Amor, El Porvenir de Una Emoción - Stascha Rohmer PDF
Amor, El Porvenir de Una Emoción - Stascha Rohmer PDF
Amor, El Porvenir de Una Emoción - Stascha Rohmer PDF
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Stascha Rohmer
Traducción de
Gabriel Menéndez Torrellas
Revisión de
Ana María Rabe
Herder
www.herdereditorial.com
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La investigación para este libro y la traducción al español fueron financiadas por la Fundación Dr. Meyer-
Struckmann, Dusseldorf, Alemania.
La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está
prohibida al amparo de la legislación vigente.
Herder
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Índice
Introducción
1. Generatividad e individualidad
2. El ser humano en la época de su reproductibilidad en la ingeniería genética
3. Salir más allá de sí mismo
4. El límite, o el animal que se da ejemplo
5. Unidad indisponible, centro compartido
6. El mecanismo de reloj de las generaciones
7. Imagen especular del mundo
8. Amor y enamoramiento
9. Más que una imagen en la piel de un animal
10. Espectro de una llama muerta
11. Eterno retorno
12. Esencia
13. Concepto
14. Más allá de la autonegación y la autoafirmación: la voluntad
15. Balanza del tiempo
16. Playas de la vida
17. Sombra de la muerte
18. Edad de la vida
19. El tiempo del mundo
6
Para Ana
7
Introducción
«Todo ser vivo que se arrastra sobre la tierra», reza un misterioso fragmento de
Heráclito, «es conducido por un látigo».1 Heráclito, sin embargo, no nos aclara qué tipo
de látigo es el que obliga a los seres terrenales a arrastrarse por el suelo. Posiblemente
haya más de uno, habrá muchos tipos de látigos. Al menos habrá que distinguir aquellos
látigos que imperan como fuerzas físicas elementales en el espacio de aquellos látigos
invisibles cuyo efecto tiene lugar en el interior de los seres humanos, en su alma. La sed,
el hambre o el deseo de satisfacción erótica son una clase de látigos activos en el interior
de lo viviente que hacen que prosiga en su finitud y salga así fuera de sí mismo. Sería,
desde luego, erróneo concebir esos látigos invisibles meramente como compulsiones,
como en el caso de los látigos activos que actúan como crudas fuerzas físicas. Pues,
mientras que la fuerza física cobra sentido cuando impone al coaccionado un
comportamiento que le es ajeno, los látigos invisibles brotan de la esencia íntima de lo
viviente. Como tales fuerzas que sobrepasan lo finito, lo particular, de modo que lo
constituyen al mismo tiempo en cuanto individuo, estos látigos son algo así como los
látigos divinos que mantienen el mundo en movimiento. Pero ¿cuántos de estos látigos
divinos existen?
Cuando Friedrich Schiller dijo que existían dos tipos de látigos, a saber, el hambre y
el amor, y que ambos mantenían el mundo en movimiento, no solo resumía con ello
cerca de 3 000 años de historia del pensamiento occidental, sino también una convicción
general de su propia época que siguió vigente hasta mediados del siglo pasado. No
obstante, ¿podemos hoy, en la época de la tecnificación de lo viviente, de la ingeniería
genética, en la del desciframiento del código genético y de los crecientes progresos en la
neurobiología, realmente partir del hecho de que lo que mantiene este mundo en
movimiento es algo más que las fuerzas motrices que actúan biológica y físicamente; en
una palabra, que no solo actúa el hambre, sino también el amor?
En un mundo en el que millones de seres humanos pasan hambre tenemos,
ciertamente, que admitir que el hambre tal vez no ponga y mantenga en movimiento el
mundo entero de la naturaleza, pero sí al menos el mundo de lo viviente, de lo orgánico.
Con bastante seguridad podemos incluso partir del hecho de que una humanidad, cuya
población pasará, según las estimaciones de las Naciones Unidas, de los 6,5 mil millones
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actuales a aproximadamente 9,3 mil millones en 2050, podrá ver en el fenómeno del
hambre una fuerza motriz aún mucho más grande que la que había visto Schiller en su
época: si consideramos la tierra, igual que en el Antiguo Testamento, como un jardín,
parecen confirmarse de manera extraña, en vista del hambre mundial y con una
superpoblación creciente, las palabras de Nietzsche según las cuales la tierra «se ha
vuelto pequeña».2
Sin embargo, con independencia de que la humanidad pueda encontrar algún día una
solución al hambre optimizando la justicia distributiva o la riqueza productiva del suelo, o
si fracasa a la hora de crear un orden más justo y superar el hambre mundial, podemos
decir con seguridad según nuestro conocimiento actual que la ciencia jamás logrará
erradicar el hambre como tal, la necesidad de ingerir alimentos. Todo ser vivo y, por
tanto, también el ser humano, necesita alimento para vivir. Y en tanto en cuanto asegura
su necesidad individual de alimento, asegura la conservación y pervivencia de su forma o
configuración individual. Y al asegurar todo ser vivo, en la medida de sus posibilidades,
su existencia individual en la búsqueda de alimento, de autoconservación, contribuye así
al mismo tiempo a la continuidad de su especie en un futuro incierto. Cuando se pasa
hambre, se ponen de manifiesto las exigencias de un futuro no saciado en cada individuo
presente. Si no se satisfacen estas exigencias, muere también el futuro como espacio
concreto en el que se proyecta la vida individual.
Mas ¿podemos afirmar hoy algo análogo con respecto al amor? ¿Forma todavía parte
del concepto que tenemos de nosotros mismos el que el ser humano, en cuanto ser vivo
racional, dependa del amor, de amar y ser amado con la misma necesidad con la que la
naturaleza animal que lleva en sí requiere el alimento físico para poder sobrevivir? ¿Se
puede, pues, justificar racionalmente la creencia de que, como dijo Erich Fromm, «la
humanidad no podría existir ni un solo día sin amor», puesto que el amor «representa»
nada más y nada menos que «la única solución razonable y satisfactoria del problema de
la existencia humana»?3 ¿O podría pensarse que la humanidad, que el ser humano
seguirá prolongándose en el futuro como tal aunque no haya amor; que la emoción del
amor, entendida como fuerza motriz, es algo de lo que se puede prescindir en principio?
Esta pregunta por la necesidad absoluta del amor para una existencia verdaderamente
humana, la pregunta de si el amor es constitutivo de la existencia del ser humano como
tal y en este sentido supone una necesidad ontológica, formará el núcleo de nuestro
ensayo. Ocuparse de ella en el pensamiento no significa aquí más que dejarse llevar por
9
la hipótesis de que el amor actúa en un sentido fundamental como un cimiento de la
existencia humana. Ahora bien, lo que distingue al ser humano del resto de los seres
vivos es la libertad. La esencia del hombre se halla en la libertad. En el marco de la
perspectiva que desarrollamos aquí, identificar el amor como fundamento de la existencia
humana no significa, por tanto, otra cosa que descubrir el amor como fundamento de la
libertad. Sin embargo, las causas por las que la libertad misma podría basarse en algo
distinto solo pueden hallarse en la estructura del universo como tal. La libertad, según la
concibieron ya los grandes metafísicos de la modernidad, Hegel y Whitehead, solo es
posible, en definitiva, en un universo en el que la cohesión, la solidaridad, la armonía de
todo lo existente no solo constituyen la estructura formal por la que cualquier individuo
puede determinarse como algo, sino que conforman asimismo el fundamento a partir del
cual existe la vida individual. Si es verdad que el amor actúa como fundamento de la
existencia humana, resulta que esta libertad de la totalidad, que extrae su sentido
intrínseco a partir de la solidaridad de todo lo existente, halla en él su mejor ejemplo.
Ahora bien, si la pregunta acerca de la importancia objetiva del amor en la vida
humana solo debe entenderse a partir de una estructura profunda en la que todos los
seres existentes están vinculados entre sí en una totalidad, es evidente, a su vez, que esta
pregunta solo puede responderse de forma adecuada en el marco de lo que Hegel llamó
una «visión intelectual del universo» (LI, p. 44). Si el amor representa incluso, como
opina Volker Gerhardt, el «problema clave de la individualidad» 4 dentro de un universo
que, como ya dijeron Hegel y Whitehead, está organizado como totalidad para permitir la
producción creativa de individualidad, entonces parece obvio que la pregunta acerca de la
importancia del amor en este universo es una cuestión ideológica de máxima importancia.
Ello encierra, sin embargo, también un peligro.
Al reclamar validez general para sus principios epistemológicos, la filosofía, y en
especial la metafísica, tiene que cuidarse, pues, de no aparecer como una ideología entre
otras. Este riesgo, no obstante, parece particularmente grande cuando se trata de
dilucidar —en especial en un Occidente marcado por el cristianismo— la pregunta acerca
de la importancia del amor en la experiencia humana, pues, sin duda alguna, el amor es
algo que se vive justo de manera altamente subjetiva, de manera individual e íntima.
Desde este punto de partida, la pregunta acerca de su importancia presupone no solo un
universo donde existen personas que se reconocen a sí mismas como tales, sino, además,
personas que son sujetos en el sentido de que tienen un acceso sumamente personal a sí
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mismos y a su mundo. En la medida en que se abre la totalidad de todos los entes de
manera altamente personal en el amor, sería comprensible que se pensara que la
pregunta acerca de su importancia dentro de esta totalidad fuese asimismo únicamente
una cuestión de fe personal.
No obstante, la concepción misma según la cual la pregunta por la importancia
objetiva del amor en este universo es solo una cuestión de fe personal se basa ya en
presuposiciones ideológicas no declaradas, puesto que presupone sujetos humanos con
facultad cognoscitiva, cuya realidad también se da fuera de la existencia objetiva del
amor y con total independencia de los demás. Identificar el amor como fundamento de la
libertad humana significa, en cambio, suponer de forma explícita que la dimensión social
de la existencia proporciona al mismo tiempo el fundamento de una vida verdaderamente
humana; significa asumir que el ser humano, en cuanto tal, existe solo en la relación
concreta con sus semejantes; y en consecuencia, que solamente en esta relación en la
que se encuentra con el «otro», con el «tú», dispone de una facultad cognoscitiva y de
intuiciones.
Precisamente a los teóricos modernos del conocimiento —partiendo de la crítica del
conocimiento de Immanuel Kant o bien de la investigación moderna del cerebro—, que
opinan que pueden analizar el conocimiento como si se tratase de cualquier objeto y que
el conocimiento humano puede concebirse abstraído del todo de su dimensión social,
habría que objetar que, al enfocar su objeto de estudio de esta manera, parten ya de unas
ideas determinadas de autonomía y de lo que significa ser uno mismo, cuya verdad
tendrían primero que demostrar.
Cuando una ciencia natural llega, a partir de ciertas consideraciones epistemológicas,
a la conclusión de que la fe en la libertad y su correspondiente responsabilidad son solo
una ilusión, entra en una clara relación de tensión con el orden político y social en el que
ella misma se basa. Esto bastaría ya para corroborar la tesis de Alfred North Whitehead,5
según la cual las ciencias naturales de hoy encuentran sus límites allí donde empieza la
libertad subjetiva, lo cual no hay que atribuir a sus objetos de estudio, sino a las
condiciones de abstracción de su metodología.
Uno de los pensamientos más antiguos de la filosofía occidental es, sin duda, la idea
de que toda libertad humana presupone el autoconocimiento y de que, al revés, el
autoconocimiento no puede desligarse de la realidad de la libertad del individuo. Con ello,
sin embargo, no queremos decir que el autoconocimiento que la libertad individual trae
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consigo o el conocimiento en general sean un acto realizado plenamente en solitario,
como enseña la filosofía subjetivista desde Descartes, pasando por Kant, hasta el
constructivismo moderno. La causalidad que surge de la libertad, así como el
correspondiente acto cognitivo en el que el sujeto se vuelve para sí mismo objetivo y se
percibe objetivamente como sujeto en su mundo, puede estar, más bien, a la vez
mediada socialmente en múltiples sentidos. De esta manera, al menos con respecto a la
libertad del individuo, es evidente que su concepto carece de todo sentido profundo
cuando se abstrae de la realidad y la totalidad sociales. Si partimos del hecho de que
detrás de la libertad subjetiva en la que el individuo se realiza objetivamente en la
sociedad existe todavía un amor que actúa como fundamento, podemos concebir a partir
de la realidad de la libertad en el conjunto social aquello que se experimenta
subjetivamente como amor en términos generales como humanidad. El amor es, en
efecto, en sí mismo humanidad, como ha explicado Michael Theunissen a partir de
Hegel, en la medida en que actúa como el ideal de un orden inmanente a la humanidad
donde «uno experimenta al otro no como límite, sino más bien como condición de la
posibilidad de la propia autorrealización».6
Ahora bien, el ideal de la humanidad ha sido desde siempre el de una justicia general.
A su vez, la existencia de esa justicia no concierne a la mera sensación subjetiva. Se
manifiesta, más bien, en formas de orden objetivo, teniendo en cuenta que la pregunta de
si dicho orden objetivo participa en el ideal de la justicia no se refiere solo a una mera
ideología subjetiva. Pues, como enseñan ciertos teóricos modernos, el que una sociedad
sea justa o no se muestra en el hecho de que pueda llamarse democrática en el sentido de
que permita que tengan los mismos derechos y convivan en ella seres humanos de
diferentes ideologías. Así, la justicia se diferencia del formalismo de las ideologías por su
referencia viva a contenidos concretos, a saber, a motivos racionales que, en el caso de
un orden democrático, tienen su realidad en el hecho de que un orden social pueda
concebirse como justo cuando cada uno de sus miembros pudiese estar de acuerdo con
él aunque no sepa el lugar que podría ocupar en esta sociedad.7
De la misma manera en la que parece natural que haya que asociar la idea del orden
democrático con un ideal general y universal que trascienda toda mera ideología, parece a
primera vista poco evidente que esto valga también para la pregunta acerca de la
existencia objetiva del amor, esto es, que solo pueda discutirse en relación con un ideal
general de universalidad que es a la vez un ideal de la razón. Pues, en el Estado y en la
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sociedad parece manifestarse un tipo de libertad y orden justo que es distinto a aquella
libertad que se realiza en el amor de dos amantes; una libertad que viven literalmente en
su propio cuerpo: en comparación con el segundo, el primer tipo resulta tan abstracto
como un texto jurídico lleno de artículos comparado con una carta de amor. Mas ¿por
qué actúa el ser humano con justicia, o por qué dispone al menos de una sensación de lo
que es justo y de lo que no lo es? ¿Cuáles son sus motivos, sus razones? Y ¿por qué los
rasgos comunes de lo que podríamos entender como «justicia», que trascienden culturas
y épocas, son tan «sorprendentemente grandes», como piensa Höffe, que «toda la
humanidad puede interpelarse como una comunidad de justicia»?8 Según parece, la idea
platónica de que la justicia representa un bien en la medida en que no solo cumple una
función intersubjetiva, sino que es al mismo tiempo inherente a la esencia del ser
humano, puesto que adopta una función ordenadora en el interior del alma de cada
individuo, parece estar muy lejos del discurso actual sobre ética y justicia. Sin embargo,
si pensamos en la justicia partiendo de los comportamientos humanos concretos, resulta
que el pensamiento platónico según el cual la justicia representa un bien ya por el mero
hecho de que transmite equilibrio interno tiene todavía validez hasta el día de hoy. Así, el
simple hecho de que toda relación amorosa afortunada entre dos personas no sea
tampoco, en principio, otra cosa que un equilibrio inestable entre dar y tomar en cada
uno de los amantes, demuestra ya que el amor mismo implica la relación con la justicia.
Ahora bien, la suposición de que aquello que se vive subjetivamente como amor se hace
manifiesto de modo objetivo en formas de orden justo implica al mismo tiempo la
relación del amor con un ideal universal de racionalidad, con un orden y una estructura
racionales.
Allí donde están vinculados entre sí de manera concreta el amor, por un lado, y la
justicia objetiva, por el otro, hallamos la forma específicamente humana de compartir la
vida en el medio social. Kant ya reconoció antes que Hegel lo específicamente humano
en la capacidad del hombre de compartir su vida con sus semejantes, e incluso vio aquí
el fundamento de la posibilidad de su felicidad en la medida en que solo el ser humano es
capaz de trascender su existencia en su singularidad fáctica compartiendo su vida con
otro ser humano.9 Pues, la humanidad, como se presenta en la cadena de las
generaciones, es precisamente esa construcción peculiar en el universo que representa
una totalidad, lo cual justifica que nos refiramos a la humanidad como una unidad; pero
una totalidad cuyas partes se presentan de nuevo y con igual evidencia como totalidades
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originarias, es decir, cuyas partes son personas. La dialéctica consiste aquí en que las
partes —es decir, los seres humanos contemplados como partes individuales— se
realizan en su universalidad o como totalidad compartiendo su vida; y ello en la medida
en que a veces, dos personas comparten en su amor incluso la vida entera. Y ya se
reconoció en la Antigüedad que esta vida compartida podía ser cualquier cosa, pero
nunca podía ser solo media vida. Es, más bien, una totalidad en la medida en que es
compartida; y eso de una manera determinada: haciéndose efectivo el amor en la mera
voluntad de compartir la propia vida con el Otro; así también es posible entender al revés
el hecho de que la totalidad sea capaz de realizarse para sí misma en sus partes como
una reflexión en la que se hace efectiva la justicia.
Sería erróneo concebir esta justicia que deduce su sentido de la autointegración de la
totalidad en sus partes únicamente en el sentido de una llamada justicia última. Más bien,
parece que, desde esta perspectiva, toda vida humana está estructurada desde su
nacimiento de tal manera que solo se realiza a sí misma en su individualidad en la medida
en que el ser humano, al compartir su vida con sus semejantes, no solo se desarrolla
como participante pasivo en la humanidad en cuanto totalidad, sino que también
trasciende en parte la humanidad como totalidad. Pero si esta totalidad que se hace
efectiva en una vida humana, aquella totalidad, que es al mismo tiempo responsable de
que, en la diversidad de sus muchos instantes, desde el nacimiento hasta la muerte, se
distinga como única, se actualiza, efectivamente, al compartirse la vida en el medio
social, entonces la sustancia de lo humano es, según parece, de una naturaleza
completamente diferente a, por ejemplo, la de un trozo de madera partido en dos partes
por el hacha, en lugar de unirse continuamente a sí mismo como tal en la división. Si es
verdad que el ser humano se une a sí mismo compartiendo su vida, si este compartir
concilia su vida, entonces la propia sustancia originaria de lo humano es, más bien, ella
misma de naturaleza metafísica.
De esta manera, la cuestión acerca de la existencia objetiva del amor tiene que ver
directamente con la cuestión acerca de la existencia objetiva de una generalidad que, por
un lado, se manifiesta en el sentido de una horizontalidad como fundamento de
posibilidad del orden justo en la naturaleza e historia, y que describe así, por el otro, —
en el sentido de una verticalidad—, la forma individual en la que cada ser individual se
une a sí mismo solo en la multiplicidad de sus momentos; una generalidad en la que se
prolonga y trasciende. La pregunta acerca de la existencia objetiva de un amor que sea
14
indispensable para la pervivencia de la humanidad tiene, por tanto, no solo una
dimensión intersubjetiva. Evidentemente, esta pregunta también apunta a aquello en lo
que se desarrolla por entero para sí; aquello en lo que toda existencia biográficamente
descriptible tiene su madurez y su contenido.10
Como es sabido, Platón llamó idea a esta generalidad en la que lo particular se une a
sí mismo en la participación (methesis). Y de hecho se mostrará que la pregunta acerca
de la existencia objetiva del amor está vinculada directamente con la pregunta acerca de
la existencia de un fundamento ideal de la vida humana. Sin embargo, ese fundamento
ideal de la existencia humana, en el que la persona se actualiza como ser humano
compartiendo la vida con sus congéneres, solo lo encontramos en última instancia —y así
lo vio también Platón— en la universalidad del universo, en la unidad del universo como
tal. Desde la perspectiva que desarrollamos aquí, sería, por ende, erróneo creer que
aquella forma de unión con la totalidad universal descrita por los místicos —la unio
mystica— podría ser algo completamente diferente a la unidad vivida en el amor que se
experimenta de forma paradigmática entre dos individuos.
La cuestión acerca de la existencia del amor como algo que existe objetivamente y
que es necesario para la pervivencia de la humanidad es, en cuanto pregunta por la
objetividad de un fundamento ideal de la existencia humana, no solo una cuestión
metafísica, sino que presupone también, junto a la posibilidad de su respuesta, la
posibilidad de un conocimiento metafísico. Presupone lo particular, lo individual, como
algo que puede entrar en una relación reflexiva consigo mismo en su Otro, en lo
universal, de manera que no solo lo particular mismo adopta la forma de la universalidad,
sino también su autoconocimiento: un conocimiento verdadero, es decir, un conocimiento
en la forma de la verdad —esta es la idea central que Hegel deduce de Platón— se da
solo finalmente en el momento en que el conocimiento tiene una imagen de la realidad de
sí mismo en el mundo objetivo, en que, por tanto, se conoce a sí mismo en el sentido
estricto, reconociéndose en este sentido en la forma de lo reconocido o al menos
conocido. Pues solo un autoconocimiento del conocimiento en el que el cognoscente y
lo conocido se unen y están relacionados entre sí en la «autoreferencialidad» del
cognoscente será capaz de garantizar esta relación de correspondencia entre concepto y
realidad, pensar y ser, que representa el ideal de todo pensar metafísico.
No obstante, con la tesis de que el ser humano «se contempla finalmente a sí mismo»
en los objetos de su experiencia, en su mundo y en particular en otros seres humanos, en
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el «Tú» (Hegel, L II, p. 279), se afirma al mismo tiempo un «absoluto como lugar de la
existencia consciente». La metafísica como «conocimiento universal de lo absoluto a
través de la reflexión» 11 seguramente no puede demostrar este absoluto como «lugar de
la existencia consciente». Pero se aproxima al ideal universal que le es inherente en la
medida en que logra hacer transparente la estructura conceptual de los objetos como el
fundamento de su ser y conocimiento; en la medida en que logra hacer evidente que
sujeto y objeto están unidos en una estructura de sentido que les es común.
En el amor se muestra claramente la experiencia de dicho sentido común a ambos, la
experiencia de una unidad entre sujeto y objeto. Por tanto, no es casualidad que
precisamente Hegel hiciese de este fenómeno de la relación amorosa el punto de partida
de su filosofía del espíritu absoluto. Lo decisivo para Hegel a este respecto era que en el
amor se realiza una unión de seres que al mismo tiempo son completamente distintos; y
que, por ende, la unidad realizada en él está mediada por el polo opuesto a sí misma, por
la oposición: «El amado», dice Hegel en sus escritos tempranos, «no es algo opuesto a
nosotros, está unido a nuestra esencia; nos vemos solo en él y luego, sin embargo, no es
nosotros; un prodigio que no somos capaces de entender» (FS, p. 244). El unirse de los
amantes no es, por consiguiente, una simple fusión del uno con el otro, sino un proceso
dramático que se caracteriza por la interacción, por la dialéctica entre división y unión.
Basándose directamente en el precursor antiguo de la dialéctica, en Heráclito, Hegel
partió de la idea de que este dramatismo, esta interacción entre división y unión como la
que encuentra su ejemplo supremo en el amor, no solo caracteriza la realidad humana,
sino que representa un rasgo esencial de la vida, y en general, de los hechos cósmicos
que se constituyen eternamente como oposición. Pero si la división interior es un factor
necesario en el seno de la estructura de todo lo real, entonces parece que una
comprensión real de la totalidad solo puede darse cuando la contemplación reflexiva
consigue entender primero en qué medida la división y la disociación del mundo en
numerosos polos opuestos es un factor necesario dentro de la formación de lo real; y
también en qué medida aquellos polos opuestos que caracterizan la estructura de lo real
albergan una dinámica interna por la cual se puede entender que los polos opuestos en
su oposición son al mismo tiempo constitutivos de la totalidad como totalidad. Mas esto
únicamente se puede captar si no solo se parte del hecho de que los elementos de la
totalidad son, ellos mismos, totalidades, sino además, de que estos elementos de la
totalidad se reflejan y están relacionados entre sí en su oposición, de tal modo que cada
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uno de ellos se relaciona consigo mismo como tal precisamente al entrar en oposición con
su Otro.
A su vez, Hegel partió de la idea de que entre todas las formas de vida, el ser humano
representa, con toda evidencia, una totalidad reflejada en sí misma cuya mediación
consigo misma se realiza en virtud de la relación con el Otro que se opone a él. Pues,
aunque las otras cosas (o formas de vida) en este universo sean en sí mismas dichas
totalidades, conjuntos organizados, y así un espejo del universo entero, está claro que no
son para sí mismas la totalidad que representan en sí mismas: si no fuera así, podrían
concebirse a sí mismas en lo que son y articularse como seres que se afirman como Yo.
Pues, el «Yo» en el que el ser particular se sabe de manera eminente como ser humano
en general y precisamente por ello, como individuo único no es otra cosa, desde el punto
de vista del pensamiento dialéctico, que la contradicción resuelta y superada de lo
individual y lo universal.
De este hecho de que el ser humano sea la única forma de vida conocida que es para
sí misma la totalidad y universalidad que es en sí misma, Hegel dedujo que, solo en el
caso de las personas, estas quedan conectadas interiormente consigo mismas en el
hombre que se encuentra frente a ellas en el exterior. Frente a la mera relación entre
extraños, por un lado, y contra la abstracción de un puro ser en sí mismo, por el otro,
remite, en palabras de Theunissen, a «un estar relacionado que como “estar en el Otro
consigo mismo” supone libertad y como “estar consigo mismo en el Otro” amor».12 La
capacidad de hacerse cargo de sí mismo en su semejante, que ninguno de los seres vivos
posee aparte de él, se deriva así directamente del hecho de que encuentra la forma
originaria de su reflexión en su Otro.
Pero el hecho de que el ser humano tenga la forma originaria de su reflexión en su
Otro no significa solo que a través de esta vinculación se haga objetivo a sí mismo en su
existencia fáctica, como existente entre otros. En la medida en que existe en general
como ser humano presupone, más bien, en este hecho la existencia de una esencia
general objetiva que actúa como fundamento o factor vinculante de manera que pueda
establecer una relación consigo mismo dentro del Otro. Esta esencia general objetiva,
que no es meramente el resultado del hecho de que el ser humano tenga la capacidad
única de establecer una relación consigo mismo en su Otro, sino que forma la estructura
misma de esta capacidad, es aquello de lo que da cuenta, en la concepción hegeliana, la
palabra espíritu, un concepto que habría que entender, según Hegel, como fundamento y
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causa última de la realidad humana en general y especialmente de la unidad de la
autoconciencia. Ahora bien, si el espíritu actúa de manera objetiva como fundamento
vinculante en todo tipo de relación humana intersubjetiva, una relación que caracteriza
justo la esencia arrebatadora del amor auténtico, este espíritu objetivo se revela como
algo parecido al amor; asimismo, lo general, lo universal mismo, como dirá Hegel
también en su etapa posterior, resulta ser un «amor libre» en el sentido de «un
comportamiento de uno mismo hacia lo diferenciado» —lo individual, particular—
«como solo hacia sí mismo» (L II, p. 277). Pero ¿es posible que el amor entre individuos
únicos de carne y hueso tenga un origen puramente espiritual?
Contra tal concepción de las relaciones humanas, que interpreta el amor en primer
lugar como algo puramente espiritual o el espíritu como amor (y que tiene directamente
que ver con la concepción protestante del cristianismo de Hegel), habrá a la vez que
afirmar que una mediación real entre lo individual y lo general, entre individuo y género,
y finalmente entre un ser humano y otro es, al mismo tiempo, un proceso que se efectúa
como tal en la naturaleza. Como se demostrará posteriormente, esto no significa en
absoluto que identifiquemos directamente el amor con el sexo, la sensualidad, la
sexualidad y la procreación, procedimiento que caracteriza por ejemplo el pensamiento
neodarwinista. Pero es también un hecho que la humanidad como tal, es decir, la
humanidad como género, es esencialmente un resultado de la cadena de las
generaciones y que, desde esta perspectiva, el ser humano forma parte y seguirá
formando parte, según parece, de la naturaleza. Una de las primeras reflexiones sobre la
conditio humana en Occidente que se han articulado por escrito expresa ya de manera
acertada esta inserción del ser humano en la naturaleza a través de la forma de la
generatividad: «Como el linaje de las hojas, tal es también el de los hombres. / De las
hojas, unas tira a tierra el viento, y otras el bosque / hace brotar cuando florece, al llegar
la sazón de la primavera. / Así el linaje de los hombres, uno brota y otro se desvanece».13
Como se mostrará en las páginas que siguen, particularmente con respecto a la
problemática de la relación entre amor y reproducción, la pregunta por la existencia
objetiva del amor atañe al mismo tiempo a la pregunta por la relación entre espíritu y
naturaleza, entre espiritualidad y materialidad.
Según la perspectiva que desarrollaremos aquí, el amor es el fundamento de
posibilidad de la existencia individual e histórica. En el amor vivido y en la
individualización de los amantes que este trae consigo, la cultura humana experimenta
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nada más y nada menos que su justificación y ejemplificación suprema. Mas, como toda
la cultura humana y civilización técnica en general, la posibilidad de la existencia histórica
humana es una posibilidad ínsita en la naturaleza. La naturaleza misma es, por tanto,
desde nuestro punto de vista, la que facilita a los seres humanos una transición de la
naturaleza a la cultura y, con ello de la mera reproducción y el mero impulso a unas
formas civilizadas de la sensibilidad, igual que, en última instancia, fue la naturaleza la
que hizo posible la transición del animal al ser humano. Y si suponemos que la vida
humana, como asimismo la animal, es esencialmente una sucesión de generaciones,
tendremos que partir, en todo caso, del hecho de que lo específicamente humano, o bien
la realidad del amor, se encuentra insertado en las estructuras específicas de la
generatividad humana, las cuales —como demostraremos en lo sucesivo— se diferencian
de manera radical de las estructuras de los animales y las plantas.
El objetivo de este ensayo consiste, por ende, en demostrar la realidad del amor en
las estructuras específicas de la generatividad humana. Al concebir estas estructuras
como tales, las cuales son tanto físicas como metafísicas, tanto materiales como
espirituales, este breve estudio intenta contribuir también a superar la oposición
tradicional entre naturaleza y espíritu, que ha dominado fatalmente desde Descartes el
pensamiento científico de la Edad Moderna.
19
1. Generatividad e individualidad
El punto de partida y el punto final de nuestra reflexión en este ensayo va a ser la vida
humana según está situada en la cadena de las generaciones. Nos proponemos investigar
y comprobar los vínculos y conexiones entre el mundo histórico y civilizador de los
valores, por una parte, y el carácter cíclico natural de la vida humana, por otra. En este
contexto intentaremos determinar en qué medida pueden fundamentarse y justificarse
racionalmente estas conexiones. También se trata de interpretar las estructuras naturales
de la generatividad en el horizonte de valores civilizadores fundamentales y de
interpretarlas estéticamente en este sentido. Para ello, partiremos asimismo del supuesto
de que el amor es el fundamento y la causa final de todos los valores civilizadores y que
en este sentido es el valor supremo.
Como mostraremos más adelante, la generatividad humana está estructurada de
forma dialéctica. Su principio estructural es —dicho en términos de Hegel— la identidad
de la identidad y de la diferencia. Esta fórmula que puede resultar algo críptica tiene
aquí el siguiente significado concreto: la generalidad global del género, aquello a lo que
nos referimos mediante el concepto de «humanidad» está, en el caso del ser humano,
mediado por su contrario, por la oposición entre cada uno de los individuos singulares.
En el caso de los animales y las plantas, por el contrario —esta es nuestra tesis—, no se
da dicha oposición entre el individuo y el género. El animal y la planta viven la vida de su
especie: en el caso del animal, la identidad del género engulle casi por completo la
individualidad. Por ello, en la existencia animal no existe la universal esfera de mediación
y sociabilidad que fundamenta la vida social de los seres humanos. Así, si bien es cierto
que en el reino animal existe el erotismo, no existe el amor, pues este presupone
individuos singulares que al mismo tiempo sean conscientes de su singularidad: aun
cuando en el reino animal se den casos de formación de parejas de por vida, se trata de
un rasgo característico de toda la especie y no significa que los miembros de la pareja se
aprecien en su individualidad y singularidad, y que en este sentido estén unidos el uno al
otro por amor.
El principio dialéctico de la identidad de la identidad y de la diferencia —acompañado
de la individualidad inmemorial del ser humano— subyace por consiguiente a nuestro
punto de vista tras el hecho de que nosotros, para entender las estructuras de la
20
generatividad humana, tengamos que postular necesariamente la existencia de tres
generaciones: en el caso de los animales y las plantas, basta, por el contrario, —como en
la genética de Mendel o en el darwinismo— con suponer dos generaciones, la simple
interacción entre ascendientes y descendientes; en el caso del ser humano tenemos que
suponer una generación de los abuelos o los ancianos, otra de los adultos o intermedia y
por último, una de los jóvenes, los niños y los adolescentes.
Pues, en el nexo entre las generaciones humanas, cada generación del presente y en
consecuencia todo ser humano particular es en primer lugar un ser reflejado que, en
cuanto Existente para sí, recibe la vida de sus ascendientes para, en segundo lugar, en
calidad de Ser-para-otros, entregarla a sus hijos, a sus descendientes; y ello de una
manera que él, en tercer lugar, se identifica consigo mismo como tal, como personalidad
individual, en este recibir y dar vida. En esta dinámica de recibir y dar vida, están
dispuestos de igual manera en el nexo entre las generaciones —como mostraremos— los
principios civilizadores de la libertad individual, el principio de la responsabilidad y el
principio de la justicia de forma arcaica. En este sentido, son aspectos de un amor que
existe a través de los seres humanos y se manifiesta en las generaciones. Podemos
matizar entonces la tesis central de este estudio en el sentido de que, desde nuestro punto
de vista, la realidad del amor se manifiesta en la estructura triplicitaria de la
generatividad humana. Desde esta perspectiva, es en la estructura triplicitaria de la
generatividad humana donde se hace al mismo tiempo evidente y palpable, como
naturaleza sensible, la causa originaria metafísica a partir de la cual existe la vida humana.
Pues esta estructura triplicitaria implica que en el caso del ser humano no tengamos más
remedio que suponer una generación intermedia entre los abuelos y los hijos, que
fundamenta una esfera de mediación social universal —tanto intergenerativa como
intersubjetiva—. En este contexto basta con aludir al fenómeno de la paternidad /
maternidad y de la procreación para evidenciar que las relaciones intergenerativas no
pueden desligarse de las intersubjetivas: pues, si la cadena de las generaciones se
reproduce, por decirlo así, en sentido vertical hacia el infinito, habrá que incluir siempre,
en sentido horizontal, la esfera de la mediación social. Las relaciones intergenerativas y
las relaciones intersubjetivas —la vertical y la horizontal— conforman, por tanto, un solo
proceso complejo.
Por lo demás, para nosotros resulta esencial poner de manifiesto que la forma en la
que el ser humano supera la oposición que le es inherente entre Ser-para-sí y Ser-para-
21
otros y en la que —prosiguiendo— restablece su integridad, es la forma originaria de la
reflexión que él encuentra en su Otro. Si partimos, como lo hacemos aquí, de que la
estructura triplicitaria de la generatividad humana posibilita esta reflexión, la única en la
que el ser humano se encuentra a sí mismo confrontándose de manera creativa con su
Otro, podemos decir entonces que esa estructura representa el fundamento que posibilita
la existencia histórica del ser humano. La generatividad humana está, por tanto,
estructurada de forma triplicitaria en la medida en que el ser humano está constituido por
naturaleza como una existencia histórica. La triplicidad de la generatividad humana es
por ello, a nuestro juicio, en última instancia el fundamento que posibilita la cultura
humana, que halla su consumación en una trabazón última de amor, individualidad y
belleza.
22
2. El ser humano en la época de su reproductibilidad en la ingeniería genética
Amor no es solo una palabra que posee un equivalente en las lenguas de todas las
culturas, sino también un término que designa numerosos fenómenos; y si entramos en
una biblioteca y consultamos en un diccionario la entrada «amor», nos ocurre algo
parecido a aquel fenómeno que deambula por la filosofía ya desde los inicios del
pensamiento occidental presentándose con el nombre de «tiempo»: como ya subrayó
Agustín, todo el mundo parece conocer de forma inmediata un sentido coherente de la
palabra «tiempo». Y sin embargo, nos topamos con un completo hervidero de tiempos
distintos acerca de los cuales han reflexionado los filósofos; tiempos que, como es de
suponer, abarcan a la vez todos los aspectos de un solo tiempo. Como en el caso del
hervidero de tiempos, nos topamos con toda una mezcolanza de amores cuando
preguntamos expresamente qué es el amor; aparecen fenómenos en los que el amor,
como tal, se despliega y diferencia, fenómenos que seguramente no son más que
manifestaciones distintas de un solo amor. Ya en el lenguaje más cotidiano se habla del
amor erótico, del amor platónico, del amor materno, paterno e infantil, e incluso
hablamos de un amor libre, auténtico o de un gran amor; el cristianismo conoce además
de los mencionados el amor al prójimo, el amor a Dios y el amor divino; el patriota, por
el contrario, habla del amor a la patria, mientras que el amante del arte preferiría dar su
vida por sus obras queridas; Freud habla de amor cohibido en su objetivo, el francés de
amour fou; y la filosofía conoce además un amor como el Eros, que domina el universo
en su conjunto; Aristóteles habla de un amor efectivo en cuanto amistad (agape, philia);
Pascal enseña el amor como fundamento del conocimiento del mundo y Spinoza conoce
un amor que es el fundamento del conocimiento de Dios, por solo mencionar algunos
ejemplos.
A la vista de esta situación muy complicada desde el punto de vista científico, podría
parecer que la forma de proceder más oportuna y adecuada fuera la de sistematizar,
clasificar y jerarquizar todas estas formas diferentes de amor como si se tratara de tipos
de una especie; de las formas «superiores» (por ejemplo, el amour fou de los franceses)
podrían deducirse entonces las demás, que aparecerían como formas subordinadas en un
sentido histórico y sistemático. Sin embargo, uno no puede menos de constatar que en el
amor se halla al mismo tiempo algo que se opone a tal delimitación del «objeto» que él
23
mismo constituye: comparable a un animal que no se deja capturar ni retener, en el amor
hay algo que rompe los límites, algo desmesurado que emana del carácter procesual, del
fluir, rebosar y correr de la vida. En la esencia del amor yace algo que se resiste a
cualquier determinación, a cualquier estancamiento; no se puede fijar dentro de un
determinado patrón cualitativo, y precisamente por eso no puede controlarse, forzarse ni
manipularse. Ya en el Cantar de los Cantares (2, 7) se dice:
—Yo os conjuro,
Hijas de Jerusalén,
Por las gacelas, por las ciervas del campo,
No despertéis, no desveléis al amor,
Hasta que le plazca. 14
Ahora bien, el mero hecho de que el amor se resista a cualquier determinación y control
ya puede considerarse como un indicio de que pertenece desde su origen al proceso del
avance permanente, de la autotranscendencia de una vida que, a su vez, no está nunca
quieta o que no puede detenerse ni determinarse. Con ello nos encontramos ante el
siguiente problema: queremos indagar si es posible defender racionalmente la creencia
según la cual «la humanidad no podría existir un solo día sin el amor», puesto que el
amor representa nada más y nada menos que «la única solución razonable y satisfactoria
del problema de la existencia humana» (Fromm). Pero el amor, cuya existencia objetiva
como fuerza creativa queremos demostrar, adopta infinitas formas y se opone a cualquier
objetivación, pues trasciende de inmediato toda determinación específica y finita.
Pero, si esto es así, podríamos invertir nuestra pregunta en relación con la existencia
objetiva del amor. Pues, aunque el amor no pueda determinarse ni objetivarse, su
necesidad objetiva, ontológica, podría consistir precisamente en el hecho de que lo
concebimos como una fuerza que resulta ser constitutiva para el continuo avance de la
vida humana. Preguntémonos entonces: ¿cómo tendría que ser un amor del que podría
decirse que fundamenta la autotrascendencia de la humanidad y que, por tanto, es
responsable de que al ser humano se le abra en todo momento un futuro? Un amor que,
por consiguiente y dicho con mayor precisión, sea responsable de que no se extinga la
humanidad.
Al parecer existe solamente una forma de amor a la que puede atribuirse esto al pie
de la letra: debe ser, pues, una forma que trascienda la muerte. Y no parece del todo
disparatado, cuando menos a primera vista, el hecho de poner un amor que trascienda la
24
muerte y que por ello permita una continuidad de la vida del género en relación inmediata
con el fenómeno del nacimiento. Pues, a fin de cuentas, habrá que partir del supuesto de
que son la procreación y la multiplicación las que en primer lugar aseguran en el futuro
la pervivencia de la humanidad como género. Solo donde nace vida nueva el ser humano
tiene futuro. Sin la multiplicación continua, sin el engendramiento de vida nueva se
cortaría directamente la cadena de las generaciones que se prolonga potencialmente hacia
el infinito. Y en la medida en la que la multiplicación de los seres humanos se inicia en un
acto del que en la Edad Moderna responde el término sexo, parece legítimo conferir al
amor una superación de la muerte, al identificarlo directamente con la sexualidad y la
procreación. Conforme a ello, el amor sería aquello que inicia un proceso que compensa
una y otra vez las muertes con los nacimientos.
Mas ¿es verdad que un amor de esta índole, concebido de manera puramente
biológica, que obviamente ya se manifestaría sin más en el caso de los animales, pueda
considerarse como un amor sin el cual —como dice Fromm— la humanidad no podría
sobrevivir ni un solo día? ¿Podría representar una necesidad existencial? Parece que
puede negarse rotundamente esta pregunta, y más en tiempos de la tecnificación de lo
viviente. Según Martin Heidegger, «el ser humano, en verdad, ya no se encuentra hoy en
ningún lugar consigo mismo, es decir, con su esencia» 15 si no es en la técnica. Y ello
puede decirse en particular, según parece, de la ingeniería genética. Cuando se concibe el
amor de un modo puramente biologista, la creencia de que la humanidad no podría existir
un solo día sin el amor, puesto que este representa nada más y nada menos que «la única
solución razonable y satisfactoria del problema de la existencia humana», parece más
bien hacerse pedazos ante la posibilidad de la tecnificación de lo viviente, como pone de
manifiesto precisamente la clonación. En la oveja clonada Dolly se hace evidente la triste
realidad de que, al parecer, el proceso biológico de la procreación también puede llevarse
a cabo sin la intervención activa del Eros, sin la unión de lo femenino y lo masculino. En
la medida en que, después de todo, es probable que un día incluso pueda realizarse la
clonación del ser humano, parece que con ello se cierra la posibilidad de entender el amor
entre hombre y mujer como el único origen de la vida humana, eso sí, siempre y cuando
se conciba el amor de forma puramente biologista como procreación de vida. En la
oveja clonada Dolly —precisamente la oveja, el cordero: el símbolo cristiano más antiguo
— en cierto modo se hace posible lo imposible, a saber, un nacimiento virgen de augurios
diabólicos. Probablemente, ha de verse en este contexto el hecho de que la aparición de
25
la ingeniería genética en el Occidente judeocristiano haya provocado un shock civilizador,
así como agrias controversias.
El shock provocado por la ingeniería genética —aunque solo sea porque es posible—
parece originarse en la pérdida de un fundamento primigenio. Pues aquello que el hombre
pierde en la ingeniería genética en relación con su fundamento primigenio no es otra cosa
que la naturaleza que se había considerado como inmemorial. A su vez, esta naturaleza
que se retrae obviamente no es aquella de la que habló Heidegger siguiendo a Kant,
cuando dijo que se podía entender la naturaleza en términos fenomenológicos como una
cosa más entre otras, como un «ente con el que nos encontramos dentro del mundo» y
que «se descubre en diferentes caminos y escalas».16 Pues la naturaleza con la que tiene
que vérselas la ingeniería genética no puede concebirse únicamente como materia de
conocimiento científico o materia prima de la producción industrial. La naturaleza que
amenaza con escaparse, con hurtarse a los hombres en la ingeniería genética, es más bien
directamente su propia naturaleza. Se trata de una naturaleza a partir de la cual el ser
humano se comprende a sí mismo como tal, como ser corporal, como subjetividad
encarnada. Por tanto, en ultima instancia se hace patente en la reverberación de la
ingeniería genética que el ser humano es un trozo de naturaleza que se realiza
entendiéndose a sí misma como tal; y se hace evidente que la naturaleza que lo rodea
exteriormente es también en parte su naturaleza interior y con ello parte de su existencia
como cuerpo y alma. Ya solo el hecho de que se pueda decir «naturalmente» en lugar de
«por supuesto» demuestra hasta qué punto las estructuras de la naturaleza han penetrado
en la autoconcepción humana.
Y en efecto: a partir del hecho de que el hombre es la naturaleza que se realiza
entendiéndose a sí misma como tal, se hace inmediatamente evidente por qué la mera
posibilidad de la tecnificación y sustitución de esta naturaleza representa ya una pérdida
de la autoconcepción humana. La mera posibilidad de la tecnificación de lo viviente
arroja a un abismo los fundamentos naturales de la comprensión humana. Es de este
abismo de donde emergen seres quiméricos sumamente reales y al mismo tiempo
extravagantes como, por ejemplo, aquel ratón manipulado por la ingeniería genética, en
cuya espalda fue implantada una oreja humana —seres que más bien parecen salidos de
una pintura del Bosco o de una interpretación freudiana de los sueños antes que de un
laboratorio de medicina.
La doctrina cristiana, según la cual junto con la caída del ser humano cayó también la
26
naturaleza, parece encontrar, en cierto modo, un ejemplo altamente ilustrativo en el ratón
del Bosco con su oreja humana en la espalda. No es casualidad que esta imagen de una
naturaleza desvinculada de lo absoluto como origen, que se ha hecho real, una imagen
como la que suscita la ingeniería genética con ratones del Bosco u ovejas clonadas, vaya
también acompañada del miedo a la pérdida total de lo humano; y ello con toda
independencia de que se proscriba a escala mundial la clonación de seres humanos: lo
que aterroriza a los hombres quizá no sea la realidad de la ingeniería genética, sino el
hecho psicológico de que, efectivamente, es posible. «Desde que la noticia del
desciframiento del genoma humano se convirtió en sensación», constata también Volker
Gerhardt, «se ha extendido la impresión de que la autofabricación de seres humanos está
a la vuelta de la esquina.» 17
Pero ¿qué es lo aterrador de la idea, ya hecha realidad en numerosas películas de
ciencia ficción, de que el hombre podría reproducirse genéticamente en fábricas
construidas de forma expresa con ese fin y mejorar en ellas su herencia genética? Hans
Jonas encontró una respuesta sencilla: en el caso de que, desde el punto de vista
genético, las características esenciales de la persona estuviesen determinadas en gran
medida, se perdería sin duda en esta autofabricación humana el sujeto que se determina
y realiza a sí mismo. Los «sujetos» que se clonasen y programasen genéticamente serían
«ellos mismos en todo momento productos fabricados por cuenta ajena».18 En el caso de
la autofabricación del ser humano, los fabricantes se diluirían en consecuencia cada vez
más como fabricantes, como sujetos, de una generación a otra, hasta que en algún
momento se desvanecería la diferencia entre sujetos y, por decirlo así, robots
programados de manera genética. Sin embargo, a la luz de dicha visión
incuestionablemente absurda se hace al mismo tiempo evidente que los fundamentos de
la personalidad e individualidad humana están de alguna manera insertados en la
naturaleza. Pero ¿qué es lo inherente al proceso natural de la procreación, que está ínsito
en él, que hace posible que el ser humano no se vea en ello como producto, objeto
fabricado o robot, sino como autor de una historia vital determinada por él mismo?
