Llorente - Delgado, Jesus - Dos Españoles en Alaska
Llorente - Delgado, Jesus - Dos Españoles en Alaska
Llorente - Delgado, Jesus - Dos Españoles en Alaska
EN
ALASKA
Introducción del
P. Segundo Llorente, S. J.
1963
2
Imprimi potest
Angelus Tejerina, S. J.
Praep. Prov. Leg.
Nihil obstat
Lic. Eduardo Izquierdo
Censor
Imprimatur
† JOSE, Obispo
Palentiae, 14 Junii 1963
3
ÍNDICE
4
¿POR QUÉ?
PADRE CASTRO, S. J.
1
Este serial de reportajes apareció en La Gaceta del Norte, del 27 de enero al 9 de febrero de 1963.
5
6
INTRODUCCIÓN
Está visto que no gana uno para sustos. Estaba yo tan tranquilo en mi
casica de Alakanuk examinando la correspondencia recién llegada, cuando
me encontré de golpe y porrazo con una carta de Santander, en la que el
periodista Jesús Delgado, de "La Gaceta del Norte", me espetaba así, sin
más, que dentro de unos días pensaba aterrizar en Alakanuk para convivir
conmigo unos días. Su plan era vivir conmigo, comer conmigo,
acompañarme en mis quehaceres, verme y escucharme, preguntarme y
responderme, y cuando los días se acabasen, volvería por avión a
Santander a contar a sus lectores lo que oyó, vio y palpó.
Decir que me quede estupefacto no es decir cómo me quede. En
diciembre. A 30 grados bajo cero. Desde Santander. Con lo cortísimos que
son ahora los días y lo largas que son las noches. Y echándosenos encima
las Navidades. Imposible. Esperando cogerle aún a tiempo, le despaché
por avión una carta escrita de tal manera, que todo hombre racional, al
leerla, tenía que desanimarse sin falta y cambiar de planes. En el mes de
junio, sí; encantados. ¿Pero en diciembre? En seguida recibí dos
telegramas. El segundo me decía que el miércoles Jesús Delgado
aterrizaría en Alakanuk. Y aterrizó.
Fui a esperarle al avión. Y entonces ocurrió lo gordo e inesperado: él
estaba emocionado y yo no lo estaba. Yo me extrañé que él lo estuviera y
él se extrañó que no lo estuviera yo. El se estaba portando como español
de pura cepa, mientras que yo, al cabo de 32 años largos fuera de España,
ya no obraba según el modulo español relativo a las emociones y
expansiones del corazón. El largo trato y convivencia con los eskimales
han hecho de mí un nórdico impávido, enemigo de gritos y exaltaciones.
Todo ese cúmulo de preguntas sobre España que se ha venido
remansando a través de los años cayó inmisericorde sobre Jesús Delgado,
quien probablemente no acertó a descubrir con certeza quién era el que se
entrevistaba con quién. Y así fue desfilando ante mi el mapa de España en
sus diversos estratos, social, religioso, político, familiar, escolar, financie-
ro, toda la piel del toro hispano en todas sus modalidades.
7
Y nadie mejor que un periodista, claro, para ponerme al tanto de todo
esto, aunque es evidente que me lo contó todo tal y como lo ve el mismo,
pues él y no otro era el que me lo contaba. Fueron ratos muy largos de
charla expansiva como no me había sido dada tener nunca con ningún otro
visitante. Luego me llegó el turno a mí y le fui dando mis apreciaciones
sobre la raza eskimal.
Le llevé a ver las casas y saludar a las familias una por una sin dejar
apenas media docena de casas algo más apartadas. Delgado olió todas esas
casas y afirmó que todas olían a lo mismo. No pudo saber a que olían, pero
le olían. Y todas lo mismo. Asimismo notó que en todas las casas había
exactamente el mismo ajuar. Pero esto habrá que dejar que lo cuente él.
Las caras de los eskimales le dejaron boquiabierto. Afirmó varias
veces que la castidad tiene que ser muy fácil en Alaska. El daría dinero por
que no se le acercase una eskimal a en diez metros, aunque poco a poco
fue viendo la luz y creyó como cierto que al cabo de los años se borran los
linderos que circunscriben la línea clásica de la belleza como tal y se tiene
por belleza otra cosa. Se me olvidó decirle —y se lo digo ahora— que a un
cocodrilo le tiene que parecer muy hermosa una cocodrila. Y una hipo-
pótama a un hipopótamo, etc.
Nos reíamos mucho cuando yo, por hacerle rabiar, le ponderaba la
hermosura fascinadora de éste y ésta y el de más allá de los grupos de
niños que venían al catecismo. Como hablábamos él en santanderino y yo
en leonés, la masa eskimal pasaba del pasmo inicial a la risa incontenible
al oírnos dispararnos como ametralladoras. Un circo de balde que nos
hacía la vida un paraíso.
Otra cosa. Aunque afirmo sin cortapisas que mi español sigue tan
virgen como cuando salí por El Musel en el verano de 1930, las erres
sencillas y las jotas le hacían no poca gracia y me hizo repetir frases como
ésta o parecidas: "En el purgatorio vi a tres mujeres con tres tigres". Yo
para vengarme le hacía pronunciar sonidos eskimales. ¡Algo horrendo!
¿Y el clima? Aunque creyó que venía bien abrigado, tuvimos que
vestirle en regla. Treinta grados centígrados bajo cero no son una broma.
Al respirar por la nariz se le helaba la mucosidad interior y le dolía.
Después de una marcha de tres kilómetros por la nieve, volvió con hielo en
el pelo de la orla del abrigo que circunda la cara y cabeza. Se trataba del
aliento condensado y helado.
8
En la iglesia le impresionó mucho la devoción y unción eskimal y
afirmo que un porcentaje de comuniones como el de esta parroquia no se
da en España. Algo es algo.
Al volver el a España, ¿me pasara algo a mí en el campo de la
emoción? El tiempo dirá. Entretanto, Jesús Delgado se vuelve a España a
contar a sus lectores lo que palpó en el país de los eternos hielos.
Créanselo, porque ciertamente lo palpó.
SEGUNDO LLORENTE, S. J,
9
1
10
búsqueda. Desde el mismo aeropuerto de Idelwild, desoyendo sus conse-
jos, acabo de expedirle un cable urgente que acaso no llegue a su remoto
destino, redactado, más o menos, en los términos siguientes: "Perdóneme,
pero insisto en ir a su encuentro. Espéreme en Alakanuk. No se mueva de
ahí".
11
—¿Quién puede tener en Santander prisa por algo que a mí afecte?
—pensó mientras la abría. Dejó su breviario sobre la mesa y leyó la sor-
prendente epístola que, además del franqueo ordinario, tenía un sello de la
playa del Sardinero con la leyenda "Visite Santander".
Cambió de color en el acto. Dio un enérgico puñetazo sobre la mesa
y exclamó en castellano primero, luego en inglés y, finalmente, en eskimal
para que el cartero se enterase de las causa, de su alteración.
—¡Habrase visto, hombre! ¡Esto lo paro yo inmediatamente! ¡Venir
de Santander al Ártico en pleno mes de diciembre! ¿Estará loco este pobre
señor?
—¿Cuántos grados registra hoy el termómetro de la escuela? ¿Sabes
tú, Elías?
Elías, a quien el misionero español casó hace quince años, respondió
instantáneamente como alumno que conoce bien la lección:
—¡Veintiocho bajo cero, centígrados!
—Será. ¿Será insensato este repórter? —exclamó el Padre Llorente
para sus adentros después de "traducir" los grados Farenheit a su equiva-
lencia en centígrados. ¡Y en esta época, para que se le hielen las orejas,
como dice Elías, que quiere venir a Alakanuk! ¡Esto lo paro yo...!
Y a continuación, destinada a unas señas convenidas de Nueva York
y Santander, remitió sendas cartas redactadas en términos capaces de
desanimar al más entusiasta y temerario de los periodistas. Mientras, a
bordo del "jet", apretaba el cinturón de seguridad momentos antes de
despegar, reflexioné que, sin duda, el contenido de esta carta era la causa
de tal desasosiego, el origen del curioso sentimiento de soledad nunca
anteriormente advertido.
De Idelwild a Anchorage
Pronto, el "borough" de Queens, en cuya llanura se asienta Idelwild,
quedó atrás. Lucía una luna llena que podía distinguir plenamente a través
de la ventanilla situada a la izquierda del pasillo. Todo el mundo celeste,
observado a once mil metros de altura, parece más nítido y radiante. Los
japoneses, de regreso a Tokio, recurrieron pronto a sus libros o carnets de
anotaciones para sacarle provecho a la noche en el espacio. Las dos buta-
cas contiguas a la ocupada por mí se hallaban vacías. Podía, si así lo desea-
ba, levantar los brazos móviles de aquéllas y echarme a dormir en este
milagroso asiento de los "jets", que constituye una nueva filosofía del
12
confort aéreo. Luz, timbre, ventilador, chaleco salvavidas, máscara de
oxigeno, todos estos milagros encierra esta butaca de "ciencia ficción" que
los "jets" han instalado a bordo. Pensándolo bien, no parecen caro los
quince millones de pesetas empleados para el logro de esta asombrosa
unidad funcional que nos hace el viaje aéreo más cómodo, confortable y
seguro.
Sentí calor y regulé el botón que arrojaba sobre la frente un chorro de
brisa refrescante; quise leer, otra vez más, la angustiosa carta del Padre
Llorente y encendí la luz. Busqué entre los papeles de la cartera,
"Le aconsejo encarecidamente que no venga. Se está tramitando mi
ida a España y no sé si estaré aquí para cuando usted llegue. Al cabo de
treinta y dos años fuera de España y de veintisiete en Alaska, creen mis
superiores que debo dar una vuelta por la Madre Patria para despertar
vocaciones a las misiones. Diciembre es el peor mes para viajar por aquí.
Hay días seguidos de niebla espesa, que imposibilita todo movimiento
aéreo, y aquí, como no hay caminos ni los habrá nunca, no se viaja más
que en avión. Para distancias cortas, el trineo".
—¿Qué va usted a tomar? ¿Vino, cerveza, café o té? —acudió a
interrogarme la espigada y escurridiza azafata de la Northwest dispuesta a
servir la cena de los pasajeros.
—Cerveza y té...
13
ya hace veintitantos años. Pero temí que con el cable que estaría a punto de
recibir todo su buen humor habría, probablemente, desaparecido.
Cené a duras penas e intenté, infructuosamente, conciliar el sueño,
mientras el "Jet" cruzaba el Canadá, camino de la parte más septentrional
del continente americano, envuelto en tinieblas con una pared de nubes
que nos impedía ver las luces de las ciudades que imaginábamos en tierra.
A las nueve de la noche (hora local, después de siete de vuelo) el
"Douglas DC-8" se posaba en el aeropuerto de Anchorage. Media hora an-
tes, por el altavoz del reactor se había comunicado a los pasajeros una
noticia no exenta de sugestiones: "Temperatura en el aeropuerto, 18 grados
bajo cero". La capital, en las sombras de la noche, me pareció esplén-
didamente iluminada. Una treintena de aparatos de hélice de pequeño
porte, aparecían diseminados en el bien balizado aeropuerto. Alcé el cuello
del abrigo, calé la boina hasta las orejas y salí del avión. En seguida, de
camino hacia la "terminal", sobre la superficie helada del aeropuerto, noté
como si me golpearan los senos frontales con un martillo.
