Peri Rossi - Los Museos Abandonados (Selección)

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LOS MUSEOS ' e:-'

ABANDONADOS

Cristina Peri Rossi ^


LO S JU E G O S

E l juego lo habíamos inventado Áriadna y yo en


una noche de hastío. E n el museo. los maniquíes y las
estatuas tenían la puntual inmovilidad de los muebles
y de la cera: se podía perfectamente circular entre ellos,
entre ellas, sin que nada se moviera, ninguna cosa nos
sorprendiera con un rápido gesto o un grito desgarra­
dor. Tampoco sé si se llam aba Ariadna, o si ése era un
nombre que yo le había inventado, para que el juego
fuera más hermoso. (Quizás ese nombre estuviera es­
crito en uno de esos papeles frecuentes que se halla­
ban al costado de las momias, sujetos por hilos de seda
o pequeños clavos de acero; Áriadna escrito. en gótico
o en persa en un triángulo de papel al costado de un
maniquí de yeso, y yo hubiera recogido su secreta so­
noridad en mi oído, para lanzársela a ella durante las
noches de museo, las interminables noches en que jun­
tos recorríamos los diferentes salones oscuros, transitá­
bamos las desiertas Ogalerías,3 visitábamos las tumbas de
los muertos, sin oír nuestros pasos siquiera, pues andá­
bamos descalzos). Ariadna en gótico, Ariadna en latín y
en persa: nuestro primer juego consistió en la delicada
operación de transcribir las. diversas leyendas de los
muertos en los variados caracteres de las lenguas. Ariad­
na en griego y en hebreo, de tibias sonoridades césped.
Áriadna sinuosa locamente enajenada, recorriendo los
salones oscuros del museo, entre las mansas y blancas
columnas y el balaustre de madera; Ariadna investigan­
do el profundo vientre de una estatua, donde se agaza­
paban verdes medusas de esparto y fieltro; Ariadna en
las visceras de antiguas deidades en desuso, y en 'el to­
cador; Ariadna reflejada en los espejos azogados de las
vitrina? y en el juego de vidrio de las repisas; Ariadna
nocturna, céltica, transparente, deslizándose desnuda por
los pasillos silenciosos. Una noche la encontré delirante,
abrazando una estatua: por los brazos blancos le corría
una vena verde, alargada; caminaba sola y descalza a
lo largo de los pasillos; del suelo se desprendía como
un olor a narcóticos y a jardín. Ariadna infeliz, reco­
rriendo delirante las galerías de spejos y deteniéndose
delante del azul, a mirarse los hilos de las venas.
Cuando el juego de traducir viejas leyendas en di­
versos caracteres no bastó (las largas noches del museo
tenían horas infinitas que transitar desde el páramo del
parque ya cerrado a las hondas cavidades de los muer­
tos, desde las espadas estilantes en las paredes, a los
lóbulos de saurios disecados, en sus nichos; desde el
techo atormentado por la penitente bóveda central, al
suelo surcado d e baldosas en equívoco pentagrama, des­
de la filigrana de los palios adosados a las columnas al
húmero saliente, un poco prominente, ceñido a su so­
porte por una tibia red de hilos musculares), las plu­
mas y los pinceles alineados en fila sobre la mesa noc­
turna alzaron al aire sus magníficos tallos: aquí y allá
una mancha de tinta azul, una nube negra o un redon­
del de espuma, señalaban en la mesa el lugar donde
Ariadna había descansado, inventado un lunar, dibuja­
do una crisálida, destacado un rasgo carmesí.
Cuando el juego de traducir viejas leyendas no bas­
tó, Ariadna tuvo un espasmo de 'tristeza y su melanco­
lía apagó los viejos candelabros y las lámparas de pie.
H acía tiempo que el astrolabio nada medía ya, y
en alguna parte, los buriles que empleábamos para es­
cribir sobre las pátinas de cobre, se hollinaban solos.
Ariadna cesó de reproducir leyendas con sus plumas

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como clavos sobre lápidas y mármoles, y yo ya no tuve
que registrar ■más las profundas cavidades de los mue­
bles donde bailar, corno vesículas, tristes inscripciones
de los muertos, reseñas de los hechos de los vivos, de­
sordenadas historias de confusas Oguerras
.
v. ' agresiones
O
que contar a sus blancas manos desmayadas de princesa
sin desaflorar.
Ariadna cesó de traducir leyendas y yo no hollé
sinuosos catafalcos donde la muerte ya no sonaba más,
evaporada en humo de cenizosos crematorios y en volu­
tas de gases estériles, ni hundí mis manos en rumorosos
cajones, donde descubrir antiguas referencias, archivos
de palabras y de formas que socorrieran la ardiente cu­
riosidad de Ariadna, donde saciar su ávida frente.

Distraídos del trabajo de la traducción, nos pasea­


mos desnudos por las oscuras piezas del museo, en trán­
sito permanente de salones y pasillos, evitando la mira­
da fija de los pájaros disecados, de los antepasados em­
balsamados, soslayando, en las galerías, la presencia
continua de las vendedoras de sal, estatuizadas el día
que del cielo cayó, con decisión, la marea de la lava.
Evitamos, también, en los corredores, las enonnes moles
de los reyes sacudidos de sus tronos reales por la furia
del poder y la ambigüedad de la muerte. Los enormes
espejos iluminados, a cada paso transcribían la peregri­
na historia de nuestros cuerpos blancos, tan blancos co­
mo su propio humor cristalino: al transitar por las ga­
lerías, ellos nos contaban los pasos, las referencias físi­
cas de nuestros gestos, nos reflejaban con lucidez y es­
mero, con dedicación y delicadeza, mezclados a veces
con muslos de divinidades celtas o con tersos brazos
de púberes efebos. Así, Ariadna recogía un helecho, o
yo acuciaba un cien/o, en el espejo azul que nos di­
señaba.