Jürgen Habermas distingue de manera paradigmática entre criaturas programadas
genéticamente, y en este sentido fabricadas, por una parte, y aquellas que han emanado
de forma natural de la naturaleza y en este sentido han llegado a ser, por la otra. La
diferencia entre haber llegado a ser y haber sido fabricado la atribuye a una
«contingencia» que ha de surtir efecto cuando se fusionan de forma tradicional «dos
27
series de cromosomas».19 Supuestamente, es esta contingencia en el proceso tradicional
de procreación la que hace posible que el sujeto no experimente en su historicidad su
determinación genética, que sin duda existe, como algo determinado por una fuerza
ajena. Por consiguiente, bajo la indiscutible diferencia entre lo que ha llegado a ser y lo
producido, una vida que ha surgido de forma natural y otra fabricada, subyacería la
distinción en lo contingente y lo planificado. Pero ¿es realmente en aquello que la
biología denomina el principio de mutación, es justamente en la forma de la mutación
que surge de su unión y con ello por lo general de su amor, donde los padres reconocen
en especial lo propio de ellos? En general, ¿es conveniente degradar el papel de los
padres en la procreación de su descendencia al papel de dos series de cromosomas? ¿No
es, más bien, en ese enfoque cientificista mismo, en esa separación rígida entre
naturaleza e historia, donde radica el problema que el ser humano tiene que tratar en la
contradicción en la que se enfrenta a sí mismo como clon en la ingeniería genética?
Habermas, el pensador alemán que ha declarado la muerte de la metafísica y que ya
proclamó una vez de manera profiláctica la época posmetafísica, habla del inminente
peligro de un «reencantamiento de la naturaleza» e incluso de una «moralización de la
naturaleza» 20 que podría evocar los problemas que aparecen en el plano ético con la
ingeniería genética. Pero tales conceptos quizá solo sirvan para replicar a un adversario
filosófico, si ya ha habido una separación previa entre aquello que representa la
naturaleza en sí y la existencia humana en su historicidad, y si con ello ya ha habido una
escisión fundamental de la naturaleza. Quien, como Habermas, defiende la tesis de «que,
con el nacimiento, se implanta una diferenciación entre el destino socializador de una
persona y el destino natural de su organismo»,21 tendría que ser consecuente y utilizar el
siguiente saludo cuando sale a comer con un conocido: «¡Aquí estoy yo y he traído
también mi cuerpo!». Y ello sería, como mucho, un chiste morboso. Sin embargo,
podemos preguntar con toda seriedad qué quedaría de la vida humana y biográficamente
descriptible si se suprimiese de ella todo lo que aquí está mediado biológicamente —el
sexo, la infancia, la juventud, la pubertad, la existencia adulta, la vejez.
Evidentemente: aun cuando prescindamos del hecho de que hemos nacido con un
sexo, de que una vez fuimos niños, de que después, a partir de la pubertad, algo bullía en
nosotros para lo cual no había una solución sencilla, sin conflictos y plenamente exenta
de dolores; aun cuando nos abstraigamos del hecho de que maduramos, de que
desarrollamos una potencia orgiástica con nuestra o nuestras parejas y de que finalmente
28
también nos marchitamos y envejecemos, en definitiva, que hemos nacido y que
moriremos en algún momento, quedan todavía ciertos restos de nuestra biografía. Pero
comparados con la vida realmente vivida, con aquello que, en sentido literario,
entendemos como biografía de una persona, de un ser humano, estos restos son como un
cuerpo muerto frente a uno vivo. Parece, por tanto, que no se puede abstraer aquello que
el ser humano es por naturaleza de la historicidad de su existencia; y ello puede decirse
en la misma medida del nacimiento, que tampoco puede pensarse adecuadamente
abstrayéndolo por completo de la historicidad de la vida humana.
El concepto de un niño que no sea en algún sentido hijo de sus padres carece por
ello, cuando se trata del ser humano, de todo sentido, al igual que el concepto de padres
sin hijos o de solteros casados. Pues, a diferencia de los peces y los insectos, el ser
humano solo se convierte en ser humano cuando la generación de los padres asume su
papel para la nueva generación (con independencia de si se trata de hijos carnales o no).
La relación por la cual los padres se reconocen transformados en su propio hijo —como
padres y no como series de cromosomas— no puede, por tanto, entenderse bajo ningún
concepto como una relación que esté marcada por completo por la contingencia. En caso
contrario, no habría ningún inconveniente en confundir todos los bebés de un hospital de
maternidad; daría igual que se confundieran los bebés o que se adjudicasen a los padres
carnales; resultaría la misma diferencia que la que consiste en mezclar una o dos veces
las bolas de una lotería: la adjudicación de los recién nacidos a los padres sería en todo
caso contingente.
Por consiguiente, la diferencia entre lo que ha llegado a ser y la vida fabricada,
genéticamente programada y clonada, evidentemente no consiste, por un lado, en una
contingencia en el sentido del principio de mutación y, por el otro, en la autorización que
el ser humano se da a sí mismo mediante técnicas genéticas. Según la perspectiva que
queremos desarrollar aquí, se trata, más bien, de la diferencia entre una forma específica
de libertad, por un lado, y una pura autorización de uno mismo, por el otro; a saber,
aquella forma específica de libertad que ya vislumbró Hegel cuando concibió lo general
—la vida del género— en cada ser particular como «amor libre». Esta forma específica
de libertad en el fondo solo puede entenderse adecuadamente como entrega. En esta
entrega están relacionados entre sí el destino natural y el de la socialización de un ser
humano; su relación es tal que el proceso de socialización del ser humano no solo regresa
a la naturaleza —a saber, a la fusión de la célula de esperma con el óvulo—, como opina
29
Habermas, sino que, a la inversa, esta —la procreación exitosa— es obviamente también
parte del destino socializador de los padres. Así pues, el nacimiento es algo semejante al
ojo de una aguja en el cual la vida histórica se asocia en la unificación con la vida de la
naturaleza, de igual modo como, a la inversa, la existencia natural del ser humano vuelve
a entrelazarse con su historicidad.
Para ahondar en esta relación de implicación puede servirnos un nuevo pensamiento.
Si el poder de la técnica eugenésica proporcionara de hecho un día a los seres humanos
la posibilidad de autofabricarse a sí mismos y, con ello, de tener el control completo
sobre el proceso de reproducción, y si el ser humano no reivindicase este poder, si no
asumiese el control sobre su propia reproducción, entonces parece darse en tal actitud
una renuncia al poder, a la autorización de uno mismo, a la manipulación y al control.
Pero esta renuncia al poder, a la manipulación de la vida, al control, se produce siempre
que dos seres humanos decidan asumir el riesgo y entregarse a sí mismos el uno al otro y
quizá con ello incluso a un hijo de ambos. No hay que partir, por tanto, por un lado de la
renuncia al control y la manipulación en la reproducción y, por el otro, de la entrega
mutua; es más bien en la relación amorosa de los padres, en la misma entrega mutua,
donde se encuentra, de manera inmediata, tal elemento que renuncia a la autorización de
uno mismo y al control —con independencia absoluta de que la unión genere niños o no.
Como ya hemos dicho: el amor no se puede manipular, controlar ni determinar; en
virtud de su esencia más íntima es una entrega al otro ser amado; es un dejarse caer en
la entrega de sí mismo y requiere por ello de confianza. No obstante, si bien el amor es
en cierto modo el destino incontrolable e inmanipulable, algo que, podríamos decir, le
sobreviene a uno, la felicidad que se deriva de él —aun cuando en sentido estricto no
pueda planificarse— no es, sin embargo, una felicidad que se base en la mera
casualidad, en la contingencia. Y lo que es válido para el carácter de la felicidad
experimentada en la unión, que no se puede forzar y que, sin embargo, tampoco es mera
casualidad, es válido en la misma medida para la descendencia originada por dicha unión.
Siendo sinceros, nadie puede admitir que es capaz de aportar ninguna razón última por la
cual ama precisamente a la persona a quien ama y con la cual comparte su vida. Y sin
embargo, a nadie se le ocurriría que el vínculo más intenso y resistente estuviese basado
en la mera casualidad. Y siendo sinceros también, nadie puede admitir que es capaz de
aportar alguna razón por la cual tiene precisamente esos hijos de los cuales es el padre o
la madre. Pero la carencia de razón que hallamos aquí es distinta de aquella que se hace
30
efectiva cuando jugamos a la lotería —aunque esta última esté relacionada con la anterior
—. Se trata de una carencia de razón de una totalidad que es infundada en la medida en
que conlleva todas las razones y por ello no necesita ni es capaz de aportar ningún
razonamiento más.
En cierto modo, los amantes representan dicha totalidad que integra todas las
razones; pero no de forma inmediata, sino solo porque cada uno está simultáneamente
mediado consigo mismo como tal en la entrega a su Otro. En la medida en que un hijo es
fruto de esta entrega mutua de los amantes, el proceso biológico de la fusión de semen y
óvulo está mediado en la misma unión por el estatus de los padres como seres históricos:
puesto que el ser humano está por naturaleza dispuesto como existencia histórica, la
reproducción como tal obtiene su sentido de la automediación en el amor. Pero esta
mediación que se realiza en la entrega mutua de los amantes es de una naturaleza del
todo diferente a la llevada a efecto por la técnica eugenésica. Si el ser humano asumiese
arbitrariamente su autofabricación y construyese fábricas en las que él mismo fuese
producido en serie —como muñecas en una cadena de montaje—, tendríamos que
admitir en todo caso que esta técnica es capaz de compensar las muertes con
nacimientos; sin embargo, nunca estaría en condiciones de integrar la muerte en la vida.
La forma mediante la cual el amor supera a la muerte y vincula las generaciones entre
sí es, por el contrario, dicha autointegración de la muerte en la vida; una autointegración
a través de la cual únicamente es posible la vida humana. Por ello, la diferencia entre lo
que ha llegado a ser y la vida fabricada genéticamente no es la que se da entre lo
contingente y lo planificado. Es más bien la diferencia entre la compensación de la
muerte en la autofacultación y la integración de la muerte en la entrega amorosa. Con
ello se corresponde al mismo tiempo la diferencia entre partes no autónomas y
totalidades autónomas. De este modo, pueden intercambiarse o sustituirse sin duda partes
aisladas del cuerpo, es decir, órganos o miembros cuando están enfermos o presentan
defectos por medio de trasplantes de órganos, compensando de esta manera la pérdida.
En cambio, una persona fallecida o un antepasado nunca podría sustituirse por una
persona fabricada mediante ingeniería genética y procedente de una fábrica. La causa de
ello es que cada vida humana es una totalidad originaria, es decir, cada ser humano es no
solo una parte de la humanidad, sino que asimismo encarna a la humanidad por entero,
mientras que las partes aisladas y los miembros del cuerpo representan solo totalidades
relativas. Una parte aislada del cuerpo puede sustituirse en este sentido y su pérdida
31
compensarse, porque no representa ninguna forma de vida autónoma, porque no está
identificada ni mediada consigo misma como tal en cuanto sujeto de su autorrealización:
en definitiva, el órgano no posee ningún punto neurálgico interno y en este sentido
ninguna «mismidad», sino que su punto neurálgico está fuera de sí mismo, a saber, en la
trabazón global de todos los órganos de un cuerpo. De un órgano aislado no puede por
ello decirse que nazca o muera: nacer o morir seguirá siendo un destino ajeno a él.
A la inversa, en el caso de la procreación y la paternidad, los padres están mediados,
precisamente por ello, consigo mismos en cuanto padres o totalidades originarias o
personas singulares, de manera que en la partición de la vida entregan la suya a sus hijos
y en este sentido, por propia voluntad interior, se desplazan hacia la propia muerte. Así
se constituye la generatividad humana a partir de la interacción entre tres generaciones —
los ancianos, los adultos y los niños—, porque la muerte misma es parte constituyente e
integrante de la existencia humana. Pues la generación intermedia está mediada consigo
misma a través de la muerte —o cuando menos a través de una continua anticipación de
la muerte—, al entregar la vida propia a los hijos. Si no existiese la muerte, sino
únicamente un flujo vital inquebrantable e indiviso, tampoco habría individuos
singulares, sino solo una masa viva en cierto modo amorfa. Y es precisamente esta
desunión y esta individualización a través de la muerte la que experimenta la superación
de esta en la entrega de los amantes que culmina en la unión. De esta manera, se
restablece aquí de nuevo, justo en la intimidad del compartir la vida mutuamente —que
es al mismo tiempo la realidad incisiva, individualizadora de la muerte—, la totalidad
universal: los descendientes no sustituyen aquí a los ascendientes, sino que son de cierta
manera los ascendientes, a saber, en la forma en que la vida contiene en sí la muerte y el
No-ser, y en este sentido trasciende a la oposición entre la vida y la muerte, entre el Ser y
el No-ser y con ello la oposición entre la parte y el todo.
En cierto modo, el amor mismo es, en consecuencia, también la muerte; pero la
muerte en el sentido de que el amor presupone una desunión de la vida que los amantes
superan en su entrega mutua: «En el amor», dice Hegel, «existe aún lo separado, pero ya
no como separado, sino como conforme, y lo vivo llena lo vivo» (FS, p. 246). La técnica
eugenésica nunca estaría en condiciones de acceder a dicha superación de un flujo vital
desencajado en individuos singulares. Por el contrario, tendríamos que partir del hecho
de que una ingeniería genética que se proponga un perfeccionamiento de la herencia
humana o incluso la clonación de la vida humana, haría aún más profunda la desunión en
32
realidades individuales, inherente por naturaleza a la existencia humana en la oposición
entres géneros e individuos, en el sentido de una auténtica división. Inauguraría un
proceso en el que la no revocada desunión de la vida humana tendría su realidad en el
hecho de que, en lugar de la interacción ontológicamente necesaria entre tres
generaciones, aquí solo serían efectivas dos generaciones: fabricantes y criaturas
fabricadas; una estructura generativa que se realizaría meramente en el sentido vertical,
pero no en el horizontal. Pero con ello se perdería aquel elemento de la reflexión-ensí
que el ser humano halla en su Otro, aquella capacidad de reflexión que lo hace humano
en sentido propio. El empleo de técnicas genéticas puede —a pesar de sus riesgos— estar
justificada en la lucha contra las enfermedades. Pero sustituir sencillamente el amor entre
las personas por la ingeniería genética, por la clonación, supondría la abolición de los
seres humanos. En consecuencia, existe un amor necesario para la pervivencia de la
humanidad.
33
3. Salir más allá de sí mismo
Es, pues, al amor al que la vida humana debe su forma originaria de totalidad. Se trata de
la totalidad de una vida que desde siempre ha albergado dentro de sí su contrario: la
muerte. Pero si el amor no compensa las muertes como tratan de hacer las técnicas
eugenésicas, sino que, más bien, integra creativamente la muerte en la vida, es obvio que
no pueda interpretarse este amor, a saber, que supera la muerte vinculando entre sí las
generaciones, de forma puramente biológica y vitalista.
En efecto, de un amor concebido de modo puramente biológico, que empuje a los
seres humanos, en particular a los jóvenes, a reproducirse por fin, a establecer finalmente
una familia decente para compensar la continua muerte de los ancianos y asegurar así la
pervivencia biológica de la humanidad, apenas puede sostenerse que supere la muerte.
Más bien, parecería como si se encontrara de un modo particular bajo el dictado de la
muerte al degradar el amor a una función específica que ha de servir a la conservación de
la especie: el dictado de los ancianos sobre los jóvenes para que por fin traigan al mundo
la descendencia y compensar así su muerte sería de por sí uno de los azotes que,
conforme a Heráclito, obligan lo terrenal a arrastrarse por los suelos. Lo mortífero y
depravado de la concepción según la cual el amor es un mero instinto en el que actúan
secretamente «genes egoístas» 22 con el fin de asegurar la pervivencia biológica de la
humanidad —concepción defendida hoy por numerosos neodarwinistas— radica en el
hecho de que aquí lo estimulado y, por decirlo así, lo propiamente acosado por la muerte
biológica, la de la guadaña, se ve degradado a la función, a un mero medio de
reproducción, es decir, a su mera existencia como género. Pero el ser humano se
diferencia del animal justo porque incluso cuando realiza claramente lo general, el género,
se trasciende al mismo tiempo, en la determinación de sus objetivos, como individuo
único e insustituible. Esta determinación individual de los objetivos puede implicar el
deseo de procrear descendencia, aunque no tiene que ser necesariamente así.23 En todo
caso, parece que precisamente las sociedades individuales modernas de occidente
desmienten la tesis de aquellos biólogos neodarwinistas según los cuales las personas se
aman debido a las coacciones interiores o exteriores, en pocas palabras, a las fuerzas
naturales, en la medida en que siempre buscan tácitamente la reproducción. En vista de
la inmensa cantidad de parejas que en los países más ricos del mundo lamentablemente
34
toman la decisión de llevar una vida sin hijos, la hipótesis de que las personas se aman a
causa de los genes egoístas que instan a la reproducción resulta ser un postulado
insostenible.
Por el contrario, precisamente en relación con su procreación y reproducción parece
actuar algo en el ser humano que lo incita a resistirse a las pretensiones incontinentes de
la naturaleza siempre y cuando se lo pueda permitir. Desde un punto de vista
radicalmente darwinista, podríamos pensar que deberían ser justo las grandes, fuertes y
marcadas personalidades las que —teledirigidas en secreto por un egoísmo de los genes y
por consiguiente dominadas por un instinto casi indomable— se sintieran incitadas a
reproducirse cuanto antes y tanto como sea posible.
Sin embargo, hace ya casi cien años, el filósofo de la vida berlinés Georg Simmel
realizó la sutil observación contraria, a saber, de que hallamos a menudo precisamente en
las personalidades fuertemente marcadas, en las «culminaciones de la individualidad», en
los «grandes genios», así como en las «mujeres emancipadas» una fuerte aversión contra
el hecho de verse degradadas, en la procreación de descendencia, a un mecanismo
biológico; de que encontramos justo en ellas «una hostilidad contra su función de ser una
ola en el río de vida que fluye en ellas».24 El lujo de la existencia civilizada e individual,
pues, estriba precisamente en el hecho de poder oponerse al papel que, por decirlo así, la
naturaleza ha prescrito a nuestro cuerpo. Es sabido que por este motivo muchos
homosexuales y lesbianas se han sentido desde siempre superiores a las parejas
heterosexuales: como señala Thomä, podemos hallar ya en textos precristianos antiguos
una concepción según la cual se resalta «precisamente como ventaja de un tipo de
pederastia naturalmente del todo espiritual» el hecho de que tal amor «lleva más allá de
la mera naturaleza, de que el hombre, más allá del impulso natural de reproducción que
comparte con los animales, prueba aquí un amor que ya no sigue ningún automatismo
biológico».25 Pero incluso el propio Simmel llega todavía a la conclusión de que, desde la
óptica del puro erotismo, la sentencia bíblica «Creced y multiplicaos» debería entenderse
como una «alta traición a la esencia del amor».26
Concebir el amor de forma puramente biologista y ponerlo por entero al servicio de
la procreación, despojando de ese modo al ser humano de su individualidad y
degradándolo a la mera existencia como género, sería, sin embargo, tan equivocado
como sostener lo contrario: una verdadera oposición entre amor y reproducción. Pues
aunque el ser humano se refleje también como ser humano en
35
el hecho de rechazar sin cesar lo que es de manera inmediata por naturaleza, aunque
la historicidad de su existencia lo predisponga a llevar una existencia individual que no es
idéntica sin más a la vida biológica del género, no podemos deducir de ello que el ser
humano y la naturaleza, el individuo y el género, el erotismo y la reproducción
representen forzosamente polos opuestos irreconciliables.
Así, con respecto a esto último, a la relación entre erotismo y reproducción,
podríamos mencionar nada menos que a Platón como representante de una
interpretación idealista del proceso de reproducción; y esto en modo alguno solo porque
hubiera querido imponer una multa de cien dracmas a los miembros de la comunidad que
hubieran preferido atracar en el puerto seguro del matrimonio. Más bien, estaba
firmemente convencido de que precisamente es Eros quien incita a los amantes en el acto
de unirse a salirse más allá de sí mismos y a crear descendencia; sostenía que Eros se
realiza plenamente en la procreación de descendencia. El placer del amor es concebido
en Platón, como apunta Gerhard, «como el preludio al amor a los hijos, en los cuales los
padres se pueden reencontrar transformados».27 Este procrear es el célebre «procrear en
lo bello» 28 del que habla Platón, en el que el acto sexual se hace no solo por sí mismo,
sino por otra vida que, sin embargo, es la misma; en consecuencia, en el que se
manifiesta de manera particular la idea del ser humano en el acto y en el hijo que surge
de esta unión.
La esencia del amor radica en que el amante se ve a sí mismo en su Otro, el amado.
Ahora bien, si el carácter ideal y universal del amor consiste en que cada uno de los
amantes, al estar en su Otro, el amado, se encuentra a la vez frente a sí mismo, entonces
se manifiesta de manera particular, en la procreación en lo Bello, este Otro en el que los
amantes se afrontan uno al otro y con ello a sí mismos; se manifiesta, pues, la
universalidad donde se reflejan y unen. Amar está, por tanto, emparentado, por una
parte, con el puro pensar, pues de la misma manera en que el pensar refiere las cosas a la
idea universal, el amante refiere lo amado que existe frente a él al ideal universal del ser
humano. En esta idealización de lo amado, que todo tipo de amor parece implicar, el
amor enteramente terrenal, sensual, erótico —como remarcó en particular Ortega— entra
en contacto con mundos de experiencia religiosos y míticos.29 Mas, en la manera en que
se refiere a su objeto, el verdadero amor, por otro lado, va mucho más allá del mero
pensar en lo Otro, de la llamada idolatría e incluso de la adoración del amado. Sin duda:
según parece, solo podemos sostener con razón que amamos a una persona, si al menos
36
pensamos en ella; a saber, de una manera que, si tomamos en serio nuestro amor,
conservamos en nuestra memoria a dicha persona aun en el caso de que haya muerto.
Pero alguien, una personalidad de relevancia histórica o contemporánea, como Alejandro
Magno o Safo de Lesbos, también puede cautivarnos y fascinarnos, sin por ello surtir en
nosotros el mismo efecto de apasionamiento que el amor erótico es capaz de suscitar.
Pues el amor erótico no solo implica la participación abstracta en un ideal común, sino
también lo contrario: el contraste de los individuos en su individualidad y singularidad.
Por este contraste, aprender a amar significa en cierto modo aprender a morir; y si la
filosofía, como pensaban los antiguos, consiste de alguna manera en aprender a morir,
entonces solo puede ser tal aprendizaje, si implica también un aprendizaje que lleva al
amor. Como aprendizaje que lleva al amor, sin embargo, tal vez sea más adecuado
concebir la filosofía en cuanto aprendizaje que lleva a la vida: un aprendizaje de la vida
del que forma parte integrante el aprender a morir. Pues lo que muere en el amor es en
cierto modo la muerte misma; y morir la muerte es la forma de vivir el amor. El amante
muere en el sentido de que se pierde en su Otro, en lo Opuesto a sí; un perderse a sí
mismo en lo Opuesto que a su vez es lo Opuesto de sí mismo, por lo que se tuerce y se
convierte en un ganarse-a-sí-mismo que se renueva eternamente. Pues la dialéctica de
perderse y ganarse, responsable del tambaleo o la danza que supone el amor, consiste
justo en que el amante se identifica consigo mismo como tal, no porque sea
inmediatamente Ser-para-sí, sino porque es Ser-para-el-Otro, el amado: solo por ello,
porque vuelve a sí mismo desde su enajenación hacia su Otro, solo a través de su Ser-
para-Otro, es para sí lo que es en sí. Así se prueba precisamente en el amor la sentencia
hegeliana según la cual «En-sí... Algo ha regresado desembocando dentro de sí en la
medida en que ha salido desde su Ser-para-Otro» (L I, p. 129). Por ello se puede
recurrir, en efecto, como lo hace Gerhardt, a la realidad del amor como argumento que
demuestra que «la contraposición de egoísmo y altruismo» es «errónea»; podemos
caracterizar el modo en que los amantes consuman su amor como una «abnegación
egoísta»,30 pues en última instancia cada uno de los amantes tiene su Ser no en el Ser,
sino en el propio No-ser, a través del cual el amante se relaciona consigo mismo
entregándose a su Otro.
Mas ¿qué tipo de No-ser es este, en el que el ser humano en su finitud se realiza en el
amor de una manera paradigmática que hace que a pesar de ello sea? Como es sabido,
Platón opuso las cosas finitas con su carácter sensible al mundo de las ideas y, según su
37
visión, aquellas «no existen nunca realmente», porque están sometidas a la ley del nacer
y perecer, mientras que estas «existen siempre», son puras identidades inquebrantables.
En consecuencia, creía poder sostener que las cosas finitas solo poseen realidad porque
participan de la idea. Pero como opuso las ideas de manera por completo abstracta a las
cosas singulares, no logró nunca explicitar de verdad cómo podía producirse en el
empíreo de las ideas la participación de las cosas singulares, que no existían jamás
realmente, con respecto a las ideas perennes. Hegel, por el contrario, vio en las
estructuras de la subjetividad humana, y en concreto en aquellas que se hacen efectivas
en formas de contraposición concreta como la relación amorosa entre dos personas, la
posibilidad de pensar el No-ser de las cosas finitas mismas como la forma a través de la
cual participan de la idea; a saber, por medio del hecho de que, por una parte, se niegan
—en el sentido de que se pierden en su Otro—, pero, por la otra, por el hecho de que
niegan a su vez esta negación manifestándose así como tales precisamente en esta
negatividad. Se trata de la célebre y desacreditada figura conceptual de la doble negación;
una figura lógica que Hegel, partiendo de Fichte, interpretó de forma absolutamente
sociomorfa vinculando el pensamiento de la negación en el sentido del No-Yo con el Ser
del Otro, es decir, del «Tú» como un concreto Estar-en-frente: en consecuencia, el ser
humano se refiere a sí solo porque se vincula consigo mismo como tal en su Otro; no
existe, pues, según Hegel, una mismidad inmediata y solipsista. Y en el sentido de la
doble negación hace referencia a sí en la medida en que se refiere en el Otro a aquel Otro
del Otro, a aquel Estar-en-frente de su Estar-en-frente, en el que él mismo se refleja
objetivamente en esta relación. Por consiguiente, el ser humano solo se vuelve objetivo
como Otro de su Otro en una negación de la negación, y por ello en la superación de esta
negatividad, de este Ser-diferente: es única y exclusivamente en esta reflexión.31 Por eso,
según Hegel, hay que concebir la existencia finita como una autotrascendencia
permanente en la que las cosas finitas niegan su negación y se manifiestan solo por medio
del retorno de la enajenación en su Otro. «Las cosas finitas son», dice Hegel, «pero su
relación consigo mismas es de un modo que se refieren a sí mismas de manera negativa,
y en esta relación se envían más allá de sí mismas» (L I, p. 139); solo existen como un
«Salir más allá de sí». Mas, como tal Salir más allá de sí mismo, como un continuo
Desprenderse de sí y Negarse, lo finito se define desde el punto de vista de Hegel no solo
como lo variable, sino también como aquello que porta consigo su negación —y con ello
su muerte—. «Por tanto, lo finito no solo se transforma», como escribe Hegel en un
38
pasaje central de la Lógica, «sino que perece, y no sería posible que existiese sin perecer.
Pues el Ser de las cosas finitas como tal consiste en tener el germen del perecer como su
Ser-en-sí; la hora de su nacimiento es la hora de su muerte» (L I, p. 140).
39
4. El límite o el animal que se da un ejemplo
Mas ¿cómo llega Hegel a esa peculiar identificación de la forma de la reflexión que el ser
humano obtiene de manera paradigmática en la relación amorosa con su Otro, con la
mortalidad del ser humano? ¿Cómo llega a esa extraña identificación de amor y muerte
—que probablemente sea tan antigua como el propio pensar occidental— a partir de la
idea de la doble negación interpretada del todo socio-morfo?
Si preguntamos por la condición de la posibilidad de que se ponga en contacto la
autotrascendencia de lo finito, presente de forma paradigmática en el amor, con su
mortalidad, llegamos a la peculiar concepción hegeliana del límite, con la que Hegel
conecta con el filósofo judío Baruch Spinoza (1632-1677).
Spinoza entró en la historia de la filosofía con la idea de que toda determinación de
algo como algo contiene una negación («omnis determinatio est negatio»): la idea según
la cual lo finito está determinado como algo únicamente porque excluye a la fuerza otra
cosa finita. Así, una mesa solo está determinada como mesa porque no es una silla, y un
río está determinado como río porque no es un lago. Spinoza dedujo la realidad positiva
de un Dios ilimitado, en el que las cosas finitas se fundamentan a sí mismas como tales,
del hecho de que las cosas finitas únicamente obtienen su determinación en una negación
que representa su forma de delimitación y demarcación. Por el contrario, según Hegel,
las cosas finitas están en sí determinadas de manera negativa, a saber, de forma que se
fundamentan precisamente a través de esta negatividad y en ella, obteniendo así una
determinación afirmativa como autodeterminación. En este sentido, las cosas encarnan lo
ilimitado justo en la limitación que les es inmanente; y a la inversa, los límites han de
pensarse como límites a partir de una idealidad que se manifiesta y existe en ellos. Las
cosas finitas o los sujetos finitos brotan en este sentido de una autodistinción de lo
universal, de lo general, y encarnan una idea (o un concepto, como mostraremos más
adelante) que caracteriza su autosubsistencia, su principio interno.
Los límites limitan, según Hegel, las cosas finitas no solo desde afuera —como en el
caso de un río que define el límite entre dos países—. Los límites forman, más bien,
parte de una autodistinción de su esencia; en cuanto «principios», los límites son ellos
mismos (L I, p. 138) los orígenes de las cosas que las limitan.32 Por ello para Hegel, por
un lado, lo finito es finito solo porque está limitado, porque no es ilimitado, porque no es
40
toda la realidad. No obstante, su negación en el sentido del límite le es, por el otro,
inmanente en la medida en que, en cuanto existente de manera no ilimitada, existe solo
como algo finito; es decir, mediante la negación de sí como finito está mediado consigo
mismo y en este sentido encarna, no obstante, lo ilimitado: como última consecuencia, es
al mismo tiempo él mismo y su Otro, al igual que cada «Yo» está determinado como su
contrario, como el «Tú» de Otro.
Por ello, lo finito como tal explicita siempre una forma ideal y universal, en la cual
está identificado consigo mismo como tal: el ser humano como ser humano, el árbol
como árbol, la casa como casa: ya Immanuel Kant concibió desde esta perspectiva al ser
humano como «el animal que se da ejemplo». Pero, en su singularidad no explicita su
forma de manera pura e inquebrantable, sino como una forma en la que está mediado
consigo como lo negativo de sí. Así, por ejemplo, ningún ser humano encarna la idea del
ser humano en su universalidad, sino que posee su realidad determinada como persona
precisamente en el hecho de que a él, como ser humano, le corresponden determinadas
cualidades humanas y no le corresponden otras —si no fuese así, los seres humanos e
incluso las cosas finitas no podrían distinguirse entre sí—. En su particularidad, el ser
humano es lo finito por antonomasia y, en cuanto individualidad concreta, está
identificado consigo como tal precisamente por el hecho de que a la vez incluye y
excluye la generalidad en la que está identificado consigo como tal.
Así pues, en cuanto representan una unidad de realidad y negación, las cosas finitas
se encuentran, según Hegel, desde una perspectiva ideal, en relaciones mutuas que se
caracterizan por una divergencia polar. Esta divergencia polar, que se expresa, por
ejemplo, en términos como calor/frío, norte/sur, cazador/presa, padre/hijo,
hombre/mujer, etcétera, se manifiesta a su vez por el hecho de que cada uno de los polos
es lo que es únicamente por medio de la relación con su Otro que al mismo tiempo
excluye: la oposición dialéctica es una oposición contradictoria —en el sentido de un «o
lo uno o lo otro»— en la medida en que el No-ser de un polo exige de manera inmediata
el Ser del otro polo; y ello de una forma por la cual ambos polos mantienen entre sí una
relación recíproca de dependencia y fundamento. Así, por ejemplo, no puede concebirse
algo como norteño en el mismo sentido en el que se concibe como sureño; en la misma
familia, el padre no puede ser al mismo tiempo el hijo, y en relación con su temperatura
algo no puede ser al mismo tiempo caliente y frío. Pero hay que resaltar a la vez que el
concepto del norte carece de sentido sin el del sur, el del calor sin el del frío y el del
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padre sin el del hijo o la hija. En cuanto cada uno de los polos contiene al mismo tiempo
implícitamente aquello que no es, todo lo finito trasciende, según Hegel, en su
determinación fáctica lo contrafáctico: con ello, lo finito existe solo como unidad de su
mismidad y de su contrario, y tiene incluso que resolver infinitamente esta oposición.
La causa de la capacidad de nacer y morir es, por tanto, la ambivalencia originaria
que se hace efectiva en la medida en que lo finito se manifiesta por medio de la
delimitación con respecto a su contrario polar —es decir, la ambivalencia originaria que
es inherente a su límite: lo finito nace y muere, porque está determinado positiva y
negativamente en su límite, gracias al cual existe—. La determinación positiva de lo
finito consiste, según Hegel, en que, «en la medida en que algo es limitante, se ve
degradado a estar, a su vez, limitado; sin embargo, como cesación del Otro en él, su
límite mismo es al mismo tiempo solo el Ser de Algo; este es lo que es a través del límite,
en él tiene su cualidad» (L I, p. 136). Pero esto, ser el No-ser de Otro, el que lo blanco
sea lo no-negro y lo caliente lo no-frío, implica a la inversa también una negación del Ser
más propio e inherente de cada Algo finito, por el cual la negatividad inherente al límite
se hace efectiva: el hecho de que, por una parte, algo sea lo que es únicamente a través
de su Otro, y que, por la otra, el Ser del Otro sea al mismo tiempo inmediatamente su
propio No-ser, hace que lo finito —como ya hemos señalado— esté mediado consigo a
través de su propio No-ser.
Con ello, el límite da expresión a una autocontradicción de lo finito. La forma
concreta que adopta esta contradicción consiste, según Hegel, a su vez en que el ser
humano no está determinado de manera inmediata como Ser-en-sí y Ser-para-sí, sino
que lleva consigo la contradicción del Ser-para-sí y del Ser-para-otros, una contradicción
que amenaza su autointegridad: pues en cuanto lo finito solo es lo que es de forma
mediata en relación con su Otro, en cuanto solo es a través de su Otro, está determinado
en sí mismo como relación con Otro. Es Ser-para-otros. Pero esto, el que esté
determinado en sí mismo como Ser-para-otros, y con ello se halle determinado por Otro,
niega al mismo tiempo su propia determinación como autodeterminación: como dice
Hegel, degrada su determinación a ser una mera condición, es decir, como algo que está
sometido a influencias externas y que en este sentido, estando determinado por otros, es
negación: «En la medida en que algo es en Otro o para Otro, carece de su propio Ser» (L
I, p. 129). Pero al mismo tiempo, como subraya Hegel, es «la cualidad de Algo, ser
abandonado a esta exterioridad y tener una condición» (L I, p. 133). Lo finito se
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comporta, por tanto, espontáneamente, «a partir de sí mismo hacia el Otro, porque el
Ser-diferente está dispuesto en él como su propio elemento; su Ser-en-sí incluye la
negación dentro de sí, por medio de la cual únicamente puede tener una existencia
afirmativa» (L I, p. 135). En esta contradicción existencial de lo finito, en el hecho de ser
y a la vez no ser el mismo en su límite —o de tener un Ser-en-sí que implica la
autonegación—, se basa al mismo tiempo la mortalidad de lo finito: si el ser humano,
para ser lo que es, no necesitara a su Otro, no sería un Yo que es un Tú y un Tú que es
un Yo, entonces sería Dios. Pero precisamente porque no es así, porque depende de su
semejante para ser lo que es y en este sentido tiene en todo momento que llegar a ser lo
que es, tiene su Ser en una autodistinción que contiene una autocontradicción que ha de
resolver por necesidad.
La superación de la contradicción existencial en la que se consuma todo lo finito
significa, no obstante, en primer lugar la muerte o la autosuperación de lo finito, pues la
autodistinción en determinación y condición, Ser-para-sí y Ser-para-otros, es constitutiva
de lo finito. Pero en segundo lugar, desde una perspectiva dialéctica, la muerte o la
autosuperación de lo finito no es meramente un proceso que caracteriza su deceso y su
fin. La autosuperación de lo finito, que solo se consuma en su muerte, es más bien la
forma concreta a través de la cual algo finito se realiza, por medio de su Ser-para-otros,
en la disolución de su contradicción existencial a la vista de su Otro: el Ser de lo finito —
en particular, de lo viviente— es en última consecuencia una lucha que consiste en no
perderse a sí mismo en la relación con el Otro, en no perderse en el Otro, sino más bien
en recuperarse infinitamente, llevando más allá la enajenación en el Otro, y en este
sentido en permanecer consigo mismo en el Otro.
Ahora bien, si la autocontradicción de lo finito tiene, a su vez, su realidad en el límite
en el cual lo finito se identifica consigo como finito, resulta obvio que la permanente
autosuperación de esta contradicción asentada en y como límite signifique el Ser de lo
ilimitado, de lo infinito. Por tanto, como dice Hegel, es inherente «a la naturaleza de lo
finito el ir más allá de sí mismo, negar su negación y devenir infinito» (L I, p. 150). Pues
lo finito en cuanto finito existe, según Hegel, solamente en la reflexión, en la que está
vinculado consigo mismo en su Otro como lo Otro de este Otro. Pero como tal, como
infinito Ir-más-allá-de-sí mismo —es decir, más allá de sus límites— se basa en realidad
en lo infinito. Esta infinitud es, conforme a Hegel, el verdadero modo de realización de la
idea, siempre y cuando no se conciban las ideas como algo estático y puramente
43
intemporal («lo que siempre está siendo»), como lo hacía Platón, sino más bien en
cuanto principios dinámicos en los cuales se consuma lo finito como tal.
Por tanto, si la acción humana representa, en efecto, el «automo-vimiento de una
esencia que se capta a sí misma en la relación con su semejante»,33 podrá inferirse ya
solo de eso que los casos exitosos son esencialmente el resultado de una delimitación
efectiva y espontánea de la propia mismidad con respecto a Otro. Pero precisamente el
fenómeno del amor enseña que esta delimitación es lo contrario de una separación, un
rechazo y un aislamiento. Pues, de la misma manera en que la muerte, concebida como
límite, no se encuentra en oposición a la continuidad de la vida, sino que representa,
como hemos visto, la condición de posibilidad de compartir la vida con Otros, la
delimitación no significa una negación del carácter social de la realidad. Lejos de actuar
como algo que únicamente separa los sujetos, se manifiesta, más bien, justo en el amor el
límite entre los mismos como —en palabras de Hegel— una forma de «diferenciación
conjunta» (L I, p. 137) en la que cada uno está mediado consigo mismo en su Otro. Si la
autotrascendencia y la autointegración de la vida humana han de pensarse, desde esta
perspectiva, únicamente como un proceso dentro de una comunidad en la que los sujetos
humanos se trascienden mutuamente, entonces la universalidad, en la que cada ser
humano se realiza como tal, tiene su contrafigura no solo en la relación amorosa, la
familia o la solidaridad entre las generaciones, sino al fin y al cabo también en aquellas
formas de establecimiento de límites a través de las cuales se determina el orden político
del Estado.
44
5. Unidad indisponible, centro compartido
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mediado consigo como tal en su totalidad e integridad. Por tanto, solo en el amor el ser
humano experimenta cómo su mismidad, disociada de manera prismática en una
multiplicidad de papeles sociales, se focaliza hacia aquel punto como el que habría que
pensarlo en su individualidad. Según lo dicho, el amor tiene vigor inmediato gracias a la
capacidad general del ser humano de relacionarse de alguna manera consigo mismo
como centro de su propia existencia histórica.
En la medida en que esta relación en la que el ser humano se pone en contacto
consigo mismo solo nos es dada en la reflexión que el ser humano tiene en su Otro, dos
personas que se relacionan en el amor se comportan cada una consigo misma en su Otro.
Pero lo Otro de ambos, en el que dos personas se comportan consigo mismo en una
relación, el espejo en el que se experimentan como Yo en el reflejo de su Otro —en el
que ambos son lo reflejado—, es al mismo tiempo también solo Uno: es solamente un
espacio, solamente un tiempo, solamente una infinitud donde los amantes se encuentran
a sí mismos uno frente a otro. Por tanto, sobre los amantes brilla o bien un sol o bien
ninguno; y aunque los amantes estén también, como dice Hölderlin, «cerca el uno del
otro en las montañas más lejanas», ninguna relación amorosa, tampoco la llamada
relación a distancia, soporta dos centros vitales34 ideales que estén separados.
Por el contrario, una relación amorosa parece funcionar únicamente y solo por el
periodo de tiempo en el que los amantes consiguen descubrir en el Otro el centro
giratorio de la propia mismidad, el centro de la propia vida y del propio entendimiento: el
hecho de que uno esté en el Otro junto a sí mismo cuando uno ama, como dice Hegel,
no quiere decir más que los amantes son capaces de amarse en la medida en que
consiguen crear un centro vital compartido y al mismo tiempo desplazar hacia el Otro el
centro de gravedad de la propia vida. Pero no se puede forzar la aparición de este centro
vital compartido.
En esto probablemente consista en último término la diferencia entre el amor de
pareja y la relación entre padres e hijos. Pues, en el caso de la relación entre padres e
hijos, hay, según parece, antes de todos los conflictos una congruencia de los centros
vitales de padres e hijos, que es dada por naturaleza. Resulta que los padres se reconocen
como tales de manera inmediata a través de la misma reflexión mediante la que
reconocen a los hijos como suyos: no tienen que deducir su paternidad a partir de sus
hijos para reconocer su unidad con ellos y reconocerse así como padres. A la inversa, los
hijos están identificados de manera inmediata consigo mismos como hijos a través de sus
46
padres de forma que no pueden desligar la sensación de integridad de su propio Ser
como tal del sentimiento de un vínculo inmemorial con sus padres. Por ello, como
subraya Thomä, los hijos aman a los padres «por el hecho de que» son y no «por lo
que» son; esto supone, conforme a Aristóteles, la forma más elevada de reconocimiento,
algo que únicamente es posible entre seres humanos, pues en ella se «aprecia» al
«amigo», no porque «nos procure algún bien o algún placer», sino «porque es quien
es» 35 (NE 1156a, p. 17).
En el caso de la relación de pareja, por el contrario, las condiciones parecen más
complejas, puesto que los miembros de la pareja no reconocen necesariamente su unidad
con la misma evidencia natural con la que los padres se reconocen como padres y con
ello como seres unidos a sus hijos, y viceversa. En una época en la que cobra peso la
idea de que la elección profesional podría basarse en un estar-destinado-a-algo en un
sentido objetivo, una época, por tanto, en la que la idea de la autodeterminación
individual no está ya vinculada necesariamente a la idea de que pueda haber un estar-
determinado-para-algo en un sentido objetivo y predeterminado, parece que ha pasado
también a un segundo plano la idea de que los amantes puedan estar, desde siempre,
hechos el uno para el otro. Pero aunque haya sido desplazada a un segundo plano, esta
idea todavía sigue estando presente. Mas la posibilidad de que surja un verdadero amor y
una confianza profunda de un entramado de condiciones, en el que los miembros de la
pareja se sondean, por decirlo así, a priori de cara a ser parejas de una etapa vital o
incluso series de cromosomas, es algo difícil de concebir en un mundo tan prosaico como
el actual, en el que las agencias matrimoniales sugieren la idea de que las relaciones son
completamente intercambiables.
El amor se experimenta como algo romántico precisamente porque emana sui géneris
de sus razones silenciosas; y una vez que aparece, debe ser —si es posible—
interminable; entonces quiere, según Nietzsche, como todo placer nada más y nada
menos que la eternidad de sí mismo. Por tanto, incluso bajo las condiciones de la
modernidad parece que el amor erótico de pareja tiene al menos eso en común con el
amor entre padres e hijos: el que su razón fundamental sea la experiencia de una
comunidad de tiempos inmemoriales, la cual se vive como algo que siempre se ha
presupuesto y que por ello no puede entenderse como el mero producto de un
comportamiento controlado intencionadamente o incluso calculado por los que «quieran»
enamorarse.
47
Contemplada esta comunidad de tiempos inmemoriales, que representa el
fundamento de todo amor verdadero, como lo que es, el amor en sentido estricto no
tiene ni comienzo ni fin medibles en el tiempo cronológico. Pues, una vez que el amor
aparece, está ahí como si hubiese estado siempre. Y que dos personas, que se amaron
una vez y que en verdad querían permanecer para siempre juntas, hayan perdido el amor
en su relación, no significa que la infinitud se haya por ello abreviado ni prolongado lo
más mínimo: más bien, es lo infinito mismo lo que se ha alejado de ellos y lo que han
perdido. Pero así como ante el tiempo infinitamente largo que precede a nuestro
nacimiento y el tiempo infinitamente largo que sigue a nuestra muerte no puede
sostenerse que el tiempo de la vida vivida de facto es en sí insignificante, puesto que
representa apenas una gota en el océano cósmico de lo inmensurable, tampoco puede
decirse que la posibilidad de que el amor terrenal termine signifique una negación de su
infinitud y su carácter incondicional. El amor puede ir y venir, florecer y marchitarse, y
ha sido capaz de desplegarse en todas las épocas, incluso en las condiciones más
adversas: es comparable a una planta o una maleza que consigue abrirse paso entre el
asfalto mediante una leve presión. Pero una vez aparece, es capaz de tomar de la
existencia algo que no es tan efímero como lo temporal. La infinitud que se hace efectiva
en el amor es una infinitud capaz de interpretar lo finito precisamente con respecto a su
mortalidad y limitación en un sentido que representa algo permanente. Pero esta infinitud
no es lo Otro abstracto de lo finito, sino aquello en lo que se consuma lo finito a la vista
de su Otro, en el Salir-más-allá-de-sí y por ello en su libertad. Pero como tal, es —según
todo lo dicho— al menos tres cosas.
