Resumen HAV 4 - Guilbaut - Pinceles, Palos, Manchas
Resumen HAV 4 - Guilbaut - Pinceles, Palos, Manchas
Resumen HAV 4 - Guilbaut - Pinceles, Palos, Manchas
Mencionare ciertos autores cuyos pensamientos definen bastante bien en qué consistió el
período que va desde la Liberación de París hasta la aceleración de la Guerra Fría tras la
represión de la revolución de Hungría en 1956. Por una parte tenemos a Clement Greenberg,
que en 1939 ya se ha formado una idea bastante ajustada de que Francia no tiene nada que
ofrecer al mundo (pag 15). Cassou, director del Musée d'art moderne de la ville de Paris, ve en
los norteamericanos una inocencia, una ingenuidad como solo posee quien no está lastrado
por la experiencia intelectual. Hay un gran abismo entre New York y Paris, culturalmente. La
fuerza, la violencia, la capacidad de expansión de las obras norteamericanas aún contrasta de
manera ventajosa con los cuadros de pequeño formato, las obras débiles y más preciadas de
los artistas franceses.
Nelson Rockefeller y Barnett Newman compendian en sus pensamientos algo que se halla en
el corazón de esta época: la dificultad propia de aceptar, de comprender, de interpretar e
incluso de comentar la producción de un arte que trata de definir la angustia, las esperanzas y
los deseos de una nueva generación recién salida de la guerra. El lenguaje artístico, tanto en
Francia como en Estados Unidos, se ha visto confrontado con una tradición visual parapetada,
con las fórmulas canónicas y establecidas, con fuertes ideales en el terreno ideológico. Esa es
la razón de que tantos artistas, algunos de ellos por cierto muy buenos, activos entre 1945 y
1956, a menudo no fueran motivo de la percepción de la historia del arte ni tampoco de los
museos, o que fuesen olvidados del todo.
Descolonizacion de la mirada
Así pues, la exposición trata acerca de un breve momento histórico, 1944-1956, durante el cual
la producción cultural llegó a tener una tremenda importancia social y política.
Los cuadros que se presentan de este modo, en un diálogo con su historia particular, en
relación con los problemas del período, se tornan marcadores sensibles en el caos de la vida
cotidiana, y permiten al historiador no solo analizar los parámetros de un terreno del discurso,
sino también las características de una cultura capaz de producir tales imágenes. Dicho de otro
modo, articulan, cristalizan, ponen de relieve cuestiones específicas de las que se hace eco, a
menudo con manipulaciones, la propia crítica de arte. Los cuadros se sumergen en su propio
tiempo, al cual hablan a la vez que este les habla. No solo proponen algo que ver: también
proponen algo que leer, algo sobre lo que pensar.
La lectura de los cuadros de posguerra en una muestra como la que presentamos, así pues,
debiera ser todo lo contrario de su consumo. Debiera ser una tarea activa, interpretativa, y no
solo una obsesión por la inteligente articulación de la lógica interna en la construcción de las
obras de arte. Esta lógica, que en sí misma es crucial, debiera estar asimismo conectada con
una estrategia de producción unida a sus posibilidades históricas, complementada por un
estudio de su utilización en la cultura en general. Este es el marco que proporciona la
exposición.
El período de la inmediata posguerra estuvo caracterizado por una dilatada y muy difícil
recreación de un paraíso perdido, en una época en la que las relaciones internacionales se
estaban desintegrando y las producciones artísticas y culturales empezaban a ser cruciales
dentro de la política exterior del este y el oeste, a medida que se iniciaba la Guerra Fría. Fue en
esta región, en la artística, donde Francia pudo encontrar algo por lo que hacer campaña. Su
imagen cultural fue considerada una ayuda a la hora de volver a poner al país en el escenario
internacional. La cuestión crucial era decidir qué clase de imagen era la apropiada para su
reinclusión en el ámbito internacional. Francia, como Italia, pasó a ser un lugar capital en la
propaganda, un lugar codiciado en su condición de converso por las dos grandes fuerzas
definitorias del momento, Rusia y Estados Unidos.
Atrapada entre ambas, la cultura francesa fue como la cinta roja que se cuelga en el centro de
la cuerda empleada en un tira y afloja entre dos equipos de rivales forzudos, pasando
alternativamente de un bando al otro. Para Francia, lo que estaba en juego –tras haberlo
perdido todo durante la Ocupación– era su propia imagen, su pasado y su presente cultural; no
obstante, a menudo presentaba esa imagen de maneras desconcertantes. Por ejemplo, el
gobierno francés remitió dos (pag 20) exposiciones simbólicas a Estados Unidos justo después
de la Liberación: una gran exposición de moda titulada Théâtre de la Mode, en 1945, y una de
pintura en 1946. La exposición de arte fue un motivo de vergüenza para los franceses, debido a
la naturaleza excesivamente tradicional elegida. Los críticos estadounidenses, como
Greenberg, aprovecharon la ocasión para proclamar que el arte francés estaba moribundo, y
para afirmar a los cuatro vientos que el arte norteamericano llevaba todas las de ganar en la
competición por la supremacía cultural mundial.
Mientras tanto, Estados Unidos renuncio por completo a toda actividad estatal de promoción
de la cultura, dejándola en manos del sector privado. Francia y Estados Unidos, en sus
aspiraciones respectivas de mostrar al mundo que cada uno de ellos era el líder cultural sin
rival posible, comenzaron por cometer graves errores estratégicos.
Este tratamiento colocó a Picasso en un lugar aparte, como símbolo de una nueva era, al
margen de otros maestros de importancia, como Matisse, Bonnard, Dufy, Gromaire y
Brianchon, también representados en el Salón. Más que un homenaje a un pintor, fue la señal
de que por fin se había producido la victoria definitiva sobre las fuerzas del mal y sobre el
colaboracionismo. El mensaje llegó a ser tan fuerte, y tan abrumador para algunos, que hubo
violentos altercados en la sala dedicada a Picasso durante la inauguración de la muestra, a tal
punto que fue preciso llamar a la policía para proteger las obras (pag 21). El gentío que se
congregó fue enorme. Algunos cuadros fueron retirados de las paredes, otros sufrieron cortes
y desgarros.
Una de las razones de este estallido de cólera popular fue que algunos de los cuadros
recordaban de manera especialmente vívida el horror de la Ocupación; eran muestra patente
del sufrimiento psicológico y claustrofóbico padecido durante aquellos años de silencio. Pero
también eran manifestación de una reacción en contra del colaboracionismo. El hecho de que
durante muchos años este tipo de arte no estuviera disponible al público, y de que los jóvenes
estudiantes de arte no estuvieran acostumbrados a verlo, también tuvo algo que ver con el
desagradable incidente. Pero más peso tuvo, al parecer, el que un Picasso moderno y
triunfante significase, en el codificado escenario del arte, la existencia de una izquierda
triunfante, de una poderosa resistencia.
Tomando todo ello en consideración, esta muestra, y la enorme visibilidad de que Picasso gozó
en ella, fue sintomática de las nuevas y violentas divisiones que estaban produciéndose en el
seno del mundo del arte parisino. Con sus pinturas y poemas, Picasso se había convertido en
un héroe, en un Jacques Louis David de su época.
Picasso era como un ave fénix renacida de las cenizas de la guerra: «Su presencia, por sí sola,
fortificó al mundo que lo rodeaba durante la Ocupación… Devolvió la esperanza a quienes
empezaban a preguntarse por nuestras exiguas posibilidades (pag 22) de salvación. Su
convicción… de que estaban por llegar días mejores merece la gratitud de todos los
intelectuales, de todos los artistas de nuestro país.»
Picasso se convirtió en figura icónica del Partido Comunista tras su compromiso con el mismo,
al cual se dio notable publicidad en los periódicos en octubre de 1944. Era el arquetipo
perfecto que estaba buscando la intelectualidad francesa para dar al país una imagen moderna
e internacional.
