Dinero Sangriento - C. L. Werner

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 1100

En el inhóspito Viejo Mundo, pocos

son tan temidos y odiados como los


cazadores de recompensas. El suyo
es un mundo de engaño, traición y
violencia indiscriminada, donde las
palabras y las vidas se venden a
bajo precio. La supervivencia
depende de una mezcla única de
inteligencia, astucia animal y fuerza
bruta, mientras la promesa de dolor
mantiene vivo el miedo. Brunner es
uno de ellos, un hombre
despiadado que no se detendrá
ante nada con tal de atrapar a su
presa y reclamar la recompensa.
C. L. Werner

Dinero
sangriento
Warhammer. Brunner el
Cazarrecompensas 1
ePub r1.1
epublector 11.01.14
Título original: Blood Money
C. L. Werner, 2003
Traducción: Diana Falcón, 2004

Editor digital: epublector


ePub base r1.0
Un pasmado silencio descendió
sobre la calle mientras se
apagaba el eco de la
detonación. Brunner avanzó a
grandes zancadas por el fango,
se acuclilló junto al cuerpo del
tileano y sacó un cuchillo
grande del cinturón. El filo
serrado brilló en la luz por un
momento, antes de que lo
apoyara contra el cuello del
muerto. Una mujer profirió un
grito cuando Brunner comenzó
su horrenda obra.
—Asegúrate siempre de que el
hombre al que quieres matar
juegue con las mismas reglas
que tú —dijo el cazador de
recompensas al mismo tiempo
que alzaba la cabeza de Savio,
separada del cadáver.
Ésta es una época oscura, una época
de demonios y de brujería. Es una época
de batallas y muerte, y de fin del mundo.
En medio de todo el fuego, las llamas y
la furia, también es una época de
poderosos héroes, de osadas hazañas y
de grandiosa valentía.
En el corazón del Viejo Mundo se
extiende el Imperio, el más grande y
poderoso de todos los reinos humanos.
Conocido por sus ingenieros,
hechiceros, comerciantes y soldados, es
un territorio de grandes montañas,
caudalosos ríos, oscuros bosques y
enormes ciudades. Y desde su trono de
Altdorf reina el emperador Karl Franz,
sagrado descendiente del fundador de
estos territorios, Sigmar, portador del
martillo de guerra mágico.
Pero estos tiempos están lejos de ser
civilizados. A todo lo largo y ancho del
Viejo Mundo, desde los caballerescos
palacios de Bretonia hasta Kislev,
rodeada de hielo y situada en el extremo
septentrional, resuena el estruendo de la
guerra. En las gigantescas Montañas del
Fin del Mundo, las tribus de orcos se
reúnen para llevar a cabo un nuevo
ataque. Bandidos y renegados asuelan
las salvajes tierras meridionales de los
Reinos Fronterizos. Corren rumores de
que los hombres rata, los skavens,
emergen de cloacas y pantanos por todo
el territorio. Y, procedente de los
salvajes territorios del norte, persiste la
siempre presente amenaza del Caos, de
demonios y hombres bestia corrompidos
por los inmundos poderes de los Dioses
Oscuros. A medida que el momento de
la batalla se aproxima, el Imperio
necesita héroes como nunca antes.
Prólogo

Para mí, todo comenzó en una calurosa


noche de verano, entre las sofocantes
callejas secundarias de la ciudad tileana
de Miraguano. Corría mi segundo año
de exilio de mi ciudad natal, la
grandiosa Altdorf, esa emperadora de
todas las ciudades, ese símbolo del
esfuerzo, la sabiduría y la fe de la
humanidad. Como tal vez algunos
recordarán, mis problemas comenzaron
tras la publicación de mi propia versión
sobre el malvado más terrorífico de la
historia: Una historia verídica de la vida
del conde Vlad von Carstein de
Sylvania, el vampiro.
Es verdad que el nombre de
Ehrhard Stoecker se hizo famoso a lo
largo y ancho del Imperio. Incluso me
llegó una invitación para visitar a la
zarina de Kislev, un territorio fascinado
por los relatos referentes a la
aristocracia de la noche. En mi tierra,
no obstante, al mismo tiempo que la
fama y la fortuna llegaban hasta mí,
unos enemigos implacables se alzaron
entre mi persona y las recompensas
merecidas por mi labor. Mi obra fue
denunciada nada menos que por un
personaje tan importante como el
mismísimo Gran Teogonista, y el sumo
sacerdote de Ulric, en Middenheim,
llegó incluso a calificar la novela de
«despreciable». Los críticos literarios,
que siempre inclinan sus cobardes
cabezas ante el humor del clero,
desacreditaron mi trabajo como una
faramalla ramplona, obra de un
escritorzuelo apenas alfabetizado que
«indudablemente piensa que Sylvania
es una provincia de Bretonia».
Yo podía soportar a unos
detractores tan malévolos e intolerantes
porque mis editores me dijeron con
entusiasmo que por cada palabra dura
que el Gran Teogonista se dignaba
lanzar contra mi obra, se vendían otros
quinientos ejemplares. Y es en las
cuestiones monetarias, tal vez, donde se
ha expresado y se expresará siempre la
opinión del público. No, no fue el
vitriolo de los críticos ni la befa del clero
lo que me llevó a tierras remotas para
desaparecer del Imperio. Fue a altas
horas de la noche, en una calle oscura,
cuando descubrí que también otros se
habían sentido ofendidos por mi obra, y
que no todos mis detractores eran
humanos. Entonces, decidí alejarme de
mi tierra natal.
Así fue como yo, Ehrhard Stoecker,
acabé sentado dentro de una mugrienta
taberna parecida a una conejera y
situada en el distrito más decadente de
Miragliano, el famoso puerto de
príncipes comerciantes, matones,
corsarios y viles contrabandistas. Me
encontraba con que mi posición había
sufrido un gran deterioro; yo, que una
vez había narrado una de las más
famosas y siniestras historias de horror
que jamás hayan honrado las
bibliotecas de Altdorf.
El último dinero obtenido con mi
famosa obra se agotaba con rapidez, y
había sido reclutado por un tileano muy
inescrupuloso llamado Ernesto —editor
de delgados libros que les endilgaba a
los marineros con el fin de mitigar el
tedio de sus viajes oceánicos—, para
que dedicara mi talento a
proporcionarle material para sus
horrendos folletines. Me encontré con
que pasaba el día merodeando por las
tabernas de Miragliano y memorizando
obedientemente los relatos de
marineros y comerciantes mientras ellos
se ahogaban en alcohol, esforzándome
por comprender sus rudos dialectos e
inveteradas jactancias, a la caza de
cualquier perla de verdad que hubiese
tras las historias que contaban.
Aquellas largas horas que pasaba
intentando soportar la vanidad de
algún necio que explicaba que era el
más poderoso héroe desde Sigmar, o al
menos desde Konrad, no se
diferenciaban mucho de un
interrogatorio a manos de un
torturador estaliano. No obstante,
Ernesto necesitaba todo el material que
yo pudiese proporcionarle, y la miseria
que pagaba por cada página aseguraba
que yo le proporcionase tantos
manuscritos como fuese capaz de
redactar.
Una noche, bastante bebido, me
encontraba sentado en una tasca de los
muelles conocida como La Moza de
Albión. Sin embargo, no estaba tan
ebrio como mi compañero, un bandido
de poca monta llamado Ferrini, que con
sollozos de borracho me contaba la
historia de su vida. Me explicó cómo se
había convertido en un verdadero
príncipe bandido después de haber sido
arrebatado del seno de su familia noble
de Tobaro por agentes de su hermano
menor, que deseaba el título para sí. Yo
estaba intentando decidir si Ernesto
sería capaz de tragarse las mentiras de
aquel patán cuando se abrió la puerta
de la taberna y mi compañero se puso
repentinamente tan sobrio como un
sacerdote de Morr, así que seguí la
dirección de su temerosa mirada hacia
la figura que acababa de entrar en el
salón.
Era un hombre alto, delgado
aunque musculoso, con el aire de un
duelista profesional, o un asesino a
sueldo, hombres que necesitan más
agilidad que fortaleza. El recién llegado
vestía un traje de brigantina, con un
peto de gromril, ese fabuloso metal de
los enanos. Bandoleras y cinturones
para cuchillos, flechas de ballesta y otras
armas le rodeaban la cintura y se
cruzaban sobre su pecho por encima de
la armadura. Una pesada cimitarra
colgaba de su cadera. El semblante del
hombre quedaba parcialmente oculto,
pues la región de encima de su labio
superior se ocultaba tras la redondeada
superficie de su negro casco de acero.
Mientras lo contemplaba, se volvió, y
los gélidos ojos azules que miraban
desde detrás de la visera se fijaron en
los míos. El hombre que se encontraba
a mi lado murmuró una palabra con
voz susurrante.
—Brunner —graznó Ferrini, y les
lanzó una mirada de desesperación a
los dos hombres de aspecto brutal que
habían estado con él antes de que yo
llegara.
El par de bandidos ya estaba en
movimiento: uno sacando una daga de
hoja larga que llevaba envainada en el
cinturón, y el otro, alzando un pesado
garrote de acero y roble. Cuando el
hombre al que Ferrini había
identificado como Brunner comenzó a
avanzar hacia nuestra mesa, los
camaradas de Ferrini lo atacaron. Se
produjo un destello cuando un cuchillo
salió volando de una de las
enguantadas manos del hombre, y vi
que el que blandía el garrote dejaba
caer el arma al hundirse en su
antebrazo la hoja de metal. Mientras
aún chillaba, Brunner le propinó una
patada en los dientes con la punta de
acero de una bota. El otro bandido
arremetió contra la espalda del asesino,
pero Brunner esquivó la hoja que
pretendía apuñalarlo. No obstante, no
vi lo que aconteció después —aunque
un momento más tarde, pude oír que el
hombre gritaba— porque entonces ya
me precipitaba al exterior de la taberna
La Moza de Albión a través de una
puerta lateral detrás de mi compañero
de copas, que se había levantado de la
mesa y se había escabullido del local en
el mismo instante en que los otros dos
bandidos habían distraído la atención
de Brunner.
Si hubiese tardado un momento
más en seguirlo, jamás habría dado
alcance al bandido de cara de
comadreja. La puerta daba a un
estrecho callejón, y mi anterior
compañero había recorrido ya la mitad.
Tuve que hacer un esfuerzo tremendo
para alcanzarlo y, cuando lo hice, se
volvió hacia mí con una daga aferrada
en un puño. Me reconoció al instante y
retiró el arma, para luego girar y echar a
correr. Posé una mano sobre su hombro
y le dije que conocía un lugar donde
podía esconderse. Se le escapó un
gemido de agradecimiento entre jadeos,
y los dos nos deslizamos al interior de
una húmeda calleja, en dirección al
sórdido albergue donde tenía mi
alojamiento.
Ferrini se encaminó de inmediato
hacia la única ventana que daba a la
calle y buscó rápidamente cualquier
señal de persecución. Al no hallarla, se
apresuró a cerrar los postigos. Entonces,
dado que se sentía un poco más seguro,
una parte de la anterior bravuconería
volvió a aflorar en el bandido, que
comenzó a hablarme de aquel personaje
pavoroso, aquel heraldo ambulante de
muerte y enjuiciamiento.
Ferrini me explicó que Brunner era
un cazador de recompensas. El nombre
de aquel tipo era un susurro temeroso
entre bandidos, piratas y salteadores de
caminos desde aquí hasta los lejanos
bosques de Bretonia y las aldeas de
Reikland. Se decía que una vez que
Brunner tomaba la decisión de atrapar
a un hombre, los días de éste estaban
contados; no en años, sino en semanas.
Se rumoreaba que el cazador de
recompensas había sacado a un capitán
bucanero del refugio de la fortaleza
pirata que había en Sartosa; que había
liquidado a un traidor del rey de
Bretonia en la corte de un jeque de
Arabia, y que había perseguido a un
famoso contrabandista hasta las
profundidades de Peñasco Negro y
había regresado con su presa desde las
entrañas de la fortaleza goblin, o al
menos, con la cabeza del hombre…
Con la espada y el arco, había pocos
hombres que pudieran igualarlo y
ninguno que pudiese reclamar su
supremacía sobre él con ambas armas.
Los relatos continuaron, cada uno más
terrible y feroz que el anterior.
Entonces, el semblante de Ferrini
palideció de nuevo, y me volví para ver
qué había horrorizado tanto al bandido.
De pie, en la entrada, se encontraba la
figura acorazada del cazador de
recompensas. Se había movido con tal
sigilo que yo no había oído ni el más
leve paso, ni el más ligero crujido de la
puerta. Era como si un príncipe
demonio, chasqueando los dedos,
hubiese materializado al hombre en el
aire.
Ferrini manoteó en busca de su
espada, y oí el raspar del acero cuando
el cazador de recompensas desenvainó
la suya. Ferrini profirió un alarido y
dejó caer su arma para precipitarse
hacia la ventana y abrirla.
En un instante, el cazador de
recompensas cayó sobre él. Ferrini
quedó como un peso muerto en las
enguantadas manos de Brunner,
sollozando como un niño, mientras de
sus pantalones manaba un líquido
hediondo. El cazador de recompensas
no retuvo a su presa, sino que la lanzó
por la ventana, entre chillidos. Se oyó
un golpe sordo cuando el hombre se
estrelló contra el adoquinado, situado
tres pisos más abajo.
El cazador de recompensas se
asomó a la ventana mientras los gritos
de dolor ascendían desde la calle.
—Sólo se ha roto una pierna —oí
que decía una voz tan gélida como el
retumbar de una sepultura abierta—.
Pensé que se partiría el cuello. Supongo
que tendré que volver a arrastrarlo
hasta aquí arriba e intentarlo otra vez.
La figura acorazada se volvió de
espaldas a la ventana y avanzó hacia la
puerta con largos pasos de pantera.
Brunner proyectaba un aura de
amenaza, una sensación palpable de
violencia inminente, una promesa de
muerte. Sin embargo, tenía algo que me
cautivaba y fascinaba al mismo tiempo.
Pensé en el gorrión que ve a la
serpiente, que sabe lo que es, y que, no
obstante, no puede apartar los ojos y
alzar el vuelo para alejarse de ella.
También me recordó un viejo refrán,
uno de los favoritos de mi padre: «La
grandeza y la bondad no siempre van
de la mano». De inmediato, decidí que
tenía que hablar con aquel hombre. En
mi mente había surgido la idea de que
las hazañas de un personaje semejante
no serían mentiras jactanciosas narradas
por un rufián zafio que intenta
engrandecer un ego de borracho. No,
cualesquiera que fuesen las palabras
intercambiadas entre un hombre como
aquél y yo serían la verdad. Se trataría
de una verdad tenebrosa, brutal,
asesina, pero la verdad no es siempre
agradable. Además, Ernesto no me
pagaba para que redactara parábolas
destinadas al culto de Shallya.
Debo confesar que mi voz fue como
el chillido de un ratón cuando le dirigí
la palabra por primera vez al cazador de
recompensas. El semblante del hombre,
oculto como antes tras la máscara de
acero de su casco, se volvió hacia mí
como si de pronto se diera cuenta de mi
presencia.
Se me cortó la respiración, y por un
momento tuve la seguridad de que
había invitado estúpidamente a Morr a
tender las manos desde las sombras y
arrastrarme al reino de los muertos.
Pero, tras un segundo, el cazador de
recompensas relajó el puño con que
sujetaba la espada. Su gélida voz volvió
a hablar para preguntarme qué quería.
Se me trabó la lengua varias veces
mientras intentaba explicárselo. Parecía
algo tan suicida como acercarse a un
dragón dormido, darle un golpe en la
cabeza y luego proclamar con voz
potente que su madre era la forma más
baja de lagarto. El cazador de
recompensas escuchó durante un
momento, y yo observé que una luz
curiosa afloraba a sus ojos, como si los
glaciares azules situados tras la visera de
acero estuviesen fundiéndose. Reinó el
silencio. Por último, dije que podía
pagarle y le ofrecí la bolsa de cuero que
contenía el dinero que había obtenido a
cambio de un mes de entresacar
historias de los confusos recuerdos de
piratas y ladrones ebrios.
Una mano enguantada se cerró
sobre la bolsa y la metió en el cinturón.
Más tarde, yo llegaría a comprender lo
insólito de aquel gesto, ya que Brunner
no contó cuánto le daba. Con
independencia del motivo que lo
impulsó a hablar aquella noche
conmigo en mi sórdida y pequeña
habitación, el dinero no era más que un
condimento, un aderezo.
El cazador de recompensas volvió a
entrar en la habitación, aferró con una
mano el respaldo de la única silla de
madera que formaba parte de mi
mobiliario y la situó junto a la ventana
para poder vigilar al hombre que, entre
gemidos, yacía en la calle. Yo fui con
rapidez hasta la mesa, saqué pluma,
tinta y pergamino de sus respectivos
compartimentos y me senté en el piso,
ansioso por comenzar a escribir las
aventuras del cazador de recompensas
antes de que él cambiara de idea
respecto a un impulso tan caritativo
como ése. Aguardó hasta que estuve
preparado y luego su gélida voz
comenzó a hablar…
El
precio
del
prestamista

Hablamos hasta altas horas de la


noche. Aún no estoy seguro de qué
impulsó al cazador de
recompensas a confiar en mí, ya
que mientras narraba un largo y
horrendo catálogo de
derramamiento de sangre y
depravación, tuve la seguridad de
que, hasta ese momento, nadie
más había oído esas cosas. Por un
instante, la situación me recordó a
la de un peregrino que le hiciese
una lista de sus delitos a un
confesor de uno de los templos de
Verena. No puedo evitar
preguntarme si Brunner habló
conmigo a causa de una necesidad
similar de descargar su alma de la
inmundicia que tenía incrustada.
A medida que lo conocía mejor,
me formulaba frecuentes
preguntas acerca de esa
desagradable parodia de penitente
y confesor, aunque estoy seguro de
que Brunner jamás le ha pedido a
nadie —hombre o dios— que lo
absuelva de nada que haya hecho
en su vida. Para él, el oro que pasa
a sus manos es más que suficiente.
Aquella noche, Brunner me contó
muchas historias de sus viajes por
el Mundo Conocido, y de sus
increíbles batallas contra bestias
monstruosas y seres igualmente
viles, que eran más horribles a
causa de su humanidad. Me habló
de su largo período de servicio a
las órdenes de otro cazador de
recompensas, un compatriota del
Imperio llamado Kristov Leopoid,
hasta que aprendió todo lo que
podía de aquel diestro veterano y
superó al maestro en las
habilidades de su sangriento
oficio.
En un momento de la noche,
Brunner se levantó bruscamente
de la silla y cogió la ballesta de la
abrazadera que llevaba en el
avambrazo izquierdo. Se asomó a
la ventana para gruñirle a Ferrini
con una voz más cargada de
amenaza que cualquier ser de ojos
rojos con el que yo me haya
encontrado en las oscuras calles de
Altdorf Oí que el bandido
sollozaba, y el cazador de
recompensas le siseó una segunda
orden. Luego, disparó la ballesta, y
los alaridos de dolor de Ferrini
ascendieron desde la calle y
continuaron durante un rato antes
de que la conmoción y la fatiga
hicieran que el bandido guardara
silencio. Más tarde, me enteré de
que Ferrini había comenzado a
alejarse a rastras con la intención
de huir mientras nosotros
hablábamos. No sé de qué modo
supo el cazador de recompensas
que su presa se escapaba, pero fue
como si se lo hubiese advertido un
sexto sentido. La visión de la
ballesta que lo apuntaba desde la
ventana hizo que de inmediato el
bandido implorase por su vida.
Brunner le ordenó al hombre que
levantara una mano por encima
de su cuerpo y la apoyara contra la
pared que tenía al lado. Sin vacilar
ni un momento, el cazador de
recompensas disparó, y la saeta
atravesó la mano de Ferrini y lo
dejó clavado contra el muro.
Satisfecho ante la seguridad de
que su presa no iría a ninguna
parte, y aparentemente sin
dedicarle un solo pensamiento
más, el cazador de recompensas
reanudo su relato y me habló de
un prestamista llamado Volonté…

El hombrecillo de ojos agudos se


escabullía a través de las mugrientas
calles secundarias plagadas de
excrementos de Miraguano. Vestía una
descuidada blusa de color púrpura
oscuro sobre toscos calzones de hilado
casero. Un delgado puñal adornaba una
vaina de cuero que pendía del cinturón
que rodeaba su flaca cintura. El hombre
no pareció particularmente nervioso al
pasar ante un grupo de vocingleros
marines mercenarios que habían bajado
de permiso del barco de algún
adinerado comerciante, que se hallaba
fondeado en el puerto. El hombre de
aspecto frágil mantuvo los ojos
apartados de los mercenarios que
avanzaban a tumbos hacia la siguiente
taberna de aquella calle, la Strada del
Cento Peccati. Tabernas, burdeles,
locales dedicados a la raíz de bruja,
fosas de lucha y otro lugares de
diversión aún menos decorosos
prosperaban allí. Se decía que ni el más
austero sacerdote de Morr podía
atravesar aquella calle sin descubrir algo
que le hiciera olvidar sus votos
sacerdotales.
Aquella calle de placeres ilegales era
la más peligrosa de toda la ciudad. El
asesinato era más frecuente que las
enfermedades venéreas y el
alcoholismo, y no pasaba una sola
noche sin que a la mañana siguiente se
recogiera un carro de cadáveres
destinados a los pozos de cal viva del
exterior de la ciudad. Se murmuraba
que muchos más morían sin que se
encontraran sus cuerpos, bien
asesinados durante ritos oscuros, o bien
secuestrados para ser llevados a las
moradas de los nigromantes. También
se rumoreaba que algunas de las
tabernas y burdeles, y en especial los
locales dedicados a la raíz de bruja,
drogaban a sus clientes, y que las
desafortunadas víctimas despertaban en
las bodegas secretas de alguna barca
que navegaba hacia los mercados de
esclavos de la lejana Arabia, un destino
quizá peor que la muerte.
Se trataba de un distrito sin ley, al
que ni siquiera la guardia se atrevía a
aventurarse durante las horas
nocturnas. Era justo el tipo de lugar
donde podían medrar los hombres más
viles y depravados. Y era precisamente
el sitio donde Rocha podría encontrar al
hombre que le había mandado buscar
su señor.
Vocingleras maldiciones volubles se
inmiscuyeron en sus pensamientos en el
instante en que un marinero vestido
con ropas llamativas era arrojado a
través de la oscurecida puerta de una
cervecería situada a su izquierda. El
hombre aterrizó sonoramente en la
cuneta llena de excrementos, alzó una
manaza y le gritó obscenidades a la
enorme figura que se encumbraba en la
entrada, con una voz de tonos agudos y
nasales en los que destacaba el acento
de un sartosano. Durante un momento,
el hombre barbudo y cubierto por una
mugrienta armadura miró con
ferocidad al marinero que lo maldecía,
y luego salió a la calle con paso rápido,
al mismo tiempo que cerraba y abría los
puños a ambos lados del cuerpo.
El sartosano comenzó levantarse
mientras un nervioso temor se abría
paso a través de su enojo. El hombre
barbudo cayó sobre él cuando aún
intentaba escabullirse. Rocha oyó el
sonido que un puño como un mallo
produjo al estrellarse contra el rostro
del marinero, pero hizo caso omiso de
la violenta escena porque había visto
ese tipo de cosas con demasiada
frecuencia como para sentir interés por
el resultado final. Su mirada se apartó
de los pendencieros y fue a posarse
sobre el letrero de madera que se
balanceaba junto a la entrada del local.
En él podía verse una oscura y
corpulenta criatura porcina y, debajo,
con letras toscas, escrito en Reikspiel, el
nombre del local: El Jabalí Negro.
Tras rodear al gigantón que
descargaba una lluvia de puñetazos
sobre la forma entonces laxa del
marinero sartosano, Rocha entró en la
cervecería. A Miraguano acudían
comerciantes y barcos procedentes de
todo el Viejo Mundo, desde
Marienburgo y el Imperio hasta Arabia
y el casi mítico reino de Ulthuan. Y por
cada raza que llegaba a los atestados
mercados y hormigueantes muelles de
Miragliano, podía hallarse un tugurio
de bebidas que se adaptara a sus
particulares gustos culturales. Rocha
sabía que El Jabalí Negro era una
cervecería regentada por un fabricante
de cerveza del Reik, y que servía
especialmente a las necesidades de los
hombres procedentes del Imperio; era
un escenario conocido en una tierra
extranjera. Rocha estaba seguro de que,
en un momento u otro, el hombre que
estaba buscando se dejaría ver por ese
local. Rocha entró en el oscuro edificio.
El cielo raso era mucho más alto de lo
que cabía esperar porque el piso se
hallaba situado muy por debajo del
nivel de la calle. La causa de esa
irregularidad arquitectónica se hallaba
reunida al final de la gran barra, que
descendía desde el nivel del pecho de
un hombre para acabar justo por
encima de sus rodillas en el otro
extremo, donde se hallaban numerosos
enanos ataviados con vestimentas que
iban desde los ropones de los
comerciantes a las armaduras de los
mercenarios, y que vaciaban
desbordantes jarras de cerveza cubierta
de blanca espuma.
Los enanos no eran los únicos
reunidos en el salón con forma de túnel
en busca de un sabor más fuerte que el
del aguado vino tileano y las suaves
cervezas bretonianas de otras tabernas.
Rocha podía ver hombres de tan diversa
procedencia como Marienburgo,
Altdorf y Nuln. Un grupo de aspecto
severo que se encontraba sentado en
torno a una gran mesa redonda lucía
los gorros de piel y los bigotes caídos
característicos del lejano norte: jinetes
kislevitas que habían acudido a
venderles su destreza marcial a los
comerciantes del sur.
El tileano apartó los ojos de los
kislevitas y sondeó las oscuras entradas
talladas en la pared del fondo de la
cervecería. En ellas había pequeñas
mesas privadas para aquellos que
querían ver qué clase de clientes
entraban en El Jabalí Negro sin que los
viesen primero a ellos El destello del
acero al reflejar la mortecina luz
proyectada por las lámparas colgantes
de la taberna captó la mirada de Rocha,
que avanzó hacia uno de los reservados.
Al aproximarse, Rocha se quitó el
sombrero, que comenzó a retorcer con
las manos. En parte se trataba de un
gesto de nerviosismo, pero también era
una medida de precaución destinada a
evitar hacer, por accidente, cualquier
movimiento que pudiese ser
interpretado como un intento de
desenvainar la daga que llevaba al
cinturón.
—Identificaos —dijo desde las
sombras una voz acerada que detuvo a
Rocha en seco.
—Mi señor, el muy apreciado
comerciante Ennio Corbucci Volonté…
—comenzó Rocha al mismo tiempo que
le hacía una ligera reverencia a quien lo
interpelaba desde la penumbra.
—¿Volonté? —se mofó la sombra.
Rocha pudo ver una cabeza que
sonreía burlonamente desde la
oscuridad. Estaba envuelta en acero:
lucía un casco negro al estilo de la
celada redonda preferida por la milicia
imperial. Unos ojos fríos miraban a
través de la visera. Una mano
enguantada llevó un pequeño vaso de
arcilla hasta la boca descubierta por
debajo del borde del casco.
—Volonté es una sanguijuela, un
parásito que presta dinero a hombres
que apenas pueden permitirse devolver
lo que piden prestado, y mucho menos,
los desorbitados intereses que les
impone.
El hombre situado entre las sombras
se inclinó un poco más hacia delante y
dejó a la vista un delgado cuerpo
musculoso cubierto por un traje de
brigantina, una cimitarra de pesada
hoja envainada a un costado y una
bandolera de largos cuchillos que le
cruzaba el pecho.
—Ese gusano chupasangre nunca ha
sido de los que se gastan el dinero que
ganan. Mi precio es más de lo que él
puede digerir. Que vaya a tratar con
asesinos y duelistas desempleados, que
busque entre la basura de la cuneta que
tan bien conoce.
Rocha sonrió de forma servil y pasó
diplomáticamente por alto los insultos
lanzados contra el nombre y la
reputación de su señor. Meneó la
cabeza con gesto apaciguador.
—Es verdad que mi señor nunca ha
tenido motivos para contratar a un…
cobrador de vuestro calibre. Pero ahora
no se encuentra ante un problema de
deudas impagadas, sino también de
honor familiar.
El cazador de recompensas meditó
las palabras del tileano durante un
momento y se guardó para sí cualquier
pensamiento dubitativo acerca del
honor familiar de Volonté. Se levantó
de la oscuridad y avanzó hacia Rocha
desde las profundidades del reservado.
—Habéis despertado mi interés —
declaró Brunner al mismo tiempo que
recogía una pequeña ballesta compacta
que había depositado sobre el banco—.
Condúceme —dijo mientras con su
mano enguantada hacía un gesto hacia
los escalones que ascendían hasta la
calle—. Pero será mejor que tu señor
haya superado sus costumbres
miserables —le advirtió el cazador de
recompensas—. A los hombres que me
apartan de mis vicios sólo para hacerme
perder el tiempo, mi compañía no les
resulta agradable.
*****
La habitación era fría y húmeda, casi
como la sala de preparación del templo
de Morr. Un cuadro muy explícito de
ninfas núbiles de los bosques que
intimaban con sátiros cornudos
dominaba la pared el dorado marco se
veía deslucido en la penumbra y los
colores, manchados por el moho y la
podredumbre. A una suerte similar
parecía destinada la exquisita estatua de
mármol de una esbelta doncella
desnuda que destacaba junto a una
mesa de roble, centro focal de la
estancia. Detrás, sentada en una silla de
respaldo alto, había una gran masa
grasienta de carne que en otros tiempos
podría haberse parecido a un hombre.
Miró fijamente al cazador de
recompensas.
Ennio Corbucci Volonté era uno de
los muchos prestamistas de Miragliano
pero sus dedos eran los más gordos, sus
pulgares los más grasientos. Sus
sobornos cubrían con creces el precio de
la mayoría de los hombres, su séquito
de asesinos y cobradores era el más
brutal. Se decía que Volonté le prestaría
una corona de oro a cualquiera porque
antes de que acabara el mes vería cómo
le devolvía cinco. Y si no lo hacía, las
calles de Miraguano hervían de
mendigos que buscaban aplacar a aquel
hombre parecido a un sapo, incluso
después de que sus cobradores los
hubiesen reducido a la miseria. Y según
afirmaban rumores más tétricos, el
prestamista tenía incluso maneras de
obtener provecho de los muertos:
vendía algunos trozos a alquimistas y
herboristas para que los usaran en la
composición de remedios y elixires, y el
resto, a fabricantes de salchichas, que,
según decían también, jamás habían
visto un cerdo.
El gordo rodó hacia delante en su
silla. Sus dedos como gusanos estaban
adornados con anillos que casi se
hundían completamente en los pliegues
de carne grasienta.
Volonté se apartó un pringoso
mechón de pelo negro de la cara y fijó
en los ojos del cazador de recompensas
sus globos oculares porcinos.
—Bertolucci —resolló el gordo,
como si todo el aliento que no dedicara
al plato de aves asadas que tenía
delante, entrañara un gran esfuerzo—.
Quiero a Bertolucci, cazador de
recompensas.
—Eso me ha explicado tu esbirro —
contestó Brunner, imperturbable ante el
intento del prestamista de adoptar un
aire de superioridad.
La enguantada mano del cazador de
recompensas se posó con descuido
sobre la empuñadura de la pesada
cimitarra que pendía de su costado.
—Me ha injuriado terriblemente —
graznó el prestamista—. Le dejé una
suma enorme, de buena fe, para
financiar una empresa comercial en la
que yo quería invertir. —Brunner
reparó en que Volonté ponía buen
cuidado en no mencionar la suma
exacta, por temor a darle al cazador de
recompensas una idea acerca de sus
propios honorarios—. Y aún peor:
insistió en que permitiese que mi hija,
mi adorable Giana, mi única hija… —
Los finos sonidos rasposos que salían de
la garganta de Volonté se parecían más
a eructos que a sollozos y quedaron
rápidamente silenciados cuando el
prestamista continuó hablando—.
¡Bertolucci insistió en que hiciera que
mi hija se casara con su cerdo hijo!
¡Para sellar con sangre nuestro pacto!
¡Como si la suya fuese una gran casa
noble!
—Ve al grano, gordo —intervino la
gélida voz de Brunner.
—Noventa en plata —graznó el
prestamista—. Noventa en plata cuando
me traigas el corazón de Bertolucci. —
El sordo puño de Volonté se abrió para
hacer un gesto de estrujar—. Cuando lo
deposites sobre mi mano.
—Noventa serán —dijo el cazador
de recompensas con voz serena y
carente de emoción—, pero en oro, no
en plata. —Brunner hizo un ademán
con su mano enguantada—. A mi
entender, éste es un asunto de
venganza, no de devolución de una
deuda. Las pasiones de ese tipo son
costosas. Y además —prosiguió Brunner
al mismo tiempo que le volvía la
espalda al ceñudo rostro de Volonté—,
era vuestra única hija.
*****
La oscura bodega situada debajo de la
curtiduría hedía a col podrida y fruta
estropeada. De las vigas del techo que
daban soporte al piso de la planta
superior, colgaban tiras de tela mojada
que constituían un desesperado intento
de suavizar el calor del día. Brunner
avanzó entre las telas, atravesando
aquellos velos que conformaban una
especie de laberinto, para alcanzar su
meta: un desvencijado camastro de
madera que se encontraba agazapado
como una bestia tullida en el rincón
opuesto de la bodega, donde el hedor
era menos fuerte y había más sombras.
Una silueta se movió sobre el camastro,
y Brunner observó cómo tendía las
manos para encender un cabo de vela
con un extraño dispositivo de pedernal
y acero.
—¡Ah, Brunner! —dijo la voz de la
silueta cuando la luz de la vela dejó ver
la forma acorazada del cazador de
recompensas.
También se hizo visible la silueta del
camastro: un ser demacrado, poco más
que un saco de huesos consumido tanto
por la edad como por una enfermedad
antinatural. El semblante del hombre
parecía una calavera de piel oscura con
pequeñas protuberancias óseas como
diminutos bultos de dientes en las
mejillas y la frente. Una mano era
totalmente normal, aunque encogida y
descarnada. La otra, no obstante, estaba
formada por un trío de largas
prolongaciones como gusanos
tentáculos cortos que aferraban la vela
como repugnante parodia de dedos. El
cazador de recompensas avanzó,
imperturbable ante la visión del
mutante.
—Necesito información, Tessari —
dijo el cazador de recompensas
mientras se sentaba en una
desvencijada silla de madera situada
ante el camastro.
—Nadie viene aquí sólo para
visitarme —suspiró el mutante a la vez
que miraba hacia lo alto con sus ojos
húmedos—, sino siempre porque
necesitan algo.
—Tal vez se deba a que tu hijo
cobra tres piezas de cobre para permitir
que alguien baje aquí —replicó
Brunner.
Tessari se incorporó tanto como le
permitió su cuerpo.
—¡Hummm! ¡El muy bastardo!
¡Debería haberle roto la crisma cuando
era un bebé! —El mutante se inclinó
hacia el cazador de recompensas—.
¿Sabes que ese pícaro ha comenzado a
permitir que los niños paguen para
bajar aquí? «Ved a la bestia de la
bodega», para que los golfillos
contemplen mi aflicción con sus
morbosos ojillos abiertos como platos.
—He venido a preguntarte qué
sabes acerca de Ennio Corbucci Volonté
y Golfredo Bertolucci —le espetó el
cazador de recompensas—. En otros
tiempos, antes de tu aflicción, tú sabías
bastante acerca de todos los habitantes
de Miraguano; aunque tal vez la
podredumbre se te ha metido en el
cerebro además de en la mano. —
Brunner se levantó de la silla, pero la
mano humana de Tessari le hizo un
gesto para que volviera a sentarse.
—¿No vas a honrarme con el placer
de la compañía humana y unas pocas
palabras amables? —preguntó el
mutante con voz triste, y al advertir la
ausencia de compasión del rostro del
cazador de recompensas, suspiró—.
Siempre has sido un bastardo
despiadado, Brunner. ¿Qué quieres
saber?
Brunner se inclinó hacia delante, y
su casco destelló a la luz de la vela.
—Bertolucci ha huido de
Miragliano —dijo la voz ronca y
cortante del asesino—. ¿Adónde puede
haber ido?
—¿Cómo puedes estar seguro de
que se ha marchado de la ciudad? —
preguntó el mutante con tono de
desafío.
—Porque si no lo hubiese hecho, los
hombres de Volonté ya lo habrían
encontrado. Bertolucci, su hijo, la hija
de Volonté y unas veinte personas de
su casa han desaparecido. Es casi como
si los Dioses Oscuros los hubiesen
arrebatado de su villa y los hubiesen
hecho aparecer en los Desiertos del
Caos.
—Bertolucci no tiene mucho dinero
—reflexionó Tessari—. Después de ese
asunto con Volonté, está casi tan mal
de fondos como yo. ¿Adónde puede
haber ido?
Tessari volvió la cabeza para mirar a
Brunner a los ojos. Tenía vuelta hacia
arriba la palma de su mano humana, y
Brunner depositó en ella un par de
monedas de plata.
—En tiempos mejores que los que
corren, las familias adineradas de
Miragliano tenían villas en el campo,
antes de que los hombres bestia y los
orcos las empujaran de vuelta al hedor
de la ciudad. —El mutante rió con un
sonido seco y húmedo a la vez—. Los
Bertolucci tenían una casa al norte de
aquí; un viñedo, según recuerdo. Tal
vez ha decidido que los peligros de la
ciudad superan a los del campo. Quizá
se haya marchado a casa.
—Gracias —dijo Brunner al mismo
tiempo que arrebataba las monedas de
la mano de Tessari.
El mutante se incorporó de repente
mientras gruñía al cazador de
recompensas; su rostro se contorsionó
tan bestialmente como su mano de
tentáculos.
—No te preocupes que volveré —le
aseguró Brunner—. Recibirás tu pago
cuando yo regrese.
—No pensarás de verdad que
Volonté va a pagarte por matar a
Bertolucci —se burló Tessari—. ¿Te dijo
por qué quería que lo mataras?
Brunner se volvió a mirar al
mutante.
—Algo referente a su hija y a un
compromiso comercial roto.
Tessari volvió a reír con un sonido
aún más potente y cargado de líquido
que antes.
—¿Eso te ha dicho? —El mutante
jadeó entre carcajadas—. Hace mucho
que la hija de Volonté y el hijo de
Bertolucci se reunían secretamente
durante las horas de oscuridad que
preceden al alba. Verás, están
enamorados. Pero ese sapo de Volonté
no estaba dispuesto a entregar a su
única hija sin obtener un provecho
sustancial. Supongo que ese reptil
pensaba que podría casarla con algún
noble menor, y así, arrastrarse hasta las
clases aristocráticas. Como quiera que
sea, al final cedió, pero sólo con la
condición de que Bertolucci le dejara
participar en un negocio que prometía
grandes beneficios.
»Especias. Especias de Arabia,
Brunner, que valían su peso en oro. Era
lo que quería Volonté. A cambio de dar
su consentimiento para el matrimonio,
se le permitió invertir en la empresa de
Bertolucci, aunque el prestamista lo
obligó a apartar del asunto a todos los
demás inversores. Ese gusano ávido de
dinero no podía soportar la idea de que
otros hombres pudiesen beneficiarse
junto con él. Esto destruyó la
reputación de Bertolucci y lo enemistó
con muchos que antes habían sido
amigos suyos. Y muchos de ellos rieron
cuando llegó la noticia de que se había
perdido el barco que transportaba las
especias desde Arabia, según dicen, a
causa de los piratas, las tormentas o
algún horror de las profundidades.
Puedes imaginar que Volonté fue el
que más trastornado se sintió. Había
perdido su inversión y la posibilidad de
casar a su hija a cambio de algún gran
beneficio. Así que ahora te envía a ti, el
lobo de caza, para que derribes a su
presa y apagues su sed de venganza.
Los ojos del mutante destellaron a
la oscilante luz de la vela mientras
estudiaba la reacción que habían
provocado sus palabras.
Pasado un momento, el cazador de
recompensas le volvió la espalda al
mutante.
—No me importa el porqué del
asunto —dijo Brunner en tanto se
alejaba—; sólo el hecho de que hay
dinero esperando al final.

*****
El campo de las afueras de Miraguano
era un territorio ondulado, abundante
en lomas, salpicado por aislados
asentamientos humanos, pero
compuesto, en su mayor parte, por
grandes extensiones de tierras vírgenes
deshabitadas. Riachuelos y arroyos
serpenteaban por los profundos valles
que mediaban entre las colinas, y
fomentaban el crecimiento de los
bosques en cada uno de ellos. Hacia el
norte de las colinas sembradas de rocas
y sus boscosos valles, se extendía una
gran planicie de terreno arenoso
salpicado de grupos de árboles finos y
raquíticos, a veces formados por unas
pocas docenas, y otras, por unos pocos
centenares que componían un bosque
irregular.
Las infrecuentes extensiones de
terreno allanado y cubierto de hierba
mostraban dónde había habido granjas
en el pasado o, más raramente, dónde
luchaba todavía algún intrépido
campesino para arrancarle sustento a la
tierra. Un polvoriento sendero pardo
que serpenteaba entre los árboles y las
rocas pasaba por cada una de estas
granjas desiertas o habitadas, como una
reliquia de los tiempos en que habían
reinado la paz y la seguridad en las
colinas de Tilea.
Dos viajeros avanzaban por el
sendero, y la prisa luchaba con la
cautela en el gobierno de sus monturas.
Uno de ellos era un hombre grande,
cuyo poderoso cuerpo estaba protegido
por una chaqueta de cuero endurecido
y reforzado por bandas de acero. La
cabeza del hombre iba cubierta por un
casco redondo; las guardas para las
mejillas se curvaban hacia fuera para
unirse al borde redondeado. De su
costado pendía un sable largo,
envainado, y una pesada ballesta iba
sujeta a la silla del caballo. El hombre
echaba miradas cautelosas a derecha e
izquierda a medida que avanzaban,
aunque sus duras facciones no
manifestaban ni el más leve atisbo del
temor que lo invadía. Los soldados
sabían que por ahí fuera había cosas
inhumanas e inmundas.
El otro jinete montaba un burro
bajo, de peludo manto. Esta pequeña
criatura realizaba grandes esfuerzos
para mantener el paso de su pariente
mayor, y sus patas, más cortas, hacían
que se rezagara por varios cuerpos antes
de que una breve carrera volviera a
situarlo junto al caballero. Sobre el
lomo del burro no había silla, sino sólo
una gruesa manta de lana. Sentada
sobre ésta, con las piernas colgando por
el costado izquierdo del animal, iba una
mujer envuelta en un ropón con
capucha, de un blanco puro. Su rostro,
enmarcado por el borde de la capucha,
no carecía de belleza, aunque los signos
de la edad comenzaban a evidenciarse
en él y las primeras arrugas, formaban
una fina red que radiaba de los rabillos
de los ojos.
Elisia había sido una sacerdotisa al
servicio de Shallya durante casi toda su
vida. La plaga le había arrebatado a su
familia; un esposo y tres hijos perdidos
a causa de un brote de la temida viruela
roja. De algún modo, aunque también
ella había enfermado, se había
recuperado, por lo que había
considerado su supervivencia como una
merced de la diosa. Había dedicado su
vida a Shallya tras ingresar en un
santuario situado en pleno campo para
atender las necesidades de los
campesinos y granjeros pobres que
desafiaban las tierras salvajes con el fin
de alimentar a las abarrotadas ciudades.
Después de largos años de curar a los
enfermos, atender a los heridos y
consolar a los desheredados, Elisia
había descubierto en su interior a otra
mujer, una muy diferente de aquella
cuya vida había sido devastada por la
viruela roja.
La sacerdotisa hizo que el burro se
detuviera cuando el soldado tiró de las
riendas del caballo, y alzó los ojos hacia
el hombre acorazado con una expresión
interrogativa.
—¿Qué sucede, Gramsci? —
preguntó—. ¿Ves la villa?
La protegida cabeza del soldado no
dejó de observar el sendero que se
extendía ante ellos, ni siquiera cuando
replicó.
—Hay un hombre allí delante —
dijo señalando con un dedo la figura
que apenas era visible a lo lejos, ante
ellos, en el sendero.
El jinete azotó con las riendas el
cuello del corcel para hacer que
avanzara.
—Quedaos aquí, hermana —dijo
volviéndose para mirarla al marcharse
—. Voy a ver qué está haciendo.
Gramsci cabalgó hacia el hombre
que había visto al mismo tiempo que
observaba los árboles y arbustos en
busca de cualquier signo de bandidos
emboscados. Dudaba de que algún
bandolero fuese lo bastante osado como
para atacar a una sacerdotisa, pero no
era insólito que algunos seguidores de
Ranald devolvieran con el cuchillo el
desdén de las seguidoras de Shallya.
—Ya te has acercado bastante —le
advirtió a Gramsci una voz fría.
El soldado se detuvo al ver que el
hombre acorazado que tenía delante lo
apuntaba con una ballesta. Gramsci
intentó distinguir el semblante del
hombre, pero éste se encontraba oculto
tras la máscara de acero de su casco de
estilo imperial.
—No tengo intención de causaros
daño alguno, señor —explicó Gramsci
mientras levantaba las manos—. Sólo
escolto a aquella sacerdotisa que va a
cumplir con su cometido. Dejadnos
pasar y seguiremos nuestro camino.
El cazador de recompensas
contempló al soldado, y luego su
atención se apartó de Gramsci, que
reprimió un gemido de irritación al oír
los pasos del burro que se detenían a su
lado.
—Es verdad, señor —declaró Elisia,
sin sentirse en absoluto intimidada o
amenazada por la ballesta que la
apuntaba—. Soy una servidora de
Shallya en misión de misericordia
destinada a llevar auxilio a la casa de
este digno caballero. Por favor, señor,
dejadnos pasar porque no entrañamos
amenaza ninguna para vos.
Brunner bajó la ballesta y se
encaminó hacia los caballos, que había
dejado atados a un lado del sendero.
—Si vuestro viaje os lleva al norte
de aquí —señaló el cazador de
recompensas mientras devolvía la
ballesta a una funda que había sujeta a
los arreos de su caballo de carga—, os
aconsejo que deis media vuelta ahora
mismo. Esta tarde he sido atacado por
tres hombres bestia. Su número no hará
más que aumentar cuando se ponga el
sol.
Las palabras del cazador de
recompensas le arrancaron un grito
ahogado de alarma a la sacerdotisa,
que, por primera vez, reparó en la leve
cojera de Brunner, así como en las
pequeñas salpicaduras rojas que
manchaban sus calzones. Junto a ella,
Gramsci posaba una mirada feroz y
cargada de suspicacia en el asesino
acorazado.
—¿Y qué se ha hecho de esos
hombres bestia? —preguntó el soldado.
Brunner lo miró fijamente con
frialdad.
—No os darán problemas —replicó
—, pero no puedo responder de los
amigos que tengan.
—¿Cuál es el motivo de que hayáis
salido a las tierras salvajes en solitario?
—continuó Gramsci, que intentaba
desplazar muy lentamente la mano
hacia la espada que pendía de su
costado.
Los ojos del cazador de
recompensas se fijaron en aquel lento
movimiento. Gramsci frunció el
entrecejo y apartó la mano del puño del
arma.
—Lo que yo haga es asunto mío —
respondió Brunner. Elisia se interpuso
entre ambos hombres.
—Esta esgrima verbal carece de
sentido —declaró—. Aún nos
encontramos lejos de nuestro destino,
¿no es así, Gramsci?
El soldado asintió, reacio, con los
ojos y la expresión ceñuda aún dirigidos
hacia Brunner.
Elisia se volvió a mirar al cazador de
recompensas.
—Lo que habéis dicho sobre los
hombres bestia me alarma muchísimo,
y tengo la impresión de que os halláis
tan lejos como nosotros de cualquier
cobijo. Por favor, cabalgad con nosotros
y acampad en nuestra compañía esta
noche. Si esas criaturas nos atacan
durante las horas de oscuridad,
estaremos más seguros si contamos con
una segunda espada. Y puedo curaros
las heridas, ya que veo que no habéis
salido ileso de vuestro combate.
Los ojos de la sacerdotisa eran
brillantes, suplicantes y esperanzados.
Brunner inclinó su cabeza cubierta por
el casco.
—Me uniré a vosotros, al menos por
el momento —respondió al mismo
tiempo que regresaba hasta donde
estaban sus animales.
—¿Y cuál es vuestro nombre? —le
preguntó Gramsci al cazador de
recompensas con una voz que delataba
su beligerancia y suspicacia.
El interpelado se detuvo con una
mano sobre el asidero de la silla de
montar.
—Me llamo Habermas —respondió
mientras subía a la montura.
—En ese caso, os lo advierto,
Habermas —continuó el soldado
tileano—, ni se os ocurra aprovecharos
de nosotros.
Brunner hizo girar al caballo para
volver a encararse con el tileano.
—Si quisiera hacerlo —respondió el
cazador de recompensas con voz tan
gélida como una brisa de Norse—, vos
no podríais impedírmelo.
*****
Brunner estaba sentado junto a los
escombros caídos de una chimenea, lo
único que quedaba de la casa de una
granja abandonada hacía mucho
tiempo. Dejó que su vista se apartara
con desconfianza de las oscuras
sombras allende la luz del fuego que
habían encendido la sacerdotisa y su
acompañante. Miró a los ojos al ceñudo
Gramsci, y luego dejó que su vista se
demorara en el cansado y atemorizado
semblante de la sacerdotisa. Posó
momentáneamente la mano encima del
emplasto que la mujer le había aplicado
sobre la herida que tenía en la pierna.
Mientras flexionaba la rodilla y sentía
sólo el más leve rastro de dolor, el
cazador de recompensas tuvo que
admitir que Elisia había hecho un buen
trabajo. Había sido una suerte para ella
que él los hubiese descubierto, al igual
que una suerte para él si el lugar de
destino de ambos era el mismo que
sospechaba.
—¿Aún estáis molesto por mi
hoguera, Habermas? —preguntó
Gramsci con un bufido desde el sitio
que ocupaba junto al fuego.
—Ya os he dicho que es imprudente
—respondió la fría voz desde debajo del
casco.
El soldado tileano le dedicó al otro
guerrero una sonrisa carente de
cordialidad sin darse cuenta de que
Brunner no estaba mirándolo.
—Un buen fuego mantendrá
alejado a cualquier animal. Temen a las
llamas. Cualquiera lo sabe.
—Vuestros conocimientos de
montería son bastante buenos para un
urbanita —comentó Brunner.
El cazador de recompensas tenía la
atención fija en una zona de sombras.
Sus agudos oídos no podían estar
seguros, pero ¿no había percibido un
leve ruido procedente de allí? Los
dedos comenzaron a jugar con uno de
los cuchillos.
—¿Es posible dejar a un lado el
tema del fuego? —pregunto Elisia, cuyo
paciente temperamento estaba llegando
al límite debido a la larga escaramuza
verbal.
—Este necio piensa que el fuego
alejará a los cazadores de la noche —
dijo el cazador de recompensas casi en
un susurro y con los ojos aún fijos en
las sombras—. Los hombres bestia no
son tan cobardes como los lobos o los
gatos monteses. En lugar de
mantenerlos alejados, vuestro fuego
está atrayéndolos. Es como un faro que
les avisa que aquí hay comida.
La sacerdotisa reprimió una
exclamación al oír las palabras de
Brunner, debido a lo firme y seguro del
tono de su voz. Gramsci se limitó a
fruncir más el entrecejo y arrojar otra
rama a la hoguera.
—Si es así —dijo el tileano—,
¿dónde están?
En ese instante, la oscuridad
despertó a la vida al estallar aullidos
balidos y gemidos procedentes de las
sombras que rodeaban el campamento.
El ruido de cascos, pies y garras que
aplastaban el sotobosque delataba el
rápido y precipitado avance de muchos
cuerpos voluminosos. Por encima del
estruendo, chillaba una voz aguda,
gimoteante e inhumana.
—¡Cráneos para el Trono de
Cráneos! ¡Sangre para el Dios de la
Sangre!
El primer hombre bestia que
irrumpió desde la medianoche era un
bruto nervudo cubierto por una sarnosa
piel leonada; tenía el rostro de gato
doméstico, salvo por los brillantes ojos
multifacetados, que destellaban como
dos diamante a la danzante luz de la
hoguera. En los largos dedos de sus
manos armadas de garras, sujetaba una
enorme hacha de piedra, que lucía una
horrible runa de calavera tallada en el
tosco borde de la hoja. Al saltar hacia el
claro, la boca provista de colmillos de la
criatura profirió un gruñido semejante
al zumbido de una avispa. Un
momento después, el hacha caía de las
manos laxas y el zumbante desafío se
transformaba en un burbujeante
gorgoteo, cuando el cuchillo arrojadizo
de Brunner se le clavó en la garganta.
Pero incluso mientras moría la
bestia gatuna, sus compañeros
inundaban el campamento; seres con
cabeza de cabra, otros con cara de perro
y aun otros que lucían una forma
contorsionada, casi humana. Brunner
no vaciló. Retrocedió hacia sus caballos
al mismo tiempo que lanzaba otro
cuchillo hacia el tropel del Caos. La
hoja se clavó en el largo hocico de una
babeante criatura con cabeza de mastín.
El hombre bestia dejó caer la espada
para arrancarse el acero que tenía
alojado en la cara. Un gigantesco bruto
volvió hacia el cazador de recompensas
una cara de cabra cuando oyó que su
compañero gritaba de dolor. El
monstruo rugió y apartó a los suyos
hacia los lados para cargar contra el
lanzador de cuchillos.
Gramsci se levantó de la vera del
fuego con la espada en la mano. Un
hombre bestia pequeño, de forma más
humana que la del resto de sus
compañeros, y paso más estable y
regular, cayó sobre el tileano para
descargarle un golpe con un garrote de
hueso. La espada de Gramsci partió la
tosca arma y hendió el antebrazo que
estaba detrás. El hombre bestia aulló de
dolor mientras la sangre manaba del
muñón de su brazo, y en su rostro se
petrificó una expresión de agonía
cuando una veloz estocada de Gramsci
le atravesó el corazón.
No obstante, el soldado no tuvo
tiempo de saborear la muerte del
hombre bestia porque algunos
compañeros de éste ya lo habían
rodeado y lo acometían con lanzas y lo
acosaban con espadas oxidadas y
hachas de piedra. Bocas provistas de
colmillos babeaban y espumajeaban
mientras las inhumanas voces de las
criaturas del Caos le prometían al
soldado una muerte sangrienta.
Elisia huyó de las proximidades del
fuego y corrió hacia Brunner, impelida
por el instinto de situarse junto al más
capaz de sus dos defensores. Mientras
lo hacía, uno de los hombres bestia, una
versión más pequeña del horror de
cabeza de cabra que mandaba la
manada, se puso a cabriolar tras ella,
gruñendo y lanzándole mordiscos a los
talones. El monstruo Intentó golpear a
la mujer con un pesado garrote de
madera, erró y alzó el brazo para volver
a intentarlo. Un alarido de dolor
detuvo el golpe, y el bruto se desplomó
rodando por el suelo y manoteando la
pequeña saeta de ballesta que se le hala
clavado en el pecho. Con una última
carrera veloz, Elisia llegó hasta el
cazador de recompensas en el mismo
momento en que éste bajaba la ballesta
pequeña como una pistola con la que
había disparado contra el atacante
inhumano.
—Quise disparársela a él —aclaró
Brunner a la vez que señalaba con la
punta de la espada a la criatura enorme
de cabeza de cabra que entonces se
encontraba tan cerca que el hedor de su
pelaje plagado de piojos hacía llorar los
ojos de la sacerdotisa.
El cazador de recompensas le
entregó a Elisia la pequeña ballesta y la
empujó para situarla detrás de él. Los
amarillos ojos del hombre bestia se
entrecerraron al observar a su enemigo,
y su boca provista de colmillos se
contorsionó en una parodia de sonrisa.
—Sangre para el Dios de la Sangre
—siseó con voz baja y ronca.
El monstruo avanzó, haciendo que
los trozos de cadena de la cota de malla
que colgaban de la tosca armadura de
cuero que envolvía su deforme cuerpo
se balancearan y tintinearan a cada
paso. Una máscara, pintarrajeada con la
runa de la calavera de Khorne, ocultaba
la cara del monstruo. En los cuernos del
bruto habían sido enhebrados pequeños
trozos de cadena y de cada uno de ellos
colgaba un cuero cabelludo humano,
fresco. El monstruo se golpeó la palma
izquierda con la enorme hacha. No era
nada hecho con madera y piedra, sino
un arma de bronce, tanto el mango
como la hoja, y parecía pedir sangre a
gritos.
Brunner hizo un gesto con la espada
hacia la bestia; sabía que aquella cosa
envilecida interpretaría el movimiento
como un desafío. El hombre bestia le
enseñó una hilera de colmillos,
malignos y afilados, que brillaron en su
hocico. Una de las criaturas más
pequeñas que se habían reunido en
torno al jefe profirió un chillido y saltó
hacia delante, con una espada oxidada
en las manos. El gigantesco jefe dividió
en dos a su secuaz con un tajo de
hacha, y los ensangrentados restos
salieron despedidos hacia el otro lado
del claro. El significado de aquello
estaba claro: a nadie que no fuera el
jefe de cabeza de cabra se le permitiría
ofrecer aquel cráneo a su sangriento
dios.
El hombre bestia avanzó a saltos con
pezuñas que aporreaban el suelo a cada
paso. Brunner permaneció en pie,
desafiante, con la espada en posición de
defensa y la mano izquierda inmóvil, a
un lado.
Brunner sonrió al voluminoso
bruto. El jefe enarboló el hacha de
bronce que aferraba con ambas manos
y, profiriendo un último gruñido, saltó
hacia el hombre. La mano izquierda de
Brunner se alzó en sincronía con el
ataque del bruto.
Una nube blanca envolvió el
enmascarado rostro del hombre bestia
que cargaba. El cazador de recompensas
había vaciado rápidamente en la palma
de su mano el paquete de sal que tenía
oculto dentro de la manga, cuyo
envoltorio de tela de saco rasgó con una
uña. Mientras el mineral cumplía con
su cometido al causar irritación y
escozor en los ojos del monstruo del
Caos, Brunner atacó con su espada
aprovechando la ceguera y la sorpresa
del enemigo. La espada llegó al vientre
del monstruo, pero el golpe del cazador
de recompensas fue desviado por la
tosca armadura de cuero y acero sobre
la que se habían tallado toda clase de
extrañas e inmundas runas. En lugar de
abrir el vientre del monstruo, la
cimitarra de Brunner le cortó un trozo
del muslo. El hombre bestia profirió un
aullido de dolor tan aterrador como un
grito humano, antes de desplomarse de
espaldas. Sus bestiales seguidores
guardaron un silencio aturdido.
—¡Vamos! —dijo Brunner a la vez
que giraba sobre sí mismo y corría hacia
los caballos, arrastrando consigo a la
pasmada sacerdotisa—. ¡No
continuarán confundidos durante
mucho rato y estarán doblemente
enfurecidos cuando se recobren!
Brunner cortó con la espada la
correa que sujetaba su corcel, para
luego girarse y hacer otro tanto con la
que retenía el caballo de carga. Montó
apresuradamente y alzó a Elisia para
situarla a su espalda. La mujer le
tironeó de un brazo para intentar
dirigirlo de vuelta hacia la hoguera. Él
echó una mirada hacia donde habían
estado atados los animales tileanos y vio
que una muchedumbre de hombres
bestia estaban sobre dos. Su mirada
recorrió el claro, y observó cómo
Gramsci contenía el avance de los
monstruos, aunque tenía heridas en
tina pierna y en un brazo, y su espada
no era tan rápida como tintes en la
tarea de mantener a los enemigos a
distancia.
—¿Conocéis el lugar hacia donde os
llevaba? —preguntó Brunner.
—S…, sí —murmuró Elisia mientras
su mirada se desplazaba entre Brunner,
los hombres bestia y su guardaespaldas
trabado en combate.
—Bien —dijo el cazador de
recompensas al ver que la lanza de un
hombre bestia hendía un costado de
Gramsci—, porque vuestro guía ha
muerto.
Brunner hizo que la montura girara
y rápidamente se lanzara al galope
tendido, arrastrando al caballo de carga
mientras corrían por los campos
envueltos en la medianoche.
Detrás de ellos se levantó una forma
monstruosa que gruñía bajo su máscara
de piel desollada. El jefe de los hombres
bestia observó cómo su escogida
ofrenda para Khorne escapaba noche
adentro. Enfurecido, el monstruo
extendió un brazo y partió el cuello de
uno de sus compañeros que se había
acercado a examinar la herida de su
señor. Mientras la criatura moría y la
sangre borboteaba en su boca, la herida
del muslo del hombre bestia dejó de
sangrar. El bruto enmascarado giró la
cabeza para contemplar el tajo aún
abierto. «No —pensó—, la herida
permanecerá hasta que sea curada por
la sangre de una ofrenda apropiada». El
jefe volvió la cabeza en dirección al
desaparecido cazador de recompensas.
Su seco ladrido de cólera y autoridad
hizo que los otros brutos se apartaran a
saltos de los cuerpos ensangrentados y
destrozados.
El gigantesco monstruo dirigió su
hacha hacia la noche, en la dirección
por la que había huido su presa.
—¡Sangre para el Dios de la Sangre!
*****
La villa se hallaba situada en lo alto de
una solitaria colina redondeada. Los
terrenos ganados por la maleza que
antes habían sido los viñedos que
rodeaban la finca conformaban una
barrera de contención entre la colina y
el bosque, aunque unos pocos árboles
raquíticos hacían caso omiso de esta
limitación y proyectaban zonas de
sombra sobre la herbosa extensión. Los
restos de un muro derrumbado yacían a
un lado del sendero de tierra que en
otros tiempos había sido un camino
transitado, una estrecha cinta de polvo
que discurría a través de los terrenos
yermos, desde la verja de madera
podrida hasta la colina que se elevaba
en medio de ellos.
Brunner y su guía habían tardado
casi dos días en llegar a aquel lugar, y el
negro manto de la noche estaba
cayendo otra vez sobre el territorio.
Habían cabalgado mucho, ya que el
cazador de recompensas se había
detenido justo lo suficiente para darles
a los animales el descanso que
necesitaban para mantener el ritmo de
avance. E incluso esas breves paradas
habían cesado desde la tarde, cuando
Brunner avistó al primero de sus
perseguidores. El hombre bestia se
había alejado antes de que el cazador
de recompensas pudiese dispararle y,
poco después, el sonido de muchos
cuerpos que se abrían brutalmente paso
a través de los matorrales a derecha e
izquierda había conferido velocidad al
esfuerzo de los caballos. Los hombres
bestia eran los señores de las tierras
indómitas, y donde el sendero giraba y
zigzagueaba como un río serpentino, las
criaturas del Caos podían avanzar a
través de la maleza y por senderos
ocultos que sólo conocían esos hijos del
mundo salvaje.
En muchas ocasiones, Brunner oyó
aullidos y gruñidos, y tuvo la seguridad
de que estaba a punto de producirse
una emboscada, aunque el previsto
ataque no llegó a materializarse. Al
recordar la indiferencia con que el
gigantesco jefe había matado a su
demasiado ansioso seguidor, el cazador
de recompensas podía adivinar la razón
por la que los monstruos se mostraban
tan reacios a atacar.
Entonces, cuando por fin llegaban a
la villa, los ruidos de la persecución se
habían vuelto más sonoros, y Brunner
dedujo que ya les había dado alcance
toda la manada, incluso el bruto al que
había herido durante su breve
enfrentamiento. El refugio de la ruinosa
villa de Bertolucci no aparecía
demasiado pronto. Brunner azotó a su
corcel para que realizara un último
esfuerzo, y el caballo de carga siguió
obedientemente al que iba delante.
La villa había sido opulenta y
espléndida en el pasado. Se trataba de
una estructura de dos plantas, y la
superior había estado dedicada a
alcobas, salas de música, comedores y
todos los placeres de sus nobles
propietarios mientras que el piso
inferior y de mayores dimensiones
servía para alojar a la servidumbre y dar
cabida a cuadras y perreras, cocinas y
despensas. Las paredes de la villa aún
estaban intactas, pero sus postigos y
puertas de madera se habían podrido y
habían caído hacía mucho. Al detener
el caballo, Brunner vio atezados rostros
tileanos que lo espiaban a través de
todas las aberturas. No obstante, un
sonoro grito procedente del bosque
apartó momentáneamente la atención
de los observadores del cazador de
recompensas y su compañera y todos
los ojos quedaron fijos sobre la línea de
árboles. Brunner cabalgó a través de las
abiertas fauces de la antigua entrada
principal, cuyas puertas de madera se
pudrían sobre el piso, justo dentro del
portal. Ayudó a bajar a Elisia y luego
desmontó él mismo y condujo a los
caballos al sitio en que estaban atados
otros diez corceles.
—¡Alabada sea Shallya! —gritó una
voz.
Un hombre joven, ataviado con un
conjunto de prendas de buen corte y un
jubón de cuero adornado por remaches
de acero, entró corriendo por una de las
cuatro puertas que daban al vestíbulo.
Tenía un rostro apuesto y llevaba el
negro cabello corto, según el estilo
preferido por los príncipes
comerciantes. Poseía el aire de un
hombre habituado a una vida de
calidad, pero al observar al recién
llegado, Brunner reparó en las
callosidades de sus manos, las zonas
desgastadas en las rodillas de sus
calzones, las abrasiones de sus botas.
Tal vez fuese un hombre de categoría,
aunque entonces, cuando la situación
no era tan próspera como antes, no
había retrocedido ante los trabajos que
le correspondían.
El joven avanzó hacia la sacerdotisa.
—¡Temía que no llegarais nunca!
¡Mi esposa ya está casi a punto! ¡Por
favor, daos prisa! —Entonces, como si
reparase por primera vez en Brunner, el
joven se quedó petrificado—. ¿Quién
sois vos? ¿Y dónde está Gramsci?
—Son preguntas que yo estaba a
punto de hacer —dijo una voz desde
otra puerta.
Quien había hablado era un
hombre de más edad, pero que
compartía los rasgos faciales del más
joven. Iba vestido como el otro, aunque
sus finas prendas no estaban quizá
igualmente gastadas. Sus avejentadas
manos estaban endurecidas por una
vida en la cual el placer y la comodidad
no habían sido demasiado frecuentes.
—Se llama Habermas —repuso la
sacerdotisa—. Vuestro hombre y yo lo
encontramos en el camino cuando
veníamos hacia aquí. Fuimos atacados
por hombres bestia. —Una expresión
triste afloró al semblante de Elisia, que
inclinó la encapuchada cabeza en
dirección al hombre de más edad—. Me
temo que los monstruos mataron a
Gramsci. Nosotros apenas logramos
escapar.
—Aún no hemos escapado —dijo la
fría voz del cazador de recompensas,
que hablaba por primera vez. Volvió la
cabeza cubierta por el casco hacia el
hombre mayor—. Los monstruos que
nos atacaron nos han seguido hasta
aquí. —La noticia hizo asomar
expresiones de sobresalto y temor al
rostro de ambos hombres—. En este
preciso momento están rodeando estas
ruinas.
El hombre mayor se recobró con
rapidez.
—Alberto —le espetó al otro—,
¡conduce a la sacerdotisa junto a Giana
y luego ven a buscarme! Reuniré a los
hombres. —Miró al cazador de
recompensas—. Yo no soy soldado,
señor —le dijo a Brunner—. La casa de
Bertolucci raras veces ha engendrado
militares. Si tenéis alguna idea de cómo
podemos defender mejor este lugar, me
gustaría oírla.
*****
Siete guardaespaldas se habían
mantenido leales a los Bertolucci
después de su caída en desgracia, y uno
de ellos había sido Gramsci. Eso dejaba
solamente ocho hombres, aparte del
propio Brunner, para defender la
ruinosa villa. El cazador de
recompensas dio las órdenes con toda la
rapidez posible. Desde los bosques de
abajo, los gruñidos y bramidos de los
monstruos llegaban hasta los oídos de
los ocupantes de la villa para indicarles
que también el enemigo trazaba sus
propios planes.
Se decidió que aquellos armados
con ballesta se situarían en el piso
superior, y descenderían cuando los
brutos hubiesen atravesado el terreno
abierto que rodeaba la colina. Eso
implicaba a cinco hombres. El resto,
incluidos Bertolucci y su hijo, lucharían
junto a Brunner para defender dos
estancias: el gran vestíbulo de entrada,
donde se encontraban atados los
caballos, y el pequeño salón adyacente,
que daba acceso a la escalera que
conducía al piso superior, al que se
habían retirado los servidores no
combatientes y la parturienta esposa de
Alberto.
Se alzaron barricadas de urgencia
ante ventanas y entradas, dejando sólo
estrechas aberturas por las que podían
atisbar los defensores y Brunner podía
disparar su ballesta. Era una defensa
chapucera, pero fue lo mejor que el
cazador de recompensas pudo lograr.
Había dos cosas que tenían a su favor:
por una parte, la mayoría de los
hombres bestia eran demasiado tontos
para manejar siquiera la más tosca de
las armas arrojadizas, y por otra, era
improbable que la idea de quemar la
villa con ellos dentro se les ocurriera. La
brillante luz de plata azulada que
proyectaba Mannslieb en su fase de
máxima plenitud favorecía mucho a los
defensores, ya que en los terrenos de la
villa la visibilidad era casi tan buena
como al sol de mediodía. Sólo bajo los
árboles circundantes las sombras eran
aún largas y poderoso el reino de la
Oscuridad.
Apenas los preparativos habían
concluido y los tileanos habían sido
enviados a sus puestos cuando las
bestias comenzaron el ataque. Brunner
observaba mientras varios brutos
saltaban fuera de la linde del bosque,
acompañados por un ser larguirucho,
con una cabeza de serpiente que se
retorcía en lo alto de sus hombros, y
que enarbolaba un estandarte de piel
desollada. Brunner levantó un artilugio
de aspecto tosco hecho de madera y
acero. Apuntó el cañón en forma de
tubo hacia la criatura. Del arma salió un
chispazo, y un sonoro restallar de
trueno acompañó al brillante destello
de la descarga.
El portaestandarte aulló y cayó, y al
hacerlo, aplastó el pendón bajo su
sangrante cuerpo. Los otros hombres
bestia profirieron alaridos de miedo y
volvieron saltando al interior del
bosque.
—Eso les dará qué pensar —
comentó el cazador de recompensas—,
aunque no creo que ese jefe que tienen
les permita esconderse durante mucho
rato.
Como en respuesta a esa
observación, diez brutos volvieron a
salir cautelosamente del interior del
bosque. Brunner observó mientras
varios de ellos proferían alaridos y caían
al ser atravesados por flechas de
ballesta. Los heridos se apresuraron a
regresar al bosque y dejaron a los
muertos tendidos en el campo. La
escena se repitió en cada costado de la
villa, y los soldados gritaban las noticias
del avance y retroceso de los monstruos
ante cada andanada.
—¿Qué están haciendo? —le
preguntó Alberto al cazador de
recompensas, incapaz de hallar una
explicación a la táctica que utilizaban
los hombres bestia.
—Están poniéndonos a prueba —
replicó Brunner—. Intentan determinar
qué tipo de defensa tenemos, cuántos
arqueros hay, cuáles son nuestros
puntos más fuertes y cuáles los más
débiles.
—Pero las pruebas les han costado
la vida a diez de sus miembros —se
maravilló el anciano Bertolucci.
—No me cabe duda de que pueden
prescindir del doble de ese número —
respondió Brunner mientras observaba
los árboles—. Yo he tenido la mala
fortuna de enfrentarme con el ser que
lidera a esos animales, un adorador del
Dios de la Sangre. Al igual que a su
dios, no le importa de quién es la
sangre que derrama.
Un sonoro grito de salvajismo se
alzó desde la oscuridad, y un batir de
tambores surgió del bosque. Sonaron
cuernos con lamentos bajos y
deformados. Gritos tanto casi humanos
como inhumanos se elevaron hacia el
cielo nocturno. En la linde del bosque
aparecieron siluetas.
—Al parecer, nuestros amigos ya
han dejado de jugar al estratega —
señaló Brunner al mismo tiempo que
alzaba la ballesta.
Luego, la frenética chusma
inhumana irrumpió desde las sombras.
La batalla fue corta pero feroz.
Otros diez hombres bestia fueron
heridos o muertos por flechas de
ballesta antes de que pudieran llegar a
la colina. Brunner había sumado sus
propios disparos a los que efectuaban
los soldados de Bertolucci. En cuanto
los monstruos llegaron a la casa en
ruinas, Brunner disparó con su arma de
fuego al primero que intentó derribar a
golpes la barricada que se alzaba ante la
entrada principal. El monstruo chilló y
se desplomó de espaldas, con el pecho
transformado en una masa de carne
destrozada. Otros lo siguieron en rápida
sucesión. Un segundo hombre bestia
pereció, y su cuerpo quedó tendido de
través sobre la barricada, cuando la
pequeña ballesta de Brunner le clavó
una saeta en un ojo. A continuación, el
cazador de recompensas desenvainó la
espada y se reunió con los otros
defensores.
Habían bajado cuatro soldados, y
dos se habían unido a Bertolucci y sus
otros camaradas en la estancia
adyacente para proteger la escalera. Los
otros dos se quedaron en el
improvisado establo, con Alberto y el
cazador de recompensas. Los caballos
relincharon de miedo cuando les llegó
el hedor de la sangre y del sarnoso
pelaje de los hombres bestia. Uno de los
soldados se separó del grupo para
intentar calmar a los animales, que
tironeaban de las correas que los
retenían.
—Dejadlos con su miedo —le gritó
Brunner—. Si queréis colaborar,
ayudadnos a rechazar a esta escoria.
A despecho de los denodados
esfuerzos de los hombres, las barricadas
no se mantenían. Los restos de madera
que las componían tenían entonces
grandes agujeros abiertos a tajos y
arañazos, y en cada abertura gruñía un
monstruo babeante. Una criatura con
cabeza de mastín, un montón de patas
como las de una araña y una sola mano
provista de garras que le nacía del
vientre saltó a través de una abertura.
Cabrioló frenéticamente por la estancia
e intentó herir a los hombres con su
zarpa, antes de que un tajo de la espada
de Alberto separata la deformada
extremidad de su cuerpo y la hiciera
volar por el aire. Otro golpe de la
espada del soldado más cercano separó
del cuerpo la cabeza de mastín que
lanzaba mordiscos.
El anormal cuerpo de la criatura se
desplomó mientras una burbuja de
sangre manaba de su cuello cercenado.
Uno de los soldados profirió un
alarido y, al volverse, Brunner vio que
el torso del hombre salía volando de
encima de sus piernas y caía sobre un
charco de sangre al otro lado de la
estancia. Una forma enorme se abrió
paso a golpes a través de la barricada al
mismo tiempo que su cabeza de cabra
giraba de un lado a otro, recorriendo la
estancia en busca de su presa.
El monstruo llevaba la cabeza de
Gramsci colgada del cuello. Un trozo de
los intestinos de la víctima sujetaba el
trofeo.
La visión del macabro adorno hizo
que Alberto y los demás hombres
retrocedieran con miedo. Brunner fijó
su gélida mirada impertérrita en los
amarillos ojos del monstruo, que lo
miraban desde detrás de la máscara. Y
al clavarse los ojos de cada uno en los
del otro, los sonidos de la batalla se
apagaron. Los otros hombres bestia se
detuvieron y en sus ojos brillaron la
expectación y el miedo. Cada uno de
ellos aullaba pidiendo sangre, sin
embargo ninguno quería que esa sangre
fuese la suya propia.
El jefe hizo un gesto con su
ensangrentada hacha de bronce, una
tosca parodia del anterior desafío de
Brunner. El cazador de recompensas
alzó su espada y avanzó hacia la bestia.
Comenzó a describir círculos en torno
al monstruo, y éste hizo otro tanto con
él, aunque con paso irregular a causa de
la pierna herida. Luego, la bestia rugió y
atacó. El hacha descendió en un
destellante arco de muerte, y sólo la
rápida reacción de Brunner lo salvó de
un tajo que lo habría partido por la
mitad. Saltaron chispas al impactar la
hoja del arma contra las baldosas del
piso.
El hombre bestia recobró la postura
en el momento en que Brunner le
lanzaba un golpe, y lo paró con el
mango de su gran hacha de bronce. La
criatura escupió flema sanguinolenta al
rostro del hombre, que chorreó por un
costado del casco del cazador de
recompensas. Brunner respondió con
una patada de su bota de punta de
acero a la pierna herida del monstruo.
La bestia se tambaleó al mismo tiempo
que rugía de furia y dolor, y Brunner
volvió a atacarlo con rapidez, pero el
monstruo resultó ser más veloz de lo
que sugería su gran corpulencia, y su
hacha salió despedida hacia Brunner en
el momento en que éste comenzaba a
moverse. La hoja de bronce raspó de
través el peto de gromril y labró un
profundo arañazo sobre el duro metal.
El cazador de recompensas detuvo
la carga; el hombre bestia recuperó la
estabilidad.
Brunner miró al monstruo con
ferocidad y comenzó a provocarlo con
la espada. El hombre bestia le respondió
con un gruñido y se tensó en
preparación de algún acto brutal.
Luego, reparó en la mano izquierda de
Brunner, que pendía laxa e inmóvil a
un lado. Un destello de alarma abrió
más los ojos del monstruo, que alzó
ambas manos para protegerse del
inminente ataque cuando Brunner
extendió hacia delante el brazo
izquierdo. En cambio, con la espada
que sujetaba en la mano derecha, el
hombre asestó un golpe a la pierna sana
de la criatura y le abrió un tajo en la
rodilla.
La abominación del Caos chilló
mientras retrocedía con paso
tambaleante para alejarse del mutilador
ataque. Le lanzó otro tajo a Brunner,
pero el peso del hacha de bronce
desequilibró a la tullida, criatura, que
cayó al suelo. El cazador de
recompensas saltó rápidamente sobre su
adversario y le abrió un tajo en el brazo
derecho con la espada, al mismo tiempo
que su mano izquierda clavaba un
cuchillo en la cara del bruto. Del ojo
herido manó una sangre espesa, y el
cuerpo del hombre bestia se estremeció
con espasmos de agonía. Los tileanos
contemplaron con horror cómo el
monstruo luchaba para volver a
incorporarse, pero tenía el brazo
derecho casi cercenado y la terrible
hacha de bronce resbaló de sus dedos
laxos.
En el momento en que el hacha
repiqueteaba sobre el piso, Brunner se
lanzó al ataque una vez más y clavó la
espada en la garganta del monstruo, por
encima del macabro collar que llevaba.
Cuando el cazador de recompensas
retiró el arma, la cabeza del hombre
bestia cayó hacía delante, y éste se
desplomó en el suelo como una flor
marchita.
Los mutantes apiñados ante la
barricada observaron en silencio
mientras su campeón moría. Luego,
unos pocos saltaron al interior de la
estancia con las zarpas vacías. Brunner y
los tileanos contemplaron con
prevención cómo las criaturas
convergían sobre el cuerpo de su jefe.
Aferrando el cadáver por las axilas y las
piernas, dos brutos lo sacaron por la
entrada. Un tercer hombre bestia que
tenía un rostro casi humano, salvo por
los cuernos que le nacían a lo largo del
caballete de la nariz, recogió el hacha
de bronce con las garras y siguió a sus
camaradas.
Lentamente, la brutal chusma se
retiró. Cuando los caballos por fin se
calmaron, los hombres supieron que el
último de sus enemigos se había
marchado de verdad.
Brunner avanzó hasta la barricada y
espió el terreno bañado por el claro de
luna.
—Realmente, detesto trabajar gratis
—masculló para sí el cazador de
recompensas.
Brunner observó cómo los
silenciosos hombres bestias
transportaban el cadáver de su
campeón hacia la oscuridad de los
árboles. Volvió los ojos hacia el
Bertolucci más joven, que se recostaba
contra la entrada. El joven tenía la cara
sucia de polvo y de sangre seca de
bestia; sus ropas estaban rasgadas y
rotas, y su jubón de cuero mostraba un
tajo que casi había llegado hasta la piel.
—¿Creéis que volverán? —preguntó
el comerciante—. ¿Que se han
escabullido al interior del bosque para
reagruparse?
Brunner negó con la cabeza.
—No —replicó—. Se han llevado a
su héroe para realizar sus ritos profanos,
lo cual es para ellos más importante que
la perspectiva de conseguir carne
humana para llenarse la barriga. Se
llevarán a ese monstruo que los lideraba
y, esta noche, cuando la podredumbre
haya tenido tiempo de apoderarse del
cadáver de la criatura, lo desgarrarán
con colmillos y cuchillos. —Brunner vio
que Alberto se encogía de horror, que
el rostro del joven palidecía ante la
imagen—. Ellos piensan que si se
comen la carne de un campeón como
ése absorberán su fortaleza. Se
producirán tremendas peleas cuando
intenten determinar quién participará
del banquete. Mañana, a esta misma
hora, esa chusma se habrá dispersado y
ninguno de ellos pertenecerá a la
misma manada.
Un leve ruido de telas apartó a
ambos hombres de la vista que
proporcionaba la entrada. Elisia salió de
la estancia adyacente y avanzó hacia
Alberto, quien se apresuró a
acercársele.
—¿Mi padre? —preguntó el joven
con voz cargada de preocupación pero
la sacerdotisa negó con la cabeza al
mismo tiempo que sonreía.
—No, vuestro hijo —replicó.
Transcurrió un segundo antes de
que el significado de las palabras fuese
comprendido por el joven, y entonces
destelló en su rostro una luz de júbilo y
comprensión. Aferró los brazos de la
sacerdotisa.
—¿Mi hijo? ¿Cuándo? ¿Cómo?
—Sí, es un varón, y más sano y
maravilloso que cualquiera que yo haya
visto —respondió Elisia—. Llegó
durante la noche. —Una expresión
severa afloró al rostro de ella—. Con o
sin batalla, decidió que éste era el
momento. —Una sonrisa remilgada
reemplazó a la expresión severa—. En
cuanto al cómo, tal vez podríais
preguntárselo a vuestra esposa, en el
caso de que lo hayáis olvidado. Está con
vuestro hijo en la habitación del fondo.
Sin apenas dedicarles otra mirada a
Brunner y a Elisia, Alberto salió a toda
prisa de la estancia.
La sacerdotisa lo observó mientras
se alejaba y rememoró los centenares de
veces que había visto a otros hombres,
ricos o pobres, reaccionar del mismo
modo cuando ella les daba noticias
semejantes.
—¿Y qué hay del padre Bertolucci?
—inquirió la fría voz del cazador de
recompensase y Elisia se volvió para
mirar al rostro carente de emociones
que había tras la máscara de acero.
—Está en la cocina, calentando unas
gachas. Sufrió una herida, pero no es
grave, y ya he tomado precauciones
para que no se le infecte —respondió,
pero una repentina expresión
interrogativa asomó a sus ojos—. No os
habéis preocupado por nadie más en el
breve tiempo transcurrido desde que os
conozco. Incluso cuando me
rescatasteis, me dio la impresión de que
lo hacíais por vuestra propia
conveniencia más que por cualquier
consideración hacia mí. ¿Por qué os
interesa tanto Bertolucci?
El cazador de recompensas no dijo
nada y, dejando sin respuesta la
pregunta de la sacerdotisa, se adentró
en las estancias interiores de la ruinosa
villa.
La vieja cocina era un desastre. Su
piso embaldosado estaba rajado y roto,
y la hierba asomaba entre las baldosas.
En los rincones había zarzas arrancadas
y secas, tiradas donde las habían
arrojado precipitadamente Bertolucci y
sus hombres. La luz del sol entraba en
la estancia a través de una docena de
agujeros, pero también el helor del
rocío matinal.
En el viejo hogar ardía un fuego
pequeño que calentaba un gran caldero
negro. Era un objeto original de la villa,
una reliquia de épocas pasadas a la que
no habían tocado el tiempo, ni los
elementos, ni el pillaje. Y le había
hecho buen servicio al mercader
exiliado que hervía en él un puré de
grano y verduras para preparar algo que
pudiera alimentar a su séquito tras la
larga y dura noche de batalla. Pero
Bertolucci no era tan altruista para
pensar sólo en sus hombres. Se
encontraba sentado ante una rajada y
ladeada mesa de madera, sobre un
banco aún más desvencijado, y mojaba
ruidosamente un trozo de pan moreno
en el contenido de un cuenco de
madera.
El sonido de la armadura hizo que
el comerciante apartara los ojos de la
comida y los posara en los del hombre
que había entrado en la cocina.
Bertolucci miró fijamente al interior
de la visera del desconocido que había
llegado con la sacerdotisa. Una
premonición pavorosa lo petrificó por
un instante, pero pronto se recobró,
extendió un brazo y sirvió gachas en un
segundo cuenco.
—Espero que no os importe —se
disculpó el comerciante—, pero tenía la
sensación de que debía hacer algo útil si
no podía estar en la muralla. Y puesto
que lo he preparado yo… —Bertolucci
acabó la frase mordiendo el trozo de
pan goteante.
Brunner avanzó hacia la mesa.
—Comeré más tarde —dijo el
cazador de recompensas, cuyos ojos,
detrás de la visera del casco, se clavaron
en los de Bertolucci.
El comerciante tragó el bocado y se
levantó de la mesa.
—Debería haberlo supuesto —dijo
el hombre mientras el pavor volvía a
arañarle la columna—. ¿No podríais,
simplemente, decirle a Volonté que no
nos habéis encontrado? —Su expresión
era resignada; sabía cuál sería la
respuesta del asesino antes de que éste
hablara.
—Tengo un encargo —explicó
Brunner—. Lo único de este mundo a
lo que hago honor. Pero Volonté sólo
os quiere a vos. Vuestros hijos no son
asunto mío.
Bertolucci se quedó pensativo por
un momento, mientras lo inundaban
un cierto alivio y algo de esperanza, sin
que el miedo dejara de roerle las
entrañas.
—Os he visto luchar —dijo el
hombre, y descansó una mano sobre su
brazo herido—. Incluso si estuviese
ileso, os daría poco trabajo.
El comerciante se metió una mano
bajo el jubón y reparó en que los dedos
del cazador de recompensas se tensaban
en torno a la empuñadura de su
espada. Continuó a pesar de todo y sacó
una bolsa de cuero.
—Decidme, ¿cuál es el precio de
mercado de un cerdo, actualmente, en
las calles de Miraguano? —preguntó el
comerciante mientras sus ojos devolvían
la gélida mirada de Brunner con una
llama de odio.
—Ochenta piezas de cobre, la
última vez que pasé por la calle de los
porquerizos —respondió el asesino a
sueldo.
El comerciante contó una cantidad
equivalente de dinero y depositó las
monedas sobre la mesa; al lado, dejó la
bolsa de cuero tras proferir un suspiro.
Brunner asintió con la cabeza y
desenvainó la espada.
Bertolucci no llegó a ver la hoja que
lo degolló, de tan rápidos como eran los
movimientos del cazador de
recompensas. Mientras la sangre
manaba de su cuello abierto, lo último
que vio el comerciante fueron las
enguantadas manos que recogían las
monedas que él había dejado sobre la
mesa, que no tocaron siquiera la bolsa
de cuero que se hallaba junto a ellas.
El sonido de unos pies calzados con
botas hizo que Brunner se incorporara
del lugar donde había realizado su
sangriento trabajo. Al girar sobre sí
mismo, vio cómo el júbilo se desvanecía
del rostro de Alberto. Había corrido
hacia allí, tras separarse a desgana de su
esposa y su hijo, para conducir a su
padre al piso superior con el fin de que
viera a su nieto. Entonces, el propósito
del joven había cambiado.
—¡Asesino! —siseó a la vez que
sacaba el sable de la vaina.
Brunner no esperó para
intercambiar palabras con el muchacho
y contuvo el primer tajo de Alberto con
una parada. El joven no recuperó del
todo la postura tras el desviado ataque,
sino que lo transformó en un golpe
lateral dirigido contra el cazador de
recompensas. Con la mente nublada
por la cólera, Alberto había olvidado
todas las enseñanzas recibidas en el arte
de la esgrima y el duelo. Para Brunner
habría sido fácil matarlo.
La espada del cazador de
recompensas salió disparada, penetró la
casi inexistente defensa de Alberto y
ascendió hacia la cabeza del muchacho.
En el último momento, sin embargo,
Brunner varió el golpe para estrellar el
plano de la hoja, en lugar del filo,
contra el hombro del joven. Alberto
cayó de rodillas, conmocionado por el
golpe. Brunner descargó el puño de la
espada en la cabeza del aturdido
hombre y lo dejó sin conocimiento.
Sabía que el muchacho se recuperaría
con los cuidados de la sacerdotisa de
Shallya, aunque no hasta mucho
después de que él se hubiese marchado.
El sonido de otros pies que corrían
le anunció el apresurado avance del
resto de los hombres, que lanzaron
miradas asesinas hacia el cazador de
recompensas al ver los dos cuerpos que
yacían detrás de él y desenvainaron las
espadas como uno solo.
—Yo vine por el viejo —declaró
Brunner con una voz fría como un
gélido viento invernal—. Alberto
Bertolucci se recuperará.
Uno de los soldados envainó la
espada y describió un cauteloso rodeo
en torno al asesino a sueldo. Llegó
hasta el yacente cuerpo de Alberto, le
cogió una muñeca y asintió mirando a
sus compañeros.
—Si deseáis morir por vuestro
difunto señor, os complaceré —declaró
Brunner, cuya penetrante mirada se fijó
en cada uno de los guardias por turno
—. Pero a mí me parece que ahora
tenéis un deber para con vuestro señor
vivo.
Los hombres sólo tardaron un
momento en devolver las espadas a las
vainas, de mala gana. También ellos
habían presenciado el combate entre el
cazador de recompensas y el hombre
bestia.
Brunner echó a andar por el pasillo
hacia el cavernoso vestíbulo que alojaba
a los caballos. Al pasar ante la escalera,
se encontró con la acusadora mirada de
Elisia.
—No os importábamos ninguno de
nosotros —gruñó ella.
Brunner le sonrió y se alejó a
grandes zancadas.
—Sólo Bertolucci y el precio de su
cabeza —respondió el cazador de
recompensas mientras avanzaba hacia
los animales—. Rezadle a vuestra diosa
para que nunca tenga motivos para que
vos me importéis.

