Los Picaros Borbones Jose Maria Sole

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Los picaros Borbones

Jose Maria Sole


LOS PÍCAROS BORBONES
DE FELIPE V A ALFONSO XIII

JOSÉ MARÍA SOLÉ


Primera edición: febrero de 2003

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indice

A modo de reflexión .................................................. 9


Polvo y sangre para El Animoso ............................... 11

«Corona de espinas... Sueño de muerte» ................. 33


Los vapores de el Melancólico ..................................... 43
Los Reyes se divierten ............................................ 61
Un bárbaro final ...................................................... 81
Luces y devociones ................................................ 89
Una intransigente soledad ...................................... 109
«La Puta, el Cabrón y el Alcahuete» ........................ 129
Tiempos de deshonor y de infamia ......................... 155
La pluma del rey José ............................................. 177
El Rey infame y felón ............................................ 187
Una herencia envenenada ....................................... 209
Sobre amores y negocios ........................................ 223
Farsa y licencia ....................................................... 241
El Rey Caballero ................................................... 261
El romántico sensual .............................................. 271
Nacido para la leyenda ........................................... 289
En los dominios de la puritana ............................... 309
«¡No se ha marchao, que lo hemos echao!» ................ 335
Bibliografía .............................................................. 345
A MODO DE REFLEXIÓN

odos juntos, configuran una variopinta -nunca mejor dicho- galería


de presencias, llenas de fulgores y sombras. Portadoras siempre de toda suerte de aderezos
y en las que el paso del tiempo parece hacerse visible sobre todo en sus cabezas.
Efectivamente, aquellas testas -que nunca se vieron materialmente coronadas- presentan
todo un muestrario capilar que habla de evolución y cambio, desde la empolvada peluca
hasta la brillante gomina.

Al situarse frente a ellos, los sentimientos o la mera sensación que inspiran pueden
ser muy diferentes, variados y enfrentados. Son, sin duda, capaces de suscitar en el
observador desde una positiva comprensión e incluso una bondadosa compasión hasta el
más abierto rechazo. Una reacción esta última susceptible de llegar incluso a alcanzar
alguna perversa forma de vergüenza ajena. Algo, por otra parte, absolutamente injustificado
a día de hoy.

Lo cierto es que una aproximación a la serie de personas que, a lo largo de dos


siglos y un tercio más, se sentaron en la cúspide de las instituciones estatales de España,
dificilmente puede dejar indiferente al lector interesado. Al abrirse el siglo xviII, la dinastía
borbónica entró aquí como un turbulento y necesario reactivo, que el país a todos sus
niveles precisaba con extrema urgencia. Cierto que muchas de las bases que fueron
instrumentadas por su espíritu reformista ya existían y solamente precisaban de aquel
impulso «soberano» para ponerse en marcha. La diferencia de formas y velocidades
empleadas en la tarea no puede en ningún caso separarse de la persona que, en cada
sucesiva etapa, impulsaba, amparaba o detenía tal progresión.

Desde una perspectiva actual, ceñida exclusivamente a la personalidad de todos


aquellos elementos elegidos «por la Gracia de Dios», no puede evitarse hacer
clasificaciones entre ellos. Clasificaciones que llevan necesariamente al establecimiento de
preferencias o, en su caso, irritados desprecios. No es ésta una Historia de la España
borbónica. Se trata, por el contrario, de una perspectiva que recorre todo un largo tiempo.Y
lo hace desde la personalidad que -en cada momento y solamente porque le tocó en suerte-
estuvo situada de forma incuestionada en lo más alto del poder.
POLVO Y SANGRE
PARA EL ANIMOSO

El Rey de España ha dado una corona a vuestra majestad. Os aclaman los nobles, el
pueblo desea conoceros y yo consiento en ello. Vais a reinar, señor, sobre la más vasta
Monarquía del mundo y a dictar leyes sobre un pueblo esforzado y generoso, célebre en
todos los tiempos por su honor y lealtad. Os encarezco que le améis y que, por la dulzura de
vuestro gobierno, os hagáis merecedor de su amor y confianza.

quel 16 de noviembre del año 1700 era un día frío y neblinoso. Los
suntuosos y espectaculares salones del Palacio de Versalles, llenos de espejos y doradas
cornucopias, lucían la más brillante iluminación de los días de celebraciones especiales.
Ante la Corte, desplegada en toda su pompa y brillantez para aquel acto, había hablado Luis
XIV, el Rey Sol, el más poderoso monarca de la Europa del momento. Con su más enfático
tono, el astuto y viejo zorro, que desde hacía décadas manipulaba toda la política del
continente, hablaba a su nieto Felipe, duque de Anjou, que todavía no contaba diecisiete
años de edad.

A continuación, el experimentado abuelo volvió a aconsejar a su nieto: «Sed buen


español, pues tal es ahora vuestro primer deber. Pero acordaos de que nacisteis francés para
mantener la unión entre ambas naciones; tal es el medio de hacerlas dichosas y de
conservar la paz en Europa.» En ese momento, se pronun ció allí la que después sería tan
difundida frase de «¡Ya no hay Pirineos!», que nunca se sabría a qué oportunista adulador o
simple ingenuo atribuir. En aquel incomparable conjunto palaciego, verdadero corazón del
continente, la Historia de España comenzaba a dar un viraje decisivo.

Poco más de dos semanas antes, el Día de Difuntos, había muerto en el lúgubre
Alcázar de Madrid Carlos II, el patético Rey de España y último representante de la que
había sido gloriosa y temida dinastía Habsburgo. Sus últimos años habían transcurrido entre
sombras, sospechas, suspicacias, traiciones y miserias. Todos querían aprovecharse de
aquel pobre guiñapo humano, tratando de arrancarle cualquier jirón de sus oropeles, que al
final únicamente servían para agobiarle todavía más. Él, llevado por una infinita debilidad,
simplemente se había dejado ir.Ya había sido demasiado larga y dura la lucha... Ahora, que
viniera otro, a ser posible joven y fuerte, a sustituirle en aquella abrumadora tarea que había
acabado con él. La muerte del mísero Carlos había sido verdaderamente el fin de todo un
mundo para España y su Imperio.

El Rey Hechizado había legado al joven Felipe en herencia todos sus inmensos
dominios, sobre los que todavía durante un siglo no habría de ponerse el sol. A pesar de la
larga decadencia en que se encontraba postrada, la Monarquía Hispánica era todavía por
entonces el mayor imperio mundial, extendido sobre cuatro continentes. Ello había hecho
que la cuestión de la sucesión del moribundo monarca español hubiese desatado ya las más
agrias polémicas y luchas de interés entre las potencias europeas. Hasta este momento, sólo
habían sido presiones y roces diplomáticos, pero a partir de ahora iban a abrirse los campos
de batalla. Con España y su Imperio, el poder de los Borbones era ya demasiado grande, al
punto que sus poderosos enemigos no eran capaces de admitirlo sin tratar de contenerlo
presentándole batalla.

Había nacido Felipe en aquel esplendoroso Versalles el día 19 de diciembre de


1683, segundo hijo del Gran Delfin Luis, heredero del trono, y de la princesa María Ana de
Baviera. Cualquier influencia debida a los caracteres personales de sus padres no podía ser
más negativa. Él había sido un ignorante libertino, dominado por la superstición, carente de
sentimientos y solamente interesado en largas cacerías y fugaces aventuras eróticas. Ella
había sido su perfecto contrapunto, un ser siempre angustiado por la más intensa
hipocondría. Había tenido la suerte de morir pronto, corrompido totalmente su organismo
por el compulsivo y descontrolado consumo de pócimas y remedios, curadores de
verdaderos y de pretendidos males.

Habían pasado Felipe y sus hermanos una infancia solitaria en el interior de aquella
fastuosa Corte, modelo que imitaban todas las demás de Europa y que funcionaba por
medio de una complejísima y perfeccionada etiqueta. En medio de aquel lujo y ostentación,
los muchachos se manifestaron muy pronto como seres inseguros, tímidos y huraños, con
tendencias cada vez más manifiestas a unos episodios de melancolía que, con el paso de los
años, acabarían por desembocar en profundos e irreversibles estados de depresión. A su
alrededor y sin disipar las tinieblas internas que los invadían, todo era brillo y esplendor,
dirigidos a la mayor gloria de aquel Rey Sol, convertido en una verdadera divinidad para
sus contemporáneos.

Estricto y temible educador del joven Felipe fue el célebre eclesiástico y pedagogo
Fénelon, que formó su carácter sobre unas estrictas formas de moralismo que alcanzaron
niveles casi místicos. Todo para él era pecado; cualquier pensamiento agradable estaba
prohibido; todo pequeño disfrute significaba la caída... Todo ello era más que suficiente
para acabar imponiendo en aquella infantil mente la absoluta necesidad de seguir las más
escrupulosas y rígidas normas de comportamiento. Víctima de esta perversa educación,
estaría así durante toda su vida dominado por un permanente y angustioso terror al pecado
y jamás sería capaz de arrancarse del ánimo la sombra del complejo de culpa.

El Rey Sol había sabido mover con gran habilidad todos sus hilos para conseguir el
trono español para su nieto. Pero hubo de enfrentarse a un poderoso rival, el archiduque
Carlos de Austria, que aducía mejores títulos que los del francés para convertirse en Rey de
España. A este pretendiente imperial le apoyaban Inglaterra, Holanda y otras potencias
menores, decididas a evitar tal engrandecimiento del poder de los Borbones. La importancia
de lo que estaba en juego justificaba la guerra. Así, mientras Europa se preparaba para
lanzarse a la lucha, Felipe marchaba en aquel otoño hacia su nueva patria, en un lento
recorrido, jalonado por fiestas y celebraciones de toda clase, que le hizo tardar más de
cuarenta días hasta llegar a su capital.

Era la hora del cambio de chaqueta y los miembros de la vieja nobleza española se
acomodaban a la nueva situación y no cesaban de darle muestras de sus mejores homenajes
y pruebas de lealtad. Si hasta este momento habían servido a los Austrias, no tenían
inconveniente alguno en pasar ahora a convertirse en los más fieles del nuevo Rey Borbón.
Si habían manipulado a su antojo al desdichado Carlos II, ahora trataban de medir las
capacidades del joven francés y calcular cómo podían convertirle en manipulable pelele de
sus intereses.

Ciertamente, a Felipe las comparaciones con su antecesor le favorecían de forma


absoluta.Tras la penosa imagen de Carlos II, cuyas miserias e intimidades habían sido pasto
de murmuración y abierta rechifla y conmiseración, el Borbón mostraba juventud, gallardía
y un agradable fisico. Todo ello, junto a su exquisita cortesía, no dejaba de asombrar a la
nobleza y al pueblo de una ruda España, desconocedora de las sutilezas y refinamientos
versallescos. Felipe entraba en un mundo para él desconocido y lleno de desconcertantes e
insospechadas sorpresas.

Aquel largo viaje sirvió así como fértil ruta de aprendizaje de nuevas experiencias,
como las que sintió cuando por vez primera se vio ante el sangriento espectáculo de las
corridas de toros. Sus acompañantes pudieron comprobar que, tras la natural sorpresa y
rechazo iniciales, la violencia de la fiesta acabó atrapándole, incapaz de apartar su voraz
mirada de aquella orgía de sangre y vísceras, envuelta en polvo, quejidos y olor de rasgada
carne viva. Era su primer y fascinante encuentro con la sangre y la más estremecedora y
latente casquería.

El nuevo Rey había venido acompañado por un amplio grupo de personas, en


general jóvenes aristócratas, con quienes se puso a vivir en petit comité dentro de las
inmensidades, los recovecos y los misterios del Palacio del Buen Retiro. Con ellos pasaba
toda la jornada y se solazaba en sus momentos de ocio, que ocupaban sobre todo con juegos
infantiles. La lectura y la música, junto a las largas y tranquilas conversaciones en francés,
entraban también como un fenómeno nuevo en las estancias de aquel palacio, urbano y
campestre a la vez. Era aquel un verdadero laberinto de cientos de salas y habitaciones,
oculto entre frondosa vegetación que nacía en las afueras orientales de la capital y que tan
bien había conocido Velázquez medio siglo antes, como pintor de cámara de Felipe IV

Pero aquel joven extranjero rodeado por un grupo de paisanos suyos, con los que
hablaba en su lengua propia y que eran los únicos con los que se comunicaba, no tardó en
desencadenar la airada reacción de los viejos cortesanos.Veían peligrar su poder, hasta
aquel momento absoluto e incuestionado, en beneficio de los odiados «recién llegados»,
que no tardaron en verse acusados de controlar la voluntad del monarca. Una situación que
los más viejos del lugar inmediatamente compararon amenazadoramente con lo sucedido
doscientos años antes. Entonces, la venida del joven Carlos 1, con sus cortesanos flamencos
y borgoñones, había provocado un malestar en las alturas que mucho había tenido que ver
con las guerras comuneras y agermanadas que inmediatamente se encendieron con gran
virulencia.

Mientras, siguiendo los consejos de los experimentados asesores que se había


traído, Felipe explotaba tanto la imagen de su misma juventud como todos sus posibles
atractivos. Sus repetidas presencias en actos y ceremonias públicas, que se rodeaban de un
gran aparato escenográfico hasta entonces jamás visto en España, servían como efectivos
instrumentos de propaganda de la nueva dinastía. Vestía habitualmente a la última moda
francesa, que ya para entonces era el último grito en Europa. Pero, para demostrar su
enraizamiento con la nueva patria, aquel verdadero figurín no había tenido problema alguno
en hacerse retratar ataviado con negros y severos ropajes, iguales a los que habían usado
aquellos austeros Habsburgo cuyo trono ocupaba él ahora.

Interesaba mostrar también aquellagravedad española que algunos habían visto en


su porte, expresión y maneras, como directa herencia de la sangre habsbúrgica de su abuela
María Teresa, niña pintada por Velázquez y casada luego con el abuelo Luis. Una gravedad
que para muchos no era más que una fachada que ocultaba un espíritu simple, un carácter
abúlico y una general indiferencia, premonitorios de desórdenes mentales de una enjundia
realmente nunca imaginada. En el orden práctico, nada más llegar, mostró Felipe muy a las
claras sus propósitos de actuar como el monarca absoluto que su abuelo esperaba que fuese.
Así, prometió dedicar cuatro horas al día a despachar los asuntos de Estado, recibir
sistemáticamente a los nobles que lo solicitasen, acudir a todas las reuniones de los
Consejos y participar en las discusiones de todas las cuestiones que en ellos se planteasen.
Algo realmente revolucionario y nunca visto en un rey hispano.

Aquel puritano muchacho no se planteaba siquiera buscar desahogo sexual alguno si


no era previamente santificado. Así, la cuestión de mayor urgencia que se planteaba ahora
era la de buscarle esposa. La elegida fue una niña de trece años, María Luisa Gabriela, hija
del Duque de Saboya, el «Zorro de los Alpes». Luis XIV se aseguraba con esta boda la
alianza de este pequeño pero estratégico país, necesaria para el gran enfrentamiento de
ámbito europeo que ya se anunciaba. Parece que, en un primer momento, la muchacha se
rebeló ante la idea de tal matrimonio. Una necedad por su parte, en cualquier caso, pues no
eran tiempos en los que una princesita podía negarse a la voluntad paterna. Pero, por lo
visto, se tomaron allí la molestia de hacerle algunas consideraciones sobre el desconocido
joven que iba a ser su marido. Todo ello, junto con la promesa del «glorioso destino» que le
esperaba como soberana de tan importante Reino, acabó finalmente decidiéndola a
aceptarle de buen grado.

Las bodas por poderes se celebraron en la capilla del Santo Sudario, de la Catedral
deTurín, en septiembre de 1701 y la joven partió inmediatamente hacia su nuevo país, en el
que entró por la costa de los Pirineos catalanes. Por su parte, desde que se había acordado el
enlace, Felipe apenas soportaba el sinvivir que le torturaba, esperando el momento de
encontrarse por fin con su esposa. Una vez santificada su unión, podía entregarse a unas
prácticas que hasta entonces solamente habían sido fantasías vividas bajo el terror del
pecado, a sabiendas de que, al día siguiente, debía declararlas avergonzado ante un adusto
confesor.

Así, en ansiosa busca, partió hacia la frontera. Según un edulcorado relato muy
divulgado desde entonces, ya cerca de Figueras, la localidad fronteriza fijada para el
encuentro, el impaciente Felipe avistó el cortejo que traía a su desconocida esposa.
Conservando el anonimato, lo acompañó hasta el momento preciso en que se dio a conocer,
ante la alegría de la saboyana, que natu ralmente ya había fijado su atención en tan gentil
como desconocido caballero.
Con ella venía un personaje muy especial que iba a tener una muy destacada
actuación en la escena cortesana de los siguientes años. Era Ana María de la Trémouille,
princesa viuda Orsini, nombrada camarera mayor de la nueva reina por decisión personal de
Luis XIV, de la que iba a actuar como principal agente de información. Inmediatamente
rebautizada por el pueblo como Princesa de los Ursinos, fue desde un principio la
absolutafactotum en Palacio. El Rey Sol no estaba en absoluto dispuesto a permitir
cualquier veleidad de autonomía a su nieto, en la gobernación de una España a la que veía
ya absolutamente integrada en la órbita francesa.

Era María Luisa, a decir de testigos y crónicas, de agradable aspecto, expresión viva
y lógica índole infantil, que muy pronto sin embargo iba a verse sustituida por la
insospechada prudencia de sus actuaciones. Era, como suele generalmente decirse, muy
madura para su edad.Tras la ceremonia nupcial, los novios pudieron entregarse libremente a
las delicias del matrimonio y, un mes más tarde, de la Ursinos escribía al abuelo Luis: «No
parece haber forma posible de que el rey abandone la alcoba y por su gusto se pasaría todo
el día en la cama con la reina.» Y confiaba también a Madame de Maintenon, vieja y sabia
amante y segunda esposa del Sol deVersalles:

El rey no se levantaría en todo el día, si no descorriese yo el cortinaje de su cama,y


sería una especie de sacrilegio que penetrase quien no fuera yo en la cámara real, cuando
SS. MM. están acostados.

Parece que, tras alguna complicación dilatoria a la hora de la consumación del


matrimonio, FelipeV conocía por fin todas las tan imaginadas realidades del sexo.
Solamente la bendición eclesiástica había dado naturaleza «legal» a unas prácticas cuyo
desconocimiento las había convertido para él en una verdadera obse sión. Como efecto de
su propio carácter y de una larga contención, su apertura al mundo de los sentidos se
manifestaba bajo unas exageradas formas que iban a determinar toda su vida. El Duque de
Saint-Simon, privilegiado testigo de la época e ingenioso chismoso sin remisión, escribió
sobre ello:

De placeres sólo concede la caza y el matrimonio, y si algo puede abreviar la larga


vida que le promete su temperamento nervioso, vigoroso, sano y de buena complexión, será
el exceso de comida y de ejercicio del deber conyugal, en el que trata de excitarse con
algunos socorros continuos...

Da la impresión de que entre los Reyes brotó un amor verdadero y se fraguó algo no
menos importante: un buen entendimiento mutuo. Muestra del pragmatismo del
experimentado abuelo fueron los consejos que, acerca de su flamante esposa, había
trasmitido a su bisoño nieto: «Puesto que tiene talento, verá que no le toca hacer otra cosa
más que agradaros» y, yendo más allá: «La reina es vuestra primera súbdita, y en calidad de
ello y de esposa vuestra, debe obedeceros.»

Muy poco tiempo duraron, sin embargo, estos goces y deleites. La guerra lanzada
por las potencias antiborbónicas había estallado en Italia y, fracasados todos sus intentos
por evitarlo y retrasar la marcha, a primeros de abril de 1702, Felipe se vio obligado a partir
hacia allí. Muy a su pesar, hacía frente con manifiesta desgana a sus obligaciones bélicas en
defensa de la causa dinástica. Pero, sin embargo, parecía moverle ante todo un profundo y
parece que sincero sentido del deber cuando manifestaba: «Dios me ha puesto la corona de
España sobre la cabeza; la sostendré mientras tenga una gota de sangre en mis venas: se lo
debo a mi conciencia, a mi honor y al amor de mis súbditos.» Cuando su barco se alejaba
camino de Italia, dejaba en Barcelona a una desconsolada Luisa, que en realidad no era más
que un valioso rehén que aseguraba el retorno a España del marido.

Aquella estancia italiana sería fundamental en la trayectoria personal de Felipe. Allí


se manifestaron en él los primeros síntomas visibles de la enfermedad que iba a
acompañarle fielmente hasta el fin de sus días. Estando en Milán, un insuperable estado
depresivo, definido por unos denominados vapores ya bien conocidos en algunos de sus
familiares, fue achacado a la forzosa continencia a que le sometía la obligada separación de
su mujer. Ello parecía quitarle todo sentido a su existencia, buscaba la más absoluta soledad
y le hacía proclamar a gritos que «tenía la cabeza vacía» y que «se le iba a caer».

Cualquier episodio masturbatorio al que se viese obligado a recurrir se convertía


para él en fuente de las más aniquiladoras torturas morales, sumiéndole en profundas
postraciones. En el Palacio Real de Nápoles protagonizó más adelante públicos episodios
de abierto masoquismo exhibicionista, como cuando, ante el estupor de los cortesanos,
obligaba a sus propios bufones a golpearle con dureza y a escupirle en el rostro. Muy poco
antes, había mostrado una desproporcionada, anómala y morbosa fascinación ante el
relicario donde se producía la tradicional licuación de la sangre del milagroso san Jenaro,
patrón de la ciudad.

Fue también durante aquellos meses cuando la otra faceta de su doble personalidad
se manifestó de la forma más espectacular. Lanzado al campo abierto de batalla, todos
aquellos deprimentes vapores desaparecían. En los combates de SantaVittoria y Luzzara,
tuvo su bautismo de fuego y en ellos dio pruebas de un arrojo que demostraba más
temeridad e inconsciencia del peligro que auténtico valor combativo. Desde lo alto de su
caballo, gritaba y gesticulaba como un poseso, arengaba con gran ardor a sus tropas y se
lanzaba inmediatamente al más espeso fragor de la lucha, sin preocuparse de los peligros
que podía encontrar. Las imágenes y olores de las corridas de toros se repetían ahora con
seres humanos y peligro real, pero el abismo de la fascinación parecía ser igualmente
irresistible.

Ante las advertencias de los avezados generales franceses sobre los innecesarios
riesgos a que se exponía, él sabía encontrar hermosas razones justificadoras: «Todos
sacrifican su vida por mí y en esta ocasión la mía no debe quedar reservada para mayor
importancia.» Y, cuando regresaba del campo de batalla, agotado y sin duda disfrutando al
verse cubierto de sangre ajena, declaraba, consciente de su papel: «Si yo expongo mi vida
al frente de ellos, derramarán igualmente voluntarios su sangre para no perderme.» Estas
temerarias actuaciones, que sin duda hablaban de una clara problemática mental, le valieron
muy pronto el halagador sobrenombre de «el Animoso». Desde los lejanos tiempos del
Emperador Carlos V, ningún monarca español había puesto pie en un campo de batalla y,
desde Felipe V, habrían de pasar casi dos siglos para que otro Rey Soldado, Alfonso XII, se
expusiese a la acción de las armas adversarias.
Mientras tanto, en Madrid, la jovencísima reina mostraba unas sorprendentes
habilidades como regente. Con la Princesa de los Ursinos organizándolo todo en la Corte,
María Luisa podía dedicarse a cultivar sus relaciones con el pueblo, ante el que se mostraba
desde un balcón palaciego para dar personalmente cuenta de los hechos de la guerra.Y una
bienintencionada coplilla popular se canturreaba por las calles de la Villa:

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Nunca hubiera podido imaginar su marido un mejor agente de relaciones públicas,


en apoyo de una dinastía cuya supervi vencía en el trono no podía ser más precaria.
Debilidad a la que contribuían sus poderosos adversarios -muchos de ellos, dentro de la
misma Corte- cuando fomentaban los rumores de una supuesta infertilidad de la Reina. No
había sin embargo que olvidar que Felipe, obligado por su juramento y sintiéndose
decididamente respaldado por su abuelo, había lanzado una clara advertencia: «No dejaré
jamás España con vida.»

Cuando la Guerra de Sucesión se trasladó a la Península, el Rey se vio obligado a


regresar para dedicarse a la tarea material de preservación de su trono. Era el mes de enero
de 1703 y el reencuentro entre los dos esposos pareció devolverle la estabilidad emocional,
a pesar de que los avatares bélicos no mostraban siempre un rostro positivo. En un
momento dado, la Corte se vio obligada a instalarse en Burgos, abandonando Madrid a la
ocupación de los ejércitos del pretendiente austriaco. Cuando Felipe regresó a la capital, se
lanzó a aplicar los más duros castigos contra los colaboracionistas. Muchos altos personajes
se enteraron entonces de lo que era ser acusados de traición; fueron arrancados de sus
castillos y mansiones y conocieron en carne propia la sistemática tortura y las más
prolongadas y despiadadas penas de cárcel. La propia Mariana de Neoburgo, viuda de
Carlos II, fue alejada de la capital, debido al expreso apoyo que había mostrado a su
paisano germánico, el Archiduque.

Y, una vez más puesto en situación de urgencia y peligro, Felipe recuperó aquel
exaltado ánimo, que volvió a causar la mayor sorpresa entre quienes le veían habitualmente
alicaído, ausente y únicamente interesado en la cotidiana práctica sexual con su mujer. Ésta
ejercía un pleno dominio sobre la voluntad de su marido, pero tenía la prudencia de evitar
manifestarlo de forma demasiado visible. Además, no debe olvidarse que la abrumadora y
cada vez más insoportable presencia de la Princesa de los Ursinos, organizando y
controlándolo todo en la Corte, «hacía buena» cual quier actitud de María Luisa, por muy
manipuladora de la persona del Rey que se la supusiese.

Cuando, en agosto de 1707, nació el primogénito, al que se puso naturalmente el


nombre de su gran bisabuelo, la nueva dinastía se sintió fortalecida, a pesar de que sus
adversarios, internos y externos, no cejaban en su empeño de derribarla. Hacía demasiado
tiempo que en Palacio no venía al mundo vástago real alguno y el pueblo podía ahora
cantar por la calle:

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En 1709 nació otro hijo, Felipe, que vivió solamente unos días. Los estados de
postración del Rey iban adquiriendo con el paso del tiempo unos tintes cada vez más
negros, que anunciaban ya el paso hacia una abierta demencia.

En 1710, la batalla de Almenara, en Aragón, fue escenario del último de aquellos


sus sorprendentes ataques de arrojo, seguidos por la consabida postración.Volvió allí a
disfrutar del riesgo del peligro fisico en medio de aquel caos bélico, que actuaban sobre él
como impulsores anímicos de inusitada fuerza. Su vehemente deseo y necesidad de
experimentarlos le hacía olvidarse de todo, convirtiéndole en un héroe sin intervención
alguna de su voluntad. Pero, naturalmente, la vida no podía ser una permanente batalla y
aquel «Animoso»» desapareció definitivamente de la escena para dar paso al
«Melancólico». Mientras tanto, la salud de la Reina se deterioraba de forma imparable, lo
que no impidió otros dos embarazos y partos: Felipe Pedro, nacido en 1712 y que vivió
hasta los siete años, y finalmente, Fernando, en 1713, que sucedería a su padre en el trono.

A lo largo de todos estos años de permanente zozobra, la Princesa de los Ursinos,


además de intervenir muy activamente en los asuntos de Estado, fue para el Rey una
presencia de permanente aliento y apoyo moral, cuando las circunstancias se presentaban
negativas y todo parecía perdido. Distinguida y llena de charme, digna y discreta, perfecta
conversadora y amable compañera de reunión, tenía una enorme capacidad organizativa.
Pero también era una verdadera esclava de la pasión del poder, además de una gran
intrigante. Frente al papel de buena que la Reina representaba, la de los Ursinos se ganaba,
día a día y por muchas razones, el de una declarada y cada vez más detestada malvada.

La suerte de la guerra está echada a partir del momento en que la muerte del
emperador de Austria alzó hasta aquel trono al archiduque Carlos, que al trasladarse aViena
se vio obligado a abandonar sus pretensiones a la Corona española. Pero Luisa Gabriela
apenas vivió para ver la esperada paz. En vista de su estado, el abuelo Luis envió a Madrid
a la mayor eminencia médica de la época, el prestigioso y anciano doctor Helvetius, para
estudiar su mal y pudo, saltándose, por ser quien era, el rígido principio que lo prohibía de
forma expresa, palpar el cuerpo de la Reina en busca de las posibles manifestaciones fisicas
de su enfermedad.

Murió «la Saboyana» de una dolencia de naturaleza poco concretada en su


momento: irreversibles lesiones de hígado y riñones, «calentura continua» y pulmonía... o,
lo más probable, una tuberculosis galopante, el día 14 de febrero de 1714, a los 26 años.
Dejaba a su marido desconsolado y, sobre todo, rampante de insatisfecho deseo fisico. Pero,
nuevamente, la rigidez moral que le ataba le impedía recurrir a vías que consideraba
inaceptables. Atormentado ya por esta cuestión durante la larga agonía de su mujer, presa
de una gran cólera, había llegado a desterrar a uno de sus íntimos cortesanos que había
osado recomendarle el trato de una amante para tranquilizar tanto su mente como su
organismo. Se había ganado ya a pulso el calificativo de «el más marido de los maridos»,
que algún malévolo ingenioso le adjudicó.

La princesa de los Ursinos reforzó entonces más si cabe todo su poder, ante un Rey
entregado de forma absoluta al morboso disfrute de su profunda soledad y el más absoluto
desinterés por todo, empezando por sus propios hijos. No faltaba quien comentase a media
voz que pudo a ella pasársele por la cabeza la descabellada idea de casarse con el monarca,
aun considerando que contaba ya más de setenta años. De hecho, era la primera en tener
constancia del negativo efecto que la viudez tenía sobre el ánimo de Felipe y se lanzó por
tanto a la tarea de buscarle una nueva esposa. Era éste un asunto que, evidentemente, le
interesaba tener absolutamente controlado desde un principio, si quería seguir conservando
su privilegiada posición.A la vista del pueblo, el Rey y sus hijos eran ahora verdaderos
prisioneros de la odiada camarera mayor.

La cuestión de la real abstinencia y de sus perniciosos efectos se convirtió así en el


problema básico de los círculos dominantes y no tardó naturalmente en trascender a todos
los ámbitos. Y, como había sucedido no muchos años atrás con la impotencia y los
supuestos hechizos del desdichado Carlos II, ahora tanto en los informes de los
embajadores como en las tabernas y mercados se comentaba abiertamente y en detalle
acerca de los alivios fisicos de que precisaba el Rey. Era por entonces encargado de los
asuntos del Duque de Parma en Madrid un inteligente arribista, el rechoncho y vivaz abate
Giulio Alberoni, experimentado en el tan dificil arte de establecer relaciones con los
poderosos y de acabar convirtiéndose en indispensable. Y, como «Dios los cría y ellos se
juntan», no tardó en establecer estrecho contacto con la camarera mayor. El tan propalado
asunto de la preocupante situación de Felipe fue puesto de inmediato sobre la mesa.

Aquellos dos manipuladores no tardaron en hacer buenas migas y muy poco


después, la de los Ursinos demostraba al aba te suficiente confianza como para escribirle
acerca de la soledad del rey:

[...] a cada instante que transcurre se hace más urgente la necesidad de buscar una
esposa para el Rey... La incontinencia produce violentos dolores de cabeza y sudores a no
es posible siquiera apelar al simple remedio de una amante, ya que la conciencia del Rey
continúa siendo tan fuerte como su ardor temperamental...

Vio Alberoni una espléndida posibilidad de prestar un señalado servicio a su señor y


propuso a la camarera mayor una buena solución para cortar de raíz aquella situación: una
boda que solucionase el fundamental problema pendiente de «satisfacer la masculinidad»
del monarca. Le habló de Isabel, una de las sobrinas del Duque de Parma, a la que describió
como fisicamente insignificante, ignorante y únicamente interesada en comer. Era
precisamente algo así lo que la de los Ursinos quería oír y deseaba encontrar: una nueva
esposa que solucionase los problemas íntimos del Rey, pero que -cuestión de la más
absoluta prioridad- no tuviese la más mínima tendencia a inmiscuirse y ni siquiera
interesarse en las cuestiones de Estado y de Corte.

Solamente habían pasado seis meses desde la muerte de Luisa Gabriela cuando se
anunció oficialmente el matrimonio del inconsolable viudo con Isabel de Farnesio. Para la
Corona española, la novia aportaba los valiosos derechos dinásticos a los Ducados de
Parma, Plasencia y Toscana. Por su parte, los opulentos Farnesio encontraron en la boda
una interesante posibilidad de reforzar su posición en una Italia dividida y decidida a
librarse de una vez por todas de la dominación austriaca. En la elección había influido
también el hecho de ser la madre de Isabel hermana de Mariana de Neoburgo.Vivía ésta
ahora un dorado retiro en una verdadera corte que se había organizado en la ciudad
fronteriza francesa de Bayona. Desde allí, con cuatrocientas per sonas a su servicio, curas y
enanos incluidos, ejercía una fuerte influencia en la escena nacional y no había personaje de
paso hacia Madrid que no le rindiese visita, de interés o de mera cortesía. Construía por
entonces el Palacio de Marrac, que nunca llegaría a ocupar y que legaría a Isabel de
Farnesio. Palacio que, un siglo más tarde sería escenario de las vergonzosas escenas
protagonizadas ante Napoleón por Carlos IV y su hijo Fernando. Pero, volviendo al relato,
solamente hay que añadir que era Mariana por entonces una de esas personas con las que
más valía llevarse bien...

Alberoni había comentado que las necesidades del rey se reducían a un cura como
confesor y a una mujer como esposa legal y, en un lenguaje más crudo, anotaría: «No tiene
más que un instinto animal con el cual ha pervertido a la reina, y no precisa más que una
mujer...» Ahora, gracias a él, Felipe podía volver a tener las dos cosas. Pero la gran sorpresa
que este gran cínico le preparaba a la de los Ursinos estaba por llegar. Con veintidós años,
«la Parmesana», como inmediatamente fue denominada por el pueblo con el menor de los
afectos, no era la jovencita tonta, ignorante, despistada y fácilmente manipulable que los
amos de la Corte esperaban encontrarse.

A un rostro marcado por una antigua viruela, unía un agradable y opulento aspecto
general. Pero no era para nada la gruesa campesina nutrida sólo a base de grasiento queso y
de manteca, de la que algunos despectivamente habían hablado. Era inteligente e ingeniosa,
conocía varias lenguas y dominaba todas las habilidades que se esperaban de una joven de
su posición: danza, música y pintura, equitación y caza; era una verdadera melómana y su
impronta enseguida marcaría los rumbos de la vida cortesana.

Antes de entrar en España, Isabel visitó en aquel diciembre de 1714 a su tía Mariana
en Bayona y ésta, sin duda, la puso en antecedentes de todo lo que se iba a encontrar.Tuvo
así clara conciencia del lugar al que venía y de qué clase de personas eran tanto su futuro
marido como los que le rodeaban. Sobre la concreta e importante cuestión de la camarera
mayor, Isabel no estaba en absoluto dispuesta a entrar en el juego de nadie, así que decidió
atacar por sorpresa y aniquilar a la posible rival antes de que ésta pudiese siquiera
reaccionar.Y no tardó en demostrarlo de la forma más radical.

Una delegación de la Corte presidida por una obsequiosa Princesa de los Ursinos, se
adelantó a recibirla en el castillo alcarreño de Jadraque. Aquí pudo por vez primera
demostrar Isabel la fuerza de su carácter y su expeditiva forma de actuar. Ha sido tarea de la
petite histoire discutir las razones que la llevaron a ordenar la fulminante destitución e
inmediata partida de la camarera, en aquella víspera de la Nochebuena. Nada más verse una
frente a otra, sobre la marcha firmó Isabel -utilizando incluso como soporte sus propias
rodillas- la orden que privaba a la otra de todos sus cargos y decidía su inmediata
expulsión. Perdida el habla ante tan tremenda sorpresa, la caída todopoderosa se vio así
arrojada a los helados caminos y bajo una fuerte ventisca de nieve en dirección a la
frontera, escoltada por un contingente armado y viendo que el Rey no acusaba recibo de
ninguna de sus desesperadas peticiones de ayuda. Lanzado por la espiral de la lujuria de
inmediata satisfacción, Felipe ahora solamente pensaba en el momento de encontrarse con
su nueva esposa. Todo lo demás, le tenía absolutamente sin cuidado.
Otras versiones apuntan un motivo mucho más trivial para tan drástica reacción.
Sería el haberse enterado la italiana de algún irritado comentario de la camarera real acerca
de la larga espera a que la había sometido o quizá de alguna venenosa pulla femenina
acerca de su gordura. Pero, a la vista del carácter de Isabel, cabe pensar que las razones que
la movieron tuvieron más que ver con una cuestión de pulso de poder que con una
motivación tan simple y «casera» como ésta. En fin, sea por la razón que fuere, tras
deshacerse de tan molesta presencia, escribió a su anhelante novio, «lamentando» que la
conducta de la Princesa la hubiese obligado a tomar tal decisión.

Y Felipe, que seguramente estaba a aquellas alturas ya muy harto de aquel largo
dominio, nada objetó.Tampoco Alberoni, el principal artífice de aquel engaño, hizo nada en
su defensa. La vía hacia la instauración de «la Corte de la Farnesio» estaba así abierta. Más
bien, comenzaba «la era Alberoni», ya que durante cinco años y gracias al personal favor de
la nueva Reina, el astuto eclesiástico que llegaría a cardenal tuvo todo el poder en sus
manos y dirigió una eficaz política de reformas y desarrollo con una habilidad que ni
siquiera sus muchos enemigos pudieron negar.

Los Reyes se encontraron así en aquellas Navidades y hasta la todavía tan lejana
muerte de Felipe ya no volvieron a separarse nunca. De forma espontánea, se estableció
entre ellos una perpetua e indestructible alianza de mutuo interés en todos los
órdenes.Alianza en la que cada uno de ellos obtenía lo que necesitaba y buscaba. La
problemática y débil personalidad de Felipe halló su más perfecta compensación y
complemento en el decidido carácter de Isabel, dispuesta a todo con tal de mantener el
absoluto dominio que inmediatamente consiguió. Corrió pronto el rumor de que había
aceptado sin problema alguno participar en un macabro capricho que Felipe tuvo nada más
llegar con ella al Buen Retiro. Él habría insistido en yacer con ella sobre el mismo lecho
donde pocos meses antes había expirado su antecesora, en una asfixiante y oscura cámara
que desde su muerte había permanecido cerrada a cal y canto.

Muy pronto considerada ella como una «estricta ama dominante» de un marido
esclavizado por una permanente necesidad erótica, no era ciertamente amable la imagen
pública de la real pareja, de la que se decía que «el tálamo es su auténtico reino». Sobre
esto, no tardó en hablarse en detalle de la copiosa dieta cotidiana que mantenía la Reina,
aconsejada para asegurar su salud frente a las permanentes prestaciones fisicas exigidas por
su marido.Junto a un monarca que, cada vez con mayor frecuencia, elegía la vía de la huida
de la realidad, aparecía esta mujer de dificil carácter. Era agradable con quien quería, pero
sabía ser arrogante y agria cuando así lo decidía o le interesaba. Se veía además
permanentemente acusada de apartar al rey del amor de su pueblo. Una acusación que a ella
parecía causarle poca preocupación, como demostró el altanero y despectivo, pero también
fantástico, comentario que le hizo al Duque de Saint-Simon: «Los españoles no me aman,
pero yo también les odio...»

Uno tras otro llegaron los hijos, siendo el primero Carlos, familiarmente llamado
Carletto, el futuro Carlos III, nacido en enero de 1716. A continuación y a lo largo de los
siguientes trece años, fueron viniendo otros seis más. La pareja real pasaba junta la mayor
parte del día, desde el momento de saltar del lecho común hasta las horas de las comidas, la
recepción de los ministros, las reuniones y fiestas, las celebraciones religiosas y los paseos
fuera de Palacio. También, las largas cabalgadas y jornadas de caza en los montes próximos
a Madrid.A la mejor manera versallesca, cada mañana, la prolongada toilette de la reina
suscitaba un agradable momento, durante el que Felipe charlaba distendidamente con los
aristócratas y altos eclesiásticos que a ella asistían. Por otra parte, la más íntima vida de los
Reyes nunca dejaría de ser materia de animada conversación; para entonces, un atento
testigo escribía: «El rey decae a ojos vistas por el excesivo comercio con la reina... vigorosa
y que lo soporta todo...»

La culta Reina implantó en la Corte unas actividades hasta entonces nunca vistas. Se
celebraban frecuentes funciones de teatro y de ópera, conciertos de música instrumentales y
vocales y muy brillantes bailes, festines y reuniones, donde la aristocracia podía rivalizar en
la exhibición de sus mejores galas. La de Madrid fue en este momento calificada de
magnífica y espléndida Corte, propia de un gran monarca. Enfrente, el pueblo también
recogía algunas migajas de este fasto, cuando a su vista se desarrollaban actos al aire libre y
de asistencia gratuita, como los traslados de la familia real para celebraciones religiosas y la
marcha hacia los Reales Sitios, los ceremoniales de los embajadores y las fiestas dadas por
las onomásticas y los cumpleaños de la familia y los nacimientos de los infantes.

La presencia de Isabel fomentaba la afluencia de italianos en busca de buenas


oportunidades al calor de la política reformista que imponía el absolutismo borbónico, lo
que naturalmente provocaba la irritación de los naturales, que veían reducirse sus
posibilidades de medro. También decayó la fuerte influencia francesa que había marcado la
pauta durante los primeros tiempos del reinado.Tras la caída deAlberoni, propiciada por la
Reina, impulsó ella a su marido a tomar por sí mismo las riendas del gobierno, prestándole
todo su apoyo, lo que realmente significaba tener todo el poder efectivo en sus manos.

El nuevo espíritu reformista que Felipe había importado comenzaba a dar sus frutos
y nuevos hombres se incorporaban a las tareas de gobernación del Reino. Entre ellos, la
formación y el mérito personales eran lo que decidía sus ascensos y nombramientos. Los
seculares títulos nobiliarios habían dejado de servir para encumbrar a quienes los portaban
por herencia. La existencia de estos administradores fue lo que hizo posible que, a pesar del
largo y progresivo deterioro de la salud del monarca, los asuntos del Estado en ningún
momento dejasen de estar adecuadamente encarrilados y el progreso y las transformaciones
se evidenciasen en todos los órdenes de la vida del país.

Durante sus muy frecuentes jornadas cinegéticas en los parajes serranos próximos
aValsaín, había descubierto Felipe una pequeña ermita dedicada a san Ildefonso, propiedad
de los monjes jerónimos. Atraído por la belleza del entorno y por su mismo aislamiento, en
el verano de 1720 adquirió la granja, el claustro y los terrenos contiguos, con la intención
de edificar allí una residencia campestre de verano, a donde retirarse cuando su necesidad
de tranquilidad así lo exigiese. Fue el arquitecto Teodoro Ardemans el encargado de dirigir
las obras. El proyecto fue luego adquiriendo una mayor grandiosidad, en manos de
maestros de primera magnitud, como Juvara y Sacchetti.

En La Granja, las originales ideas de directa inspiración francesa irían dejando sitio
a las de gusto italiano, en un marco definido por los jardines. Estaban diseñados a directa
imitación de los del siempre añoradoVersalles, a pesar de las enormes diferencias fisicas
que existían entre ambos lugares, pero que otorgaban aquí a las formas del modelo una
estética en verdad sorprendente y bellísima. Allí, la real pareja encontraría su verdadero
hogar y hasta él vendrían a la hora del retiro, provisional muy pocos años después y ya
definitivo para Isabel tras la muerte de su marido. Allí depositaban amorosamente todas las
magníficas piezas de pintura y escultura que iban configurando sus dos espléndidas
colecciones privadas.
«CORONA DE ESPINAS...
SUEÑO DE MUERTE»

FelipeV ya cada vez le resultaba más dificil mantener una simple


conversación superficial. Sus interlocutores apenas podían comprender lo que decía,
mientras que su aspecto iba degenerando de forma muy visible, al negarse a realizar el más
mínimo aseo personal. Una y otra vez reiteraba su deseo de abdicar en su hijo Luis,
Príncipe de Asturias, todavía un adolescente. De esta forma, podría retirarse a su refugio
serrano y prepararse para bien morir, lo que se había convertido en su gran obsesión.
Finalmente puso en práctica la idea, y el día 10 de enero de 1724 hizo público el decreto de
abdicación. En él anunciaba su retirada para, «libre de todos los demás cuidados,
entregarme al servicio de Dios, meditar acerca de la otra vida y trabajar en la importante
obra de mi salvación eterna...»

Toca pensar cómo se tomaría la autoritaria Isabel esta decisión, si fue cierto que su
marido la tomó -como se dijo- sin pedirle permiso. Era una decisión que los apartaba del
absoluto centro del poder, convirtiéndoles en «un matrimonio particular». Eso sí,
espléndidamente alojados y atendidos, por numerosa servidumbre y con una fabulosa renta
anual, en su feudo de La Granja. La verdad es que si estas motivaciones religiosas hubiesen
sido las verdaderas y únicas de tan trascendental determinación, Isa bel se habría opuesto a
ella con todas sus fuerzas, haciendo todo lo posible por impedirla. Por eso se apuntaron
otros motivos muy diferentes, y con mayores visos de verosimilitud, para justificar tal
retirada.

Efectivamente, si muchos creían en aquella versión «espiritual» y pública de su


alejamiento del poder, la realidad parecía ser bien distinta. Por encima de sus escrúpulos
morales y la salvación de su alma, la precaria salud de Luis XV parecía abrir ante Felipe la
posibilidad de ocupar el trono de Francia. Pero era un espléndido sueño ante el que se
alzaba un importante escollo: el hecho de ser Rey de España. Las disposiciones establecidas
para su acceso a la corona española le impedían ser rey en los dos países a la vez. En esta
tesitura, una estratégica retirada a la espera de los acontecimientos parecía ser por el
momento la mejor solución. Primero, se trataba de hacerse con la corona de Francia, que de
las dos era la que para él tenía mayor importancia. Luego, ya se vería. Por el momento,
poner en el trono a su joven e inexperto hijo, manteniéndolo bajo un estricto control,
parecía ser una buena medida. Esto podría explicar muy bien la pacífica aceptación por
Isabel de un abandono del poder que en ningún caso podía agradarle.

El célebre memorialista Coxe describió, acerca de esto, una escena bastante alejada
de cualquier idea de retiro espiritual:

En San Ildefonso se hicieron todos los preparativos necesarios para un viaje a


Francia, empaquetando los diamantes y plata de la reina y, en conclusión, de tomar todas
las precauciones posibles a fin de emprender la jornada tan luego como se recibiesen
nuevas de la muerte del joven monarca Luis XV, como se esperaba de un momento a otro.

Por lo visto, la pareja se vería ya sentada en el trono de San Luis, en aquel Versalles
idealizado por la distancia y el tiempo. Pero la vida suele dar muchas vueltas y las cosas
acabarían saliendo de forma bastante distinta a lo previsto.

Luis 1 fue así proclamado rey, a los diecisiete años, en medio de un entusiasmo
general, ya que desde siempre había gozado de todas las simpatías populares, que lo habían
visto como a un pobre chico sin madre, ignorado por su padre y hostilizado por una
madrastra solamente preocupada por sus propios hijos. De natural tranquilo y bondadoso,
nunca había planteado problemas ni a sus padres ni a sus educadores y su vida había
transcurrido plácida, entre jornadas de caza y ceremonias cortesanas. Sobre él corría una
historia que no dejaba de otorgarle una cierta aureola de misterio y que, tras su rápido final,
sería aireada como eficaz y terrorífica premonición. Según ella, una gitana que le había
abordado en el parque del Buen Retiro y que le cogió la mano para leérsela, le habría
anunciado, en lúgubres palabras: «Corona de espinas, sueño de muerte, será tu reinado. »
Algo que, sin duda, habría sido tremendamente turbador para cualquier inseguro
adolescente. Sin haber hecho nada especial, aquel Luis, el primer rey Borbón nacido en
España, ya se había ganado el sobrenombre de «el Bien Amado».

Dos años antes de su coronación se había concertado su matrimonio con Luisa


Isabel de Orleans, llamada Mademoiselle de Montpensier, hija del Duque de Orleans,
Regente de Francia. Era Luisa dos años más joven que el novio y su nacimiento e infancia
en aquel brillante Palacio de Versalles no le habían proporcionado siquiera la más básica
formación. De hecho, al anunciarse su compromiso matrimonial, se comprobó con sorpresa
que, ya con doce años, todavía aquella niña salvaje no había recibido sacramento alguno.
Así, tuvo bautismo, primera comunión y confirmación por la vía rápida y de una misma
sentada.

Fue el Duque de Saint-Simon, que sería autor de unas inapreciables memorias sobre
los personajes y la vida de la época, quien dirigió el cortejo que llevó a la niña hasta
Madrid, tras la precep tiva parada en Bayona para saludar a Mariana de Neoburgo.Al
mismo tiempo, se había acordado una boda paralela, tan característica entre las familias
reinantes de la época. Era la del enfermizo Luis XV de Francia, de once años, con la infanta
MaríaAnaVictoria,llamada en familia Mariannina, la tercera hija de Felipe e Isabel, que
solamente tenía cuatro. Paralelamente a la venida de Luisa Isabel de Orleans, la niña era
enviada a Versalles para ser educada en la larga espera de la realización material de aquel
matrimonio.

La boda de Luis y Luisa Isabel se había celebrado en la localidad burgalesa de


Lerma el 22 de enero de 1722 y, dada la edad de los contrayentes, se mantuvo por el
momento solamente como una unión simbólica. Saint-Simon, hecho grande de España por
el rey Felipe, describía entonces a Luis como «alto, delgado, endeble, delicado pero sano» y
añadía: «Es rubio, tiene bonitos cabellos y feo el rostro.» Evidentemente, con un fisico
«muy mejorado» lo retrataron los halagadores pintores áulicos de la época, como Houasse y
Ranc.

Ahora, nuevamente una cuestión íntima de la familia real española volvía a ser
motivo de sugerentes comentarios y picantes murmuraciones. Otra vez era una cuestión de
alcoba, la escabrosa y siempre atractiva cuestión de la consumación o no del matrimonio de
los jóvenes. Para algunos, la unión fisica de la pareja jamás tuvo lugar.Varias cartas
dirigidas por el muchacho a su padre, dándole sobre esto unos detalles en verdad
sonrojantes, servirían para fundamentar esta idea. Fuese esto cierto o no, la verdad es que
aquel matrimonio entre dos personas apenas salidas de la adolescencia no funcionó en
ningún sentido y no tardó en dar lugar a algunos de los más comentados episodios que
tuvieron como escenario la Corte española.

Luisa Isabel carecía por completo de educación y era en extremo ignorante y, lo que
era peor, absolutamente estúpida. Ello le hizo seguir llevando en el Buen Retiro -primero
como Prince sa de Asturias y luego como Reina- el mismo tipo de vida, sin orden ni
concierto de ninguna clase, que había mantenido hasta entonces. Desordenada y caprichosa,
capaz de protagonizar sin rubor los mayores ridículos, acostumbraba a tratar con excesiva
familiaridad a la servidumbre, abandonaba sus obligaciones en provecho de juegos y
pasatiempos y, algo en lo que se complacen morbosamente en repetir los cronistas, solía
andar por los pasillos y jardines palaciegos en robe de chambre.

Era una Reina que no guardaba las más mínimas formas y que se dejaba tutear por
sus criados, con los que jugaba, en ocasiones de forma no demasiado recatada, y que, para
rematar tal desastrosa imagen, se permitía despreciar abiertamente a los más dignos
cortesanos. En más de una ocasión, no se había molestado en ocultar los efectos de su
ebriedad. Una horrible impresión, en fin, que el estricto Marqués de San Felipe resumía
cuando afirmaba que la Reina «no comprendía los inconvenientes de aflojar ni declinar de
aquel alto decoro y sostenimiento que compete a la Majestad».

Luis no cesaba de quejarse a su padre de esta desordenada conducta y, en un


momento dado, ordenó que su esposa fuese encerrada en las estancias destartaladas e
inhóspitas del viejo Alcázar. El pueblo seguía con pasión la historia, en la que se
enfrentaban «el Bien Amado» y la que sobradamente se había merecido el despectivo
apodo de «la Gabacha». Con su mujer encerrada al otro extremo de la capital, Luis y sus
amigos celebraron su recuperada libertad con alegres e infantiles diversiones en los jardines
y melonares del Buen Retiro. Pero también -que una cosa no quitaba la otra- con salidas
nocturnas en busca de aventuras eróticas poco selectas en los barrios bajos de la capital.
Habría sido durante estas semanas cuando Luis pensase en pedir la anulación de tan
desastroso matrimonio, que solamente problemas le había traído. Mientras, «la prisionera»
le bombardeaba desde su encierro con repetidas llamadas de auxilio y promesas de una
absoluta reforma a cambio de su liberación.

A las pocas semanas, el blando Luis no pudo seguir resistiendo y accedió al retorno
de su mujer. De débil carácter, como su padre, no sufría sin embargo los problemas morales
de éste en cuanto a la práctica del sexo eventual. Por ello debió pensar que no estaría mal
llevar una vida doble, conservando su matrimonio para la galería y manteniendo al mismo
tiempo sus prácticas privadas. Siempre, naturalmente, que se guardasen las formas.Bajo la
amenaza de un nuevo encierro, ella se esforzó entonces en cambiar su comportamiento y
parecía que las cosas podían encarrilarse adecuadamente. Muchos optimistas pensaron
incluso en la posibilidad de que hubiese sucesión, si la tan debatida relación física entre la
pareja entraba también por las vías normales.

En su tan breve etapa de reinado, el joven monarca estuvo asesorado por una junta,
a la que se denominó «gabinete». Era la primera vez que se utilizaba este término y,
rápidamente y como no podía ser menos, se ganó las burlas populares, que celebraban
satíricamente a sus integrantes, siempre sospechosos de interesada actuación en propio
beneficio:

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Pero de hecho, todos tenían conciencia de que funcionaban entonces paralelamente


dos Cortes en España: la oficial de Madrid y la «vigilante» de La Granja. Los contumaces
miembros de la vieja aristocracia, que formaban el denominado «partido español o castizo»,
lamiéndose todavía las heridas de la dura represión sufri da, estaban decididos a detener y
anular toda posibilidad de cambio.Vieron ahora la oportunidad de hacer desaparecer a
aquellos odiados nuevos hombres de gobierno, procedentes de las clases medias y
decididos partidarios de la política reformista. Estos sectores tradicionalistas, que nunca
habían aceptado la mentalidad renovadora del Borbón, creyeron poder dominar al joven
monarca y retornar a sus amados y fructíferos viejos usos y costumbres. Pero, en definitiva,
fue la misma fugacidad del reinado lo que anuló cualquier posibilidad de éxito.

La verdad es que nadie tuvo tiempo para nada.Víctima de la viruela, moría Luis 1 el
31 de agosto de 1724, después de solamente siete meses de reinado. Se comentó mucho
acerca de las causas de tan repentino final y llegó a difundirse la especie de que había sido
envenenado -inoculándole alguna mortífera ponzoña- por el denominado «Clan de los
Parmesanos», encabezado por su madrastra. Un grave hecho que recogería persona tan
fiable como Melchor de Macanaz en sus Memorias, pero que nunca pudo ser demostrado.
Aparentemente reconvertida, su esposa le había atendido de la forma más abnegada durante
los días de la enfermedad, llegando en su fervor a contagiarse ella misma de la viruela.
Cuando por fin Luis murió, solicitó ella el pago de una indemnización, al haber quedado sin
recurso alguno.

Aquí intervino ya directamente Isabel de Farnesio, nuevamente en poder de las


riendas de la situación. No solamente se negó a tal concesión, aduciendo que nunca se
había recibido pago alguno por su dote, sino que la obligó a regresar inmediatamente a su
país de origen. Para ella, la francesa era alguien a la que nunca tomaría siquiera como
criada. La inmediata reacción de la ofendida Corte francesa fue la «devolución» a sus
padres de María Ana Victoria, «la reina niña» a la que en Versalles se preparaba para
convertirse en esposa de Luis XV. Isabel de Farnesio encajó como un verdadero insulto
personal aquella forzada vuelta de su querida Mariannina, a la que hubo de mantener a su
lado a la espera de otra posibilidad matrimonial.

Bajo la protección del rey francés, Luisa Isabel de Orleans se instaló en un convento
de monjas de París y, posteriormente y hasta su muerte, en 1742, en el Palacio de
Luxemburgo. Allí -sin declinar nunca su calidad de Reina de España- pudo libremente
recuperar y lanzarse a desarrollar ya sin control ni medida de ningún tipo sus iniciales
costumbres. Entre escandalosas y alcohólicas reuniones, frecuentadas por sospechosos
elementos de la más evidente raíz delincuente y prostibularia, mantuvo feliz hasta el fin
unas formas de vida que en ningún momento dejaron de ser motivo tanto de las más
divertidas habladurías como de las más ácidas censuras.

Luis, moribundo, había hecho testamento devolviendo a su padre la corona de


España.Tras el óbito, Felipe e Isabel se dispusieron a regresar en la recuperada plenitud de
sus derechos. Pero una junta de teólogos, en la que figuraba el mismo confesor del Rey, no
admitió la validez de este testamento y consideró que el regreso del ex Rey al trono era
«éticamente reprobable», ya que a su expresada voluntad de retirarse de forma definitiva se
unía su delicado estado de salud mental. Solamente llegaban a admitir la posibilidad de que
Felipe actuase como regente, a la espera de la mayoría de edad del infante Fernando. Pero
ahora volvió a intervenir personalmente la Reina y ya aquellos sesudos varones nada más
tuvieron que decir.

Lo cierto es que, durante aquellos siete meses, en ningún momento la real pareja y
sus hombres de confianza habían dejado de controlar la gobernación del Reino. Éste había
seguido estando dirigido desde La Granja, lo que daba la impresión de que, efectivamente,
la abdicación no había sido más que una acción táctica. Una operación que, en definitiva,
concluyó debido a dos hechos prácticamente simultáneos. En efecto, a la inesperada muerte
de Luis se unieron las noticias de la recuperación fisica del monarca francés, que venía a
anular toda esperanza de Felipe de coronarse rey de su país natal.
LOS VAPORES DE
EL MELANCÓLICO

a gran dureza que el Borbón había aplicado sobre quienes habían


colaborado con sus enemigos durante la Guerra de Sucesión volvió a demostrarse tras su
recuperación del trono. A principios de septiembre de aquel año 1724 tan movido,
proclamaba Felipe que aceptaba con resignación «sacrificarse por el bien común de la
monarquía y el mayor bien de sus vasallos» y ordenó una dura operación represiva contra
aquellos a quienes la encolerizada Isabel había calificado de «acólitos renegados». Los
aristócratas que habían hecho la apuesta desafortunada fueron destituidos de sus cargos,
desterrados o arrojados a prisión. Triunfaban así los reformistas, que volvían a recuperar la
tranquilidad para sus tareas. Pero los derrotados que se habían salvado de la quema, una vez
recuperados del desastre e inasequibles al desaliento, ponían ya sus ojos en Fernando,
príncipe de Asturias, cuyo apocado carácter parecía anunciar en él un futuro Rey fácilmente
manejable.

En calles, ferias y mercados, los romances de ciego cantaban las múltiples


desventuras más íntimas de aquel malhadado monarca, que del santoral popular pasó a caer
inmediatamente en el más profundo olvido:

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Para Felipe, habían sido muchas y muy fuertes cosas para tan poco tiempo. Pero fue
precisamente este conjunto de desafíos lo que le abrió una de sus más prolongadas etapas
de estabilidad emocional. Ante la complejidad de la situación, su tan especial naturaleza
volvió a reaccionar de la forma más sorprendente. Era igual que cuando, en las antiguas
batallas, se lanzaba inesperadamente a las más insensatas acciones, apenas salido de las
brumas de profundos hundimientos psíquicos.

Ahora, las cosas habían vuelto al orden. La real pareja podía entregarse a sus
habituales quehaceres y distracciones. Felipe dejaba confiado el gobierno en manos de sus
ministros e Isabel controlaba por completo todos los espacios cortesanos. Muy interesada
también en los dimes y diretes de la calle, disponía de un amplio «equipo» de informadores
y correveidiles, desde arrogantes arzobispos a simples peluqueras, que la mantenían
puntualmente al día de todo cuanto se comentase o murmurase en palacios, conventos,
tabernas y esquinas de la Villa. Fue en este momento cuando entró en escena un muy
singular personaje: el turbio e ingenioso aventurero holandés Juan Guillermo Ripperdá.

Hijo de distinguida familia, militar y diplomático, como embajador de su país en


Madrid había conseguido tener íntimo trato con los monarcas y había intervenido
activamente en las manipulaciones que decidieron la caída de Alberoni. Ahora, con el
segundo reinado de Felipe, iniciaba Ripperdá su etapa más gloriosa. Prometió a los Reyes
gestionar con éxito el matrimonio del príncipe Fernando con una hija del Emperador de
Austria y sus grandes capacidades de persuasión acabaron llevando a la real pareja a
prestarle todo su apoyo en meteórica carrera de privanza, que en dos años le llevó a
acumular los cargos de responsable de Asuntos Exteriores, Marina, Guerra y Hacienda. El
Rey le nombró además duque y grande de España. Algo realmente desmesurado y ofensivo
que sus poderosos enemigos no podían consentir de brazos cruzados y así, el mismo
carácter meteórico que había tenido su ascenso lo mostró su caída, en 1726, que le llevó a
prisión y a una huida final al extranjero.

Se instalaba la Corte a principios de enero en El Pardo para mayor disfrute de la


caza en sus montes y allí permanecía hasta Semana Santa. Desde entonces hasta el 22 de
junio, era en las suavidades climáticas de Aranjuez donde hallaba bienestar. Durante este
período, una antigua tradición obligaba a pasar el Día de Corpus en Madrid, donde la
familia real se mostraba al pueblo durante la procesión portadora del Santísimo. Tras un
mes en la capital, el 21 de julio se efectuaba un nuevo traslado, en esta ocasión a la
residencia favorita de la pareja, la tan querida Granja de San Ildefonso. En ese magnífico
paraje transcurrían sus días hasta el 14 de octubre, en que marchaban a un Escorial nada
deseado, con el que tenían que mantener, sin embargo, una especial consideración
protocolaria, debido a su carácter de lugar de reposo eterno de los antecesores en el trono.
Por último, el año acababa con el último desplazamiento a la capital, donde pasaban las
fiestas navideñas para, una vez terminadas e iniciado ya el nuevo año, volver a empezar
nuevamente el ciclo.

El temor a morir en pecado había ido transformándose en Felipe en una verdadera


obsesión. Nunca había sido capaz de ocultar el verdadero horror que sentía en el Panteón
Real escuria lense, donde se apilaban los ataúdes de todos los que antes que él habían
ceñido la corona española, acompañados por aquellas de sus esposas que habían sido
madres de rey. Al lado, el Panteón de Infantes y todos los demás lúgubres espacios
destinados a depósito de muertos configuraban un ámbito cuya visión no era capaz de
soportar sin estremecerse. De ahí su decisión, plenamente compartida con Isabel, de
reservar un espacio para su enterramiento en la nueva Cartuja de La Granja, su verdadero y
elegido hogar, frente a los demás Reales Sitios, cuyo uso y frecuentación les venían
impuestos por inamovibles tradiciones y protocolos.

El Rey se pasaba días enteros hundido en el lecho, sin querer ver a nadie más que a
su mujer. Sufría constantes alucinaciones y terrores. Uno de ellos, especialmente llamativo,
trascendió muy pronto: era su convencimiento de que estaba amenazado de ser envenenado
a través de la ropa blanca. El desastroso resultado fue su cerrada negativa a cambiarse de
vestimenta, que venía a unirse con la ya vieja costumbre de abandonar por completo su
aseo personal. Testimonios de embajadores hablaban de que les recibía envuelto en su sucio
y maloliente camisón, con las piernas al aire y, sobre una cabeza de catastrófico aspecto,
una peluca torcida coronaba tal visión. Debido a la longitud de sus uñas, las manos y pies
del desdichado se habían convertido en verdaderas garras.

