Peri Rossi - Los Museos Abandonados (Selección)
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Peri Rossi - Los Museos Abandonados (Selección)
ABANDONADOS
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como clavos sobre lápidas y mármoles, y yo ya no tuve
que registrar ■más las profundas cavidades de los mue
bles donde bailar, corno vesículas, tristes inscripciones
de los muertos, reseñas de los hechos de los vivos, de
sordenadas historias de confusas Oguerras
.
v. ' agresiones
O
que contar a sus blancas manos desmayadas de princesa
sin desaflorar.
Ariadna cesó de traducir leyendas y yo no hollé
sinuosos catafalcos donde la muerte ya no sonaba más,
evaporada en humo de cenizosos crematorios y en volu
tas de gases estériles, ni hundí mis manos en rumorosos
cajones, donde descubrir antiguas referencias, archivos
de palabras y de formas que socorrieran la ardiente cu
riosidad de Ariadna, donde saciar su ávida frente.
7f O
o
Por la galería de las galaxia- neutra-:. Ariadna de
sestimó las leyendas fabricada?; por .las re c a e s y en un
pequeño arrebato de tristeza, estrelló estatuillas de ba
rro contra la esterilizada vitrina de los ceremoniales
chinos.
F u e entonces, para huir de la tristeza, que inven
tamos el juego, el juego que habríamos de jugar tantas
noches oscuras de museo abandonado.
Yo ya había mirado el cuerpo desnudo de Ariadna,
reflejado en la galería de espejos, y ella había deteni
damente contemplado el mío en el ala. occidental del
museo, entre monolitos separados por inútiles montantes;
nuestros cuerpos nos habían producido soledad y triste
za, como sucede a los que han perdido la posibilidad
del sueño. Los instrumentos musicales, mudos, los que
ya no podíamos oprimir, blandir o pulsar, por care
cer de conocimientos (su vieja ciencia, se había perdido
en los cajones donde tantos papeles-atestiguaban acerca
de cosas pasadas), yacían por el suelo, en el desorden de
la ignorancia: a veces los mirábamos con ternura, otras
veces los blandíamos, como trofeos bárbaros, y de las
paredes, disentidas, colgaban las máscaras crueles de
antiguas magias, cuya perversidad se había desvanecido
en la quietud de los museos.
E l juego consistía en que uno de los dos —el mu
seo estaba vacío—, Ariadna o yo mismo, cubriera su des
nudez con vestiduras robadas al azar de los solemnes,
vanos monumentos, escondiera su cuerpo detrás de oxi
dadas armaduras o de efímeros velos, se ocultara en un
rincón del museo a oscuras, mientras el otro, desnudo
y sin noticias, comenzara su búsqueda en los salones h a
bitados por estatuas, por las galerías de momias en sus
catafalcos, por los corredores sembrados de esqueletos
amarillados, donde el polvo era ceniza de visceras y
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huesos. E l juego tenía un desenlace: una vez descubier
to el escondido, el perseguidor podría someter a su víc
tima a cualquier castigo, por infamante que éste fuera.
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salón: en los ángulos, jarrones de yeso infinitamente tra
bajados podían e r e .-r.dennc--:- U üzó los sombríos dardos
de sus ojos hechos luz hacia el interior de los jarrones,
y no conforme con una primera ardiente y urgente in
vestigación que los vació, como a órganos deshechos,
como animal hambriento penetró por los cráteres abier
tos y oscuros de los jarrones, donde yo no estaba: su
prisa dio por el suelo con uno de ellos, y sobre los pe
dazos, como sobre los residuos, continuó buscando. Los
terribles espejos de las paredes iluminaron una Ariadna
febril, engarzada en la persecución con una tenacidad
que le recorría el sólido cuerpo desnudo, los muslos
azules y los senos delirantes, dándole una luz maligna
a cada estación donde la piel se detenía a mirarse.
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tos de la estatua vencida. E lla ap arec-ió por la .pueib.
de la galería, a la luz oblicua de una luna simulada. -ry.¡x
el cruce de espejos; sus firmes piernas se clavaban con
tra las baldosas combinadas, formando una especie de
jaula de cristal desde la cual todo el museo se refleja
ba. E n las vitreas superficies de su cuerpo, vi los planos
conjugados, los ángulos rectos y lisos de techos y pa
redes, las aguas claras de la fuente manando su leche,
los tranquilos peces de colores navegando eternamente
per un tiempo y un agua sin definición ni término. E lla
marchó hacia m í firmemente, sonriendo por el éxito y
la fatalidad de mi juego; cuando estuvo a mi lado, a
dentelladas, arrancó mis viejas vestiduras con los filos de
su boca, y, debajo de los trapos confundidos (o sea, del
viejo rey entontecido) nos amamos furiosamente, por
primera vez desde que nos conocimos, ella y yo, entre
siluetas de caballos blancos y caballeros guarnecidos.
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E l olor era algo así como a duración, sí es posible,
o a eternidad: e1 olor que se escondía en el incienso, es
decir, en las catedrales y en los libros antiguos: uno po
día sondear su solemnidad, también, en los cementerios
y en las arcadas de los salones más viejos del museo.