*****
La hinchada figura se hallaba de pie
ante el cuadro de ninfas y sátiros que
lentamente invadía el moho,
estudiando la pintura y su destructiva
corrupción. «Es una lástima», pensó por
un momento el prestamista porque en
sus días había sido una obra muy
vibrante y excitante. La había aceptado
a cambio de no partirle las manos a su
dueño por haberse saltado un pago,
aunque su encuentro con la mutilación
sólo fue aplazado durante unos pocos
meses, cuando el hombre volvió a
retrasarse en las cuotas. Volonté se
chupó los dientes. Sí, dentro de poco
tendría que encargarse de reemplazarla.
Nunca se le ocurría cuidar de sus
posesiones. Lo único que le importaba
era la adquisición, y se preguntó cuál de
sus morosos podría ser propietario de
algo que igualara a aquel cuadro en
estilo y calidad.
Un sonido que se produjo dentro
de la habitación poblada de sombras
hizo que el corpulento hombre se
volviera. Pudo distinguir vagamente
una figura que se encontraba de pie en,
la oscilante luz de la vela, la cual
danzaba sobre un casco de acero.
—¿Quién anda ahí? —preguntó el
prestamista con voz ahogada por el
miedo.
Cuando el cazador de recompensas
avanzó hasta quedar más iluminado por
la llama, Volonté exhaló un profundo
suspiro de alivio.
—Brunner —rió—. Mis sirvientes
no os han anunciado.
—Entré por mis propios medios —
explicó el cazador de recompensas, y
levantó una mano para mostrarle a
Volonté el objeto envuelto en cuero
que le había arrancado a Bertolucci.
Los porcinos ojos del prestamista se
posaron sobre aquella cosa pavorosa, y
una sonrisa se ensanchó en su rostro.
—¡Lo habéis conseguido! —exclamó
al mismo tiempo que reía entre dientes
—. ¡El corazón de Bertolucci!
Extendió la mano e hizo un gesto
para que el cazador de recompensas le
entregara el horripilante trofeo.
Brunner se adelantó y dejó caer el
objeto envuelto en cuero sobre la
hinchada manaza del gordo. Con
premura, Volonté lo desenvolvió para
dejar a la vista el órgano pavoroso y
empapado en sangre que había dentro.
El gordo profirió una profunda
carcajada.
—También vuestra hija estaba allí
—dijo el cazador de recompensas—.
Acaba de dar a luz un niño, del hijo de
Bertolucci.
—¡Ja! —rió el prestamista—.
Muerto ese viejo ladrón, la puta esa
volverá arrastrándose hasta mí muy
pronto. Su marido puede quedarse con
el cachorro bastardo que han tenido;
por lo que me importa.
El gordo se inclinó sobre el corazón
arrancado y lo olfateó con las fosas
nasales dilatadas, saboreando el olor de
la carne. Volvió la cabeza con
brusquedad, metió una mano dentro de
la mesa y sacó una bolsita de tela cuyo
peso le hizo temblar la mano al
levantarla.
—Vuestro precio, cazador de
recompensas —dijo el prestamista—.
Habéis hecho un buen trabajo, aunque
costoso. —Un repentino destello de
odio cruzó el semblante de Volonté, y
se acercó la bolsita al pecho—. Pero
antes de que os pague, quiero que me
contéis cómo fue su muerte. Quiero oír
cómo Bertolucci se arrastró ante vos e
imploró por su vida. ¡Quiero que
describáis sus gritos mientras le
arrancabais el corazón!
Brunner avanzó otro paso.
—En ese caso, tendré que
decepcionaros —dijo Brunner, y una
hosca expresión de enojo contorsionó el
obeso semblante de Volonté—.
Bertolucci no imploró ni se arrastró.
Cuando supo quién era yo y para qué
había ido a su casa, no intentó huir. —
Brunner miró a Volonté los ojos, donde
vio una expresión de insatisfacción—.
Simplemente me preguntó cuál era hoy
el precio de mercado de un cerdo en
Miragliano.
Una expresión de perplejidad
reemplazó al ceño fruncido del rostro
de Volonté. Brunner se aproximó un
paso más.
—Antes de morir, me pagó ochenta
piezas de cobre —prosiguió Brunner
mientras su mano aferraba el cuchillo
de hoja larga y filo serrado que llevaba
en la vaina de la cadera.
Volonté rió nerviosamente.
—No es suficiente para comprar a
un hombre como vos, ¿eh? —
tartamudeó el prestamista cuya frente
penaba el frío sudor.
—Es la presa lo que determina el
precio de un cazador de recompensas
—replicó Brunner al mismo tiempo que
acortaba la distancia que los separaba—.
Un cerdo vale mucho menos que un
hombre.

*****
Los sirvientes de Volonté despertaron
de su sueño cuando un agudo grito
resonó entre las paredes. El sonido
parecía proceder del estudio al que su
señor tenía costumbre de acudir a altas
horas de la noche para repasar sus
registros de deudores. Al parecer, esa
noche no estaba solo. El pensamiento
no inquietó excesivamente a los
habitantes de la casa de Volonté, y
muchos de ellos volvieron a dormirse.
Por la mañana, ya habría tiempo
suficiente para repartirse las posesiones
del prestamista.
La
perdición
de
Gnashrak

Un día en que rondaba por las


calles de Miraguano en busca de
un esquivo comerciante que tenía
una reserva de tintas de Arabia a
un precio sospechosamente bajo,
me hallé, inesperadamente,
contemplando el semblante de
acero negro del casco de Brunner.
Me sorprendió nuestro encuentro
repentino; habían pasado algunos
meses desde nuestra última
conversación. El cazador de
recompensas hizo un gesto de
asentimiento con la cabeza y aflojó
la mano con que aferraba el puño
de la espada al ver que yo iba
desarmado. Creo que sentía una
cierta simpatía hacia mí, pero
dudo de que se fiara de nadie.
Saludé cordialmente a Brunner —
estaba realmente contento de
haber tropezado con él—, y los
pensamientos de la tinta robada se
desvanecieron al instante de mi
cabeza. Mi primer relato sobre las
hazañas del hombre había
resultado ser extremadamente
popular. De hecho, aún vivía de
algunos de los beneficios que me
había proporcionado la narración
y estaba ansioso por repetir mi
pasado éxito. No tardé un segundo
en lanzarle una andanada de
preguntas, inquiriendo dónde
había ido durante los meses
pasados, qué proezas de valentía
(o de avaricia, aunque ese
segundo pensamiento me lo
guardé cuidadosamente) había
realizado. Brunner rechazó mis
preguntas y dijo que la calle no era
lugar apropiado para hablar.
Comenzó a alejarse y, al hacerlo,
reparé en el modo rígido que tenía
de moverse, y en el hecho de que
algunas de las piezas de su
armadura parecían nuevas, como
si hubiese sido necesario cambiar
las viejas. Se me ocurrió pensar
que tal vez su prolongada ausencia
no había estado motivada por una
larga y difícil serie de
persecuciones, sino porque aquel
hombre severo y formidable se
había encontrado con un enemigo
que, de hecho, era su igual. ¿Quizá
había pasado aquellos largos
meses recuperándose de las
heridas sufridas en combate?
Emocionado ante la perspectiva de
un relato semejante, me apresuré a
seguirlo, una proeza que facilitó el
hecho de que su paso estuviese
enlentecido. Como había casi
esperado, Brunner me llevó hasta
la taberna El Jabalí Negro.
Encontré al cazador de
recompensas sentado, como de
costumbre, ante una de las mesas
del fondo, con una jarra de
cerveza delante. Reparé en una
segunda jarra que había al otro
lado de la mesa y me reprendía mí
mismo por ser tan tonto como para
pensar que mi contacto no había
advertido que le seguía los pasos.
Acepté la implícita invitación y me
senté ante La mesa.
Durante un momento, bebí unos
sorbos de cerveza mientras tomaba
nota de las abolladuras y arañazos
de la armadura de Brunner, así
como de los movimientos torpes
del brazo izquierdo, con el que se
llevaba la jarra a la boca. Pregunté
qué contratiempo la había
afectado, sin atreverme a sugerir
que el origen pudieran ser, heridas
recibidas o los efectos de una
enfermedad.
El cazador de recompensas bebió
cerveza durante unos instantes, y
luego dejó la jarra sobre la mesa, y
me cayó sus fríos ojos, azules. Con
una voz baja, que se parecía al
sonido de un cuervo que planea
hacia el cadalso, me preguntó si
alguna vez había perseguido
orcos…

El humo ascendía de los incendiados


escombros, y dedos de llamas
intentaban aferrar el cielo nublado, que
iba oscureciéndose. Gritos y sonidos de
carnicería se alzaban hacia las tinieblas
como si dieran la bienvenida al
advenimiento de la noche. Junto al
infierno que momentos antes había sido
un granero, se erguía una silueta
enorme y brutal que miraba el edificio
incendiado.
Las danzantes llamas destacaban
detalles de la figura, que no pertenecía
a un cuerpo humano. Las piernas eran
cortas, estevadas, casi dobladas. Los
brazos eran largos, mucho más que los
de un hombre; se parecían más a las
extremidades de los fabulosos monos
de las tierras del sur, y en ellos
ondulaba tu cantidad de músculos que
no podían equipararse ni siquiera con
los del hombre más fuerte. Los
hombros eran anchos, de casi un metro
veinte. La cabeza salía proyectada hacia
delante con respecto a los hombros,
sostenida por un cuello grueso y corto.
El cráneo era grande, y la frente de la
criatura se inclinaba hacia atrás tan de
inmediato que resultaba casi
inexistente. Unas orejas puntiagudas,
parecidas a las de un lobo, adornaban
los lados de la cabeza. Una de ellas
presentaba una muesca y lucía docenas
de aros de acero y latón, de los que
pendían hojas de metal oxidado.
El semblante de la bestia estaba
dominado por una bocaza enorme,
cuya mandíbula inferior se proyectaba
hacia fuera y hacía que los colmillos de
la criatura sobresalieran por encima del
labio superior y las mejillas. Cada uno
de los colmillos estaba rematado por un
capuchón de acero sujeto por un
remache que atravesaba el marfil vivo
de los dientes. Las puntas de los dos
colmillos inferiores descansaban contra
el borde de los ojos hundidos en el
cráneo de la criatura, a ambos lados de
su pequeña nariz, chata como un
hocico. Unos ojos como cuentas rojas
relumbraban en los agujeros
sombreados de la cara de la criatura y
compensaban el oscuro matiz verde de
su correosa piel curtida por los
elementos.
El monstruo había llegado de las
impenetrables profundidades de las
montañas situadas al sur y conocidas
como Las Cuevas, y su grotesco cuerpo
narraba la historia de sus viajes. Estaba
revestido por una armadura arrancada
de los cadáveres de sus enemigos
muertos. Las hombreras que le
protegían la parte superior de los brazos
habían sido hechas a partir de cascos
humanos; el plaquín de cota de malla
que caía sobre su pecho hasta por
debajo de la cintura había adornado en
otros tiempos a un ogro mercenario; las
perneras de acero habían sido
confeccionadas con una docena de
grebas de hombres de la milicia, que
fueron lo bastante desafortunados
como para descubrir qué había estado
diezmando los rebaños de su pueblo de
montaña.
La armadura hecha de pedazos era
mantenida de una pieza mediante
numerosas correas de cuero y trozos de
alambre, a si que crujía y rechinaba al
moverse el orco. Pero la espada que
sujetaba con un puño grande como un
jamón no era un despojo y constituía
una ofensa para la artesanía humana.
Obra de los brutos herreros de su
propio pueblo, tenía una enorme hoja
en forma de cuchilla de poco más de un
metro de largo; había sido amolada
hasta conferirle un filo romo capaz de
atravesar hueso y acero sin mellarse. Un
grueso trozo de acero redondeado
conformaba la tosca empuñadura para
que el orco pudiera coger la hoja por su
parte inferior. Un forzudo de feria
habría tenido grandes dificultades para
levantar siquiera aquella masa de acero,
pero el orco la alzaba con una sola
mano por encima de su cabeza sin que
de sus pulmones escapara ni un
gruñido de esfuerzo. El arma era como
el orco que la blandía y cuyo pueblo la
había fabricado: enorme, monstruosa,
fea y asesina.
El orco abrió la boca y dejó a la vista
restos de carne que se pudría atrapada
entre los colmillos. Su voz rugió por
encima de los gritos, por encima del
crepitar de las llamas. Era como el
atronar de un cañonazo y contenía la
espeluznante aspereza de un cuchillo
que raspara hueso. Los brutales tonos
salivantes poseían el sonido del metal
rasgado. El monstruo estaba aullándoles
a sus secuaces en su áspero idioma orco.
Los orcos habían caído sobre la
aldea como una de las caprichosas
tormentas de las Montañas Grises: de
repente, sin aviso previo y de un modo
absolutamente devastador. Los
aldeanos —granjeros, campesinos y
unos pocos artesanos— habían
sucumbido ante los orcos como el trigo
ante la guadaña, y los bárbaros de piel
verde habían recogido esa cosecha en
un frenesí de asesinato y carnicería. Los
aterrados bretonianos no habían
organizado ninguna clase de defensa.
Habían corrido ante los orcos, huyendo
para salvar la vida en lugar de presentar
batalla. La visión de los adversarios
humanos escapando había provocado
en los atacantes una furia aún más
frenética. Habían acudido a saquear y
asesinar, era cierto, pero por encima de
todo, habían ido ahí en busca de una
batalla. En ese momento, con toda la
aldea en llamas, los últimos
supervivientes se encogían dentro del
granero, que se consumía con rapidez.
Gnashrak volvió su atención hacia
el granero cuando la puerta de madera
se abrió. Por ella salió un hombre que
tosía, y detrás, una ola de humo negro.
A continuación, aparecieron en la
puerta varios rostros sollozantes y
manchados de hollín que jadeaban
intentando respirar aire limpio.
Los ojos rojos de Gnashrak
estudiaron al hombre. Era un tipo
corpulento para ser humano; muy
probablemente era el protector de ese
nido de ganado. Un sencillo atavío de
cuero en torno a su cuello y estaba
atado a sus rodillas. El hombre sujetaba
un gran martillo con ambas manos,
pero una mirada le bastó a Gnashrak
para ver que se trataba de una
herramienta, no de un arma. El
horripilante rostro del orco se
contorsionó como si hubiese comido
algo desagradable. Escupió una masa de
flema como para quitarse el mal sabor
de boca. Sin embargo, el jefe de guerra
alzó su enorme espada y avanzó
arrastrando los pies.
Gnashrak gruñó al hombre del
delantal de cuero. El hombre vaciló y
volvió la mirada hacia el granero en
llamas. Luego, avanzó. Cogió mejor el
martillo, y los nudillos se le pusieron
blancos al aferrarlo con mayor firmeza.
El hombre separó las piernas para
adoptar una postura de combate.
Habían pasado largos años desde la
última vez que alzó un arma contra los
incursionistas bandidos, pero el herrero
no era ni ningún cobarde. Reprimió el
miedo que inundaba su pecho y clavó
en el grupo de monstruos de piel verde
su mirada más, desafiante. Gnashrak y
sus seguidores se echaron a reír ante el
patético espectáculo. El herrero los
acometió con un odio que superó el
miedo que le producían aquellas
gruñentes carcajadas. Los labios de
Gnashrak se contorsionaron en una
parodia de sonrisa.
El jefe de guerra orco saltó hacia
delante con la brutal espada sujeta
verticalmente a un lado. Gruesos
regueros de saliva espumosa caían por
las comisuras de la boca del monstruo
ante el inminente enfrentamiento. El
herrero era el primer hombre de toda la
aldea que se enfrentaba con él, y
Gnashrak tenía intención de saborear el
momento.
—¡Escoria orca! —gritó el hombre
con voz más cargada terror que de
cólera.
Avanzó de un salto y descargó el
martillo en un golpe demoledor. El jefe
orco dio un paso atrás y giró sobre sí
mismo para que el torpe golpe
impactara sobre la hombrera de su
armadura. Gnashrak le lanzó al hombre
una mirada feroz. Las mandíbulas del
orco se abrieron en toda su cavernosa
extensión, y un rugido profundo y
atronador salió de sus pulmones como
fuelles. El herrero se encogió con el
martillo sujeto de través sobre el pecho,
como si pretendiera establecer una
barrera entre él y el bárbaro de piel
verde.
Gnashrak alzó su enorme arma y
descargó un golpe descendente. La
tosca cuchilla partió el martillo de acero
como si fuera una ramita y hendió la
carne del hombre, que se encogía tras el
arma improvisada; le partió la caja
torácica y lo cortó en línea oblicua
desde un hombro hasta la cintura. La
sangre hizo erupción a través de la
herida que se abrió, y las mitades
separadas cayeron al polvo. Los rostros
situados en la puerta del granero en
llamas profirieron lamentos de horror.
Gnashrak se detuvo a escupir una masa
de flema sobre el cadáver, para luego
volverse y rugir a sus seguidores.
Los orcos se lanzaron hacia delante,
aunque no usaron sus armas para
matar, sino para hacer que los
supervivientes volvieran al interior del
granero incendiado. Gnashrak observó
a los suyos durante un momento, y
luego giró su cuello de buey para echar
una última mirada de asco al mutilado
herrero. Apartó los ojos del cadáver
para dirigirlos hacia los orcos, que a
punta de lanza, obligaban a los
acobardados supervivientes a entrar en
el granero. Los alaridos hicieron asomar
una Leve sonrisa al rostro de Gnashrak,
pero no era suficiente. Cuando las
nubes descargaron por fin la más ligera
llovizna, el orco asintió para sí.
En algún lugar, al norte de allí,
encontraría a los caballeros propietarios
del penoso ganado que él y su grupo
habían asesinado. Entonces sí que
habría una matanza digna de un orco,
una lucha adecuada que redundaría en
mayor fama para Gnashrak
Headkrusher. Los campesinos pensaban
que ya había pasado la época de la
cosecha, pero el orco les enseñaría lo
contrario a ellos y a sus señores. Se
avecinaba una segunda cosecha, una
cosecha que no se recogía con guadañas
sino con espadas.
Tras abrir una vez más su enorme
bocaza, Gnashrak lanzó un bestial
aullido de ambición hacia la noche que
se cerraba.

*****
El castillo del marqués De Galfort
dominaba las llanas praderas. Altas
torres se alzaban desde todas las
esquinas de la muralla exterior,
mientras que otras aún más altas
sobresalían de la fortaleza. Desde lo alto
de la torre más elevada, el marqués
podía observar todos sus dominios,
incluso hasta la lejana aparición verde
en el horizonte que marcaba el límite
más oriental de sus tierras, la linde del
encantado bosque de Loren. Podía ver
cada granja, cada aldea, cada pequeña
choza que los Campesinos de sus tierras
llamaban hogar.
Era una vista de la que el anciano
marqués nunca se cansaba: mirar,
desde lo alto sus tierras, sus posesiones,
sabiendo que eran suyas, suyas por
decreto del rey bretoniano y por la
gracia de la Dama, deidad patrona de
Bretonia. Contemplaba el cielo azul, los
campos dorados, el verde de las
praderas, hasta muy avanzada la tarde.
Entonces el sol comenzaba su descenso,
y el marqués regresaba a sus estancias
del interior del castillo con el fin de
atender aquellos deberes necesarios
para gobernar sus dominios, que no
podía delegar en su esposa o su
mayordomo.
Pero esa mañana, la vista se había
visto estropeada, ensuciada por una
columna de humo negro que se elevaba
al sur, en dirección a las lejanas
montañas. Allí se alzaban unas pocas
aldeas, alojamiento de los rústicos
mineros campesinos que arañaban sal
de las laderas de Las Cuevas y
contribuían a la prosperidad de los
dominios de De Galfort. En un
momento posterior del día, el cuerpo
consumido y exhausto de un campesino
fue descubierto por uno de los
guardabosques de De Galfort que
patrullaba el bosque, y lo llevó al
castillo. No obstante, aquella patética
criatura aterrada no era un cazador
furtivo, y la historia que narró ante el
marqués heló la sangre de éste. Los
dominios de De Galfort no habían sido
atacados por orcos desde los tiempos de
su abuelo y, tras la incursión de los
últimos bárbaros, se habían necesitado
dos generaciones para reparar los
daños.
En ese momento, el anciano
marqués De Galfort se encontraba
sentado en su sala del trono, sumido en
inquietantes pensamientos. Había
ordenado que se enviaran mensajeros
de inmediato a los condes, barones y
duques del vecindario, para ponerlos al
corriente de aquel peligro que había
caído sobre sus dominios y que los
amenazaba a todos. No cabía duda
alguna de que todos corrían riesgo, ya
que los orcos no respetaban límites y no
les importaría si la aldea que habían
saqueado pertenecía a De Galfort o a
algún otro. No, sus vecinos
reaccionarían como nobles bretonianos
decentes y enviarían una compañía de
caballeros y tantos hombres de armas
como pudieran reunir, para aumentar
las fuerzas del propio De Galfort y
perseguir a los orcos. Pero se necesitaría
tiempo, mucho tiempo para que llegara
la ayuda. Y hasta entonces, los orcos
podrían saquear y robar libremente; a
menos que el marqués actuara por su
cuenta, sin el apoyo de sus vecinos.
El marqués alzó los ojos del suelo y
contempló, desde lo alto de su trono, el
ansioso rostro de su hijo Encune,
mientras se preguntaba si él había sido
alguna vez tan inexperto y cándido
cuando era joven.
El muchacho le había implorado
durante toda la mañana, a partir del
momento en que les fue narrada la
historia de orcos y carnicería, que le
entregara el mando de los caballeros del
castillo, que le permitiera pisotear a
aquellos monstruos para que
aprendieran la locura que significaba
invadir tierras protegidas por el nombre
De Galfort.
La observación hecha por el
marqués acerca de que el campesino no
tenía ni idea de cuántos orcos formaban
aquella partida incursora, de que las
montañas podrían haber vomitado todo
un ejército de monstruos de piel verde,
no había menoscabado lo más mínimo
el entusiasmo del muchacho. Era joven
y aún no tenía conocimiento del arte de
la guerra; la única sangre que había
derramado en su vida era de lobos,
gatos monteses y bandidos. Suponía
que en ese caso se trataba de una tarea
similar, tal vez un poco más noble, y
depositaba más fe en el favor de la
Dama y el buen acero bretoniano que
en la fortaleza de unos monstruos a los
que sólo conocía a través de las
leyendas y los relatos de los viajeros.
A decir verdad, hacía mucho
tiempo que nadie de los dominios de
De Galfort posaba los ojos sobre un
orco, ni siquiera el propio marqués que
había visto ejemplares embalsamados
en el castillo del duque De Vilifere,
pero nunca un piel verde vivo. Y el
marqués era un cazador y un soldado lo
bastante viejo como para saber que
constituía una locura perseguir a un
enemigo, bestia u hombre, del que
nada se sabía.
Entró un sirviente que se inclinó
profundamente ante los dos nobles,
para luego avanzar con rapidez hacia el
marqués.
El marqués alzó una mano delgada,
gesto que hizo caer hacia atrás el puño
ribeteado de pieles de su voluminoso
ropón, y le indicó al sirviente que
hablara.
—Con vuestra venia, mi señor —
dijo el sirviente en voz baja y con los
ojos dirigidos hacia el piso—. He
pensado que os gustaría ser informado
de que el forastero está preparándose
para marchar.
El marqués se levantó de su asiento
con una luz emocionada en los ojos.
—¿Por qué no he pensado antes en
ello? —Posó la vista sobre el sirviente—.
Corre a la puerta e informa a sir
Doneval que no debe permitir que el
forastero se marche. —En los ojos del
marqués apareció una expresión astuta
—. Trae al cazador de recompensas a
mi presencia.

*****
El marqués se atusó el áspero bigote,
que se extendía desde los gruesos pelos
grises de las fosas nasales hasta los
extremos de la barbilla. Se trataba de un
hábito nervioso, una particularidad de
su carácter que lo afligía siempre que
estaba alterado. Normalmente sólo lo
atacaba en los bailes, mascaradas y otras
funciones públicas de pompa y boato.
Pero había algo decididamente
inquietante en el hombre que se
encontraba de pie ante él, cuyo rostro
resultaba inescrutable detrás de la
máscara de acero del negro casco que
no se había quitado al presentarse ante
el marqués, como exigía la costumbre.
Tampoco se había inclinado como lo
había hecho sir Doneval, que entonces
se encontraba, pese a la armadura,
agachado con una rodilla en el piso.
Pero el marqués había esperado que
el hombre mostrara tal
desconsideración hacia su rango.
¿Acaso no se había comportado del
mismo modo el día anterior? ¿No había
avanzado hasta el asiento del marqués
con una arrogancia tal que podría haber
sido el mismísimo emperador? ¿Había
demostrado consideración alguna hacia
la sensibilidad de las mujeres de la corte
cuando había presentado ante el
marqués el espantoso objeto que lo
había llevado hasta los dominios de De
Galfort?
No, lo que perturbaba al marqués
no era el desprecio hacia la nobleza
manifestado por el cazador de
recompensas. Aquel hombre estaba
rodeado por un aura, algo que podía
ver con sus cansados ojos el anciano
marqués, que ya tenía un pie en los
dominios de Morr. Era como si un aire
de espanto flotara en torno al hombre
como un sudario, como un miasma de
sangre y muerte.
El marqués no había retrocedido
ante la espada en sus años mozos, y
había conocido caballeros que estaban
tan tintos en sangre como cualquier
corsario saratosiano o bandido de
Norse. Pero había habido razones para
arrebatar las vidas con las que habían
acabado, una causa que ennoblecía esos
hechos, una caballerosidad que regía
sus actos. En el cazador de recompensas
no existía un honor semejante. Aunque
caminaba con la muerte como si fuera
un compañero de armas, no la
respetaba. La muerte no era más que
una mercancía para él, un valor con el
que comerciar en el mercado.
—Tenía entendido que nuestros
asuntos habían concluido —dijo el
cazador de recompensas con tono
gélido. Junto a él, sir Doneval se tensó y
posó una mano sobre el puño de su
espada. El cazador de recompensas dejó
que su mano enguantada acariciara la
culata de la pistola que llevaba
enfundada contra el vientre.
—Hay otro servicio que me gustaría
solicitaros —respondió el marqués,
prefiriendo hacer caso omiso de las
palabras del cazador de recompensas—.
Os pagaré el doble de lo que cobrasteis
por Lorca, el estaliano, y sus
bandoleros.
Brunner clavó los ojos en el noble.
El silencio se prolongó durante tanto
rato que pareció transformarse en algo
casi tangible. Al fin, asintió con la
cabeza y su mano enguantada adoptó
una postura ligeramente más
descuidada sobre la culata de la pistola.
—Habéis captado mi interés —dijo
Brunner—. ¿A quién queréis que mate?
—No a quién, sino qué —lo corrigió
el marqués, y los ojos del cazador de
recompensas se entrecerraron detrás de
la visera, aunque el noble no pudo
determinar si era debido a la suspicacia
o al interés—. Ayer, una partida de
orcos invadió mis tierras, prendió fuego
a una de mis aldeas y asesinó a mis
campesinos. Quiero que vayáis a
rastrearlos.
—Ya he luchado antes contra los
orcos —replicó Brunner—. Sus grupos
de incursión son muy variados en
número: una horda cuenta con millares
de individuos, mientras que las partidas
de guerra pueden consistir en una sola
de esas bestias. No siento deseo alguno
de cruzar espadas con ninguno de ellos.
El cazador de recompensas se llevó
una mano al borde del casco y giró
sobre los talones para marcharse.
—No os pido que los matéis vos
mismo —se apresuró a decir el marqués
con la esperanza de evitar que saliera.
Se preguntaba si sus hombres serían
capaces de impedir su partida. Por
fortuna, el cazador de recompensas se
detuvo y se encaró con él una vez más
—. Sólo os pido que guiéis hasta esos
brutos a mi hijo y a una compañía de
mis mejores caballeros.
—¿Y si son tan numerosos que
superan la capacidad de vuestros
hombres? —preguntó Brunner de
modo explícito.
Sir Doneval, aún arrodillado,
reprimió la protesta que ascendía por su
enorme pecho.
—Sólo os pago para rastrear a esos
monstruos, no para luchar con ellos. Si
son tan numerosos que superan la
capacidad de los hombres que envíe
con vos y con mi hijo, regresaréis aquí
para aguardar la llegada de los
refuerzos que he solicitado de los
dominios vecinos.
—¿Y quién tomará la decisión
acerca de cuántos orcos son
demasiados? —preguntó Brunner con
un tono cortante, que sugería que ya
conocía la respuesta antes de que se la
dieran.
—Mi hijo estará al mando, Brunner
—replicó el marqués, que se negaba a
que lo intimidaran en su propio castillo
—. Deberéis cederle a él todas las
cuestiones relacionadas con el mando.
Brunner permaneció inmóvil
durante un momento, y el marqués De
Galfort se preguntó si rechazaría el
encargo. No obstante, al fin, el cazador
de recompensas asintió con un gesto de
su acorazada cabeza.
—Muy bien, de acuerdo, pero el
precio será el triple de lo que pagasteis
por Lorca; más, si tengo necesidad de
usar la espada. —El cazador de
recompensas clavó en el marqués una
mirada penetrante—. Con los orcos,
uno nunca está seguro de quién es la
presa y quién el cazador.

*****
La compañía de jinetes salió por las
bostezantes fauces de la puerta del
castillo, y el tremendo peso de las
armaduras de los caballeros y de las
bardas que guarnecían a los caballos de
guerra hizo estremecer y crujir las tablas
del puente levadizo. Cincuenta
caballeros del marqués y sus
correspondientes escuderos ligeramente
protegidos habían sido destinados a
acompañar a Etienne de Galfort y al
forastero cazador de recompensas. El
joven De Galfort estaba seguro de que
eran demasiados nobles para llevar a
cabo una misión tan ruda; estaba
convencido de que una docena de
caballeros superaría con creces la
destreza de cualquier bruto adversario.
Brunner había refrenado las ganas de
hacer comentarios sobre el entusiasmo
del muchacho.
—La fina columna de humo que se
ve allí, en el horizonte… —dijo Sir
Doneval, señalando hacia el sur con un
dedo cubierto de acero, y Brunner
siguió la dirección indicada por el
caballero—. Eso era la aldea de Villiers.
El cazador de recompensas asintió
con un movimiento de cabeza.
—¿Cuál es el asentamiento más
próximo a Villiers? —inquirió la gélida
voz.
—¿Qué importancia tiene eso? —
interrumpió Etienne de Galfort.
El joven había levantado la visera de
su casco; su apuesto rostro de facciones
suaves y el ansioso brillo de sus ojos
quedaban a la vista. No se encogió
cuando el cazador de recompensas se
volvió sobre el caballo para clavarle una
mirada fría.
—Los orcos se encaminarán, sin
duda, hacia la aldea más próxima —
explicó Brunner—. Con nuestros
caballos, deberíamos ser capaces de
alcanzarlos y enfrentarnos con ellos
antes de que lleguen a su destino.
—Ese es vuestro punto de vista —
objetó Etienne—. Pero ¿y si los orcos no
procedieran de acuerdo con lo que vos
decís? Habremos desperdiciado nuestro
tiempo y cansado a nuestras monturas
en la persecución de un fantasma.
—Al menos podremos poner sobre
aviso a los campesinos —dijo Sir
Doneval—. Deberían tener la
posibilidad de retirarse a la seguridad
del castillo de vuestro padre.
—¿Vamos a cabalgar por todo el
territorio para advertir a los ocupantes
de cada pequeña choza, con el fin de
que empaqueten sus pertenencias y
huyan hacia el castillo? —respondió
Etienne de Galfort al mismo tiempo que
sacudía la cabeza—. Necesitaríamos
semanas para avisar a cada minero,
leñador y pastor. —El joven noble cerró
uno de sus puños enfundados en cota
de malla—. No, les serviremos mejor
aplastando a esos monstruos antes de
que puedan causarles más daño.
Brunner se inclinó hacia delante
haciendo crujir el cuero de su silla de
montar, mientras los azules ojos ocultos
tras la visera miraban con ferocidad a
Etjenne.
—¿Y cómo proponéis vos que
culminemos esa proeza?
—Debemos cabalgar hasta la aldea
de Villiers —replico Etienne—. Allí,
haréis lo que mi padre os paga por
hacer. Buscaréis el rastro de los orcos y
seguiréis sus huellas hasta madriguera.
—El noble profirió un bufido de
desprecio—. Luego, estaréis en libertad
de retroceder mientras nosotros nos
ocupamos de los monstruos.
Brunner escupió al polvo del
camino.
—Estos son orcos que están en
marcha —explicó—. No tienen
madriguera. Duermen sólo cuando los
vence la fatiga, y yacen donde caen.
Pueden marchar durante días sin
descansar, y su resistencia los
mantendrá en pie mucho más tiempo
del que pueda aguantar incluso el
mejor de vuestro caballos. Si intentáis
cansarnos, ellos os cansarán a vos y os
atacarán cuando estéis extenuado y más
necesitéis reposar. No es mejor
anticiparse a sus movimientos y
preparar una emboscada.
—Yo estoy al mando aquí —le
espetó Etienne—. Cabalgaremos hasta
Villiers, y vos encontraréis el rastro que
nos indique la dirección que han
seguido esos orcos. Es una orden. Esto
es una cacería, asesino a sueldo; no los
juegos de acecho y daga de algún
príncipe pirata de Tilea. Creo que
descubriréis que esos monstruos son
menos capaces de igualar el vigor
bretoniano de lo que vos imagináis.
Dicho eso, Etienne tiró de las
riendas del caballo para hacerlo girar y
lo lanzó al galope por la bifurcación de
la senda que se dirigía hacia el sur. Los
otros caballeros y sus escuderos lo
siguieron. Tras lanzar una última
mirada hosca al castillo donde el
anciano marqués había logrado
convencerlo de que aceptara aquel
encargo, Brunner hizo girar a Demonio,
su caballo bayo, y cabalgó tras la fila de
bretonianos.

*****
El viejo Marcel silbaba una tonada
mientras descendía del rocoso terreno
para regresar al pequeño campamento
minero. El pesado cesto de mimbre
cargado de rocas de sal iba sujeto a su
espalda, pero se trataba de un peso que
el minero había transportado muchas
veces, y ya ni siquiera percibía la carga,
salvo cuando no la llevaba. El
bretoniano pensaba en la comida que le
estaba preparando su esposa: la
pequeña ave que su hijo menor había
cazado con el arco el día anterior sería
buena tras haber hervido durante toda
la jornada sobre una pequeña llama.
De repente, el minero pisó mal y
cayó al suelo. Marcel se estrelló boca
abajo y se peló una rodilla, mientras se
dispersaban las rocas de sal que llevaba
a la espalda. Profirió una imprecación
en voz alta mientras gateaba hacia el
cristal más cercano, pero un sonido
profundo y atronador lo inmovilizó en
ti sitio. Volvió la cabeza para ver qué
podía emitir un sonido tan áspero y
desagradable.
Unos ojillos como cuentas rojas
devolvieron al hombre la mirada desde
un rostro de colmillos y correosa piel
verde cubierta de cicatrices. No había
sido un paso en falso lo que habla
hecho caer al viejo bretoniano, sino un
empujón de la enorme pata del orco.
Marcel comenzó a alejarse a gatas del
monstruo descomunal mientras
reparaba con alarma en la gigantesca
hacha que éste aferraba con la otra
zarpa. El monstruo observó cómo el
hombre retrocedía. Marcel pudo ver
que la expresión divertida desaparecía
de los ojos del piel verde para ser
reemplazada por una fría y mortal
mirada. El orco profirió un gruñido
profundo y alzó la enorme hacha al
mismo tiempo que avanzaba un paso
hacia el minero.
*****
La columna de hombres acorazados
guardaba silencio en tanto emergía de
la senda flanqueada de árboles que
desembocaba en los humeantes restos
de la diminuta aldea. Habían cabalgado
sin descanso desde la desolación que
había sido la aldea de Villiers. Fue poco
después de que los caballeros hubiesen
llegado al escenario de la primera
masacre cuando un escudero atisbó la
columna de humo que ascendía por el
este. De inmediato, los jinetes habían
partido al galope por la senda que
serpenteaba entre los árboles y campos
herbosos hacia las rocosas laderas de las
montañas.
Etienne de Galfort clavó la mirada
en la cabeza que observaba a los
caballeros que surgían del bosque. Era
algo pavoroso; la cara había sido casi
dividida por la mitad por un
horripilante tajo que penetraba
profundamente en el hueso del cráneo,
y la piel se veía ennegrecida por efecto
de las llamas. La habían clavado en el
extremo de una lanza tosca, de la que
colgaban otros pavorosos talismanes,
que se balanceaban en la brisa
provocada por los restos de una gran
hoguera. La expresión del joven noble
era inescrutable mientras estudiaba el
monstruoso objeto. Se llevó a la cara
una mano envuelta en cota de malla e
hizo un gesto con la otra para que un
escudero fuese a enterrar el horrible
tótem.
Era una repetición de la escena que
habían encontrado en Villiers: todos los
edificios habían sido incendiados; los
cuerpos, destrozados, yacían esparcidos
entre la devastación; en el centro de
cada carnicería, se había encendido una
gran hoguera con la madera y los restos
saqueados de las casas, y ante cada uno
de los fuegos, se había colocado un
sangriento talismán de extremidades y
cráneos.
Etienne posó los ojos sobre la
corpulenta figura de sir Doneval, que se
encontraba a su lado; el rostro del
caballero de más edad estaba
completamente oculto tras el gran casco
que le cubría la cabeza. Luego, le dirigió
una mirada de culpabilidad al cazador
de recompensas. Brunner había
desmontado y examinaba las huellas de
un modo idéntico a como lo había
hecho en Villiers.
Las huellas eran todas inhumanas y
se hundían hasta una profundidad que
no podría conseguir ni siquiera un
caballero completamente armado. Los
pies, calzados o desnudos, eran más
anchos y cortos que los humanos, así
que incluso el más pequeño hablaba de
una corpulencia enorme. Basándose en
las huellas, Brunner le había informado
a Etienne de que, en Villiers, había
habido por lo menos veinticinco orcos.
Se incorporó tras realizar un examen
sumario, y se encaró con el noble.
—Esto lo ha hecho el mismo grupo
—declaró el cazador de recompensas—.
No cabe duda. Aquí tengo tanto las
huellas del que tiene sólo tres dedos en
el pie como del que va con una pata de
palo. No puede haber dos orcos iguales
corriendo por los dominios de vuestro
padre.
Etienne suspiró sonoramente.
Apartó la vista del cazador de
recompensas y recorrió el claro con la
mirada. Los escuderos de armadura
ligera se habían dispersado con los arcos
preparados para disparar, y observaban
los árboles con sus agudos ojos. Los
caballeros hacían avanzar a sus corceles
entre las ruinas para examinar la obra
de los orcos. La visión añadía fuego a la
indignación que hervía en sus
corazones. Finalmente, Etienne se
volvió a mirar a Brunner.
—Teníais razón —dijo—.
Deberíamos haber acudido aquí en
primer lugar. Esto es culpa mía.
Brunner lo miró fijamente.
—Podríamos haber salvado a esta
gente, pero los orcos habrían atacado
otra población. —El cazador de
recompensas advirtió la expresión
confusa que asomaba a los ojos de
Etienne, así que se apresuró a explicarse
—. Debéis entender algo acerca de los
orcos. Es verdad que viven para saquear
y masacrar, pero, sobre todo, les
encanta la batalla. Estos tótems, estas
hogueras, constituyen un desafío.
—Pero si quieren luchar, ¿por qué
no se enfrentan con nosotros? —
preguntó Etienne, cuyo orgullo de
caballero se sentía insultado por el
pensamiento de que unas criaturas
semejantes pusieran en tela de juicio su
valentía.
—Porque quienquiera que sea la
bestia que lidera este grupo no es un
estúpido —respondió Brunner, y
escupió al suelo de polvo y ceniza—. Un
jefe orco es una mezcla de pura fuerza
bruta, carisma y astucia. Éste parece
poseer un poco más de astucia de lo
que es habitual. Quiere librar batalla,
pero es lo bastante listo como para
buscar una batalla que pueda ganar él.
Tiene unos treinta orcos consigo, tal
vez. Vos tenéis cincuenta jinetes —
Brunner dejó que una áspera carcajada
emergiera de sus labios—. Tal vez no
sea capaz de contar, pero sin duda
puede darse cuenta de cuándo una
fuerza es más numerosa que otra.
—¿Qué hacemos, entonces? —
preguntó Erienne—. ¡No se detendrá
para luchar, vos decís que perseguirlo
sólo lograría cansarnos a nosotros, y si
no le damos caza va a quemar todos los
asentamientos de estos dominios!
La voz del cazador de recompensas
se transformo en un bajo y áspero
susurro.
—Dividiremos nuestras fuerzas. Le
proporcionaremos una lucha más
acorde con lo que busca.

*****
Brunner cabalgaba en cabeza del
pequeño grupo de jinetes. Cinco
caballeros junto con sus escuderos
ligeramente armados se alineaban a lo
largo del sendero, detrás de él. El
cazador de recompensas desvió los ojos
a un lado y se encontró con la mirada
de sir Doneval. El caballero se apartó
un tábano de la cara.
—¿Cuánto tiempo pensáis que
tardarán? —preguntó el caballero.
—No mucho —replicó el cazador de
recompensas—. Nos han estado
vigilando desde que salimos de la mina.
Las palabras de Brunner le
arrancaron al caballero una
exclamación ahogada de sobresalto. Se
volvió para observar los árboles y el
sotobosque que flanqueaban el sendero.
—Si están ahí, ¿a qué esperan? —
quiso saber sir Doneval.
Brunner dejó que una áspera
carcajada corta saliera de su garganta.
—¡Ah!, el jefe de este grupo es,
efectivamente, un caso raro —dijo el
cazador de recompensas—. Está
reteniendo a sus seguidores hasta
confirmar que Etienne no nos sigue.
Quiere asegurarse de que no se trata de
una trampa.
Como respondiendo a esto, una
flecha de plumas negras salió silbando
de los matorrales e impactó contra el
peto metálico del caballero, sobre el
cual rebotó. La siguieron otras: algunas
impactaron en los caballos, y otras, en
los hombres. Los caballeros, con sus
armaduras metálicas, eran inmunes a
esa andanada de flechas, pero los
caballos y escuderos no tuvieron tanta
suerte. Alaridos humanos y equinos
hendieron la brisa.
—¿Hay algún terreno abierto en las
proximidades? —le gritó Brunner a sir
Doneval, y el caballero asintió con su
cabeza protegida por el casco.
—Hay un claro aquí cerca, hacia el
norte —gritó el caballero al mismo
tiempo que señalaba el sendero con la
espada.
Una segunda andanada de flechas
salió de entre las sombras, entonces
acompañada por los gruñidos y aullidos
de los arqueros orcos.
Brunner azotó al caballo para que
echara a correr sendero abajo, y los
caballeros lo siguieron junto con sus
acompañantes. Atrás dejaron a tres
arqueros con el cuerpo atravesado por
flechas de orco. Uno de los hombres,
inmovilizado bajo su caballo muerto,
gritaba pidiendo auxilio. Sir Doneval
intentaba con ahínco hacer caso omiso
de las súplicas del escudero. Dar media
vuelta significaría la muerte para
ambos, y el posible fracaso del plan del
cazador de recompensas.
Una silueta enorme apareció ante
Brunner en el sendero. El orco medía
casi dos metros de altura, y sus zarpas
aferraban un hacha de doble filo y un
tosco escudo de madera. La piel de un
oso le cubría la espalda, y su cuerpo
estaba protegido por una mezcla de
trozos metálicos, segmentos de cadena y
trozos de cota de malla. Un abollado
casco en forma de marmita cubría la
cabeza del bruto.
El monstruo gruñó y saltó hacia
Brunner. El cazador de recompensas
desenfundó la pistola que llevaba en el
cinturón y disparó una bala dirigida a
un ojo del orco, hacia el diminuto
cerebro que residía dentro de su grueso
cráneo. El orco gimió y avanzó dando
traspiés hasta el centro del sendero, sin
que su primitivo cuerpo entendiera que
estaba muerto. El enorme bruto fue
derribado bajo las patas de los caballos
bretonianos que cargaban, y sus cascos
molieron y partieron su grueso
esqueleto.
Mientras los jinetes corrían por la
senda forestal, podían oír los salvajes
gritos y gruñidos de sus enemigos.
Brunner se arriesgó a echar una mirada
por encima del hombro y vio unas
siluetas enormes que corrían tras ellos a
lo largo del sendero. Uno se detuvo
para arrojar contra la caballería que se
alejaba una lanza cuya asta erró apenas
al caballero de retaguardia.
Ante ellos, la luz solar se hacía más
brillante; se trataba del claro del que
había hablado sir Doneval. Brunner
azotó a Demonio para impelerlo a
acelerar por última vez.
El claro era amplio y en su centro
había un pequeño montículo, una
tumba de alguna tribu desaparecida
hacía mucho. Un pequeño círculo de
piedras erectas, reliquias de la Antigua
Fe, había adornado en otros tiempos la
cumbre del montículo, pero hacía ya
mucho que las piedras se habían
desplomado y convertido en pilas de
cascotes. De inmediato, Brunner dirigió
su caballo hacia el viejo túmulo.
También entonces, los bretonianos lo
siguieron, menos preocupados por la
posibilidad de ofender a los muertos
ancestrales que dormían dentro del
montículo que por la probabilidad de
reunirse con ellos.
El caballo del jinete de retaguardia
relinchó y cayó justo en el momento en
que salía de entre los árboles. Tres
flechas se habían clavado en el animal,
y las heridas habían vencido finalmente
su fortaleza y noble corazón. El
caballero logró apartar de sí al animal
muerto y alejarse cojeando. Otro de los
caballeros dio media vuelta y cabalgó
para rescatar a su compañero herido.
Brunner oyó que sir Doneval le gritaba
al hombre que volviera, pero la decisión
ya había sido tomada.
Dos gigantes de piel verde salieron
del bosque. Al ver a los caballeros, las
fauces colmilludas de los orcos se
abrieron para proferir gritos salvajes de
fina y sed de sangre. El caballero
montado hizo avanzar al corcel y se
interpuso entre los orcos y el hombre
herido. Los orcos rugieron su
aprobación y se mantuvieron firmes
ante el jinete. El caballero descargó la
espada en un tajo descendente que le
acertó a uno de los brutos en un
hombro. La hoja atravesó la tosca
hombrera del orco y penetró
profundamente en la carne y hasta en
el hueso. De la herida manó una sangre
color verde oscuro, y el orco retrocedió
con paso tambaleante a causa de la
fuerza del impacto, al mismo tiempo
que un pesado garrote de metal y hueso
caía de su mano repentinamente
insensible.
El otro orco dejó escapar un salvaje
grito de furia asesina. El caballero se
volvió a tiempo de ver que la cortante
hoja del hacha del orco salía disparada
hacia él. El terrible tajo impactó justo
por debajo de la rodilla del caballero, y
la pasmosa fuerza muscular del orco
hundió la hoja a través de la armadura
metálica, de la pierna que estaba dentro
y en el costado del caballo de guerra del
hombre. Caballo y jinete gritaron al
unísono. El orco tironeaba del arma
intentando arrancarla del cuerpo del
corcel. El animal herido profirió un
relincho agudo y luego se desplomó de
lado; al hacerlo, aplastó al piel verde
bajo su peso y partió también el cuello
de su jinete.
El caballero desarzonado vio la
suerte corrida por su valiente
compañero y volvió cojeando junto al
animal. Miró fijamente al orco cuya
cabeza y hombros sobresalían de debajo
del caballo muerto. El orco le gruñó e
intentó empujar y contorsionarse para
quedar libre. El caballero alzó la espada
por encima de su cabeza y la clavó en el
cráneo del orco con una estocada
descendente. Luego, volvió la cabeza
cubierta por el casco para encararse con
el aullante grupo que irrumpió desde
detrás de los árboles. El resto de la
manada había llegado. Varios de los
brutos corrieron para ver al desafiante
caballero que se encontraba de pie
junto al orco muerto, pero una figura
enorme, ataviada con una armadura
fabricada con diversos trozos y que lucía
colmillos rematados por puntas de
acero, se abrió paso hasta el frente a
fuerza de empujones y puñetazos.
Gnashrak rugió, y el sonido resonó
por todo el claro. Luego, cargó al mismo
tiempo que hacía bajar la gigantesca
hoja de su arma hacia el caballero. El
hombre, valeroso, no se acobardó, sino
que arrancó su propia espada del
cráneo del orco muerto para responder
y parar el ataque del jefe de guerra. La
vasta y enorme masa del arma del orco
se estrelló contra el elegante acero del
caballero, y saltaron chispas.
El caballero retrocedió con paso
tambaleante; su espada presentaba
entonces una muesca de dos
centímetros y medio en el punto donde
había impactado el arma del orco.
Gnashrak tensó hacia atrás su poderoso
cuerpo, preparado para asestar otro
golpe. Los demás orcos guardaron un
silencio momentáneo y observaron con
reverencia cómo su atemorizador
campeón demostraba una fuerza y un
poder increíbles. Al otro lado del claro,
Brunner y los restantes caballeros y
escuderos hacían lo mismo; todos los
ojos estaban fijos en la desigual
contienda que se desarrollaba a unas
decenas de metros de distancia.
Acabó del único modo posible. Con
otro atronador rugido, Gnashrak
descargó un segundo tajo contra el
caballero. Una vez más, el hombre
intentó parar la tosca arma de metal del
orco, pero en esa ocasión la mellada
hoja se partió bajo el tremendo
impacto. La enorme cuchilla continuó
su descenso sin hallar obstáculos y
atravesó la gorguera de cota de malla
que rodeaba el cuello del bretoniano.
Los eslabones se partieron bajo el
impacto, y una fuente de color carmesí
manó cuando la hoja atravesó
limpiamente la nuez de Adán. El casco
del caballero salió volando a tres metros
de distancia del cuerpo del hombre y
rodó por la alta hierba mientras la
sangre salía a borbotones de la cabeza
que contenía.
Gnashrak acercó la espada a su
rostro para que sus ojillos examinaran el
ensangrentado metal. Una larga lengua
canina salió de sus poderosas fauces y
lamió la sangre. El orco fijó luego su
mirada en el pequeño grupo de
hombres que se apiñaban entre las
antiguas piedras de lo alto del
montículo. Avanzó un paso y su pie
aplastó los despojos del cráneo del orco
caído.
El jefe de guerra alzó su arma otra
vez y señaló con ella a los bretonianos.
Sus fauces volvieron a abrirse para rugir
a los soldados que lo observaban; éstos,
aunque no podían entender el tosco
idioma del orco, comprendieron
claramente su significado: los
bretonianos no podían esperar
misericordia alguna por parte de sus
atacantes.
Como sabuesos a los que se deja en
libertad, los orcos que Gnashrak tenía
bajo su mando aullaron e iniciaron la
carga hacia el centro del claro, agitando
las armas por encima de la cabeza.
Unos pocos, al recordar los arcos que
llevaban, lanzaron algunas flechas de
negras plumas hacia delante, pero los
proyectiles mal dirigidos rebotaron
inofensivamente sobre las piedras. Los
escuderos apostados entre las rocas
fueron más eficaces con sus arcos
largos; cada una de sus flechas se clavó
en un cuerpo de orco, pero ninguna
tenía el poder necesario para derribar a
su gigantesco blanco. Los orcos
cerraban sus enormes garras sobre las
astas que sobresalían de sus brazos,
piernas o pecho, y se las arrancaban;
aparentemente eran inmunes al dolor.
Tampoco hacían caso de la carne
desgarrada por las puntas de las flechas,
que arrojaban a un lado con un
despectivo gruñido.
La silueta del cazador de
recompensas emergió de detrás de las
rocas; sujetaba el largo cañón de acero
de su pistola. Acercó una mecha al
fulminante y luego afianzó las piernas
cuando la descarga explosiva del arma
le sacudió el cuerpo. De repente, un
orco enorme giró sobre sí mismo
mientras la sangre verde manaba del
humeante agujero de su pecho. El orco
se estrelló contra el suelo, donde su
cuerpo se estremeció durante un largo
momento. La bestia apoyó las manos a
ambos lados del cuerpo y comenzó a
incorporarse, pero luego tembló y volvió
a caer; se desangró a través del cráter
abierto donde había tenido el corazón.
Brunner no le dedicó al orco un
segundo pensamiento. Dejó caer el
arma descargada y cogió la ballesta
cargada que tenía a su lado, apoyada
contra una piedra. Alzó el arma hasta
su hombro, apuntó y disparó una saeta
de acero que atravesó el casco de un
segundo orco, que en ese momento
estaba arrancándose del pecho una
flecha bretoniana. La cabeza del orco
giró bruscamente, con una sonrisa aún
más colérica en el rostro. Sus ojillos se
clavaron en Brunner y se abrieron de
par en par al ver la ballesta que había
en las manos del hombre. El orco gruñó
y se puso a bramar como un buey
enloquecido. Luego, la sangre verde
que bajaba por el interior del casco le
nubló la visión.
El orco se llevó una zarpa a la
cabeza, y con un dedo provisto de garra
palpó el agujero del casco y del cráneo.
De repente, las piernas del orco
cedieron, y éste cayó sentado, con el
dedo aún metido dentro de la herida
que tenía en la cabeza. Un ligero sollozo
escapó de las fauces del orco, y su
enorme cuerpo se desplomó de costado.
Luego, el piel verde quedó inmóvil.
Un tercer orco estaba casi en la base
del montículo cuando cayó,
sucumbiendo a tres heridas de flecha
en el pecho. El orco que venía detrás de
él saltó por encima del cadáver, y luego
se vino abajo cuando otra flecha
bretoniana le atravesó la garganta. Sin
embargo, veinte bárbaros lograron
llegar al promontorio, seguidos por la
gigantesca figura de su jefe de dientes
rematados con acero, que enarbolaba la
ensangrentada arma por encima de la
cabeza mientras bramaba gritos de
guerra en su áspero idioma.
Los restantes caballeros hicieron
frente a la carga de los orcos, y dos de
los escuderos desenvainaron sus
espadas para resistir junto a sus señores.
El tercer escudero dio un alarido de
terror cuando salió corriendo de la
protección de las rocas hacia el límite
más cercano del claro. Tras el hombre
que huía saltaron tres orcos cuyo veloz
avance acortaba rápidamente la
distancia que los separaba de la presa.
Brunner clavó la saeta de su ballesta
más pequeña en la cara del primer orco
que se le acercó, y el dardo quedó
sobresaliendo de una mejilla del
monstruo como una peca de acero. El
orco aferró la saeta y sus dedos
provistos de garras forcejearon para
arrancarla. Tan concentrado estaba en
la tarea que no reaccionó cuando
Brunner descargó la afilada hoja de su
cimitarra sobre el antebrazo del bruto.
La extremidad cercenada continuó
aferrando la flecha que sobresalía de la
cara del orco. Con el brazo cortado
colgándole, el orco gruñó y alzó el que
le quedaba sano, con el cual sostenía
una salvaje hoja de acero afilado. No
obstante, su reacción fue demasiado
lenta porque la cimitarra de Brunner ya
descendía otra vez y le partía el cráneo
como si fuera un melón. Una sangre
verde y unos sesos con aspecto de moco
salieron a borbotones del cráneo
hendido, y el orco se desplomó contra
un costado del caído plinto de piedra
que tenía junto a sí.
Un segundo orco saltó hacia él,
gritando con salvaje triunfo por hallar
un digno adversario en el cazador de
recompensas. El hacha del orco
descendió y resbaló a lo largo del
grueso peto de gromril que protegía el
torso de Brunner. El cazador de
recompensas se tambaleó bajo la fuerza
del golpe, pero el metal de los enanos
resistió ante el afilado borde del arma
del orco.
El monstruo, después de perder el
equilibrio a causa de su propio golpe,
comenzó a recobrar tanto la postura del
cuerpo como la del arma. Inclinado
ante el guerrero imperial, que estaba
conmocionado pero ileso, el orco
comenzó a incorporarse. Con una
mano, Brunner clavó un cuchillo en el
cuello del orco mientras con la cimitarra
cercenaba el espinazo de la bestia. El
orco dejó escapar un sollozante y
agónico suspiro de sus enormes
pulmones, y cayó ante el cazador de
recompensas. El piel verde se
estremeció durante un momento,
aferrando con ambas manos el cuchillo
que tenía clavado en la nuca. Brunner
le volvió la espalda a la criatura
agonizante y buscó al siguiente
monstruo con el que cruzar armas.
La batalla iba mal para los
bretonianos. Habían caído los dos
escuderos y uno de los restantes
caballeros, y sólo yacían dos orcos junto
a los cadáveres de los hombres.
Mientras observaba, el cazador de
recompensas vio que el gigantesco jefe
de guerra atacaba al corpulento sir
Doneval, que quedaba empequeñecido
ante el enorme cuerpo deforme del
orco. El caballero esquivaba los torpes
golpes de la bestia, así que la
descomunal cuchilla de la criatura
chisporroteaba cada vez que impactaba
contra los viejos plintos. El caballero le
asestaba tajos y estocadas a la bestia
cada vez que ésta recuperaba la postura,
y el orco sangraba por numerosos cortes
que tenía en los brazos y el pecho. Pero
el monstruo apenas se veía enlentecido,
pues su inhumana vitalidad y
resistencia al dolor lo impelían a
continuar.
Sir Doneval acabó calculando mal
un barrido de la cuchilla del orco, y se
apartó a la izquierda cuando debería
haberlo esquivado hacia la derecha. El
arma del jefe de guerra impactó contra
un brazo del caballero, partió el metal y
desgarró la carne de debajo. La oscura
sangre manó de la herida, y sir Doneval
se alejó, dando traspiés, ante el
triunfante rugido de su enorme
adversario.
Brunner desenfundó la pistola que
había recargado y le disparó por la
espalda al jefe orco. El arma escupió un
destello de llama y emitió un crepitar
de trueno. Un hedor acre salió flotando
del arma. El jefe de guerra volvió
ligeramente la cabeza al oír el sonido, y
luego devolvió su atención al
tambaleante caballero. Brunner
contempló con asco el arma fabricada
en Nuln, y arrojó la pistola al rostro del
orco de casco astado que se le
aproximaba. El arma, al estrellarse
contra la cara del monstruo, le aplastó
la nariz y le partió el labio. El orco no le
hizo el más mínimo caso a la herida,
sino que atacó al cazador de
recompensas con un barrido de su
enorme espada. Brunner se agachó por
debajo de la trayectoria del arma y, con
la suya propia, lanzó una estocada que
atravesó el tosco cuero que cubría el
pecho del orco. Un líquido verde
oscuro salió a borbotones por la herida,
y el monstruo cayó; tenía el corazón
hendido por la espada del cazador de
recompensas.
Gnashrak atacó al caballero con un
tajo descendente. Sir Doneval alzó el
escudo para volver a parar el golpe,
pero esa vez el orco se encontraba en
una posición que le permitía descargar
todo su peso en el ataque, y el brazo del
caballero se partió bajo el impacto. Sir
Doneval profirió un alarido de dolor, y
el orco le dedicó una ancha sonrisa, una
colmilluda exposición de acero nada
consoladora. A continuación, la cuchilla
del orco descendió en un golpe a dos
manos.
El metal del peto de sir Doneval se
hizo pedazos bajo el impacto del arma,
al igual que la caja torácica que había
debajo. Un último grito de agonía
burbujeó en la boca del caballero
cuando el orco alzó el arma de los
ensangrentados restos de su torso. Los
ojillos de Gnashrak estudiaron la
carnicería que lo rodeaba y
descubrieron al cazador de
recompensas de negro casco
incorporándose ante el cadáver de uno
de sus orcos.
Gnashrak dejó que una sonrisa
sanguinaria se extendiera por su
correoso rostro. Lo recordaba; había
intentado dispararle cobardemente por
la espalda con el arma de fuego y
humo. Pero Gork y Mork habían
protegido a su salvaje hijo, y la magia
del arma del cobarde había fallado.
Gnashrak pasó sus dedos provistos de
garras por la sangre que goteaba de su
espadón. Iba a enseñarle a aquel vil
lloricón cómo se libraba una verdadera
lucha.
Brunner observó cómo el gigantesco
jefe de guerra se incorporaba ante el
cuerpo de sir Doneval y avanzaba hacia
él con pesados pasos que aporreaban el
suelo. El cazador de recompensas
desenvainó un cuchillo arrojadizo de la
correa que llevaba cruzada sobre el
pecho, y aguardó al mismo tiempo que
giraba el cuerpo para presentarle un
flanco al orco, con el arma en la mano
contraria. Dudaba de que el orco
conociera el propósito del cuchillo, pero
no quería correr ningún riesgo.
El orco avanzaba pesadamente y
sujetaba su enorme arma cruzada sobre
el pecho. Brunner lo dejó dar unos
cuantos pasos más y luego lanzó el
cuchillo. El orco gruñó con sorpresa
mientras el cuchillo cubría la distancia
que los separaba. La hoja se clavó en el
rabillo de una de las cuencas de los ojos
del orco. El enorme bruto aulló de
dolor y dejó caer el arma para aferrar el
cuchillo con una mano. Brunner se
apresuró a recargar su ballesta pequeña
mientras el orco estaba entretenido.
Alzó la mirada cuando el jefe de guerra
profirió un salvaje alarido de dolor. La
enorme mano arrancó el cuchillo y la
sangre verde oscuro manó de la herida.
El orco jugó con el cuchillo durante un
momento, luego se inclinó y recogió su
arma con la otra mano. El monstruo
miró a Brunner a los ojos y profirió un
gruñido profundo.
—Ven a intentarlo —gruñó el
cazador de recompensas.
El orco volvió a rugir, dejando a la
vista sus enormes colmillos rematados
de acero, y cargó como un toro
estaliano enloquecido por la sangre.
Brunner disparó con su pequeña
ballesta a la avalancha de carne verde
que se le echaba encima, pero el disparo
fue precipitado, y la saeta se clavó en
una rodilla de la bestia. El orco no
pareció sentir el impacto del proyectil y
continuó avanzando. Brunner se lanzó
hacia atrás y dejó que el monstruo se
estrellara contra la roca ante la que
había permanecido de pie. La piedra se
rajó al chocar Gnashrak con ella. Sin
perder siquiera el aliento a causa del
demoledor impacto, el orco atacó con
su cuchilla de acero hacia el cuerpo del
cazador de recompensas y erró apenas
por unos centímetros.
Brunner devolvió el golpe con su
arma y abrió en el brazo del orco un
tajo profundo que le cercenó los
tendones de la mano. La descomunal
cuchilla cayó de la mano
repentinamente inutilizada, pero la otra
mano de Gnashrak ya estaba en
movimiento para clavar en el hombro
izquierdo de Brunner la punta del
cuchillo de éste. Brunner se contorsionó
a causa de la herida, y debajo de su
casco resonó un grito de dolor. El orco
le sonrió, y su enorme zarpa se cerró en
torno a la armadura que cubría el
hombro herido del cazador de
recompensas.
El cazador de recompensas volvió a
gritar y la mano del orco estrujó el
acero y el hueso de debajo. Como si
estuviera cansándose de oír los alaridos
del hombre, el orco aporreó el casco de
acero negro con el brazo inutilizado. El
metal resonó y en la celada se formó
una abolladura. Brunner sacudió la
cabeza para defenderse de los
aporreantes golpes.
La espada del cazador de
recompensas se hundió hasta la
empuñadura en la carne de uno de los
muslos del orco, y esto hizo que el
monstruo le soltara el hombro para
arrancarse el arma. Al contar con aquel
momentáneo respiro, Brunner localizó
la saeta que sobresalía de la rodilla del
orco. Con un rugido tan salvaje como
cualquiera de los proferidos por el
monstruo, el cazador de recompensas
pateó la flecha con su bota de punta de
acero, y el proyectil, del mismo metal,
atravesó la rótula del orco y lo hizo caer
de costado.
Brunner retrocedió con paso
tambaleante, respirando
trabajosamente, al mismo tiempo que
desenvainaba el cuchillo serrado del
cinturón y otra daga arrojadiza de la
correa que le cruzaba el pecho. El orco
le gruñó desde el suelo mientras sus
manos provistas de garras ya se
cerraban sobre la cuchilla. Cuando el
orco se puso de pie, le caía baba
espumajosa entre los colmillos de acero.
Entonces, su cabeza giró bruscamente, y
un profundo bramido de cólera salió de
su garganta. Brunner escuchó el sonido,
y en ese instante, oyó la nota aguda que
había alarmado al orco. El vapuleado
cuerpo del cazador de recompensas se
estremeció de risa.
Gnashrak había alzado la voz para
gritar profundas órdenes rugientes en
su idioma brutal. Sin embargo, ya era
demasiado tarde. También su grupo
había oído el toque de cuerno. Al
haberse agudizado su sed de sangre con
el asesinato de los bretonianos, los orcos
ya corrían montículo abajo y
atravesaban el claro en dirección al
sonido, ansiosos por hundir sus espadas
en más carne humana. El jefe de guerra
volvió a maldecir y giró sobre sí mismo
para clavar en los ojos de Brunner el
ojillo que le quedaba sano.
Luego, el enorme bruto se alejó a
saltos, aunque no hacia su grupo, sino
hacia los árboles. Otros tres orcos que lo
vieron se lanzaron tras él, ya que la
lealtad y el miedo que les inspiraba su
jefe de guerra sobrepujaba la sed de
sangre que los inundaba. Brunner los
vio desaparecer entre los árboles, y
luego observó cómo Etienne de Galfort
y el resto de sus subalternos irrumpían
en el claro desde el sendero forestal,
lanzas en ristre. Perdidos en la
demencia de su frenesí, los orcos no
repararon en la carnicería que siguió,
no hasta que quedaron reducidos a un
campo de cuerpos aplastados y
destrozados.
Etienne de Galfort bajó la mirada
hacia la obra realizada por sus hombres,
y luego la alzó hacia el montículo. Gritó
un saludo cuando Brunner apareció,
con paso tambaleante. El caballero
cabalgó hacia el cazador de
recompensas, se quitó el casco y sonrió.
—Hemos ganado —rió el
bretoniano—. Tal y como vos dijisteis,
no pudieron resistirse al cebo. ¡Y una
vez que despertamos su apetito, no
fueron capaces de controlarse y
corrieron cuando caímos sobre ellos!
Brunner asintió con un movimiento
de cabeza.
—Comenzaba a pensar que no ibais
a venir —dijo con voz cargada de fatiga.
—Esperé hasta que cayó la mitad de
la arena del reloj —replicó el noble—.
Luego, salimos al galope tendido. —De
repente, Etienne miró con más atención
los cuerpos que yacían entre las piedras
de lo alto del túmulo—. ¿Los otros?
Brunner negó con la cabeza.
—No.
La sonrisa desapareció del rostro de
Etienne.
—De todos modos, al menos los
derrotamos.
—Habríais pillado al jefe de haber
llegado un poco antes —dijo el cazador
de recompensas tras una pausa.
—¿Ha escapado? —inquirió
Etienne, que de pronto sintió que se le
revolvía el estómago.
El cazador de recompensas se dejó
caer al suelo, se quitó el abollado casco
y luego se pasó una mano enguantada
por el cabello castaño muy corto. Al
retirarlo, el guante quedó manchado de
sudor y sangre.
—No os preocupéis —le aseguró a
Etienne el cazador de recompensas al
mismo tiempo que fijaba en el sus
penetrantes ojos azules—. Está acabado.
Entre los orcos, sólo los fuertes pueden
mandar. Las heridas que le he hecho a
ese monstruo… —Brunner sacudió la
cabeza—. Al caer la noche, habrá un
orco joven que se dará a sí mismo el
título de jefe de guerra, y asará a ese
bruto para cenar.
—Entonces, todo ha acabado —dijo
Etienne.
—Ha acabado —asintió Brunner.
La noche descendió en torno a las
laderas de Las Cuevas como la capa de
un mago. Alrededor de un pequeño
fuego, había sentadas cuatro figuras
cuyos ojos como cuentas rojas
relumbraban en la oscilante luz. Una de
ellas se movió para meter otro tronco en
la hoguera, aunque, al hacerlo, el rostro
del piel verde no miró a las llamas, sino
a la enorme silueta de uno de sus
compañeros, en cuyo rostro brillaba un
solo ojo.
Gnashrak dejó escapar otro suspiro
que estremeció su cuerpo y se metió un
dedo en el agujero vacío de la cuenca
ocular para rascársela una vez más. Los
pensamientos ya se arremolinaban
dentro de su cráneo. Pensamientos de
venganza. Volvería a esas tierras para
quemarlas y saquearlas como ningún
orco lo había hecho jamás. Esa vez,
reuniría un ejército, una poderosa
hueste de guerra con jinetes de jabalíes
y máquinas de asedio, manadas de
trolls y aullantes hordas de goblins para
que pararan las flechas bretonianas.
Luego, le arrancaría el corazón al
hombre que le había costado un ojo y
una mano. Cogería el palpitante
corazón y se lo comería ante los ojos
agonizantes del hombre.
El resplandor de la ambición brilló
en el ojo de Gnashrak, aún más
ardiente que el fuego que tenía
enfrente. El orco bostezó y estiró su
enorme cuerpo. Cuando acabó de
desperezarse, buscó en torno un lugar
para dormir, y entonces su ojo captó la
mirada de sus restantes seguidores. Por
primera vez, el miedo reptó hasta el
salvaje corazón de Gnashrak. La
expresión que vio en los ojos de los
otros tres orcos era una que conocía
demasiado bien. Era el resplandor de la
ambición.
Gnashrak extendió el brazo hacia la
delgada espada bretoniana que se había
visto reducido a llevar desde que había
perdido una mano, al mismo tiempo
que advertía las furtivas miradas de
entendimiento de los otros orcos. Aún
quedaba algo de miedo en ellos, pero
no mucho. No el suficiente.
Con la espada en la mano y el
sueño invadiéndole la mente, Gnashrak
se tendió, receloso de sus compañeros.
Dinero
sangriento

Una noche entré en la taberna El


Jabalí Negro buscando a mi
contacto literario, un gigantesco
hombre de Norse convertido en
pirata que se llamaba Ormgrim,
un personaje sorprendentemente
locuaz a pesar de lo mucho que se
parecía, en aspecto y olor, a un oso
de montaña. Había estado
considerando la posibilidad de
escribir una colección de historias
que narraran las hazañas del
corsario, desde sus días pasados
en el Mar de las Garras acechando
las orillas desde las fabulosas
barcas dragón, hasta sus tiempos
de luchador de fosa en las arenas
sin ley de los Reinos Fronterizos.
Esperaba con toda mi alma poder
pillarlo cuando aún no hubiese
bebido demasiado, antes de que el
alcohol hubiese anegado su
pequeño cerebro. De lo contrario,
sólo sería capaz de pronunciar
frases de tres palabras en un
Reikspiel tan tosco que muchos
goblins habrían encontrado risible.
Ya partir de ese estado, se hallaría
a un corto paso del tipo de
estallido de violencia que habría
resultado en una semana de
desdichada postración para este
desafortunado escritor que no
tiene pies ágiles.
Según resultaron las cosas, sin
embargo, se me presentó una
perspectiva mucho más provechosa
que la de otra noche escuchando
los ebrios delirios semicoherentes
de Ormgrim. Sentado a una mesa
del fondo de la humosa cervecería
en forma de túnel, atisbé la silueta
con casco negro de Brunner. Bebía
de una botella pequeña, y no dudé
de que contenía schnapps. Ya lo
había visto hacer eso mismo antes,
y sabía que era el modo como se
relajaba después de una cacería
particularmente exitosa. Me
encaminé de inmediato hacia su
mesa, y el cazador de recompensas
alzó la mirada hacia mí para luego
hacer un gesto con su mano
enguantada con el fin de indicar
que podía sentarme. Le pregunté
qué tal le iban las cosas y si podría
compartir su buena fortuna con un
amigo. Me sonrió sin ofenderse
por la franqueza de mis palabras,
y comenzó a relatar
acontecimientos que habían
tenido lugar en los últimos
tiempos en los territorios de los
Reinos Fronterizos.
Era una historia larga de contar, y
mientras él hablaba yo me
encontré con que mis ojos se veían
continuamente atraídos hacia el
gran barril que descansaba en el
piso, junto a él. El horror que me
inspiraba ese objeto fue
aumentando a medida que
avanzaba la narración, porque
acabé por entender que Brunner
aún tenía una mercancía que
entregar…

Un jinete solitario atravesó la puerta de


madera que daba acceso a la ciudad de
Greymere. Los hombres situados en lo
alto de la muralla contemplaron al
hombre con suspicacia, ya que en los
Reinos Fronterizos era conveniente no
fiarse de los desconocidos. En aquella
región sin ley, las guerras entre
hombres eran casi tan corrientes como
las guerras con las tribus bárbaras de
orcos y goblins. El jinete le pagó la
moneda de derecho de paso al sargento
de la puerta y, con o sin suspicacia, se le
permitió entrar en la ciudad con su
caballo de carga moteado de gris tras su
cabalgadura de colores negro y marrón.
Los comerciantes y campesinos que
deambulaban por las fangosas calles de
la ciudad se detenían para dirigir
miradas de curiosidad al desconocido,
que ofrecía una visión imponente, casi
siniestra. El hombre llevaba una
armadura que protegía su delgado
cuerpo; su cabeza iba cubierta por un
casco de acero ennegrecido, y por todo
su cuerpo, pendían cuchillos y otras
armas blancas. A ambos lados de la silla
de montar del hombre, había sujetas
dos fundas: una contenía una ballesta
grande, y otra, un arma de pólvora
hecha de madera y acero. El segundo
caballo se afanaba bajo cargas variadas,
barriles, paquetes y rollos de tela. Pero
tras una sola mirada al hombre,
cualquiera podía darse cuenta de que
los paquetes no contenían mercaderías
y que él no era nada parecido a un
buhonero ambulante.
El desconocido se detuvo ante la
tosca fachada de madera de la única
posada de la población y desmontó.
Después de que los ojos ocultos tras la
visera recorrieran la calle como si
desafiaran a cualquier ladrón que
pudiese estar observando, dejó los
caballos y entró en el edificio. Aunque
varios pares de ojos dirigieron miradas
codiciosas a los dos animales y a lo que
llevaban, nadie hizo otra cosa que
mirar.
Poco después, un hombre salió de la
posada con la cara tan blanca como una
sábana. Rápida y cautelosamente, el
hombre se escabulló desde el edificio al
callejón más próximo, donde se perdió
en los confusos espacios que mediaban
entre el laberinto de chozas y
porquerizas de la ciudad.
«Brunner», pensó el hombre al
mismo tiempo que se alisaba la parte
delantera del jubón de cuero y se
enjugaba el sudor de la atezada frente.
El tileano se lamió los labios y posó una
tranquilizadora mano sobre el puño de
la espada que llevaba a un lado. Luego,
un repentino pensamiento acerca de
quién era aquel al que temía imprimió
nueva velocidad a sus pasos. «Por
Ranald y Morr, ¿qué está haciendo
aquí? ¿Tras la cabeza de quién va?». La
respuesta acudió casi de inmediato a la
mente de Vicenzo. El bajo precio de su
propia cabeza no habría sacado al
cazador de recompensas de las
proximidades de la gran ciudad, pero
en Greymere había alguien que merecía
ese sacrificio.