El Salón también fue escaparate de una Francia más tradicional, ya que Braque, Matisse,
Bonnard, Gromaire y Vuillard estuvieron presentes junto con otros pintores más jóvenes,
como Tal Coat, Fougeron, Pignon y Gishia. Fue un reconocimiento del arte moderno francés en
general, un arte que era continuación de la tradición sin caer en el academicismo. Pero su arte
lleno de maternidades, de paisajes rurales, de naturalezas muertas, rápidamente quedó
convertido en un telón de fondo más bien insulso sobre el cual destacaba la obra de Picasso,
que a un tiempo sombría, tonificante, mordaz, alborozada, secreta y formalmente
deslumbrante, de un modo casi literal se convirtió en el corazón de Francia (pag 23).
F rancia contaba con dos genios en Picasso y Matisse, ¿no sería maravilloso que la joven
generación pudiera combinar sus calidades? Esta era la utopía que estaba buscando el
establishment, y que de hecho encontró en artistas como Marchand, Gischia, Estève o Pignon.
Pero estas manipulaciones de los genes estéticos no produjeron una serie de gigantes, sino
una serie de híbridos deformes. Estos artistas se expusieron en el extranjero en 1946, en uno
de los errores tácticos más trágicos que se dieron en la era cultural de la posguerra, por cuanto
que Greenberg aprovechó esa muestra para vilipendiar la calidad del arte francés y desechar
por completo la cultura francesa de posguerra, con la sola excepción de Dubuffet y De
Kermadec.
La reconstrucción de la imagen de Francia, cómo no, al igual que cualquier otro tópico
nacional, se basó en la autopromoción, la construcción y la percepción errónea de la propia
identidad. Esta imagen era crucial, al tiempo que muy sensible.
En 1945, en efecto, el mundo había cambiado para siempre, y Francia encontraba grandes
dificultades para adaptarse. Había ciudades destruidas, la economía estaba destrozada,
escaseaban los alimentos y, a pesar de los sentimientos de esperanza, la vida era difícil.
En la superproducción que fue la Guerra Fría, las imágenes, los símbolos, la cultura y el arte
adquirieron un papel importante en tanto armas predilectas de unos y otros tan pronto quedó
claro que la reutilización de la bomba atómica era algo impensable. En este peligroso juego del
escondite, se sobreentendía en toda América que Estados Unidos era el (pag 24) Bueno, que el
Malo era la Unión Soviética y que Francia, en fin, Francia era la Guapa. En muchas otras partes
de Occidente, en especial en Italia y en Francia, esta construcción no siempre se sostenía de
ese modo. El Bueno y el Malo a menudo cambiaban de papeles, aunque la Guapa seguía
siendo la misma. Francia era guapa.
Se trataba de un concepto difícil, construido sobre todo después de la guerra por los medios
de comunicación estadounidenses, los críticos del arte y de la cultura que estuvieron avispados
en su deseo de retorcer una de las características de la cultura tradicional francesa (la alta
cultura, la alta costura, etc.) y deformarla, de modo que se alinease no con la belleza y el
deseo, sino con la debilidad. Esta estrategia tuvo grandes éxitos, y en cierta medida sigue
siendo operativa todavía hoy. Basta con ver el modo en que se representaba a los artistas
franceses por oposición con alguien como Pollock, revuelto en un torbellino de movimientos
veloces, de vitalidad, por comparación con la imagen de Matisse en cama y empleando las
tijeras, igual que si fuera un niño, para fabricar recortes de papel. El mundo de la Guerra Fría
era despiadado.
En la hora de la Liberación, así las cosas, la moda estaba considerada como foro importante de
discusión y de identidad política. En 1947 se produjo una violenta serie de huelgas y hubo una
profunda agitación social. En un primer momento, sin embargo, incluso el propio Partido
Comunista aplaudió el esfuerzo invertido en la industria de la moda, ya que en un principio no
vieron en ella la expresión de una lucha de clases, sino de la superioridad nacional ante los
ataques comerciales de los norteamericanos. Para el Partido Comunista, la economía y el
orgullo nacional eran más importantes que la lucha laboral de las modistas, quienes, como el
resto de la nación, en 1947 se declararon en huelga. Pero al público en general aparentemente
le costó más trabajo aceptar los obscenos despliegues del lujo. Poco faltó para que se
produjera un serio incidente cuando los fotógrafos estaban haciendo fotos de la colección de
Dior en las calles pobres de los alrededores de Montmartre. Fotógrafos y modelos tuvieron
que marcharse al centro, a la rive droite del Sena, donde las modelos pudieron sentirse más a
sus anchas. El suceso interesó a la revista Life por representar la llegada de un gusto femenino
moderno y sofisticado a un país en el que aún merodeaban mujeres peligrosas, de la clase
obrera, incapaces de apreciar tales bellezas. Esa era la batalla esencial en la nueva época.
Fuera como fuese, a muchos intelectuales franceses les quedó bien claro, a partir de 1947, que
la situación política iba tornándose desesperada con (pag 26) cada dia que pasaba.
Si la cultura popular fue tan importante en la guerra cultural, imagínese qué furiosa y reñida
iba a ser la competencia por el alma de Occidente en torno a la producción de gran arte.
Cuando los periódicos comenzaron a publicar fotografías de los campos de la muerte a finales
de 1944, la catástrofe pasó a ser una de las preocupaciones más candentes de Francia. Picasso,
siempre en sintonía con su época, reaccionó rápidamente y produjo un cuadro de gran tamaño
titulado Le Charnier (1945), con el que quiso lanzar un grito público de protesta contra el
nazismo, aunque tal vez, y esto es más importante, también contra el delito de la colaboración
con el invasor. La imagen era una violenta denuncia (pag 27) de la tortura y las matanzas, se
dispone como un laberinto modernista en donde la virilidad y la fuerza han sido crucificadas y
expuestas para que todo el mundo las vea y las perciba, junto a una agonizante mujer de tintes
goyescos transportada por una «petite mort». Toda una comunidad había sufrido el terror y la
tortura, pero no había sido vencida, como claramente anuncia el puño cerrado del comunista
que indica un futuro más feliz, un nuevo comienzo.
El proyecto de Fautrier, presentado en la Galerie Drouin en 1945, al contrario que tantos otros
que se ocuparon del tema de la muerte y la violencia de una manera realista, se mantiene a un
nivel puramente personal y nos lanza a la cara el horror por medio del tamaño íntimo de las
obras y la textura de sus superficies. El espectador finalmente se encuentra frente a un espejo,
para subrayar de ese modo la dura realidad de que todos eran cómplices de esa violencia de
dimensiones históricas. En efecto, las imágenes inmóviles y en apariencia apacibles de cabezas
decapitadas, de torsos mutilados, que produjo Fautrier se expanden lentamente hasta ocupar
el espacio del espectador, hasta que también penetran en nuestro estado de ánimo.
Obviamente, todos somos culpables. Esta relación corporal que se entabla con el espectador a
muchos les pareció en aquella época la única manera de representar el horror innombrable.
Pero tan pronto llegaron las imágenes del Holocausto a los quioscos de prensa, quedó claro el
peligro existente de tratar de un modo sensacionalista la carnicería; es algo evidente en las
fotografías que hizo Lee Miller para Vogue. Presente en el momento en que se abrieron los
campos en Alemania, Lee Miller nos propone una imagen asombrosa, un grupo de
turistas/soldados que contempla un montón de cadáveres perfectamente apilados en forma
de cubo: no solo miran, sino que también charlan, ríen y se pasman, a la vez que un soldado
estadounidense con gesto amistoso toma fotografías de este exótico y novedoso entorno (pag
28). Ese es el momento que Jean Fautrier escoge para presentarlo en su serie, titulada Otages.
