Balance de Año 2007

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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

A LOS CARDENALES, ARZOBISPOS, OBISPOS


Y PRELADOS SUPERIORES DE LA CURIA ROMANA

Sala Clementina
Viernes 21 de diciembre de 2007

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:

En este encuentro ya respiramos la alegría de la Navidad, muy cercana. Os agradezco


profundamente vuestra participación en esta cita tradicional, cuyo especial clima espiritual
ha evocado bien el cardenal decano Angelo Sodano, recordando el tema central de mi
reciente carta encíclica sobre la esperanza cristiana. Le agradezco de corazón las cordiales
palabras con las que se ha hecho intérprete de los sentimientos y de las felicitaciones del
Colegio cardenalicio, de los miembros de la Curia romana y de la Gobernación, así como
de los representantes pontificios esparcidos por el mundo.

Como ha subrayado usted, señor cardenal, nuestra comunidad es realmente una "comunidad
de trabajo", unida por vínculos de amor fraterno, que las festividades navideñas vienen a
reforzar. Con este espíritu, usted ha recordado oportunamente a todos aquellos que en los
meses pasados, tras pertenecer a nuestra familia curial, han cruzado los umbrales del
tiempo y han entrado ya en la paz de Dios:  en una circunstancia como esta, hace bien al
corazón sentir cercanos a quienes han compartido con nosotros el servicio a la Iglesia y
ahora, ante el trono de Dios, interceden por nosotros. Así pues, gracias, señor cardenal
decano, por sus palabras y gracias a todos los presentes por la contribución que cada uno da
al cumplimiento del ministerio que el Señor me ha encomendado.

Otro año está a punto de concluir. Como primer acontecimiento destacado de este período,
que ha pasado tan velozmente, quiero mencionar el viaje a Brasil. Su finalidad fue el
encuentro con la V Conferencia general del Episcopado de América Latina y del Caribe, y,
por consiguiente, más en general, un encuentro con la Iglesia del vasto continente
latinoamericano.

Antes de referirme a la Conferencia de Aparecida, quiero hablar de algunos momentos


culminantes de ese viaje. Ante todo, conservo grabada en mi memoria la solemne velada
con los jóvenes en el estadio de São Paulo. En ella, a pesar de las temperaturas rígidas, nos
encontramos todos unidos por una gran alegría interior, por una experiencia viva de
comunión y por la clara voluntad de ser, en el Espíritu de Jesucristo, servidores de
reconciliación, amigos de los pobres y de los que sufren, y mensajeros de aquel bien cuyo
esplendor hemos encontrado en el Evangelio.
Existen manifestaciones de multitudes que sólo tienen como efecto una auto-afirmación; en
ellas los jóvenes se dejan llevar de la embriaguez del ritmo y de los sonidos, acabando por
encontrar alegría sólo por sí mismos. En cambio, en nuestro encuentro abrimos realmente
nuestras almas. La profunda comunión que se estableció espontáneamente esa tarde entre
nosotros, al estar los unos con los otros, implicó estar los unos para los otros. No fue una
fuga de la vida diaria, sino que se transformó en la fuerza para aceptar la vida de un modo
nuevo. Por eso, de corazón quiero dar las gracias a los jóvenes que animaron aquella velada
por su compañía, por sus cantos, por sus palabras y por su oración, que nos purificó
interiormente y nos mejoró, también en beneficio de los demás.

Asimismo es inolvidable el día en que, rodeado de un gran número de obispos, sacerdotes,


religiosas, religiosos y fieles laicos, canonicé a fray Galvão, un hijo de Brasil,
proclamándolo santo para la Iglesia universal. Por doquier nos saludaban sus imágenes, de
las que emanaba el resplandor de la bondad de corazón que había suscitado en él el
encuentro con Cristo y la relación con su comunidad religiosa. De la vuelta definitiva de
Cristo, en su parusía, se nos ha dicho que no vendrá él solo, sino juntamente con todos sus
santos. Así, cada santo que entra en la historia constituye ya una pequeña porción de la
vuelta de Cristo, de su nuevo ingreso en el tiempo, que nos muestra la imagen de un modo
nuevo y nos da la seguridad de su presencia. Jesucristo no pertenece al pasado y no está
confinado a un futuro lejano, cuya llegada no tenemos ni siquiera la valentía de pedir. Él
llega con una gran procesión de santos. Juntamente con sus santos ya está siempre en
camino hacia nosotros, hacia nuestro hoy.