Contemplado como algo que actúa en cada vida individual, el amor es, en primer
lugar, la «mismidad duradera» del ser humano que, por una parte, sale en la reflexión
infinitamente más allá de sí mismo en su Otro y que, por la otra, está sin cesar
identificado consigo mismo como tal justo en este Salir-más-allá-de-sí en el cual es un
proceso que genera un proceso: el amor es —desde este punto de vista— esta
continuidad. Contemplado, por el contrario, como algo que actúa entre los seres
humanos, el amor aparece como una fuerza en la que las personas en su realidad
individual están identificadas y unidas entre sí precisamente en su oposición y por ello en
su «diferenciación compartida», justamente en su límite. Y contemplando, por último,
este límite en el que los amantes se juntan a ellos mismos —el uno al otro y con ello cada
uno a sí mismo— desde una perspectiva intergenerativa, aquella diferenciación
48
compartida en la que los amantes, al Salir-más-allá-de-sí, están al mismo tiempo
infinitamente mediados consigo mismo es, al igual que la relación negativa que tiene lo
finito consigo como finito y que culmina en la muerte, la realidad positiva de una
generalidad inmortal que se manifiesta en la cadena infinita de las generaciones, en los
nacimientos y las muertes de sujetos finitos.
49
6. El mecanismo de reloj de las generaciones
Pero ¿qué tipo de infinitud es esta, qué tipo de generalidad inmemorial en la que cada ser
finito se trasciende, por un lado, a sí mismo, trasciende su límite hacia lo ilimitado, y en
la que, al trascenderse a sí mismo, se junta, por el otro, consigo mismo? ¿Cómo ha de
concebirse adecuadamente aquella infinitud que, a través de la propia estructura
triplicitaria de las generaciones, permite concebir incluso la muerte como algo vinculante
entre las generaciones?
Tanto la consideración de las técnicas genético-eugenésicas como la realidad del
amor, y asimismo la oposición entre la compensación de la muerte y la integración de la
muerte en la vida, demostraron ya de sobra que hay que actuar con suma cautela a la
hora de identificar la infinitud que constituye la realidad del amor con la infinitud en la
que se prolonga la vida generativa. Pues si decimos que la infinitud que constituye el
amor es la misma que aquella en la que se prolonga la cadena de las generaciones,
tenemos que resaltar al mismo tiempo que lo que aquí se manifiesta en el mundo sensible
es solamente el lado visible de un proceso interior que habría que tener en cuenta,
siempre y cuando sea posible una comprensión de la infinitud que representa la vida.
Hegel distinguió ya en este sentido una infinitud mala o falsa de una verdadera o
afirmativa. Como infinitud mala entendió principalmente aquella que se representa en la
llamada regresión o progresión infinita, es decir, en las formas procesuales de un mero
sinfín.
Lo que distingue la infinitud falsa de la verdadera es el hecho de que los momentos
separados del proceso, diferenciados entre sí, se relacionan en el primer caso solo de
manera externa, mientras que en el último caso, el proceso como proceso es una viva
reflexión-en-sí. Y en el caso de una verdadera infinitud, el proceso representa una
reflexión-en-sí viva, en la medida en que los momentos están reflejados aquí en su
diferenciación individual, es decir, en la medida en que la diferencia, que aparentemente
existe como algo pasivo entre los momentos, obra también de manera vinculante. En
este sentido, el hablar de una cadena de las generaciones, a pesar de su indiscutible
plasticidad, supone todavía una abstracción de aquella continuidad de la vida humana que
tiene vigor, justo porque la vida se actualiza en su totalidad únicamente a través de la
división en el medio de lo social. Pues, el hablar de la cadena de las generaciones sugiere
50
que los distintos momentos del proceso generativo, es decir, las generaciones, que
podrían compararse con las perlas en un hilo, solo se distinguen por medio de la muerte.
Así como las perlas se mantienen unidas en la cadena por medio de otra cosa, a saber, el
hilo, parece como si el hilo de la vida fuera algo distinto de las perlas o bien de la vida y
de la muerte de las generaciones mismas.
Pero lo que los dioses, lo que Cloto, Láquesis y Átropos cortan en los individuos
destinados a morir, lo que diferencia y a la vez une las perlas entre sí, este hilo de la vida
que lo une todo es, en el caso de las generaciones, la vida de las generaciones mismas.
Como ya hemos dicho: es solo en la triplicidad, no en la mera sucesión como tal, donde
la generatividad humana es capaz de encarnar del todo la idealidad en la individualidad
de cada uno de sus momentos. En esta triplicidad, el nacimiento y la muerte, como
hemos visto, se identifican de manera por completo inmediata, de forma que la cadena
de las generaciones representa al mismo tiempo un flujo de la vida permanente en sí
mismo.
Por ello, Hegel propuso, seguramente partiendo de Heráclito,36 que se concibiera lo
verdaderamente infinito en analogía con el movimiento circular. Para él era decisivo que
se entendiese el movimiento circular como un movimiento infinito en la medida en que
en él todo punto de partida del movimiento puede entenderse al mismo tiempo como un
punto final, y todo punto final como un punto de partida nuevo o reflejado en sí
mismo. De manera similar, Whitehead concibió en su cosmología Process and Reality lo
verdaderamente infinito como vida pulsante y así como oscilación, y además, los
procesos de oscilación como la cuna de toda vida. Desde este punto de vista, partiendo
de la imagen de un reloj cuyo péndulo bascula de un extremo a otro, no solo podríamos
entender, como expuso Whitehead, cada vida singular como una sucesión de instantes de
los que cada uno lleva dentro de sí la dialéctica de enajenación y regreso de la misma;
sino que también podríamos comparar, en cierta medida, la totalidad estructural de las
generaciones con el mecanismo de un reloj cuyo péndulo oscila de aquí para allá, entre
nacimientos y muertes y entre muertes y nacimientos, como una guadaña que va y viene
sobre campos de una amplitud infinita, sobre espacio y tiempo. Mas hay que entender
esta oscilación del péndulo en el mecanismo del reloj de las generaciones como un
movimiento en el que la vida vuelve a lo Otro de sí misma, a la muerte, y en el que la
muerte vuelve a lo Otro de sí misma, a la vida; y el pulso de la vida se deriva del hecho
de que cada uno de los extremos contiene al mismo tiempo en sí mismo la relación con
51
su polo opuesto. Pero si la muerte a través de la cual lo finito es finito contiene en sí
misma la relación con su Otro, el nacimiento, hay que concebir de manera análoga
también lo verdaderamente infinito como un acontecer complejo de automediación en la
que lo finito está mediado consigo a través de lo Otro de sí mismo, lo infinito; y en la que
lo infinito está mediado consigo a través de lo Otro de sí mismo, lo finito.
Es justo esta dialéctica de lo finito y lo infinito la que subyace como principio
estructural en la cadena de las generaciones en el sentido de que cada miembro finito de
la cadena está reflejado en ella como puente y a la vez como transición a la generación
siguiente (y en que precisamente por ello es constitutivo de la infinitud potencial de la
cadena de las generaciones); y a su vez, las infinitas transiciones entre las generaciones
representan en sí mismas generaciones finitas.
Con razón, ya recalcó Hegel que los conceptos de lo finito y lo infinito no tienen
ningún sentido sin el otro; en cada uno de ellos está implícita, como dice este autor, la
«determinación del Otro» (L I, p. 157). Pues, si bien lo finito y lo infinito son aquello
que su Otro no es, también es cierto que lo son debido a que cada uno está mediado
consigo a través de la negación de su Otro y en consecuencia solo es lo que es a través
de ella. «Cuando se dice», escribe Hegel, «qué es lo infinito, a saber, la negación de lo
finito, se pronuncia lo finito mismo; no se puede prescindir de ello a la hora de
determinar lo finito» (L I, p. 157); y para Hegel, lo mismo vale también en el caso de lo
contrario. Pero si lo finito y lo infinito están a la vez mediados consigo mismo a través de
la negación de su Otro o bien por medio de la simple oposición, entonces cada uno
contiene, según parece, su Otro: en cierto sentido, cada uno es él mismo y a la vez su
Otro: en un sentido análogo según el cual al Yo le es inmanente su relación con el Tú de
manera que esta inmanencia es condición de posibilidad de la autotrascendencia del
sujeto, también lo finito y lo infinito albergan dentro de sí la relación con su polo
opuesto. De ahí, es decir, del hecho de que tanto lo finito como lo infinito contienen la
relación con su Otro, puesto que cada uno está mediado consigo mismo a través de la
negación de su Otro, resulta que la dialéctica de finitud e infinitud permite inferir no solo
uno, sino incluso dos tipos de unión de ambos, los cuales, contemplados de cerca, son
dos tipos de infinitud falsa: en primer lugar, la finitud infinita, y en segundo lugar, la
infinitud finita.
La finitud infinita no es otra cosa que lo eternamente finito, en el sentido en que está
mediado a la vez consigo mismo a través de la negación de su Otro, lo infinito. Como tal,
52
supone la infinita regresión o progresión, es el puro prolongarse de los momentos como
momentos finitos hacia lo infinito; momentos que, siendo particulares, son, por un lado,
inmediatamente idénticos a sí mismos y que juntos son, por otro lado, sin fin alguno
mutuamente Otros. Este tipo de infinitud contiene, por tanto, en sí la contradicción de
que todos los momentos individuales de su sucesión son mutuamente Otros, teniendo a la
vez que ser, en cuanto Otros, partes integrantes del mismo proceso infinito e idéntico a sí
mismo: un proceso que se concibe de esta manera precisamente como un puro más allá
dentro del cual los momentos van prolongándose sin ser ellos mismos este proceso
infinito.37 Aplicada a la humanidad en su totalidad, esta idea desalentadora de finitud
infinita excluye relaciones intergenerativas en verdad relevantes que pueden tener
importancia existencial. Pues implica la concepción de que los momentos particulares del
proceso existen completamente aislados los unos de los otros. Si es cierto que dentro del
proceso generativo lo específicamente humano se encuentra dispuesto en el hecho de que
cada uno de los individuos surge de una autodiferenciación de lo general superada al
compartir la vida con su Otro y al relacionarse así consigo mismo en su individualidad
concreta, entonces resulta que lo dicho con anterioridad pone en peligro la autoidentidad
de cada momento particular del proceso: incluso en una casa real con una línea
genealógica infinita, Carlos n + 1 no estaría en absoluto más cerca de la eternidad
intemporal que sus antecesores, Carlos I, II o XIV.
La infinitud finita, en cambio, lleva igualmente a una contradicción, pues tomada en
sí, no es más que la infinita transición de momentos finitos particulares a otros
momentos finitos; con ello, no es más que la simple negación finita de lo finito. Contiene
una contradicción, porque los momentos finitos en los que se refleja esta infinitud como
transición no son, a su vez, desde la perspectiva de la pura infinitud, nada más que
transiciones a transiciones de transiciones. La infinitud finita, por tanto, es como un
puente que no es más que un puente a puentes y a otros puentes, sin que los infinitos
puentes lleguen en algún momento finalmente a una orilla y, por decirlo así, puedan
fijarse en un punto.38 Ambas, la finitud infinita y, por llamarla de alguna manera, aislante
que se limita a engendrar una y otra vez otro ser finito, pero que nunca se convierte, ella
misma, en el proceso infinito y que se transmite y prolonga a sí misma, y la infinitud
finita que solo se prolonga, pero que nunca llega realmente, sino que en lugar de ello
deviene algo fantástico, desembocan, desde esta perspectiva, en su Otro; ambas tienen su
límite en su Otro. Mas puesto que no llegan realmente a sí mismas en su Otro, puesto
53
que no están identificadas consigo mismas en el límite, perecen en su Otro.
Pero lo verdaderamente infinito no perece en su Otro, sino que existe como proceso
de la transformación. Se manifiesta, pues, en cuanto transformación en la medida en que
lo que se representa en la reflexión exterior como puente a otros puentes es en él un
momento finito, y en la medida en que los momentos finitos mismos son su Otro
diferenciado, esto es, los puentes y transiciones. De la misma manera en que en el verso
poético cada palabra es, por un lado, para sí una unidad individual plena de sentido, y
como tal es, por el otro, solamente lo que es como un momento melódico del proceso
poético entero; de la misma manera en que cada cifra tiene una personalidad individual
como número cardinal y, sin embargo, ha de integrarse como número ordinal en la serie
de los números naturales en el sentido de una sucesión, toda generación humana es, por
un lado, en su finitud y mortalidad para sí una unidad autónoma, mientras actúa, por el
otro, al recibir y transmitir la vida en el ciclo de lo viviente, como una transición creativa
a través de la cual el río infinito de la vida fluye en sí mismo.
Pues las generaciones son el poema del ser humano. Y lo son en el sentido en que el
ser humano actúa como el pergamino del mundo, como la traducción de lo real y lo
ideal, de lo finito y lo infinito en la naturaleza, en el cosmos. Pero la condición de
posibilidad de dicho traducirse mutuamente lo finito y lo infinito es que estos estén
opuestos entre sí no solo de forma simple, sino de forma doble. Lo verdaderamente
infinito presupone en este sentido lo finito y lo infinito como polos opuestos entre sí, y se
despliega en el hecho de que al mismo tiempo es como superación dinámica de esta
oposición. En primer lugar, lo finito y lo infinito existen, por tanto, únicamente en la
reflexión en la que existen como transición infinita en su polo opuesto; se fían, por
decirlo así, el uno del otro: lo finito existe como infinita transición en lo infinito, y lo
infinito como infinita transición en lo finito. Desde la perspectiva de este fiarse mutuo de
lo finito y lo infinito, habrá que darle la razón al dialéctico existencialista Kierkegaard
cuando dice que la dinámica de la vida humana consistía idealmente en un «alejarse
infinitamente de sí misma en un hacerse infinita de la mismidad y en un regresar
infinitamente a sí en un hacerse finita».39 Pero este movimiento del alejarse de sí y
regresar a sí infinitamente, la dinámica de la mismidad, presupone a su vez, en segundo
lugar, como vio precisamente Kierkegaard, un infinito que es continuamente real como
fundamento de unidad y sentido de unidad en el movimiento universal del autodevenir
individual. Este fundamento de unidad se basa únicamente en el hecho de que lo finito y
54
lo infinito, al determinarse en el mismo sentido como el polo opuesto de sí mismo, se
contraponen con ello a la vez infinitamente a su polo opuesto, pues este consiste justo en
que cada uno de ellos no es en el mismo sentido lo que es el Otro: en cuanto cada uno se
fía del otro, no se transforma en algo que es diferente a él; no se da aquí, por un lado, la
transición de lo finito a lo infinito y allí, por el otro, la transición de lo infinito a lo finito.
Se fían, más bien, el uno del otro, es decir, de Uno, porque su infinito fiarse es un
diferenciarse común y al mismo tiempo infinito de su diferencia. Ahora bien, lo
diferenciado de la diferencia es la identidad. Así, lo verdaderamente infinito no es otra
cosa que el proceso que por estar determinado como proceso, como transición, dispone
de una identidad permanente, de una forma y de un sentido de unidad. En este sentido,
lo verdaderamente infinito es la autosuperación del proceso como proceso: la
autosuperación del devenir en el Ser. Esta, sin embargo, solo existe como tal en el
proceso. La estructura de la generatividad humana ejemplificada en su triplicidad es esta
autosuperación del proceso como proceso en la división compartida40 de la vida; esto ya
se manifiesta en el hecho de que, a pesar de haber nacimientos y muertes, hablamos de
la humanidad como una sola, hablamos de una humanidad. Mas, visto de cerca,
hablamos con respecto a la cadena de las generaciones de la humanidad como de una
sola y no de una sucesión de mutaciones, porque aquí la idea tiene su realidad como un
tipo de infinitud en la que cada momento finito del proceso, cada individuo, se supera en
la infinitud en el mismo sentido en que esta infinitud se manifiesta a sí misma hasta en
los momentos finitos particulares del proceso.
En el sentido de la horizontalidad, lo verdaderamente infinito no es, por tanto, nada
más que la mismidad del ser humano que se aleja de sí mismo y, haciéndolo, regresa a sí
infinitamente en la enajenación en su Otro. En este sentido, es la periferia del círculo
donde se suprimen y superan el comienzo en el final y el final en el comienzo, así como
ocurre con la marea baja en la marea alta y con la marea alta en la baja. Mas, en el
sentido de la verticalidad, lo verdaderamente infinito no es solo la periferia, sino a la vez
el centro estable del círculo: representa la autointegración de la totalidad como totalidad
a través de la división compartida que se suprime y supera a sí misma; es la
autointegración de la totalidad en sus partes: en los seres humanos.
55
7. Imagen especular del mundo
Lo infinito es, por ende, aquello a lo que se confían41 los seres humanos cuando se
confían unos a los otros y, en cuanto no tienen más remedio que confiarse unos a los
otros, representa aquello «por lo que viven las personas» (Tolstói). Como tal razón,
actúa al mismo tiempo en calidad de fundamento de aquella confianza originaria en la
que no solo se basan, como sugiere Erikson, todas las relaciones verdaderamente
humanas, sino la que supone a la vez la «piedra angular de la personalidad sana».42
Como fundamento y base de tal confianza originaria, por la cual se encuentra en la raíz
de la propia mismidad, lo infinito es, sin duda, en primer lugar una confianza en sí
mismo, una confianza de lo finito en sí mismo y en las propias fuerzas. La cuestión es
entonces qué es lo que tiene que ver con la autotrascendencia, la vida humana y la
importancia que pueda tener el amor en esta. ¿En qué sentido podemos decir que un
amor que supera la muerte vinculando las generaciones entre sí actúa como confianza?
¿No es el amor algo que actúa en particular entre seres humanos, mientras que la
confianza en sí mismo actúa como una fuerza en el interior de cada ser humano?
Parece que ya hemos dejado atrás este último punto de vista. Pues el hecho de que el
ser humano tenga en su Otro, como hemos supuesto, la forma originaria de la reflexión,
implica que traspasa en la oposición entre sujeto y objeto al mismo tiempo esa misma
oposición, y que la diferencia entre sujeto y objeto tiene, por tanto, la forma de una
distinción que no solo recae entre un ser humano y otro, entre sujeto y objeto, sino que a
la vez sucede dentro de los seres humanos. Según lo dicho, toda vida humana no solo se
realiza en, sino al mismo tiempo como una totalidad que actúa como fundamento para
que el ser humano pueda relacionarse consigo mismo en su semejante; una totalidad que
actúa como condición de posibilidad de la autotrascendencia de la vida humana. Y esta
totalidad es lo infinito —según se concibe aquí— como una confianza. La palabra
inglesa confidence, similar a la alemana Zuversicht («confianza», «esperanza»), refiere,
pues, la confianza de manera inmediata al movimiento de autotrascendencia de la vida
humana al concebir la confianza como una actitud específica que el ser humano adopta a
la vista de aquella infinitud que representa el futuro. Y justo la potencial infinitud de la
cadena de las generaciones es capaz, a su vez, de hacer evidente que la confianza en
aquella infinitud que representa el futuro se basa también de alguna manera en lo infinito:
56
pues, como hemos visto, la potencial infinitud de la cadena de las generaciones se
fundamenta precisamente en la fortaleza de las relaciones intersubjetivas y con ello en el
hecho de que los sujetos finitos sean capaces de superar juntos la muerte en la división
compartida de la vida.
Por eso, la confianza en sí mismo de las personas no se entendería si se abstrajera de
la capacidad del ser humano de confiar en su semejante. Parece, más bien, que haya
suficientes razones para pensar que, cuanto menos confianza tiene una persona en sí
misma, menos está en condiciones de confiar en sus congéneres; y de la misma manera,
la falta de capacidad de confiar en los congéneres es reflejo de una falta de confianza en
sí mismo. Erikson definió en este sentido la confianza originaria como unidad dialéctica
de confianza en sí mismo y confianza en los demás: «Por confianza entiendo aquello que
en general se conoce como un sentimiento de poder confiarse, a saber, tanto con
respecto a la credibilidad de otros como a la fiabilidad de uno mismo».43 Así pues, la
confianza originaria consiste en disponer de una certidumbre basada en la intuición y
experiencia vital de que uno puede confiarse a su semejante en el sentido de que uno
«sabe» que en el Otro se está al final también frente a sí mismo. Ahora bien, aunque el
concepto de confianza adquiere, ciertamente, su sentido de cierta inmediatez en la que
uno se enfrenta a sí mismo en el Otro, si bien presupone, por ende, la experiencia de una
unidad en la dualidad (como se da de manera paradigmática en la relación entre madre e
hijo), ha de sostenerse que esta inmediatez está al mismo tiempo mediada por el Ser del
Otro: en un mundo en el que solo existiese un único sujeto es obvio que también el
concepto de confianza carecería de todo sentido.
Dicha relación, dicho tipo de inmediatez mediada en el que cada sujeto se enfrenta a
sí mismo en el Otro, es, por tanto, siempre una relación entre al menos dos sujetos. Se
trata de dos sujetos que, como tales, representan, a su vez, totalidades para sí mismas,
pero que pueden realizar para sí las totalidades que son en sí solo en la reflexión en su
Otro por medio de su Ser-para-Otro. Contemplado desde su lado procesual, este Ser-
para-Otro, que adopta en el amor la forma extrema de la entrega al Otro, es lo mismo
que el confiarse al Otro, que presupone la infinitud de la confianza. Pues, en la medida
en que algo es Ser-para-Otro, el sujeto se relaciona, como hemos visto basándonos en
Hegel, de manera negativa consigo mismo confiándose así a lo Otro para lo cual es. Con
ello, algo se confía / abandona a sí mismo en la relación con Otro, al igual que se
abandona un lugar o un país; haciéndolo se desprende, por decirlo así, de sí mismo. La
57
fiabilidad con la que actúa lo infinito en las relaciones humanas se hace efectiva
precisamente en el hecho de que este confiarse / abandonarse al polo opuesto es en sí
mismo el Otro, a saber, una autorreferencia en forma de retorno a sí. Si el confiarse /
abandonarse, que confía / abandona de manera inmediata aquel que uno es, contiene así
una negación de la propia mismidad inmediata, entonces este retorno a sí es, como la
negación de esta negación, un llegar a sí. Algo se confía, por tanto, a su Otro con la
esperanza de no perderse en esta relación, esto es, con la esperanza de regresar en el
Otro; y solo a partir del hecho de que el ser humano está reflejado como alguien que
retorna infinitamente en el Otro, se entiende que el lenguaje contenga aquella ambigüedad
según la cual la persona se encuentra realmente abandonada cuando no tiene a nadie de
quien fiarse / a quien confiarse; y, a la inversa, consideramos precisamente a aquellos que
no nos abandonan en el momento de la verdad como dignos de confianza.44
Mas ¿cómo se puede saber si uno se puede fiar de alguien, si se le puede dar
confianza o no? ¿Cuál es el elemento que supera el abismo entre la confianza en sí
mismo, por un lado, y la confianza ajena, por el otro, y que actúa de esta manera como
confianza originaria, es decir, como confianza indivisa, esto es, como confianza
primigenia? En cierto modo, parece que, cuando nos confiamos a Otro, no nos fiamos de
nosotros mismos, sino del Otro, de su fiabilidad. Según este aspecto, y ello quiere decir
desde el punto de vista de la finitud, cuando algo se confía a su Otro se fía de lo Otro, y
únicamente de lo Otro y, por tanto, no de sí mismo. Sin embargo, si insistimos en esta
perspectiva, obtendremos inmediatamente la paradoja de que dos personas que se
confían mutuamente al otro en una relación, no se fían de lo mismo. Mas, por el
contrario, toda experiencia vital parece indicar que dos personas que se confían
mutuamente a su Otro se fían de lo mismo, esto es, el uno del otro; que, por tanto, dos
personas que están ahí para su Otro, están ahí para lo mismo, esto es, el uno para el
otro y de esta forma también para sí mismos.
Dos personas que se confían mutuamente la una a la otra, se fían con ello
evidentemente del hecho de que hay algo común en su relación, algo que proporciona al
mismo tiempo la base de su relación. Mas el único elemento común verdadero y la única
unidad que se halla en una relación en la que dos individuos completamente distintos
son, por sus caracteres diferentes, Otros el uno para el Otro, es la reciprocidad de toda
la relación como tal. Por ello se dice que la confianza descansa en la reciprocidad, y ello
con razón, pues precisamente en este aspecto, y no en un rasgo específico de la persona
58
específica en la que se confía, consiste aquella infinitud verdadera que es responsable de
que dos personas, que se confían la una a la otra, se fíen de lo mismo y así de sí mismas.
Dos personas que se confían la una a la otra se fían en este sentido, por una parte, a
lo Otro y están, por la otra, en y a través de este Otro en relación consigo. Ahora bien,
en la medida en que la mismidad de ambos solo existe porque ha atravesado ya de alguna
manera la relación con Otro, el Otro es, desde esta perspectiva, primero como un puente
que uno tiene que atravesar infinitamente para alcanzar a aquel que uno mismo es —en
la otra orilla, al otro lado del río que es la vida—. Desde esta perspectiva, la propia
mismidad representa un polo opuesto del polo opuesto, más allá del Otro, como un valle
que se encuentra detrás de las montañas. El ser humano es únicamente ser humano
como un eco de sí mismo en el Otro. Mas la posición según la cual el ser humano es tal
eco parece sugerir la idea de que el otro es algo semejante a un muro que, al igual que la
pared de una montaña, devuelve el eco que uno mismo es. Pero ahí donde hay dos
personas en una relación que son Otros la una para la otra, no existe en ninguna parte tal
muro; las dos se trascienden mutuamente nada más que en esta reciprocidad de su propia
y única relación. Pues son las dos las que son mutuamente Otros en una relación, y por
ello son tales puentes la una para la otra. Y es el Ser de ambas personas el que se
encuentra ahora más allá de su Otro opuesto a ellas: pues la reciprocidad de su relación
única consiste en que hay un solo río —un solo espacio, un solo tiempo, una sola
confianza— que ambas personas, en cuanto Otros, tienen que atravesar la una para la
otra en su Otro desde orillas opuestas. Como dice Heráclito:
Se encuentran a sí mismas una frente a la otra solo porque cada una de ellas está
reflejada en su Otro como lo Otro (negativo) de sí misma y establece así una relación
consigo misma. Cada una de las dos está, por tanto, vinculada consigo en su Otro en
cuanto lo Otro de sí misma; en su Otro en cuanto Otro de sí misma: eso ha de
enfatizarse justamente porque el Otro no es un mero espejo inánime de cristal en el que
la propia mismidad queda meramente reflejada o duplicada, al igual que dicho eco
devuelto por la pared muda de la montaña, sino porque el Ser-otro del Otro es, más bien,
la condición de posibilidad de que dos personas, que son Otros la una para la otra,
puedan vincularse mutuamente en el Otro a lo Otro que ellas mismas son en esta
59
relación, como una imagen mutua de un espejo. Así, el criado no se refiere en el señor a
sí mismo como criado que está sojuzgando, sino como persona sojuzgada que se refiere
a sí misma en su señor; y los amantes, por dar un ejemplo más bonito, encuentran su
satisfacción en el hecho de saberse como lo amado en los ojos de su Otro, y eso quiere
decir, en su Otro. En la imagen especular mutua de la relación recíproca entre dos
personas, su Ser-otro recíproco está, por tanto, superado de manera inmediata, pues este
consistiría precisamente en relacionarse en el Otro consigo mismo de manera
completamente diferente a la forma en que uno se relaciona con su polo opuesto. En este
sentido, la infinitud de la confianza se basa en una imagen especular mutua que, siendo
una forma de unidad, radica precisamente en la oposición de los sujetos humanos. Pero
la confianza, sobre todo la confianza originaria del niño de la que hablaremos más
adelante, parte de que aquella unidad, aquella totalidad que subyace a la oposición entre
Yo y Tú, sujeto y objeto, es algo inmediato; en la imagen especular mutua, en cambio, la
unidad se presenta como mediada, precisamente porque se presenta en la oposición entre
sujeto y objeto.
Mas, como algo mediado, la unidad se presenta de dos formas: por una parte, es
siempre uno de los dos sujetos que en el reflejo especular, en su Otro, se distingue
respectivamente, él mismo, en sujeto y objeto, «Yo» y «a Mí», de manera que la
diferencia entre sujeto y objeto, Yo y su Otro, que es una sola, se produce dentro del
sujeto. Pero, en la medida en que la diferencia entre sujeto y objeto se produce dentro de
cada uno de los dos sujetos enfrentados, se refleja también su distinción común como
algo real en el espacio y el tiempo. En consecuencia, la imagen especular mutua solo
aparece como tal en una relación reflexiva que abarca la oposición entre lo interior y lo
exterior. Este tipo de distinción e imagen especular mutua, en la que se produce la
diferencia con respecto al objeto no solo interiormente o de manera ideal, sino también
de manera real, es lo que caracteriza el reconocer. El reconocer es por ello, como dice
Hegel, la unidad, la idea en «la forma de la diferencia» (Enz. I, p. 388). Partiendo de que
lo infinito en el fondo de la mismidad actúa, según lo dicho, de manera inmediata como
confianza, podemos sostener que, en cuanto representa una inmediatez mediada, no es
otra cosa que el reconocer.
60
8. Amor y enamoramiento
Reconocer es, por tanto, la imagen especular mutua del mundo, en la cual el sujeto se
vincula consigo mismo en los objetos que están frente a él, en su Otro. Entenderlo de
manera adecuada significa comprender que la imagen especular mutua no puede existir
sin el reconocer ni este sin aquella: el reconocer es, más bien, la reflexión de la
reciprocidad en la cual sujeto y objeto están uno junto a otro como tales. Como tal
imagen especular mutua, presupone para sí una totalidad que está mediada consigo
misma a través de la oposición entre sujeto y objeto. El reconocer es esta automediación
de la totalidad; como puro reconocer de algo en cuanto algo no es otra cosa que este
puro mediarse a sí mismo consigo mismo en la diferencia. El reconocer es por ello, en
primer lugar, un recibir el objeto juzgando o pensando, pues presupone para sí una
totalidad desintegrada y con ello partida en Yo y mundo, sujeto y objeto. El reconocer es,
de esta manera, la totalidad como juicio en el sentido en el que Hegel interpretó el
concepto etimológicamente partiendo de Hölderlin: como «división originaria» (Enz. I, p.
316). De este modo, el reconocer se refiere a su mundo como un mundo que está
disociado prismáticamente en la imagen especular mutua en la que sujeto y objeto están
el uno frente al otro; una disociación o ruptura que solo vuelve a suprimirse y superarse
cuando el reconocer regresa al autoconocimiento del conocimiento y se determina como
la unidad de la autoconciencia.
El reconocer, entendido como un mediarse a sí mismo consigo mismo en la
diferencia, es por ello en primera instancia finito; una finitud que proporciona al mismo
tiempo el fundamento legal para concebir el reconocer como un solo acto. Contemplado
solo desde este lado, todo conocimiento es un acto particular y el proceso del reconocer
tiene que pensarse como sucesión de actos particulares de conocimiento. Pero la
diferencia entre dos actos de conocimiento, a través de los cuales el reconocer se da a
entender en sentido temporal como una sucesión de actos particulares, recae igualmente
en el sujeto cognoscente de manera que el conocer está identificado consigo como tal en
la diferenciación de sus momentos particulares. La estructura del proceso de
conocimiento en cuanto sucesión procesual de actos particulares de conocimiento es por
ello, contemplada dialécticamente, isomorfa a la manera en que el sujeto individual está
integrado en la cadena de las generaciones: del mismo modo en que en el caso de la
61
cadena de las generaciones, la muerte —la diferencia pura de las generaciones— se
refleja como algo que constituye la solidaridad de las generaciones, también el conocer
tiene la forma de su unidad en el acto de juzgar, en la oposición de Yo y mundo, Yo y
Tú. En este sentido, la continuidad del proceso de conocimiento, que en su
diferenciación interna es al mismo tiempo solo un río, solo un devenir unitario, es un
argumento a favor de que todo conocimiento de algo como algo tiene en última instancia
la forma de un autoconocimiento que está mediado por una autodiferenciación.
Contemplado dialécticamente, el reconocer es por ello la autorrelación de una totalidad
que se relaciona, en el polo opuesto de ella misma, finalmente consigo misma como tal
produciendo así de forma infinita la superación de esta oposición.
En el caso de las relaciones interpersonales, como las que se dan de manera
paradigmática en el amor, habíamos caracterizado esta totalidad, que precede y
fundamenta la oposición y en la que se refleja el reconocer, como confianza, como
confidence, que es cómo actúa lo infinito en cuanto es la fiabilidad del Ser en el fondo de
la mismidad. En esta confianza se caracterizaba de manera inmediata la reciprocidad, en
la que dos personas se enfrentan a sí mismas en su Otro, como forma de una unidad.
Pero la unidad, en cuanto representante de un tipo de relación de la totalidad, se mostró
entonces en su inmediatez como una unidad mediada por la oposición, una auto-
mediación o reflexión-en-sí que la caracteriza como imagen especular mutua del todo. La
imagen especular mutua, en la que y como la que se realiza el reconocer como
autoconocimiento, se basa, por tanto, al igual que la dialéctica de lo finito y lo infinito, en
una oposición no simple, sino doble y reflejada en sí misma. Como demostraremos más
adelante, es precisamente esta oposición doble la que distingue al ser humano del animal
que se opone a otro de manera simple: el hecho de que se puedan explicar las estructuras
generativas del animal mediante dos generaciones, mientras que las humanas requieran la
interacción de tres, refleja en este sentido de forma inmediata que la esfera de lo animal
es, por antonomasia, la de la disociación, de una desunión que, contemplada
evolutivamente, llega a superarse justo por el ser humano.
Pues el hombre es aquella forma de vida peculiar que se compone precisamente por
el hecho de que se confronta con su Otro; es una forma de vida cuya autointegridad está,
por tanto, fundada por medio de la confrontación concreta con el Otro como Otro, que
es por ello esencialmente igual. Según lo dicho, el ser humano, al reflejar la oposición en
la que se encuentra con respecto a su Otro, se asocia en ello consigo mismo como
62
oposición de tal manera que ocasiona una autosuperación de la oposición como tal. En
consecuencia, según resalta Hegel, es por medio de esta oposición doble, potenciada,
que se excluye a sí misma como oposición, como el ser humano se asocia consigo
mismo en su Otro: una potenciación de la oposición que caracteriza asimismo la
estructura del reconocer humano.
Conforme a la concepción que hemos desarrollado aquí, esta autorrelación de una
totalidad mediada por la oposición encuentra su forma más elevada en la relación
amorosa entre dos individuos singulares. El hecho de que la mencionada imagen
especular mutua del mundo, en la que el sujeto se relaciona en su Otro —el amante en el
amado— finalmente solo consigo mismo, encuentre su forma más elevada en la relación
amorosa y que esta imagen especular mutua solo se dé en el proceso del reconocer,
implica que todo amar es también un reconocer o que toda relación amorosa posee al
mismo tiempo la forma de un conocimiento. Visto así, no es casualidad que se entienda,
por ejemplo, en el Antiguo Testamento el reconocer como la quintaesencia de la relación
amorosa más íntima entre hombre y mujer, es decir, de la unión sexual: «Adán reconoció
a Eva, su mujer; ella quedó embarazada y dio a luz a Caín» (Génesis 4,1). Pues el
reconocer es precisamente un amar (o bien el amar un reconocer) en la medida en que el
que reconoce (o bien el amante) se pone de manera inmediata en relación consigo mismo
como tal en su Otro, el reconocido.
A este respecto puede mostrarse inmediatamente que a quien reconoce se le presenta
el objeto de manera doble en el acto de reconocer. En este sentido es, ciertamente,
significativo que distingamos en castellano (como también en muchos otros idiomas)
entre dos tipos fundamentales de amor, a saber, entre el mero enamoramiento y el amor
en sentido estricto y profundo. Pues la diferencia entre estos dos tipos puede inferirse
inmediatamente de la estructura del conocimiento humano. Así, hay que afirmar en
primer lugar que el reconocer forma una unión con la reflexión que el sujeto tiene en su
Otro. El hecho de que el sujeto se realice únicamente en esta reflexión, y en este sentido
exista únicamente como este movimiento reflexivo, no quiere decir solo que el proceso
del reconocer no pueda desprenderse ni separarse de los actos del sujeto. Si es verdad
que el actuar humano, como ya hemos señalado, representa, más bien, el
automovimiento de un ser que se capta a sí mismo en la relación con su semejante de
modo que el sujeto se origina y crea a sí mismo en esta realización, queda manifiesto que
el proceso del reconocer forma una unión inmediata con el proceso de la autocausación,
63
del autoencuentro y del autodescubrimiento del sujeto en y con su Otro. Si la tesis según
la cual los sujetos «surgen de manera espontánea y en unión con un saber de sí, y que,
por tanto, no pueden tematizarse como cualquier contenido u objeto»,46 como sostiene
Dieter Henrich, es válida, se afirma una historicidad del proceso cognitivo como tal. En
este sentido, todo reconocer posee una historia en la cual este se constituye como tal de
manera que el reconocer se vuelve poco a poco transparente en su objeto, y al revés, el
objeto en su conocer. Y en el caso del amor, esta historia no es otra que la del conocerse
mutuamente, en la cual el amante se asocia consigo mismo en su Otro, el amado,
descubriéndose de ese modo a sí mismo y a su Otro. Pero este descubrir del otro y de la
propia mismidad sucede de dos formas. Así hay que entender como una importante
intuición de Whitehead el haber visto que el reconocer también contiene dentro de sí la
oposición estructural entre la inmediatez y la mediación, teniendo en cuenta que a toda
mismidad inmediata y subjetiva subyace un complejo proceso mediador. Con respecto a
esta oposición estructural que se hace efectiva en el reconocer, Whitehead habla de un
hacerse presente inmediato (presentational immediacy) y de efectividad causal (causal
efficiency).47
El reconocer se refiere en este sentido, en primer lugar, a lo reconocido en su
inmediatez, al objeto en su objetualidad; como tal hacerse presente de manera inmediata
es de una pura percepción sensorial objetivadora y capta su objeto de manera meramente
formal. Pero el acto cognoscitivo está asimismo reflejado, en segundo lugar, en sí
mismo y posee también un contenido que no puede desligarse ni abstraerse de lo
reconocido ni del papel que desempeña en el autoencuentro y el autodevenir del sujeto
que reconoce: lo reconocido penetra en este sentido como un factor constitutivo, es decir,
causal, en el propio autodevenir en el que actúa como fundamento del sentirse de uno
mismo. Desde esta perspectiva, el reconocer forma una unidad inmediata con el proceso
de autointegración del sujeto en su Otro y a través de su Otro. La imagen especular
mutua, en la que el sujeto está frente a su Otro, puede por ello entenderse desde una
doble perspectiva: por una parte, como condición de posibilidad de un conocimiento
objetivador y finito —esta es la estructura superficial, por decirlo así, la superficie
cristalina del espejo— y, por la otra, en cuanto expresión de una división integradora en
la que lo que reconoce y lo que es reconocido están mediados recíprocamente consigo
como tales en su Otro: esta es la estructura profunda. Esta última es así un aspecto de la
división de la vida, mas de una división que, por el hecho de darse, es a la vez
64
superada continuamente en la confrontación potenciada, y en este sentido no es división
ni separación, sino lo contrario: vinculación. Tal vinculación evidentemente no es ningún
objeto del conocimiento sensible y en este sentido es un factum metafísico que, de igual
modo, puede captarse de manera sensorial y en este sentido conocerse. Así, se muestra
precisamente en el amor que el reconocer humano lleva dentro de sí la oposición entre
conocimiento sensible y no-sensible. Pero al mismo tiempo el amor enseña —y en
particular el amor erótico— que ambas formas de conocimiento están necesariamente
entrelazadas entre sí.
Todo amor es una interacción peculiar entre superficies y profundidades,
espontaneidad y mediación, entre sensualidad y espiritualidad. Sin duda, al principio de
una relación amorosa predominan la espontaneidad, las superficies y los estímulos
sensoriales. Y por esa razón justo predomina al principio de una relación amorosa el
enamoramiento y no el amor en el sentido de un vínculo más profundo y de un
entendimiento más hondo del carácter del amado. Pues toda relación amorosa
satisfactoria es un proceso en el que el enamoramiento se convierte paso a paso en
amor. Y es precisamente esa transformación la que se corresponde en el plano del
conocimiento con la transición de una percepción sensorial predominantemente pura a un
tipo de conocimiento que nace de la división compartida de la vida. En este tipo de
conocimiento, el conocimiento del Otro trae consigo un autoconocimiento en el que quien
reconoce se percata, en su Otro, de sí mismo.
El enamoramiento puro es —como subraya Ortega no sin razón— «por lo pronto, un
fenómeno de la atención»; consiste en «un estado anómalo de ella que en el hombre
normal se produce»: «En la sociedad se hallan frente a frente muchas mujeres y muchos
hombres. En estado de indiferencia, la atención de cada hombre —como de cada mujer
— se desplaza de uno en otro sobre los representantes del sexo contrario. Razones de
simpatía antigua, de mayor proximidad, etcétera, harán que esa atención de la mujer se
detenga un poco más sobre este varón que sobre el otro; pero la desproporción entre el
atender a uno y desatender a los demás no es grande. Por decirlo así —y salvo pequeñas
diferencias—, todos los hombres que la mujer conoce están a igual distancia atencional
de ella, en fila recta. Pero un día este reparto igualitario de la atención cesa. La atención
de la mujer propende a detenerse por sí misma en uno de esos hombres y pronto le
supone un esfuerzo desprender de él su pensamiento, movilizar hacia otros u otras cosas
la preocupación [...] Los demás seres y cosas serán poco a poco desalojados de la
65
conciencia [...] La conciencia se angosta y contiene solo un objeto. La atención queda
paralítica: no avanza de una cosa a otra. Está fija, rígida, presa de un solo ser [...] De
aquí que todo el enamoramiento tienda automáticamente hacia el frenesí. Abandonado a
sí mismo, se irá multiplicando hasta la extremidad posible. Esto lo saben muy bien los
“conquistadores” de ambos sexos. Una vez que la atención de una mujer se fija en un
hombre, es a este muy fácil llenar por completo su preocupación.» 48
En esto habrá que darle la razón a Ortega: quien desee que una persona se enamore
de uno —sea un hombre o una mujer, sea hetero-, homo- o transexual—, antes que nada
tendrá que intentar atraer la atención de la otra persona de forma exclusiva, es decir,
habrá de fascinarla. Las mujeres bellas que «prestan» en sociedad su atención a un
hombre distinguido y que a otro «ni le dirigen la mirada» lo saben mejor que nadie: el
mero homenaje subyacente a la fuerza de atracción, al atractivo del Otro, es suficiente
para suscitar una contrarreacción de la persona que tiene enfrente y llevar infaliblemente
a la persona que está enfrente a su «esfera de influencia».
Como una «obsesión divina» (Platón), como una atracción de la atención, el
enamoramiento se construye esencialmente sobre la percepción del mundo exterior y del
objeto deseado por los órganos sensoriales. Como es sabido, el conocimiento sensorial,
a su vez, no es otra cosa que el reconocer del mundo simultáneo con ayuda de los
órganos sensoriales. En el caso del enamoramiento, entre los sentidos con los que el
conocimiento sensorial capta el objeto, parecen descollar particularmente los ojos: quien
se enamora, «ha echado una mirada a alguien», ha «puesto los ojos en alguien», «solo
tiene ojos para la persona de enfrente» de manera que el amor le ha dejado «ciego».
La pura percepción sensorial en la que se basa el enamoramiento se realiza como tal
en la imagen especular mutua del mundo en el sentido de la horizontalidad. En el marco
de esta, se conciben de manera abstracta formas de una determinación cualitativa del
mundo simultáneo, es decir, abstrayendo del hecho de que «Yo» al enfrentarme a mí
mismo me encuentro también en una relación conmigo mismo como tal. En cierto modo,
pues, el enamoramiento a veces parece radicar particularmente en la distancia en la que
se halla el Otro con respecto a mí: por ejemplo, en el caso de la cantante de ópera
engatusada por un admirador tímido que está sentado durante meses o años en la
segunda fila de la ópera; o en el caso de la bella camarera deseada en secreto por un
cliente asiduo (que se hunde cada día más en la bebida); o, por ejemplo, en el caso del
profesor universitario idolatrado por sus alumnas en el aula. En todos estos casos, parece
66
que el sentimiento de enamoramiento no solo se debe a la proximidad, sino precisamente
a la distancia del objeto.
La relación distanciada con el objeto y el carácter abstracto de la pura percepción
sensorial explican que no es casualidad —como subraya Whitehead— que solo seres
vivos altamente desarrollados dispongan de percepciones sensoriales. Pues ya solo la
mera captación de formas, colores, olores y sonidos se basa en una meticulosa capacidad
de abstracción del intelecto. Esta capacidad de abstracción tiene evidentemente sus
riesgos. Pues, dado que —como enseña la filosofía moderna— los datos sensoriales de
todo punto abstractos no son capaces, por sí mismos, de expresar ningún tipo de ley o
regularidad con la cual puedan estar en mutua relación, el conocimiento puramente
sensorial contiene de manera necesaria un momento de superficialidad y trivialidad. Esta
trivialidad y superficialidad se basan, a su vez, en el contenido vacío del conocimiento
puramente sensorial. El conocimiento puramente sensorial tiende a captar lo inmediato
en su singularidad; pero yerra su objetivo en el sentido de que, en lugar de captar lo
individual en su singularidad, se mueve en distinciones del todo generales. Así sucede
que, cuando se dice que el cielo es lo azul, la flor en cambio lo amarillo, la lluvia, cálida,
y el mar, salado, no se enuncia en el fondo nada sobre el cielo, la flor, la lluvia o el mar.
En sentido análogo, el mero enamoramiento capta el objeto deseado como una
mezcolanza, un mar de destacadas cualidades —figura, ojos, movimientos o símbolos
(como, por ejemplo, la indumentaria) que indican el estatus profesional— y cosas que
por sí mismas provocan una tremenda fascinación en el enamorado, pero que carecen en
el fondo de una conexión interna. Para llegar a declaraciones de contenido sobre lo
individual en su singularidad tendrían, más bien, que presentarse los motivos por los
cuales lo singular está reflejado en sí de modo que se representa en ello de esta manera.
Mas tales motivos que presuponen la experiencia de cierta mismidad, subjetividad y
viveza de lo reconocido no pueden verse, oírse u olerse solo con los órganos sensoriales.
Gracias al contenido vacío del puro conocimiento sensorial, el mero enamoramiento
induce al enamorado a degenerar en un tipo de entusiasmo ilusorio por el objeto de su
deseo, en cuyo marco se compone y construye una imagen ideal del «amado» a partir de
los rasgos característicos absolutamente generales que los sentidos ponen a su
disposición. En cuanto esta imagen construida, que el enamorado se hace del objeto de
su deseo, puede diferir de manera extrema de su verdadero carácter, podría recurrirse
justamente al fenómeno del enamoramiento para defender un punto de vista como el que
67
desarrolla Kant a partir del pensamiento del importante empirista inglés David Hume
(1711-1786): que los resultados sintéticos del reconocer humano han de atribuirse a la
facultad de estructuración cuyas condiciones de posibilidad son de todo punto subjetivas,
es decir, se hallan únicamente en el cognoscente. Si se adopta esta perspectiva, el
conocimiento resulta ser una mera construcción a partir de esquemas formales y
conceptos abstractos, producidos solo por el entendimiento del cognoscente y para los
que lo sensorial suministra meramente las materias primas. He aquí la razón por la que,
como dijo Kant, no podemos conocer lo que son las cosas en sí, sino solo lo que son
para nosotros.