Largas fases de insomnio se acompañaban con ataques de bulimia. Todos los


habitantes o frecuentadores de Palacio estaban ya acostumbrados a las noches jalonadas por
explosiones de gritos destemplados, desenfrenadas carreras por los pasillos, profundas
crisis de llanto y, en algunos casos, incluso episodios de autolesión. Cada vez con mayor
angustia veía Felipe la hora de su muerte, para la que trataba de estar adecuadamente
preparado y limpio de pecado, hasta el extremo de exigir que en su antecámara nunca
dejase de haber un confesor «de guardia» al que recurrir para descargar la conciencia
cuando llegase el tan esperado y temi do momento.Y de forma cada vez más acusada,
volvía nuevamente a rondarle la idea de la abdicación, en este caso a favor de Fernando.
Sabedora de esto, Isabel no le dejaba a solas por ninguna razón, sometiéndole a una
constante vigilancia para evitar cualquier decisión que volviese a empujarla a un nada
deseado retiro.

Todo ello sirvió para redoblar la astucia de Felipe que, como suele decirse
llanamente, «estaba loco, pero no era tonto». En junio de 1728 y a espaldas de su vigilante
esposa, llevó a la práctica su voluntad de abdicar nuevamente.Valiéndose de un oscuro
burócrata, hizo un nuevo testamento renunciando a la corona y le ordenó entregarlo al
presidente del Consejo de Castilla. Tras recibir la inesperada y tan temida sorpresa, la
encolerizada Isabel reaccionó de inmediato y ordenó de forma absolutamente
incuestionable que se suspendiese toda acción en este sentido. Ahí naufragó este segundo y
último intento de Felipe por abandonar el trono.

Pareció buena oportunidad para levantar el ánimo de todos la celebración de la


doble boda que se había pactado con la Corte portuguesa. Los infantes Fernando, Príncipe
de Asturias, y María Ana Victoria -la Mariannina «devuelta» por Versalles- eran
respectivamente casados con los príncipes portugueses Bárbara de Braganza y José,
heredero de la Corona.

La persona más interesada en el matrimonio del heredero era la Reina, ya que en


definitiva su futuro dependía de él. No podía dejar de pensar que una incapacidad o la
muerte de su marido no solamente la apartarían del poder sino que, algo mucho peor, la
arrojarían a un ostracismo insoportable para su enérgico y activo carácter. Sus relaciones
con el hijastro Fernando no habían planteado nunca problemas, pero estaba claro que entre
ellos no existía afecto ni armonía. De ahí su especial preocupación por hallar para el joven
una esposa de carácter dócil y fácilmente dominable. Algo así como la que la Princesa de
los Ursinos había bus cado en su momento para Felipe, sin imaginar que iba a enfrentarse
con todo lo contrario de lo esperado.

Fernando tenía una personalidad apática, que en general le aseguraba buenas


relaciones con los demás, con los que nunca entraría en conflicto. Jamás había dado
motivos de preocupación o habladurías por aventuras de ningún tipo, ya que en cuestiones
de moral personal se asemejaba bastante al rigorismo de su padre. Llegado el momento de
la elección de esposa, prefirió dejarse llevar por la voluntad de quienes decidían en la Corte
antes que tomarse la molestia de ponerse a buscar novia a distancia o, simplemente, a elegir
de entre todas las propuestas. Era precisamente en esta dejadez donde su madrastra veía su
mejor baza en el asunto. Tras las habituales consultas, la opción portuguesa pareció la más
interesante. Por una parte, colocaba al plato de segunda mesa que era María Ana Victoria y,
por otra, lo que sabía de Bárbara hacía pensar a Isabel que daba perfectamente el perfil de
la nuera que deseaba.

Desde el momento en que se empezaron a realizar las gestiones para el matrimonio,


las noticias recibidas en Madrid sobre la princesa portuguesa hablaban de sus virtudes
personales, de su encanto y de su gran cultura. Cosas que, además de las huellas de una
pasada viruela que marcaban su rostro y su tendencia a la gordura, la asemejaban en alguna
medida a su futura suegra. De señalada fealdad, según todos los testimonios, incluso los
más benévolos, tenía Bárbara dos años más que su marido. Sus características fisicas
habían hecho que se le hubiese ocultado al novio, prácticamente hasta el último momento,
todo retrato de ella. Se trataba así de evitar cualquier posible sorpresa que acabase en
horrorizada retirada.

El embajador español en Lisboa, Marqués de Montecelatro, hubo de pugnar así


mucho para poder conseguir un retrato de Bárbara, que la Corte portuguesa se negaba una y
otra vez a pro porcionarle para que se lo enviase a Fernando. Sobre ellos, escribiría aquel
marqués en un informe:

Mientras que el príncipe es bonito de cara, la de la infanta ha quedado muy


maltratada de las viruelas, y tanto que afirmase haber dicho su padre que solamente sentía
hubiese de salir de su reino cosa tan fea...

Pero Fernando, carente de voluntad y obediente hijo, no mostró problema visible en


aceptar buenamente incluso aquel verdadero y flagrante embolado que se le había
preparado. En Madrid, la siempre fértil maledicencia popular inmediatamente encontró en
estas negativas características fisicas sabrosos motivos de sátira a añadir a los muy
abundantes a que daba lugar la existencia cotidiana en el interior de Palacio.

El intercambio de parejas se llevó a cabo durante un espléndido acto que se celebró


el 19 de enero de 1729, sobre un puente que cruzaba el río Caya, que separa Extremadura
del Alentejo y marca la frontera entre los dos países. En medio de unos espectaculares
decorados producto del mejor Barroco ceremonial, Fernando pudo finalmente conocer a su
prometida. Ella, tratando inútilmente de ocultar su lamentable aspecto, se había convertido
para la ocasión en una enorme masa de encajes y velos, que apenas se movía, cubierta de
oro y diamantes. Tras la ratificación de los esponsales en la Catedral de Badajoz, la primera
noche en común de la nueva pareja mereció, como no podía ser menos, algún que otro
comentario, como el bien conocido del marqués de Brancas, cargado de malevolencia: «No
parece que ella haya quedado muy satisfecha del príncipe, su marido.» De la otra pareja del
momento, se sabe que el ritual consumatorio del matrimonio, que tanta importancia poseía
para la realeza, no se produjo hasta tres años más tarde, dada la edad de los interesados.
Sería a través de esta infanta española como iba a introducirse en la familia reinante en
Portugal la maligna herencia del desquicio mental de los Borbones.

Después de tan suntuosos y espectaculares ceremoniales, la Reina y sus próximos


habían preparado para Felipe un muy especial tour del que esperaban obtener unos
benéficos efectos para sus problemas psíquicos. Lo que se preveía como una reposada visita
a Andalucía, se convertiría en una prolongada estancia. Así, entre los años 1729 y 1733, la
Corte española se instaló en Sevilla, algo que no se había producido desde los tiempos
bajomedievales. Todos aquellos personajes dieciochescos, con sus pelucas y casacas,
símbolos del más expresivo espíritu de la Ilustración, llenaron entonces los mágicos y
misteriosos espacios moriscos de los Reales Alcázares, que habían permanecido inalterados
desde que los habían habitado los fantasmas torturados y enamorados de Don Pedro el
Cruel y de su amante, Doña María de Padilla.

Era por entonces Sevilla una gran ciudad en plena decadencia, en la que quedaban
manifiestas muestras del enorme auge que había tenido décadas atrás, cuando las riquezas
procedentes de la inagotable América que canalizaba la habían convertido en uno de los
mayores centros económicos de Europa. El traslado de estas actividades a Cádiz y una
sucesión de desastres como pestes, sequías, inundaciones y hambrunas, la había arrojado a
una gran postración. A pesar de todo, autoridades y pueblo recibieron a los reyes con
enormes muestras de alegría y bajo arcos triunfales muestra de la mejor arquitectura
efimera de la época. La larga estancia iba a resultar muy costosa para la ciudad, pero ésta
respondió de la mejor forma posible a las necesidades que imponía la nueva realidad y
aportó todos los medios posibles para realzar su presencia como sede de la monarquía.

Curioso episodio a mencionar fue el traslado, con muy directa participación de


todas las personas de la familia real, de los res tos del conquistador de la ciudad, Fernando
III el Santo, desde un cofre hasta una urna de plata a depositar en aquella inmensa Catedral.
Fue una ceremonia procesional de gran efecto, cuyo fúnebre sentido no pareció impresionar
negativamente a Felipe y que enlazó los profundos hálitos del militante catolicismo
medieval con la más brillante parafernalia del Barroco.A lo largo de aquellos meses,
aprovecharon también los reyes su estancia andaluza para recorrer, en medio del mayor
fervor popular, pueblos y comarcas, con especiales detenciones en el activo Cádiz, lanzado
al comercio ultramarino, y en Granada, donde la Alhambra volvió también a recuperar
fastos cortesanos olvidados desde los tiempos nazaríes.

Durante este tiempo, en enero de 1731, murió sin descendencia y víctima de sus
excesos gastronómicos el Duque de Parma, tío de Isabel. La consecuencia fue que la Reina
tuvo una de sus mayores alegrías. Su hijo mayor Carlos, el adorado Carletto, pasaba a
heredar los Estados familiares y venía a cumplir así uno de los más profundos deseos de su
madre, que siempre había anhelado un trono para él. A los nueve años, había ya
protagonizado el joven Carlos otro más de los repetidos episodios de bodas frustradas por
razones de Estado. Su prometida había sido Felipa, mademoiselle de Beaujolais, hermana
de aquella tan problemática mujer del efimero Luis I. Si ya se vio que, tras la muerte de
éste, la obligada marcha a Francia de la joven reina viuda produjo como represalia la
devolución de una infantita, también deshizo el proyectado enlace de Carlos y Felipa.
Ahora, con quince, marchaba a Italia a tomar posesión de sus dominios. Era el inicio de una
larga carrera como soberano.

Pasadas las etapas finales de la prolongada estancia sevillana, la salud de Felipe


volvió a recaer, hasta alcanzar sus más profundos niveles de hundimiento. Fría y
calculadora, maquiavélica y despiadada para unos; víctima y abnegada esposa y excelente y
preocupada madre para otros, Isabel vivió en su propia carne y de la forma más directa
todos estos episodios de demencia del antiguo «Animoso», convertido ahora en «el
Melancólico».
Fue a lo largo de estos años cuando la gobernación del Reino estuvo en las mejores
manos posibles: las de José Patiño. Primer ministro en 1734, este directo predecesor de los
grandes políticos ilustrados de los siguientes reinados, aseguró a su Rey y al país la década
de mayor desarrollo, estabilidad y progreso que se había conocido. También él hubo de
soportar de forma muy directa los efectos del mal que afectaba a su señor. A pesar de tener
el monarca puesta en él toda su confianza, en más de una ocasión fue víctima directa de sus
explosiones de violencia, llegando incluso a ser fisicamente agredido por él. En estos casos,
siempre era Isabel la que recuperaba la iniciativa y despachaba personalmente con Patiño,
separados los dos del enfermo por un tranquilizador biombo. Cuando tan eficaz gobernante
murió, la tranquilidad que su gestión había asegurado desapareció y la frágil mente de
Felipe volvió de nuevo a naufragar entre los sempiternos vapores.

Viejos recuerdos de la tan lejana época del «Animoso» habían vuelto a brotar,
siempre al toque de las armas dispuestas a la lucha, con ocasión de las afortunadas
operaciones en la costa marroquí que Patiño había impulsado y, algo más adelante, a
principios de 1733, cuando estalló la Guerra de Sucesión de Polonia, en la que España se
implicó por sus intereses italianos. En llamativa y tantas veces repetida reacción, el
subconsciente de Felipe, una vez más, abandonaba las sombras de su demencia cuando oía
el sonido del combate. En este caso, ya no podía sentir sobre el terreno el salobre olor de la
sangre, pero le bastaba saber que estaba siendo derramada generosamente. Tras un
desembarco de veinte mil hombres, las tropas españolas conquistaron Nápoles y Sicilia. Las
potencias europeas entregaron este Reino de las Dos Sicilias a España y Carlos tomó
posesión de él en nombre de su padre. Para acceder a esta corona, Carlos debió renunciar a
sus ducados del Norte, que acabarían pasando a su hermano menor, Felipe. Con ello, Isabel
de Farnesio cumplía sus más caras esperanzas de ver reinar -y además, sobre Estados de su
Italia natal- a sus dos hijos mayores.

En plena Nochebuena de 1734, el terso y helado cielo de Madrid se tiñó


repentinamente de rojo, mientras las alarmas se gritaban desaforadamente de una parte a
otra de la Villa. Por causas fortuitas que nunca quedarían bien aclaradas, el viejo Alcázar de
los Austrias comenzó a arder y, en pocos momentos, se convirtió en una enorme pira. En el
episodio, que movilizó a todos los habitantes de la capital, se perdió gran cantidad de obras
de arte, atesoradas allí por los sucesivos monarcas a lo largo de los siglos. Las pérdidas eran
dramáticas e irreparables. Además de riquísimos tapices, porcelanas, muebles, relojes,
armaduras, documentos y miniaturas de elevadísimo valor material, desaparecieron
devorados por las llamas más de trescientos lienzos, muchos de ellos verdaderas obras
maestras, debidas a las geniales manos de Velázquez y Rubens, Tiziano y Durero,Van
Dyck, Carreño y otros, que integraban una colección real única.

Aún considerando el significado de estas enormes pérdidas, Felipe no demostró que


la desaparición fisica de aquel edificio le causase mucha pesadumbre, ya que nunca le había
interesado como lugar de residencia o mero ámbito de representación ceremonial. Ahora
tenía la oportunidad de edificar un nuevo Palacio Real, acorde con sus gustos y que
respondiese a los planteamientos estéticos y de habitabilidad propios de la época, en nada
semejantes a los de aquel arcaico e incómodo Alcázar. Tras un inicial y esplendoroso
proyecto del arquitecto italiano Filippo Juvara, fue su discípulo Giovanni Battista Sacchetti
quien tomó la dirección de las obras, cuya primera piedra se puso solemnemente el día 7 de
abril de 1738. Debido al tiempo exigido por la magni tud de las obras, Felipe e Isabel nunca
habitarían en el nuevo Palacio Real, que sería estrenado ya por su hijo Carlos III.

Entre otras cosas, se había ordenado la talla de un centenar de estatuas de los Reyes
de España para colocarlas a lo largo de la cornisa superior del gran edificio. Pero
finalmente, y sin explicación de ninguna clase, pudo comprobarse que, en lugar de ser
dispuestas en aquel lugar, fueron distribuidas por varios parques y jardines. Se hablaba de
un angustioso sueño de pesadilla que Isabel habría tenido, en el que las veía caer en
estremecedora escena y que le había causado tal pánico, que había dado la orden de que
jamás se irguiesen en tan inestable y amenazador equilibrio.

La perturbada salud mental del Rey se manifestaba ahora a través de una


enloquecedora confusión horaria que determinaría durante años la existencia cotidiana de
todos los habitantes de Palacio.Así, realizaba sus funciones de gobierno a mitad de la
noche, hacía las comidas a las horas más insospechadas y sus prácticas religiosas y sus
descansos seguían similar tónica, manteniendo a su mujer, hijos, ministros, cortesanos y
servidumbre en una situación de permanente y agotadora alerta.

Existe un Epítome de la vida y costumbres, muerte y entierro del católico monarca


Don Phelipe Quinto, que describe, en el más puro estilo de la época, todos aquellos
desarreglos:

[...] Se sabía que la cena era a las 5 horas de la mañana, con las ventanas cerradas;
que a las 7 se iba a la cama, y que a las doce tomaba una substancia. Regularmente, a la
una, después del mediodía, se vestía, a las 3 horas oía misa en la pieza inmediata.
Concluido el santo sacrificio de la misa, admitía en la conversación [...]. En este modo o
régimen de vida, después de la comida no tomava siesta, sino que estava en el cuarto
leyendo o haciéndose leer un libro, y assí en esto y en otras cosas indiferentes pasava el
tiempo hasta entrada más la noche, que se le tenía alguna diversión de música o
representación; a las dos horas después de la medianoche llamava a los secretarios para el
despacho, y en esta manera el tiempo hacía su círculo; haviendo entrado en este género de
vida desde el año de 1733 que de Sevilla se vino a Madrid.

Esto, naturalmente, podía aplicarse a las temporadas consideradas «buenas», ya que


en las fases agudas que su mal alcanzaba, podía lanzarse a hacer otras cosas no menos
llamativas, como organizar una partida de pesca en medio de la noche o, ante un espantado
auditorio, tratar de montar los caballos representados en los suntuosos tapices de las salas
palaciegas. Isabel trataba de encontrar en las actividades de ocio la tranquilidad que su
marido necesitaba. Así, a los largos tiempos que el Rey dedicaba a la lectura y a la
manipulación de relojes, una de sus pasiones, se unían las frecuentes sesiones musicales y
representaciones teatrales que, con gran pompa y boato, se organizaban en Palacio. Es
dentro de este contexto donde se situó -llegado el año 1737- el inicio de la que propiamente
podría ser denominada «etapa Farinelli», de tan positivas repercusiones en el doliente
ánimo de un Felipe cada vez más agotado.

El castrato napolitano Carlo Broschi, llamado Farinelli, poseía una gran reputación
en teatros privados y Cortes de toda Europa por la calidad y belleza de su voz de soprano,
que fascinaba por completo a quienes tenían el privilegio de escucharle. Actuaba inmerso
en los prodigiosos decorados que la imaginación de los decoradores y tramoyistas habían
ideado. Toda la escenografia más bella y espectacular del Barroco llevada a la escena
parecía diseñada de forma especial para servir de marco a una presencia y a una voz
inigualables. La melómana Farnesio, siempre al tanto de las tendencias y novedades que en
el campo de la música aparecían en Europa, tenía las mejores referencias del cantante y
efectuó las gestiones pertinentes para contratarle, sin importarle el elevado nivel de los
ingresos que su categoría y fama le permitían exigir. La elección no pudo ser más
afortunada y el can tante se convirtió en un elemento de primer orden en la vida de la Corte.

Se ha apuntado que en la voluntad de Isabel de llamar al tan brillante y prestigioso


personaje habrían influido las ideas, por entonces apuntadas por algunos médicos, de los
positivos efectos de la que sería posteriormente denominada musicoterapia. Lo cierto es
que la presencia y la voz de Farinelli consiguieron a lo largo de muchos años dar al
perturbado Rey una tranquilidad que ninguna otra cosa había logrado. Nombrado músico de
cámara de los Reyes, con un elevadísimo salario y exención de impuestos, alojamiento en
Palacio y disposición de amplia parafernalia de criados y servicios, el italiano entró
perfectamente en el complejo y dificil engranaje de la vida cotidiana de la Corte y fue, sin
duda, la mejor medicina para Felipe.

Lógicamente, tal posición nunca dejó de suscitar las más enconadas y profundas
envidias y sobre él corrió toda clase de rumores, sobre todo referentes a su particular
sexualidad, que fomentaba los más malévolos comentarios. En bocas anduvo una posible
liaison con la Reina, su devota admiradora y gran protectora.También se habló de algo más
espinoso, como sería una «muy especial» fascinación que el castrato ejercería sobre el
heredero Fernando, en verdad nada dado a asuntos de faldas. Mucho se comentó, por otra
parte, la ocasión en que el Rey, especialmente alterado por alguna razón, habría tratado de
imitarle cantando en público y consiguiendo solamente emitir desquiciados y lamentables
alaridos que le harían ganarse una importante afonía que le dejó mudo por algunos días,
cabe imaginar que para gran alivio de quienes le rodeaban.

Farinelli viviría en España durante veintidós años y durante el siguiente reinado de


Fernando VI conservó su ascendencia en los ámbitos del poder, hasta que tras la muerte del
Rey y en vísperas de la llegada de Carlos III, la misma Isabel de Farnesio que lo había
traído y protegido le invitó a abandonar de inmediato el país. A lo largo de tan dilatado
periodo de tiempo, el cantante mantuvo una exquisita actuación personal, limitándose a
cumplir tareas artísticas, sin querer en ningún momento intervenir en manipulaciones
políticas, que en muchas ocasiones le fueron ofrecidas a muy alto precio.

A partir de 1741, se abrió un nuevo periodo de inestabilidad mental de Felipe, que


ya no se cerraría hasta su muerte. Aquejado de una ansiosa bulimia, se dedicaba a engullir
enormes cantidades de toda clase de manjares, lo que le produjo una gran obesidad. Con
todo, su vieja costumbre de salir a cazar, que mantuvo hasta casi el final de su vida, actuaba
como positivo elemento de compensación. Encerrado en sus habitaciones, en ocasiones
mostraba todavía violentas crisis de hiperactividad, pero ya apenas podía andar ni sostener
la cabeza erguida sobre el cuello. Ello no le iba a impedir, sin embargo, seguir
manteniendo, prácticamente hasta el día de su muerte, aquellas relaciones sexuales
cotidianas con su esposa que habían sido el verdadero motor de su existencia.

Sobre este asunto, ya en vida de él las opiniones más encontradas se manifestaban


de forma abierta. Para algunos, esta permanente actividad sexual constituía una extrema
forma de rijosidad estrechamente asociada a sus problemas mentales. Desde una óptica
moralizante, éstos le condenaban por un supuesto natural incontinente. Enfrente, se
manifestaban los que daban a su frecuentación erótica una interpretación muy positiva. En
efecto, su falta de ejercicio fisico y sus abusivos y erróneos hábitos alimenticios tenían en la
práctica erótica una muy saludable compensación, actuando como automático controlador
de un sistema circulatorio sometido a tales peligros.

Sus últimos tiempos estuvieron dominados por la permanente preocupación por los
desastrosos resultados de las guerras man tenidas en Italia, por su vieja angustia ante la
posibilidad de morir en pecado y por las continuas recriminaciones de Isabel, que cada vez
se veía más próxima a la tan temida viudez que la apartaría del poder. Ni siquiera las
prácticas curanderiles ni la ingestión de todo tipo de bebedizos supuestamente
reconfortantes servían para devolver la salud a un organismo tan gastado. Paralelamente a
su declive, el país se iba transformando por las reformas que sus hombres aplicaban en
todos los ámbitos. Nacían así realidades que situarían a su memoria en un lugar bien
destacado en la historia de la cultura española: las Reales Academias de la Lengua, de la
Historia, de las Bellas Artes y de Medicina eran orgullosos emblemas de una nueva época y
de un nuevo país, que su venida había inaugurado.

En 1746, el pintor de corte Louis-Michel van Loo llevó a cabo la magna tarea de
representar sobre un enorme lienzo una idealizada reunión de la Real Familia. Sobre un
suntuoso interior palaciego se sitúan los actores de aquella representación -verdadero teatro
barroco- que era la vida cotidiana en la Corte del primer Borbón español. En un salón
abierto a un jardín, se representa al grupo familiar escuchando el concierto que interpreta el
grupo de músicos situado en un pequeño estrado. Empezando por la izquierda, aparecen la
infanta María AnaVictoria, Mariannina, la frustrada esposa de Luis XV y después Reina de
Portugal; su cuñada Bárbara de Braganza y, de pie, su marido, Fernando, Príncipe de
Asturias y futuro Rey. Luego, FelipeV es presentando mostrando un saludable aspecto,
absolutamente irreal, ya que cuando se realizó la pintura el estado del monarca era
absolutamente deplorable en todos los sentidos. A su lado, centrando indiscutiblemente la
escena, la serena superioridad y el tranquilo orgullo que ostenta Isabel de Farnesio; entre
ellos, el cardenal-infante don Luis, el varón más joven de los hijos.

Siguen en tan deslumbrante disposición, Felipe,Pippo, el segundo hijo e ilustrado


Duque de Parma, y su esposa, Luisa Isabel de Francia, primogénita de Luis XV. A
continuación y de pie aparece la infanta María Teresa, que casaría con el Delfin de Francia
y, a su lado, su hermana María Antonia Fernanda, hija menor de los Reyes y futura reina de
Cerdeña. En el extremo derecho, una pareja muy bien definida: María Amalia de Sajonia y
su marido Carlos, hijo mayor de los Reyes, por entonces Rey de las Dos Sicilias y futuro
Carlos III de España. En el suelo, la tercera generación: Isabel María Luisa, hija de los
Duques de Parma y futura Archiduquesa deAustria,y su prima María Isabel, hija de los
Reyes de las Dos Sicilias. Esta idealizada composición reunía así de forma ficticia a toda la
familia, ya que los dos hijos reinantes en Italia no se encontraban entonces en la Corte,
donde, junto a los Reyes padres, además de los orondos herederos, solamente quedaban las
dos jóvenes infantas -Teresa y Antonia- a la espera de sus respectivos matrimonios.

Cuando Felipe V murió, fulminado por una apoplejía, en la noche del 6 de julio de
1746, hacía ya largo tiempo que sus súbditos se habían olvidado incluso de su misma
existencia, recluido como había estado en la oscuridad de las estancias reales. Sus antiguos
temores se habían cumplido finalmente, ya que no pudo tener confesión en sus últimos
momentos de inconsciente agonía. Pero ya todo daba igual y, a excepción de la Reina, todos
respiraron aliviados cuando tuvieron noticia de su fin. Duraba ya mucho su encierro para
que su falta se hiciese notar. Para el pueblo, el habitante del Palacio del Buen Retiro era una
momia instrumentada por su ambiciosa mujer, capaz de mantenerlo con vida por todos los
medios con tal de seguir aferrada al poder.

En este sentido, una sátira que corrió entonces resumía esta sensación de forma
magistral, cuando afirmaba que, únicamente a través de un expreso ejercicio de fe, los
españoles podrían pen sar que tenían un rey. Felipe, de quien se había dicho que había
pasado la vida entre la cama de la Reina y el confesonario, mereció un epitafio tan
venenoso como el muy difundido que le dedicó D'Argenson:

No hubo hombre que, siendo laborioso, hiciera jamás nada provechoso. Ni hombre
que haya hecho uso tan erróneo del matrimonio, permitiéndose ser dominado y gobernado
por una esposa que mandaba y ordenaba rigurosamente sobre él.

Su reinado de cuarenta y seis años, el más largo de nuestra Historia, había marcado
una profunda impronta que iba a señalar los rumbos del país durante los siguientes siglos.
Personaje complejo y en general incomprendido, Felipe V había sido, sin la menor duda
-comparándolo con quienes le precedieron y los que le siguieron- uno de los mejores
monarcas de la Historia de España.
Los REYES
SE DIVIERTEN

a vuelta al trono, tras el fugaz reinado de Luis, nunca había dejado de


torturar a Felipe por fuertes sentimientos de culpa.Jamás podría dejar de pensar que estaba
usurpando indebidamente el trono a su hijo Fernando. Más que cualquier otra, ésta había
sido la principal razón de aquella segunda abdicación realizada de tapadillo, que su mujer
había hecho abortar. Antes, en noviembre de aquel 1724, Felipe había querido tranquilizar
su conciencia, haciendo que Fernando jurase el cargo de Príncipe de Asturias y recibiese
juramento de fidelidad por parte de las Cortes, con representación de todos los antiguos
reinos hispanos, lo que hacía muchos años que no sucedía. Pero, a pesar de todo esto, el
muchacho se había mantenido apartado de cualquier iniciativa, tanto por su mismo apático
y acomodaticio carácter como por la expresa voluntad de su madrastra. A Isabel le había
venido muy bien que el heredero tuviese aquella forma de ser, que le permitía seguir
controlando de forma exclusiva y en la más absoluta impunidad la voluntad del declinante
Rey.

Extremadamente tímido y apocado, además de rencoroso -según se decía-, adoraba


a su padre y era muy respetuoso con su madrastra. Nunca debió ocurrírsele hacer nada que
ellos pudiesen considerar incorrecto o inaceptable. Pero ahora, al verse reconocido en su
propio papel, reaccionó de forma inesperada y demos tró una voluntad que ni se le
sospechaba. Dejó pasmados a todos los que le trataban, exigiendo el cumplimiento de sus
deseos con destempladas palabras y hasta a gritos, algo que nunca se le había visto hacer.
Sin duda fue la Farnesio -«la Vieja leona», como la llamaban tanto enemigos como
defensores, entre la crítica y la admiración- la primera sorprendida ante cambio tan
inesperado, que hacía nacer en ella una preocupación por lo que podía indicar de cara al
temido futuro.

Habían sido muchos años de convivencia familiar nada armoniosa, presidida por un
problemático padre carente de autoridad, que solamente podía suscitar cariño y lástima.
Entre los dos «sectores» de hijos de FelipeV siempre había existido la mayor frialdad en
todos los órdenes. Isabel no había estado nunca interesada en fomentar cariño fraterno
alguno entre sus hijos y los de su predecesora. De entre ellos, aquel Carletto, en el que la
reina tenía puestas todas sus esperanzas, sin molestarse en ocultarlo, había sido el más
agasajado. Cuando tuvo conciencia de todo ello, el siempre cauteloso Fernando no se
privaba de molestar a aquel hermanastro, burlándose con frecuencia al dirigirse a él de
forma exageradamente cortesana como a Monsieur de Parme o Monsieur le Grand Duc, en
abierta referencia a las ambiciones que su madre cultivaba para él en Italia y por las cuales
manipulaba todo cuanto podía.

Cuando, a principios de 1728, Felipe experimentó uno de sus agravamientos, que en


aquella ocasión llegó a hacer temer por su vida, la previsora Isabel tendió puentes con su
hijastro. Había que prever una viudez que el nuevo Rey podía hacer más o menos llevadera,
según su voluntad y ánimo. Así, tratando de ganarse su aprecio, por vez primera hizo que
Fernando asistiese a las reuniones de los consejos y a los despachos de los ministros. Para
entonces, el heredero había desarrollado unas sofisticadas técni cas de disimulo, que le
habían servido para sobrevivir en medio de tanta indiferencia y hostilidad.

Ya se ha visto que, cuando se planteó la cuestión de su matrimonio, Fernando dejó


hacer y se prestó a la operación como si de cualquier otra cuestión menos enjundiosa se
tratase. Por lo visto, todo le pareció bien de cuanto le dijeron de aquella hija del Rey de
Portugal, conocida tanto por sus virtudes personales como por su gran cultura. Tampoco le
importó que fuese dos años mayor que él. Para él, el carácter tranquilo y laborioso que le
aseguraban poseía Bárbara era la mejor seguridad de llevar con ella una existencia pacífica,
sin acuciantes ambiciones ni inesperados sobresaltos.

Mientras se trataban los acuerdos contractuales, debió molestarle aquella


injustificada tardanza de la Corte portuguesa en enviarle un retrato de su prometida.Algo
que sin duda haría nacer en él la sospecha de que algo raro se le ocultaba. Cuando su
insistencia obligó finalmente al envío de la pintura, nada más verla, la escondió, ya que,
como comentó un testigo con cierta venenosa conmiseración, «no se la podía mirar sin
pena». Sin embargo, ni incluso aquello le decidió a deshacer los acuerdos en marcha. Más
adelante, quienes estuvieron presentes en la ceremonia de la boda dejaron testimonio de la
expresión de horror demostrada por Fernando, como no dando crédito a lo que veía, es
decir, a lo que le «habían colocado», cuando por fin la tuvo fisicamente ante sí.

Tras aquellas sonadas bodas, una vez más, los asuntos más privados de la Familia
Real volvieron a ser pasto de hablillas y comentarios, desde la calle, las tabernas y los
mercados hasta los palacios y las embajadas. El embajador francés había informado ya
hacía tiempo acerca de Fernando:

[...] carece de algo muy esencial, de lo que con artificio se quita en Italia a quienes
se desea que figuren en una capilla de músi ca; de modo que hay en él muchos
resplandores, pero sin llamas capaces para la generación.

Algo que podía hacer pensar que los testículos del príncipe no habían alcanzado su
normal y adecuado desarrollo.

Se hablaba también, sin tapujos y mostrando un gran conocimiento de causa, y


nunca sin una manifiesta rechifla, de los supuestos defectos de conformación de su pene, de
la carencia de uno o de los dos testículos y del exceso que alcanzaban sus erecciones, así
como de su incapacidad para eyacular adecuadamente. En el ámbito de la más absoluta
intimidad del nuevo matrimonio, opiniones muy difundidas desde un principio aseguraban
que alguna enfermedad o defecto genético que padecía el flamante novio le impedía
satisfacer sexualmente a su mujer.

También obsesionado, aunque menos que su padre, por el pecado que suponía
cualquier aventura tenida fuera del matrimonio, parece que Fernando no había tenido
actividad sexual alguna antes de su boda. Podría así imaginarse en él una tranquila frigidez
o una bien llevada ambigüedad sexual que no parecía torturarle de forma visible.Y, a partir
de este momento, lo más probable es que mantuviese siempre una estricta fidelidad a su
mujer; algo que no debía costarle demasiado esfuerzo. Se han apuntado, por otra parte,
breves referencias a supuestas y ocasionales infidelidades de Bárbara. Pero las acusaciones
de estos deslices siempre han sido discutidas y descalificadas como infundios sin sentido
alguno. Como sucedió cuando se la quiso ver implicada en una realmente inimaginable
liaison con el genial Farinelli. Despreocupado como era el italiano para las cuestiones del
poder, estaba claro que no tendría el más absoluto interés ni necesidad de soportar a aquella
repulsiva mujer.Y, amante de la belleza en todos los aspectos, hay que pensar que el
cantante también debía ser selectivo a la hora de elegir compañía para su lecho.

Aunque resulte «políticamente incorrecto» afirmarlo de forma tan tajante, de la


propia fealdad y nulo atractivo fisico de Bárbara derivaría así una permanente fidelidad a su
marido. Éste no la satisfacía sexualmente, pero a cambio le ofreció unos años de tranquila
felicidad, aparato palaciego, suntuosidad y boato, fiestas y celebraciones, espléndidas y
desmesuradas comidas y, por encima de todo, la palpable posibilidad de ir acumulando un
personal patrimonio, obsesión que llegaría a convertirse en el motor fundamental de toda su
existencia.

En efecto, también se comentó ampliamente ya desde los primeros momentos de su


venida a España su desmedida afición al dinero, su permanente y hasta angustiosa
preocupación por atesorar grandes cantidades de joyas y efectivo, piedras preciosas y
doblones de oro, que escondía en los más insospechados rincones de Palacio y que iba
reuniendo día a día merced a la más flagrante cicatería y mezquindad. Según creían
algunos, con esto trataría de organizarse una especie de seguro de vida en caso de que
vinieran mal dadas y tuviera que vérselas sin su marido al lado. El reciente recuerdo de la
expulsión, prácticamente solo con lo puesto, de la joven reina Luisa Isabel, viuda del tan
efimero Luis 1, actuaría como ejemplo e impulso de esta actitud. Para otros, por el
contrario, esta manía de atesoramiento, que a lo largo de su vida alcanzaría niveles
ciertamente preocupantes, no sería más que una compensación a las manifiestas
frustraciones que sentía, por una parte, como mujer en absoluto agraciada y, por otra, como
esposa privada de todo goce marital que pudiera haber esperado y sin posibilidad además
de tener alguna consoladora descendencia.

Isabel había tratado de establecer una buena relación con su nuera, de la que
esperaba la más absoluta e incontestada sumisión. Y cual no será su sorpresa cuando se
encontró frente a una mujer de carácter, en absoluto dispuesta a someterse a sus
dictados.Tras aquella larga estancia de la Corte en Andalucía -a donde la recién casada
Bárbara se había hecho acompañar por su querido profesor de música, el napolitano
Domenico Scarlatti- las relaciones entre la Reina y la Princesa de Asturias se enfriaron
irremisiblemente. Poca paciencia tenía Isabel para seguir disimulando y, siempre bajo la
permanente sombra de los sucesivos hundimientos mentales de su marido, hizo todo lo
posible por seguir manteniendo a la joven pareja apartada de cualquier centro de decisión.
Estaba claro que para la Reina, ahora, el principal rival a combatir no era Fernando, sino
Bárbara.

Al igual que había sucedido años atrás con su padre, siempre había quien creía que,
en Fernando, aquella apariencia de frialdad y desinterés por todo ocultaba un profundo
espíritu, que se mostraría en el momento oportuno. Después de su boda, el Príncipe volvió a
dar muestras de aquel insensato comportamiento que había sorprendido a todos. Ahora,
sintiéndose decididamente apoyado por el pacífico pero fuerte carácter de su mujer,
comenzó a dar inconexas y esporádicas muestras de una naturaleza autoritaria, que en
muchas ocasionas rayaban con el absurdo por su testarudez y gratuita cabezonería. Una vez
abierto el enfrentamiento directo con su madrastra, no estaba dispuesto a seguir
representando su papel de muchacho corto de entendederas y siempre cortés con todo el
mundo, incluso con aquellos que de la forma más visible no ocultaban el desprecio que les
merecía. Por otro lado, Fernando estaba encantado de no tener que seguir soportando en la
Corte a aquel detestado Carletto, que se había marchado feliz a tomar posesión de aquellos
ducados italianos que le habían caído del cielo.

Como príncipe de Asturias ya en la plenitud de su cargo, Fernando había sido, sin


voluntad alguna por su parte, convertido en centro de referencia de aquellos elementos
casticistas que, en el interior de la Corte, seguían oponiéndose a las reformas que
introducían los hombres de Felipe V. La derrota que estos conservadores habían sufrido tras
el brevísimo reinado de Luis 1, no parecía haber sido suficiente para ahogar todas sus
aspiraciones. Ahora, Fernando y Bárbara parecían servirles para actuar desde el mismo
interior de la Corte contra la política de los reformadores. Así, estos círculos, que se reunían
en las estancias privadas de los herederos, se convirtieron en activo foco de oposición a los
administradores del Estado, dirigida sobre todo contra el todopoderoso Patiño. Como había
sucedido antes y se produciría más adelante, alrededor de los herederos siempre acababan
formándose grupos decididos a ir ocupando puestos de poder a la espera del relevo en el
trono que inexorablemente se produciría en algún momento.

Lo cierto es que, en este caso, el asunto nunca llegó a alcanzar niveles preocupantes,
pero se hizo todo lo posible por aislar a la incauta pareja de aquellas influencias que se
veían nefastas para la política reformista que el primer Borbón aplicaba desde su llegada al
trono. En este sentido, los intereses políticos venían a coincidir, en relación con la
«peligrosidad» de Fernando y Bárbara, con los personales de la Farnesio, que -llegado el
verano de 1733- no dudó en imponer a la joven pareja unas normas de vida que vulneraban
abiertamente cualquier derecho a su propia libertad. Así, solamente podían ser visitados por
un máximo de cuatro personas a la vez; el portugués y el francés eran los únicos
embajadores que tendrían acceso a sus aposentos y, por último, se les prohibió
expresamente comer o pasear en público, así como visitar iglesias y conventos en los que
pudiera reunirse alguna gente.

Era una forma nada disimulada de detención domiciliaria, que la pareja pareció
aceptar con mansa resignación, muy acorde a aquellas altas capacidades de disimulo tan
comentadas como rasgos muy definitorios del carácter del futuro Rey. Cabe suponer que a
lo largo de estos años, con señalados altibajos en las rela ciones mantenidas con los Reyes
padres, los dos «arrestados» tratasen de acomodarse, sin violencias ni enfrentamientos, a
una situación que en definitiva iba a terminar un día u otro. Bárbara, aquella «fea, gorda y
con viruelas», demostraba que sabía salvar las situaciones espinosas, ofreciendo siempre su
voluminosa presencia, que realmente no carecía de cierta gracia y majestuosidad.
A fines de 1736, se habían producido dos fallecimientos de especial relevancia en la
Corte. Por una parte, el de Patiño, el gran ministro del Rey. Por otra, el del Conde de
Salazar, viejo ayo de Fernando que se había convertido en su consejero y que, como
representante de los casticistas, era considerado el más poderoso enemigo de los
reformistas. Una falta parecía así, pues, compensar a la otra. En la intimidad de Fernando,
la falta del «imprescindible» Salazar sirvió para reforzar el poder de Bárbara, mientras que
para muchos era ya algo realmente incomprensible que ambos pudieran seguir soportando
la situación impuesta por Isabel.

Mientras ésta afirmaba sin el menor recato, y con la mayor frecuencia posible, que
«Fernando tiene la cabeza mala», Madrid se llenó de pasquines y folletos callejeros
denunciando a los gobernantes de Felipe e instando a su hermético heredero a tomar una
decisión. El hecho de que la pareja todavía no hubiese tenido hijos se veía como algo
lógico, dados aquellos comentarios que sobre la cuestión habían corrido tan ampliamente
desde el mismo momento de sus bodas. Ahora, incluso se llegaba a acusar a la propia Reina
de propalar que, efectivamente, era la ya tan comentada y supuesta carencia congénita de
testículos del heredero lo que impedía cualquier embarazo de su resignada mujer.

Fuese o no la difusora de estas informaciones, Isabel, a la vista de esta falta de


descendencia que parecía prolongarse indefinidamente, reforzó sus previsiones de futuro y
arregló la boda de su segundo hijo, Felipe, con la hija mayor de Luis XV. El acuer do se
complementaba, de la forma más tradicional, con el enlace simétrico de otros dos
hermanos, el Delfin de Francia y la infanta María Teresa. Una vez efectuados los enlaces,
inmediatamente se tuvo cumplida noticia de las malas relaciones que la Reina estableció
con su joven pero voluntariosa nuera, Luisa Isabel, de solamente trece años, nada más
poner ésta pie en Madrid. Mientras no cesaba de propalar la noticia del impago por la Corte
francesa de la dote acordada, un persistente problema cutáneo que la muchacha padecía no
tardó en inspirar a la Farnesio el cruel mote de «la Sarnosa» que inmediatamente le aplicó.
Una situación de verdadera armonía familiar, como puede verse.

Por el momento, y a la espera de la muerte de aquel rey que ya hacía tantos años
que se había convertido en un ausente para sus súbditos, todo el mundo consideraba que la
débil personalidad del nuevo monarca facilitaría las cosas para quienes estuviesen en
disposición de manejarlo a su antojo y, sobre todo, en función de sus particulares intereses.
Muy pronto todos los potenciales beneficiarios de la nueva situación iban a experimentar,
sin embargo, la más amarga y definitiva frustración. Las noticias de la muerte del Rey
apenas causaron mayor impresión entre el pueblo, harto de un reinado que parecía durar
demasiado. Ello hizo que las habituales y visibles muestras de dolor no se manifestasen
apenas en las iglesias y calles.

Tras la muerte del Rey, por las encrucijadas de Madrid no tardaron en difundirse las
habituales coplillas, fruto de la confluencia del ingenio y la malicia. Abundantes fueron las
que tuvieron como destinataria a la odiada Reina viuda, que aparecía ahora como necesaria
víctima de la nueva situación y que todos esperaban ver arrojada de la Corte. Nadie quería
perderse la oportunidad de asistir a un drástico y rápido ajuste de cuentas que se deseaba
que el nuevo monarca ordenase ya, vengándose así de largos años de menosprecio y
vejaciones. Isabel, bien convencida del valor de la imagen en los momentos precisos, no
evitaba por entonces en ninguna oportunidad mostrar el más visible desconsuelo por la
muerte de su viejo compañero de vida.

Pero realmente fueron muy pocos los que interpretaron piadosamente aquella
dolorida actitud. Antes bien, la vieron como efecto del temor que le producía la nueva
realidad o, por el contrario, la interpretaron como una fría actuación, dirigida a provocar
unos sentimientos de simpatía o de lástima que nunca había sido capaz de suscitar. El
escenario de la Corte de Madrid acababa de cambiar de protagonistas principales, pero el
papel decisivo parecía seguir sin corresponder al Rey. Ahora, a los ojos de todos, el mando
supremo de la Farnesio no era sustituido por el de Fernando VI, sino por el de su mujer,
aquella gruesa y aparentemente atolondrada Bárbara.

Fue ésta, sin duda, la que de forma más destacada impulsó a Fernando a tomar la
primera decisión importante de su reinado, que venía a coincidir plenamente con los deseos
populares. Solamente una semana después de la muerte de Felipe, a la Reina viuda se le
ordenó abandonar el Palacio del Buen Retiro. Aquella altiva y dominante mujer se vio así
obligada a acogerse a la buena disposición de varios agradecidos nobles, que le cedieron el
uso de las denominadas Casas de Osuna, un complejo de viviendas, jardines y huertos
situado en la Plazuela de los Afligidos. Con ella pasaron a vivir sus hijos los infantes Luis y
María Antonia. De los fértiles mentideros salieron inmediatamente adecuadas
composiciones, como ésta:

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Alrededor de una Farnesio en nada dispuesta a aceptar buenamente la nueva


situación, no tardó la tal Plazuela de los Afligidos en convertirse en un muy activo,
frecuentado y bullicioso nido de crítica, conspiración y fabricación de chismes contra la
real pareja.Allí se reunían todos aquellos que se habían visto afectados por la
reorganización de la Corte y de las instituciones del Estado, todos los frustrados ante la
volatilización de las expectativas que habían puesto en la nueva situación y, en general, los
antiguos fieles a la que durante tantos años había sido verdadero poder del Reino. Todas
estas fuerzas parecían ser lo suficientemente poderosas para que la viuda se mostrase altiva
e incluso envalentonada ante los reyes. Su hijo, el infante Luis, se contagió de tal actitud y
en varias ocasiones llegó a comportarse en público de forma insolente con su hermanastro,
al que sin duda, por influencia de su madre, despreciaba.

Tal estado de cosas era del dominio público, y la propia dignidad de la real pareja
no podía admitirlo. Así, el 3 de julio de 1747, un año después, casi día por día, de la muerte
de Felipe, se le comunicó a Isabel la orden real de instalarse fuera de la capital.
Acompañando a unos formalistas y afectuosos términos, concluía un radical Fernando: «Lo
que yo determino en mis reinos no admite consulta de nadie antes de ser ejecutado y
obedecido.» El Rey se demostraría siempre absolutamente incapaz de tomar cualquier
iniciativa, por insignificante que fuese, sin contar con la aprobación de su mujer y de sus
consejeros. La más absoluta inseguridad en sí mismo iba a ser siempre el principal rasgo
definitorio de su carácter. Por ello, estaba claro que esta crucial decisión era la expresión de
una serie de voluntades que tenían en él su punto de encuentro y que estaban decididas a
imponer sobre el país una nueva política.
A la «defenestrada» Reina viuda y a sus dos hijos se les concedía una enorme renta
anual. Sin embargo, y a pesar de la rela tiva benignidad de aquel destierro, la nueva
situación permitió a Isabel presentarse, tanto ante las Cortes extranjeras como ante el
pueblo que la detestaba, como una infeliz víctima de la venganza de su nuera y de su
hijastro. Una activa claque que sus partidarios habían organizado en los barrios bajos de la
capital le sirvió en estas circunstancias para mostrar en las calles «el dolor del pueblo» ante
la persecución y el maltrato de que «la pobre viuda» estaba siendo objeto. Pero lo cierto es
que la arrogante y decidida Isabel no necesitaba en absoluto de apoyos de este tipo.

Su propio fuerte carácter la iba a mantener firme a lo largo de los difíciles años que
siguieron. Pero, por encima de todo el rencor y la rabia que sintiera hacia los nuevos Reyes,
se alzaba lo que se había erigido en el motivo principal de su vida: la esterilidad de la real
pareja. Cada día que pasaba, aumentaban sus esperanzas de ver a su Carletto coronarse Rey
de España. Objeto de viva polémica durante toda su vida, esta extraordinaria mujer nunca
dejaría de suscitar el interés en uno u otro sentido, como muestran estas expresiones del
embajador francés, ya en época de su forzado retiro:

[...] no le conozco más virtud que su mezquina y tan decantada castidad, que tanto
saca a relucir diciendo: De mí por lo menos nadie podrá decir que soy una puta, pero por lo
demás, qué manojo de defectos...
Para distraer su tiempo y llevada por su permanente afición al arte, emprendió en
1754 la construcción del bello Palacio de Riofrío, una maravilla arquitectónica del más
puro estilo renacentista italiano, que nunca llegaría a habitar y que, a partir de entonces,
alzaría su airosa mole de granito rosado en medio del severo paisaje castellano.

Sin abandonar nunca la maquinación política y siempre bien informada de todo lo


que ocurría en la Corte, Isabel organizaba cada año, en la suntuosa Colegiata que Felipe y
ella habían mandado construir como panteón, unos solemnes y pomposos funerales en
memoria de su marido, durante los cuales podía permitirse -según el venenoso comentario
de algún testigo presencial- llorar copiosamente y de forma bien visible en público, en
recuerdo de su compañero de tantos años y vicisitudes. Mientras tanto, quitado de en medio
semejante problema, en el Palacio madrileño parecía abrirse ante la oronda pareja real un
panorama infinitamente más amplio y lleno de posibilidades. Después de dieciocho años de
matrimonio, estaba claro que Fernando y Bárbara ya no iban a tener hijos. La cuestión era,
pues, vivir y reinar, procurando pasárselo día a día de la mejor manera posible.

Personalidad muy en la línea de la funesta tradición familiar de la Casa de Borbón,


estaba claro que era Fernando un ser dotado de un carácter escasamente equilibrado. Le
sucedió lo mismo que a su padre y, con el paso del tiempo, fue mostrando una mayor
incidencia de aquella inestabilidad, que acabaría en desatada demencia tras la pérdida del
fundamental apoyo que para él era su mujer. Aquí sigue resultando imprescindible el
recurso al testimonio del historiador Coxe, cuando describe tanto las características fisicas
del monarca como las muestras observables de su particular temperamento.

Así, tras referirse a los aspectos físicos: «Era el rey de pequeña estatura y tenía el
semblante ordinario», entraba en el plano psicológico, que veía lleno de alarmantes rasgos:
«A pesar de la debilidad de su constitución y la natural docilidad de su carácter, en
ocasiones experimentaba violentos arrebatos de cólera y de impaciencia.» Otro testigo de la
época, el obispo de Rennes, anotaba que «más bien era Bárbara quien sucedía a Isabel, que
Fernando a Felipe» en la cúspide del reino. Como puede verse, nada de la habitual
adulación de los escritores cortesanos, empeñados en dotar de valores físicos a quienes no
los poseían y que por ello quedaban gratamente satisfechos de esta falsa imagen destinada a
pasar a la posteridad.

En un sentido positivo, anotaba este historiador, la voluntad real de mantener en sus


posesiones un estado de paz y tranquilidad, después de tantos años de guerras, que siempre
habían sido económicamente desastrosas para el país. Pero observaba que Fernando en
ningún momento se consideraba capaz de hacer algo bien, siempre inseguro de sus
posibilidades y con clara conciencia de sus limitaciones, que para todos eran más que
evidentes.

Perfecto arquetipo del hipocondríaco, se decía de él que, «al menor malestar que
sentía, le asaltaba el miedo a la muerte». Ello le serviría como buena autocoartada para
tomarse los asuntos públicos que le correspondían de forma bastante laxa y cómoda:
«Todavía más indeciso que su padre, ya creía haber cumplido suficientemente con sus
obligaciones solamente con el hecho de haber confiado a sus ministros el peso de los
asuntos de administración.» Sin duda, la mejor aportación de este monarca fue
precisamente el haber sabido elegir a los hombres que gobernasen el país. Elementos de
extraordinaria valía personal como José de Carvajal y el Marqués de la Ensenada y, más
adelante, Ricardo Wall, fueron capaces de mantener y potenciar aquella política reformista
que la nueva Casa de Borbón había sabido acuñar como su más emblemática seña de
identidad. Los trece años de su reinado configuraron así la feliz etapa que alguien
denominó muy acertadamente como de la España tranquila. En el plano personal, a
Fernando, esta dejación de funciones -que, sin duda alguna, fue muy positiva para el país-
le permitía entregarse, con absoluta tranquilidad de espíritu, al pleno y dilatado disfrute de
la caza y de la música, los dos verdaderos intereses de su existencia.

Dos personajes muy próximos andaban alrededor de Fernando, desplegando mucha


actividad, en general estrechamente relacionada con él. Eran sus dos hermanos menores.
Siempre se ha considerado al infante Felipe como el menos «noble», en comparación con
los otros dos hijos de FelipeV e Isabel de Farnesio: el estricto Carlos y el ambiguo Luis
Antonio. Pero de hecho era este Felipe un personaje ciertamente interesante. Nacido en
1720, había sido un hijo muy querido por su madre, que le llamaba Pippo. Físicamente
atractivo y con don de gentes, alegre y frívolo, pero con grandes intereses de índole
cultural, tuvo una trayectoria pública especialmente enrevesada, perfecto ejemplo de todas
las complejidades que la política europea del siglo XVIII era capaz de generar.

Cuando su hermano Carlos se convirtió, en 1734, en Rey de las Dos Sicilias, dejó a
Felipe los Ducados de Parma, Plasencia y Toscana, pero, cuatro años más tarde, los tratados
internacionales se los entregaron aAustria.Tras una brillante actuación militar, los vaivenes
de la política le otorgaron en 1745 el gobierno del Milanesado, que conservó sólo durante
un año, hasta que fue expulsado de la capital lombarda por otro desacuerdo entre las
potencias. Su mujer, Luisa Isabel, aquella «Sarnosa» tan poco querida por su suegra, se veía
obligada a vivir durante diez años en el nada cordial ambiente de la Corte madrileña,
mientras su marido guerreaba y hacía política en Italia.

Finalmente, en 1748, recuperó Felipe sus ducados e instauró en ellos un régimen de


perfecto monarca ilustrado según el modelo francés, dedicado a la aplicación de un
moderado reformismo y especialmente interesado en los aspectos culturales. La ciudad de
Parma se convirtió con él en un brillante centro intelectual y artístico, en el que nunca
faltaron además los aspectos lúdicos más esplendorosos. Algo que resultaba especialmente
gravoso y que obligaba al culto y jovial Felipe a recurrir de forma permanente a la solicitud
de fondos a su hermanastro Fernando VI. Éste veía en él su «antifigura» en todos los
órdenes, pero es muy posible que secretamente le envidiase. En aquella relación de amor-
odio, sin duda influía también la irritante circunstancia de que Felipe fuera el niño bonito de
la detestada madrastra.

Pero lo cierto es que durante años, Fernando nunca dejó de contribuir, eso sí,
siempre muy a regañadientes, a sufragar los que consideraba extravagantes dispendios de
aquel hermanastro por el que no podía dejar de sentir cierta debilidad. Encontraba, por otra
parte, Fernando en todo esto una gratificante compensación moral, ya que aprovechaba
cualquier oportunidad para disfrutar criticándole en público, acusándole de frívolo, pródigo
y manirroto. Críticas a las que naturalmente siempre Bárbara sabía poner su adecuado
granito de arena. Una de las dos hijas que tuvo aquel atrayente Felipe de Parma fue María
Luisa que, casada en su momento con su tío, el futuro Carlos IV, iba a protagonizar algunas
de las más penosas páginas de la Historia de España.

Personaje de muy especial presencia en toda esta época, y luego durante el reinado
de su hermano Carlos III, fue el infante Luis Antonio, que, como se ha visto, había
compartido con su madre el «exilio», tras la muerte del padre. Lanzado fuera del círculo
cortesano, había sido su desafiante y chulesca actitud una de las causas que habían decidido
a Fernando mandarles fuera de Madrid, hasta La Granja, donde sus conspiraciones y
contubernios tuviesen menos relevancia y efectos. Personaje turbio y lleno de claroscuros,
había nacido en 1727 y, a muy temprana edad, la incontestable voluntad de su madre le
había convertido en arzobispo de Toledo, la Sede Primada de la Iglesia de España; a los
ocho años, era ya poseedor del capelo cardenalicio, a pesar de no ser sacerdote. Usos de
viejas épocas, en pleno siglo de la Ilustración, las graciosas majestades se permitían
desempolvarlos en beneficio de sus vástagos necesitados de colocación y futuros
consumidores de las generosas rentas que estos más que honoríficos títulos conllevaban.

Luis Antonio mantuvo a lo largo de los siguientes años una relación llena de
altibajos con Fernando. Era su acompañante en fiestas palaciegas y en cacerías, y en todo
momento aprovechó su privilegiada posición para buscar aventuras eróticas de fácil e
inmediata consumación. Esto era lo que parecía interesarle verdaderamente en la vida,
aparte de otras aficiones que, como la música, le otorgarían una cierta aureola muy
particular dentro del conjunto familiar. Sus andanzas eran del dominio público y cada vez
contradecían más la imagen que se suponía debía tener la primera figura de la Iglesia
española. Llegado el año 1754, anunció al Rey que renunciaba a tan sustanciosos cargos,
pero no a todas sus rentas, ante todo por carecer de vocación y no hallarse capacitado para
respetar los preceptos que le imponían. Era por encima de todos el del celibato y la
contención sexual los que por lo visto no era capaz de respetar.

Confortablemente instalado, pues, entre la Corte de Madrid y la que la reina viuda


mantenía en La Granja, dejaba pasar el tiempo a la espera de nuevos acontecimientos, entre
los que sin duda el esperado ascenso al trono de su hermano Carlos no era el menos
importante. Mientras, parece que no perdía el tiempo, ya que todos los cronistas de la época
hablan y no acaban de sus constantes devaneos y aventuras con mujeres de toda condición
social, y que al parecer en más de una ocasión le hicieron «regalos» de índole tal que
precisaron de tratamiento médico. Era evidente que en estas lides, el infante, como buen
Borbón que era, no tenía prejuicios de ninguna clase.

Profundamente creyente como su padre, aunque mucho menos fanatizado que él,
Fernando VI otorgaba una gran importancia a las celebraciones religiosas. Dadas las
tendencias dominantes en la época, la monarquía tenía en estos actos motivos de afirmación
de su fasto y su prestigio ante el pueblo. Se trataba de demostrar de la forma más visible y
ostentosa la estrecha alianza establecida entre el supremo poder sobrenatural, Dios, y el
más alto poder terrenal, el Rey. Los festejos religiosos cumplían así a la perfección esta
clara finalidad propagandística. Su costo, por otra parte, no era menos elevado que el que
representaba todo otro tipo de celebraciones, de las que este reinado fue tan pródigo. Según
vieja tradición, el Jueves Santo, el Rey procedía a lavar los pies de trece mendigos,
cuidadosamente seleccionados por su buen comportamiento, debidamente revisado su
estado de salud, y después, aseados para asegurar la higiene de tan simbólico acto. El día de
la Encarnación, era la Reina la protagonista del acto, dedicándose a servir personalmente la
comida a nueve mujeres indigentes, pasadas por similares procesos de selección y
adecentamiento previos.

La música representó a lo largo de estos años uno de los capítulos en los que la
Corte realizaba más gastos. La afición del Rey y la verdadera pasión que la Reina sentían
por ella les llevó a privilegiarla hasta extremos nunca vistos y que después jamás volverían
a conocerse. La Capilla Real y los templos madrileños unidos por tradición a la Corte -la
Almudena y los Jerónimosse veían muy beneficiados por esta política de apoyo al ejercicio
de la música.Todos los actos eran presididos por una Bárbara cada vez más gruesa, que
mostraba su gusto por la desmesura, ataviándose con vestidos de exagerado lujo y
cubriendo sus enormes volúmenes fisicos de joyas, hasta alcanzar inverosímiles y hasta
grotescos efectos.

Dos figuras estelares centraban este mundo de maravilla. Por una parte, el ya
perfectamente integrado veterano en la Corte, el fantástico cantante y escenógrafo Farinelli.
Como durante el anterior reinado, siguió siempre dando muestras de la más absoluta
discreción y voluntario y expreso apartamiento de todo intervencionismo en política, algo
que su preeminente posición y el valimiento que con los nuevos Reyes tenía hubiera podido
muy bien instrumentar en su propio beneficio. Debido a esta actitud, mantuvo siempre
buenas relaciones con los ministros más progresistas del Rey, como Ensenada, mientras que
los elementos conservadores nunca dejaban de menospreciarle y referirse a él con el
insultante mote de «el Capón».A su lado, su paisano Domenico Scarlatti, el gran
compositor que había sido maestro de música de la Bárbara niña en Lisboa y que se instaló
en Madrid cuando ella lo hizo tras su boda. Scarlatti, que había sido gran experto en la
educación de adolescentes princesas de toda Europa, ocupó el cargo de muy respetado
maestro de la real cámara hasta su muerte, ocurrida en Madrid en 1757.

Farinelli era la verdadera alma de las tareas de plasmación de las bellas artes en el
ámbito de la Corte, tanto en Madrid como en los demás Reales Sitios. Él ideaba y plasmaba
en la práctica vigorosas decoraciones permanentes y espectaculares decorados efimeros
para las tan frecuentes representaciones teatrales y conciertos. Debido a las permanentes
relaciones que mantenía con varios países, él imponía las formas de la moda que por
entonces causaban furor en Europa y marcaba así los usos del bien vestir, estar y adornar a
los más altos niveles. En sus manos y bajo su dirección, el Teatro del Buen Retiro -en
permanente representación de óperas y comedias y ejecución de conciertos- se alzó en
aquellos años entre los más conspicuos centros musicales del continente. Desde su obligado
ostracismo de La Granja, Isabel de Farnesio no podía dejar de observar con rencor cómo
mantenía, y mejoraba, su posición aquel a quien ella había traído a España para atemperar
los males de su esposo. Mujer vengativa y de pocas componendas, cuando regresó al Buen
Retiro, una de las primeras medidas que tomaría iba a ser la destitución y destierro del
cantante.

Aquel genial escenógrafo e inigualable maestro de ceremonias que era Farinelli


ideó, para disfrute de los Reyes y como imagen de pompa y esplendor de la monarquía, la
denominada Escuadra del Tajo. Era un conjunto de embarcaciones, un costosísimo juguete
propio de la más fértil imaginación rococó, que Bárbara regaló a su marido el día de su
santo, el 30 de mayo de 1752. A una fragata de remos y dos jabeques se fueron añadiendo
luego embarcaciones hasta un total de quince. La Escuadra se deslizaba a lo largo de unos
seis kilómetros por las aguas del Tajo, con sus embarcaciones ricamente enjaezadas, en un
estricto orden protocolario, portando tras los Reyes a los más distinguidos personajes de la
Corte. Las arias de Farinelli y la música de Scarlatti daban el sonido a tan fantástica
imagen.

Unos ciento cincuenta hombres eran necesarios para el mantenimiento de aquel tan
especial divertimento, que permitía a Ensenada jugar a capitán de barco y al propio
Fernando disparar con seguro éxito sobre la abundante caza que los criados iban situando
en las orillas, al paso de los navíos. Fiestas diurnas y nocturnas en las que, para las
artificiosas representaciones teatrales, los espléndidos jardines se llenaban con el misterioso
y titilante resplandor de miles de faroles de colores, «con tan vistosa correspondencia en el
agua, por la reverberación de las luces, que parecía un volcán toda aquella parte del río...».
El embajador inglés recordaba los momentos finales de una de aquellas fascinantes fiestas,
cuando se sentó junto al Rey y éste le comentó por lo bajo y burlón, mostrándole a todas
aquellas damas derrengadas tras varias horas de baile: «El ganado está cansado.»
UN BÁRBARO FINAL

árbara, por su parte y a pesar de vivir en el mejor de los mundos, en


ningún momento dejó de estar bajo la angustia de pensar en una temida viudez sin
recursos.Todo derivaba de aquellas personales patologías que la llevaban a atesorar de
forma compulsiva joyas y efectivo desde el mismo momento en que había llegado como
joven recién casada. Como suele ser habitual en estos casos de desarreglo mental, era la
suya una angustia en nada justificada, ya que la opulenta familia Braganzajamás hubiera
dejado en el desamparo a la propia hermana del Rey de Portugal, caso de haber llegado a
los extremos temidos por Bárbara.

Pero lo cierto es que, en su obsesión por asegurarse un futuro, llegó a idear la


construcción de un monasterio en que, por lo menos, en el peor de los casos tendría
asegurada una vivienda. En él, y según una idea pedagógica muy común en el Antiguo
Régimen, se organizaría un centro de educación para hijas de la nobleza, que, en general y
salvo casos muy aislados, en términos formativos dejaba mucho que desear. Con el
esperado y total respaldo del Rey y bajo la advocación de la Visitación de Nuestra Señora,
el 26 de junio de 1750 se ponía la primera piedra de los que hoy son conocidos como
Iglesia y Convento de las Salesas, erigidos en el que entonces era el límite noreste de la
capital.

Al elevado precio pagado por el terreno se añadieron los enormes costos de la


construcción, en los que la fantasía de la reina no quiso reparar en gastos para adornar la
que era tan personal empresa. Cuando, ocho años más tarde, fue inaugurado el suntuoso
conjunto -todo él, mármoles, bronces, mosaicos y pinturas-, una vez más la chunga popular
de los poemillas de pasquín halló motivo más que suficiente para expresarse:

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y su complemento o equivalente:

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La debilidad de carácter de Fernando y la dominación de que era víctima por parte


de su esposa eran hechos bien conocidos entre la población, que los aceptaba sin más,
mientras el estado general de la economía de los Reinos era bueno y los benéficos efectos
de la larga paz se hacían notar de forma muy evidente. Los buenos gobernantes que el Rey
había sabido elegir administraban eficazmente el país y ello hacía que los enormes gastos y
la suntuosa ostentación de la Corte no resultasen demasiado ofensivos, como hubiera
sucedido en una situación de penuria generalizada. Pero, con todo, aquella demostración de
brillante poderío había ido produciendo un efecto contrario al deseado y, en lugar de
contribuir al prestigio de los monarcas, había generado un descontento cada vez más
extendido hacia ellos y les iba privando de las simpatías y apoyos morales de que habían
disfrutado en un principio.