7f O
o
Por la galería de las galaxia- neutra-:. Ariadna de­
sestimó las leyendas fabricada?; por .las re c a e s y en un
pequeño arrebato de tristeza, estrelló estatuillas de ba­
rro contra la esterilizada vitrina de los ceremoniales
chinos.
F u e entonces, para huir de la tristeza, que inven­
tamos el juego, el juego que habríamos de jugar tantas
noches oscuras de museo abandonado.
Yo ya había mirado el cuerpo desnudo de Ariadna,
reflejado en la galería de espejos, y ella había deteni­
damente contemplado el mío en el ala. occidental del
museo, entre monolitos separados por inútiles montantes;
nuestros cuerpos nos habían producido soledad y triste­
za, como sucede a los que han perdido la posibilidad
del sueño. Los instrumentos musicales, mudos, los que
ya no podíamos oprimir, blandir o pulsar, por care­
cer de conocimientos (su vieja ciencia, se había perdido
en los cajones donde tantos papeles-atestiguaban acerca
de cosas pasadas), yacían por el suelo, en el desorden de
la ignorancia: a veces los mirábamos con ternura, otras
veces los blandíamos, como trofeos bárbaros, y de las
paredes, disentidas, colgaban las máscaras crueles de
antiguas magias, cuya perversidad se había desvanecido
en la quietud de los museos.
E l juego consistía en que uno de los dos —el mu­
seo estaba vacío—, Ariadna o yo mismo, cubriera su des­
nudez con vestiduras robadas al azar de los solemnes,
vanos monumentos, escondiera su cuerpo detrás de oxi­
dadas armaduras o de efímeros velos, se ocultara en un
rincón del museo a oscuras, mientras el otro, desnudo
y sin noticias, comenzara su búsqueda en los salones h a­
bitados por estatuas, por las galerías de momias en sus
catafalcos, por los corredores sembrados de esqueletos
amarillados, donde el polvo era ceniza de visceras y

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huesos. E l juego tenía un desenlace: una vez descubier­
to el escondido, el perseguidor podría someter a su víc­
tima a cualquier castigo, por infamante que éste fuera.

Ariadna aceptó entusiasmada, y fue ella misma la


que, desnuda, decidió perseguirme por los recónditos
pasillos del museo oscuro. Ninguna sala estaba prohi­
bida: solamente los sótanos, por precaución, no podían
servirnos de refugio.

Protegido por un grotesco y enorme mármol de Si-


leno, cubiertas mis carnes con unos viejos trapos rap­
tados a un endémico rey sajón, me escondí por vez pri­
mera en uno de los salones centrales del museo, detrás
de carnosas palmeras ebrias de humedad.

Pronto vi aparecer a Ariadna, que m archaba con el


rostro en alto, oliendo en la atmósfera cenicienta del
museo mi olor a vivo; caminaba sigilosamente sobre el
suelo apentagramado dos a dos, blanco y negro, negro
y blanco, deslizando sus firmes pies que reptaban las
baldosas frías, como lápidas, aferrándose perversamen­
te al suelo. Las frías baldosas encima de las cuales sus
largos y claros pies giraban, hacían ángulo hacia el cen­
tro, donde una fuente simulaba una cascada, y el hielo
del piso le subió por la columna como una ola de yodo
turbador. A su lado, las estatuas más antiguas imponían
su estructura de sólidas, pesadas geometrías. Su pie
blanco, en brusco movimiento, apresó sin querer dentro
de su jaula de cristal una débil piedra destilada por el
ojo luminoso de un dios azteca: Ariadna desvelada, vuel­
ta gamo sombrío, había auscultado el aire y detectado
un solo movimiento, el de la piedra que descendía des­
de el ojo insomne de la divinidad, y vuelta gata, su fino
pie blanco había apresado la que pudo ser mi primera
señal. Después agudizó sus ojos hacia las esquinas del

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salón: en los ángulos, jarrones de yeso infinitamente tra­
bajados podían e r e .-r.dennc--:- U üzó los sombríos dardos
de sus ojos hechos luz hacia el interior de los jarrones,
y no conforme con una primera ardiente y urgente in­
vestigación que los vació, como a órganos deshechos,
como animal hambriento penetró por los cráteres abier­
tos y oscuros de los jarrones, donde yo no estaba: su
prisa dio por el suelo con uno de ellos, y sobre los pe­
dazos, como sobre los residuos, continuó buscando. Los
terribles espejos de las paredes iluminaron una Ariadna
febril, engarzada en la persecución con una tenacidad
que le recorría el sólido cuerpo desnudo, los muslos
azules y los senos delirantes, dándole una luz maligna
a cada estación donde la piel se detenía a mirarse.

Recorrió nuevamente una línea de baldosas para­


lelas, hasta quedar delante de la armadura de un an­
tiguo caballero; una mirada recíproca les bastó para
reconocerse y odiarse; entonces, sus brazos urgentes,
bramantes, le entraron a la sólida armadura por el agu­
jero de la boca, y desde él, hurgaron violentamente: las
articulaciones por las cuales una pieza se juntaba con
la otra se desengarzaron, desesperadas, y al fin, la equi­
librada figura de metal se vino al suelo, y chirriaron sus
órganos,
O ? desencantados. Yo no estaba dentro de la vie-
ja armadura parodiando al cordial caballero, y Ariadna
reinició la búsqueda. Un murciélago se estrelló contra
la vitrina de las reliquias celtas, y su cadáver ululó en
el suelo. A Ariadna los pechos le latían una y otra vez
sobre sí mismos, como péndulos, como espejos reflejos,
suspendidos y confundidos en la emoción y en el deseo.

E n la huida por un corredor sombrío, derrumbé


nna enorme estatua que estrepitosamente se deshizo
contra el suelo; anhelante, esperé que los silenciosos y
seguros pasos de Ariadna la aproximaran hacia los res­

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tos de la estatua vencida. E lla ap arec-ió por la .pueib.
de la galería, a la luz oblicua de una luna simulada. -ry.¡x
el cruce de espejos; sus firmes piernas se clavaban con­
tra las baldosas combinadas, formando una especie de
jaula de cristal desde la cual todo el museo se refleja­
ba. E n las vitreas superficies de su cuerpo, vi los planos
conjugados, los ángulos rectos y lisos de techos y pa­
redes, las aguas claras de la fuente manando su leche,
los tranquilos peces de colores navegando eternamente
per un tiempo y un agua sin definición ni término. E lla
marchó hacia m í firmemente, sonriendo por el éxito y
la fatalidad de mi juego; cuando estuvo a mi lado, a
dentelladas, arrancó mis viejas vestiduras con los filos de
su boca, y, debajo de los trapos confundidos (o sea, del
viejo rey entontecido) nos amamos furiosamente, por
primera vez desde que nos conocimos, ella y yo, entre
siluetas de caballos blancos y caballeros guarnecidos.