*****
El hombre de cabeza gris pasó un
cepillito de hueso por el enorme bigote
que decoraba su labio superior y volvió
a moldearlo en la forma de cuernos
alzados que estaba de moda entre los
nobles del Imperio. Sabía que era
imprudente lucir una apariencia
semejante, pero le resultaba difícil
abandonar los hábitos mantenidos
durante años, y el antiguo barón de
Kleindorf no estaba dispuesto a
renunciar a las pocas y miserables galas
de su antigua condición que podía
mantener. No por primera vez, el
hombre que había sido Bruno von
Ostmark y que entonces se daba a sí
mismo el nombre de Drexler, consideró
su rendición con un bufido de desdén.
La casa que poseía en Greymere era
lujosa según las pautas de los Reinos
Fronterizos: tenía fachada de piedra y
pisos de madera, y un tejado que no
consistía en barda y paja, ni en troncos
tendidos sobre vigas de soporte. Sólo el
alcázar del gobernante de Greymere, el
príncipe Waldemar, era más
extravagante y suntuoso. No obstante,
el barón no podía evitar recordar el
castillo que en otros tiempos había sido
suyo, las haciendas y bosques privados
que habían constituido sus posesiones.
Incluso sus perreras habían sido más
espaciosas que su casa actual.
Drexler acabó de componerse el
bigote según la forma deseada y
comenzó a vestirse. También entonces
pensó en su declive. En otros tiempos,
tres sirvientes se habrían atareado en
torno a su persona con el fin de
prepararlo para comenzar el día
ataviado con cualquiera de los trajes
que hubiese escogido de unos armarios
más grandes que el dormitorio donde
en ese momento se hallaba sentado. El
exiliado barón suspiró sonoramente, se
retrepó en el sillón de respaldo de
terciopelo negro y se puso con lentitud
una bota de cuero. Esas extravagancias
estaban entonces fuera de su alcance.
Los pocos sirvientes que podía
permitirse tenían obligaciones más
apremiantes, cuestiones de negocios
que evitarían que Drexler continuara
deslizándose hacia abajo por la escalera
de la vida. Porque el noble era lo
bastante realista como para comprender
que, por miserable que pudiese parecer
su entorno, había niveles mucho más
miserables de inmundicia en los que
podría hundirse para no volver a salir.
Una seca llamada a la puerta
interrumpió al noble convertido en
comerciante cuando metía el otro pie
cubierto por el calcetín dentro de la
segunda bota. Se volvió hacia la puerta,
gruñendo por aquella intromisión en su
rutina, y reprimió el impulso de lanzar
un zapato hacia la hoja en el momento
en que ésta se abría. Los hombres que
lo servían apenas estaban domesticados,
y no eran tan humildes como aquellos
que se habían acobardado ante el barón
Von Ostmark. Uno debía tener cuidado
con enfadarlos e insultarlos, no fuese
que los perros mordieran la mano de su
amo.
La nervuda forma de piel oscura de
Vicenzo, ayudante y confidente tileano
de Drexler, se deslizó a través de la
puerta y la cerró con lentitud a su
espalda. Drexler miró fijamente al
tileano, suspicaz ante sus furtivos
modales y silenciosos pasos. El
comerciante metió una mano bajo las
mantas de piel de su lecho y acarició la
daga escondida entre ellas.
—Y bien —quiso saber el
comerciante—, ¿qué noticia es tan
importante para impulsarte a
molestarme antes de que haya acabado
de levantarme? ¿Qué te inquieta, ya
que no puedes esperar hasta un
momento más decente para hablar
conmigo?
La mano de Drexler se tensó sobre
el puño de la daga cuando Vicenzo
atravesó la estancia en dirección a él. El
tileano se lamía los labios y en su rostro
brillaba un sudor frío. Drexler casi pudo
oler el miedo que irradiaba Vicenzo.
—¿Habéis oído alguna vez hablar de
un hombre llamado Brunner? —
preguntó el tileano, al fin.
Drexler negó con la cabeza al
mismo tiempo que fijaba una mirada
interrogativa en el ladrón y
contrabandista.
—Es el cazador de recompensas más
famoso en toda Tilea —explicó Vicenzo.
Drexler frunció los labios y pensó.
—¿Y tú piensas que ese asesino, ese
tal Brunner, ha venido a Greymere en
busca del barón Von Ostmark?
—La recompensa que ofrece el
conde de Stirland es bastante cuantiosa
—señaló Vicenzo—. ¿Qué otras razones
podría haber para que el cazador de
recompensas haya venido a Greymere?
Una expresión preocupada asomó al
rostro de Drexler, y se golpeó la palma
de una mano con el puño de la otra.
—No, claro. De alguna forma, ha
oído hablar de mí, me ha encontrado.
¡Pero no me cogerá!
—Puedo pedirle a Savio que se
ocupe del asunto —ofreció Vicenzo, y
Drexler sonrió.
—Sí, hazlo —replicó el comerciante
—. Nunca he visto a un hombre que
pueda igualar la espada de Savio.
Ahora, déjame solo. Tenemos que
volver a negociar con los enanos sobre
el transporte de su cerveza hasta el
territorio de la Asamblea, y quiero tener
el mejor aspecto posible.
*****
El desconocido se encontraba sentado
ante una mesa pequeña del fondo de la
espaciosa taberna que ocupaba la planta
baja de la estructura de dos pisos. Unos
pocos soldados fuera de servicio,
pertenecientes a la guardia del príncipe,
observaban al cazador de recompensas
acorazado con una antipatía apenas
disimulada. La presencia de
mercenarios era algo corriente en
Greymere, y su llegada a menudo
anunciaba el reemplazo de uno de los
otros soldados a sueldo del príncipe
Waldemar. Los demás ocupantes de la
taberna, un trío de campesinos
desgreñados que se demoraban con sus
cervezas para saborear aquel costoso
lujo durante todo el tiempo posible,
hacían todo lo que estaba en su poder
para evitar mirar al hombre del casco
negro.
Una frescachona moza de la taberna
avanzó entre las mesas vacías y depositó
una jarra de cerveza ante el cazador de
recompensas. La cabeza cubierta se
inclinó para contemplar la espumosa
bebida durante un momento, antes de
dejar unas monedas de cobre sobre la
mesa. La mujer se inclinó para recoger
las monedas con una mano mientras
sus ojos permanecían fijos en el rostro.
La tela que cubría su voluminoso pecho
se abrió al inclinarse ella sobre la mesa,
y la mujer se lamió los labios con una
lengua húmeda y rosada. Vaciló por un
instante, inclinada sobre la mesa,
buscando cualquier signo de interés que
pudiese manifestar el guerrero.
El cazador de recompensas tendió
una mano enguantada y la cerró
alrededor de la jarra de cerámica.
Flexionó el brazo y se llevó el espumoso
líquido a los labios. La moza se irguió al
mismo tiempo que sacudía la cabeza
con gesto de enfado, y se marchó, ya
que sus esperanzas de incrementar su
sueldo habían disminuido ante el aire
indiferente del hombre. Al volverse ella
de espaldas, Brunner dejó que una leve
sonrisa aflorara a su rostro. El viaje
desde Remas hasta allí había sido largo,
pero no tanto.
La puerta de la posada se abrió, y
por ella entró el olor a polvo y
excremento de la calle. La traspasó un
hombre que iba solo; era bajo, pero de
hombros anchos y brazos musculosos.
Llevaba un afectado sombrero de seda
roja, que lucía una pluma de halcón
sujeta por un botón de oro en el lado
izquierdo. Un camisote de cota de
malla le protegía el cuerpo y le caía
hasta los muslos, donde unas polainas
verdes complementaban el atuendo.
Los zapatos de cuero con bruñidas
hebillas de latón hicieron resonar un
eco de tintineos por el piso de tierra de
la taberna al caminar el hombre.
Los brillantes ojos azules engastados
en el semblante de piel oscura del
tileano estudiaron la taberna y a sus
parroquianos. El semblante del hombre
estaba dominado por una hirsuta barba
negra cortada en punta. Cuando sus
ojos se posaron sobre la figura del
cazador de recompensas, la barba se le
torció al fruncirse su boca con una
sonrisa de depredador. El tileano dejó
que sus manos enguantadas acariciaran
las empuñaduras de la daga de hoja
larga y del estoque que pendían de su
cinturón. Se encogió de hombros, y la
capa roja que llevaba cayó hacia la
espalda. El hombre atravesó a largas
zancadas la estancia, mientras todos los
ojos de la taberna seguían cada uno de
sus pasos, salvo los del cazador de
recompensas, que continuaba bebiendo
su cerveza en silencio.
El tileano se detuvo junto a la mesa,
con los ojos bajos sobre el guerrero que
se encontraba sentado ante la misma.
Lentamente, Brunner dejó la jarra y
alzó la cabeza para atisbar al tileano a
través de la visera.
—¿Os llamáis Brunner? —preguntó
el tileano con tono de arrogancia;
hablaba con el acento propio de los
príncipes comerciantes de Tobaro.
Brunner sacó la mano izquierda de
debajo de la mesa, y la ballesta pequeña
como una pistola quedó entonces a la
vista en su mano enguantada.
—¿Quién quiere saberlo? —
preguntó su gélida voz. El tileano se
quitó un guante de terciopelo.
—Me llamo Savio —se presentó al
mismo tiempo que dejaba caer el
guante sobre la mesa. Una luz de
reconocimiento destelló en los fríos ojos
de Brunner cuando el tileano habló—.
Os reto a duelo. Si sois un hombre, lo
aceptaréis.
—¡Aquí dentro, no! —vociferó el
corpulento y calvo posadero desde
detrás de la barra—. Ya huele bastante
mal sin que haya sangre que empape el
piso.
Los guardias que estaban fuera de
servicio parecían de acuerdo con la
opinión del posadero, y Brunner relajó
la mano con que sujetaba la pequeña
ballesta al oír que los hombres
desenvainaban las espadas.
—Parece que éste no es el mejor
lugar —comentó el cazador de
recompensas, y el duelista asintió con la
cabeza.
—Entonces, esperaré fuera vuestra
satisfacción —declaró el hombre a la
vez que giraba sobre sí mismo y
desandaba sus pasos hasta la puerta de
la taberna.
Brunner observó su marcha. En
cuanto se hubo cerrado la puerta, el
posadero avanzó hasta el cazador de
recompensas.
—No sé qué habéis hecho para
merecer la atención de Savio —dijo el
hombre, sacudiendo la cabeza—. Es el
espadachín más temido de todos los
Reinos Fronterizos. En Greymere, ha
matado más gente que la disentería. —
La expresión del hombre cambió a una
de burlona pesadumbre—. ¿Os
importaría pagar vuestra cuenta antes
de salir, por favor? Y si añadís algo más
puedo enviar a un chico a buscar a un
sacerdote del santuario.
—Eso no será necesario —replicó el
cazador de recompensas.
Metió una mano debajo del banco
en el que se encontraba sentado y sacó
algo envuelto en cuero, que dejó sobre
la mesa. El posadero miró fijamente al
cazador de recompensas mientras éste
extraía un pesado objeto hecho de
acero y madera.
—Si no le pagáis al sacerdote, no os
enterrarán —murmuró el posadero—.
Se limitarán a desnudar vuestro cuerpo
y arrojarlo por encima de la muralla
para que lo devoren los lobos y los
cuervos.
—Bueno, también ellos tienen que
comer —dijo el cazador de recompensas
sin mirar al calvo.
De un bolsillo del cinturón sacó un
pequeño tubo de papel, cuyos extremos
habían sido retorcidos para cerrarlo. Las
enguantadas manos rasgaron uno de los
extremos del tubo para abrirlo, y luego
invirtieron el cilindro de papel sobre la
boca del arma de acero. Una granulada
sustancia negra y maloliente cayó
dentro del cañón.
—Y si puedo escoger, prefiero
alimentar lobos antes que gusanos.
—Me alegro de que seáis capaz de
bromear sobre eso —dijo el posadero,
que se retorcía las manos en el delantal
y parecía cualquier cosa menos alegre
—. Pero si pensáis que podéis igualar la
espada de Savio, es que no tenéis ni
idea de con quién os enfrentáis.
El cazador de recompensas
compactó el polvo dentro del cañón,
valiéndose de una larga varilla de
madera. Dejó la varilla y sacó una bola
de hierro de otro bolsillo de su
cinturón.
—Sé quién es Savio —dijo mientras
metía la bola de hierro dentro del arma
y la hundía más apretadamente con la
varilla de madera—. En Tobaro, en
Miragliano, en Luccini, su nombre es
conocido como el del más grandioso
duelista que jamás haya practicado el
arte de la vendetta.
Los ojos del posadero se abrieron
con expresión de alarma al oír el
nombre de Savio relacionado con unas
ciudades tan grandes como las
mencionadas. De repente, el
espadachín profesional se había vuelto
aún más atemorizador de lo que el
posadero hubiese imaginado jamás.
—Hay una puerta trasera —informó
el calvo—. Podríais escabulliros por ahí
y salir de Greymere sin que Savio os vea
marchar.
Una voz potente gritó desde la calle
para exigir que saliera Brunner,
declarando que el cazador de
recompensas era un bribón y un
cobarde sin honor.
—¿Y hacerlo esperar todavía más?
—preguntó Brunner.
De un tercer bolsillo del cinturón
sacó otro paquete de papel. Echó un
poco del polvo ligero como harina que
contenía el cuadrado de papel plegado,
en la cazoleta cubierta de la parte
trasera del arma, justo por debajo del
cerrojo de acero del percutor. A
continuación, el cazador de
recompensas se levantó de la mesa con
la pistola cargada en la mano.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó el
hombre calvo, dando voz a una
pregunta que tenían en mente todos los
presentes en la taberna.
—Antes de salir de Tuca, Savio
mató a uno de los hijos del más
próspero maestre de una cofradía de
Luccini —replicó el cazador de
recompensas al mismo tiempo que cogía
una andrajosa capa que estaba colgada
de un gancho situado junto a la puerta
y se la echaba sobre el brazo derecho
para ocultar el arma que llevaba—. Más
que suficientemente próspero para
pagar el precio de una bala y un poco
de pólvora.
Savio se encontraba de pie en el
centro de la fangosa calle, donde
hombres y animales lo evitaban
dejando mucho espacio al pasar.
Sujetaba la espada de fina hoja y peso
ligero con su mano aún enguantada. Su
otro brazo estaba cubierto por la pesada
tela de su capa roja, y el delgado
colmillo de su daga destellaba en el
puño que emergía entre los pliegues de
la prenda. Cuando el duelista vio que
Brunner salía de la taberna, profirió
una risa corta y seca.
—Estaba pensando en que tal vez
tendría que entrar y arrastraros hasta
aquí —rió—. Muchas son las veces en
que un rústico villano rehúsa responder
a las exigencias del honor y se acobarda
antes de que el duelo comience
siquiera. —Los azules ojos del tileano se
fijaron en la andrajosa capa que pendía
sobre el brazo derecho del cazador de
recompensas—. ¿Y eso? ¿Tenéis
intención de luchar conmigo al estilo de
los pendencieros tileanos de la calle? —
El duelista volvió a reír—. El truco es
usar la capa no sólo como escudo, sino
también como arma; atrapar la espada
del enemigo en los pliegues, si se
puede, pero hay muchos otros trucos.
El duelista hizo un rápido pase con
la espada en el aire, y avanzó un paso al
mismo tiempo que agitaba el borde de
la capa hacia delante como un niño que
hiciera chasquear una toalla mojada.
—Golpear la mano de algún
apuesto noble, y mirar cómo retrocede
ante un impacto tan insignificante a la
vez que deja caer daga o espada de los
dedos que le escuecen a causa de algo
tan baladí. —El tileano se retiró, y luego
avanzó con un paso de danza,
desplegando la capa y arrojándola en
torno a un enemigo invisible mientras
su espada volvía a estocar—. Luego,
siempre podéis echar la capa alrededor
del enemigo. Éste será presa del pánico,
intentará parar la capa y quedará
momentáneamente expuesto al acero
de vuestra mano.
—Vuestro manejo de la espada es
tan extravagante como vuestra boca —
se burló la voz de Brunner.
El tileano perdió la expresión
juguetona, y sus palabras, el tono
jocoso.
—Nunca he conocido a nadie que
me igualara con la espada —dijo el
duelista con la vista clavada en la figura
acorazada del cazador de recompensas.
—Y nunca lo conoceréis —le
aseguró Brunner.
Bajó la pistola que había estado
sujetando en posición vertical a un
lado. El percutor fue accionado al
apretar el gatillo y golpeó la cazoleta. La
pólvora que contenía se encendió con el
impacto, y a su vez encendió la que
había en el cañón, la cual estalló con un
destello y una detonación que hizo salir
la bala de hierro de dentro del arma. La
bala recorrió velozmente los pocos
metros que separaban a ambos
hombres, impactó en el pecho de Savio
y atravesó el camisote de cota de malla
como si no existiera. El duelista cayó de
espaldas, y su cabeza se estrelló con
estrépito contra un charco de fango y
orines de caballo.
Un pasmado silencio descendió
sobre la calle mientras se apagaba el eco
de la detonación. Brunner avanzó a
grandes zancadas por el fango, se
acuclilló junto al cuerpo del tileano y
sacó un cuchillo grande del cinturón. El
filo serrado brilló en la luz por un
momento, antes de que lo apoyara
contra el cuello del muerto. Una mujer
profirió un grito cuando Brunner
comenzó su horrenda obra.
—Asegúrate siempre de que el
hombre al que quieres matar juegue
con las mismas reglas que tú —dijo el
cazador de recompensas al mismo
tiempo que alzaba la cabeza de Savio,
separada del cadáver.
Brunner recorrió la calle con la
mirada y sus ojos examinaron a los
horrorizados observadores. Se acercó a
un chiquillo que se encontraba de pie
cerca de la puerta de la posada, y le
lanzó una moneda de oro.
—Tráeme un saco de sal —le dijo al
niño—. Quédate con unas monedas de
cobre para ti, pero devuélveme el resto.
El chico salió corriendo; la amenaza
contenida en la voz del cazador de
recompensas aseguraba que regresaría a
toda la velocidad que le permitieran sus
jóvenes pies. Brunner empujó la puerta
de la taberna con el cañón de su pistola
aún humeante y desapareció en la
oscuridad interior con el trofeo en la
otra mano.

*****
En la periferia de Greymere se había
erigido un tosco anfiteatro con gradas
de madera para dar cabida a lo que en
los brutales y salvajes territorios del
príncipe Waldemar pasaba por ser un
espectáculo cultural. Vicenzo se
apresuró a avanzar entre la ruidosa y
vociferante multitud que se encontraba
sentada en los bancos que se elevaban
sobre el fangoso suelo. Allá abajo, en
una fosa rodeada de piedra, un hombre
casi desnudo empuñaba una espada
corta con una mano enorme; tenía la
otra metida en un cesto de púgil, de
púas afiladas como navajas. Cinco
criaturas nervudas describían círculos
en torno al hombre, y sus ojos rojos
destellaban a la luz de las antorchas
situadas alrededor de la fosa.
Vicenzo hizo caso omiso del
espectáculo y avanzó hacia la parte
delantera de la zona del público. Vio a
varios soldados que se apiñaban en los
asientos delanteros, sin preocuparse por
si sus cuerpos acorazados podían
estorbar la visión de aquellos que
estaban sentados detrás de ellos.
Vicenzo mantuvo las manos a los lados,
a plena vista, al avanzar hacia los dos
guerreros y los dos hombres sentados
en medio de ellos.
El príncipe Waldemar era joven y
tenía un cuerpo fuerte y musculoso.
Vestía un ropón de piel de lobo, y su
cabello de color rojo oscuro estaba
descubierto salvo por la más sencilla
diadema de oro. Una delgada espada
descansaba sobre sus rodillas,
envainada, mientras él inclinaba hacia
delante su semblante de rasgos afilados
para mirar el espectáculo que tenía
lugar en la fosa. Junto al príncipe,
Drexler rugía de deleite ante la pelea.
No obstante, sus rugidos se apagaron al
ver que Vicenzo avanzaba hacia ellos.
—Dispensadme, señoría —le dijo
Vicenzo al príncipe.
Waldemar apenas si le prestó
atención al comerciante cuando éste se
puso de pie. Allá abajo, una de las
criaturas de piel verde y delgadas
extremidades se lanzó hacia el vientre
del luchador, armado con una hoz de
acero. La cara del goblin estalló en una
masa de pasta verde cuando el
gladiador estrelló las púas del brazal de
su cesto contra la larga y estrecha nariz
del monstruo. Los salpicones de sangre
verde oscuro volaron hacia donde se
encontraba sentado el príncipe, y
Waldemar bramó apreciativamente.
—Estás cogiendo la costumbre de
aparecer en los momentos más
inoportunos —le dijo Drexler a su
empleado mientras se alejaban del
palco real, si podía llamarse así a la
formación de guardias.
—Se trata de Savio —dijo el tileano
con voz baja y grave.
—Dile que espere. Le pagaré
después del combate —repuso Drexler,
y dio media vuelta para regresar a su
asiento.
Una exclamación ahogada de
conmoción se alzó entre la multitud
situada detrás de los dos hombres. En el
interior de la fosa, los goblins habían
logrado rodear al gladiador. Tres de
ellos intentaban pincharlo por delante y
la izquierda, mientras que el cuarto
describía círculos a espaldas del
hombre. Las risillas de los pieles verdes
resonaban de modo espantoso entre las
paredes de piedra de la fosa.
El gladiador se arriesgó a lanzar una
mirada por encima del hombro, y fue
recompensado por una aguda punzada
de dolor cuando uno de los goblins,
armado con una lanza, le abrió un tajo
en un costado como pago por su
distracción. El luchador gruñó de dolor
y apartó de un golpe el arma del goblin.
El que estaba situado detrás de él
aprovechó, la oportunidad para saltar
sobre la espalda del hombre y arañarle
la piel desnuda con las manos de uñas
negras, abriéndole surcos. El goblin
reafirmó su posición sujetándose con las
piernas a la cintura del hombre, y al
cabo de poco, su boca llena de colmillos
intentaba morder un hombro del
humano.
El gladiador bramó de furia, lo que
hizo que los otros tres goblins
retrocedieran nerviosamente ante el
adversario. Cuando el goblin situado
sobre la espalda del hombre alzó la
mirada, su boca estaba embadurnada
de sangre roja. Una expresión de horror
afloró a las inhumanas facciones
cuando el goblin vio que sus
compañeros retrocedían. Si se hubiesen
mantenido firmes podrían haber
atravesado con facilidad la defensa del
gladiador, pero entonces, a causa de sus
pusilánimes almas, la oportunidad se
había perdido. Peor aún, el goblin que
estaba sobre la espalda del hombre
pagaría el precio de la oportunidad
perdida.
El luchador profirió un salvaje grito
de guerra, que resonó desde su
garganta cuando se lanzó a la carga.
Corrió hacia atrás a toda velocidad y se
estrelló contra la pared de piedra de la
fosa. De la arena ascendió un crujido
espeluznantemente líquido. El
gladiador se apartó de la pared sin
molestarse en mirar la mancha verde
oscuro que ensuciaba la roca, ni la
forma quebrantada y laxa que resbaló
de su espalda para estremecerse
patéticamente mientras la vida escapaba
de su cuerpo destrozado.
—No, no lo entendéis —murmuró
Vicenzo—. ¡Savio ha muerto!
Una expresión incrédula afloró al
rostro de Drexler.
—¿Muerto?
Cuando Vicenzo asintió con la
cabeza para confirmar el hecho, el
barón exiliado se recostó contra el muro
bajo que bordeaba la fosa. Sus
extremidades temblaron como si las
acariciara un viento gélido.
—¿Muerto? —Sacudió la cabeza y
luego fijó su mirada en Vicenzo—. ¿Lo
mató el cazador de recompensas?
—Le disparó en la calle como a un
perro salvaje —replicó el tileano con un
tono que reflejaba la expresión del
rostro del comerciante—. Savio lo retó a
duelo. Brunner le metió una bala en el
corazón, y luego, le cortó la cabeza.
—¡Le cortó la cabeza! —Drexler se
cubrió la boca con una mano y reprimió
el horror que lo inundaba.
—En Luccini ofrecen una buena
recompensa por Savio —explicó
Vicenzo.
Abajo, en la fosa, los goblins reían
maliciosamente mientras intentaban
pinchar al gladiador de pecho de barril.
El hombre, que tenía cicatrices en el
rostro, paró los golpes mejor dirigidos,
apartó de un golpe la punta de la
espada de uno de los goblins y lanzó
hacia atrás otra de un segundo con el
barrido de regreso de su arma. Una
sonrisa malévola apareció en el
semblante de un tercer goblin, dejando
a la vista un enorme juego de dientes
afilados como agujas. Pero cuando la
criatura se acercó lo bastante como para
atacar, la bota que cubría uno de los
pies del hombre se alzó y asestó una
salvaje patada lateral a la pequeña
monstruosidad.
Se oyó un sonoro crujido, y una
pierna del goblin se partió por la rodilla.
El piel verde bramó de dolor y dejó que
el hacha cayera de su mano. Sin apartar
los ojos de los goblins que aún estaban
armados, el luchador describió un
círculo en torno a la fosa hasta llegar a
la aullante criatura. Descargó una vez
más el pie calzado con la bota y
destrozó el cuello del goblin bajo el
tacón de la misma. Se oyó un último
chasquido de hueso, y una espuma de
líquido verde salió a borbotones por la
boca desproporcionadamente grande de
la criatura. La risa de los goblins que
quedaban se volvió nerviosa al mismo
tiempo que los vítores de los
espectadores ascendían hasta un
tronante clamor.
—Tal vez iba tras Savio, en realidad
—comentó Drexler sin convicción.
Vicenzo negó con la cabeza.
—De ser así, ¿por qué aún está en la
ciudad? —preguntó el tileano—. Savio
ha sido un extra. Pero a quienquiera
que haya venido a buscar, Brunner aún
no lo ha pillado. —A los ojos del tileano
afloró una expresión astuta—. Se me ha
ocurrido una idea —dijo mientras
bajaba la voz hasta un susurro de
conspiración—. Sé de un hombre de
Alderhof. Podríamos contratarlo.
Dentro de tres días estaría aquí.
Drexler hizo caso omiso de su
compañero, pues estaba mirando al
interior de la fosa. El gladiador cargaba
contra sus restantes enemigos de piel
verde. El goblin armado con la lanza
profirió un chillido, le arrojó su enorme
arma al luchador y corrió hacia el muro
más cercano, donde sus uñas negras
arañaron desesperadamente buscando
un asidero en las lisas piedras.
El otro goblin blandió su espada
para intentar desjarretar a su oponente
humano, pero el gladiador saltó por
encima de la hoja. La espada corta del
hombre brilló a la luz cuando éste la
descargó sobre la cabeza del goblin. La
criatura ni siquiera tuvo tiempo de
gritar cuando la fuerza del golpe del
humano le partió en dos el cráneo, y la
sangre verde y los sesos grasientos se
derramaron.
El último goblin le lanzó una
mirada de terror a su camarada muerto
y arañó el muro con un frenesí aún
mayor. El gladiador le dedicó una
sonrisa burlona a la pequeña criatura y
se inclinó para recoger la lanza
abandonada por ésta. Con un bufido de
desprecio, el hombre arrojó la lanza,
que cruzó la fosa; la punta,
hundiéndose en la espalda del goblin,
lo dejó clavado al muro.
Sin dedicarle más pensamientos a
los muertos, el luchador alzó los brazos
por encima de la cabeza y disfrutó del
jubiloso rugido de la multitud.
—Haz lo que te parezca, Vicenzo —
respondió Drexler, cuyos ojos
destellaban con astucia mientras
vitoreaba al triunfante luchador—. Pero
a mí también acaba de ocurrírseme una
idea.
Al salir de la posada, el casco de
Brunner reflejó la luz del sol cuando los
dorados rayos penetraron brevemente
la bruma de chimeneas y fuegos de
cocina que flotaba sobre Greymere
como una mortaja. El cazador de
recompensas observó a los campesinos y
comerciantes que deambulaban
apresuradamente por la fangosa calle.
Tenía el hábito de estudiar cada rostro,
cada persona con la que se encontraba,
en busca de alguna característica que
pudiera reconocer, la elocuente señal
que le daría nombre una cara y que
haría que la persona dejara de ser un
miembro más de la muchedumbre para
transformarse en una mercancía que
poder adquirir y vender.
Tras un momento, el cazador de
recompensas echó a andar agrandes
zancadas por la fangosa calle hacia los
establos a los que había llevado sus
animales. No confiaba en ninguna
mano que no fuese la suya a la hora de
tratar con sus caballos, el magnífico
bayo bretoniano, Demonio, y el
testarudo caballo de carga de Tilea al
que él llamaba Cofre de Jornal. Por
rutina, el cazador de recompensas
inspeccionaba diariamente a sus
animales para asegurarse de que
aquellos a quienes se los había confiado
no habían abusado de esa confianza ni
de sus propiedades. El cazador de
recompensas tenía grandes expectativas
puestas en esos animales, y pobre del
caballerizo que fuese negligente.
En el momento de salir de la
posada, Brunner no vio a la figura de
pecho de barril y cara con cicatrices que
se apartaba de un callejón y comenzaba
a seguirlo. El hombre había cambiado el
taparrabos de luchador por unos
calzones de cuero y un chaleco negro
que dejaba a la vista sus enormes
brazos. De su cinturón colgaba la
espada corta que la noche anterior
había hecho una carnicería con los
goblins, y la expresión que tenían sus
ojos demasiado juntos no era menos
asesina que la mirada que había habido
en los ojos de sus adversarios
inhumanos.
El cazador de recompensas entró en
el establo oscuro como una cueva,
donde flotaba el olor de los animales y
el estiércol. Avanzó por el piso cubierto
de paja, sin prestarle mucha atención al
caballerizo de pelo gris, hasta hallarse a
pocos pasos de Brunner le dirigió al
hombre unas pocas palabras frías para
preguntarle dónde podía encontrar sus
animales. El hombre sucio señaló con
una manchada mano morena hacia las
profundidades del edificio, y se alejó
arrastrando los pies para continuar con
la tarea que Brunner había
interrumpido.
Brunner halló el corcel y el caballo
de carga atados a un poste horizontal
de madera sujeto a la pared, el cual
formaba una casilla que separaba a los
animales de sus congéneres. El robusto
bayo bretoniano bufó de contento
cuando la mano enguantada del
cazador de recompensas le acarició un
flanco.
Brunner examinó el cuerpo del
animal en busca de las elocuentes
huellas del látigo y la fusta. Luego,
revisó cada uno de los cascos de los
caballos para comprobar que los habían
recortado y habían cambiado las
herraduras. Satisfecho con el examen,
avanzó hasta el gris caballo de carga. Sin
embargo, al incorporarse, el cazador de
recompensas reparó en la silueta del
caballerizo, que se escabullía al exterior
por la puerta delantera. Una
premonición invadió a Brunner, que se
volvió justo en el momento en que se le
aproximaba una figura enorme.
El cazador de recompensas atrapó la
muñeca de la mano que aferraba la
espada corta justo en el instante en que
el hombre de la cara con cicatrices le
lanzaba una estocada al vientre. Los
abultados músculos del enorme brazo
del luchador eran como cables de acero
y, ante la fuerza del hombre, Brunner
se encontró con que le flaqueaba el
brazo con que intentaba contenerlo, de
modo que la espada de hoja ancha se
aproximaba a sus órganos vitales
centímetro a centímetro.
El cazador de recompensas hizo
girar su cuerpo, un movimiento que
pilló al luchador por sorpresa. Entonces,
el sólido cuerpo del atacante estaba
apoyado contra la espalda de Brunner,
y la espada corta apuntaba en sentido
contrario a su vientre.
El gladiador gruñó y rodeó el cuello
de Brunner con el brazo libre. Como las
legendarias pitones de Lustria, el
poderoso brazo comenzó a apretarse en
torno a la garganta del cazador de
recompensas, impidiéndole respirar.
Brunner soltó la muñeca del luchador
para arañar los ojos del hombre, pero se
apresuró a aferrarla otra vez cuando la
espada comenzó a girar hacia su cuerpo.
El luchador gruñó y aumentó la presión
sobre el cuello del cazador de
recompensas.
El forcejeo continuó durante largo
rato, mientras los pies de los hombres
luchaban en la paja y los excrementos
para lograr la ventaja o un punto de
apoyo que pudiese hacer perder el
equilibrio al contrincante. Finalmente,
el cazador de recompensas quedó laxo y
se aflojó la mano con que sujetaba la
espada. El gladiador sonrió
despectivamente y aumentó la presión
sobre el cuello. Pero la cabeza del
cazador de recompensas salió, de forma
repentina, disparada hacia atrás e hizo
estallar la bulbosa nariz del luchador
con la cimera de acero de su casco. El
pretendido asesino soltó la presa y
retrocedió un paso, tambaleándose.
Brunner jadeó para respirar, pero
mientras aspiraba aire para llenar sus
ansiosos pulmones, logró estrellar la
punta de acero de su bota en la rodilla
del aturdido gladiador. El hombre se
desplomó y, cuando volvía a
incorporarse, recibió una segunda
patada bajo el mentón. Los dientes y la
sangre se desparramaron por el establo
y aumentaron la agitación de los
animales.
Brunner permaneció de pie junto al
hombre y observó cómo su pecho subía
y bajaba. Mientras sus gélidos ojos se
entrecerraban, el cazador de
recompensas estrelló la punta de su otra
bota contra la cabeza del gladiador. Se
oyó un espeluznante sonido parecido al
de un huevo al cascarse, y el cuerpo del
luchador se estremeció. La bota volvió a
patear, esa vez hundiéndose en un
costado del cráneo del enemigo. El
ascenso y descenso del pecho del
hombre acabó por cesar.
El cazador de recompensas se
acuclilló al mismo tiempo que inspiraba
el precioso aire y se acariciaba la
garganta maltratada con una mano
enguantada. Estaba estudiando a la
presa, su constitución, las cicatrices y lo
que quedaba de su cara. Una sonrisa
como la de un lobo que atisba una
oveja solitaria apareció en el rostro del
cazador de recompensas. El tipo tenía
algo que le resultaba familiar. La mano
enguantada dejó el cuello y aferró la
empuñadura del largo cuchillo que le
colgaba del cinturón.
*****
El cazador de recompensas se encaminó
de vuelta a la posada; todos los ojos de
los transeúntes lo observaban al pasar
con la goteante cabeza del gladiador
balanceándose en la mano izquierda
cogida por el pelo. Al aproximarse a la
posada, la flacucha silueta de un niño
se separó de la sombra de un carro de
heno y se acercó a él, esforzándose para
seguir las largas zancadas de Brunner
con sus piernecillas.
—¿Vais a necesitar más sal, señor?
—preguntó el niño con tono de
ansiedad en la voz.
Incluso a su tierna edad, ya había
presenciado la muerte bastante a
menudo, y eran frecuentes las cabezas
cortadas de los criminales que
adornaban picas clavadas ante la
entrada principal de la población. El
espeluznante objeto que Brunner
llevaba en la mano lo trastornaba
menos que la nube de moscas que
zumbaban en tomo a una pila de
estiércol que había cerca de allí.
Brunner se detuvo y bajó los ojos
hacia el niño, cuyo infantil rostro alzaba
la mirada hacia la visera de acero.
—¿Lo has visto antes? —preguntó el
cazador de recompensas al mismo
tiempo que adelantaba el destrozado
rostro del luchador para que el
muchacho pudiese verlo mejor.
—No —replicó tras un momento—.
Estoy seguro de que era forastero, de
litera de Greymere.
Brunner continuó mirando
fijamente al chiquillo, y luego metió los
dedos dentro del bolsillo de tela de su
cinturón y le lanzó una moneda de
cobre.
—Si ves algún otro forastero,
házmelo saber —dijo la fría voz del
cazador de recompensas.
Sin dedicarle una segunda mirada al
niño, Brunner prosiguió su camino
hacia la posada. Cuando hubo pasado
de largo, el chico mordió la moneda
para ver si se doblaba. Al no hacerlo,
una expresión de alegría afloró a su
rostro, y se alejó corriendo hasta
perderse en las oscuras calles de
Greymere.
El cazador de recompensas estaba
profundamente sumido en sus
pensamientos cuando empujó la puerta
de madera de la posada. Desde que
había llegado a la ciudad, dos hombres
habían intentado matarlo. El duelista,
Savio, había sido alguien conocido en la
ciudad. En cambio, el bruto que le
había tendido la emboscada en los
establos no parecía serlo, suponiendo
que pudiera confiarse en la palabra del
niño y del caballerizo. Brunner no tenía
duda alguna de que habría un tercer
intento.

*****
Drexler se echó al coleto la copa de
brandy estaliano como si fuese una
cerveza barata y mala de la posada. Le
lanzó una terrible mirada al sirviente
que estaba en la estancia, y éste se
apresuró a llenar la copa otra vez. La
puerta del salón se abrió, y el exiliado
noble imperial volvió la cabeza a la vez
que su mano se alejaba del vaso para
buscar a tientas la ballesta que tenía
apoyada en la silla. Suspiro de alivio al
ver entrar a Vicenzo, y la cenicienta
palidez de su cara se suavizó
ligeramente.
—Hace dos días que no salgo de
esta habitación —gruñó el comerciante
con un tono hosco, que el miedo hacía
más gimiente que intimidante—. Ha
matado al luchador. —Para subrayar la
última frase, Drexler vació la copa de
brandy.
Vicenzo asintió con un gesto de
cabeza, y se quitó el sombrero de tela
con una mano gris a causa del polvo del
camino.
—Yo podría haberos dicho que el
resultado sería ése. Habéis contratado a
un carnicero para realizar el trabajo de
un asesino profesional.
—Le hablé al príncipe para que
detuviera a ese hombre —dijo Drexler,
bajando los ojos al piso—. Y lo habría
hecho si el cazador de recompensas no
se hubiese presentado ya ante él. Al
parecer, el luchador había sido un
corsario sartosano en otros tiempos;
tenía puesto precio a su cabeza en todos
los puertos de Tilea. —Drexler suspiró
al mismo tiempo que agitaba las manos
con gesto expresivo—. ¡Si hubiese sido
sólo por la palabra del asesino a sueldo,
podría haber logrado convencer a
Waldemar para que lo arrestara, pero el
entrenador del luchador intervino para
confirmar la aseveración del cazador de
recompensas! ¡El maldito estúpido
esperaba llevarse una parte de la
recompensa y sacar un último beneficio
del luchador!
Drexler sacudió la cabeza. Por lo
general, habría admirado una avaricia
tan ilimitada como aquélla, así como la
capacidad para exprimirle la última
moneda de cobre a una inversión, pero
esa vez la codicia desmesurada había
obrado contra él.
De pronto, Drexler alzó la cabeza y
se volvió a mirar a su amigo tileano.
—¿Qué dijiste hace un momento?
—preguntó con un tono sutil en la voz.
—He establecido contacto con Louis
—replicó Vicenzo—. Llegará dentro de
dos días.
Drexler movió la cabeza e hizo un
gesto para descartar esa información.
—No, dijiste algo sobre que esto era
trabajo para un asesino profesional —lo
corrigió con un siniestro brillo en los
ojos.
Pensó durante un momento y le
hizo a Vicenzo un gesto para indicarle
que guardara silencio. Una sonrisa
apareció en sus labios, y asintió.
—Tal vez no tengamos que esperar
dos días.
—¿Qué estáis planeando? —
preguntó Vicenzo, incapaz de seguirlos
pensamientos del comerciante.
—Drugo —dijo el exiliado, y su
sonrisa se ensanchó al ver la expresión
de temor en los ojos de Vicenzo.
—¿Drugo? —se mofó—. El príncipe
Waldemar nunca aprobará eso. Lo
mismo podríais mandar buscar a Vogun
para que haga el trabajo… y destroce
media ciudad en el proceso. —El
tileano negó con la cabeza—. Además,
Drugo está encerrado en las mazmorras
del príncipe, para que nos sirva de
entretenimiento a todos en Pfugzeit,
cuando lo destripen y descuarticen.
La expresión calculadora
permaneció en el rostro de Drexler
cuando se levantó de la silla.
—Waldemar y yo somos viejos
amigos. Me parece que descubrirá que
es más sencillo atrapar a un asesino
como Drugo que mantenerlo
encerrado. —Se echó a reír al mismo
tiempo que le arrebataba al criado la
botella de brandy y se servía una copa
—. Al menos, así será cuando acabe de
hablar con él al respecto.
»El cazador de recompensas
considera que matar es un negocio —
dijo entre risotadas—. Veamos qué tal
se las arregla al enfrentarse con alguien
que lo considera una experiencia
religiosa.

*****
Una negra silueta observaba desde las
sombras que había junto al
desvencijado local de un carretero
cuando se apagó la última luz del piso
superior de la posada de Greymere. La
cara sonrió tan amplia y
monstruosamente como la de cualquier
goblin de las Tierras Yermas. Ninguna
carcajada acompañó a aquella sonrisa
maníaca cuando la silueta se separó de
la pared contra la que había estado
pegada. Una sombra cruzó la fangosa
calle. Apenas sugería ligeramente la
figura de un hombre embozado y
encapuchado; la tela de la capa parecía
la mismísima noche. Atravesó la calle y
se fundió con la oscuridad de delante
de la posada. No la acompañó sonido
alguno; ningún ruido de respiración ni
de chapoteo se produjo en el fango que
pisaban las botas, ni siquiera un frufrú
de la tela. La pesada puerta de la
posada, firmemente asegurada por
dentro, quedó cubierta de oscuridad
durante un fugaz instante. Luego, se
abrió apenas una rendija. La sombra se
deslizó a través de la abertura, y la
pesada puerta volvió a cerrarse.
Drugo puso de nuevo la tranca que
había levantado con un gancho fino
como un alambre y miró el silencioso
interior del edificio. Un perro que yacía
cerca de la puerta ni siquiera levantó la
cabeza cuando el asesino pasó
sigilosamente junto a él. El hombre
sonrió al animal al mismo tiempo que
acariciaba con los dedos la daga que
llevaba en la mano. Hacía dos semanas
que no mataba nada, y la última sangre
que había derramado pertenecía a su
carcelero, al que le había cortado los
dedos de un mordisco cuando le daba
la comida en la boca con una cuchara.
La lengua del asesino salió para lamerse
la barbilla y las mejillas, como si
quisiera rememorar el sabor. El hombre
se inclinó hacia el perro mientras el
impulso asesino aumentaba en su
interior. Pero el momento pasó y se
apartó del animal para deslizarse hacia
el piso superior por la estrecha escalera
que conducía a los dormitorios de la
posada.
Lo habían obligado a hacer
juramentos antes de que el hombre de
bigote gris lo pusiera en libertad,
juramentos en nombre de su dios
patrón, Khaine, Señor del Asesinato.
Eran los únicos juramentos que él
cumpliría, y el hombre sabía eso. Había
jurado marcharse de Greymere; había
jurado no regresar nunca, y no matar a
ningún otro de sus habitantes. Pero
había una sola salvedad: el cazador de
recompensas.
Drugo sabía que podría encontrar
su presa allí arriba, en una de las
habitaciones privadas. Era lo que cabía
esperar. Los hombres pobres nunca
motivaban un indulto, nunca merecían
el gasto de contratar a un asesino. El
oro que se pagaba por los servicios de
un asesino profesional de Khaine era
sagrado, y sólo se aceptaba una suma
cuantiosa. Porque, ¿quién deshonraría a
un dios ofreciéndole una
insignificancia?
Drexler se había mostrado de lo
más molesto ante la insistencia de
Drugo de que su libertad no era
suficiente, pero aún se había molestado
más al oír el precio. No obstante, al
final lo había aceptado. Cuando se les
metía el miedo en el cuerpo, siempre
pagaban.
El asesino se deslizó por el corredor
con paso tan sigiloso que una rata se
escabulló en sentido contrario a lo largo
de la pared opuesta sin volver siquiera
un bigote en su dirección. Llegó a la
primera puerta de la izquierda y se
detuvo un momento para manipular la
cerradura. La abrió ligeramente y luego
la volvió a cerrar, una breve intrusión
que pasó inadvertida para quienes
ocupaban la habitación. No cabía duda
de que el gordo no era un cazador de
recompensas, y su acompañante lo era
menos aún. El asesino se alejó,
deslizándose de una puerta a otra y
abriéndolas antes de proseguir.
Finalmente, llegó al dormitorio que
buscaba. Allí, sobre una mesa
desvencijada, descansaba el casco que le
había descrito el comerciante. En la
cama había un cuerpo bien arropado
con las pesadas mantas para protegerse
del helor de la noche.
La sangre de Drugo se aceleró y
latió en sus venas. Cerró la puerta y
avanzó en silencio hasta la cama. Por
fin, su respiración era caliente y agitada
al hervir en su cuerpo el frenesí asesino.
¡Había pasado demasiado tiempo desde
la última ofrenda que le había hecho a
Khaine!
La daga del asesino descendió para
clavarse en las mantas, en el punto
donde Drugo calculaba que estaba el
cuello. Era un golpe mortal, pero el
frenesí se había apoderado de él, y la
daga volvió a clavarse en las mantas una
y otra vez. La sonriente mueca se volvió
aún más malévola y depravada, y el
brillo de demencia aún más maníaco a
medida que la daga ascendía y
descendía, ascendía y descendía. Luego,
la sonrisa desapareció, y el brillo se
apagó. Una mano del asesino bajó para
apartar bruscamente las mantas.
Observó las plumas que salían
lentamente de las destrozadas
almohadas. Eran plumas, pero sin
sangre; almohadas, pero sin un cuerpo
sobre ellas. El asesino se inclinó, incapaz
de creer lo que veían sus ojos.
Se produjo una potente explosión, y
el asesino cayó de espaldas con la mitad
de la cara convertida en una masa
quemada y sanguinolenta. Chispas de
pólvora le chamuscaron la carne
mientras su sangre chorreaba entre las
tablas del suelo y caía en la taberna
situada en el piso inferior.
La cama crujió cuando alguien salió
de debajo. Brunner encendió una
lámpara que estaba situada junto al
casco. Aún aferraba la humeante
pistola, reflejo del humo que ascendía
del sitio desde el que había disparado, a
través del camastro elevado que hacía
las veces de colchón. Encendió un
cigarro con la llama de la lámpara y,
mientras el oscuro humo se elevaba
desde el cilindro corto y grueso de hojas
secas, se inclinó sobre el hombre
muerto para examinar lo que quedaba
de su rostro.
Se produjo un estruendo y un
clamor en el pasillo exterior, y alguien
aporreó frenéticamente la puerta de la
habitación. El cazador de recompensas
avanzó a grandes zancadas para abrirla
y se encontró mirando fijamente la cara
del calvo posadero.
—Sólo se trata de un huésped que
no había sido invitado; tal vez lo
conozcáis —dijo al mismo tiempo que le
hacía un gesto al posadero para que
entrara a mirar al hombre que acababa
de matar.
El hombre calvo profirió una
exclamación ahogada al reconocer el
cadáver.
—¡Ese es Drugo! —exclamó—. Un
adorador de Khaine. ¡Pero se suponía
que estaba encerrado en las mazmorras
del príncipe!
El hombre no protestó cuando
Brunner lo aferró por un brazo y lo
condujo de vuelta a la puerta, desde la
que atisbaban el interior los rostros del
resto de los empleados y huéspedes de
la posada.
—¡Mis sábanas! —gritó el posadero
al darse cuenta de ponto de qué otra
cosa había visto en la habitación.
—Sí, necesitaré otro juego —asintió
el cazador de recompensas—. Pero ya
me las daréis por la mañana. —Dicho
esto, cerró la puerta en la cara del
posadero y de quienes estaban detrás
de él.
Brunner atravesó el dormitorio de
vuelta hacia la cama. Volvió a cargar la
pistola y luego, sujetando el arma
contra su pecho, se deslizó debajo del
camastro y dejó que la sábana volviera a
caer por el borde. El cazador de
recompensas estaba habituado a las
incomodidades, dado que pasaba
muchos meses al año cazando cosas que
eran casi hombres, y hombres que
apenas eran humanos. Un lecho
blando, incluso uno que no fuera muy
blando, era entonces algo demasiado
extraño para que pudiera disfrutarlo. Y
además, siempre había algún chacal
dispuesto a asesinar a una persona
mientras dormía. Lo mejor era
proporcionarle un blanco tentador, pero
que nunca fuera el correcto.

*****
El hombre calvo de grotesca barriga
tendió una mano hacia el estante que
tenía detrás e hizo girar la espita del
barril de cerveza. El ligero líquido color
orina cayó dentro de la jarra de
cerámica. El hombre depositó la jarra
sobre la barra con tal violencia que la
bebida coronada de blanco se derramó
por el borde.
—Cuidado —advirtió la fría voz del
hombre del otro lado de la barra al
calvo posadero—. Estáis derramando mi
cerveza.
El posadero se volvió hacia el
cazador de recompensas con una
expresión de enojo en la cara.
—¡Podéis beberos ésa a cuenta de la
casa, siempre y cuando no paséis otra
noche bajo mi techo! —exclamó el
hombre—. La mitad de mis huéspedes
se marcharon esta mañana, y la otra
mitad ha exigido una rebaja en el
precio. Todo a causa de vos y de
vuestro visitante de anoche.
Brunner contempló al hombre con
un semblante que era tan frío como la
máscara de acero de su casco.
—Cualquiera diría que anoche no
os hice un gran favor a vos y a vuestra
comunidad —dijo el cazador de
recompensas—. Impedí que todos
vosotros fuerais asesinados en vuestro
lecho, como casi me sucedió a mí.
—Como debería haberos sucedido
—le contestó el hombre calvo,
malhumorado—. ¡Las camas son para
dormir en ellas, no para arrastrarse por
debajo! ¿Qué clase de establecimiento
pensáis que dirijo?
—Me alegra que vuestro príncipe se
mostrara más agradecido —respondió el
cazador de recompensas en tono de
advertencia mientras con la mano
acariciaba un pequeño bulto que había
en la pechera de su jubón—. Veinte
coronas de oro no es el trabajo que me
han pagado mejor, pero es que mis
encargos raras veces son tan
complacientes como para acudir a mi
dormitorio a buscarme.
Brunner alzó la mirada cuando se
abrió la puerta de la taberna al mismo
tiempo que su mano se deslizaba hasta
un cuchillo arrojadizo y lo aferraba por
la empuñadura. El cazador de
recompensas se relajó ligeramente
cuando vio entrar al niño de la sal. El
chiquillo captó la mirada del hombre y
corrió hacia él.
—He visto a otro forastero de esos
por los que habéis preguntado —dijo el
niño—. Entró a caballo en la ciudad.
Brunner sacó una moneda de plata
de su cinturón y la sostuvo en la mano
de modo que el chiquillo pudiese verla.
—Veamos —dijo el cazador de
recompensas—, descríbeme a ese
forastero. —Miró al posadero por
encima del hombro—. Y tal vez quiera
usar esa puerta trasera de la que me
habéis hablado.

*****
El delgado hombre condujo su caballo
blanco por las fangosas calles y se
detuvo muy cerca de la posada, que era
el primer lugar de interés para los
visitantes de Greymere. Era joven,
llevaba el cabello castaño muy corto, al
estilo cuenco redondeado propio de los
campesinos de Bretonia. No obstante, la
armadura de cuero bien cuidada que
vestía, las botas metálicas, la fina espada
que colgaba a un lado, la dura
expresión del rostro, todas esas cosas no
eran propias de un campesino. El
hombre bajó de la silla de su corcel y
ató el animal a un poste.
Alzó la vista hacia la alta torre de
madera del edificio que tenía a su lado
y luego volvió a mirar calle abajo, y sus
ojos de halcón se clavaron en la puerta
de la posada. Se volvió y sacó de la silla
del corcel una larga y curvada varilla de
madera.
El hombre se llevó la varilla consigo
al entrar en el edificio. Dentro del
pequeño templo dedicado a la diosa
Myrmidia no había nadie. El
bretoniano se detuvo y, del cinturón,
sacó un cordón largo que ató a un
extremo de la varilla de madera.
Estudió el báculo para admirar el grano
de la superficie, la forma de su talla, el
intrincado labrado de runas e
inscripciones que recorría su largo, todo
demasiado preciso, demasiado artístico
para que fuera obra de un ser humano.
Con esfuerzo, el bretoniano curvó
aún más la varilla de madera y le dio
forma de arco, lo cual transformó aquel
báculo en un arma mortífera. El
cordón, hecho con los cabellos de
doncellas elfas entretejidos con
habilidad y artes consumadas, fue atado
al otro extremo del arco.
Louis había morado con su familia,
durante mucho tiempo, en su tierra
natal, situada en la linde misma del
Bosque de Loren. Habían conocido al
pueblo silvano como pocos hombres lo
habían hecho, y el arco se lo había
regalado a su padre uno de los elfos
silvanos. Ese arco le había costado la
vida a su padre cuando el señor feudal
exigió que le entregara el arma,
afirmando que un arco semejante era
impropio de las manos de un
campesino.
Louis sonrió al recordar cómo había
muerto el caballero, ahogado en su
propia sangre; cómo él había
recuperado el arco de su padre, y cómo
había hecho pagar a los señores de
Bretonia su crueldad y opresión. Al
final, el temido arquero, conocido como
Pluma Negra a causa de las plumas de
cuervo con que adornaba sus flechas, se
había visto obligado a abandonar su
tierra natal y recorrer grandes distancias
a través del Mundo Conocido para
escapar del vengativo poder del rey.
Louis avanzó hasta la simple
escalerilla que lo llevaría al interior de
la torre. Entonces era un asesino a
sueldo que dedicaba su destreza y la
elegante arma que llevaba a la cruda
ganancia de oro. Pero algún día
regresaría a Bretonia y haría que sus
antiguos señores volvieran a temer el
bosque, a temer la muerte que golpeaba
desde lejos, sin advertencia.
El arquero se encaminó hacia la
pequeña plataforma de lo alto de la
torre y allí se tendió sobre el vientre. De
la aljaba que llevaba a un lado sacó una
flecha de plumas negras y la colocó en
el cordón del arco. Apuntó calle abajo,
clavando la mirada en la puerta de la
taberna.
Echó la flecha atrás y mantuvo el
cordón tenso, apuntando a la puerta de
la posada. Cuando saliera el cazador de
recompensas, no llegaría a ver siquiera
la flecha que le atravesaría el corazón.
Pasaron largas horas, y el sol
descendió por el cielo. El bretoniano
aún mantenía la flecha colocada en el
arco, sin hacer caso del esfuerzo de sus
músculos, ni de la tensión y la fatiga
que se habían apoderado de sus
extremidades.
Louis aguardaba tan quieto como
una estatua. Antes o después, el
cazador de recompensas saldría, y
entonces moriría.
—¿Tenéis intención de sujetar esa
cosa durante toda la noche? —preguntó
una voz fría desde detrás del
bretoniano.
La inmovilidad del arquero, de
hecho, pareció aumentar. Louis volvió
ligeramente la cabeza y vio una bota
negra situada en el borde de su campo
visual, apoyada en el extremo del tejado
en pendiente.
—¿Os preguntáis cuánto tiempo
hace que estoy aquí? —inquirió el
cazador de recompensas—. Casi tanto
como vos, esperando a que hagáis un
movimiento. —La voz de Brunner era
cortante como el acero—. Al final, me
he cansado de esperar.
El bretoniano no se movió mientras
hablaba el hombre por el que le habían
pagado para que lo matara, cuya espada
le tocaba la cintura.
—Cuando me enteré de que un
forastero a caballo había entrado en la
ciudad, a solas y armado, saqué
conclusiones: que estabais aquí para
matarme. Siendo vuestra arma un
elegante arco, deduje que estaríais aquí
arriba, el punto más alto de este
fangoso agujero. También yo estaría
aquí si quisiera clavarle una flecha a
alguien antes de que pudiera hacer
nada por evitarlo.
El bretoniano giró el cuello para
dirigir una mirada feroz al cazador de
recompensas.
Brunner le sostuvo la mirada con su
rostro inescrutable en la oscuridad.
—No lo penséis siquiera —dijo el
cazador de recompensas—. Si movéis
un solo músculo, sois hombre muerto.
Y estoy seguro de que preferís que
vuestros huesos descansen en Bretonia,
Louis.
El empleo de su nombre de pila
enfureció al antiguo campesino. El tono
de voz del cazador de recompensas era
un eco del de su antiguo señor feudal.
Con un gruñido, el arquero se volvió y
profirió una exclamación ahogada
cuando la espada de Brunner se le clavó
en un costado. El elegante arco cayó de
los conmocionados dedos del arquero y
se precipitó por el oscuro agujero del
interior de la torre. Louis se aferró el
costado, y entre sus dedos, continuó
manando sangre.
—Y ahora —siguió la gélida voz del
cazador de recompensas—, lo que
quiero saber es quién os pagó para
matarme.
Las palabras estaban cargadas de
una promesa de muerte en caso de no
ser obedecidas. Una vez más, Louis oyó
la voz del caballero exigiendo la entrega
del arco a su padre.
Una mano de Louis voló hacia la
empuñadura de su espada, y Brunner
lanzó una patada que impactó en el
pecho del hombre. Un grito
estrangulado manó de los labios del
bretoniano al ser empujado torre abajo.
El cazador de recompensas oyó el
golpe sordo del cuerpo del arquero
contra el fango del suelo Se asomó por
el borde para mirarlo: yacía en la calle
con las extremidades abiertas de un
modo poco natural, fracturadas.
Sacudió la cabeza.
—Bueno, al menos tu cabeza
regresará a Bretonia —dijo al mismo
tiempo que acariciaba el largo cuchillo
que llevaba al cinturón.

*****
Drexler se hallaba sentado sobre el
lomo de su caballo, encima de la colina
baja situada justo fuera de Greymere,
con seis de sus hombres reunidos en
torno a él. Hacía un día y medio que se
ocultaba allí, pues les temía menos a los
habitantes de las tierras salvajes que al
cazador de recompensas aparentemente
imposible de matar. El sudor del miedo
le empapó la frente al pensar en el
hombre y su enorme cuchillo, y en el
uso que hacía de éste.
Drexler sacó una petaca de acero
que llevaba en el cinturón y bebió más
brandy estaliano. Algunos de sus
hombres susurraron algo, pero una
feroz mirada suya los redujo al silencio.
—¿Tenéis algo en mente? —
preguntó con un gruñido.
—Sí —replicó uno de ellos.
Era un asesino de un solo ojo qué
había sido bandido antes de que
Drexler lo convirtiera al oficio apenas
más legítimo de contrabandista. En su
voz había un preocupante tono de
desafío. Algunos hombres mascullaron
palabras de apoyo.
—Suéltalo —exigió Drexler.
—Si seguís por este camino —
declaró el asesino del parche en el ojo
—, no habrá forma de que el príncipe
Waldemar nos permita continuar
operando en Greymere. Las cosas nos
han ido bien aquí, y la ciudad es un
refugio seguro y próximo a las rutas
comerciales y las sendas de caravanas
procedentes de la costa. —El hombre
miró a sus camaradas—. Deberíais dejar
que las cosas se enfriaran. Ocultaos
hasta que él renuncie a buscaros.
—¿Ocultarme? —fue la pregunta
que retumbó desde el pecho de Drexler
—. ¿Como si fuera un condenado
conejo? —La intensidad de indignación
de su voz hizo que el hombre de un
solo ojo se sobresaltara. Drexler se
sentía todavía más molesto porque eso
era lo que había estado haciendo desde
la muerte del arquero Louis—. ¡No me
ocultaré, ni esperaré hasta que ese
asesino me saque de mi agujero en
medio de la noche y me corte la cabeza
con ese cuchillo que tiene! ¡No,
acabaremos con esto! Y si después
tenemos que trasladarnos, que así sea.
La feroz mirada de los ojos de
Drexler les indicó a los hombres que no
habría más discusiones al respecto. De
repente, todas las miradas se apartaron
del comerciante cuando un jinete
ascendió hacia ellos. Se trataba de
Vicenzo. Junto al tileano avanzaba
pesadamente una enorme figura de
aspecto brutal.
Medía bastante más de tres metros,
y sus monstruosos hombros eran
fácilmente tan anchos como el armazón
de un carro. Unos brazos gruesos, como
sucios troncos de árbol, sobresalían del
chaleco de cuero curtido que cubría su
abultada torso musculoso. Unas piernas
como columnas hacían crujir el suelo y
dejaban huellas con garras de varios
centímetros de profundidad en la dura
tierra. Una cara vacua, cuya frente era
baja y huesuda, estudió a los hombres
reunidos. Una gorra hecha con la piel
del lomo de un oso descansaba sobre la
cabeza de la criatura, y las moscas se
arremolinaban y danzaban alrededor
del cuero putrefacto. La boca, que
parecía un tajo, dejaba ver unos
raigones de dientes como colmillos,
partidos y cariados; uno se hundía en la
mejilla correosa, a un lado de la nariz
grande y achatada.
Dos ojos como cuentas, de tono
gris, miraban fijamente desde las
cuencas profundamente hundidas en el
grueso cráneo. Vogun, el ogro, apretó la
mano con que sujetaba un garrote más
grande y grueso que dos de los hombres
que lo contemplaban con una mezcla
de reverencia y miedo.
—Veo que has encontrado a Vogun
—dijo Drexler, intentando no dejar ver
lo intimidado que se sentía.
El comerciante ya había usado antes
a Vogun, tanto para proteger sus
propias caravanas como para atacar las
caravanas de sus rivales, pero nunca
dejaba de sentirse pasmado ante la
tremenda corpulencia del bruto.
—¿Sabe lo que debe hacer?
Vicenzo miró al ogro.
—Allá abajo, en Greymere… —
comenzó.
El entrecejo del ogro se frunció al
intentar éste dilucidar el sentido de las
palabras. El tileano señaló con una
mano la ciudad situada al pie de la
colina.
—Allí abajo, en Greymere —dijo.
Los ojos del ogro siguieron la mano
de Vicenzo, y el monstruo asintió al ver
la población, pero volvió a confundirse
cuando el tileano la llamó Greymere.
—La ciudad —explicó Vicenzo—.
En la ciudad, hay una posada.
El ceño de Vogun volvió a fruncirse
a causa de la concentración.
Vicenzo alzó los ojos al cielo con
fastidio. Hizo avanzar el caballo hasta
quedar junto al ogro, y el animal bufó
con asco cuando el hedor de la ropa de
la gigantesca bestia llegó a su nariz.
—¿Ves? —preguntó al mismo
tiempo que señalaba con un dedo por
debajo de la nariz del ogro, que se
inclinó para mirar a lo largo del mismo
como un ingeniero que apuntara con
un catión.
Vogun vio que el dedo señalaba
una estructura de dos plantas situada
en medio de la ciudad. El ogro asintió
con su gran cabezota.
—Sí, ese lugar que parece una
fiambrera. Vogun la ve —gruño la
profunda voz tronante del ogro.
—Allí hay un hombre —prosiguió
Vicenzo—. Dentro del edificio. Se llama
Brunner. Lleva un casco de acero negro
en forma de cuenco. Le cubre la cara —
explicó el tileano a la vez que
gesticulaba con las manos para intentar
demostrarle al ogro a qué se refería.
Vogun se apoyó un huesudo nudillo
contra la frente, como si el hecho de
apretarse el cráneo lo capacitara para
darles algún sentido a las palabras del
tileano.
—¡Por amor de Morr! —exclamó
Drexler mientras detenía su caballo
junto al ogro—. ¿Ves ese edificio? —
preguntó el comerciante.
Una vez más, Vogun se inclinó
hacia delante para mirar a lo largo del
dedo con que señalaba Drexler.
—Sí, ese lugar que parece una
fiambrera. Vogun la ve —tronó el ogro.
—Ve allí. Mata a cualquiera que
esté dentro.
El ogro asintió con entusiasmo. Esas
eran órdenes que podía entender.
Drexler le lanzó al ogro una bolsa de
cuero, y en la cara de la criatura
apareció una dentuda sonrisa cuando
vio las brillantes monedas que había
dentro. Con un profundo bramido, el
bruto dio media vuelta y se alejó
pesadamente rumbo a la ciudad.
Drexler se volvió sobre la montura para
encararse con las expresiones incrédulas
de sus hombres.
—De todas formas, vamos a
marcharnos de Greymere —dijo.
*****
Se oyeron gritos de alarma en la calle.
Desde detrás de la barra, el calvo
posadero dirigió una mirada de
curiosidad hacia la puerta,
preguntándose qué estaba sucediendo
en el exterior. Advirtió que la lámpara
que colgaba junto a la entrada
comenzaba a saltar en el gancho que la
sujetaba. Unos pesados pasos se
aproximaron a la puerta, y ésta se abrió,
saltando en pedazos. Una figura
gigantesca se dobló casi por la mitad y
avanzó de lado para pasar a través de la
abertura.
Todos los hombres de la taberna la
miraron fijamente, con la boca abierta
de horror. El ogro se enderezó en toda
su descomunal estatura, y su cabeza
golpeó el bajo cielo raso. Entonces,
inclinó el cuello y se frotó la gorra de
piel de oso con una mano nudosa.
Un absoluto silencio reinaba en la
taberna, ya que ninguno de los
hombres se atrevía a mover siquiera un
músculo. Vogun los miró fijamente, y
sus ojillos como cuentas pasaron de una
petrificada figura a otra. Su gruesa
lengua rosada asomó entre los dientes
cuando intentó concentrarse. El jefe lo
había mandado allí para hacer algo,
algo importante. Un nombre se agitó en
la vacua memoria del ogro, y con él
llegó el recuerdo de lo que
supuestamente debía hacer.
—¡Brunner! —bramó el ogro al
mismo tiempo que alzaba el garrote y
asestaba un revés a la mesa más
cercana, derribando a un par de
guardias que estaban de permiso.
El ogro avanzó pesadamente y le
propinó un golpe con la mano vuelta a
un tercer guardia que cargaba contra él;
el tremendo impacto hundió la caja
torácica del hombre y lanzó su cuerpo
al otro lado del salón, con una fuerza
tal que abolió la pared de madera al
chocar contra ella.
—¡Brunner! —retumbó el
atronador rugido que salió de la boca
del ogro.
El garrote se estrelló sobre otra
mesa, e hizo volar una nube de astillas
al otro extremo del salón. Los hombres
se habían puesto de pie y corrían en
todas direcciones, entre gritos y
alaridos, para alejarse del ogro.
—¡Brunner! —volvió a rugir el ogro.
Se detuvo por un segundo con el
garrote alzado en medio de un golpe,
por encima de un campesino
acurrucado en el suelo. El hombre se
atrevió a alzar la mirada, vio la
expresión perpleja del rostro del ogro y
se escabulló a gatas entre las piernas
como columnas para luego salir a la
carrera por la puerta destrozada. Los
labios del ogro se movieron en silencio
mientras su mente intentaba recordar
qué significaba la palabra que estaba
gritando. Se encogió de hombros y
descargó el garrote en el lugar en que
había estado el campesino fugitivo.
—¡Brunner! —tronó una vez más la
profunda voz.
El gigante se volvió y avanzó hacia
la barra. Al oír que el monstruo se
aproximaba, el calvo posadero metió
una mano debajo del mostrador y sacó
la última botella de Burgman’s Brew
que quedaba en el local. Se bebió la
excelente y costosa cerveza y movió los
labios en silenciosa plegaria.
—Aquí arriba —llamó una voz fría.
El ogro se volvió y se quedó inmóvil
durante un momento, intentando
recordar si había ido allí a matar a
alguien o simplemente a destruir el
local. Volvió a encogerse de hombros;
tendría que hacer ambas cosas. Pero
primero, mataría. Incluso el ogro
comprendía que un edificio no sale
corriendo.
Vogun volvió pesadamente al
vestíbulo y observó el largo salón
situado al otro lado. Al oír un sonoro
silbido, el bruto giró hacia la escalera.
Cuando levantó la mirada, vio a un
hombre con armadura que se hallaba
de pie en lo alto de la escalera. Los
gruesos dedos del ogro se tensaron
alrededor del garrote.
—¡Brunner! —volvió a bramar.
Su gigantesco pie descargó un golpe
sobre el escalón más bajo, y la madera
se rajó y partió a consecuencia del peso
descomunal.
—Correcto —respondió la fría voz
de Brunner desde lo alto.
El cazador de recompensas chupó
una bocanada de humo de su cigarro, y
luego dejó a la vista el objeto que
sujetaba en una mano: el destapado
depósito de aceite de la lámpara de su
habitación. El ogro contempló el
recipiente de arcilla con expresión
estúpida, y luego volvió a avanzar y
destrozó otro escalón en el proceso. El
cazador de recompensas sonrió, levantó
el frasco y lo lanzó de lleno contra el
rostro del bruto que se aproximaba. El
ogro gruñó y jadeó de dolor cuando el
aceite le causó escozor en los ojos. Dejó
caer el garrote y se llevó las manos a la
cara, intentando apartar a puñetazos
aquello que le escocía. En lo alto de la
escalera, Brunner suspiró. Acercó una
tira de papel torneado a la punta del
cigarro. Otra chupada, y el papel se
incendió. El cazador de recompensas lo
sujetó durante un momento más, hasta
que se encendió bien y una llama
anaranjada comenzó a consumirlo con
rapidez.
—Apenas merece el esfuerzo —
comentó el cazador de recompensas al
mismo tiempo que le arrojaba el papel
en llamas al ogro empapado en aceite.

