Alguien Anda Por Ahí (Análisis)
Alguien Anda Por Ahí (Análisis)
Alguien Anda Por Ahí (Análisis)
Es bien sabido que Alguien anda con Julio desde hace mucho
tiempo. Para habiar sin disimulos: siempre estuvo a su lado, fiel,
perverso, tiernamente consecuente. Se ve el reflejo de soslayo en
sus ojos, cuando varían el azul-verdoso hacia el gris; queda relegado
cuando, al hablar, mueve sus largos dedos como un titiritero en la
oscuridad.
El diálogo es imposible. El encono, la lucha, francamente inge-
nuos. Por eso nos hemos acostumbrado a verlo en el guiño juguetón,
en un suspiro de tedio, o en la decisión de un paso que se adentra
en el miedo.
A un crítico literario le gustaría —o más bien lo necesitaría para
confirmar su naturaleza— definir esa «extraña compañía» y hasta
tiene dispuesta una palabra, tal vez con una mayúscula trascenden-
talizadora. Hace un cuidadoso inventarío y, para su sorpresa, descu-
bre multitud de disfraces que cuentan con la complicidad de Julio.
Un fama seguramente escribiría un largo tratado con punto final y
una etiqueta: A/guien. Un cronopio le haría reverencias desfachata-
das, lo convencería de su necesidad de tiempo y, al final, se iría
del brazo, reclinando confiadamente la fatigada cabeza. Alguien siem-
pre anda por ahí.
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no tiene nada que ver con la simplicidad o con la menor-distancia-
entre-dos puntos. Casi siempre es contacto, reconocimiento, la cer-
tidumbre de la inutilidad de casi todo, la «invitación al viaje».
Paradojalmente, el Cortázar intelectual, el Cortázar lúdico logra
que sus invenciones —aún las más fantásticas— conecten con la
vida de cualquier hombre, coincidan como una especie de sobreim-
presión con nuestra experiencia, de modo que leemos el solo de
Amorous de Johnny Cárter con ei mismo estremecimiento que escu-
chamos uno de los últimos cuartetos de Beethoven, o cuando esta-
mos enamorados, aceptamos con toda naturalidad los encuentros im-
previstos por la sola presencia de La Maga y Horacio en el Pont des
Arts.
Más allá de estos asombros casi anecdóticos están las pulsio-
nes de una realidad audaz, proteica, misteriosa, que es la de sus
narraciones y que coincide con la realidad aparentemente objetiva
en extractos de horror, de incertidumbre, y también de candor, de
empecinada esperanza.
La audacia nos asalta al mismo tiempo con el muelle de lo im-
previsto y con la pátina tensa de lo ordinario. «Lo fantástico nace
en mí de lo vivido», ha dicho Cortázar (1), sin que por ello nos lo
imaginemos vomitando conejitos blancos, negros y hasta grises. Nace.
Es decir, surge no de la idea, sino de la experiencia. No se desarro-
lla en una elucubración teórica, sino que se alimenta de una tensión
interna, de un tempo vital ordinario que, de pronto, se condensa en
una obsesión, un sueño, una visión, y se transforma autónomamente
en el cuento. Tal su partenogénesis. Sin necesidad de acudir a una
explicación estrictamente autobiográfica, a la confesión de una pesa-
dilla o de un recuerdo infantil, Apocalipsis en Soientiname es el
ejemplo más fácil: la doble implicación de la expresión artística
—pintura, foto— enlaza dos núcleos de experiencia, una visita a
Soientiname «antes» y la trágica historia actual de los pueblos lati-
noamericanos, viviente en la conciencia del escritor.
Una realidad proteica. En el cambio sin arte de birlibirloque, en
«la alteración momentánea dentro de la regularidad» (2) está la clave
estructural del cuento fantástico cortaziano. No importa el grado de
variación en el ángulo que forme la sorpresa —extremo en Reunión
con un círculo rojo—, no importa la cantidad de pistas, si es que
aparecen —la atención sobre el cuchillo desde el principio en En nom-
bre de Boby— no importa un comienzo o final abrupto: Cambio de
(1) Evelyn Picón Garfíeld: Cortázar por Cortázar, Universidad Veracruzana, México, 1978.
[2) «Del cuento breve y sus alrededores», en Ultimo round. Edit. Siglo XXI, México, 1969.
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luces. En las decenas de cuentos que ha publicado Cortázar, las
tácticas varían, pero la estrategia permanece constante: una línea
continua, una atmósfera de naturalidad que asume su contradicción.