Pero Hume y Kant se equivocaron según la concepción que desarrollamos aquí.
Dicho con una fórmula paradójica: en cierto modo, el enamorado está ciego de amor
justo porque el mero enamoramiento se basa únicamente en la percepción sensorial y en
la superficialidad que la acompaña. Concebir por ello el estado de enamoramiento —al
modo de— como un «estado inferior de espíritu», como una «especie de imbecilidad
transitoria», es ciertamente exagerado.49 Hay sin duda tipos de enamoramiento que de
manera inevitable dan la impresión de que la persona que cree haber caído en un amor
profundo no está enamorada de verdad, sino que sencillamente no está en su sano juicio.
Ocurre en particular cuando la índole masiva de la emoción está en absoluta discrepancia
con la relación real con su objeto, es decir, cuando una persona, que representa en el
fondo un desconocido inalcanzable, es divinizada y sobreestilizada tan convulsiva como
desesperadamente por el amado. En el caso de estos tipos de enamoramiento
desesperado y del deseo desesperado de lo imposible que lo acompaña, parece, pues,
tratarse de una estrategia para evitar la relación y de una huida de la propia mismidad, de
un intento de desecharse, antes que del intento de construir una proximidad particular
consigo mismo y con el Otro.
Sin embargo, como ya hemos dicho: echar por tierra todos los estados de
enamoramiento es un error. Es un error en la medida en que la mera percepción sensorial
no representa la única forma de conocimiento en la cual captamos al Otro. Por tanto, si
Kant recriminó en su época a la metafísica que volara por encima de la experiencia,
puesto que veía la condición de su posibilidad en otras formas de conocimiento que no
fueran solo las de la mera percepción sensorial, por ejemplo, en el conocimiento místico,
podríamos, a la inversa, preguntar a Kant si su propio concepto de experiencia (que
adoptó de la ciencia natural de su tiempo) no implica un sobrevuelo similar de la
68
experiencia: a saber, de la experiencia de que nos encontramos también frente a nosotros
mismos en los objetos de nuestra intuición sensible, y que, por tanto, no existen los
objetos puros en sentido estricto y tampoco existe una objetualidad pura y cristalina.
Pues precisamente en el amor se muestra que captamos la esencia de las cosas
compartiendo nuestro tiempo con ellas, es decir, cuando permanecemos con ellas, de tal
manera que puedan mostrarse bien, compartiendo el tiempo común, como aquello que
son en sí. Pues, lo que lo Otro, lo contemplado, es en sí y no solo para mí, no es nada
más que la influencia real que ejerce sobre mí en la división compartida de la vida; una
influencia en la que algo (por ejemplo, la persona amada) manifiesta su Ser-en-sí en el
hecho de que ello me concierne, por decirlo así, continuamente como tal. La locución
alemana «das geht mich nichts an» («esto no me concierne») es, vista de este modo,
solamente una expresión del hecho de que los logros mentales más elevados de orden y
estructuración del intelecto presuponen una capacidad de abstracción que no sería
necesaria si no nos viésemos sin cesar afectados y concernidos —o incluso «cortejados»
de una u otra manera— por las cosas y personas que son-en-sí en nuestro entorno. Si
analizamos este estado de ser concernido, cortejado y afectado por las cosas de nuestro
entorno como tal, se plantea, ciertamente, la cuestión del sentido en el que hay «cosas»
en el mundo. Posiblemente, los componentes fundamentales de la naturaleza no son en
primera instancia cosas u objetos, sino más bien, como enseñaron, por ejemplo, Bergson
y Whitehead siguiendo a Schopenhauer y Nietzsche, procesos vivos y energéticos, en los
que y como los que el sujeto, por una parte, se hace objetivo y, por la otra, actúa como
una fuerza entre otras dentro de un entramado de potencias. No se puede exponer aquí
con mayor detalle esta cuestión, pero sí sostener lo siguiente: el conocimiento no
sensorial en primera instancia no es otra cosa que la experiencia de aquel continuo Ser-
concernido por lo contemplado como tal. Es la experiencia de la totalidad como un
proceso en el que Yo y mi objeto nos hacemos por primera vez concretos por el hecho
de estar uno frente al otro. Pero en dicho proceso de integración recíproca, en el que mi
polo opuesto en su objetualidad penetra en mi autocausación como un factor causal y yo,
a la inversa, en la suya; en el que, por ejemplo, existo como algo que está siendo frente al
árbol y en el que el árbol existe como algo que está frente a mí, se da un sentido de
unidad procesual, cierto equilibrio entre sujeto y objeto. La pura percepción sensorial
empieza a cobrar sentido en relación con este equilibrio, que ya se hace evidente por el
hecho de que, tomado exclusivamente por sí, no puede ser ni verdadero ni falso: en
69
referencia al hecho de que lo azul es azul, lo dulce es dulce o lo anguloso anguloso, no
puedo equivocarme. Solo cuando se relaciona lo múltiple de la intuición sensible con algo
general y objetivo, con una unidad, puede surgir, según subraya Hegel, la incoherencia
que por lo común se concibe como ilusión de la percepción sensorial (Cf. PhG, pp.
93ss.). A la inversa, se muestra precisamente en la posibilidad de la ilusión de los sentidos
que ya la percepción sensorial como tal está reflejada en sí y que presupone la existencia
de una generalidad objetiva: pues es el sujeto cognoscente mismo el que descubre sus
propias artimañas cuando constata que se engaña.
Desde esta perspectiva, la experiencia no sensorial se distingue de la sensorial por el
hecho de que en aquella el conocimiento siempre va acompañado de un
autoconocimiento que permite una corrección de la imagen que uno se ha hecho de su
objeto.
Y en un sentido análogo, en el que se puede decir que la pura percepción sensorial
cobra su sentido de aquel conocimiento no sensorial que radica en la división compartida
de la vida, el enamoramiento (cuando no es meramente imaginario) está siempre en
relación con un amor experimentado de manera no sensorial, en el cual se revela, paso a
paso, el verdadero carácter del amado en la práctica de la vida diaria compartida. El amor
no es aquello que se ve con los ojos y, sin embargo, es la experiencia real más sólida de
totalidad y unidad que el ser humano pueda crear literalmente en su propio cuerpo.
El error fundamental del empirismo, contemplado desde esta perspectiva, consiste, en
primer lugar, en concebir el conocimiento como una sucesión de instantáneas, cuando el
proceso cognitivo es en realidad una corriente en la que se da un sentido de unidad en el
cual sujeto y objeto se vuelven, paso a paso, mutuamente transparentes; y, en segundo
lugar, se equivoca cuando cree poder inferir una división del sentido a partir de la
divisibilidad de los datos sensoriales, del hecho de que el dato puramente sensorial se
descompone en un sinnúmero de impresiones individuales, de percepciones. Pues los
objetos, y por encima de todo la otra persona que está enfrente, son aquello que son de
manera inmediata únicamente en una totalidad en la cual el sujeto cognoscente está
mediado en su Otro al mismo tiempo consigo mismo como tal. A este respecto, si bien es
cierto que la forma de conocimiento por la cual yo conozco lo Otro como lo Otro es
como tal no sensorial, hay que resaltar, no obstante, el hecho de que el conocimiento no
sensorial determina la perspectiva desde la cual capto la realidad sensorial. En ella la
reflexión histórico-vital que uno halla en su Otro proporciona el horizonte ante el cual el
70
Otro se vuelve concreto para mí como mi Otro. Así reconozco en una mezcolanza de
datos sensoriales, de colores, formas, olores y sonidos, a la otra persona como una
persona, porque la mezcolanza de datos que componen a tal persona solo puede
manifestarse a sí misma en perspectiva desde el punto de vista de su unidad ideal. En
consecuencia, esta idealidad no es nada fuera de lo sensorial, nada completamente
trascendente y metafísico, sino más bien aquello en lo que se manifiesta lo sensorial o lo
amado en la división compartida de la vida.
En el caso del amor, se muestra esta idealidad, en primer lugar, en el carisma y el
efecto que un ser humano ejerce en nosotros en su integridad, es decir, como persona;
un carisma que, cuando el enamoramiento se convierte en amor, adopta la forma de una
relevancia existencial enraizada por completo en la individualidad y singularidad de la
persona amada. Y esta sensibilidad potenciada por la individualidad y singularidad del
Otro, por sus preferencias, debilidades y peculiaridades, es la que distingue precisamente
el tipo de mero enamoramiento, que se mueve entre entusiasmos abstractos y
proyecciones, de aquel tipo de enamoramiento en el que este se convierte en amor y en
el que, en términos de Hegel, es «superado», es decir, conservado y elevado a un nivel
superior.
71
9. Más que una imagen en la piel de un animal
72
contempla y el del contemplado; así, los órganos sensoriales son, ellos mismos, la
expresión sensorial de esta superación.
El ojo es, por tanto, la verdadera infinitud de lo contemplado sensorialmente, el oído
la verdadera infinitud del sonido, la nariz, la del olor y la mano, con sus diez dedos, es la
idealidad del tacto. Pero los órganos sensoriales son, vistos así, a su vez solo una
expresión del hecho de que, en última instancia, el cuerpo humano entero es un órgano
perceptivo en la medida en que los cuerpos, esto es, los cuerpos humanos, son
precisamente aquellas realidades mediante las cuales los seres humanos están, en su
Otro, en relación consigo mismos superando así infinitamente lo Otro que ellos mismos
son en esta reflexión, en su Ser-para-Otro.
Así, precisamente el amor sensual y erótico no sería posible si el Ser sensorial de los
amantes en su finitud no estuviese inmediatamente reflexionado y reflejado en una
infinitud que también es palpable y formalmente tangible. El secreto del amor erótico
consiste en que en él los cuerpos tienen una tendencia hacia su propia disolución. Pues
solo existen como cuerpos en la medida en que son recíprocamente otros. En la medida
en que ese Ser-otro, su límite recíproco, llega a superarse en el amor, se supera no solo la
diferencia, sino también el estatus del ser humano como una mera entidad física, se
supera en el amor la pesantez que sobrecarga todo lo terrenal. Justo en el amor sensual
se hace así del todo evidente que los órganos sensoriales no son meras herramientas al
servicio del entendimiento diferenciador, sino que al captarse a sí mismos en el Otro
están infinitamente reflexionados y reflejados como procesos de la experiencia.
Por ello no puede decirse que los amantes agarren su Otro con las manos o que lo
toquen con la piel o lo contemplen con los ojos, como si aquí hubiese, por decirlo así,
un sujeto que mira, toca o agarra, y allí un objeto contemplado, tocado o agarrado, dos
lados que se pondrían en relación de manera misteriosa. El amor sensual pone, más bien,
precisamente de manifiesto que la piel que siente, los ojos que miran y las manos que
tocan son totalidades que se experimentan a sí mismas, que están infinitamente
identificadas consigo mismas como tales al tocar, contemplar y coger al Otro. Por
supuesto: en sentido finito, la piel, por ejemplo, es el límite que delimita el propio cuerpo
con respecto a Otros. Mas, puesto que el ser humano se consuma al mismo tiempo como
tal en este límite, en la reflexión en su Otro, puesto que él, en la división compartida de la
vida con su Otro, se asocia al mismo tiempo consigo mismo, la piel es, como tal, el
órgano de una integración infinita de la propia mismidad en el Otro (y solo por eso es
73
receptiva de ternura); por ello, el ojo que mira es un ojo en el que el contemplador se
contempla a sí mismo en el Otro (por lo cual la manera en la que mira una persona, en la
que «se queda mirando», ya dice algo de su propio estado de ánimo); por ello se refleja
en cada órgano sensorial la superación de la desunión entre sujeto y objeto, en la que
cada uno de los que se autoexperimentan se asocia consigo mismo: los órganos
sensoriales no son corresponsales de guerra que notifican al sujeto lo que sucede
«fuera», en la naturaleza, sino expresión concreta de que el ser humano está consigo
mismo en los objetos de su experiencia.
Dos seres que se encuentran uno frente a otro son también dos en sus dos ojos
respectivos; ambos son algo que contempla y algo contemplado y, por ello, desunidos
para sí; pero en esta oposición están también al mismo tiempo infinitamente más allá de
su oposición; su contemplarse mutuo es, a la vez, uno solo. Por tanto, no podemos decir
que aquello para lo cual utilizamos la expresión «ser humano» es solamente una imagen
que mis ojos proyectan en la piel de un animal bípedo que está frente a mí; no podemos
decir que el ser humano sea solo una imagen en la piel de un animal que surca los
espacios y tiempos de este universo.
Lejos de ello, el ser humano se representa en el universo de sus relaciones como
realidad sensorial en el espacio y el tiempo en la medida en que se identifica consigo
mismo como tal a través de una oposición; y esta oposición es la sensibilidad —y el
espacio y el tiempo— en la que los seres humanos en su sensibilidad son Otros los unos
para los otros. El reconocer, que tiene su realidad en una división compartida originaria,
es esta misma oposición; como algo reflejado en sí mismo, contiene, por ello, la
oposición entre lo real y lo ideal como algo que está a la vez superado en sí mismo. Si la
idealidad del reconocer consiste en estar determinada, mediante el contemplar que juzga,
como un imaginar de su Otro, entonces lo Otro imaginado no puede desligarse como tal
de la realidad de aquello que está ahí ante mí de manera palpable, en la medida en que la
propia integridad de mi acto cognoscitivo, incluso, como hemos visto, la de mis propios
órganos sensoriales que son ellos mismos totalidades que se autoexperimentan, está
mediada a través de la realidad del Otro en cuanto Otro.
Debido a esta dialéctica, dos seres que son recíprocamente Otros no solo se
presentan (por ejemplo, en una entrevista en la que se presentan personalmente) en sus
representaciones mentales que uno tiene del otro; asimismo, el árbol que está ante
nosotros no se halla como mero flujo cerebral en nuestra cabeza; el prado en el que
74
nosotros estamos tumbados y nos bronceamos no se extiende meramente en algún lugar
entre nuestras células cerebrales, y eso, a pesar de que todos estos procesos mentales
puedan tener un equivalente somático en el cerebro. Dos seres que se presentan
mutuamente en el sentido mental son, más bien, también aquellos que se encuentran uno
ante el otro en el sentido real, en la medida en que la diferencia entre concepto y realidad
sensorial es, ella misma, la oposición o la imagen especular mutua en la que cada uno de
los cognoscentes se asocia consigo mismo como tal en su Otro. En cuanto mediado a
través de la oposición duplicada consigo mismo como tal, el ser humano tiene ante sí, en
el reconocer, una verdadera imagen de la realidad de sí mismo como conoce la realidad
del Otro en cuanto ser humano, esto es, como conoce su imagen opuesta.
Los amantes son, por decirlo así, los escultores de sí mismos en el Otro. Pues, en
cuanto cada uno está vinculado consigo mismo en el Otro como lo Otro de sí mismo,
está vinculado en su sensibilidad al mismo tiempo consigo mismo como ser humano, es
decir, con un sentido general que lo trasciende y con ello con un ideal de sí mismo. Solo
el amor abre así ese tipo de distancia creativa que permite al ser particular, al igual que el
escultor desde la piedra amorfa, esculpir a partir de la esencia general del ser humano las
facetas del propio carácter único. Bajo el fino cincel del amor, en el que dos seres se
aseguran el uno al otro y se perfeccionan en su naturaleza única e insustituible, se hace
realidad el ideal de la individualidad en su forma más elevada. Para comprender el
fenómeno del amor es importante que este ideal no solo se represente en el medio de lo
sensorial, sino, en general, como el Ser sensorial de los amantes. En toda relación
amorosa verdaderamente erótica, no se aman dos cuerpos, sino a la inversa: los cuerpos
infieren su sentido del ideal común en calidad de representantes de su encarnación.
Precisamente en el amor se muestra que los seres humanos solo están ahí, como
realidades sensibles, los unos para los otros y, por consiguiente, cada uno para sí, porque
su Ser-sensorial es su Ser-otro, aunque su Ser-otro como tal se dé únicamente en la
idealidad y unidad del Estarse-frente-a-frente común. Quizá fuese justo este aspecto el
que sugirió a Platón un pensamiento de tremenda plasticidad: que el amor se origina en el
hecho de que los amantes fueron una vez tan solo un ser circular, una totalidad redonda,
en la que lo masculino y lo femenino estaban unidos por la espalda; un ser que los dioses
separaron por envidia y celos, por lo cual, a partir de entonces, cada uno busca anhelante
durante toda su vida su Otro, su otra mitad en espacio y tiempo. Según parece, Platón
piensa aquí en los cuerpos individuales de mujeres y hombres de manera dialéctica y en
75
modo alguno «platónica» (en el sentido tradicional) como formas ideales que emanan de
una diferencia que radica originalmente en su contrario, a saber, en la unión sexual: la
escisión entre hombre y mujer se corresponde aquí con una transición desde la idealidad
y la unidad hacia la dureza de la realidad y la desunión del mundo sensorial, una
desunión a la que se deben como tales los cuerpos de hombres y mujeres, lo cual
implica, a la inversa, desde el punto de vista dialéctico, que en la unión sexual se
restablece una unidad y una totalidad ideales.
La sabiduría que se halla en esta idea se vislumbra cuando uno se torna consciente de
que la persona celosa al menos tiene algo en común con los dioses poderosos y
envidiosos: por regla general, lo que le causa irritación es el miedo a la unión sexual del
ser amado con otra persona —y menos el vínculo puramente intelectual y amistoso con
otra persona, por profundo que este pueda ser—. Las amistades no suelen provocar
celos, porque no están marcadas por la dialéctica de una oposición que es constitutiva del
deseo erótico. Puesto que el amor se construye, por el contrario, a partir de dicha
oposición, la escisión operada por los dioses, la unión física se encuentra aquí, en cierto
modo, a un nivel superior que la puramente intelectual: por ello, en casi todas las
culturas, la usual exigencia de fidelidad consiste de forma predominante en que los
miembros de la pareja no deben intimar con otra persona en el sentido físico. Pero en el
amor, la unión física solo se encuentra, ciertamente, a un nivel superior en la medida en
que, en el caso del amor, el cuerpo del ser amado se experimenta en una totalidad que
envuelve la oposición entre interior y exterior, como si un útero común envolviera a los
amantes; un útero en el que están solo como seres corporales. En este sentido, la unidad
familiar, que se experimenta y que protege la relación, vive de la oposición polar,
experimentada en común, entre los miembros de la pareja en su individualización única y
sensorial, de la misma manera en que esta polaridad única se desarrolla, a su vez, solo en
la unidad ideal. La unión sexual es, por ello, únicamente en apariencia un proceso de
todo punto sensorial. Para ella vale más bien el dicho francés: Les extrêmes se touchent
[Los extremos se tocan], pues es la forma más extrema en la que una unidad ideal se
realiza en una polaridad vivida y en la que, a la inversa, se representan una idealidad y
unidad en el mundo sensorial en una polaridad absoluta.
En este sentido, también es solo aparentemente el temor a la mera unión sexual del
miembro de la pareja con otro (o con otra) lo que pone «furioso» al celoso. El problema
es, sin embargo, mucho más complejo. La inquietud del que sufre de celos tiene su
76
origen, más bien, en el temor de que el otro miembro de la pareja pueda encontrar otro
polo opuesto único que sea capaz de ocupar entonces su posición y que en este sentido
lo convierta en superfluo. Se trata, por tanto, en principio de la experiencia de una
tensión específica entre el miembro de la pareja y otra persona —no de la experiencia de
una forma armónica de proximidad—, que de manera más o menos latente despierta los
celos de un miembro de la pareja, por sutil que sea dicha tensión: la experiencia de la
tensión entre el miembro de la pareja y una persona ajena (que radica igualmente en una
percepción no sensorial) provoca aquí el miedo a lo contrario, la descarga.
Pues, en el caso de «poner los cuernos», de la «infidelidad», en la que se busca otro
polo opuesto, se destruye precisamente la dialéctica fundadora de unidad que se halla en
la polaridad única entre dos seres, la cual es constitutiva de una relación. Sin embargo,
así como se pierde, en el caso de la infidelidad, la unidad que fundamenta la confianza,
muere también, de manera análoga, toda clase de erotismo cuando la relación se vuelve
demasiado simbiótica y los miembros de la pareja van asemejándose demasiado al
adaptarse cada vez más el uno al otro. Así, toda relación amorosa satisfactoria y erótica
requiere el cuidado de un equilibrio en el que hay que conservar, por una parte, su
carácter único y mantener, por la otra, la confianza de la pareja y con ello la unidad
protectora de la relación.
Resumiendo, podemos deducir de lo dicho lo siguiente: el Ser-otro general del ser
humano en su naturaleza sensorial es, por decirlo así, por un lado el lienzo en el cual se
representa el sentido para un ser humano como naturaleza. Pero la imagen del ser
humano, del amado, no está en este lienzo que es la realidad sensorial, no es ninguna
imagen en la piel de un animal, en tus ojos, en tu cara, sino que actúa como ese lienzo y
por ello originariamente en el amor como atracción erótica. Así cabe decir, al menos para
una verdadera relación amorosa, que el Ser del Otro es ejemplar en el sentido de
anteceder a una imagen: pues mucho antes de que yo me haya hecho una imagen
concreta del Otro como esta o aquella determinada persona, esta se permite tácitamente
hallarse sencillamente ante mí, simplemente como ser humano. No lo construyo como
ser humano en el acto cognoscitivo, sino que él se me presenta de una manera que en
ocasiones puede llegar a ser «arrolladora».
Como ya hemos señalado: el amor no es aquello que se ve con los ojos. Y no
obstante: el célebre «amor a primera vista» existe. Pero existe en la medida en que
aquello para lo que se emplea el término «ser humano» es algo más que una imagen en la
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piel de un animal que los órganos sensoriales ofrecen. El «Ser-humano» extrae, más
bien, su sentido de la reflexión en la cual uno está mediado infinitamente consigo mismo
en su Otro. En esta reflexión, el ser amado en su sensorialidad se convierte en aquello
que Leibniz atribuyó a la Mónada: en un espejo del universo entero.
El Ser ejemplar del Otro, que antecede la imagen, es, por consiguiente, en la imagen
especular mutua, en la que dos seres están uno frente al otro, el Ser de lo Infinito,
siempre y cuando, partiendo de la confianza, lo determinemos como reconocer; y el
papel que el Otro desempeña en mi vida en cuanto Otro coincide directamente con el
papel de la reflexión en la cual me realizo reconociéndome a mí mismo. El ser otro del
Otro implica, por ello, también un ser otro o una enajenación de la reflexión de uno
mismo; una autodistinción que, a la inversa, es al mismo tiempo superada infinitamente
en la autointegración del reconocer en el Otro. Conforme a la visión desarrollada aquí,
esta superación específica no es otra cosa que el sentido que ofrece el concepto de la
autoconciencia: la autoconciencia es el reconocer que se asocia consigo mismo en su
Otro de tal manera que la autofirmeza del sujeto proporciona tanto la forma de
conocimiento como también su contenido en cuanto autoconocimiento.
78
10. Espectro de una llama muerta
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consigo mismo. Es precisamente esta última cualidad de la verdad —la verdad como una
función que garantiza la integridad— la que no solo nos hace entender por qué el veraz
es lo contrario del mentiroso, sino que también pone de manifiesto la antigua y venerable
conexión entre amor, verdad y belleza.
Con razón, Whitehead defendió la tesis de que bajo toda captación de verdades
subyace la sensación de armonía. La armonía es aquí doble en el sentido recién
mencionado: es, por un lado, una armonía que se despliega en el acto cognoscitivo entre
el cognoscente y su objeto y, por el otro, una armonía en la cual el sujeto cognoscente se
reconoce a sí mismo en su objeto. De la última cualidad de la verdad infiere su sentido
más profundo el mito platónico según el cual todo reconocer de algo como algo es un
volver a reconocer, un recordar las ideas eternas que el alma contempló antes de su
nacimiento, pero que después, tras penetrar en el mundo temporal, cayeron en el olvido.
Pues en el reconocer una verdad parece cerrarse de nuevo una grieta que se había
abierto tanto entre el cognoscente y su mundo como también en el interior de su alma
desde el nacimiento. Así, la captación de una relación de verdad en el acto cognoscitivo
va inevitablemente acompañada de una autointegración, de una inserción del sujeto
cognoscente en su mundo. Dicho de otra manera: en la captación de una relación de
verdad, el ser humano experimenta de este modo en todo momento una unidad entre él
mismo y su mundo. Así, la propia experiencia de lo absurdo, lo extraño y lo chocante
tiene, como puso de manifiesto Albert Camus en su obra filosófica principal, Le Mythe
de Sisyphe, un origen metafísico en la medida en que esta experiencia se puede
interpretar y tematizar, como tal, solo en el horizonte de tal unidad inmemorial entre el
sujeto y su mundo.
Esta función simpatética e integradora de la verdad explica al mismo tiempo por qué,
a la inversa, objetos de la experiencia y, en especial, cosas por las que se ha tomado
apego y que resultan familiares, cuando son elevadas a objetos de relaciones de verdad
plenas de sentido, pueden describir y reflejar igualmente la forma de la unidad interior de
la mismidad, del Yo cognoscente. Contemplado exclusivamente desde el punto de vista
de su verdad, todo objeto reconocido puede representar en la contemplación
metafóricamente la unidad interior del Yo cognoscente. El objeto reconocido dispone
entonces en el reconocer de un Ser que no se puede separar de mi mismidad como
cognoscente y que, en este sentido, es un Ser-como-Yo, connotado con un Como-yo-
mismo-me-siento-en-mi-mundo, un Como-yo-mismo-me-veo-en-mi-mundo. Desde la
80
perspectiva de dicha naturaleza metafórica, las cosas son algo así como imágenes de la
unidad ideal de mi Yo, al igual que mi Yo es capaz de reencontrarse y volver a
reconocerse en las cosas. Precisamente en la poesía lírica y, en especial, en la poesía
lírica amorosa, se pone de manifiesto no solo que dichas transferencias simbólicas entre
la unidad del Yo y su mundo podrían, en principio, continuar hasta el infinito, sino que
poseen sin excepción un rasgo fundamental dialéctico. Cuando en el Cantar de los
Cantares se dice, por ejemplo,
sería seguramente un error creer que estamos aquí frente a una mera comparación entre
dos «cosas», a saber: el ser querido, por una parte, y la naturaleza extrahumana, por la
otra, aunque parezca sugerirlo de inmediato la discreta yuxtaposición de los dos términos
de la comparación. Pues al mismo tiempo es bastante evidente que los ojos de una joven
muchacha no parecen los de una paloma, que sus cabellos no poseen una semejanza real
con un rebaño de ovejas o que los pechos de una joven no se parecen a dos gacelas.
Tampoco se podrá suponer que, cuando, por ejemplo, el poeta levantino López Picó dice
acerca del ciprés, que es...
solo quiere expresar una semejanza entre el ciprés, por una parte, y las extintas llamas de
las velas, por la otra. Pero entonces, ¿qué relación establece aquí realmente la
81
comparación con «dos crías de gacela», qué es en verdad «com l’espectre d’una flama
morta», «como el espectro de una llama muerta»? Al menos no es solo ni
exclusivamente la característica común y la semejanza entre las cosas que aparecen, una
por una, en la metáfora, sino también la oposición o el contraste entre los elementos
mutuamente vinculados en su individualidad, lo que dota a metáforas como la de «las
palomas», «las gacelas» o el «Ser-igual-a-una-llama» de esa sosegada y profunda belleza
que al mismo tiempo subraya y nos hace presente la belleza del pecho o la belleza del
ciprés del sur.51
Sin embargo, el arquetipo del contraste estético y con ello del origen de toda belleza
es la imagen especular mutua, es decir, la reflexión que el ser humano halla en su Otro y
aquí, de manera excelente, en el ser amado. De ahí se deduce de manera inmediata por
qué la belleza sin verdad es pálida y mortecina, la verdad sin belleza tautológica y trivial.
La belleza que no se despliega en la forma de la verdad carece de sustancia e intensidad;
así como, a la inversa, las verdades que se despliegan sin relación con lo bello pierden su
relevancia para la existencia concreta y por ello permanecen rígidas y vacías de
contenido. Pues la belleza se debe al mismo tiempo a la individualidad de los elementos
vinculados entre sí en una unidad, en su naturaleza única infinita, mientras que la verdad
no es otra cosa que esta unidad universal de la forma en la cual los elementos particulares
vinculados entre sí se asocian unos con los otros. Mas precisamente como tal armonía
abarcadora y universal, la verdad presupone la diferenciación y naturaleza única de los
elementos vinculados en la unidad, si quiere evitar volverse tautológica en el sentido del
célebre A = A. Y a la inversa: la individualidad y naturaleza única de lo vinculado en una
vinculación emergen de forma aún más nítida en el horizonte de la unidad, de la
universalidad de la forma. De la misma manera puede contemplarse también toda pareja
de amantes en el sentido de un tipo de unión en el cual la naturaleza única de quienes han
entrado en una relación mutua se ve incrementada en sentido estético por la unidad
subyacente y potenciada por el contraste experimentado en la unidad compartida.
En el caso del ciprés y de la llama, se trata evidentemente, en lo que concierne a esa
unidad universal, de la característica común de la forma del contorno del ciprés y la
llama, por la cual la delicada belleza de la forma del ciprés se acentúa como el verdadero
objeto de la metáfora. En cambio, en el caso de la comparación del cuerpo de la amada
con palomas y gacelas, no nos hallamos ante tales semejanzas completamente externas.
Es evidente que la unidad está aquí más bien anclada en el hecho de que los amantes en
82
su disociación y aislamiento individual se sienten «como» un solo ser y de que expresan
su sensación de la unidad sentida —del «Ser-como-Uno»— en las metáforas del «Ser-
como-una-paloma» o de la semejanza con la gacela: el novio, al comparar los ojos de su
amada con palomas, expresa, pues, su amor e inclinación hacia ella. Mas esto significa al
mismo tiempo que, por medio de tales metáforas como la de la semejanza con las
palomas o gacelas, el ser querido no solo resulta idealizado, es decir, relacionado con un
ideal abstracto y universal del que participa de manera numinosa, al igual que en el
platonismo las cosas particulares participan de las ideas eternas. Con ello, las metáforas
se refieren, más bien, en primer lugar, al ser humano como un ser que está relacionado
en su particularidad con la universalidad de la forma, mediado por la relación concreta
con el otro ser humano —mediante el hecho de compartir activamente la vida con su
Otro—. Y, en segundo lugar, lo hacen de modo que se expresa al mismo tiempo que el
ser humano, en su particularidad, se encuentra en esta mediación de forma excelente
consigo mismo estando en el Otro en la medida en que en esta mediación se asocia en el
Otro consigo mismo como tal.
Desde esta última perspectiva, parece que los ojos de la amada son para el novio, y
solamente para este, como palomas, porque a través de ellos se crea una
autocontemplación en la cual él se hace objetivo a sí mismo como tal: los ojos de la
amada no son como sus propios ojos, sino diferentes, es decir, los ojos de otro ser. Pero
precisamente porque son los ojos de otro ser, aunque sea emparentado, es en ellos, en
esta reflexión, donde se hace a sí mismo objetivo en su subjetividad. Mas el acto por el
cual el ser humano se hace objetivo a sí mismo y se contempla en Otro tiene también el
carácter de una apropiación, una asimilación, es decir, de un metafórico transmutarse del
Otro —como, en este caso, de los ojos de la amada— en el cual se supera la extrañeza,
el Ser-otro del Otro. Estas superación y transmutación, sin embargo, no son otra cosa
que una idealización, elevación y exaltación, en el marco de las cuales el objeto
contemplado adopta en la autointuición la forma de un pensamiento, es decir, en las
cuales el objeto adopta la forma de un pensamiento. Desde esta perspectiva, el alzar la
mirada de la novia puede ser, efectivamente, como el alzar el vuelo de una bandada de
palomas, las líneas de un cuerpo femenino pueden asemejarse a unas gacelas que saltan
y los cipreses pueden sugerirnos apariciones espectrales, en la medida en que las
metáforas expresan aquí una transición de la percepción sensorial del objeto en su
singularidad al medio del pensar puramente conceptual; una transición de la realidad a la
83
idealidad, de la materialidad a la espiritualidad.
La metáfora poética radica en este sentido en el fondo de la autoconciencia. Como
unidad dialéctica de contraste y armonía, ilustra no solo de manera excelente el principio
dialéctico de identidad y diferencia. Al mismo tiempo, ilustra la unidad de la
autoconciencia como una totalidad abarcadora, cuya unidad está fundada mediante la
oposición, mediante el contraste y la armonía de sus elementos. Bajo esta oposición
subyace la dialéctica entre Yo y Tú, que halla en la relación amorosa entre dos seres su
forma más elevada.
La conciencia tiene, como dice Gerhardt con razón, por tanto, una estructura
«sociomorfa»: «La mismidad consciente posee su sentido solamente en la relación con
otra mismidad», está «referida a priori a otra mismidad».52 En la medida en que la
autoconciencia, por un lado, se origina de manera puramente endógena en una
autodiferenciación del Yo teniendo, por el otro, que superar esta diferenciación de sí en la
reflexión en el medio de lo social, posee también desde esta perspectiva una estructura
doble que consiste, por una parte, en realizarse a sí misma infinitamente, en el sentido de
la verticalidad, como proceso continuado del autoconocimiento del conocimiento; una
infinitud y autorreferencia que, sin embargo, presupone, por la otra, en el sentido de la
horizontalidad, la forma de reflexión que el ser humano halla en su Otro.
El ser humano se trasciende, por tanto, en el reconocer primero a sí mismo, se
reconoce a sí mismo en su Otro como el Otro o la Otra de este Otro: se capta a sí
mismo, como dice Gerhardt, en todo momento «sub specie aliorum, por tanto, desde una
posición que también podrían adoptar los Otros (en principio iguales a mí)».53
«Excéntrica» denominó muy atinadamente Plessner la posición en la que el ser humano
está relacionado consigo mismo como centro de sí desde un espacio exterior imaginario:
pues el ser humano, según Plessner, «vive más allá de su límite, que lo limita como cosa
viva. No solo vive y experimenta, sino que experimenta su vida. Para él, el movimiento
repentino desde el Ser dentro del propio cuerpo al Ser fuera del cuerpo es un aspecto
doble irrevocable de la existencia, una ruptura real de la naturaleza. Vive a este y al otro
lado de la ruptura, como cuerpo y alma y como unidad psicofísicamente neutral de estas
esferas».54 En este contexto, la unidad no ha de entenderse, como subraya Plessner, bajo
ningún concepto como algo completamente diferente de esa ruptura.
Pero igual que no podemos concebir un círculo sin un centro, el ser humano está
orientado originariamente, al menos desde nuestro punto de vista, justo en su
84
excentricidad hacia aquel que él mismo es, parecido a la manecilla del reloj con respecto
a su centro. Si el reconocer finito es, por tanto, finito, precisamente porque —saliendo
de sí mismo— se percata de sí mismo en el Otro, entonces la infinitud del reconocer
humano en la que se basa la autoconciencia consiste en el hecho de que en el reconocer,
el todo está siempre para el todo. La excentricidad de la conciencia, el hecho de que solo
pueda referirse a sí misma en un espacio exterior aparentemente imaginario —un hecho
que ha suscitado ya la fórmula de un «View from Nowhere» 55— no es, desde este punto
de vista, más que una consecuencia de la universalidad inmemorial de la conciencia.
Este enraizamiento de la conciencia en lo universal hace que no sea simplemente así
como, al encontrarse dos seres humanos, se acerquen dos cuerpos —de lo que sea—
para después, tras compararse con detenimiento, descubrir que seguramente forman
parte de la misma especie mamífera, en la medida en que anatómicamente son casi
idénticos. Por el contrario, forma parte de la naturaleza del ser humano ser un ente
histórico, y lo es en la medida en que dos seres que se acercan el uno al otro van, en
cuanto seres humanos, el uno hacia el otro asociándose así cada uno consigo mismo. La
complejidad de la relación humana con la mismidad y con el mundo, en la que dos seres,
en cuanto Otros el uno para el otro, se relacionan consigo mismos en su polo opuesto,
consiste finalmente en el hecho de que cada uno de los dos está reflejado como la
relación entera en la que se relacionan mutuamente: de la misma manera en que el Otro
encuentra en mi polo opuesto el significado doble finito-infinito, que estriba en ser, por
una parte, lo Otro frente a mí y, por la otra, aquel en el que estoy frente a mí mismo,
también la autoconciencia, como tal, se encuentra en una relación doble finita-infinita
consigo misma; esta consiste, por un lado, en estar vinculada consigo misma partiendo
del Yo en el Otro que le corresponde a él como lo Otro de sí mismo y, por el otro, ser
ella misma aquella relación de correspondencia inmemorial en la cual se corresponden yo
y mi Otro, nosotros con nosotros y cada uno para sí.
Es, en última instancia, en el lenguaje donde se resuelve la duplicación de esta
relación de corespondencia.56 Pues el lenguaje es necesariamente un medio en el que
cada sujeto, al entrar en relación con su Otro como sujeto, establece a la vez un vínculo
consigo mismo como tal: cada persona que habla construye con ello, al tender un puente
hacia su Otro, a la vez un puente hacia sí mismo. Obviamente, en la lengua hablada
resalta el aspecto dialógico, en la escrita, en cambio, el del autoentendimiento y de la
autorreflexión del sujeto. En la intimidad y confidencialidad de la conversación de los
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amantes se fusionan especialmente los dos destinatarios del hablar, la mismidad de uno y
la mismidad del Otro, en un solo interlocutor. Así, el ideal de la humanidad encuentra su
más elevada ejemplificación en la unidad sentida de la relación amorosa, en la que está
superado todo lo que habitualmente separa y se impone entre los seres humanos.
En este sentido es, en primer lugar, el lenguaje el que hace posible un Entenderse-a-
sí-mismo en el Otro. En tanto en cuanto el lenguaje salva el abismo de la diferencia entre
mismidad y otredad, idealidad y realidad, significado y objeto, su auténtico trabajo
consiste, en el fondo, en un traducir que va de lo propio a lo extraño y de vuelta a lo
propio, y esto incluso cuando no se traduce en el sentido literal de un idioma al otro, a la
llamada «lengua extranjera». Pero precisamente por el hecho de que todo lenguaje es un
traducir, sería erróneo confundir la universalidad que se expresa en el lenguaje con la
universalidad del pensamiento conceptual, como hicieron (y siguen haciendo en el
presente), por ejemplo, los nominalistas, que opinaban que lo general solo existe en el
lenguaje.
Incluso cuando decimos expresamente: «todos los idiomas del mundo», «alle
Sprachen dieser Welt», «all languages of the world», «все яэьіки мира», «toutes les
langues du monde», «tutte le lingue del mondo», etcétera, decimos, no obstante, «todos
los idiomas» siempre en un solo idioma, sea alemán, inglés o japonés. Y, sin embargo, si
bien el lenguaje no mantiene en su medio oral lo que promete, se puede hablar con un
solo idioma sobre todos los idiomas, incluso sobre el lenguaje como tal; es, por tanto,
posible la traducción de una lengua a una lengua extranjera. De la misma manera en que
el Yo se refiere a sí mismo en el Tú, el ser humano se refiere, al hablar, a una
universalidad que presupone y a la vez fundamenta la unidad de la autoconciencia y que,
no obstante, se funda solo a través de la reflexión que el ser humano halla en su Otro.
En sentido análogo, la experiencia de la unidad precede en el amor la comprensión
lingüística: si no fuese así, no se entendería con qué facilidad el amor sabe franquear las
barreras lingüísticas y culturales y unir personas de culturas absolutamente diferentes:
cuando dos seres se entienden, son capaces de comunicarse igualmente, si hace falta, con
manos y brazos. Precisamente aquí se muestra que en todo caso es la forma originaria de
la reflexión que el ser humano halla en su Otro la que nos lleva a entender el lenguaje, y
no al revés, es decir, que el lenguaje pone los sujetos mutuamente en relación que, de no
ser así, vivirían aislados los unos de otros.
En este sentido, es gracias a la universalidad de la autoconciencia que el ser humano
86
sabe de sí mismo en unidad con su concepto y a causa de su concepto, de manera que es
reflejado, como un subjetivo Relacionarse-consigo-mismo, en una autorrelación objetiva:
de la misma manera en que la tierra gira, por un lado, alrededor del sol y, por el otro,
alrededor de sí misma, se relaciona el ser humano en su Otro consigo mismo como tal, es
decir, como aquello que la filosofía denomina «esencia»: el ser humano se relaciona con
su esencia en el Otro. Pero para que pueda relacionarme en el Otro conmigo mismo de
forma que me corresponda en ello conmigo mismo, el Otro tiene que relacionarse
conmigo de un modo que se corresponda con mi esencia, es decir, de un modo en el
cual yo me correspondo al mismo tiempo conmigo mismo como ser humano. La
autoconciencia dispone, por tanto, según ya dejó claro Hegel, de una autoidentidad
mediada por la reciprocidad, por la correspondencia mutua de la relación, en la cual el
Yo y el Tú se hallan uno con respecto del otro. Y dicha reciprocidad se muestra
expresamente cuando dos personas se reconocen mutuamente como seres humanos. «La
autoconciencia es en sí y para sí», dice Hegel, «en cuanto es para Otro en y para sí; es
decir, solo es en cuanto algo Reconocido» (PhG, p. 145); a saber, de manera que ambos
sujetos tienen que relacionarse el uno con el otro «como reconociéndose mutuamente»
(PhG, p. 147).
El reconocerse mutuo presupone por ello en primer lugar inmediatamente una
relación idéntica de dos seres consigo mismos en su Otro; el acto por el cual dos seres se
reconocen como iguales en su esencia es una reflexión. Pero esta identidad es al mismo
tiempo una identidad mediada por la oposición. La conciencia es en este sentido
primariamente no la conciencia de Otro, sino en sí misma desigual, opuesta. Pero esta
desigualdad de sí consigo misma se pone de manifiesto en la reflexión que halla en su
Otro en que repentinamente se ve a sí mismo en su Otro como lo Otro; esto se hace
evidente, por ejemplo, en la vergüenza con la que un ser humano se descubre a sí mismo
como alguien que se ha enajenado en Otro y se hace así —en los ojos de su Otro—
consciente de su desnudez.57 Sin embargo, en esta sola reflexión en la cual dos seres se
reconocen mutuamente y enajenan el uno en el otro, los dos suponen, además, el
contrasentido de estar opuestos a sí mismos como tales en su opuesto; como Otros en
una relación están posiblemente avergonzados el uno del otro, se sienten posiblemente
cohibidos. Personifican con ello la contradicción de estar mediados el uno con el otro de
manera que son desiguales de la misma manera o de una manera común. El reconocerse
mutuo no es, desde esta perspectiva, otra cosa que la resolución de esta contradicción en
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la que dos seres, que son desiguales de la misma manera, es decir, que son mutuamente
Otros en una relación, se encuentran cohibidos. Consiste en el mero hecho de ponerse de
acuerdo en que son en el mismo sentido, esto es, como seres humanos, mutuamente
Otros, y de que justo por eso, al comprender su identidad esencial, superan mutuamente
su Ser-otro. En el reconocer a alguien aceptándolo, el reconocer se convierte para sí
mismo en lo opuesto, en lo Otro de sí mismo, y precisamente por eso se asocia consigo
mismo en el Otro: en el reconocer, el sujeto y el objeto, el Yo y el Tú están opuestos el
uno al otro; en el reconocerse aceptándose mutuamente se oponen a esta oposición.
La relación amorosa entre dos seres es la forma más elevada de reconocimiento
mutuo que dos personas pueden procurarse. En ella se hace efectiva de manera expresa
la conciencia de la unidad a partir de la cual dos seres existen también como individuos
diferentes. En este sentido, no es casualidad que los amantes se confirmen una y otra vez
el hecho de que se pertenecen (es decir, su amor) y que se deslinden también en el
ámbito público de los Otros y aparezcan juntos «como pareja». Las primeras apariciones
conjuntas en el ámbito público pueden convertirse especialmente para las parejas que
acaban de formarse en una dura prueba, incluso en una prueba de fuego. Pues la unidad
lograda, todavía frágil, de la relación tiene que exponerse y defenderse en su
particularidad de cara al exterior, frente a amigos y colegas, incluso frente a los
omnipresentes envidiosos y competidores, y al mismo tiempo tiene que asegurarse hacia
dentro.
Pues los amantes, que viven a partir de la polaridad de su relación única, son de otra
manera Otros el uno para el otro que todos aquellos Otros entre los cuales se mueven.
Exigen así a las personas de su entorno dos cosas: que los acepten a cada uno por
separado como individuos únicos y a la vez en la especificidad de su enlace, como si
fuesen, por un lado, dos seres y, por el otro, en cierto sentido, una sola persona, un
sujeto conjunto. Pues la relación amorosa es una forma de pertenencia mutua que se
distingue de otras formas —como, por ejemplo, la amistad— por el hecho de que en ella
la vinculación adopta la forma de una totalidad que envuelve por completo a los
vinculados entre sí como personas. Evidentemente, uno comparte también en muchos
sentidos la vida con los amigos importantes. Sin embargo, en este caso el tipo de división
compartida de la vida no adopta a la vez la forma de unidad, que hay que confirmar
expresamente una y otra vez, por ejemplo, en forma de ceremonias como enlaces
matrimoniales o bodas en las que los amantes se confirman mutuamente el «sí, quiero».
88
En efecto, podemos concebir la producción, captación y aseguración de esa totalidad
ideal y unidad, en la que, en palabras de Hegel, el sujeto está consigo mismo en el Otro,
como el logro genuino de la autoconciencia. El trabajo de la conciencia consiste en poner
en relación lo particular sensorial con lo general e ideal y en hacerse un concepto de ello.
En el caso del amor, esta comprensión es inmediatamente un Comprenderse-a-sí-mismo
en la unidad ideal de la relación común.
89
11. Eterno retorno
Pero ¿en qué sentido es también aquella relación teórica, en la que el ser humano se
reconoce infinitamente en su Otro, un comportamiento práctico, en el cual se comporta
consigo mismo de una manera que impide que se pierda, en sus alienaciones, en el
mundo? ¿Y en qué sentido el hecho de que el ser humano no se pierda, en sus
alienaciones, en su Otro, sino que sea continuamente idéntico a sí mismo, es expresión
inmediata de un amor que supera la muerte uniendo las generaciones? Y finalmente: ¿en
qué sentido podemos sostener que es el amor el que actúa como fundamento de la
libertad humana?
Si queremos responder a estas preguntas de un modo mínimamente adecuado, no
tendremos más remedio que dilucidar en este y en los dos capítulos siguientes algunas
figuras fundamentales del pensamiento dialéctico, para regresar después a nuestro
auténtico tema. Si bien no hay duda de que en la filosofía de Hegel hay muchos aspectos
difíciles de comprender, lo cual supone un desafío y una exigencia a nivel lingüístico y
conceptual, también es cierto que a quien se mete en ella se le abren nuevas formas de
pensar y mirar. Aun cuando no todo lo que podrá leerse en los capítulos 11 a 13 sea
inteligible sin problemas, debería aparecer en lo que se dirá algo que posibilite una
comprensión más profunda, sobre todo de la idea de la cadena o de la triplicidad de las
generaciones. Quien desee saltarse estos capítulos, puede seguir en el capítulo 14, página
155, y retomar el hilo allí.