Esos cuerpos reciben un tratamiento no de objetos que sea preciso describir y estudiar, sino el
de cuerpos cuya existencia hay que experimentar individualmente por medio de una relación
más epidérmica que intelectual. Aquí, el espectador no es un voyeur científico, sino una
persona profunda y físicamente inmersa en la crudeza. Fautrier, según se cuenta, nunca llegó a
ver las atrocidades en persona. Tuvo que visualizar las escenas.
Ya en 1943, Charles Estienne, al hacer una crítica de la exposición, lo que lo molestaba era
sentirse manipulado por todo el colorido de los artificios técnicos, encandilado y llevado de ese
modo a olvidar el tema subyacente. Se trata de una redefinición de la sensibilidad moderna,
una nueva forma de abordar la vieja cuestión de la representación de un modo
espeluznantemente astillado tanto política como moralmente.
Las mujeres de Fautrier son los residuos de la destrucción fascista. Por el mero hecho de estar
allí, por abrir sus heridas al público, parecen deplorar la vergüenza de la aceptación, por parte
de un numeroso público francés, del viril sistema de representación empleado por Arno
Brecker. Estas imágenes aplanadas de cuerpos rotos, hechas con yeso y finas capas de papel,
descuellan en tanto gesto voluntarioso y melancólico frente a la potencia (pag 29) destructora
de las esculturas nazis en mármol, influidas por los modelos griegos. El yeso se opone al
mármol; el fluir horizontal contradice la erección y la verticalidad. Las mujeres torturadas están
dolorosamente en pie frente al Nuevo Hombre del fascismo, a años luz de las esculturas
femeninas, carnales y opulentas que produjo Maillol y que fueron populares en París durante
los años de la Ocupación. Los hombres de Brecker se hicieron a imagen del viril conquistador
alemán; las mujeres de Maillol tuvieron la condición de símbolo de la Francia ocupada,
abandonada, disponible.
Así pues, por medio de la imagen de la mujer, Fautrier habla de la pérdida de la humanidad. La
muestra de cuadros que se reunió en la primera exposición de Fautrier fue contenida,
rítmicamente organizada en torno a dos obras de gran tamaño, dos torsos colocados uno
frente al otro, que interrumpían el flujo de los rostros alineados sobre las paredes como si se
hallasen ante un pelotón de fusilamiento: el público. Pero hablaban de un modo muy
específico, precisamente el opuesto a Picasso. Después de Picasso –masculino, erección, líneas
rectas y verticales, generoso, al ataque, exteriorizado–, Fautrier representa la faceta femenina
y felina (pag 30) de la pintura: maullante, agua en calma, atrayente, retirada (tras una tentativa
de provocación). Atrae hacia él, hacia su interior, para arañar mejor al incauto que se deje
hechizar.
Fautrier deja su lugar en la obra de Dubuffet, de 1946. En efecto, si la obra de Fautrier rezuma
delicuescencia, seriedad e incluso una cierta pomposidad, Dubuffet expresa el humor y la
intranquilidad crítica del «titi» parisino por medio de la reutilización de medios simples y de
técnicas populares, como la sencillez de los dibujos y los grafiti. La violencia física deja paso a la
violencia contra la tradición. Fautrier y Dubuffet se hallan en los polos opuestos del espectro
de la reconstrucción. Dubuffet muy pronto fue objeto de atención en Estados Unidos gracias a
una serie de exposiciones en la Pierre Matisse Gallery de Nueva York, y debido en especial a
que, no sin ciertas reservas, Greenberg llegó a la conclusión de que era el mejor pintor francés
de posguerra.
Solo en 1950, a decir verdad, comenzó el público norteamericano a hacerse una idea parcial
de lo que se producía en París, y fue gracias a Sidney Janis. Empleando ciertos criterios
formalistas, Janis presentó una serie de similitudes al emparejar a artistas franceses y
americanos formando pares, sin hacer hincapié en las diferencias de contenido. Si lo hubiera
hecho, se habría dado cuenta de que en Francia no solo eran muchos los artistas interesados
en continuar la gran tradición de la pintura moderna, como Pollock o De Kooning, sino que
algunos también estaban interesados en cuestionarla, en poner su poder en entredicho, a
menudo describiendo por medio de la pintura la imposibilidad de proseguir la tarea del arte
moderno. Ese fue el caso de Wols, el cual procedió a desgarrar y hacer trizas la gran tradición,
deconstruyéndola por medio del sueño de la representación moderna. De manera semejante,
lejos de ser un pintor gestual, al contrario de como se le ha descrito a menudo, Soulages
prefería analizar las herramientas de la pintura, sus cualidades, el lenguaje del pincel; prefería
plasmar el acto esencial del pintor, tratando de limpiarlo del manierismo acumulado a lo largo
de tantos años. El suyo era un arte profundamente analítico, casi estructuralista: un estudio
del arte de la pintura, por así decir, llevado a cabo con paciencia, con hondura e inteligencia.
Wols, al contrario que Fautrier o Soulages, se sentía incapaz de abordar la construcción de una
obra total (pag 31). Si Fautrier construye un monumento al modernismo, Wols no puede
sustraerse a la desfiguración completa de la pintura. Los cuadros abstractos de Wols también
están hechos sobre una superficie plana, solo que no es la superficie dura de una mesa, ni el
extenso cemento del suelo del estudio de Pollock, sino la superficie plana de su cama aún
caliente. Los cuadros de Wols versan sobre la inestabilidad, la desaparición, la incapacidad de
permanecer aglutinados, la inutilidad misma del proyecto de la pintura. Creó su espacio de una
manera determinada, con los efectos tradicionales de su oficio (la línea y el color), pero más en
busca de la vida misma que de su representación. Con esta finalidad invierte el lenguaje
tradicional. Wols pinta con objeto de demistificar, de poner en duda la gran tradición. Rasca,
retira la materia, la pintura, en vez de depositarla en el lienzo. Se agota tratando de mostrar
hasta qué punto es imposible competir con los maestros del pasado, con Matisse, Picasso,
Miró, etc. Su proyecto fue un rechazo radical del historicismo (pag 32). Wols comienza por la
comprensión de que el lenguaje del estudio, la obra del pintor, nunca será capaz de expresar el
efecto que la vida haya tenido en el individuo. En múltiples sentidos se podría decir que su
obra constituye un asesinato de la pintura, visto claro está en términos positivos, como gesto
de desesperación, como intento de hablar y de practicar la pintura, pero ya sin la estúpida
ilusión de que con ello se pueda expresar el mundo. Para Wols, tras su experiencia de la guerra
moderna y su vivencia de refugiado, era preciso vivir la historia como experiencia, no ya como
recuerdo, ni como conocimiento. Estamos muy lejos de las preocupaciones de Fautrier o de
Pollock.
El futuro, al decir de los surrealistas, debería comenzar hoy mismo, con los problemas de hoy,
en vez de decantarse por el reciclaje de soluciones del pasado. Esto fue lo que dijo Edouard
Jaguer en un artículo. El artículo no miraba atrás, sino que proyectaba la mirada hacia delante,
hacia un arte nuevo, dotado de sabor internacional, al paso de la tradición surrealista. Lo que
buscaba Jaguer era más bien el idioma internacional que pudiera reflejar la nueva época
abstracta, el nuevo ambiente postatómico.
Fue un artículo crucial, porque definía con bastante exactitud lo que muchos de los artistas
jóvenes estaban debatiendo entonces: ¿cómo pintar, qué pintar después del autoritarismo,
después del Holocausto, después de Hiroshima y Nagasaki?
