Balance de Año 2007
Balance de Año 2007
Balance de Año 2007
Sala Clementina
Viernes 21 de diciembre de 2007
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:
Como ha subrayado usted, señor cardenal, nuestra comunidad es realmente una "comunidad
de trabajo", unida por vínculos de amor fraterno, que las festividades navideñas vienen a
reforzar. Con este espíritu, usted ha recordado oportunamente a todos aquellos que en los
meses pasados, tras pertenecer a nuestra familia curial, han cruzado los umbrales del
tiempo y han entrado ya en la paz de Dios: en una circunstancia como esta, hace bien al
corazón sentir cercanos a quienes han compartido con nosotros el servicio a la Iglesia y
ahora, ante el trono de Dios, interceden por nosotros. Así pues, gracias, señor cardenal
decano, por sus palabras y gracias a todos los presentes por la contribución que cada uno da
al cumplimiento del ministerio que el Señor me ha encomendado.
Otro año está a punto de concluir. Como primer acontecimiento destacado de este período,
que ha pasado tan velozmente, quiero mencionar el viaje a Brasil. Su finalidad fue el
encuentro con la V Conferencia general del Episcopado de América Latina y del Caribe, y,
por consiguiente, más en general, un encuentro con la Iglesia del vasto continente
latinoamericano.
Recuerdo muy vivamente el día que visité la Hacienda de la Esperanza, en la que personas
caídas en la esclavitud de la droga recuperan libertad y esperanza. Al llegar a ella, percibí
inmediatamente de un modo nuevo la fuerza sanadora de la creación de Dios. Las montañas
verdes que rodean el amplio valle nos hacen elevar la mirada hacia las alturas y, al mismo
tiempo, nos dan un sentido de protección. Del sagrario de la iglesita de las Carmelitas mana
una fuente de agua límpida, que recuerda la profecía de Ezequiel sobre el agua que,
saliendo del Templo, desintoxica la tierra salada y hace crecer árboles que proporcionan la
vida. Debemos defender la creación no sólo para nuestra utilidad, sino por sí misma, como
mensaje del Creador, como don de belleza, que es promesa y esperanza.
Sí, el hombre necesita la trascendencia. Sólo Dios basta, dijo santa Teresa de Ávila. Cuando
él falta, entonces el hombre debe tratar de superar por sí mismo los confines del mundo, de
abrir ante sí el espacio infinito para el que ha sido creado. Entonces, la droga se convierte
para él en una necesidad. Pero pronto descubre que se trata sólo de una infinitud ilusoria, —
podríamos decir— una burla que el diablo hace al hombre.
También quiero recordar el encuentro con los obispos brasileños en la catedral de São
Paulo. La música solemne que nos acompañó es inolvidable. Fue especialmente hermosa
por el hecho de que la ejecutaron un coro y una orquesta compuestos por jóvenes pobres de
esa ciudad. Así, esas personas nos hicieron experimentar la belleza, que forma parte de los
dones por medio de los cuales superamos los límites de la cotidianidad del mundo y
podemos percibir realidades superiores que nos dan la seguridad de la belleza de Dios.
Además, la experiencia de la "colegialidad efectiva y afectiva", de la comunión fraterna en
el ministerio común, nos permitió experimentar la alegría de la catolicidad: más allá de
todos los confines geográficos y culturales somos hermanos, juntamente con Cristo
resucitado, que nos ha llamado a su servicio.
Fue un acierto que nos reuniéramos allí y elaboráramos el documento sobre el tema:
"Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en él tengan vida".
Ciertamente, alguien podría formular inmediatamente la pregunta: ¿Era ese el tema más
adecuado para esta hora de la historia que estamos viviendo? ¿No era quizá un giro
excesivo hacia la interioridad, en un momento en que los grandes desafíos de la historia, las
cuestiones urgentes sobre la justicia, la paz y la libertad exigen el compromiso pleno de
todos los hombres de buena voluntad y, de modo particular, de la cristiandad y de la
Iglesia? ¿No hubiera sido mejor que afrontáramos, más bien, esos problemas, en vez
de retirarnos al mundo interior de la fe?