Hasta ahora habíamos determinado en un sentido práctico y partiendo de Hegel al ser
humano como un ser que, en su finitud, es llevado por una autocontradicción más allá de
sí mismo y que solo existe como infinito Salir-más-allá- de-sí. La pregunta decisiva a
partir de aquí es: ¿en qué medida se realiza el ser humano como algo que se contradice
objetivamente? ¿Qué es, en fin, algo que se contradice objetivamente? Desde el punto de
vista de la finitud, según hemos visto, dos seres se relacionan consigo mismos en su Otro
al relacionarse en su Otro consigo mismos en cuanto lo Otro, y así se refieren a sí
mismos: así, el siervo se refiere a sí mismo, a un ser en servidumbre, en su señor, y el
amante se refiere a sí mismo, a lo amado, en el amado. No obstante, en tanto en cuanto
el siervo se refiere en la reflexión a sí mismo en su Otro, en aquello que él no es, como
ser en servidumbre, lleva dentro de sí la contradicción de estar mediado infinitamente
90
consigo mismo a través de la negación de sí mismo: pues, mediado consigo mismo en
cuanto ser en servidumbre, lleva, a la vez, dentro de sí mismo la relación con su Otro,
con aquello que él no es. En este sentido, el siervo (o el amante) está reflejado
infinitamente en su finitud, justo porque se relaciona a sí mismo consigo mismo como lo
Otro, a sí mismo como lo dominado. Supone una relación consigo mismo o una
contradicción, porque con ello está reflejado infinitamente no solo como lo Otro de su
Otro (señor), sino como lo Otro de sí mismo. Lo particular, lo inmediato, que está
reflejado como tal en una negatividad en la que se basa al mismo tiempo, no es, a su vez,
otra cosa que la esencia como la concibió Hegel, es decir, la esencia en cuanto unidad
simple de lo particular y lo general en la reflexión: la esencia es en este sentido «lo Otro»,
según dice Theunissen, «que se refiere a sí mismo y que es negación autorreferida
únicamente como este Otro».58
Si el Ser en cuanto tal es lo inmediato, la esencia es, según Hegel, en su negatividad la
«primera negación del Ser», es decir, del Ser como inmediatez de la existencia de algo (L
II, p. 16). En el pensar subjetivo, la esencia encuentra su correspondencia en el
movimiento, en el cual cuestionamos lo inmediato que se nos presenta: nos preguntamos
si lo inmediato en su inmediatez no es necesariamente algo en relación con algo diferente,
a saber, otro ser en el que se basa y a través del cual es, por decirlo así, asentado, es un
Ser-Asentado, así como el niño que se asienta en la vida a través de los padres. Por ello,
según Hegel, el enunciado de la esencia reza: «Existencia es estar-asentado» (L II, p. 32);
es decir, lo existente, particular, se basa en su ser particular al mismo tiempo en un Otro,
y este Otro es la esencia. Desde nuestra perspectiva es relevante en qué medida la
esencia del ser humano puede entenderse como un amor a partir del cual el ser humano
existe en su inmediatez.
Pero ¿qué es la esencia en este sentido? ¿Es la esencia la cosa en sí, la idea pura de la
que participa meramente lo particular y frente a la cual este se halla determinado como
mero fenómeno, como mera aparición? ¿O hemos de comparar, más bien, la relación
entre la esencia y lo inmediato con la que existe entre lo interior y lo exterior? ¿Es, por
tanto, una dimensión profunda que se oculta en cada cosa, en el alma de cada ser
humano? Partiendo de Aristóteles, Hegel comprendió algo que podemos considerar
decisivo, algo con lo que revolucionó el pensamiento occidental: que la esencia tenga que
entenderse como algo en lo que se fundamenta la existencia sensorial inmediata, y no
necesariamente como algo que esté detrás o encima de las cosas. Con la esencia no se
91
abre, por ende, una dimensión profunda numinosa, inalcanzable o un empíreo de ideas.
En la concepción hegeliana, lo inmediato, lo finito es, más bien, en sí mismo su Otro, lo
universal, infinito, es decir, tiene una esencia; y la esencia que tiene no es otra cosa que
una forma pura del proceso de la reflexión de lo inmediato en sí mismo. En el caso del
ser humano, esta reflexión no es otra que la que este halla en su Otro.
La esencia es, por tanto, lo general en lo que se fundamenta lo particular e inmediato,
a través de lo cual está asentado. Aunque no podamos más que esbozarlo aquí, la
relación entre cosa particular y esencia es, según Hegel, en primer lugar una relación en
la que lo particular en su Ser-Asentado está a priori dominado y regulado por lo general,
en la que, por consiguiente, no es realmente libre ni autónomo: de la misma manera
como en la reflexión el siervo se refiere a sí mismo de forma negativa, en cuanto lo
dominado, en su señor, en el que se refiere a sí mismo como tal, la esencia es, según
Hegel, lo absoluto, la totalidad en la que las cosas como tales se identifican consigo
mismas de manera que se ven infinitamente expulsadas fuera de sí sin que se percaten
realmente de sí mismas como tales, sin que puedan ensimismarse. En este sentido, según
Hegel, la idea de un mundo basado únicamente en la negatividad de la esencia está
emparentada con la idea de Dios como un soberano todopoderoso: una idea que Hegel
considera una fase necesaria de la conciencia religiosa aunque la juzgue al mismo tiempo
un atavismo, puesto que, según dice, cuando Dios «es concebido únicamente como el
Señor [...], lo finito no alcanza su derecho» (Enz. I, p. 234).
Por lo demás, el hecho de que, en la esencia, la unidad, la identidad, esté dada solo
de manera negativa, como autodiferenciación, es responsable de que la esencia, tomada
para sí, sea inestable o, como dice Hegel, solamente una «asociación imperfecta de la
inmediatez con la mediación» (Enz. I, p. 235). Pues, «la identidad de la esencia consigo
misma está», señala Hegel de manera algo críptica, en todo momento «perdida en la
reflexión, que es lo dominante» (L II, p. 34). La transformación consiste en que, desde
el punto de vista de la esencia, lo particular se relaciona, como tal, de manera objetiva
consigo mismo de modo que en ello todavía no se objetiva realmente en cuanto sujeto de
la mediación de sí consigo. Podría presentarse a Hegel sin problemas como precursor de
la Teoría de Sistemas, según la cual es la autorreferencialidad y no la subjetividad lo que
proporciona el fundamento de la realidad. Y esto no es así porque represente el punto de
vista de Hegel, sino porque este fue el primero en señalar, con razón, de manera enfática
que no todo lo que se relaciona consigo mismo en cuanto tal posee ya la intensidad de la
92
autorrelación de una subjetividad dotada de la facultad de la razón; y, a la inversa,
tampoco es así que todo lo que no posea razón, como la naturaleza orgánica, sea por ello
algo muerto y desprovisto de toda mismidad, como ocurría en el cartesianismo
tradicional que concebía los animales y las plantas, en principio, como meras máquinas.
Por el contrario, habrá que concebir, según Hegel, todo ente, en cuanto generalidad
en sí concreta, en su particularidad como una forma objetiva de relación de una totalidad,
en la que el ente está mediado consigo mismo como tal; pero de ello no se podrá deducir
que la totalidad, que es lo mediador, se hubiese hecho reflexiva como tal, como lo
mediador en lo inmediato, que es lo mediado. La esencia es, por tanto, el puro
autocomportamiento de las cosas como un acontecimiento cuya unidad interna o sentido
del acontecimiento queda al mismo tiempo fuera de la cosa particular: hablamos, por
ejemplo, del hecho de que se desplazan las nubes o las aves migratorias o de que brilla
el sol, aunque ciertamente las nubes o las aves migratorias no son los sujetos que
desplacen alguna cosa o sean desplazados como vagones por una locomotora. Las aves
migratorias que se desplazan volando, son, más bien, relación-consigo solo como algo
infinitamente relacionado, sin que el sujeto de su desplazamiento aparezca como tal. En
sentido análogo, el hecho de que brille el sol no significa, por tanto, que el sol se hubiese
realizado a sí mismo en su subjetividad, aunque la estructura del lenguaje lo sugiera. El
hecho de que brille el sol sucede, por el contrario, igual que el hecho de que sople el
viento, completamente por sí mismo, sin que, por ello, algo se realice como ello mismo.
Ahora bien, este acontecimiento, en el que el universo se hace efectivo completamente
por sí mismo como totalidad concreta, sin hacerse efectivo en ello como ello mismo, es la
esencia.
La esencia no es, en consecuencia, otra cosa que la vida que se va formando a sí
misma en toda la naturaleza, aunque de manera especial en cada ser vivo en cuanto vida
de esta esencia. A partir de ahí puede interpretarse también como expresión de una
contradicción ontológica, en la medida en que la vida de la naturaleza orgánica se
distingue de la del espíritu consciente de sí mismo por el hecho de que en los seres vivos,
que hay que entender como totalidades vivas, la totalidad que son en sí y para sí, y por
la cual están al mismo tiempo mediados («puestos») consigo mismos, no se da todavía
como tal: el animal, aunque también la planta o el organismo unicelular, precisamente
representan distintas formas de relacionarse consigo mismos; viven y disponen de la
fuerza del automovimiento. Pero el hecho de que —como ya hemos señalado— no
93
puedan pensar todavía ni pronunciarse como «Yo» tiene su fundamento en que en ellos,
lo particular y lo general, el individuo y el género, no han llegado todavía a una relación
de correspondencia que supera su oposición. Por ello, el animal es un relacionarse-
consigo-mismo en el que lo general actúa como impulso ciego, como la fuerza por la cual
se vincula en su inmediatez consigo mismo en su Otro: en su presa o su cópula. Pero en
este vincularse-consigo-mismo no llega realmente a sí mismo; queda todavía fuera de sí,
puesto que no le permite captarse como aquello que se está vinculando consigo mismo,
no permite que se entienda como tal.
Pero ¿por qué el animal no puede entenderse y percibirse como tal? De hecho, para
poder entenderse como tal, el animal tendría que ser capaz de entenderse en otro animal
opuesto a él como lo Otro de este Otro: tendría que enfrentarse consigo en lo opuesto de
sí mismo, y hacerse así objetivo en la confrontación con su Otro en cuanto Otro y en ello
esencialmente parejo. Pero eso es precisamente lo que no logra el animal, porque no
capta el carácter relacional de la relación en la que se enfrenta consigo en su Otro, esto
es, no capta la reciprocidad en el encontrarse-frente-a-frente: el animal, por tanto, no
puede hacerse-responsable de sí como tal en su Otro, pues hacerse-responsable de sí
significaría no ser impulsado por el impulso, sino entenderse como lo impulsado para
tenerse así verdaderamente bajo control.
Por ello, el animal se encuentra en una oposición simple con su Otro, lo cual se
muestra de manera paradigmática en la relación cazador/presa; el ser humano, en
cambio, en una oposición doble; una dualidad que le hace posible hacerse responsable de
sí en su Otro de tal forma que, haciéndose responsable de sí como tal, se determina
como él mismo y se convierte finalmente en lo que es. En el caso del ser humano, el
estar-determinado por lo general, que en el animal es todavía un mero impulso, entra al
saber, es decir, a la conciencia, a la autorrelación sapiente en la que lo particular se
encuentra unido a la reflexión y la generalidad en la que se basa como tal. Solo en la
autorrelación sapiente se produce, por ende, una verdadera unidad de particularidad y
generalidad, inmediatez y mediación.
Si, en consecuencia, la esencia es ya la totalidad como fundamento, la esencia como
tal presupone de manera inmediata la autorrelación sapiente. Pues, como hemos dicho, si
es verdad que la esencia es en sí el acontecimiento de la mediación infinita de lo
particular y lo general en una reflexión infinita, es también cierto que aún no es para sí la
mediación infinita que es en sí. Ocurre, más bien, que la esencia solo es para sí, cuando
94
lo general se da a sí mismo como tal en la mediación, es decir, como mediador, esto es,
como fundamento de la mediación de sí consigo mismo. Mas esto, a su vez, solo es
posible en las relaciones intersubjetivas como las que se dan únicamente entre sujetos
dotados de razón. Aquello que el ser humano es de manera inmediata está mediado, por
tanto, por la relación con lo general, la esencia, que le es inmanente, igual que en el caso
de los animales. En el caso del hombre, sin embargo, la mediación tiene una forma
diferente, pues en ella, el ser humano se hace al mismo tiempo concreto en su
subjetividad y se sabe como contenido. La libertad del ser humano consiste, por
consiguiente, en el hecho de que aquello que es de manera inmediata es siempre una
inmediatez que asume responsabilidad; y si la contradicción de la esencia consiste en
que la esencia es relación consigo misma solo como relación con Otro, con algo mediado,
el ser humano que se entiende a sí mismo no es otra cosa que la infinita resolución de
esta contradicción. El ser humano se causa, por ende, únicamente como tal en la
reflexión que tiene en su Otro; un movimiento reflexivo en el cual su inmediatez, es decir,
aquello que es fácticamente, está ya reflejada como inmediatez que asume
responsabilidad. En aquello que el ser humano es fácticamente actúa por ello en realidad
y en todo momento de forma simultánea como lo causado y como la causa.
Así, en el sentido de esta dialéctica, es justo en la relación amorosa donde todo sujeto
se basa, al basarse en su Otro, de manera especial en sí mismo, puesto que aquí se
resuelve la dialéctica del fundamento y de lo fundado, de la causa y el efecto, de manera
que en la relación recíproca todo sujeto es tanto fundamento como lo fundado. Los
amantes se mantienen en este sentido recíprocamente en su existencia. Se bastan ellos
mismos. De esta autosuficiencia y de la consiguiente independencia del resto del mundo
emana la gran estabilidad que transmite una relación amorosa que funciona, así como la
gran inseguridad cuando dicha relación se rompe.
Pero la causa que está al mismo tiempo identificada consigo misma en aquello que
ocasiona no es, por lo demás, otra cosa que la causa que sabe de sí como tal. Como tal,
puede entenderse —según veremos más adelante con mayor detalle— únicamente como
la realidad y efectividad de una voluntad que no es ciega en la medida en que se sabe a sí
misma como causa en aquello que ocasiona. Pues, solo en el saber que se sabe a sí
mismo, solo en la conciencia en la que algo se sabe a sí mismo como tal, está la causa
identificada consigo misma como causa. Por eso, solo en el saber que se sabe a sí mismo
se da la totalidad que la esencia es en sí, en sí y para sí.
95
Mas la forma en la que se fundamenta la totalidad como causa de sí misma no es otra
que la forma de la subjetividad mediada conceptualmente consigo misma; he aquí, dicho
en palabras de Hegel, el concepto. Pues el concepto, en cuanto ratio inherente al Todo,
como lo formuló Christian Iber, no es otra cosa que una «estructura de
autofundamentación que se fundamenta a sí misma mediante la autocontradicción de su
negación»,59 y el ser humano es el animal rationale en la medida en que es el ser vivo
que existe por razones objetivas que al mismo tiempos son subjetivas, es decir, que son
las suyas. En el concepto están, por tanto, lo particular y lo general mediados entre sí
gracias a una sola autodiferenciación en la que la subjetividad conceptualmente mediada
consigo misma actúa también como la automediación del universo.
Ahora bien, en el marco de estas reflexiones hemos defendido la tesis de que esta
esfera de la mediación, que lo abarca todo, en la cual el ser humano se realiza en su
libertad, tiene su realidad en la estructura triplicitaria de la generatividad humana, que a
su vez extrae su sentido del amor. En consecuencia, según nuestro enfoque, las
estructuras naturales de la generatividad humana tienen que entenderse al mismo tiempo
como estructuras conceptuales de la automediación y la autoobjetivación del espíritu.
Para ello se requiere una concepción dinámica del «concepto», pues las estructuras
generativas se dan, como tales, solo en el proceso de la vida. Ahora bien, esta dinámica
del concepto ha de buscarse en el acto de entender algo como algo, es decir, en el juzgar
y el deducir. En este acto, se establece en el pensar, como es sabido, una relación entre
lo particular (sujeto) y lo general (predicado), por la cual lo particular «llega al
concepto». Por tanto, nuestra tarea consiste en cierto modo en hacer que las estructuras
de la generatividad lleguen al concepto. Pero para lograrlo, es decir, para interpretarlas no
solo material, sino también espiritualmente, las estructuras de la generatividad tendrían
que interpretarse como un juicio en el que el amor superase la muerte y vinculase así las
generaciones entre sí.
Mas la actividad del juzgar tiene, a su vez, como condición de posibilidad una
diferencia, una disparidad de lo particular y lo general, de individuo y género. En el caso
de la vida generativa, esta diferencia es, como ya hemos señalado, idéntica a la realidad
de la muerte (y del nacimiento): pues sin la muerte no existiría más que un flujo vital
indiviso y, por tanto, no habría ninguna disparidad entre lo particular y lo general, entre
individuo y género. Si contemplamos las estructuras generativas como estructuras
conceptuales, tenemos que deducir que la muerte misma es un juicio.60 Y si el juicio
96
mismo es muerte, resulta que la muerte emana de una autodiferenciación de lo general a
través de la cual lo particular y lo general están a la vez mediados entre sí.
Pero si fijamos nuestra atención en esta función mediadora de la muerte en la vida,
esto significa después de todo lo dicho lo siguiente: lo particular se ocasiona como tal solo
mediante la relación con la muerte, que le es inherente; su relación con la muerte y con la
generalidad en la que se basa es exactamente la misma. La autorreferencialidad negativa
de lo finito consiste, por tanto, en ocasionarse en una anticipación infinita de aquella
muerte que significa al mismo tiempo su fin: en la muerte solo se vincula consigo mismo.
Pero el hecho de que lo particular se consuma como tal en su vivacidad en una
anticipación de la muerte significa asimismo: lo singular, particular se consuma como tal
en una unidad con un doble movimiento contrario. Pues, en la medida en que se
consuma en una anticipación de la muerte, la muerte tiene la ambigüedad de una
llegada —y de un retorno a sí—. Pero esta estructura en la que algo, en tanto en cuanto
llega infinitamente cabe sí, retorna asimismo infinitamente a sí, no es otra cosa que la
estructura de un eterno retorno,61 en el cual el ser humano se encara infinitamente
consigo mismo en su polo opuesto: pues el retornar, como lo entendemos apoyándonos
en el lenguaje coloquial, es una estructura en la cual la llegada y el retorno se identifican
la una con el otro. Así, por ejemplo, el soldado que retorna tras la guerra a casa, a su
hogar en su patria, al que llega tras un largo viaje, asimismo regresa. El ser humano se
realiza en este sentido en un eterno retorno resolviendo infinitamente el doble
movimiento contrario de la esencia en cuanto pura diferenciación entre llegada y regreso.
A causa de esta continuada superación, el eterno retorno como tal es temporal y a la vez
está por encima de lo temporal: es eterno, pero solo como lo que se supera en sí, lo que
combándose se vuelve al Ser como tal, y por ello es el Devenir que llega a sí mismo. En
su intemporalidad, el retorno se origina así, como veremos, al mismo tiempo como la
contradicción entre juventud y envejecimiento en la naturaleza —una oposición con la
que se corresponde la oposición entre libertad (llegar-a-sí-mismo) y responsabilidad
(regresar-a-sí-mismo) en el ámbito del concepto—. Así, en la relación amorosa se llega
de forma ideal a una armonía perfecta entre ambos movimientos. En este sentido es del
amor de donde extrae su sentido la dinámica del retorno.
Mas si en la dialéctica del llegar y retornar-a-sí-mismo cada ser humano individual es
ya, para sí, un pequeño eterno retorno, una pequeña eternidad, se puede decir lo mismo
de lo general, del género mediado consigo mismo como tal a través de la muerte. Ahora
97
bien, ¿en qué medida la continuidad de la vida generativa se basa, a partir de esta
perspectiva, en la estructura de un eterno retorno?
A primera vista, la vida generativa puede describirse como unidad que marcha en
sentido contrario en tanto en cuanto representa un proceso en el que, por una parte, los
descendientes crecen hasta convertirse en antecesores, es decir, los hijos crecen hasta
convertirse en padres —en padres que, por la otra, mueren y dejan descendientes, hijos
—: parece tratarse aquí, por tanto, de un proceso circular de un doble movimiento
contrario, en el que los hijos se convierten en padres y, a la inversa, los padres dejan tras
su muerte a los hijos. Desde esta perspectiva característica de la generatividad animal, en
la que solo se requieren ontológicamente dos generaciones y en la que no existe una
generación intermedia, solo se daría, sin embargo, una verdadera unidad del proceso
generativo si los padres continuasen viviendo no en sus hijos, sino sobre todo como sus
hijos, es decir, si padres e hijos formasen en cierta manera el mismo ser vivo. Así,
cuando hablamos de una generatividad animal en este sentido, se trata de una mediación
imperfecta de lo particular y lo general, puesto que aquí falta una verdadera línea
divisoria entre las generaciones, la cual sería condición de posibilidad de la mediación.
Dicho de otra manera: si el animal se actualiza y ocasiona como tal en su particularidad
como lo que es, no es porque reciba, por una parte, su vida de sus antecesores y porque,
por la otra, la transmita a sus descendientes. Pues, dado que aquí falta una generación
intermedia, el recibir y transmitir la vida no pueden separarse en modo alguno: ambos
coinciden. Por consiguiente, en el caso de los animales se carece de aquel doble
movimiento contrario de llegada y retorno a partir de la enajenación, el cual es el que da
sentido a la locución del eterno retorno: el animal no puede retornar; está ahí desde
siempre, y permanece ligado a lo general. Y al morir un animal y nacer otro, lo que
retorna es meramente la especie —esta, sin embargo, ha existido siempre y no ha
perecido nunca—.
Simmel ya defendió la tesis de que el animal, en cuanto ente particular, en cierto
sentido no puede morir de verdad; solamente la muerte de la especie en su totalidad
sería, de acuerdo con Simmel, su muerte. «Cuando una ameba o incluso una rana
mueren», dice Simmel, «solo moriría lo esencial, irremplazable, singular del animal si
este fuese, por ejemplo, el último representante de su especie. En caso contrario, vive
una descendencia de él, que es semejante a él de manera indistinguible; aquí no puede
establecerse, al menos, una particularización de mayor grado. [...] Cuando los individuos
98
no son diferentes, la inmortalidad de la especie engulle la mortalidad del individuo.» 62
Pero precisamente porque el animal no puede morir realmente, tampoco puede referirse
a sí mismo como tal a través de una autodiferenciación y conseguir con ello la autonomía
—su existencia es y permanece un estar-determinado—. Puede sonar paradójico, pero la
existencia humana tiene la forma de un eterno retorno porque al ser humano se le ha
conferido la muerte como destino individual.
99
12. Esencia
La esencia del ser humano es, como hemos dicho, eterno retorno. Es esta estructura del
retorno la responsable de que el ser humano, como dijo Wiehl, experimente su
temporalidad como un «círculo hermenéutico entre el regresar del futuro y la repetición
del propio haber-sido».63 El eterno retorno es, en consecuencia, la forma intemporal en la
cual el ser humano está identificado consigo mismo como tal. Pero la forma —en la que
el ser humano está mediado consigo mismo como tal en su inmediatez— es entonces a la
vez la forma de la automediación y autocausación del universo como Todo. Pues lo que
el ser humano es como tal, lo es en la universalidad de sus relaciones, y sería erróneo
creer que esta universalidad fuera diferente de la del universo. Pues solo en la medida en
que el ser humano se fundamenta, en su individualidad, en la universalidad del universo
como tal, solo en la medida en la que él, como parte de la humanidad, se refleja al mismo
tiempo en sí como relación con la humanidad como un Todo, es libre: su libertad se
infiere, como dijeron claramente Hegel y Whitehead, de la libertad de un Todo, de una
totalidad que no tiene fundamento o está incondicionada en la medida en que no
depende ya de nada exterior, sino que lleva todos los fundamentos dentro de sí.
Pero esto, el que se manifieste en el ser humano la libertad de un universo que ya no
depende de ni está condicionado por nada exterior, no significa que con la libertad
humana se abra una dimensión en la naturaleza en cuyo marco no haya ya ningún mundo
exterior frente al ser humano —en el cual todo sería, en sí, Yo—. Por el contrario, el ser
humano se realiza precisamente en la universalidad del universo como esta misma,
porque está en relación consigo mismo como tal en la diferenciación en la que se
encuentra con respecto al ser humano exteriormente diferente a él en el espacio y el
tiempo: su libertad se basa en concreto en el hecho de que es capaz de responder de sí
como tal en su Otro y de despojarse y liberarse de aquello que a él mismo le resulta
exterior y condicionado. El animal, por el contrario, que no responde de sí en su Otro,
que no es capaz de hacerse perfectamente reflexivo, permanece exterior a sí mismo.
Pues, en cuanto no es capaz de superar la diferencia en la que se encuentra con respecto
a su Otro y que al mismo tiempo recae sobre él, permanece diferente en sí mismo: no
llega a realizarse de forma plena en la universalidad, que es en sí, como la misma. En el
caso del animal, por consiguiente, no podemos partir de que cada uno de ellos encarna la
100
«animalidad» entera, como ocurre con el ser humano con respecto a la humanidad: no
existe ningún equivalente de aquello que denominamos «humanidad», no hay ninguna
«animalidad» en el ámbito animal. El reino animal se descompone, más bien, en una
multiplicidad de partes —de géneros, especies y subespecies—, precisamente porque el
animal no puede superar la distinción en la que se encuentra con respecto a su Otro y
porque no es capaz, por tanto, de llegar a sí mismo. Las paredes entre los géneros son
para el animal como las de una jaula de cristal, en la cual no está en condiciones de
percibirse como tal. Por ende, quien opine que el ser humano es solo un animal con
razón, ignora que lo humano del ser humano consiste justo en haber superado lo que
tiene dentro de sí de animal. Por supuesto, en su modo de existir como alma y cuerpo, el
ser humano comparte también muchas cosas con el animal: come, bebe, duerme y se
reproduce. Pero lo que caracteriza su modo de existir, su esencia, no consiste
precisamente en comer, beber, dormir y meramente reproducirse, sino en llevar una
existencia intelectual, en general, en llevar una vida de manera autónoma, y no en
limitarse a dejarse llevar por los instintos.
Pero la capacidad de llegar-a-la-razón no es, contemplada así, otra cosa que la
superación de la cautividad en las jaulas de cristal de las especies y los géneros; y
reconociendo que la humanidad es solamente una en todos los pueblos y culturas —una
sola humanidad que cada ser humano encarna enteramente—, la razón se une a sí misma
como tal. En la forma buscada de unión en la que entran los amantes de manera
consciente, esta forma de unidad proporciona al mismo tiempo el fundamento de su
relación. En este sentido es, en efecto, «en el amor» donde «el ser humano se encuentra
más cerca que nunca de la humanidad».64
Por tanto, cuando el racista presupone, a la inversa, que la humanidad tiene partes —
que puede por ello subdividirse y diferenciarse en géneros y especies superiores e
inferiores—, no está degradando a todos los seres humanos al nivel de los animales: pues
también a la raza suprema le correspondería así solamente una generalidad relativa. El
racismo es, más bien, en sí una forma animal y ciega de contemplar y concebir a su
igual. Es, pues, una visión animal y ciega precisamente porque la razón humana tiene su
realidad en el hecho de que la universalidad del ser humano se caracteriza por no poder
relativizarse más, por no poder sondarse más en especies y subespecies, sino por ser,
más bien, absoluta. Mas, en cuanto dicha universalidad absoluta, solo puede pensarse
como la universalidad del universo en cuanto tal: el ser humano es, en general, la
101
superación de la oposición entre lo particular y lo general / universal en el cosmos —una
oposición que se manifiesta como tal en toda la naturaleza—. Por ello, el motivo por el
cual el Yo se distingue en subjetividad y objetividad y relaciona al mismo tiempo estos
momentos entre sí ha de buscarse en la estructura del universo en cuanto tal. También el
amor, donde esta dialéctica llega a su límite extremo, no es, contemplado desde esta
perspectiva y según su más íntima esencia, un fenómeno puramente terrenal, sino un
fenómeno cósmico.
Lo es, no solo en tanto en cuanto todo el acontecer cósmico —en particular la
evolución de lo viviente— puede contemplarse como un acontecer propulsado por un
impulso creativo, erótico, por un Eros cósmico que aspira como fuerza unificadora a la
constitución de tipos cada vez más elevados y complejos de orden en lo viviente. Se trata
de un pensamiento que aparece no solamente en los antiguos griegos como Hesíodo o
Empédocles, sino asimismo en pensadores como Bergson, Whitehead o Freud. El amor
es un fenómeno cósmico también en la medida en que, dicho con Leibniz, el surgimiento
de tipos de orden complejos presupone una armonía universal de todo lo existente, en la
que la existencia de cada forma de vida particular es al mismo tiempo constitutiva de
todas las demás formas de vida. También Whitehead habló en este sentido de una
solidarity of the universe al defender la tesis de que el surgimiento de la complejidad en
la naturaleza presupone una solidaridad de seres particulares que se trascienden
mutuamente a sí mismos en su concreto Ser-así. El amor representa la forma más
suprema que puede imaginarse de dicho orden, pues en él la solidaridad inherente al
universo no solo proporciona la manera en la que cada ser particular se une a sí mismo,
sino también el fundamento a partir del cual existe todo: los amantes existen en su amor
en tanto en cuanto se basan en este amor. Precisamente a partir de la perspectiva
hegeliana, el ser humano se revela en el amor como un ser a través del cual la cohesión
interna de la realidad, la solidaridad de todo lo existente, está mediada consigo misma.
Con ello, el ser humano que encuentra la reflexión originaria en su Otro es, según la
perspectiva de Hegel, un ser a través del cual el Todo de la naturaleza está identificado
consigo mismo de tal modo que es capaz de fundarse a sí mismo. La existencia del ser
humano representa, en este sentido, una necesidad ontológica.
Hegel y Whitehead, basándose en Leibniz, partían de que desde el punto de vista
cosmológico, la autodiferenciación a partir de la cual el sujeto es capaz de relacionarse
consigo mismo se fundamenta en el hecho de que el universo se causa a sí mismo como
102
tal. En la medida en que al hacerlo, no puede apoyarse en ningún tipo de condición
externa a él, hay que concebirlo como el proceso por el cual, se presupone, por un lado,
y alcanza, por el otro, infinitamente la condición previa que él mismo es. El sentido
contrario o doble movimiento que se manifiesta en el hecho de que el ser humano
experimenta su temporalidad como un acercarse-a-sí-mismo y regresar-a-sí, ha de
remitirse con ello a la dialéctica del fundamento que subyace a la estructura
autofundamentadora del universo. El universo se basa, por un lado, en sí mismo y se
fundamenta así, y, por el otro, como él mismo. Se presenta, por tanto, en su
autorreferencialidad reflexiva de manera doble: como basarse-en-sí-mismo es —en
palabras de Hegel— reflexión interior («determinadora»), como fundamentarse como-él-
mismo es reflexión exterior; y solo en la interacción y en el entrelazado de ambos
movimientos es la reflexión en la que lo particular —lo inmediato— se determina como
tal en su reflexividad.
Aquí, la reflexión interior no es para sí otra cosa que la causalidad autoinmanente, la
exterior no es otra cosa que la finalidad autoinmanente del universo: por ello, solo en la
constitución teleológica interna de lo viviente, en el empeño vital (es decir, únicamente en
aquello que Kant llamó «conveniencia interna»), las causas finales son finalmente reales,
una idea en la que coincidieron Leibniz, Hegel y Whitehead. Por consiguiente, desde un
punto de vista racionalista, no puede existir un universo muerto, dominado en exclusiva
por leyes causales, pues como tal no estaría suficientemente fundamentado, nunca podría
fundamentar como tales las condiciones previas en las que se basa. Concebida a partir de
la oposición entre causalidad y finalidad, la oposición entre reflexión interior y exterior se
corresponde consecuentemente con la oposición entre fundamentos reales e ideales, así
como con la oposición entre causas eficientes físicas y causas que son reales solo como
estímulos e ideales en la aspiración. Estas oposiciones —por lo menos en el marco de la
visión desarrollada aquí partiendo de Hegel— experimentan una superación real
únicamente en la autorrealización humana que representa una unión existente en y para sí
de libertad (reflexión interior) y responsabilidad (reflexión exterior), de individualidad y
generalidad. Como se demostrará más adelante, la relación amorosa entre dos individuos
únicos ha de concebirse como una relación en la que se alcanza plenamente, en un
ámbito ideal, una superación de ambos movimientos.
Tomada en sí, la reflexión interior es el universo en cuanto su propio fundamento
real, es decir, lo finito que se basa causalmente en otro Finito. Pero como se sabe, esta
103
concepción, según la cual el universo está estructurado de forma atomística y se
compone de finitudes que, a su vez, se basan en otras finitudes, lleva, tomada en sí, a la
contradicción de un regreso infinito, en la medida en que el universo no se pone aquí de
manifiesto como causa final, como causa de sí mismo: la causa última se fuga siempre al
pasado cósmico. Por ello, el pensamiento que parte exclusivamente de la causalidad al
final solo conoce efectos, pero ninguna causa. Precisamente por esta razón no habría,
además, ningún futuro concreto en un universo dominado por puras leyes causales, como
expuso sobre todo Whitehead; no habría ningún futuro en el cual se diese el mundo
pasado en algún sentido como potencial, como material de construcción para un futuro.
Pero esta falta de futuro, a su vez, no expresaría otra cosa que el hecho de que en un
universo dominado únicamente por leyes causales no habría nada que se identificara
consigo mismo como tal, como unidad autónoma, es decir, que la forma de la unidad del
universo no se habría realizado como tal en ningún lugar: en un pensamiento que parte en
exclusiva de la causalidad, el Todo se descompone en una multiplicidad de elementos
últimos aislados que se niegan empecinadamente a todo fundamento racional, a toda
comprensión.65
Por estas contradicciones, a las que lleva un pensamiento que parte exclusivamente
de la causalidad finita, parece, por tanto, consecuente defender —como hace, por
ejemplo, Spinoza— un punto de vista monista conforme al cual hay una sola sustancia
infinita (a saber, Dios), que es fundamento de sí misma («causa sui») y en la cual se
basan todas las cosas finitas como tales: para Spinoza, que pensó las cosas finitas como
modos o afecciones de Dios, la causa última no se fuga al pasado, sino que es concebida
como la «causa inmanente, aunque no pasajera, de todas las cosas». Por consiguiente,
Dios, en cuanto unidad del universo, se expresa en toda cosa finita a sí mismo como tal
unidad: Dios es lo infinito en cuanto la causa de todo, que ocasiona lo finito como tal.
Pero parecido al pensamiento que parte exclusivamente de la causalidad finita, el
pensamiento de Spinoza, según el cual Dios ocasiona lo finito de manera infinita,
permanece unidimensional. Pues, mientras que en el pensamiento que parte
exclusivamente de la causalidad la unidad del universo no se realiza en ninguna parte, en
el spinozismo desaparece, a la inversa, todo lo finito en el Todo-Uno, en lo infinito. Pues
lo que caracteriza la realidad de las cosas finitas es que ellas mismas actúan en algún
sentido de manera inmediata y autónoma sobre otras cosas, por lo que al final sí que son
reales como causas.
104
El dilema del fundamento consiste, por tanto, en última instancia en que se pierde la
forma de la unidad del Todo o el fundamento ideal, cuando uno se aferra, como lo hace
el pensamiento que parte en exclusiva de la causalidad, a la pura diferencia de causa y
efecto y con ello finalmente a la realidad de lo real. Si, por el contrario, se determina el
fundamento ideal o la causa como algo absoluto y se contempla el efecto como algo
derivado, se pierde la realidad. Por eso solo puede resolverse el dilema del fundamento si
se reconocen plenamente tanto los fundamentos reales e ideales como la causalidad y la
finalidad, es decir, si se parte de que causa y efecto son, por un lado, Otros que se
encuentran opuestos el uno al otro y, por el otro, de que están identificados, mediados
precisamente en su diferencia consigo mismos como tales. Sin embargo, vistos así, causa
y efecto no son más que aspectos de una totalidad que se refiere a sí misma como tal de
manera negativa, es decir, que es en sí misma lo Otro de sí misma y que supera esta
diferenciación. Como la interpreta Hegel, la esencia es esta totalidad que es relación
consigo misma solo en cuanto relación consigo como lo Otro; en cuanto fundamento, es
«la unidad de la identidad y de la diferencia» (Enz. I, p. 247).
Pero ¿qué significa esto concretamente, el que la esencia en sí misma sea lo Otro de
sí misma o, como dice Hegel, que sea «ella misma y no ella misma» en una unidad?
Podemos ver en esta idea una indicación de que Hegel anticipó en el pensamiento un
hecho que recibió una confirmación experimental en la termodinámica de lo viviente: a
saber, que la esencia, siendo en sí misma lo Otro o Negativo de sí, solo es idéntica
consigo misma en cuanto proceso infinito de transformación. La esencia es equilibrio
dinámico, porque solo es identidad consigo misma como identidad de lo negativo consigo
mismo: solo puede unirse a sí misma si niega infinitamente cada estado determinado;
dicho de otra manera, si se trasciende infinitamente a sí misma y se manifiesta así como
evolución permanente. En este sentido, por ejemplo, el germen es la negación del semen,
la flor la negación del germen, la florescencia la negación del capullo y el fruto maduro la
negación de la florescencia; el adulto es la negación del niño y el anciano la negación del
adulto.
En cuanto equilibrio dinámico, la esencia es, en primer lugar, «automovimiento»
infinito, un automovimiento al que Hegel llamó «reflexión»; y la dificultad para captar de
manera adecuada el concepto de la esencia radica en el hecho de que aquí no hay ningún
substrato del movimiento que fuera el que recibe el movimiento. Es, más bien, la
mismidad de aquello que se mueve aquí objetivamente, la que solo se da en el
105
movimiento de la negatividad que se refiere a sí misma: la esencia provoca en este
sentido su identidad consigo misma, esto es, la inmediatez esencial, mediante el hecho de
que se refiere negativamente a sí misma, de que es evolución infinita. La esencia es en
este sentido, según Hegel, «la negatividad que es idéntica con la inmediatez y así
inmediatez que es idéntica con la negatividad» (L II, p. 23); un mundo, por decirlo así, al
revés, en el que las cosas son lo que son únicamente en tanto en cuanto no son lo que
son de manera inmediata. Dicho con Hegel: la esencia es «la superación de su identidad
consigo misma, por lo que llega a ser identidad consigo misma» (L II, p. 27).
Mas la transición infinita, en la que consiste la esencia, es al mismo tiempo una
transición doble y precisamente por eso un acontecer que alberga dentro de sí un doble
movimiento contrario: puesto que la esencia es lo Otro en sí misma, la transición infinita
de la esencia en lo Otro que (todavía) no es —la «transformación de la esencia»— lleva
dentro de sí el contrasentido de que la esencia está infinitamente identificada consigo
misma justo en la transición en lo Otro que es a la vez en sí misma. En la transición, la
esencia se transforma, por tanto, solo aparentemente en el Otro, pues lo Otro en lo que
se transforma es ella misma como lo Otro en sí mismo. La transición o el devenir que es
la esencia es, por consiguiente, el contrasentido que consiste en superarse en esta
transición como transición: la negatividad como puro carácter procesal de la esencia es,
según Hegel, «tanto negatividad superada cuanto es negatividad» (L II, p. 25). Así, Hegel
llamó la reflexión, en la que la esencia se realiza como una transición infinita en lo Otro
que es, en verdad, ella misma, un «brillar de la esencia en ella misma» (L II, p. 17). Con
el término «brillo» [Schein], Hegel recurre no solo a la dicotomía clásica de esencia y
fenómeno [Erscheinung], de idea y cosa particular, la cual quería superar precisamente
con su lógica de la esencia. Junto con la superación de esta dicotomía clásica, quiere
vencer también la dicotomía de tiempo e intemporalidad. En este sentido, asimismo la
dinámica de la esencia es solo en apariencia una dicotomía puramente temporal. Pues, en
tanto en cuanto la esencia se une a sí misma como tal en la transición infinita, la esencia
es, más bien, al mismo tiempo «el Ser pasado, aunque pasado de manera intemporal» (L
II, p. 13).66 Este infinito unirse a sí mismo como tal en el proceso temporal es
precisamente la razón por la que interpretamos aquí la manera en la que Hegel interpreta
la esencia como eterno retorno. Lo decisivo para nuestro tema es el doble sentido
contrario del movimiento que Hegel concibe como movimiento reflexivo de la esencia.
¿De dónde viene este doble sentido contrario del movimiento de la esencia?
106
Hemos dicho que la esencia provoca su identidad consigo en el momento en que
niega infinitamente cada estado determinado; solo se une a sí misma en el permanente
diferenciarse de sí misma. Mas como tal, parece, por un lado, presuponer para sí un ente
inmediato del que se distingue, del que se desprende: de esta manera, cuando hablamos,
por ejemplo, de una transición de la florescencia al fruto, está ya implícita la
florescencia en su realidad, igual que en el caso de la existencia de un puente sobre un
río, que implica una determinada ribera. Pero, por el otro, la esencia es al mismo tiempo
también la dinámica de negar el ente inmediato, aparentemente implícito, y de
constituirse en una permanente autosuperación: la transición de la florescencia al fruto —
la transición en la que brota el fruto— puede entenderse asimismo en el sentido de que la
florescencia es superada, es negada, y así, de cierta manera, como su sustitución por el
fruto. Por ello, el mismo proceso en el que nace el fruto puede entenderse tanto en el
sentido de un puro proceso de crecimiento del fruto como en el sentido de un
marchitarse y desvanecerse la florescencia. La dinámica de la esencia es precisamente
en este sentido el drama de todo lo viviente que consiste en superarse como tal en su
espontaneidad, reflexividad y vivacidad en las que se origina y se culmina a sí misma de
manera creativa, y en desflorecer y marchitarse en el mismo proceso. Como hemos
sostenido y desarrollaremos más adelante, esta dinámica se deriva de inmediato del amor
como fundamento originario del ser humano.
Hegel llama al movimiento reflexivo, necesario para que la esencia pueda originarse
en la transición a lo Otro, una reflexión determinadora; el movimiento de la
autosuperación, en cambio, lo caracteriza como reflexión exterior o real; y es
precisamente la interacción de ambos movimientos en una unidad lo que constituye la
esencia como unidad dialéctica de llegada y regreso, como eterno retorno. En analogía
con el carácter cíclico del proceso vital, podemos trazar la dinámica de la esencia como
sigue:
En la reflexión interior, determinadora, la esencia es, en cuanto transición infinita a lo
Otro que ella misma es, un eterno llegar a sí misma; es, por decirlo así, eterna juventud o
infinito crecimiento hacia aquello que es en sí misma. Pues, desde la perspectiva
hegeliana, la esencia se constituye como lo inmediato, que es en sí mismo en cuanto
relación de lo negativo consigo mismo, trascendiéndose infinitamente a sí misma como
tal: si la esencia es un llegar-a-sí-misma, lo es solo en tanto en cuanto el proceso infinito
en el cual se refiere a sí misma de forma negativa a priori. Por consiguiente, el llegar-a-sí
107
está mediado por su contrario, por un infinito «desprenderse-de-sí-mismo» (L II, p. 27).
«El movimiento de la reflexión ha de tomarse por ello», dice Hegel, «como absoluto
contraataque en sí mismo.» Pues la condición previa del regreso —«aquello de lo que
procede la esencia y que solo existe como este regresar— se encuentra únicamente en el
regreso mismo» (L II, p. 27). Por ello, si bien la re-flexión, en cuanto relación consigo
misma, puede ser un movimiento de regreso en el sentido originario de la palabra, este
regreso tiene en la reflexión determinadora el carácter de un infinito originarse a sí
mismo, puesto que la inmediatez a la que regresa la esencia llega a ser lo que es solo en
este regresar.
La reflexión determinadora, en cuanto impulsarse-a-sí-hacia-delante de todo lo
viviente, es una libertad por completo abstracta y actúa así de manera puramente interior,
como impulso interno. Pero el ser humano se relaciona en su Otro igualmente consigo
mismo como lo Otro de su Otro, como lo Negativo de sí: de esta forma, su esencia
consiste precisamente en el hecho de relacionarse de manera exterior consigo mismo y
superar así esa exterioridad. Ahora bien, justo como tal relación, en la que lo inmediato
existe solo como exterioridad respondida, la esencia existe como reflexión exterior, como
retorno a sí.
La reflexión exterior consiste, en primer lugar, en superar algo que es inmediato en su
inmediatez, en negarlo; de esta manera, pone al parecer otra cosa inmediata en lugar del
Ser superado. Pero lo inmediato mismo es, a la vez, la reflexión que se une a sí misma
como tal precisamente por el hecho de responder de sí misma como lo negativo de sí,
como lo Otro: «La reflexión exterior», dice Hegel, «presupone un Ser... pero se refiere a
su condición previa de manera que esta es lo negativo de la reflexión, pero de tal modo
que lo negativo en cuestión es superado como negativo» (L II, pp. 28-29). Desde la
perspectiva de la reflexión exterior es en este sentido la superación del capullo mismo lo
que hace brotar la florescencia como tal, la superación de la florescencia lo que hace
brotar el fruto, etcétera. La superación de lo Otro es por ello en sí misma lo Otro en lo
cual la reflexión se une a sí misma como tal y «este unirse es la inmediatez esencial»
misma (L II, p. 30). Como tal, la reflexión exterior describe lo inmediato como la esencia
entera que se ha hecho concreta para sí misma en su inmediatez y se distingue a sí
misma mediante una autodiferenciación.
Mas, en tanto en cuanto la esencia se distingue en la reflexión determinadora como
transición infinita a lo Otro, en tanto en cuanto llega a sí misma y refleja, a la inversa, en
108
la reflexión exterior lo Otro como tal, en cuya superación no es más que eterno retorno a
sí misma, se determina como unidad de ambos movimientos contrarios en la medida en
que se realiza, por un lado, en una autodiferenciación (reflexión determinadora) infinita
y en que refleja, por el otro, precisamente esta diferencia como diferencia, de manera
que se identifica en esta solo consigo misma (reflexión exterior). Justo aquí se pone de
manifiesto la esencia como unidad dialéctica que abarca tanto la identidad como la
diferencia entre fundamento y fundamentado: la reflexión determinadora, en cuanto
diferenciarse-a-sí-misma-de-sí-misma, se basa en la diferencia entre el fundamento y lo
fundamentado; la reflexión exterior se basa en la relación idéntica de la misma en tanto
en cuanto refleja la diferencia como diferencia de manera que queda superado así lo
«Negativo como Negativo», es decir, que se identifica aquí consigo misma. Hegel
encuentra aquí la razón para sostener la siguiente formulación, tan célebre como
desacreditada: «La esencia se presupone a sí misma; y la superación de esta
presuposición es ella misma; esta superación de su presuposición es, a la inversa, la
presuposición misma» (L II, p. 27). De esta manera, Hegel pretende haber expuesto con
la lógica de la esencia una estructura autofundadora del universo cerrada en sí misma.
