.» Y también por todo lo que en estas mis quejas hubiere de jactancia y
vanidad, pido clemencia. Y confieso con el Profeta: «Yo denunciaba lo que no
entendía. Cosas que me eran ocultas y que no las sabía.» Pues nadie ha alcanzado aún
a descifrar el misterio del encadenamiento de los sucesos. Y el que ha de hablar siente
otra vez con Job: «Oye mi ruego, Señor, y hablaré. Te preguntaré y Tú me enseñarás.
De oídas te había oído. He pecado y me arrepiento y me aborrezco en el polvo y en la
ceniza.»
Y sean cuales fueren los motivos del escritor profesional, tengo yo particular
deber de proclamar ciertos hechos referentes a la vida pública de mi país. En épocas
angustiosas de su historia fui parte a que se levantaran esperanzas que únicamente
provocaron crímenes. Y como siguen victoriosos los criminales, mi clamor es el
único homenaje que puedo tributar a las víctimas de una causa derrotada, no vencida,
porque no sabe de victorias firmes la iniquidad. Mi testimonio recuerda los
heroísmos; mi gratitud busca complacer a los amigos; mi condenación persigue a los
traidores; mi intransigencia subsiste frente a los enemigos que fueron desleales.
Despiadado parecerá, quizá, el libro que sigue para con los malvados: en cambio,
piadoso para con todos los que algo supieron sacrificar en interés colectivo. Y será
natural que, a ratos, el lector se contagie del vértigo que a nosotros nos derribó en
tierra, de la pasión que logró exaltarnos; pero, en fin, dejemos de hacer autocrítica,
que ni para la simple crítica tiene sosiego el que está urgido por la magnitud de su
destino, la fascinación de su relato, y se halla, además, perplejo ante la
impenetrabilidad del misterio que envuelve los ires y venires, los disparates y los
aciertos del humano acontecer.
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San Francisco: «Dos o tres días pasé en San Francisco, acompañado siempre del buen
doctor Urrea»
Cuando al doctor don José María Urrea le llegaba un cliente, apartábase de los
amigos que, reclinados en el diván de la consulta o en torno a la mesa de primeros
auxilios, discutían y bromeaban, y en tono impaciente preguntaba: «¿Qué le urge
mucho? ¿No podría darse mejor una vueltecita a la tarde o mañana? Ya ve usted que
estoy muy ocupado con los señores»…
—Poco le falta a usted —observé—, para identificarse con el tendero aquel de
Pérez Galdós que, empeñado en su tertulia, recomendaba a los compradores
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presuntos: «Mire, en el almacén de allá enfrente venden las mismas telas, yo ahora no
quiero, no puedo atenderlos»…
—¡Pues si ya lo he hecho, no crea! —asintió el doctor—; ahora con la política
estoy tan preocupado que a veces los casos engorrosos se los paso a un colega.
—Así es, así es —confirmaron uno o dos de los íntimos, y todos reímos.
Más bien bajo de cuerpo y no muy grueso, el doctor Urrea empezaba a encanecer;
vestía con descuido, conversaba con ingenio y gracia, tirando de su piocha gris, o
paseándose, cambiando de sitio, luminoso el mirar, despejado el ceño, franco el
ademán. Ejercía su profesión en San Francisco, después de haber sido en Mazatlán,
su tierra, uno de los precursores maderistas; por eso mismo le asqueó la racha de
salvajismo en que degeneró la revolución bajo los carrancistas. Así se alejaron tantos:
unos por necesidades económicas; otros, por persecución del gobierno; otros más, por
repugnancia de los gobernantes, y más de tres millones contaban los mexicanos
arrojados por el militarismo fuera de la patria. Y en todos había encendido la
oportunidad de mi candidatura una chispa de ilusión.
El doctor Urrea era mi partidario convencido y me preparaba el terreno con sus
parientes, sus amigos de todo el territorio sinaloense. «Será Sinaloa el baluarte de su
candidatura», pronosticaba. Oportunamente, acompañado del general Ruelas, otro
refugiado distinguido, me había sacado de Stanford, me había llevado a San
Francisco para iniciarme en la Sociedad de los Diablos Viejos de California. Especie
de fraternidad libre, formada con los mejores elementos de la colonia
hispanoamericana del puerto. El rito periódico era la comida fraternal, con vino
adquirido de lance, burlando la prohibición que pesaba sobre el país. El discurso de
mi ingreso y bautizo había estado a cargo del general Ruelas, perito en matemáticas y
en historia. Y el nombre que se me dio dentro del concilio, mitad en broma, mitad en
serio, fue uno de gloriosa leyenda: el Hermano Ilhuicamina, el flechador del cielo.
Era yo, pues, el neófito Ilhuicamina, y a mi lado estuvo sentado un Cacama, y así
sucesivamente todos adoptábamos nombres aztecas.
Estrecha amistad ligaba en el seno de los Diablos Viejos a los mexicanos
desterrados, sin perjuicio de las facciones a que habían pertenecido en la patria, y a
los hijos de Panamá, El Salvador, Cuba y Argentina. En pequeño, anticipábamos de
esta suerte la era de cooperación de todas las clases dentro de cada país y de todos los
países dentro del continente hispánico. Y no fueron vanas, según se verá en el curso
del presente relato, las promesas de auxilio mutuo y de cooperación en la tarea racial
que se adelantaron el día de mi recepción. El doctor Carlos Leyva, que en los días de
su destierro en San Francisco había sido socio fundador, telegrafió desde Washington,
en donde a la sazón representaba a su Gobierno, su voto favorable a mi admisión.
El general Obarrio, allí presente, me había de servir más tarde de introductor en la
hospitalaria nación panameña. Su hermano, el doctor Obarrio, dijo en broma a los
postres, con respecto a la empresa que iniciábamos en México: «Vaya usted confiado,
siga adelante, que nosotros lo acompañamos, pero desde aquí, con buenos deseos; ya
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verá usted a la hora de la prueba lo poco que valen simples promesas», etc., etc.
Reímos y comentamos el pro y el contra de las adhesiones y la amistad; pero el
doctor Urrea no se dejaba desanimar y vaticinaba: «Ya verá usted qué estado viril es
Sinaloa; siempre con las buenas causas. Usted se va a conquistar Sinaloa. Y aunque
sea desde aquí podremos ayudarlo.»
Dos o tres días pasé en San Francisco, acompañado siempre del buen doctor
Urrea. No salíamos del barrio mexicano, un barrio mezquino y, peor aún, ni siquiera
autónomo, subordinado políticamente a los italianos, que lo tienen de arrabal. En
todas partes, los nuestros en lo más bajo de la escala. Muchas veces había dicho: «Si
no sabemos darnos garantías y educación en nuestra patria, ¿cómo vamos a esperar
que en el extranjero se nos trate como civilizados?»
¿Estaríamos en vísperas de una era reconstructiva? De un extremo a otro de
Estados Unidos, de Chicago a Texas y de Texas a California, soplaban hálitos de
esperanza, cundían exigencias de redención. Espontáneamente se creaban clubes
destinados al fomento de la lucha cívica que culminaría con mi candidatura. Entre los
repatriados se creyó que había llegado el momento del retorno a la patria, pero no
para someterse a los mismos que les habían matado al hermano, perseguido y vejado
en persona, sino a fin de imponer, entre todos, un orden favorable a la cultura y a la
libertad. Y se les aconsejaba: «Escriban a sus familiares y a sus amigos que residan
en México, díganles que trabajen por la justicia mientras ustedes regresan.» Y
cumplieron. Y se alzó clamor nacional de tal magnitud que, a no aplastarlo las balas
del ejército, acaso ya no quedaran colonias de mexicanos en Estados Unidos; la patria
se habría regenerado. Muchos compatriotas de la emigración se habrían repatriado
con capitales propios. Perdida la batalla patriótica, desistieron, pues ¿cómo iban a
llegar con dinero allí donde seguían mandando los impostores, los despojadores
disfrazados de revolucionarios?
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Por la unión nacional
En Los Ángeles —la más populosa ciudad mexicana después de México la llamaban
entonces, gracias a sus doscientos mil compatriotas arrumbados en un extenso arrabal
miserable— brotaron los clubes destinados al sostén de mi candidatura. Las logias de
la Alianza Hispanoamericana, capitaneadas fervorosamente por don Brígido Caro,
empezaron a congregar millares de compatriotas; organizaron bailes y actos de
propaganda extraordinariamente lucidos. Hubo domingo en que tuve que asistir a una
recepción por la tarde y otra por la noche, todas animadas de muchachas bonitas y
confeti, músicas y cantos, aclamaciones y discursos. Refugiados políticos de todos
los bandos ofrendaban su ayuda desinteresada para la empresa que prometía
congregar a los mexicanos bajo una bandera de trabajo y de cultura. Conversé con el
general Enrique Estrada. La dura prueba de su prisión por haberse enfrentado al
callismo le había aumentado la fuerza moral; el estudio le había redondeado el
carácter. Con desinterés afilió a nuestro bando a todos sus amigos. Roque, su
hermano, viejo maderista y escritor, proclamó desde La Habana que había llegado el
momento de la unión nacional. Rápidamente se unificaban los buenos de la
revolución y frente a nosotros iban quedando los pícaros, los asesinos, los
descalificados que, según el texto de cualquier ley civilizada, merecían horca o
presidio.
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General Álvaro Obregón, presidente de México de 1920 a 1924
Una sociedad de ritos burlescos, pero nutrida de gente buena, creada no sé si por
Nicolás Rodríguez, el de Chihuahua, me dio una cena muy concurrida. En ella se
afirmó la adhesión de todos sus miembros, en su mayoría oficiales retirados,
desterrados tras de la derrota en las luchas de facción. Se hacían llamar Águilas
Negras, o cosa parecida, y prometían concurso utilísimo para una lucha que en
seguida se equiparó al movimiento de Madero contra el porfirismo. Un nuevo
esfuerzo nacional debería librarnos de los pretorianos, que habían usurpado,
corrompido, defraudado las esencias mismas de la originaria revolución.
De Los Ángeles salí despedido por millares de compatriotas; algunos entraron
más tarde a México para tomar parte en la campaña política; otros, asociados a don
Brígido Caro y a los comerciantes hermanos Mayo y al señor Baca, mantuvieron
salas de conferencias y clubes repartidos por California.
En Colton era tan crecido el número de mexicanos que se acercaron a la estación
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para expresar sus votos en favor de nuestro éxito, que la empresa accedió a parar el
tren diez minutos a fin de dar tiempo a los discursos y a los saludos. En Tucson me
detuvieron para hablarle a la colonia mexicana en un teatro espacioso, y hubo
números de concierto y disertaciones entusiastas. Según me retiraba de allí al término
del acto, una dama vestida de negro, blanca y dulce, apostrofó: «¡Vaya con Dios y no
desmaye; está con usted el país; hay que salvar a México!»
Sobre la situación general en aquellos momentos, transcribo a continuación el
escrito de la gran mujer a quien está dedicado este volumen y que en el curso de
nuestro relato será designada únicamente con el nombre literario y familiar de
Valeria.
MÉXICO EN 1928
Eh! n’en ai-je pas vu tomber deux tyrans? Je verrai la chute du troisième; elle sera la plus
prompte et la plus honteuse.
Prométhée. ESCHYLE.
Naus allions au devant d’une défaite inmédiate, préparant avec assurance notre victorie
idéologique dans un plus lointain avenir.
MA VIE. L. TROTSKY.
El año de 1928 había comenzado. En la límpida meseta mexicana, cuya transparencia ha cantado el poeta, el eco
de los acontecimientos políticos se apagaba en la insensibilidad, negligencia y desencanto a la vez de la gran
mayoría. Tanto intento de revolución frustrada, tanto seudorrevolucionario entronizado había hecho perder el hilo
de la esperanza; la confusión reinaba, traduciéndose en la decepción de la gente de buena fe, en el recrudecimiento
de hostilidad de los conservadores que sufrían persecución, en la docilidad ejemplar de los radicales satisfechos
del gobierno «callista» que estaba adoptando las medidas necesarias para instalar una dictadura pretoriana.
Plutarco Elías Calles había surgido en el horizonte político como un oscuro protegido de Obregón, núcleo
hermético. En 1920 caía el presidente Venustiano Carranza, culpable, como otras tantas primeras figuras de la
revolución de 1910, de haberla traicionado, desvirtuándola. Álvaro Obregón, el caudillo triunfante, nombró a
Adolfo de la Huerta jefe del gobierno provisional, mientras que él asumía el mando un medio año después. Un
cuatrienio más tarde, en el momento de abandonar el poder, imponía el vencedor de Pancho Villa, como sucesor
inmediato, a Calles, su Ministro de Gobernación.
En 1928, el presidente impuesto a la República Mexicana estaba por terminar su periodo. El balance general
de su gestión era, a grandes rasgos, el siguiente: dos asonadas militares ahogadas en sangre y una rebelión
persistente, la católica, que desgarraba y anemiaba al país. Fruto de la aplicación de leyes arbitrarias, la
persecución sistemática a los católicos, provocada por una reglamentación absurda, había lanzado al despeñadero
de la revuelta a millares de mexicanos en la defensa de la libertad de creencias. La nación, atormentada,
empobrecida, estaba dispuesta a aceptar, a cambio de su tranquilidad, el yugo que fuera menester.
Cuando el general Obregón entregó a su continuador la presidencia, conocíalo perverso, pero lo hizo con el
propósito deliberado de asegurar su propia reelección. Hombres sin principios, levantados en la cresta del
movimiento profundo de un pueblo que busca su camino, mareados por el mando supremo, no tienen más
preocupación que afianzar el mal habido bien, rematando, uno a uno, los postulados revolucionarios de la masa
cuya fuerza les hizo ascender: basura que el viento levantó. El general mexicano, verdadero tipo de jefe de banda,
acostumbró hacerse de fondos con el sistema de préstamos forzosos con que estrangulaba las ciudades ocupadas.
Siguiendo esa extraña usanza, siendo jefe de Estado, el señor Obregón había transferido su campo de operaciones
a las instituciones bancarias. Su deuda con el Agrícola y Nacional de México ascendía a varios millones de pesos.
Ese dinero, que fue votado, o por lo menos así se dijo, con objeto de aliviar la situación dificilísima del país
arruinado, apenas le había permitido representar el papel de pequeño millonario entre las grandes fortunas de Los
Ángeles (California). Tragicomedia mexicana. La deuda del presidente, contraída en el secreto de los poderes
especiales, hace imperativo el continuismo. La misión de Calles consistía, ya lo hemos dicho, en responder a título
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de gran fiador oficial de una reelección vedada por la Constitución. En efecto, el artículo 83 encerraba este anhelo
clarividente del pueblo que fue a la lucha en 1910: la renovación periódica del cuerpo directivo de la nación, el
principio de la «no reelección», a un tiempo lema de combate y adquisición sangrienta. Para que Obregón
ascendiera nuevamente al puesto que aspiraba era preciso tachar la Constitución. Calles estaba para eso; para
legalizar la tachada. A una seña suya, la gangrena viva que son los diputados se apresuró, con una genuflexión, a
satisfacer el mandato del amo. Y el país, confuso, desorientado por la sucesión de brotes rebeldes sin bandera
revolucionaria, agotado por el conflicto religioso, lastimosamente hastiado por tan larga vigilia, anhelando tan
sólo paz para poder vivir, vio perderse el voto que había conquistado para poner coto al entronizamiento de castas
predominantes, la «no reelección». Y es que ante el régimen callista que había provocado la persecución religiosa,
intensificando la emigración a Estados Unidos del Norte,[1] entregado la educación pública en manos de
protestantes extranjerizantes, el futuro régimen obregonista resultaba promesa de alivio.
La situación imperante en México era de confusión. País que al romper los viejos moldes, sin tener aún los
nuevos en que verter su contenido vital, parece haberse contentado con regar sus propias entrañas por la tierra,
girando, como ciega mula de noria, en un círculo vicioso. Esa perturbación es la que ha hecho posible que se burle
sistemáticamente el derecho, se pisotee la ley, se disfrace el bandido de socialista o estadista, careta con la cual
sale al exterior. Así, bajo el peso de idéntica persecución, un instante se llegaron a sentir hermanos el liberal y el
conservador; confusión, elemento ambiente en 1928. Y subrayándolo todo con una mortecina línea opaca, el
desencanto de la masa traicionada.
La farsa de las elecciones democráticas es, en el mundo entero, demasiado conocida para que precise insistir.
México da en América la nota sangrienta y, en semejantes ocasiones, no desmerece. Acababa de ocurrir el
asesinato de los contrincantes del candidato oficial: Francisco Serrano y Arnulfo R. Gómez. Una de tantas páginas
bochornosas de la historia de un país lamentable. Aterrorizada, la gente veía el desfile desvergonzado del
superviviente, quien con el fausto de un cortejo real hacía una gira de propaganda «democrática» sufragada con el
dinero de las arcas públicas, pantomima que los pretorianos se creen obligados a representar. Los parásitos en
torno del futuro magistrado cantaban ya el Hosanna; la dictadura despuntaba bien enclavada; todos, ya por una, ya
por otra razón, contaban con futuros años de quietud servil. Los católicos, por estar en tratos con el candidato
preelecto para el arreglo del conflicto religioso; el capital extranjero, por tenerle bien cogido en sus mallas; sus
partidarios, por las canonjías; el pueblo, por su gran fatiga, esperaba una era de abundancia. Los únicos que con
ese arreglo nada tenían que ganar y sí todo que perder eran Plutarco Calles y los suyos.
De pronto, una noticia arremolinó a la gente. Obregón, el presidente electo, acababa de morir. Estamos en el 17 de
julio de 1928. Quién no creía en la veracidad de la nueva porque realizaba los votos de su corazón; quién, porque
destruía sus más caras esperanzas. Instantáneamente se alteraron los valores políticos. Los satélites del muerto
perdieron el equilibrio.
José de León Toral, el hombre que cortó la vida del futuro dictador en el preciso instante en que todo estaba
listo para su advenimiento, merece un estudio aparte que desgraciadamente no cabe en el esquema de este libro.
Su talla moral es rara en América, donde hay pocas convicciones y abundan los arraigos en la tibia neutralidad o
las conveniencias directas. Católico fervoroso, obró como nihilista de principios de siglo. Místico de una sola
pieza, mató movido por el amor que las dolencias del pueblo despertaron en él; buscaba un atajo que llevara
rápidamente al arreglo del lacerante conflicto religioso; quería mover a compunción a los poderosos del momento,
hiriendo como un rayo de justicia divina. Entregó su vida a cambio de la que quitaba, convencido de que la
firmeza que impidió a su mano temblar venía de Dios. De la confusión del ambiente saltó él a la conclusión,
demasiado sencilla para ser justa: que bastaría que rodaran unas cuantas de las testas de los hombres que a porfía
atormentaban al pueblo para que éste, sin más ayuda, diera con el camino recto, olvidando que las cabezas de la
hidra renacían incesantes en tanto Hércules no hubo aplastado la última. Tal es el desorden de valores reinante que
hace que, por el acto, los mejores se asemejen a los criminales, desprendiéndose tan poderosa sugestión que los
capaces de abnegación prefieran el sacrificio de sí mismos a seguir sufriendo el tormento de una situación
bochornosa. El acto de Toral fue de místico, no de político.[2] Los católicos lo aclamaron; los satélites del muerto
desenterraron las viejas prácticas de la Inquisición para someter al tormento al matador del ídolo. Calles siguió
dueño del poder y el país tendió el oído para percibir quién sabe qué vibración ignota que en el aire principiaba a
modular distinta tonalidad espiritual…
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«José de León Toral, el hombre que cortó la vida del futuro dictador»
México es tierra de abortos donde el libertador se llama, casi invariablemente: Iturbide, Santa Anna, Obregón.
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Caudillos traidores a la masa que los encumbra, ribeteadas figuras de opereta si tras ellos no se alzara, trágico, el
pueblo; el miserable pueblo hambriento, sin cesar vendido, atado a la columna desde la cual, en tanto recibe los
azotes, se oye llamar «libre» y «soberano».
Al caer el caudillo de la hora, herido por el rayo justiciero, la pregunta en todos los labios era: «¿Quién le
sucederá?»
Interesaba profundamente a los obregonistas que no fuera Calles, por la razón evidente que, de serlo, ellos no
participarían del poder. Esta facción, como casi todas las que cruzan el horizonte en nuestros pueblos, no estaba
cimentada por ideas en común, sino por un denominador, la simpatía y adhesión personal al jefe; de ahí que entre
nosotros jueguen papel preponderante las personalidades, no los partidos, prácticamente inexistentes. En coro,
pero sotto voce, lo acusaron de ser el instigador del reciente asesinato, porque, políticamente, era el único
ganancioso. En respuesta, Calles simuló entregarles la investigación del crimen; puso la Inspección General de
Policía en sus manos y les dejó hacer lo que quisieron con Toral. El Tribunal del Santo Oficio de los siglos XVI y
XVII nada habría tenido que reprocharle a los obregonistas: sus métodos fueron rigurosamente idénticos.
Ved en la prensa diaria de la capital mexicana, El Universal y el Excélsior, de noviembre y diciembre de 1928,
el juicio de Toral. Versión taquigráfica. Allí se adivinan complicidades tan notorias, que el proceso se interrumpió
con el asalto de los callistas al local del jurado. Los obregonistas se desahogaron implicando en el crimen a una
veintena de inocentes y condenando a una mujer, la madre Concepción, a veinte años de prisión en la Guayana de
México. Pero no conformes ante la evidencia de una culpabilidad que no podían castigar, amenazaron a Calles
sordamente, interponiendo una prohibición: había de abandonar el puesto supremo. Los obregonistas constaban
con una treintena de generales con mando de tropa, casi todos los jefes de las divisiones del Norte, y el desagrado
de esos militares podía ser decisivo. El presidente contemporizó. Había que hacer que las Cámaras eligieran
gobernante provisional para que éste convocase a nueva justa electoral. Sólo esto explica que Calles no
conservase el poder directamente, pero logró conservarlo por interpósita persona, mediante el nombramiento de
Portes Gil y el mando de las tropas confiado a Amaro.
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Plutarco Elías Calles: … «llegaron a discernir a Calles el título de “ambicioso de gloria”»…
Emilio Portes Gil, abogado sin más relieve que el que su falta de probidad le presta,[3] quien en época lejana había
sido huertista, es decir, de la facción que asesinó al apóstol Madero haciendo naufragar la revolución, fue el
escogido por el presidente saliente para regir los destinos de la nación en momentos de transición crítica. Hombre
de pasado dudoso, ávido de ganancia, cubrió mal, bajo el antifaz comunista, su infinita impreparación y su
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máximo servilismo.
El primero de septiembre de 1928, cuando la apertura anual de las Cámaras, es costumbre que el primer
magistrado rinda el informe del año administrativo de su gobierno. Ese día, Calles leyó, en vez de la exposición
habitual, un documento que él llamó «testamento político» y que quedará en definitiva en la historia mexicana por
entrañar el reto a la dignidad nacional, reto que determinó el regreso de José Vasconcelos para participar en la
política activa del país.
En esencia, éstas fueron las palabras del jefe de Estado:
«Obregón ha muerto. Esto, en un país como el nuestro, antes hubiera significado “muerto el rey, viva el rey”.
Inversamente, desaparecido el hombre fuerte del momento, hubiera quedado yo, quien tiene las riendas del poder.
Pero esto hubiese sido antes; ahora, no. A pesar de la insistencia con que muchos me han hablado, unos
sugiriendo, otros haciendo presión en vista de las circunstancias difíciles para que retenga el poder, otra es mi
íntima convicción. Creo firmemente que México ha dejado de ser un país de caudillismo para entrar francamente
en la era de las instituciones, por lo cual expresamente renuncio al poder, prometo dedicarme a la vida privada,
para así no influenciar ni a los unos ni a los otros, y dejar al país en libertad absoluta para que elija de aquí a un
año al ciudadano que mejor le parezca. Doy mi palabra de no volver a participar en la política activa y de que el
gobierno del Lic. Portes Gil dará toda clase de facilidades y garantías para que las próximas elecciones se hagan
con apego absoluto a la ley, respetando escrupulosamente la voluntad popular.»[4]
Es interesante analizar este documento a la luz de acontecimientos posteriores, pues da la clave de la política
interna; pero es igualmente instructivo acercarse a él directamente, aun ignorando lo que entrañaba, porque
despide un olorcillo peculiar de allende el Bravo. Esta frase: «El país ha entrado en la era de las instituciones»,
recuerda extrañamente el lenguaje demagógico norteamericano, donde la democracia ha alcanzado suavidades por
nosotros insospechadas. Y cuando se recuerda el evidente beneplácito con que el embajador norteamericano, Mr.
Dwight W. Morrow, en el propio recinto de la Cámara de Diputados de México y ante la concurrencia asombrada,
aplaudió al orador después de la lectura, se impone la imagen del maestro que subraya la buena dicción del
educando. El público, al conocer el contenido del testamento, insólito en nuestros anales y tan ajeno al verdadero
sentir antes del 1.º de septiembre de 1928 como después, dudaba haber oído bien. Hubo estupor. Las opiniones se
dividieron. Los de buena fe, su generosidad sorprendida, llegaron a discernir a Calles el título de «ambicioso de
gloria»; otros se reservaron, los prudentes, a juzgarlo a la luz de acontecimientos posteriores, y los más
perspicaces admiraron, desde luego, la fineza política del discurso. Hechos unos escaparates de alamares de oro, la
treintena de divisionarios cuya fuerza bruta podía constituir una amenaza, en primera fila de la sala habían
escuchado las afirmaciones categóricas del hombre a quien deseaban ver depuesto. La rapidez mental no es
atributo de nuestros generales. Oscilaban y el mandatario seguía ganando tiempo. Los representantes de la prensa
extranjera, dóciles instrumentos que reciben indicaciones minuciosas día por día en los Ministerios y las ratifican
con la sanción de la embajada americana, dieron la importancia deseada al desprendimiento de un gobernante que
convenía hacer pasar por uno de los más grandes en América: ¡Plutarco Elías Calles había resistido
victoriosamente la tentación del poder y, en obediencia a una convicción de orden moral, confiaba la elección al
pueblo!
Il est aisé, du port, d’exhorter et de conseiller ceux qui sont dans la tourmente. J’avais tout
prévu, je l’ai voulu. Pour secourir les mortels, je me suis perdu moi même…
Prométhée. ESCHYLE.
Al estupor del testamento político sucedió en breve otro: de Los Ángeles California, en donde se hallaba en ese
momento, José Vasconcelos aceptaba la invitación de participar en la próxima campaña electoral. Aceptaría la
candidatura que le ofrecían diversos grupos si después de pulsar la opinión pública confirmaba que la mayoría del
pueblo lo reclamaba. La noticia levantó en el círculo oficial una nube de saetas burlonas. Sin dinero que gastar a
manos llenas entre los partidarios de alquiler, sin influencias ocultas en Norteamérica, sin militares de alta
graduación dispuestos al cuartelazo, ¿quién lo había de tomar en serio? Para entrar a la batalla política en
semejantes condiciones precisaba que fuese «el loco Vasconcelos».
Hacía dos años que ocupaba la cátedra de sociología hispanoamericana, primero en la Universidad de
Chicago, subsecuentemente en una de California. Con anterioridad se había sabido que el gobierno brasileño le
invitaba en calidad de «Consejero de Educación». ¿Qué era lo que impulsaba a ese hombre, consagrado como
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educador, para abandonar el curso sereno que tenía ante sí y preferir disputar la presidencia de su patria? ¿Era
ambición? ¿Era desequilibrio? Hacía cuatro años no pisaba su suelo, desterrado voluntario del país al cual su labor
había dado fama continental. Desde el extranjero, Europa, Asia, América, había proseguido su labor, discutiendo
en artículos, entonces publicados sin traba en los diarios tanto mexicanos como de las repúblicas del Sur, los
problemas vitales de una raza y una cultura, carcomida gravemente en el interior, severamente amenazada del
exterior. Ese hombre iba a comprometer en una aventura que parecía descabellada su bien asentada reputación.
¿Qué trazo profundo del espíritu seguía para echar por sobrecubierta todo lo adquirido? ¿Qué fuerza le movía?
José Vasconcelos
En el suroeste de Estados Unidos vive un huésped llegado sin invitación, un México pequeño, extraviado. Es la
consecuencia de los odios políticos veinte años atizados que cargan de cerrojos la puerta de la patria única, es el
resultado de una miseria cada vez mayor. Ninguna voluntad de amor ha habido para rescatar a los que desde allá,
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en la amargura de la tierra extraña, siguen atentos a los acontecimientos, quienes esperan, con la persistente fe de
un perro maltratado y fiel, que la patria grande, madre olvidadiza y descastada, pero a la cual, no obstante, aman,
vuelva a abrirles el calor de su regazo. Los desterrados fueron los primeros en escuchar la voz de Vasconcelos,
precandidato. La primera adhesión, el óbolo inicial, el destello de fe, fueron suyos. El leit motiv alucinante que
había de ser el espejismo presente en todo espíritu mexicano, allá despuntó. Era el «si acaso triunfara», cuerpo de
anhelo, certeza de redención.
Et comme excitant leur naatture engourdie, je leur donnai l’essor, et l’ardeur et la vie.
Prométhée. ESCHYLE.
Esencial es no perder de vista que el enemigo real de la democracia en México, aquel contra el cual se enfrentó
este hombre fuerte, no fue su contrincante aparente, Pascual Ortiz Rubio, muñeco de hule inflado por el director
de la política imposicionista, Plutarco Elías Calles. Ni siquiera este mismo, sino el delegado del capitalismo
inmiscuido en asuntos locales: el embajador americano Dwight W. Morrow.
Para medirse con tan temible adversario, el futuro candidato sólo contaba con una fe inquebrantable en el
pueblo mexicano y el imperativo del propio destino que cumplir. Sabía que se iba a jugar en una carta postrera la
independencia de su patria y que sólo la conciencia activa del pueblo podría impedir la consumación de un
atentado cuya cuidadosa preparación, en la que habían sido aprovechadas todas nuestras fallas, parecía totalmente
irremediable. Ese enemigo oculto prestó su fuerza para romper en dos la voluntad del pueblo y para amordazar la
prensa de dos continentes.
El propósito que guiaba los pasos de aquel hombre bajo de cuerpo, de espalda ancha, cuya amplia frente
abrigaba el peso de la contienda desigual, era despertar y mantener tendida la conciencia tantas veces perezosa de
nuestra raza, que sufre la amnesia de su grandeza extinta o se conforma, al recordar, con dejar que las lágrimas
humedezcan los ojos, sin convertir el sentimiento en convicción, la convicción en propósito y éste en acto
dinámico.