L a segunda noche, Ariadna eligió esconderse, y yo


tuve que buscarla. No me importó, excitado por el vér­
tigo y la ansiedad de la incógnita, curar las heridas que
sus dientes, como vidrios, me habían abierto por el cuer­
po, la noche anterior: habíamos recuperado la pasión
de buscar y sólo anhelábamos el final. E l juego tenía
desenlace, y ya 110 habría historias eternas que contar
en diferentes caracteres, para que la noche del museo
transcurriera, monótona e igual, llena de recuerdos y
vanas memorias en cada monumento, en cada pieza con­
servada en su polvo original, en cada vitrina protegida
por su cerradura.

M e dirigí primero al salón de las matronas romanas,


cierto olor a ropa, a largas vestiduras conservadas a
través de los siglos en virtud de secretas fórmulas que
yo ignoraba, me condujeron hasta allí.

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E l olor era algo así como a duración, sí es posible,
o a eternidad: e1 olor que se escondía en el incienso, es
decir, en las catedrales y en los libros antiguos: uno po­
día sondear su solemnidad, también, en los cementerios
y en las arcadas de los salones más viejos del museo.
E l salón de las matronas romanas tenía luz artifi­
cial y yo la encendí: alineadas en fila, dispuestas como
para una celebración u ordenadas tal vez para un desfi­
le, las estatuas, todas con sus largas vestiduras, parecían
dotadas de una calma y una fe imperturbables, intem­
porales. Alineadas sobre una larga tarima, una y otra
apenas se diferenciaban oor el color de las vestiduras,
1 Jl ^ y

pero el gesto de solemnidad y de altivez era común:


representantes de lejanas y augustas familias, la digni­
dad y la discreción se les deslizaba desde la piedra de
los rostros complacientes a los brazos robustos, firmes,
llenos de vigor. Primero les miré los pies, calzados con
sandalias todos ellos; después, fui ascendiendo por las
túnicas de leves tonos como un lento caracol que re­
corre una planta; el color amarillento de las moles me
repugnaba un poco, pese a tener cierto matiz de la
carne que no podía ignorarse; llegado al cuello de la
primera que estaba en la fila, bruscamente, me asaltó
el deseo: ella me miraba impasible, quizás con un poco
de tristeza, y yo la noté un poco gruesa, un poco digna,
un poco estática: brutalmente me lancé sobre ella, de­
rrotándola sobre el suelo. L a dama apenas se agitó, que­
bradas las piernas, pero debajo de su túnica plegada,
mis manos la registraron hábilmente: desgarróse la tela
cómo el cuerpo, y por los intersticios de los ojos nadie
me miraba.

Abandoné el cuarto de las matronas romanas y ele­


gí, esta vez, el de los animales prehistóricos. Una serie
de esqueletos incompletos desde la profundidad de su
armazón parecían esconder el vacío: entre los agujeros
de las costillas y los huecos de los huesos, el aire hacía
presión y se me venía a la cara, con su humo azulado
lamiéndome el rostro. L a mano podía adentrarse por
uno de esos huecos, adelantarse por la caverna de hue­
sos y de vértebras, recorrer esas mutiladas columnas,
cortar estalactitas, atravesar fosas y troncos petrificados:
hacia lo interior siempre hallaría el vacío. Una mano
m etida en el vacío, rodeada, hundida, tangenciada por
el vacío. L a visión de los grandes monstruos apoyados
en sus tarimas de m adera depuso por un rato mi ar­
dor. Visité mandíbulas, frentes y caderas: un olor a hueso
calcinado me inundó, con su violento descontento. P e ­
ro a medida que los diferentes animales iban transcu­
rriendo delante mío (delante del ojo que los registraba)
como las figuras de un álbum mitológico, todos con sus
simuladas geometrías, todos reducidos a un olor ocre
aniquilante y a una serie de huesos encadenados, todos
mansos y complicados, como las piezas de un puzle, a
m edida que los animales me iban mostrando su esque­
leto, me volvía una necesidad urgente y quemante de
encontrar a Ariadna. Sin embargo, recorrí toda la sala
sin hallarla; por las paredes, entre los cajones, por los
escondrijos, sólo piezas legendarias de legendarias ana­
tomías me iluminaban con la luz falsa de sus articula­
ciones simuladas; unos huesos reconstruidos, m alaveni­
dos, me invitaban a su banquete de muerte y falsifica­
ción. Entre su polvo, su olor acre y su blancura de tum ­
ba, yo no encontré a Ariadna. Con la furia m esurada de
un hombre saturado, blandí el hacha y comencé a que­
brar, a destruir esas m oles..D urante minutos que se su­
cedieron regularmente, astillé todo lo que hallé a mi
paso, deshice bravas articulaciones, desengarcé estructu­
ras de vértebras milenarias, reduje a astillas piezas en­
teras de animales prehistóricos. Sólo el polvo am arillen­
to de las polillas dejé en el suelo.
Ariadna no estaba tampoco en el salón de los vasos
griegos, m dentro de las ánforas etrascas apoyadas en
Jas esquinas del ala oriental del museo; descolgué "con
gestos imperiosos las pesadas cortinas que tapiaban las
ventanas, pero entre sus pliegues no hallé los de Ariad­
na; pude pensar, en la noche terrible del nauseo aban­
donado, que ella misma había huido, transfigurada, a
través de los vitrales, atravesándolos sin herirlos, hecha
escarcha o hielo, a depositarse fríamente sobre la man­
sa superficie del parque quemado. En el salón de los
pájaros disecados, ojos centelleantes me conducían de
un pico a otro, y yo pasaba de jaula en jaula como de
garra a garra; rebotaba contra cuerpos s-emitibios, de
alas apenas encrespadas, y blandas plumas me confun­
dían el rostro, con su olor a bálsamo y putrefacción. L a
luz intensa de los ojos siniestros de los pájaros ilum ina­
ban contradictoriamente los ángulos llenos de alas del
salón, y como quien navega en una frágil nave en per­
manente desequilibrio, era impulsado de un costado a
otro, ora evitando un pico desgarrador que avanzaba
por el aire, sacudido de su tarima por un movimiento
frenético, ora agitado por un negro batimiento de alas
profundas que me oscurecía los ojos. Los pájaros dise­
cados avizoraban desde sus jaulas m etálicas la sombra
de las estatuas, más allá de las ventanas; buscando a
Ariadna, tropezaba con los soportes de los pájaros, y
esto bastaba para lanzarlos sobre mí: yo me cubría los
ojos con los brazos, en el instante en que alas espesas,
trémulas y negras me cruzaban la cara.