Recuerdo muy vivamente el día que visité la Hacienda de la Esperanza, en la que personas
caídas en la esclavitud de la droga recuperan libertad y esperanza. Al llegar a ella, percibí
inmediatamente de un modo nuevo la fuerza sanadora de la creación de Dios. Las montañas
verdes que rodean el amplio valle nos hacen elevar la mirada hacia las alturas y, al mismo
tiempo, nos dan un sentido de protección. Del sagrario de la iglesita de las Carmelitas mana
una fuente de agua límpida, que recuerda la profecía de Ezequiel sobre el agua que,
saliendo del Templo, desintoxica la tierra salada y hace crecer árboles que proporcionan la
vida. Debemos defender la creación no sólo para nuestra utilidad, sino por sí misma, como
mensaje del Creador, como don de belleza, que es promesa y esperanza.

Sí, el hombre necesita la trascendencia. Sólo Dios basta, dijo santa Teresa de Ávila. Cuando
él falta, entonces el hombre debe tratar de superar por sí mismo los confines del mundo, de
abrir ante sí el espacio infinito para el que ha sido creado. Entonces, la droga se convierte
para él en una necesidad. Pero pronto descubre que se trata sólo de una infinitud ilusoria, —
podríamos decir— una burla que el diablo hace al hombre.

En la Hacienda de la Esperanza los confines del mundo quedan realmente superados, la


mirada se abre hacia Dios, hacia la amplitud de nuestra vida; así se produce una curación. A
todos los que allí trabajan les manifiesto sinceramente mi gratitud; y a todos los que allí
buscan la curación, les expreso mi cordial deseo de bendición.

También quiero recordar el encuentro con los obispos brasileños en la catedral de São
Paulo. La música solemne que nos acompañó es inolvidable. Fue especialmente hermosa
por el hecho de que la ejecutaron un coro y una orquesta compuestos por jóvenes pobres de
esa ciudad. Así, esas personas nos hicieron experimentar la belleza, que forma parte de los
dones por medio de los cuales superamos los límites de la cotidianidad del mundo y
podemos percibir realidades superiores que nos dan la seguridad de la belleza de Dios.
Además, la experiencia de la "colegialidad efectiva y afectiva", de la comunión fraterna en
el ministerio común, nos permitió experimentar la alegría de la catolicidad:  más allá de
todos los confines geográficos y culturales somos hermanos, juntamente con Cristo
resucitado, que nos ha llamado a su servicio.

Y, por último, Aparecida. De un modo muy particular me conmovió la estatuilla de la


Virgen. Algunos pobres pescadores, que repetidamente habían arrojado en vano sus redes,
sacaron la estatuilla de las aguas del río, y después, por fin, se produjo una pesca
abundante. Es la Virgen de los pobres, que se hizo también pobre y pequeña. Así,
precisamente mediante la fe y el amor de los pobres, se formó en torno a esta figura el gran
santuario, que, haciendo siempre referencia a la pobreza de Dios, a la humildad de la
Madre, constituye día tras día una casa y un refugio para las personas que rezan y esperan.

Fue un acierto que nos reuniéramos allí y elaboráramos el documento sobre el tema: 
"Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en él tengan vida".
Ciertamente, alguien podría formular inmediatamente la pregunta:  ¿Era ese el tema más
adecuado para esta hora de la historia que estamos viviendo? ¿No era quizá un giro
excesivo hacia la interioridad, en un momento en que los grandes desafíos de la historia, las
cuestiones urgentes sobre la justicia, la paz y la libertad exigen el compromiso pleno de
todos los hombres de buena voluntad y, de modo particular, de la cristiandad y de la
Iglesia? ¿No hubiera sido mejor que afrontáramos, más bien, esos problemas, en vez
de retirarnos al mundo interior de la fe?