Este claro enfriamiento de la opinión se demostró con ocasión de la muerte de


Bárbara. Persona de escasa salud y de nefastos hábitos personales, todo ello formaba parte
desde hacía años de los habituales comentarios de calle y Corte. Bien lo resumía el cronista
Comenge cuando anotaba:

Era aquella señora de cuarenta y siete años de edad, temperamento sanguíneo


flemático, obesa, de mucho comer, de poco ejercicio y con evacuaciones menstruas
copiosísimas [...] Adoleció de dificultad de respiración, de modo que los médicos la
miraban como asma periódica, que en la entrada de las estaciones mostraba tales aumentos
que hacía temer la sofocación, singularmente en los solsticios...

En fin, por lo que parece, además de acumular riquezas, aquella voraz Bárbara iba
reuniendo todas las papeletas necesarias para llegar a un rápido fin.

Durante una de estas crisis y creyendo poder aliviarla, fue trasladada a Aranjuez,
donde murió, el 27 de agosto de 1758, después de haber recurrido sin fortuna a «infinitas
purgas, píldoras, aceites, baños, aguas minerales...». La causa de su fallecimiento no habían
sido sus persistentes problemas respiratorios, sino un cáncer de útero. No muy
descaminados, rumores populares habían propalado la repulsiva versión de que Bárbara
tenía su vientre invadido de gusanos. Siguiendo su expresa voluntad, su cadáver no fue
trasladado al Panteón de El Escorial, sino a su querido y costosísismo Convento de las
Salesas, donde la real pareja había dispuesto los lugares para el eterno descanso de sus
despojos. Careciendo de un hijo que les heredase en el trono, Bárbara sabía que le esperaba
un insignificante sepulcro en el Panteón de Infantes. Acondicionar un lugar más suntuoso
para su enterramiento había sido, así, otro motivo fundamental para la construcción de
aquel conjunto religioso.Allí, su cuerpo solamente tendría que esperar menos de un año
para que el de su marido fuera a reunírsele.

Muy pronto se conoció el contenido de su testamento y el estupor y la irritación que


se produjeron fueron generales. Fruto de aquellos años de rapiña y avariciosamente
enfermiza acumulación, había sido una fortuna más que considerable. De ella, dejaba varias
mandas de las que se beneficiaban, además de sus queridos Scarlatti y Farinelli, personas de
su servicio personal y varias infantas y conventos. A su marido, únicamente le legaba unas
pequeñas joyas de escaso valor y una imagen de laVirgen, además de la libertad de tomar
de entre sus pertenencias lo que eligiese. El apenado y entontecido Fernando sólo se quedó
con una carta manuscrita de Teresa de jesús y algunas simplezas, como una escribanía,
varios cuadros y un juego de té. El grueso de la herencia, que superaba la muy elevada
cantidad entonces de siete millones de reales, fue para «el serenísimo infante de Portugal,
Don Pedro, mi muy amado hermano», nombrado heredero universal por aquella que -para
más inri- muy escasa dote había aportado a su matrimonio.

Causó pues un enorme malestar esta decisión de la Reina, que además de mostrar un
abierto menosprecio por un marido que había parecido idolatrarla hasta el final, sacaba del
país una cantidad tan importante de efectivo. De inmediato, el templado aprecio que había
logrado suscitar la portuguesa entre sus súbditos se tornó en zumbona, y para todos muy
merecida, crítica, como reflejaba esta composición, en la que post mortem se le
recriminaban cosas de variado carácter y se cuestionaban todos sus procederes:

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Y, en un tono más feroz, se proclamaba:

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Los que en un principio habían sido monarcas queridos por sus súbditos, caían
ahora en el más absoluto descrédito. Pero a Fernando ya nada le importaba. Estaba
definitivamente abocado al mal que no tardaría en arrastrarle también a él a la tumba. Sus
melancolías se habían manifestado de cuando en cuando al paso del tiempo, pero en ningún
momento habían alcanzado la gravedad de las crisis que había sufrido su padre. Ahora,
cuando tan repentinamente se encontró solo, le llevaron a un absoluto caos en todos los
órdenes, que iba a convertir los últimos meses de su vida en una verdadera agonía sin
esperanza alguna de curación.

Inmediatamente después de la muerte de Bárbara, el inconsolable y «perdido» viudo


fue trasladado al castillo deVillaviciosa de Odón. Se había elegido aquel sombrío edificio,
que mostraba toda la sobriedad constructiva de Juan de Herrera, con el fin de tenerle
apartado por el momento de cualquier otro escenario que le recordase a la difunta.
Cualquier otro de los Reales Sitios le traería dolorosos recuerdos de tiempos felices,
mientras que era ahora la primera vez que ponía el pie enVillaviciosa, en lo que se esperaba
fuese una estancia de recuperación y reparación, a la espera de una instalación en el nuevo
Palacio Real, cuya construcción estaba concluyendo. Su hermano el infante Luis le
acompañaba, junto con un suficiente número de servidores.

Son muy abundantes y detallados los testimonios que hablan sobre este año en que
«España estuvo con rey, pero sin rey». La caza, que en un primer momento pareció servir
para reanimarle, dejó muy pronto de interesarle, al igual que cualquier otro asunto.
Solamente hablaba para comentar cosas referentes a su mujer y fue generando muy
rápidamente obsesiones de temor a la muerte y de terror a abandonar espacios cada vez más
reducidos. Mientras, se negaba a hablar y a alimentarse o se dejaba llevar por incontrolables
ataques de furia, en los que llegaba a agredir a sus médicos y a quien se atreviera a
acercársele. El mismo Farinelli tampoco pudo contribuir a aliviarle con su canto, ya que el
periodo de luto impedía las interpretaciones musicales.

A pesar de esta situación y aunque pudiera parecer chocante, se valoró la posibilidad


de casar a un viudo que, aún considerando su estado, todavía no era viejo. A pesar de la
imparable agravación de su esquizofrenia, tenía sólo cuarenta y cinco años y podía pensarse
que habría estado en la persona de Bárbara la causa de la infertilidad del matrimonio. El
Consejo de Castilla se manifestó en este sentido e incluso la misma Farnesio se preocupó
seriamente de buscar una posible nueva nuera más dócil que la anterior, y llegó a sugerir el
nombre de una de sus nietas parmesanas como candidata. Como siempre, genio y figura.

El infante Luis actuaba como perfecto espía de todos estos hechos, tanto para su
madre como para su hermano Carlos, que desde Nápoles veía ya con impaciencia el
momento de llegar a España a ceñir una corona que el destino le servía en bandeja. Luis no
se recataba en mostrar su fastidio y su deseo de que todo aquello terminase de una vez pero,
mientras tanto, recreándose en las más penosas descripciones del imparable deterioro de
Fernando, seguía beneficiándose de su privilegiada situación y, al mismo tiempo, se
aseguraba con sus servicios de informador un buen puesto en la nueva situación que se
avecinaba.

Intentos de suicidio, más o menos fingidos, simulaciones de muerte, regresivos


juegos infantiles, insultos a todos los que le rodeaban, prolongados insomnios, permanentes
estados de agitación y lanzamiento contra los visitantes de sus propias heces... Toda una
nueva versión de la atormentada vida de su padre. Luis escribía a su madre: «Ya no puedo
aguantar estas ridiculeces; si está loco, que lo diga y le llevan a Toledo o Zaragoza y no nos
haga penar a todos ...»Y, en otras ocasiones, su tono quejicoso tenía rasgos en verdad
infantiles: «Tiene calentura continua, y por eso no he hecho fuerza para ir allá a verle [...]
pues no tengo gana que me pegue y morirme yo también...» Pero también era capaz el
enfermo -abandonado ya también todo cuidado por su aspecto físico- de mostrar episodios
de lucidez, como cuando maliciosamente comentaba que las oraciones de alguno o el
redoblar de las campanas del pueblo no se hacían rogando por su salud, sino dando la
bienvenida a su hermanastro Carlos como nuevo Rey.

Durante este año «sin rey», los asuntos públicos fueron llevados con normal eficacia
por los administradores y el hábil Ricardo Wall, controlando por completo la situación,
convencía a un cauto Carlos que observaba todo desde Nápoles con la máxima atención a la
espera de los acontecimientos, de su eficacia y fidelidad, que ofrecía al que se anunciaba
como su nuevo señor. Sobre esta situación, se han conservado unas Décimas al estado
presente de España, que entre otras cosas reprendían:

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A ella, se añadían otras de similar o más incisivo cariz, como ésta:

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El 10 de diciembre de 1758, aquel verdadero cadáver andante hizo testamento,


dejando como heredero de la Corona a su hermanastro Carlos. En La Granja, la anciana
Isabel no cabía en sí de gozo, mientras desde Nápoles, el futuro rey empezaba a tomar -por
el momento, todavía en secreto- las riendas de la situación, exigiendo informes, haciendo
nombramientos y designando a su madre Reina Gobernadora a la espera de su llegada.
Murió finalmente Fernando el 10 de agosto de 1759, hundido en lo que en su momento los
expertos calificaron de locura melancólica y su cuerpo fue depositado junto al de su mujer
en el Convento de las Salesas, a la espera de la construcción de sendos suntuosos sepulcros.

Acababa así el plácido reinado del monarca que había respetado hasta el fin su
divisa básica: «Paz con todos, guerra con nadie» y desaparecía del mundo el que se mereció
otra displicente y exacta descripción: «Amante de la paz y corto de entendederas». De su
mano, España había proseguido su proceso de recuperación. Su Marina volvía a ser una
destacada presencia en los mares del mundo y, si no había recobrado aquel ya
irremisiblemente perdido rango de gran potencia, sí se había asegurado el respeto que estos
Borbones habían venido decididos a recuperar. Una semana después de su muerte, una
exultante Isabel de Farnesio volvía a hacer su entrada en el Palacio del Buen Retiro, de
donde había sido expulsada, oculta bajo las tocas de reciente viuda, trece años antes. Ahora
podía saborear en plenitud el dulce triunfo de sentirse nuevamente Reina.
LUCES Y DEVOCIONES

rimogénito de los reyes Felipe V e Isabel, había nacido Carlos el 20


de enero de 1716 en uno de los enormes e incómodos dormitorios del antiguo Alcázar
madrileño, que permanecía deshabitado y frío durante la mayor parte del año. Desde el
primer momento, cobró conciencia de pertenecer a una familia algo especial.Veía que
existían en Palacio unos hermanos mayores, con los que él apenas tenía trato, salvo en las
ceremonias oficiales; de ellos sabía que eran hijos de una fallecida primera mujer de su
padre. Luego fueron llegando los demás hermanos, con los que sí se reunía alrededor de la
madre, cuando ésta aparecía por sus habitaciones, lo que en realidad no sucedía con mucha
frecuencia. En aquellos primeros años, su compañía más querida era su hermana María
AnaVictoria, Mariannina, dos años menor que él, a la que muy pronto llevaron a París para
casarla con el Delfín de Francia. Esta ausencia habría sido el primer gran disgusto en la
vida de Carletto. Estaba claro que, por ser el mayor, era alguien importante para aquella
madre a la que siempre veía afanosa, ocupada y dando la impresión de estar más allá y muy
por encima de la realidad normal en la que los demás se movían.

Tuvo una infancia tranquila y ordenada por usos rutinarios, en la que comenzó a
desarrollar un marcado interés por las cien cías naturales, sobre todo por la Botánica, que
tanto auge tenía en aquella época ilustrada. Pronto demostró también una destacada maña
en la realización de tareas manuales, como la manipulación de relojes -una costumbre y
hasta un verdadero vicio de la familia- y la fabricación de pequeños objetos. Los naipes, el
juego de billar y, por encima de todo, la caza iban a ser sus distracciones favoritas. De
literatura y música, apenas nada le interesaba. Con todo, cuando el gran sabio Padre Feijoo
le preguntó, amable y lisonjero, con qué sobrenombre le gustaría pasar a la Historia, el
adolescente Carlos no se quiso quedar corto y, ya puesto a elegir, le contestó que nada
menos que con el de Carlos el Sabio. Ahí quedaba eso.

Era de carácter muy apacible y rutinario, perfectamente acoplable a los planes de


estudios que le proponían y que realizaba sin demostrar gran inteligencia, pero sí siempre
con las necesarias constancia y regularidad. Desde que tuvo uso de razón, fue consciente de
lo que sucedía en su más inmediato entorno, siempre pendiente de las crisis mentales del
Rey. Ello le hizo interesarse por la salud de su padre, llegando a hablar con los médicos que
le trataban acerca de las causas y tratamiento de aquellos accesos alternativos de melancolía
y de furia que le aquejaban y que afectaban a toda la existencia de la familia. Su afición a
las cosas científicas venía aquí a unirse a un verdadero interés, que se iría convirtiendo en
neurótica preocupación, por aquellos antecedentes familiares que parecían ser la causa
principal de aquellos devastadores males.

Se enteró así de que, a los factores genéticos como elementos decisores en el mal, se
añadían otros, asimismo de importancia, que eran susceptibles de ser tratados. De esta
forma, tomó conciencia de los nefastos efectos que sobre una mente frágil podían tener una
desordenada y sobreabundante alimentación y una vida excesivamente sedentaria. Sería en
este momento, y viendo lo que veía a su lado, cuando el adolescente habría decidido
contener, en la medida en que le resultase posible, los terribles y amenazadores efectos de
la herencia por medio de compensaciones cotidianas. La regularidad y mesura en la
alimentación y el continuado ejercicio fisico serían para él, hasta el mismo final de su vida,
las mejores armas para luchar contra la permanente amenaza de la enfermedad.

Tras aquellas espléndidas bodas en la frontera portuguesa, se abrió en abril de 1729


el lustro durante el cual la Corte vivió en Andalucía, en busca de la salud y estabilidad del
rey Felipe. Muy poco después de la instalación en el Alcázar sevillano, la hasta entonces
tranquila existencia de Carlos dio un absoluto viraje. Los acuerdos entre las potencias
europeas venían a plasmar algunos de los más profundos deseos de la reina Isabel y
aseguraban ahora para él los derechos sobre los Ducados de Toscana, Parma y Piacenza.
Los viejos Duques habían muerto sin descendencia directa y el joven infante debía marchar
ahora a la Italia de sus antepasados maternos para hacerse cargo del gobierno de unos
súbditos que esperaban con ansia al último de los Farnesio.Apenas había cumplido los
quince años de edad, cuando Carlos se veía así erigido en representante en suelo italiano de
la Historia y la dignidad de las dos grandes dinastías que en él venían a converger. Sólo
unos meses antes, aquel amable Padre Feijoo le había dirigido una deslumbrante y
halagadora dedicatoria: «Hoy es Vuestra Alteza ídolo, mañana será oráculo; hoy Adonis,
mañana Apolo; hoy cuidado de las Gracias, mañana ornamento de las Musas...» Algo que
parecía casar perfectamente con la personalidad y el futuro de aquel Carlos el Sabio.

Partió así de Sevilla el nuevo Duque en octubre de 1731, en un viaje triunfal que
duraría más de dos meses y que lo transportó, junto con su nutrido séquito, a través de
Andalucía, el Reino de Valencia y Cataluña. En todas partes, su cortejo fue objeto de los
más calurosos recibimientos, como si realmente la población de todas aquellas comarcas
tuviese clara conciencia de lo que significaba que un infante de España pasase por ellas
para trasladarse a unos Estados a los que iba a gobernar y de los que dificil era que tuviesen
siquiera noticia de su existencia. Tras atravesar los Pirineos, recorrieron las tierras del Sur
de Francia hasta Antibes, donde le esperaba la lucida escuadra que le trasladó hasta el
puerto toscano de Livorno, ya dentro de sus nuevos dominios.

En febrero de 1732, visitaba la ciudad de Pisa, cuyas espléndidas bellezas


arquitectónicas le impresionaron de forma especial.Allí trabó conocimiento con Bernardo
Tanucci, hombre entonces de treinta y tres años, jurista y profesor universitario. Procedente
de una modesta familia, su capacidad había alcanzado gran renombre y le fue recomendado
al joven Carlos pasa asesorarle en cuestiones jurídicas. Su buen hacer hizo que rápidamente
ascendiera en la estima del soberano, del que no tardó en ser el más íntimo e influyente
consejero y al que dedicaría ya toda su vida, al servicio de su señor en el Reino de las Dos
Sicilias que le esperaba.

Semanas después, entrado marzo, llegaba Carlos a la portentosa Florencia, la


deslumbrante capital del Ducado deToscana, del cual era ahora legítimo soberano. Durante
algunos meses, residió en el fastuoso Palazzo Pitti, que atesoraba una de las mejores
colecciones de pintura existentes en Europa. Aquel muchacho, al que no interesaba en
absoluto nada que tuviera que ver con las bellas artes, vivía en el que había sido uno de los
verdaderos centros motores del Renacimiento.

Y, a pesar de que su carácter se había mostrado desde siempre escasamente


inclinado al disfrute de cualquier tipo de fastos públicos y multitudinarios, no pudo evitar
Carlos quedar absolutamente deslumbrado ante la riqueza, variedad y colorido de las
celebraciones que se organizaron en su honor. Algunas de ellas tuvieron como marco ese
único e incomparable escenario que es la Plaza de la Señoría, emblema fisico de las más
brillantes horas de la historia de la ciudad. El joven sin duda se asombró y quedaría
ciertamente fascinado ante el brillo y esplendor de aquella pequeña Corte, como le
sucedería muy poco después cuando visitó la de Parma, la añorada ciudad natal de su
madre. Frente a las rigurosas formas dominantes en los palacios reales de España, donde,
pese al reformismo implantado por los Borbones, seguían sobreviviendo arraigadas
costumbres del pesado y complejo ceremonial de los Habsburgo, en Italia todo era
diferente. Aquí se disfrutaba verdaderamente de la alegría de vivir, tratando siempre de
hacerlo en los más hermosos y agradables ambientes, en esa permanente búsqueda de la
belleza que con tanta perfección, por medio de sus pinceles y sus cinceles, había sabido
plasmar el genio de los grandes maestros.

Allí, en medio del paisaje de la Toscana, de una sosegada hermosura y una armonía
dificilmente superables, las maneras eran más relajadas, las conversaciones parecían tener
miles de posibles significados ocultos y, por ello mismo, tremendamente seductores. Allí, la
cultura en todas sus formas inundaba la existencia de los poderosos y de los privilegiados.
Las bellas artes y la música lo determinaban todo e incluso parecían capaces de impresionar
de alguna manera a la plana mente del joven Carlos, carente por completo de capacidad de
percepción de todos estos valores. Él, siempre fiel hijo, seguía informando con absoluto
detalle a sus padres de sus impresiones, describiéndoles lo que veía y hablándoles de las
personas a las que conocía. Y, como se esperaba de él, una y otra vez mostraba de la forma
más visible, tanto su amor filial como su absoluta disposición a obedecerles en todo, tanto
en las cuestiones políticas como en las más estrictamente personales.

Cuando el 10 de noviembre de aquel año de 1732 se instalaba en la que había sido


cámara particular de su madre en el suntuoso Palacio Ducal de Parma, sin duda Carletto se
sintió feliz por haber cumplimentado, como buen hijo que era, los deseos que tantas veces
le expresaría Isabel, que siempre tenía presente en la memoria a su tierra natal. En aquella
especie de paraíso deseable para cualquier gobernante vivía Carlos, amado por sus súbditos,
dedicando la mayor parte del día a su pasión por la caza y siempre en permanente contacto
con el Palacio madrileño, desde donde se preocupaban de que no le faltasen puntualmente
sus envíos de vino rancio, aceitunas, jamones y chorizos ibéricos. Por lo visto, la Farnesio
seguía siendo muy dada a estos trasiegos de comida, que nunca interrumpió desde el mismo
momento de su ya lejano matrimonio, cuando comenzó a hacerse traer regularmente hasta
Madrid grandes cantidades de queso y pasta para su consumo personal. Unos envíos de
capricho, que en aquel siglo no debía ser cosa pequeña realizar.

Cuando, a principios de 1733, estalló la Guerra de Sucesión de Polonia, España


encontró una buena oportunidad de hacerse con el dominio del siempre deseado Sur de
Italia, que tan viejos lazos había tenido con los reinos hispánicos. Felipe envió un fuerte
contingente de infantería y caballería, del que nombró jefe supremo a Carlos. Bajo el
mando efectivo de experimentados militares, una serie de fáciles victorias permitió la
entrada en Nápoles y, posteriormente, la ocupación de Sicilia. Los habitantes de aquellos
territorios, el Reino de las Dos Sicilias, recibieron con júbilo la nueva situación. Después de
largos siglos de dominación extranjera, iban a tener ahora un rey y una dinastía propios,
residentes allí con su propia Corte y, se suponía, interesados en las cuestiones y problemas
propios. No podía Carlos soñar con mejores augurios. Siempre riguroso con las formas, no
tomó posesión de aquellos territorios en su nombre, sino en el de su padre, el Rey de
España.Y, como estaba previsto, éste inmediatamente se los cedió. El día 3 de julio de 1735
era coronado como Carlos VII, rey de Nápoles y Sicilia, en la Catedral de Palermo. Había
recibido la investidura papal e incluso la sangre de san Jenaro, que tanto había
impresionado a su padre en los lejanos tiempos de «El Animoso», había tenido a bien
licuarse una vez más, en anuncio de buenos presagios futuros. Ante todos estos
acontecimientos, Carlos escribía a su madre:

Espero de la infinita misericordia de Dios [...] que me dará fuerzas para sostener un
peso tan grande y las luces para hacer lo que sea de su servicio y para el bien y el cuidado
de todos los pueblos.

Pero el último acto de Carlos como Duque de Parma había dejado muy mal sabor de
boca en sus súbditos. En su marcha hacia el Sur, se había llevado lo que se calificó de «las
cosas más preciosas de la casa Farnesio», atesoradas en el Palacio Ducal. El pretexto del
traslado era el de protegerles de los avatares bélicos que, por otra parte, en ningún caso iban
a producirse allí, sino a mucha distancia. Ante el escándalo de los parmesanos, que vieron
en ello un inaceptable expolio y saqueo de su patrimonio, Carlos había trasladado a Génova
el archivo, la biblioteca, la colección de pinturas y las joyas de la dinastía. Efectivamente,
no sentía el menor interés por las manifestaciones artísticas y todos aquellos objetos
preciosos no despertaban en él la pulsión del coleccionista o del mero disfrutador de lo
bello, pero conocía perfectamente su valor material y no estaba dispuesto a dejar atrás tan
fácil botín. Los Ducados familiares volvían a perderse para los Farnesio pero, diez años
más tarde, Felipe, Pippo, el hermano menor de Carlos, pasaría a convertirse en su señor.

Veinticinco años iba a durar el reinado de Carlos en las Dos Sicilias. En vida de su
padre, Carlos actuó siempre bajo las directas órdenes de Madrid, que tenía en Nápoles uno
de los elementos clave de su activa política exterior. Como contrapeso y complemento a
este condicionante familiar y lejano, el nuevo rey tendría siempre a su lado a su fiel
Tanucci, que no era solamente su mano derecha, sino el verdadero gobernante de hecho del
Rei no. Durante años, Carlos no hizo así prácticamente nada sin la recomendación, la
indicación y el consejo de sus padres y de Tanucci; algo que en el caso de los padres podía
llegar a ser una bien aceptada imposición, como se demostró en el caso de su matrimonio.
De su aspecto y actividad a aquellas primeras alturas de su reinado, escribía un testigo:

[...] Tiene el rostro largo y estrecho, la nariz muy prominente, la fisonomía triste y
tímida, complexión modesta y no desprovista de defectos. Trabaja poco, no habla
absolutamente nada y sólo se apasiona con la caza...

Un rey en el disfrute de su trono precisaba de una reina a su lado para asegurar la


permanencia de una dinastía que tan buena recepción había tenido.Ya con veintiún años,
Carlos insistía una y otra vez a sus padres solicitándoles la designación de una esposa para
él. Da la impresión de que a sus sentimientos de buen hijo se unía una manifiesta
comodidad o propensión a que otros decidieran por él, incluso en algo que se supone
debería serle de tanta importancia como su propia vida privada. En esto se parecía mucho a
su hermanastro Fernando VI, que tampoco se había tomado la menor molestia a la hora de
elegir esposa, dejando que otros lo hicieran por él.

En sus cartas manifestaba Carlos este reiterado y cada vez más apremiante interés
en «solucionar la cuestión»: «Fío ciegamente en la elección deVuestras Majestades y espero
que decidan pronto, pues el tiempo pasa...» Pero siempre dejaba en manos ajenas el peso
tanto de la elección como de todas las tediosas negociaciones previas a la boda. Aquí
también volvía a aparecer un rasgo típico y bien conocido de la familia. Esta urgencia del
apremio nacería así de la necesidad de iniciar una práctica sexual a la que, como les había
sucedido a su padre y a su hermanastro, solamente consideraba posible entrar por la vía de
la legalidad que era el matrimonio. En carta a Madrid, apuntaba a sus padres: «Aunque por
el retrato que les adjunto verán que no estoy gordo, no soy un melindre y creo poder
disponer de fuerza para casarme y tener hijos.»

Pasaron así a ser consideradas varias candidatas: la austríaca, la francesa, la


prusiana y la inglesa, hasta que finalmente se dio con la que parecía ser la idónea. María
Amalia de Sajonia procedía de una católica familia de mujeres fecundas y, desde un punto
de vista político, lo que importaba no menos, era hija del Rey de Polonia y sobrina del
Emperador de Austria, con lo que reunía todas las ventajas. Su corta edad, trece años, no
fue impedimento para acordar la boda. La ceremonia se celebró por poderes el 9 de mayo
de 1738, en la Catedral de Dresde, la maravillosa ciudad barroca, cuna de la dinastía de
Sajonia.A continuación, tras los habituales fastos y celebraciones, la recién casada y su
comitiva abandonaron su país para trasladarse hacia el Sur.

Dada la manifestada tendencia de Carlos a comunicar por carta a sus padres


absolutamente todo lo que le ocurría, lo que veía o lo que simplemente le pasaba por la
cabeza, también en el tan íntimo caso de su propia noche de bodas les envió repetidas
informaciones de sus experiencias, en cartas que ofrecen un material sin duda jugoso y que
el genealogista Luis Español ha estudiado con rigor. Dado el permanente interés mostrado
por cronistas, testigos e historiadores acerca de la cuestión de las consumaciones o no de
los matrimonios de la realeza, en el caso del de Carlos y Amalia, el contenido de estas
cartas no deja el menor resquicio para el misterio o la duda. Muestra más que evidente del
prosaico carácter del flamante novio, resultan incluso chocantes como informaciones dadas
por un hijo a sus padres, pero para él no serían más que los debidos informes prometidos a
«sus superiores» sobre la forma en que se estaban llevando a cabo los adecuados pasos del
«negocio» que se había acordado. Nada más.

El 19 de junio llegó él a buscarla hasta la frontera del Reino. Sobre lo que sucedió a
continuación, unos días después, contestaba Carlos a una carta de sus padres, por lo visto
llena de recomendaciones:

[...]Vuestras Majestades suponían que cuando recibiera esta carta ya estaría alegre
mi corazón y habría consumado el matrimonio [...] que a veces las jovencitas no son tan
fáciles y que yo tendría que ahorrar mis fuerzas con estos calores, que no lo hiciera tanto
como me apeteciera porque podría arruinar mi salud y me contentara con una vez o dos
entre la noche y el día, que si no acabaría derrengado y no valdría para nada, ni para mí ni
para ella, que más vale servir las señoras poco y de continuo que hacer mucho una vez y
dejarlas por un tiempo...

Y, con una absoluta franqueza, continuaba: «Para obedecer a las órdenes contaré
aquí cómo transcurrió todo.»Y entraba entonces de lleno en materia:

Entre el tiempo que necesitó para desnudarse y despeinarse llegó la hora de la cena
y no pude hacer nada, a pesar de que tenía muchas ganas. Nos acostamos a las nueve y
temblábamos los dos pero empezamos a besarnos y enseguida estuve listo y empecé y al
cabo de un cuarto de hora la rompí, y en esta ocasión no pudimos derramar ninguno de los
dos; más tarde, a las tres de la mañana, volví a empezar y derramamos los dos al mismo
tiempo y desde entonces hemos seguido así, dos veces por noche, excepto aquella noche en
que debíamos venir aquí, que como tuvimos que levantarnos a las cuatro de la mañana sólo
pude hacerlo una vez y aseguro que hubiera podido y podría hacerlo muchas más veces
pero me aguanto por las razones que me dieron y diré también que siempre derramamos al
mismo tiempo porque el uno espera al otro...

Para rematar, añadía, ya en otro orden de cosas: «Diré también que es la chica más
guapa del mundo, que tiene el espíritu de un ángel y que soy el hombre más feliz del
mundo.» La boda fue así un «negocio» que sin duda funcionó bien desde el principio, muy
posiblemente debido a la clara conciencia que ambos protagonistas tenían de lo que se
esperaba de sus respectivas actuaciones. Él hacía subir directamente a un trono a una
princesa que quizá no hubiera tenido nunca mejores expectativas; ella, por su parte, venía a
Nápoles a asegurar una descendencia que estabilizaría a la nueva dinastía. Luego, parece
que nacieron unos sentimientos de cariño y confianza que afianzaron la relación. La
privilegiada posición de que disfrutaban, la tranquilidad dominante en el reino,junto al
favor de sus súbditos y la belleza del entorno en que vivían hicieron el resto, junto con la
aportación emocional de los sucesivos hijos que iban viniendo.

Era evidente que el preceptivo intercambio de retratos que se había hecho no había
sido más que un trámite que no iba a decidir nada en la operación. Físicamente, Carlos
presentaba unas características nada agraciadas; de pequeña estatura, una prominente nariz
y un vientre cada vez más destacado eran sus rasgos más visibles. «¡Es todo nariz!», había
exclamado asombrado alguien que le conoció. Pero un tranquilo carácter, unas formas
afables y discretas y un comportamiento siempre dado a la sencillez eran las aportaciones
positivas que daba como persona. Por su parte, la jovencísima reina tenía la convencional
educación que se le suponía dado su nacimiento -buenas maneras, baile, danza, música y
algunos deportes propios del momento- pero su fisico se prestaba realmente a todo tipo de
fácil crítica. Alta, robusta y nada agraciada en general, tenía el grave problema de una voz
chillona y desafinada y, algo de mucha mayor envergadura, un carácter destemplado e
irritable que iba a conservar y a empeorar durante toda su vida. Lo que algún cortesano
calificó de «genio extremadamente vivo», llegaría a manifestarse en ocasiones en
reacciones abiertamente coléricas.
Si hubo quien llegó a hablar de la «nariz nudosa», la «voz de urraca» e incluso de la
«fisonomía de cangrejo» de María Amalia, también -junto a testimonios tan amables como
dificiles de creerllama la atención la opinión del inglés Gray, que habló de los Reyes
napolitanos como de «una de las más feas parejas del mundo». Entre otras cosas que les
unían, destacaban una profunda fe religiosa y el gusto por el tabaco, del que eran notables
consumidores. Ella aportaba además unos ciertos intereses artísticos y tendencia al disfrute
de la música y las fiestas que trató de transmitir, con muy desigual fortuna, a su insulso
marido. Fueron capaces de cumplir así a la perfección su papel tanto de asentadores de la
dinastía como de padres cristianos y tuvieron un total de trece hijos, de los que cinco
murieron, lo que entraba dentro de lo habitual en la época.

Al contrario de lo que hacía su atormentado y débil padre, Carlos siempre mantuvo


a raya a su esposa en el peliagudo terreno de la gobernación y la política. Si bien es verdad
que tuvo en consideración sus consejos y a menudo le consultaba cuestiones y aún la
admitía en algunas reuniones con sus ministros, nunca llegó ella a suplantarle en la toma de
decisiones.Algo sin duda beneficioso, dado el carácter retrógrado y con ramalazos ascéticos
de aquella buena esposa y excelente madre, pero insoportable mujer que fue Amalia. De
forma muy expresiva, sobre esto apuntaba el Conde de Fernán Núñez, devoto biógrafo del
Rey, que éste a su esposa le daba «todo el amor que se merece, queriéndole dar gusto en
todo, pero haciendo ver que la casa huele a hombre».

Nunca existieron pruebas de cualquier episodio de infidelidad matrimonial del


estricto Carlos, a pesar de que los continuos embarazos y partos de su mujer pudieran
haberle impulsado, caso de haberle apetecido o necesitado, a hacer alguna eventual y
aliviadora escapada. Su forma de ser, fiel a una sola mujer, al igual también en esto que su
padre y su hermanastro, se veía reforzada por su naturaleza metódica y cómoda y quizá
también por una cierta frialdad en cuestiones eróticas. Todo ello le llevaba a hacer aquella
tranquila vida hogareña, libre de sobresaltos y de tensiones, evitando siempre cualquier
roce con una mujer con la que sin duda debía resultar muy desagradable discutir.
Efectivamente, la sajona no parecía sensible a esta tranquila situación y, por el contrario, su
carácter fue deteriorándose con el paso de los años, alcanzando cada vez más frecuentes
formas de abierto histerismo que no se preocupaba por reprimir y que su marido
contemplaba con un comprensivo distanciamiento.

Los cinco primeros hijos del matrimonio fueron, para desesperación de sus padres,
niñas, y la Ley Sálica vigente apartaba a las mujeres del trono. Aquella insoportable
abundancia de hembras tenía ya irritados tanto al propio padre como a todos sus súbditos,
que rápidamente la interpretaron con un castigo divino provocado por el permiso que el
Rey había dado al regreso de los expulsados judíos. Un capuchino de gran predicamento
popular llegó a anunciar dramáticamente que los Reyes no tendrían descendencia masculina
hasta que la odiada comunidad hebrea no fuese nuevamente arrojada del Reino.

El primer niño, Felipe Pascual, nacido en 1747, abrió unas esperanzas


inmediatamente desaparecidas al comprobarse que sus repetidos ataques epilépticos eran el
umbral hacia una absoluta imbecilidad. Un año más tarde, le seguía Carlos Antonio, que
sucedería a su padre en el trono de España como Carlos IV y protagonizaría uno de los más
nefastos reinados de nuestra Historia. En 1751 vino al mundo Fernando, que sería el que, a
la marcha de su padre a España, quedaría como Rey de las Dos Sicilias. El cuarto de los
hijos varones, Gabriel, nació un año después. Hombre culto y capaz, fue éste siempre el
indudable favorito de su padre, quien nunca ocultó que le hubiera gustado tenerle como
heredero.

Durante este cuarto de siglo de reinado italiano, Carlos llevó a cabo un plan de
reformas inspirado en los principios de la Ilustración, plenamente dominante por entonces
en la mayor parte de los reinos de Europa. Personificó a la perfección, como lo haría
después en España, las ideas de la necesaria transformación de estructuras, como la
administración del Estado y la Hacienda pública. También dirigió, sabiéndose siempre
rodear de competentes ministros, las nuevas fórmulas de relación con la todopoderosa
Iglesia católica, la represión del extendido bandidaje y las tareas de impulso a la cultura
que, aunque no era materia de su personal interés, siempre debía ser cuidada dentro de
semejante plan de renovación total.

En este apartado, destacó su especial interés por el fomento de la arquitectura. Para


un monarca ilustrado, la presencia de majestuosos palacios, bellos reales sitios y toda clase
de suntuosas construcciones constituía un soporte material de su prestigio personal y
dinástico. Ello le lanzó a lo que acabó siendo considerado como el mal de piedra del Rey y
que dejó tanto en Italia como en España construcciones de gran entidad y magnificencia,
que aún hoy impresionan. De aquel verdadero afán constructivo, que llegó incluso hasta la
obsesión, hablan todavía hoy los palacios de Portici, en un bellísimo paraje a los pies
delVesubio; el enorme complejo palaciego de Caserta -uno de los mayores de Europay los
Reales Sitios de Capodimonte. En éstos, a inspiración de las de Dresde, estableció una
fábrica de porcelanas que se harían famosas y que más adelante se traería con él, para
instalarlas en el madrileño Buen Retiro.

Cuestión artísticamente importante fue su personal interés en fomentar las


excavaciones de las ruinas de Pompeya y Herculano, las dos opulentas ciudades romanas
que habían sido sepultadas por la lava delVesubio. Aquellas labores iban entregando
fastuosas pruebas de un mundo desaparecido, que Carlos podía ver como una forma de
manifestación de aquella Naturaleza que de joven había adorado. Pero sobre todo,
considerando el valor mate rial que sin duda tendrían, impulsó los trabajos y comenzó a
guardar las piezas que iban apareciendo. Hizo que se ordenasen sistemáticamente y sentó
con ello las bases del estilo que estaba a punto de sustituir al Barroco: el Neoclasicismo.
Dato fundamental a tener en cuenta era el férreo secreto que Carlos impuso sobre estos
descubrimientos. Pero se produjo algo muchísimo más grave.Aparte de impedir su difusión
y estudio, unos estrictos y necios principios morales le impulsaron a expurgar lo mucho que
en ellos había de bellísima recreación de escenas eróticas. Ello haría que las maravillas que
se han conservado hasta hoy fuesen salvadas así, de puro milagro, de aquella furibunda
ansia purificadora de tan inapelable censor.

Ya se ha visto que el papel de Carlos a lo largo del año en que duró la enfermedad
de FernandoVI fue extremadamente discreto ya que, ante todo, estaba preocupado por
evitar cualquier sospecha de que se hallase a la espera de lanzarse sobre el apetecido trono
español nada más desaparecido su hermanastro. Algo que, sin embargo, era absolutamente
cierto. De hecho, le resultó tarea fácil instrumentar toda aquella prometedora situación, ya
que contaba aquí con los más decididos valedores. En primer lugar, su madre y su hermano
Luis, que así hacía méritos de cara a la nueva situación que se anunciaba. Luego, los
mismos ministros de Fernando, que ya le consultaban secretamente a Carlos cuestiones de
gobierno y le presentaban todo tipo de planes, preparándose para asegurarse ellos mismos
una buena posición en el favor del futuro Rey.

En agosto de 1759, la muerte de Fernando y el paso de Carlos al trono español


provocaron en Italia movimientos políticos de peso. Según los tratados internacionales,
debía ser su hermano Felipe, Pippo, el alegre y culto Duque de Parma, quien le sucediese
como Rey de las Dos Sicilias. Pero la confusa situación general provocada por la Guerra de
los Siete Años permitió al astuto Carlos manipular la situación a favor de su tercer hijo.
Pippo se quedó feliz en sus palacios, bibliotecas, teatros y jardines parmesanos, después de
prometer en matrimonio a su hija Isabel con el futuro emperador José II de Austria. En
Nápoles, tras legalizar la incapacitación de su hijo mayor Felipe Pascual, dejó Carlos el
trono al infante Fernando. El nuevo Rey tenía sólo ocho años, por lo que un Consejo de
Estado presidido por el fiel e insustituible Tanucci se hizo cargo de la gobernación del
Reino, que parece que en general lamentó sinceramente la marcha de aquel que había
sabido actuar como un buen rey. La familia también aprovechaba para dejar en Nápoles a
aquel primogénito convertido en un vegetal, cuya presencia en la nueva vida que les
esperaba en Madrid sólo podía ser motivo de desagrado o molestia.

Así, a principios de noviembre de 1759, Carlos III y su familia se trasladaron a su


nuevo Reino. Se dijo que, cuando el navío que trasladaba a la familia soltó amarras del
puerto de Nápoles, Carlos se sacó del dedo una sortija que siempre llevaba y que procedía
de las excavaciones de Pompeya. En teatral gesto, la arrojó al mar. Querría con ello
demostrar que, al contrario de todo lo que se había dicho con ocasión de aquel viejo saqueo
que había realizado en Parma, ahora no se llevaba consigo ningún objeto de valor del Reino
que abandonaba. Una bonita anécdota cuya veracidad nunca se probaría, pero que venía a
añadir algo a la siempre amable imagen de este Rey, que hasta hoy se mantiene.

Por voluntad expresa suya, desembarcaron en Barcelona, como simbólico gesto de


reconciliación entre la dinastía Borbón y la Cataluña que se le había opuesto y había sido
derrotada en la Guerra de Sucesión. El día 9 de diciembre, entraban en Madrid bajo una
intensa lluvia. Como era lógico, lo primero que Carlos hizo fue visitar a su madre, ya feliz
instalada de nuevo en el Buen Retiro. Hacía veintiocho años que no se veían, desde aquella
ilusionada marcha a Italia, como señor de unos modestos ducados que pronto se vieron
sustituidos por un Reino de verdad. De regreso de su forzado retiro en La Granja, Isabel
tenía ya la muy avanzada edad de setenta y seis años, apenas conservaba la visión y debía
moverse en silla de ruedas, pero conservaba todavía mucho de su tesón y energía. Además,
y era esto quizá lo que más la animaba, tenía conciencia de haber alcanzado muchas de las
metas que sus proyectos y ambiciones se habían planteado tantos años atrás.

Sin haberse vuelto a ver desde entonces, madre e hijo habían mantenido a través de
todas las vicisitudes pasadas aquella estrechísima relación, plasmada en incesantes
comunicaciones, envíos y cartas. Para el momento del reencuentro, todos esperaban la
manifestación de aquel gran cariño y dependencia afectiva, pero se quedaron frustrados. Un
respetuoso besamanos rodilla en tierra por parte de Carlos y un gesto de aceptación de su
madre fue lo que se produjo entre ellos, demostrando una frialdad y un voluntario sentido
de protocolo que nadie hubiese imaginado. Es muy posible que, de esta forma, Carlos
quisiese demostrar a Isabel que él no era como su padre y que, afectos aparte, era un
monarca con voluntad propia y nada dispuesto a ser dirigido por aquella maestra de la
manipulación, por muy madre suya que fuese.

No tardaron además en hacerse visibles las fricciones que cabía esperar entre las dos
Reinas. Desde la distancia, la anciana había podido todavía esperar tener algún papel en las
decisiones públicas, pero ahora comprobaba que era su mismo y queridísimo hijo el que le
ponía el freno. No por ello, sin embargo, Isabel iba a dejar de manifestar en alguna ocasión
su modo de pensar, que pronto harían saltar la tan fácil irritabilidad de la nuera, en nada
dispuesta a ceder parcela alguna en la voluntad de su marido a aquella a la que ya
solamente veía como una desagradable sombra del pasado. Sobre esta dificil relación,
hablaba muy claramente Amalia en carta a sus parientes: «Tengo que decir alguna pala brita
sobre la buena anciana. En Italia me había formado una buena opinión de ella, pero su trato
me ha hecho modificarlo...»

Era evidente que Carlos se daba perfecta cuenta de esta tensa situación, pero su
flemático carácter, así como su interés en evitar todo tipo de conflictos, le decidieron a
hacer la vista gorda y nunca se dio por enterado de la sorda lucha que las dos mujeres
mantenían a sus espaldas, pero que evitaban que aflorase en su presencia. Lo cierto es que
la orgullosa e inteligente Isabel, consciente de la voluntad de su hijo de mantenerla apartada
de las decisiones y soportando día a día el nada disimulado despego de su nuera, prefirió
retomar el camino del apartamiento. Anunció así, entre victimista y socarrona, que se
marchaba a sus dominios de La Granja, «para orar ante los restos de mi muy amado esposo,
con el que quiera Dios reunirme muy pronto...». Terminado el primer asalto, había quedado
muy clara la abismal diferencia existente entre las dos rivales. Mientras la anciana se
preparaba para entrar por la puerta grande en la Historia, la joven vivía mezquinamente la
última etapa de su vida, amargada por su carácter y decidida a ver y, por supuesto, a sufrir
únicamente los aspectos negativos de su nueva situación.

El pueblo había recibido a sus nuevos monarcas con un tranquilo júbilo, confiando
ante todo en que Carlos prosiguiese la política de Fernando y se preocupase tanto por el
bienestar y el progreso de sus súbditos como del mantenimiento de la paz en el exterior.
Alejados todos los intereses de glorias, solamente se esperaba de él que su reinado fuese tan
tranquilo y productivo como lo había sido el anterior. El nuevo Rey era plenamente
consciente de estos generalizados deseos y nada en su naturaleza le empujaba a las
aventuras bélicas o a los expansionismos exteriores. Estaba decidido a preservar sus
Estados pero, por encima de todo, lo que más le importaba era la conservación de su
dinastía. En este sentido, se sentía simplemente como el depositario de una antigua
legitimidad que se había comprometido a conservar: «Dios sabe que no he deseado nada de
nadie, pero que quiero guardar lo que, por Su infinita bondad, me ha dado y que nadie me
lo inquiete ni me lo quite.»

A pesar de todos aquellos buenos augurios y de no haber cometido todavía acción


alguna que se viese perjudicial para el país, en los mentideros y la sorna popular de los
madrileños, sus descomunales nariz y panza servían como motivo de desvergonzada burla.
También y curiosamente, se aludía a las actividades sexuales de alguien como él, que tan
apartado estaría siempre de cualquier asunto de esta índole que se saliese de su discreto
entorno. El hecho es que, sea por el motivo que fuere, se canturreaban cosas como ésta, tan
poco respetuosas para la todavía casi sagrada Real Majestad de un monarca del Antiguo
Régimen:

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Algo mucho más próximo preocupaba al nuevo Rey. Su heredero Carlos no había
nacido en España y el padre tenía el temor de que, en algún momento, aquel hermano Luis
Antonio, sí nacido aquí, presentase unos mejores derechos que él a la Corona, en base a las
leyes vigentes. Ello había llevado a Carlos, por una parte, a ordenar la ceremonia de la jura
del Príncipe de Asturias apenas llegada la familia a Madrid. Por otra, impediría durante
largos años cualquier posible matrimonio de Luis con dama de la realeza. Solamente le
permitió casarse después de haber promulgado, en 1776, una real pragmática que
marginaba duramente a los hijos de los matrimonios desiguales. La elegida para
matrimoniar con el antiguo Cardenal-Infante era María Teresa deVallabriga, de una
mediana nobleza aragonesa que se preciaba de des cender de los viejos Reyes de Navarra.
El matrimonio y los tres hijos que tuvo vivieron en una especie de destierro, en la localidad
abulense de Arenas de San Pedro.

Allí formó el infante una espléndida biblioteca y un bien equipado estudio de


ciencias naturales, además de un apreciable gabinete numismático. La música reinaba en
aquella especie de pequeña corte en miniatura, frecuentada por Boccherini y Mengs y que
Goya, gran amigo del cabeza de familia, reflejó en un magnífico lienzo. Nunca la familia
sería autorizada a visitar al Rey y los hijos fueron obligados a utilizar el apellido de la
madre, al serles expresamente prohibido el uso del Borbón que por nacimiento les
pertenecía. Así de expeditivo sabía ser el «buen» Carlos III cuando veía alguna amenaza
cernerse sobre la línea sucesoria al trono, que él personificaba y que quería transmitir por
línea directa a su hijo. Luis nunca perdonaría a su hermano aquel impuesto apartamiento,
que consideraba injusto después de los señalados favores que le había hecho durante la
enfermedad de Fernando VI.
UNA INTRANSIGENTE
SOLEDAD

ero, volviendo a los primeros tiempos de la nueva Familia Real en


España, «la Sajona» impuso con su actitud un clima nada agradable en Palacio.
Extremadamente irritable, malhumorada, permanentemente enferma y ya desdentada, se
pasó aquellos postreros meses de su vida escribiendo largas cartas. Entre reniegos de su
nueva patria y de sus habitantes, los describía como «insociables, hostiles, ceñudos,
agresivos, huraños y recelosos de todo lo que pueda llegarles de fuera». Todo le parecía
mal, desde quienes le rodeaban hasta el paisaje y el clima de Madrid, a los que
continuamente comparaba con los napolitanos que había perdido.A su mala salud sin duda
contribuía el abuso del tabaco, del que había llegado a hacer un exagerado consumo, sin
duda potenciado por la tensión en la que vivía. A su irritante incomunicación se unía su
expresa voluntad de no aprender la menor palabra de español, lo que la hundía todavía más
en aquel reconcomio en el que sin duda debía encontrar algún tipo de disfrute.

Pero ni un año siquiera viviría María Amalia en aquella Corte que tanto había
detestado desde el primer momento. Los negativos efectos de la imparable sucesión de
embarazos que había sido su matrimonio se unían a las consecuencias de una antigua caída
de caballo para debilitar un precario estado de salud, que cayó fácilmente empujado por
problemas pulmonares, derivados de su adicción al tabaco -del más fuerte, «por ser éste el
de su real agrado»- que se hacía enviar desde Cuba. El 27 de noviembre de 1760, moría a
los treinta y siete años de edad, ante la general indiferencia de sus súbditos que, desde el
más alto cortesano hasta el más humilde pordiosero, sabían de la inquina y desprecio que
por ellos había sentido, sin recatarse en absoluto en manifestarlos. Es fácil imaginar lo poco
que realmente sentiría la Farnesio aquella muerte, que ahora la volvía a situar otra vez
como única mujer al lado de su hijo.

El viudo escribía que su corazón «se halla penetrado del más extremo dolor y en la
mayor aflicción por la pérdida [...], de lo que más amaba en este mundo...». Pero, por lo
visto, muy pronto superó el golpe, contando con la fundamental ayuda que le aportaban
tanto su profunda fe como su ciega creencia en los designios de la Providencia. Sin duda
alguna, en el fondo debió suponer para él un verdadero descanso dejar de oír continuas
quejas, calmar estallidos de cólera y aplacar las habituales rencillas que el odioso carácter
de Amalia estaba dispuesto a suscitar con cualquiera. Ante el lecho mortuorio, el viudo
había comentado, con una lejanía y displicencia que no dejaban de ser ciertamente
sorprendentes y que seguramente encubrían aquel sentimiento de alivio: «Este es el primer
disgusto serio que me ha dado en los veintidós años de nuestro matrimonio.»

El día 1 diciembre de 1764, la Familia Real pasó a instalarse en el nuevo Palacio


Real. Las obras del majestuoso edificio se hallaban casi terminadas cuando habían llegado
de Nápoles, pero el mal de piedra del rey había empezado a manifestarse también en su
nueva capital y una de sus primeras decisiones había sido ordenar la destrucción de la gran
escalera principal y su sustitución por otra diseñada más a su gusto. Ahora, allí, en sus
amplias e innumerables salas, con sus techos ricamente decorados y lle nas de exquisitos
muebles, relojes y objetos de toda clase, Carlos podía sentirse plenamente como un
monarca de su tiempo. El que muy pronto pasó a ser denominado Palacio de Oriente era en
verdad un edificio cuya visión producía la adecuada sensación de majestad y complaciente
dominio que el monarca absoluto pretendía trasmitir. Al otro lado de la población, el del
Buen Retiro, que tantas páginas de la Historia había visto discurrir entre sus muros, pasaba
ahora a desempeñar un segundo plano testimonial en la existencia cotidiana de los
sucesivos protagonistas de la Monarquía hispánica.

En la línea de actuación de los reinados de su padre y su hermanastro, los programas


de reformas que el Rey y sus ministros aplicaban, con mayor o menor fortuna y
oportunidad, trataban de afectar a todos los aspectos de la vida del país que estaban
precisados de renovación y que, en realidad, eran prácticamente todos. La administración
del Estado y las de los municipios, el Ejército y la Hacienda pública, la cuestión agraria y
los abastecimientos, la ordenación urbana de las ciudades y los privilegiados estatus de que
gozaban la Iglesia y la nobleza... Todos eran espacios en los que estos ilustrados
reformadores imponían sus ideas de racionalidad y pragmatismo. Algo que, naturalmente y
como era de esperar, provocó fuertes resistencias entre los que se consideraban
perjudicados por tales medidas.

Estas resistencias se habían manifestado ya durante los dos reinados anteriores, pero
fue en éste donde encontraron ocasión de estallar de forma abierta. Lo hicieron en la
primavera de 1766, con los hechos que pasaron a la Historia con el nombre de Motín de
Esquilache, uno de los hombres de Carlos III en su política de reforma. Era Leopoldo di
Gregorio, futuro marqués de Squilace, de humilde familia siciliana, hombre de gran
inteligencia y capacidad. Responsable de las finanzas del Reino de las Dos Sicilias, Carlos
III se lo trajo con él a España, donde le hizo ministro de Hacienda. Su enorme poder y
opulentísimo tren de vida le granjearon de inmediato grandes y poderosos enemigos, que le
presentaban ante la población como causante principal y responsable de los muchos males
que ésta padecía. Él representaba a todos aquellos odiados extranjeros que Carlos se había
traído y que se enriquecían a ojos vistas gracias a su privilegiada posición, y a los que se
acusaba de dictar todas las actuaciones del monarca.

Sobre Esquilache -nombre que era versión castiza de su título nobiliario- en


particular corría toda clase de comentarios y coplillas, más o menos duras, de las que ésta
puede servir de buena muestra:

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En los últimos años, prolongadas sequías habían disparado los precios de los
productos de primera necesidad y la indignación crecía imparable entre las menos
favorecidas masas populares, que se veían abiertamente enfrentadas al hambre. Este
malestar encontró en el decreto promulgado el día 10 de marzo el motivo inmediato para el
abierto estallido.
Aquella orden del detestado ministro prohibía el uso del atuendo tradicional de
sombrero redondo y capa larga y su sustitución por la capa corta y el sombrero de tres
picos. Tan revolucionaria medida tenía motivos en cuestiones de orden público; con el
nuevo atuendo acabaría el anonimato de que se beneficiaban los delin cuentes que,
embozados en sus amplias capas y ocultos bajo sus grandes sombreros, actuaban con
absoluta impunidad y, sin ser reconocidos, abandonaban después con toda tranquilidad el
lugar de sus fechorías. Tras la promulgación del decreto, los alguaciles obligaban en plena
calle a la gente a entregar sus capas y sombreros para que allí mismo fuesen cortados de
forma inmediata. Aquello fue considerado una insolencia que ni siquiera al mismo Rey
podía permitírsele y se sucedieron los actos de violencia.

Los enemigos del reformismo encontraron así la ocasión propicia para sublevar al
pueblo, amenazado de miseria y harto de ver cómo supuestamente se enriquecían aquellos
que se movían en la Corte. El motín se inició el Domingo de Ramos, 23 de marzo, por un
enfrentamiento callejero producido en la madrileña plaza de Antón Martín y, atizado por
activos elementos estratégicamente dispuestos, se propagó inmediatamente por toda la
capital. Los agitadores empujaban a la masa a lanzarse a actos de violencia, que tuvieron su
punto álgido en el asalto de la residencia del que era acusado de todos los males. La Casa
de las Siete Chimeneas, vivienda de Esquilache, fue saqueada y sus moradores se salvaron
por el hecho de no hallarse en su interior.También fueron destrozadas a pedradas las farolas
diseñadas por Sabatini, en las que el furor popular veía una muestra más de la influencia de
aquellos envidiados y detestados extranjeros.

Los gritos de muerte al ministro se unían a los vivas al Rey, en la creciente masa
que iba confluyendo en la gran explanada que se abría ante el Palacio Real, el espacio que
hoy ocupa la Plaza de Oriente. Allí los manifestantes se encontraron con el escudo protector
de la Guardia Valona. Era ésta una fuerza armada de origen extranjero que el año anterior
había tenido una abierta responsabilidad en la muerte de varias personas, durante unos
incidentes producidos durante la celebración de las bodas de los Príncipes de
Asturias.Ahora, estos odiados soldados se inter ponían entre el Rey y su alborotado pueblo,
que únicamente quería mostrarse ante él para presentarle sus quejas y peticiones, pero en
ningún caso rebelarse contra su suprema autoridad.

Hombre pacífico que ahora demostraba una tremenda cobardía, Carlos quedó
horrorizado por el peligro físico que parecía amenazarle en aquel inesperado torbellino de
violencia desatada. Así, más para preservar su propia integridad que por repugnancia a
derramar sangre de sus súbditos, accedió a recibir a una representación de los amotinados.
Fue un popular predicador de la época, el padre Cuenca, el elegido para tal misión y
penetró en Palacio desplegando un gran efectismo cargado de truculencia. Con los cabellos
llenos de ceniza, un gran crucifijo en la mano y una soga al cuello, todo ello en evidente
señal de penitencia, imploró el perdón del Rey y le presentó un pliego de reclamaciones.
Demandaban los revoltosos, entre otras cosas, el destierro del odiado Esquilache, la
desaparición de la aborrecida Guardia Valona y la baja de precio de los alimentos básicos.
Abajo, en la calle, sin fiarse del cumplimiento de cualquier promesa, la masa vociferante
exigía ver físicamente al Rey. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, un
aterrorizado Carlos se vio entonces obligado a salir al balcón central de Palacio para dar
muestra de su aceptación. Los ánimos se calmaron y la tranquilidad fue retornando a la
Villa.

El motín terminó con un saldo total de una cuarentena de muertos, entre soldados y
gente del pueblo. Carlos III consideró fríamente lo sucedido y vio los hechos como un
gravísimo atentado a su majestad y poder. Pasados los momentos de terror, se consideró
absolutamente humillado e insultado, ofendido por unos súbditos rebeldes que se negaban a
aceptarle como monarca y como padre. Todos los planteamientos que sobre sí mismo tenía
como rey absoluto se habían tambaleado y ya nada podría volver a ser como hasta entonces.
A partir de ahora ya no podría fiarse de aquel al que le había gustado mirar como su «buen
pueblo». Profundamente afectado por estos sentimientos, decidió escoger el camino de la
huida y, aprovechando la oscuridad de la noche y a través del Campo del Moro, se
escabulló con su familia, en el más absoluto sigilo y protegido por un destacamento
fuertemente armado, a la tranquilidad que parecía ofrecerle el siempre plácido y ameno
Real Sitio de Aranjuez.

La ruptura entre el Rey y su pueblo se había producido y ya muy dificilmente podría


volver a restaurarse la vieja confianza. El día de los hechos había sorprendido a la anciana
Reina Madre en el interior del asediado Palacio y la gran experiencia y larga sabiduría
política de Isabel la había hecho aconsejar a su hijo que desistiese de la idea de huir de su
capital. Ella sabía mucho de estas cosas y tenía plena conciencia de que ello solamente
podría perjudicar a su imagen. Pero su pertinente y juicioso consejo no fue escuchado por
su hijo, que prefirió huir como un delincuente más mientras rumiaba la dura respuesta que,
en su opinión, sus infieles súbditos se habían sobradamente merecido. Ellos habrían de
pagar con creces aquellos terribles momentos de miedo que le habían hecho pasar y la
vergonzosa afrenta de haber tenido que aceptar sus condiciones. El buen pueblo se iba a
enterar de lo que era la vengativa ira de su señor.

Ocho meses estuvo Carlos en Aranjuez, mientras sus ministros trataban de


convencerle de que era aconsejable aplicar la serenidad y la cordura, olvidando aquellos
penosos sentimientos que el episodio y su propia reacción habían generado en él. Contaba
el muy ponderado Jovellanos que, después de los hechos de aquella primavera, a Carlos III
le quedó un profundo sentimiento de horror a cualquier tipo de movimiento popular.
Relataba que, en una ocasión, incluso se había despertado aterrado, al oír ruido en las calles
adyacentes a Palacio, pensando en otra peligrosa algarada y que solamente se había
tranquilizado cuando pudo comprobar por sí mismo que no se trataba más que de la
procesión de una parroquia próxima.

Pero el problema era más grave de lo que en un principio se había considerado y no


se reducía a la capital, sino que el país entero había ardido en insurrección popular. Desde
el Norte hasta Andalucía, Levante y Cataluña, las dos Castillas, las airadas y hambrientas
poblaciones se habían levantado contra la carestía de la vida, lanzando sus acusaciones y
ataques contra las autoridades locales, acusadas de ineficaces y corruptas. Pero para su
propia tranquilidad, Carlos pudo comprobar que, en ningún momento, se le atacaba a él ni a
la institución que personificaba. En aquellas postrimerías del Antiguo Régimen, todavía la
figura del Rey seguía estando por encima y más allá de toda discusión.

Muy poco después de tan graves hechos, Carlos hubo de soportar otro duro golpe.
Fue la muerte de su madre, que tuvo lugar el día 11 de julio de 1766. Los recientes hechos
se habían venido a unir a los naturales efectos de una muy avanzada edad, pero los
cortesanos de su hijo prefirieron considerar su fin como exclusivo «fruto de la perversa y
criminal sublevación de Madrid», coincidiendo con lo que escribía desde Nápoles el
siempre fiel Tanucci o con el apunte de Fernán Núñez, cuando hablaba de la pesadumbre
sufrida por el monarca a raíz de aquellos sucesos, a los que se había venido a unir «el gran
pesar de perder [...] a su amada madre, cuya muerte no sería extraño hubiese acelerado el
alboroto de Madrid y sus resultas». Hoy, muchos de los cuadros expuestos en el Museo del
Prado muestran en su ángulo inferior derecho la silueta en blanco de una pequeña flor de
lis. Era la marca que aquella experta amante del arte hacía poner en los que adquiría para su
colección.

No había duda. Como podía una vez más verse, el pueblo siempre acababa siendo el
culpable de los males sufridos por los poderosos. Solamente habrían de pasar poco más de
veinte años para que los habitantes de París y viajeros de paso pudiesen asistir a la
ejecución pública de un Borbón, que también al principio había pensado que con una
oportuna huida solucionaba los problemas que habían acabado lanzando a sus súbditos por
las vías de la revolución. Solamente accedió a volver el Rey a su capital cuando fue
declarada la ilegalidad de aquellas medidas adoptadas bajo amenazas y tras decidir que se
establecía en ella una fuerte guarnición armada permanente, cuya tranquilizadora presencia
impidiese la repetición de tales hechos.

Acabó al fin mandando la prudencia y Carlos tomó conciencia de la necesidad de


seguir con su programa reformista. Estaba claro que los motines habían sido
protagonizados en la calle por las masas populares, pero a nadie se ocultaba que habían sido
hábilmente movidas por sectores «de la más elevada esfera», desde los aristócratas
antirreformistas hasta el Marqués de la Ensenada, el antiguo todopoderoso ministro de
Fernando VI. Con todo, las principales sospechas recayeron sobre los jesuitas. La
Compañía de Jesús era una orden enormemente rica y controlaba los colegios donde se
educaban los hijos de los poderosos. Acusada de permanente conspiración contra la
Monarquía, el 20 de febrero de 1767 Carlos firmó el decreto de expulsión de sus miembros,
que decidía también la confiscación de todos sus valiosos bienes. Sus casas y conventos
fueron rodeados, y todos ellos trasladados de la forma más inmediata a los puertos de
embarque asignados.

A pesar de su profunda fe cristiana, estas importantes decisiones no afectaron en


nada al Rey. Convencido de que con ello defendía sus derechos a la Corona, que para él
tenían sus orígenes en Dios, no vacilaba en imponer cualquier medida que fuese
encaminada a preservarlos. Así, justificaba plenamente la expulsión de los jesuitas, debida
a:

[...] gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituido de


mantener en subordinación, tranquilidad y justi cia mis pueblos [...] usando de la suprema
autoridad que elTodopoderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis
vasallos y respeto a mi corona.

Perfectamente tranquilizado así respecto a cualquier duda religiosa que pudiera


suscitársele, pudo Carlos retomar su vida habitual, ordenada día a día por algunos
momentos de dedicación a las tareas de gobierno y muchas horas de apasionada entrega a la
caza.

El reformismo que Carlos personificaba, y que ponían en práctica sus grandes


ministros, como Aranda, Campomanes y Floridablanca, renovaba con enormes esfuerzos
estructuras caducas y necesitadas de transformación. Así, mientras se modificaba la
organización del Ejército, las actividades económicas eran también objeto de especial
atención. Al fomento de la actividad artesanal en las ciudades se unía una política agraria de
colonización de comarcas hasta entonces abandonadas. En muchos lugares nuevos pueblos
eran ocupados por colonos procedentes del centro de Europa, a los que una sola condición
les había sido impuesta para venir a instalarse aquí: la de ser católicos.