Más tarde afrontaremos esta objeción, pues antes de responder a ella es necesario
comprender bien el tema mismo en su auténtico significado; cuando lo hayamos hecho, la
respuesta a la objeción llegará por sí misma. La palabra clave del tema es: encontrar la
vida, la vida verdadera. Así el tema supone que este objetivo, sobre el que tal vez todos
estén de acuerdo, se logra en el discipulado de Jesucristo, así como en el compromiso en
favor de su palabra y de su presencia. Por consiguiente, los cristianos en América Latina, y
con ellos los de todo el mundo, están llamados ante todo a ser cada vez más "discípulos de
Jesucristo", algo que, en el fondo, ya somos en virtud del bautismo, lo cual no quita que
debamos llegar a serlo siempre de forma nueva mediante la asimilación viva del don de ese
sacramento.
¿Qué significa ser discípulos de Cristo? En primer lugar, significa llegar a conocerlo.
¿Cómo se realiza esto? Es una invitación a escucharlo tal como nos habla en el texto de la
sagrada Escritura, como se dirige a nosotros y sale a nuestro encuentro en la oración común
de la Iglesia, en los sacramentos y en el testimonio de los santos.
Nunca se puede conocer a Cristo sólo teóricamente. Con una gran doctrina se puede saber
todo sobre las sagradas Escrituras, sin haberse encontrado jamás con él. Para conocerlo es
necesario caminar juntamente con él, tener sus mismos sentimientos, como dice la carta a
los Filipenses (cf. Flp 2, 5). San Pablo describe brevemente esos sentimientos así: tener el
mismo amor, formar una sola alma (sýmpsychoi), estar de acuerdo, no hacer nada por
rivalidad y vanagloria, no buscar cada uno sólo sus intereses, sino también los de los
demás (cf. Flp 2, 2-4).
La catequesis nunca puede ser sólo una enseñanza intelectual; siempre debe implicar
también una comunión de vida con Cristo, un ejercitarse en la humildad, en la justicia y en
el amor. Sólo así avanzamos con Jesucristo en su camino; sólo así se abren los ojos de
nuestro corazón; sólo así aprendemos a comprender la Escritura y nos encontramos con él.
El encuentro con Jesucristo requiere escucha, requiere la respuesta en la oración y en la
práctica de lo que él nos dice. Conocer a Cristo es conocer a Dios; y sólo a partir de Dios
comprendemos al hombre y el mundo, un mundo que de lo contrario queda como un
interrogante sin sentido.
Así pues, ser discípulos de Cristo es un camino de educación hacia nuestro verdadero ser,
hacia la forma correcta de ser hombres. En el Antiguo Testamento, la actitud fundamental
del hombre que vive la palabra de Dios se resumía con el término zadic: el justo; el que
vive según la palabra de Dios, llega a ser un justo. El justo practica y vive la justicia.
Luego, en el cristianismo, la actitud de los discípulos de Jesucristo se expresaba con otra
palabra: el fiel. La fe lo comprende todo. Esta palabra ahora indica a la vez estar con Cristo
y estar con su justicia. En la fe recibimos la justicia de Cristo, la vivimos nosotros mismos
y la transmitimos.
Ese mismo Documento nos dice que el discípulo de Jesucristo también debe ser
"misionero", mensajero del Evangelio. También aquí surge una objeción: ¿es lícito también
hoy "evangelizar"? ¿No deberían, más bien, todas las religiones y concepciones del mundo
convivir pacíficamente, tratando de hacer juntas lo mejor para la humanidad, cada una a su
modo?
Es indiscutible que todos debemos convivir y cooperar con tolerancia y respeto recíprocos.
La Iglesia católica está comprometida muy seriamente en esto y con los dos encuentros de
Asís ha dado muestras evidentes también en este sentido, muestras que hemos reanudado
mediante el encuentro de Nápoles de este año. Al respecto, me complace recordar aquí la
carta que el pasado 13 de octubre me enviaron cordialmente ciento treinta y ocho líderes
religiosos musulmanes para testimoniar su compromiso común en favor de la promoción de
la paz en el mundo. Con alegría les respondí expresándoles mi convencida adhesión a esos
nobles propósitos y, al mismo tiempo, subrayando la urgencia de un compromiso concorde
en favor de la defensa de los valores del respeto recíproco, el diálogo y la colaboración. El
reconocimiento común de la existencia de un único Dios, Creador providente y Juez
universal de la conducta de cada uno, constituye la premisa para una acción común en
defensa del respeto efectivo de la dignidad de toda persona humana con vistas a la
edificación de una sociedad más justa y solidaria.
