Ensayo-Contrato Social
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Ensayo-Contrato Social
Capítulo 1
En el primer capítulo de la segunda unidad nos habla sobre que la soberanía es
inalienable. Según Rousseau la primera y más importante consecuencia es que
la voluntad general puede dirigir por sí sola las fuerzas del Estado según el fin
de su institución, que es el bien común; porque si la oposición de los intereses
particulares ha hecho necesario el establecimiento de las sociedades, el acuerdo
de estos mismos intereses es lo que lo ha hecho posible. Esto es lo que hay de
común en estos diferentes intereses que forman el vínculo social; y si no
existiese un punto en el cual se armonizasen todos ellos, no hubiese podido
existir ninguna sociedad. El poder es susceptible de ser transmitido, mas no la
voluntad. La voluntad particular tiende por su naturaleza al privilegio y la voluntad
general a la igualdad. Es aún más imposible que exista una garantía de esta
armonía, aun cuando siempre debería existir. El pueblo promete simplemente
obedecer, se disuelve por este acto y pierde su cualidad de pueblo; en el instante
en que hay un señor, ya no hay soberano, y desde entonces el cuerpo político
queda destruido. No quiere esto decir que las órdenes de los jefes no pueden
pasar por voluntades generales, en cuanto el soberano, libre para oponerse, no
lo hace. En casos tales, es decir, en casos de silencio universal, se debe
presumir el consentimiento del pueblo.
Capítulo 2
En el segundo capítulo nos habla sobre que la soberanía es indivisible. Según
Rousseau la misma razón por la que la soberanía no es enajenable es indivisible;
porque la voluntad es general. También nos dice que Nuestros políticos no
pudieron dividir la soberanía en su principio, por eso la dividieron según su
objeto; la dividen en fuerza y en voluntad; en Poder legislativo y Poder ejecutivo;
Hacen del soberano un ser fantástico, formado de piezas relacionadas; es como
si compusiesen el hombre de muchos cuerpos, de los cuales uno tuviese los
ojos, otro los brazos, otro los pies, y nada más. Después de haber despedazado
el cuerpo social, por un prestigio digno de la magia reúnen los pedazos, no se
sabe cómo. Este error procede de no haberse formado noción exacta de la
autoridad soberana y de haber considerado como partes de esa autoridad lo que
no eran sino emanaciones de ella. Así, por ejemplo, se ha considerado el acto
de declarar la guerra y el de hacer la paz como actos de soberanía; cosa
inexacta, puesto que cada uno de estos actos no constituye una ley, sino
solamente una aplicación de la ley, un acto particular que determina el caso de
la ley, como se verá claramente cuando se fije la idea que va unida a la palabra
ley. Siguiendo el análisis de las demás divisiones, veríamos que siempre que se
cree ver la soberanía dividida se equivoca uno; que los derechos que se toman
como parte de esta soberanía le están todos subordinados y suponen siempre
voluntades supremas, de las cuales estos hechos no son sino su ejecución. No
es posible expresar cuánta oscuridad ha lanzado esta falta de exactitud sobre
las decisiones de los autores en materia de Derecho político cuando han querido
juzgar de los derechos respectivos de los reyes y de los pueblos sobre los
principios que habían establecido. Ahora bien; la verdad no conduce al lucro, y
el pueblo no da embajadas, ni sedes, ni pensiones
Capítulo 3
El capítulo tres habla sobre si la voluntad general puede errar. Rousseau dice
que la voluntad general es siempre recta y tiende a la utilidad pública; pero no
que las deliberaciones del pueblo ofrezcan siempre la misma rectitud. Se quiere
siempre el bien propio. La diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad
general. Ésta no tiene en cuenta sino el interés común; la otra se refiere al interés
privado, y no es sino una suma de voluntades particulares. Si cuando el pueblo
delibera, una vez suficientemente informado, no mantuviesen los ciudadanos
ninguna comunicación entre sí, del gran número de las pequeñas diferencias
resultaría la voluntad general y la deliberación sería siempre buena. Mas cuando
se desarrollan intrigas y se forman asociaciones parciales a expensas de la
asociación total, la voluntad de cada una de estas asociaciones se convierte en
general, con relación a sus miembros, y en particular con relación al Estado;
entonces no cabe decir que hay tantos votantes como hombres, por tanto, como
asociaciones. Las diferencias se reducen y dan un resultado menos general.