Más tarde afrontaremos esta objeción, pues antes de responder a ella es necesario
comprender bien el tema mismo en su auténtico significado; cuando lo hayamos hecho, la
respuesta a la objeción llegará por sí misma. La palabra clave del tema es:  encontrar la
vida, la vida verdadera. Así el tema supone que este objetivo, sobre el que tal vez todos
estén de acuerdo, se logra en el discipulado de Jesucristo, así como en el compromiso en
favor de su palabra y de su presencia. Por consiguiente, los cristianos en América Latina, y
con ellos los de todo el mundo, están llamados ante todo a ser cada vez más "discípulos de
Jesucristo", algo que, en el fondo, ya somos en virtud del bautismo, lo cual no quita que
debamos llegar a serlo siempre de forma nueva mediante la asimilación viva del don de ese
sacramento.

¿Qué significa ser discípulos de Cristo? En primer lugar, significa llegar a conocerlo.
¿Cómo se realiza esto? Es una invitación a escucharlo tal como nos habla en el texto de la
sagrada Escritura, como se dirige a nosotros y sale a nuestro encuentro en la oración común
de la Iglesia, en los sacramentos y en el testimonio de los santos.

Nunca se puede conocer a Cristo sólo teóricamente. Con una gran doctrina se puede saber
todo sobre las sagradas Escrituras, sin haberse encontrado jamás con él. Para conocerlo es
necesario caminar juntamente con él, tener sus mismos sentimientos, como dice la carta a
los Filipenses (cf. Flp 2, 5). San Pablo describe brevemente esos sentimientos así:  tener el
mismo amor, formar una sola  alma (sýmpsychoi),  estar de acuerdo, no hacer nada por
rivalidad y vanagloria, no  buscar cada uno sólo sus intereses, sino también los de los
demás (cf. Flp 2, 2-4).

La catequesis nunca puede ser sólo una enseñanza intelectual; siempre debe implicar
también una comunión de vida con Cristo, un ejercitarse en la humildad, en la justicia y en
el amor. Sólo así avanzamos con Jesucristo en su camino; sólo así se abren los ojos de
nuestro corazón; sólo así aprendemos a comprender la Escritura y nos encontramos con él.
El encuentro con Jesucristo requiere escucha, requiere la respuesta en la oración y en la
práctica de lo que él nos dice. Conocer a Cristo es conocer a Dios; y sólo a partir de Dios
comprendemos al hombre y el mundo, un mundo que de lo contrario queda como un
interrogante sin sentido.

Así pues, ser discípulos de Cristo es un camino de educación hacia nuestro verdadero ser,
hacia la forma correcta de ser hombres. En el Antiguo Testamento, la actitud fundamental
del hombre que vive la palabra de Dios se resumía con el término zadic:  el justo; el que
vive según la palabra de Dios, llega a ser un justo. El justo practica y vive la justicia.
Luego, en el cristianismo, la actitud de los discípulos de Jesucristo se expresaba con otra
palabra:  el fiel. La fe lo comprende todo. Esta palabra ahora indica a la vez estar con Cristo
y estar con su justicia. En la fe recibimos la justicia de Cristo, la vivimos nosotros mismos
y la transmitimos.

El Documento de Aparecida concreta todo esto hablando de la buena nueva sobre la


dignidad del hombre, sobre la vida, sobre la familia, sobre la ciencia y la tecnología, sobre
el trabajo humano, sobre el destino universal de los bienes de la tierra y sobre la ecología: 
dimensiones en las que se articula nuestra justicia, se vive la fe y se da respuesta a los
desafíos del tiempo.

Ese mismo Documento nos dice que el discípulo de Jesucristo también debe ser
"misionero", mensajero del Evangelio. También aquí surge una objeción: ¿es lícito también
hoy "evangelizar"? ¿No deberían, más bien, todas las religiones y concepciones del mundo
convivir pacíficamente, tratando de hacer juntas lo mejor para la humanidad, cada una a su
modo?