E n algún momento, por error, debo haber oprimido


el botón que echaba a andar la banda sonora de la sala,
que en su cinta m agnética registraba los chillidos b ru ­
tales de los pájaros, sus gritos de desesperación y de
combate, o —esto nunca se sabrá—, fue Ariadna misma
quien, al ubicarme en el salón, decidió hacerla frunció-
nar, oprimiendo los controles desde el piso alto. Sinies­
tros, ensordecedores, rápidos, cortantes, enhebrados, los
chillidos de los pájaros irrumpieron en el aire por todos
los costados, apareciendo desde bocas escondidas en las
paredes, tapizadas de negro; salían de las paredes iner­
tes como rugientes, aulladoras bocinas desenfrenadas, y
en el rumor de plumas, se iban como lamentos desga­
rradores de soledad y querella; sirenas de combate y de
guerra se desprendían desde el techo, descolgándose co­
mo ágiles trapecistas, y asolaban el aire con su ronca
confusión. Los gritos asaetaban el espacio, cruzaban sus
acudas claves e iban a coincidir hacia el centro de la
sala, donde yo estaba, lacerándome los oídos: en medio
de aquella infernal sinfonía, agotado, comencé a des­
variar por el salón, chocando una y otra vez contra los
pájaros embalsamados que se me caían encima, vinien­
do desde sus asientos en los pedestales a mis brazos
confundidos; las alas, al caer, despavoridas, azotaban el
aire, y las garras desasidas del soporte donde se aferra­
ban, cruzaban el espacio con desesperación, buscando
en que adherirse, hasta rajarme el rostro.

Herido y desgarrado, abandoné el cementerio de


los pájaros disecados, dejando atrás, extendida, espu­
mosa alfom bra de alas desprendidas de los cuerpos, pa­
ra siempre separadas, pechos quebrados de los cuales
las plumas, sin fuerza, apenas se elevaban, garras cris­
padas en el suelo, que ya no tenían huesos donde ir a
clavarse. L a música infernal había cesado, y desde el
patio central con su mansa fuente perpetuamente go­
teante, pude ver a Ariadna que, disfrazada de vestal,
se deslizaba por la balaustrada.
—Ariadna— dije, en voz baja, y, lacerado, ascendí
la am plia escalera de mármol, dejando tibias huellas de
sangre allí donde mi mano se posaba, junto a evanes­

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centes vellones de plumas que se m e habían quedado
adheridos a los dedos, como espuma.

Los juegos se sucedieron noche tras noche, y llega­


mos a apasionarnos tanto en aquella incesante y renova­
da persecución nocturna, que por los días, extenuados,
nos olvidábamos de comer y de restañar las heridas de
nuestros cuerpos, como nos olvidábamos también de des­
cansar.

Los diferentes salones del museo iban Doblándose


í.

de las ruinas que dejábamos a nuestro paso, durante


las prolongadas peregrinaciones nocturnas: por todos la ­
dos veíanse yacer jirones retorcidos de estatuas lanzadas
frenéticamente al suelo, y era difícil transitar por los
patios oscuros sin pisar fragmentos de jarrones deshe­
chos, trozos de cerámicas destruidas diseminados por el
piso, y el polvo, el polvo viejo, consecuente, comenzaba
a cubrir los diferentes salones, pátina de ceniza sobre
la cual andábamos en las noches. Rostros desfigurados
de mujeres por el suelo inauguraban nuestra furia, y
entre ellos nos amábamos, en las madrugadas frías; por
los días, en cambio, descansábamos, desnudos, acostados
sobre los mosaicos verdes de los patios, apartando de
nuestro lado, solamente por armonía, las manos sueltas
de alguna doncella desflorada, la pierna musculosa de
algún guerrero sepultado ayer. Tirados por el suelo, des­
cansábamos mirándonos los cuerpos cubiertos de h eri­
das, flacos y sin embargo ardientes, los únicos completos
entre el polvo y la desolación.
Los días, entonces, transcurrían sin que nos diéra­
mos cuenta, ni los anotáramos, ni nos preocupáramos
de ellos, y Ariadna ya no evocó más, entre nostalgias, el
ruido del mar lanzado suavemente sobre arenas púbe­
res, amarillentas, su turgente caricia, el yodo que que­
daba en la orilla, residuo de la actividad de arribar, y.
oscuros, impacientes, nos lanzábamos por las escaleras
llenas de telas y cortinas desgarradas, a escondemos por
los salones mal iluminados, detrás de mármoles y escul­
turas antiguas, donde el verde conmovedor de la edad
nos disimulaba.

A veces, cuando no podíamos ocultar el hambre, es


decir, cuando ella se imponía por encima de nuestro
juego de buscam os y de amarnos, bajábamos a los só­
tanos, a devorar un trozo de carne o una fruta fresca,
a desmembrar algún ave pequeña, como devorábamos
por las noches nuestras propias pieles. L a furia de co­
mer, en esas breves estaciones de nuestro juego, hizo
que descuidáramos, como no lo hiciéramos nunca antes,
los restos de las comidas, que comenzaron a poblar el
suelo, como poblaran los patios del museo los trozos
de estatuas destruidas y los fragmentos de viejas cerá­
micas deshechas. Ya no enterramos más los restos de
nuestras comidas, y dejamos transitar por ellos a las
ratas que descendían desde las paredes o se deslizaban
a través de los zócalos, al festín de los restos abando­
nados por nosotros.

Alguna vez oreo haber dicho a Ariadna, que apre­


saba entre sus dos manos ardientes^ vueltas garras, una
presa de animal sombrío que se llevaba a la boca: “ —D e­
beríamos combatir un poco a los roedores”, pero Ariad­
na desechó mi recomendación (no aceptaba nada que
• demorara nuestra incesante actividad de hallamos), con­
tinuó mordiendo su presa, y miró con desprecio al gru­
po de enormes ratas que, no lejos de nosotros, daba
cuenta de los huesos y las cáscaras que habíamos deja­
do, en días anteriores. No nos preocuparíamos tampo­
co, en el futuro, cuando, alentadas por nuestra indife­
rencia, se atrevieran por los pasillos y galerías del mu­
seo, primero vertiginosamente, luego con dedicación y

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esmero, paseándose por los fríos pisos, lamiendo, dando
vuelta, transitando y recorriendo los restos de estatuas
diseminados por el suelo, el polvo de las cerámicas, la
ceniza de huesos y de esqueletos, como andarían pol­
las ruinas de una ciudad bombardeada.
Nuestro juego continuó, indiferente a la ruina de
alrededor, y por Jos días, descansábamos sobre el suelo,
mirando cómo las ratas se paseaban por los cadáveres
de las estatuas desengarzadas, descompuestas por el p i­
so. Sólo quedábamos ella y yo, buscándonos, buscándo­
nos entre los restos del museo vencido, como ahumado.