*****
—¿Cuánto tiempo crees que tardará? —
le preguntó Drexler a su secuaz; ambos
estaban sentados sobre la colina,
contemplando Greymere.
—Eso depende —replicó Vicenzo—.
¿Creéis que será capaz de hallar el
camino de vuelta aquí?
Drexler chasqueó la lengua.
—Debería haberle dicho que le
pagaría cuando regresara. Si lo hubiese
hecho, habría tenido alguna
probabilidad de convencerlo de que ya
le había pagado por el trabajo.
—¡Mirad! —exclamó uno de los
matones asalariados de Drexler.
Allá abajo, Greymere volvía a
sumirse en el caos. Una gigantesca
figura en llamas avanzaba con paso
tambaleante por las fangosas calles,
palpando ciegamente al frente.
—Tírate al suelo —maldijo Drexler
con voz susurrante—. Zambúllete en el
barro.
Sin embargo, el ardiente ogro
continuó adelante, bramando de dolor.
—Bueno —comentó uno de los
mercenarios—, menos mal que el ogro
iba a ajustarle las cuentas a Brunner. —
Drexler le lanzó al hombre una mirada
feroz.
—Tal vez lo mató antes de que el
cazador de recompensas pudiera con él
—sugirió Vicenzo—. Los ogros tardan
mucho en morir. He visto a muchos
hombres luchar con un ogro que tenía
un hacha clavada en la cabeza.
Drexler pensó durante un
momento, y luego azuzó el caballo para
que descendiera la colina.
—Sí, tendremos que averiguarlo
nosotros mismos.
Los mercenarios y Vicenzo se
apresuraron a seguir a su jefe en
dirección a la ciudad.
Las puertas principales de la
fortaleza estaban abiertas de par en par.
Los aplastados restos del capitán de la
guardia que había pensado que podría
rechazar al ogro yacían dentro de un
charco, en medio del camino. El resto
de los hombres que tenía a sus órdenes
aún se ocultaban en el escondrijo al que
hubiesen huido. Mientras hacía girar su
caballo alrededor de los ensangrentados
despojos, Drexler pensó en lo muy
ineptos que la paz había vuelto a los
soldados de Greymere. Tal vez era
mejor marcharse de allí, porque la
próxima vez que los ogros llegaran
procedentes de las Tierras Yermas,
dudaba de que los hombres del príncipe
Waldemar pudieran rechazarlos.
Los jinetes cabalgaron hasta la
posada. Las calles que los rodeaban
habían quedado en silencio, y sólo
algún rostro que de vez en cuando se
asomaba a espiar desde una puerta
indicaba que la gente aún se ocultaba
en la ciudad. El ardiente cadáver de
Vogun humeaba a un lado de la calle,
con su enorme vitalidad e insensible
sistema nervioso vencidos al fin por el
fuego que aún consumía su carne.
Drexler no dedicó una segunda mirada
a su antiguo lacayo, sino que detuvo el
caballo ante la destrozada puerta de la
posada.
Vicenzo y sus secuaces siguieron a
Drexler al interior del edificio
abandonado. Realizaron un breve
examen de la planta baja, pero no
encontraron nada. Luego, Vicenzo
profirió un grito. Había hallado un
rastro de sangre que se alejaba de la
barra y ascendía por la destrozada
escalera para adentrarse en el corredor
de lo alto. Drexler sonrió y les ordenó a
sus hombres que siguieran el rastro.
Como mínimo, el ogro habría herido al
cazador de recompensas. Por terrible
que pudiese ser, Brunner, herido, no
podría con el grupo de esbirros de
Drexler.
El rastro de sangre conducía a una
habitación situada al final del pasillo.
Los hombres entraron en la estancia,
mirando a su alrededor. El dormitorio
estaba vacío salvo por una cama, una
pequeña mesa de aspecto desvencijado
y una lámpara grande. Los hombres
fruncieron la nariz ante el olor a
podrido de la habitación. Miraron
debajo de la cama y examinaron el
pequeño baúl situado en un rincón,
como si su presa pudiese haberse
metido dentro.
—¿Adónde ha ido? —exigió saber
Drexler.
El rastro desangre conducía al
interior de la habitación; de eso, no
podía caber duda alguna. Vicenzo
apartó la mirada del baúl para
devolverla a su jefe, y los ojos del
tileano se abrieron con expresión
alarmada. Drexler se volvió para ver
qué lo había trastornado, y todo el color
abandonó su semblante.
La lámpara, cuya mecha se
consumía, no era en absoluto una
lámpara. Era un pequeño barrilete de
madera. Y cuando la mecha se
consumió y la llama llegó al interior del
barrilete, el hedor de la pólvora abrumó
a los vengativos hombres.
En el exterior, Brunner alzaba los
ojos hacia la posada y contaba
lentamente hacia atrás. Llegó a tres
cuando se produjo una sonora
explosión. El cazador de recompensas
escupió su cigarro en el fango.
—He dejado la mecha un poco
demasiado corta —comentó para sí
mientras atravesaba la calle y
desenvainaba la espada.
Brunner ascendió la escalera y se
encaminó hacia la habitación del fondo,
donde aún se arremolinaba el humo. Se
asomó al interior y sus ojos estudiaron a
los gimientes, agonizantes hombres, y a
aquellos que ya habían dejado de sufrir.
Luego, asintió con satisfacción, aferró la
barbilla del cuerpo más cercano y le
levantó la cara para estudiar sus
facciones. El gemido del asesino
agonizante aumentó hasta
transformarse en un alarido cuando el
cazador de recompensas le forzó el
cuello para echarle atrás la cabeza,
estirando la destrozada carne que lo
unía a su pecho. Dejó caer la cabeza del
hombre. De él no sacaría dinero.
El resto de la habitación estaba en
ruinas, y Brunner estudió ociosamente
las bolas de acero que se habían
hundido en las paredes de madera.
Haría falta un poco de trabajo para
retirar las balas. Lo más probable es que
el posadero las dejara donde estaban,
tal vez cubriéndolas con algunas
planchas de madera o un poco de
pintura para ocultarlas a los ojos del
siguiente huésped.
La bomba improvisada era un truco
que le había copiado a un enano que
había conocido. Había cargado el
barrilete con toda su reserva de balas, y
luego lo había llenado de pólvora.
Había sido una manera tosca pero
eficaz de ocuparse de la banda de
pretendidos asesinos.
Brunner había calculado que el ogro
representaba la última esperanza de
quienquiera que fuese que estuviera
intentando matarlo. Dedujo que el
hombre que se hallaba detrás de todo el
asunto acudiría a comprobar por sí
mismo si el cazador de recompensas
estaba muerto, y que llevaría consigo los
suficientes músculos para sentirse
seguro. El cazador de recompensas
había cogido un poco de sangre del
soldado que había muerto en la planta
baja de la posada, pensando que ya no
le importaría que lo hiciera. Sería
necesario atraerlos rápidamente hasta
su habitación, ya que, en caso contrario,
la bomba detonaría antes de que
estuviesen dentro o lo bastante cerca de
ella para quedar aturdidos por la
explosión. Volvió a sonreír. Al parecer,
la bomba había alcanzado a todo el
grupo, lo cual era más de lo que él
había esperado.
Una respiración sibilante hizo que el
cazador de recompensas se volviera con
rapidez. Contempló fijamente el
destrozado amasijo de despojos
humanos que se había arrastrado fuera
de la habitación; había dejado tras de sí
un rastro de sangre como babas de
caracol. El hombre se llevó una
ensangrentada mano al bigote para
alisarse las puntas. Le gruñó al cazador
de recompensas mientras en sus
agonizantes ojos ardía un hosco desafío.
El casco de acero del cazador de
recompensas asintió a la vez que los
ojos situados tras la visera estudiaban el
semblante del herido. En el hombre
había un inconfundible aíre de
autoridad que se evidenciaba incluso en
la agonía. Claramente, era la persona
que estaba tras todos los ataques
dirigidos contra Brunner.
Drexler miraba a Brunner con
ferocidad, esperando que éste
desenvainara su cuchilla de carnicero.
Ahora que la muerte ya lo tenía en su
poder, se sentía preparado para eso.
Entraría en el reino de Morr con el
conocimiento de haber luchado hasta el
final.
—¿Por qué? —inquirió la fría voz
del cazador de recompensas.
Los ojos de Drexler se abrieron de
par en par a causa de la conmoción. ¡El
asesino ni siquiera sabía quién era él!
¡El cazador de recompensas no había
acudido a Greymere en su busca!
El agonizante hombre comenzó a
reír ante lo absurdo de la situación,
pero el sonido se apagó cuando una
burbuja de sangre ascendió por su
garganta y estalló. ¡Él había sido el
artífice de su propia muerte!
La cabeza de Drexler cayó al piso y
produjo un golpe sordo.
Brunner le volvió la espalda al
muerto y regresó al dormitorio, al
mismo tiempo que desenvainaba el
cuchillo de su cinturón. En medio del
caos había algunos rostros que creía
reconocer. Uno podría incluso
pertenecer a un ladrón tileano llamado
Vicenzo, por el cual ofrecían una
pequeña suma en Miraguano. Y carecía
de sentido dejar que un dinero
perfectamente bueno se pudriera en la
barriga de cuervos y lobos.

*****
Pocas horas más tarde, una oscura
figura acorazada traspasaba las puertas
de Greymere, de donde un grupo de
soldados retiraba los despojos del
fallecido capitán de la guardia. Tras él
avanzaba el caballo de carga moteado
de gris, con un barril grande sujeto
sobre el lomo. El secuestrador al que
había estado esperando, ya no se
asomaría por Greymere; no con la
alarma que corría por la población.
Pasarían semanas antes de que aquel
lugar volviera a calmarse.
Brunner le echó una mirada al
barril por encima del hombro. Podía ser
que no se hubiese encontrado con el
hombre al que perseguía, pero al menos
había sacado provecho de su ocio en la
ciudad de los Reinos Fronterizos. El
cazador de recompensas sonrió.
Además, estaban aquellos que, por la
colección de carnes saladas que llevaba,
pagarían diez veces el precio ofrecido
por la cabeza del secuestrador.
El cazador de recompensas agitó las
riendas de su caballo y se alejó por el
camino de regreso a las tierras urbanas
de Tilea.
El
tirano

A última hora de la tarde,


avanzaba por las sórdidas calles de
Miragliano, camino de la taberna
El Jabalí Negro. Un grupo de
enanos estaba sumido en un
debate con un hombre de
Marienburgo de ojos estrechos, y
hablaban con voces susurrantes.
Un hirsuto natural de
Middenheim y un tipo de Ostland
que lucía bigote lanzaban
hachuelas hacia una diana
clavada en un poste de madera.
Un hombre de aspecto siniestro,
ataviado con los coloridos ropones
del Colegio de Magos, estudiaba
atentamente un libro
encuadernado en negro, sin duda
un tesoro que le había
proporcionado ese mismo día
algún hábil tratante de libros.
Como era habitual en la taberna,
había una vociferante
muchedumbre de hombres
procedentes de todos los rincones
del Imperio, bebiendo y contando
mentiras sobre sus hazañas en
tierras de Tilea. Pero yo no tenía
ojos para ninguno de esos
hombres, por muchas historias que
tuviesen para contar, ya que
encontré a mi premio sentado en
su mesa de costumbre. El cazador
de recompensas bebía en un vaso
pequeño, y supe que debía
contener su adorado schnapps. Al
verlo de esta guisa, decidí de
inmediato que tenía que estar
contento y avancé hasta la mesa.
Los infrecuentes períodos en que
Brunner estaba de buen humor me
habían proporcionado una gran
riqueza de material para mis
narraciones. En esos momentos, se
apoderaba de él un cierto impulso
locuaz y me obsequiaba, hasta
altas horas de la noche, con relatos
sobre sus pasadas empresas.
Brunner alzó la mirada hacia mí y
me indicó que me sentara. Luego,
la mano enguantada que me había
invitado acarició la envainada
espada, que descansaba
atravesada sobre la mesa. Yo la
miré durante un largo rato para
apreciar su elegancia. Era una
espada larga, esa fiable arma
propia del Imperio, con la
empuñadura en forma de dragón,
la guarda constituida por las alas
abiertas de la bestia, y el pomo
formado por la cabeza adornada
por cuernos. Empuñadura, guarda
y pomo eran todos dorados, y la
superficie color oro brillaba en la
mortecina luz de la taberna. La
mano de Brunner volvió a
deslizarse a lo largo de la espada.
—Es magnífica, ¿verdad? —me
preguntó la gélida voz de aquel
formidable asesino.
Yo asentí con la cabeza.
—Raras veces he visto un arma
tan espléndida —admití—. Dudo
de que podáis hallar una mejor, ni
siquiera en la corte de Karl Franz.
—Se llama Malicia de Dragón —
dijo la voz del cazador de
recompensas—. Es un arma
relacionada con una de las casas
nobles de nuestra tierra natal; está
unida a su linaje, y forma parte de
sus vidas. Se dice que fue forjada
durante la Gran Guerra contra el
Caos, que fue llevada con el
ejército de cruzados que siguió a
Magnus hasta las mismísimas
puertas del infierno. —La mano
enguantada dio unos golpecitos
sobre el dorado dragón—. Dicen
que hay magia en su acero, una
magia que despierta sólo en las
manos de quienes tienen derecho
de blandirla por nacimiento.
Volvía contemplar la magnífica
espada, imaginando su larga y
sanguinaria historia de nobles
servicios prestados al Emperador.
Había un poder, una fuerza que
acechaba dentro de aquella espada
y que iba mucho más allá del
poderoso acero.
—¿Cómo habéis llegado a poseer
esta impresionante espada? —
pregunté.
Brunner me miró fijamente con
rostro inexpresivo. Pasó un largo
rato de silencio. Estaba seguro de
que, de algún modo, lo había
ofendido, que no iba a
responderme. Pero finalmente
rompió el tenso silencio, y la gélida
voz del cazador de recompensas
comenzó a hablar de
acontecimientos acaecidos muy
lejos de Miragliano, en las tierras
de los Reinos Fronterizos…

Cinco cuerpos que forcejeaban y


gruñían ocupaban por completo la calle
que serpenteaba entre las cabañas
hechas de ladrillos de barro. Los
hombres eran muy diferentes; sus
edades variaban desde aquellos que
acababan de convenirse en hombres
hasta uno de anciana cabeza gris. Pero
aparte de eso, todos se parecían.
Vestían calzones mugrientos de muy
remendada lana cruda, sujetos a la
cintura por un simple trozo de cuerda.
El sudor brillaba sobre sus musculosos
pechos desnudos y chorreaba por
dentro de las profundas cicatrices que el
látigo había dejado en sus espaldas. Los
hombres se encontraban reunidos en
torno a un carro de bueyes, con la
espalda doblada mientras intentaban
levantar el sobrecargado vehículo para
que uno de ellos deslizara una rueda
nueva en el eje y reemplazara así el
rajado disco que descansaba contra la
pared de una de las chozas.
Un hombre de semblante severo
observaba su trabajo. También su rostro
mostraba la cicatriz de un largo tajo que
iba desde la frente a una mejilla. A
diferencia de lo que sucedía con los
campesinos, la suya era una marca
ocasionada por la espada, no por el
látigo. El observador llevaba una
brigantina oscura, una gorguera de cota
de malla y un casco en forma de cuenco
que le dejaba el rostro al descubierto.
Una espada larga, de hoja estrecha,
descansaba contra su cadera. Las
facciones del hombre eran duras, con
nariz ancha y ojos pequeños y crueles.
Su piel, al igual que la de los
trabajadores, era oscura, marcada por
las atenciones del abrasador sol tileano.
El mercenario tocó con los dedos la
empuñadura del pesado látigo de cuero
que pendía de un lazo de su cinturón.
—¡No malgastemos todo el día! —
les espetó el soldado—. El barón quiere
que este grano esté en el alcázar y se
haya registrado su llegada antes de que
se ponga el sol.
Las palabras del tileano eran ásperas
y azotaron a los campesinos como el
látigo que llevaba. Unos pocos volvieron
la cabeza para mirar al sol que
descendía con rapidez.
De pronto, el sonido de caballos
hizo que todos los hombres apartaran la
mirada del carro averiado para
encararse con los tres hombres
montados que avanzaban hacia el lugar
del accidente. Los campesinos retiraron
la mirada con rapidez al ver al jinete
que iba delante, y la clavaron en el
suelo con la intensidad de bestias
asustadas. El capataz inclinó la cabeza,
pero sin apartar los ojos de los
campesinos.
El líder era un hombre delgado, que
comenzaba apenas a mostrar los
primeros signos de una prominente
barriga. Tenía el rostro estrecho, los
pómulos altos y la frente surcada por
arrugas. El cabello del hombre era
entrecano, y lo llevaba muy corto;
resultaba evidente que recibía las
regulares atenciones de la navaja del
barbero. Su nariz era tan afilada como
el pico de un ave, y la boca, fina como
un tajo. Sus grandes ojos destellaron
con intensidad febril al recorrer el
cuadro vivo que ocupaba la estrecha
calle. Unos guantes de terciopelo
cubrían sus largos dedos, y una piel
blanca ribeteaba sus ropas encarnadas.
Llevaba largas botas de cuero negro que
le llegaban a media pantorrilla. Unos
calzones y una blusa oscuras
completaban el atuendo.
En la vaina enjoyada que llevaba
sujeta al ancho cinturón de cuero
mediante una delicada cadena de plata,
había enfundada una espada fina. La
empuñadura era de oro, en forma de
dragón, y su guarda la constituían las
alas abiertas del animal. La
empuñadura dorada destellaba bajo la
luz del sol, que se desvanecía.
Los dos guardias que lo
acompañaban eran de piel oscura como
el capataz, pero su jefe presentaba la
complexión rubia de los septentrionales.
—Señor barón —saludó el capataz.
El hombre alzó una mano y se quitó
el sombrero azul que cubría su corto
cabello. Dirigió una mirada de
indiferencia al carro de bueyes y a las
bestias de carga humanas que estaban
al lado temblando y con los pies
descalzos. Los ojos de color zafiro del
jinete se posaron sobre el mercenario
tileano de un modo frío e inexpresivo.
—Aldo —dijo con voz seca, casi
petulante—, el alcázar resulta muy
tedioso esta noche. —El jinete dejó que
un suspiro escapara de su pecho y
comenzó a hacer girar ociosamente su
sombrero—. Me preguntaba si podrías
prestarme una de estas criaturas.
—Mi señor barón —replicó el
tileano con un nerviosismo que se
evidenció en su voz—. ¿Pensáis que
sería prudente? Quiero… Quiero decir
que… aún queda mucho trabajo por
hacer…, recoger la cosecha. Y ya os
habéis, eh…, divertido dos veces esta
semana.
—Aldo, me preguntaba si podrías
prestarme una de estas criaturas —
repitió el jinete como si el tileano no
hubiese dicho nada.
El mercenario tragó sonoramente y
se inclinó aún más ante el jinete.
—Por supuesto, señor barón —
replicó.
Una débil sonrisa aleteó en el rostro
del jinete, y luego volvió la mirada
hacia los acobardados trabajadores. Los
ojos de todos los hombres alzaron la
mirada, aunque ninguno tuvo la osadía
de levantar la cabeza.
El jinete volvió a ponerse el
sombrero azul, lo alisó con las manos
para encajarlo adecuadamente y
comenzó a mover de forma juguetona
un dedo para señalar a un campesino y
luego a otro. Al fin, el dedo se detuvo y
apuntó a uno de los campesinos más
jóvenes.
—Sí, creo que tú me vendrás bien
—declaró su profunda voz.
El campesino alzó la mirada y, en su
rostro sucio y marcado por cicatrices, el
miedo luchó con el odio. El odio ganó
el combate, y antes de que el jinete
pudiera moverse, un escupitajo cayó de
pleno sobre una de sus botas. Aldo y los
dos guardias montados avanzaron. El
capataz tileano estrelló la bota que
calzaba su pie contra una rodilla del
desafiante campesino, con lo cual lo
obligó a arrodillarse. El campesino de
pelo gris alzó los ojos, y una expresión
de horror y angustia contorsionó su
cansado semblante.
—¡Mi señor barón, os lo suplico! —
imploró el hombre—. ¡Es mi único hijo!
El jinete les lanzó una mirada feroz
a ambos hombres. Los otros tres
campesinos volvieron a clavar la vista en
el suelo, como para distanciarse de los
acontecimientos, el jinete asintió con la
cabeza, y los dos guardias montados
bajaron de sus caballos y aferraron al
hombre de más edad por los
musculosos brazos.
—¿Sabes? —dijo el jinete al mismo
tiempo que clavaba su iracunda mirada
en el hombre—, creo que tienes razón.
Tú me proporcionarás mucha más
diversión que esa alimaña. —El jinete
volvió la mirada hacia Aldo—.
Destrípalo —le espetó.
El hombre profirió un alarido y
forcejeó con los dos mercenarios
acorazados que lo retenían. El capataz
sacó una daga del cinturón y la pasó de
través por el vientre del cautivo, para
luego dejar que el joven cayera boca
abajo sobre un charco de su propia
sangre.
—¡Emil! —gritó el hombre de más
edad mientras contemplaba cómo su
hijo se estremecía sobre el polvo. Volvió
a mirar al jinete—. ¡Bastardo! —rugió.
El guardia que lo sujetaba por el
brazo izquierdo le dio una patada en el
estómago, y el hombre quedó sin
aliento. El jinete alzó una mano cuando
el segundo guardia se preparaba para
asestarle otra patada.
—Vamos, vamos —los regañó—. Si
lo estropeáis, no me servirá para nada.
Llevadlo al alcázar.
El jinete no esperó a ver cómo los
guardias se llevaban al jadeante
hombre, sino que volvió a mirar a Aldo.
—Esta porquería —dijo refiriéndose
tanto al carro de bueyes como al
cadáver que yacía en la calle—, hazla
limpiar de inmediato. —Les lanzó una
colérica mirada a los tres campesinos
restantes—. Y asegúrate de que esta
chusma perezosa se encargue de ello.
—Mi señor barón —dijo el tileano
—. Si cinco hombres no podían reparar
el carro, ¿cómo van a lograrlo tres?
El jinete sonrió e hizo girar al
caballo para encararlo hacia su alcázar
de madera.
—Simplemente, diles que si no lo
hacen se reunirán con el viejo. Eso
debería proporcionarles un poco más de
vigor.
Riendo entre dientes de su propio
chiste, el jinete galopó de regreso a su
fortaleza de madera.

*****
Una hora más tarde, Albrecht Yorck,
autoproclamado barón de Yorckweg, se
encontraba en el asiento acolchado que
descansaba sobre un pequeño palco
cubierto por una marquesina. Éste
miraba a un pequeño coliseo, una plaza
rodeada por un muro de madera,
situada junto a la fortaleza del tirano. El
renegado imperial había tardado
muchos años en asegurar su pequeño
dominio situado en aquella región sin
ley conocida como los Reinos
Fronterizos. Había luchado con ahínco
y durante mucho tiempo contra
hombres y bestias, orcos y goblins,
incluso contra el salvaje territorio
mismo para lograr que su ciudad
sobreviviera. Tenía poco que lucir a
cambio de sus esfuerzos, pero Yorck
estaba decidido a disfrutar de los pocos
pequeños placeres que pudiera sacar de
los frutos que habían dado sus afanes.
Este tirano de Yorckweg miró a la
joven campesina de frágil aspecto que
se encontraba a su lado, y cuyos ojos
estaban clavados en el piso de madera
del palco. Hizo un gesto con una mano,
y la muchacha se apresuró a llenar un
vaso de asta con oscuro vino de Tilea.
Hizo otro gesto, y la mujer volvió a su
encorvada postura anterior. Yorck dejó
que el líquido permaneciera dentro de
su boca por un momento antes de que
se deslizara por su garganta, ya
entibiado. Era como si, con cada vaso,
pudiera saborear el terror de los
campesinos que lo habían creado. Se
trataba de un sabor que le gustaba
mucho.
Él había conocido el terror en otro
tiempo, y era ese recuerdo lo que hacía
que el miedo de los otros le resultase
placentero. Sabía que entonces era él la
fuente del miedo, que era el temido
soberano que tenía en sus manos la
vida y la muerte de centenares de
personas. En ese momento, entendía el
placer que el miedo tenía que haberle
proporcionado a su antiguo noble
señor; era el poder de destruir una vida
con una simple palabra.
El tirano se inclinó hacia delante
cuando el viejo campesino de la calle
fue empujado a través de la puerta de
troncos del otro extremo de la plaza,
que se cerró de inmediato tras él. El
anciano miró a su alrededor con una
expresión de horror en los ojos, y luego
los alzó hacia el palco. Yorck le sonrió
desde lo alto, con la sonrisa fría y
carente de humor que había visto
transformar en un arte a los barones y
condes verdaderos.
Una vez más, los recuerdos
surgieron en Yorck. Podía rememorar
los últimos momentos que había pasado
ante semejante dechado de nobleza.
Había sido en la sala del trono del
vizconde Augustine de Chegney,
después de coronarse con éxito la breve
campaña de expansión del Imperio por
parte del vizconde. Yorck había
desempeñado un importante papel en
la campaña, pero se trataba de un papel
ingrato, y el vizconde no tenía ninguna
intención de cumplir con lo que habían
acordado ambos. No habría elevación
alguna para Yorck; el espía y desertor
no sería ascendido a una posición
apropiada para un caballero. No, ya que
el vizconde había decidido,
astutamente, que un hombre que podía
traicionar a un buen señor traicionaría a
un malvado con la misma facilidad.
Yorck podía recordar la risa del señor
bretoniano cuando él imploraba por su
vida. Sin embargo, no habían sido las
palabras de Yorck aquello que le salvó
la vida, sino más bien la mirada de odio
del hombre al que había traicionado. El
odio existente entre el vizconde y su
prisionero era profundo, y como el
hecho de que el vizconde lo dejara
marchar atizaría el fuego de cólera del
corazón del prisionero, así lo hizo.
Yorck acarició la espada con
empuñadura en forma de dragón que
pendía de su cinturón, y la sonrisa cruel
se ensanchó en su rostro.
—Si imploras misericordia —dijo
mirando hacia abajo—, tal vez te
perdone la vida.
El miedo de los ojos del anciano fue
inmediatamente reemplazado por el
odio. Escupió hacia la lejana figura del
tirano, pero el escupitajo cayó antes de
alcanzar su objetivo. Yorck sacudió la
cabeza.
—Vamos, vamos —lo incitó al
mismo tiempo que metía una mano
dentro del cuenco de madera que tenía
a su lado para coger un puñado de
piedras pequeñas—. Debes tener algo
que decir.
El tirano le lanzó un guijarro al
campesino y le dio en un brazo. Repitió
el ataque, pero el campesino se negaba
a implorar o a gritar cuando los
pequeños misiles le golpeaban el
cuerpo. Su mirada de odio permanecía
clavada en su torturador.
—Insolente —declaró el tirano con
tono de asco, y dejó caer las restantes
piedras dentro del cuenco. Cogió una
cuerda que pendía de la marquesina de
tela que sombreaba el palco—. Ve a
reunirte con tu hijo, perro mugriento —
gruñó Yorck a la vez que tiraba de la
cuerda.
Debajo del palco, se elevó una parte
de la empalizada que rodeaba el
pequeño coliseo, y dos criaturas
enormes salieron pesadamente de la
oscuridad del interior. Eran perros,
monstruosos mastines de guerra de la
lejana Norsca. Cada uno de los
gigantescos canes medía casi un metro
veinte hasta la cruz, y el doble de largo.
Su pelaje era bicolor, de fondo pardo
con manchas y listas negro oscuro.
Tenían el pellejo muy pegado a los
delgados cuerpos, y en ellos se veían las
manchas grises peladas de las cicatrices
dejadas por el látigo. La piel estaba
tensa sobre las costillas, y el movimiento
del pecho de los animales fue muy
visible cuando saltaron hacia la plaza.
Las poderosas y anchas mandíbulas se
abrieron para dejar que unas lenguas
gruesas colgaran, y ríos de saliva
chorreaban entre ellas. Los dos
animales comenzaron a avanzar hacia el
campesino en medio de un silencio
pavoroso: hacía mucho tiempo que el
tirano les había hecho cortar las cuerdas
vocales.
Los ojos del campesino se apartaron
de los perros cuando estos comenzaron
a caminar hacia él, y clavó una última
mida de feroz cólera en Yorck, que reía
para sí. Luego, los mastines cayeron
sobre el y lo derribaron. Yorck
chasqueó los dedos cuando los alaridos
ascendieron desde la plaza.
Manteniendo b vista apartada del
sangriento espectáculo de allá abajo, la
muchacha volvió a llenar el vaso de su
señor.

*****
En todo el resto de Yorckweg,
andrajosas figuras avanzaban
cautelosamente por las calles
flanqueadas de sombras del pueblo en
dirección a un viejo granero en desuso.
Se trataba de una estructura que Yorck
les había dado a sus campesinos, hacía
mucho tiempo, para que guardaran los
excedentes de grano, unos excedentes
que nunca se materializaban por
voluminosas que fuesen las cosechas.
De una en una y de dos en dos, las
silenciosas figuras se encaminaban hacia
el oscuro lugar de reunión. Unos pocos,
al oírlos alaridos procedentes de la
fortaleza, dieron media vuelta y se
retiraron a la falsa seguridad de sus
chozas, pero muchos otros avanzaron
con mayor resolución hacia el granero.
En el interior no había luz ninguna
porque los ojos de los guardias de
Yorck estaban por todas partes; no
obstante, todas las personas hallaron un
lugar, bien fuera recostadas contra la
pared o sentadas en el piso. Varios
treparon al tejado para hacer de
centinelas en caso de que alguno de los
mercenarios se acercara demasiado al
lugar de reunión.
Con bajos susurros temerosos, los
hombres comenzaron a hablar. No se
trataba de un debate, dado que ya se
había decidido lo que había que hacer.
Pero no era fácil hacerlo. El barón
resultaba despiadado y cruel cuando se
le daba el más pequeño motivo. Si
fracasaban en el plan, atraerían miserias
aún mayores sobre sus cabezas. Sin
embargo, ¿quién de entre ellos no se
encogía de terror durante cada
momento de la vigilia, temeroso del
sádico capricho de su señor que pudiera
arrastrarlos hasta las cámaras de tortura
y, desde allí, a la plaza y a las barrigas
de los perros? El miedo alcanza un
punto en el que no puede crecer más, y
entonces deja de ser tolerable. Los
campesinos de Yorckweg habían
llegado a ese punto.
La pequeña reserva de monedas fue
sacada del lugar donde estaba
escondida dentro del granero.
Recogidas a lo largo de cinco años,
robadas y ocultadas a los ojos de
Albrecht Yorck y sus soldados, aquel
diminuto tesoro representaba la última
esperanza de los aldeanos. Se mantuvo
un rápido debate, en breve se llegó a
una conclusión, y se escogió a un
jovencito, cuya ausencia no sería
advertida, para que llevara las monedas
hasta el vecino asentamiento de
Brezano y contratara un guerrero, un
asesino profesional que librara a
Yorckweg de su despiadado tirano.
Tomada la decisión, los hombres
volvieron a escabullirse fuera del
granero, de uno en uno y de dos en
dos, para desaparecer noche adentro. El
chico escogido un muchacho llamado
Jurgen, se demoró un instante con su
padre para luego partir cautelosamente
hacia la muralla del perímetro de la
población y salir por uno de los
pequeños agujeros excavados por
debajo de la empalizada de madera. El
padre lo observó mientras se marchaba,
orgulloso de su hijo, pero temeroso de
que toda la empresa pudiese resultar en
nada.
Otro par de ojos también
observaron la partida de Jurgen. Geier
era un hombre viejo; un terrible golpe
de los soldados de Yorck lo había
tullido y convertido en alguien más
desgraciado y pobre que sus
compañeros, un mendigo entre
mendigos. A Geier le avergonzaba vivir
de la caridad de aquellos que nada
tenían para dar, y esa vergüenza había
endurecido los jirones de orgullo que le
quedaban al hombre mutilado.
Cautelosamente, se escabulló hacia la
fortaleza de madera del barón. Yorck
podría pagar bien para saber lo que
había sucedido en la reunión, lo
bastante para que Geier no tuviera que
mendigar, lo suficiente para que el
tullido pudiera volver a sentirse
hombre. No había ninguna esperanza
real de que el muchacho pudiese
encontrar a alguien y, de ese modo, al
menos uno de los habitantes de
Yorckweg sacaría provecho del
desesperado plan.

*****
El joven campesino atravesó las sólidas
murallas de piedra y contempló,
boquiabierto de asombro, las enormes
puertas ribeteadas de hierro que había a
cada lado de la muralla. Un centinela
que llevaba una cota de malla y un
tabardo color escarlata comenzó a
avanzar hacia el chico, pero al reparar
en sus ropas andrajosas y su sucio
aspecto, decidió que había pocas
probabilidades de conseguir el pago de
los derechos de paso, o un soborno, de
aquel desgraciado. Se apresuró a
regresar a la sombra que había junto a
la puerta.
Como pequeña ciudad, Brezano era
mucho mayor que Yorckweg, y Jurgen
quedó maravillado ante la actividad que
reinaba en las calles. Carros y bestias de
carga avanzaban pesadamente,
transportando sacos de harina, rollos de
tela, barriles de vino y otras mercancías
que ni siquiera podía comenzar a
reconocer. Había soldados codeándose
con pastores ataviados con ropa de lana
que conducían sus rebaños con la
ayuda de pequeños perros que
ladraban. Vio vendedores callejeros,
situados junto a edificios de madera,
que ofrecían pollos y otras aves a todos
los hombres que parecían tener dinero
en el bolsillo.
Mientras se escabullía entre la masa
de gente, vio salir de un gran edificio de
dos pisos un par de figuras pequeñas
que llevaban oscuras armaduras y
hachas de hoja ancha sobre el hombro.
El campesino ya había oído hablar de
los enanos en las leyendas populares,
pero nunca antes los había visto en
persona. Los observó abiertamente
mientras avanzaban con pesados pasos
entre la muchedumbre. Luego, se
volvió para mirar el edificio del que
habían salido los enanos, y decidió
investigar.
Jurgen se asomó al oscuro interior y
se maravilló ante el hecho de que el
edificio tuviese piso de madera. Se
quedó de pie en la puerta,
contemplando las hileras de mesas y
bancos estrechos. La estancia era la más
espaciosa que había visto jamás, más
grande que el granero en que se habían
reunido él y sus confederados, y estaba
atestada de una ruidosa multitud.
Vociferantes carcajadas y gritos que
pedían más cerveza o hidromiel se
alzaban de cada mesa. Jurgen sonrió al
ver tanta alegría, una cosa que jamás
había presenciado en Yorckweg. Pero
su sonrisa se desvaneció al instante
cuando apareció ante él un corpulento
hombre con pecho de barril.
El hombre miró a Jurgen por debajo
de unas gruesas cejas hirsutas, y de
inmediato posó sobre su hombro una
mano como una pata de oso. Antes de
que el chico pudiese reaccionar, el
guardia le hizo dar media vuelta y lo
echó a través de la puerta con una
salvaje patada.
—No queremos mendigos —le
gruñó—. Si no puedes pagar, no puedes
entrar. —El corpulento hombre giró
sobre sus talones y volvió a entrar en la
taberna a grandes zancadas.
Jurgen observó cómo la ancha
espalda del guardia desaparecía en la
penumbra del edificio. Sin pensarlo, se
metió una mano en el bolsillo y sacó las
monedas que le habían confiado. Pero
ya era demasiado tarde, porque el
guardia se había marchado. Jurgen se
apresuró a devolver las monedas al
bolsillo de la blusa y se puso de pie al
mismo tiempo que se sacudía el polvo
de la ropa.
—De todas formas, no te interesa
beber ahí dentro —dijo un hombre
delgado que apareció junto a Jurgen.
El chico saltó de sorpresa. El
hombre era alto, una cabeza más que él,
pero delgado. Sus ropas estaban muy
remendadas, y una esbelta daga
adornaba su cinturón. Su piel era
atezada, más oscura que en el caso de la
mayoría de los tileanos, y su cabello
formaba masa de aceitados rizos negros.
Tenía la boca estirada en una ancha
sonrisa, que dejaba a la vista un
conjunto de dientes ennegrecidos.
—Puedo llevarte a un sitio donde
no mezclan la cerveza ni con la mitad
de agua que aquí.
El hombre posó una mano sobre un
hombro de Jurgen, y lo condujo fuera
de la concurrida calle.
—Gracias —murmuró Jurgen—,
pero estoy buscando a alguien.
El semblante del tileano se animó, y
una expresión de sorpresa afloró a sus
ojos.
—¿Ah, sí? Tal vez yo lo haya visto
—dijo el hombre a la vez que empujaba
suavemente al chico campesino para
hacerlo rodear la esquina de un
pequeño edificio de ladrillos—. ¿O
estáis buscando a una mujer? —Uno de
los ojos como cuentas del tileano se
cerró en un guiño de entendimiento.
—No, no es nada de eso —
respondió Jurgen—. De hecho, no sé a
quién estoy buscando exactamente.
El tileano miró a Jurgen mientras la
sonrisa se borraba de su rostro.
—Bueno, yo sí que sé a quién he
estado buscando —siseó el hombre al
mismo tiempo que desenvainaba la
daga de su cinturón—. Yo me quedaré
con la plata que llevas encima.
Jurgen profirió una exclamación
ahogada mientras miraba al
amenazador ladrón y a los muros que lo
encerraban en el callejón al que el
hombre lo había conducido. Al ver que
no tenía escapatoria, Jurgen posó una
mano protectora sobre el bolsillo que
contenía las monedas.
—No podéis —dijo casi gritando.
—De eso, nada —le gruñó el tileano
—. Si haces un solo ruido, tendré que
rajarte. Más problemas para los dos.
Avanzó un paso, y entonces la daga
se deslizó de sus dedos. Los ojos del
ladrón se abrieron de par en par,
mirando a Jurgen sin verlo. Una
burbuja de sangre estalló en la boca del
hombre, que se desplomó en el polvo
sobre la daga que acababa de caérsele.
Tras el cuerpo tendido apareció un
hombre que limpiaba la sangre del
cuchillo que había clavado en la espalda
del ladrón. El recién llegado llevaba un
traje de brigantina, y un peto de oscuro
gromril le cubría el pecho. Un casco de
acero ennegrecido, estilo celada, le
cubría la parte superior de la cabeza y
de la cara. El hombre acabó de limpiar
el cuchillo y luego lo enfundó en una
bandolera de cuero que le cruzaba el
pecho.
El cazador de recompensas no le
echó ni una mirada a Jurgen, sino que
se arrodilló junto al cuerpo del hombre
que había matado y sacó un cuchillo
aún más grande del cinturón, provisto
de una enorme hoja de filo serrado
como un serrucho.
—Esta vez no te escaparás —dijo
una voz gélida desde el interior del
casco ennegrecido.
Jurgen apartó la mirada cuando el
hombre acercó el filo del cuchillo al
cuello del muerto. Al cabo de pocos
minutos, el cazador de recompensas ya
había limpiado el cuchillo y lo había
devuelto a su vaina. Sacó una bolsa,
metió dentro la cabeza del tileano y
retorció la boca para cerrarla. A
continuación, la figura acorazada dio
media vuelta y se encaminó hacia la
entrada del callejón.
—¡Esperad! —gritó Jurgen mientras
corría tras la figura que se marchaba.
Brunner giró la cabeza revestida de
acero para mirar al campesino a través
de la visera estrecha como una rendija.
El muchacho se encogió ante la terrible
mirada, y las extremidades le
temblaron.
El cazador de recompensas giró otra
vez y avanzó a grandes zancadas para
salir del callejón. Jurgen se tragó el
miedo que le inspiraba aquella figura
intimidante y corrió tras él. La cabeza
acorazada se volvió con lentitud, y sus
fríos ojos se estrecharon al mirar el
chico.
—G…, gracias —fue la palabra que
Jurgen logró hacer salir de su boca. La
expresión de los gélidos ojos
permaneció inmutable, y más palabras
salieron a trompicones de los labios del
chico—. Por salvarme de…, de ese… —
Lanzó una mirada al cadáver
decapitado que yacía en el callejón y
cuya sangre manaba sobre el polvo.
—No me des las gracias —respondió
con aspereza la fría voz inexpresiva del
asesino—. Si la cabeza de ese gusano no
hubiese tenido precio puesto, podría
haberte arrancado el corazón para
ofrecérselo al Dios de la Sangre, y no
habría sido para nada asunto mío.
Brunner volvió a darle la espalda y
se echó el saco sobre un hombro.
—¿Habéis matado a ese hombre por
dinero? —casi exclamó Jurgen,
horrorizado a la vez que conmovido por
las ásperas palabras carentes de
emoción—. ¿Sois un asesino
profesional? —añadió con un leve
susurro.
—No soy ningún asesino —le espetó
Brunner con un ardor frío en la voz. Se
volvió a mirar al chico y clavó en él una
mirada feroz—. Soy un cazador de
recompensas, y hay una diferencia,
aunque no sería capaz de entenderla un
campesino imbécil que anda buscando
que le corten el cuello en un callejón.
Brunner volvió a encaminarse hacia
la calle principal. Jurgen vaciló durante
un momento, y luego siguió al cazador
de recompensas.
La muchedumbre no era menos
numerosa que antes, pero mientras
seguía al cazador de recompensas,
Jurgen advirtió que comerciantes,
campesinos, soldados y artesanos por
igual le abrían paso a la formidable
figura. Deslizándose a la sombra de
Brunner, el chico descubrió que su
camino no estaba libre y se halló
apretujado entre los peatones que
cerraban filas para reemprender su
camino.
Brunner recorrió la calle hacia la
taberna de la cual Jurgen había sido
sumariamente expulsado por el
corpulento guardia apenas minutos
antes. Cuando el chico avanzó hacia el
edificio, la cara de acero del cazador de
recompensas se volvió otra vez hacia él.
Jurgen chilló de miedo al ver que
una enguantada mano de Brunner se
había cerrado alrededor de la
empuñadura de una espada de hoja
gruesa y que destellaban un par de
centímetros de acero donde el arma
había comenzado a salir de la vaina.
—Confío en que tengas una razón
para seguirme —dijo el cazador de
recompensas con tono desafiante
mientras cada fibra del asesino
entrenado se tensaba para la acción.
Jurgen comenzó a retroceder, pero
la repentina imagen de su hogar, su
familia, los rostros atemorizados,
desesperados en la oscuridad del
granero, lo impulsó a mantenerse firme,
alzar la cara y mirar con ojos desafiantes
al cazador de recompensas.
—Sí —respondió el muchacho con
un tono que esperaba que se pareciese
al que con tanta frecuencia le había
oído usar al barón, pero que sonó como
el gritito agudo de un zorro asustado—.
Quiero contrataros.
Jurgen creyó ver un fugaz gesto
divertido que aleteaba en la dura boca
situada bajo la línea del casco, pero fue
sólo por un brevísimo instante. La
figura acorazada dio media vuelta y
atravesó a largas zancadas la puerta de
la taberna mientras agitaba una mano
enguantada para indicarle a Jurgen que
lo siguiera.
El chico volvió a entrar en la
taberna, y el corpulento guardia se
levantó otra vez de su taburete y avanzó
hacia la entrada golpeando la palma de
una mano con el carnoso puño de la
otra. Sin embargo, el matón no había
dado más de unos pocos pasos cuando
vio al hombre que esperaba a Jurgen en
el interior. Una expresión temerosa hizo
que los ojos del guardia se abrieran de
par en par, y el hirsuto hombre regresó
a su taburete, evitando
meticulosamente al chico campesino y
al cazador de recompensas que lo había
precedido.
Brunner avanzó hasta una mesa
situada en un rincón del salón y apoyó
la cabeza contra la pared. Con
indiferencia, dejó caer sobre la mesa el
saco que contenía la cabeza del ladrón
tileano, sin prestarle más atención. Hizo
un gesto con una mano para indicarle a
Jurgen que se sentara al otro lado de la
mesa, y luego chasqueó los dedos. Una
camarera de rostro ceniciento se
encaminó hacia ellos con paso reacio,
mientras el corpiño de su vestido subía
y bajaba con atemorizados jadeos
cortos. El cazador de recompensas
apenas miró a la joven cuando le espetó
la orden de que le trajera una jarra de
cerveza. La moza le echó una mirada al
campesino, y luego volvió a mirar al
cazador de recompensas.
—Podrá beber después de que yo
haya cobrado —le espetó Brunner, y
despidió a la mujer. El cazador de
recompensas se inclinó hacia delante y
clavó sus fríos ojos azules en el chico
campesino—. ¿Así que tienes un trabajo
para mí? —No había ni rastro de burla
en el tono de voz del asesino, sino sólo
una seriedad mortífera—. Debes saber
que no soy barato.
Jurgen se metió una mano dentro
de la blusa y sacó las monedas del
bolsillo interior que su madre le había
cosido encima del corazón, que
contenía la riqueza colectiva de la
oprimida gente de su pueblo. El
muchacho tendió la mano hacía el
cazador de recompensas, pero Brunner
dio unos golpecitos sobre la mesa en
lugar de coger lo que el otro pretendía
entregarle. Jurgen asintió con la cabeza
y depositó las monedas junto al saco de
tela rústica. La enguantada mano de
Brunner se movió por encima de las
monedas, volvió cada una de ellas con
un dedo, y luego miró fijamente al
chico a los ojos.
—¿Y qué podría valer tanto para ti,
me pregunto? —inquirió su voz fría.
Una luz destelló en los ojos de
Jurgen. ¿Acaso ese hombre, ese horrible
asesino, estaba de verdad considerando
ayudarlos? Le habían dicho que no
podían confiar sólo en la codicia para
deshacerse de su cruel tirano, sino que
además debían contar con la compasión
de un corazón noble, con el sentido de
la justicia que mueve a algunos
hombres sin pensar en la recompensa.
Pero Jurgen no se atrevía a esperar que
ninguna de esas emociones se agitara
dentro del corazón de ese hombre
aterrador.
—Mi pueblo se encuentra a sólo
unos pocos días de aquí —comenzó
Jurgen—. Se llamaba Elsterholz, y
nuestro señor era el conde Schlaesser.
Pero hace unos cinco años llegó un
hombre, el jefe de unos soldados.
Nuestro señor los contrató porque
corrían rumores de que las tribus
salvajes volvían a estar en marcha. Pero
el hombre no tenía ninguna intención
de proteger al conde… y se hizo con el
control. Mataron a los soldados que
eran leales al conde, y luego su jefe
colgó a nuestro señor de la puerta del
pueblo y se proclamó señor él mismo, el
barón Yorck.
Jurgen casi escupió el nombre, y el
cazador de recompensas se inclinó hacia
delante, hasta que su rostro quedó a
pocos centímetros de distancia de la
cara del chico campesino.
—Descríbeme a ese Yorck —siseó
Brunner.
Mientras el chico hacía un retrato
del semblante del horrible tirano, la
cabeza de acero del cazador de
recompensas asentía confirmando los
detalles.
—Lleva espada, ¿verdad? —
preguntó el cazador de recompensas,
interrumpiendo al chico—. ¿La espada
de un noble? ¿Un esbelto colmillo de
acero con una empuñadura de oro en
forma de un dragón con las alas
abiertas?
El muchacho asintió, maravillado
ante el hecho de que hubiese descrito
con tanta exactitud la espada del barón.
Un momento de silencio flotó en el
aire. Al final, Brunner asintió con la
cabeza.
—Tendré en consideración este
encargo que me has ofrecido.
Una parte de la esperanza
abandonó la cara de Jurgen.
—Si este dinero no es suficiente,
podemos ofrecer más —se apresuró a
explicar el chico—. Tenemos comida e
hidromiel, y algunas de las muchachas
del pueblo son muy hermosas. —El
rostro del chico reflejó desánimo al ver
que la expresión de Brunner no había
cambiado en absoluto—. ¡Y hay más! El
barón tiene toda clase de tesoros en su
fortaleza: oro de las minas de los
enanos, y plata y gemas del sur. —
Brunner profirió un bufido, y Jurgen lo
interpretó mal, pensando que la riqueza
imaginaria continuaba sin ser suficiente
para interesar al cazador—. El barón
tiene el tesoro de un dragón en una
cámara secreta, de sus tiempos de
mercenario y aventurero. ¡Si nos
ayudáis, los ancianos del pueblo os
dejarán quedaros con todo lo que
podáis llevaros!
—He dicho que tendré en
consideración tu oferta —repitió
Brunner mientras volvía a recostarse
contra la pared.
Jurgen extendió un brazo para
recuperar las monedas, pero una
enguantada mano del cazador de
recompensas lo interceptó.
—Déjalas. Me ayudarán a tomar
una decisión.
—¡Pero es todo el dinero que
tenemos! —exclamó el muchacho—. ¡Es
toda la riqueza que hemos podido robar
y esconder a los hombres del barón!
—Entonces, sé que no intentarás
contratar a otro mientras tomo la
decisión, a menos que puedas encontrar
algún tonto dispuesto a trabajar a
cambio del oro de un dragón que no ha
visto —dijo el cazador de recompensas
—. Regresa a tu pueblo. Tendrás la
respuesta dentro de dos semanas.
El chico se levantó de la mesa,
derrotado. Mientras se marchaba, le
echó una última mirada al cazador de
recompensas. Brunner bebía la cerveza
de la jarra de cerámica que le habían
llevado a la mesa, mientras sus ojos
miraban a los otros clientes de la
taberna. Las monedas permanecían
sobre la mesa, destellando en la débil
luz. La última esperanza abandonó el
cuerpo de Jurgen.
El hombre del callejón había sido
un ladrón honrado, al menos.
*****
Había oscurecido cuando Jurgen se
deslizó a través de la brecha que había
en la empalizada de Yorckweg. Era una
madriguera excavada hacía mucho
tiempo por los niños del poblado, con el
fin de escapar a la atención de sus
progenitores y escabullirse al bosque sin
ser vistos, para entregarse a sus juegos
secretos. Pero, entonces, el oculto
agujero de la empalizada desempeñaba
un papel mucho más importante, y ya
no podía llamarse niños a quienes lo
usaban.
Jurgen avanzó por las desiertas
calles fangosas. Tenía las andrajosas
ropas empapadas de sudor y cubiertas
de polvo del camino. Se deslizó
cautelosamente hasta la fina plancha de
madera que hacía las veces de puerta de
la choza de paredes de barro que
compartía con sus padres y tres
hermanos. Se detuvo a escuchar los
sonidos de suaves sollozos procedentes
del interior. El chico tuvo la seguridad
de que la voz pertenecía a su madre.
Una repentina sensación de urgencia
colmó a Jurgen, que empujó la plancha
de madera hacia un lado.
Jurgen vio a su madre arrodillada
junto al fuego de cocinar que dominaba
la habitación principal de la choza,
revolviendo el contenido de una olla de
hierro. Tenía el rostro empapado en
lágrimas, y los caminos como de caracol
que habían dejado en su piel
destellaban en la oscilante luz. No había
ni rastro de su hermano ni de sus
hermanas, que deberían haber estado
durmiendo en los camastros cubiertos
de paja situados contra la pared del
fondo. El chico oyó un leve movimiento
en la habitación trasera, sin embargo
una fina manta que colgaba en la
abertura de la puerta le impedía ver el
interior.
La mujer alzó la mirada al oír que
su hijo entraba. La expresión de su
rostro era de horror extremo. Su boca se
abrió para gritar, pero otra voz la redujo
al silencio. Tanto madre como hijo
miraron la abertura que daba a la
habitación trasera. La manta fue
apartada a un lado, pero el hombre que
apareció no era el padre de Jurgen.
Aunque vestía sólo una camisa de
dormir blanca, llevaba una espada en la
mano.
—Te hemos echado de menos,
Jurgen —dijo en voz baja y burlona—.
Creo que has estado lejos y que tienes
mucho que contar. —Aldo avanzó hacia
el pasmado chico—. Creo que el barón
estará muy interesado en oír lo que
tienes que decir.

*****
Albrecht Yorck salió de la cámara de
muros de piedra situada debajo de la
fortaleza de madera. Su cruel semblante
mostraba una sonrisa contenta. Los
pesarosos sollozos de culpabilidad
mezclados con gemidos de dolor
llegaban hasta él procedentes de la
celda que había abandonado. Acababan
de reemplazar los alaridos que habían
resonado entre los muros durante las
últimas dos horas. Un fornido tileano
apareció detrás de Yorck y cerró la
puerta de madera con una cadena y un
candado. Luego, el hombre de torso
desnudo se volvió a mirar a su señor al
mismo tiempo que se enjugaba el sudor
de la frente con el dorso de una peluda
mano.
—Toma un poco de vino y comida
—dijo Yorck—. Le daremos otro repaso
dentro de unas horas. —La sonrisa de
Yorck se torció para transformarse en
burlona mueca vil—. Sólo para
asegurarnos de que nos ha dicho la
verdad.
El torturador hizo una reverencia y
se marchó. El tirano se volvió hacia el
matón que había estado esperando las
órdenes de su señor, en el exterior de la
celda.
—¿Os ha dicho algo? —preguntó
Aldo.
—Sabemos una gran parte del
asunto por el idiota de Geier —rió
Yorck.
Le reconfortaba el malvado corazón
recordar al campesino que lo había
informado acerca del complot. «Por
pura lealtad», había asegurado Geier,
aunque pareció bastante ansioso
cuando Yorck mencionó una
recompensa.
Y Yorck había sido muy generoso, y
le había dado cincuenta coronas de oro
por ser un hombre tan leal y altruista.
Por supuesto, Geier se había alarmado
un poco cuando le trajeron las
cincuenta coronas en un plato a modo
de comida… Pobre hombre, al parecer
sus ojos eran más grandes que su
estómago, o al menos más que su
garganta. Esa era una lección que Yorck
había aprendido del vizconde De
Chegney: no confiar nunca en un
traidor.
—Pero el chico ha rellenado
algunos blancos, más que su padre o
cualquiera de los otros. Al parecer, en
Brezano encontró a un hombre
dispuesto a matarme. Un cazador de
recompensas, o al menos eso afirma el
bribón.
El rostro de Aldo se contrajo.
—¿Un cazador de recompensas?
Yorck asintió con un gesto de
cabeza.
—Un asesino experto, según el
muchacho. Reúne a algunos de tus
hombres. Cabalgad hasta Brezano y
matad a esa escoria. Traedme su
cadáver para que podamos mostrárselo
a esta chusma con el fin de que vean lo
que les sucede a quienes se oponen a
mí.
El soldado tileano hizo una
reverencia, y ya se volvía para salir
cuando un inquietante pensamiento se
agitó en lo que en aquel hombre pasaba
por ser su conciencia. Giró para mirar a
su despótico señor.
—¿Que vais a hacer con el chico?
¿Lo colgaréis en la jaula junto con su
padre?
Yorck sonrió con escalofriante
emoción.
—Por favor, no; tal vez lograría
escabullirse entre los barrotes. No, creo
que el chico debería hacer un poco de
deporte con mis mascotas. Hace
algunos días que no se las alimenta. —
El tirano rió de su propio chiste, y luego
miró con severidad a su subalterno—.
Yo tengo mis asuntos que poner en
orden, y tú debes atender los tuyos. Te
sugiero que vayas a buscar a ese
hombre. El chico no será una gran
comida para los perros.

*****
A última hora de la tarde, cuatro jinetes
salieron por la puerta principal de
Yorckweg. Aldo había escogido a sus
compañeros basándose tanto en su
destreza marcial como en su experiencia
de asesinos fríos y despiadados. Era
gente que no vacilaría en clavar una
daga en la espalda de un hombre
dormido, ni en golpear desde las
sombras con una flecha de ballesta.
Cada uno mostraba una expresión de
determinación cruel. Los largos años
que llevaban sirviendo a su usurpador
señor habían borrado de sus almas
cualquier compasión o rectitud que
pudiesen haber tenido. Bajo las órdenes
de Yorck, habían hecho cosas mucho
peores que asesinar a sangre fría a un
hombre desarmado, y un crimen más
no constituiría peso alguno sobre sus ya
ennegrecidos corazones.
Aldo estudió a cada uno de sus
degolladores.
—Recordad —les advirtió— que
tenemos que traer aquí su cuerpo. El
barón quiere dar un ejemplo con ese
cazador de recompensas y hacerles
saber a los aldeanos que nadie puede
oponerse a su gobierno.
El jinete situado a la izquierda de
Aldo inclinó la cabeza, y el acero de su
redondeado casco relumbró a la débil
luz proyectada por Mannslieb y su más
oscura hermana. Pero justo cuando
levantaba la cara, una punta de acero le
atravesó la nariz, haciendo crujir
cartílago y hueso. El soldado cayó del
caballo, aferrándose la herida, mientras
de su boca manaba un espumajoso
gorgoteo inarticulado.
Aldo les gritó a sus hombres que se
pusieran a cubierto, pero aún no había
acabado cuando una segunda saeta de
ballesta se clavó en el pecho del hombre
situado a su derecha. El mercenario
profirió un alarido y se desplomó sobre
el lomo del corcel, que salió corriendo
hacia el oscuro campo, asustado por la
repentina matanza.
El soldado restante hizo volver al
caballo para regresar a Yorckweg. Aldo
vio el brillante destello del arma de
pólvora que estallaba en la línea de
árboles y oyó cómo la sonora
detonación se repetía a causa del eco.
Observó que la bala impactaba en el
cuello de la montura del soldado y lo
hacía caer al instante. El hombre fue
aplastado bajo el peso del animal y
quedó inmóvil contra el suelo,
chillando lastimeramente; tenía las
piernas y la pelvis fracturadas.
Aldo no esperó a que se produjera
otro ataque, sino que se tiró del caballo
y se zambulló entre los matorrales,
donde cayó con fuerza y se torció un
tobillo. Reprimió el dolor y desenvainó
la espada, maldiciendo mientras el
caballo se alejaba al galope con la
ballesta sobre la silla de montar.
El hombre que había quedado
atrapado bajo el caballo muerto
continuaba chillando cuando Aldo oyó
los cascos de un caballo que se
aproximaba. El sonido del pataleo del
animal cesó, y entonces sólo un
esporádico tintineo de cadenas o el
arrastrar de una bota acorazada sobre
una piedra suelta le indicó que alguien
se acercaba.
Aldo observaba mientras la oscura
figura avanzaba precavidamente,
caminando hacia el soldado herido con
toda la cautela de un lobo solitario que
anda de cacería. El tileano de la cicatriz
en el rostro tuvo un sobresalto al ver al
hombre, su celada de acero
ennegrecido y el oscuro peto de
gromril. De algún modo, había sabido
que tenía que ser él. Sólo el cazador de
recompensas habría tenido motivo para
tenderles una emboscada; sólo él podía
haber tenido la destreza necesaria para
lograr semejante hazaña.
Aldo había escogido bien a su grupo
de asesinos, pero no había contado con
que se enfrentaría a un adversario aún
más encallecido, astuto e implacable. El
cazador de recompensas llegó hasta el
soldado herido y levantó una ballesta
pequeña, con la que apuntó a la cabeza
del hombre y silenció sus gritos de
sufrimiento. No había vacilado ni un
segundo, no había dedicado ni un
momento a pensar en la misericordia, a
compadecerse del hombre al que había
destrozado el caballo a causa de su
disparo.
Aldo se levantó de su escondite con
la esperanza de escabullirse noche
adentro. Al oír el susurro de su
movimiento, el cazador de recompensas
giró velozmente y, con un solo y
elegante movimiento, soltó la ballesta y
sacó un arma de fuego de la pistolera
que tenía sobre el vientre. Se oyó otra
sonora detonación, y del cañón de la
pistola salió fuego.
Sólo una cosa evitó que el disparo
acabara con la vida de Aldo: el pie que
se había lesionado cedió bajo su propio
peso y lo hizo caer justo cuando el
cazador de recompensas apretaba el
gatillo. Brunner no vaciló en corregir el
error; enfundó la pistola y desenvainó
la cimitarra de gruesa hoja. Aldo se
incorporó para hacer frente al ataque
con una daga en la mano izquierda y
una espada larga en la derecha.
Brunner se aproximó al tileano con
un silencio que acobardó a éste más que
el brutal bramido de guerra de
cualquier orco. Con la rapidez de una
víbora, el cazador de recompensas
descargó un golpe con su pesada arma,
cuya hoja apenas fue interceptada por
la espada larga de Aldo, mucho más
ligera. El cazador de recompensas
empujó para apartar a un lado la espada
del tileano, aprovechando la debilitada
pierna del mercenario para vencer la
superior fuerza muscular del hombre.
Aldo gruñó; la cicatriz de su rostro
estaba amoratada a causa de la furia.
Extendió hacia el vientre del cazador de
recompensas el brazo con que sujetaba
la daga, pero una mano enguantada lo
aferró por la muñeca e hizo retroceder
la daga al mismo tiempo que invertía la
punta para dirigirla hacia quien la
blandía. Al sentir que le hacían girar el
puño, Aldo le imprimió mayor fuerza y
lo volvió en sentido contrario dentro de
la enguantada mano; a la vez, intentaba
liberar su espada del peso de la
cimitarra de Brunner.
Los dos hombres forcejeaban en la
oscuridad para lograr una posición
ventajosa, cada uno luchando para
vencer a su enemigo. En las tinieblas, la
daga se clavó en un cuerpo, y un jadeo
seco escapé de la garganta de un
hombre que, claramente, agonizaba.

*****
Los guardias apostados sobre la puerta
de Yorckweg le dieron el alto al jinete
solitario que se encaminaba hacia
donde ellos se hallaban. Aún estaba
oscuro, pero reconocieron con facilidad
el casco y la armadura característicos de
Aldo. El sargento mercenario conducía
un segundo caballo a su espalda que
transportaba un cuerpo atravesado
sobre la silla de montar. El comandante
de la guardia le gritó sus felicitaciones
por el éxito y rapidez de la cacería, y se
apresuró a bajar de la torre de guardia
para examinar la pieza cobrada por
Aldo. Uno de los otros guardias siguió
al oficial, arrastrado por la emoción del
momento, y dejó a un solo hombre para
accionar el enorme contrapeso que
alzaría la puerta de madera.
—No pensábamos que te veríamos
regresar tan pronto —comentó el
oficial, que le dedicó sólo una breve
mirada al tileano montado, antes de
avanzar con paso rápido hacia el caballo
de carga—. ¿Los demás vienen detrás
de ti, o han continuado hasta Brezano
para descansar un poco?
El oficial se echó a reír. En
Yorckweg había escasas diversiones
para distraerse, y éstas se las reservaba
el barón para sí. Se necesitaba muy poco
para que cualquiera de los hombres se
ausentara sin permiso con el fin de
divertirse en uno de los asentamientos
vecinos. El tileano acorazado se limitó a
asentir con la cabeza, y comenzó a
desmontar.
El oficial extendió un brazo hacia el
cuerpo que estaba tendido sobre la silla
de montar. Le levantó la cabeza y miró
fijamente el rostro que había bajo la
visera de la celada. Una profunda
cuchillada antigua se extendía desde
debajo del casco hasta el final de una
mejilla. Se trataba de una cicatriz, y el
oficial la había visto muchas veces
antes. En el instante en que el soldado
se volvía para enfrentarse con el
impostor, quince centímetros de espada
larga tileana se le clavaron en el vientre.
El grito de alarma del oficial emergió de
sus labios como un jadeo suave, y el
hombre cayó de rodillas mientras
manoteaba el fango con las manos. El
soldado que lo había seguido desde la
torre apenas tuvo tiempo de ver caer a
su oficial antes de que el impostor
arrojara un cuchillo que se le clavó en el
cuello. El soldado se desplomó de
espaldas al suelo, donde se retorció con
estertores agónicos mientras la sangre
manaba a borbotones entre los dedos
con que se aferraba el cuello.
Brunner dejó caer la espada de
Aldo en el barro y alzó la pequeña
ballesta que se había atado a la muñeca
con un cordón de cuero cortado de una
de las botas del mercenario. El guardia
solitario que quedaba en la torre estaba
tendiendo una mano hacia la campana
de alarma cuando la pequeña saeta se le
clavó en la espalda. Gritó una vez al
mismo tiempo que sus manos
intentaban aferrar el proyectil, pero no
lograban llegar hasta él. Se tambaleó
durante un momento mientras el dolor
borraba cualquier pensamiento de
alertar a su señor.
Brunner volvió a cargar
tranquilamente el arma y disparó otra
saeta, que se clavó en la cara del
hombre. Esa vez el disparo fue fatal, y el
soldado cayó hacia delante. Su cuerpo
quedó tendido sobre la barandilla de
madera de la torre, y el casco se le salió
de la cabeza y se precipitó al blando
lodo de abajo, donde produjo un golpe
sordo.
Tras cargar el arma por tercera vez,
el cazador de recompensas cogió del
caballo de carga su propia cimitarra
envainada. Hizo caer el cadáver de
Aldo al fango y volvió a ponerse el
cinturón del arma. Se inclinó para
recuperar su negro casco de la cabeza
del muerto, y también se lo sujetó al
cinturón mediante una correa,
desplazándolo de modo que quedara
sobre la cadera opuesta a la espada. El
cazador de recompensas dirigió una
larga mirada hacia la fortaleza de
madera que se alzaba por encima de la
aldea, asintió torvamente con la cabeza,
y luego avanzó a grandes zancadas por
el fangoso sendero que serpenteaba
entre las chozas de los campesinos y
acababa en la fortaleza de su tirano
gobernante.
Brunner no había necesitado ni un
instante para tomar en consideración la
oferta del chico. Lo había seguido de
vuelta hasta su aldea natal, aunque se
había mantenido rezagado para que el
muchacho no avistara al hombre
acorazado que marchaba tras él. A
continuación, se había ocultado en el
bosque que dominaba Yorckweg, en
espera de una oportunidad para entrar
en el pequeño poblado. Aldo y su
pandilla no podrían haber sido más
oportunos si el cazador de recompensas
les hubiese escrito con antelación para
solicitar que lo invitaran.
Había llegado el momento de llevar
a cabo un ajuste de cuentas largamente
pospuesto.

*****
Albrecht Yorck se encontraba sentado
en su acolchado sillón, y la oscilante luz
de las antorchas situadas en torno al
pequeño coliseo de madera iluminaba
su sádico rostro sonriente. El hombre
chasqueó los dedos, y una sirvienta se
apresuró a llenar otra vez el jarro
chapado en hierro que tenía sobre la
mesa baja que había junto a él. El vino
estaba bastante bien durante el día,
pero Yorck pensaba que era necesario
algo más fuerte para defenderse del
helado aire de la noche. El hidromiel
fermentado en la aldea serviría
admirablemente para ese propósito.
Había tenido intención de esperar hasta
la mañana antes de entregarse a su
diversión favorita, pero la puerca
campesina que le habían llevado sus
soldados había resultado ser menos que
aceptable. De no haber sido porque el
hecho de dar demasiada comida a los
perros los hubiera malcriado, habría
añadido aquella pequeña bruja al
menú. Tal vez dentro de unas semanas,
cuando los perros tuviesen más
apetito…
Yorck volvió a pensar en la estúpida
chusma campesina y su audaz plan.
Que unos gusanos de tan baja cuna
pensaran que podían realmente igualar
el ingenio de un hombre que había
servido a un barón del Imperio, que
había luchado con la guardia del Reik
durante su juventud, que había logrado
escapar de las manos del traicionero
vizconde De Chegney —una proeza de
la que pocos hombres podían presumir
—, era algo que superaba lo absurdo.
Los súbditos de Yorck, sencillamente,
tendrían que aprender que no eran su
pueblo, sino su propiedad.
El tirano lanzó una segunda mirada
de impaciencia hacia la puerta de
madera situada al otro lado de la plaza.
Estaban tardando bastante en llevar al
chico hasta allí. Después de eso, tal vez
tendría que encargarse de hacer que
uno de los soldados jugara con los
perros para enseñarle a no hacer
esperar a su señor. Yorck asintió para sí.
Sí, ésa podría ser una medida realmente
valiosa y muy divertida, un modo de
mantener la disciplina.
La muchacha que estaba junto a
Yorck, de pronto, profirió un grito
ahogado de alarma. Yorck se volvió
hacia ella y la abofeteó con el dorso de
la mano. La muchacha se encogió ante
el golpe, pero cuando el déspota
recobraba la postura tras haberla
castigado, vio qué había hecho gritar a
la joven. Un hombre alto y delgado,
ataviado con una armadura, estaba de
pie en lo alto de la escalera que
ascendía hasta su palco. Un casco
negro, estilo celada, le cubría la cabeza
y dejaba al descubierto sólo la parte
inferior de su rostro. Con una mano
enguantada sujetaba una cimitarra de
gruesa hoja, y en la otra tenía un
segundo casco, que, cuando lo lanzó
hacia él, Yorck reconoció como
propiedad de su asalariado Aldo.
—Me temo que esta noche las cosas
no van demasiado bien para vos —dijo
una gélida voz ronca desde debajo del
acero—. Primero, vuestros asesinos
acaban asesinados, y luego alguien
cambia vuestra diversión nocturna.
El cazador de recompensas avanzó
un paso. Sin necesidad de más
provocación, la sirvienta pasó corriendo
junto al asesino acorazado y voló
escalera abajo, para luego desaparecer
en la noche.
Yorck se levantó con lentitud y
retrocedió. Tenía los ojos muy abiertos
de miedo. Lanzó una mirada hacia la
puerta de troncos que estaba situada
abajo, en la plaza, y Brunner dirigió la
vista en esa dirección.
—Creo que ya he conocido a
vuestros hombres —declaró el cazador
de recompensas con una voz que
contenía toda la calidez de una
sepultura abierta—. Los convencí de
que el chico era demasiado pequeño
para lo que vos teníais en mente. —El
cazador de recompensas adelantó la
punta de la espada—. Hizo falta un
poco de esfuerzo para convencerlos,
pero no mucho.
Yorck aferró la empuñadura en
forma de dragón de la espada, y el
cazador de recompensas avanzó otro
paso mientras sus helados ojos se
encendían de pronto con una vida
feroz. El barón se acobardó ante aquella
mirada y alzó presurosamente los
brazos en el aire. Durante demasiado
tiempo, Albrecht Yorck se había
contentado con gobernar las espadas de
otros; durante demasiado tiempo se
había tomado la vida a sangre fría, en
lugar de hacerlo con ardor. El guerrero
que Yorck había sido en otros tiempos
—el osado villano conspirador que
había traicionado un trono y se había
apoderado de otro— se había
transformado en un mezquino reptil
hedonista, que entonces temblaba ante
la amenaza de una lucha honrada.
—¡Por mucho que os paguen —
tartamudeó mientras el sudor le caía a
chorros por la frente—, yo lo triplicaré!
Un gruñido grave rugió en el pecho
de Brunner, que saltó hacia delante.
Yorck alzó las manos aún mis arriba al
mismo tiempo que se dejaba caer de
rodillas, temblando de terror. Brunner
apoyó la punta de su cimitarra contra el
vientre del tirano. El hombre se echó
atrás ante el frío metal, y la mano libre
de Brunner se cerró sobre la hebilla del
cinturón de la espada del hombre, la
abrió y le quitó el arma. La sujetó con
dos dedos mientras, con los demás,
soltaba el cierre de su cinturón. El
gastado cuero cayó al piso de madera, y
Brunner se ciñó el otro cinturón con
una sola mano.
—¿Os gusta esa espada? —
murmuró Yorck con una voz en la que
crepitaba el miedo—. ¡Es vuestra!
¡Quiero que os la quedéis! ¡Os la
regalo! —Los ojos de Brunner se
entrecerraron, y él presionó un poco
más la punta de la cimitarra, de modo
que hundió la carne del vientre del
usurpador—. ¡Os daré lo que queráis,
cualquier cosa! —chilló Yorck—.
¡Podéis ser el barón! ¡Sólo dejadme
vivir!
—Las espadas de algunos hombres
no pueden comprarse —siseó el cazador
de recompensas con una voz que
destilaba veneno.
Brunner aferró un hombro de
Yorck y, con un salvaje empujón clavó
la cimitarra en el vientre del tirano; lo
soltó cuando Yorck retrocedió. El
hombre se tambaleó; ocho centímetros
de la pesada arma le sobresalían por la
espalda. Miró fijamente a Brunner
durante un momento, pero la bota con
puntera de acero del cazador de
recompensas lo empujó hacia atrás de
una patada que lo hizo destrozar la baja
barandilla de madera y caer al fangoso
suelo de la plaza.
El cazador de recompensas miró
hacia abajo. Detrás de la puerta situada
en la parte inferior del palco, las
hambrientas mascotas de Yorck
arañaban la madera, exacerbadas hasta
el frenesí por el olor de la sangre de su
amo.
Brunner desvió la mirada hacia el
agonizante Yorck, que se incorporó
trabajosamente hasta sentarse. En los
ojos del tirano caído había una mirada
interrogativa. La sangre salió a
borbotones de su boca cuando intentó
hablar.
—¿Cuánto…? ¿Cuánto… os han…
pagadoooo…?
Brunner metió la mano en el
cinturón y arrojó varios objetos
pequeños al fangoso suelo de la plaza.
Los ojos de Yorck se clavaron en las tres
monedas de plata y la confusión de
piezas de cobre.
—Todo —replicó la gélida voz.
Su mano descansaba entonces sobre
la empuñadura en forma de dragón de
la espada de los Von Drachenburg.
Yorck continuaba mirando fijamente
las monedas, sin comprender, cuando
la mano de Brunner tiró de la cuerda y
dos formas esbeltas y babeantes salieron
de la oscuridad.
Los dos flacos mastines comenzaron
a describir círculos en torno a su amo,
con los colmillos desnudos y los hocicos
fruncidos en silencioso gruñido. Yorck
alzó un tembloroso brazo para contener
a la enorme bestia que le lanzó un
mordisco al cuello. Los colmillos se le
clavaron profundamente en el brazo, se
lo apartaron del cuerpo y dejaron su
garganta desprotegida ante el otro
perro. El segundo mastín fue rápido en
aprovechar la brecha, mientras un
aliento caliente y ávido salía de sus
pulmones. Yorck profirió un alarido
cuando las mandíbulas del animal se
cerraron sobre su tráquea y destrozaron
su cuello como si fuese un viejo hueso
de caldo.
Al igual que el cazador de
recompensas, los perros habían acabado
con muchas vidas, pero nunca habían
saboreado durante tanto tiempo ni tan
bien el momento de matar.
Honor
entre
alimañas

Me marché de la ciudad de
Miragliano igual que había
abandonado la ciudad imperial de
Altdorf, como un perro asustado
con la cola entre las patas. El terror
inundaba mi alma, y rezaba
fervientemente a Sigmar para que
me permitiera salir sin que lo
advirtieran los poderes de la
Noche Ancestral.
Sucedió a última hora, una noche.
Había estado hablando con
Brunner durante mucho rato. Nos
encontrábamos en una pequeña
vinería próxima a mi alojamiento.
Se había hecho muy tarde cuando
el cazador de recompensas declaró
que tendría que continuar
interrogándolo en otro momento.
Cuando salimos de la vinería, la
luz de Mannslieb bañaba las
mugrientas calles con su pálida luz
plateada. Mi compañero, como era
habitual en una naturaleza
predadora como la suya, estudió
cuidadosamente el exterior
nocturno con una penetrante
mirada que abarcó toda la calle de
una vez. No se demoró en ninguna
persona concreta, ni en ninguna
ventana ni puerta, ni en ninguna
boca de callejón oscuro. Sin
embargo, tuve la sensación de que
él veía, con aquella rápida mirada,
tanto como hubiera visto yo en
una hora de atento examen; su
mente aguda captaba todos los
detalles. Como ya he comentado,
Brunner tenía una asombrosa
memoria y una vista de artesano
para lo aparentemente
insignificante.
Con brusquedad, Brunner
preguntó si había alguna
habitación libre en la pensión
donde me alojaba, dado que
estábamos muy cerca de ella.
Repliqué que creía que sí, y la
decisión quedó tomada. El
cazador de recompensas me
condujo por las calles a oscuras
mientras decía que vería por sí
mismo qué clase de lujos me
habían proporcionado sus
recuerdos.
Llegamos a la pensión, y Brunner
alquiló una habitación bastante
próxima a la mía por un precio
considerablemente más bajo que
yo. Una vez más, reflexioné sobre
que el mejor campeón de la
honradez es el miedo. Seguí al
cazador de recompensas escalera
arriba, hasta el dormitorio que le
había asignado el casero. Le echó
un vistazo a la habitación y luego
se instaló; me despidió sin una
palabra. Sintiéndome en todo
como un criado al que han
ordenado retirarse, me encaminé
hacia mi dormitorio. Sin embargo,
apenas había comenzado a
quitarme las botas cuando la
puerta se abrió y el cazador de
recompensas señaló su habitación
con un pulgar.
—No se ajusta bien a mi nivel de
comodidad —siseó—. Tú duerme
allí, que yo me quedaré con tu
dormitorio.
Yo tartamudeé una protesta, pero
Brunner me recordó que eran sus
historias las que habían mejorado
mi calidad de vida. Como un
perro regañado, recogí mis botas y
mi ropa de dormir, y salí con la
esperanza de que la hija del
casero, María, no pensara hacerme
una visita esa noche. El cazador
de recompensas era capaz de casi
cualquier cosa. Con sus
implacables impulsos y sus reflejos
rápidos como el rayo, podría
matar a la muchacha antes de
darse siquiera cuenta de quién se
había escabullido dentro de la
habitación. O tal vez recibiera
cordialmente la compañía. No
estaba seguro de cuál de las dos
cosas me molestaba más.
Y así fue como me desperté en
plena noche, con los pulmones
llenos de un hedor nauseabundo.
No me levanté de la cama porque
recordé los relatos tileanos
referentes a los strigoi, los
monstruos chupasangre que olían
a sepultura y desgarraban las
gargantas de sus víctimas mientras
dormían en el lecho. Después del
encuentro de Altdorf los vampiros
entrañaban un horror especial
para mí, y me convertí en un
cadáver inmóvil con la esperanza
de que no advirtiera mi presencia
lo que fiera que despedía
semejante hedor. Sin embargo,
incluso en medio del terror, mi
mente analizaba la situación.
El olor no era el de un cuerpo en
estado de putrefacción. Si no el
hedor de un pelaje mugriento,
como una bestia mal cuidada de
una casa defieras. Mí oído se hizo
aún más agudo al aumentar el
miedo, y pude escuchar el suave
sonido de unos pies desnudos que
caminaban sigilosamente por el
piso de tablas de madera. Los
silenciosos, furtivos pasos se
acercaban cada vez más a la cama,
y con ellos, aumentaba el hedor.
Contuve la respiración al mismo
tiempo que intentaba alejar
mentalmente al intruso y cerraba
los ojos con fuerza,
desesperadamente, para no ver el
horror que entonces se inclinaba
sobre mí.
La aguda risilla que sonó por
encima de mi cara me provocó un
escalofrío que me recorrió la
espalda; era un sonido de
diversión cruel e inhumano. Casi
contra mi voluntad, abrí un ojo.
En la luz que penetraba a través
de una ventana cuyos postigos
estaban abiertos, vi una silueta
monstruosa, propia del mundo de
las pesadillas. Tenía la forma de
un hombre, aunque era más
delgado y bajo, y la espalda,
encorvada. Una capa negra
arropaba su cuerpo y sus patas
delanteras estaban cubiertas por
un piojoso pelaje negro. Dos ojos
rojos brillaban en las sombras de
la capucha, de la que asomaba un
largo hocico de roedor cuyos
bigotes se estremecían al percibir el
olor de mi pánico. Dos largos
colmillos como cinceles sobresalían
de la mandíbula superior, y vi que
la luz lunar danzaba sobre algo
metálico que aferraba con una
pata.
Era un horror de la infancia, una
fábula de habitación infantil
encarnada ante mí. ¿Con cuánta
frecuencia hemos intentado
asustar a niños traviesos con
cuentos de skavens, aquellos
hombres rata que chillaban y
acechaban en las sombras para
planificar la destrucción de la
humanidad? ¿Cuán a menudo nos
hemos reído del miedo que esos
cuentos les inspiraban porque
nosotros, en nuestra sabiduría,
sabemos que los cuentos
semejantes son tontos y
fantásticos? ¿Es que ya no
podemos recordar los terrores de
nuestra propia infancia? ¿Cuándo
decidimos que las cosas como ésas
no eran reales? ¿Y quién nos dijo
que las cosas así no podían ser…?
Observaba, sumido en el horror,
petrificado en el sitio por el asco,
por el torrente de todas esas
pesadillas de la infancia que, de
pronto, inundaban mi corazón. El
skaven sacó una larga daga
mugrienta del gastado cinturón de
cuero que llevaba. Los ojos rojos
destellaron con un brillo aún
mayor, y supe que estaba
contemplando mi muerte.
De repente, la puerta se abrió con
brusquedad. El skaven profirió un
breve chillido de sorpresa y saltó
de la cama para echar a correr
hacia la ventana, pero no llegó a
escapar. Sonó el tañido sordo de
una ballesta. Una vez, dos, y aún
una tercera, en rápida sucesión. El
monstruo se contorsionó cuando la
primera saeta se clavó en su
cuerpo mutado, y cuando la
tercera flecha impactó en su cabeza
embozada, cayó al suelo. La larga
cola pelada se estremeció durante
un momento, y luego la vil
criatura quedo inmóvil al exhalar
su último suspiro.
Brunner entró en la habitación.
Aún llevaba la armadura, aunque
se había quitado el casi
omnipresente casco. Observé el
semblante duro y torvo que
clavaba los ojos en el monstruo
muerto, cuyo cadáver hizo girar
con la punta de una de sus botas.
Tenía la curiosa ballesta de
repetición, pequeña como una
pistola, aún apuntada hacia el
hombre rata. No parecía
horrorizado por el abominable
rostro del monstruo, ni
preocupado por su presencia en la
habitación.
—¡Sabíais que iba a venir! —lo
acusé, pues el miedo me
proporcionaba la valentía
suficiente para encararme con el
cazador de recompensas—. ¡Me
habéis usado como señuelo!
El cazador de recompensas se
inclinó y cogió una pequeña bolsa
que el skaven llevaba sujeta al
cinturón. Oí un tintineo de
monedas cuando Brunner la
sopesó. La abrió, y sonrió al ver el
oro que contenía. Luego, sacó algo
más de la bolsita, un trozo de
cuero que aún tenía pelo en una
cara. Leyó el mensaje que estaba
escrito en el pellejo y lo devolvió a
la bolsa.
—¿De qué va todo esto? —exigí
saber—. Por la sombra de Morr,
¿qué es esa cosa?
Brunner volvió a empujar el
cadáver con un pie.
—Sólo un mensajero de alguien
que quiere saldar una deuda.
Entonces, el cazador de
recompensas comenzó a hablar, a
narrar la historia de lo que le
había acontecido en mi ciudad
natal, la imperial Altdorf debajo
de los mismísimos pies del
Emperador.

