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El Almohadón de Pluma

Horacio Quiroga

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Biblioteca digital abierta

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Texto núm. 1037

Título: El Almohadón de Pluma


Autor: Horacio Quiroga
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 28 de julio de 2016
Fecha de modificación: 28 de julio de 2016

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El Almohadón de Pluma
Su luna de miel fué un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el
carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería
mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando
volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta
estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. El, por su parte, la amaba
profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses—se habían casado en abril—vivieron una dicha


especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido
cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible
semblante de su marido la contenía en seguida.

La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La


blancura del patio silencioso—frisos, columnas y estatuas de
mármol—producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el
brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,
afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a
otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono
hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluído por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía
dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su
marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se


arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin, una
tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a
uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por
la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al
cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la
menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún
quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

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Fué ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente
amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma
detención, ordenándole calma y descanso absolutos.

—No sé—le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía


baja.—Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada…
Si mañana se despierta como hoy, llámeme en seguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de
marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más
desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio
estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin
oir el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también
con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con
incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba
en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama,
mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al


principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro
lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando
fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.

—¡Jordán! ¡Jordán!—clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la


alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dió un alarido de


horror.

—¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de


largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las
suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la


alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que

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se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber
absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor
mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La
observaron largo rato en silencio y pasaron al comedor.

—Pst…—se encogió de hombros desalentado su médico.—Es un caso


serio… poco hay que hacer…

—¡Sólo eso me faltaba!—resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre


la mesa.

Alicia fué extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero


que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su
enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía
que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas olas de sangre.
Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama
con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la
abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la
cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares
avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y
trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió, luego, el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a
media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el
dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el
delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos
pasos de Jordán.

Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya,
miró un rato extrañada el almohadón.

—Señor—llamó a Jordán en voz baja.—En el almohadón hay manchas


que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la


funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se
veían manchas de sangre.

—Parecen picaduras—murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil


observación.

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—Levántelo a la luz—le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero en seguida lo dejó caer, y se quedó mirando a


aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos
se le erizaban.

—¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca.

—Pesa mucho—articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la


mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas
superiores volaron, y la sirvienta dió un grito de horror con toda la boca
abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós:—sobre el fondo,
entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal
monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas
se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca—su trompa, mejor dicho—a las sientes de aquella,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción
diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde
que la joven no pudo moverse, la succión fué vertiginosa. En cinco días,
en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a


adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana
parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los
almohadones de pluma.

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Horacio Quiroga

Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de


1878 – Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937) fue un cuentista,
dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano,
de prosa vívida, naturalista y modernista. Sus relatos, que a menudo
retratan a la naturaleza bajo rasgos temibles y horrorosos, y como
enemiga del ser humano, le valieron ser comparado con el estadounidense
Edgar Allan Poe.

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La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes y los suicidios,
culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el
Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad,
tras enterarse de que padecía cáncer de próstata.

Seguidor de la escuela modernista fundada por Rubén Darío y obsesivo


lector de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, Quiroga se sintió atraído
por temas que abarcaban los aspectos más extraños de la Naturaleza, a
menudo teñidos de horror, enfermedad y sufrimiento para los seres
humanos. Muchos de sus relatos pertenecen a esta corriente, cuya obra
más emblemática es la colección Cuentos de amor de locura y de muerte.

Por otra parte se percibe en Quiroga la influencia del británico Sir Rudyard
Kipling (Libro de las tierras vírgenes), que cristalizaría en su propio
Cuentos de la selva, delicioso ejercicio de fantasía dividido en varios
relatos protagonizados por animales. Su Decálogo del perfecto cuentista,
dedicado a los escritores noveles, establece ciertas contradicciones con su
propia obra. Mientras que el decálogo pregona un estilo económico y
preciso, empleando pocos adjetivos, redacción natural y llana y claridad en
la expresión, en muchas de sus relatos Quiroga no sigue sus propios
preceptos, utilizando un lenguaje recargado, con abundantes adjetivos y
un vocabulario por momentos ostentoso.

Al desarrollarse aún más su particular estilo, Quiroga evolucionó hacia el


retrato realista (casi siempre angustioso y desesperado) de la salvaje
Naturaleza que le rodeaba en Misiones: la jungla, el río, la fauna, el clima y
el terreno forman el andamiaje y el decorado en que sus personajes se
mueven, padecen y a menudo mueren. Especialmente en sus relatos,
Quiroga describe con arte y humanismo la tragedia que persigue a los
miserables obreros rurales de la región, los peligros y padecimientos a que
se ven expuestos y el modo en que se perpetúa este dolor existencial a las
generaciones siguientes. Trató, además, muchos temas considerados tabú
en la sociedad de principios del siglo XX, revelándose como un escritor
arriesgado, desconocedor del miedo y avanzado en sus ideas y
tratamientos. Estas particularidades siguen siendo evidentes al leer sus
textos hoy en día.

Algunos estudiosos de la obra de Quiroga opinan que la fascinación con la


muerte, los accidentes y la enfermedad (que lo relaciona con Edgar Allan
Poe y Baudelaire) se debe a la vida increíblemente trágica que le tocó en
suerte. Sea esto cierto o no, en verdad Horacio Quiroga ha dejado para la

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posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales
de la literatura hispanoamericana del siglo XX.

(Información extraída de la Wikipedia)

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