La sociedad española cambiaba rápidamente al son de los nuevos tiempos. Se


abandonaban viejas costumbres y la vida cotidiana se abría a expectativas hasta entonces
jamás imaginadas en las relaciones entre las personas. Siempre, naturalmente, en el ámbito
urbano, ya que la población rural todavía tardaría largas generaciones en sacudirse el polvo
del pasado. Algo especialmente llamativo era el papel que las mujeres iban adquiriendo en
esta época ilustrada, después de siglos en los que la oscuridad, el encierro y el
sometimiento habían sido las normas que había tenido que soportar, obligadas
sucesivamente por padres, hermanos, maridos e hijos. Por supuesto que no podía hablarse
en absoluto de igualdad de derechos o de liberación de la mujer, en el sentido que hoy
tienen estos términos, pero las costumbres modernas les permitían un protagonismo hasta
entonces jamás imaginado. Las reducidas clases altas marcaban la tónica visible en
costumbres y moda, que se importaban directamente de aquel París deseado por muchos y
odiado y temido por tantos otros.

Rasgo distintivo de esta época fue, entre la aristocracia, la fascinación por «lo
popular», que se manifestó por el gusto, a veces llevado hasta extremos realmente
extravagantes, por lo popular y lo castizo, que se plasmaba en el denominado «majismo».
Atuendos y costumbres de las clases bajas fueron adoptados por los poderosos en un
exhibicionismo esnob, que elevó a la categoría de culto cosas como las corridas de toros y
expresiones populares como el flamenco y las tonadillas. Majos y majas, manolos y
manolas, guapos y guapas proporcionaban así en la calle, en las tabernas y en las verbenas
todo un panorama de vivaz colorido, atrayente vulgaridad, peligroso desgarro y abierta
incitación sexual a aquellos maquillados empolvados caballeros y damas, cargados de
pesados ropajes y joyería, soportando incómodos pelucones y obligados a representar la
permanente farsa del refinamiento que la moda imponía. La fascinante grosería y todas sus
posibilidades se unían al delicioso escalofrío de caminar al borde de la ley y las buenas
costumbres para convertir a aquellos representantes del pueblo en inspiradores estéticos y,
llegada la ocasión, en deseados compañeros de aventura de cualquier clase.

Pero, por encima de todos estos síntomas de cambio, la Inquisición seguía lanzando
su oscura sombra sobre la vida de los españoles, penetrando hasta en los más íntimos
espacios de su existencia. Para los filósofos de la Ilustración, la Inquisición seguía siendo
un rasgo definidor de una España que, a pesar de las grandes reformas que imponía la
dinastía borbónica, seguía sumida en la intolerencia y el oscurantismo. Cierto que ya no se
llevaban a cabo los tan célebres autos de fe, que durante siglos habían sido muy apreciados
espectáculos de masas, en los que bajo la presi dencia del Rey, su familia y las más altas
autoridades, se procedía a quemar a los acusados de los delitos que el Santo Oficio había
establecido en larguísima relación.

Entrado el siglo XVIII, la persecución inquisitorial tenía que contentarse con otro
tipo de actividades menos sangrientas, como la censura de libros y de actividades varias,
que siempre le permitían tener sus cárceles llenas de presos, cuyos bienes habían sido
confiscados. Pero en la memoria popular quedaba todavía el regusto del truculento recuerdo
de aquellas quemas públicas de herejes, donde la violencia comunitaria tenía un cauce
controlado y se hacía demostración plena de la autoridad de los que tenían el poder.

Para entonces también se estaba ganando Carlos el sobrenombre que más iba a
identificarle en la Historia: El mejor alcalde de Madrid. Decidido a tener una capital digna
del prestigio de una Monarquía que reinaba sobre varios continentes, se preocupó de dotarla
de unas infraestructuras que se correspondiesen con su ya considerable tamaño y su propia
relevancia. Se había comenzado por la básica cuestión de la limpieza urbana del que era un
hosco y polvoriento poblachón manchego, por el que resultaba dificil transitar debido a las
inmundicias depositadas en las calles, recorridas por pestilentes riachuelos de aguas negras,
o las que de forma permanente eran sin más arrojadas desde las ventanas, al conocido y
temido grito de «¡Agua va!».Junto a esto vinieron las obras de urbanización que acabaron
transformando por completo a la Villa.

El Paseo del Prado, jalonado por sus monumentales fuentes -Cibeles,Apolo y


Neptuno- fue el paradigma de esta actuación y obligado lugar de cita y paseo de la
población. La iluminación de las oscuras calles, la normativa para la construcción de
viviendas y la obligación de numerar cada casa fueron, entre otras, medidas que realmente
modificaron la vida de sus habitantes. Surgían monumentales edificios, erigidos tanto al
calor del progresivo espíritu de la época como a mayor gloria de la Monarquía. Los mejores
arquitectos de la época dejaban para la posteridad su impronta en obras como el jardín
Botánico y la Fábrica de Porcelana del Buen Retiro, el Observatorio Astronómico y el
Museo de Historia Natural (el actual Museo del Prado). Con absoluta justicia, el escritor
francés Beaumarchais podía escribir por entonces: «Esta ciudad es una de las más limpias
que jamás haya visto, con amplias avenidas, engalanada con numerosas plazas y fuentes
públicas...» ¡Quién se lo iba a decir a los madrileños de muy pocos años antes!

Mientras tanto, en el plano personal, se veían frustrados todos los proyectos que se
hacían para concertar un nuevo matrimonio de Carlos. Dado lo excepcional del caso, la
prolongada y definitiva viudez del Rey nunca dejó de fomentar comentarios de toda clase.
Materia de especial complacencia para sus fervientes «adoradores» fueron lo que se
calificaba de «ejemplar enamorado recuerdo» o de «excepcional y perfecta castidad» que
mantuvo ya a lo largo de toda su vida. Se decía que el Rey había comentado a un prior de
El Escorial: «Gracias a Dios, no he conocido nunca más mujer que la que Dios me dio; a
ésta la amé y estimé como dada por Dios y después que ella murió, me parece que no he
faltado a la castidad aún en cosa leve...» Quizá considerase que aquel matrimonio había
sido ya más que suficiente y que con él había cumplido lo que la dinastía y la Historia
esperaban de él. O podía ser también que no estuviese en absoluto por la tarea de exponerse
al riesgo de volver a caer con otra mujer de temperamento semejante al de la insoportable
difunta.

Sobre este asunto, existe el testimonio que en sus memorias dejó aquel singular
personaje que fue el veneciano Giacomo Casanova, aquel gran cínico arquetipo de amante
y aventurero, que recorrió toda la Europa de su tiempo entre duelos, estafas, politiquerías,
enredos de alcoba y actividades como espía y nigromante. Trazó unas líneas acerca de
Carlos III que, por provenir de su experimentada mano, resultan peculiares y curiosas. Así,
contaba que, durante su estancia en Aranjuez, en casa de Domingo Berneri, primer ayuda
de cámara del rey:

[...] veía a Su Majestad partir todas las mañanas de caza y volver agotado de
cansancio. El rey era pequeño de talla, pero vivo y robusto, al contrario que casi todos los
reyes de España, a quienes por lo común se los representa lánguidos y débiles. El favorito
de Carlos III era un tal Gregorio Esquilache, hombre de baja extracción,y cuyo único
mérito era tener una mujer bellísima.Yo, como todo el mundo, atribuía a la señora de
Esquilache los favores con que el rey colmaba a su marido, creyendo que debía haber en
ello reciprocidad. Barneri me desengañó en estos términos: Eso se dice, pero son puras
calumnias; el rey es la castidad misma, no ha conocido más mujer que la suya, nuestra
difunta reina, y esto más por deber de cristiano que por atracción conyugal.

Sobre la posible paternidad real de algunos de los hijos de doña Pastora, la bella y
derrochadora mujer de Esquilache, siempre habían corrido rumores, en especial acerca del
que más adelante sería cardenal Di Gregorio. Muchos eran los que no se acababan de creer
que su Rey no tuviese alguna presencia femenina al lado, y buscaban para la abundante
descendencia de un personaje que físicamente era «tan poca cosa» como Esquilache otro
responsable, que no podía ser nadie mejor que su alto protector. Nada pudo nunca
comprobarse en este sentido, como tampoco respecto a otra habladuría que sin duda ofrecía
todavía un mayor morbo. Apuntaba ésta que Carlos mantenía relaciones con la mujer de un
Grande de España, nacida en Francia y dedicada a sonsacar al Rey, en los momentos más
propicios, informaciones que a continuación transmitiría a su embajador; todo ello, como
puede verse, dentro del más clásico estilo de espionaje femenino de todos los tiempos.

El Conde de Fernán Núñez se permitía explayarse sobre este aspecto, que


consideraba tan positivo:

Su castidad era extrema y, no obstante que su temperamento robusto y la costumbre


contraída en su matrimonio exigía aun su continuación en la edad de cuarenta y cuatro
años, en que perdió su mujer, jamás quiso volver a casarse.

En esta descripción de tan ejemplar comportamiento, el entregado servidor entraba


en apuntes de una naturaleza realmente sorprendente sobre las mayores intimidades de su
señor, cuando con veneración añadía:

[...] y para aminorar y resistir las tentaciones de la carne dormía sienr pre sobre una
cama dura como una piedra, y si de noche se hallaba agitado, salía fuera de ella y se
paseaba descalzo por el cuarto...
El austero estilo de vida del monarca de tan poderoso Imperio llamaba la atención
de todos los testigos que lo vieron. Delgado, enjuto y cada vez con la piel más ennegrecida
debido a su constante exposición al sol y al aire, tenía gustos e intereses personales muy
sencillos y hasta simples. Respondía obligadamente a las necesidades de imagen que le
imponía su posición, pero siempre se quedaba muy lejos de la magnificencia y ostentación
de los soberanos de su tiempo, que implantaban en su entorno unas formas estéticas
absolutamente únicas tanto por su extrema fastuosidad como por su fantástico e increíble
refinamiento. Por el contrario, en su existencia cotidiana dominaban por encima de todo
una sobriedad, un orden y una meticulosidad que habían impuesto una rutina que
personalmente le tranquilizaba y cuyo mantenimiento había llegado a convertirse para él en
una verdadera obsesión.

Una sobriedad que se manifestaba también en los gastos de la Casa Real, aunque
eso sí, siempre manteniendo el nivel de adecuado boato que correspondía a la Familia. Eso
hacía que, en medio de un magnífico dispositivo visual que en todo momento se
organizaba, la mesa del Rey le servía para el consumo de muy sencillos alimentos,
previamente bendecidos cada día por el mismísimo Patriarca de las Indias. La costumbre
establecía que cada uno de los miembros de la Familia Real comiese por separado en sus
habitaciones. Ello hacía que los cortesanos se moviesen de unas a otras durante aquellos
momentos, charlando y haciendo tertulia -siempre de pie- alrededor del Rey o de los
infantes que, sentados cada uno a su respectiva mesa, seguían la charla mientras comían.

La caza era la verdadera y única pasión de Carlos III. Así le retrató magistralmente,
ya en la última etapa de su vida, su joven pintor de cámara, Francisco de Goya.Ya se había
visto que, ante los funestos antecedentes familiares, la fría racionalidad de Carlos le había
impuesto desde muy joven el ejercicio fisico como una terapia preventiva para mantener,
más que la misma salud fisica, el equilibrio mental siempre amenazado. Era el temor a caer
en aquella vieja conocida melancolía en la que había visto debatirse a su padre, en
definitiva, el terror a volverse loco como él, lo que le llevaba todas las jornadas del año a
salir al campo o al monte. Hiciera el tiempo que hiciera, trataba de machacarse fisicamente
en acciones de violento ejercicio fisico que le permitieran regresar por la noche agotado,
pero sintiendo que, al menos por un día más, había alejado aquel peligro.

Había quienes criticaban esta excesiva dedicación a la caza, de la que parecía


incapaz de prescindir. Sobre esto, él mismo había comentado en una ocasión: «Si muchos
supieran lo poco que me divierto a veces en la caza, me compadecerían más de lo que
podrían envidiarme esta inocente diversión.» Su fiel Fernán Núñez, siempre de acuerdo con
él, añadiría:

Me dirán muchos: podría ocuparse en otras cosas más que en la caza. A lo que
responderá: lo uno, que ninguna otra ocupación reunía la ventaja del ejercicio; y lo otro,
que no amando la música y poco el juego, el demasiado estudio y lectura no era tan
conveniente para el fin que se proponía como dicho ejercicio.

En efecto, siguiendo la tónica dominante por entonces entre los soberanos de


Europa, Carlos había impulsado la construcción de teatros, que por entonces florecían por
todo el continente. Pero él jamás disfrutó con representaciones operísticas, teatrales o
conciertos de la clase que fuesen.Todo en su carácter le mantenía apartado de aquellos actos
en los que se convirtiese en centro de la atención general, tanto los referidos al ambiente
palaciego como los populares al aire libre o en el interior de templos. En esto era
absolutamente opuesto al exhibicionismo, en ocasiones algo pueril, de aquellos orondos y
satisfechos Fernando y Bárbara, uno de cuyos motores de vida había sido precisamente el
mostrarse de forma abrumadora en toda su magnificencia y esplendor.

Carlos III pasaría a la Historia como arquetipo del monarca ilustrado, gran protector
e impulsor de las actividades culturales, pero en realidad, al contrario que sus padres,
absolutamente desinteresado en este sentido. El fomento de las artes, para él, formaba parte
de las obligaciones de un monarca del tiempo que le había tocado vivir y por ello se
implicaba, pero solamente de una forma mecánica, sin goce ni disfrute añadidos. En este
terreno, debe mencionarse un episodio sobre el que durante muchos años se mantuvo
corrido un tupido y discreto velo. Fue un hecho que demostró de la forma más evidente los
peligrosos efectos de la estrecha mente del Rey y de su intransigente moralismo, asociados
a su absoluta falta de percepción de la belleza artística.

A los tres años de su llegada a España, había ordenado el Rey a su pintor de cámara
Anton Mengs, que procediese a entregar a las llamas las pinturas de la riquísima colección
real en las que se mostrasen figuras humanas desnudas. Aterrado ante tal monstruosidad,
Mengs hizo todo lo que pudo -implicando para ello al entonces todopoderoso Esquilache-
para evitar el cumplimiento de tan aberrante orden. Una decisión nacida del exceso puritano
de quien, a pesar de su ilustrado espíritu, actuaba según unas formas de religiosidad que
incluso ya entonces se manifestaban caducas y trasnochadas. Finalmente, y sólo muy a
duras penas, aquellos hombres pudieron detener los que hubieran sido devastadores e
irreparables efectos de la obsesión purificadora de Carlos III, que hubiera privado a la
posteridad de algunas de las más importantes telas que hoy se conservan en el Museo del
Prado.

Los últimos años de la vida de Carlos fueron, en el plano personal y familiar, tristes
y penosos. Únicamente experimentó la gran alegría de volver a ver a su tan querida
hermana María Ana, Marianina, reina viuda de Portugal. Tras haber estado extremadamente
unidos durante la infancia, llevaban sin verse casi medio siglo y ahora, en el ocaso de sus
vidas, no querían morir sin volver a encontrarse. En noviembre de 1777 se encontraron y
estuvieron juntos durante casi un feliz año. Por lo demás, en su propia casa tenía Carlos los
motivos de mayor peso para encontrarse frustrado y preocupado por el futuro.

Su heredero, el futuro Carlos IV, daba muestras de poseer un carácter débil y


fácilmente manipulable, que se puso de manifiesto de una forma todavía más evidente tras
su matrimonio, cuando la voluntariosa María Luisa de Parma cogió con decisión las riendas
de la pareja. Tras la muerte de varios de los hijos nacidos de este matrimonio, tuvo el viejo
Rey la satisfacción de ver que Fernando, nacido en 1784, parecía tener posibilidades de
seguir viviendo, asegurando la continuidad dinástica. También tuvo noticia de la muerte en
Nápoles de su querido Tanucci, cuyo consejo le había acompañado durante toda su vida
adulta. El que había sido su Reino, estaba ahora gobernado por el tercero de sus hijos, aquel
Fernando que había quedado en manos de tutores cuando la venida de la familia a España.
Fernando IV, llamado por los napolitanos Il Nasone, debido al gran tamaño de su
nariz, heredera de la de su padre, era persona débil y carente de fuerza e iniciativa.Y, al
igual que su hermano, el Príncipe de Asturias, se hallaba totalmente dominado por su mujer.
Era ésta María Carolina, enérgica hija de la emperatriz María Teresa y hermana de la María
Antonieta que, como reina de Francia, no tardaría en ser llevada a la guillotina. Volviendo
al Palacio madrileño, un mes antes de morir, todavía debió soportar Carlos III el que quizá
fue para él el más duro golpe: la muerte de su hijo el infante Gabriel, aquel a quien más
quería y al que le hubiese gustado dejar como heredero. Fallecido por causa de las viruelas
que le había transmitido su mujer, Gabriel moría así, en palabras de un inspirado y adulador
vate cortesano, «víctima de su amor conyugal».

El 14 de diciembre de 1788 expiraba Carlos III_Tuvo la suerte de no tener que


enterarse, al cabo de muy pocos meses, del estallido de la gran Revolución siempre tan
temida y que, desde Francia, iba a derramarse incontenible sobre todo el suelo europeo.
Para él, la permanente temporada de caza que había sido su vida había finalmente
terminado.
«LA PUTA, EL CABRÓN
Y EL ALCAHUETE»

norme alegría causó, el 11 de noviembre de 1748, el nacimiento de


un infante en el Real Sitio de Portici, sobre la bahía de Nápoles y a los pies delVesubio. Era
el segundo hijo varón de los reyes Carlos y MaríaAmalia y fue bautizado con el nombre de
su padre. Después de cinco niñas y aquel niño, Felipe Pascual, que pronto dio muestras de
epilepsia, ahora este recién nacido parecía por fin asegurar la continuidad de la sucesión.
Parecía que, por fin, se había roto aquella especie de maleficio que muchos consideraban
que sufrían los Reyes. A continuación, la sucesión se iba a ver extremadamente reforzada,
para tranquilidad de todos, por la imparable labor procreadora de la real pareja y la Reina
habría de parir -además de varias niñascuatro varones más: Fernando -que quedaría como
Rey de las Dos Sicilias a la marcha de su padre a España-, Gabriel Antonio, Antonio
Pascual y Francisco Javier.

Siempre fue consciente el niño Carlos de la manifiesta y nunca ocultada preferencia


que el padre sentía por Gabriel. Algo que, durante la infancia, fue una continua fuente de
celos y de malentendidos entre los hermanos y que generó en aquél una callada
animadversión hacia su brillante hermano. Pero, sin embargo, el orden hereditario había
sido marcado por la naturaleza y era este Carlos, que muy pronto mostró un carácter
simplón y escasa inteligencia, el destinado a ceñir la corona, primero en Nápoles y más
tarde en España. Siguiendo la conocida tradición familiar, aquel muchacho de marcada
corpulencia mostró en todo momento un gran amor y respeto filiales, comportándose
siempre al son que su padre le marcaba. Éste nunca ocultó su profunda preocupación por
tener, a su muerte, que dejar sus reinos en manos de un hijo al que en lo más íntimo
despreciaba amargamente y del que desconfiaba que fuese capaz de enfrentarse
adecuadamente a la tarea que de él se exigía. El joven conocía perfectamente lo que su
padre y todos los demás pensaban de él pero, como suele decirse, lo guardaba en el fondo
de su corazón.

Vivió una prolongada etapa como heredero y tenía ya cuarenta años cuando pasó a
reinar, tras la muerte de su padre en 1788. Para entonces, ya había mostrado todos los
rasgos fundamentales de su carácter, muchos de los cuales eran ya conocidas presencias en
todos los hombres de la familia. En efecto, él, que habitualmente solía mostrarse amable y
complaciente, hipócrita y servil con todos, tenía momentos en los que reaccionaba con
sorprendente y desproporcionada violencia ante cualquier pequeñez. Una aparente
campechanía le llevaba a mantener conversaciones con variada gente e incluso amistosas
luchas con sus criados, a los que en cualquier inesperado momento, sin embargo, podía
golpear hasta cansarse o hacer azotar sin piedad, llegando a hacer que le besasen las botas.
Por lo demás, lo que quienes le trataban veían en general era a un muchacho, y luego ya un
hombre, siempre en actitud absorta o haciendo gala de molestas e intempestivas reacciones
infantiloides.
Algo muy importante para esta blanda, apática y complicada personalidad fue,
como no podía ser menos, la familiar pasión por la caza. Pero Carlos, aparte de su nefasta
actuación como rey, por la que escribiría algunas de las más negras páginas de nuestra
Historia, mostraba al mismo tiempo unos positivos rasgos perso nales a considerar en su
haber.Tenía una gran facilidad para aprender idiomas, era un gran amante de la música y
llegó a convertirse en un apreciable intérprete de obras de violín y violonchelo,
acompañando en muchas veladas palaciegas al gran compositor Boccherini, al que protegió
y otorgó todas las consideraciones que su calidad artística merecía. Aparte de su gran
afición a los artilugios mecánicos, en especial los complejos mecanismos de relojería,
Carlos -y su esposa María Luisa- merecen el honor de ser citados como verdaderos
mecenas de las artes y protectores de artistas. Su interés por ello convertiría a su muy
estrecho y especial trato con el genio de Goya en uno de los episodios de obligada
referencia dentro de la brillante historia de la siempre fecunda relación entre poderosos y
artistas.

Personaje de su época, abierta a todos los conocimientos e intereses, el joven Carlos


abría sus jornadas de madrugada y, tras oír dos misas, se pasaba algunas horas haciendo
labores de ebanista, armero y zapatero remendón. Algo parecido a lo que en los mismos
años su parienta, la reina María Antonieta de Francia, hacía cuando huía de la realidad
jugando enVersalles a hacer de pastora, en medio de falsas grutas y en establos más falsos
todavía.Tras aquellos ratos de dilettantismo proletario, salía Carlos a su partida de caza, que
cada día movilizaba a seis coches, más de una docena de guardias, cien caballos y más de
doscientas mulas. El sano desfogue que de la caza obtenía su padre Carlos III también lo
conseguía el hijo. Pero también aquí su floja personalidad se veía llevada hasta el
paroxismo, en momentos en que la violencia llegaba a dominarle por completo, como
cuando, ebrio por el olor de la pólvora, ordenó liquidar a cañonazos a un gran rebaño de
ciervos, previamente agrupados por sus servidores.

En todo caso, entre sus próximos había muchos que se preguntaban si Carlos no era
en realidad -como su tío Fernando VI- un gran fingidor, capaz de mostrar, prácticamente a
lo largo de toda su vida, un rostro de hombre simple y perezoso, capaz de admitir hechos y
situaciones que cualquier otro rechazaría o contra los cuales reaccionaría. Lo cierto es que,
fuese una voluntaria pose o una actitud natural y espontánea, aquella permanente
impasibilidad iba a permitirle llevar una existencia tranquila, a pesar de los infinitos
avatares que el destino le tenía preparados.

Llegado el momento, se trató de concertar adecuadamente el matrimonio del


heredero. Una anécdota relatada por el embajador inglés asegura que, cuando Carlos III se
lo comentó al interesado, éste volvió a mostrarse como el fiel y obediente hijo que siempre
era y le dijo que, solamente con que la elegida fuese princesa, a él ya le bastaba. Aquí se
repetía también la actitud de cómoda mansedumbre que en iguales circunstancias había
mostrado Fernando VI. Parece que Carlos ingenuamente pensaba -o quería hacer creer que
pensaba- que, al no existir reyes o príncipes con los que su futura mujer pudiera cometer
adulterio «entre iguales», su matrimonio quedaría a salvo de este riesgo.Ante tan inesperada
salida, parece que su padre le habría dicho, meneando la cabeza: «Carlos, Carlos, ¡qué tonto
eres! También las princesas pueden ser unas putas...»
En lo referente a la elegida para ser su mujer, simplemente venía a hacer lo mismo
que habían hecho su abuelo, su tío y su padre. La vieja táctica de la obediencia a los
mayores servía así, una vez más, como perfecta coartada para evitar cualquier esfuerzo, que
en definitiva iba a acabar cayendo sobre otros. Así, en diciembre de 1765, a los diecisiete
años, se casaba con su prima María Luisa, de catorce. Era ella hija de aquel atractivo y bon
vivant Felipe de Borbón, el Pippo que había sido el hijo preferido de Isabel de Farnesio.
Aquel monarca ilustrado y amante de las artes, que desde su brillante corte de Parma había
«sableado» sistemáticamente a Fernando VI, quien nunca dejaría de subvencionar le a
cambio de permitirse lanzar constantes pero indulgentes quejas contra él.

Los testimonios y los lógicamente favorables retratos del momento muestran a


María Luisa como a una bonita adolescente. Criada en un ambiente culto y refinado, poseía
un carácter fuerte y arrogante. Se ha repetido mucho en este sentido una ilustradora
anécdota que habría tenido lugar todavía en el Palacio Ducal de Parma, tras el anuncio de
su compromiso con Carlos. La vanidosa María Luisa le habría comentado a su hermano
Fernando que iba a ser Reina de España, mientras que él solamente podría llegar a ser un
simple Duque de Parma. El hermano, harto ya de tan absurda altanería, le habría contestado
que, entonces, no podía perder la ocasión de abofetear a una futura reina y, con gran
satisfacción, le habría cruzado la cara.

Las bodas de los príncipes se celebraron en La Granja de San Ildefonso, el 4 de


septiembre de 1765.Ya al final de su larga vida, la anciana Reina Madre Isabel de Farnesio
veía con satisfacción que otra parmesana como ella, que era al mismo tiempo su nieta,
apareciera como futura Reina de España. En Madrid, los habituales festejos organizados
para el pueblo quedaron empañados por un luctuoso suceso. Tras las corridas de toros y
representaciones teatrales, en la sesión de fuegos artificiales que las cerraba, la Guardia
Valona, hacia la que la gente mostraba una antigua hostilidad, reaccionó violentamente
contra la masa, enardecida por los petardos y los estallidos. El resultado fue de más de
treinta muertos y muchos heridos, frente a las mismas verjas del Buen Retiro. Este
sangriento hecho fue para muchos premonición -luego plenamente justificada- de lo que iba
a ser un dificil reinado. Solamente un año más tarde, lasjornadas del Motín de Esquilache
demostrarían que el pueblo madrileño no había olvidado.

La instalación de María Luisa en el Real Palacio abrió una etapa llena de sabrosas
situaciones y habladurías que habrían de alzarse hasta las páginas de los más sesudos libros
de Historia y serían objeto de una controversia todavía hoy muy lejos de hallarse cerrada.
Educada en la Corte de Parma, culta y frívola a la vez, ahora la rígida y espartana etiqueta
impuesta por su suegro le pareció inmediatamente algo insoportable. Carlos III, que nunca
la vio con buenos ojos debido al dominio que inmediatamente impuso sobre su marido, le
prohibía sistemáticamente la asistencia a bailes, sesiones teatrales o cualquier otra
diversión. Mientras se aburría encerrada en Palacio, los sucesivos abortos se alternaban con
el nacimiento de varones de efimera vida o de indeseadas hembras.

En noviembre de 1783 tuvo lugar un acontecimiento nunca visto en la real familia


española: el nacimiento de gemelos. Estos dos infantes apenas vivirían un año, pero su
venida al mundo fue muy celebrada y de ello quedan muestras como estos ingenuos y
todavía bienintencionados vivas:

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Por fin, el 14 de octubre de 1784 nacía en El Escorial el futuro Fernando VII, que
sería el heredero viable y, posteriormente, se convertiría en monarca de ominosa memoria.
Siguiendo la vieja costumbre y a la vista de la edad del Rey, ya una activa camarilla se
movía alrededor del heredero, y sus miembros esperaban como verdaderos buitres el
ansiado momento del cambio de titular de la Corona. María Luisa se quejaba a su confesor:
«Hay un partido de gentes que tira a aburrir y a descomponerme con el Rey y con el
Príncipe...» El anciano monarca, preocupado más que nunca ante el dominio de todos
aquellos sobre su débil hijo, le escribía comentándole el riesgo que suponía que:

[...] en tu cuarto se haya murmurado con libertad y corre [...] que hay dos partidos
en la corte; el daño que esto puede causar no es ponderable, y es más contra ti que contra
mí, pues lo has de heredar,y si creen que esto sucede entre Padre e Hijo, no faltarán gentes
que, con los mismos fines, sugerirán a las tuyas de hacer lo mismo contigo.

No podía ser más clarividente el Rey, e incluso diríase que profeta. Las
confabulaciones que ahora se cocinaban alrededor de su heredero eran realmente peccata
minuta comparadas con las que, llegado el momento, iban a brotar al calor del Fernando
que acababa de nacer y era el previsto sucesor de su hijo.

Para entonces ya corrían regocijadas habladurías sobre fugaces escapadas


extraconyugales de la Princesa, de las que aparentemente su tranquilo marido debía de ser
el único en no enterarse. Se citaban nombres y apellidos de sus supuestos amantes, desde
grandes de España hasta bastos y curtidos militares. El episodio que habría mantenido con
un gentilhombre de cámara superaría lo admisible hasta el punto de decidir al Rey a
expulsarle de la Corte. La historia alcanzaría niveles de sainete picante, de ser cierto el
hecho de que el príncipe Carlos, el supuestamente engañado marido, intercedió ante su
padre en favor del que aparecía como amante de su mujer, afirmando que sin él -el tal
gentilhombre- la Princesa se sentía «sola y desdichada».

Costumbres «liberales» en las que la parmesana no hacía más que seguir la moda
dominante entre las damas de la más alta nobleza, como la Duquesa de Osuna y su gran
rival y enemiga, Cayetana de Alba, que no tenía problema alguno en mantener relaciones
con hombres de toda condición, desde temerarios toreros y aristócratas de viejísima cuna
hasta el mismo joven Francisco de Goya. Malévolamente, se decía incluso que algunos de
los compañeros de cama ya desechados por Cayetana habían acabado yendo a parar a los
acogedores y ansiosos brazos de la futura reina. La relación entre las dos apasionadas
mujeres no podía, por tanto, tener mejores bases de rivalidad y mutua hostilidad. De María
Luisa nunca se sabría si sus peligrosas actividades derivaban de una enorme imprudencia o
si, por el contrario, eran hijas de una expresa voluntad de desafio.

Volviendo a la familia, del resto de los infantes cabe destacar a Carlos María Isidro
-nacido en 1788 y que abriría la serie de las guerras civiles por la titularidad de la Corona
que ensangrentarían el siglo XIX español- y a los dos últimos que sobrevivieron de tan
larga y desigual serie: Isabel y Francisco de Paula. Cuando vinieron al mundo, ya era
pública la supuesta relación entre la Reina y Godoy, dando pie a la tradición que nació de
forma bien bronca y que regaló a la Reina calificativos múltiples y variados.Algunos de
ellos eran incluso cultistas y hasta refinados, como La Mesalina de su época, frente a otros,
acaso moralizantes pero poco agradables de oír, como La impura prostituta.

Francisco de Paula nació cuando su madre contaba ya cuarenta y siete años y cerró
su larga etapa de fecundidad, cuyo cálculo diríase demasiado exagerado de no ser cierto: un
total de diez abortos y catorce embarazos llevados a buen término. La rápida pérdida de su
dentadura, lo que muy pronto definió su fisico, venía así a fundamentar el dicho popular
que afirma: «A cada hijo, un diente.» Isabel y Francisco de Paula siempre arrastrarían la
sospecha de ser hijos del favorito Godoy, llevando en el rostro aquel indeleble y tan
denunciado «abominable parecido» fisico con él. Eran realidades vivientes que hablaban de
la forma más abierta y descarnada de aquellas tan especiales relaciones que durante años
determinaron la historia de la Monarquía española. Pero éste es capítulo que merece
especial atención.

Manuel Godoy había nacido en Castuera, Badajoz, en una familia de la pequeña


nobleza y muy moderada fortuna. Esta precariedad económica le llevó a integrarse en el
cuerpo de guardia de la Real Persona en la que, en el otoño del año 1788 y con veintiún
años, fue nombrado guardia de corps de los Príncipes de Asturias. Para enredar y mejorar
todavía más la ya de por sí complicada realidad, existen variadas versiones del momento en
que se produjo el conocimiento entre los miembros de aquel tan especial terceto, que iba a
formarse entre los herederos al trono y el rubio y macizo extremeño.

Para unos, fue durante un trayecto hacia La Granja cuando al joven guardia se le
encabritó el caballo y lo arrojó al suelo en presencia de los Príncipes. Habrían fijado éstos
su atención en el atrayente aspecto del mozo y se habrían preocupado por los efectos del
golpe. No más de dos o tres días tardaría Godoy en ser invitado a Palacio a jugar a las
damas con el Príncipe. Era el nacimiento de una especial amistad a tres bandas, acerca de
cuya real naturaleza nadie ha podido todavía dar las suficientes e irrefutables claves. Una
relación que no tardaría en hacer exclamar a una feliz y exultante María Luisa: «¡Somos la
Trinidad sobre la Tierra!» Hay que suponer el profundo desagrado que tal situación -que
pronto estuvo en boca de todos- produciría en el estricto y declinante monarca y que, sin
duda, sirvió para amargarle la última etapa de su vida.

En diciembre del año 1788, la muerte de Carlos III y el ascenso al trono de su hijo
dispararon ya de forma incontenible la fulgurante carrera de Godoy, que muy bien resumía
en pocas líneas la magistral pluma de Pérez Galdós en el primero de sus Episodios
Nacionales, cuando escribió:

[...] España y el mundo todo vieron con sorpresa que era elevado a la primera
dignidad política aquel mismo joven de veinticinco años, ya colmado de honores
inmerecidos, tales como el ducado de la Alcudia y la grandeza de España de primera clase,
la gran cruz de Carlos III, la cruz de Santiago, los cargos de ayudante general del Cuerpo de
Guardias, mariscal de campo de los reales ejércitos, gentilhombre de cámara de Su
Majestad con ejercicio, sargento mayor del Real Cuerpo de Guardias de Corps, consejero
de Estado, superintendente general de Correos y Caminos, etc., etc.

En muy poco tiempo, el inteligente y ambicioso extremeño -rápidamente apodado


«el Choricero», entre otros calificativos menos suaves- se había convertido en el verdadero
amo del país, desalojando de los ámbitos del poder a los veteranos y acreditados políticos.
Se afirmaba sin tapujos que era el amante de la Reina e incluso había quien llegaba a
apuntar que el mismo Rey no era inmune a los encantos y valores eróticos del joven. Si esto
era así, Godoy habría logrado cumplir una doble -y, sin duda, trabajosa- función de
prestaciones fisicas con la real pareja que, agradecida, le colmaba de todo el poder y los
honores hasta más allá de lo concebible y jamás visto entre los validos y privados que tanto
protagonismo habían tenido en la Historia de España. Él era sin duda el vértice fundamental
de aquella Trinidad, que el pueblo había sancionado radicalmente como un indecente y
vergonzoso conjunto formado por «la puta, el cabrón y el alcahuete».

Pasaron así apaciblemente aquellos últimos tiempos del viejo orden. El Rey
dormitando en sus asentadas costumbres y la Reina envejeciendo pronto y mal; una muy
rauda y juvenil prestancia dio paso a un aspecto cada vez más desagradable, sensación
aumentada por aquella desdentada boca, ocupada por una dentadura de madera de dificil
encaje y acomodo.Volviendo a la anécdota, tuvo muy amplia difusión una que hablaba de
los arrebatadores celos que unirían a la Reina y al favorito. Así, se mencionaba la escena en
la que Carlos caminaba por uno de los corredores palaciegos seguido a pocos pasos por
María Luisa y Godoy, enzarzados en una vehemente discusión mantenida en murmullos. En
un momento dado, éste, enfurecido por algo, le habría soltado a ella un guantazo. Al sonoro
ruido, el siempre ensimismado marido se habría vuelto para preguntar la causa; ella, con la
más absoluta frialdad, le habría respondido que había sido un libro que se les había caído al
suelo. Por lo que se ve, el desagradable rostro de María Luisa debía tener cierta tendencia
especial para atraer bofetadas.

Cuando el 14 de julio de 1789 el volcán estalló al otro lado de los Pirineos y el


pueblo de París tomó por asalto la odiada fortaleza de La Bastilla, Carlos no tuvo
naturalmente conciencia de lo que todo ello significaba. Mientras el Gobierno español,
presidido por Floridablanca, se aprestaba a cerrar a cal y canto la frontera para evitar la
expansión de la marca revolucionaria y se supo que Luis XVI había jurado una
Constitución, al Rey de España solamente se le ocurrió comentar, con cierto tono
despectivo: «Mi primo se ha olvidado de ser rey.» Ante la urgencia de la nueva situación, el
Santo Oficio de la Inquisición volvía por sus fueros y se entregaba ahora con absoluto ardor
a la defensa antirrevolucionaria, fomentando delaciones, deteniendo a personas y
confiscando cualquier publicación mínimamente sospechosa de servir como propaganda del
temido virus.

Bajo tan extrema situación, entrado ya el año 1793, cuando los franceses habían ya
ejecutado a su rey, destacados personajes del momento decidieron, mediante un anónimo,
informar al Rey sobre las relaciones que Godoy mantenía con la Reina y de las que él
parecía ser el único en ignorarlas. Pero con gran desazón comprobaron que, una vez más,
Carlos optaba por la cómoda postura de no darse por enterado de nada. Temeroso de la
amenaza que Godoy representaba, volvió a la carga Floridablanca sobre tan espinosa
cuestión y se atrevió a informar personalmente al Rey de los hechos. Carlos y María Luisa
supieron entonces represen tar a la perfección su comedia: él, acusándola a destemplados
gritos y ella, embarazada del infantito de tan «indecente parecido» con Godoy, gritando
todavía más alto, mostrándose ofendida y amenazando con marcharse a su Italia natal. El
efecto de la denuncia lo vio inmediatamente quien la había hecho: Floridablanca fue
detenido por sorpresa y desterrado de la Corte, apartado de todos sus cargos. Como aviso
para todos, quedaba así claro que la Trinidad no admitía que nadie se metiese en sus
asuntos internos. Así pues, la farsa seguía.

Bien lo entendió el Conde de Aranda, viejo zorro de la política que en vida de


Carlos III había salvado la situación durante el Motín de Esquilache, cuando se hizo cargo
del Gobierno. Demostró así el sagaz aragonés desde el primer momento su mayor lealtad a
María Luisa y dio a Godoy el más preferente y afectuoso de los tratos. Pero muy pronto, sin
embargo, se vería sustituido por aquel gran arribista al frente de la gobernación del Estado,
ahora ya sin ningún cargo interpuesto para guardar las formas. Un perro se paseaba por las
calles del centro de la capital con un bien expresivo cartel en el que se leía: «Soy de Godoy.
No temo a nadie.»

Los enfrentamientos bélicos con la Francia revolucionaria habían acabado


desastrosamente tanto en lo militar como en lo económico, pero Carlos se inventaba para el
amigo Manuel el título de Príncipe de la Paz. Los numerosos criados del suntuoso palacio
de «el Choricero» vestían el mismo atuendo que usaban los de la Casa Real, pero para
entonces la Reina se veía apuñalada por los más atroces celos: su Manuel se había echado
una amante. Era Pepita Tudó huérfana de un artillero gaditano y -lo peor y más ofensivo
para María Luisa- era bonita y tenía solamente dieciséis frescos años. Una celestinesca
madre y una caterva de parientes se acogió de inmediato al calor de aquel lucrativo
amantazgo.

La Reina decidió entonces casar a Godoy y matar así dos pájaros de un tiro. Por una
parte, le separaba de su joven y bella amante; por otra, le ataba todavía más al ménage a
trois que formaba con ella y su marido, al emparentarle con la misma familia real. La
elegida fue María Teresa de Vallabriga, duquesa de Chinchón e hija de aquel infante Luis a
quien su hermano Carlos III había mantenido en tiempos tan rígidamente apartado de la
Corte. Ella aceptó con gran repugnancia esta propuesta, que le permitía a su familia salir de
aquel impuesto ostracismo. Así, además de otras muy sustanciosas prebendas, el Rey les
concedió el uso del apellido Borbón a ella y sus hermanos, uno de los cuales llegaría a ser
arzobispo de Toledo y Primado de la Iglesia española. Pepita Tudó, por su parte, recibía una
cuantiosa indemnización por apartarse pacíficamente de su amante. María Teresa, que odió
desde el principio a su impuesto marido, no tardó en quedar embarazada y fue durante esta
época cuando Goya hizo de ella uno de sus más bellos retratos.

Lo cierto es que, con la nueva situación, la ambigüedad dominante hasta entonces


en el Palacio Real se extendía ahora al palacio de Godoy, donde un escandalizado testigo
relataba que a la hora de la cena, el favorito presidía la mesa sentado entre una mortificada
esposa y una triunfante querida. Entrado el año 1797, Carlos apartó temporalmente de su
supremo cargo a Godoy, aun manteniéndole todos los honores y sueldos que tenía
atribuidos. Y, mientras en Francia Napoleón Bonaparte daba el golpe de Estado que le
elevaría hasta las glorias del Imperio, en Madrid, la pareja real no podía vivir sin el amigo,
que estaba tranquilamente a la espera haciéndose de rogar y al que un ansioso Carlos le
escribía: «Manuel, cuídate, pues te necesitamos, pues eres el único amigo que tenemos...»

Para mayor confusión, los Reyes hicieron que Godoy y su familia se instalasen en
Palacio. La mujer del valido había dado a luz una niña, Carlota, a la que siempre trató con
un despego nacido sin duda del hecho de ser hija de un marido al que detestaba
profundamente. El panorama se complicaba si se atendían los comentarios que atribuían a
la decadente Reina nuevos amores, que serían, entre otros, el primer secretario de Despacho
Luis de Urquijo y otro joven guardia de corps, versión actualizada de Godoy, el atractivo
criollo Manuel Mallo, que se benefició de una rápida y tan fulgurante como sospechosa
carrera en la Corte. Sobre este posible affaire circuló entonces un divertido relato.

Según el mismo, miraban un día en La Granja la pareja real y Godoy el paso del tal
Mallo en una berlina de la que tiraban seis costosos caballos. Ante la sorpresa de Carlos,
preguntándose cómo aquel muchacho sin bienes podía permitirse tal despliegue, el amigo
Manuel le había hecho reír a carcajadas, cuando le comentó que Mallo no tenía un ochavo,
pero que lo mantenía «una vieja fea que roba al marido para pagar al amante». Como podía
verse, la comedia «a tres» seguía su curso con todo vigor. A todo esto, el nacimiento de
Carlota Godoy en Palacio había sido celebrado como si del de una infanta se tratase,
concediendo a la neófita la más alta condecoración existente, organizando dispendiosos
banquetes y efectuando regalos de muy elevado precio. María Luisa y Carlos demostraban
una vez más que nada en el mundo les interesaba más que la felicidad de su Manuel.

Primer Cónsul y dictador indiscutido, Napoleón Bonaparte comenzaba a lanzar su


larga sombra sobre Europa. Su hermano Lucien fue nombrado embajador de Francia en
Madrid y muy pronto entabló estrecha amistad con La Trinidad, hasta el punto de que llegó
a proponer a su hermano que se divorciase de su esposa Josefina, con la que no había tenido
hijos, para casarse con la infanta Isabel, aquella que estaba bajo sospecha de ser hija de
Godoy. Pero parece que para entonces el futuro Emperador ya estaba muy convencido de su
estelar papel y se permitió tomar se muy a mal tal propuesta e incluso ofenderse,
respondiendo desabridamente que, caso de quedarse viudo, en ningún momento se le
ocurriría emparentar por vía matrimonial con unos elementos tan impresentables y
corruptos como eran los miembros de la familia real española.

En el plano político, la España borbónica no había tenido problema alguno en


establecer estrechas alianzas con el poder que en Francia había llevado a la guillotina a Luis
XVI y María Antonieta. En enero de 1801, en virtud de estos pactos, España se vio lanzada
por Napoleón a la guerra contra un Portugal que se negaba a romper su secular alianza con
Inglaterra. Reinaba en el país vecino María 1, prima del monarca español. Pero la
enfermedad mental que padecía -la vieja conocida melancolía familiar- la había inhabilitado
y obligado a su reclusión y su hijo Juan -el futuro Juan VI- actuaba como regente. Consorte
de Juan era Carlota Joaquina, otra hija de Carlos y María Luisa. De penoso aspecto fisico,
una caída de caballo le había producido una marcada cojera y, según escribió alguien que la
conoció bien, estaba poseída de «un delirio depravado e infame» y parece que en Lisboa
había establecido récords de actividad extramatrimonial que dejaron muy atrás a los tan
aireados de su propia madre.
Pero volviendo a la alta política, tras rechazar Portugal el ultimátum lanzado por
Francia, organizó el Directorio de París un fuerte ejército que, unido al español, atravesó en
mayo la frontera. Godoy mandaba estas fuerzas y, para animarle en tal empeño, Carlos le
concedió el título de Generalísimo, que era la primera vez que aparecía en la Historia de
España. Era evidente que la campaña no podía ser larga ni dificil y, en pocas semanas, el
muy ufano Generalísimo se alzaba como el triunfador de aquel conflicto de opereta, que
pasó a la Historia como la Guerra de las Naranjas y que arrancó a Portugal la posesión, a la
que nunca ha renunciado, de la ciudad de Olivenza.

Tan cítrica denominación para aquel breve conflicto nació del hecho de que sus
soldados habían ofrecido a Godoy unos ramos de naranjas tomados de las huertas de Elvas,
que él envió enseguida a la Reina en simbólico y, ¿por qué no?, amoroso y cómplice
tributo. El episodio había servido, por otra parte, para que Carlos pudiese hacer expresión
de sus sentimientos paternales, cuando se quejó ante Lucien Bonaparte diciéndole: «¡Ay,
querido amigo! ¡Qué desgracia es ser rey y verse obligado a guerrear hasta con la propia
hija...!» Godoy recibía, en tangible recuerdo de tan «memorable» hecho un costoso sable
con empuñadura de diamantes que añadía a la enorme colección de piezas de arte que
estaba atesorando. Perfecto ejemplar de advenedizo con suerte, aprovechaba con ansia toda
oportunidad que tenía para hacerse con los bienes materiales que la fortuna le ponía en las
manos.

Fue en el año 1800, cuando Goya, pintor protegido por los Reyes, muy conocedor
de la fisonomía de los miembros de la Familia y con el suficiente prestigio para poner su
arte por encima de cualquier condicionante de halago cortesano, realizó esa obra maestra
del retrato psicológico que es La Familia de Carlos IV. En él dispuso a todos los personajes
del drama, o de la comedia, según se mire. Centrando el grupo de forma indiscutible, se
alza María Luisa, que tiene cogido con la mano izquierda al infante Francisco de Paula,
mientras que apoya la derecha sobre los hombros de la infanta Isabel. Eran éstos a los que
la Reina parece dar una especial protección, los dos sospechosos de ser pequeñosgodoys.

Se muestra a la izquierda un grupo de cuatro figuras: el heredero Fernando lo


centra, teniendo a su derecha y a sus espaldas a su hermano Carlos y a su izquierda,
aparentemente cogida de la mano, una figura femenina que vuelve el rostro, ya que en el
momento de pintarse el cuadro se desconocía todavía la identidad de su futura esposa.
Detrás, entre Fernando y la desconoci da, con su bien identificador gran lunar negro,
aparece la infanta María Josefa, la hermana mayor del Rey. La parte derecha de la gran
pintura está ocupada por un grupo de seis adultos y un niño. Son, a partir del centro, el
propio rey Carlos IV, portador de todo un surtido de parafernalia de bandas, lazos y
condecoraciones, y la pareja formada por la infanta María Luisa y su marido, el príncipe
Luis de Parma; ella lleva en brazos a su pequeño hijo. Detrás, aparecen las cabezas del
infante Antonio, el hermano del Rey, de tan gran parecido fisico con él, y de la infanta
Carlota Joaquina, futura Reina de Portugal.

El mismo Goya se autorretrató y se introdujo en el interior del cuadro, situándose en


la penumbra de un segundo plano, a la izquierda de la composición y ante una tela en
bastidor, símbolo de su profesión. Al contemplar esta deslumbradora pintura, es obligado
dar a cada uno lo suyo y descubrirse adecuadamente ante unos Reyes capaces de verse
representados con unos fisicos nada halagadores, que cualquier otro hubiera rechazado en
un retrato de encargo. Ciertamente, el gran amor y respeto por el arte que dos personajes
tan lamentables como Carlos y María Luisa demostraron, al dejarse retratar por el
inmisericorde genio de Goya, les eleva en alguna medida en la consideración de quien se
aproxime a sus poco edificantes biografias.

Poco después de terminarse esta magna obra, una inesperada angina de pecho puso
a Carlos al borde de la muerte, pero acabó recuperándose. Sin embargo, desde ese momento
-se comentó que por instigación de su mujer- todos los decretos emanados del monarca
estuvieron firmados de forma conjunta por él y por Godoy. Cuando los rumores acerca de
que María Luisa y el valido preparaban una regencia conjunta para el caso de que Carlos
muriese alcanzaron suficiente difusión, Napoleón se apresuró a declarar que en tal caso,
solamente reconocería al Príncipe de Asturias, Fernando, como legítimo sucesor.

Pero el Rey superó este y un segundo bache cardíaco y continuó plácidamente


entregado a su caza y a su música, sin conciencia alguna de que se encontraba paseando al
borde mismo del abismo. En las veladas nocturnas de Palacio tocaba el violín y se permitía,
siguiendo un viejo vicio que nadie se había atrevido a corregirle, a saltarse notas para
adelantarse a sus desesperados compañeros de interpretación, mientras reía infantilmente
balbuceando: «¡Soy el rey, soy inalcanzable!» Muy pronto, la gota y el reuma hicieron
presa en él, amargándole sus últimos tiempos en el trono.

En 1802 moría, tras cuarenta años de bien aprovechada existencia, la duquesa


Cayetana de Alba, que con su imagen pasó a representar toda una convulsa y apasionante
época de la Historia de España. Insuperable arquetipo de dama «de alta cuna y de muy
heterogénea cama», su enorme fortuna y su abrumadora colección de títulos nobiliarios le
habían permitido hacer de su vida lo que había querido. Tras su rapidísima e inesperada
muerte, corrieron rumores de que había sido envenenada por su tenaz enemiga, la Reina,
acaso con la connivencia de Godoy, del que se decía que había sido uno de sus muchos
amantes. Abundaban sobre tan atrayente enigma algunos hechos realmente muy
particulares.

Estando todavía la Duquesa de cuerpo presente en su Palacio de Buenavista, sus


bienes fueron inventariados por urgente orden del Consejo de Hacienda, aduciendo la
necesidad del cobro de unos pagos atrasados que al parecer debía. Al mismo tiempo, por
una sorprendente orden personal del Rey eran incautados sus documentos y otras
pertenencias. La sorpresa fue general cuando, al cabo de muy pocos días, la Reina lució en
público -y con la actitud más desafiante y ostentosa- algunas de las célebres y bien
conocidas joyas que habían pertenecido a Cayetana. Otros de sus bienes personales, como
la maravilla velazqueña de La Venus del espejo, pasaron a integrar la colección de pinturas
del voraz Godoy, donde fueron a reunirse con las dos Majas de Goya. Un vidrioso asunto
que nunca se aclararía y que arrojó todavía más sombras -y, en lenguaje llano, más basura-
sobre los Reyes y su valido, cada vez objeto de mayores críticas entre una población harta
ya de tanta prepotencia y corrupción.

Fue en este momento cuando entró de forma espectacular en escena el que se


convertiría en su principal protagonista durante los siguientes decenios: Fernando, el
Príncipe deAsturias.Todas las descripciones fisicas que se han hecho de él, tanto literarias
como pictóricas, coinciden en sus rasgos faciales de cretino, complementados por la
siniestra viveza de sus ojos, en nada parecidos a los siempre adormilados de su padre.Ya en
su más tierna infancia no había tardado Fernando en percibir las singularidades de su
entorno familiar más íntimo, lo que le llevó a hacerse una composición de lugar del mismo:
despreciaba a su padre y aborrecía a su madre; a Godoy, directa y abiertamente, le odiaba.
La Trinidad tenía así al «enemigo en casa» que, con el paso de los años, fue tomando
fuerza, así como posiciones y partidarios bien dispuestos a tomar el relevo en el reducido
campo de las decisiones supremas, que por el momento estaba copado.

Apoyaba a Fernando desde el interior de la familia su tío el infante Antonio Pascual,


verdadero parásito a quien su hermano casó con una de sus hijas y al que, entre la sorpresa
y el regocijo burlón generales, una aduladora Universidad de Alcalá regaló el título de
doctor honoris causa. Antonio Pascual, cuyo fisico era una verdadera reproducción del de
su hermano el rey, vivía también a su aire, beneficiándose de su privilegiada posición, pero
no tenía inconveniente en referirse a su cuñada María Luisa como «la carroña». Fernando
tuvo así siempre en su tío un decidido apoyo en sus actuaciones contra los Reyes. Muestra
de su cambiante naturaleza era su forma de referirse a él, pasando de llamarle con burlona
sorna «Mi tío, el doctor» a calificarle de forma más directa y sincera como «Mi tío, el
imbécil», en lo que venía a coincidir con la inmensa mayoría.

En octubre de 1802 se llevó a cabo un nuevo matrimonio doble entre primos: el


heredero español, Fernando, y su hermana Isabel -la otra supuesta hija de Godoy- eran
casados respectivamente con otra pareja de hermanos: la princesa María Antonia y el
heredero de las Dos Sicilias, Francesco.Tras las magníficas celebraciones por los
esponsales, la cruda realidad no tardó en emerger, borboteando como las más sucias aguas.
Nada más desembarcar en Nápoles, la infanta Isabel comenzaba a verse insultada por su
suegra, aquella terrible María Carolina, como sporca bastarda epilettica, que solamente
quedaba disculpada por ser «hija del Crimen y de La Maldad», en abierta referencia a
Godoy y María Luisa.

Las cosas tampoco iban por caminos de rosas para la otra parejita. Puesto el pie en
el muelle de Barcelona, María Antonia, la nueva Princesa de Asturias -alta y esbelta, rubia y
de saltones ojos azules- quedaba horrorizada al conocer en persona a Fernando, su flamante
esposo. Su verdadera fealdad y aviesa expresión habían sido naturalmente omitidas en el
amable retrato que, como era costumbre, se le había enviado. Sobre esta primera impresión,
en sus cartas la napolitana -a la que familiarmente llamaban Totóno se privaba de incluir
expresiones como: «Creí desmayarme» o «Quedé espantada»... Era ésta, como habían sido
y serían tantas más bodas reales, un compromiso con trampa y engaño. Cierto que María
Antonia contaba ya dieciocho años y, para la época, había entrado ya en una edad en la que
pocos remilgos podía poner a la hora de aceptar marido. Un repelente marido que, por otra
parte, era nada menos que el heredero de una Corona, de un Reino y de un extenso Imperio
colonial.

Iba a ser María Antonia personaje fugaz en esta historia, en la que no figuraría más
que como la primera de la serie de cuatro esposas de Fernando. Nada en común tenían los
recién casados: frente a la refinada amante del piano que hablaba varios idiomas, se alzaba
aquel ignorante y brutal elemento. Pasaron varios meses sin que la pareja se decidiera a
entenderse fisicamente. Como cumplidamente escribía María Carolina de Nápoles a su
embajador en Madrid:

El marido no es todavía marido, y no parece tener deseo ni capacidad de serlo [...]


Mi hija está desesperada. Fernando es enteramente memo; ni siquiera un marido fisico, y
por añadidura un latoso [...] ni es siquiera animalmente su marido.

Más adelante, tan arrojada suegra volvía a la carga:

Mi hija es completamente desgraciada. Su marido sigue lo mismo.Y ya es fuerte


cosa que a los dieciocho años no sienta nada, y que se hayan hecho inútiles pruebas, sin
consecuencias, ni placer, ni resultado...

En el interior de Palacio, como cabía esperar, la guerra entre suegra y nuera estaba
ya declarada desde el mismo momento en que ambas se tuvieron delante. María Luisa
apuntaba con dardos sobre un doble objetivo: «María Antonia es bien mala, y muy hija de
su madre...» Lo cierto es que, al cabo de casi un año, aquel bloqueo conyugal fue superado
y todo el mundo se enteró de que los jóvenes descubrieron finalmente en una frenética
práctica sexual un centro común de interés. Por los mentideros se hablaba ya abiertamente
del muy singular tamaño de los atributos viriles del Príncipe, que la cursilería literaria supo
describir como «desmesurados encantos íntimos». Paralelamente, al irse envenenando cada
vez más las sordas guerras domésticas entre suegra y nuera, Fernando halló en María
Antonia la más ardiente partidaria frente a los Reyes.

Ella no dudó en escribir a su familia que, en el momento en que Carlos -«el solemne
necio»- muriese, Godoy iría a dar con sus huesos en la cárcel. La Reina -«la arpía»- como
ella «cariñosamente» la llamaba, no ocultaba su «maternal afecto» cuando calificaba a su
nuera con una colorista variedad de insultos, que iban desde unos convencionales «sierpe
diabólica» y «víbora venenosa», hasta los algo más despiadados «rana a medio morir» y
«animalucho sin sangre». Todo lo que la muchacha hacía le parecía mal y le molestaba. En
las inmensidades del Palacio Real, para la Reina, las clases de música de la nuera solamente
servían para provocar molestos y desagradables ruidos, mientras que cuando la veía
entregada a la lectura, criticaba ácidamente una costumbre «tan poco española y nada
femenina».

Ante la escasa pureza del aire que se cortaba en el interior del Palacio madrileño, la
joven pareja optó por pasar la mayor parte del tiempo enAranjuez.A su alrededor, se
apresuró a juntarse toda la camarilla que, sirviendo en todos sus deseos al Príncipe y
calentándole los oídos con propuestas, posibilidades, planes y toda clase de fantasías, iban
preparándose sus lugares para cuando se produjese el inexorable relevo en el trono. María
Antonia se mostraba como la más entusiasta de todos en aquella labor de conspiración
familiar y dinástica que, por el momento, estaba reducida a continuadas quejas,
conversaciones generales y planes inconcretos.

Aquellos ambiciosos aristócratas propalaban burlescas composiciones, de las que


Godoy solía ser el objetivo preferido, pero que en realidad iban lanzadas también contra los
Reyes:

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Por su parte, con extremado detalle se regodeaba María Luisa describiendo a su


protegido los dos abortos de su nuera:

Esta tarde he presenciado el mal parto de mi nuera, con algunos dolores y poca
sangre pues toda ella no equivale a la mía mensual de un día: la bolsita muy chica y el feto
más chico que un grano de anís chico y el cordón es como una ilacha (sic) de limón [...] con
decirte que el Rey a (sic) tenido que ponerse anteojos para poderlo ver...

Sobre el segundo aborto, se repite el cuento:

Amigo Manuel, por fin malparió María Antonia de pocos días de vida pero era más
chico el feto que un cañamón chico, aun que el otro de El Escorial.

A partir de este momento, la exquisita napolitana ya no se recuperaría y murió en


Aranjuez, a causa de la tuberculosis, el 21 de mayo de 1806, a los veintiún años. El suicidio
del boticario de Palacio, seguido por la destrucción policíaca de pruebas, sirvió a los
partidarios de Fernando para propalar la especie de que la Princesa había sido envenenada
por orden de Godoy. Se dio incluso una versión más imaginativa, cuando se habló del
escorpión que el valido habría mandado introducir entre las sábanas de la princesa. De muy
mala gana, el heredero se vio obligado a reaccionar y declaró: «El vulgo calumnia a Manuel
y no tiene razón. Cuando me casé con María Antonia, estaba ya tísica.»

A pesar de la brevedad de su matrimonio, Fernando había descubierto las delicias


que podía ofrecerle y, al enviudar, sin duda las echaba de menos. Se hizo una propuesta de
casarlo con una her mana de la mujer del valido, pero él reaccionó vivamente ante tan
descabellada idea: «¡Antes que ser cuñado de Godoy, permanecería viudo hasta la muerte o
me haría fraile!» Mientras tanto, España se entregaba atada de pies y manos a las decisiones
de Napoleón; meses antes, en Trafalgar se había perdido la flota y muerto sus mejores
almirantes. Ahora, la profunda inquina de Fernando hacia Godoy se mostraba a cara
descubierta, incrementando la irritación del Rey contra su hijo y reforzando, todavía más si
cabe, la posición del amigo Manuel, al que, con trato de alteza serenísima, nombró nada
menos que Almirante de Castilla, otro título que todavía le faltaba a su ya extensísima
colección.

Llegado el mes de octubre de 1807, por el Tratado de Fontainebleau, Godoy y


Carlos habían accedido a que las tropas francesas atravesasen suelo español de camino
hacia Portugal. Ahora Napoleón había decidido la desmembración del «rebelde» país,
ofreciendo a Godoy el Algarve para sí y para sus descendientes. Los asuntos de la gran
política seguían estando profundamente mezclados con la existencia de la familia real y en
aquellos mismos días, Fernando «movió pieza». La viudez seguía pesando sobre él, y su
círculo de partidarios consideró que en este sentido podrían matarse dos pájaros de un tiro.
Así, hicieron llegar una carta secreta al Emperador en la que, tras asignar a Godoy lindezas
tales como pérfido, egoísta, astuto e indigno, solicitaba de aquel al que llegaba a llamar
muy tierno padre «una princesa de su sangre» para casarse con ella.Y nuevamente esta
vergonzosa y arrastrada acción mereció el más profundo desprecio por parte del advenedizo
corso. Éste, en la cúspide de su poder, se permitía despreciar y mofarse de los miembros,
«todavía» reinantes, de una de las más antiguas y brillantes dinastías de Europa.

Naturalmente, los eficaces servicios de espionaje franceses informaron del hecho a


Godoy, mientras un anónimo hacía saber al Rey que su hijo encabezaba una conjura para
sustituirle en el trono y, como añadida propina, envenenar a la Reina. En las barrocas
estancias palaciegas del adusto Monasterio de El Escorial, protegidas de los fríos serranos
por los espesos tapices que colgaban de sus muros, se desarrollaba esta compleja trama, que
tanto parecía tener de jocoso vodevil. Sus espías informaban a los Reyes que Fernando se
pasaba las noches en vela tramando Dios sabe qué y escribiendo sin parar a la luz de un
discreto candelabro. La Reina ya no vivía y obligó a su apático marido a llevar a cabo, por
vez primera en su vida, una acción clara y decidida. Entraba en su recta final La
Conspiración de El Escorial.

Cuando Carlos penetró de improviso en la estancia de su hijo, le pilló


verdaderamente con las manos en la masa. Sobre su mesa había acusadores documentos de
su traición, que la sorpresa de la irrupción no le había dado tiempo de esconder. Además de
los nombres de los implicados, muchos de ellos altos aristócratas, se detallaban los planes
que se preparaban. Según ellos, Godoy perdería todos sus cargos y bienes y quedaría preso
de por vida, y María Luisa, definitivamente apartada de la escena. Muy astutamente, los
conjurados pensaban salvar la imagen de Carlos, presentándole como inocente víctima de
aquella indigna y depravada pareja.

La comedia siguió su curso, con Fernando arrestado en su propia alcoba por orden
de su padre, que para esta ocasión recuperó algunos de sus antiguos ataques de violenta
cólera. El hijo no cesaba de implorar su perdón, dispuesto a lo que fuese por eludir los
efectos de tan grave acción. Repetía una y otra vez a gritos los nombres de todos los
implicados y, por si eso no fuera suficiente, aseguraba que una gran parte de la
responsabilidad del hecho recaía también sobre su esposa ya fallecida. Cuando consiguió
ver al gran enemigo, que seguía siendo dueño de la escena, se le echó encima llorando y
tratando de abrazarle: «¡Manuel, Manuel! ¡Sálvame, por piedad!» Godoy le aconsejó que
escribiera a sus padres en demanda de su perdón y Fernando no tuvo reparo alguno en
redactar sendas lacrimógenas misivas dirigidas a «Señor. Papá mío» y «Señora. Mamá
mía», en las que admitía haber delinquido víctima de ajenos manejos. Al mismo tiempo,
insistía en su arrepentimiento, solicitaba su perdón -la clave del asunto- y les pedía que le
permitiesen postrarse a besar a ambos «sus reales pies».

Pasado el atestado a manos del ministro de Gracia y justicia, María Luisa consiguió
que su marido absolviese al hijo. Frente a tal acto de traición, el Rey esperaba fuertes
castigos para los implicados, e incluso la pena de muerte para los más destacados. Pero ante
su irritada sorpresa vio cómo todos ellos, desde aristócratas y destacados eclesiásticos hasta
servidores y mensajeros, quedaban libres de cargos. Mientras estos hechos tenían lugar, ya
a principios de aquel año crucial de 1808, los soldados franceses seguían entrando en
España y pronto serían más de cien mil los que se distribuirían -todavía como bien
recibidos aliados- por lugares estratégicos de todo el país.
TIEMPOS DE DESHONOR
Y DE INFAMIA

uy pronto, las exigencias territoriales de Napoleón, que


pretendía anexionarse todo el norte del Reino, se mostraron inaceptables incluso para un
aliado tan fiel como Godoy. Las tropas francesas ya actuaban como activos ocupantes en
las ciudades españolas donde se habían acantonado. Ante tal amenaza, la familia real
portuguesa ya había abandonado Lisboa, camino del refugio que les ofrecía el Brasil y, en
Aranjuez, se discutía si Carlos IV y la suya no deberían emprender viaje hacia Andalucía
para allí embarcarse rumbo a las colonias americanas.