Pero, ¿esta voluntad de diálogo y colaboración significa, al mismo tiempo, que ya no
podemos transmitir el mensaje de Jesucristo, que ya no podemos proponer a los hombres y
al mundo esta llamada y la esperanza que deriva de ella? Quien ha reconocido una gran
verdad, quien ha encontrado una gran alegría, debe transmitirla; de ningún modo puede
conservarla sólo para sí. Dones tan grandes nunca están destinados a una persona sola. En
Jesucristo surgió para nosotros una gran luz, la gran Luz: no podemos ponerla debajo del
celemín; debemos colocarla sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la
casa (cf. Mt 5, 15).
San Pablo estuvo incansablemente en camino llevando consigo el Evangelio. Incluso sentía
una especie de "constricción" para anunciar el Evangelio (cf. 1 Co 9, 16), no tanto
impulsado por la preocupación de la salvación de personas que no estaban bautizadas, que
no conocían el Evangelio, cuanto porque era consciente de que la historia en su conjunto
sólo podía llegar a su cumplimiento cuando la totalidad (plÖrcma) de los pueblos hubiera
acogido el Evangelio (cf. Rm 11, 25). Para llegar a su cumplimiento, la historia necesita el
anuncio de la buena nueva a todos los pueblos, a todos los hombres (cf. Mc 13, 10).
De este modo hemos vuelto a las preguntas que nos planteamos al inicio: ¿Hizo bien
Aparecida, buscando la vida para el mundo, en dar prioridad al discipulado de Jesucristo y
a la evangelización? ¿Era una retirada equivocada hacia la interioridad? No. Aparecida
decidió lo correcto, precisamente porque mediante el nuevo encuentro con Jesucristo y su
Evangelio, y sólo así, se suscitan las fuerzas que nos capacitan para dar la respuesta
adecuada a los desafíos de nuestro tiempo.
Al final del mes de junio envié una carta a los obispos, a los presbíteros, a las personas
consagradas y a los fieles laicos de la Iglesia católica que viven en la República Popular
China. Con esa carta quise manifestar tanto mi profundo afecto espiritual por todos los
católicos en China como una cordial estima por el pueblo chino. En ella recordé los
principios perennes de la tradición católica y del concilio Vaticano II en el campo
eclesiológico.
A la luz del "plan originario" que Cristo tuvo de su Iglesia, indiqué algunas orientaciones
para afrontar y resolver, con espíritu de comunión y verdad, los delicados y complejos
problemas de la vida de la Iglesia en China. También puse de manifiesto la disponibilidad
de la Santa Sede a un diálogo sereno y constructivo con las autoridades civiles con el fin de
encontrar una solución a los diversos problemas relativos a la comunidad católica.
La carta fue acogida con alegría y gratitud por los católicos que viven en China. Expreso mi
deseo de que, con la ayuda de Dios, produzca los frutos que se esperan.
También el encuentro con la juventud en el ágora de Loreto fue un gran signo de alegría y
esperanza: si tantos jóvenes quieren encontrar a María y, con María, a Cristo, y se dejan
contagiar de la alegría de la fe, entonces podemos afrontar con tranquilidad el futuro. En
este sentido me dirigí en varias ocasiones a los jóvenes: en la visita al centro penitenciario
para menores de Casal del Marmo, y en los discursos pronunciados con ocasión de las
audiencias o de los Ángelus dominicales. He constatado sus expectativas y sus generosos
propósitos, planteando de nuevo la cuestión educativa y solicitando el compromiso de las
Iglesias locales en la pastoral vocacional. Obviamente, no he dejado de denunciar las
manipulaciones a que se ven expuestos los jóvenes hoy, y los peligros que de ahí derivan
para la sociedad del futuro.
Ciertamente, no conviene hacerse falsas ilusiones: no son pequeños los problemas que
plantea el laicismo de nuestro tiempo y la presión de las presunciones ideológicas a las que
tiende la conciencia laicista con su pretensión exclusiva de la racionalidad definitiva.
Nosotros lo sabemos, y conocemos el esfuerzo que exige la lucha que afrontamos en este
tiempo. Pero también sabemos que el Señor mantiene su promesa: "He aquí que yo estoy
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). Con esta alegre certeza,
acogiendo el impulso de las reflexiones de Aparecida a renovar también nosotros nuestra
comunión con Cristo, salimos con confianza al encuentro del nuevo año. Salimos a su
encuentro con la mirada materna de la Aparecida, de Aquella que se definió "la esclava del
Señor". Su protección nos da seguridad y nos llena de esperanza.
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