Así, en Segunda vez, una curiosidad integrada a un trámite casi buro-
crático adquiere la dimensión de misterio trágico cuando el narra-
dor, que en casi todo el cuento nos hace olvidar su subjetividad de
personaje, la retoma decisivamente en las últimas líneas.
El misterio no se inventa: está ahí. A veces se asemeja a un
mensaje escrito con tinta «simpática» que sólo espera una determi-
nada presencia para hacerse patente: está en el reverso de las
cosas, como en Cambio de luces, o es un problema de combinatoria,
como en La noche de Mantequilla. Pero la intuición verdadera de lo
enigmático lleva a una mayor profundidad, el hombre —el escritor—
siente una atracción peligrosa porque lo domina sin permitirle más
que atisbos esclarecedores. En esa experimentación en soledad el
escritor mantiene su imaginación alerta, pues, alterados todos los
nexos lógicos, su conciencia será «simple rellano entre abismos» (3),
como percibía Louis Aragón.
En un momento un poco arrogante de Ftayueía aparece una afir-
mación pesimista acerca del tiempo y la búsqueda: «El día en que
verdaderamente sepamos preguntar, habrá diálogo. Por ahora las
preguntas nos alejan vertiginosamente de las respuestas» (4). En un
texto más modesto, pero de indagación más ansiosa e inmediata
como es la que descubre «un rincón de la cocina del escritor» (5),
Cortázar comprueba el valor de «lo intersticial» para aproximarse al
misterio. Curiosamente el punto de apoyo para definir su misión
como escritor una vez que hubo renunciado al régimen de la narra-
ción convencional hasta ese momento, es una frase de Felisberto
Hernández, Este cuentista uruguayo absurdamente poco conocido,
pero que introdujo una nueva dimensión en la literatura fantástica,
dijo: «No creo que solamente deba escribir ío que sé, sino también
lo otro.» Fue la confirmación teórica de lo que había en los cuentos
de Felisberto y en la voluntad lúcida de quien ya estaba escribien-
do 62. El contacto fructificador se había producido y para decirlo
con las palabras de Cortázar, la frase de Felisberto «me llegaba
como una mano alcanzándome el primer mate amargo de la amistad
bajo las glicinas».
La comprensión de lo inaccesible de lo absoluto no impide el
entusiasmo y la constancia en el asedio, ni hace menos enceguece-
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dor cualquier atisbo. La tarea del escritor «es la de alcanzar el
límite entre lo sabido y lo otro, porque en eso hay ya un comienzo
de trascendencia. El misterio no se escribe con mayúscula como lo
imaginan tantos narradores, sino que está siempre, enfre, intersticial-
mente» (6).
Reunión con un círculo rojo, cuento sobresaliente de Alguien
que anda por ahí y sobre el que volveremos por culpa de Alguien,
es de este grupo de relatos el que logra una calidad fronteriza más
afinada. La concreción de los detalles exteriores de la anécdota
—descripción de personajes, del escenario— contrasta con la esca-
sa información significativa que de ellos se desprende para llegar al
«por qué» y ni siquiera, con certeza, al «cómo». La solidez de la
estructura del cuento —extensa preparación, súbito desenlace, co-
mentario o explicación final— también contrasta con la fluctuante
creación de la atmósfera amenazadora, que no se hace por progre-
sión, sino por acumulación de datos, eso sí, consecuentes. Lo irre-
ductible de la realidad está presente —aquí, como en todas sus na-
rraciones— en lo incongruente, lo contradictorio, lo irruptivo. El lec-
tor se siente incitado por la intermitencia, sin que encuentre una
invitación concreta para la participación se siente disponible, inte-
grado, no en el devenir narrativo, sino en el clima; en este relato:
soledad, evanescencia, tensión, muerte.
El misterio no es por sí mismo ominoso. Para el escritor hay
todo un proceso de búsqueda que resulta muchas veces angustioso
o exasperante. Pero la plasmación narrativa es el resultado de un
acto de libertad que descarta la aburrida malla de los hechos, la
engañosa frontera del tiempo, la estúpida seriedad de las catego-
rías. No es éste, sin embargo, el libro que muestre al Cortázar más
lúdico. Lo que aparece aquí es una escritura abierta, con swing,
sostén y compás de una desprejuiciada capacidad de asombro, una
virtual mirada infantil que tampoco tiene prejuicios ante el tedio,
la decadencia, Jas diferentes clases de final que se plantean en los
once cuentos, más la presencia agazapada y definitoria de la muer-
te, nunca vista con el habitual horror adulto.