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Las puertas se abrieron a la ilusión
Un oleaje humano empujó nuestros pasos a través de las garitas, fronteras una de
otra, que en Nogales vigilan el tránsito internacional. Llevados casi en peso,
asomamos a una plaza. Cediendo al público clamor, intento hablar, pero alguien grita:
«Al teatro, al teatro.» La multitud se impone, invade la principal sala de espectáculos
sin resistencia de los propietarios. Es mediodía, pero el comercio ha cerrado sus
puertas; en un instante se ocupan todas las sillas, se quedan en pie otros, apretados en
los pasillos; en los palcos rebosa el entusiasmo. Ante la expectación de caras
desconocidas pero amables, digo unas cuantas palabras de salutación y saco mis
cuartillas:
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Vasconcelos en campaña: «Acudo al llamado y no me importa el carácter en que
haya de figurar en definitiva entre vosotros…»
DISCURSO DE NOGALES
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Vuelvo a la patria después de uno de esos lapsos de dolorosa ausencia y me sorprende la fortuna al llegar… para
revelarme la fuerza que late en el pueblo… para decirme por la voz de los compatriotas aquí reunidos y por las
voces de otros muchos hermanos que es la hora del destino la que vuelve a ofrendarnos una ocasión salvadora. Y
hay razón para que nos preguntemos todos afanosamente si va a pasar otra vez en balde la ocasión.
Acudo al llamado y no me importa el carácter en que haya de figurar en definitiva entre vosotros…
Forzosamente he de hablar como precandidato presidencial, pero si más tarde llego al puesto más alto de la
Administración, lo mismo que si ocupo el más bajo o ninguno, ciudadano siempre, hombre libre siempre, gustoso
cederé las responsabilidades a quien logre juntar en el puño mayor número de voluntades ciudadanas, pero en
cambio no acataré el resultado ni de la intriga, ni de la imposición, ni de la fuerza… Venimos a convocar al pueblo
mexicano y es preciso definirle nuestros propósitos; excitaremos al pueblo a que vaya a votar y por lo mismo es
necesario precisar qué es lo que va a imponer con su voto…
Los fariseos de la revolución, en todo el mundo, se distinguen por la complacencia y el aplauso que otorgan a
las dictaduras con el pretexto de que mediante ellas se pueden implantar tales o cuales reformas, pero la práctica
enseña que la dictadura corrompe aun a los mejores… Y se vuelve el predominio de una facción lo que debió ser
victoria de todo un pueblo. De semejante fatal pendiente sólo puede librarnos un retorno al programa integral de la
revolución.
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Fundación del Partido de la Revolución en 1929
Hay que añadir, en el programa económico de distribución agraria y de reivindicación obrera, también la libertad
que obtiene el castigo de los malos funcionarios y desenmascara a los revolucionarios falsos… Se necesita que el
sufragio sea efectivo, porque nadie debe remplazar el juicio del pueblo cuando se trata de elegir a los aptos…;
para asegurar la efectividad del sufragio es necesario que el pueblo entero salga de su apatía y exprese su
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voluntad. Entendamos que sólo una leal contienda de votos podrá libertarnos de la fatalidad de nuevas contiendas
armadas.
El principio glorioso de la «No reelección», consagrado con la sangre de tantos mártires, debe ser inscrito de
nuevo en nuestra Carta fundamental… Un plazo irrevocablemente limitado para el mando vuelve cauto al
poderoso y torna humano al gobernante. Además, junto con la no reelección, es urgente fijar las responsabilidades
de ese amo absoluto que es entre nosotros el presidente… Es bochornoso que se le tolere un grado de
irresponsabilidad que no tienen los reyes en los países civilizados… Urge, pues, reformar la Constitución en el
sentido de que el presidente sea enjuiciable en casos como los de violación electoral manifiesta, o cuando se
consumen fusilamientos, prisiones arbitrarias o expulsión de ciudadanos…
Lo que distingue la charlatanería de la reforma es que la primera no tiene sino palabras en tanto que la segunda
refuerza cada palabra con la norma que la ennoblece y la consuma… No hay patriotismo sin laboriosidad, ni
libertad sin responsabilidad y, por último, no es posible la vida civilizada ahí donde la usurpación y el atropello
quedan impunes. No debemos prescindir del rigor de la ley para combatir el delito, pero en cambio debemos hacer
derroche de tolerancia para juzgar opiniones ajenas. En otros términos, cuidaremos de otorgar impunidad a las
opiniones, pero sin olvidar que, en lo que hace a los actos, no hay más recurso que el Código Penal, y hace
muchos años que la pena se aplica por cuestión de opiniones, no de delitos. Tan grave estado de cosas requiere
que ahora comencemos intentando una reforma en nuestra propia conciencia. La revolución necesita, por fin,
llegar a los espíritus.
Lo primero que urge cambiar es nuestra disposición ante la vida, sustituyendo al encono con la disposición
generosa. Sólo el amor entiende y por eso sólo el amor corrige. Quien no se mueve por amor verá que la misma
justicia se le torna venganza. Y sólo saliendo de este círculo, el círculo del odio, solamente iniciándose una nueva
disposición de concordia, podremos abordar situaciones como la religiosa, que lleva años de estar desgarrando las
entrañas de la patria. Para empezar, proclamemos que el fanatismo se combate con libros, no con
ametralladoras…, que toca al Estado mediar en los conflictos de todos los fanatismos en vez de abrazarse a uno de
ellos. En seguida, y como condición indispensable para tratar el asunto, es necesario que recordemos, que
sintamos que los católicos son nuestros hermanos y que es traición a la patria seguirlos exterminando…
Determinadas taxativas recientes, como la que se refiere a la denegación del derecho de enseñanza, se explican
acaso como represalia de guerra, pero no pueden perdurar en un régimen normal… Exageración que nos ha
conducido al bochornoso espectáculo del privilegio que a costa del católico ha ido ganando el protestante… Y así,
México se queda sin religión castiza… sucede que entre nosotros sólo la secta extranjera puede acercarse a las
almas…, porque su bandera no es la humilde tricolor, sino otra que se respalda con escuadras navales y con
ejércitos.
Relacionado con la cuestión de tolerancia religiosa y la necesidad de otorgar garantías a la vida, está el
problema de la emigración de nuestros compatriotas. Suman ya millones los que en los últimos años se han visto
obligados a cambiar de hogar; unos, porque a semejanza de los antiguos cuáqueros se expatrían para adorar a Dios
a su manera, y otros, empujados por la presión local; lo cierto es que con ello pierde la patria mexicana una
verdadera selección de su propia raza… El día en que este tercio de la población mexicana que ahora padece
destierro inicie su retorno, será el más feliz de nuestra historia. Pero ese día no asomará en los tiempos si antes no
abolimos las carnicerías que han llegado a constituir un baldón para el nombre mismo de México.
En el orden de nuestras relaciones internacionales, la República ha sufrido penosas desgarraduras. Unas veces
en virtud de fallos judiciales; otras, por causas de convenios tristemente célebres; otras, por derogación de leyes,
como la del petróleo, que intentó salvaguardar nuestros intereses; lo cierto es que la mayor parte de nuestras
ilusiones revolucionarias han quedado deshechas; y era natural que así ocurriese, porque un país dividido no
puede hacer frente a los intereses rivales del exterior. Tampoco tenemos poder suficiente para denunciar tratados o
acuerdos ya concertados. Pacto firmado es pacto irrevocable para las naciones débiles; pero si no podemos
revocar esos pactos, sí podemos cumplirlos. Podemos hacernos ricos con el trabajo, la perseverancia y la
economía, y ya después será fácil, en una o dos generaciones, liquidar todos estos compromisos de la discordia.
Pagar a nuestros acreedores será entonces rescatar nuestra soberanía.
El hombre que animado de paz y de justicia ponga a trabajar a los mexicanos, ése será su salvador.
Necesitamos ponernos a jornada doble en toda la nación, pero el trabajo requiere la tranquilidad que emana de la
justicia y la libertad que garantiza la acción. Así como a la hora de las catástrofes cada uno se apresura al
salvamento indispensable, de suerte igual la patria necesita ahora el concurso de todos sus hijos. Están gravemente
amenazados nuestros destinos… Si el pueblo no se apresta a designar y a defender un candidato, entonces la
intriga creará candidatos que, faltos de todo prestigio, procurarán imponerse con el auxilio de las finanzas
internacionales. El caso de otras naciones nos enseña que un pueblo que no es capaz de hacer sus propias
elecciones, tarde o temprano sufre el bochorno de que vengan a hacérselas de fuera… El peligro, el único peligro
está en que el pueblo no llegue a sentir el llamado, en que el pueblo no llegue a moverse; pero yo tengo fe en el
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pueblo, por eso confío… Yo sé que el pueblo va a erguirse ahora para darnos un gobierno libre y mexicano, sin
contaminaciones con extrañas banderías. Señores, si es verdad que la fe mueve a ejemplo, seamos los primeros en
demostrar que está viva la patria y que es la voz de la patria la que va a estar hablando por nuestros labios y así
será mañana la voluntad de la patria la que resuelva esta noche en alborada de gloria.
¡México, levántate!… La más grave de las amenazas de toda tu historia se urde en estos instantes en la
sombra; pero aún hay fuerza en tus hijos para la reconquista del destino. Deja que los menguados vacilen… tus
hombres están ya en pie, y por el viento pasan himnos de regeneración y de victoria. ¡Adelante! ¡A la victoria!
¡Cuán hondo resonó en el corazón mexicano, hastiado de sus propios odios, la nota de amor que ligaba todas las
palabras cuyo fruto había de ser la concordia y el aprovechamiento de las fuerzas vivas! Casi estamos tentados a
decir que es preciso haber nacido en aquella tierra desventurada para saber hasta qué punto eran apremiantes cada
una de las reformas indicadas. Por eso fue que la resignación sin aliento que había aceptado la reelección de
Álvaro Obregón pocos meses antes, al entrar en contacto con la misión enérgica, se transformó en una dinámica
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espiritual que elevó el fenómeno colectivo a categoría de hecho trascendente. México, al sentir su redención
posible al alcance de su mano, se entregó al hombre que, implacable y clarividente, puso su empeño en señalar la
labor inmediata, ofreciendo como única recompensa, en caso de triunfo, uncir a la nación al trabajo purificador,
encerrándola en una jornada doble para saldar el pasado desastroso y preparar en seguida, y consumar luego, a
marchas forzadas, la reconquista de la independencia.
Con la exaltada compunción del ciego que comienza a percibir bajo la luz matinal el contorno de las cosas, el
país se fundió en la conciencia viril que cada día con mayor precisión había de marcar, en todo el año de 1929, la
pulsación de una voluntad renovadora. Cuando se trató de crear una patria, una, nadie, excepto los sordos y
ciegos, los vendidos previamente al enemigo de la raza; nadie, repetimos, nadie se rehusó, se abstuvo. Por primera
vez en la historia de la patria, México, unificado, tuvo una sola fe, un solo blanco, y para alcanzarlo acorde, el
pueblo se puso en tensión. El manifiesto de Nogales milagrosamente había ligado las voluntades dispersas. Los
doce meses que siguieron marcan el vía crucis. Animus meminisse horret.
Mucho contribuyó al éxito inmediato la reacción provocada entre los sonorenses por
las versiones que circularon en el sentido de que sería apaleado, echado fuera del
estado a causa de mis ataques al obregonismo, y porque Sonora era considerado el
feudo de los hombres del poder, Calles y sus amigos, Obregón y los suyos. Callistas
no encontramos en el estado, pero los obregonistas que estaban todavía en el poder,
distanciados de Calles, se mostraron imparciales. Y entre los hombres independientes
del estado hubo empeño de mostrar cordialidad y de dar un mentís a los que suponían
que no era posible hablar libremente en su tierra.
Se me adelantó en Los Ángeles un partidario que, por la tarde, sin más
preámbulo, me invitó a que visitara las oficinas que acababa de instalar en un
departamento del mismo hotel en que nos hospedábamos. Hallé una media docena de
máquinas de escribir y tres o cuatro empleados en plena actividad de oficios y
papeleo.
—¿Y quién va a pagar todo esto? —pregunté a mi improvisado secretario, un ex
coronel que decía haber acompañado al general Flores en su campaña presidencial,
sujeto alto y fornido, que quizá obraba de buena fe.
Alegó que lo habían comisionado los Águilas Negras, de Los Ángeles, para
escoltarme. Tuve que licenciarlo con todo su personal costoso, porque comprobé que
se había dedicado a hacer colecta, a mi nombre, en la plaza de Nogales, sin pedirme
siquiera la necesaria autorización.
Ayudado de Juanita estuve atendiendo a los visitantes, en general personas aptas y
bien intencionadas, movidas del más completo desinterés. El periodista local, señor
Siqueiros, había sido designado jefe de mi naciente partido en la ciudad. Para cubrir
los primeros gastos dimos una conferencia de paga en que se revelaron oradores
jóvenes como García Rodríguez. Las entradas, de más de cuatrocientos pesos,
sirvieron para pagar los dispendios de la recepción y dos o tres días de hotel. Al
cruzar la frontera traía por todo capital unos cuarenta dólares que no fue necesario
usar. Entre las adhesiones que llegaban, una causó cierto regocijo. Era de Herminio
Ahumada, el estudiante y deportista que encabezaba un grupo independiente de la
capital, y a fuer de sonorense, me decía: «Cuente con Sonora, que lo espera con los
brazos abiertos.» El bravo muchacho había puesto este mensaje para contribuir a la
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destrucción del infundio de que todo Sonora era gobiernista y nos repudiaría, pero
resultaba un tanto irónico que nos ofreciera el pan y la sal de la hospitalidad un
estudiante que en su patria chica era casi un proscrito porque había roto con el
callismo y el obregonismo.
Pronto vimos, sin embargo, que no había sido impulso juvenil sin fundamento el
telegrama de Herminio, sino intuición certera. Su padre, don Herminio Ahumada
senior, a la sazón presidente de la Cámara de Comercio de Nogales, se me presentó
para invitarme a cenar y para hacer buena, hasta donde él pudiese, la invitación de su
hijo. Un sinnúmero de personas distinguidas hizo lo propio. El pueblo de Nogales, sin
distinción de clases, los cargadores de la Aduana, los choferes, los comerciantes en
pequeño, la población entera patrocinó nuestros mítines; se inscribió, en gran
proporción, en el club que en seguida crearon Juanito y sus amigos locales, como
Roberto Piña y Leoncio Pérez, el mismo Siqueiros, Íñigo, Zeferino Rodríguez, y no
sé quiénes más. Por el nombre raro recuerdo al notario del lugar, Espersgencio
Montijo, más que maduro de años, blanco de tez, bigotudo y despreocupado. Subió a
mi cuarto, mandó traer cervezas, tomó y pagó, conversando. En su automóvil hicimos
el viaje hasta Magdalena, límite por entonces de la carretera.
—Yo le ayudo con mis amigos —expresó el notario—, a condición de que
durante su gira por Sonora no ataque la memoria del general Obregón. Esto, además,
le producirá muchos amigos —añadió, y acepté.
—No puedo retractarme —le dije— de los cargos justos que hice al Obregón que
impuso a Calles y luego se hizo candidato reeleccionista y anticonstitucional, pero
declararemos una tregua mientras dure la elección.
El general Topete, gobernador obregonista, deponiendo rivalidades de facción,
me había mandado ofrecer garantías en su estado. Y así comenzó, en luna de miel
democrática, nuestra campaña política sonorense. Al mismo Calles no lo atacábamos,
porque en sus declaraciones oficiales había prometido retirarse de la política y
respetar el resultado del voto, fuese el que fuese.
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En Cananea
Al mismo gobierno le interesaba, según se advertía, la simulación del ejercicio
democrático para mejor consolidar sus planes del futuro; así es que con ánimo
confiado partimos para Cananea, el importante mineral que dio tantos revolucionarios
de acción al maderismo. En anticipación a nuestra llegada, los ingenieros mexicanos
de la empresa, entre los cuales se hallaba mi antiguo condiscípulo y excelente varón,
de Hoyos, y diversos líderes obreros, como Izaguirre, y pequeños comerciantes de la
localidad, crearon el club político que había de encargarse de nuestra recepción y de
los trabajos posteriores, tales como registro de socios, cobro de cuotas y preparación
electoral. «Aquí no tienes rival», me dijo de Hoyos. «Aquí no entra la imposición»,
afirmaban otros. Y fue de simple organización el trabajo que realizaron nuestros
amigos. Sin embargo, las autoridades no estaban dormidas, según lo demuestra el
relato que inserto de mi amigo Juan Ruiz:
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Mineros de Cananea: «Después de dos o tres días de visitas y discursos dejamos
Cananea, convencidos de que era aquél un baluarte»…
Afirmada la situación en Nogales, donde el elemento popular se adelantó a sumarse a nuestra causa, me dirigí
a Cananea. Con obreros quedó organizado el comité. Al llegar Vasconcelos, hubo un mitin en el teatro y otro
al aire libre. Las señoras de Cananea organizaron una Alianza y dieron un baile al cual asistimos. Discutía
Méndez Rivas la conveniencia de sacar a bailar a las damas cuando ellas se adelantaron, nos invitaron a
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danzar. En general, fue entusiasta la acogida que nos brindara la mujer sonorense. De la fiesta salimos
complacidos, pero según Vasconcelos y Méndez Rivas se adelantaron con el ingeniero De Hoyos y el doctor
Brid y líderes obreros, un tipo patibulario, agente del gobierno del estado, me puso enfrente la pistola,
diciendo: «Ustedes son unos reaccionarios desgraciados.» Al ver esto, un muchacho Marcor, sobrino de don
Adrián, les gritó a los mineros, que resueltamente se echaron encima del bruto, lo hicieron a un lado,
amenazándolo con sus puñales. En seguida me escoltaron al hotel. Otra noche, esbirros del gobierno me
asaltaron en el hotel, registraron mis ropas y papeles; por fin se largaron después de insultarme. Al referirles a
los amigos todo esto al día siguiente, el doctor Brid, médico de la localidad, nos alojó en el Hospital de la
Compañía como huéspedes suyos. Yo exigía a todos que instaláramos partidos vasconcelistas. Algunas
personas nos aconsejaban que no nos detuviéramos en Hermosillo, que suponían era la Meca del callismo;
Vasconcelos alegó que no era posible saltar la capital del estado. Me adelanté entonces, primero a Magdalena,
después a Hermosillo.
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Magdalena
En poblaciones como Nogales y Cananea, inmediatas a la línea divisoria, el ambiente
de terror no era ostensible. En Magdalena, situada sesenta kilómetros al interior, las
cosas cambiaban. Una plaza, buena iglesia, el indispensable cuartel sobreponiéndose
al municipio, y largas calles de construcción colonial pobre, pero no desprovista de
encanto. En los vecinos se descubría esa cautela nacional, esa vaga desconfianza que
engendran las tiranías prolongadas. Cualquier censura al régimen, trasmitida por
soplones oficiosos al jefe de las armas, al comisario de policía, dejaba catalogado al
imprudente con los reaccionarios y, por tanto, a merced de las venganzas del teniente
o del polizonte. En el único hotel regularmente montado, un teniente coronel se hacía
servir de numerosos asistentes; rodeado de su familia, usurpaba la cabecera de la
mesa. La esposa, a su lado, no pronunciaba palabra, y los huéspedes, intimidados,
también ensayaban sonrisas cada vez que el héroe glorioso se dignaba soltar algún
araste burdo, algún lugar común pomposo. ¡Desventuradas poblaciones! Nunca pasan
de treinta o cuarenta los de la guarnición, ni son más de veinte los policías mal
armados y, sin embargo, el vecindario sin armas soporta humillaciones cotidianas.
Allí mismo me llevaron a la tumba de un periodista, buen revolucionario por cierto,
pero de facción vencida; lo habían asesinado meses antes por orden superior. Y le
hicieron sus paisanos funerales suntuosos, pero la familia se quedó clamando justicia.
Los asesinos, incorporados a la casta de los intocables, se pavoneaban, amenazando
con nueva ejemplaridad al que tornase a perturbar el orden. Y lo peor es que cuando
ha habido poblaciones que repiten lo de Fuenteovejuna y acaban con la guarnición —
el caso se ha dado una o dos veces en Tabasco—, el resto del país grita, pero no se
mueve en defensa de los vecinos y en solidaridad con su justicia. Los del mando se
dan tiempo para organizar punitivas que, a mansalva, llegan y exterminan el poblado
entero. Uno tras otro, también los vecinos que demuestran un poco de entereza son
perseguidos, desterrados, acribillados.
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Aarón Sáenz, gobernador de Nuevo León de 1927 a 1930
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No sacan en este momento las uñas, pero ya los verá usted en la hora oportuna.» No
había en Magdalena persona independiente, hombre de trabajo, que no tuviera que
sentir de los miserables que usurpaban el poder público.
Siqueiros, Dávila y otros vecinos supieron hallarnos amigos en las aldeas
cercanas que, como Imuris, visitamos juntos, bebiendo el ardiente bacanora en las
tabernas, en rueda de altos, blancos, fornidos rancheros, que sacando de pronto el
cuchillo se meten por la cocina de la casa desmantelada; de las vigas del techo
primitivo pende un lomo de res; corta el que llega un tajo y lo tira en las brasas del
fogón; las moscas vuelven a juntarse sobre el lomo; chirría en la parrilla la carne
asada que, repartida en trozos, devoramos con ayuda de más bacanora servido en
vasitos, como si fuera un jerez y no fuego líquido. Acudiendo a menudo al pañuelo
para arrojar las libaciones excesivas, tragando otras veces el alcohol para no dar
impresión de catrín enclenque, logro sostenerme en la interminable orgía de tragos.
El vigor extraordinario de esta gente y su vida campestre los salvan de perecer con el
hábito del aguardiente, que con toda ingenuidad llaman vino. Por mi parte, hacía de
tripas corazón y portándome en Roma como en Roma, ya casi me gustaba, pero por la
noche, ya en el lecho, me ardía el esófago. Mi único desquite fue lo que escribí, para
colaboración de El Universal, contra el aguardiente, el tequila, todos los infames
alcoholes que una época degenerada consume como castigo de que no supo
conservar, desarrollar, las vides que importara el español. En ninguno de los mítines
que celebrábamos aparecían opositores; sólo cuando pasábamos por la prisión, se
levantaba lúgubre, salvaje, el grito: «¡Viva Sáenz! ¡Muera la reacción!»
De este Sáenz, aclamado por el homicida, me he ocupado ya en volumen anterior
de este relato, pero el lector lo habrá olvidado y yo también. Por el momento, Sáenz
se había vuelto importante. Revistas norteamericanas de calidad, como el Current
History, presagiaban para México una administración encabezada por Sáenz. El
embajador de Norteamérica, mister Morrow, le había dado el espaldarazo: «Hará un
buen presidente», había dicho. En la nación nadie advertía los méritos de Sáenz; en
cambio, en el extranjero, o por mejor decir, en Estados Unidos, se le estimaba,
primero como hermano del ex obispo protestante que había regenteado la educación
pública bajo Calles; segundo, como el subsecretario de Relaciones que activara, por
el lado de México, la aprobación de los convenios de Bucareli, gratos a los
terratenientes extranjeros, a las compañías petroleras. Además, entre la pandilla
gubernamental, Sáenz exhibía el título de los tirulos para la estimación política:
parentesco de afinidad con el general Calles, quien, al amparo de Morrow,
rápidamente se apoderaba de todos los resortes del mando, sueltos desde la muerte
del caudillo Obregón. En Magdalena, por ejemplo, sólo el borracho encarcelado por
homicidio hallábase enterado de los merecimientos del señor Sáenz. Y a señas del
teniente, instalado en el zaguán de la prisión, lo vivaba cada vez que, con los vecinos
patriotas, pasábamos por los andenes de la placita. La consigna había circulado ya
entre los polizontes, esbirros y rufianes; éramos nosotros la reacción. Ellos, los de la
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pandilla oficial, eran los salvadores del pueblo, los reformadores. Nada les importaba
la indiferencia de las poblaciones civiles desarmadas. Contaban en toda la nación con
los tipos como el de la celda de la prisión pueblerina, emboscados del Código Penal,
para apoyo de los ahijados políticos del embajador de Norteamérica.
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Santa Ana
La tarea se iba haciendo sola; resultaba mucho más fácil de lo que en un principio
imagináramos. Ya fuese un fruto de la obra de la Secretaría de Educación de mi
época, o efecto de cuatro años de colaboraciones semanarias en diarios de gran
circulación (enfocando casi siempre problemas nacionales, combatiendo al régimen
que todo el mundo odiaba), lo cierto es que sin preparación alguna hallábamos
espontáneos simpatizadores. En barberías y boticas se comentaba, se discutía nuestra
actividad, y ya para cuando llegábamos, unos cuantos recados congregaban a la gente
en la plaza y empezaban los discursos. Y no sé si fue en Magdalena donde, al
terminar un discurso y según bajaba del kiosco mezclándome al público, un buen
señor se detuvo y me dijo: «No estoy de acuerdo con usted señor V…, no soy su
partidario, pero quiero estrecharle la mano.» Se la di, naturalmente, encantado de
aquella franqueza varonil.
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Monumento a Benito Juárez en el patio interior de la SEP
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placita tristona a donde todos vamos concurriendo. Esperamos a que llegue el
caudillo local de la oposición, un señor rico, inteligente, famoso por sus claridades:
don Agustín Rodríguez. No saben si querrá colaborar; convendría que él me
presentara ante el pueblo, porque es admirado y es creído. Cuando comenzábamos a
sentir impaciencia, llega un caballero alto, entrecano, grueso, de tez clara, semblante
despejado: «No crea que me he hecho del rogar —dice—. Apenas me formularon
invitación para que lo presentara, acepté; sino que tardaron en dar conmigo; sabe
usted, vivo apartado de toda esta inmundicia. Y creo que usted anda perdiendo su
tiempo: este pueblo ya no responderá a la hora de la prueba; los valientes ya se
murieron; sabe usted, eso va por generaciones: hay que esperar otra; pero, en fin, le
ayudaré, aquí me tiene.» Subió a la tribuna, habló muy bien, con despejo y con
valentía, y recogió esos aplausos engañosos de un pueblo que se consuela con
escuchar la verdad sin moverse. Partimos con la ilusión de que quedaba por allí un
grupo de partidarios firmes. Luego ocurrió tal como don Agustín me previniera.
Fugaz fue su entusiasmo, fugaz me resultó también aquel recuerdo.
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Hermosillo
Escribe Juan Ruiz:
En Hermosillo, gracias a la ayuda de los obreros, obtuve un éxito que no había soñado y que usted pudo
contemplar a su llegada. Desde el principio fundé un comité organizador. Me fue inapreciable la ayuda de
Israel González, que tan valientes discursos pronunciara después, y tan buena campaña desarrollara en su
diario El Pueblo, y también el líder Marcos Coronado. Todos los clubes instalados en Hermosillo precisaban
que trabajarían por la candidatura de usted; yo hacía las actas personalmente. Pude comprobar que de México
los antirreeleccionistas aconsejaban que se trabajara por Villarreal. En Sonora no contaba el llamado
antirreeleccionismo de los gomistas. El estado había sido maderista y seguía siéndolo, y usted oyó cómo le
gritaron en la noche de su conferencia en el teatro de Hermosillo: «¡Viva el Madero culto!» En la estación de
Hermosillo pudimos congregar, para su llegada, más de dos mil personas. A los obreros les hicimos ver el
peligro de que el gobierno los destituyera de servicios como la limpia de la ciudad, etc., etc., y respondieron:
«Vendemos al gobierno nuestro trabajo, no nuestra conciencia.» Cayó esa noche sobre la ciudad una onda fría
que helaba hasta los huesos. Daba pena ver a los más humildes vestidos con ropas delgadas, apretarse unos
contra otros para calentar sus cuerpos. Apenado, y además intranquilo porque el tren venía retrasado, pensé
comprar menudo y algunas botellas de bacanora para aquellas pobres gentes que tan generosas se mostraban.
Pero el dinero de que disponía era insuficiente para ello, aparte de que recordaba lo que había dicho usted al
sujeto aquel que en Los Ángeles le pidió dinero para iniciar trabajos a su favor y que más tarde nos traicionó
escribiendo un folleto infamante y afiliándose a Ortiz Rubio, que le dio un buen puesto: «Éste es un
movimiento que pide, no da…» Por fin, a las tres de la mañana llegó el tren. Nos acercamos todos en silencio
hasta el vagón en que usted venía. Formamos valla y, al aparecer usted, todos al unísono gritamos: «¡Viva
Vasconcelos!» Fue un grito estentóreo de aviso, de lucha, de desafío. Se organizó en seguida la manifestación,
que nos acompañó hasta el centro de la ciudad; los choferes haciendo sonar sus bocinas; las gentes asomaban
por las ventanas y balcones. Llamaba la atención que a los vivas a usted, se mezclaban las aclamaciones de
«¡Viva León Toral!», preso a la sazón por haber quitado la vida al general Obregón.
José Vasconcelos fue nombrado candidato el 5 de julio de 1929: «¡Viva el Madero culto!»
Un caballero ciego, don Conrado Gaxiola, se instaló desde la primera mañana al lado
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de mi lecho y a todas horas nos acompañó a todas partes. Por instancias suyas se
formaron clubes en Villa de Seris y comunidades de la comarca. «Yo he soñado que
México iba a salvarse», decía el ciego, apresurando el paso, sostenido por un criado,
activo todo el día con el pensamiento y con su voluntad. Numerosos vecinos se
presentaron, trabajaron, con el resultado de que el primer domingo de nuestra
estancia en Hermosillo pudimos alquilar un galerón para celebrar asamblea y
organizar un partido. Acudieron de doscientas a trescientas personas, artesanos en su
mayoría, y en la forma usual se aprobaron bases de acción; apoyo a la candidatura
independiente por mí representada; programa revolucionario sincero; reformas
económicas con miras al beneficio de la mayoría nacional; defensa de nuestros
intereses frente a la absorción extranjera; eliminación de las intromisiones de la
embajada americana en la política electoral. Se nombró directiva y se formuló la
protesta usual de comprometer vida y hacienda en beneficio de la causa. Afuera, el
sol encendía el ambiente. El piso del local era de tierra apenas apisonada. El nuevo
partido, que debía englobar a todos los clubes que habíamos formado por el Norte y
los que surgieran por el Sur, se llamó Partido Democrático Sonorense.
Intencionalmente nos abstuvimos de sumarlo a los partidos de directivas que existían
en la capital, como el Antirreeleccionista. Con los señores del Antireeleccionista
mantenía, sin embargo, y por correspondencia, relaciones cordiales, dado que en su
directiva se hallaban personas que, en lo privado y aun en público, ya se habían
expresado en favor de mi candidatura, por ejemplo, Vito Alessio Robles, que me
mandaba recados de que no apoyaría a Villarreal, y el grupo de nobles muchachos
que encabezaba Herminio Ahumada.