Allí, el 17 de marzo, el Consejo de Castilla, supremo órgano del Estado, discutía


con urgencia la cuestión. Tras haber aceptado Carlos marchar a América con la Reina,
Fernando aceptó la propuesta que Godoy le hizo de quedar en Madrid. En caso de estallar
la guerra con los ocupantes, él se haría cargo del mando de la defensa nacional.
Inmediatamente después, aquel reiterado falsario ordenó a sus partidarios la ejecución de
los planes que tenían previstos y que únicamente se habían retrasado un poco. Iban a dar un
doble golpe y a apartar simultáneamente de la escena tanto al Rey como a Godoy.

Empezaba la compleja representación del denominado Motín deAranjuez,


cambalache que mezcló maquinación política, popu lismo de baratillo, chabacanería
generalizada, traiciones de toda especie, vergonzosas concesiones a cambio de
compensaciones materiales y, en fin, toda una amplia gama de actividades personales y
colectivas de tan vidriosa como compleja calificación. Organizador de la trama era ahora la
nueva mano derecha de Fernando, el joven aristócrata Eugenio Eulalio Palafox y
Portocarrero, conde de Teba y Montijo, aventurero, ambiguo oportunista y verdadero
prototipo de chaquetero hasta el fin. Personaje este que volvería a la gran Historia de forma
indirecta, ya que una de sus sobrinas, Eugenia, sería con el tiempo emperatriz de Francia, al
casar con Napoleón III.

En Aranjuez, la víspera del día de san José de aquel 1808, Palafox se ocultó bajo la
personalidad de un supuesto Tío Pedro para dirigir las acciones prácticas de la conjura. Las
rectilíneas calles del Real Sitio se veían pobladas por sospechosos y amenazadores grupos
de gente llegados de Madrid, no se sabía por qué en tal cantidad y coincidencia. Se hacían
correr rumores de toda clase, que alcanzaron hasta las estancias reales y metieron el miedo
en el cuerpo de María Luisa. Se decía que el estúpido infante Antonio Pascual tenía que ver
en la cuestión, algo que en su hermano el Rey no provocó más que ruidosas e incrédulas
carcajadas. Pero el mismo Godoy presentía el peligro y en esta ocasión fue un
sorprendentemente sereno Carlos el que le deseó las buenas noches diciéndole: «Duerme en
paz por esta noche.Yo soy tu escudo, Manuel mío, y lo seré toda la vida.»

A las diez y media de la noche comenzó la función. A un pistoletazo, el Tío Pedro


irrumpió con una masa de gente en el palacio del favorito. No tuvieron problema alguno en
entrar, porque la guardia estaba previamente sobornada y nada hizo -o incluso llegó a
colaborar- ante el destrozo que allí se llevó a cabo. En aquella tan bien programada acción
no se produjo saqueo ni robo alguno; las órdenes hablaban solamente de destruir. Así, la
turba que allí entró procedió a destrozar sistemáticamente todos los ricos y ostentosos
objetos que había atesorado la codiciosa avidez del extremeño: sillones, cortinajes,
cristalería y porcelanas, divanes, cuadros, espejos, tapices, libros, candelabros y toda clase
de muebles se vieron en unos instantes convertidos en astillas o jirones y tirados por los
suelos, antes de ser entregados a las llamas.

La esposa de Godoy y su pequeña hija fueron cuidadosamente trasladadas a Palacio;


allí, luchando entre el miedo y la cólera, las recibió María Luisa. De Godoy nada se
sabía.Viendo el inicio de lo que temía, el valido había tenido tiempo de esconderse, se dijo
que dentro de unas alfombras enrolladas y olvidadas, en un perdido desván hasta donde no
llegaron los tan disciplinados «amotinados». A la mañana siguiente, escuchando la calma
dominante y muerto de sed, abandonó su refugio, pero un soldado que le descubrió
denunció su presencia, a pesar de la promesa que le hizo de recompensarle bien su silencio.
Muy pronto, la noticia de su detención corrió como la pólvora y todos aquellos que hacían
su siesta matinal, tras la agotadora acción de la noche anterior, se dispusieron nuevamente a
representar el papel que de ellos se requería.

Cubierto solamente por su desgarrado camisón de dormir y una destrozada capa, el


que hasta la víspera había sido todopoderoso fue trasladado hasta Palacio, recibiendo
insultos verbales, escupitajos y agresiones materiales que le produjeron fuertes
magulladuras, heridas en la cara y un gran tajo en una pierna. Sobre la gran escalinata y
frente a la enardecida y vociferante masa, apareció el nuevo dueño de la situación, un
sonriente y despectivo Fernando, que ostentaba un humeante puro en la mano. Cuando
arrojaron a sus pies al verdadero guiñapo que era el odiado Godoy, se permitió decirle con
amable altanería: «Manuel, te perdono.» Ante lo que veía, el caído preguntó: «¿Ya es
reyVues tra Alteza?», y aquel gran cínico le repuso: «¿Cómo iba a serlo, si mi padre todavía
vive?»

Carlos se había pasado toda la noche interesándose angustiado por la suerte del
amigo y, al caer la tarde de aquel 19 de marzo -fecha relevante en la Historia de la
Monarquía española-, en presencia del príncipe y de sus ministros, abdicó de la Corona a
favor de su «muy caro hijo Fernando», aduciendo problemas de salud que le impedían
seguir ostentando tal dignidad. Mientras al otro lado de los balcones se oían los
perfectamente orquestados vítores de la multitud, un Fernando aparentemente enternecido
besó la mano de su agotado padre. Pero, al tratar de hacer lo mismo con su madre, ésta le
dio bruscamente la espalda y no se privó de rugirle para que todos la oyeran: «¡Caiga sobre
tu cabeza la justicia de Dios!» Después de todo lo pasado y viniendo de quien venía, no
parece que al hijo poco o nada le importase oír tan melodramática imprecación.

Pero la intriga no iba a acabar ahí. A los pocos instantes de haber renunciado a sus
derechos, Carlos se quejaba de haber sido obligado a ello por un mal hijo, desagradecido e
intrigante hasta lo inimaginable. El auditorio que ahora escuchaba tales lamentos estaba
compuesto por sus servidores y palafreneros, pero la cosa enseguida iba a pasar a mayores
y Carlos, ya arrepentido de lo que había hecho, escribió al Emperador, describiéndole la
trama de la que se consideraba víctima y acusando a su hijo de ser «un frustrado parricida»,
que había planeado la muerte de sus padres.

Tras ordenar el traslado del maltrecho Godoy a la cárcel de Pinto, el vengativo


Fernando ordenó requisar todos sus cuantiosos bienes, propiedades y títulos, mientras su
palacio madrileño era víctima de un metódico saqueo y su viejo amigo, el prestigioso
literato Moratín, era apedreado en plena calle. Murat, lugarteniente de Napoleón en España,
había ocupado el Real Sitio de Aranjuez y puesto bajo custodia de sus soldados a los viejos
Reyes. La perversa imaginación de Fernando había ya ideado un ejemplar fin para su caído
enemigo y pensaba hacerle trasladar a Madrid en un carromato; allí «habría sido imposible»
contener las iras de la orquestada multitud y ésta se habría tomado la justicia por su mano
sobre el terreno. Un plan que, al conocerlo, Murat deshizo ordenando su traslado al castillo
de Villaviciosa y, desde allí -ya a finales de abril- a Bayona, donde iban a tener lugar los
más vergonzosos actos de toda esta larga tragicomedia.

Extenso júbilo en toda España produjeron las noticias sobre la deseada caída de
Godoy. Mientras en muchos lugares eran públicamente destruidos los símbolos de su poder,
se escuchaban composiciones de esta índole:

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Carlos y María Luisa, superados por los acontecimientos, sintiéndose absolutamente


solos y amenazados por todas las enfermedades y peligros, veían en Murat no solamente a
su salvador sino al garante de su misma supervivencia y de la del querido Manuel. Ello les
llevaba a escribir al general francés penosas misivas, en las que no parecía preocuparles
humillarse calificándole de «señor y hermano nuestro» o de «carísimo señor y hermano», al
tiempo que no cesaban sus condenas tanto de Fernando como de su hermano Carlos y del
artero Antonio Pascual, ahora sorprendente y destacado personaje en la nueva situación.
Preparando el viaje a Bayona, a donde les hacía ir Napoleón, Carlos incrementaba su ruin
servilismo hasta los más sonrojantes grados y en una de sus cartas, tras disculparse
innecesariamente una y otra vez y quejarse de sus achaques, venía a añadir que: «estaría en
el cúmulo de la infelicidad si la esperanza de ver dentro de pocos días aVuestra Majestad
Imperial no aliviase todos mis males...»

De tal padre, tal hijo y Fernando vivía ahora, como El Deseado, sus horas de mayor
gloria. A su entrada en Madrid, el día 24 de marzo, fue tal la enfervorizada bienvenida
popular que su cortejo necesitó más de tres horas para hacer el recorrido desde la Puerta de
Atocha hasta el Palacio Real. A su alrededor se agolpaban todos aquellos aristócratas y
eclesiásticos que habían tomado partido por él, aun a sabiendas de que, si volvían a venir
malos momentos, él no dudaría en dejarles nuevamente en la estacada, con tal de salvar su
propia piel o conservar sus privilegios. El esperanzado y engañado pueblo cantaba:

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Llevando su zafio populismo borbónico hasta límites verdaderamente grotescos,


alborotaba el rey Fernando por las tardes en la plaza de toros, se hacía ver en los paseos
públicos y concedía unas audiencias colectivas en las que insistía en que ministros,
prelados, nobles y embajadores se mezclasen con elementos del pueblo e incluso con
mendigos. Él les recibía en bata, blandiendo su sempiterno y humeante habano y portando
en la otra mano -quizá como otra demostración de su «amistoso y despreocupado»
temperamento- una escupidera, a la que continuamente recurría sin ocultarse. Cuando los
franceses solicitaron la devolución de la espada que su rey Francisco 1 había entregado tras
su derrota en Pavía a manos de Carlos V, Fernando ignoró las opiniones que se alzaron en
contra, aduciendo simbolismos históricos, y decidió: «Demos gusto a la familia imperial.
¿Qué nos importa un pedazo de hierro?»

Llamado por el gran árbitro del momento, Fernando marchó también a Francia,
dejando a su tío, el ahora muy activo Antonio Pascual, al frente de una junta de Regencia.
Cuando llegó a Bayona, el 20 de abril de 1808, su hermano Carlos le comentó, alterado,
que Napoleón estaba decidido a acabar con la dinastía borbónica. De hecho, cuando
finalmente Fernando se vio ante el idolatrado y temido Emperador e insistió en besarle en
las mejillas, mientras servilmente le llamaba mon frére, comprobó decepcionado la absoluta
frialdad del otro. Durante estos días, el Emperador ocupaba aquel Palacio de Marrac,
construido pero nunca ocupado por Mariana de Neoburgo y que había heredado su sobrina
Isabel de Farnesio.

Sin perder tiempo, el amo de Europa le dijo que debía presentar inmediatamente su
abdicación. Fernando, ya degustadas las mieles del poder, quedó horrorizado ante tan
inesperada imposición pero, aun sabiendo cómo se las gastaba el corso y con clara
conciencia de encontrarse en sus manos, se negó. Napoleón simplemente se limitó entonces
a esperar a que llegase el resto de la familia para, ya con todos los protagonistas, volver a
plantear por las buenas lo que ya tenía decidido llevar a cabo por las bravas: hacerse con la
Corona de España.

El día 26 llegó Godoy a Bayona y, ante un Napoleón que no le ocultaba una cierta
admiración, le manifestó su esperanza de que se produjese la tan deseada reconciliación
entre padres e hijo. Luego, una nota del Emperador revelaba tanto su profundo cinismo
como aquel aprecio que siempre sintió por aquel otrora todopoderoso:

El Príncipe de la Paz tiene el aire de un toro y ha sido tratado con una barbarie sin
precedentes. Sería aconsejable protegerle de toda infamia pero, al mismo tiempo, cubrirle
con un ligero tinte de desprecio.

Cerrando este penoso desfile, el último día de abril, en una chirriante carroza que
precedía a una serie de vehículos carga dos hasta los topes de muebles y objetos de toda
clase, llegaban extenuados los viejos Reyes. Ellos sí recibieron unos honores formales que
su anfitrión había negado al hijo. La niña Carlota Godoy iba con ellos y, a las pocas horas,
se sumaba a la troupe Pepita Tudó con los pequeños Godoy de la main gauche y toda su
codiciosa familia. Ahora, la desgracia les unía; María Luisa pareció olvidar viejos odios y
hasta la nombró su dama de honor.

Allí se produjo el tan temido encuentro entre los padres y el hijo traidor, rodeado
por todos los sonrientes y satisfechos implicados en la conjuración de El Escorial. A
Fernando, su padre le increpó: «¿No te has cansado de ultrajar mis canas?» Cuando
apareció Napoleón, Carlos le abrazó con ansia, quejándose sin parar de todos sus males,
fisicos y morales, recurriendo a las formas más melodramáticas: «Su Majestad Imperial
desconoce el mayor de los dolores. No hay desdicha más terrible que la de un padre al
quejarse y avergonzarse de su propio hijo...» El encuentro con Godoy estuvo, como era de
esperar, abundantemente bañado en lágrimas por parte de todos. Eran lágrimas de
agradecimiento a la Providencia por haberles permitido sobrevivir a tales desgracias, pero
también pensando en los bienes perdidos y, junto a esto, por la incertidumbre ante lo que el
destino les deparaba.

Como especial consideración personal a tales encuentros, Napoleón había hecho


venir de París a su esposa, la emperatriz Josefina. Ésta describiría luego la horrible
impresión que le había producido la caduca María Luisa, profusamente maquillada y
exageradamente escotada, dando la impresión de «una momia medio desnuda», que durante
la cena se entretenía en juguetear sin disimulo alguno con su dentadura postiza. Pero lo
importante estaba por llegar y Napoleón organizó el «careo» entre las partes.

Un empecinado Fernando se negaba una y otra vez a renunciar a la Corona, que su


padre le exigía, envalentonado por el aparente apoyo que el Emperador le prestaba.A pesar
de su estado, el viejo Rey se hallaba perfectamente aleccionado y al principio planteó
justificaciones «legales» a su exigencia. Afirmó que su renuncia había sido forzada y hecha
con unas reservas de conciencia que ahora servían para anularla. Pero esta vía civilizada
evidentemente no llevaba a nada, e incluso la propia y suave intervención de Napoleón para
decidir a Fernando -«Señor, sois muy tonto y muy malo»- no sirvió para nada.

Así, la culminación del penoso sainete llegó -como en tantas disputas familiares-
con la intervención de la iracunda María Luisa, que se dirigió a Napoleón diciéndole:
«¡Mátelo, Su Majestad Imperial!», añadiendo -lo que no dejaba de tener su gracia, viniendo
de quien venía-: «¿No ve que es un hijo de mala madre?». Los graves asuntos de Estado se
habían rebajado hasta niveles de las más ruines rencillas domésticas y cuando el ansioso y
envarado Fernando le preguntó a su padre por qué ahora le exigía lo que pocos días antes le
había dado, éste le contestó en el estilo más casero: «zY a ti qué te importa? ¡Porque se me
antoja! ¡Y obedece de una vez!» Pero, por el momento, la partida quedó en tablas y
Bonaparte, cada vez más harto de gastar tiempo y paciencia a causa de toda aquella gente a
la que tan profundamente despreciaba, decidió esperar una vez más.

Pero la situación iba a desbloquearse, empujada por el desencadenamiento de unos


hechos verdaderamente dramáticos, de los que puede decirse que hicieron entrar a España
en la Edad Contemporánea. En la madrugada de aquel sangriento Dos de Mayo que iba a
marcar la Historia, salían para Bayona los miembros de la Familia Real que todavía
quedaban en Madrid: el infante Francisco de Paula -el supuesto pequeño Godoy-, su
hermana Luisa y el inefable Antonio Pascual, feliz con su protagonismo político. En las
calles de la capital, ocupada de hecho por las tropas de Murat, pululaban grandes grupos de
gente sin ocupación aparente.

En un momento dado, alguien difundió a gritos que se había visto al adolescente


Francisco llorar en el interior de la carroza de viaje, aparcada a la puerta de Palacio que da
a la actual Plaza de Oriente. Se interpretó aquello como una emotiva e impotente negativa a
ser trasladado a Francia y sirvió muy oportunamente como señal de salida para el inicio de
una revuelta que evidentemente estaba planificada de antemano.Varias mujeres cortaron las
riendas de la carroza real y sus pasajeros debieron volverse al interior de Palacio; allí
hicieron que Francisco de Paula saliese al balcón principal para saludar y tranquilizar al
pueblo. Pero ya la situación había entrado por los derroteros previstos y el enfrentamiento
entre paisanos y soldados franceses convirtió a la capital en un campo de batalla, donde las
más espeluznantes atrocidades por ambas partes provocaron un espantoso baño de sangre.

Al día siguiente, dio comienzo la represión y se produjeron masivas ejecuciones de


españoles. El impresionado genio de un horrorizado Goya dejó para la posteridad la mejor
y más trágica expresión de aquellos hechos. Cuando Madrid se hubo pacificado de esta
forma,Antonio Pascual se apresuró a felicitar a Murat por su eficacia en la forma de
conducir tan dificil a continuación, marchó con sus sobrinos hacia la seguridad que les
ofrecía la frontera francesa.

Cuando Napoleón tuvo noticias de los hechos de Madrid, estalló en una previsible
cólera y ya no quiso seguir jugando a la dilación con sus indeseados huéspedes. Ahora,
expeditivamente, amenazó a Fernando -«Príncipe, debe elegir entre la cesión o la muerte»-
con someterle a un sumarísimo consejo de guerra, como responsable de la muerte de los
soldados franceses a manos de los madrileños. Mientras Fernando se lo pensaba, su padre
realizó la segunda de sus abdicaciones, ahora a favor del triunfador del momento. Le
entregaba sus derechos como soberano de España y su Imperio y sus propiedades privadas,
a cambio de un par de buenos castillos -uno de ellos, el célebre de Chambord, en el Valle
del Loira- como residencia permanente y una muy sustanciosa renta para él y para su mujer
en caso de viudez.

A pesar del gran estado de tensión en que Carlos debía lógicamente hallarse, la
doblez de su carácter le llevó a «nadar y guardar la ropa» y, para no firmar personalmente
tal deshonroso acuerdo, hizo que lo hiciese por él un desganado Godoy, que ya no tenía
cargo oficial alguno. Al día siguiente, 6 de mayo, Fernando abdicaba por fin; a cambio,
también él se aseguraba una cómoda residencia y unas buenas rentas. Eran momentos en
los que Carlos andaba ya por los pasillos clamando histriónicamente ante quien le quisiera
oír: «¡Sólo puedo decir que yo no abandoné a mi pueblo! ¡Me arrojaron de la Corte y me
echaron al destierro! ¡Dios me hará la justicia que los hombres me niegan!»

Mientras una Asamblea de Notables redactaba para España la primera Constitución


de su Historia, imitada de la francesa y que nunca iba a tener vigencia, José Bonaparte se
preparaba para instalarse en Madrid como Rey. Indiferentes a esto y solamente interesados
en comenzar a disfrutar de la tranquilidad y el bienestar comprados a tan alto precio, los
miembros de la Familia Real marcharon a los destinos previstos. Fernando, acompañado de
su hermano Carlos y el «buen» tío Antonio, todavía tuvo la desfachatez de emitir una
proclama a la nación española, que ya comenzaba a desangrarse en durísima guerra. En
ella, animaba a sus antiguos súbditos a que confiasen en conseguir «la mayor dicha, de las
sabias disposiciones y del poder del Emperador».

Indicaba que el más manso sometimiento a las órdenes del triunfador constituiría
para él -Fernando- el mayor placer y llegaba al extremo de añadir, por último, que había
olvidado sus particulares intereses y renunciado a sus derechos únicamente llevado por el
«único objeto de sus deseos»: la felicidad del país... Unos desinteresados afectos para él
que, además de las suyas, incluso se había asegurado de Napoleón unas rentas para su
esposa, caso de volverse a casar durante este exilio de desconocida duración. El sistemático
incumplimiento por el Emperador de tales pactos, que nunca pensó respetar, iba a ser el
justo pago bien merecido por todos aquellos despreciables elementos.

Por su parte, los viejos Reyes se instalaban sucesivamente en los magníficos


castillos de Fontainebleau y de Compiégne, considerados adecuados a su dignidad. La
antigua Trinidad era ya ahora una verdadera troupe, presidida por un consentidor y amable
abuelo que no cesaba de escribir a Napoleón, aburriéndole con las reiteraciones de su más
inquebrantable lealtad, pensando con ello asegurarse los mensuales cobros acordados. A su
lado y en medio del griterío de los bastardos de Godoy, María Luisa y Pepita estaban
convertidas en íntimas comadres, al lado de un Manuel disminuido que no sabía qué hacer
con su vida y que, a estas alturas, aparecía como el humanamente menos infame de todos
ellos.

Muy pronto pudo comprobar el defraudado Carlos que los bellos bosques de
Compiégne no eran en absoluto comparables a los que acostumbraba a recorrer día a día en
sus destructoras partidas de caza por los alrededores de Madrid. Así, aduciendo muy
astutamente achaques de salud, comunicó al Emperador su interés por establecerse en zonas
más cálidas que le recomendaban sus médicos. Napoleón aceptó encantado la idea de que le
dejasen libre aquel importante castillo y les autorizó para que marchasen a donde quisieran.
Ahora, para él, todos aquellos rastreros Borbones no eran ya más que ridículos y molestos
monigotes a los que, encima, debía por el momento mantener.

Hasta la primavera de 1812, el grupo vivió entre Aix-en-Provence y una finca en las
proximidades de Marsella. La guerra en España actuaba de forma determinante sobre la
suerte del Imperio napoleónico, que entraba en irreversible declive. Al paso de estos años y
con la fortuna cada vez más enfrentada, el Empera dor fue retrasando y recortando las
asignaciones que se pagaban a tan indeseables huéspedes. Desde ambas partes, se mantuvo
una extensa y detallada correspondencia, debido a este permanente tira y afloja, que
siempre parecía amenazar la misma supervivencia de los exiliados.

Mientras no cesaban los rumores que afirmaban que se habían traído con ellos las
joyas y los tesoros de la Corona, de legendario e inmenso valor, Carlos se endeudaba hasta
las cejas con bancos y casas de crédito, negando firmemente en todo momento que
estuviesen en posesión de aquellas riquezas. Esta precariedad material fue quizá la principal
razón que les impulsó, en el verano de 1812, a marchar a instalarse en Roma. De esta época
es la descripción que de la pareja dejó el prefecto de Marsella y que coincidía con la que en
general ofrecían a todos. Si Carlos le pareció un anciano «alto y hermoso, honrado, bueno,
sencillo y abstemio, aunque ignorante...», María Luisa se le mostró «pequeña, fea y basta,
si bien tiene hermosos brazos y, en excepcionales ocasiones, muestra fortuito ingenio y
asombrosa dignidad». Como buen cotilla, detallaba también su adorno personal, de
«plumas, cadenas y joyas, que dice sus únicas alhajas».
Godoy, el siempre cabizbajo tercer vértice del grupo, también mereció su natural
curiosidad y le vio con buen aspecto fisico, añadiendo, benevolente: «Le falta distinción,
pero a veces la agudeza le enciende los claros ojillos.» Este observador funcionario anotó
también un comentario de Carlos sobre María Luisa que, sin duda conocedor de la historia
del terceto, le debió sorprender en alguna medida: «Es una buena madre y una buena
esposa.Jamás me causó el menor disgusto.» Mientras tanto, en el Cádiz asediado por las
tropas francesas, las Cortes redactaban una Constitución que sirviera de base para la futura
convivencia de los españoles, una vez alcanzado el fin de la guerra, que ya se anunciaba
próximo. Pero esto a Carlos no le importaba nada en absoluto; las remesas a recibir cada
mes eran su única preocupación.

El 18 de julio de 1812 se instalaban los viejos Reyes en Roma, en el suntuosísimo


Palazzo Borghese, que muy pronto se vieron obligados a cambiar por el Palazzo Barberini,
cuyos alquileres eran más reducidos. Llevaban allí una vida de antiguos burgueses, ya que
no tenían más remedio que olvidarse de unos fastos que no podían costearse, asfixiados
como estaban por los impagos y retrasos de los dineros franceses. Trataban de mantener
una pequeña corte, pero para ello debían empeñar las cuberterías de plata y algunas joyas.
Carlos no dejaba de quejarse del estado al que les había arrojado Napoleón, al que ahora se
atrevía a llamar -naturalmente, en privado- «el tirano que nos oprime». Acosado por todas
partes, ciertamente no iba a preocuparse el angustiado Emperador por quienes para él no
habían sido más que unos pequeños y miserables peones, que tan interesadamente se habían
prestado a una de sus muchas jugadas.

Con todo y a pesar de aquellas permanentes apreturas, no abandonaban la vida que


estaban acostumbrados a llevar. Las salas y habitaciones del palacio estaban lujosamente
decoradas y, aparte de una magnífica biblioteca y una espléndida colección de relojes
antiguos e instrumentos musicales, de sus muros pendían valiosas telas firmadas por
Tiziano, Ribalta y Ribera, entre otros. En la nueva residencia romana, tuvo Carlos la alegría
de recibir uno más de sus caprichos: un enorme y costoso reloj de pared que había
encargado fabricar cuando todavía era Rey de España y que ahora le era entregado aquí.

Vivían todos juntos y se prestaban a penosos juegos, como cuando Godoy se veía
obligado por María Luisa a vestir, uno tras otro, los brillantes uniformes que había
conseguido rescatar del desastre y que ahora para todos -menos para ellos tres- no eran más
que simples disfraces descoloridos, decadentes y ridículos. Cuando, a fines de 1813,
Napoleón y Fernando acordaron el regreso de éste a una España liberada de la ocupación, a
Carlos solamente le interesó la cláusula que traspasaba al hijo el pago de las rentas a las que
el Emperador se había comprometido. A partir de ahora, las tensiones generadas por
anunciados envíos, esperados cobros y habituales retrasos iban a establecerse ya entre
Roma y Madrid.

Así, si sintieron alegría los viejos Reyes cuando tuvieron por fin noticia del regreso
de El Deseado a su Reino, en marzo de 1814, fue porque ya se sentían más seguros de la
regularidad del cobro de sus asignaciones. La entronización de Fernando como rey y el
inmediato hundimiento de España en el absolutismo más oscuro y brutal era, para ellos,
algo extremadamente lejano y carente de importancia. En Italia se sentía la pareja muy a
gusto; para los dos era en definitiva como haber vuelto a casa, a la tierra en la que habían
nacido. Por otra parte, el Palazzo Barberini, con la vuelta de Fernando al trono en Madrid,
se convirtió en un verdadero nido de espías e informadores del monarca, que empezaba a
extender una larga y densa red de intrigas. Les esperaba todavía a los ancianos exiliados
una breve y aterrada escapada a Verona, cuando Bonaparte regresó de su encierro en la Isla
de Elba e implantó su Imperio de los Cien Días.

Fernando estaba, como muchos otros, convencido de que su madre había rapiñado,
de acuerdo con Godoy, las joyas de la Corona y ahora, desde su posición de fuerza, estaba
dispuesto a recuperarlas. Tenía la sartén por el mango y se mostraba decidido a utilizar sin
piedad la permanente amenaza de dejar de hacer los envíos de dinero en caso de no obtener
lo que quería. En primer lugar, para dejar todo bien atado, a cambio de una considerable
cantidad obtuvo de su padre -a espaldas de su madre y de Godoy- una nueva y definitiva
abdicación de sus derechos sobre el trono y el Imperio. Más adelante, por medio de hábiles
corruptelas, consiguió del Papa que desterrase a Godoy de Roma, haciendo todas las
gestiones necesarias para que ningún otro país le diese asilo.

Largas y lacrimógenas solicitudes de los viejos Reyes consiguieron el retorno del


amigo Manuel, a quien, por otra parte, el vengativo y codicioso Fernando siempre se
negaría a devolver las grandes propiedades que le habían sido confiscadas. Más adelante,
aquel vidrioso asunto de las joyas implicaría a laTudó, acusada de haberse hecho con una
parte de ellas.Y nuevamente entraría en danza toda una serie de embajadores, espías y
agentes de todo pelaje inútilmente enviados desde Madrid para recuperarlas. El asunto llegó
a tener una difusión a escala continental, convirtiéndose en materia de comentario y
discusión en Cortes y cancillerías de toda Europa.

Pero de todos los oscuros e inconfesables asuntos y manejos que se cocieron entre
los muros de aquel palacio romano, había uno que parecía ser especialmente grave. Un
turbador secreto de familia se incrustó aquí para mayor deshonra de todos los
implicados.Vivía allí todavía con sus padres aquel Francisco de Paula que tan
oportunamente había lloriqueado el Dos de Mayo. Superados ya los veinte años, se había
ganado una justificada fama de crápula, amante de damas y fecundador de criadas, además
de sospechoso de pertenecer a la tan temida como odiada Masonería. En una estancia
próxima a la suya dormía Carlota Godoy, especial protegida de María Luisa, que tenía ya
quince años.Y nació el rumor de que la chica estaba embarazada del rijoso infante. Todo
hubiera podido ser una historia menor más y ya muy vista, producida y ocultada al amparo
familiar, si no fuera por la persistente sospecha de que él era hijo del viejo valido y, por
tanto, hermanastro de aquella con la que suponía mantenía relaciones. A la vista de todo
esto, bien puede decirse que ni el más imaginativo guionista hubiera podido superar lo que
la realidad iba planteando de forma espontánea. Pero la cosa no acababa ahí y lo mejor, por
decirlo de algún modo, estaba todavía por llegar.

Y era que, de común acuerdo, María Luisa y Godoy plantearon como muy
conveniente la idea de que los dos jóvenes se casasen, estabilizando así la situación de ella
y reconduciendo adecuadamente la poco ordenada existencia de él. Carlos reaccionó como
podía esperarse y, sin demostrar sorpresa ni resistencia alguna, dio su asentimiento al
enlace. Aquí se plantea un grave interrogante que todavía sigue dando que pensar y hablar a
los historiadores: ¿Llegaría tan lejos la infamia de la vieja Reina y su valido como para
legalizar un incesto? ¿Querían quizá con él reforzar todavía más su larga y estrecha unión?
O, por el contrario, ¿sería cierto lo que apuntaban los defensores de ambos y nunca había
habido nada fisico entre ellos? Y sobre Carlos, ¿había olvidado los viejos rumores y
abiertas acusaciones de adulterio? o, en otro caso, ¿había estado siempre tan seguro de la
fidelidad de su mujer y de su amigo que nunca había dado el menor crédito a tales
habladurías?

Fuese cual fuese el verdadero fondo de tan sucio asunto, lo cierto es que cuando
Fernando fue informado de ello, montó en gran cólera, se negó a dar su aprobación a la
boda y ordenó a su hermano menor que se volviese a España.También aquí se abren
suculentos interrogantes: ¿Reaccionaba así, horrorizado por lo que moralmente tal
propuesta significaba o, por el contrario, quería evitar devolver a la hija de Godoy, si se
convertía en su cuñada, los cuantiosos bienes confiscados a su padre? Conocido más que
sobradamente el tipo de personaje que era Fernando y su catadura moral, cabe pensar que
para él la segunda posibilidad pesase mucho más que la primera.

Hasta el fin de sus días, el hijo siguió dirigiendo las existencias de sus padres. A
cambio de un incremento de la cada vez más reducida pensión, Carlos se prestaba en
secreto a sus maqui naciones dirigidas contra el antiguo valido. Así, el viejo Rey no tuvo
problema alguno en traicionar al que seguía llamando amigo y firmó cartas dirigidas al
emperador de Austria, y escritas por los agentes de Fernando, solicitándole que negase a los
Príncipes de la Paz asilo en Viena:

Mi decoro, el del rey mi hijo y la pública opinión de los españoles y de Europa


entera no se conforma con las gracias ambicionadas por Godoy, y mi paz doméstica
reclamará absolutamente su alejamiento de esta capital -Viena- aunque lo que únicamente
obtuviera no fuera más que el derecho de asilo.

Lanzado ya por esta vía, acusaba a su incomparable Manuel de muchos y variados


delitos y llegaba hasta a pedir que a la Tudó se le prohibiese poner pie en suelo austriaco
debido a motivos «de moralidad».

En aquel tenebroso palazzo nadie parecía capaz de librarse del influjo del mal y
parece que la misma Carlota, inocente víctima de tanta manipulación e informada de toda la
trama que sin saberlo había protagonizado, no tardó en acabar prestando servicios como
informadora de Fernando, acerca de las cotidianas actividades de la anciana pareja real.
Finalmente, la casarían con un aristócrata romano sin muchos posibles, el Conde Rúspoli. A
estas alturas, ya todo era declive y Carlos y María Luisa se movían, como los ancianos que
eran, entre el insomnio y la gota, la malaria y la pérdida de apetito. A pesar de todo, en el
otoño de 1818, Carlos decidió visitar en su Nápoles natal a su hermano, el rey Fernando,
aquel Nasone que, como padre de su nuera María Antonia, la Totó primera esposa de
Fernando, había sido su efimero consuegro.

La salud de María Luisa se deterioraba de forma imparable y su nunca agraciado


físico ofrecía ahora el aspecto de un verdadero esqueleto andante. Ante un fin que parecía
aproximarse, la codicia decidió a Fernando a dar un nuevo golpe. Sabía que la Reina había
dejado por testamento, con la aprobación de su marido, el grueso de sus bienes personales a
Godoy, aparte de algunos pequeños legados a sus hijos. Parecía ahora ser la última
oportunidad de cambiar tal decisión y para ello pensó en utilizar a su padre de la forma más
vil. Fernando de Nápoles y el embajador español se encargaron de hablar claramente a
Carlos de la realidad de aquel tan viejo y difundido adulterio, que él parecía ser el único en
ignorar. Oído lo que le comunicaron y ante la escandalizada sorpresa de tan serviciales
intermediarios, el pausado Carlos de toda la vida les comentó, con la más absoluta
tranquilidad, que siempre lo había sabido todo.

Tan ejemplarizante historia personal y familiar iba a cerrar muy pronto este
capítulo, pero no sin algunos chispazos de lo mismo que durante décadas la había jalonado.
Marchó Carlos a Nápoles a pesar del progresivo agravamiento de su mujer y allí cogió
absolutamente por sorpresa a su hermano, diciéndole que, no solamente estaba dispuesto a
denunciar aquel testamento de su mujer, sino que iba también a solicitar la anulación
pontificia de su matrimonio.Y el muy cínico le anunciaba la causa que iba a aducir para
ello: la bien conocida y prolongada infidelidad de su esposa. En Roma y sin tener noticia de
esta inesperada decisión, durante la noche del 2 de enero de 1819, moría la vieja Reina,
víctima de una pulmonía mal diagnosticada. Parece que sus últimas palabras fueron
dirigidas a su hija María Luisa, que testimonió haberle oído decir: «Yo me acabo. Te dejo a
Manuel. Ten la seguridad de que no hallaréis en nadie más afecto tú y tu hermano
Fernando...»

Todavía dos días más tarde, antes de recibir noticia de su nuevo estado de viudo, un
sorprendentemente alterado Carlos recuperaba sus viejos arrebatos de ira y escribía acerca
de aquel discutido testamento, «por ser contra nuestras leyes»... Eran las mismas horas en
que el desconsolado Godoy escribía a la Tudó en extremos desgarradores: «¡Ya no existe
mi protectora! ¡Murió Su Majestad la Reina y el Rey no llega!»

Lo cierto es que, cuando se enteró de la muerte de su mujer, Carlos decidió


permanecer en Nápoles y no se tomó la molestia de volver a Roma para los funerales. Muy
pocos días después, escribía a Godoy con dolorido distanciamiento: «No puedes figurarte
cuánto he sentido el terrible golpe de la pérdida de mi esposa bienamada, después de
cincuenta años de feliz unión ...»A pesar de los pesares y por encima de todo, la farsa
parecía seguir funcionando hasta el fin, pero algo había cambiado y, sin decírselo
claramente, el viudo expulsaba de su residencia al antiguo valido y a su hija. Muy poco
después sí venía a concluir verdaderamente la historia. Tras una breve enfermedad, con
agravamiento de la gota y alta fiebre, el 19 de enero de 1819, moría Carlos IV en el Palacio
Real de Nápoles. Mientras su hermano expiraba, el rey Fernando se hallaba cumpliendo
con la compulsión familiar y disfrutaba de su cotidiana cacería, que ni la extrema
enfermedad de Carlos le había decidido a perderse.

Fernando VII siguió la tradición dinástica y ordenó repatriar los restos de sus
padres, para colocarlos en el Panteón de Reyes de El Escorial. No hay que decir,
naturalmente, que Godoy no recibió ni un céntimo de la herencia que su Reina le había
legado. Tras un largo ocaso definido por permanentes problemas familiares y estrecheces
materiales, moriría el antiguo Príncipe de la Paz en París, en 1851, en medio de una
pobreza soportada con dignidad. Sus restos reposan hoy en el cementerio del Pére Lachaise.
Curioso colofón de toda esta complicada y «ejemplar» historia fue el episodio -sin
duda, también bastante «edificante»protagonizado por el último confesor de la Reina, fray
Juan de Almaraz. Como ella le hiciera a éste un legado nada desdeñable y pasaron varios
años sin que lo cobrara, escribió a Fernando una carta en la que afirmaba que, en secreto de
confesión, su madre le había confiado que «todos» sus hijos lo eran también de Godoy. En
consecuencia, amenazaba abiertamente con divulgar tal hecho, en caso de no cobrar de una
vez por todas el esperado legado. Pero no sabía el incauto que con un elemento como
Fernando no se podía jugar. La reacción de éste fue la que cabía esperar: sus esbirros
secuestraron al audaz fraile, le trajeron a España y fue arrojado a una insalubre celda del
castillo de Peñíscola. Solamente pudo salir de allí largos años después, tras el fallecimiento
del Rey, para morir miserablemente poco después.

Junto con los cuerpos de sus padres, Fernando había ordenado el traslado a España
de todos sus bienes, desde la rica pinacoteca hasta el servicio de mesa de oro y plata, desde
los relojes y las armas hasta las tan polémicas joyas de la difunta Reina. Sobre este tan
discutido asunto, parece que finalmente quedó claro que solamente se había llevado al
exilio las que eran de propiedad personal y que, en cualquier caso, no alcanzaban el
extraordinario valor que todas las cábalas les habían atribuido. El resto de los bienes de los
antiguos Reyes fue puesto a la venta en Roma. Entre otras cosas, habían dejado cincuenta y
seis caballos, seis burras de leche, dos guacamayos y un papagayo.
LA PLUMA
DEL REY JOSÉ

erdadero «rey cuña», impuesto por la fuerza de las armas de los


ocupantes franceses, la figura de José Bonaparte, José 1 de España, sin duda queda muy
favorecida en comparación con los verdaderos indeseables que fueron aquellos elementos
que ocuparon el trono -Carlos IV y Fernando VII- antes y después que él. Algo que, por
supuesto, no le libra de presentar en su actuación como monarca en situación de excepción
rasgos oscuros de imposible justificación.

Hermano mayor de la tan activa familia Bonaparte, era un considerado joven


abogado cuando se sumó a la Revolución y se trasladó con su familia a Francia, desde la
Córcega natal. Siguió a partir de entonces la fulgurante carrera de su hermano Napoleón en
las campañas de Italia y, más adelante, fue diputado de la República y embajador. La
posición del hermano, lanzado hacia el poder supremo, le empujó hasta puestos cada vez
más destacados, hasta que en marzo de 1806 fue proclamado Rey de las Dos Sicilias, tras
haber expulsado del trono napolitano al incapaz Fernando IV, Il Nasone, hermano de Carlos
IV de España, al que entonces tan poco tiempo le quedaba de reinar.

Como monarca de aquel Reino, impuso José una política reformista que transformó
sus arcaicas estructuras, le hizo ganar muchos apoyos entre la burguesía y un profundo
rechazo entre una aristocracia en nada dispuesta a perder sus tradicionales privilegios.

Cuando el Emperador comenzó a desplegar sus fuerzas por España, tenía ya


decidida la expulsión de aquellos corruptos y degenerados Borbones a los que tan
profundamente despreciaba. Ofreció así la Corona de España e Indias sucesivamente a
otros dos de sus hermanos a los que ya había hecho reyes: Luis, de Holanda, y jerónimo, de
Westfalia. Tras recibir sus negativas, la ofreció ajosé, incluso antes de haber obtenido
aquellas vergonzosas dobles abdicaciones de Bayona. Un decreto del 4 de junio de aquel
año trágico de 1808 proclamaba rey a José 1. Una serie de destacados políticos que habían
sido ministros de Fernando VII durante su breve y primer reinado pasaron a colaborar con
el nuevo Rey.

A ritmo de fandango y a espaldas de cualquier soldado o destacamento francés, por


lo bajo, los nuevos súbditos del corso canturreaban, en verdadero derecho al pataleo:

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Después de la experiencia napolitana, José se lanzó a aplicar su política de


renovación en todos los órdenes, actuando como un verdadero monarca ilustrado,
radicalizado además por su fe revolucionaria. Enseguida, la reacción popular se manifestó
mediante las consabidas cancioncillas, cuestionando castizamente su extranjería y
alzándose chulescas ante el que parecía no ser más que un débil y obediente instrumento en
manos de su hermano:

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La verdad es que parecía que el pueblo había olvidado quién era su rey hasta
semanas antes, en aquel baile de impresentables al que habían jugado Carlos IV y su hijo
Fernando. Cuando llegó a España, era José un atractivo hombre de cuarenta años, casado y
con dos hijas pequeñas. Su mujer, Julia Clary, hija de un acaudalado comerciante marsellés,
era hermana de Desirée que se casaría con Bernadotte, uno de los jóvenes generales
napoleónicos, que llegaría a convertirse en rey de Suecia y fundador de la dinastía que
todavía hoy reina en aquel país. Formaban la más tradicional pareja: él, mujeriego y
casquivano, superficial y vanidoso; ella, la pobre víctima, la sufridora sensible y discreta.
El poco agraciado fisicamente Napoleón siempre había envidiado el éxito de su hermano
mayor dentro de los espacios femeninos.Y si el bullente París de la Revolución y el Imperio
había sido un permanente campo de caza y captura para este gran seductor, su etapa como
Rey de Nápoles no se había quedado atrás en cuanto a piezas cobradas.

Los cinco años en que se mantuvo en España estuvieron, ante todo y lógicamente,
definidos por la situación de guerra que vivía el país. Pero, mientras se sucedían batallas de
muy diferente signo, con la permanente acción de la guerrilla y la persistente represión del
invasor sobre la población civil, en la mayor parte de las ciudades la vida seguía un curso
aceptablemente normal. La política reformista que José impulsó contó con el más decidido
apo yo de los elementos progresistas procedentes de las clases medias urbanas, que serían
luego perseguidos acusados de afrancesados. En todo momento debió soportar la sombra de
su hermano, que en el invierno de 1808 se vio obligado a venir en persona a resolver una
situación que cada vez era más complicada.

Sería de entonces la tan relatada escena de la visita que el Emperador, alojado en la


finca de un aristócrata, en la cercana localidad de Chamartín, hizo a José. Descendiendo por
la suntuosa escalera principal del Palacio Real, aquella en cuya construcción Carlos III
había puesto tanto interés, el Dueño de Europa, como buen nuevo rico siempre fascinado
por la ostentación, le comentó a su hermano: «En verdad que estáis mucho mejor instalado
que yo...»

Para todos estaba claro que José dependía por completo de la voluntad de su
hermano y que ninguna de sus decisiones tenía valor si no era autorizada por el Emperador.
De ahí, el chulesco desprecio por este rey sin poder real, al que los patriotas presentaban
como un verdadero títere y, como tal, merecedor de todo tipo de burla.

Las dificiles circunstancias de reunir en un país materialmente puesto en pie de


guerra retrasaron mucho la venida de la reina Julia. Cabe suponer que su marido no insistía
demasiado en ello, habida cuenta de los permanentes tejemanejes que en el plano íntimo se
traía, aun dentro de la situación de grave inestabilidad que hubo de afrontar. De camino a
Madrid, en Vitoria conoció a los Marqueses de Montehermoso; ella era una bella y
encantadora mujer madura con bastante experiencia en las lides extramatrimoniales. Su
marido, don Hortuño de Aguirre Zuazo, de viejísimos y nobilísimos ancestros, era un
habituado consentidor, y tuvo ahora el «honor» de complacer -de modo indirecto como
eficaz- al nuevo monarca. Claro que no lo hizo en balde: el agradecido José, no solamente
le nombró gentilhombre de Cámara, sino que le hizo caballero de la Orden Real y le elevó a
la dignidad de Grande de España.

Esta historia se mantendría a lo largo de toda su estancia española, siempre


persistente y sirviendo como marco de referencia a muchas otras que la marquesa le admitía
a su insaciable amante a sabiendas de su efimero carácter. Siempre estarían unidos, en una
relación que, naturalmente, saltó entre broma y burla a los mentideros y a la calle, en forma
de coplas de todo color, de las que la que sigue no es de las más directamente lanzadas «al
grano»:

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El que fue de inmediato motejado de «Rey Intruso» siguió así disfrutando de tan
especial situación de provisional soltería y comprensivo amantazgo, picando sin pausa entre
la aristocracia. Una opulenta y sensual criolla, la joven viuda del viejo y difunto Conde de
Jaruco, que fuera gobernador de La Habana, fue la siguiente en la lista y, tras su repentina
muerte, el ojo avizor del Rey se posó en su hija, también casada. Luego seguirían, siempre
bajo el control de la Montehermoso, la mujer de un proveedor de las tropas de ocupación,
una soprano italiana de nombre Fineschi y la esposa del embajador de Dinamarca. Fuera de
los severos muros del Palacio Real, con todo su numeroso personal como posible testigo,
José había convertido el Palacete de la Moncloa en su refugio para estos incesantes y
siempre renovados encuentros eróticos.

Víctima del odio de quienes se consideraban furibundos patriotas, fue José objeto de
toda clase de ataques verbales, expresados en motes en nada justificados. Así, los de «Pepe
Botella» y «Tío Copas», debido a una nunca probada y desmedida afición al alcohol o el
todavía más absurdo de «Rey Plazuelas», por su decidida política de urbanismo
racionalizador de la Villa de Madrid, en la que el derribo de vetustos y extensos edificios
conventuales entregó a la población espacios abiertos para su uso y disfrute.

Nada de esto interesaba a los elementos tradicionalistas, tanto los del ignorante
pueblo llano como los pertenecientes a la más rancia nobleza, cuya secular posición veía en
peligro. Así, seguían naciendo, incesantes, las coplillas ofensivas:

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Las medidas que bajo su reinado se adoptaron fueron muy semejantes a las que
propugnaban -desde el bando de los patriotas- los diputados de las Cortes de Cádiz:
ordenación racional del territorio, abolición del caduco Consejo de la Mesta, de los
tribunales particulares de justicia y de la aplicación de la tortura a los detenidos, medidas
racionalizado ras en materia financiera y, entre otras, la más destacada: la supresión del
Tribunal de la Inquisición, símbolo del secular oscurantismo y la reacción que los nuevos
gobernantes trataban de borrar definitivamente de la convulsa escena nacional.
La gran expedición que realizó por Andalucía, en los primeros meses de 1810,
supuso la más fecunda y tranquila etapa de su cuestionado reinado. Pero, una y otra vez, se
encontró José físicamente amenazado por la presión bélica tanto de los ejércitos españoles
como de sus aliados ingleses. Su misma presencia en la capital se vio así interrumpida cada
vez que la amenaza de una ofensiva enemiga cobraba fuerza. Como telón de fondo, una
mortífera hambruna causaba la muerte de millares de personas. Tras la batalla de Vitoria, se
vio obligado a retirarse definitivamente a Francia a mediados de 1813, sin renunciar por
ello a la Corona, sobre la que siguió conservando esperanzas hasta que Napoleón la
devolvió a Fernando VII. Siguió luego colaborando estrechamente con su hermano y,
después del decisivo episodio deWaterloo, que eclipsó definitivamente la era napoleónica,
fue detenido pero, tras una estancia en Suiza, se le permitió marchar a los Estados Unidos.

Allí vivió durante largos años como acaudalado propietario de una gran plantación,
con esclavos incluidos, en New jersey, utilizando el título de Conde de Survilliers y
manteniendo a la siempre abnegada Julia en Francia. Desde allí, fracasó en varios intentos
que realizó por conseguir la huida de Napoleón de su encierro en Santa Elena. La memoria
de su reinado conservaría un cierto valor a los ojos de los liberales.Así, durante la Ominosa
Década, durante la cual la más cruda represión pasó a definir el reinado de Fernando VII,
nació el proyecto de sustituirle en el trono por José. Esta operación tuvo en el prestigioso
general Espoz y Mina su más decidido promotor, pero lo cierto es que nunca llegó a pasar
de ser una más o menos quimérica idea. Cabe pensar, por otra parte, que ajosé quizá no le
hubiese desagradado volver a recuperar el reino perdido. Quien ha gustado de las mieles del
trono -y en este caso, de dos- debe sin duda sentir algún regustillo por la cosa...

Acerca de los verdaderos orígenes de su evidente fortuna se apuntaba la apropiación


de valiosas joyas pertenecientes a la Corona de España, que habían estado en sus manos
durante su etapa de rey y que no habría dejado atrás en su obligada marcha. Según
fehacientes testimonios, en el real joyero ya habían metido previamente sus ávidas manos,
tanto la Reina María Luisa antes de marchar al exilio como el general Murat, que dirigiera
la represión del Dos de Mayo y sucedió a José como rey de Nápoles. Lo cierto es que de los
muros de su mansión de hacendado colonial colgaban bien conocidos cuadros que habían
sido propiedad de palacios y conventos españoles expoliados por sus tropas.Y se han dado
fehacientes pruebas de su apropiación de las más valiosas gemas de la colección real,
además de la mítica perla Peregrina, de tan azarosa historia, y del no menos célebre
brillante expresivamente llamado El Estanque.

La actuación de José 1 como monarca constitucional, aun considerando las


absolutamente negativas circunstancias que vivió como tal, puede admitir una valoración
positiva. Sobre todo, si se le compara con sus antecesores y se le observa como el monarca
adecuado que el país necesitaba para la época en que se vivía, cuando el Antiguo Régimen
había sido arrumbado por la marca revolucionaria.Yendo más allá, podría incluso aducirse
que, en una coyuntura normal, el mayor de los Bonaparte sin duda hubiera sido un buen
monarca, que la España que entraba inconscientemente en la Edad Contemporánea
precisaba para ponerse al día con la Historia. Pero el negro borrón que aparece en su haber,
como activo e insaciable saqueador de bienes ajenos, lo descalifica irremisiblemente en
toda consideración personal y no puede ser pasado por alto en cualquier valoración que de
él se haga.
Valga como muestra el saldo que, en este sentido, arrojó la que fue su agradable
estancia en Sevilla en 1810. Entre otras cosas, la sistemática incautación de bienes de toda
naturaleza y dueño -instituciones, particulares, Iglesia- obligatoriamente le aportaron, según
consta en inventario, un total nada desdeñable de «novecientos noventa y nueve cuadros».
Junto a obras de Leonardo, Rafael, Durero, Morales, Rubens, Giordano, El Españoleto,Van
Dyck y Ribera, se contabilizaban 43 murillos, otros tantos zurbaranes, 40 telas de Alonso
Cano y nada menos que 74 de Valdés Leal...

Sobre esta sistemática y espectacular rapiña, que él personalmente impulsó y


amparó en la más absoluta impunidad, nadie habló mejor que la magistral pluma de Benito
Pérez Galdós. En sus Episodios Nacionales, describió el riquísimo botín que los franceses
se llevaban en su retirada y que se vieron obligados a abandonar tras ser derrotados por los
ejércitos españoles e ingleses en las llanadas alavesas.Así, en el episodio que con amarga
ironía tituló El equipaje del Rey José, el novelista canario hablaba de manera inmejorable
de ello:

[...] Desde muchos días antes, habíanse embargado cuantos coches, carros y calesas
rodaban por las calles de laVilla y casi toda la servidumbre se ocupaba del embalaje de las
diversas riquezas que José y los suyos se habían apropiado. Estos señores hacían buena
presa allí donde ponían la mano, y no eran nada melindrosos ni encogidos para esto de
incautarse [...]. Completaban el convoy las cajas de guerra llenas de dinero en buen oro y
buena plata antigua, de aquella que ya no se ve y seducía entonces con su brillo los ojos de
los extranjeros y, con su noble son, los oídos de todos. No se habían descuidado los
franceses en reunir dinero, como gente allegadora y económica, ni menos en llevárselo; que
si para limpiar de vicios la capital hubieran usado de tanta diligencia como para limpiarla
de onzas, fuera estaVilla un paraíso en la tierra.

Y proseguía tan genial memorialista en su inconfundible estilo literario:

El botín era el más valioso, el más rico y grande, sin duda, que en batalla alguna ha
podido quedar a merced de vencedor furioso. Componíase de cuanto existe: armas, material
de guerra, víveres, pero también alhajas, dinero y hermosura [...].Todo el interés de la
batalla de Vitoria estuvo en la impedimenta. Hacia los cofres tendiéronse anhelantes las
manos crispadas de vencedores y vencidos. Podría decirse que aquel convoy era el resumen
de la guerra y que los franceses, al perderlo, perdían la tierra tan trabajosamente
conquistada; al verlo tan grande, tan custodiado, creerían también que, no pudiendo
dominar a España, se la llevaban en cajas dejando el mapa vacío...

Tal era el paisaje que dejaba el efimero rey José 1 en el último rincón del que había
sido su Reino.

De aquella estancia americana quedaría la memoria de varias historias


sentimentales, tanto con mujeres solteras como con casadas más o menos felizmente. De
ellas nacerían varios hijos, prueba de aquel permanente impulso erótico que ni en los peores
momentos le abandonaba. También acabó cayendo en la vulgaridad de estabilizar una
cómoda relación con la amable esposa de su mayordomo, solucionando así muchos
problemas de infraestructura doméstica de variada especie. El hecho es que acabó
regresando a Europa y, después de un temporal paso por Inglaterra, en 1841 se instaló con
su reencontrada mujer en Florencia. Allí murió tranquilamente, tres años más tarde, el que
fuera «Rey Intruso». Poseído hasta el fin de una dignidad de monarca a la que nunca
renunció, su cadáver fue ornado con la gruesa y pesada cadena del Toisón de Oro que tanto
amaba, tanto por su elevado valor material -algo muy a tener en cuenta- como por todo lo
que para él significaba de un esplendor disfrutado y prontamente perdido.
EL REY INFAME
Y FELÓN

oveno hijo de los Príncipes de Asturias, el infante Fernando


había nacido en El Escorial el 14 de octubre de 1784, cuando su abuelo Carlos III y sus
padres, Carlos y María Luisa, estaban ya casi desesperados al ver que no tenían más
descendencia que niñas o chicos de bien fugaz existencia. Su venida al mundo fue, por
tanto, motivo de gran alegría y abrió una estabilidad en la sucesión que se reforzó más
adelante, cuando le siguieron sus hermanos Carlos y Francisco de Paula, éste ya bajo la
sospecha de ser hijo del Godoy que regía los destinos del país, empezando por los de los
mismos nuevos monarcas.

Niño de inicial mala salud, mostró pronto un carácter receloso y desconfiado, rasgos
que con el tiempo iban a adquirir una naturaleza patológica, combinados con una
campechanía y una lib ertad de formas que iban a configurar un carácter complejo y de
dificil consideración. Vivió en los palacios y muy pronto conoció las tramas, intrigas y
manejos que en ellos se desarrollaban y que formaban parte de su propia esencia. Su vida y
la de sus hermanos estaba reglada por las obligaciones y horarios, dentro del clima de
general sobriedad que había impuesto el abuelo Carlos III.Tras la muerte de éste, las
personales tendencias al fasto de la nueva Reina harían que los usos y costumbres de la
Corte diesen un violento viraje, para abrirse a un costoso e imparable derroche, a impulso
del gusto por sus alegrías dilapidatorias.

Recibió Fernando una buena educación, de mano de rigurosos profesores, que en un


momento dado comenzó a elegir el mismo Godoy. De entre ellos cabe destacar al canónigo
Juan Escoiquiz, personaje importante en la época debido al protagonismo que iba a tener en
decisivos episodios futuros. Este religioso, que se convertiría en furibundo enemigo del
favorito, no se quedaría corto al hablar de las «cualidades» personales de aquella María
Luisa a la que despreciaba y de la que escribió cosas tales como: «[...] de corazón
naturalmente vicioso, egoísmo extremado, astucia refinada, hipocresía y disimulo increíbles
y un talento... dominado por las pasiones.» Ante opiniones como ésta, no debe sorprender
que el tal pedagogo contase con escasas simpatías por parte de la madre de su pupilo. En
cualquier caso, a aquellos padres, el asunto de la educación de sus hijos era algo que les
traía bastante al fresco.

El niño Fernando tuvo así acceso a las formas de la cultura entonces dominantes y
está comprobado que en su biblioteca figuraba incluso la Enciclopedia, aquel «peligroso»
conjunto de pesados volúmenes en los que los escritores de la Ilustración estaban creando el
compendio de todos los saberes. Propio de una educación principesca, se aproximó a la
música y al baile, a la pintura y al teatro. De la primera, acabó prefiriendo a cualquier otro
sonido los rasgueos de la guitarra; de su interés y respeto por la pintura solamente debe
citarse el hecho de que, ya más adelante, fue una decisión personal suya, tomada
prácticamente en exclusiva, la creación de la galería de pinturas que es hoy el madrileño
Museo del Prado. Pero de todas sus aficiones, acabaría siendo la asistencia a la fiesta de los
toros la que le iba a ocupar más tiempo.

Aquel encumbramiento de Godoy hasta el verdadero paroxismo en la profusión de


honores y poderío, jamás vistos hasta entonces, llevaba años generando gran cantidad de
reacciones adversas. Muchos se movían en la sombra para tratar de contrarrestar lo que era
presentado como una verdadera dictadura. Se hablaba en voz baja de acciones preparadas
para derrocarle, pero nada sucedía en aquella Corte feliz y confiada que era, en realidad, un
verdadero nido de víboras que no cesaban de enroscarse entre sí, esperando el momento de
lanzar la mordedura o bajo el temor de recibirla. Por el momento, el hecho más llamativo
en este sentido habían sido los gritos, anónimos entre la multitud, que llegado el año 1793
se lanzaron contra el extremeño, durante la celebración de una exhibición de un globo
aerostático Montgolfier ante la fachada del Palacio Real.

A medida que Fernando iba creciendo, se hizo más evidente su apartamiento con
respecto a sus padres y el cada vez más indisimulado rechazo que sentía hacia Godoy. En
esto influirían, tanto la natural aprensión hacia el que era denunciado como amante de su
madre, como el recelo del heredero ante el satisfecho poseedor de tanto poder, que no podía
dejar de presentársele como un victorioso rival con el que tendría que batirse en el futuro.
Así, los antigodoystas, en general altos nobles descontentos, se encontraron con el trabajo
hecho y puesto en bandeja cuando hallaron en el Príncipe de Asturias su más decidido y
voluntarioso instrumento para actuar contra el valido desde el mismo interior de Palacio.

Introducido en aquel torbellino de conspiración «desde el interior», Fernando no


tardó en convertirse en el primer acusador de la turbia situación personificada en la
Trinidad. No tenía empacho alguno en mencionar las relaciones entre la Reina y Godoy, o
en hablar despectivamente del consentidor monarca. Todos aquellos elementos que se
reunían a su alrededor le calentaban con éxito la cabeza y fomentaban su ansia de poder y
de venganza.Y, como «Dios los cría y ellos se juntan», solamente le faltaba aquella estirada
de María Antonia, la Totó joven esposa, que era una verdadera conspiradora nata y
disfrutaba organizando las reuniones de tapadillo que se fraguaban en las estancias de los
herederos. A la inquina que sentía por su suegra se unían unas motivaciones de otro signo:
no podía perdonar a un Godoy que pactaba con los revolucionarios franceses, que habían
volteado por encima de la guillotina la cabeza ensangrentada de su tía María Antonieta.

Los hechos de la primavera de 1808 habían decidido un absoluto cambio en la


existencia de Fernando. Después de ser jaleado Rey por unos días, había entrado en una
especie de ambiguo letargo, en el que no se sabía bien si era nuevamente heredero, monarca
exiliado o pretendiente al trono. Mientras Napoleón conducía sus imperiales águilas por
todo el continente, aquel Deseado se limitaba a esperar el desarrollo de los
acontecimientos.Y, como en los mismos momentos les sucedía a sus padres, a los que ya
nunca volvería a ver, sus únicas preocupaciones se centraban en la percepción de las
asignaciones mensuales que se habían estipulado en Bayona.

El castillo deValencay se hallaba en medio de un reseco paisaje, pero contaba


alrededor con un frondoso parque. El hábil político Talleyrand lo había comprado pocos
años antes, con el dinero que Godoy le había enviado para pagar sus servicios en defensa de
los intereses españoles ante el Gobierno francés. Incluso se habían trasladado allí parejas de
ovejas merinas castellanas, de venados de El Escorial y de conejos deAranjuez, que debían
dar algún matiz mesetario en pleno corazón de Francia. Ahora, obligado por su
Emperador,Talleyrand se veía obligado a aceptar allí a unos huéspedes nada deseados y, lo
que era peor de todo, para una estancia sobre cuya duración nadie podía hacer el más
mínimo calculo. Así, en aquel entorno, por decirlo así, tan «españolizado» en cuanto a la
fauna, vivieron Fernando, su hermano Carlos, su tío Antonio y sus más próximos
colaboradores seis años de tranqui lidad, únicamente amenazada de cuando en cuando por
los retrasos en la recepción de los dineros mensuales.

Mientras los españoles se desangraban en la guerra contra el duro ocupante y los


políticos trataban de ordenar el futuro del país, aquel Deseado salía a cazar y a pescar a las
proximidades, asistía a clases de música y baile y, sobre todo, dedicaba mucho de su tiempo
a bordar, una nueva afición que practicaba con fruición. Existía en el castillo una magnífica
biblioteca y, en ella, la estúpida mojigatería del infante Antonio había encontrado un
fecundo campo de acción. Buscaba con fruición los libros que consideraba sospechosos y
no tenía reparo alguno en arrancarles páginas o imágenes que consideraba inadecuadas para
que pudieran ser vistas por sus sobrinos. Hay que suponer que semejante destrozo lo haría a
espaldas del paciente e irritado dueño de la casa.

Siempre consideró Fernando que lo más interesante y ventajoso para él era


demostrar en todo momento y de la forma más vehemente que fuera necesario, que sus
intereses estaban estrecha e inseparablemente unidos a los del triunfante Emperador. En
este camino, también mostraría algunas de las actitudes y reacciones más vergonzosas de
todo aquel amplísimo muestrario que, en este sentido, había desplegado toda la familia.

Sobre esto, nada más expresivo que los propios recuerdos de Napoleón al final de
sus días:

No cesaba Fernando de pedirme una esposa de mi elección; me escribía


espontáneamente para cumplimentarme siempre que yo conseguía alguna victoria; expidió
proclamas a los españoles para que se sometiesen, y reconoció a José, lo que quizás se
habrá considerado un hijo de la fuerza, sin serlo, pero además me pidió su gran banda; me
ofreció a su hermano don Carlos para mandar los regimientos españoles que iban a Rusia
[...]. En fin, me instó vivamente para que le dejase ir a mi Corte de París [...] un espectáculo
que hubiera llamado la atención de Europa [...].

