Aladin
Aladin
Aladin
Había una vez un buen chico de nombre Aladino, que como era tan pobre, vivía con su
madre en una pequeña y sencilla casita cerca del reino de Arabia.
Todos los días del mundo Aladino se levantaba bien temprano en la mañana para recorrer
las calles del reino en busca de comida.
A la caída de la tarde, el hambriento chico regresaba a casa con lo poco que había
encontrado para compartir con su madre en la pequeña casita.
– ¿No me recuerdas? Soy tu tío. He estado ausente durante mucho tiempo, pero por tu
aspecto puedo ver que no la has pasado muy bien.
Aladino se sintió afligido por las palabras de su tío, porque en verdad, tanto él como su
madre eran muy pobres.
– ¿En serio, tío? – exclamó Aladino muy entusiasmado – haré lo que me pidas.
Sin pensarlo dos veces, el señor vestido de negro partió con Aladino hacia el desierto, y
después de varias horas caminando, arribaron a una enorme montaña cubierta de piedras. El
tío apartó dos o tres de aquellas piedras y pudo verse entonces un pequeño agujero.
– Ahora debes seguir tu sólo Aladino. Si entras por ese agujero hasta el final podrás ver una
vieja lámpara de aceite. Tráemela, por favor. Pero recuerda que no debes tocar más nada de
lo que encuentres en esa cueva.
Aladino le pidió al tío que no se preocupara, y rápidamente se coló por el estrecho agujero.
Desde el primer momento, el muchacho quedó deslumbrado con todas las cosas que
encontró en el interior de aquella cueva: piedras preciosas, objetos enormes de oro macizo,
monedas de plata y joyas exquisitas.
Asombrado por el lujo, el chico arribó finalmente al final de la cueva, y al encontrar la vieja
lámpara decidió regresar a toda prisa, pero sus ojos no conseguían separarse de aquellas
joyas y diamantes, así que decidió echarse un par de monedas de plata en el bolsillo,
pensando que nadie notaría tal ausencia entre tantas riquezas.
– ¡Ayúdame a salir, tío! –le pidió Aladino al hombre al llegar al pequeño agujero.
– Por favor, antes necesito que me ayudes – exclamó el jovenzuelo alargando sus manos
flacuchas.
¿Cómo saldré de este lugar tan misterioso? – sollozaba el chico cubierto de lágrimas, y tan
nervioso se puso que, sin darse cuenta, comenzó a frotar la vieja lámpara de aceite. Al
momento, apareció ante Aladino un enorme genio.
– Tus deseos son órdenes, mi amo – exclamó la figura con una voz penetrante.
– ¿Yo? Yo solo quiero regresar con mi madre – le dijo el pequeño aun asustado por la
presencia del genio.
Terminando de decir aquello, Aladino sintió como todo se alumbraba a su alrededor, y aún
sin poder explicar lo que estaba sucediendo, apareció de repente en su pequeña casita. Al
verlo, la madre quedó sorprendida, pero el chico le explicó que la lámpara era mágica y que
les concedería todo lo que desearan. Desde ese momento, Aladino comenzó a vivir
plácidamente con su madre, pues el dinero nunca les faltaba.
Convertido en un hombre rico, y mientras se encontraba dando uno de sus paseos por las
calles del reino, Aladino vio por primera vez a la hija del Sultán. Tan enamorado quedó de
aquella chica, que enseguida decidió llamar al genio para pedirle que le convirtiera en un
poderoso rey, lleno de lacayos, carruajes y con un elegante y cómodo palacio.
Una vez hecho realidad su deseo, Aladino se dispuso a entrar en el palacio del Sultán con
un ejército de caballos y sirvientes para pedir la mano de la princesa. El Sultán no dudó en
aceptar la propuesta y así planificaron una inmensa boda a celebrarse en las próximas
semanas.
Sin embargo, el tío malvado de Aladino se había enterado del suceso, y lleno de envidia se
coló en el palacio por la noche mientras todos dormían. Con mucho cuidado, el hombre
entró en la habitación del joven príncipe para buscar la lámpara mágica. Al encontrarla, la
guardó entre sus ropas y salió a toda velocidad del lugar.
Al salir del palacio, el tío frotó la lámpara y apareció nuevamente el genio. Entonces, le
pidió que le concediera todas las riquezas y la suerte de Aladino, y así fue. A la mañana
siguiente, Aladino despertó en su antigua y humilde casita, y confundido por la situación,
corrió hacia el palacio para contarle a la princesa.
Sin embargo, al llegar al lugar, el chico encontró al tío vestido con sus ropas disfrutando de
un exquisito desayuno. Cuando vio a la princesa, Aladino le pidió su ayuda, y como
estaban tan enamorados, la muchacha no dudó en echarle al tío perverso una buena dosis de
veneno.
Tan pronto aquel hombre probó el último bocado de su comida, cayó en un profundo sueño
que duraría por cien años. Seguidamente, Aladino tomó la lámpara maravillosa y la frotó
con fuerza, el genio apareció al instante y el chico le pidió que le devolviera su antigua vida
de felicidad.
Desde entonces, los jóvenes príncipes fueron muy felices por largo tiempo y nunca jamás
oyeron hablar del tío malvado ni tuvieron que preocuparse por la mala suerte del destino.
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