Acompañado de cinco o seis partidarios, recorrimos por las tardes Hermosillo y
sus alrededores. Desde lo alto del cerro granítico de La Campana, de tonos claros,
mírase el valle y la ciudad; techados planos en su mayoría y fachadas de rosa y de
blanco, de amarillo; el cuadro del jardín con su iglesia catedral estimable y su Palacio
de Gobierno. A lo largo del río de arena, huertas de naranjos. La tierra, amarillenta, es
seca, pero laborable allí donde un chorro de agua alcanza a irrigarla. Famosas son las
naranjas de Hermosillo, tan buenas que Estados Unidos les cerró su mercado a
pretexto de una plaga. De otro modo, el producto desabrido similar de California se
queda a podrir en los huertos. La falta de mercado en grande, junto con todo el caos
administrativo, ha detenido la producción. La política agraria todo lo ha deshecho. El
buen cieguito Gaxiola insistió una tarde y me llevó a visitar una de las huertas más
famosas. Los dueños se escondieron para excusarse de recibirnos, pero pudimos
recorrer el arbolado y robar unos cuantos frutos deliciosos.
Los humildes se afiliaron desde el comienzo, cansados del abuso de la soldadesca
burocratizada. Pero entre los de arriba predominaban familias que, con el régimen,
habían llegado a la abundancia. Transportadas súbitamente de la oscuridad de la
provincia al boato de un funcionarismo sin escrúpulos, se dieron a la baraja y al
dispendio. Pero también alentaban las familias de los despojados, los justamente
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agraviados. El hecho es que, cuando se presentaban los de mi comitiva a los bailes de
sociedad, se producían aclamaciones, y pronto, estimulados por las novias, muchos
jóvenes comenzaron a usar el distintivo vasconcelista. Noble entre los mejores, el
pueblo de Sonora repugna el servilismo y es quizá, dentro de la República, el más
bien preparado para la democracia. Hasta antes de las brutales represiones del salvaje
Elías, usual era que los candidatos a las diputaciones locales o al municipio
contendiesen en la plaza pública. Y, en general, el voto se hacía respetar…
A Juan Ruiz junior y al ingeniero Méndez Rivas, que me acompañaron desde Los
Ángeles haciendo sus propios gastos, se añadieron en Hermosillo tres jóvenes que
llevaban una larga temporada aprendiendo los secretos de Hollywood: Alfonso
Sánchez Tello, Villagrán y un hijo de Chucho Urueta. Les informamos que no
contábamos con fondos para pagar comitiva y que sólo aceptábamos colaboración de
quienes atendían sus propios dispendios. Aceptaron arbitrarse ellos mismos los
recursos; les dimos credenciales de organizadores y nos fueron de gran utilidad.
Méndez Rivas, amigo de las expresiones militares, los habilitó de «escuadrón
volante». Se lanzaban, en efecto, por los pueblos pequeños, o de avanzada a las
ciudades, provocaban mítines, creaban clubes de filiación independiente con el
compromiso de mi candidatura. Iban advertidos y encargados de avisar que no
aceptábamos compromisos, sino condicionales, con los partidos ya existentes.
Pretendíamos cambiarlo todo, enterrar el pasado. Mi idea era la de provocar una
especie de plebiscito nacional que, logrado desde la oposición, es la única forma
limpia de acceder al poder, sin compromisos de camarilla, sin legado de facciones en
descomposición.
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Guaymas
El señor Vallejo se me presentó en el lavabo del pullman que nos acercaba, de
madrugada, a Guaymas. Era agente de la Lotería Nacional; no le importaba perder el
puesto; hallábase decidido a ayudarnos. «No se inquiete por Guaymas; todos
aprueban allá su candidatura.» Regresaba de un corto viaje y descendió del tren a mi
lado. Ya no se nos desprendió; nos fue degradando utilidad. En los andenes, Juan
Ruiz esperaba con su cosecha de más de trescientos partidarios. Guaymas fue en un
tiempo centro comercial activo, relacionado por mar directamente con Europa.
Todavía en sitios como el Casino hallaba el visitante vinos europeos de marcas
costosas y conservas finas. Y la vida social mantenía cierto brillo, a pesar de la
decadencia evidente. Méndez Rivas, que empezó a asistir a reuniones y bailes, se
confesaba deslumbrado; en pocos lugares, en efecto, eran más bonitas, más
distinguidas y elegantes las damas. Y ya no era Guaymas la sombra de lo que fue. Y
le echaban la culpa a Calles. No quería el dictador al pueblecillo que vio sus primeros
años de oscuro maestro, sin título, de escuelas particulares. Y le atribuían el dicho:
«He de ver a Guaymas convertido en un pueblo de pescadores.» Lo cierto es que el
ferrocarril anuló el tráfico marítimo y la irrupción de mercancías yankees arruinó a
los comisionistas del artículo europeo. Y hallóse Guaymas amenazado de convertirse
en otro Nogales, burgo simpático por la buena calidad de la gente, pero sede pocha
entre las más fieles, igual que Laredo o que El Paso. Pochismo, ya se sabe, es
mestizaje fronterizo de lo mediocre de las dos culturas, la anglosajona y la mexicana;
una ramplonería sintética.
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Ángel Zárraga, Retrato de mujer: «… en pocos lugares, en efecto, eran más bonitas, más
distinguidas y elegantes las damas»
Para nosotros fue Guaymas unánimemente cordial. Una o dos conferencias dimos,
con teatro lleno. En ellas nos ganamos amigos tan importantes como el poeta Iberri,
distinguido como escritor y como caballero. El periódico local, La Gaceta, lo dirigía
el señor Escobar, apodado cariñosamente «El Cabezón». Y desde antes de nuestra
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llegada, y por su tradición de independencia, se hizo portavoz de nuestra candidatura.
Fue un auxiliar desinteresado, constante y firme. En su periódico di respuesta a un
cuestionario que de la capital enviaba el representante de la Prensa Unida de
América. Decía, en resumen, como sigue: «La Secretaría de Gobernación ha dado a
luz un mensaje en que líderes obreros de Los Ángeles, California, piden no se
autorice su campaña, porque será un peligro para la paz y porque cuenta usted con
ayuda económica de los clericales.» Respondí: «Los que piden se me niegue la
entrada al país no son obreros, sino agentes del consulado de México en Los Ángeles.
Y no se equivocan al afirmar que mi campaña es un peligro; lo es para los que
quisieran conquistar el poder en las camarillas de los políticos en vez de ir al pueblo a
pedirle su voto. Por otra parte, los obreros de la República comienzan ya a
desmentirlos. Llevo tres semanas en el país y ya hay clubes formales, y otros en
proyecto, en todo Sonora, dedicados a trabajar mi candidatura a la presidencia. En
todos estos clubes, la mayoría es de obreros auténticos, es decir, de aquellos que no
dependen del gobierno para su manutención. Mi partido lo forman elementos de todas
las clases sociales, particularmente los pobres, las clases trabajadoras y los
intelectuales no corrompidos. En cuanto al cargo de clericalismo, repito que condeno
el derramamiento de sangre que, por motivos religiosos, lleva adelante el gobierno, y
condeno, además, la preponderancia de los protestantes en la educación nacional.
Condeno, asimismo, el intento protestante de elevar a la presidencia al señor Aarón
Sáenz, que no tiene otras credenciales que la recomendación del embajador Morrow.
Si esto es ser clerical, lo soy; pero los clericales no me reconocen; muchos de ellos
me tienen por ateo y radical.»
Pregunta: «Se dice que usted celebró pactos con los expatriados, a cambio de
otorgarles amnistía política si triunfa.»
Respuesta: «Los expatriados, así como los antirreeleccionistas y los patriotas
todos, son partidarios de mi candidatura porque desean ver en la presidencia un
hombre que en los puestos públicos ha hecho labor constructiva, y no política. En
cuanto a los diversos pretendientes al poder, declaro que no soy opuesto a ninguno de
ellos, pero tampoco he buscado que me apoyen. Mi candidatura no cuenta, en
general, con los políticos, pero sí con los hombres de trabajo y buena voluntad. Y no
necesito prometer amnistías, porque si yo fuese presidente, nadie necesitaría ser
amnistiado, ya que no cometería yo el atentado de expulsar a nadie fuera del territorio
patrio. En cuanto a los fondos de mi campaña, es el pueblo mismo quien la está
sufragando.»
Pronto se vio, en el mitin que convocamos para formalizar la instalación del
partido vasconcelista guaymense, que los obreros del puerto, los bogas, los
marineros, los pescadores, voluntariamente se presentaban a inscribirse y se
mantuvieron firmes hasta el fin de la campaña. Por su parte, los principales
comerciantes y vecinos, don Torcuato Marcor, don Zeferino Torres, el doctor Farfán,
el señor Escalante, el señor Rico, y otros más, nos regalaron paseos por la bahía,
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comidas, reuniones; nos comprobaron la vieja tradición guaymense de la hospitalidad
generosa y franca.
Inmediato a Guaymas está Empalme, un centro ferrocarrilero próspero y
bullicioso. En el mitin de la plaza pública que allí celebramos en auténtica lid
democrática, un obrero se puso a interrogarme desde el público: «¿Qué hará usted, si
triunfa, con los colegios católicos que se han refugiado en el extranjero?» «Los traeré
a México, los invitaré a que regresen de la frontera americana, en donde se han
instalado por falta de garantías en México. Se evitará, de ese modo, la vergüenza de
que el mexicano tenga que mandar sus hijos a la escuela extranjera. Y recobraremos,
así, los capitales que han construido los hermosos edificios educativos del sur de
Texas, levantados con dinero de mexicanos echados fuera de su país.» Aplaudieron
sin reservas los del riel, que son, siempre han sido, la aristocracia del trabajador. En
seguida, Juanito se puso a recoger adhesiones, ayudado de Méndez Rivas. El líder
Corrales, incitando espontáneamente a sus camaradas para que firmaran, dictaminó:
«Compañeros: apoyaremos a Vasconcelos porque no es de Sonora… Los de Sonora,
cuando han ido a la presidencia, no se han vuelto a acordar de nosotros; veremos si
éste, que no es del estado, hace algo mañana por nuestra región y por nuestros hijos,
que necesitan escuelas.»
Risas y aplausos premiaron la ocurrencia, y en medio de voces de hombres libres
y los acordes de una murga se reunieron centenares de firmas. Esto era la democracia
sonorense antes que los militares echaran sobre ella el terror.
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Cajeme
A Cajeme lo llaman hoy Ciudad Obregón, mudanza de mal gusto y peor servilismo,
porque Cajeme es el nombre de un jefe indígena que peleó por su raza. Los
norteamericanos, procediendo con alta justicia, han dedicado un monumento al indio
Gerónimo, que con su rendición dio término a la guerra apache en Arizona. Y aunque
tienen los norteamericanos generales y estrategas un poquito mejores que los
nuestros, algunos de fama mundial, no se les ha ocurrido ir a borrar el nombre de
Gerónimo para sustituirlo, pongo por caso, con el de Pershing. La desleal mala
jugada al indio Cajeme estaba reservada a un gobierno que presume de indigenista y
está constituido por mestizos, menos considerados de la fama de un buen indio que
los americanos, que no tienen cruza de sangre autóctona. En los días de nuestra visita,
el pueblo se llamaba todavía Cajeme, pero era ya el feudo de la familia Obregón.
Cabecera comercial y política de la zona agrícola que fertiliza el río Yaqui, en Cajeme
habita población mexicana, blanca y mestiza. Los grandes negocios agrícolas los
regenteaban los jefes de las empresas americanas que, por viejas concesiones
gubernamentales, construyeron los canales, iniciaron los grandes plantíos de arroz, de
trigo, de chícharo. Y la sucesión del general Obregón se batía en retirada,
comprometida en el negocio disparatado y mal habido de las tierras que se hizo ceder
el caudillo sonorense en proporciones de latifundio. Al apoderamiento de las tierras
había añadido el caudillo agrosocialista un monopolio burdo que compraba a los
productores su garbanzo a bajo precio, obligados por los aranceles de exportación
elevados. Luego que Obregón compraba la cosecha, por valor de varios millones
anuales, el arancel bajaba, a pretexto de excedentes en el mercado. Con la muerte de
Obregón el abuso no había cesado, simplemente había pasado a otras manos. Y si
alguna resistencia habíamos de encontrar en Sonora, ella procedía de terratenientes,
que compran lo mismo al militar que tiene ranchos que al líder obrero que hace la
propaganda soviética. En el caso nuestro, los empleados y familiares de Obregón se
mantuvieron al margen de la política nuestra. Y, oportunamente también, corrimos las
órdenes para que no fuesen molestados en los discursos. Pero no pudimos evitar uno
que otro «muera» de los numerosos labradores ofendidos, en una u otra forma, por el
extenso latifundio del caudillo máximo de la revolución ultrasocialista. El pueblo
humilde nos acogió con entusiasmo, y numerosos vecinos se aprestaron a la
propaganda en los pueblos inmediatos. Un yaqui de sangre pura, buen orador, se
internó por las aldeas, hablando en su lengua a los indios, prometiéndoles la
devolución de las tierras que les habían usurpado las compañías y Obregón. Y es
claro que contaba con nuestra autorización; nuestra promesa era devolver todo lo mal
habido a sus dueños legítimos. Se reveló en Cajeme, como orador y valeroso político,
el joven José Moreno Almada, un guapo muchacho que prolongó durante años la
lucha, para caer, al fin, como víctima de los acaudalados de la región y dueños
eternos de su política. La mafia estuvo con Obregón y lo alentó en sus despojos; se
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hizo después callista y ayudó a los nuevos monopolizadores, y así sucesivamente.
Perdió a Moreno Almada el haber ganado una elección municipal. Días antes, en vez
de entregarle el mando, lo hicieron matar en plena sala del cabildo, según asistía a
una cita amistosa. Sus asesinos andan todavía impunes.
General Álvaro Obregón: «Con la muerte de Obregón el abuso no había cesado, simplemente
había pasado a otras manos»
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proyectados. Con Moreno Almada, el alma de nuestro movimiento en toda la zona
fue doña Sofía Ayala de Contreras, patriota ardiente, luchadora infatigable para
enfrentarse con la injusticia. Su padre, casi anciano, era un liberal sonorense de
inmaculado abolengo político; su marido la respaldaba en su acometividad.
Aprovechando su trabajo de vendedora de mercancías al por menor, recorría en su
pequeño auto los ranchos y aldeas de la comarca, colocando su mercancía y
despertando la esperanza cívica. Nunca tuvimos mejor aliado ni más perseverante
adhesión que la de esta buena mujer, que encarna la nobleza y la franqueza, la
decisión y la constancia de los sonorenses.
Precisa hablar de gentes; no teníamos tiempo para advertir el paisaje. Apenas si
bajo el sol quemante y a través del camino polvoriento asomábamos a mirar los
canales de riego. Anchas, generosas corrientes, contenidas por sus bordos de arcilla y
fecundantes del llano inmenso. En los ranchos, casas risueñas, pintadas de nuevo y,
en torno, siembras que hacen horizontes. En las casas de labor, en los molinos,
Moreno Almada, doña Sofía o el yaqui orador nos concertaban entrevistas con los
trabajadores; nos presentaban con los mayordomos. No andábamos organizando
obreros contra patrones, sino buscando el apoyo de los obreros para crear un gobierno
que les diese mejoría, ventajas legítimas, sinceras y factibles. De la prosperidad
general, fundada en la justicia y en una economía adaptable a las circunstancias,
esperaban todos beneficio, y no de doctrinas descabelladas y mal digeridas, que más
tarde los militares propagaron para justificar de algún modo la supresión de todas las
libertades públicas. Nuestra tesis era que sin libertad no podía haber gobierno
responsable, y no existiendo responsabilidad, el mejor de los hombres se corrompe.
Los más humildes demostraban una comprensión inmediata y gustosos firmaban las
actas, los registros que los incorporaban a la lucha democrática. No estaba por
entonces el obrero atado por el alma y por el tributo al sindicato que nada o poco le
adelanta en materia de jornal, pero, en cambio, le ha robado el derecho de opinar, de
por sí, en la política.
Una tarde visitamos pueblos remotos, próximos ya a la serranía, que aún
dominaban los yaquis; el regreso se hizo a medianoche por caminos apenas pasables.
Estuvimos en Bácum, lleno de huertas; en la plaza de edificios desmantelados se
caían de maduras las naranjas, sin que nadie se ocupase de cortar las que colgaban de
los arbolitos. Daba la impresión de estar abandonada, pero de algunas ventanas
asomaban rostros blancos de mujeres enlutadas. Y según nos lo habían prevenido,
después de las seis empezaron a juntarse en la plaza algunos hombres; llegaban otros
a sus casas después del día de labor en el campo. Era necesario aprovechar el
oscurecer para hablarles. Así lo hicimos. Al regreso, mientras daba tumbos el auto, la
conversación con el yaqui y con Moreno Almada evocó imágenes de las tribus que
asaltaban al blanco. Lentamente habían pasado al ejército y mandaban sobre la
población desarmada. Y los que fueran fermento de rebelión se hallaban en
connivencia con el régimen, bien pagados y satisfechos. No faltaban, sin embargo,
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jefes menores y grupos que prometían cooperación, mandaban recados, insinuaban
promesas. Ni por un momento, ni en una sola de nuestras entrevistas dejamos de
señalar la necesidad de que se esperase en posición bélica el resultado de las
elecciones presidenciales, dado que era lo más probable que un gobierno que había
matado candidatos no se dejaría arrebatar sin lucha el poder usurpado. Gradualmente,
sin omitir la visita de rancherías de importancia, y saludando en persona a todos los
que se nos recomendaban como adictos, bajamos hacia Navojoa. En todas partes,
grupos numerosos de pueblo y clase media acudían a la estación del ferrocarril a
recibirnos. Pero la recepción inicial era lo de menos. «Me importa más cómo salgo de
un pueblo que cómo entro», les repetíamos en los mítines.
A Navojoa le debo uno de los héroes y mártires de la campaña del 29. Pedro
Salazar Félix, conocido en todo el estado como vendedor de máquinas de coser, alto,
fornido, feo, simpático, franco el gesto, imperioso el ademán desde que lo conocimos
en Navojoa hasta que cayó peleando por una causa, perdida por la indiferencia
pública, traicionada por tantos, Salazar Félix fue mi amigo, mi correligionario, mi
brazo derecho y el eco de mi pensamiento. En Navojoa no se hizo notable sino
porque ya no se despegó de nosotros y resultó electo para la directiva de nuestro club.
Otros parecían más útiles; la posición de Salazar era modesta, aunque su familia,
reputada y numerosa, era ya de por sí una fuerza. Pero fue en la hora de la prueba
cuando nuestro amigo se creció, se excedió. Si en México hubiera conciencia cívica,
Navojoa se llamaría Salazar Félix, o simplemente Salazar.
En Navojoa, como en las otras poblaciones del estado, obtuvimos, aparte de la
adhesión popular, el compromiso de vecinos importantes. Los hombres de negocios
nos sonrieron, sin duda porque palpaban el arrastre del movimiento apenas iniciado.
Y en nuestra última noche, en la ciudad, hasta una docena de caballeros de lo más
bien arraigado en la comarca nos dio una cena de despedida. No aceptaba homenajes
que no fueran estrictamente de adhesión política. Así lo gritábamos en los discursos
de la plaza pública. No tenemos tiempo que dedicar a los curiosos, decíamos;
convocamos a los patriotas, a los resueltos, a los convencidos. De suerte que todos los
discursos de sobremesa versaron sobre la situación del país y la necesidad de que se
juntasen los hombres de bien para salvarlo. Hubo en la mesa cordialidad. Y el último
orador, en rapto de lírico heroísmo, clamó: «Vaya usted tranquilo, señor Vasconcelos,
que aquí quedan en Navojoa corazones firmes que lo respaldan. Prosiga usted con
entereza, pero entienda que si usted llegase a flaquear, lo haremos a un lado para
seguir nosotros en la lucha; el pueblo entero seguiría sin usted, si usted retrocediese.»
Encantado salí de Navojoa, y en no pocos discursos de los meses que siguieron cité al
orador de mi despedida: si yo retrocediese, en Navojoa hay hombres dispuestos a
recoger la bandera; en otras partes del país ocurrirá lo mismo. No hay peligro de que
se hunda nuestra causa… No quiero adelantar lo que, menos de un año después,
ocurrió con el de la promesa de que seguiría él adelante si yo fallaba.
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En camino del sur
Desde Navojoa se está geográficamente en Sinaloa, es decir, al extremo Norte de una
faja fértil tendida entre el mar y las montañas, surcada por once o más ríos de caudal
considerable. A la izquierda, según se desciende del Norte, queda el valladar de la
serranía. A la derecha, el campo se abre extenso y acogedor, perdida la vista en
magníficas llanadas que periódicamente se parten para dejar paso a corrientes
perennes. Los vados se hacían en chalán con auto y pasajeros. Huele bien la tierra y
en el aire hay carga de vitalidad: los músculos se distienden y la imaginación elabora
su fermento de ilusiones. Un vejestorio de auto, que Salazar consiguió prestado de los
agraristas de las inmediaciones, nos transportó a Juanito Ruiz, a Méndez Rivas, al
propio Salazar Félix y al que escribe. No hay propiamente carretera, pero se avanza
sin mayores dificultades, gracias al terreno seco y casi a nivel. El sol anega de
claridad los campos: se ve a gran distancia por el llano y por la distante cordillera.
«Detrás de esas cumbres azules, serenas, está Álamos», apunta Salazar. «El camino
sube por allá. Es una lástima que no deba usted desviarse demasiado: le gustaría
Álamos. Ahora que, políticamente, no vale la pena, se halla casi despoblado»…
El Álamo, Texas: «¡Álamos!… Bello nombre con alma, por lo menos la que se contiene en el
rumor de los follajes»
¡Álamos!… Bello nombre con alma, por lo menos la que se contiene en el rumor de
los follajes. Inviolada para nosotros y misteriosa se quedó la ilustre ciudad colonial.
Y en la somnolencia de las once de la mañana, semicerrados los ojos, divagamos:
¿Por qué hemos decaído tanto? ¿Qué se hizo la raza poderosa que en lo alto de
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aquellas montañas y en tantos otros sitios rellenó cimientos, levantó fachadas y
torres, encuadró nobles plazas, produjo el oro y la plata que en moneda acuñada en el
país llevó el nombre de México por todo el planeta? Mucho me han contado,
posteriormente, de la belleza deteriorada y el abandono de Álamos, que fuera
avanzada de la civilización española del continente, punto de partida de los
misioneros y exploradores. Y en esta época vil de turismo, se habla de que Álamos
podría ser otro Taxco, la ciudad guerrerense puesta de moda por homosexuales,
hebreos y poinsettistas. Como si precisara el espaldarazo extranjero para que sea
reconocido como ville d’art una ciudad de las nuestras. Por lo pronto, en Álamos —
lo dice una guía oficial— han echado abajo soportales para ensanchar calles por las
que nadie circula. Y está en ruinas: convertidas las iglesias en cuarteles; las
mansiones, en corrales. El desastre de Álamos es imagen reducida del desastre
nacional. La herencia de nuestros padres se nos ha hecho arqueología para
extranjeros. Y entre las ruinas vegeta, inicia revoluciones y predica absurdos una
casta degenerada que ya no recuerda quién hizo los palacios que suelen ser asombro
del extranjero.
Con Juan Ruiz y Méndez Rivas repasábamos los incidentes de la naciente gira.
De los apuntes que me ha remitido Juan Ruiz, tomo algunos:
En Cajeme, en una rinconada popular y a la luz de hachones improvisados, se creó el club, que la gente del
lugar quiso llamar «Baraja Nueva», en honor de uno de los artículos de usted en El Universal, en que
recomendaba un cambio total de hombres y de sistemas.
Ya desde Cajeme, y según crecía el movimiento, empezaron a llegar rumores de que usted no llegaría a Tepic.
Apenas concluida la instalación del club «Baraja Nueva», como a las nueve de la noche, se nos acercaron dos
jóvenes morenos de tipo yaqui. Lo invitaban para ir a hablar a un mitin que estaba citado en Estación
Esperanza. Me pareció misteriosa la invitación, temí una celada y les dije: «No sabemos con quiénes vamos;
creo peligroso aventurarnos a estas horas de la noche.» Usted me respondió: «Quédese, Juanito, a acabar de
recoger las firmas y yo me voy con los señores»… Inmediatamente subí al auto de los desconocidos, en el
asiento delantero. Méndez Rivas se sentó atrás, con usted. En su fordcito tembloroso nos llevaron los dos
sujetos por un camino largo y tenebroso. Los árboles, repartidos al azar, simulaban fantasmas y contribuían al
aspecto tétrico de la excursión. Al fin llegamos a una explanada. En el centro de un poste, alto y solitario,
pendía un foquillo de luz eléctrica que iluminaba a medias las caras de los congregados, pero en seguida
notamos una mayoría de kepis de la tropa y gorras militares. «Mal anda la cosa», me dijo al oído Méndez
Rivas, y mientras marchábamos, me alargó una pistola diciendo: «Póngase delante del licenciado; yo estaré
detrás para cuidarles la espalda. Y dispare a matar si hay algo serio.» Hecha a un lado la multitud, se nos llevó
bajo el poste, donde había una mesa adornada con papel de China. Un obrero dijo un discurso de bienvenida, y
en seguida, sobre una silla, se puso usted a perorar. En esos instantes, Méndez Rivas se apartó de nosotros y se
fue a un lado en unión de un coronel, que resultó ser el jefe del destacamento, viejo conocido del ingeniero,
que lo llamó para decirle que pensaba hacer colecta entre la oficialidad para ayudarnos a los gastos de la
campaña y le ofreció su propia contribución. Añadió que él mismo había dado licencia a la tropa para que
asistiera al mitin, porque usted se lo merecía.
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Sinaloa
Insensiblemente, y después de pasar no sé qué río, Salazar nos participó que nos
encontrábamos en Sinaloa. ¡Para lo que interesan los límites entre los estados!
Siempre he creído que sería más cuerdo constituir una república de municipios, un
centralismo a la francesa, ya que somos una sola raza homogénea y no como España,
veinte regiones con tradición y fisonomía singularizada. En todo caso, no hay nada
más absurdo que los límites que impone, sobre el papel, la política. Los límites
nacionales han de ser geográficos y étnicos. La peor trastada que los norteamericanos
nos hicieron no es habernos robado la California. Si no se apoderan de ella los
yankees, nosotros ya la hubiéramos destruido con todo y misiones; sobre todo las
misiones, que habrían ofendido a los progresistas del liberalismo; el peor daño no es
el del Tratado de Guadalupe, imposición de la fuerza. Lo inicuo fue el tratado de la
Mesilla, firmado en plena paz, y por el cual el más grande de nuestros generales,
Santa Anna, vendió, sin consulta con la nación (¿cuándo consultan ellos a la
nación?), todo un río con sus vegas; nos dejó una frontera sin recursos de vida, a
merced, en consecuencia, del país más poderoso.
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El general Santa Anna: … «vendió, sin consulta con la nación […], todo un río con sus
vegas»…
Hicimos en Ahome la primera parada. La recepción que se nos acordó fue fría, tanto
que bromeábamos con Juanito y le decíamos: «¿Qué pasó con su Sinaloa? ¿No era
aquí donde íbamos a levantar hasta las piedras?» Sucedió que los vecinos se hallaban
divididos por causa de esos rencores hondos que son la maldición de nuestras aldeas.
Los del mando acababan de consumar media docena de asesinatos que, como
siempre, se hallaban impunes. La gente mejor, la que por razón natural tenía que
sumarse al partido independiente, se hallaba capitaneada por un general Ochoa,
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honesto y patriota. Después de vagar por la plaza, solos y desconsolados de aquel
terrorífico ambiente, los amigos que Salazar Félix había lanzado de exploradores
llegaron con la buena nueva de que nos esperaba en su casa el general Ochoa, viejo
maderista. En ese momento bebíamos en la plaza unos rompopes magníficos, que
venden al aire libre. Ochoa era tipo delgado, bigotón, franco, bien educado, y no sólo
nos mandó preparar cena con sus familiares, sino que citó a sus amigos para un baile
de confianza esa misma noche. El objeto era, según nos explicó, que tuviéramos
ocasión de conocer a los principales del pueblo y exponerles nuestros propósitos.
Pasó la velada sin incidentes, concurrió mucha gente, y en limpio se sacó algo que
por el momento parecía más importante que un gran mitin en la plaza con adhesiones
públicas. El general nos dio a conocer la situación en que se hallaba el pueblo,
hostilizado por los callistas, a tal punto que no nos aconsejaban hiciésemos reunión
en descubierto. Podrían aprovechar aquello para provocarnos y no convenía romper
tan pronto las hostilidades. El general contaba en el distrito con unos dos mil adictos
armados y formalmente me ofrecía que, cuando llegara el momento, y dado que la
elección no sería reconocida por el gobierno, él se echaría al campo con sus hombres,
procurando dominar Sinaloa, de acuerdo con nuestro movimiento nacional. Aquello
me gustó más que un centenar de clubes. Bebimos cerveza, abrazamos a muchos
simpáticos desconocidos y al día siguiente salimos para Los Mochis. Añadiré de una
vez que el general Ochoa cumplió su ofrecimiento de lanzarse al campo, sólo que se
adelantó y cambio de bandera. Se sumó a la rebelión de Escobar, que teniendo por
jefe al propio Escobar, uno de los más manchados del mismo ejército que
combatíamos, fue derrotada fácilmente por el gobierno con ayuda de Morrow y los
cañones norteamericanos. Otra hubiera sido la suerte del general Ochoa, y de
nosotros también y del país en general, si en vez de suicidarse con el escobarismo
espera el movimiento nuestro, al que se adhirió formalmente.
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Los Mochis
En el distrito de Sinaloa está el ingenio de Los Mochis. En torno a la gran
negociación extranjera se ha creado una ciudad. La región toda era una factoría
yankee. El alto costo del transporte del azúcar de Luisiana o de Filipinas hasta
California obligó a busca sitios más cercanos de explotación. Tendieron entonces sus
ojos los empresarios hacia la semicolonia que somos nosotros, y se establecieron en
Los Mochis. A tiro de cañón de los navíos de guerra yankees está el gran ingenio y no
pocos plantíos de caña. En una instalación mecánicamente perfecta, producen esa
azúcar blanquísima, purificada con hueso y químicamente pura, dañosa a la salud.
Pero el público necio prefiere el azúcar blanqueada, porque se la dan en paquetitos
caros y monos. El gerente de la empresa es un personaje con más poder real que el
gobernador. Cambian éstos, cambian también los jefes de armas, pero cada uno viene
a parar en lo mismo, en una suerte de asalariado de la gran empresa que, si no los
pone directamente en la nómina, los gana empleando parientes o prestando
oportunidad para pequeños negocios. En treinta o cuarenta millones se calculaba por
entonces el valor nominal del negocio, y su presupuesto era mayor que el del estado.