Fernando siguió viviendo esta fácil y plácida existencia hasta que las señales de
alarma se encendieron para el corso, lanzado ya imparablemente por la pendiente de la
derrota. Cuando ordenó entablar conversaciones con Fernando, éste vio una nueva
oportunidad -que posiblemente jamás hubiera imaginado- de sacar algo en limpio. Se
permitió así, como había hecho en anteriores ocasiones, envalentonarse un poco y disfrutar
haciéndose el dificil. Pero lo hizo durante muy poco tiempo, ya que la movediza realidad
del momento no era terreno propicio para tales juegos. Napoleón quería quitarse de encima
el pesado asunto español y así, el 11 de diciembre de 1813, se firmaba el Tratado de
Valencay. Por él, Fernando era reconocido como Rey de España y de las Indias y, entre
otras cuestiones de variado carácter y rango, se comprometía a hacerse cargo del pago a sus
exiliados padres de las asignaciones que Napoleón les había concedido. Para muchos
españoles era El Deseado y regresaba después de haber sufrido dignamente una verdadera
prisión. Muy pronto se iban a enterar de cuál era su verdadera naturaleza.

El día 22 de marzo, Fernando entraba de nuevo en su país, que había perdido en la


guerra un millón de vidas y estaba exhausto y arruinado, con todas sus fuentes de riqueza
destruidas, saqueadas o inactivas. Él significaba para todos la vuelta a la tan anhelada
normalidad y no tuvo reparo alguno en dar a entender que todos, absolutamente todos,
tendrían su lugar en la patria y que nada podría pasar a nadie por sus opiniones o actitudes
del pasado. Una promesa que, por supuesto, estaba más que decidido a incumplir y no
tardaría mucho en demostrarlo. Debió parecerle extremadamente fácil erigirse como Rey
absoluto cuando, a su entrada en el país, pudo oír cosas del jaez de la que sigue, que se
refería a él nada menos que como a una especie de alhaja de alto valor:

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Cuando en Valencia le fue presentado el Manifiesto de los Persas, donde se le


solicitaba el rechazo de las reformas propuestas por los liberales y el retorno a formas
políticas tradicionales, vio Fernando el cielo abierto. Comprobó que, en su idea de arrasar
todos los avances progresistas que se hubieran llevado a cabo en su ausencia, tenía
prestigiosos, decididos y muy numerosos partidarios. Mientras él todavía seguía
declarándose personalmente contrario al absolutismo, los vientos de la más oscura y
vengativa reacción soplaban por toda España. En ciudades y pueblos, eran violentamente
arrancadas las lápidas puestas en homenaje a la Constitución de Cádiz, mientras en las
esquinas de las calles desaparecían también a golpes las placas que les daban nombre,
recordando aquellos hechos y personas del inmediato pasado.Y Fernando marchaba hacia
Madrid, sonriendo con abierto cinismo, a través de su destruido y esquilmado Reino, entre
los vítores de la enardecida multitud, bajo vistosos arcos triunfales y ante todas las
manifestaciones de júbilo que un soberano pudiera desear.

Sabía que tenía muchos y fuertes apoyos, desde la nobleza y la Iglesia hasta las
conservadoras masas campesinas, que eran la mayor parte de la población española. Se
sentía seguro de sus decisiones cuando a su paso la gente del pueblo gritaba «¡Vivan las
caenas!» anhelando volver a los inmóviles y viejos tiempos.Todo lo que de renovador
habían aportado las últimas épocas iba a verse anulado de un plumazo, como nefastas
aportaciones revolucionarias contrarias al «ser español». Así, no dejaba de recibir consejos
como los que incluían estas cuartetas, que además recomendaban el castigo para todos los
«culpables»:

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Cuando el Gobierno Provisional fue a saludarle, Fernando quiso dejar bien claras
las cosas y obligó a su presidente, el cardenal arzobispo de Toledo, a que se arrodillase ante
él y le besase la mano a la antigua usanza. Ningún cabo debía quedar suelto para su
decisión de erigirse en monarca solamente «por la gracia de Dios». Anular todas aquellas
«fantasías» liberales era solamente cuestión de tiempo y él y los que le rodeaban se
emplearon a fondo en la tarea. Uno de los primeros actos del Rey, que supuso un
amenazador aviso para muchos, fue su decisión de restaurar la Inquisición, que las Cortes
de Cádiz habían suprimido. Pero naturalmente, no estaba Fernando dispuesto a propor
cionar con esto beneficio alguno a la Iglesia. A él, realmente, las cuestiones religiosas
siempre le habían importado muy poco y ahora los inquisidores, que recuperaban una red
de control que dominaba todos los aspectos de la vida del país, le podían venir muy bien
como agentes policiales de represión de cualquier actividad disidente.

De hecho, se estaba ya procediendo con gran diligencia a la caza de elementos


considerados liberales y, por tanto, peligrosos para el sistema. Pero para muchos las cosas
todavía no estaban tan claras y conservaban unas esperanzas que muy pronto iban a verse
defraudadas de la forma más rigurosa. El 13 de mayo, Fernando entró triunfante por
segunda vez en su capital y Madrid le recibió engalanado, con entregadas masas vitoreantes
y seguidores enfervorizados que desengancharon los caballos de su coche para arrastrarlo
con sus manos. Pero ya en los periódicos comenzaba a notarse cierto temor ante las
posibles reacciones del monarca:

[...] La razón, la libertad y la justicia han recobrado su imperio y su trono brillante


no está fundado sobre escalones cubiertos con alfombras de seda sino sobre la constancia,
la dignidad y el heroísmo español. ¿Puede haber hombres que graben en el incauto corazón
del seducido Fernando ideas contrarias a unas verdades tan sólidas? ¿Puede estar el rey tan
obcecado que los admita sin indignación?

Mientras escuchaba estas aclamaciones, sin duda el artero Rey debía solazarse
pensando en la sorpresa que preparaba para quienes habían dejado de ser ciudadanos para
convertirse nuevamente en súbditos.Tras asegurarse del acuerdo o la complicidad de los
altos mandos militares, mostró de forma ya absolutamente abierta su pensamiento y dio el
golpe: «Declaro que mi real ánimo es no solamente no jurar ni acceder a dicha Constitución
ni a decreto alguno de las Cortes Generales y extraordinarias [...] sino el declarar aquella
Constitución y decretos nulos y de ningún valor en efecto.» En esta ocasión, y en contra de
su vieja costumbre de jugar con mentiras, promesas y ambigüedades, no tenía intención ni
interés alguno en engañar a nadie. Iba a gobernar como quería y ¡pobre del que tratase de
actuar en otra dirección! Comenzaba, como consecuencia de esto, uno más de los exilios
que han jalonado nuestra Historia.

En el interior de Palacio, una serie de pequeñas estancias, que separaban las


habitaciones privadas de la Familia Real de las salas destinadas a las actividades públicas,
como audiencias y reuniones del Consejo de Ministros, servía para la reunión de la
camarilla del Rey. Aquel verdadero «gobierno en la sombra», que tenía un enorme e
incontrolado poder, reunía a elementos de muy variado pelaje. Desde orgullosos
aristócratas y curas diestros en todo tipo de chanchullos hasta miembros del hampa y
miembros de las clases populares, como un célebre aguador de la Fuente del Berro, que
tuvo mucho predicamento y poder en su momento.
En el plano personal, este último rey absoluto de la Historia de la Monarquía
española solía comportarse con gran campechanía y, cuando estaba relajado o en un
ambiente en el que se encontrase a gusto, era capaz de hacer gala de una gran naturalidad
en el trato con todo el mundo. Fumaba, comía y bebía en público y, como a todo buen
prepotente, siempre se podía oír por encima de todas su voz fuerte y apresurada, a la que
acompañaba una permanente y nerviosa gesticulación tanto de cara como con las manos.
Podía dar realmente la imagen del perfecto propietario rural acomodado, capaz de
descender cuando le convenía a los más groseros niveles de la gente común o, por el
contrario, manifestar la mayor frialdad y altanería cuando considerase que la situación lo
requería.

Una vez producida la restauración, se planteó nuevamente la necesidad de conseguir


un heredero que viniese a reforzar la permanencia de la Corona. Tras los consiguientes
tanteos y nego ciaciones, se acordaron con la familia real portuguesa los compromisos
matrimoniales con dos princesas, y las bodas tuvieron lugar en un buque luso surto en la
bahía de Cádiz, el 29 de septiembre de 1816. Por ellas, Fernando y su hermano Carlos se
casaban respectivamente con las hermanas Isabel y María Francisca de Braganza. Como
hijas del Rey de Portugal y de su mujer Carlota Joaquina, eran ellas sobrinas de sus
maridos. Sin conocerla todavía, algún poeta cortesano ya saludaba a Isabel de forma tan
jabonosamente pedestre como:

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pero cuando llegó a Madrid y fue vista por la población, se ganó aquel cruel y
célebre ripio de

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que pasó a inscribirse en la Historia menuda y que reflejaba una penosa realidad.
Algo que, sin duda, también debió dejar perplejo a un Fernando que seguramente debió
sentirse estafado por la trampa que su hermana y su cuñado le habían puesto.

Efectivamente, era Isabel de Braganza de triste aspecto, demasiado gruesa de


cuerpo, nada agraciada de rostro y, lo que era peor de todo, carente en absoluto de cualquier
atractivo en su carácter y maneras. En fin... un absoluto desastre, pero que quizá valiese
como madre de futuros infantes. Para terminar de arreglar el panorama, no aportaba dote
alguna a su matrimonio. La nueva situación no iba, por otra parte, a cambiar las costumbres
del Rey, acostumbrado a hacer con sus amigotes frecuentes visitas nocturnas a tabernas y
burdeles, de entre los que el de una tal Pepa la Malagueña era uno de los más acreditados
en Madrid por la calidad de sus ofertas. Sus habilidosas pupilas eran mujeres del pueblo
dadas a todas las mañas, nada melindrosas y de maneras ordinarias y desgarradas,
dispuestas a complacer cualquier capricho o interés del cliente. Eran años en los que este
Rey «de prostíbulo y colmado» se veía envuelto en aventuras nocturnas de todo tipo. Lo
mismo podía terminar escapando medio desnudo del dormitorio de una mujer casada,
perseguido por un enfurecido marido que no le había reconocido, que intervenir en grescas
alcohólicas, que acababan precisando de la intervención de la autoridad pública.
Muy pronto informada de esta realidad, parece que la mojigata Isabel quiso ofrecer
a su marido una alternativa «casera» a estas escapadas y una noche, cuando él regresaba,
cansado, alegre y satisfecho de una de estas fecundas correrías, se la encontró esperándole
en su cuarto vestida de manola... La reacción de él, ante semejante tontería y tan ridícula y
patética imagen, fue la que puede suponerse, pasando de la abierta y burlona carcajada a la
más destemplada irritación y la abierta bronca. Era su hermano menor, el insidioso y
santurrón infante Carlos, el que mantenía cumplidamente informada a su cuñada de estas
correrías del Rey. Como había pasado con la primera, una vez más, estaba ya Fernando
resignado a no tener hijos con su segunda mujer, pero lo que ya no podía admitir era
cualquier cambio de costumbres en su vida. Lo cierto es que las cosas volvieron a
arreglársele solas y aquella descolorida Isabel no tuvo oportunidad de importunarle mucho,
ya que murió en diciembre de 1818, a consecuencia de una cesárea, en una operación de la
que se anotó que «la sangre corría a raudales por la estancia».

Aunque todavía no había conseguido tener un hijo, Fernando había ya comprobado


que no era estéril y quería intentar de nuevo dar herederos a la Corona. Para él, el
matrimonio no era en absoluto -como había sido para sus neuróticos antepasadosla solución
«exclusiva» a las necesidades sexuales. Éstas ya se pre ocupaba él de solucionarlas de la
forma más satisfactoria, variada y frecuente, pero cosa ya muy distinta era el asunto del
sucesor. Y él, como buen rey absoluto a la antigua usanza, no se quería evadir de tal
responsabilidad y estaba verdaderamente obsesionado por morirse sin haber dejado las
bases de su continuidad. Ahora, sentía que se le había quitado un peso de encima y, todavía
la Reina de cuerpo presente mientras se preparaban sus exequias, ya un impaciente
Fernando daba órdenes para el inicio de las gestiones destinadas a conseguirle una nueva
esposa.

Hubo que aguardar un adecuado plazo de demostración del habitual abatimiento,


pero las gestiones fueron viento en popa. En esta tercera oportunidad -que tampoco iba a
ser la «vencida»- la elegida fue una alemana, María Josefa Amalia de Sajonia. La boda por
poderes se celebró el 28 de agosto de 1819. La chica, de dieciséis años, se había criado en
un convento, tras la muerte de su madre, que era una nieta de aquel Felipe, Pippo, ilustrado
Duque de Parma. De la bien conocida fama de fertilidad de las mujeres de su familia había
el recuerdo del gran número de hijos que aquella otra Amalia de Sajonia había dado al
abuelo Carlos III. Esto parecía ser sin duda una muy buena recomendación a tener en
cuenta. En cuanto al aspecto físico, la nueva esposa ganaba mucho en comparación con su
tan inmediata antecesora: era bonita y tenía unos grandes ojos azules sobre una tez muy
blanca, de las que tan apreciadas eran en la época.

Incluso a un tipo de gustos y costumbres tan bastos y poco exigentes en materia


femenina como era Fernando le impresionó muy positivamente aquella delicada persona.
Le declaraba con fervor su encantamiento y, con el mayor desparpajo, se autopromocionaba
escribiéndole cosas como ésta: «Has de saber que yo tengo un corazón franco y que en
público me gusta la etiqueta, pero en particular la aborrezco.» Encabezaba sus cartas con un
retrechero «Pepita de mi corazón», que sin duda debió sorpren der a aquella estricta
germana cuando le hicieron la no tan fácil traducción de tal dedicatoria.
Pero el desastre matrimonial no tardó en llegar, cuando pasaron los momentos de las
cartitas y se vieron enfrentados los ardores físicos del marido y la piadosa frigidez de la
esposa. Ella era absolutamente ignorante de todo cuanto se refiriese a las cuestiones fisicas
y se encontró de pronto, horrorizada, con un impetuoso Fernando. Éste trataba de hacer
valer sus derechos maritales, acostumbrado al trato directo -y en ocasiones, seguramente no
muy ortodoxo- con experimentadas profesionales del sexo. Parece que, visto lo visto, ella
se negó en redondo a cumplir con el correspondiente débito que, evidentemente, le repelía.
Quizá para justificar su postura, llegaba a afirmar estar convencida de que para quedar
embarazada no era absolutamente necesario mantener relaciones con su marido.

Cabe suponer cómo se tomaría el irritable Fernando este nuevo episodio de su ya


considerable historia matrimonial. Sobre todo si era cierto lo que por entonces se decía,
acerca del inmediato efecto que sobre la vejiga de la Reina tenía el más mínimo intento de
acercamiento por parte de su real marido. El Deseado pasaba así, en la mayor de sus
intimidades, de tener que soportar bobos e inútiles intentos de seducción por parte de su
segunda mujer a verse obligado a abandonar ahora, con la tercera, medio desnudo y
absolutamente enfurecido, un lecho húmedo por la orina, cuya expulsión su misma
presencia suscitaba. Hubo de humillarse el desesperado marido, llegando incluso a solicitar
la intervención del Papa, por medio de adecuados directores espirituales, para conseguir
que su mujer accediese a mantener las relaciones fisicas que de ella esperaban. Así,
explicaba en carta al Sumo Pontífice:

[...] Mi augusta esposa no entiende que ella es carne de mi carne y hueso de mis
huesos. Por ello es indispensable proporcionar a la reina un director espiritual que imprima
en su ánimo sencillo la más justa y exacta idea de los deberes de una esposa para con su
esposo, por ver si de este modo sería Dios servido conceder a mi matrimonio el fruto de
bendición que sellaría la tranquilidad de mis dominios...

Todo un alambicado juego de palabras que evidentemente ocultaba la imparable


irritación de Fernando, que sin duda en algún momento ya debió desear que llegase, una
vez más, la hora del recambio conyugal. Pero todavía tendría que esperar algún tiempo y
soportar muchas mortificantes intentonas. Por su parte, al Papa no debió sorprenderle que
se le solicitase su intervención en estos asuntos, ya que había muchos antecedentes de ello.
Posteriormente, el agitado matrimonio de la hija de Fernando, Isabel, sí que iba a requerir
de una permanente atención vaticana.

Lo cierto es que, como efecto de la siempre oportuna y provechosa intervención de


Roma, Amalia fue entrando en vereda y accedió a mantener con Fernando las relaciones
que todos esperaban. Quienes les veían en sus horas de intimidad, comentaban que, cada
vez que su marido le daba a entender que le apetecería pasar a los hechos, ella siempre
trataba de desviar el asunto. Parece que, en general, no lo conseguía, pero por intentarlo,
que no quedase... Pero, a pesar de todo, la finalidad principal de aquel matrimonio no se
conseguía y los tan deseados embarazos no se producían, a pesar de novenas, triduos y
oraciones de toda clase, a los que la devota sajona dedicaba una gran parte del día.

Dedicación esta que compartía la Reina con una esforzada labor como poetisa
amateur, expresada en unas obritas de ínfima calidad y de un lirismo cursi hasta niveles
inconcebibles. Aplaudidas sin rubor por muchos cortesanos obsequiosos, que descubrían en
ellas notables calidades «literarias», eran objeto de la más que sangrienta y merecida burla
por la mayoría. Así, lo mismo de vidas de santos que sobre cuestiones de naturaleza místi
ca o descripciones de la vida cotidiana,Amalia dejaba prueba de sus inquietudes creativas
en su siempre inseguro y rígido castellano, siempre asesorada por obsequiosos consejos de
los profesionales de la pluma que al calor de la Corte acudían.

Buena prueba de estos meritorios esfuerzos, que su paciente marido hacía imprimir
y encuadernar en lujosos volúmenes, es esta tan especial mixtura poética de sentimiento
religioso y conyugal a un tiempo, ante la que solamente cabe la sorpresa y que lleva el muy
descriptivo y detallado título de «Oda con motivo de hallarnos mi esposo y yo sólos, la
víspera de la Inmaculada Concepción; él rezando el oficio del día y yo, el Parvo de la
Virgen»:

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A pesar de todo, Fernando debió acabar encariñándose con aquella remilgada que
poco juego debía darle a la hora de la verdad, pero que en su favor tenía el hecho de ser
poco entrometida en asuntos de la política, algo que su desconfiado e inseguro marido
debió agradecer mucho.Ya bastante tenía con la insatisfacción sexual y la falta de hijos,
como para tener que estarse lidiando a una mujer con inclinaciones políticas. En el plano
más íntimo, una vez superados aquellos iniciales episodios de humedades urinarias,
debieron mantener relaciones más o menos normales con la idea de conseguir hijos, y de
ello dan buena prueba tanto el recurso a médicos y curanderos de todo pelaje como la
reiterada costumbre de ir a tomar aguas de balnearios, de los que se afirmaba potenciaban
las posibilidades de preñez.

De esto, se contaba un episodio ocurrido en una de estas ocasiones, que muchas


veces exigían de sus protagonistas verdaderos esfuerzos heroicos, como fue cuando
acudieron bajo los extremos rigores del verano conquense a los manantiales de Solán de
Cabras, de aguas de extendida fama por sus efectos sobre mujeres escasamente fértiles. En
medio de aquellos calores, tragando polvo en cantidad, comiendo verdaderas bazofias y
durmiendo en lugares inhabitables, el Rey aún habría tenido suficiente humor para
comentar a alguno de los que les acompañaban: «¡De este viaje salimos todos preñados
menos la reina!»

Mientras todas estas ternezas e intimidades caseras se producían, no abandonaba


Fernando su bien decidido papel de implacable Rey absoluto y bien lo sabían tantos como
sufrían los rigores de su gobierno. Con todo, su personal doblez y su gran capacidad de
adecuarse a las necesidades de cada ocasión le permitían gozar de un gran apoyo popular,
que basaba ante todo en la imagen que se preocupaba por dar de persona simpática, abierta
y asequible al trato con cualquiera. Tenía las cárceles llenas de presos sospechosos de
disidencia y a los que negaba cualquier tipo de juicio medianamente decente, pero
disfrutaba ordenando abrir las verjas de los jardines reales para que el pueblo viese desde
más cerca -sin intervenir, por supuesto- las fiestas y celebraciones cortesanas.

Fue aquella primera parte de su reinado una época de permanentes conspiraciones


liberales, que en la mayor parte de los casos no pasaban de ser acalorados proyectos y
apasionadas discusiones, que se suscitaban incesantemente, entre el humo del tabaco y el
ruido de las cucharillas en tazas y vasos, en las mesas de los abarrotados cafés madrileños.
El arrebatado espíritu romántico y el idealismo que hacían nacer todos estos proyectos era,
en definitiva, la principal causa de su repetido fracaso. Buena muestra de ello fueron el
proyecto que existió de hacer venir de Roma y reponer en el trono a un moribundo Carlos
IV, «reconvertido» a la fe liberal y la llamada Conspiración de Triángulo, organizada para
secuestrar a Fernando durante uno de sus informales y poco custodiados paseos por el
antiguo Camino de Aragón.

Los habitantes de los barrios bajos madrileños, que soportaban extremas


condiciones de existencia, le adoraban porque él había sabido muy sagazmente identificarse
con algunas de sus formas visibles de vida. Les gustaba encontrárselo en las tabernas y
mesones, comiendo y bebiendo como ellos, sin refinamiento ni cuidado alguno;
frecuentando la compañía de elementos canallas o mujeres de bien conocido oficio;
cantando destempladamente o tocando la guitarra, antes de subir a las sórdidas habitaciones
que, por encima de aquella sudorosa algazara con olor a tabaco negro, anís y vinazo, le
ofrecían mayores delicias que los ricos y asépticos aposentos conyugales del Palacio Real.

Cuando, a inicios de 1820, el levantamiento del general Riego en Cabezas de San


Juan llevó al triunfo de los liberales, Fernando se vio obligado, muy en contra de su
voluntad, a jurar la Constitución a la que tanto odiaba. Una vez más, hizo gala de su enorme
capacidad de cínica adaptación a unos hechos consumados que no podía modificar. Se
preocupó por mostrarse como un tierno padre, solamente interesado por la felicidad y el
bienestar de sus amados súbditos. Así, para la inmensa mayoría de éstos, tan trascendental
cambio no suponía trauma alguno: lo que él hiciera, bien hecho estaba.Y si las masas se
habían mostrado hasta ayer partidarias del Rey absoluto, ahora mostraban todo su fervor
por el Rey constitucional. El enorme carisma personal que hasta el fin de su vida tendría el
que fuera Deseado le permitiría pasar con absoluta tranquilidad por situaciones que a otro
hubieran causado temor, preocupación o, por lo menos, duda.

En pleno furor de su triunfo, cuando se abría aquel esperanzado y tan fugaz Trienio
Constitucional, salían de la obligada oscuridad los perseguidos liberales, que ahora
humillaban a sus adversarios cantando por todas partes el Trágala que se haría célebre y que
resumía de forma fácil y efectiva su afán por superar las negras etapas pasadas:

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Durante tres años, aquel déspota fue capaz de aguantar y aceptar lo que los
triunfantes liberales le imponían. Pero utilizaba siempre el poder de veto que tenía para
poner sistemáticas zancadillas a su acción política. La gran capacidad de resistencia, que ya
había demostrado en los años de agradable destierro en Francia, se unía a su maestría en el
arte del engaño y le permitía jugar al mismo tiempo con varias barajas. Mientras aceptaba a
regañadientes su obligado papel de Rey constitucional, no dejó en ningún momento de
conspirar para volver a la situación anterior. Si firmaba las leyes y decretos que se le
imponían, lo hacía al tiempo que, día a día, aumentaba en su interior una implacable ansia
de revancha que era lo que le mantenía vivo. Para sus muchos partidarios, el antiguo
Deseado volvía a ser prisionero de sus enemigos.

Con el telón de fondo de una situación de creciente tensión, nunca desaparecían de


la escena la burla y la chirigota, de tan rancia y arraigada tradición. A los absolutistas se les
llamaba blancos y a los liberales, negros; de su enfrentamiento, con el Rey por medio,
nacían chanzas como las que reflejaban estos versitos referidos a Fernando:

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Que venían acompañados por la supuesta respuesta del cínico monarca, siempre
dispuesto a prepararle la jugada a quien fuese necesario, enemigo o fiel partidario:

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Fernando no se privaba de llamar, despectivamente y de forma especialmente


ostentosa, presidiarios a sus nuevos ministros. Efectivamente, muchos de ellos habían sido
obligados huéspedes de sus cárceles y otros volverían a serlo. Los bullentes cafés se veían
ahora sustituidos por las Sociedades Patrióticas, muy activas en su papel de difusión de los
principios del liberalismo. También las logias masónicas conocían, al calor de la libertad,
una gran actividad y una enorme influencia, bajo evocadores y simbólicos nombres, como
Virtud Triunfante o Libertad y en las que alegóricos y muy significativos nombres de
filósofos, emperadores y políticos -Pitágoras y Tito Livio, Napoleón y Trajano- servían de
cobertura y estímulo a sus esforzados miembros.
UNA HERENCIA
ENVENENADA

ntrado el año 1823, tras repetidos ruegos de Fernando, las potencias


conservadoras de la Santa Alianza decidieron intervenir en España para restaurar la
monarquía absoluta. Ante una posible invasión, el Gobierno liberal ordenó trasladarle a
Sevilla, y él proclamó que era víctima de un secuestro. Con las fuerzas de los Cien Mil
Hijos de San Luis avanzando ya por suelo español, allí volvió a demostrar su voluntad de
bloquear toda salida pacífica a la situación y se negó a marchar a Cádiz, donde habían
buscado refugio las instituciones nacionales. Fue necesario que las Cortes declarasen su
incapacidad mental transitoria para poder trasladarle hasta aquel histórico Baluarte de la
Libertad. Durante los meses en que se vio obligado a estar allí, el prisionero volvió a los
viejos solaces de espera que tanto le agradaban y que ahora entretenía jugando con cometas
al aire oceánico de la Bahía, al igual que en Valencay había llenado su tiempo con la
práctica del bordado. Tenía claro que solamente había que esperar y que la dulce hora de la
venganza estaba casi a punto de llegar.

La victoria final de los invasores decidió el fin de tal «cautiverio» y la restauración


del absolutismo. Fernando, una vez más, había dado su palabra a sabiendas de que iba a
faltar a ella tan pronto tuviese oportunidad. Si había suplicado «su libertad» a cambio de
olvidar el pasado, tan pronto se vio libre y protegido por las fuerzas francesas de ocupación,
sólo pensó en poner en marcha la más cruenta de las venganzas. El terror que en algunos
momentos había experimentado, pensando que iba a acabar ajusticiado como Luis XVI
durante la Revolución, le llevó a los mayores extremos de crueldad contra todos sus
posibles opositores. Él, que se había atrevido a declarar: «Aborrezco y detesto el
despotismo...»

Así, el rencor y el odio del Rey sirvieron para amparar y potenciar todo el brutal
terrorismo de Estado que dominó la que se llamaría Ominosa Década. Mientras declaraba la
nulidad de todas las disposiciones legales que había firmado a lo largo del Trienio,
Fernando no ocultaba su rabia al hablar de lo que, para él, había sido aquel periodo:

[...] la más criminal traición, la más vergonzosa cobardía, el desacato más horrendo
a mi real persona y la violencia más inevitable fueron los elementos a emplear para variar
esencialmente el gobierno paternal de mis reinos en un código democrático, origen fecundo
de desgracias y desastres.

Él había afirmado, satisfecho: «España es una botella de cerveza y yo soy el


tapón.»Y la verdad es que iba a tener la gran suerte de que, en lo que iba a quedar de vida,
aquel tapón nunca llegaría a saltar.
Otra vez, la policía volvía a tomar las riendas de la situación; los delatores y los
confidentes hacían su agosto, los interrogatorios y las torturas se sucedían sin pausa y las
cárceles volvían a llenarse a rebosar de sospechosos de sedición. Al amparo de las sombras
de la noche, desde los puertos y a través de las montañas fronterizas, centenares de
personas abandonaban el país para tomar el camino del exilio. Siempre inseguro de sí
mismo y de quienes le rodeaban, Fernando prefería elegir la vía de la más abierta
brutalidad, hasta el punto en que los demás monarcas euro peos -tan absolutos como él- se
vieron obligados a llamarle la atención para que moderase aquella violencia, hija del miedo
y el rencor. Temibles eran sin duda en los Borbones los efectos de terrores pasados. Los
adversarios de FelipeV podían haber hablado mucho de ello...

Impulsados y pagados por las autoridades, proliferaban grupos de acción directa que
imponían la violencia directa en las calles, formados por elementos marginales unidos por
su fanatismo antiliberal y que ostentaban sonoros y amenazadores nombres como El Ángel
Exterminador, La Junta Apostólica y La Sociedad del Martillo. Eran estos los que hacían
los trabajos más sucios en la nueva situación, suprimiendo de la forma más directa a los
posibles liberales que caían en sus manos. Mientras, el pueblo de Madrid, que tres años
antes le había vitoreado como héroe máximo, asistía ahora a la ejecución del general Riego,
al que se ahorcaba en la Plaza de la Cebada después de haber sido paseado
ignominiosamente en un serón, en medio de los insultos, escupitajos, golpes y puntazos del
buen pueblo. Éste, de nuevo vitoreaba al Rey absoluto y se sentía feliz sabiendo a su amado
Fernando seguro tras los muros de Palacio y a salvo de todos sus enemigos. Al mismo
tiempo y en la obligada clandestinidad, en la memoria popular nacía la santificación del
héroe, vilmente muerto por defender sus ideas:

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En Cataluña estalló, a los pocos años, una gran insurrección campesina de


inspiración absolutista al grito de «¡Religión, Rey, Inquisición!». Fernando quiso marchar
allí para dirigir personalmente sus tropas, en una nueva búsqueda de protagonismo que le
mantuviese aquel apoyo popular que tanto le satisfacía y que no quería perder. Así, pudo
protagonizar una breve y fácil campaña, para la que marchó además equipado con el
respaldo poético de su inefable mujer:

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Murió Amalia el 18 de mayo de 1829, a los veinticinco años, sin haber cumplido el
objetivo de dar hijos a su marido y a la dinastía. En los últimos años, había llegado a
establecerse alguna forma de complicidad entre los esposos, que coexistía perfectamente, y
con absoluta tranquilidad para todos, con la actividad paralela de él fuera de Palacio. Por lo
visto, aquella beata y pudibunda mujer y su fogoso marido se entregaban a alguna suerte de
juegos en los que morbosamente mezclaban religión y sexo, como cuando él aparentaba
sorprenderla durante sus rezos para forzarla a realizar aquellos actos que al principio tanto
la habían horrorizado. Ahora se prestaba a ellos entre fingidos forcejeos de negativa, que
sin duda añadían más sal y pimienta al convencional coito matrimonial.

Aquel desalmado había seguido dirigiéndose a ella bajo las formas más
convencionales de la cursilería, como «Pepita mía» o «Pichoncito de mi corazón» o con
referencias a aquellos parti culares juegos privados de pareja, explícitos en frases que
realmente demostraban grandes avances, como:

Pepita mía de mi vida: tu Satancito te aborrece cada vez más, ¿lo crees, amor mío?
No, no lo crees; haces bien, pues yo te adoro y quisiera hacer contigo el nariceo y todo lo
que sabes...

Mientras escribía cosas como éstas, entre ida y vuelta de sus escapadas en busca de
una tan campechana y estrecha aproximación a su pueblo, la más dura represión seguía
desatada anulando con gran eficacia a sus enemigos. Juan Martín Díaz, el célebre
guerrillero El Empecinado, verdadero héroe nacional que tantas esforzadas acciones había
protagonizado frente a los franceses, era escarnecido y ejecutado públicamente. Mientras,
enValencia subía al cadalso público el último condenado a muerte por la Inquisición, que al
amparo de Fernando daba sus postreros coletazos. El Rey nunca perdería el gran apoyo,
entusiasta siempre que podía demostrarlo, que tenía entre el pueblo. En realidad, los efectos
de la represión solamente eran sufridos por una pequeña parte de la población, mientras que
la inmensa mayoría aceptaba y aún aprobaba su absolutismo. Para la gente, el Rey era una
buena persona que solamente necesitaba de honrados consejeros y ministros.

Inasequible al desaliento en busca de la tan ansiada descendencia, Fernando volvió


a dar, a ver si la vencida era por fin a la cuarta, las correspondientes órdenes para que se
iniciasen los trámites precisos para acordar un nuevo matrimonio. Se dice que, cuando le
mencionaron la posibilidad de una nueva princesa alemana, se negó en redondo,
exclamando muy comprensiblemente irritado: «¡No más rosarios ni versitos, coño!» Por los
interiores palaciegos todavía quedaba en el aire el sonido de los versos de la reciente
difunta, como los verdaderamente inefables que le había inspirado alguno de los Reales
Sitios que tanto habían frecuentado:

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Por no hablar de otras composiciones, fruto de una fantasía verdaderamente


diarreica, que le permitía tocar todos los palillos posibles. La enumeración de algunos de
sus títulos era mucho más que suficiente y podía saltar desde aquella en la que recreaba los
Sentimientos de un masón moribundo a la dedicada A los apóstoles de la China, sin olvidar
por supuesto unas sentidas Décimas sobre la rifa de un faisán en beneficio de los niños de
la Inclusa... llenas sin duda de caritativo sentimiento.

Muy pronto, se encontró un buen apaño, que parecía ofrecerle algo completamente
distinto. Su inteligente sobrina y a la vez cuñada, la napolitana Luisa Carlota, casada con el
infante Francisco de Paula, encontró ahora la ocasión propicia de colocar a su hermana
pequeña María Cristina, que a los veintitrés años seguía soltera, y consiguió que el Rey la
aceptase como esposa. Él tenía ya cuarenta y cinco y estaba bastante cascado, pero todavía
confiaba en poder tener el hijo que le heredase. Así, no había pasado todavía un año desde
el entierro de la anterior Reina, cuando, en diciembre de 1829, ya la graciosa napolitana era
saludada, según las fórmulas de rigor, por aquellos vates cortesanos que habían cantado los
falsos encantos de sus tres antecesoras en el real tálamo y que ahora alcanzaban grados de
untuosidad dificiles de superar:

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Siguiendo su inveterada costumbre, el ardoroso Fernando ya se mostraba


completamente enamorado de su nueva esposa, aunque solamente la conocía a través de
unos retratos tan falsos como todos los que en los anteriores casos se habían utilizado.A
pesar de soportar un estado de salud nada bueno, que la gota agravaba con sus reiteradas
agresiones, al Rey se le hacía la boca agua y no dejaba de pensar en las delicias que le
ofrecía el inminente disfrute de una mujer nueva, joven y, según todos los informes que
había recibido, bonita y atractiva. Este precalentamiento se mostraba en las sucesivas
formas de expresión que, para referirse a ella, incluía en las cartas que le fue escribiendo a
la espera del tan ansiado momento del encuentro. Desde un inicial y ya impetuoso «Querida
Cristina mía de todo mi corazón» pasaba a llamarla «Pimpollo mío», «Paloma mía» o un
ciertamente sorprendente «Azucena de los Pirineos» ... para alcanzar el clímax, al desatarse
llamándola ya «Gachona» y «Resalada», reiterándole cada vez con más calor la adoración
de «tu Fernando que se muere por ti». Por él, no iba a quedar.

Aquel individuo, que había demostrado tener el más mezquino y cruel carácter,
capaz de las mayores bajezas y sistemático traidor a juramentos y promesas, mostraba con
sus esposas unas capacidades emotivas dignas de la más tópica zarzuela de corrala
madrileña. Un género que estaba por aquellos años a punto de convertirse en la más
edulcorada expresión de los gustos populares, de los que tan próximo se encontraba el
monarca. Ciertamente, hasta que el deterioro final de su salud se lo impidió, se le pudo
seguir viendo por las calles de la capital, apenas acompañado de una o dos personas,
siempre tranquilo y sonriente, convencido con razón de que entre sus amados súbditos -que
solamente con verle se sentían extremadamente honrados- era donde más seguro se
encontraba.

Efectivamente, la que iba a ser su cuarta y última esposa, no defraudó en absoluto


tales expectativas. Bastante inteligente y culta, para lo que era habitual en las princesas de
la época, unía a su gracioso aspecto un carácter animoso y espontáneo, que el caduco
marido encontró como maravilloso bálsamo a su prematura vejez. Recurriendo una vez más
al viejo tópico -pero que en este caso era algo absolutamente real-, María Cristina venía a
introducir en el Palacio de Oriente un fuerte soplo de aire fresco, que sirvió para ventilar
viejos aposentos llenos de rancios usos, mantenidos, más que por cualquier otra causa, por
la desgana y la mera dejadez.

Bien aleccionada por su hábil hermana, entraba María Cristina en unos procelosos
espacios de los que Pérez Galdós habló de la forma más descriptiva:

Bastaba verla para conocer su agudo talento, que tanto había de brillar en las lides
cortesanas y para prever las nobles conquistas que la gracia y la confianza habían de hacer
prontamente en el terreno de la brutalidad y del recelo.

Y, llevado por su entusiasmo hacia la nueva Reina, añadía el gran novelista,


incuestionable republicano de pro:
Jamás paloma alguna entró con más valentía que aquélla en el negro nido de los
búhos [...]. Fue mirada su belleza como un sol de piedad que venía, si bien un poco tarde, a
iluminar los antros de venganza y barbarie en que vivía, como un criminal aherrojado, el
sentimiento nacional.

En la Corte, el nuevo matrimonio inmediatamente produjo un gran enfriamiento en


la actitud del infante Carlos y su ambi ciosa mujer María Francisca. Este nuevo intento de
Fernando por dejar un heredero propio les apartaba, una vez más, de un trono que llevaban
tantos años acariciando con la punta de los dedos. Ello estableció en el interior de Palacio,
donde moraban todos en una cada vez más dificil convivencia, una hostilidad que acabaría
estallando cuando llegasen horas críticas. Dada la falta de descendencia de Fernando, ya
pocos esperaban que esto pudiese solucionarse y hacía tiempo que, en la calle y entre la
opinión pública, ya se veía a Carlos como futuro Rey. Los más acérrimos absolutistas, al
amparo de la Iglesia católica, solamente esperaban el momento de la muerte del decrépito
Rey y el ascenso al trono de su hermano, que abandonaría cualquier veleidad progresista y
restauraría los viejos principios de Dios, Patria y Rey.

Al inicio de su reinado, el fundador de la dinastía, Felipe V, había impuesto en


España la Ley Sálica, que apartaba a las mujeres de la sucesión al trono. Más adelante,
Carlos IV había decidido la supresión de la ley y el retorno a los usos tradicionales de la
Corona de Castilla. Éstas no discriminaban por razón de sexo y habían hecho posible la
coronación de mujeres de la talla de Isabel la Católica. Pero los difíciles acontecimientos
que habían jalonado el reinado del débil y ambiguo protector de Godoy habían impedido la
puesta en vigor de esta disposición. Ahora Fernando VII, ante el primer embarazo de su
nueva mujer y en previsión de lo que pudiera pasar, decidió recuperarla y promulgó una
Pragmática.

Cuando el Rey decidió esto, todavía no se sabía, lógicamente, que el hijo que María
Cristina pariría iba a ser una niña, Isabel, que nació el 10 de octubre de 1830. Ahora, la
nueva legalidad de la Pragmática permitía el acceso al trono de la neófita, en el caso de que
la real pareja no tuviese ningún varón. Pero Fernando, si bien algo tranquilizado por la
seguridad que le daban tanto la ley en vigor como la manifiesta robustez de Isabel, toda vía
confiaba en poder procrear un futuro rey. Así se acabarían de una vez todos los manejos y
maniobras de los absolutistas, que esperaban ansiosos y acechantes el momento de ocupar
el poder a través del dócil y manipulable infante Carlos. Éste, en muchos lugares y por
mucha gente, era ya aclamado como otro deseado Carlos V.

Vivió Fernando el año 1831 entre las alegrías de la paternidad realizada y las
ilusiones puestas en un nuevo embarazo de su mujer, que quizá trajese aquel niño tan
esperado por unos como indeseado por sus ávidos contrarios. Pero este agradable ambiente
íntimo no hizo bajar la guardia a la sistemática brutalidad de aquel declinante déspota y, en
aquel año, tuvieron lugar dos de los más emblemáticos episodios en la ya larga y sangrienta
aventura del liberalismo español. En Granada, Mariana de Pineda, una bella viuda de
veintisiete años, subía al cadalso para ser ejecutada, acusada de conspiración por habérsele
hallado en su casa a medio bordar una bandera con los colores liberales y el emblema Ley,
Libertad, Igualdad. Muy pocos meses después, eran fusilados en las playas de Málaga el
general José María de Torrijos y sus compañeros, después de que la traición hiciese fracasar
el desembarco de tropas que comandaba y que habían partido de Gibraltar.

Mariana de Pineda, Marianita, entraba así en la leyenda, de la mano de la más ciega


de las brutalidades, y su memoria, introducida en la mente popular a golpe de romance, iba
a merecer los honores de la gran poesía de la mano de su paisano Federico García Lorca,
que a su debido tiempo moriría asimismo víctima de la intolerancia:

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Torrijos, la otra gran presencia en el panteón de los héroes de la Libertad, también


tuvo su gran cantor en el joven José de Espronceda, lanzado ya a convertirse en rutilante
astro del Romanticismo, que expresaba bajo alambicada forma el dolor de los españoles de
bien:

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Estaba claro que, hasta que le quedase un hálito de vida, Fernando quería mantener
sus principios, sin darse cuenta de que aquella España era ya muy distinta de la que había
entrado a reinar hacía ya tantos años. Cuando, en enero de 1832, nació la segunda hija de la
pareja, la infanta Luisa Fernanda, estaba ya claro que las posibilidades generativas del Rey
habían dado sus últimos frutos.Y fue en el siguiente mes de septiembre y en el Real Sitio de
La Granja, cuando una de las frecuentes crisis que Fernando sufría llegó a ponerlo
aparentemente al borde de la muerte.

Mano ejecutora de los intereses absolutistas, Calomarde, el intrigante ministro de


Gracia y justicia, obtuvo arteramente de la temblorosa mano del casi inconsciente Rey la
firma de un decreto que anulaba aquella Pragmática que permitiría reinar a Isabel. El hecho
debía mantenerse en secreto hasta la muerte de Fernando, que se creía ya inminente, pero la
alegría de los elementos de la camarilla de don Carlos fue tal que no pudieron resistir y lo
hicieron público.Y la más abierta reacción vino, según apunta una historia tan divulgada
como indemostrada, por parte de un miembro de la familia real.

Según ella, la impetuosa hermana de la Reina, Luisa Carlota, estaba más que
decidida a preservar el trono para su sobrina Isabel, a la que ya tenía pensado casar con su
pequeño hijo Francis co de Asís. Por ello, al enterarse de la trama que los absolutistas
habían montado, acudió presurosa a La Granja. Enfrentada al taimado Calomarde, que le
mostraba cínicamente el documento con la firma real tan traicioneramente conseguida, se lo
arrancó bruscamente de las manos y lo arrojó al fuego que ardía en la chimenea. A
continuación, llevada por la ira ante tamaña osadía, cruzó de una bofetada la dura cara del
ministro. Según el tantas veces repetido relato, que en verdad más parece una estimulante
escena de alta comedia, el abofeteado habría reaccionado en pose de caballero clásico,
diciéndole la frase que ya a partir de entonces entró en el acervo popular: «Señora, manos
blancas no ofenden.»

El hecho es que Fernando, repuesto de aquella recaída, vivió todavía un año más.
Agradecido por su fiel actitud en los difíciles momentos pasados, dio a su mujer una gran
participación en las decisiones políticas. María Cristina, comprobando que para defender el
trono de su hija debía enfrentarse a los absolutistas, se vio obligada a iniciar un moderado
proceso de aperturismo. Ello le hizo ganar el apoyo de los liberales, que vieron en ella la
persona capaz de representar el inicio de una nueva era que cerrase aquella Ominosa
Década de persecución y terror.

Así, mientras el conspirador Carlos y su familia eran enviados a un disimulado


destierro en Portugal, sus partidarios trataban de crear la inquietud entre el pueblo,
difundiendo la falsa noticia de que Fernando había fallecido y que su cuerpo se mantenía
embalsamado en lugar secreto. Pero lo realmente significativo para la vida del país fue, el
20 de octubre de 1832, la promulgación de la amnistía que abría la deseada nueva era.
María Cristina, la gran esperanza de los liberales, anunciaba:

[...] En uso de las facultades que mi muy caro y amado esposo me tiene conferidas y
conforme en todo con su voluntad, concedo la amnistía más general y completa de cuantas
hasta el presente han dispensado los reyes a todos los que han sido hasta aquí perseguidos
como reos de Estado.

Declaraba la ya casi viuda haber tomado esta medida gracias a:

[...] la innata bondad con que el Rey desea acoger bajo el manto glorioso de su
beneficencia a todos sus hijos, hacerles participantes de sus gracias y liberalidades,
restituirlos al seno de sus lias, librarlo del duro yugo a que los ataban las privaciones
propias de habitar en países desconocidos.

O sea, que todo no era más que una gracia de Su Majestad, que sus súbditos debían
incluso agradecerle olvidando el horror de los días pasados.

El 29 de septiembre de 1833, un ataque de apoplejía acababa de una vez por todas


con la vida de aquel rey felón, al que la Historia arrojaría más que justificadamente al
apartado donde se amontonan sus más perversos protagonistas. Dejaba la herencia de una
guerra civil que estaba a punto de estallar y se iba a arrastrar a lo largo de las siguientes
décadas. Fueron momentos en los que, junto al dolor de sus partidarios y la cautelosa
alegría de sus enemigos, se difundían los habituales y punzantes poemillas anónimos que
reconstruían toda una vida de mentira y ruindad:

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Al tener noticia del hecho, el pueblo llano le lloró de forma abierta, porque le quería
sinceramente, se había visto representado en él y ahora se sentía huérfano sin su presencia.
Pero, sin embargo, no fueron muchos los que pudieron permitirse el consuelo de rendirle
personal homenaje desfilando ante sus restos. El rapidísimo proceso de descomposición que
experimentó el hinchado e irreconocible cadáver, vestido y adornado con toda la
parafernalia de bandas, fajas y condecoraciones propia del caso, obligó a cerrar
apresuradamente el ataúd a las pocas horas del fallecimiento. Ni los curtidos soldados que
montaban guardia ante el catafalco de aquel individuo habían podido soportar los malditos
efluvios que despedían los despojos del Deseado.
SOBRE AMORES Y NEGOCIOS

ada más nacer Isabel, el10 de octubre de 1830, su padre el Rey


había querido dejar las cosas más claras todavía, por si era necesario, y ordenó que a la niña
le fueran tributados «los honores como al Príncipe de Asturias, por ser mi heredera y
legítima sucesora a mi Corona mientras Dios no me conceda un hijo varón». Para la
ceremonia de su jura por las Cortes, que se celebró, como era antigua tradición, en el
templo de San jerónimo el Real, se recuperaron todas las viejas usanzas y rituales de la
Corona. Para entonces, el infante Carlos ya había declarado de forma muy expresa su
negativa a aceptar a su sobrina como Reina, y lo justificaba afirmando que ni su conciencia
ni su honor se lo permitían. Efectivamente, tres años más tarde, cuando todavía estaban
celebrándose los sufragios fúnebres por el difunto monarca, ya los partidarios del que era
llamado Carlos V se lanzaban a la guerra.
La reina regente María Cristina era una joven y coqueta viuda de veintisiete años,
todavía con muchas ganas de vivir. El testamento de su marido la había nombrado regente
durante la minoría de edad de Isabel, pero al mismo tiempo le prohibía contraer un nuevo
matrimonio, so pena de perder su puesto y la misma tutela de la Reina niña. Mujer llena de
vida, no cabe la menor duda de que la muerte de Fernando fue sin duda para la napolitana
una absoluta liberación. Dada su naturaleza, seguro que María Cristina estaba deseando
ardientemente tener a su lado a un hombre de su edad y por completo diferente al que había
sido su marido, viejo y decrépito rijoso en imparable decadencia y, sobre todo, obsesionado
por procrear el hijo que le aseguraría un póstumo control del trono, al que tan férreamente
se había agarrado.

No habían pasado todavía tres meses después del entierro del difunto cuando la
vivaracha viuda se casaba con un joven y atractivo guardia de corps. Fue en una ceremonia
secreta celebrada a puerta cerrada en una habitación del Palacio Real, sin más personas
presentes que los dos interesados y el sacerdote. Se trataba así de un matrimonio, por
decirlo de algún modo, «de tranquilización de conciencia» y, por tanto, absolutamente falto
de legalidad civil ni eclesiástica. Era, cuando todavía brillaban las apasionadas luces del
Romanticismo, un nuevo episodio de aquella tradicional atracción que las reinas
necesitadas de afecto sentían por los gallardos uniformados encargados de su protección
fisica. Era este Fernando Muñoz el ambicioso hijo de una estanquera de la localidad
conquense deTarancón. Era miembro de los cuerpos de seguridad de Palacio y por ello el
contacto, al menos visual, entre ambos habría podido establecerse en cualquier momento y
lugar. La infanta Eulalia, la hija de Isabel II que escribió sus curiosas memorias,
reconstruyó aquel momento y quiso adornar la imagen de su abuela con un encantador halo
poético y cursi, que realmente resultaba algo dificil de creer.

Escribía Eulalia que, yendo el cortejo de la Reina Gobernadora camino de La


Granja de San Ildefonso, ansiando salir de aquel Madrid donde acababa de producirse una
sangrienta matanza de frailes:
[...] a mitad del camino comenzó mi abuela a sangrar por la nariz, continuando la
hemorragia hasta agotar los pañuelos de que dis ponían sus damas de honor. Entonces fue
necesario, para salir del apuro, pedir ayuda al oficial de la guardia que escoltaba el carruaje,
quien inclinándose sobre su montura alcanzó hasta la atribulada reina su pañuelo. Unos
instantes después, pasado el trance, María Cristina asomó por la ventanilla del coche la
mano, pálida y blanca, y con sonrisa de gratitud devolvió la prenda al capitán Muñoz, que
con gesto galante se la llevó a los labios.

Bien, pues la cosa estaba hecha. Ella, animada y divertida, y todavía con muchas
ganas de juerga en el cuerpo, se arrojaba a la aventura. Él, por su parte, demostraba la
verdad del dicho que afirma que el mundo es de los lanzados. Lo iba a demostrar a
continuación toda la fulgurante -fulgurante, por el oro- carrera en la que iba a sumergirse.
Creída o no, esta convencional y edulcorada puesta en escena debió parecer suficiente para
intentar explicar entre líneas tal relación. Se dijo en su momento que Cristina y Muñoz se
habían conocido solamente poco más de una semana antes de tan clandestina y urgente
boda. Pero naturalmente, corrieron de inmediato muchas otras versiones de los hechos,
siempre como es lógico bien corregidas y aumentadas. Así, había quien afirmaba, con la
más absoluta seguridad, que el conocimiento -y quizás también «el trato»- se había iniciado
todavía en vida de Fernando, lo que añadía sabrosos ingredientes a un hecho que no tardó
en ser de general conocimiento y tácita y silenciosa aceptación.

Efectivamente, el asunto era la comidilla en todas partes, pero el Gobierno, que


hubiera debido intervenir para aclararla, prefirió dejar las cosas como estaban y no
introducir tan grave factor de inestabilidad en el Trono. Cuando ya la primera Guerra
Carlista estaba en su apogeo y la reina Isabel no tenía aún cuatro años, lo más
recomendable parecía ser «no meneallo». Así, durante varios años, la prolífica María
Cristina asistía a solemnes actos en las Cortes, presidía consejos de ministros y se mostraba
en audiencias, ceremonias religiosas, sesiones de teatro, fiestas y saraos de toda clase:
disimulando en lo posible las formas evidentes de sus sucesivos e incesantes embarazos,
que llegaron a alcanzar un nada desdeñable total de siete. Sus continuos desmayos y la
extraña amplitud de sus faldas no cesaban de dar lugar a muchos comentarios, sin contar
con las veces en las que «la viuda» estuvo muy visiblemente a punto de romper aguas
durante un acto oficial. Muchas y muchos se verían frustrados al no poder llegar a ver algún
desastre de este tipo. Cada muñoz que iba naciendo era enviado a París, donde ya su madre
les estaba llenando una buena hucha con todo lo que su rapacidad le ponía por delante.

Para Cristina, compaginar su presencia y deberes como Regente, en la situación de


guerra civil que el país vivía, con las obligaciones que una tan creciente familia suscitaba
no debió de ser cosa fácil. En muchas ocasiones se quejaba, suspirando por un tranquilo
retiro. Sin embargo, resultaba más que evidente que el avispado Muñoz sabía extraer los
mejores frutos de tan vidriosa pero productiva situación. Para cuando en 1844 se legalizó
por fin este especial matrimonio, ya el taranconense tenía funcionando a pleno rendimiento
una amplia red de lucrativos negocios que, en muchas ocasiones, iban a caminar por los
afilados límites de la legalidad.Al principio, el humor popular había admitido con
tranquilidad y sorna aquella tan especial situación y ridiculizaba, por el momento todavía
suavemente, a la que era intocable realeza:
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Aunque totalmente opuestas en sus caracteres, fueron Isabel y Luisa Fernanda dos
hermanas muy unidas en su niñez. Dada su especial situación, todo les era permitido, todos
sus caprichos les eran satisfechos y no había nada que quisiesen que no obtuviesen de
inmediato. Los efectos que esto tuvo en la educación de Isabel fueron desastrosos. La niña
tuvo muy pronto conciencia de ser quien era y se permitía organizar -más bien,
desorganizar- todos aquellos molestos programas y planes de estudios que le exigían un
esfuerzo, que no estaba nada dispuesta a realizar. Consecuencia de esto fue que llegó a la
adolescencia con una general y casi absoluta ignorancia. Muy pronto se hizo célebre su
catastrófica ortografia, de la que ella sería la primera en burlarse y en la que casi aparecían
más faltas que formas correctas. Ello se combinaba perfectamente con su castizo y limitado
modo de hablar, que conservaría durante toda su vida. En su vulgar vocabulario y
expresiones, vencían siempre los usos más propios de la gente de la servidumbre, entre la
que tan a gusto se encontró siempre, sobre los de los preceptores o cortesanos, con los que
obligatoriamente convivía. Nunca le preocupó la tendencia a la obesidad que enseguida
mostró. Por ser quien era, su poco agraciado fisico nunca le impidió lanzarse a aquel
incesante vértigo erótico en que consiguió convertir su vida. Se consideró siempre un ser
superior y desde la altura de aquel supremo orgullo se permitía mostrar en su trato con
todos una simplicidad y una llaneza que a tantos iba a engañar.

La primera infancia de la Reina niña estuvo enmarcada en una situación de


permanente inestabilidad, tensión y enfrentamientos que vivía el país.A la sangrienta
Guerra Carlista se vinieron a añadir hechos como aquella matanza de frailes en Madrid, que
en 1834 produjo la muerte de más de un centenar de ellos, linchados por el pueblo tras
lanzarse la acusación de que habían envenenado el agua de las fuentes públicas. Los
Gobiernos de la Reina Regente debían enfrentarse también a las explosivas consecuencias
de hechos de gran magnitud, como la Desamortización y venta por el Estado de los
inmensos bienes de la Iglesia, y la supresión de las órdenes religiosas. Abandonados a la
fuerza por las comunidades que durante siglos los habían habitado, muy pronto en todos los
rincones del país empezaron a mostrarse aquellos monasterios y conventos en ruinas,
saqueados de sus más preciados bienes y convertidos en almacenes, viviendas de pobres,
establos o, simplemente, en melancólicos espacios vacíos, refugio de aves y sembradío de
malezas.

A finales de 1840, cuando acabó la Guerra Carlista, la situación pareció


normalizarse y pudo ponerse un poco de orden en la desastrosa gobernación del país. Lo
primero que se hizo fue poner en la calle a la impresentable María Cristina. Privada de su
cargo, fue metida en un barco que la llevó desde Valencia camino del exilio. El general
Espartero era ahora Regente e indiscutible hombre fuerte de la situación. Desde París, la ex
Gobernadora se apresuró a declarar que la habían obligado a marcharse y que se iba «con la
conciencia tranquila y la frente muy alta». Pero, por supuesto, nunca iba a dejar de
conspirar para recuperar una posición tan privilegiada como la que había tenido y que tan
lucrativa les había resultado a ella y a su marido. Así, no dudó en dedicar parte de lo que
tan mañosamente se había ganado en la financiación del pronunciamiento militar que, en el
otoño del siguiente año, se alzó contra el Gobierno.
En la noche del 7 de octubre, un grupo de militares, al mando de Diego de León,
penetró por la fuerza en el Palacio Real y trató de hacerse con las dos infantas. Con ellas en
su poder como rehenes, pretendían imponer un nuevo Gobierno.Tras haber franqueado la
entrada por sorpresa, los asaltantes atravesaban corriendo, entre gritos y disparos, las
estancias y pasillos del enorme edificio, en busca de las dos niñas. Mientras, ellas
permanecían escondidas y encerradas bajo llave con algunos servidores próximos,
obligadas a guardar silencio y a tragarse su propio terror, convencidas de que los enemigos
carlistas habían venido a secues trarlas. Finalmente, después de varias horas de lucha y
confusión, los asaltantes fueron reducidos y detenidos. El oficial de la guardia de
alabarderos de Palacio llegó a tener que proteger personalmente, con todas sus armas
desenfundadas, la misma puerta de la estancia donde se refugiaban las infantas. Sin
dilación, los principales actores de los hechos fueron públicamente ejecutados. El
implacable Espartero se negó a concederles el perdón, que la propia Reina solicitó para
ellos, diciendo: «Nunca los españoles atentaron contra la vida y la seguridad personal de
sus reyes...»

Siendo todavía muy pequeña Isabel, aquella marrullera tía Luisa Carlota -la de las
célebres «manos blancas»- había conseguido sacar por escrito de su hermana María Cristina
un compromiso de casar a la niña, cuando llegase el momento oportuno, con alguno de sus
hijos. Más adelante, la Gobernadora quiso desligarse de aquel imprudente acuerdo y
escribió a Carlota que, respecto a este matrimonio, quería «dejar a su hija en libertad de
elegir el esposo que más le agrade cuando se halle en estado de hacer la elección». Pero
ahora, con la ex Regente en el exilio e Isabel «indefensa» en Madrid, la intrigante y
ambiciosa Luisa Carlota y su marido Francisco de Paula -aquel crapulilla supuesto hijo de
Godoy- vieron nuevamente el cielo abierto y volvieron a la carga.

Espartero no les permitió cumplir sus deseos de instalarse a vivir en el Palacio Real,
pero no cesaron en sus repetidas visitas a la muchacha, acompañados de su amanerado hijo
Francisco de Asís. Hicieron incluso que el maestro particular de Isabel entregase a ésta una
pulsera de oro con un mechón de cabello del chico. Enterado el tutor de la futura Reina de
esta permanente presión, ordenó al tiempo la devolución del interesado regalo y el despido
del profesor, además de la prohibición a la intrigante pareja de poner pie en Palacio. Los
brillantes proyectos debían, pues, esperar un poco.

El 10 de noviembre de 1843, juraba Isabel como Reina, tras haberse adelantado el


momento de su mayoría de edad. Empezaba así su vida de precoz y obligada adulta y una
de las cuestiones más importantes que se plantearon entonces fue ya la de su matrimonio.
Sobre su situación en tan crucial momento, recordaba justificándose casi al final de su vida:

¿Qué había de hacer yo, tan jovencilla, reina a los catorce años, sin ningún freno en
mi voluntad, con todo el dinero a mano para mis antojos y para darme el gusto de favorecer
a los necesitados, no viendo a mi lado más que a personas que se doblaban como cañas, ni
oyendo más que voces de adulación que me aturdían...

Todo esto no dejaba de ser cierto, pero, beneficiándose de su privilegiada posición,


Isabel se iba a permitir «hacer de su capa un sayo» en muchos aspectos de su vida. Al
principio, sin embargo, iba a ser obligada prisionera de su puesto y por él debería renunciar
a cualquier deseo de libertad. De esto, el largo y complicado proceso que acabó llevando a
su desastroso matrimonio sería el ejemplo más crudo y palpable.

La boda de la Reina niña se convirtió en un asunto de capital importancia para las


potencias europeas, en especial para Francia e Inglaterra. También lo era para todas las
casas reinantes y, por supuesto, para su familia, tan enzarzada como siempre en íntimas
luchas de intereses. El propio pretendiente Don Carlos llegó a abdicar de sus derechos en su
hijo, el Conde de Montemolín, para que un matrimonio de éste con la Reina cerrase de una
vez por todas el pleito sucesorio que tanta sangre había costado. Pero aquel Montemolín
presentó demasiadas exigencias como posible Rey Consorte y, al mismo tiempo, tanto los
gerifaltes liberales como los carlistas vinieron a coincidir en su negativa a este enlace.
Hubo que descartar también la posibilidad de esperar a que creciera algo el hijo del
monarca portugués, que era todavía más joven que Isabel y que podía abrir un futuro a la
unión de los dos pueblos ibéricos. María Cristina trató entonces de retomar el asunto en sus
manos y llegó a proponer a su propio hermano, el napolitano Conde de Trapani. Pero era
éste un acérrimo integrista, considerado peligroso agente del poder jesuítico y fue, en
definitiva, la propia Isabel la que, al saber que era bastante bizco, aprovechó para
descartarlo de un plumazo, muy a su manera, diciendo: «¡Nunca me casaré con un bisojo!»

Las conversaciones y los pactos prosiguieron, incansables. Enrique, un hijo de la


decidida Luisa Carlota, agradaba a los progresistas, pero su participación en un complot
militar le cerró el camino; por ser primo de la Reina se le cambió el pelotón de fusilamiento
por el destierro. La Reina Madre María Cristina volvió entonces a la carga y propuso un
nuevo candidato: Leopoldo de SajoniaCoburgo, emparentado con las principales casas
reales, pero esta propuesta tampoco prosperó. Así, por pura y simple eliminación, fue
quedando el peor candidato de todos, pero que por su propia falta de peso y de valores
tampoco tenía adversarios. Era el otro hijo de Luisa Carlota y Francisco de Paula, aquel
melifluo Francisco de Asís de la tonta historieta de la pulserita con mechón de cabello
prendido.

Fue el Rey de Francia Luis Felipe quien acabó imponiendo un plan verdaderamente
diabólico. En una boda doble, Isabel se casaría con Francisco, aquel insignificante
personajillo, y la infanta Luisa Fernanda lo haría con el Duque de Montpensier, hijo del
monarca francés. Perfectamente al tanto de las características personales del de Asís, y
seguro de que su matrimonio con la Reina no tendría descendencia, Luis Felipe calculaba
que la sucesión acabaría pasando a sus nietos, los futuros Montpensier. Era una buena
jugada a medio plazo. Pero con lo que no contaba tan hábil tahúr era con que la reina
española, aun sin mediar relacio nes físicas con su marido, traería al mundo una serie de
hijos que le iban a asegurar una descendencia personal.

Al saber de aquella decisión final, la joven Isabel se había resistido gritando: «¡Con
Paquita, no... con Paquita, no!» Y, entre continuos sollozos, había repetido que antes
prefería abdicar que casarse con su blandengue y afeminado primo, que no le producía más
que repulsión. Pero lo cierto es que todo acabó acordándose en contra de su expresa
voluntad y la doble boda se celebró el día 10 de octubre de 1846. Ella tenía dieciséis años y
él, veintidós. Fue una brillante ceremonia en la Capilla del Palacio Real a la que, como
invitado de excepción, asistió el popular novelista francés Alejandro Dumas. Como era
habitual en estos casos, las fiestas callejeras que se organizaron incluyeron fuegos
artificiales, representaciones de teatro y ¿cómo no? un amplio repertorio de corridas de
toros. Instaló para la ocasión el Ayuntamiento de Madrid una doble fuente, de la que
manaban vino y leche. Inmediatamente, la chunga popular le sacó punta a cuenta de tan
«particular» novio:

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El matrimonio de la Reina era la realización del más insensato proyecto que hubiera
podido imaginarse. Ella era una personalidad abierta, alegre, amante de los placeres más
directos de la vida. Su propia naturaleza exuberante la había llevado ya en la adolescencia a
dejarse ir por inclinaciones sensuales hasta situaciones vidriosas de las que mucho se había
hablado. Se decía que la Reina niña, falta de la presencia materna, por muy cuidada que
estuviese por sus ayas y educadoras, había tenido sus más y sus menos con su propio
maestro y con algunos de sus sucesivos profesores de canto. En una ocasión, Salustiano
Olózaga, maniobrero presidente del Consejo, había forzado a la inexperta Isabel a firmar a
puerta cerrada un importante decreto, utilizando inclu so la fuerza física, en lo que más bien
algunos quisieron ver una riña de enamorados. Naturalmente, un matrimonio normal
hubiera podido estabilizar y canalizar las apetencias físicas de Isabel, que mostraba -eso sí,
sin complejos de ninguna clase- todos los ímpetus sexuales de sus ancestros. Unas
inquietudes que a unos Borbones les habían proporcionado tantos y tan buenos momentos y
que para otros, por el contrario, no había sido más que torturadora fuente de insoportables
quebrantos morales.