La disolución vital ofrece demasiados vericuetos para que pueda
resumirse en un concepto, en una imagen, la de la muerte. Sin
embargo, Alguien anda por ahí. Me apodero de la autodefinición
que da el extranjero en el cuento homónimo porque es la que mejor
se adapta al irresoluto carácter de presencia que ostenta la muerte
en estos cuentos.
(6) lbídemr
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Volvemos a la precisión paradojal que impone la búsqueda de!
misterio. No se trata de lo mágico en el sentido más artificioso del
término: no hay transformación, sino profundización, un movimiento
indagatorio sin azar. Ese movimiento de aproximación que nace no
de la voluntad, no del capricho, no de la técnica del escritor, tal
vez pueda ser mejor entendido si recordamos una observación de
Benjamín Fondane (Faux Traite d'esthétique) que cita Bachelard:
«Primeramente, el objeto no es real, sino un buen conductor de lo
real» (7). Por todo lo dicho hasta ahora, queda claro que la cita vale
en cuanto estamos seguros de que Fondane habla de la misma reali-
dad que la de Baudelaire, murmurante, que la de Poe, cubierta con
tantos velos oníricos; que la de Cortázar, «con los destiempos y los
desespacios».
El impulso imaginativo parte, pues, de algo exterior al escritor,
un gesto, un paisaje, una pesadilla, El objeto, o lo objetivado, lleva
—conduce— hacia un estrato de expresividad más compleja, pero,
sobre todo, tiene un valor —aunque sea parcial— conformador de
realidad. Obviamente, ni los objetos ni el impulso son autónomos,
están íntimamente amparados por el escritor, quien de algún modo
mima o detesta a los primeros y alimenta o se debate contra el se-
gundo, por lo menos en la etapa de convivencia normal. Pero llega
un momento en que el proceso de expresividad se impone al escritor
y éste siente la necesidad definitiva de escribir, de expulsar a aque-
llos seres que, colándose desde el mundo exterior, se han transfor-
mado en su espíritu y en su mente en obsesiones, en «productos
neuróticos». El mismo Cortázar recuerda, agradecido, un verso de
Neruda: «Mis criaturas nacen de un largo rechazo.» La obra literaria
se convierte así en un exorcismo, un modo de objetivar y, por tanto,
de alejar de la peligrosa vulnerabilidad de su interior a los intrusos.
La lucidez de Cortázar nos excusa de mayores esfuerzos: el escri-
tor-hombre-relativamente-normal «deja de ser él-y-su-circunstancia y
sin razón alguna, sin preaviso, sin el aura de los epilépticos, sin la
crispación que precede a las grandes jaquecas, sin nada que le de
tiempo a apretar los dientes y a respirar hondo, es un cuento, una
masa informe sin palabras ni caras, ni principio ni fin, pero ya un
cuento, algo que solamente puede ser un cuento y, además, en segui-
da, inmediatamente» (8).
De una manera muy clara este proceso alude a fantasmas con-
cretos: recuerdos de la niñez o adolescencia, personajes o hechos
(7) Gastón Bachelard: El aire y ios sueños, Fondo de Cultura Económica, México, 1958.
(8) «Del cuento breve y...
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contemporáneos. Pero de una manera más difusa, y sin entrar en
interpretaciones psicoanalíticas, en los cuentos de Cortázar se dan
empecinadas y fundamentales presencias.
Lo más importante de su instrumentación narrativa está al servi-
cio de esas presencias básicas, como revela cuando dice: «me apo-
yo en el humor para ir en busca del amor, entendiendo por este últi-
mo la más extrema sed antropológica». Pero también es cierto que
uno llega a tales conclusiones a través de sucesivas excursiones
por el laberinto que repetidamente nos propone Cortázar. Su erótica
personal para hacer más concreto el ejemplo, tal vez sea más enga-
ñosamente rastreable en la conducta —compleja, ligeramente sádica,
plena de inventiva— de sus personajes. La muerte, en cambio, apa-
rece como «latencia» en palabras del mismo escritor. Es interesante
esa definición por aludir a la forma de trascender hacia la superficie
del texto, ya que el núcleo temático se estructura de un modo muy
difuso y también por apuntar a una especial relación que hay entre
la concepción vital de autor y el tema literario.