Un tesoro, este último, siempre adeudado con los maestros y servidores medios,
aunque siempre abierto a las exigencias y voracidades de los políticos y los militares.
Había en Los Mochis una población obrera de varios millares, mal pagada y
desnutrida y a merced de agitadores que les organizan sindicatos, que para el obrero
ordinario sólo representan una mengua en el mísero salario. Sublevaba verlos
minados por el paludismo, desencantados de la existencia, en tanto que en los mítines
y en la jerga oficial se deslenguaban los doctrinarios de marxismos y
seudorradicalismos. Visitamos todas las plantas en compañía de obreros o jefes de
taller. Los altos empleados de la empresa no los conocimos, no se nos presentaron.
Siempre neutrales en política, esperan a ver quién gana para en seguida dedicarse a
sobornarlo. Entre el personal de clase media afiliado a la empresa y entre los
pequeños cultivadores hallamos acogida excelente. Nos llevaron los vecinos a sus
sociedades y casinos. Hubo un baile organizado en nuestro honor y dejamos allí un
club que se mantuvo firme hasta el día de las elecciones. En todos estos lugares de
tráfico comercial y dinero hallamos un tipo de colaboración que nos fue utilísimo, y
es el de los agentes o viajantes de comercio. Hablaban con nosotros, se proveían de
nuestros manifiestos y propaganda, y en todo su recorrido por aldeas y ciudades
divulgaban la doctrina, despertaban conciencias, nos creaban amigos que en muchos
casos fueron Utilísimos. Sin ayudas espontáneas de esa índole no se explica el
aparente milagro que hicimos de remover la conciencia de una nacionalidad
numerosa y repartida o aislada en un territorio inmenso.
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Ingenio azucarero, óleo de Ramón Cano Manilla.
Entre todos nuestros nuevos amigos se distinguió un caballero de unos treinta y cinco
años, de hablar pausado, buena presencia, leal y activo: Andrés Quiñones, asesinado
por nuestros enemigos en vísperas de la elección. Quiñones había hecho estudios en
el Colegio Rosales y era pequeño cultivador de tomate. Hizo de presidente de nuestro
partido, reunió en torno suyo a los patriotas de la región y no le perdonaron su éxito.
En Los Mochis hablamos en el teatro lleno y en el local de la CROM, sucursal
obrera de México, que no pidió consulta para invitarnos a su casa y expresarnos sus
simpatías. En general, toda la mejor gente del distrito de Sinaloa nos dio seguridades
de apoyo. Muchos permanecieron leales.
Sobre las jornadas siguientes, Juan Ruiz me escribe:
Sinaloa estaba en aquella época dominado por un cacique, don Blas Valenzuela, inculto agricultor de Guasave,
que hizo a Obregón servicios de dinero. Tan temido era don Blas, que en el banquete que nos dieron los amigos de
Los Mochis, tanto el valiente Quiñones como don Cosme Álvarez y otros, aconsejaban que no nos detuviéramos
en Guasave, y repetían: «Cuidado con don Blas, que tiene a sus órdenes polizontes y pistoleros.» Usted observó
en broma: «Pues yo voy a donde me lleve Juanito.» Y respondí: «Pues vamos a Guasave, licenciado.» Y como
algunos rostros nos miraron con asombro, añadí: «No solo, sino que en la plaza pública atacaremos directamente
al cacicazgo de don Blas y prometeremos destruirlo.» Así se hizo. En el automóvil de uno de los muchachos
Cervantes tomamos el camino. A orillas de la población, y gracias a avisos que mandé circular, nos esperaba
nutrido grupo. La música estalló como de costumbre y los cohetes atronaron. Entre vivas y gritos de entusiasmo
llegamos a la plaza. Empinados en bancas, lanzamos dardos a los amos del estado, que era digno de mejor suerte.
Sucedió que los numerosos enemigos de Valenzuela veían en nuestra campaña una esperanza de liberación.
Me dice usted que ya no recuerda ciertos detalles menores. Le refrescaré los datos de nuestro paso por
Angostura, pueblo de pequeños propietarios muy influyentes en la política del estado. De la Angostura era el
gobernador del momento Macario Gaxiola, un ranchero bueno y honrado, pero que colaboraba con los callistas,
más bien por falta de cultura. El caso es que ya en la Angostura, a eso de las cuatro de la tarde, no aparece la
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gente. Atravesó nuestro automóvil algunas calles; luego lo hice parar a efecto de entablar conversación con un
antiguo amigo de mi padre que acertaba a pasar y me reconoció. «¿Cómo está, don Manuel, qué tal por acá? El
pueblo parece dormido. ¿Qué se dice de Vasconcelos?» «Pues hombre —repuso el sujeto—, de política por aquí
todavía no se dice nada. Es que don Macario anda por México y cuando él regrese sabremos a quién vamos a
apoyar»… «Vámonos de aquí», gritó usted desde el fondo del auto, y agregó: «Pueblos que esperan a que se les
diga por quién han de votar están perdidos y no venimos a tratar con ellos.» Dormimos esa noche en Guamúchil,
pueblo que usted no quería porque lo había hallado atemorizado, pero unos tres españoles, agentes viajeros que
conocían allí a todo el mundo, se pusieron a trabajar y esa misma noche nos llevaron al hotel a vecinos decididos
y al día siguiente temprano se pudo celebrar un mitin y se dejó constituido un comité.
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Topolobampo
La costa del Pacífico es panorámicamente una de las más notables del mundo. En
particular, el golfo de Cortés, que una estúpida pedagogía llama golfo de California,
es admirable por la suntuosidad de sus paisajes, la variedad de sus peces, la riqueza
de sus yacimientos perlíferos. En nuestros días es el mar de recreo de los millonarios
norteamericanos. Y en tanto que nosotros ni llegamos a enterarnos, el Museo
Zoológico de Nueva York luce, a la entrada de la sección oceanográfica, vistas
tomadas en nuestro golfo y ejemplares de mantarrayas enormes, nacaradas valvas de
madreperla, conchas de abulón y estrellas de mar californiano, cortesiano. El
abandono de todo lo que es cultura impide que nosotros tengamos en algún colegio
de la costa, por ejemplo, alguna buena colección. Bien es verdad que ni colegios van
quedando después del largo dominio pretoriano. Ni siquiera la pesca valiosísima la
hacemos nosotros en grande, sino los japoneses y los portugueses de la Alta
California. Sin embargo, hay en el Distrito Sur de la Baja California una población
bien castiza y patriota, y no la olvidamos. Desde Guaymas enviamos recados a
Mulejé y a La Paz y no quedó poblado del litoral de la Baja California sin club
vasconcelista. En Tijuana y Mexicali, feudos de un sujeto que después tuvo
figuración increíble, Abelardo Rodríguez, valido de Calles, amigos nuestros, como el
profesor Domínguez y el periodista don José Castanedo, se ocuparon de la
propaganda, crearon clubes, y en su oportunidad ganaron la elección. No quedó, pues,
fuera de nuestra acción la remota península; pero sí perdimos la ocasión de visitarla.
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… «Tijuana y Mexicali, feudos de un sujeto que después tuvo figuración increíble, Abelardo
Rodríguez…»
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protegido, además, por un islote, que al centro divide las aguas en dos canales
anchísimos. Los montes se hallan cubiertos de verdura tropical que interrumpen la
casa del vigía, la del resguardo. El caserío del puerto desborda por una playa interior,
estrechado entre el agua y las colinas. Un río en ancho delta parte las montañas en
cañón, forma ciénagas. Los manglares obstruyen la navegación, dan guarida a los
mosquitos. El peligro palúdico aleja a la gente; la belleza infinita de los elementos
fascina con toda la plenitud de sus potencias. Los trabajadores de una cooperativa
pusieron a nuestras órdenes una lancha, nos enseñaron la pesca del camarón; se
quejaron de que el negocio beneficia a los políticos mangoneadores de sindicatos. En
todas estas tiranías, así se disfracen de bolchevismo, son los trabajadores más
humildes las víctimas primeras y las más indefensas. La desesperación los lleva a
favorecer a todo el que promete un cambio. Oficialmente se hallaban inscritos a las
uniones obreras de la metrópoli, pero todavía no se llegaba al servilismo actual, en
que las mayorías se someten a las órdenes y conveniencias de los liderzuelos. La
prueba de ello es que nos agasajaban y se comprometían con nuestra visita. Todo el
día, y según el vaivén de la marea, anduvimos por el estero espiando al camarón bajo
las aguas y pescando un tipo de calamar duro, corriente. A trechos, en la margen del
río, hay pirámides de camarón que se seca al sol antes de ser empacado en sacos para
el mercado del interior.
A nuestro lado, los jefes de la cooperativa nos daban explicaciones; nos advertían
de los males a corregir, en caso de triunfo. Pero habrá que pelear, preveníamos a
nuestra vez, en cada uno de esos casos. Habrá que repetir la hazaña nacional de
cuando Madero, que todo el pueblo se levantó en armas contra el ejército. Ahora son
más los del ejército, comentábamos, y están mejor preparados y tienen menos
escrúpulos y cuentan con decididos apoyos del extranjero… «Razón de más para
darle duro, mi jefe, no más usted no se achique y ya verá si respondemos»… Sí, muy
cierto es aquello de que el prometer no empobrece. Y no dirijo esta observación en
particular a los de Topolobampo, sino a todos los que habiéndose comprometido no
se movieron. En el pecado han llevado la penitencia, y basta.
Por lo pronto, aquella noche, en vez del buen descanso que reclamaba el largo día
a la intemperie y las conferencias con los jefes de los distintos grupos, nos acostamos
tarde y madrugamos escandalosamente. Un caballero norteamericano muy
amablemente nos alojó en su casa, situada sobre una loma inmediata al embarcadero.
Antes del amanecer navegábamos en un pequeño chalán de mal motor poco más de
treinta personas. Nos amaneció por el canal mayor, al punto que entraba a la bahía
uno de los barcos mercantes que hoy corren o corrían a cargo del gobierno. El
capitán, formado en la Naval de Veracruz, se enteró, por aviso de los marineros, de
que íbamos a bordo y en seguida, de sus pistolas y a riesgo a disgustar al Ministerio y
excediendo la ordenanza, mandó izar la bandera y nos rindió un saludo presidencial.
Los marineros en la borda aclamaron, y el capitán, desde el puente, alzó el brazo sin
ocultarse. Y más tarde lo comentó: «Ya sé que no lo dejarán ser presidente, pero no
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me importa; él lo merece y los que están contra él son unos tales…» No era raro
encontrar, entre el elemento joven del ejército, adhesiones espontáneas parecidas. En
corporación tan numerosa no todos eran perversos. No lo eran por lo menos entonces,
puesto que todavía hubo una rebelión, disparatada, pero rebelión al fin, contra aquel
orden de cosas infame. Pero el triunfo repetido de la iniquidad, apoyada siempre en
Norteamérica, ha ido lanzando del ejército a los mejores y lo ha convertido en
selección de poinsettistas, por no decir algo peor y suponiendo que no todos sean
responsables de los asesinatos políticos, las imposiciones y el mal gobierno. La
excursión al Farallón nos tomó todo un día espléndido.
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Dulzura sinaloense
De Topolobampo pasamos a Sinaloa, población que lleva el mismo nombre que el
estado, así como México designa el país y su capital. Esto crea confusiones, obliga a
repeticiones y denota pobreza de ingenio. Además, desconcierta al extranjero
escuchar que tanto la capital como el país se llamen México. Más lógica la Colonia,
hasta en eso, al país lo llamaba Nueva España. En Sinaloa, Sinaloa, pues, nos
recibieron decentemente un atardecer; música pueblerina y cohetes, banderolas,
gentío y el kiosco para los discursos. En seguida, según ritual que ya se había hecho
de rigor, vecinos voluntarios, aleccionados por Juanito, levantaban el acta de
constitución del club comprometido a sostener mi candidatura. Firmaban los que
querían, advertido cada quien de que debía contribuir para los gastos locales y
prepararse para todos los sacrificios futuros. Mientras desfilaban los buenos vecinos
asentado sus firmas, sonreíamos pensando en los politicastros de la oposición
profesional que en México, la capital, presumían de dirigir partidos con la plana
mayor de personajes gastados; «desecho de todos los naufragios», les había llamado,
con justicia, Obregón y, naturalmente, no contaban con infanterías ni en el interior ni
en la metrópoli. ¿Qué me importaban las envidias de todos ellos? Llegaría a México
desentendido de su existencia, respaldado por millares y millares de firmas que, si
valían poco, eran algo más que lo que pudiese presentar cualquier otro de los
candidatos presidenciales que surgiesen.
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Mi plebiscito avanzaba. En diversos discursos hice ver con franqueza que buscaba el
apoyo directo de los votantes a fin de librarme de todo género de compromisos con
partidos que no lo eran. Se trataba de barrer corrupciones; ningún pasado de nuestra
turbia política merecía resucitar. En cuanto a programas, ya lo sabían: mi programa y
mi promesa se ejemplificaban en la obra que había realizado durante mi única gestión
pública. Si mis oyentes hallaban obra administrativa y constructora superior a la mía,
que se apresurasen a retirarme su apoyo a fin de prestarlo a quien más valiese. Por
encima de todo hacía falta que el país designase para su gobierno a los mejores, no a
los peores como se venía haciendo; a los ilustrados, no a los palurdos.
De gobernador de Sinaloa estaba un sujeto cuyo nombre completo no recuerdo y
que no se portó ni bien ni mal. Un hermano suyo se inscribió en nuestros clubes. En
Sinaloa se nos separó Salazar Félix para continuar organizando el sur de Sonora. Y
quedamos encomendados a los Cervantes, muchachos excelentes que comenzaron a
pilotearnos por recomendación de Herminio Ahumada junior, de quien son primos. Y
nos llevaron a su rancho del Amole a Juanito, a Méndez Rivas y a mí. Con discreta,
generosa hospitalidad, nos proporcionaron un breve descanso en ambiente de familia,
después de casi dos meses de tarea intensa. En el Amole nos alcanzó Herminio
Ahumada junior. Nos comunicó su decisión de acompañarnos en toda la campaña. Su
hermano Pancho sufragaría sus gastos. Después de una visita rápida a sus padres, que
residían en Nogales, regresaría para ya no separarse de nosotros. El sencillo,
importante compromiso, quedó sellado en la mesa del desayuno, bien provista de
quesos y golosinas. Esa misma mañana nos metimos al mar inmediato, después de
correr por una playa kilométrica, limpia, arenosa y desierta.
Por la noche, en la biblioteca de los Cervantes, me puse a hojear los últimos
números de la Revista de Occidente. «¿Qué hace aquí la fenomenología? —pregunté;
y añadí—: Yo no entiendo esto, ni quiero.» Luego, ya solo, reflexioné: «¿Acaso era
envidia mi dicho?» En las maletas llevaba los originales de mi Metafísica, listos ya
para la imprenta. Aquello valía para mí más que la presidencia de la República. Lo de
la política representaba un deber del momento, pero, según mi destino profundo, no
era otra cosa que una aventura, útil quizá para los demás, para mí peligrosa por lo que
embrutece, empequeñece poner la atención en obstáculos menores y ruines
contiendas. Me preocupaba también el efecto que el poder ejercería sobre mi
temperamento, ya de por sí predispuesto a cierta soberbia… ¿Me convertiría en un
insoportable pedante? Según avanzaba la gira democrática, me sentía más dueño de
mi posición, más diestro en el manejo de esa potencia hipnótica que el orador ejerce
sobre su público. De mudo que antes era, me había transformado en uno que dice lo
que quiere con facilidad y decisión, aunque sin elegancia. Y ya sea por el mito que en
torno al personaje se va formando y a uno mismo contagia, ya fuese porque la
grandeza del propósito nos exalta, el hecho es que adquiría un dominio colectivo casi
físico por medio de la palabra y el gesto que hacen de la multitud el eco de nuestras
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emociones, el brazo de nuestras fobias, el empuje de nuestros ideales.
En la pequeña población de Tamazula, los maestros sacaron a los niños de las
escuelas para recibirnos al atardecer; también el municipio se echó a la calle y resultó
un desfile glorioso, izadas en alto centenares de banderitas en brazos infantiles; a
retaguardia, los rancheros a caballo. Herminio, que contemplaba, exclamó: «Esto lo
había soñado», y se le llenaron de agua los ojos. Por un instante tuvimos todos la
ilusión de que era México, por fin, un pueblo civilizado. ¡No había en el pueblecillo
guarnición militar!
En cambio, donde la había, ¡cómo cambiaba hasta el gesto de los habitantes! Los
sinaloenses, blancos en su mayoría y de costumbres tropicales, tienen fácil el trato,
agudo el ingenio; les gusta la broma sutil, el discurso claro. Y una gente así de culta y
libre por temperamento tenía que soportar vejaciones como la que vi por primera vez,
creo que en Guaymas, luego en cierto municipio sinaloense. Camina el forastero por
alguna de las calles céntricas, distraído y confiado; las moradas pacíficas, el arroyo
desierto, la paz del ambiente condúcenle a creer que se halla dentro de las blanduras
de la civilización. Pero, de pronto, el vecino que nos dirige nos tira de la manga y
señala hacia adelante; nos volvemos a él con sorpresa: se ha bajado de la acera donde
marchaba a nuestro lado y, en silencio, insiste que veamos hacia el frente. Sobre la
acera y ante el zaguán de una casa particular, dos centinelas. «Es la casa del
comandante militar», susurra… Desconfiando, como todo el mundo, de los dos
irresponsables armados de rifle, calada la bayoneta, nos apeamos de la acera,
seguimos al atento vecino, y en silencio sagrado desfilamos frente a las vidrieras, mal
ajustadas, que guardan al amo del lugar, el jefe de la zona o el comandante. Un amo
que, a la vez, resulta esclavo de la jerarquía que, según costumbre del Ministro de la
Guerra de entonces, se manejaba interiormente a base de injurias y fuetazos al rostro.
«Es comandante», se oye decir en voz baja en los pueblos, y todo el mundo se escurre
para ocultarse o ensaya la sonrisa de la sumisión. Y uno se queda pensando que acaso
tengan razón teóricos como Frazer, el filósofo de la magia, que asegura está fundado
en el terror el instinto religioso de los primitivos.
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Camino adelante
En el auto de los Cervantes atravesamos llanuras y lomeríos, perdido el sendero entre
los troncos de escaso follaje, poca altura, que llaman «palo blanco», aromado el
ambiente con la vinorama de florecitas amarillas. En las aldeas y los ranchos, los
tabachines, enormes árboles copudos, daban la nota vernácula, reposaban el ánimo
con su fuerza armoniosa y benéfica. Como era tiempo de secas, los caminos estaban
pasables y ninguno era otra cosa que vereda, a veces una simple picada entre
ramazones escasas. Andar así, entre boscaje, interrumpida la reflexión por el vuelo de
pájaros exóticos, era un placer vivo y singular. Y nos daba pereza descubrir la
proximidad de los poblados, en donde era preciso volver a tomar la máscara del
político.
«La industria rutinaria de la caña de azúcar», detalle del mural Ignorancia y cultura, de Ramón
Cano Manilla
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investigada en psicología, que es el asco. Tan poco advertida, que idiomas como el
inglés no tienen para ella un nombre especial. Varias veces he proyectado estudiar lo
necesario para escribir una monografía sobre el asco. En sus aspectos físicos, me ha
provocado efectos tan violentos, irreprimibles, que fui abogado y no médico porque
no hubiera podido habituarme al trato del cuerpo humano que, visto sin la aureola del
amor o la incitación del sexo, es cosa bien miserable, digna de compasión y, además,
origen de humores y calamidades que producen el asco; ese salto que damos hacia el
arroyo si en la acera hallamos una inmundicia, y que nos causa angustia si no
podemos exteriorizar la repugnancia y apartarnos de lo que asquea. Tiene esta
condición del asqueroso o, más bien dicho, del asqueriento —como se ve, ni la
palabra existe para designar la víctima del asco—, tiene, decía, el asco un reflejo o
contraefecto paralelo en lo moral, que nos obliga a rebelarnos contra los casos poco
nobles, sucios, de la conducta. El que es inmune al asco quizá es también inmune a la
injusticia, la felonía, y viceversa. Rápidamente, y mientras desarrollaba mi arenga
popular, en segundo plano de la conciencia repensaba todo esto y me prometía
aprovechar el primer ocio para mi tesis sobre el asco. Al terminar de hablar, muchos
del público subían la mano hasta el barandal del kiosco en que nos hallábamos para
estrechármela. Luego, como creciera el grupo, hubo un desfile de apretones cordiales,
y en él tomó sitio el leproso. De reojo vi su mano grande y manchada, y reflexioné:
«¿Voy a dar el espectáculo de tenerle miedo a una piel enferma? ¿Voy a ofender,
además, a este pobre hombre, negándole un gesto humano?» Antes de responderme
interiormente le tocó su turno al leproso, que tendió su mano; al instante, con un
impulso decidido, fácil, se la tomé, y no me limité a tocarla, sino que la sacudí,
seguro ya de que no puede haber contagio, ni siquiera asco, cuando una efusión de
simpatía vence las circunstancias físicas que han determinado el mal. A propósito del
caso de san Francisco y los leprosos, había imaginado, con anterioridad, una teoría
psicológica sobre la imposibilidad del contagio cuando la fuerza espiritual del amor
se impone a la enfermedad y la convierte en motivo de prueba de los sentimientos
superiores. Vence el espíritu y hace del asco mismo una suerte de aureola y de la llaga
una flor, como dicen las leyendas santas. Sin embargo, es doloroso recordar que al
padre Damián, de los belgas, lo contagiaron al fin después de varios años de
convivencia con los lazarinos de Hawai. Y murió del terrible padecimiento. De suerte
que se queda uno, como siempre, interrogando en vano: ¿En dónde está, pues, la
verdad, Señor? ¿Se debe o no se debe dar la mano al leproso? Más frecuente de lo
que se sabe es este mal en Sinaloa, tierra de encanto por su naturaleza cálida y feraz y
por sus mujeres dulces, suaves, graciosas, bien españolas, con su talle elástico y sus
ojos negros. Pero de pronto, y como nos ocurrió en otra aldea, frente a un óvalo
femenino, juvenil, gracioso, enlutado, y según se excitaban y acercaban mis
compañeros mozos, advirtiónos un susurro: «Es la leprosa, es la leprosa.» No se
apartaba ella de su ventana, viendo desfilar el mundo que retrocedía de su contacto.
Desgarrantes injusticias de hecho, que dejan una sutil laceración, incurable en todo el
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que medita en la esencia vil de nuestra naturaleza. Maldita naturaleza; precisamente
por eso es grande el cristianismo, que no se conforma con ella, sino que en todos los
órdenes se empeña en vencerla y superarla. Y quizá lo que pasó al padre Damián es
que en tan prolongado contacto no siempre mantuvo (por ejemplo, en el sueño) viva
la flama de la caridad que defiende del contagio.
Tuvimos que prescindir de una gran comida que los amigos de Mocorito nos
habían dispuesto, porque urgía tomar otra vez la ruta para estar temprano, esa misma
noche, en Culiacán. Nuestra llegada a la capital del estado había sido anunciada para
aquel domingo y no convenía echar a perder los preparativos, cansar al público con
una demora no inevitable. Sabíamos que en Culiacán habríamos de hallar ciertos
tropiezos. Aunque el gobernador en funciones no se mostraba ni hostil ni favorable,
detrás estaba el sujeto designado ya por el callismo como heredero del poder: un
boticario de mala índole, incondicional de los poderosos. También se movían en
contra nuestra los senadores del obregonismo. En general, nos habían advertido que
existía temor en el pueblo y que sería dura la tarea de despertar los ánimos. Tanto,
que Herminio Ahumada desistió de marchar al Norte y se unió a nuestro grupo para
la entrada en Culiacán. Oscuro ya el terreno, atravesamos a pie un río pedregoso; a la
orilla había gente apostada para recibirnos y entramos a la ciudad a la cabeza de una
multitud que a cada paso engrosaba. La reunimos en la plaza y, sin más trámites,
abordamos el kiosco. Habló Ahumada, con voz clara y ademán convincente.
Manifestó que era un estudiante que venía de la capital para decirle al pueblo de
Sinaloa que toda la República estaba en pie de lucha. En términos precisos, con
lenguaje directo, expresó: «Ya es tiempo de sacudir el miedo, compatriotas», y se
disparó contra Obregón, difunto, y contra Calles, vivo. Esto animó a Juan Ruiz, que
en seguida lanzó ataques personales a Páez, el boticario, su colega y candidato a
gobernador de los imposicionistas. Para cuando me tocó hablar, ya los ánimos
estaban caldeados con aquel tirar el guante y hablar sin reparos. Aullaba la multitud
que, en seguida, nos acompañó a la hospedería. Los viejos maderistas del lugar, que
no hay que confundir con los antirreeleccionistas del general Gómez, se habían
constituido en partido. Un hombre independiente y de todos estimado en la localidad,
el señor Leyva, ofreció su casa para las juntas; resultó electo para presidente del
partido local. Invitado que fui a una asamblea, allí mismo se proclamó mi candidatura
y quedé incorporado al partido recién constituido. Los señores Zazueta, propietarios
del diario de la ciudad, siguiendo el ejemplo que habían puesto los directores de
periódicos de Sonora, se sumaron públicamente a nuestra causa. Los abogados más
prominentes, los de independencia y prestigio, dueños de bibliotecas y de
antecedentes irreprochables, ostentáronse como amigos. En la conferencia que en
seguida se empezó a preparar, el más reputado intelectual del estado, el ingeniero
Ponce de León, se ofreció a hacer la presentación de mi candidatura. Los estudiantes
del Colegio Rosales, instituto de abolengo nacional, no se limitaron a adherirse, sino
que me invitaron a visitar el colegio. Y la visita resultó una sorpresa agradable,
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porque se convirtió en mitin. Aun los profesores se hicieron presentes y, al final de
los discursos, en la sala de actos, una música inició el himno nacional y el público
coreó las estrofas.
La víspera de la conferencia pública de paga, cuya organización tomaron a cargo
los comités estudiantiles, llegó a Culiacán un telegrama del ex ministro callista y ex
subsecretario mío en Educación, el doctor Bernardo Gastélum. Me mostraron el
telegrama los jefes de la directiva estudiantil, que lo hicieron objeto de guasa. Decía
más o menos:
Enterado de que próximamente llegará a ésa el Lic. José Vasconcelos, juzgo de mi deber, como antiguo
alumno y profesor del Colegio Rosales, prevenir a la juventud a fin de que no se deje arrastrar por las
peligrosas facultades de fascinación que posee el indicado señor, a quien en otro tiempo he estimado, pero que
anda ahora en una empresa de lamentable extravío.
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industriales que congregaban al elemento humilde y trabajador. El ingeniero Ramón
Ponce de León, nuestro buen aliado de Culiacán, era uno de los técnicos del ingenio
El Dorado. Con él visitamos la negociación. No nos limitamos a recorrer los
departamentos comerciales para hablar con uno que otro jefe, sino que hablamos a los
obreros, congregados en un tablado espacioso. Detalladamente y en lenguaje simple
explicamos a los trabajadores nuestros propósitos y recibimos no sólo sus aplausos,
sino muchas adhesiones firmadas. En general, de las firmas de calzón blanco estaban
hechas nuestras listas. Los propietarios del ingenio no se dignaron enviar
representantes al banquete que nos dieron los trabajadores, pero tampoco nos
hostilizaron. El médico de la empresa, un joven muy estimado del personal humilde,
habló a nuestro favor en el mitin, y en la comida me dijo: «Conmigo cuente usted en
absoluto, sobre todo para cuando llegue la lucha armada, pues me ha matado el
gobierno a un hermano y es mi más vivo deseo vengarme de esos miserables.» Por el
estilo, hicimos excursiones a fábricas y haciendas de mucho personal, hallando
siempre eco entre los de abajo, indiferencia en los de arriba que, en su mayoría,
esperan a ver quién gana confiando en que, a última hora, el cohecho les resuelve sus
dificultades. Nunca quisieron darse cuenta de que el soborno conduce, a la postre, a la
expropiación, según les ha ocurrido, pues clase propietaria que no se defiende es
clase perdida. Y la única defensa eficaz es adelantarse a los acontecimientos sociales
y procurar crearlos. De otra manera, el que gana el poder, sobre todo si lo gana a la
mala, acaba por apoderarse, asimismo, de los bienes. Con Leyva y Verdugo, el jefe de
nuestros correligionarios de Culiacán lo fue el doctor Clicerio García, que fuera el
médico privado del general Flores, y mucho contribuyó a conseguirnos la adhesión de
todos los antiguos partidarios del malogrado ex candidato a la presidencia. Nos
confirmaba el doctor Clicerio García, de un modo completamente probatorio, la
versión de que el general Flores fue envenenado por agentes del gobierno
obregonista-callista. Y no se limitaba el doctor a lamentar lo pasado, sino que de su
peculio habilitó propagandistas de la rebelión armada, que debió ocurrir al fin del año
al consumarse la violación electoral que todos preveíamos. Ningún directivo de
nuestra recién formada organización política de Culiacán estuvo ocioso. De su seno
partían organizadores de los distritos y de la serranía. Entre los antiguos partidarios
de un célebre caudillo de la región, asesinado en los principios del carrancismo, el
general Carrasco, se hizo colecta de voluntades y entre los indios descontentos de las
inmediaciones. Por su parte, los oradores estudiantiles, seducidos por el encanto de
las señoritas de Culiacán, no querían dejar la ciudad, frecuentaban reuniones y bailes,
y nos afirmaban las simpatías de la mujer sinaloense, tan despierta y acostumbrada a
la indirecta intervención en la política nacional.
Y la crónica de Juan Ruiz dice:
De Culiacán nos fuimos rumbo al Sur. En la estación La Cruz, mitad del camino, llegaron a saludarlo
comisiones de campesinos y obreros de todos los pueblos comarcanos, a pesar de que eran las cinco de la
mañana. En la estación Modesto dejamos el tren para dirigirnos al Quelite. Por todas las rancherías, maestras y
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maestros nos esperaron a la orilla del poblado, con los niños que llevaban banderitas de papel tricolor y nos
arrojaban flores silvestres. En El Quelite, las muchachas adornaron calles y casas. Nos hospedó don Modesto
Aramburu y allí conocimos la canción El Quelite, que hoy se ha vuelto nacional. Esta canción la escogió
Nacho Lizárraga como el himno del vasconcelismo, en Mazatlán. Nos acercamos a Mazatlán.
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«Qué bonito es El Quelite»
Don Modesto Aramburu era un patriarca de origen vasco, en cuyo honor lleva el
nombre de Modesto una de las paradas de la vía férrea. Se había creado, años atrás,
un latifundio a la buena, ganando terreno a la selva más bien que quitándolo a los
indios. Había sembrado, había poblado, y al declinar su vida, reducido su haber por
ventas y despojos, se le veía fornido, alto, rubicundo y de buen humor, rodeado de
una familia numerosa. Una hija, viuda, joven y guapa, bailó una jota muy lucida. La
mesa larga del almuerzo ocupaba los corredores de su antigua y bien instalada casa
de rancho. Manteles blancos y abundancia de leche, quesos y requesones, panecillos
y dulces, fruta, café, carne asada, vino tinto, la abundancia campestre, en fin, con toda
su gula sana.
