Tema 11 Justicia y Pecado Original
Tema 11 Justicia y Pecado Original
Tema 11 Justicia y Pecado Original
a) Naturales son los debidos a la naturaleza humana. En sentido absoluto, ningún don es
debido al hombre, puesto que no le es debida la existencia. Pero una vez que Dios le da la
existencia, debe darle los dones que exige su naturaleza. En este sentido se dicen dones
naturales, por ejemplo, la inteligencia, la voluntad, los dones o cualidades corporales, la
libertad, etc.
b) Preternaturales son los que están por encima de la naturaleza humana, pero no por encima
de otras naturalezas creadas. Un ejemplo nos explicará esto. El don de la inmortalidad, está
por encima de la naturaleza humana, pues todo ser material naturalmente debe morir, pues la
materia es de suyo corruptible. Pero no está por encima de la naturaleza angélica, porque los
espíritus no tienen germen de corrupción o muerte. La inmortalidad, pues, que es un don
natural para el ángel, es don preternatural para el hombre.
c) Sobrenaturales son los que están por encima de toda naturaleza creada o creable. Son
principalmente la gracia y la gloria. En consecuencia, no sólo por encima de la naturaleza
humana, sino también de la angélica. Son dones plenamente divinos, y una participación
gratuita de lo que es propio de la Naturaleza de Dios.
Teniendo esto en cuenta, dilucidamos en este primer apartado que, al crear al hombre, Dios
lo constituyó en un estado de santidad y justicia, ofreciéndole la gracia de una auténtica
participación en su vida divina (cfr. CEC 374, 375), de aquí se comprende que el hombre sea
creado a imagen de Dios. Esta es la interpretación de la descripción del Génesis que han
hecho la Tradición y el Magisterio a lo largo de los siglos. Este estado se denomina
teológicamente: “Elevación sobrenatural”. Dios creó al Hombre en estado de gracia, dotando
su naturaleza de una capacidad sobreañadida para poder lograr el fin sobrenatural: Conocer
y amar la intimidad de Dios.
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Con el pecado, el hombre perdió algunos dones pero conservó otros, la tradición cristiana ha
distinguido el orden sobrenatural del orden natural, o sea, la amistad divina que se pierde con
el pecado, y lo que Dios ha concedido al hombre al crearlo y que permanece también a pesar
de su pecado. No son dos órdenes yuxtapuestos o independientes, pues de hecho lo natural
está desde el principio insertado y orientado a lo sobrenatural; y lo sobrenatural perfecciona
lo natural sin anularlo (cfr. DH 1511).
El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (cf.Gn
3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el
primer pecado del hombre (cf. Rm 5,19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a
Dios y una falta de confianza en su bondad (CEC 397). El Concilio de Trento definió que:
"Si alguno no confiesa que el primer hombre Adán, al trasgredir el mandamiento de Dios
en el paraíso, perdió inmediatamente la santidad y la justicia en que había sido constituido,
e incurrió por la ofensa de esta prevaricación en la ira y la indignación de Dios y, por tanto,
en la muerte con que Dios antes les había amenazado, y con la muerte en el cautiverio
bajo el poder de aquel que tiene el imperio sobre la muerte (Hebr 2,14), es decir, del
diablo, y que toda la persona de Adán por aquella ofensa de prevaricación fue mudada en
peor, según el cuerpo y el alma, sea anatema" (DZ 788).
b) Naturaleza
Dos momentos fundamentales merecen especial atención en la historia de la doctrina del
pecado original: San Agustín y la crisis pelagiana, y el concilio de Trento, cuyo decreto “de
peccato originale” constituye la declaración magisterial más completa y de más alto nivel sobre
la materia.
Al primero de estos momentos históricos debemos la denominación de “pecado original”, que
continuará empleando la tradición. Frente a la minimización de la fuerza del pecado por parte
de los pelagianos, que veían en Adán sólo un mal ejemplo, Agustín insiste fuertemente en la
realidad del pecado en todo hombre a menos que no sea librado de él por el bautismo. Ayuda
a Agustín en este razonamiento la lectura del final de Rom 5, 12, “en el cual (Adán) todos
pecaron”. “También los niños son pecadores, porque si no lo fuesen Cristo no hubiera muerto
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por ellos. Dado que no han podido pecar personalmente, es el pecado de Adán el que contraen
con la generación. De este pecado libra el bautismo, que también se aplica a los niños para la
remisión de los pecados” (Agustín).
Por evidente que le resulte a Agustín el hecho del pecado original, también a él le es difícil
explicar con mayor detalle su esencia. El pecado original se muestra sobre todo en la
“concupiscencia”, que no sólo comprende el deseo, sino que incluye también el alejamiento
de Dios, el único inmutable. A la objeción de que también después del bautismo persiste la
concupiscencia, responde Agustín con la distinción entre el hecho del pecado (actus) y el
estado de culpabilidad (reatus): los pecados actuales pasan “actu”, pero permanece la
concupiscencia “reatu”. La culpa se aleja con el bautismo, pero la consecuencia permanece.