Mas, partiendo del hecho de que la autoidentidad de la esencia se basa en una
autodiferenciación, la esencia resulta ser, en primera instancia, la contradicción de ser una
diferencia que es inmediatamente lo contrario de sí, identidad; o al revés. Como ya
hemos señalado: para sí misma, la esencia solo es conexión imperfecta de la inmediatez y
la mediación: «la identidad de la esencia consigo misma está perdida en la reflexión, que
es lo dominante» (L II, p. 34). En cuanto dicha unidad contradictoria de identidad y
diferencia, la esencia no es otra cosa que la oposición dialéctica puesta de manifiesto: la
diferencia esencial —o bien la diferencia de la esencia— no es nada distinto de la unidad
misma; aquella unidad en la que están superados los polos opuestos. O bien, dicho con
Hegel: la oposición es «la unidad de la identidad y de la diferencia; sus momentos son
distintos en una identidad; así, son opuestos» (L II, p. 55). En cuanto «diferencia que se
refiere a sí misma», la diferencia ya es, según Hegel, «proferida como lo idéntico consigo
mismo»; pero como tal es «lo opuesto [...], que contiene en sí mismo lo Uno y su Otro,
a sí mismo y a su polo opuesto» (Enz. I, p. 247).
La superación de esta contradicción, así como de la negatividad o bien no
correspondencia entre lo particular y lo general que se halla en ella, no solo ha de
pensarse, según Hegel, como un acontecer lógico, sino sobre todo como un resultado de
109
procesos evolutivos o históricos, perteneciente a la historia natural e historia humana. En
este sentido, no solamente incumbe a la razón pensante llevar «la diferencia atenuada de
lo distinto, la mera multiplicidad de la representación mental a la diferencia esencial, a la
oposición» (L II, p. 78). Disponiéndose a agravar las contradicciones que, según Hegel,
están dispuestas en la esencia de la realidad misma, la razón traza también, en su opinión,
un proceso real-existente.
De esta manera, es en especial la vida de la naturaleza extrahumana la que,
contemplada evolutivamente, se manifiesta primero en formas que no se han abierto aún
como tales a la oposición, que todavía no han pasado a la contraposición, y desde luego
no han llevado a la superación la contraposición o la contradicción que, contempladas
dialécticamente, son en sí. En este sentido, la esencia es en su pura negatividad, en
primer lugar, unidad inmediata de lo particular y lo general; es inmediatamente una
diferencia que es una identidad y una identidad que es una diferencia; es la colisión de
estas dos determinaciones. Y a la vida, al proceso de la evolución incumbe mediar esta
unidad contradictoria de lo particular y lo general en la división (o en el juicio) de tal
modo que la contradicción llega por esta vía a su superación.
Así, la esencia se manifiesta, por ejemplo, en el organismo unicelular de manera
paradigmática como unidad inmediata de lo particular y general: la vida del organismo
unicelular carece de toda individualidad, porque muerte y nacimiento coinciden en su
caso en la división celular en la que nace tanto como muere. Pero justamente aquí se
muestra, como en un espejo cóncavo, que en el caso de la vida más desarrollada le
corresponde a la división misma una forma, a saber, una forma en la que el sujeto no
solo distingue los extremos del nacimiento y de la muerte, de la particularidad y la
generalidad, sino que también los relaciona mutuamente, de manera que se desarrolla
justo así, en esta dialéctica, en el caso del ser humano su vida como biografía. Sin duda,
también el organismo unicelular tiene una forma en la que refleja la generalidad del
género como tal. Pero esta generalidad de la forma la tiene solo en sí; no la tiene aún
para sí. En su particularidad es, por tanto, tan idéntico como diferente de lo general. Por
eso es justamente el organismo unicelular el que lleva dentro de sí la oposición de
identidad y diferencia, que se manifiesta en este caso como oposición entre igualdad y
desigualdad: en su particularidad, el organismo unicelular es la contradicción de ser igual
y desigual con respecto a lo general; y cuando un organismo unicelular se divide, no
podemos por ello decir con claridad si los dos nuevos organismos unicelulares que surgen
110
de la división representan dos ejemplares iguales del mismo sujeto originario o dos
ejemplares desiguales. Bajo esta indiferencia subyace, contemplada dialécticamente, una
contradicción ontológica.
Esta contradicción precisamente la resuelve la planta, el siguiente escalón de la
naturaleza que, según las palabras de un célebre botánico, es un «dividuum»,67 en la
medida en que su vida consiste en dividirse infinitamente a sí misma, de una manera en
que —a diferencia de los organismos unicelulares— se sigue conservando como tal en la
división. La planta es, por ende, el sujeto de su división, y en cuanto organismo
pluricelular, media en el dividirse entre igualdad y desigualdad: su identidad consigo
misma consiste esencialmente en ser ella misma, como tal, igual a sí misma, y en darse
una forma en la división reflejada-en-sí-misma: la esencia de la planta es armonía en la
autoigualdad, es simetría. Mas en esta simetría o autoigualdad, la planta es igualmente
una contradicción ontológica, la cual, a diferencia del organismo unicelular, consiste en el
hecho de que no es todavía objetivamente para sí el sujeto de la división, que es su
principio vital interior. La planta también permanece exterior a sí misma y no puede
concebirse como tal; resulta indicativo que la planta no posea manos ni órganos prensiles.
Ahora bien, la planta, que en su particularidad es al mismo tiempo relación consigo
misma como tal en la división y que media entre igualdad y desigualdad
transformándolas en autoigualdad y simetría, es ya una contradicción de lo particular y lo
general, que se presenta en sí: pues, a diferencia del organismo unicelular que en la
división se disocia en dos individuos, la planta queda identificada consigo misma en la
división de tal manera que, en la forma que se da a sí misma, sus momentos distintos
(células) se refieren a la vez a una identidad. En este sentido, es en sí misma también un
Otro o un polo opuesto, pero no en el sentido de que esta oposición se refleje como tal,
como Ser-para-sí y Ser-para-Otros: de modo comparable a la vida infantil, la planta es,
según Hegel, «el primer sujeto existente para sí [...], que todavía no se ha abierto, dentro
de sí mismo, a la diferencia» (Enz. II, p. 372). Así, las plantas, cuya identidad radica en
una autodiferenciación de lo general, están diversificadas en una multiplicidad de
especies; también hay una pronunciada diferencia de sexo. Mas al contrario de los
animales, las especies o los sexos no se confrontan aquí directamente unos con los otros
como tales.
Es entonces, a la inversa, la esfera de lo animal donde se refleja la contraposición o
autodiferenciación de lo general que la planta es solo en sí, aunque todavía no para sí.
111
En cuanto totalidad antagonista, la esfera de lo animal es, en general, la esfera de la
diferencia, de la disociación entre lo particular y lo general: el animal es contraposición en
y para sí, sujeto y objeto, cazador y presa, masculino y femenino; es juzgado
directamente y asimismo se comporta con respecto a esta división: en cuanto ente-para-sí
es paradigmáticamente un cazador, en cuanto ser-para-Otro una presa. El animal, sin
embargo, todavía encarna una contradicción porque no está en condiciones de reflejar la
contraposición, que es en sí y para sí y en la que se realiza, como lo que es, lo cual le
capacitaría para superarla. Como ya hemos dicho: el animal está contrapuesto a su Otro
de manera simple, mientras que el ser humano lo está de manera doble, lo cual lo hace
apto para contraponerse a la vez a la contraposición en la que se encuentra con respecto
a su Otro. En el caso de los animales, lo simple de la contraposición se muestra en que la
relación cazador-presa es irreversible, es una relación entre desiguales; la relación entre
Yo y Tú, por el contrario, es una relación entre seres esencialmente iguales, en la medida
en que es recíproca y en que el «Yo» está reflejado como» Tú» y el «Tú», como «Yo».
Desde el punto de vista dialéctico, el animal devora como cazador a su Otro en tanto en
cuanto no podría volverse reflexivo en el Otro como lo Otro de su Otro y superar así su
ser-otro: el animal es, según Hegel, «mediante la aniquilación del Otro que se encuentra
frente a él la simple relación originaria consigo mismo» (Enz. III, p. 20). Pero el hecho
de que el animal supere la diferencia en la que se halle con respecto a su Otro engullendo
a su Otro de manera exterior y no como tal es precisamente la razón por la que se une en
su particularidad, como diferencia reflejada-en-sí, consigo mismo. Por eso, su mismidad,
su esencia como tal, se basa en una autodiferenciación de lo general, y en el caso de los
animales esta auto-diferenciación se halla en los géneros, las especies y subespecies. Por
consiguiente, el animal no se une a sí mismo como tal en su particularidad, sino
únicamente en cuanto exponente de su género, que actúa como el impulso por el cual
está determinado. El animal siente el género solo bajo la forma del impulso, «pero no
sabe de él; en el animal, el alma no es todavía para el alma, lo general para lo general»
(Enz. III, p. 20). Mas, en tanto en cuanto el animal, en lo siguiente, ya diferencia de sí
un Otro o un objeto y supera esta diferenciación, se logra en el caso de los animales a
nivel del género una primera identificación real entre particularidad y generalidad; esto
ocurre en la relación sexual. Esta relación en sí es igual a la relación cazador-presa, solo
que se ofrece desde una perspectiva diferente: si el animal supera en la relación cazador-
presa la desigualdad en la que se halla en su particularidad con respecto a la generalidad,
112
y si produce con ello cierta igualdad consigo mismo —su identidad genérica—, entonces
esta igualdad entre particularidad y generalidad se presenta en cuanto tal en la sexualidad
del animal. La relación sexual es, por tanto, como dice Hegel con razón, «el punto
culminante de la naturaleza viviente», pues «a este nivel está sacada en plena medida de
la necesidad externa, ya que las existencias diferenciadas que se relacionan entre sí ya no
son exteriores las unas a las otras, sino que poseen la sensación de su unidad» (Enz. III,
p. 20). Pero también aquí se logra solo una sensación y no una conciencia de unidad,
porque la relación sexual está sujeta a la misma dialéctica que la relación cazador-presa:
mientras que el animal no puede volverse objetivo en esta última al estar contrapuesto a
su Otro de manera simple, los animales se asemejan aquí demasiado como para poder
enfrentarse como realidades individuales. El individuo en su particularidad no es aquí lo
decisivo; lo que cuenta es el sexo y la pertenencia formal al género, lo cual se demuestra
en el hecho de que, según hemos mencionado ya, incluso en los pocos casos en que se
forman parejas de por vida en el reino animal, esta formación de pareja de por vida es
igualmente aún un rasgo característico general, una estrategia de adaptación del género en
su totalidad: en el caso del animal no son los individuos, es el género el que se une a sí
mismo en la cópula. Así, es sumamente indicativo que haya numerosas especies animales
en las que los individuos particulares mueren poco después de la cópula.
Solo el ser humano, que se realiza en su individualidad en la contraposición doble,
potenciada, en la que puede concebirse como tal, es, por tanto, capaz de encarnar la
totalidad en cuanto tal en la que consiste la esencia, y superar con ello la negatividad de
la esencia. Mientras que en el organismo unicelular, identidad y diferencia, nacimiento y
muerte coinciden todavía directamente, el ser humano es una mediación infinita consigo
mismo justo porque establece una relación entre estos extremos —por un lado, lo
particular; por el otro, lo general— que le permite realizarse como existencia
biográficamente descriptible entre nacimiento y muerte. Y precisamente este hecho, el
que el ser humano se constituya en su autorrealización objetiva como una síntesis
específica entre lo particular y lo general, en cuyo marco logra una autocorrespondencia
perfecta compartiendo la vida —sobre todo en el amor—, nos da derecho a entender la
subjetividad humana como una relación conceptual que se basa en una dialéctica
específica entre logos y amor.
113
114
13. Concepto
115
ellas» (Enz. I, § 162 A). La verdad real no puede, por ende, excluirse del ámbito de la
lógica formal. Esta última resulta ser, más bien, una dimensión específica de la ontología.
También la pregunta por la existencia de un amor que supere la muerte vinculando las
generaciones entre sí no es, por consiguiente, solo una pregunta que podemos tratar de
responder con los medios del pensamiento conceptual. Si el amor encuentra, antes bien,
en primer lugar, su más elevada ejemplificación en la solidaridad, en el vínculo concreto
de las generaciones, y si al hacerlo es, en segundo lugar, constitutivo para el ser-uno-
mismo de cada sujeto, esto significa que tiene que ser posible, en tercer lugar, representar
las estructuras más generales del pensamiento humano y las estructuras más generales de
la generatividad humana como isomorfas, esto es, como congruentes. Mas habíamos
postulado la triplicidad, la interacción necesaria entre tres generaciones, como la
característica decisiva de la generatividad humana. Por tanto, si es verdad que las
estructuras de la generatividad humana son isomorfas con respecto a las estructuras de su
pensamiento conceptual, entonces esto significa que el concepto también se constituye de
forma triplicitaria, de manera que esta triplicidad pueda ser expresión estructural de las
condiciones de posibilidad de la solidaridad entre las generaciones, así como de la
integridad de cada sujeto particular y con ello de la realidad del amor.
Partiendo de una tradición del pensamiento occidental que se extiende hasta la
Antigüedad y de la que responde el nombre de Aristóteles, Hegel basó, como es sabido,
toda su lógica subjetiva como una doctrina del concepto en una estructura triplicitaria. Y
aunque se hubiese mostrado sin duda reticente a una identificación que llegara tan lejos
como la de identificar las estructuras del concepto con las estructuras naturales de la
generatividad humana, podemos, a pesar de ello, sacar inmediatamente fruto de sus
reflexiones en este sentido. Con la triplicidad de la generatividad humana se corresponde
en el ámbito del pensamiento puro la estructura del concepto como unidad de tres
momentos —la generalidad, la particularidad [Einzelheit] y la singularidad
[Besonderheit] —, como los que caracterizan la silogística aristotélica. Por mencionar un
ejemplo muy conocido:
Como en todo silogismo, creamos aquí evidentemente una relación entre la particularidad
116
(Sócrates), la generalidad (la humanidad) y la singularidad (la mortalidad), en la que lo
particular se corresponde, en este caso, con lo general al tener la propiedad singular de
ser mortal. Aquí, la triplicidad resulta del hecho de que la particularidad no es, desde el
punto de vista dialéctico, exactamente lo mismo que lo general: mientras que lo
verdaderamente general ha de contemplarse como algo absoluto, y mientras que como
tal está encarnado, según ya hemos señalado, únicamente en el ser humano, la
singularidad, en tanto en cuanto es algo general que resulta ser específico y que se
muestra en especial en la esfera de lo animal (géneros, especies, subespecies, etcétera),
ha de concebirse como algo «general relativo». Al igual que la generatividad humana se
constituye solo mediante la interacción de tres elementos estructurales, la generalidad, la
particularidad y la singularidad constituyen en su trinidad el concepto como algo general-
concreto-en-sí. Por tanto, particularidad, generalidad y singularidad no pueden, según
Hegel, abstraerse unas de otras en el nivel de la subjetividad que está mediada
conceptualmente consigo misma, sino que, en cuanto «totalidades» son [...] una y la
misma reflexión [...] la cual es una y la misma identidad» (L II, p. 239). En lo sucesivo,
hemos de centrarnos en la singularidad, pues solo en ella se hace transparente la relación
entre lo particular y lo general como una relación mediadora concreta.
Poniéndola en relación con las estructuras de la generatividad humana, la generalidad
del concepto no es otra cosa que la continuidad de la vida generativa por antonomasia.
Lo general es en este sentido «el alma de lo concreto», en la medida en que no es
«arrastrado al devenir», sino que, más bien, «continúa» inalterado a través de él mismo:
así tiene «la fuerza de la autoconservación inmutable, inmortal» (L II, p. 276). Lo
general es, por tanto, en primer lugar identidad o igualdad simple consigo mismo. Solo
por esta igualdad, la humanidad se muestra en la sucesión de las generaciones como una;
es decir, como una relación continuada de tradición y herencia, en la cual se conserva, a
pesar de la individualidad y la particularidad irrecuperable de sus momentos, la
universalidad del género como tal. El hecho de que se puede abstraer del todo lo
universal, lo general, de sus momentos particulares, a los que se refiere al mismo tiempo,
muestra ya por sí solo que la igualdad de lo general consigo mismo no puede identificarse
con cualquier determinación determinada, por ejemplo, con un determinado tipo ideal de
ser humano al que todos tuviesen que asemejarse. Lo general es, más bien, aquello como
lo que algo se determina: así, en su individualidad y particularidad, una persona (por
ejemplo, «Pedro») posee en un determinado momento determinadas cualidades que lo
117
caracterizan. Pero estas cualidades no forman parte de él como Pedro, sino como ser
humano. Solo en tanto en cuanto lo particular posee sus cualidades determinadas como
ser humano, puede permanecer idéntico a sí mismo como tal, en la alternancia de sus
cualidades, en su desarrollo como personalidad individual.
Pero de ello se deduce igualmente que lo general tampoco podría existir sin lo mortal,
sin la particularidad. Pues, tomado para sí, lo general es, en efecto, el puro «como» en el
cual algo se determina como algo y no tiene ninguna determinación determinada. Pero
como tal existe únicamente en relación con algo particular, que está determinado como
algo. El hecho de que lo general sea «solo idéntico consigo mismo al contener en sí la
determinación como superada» hace que sea «la misma negatividad que es la
particularidad»: en ese sentido, la particularidad es la «determinación idéntica a sí», en la
que lo general «es puesto como idéntico a sí» (L II, p. 240, la cursiva es mía).
Mas si particularidad y generalidad están mediadas concretamente entre sí en el
sujeto a través de la negatividad como tal, entonces esta no es otra cosa que la
singularidad que «recibe, en inmediata unidad, de lo particular el momento de la
determinación y de lo general el momento de la reflexión-en-sí» (L II, p. 240). En el caso
del ser humano, es este elemento de la singularidad, de la reflexión-en-sí, el responsable
de que la cadena de las generaciones esté constituida de manera triplicitaria o bien de
que cada vida humana particular sea individual. Pues la singularidad no es otra cosa
que la división que representa la muerte: a saber, cuando se concibe esta como un
principio en el cual la particularidad y la generalidad están concretamente mediadas entre
sí. En el caso del animal, la singularidad consiste, como hemos visto, en llevar una vida
dentro de los límites de un género específico, en la medida en que bajo su mismidad
subyace una autodiferenciación de lo general que no es capaz de superar por completo:
vista así desde la perspectiva evolutiva, la singularidad es la primera o simple negación de
lo general (como se desarrolla de manera paradigmática en la naturaleza animal); el
concepto, en cambio, es la negación de esta negación. Así, en el caso del ser humano,
queda superado en el papel social aquello que distingue el género o la especie en el caso
del animal. Pues el papel social es la forma concreta a través de la cual se da en el ser
humano en la división de la vida en el medio de lo general una autointegración completa
de lo particular y lo general; es aquel elemento por el cual el ser humano pone estos
extremos en mutua relación. Como tal, el papel social puede contemplarse desde una
perspectiva doble: por un lado, como forma de participación y, por el otro, como forma
118
de autointegración. A partir de la participación se puede concebir el papel social como
una relación en la cual, en primer lugar, lo particular y lo general son puestos en relación
mutua precisamente en su diferenciación; una diferencia que, en segundo lugar, se
refleja en el juicio como una forma de identidad y, en tercer lugar, en la deducción en
cuanto autointegridad.
En todo esto, el juicio no es otra cosa que el «concepto en su singularidad, como
relación diferenciadora de sus momentos» (Enz. I, p. 316). Esta relación diferenciadora o
unidad de diferencia de lo particular y lo general, en la que ambos se reflejan el uno en el
otro, se expresa, según Hegel, en el lenguaje mediante la cópula, el «es». Desde esta
perspectiva, el «es» del juicio no expresa meramente que el sujeto cae bajo un concepto
general al que se refiere de manera puramente externa. Más bien, resulta del hecho de
que aquí lo particular y lo general están identificados entre sí mediante una
autodiferenciación. Solo dicha identificación, mediada por una autodiferenciación real,
hace posible la relación con la verdad como tal. Así, contemplado desde la lógica formal,
el criminal de guerra es un «ser humano» exactamente en el mismo sentido que un santo
—en la medida en que ambos caen, concebidos de manera abstracta, bajo el mismo
concepto de ser humano—. Pero aparte de esto tiene su sentido, desde el punto de vista
dialéctico, la verdad de que el criminal de guerra sea al mismo tiempo inhumano,
precisamente por el hecho de que es, en sí, un ser humano. Contemplado de modo
dialéctico, en el juicio no solo se trata, pues, de lo que es el sujeto como tal de manera
fáctica. Más bien, se trata a la vez de saber si el sujeto como tal se corresponde con su
concepto en aquello que él mismo es de hecho, es decir, si se corresponde consigo
mismo. Desde la perspectiva de los dos grandes metafísicos de la modernidad —Hegel y
Whitehead—, los juicios asertivos, es decir, los juicios de valor como «esta flor es bella»,
«esta acción es buena», «esta persona no tiene conciencia», «esta casa es mala» poseen
máxima importancia. Pues, en estos juicios, la relación entre sujeto y predicado no es
solo una relación exterior o bien puramente formal, sino que resulta evidente que tiene un
contenido. Este contenido no es otra cosa que lo general, como se hace objetivo, en
cuanto tal, en lo particular y como lo particular, es decir, como puro corresponderse-a-sí-
consigo-mismo. En la deducción se expresa, por consiguiente, la forma de la verdad en
cuanto tal. Por ello, si el juicio es, como dice Hegel, la diferenciación («Diremtion») «del
concepto a través de sí mismo» (L II, p. 304), entonces la deducción es, a la inversa, «el
restablecimiento del concepto en el juicio» y con ello «la unidad y verdad de ambos» (L
119
II, p. 351). Esta unidad y verdad es, en última instancia, el sujeto mismo: «La deducción
racional [...] es que el sujeto se une a sí mismo a través de la mediación. Solo así llega a
ser sujeto, o el sujeto es solo en él mismo la deducción racional» (Enz. I, p. 333).
Si transferimos esta estructura de la deducción a las estructuras de la generatividad
humana, la deducción resulta ser unidad de concepto y juicio, de identidad y diferencia,
precisamente porque el ser humano está mediado consigo mismo como tal en aquella
diferenciación, la cual es responsable de que haya en su caso tres generaciones. La
estructura triplicitaria de la generatividad humana, la cual hace posible que los individuos
estén mediados consigo mismos como tales precisamente en la división de la vida con su
Otro, se corresponde en el plano del lenguaje con el Ser de la cópula en cuanto tal. Por
ello se puede entender la cópula como expresión de un amor que supera la muerte en la
medida en que vincula a los individuos entre sí en la división de la vida, en la medida en
que ocasiona una «continuación» de sujeto y predicado, particularidad y generalidad: en
la cópula está prefigurado lo que evidentemente se manifiesta en la copulación. De esta
manera, la sexualidad y la verdad están, de hecho, íntimamente relacionadas entre sí.
Pero aquello que el ser humano es en verdad no es, desde esta perspectiva, otra cosa
que la universalidad del universo, como llega en lo concreto particular a una relación en
la que se corresponde consigo mismo. Según se ha mostrado, esta relación de
autocorrespondencia es el individuo. Sería, por tanto, erróneo contraponer individualidad
y universalidad. La individualidad como tal es, más bien, solo como universalidad
reflejada-en-sí, y a la inversa, lo universal solamente aparece en tanto en cuanto
trasciende todo lo particular. No es, por tanto, ningún contrasentido decir que todo es, a
su manera, único e irrepetible. El hecho de ser único es, más bien, justo el sello de
calidad de algo general que en su diferenciación de sí está únicamente relacionado
consigo mismo. El individuo puede entenderse por ello como la ejemplificación más
elevada de la verdad que se halla en este universo —en palabras de Hegel: como la
realidad más elevada de la idea del universo—. Aunque el individuo, ciertamente, solo
ejemplifica esta idea, pues el individuo es finito, mientras que la idea es infinita. Luego
es solo la cadena entera de las generaciones la que es capaz de encarnar aquella verdad
en la que cada individuo particular se une consigo mismo en un eterno retorno de
momentos únicos e irrepetibles.
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121
14. Más allá de la autonegación y la autoafirmación: la voluntad
Mas ¿qué es la idea, si partimos de que la unidad del universo tiene la forma de una
verdad que se presenta como tal en la cadena de las generaciones en individuos únicos y
particulares? La idea misma parece existir, según esto, como solidaridad de las
generaciones; una solidaridad en la que, a la vez, cada vida se une a sí misma en cuanto
tal. La idea de totalidad es, por tanto, eterno retorno en la medida en que, como puro
corresponderse-de-sí-consigo en cada individuo finito, se une a sí misma a través de
nacimientos y muertes. Como un puro corresponderse de concepto y realidad, de lo
particular y lo general, Hegel la denomina también lo «verdadero en y para sí» (Enz. I, p.
331). Pero si partimos de que la idea infinita se manifiesta en cuanto tal en la solidaridad
de las generaciones en un eterno retorno, la idea no solo resulta ser fundamento de la
congruencia estructural (isomorfismo) de las estructuras del pensamiento humano, por un
lado, y de la generatividad humana en su triplicidad, por el otro. Como la causa que está
identificada consigo misma como tal, la idea es, más bien, en un sentido muy concreto la
idea de lo bueno en calidad de valor reflejado-en-sí de la vida como tal.
Sin embargo, según una concepción común en nuestra época, no existe ninguna vía
del Ser al Deber. Mas esta concepción parte, a su vez, como mostró Jonas,68 de una
presuposición tácita, a saber, de que el Ser es neutral en sí y para sí. No compartimos
este supuesto; pues, conforme a la concepción que hemos desarrollado aquí, el ser de lo
existente, en el que se basa cada ente particular, es él mismo la unión, es decir, la
solidaridad de todo lo existente como tal. Precisamente por eso, el Ser mismo
experimenta en el amor, a partir del cual hay que entender la solidaridad de las
generaciones, su más elevada ejemplificación: el amor es la autointegración del Ser, a
través de la cual llega a ser lo que es, esto es, a ser enteramente como él mismo. El Ser
mismo ya contiene en este sentido un momento de autoafirmación —y con ello al mismo
tiempo un «no» al no-ser, a saber, un «no» a aquella desintegración y división como la
que habría que concebir lo malo en oposición a lo bueno—. Este «no» a la
desintegración y división que es inherente al Ser en tanto en cuanto es enteramente él
mismo es el deber ser inmanente al Ser mismo. En la medida en que el Ser mismo
experimenta en la naturaleza en la solidaridad de las generaciones su más elevada
ejemplificación, subyace también a las estructuras de la vida humana como tal una
122
pretensión objetiva, ética.
Las estructuras de la generatividad humana no solo son, por tanto, el fundamento de
toda racionalidad, sino que son también condición de posibilidad de llevar una vida en la
que los valores últimos actúan como causa final. Lo son en la medida en que el
individuo, en su autorreferencialidad no solo como razón teórica, sino asimismo como
voluntad, está determinado, en primer lugar, como la causa que está identificada
consigo misma como causa. En y para sí, el querer de la voluntad no es, desde luego,
otra cosa que esta causalidad libre, reflejada-en-sí. Pues el querer es, como dice
Schelling, él mismo «Ser originario», ya que «solo a él se ajustan todos los predicados
del mismo: carencia de fundamento, eternidad, independencia del tiempo,
autoafirmación».69 Pero contemplado más de cerca, el individuo está, en segundo lugar,
reflejado consigo mismo como tal en las estructuras de la generatividad humana no solo
como un querer, sino al mismo tiempo como un deber. Si entendemos, pues, la voluntad
no solo como el impulsor de toda acción, si la concebimos, más bien, a partir de la
autocausación del sujeto, si la voluntad es, por tanto, el sujeto que se causa a sí mismo
como tal, entonces la voluntad describe, como ya subrayó Hegel,70 el sujeto en general
como unidad de subjetividad y objetividad, entonces la voluntad describe el sujeto como
se une a sí mismo como tal. De ello se deduce aparentemente que aquello que la
voluntad quiere no es otra cosa que ella misma: lo que quiere la voluntad que se quiere a
sí misma es la efectividad, la objetividad y la realidad de su propia existencia. El mero
hecho de que la voluntad se hace reflexiva en lo querido y se une a sí misma como tal en
lo querido demuestra que la voluntad está mediada consigo misma a través de una
autodiferenciación. Y precisamente esta autodiferenciación en el querer no es otra cosa
que el deber. Por ello, el querer es, en efecto, ya deber, porque el ser humano solo
puede unirse a sí mismo como tal en la división de la vida compartida con su Otro. La
voluntad logra, por consiguiente, una satisfacción únicamente en aquella autointegración
en la que el ser humano —mediado por su propio ser-para-Otros— se une a sí mismo en
su Otro.
Pues el ser humano solo puede unirse a sí mismo en su Otro cuando se desprende de
sí infinitamente en la finitud y se relaciona con ello a sí mismo de manera negativa. Por
tanto, justo en este sentido, según el cual el ser humano puede unirse a sí solo en la
confrontación con su Otro como Otro y así con el que le es igual en lo esencial, justo en
el sentido en el que está obligado a abandonarse a sí mismo confiándose infinitamente a
123
su Otro, la voluntad está mediada consigo misma mediante la autocontradicción de su
negación. Por ello, si contraponemos de manera esquemática los puntos de vista de los
dos metafísicos de la voluntad más importantes de Occidente, Schopenhauer y
Nietzsche, de los cuales el primero se caracteriza por un enfático «no» a la voluntad, al
que Nietzsche opone un igualmente enfático «sí», hemos de decir que hay que buscar la
verdadera autoafirmación y autointegración de la voluntad más allá de la oposición de
una autoafirmación y autonegación inmediatas. Desde esta perspectiva, incluso el «no» a
la voluntad forma todavía parte de una autoafirmación compleja de la voluntad en el
sentido de una autointegración.71
Esto aclara por qué tiene poco sentido decir, por ejemplo, a una persona que, debido
a una depresión, sufre un debilitamiento de su fuerza de voluntad, iniciativa y de sus
ganas de trabajar, o que padece aquello que en otros tiempos se denominaba desidia del
corazón (acedia), que sería su deber querer, esto es, que debería querer; no tiene
sentido, precisamente porque el deber negativo solo alcanza su realidad en la relación
positiva con el mundo, que corresponde a una voluntad que se integra a sí misma en sí
misma. Por ello, habrá que dar razón a Kierkegaard cuando sostiene que cuanto más
íntegra es una persona, más fuerte es su voluntad, y a la inversa, que la fuerza de
quererse a sí mismo y la capacidad de autofirmación, que se halla en ella, son
constitutivas de la unidad de la propia mismidad.72 Pues la voluntad vive de la integridad
de la mismidad y encuentra en ella su satisfacción; al igual que, a la inversa, cada
satisfacción obtenida y cada autoafirmación que se halla en ella dota nuevamente a la
voluntad de la energía vital que es al mismo tiempo constitutiva de la coherencia y
cohesión de la propia mismidad. Así, el pensamiento de la integridad de la persona
evidentemente implica el de la objetividad de la razón. Pues, justo por el hecho de que la
voluntad solo puede volverse objetiva como tal mediante una autonegación; precisamente
por el hecho de que el verdadero querer es más que la mera voluptuosidad narcisista-
autista, la forma, en la que la voluntad que se quiere se une a sí misma como tal, no
puede entenderse en su objetividad como principio de una voluntad concebida solo
subjetivamente. La forma en la que la voluntad se une a sí misma en cuanto tal no es,
más bien, otra cosa que el concepto mismo a través del cual el sujeto se asocia a sí.
El concepto describe, por consiguiente, el sujeto como unidad de comportamiento
teórico y práctico; y solo en la medida en que lo hace, el sujeto puede saberse libre en
sus objetivaciones creativas en la dimensión de la acción: al atrapar su presa —el objetivo
124
de su empeño—, el animal indudablemente se atrapa a sí mismo, igual que el lactante
que agarra el seno materno. Pero el lactante que agarra el seno materno, o el animal que
se hace objetivo como cazador en lo que caza, se atrapa a sí mismo en cuanto tal en lo
atrapado, pero no en su libertad —es decir, no se atrapa como libre—. A la inversa, el ser
humano, cuando se quiere como tal en lo querido, trata siempre de atrapar también su
libertad como tal: todo niño y todo adolescente que, en contra de sus padres, se sale con
la suya, sabe en secreto que en cualquier caso es mejor ser infeliz por sí mismo a que
aquellos que supuestamente siempre lo saben todo mucho mejor que él lo obliguen a su
felicidad.
Podemos entender, por tanto, la razón como un puente que una voluntad que
eternamente no quiere otra cosa que a sí misma ha construido hacia sí misma, pues la
razón es la autointegración de la voluntad originaria de todo lo existente, que se quiere
eternamente a sí misma y nada más que ella misma. Pero si partimos de que la voluntad
como tal se basa en la unidad de la razón y que esta razón tiene, a su vez, su realidad
solo en los sujetos que se realizan como tales, tendremos que decir en última instancia
que razón y voluntad no solo se implican mutuamente, sino que son lo mismo: la razón
tiene su realidad concreta solo en la autointegración de la voluntad, y la voluntad
individual que se quiere encuentra su satisfacción únicamente en una universalidad que,
al ser la forma de la unidad que es inmanente a la voluntad, esto es, al ser un deber en el
querer, la trasciende infinitamente en su finitud. Ahora bien, si la autointegración de la
voluntad es idéntica al proceso de mediación racional entre lo particular y lo general, y si
esta mediación, a su vez, encuentra su mayor expresión en la cadena de las generaciones,
resulta evidente que las estructuras de la generatividad humana sean, en última instancia,
estructuras de la voluntad originaria de todo lo existente —estructuras en las que la vida
se quiere eternamente a sí misma.
Lo son en la medida en que, al representar formas procesuales, son expresión de una
dinámica que extrae su significado únicamente de la contribución concreta que aportan a
la superación de la oposición entre lo particular y lo general y con ello a la individuación.
Es evidente que también los animales y las plantas tienen, por ejemplo, una juventud y
una vejez, poseen antecesores y descendientes. Pero, puesto que el ser humano, al
contrario que el animal, también es capaz de superar en la contraposición a su Otro a esta
misma, puesto que el animal se mueve en la contraposición simple, el ser humano en la
doble, la juventud y el envejecimiento presuponen, en el caso del ser humano, la
125
oposición entre lo particular y lo general como algo que se encuentra ya, desde siempre,
superado. Por ello, en el ser humano, juventud y envejecimiento están mediados
biológicamente por un proceso que, según parece, no ha sido investigado aún a fondo;
pero eso es así solo porque el ser humano, al ser subjetividad encarnada, tiene la forma
de la reflexión en su Otro; un movimiento reflexivo del cual su encarnación como ser
humano extrae su sentido, y no a la inversa: al menos no se podrá convencer a nadie de
que se marchita y envejece como una lechuga; y ello en la medida en que justo el
hacerse mayor se presenta, en el caso de los seres humanos, también como proceso de
una maduración que supone una forma completamente distinta de madurez que la de la
fruta o verdura —y que, por supuesto, posee de igual modo un lado somático—.
Precisamente por este motivo, entender la forma de la generatividad humana como
tal significa pensarla a partir de la constitución individual de la vida humana y no, como
podría creerse, a partir de su existencia genérica meramente abstracta. Como hemos
visto, la constitución individual de la vida humana es aquí idéntica a la forma del eterno
retorno (según nosotros lo entendemos), a saber, a aquella forma en la cual el sujeto se
causa a sí mismo en la reflexión en su Otro precisamente en el doble movimiento opuesto
de llegar-a-sí y regresar-a-sí. Mas, en cuanto unidad de llegada y regreso, esto no solo se
expresa en el hecho de que el proceso de la vida humana se represente como proceso de
crecer y envejecer, como juventud y envejecimiento. Puesto que el ser humano tiene en
su Otro la forma originaria de su reflexión, el proceso de hacerse grande, más bien extrae
su sentido de la libertad de manera inmediata, así como el proceso del envejecimiento
extrae el suyo de manera inmediata del principio de responsabilidad: la libertad es el
llegar, el hacerse-responsable es el regresar a sí; y juventud y envejecimiento son el lado
somático, sensorial, es decir, estético de estos valores fundamentales: mientras que cada
primavera la hierba fresca germina y crece y los cardos del otoño se agostan, sin
necesitar por ello la reflexión en sus semejantes, en las otras hierbas y los otros cardos
del campo, la juventud existe solo en relación con la libertad, la vejez solo en relación
con la responsabilidad —ambos existen solo en relación con el estatus del ser humano en
cuanto ser social—. Mas la forma de la unidad que una vida humana posee precisamente
en el doble movimiento opuesto de juventud y vejez, libertad y responsabilidad, no ha de
pensarse entonces tampoco fuera de la realidad del amor.
Como ya hemos señalado al principio de este ensayo: en el amor, los amantes no solo
realizan algo general que se representa en cuanto tal en el nacimiento de una nueva vida,
126
no suprimen la separación y disociación que cae, por decirlo así, entre ambos. En el
amor a su Otro, cada uno de los amantes se une, más bien, también a sí mismo como
persona. Mas, si esta unidad de la persona es finalmente algo objetivo, si la persona,
como está situada en la cadena de las generaciones, también encarna en su unidad de
manera objetiva algo general que está mediado consigo mismo como tal a través de
sujetos finitos, entonces los principios de la libertad y la responsabilidad —junto a la
juventud y la vejez— tienen asimismo un significado objetivo. Desde el punto de vista de
su objetividad, se presenta así aquella mediación que se experimenta subjetivamente
como amor, como justicia: si contemplamos las estructuras de la generatividad humana
desde la perspectiva de la automediación de un espíritu absoluto que trasciende la vida
humana en su historicidad y que se manifiesta de ese modo a sí mismo como naturaleza,
entonces resulta que toda vida humana está objetivamente identificada consigo misma
como tal en una justicia en la medida en que está orientada hacia un equilibrio interior, lo
cual se muestra ya en el hecho de que recibe, por un lado, la vida de sus antecesores y la
pasa, por el otro, a sus descendientes. Este equilibrio interior —según lo entendemos
aquí— no es otra cosa que una armonía específica de los principios arcaicos del tomar y
el dar. Justicia, en el sentido de armonía, tiene así, por un lado, en un sentido horizontal,
su realidad individual en libertad y responsabilidad en el proceso vital subjetivo; y, por el
otro, en un sentido vertical, en el recibir y pasar la vida en la cadena de las generaciones,
en la cual, pues, se actualiza una generación presente como tal. Según esto, podríamos
caracterizar aquello que las religiones llaman Dios como la justicia que vive en virtud del
amor en la cadena de las generaciones. A este respecto, la relación entre amor y justicia
es la misma que se da entre aquello que refiere en la voluntad y aquello a lo que
objetivamente se hace referencia mutua, lo querido: el amor pone los extremos
mutuamente en una relación subjetiva, intersubjetiva e intergeneracional, y la justicia es
aquella idealidad e infinitud en las que los extremos se unen a sí mismos de manera
objetiva. Por eso podemos concebir hasta la justicia misma como la autorreferencialidad
reflexiva de una voluntad que se quiere eternamente a sí misma y nada más que a ella.
127
15. Balanza del tiempo
128
a saber, aquel unirse de lo finito consigo mismo, que pone la vida en condiciones para
constituirse como una sola entre nacimiento y muerte. Desde el punto de vista de la
finitud, nacimiento y muerte son, por tanto, momentos de una sola vida, sin que se
pueda decir que muerte y nacimiento, siendo polos opuestos, sean lo mismo. Mas, desde
la perspectiva de la esencia infinita del género —un punto de vista que se adopta ya
cuando se habla en general de una cadena de generaciones—, la muerte de una vida es,
como hemos visto, al mismo tiempo el nacimiento de una vida finita nueva y distinta.
Con ello, la diferencia entre nacimiento y muerte se presenta ella misma en las
generaciones de dos maneras: como algo en lo que cada vida finita particular se realiza
como un todo entre nacimiento y muerte, por un lado, y entre las generaciones, entre los
antecesores y los descendientes, por el otro.
Sería, sin embargo, un poco extraño hablar de dos formas o dos tipos de nacimiento
y de dos formas de muerte: la muerte mediante la cual hay algo así como generaciones
diferentes, y la muerte en la que una vida individual se realiza en su historicidad,
evidentemente, son dos caras de una sola muerte. Hay que aclarar, por tanto, por qué
una sola muerte se presenta en esa duplicidad. Esta duplicidad de la muerte tiene, a su
vez, su origen en la dialéctica de lo finito y de lo infinito, que no es otra cosa que el
hecho de que el ser humano se realiza en su individualidad y particularidad al mismo
tiempo como una generalidad existente en y para sí: como fin de la vida finita, la muerte
se presenta desde la perspectiva de la particularidad; como un hecho intergenerativo,
desde la perspectiva de la generalidad. Dicho de otra manera: la muerte individual
representa una negación de lo finito, la muerte intergenerativa una negación de lo infinito.
Ambas formas de negatividad están relacionadas entre sí o son a la vez una sola
negación. Si Heráclito dice: «Como inmortales son mortales, como mortales inmortales:
la vida de los mortales es la muerte de los inmortales, la vida de los inmortales es la
muerte de los mortales»,74 expresa con ello aquel pensamiento clave dialéctico según el
cual lo finito y lo infinito se presentan únicamente por medio de la relación de implicación
recíproca para la que habíamos empleado al concepto de fiabilidad: es, por decirlo así, el
volver del péndulo que oscila entre finitud e infinitud y así entre nacimiento y muerte; es
el abandonarse-a-sí-mismo de lo finito confiándose en lo infinito y el abandonarse-a-sí-
mismo de lo infinito confiándose en lo finito, donde la muerte tiene en su duplicidad al
mismo tiempo la forma de unidad en la que se presenta como un momento esencial de lo
verdaderamente infinito.
129
Aquello que conecta en concreto los dos lados, la muerte de lo finito —como el Ser
de lo infinito— y la muerte de lo infinito —como el Ser de lo finito—, queda dilucidado,
si asociamos la dialéctica de vida y muerte con la de dar y tomar en cuanto principios
originarios arcaicos de la vida humana. En sentido finito, el ser humano se realiza dando
y tomando al realizarse, como veremos más en concreto, en la dialéctica de libertad y
responsabilidad a la vista de su semejante. Desde la perspectiva de lo infinito, en cambio,
se realiza tomando y dando, al tomar, por un lado, su vida como tal de sus antecesores,
y al entregarla al morir, por el otro, a sus hijos. En este sentido, los descendientes, los
hijos, son siempre los que toman, y los antecesores, los padres, los que dan. Mas, puesto
que los padres fueron, a su vez, alguna vez hijos, y puesto que, a la inversa, los hijos
también se convertirán algún día en padres, la cadena de las generaciones constituye un
círculo donde los que toman también dan y los que dan tomaron en el pasado. Ahora
bien, lo que es decisivo o constitutivo para la vida generativa —por decirlo así, para el
funcionamiento del mecanismo del reloj de las generaciones— es el hecho de que lo que
los antecesores experimentan como un pasar la vida a otros y a la vez como su deceso
sea experimentado por los descendientes como lo contrario, como un asumir la vida,
como su propio nacimiento. Desde la perspectiva de lo infinito, por tanto, la vida
humana, que es finita, nace de una oposición de dar y tomar, que se manifiesta de
manera intergenerativa; sin embargo, se trata de una oposición que, como tal, no se
experimenta jamás de manera inmediata desde la perspectiva de la vida particular, finita,
la cual, pues, o bien nace o bien muere, la cual o bien pasa la vida como antecesor a
otros o bien la asume como descendiente.
Esta oposición no es otra cosa que la autoexclusión de lo infinito; es aquella muerte
de lo inmortal que viven los mortales, de la que Heráclito habla: pues, si no existiese la
oposición entre nacimiento y muerte, según se presenta de manera intergenerativa, no
habría ninguna vida finita, solo un río ininterrumpido, infinito de la existencia, que
arrastraría todo consigo como un torrente. La muerte se manifiesta, por consiguiente, a la
inversa, ya en el mero «ahí» de lo particular y finito como una negación de lo general,
ideal e infinito. La vida finita, al surgir de una muerte que experimenta como nacimiento
y al seguir una vida que le fue pasada, se origina, por consiguiente, en cuanto tal en una
oposición infinita de dar y tomar, devenir y pasar. Y en el sentido del Ser de esta
oposición, todo nacimiento de los mortales es, efectivamente, ya una muerte de los
inmortales.
130
Pero puesto que también es cierto que la muerte de los mortales es la vida de los
inmortales, puesto que, a la inversa, también lo infinito está mediado consigo mismo
como tal en la autorreferencialidad negativa de lo finito, en el trascenderse lo finito a sí
mismo, se reconstituye lo infinito en la reflexión que el ser humano halla en su Otro.
Precisamente en este reconstituirse de lo inmortal, de lo infinito, en autorrealizaciones
finitas, se hallan aquellos valores inmortales por los que al mismo tiempo existe la vida
finita como tal. Lo que el ser humano experimenta en su quererse-a-sí-mismo como un
deber, no es, por ende, otra cosa que, dicho de manera exagerada, la pretensión de
restablecer aquella infinitud que ha destruido con su nacimiento. Pero sería erróneo
pensar que el ser humano reconstituye así, en la reflexión infinita en su Otro, algo que es
ajeno a su esencia. Como ya hemos dicho: «es inherente», en palabras de Hegel, «a la
naturaleza misma de lo finito trascenderse a sí mismo» y «volverse infinito» (L I, p.
150); al mismo tiempo, es en la propia infinitud e inmortalidad de lo finito donde el ser
humano se une, en la reflexión en su Otro, al fin y al cabo a sí mismo.
Hay que imaginarse la estructura triplicitaria de la generatividad humana, por tanto,
en concreto como un abandonarse-confiarse mutuo de lo finito y lo infinito, como un
abandonarse de lo infinito confiándose a lo finito en la medida en que hay una diferencia,
una oposición entre las generaciones, esto es, entre asumir y pasar la vida. A su vez, lo
finito se abandona confiándose a lo infinito en la medida en que se abandona al seguir
adelante para superar así esta diferencia, esta oposición, precisamente mediante ese
confiarse-a-sí-mismo que en el amor culmina en la entrega a lo amado. Desde el punto
de vista de la finitud, la vida es pasada de esta forma como una antorcha de generación
en generación. Mas, puesto que la muerte o la diferencia entre las generaciones se refleja,
ella misma, en el caso del ser humano como lo vinculante, puesto que la diferencia se da
al mismo tiempo como la solidaridad entre las generaciones, se cierra precisamente aquí
la cadena de las generaciones en un círculo intemporal en el tiempo, que ofrece en sus
momentos particulares —en los miembros y las partes de la vida— la imagen de una sola
cosa.