Lo que protegían las instituciones era una imagen idealista de la Francia de ante-guerra, como
si la derrota, la Ocupación y el nuevo mundo atómico y dividido en dos bloques no tuvieran la
menor incidencia en la producción del arte en París. Este viejo sueño cultural que París aún
rezumaba era lo que le impedía reconocer y defender, por medio de sus instituciones, el arte
de la decrepitud y la desesperación que artistas como Wols y Bram van Velde, o incluso el arte
reconstructor de Soulages y Hartung, producían en aquellos precisos momentos, que estaban
más en sintonía con el cuestionamiento internacional/occidental. Esta ceguera institucional
(de la crítica de arte y de los museos), naturalmente, no significa que todo estuviera en calma
en el frente del arte, sino muy al contrario. Se trataba con toda claridad del comienzo de una
guerra estética de trincheras, que iba a desarrollarse por medio de una nueva red de galerías
parisinas, una red que iba a mostrar que a partir de 1945 una serie de artistas nuevos y de
pintores no tan nuevos, pero reciclados, empezaba a producir obras antitéticas a los valores de
la Escuela de París, todavía imperante, si bien dolorosamente relevante en el mundo de
posguerra.
El 25 de julio de 1946, una bomba atómica estalló en el atolón de Bikini (pag 34). El
acontecimiento quedó documentado a conciencia. Este acontecimiento fue para algunos
artistas buena prueba de lo que algunos de ellos ya trataban de expresar desde la guerra: que
la humanidad iba retirándose hacia un ambiente muy pesimista, cuajado de miedos, en un
mundo de angustias primitivas. Esto halló expresión de modos diversos en Estados Unidos.
Evergood, por ejemplo, en un estilo realista, de caricatura, quiso mostrar cómo volvía la
humanidad a la era de los simios. Crawford, por medio de un vocabulario abstracto, intentó en
sus dibujos precisar qué difícil iba a ser la representación de semejante conflagración y de su
impacto en la vida cotidiana. Algunos otros artistas neoyorquinos se mostraron más
interesados en estudiar las experiencias primitivas (Rothko, Gottlieb, Newman, Stamos,
Baziotes) con el fin de hacer comentarios sobre este mundo nuevo y amenazante. Leja ha
analizado las estrechas y fuertes conexiones que existen entre artistas como Rothko, Newman
y Pollock, y la noción del «Hombre Moderno», la convicción según la cual el hombre moderno
seguía estando dirigido por instintos totalmente incontrolables y primitivos y por impulsos
inconscientes. El cine negro de Hollywood logró formular esta nueva era de ansiedad con una
particular belleza.
La condición esencial de la modernidad pasó a ser una suerte de angustia primordial. Si bien
los artistas, siguiendo la estela del surrealismo durante la guerra, trabajaban con conceptos
universales descubiertos por medio del arcaísmo y la prehistoria, sus intereses no tardaron en
desplazarse hacia la producción de las tradiciones indias de América. Si durante aquellos años
Francastel intentó revivir en Francia la escena del arte por medio de un retorno a los valores
románticos específicamente franceses, en Estados Unidos, hubo artistas como Newman, junto
con los escritores de una revista de vanguardia como Iconograph, que iban a teorizar a partir
de los postulados artísticos de los indios norteamericanos, aprovechándolos para su propia
utilización con objeto de dotarse de herramientas e incluso de dotar de armas a los artistas
modernos, en su búsqueda de una nueva expresión «norteamericana » de ese constante
miedo contemporáneo. El desplazamiento que se dio (pag 35) en 1946, de un arte socialmente
orientado e influido por los pintores mexicanos de frescos, hacia un vocabulario abstracto
basado en la imaginería amerindia, es claro indicio de un desplazamiento análogo hacia la
importancia renovada de lo individual y lo nacionalista dentro de esta nueva crisis existencial.
Pintores como Wheeler, Daum, Barnett, Collier, Barrer y Busa, emplearon la línea en el espacio
aliada con el arte indio nativo, para proponer una refacción nacional de las cuestiones
contemporáneas en línea con otros intentos contemporáneos. Estos artistas, con plena
conciencia de la historia del arte moderno (el surrealismo y el cubismo), vieron en el arte indio
una manera de reactivar, empleando formas nativas amerindias, la táctica ya empleada por el
cubismo para galvanizar el arte moderno por medio del descubrimiento y el empleo del arte
africano. Los pintores del espacio indio, como se hicieron llamar, emplearon la representación
propia de la Costa Noroeste, o bien ciertos acentos peruanos o precolombinos, para generar
patrones abstractos que creaban cierto sabor americano, empleando imágenes de estilo «First
Nation» a medida que la noción de la especificidad cultural norteamericana comenzó a ser
central después de la guerra. Para Steve Wheeler se trataba de poner en la experiencia
abstracta de la época un acento de los indígenas norteamericanos. El trabajo del grupo estuvo
repleto de ingeniosos juegos visuales, de grandes dosis de sentido del humor, aunque este
elemento fue precisamente la razón de que no se les entendiera del todo bien en aquellos
tensos tiempos de posguerra.
El papel del arte consistía en despertar este sentimiento en nuestra psique de grupo sin fijarla
con demasiada claridad en el realismo (pues de ese modo quedaría transformada en
voyeurismo) ni en el surrealismo (pues de ese modo quedaría transformada en
entretenimiento, en juego). Lo que Newman estableció en este terreno fue un sistema
significante y original, hondamente enraizado en el pasado de Norteamérica, que hábilmente
sustituía la Historia por las «historias», las anécdotas, los relatos y acontecimientos descritos
en el arte de los frescos, pero sin llegar jamás al sentido profundo del yo.
Hacia 1946, así las cosas, varios grupos de artistas tanto de Nueva York como de París se vieron
atraídos por la cultura de los indios norteamericanos, considerados como una fuerza
liberadora, si bien las empleaban de maneras diversas. Bram van Velde, por ejemplo, fascinado
por las máscaras amerindias de la Costa Noroeste, las utilizó en la producción de su pintura,
aunque de un modo sumamente cauto y decorativo. Las formas de las máscaras quedan
incompletas; visualmente resultan muy inestables. Al igual que las auténticas, constantemente
se transforman en nuestro ánimo: se ve el nacimiento de un pico, parece que asoma un ojo,
pero rápidamente se disuelven en un despliegue de posibilidades distintas. El pintor rehúsa
darnos la totalidad del objeto para la contemplación, y muestra esta negativa por medio de
colores llamativos (pag 37). Los pintores del espacio indio, por otra parte, padecieron un
problema. Su proximidad al modelo original y su ingenio impidió que el medio del arte supiera
reconocer su reinvención del modernismo, dotado de sabor local.
También Jackson Pollock utilizó hasta el verano de 1946 la tradición del arte indio, aunque
filtrada a través de una imaginería jungiana.
En el verano de 1946, Jackson Pollock dio comienzo a una vida nueva. Abandonó la ciudad de
Nueva York para instalarse en The Springs, en East Hampton. Allí pasó todo el verano
trabajando duramente de cara a su próxima exposición, programada para 1947 en Nueva York.
Esta es una exposición importante porque documenta un radical cambio de rumbo en el modo
de trabajar del artista. Los cuadros expuestos en enero de 1947 son claramente de dos tipos,
clasificados en dos categorías: la serie de «Accabonac Creek» y la otra, «Sound in the Grass».
La serie de Accabonac reagrupa aquellas obras que emplean motivos automáticos y
surrealistas como trampolín para realizar estudios psicológicos. Deja mucho a la imaginación
del espectador, al cual se le permite, en una rápida confrontación con una serie de formas
aparentemente inacabadas, desarrollar una cadena intacta de significados. Tiene el objeto de
desencadenar la presencia de algún espacio psicoanalítico en el que la violencia del momento
histórico y lo personal se funden en una misma exposición narrativa, aun cuando se halle rota.