L a decimosexta noche, Ariadna juró esconderse y


no ser hallada: me desafió desde la escalinata con sus
dulces movimientos de alga o de pez, y prometió una
recompensa fabulosa y secreta a mi audacia, si yo, otra
vez, conseguía vulnerarla, conseguía descubrirla entre
las vitrinas de los seres míticos o los íntimos templos
para doncellas encerradas, donde ella estaría, trasmuta­
da en virgen o en gama.

E sa noche, tendí mis redes con habilidad y sutileza,


como lo haría el experto explorador dispuesto a socavar
definitivamente la tenaz piedra, cerrada y resistente has­
ta ese día como un dulce útero, abierto el cual, una ga­
lería d e delicadas telas luminosas se despliega, con en­
volvente dulzura; así, organicé m i batida sabiamente,
calculando los posibles pasos de Ariadna, su gusto por
lo verde y lo recóndito, su preferencia por las estatuas
bellas. Como el argonauta lanzado a la exploración por
territorios fluctuantes, de inestable geografía, se detie­
ne, en un llano, toma aliento, huele el aire buscando aro­
mas conocidos y después, meditativo, recoge sus plu­
mas y sus mapas, su brújula y sus cartas, del mismo mo­

89
do, yo, desafiante y confiado, elaboré mi persecución
por las piezas del museo, en sabia geometría.

Deseché las salas conocidas, donde Ariadna no iría


a esconderse, a ocultarse detrás de monumentos tristes.
Tam bién ignoré los pisos bajos: conocía su preferencia
por el tránsito presuroso de pasillos oscuros, donde se
deslizaba suave y vertiginosamente, como un líquido
tibio que recorriera las piernas fuertes de un efebo; eli­
miné de mi derrotero, también los salones dedicados a
la época m edieval: conocía la franca repugnancia de
Ariadna hacia., una edad anticlásica.

D ejé transcurrir parte de la noche sin buscarla: el


plazo estaba fijado para las seis de la mañana, y el
tiempo urgente que transcurría para mí, también trans­
curría para ella: pensé que en su escondite, Ariadna se
sentiría desconcertada al no advertir ningún síntoma de
mi búsqueda, al no oír mis pasos por los corredores o
por las salas negras, y que su sorpresa, su dificultad
para adivinar mis movimientos, mis pensamientos, mi
plan, me ayudarían a descubrirla. Como el ciervo se de­
tiene, en medio del bosque, cuando no oye a sus perse­
guidores, y en el aire ajeno, caliente, busca señales (más
temeroso del silencio que del ruido), eleva la cabeza e
intenta descubrir por sus olores las presencias temidas,
y su desconcierto aumenta con el silencio, y, desvariado,
temeroso, m ira a uno y otro lado, buscando apoyo, del
mismo modo ella, al no oirme, sentiría su refugio poco
seguro, el silencio amenazador, el paso del tiempo tur­
bador, la noche, inquietante, y su temor, (la vibración
de su m iedo en el aire) sería su primera huella, la pri­
m era palpitante señal de mi triunfo.
Esperé, pues, paciente, el tránsito de la noche, des­
de mi improvisado mirador en la escalera, desnudo y

90
tenaz, perro solitario y vigilante. L a not'he, lent?. ¡ar_
ga noche del nraseo se deslizaba peshüaments ¿im e los
muros, se descolgaba grávidamente por las espesas cor­
tinas, mientras las insomnes estatuas aún enteras descar­
gaban su eternidad, su tiempo duradero sobre mis es­
paldas desnudas.

E l gran cuadrante del reloj de pared ya no indica­


ba más el tiempo: en un ataque de ii-a, Ariadna lo ha­
bía vencido, una mañana de furor: sus enormes núme­
ros romanos yacían, quebrados, retorcidos, sobre el fon­
do blanco de la esfera, como títeres en desuso: Ariadna
no había podido resistir su melancólico goteo de minu­
tos y segundos hasta el fondo del salón, donde el tiem­
po se hundía, inútil, y, furiosa, como bacante, se había
trepado entre sus símbolos romanos, a detener la gigan­
tesca flecha que giraba, con matemática insistencia, que
daba vueltas sin piedad en su blanca tumba. Así, ven­
cido, con las múltiples manos retorcidas, se derrotaba
en el aire, blanco, espectral, caído, m áquina ya sin co­
razón. É l no pudo, entonces, señalar el tiempo que yo
empleé en esperar, con paciente ansiedad, el momen­
to oportuno para iniciar la persecución de Ariadna, ni
los minutos que se destilaron, gota a gota, desde las
paredes recorridas por las ratas a los juegos de mosai­
cos en el suelo.