Con ello, los sujetos finitos reconstituyen lo infinito en primer lugar al referirse
negativamente a sí mismos y al confiarse así, mediante una dialéctica de libertad y
responsabilidad, los unos a los otros. Mas, puesto que al confiarse mutuamente los unos
a los otros se confían en el fondo también a sí mismos, puesto que es, al mismo tiempo,
la propia infinitud de lo finito a la cual se confía lo finito —ahí donde se confía a su Otro
131
—, la propia infinitud e inmortalidad aparece en la cadena de las generaciones para los
padres en forma de los hijos en tanto en cuanto son propios. En la autorrealización
individual, los individuos realizan de esta manera algo general que les es inmanente y que
se manifiesta por esta inmanencia como, o mejor dicho, en los propios antecesores o los
propios hijos. Según esto hay que entender la forma originaria de la reflexión que el ser
humano tiene en su Otro en última instancia como la razón por la que se puede
interpretar la cadena de las generaciones también como un círculo en el que la vida es
llevada de antecesores a descendientes y de descendientes a antecesores. Y puesto que
es, por tanto, la forma individual de la reflexión que el ser humano halla en su Otro la
que hace comprender el sentido del Ser de los hijos en el caso de las personas, puede
incluirse sin perjuicio en este círculo de las generaciones también aquel que no sea, en
sentido biológico, antecesor de descendientes: la paternidad biológica no es, pues, lo
esencial; lo que cuenta más bien es la forma de la autorrealización en el medio de lo
social. Hay que pensar el prolongarse-a-sí-misma de la vida a partir de la adopción de
responsabilidad para la generación venidera —no a partir del niño abandonado—; pues la
existencia de la generación venidera no es un mero factor biológico, sino que existe
solamente como una existencia situada en una relación de responsabilidad.
Así, a diferencia de los peces que ponen cientos de huevos y después se alejan, en el
caso de los seres humanos los hijos se convierten en padres, los antecesores en
descendientes, en la medida en que el ser humano se realiza por medio de un movimiento
de regreso que, como tal, no puede disociarse del principio de responsabilidad y de las
obligaciones morales; de esto se deducirá la idea, viva hasta hoy en numerosos pueblos,
de que la muerte y el morir representan un regreso a los ancestros: un movimiento de
regreso que, al enlazar con ideales humanitarios transmitidos de una forma específica,
tiene un carácter directamente ético. En este movimiento de regreso, se halla la razón de
que —como demostraremos en lo siguiente— la vida humana esté orientada por
naturaleza hacia un comportamiento altruista. Y a la inversa: el deseo de conseguir un
equilibrio interior, una armonía entre tomar y dar en la propia existencia, que finalmente
culmina en el hecho de poder morir al menos sin amargura, no es otra cosa que el deseo
de alcanzar una justicia en la que el individuo se una al final a sí mismo.
Imaginándonos entonces la cadena de las generaciones como un círculo, esta se
presenta, desde esta perspectiva, como la forma de un proceso en el que emana un Ser
temporal de un fundamento de unidad intemporal: si la diferencia entre las generaciones
132
se considera a la vez como lo vinculante, aquello que se presenta como tiempo de la vida
generativa resulta reflejarse también como el tiempo de cierta eternidad. El deseo de una
armonía interior, el pensamiento del morir como un regreso, en este sentido no es otra
cosa que un deseo de integrar la vida propia como totalidad en esta eternidad, en este
fundamento de unidad, en el Todo-Uno. Si contemplamos la cadena de las generaciones
como una balanza, el equilibrio mediado por ella no solo es un equilibrio entre tomar y
dar, libertad y responsabilidad. La cadena de las generaciones, que pone de manifiesto un
pensamiento de justicia, es, más bien, en un sentido muy concreto también, una balanza
del tiempo —un equilibrarse de lo temporal en lo intemporal-eterno.
133
16. Playas de la vida
134
señalado, la conexión entre libertad y juventud, por un lado, y entre responsabilidad y
vejez, por el otro: evidentemente, la juventud está de alguna manera ligada al futuro, la
vejez, en cambio, al pasado; y lo mismo es válido para la libertad y la responsabilidad. La
conexión se muestra abiertamente en el mero hecho de que el joven tiene más libertad
que el anciano, en la medida en que senci-llamente dispone de más espacio para su
propia realización: el futuro se presenta al joven como una amplitud potencialmente
infinita. Además, el joven no se fija en un determinado futuro como el anciano, que lo
hace por las decisiones ya tomadas. A su vez, el anciano debe cargar con una mayor
responsabilidad por el mero hecho de tener que hacerse responsable de una historia vital
pasada más larga. Por lo demás, no es, al parecer, ninguna casualidad que el niño y el
adolescente no puedan asumir todavía ninguna responsabilidad en sentido estricto.
Primero tienen que realizarse como ellos mismos, como personas, y solo una vez
formada la personalidad, pueden hacerse responsables como tales.
En tanto en cuanto la vida humana, en su totalidad, se caracteriza por el hecho de
que el futuro disminuye como espacio de la propia autorrealización durante el proceso en
el que aumenta el pasado de la historia vital, tiene sentido ver la libertad ad hoc en una
relación genuina con el inicio de la vida, y la responsabilidad, por el contrario, en una
relación genuina con su final. No obstante, esta relación cuantitativa, por decirlo así,
entre libertad y responsabilidad se basa, desde el punto de vista del tiempo de la vida, en
el hecho de que libertad y responsabilidad son formas fundamentales en las que se realiza
la vida humana en cuanto tal. Y en el caso de que la vida humana no se realice en el
tiempo, sino como ese tiempo, hay que concluir que libertad y responsabilidad son, ellas
mismas, formas en las que el tiempo se produce a partir de su fundamento originario
intemporal —formas en las que lo intemporal-eterno se temporaliza o bien lo temporal se
perpetúa—.
A partir de este carácter productivo-temporal de libertad y responsabilidad, se deduce
también que hay tantas razones para pensar que la responsabilidad tiene una relación
especial con el futuro como para concebir, a la inversa, la libertad, en cuanto que se
libera a sí misma de un encadenamiento histórico cargado de culpa, a partir de una
relación con el pasado. Concebidas a partir de su relación con el tiempo de la vida,
libertad y responsabilidad son bipolares, y ello en la medida en que, en cuanto formas en
las que el tiempo se produce a sí mismo, deben entenderse a partir de un resultado
sintético en cuyo marco cada una de ellas produce, a su manera, la unidad del tiempo,
135
pasado y futuro en el respectivo presente del sujeto. Ahora bien, a la producción del
tiempo suele llamársela también simplemente el fluir, el flujo del tiempo. Por ello,
libertad y responsabilidad pueden considerarse formas determinadas de fluir, modos de
fluir del tiempo de la vida, que siguen un doble movimiento contrario específico. Como
modos de fluir del tiempo de la vida son, hasta cierto punto, ellas mismas modos en los
que fluye lo infinito en la vida de lo finito. Si esto es correcto, tampoco el tiempo es, a su
vez, nada carente de cualidad, sino que es —como opinaba, por ejemplo, Andréi
Tarkovski— él mismo «el fundamento que alimenta éticamente al ser humano».77 (Con
ello no queda excluida de ninguna manera una relación entre tiempo y paso del tiempo y
de lo malo.)
Ahora bien, teniendo en cuenta que la temporalidad de lo finito se caracteriza, en su
forma ideal, por el hecho de que la existencia experimente su propio futuro como un
acercarse-a-sí-mismo y regresar, y que viva su propio haber-sido como repetición de este
haber-sido, teniendo en cuenta, por tanto, que la temporalidad finita, como tal, es un
círculo hermenéutico entre el regreso que viene del futuro y la repetición del propio
haber-sido, podríamos dividir la dinámica de la mismidad subjetiva en un tiempo de
libertad y un tiempo de responsabilidad: el tiempo de la libertad es entonces el tiempo
del acercarse-a-sí-mismo, el tiempo de la responsabilidad, el de la vuelta-hacia-sí. A este
respecto, hay que resaltar que ambos modos de realización tienen en común que tanto el
tiempo de la libertad como el de la responsabilidad —es decir, la temporalidad de lo finito
como tal— radican los dos en la negatividad que Hegel atribuyó de manera paradigmática
a la esencia que permanece en sus éxtasis temporales a la vez en su unidad. El que la
negatividad de la esencia radique, a su vez, en el hecho de que lo finito se refiera, en
cuanto lo negativo de sí, a sí mismo en su semejante, el ser humano en otro ser humano,
significa al mismo tiempo que libertad y responsabilidad tienen su realidad solo en la
reflexión que el sujeto realiza en su Otro: lo que parece evidente en relación con la
responsabilidad haya tal vez que resaltarlo en relación con la libertad. Mas el que libertad
y responsabilidad sean formas del fluir, de la producción del tiempo, significa también
que el ser humano está confrontado en el Otro no solo con su libertad y su
responsabilidad, sino también con su futuro y su pasado; y ello tanto en el sentido finito,
es decir, en sus contemporáneos, como en el infinito, es decir, en sus padres y sus
propios hijos.
Desde el punto de vista de su doble movimiento contrario, la diferencia de las
136
referencias temporales radica en el hecho de que, en su libertad, el sujeto se ocasiona en
su Otro a partir de una iniciativa propia puramente interior que es, a la vez, externa a la
responsabilidad. La realidad de la libertad consiste, por tanto, en un crecer interior hacia
el ideal de uno mismo inmanente al ser humano, mientras que hay que entender la
responsabilidad a partir de una vuelta o bien a partir de una vinculación de la mismidad
desde la entrega al Otro. Y precisamente en este doble sentido del crecer, por un lado, y
volver, por el otro, la vida humana alberga los principios naturales de juventud y vejez
como superados en sí. De este modo, se puede interpretar, desde luego, como lo hace,
por ejemplo, Hans Jonas, la juventud y el envejecimiento como expresiones metafóricas78
de autorrealizaciones históricas del ser humano; se puede entender la carne del ser
humano como metáfora de su ser-humano, es decir, de la humanidad en general:
juventud y envejecimiento son, no obstante, más que meras metáforas de la vida, en la
medida en que, en su contrariedad, expresan concretamente el hecho de que el ser
humano también se realiza en la contraposición a su Otro como esta contraposición. Por
ello las estructuras generativas del ser humano en general cobran sentido y significado
concreto de su estatus como esencia espiritual, dando así un ejemplo paradigmático; por
ello tienen sus causas finales en valores intemporales sin que ellos mismos, contemplados
aisladamente, sean momentos intelectuales o espirituales. Justo en este sentido son
momentos —incluidos en una totalidad— o bien momentos de la totalidad como la que
se realiza en el ser humano; y como tales momentos son al mismo tiempo formas
fluyentes en las que se expresa una conexión de vida, tiempo y valores últimos en el
lenguaje de la naturaleza. Al igual que cuando en un día de verano la sombra de las
nubes pasa por los campos sin que las sombras mismas sean las nubes, nacimiento y
muerte, juventud y envejecimiento son, en cuanto formas temporales y finitas, la sombra
de cierta eternidad viva, de una totalidad en principio inefable en la que se basa la vida
humana. Como tales sombras del alma son como son, pero también son la imagen móvil
de cierta eternidad.
En el fondo, esta eternidad fluyente y viva no es otra cosa que la unidad del universo,
que en su carácter procesual que contiene un doble movimiento contrario permanece al
mismo tiempo en-uno; y la unidad del universo en el fondo no es otra cosa que la unidad
de la persona, en la medida en que la consideramos como algo que permanece idéntico a
sí mismo desde el nacimiento hasta la muerte, como algo que se realiza a sí mismo
continuamente: libertad y responsabilidad, junto a juventud y vejez, son, por decirlo así,
137
las mareas de la vida humana que en su doble movimiento contrario permanece en sí —
así como el mar no se vacía en la marea baja y marea alta, puesto que en su
contraposición polar, estos dos polos son también momentos complementarios, en los
que se basa el todo—.
Visto así, el universo es ser humano en la medida en que, en su impelerse a sí mismo
hacia el amplio futuro, el Ser del ser humano es al mismo tiempo un infinito entregarse al
Otro, en la medida en que este entregarse, sin embargo, es a la vez un infinito refluir
desde la entrega —un refluir que hace que el tiempo sea aquel río que nunca se vacía—;
y si llamamos al sueño de la juventud la marea alta de la vida, la vejez es, según parece,
la marea baja. Pero de hecho, libertad y responsabilidad son las mareas de la vida
precisamente porque en ellas la marea alta del mar es, en sí misma, el revés: la bajamar,
un retirarse, un refluir infinito de lo mismo en sí; y si preguntamos qué sucede cuando el
agua se retira, hemos de decir que la bajamar descubre las playas que ahora yacen
extrañamente desnudas y sin vestimenta; como si fueran bañistas en la playa que esperan
la nueva llegada de la marea alta receptivos al agua.
Mas las playas también son, ellas mismas, el revés, a saber, el agua, y por ello,
cuando son inundadas por su Otro, solo se unen a sí mismas en su Otro. Y precisamente
por eso, porque, en definitiva, es el ser-otro en el que se encuentra uno frente al otro, es
decir, porque es justamente la diferencia donde se funden los extremos, podemos
entender las autorrelaciones humanas también como un relacionarse-consigo-mismo
objetivo de una totalidad en la que se basa la vida humana. Pero la forma en la que se
basa la vida humana en esta totalidad como lo que es consiste meramente en que se
presupone, por un lado, a sí misma, y que existe, por el otro, solo al recoger esta
presuposición. Según esto, es la manera en la que se produce la autofundación la
responsable de que el retirarse del agua sea, en el caso de la vida, lo mismo que lo que
trae consigo la marea alta; y la marea alta, a su vez, solo puede inundar las playas si se
presupone como el revés de sí, esto es, como la marea baja. En este sentido, la dinámica
de la vida es, como ya hemos anotado, doble: un adelantarse-a-sí-mismo infinito, el
cual, sin embargo, solo puede estar consigo bajo la presuposición del regreso a sí, algo
que ha de producirse de tal manera que la presuposición se encuentre exclusivamente en
este retroceder, en este refluir infinito. Libertad y responsabilidad son este adelantarse-a-
sí-mismo del ser humano, que solo se da en relación con el regreso-a-sí, y fundamentan
la persona en su autonomía desde el punto de vista de la finitud. Pues esta autonomía le
138
corresponde en la medida en que su hacer no es un hacer sin condiciones previas, sino
que la presuposición es, más bien, solo como un ser-presupuesto-para-sí que se
responsabiliza; y al revés, el adelantarse-a-sí-mismo solo se da en el marco de una
repetición, esto es, de una repetición en la que la persona repite aquello que fue una vez,
el pasado de su propia historia vital.
Desde la perspectiva de la finitud, esta repetición consiste concretamente en el hecho
de que el individuo vuelve a sí mismo en cada nuevo instante de su vida en el que llega a
sí, conectando de este modo con su propio pasado. Desde el punto de vista de la
infinitud, esta repetición, a su vez, no es otra que aquella en la que la vida de los
ancestros se transmite y repite en los descendientes e hijos, pues también aquí no solo se
da el hecho de que el morir de los ancianos presupone en todo caso una juventud, igual
que la marea baja presupone la alta. Así, cada generación nueva es como una playa de la
vida que se descubre al retirarse lo viejo. Mas, también en el caso de la cadena de las
generaciones, el retirarse del agua —la relación negativa de lo finito consigo mismo— es
aquello que la marea alta o el sueño de la juventud traen consigo; y la marea alta solo
puede inundar —como ya hemos dicho— las playas, si presupone para sí la vida como el
revés de sí misma: como la marea baja. Mas, si la muerte es, como dice Gerhardt, «la
condición de la libertad de los jóvenes ante la autoridad presente de los ancianos»,79
hemos de decir que esto es válido no solo para la vida generativa, sino también para la
vida individual en general: la autotrascendencia de la vida, la receptividad de las playas de
la vida para lo nuevo, solo es posible con la condición de que el ser humano no tenga que
cargar con la totalidad de su pasado personal, sino que se separe del mismo de manera
que, al hacerlo, quede también superado y conservado. En este sentido, el doble
movimiento contrario de llegada y regreso —junto a la libertad y la responsabilidad y a la
pregunta por el papel de la muerte en la existencia— afecta también a la pregunta por la
constitución de la identidad personal en general.
139
17. Sombra de la muerte
No es, por tanto, ninguna casualidad que el doble movimiento contrario, como subyace a
la dialéctica de libertad y responsabilidad, se nos presente como problema filosófico en el
momento en que partimos, por un lado, de una unidad de la persona, de una
autoigualdad consigo misma de la persona desde el nacimiento hasta la muerte y, por el
otro, de una constitución completamente dinámica de la vida humana como proceso
experiencial. Pues esto solo parece ser posible si concedemos a la muerte un papel activo
en la vida. Montaigne dice: «Tous les jours vont à la mort, le dernier y arrive» («Todos
los días van hacia la muerte, el último llega»);80 y si tiene razón hemos de concluir que
toda la existencia finita se realiza como un proceso a la sombra de la muerte. Pero esta
sombra de la muerte es concretamente una penumbra, una mezcla de luz y oscuridad.
Pues no sabríamos decir con exactitud si la sombra de la muerte, al ir los días de lo finito
hacia la muerte, se hace más larga o más corta. En cierto sentido, parece como si la
sombra que la muerte arroja delante de sí cuando el niño es todavía niño tuviera allí su
mayor longitud, puesto que la muerte es lo más lejano. Cuando, por el contrario, el ser
humano se halla en la mitad de su vida, la sombra de la muerte que se extiende ante él
parece ser igual de grande que la parte que se encuentra tras él. En el caso del anciano,
finalmente, desaparecen todas las sombras, pero solo porque en el lugar de la sombra
aparece la realidad de la muerte. La vida finita es, por tanto, igual de larga que la sombra
que la muerte arrojó en su día ante sí —allí donde todavía esperaba como muerte.
Mas ¿qué sucede si esta sombra que la muerte arroja ante sí es, ella misma, una
forma de lo finito en la que se realiza el Ser?; ¿qué sucede si el ser humano es en sí,
como afirma Píndaro, el «sueño de una sombra»,81 y si lo sombrío, efímero, es parte de
su sustancia, de su esencia? ¿No es entonces la muerte misma la amplitud abierta de un
futuro, si, según dice Shakespeare, estamos hechos de la misma materia que nuestros
sueños? Horacio escribe: «Debimus morti nos nostraque» 82 —nos debemos a la muerte y
le debemos lo nuestro»—, y efectivamente, podremos decir que la sombra que la muerte
arrojó antaño ante sí cuando todavía se esperaba a sí misma es condición de posibilidad
de que la vida humana pueda realizarse como tal en un movimiento de retorno, el cual es
necesario para que exista y pueda llevarse como tal.
En tanto en cuanto el Ser de lo finito es un Ser que es al mismo tiempo un No-ser, en
140
tanto en cuanto lo finito existe solo como un autosuperarse infinito, lo finito es relación
infinita consigo en la medidad en que muere un poco en cada instante. Como ya hemos
dicho: en el caso de las mareas de la vida, el retirarse del agua o la marea baja que
descubre las playas es aquello que la marea alta trae consigo; y la marea alta solo puede
inundar las playas de la vida al presuponerse como el revés de sí misma, como la marea
baja. Desde cierta perspectiva, lo finito va creciendo, por un lado, en la medida en que,
al pasar a otro finito, es la negación continua de cada estado determinado y en que llega
en este sentido infinitamente a sí mismo —en que desemboca, por decirlo así, en la
amplitud abierta del futuro de su propia vida—. Visto así, la niña se convierte en chica, la
chica en mujer, la mujer en anciana, siendo la mujer la negación determinada de la niña y
la anciana la negación determinada de la mujer. En palabras de Hegel, esto es,
evidentemente, la perspectiva de la reflexión interior, determinadora, en la que todo
llegar-a-sí está mediado por su contrario, por un infinito desprenderse-de-sí. En este
sentido, la niña se convierte en mujer al desprenderse de sí como chica y, al
desprenderse de sí como mujer, se convierte en anciana. Mas, puesto que la realidad de
la mujer no solo representa el significado de una posibilidad positiva de realizar la
mismidad, sino asimismo una negación del ser chica y ser niña, es decir, una pérdida
potencial, la reflexión, en la que la niña, al presuponerse en ella el ser chica y ser mujer,
se vincula consigo misma como la mujer que deviene, tiene al mismo tiempo el
significado inverso: no solo se desprende de esta manera de sí misma, sino que también
se refiere a sí misma como ello, su no-ser (como niña y chica): pues la realidad inmediata
de la niña y de la chica —y con ello de ella misma como tal— ha de superarse para que
pueda actualizarse así, en este movimiento de autosuperación, la mujer. Este
autosuperarse es a la vez algo distinto del mero desprenderse-de-sí. Pues la chica que se
ha convertido en mujer no solo ha desprendido lo infantil de sí, sino que también lo
contiene conservado en ella. Pero ¿cómo es posible esto?
Al parecer, la autointegración de las etapas anteriores de la vida en el presente
correspondiente solo es posible porque el morir mismo es una forma en la que se
trasciende la vida. Mas, si esto es así, habría que concebir el autotrascenderse del sujeto
también en un sentido contrario, de manera que aquello a lo que se acerca el sujeto al
avanzar solo deviene como resultado de su autosuperación. Desde esta perspectiva, la
chica es la mujer en tanto en cuanto está mediada consigo misma como chica a través de
la negación de sí misma; y en la superación de la chica a través de sí misma, el mismo
141
convertirse en pasado de la chica es el acercarse a sí misma de la chica como mujer. Lo
inmediato como resultado de dicha autosuperación, por tanto, no es otra cosa que la
reflexión exterior que se une precisamente a sí misma como tal al responder de sí ante sí
misma como lo negativo de sí, como lo Otro. En el sentido de la reflexión exterior, la
mujer no deja meramente atrás a la niña como su negativo, su álter ego, ni se desprende
meramente de sí como niña. El dejarse a sí misma atrás o el abandonar la propia
mismidad es, en sí mismo, una forma activa, creativa, en la que la chica produce a la
mujer. Y precisamente en tanto en cuanto el creativo dejarse-a-sí-mismo-atrás, el
abandonar la mismidad en el devenir-pasado, es, a su vez, una forma activa en la que el
sujeto se une a sí mismo como tal, justo en tanto en cuanto la inmediatez de la esencia
como tal solo existe como inmediatez que se supera a sí misma y regresa en esta
superación, el autodevenir del sujeto adopta el carácter de un movimiento de regreso en
el que, al avanzar, el sujeto enlaza consigo mismo como tal y con ello con el pasado de
su historia vital. El hecho de que el ser humano sea, por tanto, aquella esencia que se
gana como tal en la pérdida, el hecho de que, precisamente al perderse, pueda decir de
manera retrospectiva: esto he sido siempre yo, solo este punto de vista justifica que, en el
caso del ser humano, el envejecimiento no tenga el mero sentido ontológico de un bajar
la marea y vaciarse la vida. Entendido como un refluir-en-sí, el bajar la marea de la vida
implica la idea de una abundancia de lo vivido y lo experimentado, puesto que el refluir-
en-sí de la vida es, en sí mismo, una forma de cosecharse la vida.
Ahora bien, llegados a este punto, es esencial resaltar que este refluir de la vida, este
regreso-a-sí, no es ningún proceso pasivo, sino que nace de una actividad creativa,
espontánea del sujeto. Así, el modo de realización en el que el sujeto vuelve a sí mismo
dejándose a sí mismo atrás —soltando—, conforme a la autosuperación, no es otro que
el de la responsabilidad. Visto de manera arquetípica, el tiempo de la libertad o la marea
alta de la vida consisten en un desprenderse-de-sí que culmina en un llegar-a-sí; la
temporalidad de la responsabilidad o la marea baja de la vida, en cambio, consisten en un
continuo autosuperarse de la mismidad inmediata que culmina en un regresar-a-sí.
Ambos movimientos como unidad entre un llegar-a-sí conforme a un desprenderse-de-sí
y un regresar-a-sí conforme a una autosuperación fundan de manera ideal el eterno
retorno del sujeto en sí mismo, en el que, encontrándose en el tiempo, también está por
encima del mismo: puesto que el niño que llega a anciano llega a sí mismo, y puesto que,
en este sentido, es el mismo ser humano el que regresa a sí, puede sostenerse que ya en
142
la vida individual hasta la muerte no es finalmente otra cosa que la natividad que retorna
eternamente; y en esta unión originaria de nacimiento y muerte, llegar y regresar,
juventud y envejecimiento, la vida es, en un sentido especial, un todo supratemporal.
La totalidad resulta del hecho de que, desde el punto de vista de la libertad o bien del
llegar-a-sí, el tiempo fluye del pasado al futuro, mientras que, desde el punto de vista de
la responsabilidad o bien del regresar-a-sí, fluye del futuro al pasado. Esto quiere decir
que aquel tiempo que tiene su realidad en el proceso de lo viviente existe solo como un
fluir en doble dirección contraria en el presente del sujeto. Con razón, Kierkegaard ya
defendió en este sentido no solo la tesis de que el ser humano se vuelve concreto en
aquel doble movimiento en el que se aleja infinitamente de sí mismo —en un devenir-
infinito de la mismidad— y regresa a sí infinitamente —en un convertirse-finito de la
mismidad—, sino al mismo tiempo que «el devenir uno mismo es un movimiento en el
sitio».83 Pues, en el hecho de que la vida sea, por un lado, un proceso que hace proceso
y, por el otro, un movimiento en el sitio, no se halla ninguna paradoja existencial, sino
solo la comprensión de que la vida humana se refiere a sí en un doble movimiento
contrario, en el que el tiempo como tal se supera en sí mismo en el eterno retorno del
sujeto.
Este doble sentido contrario del movimiento radica, a su vez, en última instancia en el
hecho de que el ser humano en sí se distingue en Ser-para-sí y Ser-para-Otro, por lo que
puede ser considerado tanto desde el punto de vista de su Ser-para-sí como desde el de
su Ser-para-Otro. No cabe duda: tanto en el ámbito de la libertad como en el de la
responsabilidad, el ser humano realiza su esencia de tal manera que, prosiguiendo, se
niega a sí como él mismo y se trasciende en ello; ambos conceptos se refieren al mismo
proceso en el que la persona lleva a cabo su desarrollo en su temporalidad. Mas, puesto
que el ser humano tiene, en primer lugar, la forma originaria de la reflexión en su Otro, y
puesto que con ello ya ha asumido, en segundo lugar, la relación con algo diferente, el
proceso de desarrollo de la persona se presenta, a través de sus transformaciones
temporales, en una perspectiva doble que radica en última instancia en la manera en la
que la persona se encuentra colocada en su entorno social. Si entendemos el curso vital
de un ser humano, en el sentido vertical, como un nexo de instantes particulares, resulta
que también la manera en la que se componen estos instantes, estas partes y etapas
particulares de la vida frente a la forma de unidad supratemporal, en la que consiste
finalmente la persona, está determinada por la forma originaria de la reflexión que el
143
hombre encuentra, en el sentido horizontal, en su Otro: el proceso de la autointegración
del conjunto en sus partes, como se realiza en el medio de lo social, adopta aquí
inmediatamente una función ordenadora en relación con la estructura interna del proceso
de una sola vida que abarca así como totalidad originaria la unidad de sus procesos
parciales. Tal vez no haga falta recurrir a la expresión común de los llamados
«compañeros de una determinada etapa vital» para ilustrar que no hay, por un lado, en el
sentido vertical, del tiempo medible, diferencias entre etapas vitales, fases, instantes,
etcétera y, por el otro, en el sentido horizontal, diferencias entre sujetos que se
encuentran enfrentados los unos a los otros. Más bien es, en última instancia, aquella
relación entre amor y justicia, que existe como un ideal de equilibrio inmanente a la vida,
la que conduce las partes y fases temporales de la existencia a aquel tipo de reunión que
fundamenta el isomorfismo estructural de libertad y juventud y responsabilidad y vejez.
Mientras que en su libertad el ser humano se realiza en la reflexión en su Otro como
algo existente para sí y en este sentido por pura iniciativa propia, mientras que
«muestra», por tanto, «el potencial que lleva dentro» al realizarse de manera especial en
su libertad, se realiza ahora, en la responsabilidad, en un sentido opuesto: como un eco
de sí mismo en el Otro. Desde esta perspectiva, la diferencia entre libertad y
responsabilidad consiste en que en la libertad es el Ser-Otro del Otro lo que se lleva a una
superación, mientras que en la responsabilidad es el Ser-Otro de uno mismo, la finitud y
facticidad propia, lo que se lleva a una superación. Desde el punto de vista de la libertad,
lo general que es inherente a cada ser humano actúa, por ende, como una potencia
sustancial que le permite determinarse a través de su Otro precisamente por el hecho de
superar el Ser-Otro de este. Desde la perspectiva de la libertad abstracta —es decir,
abstrayendo de toda responsabilidad—, el límite dinámico con el Otro no es en realidad
ningún límite, sino el conjunto de la relación en la que uno se determina a través de su
Otro —siempre y cuando tenga la capacidad de imponerse—. Según una expresión
común —«Me tomo la libertad»—, la libertad es considerada como algo que uno se
toma y que, al hacerlo, uno opone a las autorreferencias que dan: a la responsabilidad y
la entrega. Pues, cuando algo se lleva a sí mismo a desplegarse en su libertad, se
«extiende» en el sentido de que introduce cada vez más en la mismidad del Otro el límite
en el que está mediado, en el medio de lo social, consigo mismo en su Otro. Desde luego,
esta automediación en el Otro, en la que el Otro es usado como medio de la propia
autorrealización, a su vez, solo es negativa o destructiva cuando es unilateral, es decir,
144
cuando el uno es para el Otro únicamente un mero medio y no al mismo tiempo un fin,84
pues, si partimos de que el ser humano tiene su reflexión originaria en su otro, toda
libertad, toda autorrealización, es decir, todo contenido vital, está mediado por el
determinarse a sí mismo a través de lo otro. En especial, los amantes se determinan
mutuamente a través de su Otro de tal manera que, al hacerlo, cada uno está, en su Otro,
consigo mismo en un sentido singular.
Pero los amantes no solo reflejan el Ser del Otro como su propia mismidad, sino
también, a la inversa, la propia mismidad como la del Otro —en la que el Otro está
determinado como fin, en la que se halla el equilibrio de dar y tomar que caracteriza una
relación amorosa que funciona—. Pero ¿por qué no se ha de convertir al Otro, en el que
uno está mediado consigo mismo, en un mero medio, sino al mismo tiempo en un fin del
propio obrar?
Según lo dicho hasta ahora, la respuesta parece relativamente sencilla: el papel
funcional, que el principio de la responsabilidad ha de asumir como una forma de
convertirse lo finito en algo temporal en el desarrollo de la personalidad, consiste en
permitir una reintegración continua del pasado histórico-vital propio en el presente propio
y con ello en facilitar una vinculación continua con la historia propia. Pues quien solo se
hace valer en su libertad tal vez llegue a sí mismo, mas no regresa, al hacerlo, a sí
mismo. Y precisamente porque no regresa a sí, no llega al final a sí, sino que se consume
por dentro. El punto esencial consiste aquí en el hecho de que el ser humano, al
determinarse a sí mismo a través de su Otro, se transforma a la vez: y así tiene que
colocar en el lugar de su mismidad antigua su nueva mismidad diferente —como cuando
una pieza reemplaza en una partida de ajedrez otra pieza batida—. Esto, sin embargo,
solo es posible si el sujeto se delimita y separa de sí mismo. Pero delimitarse y separarse
a sí mismo de sí, ser la marea baja de uno mismo que descubre y abre de nuevo las
playas de la vida de tal manera que se hacen receptivas para lo nuevo, esto solo puede
realizarlo el ser humano si se delimita a sí mismo de sí en su Otro: necesita a su Otro,
pero ahora como un medio para deshacerse de sí mismo, para poder soltarse. Por ello, el
obrar que asume responsabilidad, un obrar que tiene la forma racional de la entrega a la
vida del Otro, desde el punto de vista de su contribución al desarrollo de la personalidad
propia no es otra cosa que un hacerse-receptivo para lo nuevo, es decir, un liberarse a sí
mismo hacia la libertad, que encuentra su realidad únicamente en una autosuperación
continua. Como reconoció en especial Kierkegaard, la problemática de la vida humana no
145
solo consiste en desprenderse a sí mismo de sí, en negar todo estado determinado y
trascenderse al hacerlo como uno mismo en su libertad. Sino lo que es igualmente
relevante, es el revés, a saber, dejar caer lo otro y antiguo, que uno mismo es, en el
morir, en el No-Ser, de manera que este morir y soltarse continuado de la mismidad
propia sea, a su vez, un tipo de autorreferencia constructiva, una superación de la
paralización y con ello un apropiarse creativo del propio pasado.
Visto así, el ser humano es, en primer lugar, una cosa finita, pero es un tipo especial
de cosa, la cual lleva, al proseguir, lo que caracteriza la cosa en sí —lo que es ella misma
como cosa— a la superación. Mas solo puede desprenderse de lo que hay de cosa y
exterioridad en él si se refiere a sí mismo de manera negativa en el sentido concreto de
que al hacerlo, el Ser del Otro, el de todos los demás, queda establecido como fin. Pues
únicamente cuando se aspira a sí mismo como tal en el Otro, es decir, en lo que no es, el
ser humano se relaciona concretamente con lo no-existente que él mismo es, y regresa a
sí en esta relación reflexiva en su Otro; solo por medio de su ser-para-Otros, de su propio
No-Ser, puede delimitarse a sí mismo de sí, de manera que este delimitarse-a-sí-mismo-
de-sí sea, a su vez, una forma de autoapropiarse. Por ello, los lagartos y las serpientes al
crecer mudan la piel, desprendiéndose de este modo de lo que se ha hecho viejo en ellos;
el ser humano, en cambio, acercándose a su fin en relaciones que asumen
responsabilidades, rejuvenece al envejecer. El hacerse responsable de sí y entregarse a lo
general es por ello un proceso dialéctico, esto es, un desprenderse en el Otro, el cual,
como tal, es al mismo tiempo una autorrelación: lo es como un desprenderse de lo que es
externo a una mismidad, de lo que está condenado, por tanto, a envejecer y perecer. Por
consiguiente, quien no se hace nunca responsable ni se entrega jamás, establece, al actuar
de esta manera, necesariamente relaciones narcisistas tanto consigo mismo como con una
cosa en el mundo objetivo, y se vuelve exterior a sí. Ciertamente, este ser exterior a sí
mismo puede manifestarse en numerosas formas, como estupidez, indiferencia, estrechez
de miras, ignorancia o codicia de riquezas materiales. Quien no se desprende a sí mismo
de sí en el sentido concreto de que supera al proseguir en su Otro lo que es exterior a él,
se vuelve al final repugnante: se convierte en una mera caricatura de lo que el ser
humano es en sí.
Visto así, el curioso pensamiento de Schelling, según el cual la «verdadera libertad no
consiste en el Ser —en el manifestarse—, sino en el No-Ser— en no poder
manifestarse»,85 no es tan paradójico como podría pensarse en el primer momento. Pues
146
la presuposición en la que consiste la libertad se halla también en el doble sentido
contrario, según el cual el ser humano es la inmediatez de la que se desprende y en la que
llega a sí mismo únicamente en la reflexión en la que esta se refleja solo como inmediatez
que ha asumido responsabilidad, es decir, que se supera a sí misma: como presuposición
de la libertad, el principio de la responsabilidad es tanto una presuposición cuanto un
fundamento de la libertad humana; es punto de partida del desprenderse-de-sí y punto
final del llegar-a-sí; y sin embargo, solo es real en esta libertad. El ser humano tiene, por
ende, literalmente la responsabilidad, porque se origina como ser individual en una
autodiferenciación de lo general; y se realiza a sí mismo en la acción responsable en la
que supera esta diferencia que él mismo es, es decir, a sí mismo como tal. De esta
manera, el principio de la responsabilidad confiere a la vida humana como tal una forma
en la que, a diferencia del animal, llevado por sus impulsos, el ser humano puede adoptar
únicamente en su libertad una actitud consigo mismo como la libertad que es él mismo.
El egoísta radical, por el contrario, actúa sin reservas, no tiene ninguna actitud. Pero
justo porque no tiene ninguna actitud, actúa sin presuposición, pues lo que se pone de
manifiesto como déficit evidente en la ausencia de reservas en la que impone sus fines es
la falta de vinculación con su propio pasado histórico-vital, consigo mismo —la
vinculación con el fundamento del que procede su Ser—. Y finalmente, en la medida en
que esta vinculación con el propio pasado histórico-vital está mediada por una
autosuperación, que solo es real cuando el Ser de Otro está establecido como fin, sería
erróneo identificar comportamientos egoístas exclusivamente con cierta dureza —
partiendo, por ejemplo, de manera cruda del survival of the fittest de Darwin—, y al
revés, acciones altruistas solo con cierta blandura o complacencia. El egoísta radical está,
más bien, debilitado en el sentido de que es demasiado complaciente consigo mismo; y al
revés, el altruista convencido de que se prohíbe todo lo que les concede a sus semejantes
está endurecido en el sentido de que tiene una actitud distanciada u hostil hacia sus
propios impulsos vitales y con ello en última instancia también hacia los seres humanos
que desean, a la inversa, estar cerca de él como persona: al ser ante todo ser-para-Otros,
se evade como algo concreto que está enfrente, e impide que alguien pueda ir hacia él y
estar cerca de él. Las dos formas extremas, las cuales se presentan como formas de
autorrechazo humano que tienen que ver con una relación accidentada con el pasado o
futuro, pueden interpretarse, por tanto, como modos de autorreferencia humana en los
que fracasa inevitablemente la autotrascendencia de la vida humana.
147
Habrá que pensar una relación amorosa o una vida en común lograda, por el
contrario, a partir de una dialéctica en la que queda superada la oposición de medio y fin,
egoísmo y altruismo. Los amantes se necesitan mutuamente y se construyen el uno sobre
el otro sin convertirse en objetos de uso para el otro ni abusar del otro, porque existen a
partir de un fundamento común en el que ha sido trascendido ya su estatus como sujetos
individuales. Desde esta perspectiva, una relación amorosa se da cuando se disuelve en
una relación entre dos seres la oposición de ser-para-sí y ser-para-Otros al compartir
conjuntamente la vida. De esta manera, la unidad compartida de la relación absorbe la
oposición que se origina en una relación tradicional entre medio y fin, puesto que al estar
ahí para el otro, cada miembro de la pareja es a la vez inmediatamente ser-para-sí.
Desde luego, es posible que se genere, en especial en una relación de pareja, un
desequilibrio entre el dar y tomar, entre fin y medio. Pero este desequilibrio se origina allí
donde puede aparecer: en la relación de pareja como tal, y no solo en la persona de la
pareja, puesto que en cada relación de pareja se encuentra mediado un equilibrio (o
desequilibrio) específico entre dar y tomar. Esto es lo que distingue una relación de
pareja de una relación comercial, en la que la relación como tal no es la finalidad de la
actuación del socio, sino que consiste en objetivos que van más allá de la relación. En
una relación de pareja, por el contrario, las dos personas «invierten» tiempo y energía
«en la relación común», con la esperanza de que la fuerza y la estabilidad crezcan a
partir de la relación. Si se frustra esta esperanza, se rompe la relación de pareja. En una
relación amorosa se muestra, por tanto, la verdad de que el conjunto es más que la suma
de sus partes. Es precisamente este «conjunto» que contiene la oposición entre Yo y Tú,
el que hace, desde la perspectiva que hemos desarrollado aquí, que la vida individual
tenga la forma de un retorno en el que el ser individual se vincula, al avanzar hacia el
futuro, también sin cesar con su pasado.
148
18. Edad de la vida
149
parece como algo asimétrico con respecto a las edades de la vida. Pues el principio de
responsabilidad, en el que el individuo se supera en su inmediatez, superando así la
oposición con lo general que es en sí, presupone que se ha originado y realizado ya en su
individualidad: el unirse a sí mismo en el regreso a sí presupone una oposición
desarrollada entre lo particular y lo general (y con ello un individuo autónomo), de cuya
superación saca su sentido el movimiento de regreso. Hegel ya defendió en este sentido
la tesis de que lo particular y lo general están unidos tanto al comenzar como al terminar
la vida; con la única diferencia de que la vida infantil no se ha abierto aún a la diferencia,
mientras que la persona mayor la ha dejado detrás: «Al segregarse el alma que al
principio es completamente general de la manera que hemos indicado, y al determinarse
finalmente como particularidad, como negatividad, entra en oposición a su generalidad
interior. Esta contradicción entre la particularidad inmediata y la generalidad sustancial
presente en la misma fundamenta el proceso vital del alma individual; un proceso a través
del cual se hace corresponder su particularidad inmediata con lo general, se realiza esta
en aquella, y se alza así la primera sencillez simple del alma consigo misma a una unidad
mediada por la oposición, se desarrolla la generalidad al principio abstracta hacia una
generalidad concreta».86 Lo decisivo de esta observación es que Hegel interpreta primero
—igual que nosotros aquí— las estructuras fundamentales de la generatividad humana de
manera triplicitaria, en la cual presupone luego una racionalidad interior. «El proceso de
desarrollo del individuo humano natural», dice Hegel expresamente, «se descompone
ahora en una serie de procesos, cuya diversidad se basa en la relación distinta del
individuo con el género y funda la diferencia entre el niño, el hombre y el anciano. Estas
representaciones son representaciones de las diferencias del concepto» (Enz. III, p. 77).
Así pues, en general, Hegel también distingue entre tres etapas de la vida —niñez, vida
adulta y vejez—, que surgen directamente de la dialéctica entre lo particular y lo general.
Por su parte, subdivide la edad infantil en tres o cuatro fases, si contamos también el
«niño idéntico a la madre» que aún no ha nacido, como sugiere Hegel (Enz. III, p. 78).
«El niño que aún no ha nacido todavía no tiene», según Hegel, «ninguna
individualidad», al menos ninguna que «se relacione de manera particular con objetos
particulares, que recoja algo externo en un punto determinado de su organismo. La vida
del niño que aún no ha nacido se parece a la de la planta. Así como esta no tiene ninguna
intususcepción que se interrumpa, sino una alimentación que fluye continuamente, el
niño se alimenta también primero mediante un permanente succionar y no dispone
150
todavía de ninguna respiración que se interrumpa.» En este sentido —dice Hegel—, el
nacimiento es «un salto tremendo»: «A través del mismo, el niño sale del estado de una
vida sin oposición alguna al estado de la segregación; —a la relación con luz y aire y a
una relación que se desarrolla cada vez más hacia una objetualidad particularizada y en
especial hacia una alimentación particularizada»— (Enz. III, p. 79). Hegel contempla la
primera infancia exclusivamente desde el punto de vista de la ausencia de oposición, de la
integración del niño en la familia: en la infancia, la experiencia de la unidad inmediata del
niño con los padres es «la leche materna espiritual a través de cuya succión prosperan los
niños». Como espíritu objetivo que se manifiesta, la familia forma, según Hegel, «una
persona» (Enz. III, p. 81), un sujeto de derecho, esto es, una unidad mediada entre lo
particular y lo general, que el niño presenta en una forma que es una inmediatez simple.
Partiendo de Freud, Erikson defiende también de manera parecida la tesis de que,
especialmente en los primeros años de vida, se construye aquella confianza originaria
que hace posible que la persona tenga durante toda su vida confianza en otros y con ello
en sí mismo. A continuación, Hegel divide la primera infancia en dos fases (edad lactante
y de niño pequeño; edad de juego y escolar). Sus observaciones parecen, sin duda, muy
ingenuas frente a los conocimientos de la psicología del desarrollo actuales, como los que
se encuentran ya en Erikson.87 Lo que es decisivo para nuestra argumentación es solo el
hecho de que, en las primeras fases de la infancia, el proceso de desarrollo del ser
humano se caracteriza, según Hegel, por un conflicto de ambivalencia, en el cual la
unidad inmediata de lo particular y lo general, la absoluta ausencia de oposición, se
transforma en una oposición; una contraposición en la que el niño, por una parte,
aprende a captarse como tal, como Yo, a diferencia del Otro y, por la otra, tiene el deseo
de superar de nuevo esta autodiferenciación entre Yo y mundo, particularidad y
generalidad. Este conflicto de ambivalencia entre la pérdida y la recuperación de la
unidad con lo general alcanza su punto culminante, según Hegel, en la pubertad.
Al entrar en la misma, nace en el adolescente «la vida del género» (Enz. III, p. 83),
un proceso que ocurre de manera doble: por un lado, busca la unión sexual, pero, por el
otro, se siente atraído, en un sentido intelectual, por lo «general sustancial», por el ideal:
de esta manera, el adolescente se distingue de la niña o del niño por el hecho de que el
ideal ya no se le presenta en la figura de esta o aquella persona, de los padres o
conocidos, sino de manera abstracta; como constatan tanto Hegel como Erikson, van
surgiendo al mismo tiempo perspectivas ideológicas sobre el mundo, se va formando una
151
imagen del mundo. Mas aun así, en esta etapa, el ideal tiene todavía fuertes rasgos
subjetivos, es decir, lo general es concebido como ideología, y esta especialmente como
ídolo —en la estrella del pop, el escritor, la artista o el revolucionario—, un ídolo que
encarna los ideales con pelos y señales y hasta la última faceta de su esencia de manera
pura, perfecta, incluso dolorosa. En la medida en que, con ello, el ideal todavía
proporciona una figura identificatoria subjetiva cuyo ejemplo se sigue, se muestra aquí,
por un lado, que en la pubertad lo general experimenta una subjetivación a partir de la
cual se dirige generalmente contra el mundo objetivo creado por la generación de los
padres. Por el otro, la sobreidentificación con el ídolo que no soporta ninguna crítica no
es, como opina Erikson, más que una estrategia de defensa contra la difusión de la
identidad, que aparece aquí precisamente porque es la fase en la que el joven construye
su identidad como ser humano. Con el fin de la pubertad y la entrada en el mundo adulto
se alcanza, en la visión de Hegel, un máximo de oposición entre lo particular y lo general:
como individuo que ha madurado, el ser humano se ve ahora ante la tarea de tener que
resolver esta contradicción en doble sentido; es decir, por un lado, debe aprender a
construir una relación íntima diferente en lugar de aquella intimidad mediada por los
padres y, por el otro, ha de aprender a proporcionar realidad objetiva a aquellos «ideales
de la juventud» que el ídolo representa subjetivamente.
En cierta ocasión, se le preguntó a Freud qué era, según su opinión, lo que debería
saber hacer una persona normal, sana y adulta. Se dice que Freud dio a esta pregunta
compleja una respuesta sorprendentemente sencilla: «Amar y trabajar». Precisamente
por su sencillez arcaica, esta breve fórmula parece adecuada para caracterizar la
dialéctica a partir de la cual puede entenderse el doble movimiento entre llegada y
regreso, libertad y responsabilidad. La vida de la persona adulta se caracteriza por la
doble tarea de realizarse, en primer lugar, dentro de su individualidad en su
universalidad y, en segundo lugar, de percibirse, al revés, en su universalidad como
unicidad individual. Mientras que el ser humano realiza así la universalidad de su
esencia sobre todo en su trabajo, que precisamente por ello es un proceso social, se
realiza en su individualidad sobre todo en la relación amorosa: en ella, los amantes se
aseguran, como lo formula Gerhardt, de su individualidad, su esencia insustituible e
irreemplazable como tal. Pues no debe ser aquí «ni el origen noble, ni la posición social,
ni la mera juventud o incluso riqueza, sino solo la irrepetible peculiaridad de esta otra
persona» 88 lo que fundamente el respeto mutuo de la individualidad de los amantes.