La otra serie, «Sound in the Grass», rompe radicalmente con esta tradición establecida. De
pronto, Pollock halla una vía, yo creo que bajo la presión producida por la mediatización de la
explosión en el atolón de Bikini, para continuar, del mismo modo que Fautrier, la tarea de
pintar la realidad moderna y la historia en el momento en que se hace, y el lugar que el
individuo ocupa en ella (pag 38). Esta seguía siendo una de las grandes cuestiones con que se
enfrentaban los artistas modernos: ¿cómo continuar la tarea de pintar cuando todas las
ilusiones que uno pudiera tener han sido acribilladas por la historia o por la teoría? Pollock, en
calidad de pintor moderno, tenía que prestar testimonio de este mundo nuevo, un mundo
confrontado con peligros de capital importancia, incluso con la aniquilación total. El verano de
1946 ayudó a Pollock a alejarse de la figuración, a indicar, como hacían algunos en Francia, que
era necesario idear otro sistema de representación con objeto de salvar un arte moderno
enfrentado a una contemporaneidad no ya totalmente nueva, sino también aterradora (pag
39). Durante el verano de 1946, tras la sacudida que supuso Bikini y el desplazamiento fuera de
la ciudad de Nueva York, Pollock parece haber puesto en duda la importancia de las cuestiones
en torno al yo con las que había tratado anteriormente, en ese mismo año, en obras como
Blue Unconscious o Something of the Past. Esas cuestiones comenzaban a perder todo su
atractivo.
Estos cuadros nuevos fueron cubriendo el concepto de figuración bajo capas sucesivas de
signos resplandecientes y móviles, relacionados con significados contemporáneos, al tiempo
que propagaban el mensaje de que la esencia del momento, por así decir, no era aprehensible
ni expresable por medio de los sistemas de antaño. En su deseo por salvar a la pintura
moderna del sinsentido, hay una similitud entre Pollock y Fautrier, los hacedores de mitos y los
pintores del espacio indio, mayor de lo que a simple vista parece.
La solución automatista
A fuer de ser exhaustivos en torno a los nuevos acontecimientos plásticos que tuvieron lugar
en el año crucial de 1946, debemos mencionar la obra producida por los artistas surrealistas de
Montreal, quienes, reunidos en torno a su profesor y amigo, Borduas, supieron articular un
corpus de obras (pag 40) que iban a gozar de reconocimiento y se iban a exponer en París en
fecha muy temprana, en 1947.
Los esbozos y los lienzos expuestos por Riopelle en 1946, por ejemplo, son ejercicios de pura
escritura automática. La serie de acuarelas que produjo durante este período poseen una
calidad de extrema ligereza, si bien las líneas rápidas y finas que se extienden sobre toda la
superficie ocultaban una agresividad casi física. Empleaba un vocabulario directo y tan ligero
de trazo. Sus lienzos, con una compleja maraña de líneas, revelan un estilo de escritura
infatigable, sin aliento, que parece haber perdido el significado y que trata de recobrarlo por
medio de la rapidez de ejecución. Estas formas –y esto es importante– no evocan en modo
alguno lo biomórfico. El proceso asociativo se detiene en seco, y el espectador regresa
constantemente, a la fuerza, a lo individual, al pintor y a su violencia impaciente, con la que
araña el lienzo o el papel.
La dirección geométrica
La otra cara de la moneda del abstracto en París, naturalmente, fue la abstracción geométrica.
Este había sido un lenguaje poderoso en el París de antes de la guerra, pero había perdido casi
todo su brillo debido a su imagen cientifista, en una época interesada ante todo por el
expresionismo y el existencialismo.
A juicio de muchos era primordial recuperar la fuerza moderna de la abstracción. Se produjo
una escisión entre quienes, caso de Herbin, aspiraban a una adhesión completa a la geometría
abstracta, y quienes consideraban que era importante aceptar una dosis de lirismo con el fin
de reflejar la recién descubierta importancia de lo individual, cada vez más aplastado por el
control autoritario no solo de los regímenes comunistas y fascistas, sino también por la
naciente cultura del consumismo. Pero iba a revelarse una tarea muy compleja, debido a la
fragmentación de la escena política y cultural. Si las primeras exposiciones de arte abstracto en
la galería de Denise René, en 1946, presentaron una amplia panoplia de expresiones abstractas
(de Dewasne, Deyrolle y Marie Raymond a Hartung y Schneider), pronto resultó (pag 42)
imposible sostener ese eclecticismo liberal, porque empezó a ser políticamente importante
diferenciar entre una abstracción que implicaba un expresionismo individualista y otra que
indicaba una realidad ideal, construida racionalmente, de modo que propusiera un espacio
social coherente y utópico. El nuevo Salón de las Nuevas Realidades reflejó este dilema. Al
inaugurarse en 1946 dio cabida a una variada multitud de experimentaciones abstractas, pero
rápidamente se convirtió en escenario para la presentación del arte concreto, geométrico y
radical, que a unos les resultaba demasiado seco y autoritario, ya que el dominio sobre el
mismo que ejercía August Herbin proscribía la inclusión de cualquier forma curvilínea en la
expresión geométrica. Esta normatividad pronto desencantó a muchos artistas jóvenes,
quienes la consideraron una academización soterrada y que de hecho quedó finalmente
formalizada en 1950 con la creación de una academia del arte abstracto gracias a Edgard Pillet
y Jean Dewasne. Fue algo que denunció con virulencia Charles Estienne. Propuso la vida
interior, más que la decoración feliz, como modo de hablar del mundo contemporáneo. La
geometría impersonal y limpia parecía un código de la vieja ilusión de coherencia cultural.
Citando a Kandinsky por extenso, Estienne atacó a quienes deseaban codificar los sentimientos
personales en un lenguaje de universales.
Degand consideraba que la obra de Magnelli era la epitome de la pintura moderna. Magnelli
empleó formas limpias, sin exuberancia, pero con humor, al óleo, pero sin el temido goteo.
«Magnelli –dijo Degand– habla por sí solo, lejos de cualquier clase de propaganda visual.» Esta
clase de abstracción clásica, aunque aún intuitiva sin ser salvaje, era el arte del «presente»
porque generaba optimismo sin caer en la esclavitud de la geometría pura (pag 43). Hacia 1947
parecía que todo sueño de una rápida modernización del país se iba desvayendo rápidamente.
Para rematar esta sensación, Jean Cassou abrió el Musée d’art moderne en 1947 sin incluir
ninguna muestra del surrealismo o de la abstracción, sin el menor rastro del expresionismo.
Al pensar que la palabra «moderno» era un tanto dificultosa para que la entendiera el público
en general, y convencido de que la experiencia contemporánea se expresaba con el arte
abstracto, el director del Boston Institute, James Plaut, decidió eliminar la palabra «moderno»
y cambiarla por «contemporáneo» en el nombre de su institución. Con este gesto
desencadenó lo que había de llamarse «el affaire de Boston», que llegó a ser una dolorosa
batalla que enfrentó al MoMA, al Whitney Museum de Nueva York y al Boston Institute. En
1948, Plaut decidió responder a los ataques que contra el arte moderno se vertían desde la
prensa, desde los medios que lo consideraban opaco, elitista e incomprensible. Los liberales
vieron en este violento sentimiento contra el arte moderno una forma de americanismo
enraizada en el aislacionismo de antaño; los artistas del arte abstracto, en particular los
interesados por el automatismo como herramienta de liberación personal y social, se sintieron
literalmente agredidos, defendidos únicamente por la postura del MoMA, que mantenía
actitudes similares. En efecto, el museo comprendió que defender el arte moderno era de
hecho proteger la democracia. Debido al respaldo que recibió el arte realista y expresionista
por parte de los aislacionistas y los tradicionalistas de derechas, el (pag 44) arte moderno pasó
rápidamente a ser el estilo predilecto de los progresistas. La libertad de expresión, evidente en
la superficie de los cuadros modernos, se convirtió en una especie de logo arrojado de
continuo a la cara de los comunistas, para obligarlos a retroceder y a amedrentarse.