En estas tierras heladas los medios de locomoción tienen un campo
muy restringido. El más rápido y el más seguro es el camino aéreo. Los
eskimales utilizan la avioneta para todo. También yo utilicé la avioneta
para ir en busca del P. Llorente, y lo hallé —emocionante encuentro— en
la lejana misión de Enmonak. Al tratar de volver a la "civilización", traje-
ron a la avioneta a una mujer eskimal enferma, para llevarla al hospital de
Bethel. Vecinos y familiares acuden al improvisado aeropuerto a despe-
dirla y desearla un feliz viaje y una rápida curación.
14
2
15
El prodigioso hotel de los eskimales
Me pareció sabio el consejo y requerí los servicios de un taxímetro
cuya tarifa confirmó al viajero algo ya temido: Alaska es el país más caro
del mundo. Trescientas y pico pesetas por un servicio inferior a diez
kilómetros de recorrido es demasiado para lo que se acostumbra a pagar en
Madrid, Londres o, incluso, en Nueva York.
—Aquí, en el Westward Hotel, se hallará usted "fine" —me dijo el
taxista al despedirse mientras observaba de arriba abajo al viajero, como si
le extrañase su boina calada hasta las patillas...
El "Westward" está situado entre la tercera y cuarta avenidas de
Anchorage, y visto de lejos es un soberbio prisma alumínico de veinticinco
pisos de altura con lógicas pretensiones de rascacielo enclavado en una
ciudad donde no abundan las edificaciones de tal porte. Acaso sea un
trébol de cuatro hojas en esta exótica ciudad de Alaska que no desmiente
su condición de estadounidense, plena de pintorescos contrastes. Al llenar
la ficha en "recepción" y recibir la llave me han entregado también una
nota con la tarifa de cada día: 13 dólares sólo por dormir, es decir, 780
pesetas. Por un momento cargo todas las culpas de ciertos escrúpulos de
tipo moral a la cuenta del taxista, que debió confundirme con un "snob"
millonario de la Europa occidental.
El "Chart Room Bar", situado en los bajos del hotel, es el lugar de
moda en Anchorage y ahora mismo está el famoso trío "The Sun Valley"
actuando una temporada, "excepto los domingos", en los que nadie trabaja
en los Estados Unidos. La habitación que me ha tocado en suerte responde,
por su confort, a las tarifas del hotel. Quiere decir que posee un baño
bellamente decorado, aire acondicionado, calefacción, receptor de TV,
excelente ropa y dos o tres clases de jabón de olor. ¡Se cuidan los eski-
males!
La "tele", antes de quedar dormido, me trae el recuerdo de la patria
con un programa de la odisea de Ponce de León en Florida y que, llevada
con simpatía a la pequeña pantalla, no deja en mal lugar a uno de nuestros
más intrépidos conquistadores.
La asombrosa popularidad
del misionero español
Al día siguiente, lunes, 3 de diciembre, tengo a temprana hora
resuelto el problema del viaje aéreo a la misión de Alakanuk. No he
16
necesitado, para ello, salir del hotel porque en su vestíbulo la Consolidated
ha establecido sus oficinas.
—Son doscientos dólares. Mañana, martes —me dice la señorita
encargada— dispone usted de un avión que le llevará a Bethel, en la
desembocadura del río Kuskowin. ¿Nunca ha estado allí?
—Pues, mire usted, no recuerdo. Pero creo que no.
—Allí ha de hacer usted noche. Al día siguiente, es decir, pasado
mañana, otro aparato de nuestra Compañía (si hace bueno) le trasladará a
Alakanuk. Con un poco de suerte todo debe salirle bien...
—¿Qué quiere usted insinuar?
—Que el tiempo no es malo en estos momentos. Se mantienen las
altas presiones y es posible que logre usted los enlaces deseados. Muchas
gracias y buen viaje.
De repente, a mi espalda, se oyó una voz en inglés.
—¿Viene usted acaso a ver al Padre Llorente?
Me volví para contestar. Un hombre sentado ante el mostrador de la
oficina parecía haber adivinado la nacionalidad del viajero.
—Si, justamente. ¿Por qué lo ha sabido?
—¿No es usted español?
—Lo soy. ¿Conoce usted al Padre Llorente?
—Claro. Todo el mundo, en Alaska, conoce al "father Llorente". Y,
¿usted?
—Personalmente, no. Pero he venido de Madrid a Alaska sólo para
estar con él y sus eskimales...
17
hija Estela, que es ya muy curiosa a los doce años, habla visto tal prenda
en la maleta y llena de asombro exclamó:
—Dices que vas a pasar unos días en Bilbao, ¿verdad, papá? Des-
cuida, yo no diré a nadie que usas calzoncillos largos, pero, la verdad, no
comprendo qué diferencia de clima puede haber con Santander...
En la calle crucé, andando con precauciones sobre el suelo helado, la
Tercera Avenida. Sentía mis piernas tan confortables que consideré los
calzoncillos una cosa tan necesaria como el pasaporte para entrar en
Anchorage. Por una estrecha calle me dirigí hasta la IV Avenida, con el fin
de comprar algunas prendas del "más riguroso invierno ártico" en un
almacén recomendado por el hotel al figurar entre los "menos caros" de la
ciudad: el Army Navy Surplus. Nevaba mansamente sobre Anchorage y
tuve una impresión de estupor al ver cómo los automóviles, sin cadenas en
las ruedas, iban de un lado para otro sobre el hielo, ciertamente con lenti-
tud, pero con una seguridad asombrosa. En unas circunstancias como
éstas, en cualquier ciudad española la vida quedaría paralizada.
Efectivamente, en el comercio que buscaba había todo lo que podía
quitar al viajero mediterráneo el fría polar, metido en los huesos. Sin
ambages y bromeando, hablé al dependiente:
—Soy un español "condenado" a pasar en Alakanuk unos seis días.
—"Condenado", dice usted bien. Allí hace un frío irresistible.
—Eso es lo que quiero evitar. (Y me acordé, otra vez, del Padre
Llorente, quien tenía por seguro que la sangre se me helaría como si él se
beneficiara de otro plasma más resistente.)
18
vistosidad de una de estas prendas dotada con un capuchón orlado de piel
de vulverina.
—¿Cuánto vale éste?
—No es del estilo puro de Alaska, pero a usted no creo que ello le
importe mucho. Ha elegido bien. Déjeme ver el número. 815, seis libras de
peso... Este vale doscientos sesenta dólares.
Mentalmente eché las cuentas: 15.600 pesetas. Advertí, al instante, la
desaparición de todos los deseos de acudir al encuentro del Padre Llorente,
vestido como uno cualquiera de sus parroquianos eskimales. Y cambié de
sección para inspeccionar la colección de "anoraks" y botas contra la
nieve.
Diez minutos más tarde toda estaba decidido: por cincuenta dólares,
una prenda de nylon guarnecida de lana, de carácter reversible, una especie
de pasamontañas de piel, guantes de cuero y unas enormes botas de goma,
hasta la pantorrilla, provistas de cremallera y forradas de lana en las que
podía meter el pie calzado. Sentí un agradable calor en ellos andando sobre
la nieve camino del "Daily News", uno de los dos periódicos de
Anchorage, donde me esperaba Gordon Evans, "managing editor", que iba
a hacer una amplia entrevista al periodista de La Gaceta del Norte, que
"desde la balsámica Santander ha venido a la desapacible Alakanuk para
entrevistar al Padre Llorente", según titularía al día siguiente la simpática
información.
En los poblados, a orillas de los ríos, veo embarcaciones "varadas",
en espera de que llegue junio y el deshielo permita su utilización. El in-
vierno, en Alaska, dura algo así remo nueve meses. Todo este tiempo los
ríos permanecen helados.
19
3
Barco o avión
Los pasajeros del "pro-jet" de la Consolidated eran hombres y
mujeres que habían venido a la capital con cualquier motivo y regresaban
sin equipaje alguno. En un país tan vasto como Alaska (600.000 millas
cuadradas, aproximadamente), los habitantes de la costa sólo tienen el
20
barco o el avión para importar las cosas más necesarias a fin de subsistir y
combatir un clima que convierte en inhabitables amplias zonas del país. A
Alakanuk, en pleno invierno, los periódicos, los botes de leche conden-
sada, la fruta y los huevos llegan siempre... en avión. Y la aviación es,
realmente, la creadora de la nueva Alaska.
Las nuevas bases militares instaladas por los Estados Unidos (no
olvidemos que en los días claros el territorio de la Siberia rusa puede verse
desde el punto más septentrional del país) lo han sido promoviendo verda-
deros "puentes aéreos" sobre el país de los hielos eternos. Solamente en los
últimos diez años el Pentágono ha invertido aquí, en un gran complejo
defensivo, más de mil ochocientos millones de dólares que, indi-
rectamente, elevaron el nivel de vida del país y "mudaron de piel" a mu-
chos eskimales que, en esta década, pasaron de la edad de piedra al
apasionante mundo de la electrónica de nuestros días, según veremos en el
transcurso de este serial.
Los pasajeros del "pro-jet" de la Consolidated acaso pertenecen al
elevado porcentaje de empleados que trabajan para el Gobierno y que
constituyen casi el 20 por 100 de la población o al catorce que se atribuye
a los que desarrollan sus actividades en empresas de construcción. Uno por
uno me fijo en ellos, veinte en total, que ocupan todas las plazas del bimo-
tor a punto de despegar. Son blancos de anchos hombros, algunos de ellos
vestidos con ropas del más puro estilo eskimal, incluyendo a la gentil
"azafata", rubia y considerablemente alta, que nos ofrece "chicle".
21
—Entre blancos y eskimales se reparten la mercancía.
Hielo en la nariz
El viaje por una ruta nubosa carecía de aliciente y decidí intentar dar
una cabezada en tanto el paisaje se aclaraba; acaso al descender en la
escala de King Salmon, la pequeña aldea de pescadores situada a medio
camino de Bethel, como así fue. Un deslumbrante panorama de ríos y
lagos helados surgió de repente a nuestra vista. Incluso hacía sol y
engañado por sus rayos, quise pasear un poco por el primitivo aeropuerto
en tanto el avión repostaba. Todo ocurrió en unos segundos: instantá-
neamente advertí que la cavidad nasal se me había quedado congelada,
sentí la impresión de que unos pequeños vidrios se alojaban en su interior
y se rompían al oprimir la nariz con los dedos. He aquí una extraña y
curiosa impresión para un viajero procedente de la Europa mediterránea,
que en Nueva York había gozado en días precedentes de una temperatura
absolutamente otoñal.
Volví apresuradamente al confortable refugio del avión, que en
seguida despegaba hacia Dillingham y Bethel. Sobre este punto, tres horas
y media después de partir de Anchorage, el avión sobrevoló durante unos
22
minutos para perder altura. Pude ver alineadas en la orilla derecha del río
Kuskowin, completamente helado, un centenar de casas de madera con el
humo de sus chimeneas apuntando mansamente al cielo y el magnifico
edificio del hospital, un poco apartado hacia el interior, que sirve a 40 al-
deas de la región. Bethel estaba, evidentemente, en la ruta de los eskimales
y ello me incitó a salir apresuradamente entre los primeros pasajeros, una
vez apagada la señal "No fumen y átense el cinturón".
23
Todavía cumpliendo sus funciones
Durante tres kilómetros, por una "carretera" que tiene en el centro las
huellas de la rodada, conduciendo con la mano izquierda, este hombre me
pone los pelos de punta camino de "Marh's", la única fonda de Bethel
donde con un poco de suerte podré pasar la noche.
—Aquí es. El servicio vale un dólar y medio.