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Mujer española: «Una hija, viuda, joven y guapa, bailó una jota muy lucida.»
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bailaban a ratos en la sala, que con no ser muy grande y contener piano y ajuar,
todavía dejaba sitio por la ancha puerta del zaguán para un apretado grupo de
curiosos y amigos. Seducía la gracia, la naturalidad de aquellas pueblerinas de raza
española, casi pura, simiente de primera, soltada por España en una costa que nada
produjo con anterioridad. Llegó a ella gastado el esfuerzo y se quedó sin desarrollar;
sin embargo, fue enorme, según lo revela el mapa. De Vancouver, o más allá, y hasta
el cabo de Hornos, todo lo descubrió, lo colonizó el español. Ningún pueblo ha
igualado su hazaña, pero faltó gente, se despobló la península ibérica y no pudo llenar
la inmensidad que había conquistado. Y se quedaron los vástagos, que somos
nosotros, perdidos por el desierto, la pampa y la costa, vencidos por la naturaleza y el
tiempo, minados en el carácter, decaídos hasta en lo físico. Y sin embargo, qué
garridos se veían aquellos mozos de barbas negras con quienes ya nos habíamos
cruzado en el campo y que ahora asomaban por la casa de don Modesto, saludaban,
se mantenían silenciosos, risueños, presto el labio a la broma, el brazo a la
generosidad. Buena raza la de Sinaloa. Había llegado el momento de congregarla en
favor de una causa, esforzada como las antiguas, causa de la salvación y regeneración
de toda una estirpe. Entre las maestras, aun entre los campesinos, se me decía, ha
despertado curiosidad esa teoría suya de la raza cósmica con México haciendo de eje
de una nueva cultura. La labor de Educación también trascendió hasta aquellas
rancherías, y los artículos de El Universal, cada semana, habían inyectado
esperanzas. «Llegó la hora», parecían decir las voces de los cornetines de una
orquesta local que don Modesto había contratado por tres días consecutivos y tocaba
y tocaba, en el portalillo, por frente a las ventanas rasgadas de la mansión rústica. Y
entre el repertorio, variado porque es rica la región mazatleca en sones y cantares,
uno se repetía intermitente, lo coreaban las muchachas: «¡Qué bonito es El Quelite, /
bien haya quien lo plantó. / Camino de San Ignacio, / camino de San Javier, / no dejes
amor pendiente / como me dejaste ayer!»… Tonada pegajosa, pero de extraordinaria
dulzura, enternecía misteriosamente. Los del lugar la cantaban como un tema de
sentimiento local. De mi séquito, alguien pasó a la orquesta la pieza popular que ya
desde Sonora habíamos procurado introducir como representativa del movimiento, la
vieja canción, un tanto agresiva y alegre, titulada ¡Me importa madre!, que
procuramos suavizar por ¡Me importa poco! Era el himno de la campaña
vasconcelista; se corrió la voz, y los músicos más humildes, con esa facilidad propia
de nuestra raza, pescaban en seguida el ritmo, tocaban y tocaban el militante son,
alternando con El Quelite y con otras piezas del repertorio de la costa. Se ufana ésta
de un valioso folklore y también de haberle dado al mundo la gran cantante de fama
italiana Ángela Peralta, nacida y criada en Mazatlán.
A la usanza de los pueblos, se repartía en el zaguán el aguardiente; la música no
cedía y adentro las conversaciones, las presentaciones no terminaban. El viejo
enérgico don Modesto procuraba que cada uno del lugar y los contornos se hiciese
presente y se comprometiese. «De aquí saca usted —aseguraba— por lo menos
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trescientos hombres bien montados.» Y por lo pronto se convino que los principales
muchachos del lugar, con gentes de la comarca, me dieran escolta el día de la entrada
a Mazatlán.
Al atardecer nos bañamos en el río, escoltados por Aramburu hijo. En el pueblo
siguió el rebumbio. A eso de las diez, metido ya dentro de sábanas, los sones de algún
cantar distante evocaban la imagen de los rostros amigos; dulces sonrisas de mujeres
que nos animaban con su simpatía. Y, por fin, todo se perdió en la habitual pero
siempre misteriosa catástrofe de los segundos que preceden a la caída en el abismo de
un buen dormir.
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Las Chicuras
«Este Nacho, desde que estudia en Guadalajara, por lo menos ha aprendido a
dormirse. Allí lo tiene usted, eran las ocho cuando partimos y él todavía acostado; en
fin, ya no ha de tardar en alcanzarnos.» Así se expresó don Modesto, mientras torcía
sobre su caballo, mirando camino atrás, y agregó: «Después de todo, quizá tengan
razón los de las ciudades: aquí en el campo el poco sueño de madrugada nos hace
tontos, nos seca el cerebro.» Sin quererlo, me acordé yo del Quijote y su alegato de
que el mucho leer las aventuras de la andante caballería le había «secado el
cerebelo». Más razón tenía don Modesto: no es el leer lo que seca el cerebelo, sino el
poco dormir a que obliga el mucho leer o la simple necesidad de las conversaciones
ociosas, los juegos de cartas o de salón, que inducen a desveladas inútiles. En todo
caso, bien o mal dormidos, se veían robustos y alegres todos aquellos numerosos
rancheros, viejos o jóvenes. Caballos magníficos y monturas charras de lujo, en
número de quince o veinte, avanzamos jinetes en dirección del rancho de Las
Chicuras, propiedad de los Lizárraga, emparentados con don Modesto por el
matrimonio de la hija viuda. Y el Nacho a que aludía el diálogo anotado al principio
tenía veinticinco años, estudiaba derecho y se hallaba empeñado en vengar al
hermano, yerno difunto de don Modesto, asesinado por los callistas uno o dos años
antes. Desde Los Ángeles se me había presentado Nacho Lizárraga, en la botica de
Juanita, para ofrecerme apoyo en Sinaloa. Por recomendación suya nos había
atendido tan gentilmente don Modesto. La víspera se nos reunió Nacho en El Quelite,
a fin de conducirnos a la casa de sus padres, en el rancho de Las Chicuras, inmediato
a Mazatlán. Y los dueños habían echado la casa por la ventana para recibirnos.
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Don Quijote, ilustración de Merreros: «… el mucho leer las aventuras de la andante caballería
le había “secado el cerebelo”»
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acompañaban únicamente Pedrero, Méndez Rivas y Juanito, se nos habían agregado
los hijos de don Modesto, con no sé cuántos primos, más el clan de los Lizárraga y
amigos llegados de Mazatlán; por ejemplo, Chano Urueta y Villagrán, que regresaban
para informar de sus gestiones para nuestra recepción mazatleca. La madre de Nacho
Lizárraga, señora despejada y activa, muy católica, igual que toda la gente del rumbo,
había salido a recibirnos en el lindero de su propiedad, rodeada de señoritas que
llevaban ramos de flores. Inició palabras de bienvenida y se puso a llorar. El recuerdo
de su hijo, sacrificado a la política turbia, le desgarraba el corazón. Allí estaba, dijo,
con todo lo que valía, dispuesta a tomar revancha noble, apoyando a un movimiento
que juzgaba salvador de la nacionalidad. La música que nos recibió en seguida animó
el convite; era la mejor orquesta pública de Mazatlán, contratada ex profeso por la
generosa dama. Durante el banquete se tocaron las piezas más en boga, pero con
exclusión de fox trots y el jazz. Música mexicana y española, señalaba el programa
oficial. Y era un contraste la dulzura sentimental de los compositores nativos y la
crueldad de nuestro ambiente político cargado de sombras. La sorpresa de la fiesta la
dieron los músicos al presentar, formalmente orquestada por el maestro director
mazatleco, la canción que era ya el símbolo guerrero del movimiento: Me importa
poco. Alcanzó, de esta suerte, el ingenuo son popular la categoría de la estilización.
Los vivas, los gritos, los abrazos y los brindis premiaron la labor del joven maestro,
que empezó a repartir entre mis muchachos copias de su versión. «Para que las hagan
circular entre las orquestas del interior», proponía.
La Navidad del año 28 la pasamos tranquilamente en Las Chicuras. De Mazatlán
mandamos traer unos juguetes para los nietecitos de la señora Lizárraga. Nuestros
amigos, en su mayoría, se dirigieron al puerto. Iban y venían otros con recados y
noticias halagadoras. Campesinos de toda la comarca empezaron a comprometerse a
entrar con nosotros a Mazatlán, acompañados de las murgas de sus aldeas. Por su
parte Juanito, como jefe de mis delegados, informaba desde Mazatlán:
Aquí recuerdan que al pasar Obregón, como candidato reeleccionista, le tiraron con mangos y le silbaron en el
mitin de la plazuela. En nuestro caso, la situación es inversa. El pueblo bajo está con nosotros y las muchachas
de los clubes sociales colaboran con entusiasmo. Encabeza los preparativos don Manuel Bonilla y toda la vieja
guardia maderista. Asimismo, don Victoriano Siordia y el Lic. Rosendo Rodríguez. El obrero Ibarra Díaz se
está revelando como orador de lengua de fuego. El comerciante joven, don Miguel Ángel Beltrán, congrega
los mejores elementos de la nueva generación. El Lic. Leonardo Álvarez organiza a los profesionistas. Los
maestros se afilian con unanimidad.
El balcón volado, largo, de una esquina que es confluencia de las arterias principales,
había sido elegido para el saludo al pueblo y los discursos formales. Al lado mío
estuvieron don Manuel Bonilla y todos los de la vieja guardia maderista de Mazatlán.
Chinacos, de Daniel Thomas Egerton: «Por todo el camino se nos presentaron grupos de
rancheros a caballo»…
En el primer alto que hicimos en El Limón, grupos de vecinos y los chicos de las escuelas salieron a
agasajarnos. Por todo el camino se nos presentaron grupos de rancheros a caballo que Nacho Lizárraga y
Ramón Aramburu, el hijo de don Modesto, habían prevenido. Y se nos unieron los más, de suerte que cuando
llegamos, al anochecer, al casco de San Ignacio, nuestro cortejo era imponente. El vecindario, alineado en las
aceras, alumbró nuestro paso con hachones. Bellas muchachas de la mejor sociedad, mezcladas al pueblo, nos
acompañaban cantando y gritando con entusiasmo patriótico inusitado.
En Aguacaliente, Sinaloa, comimos a la vez que se instalaba otro club y las campanas tocaban a vuelo y atronaban
los cohetes. En Escuinapa, de nuevo, la gente nos esperó a orillas de la población y hubo mitin; lo mismo ocurrió
en Concordia, El Verde y Zavala, pueblos todos enemigos del callismo y habitados por viejos soldados del general
Flores, del general Carrasco, que se hallaban por allí cultivando sus tierras, esperando la oportunidad, cada uno
con su caballo y su rifle. Ellos habían hecho la revolución en Sinaloa y los del régimen eran sus explotadores. En
Rosario hubo otra vez cariñosa recepción, conferencia en el teatro y baile en la Sociedad Miguel Hidalgo.
El entusiasmo no se detuvo en los límites de Sinaloa. En Acaponeta nos dieron un baile y fundaron un club.
Visitamos también Tecuala, centro tabaquero importante. Luego abordamos el tren en modesto coche de primera.
En el pullman venía el diputado Ricardo Topete, por entonces jefe de la Cámara, líder obregonista muy temido. En
estación Ruiz tuvimos, el indicado líder y nosotros, una sorpresa: la gente llenaba los andenes y arrojaba flores,
tocaban músicas. Nos hicieron bajar y recorrimos las calles que estaban adornadas con hojas de plátano. Asomó
Topete a una ventana y, habiéndolo visto Carpy, aprovechó para lanzar un discurso que hizo sonrojar a los pobres
diputados de su corte, que le debían el puesto a nombramiento gubernamental.
En estación Ruiz lo dejé para seguir a Tepic, mientras usted visitaba Santiago. Me hallaba yo preocupado por
los rumores insistentes de un atentado que pondría fin a nuestra gira, precisamente en Tepic.
Nuestra condena abierta de las persecuciones a los católicos nos ganaba de antemano
la opinión, pero no por eso se puede decir que fuésemos el candidato de los católicos.
En Tepic, el presidente municipal, un ex maestro y hombre de primera, puso a mi disposición quince policías para
que lo escoltaran a usted desde que se apease del vagón. Al pisar usted tierra, en medio de las aclamaciones de
costumbre, le informé rápidamente de esto. Y usted se me enfureció y me dijo: «¿Qué le parecería a usted ver mi
fotografía en medio de polizontes? Retire usted esa gente y que me dé escolta el pueblo.» En la estación había,
aparte de cientos de peatones, unos cien agraristas a caballo que iniciaron el largo desfile de la estación al Hotel
Bola de Oro, frente a la plaza. En el largo cortejo sobresalían los estandartes de asociaciones privadas y
abundaban las mujeres de todas edades. Un caballero alto, entrecano, delgado, el señor Paniagua, antiguo
maderista y organizador local, nos detuvo frente a su casa, nos hizo pasar unos minutos, venciendo mi resistencia,
ya que no parecía justo detener la columna para un acto intermedio. El zaguán de la casa estaba adornado con
Ocurrió en seguida un incidente significativo. En los bajos del hotel había una cantina; cuando pasamos rumbo al
comedor, escuchamos dentro del bar ruido de voces y copas. Un mozo del hotel nos interrumpe; nos dice que unos
señores desean verlo, saludarlo, en la cantina. Usted, sin vacilar, penetra al local; detrás vamos Méndez Rivas y
yo. Grande fue nuestra sorpresa al darnos cuenta de que estaban allí doce o quince oficiales de la guarnición de la
plaza, todos uniformados. Apenas entramos, uno de ellos ordenó al mozo que cerrara las puertas. Méndez Rivas
llevó la mano a la pistola y yo me puse a su lado. Pero otro oficial, en tono comedido, se acercó a usted y le dijo:
«Señor licenciado, perdone que lo hayamos mandado llamar, pero no podíamos subir a saludarlo por estar
uniformados. Queremos que se tome un coñac con nosotros, que somos sus amigos y simpatizadores.» Aceptó
usted complacido y se sirvió más de una ronda. Luego lo invitaron a una retreta que daba en la plaza de armas la
música del batallón, y fuimos los tres, por la noche, a dar una vuelta a la retreta…
Otro incidente recuerdo que demuestra el estado de ánimo del público.
Estando yo, antes de su llegada, en una librería, a donde fui a comprar unos periódicos, entró un mayor del
Ejército en busca de papel de China y otras pequeñas cosas. «¿Para qué quiere papel de China? —preguntó la
vendedora—, ¿va a tener fiesta en su casa?» «No, señora, es que las mujeres han venido a suplicarnos que
adornemos la fachada de la casa porque mañana entra Vasconcelos a Tepic. Y ya ve usted, uno no puede
rehusarse»…
Se le ha acusado a usted, es cierto que por gentes sin responsabilidad, de que lucró con el producto de las
conferencias. Yo me encargué de organizar todas las de la costa. El producto de la de Nogales fue como de
quinientos pesos y se usó en Nogales para pagar la fiesta de recepción. La conferencia de Hermosillo fue brillante,
con asistencia de todas las clases sociales, incluso militares, y con un efecto tan notorio que de allí salió usted
aclamado como un «Madero culto». Produjo menos de quinientos pesos, que se emplearon en los gastos del lugar.
Las conferencias de lugares como Cajeme, Navojoa, Guaymas, producían de noventa a ciento cincuenta pesos,
apenas para los gastos del hotel y transportes. En Culiacán, la conferencia del teatro fue muy lucida en la
concurrencia y en la oratoria, pero apenas produjo unos cuatrocientos pesos, que se gastaron en las excursiones
comarcanas. En Mazatlán tuvimos desahogo; la comisión pagó el hotel de todos sus acompañantes. La primera
conferencia, de muy buen producto, fue para usted; la segunda, para la beneficencia. Pero ya cuando recibió esta
ayuda, su cortejo había aumentado y con él los gastos. En Tepic, económicamente, no nos fue muy bien. Y
recuerdo que como en Guadalajara no pudo usted dar conferencia, salió de allí quebrado a tal punto, que estando
usted en La Piedad me pidió auxilio; le mandé ciento cincuenta dólares de colectas de Los Ángeles, y con ese
dinero usted se equilibró.
Los temas de sus conferencias eran no sólo políticos, sino también instructivos. Defendía usted el civismo,
comparaba los gastos de guerra de Brasil, Argentina y México, en relación con los gastos de escuelas. Repudiaba
usted la tesis que propagaban los del gobierno, que no se atrevían a atacarlo a usted de frente y afirmaban que
usted estaba bueno para presidente de Francia, pero no para México, que requería mano dura y un general
fusilador. Recuerdo que muchos pueblos escuchaban atentamente sus palabras, como si las meditaran; luego se
convertían en furiosos partidarios. En general, fue la suya una obra de persuasión directa, después de la
preparación consumada por sus libros y sus artículos semanarios.
Desde el principio quedó entendido que el movimiento democrático que desarrollábamos era preparación para
la revolución, inevitable donde no se respeta el voto. Gráficamente decía usted en todas partes que estaba dando
legalidad a la revolución que habría de venir. Y es esto lo que la gente pedía. Recuerdo, por ejemplo, que estando
en Culiacán llegaron a verlo gentes de la sierra de Tamazula, Durango, y de Badiraguato en Chihuahua, rancheros
de a caballo que ofrecían sus servicios y pedían que hubiese balazos para acabar con el régimen que azotaba el
país. A todos les decía usted que estaba de acuerdo, pero que era necesario no caer en el yerro de Gómez y de
otros, que se vieron forzados a levantarse en armas antes de la elección. Que debían esperar las elecciones y votar
en ellas, pero resueltos a defender después su voto, arma en mano, contra todo y contra todos.
Y los militares no estaban entonces, en su totalidad, del lado del mal gobierno. Así lo prueba el episodio, ya
referido, de Tepic, junto con otros muchos, y éste que me he reservado para el final de mi nota, por lo gracioso
que resultó: Estábamos en Mazatlán, en el hotel, y abajo en la cantina se hallaban reunidos empleados del
gobierno, que, tal como ocurrió en Tepic, deseaban saludarlo, como por casualidad, temerosos de las
Transportando heridos a Guadalajara: «Uno que otro herido halló refugio en algún zaguán
abierto por excepción»…
Ejército cristero
Por las noches, en auto, por barrios apartados, conversaba con Zuño, el ex
Huetamo, Michoacán.
La recepción misma había sido escasa y, aun así, los brazos fuertes de mi estado
mayor habían tenido que amenazar con los puños a unos tipos valentones que
quisieron interrumpir a los oradores; eran gente oficial disimulada. Un grupo de
intelectuales sostenía una peña o círculo en un café. No se daban ellos cuenta, pero
vivían aplastados. Elogiaban unánimes la prudencia del gobernador. Luego
prevenían: «Eso sí, no hay que tocarle a Calles.» Y se hacía el silencio… Aquello
pasaba por centro literario. Las familias generosas, a estilo de la costa, ¿dónde
estaban? Si existían, no asomaron; el pueblo nos miraba con azoro y los mismos
manifestantes del día de la llegada ya no se hacían presentes.
Estos avisos resultaron, poco después, completamente exactos, pero yo ¿por qué iba a
desviar mi itinerario, que ya estaba anunciado rumbo a la capital, sólo porque un
grupo de militares se insubordinaba para ganar a pulso el poder? Ni era el modo de
que se nos acercasen, si querían hacerlo. ¿Por qué no me escribía Valenzuela?
En todas partes, la actividad generosa de los del Comité Orientador, la solicitud de los
amigos viejos y de simpatizadores anónimos, lograba lo que para un candidato oficial
resultaba imposible: congregar multitudes con músicas, carteles, cohetes, banderitas,
jinetes, carruajes y autos, sin sacar un centavo del bolsillo. «El honor de ser
vasconcelista se paga», era uno de los lemas de la campaña; slogan, decimos en
pocho. Y: «Nuestro candidato no promete, sabrá cumplir.» A los que me urgían que
formulara un programa concreto, les decía: «Los Diez Mandamientos son mi
programa, por encima de la Constitución.» La Constitución, en todo caso, era obra de
facciones armadas, un documento que exigía, sigue exigiendo a gritos, la reforma. Y,
remedando a san Pablo, cuando en algún poblado nos recibían con tibieza, vuelto
contra él a la salida, sin siquiera sacudir el polvo de los zapatos, lo imprecaba, lo
condenaba a la ignominia. Fuerza para todo esto salía, y de sobra, de las
aclamaciones sinceras de muchedumbres repartidas en todo el ámbito de la nación.
Debo reconocer que durante toda la campaña tuve lo que se llama buena prensa.
Algunos diarios, por interés comercial que se deriva de seguir la corriente y dar al
público lo que pide, nos dedicaban planas y aun explotaban concursos. Otros, por
patriotismo y amistad, como La Gaceta de Guaymas, El Pueblo de Hermosillo, El
EN LA CIUDAD MUERTA
Toluca es la capital del Estado de México, ciudad que anida en su propio valle, tras el Ajusco sombroso, al pie de
su volcán frío, casi nevado. Una mañana despejada del mes de marzo, bajo el cielo transparente que rinde
minucioso el contorno de los objetos lejanos, recortando con fino bisturí la mole eternamente azul de la cordillera
distante, salía de aquella villa una comitiva exigua: apenas unos cuantos automóviles que bien podían haber
conducido un grupo de turistas curiosos de la infinita majestad de la meseta mexicana. Tomaron la carretera larga
que se enreda entre los troncos de los pinos, ebrios de soledad y elevación, y dejando a un lado las cimas donde
murmura la frescura de los arroyos, siguieron rumbo a la capital.
Desde la altura que se antoja fuera de alguna nube, en el primer puerto de la ruta, donde se entrevé en lontananza
la amplitud del valle, el candidato debe de haber sentido que brotaba de su alma algo que bien pudo haber sido
uno de sus «Himnos breves». Volvía, cegando la ausencia de años, amo de una verdad que sacudía la entraña de su
patria, y enderezaba aquel día sus pasos hacía la meta de tantas aspiraciones, la ciudad que yace en terrenos de
fango, remate de afanes, burocrático albergue de cientos de miles de empleados esclavizados.
Era el 10 de marzo de 1929. Un domingo luminoso. La metrópoli había despertado matinal, ella que de todo el
territorio apático es símbolo y sublimación. Ciudad mortecina en la que pesa atmósfera rarificada, que sin arder
consume. Parece que sus propios contornos, antaño rientes, al volverse enjutos, restada la savia que corría por sus
canales, sufre el castigo del polvo perenne que todo endurece, petrificándolo. Tiene el alma doliente de
melancólica incuriosidad, diríase que lánguida se abandonó en el poniente lívido de algún atardecer en el cual el
cielo prendía lenguas de cirio con sus ráfagas verdes en el ocaso ceniciento. Desde entonces, fría, sin cordialidad,
adquirió el hábito de tolerar indiferente el tráfago que por sus arterias han traído y llevado en sus idas y venidas
las revueltas, para ella igualmente insensatas. ¿Qué recibimiento tributaría al hombre que volvía dueño de su
mensaje y que en esos momentos bajaba la ladera del monte?
La distancia que media entre Toluca y México se cubre fácilmente en tres horas, pero el viajero hubo de
detenerse en cada uno de los pueblos que corta la carretera. Los pobladores, en fiesta, le esperaron. En la venta de
Cuajimalpa, última estación antes de iniciar el descenso que conduce a la villa de Tacubaya, suburbio de la capital,
estaban amigos fieles que, impacientes, se habían adelantado para ser los primeros en estrechar su mano. A lo
largo del camino, la gente se agregaba; arroyo que pronto sería río. Cuando llegó a la cabecera del Paseo de la
Reforma, amplia avenida que une el centro con el Bosque de Chapultepec, trazada por los arquitectos de
Maximiliano, cerraba el paso la multitud.
Todo México se había dado cita. Y desde allí hasta la plaza de Santo Domingo, siete kilómetros que tardó en
recorrer cuatro horas, tan espesa era la valla flexible que milímetro a milímetro hubo de surcar en el coche donde,
de pie, descubierto, rompiéndose los ejes bajo el racimo humano que intentaba acercarse más a él, entró
Vasconcelos a la antigua Tenochtitlan, envuelto en el delirio de la multitud que agitaba en las manos palmas
triunfantes. Multitud loca, de locura divina que arrebataba a la patria entera. La sonoridad de las bandas anegada
por los gritos, sólo de cuando en vez, en silencios que puntuaban, hacía oír la alacridad de las trompetas: el clamor
humano tenía de plegaria, de aleluya, de resurrección. Al llover las flores, un dulzor desconocido rebosaba en los
LOS MÍTINES
En el crucero de dos calles de arrabal que el foco de la esquina mal alumbra, sentada a la orilla de la acera, una
humilde mujer tiene ante sí su negocio ambulante, una hornilla en que humea el jarro de hojas o el de café aguado.
Es casi la medianoche y pocos son los transeúntes. Contra el fondo del cielo nocturno levanta un edificio cercano,
mástiles de piedra, las torres de sus hornos con sus caudas de humo y chispas, manchas opacas en la negrura.
Sopla un viento frío, penetrante viento de meseta. Cerca de la vendedora, cubiertos con gabanes de verano, con los
cuellos volteados, puestos los sombreros, las manos en los bolsillos, charla alegremente un grupo de jóvenes.
Esperan.
Un silbato agudo que suspende una tarea. Era la señal, pero por su brusquedad, sorprende. Rápidamente el
grupo se deshace, van hacia la puerta de la fábrica que señala en la vecina cuadra algún farol, y buscando una
tribuna improvisada descubren el bote de basura, caja de metal cerrada que boquea los desperdicios del
vecindario. Los obreros han comenzado a salir, cansados del trabajo, el cuerpo sudoroso aún.
Uno de los muchachos ha saltado sobre la plataforma, y, hollándola, interpela: «Compañeros.» La voz invita e
impone; es clara y ardorosa. Curiosos, algunos se han detenido, otros prosiguen, pensando en el changarro donde
el trago de tequila (aguardiente de maguey) les dé fuerza ficticia, o en la mujer que aguarda. Pero en la boca
juvenil el alma ha florecido: «Hemos venido, compañeros, porque es indispensable que todo hombre sepa cuál es
en estos momentos su obligación, su responsabilidad. La patria está en peligro. El instante es solemne; en las
elecciones venideras juega México su destino, su independencia»…, y los hombres de azul overol, de grueso
suéter de lana, los antes fatigados, detenidos, se dejan enlazar por el ritmo misterioso de palabras ignotas que
abren perspectivas: «Patria, destino, independencia». La sustancia misma de la lengua, salvando la inteligencia,
conmueve, retiene. El orador trasmite su convicción, cuya frescura alivia, cuyo entusiasmo penetra. Se adivina
que pretende compartir la hostia indestructible de una fe, que el sentido de su existencia está en seguir la corriente
avasalladora que invade, inundando con sus aguas, como las del Nilo, fecundas: «Está en manos del pueblo, en
nuestras manos, enderezar el camino torcido por donde nos han traído hasta una encrucijada. Hay que elegir el
derrotero, que conocer la meta. Somos juguetes de una pesadilla que está acabando gracias a la presencia de un
hombre que con su honradez despeja el ambiente, y es preciso que la pesadilla no vuelva; para evitarlo hemos de
usar derechos que nos han arrebatado. Hemos de votar y saber lo que a cambio de nuestro voto tendremos. Si el
pueblo quiere gobierno honrado, puede dárselo; si quiere una patria sana en la cual en vez de militares haya
escuelas y maestros, y en vez de diputados y ladrones, carreteras blancas; si quiere nuevas tierras labradías donde
crezca el maíz de su pan, en vez de haciendas para los generales; si quiere que no sea el americano el que impere,
sino su propia voluntad, ha de ir a elecciones dándose gobierno mexicano, nacido en su corazón, afianzado por su
voluntad. ¿A quién designar? Dos candidatos quedan en pie: Ortiz Rubio, traído de Brasil por ser el más vano de
los fantasmas; Vasconcelos, que es maestro en América, quien ha vuelto para luchar con el pueblo y demostrar
que no es él (el pueblo) quien está descalificado para la democracia, sino que descalificados y para siempre están
los que con la careta del socialismo lo entregan liado al yankee capitalista; los que nos ofrecieron respetar la
elección que el pueblo haga y ya se parapetan tras las precauciones que permitan su violación. Nadie puede
permanecer indiferente. La abstención es criminal. Mexicanos, se nos ha dicho que podemos elegir sin traba
presidente; debemos, para no ser tildados de rebeldes, esperar hasta el día de las elecciones para demostrar que
queremos el camino de la paz, pero no aceptaremos el fraude; habrá que ir a votar sabiendo que la imposición ha
de ser combatida en todos los terrenos; llevando, para defender nuestra libre decisión, el arma que castigue, y
nadie debe ignorar que hay de por medio peligro de muerte. Vasconcelos defiende la honra mexicana; estar en
contra suya es traicionar nuestro propio destino y sólo lo hacen los vendidos; Vasconcelos es la revolución
verdadera, la que trasmuta la existencia cambiando los valores; en vez de apetito, conciencia; en lugar de fraude,
Una vez más, Estados Unidos había salvado al gobierno. Por esos días, en unos
mítines muy lucidos que logramos realizar por Xochimilco y Texcoco, entre los
indios puros y los criollos antiguos, renové, subí de tono mis denuncias del
embajador yankee por la intervención descarada que él y los suyos tomaban en la
política nacional. Y empezaron a circular rumores de que el embajador quería hablar
conmigo. Manifesté que no tenía inconveniente en hacerlo, pero evité buscar yo la
entrevista. El discurso de Xochimilco, de 31 de marzo de 1929, dice así:
Estar en Xochimilco es como encontrarse en el corazón de la patria mexicana y en el seno mismo de la raza
indígena. Pueblo que ha sabido conservar su carácter autóctono durante siglos, a él venimos siempre los que
queremos darnos cuenta de cómo es en verdad el indio cuando trabaja y cuando prospera. Y hoy que nos
encontramos aquí en un mitin político, vengo a deciros, indios de Xochimilco, que también vuestra ayuda es
necesaria. Juntos debemos romper el mito de la imposición, ese mito de nuestros enemigos que constantemente
nos están afirmando que si es cierto que no cuentan ellos con nadie en las ciudades, sin duda porque las gentes de
las ciudades conocen bien la caterva de bribones que componen el partido de la imposición, en cambio cuentan,
dicen ellos, en toda la República con los campesinos y los obreros.