E l salón de las matronas romanas tenía luz artifi
cial y yo la encendí: alineadas en fila, dispuestas como
para una celebración u ordenadas tal vez para un desfi
le, las estatuas, todas con sus largas vestiduras, parecían
dotadas de una calma y una fe imperturbables, intem
porales. Alineadas sobre una larga tarima, una y otra
apenas se diferenciaban oor el color de las vestiduras,
1 Jl ^ y
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centes vellones de plumas que se m e habían quedado
adheridos a los dedos, como espuma.
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esmero, paseándose por los fríos pisos, lamiendo, dando
vuelta, transitando y recorriendo los restos de estatuas
diseminados por el suelo, el polvo de las cerámicas, la
ceniza de huesos y de esqueletos, como andarían pol
las ruinas de una ciudad bombardeada.
Nuestro juego continuó, indiferente a la ruina de
alrededor, y por Jos días, descansábamos sobre el suelo,
mirando cómo las ratas se paseaban por los cadáveres
de las estatuas desengarzadas, descompuestas por el p i
so. Sólo quedábamos ella y yo, buscándonos, buscándo
nos entre los restos del museo vencido, como ahumado.
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do, yo, desafiante y confiado, elaboré mi persecución
por las piezas del museo, en sabia geometría.
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tenaz, perro solitario y vigilante. L a not'he, lent?. ¡ar_
ga noche del nraseo se deslizaba peshüaments ¿im e los
muros, se descolgaba grávidamente por las espesas cor
tinas, mientras las insomnes estatuas aún enteras descar
gaban su eternidad, su tiempo duradero sobre mis es
paldas desnudas.
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producir: no basta con el hombre y los objetos: ellos
nos inventen otros, para poblar í-nu'v i. universo.
L a galería de los espejos continuos fue, desde el
comienzo, el lugar elegido para los tormentos. Allí el
cuerpo se manifestaba, ineludible: no era posible enga
ñar, con vanos simulacros, su imagen llena de brillo y
exactitud: ése era mi hueso sobresaliente, ésa mi cara
torpe, mis músculos en acecho. Una serie de espejos
me reproducían en verde, alga o liquen, césped, caba
llo de mar, planta encerrada, tiesto o musgo: mis pelos
verdes me protegían del ojo y del dolor, encerrándome
en sus cárceles filamentosas. Como una copa de cris
tal, v i mi rostro encerrado en los contornos de los es
pejos, apresado en la jaula de los lentes que me refle
jaban. Los espejos azules, en cambio, deformantes, apro
vechaban mis rasgos más notables para desmesurarlos,
ridiculizarlos, sumándomelos a la desproporción de la
figura.
E n lo doble azul me temí: hombres cenicientos,
sombríos, a mis espaldas, fabricaban mi sombra, mi otro,
mis espejos, me torturaban el gesto presente con la fu
gacidad del inmediato anterior.
O
Sabía —mientras m archaba por la habitación inten
tando ignorarlo—, que cada gesto hecho delante de los
espejos, era, al mismo tiempo, perfilado por otros, y
deformado, desde atrás, por los que quedaban a mis
espaldas. Nunca tuve tantos testigos que, en una noche
frenética y brutal, testimoniaran mi desnudez, mis es
calofríos, mi temblor, mis audaces geometrías, ni animal
alguno fue acechado tan estrechamente por tantos ojos
voraces, dispuestos a devorarlo. Nunca tuve tantos tes
tigos que, en una noche de delirio, viraran las naves
cóncavas de sus ojos hacia mí, atrapándome en sus per
fectas líneas tendidas con exactitud, durante sus giran
tes peripios; pero lo que me fascinaba era el encuentro
de sus luces malignas, la verde y la azul, estallando en
el centro de la galería, en una gran eclosión astral. Allí,
hacia el centro de la sala, yo era treinta y dos hom
bres de verde,y conjugando
) o
su rosa • de viento, ora re eos-
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desperdicios: enormes ratas grises, pacíficas y ham brien
tas, se deslizaban por las paredes, por los frisos, por los
zócalos, por las comisas, consumiendo con sus lenguas
rosadas todo el polvo y la ceniza.
N avegante solitario, busqué a Ariadna hacia los di
ferentes rumbos de su rosa de viento, sin hallarla. H a
bía desaparecido, fugada, desvanecida, etilizada, entre
los vidrios y las columnas, por las paredes y las puer
tas, bajo los caireles y las lámparas de pie, hundiéndo
se tal vez en alguna gigantesca m ayólica hacia el fondo
del museo, por las baldosas arabizadas, en el lecho hú
medo de peces retornantes, siempre girantes en sus rum
bos circulares; desvanecida detrás de múltiples espejos
entretenidos en su juego de luz y confusión, deslizada
de la cortina por el aire al espacio grávido de muertos.
