Cuarta Palabra

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DIOS MÍO, DIOS MÍO ¿PORQUÉ ME HAS DESAMPARADO?

"Y al llegar la hora sexta, toda la tierra se cubrió de tinieblas hasta la hora nona.
Y a la hora nona exclamó Jesús con fuerte voz: Eloí, Eloí, ¿lemá sabacthaní?,
que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Y algunos de
los que estaban cerca, al oírlo, decían: Mirad, llama a Elías"

Esta cuarta palabra la quiero dedicar a todas las familias de Turbo y del
mundo entero.

Eran cerca de las tres de la tarde cuando Nuestro Señor Jesucristo pronunció la
cuarta palabra desde lo alto de la cruz. Las tres primeras palabras manifiestan la
caridad infinita que brilla en el centro del mismo dolor. Jesús parece olvidar sus
torturas, pide perdón por quien le maltrata, ofrece el paraíso a quien se arrepiente
y entrega el cuidado de su Madre.

Las cuatro últimas palabras las pronunció en pocos instantes, muy cerca ya de
las tres de la tarde, a punto de morir. Dice el Evangelio que a partir de la hora
sexta, o sea, desde las doce del medio día, cuando crucificaron a Jesús, densas
tinieblas que se iban haciendo por momentos más espesas envolvieron la
cumbre del Calvario, Jesucristo Nuestro Señor, cerca ya de la hora nona, lanzó
este grito desgarrador: «Dios mío. Dios mío, por qué me has abandonado».
Expresión que señala el momento culminante del martirio de Nuestro Señor en
la cruz.

Han pasado unas tres horas desde la crucifixión; la mayoría de estas horas han
sido de silencio. Con este grito fuerte se abre una ventana al hondo dolor de
Jesús, se manifiesta el escándalo de la cruz hasta lo más profundo. Dios parece
ausente, derrotado, distante, pasivo, permitiendo el dolor de su Hijo. Ahora Jesús
experimenta el abandono, y apura el cáliz del dolor. Es el momento de la total
desnudez de quien no tiene ya nadie en que apoyarse. Parece como si la prueba
fuese excesiva y Jesús estuviera a punto de quebrarse. Es más hondo aún que,
cuando en la agonía del huerto, pide al Padre que aleje aquel cáliz, pero acepta
en obediencia lo que va a venir. Ahora el cáliz está aquí, ya no es agonía, es
muerte, es abandono. Parece que Jesús no experimenta el consuelo de la
presencia de Dios, como si no se sintiese Hijo siéndolo realmente.

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Es abandono, no desesperación. Jesús sigue hablando con el Padre a través del
salmo 21, La inmensa mayoría de los judíos sabían el salterio completo de
memoria donde el profeta, muchos siglos antes de que ocurriese la escena del
Calvario, describe como en una película anticipada, todo lo que estaba
ocurriendo entonces. En este salmo se anuncian proféticamente los tormentos
de Cristo clavado en la cruz, convertido ahora en la oración perfecta por toda la
humanidad: "Me rodean como perros, me cercan una nube de malvados, han
taladrado mis manos y mis pies y me han acostado en el polvo de la muerte.
Cuentan mis huesos uno a uno, me miran, me contemplan. Se reparten mis
vestidos, echan a suerte mi túnica. Pero tú, oh Yahvé, no te alejes fuerza mía,
ven pronto a socorrerme. No despreció a un desdichado, ni rehusó responderle.
No apartó de mí su rostro me escuchó cuando le imploraba. Anunciaré tu nombre
a mis hermanos".

Por eso hoy les digo que Dios no ha abandonado nunca su obra, su creación,
sus hijos, somos nosotros los que lo abandonamos a Él, los que dudamos de su
presencia y nos desesperamos. Tengo la plena certeza que nosotros realmente
somos como dijo Jesús en el evangelio de San Juan, somos las ramas del arbol
de la vid, no podemos vivir despegados del tronco; es por el tronco por donde
pasa toda la savia, toda la vida, si nos despegamos del tronco no podemos dar
frutos, nos secamos y nos echan al fuego.

No estamos abandonados de Dios, en todo lo que hacemos, incluso en medio


del sufrimiento está Dios con nosotros. Esta mañana en la procesión del viacrusis
observaba un niño de unos 10 ó 12 años que inició desde la primera estación y
que en cada una de ellas se ponía al frente de las personas que representaban
la escena y observaba todo, no era un niño que iba con su papá o su mamá o
hermanitos y bien vestidito; era un niño de ropas sucias y pies descalzos, se le
notaba el desamparo a más no poder, pero a pesar de que estaba desamparado
por los hombres, por alguna razón que desconozco, ví que Dios estaba en él, iba
tranquilo, sin ningún tipo de prejuicios, con su rostro tranquilo y sereno
disfrutando plenamente de la procesión, Dios no desampara a los suyos.

Nuestro Señor Jesús en medio del sufrimiento que estaba padeciendo despés
de estar tras horas amarrado y clavado en la cruz, con este salmo 21 a Dios
invocando su nombre, está sintiendo dolor físico y dolor de muerte pero lo está
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buscando a Él. Que bueno que nosotros en medio de nuestro vivir cotidiano
tuvieramos el corazón dispuesto para buscarlo, para contemplarlo en todas las
situaciones de nuestra vida. Buscad al Señor, dice el salmista, buscad al Señor
y revivirá vuestro corazón.

Puede ser que nuestros jóvenes estén despistados en el mundo, puede ser que
nuestros hijos sean groseros y no nos hagan caso, puede ser que tengamos
enfermedades en nuestras casas, puede ser que falte el empleo, puede ser que
el dinero no alcance, puede ser que las deudas nos desesperen, puede ser que
que haya conflictos con nuestra pareja o en nuestros trabajos…puede
ser…puede ser…pero no estamos abandonados de Dios, Dios sufre con
nosotros, Dios acompaña nuestro sufrimiento, Dios vive y muere con nosotros
porque ya Jesús en el calvario sirvió de prenda y de fiador por nosotros. Confía
en el Señor.

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Gracias, Jesús mío.
gracias por haber pronunciado esas palabras. Gracias por haber padecido por
mí ese tormento espantoso de tu desamparo. Has querido sufrir tú este
desamparo para que no quede yo desamparado por toda la eternidad. Gracias
por mi hogar, gracias por mis manos, gracias por mis ojos, gracias Padre porque
tengo una cama donde dormir, gracias por mis alimentos, gracias por mis
dificultades y por mis luchas de cada día, muchas gracias Señor, porque también
nos das la oportunidad de ayudar al necesitado.

Y ahora, a los pies de tu cruz, suplico para mí y mis hermanos en la fe:

A la hora de mi muerte llámame

y mándame ir a Ti

para que con tus ángeles y santos te alabe

por los siglos de los siglos. Amén.

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