Por el camino he visto, andando sobre el hielo, eskimales niños y
adultos, con sus tradicionales "parkas" de pieles combinada. "Marh's" es
un edificio de dos plantas enteramente de madera regentado por una mujer
divorciada de un militar norteamericano, blanca por supuesto, claro, y
vuelta a casar con un civil.
Antes de abrir la puerta, dentro del porche de madera descubro un
cartel, todavía cumpliendo sus funciones, en el que se lee: "Sensational.
Big twist party. Hot dogs. Cold drinks, From 9 p. m. Sep. 1962." Los
eskimales, ¿conocen el último baile de moda y consumen salchichas?
En la fonda de "Marh's" tienen un periquito
Abro la puerta y me encuentro ante un comedor con una gran mesa
central donde toman el "lunch" dieciséis hombres blancos.
La presencia del recién llegado no despierta en ellos la menor curio-
sidad. Una camarera eskimal, encinta, grotescamente vestida, fea como un
cólico, de indefinible edad, atiende al servicio.
Entre el comedor y la puerta que comunica con el porche, un peri-
quito en su jaula. ¿Quién es el bárbaro que ha trasplantado a Alaska a este
infeliz de plumas amarillas? Pienso en el pulpo del garaje. Lo mismo tiene
aquí, aparentemente, que hacer un periquito en la fonda de "Marh's", al
borde del mar de Behring.
La miro con simpatía; se me antoja que esta allí para darme la bien-
venida.
DESOLACION. Con esta palabra podríamos describir el caótico
paisaje de la aldea eskimal. En cada habitación un tremendo hacinamiento,
la más increíble promiscuidad. Sin embargo, estos habitantes primitivos
del siglo XX conocen los más modernos adelantos de la técnica: la
lavadora automática, el transistor, el rifle más potente y exacto, el motor
de "fuera bordo", etc. El mundo de los eskimales es un fabuloso contraste.
24
25
4
26
Frente a la fonda está la estación de radiotelegrafía, que funciona al
servicio de la Consolidated como nexo de comunicación entre las cuencas
del Yukón y del Kuskowin.
—¿Sería usted tan amable que me proporcionara una conferencia con
Alakanuk? Quiero hablar con el P. Llorente...
La señorita encargada del servicio me miró de arriba abajo, como
quien se encuentra ante un bicho raro. Pero de que estaba bien dispuesta a
ayudarme, no me cupo duda en los minutos siguientes. Alakanuk respon-
dió en seguida: "El Padre Llorente hace tres días que marchó a Enmonak."
Cabriola aérea
—En el camino hacia Alakanuk, el piloto comunicará por radio para
saber dónde ha de tomar usted tierra, a fin de que el encuentro con el Padre
Llorente no se demore ni un solo día. ¡Buen viaje y mucha suerte!
Eran las diez de la mañana y la noche aún estaba en el ambiente. El
quinto avión, que habría de dejarme en una de las más primitivas aldeas de
eskimales, era un pequeño aparato de un solo motor y dos plazas, una
reservada, naturalmente, al piloto. A fuerza de volar en reactores a once
mil metros de altura y casi mil kilómetros de velocidad, el "retorno" a una
época más remota, deportiva y audaz de la aviación me divertía. Pero
27
cambié pronto de criterio cuando al despegar, en una cabriola inesperada y
poco prudente, el hospital de Bethel pareció ponerse arriba y el cielo abajo.
La primera noticia
Ni un vestigio de la presencia del hombre durante una hora larga de
vuelo hasta que, dejando a la izquierda la colina de Ingichnak, de
seiscientos metros de altitud, volamos para situarnos sobre el cauce del río
y seguir su trayectoria hasta atravesar Mount Village. Quitándose los
cascos de los auriculares para poder escuchar si es que el viajero le
hablaba, el piloto me hizo sellas con el índice apuntando al horizonte.
—Allá, pronto veremos Enmonak. Acaban de decirme que el Padre
Llorente le espera a usted en el cauce del río.
Recuerdos de la Patria
Nunca habla sentido tanta ansiedad por conocer una noticia como la
que ahora, con un lenguaje casi telegráfico, el desconocido piloto de una
casi doméstica avioneta me proporcionaba. Y sentí partir del corazón en
todas las direcciones de las venas una especie de inmenso amor hacia mi
país, y que pretendía volcar sobre el único compatriota que podía hallar en
este último rincón del hemisferio occidental. Abrí la bolsa de viaje para
cerciorarme de que estaban en su interior algunos trozos de la Patria con
cuya ofrenda esperaba provocar una conmoción en el Padre Llorente, el
disco de canciones de Castilla, mantecadas elaboradas con leche y man-
tequilla de su tierra leonesa, una botella de coñac, una libra de turrón, los
28
carteles turísticos de Santander, el último ejemplar de La Gaceta del
Norte, pequeñas cosas materiales que tenían, en aquellas latitudes del
Ártico, una simbólica caliente y amorosa significación. ¿Cuál sería la
actitud del misionero leonés, a quien Jesucristo entregó hace veintisiete
años sus credenciales de embajador en este infernal territorio del Ártico, al
encontrarse ante un compatriota? ¡Y el piloto acababa de saber que me
aguardaba, Dios sólo conocía si transido por la impaciencia y la emoción!
La primera impresión
... Luego vimos, atravesando el cauce del Yukón, un trineo, posi-
blemente algún cazador de visones, inspeccionando trampas. Fue el último
indicio de que no tardaríamos en llegar a Enmonak, justamente al
mediodía, tras haber cruzado la tundra durante dos horas. Enmonak no era,
desde el aire, ni mucho menos, la aldea primitiva que había imaginado a
causa de una defectuosa información. Creía a los eskimales habitando
todavía bajo los "igloos" construidos con paredes de hielo. Y la perspec-
tiva era muy distinta: casas de madera que se parecían una a otra como
gotas de agua, levantadas con un claro desprecio por el urbanismo. Más al
interior, junto a la gran mancha de ocre de los arbustos casi cubiertos de
nieve y hielo, algunos pabellones de mayores dimensiones. Las chimeneas
lanzaban a la atmósfera el hálito caliente de los hogares eskimales.
29
Algunos individuos parecían andar por el pueblo. Esta es la primera impre-
sión que tuve desde la avioneta mientras perdíamos altura y llegaba el
ansiado, inefable, momento del encuentro con el Padre Llorente, que acaso
formara parte de un pequeño grupo de personas situado al borde del río
helado, justamente frente adonde el "bush" rendía viaje.
30
5
—Usted, de acuerdo con los maestros, se quedará aquí los días que
necesite. Y las comidas las efectuará conmigo en la casa-capilla. Esta tarde
está convenido que cenemos en casa de Axel Johnson, el eskimal que
acaba de ganarme las elecciones para diputado.
31
Nos dejaron solos en la habitación. El Padre se desprendió de su
abultada canadiense y me hallé frente a un hombre vigoroso, de unos cin-
cuenta y siete años (2), con gafas, de mirada inteligente y vestido con ropas
seglares, camisa de color caqui y pantalón oscuro con botas de piel de
vaca.
—Padre, aquí le traigo unos "trozos" de la Patria —exclamé muy
ufano de los regalos que iba a ofrendarle en aquel instante.
Tan sólo poner en su mano la botella de coñac español, el Padre Llo-
rente abrió la puerta de la habitación y llamó al joven profesor Henriksen.
—Esta botella de "spanish brandy" que trae el señor Delgado, quiere
que usted se la beba.
El norteamericano se quedó viendo visiones, pero mucho menos sor-
prendido que el periodista. Temí que hiciese lo mismo con las mantecadas
de Astorga "hechas con la leche y la mantequilla de su tierra", con el tu-
rrón de Alicante y el "microsurco" de las viejas canciones de Castilla.
Una carcajada
No pude contenerme y exclamé:
—Padre: permítame esta sincera manifestación que acaso pueda
herirle. Estoy un poco defraudado. He tomado cinco aviones distintos para
llegar hasta Enmorak; he cruzado el Atlántico de este a oeste, los Estados
Unidos hasta su punta más septentrional por venir a verle y usted parece
como si estuviese acostumbrado a este género de visitas.
El Padre Llorente se sentó sobre el borde de la cama y estalló en una
ruidosa carcajada que parecía no tener fin. Cerré la puerta para que nadie
perturbase la intimidad de aquel instante después de que el maestro nos
había dejado solos.
Humildad impresionante
Más que el viento cortante de Siberia me dejó helado la humildad
impresionante de aquella morada. Sentados ante una mesa medio desven-
cijada, a la luz de una lámpara de petróleo, el Padre Llorente acaba de
decirme:
34
—Nunca me he sentido solo. No he tenido jamás, en veintisiete años
en Alaska, un momento de soledad, aunque si de desaliento. Tengo por
norma vivir la presencia de Dios considerando siempre que los ojos de
Dios me miran día y noche y penetran en lo más intimo de mi ser, sin
dejarme nunca. Por consiguiente, mi empeño es no defraudarle, impedir
que El vea algo reprobable en mí, y como eso es imposible, viene lo que
llamo el oleaje, cierto convencimiento íntimo de dos cosas, una, que Dios
esta muy defraudado de mí por el cúmulo de sutilísimos pensamientos de
egoísmo, vanidad, pereza, ira, odios, pequeñas cosas que constituyen la
marea de faltas y flaquezas de un pobre misionero. Y, al propio tiempo, el
convencimiento intimo del gran amor que Dios me tiene en todo momento.
Ese choque del amor que El me profesa y la poca correspondencia que
encuentra en mí, forman un muro de contención que me impide "salir por
Peteneras...".
Lección de catecismo
De repente, llamaron a la puerta. Jamás un eskimal se atreverá a
penetrar en casa de un convecino sin hacerse anunciar. Mucho menos en la
vivienda del "Father Llorente".
—¡Come in!...
Un denso grupo de niñas eskimales, de cabezas abultadas por arriba o
de rostros como peras invertidas, acudían a la diaria lección de catecismo.
Durante media hora asistí, mudo de emoción, a su desarrollo.
Los niños eskimales son encantadoramente dóciles, prudentes y si-
lenciosos. Asombran por su obediencia y disciplina, que sobrepasa los ló-
gicos límites de su corta edad.
Eran las cinco y media cuando, otra vez solos, el Padre Llorente echó
sobre mi "anorak" una canadiense guarnecida de piel de lobo, y dijo:
—Axel Johnson, el nuevo diputado, nos espera en su casa. Aquí se
cena entre cinco y media y seis. ¿Y en España?
—Hasta las once de la noche hay tiempo.
—¡Calle, por Dios! ¡Qué disparate!
La Luna, a un costado de la aldea, iluminaba el tenebroso paisaje de
los hielos.
35
36
6
37
mo al trineo de perros y entonces habrán perdido los eskimales lo poco que
aún les distingue de todos los pueblos de la Tierra. La civilización, que ha
hecho al hombre de nuestro tiempo dinámico y motriz, no dejará preteridos
a estos apartados habitantes de las latitudes árticas.
Pearl ha preparado esta noche una cena exótica a los dos españoles:
chuletas de reno con puré de patata y salsa de frambuesa.
—Frambuesa, no, por favor, si usted me permite. Prefiero no adulte-
rar el verdadero sabor de la carne.
No he dicho todavía que el Padre Llorente, ejemplar y envidiable por
su vida penitencial, es un cocinero deplorable que acostumbra a desqui-
tarse siempre que unas viandas preparadas "comme il faut" le son servidas.
No me extrañó, pues, que se dispusiera a devorar cuatro enormes chuletas
con el pretexto de que "aquí, en Alaska, el que no come está perdido".