Niedreg avanzó sigilosamente por la


habitación a oscuras. Sus silenciosos
pasos se movían sin tropezar entre pilas
de libros, mesas cargadas de rollos de
pergamino y frascos, y otras docenas de
negros obstáculos que lo aguardaban en
la habitación casi completamente sin
luz. Pero aquel entorno no era
desconocido para el joven; había
andado por allí en muchas ocasiones
anteriores, aunque nunca con un
propósito como el que entonces
impulsaba su cuerpo delgado, esbelto.
Un pequeño círculo de luz ardía en
medio de las sombras. Niedreg se
detuvo, contuvo la respiración y se
quedó inmóvil, observando,
escuchando y, más que nada,
esperando. Sus ojos relumbraban en la
oscilante llama de una vieja lámpara de
aceite chapada en cobre, que tenía su
origen en los desolados desiertos de la
lejana Arabia. La lámpara descansaba
sobre la gran mesa de trabajo de
madera procedente del oscuro
Drakwald, que dominaba la estancia.
En una esquina de la mesa había una
pila de papeles, mientras que los libros y
frascos estaban esparcidos por todos los
bordes restantes de la superficie de
madera. En la única zona libre de
volúmenes encuadernados en cuero y
botes de vidrio, se veía a un hombre
encorvado que se inclinaba sobre la
mesa y cuyas manos de largos dedos
trabajaban dentro de la esfera de luz
proyectada por la lámpara. La cabeza
del hombre estaba cubierta por un
cabello gris y largo, y coronada por una
redonda gorra de fieltro negro que lucía
símbolos y estrellas plateados y azules.
Niedreg observó mientras el
hechicero continuaba su trabajo. El
anciano metió un objeto largo como
una aguja dentro de un cuenco
pequeño, y luego retiró un diminuto
trozo de carne de él. Con la mano libre
cogió uno de los frascos de vidrio y lo
situó dentro de la esfera de luz. Hundió
la aguja en el frasco y la sacudió hasta
desprender de ella el fragmento de
carne que se hundió en el oscuro
líquido del interior. A continuación,
acercó la aguja a la llama de la lámpara,
hasta que el extremo se puso al rojo
vivo, para después dejarla sobre un
trozo de vitela húmedo, donde quedó
desprendiendo vapor y siseando.
El anciano se inclinó sobre el frasco
de vidrio en el que había echado el
fragmento de carne. Luego se volvió
hacia una estructura de acero que
sujetaba un grueso trozo de vidrio con
una garra de latón. Alzó una arrugada
mano hacia su cabeza para echarse
hacia atrás los largos mechones de
cabello que amenazaban con metérsele
en los ojos. Mirando a través del trozo
de vidrio, observó atentamente el
fragmento de carne, el líquido oscuro y
el efecto que estaba teniendo su unión.
Niedreg se lamió nerviosamente los
labios y sacó un cuchillo que llevaba
dentro del ropón. Aún estaba metido
en la vaina de cuero oscuro, pero el
joven imaginó que podía percibir un
calor que irradiaba la hoja. Le habían
advertido que mantuviera el arma
envainada en todo momento, hasta el
instante mismo en que fuera a atacar.
Le habían dicho que el más ligero roce,
el más simple contacto con la hoja
desnuda, mataría, aunque no de modo
rápido y limpio. Niedreg le lanzó una
mirada de aprensión al arma envainada
e inspiré profundamente.
El anciano sentado estaba tan
absorto en su trabajo que no advirtió
que la sombra de Niedreg se proyectaba
sobre él. Era casi un resumen de la
relación existente entre ambos: el viejo
hechicero nunca le había prestado más
que una ligerísima atención a su
aprendiz. Niedreg había servido a
Lothair el Dorado durante cinco años, y
en todo ese tiempo su educación
mágica había ido poco más allá de
correr por Altdorf para adquirir los
componentes y sustancias químicas que
necesitaba su mentor. Aunque era
verdad que Lothair había demostrado
una cierta compasión al aceptarlo
después de que los Colegios de Magos
hubiesen rechazado sumariamente su
solicitud de ingreso, Niedreg pensaba
que su condición de aprendiz se había
degradado de modo constante para
acabar en nada más que una
servidumbre. No obstante, entonces el
aspirante a hechicero había encontrado
un nuevo mentor, uno que prometía
enseñarle mucho más de lo que nunca
podría haberle enseñado Lothair.
El aprendiz sacó el cuchillo de la
funda. El arma brilló con aspecto
mojado en la oscilante luz, pues su
negra superficie estaba cubierta por un
licor repugnante que parecía brotar del
propio metal del arma. Niedreg le
dedicó sólo una breve mirada al
cuchillo porque la cabeza gris de su
mentor se había alzado como si el
hombre percibiera que algo iba mal.
Cualquiera que fuese la sensación de
advertencia que distrajo al viejo
hechicero no fue lo bastante rápida;
Niedreg apuñaló velozmente la espalda
del mago con la negra hoja del arma y
le atravesó el corazón. Una larga y baja
exclamación ahogada salió de los labios
del mago, que se desplomó sobre la
mesa y derribó frascos y botes.
Niedreg retrocedió un paso,
dejando clavada en la espalda del
hombre la daga que aún goteaba.
Observó cómo unas gotas verdes se
deslizaban desde el filo de la daga y
siseaban sobre la tela del ropón del
hechicero.
Niedreg se inclinó para recuperar el
arma, pero cuando sus ojos se posaron
sobre la sangre que manaba de la boca
del hechicero porque se había
atravesado la lengua con los dientes,
retrocedió ante la daga. La sangre que
se acumulaba sobre la mesa no era
simplemente roja: mezclada con ella,
había una gruesa veta de repulsiva
corrupción oscura. Una vez más, el
joven recordó las palabras de
advertencia de su mentor: No toques el
arma durante más tiempo que el
necesario. Pero le era preciso volver a
tocarla para culminar el resto de la
tarea, porque su benefactor le había
dicho que la daga no debía ser hallada
en el cuerpo del hechicero. Incluso un
esqueleto carbonizado y ennegrecido
parecería parte de una víctima de
asesinato si tenía una daga en la
espalda.
Niedreg se acuclilló en el suelo y
cogió un pesado libro de lo alto de una
pila. Abrió el volumen encuadernado
en cuero, arrancó varias páginas y las
apretó en la mano para protegerse la
mano. Volvió a ponerse de pie y
extendió el brazo hacia la daga que
sobresalía de la espalda de Lothair. Con
un movimiento tan veloz como le fue
posible, retiró la daga de la herida y la
arrojó sobre la mesa. Las espesas gotas
de veneno continuaban manando de la
hoja ensangrentada. Niedreg se
apresuró a echar sobre el arma las
páginas que tenía en la mano. No
observó cómo se oscurecían y rizaban al
caer sobre la daga. Sonrió con
nerviosismo, atemorizado y envidioso
del letal encantamiento que tenía la
hoja. Había tendido una mano hacia la
lámpara encendida para envolver en
fuego las pruebas de su asesinato
cuando se le ocurrió un pensamiento: él
no carecía de poderes mágicos.
Tras coger una vez más el libro del
que había arrancado páginas, Niedreg
comenzó a murmurar y frotar un polvo
oscuro parecido a la sal entre los dedos
de la mano izquierda. Mientras
continuaba con su vil encantamiento,
arrancó más páginas del libro con sus
dedos entonces ennegrecidos. Dispersó
las páginas por toda la estancia, aunque
tuvo buen cuidado de dejar la mayoría
de ellas alrededor del hechicero muerto
y, cosa igualmente importante, en torno
al objeto de su último estudio. Cuando
cada página se posaba, estallaba en
llamas. Al cabo de muy poco tiempo,
una docena de pequeños incendios
ardían en la habitación; al cabo de muy
poco tiempo, el estudio se convertiría
en un rugiente infierno que borraría
todo rastro del crimen de Niedreg.
El aprendiz se detuvo para admirar
las llamas a las que su magia había dado
vida. Ninguna lección de Lothair había
sido nunca tan grandiosa. No, el
hechizo que acababa de invocar el
aprendiz se lo había enseñado su nuevo
benefactor, un pequeño ejemplo de los
secretos y poderes que el nuevo mentor
de Niedreg le revelaría cómo pago por
el trabajo de esa noche.
Unos gritos de alarma que sonaron
en la calle sacaron a Niedreg de su
ensoñación. La habitación estaba
entonces envuelta en llamas, y los libros
antiguos y las reliquias cuidadosamente
recolectadas se arrugaban y crepitaban
al lamerlos las llamas. Ante la mesa, el
cuerpo de Lothair ardía como una
antorcha, y los artefactos que había
encima, delante de él, ya estaban
perdidos en el danzante fuego. Niedreg
se llevó los dedos a la frente para
dedicarle un saludo al cadáver del viejo
hechicero y salió apresuradamente de la
estancia.
Desde las sombras, un par de ojos
como cuentas rojas observaban las
llamas que danzaban en una ventana
del piso superior de un edificio situado
al otro lado de la calle empedrada. Un
breve siseo de emoción escapó de la
boca del observador al ver cómo el
fuego asolaba el hogar del hechicero
Lothair. Su agente había actuado
exactamente como él había previsto,
pero siempre había sido un buen juez
de los hombres, capaz de determinar
sus destrezas y hallar sus debilidades.
Entonces lo único que quedaba por
hacer era cercenar el lazo entre él y el
estúpido convertido en asesino, y
quedaría limpio, sin lazo alguno que lo
relacionara con su error.

*****
El personal de la casa del duque Verletz
había caído enfermo; de hecho, la
mayoría había perecido, incluido el
propio duque. Su muerte acabaría
definitivamente con la lunática idea de
renovar la red de cloacas de Altdorf. El
duque había tenido el demente
proyecto de instalar tuberías en los
cientos de miles de edificios de Altdorf,
para que los desperdicios de cada casa
fuesen conducidos directamente a las
alcantarillas, sin necesidad de arrojarlos
primero a la calle para que se los
llevaran el recolector de heces o la
lluvia. Era el ambicioso plan de un
maníaco, un maníaco que contaba con
el favor del Emperador. Y había
algunos a quienes no les gustaba ese
estado de cosas. Así que los habitantes
de la casa del duque habían enfermado,
y el hechicero Lothair había sido
llamado para que intentara identificar
la naturaleza de una enfermedad que
parecía obra de brujería y hallara una
manera de neutralizarla. También eso
constituía un estado de cosas que no
podía ser tolerado porque, en caso de
que el hechicero tuviese éxito, un cuello
por completo distinto estaría en peligro.
El observador reprimió el nervioso
impulso de morder el objeto que tenía
entre las manos. No había por qué
tener miedo: su error ascendía entonces
en forma de humo y llamas. Lo único
que quedaba por hacer era reunirse con
Niedreg una última vez, para entregarle
la recompensa que merecía.
La cara del observador se
contorsionó en una mueca. En ese
momento, el fuego ardía muy bien,
pero aquel estúpido aún no había salido
del edificio. El suspenso no era algo que
le gustara, así que añadiría un poco de
dolor adicional cuando se encontrara
con Niedreg, para provocarle una
ansiedad semejante. Ya existían
suficientes cosas que instilaban miedo
en su interior, y la última no era
precisamente aquellos ante quienes él
tenía que responder. No necesitaba que
un hombre-instrumento de un solo uso
lo trastornara de ese modo.
El observador siseó una maldición y
se agachó más en la ventana del sótano
desde la que veía la escena. Niedreg
había salido de la casa incendiada, pero
había permanecido demasiado tiempo
en el interior. Llevaba un arcón grande
en los brazos, y de uno de ellos colgaba
un abultado paquete que se balanceaba.
En lugar de presentar el aspecto del
inocente testigo de un desafortunado
incendio, entonces parecía obvio, a los
ojos de todos, que Niedreg era un
ladrón y un asesino. El observador
maldijo otra vez cuando un trío de
figuras de brillante armadura, con
penachos de lujosas plumas de avestruz
ondeando sobre la cimera de sus cascos,
convergieron sobre el idiota. Niedreg
intentó echar a correr, pero no soltó el
pesado baúl ni el paquete. Los
caballeros le dieron alcance con
facilidad, lo derribaron sobre el
empedrado y lo golpearon con la parte
inferior de sus alabardas.
Skrim Muerde-Cola sucumbió a su
nervioso hábito y se aferró la muy
maltratada cola larga y pelada con la
boca, para masticarse la carne cubierta
de cicatrices con sus colmillos como
cinceles. Se escabulló de la ventana al
mismo tiempo que se apretaba la capa
de lana negra aún más alrededor de su
moteado pelaje gris y marrón. Volvió la
cara de largo hocico de roedor hacia las
dos siluetas más grandes que se
encontraban junto a él, en el sótano.
Skrim dejó caer su cola y empujó el
muy maltratado apéndice bajo la capa,
con dos manos peludas de largos dedos.
Ladró una orden seca, y los dos esclavos
avanzaron con rapidez. Eran más
grandes que Skrim, como dos humanos
adultos de tamaño normal, aunque más
delgados y con el pecho mucho más
estrecho. Los dos esclavos iban
desnudos, excepto por un mugriento
taparrabos de piel de rata curtida, y sus
cuerpos de pelaje marrón presentaban
marcas de látigo y colmillos. Más
terrible aún, tenían la boca cosida con
tripa de rata en tosco punto de cruz.
Skrim hizo un imperioso gesto con
una de sus patas, y los skavens
corrieron a levantar una piedra suelta
del piso del sótano, para dejar a la vista
un estrecho túnel que serpenteaba
desde la bodega hasta el vasto
alcantarillado que corría por debajo de
la antigua capital imperial. Los dos
esclavos permanecieron a un lado para
que su señor entrase. Skrim posó un pie
en el borde del agujero, y luego gruñó
al mismo tiempo que le hacía un gesto a
uno de los esclavos para que bajara
primero. Era dudoso que hubiese algo
esperándolos allí abajo, pero si lo había,
el skaven se sentiría mejor si al menos
recibía una advertencia. Después de
que el mudo hombre rata hubiese
desaparecido por el agujero, Skrim
descendió y dejó que el otro esclavo
volviese a colocar la pesada.
El skaven se escabulló tras su
esclavo túnel abajo, donde sus agudos
ojos encontraban el sendero a despecho
de la absoluta oscuridad. Mientras
avanzaba precipitadamente, los
pensamientos de Skrim se concentraron
en lo que haría a partir de entonces. En
esa empresa, la suerte lo había
traicionado a cada paso. Una hora más,
y aquel idiota habría caído en las patas
del skaven, desapareciendo así el último
nexo entre él, la muerte del duque y los
verdaderos hechos relativos a su
fallecimiento. ¡Ya Niedreg no había
podido arrestarlo cualquier guardia,
sino una patrulla de la guardia del Reik,
la del propio Emperador! Eso
significaba que, en lugar de acabar en
un calabozo corriente, Niedreg
disfrutaba entonces de la hospitalidad
de las prisiones de Karl Franz, situadas
bajo el mismísimo palacio, un lugar en
el que Skrim Muerde-Cola no se
arriesgaría a entrar.
En realidad, hasta el más hábil de
los asesinos del Clan Eshin detestaría
arriesgarse a entrar en las mazmorras
del Emperador, debido a todas las
medidas que se habían tomado para
protegerlas del pueblo de Skrim:
alarmas mágicas que reaccionarían ante
la presencia de cualquier criatura del
Caos. Cualquier asesino que Skrim
enviase a acabar el trabajo podría hacer
demasiadas preguntas y, peor aún,
podría formulárselas al skaven
equivocado.
«No —decidió Skrim al salir al
hediondo laberinto de las cloacas—, un
humano es el responsable de haberme
metido en este lío, así que será otro
humano quien me saque de él».

*****
El Zorro Danzarín era un edificio de
aspecto siniestro. La estructura de tres
plantas dominaba una esquina de una
espaciosa plaza de mercado. Las
estrechas ventanas daban al exterior
como las troneras de la muralla de un
castillo, enmarcadas por postigos de
madera que habían sido pintados del
mismo negro que recubría las vigas
vistas. En el establecimiento siempre
había una multitud: comerciantes que
acababan de dejar sus tenderetes del
mercado; clientes que lograban tener
dinero en el bolsillo tras haber visitado
a los buhoneros y comerciantes que
llenaban la plaza cada día de mercado,
y los personajes de naturaleza más
delincuente, como los ladrones que
hacían presa en vendedores y clientes
por igual. Pero los ladrones tenían sus
propios predadores.
Brunner se encontraba sentado ante
una mesa, observando desde las
sombras. Estudiaba cada rostro que
entraba en el amplio salón de tres
hileras de mesas que tenía la taberna.
Un casco negro de acero le ocultaba el
semblante, y llevaba una bandolera de
cuchillos arrojadizos cruzada sobre el
pecho. Una pistola de cañón largo, de
excepcional artesanía, descansaba sobre
la mesa ante él. Desde su jarra de
cerámica, una espuma blanca bajaba
lentamente hasta la manchada
superficie de la mesa de madera.
Observó a un par de hombres que
entraban en la taberna y reparó en la
oreja mellada y mutilada del más gordo
de los dos. Su memoria rastreó un
nombre que acompañara a aquella
oreja, y un precio que acompañara al
nombre. Dejó que una leve sonrisa
apareciera en sus labios y limpió la
espuma con los dedos enguantados
para coger el asa de la jarra de cerveza.
Aguardaría hasta que el gordo acabara
con el asunto que lo hubiese llevado a
la taberna. Siempre y cuando no se le
presentara ningún objetivo mejor,
Brunner seguiría al hombre cuando se
marchara. No se ofrecía una suma muy
elevada por el contrabandista, pero
bastaría para justificar el viaje de tres
días hasta Reikland, donde se
encontraba en ese momento el
magistrado itinerante, el juez
Vaulkberg.
Brunner observó cómo el gordo
contrabandista saludaba a voces a un
par de hombres bien vestidos que
tenían el aire de los habitantes de la
ciudad portuaria de Marienburgo justo
en ese momento, una figura oscura se
deslizó en el asiento situado frente al
cazador de recompensas. Brunner dio
un respingo y su mano cogió la pistola
que tenía sobre la mesa. Raras veces
podía sorprender alguien al cazador de
recompensas, especialmente en las
tabernas y durante las persecuciones,
como era el caso entonces. Sin embargo,
la nervuda figura ataviada con una
andrajosa capa se le había acercado de
modo tan furtivo que ni siquiera los
cautelosos y móviles ojos de Brunner
habían reparado en él. Brunner se
olvidó inmediatamente del
contrabandista y fijó una mirada furiosa
sobre el intruso, además de apuntarlo
con el cañón de la pistola.
La figura alzó las manos con un
gesto conciliador, y Brunner se fijó en
las delgadas y finas manos cubiertas por
toscos guantes de lana cruda y sucia. La
capa era de un material aún más
rústico, aunque en algún momento la
habían teñido de negro. De la figura
manaba el olor de un perfume barato y
penetrante. Cuando el huésped no
deseado alzó la cabeza, Brunner vio
que, bajo la capucha, había una
máscara de tela negra que le ocultaba
completamente el rostro.
—Sin daño —dijo el hombre con
una voz fina y aguda. Brunner lo miró,
dubitativo, y mantuvo la pistola dirigida
hacia él—. Yo hablo…, digo… —El
hombre hizo una pausa, inseguro de
cómo expresarse—. Necesito cazador —
dijo al fin—. Hombre-cazador.
Brunner intentó entender el
mutilado Reikspiel. Estaba claro que su
interlocutor no era originario del
Imperio, aunque ni siquiera los oídos
de Brunner, que habían oído
muchísimos acentos en sus viajes, eran
capaces de identificar su modo de
hablar. No era de Kislev ni de las
ciudades de Tilea. Los tonos agudos
tampoco sugerían el melodioso lenguaje
de los elfos ni los finos susurros de los
goblins. No obstante, las palabras que
expresó a continuación, por mal
pronunciadas que estuviesen, sonaron
como música para el cazador de
recompensas y aquietaron las preguntas
que surgían en su mente.
—Mucho oro pago…, gasto —dijo
la figura embozada.
Una mano enguantada rebuscó
entre los pliegues de la capa y dejó
sobre la mesa una bolsa que tintineó
sonoramente con el ruido metálico de
las monedas que chocan unas contra
otras. Brunner, con una mano aún
sobre la pistola porque sus dudas
todavía no se habían desvanecido,
tendió la otra hacia la bolsa. La deslizó
sobre la superficie de madera hasta él y
desató el cordón que la cerraba. Posó
los ojos sobre la bolsa abierta y luego
volvió a mirar a su enmascarado
acompañante. Sacó una de las monedas
de oro y la golpeó contra el borde de la
mesa, como si el brillo pudiese
desaparecer y dejar al descubierto una
pieza de plomo. Pero el brillo continuó
allí porque la moneda era de oro
auténtico, al igual que las muchas otras
que contenía la bolsa.
—Has despertado mi interés —
declaró Brunner con voz inexpresiva.
—Daré doble, más cuando
muerto…, asesinado —dijo la voz
mientras la figura se retrepaba en el
asiento.
Al ver que la mano con que
Brunner sujetaba la pistola se había
relajado, la embozada cabeza giró
rápidamente de un lado a otro para ver
qué ojos podrían estar observando la
transacción.
—¿Quién es el objetivo? —preguntó
el cazador de recompensas, y la figura
embozada ladeó la cabeza como si se
sintiera confundida—. ¿A quién quieres
que mate? —explicó el cazador de
recompensas.
—Hace-hechizos, brujo —siseó el
hombre.
—¿Un hechicero? —preguntó
Brunner.
La figura guardó un momentáneo
silencio, como si meditara la pregunta
del cazador de recompensas. Luego, la
cabeza se bamboleó en una burda
aproximación de asentimiento.
—Hechicero, sí —confirmó.
Una mano enguantada se deslizó
dentro de los pliegues de la capa para
sacar un trozo de cuero manchado y
enrollado.
—Prisionero —añadió la voz.
Mientras, Brunner desenrollaba el
cuero para dejar a la vista unos
garrapatos de líneas y tachaduras. Era
un mapa; un mapa burdo, pero un
mapa de todos modos.
—Encerrado-preso en madriguera
de hombre-Emperador. —El personaje
hizo una pausa, y también esa vez
pareció reunir sus pensamientos para
traducirlos a la estructura del idioma
imperial—. Mucho gusta hace-hechizos
no salga de madrigueras —dijo—. No
quiero que hace-hechizos diga-hable
con hombre-Emperador.
—El mapa —intervino Brunner al
mismo tiempo que daba unos golpecitos
sobre el trozo de cuero con un dedo
enguantado—. ¿Una sección de las
cloacas? —La cabeza se inclinó en un
leve, torpe asentimiento—. ¿Debajo de
las mazmorras? ¿Cómo entro?
Una mano señaló una pequeña
tachadura que estaba situada cerca de
una de las líneas.
—Túnel en muro —explicó la aguda
voz—. Abierta en cubil-hombre.
—¿Del hechicero? —preguntó
Brunner, y la figura embozada se
encogió de hombros, un gesto que
parecía hacer con facilidad. Brunner
suspiró—. ¿Sabes lo grandes que son las
mazmorras de Karl Franz?
—Trabaja, gana oro —le espetó el
hombre embozado, cuya voz se había
vuelto aún más aguda y desagradable a
causa de la impaciencia—. ¡No doy
todo, tienes que buscar-encontrar!
La cabeza encapuchada volvió a
estudiar el salón para ver si alguien
estaba escuchando. Brunner profirió
una breve carcajada.
—De acuerdo, tengo una idea. —Se
inclinó hacia delante y cerró la mano
sobre la bolsa de oro—. Averiguaré
dónde está tu amigo. —Brunner metió
la bolsa dentro del bolsillo de cuero que
tenía en el cinturón—. Y le haré llegar
tus saludos. —La figura embozada
irguió la cabeza como un pájaro
desconcertado ante un gusano. El
cazador de recompensas suspiró—. Le
cortaré el cuello. Así no dirá nada que
no quieras que alguien oiga.
La risa parecida a chilliditos que
salió de detrás de la máscara hizo que la
mano de Brunner volviese a coger la
pistola debido a lo inquietante y
antinatural del sonido. El otro se
encogió cuando el cazador de
recompensas clavó una dura mirada en
su rostro enmascarado. Los azules ojos
del cazador de recompensas se fijaron
en las medialunas rojas que espiaban
desde detrás de la máscara.
—¿Dónde podré encontrarte
cuando haya hecho el trabajo?
—Callejón-corredor detrás de casa-
carnicero, Fieischerweg —replicó la
aguda voz, y Brunner asintió con la
cabeza.
—¿Cuándo?
—Cuando hace-hechizos muerto —
siseó la voz aguda—, hombre-cazador
viene cuando oscuro, cuando casa-
carnicero sola. Hombre-cazador
encontrará oro entonces. Necesito hace-
hechizos muerto pronto, o no daré-
gastaré oro. Día y noche, no más.
—De acuerdo, pero trae dos veces
más dinero cuando nos encontremos.
La muerte de un hechicero no es cosa
fácil —declaró el cazador de
recompensas mientras estudiaba al
siniestro hombre.
En realidad, lo que ya le había
pagado bastaba para que él aceptara el
trabajo, y era eso lo que hacía que se
sintiera incómodo. La reacción de la
extraña figura ante el aumento de sus
honorarios no fue la que el cazador de
recompensas había esperado.
—Oro no problema —declaró la
figura con la misma inquietante risa de
chilliditos—. Pequeño hace-hechizos,
fácil golpear-matar, pero oro no
problema.
Sin dejar de reír, la delgada figura
se levantó de la mesa.
—¿Tiene nombre ese hechicero? —
preguntó Brunner con tono de
exigencia.
El parroquiano embozado se quedó
inmóvil y ladeó la cabeza como si fuese
algo curioso eso de preguntar el nombre
de alguien cuya muerte se acaba de
ordenar.
—Niedreg —pronunció la voz antes
de escabullirse entre la multitud en
sombras.
Brunner observó cómo la figura
desaparecía, y meditó acerca del oro
que tenía en el bolsillo y el misterioso
hombre vestido con ropa andrajosa.
Cogió la jarra de cerveza y la vació en
su boca para quitarse el regusto del
perfume barato del hombre que
acababa de marcharse.

*****
Skrim Muerde-Cola miraba a un lado y
otro mientras se escabullía hacia la boca
de alcantarilla. Cuando quedó
satisfecho de que nadie lo miraba, se
dejó caer sobre cuatro patas y atravesó
corriendo el callejón como la alimaña
que parecía. Se deslizó a través de la
estrecha abertura y cayó tres metros
hasta el oscuro túnel de paredes de
piedra cubiertas de excrementos. Las
fosas nasales del skaven inspiraron con
deleite el hedor del alcantarillado, pero
ni siquiera aquel hedor poderoso pudo
borrar del todo el aroma del perfume
barato con que se había visto obligado a
remojarse el pelaje.
Skrim se quitó uno de los guantes y
se llevó una peluda pata gris a la nariz.
Su rostro se arrugó de asco al mismo
tiempo que les lanzaba una mirada
asesina a los dos mudos esclavos que
habían estado aguardando su regreso.
Azotó con las garras la cara de uno de
ellos, disfrutando del modo como el
bruto se encogía. No era culpa de los
esclavos que Skrim se hubiese visto
obligado a ponerse aquel desagradable
disfraz y caminar otra vez entre los
hombres-cosa, pero nada mitigaba la
irritación que hervía en su conspiradora
mente. Unos castigos tan mezquinos,
incluso dirigidos contra un indefenso
lacayo, suavizaban un poco el
malhumor del skaven.
El skaven avanzó hasta el borde de
la pasarela lateral cubierta de limo y se
asomó a mirar la inmunda agua parda.
El penetrante hedor de la porquería
hizo estremecer la nariz de Skrim, pero
estaba más acostumbrado a eso que al
imponente olor del perfume. Para una
criatura que veía el mundo a través de
la nariz tanto como de los ojos, era
como estar casi ciego. Tras echarles otra
mirada hosca a los esclavos, el skaven se
lanzó a la asquerosa agua y chapoteó en
ella durante un momento, antes de
sumergirse del todo. Cuando emergió,
trozos de desperdicios y de sustancias
aún más fétidas se adherían a su
chorreante pelaje, y un olor repulsivo
emanaba de su pelo, pero al menos se
había librado del penetrante aroma del
perfume.
Skrim chilló una orden y los dos
esclavos se situaron en posición, uno
delante y el otro detrás de su señor. El
skaven no les dedicó más atención a sus
guardias mientras avanzaban a través
de las oscuras cloacas.
Estaba sumido en sus pensamientos.
El hombre-criatura que había
contratado era muy conocido entre los
contrabandistas y traidores con los que
Skrim tenía ocasión de tratar, y su
reputación era realmente terrible. Sería
capaz de cumplir con su cometido.
Skrim estaba seguro de eso.
Desaparecido Niedreg, ya no
existiría relación alguna entre Skrim y el
no autorizado uso de la viruela roja que
había empleado contra el demente
duque. Desaparecido Niedreg, podría
dejar de preocuparse por el castigo que
le infligirían los fanáticos del Clan
Pestilens si relacionaban a Skrim, las
esporas de plaga que habían infectado
la casa y el monje de Plaga que había
robado las esporas para entregárselas.
Skrim se sentía apenado por la
pérdida de aquella repulsiva criatura;
era raro encontrar, entre los Monjes de
Plaga, a un skaven que fuese posible
sobornar. No obstante, Skrim creía en el
viejo adagio que decía que era un
skaven sabio el que derrumbaba los
túneles a su espalda.
Una vez desaparecido Niedreg, sólo
quedaría un nexo por cortar. Sería
bastante fácil, ya que, a fin de cuentas,
los humanos eran criaturas inferiores y
necias. Skrim levantó la cola y comenzó
a mordisqueársela con nerviosismo. Sin
embargo, las historias que se contaban
acerca del cazador de recompensas no
podían pasarse por alto. Miró al esclavo
que marchaba ante él, y luego le echó
una mirada por encima del hombro al
que iba detrás. Tal vez compraría unos
cuantos guardias más antes de
encontrarse con el cazador de
recompensas, detrás del matadero, para
pagarle su recompensa.
Un estremecimiento recorrió el
cuerpo de Skrim. Si, adquiriría unos
cuantos guardias más antes de volver a
encararse con aquellos despiadados
ojos. La precaución no era cobardía y,
aunque lo fuese, sólo los skavens de
vida muy corta consideraban la
cobardía con desprecio.
*****
El sonido de unos pies calzados con
botas que avanzaban por la negrura de
debajo de Altdorf perturbó a una rata
color pardo oscuro que mordisqueaba el
hueso de un ala que había sacado de
una pila de excrementos. Siseando, el
carroñero volvió sus ojos como cuentas
hacia el sonido. La alimaña se encogió
ante la brillante luz y, con un chillido,
abandonó su comida y saltó al
mugriento canal de hediondas aguas
marrones. La cola pelada de la rata
onduló tras ella cuando se alejó
nadando hacia la oscuridad que
constituía su auténtico hogar.
Brunner avanzaba a grandes
zancadas por la estrecha pasarela
lateral, con una antorcha sujeta al
frente. Se movía con cautela, y su
cabeza acorazada se volvía de un lado a
otro para mirar las mohosas paredes y
fétidas aguas que corrían lentamente a
pocos centímetros de sus píes.
Las cloacas de Altdorf eran
antiguas, se remontaban a la época de
la fundación de la ciudad. Habían sido
diseñadas por enanos, según decían,
como tributo a Sigmar. También se
decía que el alcantarillado de Altdorf
estaba mejor trazado que las calles, ya
que corría por debajo de la capital en
ordenadas hileras, mientras que las vías
públicas serpenteaban y se cruzaban
unas con otras en un desorden
enloquecedor.
Se contaban toda clase de extrañas
historias acerca del alcantarillado. Se
rumoreaba que una antigua máquina
de vapor de los enanos siseaba y hervía
en las entrañas de la ciudad para
bombear la porquería a través de ríos
subterráneos. Pero también había
historias más tétricas, historias de
necrófagos que acechaban en los
túneles, que esperaban para merodear
por las calles mientras la ciudad dormía
y Morrslieb reinaba en el cielo
nocturno. Más espeluznante aún:
decían que durante el asedio de Altdorf
por parte de las huestes de no muertos
de Vlad von Carstein, compañías
enteras de muertos vivientes habían
entrado en las cloacas para intentar
acceder a la ciudad desde debajo, y que
algunos de esos monstruos no muertos
aún vagaban por la inmunda oscuridad,
condenados a permanecer allí
eternamente. También había otras
historias de secretos aquelarres de
adoradores profanos que vivían bajo los
cimientos de la fe de Sigmar, y cuyos
ritos invocaban cosas monstruosas
procedentes de los Reinos del Caos.
Pero Brunner no tenía en mente
dichos temores y fantasías; sus ojos y
oídos buscaban peligros más naturales,
como emanaciones mefíticas que la
llama de su antorcha pudiera hacer
explotar, y manadas de ratas
hambrientas que podrían no mostrarse
muy perspicaces respecto a su siguiente
comida; piedras y arcos arruinados que
esperasen la llegada de una víctima
antes de derrumbarse bajo los estragos
causados por el tiempo y la humedad.
Para él, eran ésos los adversarios a los
que debía temerse, y no a los cocos que
según los tontos y pusilánimes
afirmaban andaban por los túneles.
Se detuvo para volver a mirar el
mapa, con la pistola a punto en una
mano. Brunner estudió el garrapateado
dibujo de líneas rectas y curvas, y
contempló las oscuras aberturas que se
encontraban a unos veinte pasos a su
izquierda, a veinticinco a la derecha, y
otra vez a la izquierda en el límite de su
visión. Cada una de las arcadas de
ladrillos parecía igual de repugnante
que las otras, pues por la boca de todas
manaba una corriente de asquerosa
agua parda. Avanzó, y luego tomó
impulso y saltó por encima del agua
mugrienta, aterrizando ágilmente sobre
el estrecho saliente del otro lado.
Recostó el cuerpo contra la pared
incrustada de porquería para recuperar
el equilibrio.
Con la antorcha en una mano y la
pistola en la otra, el cazador de
recompensas entró en el túnel de la
derecha, que, en su momento,
serpentearía por debajo del mismísimo
palacio imperial.

*****
Quince ojos se abrieron cuando la luz
lejana y el insólito sonido de botas
delataron su presencia. Los ojos
parpadearon, y una fina membrana se
cerró sobre cada globo ocular de un
color amarillo pus para amortecer la
hiriente luz a la que no estaban
habituados. A través del agua onduló
un enorme cuerpo cuya masa
resplandecía a causa de la baba
fosforescente que exudaba de su piel,
semejante a la de un hongo. Sus zarpas
chasqueaban una contra otra,
anticipándose al desgarramiento de la
carne. Las sensibles fosas nasales se
dilataron al percibir el olor casi olvidado
del hombre. El gigante se deslizó entre
la porquería, dejando una estela
resplandeciente detrás. Ante él, las ratas
chillaban de terror y se alejaban
corriendo del antinatural cazador de las
tinieblas.
La criatura había acechado dentro
de los túneles subterráneos de Altdorf
durante muchos largos años, muchos
más que los mandatos de Karl Franz y
su padre, el emperador Luitpold,
combinados. Y en la oscuridad, había
padecido hambre. No necesitaba
comida, no, pues de hecho estaba más
allá de esa simple necesidad, y su
cuerpo plagado por el Caos se
sustentaba y mantenía con algo que no
era carne alguna de este mundo. Pero
aún sentía las punzadas del apetito, las
necesidades del hambre. Sin embargo,
su horrible forma contorsionada no
estaba hecha para la cacería, y resultaba
demasiado pesada para perseguir ratas y
otras alimañas; su olor, el ruido que
hacía y su resplandor ahuyentaban a
todas las criaturas de las cloacas mucho
antes de que se les acercara. Durante el
último año, sólo se había alimentado
dos veces: una con una cigüeña del río
que había volado al interior del
alcantarillado y había quedado
atrapada, y la otra cuando había
descubierto a varios hombres que
cargaban sacos en un pequeño esquife.
Habían estado demasiado atareados
para ver el peligro, hasta que lo
tuvieron encima. Sólo había escapado
uno de la media docena de
contrabandistas y, sin embargo, incluso
con los cuerpos de cinco hombres
pudriéndosele en la barriga, la bestia no
se había sentido saciada.
La luz de la antorcha se hacía cada
vez más brillante, y los pasos se
aproximaban. Con el cuerpo
temblándole de expectación, el ser se
sumergió en las repugnantes aguas
pardas. No entendía que, incluso con el
cuerpo bajo el agua, dejaba una película
de fosforescencia flotando en la
superficie que delataba su presencia.
Hasta una suposición tan sencilla como
ésa, escapaba entonces a la mente que
en otros tiempos había escrito libros de
erudición y sabiduría, y había meditado
sobre la verdadera naturaleza de los
vientos de la magia.

*****
Brunner continuaba avanzando por el
saliente, vigilando sus pasos con tanta
frecuencia como consultaba el mapa de
cuero. Las piedras estaban resbaladizas
a causa del fango, cubiertas por la
inmundicia que habían acumulado en
los meses pasados desde que el río Reik
se había desbordado y había corrido por
las cloacas, limpiándolas a cambio de la
corriente de contaminación que
ensuciaba su poderoso caudal. El
cazador de recompensas sonrió.
Aunque uno de los carceleros de Karl
Franz estuviese al corriente de la
existencia de la entrada secreta, él tenía
la seguridad de que nadie estaría
dispuesto a seguir el camino que llevaba
hasta allí.
Su sonrisa se desvaneció cuando le
llegó un hedor diferente: un olor
enfermizo como de leche agriada
mezclada con col podrida y vertida
sobre un montículo de vómitos. Incluso
dentro de aquel laberinto de olores
nauseabundos, ese hedor se
diferenciaba y sobreponía a los demás.
Se le llenaron los ojos de lágrimas a
causa de la naturaleza del fuerte olor.
Brunner se detuvo para enjugarse
los ojos. La puerta no se encontraba
lejos, al menos según el mapa. De no
haber sido así, tal vez habría decidido
abandonar las cloacas hasta que pudiera
hacerse con una fragante poma que le
ayudara a neutralizar el hedor. Según
estaban las cosas, no podían quedar
más de cincuenta metros entre él y su
meta. Obligaría a sus sentidos a
soportar el olor durante ese corto
trecho.
Con una mano enguantada se secó
los ojos y volvió a coger la antorcha. Al
levantar la tea de la pequeña rajadura
de la pared que le había servido como
sujeción de emergencia, sus ojos se
posaron sobre las aguas fecales que
fluían lentamente junto al saledizo.
Tenían un extraño resplandor, una
luminiscencia decididamente
sobrenatural. El cazador de
recompensas amartilló la pistola y se
metió el mapa en el cinturón.
El monstruo se alzó del agua sucia,
mientras que de sus bocas gemelas
manaba un lamento enloquecedor
como los lloros de un bebé mezclados
con el sonido de un alce agonizante.
Del ser caían desperdicios y aguas
fecales, ríos de inmundicia corrían por
su descomunal lomo hacía su pulposo
pecho informe. Cinco manoteantes y
delgadas extremidades se agitaban en
torno a su cuerpo grueso como un
tronco, cada una rematada por una
serie de afiladas garras como las
mandíbulas de una hormiga. Un racimo
de antenas cortas se retorcía entre las
extremidades; estaban rematadas por
un leproso ojo que parpadeaba con
fascinación mirando al hombre. Dos
bocas se abrían donde podrían haber
estado situadas unas mamas si el ser
hubiese sido humano. Las bocas
babeaban un veneno digestivo que
siseaba y corroía su propia piel viscosa.
Carecían de dientes, eran pulposas y
parecían cambiar de forma cada vez que
se abrían y cerraban, como si las
controlaran contracciones de los
músculos en lugar de mandíbulas.
La criatura era inmensa, más grande
que un oso, y se alzaba de la
inmundicia sobre un grupo de patas tan
gruesas y fuertes como las de un ogro.
Las patas eran cortas y
abominablemente humanas en
apariencia, aunque estaban, cubiertas
por pequeñas fibras rosadas que se
agitaban y danzaban emergiendo de la
gangrenosa piel de la abominación.
Brunner retrocedió mientras los
numerosos ojos se esforzaran por
enfocarlo. Alzó el arma y disparó contra
el racimo de ojos. La detonación y el
restallido del arma fueron casi
ensordecedores, y su destello resultó
cegador en la oscuridad de las cloacas.
Brunner no se detuvo para ver qué
efecto había causado el disparo, sino
que comenzó a correr para alejarse de
aquel ser abominable. Pudo oír que el
agua se movía detrás de él mientras
avanzaba por el canal el enorme cuerpo.
Brunner se atrevió a mirar por
encima del hombro. El engendro del
Caos ya casi le había dado alcance,
ondulando por el agua como una
anguila carente de huesos, de una
manera monstruosa. El racimo de
antenas oculares había quedado
ennegrecido a causa del disparo, y de la
herida manaba una pulposa llovizna
fibrosa de pus amarillo. Sin embargo, en
la base de cada antena destrozada,
asomaba un nuevo ojo del color de un
huevo podrido. Y cada una de las
antenas oculares intactas actuaba
entonces en concierto, completamente
despierta y clavada en el cazador de
recompensas que huía.
Brunner se volvió de modo
repentino y adelantó la antorcha hacia
la masa que se le acercaba. Los ojos se
cerraron ante el brillante resplandor,
pero mientras el guerrero pensaba que
la llama tal vez mantendría a distancia
al demoníaco mutante, una de las
extremidades serpentinas salió
disparada hacia él y se enroscó en torno
a su brazo. Se encontró con que era
atraído hacia aquel repugnante horror,
cuya fuerza casi le arrancaba el brazo de
la articulación. Un segundo tentáculo le
envolvió la cintura en el momento en
que él aferraba el puño de la espada en
forma de dragón. El engendro arrastró
a Brunner fuera del saliente de ladrillo
y lo sujetó por encima de la porquería
fecal del canal. Las informes bocas de la
abominación babeaban mientras se
abrían y cerraban con un repulsivo
sonido de succión, y el fluido que salía
por cada fauce borboteaba y siseaba.
La mano del cazador de
recompensas tironeaba de la espada
prisionera y luchaba contra los acerados
bucles constrictores de la
monstruosidad. Cuando la bestia apretó
más a su presa, Brunner se quedó sin
aliento. Unos puntos negros nublaron
la visión del cazador de recompensas,
que pudo sentir la gélida caricia de la
muerte. ¿Iba a morir allí, devorado en
la oscuridad por un horror carente de
rostro, sin haber realizado ninguno de
sus planes? ¿Sus huesos se pudrirían en
la inmundicia y los excrementos hasta
dejar de existir? La cólera ardió en su
amortecida visión; con un estallido de
fuerza alimentada por el odio, la presa
de Brunner sobre la empuñadura se
hizo más firme, y logró sacar de la vaina
la espada antigua de los Von
Drackenburg.
Fue un esfuerzo alimentado por
algo más que el vigor físico; fue algo
que hicieron posible la fuerza de
voluntad y de espíritu. Y sin embargo,
la espada apenas se alzó unos pocos
centímetros. Pero con eso bastó. El
bucle que sujetaba con firmeza brazo y
espada fue cercenado por el afilado
borde de acero al salir de la vaina.
Cuando el frío metal tocó la carne
plagada por el Caos, se abrió camino
por ella como un cuchillo al rojo vivo a
través de mantequilla. El bucle siseó y
se quemó, y una repulsiva neblina
verde manó de la herida. El acero
parecía estar en llamas y relumbraba
con un color rojo brillante.
El engendro del Caos profirió un
lamento, un sonido aún más horrible
por su similitud con el grito de un
hombre mortal. Los tentáculos se
contrajeron y desenroscaron con una
rapidez que hizo girar a Brunner sobre
sí mismo. El cazador de recompensas se
estrelló contra el suelo de la cloaca; sus
piernas aterrizaron en la inmundicia del
canal, y su pecho se golpeó contra el
saliente, cuyos ladrillos se rajaron
debido al impacto del peto.
Mientras inspiraba profundamente
para llenar sus maltratados pulmones,
Brunner se puso con rapidez en pie sin
permitir que su mente hiciera
inventario de los muchos dolores que
sentía. Tenía la espada de los Von
Drackenburg sujeta al frente, y no cabía
equivocación respecto al ondulante
fuego que se movía por la hoja; la llama
mística bañaba las aguas pardas y el
ruinoso techo abovedado con un
resplandor infernal. Brunner profirió
una maldición y se preparó para el
siguiente ataque de la criatura, pero,
aunque el estruendo de su ululante
bramido aún resonaba en torno a él, el
pálido resplandor de la fosforescencia
de aquel horror retrocedía hacia las
tinieblas.
Brunner dejó escapar un suspiro de
alivio, luego miró a su alrededor y
encontró la antorcha que descansaba,
por algún milagro de la casualidad,
sobre el saliente opuesto.
El cazador de recompensas saltó por
encima del canal para recobrar la tea, y
después desanduvo sus pasos. Con la
mano que aún sujetaba la espada
Malicia de Dragón, sacó del cinturón el
mapa de cuero. Estaba ansioso por salir
de las cloacas, ya que los enemigos que
podría encontrar en las mazmorras del
Emperador al menos serían humanos.
*****
Trotzel se removió sobre su camastro de
paja y chinches. El ojeroso hombre
delgado vestía andrajos que en otros
tiempos habían sido rojos y azules,
aunque entonces su color hacía juego
con el polvo y la mugre de su celda. Los
estrechos ojos calculadores del hombre
examinaron el reducido espacio de la
celda: las frías paredes de piedra gris,
los trozos de hueso y harapos esparcidos
por el piso, el pequeño cuenco de
madera que le servía de orinal, e
incluso el cuenco más pequeño que
contenía su ración diaria de agua.
El ladrón miró la pesada puerta de
madera de roble con refuerzos de
hierro que lo separaba del corredor que
había al otro lado. Estaba intentando
identificar sonidos y movimientos del
exterior. Tal vez uno de los carceleros
había decidido propinarle una paliza al
alguien para mitigar un rato de
aburrimiento.
Un sonido procedente de su
izquierda lo sacó de sus desolados
pensamientos. Ante sus pasmados ojos,
una sección de la pared se hundió para
dejar a la vista un vacío espacio de
negrura.
Trotzel se levanto del suelo y dio un
furtivo paso inseguro hacia la extraña
abertura de la pared. No había
avanzado más que unos pocos pasos
cuando una mano enguantada salió de
las sombras. En el preciso momento en
que el ladrón retrocedía, el puño se
cerró sobre el cuello de su blusa. Sin
proferir más que un chillido
atemorizado, el ladrón se encontró
arrastrado hacia delante y su cabeza
chocó contra la piedra. Trotzel gimió y
se desplomó sobre el piso cuando la
mano lo soltó.
Brunner salió por la abertura y le
echó una mirada satisfecha al hombre
inconsciente. El prisionero estaría sin
conocimiento durante un rato, tal vez
durante horas; lo suficiente para cubrir
las necesidades del cazador de
recompensas.
Mientras estudiaba al hombre, un
pensamiento surgió en la mente de
Brunner, y un nuevo plan comenzó a
tomar forma. El asesino dio media
vuelta y avanzó hasta la pesada puerta,
donde sacó una serie de pequeños
ganchos y pesos de plomo que llevaba
en el cinturón. Ensambló diestramente
esos objetos, y luego deslizó los
delgados ganchos metálicos a través de
la pequeña reja de barrotes que había
en la puerta. Unos pocos momentos de
manipulación consiguieron echar atrás
el cerrojo. Brunner recuperó los
ganchos, se acuclilló y se puso a
manipular la cerradura con un sencillo
trozo de metal rizado. Se oyó un
chasquido, y Brunner abrió la puerta
hacia el interior para luego asomarse a
espiar el corredor mortecinamente
iluminado, con el fin de asegurarse de
que ninguna patrulla estaba haciendo la
ronda. A continuación, se escabulló al
corredor, cerró la puerta y volvió a
echar el cerrojo.
Sigilosamente, avanzó por los largos
pasillos de piedra, pasando de una
sombra a otra. El corredor se extendía
en todas direcciones, iluminado por
antorchas colocadas en sujeciones de
hierro a intervalos de seis metros. Otros
pasillos oscuros se cruzaban con el
corredor a lo largo del muro norte hasta
donde podían ver sus ojos de halcón.
De vez en cuando, un gemido o grito
de desesperación sonaba tras las puertas
reforzadas con hierro que había a lo
largo de los muros, pero Brunner no le
prestaba la más mínima atención. No
cabía esperar que los prisioneros
tuviesen alguna información útil acerca
de las mazmorras, del camino más
rápido hacia las cámaras de tortura y las
salas de interrogatorio. Podría pasarse
días comprobando cada celda en busca
de un hombre cuyo nombre y profesión
conocía, pero cuyo aspecto ignoraba.
El sonido de unas llaves que
tintineaban al balancearse y de unos
pies calzados con botas lo hicieron
detenerse. Brunner se agachó en la
zona de sombras más oscuras y
próximas, con una delgada daga en
cada mano. Aguardó mientras los
sonidos se acercaban gradualmente, y
luego observó al trío de soldados que
avanzaba a grandes zancadas por el
corredor, todos ataviados con el
uniforme rojo y azul de los soldados de
Altdorf, que lucía el águila imperial de
dos cabezas sobre la librea. Cada
soldado llevaba una espada colgando
sobre la cadera, y el jefe, un hombre
que mostraba unas brillantes plumas de
avestruz sobre el casco de acero y que lo
señalaban como sargento, tenía un
enorme aro lleno de llaves sujeto al
cinturón. Brunner escuchó para saber si
los seguían otros soldados, y una
sonrisa torva apareció en su rostro. Con
lentitud, devolvió una de las dagas a su
vaina y sacó una ballesta pequeña como
una pistola que llevaba al cinturón. Tras
dejar en el piso la otra daga, sin apartar
los ojos de los tres guardias, el cazador
de recompensas colocó una saeta en el
arma y tensó el alambre de acero.
Brunner volvió a coger la daga, y luego
apuntó al guardia de la izquierda con su
arma.
El guardia cayó al instante, y el
sargento y el otro soldado se echaron a
reír pensando que el hombre había
tropezado, que tal vez había bebido un
poco de cerveza de más cuando habían
pasado por la sala de guardia. Pero, casi
de inmediato, el sargento profirió una
maldición en voz baja al ver la sangre
que se acumulaba bajo el soldado caído.
No obstante, continuó pensando en la
fatiga, y sólo cuando reparó en el
pequeño proyectil de acero que
sobresalía del cuello del hombre,
comprendió lo que había pasado
realmente. Pero ya era demasiado
tarde.
Cuando el sargento se volvía para
alertar al soldado restante, Brunner se
lanzó desde las sombras. El soldado no
tuvo tiempo de reaccionar porque lo
primero que vio de su atacante fue la
daga del cazador de recompensas que
se deslizaba sobre su cuello. El sargento
desenvainó su espada y abrió la boca
para proferir un grito de alarma, pero se
encontraba demasiado cerca, y el
cazador de recompensas le echó encima
el cuerpo agonizante del otro soldado,
lo que hizo que ambos hombres cayeran
en una confusión de extremidades y
acero. Al instante, Brunner saltó sobre
el sargento que forcejeaba y le aplastó la
muñeca bajo su bota acorazada. Los
ojos del oficial estaban muy abiertos a
causa de la alarma, y su semblante tenía
una tonalidad cenicienta en las zonas
que no quedaban ocultas bajo el bigote.
Brunner presionó la palma de su mano
libre sobre la boca del sargento cuando
éste comenzaba a gritar y ahogó el
sonido antes de que pudiese
propagarse. Presionó la punta de su
daga contra una mejilla del hombre,
justo por debajo del ojo.
—Dejad de intentar gritar —le siseó
—. Decidme lo que quiero saber, y tal
vez os deje vivir.
Los ojos del sargento se abrieron
más a causa del miedo, pero las
mandíbulas se cerraron bajo la mano de
Brunner, que retiró la daga y miró al
sargento a los ojos.
—Aquí hay un hombre, un
hechicero llamado Niedreg. —Una
expresión de reconocimiento destelló a
través del terror del guardia, y Brunner
sonrió para sus adentros—. Necesito
encontrarlo. —Presionó ligeramente la
daga e hizo manar una gota de sangre
de la cara del soldado—. Quiero que
me digáis cómo.
El sargento asintió con la cabeza.
—Lo…, lo trajeron aquí… ayer por
la noche. —El hombre se lamió los
labios secos—. Está abajo, en el tercer
nivel…, donde tienen a todos los
prisioneros especiales. —El sargento
contempló al cazador de recompensas
con ojos llenos de lágrimas, pero
ligeramente menos abiertos—. Bajando
por este corredor encontraréis la
escalera. Bajad por ella hasta el segundo
nivel. Seguid el corredor hasta una
puerta grande sobre la que veréis el
águila de dos cabezas. Os conducirá
hasta el pasillo que lleva al nivel
inferior. El hechicero está encerrado en
la cuarta celda del tercer corredor
lateral, a la izquierda de la escalera.
Brunner se echó atrás mientras
consideraba las palabras del sargento.
—¿Estás seguro de que me has
dicho lo que yo quería saber?
El sargento se apresuró a asentir con
la cabeza, enfáticamente.
—¿Hay alguna otra cosa que deba
saber? ¿Trampas? ¿Guardias?
El soldado negó sin palabras, y en el
semblante del cazador de recompensas
apareció una fina sonrisa cruel.
—Ya sabes que si me estás
mintiendo, volveré. No te mataré por
mentirme. No, no te resultará tan fácil.
La palidez se apoderó del rostro del
sargento.
—Te arrancaré los ojos de la cabeza
y te cortaré la lengua. Luego, te cortaré
los tendones de brazos y piernas.
Sufrirás un dolor y una agonía que
nunca has conocido, ni siquiera en este
agujero infernal. Pero te recuperarás,
como les sucede a veces a estos pobres
bastardos cuando los torturadores se
han saciado con ellos. Serás un saco de
carne ciego y mudo, incapaz de volver a
ver, tocar o hablar nunca más; sólo un
saco de carne que implorará la muerte
con cada respiración, pero será incapaz
de dar voz a ese desesperado ruego.
Brunner inclinó la cara de modo
que su visera quedase a pocos
centímetros del tembloroso cuerpo del
sargento.
—Pero tal vez mi pregunta te
confundió. ¿Quizá te gustaría corregir
las instrucciones que me has dado?

*****
Brunner aguardaba en el oscuro
corredor y observaba cómo otra patrulla
de tres hombres desaparecía de la vista.
Había pasado un tiempo considerable
arrastrando los cuerpos de los soldados
al interior de la celda por la que había
entrado, y entonces agradecía haberlo
hecho. Los guardias podrían advertir los
rastros de sangre del corredor, pero
esperaba que pensasen que las marcas
las había dejado algún desgraciado
prisionero. No convendría que se diera
la alarma cuando ya se encontraba tan
cerca de su presa.
La celda que ocupaba Niedreg se
encontraba en ese mismo nivel de las
mazmorras, a no más de unos pocos
centenares de metros del punto por el
que Brunner había entrado en los
laberínticos corredores de oscuridad y
desesperación. El sargento también le
había dicho al cazador de recompensas
que uno de los torturadores del
Emperador podría estar aún allí,
interrogando al incendiario, y que uno
de los escribas de las mazmorras podría
haber acudido para dejar constancia
escrita de una posible confesión.
Brunner se lo había agradecido
matándolo limpiamente con una rápida
puñalada en el cuello.
Se escabulló por los pasillos
mortecinamente iluminados, con pasos
lentos y cuidadosos, hacia la celda que
le habían indicado. Mientras avanzaba,
oyó una voz áspera procedente del otro
lado de la puerta. Un grito de dolor
respondió a la voz, y con éste llegó el
sonido de la carne que siseaba. Brunner
sonrió. En efecto, el sargento había
dicho la verdad cuando había cambiado
la versión.
La puerta de la celda no tenía
echado el cerrojo ni estaba cerrada del
todo. La habían dejado entornada,
tanto para que los alaridos llegaran a las
celdas cercanas como para que entrara
aire fresco y mitigara el olor a carne
quemada. Las enguantadas manos de
Brunner empujaron la puerta con
lentitud, para no atraer la atención de
los que se encontraban dentro. Como
había dicho el sargento, en la celda
había tres hombres. Brunner vio un tipo
robusto como un oso, cuyo pecho
desnudo brillaba de sudor, y en cuyos
brazos se destacaban músculos como
cuerdas. Hacía girar lentamente largas
varillas de acero entre los carbones
encendidos de un brasero. A su lado,
sentado en un taburete, había un
hombre de aspecto mediocre, ataviado
con ropa azul y dorada, que escribía
aplicadamente cada palabra que se
pronunciaba dentro del calabozo.
Mojaba la pluma en un pequeño tintero
que descansaba sobre un segundo
taburete, y usaba una pequeña tabla de
madera como escritorio. El tercer
hombre era joven, estaba desnudo y
sujeto por grilletes de hierro a la pared
posterior de la celda. El cuerpo del
hombre presentaba feas heridas en
carne viva, quemaduras producidas por
las varillas de hierro calientes que el
torturador había aplicado sobre la piel
desnuda del prisionero. Mientras
Brunner observaba, el torturador cogió
otro hierro del brasero y avanzó hacia el
preso, apuntándolo con el extremo al
rojo vivo.
El cazador de recompensas volvió a
empujar la puerta, y el sonoro crujido
de ésta hizo que el torturador girara
rápidamente. El feo rostro
contorsionado del hombre adoptó una::
expresión indignada, expresión que
quedó petrificada en sus facciones
brutales cuando la flecha del cazador de
recompensas le atravesó un ojo. El
torturador se desplomó, y el hierro
candente cayó de su mano y prendió
fuego a la paja que cubría el piso.
Brunner saltó sobre el escriba en el
momento en que éste se levantaba y
arrojaba a un lado pluma y pergamino.
La boca del hombre susurró unas
palabras extrañas, y una fea luz
comenzó a brillar en la palma extendida
de su mano. Brunner había sospechado
que podría haber un iniciado de bajo
grado de los colegios vigilando al mago.
No obstante, los poderes del iniciado no
le habían advertido del peligro que
merodeaba por los corredores
subterráneos del palacio imperial. El
hechicero necesitaría varios valiosos
segundos para invocar el mis débil
encantamiento, segundos de los que no
disponía.
La espada de Brunner susurró al
salir de la vaina, y la delgada hoja cortó
el cuello del escriba, lo que pintó la
pared de color rojo brillante. El
hechicero permaneció de pie durante
un momento, como si pudiera hacer
caso omiso de la herida mortal, pero
luego se desvaneció cualquier magia
que hubiese estado invocando, y él cayó
para reunirse con el torturador sobre el
sucio piso de la celda.
El cazador de recompensas se
apresuró a apagar el fuego a pisotones.
Sólo entonces miró a los ojos del
jubiloso joven hechicero que colgaba de
los grilletes.
—¡Gracias a los dioses que habéis
llegado! —jadeó Niedreg—. ¡Sabía que
Bosheit no me abandonaría! —El joven
asesino observó, con cierta aprensión,
que su silencioso rescatador se inclinaba
para recoger las páginas dispersas por el
suelo—. No les he dicho nada —se
apresuró a explicar—. He sido leal. ¡No
les he dicho nada, por mucho que me
hayan hecho!
—Eso puedo verlo —replicó
Brunner mientras recogía las páginas y
pasaba los ojos por algunas de ellas
antes de metérselas en el cinturón. Le
dedicó una sonrisa hostil al asesino
engrilletado—. Con independencia de
lo que hayáis dicho —añadió mientras
desenvainaba una daga y avanzaba
hacia el prisionero—, mi trabajo
continúa siendo el mismo.
Los ojos de Niedreg se abrieron de
miedo. En sus labios se formó una
última protesta, una última súplica
lloriqueante de que le perdonaran la
vida; pero la petición murió en ellos
cuando el cazador de recompensas le
clavó la daga en el corazón. Brunner
retrocedió un paso en espera de que el
cadáver quedara inmóvil y se vaciaran
los intestinos del aprendiz muerto.
Luego, sacando de su cinturón el
cuchillo grande de filo serrado al que
había bautizado como El Degollador, el
cazador de recompensas avanzó una vez
más hacia el cadáver de Niedreg.
*****
Trotzel se removió dentro de la celda,
gimiendo al recobrar el conocimiento.
La fea contusión de la cabeza le latía de
dolor. Rodó hacia un lado y se sentó
con la espalda erguida y los ojos
abiertos a causa de la alarma. Tendidos
junto a él, dentro de la celda, había tres
guardias muertos. La mente de Trotzel
intentó dilucidar quién los había
matado. ¿La abertura de la pared había
sido real, entonces? ¿Lo había golpeado
una figura oscura salida de entre las
sombras? Un nuevo pensamiento
apartó esas preguntas de su cabeza: ¡tal
vez, quienquiera que fuese que había
matado a los guardias también había
dejado sin cerrojo la puerta de su celda!
Se puso de pie y corrió hacia la puerta.
Trotzel tendió una mano hacia la
pesada puerta de roble, pero tan pronto
como la tocó, ésta se abrió hacia dentro.
Trotzel retrocedió y corrió hasta el
cuerpo de uno de los guardias muertos,
donde se inclinó para coger una espada
del cinturón del hombre.
—Yo no tocaría eso —le espetó una
voz baja, susurrante—. No a menos que
quieras quedarte aquí.
Trotzel se volvió para mirar al
hombre alto que entraba en la celda,
revestido con armadura y tocado con
un casco negro estilo celada. Sobre el
hombro llevaba echado un cuerpo
desnudo. El ladrón profirió una
exclamación ahogada al ver que los
brazos acababan en desiguales muñones
rojos, y se encogió al darse cuenta de
que las cercenadas manos habían sido
atadas en torno al cuello del cadáver.
—Ven aquí —le ordenó la voz
glacial.
El ladrón avanzó unos pocos y
temerosos pasos mientras el cazador de
recompensas cerraba la puerta de la
celda, empujándola con un pie.
—No voy a hacerte daño a menos
que me obligues —añadió la voz para
asegurarse de que la amenaza no
pasaba inadvertida.
El ladrón reprimió la aprensión que
sentía y avanzó rápidamente hasta la
figura acorazada.
—Sujeta esto —dijo Brunner al
mismo tiempo que dejaba el cuerpo de
Niedreg en los brazos de Trotzel.
El ladrón dio un traspié bajo el
peso, pero logró sujetarlo. Brunner
avanzó a grandes zancadas y se acuclilló
junto a los cuerpos de los soldados
muertos.
—¿Quién…, quién sois? —preguntó
Trotzel a la vez que inclinaba su cuerpo
para compensar el peso del muerto.
Brunner no alzó la mirada, sino que
le quitó la espada al sargento muerto y
la añadió al aro de llaves que había
cogido anteriormente.
—¿Acaso te importa? —replicó el
cazador de recompensas, que se inclinó
sobre el soldado muerto por el disparo
de ballesta y le arrancó la saeta de la
herida, para luego coger también su
espada—. Pensaba que vuestra libertad
sería suficiente para ocupar vuestra
mente.
—Lo es —admitió Trotzel con
rapidez, ansioso por no parecer
desagradecido y motivar que el
amenazador hombre lo dejase allí.
Observó cómo el cazador de
recompensas avanzaba hasta la pared
del fondo de la celda y apoyaba las
manos contra dos de los bloques de
piedra que formaban el muro. Una vez
más, la pared se hundió hacia la
oscuridad.
—¿No vais a coger su espada? —
preguntó el ladrón al mismo tiempo
que señalaba con la cabeza el cadáver
que no había sido saqueado.
—Dos serán suficientes —declaró el
cazador de recompensas, y señaló la
abertura con un gesto de la cabeza—.
Trae aquí el cadáver.
—Desde luego —replicó Trotzel,
que avanzó tan rápidamente como
pudo—. ¿Es un amigo vuestro? —
preguntó.
—No —replicó Brunner mientras
empujaba al delgado ladrón a través de
la abertura.
El cazador de recompensas siguió a
Trotzel y, un momento después, la
pared volvió a deslizarse en su sitio sin
dejar rastro alguno de ladrones,
asesinos o hechiceros.
—Ah, sí —rió la voz de Trotzel con
maliciosa alegría—. ¡Hay unas cuantas
personas que van a lamentar volver a
ver al viejo Trotzel! ¡Podéis estar
seguro!
El ladrón dejó que sus palabras se
transformaran en otra carcajada.
Brunner se volvió hacia el hombrecillo y
profirió un gruñido más, para que el
estúpido cerrara la boca. Serviría para
intimidar al hombre durante tal vez una
docena de pasos, y luego la ansiedad
del ladrón por planear su venganza
contra aquellos que habían hecho que
lo arrojaran a las mazmorras de Karl
Franz haría que las palabras volvieran a
desbordar de sus labios.
El cazador de recompensas se
detuvo para mirar el mapa que tenía en
las manos. Unos pocos giros más, y
volvería al lugar donde se había
encontrado con el monstruo; de hecho,
por tercera vez desde que había vuelto a
las cloacas. Brunner les lanzó una
mirada de asco al hombrecillo y al
cadáver que éste llevaba sobre el
hombro.
—Ya os lo digo, cuando le ponga las
manos encima a lisa, no será algo
rápido —rió el ladrón, resumiendo sus
vengativos planes—. ¡Esa pequeña
sanguijuela! ¡Y todo por unas pocas
coronas de recompensa! —El ladrón
susurró una maldición en voz baja
acerca de los caprichos de las mujeres
—. ¡Me lo pasaré en grande ajustando
cuentas con ella!
Un hedor nauseabundo hizo girar la
cabeza de Brunner, y una sonrisa
apareció en su rostro. Se volvió para
hablarle una vez más al ladrón.
—Ya casi hemos llegado —dijo con
voz ronca.
—¡Ya era hora! —refunfuñó Trotzel
—. ¡Este amigo vuestro no es
precisamente ligero como una pluma!
Brunner observó que la mancha
fosforescente que había en la repulsiva
agua, se les acercaba a lo largo del
canal.
—¡Por la espada de Ranald! ¿Qué es
ese olor? —exclamó Trotzel—.
¡Debemos estar bajo el retrete de los
ogros del conde de Ostland!
Brunner se volvió para encararse
con el ladrón.
—¿Sabes nadar? —preguntó.
—¿Qué? ¿En eso? —Una expresión
de horror pasó por el semblante de
Trotzel al mirar el hediondo canal—.
¿Vamos a nadar en eso?
—No vamos —le explicó el cazador
de recompensas—, sino que vas.
Unas manos enguantadas
empujaron al ladrón y al cadáver que
transportaba al agua del canal. El
cazador de recompensas le volvió la
espalda al hombre que caía justo en el
momento en que lo rodeaba la bruma
de porquería resplandeciente. Brunner
oyó que los gritos de cólera y asco del
hombre se transformaban en agudos
alaridos, pero no se entretuvo en
observar cómo el engendro del Caos
devoraba al ladrón. Era probable que la
criatura fuese estúpida, y tal vez no
recordaría al hombre que la había
herido apenas unas horas antes Y
Brunner no sentía ningún deseo de
probar por segunda vez su fuerza contra
la de aquella abominación.
El cazador de recompensas volvió a
mirar el mapa, para seguirlo hacia la
salida que lo conduciría a las calles de
Altdorf. Se detuvo un instante para
arrojar al canal por el que corrían las
aguas fecales las llaves y las espadas que
les había quitado a los guardias de las
mazmorras, y las observó mientras se
hundían en las hediondas aguas. Al
igual que los cuerpos de los dos
hombres que se había llevado de las
mazmorras, esos objetos no serían
hallados jamás.
Brunner sonrió ante su
planificación. Había dejado todas las
pistas que indicaban que Trotzel y
Niedreg habían trabajado
conjuntamente para escapar de la
prisión. Cualquier duda que pudiese
surgir acerca de la fuga sería atribuida a
la magia del hechicero, y la huida de
Niedreg recaería sobre quienquiera que
fuese el mago que lo había examinado y
había declarado que sus poderes eran
débiles e insignificantes. No había nada
que sugiriera que el hechicero había
muerto en las mazmorras, ni que su
asesino había sido un intruso
procedente de las cloacas.
Entonces sólo quedaba una cosa de
la que ocuparse. Brunner tendría que
recoger el resto de su recompensa de
manos del siniestro hombre de risa
desagradable.
*****
Skrim Muerde-Cola se asomó por la
esquina del callejón. La oscuridad había
caído sobre Altdorf, y en la entonces
desierta Fleischerweg, ardía sólo un
puñado de farolas encendidas. Había
pocos dientes que requirieran carne de
vaca o cerdo durante las largas horas de
la noche, y los peatones que aún
andaban por las calles buscaban las
tabernas, posadas y casas de placer que
había dispersas por la capital del
Imperio. A esas horas, el distrito de los
carniceros era un lugar tan solitario
como los jardines de Morr. Sin
embargo, siempre existía la improbable
posibilidad de que una patrulla de la
guardia de la ciudad pudiera pasar por
allí. Skrim habría preferido acabar con
el asunto dentro de las cloacas, pero
había demasiadas probabilidades de
que lo vieran; de que uno de los
numerosos espías de los otros clanes o
facciones de los skavens pudiera ver el
encuentro con el cazador de
recompensas y preguntarse qué estaba
sucediendo.
El skaven vio al cazador de
recompensas sentado, en el desierto
callejón, sobre un desvencijado barril
para recogida de agua de lluvia que
hacía tiempo que había dejado de servir
para dicho propósito. El hombre estaba
a solas, salvo por unos pocos cajones
viejos, y las hileras de sábanas y toallas
tendidas de través sobre el callejón, que
se usaban en el matadero para recoger
la sangre y las entrañas.
Skrim vaciló al otro lado de la
esquina, mascullando en un susurro.
Una de sus manos comenzó a alzar
hacia su boca el extremo de su cola
cubierto de cicatrices; pero cuando
dicho apéndice tocó sus delgados
bigotes, lo dejó caer con enojo. «¿Por
qué estoy tan nervioso?», se preguntó el
skaven. Sólo era un hombre, y una vez
que se encargara de él, ya no quedaría
nada que relacionara a Skrim con el
difunto duque Verletz.
El skaven volvió la cabeza y les
espetó una orden a las siluetas que
acechaban detrás de él.
Brunner se puso de pie cuando la
pequeña figura embozada entró en el
callejón y avanzó algunos pasos
mientras sus dedos acariciaban la
ballesta pequeña como una pistola que
tenía en una mano.
—Hace horas que espero —dijo—.
Comenzaba a pensar que no vendríais.
—La voz de Brunner destilaba amenaza
cuando prosiguió—. Comenzaba a
pensar que tendría que salir a buscaros.
La figura embozada respondió con
otra carcajada parecida a un chillidito.
—Todos muertos ahora —rió Skrim
—. ¡Todos desaparecidos, menos
hombre-asesino!
El jefe skaven se echó contra un
muro cuando otros seis hombres rata se
escabulleron al interior del callejón.
Eran todos delgados, con mugriento
pelaje piojoso que se les adhería a los
cuerpos desnutridos y cubiertos de
cicatrices. Su forma se parecía
ligeramente a la humana, pero sus
manos acababan en uñas como garras, y
detrás de ellos serpenteaban largas colas
sin pelo. Tenían una cabeza larga y
estrecha que lucía hocico con largos
bigotes y finas orejas puntiagudas. Sus
bocas habían sido cosidas, así que el
único sonido que podían emitir las
criaturas era un siseo bajo. Cada una de
ellas llevaba un arma de acero oxidado.
Brunner retrocedió ante la manada
de skavens que se le acercaba, y Skrim
rió entre dientes al ver recular al
hombre. A lo largo de los siglos, los
skavens habían sido olvidados por el
Imperio y reducidos a cocos legendarios
destinados a asustar a los niños malos.
Se trataba de un concepto erróneo que
los skavens intentaban fomentar
constantemente entre los legisladores y
eruditos de las grandes casas imperiales.
En caso de que se enfrentaran con estas
criaturas míticas, hasta los guerreros
más valientes se verían dominados por
una atemorizadora superstición que
retrasaría sus actos durante unos
peligrosos segundos.
Pero no hubo una inactividad tal en
el cazador humano. Brunner disparó la
saeta de su ballesta, la cual se clavó en
el pecho del skaven que iba en cabeza.
Cayó contorsionándose en el callejón y
haciendo tropezar a los que iban detrás
de él. El cazador de recompensas
desenvainó la espada, pero no corrió a
enfrentarse con los restantes enemigos.
En cambio, alzó el arma y cortó una de
las sábanas colgantes. Una lluvia de
pequeños objetos destellantes cayó del
saco rajado, se estrelló contra el callejón
pavimentado de piedra y rebotó en el
lado opuesto. Los pies descalzos de los
esclavos que cargaban pisaron los
afilados pinchos, y los skavens chillaron
de dolor; varios desgarraron los puntos
de costura de sus bocas con sus
sufrientes lamentos.
Brunner había esperado algún tipo
de traición porque a alguien tan liberal
con el dinero como su misterioso cliente
podía metérsele en la cabeza recuperar
lo que había pagado. Pero había
esperado enfrentarse con hombres, no
con monstruos. No obstante, ya había
luchado antes con adversarios
inhumanos, y a despecho de la forma
que tuvieran, respondería a su reto.
El cazador de recompensas cargó
contra los skavens heridos, y su espada
pasó por el cuello del más próximo e
hizo rodar su cabeza al otro lado del
callejón. El segundo skaven intento
parar su ataque, pero perdió el
equilibrio, cayó contra el adoquinado y
se clavó más pinchos en la sarnosa piel.
El esclavo profirió un chillido, pero su
grito acabó en un estertor profundo
cuando la espada de Brunner le
atravesó el corazón.
El cazador de recompensas retiró la
hoja del cuerpo que se estremecía al
mismo tiempo que lanzaba una mirada
feroz hacia los demás atacantes, pero la
lucha había concluido; los hombres rata
heridos se alejaban cojeando lo mejor
que podían, de regreso a los accesos
ocultos de las cloacas y a la consoladora
seguridad de los oscuros túneles.
Se oyó un sonoro chasquido en la
entrada del callejón, y algo silbó al
pasar junto al rostro de Brunner para
impactar en el muro que tenía detrás.
Se volvió en el momento en que sonaba
otro chasquido, y se tambaleó cuando
algo se estrelló contra su peto y rebotó
para alejarse hacia la oscuridad. Había
abollado el metal casi indestructible.
Desenvainó con presteza un cuchillo
arrojadizo y lo lanzó describiendo un
arco hacia la oscuridad, donde se clavó
en la figura que estaba en la entrada del
callejón. Se oyó un chillido seco y algo
cayó sobre el adoquinado.
Brunner avanzó a grandes zancadas
hacia la figura embozada, observando,
con una cierta diversión, cómo
intentaba arrancar el cuchillo que había
atravesado la ropa y la había clavado en
el muro. La asesina criatura había
tenido suerte porque el cuchillo había
errado su brazo.
Brunner se detuvo y le arrebató al
skaven la extraña arma con la que le
había disparado. En algunos aspectos
era similar a una ballesta, pero había un
dispositivo parecido a una caja colocado
sobre el alambre. Se detuvo durante un
momento a admirar el arma, y luego
posó sus gélidos ojos sobre la criatura
que se debatía.
—Supongo que no habéis traído el
resto de mi dinero —suspiró.
De repente, el skaven se deslizó y,
libre, se dejó caer desde la capa clavada
a la pared. Skrim salió corriendo a
cuatro patas del callejón como la rata
gigantesca que parecía. Brunner
masculló una maldición en voz baja al
mismo tiempo que dejaba caer la
extraña ballesta sobre el empedrado y
cogía uno de sus cuchillos arrojadizos.
Dispuso apenas de un instante para
observar cómo la larga cola pelada y el
lomo de pelaje gris desaparecían de su
vista al girar en la esquina. Volvió a
gruñir y persiguió a la criatura, girando
en la esquina justo a tiempo de ver
cómo la punta de la carnosa cola
desaparecía en la estrecha boca de
tormenta.
—No —dijo el cazador de
recompensas tras observar la oscura
boca de tormenta. Envainó el cuchillo y
se alejó—. No voy a regresar ahí abajo a
menos que esté seguro de que me
pagarán por hacerlo.
Aún alerta ante cualquier señal de
emboscada, regresó al callejón para
recobrar las abandonadas armas de los
skavens. Tales armas exóticas lo
compensarían por el dinero que no le
había pagado su traicionero cliente
inhumano.