Hasta que al final, convencido de mi felicidad, de­


cidí buscar otraa vez a Ariadna, esta noche hallarla para
siempre, hundir en la lujuria y en placer, en el aban­
dono y en sueño vedado hasta ese día, toda la ansie­
dad y el descontento, la oscura geometría del deseo
y la satisfacción.
T repé la mansa escalera llena de polvo y de tro­
zos de piedra trabajada; no encendí las luces de las
complejas arañas por no descubrirme, pisé con los pies
desnudos las febriles alfombras rojas, cálida;, urgentes
(aquella caricia de Ariadna por las piernas que subía,
ascendía como una lluvia caliente sobre las plantas),
desprecié el patio de las fuentes manantes, rodeadas de
representaciones de ninfas y de faunos, no quise en­
trar en la pieza de los navegantes: conocía su prefe­
rencia y su secreta nostalgia por eí mar, y no hubiera
entrado a ese-cuarto, por temor a no poder abandonar­
lo nunca. Elegí, en cambio, con íntima convicción, el
salón de los espejos. Descorrí la pesada cortina, que
me e n v o lv ió el cuerpo como un afiebrado manto, y,
•cror.íteck- er. .'nrpresa, me lancé hacia el profundo
s f J 6:_ sux s espejos cruzados, combinados, espe­
jab an iJ. áuo&z visitante que en una noche cualquiera
se atreviera hasta ellos, para confundirlo con su cruel
juego de luces y reflejos, de contrastes perversos y m a­
lignas luminosidades. Ál llegado que descorriera la es­
pesa cortina del salón, como quien levanta la tapa de
un sarcófago, terribles revelaciones le esperaban: los
espejos combinados jugaban una danza espectral de in­
sinuantes deformaciones, lanzaban hacia un lado y ha­
cia otro la figura desmayada del visitante, que se sen­
tía rebotar de una luna a otra, perdido en una galaxia
infernal, girante e infinita; acribillado por luces con­
trarias, oscilaría entre una revelación y otra, sin hallar,
nunca, la verdadera.
Descorrí, pues, la espesa cortina, y penetré en el
salón.
E n el salón de los espejos pavorosos, cien hombres
intranquilos de mi mismo color, m e esperaban con sus
cuerpos desnudos, dispuestos a abalanzarse sobre mí,
a contradecirme y sorprenderme con sus gestos y su im ­
paciencia. Detesto los espejos por su capacidad de re­

92
producir: no basta con el hombre y los objetos: ellos
nos inventen otros, para poblar í-nu'v i. universo.
L a galería de los espejos continuos fue, desde el
comienzo, el lugar elegido para los tormentos. Allí el
cuerpo se manifestaba, ineludible: no era posible enga­
ñar, con vanos simulacros, su imagen llena de brillo y
exactitud: ése era mi hueso sobresaliente, ésa mi cara
torpe, mis músculos en acecho. Una serie de espejos
me reproducían en verde, alga o liquen, césped, caba­
llo de mar, planta encerrada, tiesto o musgo: mis pelos
verdes me protegían del ojo y del dolor, encerrándome
en sus cárceles filamentosas. Como una copa de cris­
tal, v i mi rostro encerrado en los contornos de los es­
pejos, apresado en la jaula de los lentes que me refle­
jaban. Los espejos azules, en cambio, deformantes, apro­
vechaban mis rasgos más notables para desmesurarlos,
ridiculizarlos, sumándomelos a la desproporción de la
figura.
E n lo doble azul me temí: hombres cenicientos,
sombríos, a mis espaldas, fabricaban mi sombra, mi otro,
mis espejos, me torturaban el gesto presente con la fu ­
gacidad del inmediato anterior.
O
Sabía —mientras m archaba por la habitación inten­
tando ignorarlo—, que cada gesto hecho delante de los
espejos, era, al mismo tiempo, perfilado por otros, y
deformado, desde atrás, por los que quedaban a mis
espaldas. Nunca tuve tantos testigos que, en una noche
frenética y brutal, testimoniaran mi desnudez, mis es­
calofríos, mi temblor, mis audaces geometrías, ni animal
alguno fue acechado tan estrechamente por tantos ojos
voraces, dispuestos a devorarlo. Nunca tuve tantos tes­
tigos que, en una noche de delirio, viraran las naves
cóncavas de sus ojos hacia mí, atrapándome en sus per­
fectas líneas tendidas con exactitud, durante sus giran­
tes peripios; pero lo que me fascinaba era el encuentro
de sus luces malignas, la verde y la azul, estallando en
el centro de la galería, en una gran eclosión astral. Allí,
hacia el centro de la sala, yo era treinta y dos hom­
bres de verde,y conjugando
) o
su rosa • de viento, ora re eos-
5

íado contra un ángulo desierto, ora inclinado, impelido


íiacia el centro de la rosa austral donde los treinta v
dos rumbos coincidían, hilados por la atracción del pro­
fundo ombligo central, y era, al mismo tiempo, doce
hombres azules, imitándome sin amor, huyendo entre
jas dulces paredes añiles como un animal triste y fu ­
gado. Así, hacia el centro del salón, los espejos verdes
yJ azules estallaban en una sola,7 luminosa,: maligna
O
"a-
O
íaxia central, poblada de luces y de intermitentes rá ­
fagas de claridad que cortaban el aire, zigzagueando,
llenándolo de resonancias.
Tuve, por un instante, la impresión de que Ariadna
atravesaba vertiginosa, mía de las lunas azogadas, de
m ágica azul; su piel, rosada, pudo en efecto, reflejarse
vagam ente en uno dé los espejos, y evanescerse, y trans­
currir, y deslizarse velozmente hacia los negros pasillos,
dejando en el aire, en la luna azul, nada más que su
extraño perfume a mártir, su extraño perfum e sobre las
pirámides blancas, cementales. F u e como si un velo de­
licado, traslúcido, sonrosara tibiamente la córnea ilu­
m inada del espejo y fluyera hacia el espacio, pero cuan­
do me lancé hacia él, hacia el espejo por el cual su
cuerpo se deslizara como una caricia, el frío de la su­
perficie vacía en mis manos ansiosas me heló con su
desierto, con la helada comprobación de mi error, y su
luna blanca, mansa, yerta, reflejó el creciente frenesí
de haber vivido un engaño. E lla habría quizás atrave­
sado la sala en notable silencio: yo sólo abracé mi fi­
gura, mi ansiedad -en los espejos, el pozo azul de un
gesto estéril.
Desencantado, abandoné la sala de los espejos con
la m ací I?ra ser.ti.-=.‘;.ón de que entre sus luces, sus refle­
jos combinados, su experiencia en envanecer y desva­
necer a los hombres, ellos me habían dominado, me ha­
bían hecho jugar su juego de falsas apariencias. ¡Reían!
¡Reflejaban! ¡Burlaban! ¡escondían! ¡Ilum inaban falsas
presencias! ¡Objetivaban! ¡Reflejaban con aparente man­
sedumbre la crepitación estelar del cíelo! ¡Em pozaban!
Eran ellos. Sonreían. Se abrían. Iluminaban. Daban ju ­
guetones saltos de delfín, prolongadas inmersiones de
mansos nadadores, pero su hielo era más impenetrable
aún, menos purificador.
En. los patios, el silencio gótico y ascendente me
penetró por la piel desnuda, despertándome el miedo
que llevaba oculto entre los atajos de la piel y de las
venas. Hieráticos yesos, de pie, mirábanme desde arri­
ba, ausentes de expresión pero constantes, firmes, des­
velados. Verdes estatuas cenicientas, entre las cortinas,
abrían el paso, o lo detenían, delante de las puertas.
E l silencio, en el espacio yerto, yermo., inundaba el m u­
seo como ía concha de un ataúd, petrificada; un silen­
cio enorme y augusto, obeso, profundo, lleno de som­
bra y de ceniza; en todos lados, veíanse tristes despo­
jos de nuestro juego: como residuos de olas, danzaban
por el suelo, como basuras al viento, trozos de yeso y
mármol, papeles, tiaras, innúmeros restos sin dueño, m a­
nos grises, hombros inertes, espaldas desmontadas, se­
nos chirles. . .
Un silencio gélido que montó sobre los residuos y
las columnas, y se aespositó, deyección de un tiempo
neutro detenido, frente al cual, mi búsqueda y mi an­
siedad eran pequeñas. Sólo las ratas parecían querer
acompañarme, pero ellas, ajenas al juego que jugába­
mos, se dedicaban, ausentes y atentas, a consumir los