Cuatro chuletas como cuatro "villagodios" con su salsa de maíz y
frambuesa.
38
300 salmones en una noche
En el mes de junio, cuando se produce el gran deshielo de los montes
y de la tundra y el río Yukón desciende embravecido hacia el mar, se pone
en marcha la gran corriente de salmones buscando las cabeceras donde
perpetuar la especie. Axel y los suyos están preparados. Trabajan con
ochenta redes que pueden tener hasta cien metros de longitud. El "king
salmón" la más sabrosa y nutritiva especie, da un promedio de doce libras,
pero hay ejemplares que pesan hasta ochenta. Sube aprovechando los
remansos, en una lucha pavorosa contra la corriente, a fin de cumplir uno
de los más misteriosos designios de la Naturaleza. Axel escoge las mejores
noches para tender sus redes.
—En el verano pasado, en tres semanas, logramos cuatro mil ejem-
plares.
Y refiriéndose, orgulloso, a su hijo Jacob:
—Donde usted le ve, en una sola noche, sin ayuda alguna, cogió tres-
cientos.
Carcajadas
No pude menos de recordar a Axel y su hijo las vicisitudes de los mil
deportistas de Vizcaya, Burgos y Santander reunidos tradicionalmente en
las márgenes del Asón para aprovechar la primera jornada hábil del mes de
marzo. Con un poco de suerte, si las condiciones de pesca son ideales, sólo
diez de aquellos campeones de la obstinación sentirán no haber perdido el
tiempo.
Una cascada de carcajadas estalla ahora en la cocina del nuevo
diputado de Enmonak. Las de Axel y su hijo son tan discretas como cabe
esperar de la gente de su raza, pero el Padre Llorente, que se recobra de su
"perdido" españolismo, parece no querer cerrar la boca. Y, contagiadas, la
madre y la hija de nuestro anfitrión se "amordazan" con su mano para
ocultar al invitado el sentimiento de estupor y risa que su declaración ha
provocado en ellas. ¡Diez salmones a repartir entre mil cañas resulta incon-
cebible para un eskimal!
39
ser llevado inmediatamente a las numerosas factorías instaladas dentro del
territorio o a los mercados de otros Estados. Desde el "rush" del oro del
noventa y ocho y la aparición posterior de otros valiosos minerales, los
eskimales no habían, hasta el "estallido" del salmón, conocido mejores
ingresos. El oro, el cobre, el níquel o el mercurio iban, casi siempre, a
parar a manos de aventureros. La pesca, en cambio, está controlada, en
origen, sólo por ellos, y se calcula que por este concepto se mueve un
negocio anual equivalente a cincuenta millones de dólares. Es decir, seis
veces la cifra del cheque expedido por los Estados Unidos en octubre de
1867, cuando compraron a Rusia el vasto e inhabitable territorio.
—El salmón, por pieza, cualquiera que sea su peso, se ha pagado este
año a tres dólares y medio. Los pescadores se sienten satisfechos...
Por supuesto, el salmón ahumado, plato suculento para tantos gastró-
nomos occidentales, es la dieta alimenticia de los perros eskimales durante
el invierno.
40
Axel ha ganado, como he dicho antes, las elecciones de diputado al
Padre Llorente. Este le ha demostrado esta noche su elegancia espiritual
aceptando la cena.
—¿Qué pitos tenía yo que tocar en Junneau, quiere usted decírmelo?
—comenta el misionero con su compatriota, aludiendo al período legis-
lativo que le mantuvo ausente casi cien días de su parroquia y de sus eski-
males durante los últimos dos años.
Al día siguiente, Benito Tucker, el eskimal organista del Padre
Llorente, que alterna la caza de visones y la interpretación de la música
religiosa con sus aficiones alcohólicas, el que frecuentemente entra en la
humilde vivienda del P. Llorente con una carga de leña para la estufa, me
ha dado la clave de la derrota electoral del Padre en un momento en que
ambos hemos quedado solos a la puerta de la capilla:
—"Las mujeres no han querido votar al Padre. La mía y la de Kame-
roff se pusieron de acuerdo para movilizar a las demás. Tres meses sin
párroco era demasiado.
El Padre Llorente nada sabe de esto, pero todos estamos seguros de
que el resultado de las elecciones le ha quitado de encima un gran peso y
así le podremos tener siempre entre nosotros..."
Axel Johnson es tenido por uno de los más expertos pescadores de salmón a
red en toda la comarca. En foto le vi sosteniendo una soberbia pieza de 80 libras.
Los eskimales, hombres primitivos del siglo XX, junto a detalles de su vida
estancada en el pasado, tienen detalles de modernización.
Para reponer su depósito de leña, echan mano, el uno de una sierra eléctrica, el
otro de un modernísimo motor de "fuera bordo".
Enormes troncos, arrastrados por las aguas del Yukón desde las selvas del
Canadá, son devorados cada día por las estufas de los eskimales. La leña está cara en
las lomas del Polo Norte.
41
7
Contrastes increíbles
Las casas de los eskimales son de madera; hasta hace pocos años, las
paredes de sus habitaciones estaban construidas de hielo, y de nieve los
cimientos y el tejado. El eskimal es, ahora, un pintoresco habitante prota-
gonista de una vida riquísima en contrastes. Se gana, en cierto modo, la
existencia como un hombre primitivo: caza la ballena, la foca, el oso polar
42
o el visón; pesca el salmón en la primavera avanzada. Pero es un hombre
primitivo que habla inglés, aparte del dialecto nativo, y propietario, inde-
fectiblemente, de un hermoso motor "fuera borda" para recorrer el río, tres
o cuatro rifles de gran precisión, acaso un "scooter" de la nieve y dos o tres
"transistores" último modelo, acabados de importar. Las mujeres eskima-
les, que viven sin salir de casa la mayor parte del invierno, poseen unas
lavadoras automáticas que harían la felicidad de cualquier ama de casa
española, una máquina de coser y una cocina eléctrica que funciona
gracias a un grupo electrógeno que suministra energía a la aldea. Todas
estas cosas, que hoy garantizan la comodidad y el confort de nuestras casas
de Occidente, las ha conquistado para su vida el eskimal en el curso de los
últimos quince años, en los que su "cambio de piel" resulta impresionante.
Las casas de Enmonak, todas de madera y una sola planta, encierran
desgraciadamente el más espantoso hacinamiento, la más penosa promis-
cuidad. La calefacción, a base de madera, es sumamente cara y los eskima-
les cuidan de que el espacio a caldear sea lo más reducido posible. Como
además son muy prolíficos, es fácil ver a los padres compartir con diez
hijos de muy diversa edad un espacio nunca superior a tres habitaciones de
una superficie normal en nuestro país.
Habíamos terminado la visita. Desconcertado por la impresión de
aquellos hogares en los que sus moradores (a pesar del "out board", de la
máquina de coser, la cocina eléctrica y el "transistor"), viven como seres
primitivos, quedé mudo, sin saber qué decir al Padre Llorente, que pisando
enérgicamente sobre el hielo abría la marcha camino de su casa, contigua a
la capilla.
43
Este es un hecho probablemente cierto. Ningún eskimal desconoce
hoy los huevos, el exquisito queso de las vacas de Oregón, el rico café de
Costa Rica o el té recién importado por Ciryl, el almacenero que, un par de
veces por semana, hace las delicias de sus clientes con la proyección de
una rancia película cinematográfica a precios de gran estreno en cualquier
ciudad española.
44
Padrino de boda de unos eskimales
Desde el día anterior aguardábamos la llegada de una feliz pareja en
busca de matrimonio. El Padre Llorente tenía decidido empeño en que su
compatriota periodista actuase, no como redactor de sociedad, sino de
padrino y testigo. ¡Padrino de boda de un eskimal! La idea estaba
haciéndome feliz desde hacia veinticuatro horas.
Mientras el misionero preparaba una taza de té para reanimar al
padrino y liquidábamos una partida de ajedrez, los novios llegaron a la
parroquia. Peter Ylachik, de 27 años, y Ruth Iunnak, ocho años más joven,
dejaron a la puerta su "scooter de la nieve" y penetraron en el interior.
Tenían, como los novios occidentales, una hermosa y bobalicona cara de
felicidad. Peter es el cartero de Kotelik, una miserable aldehuela que se
asienta en otro de los brazos del Yukón, a noventa kilómetros de
Enmonak. Kotelik no pertenece a la parroquia del Padre Llorente, pero
Ylachik y su novia decidieron no esperar por más tiempo el regreso de su
sacerdote ausente y pusiéronse en camino.
45
—¿Cree usted que Dios me perdonará el que esté pensando cosas
poco santas, Padre?
—¿Qué cosas, hombre?
—Peter y Ruth han viajado noventa kilómetros por la nieve, solos,
horas antes de convertirse en marido y mujer...
—Pero, hombre, ustedes, los españoles, siempre tan maliciosos. Pon-
dría la mano en el fuego por la honestidad de estas relaciones, desde que
comenzaron. Y voy a preguntarle a Peter si por el camino se han detenido
un instante por cualquier motivo.
46
8
47
Tendencia natural hacia la piedad
Muchos de los fieles, entre ellos Catalina Moore, de piel estirada
como una foca desollada y puesta a secar, fiel traductora al dialecto eski-
mal de la plática del misionero, forma parte del grupo de hombres y muje-
res que nos rodean.
—¿Verdad que son adorables? —me pregunta el Padre Llorente—.
Donde les ve, todos ellos pecan, lo mismo que usted y yo. Pero si no fuese
por la borrachera, diría que los eskimales son canonizables, hombre...
Catalina Moore, que tiene cuarenta años pero parece sexagenaria,
siente por su párroco un visible amor de feligresa. En quince años de ma-
trimonio ha llevado doce hijos al bautisterio del misionero español.
Hablándome de ella, el Padre Llorente exclama:
—Catalina simboliza la natural tendencia que los eskimales tienen
hacia la piedad. Y Dios les concede siempre una muerte envidiable. Hablo
de mis parroquianos, a los que bien conozco. Tengo la seguridad plena de
que, uno por uno, van todos al Cielo. No son excepcionales, sin embargo.
Todas las pasiones y virtudes humanas están en ellos y muchas veces he
pensado que se necesita una vocación especialísima para coexistir. Siem-
pre que me ha asaltado este pensamiento, he reaccionado rápidamente con
este lema que tengo para mi solo: "Si esta iglesia, si esta aldea es buena
para El y El quiere vivir con ellos, yo tengo que quererla y quererles como
El." Y me quedo siempre sin respuesta ante esta consideración. No creo
tener otra virtud que la genuinidad, créame. Nada hay de postizo en mí.
Con una amable y cariñosa frase para cada uno, el Padre Llorente ha
invitado a sus parroquianos eskimales a que nos dejen solos. Tenemos que
preparar el desayuno, que en estas latitudes es una comida poco frugal, si
se quiere combatir una temperatura clavada desde hace días en los treinta
grados bajo cero.
Un atroz desfallecimiento
Mientras el misionero reaviva la lumbre con nuevos trozos de leña
seca, pongo sobre la mesa los periódicos que han de hacer las veces de
mantel y corto el pan, que, naturalmente, también vino por avión hace
quince días desde California.
48
—Padre —le pregunto sin abandonar la tarea—, en estos veintisiete
años en Alaska usted me dijo el otro día que nunca se había encontrado
solo. Sin embargo, ¿cuántos desfallecimientos?