La victoria que logró el arte moderno en Estados Unidos fue estrecha, y por eso mismo fue
crucial. El arte moderno, de hecho, llegó a Norteamérica en masa por puro accidente. El
movimiento moderno había tenido presencia con anterioridad, pero no se consideraba
realmente vital para la sociedad estadounidense. Durante la guerra, debido a su rechazo por
parte de los nazis, que lo tacharon de degenerado, el arte moderno encontró defensa y
protección en Nueva York gracias a los emigrados de Europa, y encontró ayuda en
Guggenheim, quien decía a menudo que si era algo que los nazis habían rechazado por fuerza
tenía que ser bueno, por fuerza había que protegerlo. Cuando una clase media nueva, amplia,
confiada, transformó el tejido cultural de Estados Unidos después de la guerra, empezó a estar
claro que el presunto consenso en torno a la noción de arte, de un arte norteamericano de
calidad, que fuera capaz de definir la identidad del país, sencillamente no existía. El arte se
convirtió en centro de iracundas diatribas en 1948, cuando la clase media cayó en la cuenta de
que aquello a lo que había prestado un apoyo entusiasta, aquello que había ayudado a salvar
de la barbarie de los nazis, era en realidad algo que no le gustaba y que ni siquiera entendía:
una cultura moderna cargada de negatividad, de cuestiones punzantes y complejas. Pero el
arte moderno siempre ha tenido la aspiración de ser un movimiento internacional, cosa que
pasó a tener notable importancia cuando los liberales estadounidenses que iniciaron el
desarrollo del Plan Marshall en 1947-1948 comenzaron a considerarse en la vanguardia de la
política internacional, por oposición a los políticos aislacionistas.
Confrontaciones vehementes
Hacia 1950, la escena del arte moderno en Francia se encontraba extremadamente polarizada.
Degand defendía el racionalismo, la geometría y el formalismo; Estienne, en abierta oposición,
propugnaba un nuevo tipo de abstracción expresionista que a su entender emanaba del
surrealismo automático; por su parte, Tapié, influido por el dadaísmo, procuraba ensamblar
por entonces un grupo de artistas afiliados bajo un título genérico, pero bien promocionado,
como era «informel» o «art autre». Como en Estados Unidos, el terreno del arte en Francia
también iba cambiando bajo la presión de la Guerra Fría. Picasso seguía mostrando un ánimo
beligerante. A lo largo de los años cincuenta, el maestro no dejó de disparar salvas de
imágenes en las que violentamente denunciaba una política estadounidense cada vez más
hondamente implicada en la Guerra Fría (pag 46). Tras celebrar el cumpleaños de Stalin con un
resonante cuadro, mostró un cuadro altamente perturbador, titulado Les Massacres de Corée,
en el Salón de mayo de 1951, en un mensaje antibelicista muy directo, que provocó la
desesperación en los modernistas de Estados Unidos. Por si fuera poco, el Salón también
expuso una interesante diversidad de posibilidades artísticas políticamente muy variadas.
Dewasne, un pintor comunista, mostró una obra abstracta de muy gran formato, Hommage à
Marat, en elogio del individuo más revolucionario de la historia, con lo que un posible rechazo
de su obra por parte del Partido Comunista iba a resultar imposible, al tiempo que Fernand
Leger, también comunista, prefirió el empleo de un vocabulario modernista para subrayar su
apego a la clase obrera en su cuadro titulado Les Constructeurs. Daba la impresión de que todo
el espectro de las opciones estéticas, desde la abstracción hasta el realismo, estuviera
capitalizado por el Partido Comunista. En 1951, el presidente Nabokov propuso un programa
de manifestaciones culturales en París para contrarrestar el éxito creciente de la propaganda
cultural soviética.
Entretanto, Michel Tapié organizaba contrarreloj una exposición de artistas que consideraba
importantes en un mundo nuevo, que a su entender se había quedado atascado en las
referencias de antaño. El nuevo mundo tenía que ser excitante, joven, animoso y, de ser
posible, divertido. Su exposición y su catálogo se convirtieron en un índice importante del éxito
y de la vitalidad de un nuevo tipo de abstracción que enfatizaba lo individual. Su estrategia
consistió en abrirse ampliamente a las voces internacionales. Presentó obras de Bryen, Wols,
Mathieu, Capogrossi, Hartung, Pollock, Riopelle y Russell durante marzo de 1951.
Esta definición del artista contemporáneo, del individualismo a favor del cual tan
insistentemente estuvo Tapié, estuvo claramente posicionada durante la Guerra Fría, en la
época en que la cultura occidental se vio obligada a elegir entre quienes defendían la libertad
(Occidente) y quienes defendían la paz (el bloque del Este). Tapié se sintió inclinado a defender
una suerte de individualismo mítico en contra de toda incursión en preocupaciones de tipo
social. Consideraba que la revuelta de dadá había prestado al arte moderno (pag 47) su
dirección válida. La actitud de Tapié era de este modo contraria a una poderosa escuela de
pensamiento muy presente en París, que empleó la conciencia política del artista –entre una
amplia gama de medios– para suscitar la conciencia del público, o al menos la conciencia del
público artístico. Aquí es preciso recordar la idea de que lo público, e incluso el servicio
público, fue uno de los rasgos clave de la cultura de posguerra. Lo que Tapié proponía de un
modo inteligente era una realidad alternativa a la propuesta por el Partido Comunista a través
del arte de Fougeron. Tapié buscaba la distinción, y esa era la marca diferencial de su
«establo».
Tapié logró situarse en la línea del frente del arte contemporáneo, al afirmar que integraba y
representaba todo lo novedoso, todo lo que por tanto era incomprensible al común de los
mortales. Rechazando la idea de las escuelas estilísticas, el crítico pasó a ser un empresario de
la cultura que sancionaba ciertas prácticas, o sugería las diversas «posibilidades», de cara a
(pag 48) esa gigantesca coexistencia que automáticamente abarcaba todo aquello que «nos
asombra».
Pero como el objetivo de Michel Tapié fue imponer un nuevo individualismo expresivo en
París, que representara esta nueva sensibilidad de posguerra que iba desarrollándose
rápidamente por todo el mundo occidental, continuamente estuvo en busca de aliados
internacionales que se integrasen en su sistema. La vitalidad, la individualidad, el exceso de
Jackson Pollock, eran la pareja perfecta. Tapié quiso mostrar que, por oposición a la política y
al humanismo realista, así como a la abstracción geométrica, estaba desarrollando un
movimiento internacional abstracto menos encorsetado, al cual debería prestar atención París.
A su entender, Pollock, proveedor de una libertad mítica y total, podía ser utilizado de modo
que contribuyese a que París despertara. Para Tapié, París aún poseía el poder de universalizar
la cultura, de moldear la escena internacional cuyo centro presidía el propio Tapié, tomándose
una copa en alguno de los cafés del Barrio Latino. Con la esperanza de servirse de Pollock para
sus propios propósitos, Tapié de hecho lo llevó a París en el peor de los momentos posibles, ya
que la visita de Pollock coincidió con la primera controversia a gran escala de la propaganda
cultural norteamericana de la Guerra Fría. Gritar en público Jackson Pollock avec nous tal como
hizo Tapié en la introducción a su catálogo, mientras eran (pag 49) muchos los que gritaban en
la calle y pintaban en las paredes «U.S. Go Home», fue una forma de provocación en una
escena del arte todavía muy recelosa del kitsch operante en el imperialismo estadounidense.
No cabe duda de que el título de la exposición de Pollock quiso utilizarse como participación en
la lucha de vanguardia en la que estaba involucrado Tapié junto con Georges Mathieu,
delimitando un nuevo espacio liberado y liberador, aunque al hacerlo así también señalase sin
ninguna ambigüedad su apoyo al tipo de libertad liberal que propugnaban los
norteamericanos.
En el pensamiento de Tapié, como su concepción del arte actuaba como una cuña insertada
entre los realismos humanistas de París y la abstracción geométrica racional, Pollock fue el
candidato perfecto, ya en 1952, a ayudarle a redefinir la calidad internacional de París. Es
asimismo importante señalar que hacia 1950 había un gran número de artistas
norteamericanos en París. Los pintores norteamericanos de todo tipo y condición seguían
acudiendo a París, algunos gracias a la Ley de Soldados Rasos y otros creando grupos en torno
a galerías.