95
desperdicios: enormes ratas grises, pacíficas y ham brien­
tas, se deslizaban por las paredes, por los frisos, por los
zócalos, por las comisas, consumiendo con sus lenguas
rosadas todo el polvo y la ceniza.
N avegante solitario, busqué a Ariadna hacia los di­
ferentes rumbos de su rosa de viento, sin hallarla. H a­
bía desaparecido, fugada, desvanecida, etilizada, entre
los vidrios y las columnas, por las paredes y las puer­
tas, bajo los caireles y las lámparas de pie, hundiéndo­
se tal vez en alguna gigantesca m ayólica hacia el fondo
del museo, por las baldosas arabizadas, en el lecho hú­
medo de peces retornantes, siempre girantes en sus rum­
bos circulares; desvanecida detrás de múltiples espejos
entretenidos en su juego de luz y confusión, deslizada
de la cortina por el aire al espacio grávido de muertos.
No sé cuánto tiempo la busqué, cada vez -más con­
fundido e impaciente, alterando el orden de las piezas,
dando vuelta frascos y cromos, mesas, ánades, buhar­
dillas, patios, terrazas, lozas, yelmos, belfos y cabezas,
piedras, mitras, mantos como sábanas, flores putrefac­
tas, cenizas húmedas, anillos ferruginosos, patios m an­
chados por redondos goterones de lluvia, ropas viejas
que al tocarlas se desintegraban, hechas polvo, sillas
desmontables, aguas estacionadas en sus fuentes y tris­
tes zafiros solitarios y acuáticos en su luz celeste.
Cuando amanecía, comprendí que había perdido el
juego, y que Ariadna, escondida, por primera vez inal­
canzable, se me había escapado de entre los dedos ten­
sos como el agua que tanto amaba: triunfante navegaba,
esta vez, por sus propios periplos elegidos, conducien­
do su nave y su timón con independencia de mis de­
seos y mis mapas, circunnavegando solitaria y todopo­
derosa, por aguas que abriría, como abre un vestido la

96
mano ardiente, ’-asgando ]p. tela, rápida bisectriz lan­
zada hacia la carne.

Cansado, la llam é dulcemente,

Ariadna.

—¡Ariadna!—

L a llamé Ariadna.

Dulcem ente Ariadna.

E lla no contestó ni contestaría los días siguientes.

E lla no contestó.

Ariadna ausente.

Pensé que su castigo se extremaba: el juego era de


dos, nos necesitaba a ambos para ser jugado. A veces
las mujeres son así: y su castigo consiste precisamente
en abusar del tiempo. E l tiempo que llevan en la piel
se les agiganta, y lo lanzan contra nosotros, caballo des­
bocado. Rosado, el río del tiempo se les desliza por la
piel y nos ataca.
Repartí mi comida entre las ratas v mi hanibj.-.
EI>°.s crujían, mis dientes también. Pensé que el -/ior
a comida la atraería: no era posible, pues, prescindir
de todas las cosas. M e senté encima de un trozo de cor­
nisa: desde allí comí. L a s ratas me rodeaban, ansiosas y
mordientes. Quizás alguna, en su tránsito, llegara hasta
ella (hasta
' donde mi habilidad ^v mi sigilo
O no habían
sabido conducirme), con su olor a comida reciente, y
ella, seducida por el recuerdo del hambre, bajara hasta
mí.

Una rata en jdos


L d e Ariadna.

Ariadna en el Vía Crucis, soslayada por una rata.

L a rata va por Ariadna.

L a rata por los recovecos, oliendo a Ariadna,

como solía olería yo, en las noches, mientras la amaba,


oliendo su olor en el aire, siguiendo la pista de su m ar­
tirio, el aroma de sa carne, de su piel, de su sangre, de
su pelo, el olor de sus senos, el perfum e de sus ingles,
el aromático aroma de sus muslos húmedos.

L a rata husmeando, siguiendo el olor a Ariadna pol­


los zócalos y los pasillos. L a rata lamiéndole los pies,
como a una estarna.

E l día transcurrió sin que ella volviera. Yo, desisti­


do, mis órganos exhaustos (como las delgadas ramas de
un débil árbol, mis órganos laxos, inclinados, vueltos
abajo, yacían, rendidos), ya no la llam aba: entredormi­
do, esperaba que ella descendiera, bienvenida, desde
el aire o desde el espacio, hasta mi lugar en el centro

98
deí museo. Las ratas iban y venían, se deslizaban, como
orugas por ios zócalos y las paredes: su juego consistía
en ir y venir, en comer y llevar, en almacenar y reco­
rrer, febriles, los pisos del museo.

Ariadna no llegó. No cruzó, voladora, el píre v el


espacio abiertos. No aherrojo los techos, para descen­
der. No se deslizó por entre las cortinas brumas, vio­
lentas, amoratadas, hasta el suelo, no surcó las aguas
de la fuente siempre chorreante con su navegación triun­
fante; no bajó por las arañas encendidas, viglantes, su
raudo movimiento de gacela; Ariadna no apareció entre
dos puertas, delgada y aguda como una estalactita, no
ahuyentó mi sueño vertical con su ardiente insomnio.

L á esperé en vano todo el primer largo día.

Esperé a Ariadna. Ariadna no llegó.

En vano esperé a Ariadna todo el largo primer día.

Ariadna no llegó no llegó NO.

Ariadna en vano todo el día.

Todo el día Ariadna no llegó.