—Sólo uno, pero dramático, inolvidable. Fue cuando el desbor-
damiento del Yukón, el año cincuenta y dos. En unas horas me encontré en
Alakanuk sin parroquia y sin casa. Eran las tres de la madrugada y decidí
plantar una pequeña tienda de campaña; al cabo de una hora comenzó a
llover torrencialmente. Los afluentes y riachuelos del Yukón crecieron
tanto, que también la tormenta arrancó la casa de lona.
Sólo me quedaba un bote azotado por la corriente y decidí buscar allí
refugio. A oscuras, sentado en la bancada, le pedí a Dios, con todas las
fuerzas de mi alma, que me trajera la muerte en el acto. Es difícil llegar
más allá en el desaliento. Y también reflexioné al llegar la luz del día;
"Dios quiere tenerte aquí y tú, ¿pretendes morir?"... Salí del barco, me
arrodillé en el suelo inundado y exclamé instantáneamente alzando la vista
al cielo: "No me digas más. Ya basta, ya basta, no me tirotees más...".
El Padre Llorente —bien claramente se percibe en sus libros— ha
humanizado la figura de Dios, con el que dialoga en los momentos de ora-
ción. "Dios, sin dejar de ser Dios, es como un gran amigo personal, intimo,
de toda mi confianza. Esto no se puede predicar, ni decir a todo el mundo
porque puede que hubiese algunos que se desmoralizaran. Dios me toma
como soy. Si yo dejara de ser como soy, si quisiera ser otro, estaría
perdido."
—¿Se dirige a El en español o en inglés, Padre?
—Casi siempre en castellano.
49
—Si hubiera conservado todas las cartas que he recibido en estos
años, juntas no cabrían en esta habitación. Calculo que han sido unas trein-
ta mil desde que llegué a Alaska. Durante seis o siete años, los primeros,
las contesté todas, una por una. Después, las cosas se complicaron, porque
el correo fue creciendo constantemente. Temí por mi ruina e incluso por la
salud. Hubiera necesitado un par de secretarios. Hoy tengo por norma con-
testar a muy pocas. Espero, por esta causa, contar con millares de enemi-
gos, lo mismo en Europa que América. Que todos me perdonen. ¡Hombre,
aquí hay una de monseñor Hargreaves, el superior general de la Misión,
que reside en Fairbanks...!
La casualidad ha deparado al periodista la ocasión de conocer la
reacción del misionero español ante una carta que es muy distinta a las
treinta mil aludidas: monseñor Hargreaves insiste cerca del Padre Llorente
para que "se dé una vuelta por España después de que se haya encontrado
un sustituto". El párroco de Enmonak lee dos veces el texto. En el último
párrafo se le pregunta si prefiere volver a la Patria antes o después de
Navidades, "aunque convendría que lo dejara para después en tanto se lo-
gra el sucesor".
A España
El Padre Llorente, sin el menor rasgo de emoción en su semblante,
vuelve a introducir la carta en el sobre y me pregunta:
—¿Debo ir a España? ¡Me da tanto miedo! Esta ha sido la razón por
la cual siempre he dicho "no". He nacido para la intimidad, no para gran-
des sermones. Presiento que si voy no podré cerrar la boca en los tres me-
ses que ha de durar, según parece, la estancia. Pero las excusas ahora han
dado fin. Acostumbro a acatar las órdenes de los superiores, en los que
siempre he visto la mano de Dios. Iré a España, claro que iré...
—¿Y luego?
—Si no disponen otra cosa, aquí volveré...
—En estos años, Padre Llorente, ¿puede decirse que el eskimal haya
evolucionado hacia una mayor perfección moral?
—No; en todo caso una evolución material fantástica. Moralmente no
creo que sean, al menos en esta parroquia, más perfectos que cuando vi-
vían diseminados en la tundra, en "igloos" construidos con adoquines de
hielo. Hemos arrancado, de raíz, grandes males como el de la superchería.
El hechicero, cuando yo vine a este rincón del mundo, era todo para ellos.
50
Les traía los bienes materiales, simbolizados por los ánades y los pescados;
echaba los exorcismos y dejaba encinta a las mujeres. Le pagaban en espe-
cie y creían en él. Todo esto ha desaparecido y para siempre. Creo que no
es poco, pero me ocurre como a un padre que quiere ver a sus hijos más y
más virtuosos. Tal vez lo sean, pero el contacto constante con ellos me im-
pide emitir un juicio acerca de la verdadera situación en que se encuentran.
De no ser por las borracheras, ya le he dicho: todos canonizables, hom-
bre...
No pude menos de recordar al miserable de Timoty Kelly que, la
noche anterior, en el curso de un ataque de alcoholismo había golpeado
brutalmente a su joven esposa. El Padre y yo, en una visita al hogar de la
pareja, vimos los cardenales en el rostro de la muchacha. Al párroco le
dieron ganas de descargar sobre el salvaje un par de cachavazos. Pero se
limitó a reconvenirle con dureza y... al llegar a casa envió una carta a
Redstone, el policía de Bethel, que mañana, con toda urgencia, vendrá a
Enmonak en avión a poner las cosas en claro.
51
9
52
campesino de Mansilla, la mandíbula ancha y bien dibujada, el tórax am-
plio y atlético.
—¿Sabe que cuando yo entré en quintas nadie dio un perímetro torá-
cico superior al mío? Tres golpes sonaron en la puerta. Frank Kameroff y
Vincent Kaasoka, dos de sus parroquianos, entraron en la casa del misio-
nero sin tener nada que preguntar ni que decir, sólo —según explicaron—
por el placer de "oírnos hablar español, que les divertía mucho". Como
todos los de su raza, Vincent Kaasoka, eskimal puro, de pelo lacio, negro y
grasiento, tenía unos pies diminutos, casi infantiles, embutidos en su
calzado de piel de foca. Lucía unas patillas prolongadas hasta el mentón,
los ojos brillantes e insignificantes como pinchazos de alfiler. El Padre
Llorente se empeñó en que Vincent Kaasoka me dijera en español: "Bien
venido a Eskimolandia." Inútil tarea. Kaasoka pareció pronunciar tales
palabras, pero tan bajito que ni él mismo debió enterarse.
53
campaña. Estuvo perdido en la estepa seis días y seis noches, y el Padre
Llorente no vaciló en expedir a la "viuda", acaso un poco precipi-
tadamente, el certificado de defunción de su cónyuge. Pero está visto que
no hay rayo que parta a este enjuto eskimal, a quien la mujer quiere ver
pronto corriendo nuevas peripecias en pos del visón.
Vincent ocupa una humilde casa junto al río. Con dos dólares diarios
piensa que una familia de eskimales puede sostenerse bien. Pero con una
condición:
—Hay que olvidarse de que las conservas existen...
Todos le necesitamos
Franz habla un inglés excelente, aprendido en la escuela y practicado,
posteriormente, en dos años de servicio militar en los Estados Unidos.
Aprovechando que el misionero ha ido a poner un par de estufas a la capi-
lla contigua, acabo de preguntarle qué sentiría si el párroco español em-
prendiera conmigo el regreso a la Patria.
54
—Nadie —me ha contestado después de pensar mucho la respuesta
— creería tal cosa. Pero si sucediera, todos nos sentiríamos muy desdi-
chados. La presencia del Padre Llorente entre los eskimales nos llena de
bienestar y complacencia. Sufriríamos de un sentimiento enorme de
soledad. Todos y cada uno le necesitamos...
Aquel indígena del Ártico decía estas cosas con tal aplomo y
expresión de amor en el rostro, que lamenté sinceramente la aparición del
Padre, cuya presencia cohibía el diálogo llevado por el mismo tema. Había
cierta, pudiéramos llamar, dimensión poética en las palabras de Kameroff,
escolar que nunca pasó del primer grado, pero hombre de gran inteligencia
natural.
55
Toros y fútbol
—Nunca, ahora caigo en ello, he dicho yo a Vincent que fuese espa-
ñol. ¿Sabe por qué? He intentado en todo momento, rodeado de los eski-
males en estos veintisiete años, hacerles creer en la supranacionalidad del
catolicismo, que es divina y no humana... Y ahora continuemos, en cas-
tellano, divirtiendo a estos dos parroquianos. Hábleme otra vez de España,
hombre. En el curso de esta noche última he pensado en formularle nuevas
preguntas... ¿Qué piensa usted del Plan de Desarrollo? Los toros, ¿es cierto
que han perdido la partida frente al fútbol?
Durante un par de horas, sentados frente a Kameroff y Kaasoka, los
españoles hablan de su "dorada isla poblada de casas de paja", sin que los
indígenas muestren fatiga de escuchar una lengua desconocida.
El viento acumula una nueva capa de hielo ante la ventana y trae el
rumor del aullido de los perros.
Los perros eskimales contienen horas y horas su impaciencia. Viven
día y noche a la intemperie y están deseando ser enganchados al trineo,
porque, posiblemente, les resulte más divertido viajar por sus medios que
permanecer enroscados como culebras sobre el suelo helado.
56
10
57
El almacén de Ciryl (ayer estuve visitándolo) está, como he dicho
antes, a unos tres kilómetros de Enmonak, al otro lado del río. Desde la
aldea, por una senda helada, entre los arbustos, se puede ir en menos de
una hora... con el riesgo de ver congeladas las orejas. A treinta y tantos
grados bajo cero los eskimales, andando durante dos horas entre ir y
volver, rendirán, otra vez esta noche, y así numerosas en el invierno, el
mejor homenaje de fidelidad y devoción hacia los inolvidables hermanos
Lamière. La proyección se hace aprovechando la máxima longitud del
local, sobre una tela blanca clavada que tapa la puerta de entrada. Los
eskimales, silenciosos, casi mudos espectadores, se sientan sobre cajas de
leche condensada; pese a sus mejores deseos de situar la imagen en el sitio
adecuado, Ciryl no consigue evitar que, a menudo, el primer actor se
"escape" y quede a medio camino de la pantalla, en una columna situada
en el centro del almacén. Sin embargo, todas estas anormalidades no harán
jamás fruncir el ceño a los devotos de la cinematografía más fieles y
estoicos que imaginarse pueda, capaces de andar media noche sobre la
nieve, a cuarenta grados bajo cero, para pagar el asiento de "leche con-
densada" al precio único de treinta pesetas.
Jaque a la reina
—¿Por qué no ha ido usted con ellos? ¿No le gusta el cine?
—Prefiero, Padre, darle la oportunidad de desquitarse. ¿Ha visto que
estoy dándole jaque a la reina y que no es obligación decírselo?
—¡Calle, por Dios! ¡No me había dado cuenta! Ustedes, los espa-
ñoles, son terribles. ¡Siempre atacando, siempre atacando! ¡En cambio,
nosotros, los "gringos"! Vamos a ver, ¿qué le había hecho a usted la reina,
hombre?
58
palabra. Al organista, olvidé decirlo, no le gustan ni el cine ni la quina.
Aparte de los brebajes que prepara a solas, siguiendo la fórmula usual
entre los eskimales de hervir patatas azucaradas con un fermento especial,
Tucker no es como el bárbaro de Timoty que la emprende a golpes con su
mujer. Sus papalinas son, ciertamente, pacíficas y, al día siguiente, ya se
sabe: el Padre Llorente no tiene quien pueda sustituirle en la interpretación
al armonio de la música sagrada.
—Donde usted le ve —me dice el párroco—, Tucker es un extraor-
dinario cazador de visones.
—¡Pero, hombre! Y yo sin saberlo. Me gustaría entrevistarle...
