Dedicado A Encarna

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Aquel día fue particularmente pintoresco.

Salimos de buena mañana y nos dirigimos


hacia una vivienda que no tenía ascensor. Sexto piso. Al entrar, un olor entre fétido y
ácido colapso repentinamente nuestras pituitarias.

Dentro de la casa una anciana de edad indeterminada yacía en la cama de


matrimonio. Hacía once años que no se duchaba y la colcha acartonada por la gran
cantidad de excrementos de gato era su único parapeto ante las inclemencias del
invierno. Su felino pardo, lustroso y altivo, se había constituido como el adalid del
domicilio. Campaba a sus anchas por las habitaciones utilizando todos los rincones,
especialmente de la cocina, como improvisado arenero. El aseo, que no disponía de
agua caliente, completaba tan desagradable escena.

Salimos tras un exhaustivo reconocimiento tanto de la mujer como de la casa y aún


diría que hasta del gato, que nos despidió desde la atalaya que le proporcionaba el
vídeo que se apoyaba sobre un viejo televisor.

Seguidamente nos dirigimos hacia un local abandonado a las afueras de la ciudad


donde nos esperaba un par de policías que retenían a un, en apariencia adolescente,
que al parecer se ganaba la vida compartiendo su cuerpo con pervertidos a razón de 5
euros por servicio. No habría cumplido más de veinte años y ya mezclaba drogas con
medicamentos y alcohol para hacer frente a su esquizofrenia. La juez intentó
convencerle para que regresara a su casa y retomara su medicación. Como solía
hacer, juró que de inmediato lo haría, pero obviamente nos mintió.

Para completar la mañana visitamos varias Residencias de ancianos. Ella, no podía


esperar a que nos los acercaran a (a salita de espera habilitada, por lo que subíamos
a las zonas '"vips". Lugares que yo no conocía y donde encontramos varias personas
que no sabían ni dónde ni cómo ni porqué se encontraban allí. Aunque lo peor fue la
sensación de percibí que algunos, que otrora habían cumplido como ejemplares
padres o madres, parecían abandonados a su suerte en un lugar que a mí se me
antojaba como una chatarrería de personas.

Fue mi primer día en aquel Juzgado. Primero de muchos que en ocasiones se harían
especialmente duros. Esa primera jornada acabé, acudiendo a un médico para que me
recetara alguna píldora con la que sobreponerme y conciliar el sueño. El sanitario, me
advirtió que con el tiempo me acostumbraría. Y Efectivamente, por increíble que hoy
me parezca, así acabó sucediendo.

La Magistrada Encarnación Aganzo, despachaba a una velocidad de vértigo todos


estos asuntos. Decidida, resuelta, audaz y con tal determinación que apenas
podíamos seguirla ni yo, ni los forenses, ni los otros compañeros que dependíamos de
ella. Poco a poco empecé a conocerla: humilde, intrépida y capaz de acudir al Juzgado
con cuarenta de fiebre con tal de cumplir inflexiblemente con su deber. No dejaba de
sorprendemos.

Recuerdo aquella intervención cuando acudimos a un domicilio donde ella, como


siempre, intentó que reinara la paz y la cordura; pero allí, una vieja de más de ochenta
años que se hallaba rodeada por varios de, sus hijos no conseguían, a fuerza de
gritos, ponerse de acuerdo sobre si lo mejor para todos era internar o no a la mujer en
un centro. Uno de los hijos, el más joven, hiperactivo, escandaloso, casi demente, a
requerimiento de la madre, comenzó a aporrear en un piano ubicado en el comedor la
melodía Paquito el Chocolatero, a lo que la madre como si de un resorte dispusiera se
levantó del sofá y comenzó a bailar enfervorizada y hacer las genuflexiones propias a
que la música incita a los festeros de poblaciones de toda la Comunidad Valenciana
durante los Moros y Cristianos.

Salimos como pudimos, creo que también medio bailando y prometiéndoles volver
para seguir escuchando a tan improvisado artista.

Pero además de aquellos momentos surrealistas, hubo otros ciertamente peligrosos


porque Encarna nunca se achantaba ante nada ni ante nadie, y en momentos
determinados le advertí que cuidara de su seguridad, porque no fueron pocas las
veces en que rebasó la barrera de la paciencia de algunos trastornados a los que
parecí leer el pensamiento. Pensamientos que no eran nada respetuosos hacia la
Autoridad.