Finalmente, cuando una de estas asociaciones es tan grande que excede a todas
las demás, no tendrá como resultado una suma de pequeñas diferencias sino
una diferencia única; entonces no hay ya voluntad general, y la opinión que
domina no es sino una opinión particular. Importa, pues, para poder fijar bien el
enunciado de la voluntad general, que no haya ninguna sociedad parcial en el
Estado y que cada ciudadano opine exclusivamente según él mismo; tal fue la
única y sublime institución del gran Licurgo. Si existen sociedades parciales, es
preciso multiplicar el número de ellas y prevenir la desigualdad, como hicieron
Solón, Numa y Servio. Estas precauciones son las únicas buenas para que la
voluntad general se manifieste siempre y para que el pueblo no se equivoque
nunca.
-Capítulo 4
En el capítulo cuatro nos habla sobre los límites del poder soberano, Rousseau
nos dice que, si el Estado o la ciudad no es sino una persona moral, cuya vida
consiste en la unión de sus miembros, y si el más importante de sus cuidados es
el de su propia conservación, le es indispensable una fuerza universal y
compulsiva que mueva y disponga cada parte del modo más conveniente para
el todo. De igual modo que la Naturaleza da a cada hombre un poder absoluto
sobre sus miembros, así el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto
sobre todo lo suyo. Ese mismo poder es el que, dirigido por la voluntad general,
lleva el nombre de soberanía. Cuantos servicios pueda un ciudadano prestar al
Estado se los debe prestar en el acto en que el soberano se los pida; pero éste,
por su parte, no puede cargar a sus súbditos con ninguna cadena que sea inútil
a la comunidad, ni siquiera puede desearlo; porque bajo la ley de la razón no se
hace nada sin causa, como asimismo ocurre bajo la ley de la Naturaleza. Los
compromisos que nos ligan al cuerpo social no son obligatorios sino porque son
mutuos, y su naturaleza es tal, que al cumplirlos no se puede trabajar para los
demás sin trabajar también para sí. Tan pronto como se trata de un hecho o de
un derecho particular sobre un punto que no ha sido reglamentado por una
convención general y anterior, el asunto adviene contencioso; es un proceso en
que los particulares interesados son una de las partes, y el público la otra; pero
en el que no ve ni la ley que es preciso seguir ni el juicio que debe pronunciar.
Sería ridículo entonces quererse referir a una expresa decisión de la voluntad
general, que no puede ser sino la conclusión de una de las partes, y que, por
consiguiente, no es para la otra sino una voluntad extraña, particular, llevada en
esta ocasión a la injusticia y sujeta al error. Así, del mismo modo que una
voluntad particular no puede representar la voluntad general, ésta, a su vez,
cambia de naturaleza teniendo un objeto particular, y no puede, como general,
pronunciarse ni sobre un hombre ni sobre un hecho. Cuando el pueblo de
Atenas, por ejemplo, nombraba o deponía sus jefes, otorgaba honores al uno,
imponía penas al otro y, por multitud de decretos particulares, ejercía
indistintamente todos los actos de gobierno, el pueblo entonces no tenía la
voluntad general propiamente dicha; no obraba ya como soberano, sino como
magistrado. El pacto social establece entre los ciudadanos una igualdad tal, que
se comprometen todos bajo las mismas condiciones y, por tanto, que deben
gozar todos los mismos derechos. Así, por la naturaleza de pacto, todo acto de
soberanía, es decir, todo acto auténtico de la voluntad general obliga y favorece
igualmente a todos los ciudadanos; de suerte que el soberano conoce solamente
el cuerpo de la nación y no distingue a ninguno de aquellos que la componen.