Claramente, pues, presenta Agustín el pecado original como una realidad histórico-salvífica,
rechazando la concepción errónea de un “pecado actual”, tal como volvió a defenderla
Abelardo en la Edad Media, así como el error de un “pecado de naturaleza”, según aparece
en la doctrina de Lutero (Forment).
El Concilio de Trento, es como decíamos, otro momento capital en el desarrollo y definición
de la doctrina del pecado original. La situación a la que Trento tiene que hacer frente es diversa
de la que se encontraron los concilios en torno a la crisis pelagiana y semipelagiana. Si aquí
era la negación o la minimización del pecado original lo que daba lugar a la controversia, en
Trento se trata, en cierto modo, de lo contrario.
Frente a las tendencias de Lutero de considerar la naturaleza humana totalmente corrompida
a partir del pecado, Trento tiene que afirmar que esta naturaleza, aun herida, se mantiene
íntegra en lo sustancial, y debe también afirmar la transformación intrínseca del hombre
justificado y la realidad de la justificación del pecador. De ahí el canon 5, el más característico
por su novedad: el pecado original no puede identificarse con la concupiscencia, que
permanece en el bautizado, pero que nada daña al que lucha contra ella con la gracia de Dios.
Aunque propio de cada uno, el pecado original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un
carácter de falta personal. Es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la
naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas
naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al
pecado. El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve
el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal,
persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual (CEC 409).
c) Consecuencias
Perdida de los bienes preternaturales: En la Teología se ha hablado de los “bienes
preternaturales” para referirse a aquellos dones que el hombre habría poseído en caso de no
haber pecado. Son regalos divinos no exigidos por la naturaleza humana, pero conformes a
ella y a su ennoblecimiento. Cuando Dios creó a Adán y a Eva, ellos estaban en perfecta
armonía con la naturaleza y habían recibido unos dones de estado de justicia y santidad
original. Estos dones se llaman preternaturales y son: Inmortalidad, por la cual el hombre
podría no morir. Impasibilidad, por la cual no sentiría dolor ni pena. Integridad, por la cual el
control de las pasiones estaría sujeto a la razón. Ciencia es decir un conocimiento sin error.
La carencia de los dones preternaturales lleva consigo que el hombre se halla sometido a la
concupiscencia, a los sufrimientos y a la muerte. Jesucristo Redentor nos devuelve el más
importante de esos dones, esto es, la gracia santificante, pero no la inmortalidad, ni la
inmunidad de la concupiscencia. Estas persisten aun después de haber sido perdonado el
pecado original, aunque no ya como pena o castigo, sino como oportunidades para ejercitar
la virtud. Los padecimientos, la concupiscencia y la muerte de los hombres sólo pueden
explicarse como secuelas del pecado original (Ladaria).
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Vulneración de los bienes naturales: Es doctrina de fe que el hombre, a consecuencia de
la infracción de Adán, no quedó privado de los dones debidos a la naturaleza. En efecto, frente
a los protestantes, Bayo y Jansenio, que sostenían que, por causa del pecado original, la
naturaleza humana se habría corrompido esencialmente y, en concreto, el libre albedrío habría
sido totalmente extinguido, la Iglesia ha definido que el libre albedrío del hombre, aunque
quedó atenuado, no se perdió ni extinguió después del pecado de Adán (Cfr. Trento c. 5)
La inteligencia humana, aunque debilitada por el pecado original, sin la Revelación y sin la
gracia, puede conocer antes de abrazar la fe, algunas verdades religiosas. Además, contra
los tradicionalistas la Iglesia ha definido que la razón humana puede probar con certeza la
existencia de Dios Creador partiendo de las cosas creadas. Por tanto, la herida, que la
transgresión de Adán ocasionó en la naturaleza humana, aunque afecta al cuerpo y al alma,
no puede entenderse como una corrupción total de la naturaleza que afecte a la voluntad. El
hombre, aun en estado de naturaleza caída, puede conocer las verdades religiosas de orden
natural y puede realizar actos moralmente buenos. Se trata, por tanto, de una vulneración o
herida. (Ladaria). Los teólogos, siguiendo en esto a santo Tomás, enumeran cuatro heridas
que afectan a las cuatro virtudes cardinales:
La ignorancia (herida en la inteligencia) que afecta a la prudencia.
La malicia (herida en la voluntad), que afecta a la justicia.
La fragilidad (herida en los apetitos irascibles), que afecta a la fortaleza.
La concupiscencia (herida en los apetitos concupiscibles), que afecta a la templanza.
El pecado del mundo
Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres
confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la
expresión de san Juan: “El pecado del mundo” (Jn, 1, 29). Mediante esta expresión se significa
también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y
las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres”; el desorden de la
naturaleza humana (CEC 408).