Yo vengo a preguntar a los indios y a los campesinos de Xochimilco si es cierto que están con la imposición.
(Voces: ¡No! ¡Muera la imposición! ¡Abajo la imposición!) Aquí estamos rompiendo el famoso mito de que por la
candidatura del gobierno votan los obreros y los campesinos. Aquí están los campesinos de verdad, desmintiendo
a los farsantes de la revolución. Lo único que tengo que agregar a este testimonio vuestro es que, así como en
Xochimilco no es cierto que los indios y los campesinos estén apoyando a los falsos revolucionarios, en el resto de
la República, desde Sonora hasta esta ciudad, el mito de la adhesión a ellos de los campesinos y de los obreros se
desmenuza y se derrumba como un fantasma. En ninguna parte he encontrado campesinos de verdad al servicio de
la imposición. En todas partes he descubierto que el indio no está dispuesto a ser carne de cañón; en todas partes
he encontrado al labrador decidido a hacer cumplir su voluntad, a exigir cuentas a los que hicieron bancos para
atender a la agricultura, pero que luego se repartieron el dinero en beneficio de sus propias haciendas.
Aquí, en Xochimilco, yo os pregunto: ¿Cuánto dinero se ha prestado a los indios para mejorar sus labores?
¿Cuánto dinero se os ha entregado para vuestros campos? Ni un centavo; pero sí habéis visto surgir las haciendas
Los alcoholes, las grasas de tanta comida en fondas y lugares diferentes, la agrura del
clima de la meseta, que me llevó a escribir aquel artículo sobre el mal no catalogado
por la medicina de la «altiplanitis», produjeron al fin su efecto. Y empecé a sentir las
molestias de un ataque de gota que me inflamó el pie izquierdo. Era la primera vez de
mi vida que hacía cama. También mi primer encuentro con el dolor físico prolongado
de día y de noche. ¿Será cierto que no es completa la experiencia del vivir para quien
no conoce la enfermedad y el sufrimiento? Tesis terrible, absurda, que, sin embargo,
ha dado toda su profundidad a la obra literaria de Dostoievski y también parte de su
grandeza al cristianismo.
En lo que a mí hace, siempre había preferido creer que la enfermedad y el dolor
eran simples consecuencias del atraso científico. Y que el avance de la medicina
podría eliminar si no la enfermedad, sí, por lo menos, sus aspectos desagradables,
consumando, en último caso y para los incurables, la eutanasia, la pronta liquidación
antes que el sufrimiento largo.
Hay en esto cobardía, sin duda, pero ya se ha dicho que por ser el hombre el más
cobarde de los animales ha podido consumar progresos que no sospecha el animal.
Por supuesto, no es el miedo la causa de estos progresos, sino la conciencia, pero el
miedo estimula el ingenio. Y sólo el porvenir podrá resolver el problema. Se
consideraba muy varonil la prueba de una amputación quirúrgica, pero desde que se
aplican los anestésicos a nadie se le ocurre que sea valentía operarse sin éter. Y así va
nuestra especie, haciendo de la necesidad virtud y aliviando sus males con el
antídoto, tantas veces engañoso, de la esperanza.
En cama, seguí recibiendo visitas y celebrando acuerdos. Para la preparación de
la gira por Veracruz, hablé con jefes agrarios, como Úrsulo Galván, que estuvo a
verme. Y por fin, gracias a los cuidados amistosos y competentes del doctor Gea y el
doctor González Herrejón, fui recobrando la salud.
En la cama corregí las pruebas de mi Metafísica, que gracias al empeño de
Manuel Gómez Morín pude encomendar a una editorial que él mismo iniciaba. Entre
grito y grito de las punzadas, escuché la lectura que alguno de los amigos jóvenes
hacía de las galeras de imprenta. Cierto renacuajo, que no es del caso mencionar,
escribió, después de la derrota, que en vez de atender yo a la campaña me había
dedicado a escribir una Estética. La idiotez del cargo se iguala con su mala intención.
Cualquiera comprende que no hubiera sido posible escribir libro como la Metafísica
en carros de ferrocarril o en automóvil. Y, por otra parte, la nación fue testigo de una
Me causa la más viva satisfacción dirigirme a esta multitud en la que hay personas venidas de los más poblados
distritos de este mismo Apizaco y de Huamantla, Santa Ana y Tlaxcala y Tlaxco; complace que hayáis acudido al
llamado de la libertad.
La República entera se sentirá tranquila al saber que los tlaxcaltecas no van a votar como un rebaño, no van a
votar conforme lo indiquen uno que otro de esos caciques que todavía andan soñando en las épocas oscuras de la
tiranía. Yo vengo a deciros que la imposición está vencida desde antes de que se acabe de organizar; está vencida
porque el empuje de los pueblos en todos los rumbos de la República le está echando lodo al rostro, como acaba
de ocurrir en Acámbaro, como tiene que ocurrir en todo lugar donde haya hombres libres.
Pero vengo también a deciros que la imposición está vencida porque acaba de cometer suicidio; está vencida
porque en un rapto de sinceridad acaba de descubrirnos su juego el candidato de los imposicionistas; se descubrió
cuando dijo lo que acaba de decir en Toluca, que era amigo del latifundio, amigo de la gran propiedad.
Y ¿cómo no habría de tener simpatías por la gran propiedad, si además de simpatía tiene posesión de una
buena finca el que se dice candidato de los campesinos? ¿Cómo habría de repudiar la gran propiedad el candidato
A los pocos días de publicado este último discurso, Vito Alessio me congratuló,
diciendo: «Con tres discursos como ése tira usted al gobierno»…
El pico de Orizaba
Sin responder al oficioso y secreto mensaje, que quizá no tenía otro propósito que
amedrentarnos, lo hice circular, lo hice saber en todas nuestras secciones, en todos los
Comentando este incidente con amigos de confianza, no faltó quien dijera: «Ese Vito
no es amigo de nosotros; hicimos mal de restaurarlo cuando ya los mismos suyos lo
habían despedido»… Yo defendí a Vito, de su lealtad no tenía dudas; sólo que debían
tener en cuenta, Vito era ya un veterano, merecía ser tratado con miramientos; le
ofendía que los jóvenes no lo tomasen en cuenta. Que procurasen lisonjearlo y
atraerlo, recomendé. Bastante poderoso era el enemigo político para que pudiésemos
darnos el lujo de «purgas» y divisiones entre los de casa.
El problema capital de nuestra proyectada convención era conseguir un local
bastante grande para contener a los delegados, que sabíamos no iban a ser menos de
dos o tres mil. Cada organización provinciana, en efecto, había sido advertida meses
antes de que ella costearía los gastos de su delegación. Clubes ricos, como el de
Mazatlán, nos hubieran pagado, de ser necesario, el costo entero de la asamblea. De
Estados Unidos ya nos habían anunciado delegaciones numerosas, pagadas con los
tributos del trabajador mexicano modesto, pero despejado y patriota, del exilio. La
colonia mexicana de Chicago, que entonces contaba con más de treinta mil
asalariados, esperaba nuestro aviso para poner en marcha una docena de
representantes. Y así, de cada sitio, y con la sola excepción de las regiones
completamente sometidas a régimen de cafrería, por ejemplo, Yucatán, siempre
subyugado por el militar, y Tabasco, Chiapas, Oaxaca. En San Luis Potosí, el general
Cedillo, después de asolar los distritos de su estado, usufructuaba la capital, o sea San
Luis Potosí, convertida en satrapía pavorosa.
Con todo, y a fin de no dejar piedra sin remover, recurso por intentar y
recordando la vieja simpatía que aquel rebelde anticarrancista me demostrara en más
Cartel cristero
Valeria
No fue partidario Vasconcelos de que en las ciudades se expusiera a las masas a la fácil carnicería de las
ametralladoras del gobierno; de acuerdo con su plan, la acción armada debía comenzar en los campos, lo mismo
que lo ha hecho el país en otras ocasiones. Eso no quita, sin embargo, que en todos los discursos se insistiera en la
necesidad de la colaboración de las ciudades en el movimiento que sin duda hubiera dado en tierra con la traición
si no hubiese faltado súbitamente energía a los millares de comprometidos. Las ciudades tenían instrucciones de
colaborar a la rebelión por medio de la huelga de todos los servicios. En los discursos de Vasconcelos, que pueden
verse todos recorriendo las páginas de los diarios mexicanos de aquel año, se marca el plan de acción que más
tarde se ha visto realizado con éxito en la India y en tantos otros lugares: el plan avasallador de la resistencia
pacífica. Los ferrocarrileros, que de un extremo a otro del país ayudaron a Vasconcelos, a veces públicamente,
siempre de hecho, y aunque fuese en secreto, se habían comprometido a interrumpir el tráfico. Los ferrocarrileros
fueron el último refugio de Vasconcelos cuando, ya éste prisionero de los militares, estaba en Guaymas; los
ferrocarrileros de Empalme lo rodearon y le dedicaron fiestas, bailes, reuniones, pero el tráfico no llegó a
interrumpirse. ¿Se esperaba el pretexto, el primer levantamiento, se esperaba la chispa? Sí y no, porque hubo la
chispa en distintos lugares del país: después de las elecciones fueron algunos patriotas al sacrificio de una rebelión
no secundada. En Torreón, en Sinaloa, en Jalisco, en la Huasteca veracruzana, en Coahuila, fueron ametrallados
algunos valientes. Faltó nada más el empuje colectivo. Faltó la nación.
Aparte de las huelgas, Vasconcelos había recomendado que no se pagaran contribuciones al gobierno
imposicionista desde el día siguiente de la elección. Cuando Vasconcelos anunció esta política en discurso
pronunciado en la ciudad de México meses antes de las elecciones, los diputados contestaron que se trataría como
rebeldes a los que no pagaran. Según parece, bastó con la amenaza, porque el gobierno no careció de recursos para
seguir matando a sus enemigos. La falta de espíritu público envalentona a los más cobardes.
Finalmente, Vasconcelos aconsejó la no colaboración de todos los patriotas con el gobierno que traicionara el
voto. Salvo contadas excepciones, salvo muy nobles ejemplos que los directores del antirreeleccionismo dieron en
El Partido Antirreeleccionista, sin embargo, no sabía de candidatos, no podía proclamar un candidato hasta en
tanto que se verificara una convención. Semideshecho el partido en su parte material por el gobierno, se
dudaba de si podrían obtenerse los fondos necesarios para reunir en convención delegados procedentes de
«Aun siendo su enemigo personal, tendría ahora que estar con él», exclamó después de enterarse del manifiesto
de Nogales un joven y distinguido hombre de letras español, y agregó: «Comprendo por qué el pueblo de México
le sigue como si hubiese sido fascinado por él. Es que en su ejemplo está su salvación.» Este parecer era el de la
masa limpia de prejuicios, capaz de afirmación; pero no fue, y que esto poco extrañe, el de «los intelectuales».
Salvo raras y brillantes excepciones, se confundieron con el sentir oficial en todos puntos, al grado de hacer
pensar, por momentos, que habían sido cegados con alguna venda dorada; pero, en honor de ellos, apresurémonos
a decir que las cosas no pasaron así. De antemano estaban atados a un denominador común: la envidia.
Cuentan que años atrás un poeta de México dejó nuestras riberas para desafiar los tifones del mar de la China, y
que, después de saturarse de exóticos ensueños, volvió, trayendo consigo la visión magnífica del Extremo Oriente
cerrada en breves y bien cinceladas rimas, para nosotros novedosas. Los dones de su espíritu eran frutos de oro en
bandeja de laca carmesí. Y sus amigos, para recibirle, dolientes de una ausencia no compartida y de un
enriquecimiento que les deprimía, se pusieron de acuerdo para cegar, como tema de conversación, el verbo
recamado de preciosos arcaísmos. Procedieron como si el poeta amigo volviese de un Viernes de Dolores en la
barriada de Santa Anita. La anécdota da el diapasón de las relaciones entre los intelectuales, quienes cuentan entre
sus más amenos pasatiempos lanzar saetas en las que consumen lo mejor de su ingenio; crear reputaciones
ficticias, no por el placer de imaginar, sino para encubrir con ellas otras de méritos reales y olvidados de cuajar en
obra formal. Todos los valores giran en torbellino, confundidos. La existencia es precaria, los puntos de apoyo
hacen falta. Y el instinto vital se afirma poniendo a todos en guardia vanamente, dolorosamente, lo que hace que
las relaciones sean frágiles hebras de hilo, quebradizas. La gente no sabe, no puede ser cordial en su trato porque
desconfía, y es incapaz de abandono porque está atenta a la palabra envenenada que pueden lanzarle, al acto infiel
con que pueden zaherirla. Hay un sabor de bilis en toda boca y un soplo frío, un toluco helado (aire del volcán
nevado de Toluca) corta la temperatura indispensable para que sea posible el trato humano. Negación de valores,
exaltación de nulidades, basándose en el dolor del bien ajeno, no son las cualidades requeridas para reconocer y
proclamar, no el significado de Vasconcelos en el momento político que se vivía, sino la trascendencia del
Hasta entonces, la campaña, aunque franca, había sido moderada en el decir. Se había
criticado a Calles duramente por sus métodos sanguinarios y por su enriquecimiento,
pero de un modo particular había recomendado a nuestros oradores que evitasen
La segunda dificultad, creada también por Vito, fue más grave. El caso reciente de
Gómez, el de Serrano, el de todos los partidos a estilo nuestro, en que desaparecido el
Aarón Sáenz: «Primero nos metieron a un señor Sáenz; ahora nos quieren meter a ese viejo
de Ortiz-Rubio»…
IGUALA DE LA INDEPENDENCIA
Les digo que esto se va a poner bueno. Amigos y enemigos están entusiasmados con la venida del licenciado. Ya
verán ustedes lo que es Iguala. Ya nadie está con la imposición. El otro día fui a Cocula, un pueblo de agraristas
próximo. Empecé a repartir la propaganda que me dejaron ustedes. Cuando se dieron cuenta de que era de
Vasconcelos, sonrieron con simpatía y comenzaron a rodearme: «Que si venía Vasconcelos, querían conocerlo…
Ya estamos cansados de que nos digan: “Ése es el candidato.” Ya no queremos imposición. Primero nos metieron
a un señor Sáenz; ahora nos quieren meter a ese viejo de Ortiz Rubio; dicen que no sirve para nada»… Y así como
ésos de Cocula están los agraristas de los demás pueblos de por aquí.
En Iguala ni se diga. Ayer andaba repartiendo los volantes. Uno de los jefes agraristas, que fue regidor el año
pasado, me dijo: «¿Ora qué trais, Chaconcito?» Y le contesté: «Píldoras de vida para la salud de la patria, es decir,
Y siguen, por el estilo, los relatos sencillos y pintorescos de Genaro Chacón, hombre humilde que vive de un
puestecito de chácharas, según él mismo dice, en el mercado de Iguala y que espontáneamente se ha convertido en
propagandista de Vasconcelos. Él y su familia desarrollan la propaganda, y de su peculio pagan volantes, adornan
fachadas.
Para el domingo 21, a las cuatro de la tarde, hora de la llegada del candidato, toda Iguala está engalanada.
Hombres, mujeres y niños, el pueblo en masa, acude a la estación y entre ruidos y cohetes, música y vítores,
desciende Vasconcelos del vagón del ferrocarril.
El profesor Rafael Gamma, miembro fundador de la Unión Suriana de Obreros y Campesinos, dio la
bienvenida al candidato en nombre de su organización. Luego, el desfile alcanza proporciones de avalancha. Con
dificultad nos abrimos paso para avanzar hasta el centro. A medio camino, el señor Arturo de Martini, a nombre
del Partido Liberal Guerrerense, dice: «Este pueblo, que heredara la libertad de los Guerrero y de los Bravo, no es
servil, no es vendido. (La multitud lo interrumpe: “Nunca lo será”…) Por eso, señor Vasconcelos, Iguala no está
con la imposición…, este pueblo libre está con usted… Entre toda esta gente del Sur, en los actuales momentos,
libre quiere decir: vasconcelista»…
Concluida una atronadora ovación, seguimos con la multitud hacia el jardín Juárez. Todos se atropellan para
ganar sitio… Desde el kiosco habló el señor licenciado Bruno Rosas; presenta al candidato; asegura a los
agraristas que el candidato no sólo respetará sus tierras, sino que las titulará a su favor; creará la pequeña
propiedad, que asegura la subsistencia del campesino; también lo libertará de los falsos líderes y de la tiranía del
gobierno mismo, constituido en gran propietario… Uno de los acompañantes del candidato invita al pueblo a
formar, allí mismo, un club electoral, y en medio de entusiasmo delirante se levantan las actas, se recogen millares
de firmas para el club, que se denomina, allí mismo, Partido Nicolás Bravo. Para jefe se elige, por plebiscito, al
señor Jesús Rueda, conocido y prestigiado luchador, que será honra del vasconcelismo en el estado de Guerrero.
En las estaciones de todo el trayecto, desde que se pisó tierra guerrerense, la gente acudía para aclamarnos.
Notable fue, entre todas, la recepción que se nos hizo en Buena Vista. A la llegada del tren nos sorprendieron los
cohetes, las aclamaciones.
Hemos vuelto a vivir días como aquellos inolvidables en que Sonora, Sinaloa y Nayarit se levantaron en un solo
grito a favor del candidato Vasconcelos. Matamoros Izúcar y Tehuacán, del estado de Puebla, quedaron grabados
en nuestra mente como una evidencia de que no es una ilusión, una loca esperanza, que un hombre como
Vasconcelos llegue a constituirse en salvador de la patria. Lunes 17 de julio será fecha inolvidable para el pueblo
de Matamoros Izúcar. ¡Qué espectáculo alentador presentaba la estación del ferrocarril! Bullir de sombreros de
petate y blancas indumentarias; conglomerado vibrante de gritos, cohetes y vítores: «Abajo la imposición. Viva
Vasconcelos» (que se limpien los ojos los contrarios). Dos bandas se turnan. El himno vasconcelista, que ha
corrido ya por toda la República, difunde sus alegres sones. Luego, tras un instante de silencio en que se produce
una suerte de espasmo colectivo, estalla en el viento el Himno Nacional. Llueve confeti, que ciega los ojos, pone
colores vivos en el aire. Las flores, las serpentinas, cruzan por sobre nuestras cabezas. Todas las casas están
engalanadas, de las aceras se desprenden grupos que interrumpen la marcha para saludar, abrazar al candidato. Un
arco triunfal, enflorado, levanta un saludo: «Al Ilustre Maestro»… Abajo, en el círculo rojo, la condenación de los
gobiernistas: «No Imposición.» A lo largo de la calle principal hay arbolitos que, ¡oh milagro!, se hallan cargados
de frutos. Luego nos explican que los campesinos, con gran cuidado, los han trasplantado, los han traído a la
fiesta; luego los reintegrarán a sus huertos.
Desde un balcón que domina la plaza del mercado, ancha explanada que desborda gentío, el señor Heriberto
Vázquez, del Partido Antirreeleccionista local, exclama: «Pueblo de Matamoros, tú que has visto desfilar la
tragedia de la patria y que has permanecido indiferente al llamado de los falsos revolucionarios, te reúnes ahora
para vitorear a José Vasconcelos, que es el símbolo de los ideales de la nación»…
En seguida, el líder Alberto Iglesias da la bienvenida a nombre de los trabajadores de la comarca.
Llega el momento en que hablará el candidato. No puede hacerlo porque duran varios minutos los aplausos,
las aclamaciones. Por sobre las cabezas tremolan los estandartes, los carteles con leyendas que expresan el sentir
en las municipalidades próximas. Se hace, por fin, el silencio, y el candidato, con palabra llena, emotiva, expresa:
«Esta manifestación de un pueblo del Sur de la República me estimula profundamente, porque tengo también
sangre suriana. Se decía que la democracia sólo actuaba en el Norte; aquí estáis vosotros para demostrar que
también el Sur ama la libertad. Paso la mirada sobre incontables cabezas de campesinos indígenas y pienso que
estáis desmintiendo a los neorrevolucionarios latifundistas, que aseguran contar con la masa indígena, acaso
porque la siguen explotando como siempre. Quiero que cada uno de los hombres de sombrero de petate que me
escucha vaya por los pueblos y los campos a decir que, así como ayer en la escuela puse atención al indio, mañana
también, si me prestáis el debido apoyo, haré que los bancos refaccionen al pequeño cultivador, en vez de que los
préstamos en grande se vayan, como hoy, a fomentar los latifundios de los hombres del poder… Pero antes os
pido que respondáis: ¿Estáis con los farsantes de la revolución o estáis con nosotros, que pretendemos librar a la
patria de sus verdugos?» (Voces innúmeras contestan: «Estamos con usted, señor Vasconcelos…»)
Y prosigue el candidato: «El campesino debe ser nuestro aliado; si no estuviera con nosotros, abandonaría yo
la lucha. Pero yo sé que esta pobre raza nuestra todavía ha de dar sorpresas al mundo»… Después de algunos
otros conceptos, el candidato termina: «Hagamos que estos árboles, que ayer se plantaron en broma por la
avenida, para celebrar esta fiesta de la esperanza, sean el símbolo de los frutos definitivos que mañana nos dará la
libertad.»
Lentamente se disolvieron los manifestantes, camino de sus aldeas muchos de ellos; de regreso a sus hogares,
otros. Y los de las comisiones, con el candidato, fuimos llevados a la casa del señor Luis Aparicio, que sirvió una
comida de homenaje de más de cien cubiertos. Numerosas señoritas que habían tomado parte en el desfile nos
acompañaron al convite. Los generales maderistas Gaspar Cantú y Rafael Mendoza honraron la comida con su
presencia. Y en discursos vibrantes se proclamó la unión de los veteranos de 1910 con las juventudes del
vasconcelismo.
Terminada la comida, el candidato quiso dar las gracias a los principales del pueblo que habían contribuido a
la recepción, y al efecto recorrió los puestos del mercado, deteniéndose a conversar con los propietarios. «Aquí
hasta los perros son vasconcelistas», exclamaban en los grupos que nos siguieron hasta la estación. Y todavía allí,
a instancias del público, se dijeron más discursos, se improvisó otro mitin.
La noticia de atentados como el de Guadalajara y los que vinieron después daba lugar
a protestas de intelectuales, con firmas tan notables como la de Romain Rolland. En
París, los de la Asociación de Estudiantes Latinoamericanos se movían en mi favor,
Fusilamiento de Maximiliano, óleo de Manet: «Ejercen de guías para el viajero del Norte, que
se solaza contemplando el sitio de los fusilamientos de Maximiliano, Miramón y Mejía»…
Pero una cosa me disgustó, me decepcionó del lugar y, por desgracia, el lugar no era
sino miniatura del sentir de toda la nación en este periodo de su decadencia. Cubrían
los muros de las esquinas grandes carteles con el anuncio de una corrida de toros para
el día siguiente. Y el diestro, un torero nacional, con fama de valiente, merecía
desprestigio en grado de linchamiento porque dos veces consecutivas, por simple
Un segundo mitin se dio esa noche en Torreón, muy hermoso, en vasta plaza de los
suburbios, concurrido por millares de personas. Terminado el programa no querían
marcharse; exigían despliegue oratorio. Accedimos por la sinceridad, la ingenuidad
Difícil es precisar los recuerdos de tanta villa y ciudad recorridas, pero tomo de la
crónica de Valeria lo que ella a su vez copia de la carta que le dirigiera uno de
Ayer estuvimos en San Pedro de las Colonias. Es una población de seis mil habitantes, pero a recibirnos
estuvieron más de diez mil, ya que se habían vaciado los pueblos circunvecinos. No llegamos a la hora anunciada
porque los caminos están pésimos. Pero apenas se nos divisó, las cámaras de aire empezaron a hacer explosión.
La gente nuestra, en el fondo más asiática de lo que hemos sabido percibir, tiene una resistencia que la
desentiende de esa cosa fugaz y temible llamada el tiempo. Dos horas más, dos horas menos, ¿qué son para el
espíritu absorto? El cielo estaba despejado, azul; una que otra nube blanca parecía clavada, inmóvil, como
palomas inmaculadas. Habíamos atravesado por gruesas filas de manifestantes, con mujeres que arrojan flores; de
pronto, tuve extrañeza de sentir la cara, las manos, humedecidas; instintivamente olí; las manos estaban
perfumadas. ¡Pueblo oriental! Después de esto, sólo falta que a nuestro paso quemen incienso. La gente está de tal
modo convencida que es de temerse en cualquier instante un choque, una explosión. Con tal de que no sea antes
de tiempo. Hemos tenido la sorpresa de encontrarnos muchas mujeres vistiendo de rojo, color del partido. Forman
vallas ardientes a nuestro paso; llamaradas parecen al andar. Se afirma el desprecio con el cual el pueblo ve la
farsa grotesca de la imposición. Se han visto precisados los del gobierno a pasar circulares obligando a los
hacendados, a los comerciantes —acaban de hacerlo en Torreón—, para que sus empleados formen en las
manifestaciones oficiales so pena de represalias, aumento de contribuciones, multas sin causa. En fin, que están en
el fuego los instrumentos de tormento. Cuando los mítines son por la noche, el municipio nos corta la luz; pero
había olvidado que la luna brillaba y que en la penumbra de la claridad misteriosa más hondo penetran las
palabras en las almas. En otra ocasión, la luna estaba en menguante; pero quién sabe de dónde salieron en la noche
manos con teas ardientes, manos en lo alto llevando antorchas.
Fuerte de Saltillo
Cuando el hombre teme por su vida está atento al gesto del contrario y en rápida interpretación responde —
proceso de penetración intuitiva— al estímulo que el peligro provoca en él. Esta manera de proceder, latente en el
hombre civilizado, quien deja atrofiar sus sentidos, reaparece cuando se acentúa la hostilidad del medio ambiente.
Para aquel que no está sujeto a semejante tensión parecen extraordinarios casos como el siguiente: una tarde, la
comitiva de Vasconcelos, que viajaba ese día en automóvil por rutas a las que sólo la buena voluntad puede
otorgar ese nombre, se detuvo más de lo pensado en un pueblo (Monclova), donde merendó. Había que dormir en
otro sitio vecino; la hora de la partida había llegado; varias personas de la localidad debían escoltar, y cuando caía
el sol emprendieron la marcha. Eran tres o cuatro automóviles los que avanzaban. Habrían recorrido la mitad del
camino, cuando intempestivamente Vasconcelos dio orden de detenerse, manifestando que era conveniente
pernoctar en la población de la cual se alejaban, añadiendo que no deseaba entrar cerrada la noche en el pueblo de
San Buenaventura. Como estaba convenida la llegada de noche, parecía absurda la razón; sin embargo, si alguien
formuló alguna objeción, fue disipada. No se prosiguió. Minutos más tarde, emprendido el regreso, fue alcanzada
la comitiva por un jinete que, desaforado, cortando por veredas, había procurado salirle al paso para advertir que a
la entrada del pueblo estaba emboscado un destacamento; había peligro de muerte.
Citaremos otro caso de penetración que hace pensar, involuntariamente, en uno famoso en la historia de
Francia. En la estación de Monclova, delante de numeroso público allí congregado, Vasconcelos percibió dentro
de la multitud un grupo rebelde a la corriente emotiva que fundía los corazones; cuando su palabra formulaba la
frase fuerte que insistía en la necesidad de limpiar al país de la lepra del gobierno establecido, alguien rió con
sorna. Volviéndose a él y señalándolo con el dedo, increpó terrible: «Hemos venido para que tú y los de tu ralea
dejen de robar.» Como un criminal cogido in fraganti, aquel hombre palideció, esquivándose. Era miembro del
municipio local.
Calles a su regreso de Europa: … «el hijo de Calles, que sin ciencia ni paciencia competía en
capitales con los más acaudalados»…
EN EL TRÓPICO
PROMÉTHÉE: Sache que je ne changerais pas ma misère pour ton esclavage. J’aime mieux,
oui, j’aime mieux être lié a ce roc…
Tamaulipas es una región de la tierra que de pronto apareció sobre el mapamundi por su riqueza fantástica: el
petróleo. ¡Gallina de los huevos de oro matada por la codicia de los políticos! Extendiéndose a lo largo de la curva
que describe el golfo de México, colinda al Norte, a la desembocadura del Bravo, con Estados Unidos, y baja
hacia el Sur, entregando en sus tierras feraces, de rico subsuelo, el plátano, el cocotero, los troncos de madera
preciosa que entretejen los bosques espesos, donde el tigre habita en la cortina tupida al margen de los esteros,
donde agita la cola el caimán. Ahí el nenúfar inmaculado apoya indolente sus anchas hojas sobre las ondas. La
vegetación lujuriante es eterna amenaza para la obra humana; la selva rumorosa, para estrujar al primer olvido
entre sus flexibles brazos la creación del hombre, espera en el lindero, sin cesar trazado, que fija la voluntad. Ahí,
donde a millares las garzas escapadas de dibujos orientales —blancas, grises, rosas— asombran con su vuelo en
parvadas increíbles a los cangrejos multicolores, piedras animadas, que escondidos entre las raíces van a
humedecer sus tenazas en el agua semisalada de las lagunas. Ahí vive gente mexicana a la que la proximidad del
mar, soplo constante que vivifica en el calor abrumante, ha dado almas claras, prontas al hecho, generosas a la
aventura desinteresada, gente que es como la tierra fecunda, aguerrida por mil luchas, templada en los conflictos
provocados por la riqueza del suelo, hoy inexplotado casi. Vidas transcurridas en una contienda peligrosa, que
hace de la existencia un continuo ejercicio de virtudes, creando costumbres de largueza desconocidas en el
altiplano, donde la desconfianza impera. Estado de gente libre cuya conciencia no hubo de esperar la llegada de la
vanguardia vasconcelista, sino que tiempo atrás se había organizado en núcleo fuerte, preparándose a la lucha.