*****
Skrim mascullaba para sí mientras
chapoteaba por el lóbrego túnel. Se
mordisqueaba la punta de la cola y
saboreaba el gusto de su propia sangre.
Gotas de espuma caían por las
comisuras de su boca y se esparcían
sobre el gris pelaje de su pecho.
El skaven se juró que el humano
pagaría. El asqueroso hombre-criatura
sufriría una agonía indecible; los
colmillos del propio Skrim le
arrancarían la carne de los huesos. No
ahorraría en gastos para lograr su
venganza. Lanzaría los mejores asesinos
del imperio subterráneo tras aquel
perro traicionero…
Skrim se detuvo en seco, y una
expresión obsesionada apareció en sus
ojos. Sí, él podía lanzar al más
cauteloso, sigiloso y diestro asesino
profesional del Viejo Mundo sobre la
pista del cazador de recompensas. En
sus muchas reservas, tenía las
suficientes raciones de piedra de
disformidad para permitírselo. Pero
¿podía estar seguro de que dicho
asesino apuñalaría primero y
preguntaría después? ¿Qué podrían
averiguar por el hombre-asesino antes
de matarlo? Ya que estaba en ello, ¿qué
podría haberle contado el mastuerzo de
Niedreg antes de que lo matara? La
cabeza de Skrim giró locamente de un
lado a otro, y sus ojos sondearon cada
sombra, intentando ver lo que podían
ocultar.
Estaba igual que antes. No podía
lanzar a uno de su propio pueblo tras el
cazador de recompensas, así que
tendría que valerse de otro humano
para ese trabajo. Y sin embargo, ni
siquiera en ese caso habría seguridad
alguna de que mataran al hombre-
asesino. Decididamente, tenía la misma
astucia y tendencia a desconfiar que los
skavens. Skrim tenía que admitir que
era una cualidad casi admirable. Tal vez
se precipitaba debido a su sed de
sangre. A fin de cuentas, los cobardes
esclavos tenían más culpa que el
hombre-criatura, ya que, si no se
hubiesen asustado con tanta facilidad,
tal vez podrían haber vencido al
humano. Skrim tardó bastante rato en
convencerse, pero al fin decidió que los
esclavos fugitivos eran la causa de su
humillación y de su experiencia casi
letal. Se aseguraría de que los
desollaran vivos por provocarle
semejante angustia.
En cuanto al hombre-criatura, no
parecía tener lealtad ninguna más allá
de su necesidad del metal amarillo que
todos los hombres codiciaban. Tal vez
podría resultar útil en algún momento
futuro. Con el oro suficiente por medio,
tal vez podría incluso olvidar el
desafortunado malentendido que había
tenido lugar entre ellos.
Los ojos de Skrim destellaron en la
oscuridad cuando su engañosa mente
comenzó a tejer nuevos planes e
intrigas, tramas en las que el cazador de
recompensas desempeñaba un papel
bastante importante.
El
Príncipe
Negro

Muchas son las leyendas que se


cuentan en las neblinosas sombras
de las Montañas Grises, esa
barrera de noche impenetrable que
separa el reino de Bretonia del
gran Imperio. Este fue el lugar
donde nacieron leyendas como la
referente a la infame Torre
Sangrienta y al duque rojo vampiro.
Algunos dicen que la localización
del foso de la encantada mina de
enanos de Bhuralidwar serpentea
entre raíces de afilados colmillos
de roca. Y también allí, en otros
tiempos, se alzó el monumento de
la Oscuridad la fortaleza de
Drachenfels, y el atroz ser que
habitaba aquel infortunado palacio.
Algunas de estas leyendas no son
nada más que cuentos para
asustar niños y evitar que los
campesinos ignorantes se alejen
demasiado de las tierras de sus
señores. Pero otras contienen la
semilla de alguna oscura y terrible
verdad, algún secreto que es mejor
que no adivine el narrador de
dichas historias. Porque a veces la
verdad tiene un elevado precio y
puede acabar con la fortuna de los
más prósperos, drenar el vigor de
los más fuertes y asolar las almas
más firmes.
Entre las leyendas de las Montañas
Grises, existe la historia de un
horrendo y atemorizador cazador
de la Oscuridad, un Príncipe Negro,
señor de un lóbrego reino de
ladrones, bandidos, homicidas,
asesinos profesionales,
secuestradores y esclavistas; un
príncipe Negro, que gobierna desde
una fortaleza que se encuentra
oculta en las Montañas Grises, y
que recoge el tributo de sus
atroces súbditos, tanto del
territorio de Bretonia como del
Imperio. Algunos incluso afirman
que su poder espectral se extiende
allende esos territorios, así que los
ladrones de bolsas de Tilea, los
salteadores de caminos de Estalia,
los piratas sartosanos e incluso los
merodeantes mercenarios de las
compañías libres de los Reinos
Fronterizos, le pagan un impuesto
de sangre y oro a este hombre. Se
rumorea, entre susurros, que no
todos los esclavos del Príncipe
Negro son humanos; que en los
oscuros bosques, criaturas
deformes braman y gruñen su
lealtad hacia él. Y se rumorea
también que el propio Príncipe
Negro no es humano, sino una
criatura de los Poderes Malignos,
un ser demoníaco situado en el
mundo para cultivar las semillas de
la corrupción y la podredumbre,
para debilitar los bastiones de la
humanidad y preparar el camino
para la siguiente gran acometida
de las fuerzas del Caos.
Por encima de todos los
comerciantes y menestrales que
hacían caso de esas leyendas
referentes al casi mítico Príncipe
Negro, estaba aquel hombre duro y
brutal, el cazador de recompensas.
Aunque el propio Príncipe Negro
podría ser sólo un rumor, la
recompensa que se ofrecía por su
cabeza era demasiado real.
Guardada en una cámara de los
sótanos del castillo del rey de
Bretonia, en Couronne, el tesoro
que se ofrecía por su captura
constituía el rescate de un rey.
Había permanecido bajo llave y
cerrojo durante trescientos años,
tras el famoso secuestro y
desaparición de la embajadora elfa
de Athel Loren. No obstante,
después de todo el tiempo
transcurrido, ningún hombre se
había presentado a reclamar la
recompensa, y así fue creciendo
cada vez más la infamia del
Príncipe Negro.
El canto de sirena del Príncipe
Negro atrajo a aquella torva y
terrible figura, Brunner, el cazador
de recompensas, a las agradables
tierras de Bretonia. Y en esa épica
cacería, yo me convertí en algo
más que en el cronista de Brunner,
porque participé de sus hazañas,
participé en la contienda entre la
ilimitada crueldad del Príncipe
Negro y la infalible implacabilidad
del cazador de recompensas.
Dudo de que algún día vuelva a
sentirme limpio…
UNO

La taberna estaba abarrotada a


despecho de la avanzada hora. Los
campesinos gastaban sus escasas
ganancias en jarras de cerveza aguada
para intentar librarse del helor del
otoño que aferraba sus encorvados
cuerpos fatigados. Un trovador
abandonado por la fortuna se
encontraba sentado cerca del fuego y
punteaba con desaliento las cuerdas de
un vapuleado laúd. Un par de guardas
de caravanas ponían a prueba su fuerza
echando un pulso, y hacían lo posible
por no prestarle atención al
embaucador de voz gimoteante que
intentaba incitar a todos los presentes
para que apostaran su dinero por uno
de los dos adversarios. Un miembro de
la guardia, fuera de servicio, hacía saltar
indiferentemente sobre sus rodillas a
una sirvienta. Un guardabosques
extendía sobre su mesa una serie de
pieles y las examinaba a la débil luz
proyectada por las lámparas que
pendían de las vigas.
Cerca de la barra, un comerciante
bien vestido, procedente del Imperio,
pidió otras dos jarras de cerveza para él
y su hijo. El comerciante lucía el
elaborado bigote que estaba de moda
entre los hombres acaudalados de su
tierra. Tenía el rostro rechoncho de los
bien alimentados, pero presentaba las
marcas de la intemperie en la dureza de
su semblante y la aspereza de su piel.
Sus ojos destellaban con buen humor,
pero en ellos había también una huella
de tristeza, cicatriz dejada por años de
experiencia en unos tiempos que no
habían sido ni tan placenteros ni tan
prósperos como el presente.
Otto Kretzer cogió las dos jarras de
cuero de las manos del obeso
bretaniano situado detrás de la barra y
regresó a la mesa. Un hombre más
joven se levantó para ayudarlo, pero
Otto lo rechazó.
—No soy tan viejo que no pueda
arreglármelas solo, ¿sabes? —se mofó el
hombre entrado en años. Dejó las jarras
sobre la mesa y profirió un profundo
suspiro al dejarse caer en uno de los
asientos—. Por supuesto, ya no soy tan
joven como antes —admitió al mismo
tiempo que guiñaba un ojo y bebía un
largo trago de cerveza.
—Como te gusta tanto recordarle a
todo el mundo cuando llega el
momento de cargar la carreta —rió el
joven.
Josef Kretzer era la viva imagen del
comerciante, aunque no tan regordete
ni tan bien vestido. Dos ramificaciones
de vello se curvaban hacia arriba desde
las comisuras de su boca para enmarcar
una afilada nariz. Llevaba el cabello
corto, aunque no al estilo militar del
comerciante de más edad. Su jubón de
cuero no lucía adornos, pero sus botas
tenían un par de brillantes hebillas de
plata que contrastaban bellamente con
los simples cordones y cierres que
adornaban las polainas de su padre.
Josef tendió una mano de piel suave
y cogió la jarra de cuero. Al acercársela,
frunció la cara. Otto se echó a reír.
—Si vas a hacerte cargo de esta ruta,
tendrás que aprender a tolerar la bebida
bretoniana —comentó el mercader
entre risotadas, y bebió otro trago del
líquido ambarino—. Encontrarás muy
pocos lugares que sirvan cerveza, y
todavía menos que sirvan algo que
siquiera el más bajo antro de Altdorf se
atreva a colar como té.
El joven apartó de sí la jarra después
de probar un sorbo minúsculo.
—Puede ser que tenga que recurrir
al té —dijo, sin hacer caso de la feroz
mirada que le echó el tabernero desde
detrás de la barra—. No creo que en la
carreta haya cabida para unos cuantos
barriles de bebida decente.
—¿Y perder un valioso espacio para
las mercancías? —contestó Otto con
burlona incredulidad.
Su hijo sonrió y sacudió la cabeza.
En ese momento reparó en una figura
extraña que estaba sentada en el rincón
más lejano de la taberna. Otto siguió la
mirada de su hijo y se detuvo sobre el
solitario viajero.
La figura era delgada y quedaba casi
oculta por las sombras proyectadas por
una viga del techo y una cabeza de
jabalí disecada que había colgada de la
pared. El hombre parecía alto; incluso
sentado, su estatura era evidente. Su
cabeza y sus hombros estaban cubiertos
por una gastada capa marrón, con la
capucha echada sobre la cara. Las
manos enguantadas descansaban
lúgubremente sobre la mesa. La parte
inferior del rostro del hombre estaba
oculta por una tela oscura; la piel que se
veía por encima era pálida y brillaba
como el mármol por efecto de la luz
que llegaba hasta el hombre. Unos ojos
rasgados, casi en forma de almendra,
miraban desde lo alto del delgado
caballete de su nariz. Estaban
atentamente fijos en la puerta de la
taberna y tenían un brillo propio;
parecían titilar con una luz impía.
En aquellos ojos había una
amenaza, un sello de muerte y
violencia. Eran ojos que habían visto la
muerte muchas veces. Eran ojos que
habían visto el asesinato muchas veces.
Otto se estremeció, apartó la mirada
y bebió de su jarra.
—Un tipo espeluznante —murmuró
—. Será mejor que esta noche echemos
llave a nuestra puerta.
—¿Quién piensas que es? —inquirió
Josef—. Veo que no bebe. Tal vez es un
peregrino. —Una repentina expresión
de horror pasó por el rostro de Josef al
pensar en la cara cubierta—. ¡Quizá es
un leproso! —jadeó.
—Probablemente no sea ninguna de
las dos cosas —replicó Otto—.
Apostaría a que es un mercenario
extranjero, un asesino a sueldo. Puede
ser que De Chegney y el marqués Le
Gaires tengan un trato, pero ni por un
momento creo que vaya a durar. Las
cosas se pondrán feas antes de que pase
mucho tiempo; recuerda lo que redigo.
—Otto le hizo un guiño a su hijo—. Eso
será bueno para el negocio, y De
Chegney no tiene los prejuicios de Le
Gaires contra las armas de fuego.
Cuando llegue el momento, incluso
podríamos conseguir colocarle ese
cañón de Nuln. —Otto sonrió al
considerar los beneficios que obtendría
de esa transacción en particular.
De repente, alguien abrió de una
patada la puerta de la taberna. Los
juramentos de sobresalto murieron en
los labios de parroquianos y empleados
por igual cuando dos hombres entraron
a grandes zancadas en el salón. Uno era
un tipo delgado, de rostro ceñudo,
vestido con pieles de animales, que
llevaba una pesada ballesta en las
manos. El otro era más alto y más
ancho de hombros. Vestía un traje de
cota de malla y la colorida sobrevesta
propia de un caballero bretoniano
ceñida en torno a la cintura. En la
mano tenía un arma de amplia boca, de
acero negro y cuerpo de madera. El
cañón del trabuco recorrió lentamente
el salón mientras el bandido giraba el
cuerpo desde la cintura. La taberna
quedó tan silenciosa y quieta como una
sepultura.
El silencio fue roto por el sonido del
metal tintineando contra metal. Una
figura alta, sin duda el jefe de los
bandidos entró procedente de la calle, y
el resplandor rojo del sol poniente
silueteó su forma oscura. Era una
estampa imponente, recubierta de pies
a cabeza por una armadura: unas botas
de metal sin brillo ascendían hasta sus
rodillas, y de su cintura pendía una cota
de malla cuyos eslabones eran tan
pequeños y finamente forjados que
parecían una piel escamosa. Los brazos
estaban protegidos por la misma
excelente armadura con largos
avambrazos de metal oscuro que
cubrían sus antebrazos. Afiladas púas
llenaban las piezas de la armadura, y su
ornamentado peto de metal lucía un
dragón rampante.
La cabeza del guerrero estaba
cubierta por un casco de acero negro de
alta frente, con dos alas de murciélago
extendidas hacia atrás desde las orejas.
Un ondulado reborde de oro
serpenteaba por encima de la cara del
casco, antes de descender en línea recta
a lo largo de la nariz para formar un
pico de buitre.
Su semblante quedaba oculto por la
máscara de acero carente de rasgos
faciales, donde sólo dos estrechas
ranuras para los ojos interrumpían la
pulida superficie plateada de visera. Un
par de delgadas espadas gemelas
completan los adornos de la figura,
cada una a un lado de la cadera
provista de una brutal guarda de púas
como espinas.
El jefe de los bandidos pasó ante los
mercenarios. A cada uno de sus pasos
sonaba el musical tintineo de su
armadura. Los clientes de la taberna se
apartaban ante el guerrero, y nadie se
atrevía a respirar cuando pasaba ante
ellos. Dejó que una mano acorazada
descansara sobre el puño de una fina
daga que llevaba sujeta sobre el vientre
y volvió la cabeza con lentitud. Sus ojos
ardían con un fuego frío, una
malevolencia sutil que hacía estremecer
el alma.
Otras figuras entraron en la taberna
tras el jefe de bandidos, pero ninguno
de los parroquianos podía apartar la
mirada del guerrero de negra
armadura. Cuando el guerrero fijó sus
ojos en Josef Kretzer, el muchacho se
dio cuenta, de pronto, de lo muy
parecidos que eran los ojos del bandido
a los del mercenario solitario.
El guerrero apartó la vista del hijo
del comerciante y miró hacia el sombrío
rincón donde estaba sentado el viajero.
—Es un largo camino de marcha —
dijo desde detrás de la lustrosa máscara
de acero.
La voz era hermosa aunque cruel.
Se trataba de una belleza áspera que no
contenía nada que reconfortara el alma.
Era la voz de un demonio, un sonido de
la noche, la seductora llamada de la
Oscuridad.
—Es un largo camino de marcha —
continuó el bandido— para hallar sólo
muerte.
La figura solitaria de la mesa avanzó
lentamente al mismo tiempo que se
despojaba de la gastada capa marrón.
Era, en efecto, alto y de constitución
delgada. Sus atavíos eran de fina tela
negra, y sus botas, de escamosa piel
también negra. Tres armas pendían de
un cinturón de cuero que le rodeaba el
talle: una daga larga, una de hoja en
forma de hoz con punta de flecha y una
espada corta, fina como una aguja y
curvada. Tenía el rostro descubierto
salvo por la oscura máscara que le
ocultaba la boca y la nariz. Su piel era
muy pálida y contrastaba con el negro
profundo de su fino cabello. Unas
orejas afiladas, de un largo inhumano,
asomaban entre los largos mechones
negros. Con sorpresa, Josef se dio
cuenta de que era un elfo, aunque
nunca antes había puesto los ojos sobre
uno de ellos.
El elfo le lanzó una gélida mirada al
guerrero acorazado.
El guerrero volvió a hablar, pero esa
vez no lo hizo con palabras que
conociera nadie en la taberna, salvo él
mismo y aquel a quien se dirigía. Era un
idioma melodioso, pero pronunciado
con enorme malicia.
—¿Qué noticias traes de casa? —
preguntó la figura acorazada—. ¿Aún
permiten que aquel débil estúpido
balbucee y delire? ¿Nuestro pueblo
todavía se inclina ante seres impotentes
que prometen victorias que no saben
cómo obtener?
El viajero enmascarado desenvainó
dos de las armas de su cinturón: la daga
y la hoz provista de espinas. El guerrero
rió entre dientes sin alegría y
desenfundó la espada que tenía
envainada a la derecha.
—Daga y ghlaith —dijo el señor de
los bandidos—. ¿Así que en Ghrond no
os enseñan ningún truco nuevo?
El asesino profesional avanzó con la
ligereza de una hoja arrastrada al otro
lado de un campo santo por un viento
de medianoche. Al acercarse, la mano
de la daga salió disparada hacia delante,
y un brillante destello de luz surgió de
la gema que había tenido oculta en la
palma del guante. Los bandidos
situados en la puerta gimieron y se
cubrieron los ojos; muchos
parroquianos de la taberna gritaron al
mismo tiempo que se apretaban las
manos contra el rostro para protegerse
de la cegadora luz.
El asesino profesional saltó hacia el
jefe de los bandidos y barrió el aire con
un golpe lateral del ghlaith en forma de
hoz que debería haber atravesado la
cota de malla del jefe bandido,
arrancándole los riñones y las entrañas
del cuerpo acorazado. Levantó la daga
para buscar la axila del enemigo, con la
esperanza de atravesar la ligeramente
acorazada articulación y penetrar hasta
el pulmón. El sonido del choque de
metal contra metal resonó por encima
de los gemidos y gritos que colmaban el
salón. Al disiparse la brillante luz, el
asesino se encontró con sus dos armas
bloqueadas y retenidas por las hojas
espinosas de las espadas de su enemigo.
—Ahora mismo —dijo el jefe de
bandidos—, estás preguntándote cómo
es posible una cosa así. Estoy seguro de
que ese truco siempre te había
funcionado antes. Pero yo ya estoy por
encima de los insignificantes trucos de
los elfos brujos.
El asesino elfo se retiró, girando
sobre los talones. Las armas de sus
manos se convirtieron en un borrón de
movimiento debido a la inhumana
velocidad. Para la visión a medio
recuperar de los bandidos y los clientes
de la taberna, fue como intentar ver
una ráfaga de viento. El asesino invirtió
la dirección de sus armas, lanzando,
con la hoja de filo espinoso, un tajo
ascendente dirigido al cuello de su
enemigo con un movimiento que
evocaba la destreza para decapitar de
los verdugos de Har Ganeth. La daga
descendió hacia la entrepierna del
bandido, en una despreciable maniobra
favorita de los elfos brujos de Khaine,
odiadores de hombres. Una vez más,
los ojos asesinos se abrieron con
sorpresa cuando el tañido del metal
sobre el metal resonó por la taberna. El
enemigo había igualado la preternatural
velocidad del ataque, y cada arma había
sido nuevamente interceptada por una
espada espinosa.
—Muy bien —felicitó el guerrero a
su atacante con el tono paternal de un
profesor de esgrima—. Eso ha sido casi
emocionante.
Las manos acorazadas del jefe de los
bandidos hicieron con las espadas un
movimiento de torsión que casi
arrebató las armas de las manos de su
enemigo, y el elfo retrocedió para
alejarse de su adversario. Alzó la mano
derecha con la palma hacia el guerrero
acorazado y le lanzó la gema descargada
de energía. Igualando la delirante
celeridad del asesino, el guerrero
acorazado golpeó la gema con una
espada y la lanzó hacia un lado. La
gema se estrelló contra la pared
opuesta, donde estalló en una violenta
descarga de humo y llamas.
El asesino no vaciló y cargó, al
mismo tiempo que un grito feroz salía
de detrás de su máscara. El ululante
alarido hizo que los observadores se
encogieran, y que muchos gritaran
abiertamente de terror. El alto guerrero
de negra armadura se mantuvo
imperturbable, equiparando los
velocísimos golpes del asesino con sus
propias armas interceptadoras.
—¡Ah uno de los nombres secretos
de Khaine! —rió el jefe de bandidos—.
¿Se supone que eso debe hacerme
temblar? ¿Que debe asustarme? —Una
bota de acero salió disparada y casi
impactó en una rodilla del asesino, que
retrocedió con paso elegante, pero esa
vez fue seguido por su enemigo—. No
le tengo miedo ninguno a tu impotente
dios —se burló el jefe de bandidos—.
He encontrado otros dioses, dioses
mejores.
Lanzó un golpe con una de sus
espadas, que atravesó la defensa del
asesino y le abrió un tajo en el brazo
derecho. El corte de bordes dentados
sangraba abundantemente, pero el
asesino hizo caso omiso de la herida
que lo incapacitaba y atacó aún más
ferozmente con el arma de la mano
izquierda.
—¿No te preguntas por qué
continúa la larga guerra? —preguntó el
guerrero en tono de conversación,
sereno y despreocupado ante la letal
arma que era blandida ante él—. Es
porque el viejo estúpido que nos
gobierna no desea que acabe nunca. —
El asesino redobló sus ataques, y el
guerrero acorazado lo apartó a un lado
con indiferencia—. Vamos, vamos,
debes usar tu furia, no permitir que ella
te use a ti —lo regañó—. Los otros que
vinieron antes que tú cometieron ese
error. Bebo los débiles vinos humanos
en vasos tallados con sus cráneos.
El asesino lanzó un tajo con el
ghlaith hacia el vientre acorazado del
enemigo, y luego cambió el modo de
sujetarlo a la vez que caía de rodillas e
intentaba cortarle la parte posterior de
las piernas. El guerrero paró la hoja en
forma de medialuna con la punta de la
espada, y la hizo volar girando por el
aire. El arma repiqueteó sobre una mesa
antes de caer al piso. El asesino
comenzó a desenvainar el arma
restante, pero la punta de una espada le
hizo un corte en el dorso de la mano y
de ella manó un fino reguero de sangre.
—Creo que la daga te hará más
servicio que el lakelui —observó el
bandido con calma.
Con una mirada de odio mortífero,
el asesino se inclinó para recoger la
daga, pero al acuclillarse, la mano salió
disparada hacia la muñeca del brazo
herido, de donde sacó tres delgados
dardos que llevaba envainadas en ella.
El asesino rodó y le lanzó los tres
pequeños misiles a su enemigo. Las
espadas volvieron a tintinear, y los tres
dardos golpearon contra la barra de la
taberna, hacía donde los había desviado
la defensa del guerrero.
—Estás poniéndote tedioso —dijo el
jefe de los bandidos—. La daga, si
tienes la amabilidad.
Con el ceño fruncido, el asesino
avanzó a gatas para recoger el arma
caída, pero, en cambio, rodó sobre sí
mismo hacia el enemigo mientras le
lanzaba un tajo con el fino y dentado
lakelui. Al mismo tiempo, alzó el otro
brazo, que no estaba ni tan
insensibilizado ni tan inutilizado como
le había hecho creer a su adversario.
Cogió su máscara, la hizo descender, y
luego se lanzó hacia el hombre
acorazado. La boca del asesino se abrió
y escupió una bruma negra hacia el jefe
de bandidos. La bruma se posó sobre la
cara del casco y siseó sobre el negro
metal.
La larga espada del guerrero avanzó
y cercenó por la muñeca la mano del
asesino, que gritó de dolor y se sujetó el
muñón sangrante contra el cuerpo.
El guerrero de negra armadura dio
un paso adelante a la vez que envainaba
la espada ensangrentada. El veneno que
el asesino elfo le había escupido encima
aún siseaba sobre su armadura; en toda
ella, salvo en la pulimentada visera que
estaba inmaculada e impecable. Se
inclinó para recoger la mano cercenada
y arrancar el lakelui de los dedos
muertos.
—Ya te dije que no recurrieras al
lakelui —dijo el guerrero con un tono
tan agradable como el de un cazador
que consuela a un camarada que ha
errado un disparo de arco. El asesino
cayó de rodillas, con el muñón
sangrante sujeto contra el pecho.
Mientras lo hacía, los dedos de la mano
restante se deslizaron disimuladamente
dentro del jubón—. ¿Estás pensando en
ofrecerle mi alma a Khaine? Sí, supongo
que el débil viejo Malekith no esperaría
menos. —Por primera vez, había una
emoción auténtica en la voz del
guerrero, un veneno colérico y
malévolo en el tono—. No obstante, los
reyes incompetentes no deberían
sorprenderse cuando fracasan sus
incompetentes servidores.
Los ojos del asesino se
endurecieron. Con lentitud, volvió a
sacar la mano del jubón.
—¿Qué nuevo truco piensas usar
contra mí? —preguntó el jefe de
bandidos. En un repentino borrón de
movimiento, el lakelui avanzó para
clavarse en la garganta del asesino, por
cuya nuca asomaron quince centímetros
de la larga hoja. El cuerpo se desplomó
sobre el piso—. Estoy seguro de que, en
cualquier caso, habría sido algo tedioso
y aburrido —comentó el guerrero.
La mano del asesino se abrió, y de
ella cayó una estrella arrojadiza de
cuatro puntas, cuyos filos estaban
untados con un pegajoso veneno verde.
El guerrero acorazado se inclinó
para retirar el lakelui. Alzó la
ensangrentada arma ante su rostro y la
mantuvo allí durante un rato, como si
saboreara el olor de la sangre.
—Cuando veas a Khaine —le dijo la
voz al cadáver del elfo—, pregúntale
por qué no te protegió. Pregúntale por
qué mis dioses evitaron que tus trucos
me hirieran, y por qué tus malévolas
artimañas no estuvieron a la altura de la
tarea.
El guerrero acorazado le volvió la
espalda al cuerpo e hizo un gesto hacia
la masa de figuras reunidas en la
entrada. Un hombre bestia avanzó de
un salto. Su cabeza era como la de un
perro de hocico ancho, y su poderoso
cuerpo estaba cubierto por grasiento
pelo gris. La criatura llevaba sólo una
sencilla falda de cabello trenzado en
torno a la cintura y tenía una enorme
hacha de doble filo echada sobre el
hombro. Sus cascos herrados crujieron
al caminar por el piso de la taberna,
donde dejaron marcas profundas en
cada tabla que pisaron. La criatura alzó
una mirada interrogativa hacia su
señor.
—Llévatelo —le ordenó el jefe
guerrero—. No dejes nada que le haya
pertenecido. Limpia su sangre del suelo
y véndale las heridas. Envuelve sus
pertenencias en suave lana. Deseo
saborear hasta el último rastro del olor
de Naggaroth. —La acorazada cabeza
del guerrero giró y volvió a mirar al
hombre bestia—. Celebraré un
banquete cuando regresemos, y beberé
ese vino, el más raro de todos, en un
vaso hecho con el cráneo de éste. —Un
ligero tono de amenaza afloró a su
melodiosa voz—. Urgmesh —siseó
cuando el hombre bestia alzaba el
cadáver del asesino hasta sus anchos
hombros—, nada de mordisquearlo.
El hombre bestia asintió con su
peluda cabeza y saltó otra vez hacia la
puerta de la taberna. Otras figuras, más
humanas, avanzaron apresuradamente
para recoger las armas y limpiar la
sangre del elfo de las tablas del piso. El
guerrero de negra armadura le entregó
el lakelui a uno de los hombres, con
gesto ausente.
El jefe de bandidos dirigió la mirada
hacia sus seguidores reunidos en la
puerta. Eran un grupo variopinto:
hombres con armas variadas, rostro
sucio, armadura mugrienta y cotas de
malla compuestas por piezas dispares se
mezclaban con hombres bestia de
sarnoso pelaje. Pero una figura se
destacaba entre ellos, y el caballero
negro lo señaló con una mano
acorazada.
La figura avanzó un paso. Era alto,
delgado y, como su señor, estaba
protegido por un gambesón y una falda
de fina cota de malla, un peto de acero
y un casco de alta frente. El casco era
abierto y dejaba a la vista su rostro de
finos rasgos y piel pálida y lisa como
alabastro. El elfo hizo una reverencia al
acercarse a su señor.
—No ha sido tan divertido como yo
había esperado —dijo el jefe de
bandidos.
—Me alegro de que mi señor esté
ileso —replicó el elfo, y el caballero
negro apartó con un gesto de la mano la
preocupación de su secuaz.
—Los que son como ellos jamás
podrán equipararse a los dones de los
Dioses Oscuros —declaró el jefe de
bandidos sin dignarse volver la cabeza
hacia el asesino muerto mientras
hablaba—. Habrá otros, y encontrarán
el mismo final esperándolos. —Posó los
ojos sobre otra de las figuras reunidas
en la entrada. Vio el sudor que perlaba
la frente del hombre, además del tic
nervioso de sus extremidades—. No
obstante, nuestro compatriota acudió
aquí esperando reunirse con alguien. —
Dejó que su voz cambiara al más áspero
y torpe idioma bretoniano—. Alguien
ha pensado en denunciarme a mis
enemigos —siseó—, alguien que no ha
aprendido a obedecerme. Debo darle
una lección.
El sudoroso hombre intentó huir, y
su cuerpo grueso pasó a empujones
entre los cuerpos que tenía más cerca.
Sin embargo, antes de que pudiera
llegar a la calle, una pata delantera del
gigantesco hombre bestia llamado
Urgmesh golpeó al traidor y lo lanzó de
vuelta al interior del salón.
—Bors —dijo el oscuro noble al
mismo tiempo que chasqueaba la
lengua y sacudía la cabeza—, hace
mucho tiempo que estás conmigo. Yo te
elevé de tu condición de cazador furtivo
y ladrón entre las zarzas de los
alrededores de Parravon, y así es como
me lo agradeces. Qué desperdicio.
Urgmesh alzó su gigantesca hacha y
la sostuvo sobre el pasmado traidor. Su
señor lo hizo desistir.
—No, nada tan rápido ni tan
grosero —lo regañó el jefe de bandidos
—. Atadlo. Regresa con nosotros. Tengo
que recordarle que su vida y su muerte
son propiedad mía, como las de todos
vosotros. —Los ojos del oscuro noble
estudiaron a cada uno de sus secuaces
—. La posibilidad de ver otro amanecer
depende de que yo lo permita. Debe
aprender que la muerte es un don que
sólo yo puedo otorgar. Sólo cuando sus
súplicas de muerte se hayan vuelto
tediosas, pensaré en dejarlo morir.
El líder de los bandidos agitó una
de sus manos acorazadas, y dos de los
secuaces que observaban se apoderaron
de su antiguo camarada y se lo llevaron
fuera.
—¿Y qué hacemos con todos estos
otros? —preguntó el teniente elfo. El
noble se volvió a mirar a los asustados
campesinos como si los viese por
primera vez.
—Éste es un escenario impropio
para exhibir mi destreza con la espada,
y esta chusma es un público inadecuado
—decretó el caballero negro—.
Matadlos a todos y quemad este lugar
hasta los cimientos.
El noble avanzó a grandes zancadas
hacia la puerta, y comenzaron a sonar
gritos de cólera y miedo entre los
parraquianos acobardados. Uno de los
mercenarios se levantó y se lanzó a la
carga, sólo para ser lanzado de espaldas
por un disparo de trabuco. Antes de
que el miembro de la guardia ataviado
con librea pudiese alzar su espada y
quitarse del regazo a la obesa criada,
una flecha de ballesta asomó la punta
por su pecho.
Otto Kretzer rugió su desafiante
furia, pero antes de que pudiera dar
mas que unos pocos pasos, cayó herido
por la espada espinosa del caballero
negro. Al caer su padre, Josef Kretzer se
lanzó al ataque, olvidando su espada a
causa de la furia y con las manos
tendidas al frente, engarfiadas para
estrangular.
El joven comerciante colisionó con
el noble en el momento en que éste se
volvía de espaldas hacia el hombre de
más edad. Sus manos se cerraron sobre
la babera del casco para intentar aferrar
el cuello del guerrero negro. El
caballero alzó una rodilla acorazada y le
asestó al joven un golpe en el vientre,
que lo dejo sin aliento El cuerpo del
muchacho se deslizó al suelo, y sus
manos fueron arañando la armadura a
medida que descendía, Cuando llegó al
piso, el guerrero oscuro dio media
vuelta y avanzó hacia la puerta a
grandes zancadas.
—Quemad esta basura —dijo el
señor guerrero por encima del hombro
—. Regresamos a la fortaleza esta
misma noche.
El caballero negro salió del edificio
sin prestar ninguna atención a los
alaridos y gritos que sonaban dentro de
la taberna. Alzó la acorazada cabeza y
clavó la mirada en el oscuro cielo sin
luna. Sonrió bajo la máscara de metal.
No. Morrslieb, la luna del Caos, aún
estaba allí, oscura e invisible contra el
cielo nocturno, pero presente de todas
formas, contemplando todo lo que
acontecía en el mundo mortal. El
príncipe de los bandidos elevó un
silencioso agradecimiento al generoso
poder que sentía que miraba hacia
abajo desde aquella oscura estrella del
Caos. Una vez más, el Ojo de Tchar lo
había servido bien, como lo había
hecho con tanta frecuencia
anteriormente.
Su cuerpo tembló cuando el poder
brujo abandonó sus extremidades, y la
vitalidad mágica que lo había colmado
se disipó noche adentro. Era peligroso
retener durante mucho tiempo un
poder semejante en un continente de
carne y hueso, y el elfo oscuro estaba
ansioso por librarse de él. Era la
sustancia misma del Caos, la intangible
corrupción que retorcía a los hombres
para transformarlos en bestias, y a las
bestias para convertirlas en monstruos.
Él, personalmente, no sentía el más
mínimo deseo de sufrir un destino
semejante. Sin embargo, el poder había
sido necesario —no, había sido vital—
para librar el duelo. Sólo con semejante
ayuda del otro mundo, podía haber
igualado y superado a uno de los
asesinos del templo de Khaine.
También eso lo había visto con el Ojo de
Tchar.
El noble elfo avanzó hasta su corcel,
un enorme semental de negra crin
cogido en los gélidos desiertos del
norte, la agostada región que los
hombres llamaban Territorio Troll.
Había algo de los Poderes Malignos en
la criatura, porque ni siquiera en
Naggaroth había visto el elfo oscuro a
uno que se le pudiera comparar. Era tan
salvaje como cualquiera de los
dragones, pero sin la estupidez ni las
reacciones de sangre fría de éstos. El
caballo bufó cuando su dueño le
acarició la crin. El elfo sacó un pequeño
bocado de carne y la metió en la
colmilluda boca del semental. Mientras
el animal masticaba, el noble se
preguntó qué pensamientos se agitarían
dentro de la cabeza del animal. ¿En su
mente sería todavía un caballo, o ya era
otra cosa? ¿Cuántos de los favores de
los Oscuros podían dominarse antes de
que uno dejara de ser quien era?
¿Dominaba él al Poder, o éste lo
dominaba a él?
El noble sacudió la cabeza. Ésos
eran los viejos pensamientos, los viejos
temores. Él era un Druchii, y no
debería tener ningún miedo. Había
visto a simples humanos esgrimir el
Poder, así que ¿cómo podía dudar de su
propio dominio sobre el mismo? El Ojo
de Tchar era suyo, él no pertenecía al
Ojo.
El jefe de bandidos montó sobre la
silla e hizo girar al caballo. Volvió la
mirada hacia la taberna y vio que las
primeras lenguas de fuego lamían las
ventanas. Vio que sus esclavos salían
apresuradamente del edificio y
montaban sus caballos. Hizo un gesto
con una mano, y todo el destacamento
se alejó al galope de la estructura
incendiada.
Una vez más, los enemigos que
tenía en su tierra natal habían
intentado matarlo. Incluso después de
trescientos años, aún se acordaban de
él. Suspiró. Había pasado demasiado
tiempo entre humanos. Para éstos,
trescientos años eran algo que casi
escapaba a su capacidad de imaginar.
Para los elfos, no eran nada, el espacio
que mediaba entre la juventud y la
hombría. Como había dicho, llegarían
otros.
Siempre llegarían otros, porque sus
enemigos no olvidarían nunca.
Jamás olvidarían al Príncipe Negro.

*****
Una figura andrajosa se arrastró fuera
de la taberna incendiada, y reparó en
los rostros inexpresivos y sucios que
observaban cómo se consumía el
edificio. Continuó reptando hasta la
calle y rodó sobre el fango para apagar
las llamas que se alzaban de su ropa.
Los campesinos y menestrales
observaron al superviviente con miradas
inexpresivas. Ninguno de ellos se movió
para ayudar al hombre, como ninguno
se movió para intentar apagar el fuego
que estaba consumiendo la taberna.
Josef Kretzer se incorporó sobre las
rodillas y lanzó una mirada furiosa a los
espectadores. Abrió la boca para lanzar
insultos contra la pusilánime chusma,
pero de sus pulmones sólo salió una tos
seca. Mientras tosía, se dio cuenta de
qué era el objeto que aferraba en una
mano: la larga arma fina, metida en la
curiosa vaina negra de piel de pescado.
Al manotear, la había arrancado del
cinturón del asesino de su padre,
después de que la figura de negro
acorazada le hubiese dado el rodillazo
en el estómago.
El joven comerciante estudió la hoja
curvada, en forma de espina. Sintió una
cierta satisfacción cuando los ociosos
espectadores abrieron los ojos con
expresión de alarma y retrocedieron
ante él. Devolvió la daga a la vaina y
dejó el arma en el suelo, delante, donde
la cubrió con ambas manos.
Josef inclinó la cabeza hacia la
taberna incendiada y habló con voz
lenta y triste. Era un juramento, un
juramento hecho a todos los dioses del
Imperio, de que encontraría a aquel
cuya arma él tenía entonces.
Encontraría al asesino de su padre.
Clavaría la propia daga del caballero
oscuro en su negro corazón. Y a los
dioses no les pediría más favor que éste:
que Josef Kretzer pudiese vivir justo lo
necesario para observar cómo la vida se
apagaba en los ojos del asesino, igual
que la había visto apagarse en los de su
padre.
DOS

Aldeanos de rostro severo avanzaban


silenciosamente por la calleja que
pasaba por ser la calle principal de
Falbourg. De vez en cuando, uno de los
campesinos se detenía para mirar la
estructura de madera de la taberna del
pueblo cuando otro grito de dolor
estallaba detrás de las paredes del
edificio. Pero incluso esas mentes
curiosas pensaron que sus recados eran
urgentes, después de todo, en el
momento en que la puerta de la
taberna se abrió, y una figura torva,
ataviada con armadura y casco, traspasó
la entrada.
Brunner salió a grandes zancadas
mientras se limpiaba la sangre de un
guante con un trozo de tela que llevaba
en la otra mano. Había tenido que
emplear un poco de persuasión, pero
finalmente había convencido al
recalcitrante hermano del famoso
salteador de caminos llamado
Gobineau, de que confesara el paradero
del forajido. En efecto, Brunner
consideraba que había sido una
mañana bastante provechosa. Pero el
sonido de pasos de unas botas, detrás
de él, hizo que el cazador de
recompensas olvidara todo pensamiento
de provecho y presa. Con un solo
movimiento elegante, se volvió al
mismo tiempo que arrojaba la
ensangrentada tela que tenía en las
manos.
—Si tenéis un nombre, será mejor
que lo uséis —ordenó a la vez que su
mano sacaba la pistola de la funda y
apuntaba con el arma al hombre que se
había detenido a pocos pasos de
distancia.
Enmarcado en la luz del sol
matutino, había un hombre joven
vestido con un camisote raído y
gastado, hecho con cuero endurecido y
reforzado por remaches de hierro. La
cabeza de apuestos rasgos del
desconocido estaba coronada por un
pesado casco redondo, de hierro, por
cuyo borde asomaba el cabello negro
muy corto. En su rostro había una
ceñuda expresión de fría
determinación, y sus ojos pardos
estaban entrecerrados en una
penetrante mirada de intenso examen.
La mano de suave piel del hombre se
posaba con descuido sobre el pomo de
acero del espadón que llevaba
envainado a un lado.
—Tenía entendido que aquí podría
encontrar al cazador de recompensas
llamado Brunner —dijo el joven
mientras cambiaba de postura para
poder desenvainar el arma con facilidad
—. Soy Josef Kretzer, hijo de Otto
Kretzer, de Schrabwald, del Imperio. Si
en verdad sois el hombre que busco, he
venido a contrataros.
—Vaya —dijo Brunner con una voz
que destilaba duda—. Es un hombre
muy hábil o muy afortunado el que
puede encontrarme cuando ya estoy en
medio de una cacería. —La amenaza
dominaba la voz del cazador de
recompensas—. En cualquiera de los
dos casos, es un hombre muy necio el
que se inmiscuye en mis asuntos.
—He venido aquí para contratar
vuestros servicios, no para que me
amenacéis —le espetó Josef con una
arrogancia que impregnaba sus palabras
y se mezclaba con la cólera que
acechaba justo debajo de la superficie
de su apariencia serena—. Quiero
contrataros para que me conduzcáis
hasta el bastardo asesino que mató a mi
padre.
—¿Ese hombre tiene nombre? —
preguntó Brunner sin dejar de apuntar
a Josef con la pistola.
Josef hizo una pausa para reunir sus
pensamientos y recordar los
atemorizados susurros de los
campesinos de Gambrie.
—Tengo entendido que ese animal
es conocido como el príncipe Negro.
Un rastro de diversión pasó por el
rostro del cazador de recompensas y
tiró de las comisuras de su boca.
—Habéis recorrido toda esta
distancia en persecución de una fábula.
No existe el Príncipe Negro. Sería mejor
que me pidierais que os trajera la
cabeza de Thorgrim Grudgebearer el
alto rey enano, muchacho. Al menos, él
es real.
—¡Yo lo he visto! —rugió Josef—.
Lo vi matar a mi padre con mis propios
ojos. ¡Con mis propias manos le quité
esto!
Josef se llevó una mano al cinturón
y sacó la daga en forma de espina de la
vaina donde la llevaba. La mirada de
Brunner se clavó en el arma.
El cazador de recompensas enfundó
la pistola y avanzó. Hizo un gesto para
indicarle al muchacho que le dejara la
daga. El cazador de recompensas miró
el arma atentamente, haciéndola girar y
dejando que la luz de la mañana
danzara sobre su oscura superficie
metálica.
—¿Le quitasteis esto al Príncipe
Negro? —preguntó.
—Era muy tangible para ser un mito
—le contestó el muchacho, y Brunner
bufó una breve risa entre dientes.
—Si esto de verdad procede de
quien vos decís que procede, tenemos
que hablar. —El cazador de
recompensas fijó sus ojos sobre el joven
comerciante—. Reuníos conmigo en los
establos. —Brunner extendió el brazo y
volvió a meter la daga en la vaina que el
joven llevaba al cinturón—. Y no vayáis
por ahí mostrándole eso a nadie más.
—Entonces, ¿me ayudaréis? —
preguntó Josef con una voz aún
inexpresiva, que no denotaba ni
esperanza ni suspicacia.
El cazador de recompensas tuvo que
admitir que el joven comerciante era
muy bueno en no demostrar lo que
sentía o pensaba. Asintió con su cabeza
acorazada.
—Eso aún está por ver, pero ya
habéis captado mi interés —replicó el
cazador de recompensas.

*****
Brunner encontró a Josef Kretzer
sentado sobre un cajón de madera bajo,
situado junto a una pila de heno
amarilleado, en la sombra que
proporcionaba el establo del pueblo. El
edificio hedía a estiércol y al sudor de
los animales, pero el cazador de
recompensas no advirtió signo alguno
de desagrado en la cara del
comerciante. Tal vez era un poco más
duro de lo que indicaban sus suaves
manos.
Brunner pasó ante el joven sin
detenerse a saludarlo cuando se levantó
del cajón. Caminó directamente hasta
el corpulento caballo bayo que estaba
atado a la pared del fondo del establo
de madera, con la rienda enhebrada en
una sencilla argolla de hierro. El
cazador de recompensas posó una
mano tranquilizadora sobre el cuello
del corcel y lo acarició para mitigar
parte de la tensión del animal.
—¿Habéis considerado mi oferta? —
preguntó Josef, que siguió al cazador de
recompensas cuando se alejó de
Demonio para encaminarse hacia el
vigoroso caballo gris de carga Cofre de
Jornal. Brunner sacó una zanahoria
pequeña de uno de los bolsillos de su
cinturón y le dio la golosina al animal,
que a menudo trabajaba demasiado.
Alzó los ojos para clavarlos en el joven.
—Esa daga que robasteis. —
Brunner observó cómo un impulso
venenoso luchaba por aflorar a través
del calmo continente del muchacho. El
cazador de recompensas rió entre
dientes—. Entonces, digamos que la
habéis cobrado. —Era lo más parecido a
una disculpa que había presentado en
cinco años—. ¿Tenéis alguna idea de
qué es?
Josef volvió a sacar el arma e intentó
discernir lo que había averiguado el
cazador de recompensas durante el
breve examen que había realizado.
—El equilibrio es malo, el espacio
entre la empuñadura y el pomo es
inadecuado para cogerlo, incluso con
una sola mano —observó Josef—.
Probablemente se trata de un arma
extranjera, procedente de un lugar en el
que tienen curiosas ideas acerca del arte
de la guerra y la esgrima.
Brunner asintió con la cabeza y
tendió las manos hacia la voluminosa
carga que había sobre el lomo de Cofre
de Jornal. Soltó varias correas y cayó
una larga sábana de cuero; a la vista
quedaron un arco de elegante aspecto y
unas cuantas flechas de acero.
El cazador de recompensas desató
los tientos que sujetaban el arco y cogió
el arma. El arco era esbelto, hecho con
una madera pálida, casi blanca. En la
práctica totalidad de su largo, había
escrituras grabadas.
Muy posiblemente era el arma más
hermosa sobre la que Josef había
posado los ojos; más una obra de arte
que una herramienta de guerra. El
cazador de recompensas le lanzó el
arma al comerciante. Josef estudió el
arco, y volvió a quedar atónito ante el
curioso asidero y la torpeza de que
estaba imbuida. De repente,
comprendió y volvió a mirar al cazador
de recompensas.
—Es como la daga —exclamó el
muchacho.
Brunner le hizo un gesto a Josef
para que le devolviera el arma.
—Se lo quité a un asesino a sueldo,
en los Reinos Fronterizos, hace un año
—explicó el cazador de recompensas—,
pero no fue hecho para ninguna mano
humana.
Brunner dejó que la información
fuese asimilada durante un momento,
mientras devolvía el arco a su sitio y
volvía a sujetar el rollo de cuero sobre el
lomo del caballo.
—¿Elfos? —jadeó el muchacho.
Había visto elfos unas pocas veces
en su vida; eran seres gráciles e
imposiblemente hermosos. Podía
encontrarse unos pocos en Altdorf, y
una verdadera comunidad de los
llamados Elfos Marinos en la ciudad
estado de Marienburgo. Josef volvió a
pensar en el incómodo asidero de la
daga. ¿Conformado para unas manos
más largas que las de un hombre, para
dedos más finos y delicados que los de
las ásperas patas de un simple ser
humano?
Brunner asintió con la cabeza.
—Es lo único que le confiere
sentido. —El cazador de recompensas
se apartó de Cofre de jornal y se encaró
con el comerciante—. ¿Cuánto sabéis
sobre el Príncipe Negro?
—Sólo lo que me han contado los
aldeanos de Gambrie, y lo que me dijo
el vizconde De Chegney cuando le
solicité ayuda para perseguir al asesino
de mi padre.
Josef volvió a pensar en el
humillante encuentro en el castillo del
vizconde. De Chegney se había
mostrado disgustado al enterarse de
todo el asunto, pero no había hecho
nada mis que proporcionarle a Josef
una vapuleada armadura en desuso y
un caballo débil que debía haber sido
seleccionado para alimentar a los perros
del vizconde antes de que se lo dieran a
Josef. Sólo una cosa más le había dado
el vizconde, una palabra de advertencia
de que debería olvidarse de todo y
regresar al Imperio para disfrutar de la
hacienda de su padre.
Brunner sacudió la cabeza ante la
mención del vizconde, pero se guardó
para sí lo que pensaba. En cambio,
habló con voz baja y gélida.
—Hace centenares de años que se
cuentan historias acerca del Príncipe
Negro —dijo—. Siempre se le describe
como una figura arrogante, alta y
esbelta, que lleva armadura negra. Un
espadachín experto capaz de vencer
incluso a los más nobles caballeros.
Tiene bajo su mando hombres y bestias;
es un protector de bandidos que hace
presa en el territorio como una plaga
asesina. —El cazador de recompensas
dejó que una débil risa saliera de su
garganta—. Sin duda, habéis oído
hablar de los caballeros bretonianos del
grial, que buscan por todo el reino para
encontrar la sagrada copa de la Dama
del Lago. El Príncipe Negro es la copa
sagrada de un cazador de recompensas.
Hace trescientos años, el entonces rey
de Bretonia puso un precio de cinco mil
piezas de oro sobre la cabeza del
Príncipe Negro, tras la muerte de la
embajadora del reino del Bosque de
Loren. No obstante, en todo ese tiempo
nadie ha reclamado la recompensa. La
mayoría de los hombres de mi oficio lo
consideran un mito, un coco invocado
por magistrados ineptos y jefes de
caravanas ladrones, para justificar todos
los robos que se producen en este lado
de las Montañas Grises. —Brunner se
permitió una pausa con los ojos fijos en
el muchacho, y una mirada de astucia
hizo que entrecerrara los gélidos ojos
detrás de la visera del casco—.
Contadme todo lo que sucedió esa
noche exactamente como ocurrió.
Josef comenzó a referir los
acontecimientos de la noche en que
murió su padre. Habló del siniestro
viajero y de su duelo con el jefe de los
bandidos. Habló de la celeridad
imposible con que ambos se movían y
de la asombrosa habilidad del Príncipe
Negro con la espada. Refirió la cruel
burla del monstruo para con el enemigo
vencido, y su similar salvajismo cuando
les ordenó con indiferencia a sus
secuaces que quemaran la taberna y a
sus ocupantes. Le describió a Brunner,
con especial detalle, la extraña
armadura que llevaba el Príncipe
Negro, que era a un tiempo monstruosa
y hermosa. Cuando hubo acabado, el
cazador de recompensas avanzó hacia
Demonio y desató al animal de la
argolla de hierro.
—¿Me ayudaréis, entonces? —
preguntó Josef mientras el cazador de
recompensas sacaba al animal del
establo.
Brunner cogió un trapo de la alforja
lateral de su silla de montar y se la
lanzó al muchacho.
—Con cinco mil coronas de oro en
juego, tal vez ni siquiera os cobre. —
Brunner señaló la daga con un dedo
enguantado—. Cubrid eso, y no se lo
mostréis a nadie, a menos que yo os lo
diga. —Sonrió—. No nos interesa que
nadie más se haga una idea del lugar
del que procede eso.

*****
La figura sentada miró hacia el balcón y
observó cómo el sol matinal viraba la
obra de cantería del color gris al blanco
al desterrar las sombras con sus rayos.
Era una mañana gloriosa, sin una nube
en el cielo. Una vez más, el noble del
trono negro sintió que los espíritus de la
melancolía tironeaban de su corazón
normalmente inmutable. Una vez más,
pensó en la perpetua oscuridad y
tenebrosidad de su hogar, en los gélidos
ventarrones septentrionales que
aullaban a través de las torres y almenas
de su ciudad como una legión de
bramantes banshees. Traían consigo la
blanda nieve blanca del norte, que
destellaba con la cromática
contaminación de los Desiertos del
Caos, magia capturada por las nubes y
llevada hacia el sur por el poder de los
brujos de Naggaroth.
Dralaith suspiró y se arregló una
manga del largo khaitan de seda,
mientras evocaba su pérdida tierra
natal. Algún día regresaría, no como
cadáver ni como prisionero. Regresaría
como conquistador. No creía que los
Dioses Oscuros le negaran eso. Porque
¿no eran ellos la causa de su exilio? ¿No
eran ellos la razón por la que se había
convertido en el Príncipe Negro?
Posó los ojos sobre la caja de
ennegrecida madera de teca, cerrada
con llave, que descansaba sobre un
cojín junto a su trono. Era una reliquia
de su familia, capturada por algún
ancestro muerto hacía mucho tiempo,
en una incursión a Cathay. Dentro de
la caja, sin embargo, había un artefacto
de cosecha mucho más reciente,
capturado por el propio Dralaith,
arrancado del cuello de un adivino de
Norse cuando el barco de Dralaith se
encontró con la barca dragón del
bárbaro.
Dralaith se remontó a aquel día,
cuando había conducido a los corsarios
hasta la cubierta de la embarcación
capturada.
Los de Norse eran vigorosos y
poderosos para ser humanos, y mucho
más manejables que los oreos, en las
minas y fosas de esclavos. Los elfos
oscuros libraron una amarga batalla,
reacios a matar demasiados bárbaros
para que la captura de esclavos no se
viera reducida a niveles poco
provechosos. De hecho, los corsarios
casi habían sido vencidos por los
hombres de Norse. Entonces, habían
llegado abrasadores estallidos de luz
azul sobrenatural, y la llama que
derribó a docenas de corsarios dejó sus
armaduras humeando, pero sus pieles
intactas.
Dralaith se había abierto paso hasta
la proa del barco, mientras los corsarios
perecían a su alrededor. Allí había
encontrado el origen del mágico ataque:
un ser humano corpulento, ataviado
con un roñoso ropón negro hecho de
cuero teñido, que lucía sobre la cabeza
el cráneo de burlona sonrisa de una
bestia provista de colmillos y cuernos, a
modo de casco. En otros tiempos, el
vidente había sido un hombre macizo y
fuerte, pero entonces parecía un gigante
ajado. Tanto si sus brazos eran débiles
como si no, cuando el vidente se volvió,
su mano provista de garras se abrió para
dejar ver la resplandeciente gema que
tenía. En ese momento, Dralaith supo
que moriría. Sin embargo, no fueron los
ojos del elfo oscuro los que
manifestaron miedo, sino los del
vidente. Gruñó un juramento brutal,
pero la gema que tenía en la mano no le
obedeció, y el cuerpo de Dralaith no
fue consumido por lenguas de fuego
místico.
El elfo oscuro no había esperado a
que el vidente se recobrase; de
inmediato, se arrojó sobre él para
cercenarle la mano. Un par de corsarios
se lanzaron hacia ellos para apresar al
místico mutilado, mientras Dralaith
recogía la gema de los charcos de sangre
que empapaban la cubierta.
Más tarde, después de que sus
torturadores ejercieran su arte con el
vidente, se había enterado de que la
gema recibía el nombre de Ojo de
Tchar. El Ojo actuaba como foco de
poderes enormes, poderes que podían
instilar vitalidad y fuerza en un
hombre, que podían invocar demonios
del reino inferior para que destrozaran
la carne de los enemigos de quien
poseía la gema. Pero no era ése el más
grande de sus poderes. Se había
enterado de que mostraba el futuro de
su propietario, que las profundidades
de la gema revelarían cualquier peligro
que amenazara y que le mostrarían al
dueño de la joya la manera de
contrarrestar ese peligro.
Pero había habido una pregunta
que inquietaba a Dralaith desde
entonces. ¿Por qué el Ojo de Tchar no
había advertido al vidente acerca de él?
El vidente se había echado a reír
cuando oyó la pregunta, y había
continuado riendo hasta que los
torturadores lo destrozaron más allá del
punto de retorno. El hombre de Norse
sólo dejó de reír cuando la vida
abandonó su mutilado cuerpo. Alzó
una sonrisa hacia el noble elfo oscuro.
Elogió a Dralaith por su sabiduría, pero
no pudo darle respuesta alguna porque
el vidente nunca pensó en formular esa
pregunta cuando le quitó la gema a un
jefe bárbaro, mucho tiempo atrás, antes
de convertirse en hechicero.
El Príncipe Negro devolvió la
mirada a la larga mesa que había ante
su trono. Un humano nervioso estaba
sentado allí, con ropas que hedían a
mugre y el pelo pegoteado de polvo y
suciedad. El elfo oscuro intentó
recordar el nombre del humano, pero
no lo logró. Ni siquiera recordaba por
qué había sido encerrado en las
mazmorras, pero apartó a un lado esas
cuestiones. Cualquier cosa que hubiese
hecho no era importante. El Príncipe
Negro chasqueó los dedos, y cuatro
sirvientes entraron en la cámara,
arrastrando los pies. El primero llevaba
una botella de cristal, objeto
encontrado en las bodegas de la torre
cuando el Príncipe Negro la había
rescatado de manos de la alimaña
goblin que la había ocupado durante
siglos. El elfo oscuro sonrió al ver el
líquido rojo subido que contenía la
botella. El segundo sirviente llevaba una
copa grande cuya superficie estaba
cubierta de plata. El cáliz de la copa
había sido tallado a partir del cráneo
del último asesino que intentó matarlo.
Los otros dos sirvientes avanzaban
trabajosamente bajo una pesada fuente
sobre la que había una pila de carne de
la que se desprendía vapor. El Príncipe
Negro inhaló para saborear el aroma.
Luego volvió a chasquear los dedos, y
todos los objetos fueron colocados ante
el prisionero.
—Tienes hambre —declaró el
Príncipe Negro—. ¿Ves el banquete que
he hecho preparar para ti? —El hombre
alzó la mirada hacia el elfo oscuro, y
luego volvió a posar los ojos sobre la
carne asada que tenía delante—. Come
—ordenó el elfo oscuro cuando el
hombre vaciló.
Uno de los sirvientes comenzó a
verter el espeso líquido rojo de la
botella en la copa de cráneo, poniendo
buen cuidado en no derramar ni una
gota, por miedo a que le dijeran que
también él se uniera a aquel
monstruoso festín.
Temblando de aborrecimiento y
terror, el prisionero cogió la copa y
dominó el asco mientras el salado
fluido pasaba a través de sus labios. Al
hacerlo, el señor sentado comenzó a
murmurar con voz casi inaudible, y los
sonidos melodiosos flotaron por la
estancia con vida propia. Los ojos
almendrados del Príncipe Negro
empezaron a relumbrar con luz mística,
y el elfo oscuro profirió un siseo de
satisfacción.
—Exquisito —declaró—. Ahora
prueba un poco de carne.
El prisionero gimió, pero adelantó
una mano y cogió un pequeño bocado
de la bandeja. El Príncipe Negro
chasqueó los labios cuando el invitado
comió a su pesar.
Habían pasado centenares de años
desde que Dralaith había saboreado por
última vez la comida con su propia
boca. Los venenos con los que la
nobleza de Naggaroth untaba el cuerpo
invariablemente anulaban los sentidos
del gusto y el tacto. Sólo mediante la
brujería, u obligando a su mente a
unirse con la de otro, podía el Príncipe
Negro sentir los sabores de la comida y
el vino. No era algo que pudiese hacer
con frecuencia porque siempre se
pagaba un tributo por usar la magia de
modo tan frívolo. No obstante, a veces
surgían ocasiones en las que podía
regalarse.
El Príncipe Negro meditó sobre lo
que le había mostrado el Ojo de Tchar
cuando regresó a la fortaleza. Uno de
sus bandidos, una comadreja
bretoniana llamada Ferricks, íntimo
aliado del traidor Bors, no había
regresado con él. El Ojo de Tchar había
mostrado al ladrón volviendo
apresuradamente a su aldea natal. Lo
inundaba el terror de que Bors lo
implicara en su torpe complot. Pero lo
que el Ojo le había mostrado después,
el modo como el Príncipe Negro podía
dirigir los acontecimientos, eso había
sido realmente esclarecedor. El elfo
oscuro sonrió sin advertir siquiera que
su invitado había dejado de comer y
estaba intentando con toda su alma no
vomitar lo poco que había ingerido.
Era un complot muy simple, y el
Príncipe Negro se asombraba de que ni
se le hubiese ocurrido antes a él. Y el
Ojo de Tchar no le había mostrado una
conspiración semejante antes de
entonces. No por vez primera, el elfo
oscuro se preguntó si tenía el control de
la gema, o si ésta lo controlaba a él. El
Príncipe Negro descartó dichas
preocupaciones en cuanto tomaron
forma. Era un talismán y nada más. Y
nada tenía que temer mientras éste lo
guiara. Ciertamente, no había nada que
debiese temer de un ordinario cazador
de recompensas humano.
El Príncipe Negro señaló al hombre
con un esbelto dedo, y luego lo dirigió
hacia el costillar que humeaba sobre la
bandeja.
—Más carne —ordenó la melodiosa
voz.
El Príncipe Negro se retrepó en su
trono y acomodó mejor el cuerpo sobre
las cubiertas de pieles. Disfrutaría al
máximo de su banquete. No todos los
días podía saborear carne de
Naggaroth.
TRES

Josef luchaba para permanecer


despierto y erguido sobre la silla de su
caballo. El cazador de recompensas
había abandonado el pueblo casi de
inmediato tras su encuentro con él.
Ambos cabalgaban hacia el sur, a
despecho de las protestas de Josef.
Después de la conversación mantenida
en el establo, Brunner había guardado
silencio. Ni una sola palabra había
mediado entre ellos en las largas millas
que habían cubierto desde que el sol de
la mañana se había hundido en la
oscuridad. El joven no podía dilucidar
si el cazador de recompensas estaba de
malhumor o sumido en sus
pensamientos. Hacía ya mucho rato que
había decidido dejar de intentar
interrumpir el silencio del hombre.
De repente, una zona oscura se alzó
ante ellos, extendiéndose hasta donde
los cansados ojos de Josef podían ver,
un bosque que se elevaba de la
extensión de prados y campos de
cultivo, como una muralla viviente.
Josef vio pequeños objetos oscuros
dispersos entre la linde del bosque y los
prados. En la oscuridad, no pudo
distinguir si se trataba de simples rocas
o de una obra artificial, monumentos, o
tal vez mojones hechos con montones
de piedras. El caballo de Josef se detuvo
cuando Brunner frenó a sus propios
animales. El joven se frotó los ojos para
intentar despertar su mente. Sin decirle
una sola palabra, Brunner pasó una
pierna por encima de la silla y saltó al
herboso suelo.
En algún lugar de la noche, una
lechuza ululó. Brunner avanzó hacia las
oscuras rocas. Ociosamente, Josef se
preguntó si debería seguir al cazador de
recompensas, pero decidió que, en su
estado, sería más probable que cayera
en un agujero, antes que servir de
ayuda si había algo acechando entre las
sombras. Por un momento, la alarma
inundó su fatigado cuerpo, el miedo de
que una horda de hombres bestia y
goblins pudiera irrumpir desde la
oscura extensión de árboles. Pero tal
miedo se extinguió con rapidez. Con lo
cansado que estaba, a Josef no podía
importarle menos. Su cabeza cayó hacia
delante, y apoyó el mentón en el pecho.
Un momento más tarde, el muchacho
se sumió en una duermevela.
Brunner pasó entre las antiguas
piedras erectas sin considerar las
curiosas marcas que habían sido
grabadas a fuego en la roca. En cambio,
se inclinó para recoger unos guijarros
blancos. Cuando tuvo un puñado,
despejó un reducido espacio del suelo,
apartando rocas y ramitas con una bota.
Luego, se agachó y dispuso
cuidadosamente los guijarros sobre la
tierra. A continuación, se incorporó y
observó el dibujo que había hecho. Alzó
la mirada, y sus gélidos ojos estudiaron
la oscura, meditabunda sombra del
bosque. Por último, dio media vuelta y
regresó junto a Josef y los caballos.
Brunner montó sobre Demonio, y
tendió una mano para sacudir al
muchacho y llevarlo a un estado
parecido a la vigilia.
—¿Q… qué? —barboteó el joven.
—Aquí ya hemos acabado —declaró
el cazador de recompensas—. Si
cabalgamos a buen paso, podremos
pasar la noche en la posada de
Haustrate. No es una maravilla, pero es
mejor que dormir bajo la luz de
Morrslieb.
Josef no discutió, y se limitó a hacer
un cansado gesto con la mano, para que
el cazador de recompensas abriera la
marcha. Al cabo de poco rato, los tres
caballos avanzaban por el polvoriento
camino a un paso que se aproximaba al
galope.
Detrás de ellos, en las sombras del
bosque, una lechuza lanzó su ululante
grito noche adentro.

*****
Josef siguió a Brunner al interior de la
oscura posada con cocheras, donde un
desvencijado cartel de madera
desteñida anunciaba que se trataba de
Le Canard Etranglé. Situada en un
edificio voluminoso de dos plantas,
estaba protegida por una alta muralla
de piedra, fortificación ausente en
muchas de las aldeas y ciudades
bretonianas. La posada servía a los
viajeros dedicados al comercio, así
como a los de piadosa devoción. Y
había los suficientes buhoneros y
peregrinos deseosos de ver los lugares
donde había sido visto el grial, para
hacer que René Haustrate fuese un
hombre atareado y muy próspero.
Incluso a esa hora tardía, la posada
estaba lejos de encontrarse desierta, y
sus huéspedes no parecían sentir para
nada sueño. Sentados ante una mesa,
había un par de caballeros bretonianos
que llevaban coloridas sobrevestas
encima de los trajes de cota de malla.
Sus voces altas y jactanciosas llegaban a
todos los rincones del salón. Un par de
escuderos vestidos de verde y con el
cabello cortado en la forma de cuenco
propia del pueblo llano de Bretonia se
desvivían para asegurar que las jarras de
cerveza de los dos caballeros no
estuviesen nunca vacías. Les llevaban
constantemente otras nuevas, mientras
los señores vaciaban el contenido de las
anteriores. Un hombre de aspecto
nervudo, con el rostro arrugado por un
perpetuo ceño fruncido, bebía sorbitos
de una jarra de cerveza mientras
jugueteaba ociosamente con una
pequeña caja de hojalata que había
sacado del abultado paquete que tenía a
su lado. Cerca del hombre, se hallaba
sentado un grupo de tramperos
ataviados con pieles; cada uno de esos
fornidos hombres hediondos describía
con gestos de las manos alguna de sus
aventuras en el bosque, pues se habían
dado cuenta de que no habría forma de
conversar con los ruidosos caballeros
tan cerca.
Brunner se encaminó hacia la barra
y pidió una jarra de cerveza al descubrir
que no tenían schnapps imperial. Josef
se reunió con él y pidió su propia
bebida; el tabernero de agradables
modales estuvo encantado de servirlo al
ver el dinero del joven. Josef se volvió
de espaldas a la barra, imitando los
movimientos del cazador de
recompensas. Sus ojos recorrieron el
salón y estudiaron cada rostro.
Josef no sabía qué estaba buscando,
pero, de repente, se le ocurrió qué
estaba esperando ver su compañero.
Una cara, una cicatriz, una
particularidad del atuendo que la
memoria de elefante de Brunner
pudiera identificar con un forajido.
Josef continuó estudiando a los
otros parroquianos de la taberna, y
luego contuvo la respiración. Sentada
ante una mesa del fondo, había una
alta figura esbelta, cubierta por una
capa de color verde apagado. Josef
distinguió la pálida piel que había
debajo de la capucha. Las manos
descansaban debajo de la mesa, aunque
Josef no pudo determinar si sujetaban o
no un arma. Sobre la mesa había una
jarra de cuero llena de cerveza, pero la
silenciosa figura no parecía interesada
en ella. Josef se inclinó hacia delante
para intentar ver si la figura embozada
llevaba cubierta la mitad inferior de la
cara. Una mano enguantada presionó
su pecho y lo echó hacia atrás.
—Tranquilo —susurró la voz del
cazador de recompensas—. Daos la
vuelta y disfrutad de la cerveza. —El
cazador de recompensas se volvió de
cara a la barra, y Josef lo imitó—. Ahora
voy a coger la daga para ir a charlar un
rato con nuestro amigo de allí. —Josef
sintió que la mano del cazador de
recompensas cogía el arma oculta de su
cinturón, donde él la había metido—.
Quedaos aquí. Volveré en seguida.
Por el rabillo del ojo, Josef vio que
Brunner atravesaba el salón y esquivaba
ágilmente a los dos escuderos que
pasaban corriendo para llevarles una
nueva jarra a sus borrachos señores. Se
encaminó directamente hacia la mesa
ante la que se encontraba sentada la
siniestra figura. Josef vio que una
enguantada mano del cazador de
recompensas descansaba suavemente
sobre el puño de su espada, pero se
preguntó si el contacto era tan leve
como parecía.
La figura no se movió siquiera
cuando Brunner se sentó frente a ella.
Josef vio que los labios de Brunner se
movían, pero ni un rastro de susurro
logró llegar hasta él por encima del
ruido de los vocingleros caballeros.
Observó que Brunner hablaba, y tuvo la
impresión de que también la figura
embozada decía algo. Luego, el cazador
de recompensas sacó la daga que
llevaba envuelta. Con gestos cuidadosos
y lentos, Brunner retiró el arma de
debajo de la tela que la cubría, y
después le quitó la vaina de cuero.
La figura embozada se inclinó hacia
delante. Dos delgadas manos pálidas se
cerraron sobre el arma y la acercaron a
su rostro. El desconocido miró
fijamente el arma al mismo tiempo que
la hacía girar una y otra vez entre sus
manos. La cabeza volvió a levantarse, y
Josef vio que Brunner respondía a una
pregunta que le había formulado el
otro. Luego, los largos dedos
inhumanos devolvieron
cuidadosamente la daga a su funda y
volvieron a envolverlo todo con la tela.
La figura embozada vaciló durante un
momento, y Josef comprobó que
Brunner hablaba con violencia. La
cabeza encapuchada asintió lentamente
y empujó la daga de nuevo hacia el
cazador de recompensas. Brunner se
levantó de la mesa y regresó a la barra.
—¿De qué iba eso? —preguntó Josef
—. ¿Es un elfo? ¿Como el otro?
Brunner clavó los ojos en su joven
compañero.
—Esta noche cogeremos
habitaciones aquí. Continuaremos
camino por la mañana hacia Parravon.
El cazador de recompensas alzó su
abandonada jarra, y bebió largamente.
—Pero ¿quién era ése?
Josef se volvió para señalar a la
figura embozada pero, al mirar, vio que
la mesa estaba desocupada.
—Alguien que me ha respondido a
una pregunta —replicó Brunner—,
aunque no lo hizo de muy buen grado.
El cazador de recompensas acabó el
resto de cerveza de la jarra y se negó a
decir nada más acerca del hombre de la
capa verde.
*****
Josef rodó sobre si mismo y se arropó
aún más apretadamente en la manta de
lana cruda para intentar defenderse del
helado rocío matinal. El tacón de una
bota empujó al muchacho para dejarlo
boca arriba. Farfulló al ascender a una
borrosa especie de vigilia y agitó la
legañosa cabeza en una serie de rápidos
giros. El hombre que lo había
despertado se alejó a grandes zancadas
para examinar los arreos de su caballo
de guerra.
—Aprended a dormir con sueño
más ligero —le gritó Brunner al
muchacho—, o podríais no despertar
jamás.
Josef emergió de debajo de la manta
y se sacudió la tierra y la hierba de la
ropa.
—Es asombroso que haya logrado
dormir —refunfuñó. Miró a su
alrededor, sin ver ni rastro de un fuego.
El muchacho suspiró y avanzó hasta su
equipaje, del que sacó su cinturón y sus
armas—. ¿Tampoco hoy
desayunaremos?
—Si queríais desayunar, deberíais
haberos quedado en la posada —le
recordó el cazador de recompensas.
Había intentado inculcarle al
muchacho que debería renunciar a
seguir con su búsqueda de venganza, y
permitir que el cazador de recompensas
prosiguiera sin impedimentos; pero
Josef no estaba dispuesto a escuchar
palabras semejantes, por válidos que
pudiesen ser los argumentos de
Brunner. El joven tenía la sospecha de
que el asesino a sueldo tampoco estaba
realmente ansioso por perderlo de vista,
aunque Josef no podía ni aventurar la
más ligera conjetura respecto a la
utilidad que el asesino pensaba darle.
La cabalgata desde la posada había
sido dura y larga. Hacía ya dos días que
viajaban camino del norte. Ante ellos;
como una sombra distante, los oscuros
picos de las Montañas Grises se hacían
cada vez más grandes e imponentes. A
la derecha, la vasta extensión del
Bosque de Loren avanzaba hasta el
camino mismo. Era una oscura masa
formidable de vegetación, cuyas ramas
y hojas impedían hasta el más ligero
atisbo de lo que podía haber en su
interior.
Josef no podía apartar el extenso
bosque de su mente, e imaginaba que
toda clase de cosas innombrables los
observaban desde las sombras. Cada
noche habían acampado bajo las
estrellas. El cazador de recompensas se
había quedado dormido casi
inmediatamente después de plantar
campamento. Atendía a sus caballos
como si no lo inquietara en lo más
mínimo la proximidad del bosque y las
criaturas feroces que pudiesen recorrer
sus sombríos senderos. En el caso de
Josef, sin embargo, el sueño era un
estado más esquivo, y pasaba horas
observando las sombras y escuchando
los susurros de los arbustos, las
llamadas de los pájaros nocturnos y el
ruido de los insectos. Sólo cuando la
fatiga embotaba sus exacerbados
sentidos, caía finalmente en un sueño
inquieto.
—Debemos llegar hoy a Parravon —
anunció Brunner—. A primera hora de
la tarde, si el jaco del vizconde puede
mantener el paso.
—¿Qué hay en Parravon? —
preguntó Josef mientras se metía en el
cinturón la daga envuelta.
—Un…, un amigo —respondió el
cazador de recompensas, tras una
pausa. Se encaró con Josef y clavó su
mirada en los ojos del muchacho—.
Alguien que podría contarnos algo más
acerca de tu Príncipe Negro.
De repente, Brunner giró a toda
velocidad al mismo tiempo que su
mano izquierda aferraba la pistola, y la
derecha se cerraba en torno a la
empuñadura de la espada ya desnuda.
—Si hubiese tenido intención de
matarte —dijo una voz suave—, no
habrías llegado a ver la mañana.
Josef observó con asombro la figura
alta y delgada que surgió de detrás de
un grupo de arbustos de bayas. La
figura iba ataviada con una larga capa
verde, pero en ese caso tenía la capucha
echada hacia atrás y dejaba a la vista un
rostro de delicadas facciones con larga
nariz afilada, frente alta y ojos rasgados.
Un largo cabello dorado suelto caía
como una cascada en torno a los
hombros de la figura. Josef vio que una
esbelta espada con empuñadura de
cuerno pulido estaba envainada a un
lado de su cadera, y que el desconocido
llevaba un arco tallado en la misma
madera blanca que el que le había
mostrado el cazador de recompensas
cuando se conocieron.
El elfo llevaba una casaca y unos
calzones de fino cuero suave, y una
aljaba ribeteada de piel pendía de uno
de sus hombros mediante una correa.
—Lithelain —dijo Brunner, que
mantuvo las armas preparadas—. No
puedo decir que me sorprenda verte.
Me disculparás si no abandono mi
suspicacia.
El elfo silvano sonrió con una
expresión que parecía sutilmente
burlona y altiva.
—Me temo que tienes
preocupaciones más apremiantes —dijo
el elfo con una voz que conservó su
tono suave—. Tus pasos han sido
seguidos por alguien más, aparte de mí.
Cinco jinetes han cabalgado tras tu
rastro durante el último día y medio.
—¿Te importaría explicarte? —
preguntó Brunner sin dejar de apuntar
la frente del elfo con la pistola.
—Sería muy estúpido si lo hiciera
sin recibir una compensación —
respondió Lithelain.
—No voy a renunciar a la daga ni a
mi oportunidad de apresar al Príncipe
—gruñó el cazador de recompensas.
Las palabras de Brunner hicieron
que Josef aferrara con más fuerza la
daga y desenvainara su espada. Pasó
por alto el hecho de que el cazador de
recompensas parecía considerar que la
daga era propiedad suya y se concentró
en la sugerencia de que el elfo había ido
allí para llevársela.
—¿Qué importancia tiene él para ti?
—En la voz del elfo había entonces un
tono áspero, enojado—. Para ti no es
más que otra recompensa, pero para mí
es una cuestión de honor, un insulto
para mi raza.
—Para mí, representa el oro
suficiente para atragantar a un enano —
lo corrigió el cazador de recompensas—.
Si crees que voy a renunciar a eso, es
que has estado fuera de la profesión
durante demasiado tiempo. —La boca
de Brunner se torció en una sonrisa
burlona—. No te preocupes; después de
haber recogido la recompensa, te traeré
una prueba de que está muerto.
Lithelain suspiró, pero la tensión de
su postura pareció desvanecerse. Al
relajarse el elfo, Brunner se puso más
en guardia.
—Puedes quedarte con tu
asqueroso dinero sangriento, Brunner
—dijo el elfo—, pero será mi mano la
que lo mate. —La amenaza que había
en la suave voz musical era
inconfundible.
—¿Estás proponiéndome que nos
asociemos? —preguntó Brunner.
—Esperad —protestó Josef—. ¡Seré
yo quien mate a ese bastardo!
El cazador de recompensas y el elfo
observaron al enojado comerciante
durante un momento, y luego ambos
dejaron que un destello divertido
iluminara sus rostros. Brunner enfundó
las armas.
—Él tiene un derecho prioritario —
dijo el cazador de recompensas—.
Tendrás que esperar tu turno.
Lithelain miró atentamente a Josef,
y sus ojos de tonalidad cobriza
estudiaron al muchacho; después, las
gráciles facciones del elfo adoptaron
una expresión de tristeza.
—Admiro vuestra determinación —
dijo—, pero en las manos del Príncipe
Negro ya hay bastante sangre inocente.
Josef comenzó a dar voz a una
enojada protesta para decirle a aquella
arrogante criatura inhumana que,
cuando se encontrara con el Príncipe
Negro, sería el villano quien caería, y no
él. Pero Lithelain ya había devuelto su
atención a Brunner.
—Estos jinetes deberían darte
alcance dentro de pocas horas —declaró
el elfo.
—No me gusta que me den caza —
dijo Brunner—. Pienso que deberíamos
esperar a nuestros perseguidores. Tal
vez volver las tornas contra ellos. Quizá
tenderles una emboscada al borde de
Pantano Inhóspito. —El cazador de
recompensas hizo otra pausa para
considerar las opciones—. ¿Tienes idea
de quiénes podrían ser?
El elfo silvano negó con la cabeza.
—Los vi desde muy lejos —admitió
Lithelain—. Sólo pude determinar que
os seguían a vosotros.
Brunner asentía con la cabeza
mientras el elfo hablaba.
—Bueno, pues creo que esta vez
podrás echarles un vistazo desde más
cerca.