Es indiscutible que todos debemos convivir y cooperar con tolerancia y respeto recíprocos.
La Iglesia católica está comprometida muy seriamente en esto y con los dos encuentros de
Asís ha dado muestras evidentes también en este sentido, muestras que hemos reanudado
mediante el encuentro de Nápoles de este año. Al respecto, me complace recordar aquí la
carta que el pasado 13 de octubre me enviaron cordialmente ciento treinta y ocho líderes
religiosos musulmanes para testimoniar su compromiso común en favor de la promoción de
la paz en el mundo. Con alegría les respondí expresándoles mi convencida adhesión a esos
nobles propósitos y, al mismo tiempo, subrayando la urgencia de un compromiso concorde
en favor de la defensa de los valores del respeto recíproco, el diálogo y la colaboración. El
reconocimiento común de la existencia de un único Dios, Creador providente y Juez
universal de la conducta de cada uno, constituye la premisa para una acción común en
defensa del respeto efectivo de la dignidad de toda persona humana con vistas a la
edificación de una sociedad más justa y solidaria.
Pero, ¿esta voluntad de diálogo y colaboración significa, al mismo tiempo, que ya no
podemos transmitir el mensaje de Jesucristo, que ya no podemos proponer a los hombres y
al mundo esta llamada y la esperanza que deriva de ella? Quien ha reconocido una gran
verdad, quien ha encontrado una gran alegría, debe transmitirla; de ningún modo puede
conservarla sólo para sí. Dones tan grandes nunca están destinados a una persona sola. En
Jesucristo surgió para nosotros una gran luz, la gran Luz:  no podemos ponerla debajo del
celemín; debemos colocarla sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la
casa (cf. Mt 5, 15).

San Pablo estuvo incansablemente en camino llevando consigo el Evangelio. Incluso  sentía
una  especie de "constricción"  para  anunciar el Evangelio (cf. 1 Co 9, 16), no tanto
impulsado por la preocupación de la salvación de personas que no estaban bautizadas, que
no conocían el Evangelio, cuanto porque  era  consciente de que la historia en su conjunto
sólo podía llegar a su cumplimiento cuando la totalidad (plÖrcma) de  los  pueblos hubiera
acogido el Evangelio (cf. Rm 11, 25). Para llegar a su  cumplimiento,  la  historia necesita el
anuncio de la buena nueva a todos los  pueblos,  a  todos los hombres (cf. Mc 13, 10).

De hecho, es muy importante que confluyan en la humanidad fuerzas de reconciliación,


fuerzas de paz, fuerzas de amor y de justicia. Es muy importante que en el "balance" de la
humanidad, frente a los sentimientos y a las realidades de la violencia y la injusticia que la
amenazan, se susciten y se robustezcan fuerzas antagonistas. Eso es precisamente lo que
sucede en la misión cristiana. Mediante el encuentro con Jesucristo y sus santos, mediante
el encuentro con Dios, el balance de la humanidad se enriquece con las fuerzas del bien sin
las cuales todos nuestros programas de orden social no se hacen realidad, sino que, ante la
enorme presión que ejercen otros intereses contrarios a la paz y a la justicia, se quedan en
teorías abstractas.

De este modo hemos vuelto a las preguntas que nos planteamos al inicio:  ¿Hizo bien
Aparecida, buscando la vida para el mundo, en dar prioridad al discipulado de Jesucristo y
a la evangelización? ¿Era una retirada equivocada hacia la interioridad? No. Aparecida
decidió lo correcto, precisamente porque mediante el nuevo encuentro con Jesucristo y su
Evangelio, y sólo así, se suscitan las fuerzas que nos capacitan para dar la respuesta
adecuada a los desafíos de nuestro tiempo.

Al final del mes de junio envié una carta a los obispos, a los presbíteros, a las personas
consagradas y a los fieles laicos de la Iglesia católica que viven en la República Popular
China. Con esa carta quise manifestar tanto mi profundo afecto espiritual por todos los
católicos en China como una cordial estima por el pueblo chino. En ella recordé los
principios perennes de la tradición católica y del concilio Vaticano II en el campo
eclesiológico.