"Cantazos" a la voluntad
Sobre la despensa donde el Padre Llorente guarda sus latas de con-
serva había una cajetilla de cigarrillos a medio consumo.
—¿No fuma usted, Padre?
—No, pero hágalo usted, si quiere.
—Y usted, ¿por qué no?
—No podría. Llámeme usted anticuado, si quiere. Pero he procurado
evitar el tabaco. He impedido siempre cualquier atentado, por pequeño que
fuese, a mi fuerza de voluntad. Yo le llamo "cantazo" a la voluntad. La
palabra es típicamente leonesa. Un día, estando de vacaciones en mi
pueblo, fui con otros hombres a cazar liebres con los galgos. Uno de los
perros levantó pronto una hermosa pieza. Durante largo rato, aquella
liebre, entre fintas y guiñadas, pamela tomarle el pelo al galgo. Por bajines
estaba yo rezando para que el perro no la diese alcance, pero el pobre
roedor tuvo la desdichada ocurrencia de pasar muy cerca de nuestro grupo.
Uno de los muchachos cogió un canto en sus manos y le dio en el lomo. La
liebre no pudo defenderse y se rindió al galgo. Si yo a mi fuerza de volun-
tad le diese el "cantazo" de los cigarrillos, ¿qué nuevas posiciones tendría
que rendir después? Pero usted fume, "dese una pedrada", hombre.
Expedición de caza
Alaska es tierra de salmones, focas y visones. Los visones viven en
los arroyuelos, lagos y charcas de todos los Estados Unidos, pero abundan
(cada vez menos) en esta hermosa e inhabitable tierra de los hielos eternos.
Una vez a la semana, Benito Tucker engancha los siete perros de su trineo
59
(cuidando bien de situar en cabeza al más despierto y una hembra junto al
más pendenciero) y se dirige hacia el interior de la tundra para pasar revis-
ta a sus trampas. Tucker no teme que se le hiele su nariz, del tamaño de un
garbanzo y de la que parten grandes arrugas que le caen hasta la barbilla.
Una vez que el trineo adquiere el "dog trot", el vehículo conservará siem-
pre la misma diligente velocidad. Tucker ha metido en una especie de
zurrón las reservas alimenticias para los tres días completos que ha de du-
rar la ausencia de casa: pescado ahumado o blanco que suele mojar en
aceite de foca, unos sobrecitos conteniendo té y un bloque de pan.
60
—Todo el mundo caza el visón y llegará un día en que desaparezcan.
Los transportes modernos, la aviación, hacen que las pieles se paguen más
cada día.
No ha habido en Enmonak un cazador más experto que Jimmy Chao-
kak, pero era un borracho empedernido y murió prematuramente. Podía
haberse hecho millonario si los visones, las nutrias y los linces que vendió
no hubiesen pasado a manos de intermediarios.
La temporada dura un par de meses al año y es noviembre la época
mejor para cazar el visón, porque su piel pierde calidad al llegar el año
nuevo.
61
11
Hace días que el Padre Llorente me recibió con una "cortesía pu-
ramente eskimal" al borde del río. Mientras, a las seis de la mañana, dirijo
los pasos desde la escuela hasta su habitación contigua a la capilla, pongo
mentalmente en orden todas las impresiones recogidas en estos días.
Dentro de unas horas, hacia el mediodía, una avioneta especial (en vista de
que el correo ha suspendido el viaje por causa del mal tiempo) vendrá a
recogerme desde Bethel. Más tarde volveré a la escuela para despedirme
de los maestros, pero ahora, por última vez acaso, quiero estar a solas con
el Padre Llorente y transmitirle mi enorme pesar al dejarle. ¡Siento que ha
hecho, en estos días, tanto bien a mi espíritu!
Al ver luz en las ventanas, deduzco que el misionero está ya levan-
tado. Llamo a la puerta y escucho el invariable permiso para entrar, siem-
pre en inglés:
—¡Come in!
62
—¿Y por qué no lo hace? Desahóguese, hombre. ¡Habrase visto!
¡Qué clase de tipos son ustedes, los españoles! Ande, llore cuanto pueda.
Por mí no se preocupe. Ya le he dicho que nunca me he sentido solo ni
desgraciado. No estoy dispuesto a rendir la fortaleza; haré lo que mis su-
periores quieran. Si desean que regrese a España, lo haré, pero pensando
en volver aquí otra vez, si ellos lo consienten. He visto siempre en mis
superiores la voluntad de Dios. ¿Qué? ¿No llora usted, hombre?
Pensando en España
Utilizando su diminuta hacha, el párroco va convirtiendo en astillas
los gruesos troncos que los monaguillos han cortado con sierras mecánicas
y han traído hasta la misión en el trineo tirado por los perros.
—Acérqueme la caja de cerillas... Hoy, último día, ¿qué quiere para
desayunar? ¿Sabe qué he pensado esta noche?
—No puedo figurármelo, Padre.
—Se lo voy a decir. He permanecido largas horas pensando en Espa-
ña y los españoles. Y he llegado a la conclusión de que muchos compatrio-
tas han podido, en estos años, a través de mis libros y artículos, formarse
una imagen errónea de mí. Cuando vaya, la realidad de lo que vean y pal-
pen acaso les defraude. Tengo mis debilidades; la vanidad es, posiblemen-
te, uno de mis pecados peor controlados. ¿No sería mejor dejar a los
españoles con la ilusión en que se encuentran...?
63
—En ese caso, Padre, usted quiere engañarles. Además, usted acaba
de declarar que hará lo que sus superiores ordenen o deseen.
—¡Es verdad! ¡Calle, por Dios, qué cosas se me ocurren! Todo
menos abandonar la fortaleza, ¿eh?... Estoy seguro de que Dios me quiere
aquí mismo, en esta habitación donde nos encontramos, pero acaso
mañana a El se le antoje enviarme a España. Y aquí viene lo de siempre:
"Señor, cuida Tú de mí y de mis cosas. Yo cuidaré de Ti y de las tuyas."
¿No es hermoso esto, hombre?
Una pregunta
Los niños llegaron entonces por oleadas, procedentes de la escuela.
El profesor Henriksen les ha concedido un permiso de media hora para que
puedan acudir a despedir, a la orilla del río helado, al "compatriota cató-
lico" del Padre Llorente. Hace un minuto que, bajo el cielo plomizo, se ha
escuchado el ruido aún lejano de la avioneta que viene en mi búsqueda. El
Padre se levanta de la silla para atender a sus pequeños parroquianos de
64
Enmonak. Parece que Lorenzo Kameroff, de siete años, cuyo abuelo era
ruso, tiene algo que preguntar al jesuita. Veo cómo se cuelga de su cuello y
le habla al oído.
—¿Sabe qué me dice Lorenza? Está interesada en conocer qué va
usted a decir en su país acerca de los niños eskimales...
—Respóndale que me han parecido, colectivamente, encantadores
por su docilidad y buenas formas.
Adiós en eskimal
Son las once y media de la mañana cuando la avioneta en que voy a
partir sobrevuela la aldea y, finalmente, desciende para tomar tierra en el
río. Precedidos de la rapacería, salimos de la capilla hacia el aparato.
Camino de la avioneta, el grupo de los acompañantes se nutre con indí-
genas adultos que salen de sus casas. Como alfileres, los copos se clavan
en mi rostro al descubierto. Axel Johnson, el diputado eskimal, me hace la
ofrenda de un pintoresco cuchillo con asta de cuerno de reno, que su mujer
le ha entregado para "Mistress Delgado".
Jimmy, el piloto del "bush", tiene prisa por capear la tormenta de
nieve, a fin de que alcance el enlace de Bethel y pueda esta misma noche
dormir en Anchorage. Un centenar de eskimales se quitan los guantes y, al
mismo tiempo, me ofrecen sus manos desnudas. Los niños, en eskimal,
prorrumpen en afectivos adioses:
—¡Pioja, pioja!
Despedida
Abrazo fuertemente al misionero antes de introducirme en la carlin-
ga, junto al piloto, y advierto que es ahora mi esternón el que parece resen-
tirse de la española efusión de este titán de la fe y la caridad que es el Pa-
dre Llorente. En seguida veo que me imparte su bendición, ya con la hélice
en funciones. Desde la altura, el grupo parece más denso y compacto en
torno al párroco, que se ha quedado ya sin el compatriota que, en caste-
llano, le diga sencillamente "buenos días" cada mañana. Pero no solo.
Cada uno de los habitantes de Enmonak es un hijo cuyas virtudes exalta,
cuyos pecados sabe siempre perdonar.
El "hijo de Dios en el destierro", ha quedado allí abajo, en la más
avanzada trinchera de la Cristiandad. Tendré que contar los días que faltan
65
antes de que vuelva a ver, en la Patria lejana, a este fiel y grandioso
embajador de Jesucristo en las misiones del Ártico. Durante muchas horas
sentiré el dolor de haber perdido la compañía de un santo.
FIN
66
12
3
Otro reportaje de Jesús Delgado, publicado en La Gaceta del Norte el 19 de
mayo de 1963.
67
me recuerda ahora enormemente al jesuita: aparte de su cara, sus adema-
nes, acaso toscos pero entrañables como el propio pueblo. Incluso el mis-
mo timbre de su voz.
—¡Quién podía imaginarse que usted iba a coincidir con Segundo!
Liborio me ha abrazado entrañable, momentos antes, en la puerta de
su casa, a la que he llamado equivocadamente. Es un hombre de cuarenta y
tantos años, de amplio tórax y manos rudas, de guiar la pareja de bueyes de
trabajo por la heredad. El es quien me ha dicho que su hermano, el
misionero, descansa en la casa de José Luis, a la entrada del pueblo, la
última que en Villafalé se ha construido. Me tutea ya con una naturalidad
que agradezco profundamente.
—¡No se te ocurra ir allá a despertar a Segundo! Mientras estuvo en
Mansilla la Mayor, su pueblo y el de nuestros padres, hubo que hacer casi
una guardia nocturna para evitar que los ruidos le despertaran. ¡Y es tan
difícil hacer callar a los perros!
Contraste
Recordé entonces la abrumadora, increíble, casi hiriente serenidad de
la Misión eskimal de Enmonak, donde conviví con el misionero durante
una semana en el pasado mes de diciembre. La ausencia de ruidos produce
sosiego en el espíritu. Sin duda, al Padre Llorente el regreso a la civiliza-
ción (?) ha tenido que perturbarle. Me lo dijo por teléfono el pasado día 12
cuando hablé con él a las veinticuatro horas de haber aterrizada en Barajas.
—Es imposible dormir en Madrid. Me mandan esta noche a la casa
que la Compañía tiene en Chamartín. De otro modo, moriría aquí...
Creo que no hablan dado las siete y media de la mañana cuando
Liborio se decidió a acompañarme hasta la casa de José Luis. Las primeras
mujerucas comenzaban a salir de sus casas en este día que sugería una
gran claridad en la atmósfera.
La casa de José Luis no responde al tipo clásico de la vivienda de un
ganadero. Si acaso, pertenece al tipo de campesino en posesión de un
cierto bienestar. Es un edificio de dos plantas, con una gran corralada en la
que se guardan los aperos de labranza. El dueño ha abierto hace rato las
ventanas de su habitación y está en pie, con su mujer, que prepara los desa-
yunos. Hay que estar pronto arreglados, porque es San Isidro, fiesta de los
campesinos; a las diez está anunciada la misa rezada, que oficiará el Padre
68
Llorente y, a continuación, la procesión en torno a la iglesiuca, pintada
como un caserío andaluz, en la que se venera a San Andrés.