En Francia, muy pocas personas estaban al corriente de este nuevo planteamiento de un tema
ya antiguo, y muy pocos habían oído hablar siquiera del nuevo libro de Thomas Hess, que logró
unir a la Escuela de Nueva York a la cola de la tradición del modernismo al publicar en 1951
Abstract Painting: Background and American Phase, en el cual la pintura de Nueva York se
calificó como «nueva tradición». El propio diseño del libro lo explicaba todo por sí mismo: las
doce láminas en color eran de pintores de la nueva generación norteamericana. Los artistas
europeos aparecían en pequeñas ilustraciones en blanco y negro.
Nueva York, gracias a una cuidadosa relectura de la historia del primer modernismo, fue capaz
de poner el arte producido en el centro mismo de Nueva York en la cúspide de una cadena de
acontecimientos formales que habían transformado una producción local en un canon
universal, tal y como lo habían hecho los parisinos en el siglo XIX. De este modo, se vieron
obligados a hacer caso omiso de muchos experimentos interesantes que llevaron a cabo los
artistas «expresionistas» o bien otros pintores como los «pintores del espacio indio». Del
mismo modo, en Francia, muchos artistas que no encajaban en el marco establecido,
resultante del deseo de reconstrucción o de conexión con su pasado glorioso, quedaron
aislados o fueron descartados. Lo crucial, asimismo, era poner a las dos ciudades una junto a la
otra, para saber más acerca de sus intensas y complejas escenas del arte, produciendo por el
mismo sistema no solo algunos de los debates políticos y culturales más apasionantes del siglo
XX, sino también algunas de las obras de arte más brillantes y significativas.
Si las relaciones políticas entre Estados Unidos y Francia fueron en ocasiones difíciles a lo largo
de la Guerra Fría, justo es decir que el conocimiento de la cultura del otro a medida que se
desarrollaba, a pesar de algunos esfuerzos de Mathieu y Tapié, nunca fue demasiado bueno
(pag 51).
Sin embargo, convencer al público francés de la importancia que tenía la nueva exuberancia
del arte en Norteamérica fue algo particularmente difícil, porque si bien la propaganda
norteamericana antisoviética ya se desplegaba en Francia desde 1947, se desarrolló
simultáneamente una ola de antiamericanismo. El terreno francés no era especialmente fértil
para tal propaganda, toda vez que los comunistas franceses y sus aliados culturales nunca
habían dejado pasar la ocasión de vilipendiar el grosero estilo de vida norteamericano y su
régimen opresivo con las minorías y los desfavorecidos. Para contrarrestar las suspicacias de
los franceses, el Congreso Americano por la Libertad Cultural organizó en París, en 1952, un
importante festival cultural. Sin embargo, el principal acontecimiento fue la presentación en el
Musée d’art moderne de la ville de París de la exposición titulada L’Oeuvre du XXe Siècle, una
prestigiosa muestra con la cual se quiso demostrar al público francés, bastante experto, que
todas las grandes obras de arte, del impresionismo a Picasso, se crearon y solo se pudieron
crear en un ambiente liberal, del estilo del que defendía Estados Unidos. James Johnson
Sweeney escogió para la muestra una serie de obras maestras modernas que, con suerte, el
público francés no había visto a menudo, ni siquiera recientemente, y los artistas rechazados
por el comunismo volvieron a ser objeto de un despliegue muy visible: Duchamp, Chagall,
Rousseau, la vanguardia rusa, etc. La prensa francesa en general se mostró impresionada (pag
52).
La frustración que experimentaron muchos parisinos ante el hecho de que tantos cuadros
franceses fueran propiedad de diversos intereses norteamericanos fue simbólicamente
escenificada en el propio Musée d’art moderne. Mientras la exposición aún estaba abierta, dos
jóvenes franceses se colaron una noche de mayo en el museo y, gracias a la escasez de
medidas de seguridad, consiguieron poner en libertad los que consideraban rehenes culturales
retenidos por Estados Unidos. Abenstern (estudiante) y Pamygeres (dueño de un bar) cortaron
con facilidad varios lienzos y los separaron de los marcos. Bonnard, Renoir, Gauguin y Picasso
fueron por un tiempo liberados de la cárcel ideológica en que se encontraban, antes de ser
devueltos a sus propietarios por intervención de una avergonzada administración francesa,
obligada a reconocer que no solo era París incapaz de defender el arte moderno a niveles
teóricos, sino que tampoco era capaz de mantenerlo intacto y de protegerlo físicamente
dentro de sus propias paredes.
Hacia 1954, algunos pintores franceses mostraban sus obras en Estados Unidos, aunque en
muy pocos lugares. Mathieu y Soulages en concreto habían pasado a ser índices de la nueva
tendencia llamada «informel» y creada por Tapié. Los marchantes norteamericanos, que ya al
igual que los franceses necesitaban la etiqueta de internacionales, crearon precisamente esta
conexión. El problema de la pintura francesa contemporánea era que no se entendía
demasiado bien entre los críticos de arte de ninguno de los dos países, todavía aferrados a
conceptos muy tradicionales (pag 53).
Durante todos aquellos años de la Guerra Fría, lo que era primordial para los franceses, y lo
que en cierto modo pasó por alto la administración estadounidense, fue la protección de lo
que se entendía por identidad francesa. Para los franceses era importante definir una
especificidad vis à vis con Estados Unidos, diferencia que era preciso producir y manifestar en
los deportes, la moda, la cultura y las artes. En cambio, lo que había que evitar a toda costa era
convertirse… ¡en norteamericanos (pag 54)!
A cada paso, Francia resultaba supuestamente «cool», abierta, antiracista y civilizada, además
de poseer una comprensión de la cultura norteamericana mejor incluso que la de los propios
norteamericanos. Por su parte, en Estados Unidos se percibía Francia como un país débil,
dividido, de poco fiar y, sobre todo, passé. Los malentendidos y la mutua incomprensión
estaban a su máxima altura.
Este rasgo es algo que naturalmente se palpaba en las artes y en la crítica de arte que se hacía
en Norteamérica. En respuesta a un cuestionario titulado «¿Está sobrevalorado el arte francés
de vanguardia?», que hizo circular la revista Art Digest en 1953, Greenberg dijo sin ambages:
«¿Quiero decir con esto que el nuevo arte abstracto norteamericano sea en conjunto superior
al francés? En efecto, eso quiero decir.» Según Greenberg, las producciones parisinas eran más
«domesticadas» que «disciplinadas», como preferían decir los franceses. La diferencia era
crucial, porque «doméstico» entrañaba la idea de esclavitud, de castración.
En París, dos críticos de arte intentaban entonces de maneras muy distintas, e incluso
contrapuestas, redefinir el papel y el estatus mismo de París en el (pag 55) nuevo mundo de la
posguerra. La crítica estaba dividida sobre líneas bastante bien definidas. De una parte, como
ya hemos visto, Tapié trataba de desarrollar un campo moderno e internacional, basado en la
total libertad de expresión, creyendo en la inmersión absoluta del artista en el presente y en la
completa liberación del individuo; de otra, Estienne, al restituir algunos conceptos del
surrealismo con objeto de relanzar una revuelta humana elemental y olvidada, ya que no una
revolución, intentaba salvar el concepto mismo de la Escuela de París. Vio en ello, como él
mismo señaló, «el único camino entre el “mesianismo político” del Partido Comunista y el
pesimismo de la filosofía del absurdo.» La dicotomía internacional/nacional dio lugar a grandes
desacuerdos sin que en ellos se llegara a declarar un vencedor. Ambas situaciones eran
imposibles. La internacional empezaba a ser rápidamente la dominante, aunque no estaba
controlada por París, a pesar de los muchos viajes a Japón que hizo Tapié, además de visitar
Sudamérica e Italia. Nueva York y el MoMA tenían el monopolio. Y la carta nacionalista no se
podía jugar con garantías, porque se percibía como algo provinciano, carente de influencia,
demasiado parapetado tras los propios intereses del pasado.