Tamaulipas también ha sido cantado como foco de agrarismo. Circunstancia más que significativa: Portes Gil
había sido gobernador hasta el momento en que, asesinado Obregón, Calles le había mandado a la presidencia
provisional. Cuando ocupaba el primer puesto en Tamaulipas, con el ingeniero Marte R. Gómez, a la sazón
Pero no se logró este triunfo sin previo ardid. Dos horas antes de la conferencia, el
jefe de las armas, por conducto del abogado Samperio, me mandó recado «amistoso»:
GERMÁN DE CAMPO
En la capital cayó el primero de los miembros del batallón juvenil. Su poca edad, su ardiente pureza, el haberse
ido llevando intacto el estado de gracia que había creado la unidad moral mexicana, han hecho de él un símbolo:
el de aquella juventud sacrificada. Se llamó Germán de Campo. Tenía el cutis fresco y sonrosado como el de un
niño, los ojos brillantes de ilusión, los cabellos dorados, rebeldes juguetes de la brisa. El gesto habitual de
confianza, de ardorosa fe. Tenía el alma consumida por visiones nostálgicas y luminosas: contaba, a más de sus
compañeros vivos, con una pléyade ideal que su imaginación y sensibilidad habían llamado al festín del ideal que
El trabajo metodizado, mural de Ramón Cano Manilla: «Gracias otra vez a los ferrocarrileros,
la recepción de la capital del estado nos sacó la espina chlhuahuense»…
Llegué a pensar en la conveniencia de suspender la gira como una protesta contra los
asesinatos, las amenazas y los estorbos que hallaba, pero tal acto se hubiera atribuido
a miedo de riesgos personales. A Torreón llegamos de improviso para evitar que una
recepción repetida desluciese la primera. Sin embargo, a despedirnos acudió público
en gran cantidad. Alarmadas, las mujeres nos imponían de los rumores. Crecían éstos,
hasta el grado de asegurar que en el mismo tren iban asesinos encargados de
atacarnos. Desvanecieron fácilmente esta versión los ferrocarrileros, que en su
inmensa mayoría eran nuestros; pero la recepción de Jiménez, verificada al oscurecer,
reunió poca gente. Allí se nos unieron, sin embargo, dos auxiliares insuperables: Vito
Aguirre y Rodolfo Uranga. Se enfadaron cuando les dije: «¿Qué pasa con su estado,
que no demuestra la hombría de Coahuila, de Tamaulipas?» Ellos mismos no querían
creer lo que veían. Pero otros, menos cegados por el valor y la ilusión, nos enteraron
Celis, el jefe del vasconcelismo en Tampico, fue asesinado a mansalva, cazado por
los polizontes al salir de una junta. Se echaron después los esbirros sobre otros
miembros de la directiva tampiqueña, sin respetar ni a sus familiares. Un hijo de
Celis, que vino a dar a Jalapa, nos comunicó que estaba dispuesto a la venganza, que
se contara con él para los levantamientos de noviembre. En Los Mochis de Sinaloa
cayó Quiñones asesinado en forma idéntica por una pandilla municipal, que obedecía
las inspiraciones del centro. Las directivas de Hermosillo, de Culiacán, de Tepic,
Y empecé a padecer la suerte del que ha encarnado una esperanza y luego, cuando la
derrota asoma, ve que sus mismos amigos tienden a echarle encima la culpa. Visita
frecuente era Palacios Macedo, que de vuelta de su destierro por el delahuertismo se
había sumado a nuestros esfuerzos con toda la decisión de su carácter, la claridad de
su talento. Y me increpó una vez:
—Usted es un agitador máximo, pero es desorganizado…; organice usted la
revolución, no hay nada preparado en ese sentido.
—No sé quién está más loco, Carlitos, si él o yo. Me ha venido a ofrecer garantías y
él no las tiene en su pueblo… Y yo le creo… acaso porque no tengo otro que me
traiga siquiera ilusiones…
—¡Pero sus doscientos hombres, su guardia presidencial!…
—Los tiene en la imaginación, Carlitos; sin embargo, locos como éste son los que
Manifestación estudiantil
Gómez Arias, a raíz de una de sus visitas a la presidencia, me contó que, al discutirse
el rectorado definitivo de la Autónoma, Portes, sonriendo, su sonrisa de máscara
nahual, expresó:
—Muchachos, les tengo una sorpresa.
—¿Cuál, señor?
—Un gran rector. ¿Qué les parecería Vasconcelos para rector? Una vez que pase
toda esta agitación electoral, en la que nunca se debió haber metido…
Aseguraba Gómez Arias que había respondido:
—A Vasconcelos lo tenemos ya designado para sucederle a usted en la
presidencia.
Pero yo recogí la insinuación, até cabos, recordé la sugestión de Morrow y me
Había estado en México durante la última represión ejercitada por el gobierno reaccionario de Portes Gil…
Tiene éste la figura de esas máscaras aztecas que lo miran a uno con afectación y con cariño y a la salida de
Palacio ordenan su muerte; pero, con todo, ¡qué bello país es México!…
Terrible México: a uno le colgaron de las manos y lo tuvieron suspendido de una cuerda más de dos horas
seguidas… A otro, un muchacho cubano, lo metieron a la sala de electricidad para que perdiese el sentido. A
un padre de familia lo martirizaron cruelmente, arrastrando a sus dos hijas, menores de quince años, por la sala
de guardia del cuartel. El pobre gritaba desesperado: «Que me fusilen, pero que no violen a mis hijas»… En
uno de esos accesos perdió la razón y con una hojita Gillette intentó degollarse…
El general Francisco Villa: … «una buena bandera es capaz de redimir a un Pancho Villa, con
tal de que el jefe sea un Madero, no un Carranza»
Manifestaciones de 1929
En los centros más poblados la situación era bien diferente. Desde Mazatlán pregunté
a nuestros amigos de Culiacán si había por allí manera de escapar con los que por la
sierra adyacente había estado conquistando el doctor García para la rebelión. Se nos
contestó que no debíamos pensar en presentarnos por la capital del estado; se
hallaban allí los nuestros más oprimidos que en Mazatlán. Políticos y militares
coludidos habían hecho a un lado todo pudor y descaradamente perseguían a nuestros
representantes, dispersaban a los correligionarios. Una carta, que recientemente me
ha enviado un amigo para refrescarme la memoria al respecto, dice así:
Pasó por aquí (Culiacán) Vasconcelos, el día de las elecciones, a bordo del tren ordinario, rumbo al Norte.
Antes había llegado a Navolato una porra para que con la de aquí se le hiciera una manifestación hostil. El
doctor García proyectó tomar a Vasconcelos en automóvil en alguna estación anterior a Culiacán, para lo cual
contaba con la ayuda de todo el elemento ferrocarrilero, y reinstalarlo en su tren en alguna estación posterior a
Culiacán; pero como al mismo tiempo gestionaba con el gobernador y el jefe de las armas que se dieran
En efecto, cuando el tren se detuvo, subió primero la policía a decir que podían entrar
a verme los que yo designara; pedí desde luego que dejaran pasar a los de mi
directiva local, y subieron el doctor García y don Benjamín Gutiérrez, creo que
también el señor Leyva y Verdugo…
Y me informaron de situación parecida a la de Tepic, de pocas noches antes. El
pueblo estaba afuera de la estación, pero las porras, protegidas por las tropas, le
impedían acercarse. Un tal Soberón, emparentado con Aarón Sáenz, yerno de Calles,
a caballo, al lado del jefe de la policía, vigilaba que las porras cumpliesen, y
periódicamente exclamaba: «A ver, a ver, van a ver cómo se trata a este pueblo tal», y
hacía que los de a caballo arremetieran contra una muchedumbre desarmada, en la
que había mujeres y niños.
Ansiosamente recomendé al doctor García: «Manden emisarios por la sierra, por
las aldeas, digan que desde mañana deben empezar en todo el país los
levantamientos»… «No creo que por aquí haya muchos que se levanten —confesó el
doctor García—; ya hemos hecho la lucha, pero no garantizo el resultado; la gente no
se ve decidida para eso»…
Al llegar a la última cabecera de distrito sinaloense, Miguel Ángel Beltrán, que
nos acompañaba desde Mazatlán, se despidió de nosotros llevando en la mano el
mensaje que redacté a las seis de la tarde, hora del cierre de las casillas; estaba
dirigido a México, al partido y a los diarios. En él declaraba yo lo convenido: «Que
habiéndose consumado la elección por una abrumadora mayoría en mi favor, desde
ese momento me declaraba el presidente electo.»
Por la noche, nuestro paso por Navojoa provocó un motín. Las tropas y la policía
impidieron el acceso de los nuestros a la estación. Nuestra buena amiga, doña Sofía
Ayala, apostrofaba una contraporra de nuestros partidarios, pero en vano; a los
verdaderos porristas los amparaba el ejército. Salazar Félix se impuso y entró hasta el
pullman, en que nos disponíamos para dormir.
—Allí tengo gente armada —informó—, les quieren asaltar el tren del otro lado
del puente, pero yo tengo allí cuarenta hombres, vayan sin cuidado…
—Bueno, Salazar, ¿y de lo otro? Ya llegó el momento.
—Descuide usted —respondió—, aun dentro de la policía local contamos con
gente comprometida.
—Bueno, sin ir a cometer suicidio, aprovechen la primera ocasión; adiós, adiós…
Media docena de casas de empleados del ferrocarril estaban a nuestras órdenes. «Si
quiere esconderse —advirtió Corrales—, de aquí no lo sacan, aquí está entre los
suyos.» «No, no se trata de eso. Pensamos seguir rumbo a Guaymas.» Era preferible
procurar mantener comunicación directa con el resto del país, mientras se pudiese. Y
sólo aceptamos que nos llevaran a almorzar. Después de un buen almuerzo, en una
Lo que más nos desagradó, así que llegaron a los dos días periódicos de México, fue
el ver, al lado de mis declaraciones afirmando haber ganado la elección, por lo que
me reputaba presidente electo, un testimonio del licenciado Calixto Maldonado, que
decía: «Se ha asesinado a la democracia, no ha habido elecciones; los atentados las
impidieron»… Menos mal que también publicaron las declaraciones leales del señor
Góngora, el presidente del partido, expresando lo convenido y lo justo conforme a la
verdad, o sea, textualmente: «A pesar de los atropellos notorios, el pueblo acudió a
votar. Hemos ganado por mayoría absoluta de votos y desde este momento, para mí,
Vasconcelos es el presidente electo.»
La ira me hizo arrojar el periódico. ¿Cuál era la causa de aquella mala pasada?
¿Quién llamaba a Maldonado a declarar?
Y el daño que hizo fue grande; no sólo el daño, también el ridículo. Supe
posteriormente que en Los Ángeles el general Manzo y el general Fausto Topete,
desterrados a la sazón, habían comentado: «¿Qué clase de partido tiene Vasconcelos
en México, que le contradice en sus propias declaraciones; afirma que no hubo
Washington
—Necesito hablar con usted dos, tres horas, de parte de mister Morrow; es algo muy
urgente.
—Pues véngase al mar conmigo —le dije—, hablaremos mientras nadamos…
—No, le ruego que me excuse; lo esperaré. Es algo muy serio, no he venido más
que a eso y me quedaré hasta que pueda hablar con calma…
Me fui al baño. Los oficiales que nos acompañaron parecían intrigados. Corrió la
voz de que el gringo era un agente especial del procónsul.
¡Se ocupaba, pues, de mí el procónsul, cuando el presidente y los generales
aparentaban no hacerme el menor caso!
—¿Por qué lo hace esperar? —rezongó Pedrero, comido de curiosidad— deje el
baño para otra vez, ya bastante se ha remojado en el mar…
—Lo hago esperar —le dije— por eso, porque viene de parte del procónsul.
I. Se declara que no hay en la República más autoridad legítima, por el momento, que el C. Lic. José
Vasconcelos, electo por el pueblo en los comicios del 17 de noviembre de 1929, para la Presidencia de la
República. En consecuencia, serán severamente castigadas todas las autoridades, inclusive los miembros
del Ejército, que sigan prestando apoyo al Gobierno que ha traicionado el objeto para el que fue creado.
II. El suscrito, Presidente Electo, rendirá la protesta de Ley ante el primer Ayuntamiento libremente nombrado
que pueda recibirla en la República, y desde luego se procederá a organizar el Gobierno legítimo.
III. Se desconoce a todos los poderes de facto, así los de la Federación como los de los estados y municipios,
que desde hace tantos años han venido ensangrentando al país, robando el tesoro público y creando la
confusión y la ruina de la patria, y que han pretendido burlar el voto público en la elección presidencial
última.
IV. El ciudadano que en cada uno de los estados tome el mando de las fuerzas que expulsarán a los
detentadores del poder público se hará cargo interinamente del Gobierno local, y procederá a organizar éste
de acuerdo con la Constitución Federal, con la de la Entidad Federativa de que se trate y con las demás
leyes en vigor, a reserva de que sus actores de Gobierno reciban la ratificación del Presidente legítimo de la
República y de que éste confirme su investidura, la que no por ello perderá su carácter provisional.
V. El pueblo designará libremente en cada municipio a los ciudadanos que deban encargarse de la
administración municipal.
El Presidente Electo se dirige ahora al extranjero, pero volverá al país a hacerse cargo directo del mando tan
JOSÉ VASCONCELOS
El general Pascual Ortiz Rubio: … «Ortiz Rubio tendrá todo el apoyo del gobierno
americano»…
Eulalio Gutiérrez: «Oriundo del Norte del país, relacionado con el elemento militar de la
revolución»…
—Pero si vengo a que usted mismo me ayude, a urgirle a todo el mundo que se
levante en armas, que nos secunde; si no se hace esto en seguida, más tarde será más
difícil… —y le conté lo del recado de mister Hoover… «Pronto o nunca», nos decía
el jefe del imperio.
—Pues siento no poder prometerle nada, porque usted y yo juntos, y otros
cuantos más, nada lograremos…
A Vito Alessio y a Gerzáin Ugarte les participé el resultado de mi viaje y los dos
prometieron mantenerse activos en la tarea de recomendar los alzamientos. Y me
No tuve que ir en busca del general Caraveo. El mismo día de mi llegada, por la
tarde, me honró con una visita muy cordial. Y le hablé del proyecto de sus amigos. Él
no desautorizó el propósito; al contrario, le pareció factible, pero dijo que de
momento no contaba con dinero; lo daría tan pronto como un agente comercial suyo
regresase…
Paisaje de Arizona, Nuevo México: «Del hecho nos enteramos en un café de Tucson por los
diarios de la tarde, que ofrecían en inglés los voceadores»
Lo que en realidad había pasado lo supe en seguida por amigos que acababan de
cruzar la línea. Bouquet, junto con los amigos que encabezaban la conspiración de
Mazatlán, estuvo escondido en Nogales esperando una ocasión para cruzar la
frontera, porque no les habían cumplido los que, en el campo, debieron acogerlos. Un
exceso de confianza impidió que atravesaran la frontera de inmediato y las tropas de
Amaro los apresaron. En seguida que fusilaron a Bouquet libertaron a sus
acompañantes.
No pudiendo hacer otra cosa que hablar, aproveché el interés de los reporteros
que me rodearon para denunciar ante el mundo aquel nuevo crimen.
El jefe de las armas, que con su hazaña se ganó de por vida puesto distinguido en
el constabularismo nacional, me contestó en términos ofensivos, insolentes. «Se
PARÍS, FEBRERO, 1930. —Una mujer de noble estirpe espiritual, que como muchas otras mujeres mexicanas se
asociaron al gran movimiento cívico prestigiado con la personalidad de José Vasconcelos, acaba de dirigir una
conmovedora epístola relatando los sucesos más salientes de esa campaña democrática que fue, es decir, que debió
haber sido como el despertar de la conciencia de América. Porque la victoria del educador Vasconcelos hubiera
significado la afirmación del pensamiento indoespañol, su cultura, su razón de ser, etc., frente al designio de
superación de la raza saxoamericana. México ha librado el 17 de noviembre de 1929 una de las batallas más
formidables contra el imperialismo yankee. El ideal salió defraudado en virtud del triángulo fatídico: Washington,
el dictador-caudillo y Wall Street. Trinidad diabólica que es ya el símbolo definitivo de nuestras calamidades.
Washington y Wall Street es un solo dios… y dos personas distintas. Todo esto es bien sabido, pero no hará mal en
repetir una vez más la dosis. El buen remedio cura o mata. ¡Apliquemos la dosis hasta que repugne!
El mensaje de la poetisa chilena —y cuya copia nos la envía la autora desde Los Ángeles, California— es un
singular documento histórico que no debe ni puede quedar inédito, y entendemos no incurrir en una falta de
delicadeza dando a la estampa los fragmentos más trascendentales de esta misiva personal. A nuestro descargo
diremos que América tiene cabal derecho a conocer la verdad escueta de esta lucha en la que todas nuestras
repúblicas, sin excepción, están llamadas a darse cita con el destino. De nuevo perdimos en tierra azteca en el
magno y desigual duelo contra la intromisión extranjera y contra la ignominia interior. Pero que se sepa al menos
la razón de esta derrota. Quizá sea una lección que otros pueblos de la misma habla aprovecharán a su hora. Y si
no la aprovechan, nosotros no habremos dejado de cumplir por eso con un deber elemental de conciencia.
Copiamos a la letra este documento mexicano que, gracias a la benevolencia de su autora, llegará al mismo tiempo
a poder de su ilustre destinataria y a conocimiento de nuestros lectores:
«Los Ángeles, 18 de enero de 1930.
»Muy estimada…
»En días pasados recibí su carta que agradezco profundamente. Voy a contestarla con la amplitud que el caso
(la elección presidencial de Vasconcelos) requiere. Tanto más porque con toda justicia me da usted su opinión
sobre el particular y yo estoy obligada a explicarle cuáles razones decidieron mi petición a usted; petición que
también le hice a Romain Rolland. El solitario de Suiza, en carta que me escribió, me decía lo que usted: que los
amigos de Vasconcelos en Europa estaban ignorantes de la labor que este hombre extraordinario estaba haciendo
en América…
»Efectivamente, Vasconcelos no se ha preocupado por tener a nadie al corriente de su labor, por apremiante e
inmensa, y por el conocimiento que tiene de las limitaciones ajenas.
»¡Qué tarea sobrehumana se echó sobre los hombros! Usted, que conoce bien aquel mi pobre país, se puede
formar idea de lo que significó recorrerlo palmo a palmo, moverlo hasta las entrañas y sacarle a golpes de verdad
un alma rescatada de la ignominia ambiente. Negado por todos y cada uno de los que se llaman intelectuales, fue
“el loco Vasconcelos” durante los primeros meses de la campaña. Y a medida que la gente anónima, la gente
dolorosa y sin esperanza, el pueblo que guardaba en el corazón la semilla pura de la labor que en Educación
Pública había realizado, labor misionera de la que parte y no pequeña le corresponde a usted, hubo estupor.
»Usted sabe bien cuáles fueron los motivos que obligaron a Vasconcelos a aceptar ser candidato a la
presidencia. La necesidad de demostrar que el pueblo de México está apto para la democracia y que es la pandilla
que lo dirige la que está descalificada. El discurso del general Calles del 1.º de septiembre de 1928, en el que
declaró que se retiraba de la política, que jamás volvería a ser presidente y que garantizaba próximas elecciones
liberales, dieron base para quitarle de una vez por todas la careta al sucesor de Obregón. Vasconcelos sabía que
iba a exponer la vida, pero consciente de su destino aceptó volver a México a dar una lección de hombría.
»El 10 de noviembre de 1928, el licenciado cruzó la frontera en Nogales, acompañado por dos jóvenes. No
sabían si al día siguiente ya no vivirían. Uno de sus acompañantes le aconsejaba prudentemente que no comenzara
a hablar de política hasta no sondear el terreno y que comenzara dando una conferencia cultural sobre Brasil.
Vasconcelos le dijo que llevaba su manifiesto escrito y que si no encontraba a quien leérselo lo leería frente a un
poste de la calle. Este manifiesto fue evangelio y credo durante el año de peregrinación. Usted comprenderá que la
gente al oírle enloqueciera de esperanza y amor. Cuando lo vuelve el conocimiento profundo que de México tiene
Mientras esto escribía Valeria con el propósito de salvar la idea, tantos que fueron
amigos del Ministro de Educación y se dedicaron a divulgar su obra ganando de paso
continuadas ventajas, en lo de adelante se dedicarían a corromper la idea y hacerla
confusa. No debí figurar como candidato, afirmaban, y de todos modos, insistían, no
debía seguir en mi prédica antimexicana; el nuevo gobierno era un adelanto sobre el
de Calles, etc., etc., y todo con miras a ganarse la tolerancia de los vencedores
desleales.
Y como siempre he creído que una revolución es obra, más que de las armas, del
estado psicológico de un pueblo, me empeñaba en sostener ardido el ánimo público
mediante conferencias que empecé a dictar desde San Francisco hasta Caléxico, en la
frontera de Baja California. Lentamente, sin embargo, aun aquellos que para la
comedia de las elecciones habían prestado apoyo franco, se me fueron retirando, sin
dar excusa; los más, ofreciendo una excusa peregrina los que se dignaban explicar su
cambio de frente. Hallé la excusa en una hoja periódica, horas antes de la conferencia
que di en el Centro California. Decía el ex correligionario, en un periódico de la
tarde, que no me seguían porque ya no era yo Quetzalcóatl predicando la paz, sino
insensiblemente me había colocado en el papel de Huichilobos, que reclamaba
matanzas. Y tomé esa observación desleal como tema de mi plática de esa noche. Y
señalé en vano la diferencia que hay entre pelear por la justicia y matar deslealmente,
en apoyo de la injusticia. Por eso se habían perdido los aztecas, no habían sabido
pelear para defender a Quetzalcóatl como hombres libres y, en cambio, se habían
visto condenados a la guerra perpetua y la discordia sin término. Pues no es sobre
bases de crímenes como se levanta el edificio de la prosperidad, la felicidad de las
naciones. «Les alarma —expresé— que yo predique el castigo de los asesinos, pero
ni uno de esos pacifistas levanta la voz para condenar a los verdugos; al contrario, se
alían con el verdugo desde el momento en que me abandonan a mí.» Y era verdad: en
cada caso particular, la causa del cambio de frente de los claudicantes aparecía
objetiva, en ventajas y cargos públicos obtenidos del gobierno en recompensa de las
deserciones. Hubo otros que aun sin recibir paga y con la sola esperanza de que sus
largos destierros fuesen condonados, echaban piedras a quien antes habían ensalzado.
Aparecieron folletos y artículos de «enemigos del gobierno», que, sin embargo, me
calumniaban, me vilipendiaban, me señalaban como jefe inepto y ambicioso vulgar.
Y así comenzó la tarea de desprestigio que no hería de frente, pero se valía de los
tránsfugas. Por lo común, el grupo oficial no ha contestado mis cargos, no me ha
ofendido, pero ha hecho recluta de traidores, para minar a través de ellos mi fama,
presentándome como uno a quien sus propios amigos devoran. Hubo así traiciones
notorias y ni vale la pena dar los nombres de tan bajos actores. Y la lluvia de
improperios y calumnias fue amarga, porque la escupían bocas que meses antes me
proclamaban afecto. En México no se levantaba una voz que no se dedicase a
censurarme. Iniciaban generalmente el ataque expresando con cuánta simpatía habían
visto el movimiento democrático que yo encabezara, pero ahora no podían menos
que reprobar mi conducta antipatriótica, mis desahogos de despecho. Es decir, que la
hora en que debieron estar todos conmigo, la hora de exigir que la justicia no fuese
burlada, fue hora de recriminaciones. Y, peor aún, de enojo porque no adoptaba el
fácil papel de payaso electoral que acepta sonriendo el fraude y el crimen. Por
supuesto, los pocos leales no podían hablar, ni hubiese habido diario que les tomara
Mujer en el canapé, obra de Edvard Munch: «Valeria decidió por el exilio definitivo»
Decidí no mover a mi familia de Los Ángeles mientras anduviese errante. Mis hijos
estaban en la universidad. Mi hija, dedicada a sus estudios, era tan joven que no me
había pasado por la cabeza la idea de que anduviera de novia, y acaricié el proyecto
de llevármela en mi gira por el Sur. Y eso que Herminio, en cierta ocasión, puso en
mis manos un librito de proverbios chinos, y me señaló el que más o menos decía:
«Cuida mucho de ver con quién se casa tu hijo, pesa las ventajas, las desventajas de
Alta mar
El canal de Panamá
Y siento no poder hablar con el mismo entusiasmo que se merecen sus antecesores de
los políticos de la Costa Rica actual. Caso omiso haré de las pequeñas obstrucciones,
los desaires menudos de que fui objeto, en contraste con la acogida sin reservas que
acabábamos de disfrutar en Panamá. Me limitaré a señalar lo que es de general interés
que se sepa.
«Sucede —me explicó un nacional— que Costa Rica no está vendida al imperio,
está vendida a la United Fruit (la compañía que explota el plátano, el café, los únicos
productos del país). Y tampoco se puede decir que esté vendida —añadió mi
informante—. No nos pagan siquiera la entrega; todo lo damos de favor y a causa de
debilidad de carácter de estas generaciones actuales, que van cada año a recordar a
los héroes de Santa Marta, pero no saben ya el compromiso de la acción que
conmemoran. Verá usted, estuvo aquí un ministro de Norteamérica: ensayó sin fruto
el procedimiento usual de halagos a los funcionarios, acompañados de la amenaza de
las revoluciones. Entonces, ¿sabe usted lo que hizo para ganar influencia? Pues a la
hijita que aquí le nació le puso Mercedística. Usted habrá advertido que aquí usamos
el diminutivo en ica. Eso bastó para que mis compatriotas se enternecieran, ¡qué
amable era el ministro, qué fino y qué se le podía negar! Y así también la United:
aquí no tiene que recurrir al cohecho; promueve fiestas como ésa que acaba usted de
ver; consuma el certamen, corona una reina de familia distinguida, Reina de la
Belleza, a estilo Florida. La sociedad se conmueve, no hay quien no se rinda a la
galantería. En cuanto a ideales, háblele usted de ideales a un pueblo, que aunque está
en la pobreza, una pobreza decorosa, sólo ambiciona su película de Hollywood cada
… En la amplia sala, todos los alumnos del Liceo de Costa Rica, numerosas alumnas del Colegio Superior de
Señoritas, profesoras de planteles de la ciudad y particulares. En el escenario, Vasconcelos acompañado del
director don Luis Dobles Sagreda; con palabra galana y sugestiva recordó los trabajos del Liceo en los últimos
tiempos y presentó al huésped… A continuación, Moisés Vicenzi pronunció el siguiente discurso:
«El retorno a la sinceridad debe ser la prédica de la cultura moderna en el arte, en la educación, en la filosofía,
y en la política… Hemos olvidado el cultivo de la personalidad, de la originalidad, de la fuerza, que es la suprema
desnudez del espíritu enfrente de la naturaleza y del hombre… Por otro lado, vivimos en una verdadera república,
donde el derecho de pensar y hablar es derrotero de gobernantes y gobernados. Y decirlo en presencia del Maestro
de estas Américas es una queja y un clamor que pide consejo valiente para estos jóvenes. Y ellos han de ver
realizada la respuesta al punto… Asombrados quedan cuantos lo escuchan opinar sobre arte, sobre filosofía y
sobre política, o sobre las naciones y los hombres. No conoce forma alguna de mentir, no calcula las
consecuencias de sus actos, de sus palabras; no teme exponer la vida por la libertad de su alma; ni temería —tal es
su amor trascendental de los seres— encadenar su espíritu, si sobre sus cadenas creciera y floreciera la felicidad
de todos los hombres. Como hombre de ideales es un héroe; como ser es un místico en grande escala, sin ritos
mezquinos, con liberaciones abiertas a todos los rumbos del orbe interior…
»Así ha logrado ser quien es Vasconcelos, en el escenario entero de una raza que se empeña en forjarlo a
golpes de martillo, en el fuego de todas las luchas, para orgullo de la posteridad. Y aquí tenéis este ejemplo,
jóvenes discípulos, para que sepáis reconocer a los grandes, también fuera de las estatuas, de las piedras y de los
bronces, y comprendáis que aún hay inmortales en América, de carne y hueso, macerados por la batalla, pero
luminosos como el carbón encendido de los viejos hornos»…
Pobre amigo Vicenzi a quien nunca he podido pagar su generosidad, pero que es en
Costa Rica por antonomasia el filósofo, el investigador audaz de todas las disciplinas
altas de la mente, y el hombre puro, recto, maltratado también por la incomprensión,
la apatía de sus contemporáneos.
Y qué me importan todas las pequeñeces que siguieron, si, para mí, Costa Rica
era ya Vicenzi, con García Monge, y después ha seguido siendo Vicenzi, con García
El volcán de Irazú en Costa Rica: … «ideó Vicenzi llevarme a contemplar el célebre volcán de
Irazú, cráter de lava hirviente, ancho como un lago»…
Una ciudad risueña, limpia, bien construida, en blancos y rosas de estilo colonial es
Alajuela. Y daba gusto el desfile de escuelas y sociedades patrióticas con sus bandas
de música y de soldados, apenas unos doscientos. En la plaza abierta se erigieron las
tribunas, al lado del monumento del indio Juan, héroe de uno de los episodios de la
acción. Me impresionaba, a mí, mexicano, la ausencia completa de aparato militar en
una ceremonia que conmemora una gran batalla. Y aprendí la lección de que era
Costa Rica una patria bien defendida, porque todos los ciudadanos eran y no eran
ejército. ¡Contra el invasor, todos soldados; dentro de la patria, ninguno! Y pensaba
con tristeza en esa suerte del monopolio del patriotismo que entre nosotros acapara el
ejército, usurpando el lugar de los héroes para hacerse aplaudir en las ceremonias
públicas. Me conmovió también que el acto empezara con una misa de campaña,
rezada sobre un altar al aire libre, delante del presidente y los diplomáticos. También
La catedral de Guatemala
En vez de tomar rumbo al Norte, como lo deseaba, viré hacia el Sur. Conservaba en el
¿Qué es, en resumen, eso del liberalismo como partido o como secta? ¿Los derechos
del hombre, Rousseau, acaso también Voltaire? Pues lucido estaba el que adoptase
como credo una filosofía simplemente política, con la que se puede estar de acuerdo
en lo político; inviolabilidad de la persona frente al Estado, pero precisamente a fin
de poder estar en desacuerdo con Rousseau y con Voltaire, con quienes no hace falta
ni el desacuerdo, puesto que no llegan a la categoría de pensadores con credo y con
sistema. ¿O es que, en la culta Colombia, había un partido político que todavía
tomaba en serio aquel naturalismo filosófico que, entre nosotros, adoptaron
inteligencias de segunda categoría de la época de la reforma? ¿Acaso no los habíamos
superado nosotros con el positivismo en filosofía, con el socialismo en política, para
no mencionar sino las corrientes oficiales de pensamiento? En mi tiempo de
iniciación en la política, el grupo liberal mexicano se había refugiado en las logias y
nosotros no tomamos en cuenta a las logias, durante la revolución maderista, por la
sencilla razón de que ellas apoyaban a Porfirio Díaz. Se componían de empleados de
gobierno y no eran factor nacional, no lo fueron en nuestro movimiento. Y todavía,
en tiempo de Obregón, yo fui ministro sin saber por dónde quedaban las logias, y
entiendo que a Obregón lo hicieron gran maestro después de que llegó a la
presidencia y como simple honor al jefe de Estado… Las logias eran, pues, para mí,
una institución de la que uno puede esperar un diploma y no algo que puede otorgar
poderío, ayude a realizar algún fin social, menos espiritual…
No entendía yo, en definitiva, el porqué de aquel aviso que me limité a agradecer.