Ha habido instantes muy emotivos y que tampoco podré olvidar fácilmente. Durante
una entrevista que practicamos en una de las Residencias a que acudimos, de repente
y en mitad de las preguntas que Ella formulaba a un señor que ya sobrepasaba tos
setenta, enmudeció. Me indicó, con un ligero movimiento de cabeza que siguiera yo.
Obedecí, y tras completar el interrogatorio de rigor, salimos del Centro. Al mirarla,
puede observar cómo una lágrima resbalaba sobre su mejilla. "Me ha recordado a mi
padre". Dijo, y estuvo ausente durante unos instantes.

Quizá fue el primer momento en que tuve conciencia que también ella se emocionaba
con todo aquello. Que había casos que le llegaban hasta lo más profundo del alma. No
tanto por la complejidad que supusieran, sino por la frustración que le producía no
disponer de los recursos necesarios o del apoyo suficiente de las distintas
Administraciones. Acaso esa sensación calaría día a día y desembocó en la decisión
de dejar todo aquello y codiciar un destino donde e! trabajo nada tuviera que ver con el
trato directo de personas.

Han sido muchas las anécdotas que podríamos recordar aquí. Cómo olvidar aquella
visita donde nos esperaba atrincherado aquel hombre que disponía de diversas armas
de fuego, íbamos con varios policías pero debíamos sacarlo a la calle convenciéndole
que éramos trabajadores sociales que acudíamos allí para ver si precisaba alguna
cosa. Al reconocer el domicilio descubrimos un arsenal. O cuando nos abrió una
abuelita que le pidió la acompañara al aseo: "La chica. Que venga la chica. Ustedes
esperen en el comedor" (requirió la señora con voz temblorosa, dirigiéndose a José el
policía y a mí). Cuando safio del aseo, Encarna nos dijo que le había tenido que
ayudar a ponerse el pañal a la indefensa mujer.

Encama, Doña Encama, Encarni, en fin...como quiera que le llamara cada uno de sus
"clientes" siempre ha tenido un momento para quien ha acudido a ella con algún
problema. Ha intentado buscar una solución. Y así, ha ido atendiendo a lo largo de
estos años a iluminados que creyeron ser los nuevos mesías, madres desesperadas,
abuelos desconsolados o padres perdidos ante el drama de vidas de hijos conducidos
por la droga. Ella siempre ha estado ahí a fuerza de restarse un tiempo que sabía no
podría recuperar después con su familia. Cuántas tardes, fines de semana o días de
fiesta ha aprovechado para compensar en su despacho, a sotas o en ocasiones
incluso llevándose a sus hijos, el tiempo que había dedicado en horario laboral a todos
esos enfermos.

Cuando compartíamos un café (pocas veces) ella daba la sensación de estar


repasando los múltiples asuntos que tenía para resolver sobre la mesa. Conversando
entrecortadamente ante las sucesivas llamadas que iba recibiendo. Eso cuando no
nos interrumpió alguno/a de sus clientes para contamos un gran rollo que finalizaba
con la solicitud de unos euros para comer y que por supuesto ella no le negaba.
Dije en muchas ocasiones que cuando Encarna se fuera del Juzgado número 5, habría
que poner en el pasillo una efigie con su figura donde encomendamos cuando tos
problemas se nos amontonen y no vislumbremos salida. Un lugar donde seguro
peregrinarían por decenas todas aquellas PCMJ (denominación actual) a las que ella
ha tratado.

Por ello, y por cientos de historias que recordaré y aquellas otras que cada uno habrá
compartido contigo, es por lo que creo que Ella. Encama. No merecería un homenaje
al uso, sino más bien una beatificación y posterior canonización "Papal". Un
reconocimiento en vida por su dedicación y trabajo ejemplar. Porque de hecho será
conocida entre nosotros como NUESTRA SANTA ENCARNA DE LOS JUZGADOS DE
ELCHE.

Gracias por todo el tiempo que hemos compartido.

Elche a 28 de febrero de 2020. Año I después de Encarna

Por Juan C. García-Torres Martínez

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