Los súbditos no obedecen a nadie sino a su propia voluntad. De aquí se deduce
que el poder soberano, por muy absoluto, sagrado e inviolable que sea, no
excede, ni puede exceder, de los límites de las convenciones generales, y que
todo hombre puede disponer plenamente de lo que por virtud de esas
convenciones le han dejado de sus bienes y de su libertad. De suerte que el
soberano no tiene jamás derecho de pesar sobre un súbdito más que sobre otro,
porque entonces, al adquirir el asunto carácter particular, hace que su poder deje
de ser competente. Una vez admitidas estas distinciones, es preciso afirmar que
es falso que en el contrato social haya de parte de los particulares ninguna
renuncia verdadera; pues su situación, por efecto de este contrato, es realmente
preferible a la de antes, y en lugar de una enajenación no han hecho sino un
cambio ventajoso, de una manera de vivir incierta y precaria, por otra mejor y
más segura; de la independencia natural, por la libertad; del poder de perjudicar
a los demás, por su propia seguridad, y de su fuerza, que otros podrían
sobrepasar, por un derecho que la unión social hace invencible. Su vida misma,
que han entregado al Estado, está continuamente protegida por él. Y, cuando la
exponen por su defensa.
Capitulo 5
El capítulo cinco nos habla sobre el derecho de vida y de muerte, según
Rousseau todo hombre tiene derecho a arriesgar su propia vida para
conservarla. El contrato social tiene por fin la conservación de los contratantes.
Quien quiere el fin quiere también los medios, y estos medios son inseparables
de algunos riesgos e incluso de algunas pérdidas. Quien quiere conservar su
vida a expensas de los demás debe darla también por ellos cuando sea
necesario. La conservación del Estado es incompatible con la del individuo; es
preciso que uno de los dos perezca, y cuando se hace morir al culpable, es
menos como ciudadano que como enemigo. Los procedimientos, el juicio, son
las pruebas y la declaración de que ha roto el pacto social, y, por consiguiente,
de que no es ya miembro del Estado. Rousseau también dice que no se tiene
derecho a dar muerte, ni para ejemplo, sino a quien no pueda dejar vivir sin
peligro. Respecto al derecho de gracia o al de eximir a un culpable de la pena
impuesta por la ley y pronunciada por el juez, no corresponde sino a quien está
por encima del juez y de la ley, es decir, al soberano: todavía su derecho a esto
no está bien claro, y los casos en que se ha usado de él son muy raros. En un
Estado bien gobernado hay pocos castigos, no porque se concedan muchas
gracias, sino porque hay pocos criminales; la excesiva frecuencia de crímenes
asegura su impunidad cuando el Estado decae. Bajo la república romana, ni el
Senado, ni los cónsules intentaron jamás conceder gracia alguna; el pueblo
mismo no la otorgaba, aun cuando algunas veces revocase su propio juicio.
Capítulo 6
El capítulo seis nos habla sobre la ley. Rousseau dice que Mediante el pacto
social hemos dado existencia y vida al cuerpo político; se trata ahora de darle el
movimiento y la voluntad mediante la legislación. Porque el acto primitivo por el
cual este cuerpo se forma y se une no dice en sí mismo nada de lo que debe
hacer para conservarse. También nos dice que toda justicia viene de Dios. Sólo
Él es la fuente de ella; más si nosotros supiésemos recibirla de tan alto, no
tendríamos necesidad ni de gobierno ni de leyes. Las leyes de la justicia son
vanas entre los hombres, si consideramos humanamente las cosas, a falta de
sanción natural. Las convenciones y leyes son necesarias para unir los derechos
a los deberes y llevar la justicia a su objeto. El objeto de las leyes es siempre
general, nunca toma a un hombre como individuo ni una acción particular. Así,
la ley puede estatuir muy bien que habrá privilegios; pero no puede darlos
especialmente a nadie. La ley puede hacer muchas clases de ciudadanos y hasta
señalar las cualidades que darán derecho a estas clases; mas no puede nombrar
a éste o a aquél para ser admitidos en ellas; puede establecer un gobierno real
y una sucesión hereditaria, mas no puede elegir un rey ni nombrar una familia
real; en una palabra. Rousseau llama república a todo Estado regido por leyes,
sea bajo la forma de administración que sea. Las leyes no son propiamente sino
las condiciones de la asociación civil. El pueblo sometido a las leyes debe ser su
autor; no corresponde regular las condiciones de la sociedad sino a los que se
asocian. El pueblo quiere siempre el bien; pero no siempre lo ve. La voluntad
general es siempre recta; mas el juicio que la guía no siempre es claro. Los
particulares ven el bien que rechazan; el público quiere el bien que no ve. Todos
necesitan igualmente guías. Es preciso obligar a los unos a conformar sus
voluntades a su razón; es preciso enseñar al otro a conocer lo que quiere.