*****
Los tres hombres se encontraban
acuclillados entre los rocosos escombros
de un muro. Cincuenta años antes, el
duque del lugar había intentado
convertir aquel tramo del camino entre
Quenelles y Parravon en un camino de
pago. El terreno era perfectamente
adecuado para dicho propósito. Al este
se alzaba la impenetrable y vasta
extensión del Bosque de Loren, una
intimidante barrera para los viajeros,
una tierra encantada y de mala
reputación, que la imaginación del
pueblo bretoniano había poblado con
toda clase de criaturas fantásticas.
Al oeste y a lo largo de varias millas,
el paisaje suavemente ondulado se
hundía en una profunda depresión,
donde los prados y campos de cultivo
cedían paso a un repugnante marjal
hediondo conocido como Pantano
Inhóspito. El pantano era una cuenca
de fango y árboles retorcidos y
raquíticos. Pequeñas islas boscosas
salpicaban el funesto marjal, donde los
jabalíes y gatos monteses se refugiaban
de las flechas de los cazadores
bretonianos. Grandes extensiones de
fango gris serpenteaban entre las islas y
los profundos charcos de negra agua
espumosa. Sólo las aves más ligeras, los
pájaros pescadores y las grullas de patas
palmeadas podían navegar por las
planicies de lodo con algún tipo de
impunidad; cualquier criatura más
pesada se encontraría atrapada en una
presa implacable, arrastrada sin
remedio hacia las profundidades del
voraz fango. Se rumoreaba que había
canales navegables que atravesaban el
pantano, pero sólo un puñado de
cazadores campesinos y cazadores
furtivos sabían cómo maniobrar sus
esquifes de poco calado a través del
cenagal.
Entre el pantano y el bosque, corría
un estrecho camino de terreno firme.
Por orden del duque, ese terreno había
sido minado. Una gran parte se
desmoronó, y la zona pantanosa se
extendió hasta que sólo quedó un
delgado sendero. Luego, el duque había
hecho construir su torre y su puerta
para exigir un tributo a todos los que
pasaran por «su camino».
El camino de pago del duque existió
durante menos de un año. Algunos
decían que los vengativos espíritus,
ofendidos por la codicia del duque,
salieron del bosque y derribaron su
torre. Otros decían que una enorme
atrocidad, una criatura de los Dioses
Oscuros que había salido de las
profundidades de Pantano Inhóspito,
había reducido la torre a escombros en
un frenético intento de matar a los
soldados que estaban en el interior.
Una versión menos popular decía que
los propios soldados del duque habían
incendiado la torre con la esperanza de
que su destrucción pusiera punto final a
lo que ellos consideraban un destino
abominable e intolerable. Brunner
podía ver que esa historia era posible,
ya que no podía imaginar que hombre
alguno fuese capaz de soportar el hedor
del cenagal, y mucho menos vivir con él
durante varios meses cada vez.
Lithelain posó un fino dedo sobre
un hombro de Brunner y señaló el
camino con un gesto de cabeza. A lo
lejos, el cazador de recompensas vio un
pequeño grupo de figuras montadas
que avanzaban hacia ellos. Brunner
miró a lo largo de su ballesta para hacer
puntería, y luego atisbó de soslayo para
asegurarse de que su ballesta de
repuesto y su pistola cargada
continuaban apoyadas contra la roca
que tenía a su lado.
—¿Distingues algún detalle? —
preguntó el cazador de recompensas.
—No parecen nada fuera de lo
normal —replicó el elfo—. Chusma
campesina armada, al parecer. Ninguno
parece tener más que una espada y un
arco. —El elfo hizo una pausa y
entrecerró los ojos—. Espera —dijo—.
Es posible que haya un caballero entre
ellos, aunque no lleva tabardo, y su
caballo carece de vestiduras. —El elfo se
concentró en el jinete con armadura—.
Sin duda es el jefe, aunque no creo que
sea bretoniano. Tiene la piel demasiado
oscura.
Brunner frunció el entrecejo,
aunque mantuvo el arma dirigida hacia
su blanco y habló por un lado de la
boca.
—Lleva una armadura de placas y
se cubre la cabeza con un sombrero de
ala ancha. La cara del hombre tiene
marcas de viruelas y va armado con una
maza de caballería y una ballesta
pequeña que tiene sujeta a un lado.
—Entonces, ¿lo ves? —preguntó el
elfo con un rastro de asombro en su
melodiosa voz.
—Yo, desde luego, no puedo
distinguir tanto —intervino Josef.
Había intentado convencer a
Brunner para que le diera una de las
ballestas, pero se la había negado.
Armado sólo con el espadón que le
había dado el vizconde De Chegney,
Josef se sentía mal equipado para la
inminente batalla. Por un instante,
pensó que el cazador de recompensas
intentaba protegerlo, pero luego se dio
cuenta de que a Brunner sólo le
preocupaba que pudiese delatar su
presencia demasiado pronto si se le
entregaba un arma de largo alcance.
Había surgido una buena discusión
cuando Josef oyó que el cazador de
recompensas quería tenderles una
emboscada a los jinetes para matarlos a
todos antes de que tuvieran tiempo de
reaccionar. A Josef le parecía que era
un modo cobarde y despreciable de
luchar. El cazador de recompensas
había gruñido que los cementerios
estaban llenos de hombres que
pensaban que la batalla era un juego de
hombres nobles. A un hombre
inteligente no le importaba cómo
mataba a sus enemigos, mientras fuesen
los enemigos, y no él, quienes sintieran
la caricia del acero.
—El jefe de esos hombres es un
estaliano. Es Osorio. —Brunner suspiró.
—Pensaba que lo habías matado —
dijo Lithelain mientras observaba a los
cinco jinetes que se acercaban.
—Yo también —admitió el cazador
de recompensas—. Si regresa otra vez
de entre los muertos, conseguirá que
crea en ese dios demonio suyo.
—Disculpadme —interrumpió Josef
—, pero ¿quién es este Osorio? Quiero
decir que, si está intentando matarnos,
al menos me gustaría saber por qué.
—Es un cazador de recompensas —
explicó Lithelain—. Igual que Brunner.
Brunner le lanzó a Lithelain una
mirada feroz.
—Yo no me parezco en nada a él —
le espetó—. Osorio es un fanático, un
maníaco carnicero que se ha
autodesignado cazador de brujas al
servicio de Solkan, el Puño de la
Venganza. —Brunner pronunció el
nombre del dios como si le ensuciara la
lengua.
—Tengo entendido que una vez
trabajaste con él —dijo Lithelain sin
apartar los ojos de los jinetes que se
aproximaban.
—Sí, hace dos años —replicó el
cazador de recompensas al mismo
tiempo que imitaba al elfo y devolvía la
mirada al camino—. Los dos estábamos
persiguiendo al demonólogo Dacosta,
del que se decía que se había instalado
en Tobaro después de huir de la
guardia del rey, en Magritta.
Tropezamos el uno con el otro en la
cripta frecuentada por demonios que
Dacosta había transformado en su
nueva madriguera. Establecimos un
acuerdo para combinar nuestra fuerza
contra él. Pero después de vencer a los
demonios de Dacosta, y después de que
mi bala hubiese detenido su corazón,
Osorio se volvió contra mí diciendo que
la recompensa no nos pertenecía a
ninguno de los dos, sino que debía ser
donada al templo de Solkan que hay en
Remas. Intentó clavarme una flecha en
la cabeza, pero antes yo le clavé mi
acero en el pecho. Lo dejé allí, en la
olvidada cripta que hay debajo de las
calles de Tobaro. Oí rumores de que
había sobrevivido, pero no les di
crédito.
—Ahora tienes una oportunidad
para volver a intentarlo —dijo Lithelain.
Los jinetes estaban a sólo unas
pocas docenas de metros del montículo
de escombros. Como había observado el
elfo, cuatro de ellos eran rústicos
patanes bretonianos de aspecto
descuidado, que llevaban espadas
oxidadas metidas en lazos de cuerda
atados en torno a sus cinturas. Cada
hombre tenía una aljaba de flechas
sujeta a la espalda, y un largo y curvo
arco bretoniano atado a la silla de
montar. Todos iban vestidos con
casacas y calzones de lana de hilado
casero, y polainas hechas con pieles. Sus
rostros eran crueles, y sus toscas
facciones lucían una permanente mueca
de codicia.
El jefe de los hombres era,
obviamente, la figura acorazada que
cabalgaba tras ellos. Llevaba una
armadura de placas de acero mate que
lo cubría desde los hombros a la punta
de los pies, y el metal que lo protegía
parecía tensarse a causa de sus
voluminosos músculos. Una maza de
aspecto brutal colgaba de un tiento de
cuero que le rodeaba la cintura,
mientras que un aro de hierro que
había en su cinturón sujetaba una
ballesta pequeña y compacta. La altura
del hombre se veía resaltada por el
sombrero marrón, alto como una torre
y de ala ancha, que coronaba su cabeza.
Tenía la cara oscura, asada por el
abrasador sol estaliano hasta adquirir la
consistencia del cuero. Cicatrices en
forma de cráter salpicaban su rostro,
huellas de una viruela de infancia. Los
ojos del hombre eran de color verde
oscuro, y tenía una frente baja y
velluda. Una nariz ganchuda como el
curvo pico de un halcón dominaba las
endurecidas facciones.
Brunner contemplaba a su aliado de
otros tiempos y acariciaba el gatillo de la
ballesta. Vio que los verdes ojos del otro
cazador de recompensas se
entrecerraban con suspicacia cuando el
y sus hombres se acercaban al
montículo de escombros. En cuanto
Brunner vio que el estaliano tiraba de
las riendas de su caballo, disparó. La
flecha se clavó en el cuello de la
cabalgadura, y el animal herido cayó de
lado y se precipitó, junto con su jinete,
al negro fango del pantano.
Mientras aún sonaba el grito de
terror y agonía del caballo, Lithelain
saltó fuera del escondite y atravesó con
una flecha la cara del bretoniano que
iba en cabeza. El hombre ni siquiera
jadeó al caer del caballo, y su cuerpo se
estrelló contra el polvo. Antes de que
cualquiera de sus camaradas pudiese
actuar, una segunda flecha fue cargada
y disparada, desazonando al segundo
jinete al clavársele en el pecho.
Brunner cogió su pistola y apuntó
con ella a los últimos jinetes. El arma
disparó su mortífero misil con una
sonora explosión.
El rugido y el trueno del arma
hicieron que los caballos bretonianos se
alzaran de manos, aterrados, y uno de
los hombres fuera lanzado al agua
negra, gritando. El otro se aferró
desesperadamente al cuello de su
montura, y el animal pasó al galope
ante el montón de escombros. Brunner
apuntó con su segunda ballesta al
hombre que huía, pero al hacerlo vio
que las manos que sujetaban el caballo
se relajaban y el jinete caía. La
sangrante herida causada por la bala del
cazador de recompensas goteaba en el
pecho del bretoniano.
Un alarido de angustia ascendió
desde el pantano, lo que indicaba que
el último jinete ascendía
trabajosamente del fango. Una correosa
masa marrón del tamaño de un puño
estaba adherida a la cara del hombre, y
Josef observó con horror que una mano
del bretoniano arrancaba la gigantesca
sanguijuela junto con un trozo redondo
de su propia mejilla. Lithelain no vaciló,
y disparó una flecha hacia el pantano.
El bretoniano perdió pie y cayó hacia
atrás al ser herido por la flecha.
Mientras el cuerpo del muerto giraba
dentro del agua, pudo verse una media
docena de correosas burbujas de carne
que se pegaban a su espalda.
Un sonido sibilante hizo que
Brunner se volviera. Al hacerlo, una
saeta de ballesta impactó contra un
bloque de piedra que se encontraba a
poco más de un metro de él. El cazador
de recompensas vio que Osorio tiraba el
arma descargada. La armadura del
estaliano chorreaba légamo, y tenía
dificultades para moverse por el
pantano. El sombrero marrón había
desaparecido, y manaba sangre de una
herida que el hombre tenía en el cuero
cabelludo, de donde se había arrancado
una de las voraces sanguijuelas.
Mientras Osorio avanzaba anadeando,
se pasó por la frente una mano
enfundada en guantelete de mala, para
intentar que la sangre no se le metiera
en los ojos.
—¡Tú, infiel engendro de gusano!
—gritó el estaliano—. ¡Enfréntate
conmigo, Brunner! Lucharemos por la
daga. —Brunner mantuvo la mirada fija
en el enfurecido asesino al mismo
tiempo que guardaba un pétreo silencio
—. ¡Lo sé todo al respecto! He hablado
con el hermano de Gobineau. —Osorio
hizo una pausa, respirando
trabajosamente. La violenta caída en el
cenagal, le dificultaba la respiración. El
estaliano se detuvo para reunir fuerzas
—. ¡No eres digno de enfrentarte con el
Príncipe Negro! —chilló Osorio.
—Ya te lo dije yo —comentó
Lithelain con una sonrisa afectada.
Brunner sacudió la cabeza.
—¡Enfréntate conmigo como un
hombre, Brunner, bastardo! —rugió
Osorio a la vez que avanzaba con
andares de pato por el fango, con la
maza de caballería aferrada en la mano
derecha. Brunner alzó la ballesta y
apuntó hacia abajo para dispararle al
estaliano.
—Lo haría —se burló el cazador de
recompensas—, si me retara un hombre
y no un perro.
Disparó, y la flecha atravesó la
abollada armadura por encima de una
rodilla de Osorio. El estaliano profirió
un alarido y cayó boca abajo en la
repugnante agua oscura. Una sarta de
obscenidades ascendió desde el
pantano.
—Sólo espero que no pongas
enfermos a las sanguijuelas y los
cuervos —dijo Brunner al mismo
tiempo que giraba sobre sí.
—No iréis a dejarlo así, ¿verdad? —
preguntó Josef, horrorizado—. Al
menos acabad con su sufrimiento.
Brunner clavó una mirada gélida en
el joven.
—No volváis a decirme lo que debo
hacer, muchacho. Si esa escoria hubiese
hecho una sola cosa decente en su
miserable vida, lo haría. Pero no hay un
infierno lo bastante asqueroso para esa
clase de bastardo.
Brunner señaló con una mano
enguantada el lugar donde habían
ocultado los caballos. Josef vio que
Lithelain ya había montado sobre el
magnífico semental roano al que había
llamado del bosque cuando se
marcharon del campamento, esa
mañana.
—Montad. Quiero llegar a Parravon
antes del anochecer.
Brunner empujó a Josef hacia
delante mientras recogía sus armas y
avanzaba en dirección a los caballos.
Detrás de ellos, el joven oyó otro grito
de furia procedente de Pantano
Inhóspito.
—Ya hemos perdido bastante
tiempo aquí —dijo Brunner.
La mandíbula del cazador de
recompensas estaba apretada, y Josef
creyó ver una expresión de espantosa
satisfacción en los ojos que espiaban por
detrás de la visera.
*****
Las largas sombras atravesaban el salón
de alto techo como si intentaran atrapar
a su único ocupante. Durante largas
horas, la delgada figura que se
encontraba sobre el trono había
permanecido inmóvil, mirando
atentamente el contenido de suave
resplandor de la caja que tenía entre las
manos.
Un sonido como de repiqueteo de
campanas apartó la atención de
Dralaith de la fascinante escena que
había presenciado dentro del Ojo de
Tchar. Incluso su negro corazón se
colmó de una cierta admiración hacia la
implacabilidad del cazador de
recompensas, por rústicos que fuesen
sus métodos. El Príncipe Negro vaciló
durante un momento, y luego cerró la
tapa de la caja de madera de teca. El
campanilleo continuó. Era algo familiar,
un sonido que le recordaba los salones
de su perdido castillo de Naggaroth.
Por un momento, el elfo oscuro disfrutó
de la nostalgia, y luego el malhumor se
apoderó de él. Se levantó del trono en
el momento en que dos figuras
acorazadas avanzaban hacia él.
Las delgadas figuras inclinaron la
cabeza y se golpearon el pecho con una
mano del modo que les habían
indicado; era un gesto que manifestaba
la lealtad y deferencia debidas al señor
Druchii.
El Príncipe Negro descendió con el
oscuro khaitan de seda ondulando en
torno a su esbelta figura, y miró a sus
tenientes. Las dos caras virtualmente
idénticas se parecían mucho a la suya.
Ambos elfos llevaban armadura
completa, gambesones de cota de malla
sobre sus ropones de seda de tonalidad
oscura, con petos de acero pulido.
El Príncipe Negro tendió una pálida
mano y jugó ociosamente con los
pequeños anzuelos de acero que
pendían de las hombreras de las
armaduras de sus tenientes, mediante
delicadas cadenas de plata. Contempló
los dentados ganchos espinosos. No
había visto nada parecido desde que
abandonó Naggaroth.
El Príncipe Negro le dio una salvaje
bofetada a uno de sus subalternos.
El teniente ni siquiera se movió,
aunque su pálida piel comenzó a
colorearse. El Príncipe Negro sonrió
ante la resolución de su esclavo. Con
ambas manos, arrancó la serie de
anzuelos carniceros de la armadura de
ambos elfos y, con un gesto despectivo,
arrojó dichos ornamentos al otro lado
de la estancia.
—¿De dónde los habéis sacado? —
preguntó el Príncipe Negro.
—De Slaich, mi señor —replicó el
elfo oscuro al que había abofeteado.
—Los hizo para nosotros —añadió
el otro teniente—. Dijo que eran los
emblemas de vuestra familia, que todos
los caballeros que sirven a nuestro señor
los llevan cuando van a la batalla.
El Príncipe Negro avanzó un paso y
aferró el mentón del elfo con una
mano, hundiendo los dedos en la
delicada piel.
—¿Y tú eres un caballero? ¿Sois
nobles, vosotros dos, perros mestizos?
—El Príncipe Negro apartó al teniente
de un empujón—. ¡Si alguna vez volvéis
a olvidar cuál es vuestro sitio, os cortaré
la lengua y os la coseré a la frente para
que todos vean lo que les sucede a los
estúpidos ambiciosos!
El Príncipe Negro agitó una mano y,
sin decir una palabra más, los dos elfos
oscuros dieron media vuelta y se
marcharon de la estancia.
El Príncipe Negro observó a los
sirvientes que salían. ¿Qué sabían ellos
de la nobleza? ¿Qué sabían de la más
larga de las guerras? ¿Qué sabían de
Naggaroth? Sólo lo que les había
contado Slaich.
El Príncipe Negro volvió los ojos
hacia los anzuelos carniceros que yacían
en el piso, esos talismanes de herencia y
distintivos de honor. Habían sido
hechos por Slaich. Una sensación casi
de tristeza se apoderó del elfo oscuro.
Slaich había estado con él durante
muchos años, más que cualquiera de
sus sirvientes. El viejo maestro
torturador había servido al padre de
Dralaith antes de que él asumiera el
gobierno de la casa, antes de que el Ojo
de Tchar le hubiese mostrado cómo
podía matar a su padre sin correr
riesgos, y descargar la culpa en quien
más le convenía.
Slaich no había formado parte de
los acontecimientos que el Príncipe
Negro había visto con anticipación a
través del Ojo de Tchar. Slaich tenía
demasiados conocimientos en su vieja
cabeza tocada con un gorro blanco,
conocimientos que podían destruir los
planes de su señor. El elfo oscuro volvió
a sentarse en su trono negro, descansó
las manos sobre los posa brazos y se
adentró en sus pensamientos.
No era el modo de deshacerse de
Slaich lo que le inquietaba, sino la
forma en que debía ser preparado…
¿Tal vez cocido en su propia sangre?
Eso podría proporcionarle una
interesante experiencia gastronómica.
CUATRO

La niebla gris de humo que se elevaba


de la ciudad de Parravon se hizo visible
mucho antes de que la ciudad en sí
apareciera ante sus ojos. Más un pueblo
grande amurallado que una urbe,
Parravon era un conjunto de casas y
edificios dispersos que había anidado
entre el río Grismerie Superior y los
riscos blancos que señalaban el
principio de las Montañas Grises. Los
riscos se alzaban tan pegados a la
población, que muchas casas habían
sido construidas dentro de ellos, y sólo
sus puertas y ventanas, y a veces un
estrecho porche, maculaban la alta
barrera de roca inclinada. Barrancos de
rocas puntiagudas protegían dos lados
de la ciudad, mientras que el estrecho
cauce del río y las murallas formadas
por las Montañas Grises constituían los
otros límites del asentamiento. Las
murallas de piedra reforzadas por torres
aún más altas formaban defensas
adicionales contra cualquier ataque. En
la muralla del lado del río se había
construido un pequeño muelle que se
adentraba en el cauce para permitir que
los comerciantes viajaran por el
Grismerie para descargar sus
mercancías en Parravon.
Al aproximarse Brunner y sus
acompañantes, pudieron oír los cantos
de miles de pájaros, las multitudinarias
bandadas que anidaban en los riscos
que se alzaban sobre la ciudad
bretoniana y que constituían el azote de
los muchos jardines que tenían los
grandes y nobles de Parravon.
Un voluminoso fuerte defendía la
única vía de acceso terrestre a la ciudad.
Se trataba de un puente enorme,
antigua reliquia de los tiempos de los
elfos, que continuaba siendo tan
resistente como el día en que fue
construido. Josef se sintió impresionado
por las gráciles arcadas, esbeltas como
cintas, que se extendían hasta el otro
lado de uno de los barrancos. Le
asombró que una estructura tan
funcional como aquélla pudiese lucir
una elegancia semejante. El
comerciante se preguntó, ociosamente,
cuánto habría costado tal construcción,
y lo rico que sería el reino que pudo
haberse permitido un gasto tan frívolo.
—Yo os esperaré aquí —anunció
Lithelain cuando cabalgaban hacia la
caseta de la puerta para solicitarles a los
guardias que les permitieran acceder al
puente. Al semblante del elfo afloró
una expresión de desagrado cuando
contempló la esparcida masa de tejados
de paja y torres cubiertas de tejas—. El
olor del lugar ya es bastante ofensivo
estando aquí. Nunca entenderé cómo
los hombres pueden vivir en lugares tan
cerrados y mugrientos. ¡Y pensar que
llamáis ciudades a los sitios semejantes,
y habláis con orgullo de ellos! —
Lithelain sacudió sus largos cabellos.
—¿Ciudad? —se burló Brunner—.
¿Este pueblucho? Necesitas viajar más.
Esto no es una ciudad. En el Imperio es
donde hay ciudades. —El cazador de
recompensas hizo girar a Demonio para
que echara a andar hacia la caseta de
guardia de la puerta—. Quédate aquí si
quieres —dijo por encima del hombro
—. No nos quedaremos más de un día,
en caso de que mi amigo no se haya
marchado.
Josef azotó a su jamelgo para que
avanzara y dio alcance al cazador de
recompensas justo en el momento en
que estaba pagándole al guardia situado
en la entrada. No se detuvo a esperarlo,
sino que desmontó y condujo a su
caballo hacia el otro extremo del esbelto
puente. Josef sacó la moneda que le
exigió el guardia, y luego se apresuró
para alcanzar a Brunner.
Los dos hombres avanzaron a pie
por el puente con sus animales. Aunque
estrecho, había la amplitud suficiente
para que los hombres y sus monturas
pasaran el uno junto al otro. Esa
mañana había poco tráfico, y los dos
estaban solos, salvo por una figura
lejana ataviada con un manto
desgarrado de color gris, que empujaba
un desvencijado carro de mano hacia la
ciudad. Josef se arriesgó a echar una
mirada por encima de un lateral del
puente y retrocedió con miedo al
contemplar el fondo del barranco sobre
el cual pasaban en ese momento, y las
rocas puntiagudas como colmillos que
lo cubrían. Las alturas siempre habían
sido algo que el joven comerciante no
toleraba demasiado bien. Devolvió su
atención al cazador de recompensas y
fijó en él la mirada.
—Nunca antes había tenido tratos
con elfos —comentó Josef cuando ya
habían llegado a la mitad del puente—.
¿Se puede confiar en él?
El semblante de acero de Brunner
contempló al muchacho durante un
momento, pero su reacción quedó
oculta tras el negro metal del casco.
—Depende de lo que quieras
confiarle que haga —dijo el cazador de
recompensas, con la vista clavada al
frente, en las calles de Parravon, cada
vez más cercanas—. Puedes estar seguro
de que Lithelain hará honor a su
palabra, cualidad rara en los que se
dedican a mi oficio.
Aunque Josef estaba seguro de que
Brunner hablaba de sí mismo, no
percibió ni rastro de reproche cuando
dio a entender que él era un hombre
que no hacía honor a su palabra. El
pensamiento hizo que los ojos del joven
se entrecerraran y que mirara con una
nueva suspicacia al asesino a sueldo.
Hasta ese momento, el muchacho no se
había dado cuenta de lo mucho que
había llegado a confiar en el juicio de
Brunner, hasta el punto de permitir que
lo guiara alguien que era un
desconocido para él.
—¿Con quién vamos a encontrarnos
aquí? —preguntó el joven comerciante
al fin, intentando que sus palabras
tuviesen un tono calmo y firme.
—Un viejo… amigo —respondió el
cazador de recompensas.
—Parecéis un poco inseguro
respecto a ese amigo —observó Josef, y
Brunner se encaró con el vengativo
Joven.
—Hace más de un año que no lo
veo —explicó el cazador de
recompensas—. Cuando nos separamos,
no estábamos en los mejores términos.
No obstante, no existe un hombre más
adecuado para hablar de leyendas y
mitos, y sobre qué semillas de verdad
pueden subyacer enterradas bajo siglos
de adornos e invenciones.
Brunner volvió a apartar la mirada
del joven al llegar al otro extremo del
puente y a su fortificada puerta. En la
parte interior de la barrera que estaba
tendida de un lado a otro, podían ver el
puñado de calles estrechas y torcidas
que conformaban la ciudad de
Parravon.
Las campanas repicaban en las calles
para llamar a los habitantes de Parravon
a sus devociones matinales. El hombre
que se encontraba sentado ante la mesa
del centro de la pequeña taberna alzó la
mirada de las dispersas hojas de
pergamino y miró con los ojos
entrecerrados la luz que entraba por la
ventana abierta. Con la mirada buscó al
tabernero y vio al hombre de fuerte
constitución que bajaba con paso
vacilante hacia la barra.
El hombre parpadeó y miró durante
un momento las hileras de botellas de
vino bretoniano y jerez estaliano que
formaban en ordenadas filas detrás de
la barra. El tabernero gruñó con asco y
extendió un brazo por encima de la
oscura madera de la barra para sacar
una botella de cerámica de debajo de la
misma; luego le quitó el tapón de
corcho y bebió un largo sorbo del
contenido de licor fuerte que lo hizo
toser al pasar por su garganta.
El hombre de la mesa arrugó la
nariz cuando el fuerte olor del vodka
kislevita llegó hasta él.
—¿Cómo puede un hombre beber
ese vil licor a una hora tan temprana?
—observó.
El tabernero se enjugó la boca con
la manga de la camisa y dejó la botella
nuevamente detrás de la barra.
—Mira quién habla —rió el
tabernero—. ¿Ya os habéis dado cuenta
de que ha salido el sol? No sé por qué
os cobro la habitación; nunca la usáis. A
menos, claro está, que Yvette esté por
aquí. —El posadero le hizo un lascivo
guiño a su cliente.
—El duque quiere que acabe esta
historia de Parravon en pocas semanas
—respondió el hombre de la mesa.
Cogió una jarra de cuero que
descansaba entre los documentos
desparramados el tintero medio lleno
—. Completa, con todo menos con las
mentiras más descaradas que sus
antepasados han transmitido a lo largo
de los siglos.
El escriba frunció el entrecejo al ver
que la jarra estaba vacía. El tabernero
rió entre dientes y cogió diestramente
de un estante una botella, para luego
encaminarse hacia la mesa.
—Quiero decir que ¿por qué
encargar una obra histórica si a uno no
le importa si los hechos son correctos o
no? —protestó el escritor—. «Y nada
acerca de los elfos, por favor —continuó
el hombre imitando la voz de su
benefactor—. Nos parece una parte de
lo más aburrida e insignificante del
linaje de nuestra ciudad».
El posadero volvió a reír y avanzó
por el piso de madera de la taberna.
—Será mejor que os guardéis para
vos mismo ese tipo de comentarios —le
advirtió—. De lo contrario, os quedaréis
sin mecenas y yo tendré que echaros a
la calle. —Sonrió, pero el escritor no
tenía duda ninguna de que el hombre
cumpliría con su palabra si, de repente,
se secaba el caudal de monedas de plata
del duque.
El posadero se encaminó hacia la
puerta con la intención de abrirla para
que entrara un poco de aire fresco en el
edificio y limpiara el hedor de los
parroquianos de la noche precedente.
Al abrirla, sin embargo, se encontró
mirando el oscuro metal de un casco de
acero. El hombre que llevaba el casco
empujó al fornido posadero para entrar,
seguido por un hombre joven menos
corpulento. Una protesta se formó en
los labios del posadero: el
establecimiento no podía abrir hasta
después de concluidas las devociones
matinales en la capilla, pero una
segunda mirada a la siniestra figura
hizo que volviera a pensar sus palabras.
El escritor alzó la mirada y su
semblante se tomó ligeramente pálido.
Cogió la jarra y la yació casi por
completo de un solo trago. El intruso
acorazado bajó la mirada hacia él, y los
ojos de detrás de la visera del casco se
clavaron en los del hombre sentado.
Tras un momento de tenso silencio, el
cazador de recompensas habló.
—Tienes buen aspecto, Ehrhard —
dijo la voz de acero—. Parece que
Parravon te sienta bien.
Stoecker asintió con la cabeza al
mismo tiempo que algo de color volvía
a su rostro.
—Brunner —dijo—, no esperaba
volver a verte.
—El mundo está lleno de sorpresas
desagradables —declaró el cazador de
recompensas. Le lanzó a Josef una
mirada de soslayo—. Mostrádsela —
ordenó Brunner.
Josef vaciló, fastidiado por el tono
del asesino, pero sacó de su cinturón la
daga cuidadosamente envuelta.
Stoecker extendió un brazo para cogerla
de manos del joven. El escritor profirió
una exclamación ahogada al
desenvolver el arma, maravillado ante
el elegante filo espinoso, y examinó la
empuñadura y su pomo tallados.
—¿Qué puedes contarme sobre
esto? —preguntó Brunner.
—Es un arma de los elfos —
respondió el escritor—, pero no puedo
entender la escritura. Dudo de que
haya muchos hombres que puedan
hacerlo.
—Ya sé que es de factura élfica —
dijo Brunner—. Si te sirve de consuelo,
incluso hay un elfo que ha sido incapaz
de descifrar esa escritura. Sin embargo,
dijo que guardaba algunas similitudes
con los títulos familiares inscritos en las
reliquias de familia de su propio pueblo.
—El cazador de recompensas señaló el
arma con un dedo enguantado—.
También dijo que era un arma
especialmente fea, hecha para desgarrar
y destrozar, para abrir feas heridas que
sangrarían en abundancia y no
cicatrizarían si el arma penetrara
profundamente.
—Yo he visto cosas como ésta antes
—dijo Stoecker, que aún hacía girar la
daga entre sus manos—. Aunque nunca
algo tan espléndido. —Alzó la vista para
mirar al cazador de recompensas—. En
las colecciones y museos de
Marienburgo y Brionne, pueden verse
cosas parecidas, recogidas en el campo
de batalla y cuidadosamente
preservadas. Espadas, hachas, lanzas,
todas con el mismo aspecto de espino,
todas con esos pinchos ganchudos en
mitad del filo. Son las armas de los elfos
oscuros, los corsarios que acuden desde
el otro lado del mar para llevar a cabo
sus campañas de matanza y pillaje.
—Esta arma no procede del campo
de batalla —afirmó Brunner al mismo
tiempo que recuperaba la daga y se la
devolvía a Josef—. Este muchacho se la
quitó al mismísimo Príncipe Negro.
—¿Al Príncipe Negro? —exclamó
Stoecker a la vez que una expresión de
profundo interés desplazaba los últimos
rastros de nerviosismo—. ¿Estás seguro?
En los ojos del escritor apareció una
mirada de suspicacia.
—¿Por eso has venido? Ya conocías
el probable origen de la daga por tu
amigo elfo. Has venido aquí para
preguntarme qué se yo sobre el Príncipe
Negro.
—Has vivido aquí durante el tiempo
suficiente para haber coleccionado
todas las historias de vieja y fábulas de
trovador que existen —respondió el
cazador de recompensas—. A menos
que hayas cambiado desde la época de
Miraguano, imagino que tus
habitaciones deben estar abarrotadas de
mitos y tonterías.
—He cambiado desde la época de
Miraguano —dijo Stoecker mientras
volvía a coger su jarra—. Allí averigüé
cosas que era mejor no saber, si lo
recuerdas. —El escritor suspiró mientras
recogía las dispersas páginas del
manuscrito del duque, y las reunía en
una pila ordenada—. Sin embargo,
tienes razón, he recogido muchas
historias sobre el Príncipe Negro.
—En ese caso, veamos sí eres tan
bueno en separar la verdad de la
leyenda como lo eres en tejer mentiras
a partir de la vida real —dijo Brunner.
El escritor se levantó de la mesa,
miró al cazador de recompensas y luego
a Josef, para volver los ojos otra vez
hacia Brunner.
—Eso tendrá un precio —dijo el
escritor.
—Lo pagaré —replicó el cazador de
recompensas—. Siempre y cuando —
añadió al mismo tiempo que alzaba una
mano enguantada y pinchaba al
exiliado novelista imperial con un dedo
— la información tenga valor.

*****
Durante siete horas, los tres hombres
permanecieron sentados en la boardilla
que Ehrhard Stoecker le alquilaba al
posadero bretoniano. Por la pequeña
habitación se desparramaron pilas de
pergamino, papel y vitela, al rebuscar el
escritor entre la aleatoria colección de
leyendas y relatos narrados por viajeros
que había estado recopilando.
Era un trabajo largo y tedioso, pero
la esquiva imagen del Príncipe Negro
comenzó a formarse en torno a ellos.
De vez en cuando, Stoecker interrogaba
a Josef acerca del ser que había matado
a su padre, y entonces se centraba en
algún pequeño detalle y buscaba entre
los documentos un fragmento de
narración que pudiese relacionarse con
el atacante de Josef, aunque el Príncipe
Negro no hubiese estado asociado con
el relato.
Al final, sin embargo, había muy
pocas cosas de valor en la exhaustiva
colección de cuentos de Stoecker.
Alternativamente, se decía que el
Príncipe Negro era el hijo bastardo del
anterior rey bretoniano, Charles de la
Tete d’Or III, o un siniestro agente del
Imperio que intentaba desestabilizar la
frontera entre las dos grandes naciones.
Algunas historias decían que el Príncipe
Negro era una criatura del gran
hechicero, que continuaba con la obra
de su temido señor, incluso después de
la muerte de Drachenfels. Aun otras
versiones afirmaban que el villano
estaba al servicio de otro de los
adversarios de Bretonia, el malvado
maestro nigromante Heinrich Kemmler,
y que se valía de sus actos de bandidaje
para obtener artefactos mágicos de
poder impío con el fin de que el
nigromante pudiese continuar su guerra
contra el rey.
No había dos versiones iguales, y las
que hablaban del posible escondite del
Príncipe Negro eran todavía más
contradictorias. Según las leyendas, el
cubil del Príncipe Negro estaba tan
cerca como la encantada y maldita
Torre Sangrienta, o tan lejana y remota
como el yermo Pico Tullido. Las escasas
verdades daban sólo una idea
aproximada de cuándo y dónde,
aquella vil criatura, había puesto por
primera vez el pie en suelo bretoniano.
Casi quinientos años antes, la flota de
un elfo oscuro había saqueado el campo
de los alrededores de Bordeleaux. Y fue
en torno a esa época, cuando se habían
originado las más antiguas historias
referentes al Príncipe Negro. Esta
información era demasiado escasa para
apaciguar al cazador de recompensas.
—Da la impresión de que he
perdido el tiempo al venir aquí —gruñó
Brunner—. Haría mejor en darle caza a
uno de sus hombres y sacarle a golpes la
información que quiero.
—Eso podría resultar difícil de
lograr —dijo Stoecker mientras dejaba
junto a su cama las últimas pilas de
pergaminos atados con hilos—. Podrías
tardar años en encontrarlo con ese
método, porque dudo de que le
muestre su fortaleza a nadie que no sea
uno de sus secuaces de más confianza.
—El escritor sonrió—. Y mientras lo
estés buscando, no olvides que él podría
ir a buscarte a ti.
—Si tienes otro plan —replicó
Brunner—, habla. No tengo tiempo
para perderlo en hacer esgrima verbal
contigo.
Stoecker comenzó a pasearse por la
habitación, y luego miró a Josef.
—En tu relato había algo
interesante. El hombre que el Príncipe
Negro dijo que lo había traicionado; su
descripción es interesante. Creo que
podría ser un hombre llamado Bors,
que en otros tiempos fue un famoso
salteador de caminos de esta zona.
—¿Y eso de qué nos sirve? —
preguntó el cazador de recompensas.
—¿Consentirás en pagarme lo que
te pida? —fue la pregunta con que
respondió el escritor, y Brunner asintió.
Stoecker respiró profundamente y
reunió sus pensamientos—. Ese
bandido, Bors, tenía un socio, un
hombre llamado Ferricks. Hace una
semana, este Ferricks apareció en
Parravon y fue arrestado por la guardia.
Es una coincidencia bastante
interesante, ¿no te parece?
Brunner meditó las palabras del
escritor.
—En efecto, una coincidencia muy
interesante. ¿Piensas que si su amigo
estaba detrás del complot para asesinar
al Príncipe Negro ese Ferricks también
podría formar parte del mismo?
—¡En efecto, y eso explicaría por
qué huyó y fue capturado aquí! —
exclamó Josef.
—Más precisamente, caballeros —
dijo Stoecker en tono de conferencia—,
si Bors conocía el emplazamiento de la
fortaleza del Príncipe Negro, lo más
probable es que Ferricks también lo
conozca.
—En ese caso, creo que ese Ferricks
es alguien con quien necesito hablar —
declaró Brunner.
—Eso podría ser un poco difícil; van
a ahorcarlo a fin de mes. Lo tendrán
encerrado en las mazmorras del duque
hasta que llegue la fecha de su
ejecución. —Una expresión astuta
afloró a los ojos del escritor—. Pero yo
conozco al carcelero del duque, un
caballero llamado sir Lutriel Tourneur.
Incluso he escrito algunas de las
mentiras que cuenta acerca de cómo se
convirtió en caballero del reino. Es un
hombre digamos que ambicioso.
Inclúyelo en nuestro convenio, y creo
que podría arreglar fácilmente un
perdón para Ferricks.
—Y dividir aún más la recompensa
—tronó la voz de Brunner.
—A mí me importan un ardite las
recompensas, sólo que ese monstruo
tenga el final que merece —declaró
Josef. Brunner ni siquiera miró al joven.
—En la fortaleza podría haber los
tesoros suficientes para compensarte
cualquier demanda de tus compañeros
sobre la recompensa del rey —sugirió
Stoecker, y Brunner asintió con la
cabeza.
—Muy bien —dijo el cazador de
recompensas—, iremos a ver a tu
carcelero.

*****
Las mazmorras del duque de Parravon
estaban emplazadas debajo de una de
las torres de vigilancia situadas entre las
casas de los habitantes de la población,
construidas parcialmente de madera. El
guardia que estaba de servicio en la
torre reconoció a Stoecker de
inmediato, aunque les lanzó una
mirada de suspicacia a sus dos
acompañantes. El guardia les dijo a los
hombres que esperaran mientras
hablaba con alguien del interior a través
de la rejilla de la puerta delantera, en
los finos tonos nasales del idioma
bretoniano.
Pasados unos pocos minutos, la
puerta se abrió y salieron de la torre
cinco soldados que llevaban redondos
cascos de acero y cotas de malla debajo
de las coloridas sobrevestas heráldicas,
cada uno armado con una larga
alabarda con punta de hachuela. De
entre estos soldados, avanzó un sexto
hombre. Alto e imponente con su
armadura de placas, llevaba la colorida
sobrevesta de Parravon, pero con los
galones ribeteados de hilo de oro, y con
la flor de lis sobre campos azules y
amarillos. Mezclados con los símbolos
de la ciudad, la capa del caballero lucía
también otros tres símbolos, marcas de
sus propias batallas y logros: una
serpiente alada rampante, una estrella
negra y un cuervo plateado. El hombre
tenía un semblante de rasgos duros
enmarcado por una capucha de cota de
malla que le cubría la cabeza por
completo y caía alrededor de su cuello.
Los ojos de áspera mirada
contemplaron a los tres hombres que
deseaban entrar en la torre. El alzado
mentón del caballero se adelantó al
estudiar a los hombres que
acompañaban a Stoecker.
—¡Ah!, Stoecker, amigo mío —dijo
al fin el caballero, centrando toda su
atención en el escritor. Su voz era
profunda, afable y tenía un tono de
seguridad y condescendencia—. ¿Qué
trae a tu estimada persona hasta mi
humilde puesto?
—Sir Lutriel —respondió Stoecker al
mismo tiempo que inclinaba la cabeza
—, les he estado hablando a mis amigos
acerca de vuestra noble persona y la
importante posición que ocupáis en la
confianza del duque. Sencillamente,
debían conocer a tan fascinante
personaje.
—En efecto —dijo sir Lutriel con un
astuto destello en sus ojos, aunque el
tono de su voz sugería que ni por un
momento había creído una sola palabra
de los elogios del escritor—. Tal vez
podamos retirarnos a mis dependencias,
donde podremos saborear un poco del
vino del duque. No es bueno
permanecer en las calles de Parravon
después de oscurecido —añadió a la vez
que su voz descendía hasta un susurro
de advertencia.
Al cabo de muy poco, Brunner se
encontró de pie en la sala lujosamente
amueblada que le servía al caballero
para recibir a sus invitados. Su crítico
ojo evaluó el coste de los tapices y de las
blandas alfombras que pisaba. Unas
cuantas estatuas, todas de desnudo, se
posaban sobre mesas entre frascos de
vidrio de oscuro brandy y cajas
enjoyadas. Brunner no dudó de que el
carcelero del duque era corrupto, pero
le sorprendió el descaro con que
ostentaba su disponibilidad a aceptar
sobornos. El cazador de recompensas
supuso que sólo podía existir una razón
que justificara la falta de sutileza del
caballero: que cualquiera de la alta
jerarquía de Parravon que ocupara una
posición que le permitiera censurarlo
tenía que ser un ladrón tres veces
mayor que él.
El caballero se sentó en una silla de
respaldo alto situada detrás de una
mesa de extravagante talla. Apoyó sobre
la superficie las manos con los dedos
unidos y entonces miró a sus invitados.
—Y ahora, ¿para qué habéis venido
aquí, realmente? —preguntó con un
tono tan condescendiente como antes.
—Aquí tenéis un prisionero —
respondió el cazador de recompensas—.
Un ladrón llamado Ferricks. Lo quiero.
En el rostro de sir Lutriel apareció
una sonrisa divertida.
—¿Y qué pasaría si yo no estuviera
dispuesto a entregároslo? —La
expresión astuta volvió a aparecer en los
ojos del bretoniano—. Me pregunto qué
querrá Brunner, el famoso cazador de
recompensas, de un villano tan
miserable e insignificante como ése. No
creo que el duque haya ofrecido nunca
más de tres piezas de oro por ese reptil,
y difícilmente volverá a ofrecer esa
suma por él.
—Podría ser capaz de conducirnos
hasta la madriguera del cerdo asesino
que mató a mi padre —gruñó Josef.
Sir Lutriel miró al muchacho, y la
sonrisa divertida volvió a aparecer en su
rostro.
—Mi experiencia me dice que la
venganza raras veces paga bien;
ciertamente no lo bastante como para
inventar una mentira aceptable que
contarle al duque cuando, la semana
que viene, no le presente a ese hombre
en el cadalso.
—Ese hombre era uno de los
capitanes del Príncipe Negro —declaró
Stoecker con voz átona, casi indiferente.
Esta frase hizo aflorar una expresión
de sorpresa a la presumida cara del
caballero, que se frotó el mentón con
una mano enguantada.
—¿El Príncipe Negro? —meditó en
voz alta—. Tal vez, en este caso, la
venganza pague bien. Muy bien, de
hecho. —Le dirigió una dura mirada al
escritor—. ¿Estáis seguro de eso? Pues
claro que lo estáis, ya que, en caso
contrario, Brunner difícilmente habría
venido aquí. —El caballero se permitió
reír entre dientes, un sonido que repicó
como huesos dentro de una sepultura
—. Pienso que, tal vez, podremos hacer
negocios, después de todo. Por
supuesto, espero una parte generosa de
la recompensa del rey.
—¿Cuánto? —preguntó Brunner
con voz siseante.
—¡No soy un hombre codicioso! —
exclamó sir Lutriel con un tono que
desmentía sus palabras—. El rey ofrece
una bonita suma por ese príncipe
bandido. Creo que dos mil no es
demasiado pedir, a cambio del papel
que tengo que desempeñar en esta
empresa.
—Recibirás mil —dijo la voz del
cazador de recompensas, entonces
ronca.
—¿Partimos la diferencia? —
contraatacó sir Lutriel—. Os
acompañaré para asegurar el pago de
mi inversión. ¿O tal vez debería,
simplemente, coger a este hombre e
intentar encontrar la fortaleza por mi
cuenta? —La amenaza quedó flotando
en el aire, entre ambos hombres.
El cazador de recompensas clavó
una larga y dura mirada en el caballero,
pero ni siquiera su expresión asesina
bastó para disuadir al bretoniano. Tras
unos pocos momentos tensos, Brunner
apartó los ojos de sir Lutriel.
—Llevadme hasta Ferricks —dijo—.
Antes de que cambie de opinión.
Sir Lutriel sonrió, disfrutando de su
pequeña victoria sobre el famoso
asesino. Pero Stoecker se asombró ante
la facilidad con que el caballero había
logrado sus propósitos. Nunca antes
había visto a Brunner ceder ante nadie.
Dudaba de que el cazador de
recompensas hubiese permitido jamás
que otro hombre se aprovechara de él.
El escritor se preguntó si sir Lutriel
realmente había conseguido algo, y si
había obrado exactamente como había
querido el cazador de recompensas.

*****
Las mazmorras eran un laberinto de
estrechos pasillos húmedos que se
extendían por debajo de la torre,
descendiendo en espiral. De las
rajaduras de las paredes salían ratas que
lanzaban mordiscos a la luz proyectada
por la antorcha de sir Lutriel, antes de
volver a escabullirse hacia las sombras.
Stoecker comenzaba a sudar cada vez
que aparecían los roedores, pues le
recordaban desagradablemente a otra
criatura parecida que había visto en
compañía del cazador de recompensas.
El caballero condujo a los hombres
hacia abajo por el espiral de escalones
irregulares, hasta las profundidades de
la tétrica oscuridad.
Al pasar ante una celda, una voz
fina e implorante profirió un grito.
Brunner volvió la vista hacia la puerta
de la celda, tras lo cual se acercó a mirar
el interior a través de la rejilla de hierro.
Una figura delgada y sucia, con una
barbita en punta, le devolvió la mirada.
—¡Brunner! —gritó el prisionero—.
¡Soy yo, Mahlinbois! ¡Alabada sea la
Dama! —Unos dedos delgados y
pálidos se aferraron a los barrotes de la
rejilla—. ¡Tienes que sacarme de aquí!
¡Quieren quemarme en la pira por
tratar con demonios!
—¿Y lo has estado haciendo? —
preguntó Brunner con una voz que
delataba una chispa de humor.
—¿Cómo puedes preguntarme algo
así? —respondió Mahlinbois—. Soy un
conjurador honrado. —La mugrienta
figura se irguió con todo el orgullo que
le permitían sus maltrechas ropas.
—¿Es amigo vuestro? —interrumpió
la engañosa voz de sir Lutriel—. Es
peligroso confraternizar con hechiceros.
El cazador de recompensas se volvió
a mirar al caballero.
—Abrid la puerta —ordenó.
Una expresión presumida apareció
en la cara de sir Lutriel, como si un
zorro acabara de pedirle a un perro
guardián las llaves del gallinero.
—Estáis pasándoos del límite,
hombre del Imperio. —El hincapié que
el caballero hizo en la última palabra no
dejó duda de que la había pronunciado
como insulto—. Ésta es mi torre, llena
de mis hombres. Soy yo quien da las
órdenes aquí, no vos.
—Lo necesitamos —declaró el
cazador de recompensas—. A menos
que deseéis enfrentaros a un brujo sin
disponer de magia ninguna.
—Yo diría que estaríamos mejor
con el hechicero del duque —se burló
sir Lutriel—. Este desgraciado apenas si
merecía la pena capturarlo.
—Y a pesar de eso, vos decís que
invoca demonios —señaló Stoecker.
—¡Si vuestros cerdos no hubiesen
esperado a que estuviera durmiendo,
tras una noche de descabellados excesos
en el burdel, jamás me habrían puesto
la mano encima! —le espetó Mahlinbois
con palabras cargadas de indignación.
—Tal vez no sea demonólogo —
continuó el caballero, que sabía que eso
era verdad—. De todas formas, a la
gente de Parravon le hace bien ver
cómo quemamos a un hechicero en la
pira, de vez en cuando. Les demuestra
que sus señores están haciendo algo
para combatir las cosas demoníacas que
recorren las calles por la noche.
—Tal vez no os gustará tener que
explicarle al duque por qué,
exactamente, necesitáis pedirle prestado
su propio mago —interrumpió Brunner.
Una parte de la expresión vanidosa
abandonó la cara de sir Lutriel, y el
caballero avanzó hacia la puerta al
mismo tiempo que se quitaba del
cinturón el pesado anillo de las llaves,
para luego abrir la puerta con lentitud.
—Como comprenderéis, ahora mi
precio ha vuelto a subir a dos mil, y
espero una porción igual de todo lo que
encontremos en la fortaleza del Príncipe
Negro —dijo el caballero mientras abría
la puerta.
—¡El Príncipe Negro! —exclamó
Mahlinbois, cuando su delgada figura
emergió de la oscura celda—. ¿Por eso
me necesitáis?
El desafortunado usuario de la
magia tironeó de la puerta para intentar
encerrarse otra vez.
—Eres la cosa más parecida a un
hechicero que podía encontrar en tan
poco tiempo —explicó Brunner. Una
mano de sir Lutriel se cerró sobre un
hombro del prisionero, y lo sacó fuera.
—¡Por la capa de Ranald! Yo soy un
ilusionista, Brunner. ¡Nada de lo que
puedo crear es real! —Mahlinbois fue
apartado a un lado de un empujón,
cuando sir Lutriel avanzó para volver a
situarse en cabeza del grupo—. ¡No soy
un graduado del Colegio de Magos! ¡Mi
mentor no era más que un charlatán
insignificante que jugaba con los más
ligeros soplos de los vientos de la magia!
¡No estoy a la altura de un brujo!
—¿Tal vez prefieres quedarte aquí
para que te quemen? —le siseó
Brunner.
—De hecho, creo que sí —asintió el
asustado ilusionista.
—Es una lástima, porque la elección
no depende de ti. —Brunner se volvió y
le hizo a sir Lutriel un gesto para que
continuara—. Pero cuando todo esto
acabe, puedo traerte de vuelta aquí para
que te quemen.
Mahlinbois esperó un momento, y
luego siguió a Josef y Stoecker escalera
abajo.
—¿Por qué no podía yo ser sólo un
honrado ladrón como mi padre? —
refunfuñó el mago mientras descendía
tras el cazador de recompensas.
Ferricks era un tipo como una
araña, con cara de rata. Cuando Sir
Lutriel lo sacó de la celda y el
mugriento hombre alzó los
parpadeantes ojos hacia el grupo,
Brunner se sorprendió pensando si los
skavens habrían engendrado alguna vez
hijos con los goblins.
—Tengo entendido que nos lo has
dicho prácticamente todo —dijo sir
Lutriel al mismo tiempo que posaba
una mirada feroz en el hombrecillo.
—¿Qué? Os he contado todo lo que
sé sobre cosas que ni siquiera he hecho
y personas a las que jamás he conocido.
—El ladrón pronunció las palabras sin
hacer una sola pausa para respirar—.
Cualquier cosa que queráis saber ahora
la hice yo, y quienquiera que queráis
implicar en el asunto también estaba
allí. —El ladrón profirió un breve
ladrido de miedo al ver la daga espinosa
que Josef había desenvuelto.
—¡No! ¡No sé nada sobre eso! ¡Ni
una sola cosa! —Los ojos de Ferricks
estaban muy abiertos de miedo. Se secó
las sudorosas palmas de las manos en
los mugrientos calzones.
—Estos hombres dicen lo contrario
—se mofó sir Lutriel—. ¿Tal vez un rato
más en el potro de tormento despertaría
tus recuerdos?
—Ya eres hombre muerto —
intervino Brunner, avanzando un paso
hacia el pequeño bandido—. ¿Tiene
alguna importancia si te ahorcan aquí o
si lo hace más tarde el Príncipe Negro?
Ferricks miró a su alrededor con
una expresión inquieta de ojos
entrecerrados, intentando recobrarse
del sobresalto sufrido al oír nombrar al
Príncipe Negro.
—¿Qué me proponéis? —inquirió la
quejumbrosa voz del ladrón.
—Tengo poder para perdonarte —
dijo sir Lutriel, actuando como si la
decisión del bandido no tuviese para él
la más mínima importancia—. Dinos lo
que queremos saber, y serás un hombre
libre.
—Claro, y los hombres del Príncipe
Negro me encontrarán y matarán, y no
tan rápida ni limpiamente como vuestro
verdugo.
—No, si antes lo mato yo —
manifestó la voz homicida de Brunner.
Josef se volvió a mirar al cazador de
recompensas.
—¿Si vos lo matáis? —Ferricks rió—.
No es humano. Hace centenares de
años que anda por ahí, y nadie ha sido
capaz de acabar con él. ¿Por qué vos
ibais a ser diferente?
—Ferricks, te presento a Brunner, el
cazador de recompensas. Me imagino
que su reputación lo precede.
Sir Lutriel disfrutó viendo que el
ladrón retrocedía ante el cazador de
recompensas de modo muy parecido al
de un hombre que ha estado a punto
de pisar una serpiente.
—Si alguien puede hacerlo, ése es
Brunner —dijo Stoecker—. Además,
¿tienes realmente alguna otra
alternativa?
—¿Si os enseño sobre un mapa
dónde está la torre del Príncipe Negro,
me dejaréis marchar? —preguntó
Ferricks, que intentaba asegurarse de
haber comprendido bien.
—No —le respondió la gélida voz
de Brunner. Incluso Sir Lutriel miró al
cazador de recompensas con expresión
de abierta sorpresa—. Nos guiarás hasta
allí. De ese modo, cualquier cosa que
nos suceda a nosotros, también te
sucederá a ti.
Ferrícks retrocedió todavía más,
hasta quedar con la espalda contra la
pared de piedra, aunque también
asintió con la cabeza.
—Si os ayudo, quiero una parte de
su tesoro —dijo el ladrón.
—Si nos ayudas —gruñó la voz de
Brunner—, considerare la posibilidad
de no entregarte al vizconde De
Chegney, a cambio de la recompensa
que pagaría por poder cortarte el flaco
pescuezo.

*****
Desde su oscuro trono, el Príncipe
Negro contemplaba la ágil figura de la
muchacha esclava que se contoneaba y
giraba por la sala. Sonrió al pensar en su
suave piel inmaculada. En verdad,
había sido una lástima perder a Slaich.
¡Qué maestría con el látigo la suya! Le
había llevado años conseguir que aquel
animal actuara, años de disciplina con
el látigo. Y sin embargo, no había ni
una sola marca en su cuerpo, como le
permitía determinar al elfo la breve
prenda que colgaba de sus caderas. En
verdad, la muchacha podría haber sido
considerada como una belleza por los
humanos —por lo que ellos sabían de
esas cosas—, pero la verdadera medida
de su valía era el modo de bailar. Era la
salvaje danza de las elfas brujas,
aquellas maníacas vírgenes templarias
de Khaine, en su Naggaroth natal. Pero
había en ella un elemento añadido del
que carecían las danzas de aquellas
peligrosas elfas, un elemento que
emocionaba al Príncipe Negro y hacía
que su respiración se agitara. Era el
miedo. La muchacha lo exudaba
mientras los recuerdos del dolor que
Slaich le había infligido se sumaban al
frenesí de la danza.
El Príncipe Negro apartó la vista de
la mujer sudorosa y de ojos muy
abiertos, y su mirada se posó sobre la
caja de madera de teca. La tapa estaba
abierta y el relumbrante Ojo de Tchar le
devolvía la mirada. El elfo oscuro
sonrió. El cazador de recompensas
había descubierto a Ferricks, tal y como
había predicho el Ojo. Al elfo le
fastidiaba permitir que el traidor
continuara respirando, pero sabía que
esa alimaña tenía los días contados.
También eso lo había visto dentro del
Ojo.
El Príncipe Negro alzó su nueva
copa y dejó que los últimos restos de la
sangre de Slaich pasaran a través de sus
pálidos labios. El resto había sido
ingerido por uno de los esclavos, de
modo que el elfo oscuro pudiese
degustarla, pero esa última copa la
bebería él mismo. Era un último honor
que le concedía a su viejo sirviente.
Slaich era el primero de los
sacrificios que le obligaría a hacer su
actual plan. Había sido el más duro, y el
elfo oscuro había necesitado varios
segundos para decidirse. Los que
vendrían a continuación no lo
trastornarían en lo más mínimo.
CINCO

El pequeño grupo de jinetes salió de


Parravon a muy temprana hora del día
siguiente, justo cuando comenzaba a
fulgurar por encima de los picos de las
Montañas Grises el primer resplandor
que precede al alba. Al caer la noche,
habían acampado en un claro del
bosque que los troncos de los árboles
ocultaban a la vista. Puesto que había
decretado campamento frío, el cazador
de recompensas no permitió encender
fuego. El ambiente era tenso, más aún
debido a la desconfianza y rivalidad que
se enconaba en los corazones de los
miembros de la pequeña partida.
Mahlinbois aborrecía y despreciaba a sir
Lutriel, quien a su vez mostraba muy
abiertamente su suspicacia hacia
Lithelain, del que creía que los iba a
traicionar para tomar venganza por su
cuenta. A Ferricks, el Príncipe Negro le
causaba un obvio pavor, y miraba cada
sombra, aterrorizado ante la posibilidad
de que el poder de la maligna criatura
pudiese alcanzarlo. Al flaco ladrón
también le causaban pavor evidente
Brunner y sir Lutriel; les temía tanto a
los dos hombres como al señor bandido
al que estaba traicionando. Y también
Josef abrigaba sus propias suspicacias,
pues se preguntaba si podía confiar en
el cazador de recompensas.
Sólo el escritor, Ehrhard Stoecker,
parecía no tener prejuicio alguno. Iba
de una persona a otra y trababa
conversación con cada uno. Josef se
preguntó si ése era el motivo por el que
el cazador de recompensas había
permitido que el hombre los
acompañara; no para satisfacer el deseo
de Stoecker de vivir su propia gran
aventura, sino para que evitara que los
acompañantes de Brunner se
degollaran unos a otros durante la
noche.
Por último, Stoecker acabó su
circuito por el campamento y fue a
sentarse junto a Josef. El joven
comerciante se volvió a mirarlo, lo que
el escritor debió advertir porque sonrió
y le preguntó a Josef qué estaba
pensando.
—Puedo entender por qué estáis
todos aquí, salvo el elfo —confesó el
joven—. A Ferricks y Mahlinbois los
mueve el miedo que le tienen al
verdugo o a Brunner. Sir Lutriel quiere
una parte de la recompensa. Vos estáis
aquí para vivir una de las aventuras
sobre las que escribís. Pero ¿por qué
está Lithelain con nosotros?
Stoecker sonrió y movió la cabeza
hacia el elfo, que en ese instante se
adentraba entre los árboles para ocupar
su posición durante la larga guardia
nocturna.
—Ya hablé antes con él, hace
algunos años, en Miragliano.
—¿En Miraguano? —preguntó el
joven—. ¿Por qué un elfo silvano iba a
estar en una ciudad portuaria de Tilea?
—Por la misma razón que ahora
está aquí; por la misma que estáis vos
aquí. Busca venganza. —Stoecker
advirtió el respingo que dio Josef ante
esta información—. Verás, hace muchos
años, de hecho siglos, los elfos silvanos
enviaron una embajadora al reino de
Bretonia. Pero ésta nunca regresó a
Athel Loren. El Príncipe Negro le
tendió una emboscada y mató a sus
adherentes y a sus guardias. Durante
quinientos años, Lithelain estuvo
buscando a la embajadora, pero sólo
logró descubrir rumores y leyendas
acerca de un quimérico rey de
bandidos. Luego, un día, cuando seguía
una pista más, se encontró con un
jinete en el camino. El jinete era
silencioso y llevaba un ropón de seda
que lo cubría de pies a cabeza. Al
acercarse, el olor de la muerte llegó a su
nariz, y el zumbido de las moscas sonó
en sus oídos. El jinete era un cadáver
atado a la silla del caballo. Un armazón
de madera lo mantenía erguido.
Cuando Lithelain lo miró desde más
cerca, vio que el cadáver era el de la
embajadora desaparecida, y que hacía
sólo unas pocas horas que había
muerto. No mencionaré las atrocidades
de las que daba testimonio aquel pobre
cuerpo, pero cortadas en su carne había
salvajes runas élficas deformadas, runas
que transmitían un sencillo mensaje:
«Saludos del Príncipe Negro».
Stoecker clavó a Josef una mirada
grave y pesarosa.
—La embajadora era su hermana.
Josef alzó los ojos hacia la copa del
árbol al que había trepado el elfo con
una repentina expresión de
entendimiento en los ojos. Tal vez no
estaba seguro de si Brunner le
arrebataría o no la venganza, pero podía
tener la seguridad de que nada evitaría
que el elfo matara al Príncipe Negro
con sus propias manos. Josef lo sabía,
porque la misma determinación
colmaba su propio corazón.
*****
Josef despertó, sobresaltado, con una
mano húmeda apretada sobre la boca, y
se encontró mirando al rostro de sir
Lutriel.
—No hagáis el más mínimo ruido, o
estaremos perdidos —susurró la voz
calma del caballero.
Apartó la mano y, al sentarse, Josef
vio que el caballero estaba
completamente vestido, con la espada
envainada sobre la cadera.
—¿Qué sucede? —preguntó el
joven, y el caballero le lanzó una
mirada de sabia superioridad.
—Decidme, ¿creéis honradamente
que tendréis alguna probabilidad de
conseguir lo que queréis si os quedáis
con Brunner? —replicó sir Lutriel—.
¿Pensáis honradamente que el elfo va a
permitiros que le arrebatéis la
venganza? ¿O pensáis que Brunner
dejará que pongáis en peligro la
posibilidad de que se haga con la
recompensa que se ofrece por la cabeza
del Príncipe Negro?
—Recompensa con la que vos
queréis quedaros —observó Josef.
—Naturalmente —admitió el
caballero—, pero detesto bastante tener
que compartirla.
—¿Qué intentáis hacer? —inquirió
el comerciante mientras su mente
pensaba a toda velocidad e intentaba
ver adónde quería conducirlo el
bretoniano.
—Acabo de tener una conversación
de lo más esclarecedora con nuestro
amigo Ferricks —confesó sir Lutriel—.
Me ha hablado de un viejo túnel goblin
que se adentra en la fortaleza del
Príncipe Negro, un túnel que nunca se
usa y no está vigilado. También me ha
dicho cómo encontrar el valle donde se
oculta la fortaleza del Príncipe Negro.
Para dos hombres decididos, sería
posible entrar y recoger esa valiosa
cabeza. —El caballero sonrió—. De
hecho, Ferricks acudió a mí con esa
idea. Parece ser que está
desmedidamente encantado con la idea
de que el Príncipe Negro pueda haber
muerto ya cuando Brunner arrastre
hasta allí dentro su lamentable pellejo.
De hecho, me dijo incluso que durante
unos días haría cabalgar en círculos al
cazador de recompensas, con el fin de
darnos tiempo para matar a su antiguo
señor y marcharnos antes de que
Brunner pueda hacer nada para
impedírnoslo.
—¿Por qué yo? —preguntó Josef
mientras las sospechas afloraban a su
mente—. ¿Por qué no lo hacéis vos
solo?
—Necesito a alguien que me guarde
la espalda. No tengo ni idea de qué
riesgos pueden surgir. Me es preciso un
cómplice. —La voz de sir Lutriel bajó
más aún—. Y vos sois el único en quien
puedo confiar. Los demás están
demasiado relacionados con Brunner, y
si me llevo a Ferricks pierdo el señuelo.
En ese caso, Brunner saldría detrás de
mí como una bala. —El caballero hizo
una pausa para estudiar la reacción de
Josef ante sus palabras—. Es la única
forma de que tengáis una posibilidad de
vengaros del asesino de vuestro padre
—añadió.
—¿Me permitiréis que me enfrente
con el Príncipe Negro? —En el tono de
Josef había una nota de incredulidad.
—¡Ah, ya lo creo que sí! Y cuando
os mate, no quedará nadie con quien yo
tenga que compartir el rescate —
admitió el caballero con una voz más
amistosa y superior que nunca.
Josef meditó sobre la brutal
sinceridad de esa declaración.
—Muy bien —dijo el joven—.
Dadme un momento para recoger mis
cosas.
*****
Josef y el caballero avanzaron por el
estrecho sendero; poniendo buen
cuidado en no remover las puntiagudas
piedras que lo flanqueaban. Era un
camino secreto que conducía al
pequeño valle donde el Príncipe Negro
había construido su fortaleza, una
senda que supuestamente sólo conocían
Bors y Ferricks, aunque sir Lutriel había
expresado sus dudas al respecto y había
mantenido la espada a punto. No eran
sólo hombres los que servían al elfo
oscuro, y el caballero sabía lo suficiente
sobre los hombres bestia como para
saber que, si bien sus mentes eran
inferiores a las humanas, sus sentidos
eran más agudos.
El sendero había comenzado en un
soto de árboles enredados, y había
ascendido luego por el costado oculto
de un barranco que serpenteaba a
través de las Montañas Grises. A un
lado, el estrecho sendero estaba
bordeado por elevados riscos oscuros y,
al otro, acababa en un profundo
abismo. La superficie de la senda era
húmeda y resbaladiza, lo que obligaba a
los dos viajeros a avanzar con mucha
lentitud por temor a perder pie y caer
hacia la muerte sobre las puntiagudas
rocas del fondo.
Era una ruta fácil de defender, y sir
Lutriel no dudaba de que, en efecto, se
necesitaría un ejército para abrirse paso
hasta el interior del valle, en caso de
que sus habitantes estuviesen enterados
de la aproximación. Pero sir Lutriel no
había sido nunca de los que prefieren el
acercamiento directo cuando una
puñalada por la espalda o una correa de
la silla de montar floja podían ser
igualmente eficaces para sus propósitos.
Habían dejado a los caballos
maniatados en el soto, donde el
bretoniano esperaba que no los
descubrieran, y habían echado a andar
por la serpenteante pista descrita por
Ferricks. Subieron por la roca gris de la
montaña, a momentos casi vertical, y
luego descendieron por una senda
traicionera hasta el suelo del valle.
El valle en sí era pequeño, pero
también éste resultaba ser perfecto para
los propósitos del señor de bandidos.
Un estrecho arroyo bajaba de las
montañas y corría por el rocoso suelo
yermo, antes de precipitarse al interior
de la profunda grieta que serpenteaba
atravesando el valle.
Decididamente, aquella estrecha
grieta no tenía una apariencia natural,
al igual que los canales tallados en el
suelo del valle. Pero mientras que los
canales mostraban restos de antiguas
trincheras y obras de tierra, la grieta era
un tipo de cicatriz por completo
distinta, dejada por una batalla
olvidada hacía mucho: tiempo. La grieta
comenzaba al otro lado del valle, a la
sombra de las montañas, y corría casi
hasta el centro del mismo.
Era el último vestigio de un antiguo
túnel que los zapadores enanos habían
abierto con explosiones, en un intento
de llegar a la fortaleza de sus enemigos,
antes de que las guardas y defensas
antinaturales de éstos provocaran el
derrumbamiento del túnel hacia el
interior de las cavernas situadas debajo
de las Montañas Grises. El túnel de los
enanos, al desplomarse, había dejado
una larga grieta desigual de seis metros
de ancho por treinta de profundidad.
En el centro del yermo valle se
alzaba una esbelta torre redonda de
piedra blanca. Ahusados contrafuertes
daban soporte a la corona de la torre,
donde un tejado de teja circunvalaba el
parapeto superior. Varios balcones se
abrían a los lados de la torre, a
diferentes alturas, cada uno rodeado
por almenas triangulares que
aumentaban la simetría de la
estructura. En algunos puntos, la piedra
estaba desportillada o rajada, pero a
pesar de ello continuaba siendo un
espectáculo imponente y fabuloso,
reliquia de los tiempos en que los elfos
gobernaban el Viejo Mundo, antes de
que la Guerra de la Barba los obligara a
abandonar sus colonias y retirarse de
vuelta a las encantadas orillas de
Ulthuan.
Ninguno de los hombres que
contemplaban la torre por primera vez
podía adivinar cuántas batallas había
visto desarrollarse aquel edificio.
Tampoco podían imaginar la profunda
satisfacción que le había proporcionado
al actual ocupante haber reclamado
para sí una reliquia de sus primos.
Mientras observaban la torre, un par de
desgarbadas criaturas del tamaño de
hombres, describían círculos alrededor
de la aguja, volando con grotescas alas
de murciélago. Resultaba difícil
distinguir algún detalle desde aquella
distancia, y ninguno de los hombres
deseaba echar un vistazo mejor que el
que les permitía su posición.
Sir Lutriel tiró de Josef para
aproximarlo y, mediante gestos, le
indicó cómo podían continuar. Ferricks
les había hablado de un pasadizo
subterráneo, un túnel hecho por los
goblins durante el tiempo que tuvieron
la torre en su poder, y que serpenteaba
desde la ladera de la montaña hasta la
fortaleza. No sabía si el Príncipe Negro
estaba enterado de su existencia, pero
tenía la seguridad de que no le había
dado uso alguno. Podrían existir otros
caminos secretos para entrar en la torre,
pero éste era el único que Ferricks
conocía.
El caballero y el comerciante
avanzaron con precaución por la
extensión abierta al mismo tiempo que
lanzaban temerosas miradas hacia la
torre, atentos a cualquier señal de los
vigilantes centinelas. El terreno que
tenían que cubrir desde la senda hasta
la entrada del viejo túnel goblin, no era
extenso, pero se trataba del tramo más
peligroso. Ambos hombres suspiraron
de alivio cuando llegaron al refugio que
les proporcionaba un grupo de rocas.
Entre un par de enormes piedras
oscuras, la entrada abierta del túnel
goblin era como un faro que los
llamaba.
La abertura en sí era pequeña, y sir
Lutriel se vio obligado a deslizarse
apretadamente entre las rocas, sin
atreverse a llenarse los pulmones de
aire mientras avanzaba de lado por el
estrecho pasadizo. El túnel en sí
constituyó una experiencia igualmente
desdichada, pues se trataba de una
excavación de techo bajo con piso
irregular y frecuentes cambios
desorientadores de inclinación y
dirección. Los hombres tuvieron que
doblarse por la mitad, con la espalda
paralela al techo y las espadas sujetas al
frente. Josef encendió una pequeña
antorcha que había llevado consigo,
para iluminar el tosco pasaje. Huesos
viejos, últimos vestigios de los primeros
habitantes, eran molidos hasta quedar
pulverizados bajo sus botas.
Tras lo que pareció una eternidad
en el húmedo silencio oscuro del túnel,
el techo se elevó de pronto hasta ser
mucho más alto, y los hombres
pudieron erguirse. El túnel había
desembocado en una especie de
cámara. Josef vio que contra una pared
había una gran pila de huesos de
goblin, mientras que la otra daba a un
profundo pasillo empinado. La pared
restante también resultaba notable
porque era lisa, tallada por manos
diestras en lugar de ser roca viva
toscamente vaciada.
Josef miró a sir Lutriel. El caballero
asintió a la vez que se bajaba la visera
del casco y aferraba más firmemente la
empuñadura de su espada. Josef dejó la
antorcha y comenzó a pasar una mano
por la suave superficie de la pared.
Abajo, cerca del piso, su mano encontró
una ligera protuberancia, una
imperfección en la piedra. Se oyó un
suave chasquido apenas perceptible, y
una sección de la pared se hundió.
—Recordad, es mío —susurró Josef,
y luego traspasó la abertura.
Josef vio que la puerta abierta daba
a un corredor cuyas paredes, techo y
piso estaban hechos con una suave
piedra blanca. Mientras contemplaba el
entorno, un brillante destello de luz
estalló ante sus ojos. Aturdido, el joven
estaba desprevenido cuando una mano
aferró su espada y se la arrebató de la
mano. Josef oyó una desagradable
imprecación bretoniana, y dedujo que
también sir Lutriel había sido capturado
y desarmado. Unos brazos rodearon los
de Josef y tiraron salvajemente de él
hasta situarlo en el centro del corredor.
—Parece que tengo visitas —
ronroneó una melodiosa voz.
Josef se encontró mirando un rostro
inhumanamente bello. En muchos
sentidos, no era desemejante del de
Lithelain, pero llamarlos idénticos
habría sido como comparar a un árabe
de piel cetrina con un pálido nómada
kíslevita. La palidez del que hablaba era
más marcada que la de tonalidad
cremosa del elfo silvano. Los rasgos de
este elfo tenían una áspera crueldad, un
sello de maldad que teñía de amenaza
las gráciles líneas afiladas de su
semblante. Los ojos entrecerrados
contemplaron a Josef y a sir Lutriel con
una expresión casi aburrida.
Josef dejó que su mirada bajara
desde la cara del elfo, y se sobresaltó al
ver la armadura negra, las espadas
gemelas y las largas faldas colgantes de
seda y acero. Antes no había visto el
rostro del asesino de su padre, pero
reconoció los atuendos del Príncipe
Negro.
La rabia invadió su delgado cuerpo,
y el muchacho forcejeó contra los
brazos que lo retenían. No obstante, no
logró desasirse de la poderosa presa.
El elfo sonrió apretando los finos
labios, y se apartó ociosamente de la
cara un mechón de largo cabello negro.
—¿Qué voy a hacer con mis
deliciosos huéspedes? Es tan poco
frecuente que tenga que recibir
invitados…
Ásperas carcajadas resonaron en las
palabras del Príncipe Negro, y Josef se
dio cuenta de que había otros con él.
Hombres de expresión dura y ataviados
con toda clase de armaduras variadas
llenaban el corredor detrás del señor de
bandidos. Otros dos elfos, cuyo rostro
era un reflejo del de su señor y cuyas
armaduras estaban hechas a imagen y
semejanza de la del Príncipe Negro,
flanqueaban a la temible figura. Sus
hermosos rostros estaban
contorsionados por burlonas sonrisas de
sádica diversión. Otros seres, retorcidos
e inhumanos, se encumbraban por
encima de elfos y hombres o
arrastraban sus cuerpos mutados entre
los bandidos para mirar mejor a los
prisioneros.
—Pero ¡fijaos! —exclamó el elfo con
falsa admiración—. Uno de mis
huéspedes ha traído un regalo.
Una manó del Príncipe Negro se
tendió hacia el cinturón de Josef y,
diestramente, le quitó la daga envuelta.
El elfo se acercó la daga a la nariz y
cerró los ojos para saborear el aroma del
acero de Naggaroth.
—Lamenté muchísimo la pérdida
de mi daga —dijo—. Es una reliquia de
mi familia, y a mí me quedan bastante
pocas en estos tiempos menos
prósperos. Os agradezco que me la
hayáis devuelto.
—¡Que la maldición de la Dama
caiga sobre vos! —rugió sir Lutriel al
mismo tiempo que forcejeaba para
soltarse del abrazo de los enormes
hombres bestia que lo retenían. El
Príncipe Negro se volvió para encararse
con el bretoniano.
—¿La Dama? —preguntó el elfo
oscuro, y luego sus ojos se abrieron
como por efecto de un recuerdo
repentino—. ¡Ah, sí!, esa deidad pagana
a la que le rezáis los animales. De
verdad, ¿no podéis hacerlo mejor? Hace
ya siglos que soporto maldiciones
lanzadas sobre mí en su nombre. Y yo
os pregunto, ¿no os parece que, incluso
para un dios, eso es ser un poco lento
en la acción?
—¡Maldito seáis! —gruñó sir Lutriel
—. ¡Dadme una espada y borraré esa
sonrisa burlona de vuestra cara!
El Príncipe Negro se echó a reír.
—Me temo que una lucha
semejante sería bastante tediosa. Ya me
he enfrentado antes con los de vuestra
clase, incluso con vuestros maestros. En
Naggaroth, ni siquiera les habrían
permitido cruzar espadas con un
tullido. —El caballero volvió a rugir al
oír las burlas del villano, pero el
Príncipe Negro ya le había vuelto la
espalda al hombre—. No temáis, que
dispondré las cosas para que me
demostréis lo diestro que sois con la
espada.
—¡Nos vengarán! ¡Mi padre será
vengado! —gritó Josef cuando el
Príncipe Negro comenzó a retirarse
hacia las sombras junto con su séquito.
El elfo se detuvo y volvió a estudiar
al muchacho con su desdeñosa mirada.
—Es seguro que no os referís al
cazador de recompensas y sus
camaradas —rió el Príncipe Negro, que
observó, divertido, cómo la fina del
rostro del muchacho se transformaba
en conmoción—. Sí —continuó el elfo
con una voz que descendió hasta un
susurro tranquilizador—, lo sé todo
sobre ellos. De hecho, en este momento
iba a disponer una bienvenida
apropiada para ellos. —La sonrisa
viperina volvió al rostro del monstruo
—. ¡Es tan raro que reciba visitas! —
Miró a los hombres bestia que
sujetaban a los dos prisioneros—.
Llevad al muchacho a mi sala de
audiencias. —Señaló con un esbelto
dedo a sir Lutriel—. Llevad a ése a la
fosa, y preparadlo para las festividades
de la noche.
El Príncipe Negro no se quedó para
observar cómo los hombres bestia se
llevaban a los hombres, sino que miró a
sus atentos tenientes. Los elfos
inclinaron la cabeza cuando el Príncipe
Negro posó sus ojos sobre ellos.
—Drannach, Uraithen,
acompañadme. Hay cosas que debemos
comentar antes de la llegada de mis
otros huéspedes.
Se alejó, y los dos elfos lo siguieron
a unos respetuosos diez pasos de
distancia.