152
También Erikson llegó a la conclusión de que precisamente la primera etapa de la vida
adulta tiene como finalidad individualizarse de manera que se pueda vivir a la vez la
intimidad en una relación de pareja y la solidaridad en una comunidad de trabajo. En
esta relación de la individualidad con la intimidad y solidaridad, se pone a la vez de
manifiesto que la individualidad solo es lo que es en su relación con la universalidad, que
es en sí.
Al fin y al cabo, esta universalidad se manifiesta también en el niño que puede nacer
de la relación entre dos individuos únicos. La familia como forma de unidad en la
dualidad es, por tanto, expresión inmediata del hecho dialéctico de que el ser humano, al
encontrarse en la oposición a su Otro, está a la vez identificado consigo mismo. Pues,
como ya hemos dicho: una relación amorosa que funciona presupone que los amantes
logran crear un centro vital común. En cierto modo, el niño es este centro interior, pero
al mismo tiempo existe como realidad exterior, autónoma; y en tanto en cuanto los
padres están mediados consigo mismos como padres en el hijo, viven el crecer y florecer
del niño de manera inmediata como una relación consigo mismos, esto es, como una
relación que proporciona un contenido vital a su propia vida: en la medida en que los
padres se hacen responsables en sus hijos, regresan de manera inmediata a sí mismos
como tales. También Erikson concibe así el papel que la generatividad entendida como
creación de descendencia debe tener en el desarrollo de la personalidad de los padres, el
deseo de generatividad, en oposición a un estancamiento, un detenimiento personal en el
que, en su opinión, puede caer más fácilmente el adulto que renuncia a tener hijos:
«Generatividad es», afirma Erikson, «en primer lugar el interés en producir y educar a la
generación siguiente, aunque también hay personas que por circunstancias afortunadas o
por talentos especiales no encauzan este impulso hacia un niño, sino hacia una actividad
creativa distinta que puede absorber su parte de responsabilidad paternal o maternal. Es
esencial entender que estamos hablando de una fase de crecimiento de la personalidad
sana y que, en el caso de que cese del todo este enriquecimiento, se produce una
regeneración de la generatividad hacia un deseo doloroso de pseudointimidad, que se une
a menudo a un sentimiento prepotente de detenimiento y empobrecimiento en las
relaciones interpersonales. Personas que no desarrollan ninguna generatividad tienen a
menudo la sensación como si fueran su propio hijo único: empiezan a mimarse a sí
mismas».89 No obstante, Erikson vuelve a resaltar en lo sucesivo que la mera producción
de descendencia no es lo que importa aquí, cuando se trata de aportar «su parte de
153
responsabilidad» a la generación siguiente. Lo que es esencial en el marco de la
perspectiva que hemos desarrollado aquí es, más bien, el hecho de que Erikson
contraponga el principio de la responsabilidad al estancamiento y detenimiento narcisista,
de que lo entienda así como principio dinámico a partir de su contribución constructiva
en la autointegración del ser humano. Habíamos interpretado el principio de
responsabilidad como un movimiento de regreso del que el proceso de envejecimiento del
ser humano extrae su sentido.
En cierto sentido, la edad es, como opina también Hegel, una vuelta a la unidad sin
oposiciones entre Yo y mundo, sujeto y objeto, como se dio en la niñez. Solo que en el
caso de la persona mayor, esta unidad está mediada por la oposición superada entre lo
particular y lo general. Por ello, el estado ideal de la persona mayor es, como opina
también Erikson, el de una autointegridad perfecta —un haber del todo recordado a partir
del desprendimiento—. Erikson entiende por integridad «la suposición de su solo y único
ciclo vital y de las personas que necesariamente debían estar en él y que no pueden ser
sustituidas por otras». Este tipo de integridad se opone así, según Erikson, a todo tipo de
desesperación que pueda surgir de una carencia, de una pérdida de una «integración
acumulada del Yo»,90 una desesperación a la que se une, según el autor, a menudo un
hastío, un tedio vital y un miedo inconsciente a la muerte. En el marco de la perspectiva
que hemos desarrollado aquí, aquello que Erikson llama integridad en realidad no es otra
cosa que el equilibrio entre autorrealización vital y autoapropiación en el regreso a sí, en
el que la vida humana se realiza en un ideal de justicia que lleva dentro y en el que se une
solo a sí misma.
Con la edad que se supera en la muerte se cierra el ciclo de figuras en el que concluye
la vida subjetiva. Se muestra así como una forma cerrada por nacimiento y muerte, que
está identificada consigo misma como tal en la producción de una autodiferenciación en
un doble movimiento contrario. Mas, como eterno retorno, la forma solo existe en cuanto
este doble movimiento contrario, en cuanto diferencia entre llegada y regreso, juventud y
envejecimiento. Y lo hace de manera que es una forma intemporal por el mero hecho de
que actúa como autosuperación de aquella autodiferenciación de lo particular y lo general
en la que se basa como forma. Sin embargo, el doble movimiento contrario que le es
inherente a la vida como tal es al mismo tiempo su temporalidad en cuanto tal. Según lo
dicho, la vida humana forma en la sucesión de las edades de la vida un ciclo cerrado de
figuras, porque representa la idea intemporal del ser humano como tiempo. Pero puesto
154
que, a la inversa, la idea tiene su realidad solo en tanto en cuanto se temporaliza, la
sucesión de edades de la vida —concebida a partir de lo finito— no es otra cosa que un
perpetuarse de lo temporal: la sucesión misma de las edades de la vida es la forma en la
que el ser particular participa de lo general intemporal y en la que se hace objetivamente
inmortal.
155
19. El tiempo del mundo
¿Qué relación hay, según lo dicho, entre el hecho de que la vida individual, subjetiva,
disponga de tres etapas vitales, de tres partes —infancia, adolescencia y edad madura—
y la estructura triplicitaria objetiva de las generaciones —abuelos, generación intermedia
y niños—? ¿Y qué relación hay entre esta triplicidad doble y la realidad de lo general que
se vive de manera subjetiva como amor y se representa objetivamente como la realidad
de una justicia, como el ideal de un equilibrio entre tomar y dar en la cadena de las
generaciones?
En las tres edades fundamentales de la vida, la autointegración de la totalidad
universal en sus partes —los individuos— se representa, según parece, a partir de las
partes particulares, esto es, de los sujetos particulares, mientras que en la estructura
triplicitaria de las generaciones, la autointegración de la totalidad en sus partes se
representa a partir de la totalidad como algo objetivo. Dicho de otra manera: la
autointegración de las partes en la totalidad universal —el recorrer las edades de la vida
— tiene su realidad objetiva en la vida vivida, la autointegración de las partes en la
totalidad tiene su realidad en la vida vivida de manera subjetiva; la primera se presenta
en la cadena de las generaciones en la infancia, adolescencia y edad madura, la segunda
como antecesores, generación intermedia y descendientes. Podemos entender la segunda
—la estructura triplicitaria de las generaciones— a partir de un temporalizarse lo eterno,
de una esencia general inmortal, así como podemos interpretar lo primero, la dinámica de
las edades de la vida, a su vez, a partir del proceso del superarse del sujeto en lo general-
intemporal.
Con ello interpretamos en cierto modo el Ser del tiempo a partir del ser humano, de la
subjetividad racional. Y en efecto: si Platón tiene razón con su intuición de que alguna
vez el hombre y la mujer, unidos por la espalda, formaban un solo ser, al que dioses
envidiosos cortaron en dos, en el marco aquí desarrollado hemos de entender el espacio
como ese corte y el tiempo como el cortar de los dioses. Mas aunque a veces ese corte
se sienta como una separación dolorosa y aunque se viva, en ese sentido, el tiempo como
un gran poder, no es tan profundo e incisivo como para que los seres humanos queden
de manera absoluta cortados los unos de los otros en el espacio y el tiempo. El espacio y
el tiempo son, más bien, los aspectos puramente formales de aquella división compartida
156
en la que el ser humano comparte su vida con su Otro. Pero en la medida en que, en
primer lugar, esta división compartida representa también, en el caso de las personas, el
principio de su autointegración, el espacio y el tiempo son autointegración solo en
relación con aquella —son ordenaciones integradoras abstractas, y solo en ello
encuentran su Ser—. Y en la medida en que el ser humano se realiza, en segundo lugar,
como tal en esta división compartida de manera que esta quede al mismo tiempo
superada, el hombre se realiza asimismo en el tiempo, de manera que este quede
superado como tal en un plano ideal. El hecho de que, como resaltó Kant, «el yo fijo y
permanente [...] constituye el correlato de todas nuestras representaciones» (KdrV, A
123), de que el tiempo, según lo vive el ser humano, «[n]o es [...] el que pasa» sino que
«es, por su parte, permanente y no transitorio» (A144, B 183),91 es solo una
consecuencia, desde nuestra perspectiva, del hecho de que la esencia del ser humano
consiste en unirse en la reflexión que tiene en su Otro infinitamente consigo mismo.
Así pues, el ser humano es en cierto modo el tiempo del mundo, está unido al sentido
de unidad de lo temporal: no es que produzca en su particularidad su propio tiempo; pero
en la constitución generativa de su vida sí lo hace en el sentido de que le da estructura y
unidad, por la sencilla razón de que existe como tales estructura y unidad. Si bien es
verdad que las otras cosas de la naturaleza también se realizan en el tiempo, no se
realizan, sin embargo, como las mismas. Pues el tiempo y el espacio son la fuerza de una
esencia general o una totalidad que las cosas naturales son solo en sí, pero cuya
autorrelación no son para sí como tales: por tanto, no se puede decir que una piedra o un
animal tenga futuro o pasado, precisamente porque no es capaz de dirigirse al futuro,
hacia el que se desarrolla su existencia, como el suyo, ni mucho menos de apropiarse de
manera creativa de su pasado «histórico-vital».
Si es verdad que debemos concebir el Ser del tiempo a partir de la subjetividad
racional, debemos entender, por consiguiente, este temporalizarse de la esencia general
intemporal, como se expresa en la estructura triplicitaria de las generaciones, finalmente
como el tiempo objetivo, cronológico como tal: como aquel tiempo que transcurre
objetivamente de manera lineal, que la ciencia natural y los relojes miden. Con ello, sin
embargo, se formula a la vez la tesis de que el tiempo cronológico dispone de una
estructura ordenadora objetiva que hay que concebir a partir de su relación con un orden
de justicia, es decir, con una autointegración perfecta de la totalidad en sus partes: lo que
existe como tiempo cronológico es, por tanto, aquel equilibrio entre dar y tomar, asumir
157
y transmitir vida. Así pues, el tiempo cronológico no existe, como podría pensarse, en
calidad de mera sucesión de nacer y perecer, de nacimientos y muertes —como el tictac
del reloj—. Más bien, presupone para sí mismo la diferencia entre nacer y perecer como
autodiferenciación objetiva, como diferencia entre el todo y la parte, el género y el
individuo, y solo existe en la superación de esta autodiferenciación en la medida en que la
lleva a nivel ideal a un corresponderse objetivo entre lo general y lo particular. Con ello
es una esencia general con una estructura procesual, que está mediada consigo misma a
través de una autodiferenciación dinámica y que se corresponde consigo misma
precisamente en esta autodiferenciación, a la que se debe toda individualidad.
Con la dinámica y la temporalidad objetiva, que le son inherentes a la estructura de la
cadena de las generaciones, no solo se presenta un sentido general de justicia que se
encuentra en cada persona. En la medida en que el ser humano se percibe, más bien, en
el regreso a sí como alguien que debe su vida a una autodiferenciación de una esencia
general juzgada como Yo y Tú —una esencia general que es condición de posibilidad de
tal movimiento de regreso—, es también capaz de confrontarse consigo mismo y hacer
balance sobre sí y su vida entera de manera que este balance esté en relación con algo
parecido a una gratitud de vida —una gratitud por la propia existencia vivida como tal—.
En esta gratitud —o también amargura—, se entrelaza un amor que encuentra su
realidad únicamente en la reflexión en el Otro con una justicia en la que se supera la vida
propia en su totalidad. Conforme a esto, cada vida vivida contiene en sí misma una
escala objetiva para medir hasta qué punto hay que entenderla como lograda o fracasada
—hasta qué punto «tuvo» objetivamente «sentido»—. De todo esto, sin embargo, no
solo hay que deducir que este sentido, en el que se supera la vida en su totalidad, solo
puede darse como tal en la reflexión en la que un individuo vuelve sobre sí. Puesto que la
universalidad como tal solo es real en la forma de la individualidad, parece, más bien,
haber suficientes razones para pensar que incluso el sentido objetivo que pueda tener una
vida individual está constituido individualmente. Resulta evidente que no puede decirse
en qué podría consistir el sentido objetivo de la vida como tal, si no se quiere sacrificar el
valor que la existencia individual tiene en sí y para sí a un ideal abstracto, general. Pero
quizá este carácter inefable no sea más que un indicio de la constitución individual del
sentido de la vida en su totalidad, en la medida en que es propio del lenguaje no poder
pronunciar, no poder «decir» nada que sea único como lo que es. Por ello lo indecible
del sentido de la vida no es un argumento contra su existencia objetiva.
158
La reflexión en la que un individuo se vuelve sobre sí mismo y se pregunta en qué
medida puede considerar su propia vida como lograda o fracasada —si tiene o ha tenido
sentido— no solo presupone, sin embargo, una totalidad objetiva como forma ideal de la
vida individual, sino también una relación de las partes de la vida vivida con este ideal.
Así pues, para Agustín, por dar un ejemplo extremo, pueden culminar todos los
acontecimientos de su vida en el momento de la conversión, y ello de manera que, para
él, el solo acontecimiento de la conversión abarque la totalidad de su vida como totalidad
plena de sentido objetivo. Pero con ello se pronuncia al mismo tiempo una relación
interna de cada momento particular de su existencia, de cada proceso parcial, con este
solo momento de la forma, puesto que no se ha de entender la relación que las partes de
la vida vivida subjetivamente tienen con este ideal inmanente como una relación externa.
Es, más bien, real como unidad de sentido vivida individualmente en el deseo humano
que consiste en un entender y ser transparente de la vida como tal. Ahora bien, según la
perspectiva desarrollada aquí, esta unidad de sentido individual solo encuentra su realidad
en la forma del retorno a través del cual la existencia subjetiva se refiere a la totalidad
objetiva. Como ya hemos dicho: en su temporalidad finita, la existencia vive su propio
carácter futuro como un acercarse a sí misma y su propio haber-sido como la repetición
de este haber-sido. Precisamente aquí, la existencia se revela como un círculo
hermenéutico en el que el entendimiento presupone en cualquier presente la relación con
una totalidad intemporal como totalidad plena de sentido. Este proceso, en el que se
superan las partes de la vida en la unidad de sentido, tiene su realidad en la dialéctica de
llegada y regreso, que se expresa, a su vez, en la sucesión de las edades de la vida. Si
concebimos el tiempo cronológico a partir de un temporalizarse de una esencia general
que proporciona la forma ideal de la existencia vivida, podemos entender, como ya
hemos señalado, esta dinámica al revés como un superarse de lo temporal en lo
intemporal. Por ende, esto es en sí el mismo proceso que el del tiempo cronológico; solo
que aquí el proceso de integración de las partes en su totalidad se presenta de manera
subjetiva, es decir, desde la perspectiva de la existencia particular, del individuo: en el
sentido de aquel orden según el cual dividimos el tiempo en presente, pasado y futuro a
partir de la experiencia subjetiva.
Por tanto, habrá que decir que, en sí, el temporalizarse de lo eterno es idéntico al
proceso del perpetuarse de lo temporal; en sí, el tiempo de la vida y el tiempo
cronológico son idénticos en la medida en que, en sí, la eternidad es también tiempo, y el
159
tiempo, a su vez, eternidad. Justo esta forma de eternidad viva era probablemente lo que
Nietzsche intentó captar conceptualmente con su doctrina del eterno retorno: pues esta
extrae, como ya suponía Marcuse, «todo su sentido de la frase central de Nietzsche de
que todo placer quiere eternidad»;92 quiere que el placer mismo y todas las cosas
perduren eternamente. Pues, en la visión de Nietzsche, la eternidad o el deseo de
eternidad es la autoafirmación del Ser, la voluntad originaria de todo lo existente como
tal:
Todo se va y vuelve; eternamente gira la rueda del Ser. Todo muere, todo resucita: eternamente transcurre el
año del Ser.
Todo se desintegra y se reintegra; eternamente se construye el mismo edificio del Ser. Todo se separa, todo
se junta de nuevo; eternamente permanece fiel a sí mismo el anillo del Ser.
En cada instante comienza el Ser; alrededor de cada Aquí gira la esfera Allá. Por doquier está el centro. La
senda de la eternidad traza un círculo. 93
Pero Nietzsche, que concebía el eterno retorno como eterno retorno de lo mismo, que
pensaba que todo acontecimiento finito debía retornar como tal para que la figura del
retorno tuviera realidad, ignora que el elemento afirmativo, el sí a la vida que se halla en
la figura del retorno, no está mediado por sus contenidos materiales, finitos. Nietzsche se
equivoca cuando cree, como parece, que siempre ha de repetirse lo mismo para que la
figura del retorno pueda acontecer como unidad de llegada y regreso, y con ello el Ser
como tal. Al contrario: es precisamente en el trascenderse-a-sí-mismo infinito, en el
excederse lo finito a sí mismo, pero en el sentido de la autosuperación, donde las cosas
retornan eternamente —un retorno en el que el ser humano se percibe en su libertad
como libre—. Mas, con ello, es al final justo en lo contrario del eterno retorno de lo
mismo, esto es, en la amplitud abierta del futuro, donde tiene su realidad la figura del
retorno.
Pues, si pensamos el tiempo a partir de la persona, esta apertura no es otra cosa que
la receptividad potencial del ser humano que tiene la forma originaria de su reflexión en
su Otro, para sí mismo: lo que existe como amplitud y apertura del futuro existe solo en
la reflexión que el ser humano tiene en su Otro de manera que se acerca así, en su Otro,
a sí mismo. La apertura del futuro es, por tanto, idéntica a la realidad del amor, pues hay
que entender la vinculación específica de lo pasado y lo futuro en el respectivo presente
a partir de aquella forma de solidaridad y vinculación en la que el ser humano se dirige,
en su Otro, hacia sí mismo. Mas entonces, la prospección en la amplitud abierta del
160
futuro, su desmesura, solo existe como el equivalente de un regreso a sí; y la apertura del
futuro no es sino la imagen especular de una infinitud en la que los seres humanos solo
pueden acercarse mutuamente y de este modo a sí mismos en la medida en que se han
fiado los unos de los otros. A fin de cuentas, el futuro únicamente es abierto en el
momento en que cada uno de los seres humanos —y cada una de las nuevas
generaciones— es capaz de mirar hacia él con confianza, en la medida en que sabe que
puede confiarse a sí mismo a sus semejantes. Como hemos visto, tal fiabilidad del Ser
presupone a su vez una forma específica de inmediatez, esto es, una inmediatez en la
que el ser humano queda de inmediato vinculado, en la reflexión en su Otro, consigo
mismo. La presencia de tal inmediatez, en la que se supera en las playas de la vida la
diferencia entre tiempo y eternidad, la parte y la totalidad, lo particular y lo general, de
modo que quedaría superado hasta el poder separador de la muerte en la solidaridad y en
la justicia de la totalidad, no parece señalar, según las condiciones presentes, otra cosa
que la realidad de la utopía: en muchos sentidos, lo que caracteriza la realidad presente
parece ser más la dispersión, la dialéctica no resuelta de la parte y el todo, en la que lo
real es el miedo en lugar del amor y la obligación en lugar de la libertad.
En este sentido, el futuro de la emoción del amor es el futuro de una utopía; eso sí,
de una utopía que a la vez se halla presente en la medida en que ya está proporcionando
en estos momentos la forma de la unidad de aquel círculo en el que se encuentra el
presente: como puente entre tiempos quebradizos.
161
Epílogo:
Amor, el porvenir de una emoción
«No cabe la vida justa en la vida falsa».94 Comoquiera que sea la interpretación adecuada
de esta frase de Adorno, a menudo malinterpretada, en el horizonte de su pensamiento,
lo que pone claramente de manifiesto es un problema de cualquier pensamiento que se
sabe comprometido con un llamado método «negativista» en la medida en que no
reconoce lo existente como algo completamente verdadero: como, por ejemplo, si es
posible, en el caso de que la totalidad de lo existente —justo en sentido ético— fuese
falsa, encontrar todavía un punto de vista en el mundo a partir del cual pudiera mostrarse
una perspectiva positiva, un futuro abierto. En efecto, es cuestionable que se pueda
conceder algún sentido al concepto de futuro, si no hay ya en las condiciones presentes
una vida verdadera y correcta en la falsa, una utopía.
En el marco aquí desarrollado, esta presencia de la utopía se encuentra en las
estructuras específicamente humanas del conjunto de las generaciones. Pues que estas se
presenten como un conjunto de tradiciones, que sean capaces de guardar lo pasado y con
ello de superar hasta cierto punto la naturaleza efímera de todo lo terrenal, es solo
expresión del hecho de que la forma de la generatividad humana posee como tal la forma
de la verdad, de la unidad del universo. Partiendo de Platón, Hegel y Whitehead, hemos
interpretado esta unidad en el presente estudio de manera dinámica, esto es, como una
estructura autofundadora, procesual y cerrada en sí misma. En este contexto, tratamos
primero de hacer concretamente visible el amor como fundamento y fuerza motriz en las
estructuras de la generatividad humana. A partir de ahí, intentamos mostrar, en segundo
lugar, que la forma de la generatividad humana ya contiene en sí misma una racionalidad.
Nuestra tesis principal sostenía que lo que se vive subjetivamente como amor se
manifiesta en la cadena de las generaciones como un ideal de justicia. De esta manera, la
cadena de las generaciones se representa como una estructura que solo existe por razón
de sí misma, de modo que ejemplifica a la vez valores últimos, entre los que ocupa el
lugar supremo una relación fundamental entre amor y justicia.
Mas, si la forma de la generatividad humana contiene ya en sí una racionalidad, si
posee incluso la forma de un juicio en el que actúa un ideal de justicia, tiene, desde
luego, que poder preguntarse por qué la realidad humana se presenta desde el inicio de
162
los tiempos como una realidad en gran medida sin amor, irracional y marcada por la
injusticia. Hegel todavía creía poder interpretar la brutalidad e injusticia que se halla en la
historia universal como una suerte de epifenómeno, como superficie de un acontecer que
en sus líneas esenciales era, a pesar de todo, un proceso completamente racional. Pero,
antes de él, Kant creía ver en los antagonismos que daban a la sociedad humana de su
época la forma de una «sociabilidad insociable» a la vez una fuerza motriz del progreso.
Tras las experiencias del siglo xx —tras Auschwitz e Hiroshima— parece, sin
embargo, completamente imposible interpretar una relación originaria entre amor y
justicia como único origen del ser humano actual y, por consiguiente, afirmar un
transcurso racional de la historia entera. Pero también en nuestro siglo, la realidad de lo
negativo se impone con fuerza en especial en el problema de la justicia distributiva y con
ello la muerte por hambre de millones de niños. Precisamente una metafísica como la
que hemos expuesto aquí, que a pesar de todo sigue sosteniendo una relación última
entre logos y amor como fundamento ideal de lo existente, tiene que permitir que se le
exijan razones convincentes que expliquen por qué lo real se representa al mismo tiempo
en tanta discordia como la que se mostró en el siglo pasado en la guerra y el fascismo, los
poderes hegemónicos que se combaten, y en la actualidad, en particular, en los conflictos
existentes entre las religiones del mundo. Inevitablemente, uno se pregunta por qué no
solo dominan lo bueno, lo verdadero y lo bello en la experiencia, sino también la mentira
y el crimen, el odio y lo feo, como se manifiesta en la explotación, la guerra y el
genocidio. Ha de explicarse de dónde proceden todos estos fenómenos, que aparecen ya
cuando menos prefigurados en la brutalidad de la naturaleza, en la ciénaga, en la
putrefacción, en la enfermedad, en el hedor, en el caos, en la transitoriedad y en la
descomposición.
En efecto, una teoría que interpreta el amor como fundamento de la existencia
humana parece justo exigir una teoría diametralmente opuesta —una teoría sobre la
realidad de lo abismal y el origen del mal—. No podemos desarrollar aquí dicha teoría.
No obstante, hay que tener en cuenta que la misma perspectiva a partir de la cual hemos
demostrado en estas páginas la realidad del amor en la estructura de las generaciones
permite mostrar también, en principio, la realidad del mal en la desintegración y
disociación —en la dialéctica no resuelta de lo real y lo ideal, de lo individual y lo
universal, en la no correspondencia de la parte y la totalidad—. Y si la realidad del amor
culmina en el hecho de que el amante se une consigo mismo en el amado de tal manera
163
que es solo en y a través de la reflexión donde encarna claramente lo que el ser humano
es en realidad, entonces la frase que caracteriza la realidad del mal, de lo inhumano,
tiene que rezar, según parece, lo siguiente: Nosotros no somos los que verdaderamente
somos. Partiendo de la manera en la que hemos interpretado aquí la emoción del amor
como una fuerza motriz que tiende a reconciliar lo individual y lo universal, tendremos
que interpretar, de forma análoga, el mal como una fuerza motriz que hace que crezca
cada vez más la discrepancia entre lo que el ser humano es de hecho y lo que es
verdaderamente —la discrepancia entre la parte y la totalidad, y con ello la fragmentación
de la realidad.
Mas para poner de manifiesto esta discrepancia entre el estado de hecho y el del
deber se necesita un punto de vista que trascienda el actual. Como se ha mostrado, este
punto de vista, que es utópico en un sentido amplio, se encuentra ya desde siempre como
dispositivo en las estructuras de la generatividad humana. Pues la cadena de las
generaciones encarna en la universalidad de su forma como tal aquella verdad «que el ser
humano es»; y eso por la sencilla razón de que, de lo contrario, se desharía en sus
componentes —en individuos particulares— y se descompondría. Desde luego, también
es posible presentar la concatenación de las generaciones, por ejemplo en vista de la
crisis ecológica, como un entramado de culpa. Pero sea o no culpable, en todo caso se
conserva el conjunto de las generaciones. Pues este es ideal y se basa en aquella relación
de correspondencia inmemorial entre lo particular y lo general, en la que se encuentra la
forma de la verdad como tal —es esta relación de correspondencia—. Y precisamente
como tal relación de correspondencia que trasciende desde siempre lo existente es capaz
de proporcionar la medida que hace posible poner en relación lo dado con el ideal
universal y, por ende, con un futuro diferente. Así como los pedazos de un cristal roto,
por el mero hecho de ser fragmentos de cristal, recuerdan la forma entera, así como lo
falso como tal solo puede existir si se presupone la verdad frente a la cual aparece como
falso, también la no-correspondencia, en tanto en cuanto existe realmente, presupone una
relación originaria de correspondencia en la que se refleja como no-correspondencia. En
este sentido, justo la realidad de lo inhumano requiere necesariamente una relación
originaria en la que esté presente el ser humano en la universalidad de sus referencias.
Como ya hemos dicho: un minucioso análisis de las estructuras de la generatividad
humana muestra que, por naturaleza, el ser humano está orientado hacia una existencia
histórica. Desde un punto de vista similar, Kant ya defendió la tesis de que «[s]e puede
164
considerar la historia de la especie humana en su conjunto como la ejecución de un
plan oculto de la Naturaleza» que tiende a un estado en el que «puede desarrollar
plenamente todas sus disposiciones en la humanidad».95 Aunque no se deba entender el
llamado «plan oculto» de manera literal, se puede interpretar, en cambio, las estructuras
de la generatividad humana en este sentido. Pues, para que pueda realizarse como tal, el
mecanismo de reloj de las generaciones presupone, por un lado, una correspondencia
total entre lo particular y lo general, una realización completa de la idea del ser humano
en la naturaleza. Por el otro, presenta, parecido a una marcha en círculo, el camino
histórico y el contexto de la reflexión, en el que habría que alcanzar y realizar este ideal.
Su contenido utópico consiste en que aquello que el ser humano es de verdad es ya real
desde siempre en él como recuerdo. El porvenir de la emoción del amor se construye
sobre este recuerdo —un recuerdo que se dirige hacia otro tiempo y otro tipo de orden
—. No obstante, lo hace sin que se pueda localizar en la actualidad de manera terminante
el suelo sobre el que se erige. Quizá la filosofía, la poesía y el arte consigan señalar, en lo
existente, desde una perspectiva que se halla dentro del mundo, este orden diferente y
unas conexiones distintas. En todo caso, vale para la historia de la humanidad en su
conjunto, en la medida en que pueda concebírsela, en principio lo mismo que para el
amor entre dos individuos: existe a partir de un fundamento de unidad, que no está a
disposición. Así, la cadena de las generaciones se presenta como un frágil edificio del
amor en lo infinito, cuyo principio y final se sustraen a la vista.
165
Índice de siglas
Las obras de Georg Friedrich Hegel se han citado de acuerdo con la edición de Eva
Moldenhauer y Karl Markus Michel Werke in zwanzig Bänden publicada en la editorial
Suhrkamp, Frankfurt del Meno, 1970.
166
Notas
167
D. Thomä, Eltern, Kleine Philosophie einer riskanten Lebensform, Múnich, C. H. Beck, 1992.
24. G. Simmel, Lebensanschauung, en Werke. Gesamtausgabe, vol. 16, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1999, p.
227.
25. D. Thomä, Eltern, op. cit., p. 27.
26. G. Simmel, Lebensanschauung, op. cit., p. 255.
27. V. Gerhardt, Individualität, op. cit., p. 130.
28. Platón, El Banquete, 206 b/e.
29. J. Ortega y Gasset, «Estudios sobre el amor», en Obras completas, tomo V, 1932-1940, Madrid, Taurus,
2006, pp. 455-536.
30. V. Gerhardt, Individualität, op. cit., p. 203.
31. Cf. en este contexto los artículos ya clásicos de D. Henrich, «Formen der Negation in Hegels Logik», en
Hegel-Jahrbuch, Colonia, Pahl-Rugenstein-Verlag, 1974; así como «Hegels Logik der Reflexion» en Hegel-
Studien, cuaderno 18, 1978.
32. Los límites concebidos como orígenes, como principios generales, de hecho no son, desde el punto de vista
de Hegel, nada más que la estructura dimensional del espacio como tal: la dimensionalidad del espacio es,
contemplada dialécticamente, el aspecto espacial de una complejidad y una continuidad mediadas por una
autodistinción de lo general; no es otra cosa que la expresión concreta de la presencia de la idealidad en la realidad
espacio-temporal. Cf. L I, pp. 138ss.; Enz. II, pp. 44ss.
33. V. Gerhardt, Selbstbestimmung. Das Prinzip der Individualität, Stuttgart, Reclam, 1999, p. 208.
34. El término alemán Lebensmittelpunkt implica un sentido doble: en el lenguaje hablado designa la residencia
principal y, literalmente, significa el centro de la vida. (N. del T.)
35. Cf. D. Thomä, Eltern, op. cit., p. 108.
36. «En la periferia del círculo coinciden el principio y el final», Porpyrios ad Hom., II. X 200, pp. 190, 7s., en
Diels / Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker, op. cit., 22 B 103.
37. De este modo —como reconoció Whitehead—, la concepción de una naturaleza mecanicista, compuesta de
átomos autárquicos y autosuficientes, está asociada a la absolutización del espacio y el tiempo en el sentido de
Newton.
38. La expresión alemana auf den Punkt bringen significa literalmente «llevar al punto» y en un sentido figurado
«puntualizar», concretar», «aclarar», «ir al grano». (N. del T.)
39. S. Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode, trad. al alemán y comentado por L. Richter, Frankfurt del Meno,
Syndikat, 1984, p. 28.
40. El término alemán Teilung, que hemos traducido aquí como «división compartida», significa normalmente
«división», pero posee también el sentido de «compartir». Leben teilen tiene el doble sentido de «compartir la
vida» y «dividir / separar la vida». (N. del T.)
41. En este capítulo, el autor juega con los diferentes sentidos que tiene el verbo alemán verlassen
—«abandonar»—, así como con su forma reflexiva sich verlassen, la cual significa, en primer lugar, «fiarse de» /
«confiarse» y, en segundo lugar, en un sentido derivado, «abandonarse». En lo que sigue, se intentará reflejar este
juego de significados. (N. del T.)
42. E. H. Erikson, Identität und Lebenszyklus: Drei Aufsätze, trad. del inglés al alemán por K. Hügel, Frankfurt
del Meno, Suhrkamp, 1995, p. 63.
43. Ibíd., p. 63.
44. Juego de palabras del autor entre verlassen («abandonar») y verlässlich («digno de confianza», «fiable»). (N.
del T.)
45. Heráclito, Quaest. hom. 24, 5.
46. D. Henrich, Bewußtes Leben, Stuttgart, Reclam, 1999, p. 59.
168
47. Entre ambos extremos median, en el caso de una vida altamente desarrollada, las simbolizaciones. Cf. A. N.
Whitehead, Kulturelle Symbolisierung, trad. del inglés al alemán y con introducción de R. Lachmann, Frankfurt
del Meno, Suhrkamp, 2000.
48. J. Ortega y Gasset, «Estudios sobre el amor», op. cit., pp. 478, 480, 482.
49. J. Ortega y Gasset, «Estudios sobre el amor», op. cit., p. 482.
50. Trad. cast. Biblia de Jerusalén, Bilbao, Desclée de Brower, 1975, p. 917.
51. Basándose en el análisis de Max Müller, Ortega subraya también este rasgo dialéctico fundamental de la
metáfora poética. Así, en los Vedas por ejemplo, en los cuales la metáfora todavía no ha hallado el término
comparativo «como», nos topamos incluso con el elemento de la negación de la identidad en la metáfora: el
himno, por ejemplo, es «non suavem cibum» —«es dulce, pero no un manjar»—; la rivera avanza mugiendo,
«pero no es un toro», etcétera. Cf. J. Ortega y Gasset, «El ensayo de estética a manera de prólogo», en Obras
completas, vol. I, Madrid, Taurus, 2004, pp. 664-680.
52. V. Gerhardt, Selbstbestimmung, op. cit., p. 222.
53. Ibíd., p. 205..
54. H. Plessner, Mit anderen Augen. Aspekte einer philosophischen Anthropologie, Stuttgart, Reclam, 1982, pp.
10ss.
55. Cf. Th. Nagel, The View from Nowhere, Nueva York, Oxford, 1986.
56. La palabra utilizada aquí en alemán, «Ent-sprechungs-verhältnis», que he traducido como «co-respondencia»,
implica mediante la fragmentación —que hace alusión al verbo alemán sprechen («hablar»)— que la relación de
correspondencia tiene a su vez lugar en el seno del lenguaje. (N. del T.)
57. Acerca de la posicionalidad excéntrica y de la vergüenza, véase asimismo H. Plessner, Mit anderen Augen,
op. cit., pp. 17ss.
58. M. Theunissen, Sein und Schein, op. cit., p. 313.
59. Ch. Iber, «Übergang zum Begriff: Rekonstruktion der Überführung von Substanzialität, Kausalität und
Wechselwirkung in die Verhältnisweise des Begriffs», en A. Koch, A. Overauer y K. Utz (eds.), Der Begriff als
die Wahrheit. Zum Anspruch der Hegelschen «Subjektiven Logik», Paderborn, Schöningh, 2003, p. 62.
60. «El punto de vista del juicio», dice Hegel, «es la finitud, y la finitud de las cosas consiste, partiendo del
mismo, en que son un juicio, en que su existencia y su naturaleza general (su cuerpo y su alma) están unidos,
pues de no ser así las cosas no serían nada, pero que estos momentos suyos son, por un lado, ya diferentes, y
por el otro, generalmente separables» (Enz. I, p. 319). Según parece, Hegel no solo hace alusión aquí a la antigua
idea de la muerte como separación entre cuerpo y alma, sino también recurre al término alemán de Verschiedener,
que significa tanto «diferente» como «muerto».
61. Sobre el concepto de «eterno retorno» en Nietzsche, véase el capítulo 19.
62. G. Simmel, Lebensanschauung, op. cit., pp. 324 y ss.
63. R. Wiehl, «Heideggers Verfehlung des Themas “Metaphysik und Erfahrung”», en Metaphysik und Erfahrung,
Philosophische Essays, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1996, p. 197.
64. V. Gerhardt, Individualität, op. cit., p. 205.
65. Véase al respecto St. Rohmer, «Einführung», en A. N. Whitehead, Denkweisen, op. cit., pp. 21ss.
66. Hegel rememora en este contexto la etimología de la palabra gewesen («sido»): «El lenguaje ha conservado en
el verbo ser la esencia en el tiempo pasado, “sido”, pues la esencia es el Ser pasado, pero pasado sin tiempo» (L
II, p. 13).
67. Citado en H. Plessner, Die Stufen des Organischen und der Mensch, Berlín, Leipzig, De Gruyter, 1928, p.
220.
68. Cf. H. Jonas, El principio de responsabilidad: ensayo de una ética para la civilización tecnológica,
Barcelona, Herder, 1995.
69. F. W. J. Schelling, Philosophische Untersuchung über das Wesen der menschlichen Freiheit und die damit
169
zusammenhängenden Gegenstände, ed. por Th. Buchheim, Hamburgo, Felix Meiner, 1997, p. 2.
70. Cf. a este respecto Dieter Henrich, «Ethik der Autonomie», en Selbstverhältnisse, Stuttgart, Reclam, 2001.
71. Evidentemente, se hallan también en Nietzsche innumerables pasajes en los que intenta pensar la
autoafirmación de la voluntad desde su oposición dialéctica; por ejemplo, cuando dice: «¿Qué es vivir? — Vivir
significa expulsar constantemente algo que quiere morir; significa ser cruel e implacable con todo lo que se vuelve
débil y decrépito en nosotros, y no solo en nosotros», F. Nietzsche, «La gaya ciencia», en Obras completas III,
traducción del alemán de Pablo Simon, Buenos Aires, Prestigio, 1970, p. 67. Pero Nietzsche no consigue
concebir estos momentos exentos de rasgos autodestructivos (lo que se pone de manifiesto en este pasaje, en su
exigencia de crueldad contra sí mismo y contra otros).
72. Cf. S. Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode, op. cit., p. 28: «Cuanta más conciencia, más mismidad; cuanta
más conciencia, más voluntad; cuanta más voluntad, más mismidad».
73. J. Habermas, Die Zukunft der menschlichen Natur, op. cit., p. 102.
74. Hippolytos, Haer. IX 10, 6.
75. Platón, Gorgias, 458a.
76. Platón, Timeo, 37d.
77. A. Tarkovski, Die versiegelte Zeit, trad. del ruso al alemán de H. J. Schlegel, Berlín, Ullstein, 1985, p. 63.
78. Véase el capítulo «Juventud y vejez como metáforas históricas», en H. Jonas, El principio de
responsabilidad, op. cit., pp. 200-203.
79. «Not und Notwendigkeit des Todes», en V. Gerhardt, Die angeborene Würde des Menschen, op. cit., p. 196.
80. M. de Montaigne, Essais, libro I, cap. 19.
81. Píndaro, Odas Píticas, VIII, 136.
82. Horacio, Ars poetica, 63.
83. S. Kierkegaard, Die Krankheit zum Tode, op. cit., p. 34.
84. El imperativo categórico kantiano se lee a menudo erróneamente de la forma siguiente: «¡No conviertas al
Otro en un medio!». Pero Kant dice más bien: «Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona
como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin / y nunca simplemente como medio». I.
Kant, Fundamentación para una metafísica de las costumbres, versión castellana y estudio preliminar de R. R.
Aramayo, Madrid, Alianza, 2002, p. 116 (A 66/67). Lo que se apunta es, evidentemente, un equilibrio específico
de la relación entre medio y fin en las relaciones intersubjetivas, como se manifiesta especialmente en la
determinación adverbial «al mismo tiempo».
85. F. W. J. Schelling, Philosophie der Offenbarung, en Werke, ed. de K. F. A. Schelling, vol. XIII, p. 209.
86. Enz. III, p. 75: Hegel presupone aquí en su antropología la idea de que el alma individual se fundamenta en un
alma del mundo (Dios); pero el alma del mundo solo puede entenderse, según él, como una sustancia general
«que tiene su realidad únicamente como particularidad, subjetividad».
87. Erikson ya divide el proceso de desarrollo del ser humano en siete fases psicosociales (sin la prenatal), de las
cuales únicamente cuatro determinan el desarrollo anterior a la pubertad. Discutir adecuadamente las tesis de
Erikson requeriría otro ensayo. Véase, del mismo autor, Identität und Lebenszyklus, op. cit.
88. V. Gerhardt, Individualität, op. cit., p. 129.
89. E. H. Erikson, Identität und Lebenszyklus, op. cit., p. 118.
90. Ibíd., pp. 118s.
91. I. Kant, Crítica de la razón pura, prólogo, traducción, notas e índices de P. Ribas, Madrid, Alfaguara, 1983,
pp. 147, 186.
92. Cf. H. Marcuse, Triebstruktur und Gesellschaft, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1987, p. 122.
93. F. Nietzsche, «Así habló Zaratustra», op. cit., p. 539.
94. Th. W. Adorno, Minima Moralia: Reflexiones desde la vida dañada, traducción de J. Camorro Milke, en
170
Obra completa, Madrid, Akal, 2004, p. 44.
95. I. Kant, «Idea para una historia universal en clave cosmopolita», en ¿Qué es la ilustración? Y otros escritos de
ética, política y filosofía de la historia, edición de R. R. Aramayo, trad. de R. R. Aramayo y C. Roldán
Panadero, Madrid, Alianza, 2004, p. 112.
171
Ficha del libro
¿Podemos afirmar hoy, en vista de los avances de la biología y de la ingeniería genética, que el ser humano
depende del amor, de amar y de ser amado, del mismo modo en que su naturaleza animal le lleva a depender del
alimento físico para poder sobrevivir? ¿Se puede justificar racionalmente la creencia de que, como dijo Erich
Fromm, «la humanidad no podría existir ni un solo día sin amor»?
Esta pregunta acerca de la necesidad absoluta de amor, sobre si este es constitutivo de la existencia del ser
humano como tal y supone por lo tanto una necesidad ontológica, formará el núcleo del presente ensayo.
Partiendo de la tesis de que la vida humana es una consecuencia de la interacción de generaciones sucesivas, y
recurriendo a la dialéctica hegeliana, Rohmer busca superar la disociación clásica entre naturaleza y espíritu, por
un lado, y entre naturaleza y cultura, por otro, y argumenta que la esencia de la existencia humana es la libertad,
enraizada en un tipo de amor que trasciende lo corpóreo y lo sensual.
Anna Pagés
Sobre el olvido
Michael Reder
Globalización y filosofía
Gianni Vattimo
Vocación y responsabilidad del filósofo
Joan-Carles Mèlich
Filosofía de la finitud
Byung-Chul Han
La sociedad del cansancio
172
173
El hombre en busca de sentido
Frankl, Viktor
9788425432033
168 Páginas
* Nueva traducción*
Durante todos esos años de sufrimiento, sintió en su propio ser lo que significaba una
existencia desnuda, absolutamente desprovista de todo, salvo de la existencia misma. Él,
que todo lo había perdido, que padeció hambre, frío y brutalidades, que tantas veces
estuvo a punto de ser ejecutado, pudo reconocer que, pese a todo, la vida es digna de ser
vivida y que la libertad interior y la dignidad humana son indestructibles. En su condición
de psiquiatra y prisionero, Frankl reflexiona con palabras de sorprendente esperanza
sobre la capacidad humana de trascender las dificultades y descubrir una verdad
profunda que nos orienta y da sentido a nuestras vidas.
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La filosofía de la religión
Grondin, Jean
9788425433511
168 Páginas
¿Para qué vivimos? La filosofía nace precisamente de este enigma y no ignora que la
religión intenta darle respuesta. La tarea de la filosofía de la religión es meditar sobre el
sentido de esta respuesta y el lugar que puede ocupar en la existencia humana, individual
o colectiva.
La filosofía de la religión se configura así como una reflexión sobre la esencia olvidada de
la religión y de sus razones, y hasta de sus sinrazones. ¿A qué se debe, en efecto, esa
fuerza de lo religioso que la actualidad, lejos de desmentir, confirma?
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La sociedad del cansancio
Han, Byung-Chul
9788425429101
80 Páginas
Byung-Chul Han, una de las voces filosóficas más innovadoras que ha surgido en
Alemania recientemente, afirma en este inesperado best seller, cuya primera tirada se
agotó en unas semanas, que la sociedad occidental está sufriendo un silencioso cambio de
paradigma: el exceso de positividad está conduciendo a una sociedad del cansancio. Así
como la sociedad disciplinaria foucaultiana producía criminales y locos, la sociedad que
ha acuñado el eslogan Yes We Can produce individuos agotados, fracasados y
depresivos.
Han señala que la filosofía debería relajarse y convertirse en un juego productivo, lo que
daría lugar a resultados completamente nuevos, que los occidentales deberíamos
abandonar conceptos como originalidad, genialidad y creación de la nada y buscar una
mayor flexibilidad en el pensamiento: "todos nosotros deberíamos jugar más y trabajar
menos, entonces produciríamos más".
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La idea de la filosofía y el problema de la
concepción del mundo
Heidegger, Martin
9788425429880
165 Páginas
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Decir no, por amor
Juul, Jesper
9788425428845
88 Páginas
El presente texto nace del profundo respeto hacia una generación de padres que trata de
desarrollar su rol paterno de dentro hacia fuera, partiendo de sus propios pensamientos,
sentimientos y valores, porque ya no hay ningún consenso cultural y objetivamente
fundado al que recurrir; una generación que al mismo tiempo ha de crear una relación
paritaria de pareja que tenga en cuenta tanto las necesidades de cada uno como las
exigencias de la vida en común.
Jesper Juul nos muestra que, en beneficio de todos, debemos definirnos y delimitarnos a
nosotros mismos, y nos indica cómo hacerlo sin ofender o herir a los demás, ya que
debemos aprender a hacer todo esto con tranquilidad, sabiendo que así ofrecemos a
nuestros hijos modelos válidos de comportamiento. La obra no trata de la necesidad de
imponer límites a los hijos, sino que se propone explicar cuán importante es poder decir
no, porque debemos decirnos sí a nosotros mismos.
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Índice
Cubierta 2
Portada 4
Créditos 5
Índice 6
Dedicatoria 7
Introducción 8
1. Generatividad e individualidad 20
2. El ser humano en la época de su reproductibilidad en la
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ingeniería genética
3. Salir más allá de sí mismo 34
4. El límite o el animal que se da un ejemplo 40
5. Unidad indisponible, centro compartido 45
6. El mecanismo de reloj de las generaciones 50
7. Imagen especular del mundo 56
8. Amor y enamoramiento 61
9. Más que una imagen en la piel de un animal 72
10. Espectro de una llama muerta 79
11. Eterno retorno 90
12. Esencia 100
13. Concepto 115
14. Más allá de la autonegación y la autoafirmación: la voluntad 122
15. Balanza del tiempo 128
16. Playas de la vida 134
17. Sombra de la muerte 140
18. Edad de la vida 149
19. El tiempo del mundo 156
Epílogo: Amor, el porvenir de una emoción 162
Índice de siglas 166
185
Notas 167
Información adicional 172
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