Entonces, de las luces públicas resulta la unión del entendimiento y de la
voluntad en el cuerpo social; de aquí el exacto concurso de las partes y, en fin,
la mayor fuerza del todo. He aquí de dónde nace la necesidad de un legislador.
-Capitulo 7
El capítulo siete nos habla sobre el legislador. Según Rousseau para descubrir
las mejores reglas de sociedad que convienen a las naciones sería preciso una
inteligencia superior, que viese todas las pasiones de los hombres y que no
experimentase ninguna; que no tuviese relación con nuestra naturaleza y que la
conociese a fondo; que tuviese una felicidad independiente de nosotros y, sin
embargo, que quisiese ocuparse de la nuestra. Los legisladores son los jefes de
las repúblicas los que hacen la institución, y es después la institución la que
forma los jefes de las repúblicas. También nos dice que Aquel que ose
emprender la obra de instituir un pueblo, debe sentirse en estado de cambiar, Es
preciso, en una palabra, que quite al hombre sus fuerzas propias para darle otras
que le sean extrañas, y de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de otro.
Mientras más muertas y anuladas queden estas fuerzas, más grandes y
duraderas son las adquiridas y más sólida y perfecta la institución; de suerte que
si cada ciudadano no es nada, no puede nada sin todos los demás, y si la fuerza
adquirida por el todo es igual o superior a la suma de fuerzas naturales de todos
los individuos, se puede decir que la legislación se encuentra en el más alto
punto de perfección que es capaz de alcanzar. El legislador es un hombre
extraordinario en el Estado. Si debe serlo por su genio, no debe serlo menos
atendiendo a su función. Ésta no es de magistratura, no es de soberanía. La
establece la república, pero no entra en su constitución; es una función particular
y superior que no tiene nada de común con el imperio humano, porque si quien
manda a los hombres no debe ordenar a las leyes, el que ordena a las leyes no
debe hacerlo a los hombres; de otro modo, estas leyes, ministros de sus
pasiones, no harían frecuentemente sino perpetuar sus injusticias; nunca podría
evitar que miras particulares alterasen la santidad de su obra. Quien redacta las
leyes no tiene, pues, o no debe tener, ningún derecho legislativo, y el pueblo
mismo no puede, cuando quiera, despojarse de este derecho incomunicable;
porque, según el pacto fundamental, no hay más que voluntad general que
obligue a los particulares, y no se puede jamás asegurar que una voluntad
particular está conforme con la voluntad general sino después de haberla
sometido a los sufragios libres del pueblo. Para que un pueblo que nace pueda
apreciar las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de
la razón del Estado, sería preciso que el efecto pudiese convertirse en causa;
que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presidiese a la
institución misma, y que los hombres fuesen, antes de las leyes, lo que deben
llegar a ser merced a ellas. Así pues, no pudiendo emplear el legislador ni la
fuerza ni el razonamiento, es de necesidad que recurra a una autoridad de otro
orden, que pueda arrastrar sin violencia y persuadir sin convencer. Warburton
menciona que el origen de una nación le sirve de instrumento a la otra.