Ariadna esperada -en vano.

Todo el día no llegó.


O

Ariadna en vano.

39
Las ratas zumbaban alrededor su misa hambrienta.
Los vidrias, verdes, sin cortinas, limpios, daban frío.
Ellas se movían apenas, controlando su energía: elegían
los caminos más cortos, los movimientos más seguros,
sin disimular su actividad. Todo el museo estaba en si­
lencio. Por los diferentes salones, todo en silencio ne­
gro. Las azules columnas sostenían débilmente sus te­
chos y molduras. Rojos deterioros por el piso señalaban
nuestra saña. Verdes estatuas, aún de pie, tenían la fan­
tasmagórica existencia de la piedra: eterna e inexpresi­
va. Un agua
O sanguinolenta
O recorría las tuberías de las
fuentes, hacia los sótanos. Revisé puertas y cerraduras;
ventanas y pasajes: nada había sido forzado. Ariadna
no había podido huir por puertas intachables, celosa­
mente cerradas, que escondían su secreto mecanismo
como el músculo severo en el que reposa el esfuerzo:
allí estaban, invioladas, quietas.

No había, tampoco, dejado huellas visibles por los


complicados pasillos donde tanto amaba transitar, tra­
duciendo sus viejas historias de los muertos en los di­
ferentes caracteres de las lenguas. Su rastro no estaba
allí, dispuesto a servirme de can.

H acia la noche, enfebrecido, retom é a la ilusión


de buscarla. Recorrí, uno por uno, los diferentes salo­
nes del museo; revisé paredes y apoyaduras, en busca
de falsas puertas o pasadizos, abrí cada catafalco, cada
ataúd: por allí Ariadna no estaba, y a lo sumo, enga­
ñado, más de una vez una estela, un velo, una ilusión
de luz me hicieron volver, esperanzado, detrás de una
sombra esquiva, de una plum a por el aire, de una pie­
dra que rodaba, de una gota que caía, en las cuales yo
creía adivinar a Ariadna. Pero ella no estaba, y yo des­
variaba, perdido el rumbo, de siniestro en siniestro, con­
fundido por cada azar que podía incluir una revelación.

100
H acia la mitad de la noche, sin embargo, creí h a­
llar solución: en el viejo cuarto que servía de vestí­
bulo, efectivamente, donde antes los paseantes y turis­
tas, los visitantes de la tarde depositaban sus abrigos y
sus sombreros, antes de acceder por los mosaicos som­
breados, yo había visto el perfil equívoco de dos esta­
tuas de mármol, que en una primera recorrida repre­
sentaban a dos victoriosos soldados romanos; la segunda
O
vez, sin embargo, cuando entré a la pieza que antigua­
mente servía de vestíbulo, mientras uno de los mármo­
les continuaba el mismo, verde, oscuro, macizo, a su
lado yo creía haber identificado a una vestal. Alguien
había cambiado de sitio a las estatuas, si la oscuridad
y el ansia no me habían confundido una de las dos veces.

Presuroso, retomé el camino de lozas que me con­


ducía al vestíbulo. Abrí la puerta que jadeó, graznó,
baló, silbó, hasta darme paso. Entre cortinas desgarra­
das y estantes llenos de residuos, las sombras confun­
dían sus contornos, mezclándose en extrañas m etam or­
fosis. Alejé rápidamente los muebles que me separaban
de las estatuas; oí romperse una silla y estremecerse
un viejo violín inútil; graznó una percha caída y tosió
áspero, asma un baúl expulsado de su tarima: las esta­
tuas, semidesnudas, esperaban en fila. Elim iné, en se­
guida, al guerrero rom anor su impasibilidad, su verde
mohoso lo protegían de la investigación: su espada cim ­
bró en el aire antes de quebrarse, en últmo gesto de d e­
fensa; pisé un, helado escudo y me dirigí a la otra, a
la sospechosa figura que se elevaba entre despojos de
telas y de bronces; antes, quise encender las luces, pero
no hallé las llaves en mi recorrida desesperada por las
paredes frías.

E n sombras, oliendo en el aire el perfum e putre­


facto de las ropas apolilladas, como flores mustias, me

101
dirigí, a tientas, hacia la estatua' muda que resistía os-
-curamente mis intentos de identiBcácic: •_'A l ; %t--
me, tropecé con un pedazo de madera desprendido de
algún estante, que crujió y m e hizo caer: entre los plie­
gues del velo que le cubría la cabeza y las sienes, dos
ojos luminosos me acechaban; una sonrisa equívoca, m a­
ligna, helada y fija en su .inmovilidad me amenazaba,
con su mensaje indescifrable; alcé mis manos hacia lo s ;
pies de la figura elevada delante mío, y cuando aferré
algo —duro pie, carne, yeso, piedra, cal— creyendo, por
fin, descubrir el misterio, un-relám pago furioso atravesó
el vestíbulo,3 con su amargo
O sonido,7 la estatua se me es-
capó de las manos y el enorme ropero que solía guar­
dar ios abrigos afelpados de los visitantes, en tardes de
museo, se cayó pesadamente sobre mí, derrumbándome
en el suelo. Detrás suyo, desplomáronse las estanterías
con sus canaletas para abrigos y bufandas, p ara ropas
y para bultos; las sombrías perchas, como cadáveres, ce­
nicientos viniéronse al suelo, lo mismo que las cortinas
desgarradas y la pesada araña de caireles, que se des­
prendió clel techo con agudos chillidos centelleantes;
el sólido mostrador ele m adera-quedó un momento en
suspenso, como eligiendo su destino, donde caer, y lue­
go se deslizó por el pasillo, chocando con las sillas y
estrellándose finalmente contra la gran pira central; des­
colgáronse las telas de lo s . cuadros que zigzaguearon
por las paredes, abriéndoles heridas blancas y azules,
por donde todo el aire se iba. Desde .el suelo, herido,
vi balancearse, oscilar delante de mis ojos; con. m aquia­
vélico ritmo, el rostro, verdecido de la estatua; en un
instante, creí ver los agudos
-1 O rasgos
O de Ariadna brillan-
do con luz m aligna entre las telas del vestido v las ga-
O j . O .

sas del rostro; la estatua se balanceó un momento, verde,


azul, tenebrosa, la sonrisa viborante cruzándole la boca,
y con un largo, larguísimo alarido, se desintegró en el
suelo, sobre la confusa pirám ide de cosas.

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