El futuro de aquel matrimonio estaba así condenado de antemano. Muchos años más
tarde, la vieja Reina exiliada comentaría a un confidente: «¿Qué pensarías de un hombre
que, en la noche de bodas, tenía sobre su cuerpo más puntillas que yo?» Desde un principio,
todos sabían que aquello no tenía salida posible. La exuberancia de la Reina, su proverbial
espontaneidad y todo lo que se comentaba de sus costumbres privadas, poca respuesta iban
a encontrar en aquel elemento, de modales extremadamente amanerados, voz atiplada y
siempre cuidadísimo atuendo. Aquellos magníficos trajes, bien cortados sobretodos,
sombreros de calidad y guantes de la más fina piel ocultaban la que era su verdadera
pasión: una ropa interior llena de filigrana, propia de una dama de alta alcurnia, siempre
aromatizada por densos y costosos perfumes. Pero también aquella sobria y cuidada
apariencia exterior servía como eficaz pantalla de una personalidad fría y calculadora hasta
el límite, que muy pronto iba a manifestarse en su verdadera realidad.

Discreto, culto y amante de los objetos de arte, rodeado de un reducido grupo de


amistades, Francisco dedicaba muchas horas a la lectura y a los solitarios paseos. Su helado
carácter le llevaba a planear venganzas a largo plazo y jamás se dejaba llevar por impulsos
incontrolados. Así, mientras aquel matrimonio nacía para Isabel como un estrepitoso
fracaso, del que inmediatamente iba a tratar de desquitarse por la vía física y emocional,
para el Con sorte, por el contrario, era algo muy diferente. Con él establecía un lucrativo
negocio, del que estaba dispuesto a extraer todas las posibilidades, que eran muchas. Muy
pronto tomó conciencia del suculento partido que podía sacar a aquella mezcla de queja y
amenaza, que siempre sabía guardar en la manga para esgrimir en el momento oportuno y
que iniciaba con la conocida frase: «Se ha querido ultrajar mi dignidad de marido...»

Era la Reina persona que continuamente necesitaba estar acompañada; se moría en


soledad y siempre precisaba verse envuelta en el bullicio de las conversaciones y las risas.
La simplicidad de su carácter y su vergonzosa incultura hacían de ella una devota primitiva,
dada a formas de religiosidad que caían en la milagrería y las creencias populares más
toscas. Extremadamente generosa hasta niveles impensables, disponía de su propio dinero
con una insensata liberalidad que debía ser continuamente reprimida por sus
administradores. Dos cosas le habían gustado hasta llegar a dominarlas bastante bien: la
equitación y el canto. De hecho, su afición por éste la había llevado a construir un teatro
dentro del Palacio Real, cuyo uso fue abandonado cuando en 1850 se inauguró, al otro lado
de la Plaza de Oriente, el nuevo Teatro Real.

Nada había que le agradase más a Isabel que guiar ella mismas sus faetones y sus
tílburis por las calles y los paseos de la capital, donde en los primeros años de su reinado
era reconocida, saludada y vitoreada. Aparte de los baños de multitud que recibía también
en las fiestas populares y verbenas, que también frecuentaba con sumo gusto, se reunía en
copiosísimas cenas y ruidosas veladas con sus amigos, entre los que siempre reinaba el
amante de turno. El lugar favorito para sus reuniones nocturnas era el restaurante Lardhy,
de la Carrera de San Jerónimo, el establecimiento entonces más chic en Madrid. En los
salones privados de la primera planta, Isabel y sus acompañantes se entregaban a las
mayores alegrías, que podían degenerar en verdaderos escándalos, que en alguna ocasión
acabaron provocando la discreta actuación de la policía. De aquellos tiempos «de vino y
rosas», se ha dicho siempre que los actuales propietarios del establecimiento -que nunca lo
han confirmado- siguen conservando, como especial recuerdo, un corsé que la Reina se
quitó en un momento dado para aliviarse y dejó luego olvidado sobre algún diván.

A los cinco meses de la boda, se produjo la primera separación fisica de la pareja.


Se ha relatado la escena en la que, cenando la real pareja con María Cristina, se suscitó una
discusión entre suegra y yerno, que no podían verse, hasta el punto en que ella le largó:
«¡No mereces compartir el lecho ni el amor de mi hija!», a lo que él respondió
melifluamente: «Tranquila, mamá. No comparto ni lo uno ni lo otro.»Y como buen zorro
que era, aprovechó muy astutamente la coyuntura para marcharse con sus bártulos de las
habitaciones de su mujer, donde seguro que se encontraba absolutamente incómodo.

En todas las ocasiones en que iban a producirse estampidas de esta clase, siempre
aparecerían intermediarios dispuestos a poner paz entre los esposos; en algunos casos, llegó
a ser el mismísimo Papa por medio del nuncio apostólico. Buscaba entonces el «ofendido»
Consorte refugio en el Palacio de El Pardo, fisicamente alejado de Madrid, pero lo
suficientemente cerca para seguir dirigiendo sus negocios y recibir a los enviados que le
llegaban para mediar en las treguas que iban sucediéndose.Todo ello configuró lo que en
adelante pasó a llamarse metafóricamente la cuestión de Palacio. Una cuestión que no
solamente se refería a las públicas desavenencias y repetidas separaciones de la pareja sino,
con el paso del tiempo, a la discutida paternidad de los hijos que sucesivamente irían
naciendo.

Después de algunas historias y episodios de tono menor, el primer amante conocido


de Isabel tras la boda fue un guapo y ambicioso militar, Francisco Serrano, del que ella se
enamoró por completo y al que en público no se privaba de hacer le mimos y llamarle el
general bonito. Muy interesado en la actividad política, tuvo Serrano su mejor trampolín
para ella en la pasión que despertó en la insatisfecha Isabel. Fulminada por él, se dejaba
llevar absolutamente por el amor y el deseo, demostrando que todo le daba igual, pasando
por encima de rumores y murmuraciones y queriendo solamente estar al lado de aquel fatuo
arrogante, cuyo mayor disfrute era exhibirse vistiendo su guerrera cargada de entorchados y
condecoraciones. Desde París, María Cristina le aconsejaba a su hija que solicitase del Papa
la separación «de tu inconveniente esposo» e incluso la anulación «por las causas que serán
fáciles de probar y todo Madrid conoce...».

En su retiro en El Pardo, aquel «infeliz reyecito de España», como le llamaban, no


se limitaba a morderse las uñas y movía hábilmente sus hilos para recuperar una situación
que se le había escapado de las manos. El rapaz Francisco controlaba las cuestiones
económicas de Palacio y ahora Serrano parecía interesado en meter mano en ellas.
Naturalmente, eso era algo que el Consorte no podía admitir. Bien estaba que admitiese la
existencia de los amantes de su mujer, que le convertían en hazmerreír de todos, pero que le
tocasen cuestiones materiales, en las que tanto tenía que ganar y que perder, hasta ahí
podíamos llegar... Finalmente, el de Asís consiguió enderezar el problema. Presiones del
Vaticano y la directa intervención de María Cristina, ahora tratando de arreglar la situación,
acabaron obligando a Isabel a la dolorosa renuncia. A cambio de desaparecer de la escena,
el general bonito se embolsaba unos cuantos millones del peculio personal de la Reina y el
lustroso cargo de capitán general de Granada.

Hablando de este episodio, Francisco haría un comentario sobre Serrano, realmente


curioso viniendo de quien venía. Así apuntó, ambiguo como siempre: «Es un pequeño
Godoy que no ha sabido conducirse, porque éste, para obtener la privanza de mi abuela,
enamoró primero a Carlos IV...» Como había sucedido con los anteriores monarcas
españoles, las gentes hablaban abiertamente de los problemas de su sexualidad como de
algo que las afectase personalmente. Fuese cierta o no, pero generalmente admitida la
homosexualidad del Rey, que su aspecto y comportamiento no hacían más que justificar,
también se difundió,junto con la información sobre el muy reducido tamaño de su pene, la
presencia de un defecto físico en el mismo que le obligaba a orinar agachado. Todo ello era
sabrosa materia más que suficiente para animar la imaginación de los vates populares, que
pronto acuñaron aquello tan difundido de:

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Junto a constantes, malvadas y zumbonas referencias «poéticas» a escenas como


aquella en la que el de Asís,

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Para terminar de componer el cuadro, una llamativa presencia masculina se


mostraba permanentemente junto al Rey: Antonio Ramos Meneses. Para unos, era un socio,
testaferro en sus lucrativos negocios -como el de la explotación del Cementerio Patriarcal-
o simplemente un secretario. Para otros, era un amigo, un confidente o, yendo más allá, su
amante declarado. El mordaz historiador de Madrid Pedro de Répide escribió acerca de
aquellas «relaciones económico-sentimentales» que ambos mantenían y de las que mucho
se hablaba. Si era cierto todo lo que se contaba, el tal Meneses tenía en su haber un
currículo perso nal nada desdeñable. El guapo muchacho había iniciado su trayectoria en su
Sevilla natal, de donde se había fugado con una bella italiana mayor que él, de la que se
decía era sobrina, o incluso hija, del mismísimo Sumo Pontífice. Parece que la historia
acabó en Madrid, quedando el galán «bien provisto de alhajas y de numerario».

Sobre la continuación de la historia, el malicioso cronista escribía: «Una vez en


Madrid y a disposición de las empresas galantes, conforme pudo haber caído primero ante
la mirada de la Reina, encontróse ante los despiertos ojos del Rey, quien le otorgó el más
fervoroso y consecuente de los valimientos». Lo cierto es que Meneses ya nunca dejó de
estar al lado de Francisco y de su proximidad extrajo considerables beneficios. Todavía en
el reinado de Isabel II consiguió convertirse en diputado y, más adelante, la monarquía
restaurada de Alfonso XII le convertiría en duque de Baños, con Grandeza de España
incluida. No estaba nada mal para aquel avispado advenedizo que muy pronto se convirtió
en el alma de la camarilla del rey consorte. Con todo, siempre tendría el de Asís defensores
de su imagen, que le adjudicaron supuestos y nunca creídos romances con señoras y
señoritas, destinados a desmentir todas aquellas habladurías que él, de forma tan visible, era
el primero en fomentar.

Al igual que María Cristina, se manifestó Isabel como una madre prolífica. Hubo
una docena de partos reales; siete de ellos dieron niños muertos o que murieron antes de
cumplir los dos años. Así, sobrevivieron cinco: la mayor sería la infanta Isabel, la futura
popular «Chata»; luego vinieron el heredero Alfonso y, a continuación, Pilar, Paz y Eulalia.
Cada vez que la Reina quedaba embarazada y, sobre todo, cuando estaba a punto de dar a
luz, era cuando su marido aprovechaba para montar otra estampida. Se marchaba a su
refugio de El Pardo, asegurando sentir se burlado y anunciaba que se negaría a participar en
el ceremonial oficial que rodeaba al nacimiento de los infantes. Complicado ceremonial
que, como teórico padre de los mismos, le correspondía presidir.Y una y otra vez, su ya
prevista aceptación final, su enfurruñada «vuelta al redil», obtenía una sustanciosa
compensación.
FARSA Y LICENCIA

ras la marcha de Serrano, nuevas figuras masculinas pasaron, con


más o menos detenimiento, por los aposentos de la Reina para sacarla de su nostalgia y
aliviar sus pertinaces y nunca menguadas necesidades. Lo que estaba claro es que a la
Reina «le ponían» delante a los potenciales amantes para que se lanzara directamente sobre
ellos, como si de una fácil cacería oficial se tratase. Personajes con peso en la vida pública
y con mano en las interioridades de la Corte decidían en algún momento quién podía
cumplir adecuadamente aquel papel. Así, por un tiempo y a cambio de unas actuaciones
sexuales que daban alegría a la vida de Isabel, aquellos elegidos se hacían con una fortuna,
un cargo y unas condecoraciones. Y, sobre todo, prestaban sus servicios como efectivos
instrumentos de los grupos de interés que los habían introducido entre las reales sábanas.

Dentro de una amplia serie, hubo después un guapo cantante de nombre José Mirall
y, a continuación, un extravagante músico italiano de nombre Temístocles Solera, hasta
llegar al Marqués de Bedmar. Protagonizó éste una historia realmente señalada, con
repercusiones e implicaciones de todo tipo y persistencia a lo largo del tiempo. Cuando se
lo presentaron, se encendió otra vez en la inflamable Isabel la llamarada de una gran
pasión. Era él un guapo y elegante aristócrata casado, curtido y cosmopolita viaje ro. Con
buenas relaciones en los ámbitos financieros, fue el banquero y empresario José de
Salamanca, entonces principal promotor del gran negocio del ferrocarril, quien le propuso
convertirse en amante de la Reina, siempre «sedienta de amor y precisada de cariño». Ella
se dejó llevar a fondo por este arrebato y, tras sus repetidos encuentros fisicos o, en su caso,
a la anhelante espera de ellos, le escribía unas cartas verdaderamente tórridas, con
expresiones de este estilo y forma:

Bendito seas mil millones de veces RAMDEB adorado de mi corazón bendito seas,
bendito seas mil millones de veces yo te adoro con una locura y un frenesí que no te puedo
explicar.

Un texto que hablaba muy bien, tanto del vehemente carácter de la Reina y de su
fuerte enamoramiento, como de su gran incultura y de su despreocupada imprudencia. Pero
Bedmar, al igual que muchos otros de la serie, no estaba allí solamente para agradar a la
Reina a cambio de bien materiales beneficios. Su papel era sobre todo otro, que realmente
poblaba el dormitorio real de efectivos servidores de las manipulaciones políticas y
económicas al más alto nivel. Isabel, aquella gran incauta, no era sin embargo tonta y
entraba en el juego, con tal de dar rienda suelta a sus permanentes necesidades fisicas. En
realidad, lo demás nada le importaba y mucho menos la enojosa y pesada carga de la
gobernación del país. Así, aparte de aquellas esquelitas de amor, se permitía escribirle bien
diferentes notas, como ésta: «Si quieres que firme el cese del Gobierno, pasa la mano por la
barandilla de tu palco...»
Lo que podía ser admitido por causa del deseo fisico o incluso del amor, ya tomaba
otro cariz muy diferente cuando lo que se movía de la forma más visible bajo los reales
baldaquinos eran intereses puros y duros, llevados por aquellos agentes disfrazados de
cumplidores amantes. Ahora, tuvo que intervenir el propio jefe del Gobierno, el general
Narváez. Consiguió poner a Bedmar en la frontera pero, en rocambolesca historia, volvió el
Marqués de tapadillo a Madrid y consiguió esconderse en las mismas habitaciones
palaciegas de la Reina, amenazando con publicar algunas cartas si advirtiese algún tipo de
peligro para él. Finalmente, se alcanzó un arreglo y se fue de embajador a San Petersburgo
con elToisón de Oro colgado sobre la pechera. Durante la «era Bedmar», vinieron al mundo
dos niños que apenas vivieron algunas horas.

Pero algo bueno estaba todavía por llegar, ya que personal de Palacio robó tales
cartas, que acabaron misteriosamente en manos de Francisco de Asís, al que la guasa
popular perseguía, incansable:

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Pues bien, aquel don Francisquito descubrió ahora una nueva fuente de ingresos e
inició un lucrativo negocio como chantajista, en el que tuvo a su propia mujer como
primera víctima. Y así, le sacó unas buenas cantidades por las vehementes cartas que ella
había escrito a Bedmar en los paroxismos de la pasión. En anónimas hojas volanderas, el
buen pueblo volvía sobre el personaje, que cada vez presentaba un rostro más siniestro:

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El reinado de Isabel retomaba con gran fuerza la vieja costumbre de las camarillas,
como activísimos centros de poder para lelos al Gobierno y al Parlamento. Fue aquella
Corte de los Milagros que de forma tan mordaz y desgarrada describiera la sorna galaica de
don Ramón María del Valle-Inclán. Y, por si fuera poco la existencia de tal conciliábulo, en
las cámaras y camaretas palaciegas funcionaban por entonces dos, que bullían de forma
paralela. Alrededor de la Reina, se movía toda una serie de personajes, de entre los que
destacaba Sor Patrocinio, la Monja de las Llagas. Esta mujer tenía una tortuosa trayectoria,
que se movía, por una parte, entre la rendida devoción popular nacida por la supuesta
presencia en su cuerpo de los estigmas de Cristo y, por otra, en los permanentes procesos a
que por ello era sometida. Sufrió por esto destierros y encierros conventuales y, una y otra
vez, sus supuestas llagas fueron denunciadas como un fraude. Ella nunca las enseñó, pero
hasta el final de su vida preservó su misterio, llevando las manos cubiertas por unos
mitones que jamás se quitaba.

Buena instrumentadora, pues, del misterio, había entrado la monja en Palacio por la
vía de Francisco de Asís y muy pronto había pasado a integrarse en el círculo personal de la
Reina. El primitivo catolicismo de Isabel vio en Sor Patrocinio una presencia sobrenatural,
de la que muy pronto le resultó imposible prescindir. Ello la convirtió en la figura principal
de su camarilla pero, al mismo tiempo, en el centro de atracción de todas las inquinas que el
corrupto sistema generaba. Se acusaba a la monja de servir como agente de intereses de
variada especie, desde los religiosos y los políticos hasta los más abiertamente económicos,
ya que su especial situación la hacía poseedora de información privilegiada. Junto a ella, en
aquellas reuniones privadas donde se decidían asuntos de general importancia, se alzaba la
presencia del arzobispo Antonio María Claret, que llegaría a ser canonizado. El padre
Claret, representante del más integrista catolicismo, era la presencia física y ejecutiva del
Vaticano en el corazón de las recónditas interioridades de la Corte madrileña.

A lo largo de los años, el papa Pío IX siempre mantuvo hacia Isabel una actitud
ambigua y benevolente. A través de sus buenos y activos informadores, estaba
perfectamente al tanto -al día y aún al momento- de todos los asuntos sexuales más o menos
públicos de la Reina y, en muchas ocasiones, se vería obligado a actuar como intermediario,
para conseguir poner paz dentro de aquella tan peculiar pareja real. Sabía que la profunda
religiosidad de la soberana siempre la hacía estar dispuesta a expresar su sincera contrición
por las faltas cometidas; aunque le faltase, eso sí, el necesario propósito de la enmienda. En
cualquier caso, su permanente asistencia a actos religiosos de toda índole era muy valorada
por la jerarquía eclesiástica, que soportaba tiempos como aquellos de tanto materialismo y
ateísmo. El pueblo la veía siempre presidiendo procesiones, asistiendo a misas, visitando a
populares y milagrosas imágenes y sabía que, en privado, cuando abandonaba otro tipo de
actividades muy diferentes, solía rezar el rosario e incluso se hacía leer edificantes libritos
de vidas de santos. Por eso y a pesar de la extendida fama que la Reina se había ganado por
otros conceptos, el Vaticano llegó a concederle la Rosa de Oro, su mayor distinción
honorífica, ya que, como dijo uno de aquellos altos cardenales, era puttana ma pia, «puta
pero devota».

La otra camarilla que funcionaba en el interior de Palacio era la que había formado
el Consorte. Aquí, al lado de la permanente presencia del favorito Meneses y del influyente
padre Fulgencio, confesor de Francisco de Asís, desfilaba todo un muestrario de elementos
procedentes de la más intransigente y oscura reacción. Los lazos que el Consorte mantenía
con los carlistas eran bien conocidos y, siempre desafiante, no los ocultaba, incluso en los
momentos en que se enfrentaban con las fuerzas del Gobierno en los campos de batalla.
Para el sistema liberal, aquellas acti tudes y relaciones del de Asís eran realmente como
tener al enemigo en casa. Ello hacía que se le tuviese puesto bajo una discreta pero
permanente vigilancia. Aquel cínico envalentonado jugaba con las ventajas de su situación,
alcanzando en ocasiones extremos de dificil calificación. Uno de los casos más llamativos
se produjo cuando, en turbia muestra de humor negro o de burlesca provocación, insistió en
que se hiciese un molde en yeso y cera del pequeño cadáver de uno de los niños que la
Reina tuvo durante la «era Bedmar».

Eran aquellos tiempos de verdaderos y sorprendentes cambios. La Reina prestaba


feliz su imagen a todos ellos, que estaban identificando su reinado. Mientras su efigie
aparecía en los primeros sellos de Correos, daba su nombre al Canal que hasta hoy asegura
la aportación de agua para consumo de los madrileños y en sólo una hora llegaba radiante
hasta Aranjuez, en el nuevo ferrocarril, donde para tan fausta ocasión se había establecido
una extensión de las vías que llegaba hasta la misma puerta del Palacio. Los tendidos
ferroviarios estaban comenzando a transformar las mentalidades y el rostro de la vieja
España.

En la primavera de 1848, el torbellino revolucionario que soplaba por toda Europa


derribando tronos y cambiando dinastías, llegaba a Madrid. Ahora Serrano, el antiguo
general bonito, se levantaba al frente de los progresistas. Tras un duro enfrentamiento en la
Puerta del Sol, las fuerzas gubernamentales consiguieron parar la intentona y un joven y
valiente aristócrata, el capitán José María Ruiz de Arana, se alzó como el más destacado
defensor de la legalidad. Tras aquella cruenta escaramuza, hizo una espectacular
presentación en la puerta principal del Palacio Real, donde fue recibido como un verdadero
héroe. La Reina le vio así, alto y arrogante, con las humeantes pistolas en la mano, el
uniforme desgarrado y cubierto de sangre propia o ajena, incluso, con un balazo incrustado
en el hombro... Era, una vez más, el cumplimiento en la realidad de sus más queridas
fantasías y, sin perder inútilmente un momento, le arrastró a sus habitaciones.

Fue este nuevo compañero sentimental de Isabel persona muy discreta que, al
contrario que todos los demás, no se distinguió por utilizar su situación para beneficiar a
terceros. Para no tener que andarse con subterfugios, ella directamente le nombró
gentilhombre de cámara, con lo cual él tenía directo y permanente acceso a su persona. No
despertó Arana grandes animadversiones, pero siempre mostró su expreso rechazo por Sor
Patrocinio. Cuando, en 1851, la Reina dio a luz a la infanta Isabel, el pueblo comenzó a
llamarla la Araneja, en directa alusión a aquella célebre Beltraneja, supuestamente tampoco
hija de su reinante padre Enrique IV de Castilla. En esta ocasión, entre la multitud de
cortesanos que esperaban en la antesala el anuncio del nacimiento, se encontraba el muy
anciano general Castaños, el legendario militar que en la batalla de Bailén había derrotado a
los invictos ejércitos de Napoleón. Antiguo tutor de la Reina, con más de noventa años y
considerado como una gloria histórica viva, aquel discreto y prudente general era traído y
llevado a todas las celebraciones, siempre cargando con todas sus muchas
condecoraciones.Aquella movida madrugada, cuando medio dormido pudo ver por fin a la
nueva infanta sobre una bandeja de plata, no pudo reprimir lo que le pasó por la cabeza:
«¡Vaya! ¡Una mala noche y encima parir hembra!»

A lo largo de los más de seis años en que se mantuvo la relación con Arana, se
sucedieron otros cuatro embarazos de la Reina. Eugenio García, cronista de la época, dejó
un malévolo cuadro de aquella especial situación:

[...] Entregado el rey Francisco [...] a toda clase de concupiscencias, porque de todas
ellas gustaba su estragado organismo, era hasta más tolerante, como tenía prometido, a
cambio de que lo fueran con él, y tal y tan hedionda era su degradación que le decía con la
mayor naturalidad a su mujer: «Mira Isabelita, que el "Pollo Arana" te la pega.» Arana [...]
sacaba allí fuerzas de flaqueza para complacer a la concupiscente reina, nueva Mesalina,
siempre sedienta, nunca harta de torpes y libidinosos placeres [...] Hacíase llevar el valido,
para forzarla, viandas estimulantes, así de tierra como de mar, y tomaba baños en
marmóreas pilas llenas de rico vino de Jerez, que en el momento de salir era arrojado al
suelo...

Acompañada siempre de alegre compañía, con el amante de turno bien visible, la


Reina pasaba su tiempo en los Reales Sitios -Aranjuez y La Granja, El Pardo y El Escorial-
o en un Madrid que lo mismo les veía entrar y salir sin parar de Lhardy que en los palcos
del Teatro Real, en las ceremonias religiosas más solemnes que en las verbenas populares
de los barrios castizos del centro o en los animados y frescos ventorros de los alrededores.
Poeta anónimo hubo que, al hilo de tanto embarazo real, dejó preparado un epitafio para
poner en su momento sobre la tumba del Consorte:

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A principios de 1852, la Reina fue víctima de un atentado nunca aclarado y


producido en el mismo interior de Palacio. Cuando salía para presentar a la recién nacida
infanta a la Virgen de Atocha, el cura Martín Merino, viejo liberal y párroco de Madrid, se
lanzó sobre ella cuchillo en mano y la hirió levemente. Inmediatamente detenido, confesó
haberlo hecho por «la necia ignorancia de los que creen que es fidelidad aguantar la tiranía
de los reyes». Ajusticiado sin tardanza, su cadáver fue incinerado. Muy pronto, los rumores
apuntaron al mismísimo Consorte como inductor del regicidio. La muerte de la Reina y la
minoría de edad de la hija le hubieran puesto en las manos una larga regencia, de la que
saldrían notables beneficios políticos para sus correligionarios integristas y, algo no menos
importante, pingües ganancias económicas para él y sus socios. Ocasión hubo en que, cabe
suponer que en estado de irritación, alguien le oyó rezongar, amenazador: «Si alguna vez se
forma un ministerio bajo mi influencia, haré colgar del balcón de la Reina a todos los que
hayan sido sus amantes.»

Cinco años antes, Isabel había sufrido su primer atentado en plena calle de Alcalá,
que tampoco nunca quedó claro. Y, más adelante, en 1860, también otro solitario trató a de
atentar contra ella, en medio de la multitud que llenaba la Puerta del Sol. Esto era, en
definitiva, algo que los monarcas reinantes de la época sufrían con una cierta regularidad y
que el auge del anarquismo iba a convertir en un riesgo añadido a su posición y, por tanto,
parecía algo inevitable.Y, si no, que se lo dijesen a aquellas cabezas coronadas -zares, reyes
o emperatrices- que en los años del cambio de siglo se enteraron en su propia carne de lo
que «valía el peine» de estar en la brillante cúspide de un Estado.

La Reina Madre María Cristina y su marido, Fernando Muñoz, hecho duque de


Riánsares, el nombre de un riachuelo de su pueblo natal, habían vuelto de su exilio francés
y se habían instalado en Madrid. Amparándose en su privilegiada posición, habían
convertido su residencia, el Palacio de las Rejas, en un verdadero centro de poder, donde se
decidían fundamentales cuestiones políticas y, sobre todo, se acordaban negocios de gran
envergadura. En estos momentos, con el país lanzado a una verdadera transformación en
todos los órdenes, era llegada la hora para los grandes tiburones. El tendido de líneas
férreas era el que presentaba unas más sustanciosas posibilidades en enriquecimiento a
inmediato plazo y sobre él decidía el Marqués de Salamanca, con quien Muñoz estableció
inmediatamente muy estrecha relación. En los grandes e iluminados salones de Las Rejas,
cerca del Palacio del Senado y en adecuada proximidad del Palacio Real, los brillantes
bailes y fiestas coexistían con las discretas reuniones de gabinete privado. Allí, Muñoz y
sus socios organizaban operaciones que cada vez olían más y peor y que trascendían a un
público que las veía con una creciente irritación. La propia Reina, con su habitual presencia
en aquella casa, daba cobertura a toda aquella maraña, que alguien había llegado a bautizar
como «la segunda Bolsa» de Madrid.

Aquellas coplillas burlonas del principio dieron paso a las más duras críticas
abiertas, que tuvieron incluso eco en el extranjero y fueron reflejadas en el prestigioso
diario londinense The Times, cuya venta llegó a ser por ello temporalmente prohibida en
España. De Muñoz y sus socios se mencionaban no solamente sus sospechosos negocios
relacionados con fondos y subvenciones públicos, sino también una más que probada
implicación en el productivo tráfico de esclavos en Cuba. De la rapacidad del matrimonio
se decía que habían hecho sustituir las vajillas de plata de los palacios reales por duplicados
de estaño, además de haber vendido ilegalmente cuadros del Monasterio de El Escorial.
Sobre Cristina, el periódico satírico El Murciélago escribía:

A esta señora la ciega la codicia. Ni ve que ha robado tanto que nada queda ya que
robar, ni ve que ha jugado con el país de tal manera que no es imposible que haga en ella un
escarmiento saludable que deje memoria para siempre.

Cuando, en junio de 1854, se produjo el nuevo levantamiento militar progresista


conocido como la Vicalvarada, las iras populares se dirigieron contra las casas de todos
aquellos que eran identificados con la ya insoportable corrupción dominante. Los palacios
del Marqués de Salamanca y de María Cristina fueron asaltados y todo su contenido
lanzado a la calle, destrozado y entregado a las llamas. Mientras en las calles y encrucijadas
de Madrid se levan taban barricadas y se sucedían los enfrentamientos, en Palacio la
Familia Real volvía a sufrir el asedio. En la locura y el terror del momento, Isabel pensó en
abdicar, pero se echó atrás cuando le dijeron que, si lo hacía, debía dejar en España a su
hijita.

Cuando la situación se tranquilizó, una de las primeras condiciones de los


sublevados fue el procesamiento de María Cristina. Pero, en definitiva, se trataba de la
madre de la Reina y las nuevas autoridades acabaron prefiriendo no llegar a ello. Así, se le
permitió a ella y a su detestada familia abandonar subrepticiamente al amanecer su refugio
en Palacio y alcanzar la frontera. Toda aquella rapiñesca actividad del clan Muñoz había
sido decisiva para deteriorar irreparablemente la imagen de la Reina y de la misma
institución monárquica. Pero María Cristina, de la que se decía que «soñaba con onzas de
oro», y su familia podían dedicarse ahora, con todo lo que de una u otra forma habían
ganado, a disfrutar de una confortable existencia en el castillo que se compraron en
Normandía. Habían sacado mucho, como tan gráficamente anotara el incisivo Murciélago:

Falta un cuadro en el Museo o en El Escorial; es que la duquesa de Riánsares lo


hizo llevar a palacio para copiarlo, y se quedó con él o lo vendió. En su galería o en su libro
de caja se encuentran todos los cuadros y todas las alhajas que se han perdido en España
desde hace veinte años.

El 28 de noviembre de 1857 vino al mundo un nuevo niño, que finalmente


sobreviviría: sería el futuro Alfonso XII. Francisco de Asís volvió a representar su lucrativa
comedia de enfado para acabar, naturalmente, presentando a la Corte y sobre bandeja de
plata al recién nacido. En este caso, la filiación no planteaba enigma alguno. De todos era
conocida la apasionada relación que Isabel mantenía con el joven militar del Cuerpo de
Ingenieros Enrique Puigmoltó.Alto y delgado, pálido y de cabe llo negro, aquel valenciano
procedente de una familia de la nobleza media estaba arrasando en el siempre bien
dispuesto corazón de la Reina. Su padre, el conde deTorrefiel, era un absolutista que había
puesto pie en la camarilla del Consorte y desde allí había lanzado a su atractivo hijo a la
movida escena cortesana, en busca de lo que pudiera pescarse.
Como siempre le sucedía con sus sucesivos affaires amorosos, ella escribía ahora a
Puigmoltó inflamadas cartas, que él leía después a los amigos en animadas tertulias de café.
También en este caso, Isabel demostró una vez más su acreditada generosidad, en sus
diligentes gestiones para conseguirle a su amante un considerable ascenso en su carrera y
para rehabilitarle un viejo título nobiliario familiar. Más adelante, la sentimental Reina le
regalaría, además, la cuna de madera en la que durmió el niño Alfonso, que pasaría a
integrarse como preciada pieza en el patrimonio de los Puigmoltó, conservado en la
residencia familiar de Onteniente.

Entre las inevitables obligaciones de la política, las incesantes conspiraciones de las


camarillas y los enredos de alcoba, Isabel sacaba tiempo para realizar largos
desplazamientos por su Reino. La afección herpética que padecía en la piel había hecho
regularizar las beneficiosas estancias en la playa. En La Concha de San Sebastián se había
acotado un espacio para exclusivo disfrute de la familia, con casetas rodantes que permitían
a Isabel introducirse en el agua, sin peligro de exponer su cada vez más abundante
humanidad a cualquier mirada impertinente. En aquellos viajes oficiales, realizados ahora
por el innovador ferrocarril, se movilizaban hasta trescientas personas, para sumergir en
provincias a Isabel en unos baños de multitud, que ya todos veían como evidentes
operaciones manipuladas en apoyo del prestigio de una institución irremisiblemente
desacreditada.

Nueva ocasión de airear de nuevo banderas y sentimientos patrióticos fue la guerra


que, en 1859, se llevó a Marruecos por un más que fútil motivo, pero que permitió al
general O'Donnell alzarse al lado de la Reina como indiscutible héroe de una España que
no parecía resignarse a ser ya una potencia de segundo orden. Pero todos estos brillos no
eran capaces de ocultar una realidad, en la que la monarquía se estaba quedando sola frente
a redes conspirativas cada vez más elaboradas y decididas. El mismo esposo de Luisa
Fernanda y cuñado de la Reina, el ambicioso y riquísimo Duque de Montpensier, aportó
considerables cantidades para ello, en la esperanza de acabar alzándose él mismo al trono.
Su actividad, apoyada en ocasiones desde la sombra por el mismo Francisco de Asís, acabó
haciendo que, a pesar de ser quien era, fuese Montpensier obligado a marchar al exilio
portugués.

En los primeros días de 1866 y bajo un Gobierno presidido por O'Donnell, tenía
lugar otro nuevo pronunciamiento progresista, dirigido ahora por el carismático general
Prim.A continuación, la sublevación del madrileño cuartel de San Gil fue brutalmente
sofocada y más de sesenta sargentos fueron fusilados. A una petición de la Reina exigiendo
un mayor rigor en la represión, O'Donnell contestó airado: «¿Pero no ve esa señora que, si
se fusila a todos los soldados cogidos, va a derramarse tanta sangre que llegará hasta su
alcoba y se ahogará en ella?» Nuevamente, la camarilla palatina se puso en funcionamiento
hasta que consiguió hacer caer del poder al general, firme frente a las arbitrarias órdenes y
las absurdas directrices emanadas de aquella Corte que ya hedía a muerto.

La Reina tenía ahora algo que para ella era infinitamente más importante que las
cuestiones políticas, que siempre la aburrían y la irritaban. Disfrutaba de las delicias y
sorpresas que le deparaba un nuevo favorito: Miguel Tenorio de Castilla, otro atractivo
capítulo en la vida privada de Isabel. Era un andaluz rico y culto, al que Narváez había
encargado investigar las relaciones que con la masonería tenía el Consorte. No estaba
interesado ni en enriquecerse ni en la manipulación política, pero se dejó nombrar
secretario particular de la Reina. A lo largo de los tranquilos seis años que duró esta
relación, fueron naciendo sucesivamente las infantas Pilar Paz y Eulalia; el duodécimo y
último parto de la reina dio un Francisco de Asís que apenas vivió un mes. Al final,
Narváez se hartó de una situación que ya no aprobaba y propuso hacer una «limpia»
general en Palacio, expulsando -como «elementos perturbadores»- a un mismo tiempo a
Tenorio y al Meneses protegido del Consorte.

Sobre la paternidad de estas tres infantas, se recuerda una conversación que, años
más tarde, sostenía Isabel con algunos allegados. Cuando uno de ellos lamentó la frágil
salud del príncipe Alfonso y deseó que sus tres hermanas pequeñas no fuesen tan débiles
como él, la madre le respondió con la más absoluta tranquilidad: «No te preocupes. El
padre de éstas tenía muy buena salud.» Agotada su relación con la Reina, percibió Tenorio
en un momento dado el atisbo de una nueva historia y se apartó muy discretamente,
nombrado embajador plenipotenciario de España en Berlín. Entraba entonces en escena un
tenor de nombre Tirso Obregón y, como siempre, había la respuesta popular:

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La incombustible Reina volvió a sentir una vez más el hervor de la pasión y se


entregó a vivir este episodio con la misma intensidad que todos los demás, pero
abandonando completamente la menor prevención o cuidado de las formas. Destacaba este
nuevo amante por el extremo cuidado de su fisico y llamaban la atención sus siempre muy
ajustados atavíos, decíase que para poner de manifiesto absolutamente «todos» sus valores
fisi cos. El hecho es que el tal Obregón salió de aquella fugaz historia con el cargo de
director del Conservatorio de Madrid y, en el bolsillo, las grandes cruces de Carlos III e
Isabel la Católica. Ya entrado el año 1867, el general Narváez, harto de tanto intervenir en
los asuntos de la alcoba de la Reina, decidió tomar las riendas y controlarlos él mismo.
Puso así a un sobrino suyo, Carlos Marfori, en brazos de la insaciable Isabelona.Ya los días
de la Monarquía estaban contados y los políticos, la opinión pública y la prensa no
ocultaban su indignación ante la actuación de la Reina, enfangada en aquella nefasta mezcla
de soberbia e ignorancia que la hacía indiferente a todo.

Era el granadino Marfori, como podía esperarse, fisicamente atractivo y de gesto


arrogante y un punto desdeñoso, rasgos tan del gusto de la soberana. Pero, al contrario que
tantos otros que habían desfilado por delante y que aparecerían más tarde al lado de Isabel,
no se dedicó abiertamente a explotar los beneficios materiales que su posición le
posibilitaba. Aunque lo cierto es que no se negó a ser nombrado gobernador de Madrid,
intendente de Palacio y ministro de Ultramar... Algo que colmaba con mucho la capacidad
de aguante de la opinión, que siguió creando coplillas, ahora sobre este protegido que el
todopoderoso general Ramón de Narváez se había traído de su Loja natal:

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El 17 de septiembre de 1868 estallaba la Revolución Gloriosa. Al grito de «¡Viva
España con honra!» se alzaban los buques de la Armada surtos en la bahía de Cádiz.Al
mando del general Prim, el Ejército se unía al levantamiento. La Familia Real estaba
terminando su anual veraneo en San Sebastián.Ante el peligro revolucionario, las
autoridades de Madrid pidieron a la Reina que regresase a la capital, pero ella se negó a
hacerlo sin Marfori. Los revolucionarios no tardaron en dominar la situación y, el día 30,
Isabel y los suyos hubieron de atravesar la frontera. Cuando su tren se cruzó con el que
ocupaba un grupo de alegres exiliados que regresaban a España, ella comentó displicente:
«Creía tener más raíces en este país.» Nacía ahora la benevolente leyenda que la bautizó
como La de los Tristes Destinos.

Los emperadores de Francia les recibieron en Biarritz y les instalaron en la cercana


ciudad de Pau, en el antiguo Palacio Borbón, cuna de la dinastía. Por orden de Napoleón
III, un buque de guerra francés «ponía a salvo» al mismo tiempo a la intrigante María
Cristina, a la que la revolución había sorprendido en Gijón. Por suerte para Isabel, había
tenido la buena idea de traerse de Madrid la mayor parte de su valiosísima colección de
joyas. Poco después, se instalaban en París, en una espléndida mansión de las proximidades
del Arco de Triunfo, a la que bautizaron como Palacio de Castilla. Francisco de Asís
decidió entonces terminar de una vez con la gastada farsa de la convivencia y se instaló a
vivir con su compañero Meneses en un magnífico piso, exquisitamente decorado, cerca del
Bosque de Bolonia. Por aquel parque solían los dos pasear a sus perritos, a los que habían
puesto nombres de antiguos amantes de la incansable Isabel.

Treinta y ocho años tenía solamente cuando se vio obligada a tomar el camino del
exilio. En el Palacio de Castilla, la destronada Reina organizó una pequeña Corte que
generaba unos enormes gastos, pero de la que no podía prescindir y que estaba for mada
nada menos que por unas sesenta personas. Aquí también se multiplicaron los bien
remunerados cargos y volvieron a brotar las camarillas. Un grupo estaba a la espera de que
los acontecimientos que convulsionaban a España tras la Gloriosa diesen paso a un retorno
de Isabel al trono. Enfrente, otro sector apostaba por el príncipe Alfonso como futuro rey;
esta opción sería finalmente la ganadora. Era Antonio Cánovas del Castillo quien impulsaba
esta operación y no cesaba de presionar a la madre para que abdicase de sus derechos a
favor de su hijo, convenciéndola de que ella ya no tenía posibilidad alguna de recuperar el
trono. Así, el 25 de junio de 1870 triunfó la razón y la Reina abdicó en Alfonso, que todavía
no había cumplido trece años.

En el acta de abdicación afirmaba que lo hacía sin ningún género de coacción y


violencia, libre y espontáneamente y llevada, ante todo, de su amor a España.Y así,
renunciaba a «todos mis derechos meramente políticos» y los transmitía «con todos los que
corresponden a la sucesión de la corona de España, a mi muy amado hijo D. Alfonso,
príncipe de Asturias». Se cuenta que, tras la breve ceremonia, la ya ex Reina se dejó caer en
mullido sofá y comentó, lanzando un más que sonoro suspiro de los suyos: «¡Qué peso se
me ha quitado de encima!»

Una carga, sin embargo, no la abandonaría durante muchos años: era la permanente
pugna mantenida con su marido. En efecto, el de Asís vigilaba muy estrechamente la
economía de su mujer, ya que de ella dependía el mantenimiento de la sustanciosa pensión
que él recibía. Abogados y tribunales franceses hubieron de actuar en este sentido en varias
ocasiones, ordenando incluso la inmovilización legal de las joyas de la Reina, solicitada por
Francisco para evitar su venta y la pérdida de la garantía que en ellas tenía su pensión. Fue
ésta una larga y sucia historia, que se arrastraría durante años hasta solventarse, ya bajo el
reinado de Alfon so XII, que siempre mantuvo con su padre legal unas correctas relaciones.

En París, Isabel mantenía un suntuoso tren de vida. Era recibida con mucha
frecuencia en el Palacio de las Tullerías por los Emperadores y se relacionaba con todas las
figuras y figurones de la realeza y la aristocracia que por allí pululaban a granel. Sin haber
llegado nunca a molestarse en hablar francés de una forma mínimamente aceptable, se
bandeaba en todos aquellos medios con el desparpajo que la caracterizaba. Y lo cierto es
que sabía salir más o menos airosa de la no fácil tarea de compaginar los mayores
refinamientos con la chabacanería que le era propia. Así, aquella visitante de los más
brillantes palacios y de las pastelerías más exquisitas siguió manteniendo durante toda su
vida la misma dieta alimenticia, integrada en exclusiva por tres platos: cocido, tortilla de
patata y pollo con arroz muy especiado, aparte naturalmente de su siempre elevado y
calórico consumo de dulces y bombones.

Cuando la guerra franco-prusiana de 1870 derribó al Segundo Imperio y levantó en


insurrección al pueblo de París, Isabel y sus hijos buscaron refugio primero en Bretaña y, a
continuación, en Ginebra. Al regreso a París, en el Palacio de Castilla, que había servido
como hospital, se decidió la formación del Príncipe.Arreglado aquel asunto y recuperado el
ritmo normal de la vida, nuevamente demostraba Isabel estar necesitada de una agradable
compañía en su nueva vida y, en esta ocasión, fueron el Duque de Sesto, el gran protector
de su hijo Alfonso, y el mismo Cánovas del Castillo, los encargados de buscársela.

Ahora se trataba de un capitán de Artillería sevillano y casado, agregado a la


Embajada española. Con su espléndida planta unida a una hermosa voz, conquistó aquel
real corazón, al que todos aquellos acontecimientos no habían hecho perder su permanente
anhelo de novedades. José Ramiro de la Puente y su con sentidora mujer arrastraban así a
una radiante Isabel a teatrillos, garitos de juego, cabarets y salones galantes, haciendo que
el desolado embajador escribiese a Cánovas: «[...] todos padecemos al ver a la que es Reina
madre arrastrando por los suelos el decoro de una monarquía tan penosamente restaurada y
tan rodeada aún de enemigos y peligros». Pero todo ello, no era en definitiva más que otro
episodio en la tan particular historia personal de Isabel, a la que todo parecía seguir dándole
igual, con tal de que los sucesivos disgustos y soponcios fueran más o menos superándose.
Sobre esto, escribía el citado Répide:

Aquel farolón comprometía a la ex Reina con sus jactancias, y después de separado


de ella no ponía en sus palabras el recato que todo hombre debe usar al referirse a sus
triunfos amorosos. Hasta cuando no hablaba dejaba conocer el mudo y elocuente testimonio
de un reloj de oro que le suscitaba demasiado frecuentes deseos de conocer la hora, y en el
cual se veía grabada esta inscripción: A mi Ramiro, su Isabel.

A las reconvenciones que ella recibía, recordándole la dignidad que debía mantener
como madre de un futuro rey, ella respondía quejándose cínicamente de no poder vivir
como una persona particular, haciendo lo que buenamente le placiera. Como si a lo largo de
toda su vida no hubiera hecho otra cosa.

A mediados de 1873 quiso visitar en Roma al siempre comprensivo papa Pío IX,
aquel que le había concedido la preciada Rosa de Oro, declarándola «carísima hija en
Cristo» y destacando «las altas virtudes con que brillas». Durante esta estancia, insistió en
subir hasta lo alto de la cúpula de la Basílica de San Pedro, aun viendo que la estrechez de
las escaleras iba a impedir el paso de su enorme humanidad. Resultado final del capricho
fue una chusca escena, con una acalorada Isabel desternillándose de risa, con sus
voluminosas carnes atascadas en el ascendente pasadizo, para dejarse caer finalmente con
todo su peso sobre un esforzado aristócrata, que salió del asunto con lesiones de alguna
importancia.

Con estas palabras, un historiador contemporáneo, O. Bertrand, describía sin piedad


a la Isabel madura de sus primeros años de exilio:

Su ignorancia, su falta de educación y de tacto, lo mismo en el seno de la familia


que en el pináculo de una monarquía pseudoconstitucional, eran patentes [...]. La intriga era
su elemento, y ni la generosidad, de que dio abundantes pruebas, ni los triunfos
conseguidos por su voz y por su donaire de manola bastaron a borrar los desastrosos efectos
de aquélla. Era reina, pero no de sus pasiones. Gordinflona y de piel reluciente, delataba su
rostro fatiga inexplicable en quien, disfrutando de todas las comodidades, no se había
privado de ningún capricho. Le quedaban, eso sí, dos encantos todavía: sus ojos traslúcidos
y el espíritu zumbón y mordaz.

Para entonces, Isabel II había pasado ya a la Historia y el balance que su actuación


personal como Reina arrojaba no presentaba ciertamente unos resultados nada positivos.
Por mal rey que fuera su hijo y sucesor, siempre sería mejor que ella.
EL REY CABALLERO

or completo diferente del caso de José 1, el otro rey español no


Borbón, incluido en esta panorámica, fue el de Amadeo I. Duque de Aosta, era el tercer hijo
deVíctor Manuel II, rey de Piamonte-Cerdeña, que se convirtió en primer rey de la Italia
unificada. Nacido en el Palacio Real de Turín en 1845, recibió una completa educación
militar y realizó extensos viajes de formación por el extranjero, antes de intervenir en las
guerras contra los austriacos que hicieron posible la unidad de su país bajo el cetro de los
Saboya.

De no ser más que príncipe secundario, que no pasaría de ser más que el hermano
menor del futuro rey Humberto 1, su nombre entró en la Historia debido a la permanente
inestabilidad que soportaba España después del triunfo de la Revolución Gloriosa de 1868,
que había arrojado del trono a una inaceptable Isabel II.Varios fueron los candidatos
barajados para ocupar el trono del que tan justamente había sido arrojada la familia Borbón.
La voluntad nacional se manifestaba partidaria de mantener, si bien bajo planteamientos
absolutamente nuevos, el sistema monárquico. La cuestión era encontrar la persona idónea
para protagonizar tal operación.

El general Prim, entonces verdadero dueño de la situación, consiguió que -el 16 de


noviembre de 1870- las Cortes vota sen su decidida preferencia por Amadeo. Aquel día, las
otras opciones fueron literalmente barridas por la elección hecha por los diputados: el
piamontés obtuvo 191 votos, frente a los 64 republicanos, los 22 que obtuvo el tortuoso
Montpensier, los 8 de Espartero y pequeños residuos testimoniales. Al conocer este
resultado, un exultante Prim había exclamado: «¡Por fin tenemos rey!» Ya con la seguridad
de contar con este respaldo legal, Amadeo, siempre expresamente preocupado por guardar
el máximo respeto por las leyes, organizó el viaje a su nuevo Reino.

El día 30 de diciembre llegaba a bordo de la fragata Numancia al puerto de


Cartagena. Muy pocas horas antes, su mayor valedor y potencial apoyo, el general Prim, era
abatido a tiros en la madrileña calle del Turco. Este homicidio, que se convertiría en una
verdadera causa célebre, nunca quedaría aclarado, lanzando sombras de sospecha sobre
muchos destacados personajes de la vida política, comenzando por el siempre presente
Montpensier. Con peores augurios no podía, pues, comenzar su reinado Amadeo, que nada
más llegar bajo la nieve a la Estación de Atocha, el 2 de enero de 1871, marchó apenado y
naturalmente temeroso a rendir homenaje al cadáver de quien le había ofrecido esta corona.
Muchos pensaron entonces, con toda razón, que la muerte del héroe de aquellas campañas
africanas que tanto gustaban a Isabel II, había sellado un fatal destino para la monarquía
que se había empeñado en traer a España.

Era entonces el nuevo monarca un joven de veinticinco años, al que algún


conspicuo gracioso calificó de «niño con barbas». El que iba a ser llamado por sus
partidarios El Rey Caballero era un personaje de muy buen ver. De gallarda figura,
presentaba muchos rasgos fisonómicos de los Habsburgo, heredados de su madre, una
archiduquesa austríaca. Amable y de pocas palabras, era sin duda un hombre atractivo, que
cuidaba al máximo su presencia y gestos. En el mes de agosto de 1865 había realizado una
prolongada visita por la España que, sin saberlo, vivía los últimos tiempos de la monarquía
borbónica.

Fue homenajeado hasta la náusea por todo tipo de autoridades locales y por un
gritador y aplaudidor pueblo, siempre dispuesto a encontrar en estas cosas una atrayente
diversión, sirviendo además como útil y vibrante material de relleno humano para cualquier
clase de evento. Desembarcado en Cádiz, recorrió Andalucía y quedó absolutamente
fascinado por Granada, su enorme belleza y su profundo misterio. En Madrid, quedó
instalado en el Hotel de París, en la Puerta del Sol esquina a Alcalá. Permanente e
inmejorable compañía era el riquísimo, culto y cosmopolita Marqués deAlcañices y Duque
de Sesto, que sería más adelante el principal soporte de la Familia Real durante el exilio
que le esperaba, y elemento clave en la Restauración borbónica en la figura de Alfonso
XII.Aquel viaje tenía un fin concreto: se trataba de ver si podía cuajar un matrimonio entre
este príncipe de la Italia unificada y la infanta Isabel, «la Chata», entonces de catorce años,
pero tan poco atractiva como lo sería a lo largo de toda su vida.

Cuando visitó a Isabel II y a su familia en su residencia veraniega de Zarauz,


Amadeo, buen catador de féminas, apenas se fijó en aquella adolescente nada agraciada.
Pero fue, sin embargo, objeto de atención por parte de las damas de la corte. La misma
Reina, asimismo experimentada degustadora de jóvenes atractivos y arrogantes, comentó:
«Es un guapo mozo...» En aquellos momentos, nadie podía ni remotamente imaginar que,
solamente cinco años más tarde, aquel príncipe iba a convertirse en Rey de España
sustituyendo a aquella Isabel, profundamente inculta, egoísta e infantiloide, únicamente
preocupada por satisfacer sus caprichos.

Dos años después de aquel viaje, ante el Santo Sudario de la Catedral de Turín
-donde se había celebrado la tan lejana boda por poderes de FelipeV con su Saboyana- se
había casado Amadeo con María Victoria del Pozzo, hija de los príncipes de La Cisterna. Al
contrario que su marido, que estaba absolutamente apartado de cualquier interés cultural, la
muchacha dominaba varios idiomas, entre ellos el español, y dedicaba mucho de su tiempo
a la lectura, la música y la pintura. Era, en definitiva y una vez más, el clásico esquema de
militarote mujeriego e ignorante casado con mujer culta y refinada, que se dio en tantos
casos en las clases más acomodadas de la época y que, sin duda, funcionó muy bien en
muchos casos.

Como rey, Amadeo se mostró como un monarca acorde con el tiempo que vivía y
manifestó siempre el mayor respeto a la Constitución. En esto, su actuación es
perfectamente parangonable a la que, muy poco después, iba a mostrar Alfonso XII, otro
honrado y voluntarioso monarca que siempre se preocupó por actuar dentro de la más
estricta legalidad. Hizo expresión el piamontés en todo momento de un carácter netamente
demócrata, que le valió el rechazo de la aristocracia, nada abierta al mínimo espíritu
progresista que pudiera mostrarse en la cúspide del Estado. De ahí vino toda la inquina que
se lanzó sobre la real pareja a lo largo de su breve estancia en Madrid.
A las recepciones que ofrecían en Palacio, únicamente asistían los altos
funcionarios, quienes obviamente lo hacían por obligación. La más vieja nobleza, los altos
cargos militares y la gran jerarquía eclesiástica les hacían víctimas de su desprecio, hasta
grados que verdaderamente alcanzaban el insulto. En este sentido, sufrió Amadeo la
decepción de ver cómo aquel amable Duque de Sesto le negaba públicamente el saludo,
poniéndose al lado de todos sus «colegas de sangre» en su expresa negativa a aceptarle.

Sus muchos y decididos detractores aseguraban que Amadeo, tras su sosegada


apariencia y su inexpresiva mirada, no escon día más que un carácter simple, una
manifiesta pobreza mental que le convertía en incapaz para la realización de tarea de tal
magnitud. «Honesto pero torpe», dirían otros, tratando de compaginar sus dos más visibles
características. La verdad es que la compleja situación del país era precisamente la menos
indicada para asegurarle un reinado medianamente tranquilo. A la permanente y agria
polémica que encendía la vida política se añadía el nuevo despertar de las guerras carlistas
y, para terminar de deteriorar la situación, el estallido de varias insurrecciones republicanas.
Carecía el rey de bases sociales en las que sustentarse. Solamente la clase media le aportaba
algo de apoyo, pero nunca lo hizo de forma decidida y, por su parte, los elementos de los
niveles bajos nunca vieron con buenos ojos la presencia de un nuevo rey -que además era
extranjero- después de haber logrado con la Gloriosa acabar con la detestada Monarquía.
Escribiría sobre él el Conde de Romanones:

En lo moral, no ofrecía rasgo alguno sobresaliente, salvo su valor personal bien


probado, exento de ambición, ferviente católico, habiendo heredado de su padre una sola
condición: una inclinación apasionada por las hijas de Eva.

En efecto, y a pesar de todos los pesares que hubo de soportar durante su


experiencia como Rey, nunca dejó Amadeo de dedicarse a la compensatoria tarea de busca
y captura de damas con las que establecer alguna relación, de mayor o menor intensidad, de
más larga o breve duración.

Parece que el Rey estaba sinceramente enamorado de su mujer, con la que, en el


momento de venir a España, tenía dos hijos de corta edad. Durante sus primeros meses en
Madrid, aprovechó que su mujer se había quedado por el momento en Turín para distraerse
con algunas aventuras de diferente índole. Carente de amigos y de cualquier especie de
camarilla de nobles que le pro porcionasen oportunidades en este sentido, se buscaba la
vida en solitario mediante esporádicos encuentros en las noches madrileñas. En esto
también se asemeja muchísimo al Alfonso XII que haría exactamente lo mismo, para
desespero e indignación de los miembros de la Policía encargados de su seguridad.

De entre las varias historias que mantuvo, tanto antes como después de la venida a
Madrid de la Reina MaríaVictoria, destacó una, que enseguida fue comidilla de la gente: la
parece que fuerte pasión que unió a Amadeo con una hija de aquel malogrado y genial
Mariano José de Larra, el literato que mejor supo describir, con sangrante gracejo y
dolorida ironía, todas las oscuridades y miserias de la España de su tiempo, antes de que un
certero tiro de pistola pusiese voluntariamente fin a una vida que el genial Fígaro no estaba
interesado en proseguir.
Era Adela de Larra una bella e interesante mujer al menos diez años mayor que el
Rey. Su fisico respondía a los más clásicos cánones de la llamada «belleza española»: ojos
y pelo intensamente negros y una tez blanca acaso algo aceitunada. Mostraba dos largas
guedejas de cabello cayendo, a ambos lados del rostro, por delante de las orejas; un detalle
especialmente llamativo que la había hecho bautizar popularmente como La dama de las
patillas. De su pasado, por lo visto, había bastante que hablar, ya que si no se trataba de una
cocotte en sentido estricto, sí había organizado su vida y relaciones de una forma
absolutamente libre. Ello le había diferenciado sensiblemente de lo habitualmente
considerado normal entre las señoras de su época dando, lógicamente, pábulo a todo tipo de
comentarios, como cabe suponer.

Existen diferentes versiones de la circunstancia en la que Amadeo la conoció, pero


lo que sí parece asegurado es que el encuentro tuvo lugar durante los meses en que el novel
monarca vivía una fecunda y provisional soltería, a la espera de la llegada de Italia de la
santa esposa y de los niños. Sin duda, aquellas atrayentes patillas ayudaron al inflamable
Amadeo a superar mejor aquel tiempo de soledad, hasta el punto de que cuando la Reina
llegó por fin a Madrid, él no pudo dejar de ver a una amada secreta, que de secreta nada
tenía.

Para unos, el encuentro y el deslumbramiento se habría producido en el entreacto de


una función en elTeatro Español; según otros, al cruzarse los coches de ambos durante el
paseo vespertino que los elegantes de la época realizaban calmosamente a lo largo de los
Paseos del Prado y Recoletos. En cualquier caso, aquella especie de versión actualizada de
las majas que Goya pintara se convirtió en refugio amoroso y, a la vez, centro de referencia
vital para un Amadeo cada vez más acosado por los graves problemas que su reino no
dejaba de plantear. Como sucedería más adelante con Alfonso XIII, una esposa
obligadamente consentidora tenía que soportar el desaire de comprobar que todo el mundo
estaba en el asunto.

En casa de Adela hallaría el Rey, sufriendo constantemente el desprecio y la inquina


de casi todos sus súbditos, un ambiente cálido y tranquilo, donde podía psicoanalizarse ante
su paciente y comprensiva amante, que le soportaba inacabables confidencias y lastimeras
quejas ante lo mal tratado y lo poco querido que se veía. En fin, el asunto fue enfriándose
por ambas partes y, mientras el veleidoso Rey se encaprichaba de una nueva cantante de
ópera, ella no se privaba de retomar sus antiguas costumbres. Algún destacado forcejeo
político hubo referido a la falsa acusación que se hizo acerca de un desvío de dineros
públicos destinados a acallar en la prensa toda mención de esta historia. Lo cierto es que, en
la conclusión del asunto, parece que sí hubo dinero por medio, que la interesada recibió
junto con un pasaporte para abandonar el país, a la espera de que los murmullos se
calmasen.

Una última anécdota erótico-política a añadir. Se trata de un romance postrero del


fugaz monarca. En este caso, habría sido su partenaire de aventura una dama de la más
rancia nobleza, a la que los cronistas de la época ocultan púdicamente bajo el nombre de X.
Ante la enorme satisfacción de Amadeo, precisamente rechazado de forma tan especial y
ofensiva por aquella alta aristocracia, la dama se entregaría a fondo a la tarea de seducirle,
si bien afirmando que lo hacía con una finalidad muy concreta. Se presentaba así ella como
una entregada partidaria del príncipe Alfonso y, con sus carantoñas y todo lo que fuese
preciso, estaría dispuesta a conseguir de Amadeo la renuncia al trono o, en caso de expresa
resistencia, se convertiría en una nueva Judith que devolviese a España a los Borbones.
Inducido o no por esta tan especial activista,Amadeo no tardaría en tirar la toalla, sin que
fuese preciso así que llegase la prometida sangre al río...

Acusado de tonto, aquel efimero y bienintencionado Rey demostró, realmente, que


sabía muy bien dónde se hallaba y con quien tenía que jugárselas.Y lo cierto es que el
panorama nacional no podía ser más oscuro. Los exultantes republicanos únicamente
contaban los días que les faltaban para alcanzar el poder; mientras, los partidarios de la
restauración borbónica actuaban en todos los frentes, aprovechando la inestabilidad de la
monarquía de Amadeo. Por último, los carlistas que trataban de pescar en aquel revuelto río
volvían a la carga, pero haciéndolo como siempre a su manera, a las bravas y por medio de
una nueva y destructiva guerra.

Así, tras dos años de dificultoso reinado, se sintió Amadeo incapaz de seguir
cumpliendo adecuadamente la tarea que se había comprometido a realizar y, el 11 de
febrero de 1873, se leyó en las Cortes el documento que anunciaba su abdicación. Desde la
sensación de una profunda frustración, el Rey Caballero afirmaba:

Estad seguros de que, al despedirme de la Corona, no me desprendo del amor a esta


España tan noble como desgraciada, y de que no llevo otro pesar que el de no haberme sido
posible procurarle todo el bien que mi leal corazón para ella apetecía...

A continuación, en la misma sesión parlamentaria se preparaba la proclamación de


la Primera República.

De regreso en Italia, vivió la familia -acrecentada por un tercer hijo, Luis Amadeo,
nacido en Madrid- primero en Turín y más adelante en la Riviera. María Victoria, que había
dejado en España un inmejorable recuerdo, murió tres años después. Tras desempeñar altos
cargos militares bajo el reinado de su hermano Humberto 1, Amadeo se retiró a Turín,
donde volvió a contraer matrimonio, ya cuarentón, con una sobrina suya, veinticuatro años
más joven que él, con la que tuvo un último hijo. El día 18 de enero de 1890 moría en su
ciudad natal aquel hombre honrado, fiel hasta el fin a la legalidad, al que las circunstancias
no le permitieron ejercer como un buen monarca. De su fugaz paso por el trono, puede
quizá pensarse que habría podido ser uno de los mejores reyes de nuestra Historia. Pero no
era el hombre adecuado para aquel momento y era evidente que su presencia sobraba en
aquella efervescente escena de la España del momento. Como tan expresivamente apuntó el
verborreico tribuno don Emilio Castelar:

Los reyes pueden salir de un templo, pero no de una asamblea; pueden descender de
una nube, pero no de una urna electoral...

Para terminar, una curiosa coletilla de vida cotidiana. En diciembre de 1876, casi
cuatro años después de la marcha de Amadeo, su nombre volvía a sonar por causas
indirectas, al saltar a todos los periódicos de Madrid una espectacular noticia, un escándalo
que afectó a muchas personas en su peculio particular. Según ella, una bien conocida «Doña
Baldomera» -que era otra hija de Larra y, por tanto, hermana de aquella Dama de las
patillas- tenía esta blecido un negocio de inversiones en el que ofrecía unos beneficios del
30 por ciento de interés mensual.Y la cosa acabó, en medio de una gran resonancia, como
cabía esperar, con la fuga de la interesada y la pérdida de todos los dineros de los incautos
depositantes.
EL ROMÁNTICO SENSUAL

uando el infante Alfonso vino al mundo, el 28 de noviembre de


1857, caía de lleno sin saberlo en el mismo centro de aquel envenenado ambiente que
asfixiaba a los habitantes del Real Palacio, convertido en un verdadero nido de víboras. Su
misma verdadera paternidad no era siquiera discutida, sino absolutamente afirmada. El
fantasmón de Puigmoltó ya se había preocupado de demostrar a quienquiera que fuese que
él era ahora el amante de la Reina, contando por todas partes detalles del apaño que con ella
mantenía. Sobre esto, el siempre tan informado Nuncio vaticano había «presentado» en
Roma al militar valenciano, cuando en uno de sus informes escribía sobre un oficial del
Cuerpo de Ingenieros que «llega a las habitaciones de la Reina después de medianoche,
permaneciendo en ellas hasta el amanecer...». Por ello, cuando se anunció un embarazo,
apuntaba: «Quiera Dios que, dando a luz un varón, no se abran campo las dudas sobre la
legitimidad del mismo.»