Capitulo 8
El capítulo ocho habla sobre el pueblo. Para Rousseau el sabio legislador no
comienza por redactar buenas leyes en sí mismas, sino que antes examina si el
pueblo al cual las destina es adecuado para recibirlas. La mayor parte de los
pueblos, como de los hombres, no son dóciles más que en su juventud. Una vez
que las costumbres están establecidas y los prejuicios arraigados, es una
empresa peligrosa y vana el querer reformarlos: el pueblo no puede consentir
que se toque a sus males para destruirlos de un modo semejante. Hay para las
naciones, como para los hombres, una época de juventud, o si se quiere, de
madurez, a la que hay que esperar antes de someter a aquéllos a las leyes. Pero
la madurez de un pueblo no siempre es fácil de reconocer, y si se anticipa la
obra, fracasa. Tal pueblo es disciplinado desde que nace; tal otro lo es al cabo
de diez siglos
-Capitulo 9
Según Rousseau la mejor constitución de un Estado, son los límites de la
extensión que puede alcanzar a fin de que no sea, ni demasiado grande para
poder ser bien gobernado, ni demasiado pequeño para poderse sostener por sí
mismo. Existe en todo cuerpo político un máximum de fuerzas que no puede
sobrepasarse, del cual se aleja con frecuencia, a fuerza de ensancharse.
Mientras más se extiende el vínculo social, más se afloja, y, en general, un
Estado pequeño es proporcionalmente más fuerte que uno grande. Mil razones
demuestran esta máxima. Primeramente, la administración se hace más penosa
con las grandes distancias, como un peso aumenta colocado al extremo de una
palanca mayor. Es también más onerosa a medida que los grados se multiplican;
porque cada ciudad tiene, primero, la suya, que el pueblo paga; cada distrito, la
suya, también pagada por el pueblo; después, cada provincia; luego, los grandes
gobiernos, las satrapías, los virreinatos, y es preciso pagar más caro a medida
que se sube, y siempre a expensas del desgraciado pueblo. Por fin viene la
administración suprema, que todo lo tritura. Con tantos recargos como agotan
continuamente a los súbditos, lejos de estar mejor gobernados por todos estos
diferentes órdenes, lo están mucho menos que si no hubiese más que uno solo
por encima de ellos. Sin embargo, apenas quedan recursos para los casos
extraordinarios, y cuando es preciso recurrir a ellos, el Estado está siempre en
vísperas de su ruina. No es esto todo; no solamente tiene menos vigor y
celeridad el gobierno para hacer observar las leyes, impedir vejaciones, corregir
abusos, prevenir empresas sediciosas que pueden realizarse en lugares
alejados, sino que el pueblo siente menos afecto por sus jefes, a los cuales no
ve nunca; a la patria, que es a sus ojos como el mundo, y a sus conciudadanos,
de los cuales la mayor parte le son extraños. Las mismas leyes no pueden
convenir a tantas provincias diversas, que tienen diferentes costumbres, que
viven bajo climas opuestos y que no pueden soportar la misma forma de
gobierno. Leyes diferentes no engendran sino turbulencia y confusión entre los
pueblos que, al vivir bajo los mismos jefes, y en una comunicación continua, se
relacionan y contraen matrimonio unos con otros, y sometidos a otras
costumbres no saben nunca si su patrimonio es completamente propio. Las
capacidades intelectuales no se aprovechan y los vicios quedan impunes en esta
multitud de hombres, desconocidos unos de otros, que la organización
administrativa suprema reúne en un mismo lugar. Los jefes, agotados por los
negocios, no ven nada por sí mismos, y gobiernan al Estado sus delegados. Por
último, las medidas que hay que tomar para mantener a la autoridad general, de
la cual tantos empleados subalternos quieren sustraerse o imponerla, absorben
todas las atenciones públicas; no queda nada para la felicidad del pueblo;
apenas resta algo para su defensa en caso de necesidad, y así es como un
cuerpo demasiado grande por su constitución se abate y perece aplastado bajo
su propio peso. Por otra parte, el Estado debe proporcionarse una cierta base
para tener solidez, para resistir las sacudidas que no dejará de experimentar y
los esfuerzos que se verá obligado a realizar para sostenerse; porque todos los
pueblos tienen una especie de fuerza centrífuga, mediante la cual ellos obran
unos sobre otros y tienden a agrandarse a expensas de sus vecinos, como los
torbellinos de Descartes. Así, los débiles están expuestos a ser devorados en
seguida, y apenas puede nadie conservarse sino poniéndose con todos en una
especie de equilibrio, que hace el empuje aproximadamente igual en todos
sentidos. Se ve, pues, que hay razones así para extenderse como para
reducirse. Y no es el menor talento del político encontrar entre unas y otras la
solución más ventajosa para la conservación del Estado. Se puede decir, en
general, que los primeros, no siendo sino exteriores y relativos, deben ser
subordinados a los otros, que son internos y absolutos. Una sana y fuerte
constitución es la primera cosa que es preciso buscar. Y se debe contar, más
con el vigor que nace de un buen gobierno, que con los recursos que proporciona
un gran territorio. Por lo demás, se han visto Estados de tal modo establecidos
que la necesidad de conquistar entraba en su misma constitución, y que para
mantenerse se veían obligados a ensancharse sin cesar. Acaso se regocijasen
demasiado por esta feliz necesidad, que les señalaba, sin embargo, con el
término de su grandeza, el inevitable momento de su caída.