A la luz del "plan originario" que Cristo tuvo de su Iglesia, indiqué algunas orientaciones
para afrontar y resolver, con espíritu de comunión y verdad, los delicados y complejos
problemas de la vida de la Iglesia en China. También puse de manifiesto la disponibilidad
de la Santa Sede a un diálogo sereno y constructivo con las autoridades civiles con el fin de
encontrar una solución a los diversos problemas relativos a la comunidad católica.
La carta fue acogida con alegría y gratitud por los católicos que viven en China. Expreso mi
deseo de que, con la ayuda de Dios, produzca los frutos que se esperan.

Lamentablemente, sólo me es posible aludir brevemente a los demás momentos destacados


del año. En realidad, esos acontecimientos tenían las mismas finalidades, querían subrayar
las mismas orientaciones. Así, la maravillosa visita a Austria. L'Osservatore Romano, con
una expresión muy hermosa, refiriéndose a la lluvia que nos acompañó, la definió:  "la
lluvia de la fe". Los aguaceros no sólo no disminuyeron la alegría de nuestra fe en Cristo
que experimentamos al contemplar a su Madre, sino que, por el contrario, la reforzaron.
Esta alegría penetró la cortina de las nubes que se cernían sobre nosotros. Al mirar,
juntamente con María, hacia Cristo, encontramos la Luz que nos señala el camino en medio
de todas las tinieblas del mundo. Quiero expresar de corazón mi gratitud a los obispos
austríacos, a los sacerdotes, a las religiosas, a los religiosos y a los numerosos fieles laicos
que en esos días se pusieron, juntamente conmigo, en camino hacia Cristo, por este
estimulante signo de fe que nos dieron.

También el encuentro con la juventud en el ágora de Loreto fue un gran signo de alegría y
esperanza:  si tantos jóvenes quieren encontrar a María y, con María, a Cristo, y se dejan
contagiar de la alegría de la fe, entonces podemos afrontar con tranquilidad el futuro. En
este sentido me dirigí en varias ocasiones a los jóvenes:  en la visita al centro penitenciario
para menores de Casal del Marmo, y en los discursos pronunciados con ocasión de las
audiencias o de los Ángelus dominicales. He constatado sus expectativas y sus generosos
propósitos, planteando de nuevo la cuestión educativa y solicitando el compromiso de las
Iglesias locales en la pastoral vocacional. Obviamente, no he dejado de denunciar las
manipulaciones a que se ven expuestos los jóvenes hoy, y los peligros que de ahí derivan
para la sociedad del futuro.

Ya he aludido muy brevemente al encuentro de Nápoles. También allí nos encontramos


rodeados de lluvia —un hecho totalmente desacostumbrado en la ciudad del sol y de la luz
—, pero también allí la cordial humanidad y la fe viva penetraron las nubes,
permitiéndonos experimentar la alegría que brota del Evangelio.

Ciertamente, no conviene hacerse falsas ilusiones: no son pequeños los problemas que
plantea el laicismo de nuestro tiempo y la presión de las presunciones ideológicas a las que
tiende la conciencia laicista con su pretensión exclusiva de la racionalidad definitiva.
Nosotros lo sabemos, y conocemos el esfuerzo que exige la lucha que afrontamos en este
tiempo. Pero también sabemos que el Señor mantiene su promesa:  "He aquí que yo estoy
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). Con esta alegre certeza,
acogiendo el impulso de las reflexiones de Aparecida a renovar también nosotros nuestra
comunión con Cristo, salimos con confianza al encuentro del nuevo año. Salimos a su
encuentro con la mirada materna de la Aparecida, de Aquella que se definió "la esclava del
Señor". Su protección nos  da seguridad y nos llena de esperanza.

Con estos sentimientos, os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros, aquí


presentes, y a todos los que forman parte de la gran familia de la Curia romana.

 
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana

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