*****
El Príncipe Negro se encontraba de pie
en la entrada de la torre, una vez más,
acorazado para la batalla. Lo
flanqueaban el teniente Drannach y el
gigantesco hombre bestia con cabeza de
mastín, llamado Urgmesh. Ante él,
montado sobre un corcel negro como el
carbón, el otro teniente elfo oscuro
bajaba la mirada hacia su señor. Al
igual que el Príncipe Negro, también
iba equipado para la batalla, y sus
delicadas facciones afiladas quedaban
enmarcadas por el casco abierto.
Detrás de él, una docena de canosos
jinetes humanos aguardaban sus
órdenes.
—Dad caza a ese cerdo, y
traédmelos a él y a sus compañeros
hasta aquí, vivos —entonó la melodiosa
voz del Príncipe Negro desde detrás de
la máscara de su casco—. Ya he enviado
a las arpías para que vigilen las
montañas, por si ese gusano piensa
engañarnos tomando la ruta más difícil.
Pero pienso que lo más probable es que
intente llegar a través del paso.
—¿Y si lograran esquivarnos? —
preguntó el teniente.
—Mantendremos una guardia aquí.
—El Príncipe Negro alzó un esbelto
dedo envuelto en malla para señalar
hacia lo alto—. He apostado guardias
allí arriba para que nos avisen si
nuestros visitantes se aproximan a la
torre, y pondré un destacamento abajo,
por si se les ocurre entrar por el túnel.
—Pienso que un solo centinela os
resultaría más útil —propuso el teniente
—. Un guardia puede pasar
inadvertido. Un centinela de ojos
agudos dará la alarma con más
seguridad que una docena de ellos, que
seguramente serían vistos antes de que
el cazador de recompensas salga al
descubierto. —El teniente guardó
silencio y luego volvió a hablar—. Tal
vez Gruzlok; es el que tiene mejor vista
de todos vuestros servidores.
—El hombre bestia también es necio
—se burló el Príncipe Negro—. Un
perro tendría que esforzarse mucho
para mantener una conversación con
Gruzlok.
—No se necesita un gran ingenio
para detectar a una compañía de jinetes
que se acerque a la torre —observó el
teniente—. Y su vista fenomenal podría
ser muy beneficiosa.
El Príncipe Negro asintió con su
acorazada cabeza.
—Muy cierto —dijo—. Actuaré de
acuerdo con tu sugerencia.
El elfo agitó una mano con un gesto
de despedida. El teniente montado se
volvió a mirar a sus hombres, inclinó la
cabeza y les indicó que lo siguieran.
La fila de jinetes galopó desde la
torre hasta el estrecho fondo del valle.
El Príncipe Negro los observó durante
un momento, y luego se volvió a mirar
a Drannach.
—Ven, vamos a ver qué tal están
nuestros huéspedes —dijo.
Los dos elfos oscuros se retiraron
nuevamente al interior de la torre, y la
puerta se cerró tras ellos.

*****
El Príncipe Negro sonrió. Las cosas
estaban sucediendo exactamente como
había mostrado el Ojo de Tchar. Muy
pronto ya, los acontecimientos que él
había permitido que se desarrollaran se
precipitarían hacia la conclusión que
había visto. Las arpías —si podía
permitirse que llevaran dicho nombre
las miserables y horrendas bestias del
Caos que había adquirido en una feria
de fieras itinerante— se posarían entre
las grietas de las Montañas Grises para
aguardar su orden de regreso. No las
había visto en el Ojo de Tchar, así que
no las quería tener cerca cuando diera
fruto su plan actual.
En cuanto a los tenientes, bueno,
ellos eran otra cosa.
El Príncipe Negro entró en la gran
sala de la torre, y pasó ante las
inclinadas cabezas de sus soldados
bandidos y hombres bestia
contrahechos, sin dedicarle una sola
mirada a ninguno de sus sirvientes.
Drannach y el hombre bestia Urgmesh
lo seguían de cerca.
El jefe de bandidos se encaminó
hacia una plataforma baja situada ante
una grandiosa fosa abierta. Ascendió los
escalones con pasos medidos y se sentó
en la silla de respaldo alto, que era una
copia del asiento de su sala del trono. El
elfo consideró la feroz mirada que le
dirigía el joven encadenado al pie de la
plataforma mediante un gran collar
para perro que le rodeaba el cuello. El
Príncipe Negro rió entre dientes al
sentir que el odio de Josef lo bañaba.
—En su momento —dijo el señor de
los bandidos—, pero antes debéis
disfrutar de la hospitalidad del Príncipe
Negro.
El elfo rió mientras, con una
floritura, extendía las faldas de su
gambesón y ropaje, y se sentaba. El
noble hizo entrechocar las palmas
revestidas de acero en una sola palmada
metálica para luego hacer un gesto con
una mano hacia la fosa situada más
abajo.
Josef vaciló durante un momento
mientras miraba con ferocidad a su
opresor, y luego se arriesgó a bajar los
ojos hacia la fosa. Se trataba de una
espaciosa depresión circular del suelo,
de unos seis metros de profundidad,
rodeada por púas de acero colocadas en
el borde superior. El fondo de la fosa
estaba cubierto de arena, y en las
paredes se veían marcas de profundos
arañazos y manchas que, sin duda, eran
de sangre derramada.
Por la arena había dispersos huesos
partidos por una presión tremenda, y a
Josef se le ocurrió el desagradable
pensamiento de que los habían roto
para extraerles el blando tuétano del
interior. Pero el espectáculo más
aterrador lo constituía la figura solitaria
que se encontraba de pie en el centro
de la fosa, y que clavaba en los jubilosos
paniaguados del señor elfo oscuro unos
ojos tan llenos de cólera y furia como
los del propio Josef. Sir Lutriel había
sido desnudado hasta dejarlo sólo con
un taparrabos, y su espalda presentaba
los oscuros cardenales del tratamiento
que le habían dado las manos de los
hombres bestia. La desafiante mirada
del caballero bretoniano se desplazó
hasta un sólido rastrillo de madera que
dominaba la pared opuesta de la fosa.
Un sonido, como el arrastrar de los pies
de un ser enorme, llegó desde la
oscuridad que había más allá del
rastrillo.
—Tenía entendido que se me daría
la oportunidad de demostrar mis dotes
de espadachín —bramó sir Lutriel.
Su voz era serena, pero sin embargo
contenía una nota de superioridad y
desprecio. El Príncipe Negro rió y le
hizo un gesto a uno de sus bandidos
humanos. El mugriento asesino avanzó
hasta el borde de la fosa y, riendo
estrepitosamente, arrojó un cuchillo de
hoja larga al piso cubierto de arena. Sir
Lutriel se inclinó para recogerlo.
—Gracias por vuestra benevolencia
—dijo el caballero al mismo tiempo que
le hacía una reverencia al señor
sentado.
Al erguirse, la mano de sir Lutriel se
alzó y arrojó el cuchillo hacia el Príncipe
Negro con un solo movimiento cegador.
El acero giró sobre sus extremos y fue
atrapado por una mano revestida de
hierro a pocos centímetros del peto del
elfo oscuro. El Príncipe Negro le
entregó el cuchillo a Drannach sin
siquiera mirarlo.
—No podéis reprocharme que en
este caso no lo haya intentado —dijo la
voz de sir Lutriel, desde la fosa. Otro
paso estremecedor, mezclado con un
gruñido profundo, sonó detrás del
rastrillo, y el caballero se volvió hacia
éste.
—Es una lástima —ronroneó la
musical voz del Príncipe Negro—, ahora
tendréis que enfrentaros a Marius sin la
ventaja de esa destreza de espadachín
de la que tanto os habéis jactado.
El elfo volvió a dar una palmada, un
agudo tintineo de metal contra metal
que resonó por toda la sala. De
inmediato, un par de bandidos
humanos se pusieron en movimiento y
aferraron una gran rueda sujeta a la
pared. Con rápidos movimientos de
torsión, los dos hombres hicieron girar
la rueda. Abajo, en la fosa, el rastrillo
de madera se alzó.

*****
El teniente elfo oscuro condujo a sus
jinetes por el estrecho cuello del valle,
espoleando a su corcel. Su aguda vista
le permitía distinguir los más mínimos
detalles a gran distancia. Estudiaba el
terreno, observando rocas y árboles en
busca de cualquier señal de movimiento
o de cualquier cosa anormal. No
esperaba encontrar a la pequeña partida
de aspirantes a asesinos del cazador de
recompensas en la puerta misma de la
fortaleza, pero la precaución era algo
que llevaba en la sangre.
El teniente se preguntó cómo irían
las cosas en la torre. ¿Habría llegado ya
el cazador de recompensas? ¿Tal vez, en
ese preciso momento, se enfrentaba con
el Príncipe Negro? El elfo se permitió
sonreír, pero la sensación divertida se
desvaneció al girar el cuerpo para clavar
una suspicaz mirada en un grupo de
árboles cercanos. Se maldijo por su falta
de atención. Había recorrido ese
sendero en mis ocasiones de las que
podía contar y, sin embargo, nunca
había habido un grupo de árboles
donde entonces lo veía.
El elfo les gritó una advertencia a
sus seguidores al mismo tiempo que
tiraba de las riendas de su caballo. El
elfo oscuro sintió un tremendo impacto
en el pecho, que lo levantó de la silla de
montar. Al desplazarse, su cuerpo hizo
que el sobresaltado caballo, cuyas patas
ya no se apoyaban con seguridad sobre
el suelo a causa del precipitado tirón de
las riendas, perdiera el equilibrio. El
animal relinchó de terror al caer de
lado. Con agilidad y rapidez
inhumanas, el elfo saltó de su lomo,
decidido a no dejarse aplastar bajo el
peso del corcel. Pero el caballo no
estaba cayendo al suelo, sino
precipitándose por el borde del
hundido túnel de los enanos, que
serpenteaba a lo ancho por el valle. El
salto del elfo lo llevó aún más allá del
borde del precipicio, y su alarido de
horror se sumó al del animal cuando
ambos desaparecieron en la grieta.
Mientras los bandidos observaban el
fin de su jefe, fueron atacados. Las
flechas salieron silbando de entre los
árboles para clavarse en las gargantas y
los pechos de los hombres y arrojarlos al
suelo. Antes de que los hombres
hubiesen siquiera comenzado a
reaccionar, tres de ellos yacían ya en el
suelo, muertos o agonizantes, y un
cuarto estaba desplomado sobre el lomo
de su caballo y sujetaba con las manos
la flecha que tenía clavada entre las
costillas. El seco tañido de ballesta se
sumó al silbido de las flechas, y otros
dos hombres cayeron muertos mientras
espoleaban sus caballos para regresar a
la torre. Los restantes bandidos se
retiraron, y otro de ellos cayó cuando
una flecha se le clavó en la espalda.
—Buen disparo —reflexionó
Brunner mientras volvía a cargar su
ballesta. Lithelain asintió con aire
solemne.
—Detesto herir a un enemigo por la
espalda, pero tal vez eso los convencerá
de continuar corriendo —dijo el elfo
silvano.
—Podríais haberles causado más
bajas si me hubieseis dado una de
vuestras ballestas —gimió el zorruno
ladrón, Ferricks, que estaba sentado
sobre una roca grande y dibujaba
ociosamente con una ramita en la tierra
—. A fin de cuentas, he demostrado
que podéis confiar en mí. No tengo
nada que ganar traicionandos a estas
alturas.
Brunner le dirigió al ladrón una
mirada escrutadora.
—Me siento mejor sabiendo que no
tengo que vigilarte —declaró.
—¿Todavía necesitáis los árboles? —
jadeó el ilusionista Mahlinbois, que
respiraba trabajosamente y de cuya
frente goteaba sudor. Durante casi
media hora, desde que Lithelain había
informado de que los jinetes salían de
la torre, Mahlinbois había mantenido el
bosque ilusorio para ocultar al cazador
de recompensas y a sus compañeros.
Los árboles fantasma habían parecido
bastante reales para cualquiera que los
mirase desde una distancia de tres
metros o más, pero dentro del área de
la ilusión, no habían sido más que una
aparición etérea como la niebla que
constituía sólo un ligero impedimento
para la visión del cazador de
recompensas y sus camaradas.
—No, tu brujería ha servido para su
propósito —dijo Brunner.
Mahlinbois suspiró, cerró los ojos y
partió la pequeña rama que había
sostenido en la mano derecha para
concentrar la ilusión. Los árboles
fantasma se disiparon como niebla que
asciende de un lago, por la mañana.
—No soy un brujo —le espetó
Mahlinbois—. ¿Cuántas veces tendré
que recordarte eso? ¡No puedo
compararme con un brujo!
—Eso ya lo veremos, ¿verdad? —
respondió Brunner con una voz más
fría de lo habitual, y el ilusionista
retrocedió mientras las palabras de
protesta se secaban en sus labios.
El cazador de recompensas se
encaminó hacia donde estaba Ehrhard
Stoecker, sujetando las riendas de los
caballos del grupo. Avanzó hasta Cofre
de Jornal y sacó una larga capa negra
que llevaba en la alforja de cuero que
pendía a un lado del animal. Al dar
media vuelta para alejarse, el cazador
de recompensas captó la mirada adusta
que le dirigía el escritor. Se giró hacia el
hombre y clavó los ojos en la cara de
desaprobación de Stoecker.
—¿Te molesta algo? —exigió saber
el cazador de recompensas.
—Tú sabías que se acercaban —
declaró Stoecker—. Incluso antes de
que Lithelain los viera; tú sabías que
venían hacia aquí. Tengo que
preguntarme cómo lo sabías. ¿Y adónde
han ido sir Lutriel y Josef?
—Haces demasiadas preguntas —
refunfuñó el cazador de recompensas, y
comenzó a alejarse.
Stoecker, sin embargo, cogió a
Brunner por un hombro y lo hizo girar
otra vez. No se acobardó al ver que el
cazador de recompensas cerraba la
mano sobre la empuñadura en forma
de dragón de su espada.
—Los has utilizado —lo acusó el
escritor—. Sabías que se marcharían por
su cuenta, que intentarían quedarse con
tu preciosa recompensa y serían
capturados. —Un pensamiento
repentino tiñó el rostro de Stoecker de
un rojo colérico—. ¡Has estado
utilizando al muchacho desde el
principio! ¡Nunca te ha importado lo
más mínimo su intención de vengar la
muerte de su padre! Al menos,
Lithelain busca justicia para su
hermana. Tú sólo intentas forrarte los
bolsillos. Dime una cosa: si sir Lutriel
no nos hubiese acompañado, ¿habrías
enviado al muchacho en solitario para
hacer salir a los jinetes?
—Tal vez te habría enviado a ti con
él —respondió el cazador de
recompensas.
Dejó a Stoecker y volvió junto a
Lithelain con la larga capa negra en las
manos.

*****
Sir Lutriel retrocedió ante el rastrillo
que se abría, y la presumida actitud
desafiante lo abandonó cuando sus ojos
comenzaron a medir la enorme silueta
que se movía dentro de la sombría
cámara que se encontraba al otro lado.
Lentamente, la silueta salió a la luz.
Primero apareció un afilado pico óseo
de color negro. Tras el pico, salió una
cabeza gigantesca cubierta de plumas
marrón oscuro y ribeteada de blanco.
Las plumas estaban incrustadas de
mugre y sangre. La cabeza de pájaro
giró de un lado a otro con un
movimiento monótono e idiota. Unos
agujeros vacíos y cicatrizados marcaban
la carne donde, en otros tiempos, los
ojos de la bestia habían mirado desde la
cabeza de ave.
Dos poderosas patas emplumadas
salieron de las sombras al arenoso
suelo. Cada dedo estaba rematado por
negras garras afiladas. El cuerpo avanzó
y dejó a la vista el fuerte pecho,
también cubierto de plumas en las
zonas que no lo estaban por latigazos y
cicatrices. Dos repugnantes
protuberancias en carne viva asomaban
de sus hombros por encima de las patas
delanteras; eran los restos de las
poderosas alas que le habían sido
arrancadas.
El idiota movimiento de la cabeza
de la criatura se detuvo en seco cuando
percibió el olor del caballero. El grifo
profirió un agudo rugido y avanzó con
paso tambaleante hacia el centro de la
fosa. Los cuartos traseros de la bestia
estaban cubiertos de pelo amarillento,
donde no los habían marcado a fuego o
herido. El esbelto cuerpo desgarbado se
parecía al de un leopardo, y las costillas
resaltaban en la piel felina. Enormes
garras rudimentarias remataban las
zarpas de sus patas traseras, pero le
habían cortado la larga cola felina con
un arma dentada, y sólo le quedaba un
pequeño muñón. No obstante, incluso
en su estado mugriento y torturado, el
grifo mutilado constituía un espectáculo
impresionante. De cuatro metros y
medio de largo y un metro ochenta
hasta la cruz, continuaba siendo una
criatura magnífica y terrible.
El Príncipe Negro rió cuando el
grifo volvió a chillar.
—¿No desearías tener el cuchillo
ahora? —le siseó al asustado caballero.
El grifo avanzó cojeando, pues una
de sus patas traseras había sufrido una
fractura debilitadora que nunca había
soldado adecuadamente. La cabeza
ciega avanzó y chasqueó el pico, que se
cerró con un crujido seco. Sir Lutriel
sabía que un solo picotazo de aquellas
fauces bastaría para arrancarle un
brazo.
El caballero comenzó a desplazarse
lentamente alrededor del borde de la
fosa de lucha. No tenía ningún plan de
ataque. Incluso la posibilidad de
retroceder al interior de la madriguera
de la bestia quedó anulada cuando los
bandidos volvieron a bajar el rastrillo.
El caballero sólo esperaba ganar tantos
minutos de vida como se lo permitieran
su agilidad y fortaleza.
El grifo chilló otra vez, sonido al que
hizo eco el desolado gorgoteo de su
estómago hambriento. La bestia se
lanzó hacia delante, y sir Lutriel logró
salvar la vida sólo porque se precipitó
de cabeza en el último momento. El
grifo, que aún percibía el olor de su
adversario, atacó con las patas
delanteras, y sus garras arañaron la
pared de piedra, en la que dejaron una
serie de profundos surcos. Al darse
cuenta de su error, y con sorprendente
rapidez, el monstruo se volvió, y su
ciega cabeza se bamboleó de un lado a
otro por un instante, antes de volver a
percibir el olor de sir Lutriel. Una vez
más, las garras erraron al caballero al
apartarse éste a un lado.
Desde arriba, Josef observaba el
desigual combate con manifiesto
horror. No podía caber duda alguna
sobre el resultado final. Era como
hostigar a un oso con perros terrier. Las
carcajadas de los hombres del Príncipe
Negro que contemplaban el patético
espectáculo asqueaban al muchacho y le
torturaban el alma. Volvió los ojos otra
vez hacia la figura del elfo oscuro que
estaba sentado en el trono. De alguna
manera, algún día, por Sigmar y todos
los dioses del Imperio, él mataría a
aquel demonio que disfrutaba con el
sufrimiento ajeno.

*****
Desde su puesto de lo alto de la torre,
el bruto de cabeza de cabra observaba al
pequeño grupo de jinetes que se
acercaba lentamente. Los había avistado
hacía un rato, pero aún intentaba
decidir quiénes eran. El jefe de capa
negra podría ser el teniente elfo oscuro
que había marchado antes, Drannach o
Uraithen; el hombre bestia nunca podía
diferenciarlos. Había menos jinetes de
los que habían partido, y el monstruo
estaba seguro de que algunos de ellos
no eran los hombres que habían salido
de la torre con el elfo. El monstruo
consideró alertar a su señor, pero el
pensamiento parecía eludirlo, de algún
modo. En cuanto se le ocurría, se le
escapaba. No; decidió que era mejor
asegurarse de quién se acercaba a la
torre antes de molestar al Príncipe
Negro. El hombre bestia gruñó al
pensar en eso. Era casi como si el
pensamiento no fuese suyo, sino la idea
de algún otro.
El bruto bajó la mirada hacia los
jinetes. El jefe, ciertamente, parecía ser
Uraithen, o Drannach, pero es que
tampoco… Debería alertar a su señor.
O no… El hombre bestia sacudió la
cabeza en un intento de aclarar el
embrollo de pensamientos que
entrechocaban por dentro de su grueso
cráneo. Tendió una mano para tirar de
la cadena que levantaría la puerta de la
entrada situada abajo. Si el elfo tenía
que esperar para entrar en la fortaleza,
él recibiría una paliza. Pero ¿estaba
seguro de que era el elfo oscuro? El
monstruo volvió a gruñir, confuso, y se
dio un puñetazo en la astada cabeza
para intentar que sus pensamientos
adquiriesen algo parecido al orden.
Uno de los jinetes, un humano alto
que llevaba un casco negro, sacó un
artilugio pequeño que llevaba a la
espalda. Una saeta de acero salió
disparada hacia lo alto desde la
pequeña ballesta, y atravesó un ojo del
hombre bestia. El bruto cayó del balcón
y se estrelló contra el suelo, sin proferir
grito alguno.
—Bonito disparo —felicitó Lithelain
a Brunner—, en especial con un arma
tan engorrosa. —El elfo se quitó la capa
de los hombros y se la devolvió al
cazador de recompensas.
—Recuerda, es mío —le advirtió el
elfo silvano.
—Puedes quedarte con todo menos
con la cabeza —respondió Brunner
mientras volvía a cargar su arma y
tocaba suavemente al caballo con los
talones, para que avanzara hacia la
puerta abierta.
El grupo traspasó la entrada
lentamente, con los ojos vigilantes ante
cualquier señal de que hubiera otros
guardias. El último en entrar fue el
ilusionista, Mahlinbois, que se sacudía
los negros residuos de la pequeña vela
cargada con pólvora que había usado
para desordenar la mente del hombre
bestia. El mago estaba desconcertado
por la facilidad con que habían entrado
en la torre. Según decían, el Príncipe
Negro era un maestro en las artes de la
brujería. Mahlinbois sabía que la magia
de cualquier tipo servía para perder a
alguien o confundirlo. ¿Eran ellos los
cazadores o las presas? ¿Estaban
entrando en el cubil del Príncipe Negro
o en su trampa?
Una vez más, el ilusionista maldijo
el día en que había puesto los ojos sobre
Brunner. El hombre estaba rodeado por
un aura de invencibilidad, pero
Mahlinbois sabía demasiado bien que
esa protección no los incluiría a él ni a
ninguno de los aliados del cazador de
recompensas. De hecho, sabía que para
el modo de pensar de Brunner todos
ellos eran prescindibles, igual que el
muchacho y el carcelero.

*****
Los bandidos asistentes al espectáculo
aullaron de risa cuando sir Lutriel
volvió a escapar por los pelos de un
ataque del tullido grifo. El cuello del
monstruo se estiró cuando el hombre se
lanzó de cabeza para esquivarlo, y su
pico se cerró a pocos centímetros de la
espalda del caballero. El cuerpo de sir
Lutriel estaba cubierto de sudor y
arena, y su respiración era trabajosa. El
esfuerzo que hacía para esquivar las
garras y el pico letales del grifo
resultaba evidente. La fatiga lo aferraba
con una sofocante fuerza que lo mataría
si sucumbía a ella. El caballero se dobló
por la mitad y se llenó los pulmones de
aire cuanto pudo al mismo tiempo que
mantenía la temerosa mirada fija en la
enorme figura del monstruo.
También el grifo estaba sufriendo a
causa de la velocidad y agilidad de su
presa, y sus movimientos se volvían más
lentos y torpes a medida que se lanzaba
y saltaba por la arena en un intento de
alimentar su cuerpo depauperado con
la carne fresca que podía olfatear justo
fuera de su alcance. Cuando más
denodadamente intentaba llenarse la
barriga, más imposible se volvía la tarea.
Cuando el grifo corría hacia el caballero
agitando los muñones que asomaban
sobre sus hombros en un penoso
recuerdo de la época en que habían
sido alas, tropezó y cayó pesadamente
sobre el vientre; una de las patas quedó
torcida bajo su peso. El monstruo alzó
la cabeza como si fuera a gritar de
dolor, pero su enfermo cuerpo fue
incapaz de emitir sonido alguno.
Cuando su ciega cabeza giraba de un
lado a otro, acabó por quedar de cara al
caballero que estaba reuniendo fuerzas.
El grifo volvió a incorporarse con
torpeza, azuzado por la proximidad del
olor del hombre. Con pasos
bamboleantes y desmañados, el
monstruo ciego avanzó hacia sir Lutriel.
Sobre la plataforma, el Príncipe
Negro extendió una mano. Sin que su
señor lo mirara o le dirigiera siquiera
una palabra, Drannach puso el cuchillo
que había lanzado el caballero en la
mano del Príncipe Negro. Los dedos
revestidos de cota de malla se cerraron
sobre la empuñadura.
—Esto se ha vuelto tedioso —
declaró el Príncipe Negro con voz
cargada de desprecio.
Con un movimiento rápido,
cegador, el elfo levantó la mano y lanzó
el cuchillo hacia la arena. La hoja se
clavó en la carne de una pierna del
bretoniano, y el caballero se desplomó
al mismo tiempo que su voz ascendía en
un alarido nacido más del terror que
del dolor. El grifo, que entonces se
encontraba a tan sólo cinco pasos de él,
se volvió loco de repente al percibir el
olor a sangre. Se alzó de manos y
profirió un rugido castañeteante, que
era como el grito de un halcón y el
bramido de un toro.
Sir Lutriel intentó saltar a un lado
cuando el monstruo arremetió en línea
recta hacia él, pero su pierna herida
falló. Se dejó caer al suelo de la fosa y
comenzó a alejarse a gatas, pero ya era
demasiado tarde. Había perdido la
agilidad mientras que el grifo,
enloquecido por el olor de la sangre y el
hambre espantosa que atormentaba su
cuerpo, había cobrado nuevas fuerzas.
La bestia cayó como una avalancha
sobre el caballero. Una de las zarpas
impactó contra la espalda de sir Lutriel
como un martillo de vapor de los
enanos, destrozándole la pelvis y la
columna vertebral. Las negras garras se
hundieron profundamente en la carne
y el hueso. Cuando el sangrante grito
de dolor burbujeaba aún en los labios
del bretoniano, el poderoso cuello del
grifo se extendió hacia delante y el pico
cayó sobre la cabeza del hombre. Las
fauces se cerraron con un chasquido, y
el caballero quedó instantáneamente
decapitado. El grifo irguió el cuello para
tragarse entera la cabeza de sir Lutriel.
Luego, manchado de sangre, el pico
volvió a descender para arrancar
enrojecidos trozos de carne del
destrozado cuerpo que tenía bajo la
pata.
—¡Perro sarnoso! —rugió Josef al
mismo tiempo que se lanzaba hacia el
noble, pero la cadena que le rodeaba el
cuello lo detuvo justo a la distancia que
impedía que sus engarfiadas manos
alcanzaran al Príncipe Negro—. ¡No ha
tenido una sola oportunidad! —lo
acusó el joven.
—Ya lo sé —respondió el elfo, cuya
melodiosa voz, a pesar de ser suave, se
hizo oír por encima de la grosera alegría
de sus bandidos—. Pero ese espectáculo
estaba perdiendo el interés. Tendré que
pensar en algo más especial para vos.
El rostro acorazado del elfo oscuro
bajó la mirada hacia Josef, y el joven se
encogió ante la despiadada crueldad de
aquellos ojos almendrados. El Príncipe
Negro miró al otro lado de la sala. Uno
de los bandidos situados cerca del
extremo sur, acababa de proferir un
grito de alarma, grito que se transformó
en alarido.
*****
Brunner dejó que el mecanismo de
carga de su ballesta de repetición
cargara una segunda saeta, y volvió a
apuntar. No por primera vez, consideró
que el arma había sido un intercambio
justo por el oro que el skaven le había
estafado. A su lado, Lithelain tenía el
arco preparado. Stoecker aferraba la
espada con una firme expresión
decidida, mientras Ferricks se lamía los
labios mientras sus dedos jugaban con
la pequeña espada que le había
entregado el cazador de recompensas.
Sus ojos se desplazaban velozmente de
un lado a otro, buscando alguna vía de
escape que le permitiera alejarse del
cazador de recompensas y de los
bandidos armados que entonces se
enfrentaban con ellos. Detrás de todos
los hombres, el ilusionista Mahlinbois
preparaba otra de sus curiosas velas con
pólvora. Sólo el sudor que le perlaba la
frente, delataba el sereno, concentrado
esfuerzo que el mago invertía en su
trabajo.
Ante ellos, la larga sala estaba llena
de seguidores del Príncipe Negro.
Treinta bandidos armados
contemplaban con una mezcla de
sorpresa e indignación al hombre a
quien Brunner le había disparado, y
que se retorcía en el piso aferrándose la
flecha que tenía clavada en el vientre.
Los berridos y gruñidos de los hombres
bestia se sumaban a los gruñidos de los
bandidos. Los hombres comenzaron a
desenvainar las espadas, y unos cuantos
corrieron hacia las paredes para
descolgar lanzas y alabardas de las
sujeciones ornamentales que había en
la piedra. Sobre la plataforma, las
figuras acorazadas del Príncipe Negro y
su teniente miraban con ferocidad a los
intrusos.
—Matadlos —ordenó el Príncipe
Negro—. Matadlos a todos.
Alzó una mano y señaló a Brunner
con un dedo engarfiado. La turba de
bandidos rugió y se lanzó al ataque.
Cuando el primer hombre comenzaba a
moverse, el cazador de recompensas
disparó. La saeta voló a toda velocidad
hasta el otro lado de la sala e impactó
contra el peto del señor de los
bandidos. El Príncipe Negro dio un
momentáneo traspié, y luego giró sobre
sí mismo para lanzarle una furiosa
mirada al cazador de recompensas, con
una abolladura en el labrado peto.
Brunner no tuvo tiempo de efectuar
otro disparo contra el elfo oscuro, pues
los bandidos que se les echaban encima
exigían su atención de modo más
apremiante.
—Tenéis una pobre noción de lo
que es una lucha justa —se quejó
Mahlinbois, que aún manipulaba sus
implementos mágicos.
El ilusionista se arriesgó a alzar la
mirada y vio que había tres bandidos
más en el suelo: dos con las flechas
emplumadas del elfo silvano clavadas
en el cuerpo, y un tercero, con una
saeta de ballesta entre los ojos.
—Entonces, haced algo para
equilibrar las cosas —le gruñó Brunner,
mientras disparaba la última saeta hacia
el hombre bestia de sarnoso pelaje que
estaba casi sobre él. El monstruo
retrocedió con paso tambaleante,
maullando mientras manoteaba el
dardo de metal que sobresalía de su
mejilla. Brunner no le dedicó un
segundo pensamiento al monstruo, y
sacó a Malicia de Dragón de su vaina,
en un destello de acero. Junto a él,
Lithelain disparó una última flecha
hacia otro de los bandidos, para luego
arrojar el arco a un lado y desenvainar
su espada.
El Príncipe Negro observó durante
un momento cómo sus paniaguados se
lanzaban hacia el destellante acero del
cazador de recompensas y sus aliados.
Oía los sonidos del enfrentamiento, los
aullidos de dolor y los gritos de triunfo
de los hombres que cruzaban espadas.
Había visto cosas parecidas antes, pero
ese día no lo había esperado. El cazador
de recompensas no debería haber
llegado tan lejos, no con las
precauciones que él había tomado. El
elfo oscuro sonrió bajo la armadura. Por
supuesto, lo habían traicionado. ¿Cómo
podía haber sido tan estúpido? Lo
habían criado en la traición y el doblez;
era algo que llevaba en la sangre.
¿Cómo podía no verlo cuando lo tenía
delante? Pero él sabría cómo tratar al
traidor.
—Esta batalla me resulta vejatoria
—dijo el Príncipe Negro con un tono
cargado de aburrimiento. Drannach
alzó los ojos hacia él, y una expresión
desconcertada afloró a sus finos rasgos
—. Encárgate de esto —declaró el noble
al mismo tiempo que bajaba de la
plataforma con el ropón de seda
ondulando a su alrededor.
El Príncipe Negro recorrió la corta
distancia que lo separaba de la puerta y
desapareció en el oscuro corredor del
otro lado. El teniente observó cómo se
marchaba; luego sacó la espada y se
alejó de la plataforma hacia el
apiñamiento de hombres que luchaban.

*****
A solas en la plataforma, Josef forcejeó
con la cadena de hierro que lo retenía.
Mientras forcejeaba, sus ojos se
volvieron hacia la puerta abierta. La
visión del corredor por el que se había
alejado el asesino de su padre le
confirió nuevas fuerzas, una energía de
odio puro que lo inundaba. El joven
comerciante tironeó del collar con púas,
y sus manos se lastimaron y
ensangrentaron al clavarse las púas. Sin
embargo, a despecho de su
determinación, el metal se mantuvo
firme.
La espada de Brunner volvió a
asestar un tajo e hirió la mano de un
bandido. El hombre retrocedió,
maldiciendo, y luego gritó al ver los
rojos muñones de sus dedos. Pero
Brunner no dispuso de tiempo para
pensar en el hombre, pues otros
enemigos estaban ocupando el lugar
que el herido había dejado libre. A su
lado, Lithelain mantenía a siete
enemigos en guardia, y su pasmosa
velocidad confundía los mejores
intentos que éstos hacían para rodearlo
y asesinarlo. Pero el elfo no estaba
haciendo más que mantener a sus
enemigos a distancia. Era incapaz de
hacer otra cosa que desviar sus espadas
porque, si extendía demasiado el brazo
para clavarle una estocada a uno de
ellos, se arriesgaba a quedar expuesto a
la espada de otro. Un tajo que el elfo
tenía en un costado mostraba que uno
de los bandidos armados con alabarda
había logrado esquivar
momentáneamente la cortina
interceptadora de destellante acero,
aunque ningún otro había sido capaz de
igualar dicha hazaña. El arma que lo
había herido yacía cortada en dos, en el
piso, cercenada por el vengativo golpe
de respuesta del elfo.
Tal vez porque los enemigos se
daban cuenta de que eran casi
insignificantes, Stoecker y Ferricks se
encontraron con que sólo unos pocos
bandidos se enfrentaban con ellos. A
pesar de esto, los dos hombres estaban
lejos de ser expertos con la espada, y se
veían realmente apurados para
conservar la vida. El escritor mantenía
la espalda apoyada contra la pared, y
rechazaba las espadas de los dos
bandidos que lo atacaban. Estaba
intentando recordar el tiempo que
había pasado en compañía de un
maestro de esgrima de la guardia del
Reik, y trataba de rememorar las
semirecordadas pautas de finta, parada
y estocada.
El nervudo Ferricks, de cuya lengua
manaba un constante diluvio de
súplicas y ruegos, no dejaba de
serpentear alrededor del acero de los
hombres que trataban en vano de matar
a su antiguo camarada. A despecho de
sus gimoteantes súplicas, el ladrón no
era reacio a devolver los golpes, y asestó
una estocada en la rodilla de uno que,
al lanzarse a fondo, avanzó demasiado;
a otro le abrió un largo tajo en un
costado mientras deslizaba su flaco
cuerpo en torno a la espada de este
último.
En la fosa, los rugidos y bramidos
del grifo aumentaban al llegar hasta él
los sonidos de violencia y el olor a
sangre. Los gritos del monstruo
constituían un siniestro
acompañamiento para la batalla, y casi
todos los contendientes se detuvieron
cuando el sonido cesó.
La gran forma marrón y amarilla del
grifo saltó hacia la parte superior de la
fosa, y arrancó dos de las púas de acero
que estaban incrustadas en la piedra;
una le abrió una profunda herida en un
hombro. Las patas traseras del
monstruo arañaron por un momento el
borde de la fosa, y cuando lograron
apoyarse, la bestia se impulsó hacia
arriba. Los muñones de las arrancadas
alas de la criatura se agitaban
furiosamente al avanzar ésta. Los
bandidos retrocedieron para mirar con
horror a la enorme forma bestial que
había saltado en medio de ellos. La
ciega cabeza del grifo giró
momentáneamente de un lado a otro, y
luego su pico volvió a abrirse para
lanzar un fuerte chillido frenético.
El grifo saltó hacia delante y cayó
con todo su peso sobre un hombre
bestia de aspecto simiesco, cuya caja
torácica aplastó con un fuerte crujido.
El pico del grifo giró en redondo y
atravesó la armadura y la clavícula de
otro bandido, para dejarlo caer luego
convertido en un aullante amasijo
destrozado.
Cuando los bandidos se lanzaban a
atacar a este nuevo e inesperado
adversario, Brunner profirió un grito.
Dos bandidos se encontraron con el
acero del cazador de recompensas
dentro del cuerpo antes de recordar
quiénes eran sus oponentes originales.
A su lado, Lithelain pasó al ataque y
corrió entre los hombres que lo habían
mantenido a distancia, barriendo el aire
con la espada en un borrón de
movimientos que ninguno de los
bandidos podía contar por separado.
El cazador de recompensas observó
los actos del elfo con cierto recelo.
Lithelain no estaba intentando matar a
sus enemigos, ya que dejaba a muchos
de ellos con sólo dolorosas heridas
superficiales o bien desarmados. El elfo
sólo trataba de abrirse paso a través de
los hombres para llegar hasta la puerta
situada al otro lado de la sala. Brunner
estrelló brutalmente la empuñadura en
forma de dragón de su espada en la
cara del enemigo que tenía delante en
ese momento y embadurnó la cara del
hombre con su propia sangre. Mientras
el hombre se cogía la cara desfigurada,
el cazador de recompensas le asestó una
patada en la entrepierna con la bota de
puntera de acero. El bandido se dobló
por la mitad, y Brunner lo empujó hacia
un lado, lanzándolo por encima del
borde de la fosa.
Un alarido y un satisfactorio
impacto líquido ascendieron desde la
arena.

*****
Allende el límite de la batalla,
Mahlinbois observaba cómo el grifo
causaba estragos entre los bandidos. El
enorme monstruo sangraba por una
docena de heridas, y la menor no era el
gran desgarrón de su hombro, donde la
púa le había herido la carne. Pero el
frenético monstruo no parecía advertir
siquiera las muchas heridas que le
habían causado. En ese momento era
una frenética máquina de muerte; ya
había siete cuerpos mutilados tendidos
a su alrededor, donde las garras y el
chasqueante pico habían realizado su
obra. Entonces, sólo la muerte podría
detenerlo.
Tal vez, de alguna forma, el
monstruo estaba tomando su propia
venganza contra el Príncipe Negro por
los sufrimientos que le habían infligido.
El ilusionista sonrió y apagó la vela con
un dedo. Ya no había necesidad de
concentrarse mas; en ese estado, el grifo
estaba fuera del alcance de cualquiera
de sus trucos mentales. Había usado su
arte para convencer a la criatura de que
olvidara la mutilación de sus alas, para
hacerle creer que su emplumado cuerpo
volvía a estar entero. Con una mente
tan simple, resultaba fácil desordenar su
pasado. El grifo había recordado la
época en que se había encumbrado
hacia el cielo sobre las Montañas Grises,
cuando había calado desde las alturas
para caer sobre una presa que sus
agudos ojos habían descubierto allá
abajo. Convencido de que podía volar
otra vez, el grifo se había lanzado hacia
lo alto, hacia los sonidos de batalla,
hacia el olor de la sangre; la convicción
lo había impulsado con una fuerza que
sus captores habían creído fuera del
alcance de su torturado cuerpo.
El ilusionista estudió la batalla en
general. Stoecker, el escritor, medía
entonces su espada con un solo
bandido, y estaba venciendo al hombre.
Con la posibilidad de concentrar su
atención en un solo oponente, Stoecker
estaba demostrando que era un
espadachín capaz.
A Ferricks no se lo veía por ninguna
parte, aunque Mahlinbois vio que uno
de los hombres con los que había
estado luchando el ladrón, yacía en ese
instante en el piso con un profundo tajo
en el vientre. La mirada del mago
resiguió la batalla y volvió al grifo.
Observó que Lithelain pasaba de largo
ante el gigantesco monstruo y se
agachaba para evitar un barrido de las
garras de la bestia mientras cruzaba
espadas con otro bandido. El elfo giró
sobre sí mismo y trabó el acero del
bandido con su espada. Torció la
muñeca e hizo girar la espada allende el
acero del hombre, para abrirle un tajo
en la cara. El bandido herido cayó,
aullando, y ese grito fue su perdición.
En el momento en que el bandido
miraba hacia arriba desde su mutilado
rostro, una garra del grifo lo destripó de
un zarpazo. Sin embargo, el elfo silvano
ya había pasado, poniéndose fuera del
alcance de la bestia.

*****
Brunner había avanzado rodeando al
grifo por un flanco, manteniéndose
cuidadosamente apartado del
monstruo. Le lanzó una estocada a otro
bandido, al que le perforó un pulmón
con la punta de la espada, y luego lanzó
el herido al foso para que se reuniera
con su camarada. Un esbelto colmillo
de acero golpeó contra el borde de
Malicia de Dragón, y el cazador de
recompensas se encontró mirando el
delgado rostro inhumano del teniente
elfo oscuro. La criatura le dedicó una
sonrisa burlona.
—Lamentarás haber venido aquí,
animal —le espetó Drannach—. Te
cortaré cada centímetro de carne antes
de permitirte que mueras.
El cazador de recompensas empujó
al elfo hacia atrás y bloqueó su golpe de
respuesta con un cuchillo
apresuradamente desenvainado.
—Para mí, tú no vales ni un chelín
—gruñó el cazador de recompensas—.
Déjame en paz, y tal vez te permita
vivir.
Las palabras del hombre hicieron
aflorar una expresión indignada al
pálido semblante del elfo, que atacó
trabando el cuchillo del cazador de
recompensas en las proyecciones de sus
avambrazos. Hizo girar la hoja y la
partió con un chasquido. Malicia de
Dragón y la espada del elfo rechinaron
al deslizarse una sobre la otra, mientras
sus portadores se miraban con
ferocidad por detrás de los aceros
cruzados.
El elfo oscuro torció repentinamente
su espada y escapó de la guardia del
cazador de recompensas. Luego, se
agachó y ejecutó un barrido dirigido a
las piernas de Brunner, con la intención
de provocarle una herida que lo dejara
impedido. El filo de la espada rozó la
pantorrilla del cazador de recompensas,
pero éste saltó hacia atrás para
esquivarlo justo cuando Drannach
iniciaba el ataque, y el acero del
bandido le dejó sólo un arañazo en la
armadura. Drannach siseó, se lanzó
hacia delante e hizo girar la espada en
el último momento, lo que convirtió la
finta en un barrido lateral.
La espada abrió un tajo en la
hombrera de Brunner y casi penetró en
su carne. El cazador de recompensas
contraatacó, pero se encontró con que
la espada del elfo había girado para
interceptar la suya. Tras tomar una nota
mental sobre su enemigo, Brunner se
agachó y dejó que la espada resbalara
de través sobre la parte superior de su
casco. El elfo oscuro se dio cuenta de
inmediato de que estaba expuesto, e
hizo descender velozmente su espada
para interceptar cualquier nuevo
ataque.
En lugar de lanzarle una estocada a
Drannach, Brunner hizo avanzar su
arma hacia un lado y atrás, y abrió un
tajo en el peludo flanco del grifo
combatiente. Los ojos del elfo oscuro se
abrieron de miedo cuando el monstruo
giró sobre sí mismo, gruñendo; regueros
de sangre caían de las garras y el pico.
La presumida seguridad de Drannach
se desvaneció, y el elfo alzó la espada
para bloquear la pata llena de garras
que lo atacaba. La hoja del arma se
partió cuando el pesado golpe del grifo
la lanzó hacia un lado. La pata hizo
impacto contra el elfo oscuro, al que
arrojó a través de la sala hasta el lado
opuesto de la fosa. La caída de
Drannach fue detenida cuando su
cuerpo chocó con las púas de hierro que
bordeaban la fosa, en las que su cuerpo
quedó empalado por la fuerza del
impacto. El secuaz del Príncipe Negro
escupió una pálida sangre pringosa y
quedó inmóvil. Al salir la vida del
cuerpo, su peso muerto hizo que se
deslizara lentamente de las púas y
acabara de descender hasta la arena.
Brunner aprovechó el ataque del
grifo contra el elfo oscuro para lanzarse
por debajo de las garras de la bestia, y
escogió la ruta más peligrosa, pero
también la más segura, para alejarse del
chasqueante pico del monstruo.
Cuando rodaba, ya fuera del alcance
del grifo, lo atacó un bandido que
llevaba un casco redondo, pero la mano
izquierda del cazador de recompensas
cogió un cuchillo arrojadizo cuando
acababa el giro y, en un abrir y cerrar
de ojos, Brunner había dejado ir ya el
arma, que se clavó en el pecho del
bandido. En el momento en que el
hombre se desplomaba, dos de sus
camaradas se lanzaron hacia el cazador
de recompensas mientras el resto de
ellos, comandados por el hombre bestia
Urgmesh, intentaban
desesperadamente detener la embestida
del grifo.

*****
Lithelain atravesó la garganta del
último bandido lo bastante estúpido
como para interponerse en su camino, y
corrió hacia la puerta abierta. Mientras
corría, lo llamó una voz procedente de
la zona del trono del Príncipe Negro. El
elfo vaciló al ver a Josef encadenado a
la plataforma, con las manos extendidas
en un gesto de súplica. El elfo masculló
una maldición en voz baja y corrió
hacia el muchacho. Alzó la espada al
llegar hasta Josef, y luego descargó un
golpe rápido y firme con el filo de la
misma contra la tirante cadena, que se
partió; los eslabones cortados volaron
hacia las sombras. Lithelain inclinó la
cabeza en solemne saludo al joven
libertado, y se volvió para continuar la
persecución del Príncipe Negro. Pero en
cuanto giró sobre sí mismo, un peso
sólido se estrelló contra la parte trasera
de su cráneo. El elfo profirió una
exclamación ahogada, y luego se
desplomó sobre los escalones de la
plataforma.
Josef dejó caer el trozo de cadena
que se había enrollado en las manos, y
se inclinó para quitarle a Lithelain la
espada de las manos laxas. El joven bajó
la mirada hacia el elfo sin sentido con
una expresión que era un estudio de
odio y determinación.
—Lo siento —dijo—, pero el
bastardo es mío.
Apretando con firmeza la espada
curiosamente equilibrada, Josef saltó de
la plataforma y corrió hacia el oscuro
pasillo.
*****
El grifo continuaba su ataque; atrapó a
otro bandido armado con una lanza y lo
cortó por la mitad con las zarpas. El
hombre situado junto al muerto profirió
un grito de terror y dio media vuelta
para huir, pero se encontró con que su
retirada estaba bloqueada por una
peluda forma enorme. Urgmesh le
arrebató la alabarda de las manos y
lanzó el hombre a un lado.
En silencio, el gigantesco hombre
bestia se acercó al grifo, distraído con
los gritos de guerra y los alaridos de un
grupo de bandidos humanos que
intentaban atacarlo por los flancos. El
bruto de cabeza de perro avanzó
pesadamente, con la alabarda alzada
por encima, observando cómo el grifo
giraba la cabeza de un lado a otro y
hacía un barrido primero con una pata
y luego con la contraria. Con un
gruñido, el hombre bestia atacó; dejó
que la pesada hoja de hacha se clavara
en el grueso hueso de una pata
delantera del grifo.
El grifo chilló de dolor al quedar
colgando, laxa y partida, la extremidad
mutilada. Intentó atacar a Urgmesh con
el pico, pero éste ya había retrocedido al
mismo tiempo que le gruñía a la
chusma humana para que atacara. Una
media docena de espadas y lanzas se
clavaron en la torturada carne de la
criatura. El grifo caminó con paso
tambaleante y movimientos aún más
lentos y desmañados que antes. La
sangre caía a chorros de las heridas de
su cuerpo, empapando su piel y sus
plumas con el líquido rojo y pegajoso.
El grifo abrió la boca, y una gran
burbuja de sangre estalló en su pico
manchado.
Urgmesh gruñó una nueva orden, y
un bandido que hasta ese momento se
había mantenido apartado de la lucha
avanzó. Llevaba la colorida sobrevesta
de los caballeros bretonianos ceñida a la
cintura, y en las manos tenía un
artilugio de acero y madera, de cañón
ancho. Era el único entre la
muchedumbre de bandidos que había
acudido armado con algo más que
espada y puñal. Llevaba encima su
valioso trabuco, más para protegerlo de
la inclinación al latrocinio de sus
camaradas, que debido a una
premonición de problemas. Entonces, el
bandido se agachó y apuntó con el
arma al monstruo herido. Una sonrisa
asesina apareció en el áspero rostro del
hombre cuando la ciega cabeza del grifo
volvió a girar hacia él. Urgmesh apretó
el gatillo de su arma de fuego, y la boca
del trabuco escupió una bocanada de
humo y llama. El grifo bramó de dolor
cuando una lluvia de metralla metálica
le desgarró la cara y le abrió agujeros en
el cráneo. Se alzó de manos, rugiendo
de furia y dolor, y luego se desplomó
sobre un costado, de modo que aplastó
a un bandido bajo su agonizante
corpachón. Los demás bandidos
atacaron el cuerpo del monstruo con
toda su alma, clavándole sus armas una
y otra vez.
Brunner observó cómo caía el grifo,
y lanzó una maldición contra la
volubilidad de todos los dioses de la
batalla. Recorrió la sala con la mirada.
Stoecker se estaba batiendo en duelo
con un solo bandido, un patán
corpulento con una gorra de piel de
lobo en la cabeza. Mahlinbois rebuscaba
en la bolsa de cuero que contenía sus
implementos, con expresión
desesperada. Al mirar hacia la
plataforma, el cazador de recompensas
vio que Josef había desaparecido.
Tampoco se veía por ninguna parte a
Ferricks ni a Lithelain, pero los
enemigos no estaban todos muertos.
Una docena de escoria del Príncipe
Negro se encontraba aún en
condiciones de luchar. El cazador de
recompensas maldijo otra vez, sacó la
pistola de su funda y se preparó para
hacer frente a la acometida de los
bandidos.

*****
Urgmesh rugió; el sonido fue bestial y
triunfante. La deforme cabeza del
hombre bestia giró para observar la sala
en busca de otro enemigo al que
asesinar. Sus ojos se posaron sobre el
hombre de pelo oscuro que cruzaba
espadas con uno de los bandidos. El
monstruo volvió a gruñir, ansioso por
matar. Urgmesh se lanzó a la carrera;
pasó junto al resto de los delincuentes y
se acercó al escritor, que luchaba. El
primer barrido de la alabarda casi
decapita a ambos hombres, pero pasó
por encima de ellos e hizo saltar chispas
de la pared de piedra. El bandido
profirió un grito de miedo y se retiró
ante el avance del enorme hombre
bestia. Urgmesh, con los ojos llenos de
rabia clavados en Stoecker, hizo caso
omiso del bribón.
El escritor adoptó una postura
defensiva, sin hacerse ilusiones acerca
de las posibilidades que tenía contra
aquel gigantón inhumano. El hombre
bestia rió con desprecio al ver que el
espadachín se preparaba, y disfrutó del
espectáculo antes de lanzar su inmenso
cuerpo hacia el escritor. La alabarda
descendió y le erró por muy poco al
cuerpo de Stoecker, cuando éste desvió
la afilada hoja a un lado con el plano de
la espada. El hombre bestia gruñó y
volvió a atacar. Esa vez, la fuerza del
golpe del monstruo hizo retroceder
varios pasos a Stoecker, que gimió de
horror al ver la profunda muesca que la
hoja de hacha había dejado en el metal
de su espada.
La primera regla de la esgrima,
según recordaba el escritor, era
mantener todas las emociones
apartadas del arma. El miedo, el enojo,
podían convertir incluso a la espada
más diestra en la torpe cuchilla de un
orco. Un espadachín que conservaba el
total dominio de sí mismo, que sabía
que vencería a su enemigo, era más
mortal que el más extravagante disoluto
de Talabheim. Stoecker intentó
aferrarse al discurso semirrecordado
que había pronunciado el instructor de
esgrima, pero con el gigantesco hombre
bestia maloliente a pocos centímetros
de su cara, y bañado por el cálido
aliento de éste, sentía de todo menos
serenidad.

*****
En el borde mismo del campo de
batalla, Mahlinbois envolvió un trozo
de mohosa tela gris alrededor de la vela
con pólvora. Murmurando una plegaría
dirigida a Ranald el Embaucador, el
ilusionista comenzó su encantamiento.
La tela era un trozo que había sido
arrancado del sudario de un famoso
nigromante. Entonces, el mago
bretoniano iba a descubrir si los hechos
del hombre habían sido tan viles como
los pintaba el rumor.
Brunner se acercó a los bandidos, y
el disparo de su pistola hizo estallar en
pedazos la cabeza del primer enemigo.
Cogió el arma de fuego por el cañón, y
blandió su pesada culata como si fuera
la cachiporra de un matón. Se enfrentó
con el ataque de los hombres que
avanzaban hacia él, arrancando la
espada de la mano de un hombre con
un golpe de pistola que le partió los
huesos de los dedos. Entretanto, hizo
un barrido con la espada, y el filo
penetró en la rodilla de uno de sus
compañeros.
El cazador de recompensas no se
hacía ilusiones respecto a su capacidad
para vencer a tantos enemigos, pero
estaba decidido a darles tal repaso antes
de caer que aquellos que pudieran
abandonar la lucha sobre sus propias
piernas pronunciarían su nombre con
miedo durante el resto de sus días.
Mientras los hombres continuaban
arremetiendo contra él, y él se veía en
grandes dificultades para bloquear sus
ataques, los ojos de Brunner vieron que
el bandido del trabuco estaba cargando
su arma, acuclillado. Había una sonrisa
burlona en la cara del bandido cuando
se levantó para apuntar al cazador de
recompensas con el arma ya cargada.
Brunner maldijo una vez más, al darse
cuenta de que tenía pocas
probabilidades de evitar el disparo.
Desde esa distancia podría no matarlo,
pero incluso una herida menor lo
dejaría desprotegido ante las espadas de
los camaradas del guardia negro. Y el
cazador de recompensas sabía que el
bandido no vacilaría en disparar, ni
siquiera con sus compañeros en medio.
De repente, el semblante del
hombre del trabuco se tomó pálido. Los
bandidos que se enfrentaban con
Brunner parecieron igualmente
atemorizados al contemplar, con horror,
el cadáver del grifo. El cuerpo estaba
estremeciéndose y ondulando. Ante los
ojos de los bandidos, la piel de la
espalda del monstruo se rajá como si
fiera la de un melón bajo el caliente sol
de Tilea.
Del rasgón de la carne de la bestia,
salió algo flaco y blanco. Primero una
garra; luego, el largo hueso de una
pierna. Del cadáver del grifo asesinado,
el esqueleto de éste se arrastró al
exterior, animado por alguna
monstruosa imitación de vida. El cráneo
de la bestia, llena de agujeros debido al
disparo de trabuco, giró de un lado a
otro. Después, el cuello se estiró hacia
atrás, manteniendo el cráneo inmóvil.
Las cuencas vacías del grifo
contemplaron a los bandidos con
insondable malevolencia.
El bandido del trabuco gritó y le
disparó al terror no muerto sin hacer
caso de los hombres que tenía delante.
Tres bandidos se escabulleron al rugir el
trabuco, dos aferrándose dolorosas
quemaduras y heridas que tenían en los
costados, el tercero arrastrándose por el
piso y sujetándose la nuca sangrante. El
esqueleto permaneció impertérrito; el
disparo sólo había dejado nuevos
agujeros en sus huesos. La criatura
avanzó un paso y saltó hacia los
bandidos.
El silencioso avance de la
esquelética abominación fue demasiado
para los hombres. Gritando, el pistolero
dejó caer su preciada arma y huyó
corriendo de la sala. Aquellos de sus
camaradas que eran capaces de hacerlo,
lo siguieron lo mejor que pudieron, y
los heridos obligaron a sus piernas
incapacitadas a moverse a pesar de las
heridas. Brunner observó cómo huían
los hombres, y le lanzó una mirada
suspicaz al horror esquelético que se
encumbraba a su lado. Una sonrisa
aleteó en su rostro.
*****
Stoecker volvió a desviar lateralmente,
de un golpe, el arma del monstruo, y
sintió que el impacto le hacía vibrar los
huesos. Urgmesh gruñó enseñando los
colmillos. El hombre bestia le arrancaría
la carne de los huesos por hacerlo
trabajar tanto para matarlo. La espada
del escritor estaba mellada y
estropeada, las fuerzas le fallaban y sus
movimientos se enlentecían. No duraría
mucho más. Pero cada segundo que
pasaba sin dejarse matar por Urgmesh
constituía un insulto para el bruto, que
entonces sentía el antiguo odio
humano; la furia que el Príncipe Negro
le había enseñado a dominar inundaba
su interior una vez más. El hombre
bestia echó atrás la cabeza para proferir
un profundo rugido. Recordó los
aullidos de devoción dedicados a los
Dioses Oscuros que, tiempo atrás, había
lanzado ante las sagradas piedras
tribales de su pueblo. Vio una
satisfactoria expresión de terror en el
rostro del frustrante hombrecillo, y
supo que era bueno que el hombre
conociera el miedo. Eso haría que su
carne tuviese un sabor tanto más dulce.
Fue lo último que vio Urgmesh.
Una pesada masa de acero y madera
impactó contra su cráneo, le hundió un
lado y lo lanzó contra la pared; la
cabeza se partió al impactar contra la
piedra. El hombre bestia cayó de
rodillas, se deslizó muro abajo y dejó en
él un rastro sangriento. No obstante,
Brunner no corrió riesgo alguno. Alzó
el trabuco con ambas manos por encima
la cabeza del bruto, y lo descargó una
vez más sobre su cráneo, partiéndole el
cuello. El cazador de recompensas
apartó los ojos del inmundo cadáver y
miró al escritor.
—¿Te alegras ahora de haberme
acompañado? —preguntó el cazador de
recompensas—. Esto no se parece del
todo a una de tus historias, ¿verdad?
Stoecker no replicó y continuó con
los ojos fijos de horror en la cosa
esquelética que había emergido del
cadáver del grifo. El escritor señaló la
aparición con un dedo tembloroso.
Brunner siguió la dirección que
indicaba y rió entre dientes al ver el
motivo del terror de Stoecker.
—Creo que puedes interrumpir tus
conjuros —dijo el cazador de
recompensas y, casi al instante, el ser
esquelético desapareció. Donde había
estado, yacía el inmóvil cadáver del
grifo, inmutable desde el momento de
su muerte.
—En cualquier caso, no creo que
hubiese sido capaz de mantener la
ilusión durante mucho más tiempo —
jadeó Mahlinbois mientras avanzaba
hacia Brunner y Stoecker.
Caminaba con pasos temblorosos,
pues sus piernas se estremecían a causa
del esfuerzo que realizaba para
mantenerse de pie. Por el pálido
semblante del mago caían gotas de
sudor.
—Lo has hecho bastante bien —dijo
el cazador de recompensas al mismo
tiempo que le entregaba el vapuleado
trabuco. Brunner dio media vuelta y
echó a andar hacia la puerta abierta,
situada próxima a la abandonada
plataforma.
—¿Adónde vas? —preguntaron el
ilusionista y el escritor, casi
simultáneamente.
—A buscar mi dinero —respondió
el cazador de recompensas.
—Pero ¿qué sucederá si vuelven? —
preguntó el asustado e indignado
Mahlinbois.
—Amenázalos con eso —replicó
Brunner, señalando el trabuco.
—¡Pero sí no está cargado! —
protestó el mago.
—Convéncelos de que lo está —fue
lo último que dijo el cazador de
recompensas antes de desaparecer en el
sombrío corredor.

*****
El Príncipe Negro se encontraba de pie
en su sala del trono, acuclillado ante la
caja de madera de teca. Ardía de furia.
Entonces veía la forma de las cosas, veía
cómo había sido traicionado y
conducido al borde de su perdición y
muerte por el engaño y la trampa. Pero
él enderezaría las cosas. Se vengaría. El
elfo oscuro abrió la caja de teca y luego
retrocedió.
Vacía. ¡Estaba vacía! Una fría furia
letal se apoderó del Príncipe Negro al
contemplar el acolchado interior vacuo.
Continuaba mirándolo cuando, con un
movimiento casi descuidado, interceptó
la espada que silbó por el aire, volando
hacia su cuello; tras haber atrapado la
hoja en las púas de su avambrazo, su
acorazado rostro se volvió. Unos ojos
crueles se clavaron en Josef cuando el
Príncipe Negro cerró el guante de acero
de su mano libre en torno a la hoja de
la espada robada. El Príncipe Negro
arrancó el arma de los dedos de Josef,
la arrojó a un lado como si fuese
basura, y luego le asestó un revés al
muchacho con la otra mano. Josef cayó
en una confusión de brazos y piernas,
con el labio partido y sangrante. El
Príncipe Negro se levantó de su postura
acuclillada, al mismo tiempo que sus
manos caían casi como por casualidad
sobre las empuñaduras de las espadas
gemelas que llevaba envainadas a los
lados.
—No estoy de buen humor —
declaró la melodiosa voz del elfo—.
Maldice a los dioses a los que adoras
por ser el primero que me encuentra
con este humor.
El elfo desenfundó una de las
espadas espinosas. Josef escupió sangre
de su labio a los pies del monstruo.
—¡Mataste a mi padre! —gruñó el
muchacho.
El elfo permaneció inmóvil durante
un momento, como desconcertado por
el estallido de Josef. Luego, el
desarmante sonido de la risa del
demonio resonó por la estancia.
—¿Y eres tan desagradecido que me
maldices por hacerte un regalo
semejante? —El Príncipe Negro sacudió
la enmascarada cabeza—. Deberías
darme las gracias por protegerte de las
mentiras y maquinaciones de tus
mayores. Sólo con el fallecimiento del
padre puede un hijo convertirse de
verdad en todo lo que está destinado a
convertirse; sólo entonces puede
emerger de la sombra que flota sobre él.
—El elfo volvió a reír al advertir el
enfurecido fuego que ardía en los ojos
de Josef—. Pero esto es algo que yo
mismo no he aprendido hasta la hora
presente, y tú eres una alimaña que no
hallará valor alguno en la verdad.
El Príncipe Negro avanzó hacia
Josef y observó cómo el muchacho se
alejaba a rastras ante él, como un ratón
que se escabulle ante un gato. El elfo
alzó su espada y se preparó para clavar
el acero hacia abajo, en el cuerpo de
Josef.
—¡Enfréntate conmigo si queda una
gota de valentía en tu cobarde carcasa!
—dijo una voz suave y, a pesar de ello,
atronadora.
El Príncipe Negro vaciló y apartó los
ojos del muchacho, aunque situándose
de modo que pudiera mantener un ojo
sobre el vengativo joven, y el otro,
dirigido hacia la voz que lo desafiaba.
—¡Vas a pagar por tus fechorías,
monstruo! —declaró Lithelain al mismo
tiempo que se inclinaba para recoger su
espada del lugar donde la había
arrojado el elfo oscuro.
El elfo silvano tendió el arma hacia
el frente para señalar al Príncipe Negro
con ella. El elfo oscuro hizo una
reverencia con burlona gracilidad y
avanzó hacia Lithelain.
—¡Ah!, se presenta un adversario
más digno —declaró el elfo oscuro.
Sostuvo la espada contra un costado
para sacar la segunda de su vaina, que
sujetó por el punto en que se unían
hoja y empuñadura. Elevó el arma
hacia un lado e hizo como si fuese a
descartarla, pero justo cuando
comenzaba a lanzar el arma a un lado,
desplazó la mano sobre ella para
arrojarla hacia el elfo silvano como si
fuese una lanza. La espada espinosa
hizo un corte superficial en el costado
de una pierna de Lithelain y le abrió un
tajo en los calzones de cuero.
—Así que eres uno de esos
mugrientos aborígenes arborícolas —
comentó el Príncipe Negro mientras
Lithelain se recuperaba de la inesperada
herida.
El elfo silvano le lanzó un tajo al
demonio que se regodeaba, pero la
espada del Príncipe Negro detuvo con
facilidad el arma de Lithelain y la echó
hacia atrás con un suave empujón.
—Ningún Druchii habría caído a
causa de un engaño tan obvio. Pero
¿por qué iba yo a esperar astucia de
alguien cuyo pueblo no pudo siquiera
superar en ingenio a los enanos?
El Príncipe Negro sonrió
burlonamente al mismo tiempo que
atacaba con su espada. Ésta chocó
contra el acero interceptador de
Lithelain, pero él la hizo girar y abrió
un tajo en un hombro del elfo.
—Esto ya habría acabado si
estuviéramos luchando en Naggaroth
—rió el Príncipe Negro—. Allí los
duelos se libran con armas
envenenadas.
El Príncipe Negro volvió a atacar
con una finta alta, para luego lanzarse
hacia delante y atrapar el brazo con que
Lithelain blandía la espada, con su
brazo libre. Acercó de un tirón el
cuerpo del elfo silvano para herirle el
vientre con las púas de su avambrazo, a
la vez que clavaba las proyecciones
como espinas de la empuñadura de su
espada, en la espalda de Lithelain. El
elfo oscuro soltó a su enemigo y giró
sobre sí mismo al alejarse, para
interceptar una vez más el acero del elfo
silvano.
—Pero hay que hacerles
concesiones a los salvajes —dijo el
Príncipe Negro—. De lo contrario, no
tiene nada de deportivo matar a alguien
de tu pueblo.
El Príncipe Negro volvió a atacar, y
Lithelain paró el golpe del demonio y lo
desvió hacia un lado. El elfo silvano
esquivó las espinas del otro brazo del
elfo oscuro e hizo girar su cuerpo.
Lithelain estrelló la empuñadura de su
espada inmovilizada en la pulida visera
de su enemigo, y el elfo oscuro
retrocedió con paso tambaleante.
—Vas a pagar por cada gota de
sangre que has derramado —juró el elfo
silvano al atacar otra vez.
El Príncipe Negro interceptó la
espada vengadora, atrapándola entre el
avambrazo y la espada.
—¿De verdad? —se burló el elfo
oscuro—. En ese caso, debo haber
acumulado una deuda muy grande. —
El Príncipe Negro se elevó de un salto,
arrojando al elfo silvano a un lado, y su
espada se lanzó hacia Lithelain, que
apenas logró interceptarla tras
recobrarse—. Pero ¿crees que serás tú
quien cobre la deuda?
Lithelain giró sobre sí mismo para
hacer que la espada describiera un arco
bajo. El Príncipe Negro saltó por encima
de la hoja y clavó la suya en el pecho
del elfo silvano. El elfo oscuro empujó
su cuerpo hacia delante para hundir
mis el acero en el pecho de Lithelain. El
elfo silvano profirió una exclamación
ahogada a la vez que se esforzaba por
respirar, y sus ojos se abrían
desmesuradamente de cólera e
incredulidad.
—Esto ha sido tremendamente
aburrido —declaró el Príncipe Negro,
cuyo rostro se encontraba a pocos
centímetros de la cara del elfo
agonizante.
Retorció la espada dentro de la
herida, provocando un nuevo espasmo
de dolor en el rostro del jadeante elfo.
—Hay gente a la que tengo que
encontrar y matar —declaró el Príncipe
Negro.
Arrancó la espada del cuerpo de
Lithelain, del que salió un borboteante
chorro de sangre a través del corte
triangular. Lithelain cayó, y sus ojos
agonizantes se clavaron en la figura del
Príncipe Negro.
—No te preocupes, tus huesos
alimentarán a los cuervos, y tu recuerdo
se convertirá en una bufonada que se
les contará a tus hijos cuando yo me
canse de hacerlos chillar.
El Príncipe Negro dio un paso para
alejarse, y uno de sus pies se deslizó
bajo el desnudo acero de la espada del
elfo silvano. Acabó de meterla punta
del pie bajo la hoja, y volvió a lanzarla,
de una patada, al otro lado de la
estancia. La espada repiqueteó por el
piso hasta el lugar desde el que el
horrorizado Josef había observado el
breve y brutal enfrentamiento. El
muchacho tendió una mano hacia el
arma.
—Espero que estuvieses prestando
atención —dijo la musical voz del
Príncipe Negro, mientras se apartaba
del cadáver de Lithelain—. Espero algo
más de ti. —El elfo oscuro avanzó hacia
el muchacho, con la espada a un lado
—. Aunque dudo de que vaya a recibir
lo que espero.
Un rugido y un chasquido
resonaron como el trueno por la sala
del trono del Príncipe Negro. La terrible
figura del señor de bandidos se
estremeció cuando una neblina roja
estalló en su pecho, y la espada cayó de
sus dedos repentinamente laxos. Una
temblorosa mano se alzó hasta la herida
abierta en el centro mismo del pecho
del Príncipe Negro. La mano revestida
de malla sondeó la abertura, se apartó y
ascendió hasta situarse ante la pulida
visera Los ojos que estaban detrás de la
máscara metálica observaron con
asombro e incredulidad la sustancia
roja que teñía los metálicos dedos. El
Príncipe Negro giró sobre sí mismo, y
cayó de rodillas al fallarle la fuerza de
las piernas. Mediante un esfuerzo, logró
alzar la mirada hacia su asesino cuando
éste se le acercaba.
—Lo siento —dijo la gélida voz del
cazador de recompensas, que llegó a los
oídos del Príncipe Negro—. También yo
estaba aburriéndome.
Brunner devolvió la humeante
pistola a su funda y avanzó. El Príncipe
Negro tosió dentro del casco, y un
líquido rojo escapó por las junturas de
la visera y el gorjal.
—Y hay gente que nos espera a mí y
a esa fea cabeza vuestra. —El Príncipe
Negro se desplomó boca abajo mientras
los estertores de muerte gorgoteaban en
su garganta.
Brunner observó cómo expiraba el
elfo oscuro, y luego tocó la empuñadura
del cuchillo de hoja larga al que
morbosamente llamaba Degollador.
Antes de dar comienzo a su macabra
tarea, Brunner se volvió a mirar a Josef.
—Podría haber dejado que
intentarais matarlo —dijo el cazador de
recompensas—, pero, de algún modo,
no creo que os hubiese gustado que lo
hiciera.
El muchacho asintió con la cabeza, y
una hosca expresión de culpabilidad y
enojo se mezcló con la profunda
satisfacción de su rostro.
—Ahora, acercaos y ayudadme a
quitarle la armadura a este bastardo —
pidió Brunner—. Quiero hacer un corte
limpio. Al fin de cuentas, tiene que
estar presentable para un rey.

*****
Ehrhard Stoecker sentó su vapuleado
cuerpo en la silla y recorrió con mirada
furtiva la taberna de la posada. Sin
embargo, no se veía ni rastro de Yvette.
La mujer se había mostrado bastante
molesta con el escritor cuando éste
regresó a Parravon, después de haberse
marchado durante varias semanas sin
avisarla. No había estado nada
dispuesta a escuchar sus explicaciones.
Ni siquiera el oro que había llevado
consigo logró apaciguar en lo más
mínimo el enojo de ella cuando
descubrió los cardenales que le habían
quedado al escritor de su breve
combate con el hombre bestia.
Stoecker suspiró y bebió un sorbo
de vino. Su parte del botín del Príncipe
Negro había ascendido a algo más de
unas pocas piezas de oro, una bonita
fortuna antes de que los recaudadores
de impuestos del duque decidieran a
cuánto debía ascender la parte que les
tocaba a ellos. Después de todo, tal vez
debería haberse marchado con
Mahlinbois y Josef para regresar al
Imperio. Pero no, existían demasiadas
razones para que él se mantuviera tan
alejado de Altdorf como le fuese
posible. Recordaba demasiado bien el
viejo proverbio imperial que decía que
todos los caminos conducían a la
ciudad del Emperador.
Una vez mis, Stoecker se encontró
lamentando la fortuna que en otros
tiempos debía estar oculta dentro de las
bóvedas del Príncipe Negro. Pero los
bandidos que huyeron habían contado
con una ventaja considerable y sabían
dónde buscar. Los bandidos habían
contado con el beneficio adicional de
las habilidades del ladrón Ferricks que,
tras haberse excusado de la batalla, se
había escabullido escalera abajo hacia
las cámaras del tesoro, y desarmado los
muchos dispositivos astutos destinados
a protegerlas. Todos, salvo el último.
Stoecker no creía haber visto nunca una
expresión más sorprendida que la del
cadáver de Ferricks cuando lo
encontraron clavado a una pared por
una jabalina disparada mediante un
muelle.
Se habían repartido lo que habían
dejado los bandidos, o al menos lo
habían hecho él, Mahlinbois y Josef.
Brunner había declarado, con enojo,
que él trabajaba para ganarse el dinero,
y que no quería una parte del botín.
Stoecker había pensado que el cazador
de recompensas era tonto, pero, según
resultó, el precio de la cabeza del
Príncipe Negro había superado con
mucho el producto del saqueo de la
torre. Después de separarse de
Mahlinbois y Josef, Stoecker le había
sugerido a Brunner que podían
repartirse su parte. El cazador de
recompensas se había echado a reír y
había respondido que nunca le había
pedido a Stoecker que le pagara
dividendo alguno sobre lo que ganaba
con las mentiras que escribía acerca de
él.
Stoecker sacudió la cabeza y se
preguntó dónde estaría en ese
momento el terrible guerrero. Echó una
mirada a la puerta de la posada, rió
para sí y bebió un sorbo de vino.
Carecía de importancia dónde estuviera
Brunner entonces. El escritor estaba
seguro de que, antes o después, volvería
a atravesar esa puerta. Stoecker no
había estado tan seguro de nada en
toda su vida. Y cosa bastante extraña, se
dio cuenta de que esperaba con
ansiedad ese encuentro, que deseaba
oírlo todo acerca de cada uno de los
traicioneros y despiadados pasos de los
viajes del cazador de recompensas.

*****
Una figura embozada de negro avanzó
por la oscurecida habitación, asustando
a las moscas que zumbaban en torno al
cadáver decapitado que se pudría sobre
el piso. La figura no le dedicó una
segunda mirada al cadáver, sino que
avanzó hacia la plataforma. Miró una
destrozada caja de madera de teca y
sonrió bajo la capucha. Luego, ascendió
los escalones hasta el asiento en forma
de trono. Una mano esbelta y pálida
acarició un posabrazos; deslizó los
dedos a lo largo de la madera hasta que
se oyó un chasquido. La mano se
adentró en la abertura que una tapa
con bisagras había dejado a la vista y
extrajo un objeto envuelto en seda que
había en el interior. Los ojos de la
aparición destellaron al contemplar el
Ojo de Tchar. Las delgadas manos
atrajeron la gema hacia el cuerpo
embozado, y la piedra mágica de
videncia desapareció en uno de los
bolsillos del cinturón de la figura.
Se alejó del trono, y esa vez se
inclinó junto al cadáver decapitado para
recoger el casco que yacía en el piso. La
cara situada bajo la capucha sonrió al
observar el casco. Estuvo a punto de
dejarlo caer, pero un pensamiento
errabundo hizo que se metiera el casco
de pulida visera bajo el brazo.
Todo se había desarrollado
exactamente como le había mostrado el
Ojo de Tchar. La noticia de la muerte
de Dralaith llegaría a Naggaroth. Ya no
acudirían más asesinos; él sabía que, si
hubiesen continuado, un día uno de
ellos lograría sus propósitos y todos los
planes de él quedarían destruidos.
Había sacrificado mucho para que el
engaño diese resultado, pero el oro era
basura que recogía con facilidad alguien
con su destreza e inteligencia. Sus
seguidores también eran basura y se los
reemplazaba fácilmente. Le echó otra
mirada al decapitado cuerpo de
Uraithen. No era la primera vez que
tenía motivos para permitir que uno de
sus tenientes asumiera
momentáneamente su disfraz como
Príncipe Negro, pero sin duda sería la
última. No tenía importancia, ya que los
dos elfos muertos no eran más que
perros mestizos engendrados por una
asquerosa aborigen. Ningún Druchii
verdadero habría permitido que lo
engañaran con tanta facilidad. En la
muerte, sus hijos habían demostrado lo
patéticos e indignos de su sangre que
eran en realidad. Dralaith escupió sobre
el piso, gesto que denotaba el desprecio
que sentía por los espíritus de unos
seres tan indignos.
Sólo una cosa lo inquietaba. Era el
pensamiento de que, en alguna parte,
un miserable humano caminaba por la
tierra jactándose de haber matado al
Príncipe Negro. De hecho, había estado
muy a punto de hacerlo. El elfo oscuro
casi se había precipitado hacia la muerte
cuando su caballo cayó en el túnel
derrumbado y había tardado horas en
trepar fuera de la grieta. Lo había
alarmado un poco que el Ojo no
hubiese mostrado ese acontecimiento
en particular. Una vez más, Dralaith
meditó sobre la risa del chamán de
Norse.
Era un pensamiento de lo más
vejatorio, reflexionó el elfo oscuro
mientras salía de su sala del trono por
última vez y avanzaba por los vacíos
corredores de la abandonada torre
élfica. Era una picazón que tendría que
rascarse… algún día.

También podría gustarte

pFad - Phonifier reborn

Pfad - The Proxy pFad of © 2024 Garber Painting. All rights reserved.

Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.


Alternative Proxies:

Alternative Proxy

pFad Proxy

pFad v3 Proxy

pFad v4 Proxy