¿Y qué me importaba que los amigos que iba a hacer en Colombia, y los que ya tenía,
fuesen liberales o fuesen conservadores? En todo caso, yo estaría más inclinado a los
que más distantes se hallasen de Washington. El criterio económico social tampoco
bastaba para diferendar grupos. En Colombia los adinerados, los dueños de los
negocios y la banca eran los liberales, porque habiendo vivido en la oposición, en un
país civilizado, se habían podido dedicar a los negocios, en tanto que los
conservadores, apegados al gobierno, vivieron en casa de cristal, no pudieron hacerla
de negociantes y de gobernantes.
En el barco, noruego o danés, que me llevó a Barranquilla —todos esos países
escandinavos se me confunden en un solo bloque— era yo el único pasajero; me
sentaba a la mesa del capitán y la cocina era espléndida, insuperable refinamiento y
abundancia. Pero el maldito codo que hace el mar por causa de la culebra de istmo, la
cala vacía del barco y también los disgustos acumulados en Costa Rica determinaron
que me atacase un mareo fulminante, como hacía mucho tiempo no me daba. De
suerte que hice tierra en Barranquilla, más muerto que vivo. Y no sé lo que hubiera
sido de mí si en el muelle no me alivia el ánimo la gran amabilidad de los aduaneros
y empleados colombianos, gente leída en su mayoría, que me sonrió, me dio
facilidades a título de que me conocían; leían mis libros. Y no acababa de contratar
En cambio, qué dos horas de maravilla en aquella suspensión, reanudada tan pronto
como recogimos un pasajero. Entrar al continente como ave que avizora su conjunto.
Por ambas márgenes, llanadas feraces, vírgenes aún, distante a la izquierda la
cordillera de Venezuela. Grandioso escenario que involuntariamente trae al recuerdo
lo que hemos leído de los primeros exploradores hispanos, y en seguida, la epopeya
de la independencia. Tierras que ya tienen con los conquistadores y con Bolívar,
Sucre, Santander, una saga y un orgullo. Ejemplares a donde volver los ojos en las
«¿Por qué no se pone usted en manos de los conservadores y manda a paseo a todos
estos gritones del liberalismo?», propuso el ingeniero de la noche anterior, en la
despedida de por la mañana. «Pues verá usted —expresé—, yo soy liberal, pero no de
mafia, y soy cristiano, pero no conservador, sino avanzado en economía.» «¡Ah,
vaya, como los Leopardos!»… «Sí, como los Leopardos, sin mucho que conservar
porque siempre he sido pobre»… Los Leopardos eran un grupo culto de políticos
bogotanos, rama avanzada del conservadurismo.
Cuando a eso de las once partió el avión, en lo alto del barranco, dos, tres
jóvenes, soltaban al aire los pañuelos del adiós cariñoso. Eran mis muchachos de
Medellín, que quisieron dejarme sano y salvo en los límites de su provincia. Me
asomé a la ventanilla y, levantando los dos brazos, creí despedir en ellos a una
Colombia futura, que sin pasar el largo calvario mexicano sabrá superar el conflicto
del liberalismo y conservatismo en favor de un nacionalismo generoso y constructivo.
Y dentro de él, como savia, el catolicismo de nuestros padres y no las sectas de los
conquistadores nuevos.
En algún año anterior a la designación mía, los estudiantes habían honrado a Sanín
Cano también con el título de Maestro de la Juventud Colombiana, cosa que, al igual
que yo, tomaba un poco en broma. Conversamos a solas un par de horas, dentro de la
mayor cordialidad; nos acompañó a la estación y, según partió el convoy, quedando él
atrás, preguntáronme los estudiantes: «¿Qué le pareció Sanín Cano?»… «¡Es un gran
hombre!», declaré. Dos o tres semanas más tarde, alguien me contó que la respuesta
de él a pregunta parecida: «¿Qué le pareció Vasconcelos?», había sido: «¡Es otro
pendejo como yo! Es decir, anda creyendo que el mundo es reformable y que el mal
tiene remedio… ¡Pobres de nosotros, muchachos!»… En esa misma ocasión, a Sanín
Cano lo lanzó otra vez a Buenos Aires el monroísmo que triunfaba. Se arrepintieron,
sin embargo, y años más tarde lo sacaron de su redacción para hacerlo ministro de
Colombia en Argentina.
Horas antes de Bogotá, las estaciones comenzaron a verse llenas de gente; subían
muchos al convoy a presentarse, a dar la mano; abajo quedaban los más, iluminado el
rostro, curiosa la mirada, efusivos los saludos. Un sentimiento de gratitud invadía al
viajero, y de admiración por aquel pueblo que sabía conmoverse por un suceso de
orden espiritual, en contraste con naciones cuya masa sólo acude a saludar al
boxeador y al torero. Desde la plataforma trasera repartíamos saludos y sonrisas. El
panorama dejó de ser montuoso. Resbaló el tren por la sabana extensa. En el vagón,
También me familiarizaron con platos nacionales, como las papas chorreadas, que en
rigor yo tenía por peruanas, pero se ve que son más bien de los Andes. No doy la
receta porque el gusto depende de la papa, que es extraordinariamente sabrosa en la
zona andina, ya sea porque de allí es originario el fruto, o quizá porque en países
como Estados Unidos, la papa, al igual que tantos otros productos, pierde sabor
aunque mejore de tamaño, en el esfuerzo artificial de la sobreproducción, la mass
Antes de partir para unas cortas vacaciones, Santos dejó instrucciones a fin de
comunicarme con un caballero que debía tenerme, uno o dos días, en su finca, para
darme a conocer la vida del campo colombiano.
Vasconcelos, a través de los pueblos recorridos, y principalmente en nuestra ciudad, que tampoco se entrega de
repente, pero que es fiel en su cariño, ha debido sentir que es verdad cuanto afirmamos y que en la emoción y en
la tristeza con que lo despedimos está oculto, como un tesoro que gastamos en su obsequio, nuestro entusiasmo
por su apostolado.
Por la importancia del lugar y por la invitación que me adelantara, casi desde que
llegué al país, me encaminé a Manizales, tras del alto gratísimo en Pereira. Una
prosperidad un tanto artificial hizo de Manizales ciudad en grande de la noche a la
mañana, y la dotó de un gran hotel de viajeros, de un teatro espléndido, tres o cuatro
colegios secundarios, una escuela de agricultura, dos o tres usinas y una cervecería.
En la época en que la visité había perdido prosperidad y población, pero no ánimo. El
gobernador o subgobernador de la provincia se hizo allá mi amigo de todas horas. Era
un cincuentón castizo, padre de uno de los Leopardos, Silvio Villegas, y se unió a los
comisionados para enseñarme colegios y establecimientos. Luego, para reposar, me
llevaba al café, me hacía servir una o dos botellas de cerveza del lugar y se alegraba
de que me gustara, porque sentía orgullo de todo lo que era manizalense. No sé si por
mis elogios de la cerveza o por una de esas simpatías espontáneas, el hecho es que
nos hicimos inseparables. Otro caballero del lugar, aficionado a la arqueología, me
enseñó su colección privada, procedente de excavaciones próximas. Su más valiosa
pieza era un pectoral de oro labrado, que en opinión del arqueólogo alemán que la
catalogara perteneció a una tribu de procedencia azteca. Desde la terraza de un café,
que domina la ciudad y el valle angosto, estuve contemplando, un atardecer, el
panorama con el arqueólogo, el gobernador y otros cuantos amigos, y lo que más me
sedujo fue la vista de los plantíos de trigo, de maíz y de cebada, escalando los Andes,
Se me aseguró que era raro el municipio que no mantenía una pequeña sala de
Durante mucho tiempo guardé, con cariño, la fotografía que se tomó al pie del
monumento y que fue a alcanzarme a Pasto, firmada al calce por cada uno de los
claros varones que son custodios de la tradición heroica encarnada en Sucre.
Como espectáculo, el más hermoso trayecto es el que parte de Berruecos rumbo a
Pasto. Un viejo camino real sube atrevido enlazando montañas cubiertas de verdor,
ríos y barrancas. La vegetación se hace densa en las cañadas. En las cuestas sopla
viento gélido. En todos sentidos se miran picos y macizos montañosos que convergen
hacia el famoso nudo de los Andes, señalado por Humboldt. Después de zigzags, a la
falda de las cumbres, baja el camino por una vereda estrecha que conduce al cañón
del Juanambú. Desde un voladero se descubre una corriente clara y sobre ella el arco
de mampostería de un viejo puente. Despacio se saborea el panorama bárbaro, sin
embargo, marcado con el sello latino del pretil y el arco que parecen acomodados a la
perennidad de la naturaleza misma. Y el paisaje se repite variando apenas; se trepa
fatigosamente para volver a bajar por quebradas asombrosas. Es frecuente topar
Vasconcelos: he ahí un hombre que tiene un INRI en la frente; el INRI de todo idealista, de todo pensador que
pone, sobre el poder brutal de la fuerza, el poder moral de la idea; sobre las violencias de la autoridad, la dignidad
suprema de la libertad humana. Este INRI es una aureola y es un estigma. Aureola para los que miran con los ojos
del espíritu. Estigma para el canalla que adora la fuerza, el mando, el éxito y el poderío.
En esta hora de servilismo que envuelve a la humanidad, lo dijo una mujer, los pensadores y los ideólogos
están condenados a la burla y a la afrenta. Quizá lo estuvieron siempre, pero la insolencia de los hombres de la
fuerza se agiganta en ciertas épocas históricas, cuando las guerras desencadenan el furor de las pasiones y
despiertan la fiera que duerme aún, no domada, en el fondo primitivo de donde, trabajosamente, en esfuerzo
heroico de liberación, se levantan los sentimientos y las obras de la civilización y la cultura.
Por eso, principalmente por eso, es admirable este pensador que ante la insolvencia reagravada de los hombres
de la fuerza posee el valor y la audacia de su reto altivo y de la infinitud de su desprecio. Que otros admiren y
ensalcen su obra de sociólogo, de filósofo, de americanista. Yo rindo homenaje al hombre que ama la libertad
sobre todas las cosas porque sé, con Marcelino Domingo, que sin el dolor que se siente cuando se pierde un
derecho o se carece de un derecho, sin este dolor que prueba la riqueza de la sensibilidad humana, la sabiduría
más excelsa es abyecta; que con este dolor, la ignorancia más abyecta es excelsa. Rindo mi homenaje al rebelde
idealista que siente, como carne viva, la herida que en su patria de México abren y ahondan los hombres de la
fuerza.
Vasconcelos fue un día gobernante y creyó como Sarmiento que gobernar es educar. Sus detractores, los
hombres de la fuerza, dijeron que derrochaba los caudales públicos, ellos, que han derrochado en México no sólo
el dinero, sino, a torrentes, lo que vale infinitamente más: la sangre, la vida, el espíritu de varias generaciones.
Ellos, los hombres de la fuerza, para quienes una vida humana no vale nada, deploran la fecunda inversión de los
dineros en la formación de almas y el beneficio de la riqueza espiritual. Educar es hacer aptos a los hombres para
el gobierno propio… Gobernar debiera ser, por tanto, libertar. Libertar al hombre, sobre todo, de su propia
ignorancia y de su propia incapacidad, y luego, de la autoridad de los demás y de la autoridad de los hombres de la
fuerza. Vasconcelos, con aquel impulso asombroso que dio a la educación pública en México, impulso que fue el
escándalo de los hombres de la fuerza, probó que él entendía así el papel del gobernante. Pero no pudo ser
gobernante de la única manera racional, legítima, civilizada, porque esos hombres no quisieron colaborar con él…
Los hombres de la fuerza, que son hoy y han sido siempre los verdugos del gobierno, que han hecho de la historia
una organización sistemática del crimen, que no son ni han sido nunca, con raras excepciones, los impulsores del
progreso y de la civilización —los pueblos progresan y se civilizan, en general, a pesar de sus gobiernos—, no
conciben ni ejercen la autoridad sino para su engrandecimiento propio, como egoísta y orgullosa satisfacción del
placer de dominar, de oprimir…
Y los hombres de la fuerza que persiguen las ideas cuando brotan del espíritu de los ideólogos y los
pensadores del solo espíritu, que los engendra y posee legítimamente; los hombres de la fuerza se apoderan de
esas ideas cuando, muertos sus legítimos progenitores y poseedores, pueden, a voluntad y capricho,
desnaturalizarlas y prostituirlas. Y las convierten en señuelo para cautivar y engañar a los pueblos y en manto
untuoso que cubra y oculte la miseria de sus obras y de sus hechos.
Vasconcelos vivo, como Rodó, como Montalvo, como todos los idealistas, será hostilizado, será escarnecido
por la grandeza y fuerza de sus ideas. Vasconcelos muerto será un hombre glorioso e inmortal, timbre de orgullo
de su patria, y sus nobles ideales caerán en manos de los hombres de la fuerza para recibir el más cruel de los
ultrajes, la violación inicua que mancilla, que bastardea, que envilece. Por fortuna, caerán también en el surco de
almas puras, de las almas buenas, donde sólo encontrarán el calor germinal que les dé vida y las haga florecer, en
el misterio y oscuridad de infinitos años, esperando el lejano día en que la historia se transforme y desaparezcan
del haz de la tierra los hombres de la fuerza.
He ahí un hombre que tiene un INRI en la frente, el INRI de las grandes ideas y de los nobles principios. He
ahí una víctima y un blanco para el odio y furor de los dueños del mundo.
El Chimborazo, Ecuador: … «el chofer ambateño, enamorado, como buen ecuatoriano, de las
bellezas de su país, avisó: “El Chimborazo”»
Por San Miguel, antes del cruce del río Lempa, subieron al vagón en que viajaba (sin
más compañía que la accidental y grata de un hermano de Sandino) las comisiones
que salieron de San Salvador para recibirme. Entre muchos amigos inteligentes y
cordiales, recuerdo al ex ministro en México, mi viejo amigo, y a Julio Enrique
Ávila, secretario de la universidad y, poco después, Ministro de Educación;
muchacho excelente y buen escritor, a la sazón corresponsal de La Prensa de Buenos
Aires. Lo primero que hicimos fue comernos unos platos de arroz con camarones del
río Lempa; su corriente ancha, ceñida por bancos de arena, parte la selva feracísima.
Rueda el convoy sobre un puente de acero a imponente altura sobre las ondas. Y entre
tanto se formuló el programa de mis actividades en el país. Una semana en la capital,
como huésped de la universidad; después una excursión a Santa Ana, donde, me
dijeron, «será usted huésped de un simpatizador que ha comprado cuarenta
—No, no lo crea; déjemelo a mí, ya tengo visto el teatro. Usted se va de aquí con mil
dólares en la bolsa y por ahora dedíquese a pasear. Por allí anda un grupo de hombres
acomodados que quisieran fundar el buen periódico que en Santa Ana hace falta; si
usted se decide a quedarse, usted será el director; por el capital no se preocupe.
Por primera vez, en uno de los sitios recorridos no escuchaba la pregunta que,
aunque hecha sin malicia, no deja de inquietar, la pregunta que nos hace sentirnos en
el aire: «¿Cuándo piensa marcharse?» Al contrario, en Santa Ana pedían que me
—Mal hace usted, licenciado, marchándose a Europa. ¿Qué va a hacer allá?… Sé que
no lo molestarían en México si regresara; debía hacerlo… Usted no me negará que
Ortiz Rubio es mejor que Calles…
—Pues yo entendía, Gabriela, que, en su tiempo, Calles no le parecía a usted del
todo mal…
Sonrió sin darse por ofendida; insistió:
—Usted no debió meterse a candidato… Eso es para los hombres de armas…
Usted no es hombre de armas…
La soporté con paciencia; le hablé de la ópera… Hizo un gesto.
—¿Charito?…
Respondió ella misma:
—Sí, aquí estoy… No tengo nada que hacer; ven al instante…
Vacilé; me repugnaba verla en la casa del muerto.
—No, allá no —objeté—; si quieres, te espero en la fonda aquella donde
solíamos…
—¿La fonda tal? Aceptado… ¡Ay!, si parece que ya te esperaba. Me escribieron
de El Salvador. ¡Ingrato! ¿Por qué no visitaste a mi familia? ¡Pasaste tan cerca de
Justo es decir que no todos los escritores se muestran ortodoxos y cerrados al punto
que acabo de indicar. Los hay generosos como Miomandre, que después de
dedicarme algún cumplido conversó conmigo largamente. Por esos días se hallaba
impresionado con el Plumed Serpent, de Lawrence. Y me preguntó hasta qué punto
era exacta la interpretación místico-sombría del afamado novelista inglés. «No se
puede negar —le dije— que se trata de un caso de penetración genial.» A tal punto
que ciertos vaticinios, que me indignaron a mí cuando apareció el libro, fueron más
tarde confirmados, convenciéndome de que era yo el equivocado por exceso de
patriótico optimismo. Otros escritores dedicados a lo español en todos sus aspectos,
como por ejemplo Jean Cassou, se informan con interés de lo mexicano. Pero un
problema que nadie aborda en forma optimista es el del mestizaje y lo que
pudiéramos llamar la indoiogía. Pues así como en Estados Unidos, por política de
desintegración hispanoamericana, se fomenta la admiración de todo lo que es indio
puro, en Europa lo indio a nadie convence y se le mira más bien como una pesadilla,
tal como puede comprobarse en libros como el de Siefgried dedicado a la América
Latina. De lo mestizo, a su vez, nadie habla bien, y el escritor evita el problema
porque la cortesía le veda expresar sus opiniones. Y es tiempo ya de que sepamos que
en lo que hace a despreciar al mestizo coinciden Europa y Estados Unidos. De suerte
que una obra como la mía, según se contiene en libros como La raza cósmica,
defensa y esperanza, precisamente, del mestizaje, provoca, no diré que asombro,
tampoco enojo, simplemente extrañeza. Y pocos se habrían enterado de ella si no
fuese porque acertó a pasar por el Brasil un viajero francés que dedicó al país un
libro. En ese libro, publicado por entregas en la revista Candide, refiere el autor la
Por lo pronto, había que pensar en la revista. No podía hacerla sin Valeria. ¿Qué
pasaba con ella?, ¿por qué no escribía? En fin, Deambrosis me sacaría de dudas…
Después del almuerzo y la siesta inquieta, malograda, escribí una larga carta a
Valeria; luego unas postales a dos o tres amigos, avisándoles mi presencia en París. Y
se hizo noche, más bien dicho, casi no había habido día. Envuelto en el paleto,
apretada la bufanda, me acerqué a escudriñar por las vidrieras de una librería que
contemplaba desde mi balcón, plaza de por medio. Vi libros de teología y de mística,
libros que necesitaba, pero en ediciones raras, carísimas. Decepcionado, di la vuelta
por la calle de la Sorbona. En la acera del comercio, del fondo de una pequeña
librería me llamaron por mi nombre. «¡Hola!» Freyman, el ex pintor mexicano, mi
viejo conocido oriundo de Tepic, pero judío de sangre. Allí estaba devuelto a su clan.
La esposa, judía parisiense, al heredar interés en una antigua casa editora de libros
científicos, lo había incorporado al negocio. Me hizo pasar, me enseñó textos de alta
matemática y de ciencias; me enteró del chisme intelectual y social de la colonia
argentina, la colombiana.
—¿Y de los mexicanos?
—¡Pues qué quiere usted! Quedan pocos; ahora todos gastan su dinero en Nueva
—¿Me puedes dar trabajo tú, en la revista? ¿No vas a pagar taquígrafa? ¡Pues yo lo
seré!
—¿Y tú vas a vivir con los seiscientos francos al mes que gana una taquígrafa?
¿Y entre tanto tus asuntos derrumbándose? No sería prueba de cariño retenerte. Si no
tuvieras nada que defender, si fueras de verdad una bohemia, no los seiscientos
francos, la mitad de lo mío sería tuyo; viviríamos como se pudiera, nos largaríamos,
Al tercer día me eché a la calle en busca de aire menos contaminado; la vista de los
A indicación del funeralista avanzamos, dejando caer cada quien una flor sobre el
féretro. En seguida, las palas de los enterradores hicieron su oficio. Al extremo de
una calleja de sepulcros, las personas que nos habían acompañado me estrecharon la
mano en silencio. Descubierta la cabeza, me despedí de cada uno, agradecido
vivamente, mudo por causa de la congoja, que aprieta la garganta, distiende los ojos
en el esfuerzo de reprimir el llanto. El último de todos, el funeralista, me tendió la
mano sin decir palabra, se inclinó, y desde el fondo de mi corazón le deseé
Plaza de la Sorbona. Ambiente de juventud que trabaja, que piensa, que cree en el porvenir…
Allá, en un hotel que hace frente a la estatua de un filósofo francés, Augusto Comte, ha descendido un filósofo
de chez nous (de nuestra casa): el señor José Vasconcelos; hombre de Estado mexicano, profesor y apóstol y uno
de los maestros que más han contribuido a la orientación espiritual de la joven generación de la América española;
escritor cuyo nombre ha atravesado todas las fronteras —de México a Chile y pasando por la América Central—,
y cuya aureola de noble pensador ha brillado también en París, aun antes de su llegada.
Y en efecto, toda la juventud latinoamericana que habita la Europa esperaba al señor Vasconcelos para
agruparse en su torno y aprovechar las lecciones que extrae de los libros y de la vida.
En verdad, Vasconcelos es considerado como uno de los tipos creadores de la nueva América, uno de los que
mejor pueden ayudarla a encontrar su verdad, su ideal y el camino que a todo ello conduce. Se ha escrito de
Vasconcelos que encarna el ideal totalizado, armonioso y preciso; él enseña la filosofía tonificante y exaltante de
nuestros pueblos; «él representa una parte de la conciencia del mundo».
Cuando llego a su departamento, escucho el ruido de una máquina de escribir, atacada con ardor, y lamento
tener que interrumpir la labor del escritor; pero es él mismo quien viene a abrirme la puerta, acogedor como de
costumbre. La luz de su sonrisa es la misma de hace ocho años, última vez que lo vi, y toda su fisonomía refleja la
flama interior que en ella vela en todo instante.
Rasgaron el aire las quejas y clamores del Kyrie. Tiembla y sube la plegaria como el
anhelo. Y no sé qué certeza súbita y clarividente nos dice que, así como se ilumina la
sombra con la luz de los cirios, milagro del ingenio del hombre, nada impide que el
ingenio divino opere en la muerte una transfiguración en que el alma, vestida de
figura corpórea tan sólo en la forma, subsiste suspensa sin fatiga en espacios fluidos,
sutiles, eternos. Y la vi alzarse emparejada con una de las voces del coro; suplicante,
pero encendida en flama benigna, dichosa con el hallazgo del ritmo que es camino de
lo Absoluto. Le quedaban, sin duda, muchos ascensos que consumar, pero en el
rostro, la certeza de la revelación le había puesto calma radiante. Y como si, por
abajo, acabara de libertarse de un fuego devorador, vencida la prueba o, si se quiere,
el castigo de las llamas que consumen las impurezas y en seguida lanzan a lo alto,
redimida, el alma, como sale puro el oro de un crisol. Absorto la miré en su danza de
fuego y luz, en ritmo de flamas que devastan pero alumbran la ruta. Y parecida a las
figuras de esos cuadros teológicos que nos asoman a la serie de los mundos: en un
abismo, el caos, el horror de la materia; medio, la brega del alma y las cosas, las otras
almas, y arriba, la liberación, el éxtasis, la dicha. ¿Cómo se llega a tal solución
salvadora? El rito sagrado lo va diciendo paso a paso, con lentitud noble.
El descenso del Cordero que salva, rescata los pecados del mundo y la piedad del
Sanctus dan la explicación cabal del prodigio.
A la hora de alzar, cuando expresa el corazón su más secreto anhelo, sentí que lo
esencial del mensaje cristiano es la revelación, la liberación del poder que posee la
misericordia. No podía estar en ningún infierno un alma que pecó por exigirle a la
vida un maximum de nobleza, por rebelarse frente a la ruindad y el crimen. Y aunque
hubiese pecado gravemente, para eso estaba el amor del Padre en quien había
confiado, muy distinto de la justicia rencorosa de Jehová…
No cabía duda: en el canto final de la misa, su danza tomaba el giro elegante del
ascenso de los arcángeles. ¡Comprendí que estaba perdonada y que el perdón de ella
era promesa del mío! Y en rápida, súbita serie de reflexiones, me dije: «A la
irracionalidad del mal corresponde, no la lógica del castigo, sino el otro extremo del
despropósito, el amor que perdona porque sigue amando.» En otros términos, que la
inteligencia nos da cuenta de los procesos, las técnicas conforme a las cuales se
mueve, se produce el suceso, no sus causas. Descubre el cómo, pero no el por qué. En
la entraña misma del misterio está el por qué. Y no lo ilumina la razón; apenas a ratos
el arte, ciencia del amor, lo aclara.
José Ortega y Gasset. «Psicología de resentimiento nos atribuía Ortega y Gasset a los
iberoamericanos»…
Por delante de nosotros, pues, se fue a España La Antorcha; detrás de ella fue mi hijo,
que decidió inscribirse en una escuela de ingeniería famosa en toda Europa y que
pronto iba a ser arrojada fuera de España. No convenía a la internacional
judeoluterana que la enseñanza prosperase; pero, por lo pronto, mi hijo empezó en
Madrid su carrera de ingeniería…
Y a propósito de la persecución religiosa, recuerdo una curiosa ocurrencia que
demuestra cómo esa política fue impuesta a los republicanos desde fuera de España.
De despedida almorzaba en París con dos escritores franceses de renombre, al tanto
ambos de la situación española. Uno era católico; el otro, judío, librepensador.
«Vengo de España —expresé, dirigiéndome al católico— y sé que no existe el
propósito de ahondar en la cuestión religiosa; no expulsarán a los jesuitas»… «Pues
permítame que yo disienta —interpuso el judío—; tengo entendido que el viaje que
en estos momentos realizan (habrá usted visto los diarios) Léon Blum y otros
políticos de la izquierda francesa tiene por objeto imponer ciertas condiciones para el
apoyo de la república.» Una de esas condiciones era la expulsión de los jesuitas, su
expropiación. A las pocas semanas, los hechos dieron la razón al gran escritor judío,
hombre, además, de puesto oficial en el gobierno francés.
A mediados de diciembre llegaron de México mi hija, mi yerno y la nietecita. En
su canasta de sedas y encajes me la presentaron a bordo todavía del trasatlántico. Era
pequeñita y no tenía otro lenguaje que el llanto y una sonrisita breve, luminosa,
inteligente. Pronto la casa entera estuvo pendiente del ritmo de ese llanto y esa
sonrisa. Es curioso cómo la fuerza de un amor nuevo arrolla, suplanta todos los
demás y los supera. En el amor de un pequeñito se confunde todo lo que hay en el
corazón de más profundo, según la biología, y de más alto, conforme al espíritu. Los
animales quieren a su prole, y el hombre, además, encuentra en ese mismo amor la
evidencia de un elemento divino del sentimiento.
El desamparo absoluto, entregado a merced nuestra, nos da un vislumbre del
poderío sobrenatural que podría destruir y, sin embargo, se dedica con fervor a la
salvación de cada hombre. Tal es, por lo menos, la concepción cristiana de lo divino;
la relación del padre al hijo y ya no, como en el paganismo, la relación macho-
hembra. Sobre este concepto añadí, en esos días, unos párrafos a mi Ética, cuyo texto
paraba ya en poder del editor madrileño.
Vivíamos en Sèvres y una noche perdieron el tren mi hija y Herminio. No
teníamos teléfono; procuro librarme de esa molestia cuando no es indispensable. Al
principio no nos preocupamos de los ausentes. Habían expresado el deseo de explorar
el París nocturno; pero así que empezaron a correr los trenes de la mañana y ellos no
llegaban nos entró una alarma que pronto alcanzó proporciones de angustia. A
mediodía esperábamos a Gupta, el amigo hindú de México que se había establecido
en París. Me halló Gupta con la pequeñita en los brazos; le dije lo que pasaba y se
ofreció para regresar a París para preguntar en las comisarías. La niñita, muy
En Alcalá, en un hotel arreglado para el turismo, daban una comida tan buena y
barata, con un vino tan delicioso, servido en jarra, que era la moda tomar el auto entre
semana para almorzar en la fonda a la antigua. Y ya ni se asomaba el cliente a la
fachada plateresca, tan reproducida, imitada en las ciudades de nuestra América.
Caminando media hora más, para el pousse café, se estaba en Guadalajara y su patio
plateresco, incomparable, que la guerra brutal ha hecho pedazos.
Segovia es un sueño, con su acueducto y La Granja y sus juegos de agua. Y los
jardines de Aranjuez los más bellos del planeta: sin la geometría francesa y, sin
embargo, con orden artístico en la disposición de las florestas; los prados con
estatuas, las alfombras de flores abiertas. Esplendor de lo vegetal en su aristocracia. Y
en la antigua mansión real un derroche de cuadros, mapas, estampas, tapices, cámaras
de mayólica; ostentación de señorío que supera a todo cuanto las Cortes de otros
imperios han dejado en Europa. Nobleza sin cortesanía la de los españoles,
temperamento hidalgo, en el amo y en el plebeyo; fuerza sin la barbarie de los
alemanes sin la escasez de los ingleses. Unicamente Italia, que todo lo supera,
produce sensación parecida de humanidad grandiosa. Y en las fondas, los
merenderos, un lujo alegre, claro, y abundancia de frutos y flores, despreocupación
de una raza que sin estiramientos y con naturalidad realiza la distinción.
Por el lado de tierra, las montañas ondulantes se cubren de grama; en los valles y en
los prados florece la manzanilla. Por un camino que cruza serranías y asciende
moderadamente hállase una gruta que contiene una pintura rupestre, tan notable casi
Gijón, Asturias: «Otras veces nos bañábamos en la playa de Gijón, muy concurrida durante el
verano»…
Otras veces nos bañábamos en la playa de Gijón, muy concurrida durante el verano,
muy pintoresca, bien cuidada y atractiva por el tipo gallardo de las mujeres. Hay en
ellas vigor de raza y refinamiento, casta que les angosta las coyunturas y les deja
cimbrante el talle. En el trato resultan ellas y ellos un tanto ásperos, pero de buena
disposición, tal como sus montañas, rugosas, pero nunca desprovistas de algún chorro
de agua cristalina y sana.
El correo, ya por jurisprudencia, traía malas noticias. Nos comunicábamos con
Perdimos parte de la renta que se había pagado por el semestre. Derrochamos un poco
más en paseos y excursiones de despedida. Me tiró una mañana el tranvía eléctrico de
Gijón, me torció un pie, y el traumatismo me provocó un ataque de reuma o de gota,
que me trajo cojeando casi dos meses. Así y todo, hicimos una excursión a
Salamanca y Ávila. Estuvimos, en seguida, una semana en Madrid, visitando a los
más amigos. Y la granada se partió una vez más. Con fondos suficientes para dos
los católicos acerca de Toral. Este libro está prohibido en México, por ser el relato
fiel de la persecución religiosa. <<
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