José Luis se emociona vivamente al ver al periodista que hace unos
meses le trajo las más amplias noticias de la existencia del hermano que
marchó de la casa paterna para "alinearse con los eskimales" cuando él
contaba cinco años. Esperamos en el corral a que el dueño del inmueble
haga un "comando" sobre la habitación del entrañable huésped.
—Nos hemos acostado anoche a las dos. Segundo me dijo: "Bajo
ningún concepto me despiertes antes de las nueve". Pero esta visita es
demasiado agradable como para imponerle espera...
69
Los ruiseñores y los malvises ya no están solos. Entre los chopos y
los olmos se ocultan ahora nutridos orfeones de otras especies. El Padre
Llorente levanta la cara hacia el cielo y exclama en un tono casi poético:
—¿Sabes qué me ha sorprendido más en España? La luz, la intensi-
dad de la luz. Y luego, el color de este cielo de mi pueblo.
Estamos sentados bajo un frondoso castaño de la finca de Liborio.
Frente a nosotros, una cola de caballo cae sobre el cauce que lleva el agua
hasta el molino próximo. La naturaleza ha sido pródiga con Villafalé y el
misionero se siente trémulo de emoción al contacto con tantas y tantas
cosas nunca olvidadas. Con el nuevo descubrimiento del solar paterno.
Durante varios meses viajará por España. Sólo ha permanecido unos días
en Madrid, pero ya puede afirmar:
—Estoy sorprendido del inmenso amor que los españoles están mos-
trándome...
"Desafío" al misionero
Poco a poco, como una película bellísima, se nos ha ido la mañana.
El Padre se encamina hacia la iglesiuca para prepararse en la sacristía. La
festividad es doble en la aldea: honrando a San Isidro podrán escuchar la
palabra del preclaro hijo de la comarca, ausente durante un cuarto de siglo
largo en las más inhóspitas lomas del Polo Norte, en el pliegue más lejano
del hemisferio occidental. Las gentes, endomingadas y sencillas, van
llegando al templo.
La ceremonia es breve y termina con unas palabras del misionero.
Panegírico sencillo y por eso más impresionante. "Los ojos de Dios os es-
tán mirando siempre. Cosas tan aparentemente intrascendentes y frívolas
—les dice— como peinarse o arreglarse las uñas se pueden hacer por amor
de Dios y, al alabarle, os santificarán".
La festividad continúa ahora a las puertas del templo, después de la
breve procesión por los campos verdeantes de la aldea. Todo el vecindario
está reunido ante el misionero.
En Mansilla Mayor estallaron también de regocijo. El Padre fue
"desafiado" por sus hermanos a que, uno por uno, identificara a los veci-
nos. La privilegiada memoria del misionero salió triunfante. En Villafalé le
esperaba una prueba semejante. Uno por uno, el Padre Llorente, ante el
asombro del periodista, fue reconociendo a los vecinos. Niños todavía
70
cuando él partió para Estados Unidos, hace treinta y tantos años, son hoy
hombres que rozan el medio siglo.
—Tú eres Máximo.
—Y tú, Petronila...
—Y tú, querido Heliodoro, tienes todo el aire de tu inolvidable pa-
dre...
Súbitamente el Padre pareció dudar ante un viejo apergaminado y
enjuto, que se adelantó del grupo y a quien el misionero había puesto las
manos sobre los hombros.
—Creo que estoy vencido. No sé, estoy dudando. No te recuerdo...
Iba a claudicar cuando el viejo abrió la boca. Se escuchó entonces la
voz del misionero:
—Al hablar, Máximo, te has delatado. Recuerdo bien el timbre de tu
voz... Tenías diez años cuando dejé el pueblo, ¿verdad?
La carcajada llegó rebotando entre las casas de adobes, con la velo-
cidad del eco, hasta el río.
El Padre Llorente había salido airoso de la prueba increíble.
Después de la Salve, recitada en eskimal, como una cascada de gar-
garismos, sus convecinos prorrumpieron en cordiales aplausos. En el cen-
tro del grupo el misionero reía y reía entre los habitantes de Villafalé, a
quienes acababa de identificar como si nunca hubiese salido del pueblo.
Los recordaba con la misma fidelidad con que tiene metidas en su
corazón y en su cerebro las fichas de sus 800 parroquianos del Yukón, al
borde del mar de Behring.
71
13
4
Este reportaje de un redactor de La Gaceta del Norte, apareció el 6 de junio
de 1963.
72
Y cuando le preguntamos sobre lo que opina del carácter español
después de sus treinta años "alaskeños", dispara su opinión:
—Me había olvidado ya de que los españoles hablan a voces y todos
a la vez. Cuando llegué de Alaska, quedé sorprendido, pero dentro de una
semana gritaré tan en voz alta como los demás españoles y cuando todos
hablen a la vez.
—¿Cuál es el objetivo primordial de su regreso a España?
—Suscitar nuevas vocaciones misioneras en España. Nunca soñé que
fuese tanto y tan cariñoso el interés de los españoles por aquel mundo de
Alaska. Yo vengo a sembrar y a plantar un poco. Y dejemos a Dios que se
encargue de la cuestión del crecimiento.
—¿Estará mucho tiempo en España?
—Cerca de un año, si no me mata un coche por esas carreteras.
Y el Padre Llorente, con su estilo cortado de eskimal apostólico nos
relata las emociones entrañables que vivió en Mansilla Mayor, abrazando a
sus hermanos, más pequeños que él, al cabo de sus treinta y tres años de
mundo lejano y helado. Y también aquello de conocer a sus veinte sobri-
nos. Y de todo esto no decimos nada, porque la pluma certera de nuestro
compañero Delgado también nos ofreció toda la ternura del misionero
cuando recobraba la luz del terruño y los abrazos del origen.
—La visita de Jesús Delgado —nos dice el jesuita— supuso para mí
una emoción inolvidable. Y sus reportajes en La Gaceta del Norte me han
abierto muchas facilidades para esta labor misionera que realizo ahora en
España.
El día está pasando entre lluvias, soles y nublados. Hace calor. Por la
frente del misionero de los eskimales se deslizan pequeños arroyos de
sudor.
—Cuando regrese a Alakanuk tendré muchas cosas que contar a los
parroquianos. Ellos no me preguntarán, porque su carácter es así. Pero es-
cucharán encantados muchas de las cosas que yo les cuente de mi España.
73
14
5
Esta reseña apareció en La Gaceta del Norte el 9 de junio de 1961.
74
"Me da gusto haber ido desde España hasta Alaska sólo por el hecho
de administrar la comunión a los niños eskimales. He estado muy contento
allí durante estos veintisiete años. Y por estar contento, nunca he estado
enfermo. Cuando se está contento, vamos, creo yo, no se puede estar
enfermo".
"Desayuno a las nueve, con café con leche y miel. Revuelvo y re-
vuelvo la miel hasta que desaparece, pero yo se que está allí. A veces,
mientras tomo el café con la mano derecha, con la izquierda me llevo a la
boca unas avellanas, pasas, cacahuetes o nueces. Y ante mi tengo siempre
una revista o un periódico. No vuelvo a comer hasta las seis de la tarde, en
que abro una lata de salmón o de carne congelada. Lo mezclo todo con
verdura o maíz que extraigo de otra lata. Lo revuelvo todo mientras leo".
"De repente, cuando menos lo espero, un muchacho eskimal de
veintitantos años llama a la puerta y entra. Nos quedamos frente a frente,
pensativos. Pasados unos minutos, voy y le digo:
—¡Hola!
El contesta:
—¡Hola!
Al cabo de un rato, le interrogo:
—¿Has venido a verme?
Y él dice:
—Sí.
Pasados unos minutos, voy y le pregunto:
—¿Querías hablarme?
Y él dice:
—Sí.
Al cabo de otro ratito, le animo:
—Dime algo
Y no me dice nada. Vuelvo entonces a la carga:
—¿Venías a darme algún mensaje?
—No.
—¿Vienes a pedirme algo?
—No.
75
—¿Vienes a casarte?
—Sí.
—Perfectamente. Tienes ya trineo, rifle, perros y redes. ¿Con quién
vas a casarte?
—Pues, no sé...
Y entonces insisto:
—¿Cómo vas a casarte si no tienes con quién? El exclama:
—Vengo a ver si me puede buscar una novia".
76
15
6
Cerramos este volumen con dos reseñas-apéndices, la del homenaje que le
rindió su pueblo, inserta en "PROA", el martes 14 de mayo de 1963, y la entrevista
que le hicieron en su rápida visita a Valladolid.
77
La Misa Mayor
El misionero alaskeño había dado por la noche una regocijante e
instructiva charla a sus paisanos.
Al filo de las once, entre estampidos de cohetes y voltear de
campanas, el pueblo fue a su casa natal para acompañarle a la iglesia. A
celebrar su "primera misa" solemne en el templo donde fue bautizado.
Este templo que cuenta con artísticos detalles en su artesonado, en
sus retablos y demás, tiró de ornamentos y galas como en los días más
solemnes.
Al oficiante le asistieron en el terno dos sacerdotes, sus condis-
cípulos: don Eurípides Llamas y don Pedro Presa.
Otro gran misionero jesuita, el P. Francisco de Castro, el del Secre-
tariado de Anking, el de la perilla típica, el infatigable trotador en toda em-
presa misionera en que puede poner mano, subió al púlpito para el sermón.
Que fue un original y bello tríptico misionero: el pie, las manos y el co-
razón en las Misiones católicas. San Pablo, San Francisco Javier, el P.
Llorente; otro tríptico... representativo de facetas y noticias de la excelsa y
milagrosa obra de la evangelización del Mundo.
El P. Castro, enamorado de las Misiones, habló como tal. El coro
parroquial de Mansilla Mayor ha sabido conquistar respetuosa fama por
ahí. Canta admirablemente. El párroco don Felipe Boixó, que le dirige,
puede estar orgulloso. El domingo quisieron estar a tono con las circuns-
tancias y lo consiguieron: la misa "Te Deum laudamus", de Perosi, les sa-
lió "bordada". Como el "Te Deum" final del acto, a canto gregoriano. El
oficiante se emocionó oyendo cantar a sus paisanos. Pudo decir aquello de:
"Paez" que "tien" jilguerines en la garganta.
Otra emoción que añadir: el administrar la Primera Comunión al gua-
po chiquillo Jesusin Redondo Llorente, uno de los veintidós sobrinos
carnales.
Terminado el Santo Sacrificio, hubo fervoroso besalamanos al extra-
ño y querido "misacantano". Muchos besos devotos. Y acaso el primero,
invisible, el de aquella buena mujer, su madre, que un día le preparó la
ropa cuidadosamente para venir al Seminario de León.
Para esto, si, señor; para esto... que debieran comprender todas las
madres cristianas...
78
Charla desde el balcón
El pueblo volvió a acompañar al P. Llorente a su regreso a casa. Y el
hombre no tuvo más remedio que improvisar una charla desde el balcón
para satisfacer a la gente que no se despegaba.
Charla, interesante, amena, espiritual y humorística. Como el estilo
de este hombre formidable en sus cartas, en sus artículos y en sus libros.
Al Rosario
Por la tarde, siguió el vecindario su línea tradicional de los domin-
gos. Y que ojalá no falte nunca en este agitado mundo que va hundiéndose
entre amenazas de hecatombe, y frivolidades de "cabaret".
Y así, se tocó al Rosario. Allá fue la gente a abarrotar la iglesia. Con
el P. Llorente. No faltaba más... Rosario, Mes de las Flores, acto euca-
rístico. Todo muy brillante y devoto. Por si fuese poco, llegó de León el
coro femenino de San Marcos y la voz de Fuencisla Muñoz y otras
hicieron competencia y dieron ayuda a los "jilguerines" de Mansilla la
Mayor.