Capitulo 10
Según Rousseau se puede medir un cuerpo político de dos maneras: por la
extensión del territorio y por el número de habitantes. Los hombres son los que
hacen el Estado, y el territorio el que alimenta a los hombres. Esta relación
consiste, pues, en que la tierra baste a la manutención de sus habitantes, y que
haya tantos como la tierra pueda alimentar. En esta proporción es en la que se
encuentra el máximum de fuerza de un número dado de pueblo; porque si hay
terreno excesivo, su custodia es onerosa; su cultivo, insuficiente; su producto,
superfluo; es la causa próxima de las guerras defensivas. Si no fuese el territorio
bastante, el Estado se encuentra, con respecto al suplemento que necesita, a
discreción de sus vecinos; es la causa próxima de las guerras ofensivas. Todo
pueblo que, por su posición, no tiene otra alternativa que el comercio o la guerra,
es débil en sí mismo; depende de sus vecinos; depende de los acontecimientos;
no tiene nunca sino una existencia incierta y breve. No puede conservarse libre
si no es a fuerza de insignificancia o de extensión. Es preciso tener en cuenta la
mayor o menor fecundidad de las mujeres: lo que puede haber en el país de más
o menos favorable a la población; el número de habitantes que el legislador
puede esperar que llegue a alcanzar. A estas condiciones para instituir un pueblo
es preciso añadir una que no puede sustituir a ninguna otra, pero sin la cual todas
son inútiles: la de que se disfrute de abundancia y paz; porque la época en que
se organiza un Estado es, como aquella en que se forma un batallón, el instante
en que el cuerpo es menos capaz de resistencia y más fácil de destruir. Mejor se
resistirá en un desorden absoluto que en un momento de fermentación, en que
cada cual se ocupa de su puesto y no del peligro. Si tiene lugar en esta época
de crisis una guerra, un estado de hambre, una sedición, el Estado será
trastornado infaliblemente. No es que no haya muchos gobiernos establecidos
durante estas tempestades; pero estos mismos gobiernos son los que destruyen
el Estado. Los usurpadores producen o eligen siempre estos tiempos de
turbulencia para hacer pasar, a favor del terror público, leyes destructoras que el
pueblo no adoptaría nunca a sangre fría. La elección del momento de la
institución es uno de los caracteres más seguros mediante los cuales se puede
distinguir la obra del legislador de la del tirano.