No sé cuánto tiempo la busqué, cada vez -más con
fundido e impaciente, alterando el orden de las piezas,
dando vuelta frascos y cromos, mesas, ánades, buhar
dillas, patios, terrazas, lozas, yelmos, belfos y cabezas,
piedras, mitras, mantos como sábanas, flores putrefac
tas, cenizas húmedas, anillos ferruginosos, patios m an
chados por redondos goterones de lluvia, ropas viejas
que al tocarlas se desintegraban, hechas polvo, sillas
desmontables, aguas estacionadas en sus fuentes y tris
tes zafiros solitarios y acuáticos en su luz celeste.
Cuando amanecía, comprendí que había perdido el
juego, y que Ariadna, escondida, por primera vez inal
canzable, se me había escapado de entre los dedos ten
sos como el agua que tanto amaba: triunfante navegaba,
esta vez, por sus propios periplos elegidos, conducien
do su nave y su timón con independencia de mis de
seos y mis mapas, circunnavegando solitaria y todopo
derosa, por aguas que abriría, como abre un vestido la
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mano ardiente, ’-asgando ]p. tela, rápida bisectriz lan
zada hacia la carne.
Ariadna.
—¡Ariadna!—
L a llamé Ariadna.
E lla no contestó.
Ariadna ausente.
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deí museo. Las ratas iban y venían, se deslizaban, como
orugas por ios zócalos y las paredes: su juego consistía
en ir y venir, en comer y llevar, en almacenar y reco
rrer, febriles, los pisos del museo.
Ariadna en vano.
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Las ratas zumbaban alrededor su misa hambrienta.
Los vidrias, verdes, sin cortinas, limpios, daban frío.
Ellas se movían apenas, controlando su energía: elegían
los caminos más cortos, los movimientos más seguros,
sin disimular su actividad. Todo el museo estaba en si
lencio. Por los diferentes salones, todo en silencio ne
gro. Las azules columnas sostenían débilmente sus te
chos y molduras. Rojos deterioros por el piso señalaban
nuestra saña. Verdes estatuas, aún de pie, tenían la fan
tasmagórica existencia de la piedra: eterna e inexpresi
va. Un agua
O sanguinolenta
O recorría las tuberías de las
fuentes, hacia los sótanos. Revisé puertas y cerraduras;
ventanas y pasajes: nada había sido forzado. Ariadna
no había podido huir por puertas intachables, celosa
mente cerradas, que escondían su secreto mecanismo
como el músculo severo en el que reposa el esfuerzo:
allí estaban, invioladas, quietas.
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H acia la mitad de la noche, sin embargo, creí h a
llar solución: en el viejo cuarto que servía de vestí
bulo, efectivamente, donde antes los paseantes y turis
tas, los visitantes de la tarde depositaban sus abrigos y
sus sombreros, antes de acceder por los mosaicos som
breados, yo había visto el perfil equívoco de dos esta
tuas de mármol, que en una primera recorrida repre
sentaban a dos victoriosos soldados romanos; la segunda
O
vez, sin embargo, cuando entré a la pieza que antigua
mente servía de vestíbulo, mientras uno de los mármo
les continuaba el mismo, verde, oscuro, macizo, a su
lado yo creía haber identificado a una vestal. Alguien
había cambiado de sitio a las estatuas, si la oscuridad
y el ansia no me habían confundido una de las dos veces.
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dirigí, a tientas, hacia la estatua' muda que resistía os-
-curamente mis intentos de identiBcácic: •_'A l ; %t--
me, tropecé con un pedazo de madera desprendido de
algún estante, que crujió y m e hizo caer: entre los plie
gues del velo que le cubría la cabeza y las sienes, dos
ojos luminosos me acechaban; una sonrisa equívoca, m a
ligna, helada y fija en su .inmovilidad me amenazaba,
con su mensaje indescifrable; alcé mis manos hacia lo s ;
pies de la figura elevada delante mío, y cuando aferré
algo —duro pie, carne, yeso, piedra, cal— creyendo, por
fin, descubrir el misterio, un-relám pago furioso atravesó
el vestíbulo,3 con su amargo
O sonido,7 la estatua se me es-
capó de las manos y el enorme ropero que solía guar
dar ios abrigos afelpados de los visitantes, en tardes de
museo, se cayó pesadamente sobre mí, derrumbándome
en el suelo. Detrás suyo, desplomáronse las estanterías
con sus canaletas para abrigos y bufandas, p ara ropas
y para bultos; las sombrías perchas, como cadáveres, ce
nicientos viniéronse al suelo, lo mismo que las cortinas
desgarradas y la pesada araña de caireles, que se des
prendió clel techo con agudos chillidos centelleantes;
el sólido mostrador ele m adera-quedó un momento en
suspenso, como eligiendo su destino, donde caer, y lue
go se deslizó por el pasillo, chocando con las sillas y
estrellándose finalmente contra la gran pira central; des
colgáronse las telas de lo s . cuadros que zigzaguearon
por las paredes, abriéndoles heridas blancas y azules,
por donde todo el aire se iba. Desde .el suelo, herido,
vi balancearse, oscilar delante de mis ojos; con. m aquia
vélico ritmo, el rostro, verdecido de la estatua; en un
instante, creí ver los agudos
-1 O rasgos
O de Ariadna brillan-
do con luz m aligna entre las telas del vestido v las ga-
O j . O .