«Para mí la muerte es un escándalo, el gran escándalo» (9). Es
por eso que está, sin alharacas o violentamente, siempre como con-
tracara de la vida y sus símbolos. De ahí que la alegría del amor
la tenga siempre a su sombra y no sólo como elemento de valora-
ción estilística, como en la famosa última escena erótica de Libro
de Manuel entre Andrés y Francine, asomados al cementerio. Más
cercanamente a este trabajo el acto de amor final de Vientos alisios
es un último intento de evitar ese «escándalo», la última posibilidad
de comunicación, «esperando y murmurándose la esperanza». El epí-
logo de! amor será civilizadamente convenido porque «ya no tendrán
nada que decirse».
Muy por el contrario, la angustia de la muerte empapa la atmós-
fera amorosa en torno a Valentina en La barca o nueva visita a Ve-
necia. «Tengo miedo del tiempo, el tiempo es la muerte, su horrible
disfraz. ¿No te das cuenta de que nos amamos contra el tiempo?»
Es la angustia del signo mágico —la golondrina muerta—, de la pre-
monición o simplemente del tiempo a gastar, de la plenitud del
amor visto ya desde su hueco. En el centro del amor está la vida,
pero en sus aledaños está la muerte. Por eso el amante desborda
lo nombrable, concentra su impulso en la unión, en lo unitario; pero
sus latidos son como pasos. En el anonadamiento reaparece el mie-
do que es certidumbre y la entrega más absorta padece siempre el
mismo sobresalto, que no es más que una seña de la vida. Cuando
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hay desconcierto la erótica es únicamente el laberinto de una sola
salida: es Valentina a! cabo de sus dos encuentros amorosos «cami-
no de su isla sin miedo, aceptando por fin la golondrina». Pero si
hay verdad, la mirada amante se espesa y fija su temblor en una
frágil pregunta, ya se sabe que empezamos a amar en el momento
en que la muerte del ser querido se instala en el fondo de nuestros
ojos y nuestra garganta.
Valentina está rodeada de personajes que son imágenes-espejo
de la mortalidad —incluido el certero contrapunto al narrador por
parte de un personaje, Dora, destacado de la narración. Tres clases
de amor —el enamoramiento posesivo, el asalto brutal y circunstan-
cial, la homosexualidad "pura expectativa— le tienden un cerco para
mostrarle su propia soledad, prólogo a una disolución que es previ-
sible y segura casi al margen del insinuado acto de violencia final.
El marco vital que se le dé a la presencia de la muerte alterará
el sistema narrativo que la plasme en un cuento. Así el casi realista
de La noche de Mantequilla, la subversión de la normalidad en En
nombre de Boby o Segunda vez y la combinación de misterio y rea-
lismo de Alguien que anda por ahí.
Es indudable, sin embargo, que el tratamiento más original es
el que aparece en Reunión con un círculo rojo. La estructura narra-
tiva es similar a la de Segunda vez: un narrador que adquiere la im-
portancia decisiva al final a partir simplemente de una pista insigni-
ficante en las primeras líneas. Hasta casi su mitad el relato se
desarrolla por medio de una línea discursiva convencional. La lec-
tura impone una significación unívoca: la escena en un restaurante
centrada en los sentimientos y reacciones de un personaje único. Es
la normalidad. La imposición de un determinado foco de atención al
personaje marca un cambio, aunque todavía gradual: «en todo eso,
que no era nada, había algo que se le escapaba y que hubiera queri-
do entender mejor». El gradualismo, el acostumbramiento a la figura
del «pobre topo miope», la falta de alusiones directas al tema cen-
tral, son los caminos que llevan al contacto, al conocimiento tangen-
cial, pero profundo. Los objetivos son, como observa Saúl Yurkievich,
«preparar al lector, provocar su desprejuiciada disponibilidad (cre-
dulidad), acrecentar su porosidad para convertirlo en Todo Uno, en
eslabón de la cadena magnética del cosmos» (10). A partir de ese
momento empiezan a divergir las intuiciones del personaje central
y del lector: cuanto más ciego y sin respuestas se muestra Jacobo,
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más ominosa resulta la atmósfera que lo rodea y lo guía para nos-
otros. Se cierra el gran equívoco: los recíprocos intentos de protec-
ción entre Jacobo y «la turista inglesa» necesariamente fracasan por-
que, como dice esta última, narrador encubierto: «usted estaba to-
davía vivo». Trivialidad e imposición ineluctable. Todo el pavor de
la nada reducido a «un torpe topo», que también anda por ahí.
El «gran escándalo» se consuma en cada momento y Cortázar
lleva hasta el extremo su libertad mediante e| juego de la vertica-
lidad, riesgo pero, en definitiva, trascendente.
HORTENSIA CAMPANELLA
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