Capitulo 11
El capítulo once habla sobre los diversos sistemas de legislación. Según
Rousseau el sistema de legislación se reduce a dos objetos principales: la
libertad y la igualdad; la libertad, porque toda dependencia particular es fuerza
quitada al cuerpo del Estado; la igualdad, porque la libertad no puede subsistir
sin ella. La fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad es por lo
que la fuerza de la legislación debe siempre pretender mantenerla. Mas estos
objetos generales de toda buena constitución deben ser modificados en cada
país por las relaciones que nacen tanto de la situación local como del carácter
de los habitantes, y en estos respectos es en lo que se debe asignar a cada
pueblo un sistema particular de institución que sea el mejor, acaso no en sí
mismo, sino para el Estado a que está destinado. Por ejemplo: si el suelo es
ingrato y estéril o el país demasiado estrecho para sus habitantes. En una
palabra: además de las máximas comunes a todos, cada pueblo encierra en sí
alguna causa que le ordena de una manera particular y hace su legislación propia
para sí solo. El autor de El espíritu de las leyes ha mostrado, en multitud de
ejemplos, de qué artes se vale el legislador para dirigir la institución respecto a
cada uno de estos objetos. Lo que hace la constitución de un Estado
verdaderamente sólida y duradera es que la conveniencia sea totalmente
observada, que las relaciones naturales y las leyes coincidan en los mismos
puntos y que éstas no hagan, por decirlo así, sino asegurar, acompañar, rectificar
a las otras. Mas si el legislador, equivocándose en un objeto, toma un principio
diferente del que nace de la naturaleza de las cosas, si uno tiende a la
servidumbre y otro a la libertad, uno a las riquezas y otro a la población, uno a la
paz y otro a las conquistas, se verá que las leyes se debilitan insensiblemente,
la constitución se altera y el Estado no dejará de verse agitado, hasta que sea
destruido o cambiado y hasta que la invencible Naturaleza haya recobrado su
imperio.
Capitulo 12
El capitulo doce habla sobre la división de leyes. Según Rousseau Para ordenar
el todo y para dar la mejor forma posible a la cosa pública hay que considerar
diversas relaciones. Primeramente, la acción del cuerpo entero obrando sobre sí
mismo, es decir, la relación del todo con el todo o del soberano con el Estado,
y esta relación se compone de aquellos términos intermediarios que veremos a
continuación. Las leyes que regulan esta relación llevan el nombre de leyes
políticas, y se llaman también leyes fundamentales, no sin alguna razón, si
estas leyes son sabias; porque si no hay en cada Estado más que una buena
manera de ordenar, el pueblo que la ha encontrado debe atenerse a ella; más si
el orden establecido es malo, un pueblo es siempre, en todo momento, dueño de
cambiar sus leyes, hasta las mejores. La segunda relación es la de los
miembros entre sí o con el cuerpo entero, y esta relación debe ser, en el
primer respecto, todo lo pequeño posible, y, en el segundo, todo lo grande
posible; de suerte que cada ciudadano se halla en una perfecta independencia
de todos los demás y en una excesiva dependencia de la ciudad. Esto se hace
siempre por los mismos medios; porque sólo la fuerza del Estado hace la libertad
de sus miembros. De esta segunda relación nacen las leyes civiles. Se puede
considerar una tercera clase de relación entre el hombre y la ley, a saber: la de
la desobediencia a la pena, y ésta da lugar al establecimiento de leyes
criminales que, en el fondo, más bien que una clase particular de leyes, son la
sanción de todas las demás. A estas tres clases de leyes se añade una cuarta,
la más importante de todas, y que no se graba ni sobre mármol ni sobre bronce,
sino en los corazones de los ciudadanos, que es la verdadera constitución del
Estado; que toma todos los días nuevas fuerzas; que, en tanto otras leyes
envejecen o se apagan, ésta las reanima o las suple; que conserva a un pueblo
en el espíritu de su institución; que sustituye insensiblemente con la fuerza del
hábito a la autoridad. Me refiero a las costumbres, a los hábitos y, sobre todo, a
la opinión; elemento desconocido para nuestros políticos, pero de la que
depende el éxito de todas las demás y de la que se ocupa en secreto el gran
legislador, mientras parece limitarse a reglamentos particulares, que no son sino
la cintra de la bóveda, en la cual las costumbres, más lentas en nacer, forman,
al fin, la inquebrantable clave. De entre estas diversas clases de leyes, las
políticas, que constituyen la forma de gobierno, son las únicas en que he de
ocuparme.