Descubrimiento de la lápida
De la iglesia a casa del P. Segundo, como por la mañana. Con el
vecindario en pleno, gente de otros pueblos cercanos, sacerdotes que han
podido dejar cumplido su ministerio pastoral y forasteros de la capital: el
Provincial de los Jesuitas de la Provincia de León, P. Ángel Tejerina; el
Superior de esta Residencia, P. Pedraz; otros representantes del Colegio,
Residencia y Curia jesuíticas, el diputado provincial don Julián de León, el
ingeniero jefe de Obras Públicas y su esposa; la entusiasta "secretaria" en
León del Padre Llorente, María Conde, etc.
A la puerta de la casa del misionero se colocan las banderas de las
Auxiliadoras de Misiones llegadas de la capital. Han ido unas treinta seño-
ritas.
El Secretario del Ayuntamiento lee desde el balcón el acta en que se
nombra hijo predilecto del mismo al P. Llorente. Aplausos a granel.
El alcalde, don Miguel Romero, por cierto tío del homenajeado,
habla para ofrecer al P. Llorente el tributo de admiración y honor que el
pueblo, satisfecho y orgulloso le rinde.
79
Hay en sus palabras la elocuencia de una emoción que cala profun-
damente y pone temblor en los labios y humedad en las pupilas. Siente la
satisfacción de unir a Alaska con Mansilla con este acto. Muestra el perga-
mino con el nombramiento de hijo predilecto. Hay una ovación tremenda
cuando se descubre la lápida, preciosa obra, por cierto, del ilustre Víctor
de los Ríos, escultor de "fotos" como le ocurrió con su famoso busto del P.
Poveda.
Se dan vivas a Cristo Rey y a España. El Padre Llorente nos defraudó
como orador "académico". ¿Esperaba la gente un discurso de altos vuelos
y largos latiguillos? Pues se contentó con decir que él era un misionero y
que todo el honor y demás lo trasfería a la Compañía de Jesús a que perte-
nece. ¡Buena virtud la modestia!
El P. Castro, que en todos los sitios es uno más de la familia,
presenta en forma sencilla al Provincial de los Jesuitas en León: este activo
P. Tejerina, que ha traído aquí al P. Llorente, "aplicado" a la provincia
"jesuítica" Oregonense de los Estados Unidos, pero perteneciente a esta de
León.
Agradece en breve discurso el honor que se hace a un tan preclaro
miembro de la Compañía de Jesús, y, por ello, también a ésta.
El acto tuvo un atractivo carácter de sencillez y de entusiasmo. Y.
sobre todo, de emoción. Algunas manos varoniles, curtidas de soles y tra-
bajos camperos, se llevaron un pañuelo a los ojos humedecidos. De muje-
res que hicieron lo mismo... ¡así!...
La emoción alegre reinó en Mansilla Mayor el domingo, también. Se
lloró de gozo. Y se aplaudió y vitoreó como... merecía la fiesta.
80
en EE. UU., pase inadvertido de León, por apatía de la gente. ¡Estaría
bueno!...
C. H. M.
81
16
7
Aparecido en Libertad de Valladolid el 28 de mayo de 1963.
82
—¿Es igualmente fría en toda su amplitud?
—No. Al sur el clima permite grandes bosques. Se producen horta-
lizas enormes. He visto repollos que necesitan dos hombres para transpor-
tarlos. Se debe a que en los meses sin noche crecen los vegetales como la
espuma. La yerba sube hasta esconder a un hombre de pie. Pero, en cam-
bio, son muy insípidas aquellas hortalizas; están sobrecargadas de agua. En
las latitudes superiores sólo hay musgos. El subsuelo es hielo. No pueden
calar vegetales de raíces. La temperatura en los valles centrales, entre
montañas, baja hasta sesenta grados.
—¿Usted dónde vive?
—Mi distrito está al noroeste. Allí oscilan las temperaturas entre
nueve grados centígrados sobre cero y treinta bajo cero. Viven mis gentes
a orillas del Yukón.
—¿Cuántos están confiados a su celo misional?
—Algo más de ochocientos, distribuidos en tres aldeas, distantes
entre sí las más extremas unos treinta kilómetros.
—¿Todos católicos?
—Todos.
—¿Cómo les atiende?
—Digo misa por la mañana en una de las aldeas. Por la tarde en otra.
Alternando, por semanas, se queda una sin visitar, por imposibilidad física
de mi parte, ya que uno no es Dios omnipresente. Pero estamos muy com-
penetrados. Les quiero mucho y ellos a mí. Y, como ya llevo muchos años
haciendo la vida de párroco, he bautizado a gran número de ellos, después
los he casado y ahora estoy bautizando a sus hijos
—¿Por eso le eligieron diputado?
—Creo que por eso. Al convertirse la antigua colonia en el Estado de
Alaska, con sus divisiones de distritos, por el mío figuraban dos nombres.
Los electores deliberaron entre ellos y, en vista de que no les satisfacía
ninguno de los dos, se dijeron: "¿A quién pondremos en ese tercer renglón
en blanco de la candidatura? Al Padre Llorente. Ya se encargará él de
defender nuestros intereses". Mi sorpresa fue, al escuchar la radio, cuando
oí que el diputado por mi distrito era Segundo Llorente.
Tuve que ir a Junneau. Participé en las comisiones; trabajo duro,
puesto que se prolongaba de nueve de la mañana a siete de la tarde, y había
que madrugar, por consiguiente, para decir misa y rezar completo el bre-
83
viario de cada día. Votaba lo que buenamente comprendía que era lo me-
jor. Pero, fue útil. Aprendí más cosas útiles en esos asuntos que si hubiera
asistido varios años a la escuela. He podido representar a mis electores con
todo derecho, pues soy al mismo tiempo ciudadano norteamericano que
ciudadano español.
—¿Qué vida hace usted entre sus eskimales? ¿Cómo es su jornada
diaria?
—La de un párroco. Los sábados es el gran día de las confesiones.
Acuden en grupos, con mucho gusto. Los domingos les explico el Evan-
gelio, paseando por la iglesia. Les pongo comparaciones a su alcance. Su
mentalidad es diferente. Al ver la iglesia llena de feligreses, les alabo
mucho. Les enseño a hacer coloquios con Dios, según sus necesidades
espirituales o materiales. Y, al observar algunos vacíos, me lamento tam-
bién en voz alta: "Pobres —digo—, veo también, que algunos no han podi-
do venir" (a lo mejor están durmiendo la borrachera del sábado y los
demás, que lo saben, lo entienden). Y añado: "Qué pena, si les toca la
mano izquierda". (Ya saben ellos bien que en el juicio final los justos
estarán a la derecha y los otros a la izquierda).
Ellos repiten: "¡Pobres!"
La doctrina a los niños sigue un método parecido. ¿Quién ha hecho
sacrificios? Y levantan la mano y me cuentan en qué se han sacrificado por
Dios: así, el tardar un rato en beber, teniendo mucha sed; no responder con
un puñetazo al compañero que les ha dado una patada. Y los que no se han
sacrificado, se ponen mustios.
Para examinarles sobre la solidez de sus conocimientos y el grado de
distinción de los conceptos, les pregunto, por ejemplo: ¿La Virgen rezaba
el rosario todos los días o solamente los sábados?
No lo rezaba. Entonces no se decía y Ella era la Virgen.
¿Cuántos hijos tuvo San José? Ninguno —contestan—. Jesús era hijo
de Dios Padre.
¿Iban la Virgen y el Niño a misa? No la había entonces.
Y luego, cuando abandonan todos el templo, me quedo solo, absolu-
tamente solo. La soledad es mi compañera largas horas.
—¿Aguanta la soledad?
—Gracias a esta hermosa soledad, aguanto la vida en Alaska. Porque
tengo por compañero a Dios. Paseo del presbiterio a la cancela, sin que el
más mínimo ruido perturbe el silencio, sin que ni siquiera lo interrumpa el
84
batir de una puerta. Vestido con las pieles, paseo dialogando con el Señor
y me arrodillo en el comulgatorio, a solas con Jesucristo; estamos ínti-
mamente unidos, como dos amigos que no tienen secretos entre sí.
Cuando me retiro a descansar, no tengo más que abrir la puerta que
hay al lado de la Epístola. Mi habitación está allí; pared por medio, el
Sagrario.
—¿Nadie le hace la limpieza ni las labores domésticas?
Por eso, para fregar menos platos, hago dos comidas: una, a las nue-
ve de la mañana; otra, a las seis de la tarde.
También tengo que emplear el tiempo en llevar nota de todos los
intereses sociales que corresponden a los feligreses de las tres aldeas,
aparte, claro es, de visitar enfermos, administrar Sacramentos, recorriendo
el país en trineo o en un fueraborda por el ancho río.
—¿En qué se ocupan las gentes de Alaska?
—De los doscientos cincuenta mil habitantes, solamente son eski-
males quince mil. Con el tiempo se calcula que poblarán el Estado cuatro
millones de personas. Serán blancos, pues, aunque hay bastantes naci-
mientos entre aquéllos, la inmigración blanca crece en mucha mayor pro-
porción.
Los eskimales se dedican a cazar aves de paso, de muchas especies y
sabrosa carne, que hacen escala estacional en enormes bandadas. Recogen
también grandes cantidades de huevos, para lo cual van andando gol-
peando el suelo y gritando, para que, al ruido, se espanten las aves que
calientan la nidada y les descubran dónde están sus camadas.
También se dedican a la pesca del salmón, cuando llega la tem-
porada. Las piezas pesan, por término medio, 22 kilos.
Son hábiles en la caza del visón mediante trampas que colocan en los
agujeros que esos animales hacen, por docenas, horadando el subsuelo he-
lado para comer su alimento, que son los peces. Los visones, cuya piel es
tan apreciada, son una especie de gatos alargados muy voraces.
Cazan también zorros plateados y otros animales estimadísimos en la
industria del vestido.
—En la quietud de la aldea, ¿cómo pasan el tiempo?
—Toman baños de calor los hombres. Se meten en una a modo de
caseta, hecha de troncos. Allí se desnudan, hacen una hoguera cuyo humo
sale por un hueco, en forma de cúspide de cono, y sudan mientras la fogata
85
dura, permaneciendo ellos en cuclillas contándose las habladurías de
actualidad. Luego se echan agua de unas jofainas, por la cabeza, se visten
y vuelven a sus casas.
En la plaza celebran ballets de canto y son monótonos, que a ellos les
divierten mucho. Al son las mujeres, en pie y con la vista en el suelo,
mueven los brazos y dan con los pies golpes en el suelo. Los hombres,
sentados sobre los abrigos convertidos en una bola, y con las rodillas al
mismo tiempo en el suelo, se contonean, a su vez, con enérgicos movi-
mientos de brazos. Es, yo creo, una danza inventada para entrar en calor.
—¿Cuanto tiempo seguirá en España?
—Quería estar hasta las Navidades. Entonces, al llegar los fríos, me
volveré a Alaska, para entrar en calor.
Entretanto, seguiré recorriendo las provincias, para interesar a la
gente joven por las misiones de Alaska.
A ver si alguno se anima a evangelizar a aquellos excelentes eskima-
les.
Deseo que salude, en nombre de este misionero, a los lectores de
Libertad. Adiós.
—Con mucho gusto, Padre Llorente. Adiós.
Luis A.-Villalobos
86