Hacia 1953 era tanto el ruido que se había formado en torno al nuevo arte abstracto que
Robert Lebel publicó un libro titulado Bilan de l’art actuel, en el cual investigó y comparó el
arte producido en todo el mundo occidental. Su estudio dejó bien claro que la abstracción se
veía por todas partes, aun cuando su propio triunfo le hubiera restado mordiente y hubiera
mermado su propia agresividad inicial; Ya solo el número de buenos pintores abstractos que
había en París era muestra inequívoca de que la capital francesa seguía teniendo su
importancia, aunque una incómoda cuestión asoma al final del ensayo de Lebel: la «apparition
du continent Américain» e incluso la influencia de la Escuela Pacífica, en gran medida
inventada para su consumo en Francia, estaban considerados simultáneamente un homenaje a
París (en oposición con Nueva York), pero también como una amenaza (puesto que ya eran
dos las grandes ciudades norteamericanas en las que se producía gran arte).
Contraataque francés
La enemistad personal y política entre los dos críticos de arte parisino se intensificó: Michel
Tapié y Charles Estienne libraron una serie de combates paroxísticos y sonados en la prensa.
En juego estaba, como entendió Charles Estienne, la necesidad de una nueva identidad
francesa, enraizada en el dilatado y glorioso pasado de la nación, aunque provisto de la
influencia contemporánea. Desde luego, Estienne sabía que los norteamericanos (pag 57)
practicaban el «dripping» [pintura de goteo], y Pollock le provocaba un discreto interés, pero
lo que más le fascinaba era el hecho de que los artistas franceses más avanzados fueran a su
entender partidarios de la «mancha»: hacían más bien «taches», una alternativa más suave, al
tiempo que más profunda, a la violenta versión norteamericana de esta práctica. En efecto, el
«tachisme» fue una versión paralela, en Francia, del expresionismo abstracto, un tipo de
pintura creado en torno a la Galerie Étoile Scellée (Degottex, Duvillier, Loubchansky,
Messagier), con la intención de contrarrestar la publicidad que personas como Michel Tapié
daban a los norteamericanos al invitar a Pollock.
Un «art autre», orquestado a partir de 1951 por inspiración de Michel Tapié y publicitado por
el pintor Georges Mathieu, supuso una estructura internacional en la que se agruparon
variados artistas modernos del mundo entero, incluidos algunos tan contradictorios como
Pollock y Tobey. Buscaban alertar al público sobre la fuerza creativa del liberalismo.
Charles Estienne hacía orgulloso despliegue de sus raíces regionales, además de relanzar la
tradición francesa, simbolizada por un pequeño barco de vela ante un gigantesco
transatlántico (pag 58).
El dominio del consumismo sobre la población fue uno de los ingredientes cruciales en la
propaganda extranjera de Estados Unidos, mostrando con toda claridad la diferencia existente
entre el sistema de la libre empresa vigente en Estados Unidos y la lentitud con que avanzaba
un país socialista. El sistema de la libre empresa parecía producir muchos más bienes de
consumo para su disfrute general, y parecía producirlos más deprisa.
Greenberg, en su poderosa defensa del arte moderno, tuvo que reconocer que esta clase de
abstracción «libre» había aparecido de manera prácticamente simultánea en París y en Nueva
York, aunque sostuvo que la abstracción norteamericana era de mayor calidad, porque Nueva
York «contaba con la ventaja de tener a Klee y a Miró como influencias estables antes que
París tuviera otras, además de haber continuado (gracias a Hofmann y a Avery) aprendiendo
de Matisse cuando a Matisse no lo tenían en cuenta los pintores más jóvenes de Francia». Este
argumento era sin duda atrevido, aunque se basaba en un conocimiento falso o cuando menos
incompleto de la escena del arte en Francia. De hecho, Klee y Miró habían sido desde finales
de los años treinta y seguían siendo entonces referencias utilizadas incluso en exceso por
diversos artistas de Francia. El artículo de Greenberg estaba destinado a su consumo interno
en Estados Unidos, como es lógico, a pesar de lo cual pone de manifiesto los malentendidos
sobre los cuales se basaban por entero las relaciones entre ambos países. Por ejemplo, nunca
hace mención del nuevo arte abstracto que se presentó en ese mismo año en la Kootz Gallery
(Soulages, Mathieu, Schneider), en la Rosenberg Gallery (Nicolas de Stael), o en anteriores
exposiciones de arte abstracto a cargo de Wols y Bram van Velde. Para él, estos artistas lisa y
llanamente no existían. A una y otra orilla del Atlántico, los críticos hicieron la vista gorda y
prefirieron no ver, en beneficio de sus propios intereses, un programa sin embargo cada vez
más acelerado de intercambio llevado a cabo entre galerías particulares.
Si la muestra concluye en 1956, es porque en ese año sucedieron varias cosas que vinieron a
señalizar el fin de un determinado tipo de mundo. Todo el potencial simbólico acumulado por
el Partido Comunista desde la guerra se evaporó en una sola semana. La retirada forzosa de las
tropas británicas y francesas del Canal de Suez, debida a las presiones norteamericanas,
también supuso el comienzo de una nueva clase de mundo. Se estaba produciendo una nueva
clase de revolución: el consumismo. El arte moderno que la generación de posguerra había
defendido sin descanso, aunque a menudo sin demasiadas esperanzas, fue entonces
ridiculizado por una generación que se negaba a aceptar el statu quo. La escena cultural muy
pronto quedó dividida en dos. Por una parte, el arte pasó de la «expresión» a una forma de
silencio filosófico y crítico distanciado, o bien a una ironía vitriólica. Por otra, comenzó la
construcción de una crítica del arte sumamente radical, y un panorama artístico violentamente
politizado ocupó su lugar.
Se deconstruyó la virilidad y la sinceridad. La gota que colmó el vaso fue la producción por
metros, a cargo de Gallizio, de rollos de cuadros de estilo expresionista abstracto, como tejido
para emplear en la confección de vestidos destinados a las mujeres de vanguardia más a la
moda.
La cultura francesa estaba siendo (pag 62) efectiva y velozmente sustituida por una sociedad
consumista a la americana, que floreció sin oposición de ninguna clase tras la represión
comunista de Hungría, en noviembre de 1956. Francia respiraba un ambiente distinto. En la
época en que empezaron a surgir los primeros supermercados surtidos en abundancia, Roland
Barthes, en sus Mythologies, enviaba claras señales en torno a la desaparición de una vieja y
estable cultura popular, a la que sustituía rápidamente una cultura de masas sensacionalista y
pequeño burguesa. Un mundo estaba acabándose. También en 1955, al percibir los cambios,
Denise René inauguró una muestra en la que el humor y la diversión por fin penetraron en el
campo de la antigua abstracción geométrica. París estaba ya preparado para este nuevo arte
experimental y para sus técnicas de participación. Los artistas latinoamericanos llegaron justo
a tiempo de ayudar a que el adusto público parisino de posguerra comprendiera que la vida
podía ser divertida, aun cuando de ese modo se tragasen otro tópico orientalista.
Tras los esfuerzos que llevó a cabo el Departamento de Estado de Estados Unidos a lo largo de
una época, tratando por todos los medios de imprimir en los franceses la importancia de la alta
cultura norteamericana, fue irónicamente la cultura de masas la que conquistó a la nueva
generación francesa. En 1955, «Hound Dog», de Elvis Presley, llegó al número uno, abriendo
de ese modo, junto con Bill Haley, el camino de la revolución adolescente en Estados Unidos y
la irrupción de la generación yé-yé en Francia.
Finis.