El nacimiento había permitido al Consorte montar otro de aquellos habituales


numeritos de humillación y honor ofendido, de los que tanta rentabilidad había aprendido a
sacar. Ahora, una vez más, organizaba sonrojantes escenas, lanzando fuertes amenazas
contra su mujer y la camarilla que la rodeaba y, como siempre, dejando abierta la puerta al
arreglo del asunto por la pacífi ca vía del acuerdo económico. Cierto que, en este caso, el
«episodio Puigmoltó» había sido todo menos discreto y había llegado a producir una
impagable escena que ningún libretista de dramas baratos se hubiera atrevido a firmar.
Escena que había tenido lugar pocos meses antes del parto y en la misma antesala del
dormitorio de Isabel.

Hallándose allí una noche el jefe del Gobierno, Narváez, y su ayudante, se


presentaron repentinamente Francisco de Asís y Urbiztondo, ministro de la Guerra. La
discusión se disparó cuando, con destemplados gritos, el Consorte exigió entrar en las
habitaciones de su mujer y «El Espadón» se lo impidió. La cosa pasó a más y Urbiztondo
asestó arteramente una mortal puñalada en la espalda del ayudante, a lo que el mismo
Narváez respondió lanzando una estocada definitiva al agresor. Retirados los dos cadáveres,
limpiados adecuadamente los restos de la sangre y ordenado el desarreglo que la pelea
debió indudablemente de producir, un tupido velo se corrió sobre aquellas dos muertes.Y
las informaciones de la prensa del momento las presentaron, sin rubor alguno, como
debidas a «causas naturales».A todo esto, muy cerca del escenario de tales hechos, ya se
hallaban depositadas en otra habitación de Palacio, y a la espera de su buena influencia a la
hora del nacimiento, las reliquias habituales en estos casos: el milagroso Cristal de
SanValentín, el Brazo y la Mano de San Juan Bautista y la Reliquia de Santa Cristina, traída
de la Catedral de Tortosa, entre otras.

Nacido el niño, tuvo que ser la misma Sor Patrocinio la que acabase convenciendo
al de Asís para que aceptase formalmente la paternidad y presentase al bebé ante la Corte
sobre la tan traída y llevada argéntea bandeja. Para el Consorte, la presencia de aquel niño
le alejaba todavía más de la tan anhelada regencia y, lo que era peor, la demostrada
fecundidad de Isabel, que realmente no paraba de parir, abría la posibilidad a futuros
aumentos de la familia. Porque, como tan maliciosamente había comentado el escritor
francés Merimée, tan aficionado a las cosas de España: «Si Francisco es incapaz de darle
hijos a Isabel, la reina jamás carecerá de súbditos dispuestos a satisfacer sus necesidades...»

El Nuncio vaticano, siempre tan informado y bien dispuesto hacia Isabel, nunca
dejaba de encontrar razones para tratar de explicar su desordenada vida.Así, además de
hallarlas en aquel desafortunado matrimonio, veía otra fuente de estas demasías físicas en
un motivo tan peregrino como «la educación que le dieron en los primeros tiempos de
revolución, encaminada precisamente a pervertirla». Nada se sabe de lo que la interesada
diría de conocer este posible origen intelectual de sus permanente ardores.

No existe noticia de que hubiera existido relación alguna entre Alfonso y Puigmoltó.
Destinado a Valencia poco después del nacimiento del Príncipe, hay constancia de que
vivió la existencia normal de un acomodado militar, con su título nobiliario y de que,
después de haber contraído dos matrimonios, murió como general de división, llegado el
año 1900.

En aquel turbio ambiente nada recomendable, la educación de Alfonso se planteó


sobre un cerrado y estéril clericalismo. El absoluto desinterés que su madre sentía por la
formación cultural le hubiera llevado a convertirse en alguien parecido a ella. La mayor
suerte para él fue el ser arrancado de allí, junto con toda la familia, por los vientos de la
revolución. Uno de sus escasos preceptores racionales se planteaba, desesperado ante las
materias que le enseñaban: «Me pregunto si educamos a un rey en ciernes, a un teólogo o a
un monago sacristán...» Era el interior de Palacio, en aquellas corruptas postrimerías de
reinado, un lugar que su hermana Eulalia describió con sombríos tintes años después:

Mi cuna se meció entre susurros, palabras en voz baja, miradas de desconfianza y


los recelos de quienes viven siempre temiendo a quienes están más próximos.

Cuando a fines de 1868 se instaló la familia en París, Alfonso pasó a estudiar en el


católico y selecto Colegio Stanislas, en cuyas aulas se daba una refinada educación tanto a
los hijos de las viejas familias en decadencia como a los vástagos de los cada vez más
numerosos y emprendedores nuevos ricos. Desde los primeros momentos del exilio, no
pudo dejar de tener conciencia de que a su alrededor iba fraguando un proyecto de
recuperación del trono perdido. También le hacían comprender que él representaba el futuro
y que su muy querida madre ya no era más que un residuo absolutamente irrecuperable de
un tiempo que solamente merecía el olvido. Ella, por su parte, no hacía nada por ocultar su
absoluto desinterés por todo lo que no fuera intrigar bajo mano y, al mismo tiempo,
disfrutar de las delicias que la vida le ofrecía. Cuando por fin consiguieron decidirla a
abdicar en él, dejar de ser titular de la corona podía suponerle a Isabel un pequeño disgusto,
eso sí, pero ni siquiera se había preocupado en ocultar el alivio que ello le supuso.Ante
todo, que no decayesen los ánimos... y ella conocía muchas formas para conseguir levantar
la moral cuando era necesario.
Al regreso de Ginebra, en aquel París en el que ya no reinaban «los queridos tíos
Luis Napoleón y Eugenia», se planteó la necesidad de ordenar la educación del futurible
Rey en un centro adecuado. Era Alfonso un chico menudo y atractivo de catorce años, de
piel pálida y cabellos negros, vivo de imaginación y sueltas maneras. Un tipo simpático, en
fin, que sin duda a su madre le recordaría muchos de los buenos momentos pasados junto a
Puigmoltó. Aparte de los fines educativos, los que preparaban la Restauración quisieron
apartar al muchacho de la densa maraña de intrigas que ni la abdicación había dejado de
trabar en los alrededores de Isabel, a la que nada le apetecía menos que adoptar un papel
pasivo en todo lo que se preparaba. De hecho, desde el mismo día de su abandono de la
corona, aquella gran necia ya se mostraba arrepentida de haber hecho caso de quienes se lo
habían aconsejado.

Así, para la formación del Príncipe fue elegido, por su prestigio en toda Europa, el
Colegio Theresianum de Viena, donde unos buenos niveles educativos se complementaban
con sus magníficas escuelas de gimnasia y equitación, esgrima y natación. Allí pasó
Alfonso dos años y medio, en medio de la mayor consideración, que le hacía ser
frecuentemente recibido en el Palacio Imperial por Francisco José y Elisabeth, la misteriosa
Sissi que estaba ya por entonces construyendo su turbadora leyenda. Dominado el francés,
aprendió allí Alfonso alemán y se lanzó al inglés, caso verdaderamente insólito en un rey
español, que haría que entre el pueblo se dijese de él que hablaba «todas las lenguas
importantes de Europa, menos el ruso y el turco».

Mientras, en España, al efimero reinado de Amadeo de Saboya había sucedido una


República a la que sus poderosos enemigos le impedían alcanzar un mínimo grado de
estabilidad. Cánovas, el gran orquestador de la obra de la Restauración, decidió entonces
que Alfonso dejase de ser un colegial para convertirse en el verdadero jefe militar que debía
ser el futuro rey y apuntaba: «Es menester que sea militar antes que todo y que sepa mandar
a los mismos generales» y que, al mismo tiempo, «aparezca como hombre en las diversas
Cortes de Europa.» En Madrid, sus partidarios se organizaban en grupos y escuadrones,
animadores de la opinión pública de cara a la vuelta de los Borbones al trono.

Los conspiradores proalfonsinos más aristocráticos y sofisticados formaban el Veloz


Club; por debajo, el Escuadrón del Agua de Colonia agrupaba a señoritines de buena
familia, que tenían una actuación moderada, que era superada por los miembros del
Escuadrón del Aguarrás, compuesto por pequeños burgueses. Al final y como verdadera
fuerza de choque, el Duque de Sesto había encuadrado en el Escuadrón del Aguardiante a
decididos elementos mar ginales, que se enfrentaba en la calle a las fuerzas del orden y a
sus cada vez más atemorizados adversarios políticos. Para entonces, Alfonso ya había dado
más que sobradas muestras de una naturaleza que iba a condicionar toda su breve vida.

Durante la estancia enViena, muy pronto se le vio lanzado a procurarse furtivos


encuentros ocasionales, donde solucionar la urgencia de un sexo rápido. También en
ocasiones, llegó a dejarse envolver en aventuras algo más largas, cuidándose siempre bien
de cualquier posible y engorroso compromiso, que hubiera podido comprometer su
posición y su previsto futuro. A distancia, Isabel estaba perfectamente al tanto de todo esto,
pero realmente nada tenía que decir. Lo que a muchos escandalizaba, solamente venía a
demostrar que el hijo había heredado por vía materna aquella sensual naturaleza de los
viejos Borbones, contra la que ella misma nunca había estado en absoluto interesada en
luchar, sino todo lo contrario.

De frágil salud desde su nacimiento, la amenaza de la tuberculosis le había rondado


a partir de sus primeros años. El grácil Alfonso era el perfecto exponente de aquella
entonces tan extendida idea de la hipersexualidad de los tísicos. Sería así la sombría
amenaza que pendía sobre su vida lo que le impulsaría a la frenética práctica del sexo como
una forma de compensación. Siendo todavía muy jovencito, uno de sus preceptores había
apuntado que mostraba «un exceso de imaginación "en cierto terreno"», mientras otro
hablaba de «la vehemencia que tiene por los placeres que le agradan». Todos estaban de
acuerdo en la conveniencia de que «no vuele demasiado pronto en cierto terreno y que su
espíritu y su cuerpo sigan una vida metódica en que alternen sus estudios con los ejercicios
corporales».

Opiniones y consejos que, naturalmente, no eran seguidos por el ardoroso Príncipe,


que aprovechaba cualquier posibilidad que se le presentaba para entregarse a lo que más le
placía y que, además, perentoriamente necesitaba. Aquí reaparecía el recuerdo de Felipe V,
que tanto había sufrido a causa de esta misma compulsión, que sólo la inteligencia de Isabel
de Farnesio había sabido canalizar. También se recuperaban las permanentes rijosidades del
abuelo Fernando VII que, a pesar de sus sucesivos cuatro matrimonios, nunca había dejado
de recurrir al tan gratificante sexo eventual, pagado en unos casos o decidido en otros «por
ser él quien era».Y qué decir del más inmediato antecedente de la madre, que hasta su más
extrema vejez iba a mostrar permanentes ansias de renovada satisfacción fisica.

Aquel perturbado fundador de la dinastía había soportado unas tremendas torturas


morales ante cualquier forma de sexualidad no bendecida por la Iglesia.Algo que su hijo
Carlos III había solucionado con una obsesiva y frenética práctica del ejercicio fisico como
bien efectivo calmante. Pero ni la reina María Luisa, ni su hijo Fernando VII habían tenido
en la materia religiosa fuente alguna de contención o de remordimiento. Ellos, al igual que
más adelante Isabel y los dos Alfonsos, vivieron su desmesurada sexualidad como quisieron
y, naturalmente, como pudieron. Pero lo cierto es que siempre contaron con muchas más
posibilidades de «dar unas alegrías» al cuerpo que las que pudiera tener cualquier hijo de
vecino. Estaba claro que siempre, pues, todos aquellos Borbones jugaron en este campo con
la más declarada e insolente ventaja.

Pero quienes rodeaban a Alfonso, aun conscientes de la necesidad que tenía de


llevar una vida privada tranquila, distinta de la que había elegido, nada hicieron para
impedirle cumplir unas necesidades que su naturaleza le planteaba. Desde el colegio vienés,
mantenía el mozo con Isabel una frecuente y cariñosa correspondencia. En un momento
dado, la madre le anunció que una persona que le era muy querida estaría en Viena y le
haría una visita en el colegio, llevándole un regalito de su parte. Siempre cumplidor, el hijo
acusaba recibo del anuncio y, a principios de abril de 1872, le escribía: «Hoy vendrá a
verme a las dos la Helena (sic) Sanz.»

Trece años mayor que Alfonso, había nacido Elena Sanz y Martínez de Arrizala en
Castellón de la Plana. Huérfana sin fortuna, se había educado en el madrileño Colegio de
las Niñas de Leganés, fundado en el siglo XVII por aquel Ambrosio de Spínola al
queVelázquez retrató como vencedor en Breda, en la maravilla de Las Lanzas. Era aquella
una institución un tanto especial, destinada a proteger y educar a niñas sin familia ni
recursos, sobre todo a las más bonitas, que por lo mismo -y según rezaban sus particulares
estatutos- «estaban más expuestas a los peligros del mundo».A una cierta edad, su hermosa
voz de contralto había llegado a ser apreciada por la Reina, que le concedió una beca para
estudiar en París y siempre mantuvo una afectuosa relación con ella.

Integrada en la prestigiosa compañía de ópera de Adelina Patti, había conseguido


Elena hacer apreciar su voz en todos los teatros de Europa y de América. Fue a estas alturas
cuando hizo la visita al Theresianum. Allí, cabe suponer el efecto que entre aquellos
adolescentes en sazón causaría aquella bella, glamourosa y experimentada mujer de
veintiocho años. En aquel momento, ni ella ni Alfonso podían imaginar la historia que iba a
acabar naciendo entre ellos, varios años después de aquella breve entrevista de mero
compromiso.

Fue precisamente en las Navidades de aquel 1872 cuando se ha situado el muy


novelado encuentro-revelación entre Alfonso y su prima Mercedes.Vivía por entonces la ex
Reina un periodo de paz en sus siempre tensas relaciones con su hermana y cuñado y, por
ello, aceptó pasar con los Montpensier aquellos días en el castillo que poseían en el centro
de Francia. Después de varios años sin verse, los chicos apenas se recordaban y fue enton
ces cuando se dice que, al verse uno frente al otro, quedaron mutua y absolutamente
encantados. Él comentaría más adelante sobre aquel momento: «Mercedes apareció ante mí
como la imagen perfecta de la bondad y de la virtud.» Todo muy bonito y rosado, pero no
debe olvidarse que, moviendo hábilmente los hilos por detrás, andaba el padre de ella.
Frustrado en su deseo de reinar en España, aquel ambicioso, verdadero elemento
inasequible al desaliento, vería ahora la posibilidad de, al menos, colocar a su hija en el
trono vía matrimonial. Algo que su cuñada Isabel se había jurado no permitir, ni siquiera
«pasando por encima de su cadáver», como ella misma había amenazado.

Tras aquel flash del flechazo navideño, Alfonso pasó luego una temporada en
Inglaterra. Cánovas consideraba ahora que le vendría bien realizar una instructiva
inmersión en el espíritu británico y eligió para ello el Real Colegio Militar de Sandhurst. Y
ciertamente, Alfonso iba a tener siempre muy presentes las referencias de la Historia
inglesa, en su voluntad de respetar escrupulosamente la ley, evitando exquisitamente
descender a la arena política y manteniéndose dentro de los límites marcados por su papel
de monarca constitucional. El día en que cumplía diecisiete años, 28 de noviembre de 1874,
lanzaba el llamado Manifiesto de Sandhurst, el programa que ofrecía al país, nuevamente
ensangrentado por la Guerra Carlista. En él declaraba: «Sólo el restablecimiento de la
Monarquía constitucional puede poner término a la opresión, a la incertidumbre y a las
crueles perturbaciones que experimenta España.» En su residencia inglesa, Ramón Cabrera,
el legendario y temible Tigre del Maestrazgo, el más prestigioso general carlista,
reconvertido en liberal en su vejez, le había dado su reconocimiento.

El 29 de diciembre, adelantándose a todos los proyectos de los artífices de la


operación restauradora y ante sus tropas desplegadas en un olivar cerca de Sagunto, el
general Martínez Cam pos proclamaba a Alfonso XII Rey de España. En Madrid, un
apresurado trasiego de autoridades se encargaba de poner orden en la nueva situación. Para
Alfonso había llegado la tan esperada, y a la vez temida, hora del regreso. Su madre, fiel a
su vehemencia y natural estilo, le escribía, preocupada: «Hijo mío, no hagas locuras [...] y
no des gusto, a los que no quieren tu causa, de romperte la crisma.»

El 5 de enero de 1875, la víspera de salir rumbo a España, el joven Rey fue el centro
de atención de todas las miradas de los presentes en la brillante gala musical con la que se
inauguraba el nuevo edificio de la ópera de París. El Papa le había enviado su bendición
personal, mientras en Madrid uno de sus amigos, de su misma talla, se prestaba para las
pruebas de los uniformes de general de los Ejércitos, que un sastre le confeccionaba contra
reloj. Por expreso deseo suyo, repitió la táctica de Carlos III cuando había llegado desde
Nápoles y quiso empezar la tarea lanzando una suerte a la siempre problemática
Cataluña.Así, entró en España desembarcando en Barcelona. En aquella urbe entregada a la
más decidida expansión, hizo Alfonso halagadores elogios a las virtudes catalanas, que
dejaron encantados a sus anfitriones. Estaba claro que el novel monarca debía contar con
unos eficaces asesores de imagen.

El 14 de enero, hacía su triunfal entrada en Madrid. Convirtiendo en realidad el


sueño de tantos reyes sin corona, venía ahora a ocupar su trono cabalgando un brioso corcel
blanco, en el fervor y el entusiasmo de su pueblo. Descendiendo por la calle de Alcalá, ya a
punto de desembocar en la Puerta del Sol, los estridentes vítores que no cesaba de lanzarle
un paisano que corría a su lado le hicieron inclinarse, para decirle: «Pero, hombre, ¡que se
va a quedar usted ronco!», a lo que el entusiasta replicó: «¡Qué va! ¡Si me hubiera oído
cuando echamos a su madre...!»

No se podía perder tiempo y, apenas llegado a su capital, el nuevo Rey pudo


estrenar aquellos uniformes y marchó a las provincias del Norte para dirigir las operaciones
de la guerra. Desde que el tan lejano Felipe V se había ganado en los campos de batalla el
sobrenombre de «El Animoso», ningún otro monarca español había «ido a la guerra» y,
después de Alfonso, ningún otro podría volver a justificar de esta forma su ocupación del
trono. Junto al natural ímpetu de la juventud, en él se unían a la perfección el más puro
espíritu castrense y un profundo romanticismo, que le había llevado a declarar: «Mi mayor
placer sería estar a caballo asistiendo a batallas y batiéndome yo mismo.»

Ahora ya estaba en ello y este Rey Soldado podía cumplir la deseada misión. Lo
hacía con tanta dedicación y empeño que en una ocasión estuvo incluso a punto de ser
hecho prisionero por el enemigo. Fue por esos días cuando sufrió su primera hemoptisis,
que naturalmente fue mantenida en el más absoluto de los secretos. Cuando, a principios de
1876, se alcanzó el definitivo fin de la guerra, ya su esperanzado pueblo le había bautizado
como «El Pacificador», honroso título con el que pasaría a la Historia. Ahora, de forma
abierta, la tuberculosis había hecho acto de presencia y él, desafiando a su débil naturaleza,
iniciaba su diario coqueteo con la muerte.

Iniciada la vida normal, quiso Alfonso demostrar inmediatamente su voluntad


renovadora. Lo hizo introduciendo nuevos aires, tanto en el ámbito que le competía en la
administración del Estado como en la misma ordenación interna de la Corte y de Palacio.
Pragmático y racional, era un agnóstico confeso que aceptaba, porque así lo establecían las
leyes, la confesionalidad católica de su Reino. Con un profundo espíritu militar, cumplió su
papel como jefe de los ejércitos hasta donde fue preciso, pero después ya no volvió a «jugar
a los soldados». Cuando la guerra acabó, había lanzado un vibrante y agradecido mensaje a
los combatientes:

No olvidéis [...] que siempre me hallaréis dispuesto a dejar el palacio de mis


mayores para ocupar una tienda en vuestros campamentos; a ponerme al frente de vosotros
y a que, en servicio de la patria, corra, si es preciso, mezclada con la vuestra, la sangre de
vuestro Rey

En pocas palabras, un joven Alfonso que había aprendido bien la lección de la


Historia estaba decidido a que su reinado fuese todo lo contrario de lo que había sido el de
su madre.

Unía Alfonso al aura que le prestaba su condición de Rey y de victorioso general


todo su personal atractivo, que era mucho. Divertido y agudo conversador, sabía
instrumentar muy bien el aire soñador que desprendían su imagen y actitudes. No se olvide
que hacía muy pocos años que aquel Gustavo Adolfo Bécquer, también precoz víctima de la
tisis, había sabido expresar en el Madrid de la época todo el decadente encanto del
Romanticismo tardío. Ahora, un emancipado Alfonso era dueño de sus decisiones y podía
dedicar sus horas de ocio a lo que más le apeteciera. Era buen disfrutador de todo tipo de
actos festivos, desde exclusivas funciones de teatro y ópera hasta las verbenas populares y
los más vulgares bailongos de carnaval. Pero, eso sí, evitando en todo momento caer en
aquel chabacano populismo de sus predecesores, que era para muchos uno de los rasgos
más característicos y apreciados de los Borbones.

Muy pronto se divulgó ampliamente su fama de mujeriego. Incesantes salidas


nocturnas le convirtieron en cliente habitual de los prostíbulos del centro de la capital, por
donde aún andaba la sombra de su abuelo Fernando VII. Pero también solía frecuentar los
pinares de los Altos de Chamartín, donde el apartamiento y la oscuridad prestaban todas sus
posibilidades a furtivos y rápi dos encuentros. Sus andanzas eróticas eran aceptadas por
todos con simpatía y naturalidad. La mentalidad tradicional jugaba a su favor: era un
hombre joven y soltero y, así, todas sus andanzas eran vistas incluso con manifiesta
complicidad. Muy equivocados estaban quienes pensaban que, una vez contraído
matrimonio, iban a mitigarse estas ansias. Por el contrario, ni el primero y fugaz con
Mercedes, a pesar del mutuo enamoramiento, ni el segundo, decidido por interés de Estado
y sin amor por parte de él, le servirían de contención. En los dos casos, el Rey cumpliría
como marido, pero esto no era para él suficiente y los «recursos exteriores» en ningún
momento fueron abandonados.

Se ha repetido mucho una anécdota que habla de aquella aura de simpatía que
siempre le rodeó. Habiéndose separado una noche de sus amigos, se perdió al tratar de
encontrar el camino de regreso a palacio. No especifica el relato en qué estado se
encontraba, pero lo cierto es que decidió preguntar a un transeúnte. Éste no se limitó a
indicarle la forma de llegar sino que incluso le acompañó, quizá porque le vio algo
incapacitado para caminar solo. Una vez llegados ante la gran portada del Palacio de
Oriente, el Rey extendió la mano hacia su amable acompañante y le dijo: «Alfonso XII.
Aquí, en Palacio me tiene usted.»Y el buen hombre decidió entonces seguir la corriente al
supuesto bromista, contestándole muy seriamente: «Pío IX. En el Vaticano, a su
disposición.»

Por expresa imposición del Rey, la Corte estaba siendo transformada de arriba
abajo, quitándole todos los viejos resabios que conservaba de pasadas épocas que era mejor
olvidar. Estaba decidido a hacer una «casa respetable» de aquel nido de víboras en el que
había pasado su primera infancia. Ya no se formaban por aquellos rincones susurrantes
camarillas y, entre otras normas modernizadoras, suprimió la antigua obligación de besar la
mano al monarca y nunca usó de aquel tuteo generalizado que tanto gustaba a quienes veían
en él otro rasgo de la campecha nía borbónica. Era su hermana mayor, la infanta Isabel,
Princesa de Asturias, la protagonista femenina del escenario cortesano. Profundamente
orgullosa de su posición y prerrogativas, «la Chata» sabía al mismo tiempo entenderse muy
bien con el pueblo, ingenuamente convencido de hallar en ella «una de sus iguales».
«Digna nieta» del querido y odiado abuelo Fernando, como alguien apuntó, era el mejor
resto viviente de aquel zafio populismo que su madre había sabido llevar a su más alta
expresión.Tras un fugaz matrimonio con un conde italiano, que había terminado
suicidándose, era ahora la infanta Isabel la mujer de la casa del hermano soltero.

Desde París, la Reina Madre no hacía más que repetir machaconamente su deseo de
volver a poner pie en España. Cánovas trataba de disuadirla, en muchas ocasiones con
dureza: «Vuestra majestad no es una persona, es un reinado [...] y lo que el país necesita
hoy es otro reinado.» Finalmente, intervino Alfonso y, después que ella rechazase ofendida
la propuesta de residir durante su visita en el palmesano castillo de Bellver, se acordó que
fuese a instalarse en Sevilla. De hacerlo en Madrid, ante su irritación, nadie le dijo una sola
palabra.

En Santander la recibieron, en julio de 1876, sus hijos Alfonso e Isabel. Con su


habitual descaro, ella no debió encontrar motivo para privarse de lo que en cada momento
le apetecía y así se presentó con su amante de turno, aquel alocado y encantador Ramiro de
la Puente. Pasaron ya en septiembre unas semanas en El Escorial y, nuevamente su afán
intervencionista en asuntos que ya no le concernían, obligó a Cánovas a reducir su estancia
en Madrid a solamente siete horas. Tras comer en Palacio, visitar a su querida Virgen de la
Paloma y recorrer un poco la ciudad, hubo de meterse en el tren que la llevaba a Sevilla.

La ciudad andaluza era un verdadero feudo de la familia Mont pensier, que en su


Palacio de San Telmo seguía manteniendo una especie de pequeña corte, con toda su
parafernalia que tanto gustaba al lucimiento de la abundante y parasitaria aristocracia del
lugar. Isabel se instaló en los Reales Alcázares, enorme construcción destartalada e
incómoda de habitar. Los intentos de normalizar las relaciones con su cuñado y hermana
fracasaron enseguida, mientras los nobles andaluces le mostraban todo su mojigato rechazo
e hipócrita desprecio, por la ostentación que hacía al presentarse en todo momento y
ocasión agarrada del brazo de su insolente amante. Finalmente, en un clima de absoluta
crispación, el Gobierno obligó a éste a abandonar el país. Pero por encima de todo y a pesar
de todos estos disgustos, interesaba ahora a Isabel tener controlado el fundamental asunto
de la boda de su hijo.

Como Rey con decisión sobre su vida, aquel flechazo navideño de años atrás con la
primita Mercedes parecía tener ahora posibilidades de poder convertirse en algo serio.
Alfonso veía su matrimonio como una obligación más inherente a su cargo y lo cierto es
que Mercedes era, de todas las mujeres que había conocido, la que le parecía más adecuada
para convertirla en reina. Además, parece que le gustaba de verdad. Había tenido sin
embargo que admitir que el Gobierno gestionase otras posibles opciones matrimoniales,
que con satisfacción fue viendo cómo no llegaban a buen puerto. Posible candidata había
sido Beatriz, una de las hijas de la reina Victoria; pero ni siquiera el hecho de convertirse en
reina la había decidido a cambiar de religión. Muchos menos escrúpulos tendría treinta años
más tarde su hijaVictoria Eugenia, que no dudó en hacerse católica para casarse
precisamente con el siguiente Alfonso, hijo del que ahora rechazaba su madre.

Otra gestión se hizo en la católica Bélgica, pero la princesa disponible, Estefanía,


era todavía demasiado joven para casarse. Esta pudibunda Estefanía acabaría
convirtiéndose en la desgraciada esposa de Rodolfo, aquel enigmático heredero de la Coro
na austrohúngara, que terminó su vida con su amante en el nunca aclarado episodio del
pabellón de caza de Mayerling. Quedaba así la «opción Mercedes» y, a pesar de la
oposición que suscitó, tanto por parte de la Reina Madre como por la de los adversarios de
Montpensier, la boda fue aprobada por las Cortes, según ordenaba la Constitución. Isabel
había dicho: «Contra la muchacha no tengo nada, pero con ese Montpensier no transigiré
nunca.»

Testigos de esta vehemente declaración aseguraban que, para darle más fuerza,
Isabel se había dado una sonora palmada en uno de sus generosos muslos. Mercedes era, de
hecho, la última mujer con la que Isabel deseaba ver casado a su hijo. Ante tal peligro, a su
regreso de la frustrante estancia en Sevilla, la ex Reina había llegado a convocar, en El
Escorial y a espaldas del Gobierno, a los embajadores alemán, francés y ruso para
manifestarles su total rechazo de tal unión y pedirles una relación de posibles princesas de
sus respectivos países para casarlas con su hijo. Esto fue ya la gota que hizo colmar el vaso
de la paciencia del hijo y del Gobierno e Isabel fue prácticamente obligada a abandonar el
país. Alfonso había transigido con todas aquellas operaciones de búsqueda de novia, pero
desde un principio tenía bien claro que Mercedes iba a ser su mujer y nunca se había
privado de afirmar de la forma más tajante: «Jamás me casaré en contra de mi voluntad.»

Nunca, hasta el fin de sus días, iba a dejar Isabel de enredar y malmeter en la
política española y tanto su hijo como sus sucesivos gobiernos siempre tuvieron presente su
calidad de permanente e impredecible peligro potencial. Así, en la Navidad de aquel 1877
lanzó una desafiante respuesta al mal trato que decía haber sufrido en su visita a España.
Recibió con toda cordialidad en su palacio al pretendiente carlista, aquel Carlos VII que
había disputado por las armas el trono a Alfonso y al que éste acababa de derrotar tras una
sangrienta guerra. Un irritado Cánovas hubo de ordenar publicar entonces una nota en la
prensa internacional, declarando que la ex Reina era una persona particular «con quien nada
tienen que ver políticamente el Gobierno del Rey ni la nación española».
NACIDO
PARA LA LEYENDA

ras haber obtenido la dispensa papal, obligada dado que los novios
eran primos hermanos, la boda de Alfonso y Mercedes se celebró finalmente, entre el fervor
popular, el 23 de enero de 1878. Parecía hacerse realidad un bello relato poético. Pese a
todas las oposiciones en contra, el amor se alzaba como torrente incontrolable y acababa
venciendo.Y eso a la gente le gustaba. Muy sonada fue la ausencia de Isabel II, que había
dicho que «no iría ni atada». La siempre diplomática abuela, María Cristina, se ofreció
entonces para actuar como madrina, aunque en el último momento un repentino soponcio le
impidió lucir sus galas en la ceremonia. Junto a los satisfechos suegros Montpensier, actuó
como padrino un feliz Francisco de Asís, «padre oficial» del novio, al que tenía que
agradecer tanto el título nobiliario con que había distinguido a «su fiel» Meneses como su
satisfactoria intervención en el vidrioso asunto de su pensión, que le enfrentaba a su mujer.

Aquel día, el centro de Madrid estrenaba iluminación eléctrica y la suntuosa y


brillante fiesta que a continuación se celebró en Palacio ni siquiera fue suspendida cuando
hubo noticias de una explosión de una bomba en las proximidades de Cibeles. Un muerto y
varios heridos fueron discretamente apartados del lugar del suceso, que la prensa no hizo
público.

Este interés en no causar alarma por la irrupción del terrorismo directo en las bodas
del padre no pudo hacerse realidad en las del hijo; treinta años más tarde, la bomba lanzada
el día del matrimonio de Alfonso XIII tendría mucho más amplias y sangrientas
consecuencias. Por aquellos mismos días, la noticia de la firma de la paz en la agotadora
guerra de Cuba fue motivo de verdadera alegría entre la población. Por el momento, todo
estaba bien, todos eran felices y nada impedía que la gente canturrease ñoños estribillos:

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Tres meses antes, en la rentrée de aquel otoño en el Teatro Real, la ópera La


Favorita de Donizetti había abierto la temporada.Junto al gran tenor Julián Gayarre actuaba
la contralto Elena Sanz. Así, en víspera de su romántica boda,Alfonso se reencontraba -ya
en circunstancias bien distintas- con aquella mujer que de jovencito le había deslumbrado
enViena. El tribuno parlamentario Emilio Castelar, la describía, inflamado:

La color morena, los labios rojos, la dentadura blanca y la cabellera negra y


reluciente como el azabache. La nariz remangada y abierta con una voluptuosidad infinita,
el cuello carnoso y torneado a maravilla, la frente amplia, como la de una divinidad egipcia,
los ojos negros e insondables, cual dos abismos que llevan a la muerte y al amor...

Puestas en comparación, poco tenía que ofrecer Mercedes, aquel retraído «ángel»,
de infantiles maneras, grandes pestañas y marcado bozo sobre el labio superior, en un rostro
excesivamente redondo y cuyo mayor encanto parecía estar en su gracioso acento sevillano.
Además, en correspondencia privada, un alto cortesano hablaba en las mismas fechas del
matrimonio real de ciertas «éstas y las otras» con las que Alfonso tenía relación e incluso
citaba a una nombrada «N», a la que estaba decidido a seguir tratando «en su servicio
íntimo», tras aquella boda de cuento de hadas con la adorable prima.

La verdad es que la sangre no tuvo siquiera tiempo de llegar al río, porque la muerte
lo impidió. El 26 de junio de 1878, a los cinco meses de aquellos alegres esponsales, moría
la reina Mercedes y entraba por la puerta grande en la leyenda. Poco antes, había sufrido un
aborto y a él achacaron algunas versiones su rápido fin. Se le había diagnosticado fiebre
gástrica, pero de hecho murió de unas fiebres tifoideas crónicas que padecía desde la niñez.
El esplendor del sevillano palacio de San Telmo y la belleza de su extenso parque ocultaban
la gran amenaza de sus pozos de agua contaminada. Otros cinco hermanos de Mercedes
moriríanjóvenes por aquella misma causa. Pero, para evitar que cundiese el pánico si se
declaraba la verdadera razón, se ocultó la verdadera causa del fallecimiento, mientras el
pueblo de Madrid desfilaba compungido ante el ataúd donde se exponía su joven cuerpo,
vestido con el rudo hábito de la Orden de la Merced.

Y, mientras también nacían los romancillos que a su fugaz paso por el trono y a su
repentina muerte le dedicaron,

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algún prohombre político podía aprovechar aquel episodio para afirmar con sobria
retórica parlamentaria: «Ayer celebramos sus bodas. Hoy lloramos su muerte.» La rápida
descomposición de su cadáver hizo nacer y difundirse ese siempre atractivo rumor, que
tanto gusta, de que había sido envenenada. La autora señalada de tal acto sería en este caso
la infanta Isabel, aquella «Chata» que seguía siendo Princesa de Asturias y cuyo talante
autoritario quizá hubiese tropezado con el de la nueva Reina. Nada tenía de raro, que en el
interior de Palacio, la presencia de las dos mujeres hubiera levantado más de una chispa.

Rumores aparte, la modesta sepultura en que fue depositado el cadáver de la efimera


Reina en el Monasterio de El Escorial siempre fue considerada provisional, ya que el
emocionado viudo decidió en su congoja elevarle una gran iglesia para que descansase
eternamente. Las obras de la que sería Catedral de la Almudena comenzaron de inmediato,
frente al Patio de la Armería del Palacio de Oriente, pero acabaron eternizándose. Tras
largas vicisitudes y no menos controversias, la construcción del estrambótico templo fue
finalizada y, en el mes de noviembre del año 2000, fueron depositados en su interior los
restos de aquella soberana de romance, bajo una muy adecuada inscripción: «María de las
Mercedes, de Alfonso XII Dulcísima Esposa.»

Como había sucedido con otra lejana y fugaz existencia, el que fuera rey Luis 1,
también había en el pasado de Mercedes un episodio protagonizado por una gitana
adivinadora del futuro. En este caso se contaba que, junto a las verjas del palacio sevillano,
la mujer habría visto en la mano de la niña una corona de reina y le había anunciado: «Por
la gracia de tus bondades y por la bondad de tus gracias, un rey se postrará de rodillas a tus
pies». Pero, a continuación, la adivinadora habría detectado en las líneas de aquella manita
algún signo de muerte prematura que la había empujado a echar a correr, dejando a la
interesada -como le había sucedido también a aquel «Bien Amado» en El Retiro- hundida
en la mayor de las zozobras.

Volviendo a la realidad, después del natural disgusto y la consabida pena, que pasó
en la soledad del palacio de Riofrío, el viudo recuperó la normalidad y volvió a sus tareas y
costumbres habituales, salió con suerte de dos atentados más y superó un peligroso
accidente en la Sierra. Muy pocos meses después, cuando en los bellos atardeceres de
Madrid los niños jugaban en torno a la fuente de la Plaza de Oriente, cantando aquello de

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no sabían que a donde iba el Rey cada día era a la suntuosa mansión que, en la
cercana Cuesta de Santo Domingo, acababa de ponerle a Elena Sanz. Parece que ya en
aquel mismo agosto aquellas relaciones se estabilizaron. Hay una carta dirigida a la Sanz
por el preocupado mayordomo del Rey en la que, tras el accidente serrano, le hace sus
sugerencias de lo más expresivo: «Le ruego, señora mía, le encargue, por Dios, no haga
ningún esfuerzo [...], pues de hacer ensayos podría quedar mal. Dígaselo usted, por Dios,
que a usted le hará caso.» A cambio de su retirada de los escenarios y de su absoluta
dedicación, Alfonso le pasaba a su amante una pensión de mucha menor cuantía que los
honorarios que ella podía ganar en los teatros. Pero la relación parecía satisfactoria para los
dos y ni siquiera la evidencia de la obligación que él tenía de contraer un nuevo matrimonio
les hizo plantearse la idea de modificar la situación.

También en agosto de aquel luctuoso 1878 desaparecía alguien importante. En su


castillo de Mon Desir, cerca de El Havre, moría la abuela María Cristina. Viuda desde hacía
cinco años, nunca había mantenido buenas relaciones con su hija la ex Reina.Ahora,
encontrándose muy mal, había llamado a Isabel, que desde el cercano París no se había
dado mucha prisa en acudir al lado de su agonizante madre y se la había encontrado ya
muerta. Terminaba con ella un complicado y escabroso episodio de la Historia española,
donde la picaresca cotidiana se había aliado con la más alta y productiva corrupción, bajo el
manto de lustrosos linajes y seculares derechos.A pesar de sus deseos, el cuerpo de la
napolitana fue enterrado en el Monasterio de El Escorial, como le correspondía como
madre de monarca reinante.

En su polvoriento Tarancón natal quedaba así, en el abandono y con un solo cuerpo


en su interior, el pretencioso mausoleo que para los dos había mandado construir aquel gran
bribón que había sido su segundo marido, Fernando Muñoz, Duque de Riánsares y Marqués
de San Agustín por gracia de su mujer, el que más que sobradamente se había ganado el
grosero apodo de «hidalgo de teta y bragueta».

Para todos estaba claro que una nueva unión matrimonial del viudo Rey tenía la
exclusiva finalidad de dar herederos al trono. Era, por tanto, un matrimonio profesional y
en este sentido actuó el principal interesado. Contando con la estabilidad amorosa que le
proporcionaba la Sanz y sin abandonar nunca sus esporádicas y muy frecuentes escapadas,
Alfonso estaba absolutamente desinteresado acerca de quién pudiera ser la elegida para
convertirse en su esposa. Así, había dado absoluta libertad a sus colaboradores para que la
buscasen donde considerasen oportuno. Cuando le hablaron de aquella poco agraciada y
seca archiduquesa austriaca, que podía cumplir más o menos las condiciones requeridas,
escribió al embajador español en Viena:

Vaya usted a ver cómo es. No pretendo que sea de una extraordinaria hermosura.
Básteme que sea agradable y de noble aspecto. Pero lo que sobre todo deseo es que sea
discreta y bien educada. Averigüe usted todo esto y escríbame a mí directamente todo lo
que haya observado.

En fin, el interés normal por una transacción de cierta importancia, pero sin ningún
añadido emocional, que él tenía muy claro que no iba a aportar.

El matrimonio con la austríaca tenía, por otra parte, la gran ventaja de que
interrumpía aquella peligrosísima práctica de uniones entre parientes consanguíneos
cercanos, que tan desastrosos efectos había tenido en el pasado. La elegida ahora no tenía
grado de parentesco próximo alguno con el Rey, aparte aquellas lejanas referencias a
enlaces entre las dos ramas de la Casa de Habsburgo, que ya solamente eran presencias en
la memoria histórica y rostros que de sus protagonistas habían dejado en sus telas los
grandes pintores del Siglo de Oro.

Hija de nada acaudalados archiduques, primos, eso sí, del mismo emperador
Francisco José, María Cristina de Habsburgo-Lorena era un año más joven que su
prometido. La familia vivía en su propiedad rural en Bohemia, al pie de los Cárpatos. Era
una joven muy culta y apreciable intérprete de piano; hablaba además varios idiomas. A los
dieciocho años, el Emperador la había nombrado abadesa del Imperial y Noble Convento
Teresiano del Palacio Real de Praga. Aquella institución albergaba a una treintena de nobles
canonesas, muchachas aristócratas de familias venidas a menos y, por ello, más o menos
condenadas a una indeseada pero obligada soltería. Parece que tal cometido, que no debía
ser nada fácil, fue cumplido a la perfección por María Cristina. En España, aquellas
informaciones sobre su vida habían dado lugar a confusiones erróneas y la gente
comentaba, entre la natural rechifla, que el Rey -con la fama que tenía- iba a acabar
casándose nada menos que con una monja.

Cuando se vieron en persona por vez primera, en la localidad balnearia francesa de


Arcachon, el buen ojo de Alfonso solamente se fijó en su futura suegra, la bella
archiduquesa Isabel, comentándoles a sus próximos: «Lástima que, gustándome más la
madre, tenga que casarme con la hija...»Y se decía que había añadido, relamiéndose,
impresionado por su aspecto: «La madre es una señora madre.» Pero, tal como estaba
previsto, siguió resignado adelante con el compromiso de casarse con aquella a la que
muchos aduladores de primera hora consideraban ya como «la princesa más completa de
nuestros días y la más adecuada para ceñir la corona de España». María Cristina, por el
contrario, al verle al natural, tan atractivo y simpático, con aquellas grandes patillas «a lo
Francisco José» que gastaba, quedó completamente fascinada y comenzó a alimentar un
enamoramiento que solamente iba a servirle para sufrir.

Con respecto a la Reina Madre, la elegida podría haber sido perfectamente la nuera
ideal que toda suegra desea para su hijo, y en sus cartas hizo saber que estaba encantada
ante tal enlace, al que sí estaba totalmente decidida a asistir. Pero el ciertamente distinguido
y muy envarado porte de la novia era la evidente tapadera de un carácter estricto y de una
moral extremadamente rígida, lo que no dejó de notar Isabel cuando la visitó por vez
primera en París. Aquella puritana joven estaba sin duda perfectamente al tanto de la
trayectoria personal de su futura suegra y todo hacía pensar que lo lógico es que sintiese
hacia ella una mezcla de horror y rechazo. A pesar de las apariencias de cordialidad, todo
ello produjo entre ambas un inmediato desencuentro que, naturalmente, nunca iba a
evidenciarse de forma abierta. Con seguridad, también alguien habría informado
puntualmente a María Cristina de que Isabel nunca se privaba de repetir que consideraba a
Elena Sanz como «mi nuera ante Dios».

La ceremonia de la boda tuvo lugar el 29 de noviembre de 1879, en la Basílica de


Atocha.Y, como en esta ocasión sí asistía Isabel, fue Francisco de Asís el que decidió no
aparecer en escena y se quedó en casa. Pocas semanas después, en enero de 1880, Elena
Sanz daba a luz en París -cerca, pues, de su afectuosa «suegra ante Dios»- a un hijo que se
llamaría Alfonso. Con el nacimiento del que era su primer nieto, la exultante Isabel se
mostraba absolutamente feliz y la «nuera ante Dios» pasaba a convertirse para ella en la
siempre muy querida «madre de mis nietos».

Consecuente con su carácter, María Cristina se tomó muy en serio su nuevo


cometido y, ante todo, se propuso aprender castellano. Lo hizo con gran rigor, sin tener
conciencia del significado de la gran cantidad de tacos y expresiones groseras que su burlón
marido le enseñaba, con la idea de que los empleara en los momentos menos adecuados,
como de hecho hacía. Mostraba ella gran interés por todo y todo lo quería conocer, incluso
las corridas de toros, que la dejaron absolutamente horrorizada. El desganado Alfonso ni se
molestaba en ocultar que todos aquellos meritorios esfuerzos de adaptación le tenían
absolutamente sin cuidado. Él consideraba que cumplía su parte del acuerdo y solamente
esperaba que ella hiciese lo mismo, aportando herederos, a ser posible varones. Pero a lo
largo de seis años de matrimonio, la frustración de este deseo no iba a servir más que para
enfriar su trato con aquella «esposa perfecta» que muy pronto se había ganado el malévolo
apodo de «Doña Virtudes».

En septiembre de 1880 nacía el primer hijo; ante la decepción general, era una niña.
A pesar de la poca gracia que le haría recordar el primer y mitificado matrimonio de su
marido, María Cristina insistió en bautizar a la infanta con el nombre de Mercedes. Pero la
verdad es que tan evidente y burdo intento de congraciarse con todos no consiguió
convencer a nadie. Mucho menos pudo agradar al esquivo marido aquella supuesta y tan
interesada muestra de afecto. En febrero de 1881, nacía en Madrid Fernando, el segundo
hijo del Rey y Elena Sanz. Ahora, con la ex cantante vivían estos dos niños, además de uno
algo mayor, Jaime, producto de una relación anterior.

Mientras tanto, en París, el paso de los años no era obstáculo para que Isabel
siguiera haciendo de las suyas. Decidida a terminar su etapa con Ramiro de la Puente, le
despidió con un título de marqués, que se añadía a otras distinciones varias y más
materiales beneficios que su amantazgo le había ido aportando. El final de tal historia era
semejante al de las demás: placas, cruces y encomiendas civiles y militares para el ex
amante, que de vuelta a Madrid pasó a regentar aquel cementerio que Francisco de Asís
había montado, en donde se dijo que se había dedicado a una labor de rapiña, «como un
vulgar asaltatumbas».

Pero, demás de todo esto, Isabel no dejaba de intrigar, llevándola su mala cabeza
hasta actuaciones que perjudicaban claramente a su hijo. El regusto por las permanentes
intrigas y la politiquilla secreta no le abandonaría nunca y el magnífico tren de vida que
llevaba en París, donde era uno de los más destacados y activos personajes de la vida social,
nunca le hizo olvidar sus años de Reina. Tras la abdicación, había querido ser ya
simplemente conocida y tratada como Condesa de Toledo, pero aquel «gusanillo del poder»
nunca la abandonaría. Incluso hay pruebas de que alguien, todavía a estas alturas, llegó a
convencerla de la absurda posibilidad de dar marcha atrás y declarar nula su abdicación.

Pocos años más tarde, tuvo la melancólica satisfacción de recibir al general Serrano,
aquel gran amor de su primera juventud, aquel general bonito ahora convertido en un
anciano. Era ahora embajador de España en París e Isabel, al verle, no pudo evitar exclamar
vehementemente, con algo de aquel viejo cariño: «Pero, ¡qué viejo estás! ¡Dios mío! ¡qué
viejo! Vamos, acércate.Ven a sentarte aquí...» A partir de la muerte de Mercedes, Isabel
volvía con frecuencia a España para estar con la familia. Con el paso de los años, aquellos
deseos de volver a figurar en la vida pública del país sobre el que había reinado iban
apagándose, pero realmente nunca desaparecerían del todo.

En noviembre de 1882, se produjo una nueva decepción con el nacimiento de otra


infanta, María Teresa. Naturalmente, nada más llegar a España, María Cristina había sido
adecuadamente informada de la estable relación que el Rey tenía con la Sanz y sabía del
sucesivo nacimiento de los dos hijos que, para mayor afrenta a ella, eran chicos.
Profundamente enamorada de un marido que la ignoraba, a los naturales celos añadía el
sufrimiento que a su rígida ética producía aquella relación moralmente condenable.
Siempre había, además, quien le enviaba anónimos, en los que se describían con todo
detalle aspectos muy íntimos de aquella relación, que se desenvolvía en la tan cercana
Cuesta de Santo Domingo, a pocos pasos del Palacio Real.

La pasión por la música que sentía la Reina la llevaba al Teatro Real prácticamente
a diario. Y allí, desde su palco, debía soportar todas las miradas y comentarios que llenaban
el ambiente cada vez que salía a escena alguna de aquellas otras varias cantantes de las que
se afirmaba que algo tenían que ver con la voracidad «escenística» de su marido. Esto era
algo que cada vez llevaba peor y que, en un momento dado, la hizo reaccionar
fulminantemente.A mediados de 1883, realizó un inesperado viaje a Viena, después de que
se propagase el rumor de que, en un inesperado estallido de cólera, había llegado a
exclamar, más o menos, refiriéndose a alguna conocida relación de Alfonso: «¡Si no
expulsan del país a esa cualquiera, la que se marcha soy yo!» Otras versiones mejoraban la
escena y apuntaban que el término que había utilizado para referirse a aquella «rival» fue
otro, bastante más contundente y que sin duda debió causar gran sorpresa a quienes se lo
oyeron.

Aquello se interpretó como el inicio de la ruptura, episodio que al conspicuo


republicano Emilo Castelar inspiró un relato mordaz, que levantó algunas ampollas y se
titulaba Los celos de una sultana. Leyenda árabe. Lo cierto es que nada pasó finalmen te;
ella volvió, la otra nunca dejó de estar y el ansioso Alfonso redobló sus incesantes
búsquedas de nuevos alicientes eróticos. Toda la frialdad y contención de la austriaca
convivían en ella con un apasionamiento de enorme fuerza cuanto más reprimido estaba.
Así, junto a unos terribles celos nacieron en ella unas furibundas ansias de venganza, que
iba a poner en práctica en cuanto las circunstancias se lo permitiesen.

En el punto de mira de su rencor, además de Elena Sanz, por supuesto, se situaba el


Duque de Sesto y Marqués de Alcañices, viejo amigo del Rey y gran protector de la Familia
Real en el exilio. Éste había sido además un destacado promotor de la causa de la
Restauración, en la que se había gastado verdaderas fortunas. María Cristina hacía de él el
principal culpable del permanente desvío de su marido, sin querer admitir que su desinterés
por ella no venía de cualquier otra presencia o aventura femenina, sino de los mismos
orígenes de su matrimonio.

En el otoño de 1883, realizó Alfonso el que sería el último de sus largos viajes. Con
el objetivo principal de asistir a las grandes maniobras otoñales del potente Ejército alemán,
el más poderoso de Europa, visitó también Austria, Bélgica y Francia. En ruta, se reunió en
su residencia de Epinay, cerca de París, con su «padre» Francisco de Asís, y con su ex
suegro Montpensier. Una reunión que debió sentar muy mal a su madre cuando tuvo noticia
de ella. En Viena, Francisco José tuvo para con él un muy especial detalle, ya que fue la
primera vez que el Emperador se acercó a la estación de ferrocarril para recibir a un
visitante extranjero y, a continuación, le agasajó con una estancia jalonada por los mayores
honores.Ya en Alemania, Alfonso se reunió con los demás miembros de la realeza que
también estaban invitados a las maniobras. El emperador Guillermo y Bismarck, el
«Canciller de Hierro», le prestaron asimismo todos los honores y le concedieron las más
altas condecoraciones.

En el itinerario de regreso, en Francia, la manifiesta actitud progermana del Rey


español, que se manifestó partidario de aliarse con Alemania en caso de una nueva guerra,
levantó una fuerte oleada de protestas, que incluso llegaron a desaconsejar su paso por París
y su retorno a España por mar. Decidido, sin embargo, a seguir con sus planes previstos de
viaje, se vio enfrentado Alfonso en la capital francesa a grandes manifestaciones de
hostilidad, que inmediatamente tuvieron el efecto de producir sonadas reacciones
antifrancesas en Madrid.

A estas alturas, ya Alfonso no esperaba un hijo varón y, por tanto, su esposa había
dejado ya de interesarle por completo.Vivió así los últimos años de su breve vida lanzado a
su desquiciado frenesí erótico que mermó irreversiblemente su frágil salud. Cuando ya la
relación con la Sanz vivía momentos de desapasionada tranquilidad, reapareció una vieja
historia, la también cantante de ópera Adelina Borghi, a la que llamaban «la Biondina» por
el color de su pelo. Lo llamativo del affaire que había tenido con el Rey ya antes del primer
matrimonio de éste, la había llevado a ser puesta en la frontera, con el consiguiente enfado
del amante. Ahora volvía y, junto a crecientes exigencias de compensaciones materiales a
sus favores, se mostraba absolutamente despreocupada de guardar las mínimas apariencias.

Menos visibles, pero asimismo conocidas por todo el mundo, fueron las relaciones
que Alfonso mantuvo con Blanca de Escosura, hija de un ministro liberal y, sobre todo,
nieta del gran poeta romántico Espronceda. A las veladas literarias que ella organizaba en
su palacete de La Castellana acudía con especial frecuencia el Rey, que no se ocultaba de
evidenciar su papel de amante de la dueña de la casa. Junto a estos amores «adecuados»,
por decirlo de algún modo, había siempre la posibilidad del encuentro rápido con mujeres
de toda condición social. Al igual que le sucedería a su hijo, este Alfonso siempre demostró
tener una manga muy ancha y ser un «caballo de buena boca» en sus preferencias sexuales.

Su salud estaba cada vez más quebrantada y los agotadores episodios de hemoptisis
se sucedían con mayor frecuencia. Ahora, recurría cada vez más al gran pañuelo rojo que
para tales urgencias llevaba metido en el zapato o la bota. Hasta el final en su papel de Rey
constitucional y moderno, insistió con su actuación en su voluntad de devolver al trono de
España la dignidad perdida, arrastrada por un siglo de degeneración por la nefasta actuación
personal de sus sucesivos titulares. En esta línea de estrechar lazos con el pueblo, prodigó
sus actividades y llegó a despreocuparse insensatamente del estado de su salud.

En enero de 1885 visitó, a temperaturas extremadamente bajas y en contra de todas


las opiniones, las comarcas andaluzas y murcianas devastadas por un fuerte terremoto.
Llegado el verano, acompañado solamente de un ayudante, hizo un viaje secreto a
Aranjuez, convertido en uno de los mayores focos de la epidemia de cólera que cada día se
cobraba decenas de vidas. Cuando regresó por la tarde a Madrid, ante una gran multitud
que le aclamaba en la estación de Atocha, agradeciéndole aquel gesto, apenas pudo ocultar
las sacudidas de un fuerte vómito de sangre.

Los médicos decidieron entonces su traslado al Palacio de El Pardo, donde


Francisco de Asís había paseado sus soledades y meditado a la vez negocios y venganzas.
Esperaban que el buen aire del entorno pudiera ser beneficioso a los deshechos pulmones
de Alfonso. Pero él, a la mínima mejoría que creía experimentar, huía a Madrid. Esto duró
hasta aquel otoño, cuando ya su debilidad no le permitió ninguna escapatoria más. María
Cristina cumplía a la perfección todas las tareas que recaían sobre ella y que las
circunstancias habían multiplicado. Pese a su preocupación por el estado de su marido y la
angustia ante el futuro, sin duda sentía la satisfacción de que, por vez primera, le tenía por
completo para ella, a su merced, lejos de cualquier ultrajante presencia o influencia externa.

Mientras su marido se consumía en el que iba a ser su lecho mortuorio, para


sorpresa de todos, la Reina anunció que estaba nuevamente embarazada. En la visita que le
hizo por entonces un viejo amigo, Alfonso le comentó, alicaído: «¡Quien lo habría pensado!
¡Ya había perdido completamente la esperanza de tener hijos ...!»Y, mirando hacia un
pasado muy próximo, hacía por vez primera una especie de examen de conciencia:

Pensaba que era fisicamente muy fuerte [...]. He quemado la vela por los dos
extremos. He descubierto demasiado tarde que no es posible trabajar durante todo el día y
divertirse durante toda la noche...

La noticia del embarazo había modificado sustancialmente la situación. En medio


de aquella agonía, volvía a encenderse la luz de la esperanza y el posible -y tan deseado-
nacimiento de un varón se veía como un decisivo refuerzo a la estabilidad de la Corona.
Los políticos trabajaban febrilmente para dejar bien atada la situación y sus dos principales
personalidades, el conservador Cánovas y el liberal Sagasta, acordaban por el Pacto de El
Pardo el mantenimiento del sistema, asegurándolo por el establecimiento del turno pacífico
de gobierno entre los dos partidos.

Pero todavía el Gobierno se negaba a informar sobre la extrema situación del Rey y,
debido a ello, la ya casi viuda se veía obligada a seguir cumpliendo en Madrid sus
obligaciones oficiales como si nada sucediese. En El Pardo, junto al lecho de su hijo, la
incorregible Isabel seguía suscitando a su alrededor vientos de camarilla. Algunos hubo que
llegaron a convencerla de que, cuando se produjese la muerte, sería ella la elegida para
presidir una Regencia. Las persistentes ansias de protagonismo de la todavía vigorosa
destronada volvieron así a agitarse, hasta que hubo que decirle expresamente que se
olvidase de una vez de ello y que la Regente iba a ser su nuera.

Aduciendo la necesidad de descanso del enfermo, a su mujer no se le permitía


acceder a su habitación. En su idea de conservar las formas de tranquilidad, Cánovas
insistía en que las dos reinas hiciesen una vida normal. La noche en que se produjo
finalmente la muerte, Isabel y María Cristina estaban así en su palco de la ópera cuando se
les comunicó que la cosa estaba a punto de terminar. Encolerizada, Isabel exclamó: «¡Se
muere y le dejan morir solo, como a un perro!» En la mañana del 25 de noviembre de 1885
expiraba Alfonso XII, cuando sólo le faltaban tres días para cumplir veintiocho años. La
tradición ha dejado inscrito que, segundos antes de morir, había exclamado, se supone que
refiriéndose a la complicada situación en que dejaba al país: «¡Qué conflicto, Dios mío, qué
conflicto!»

Según el historiador Claudio Sánchez Albornoz, también el moribundo había tenido


tiempo, fuerzas y humor para darle a su mujer algunas recomendaciones ante la dificil
coyuntura que la aguardaba tras su muerte: «Cristinita, no llores, que todo puede arreglarse
en bien de nuestros hijos y de España. Guarda el coño, y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta
a Cánovas.» Estaba claro que la agudeza de ingenio y la capacidad de síntesis no las perdía
Alfonso ni en aquel extremo de su etapa terminal. Genio y figura.

Cristina fue separada de la tarea de amortajamiento del cadáver para cumplir con la
ceremonia formal en la que se le comunicaba que se convertía en Reina Regente de España.
Solamente prestó juramento como tal una vez hubo confirmado ante el jefe del Gobierno
que, efectivamente, se encontraba embarazada.Ya solamente se pensaba ahora en el ansiado
varón que pudiera nacer al cabo de seis meses. La Regente debía actuar solamente como el
adecuado soporte material de lo que se esperaba iba a ser el futuro Rey.

Aprovechando tan dificil situación, los carlistas parecían volver a levantar cabeza,
mientras que los republicanos hacían demostración de su creciente fuerza.

Penas, lutos y obligaciones aparte, la dulce hora de la venganza había llegado para
la rencorosa viuda, que no perdió tiempo en actuar de la forma más directa contra aquellos
a los que consideraba los mayores responsables de sus males. Alfonso había muerto cuando
todavía estaba tratando de resarcir materialmente a su amigo y protector Alcañices, por las
grandes cantidades que éste se había gastado durante el exilio y en la preparación de su
ascenso al trono. Ahora, la Regente le exigió desabridamente cuentas por las cantidades que
había ido percibiendo por aquel concepto, y que en ningún caso alcanzaban a ser una
pequeña parte de lo que él había gastado. Ofendido tras la inicial sorpresa, el aristócrata
actuó como un verdadero gran señor y le presentó el inventario de todos sus bienes, para
que ella eligiera lo que quisiera, como compensación equivalente a aquellas parciales
restituciones.

Ella no se contuvo y fue entonces directamente a hacerle el mayor daño posible al


«enemigo». Decidió así quedarse con el Ducado de Sesto, título y tierras del Sur de Italia,
de antigua propiedad de la familia de Alcañices. Muchos años después, «Doña Virtudes»
vendió muy ventajosamente tierras y título obtenidos de forma tan mezquina como
irregular. Pero, nota curiosa que hablaba de su verdadero carácter e intereses, ordenó que
los suculentos beneficios obtenidos por esa venta no pasasen a engrosar el patrimonio de la
Corona, sino el suyo personal.

De forma paralela, y también sin perder un minuto, «todavía con el cadáver


caliente», como suele decirse, se lanzó la Regente sobre la odiada rival e hizo que se
suprimiese la pensión que Elena Sanz percibía. Ésta, que no se debió sorprender ante una
reacción que sin duda esperaba, contrató a un abogado para que defendiese legalmente sus
intereses.Y en su elección de letrado, no se quedó corta: era Nicolás Salmerón, que fuera
primer mandatario de la Primera República y persona de la más acreditada moralidad. Se
propuso entonces a Palacio un acuerdo económico, a cambio de no hacer público el
contenido de más de un centenar de cartas de Alfonso, que no dejaba absolutamente
ninguna duda sobre la paternidad de los dos niños.

Ante aquel cierto riesgo, los responsables de las finanzas palaciegas se vieron
obligados a comprometerse a la entrega de una gran cantidad de dinero -unos dos millones
y medio de euros actuales- como pago por las cartas y por la expresa renuncia a cualquier
petición legal de reconocimiento de paternidad. Las cartas se entregaron a cambio de un
primer pago que suponía un tercio del total; se pactó que con el resto se crearía un fondo,
del que los dos chicos podrían disponer a la llegada a su mayoría de edad. Elena Sanz
murió en Francia, en 1898. Nada más producirse el fallecimiento, elementos de la embajada
española se presentaron en su casa y se llevaron de ella, sin levantarse acta o efectuar
inventario alguno, una serie de objetos, joyas y documentos varios, entre ellos la partida de
nacimiento del hijo pequeño, nacido en Madrid.

En 1903, cuando los dos hermanos, Alfonso y Fernando, hubieron cumplido la


mayoría de edad, pudieron comprobar que de aquel depósito nada quedaba. Fuese por la
quiebra del establecimiento donde se había realizado, por mala gestión y adelantos
realizados o -lo que parece muy posible- por voluntario incumplimiento del contrato por
parte de Palacio. Considerándose estafados, presentaron en 1907 una demanda judicial de
reconocimiento de paternidad, con los efectos económicos de ella derivados. Alfonso XIII
no fue citado como testigo en la causa, ya que la ley le situaba por encima de estas
eventualidades. Pero sí declaró ante el juez su madre. María Cristina volvió ahora a
demostrar su carácter y tuvo el aplomo de asegurar, bajo juramento, que en ningún
momento había tenido noticia de la existencia de una relación extramatrimonial de su
difunto marido, que hubiera producido el nacimiento de tales hijos...
El Tribunal Supremo actuó como podía esperarse y desestimó aquella presunción de
paternidad, a pesar de las pruebas presentadas. La prensa de la época incluyó, como
también debía suponerse, muy reducidas y discretas referencias a este caso. Una resolución
judicial se basaba en la Constitución vigente para negar la posibilidad legal de existencia de
hijos «naturales» del Rey. Los hijos de la Sanz eran, de esta forma, inexistentes.

El menor, Alfonso, tenía un gran parecido fisico con su padre, que él aumentaba
ostentando unas grandes patillas iguales a las que él había llevado. Hasta su muerte vivió en
Madrid y de él se decía que acostumbraba a pasear, al caer la tarde, por las calles y plazas
próximas al Palacio Real. Convertido en conocida presencia habitual para los vecinos,
conseguía causar la sorpresa de quienes le veían por vez primera, que creían encontrarse
ante el mismísimo fantasma de Alfonso XII, saliendo de casa para alguno de aquellos bien
conocidos y placenteros paseos nocturnos.
EN LOS DOMINIOS
DE LA PURITANA

ació finalmente el tan esperado varón el 17 de mayo de 1886 y


fue proclamado Rey en ese mismo día. Su difunto padre había apuntado que le hubiera
gustado que, si nacía un niño, se llamase Fernando. Por lo visto, tan histórico nombre le
atraía, ya que con él se había bautizado al segundo vástago que había tenido con Elena
Sanz... Lo cierto es que hubo un cambio «democrático», en circunstancias que la infanta
Eulalia recordaría con mucho énfasis:

Madrid entero está entusiasmado. Quieren que el niño se llame Alfonso en vez de
Fernando. Todo el mundo viene pidiéndolo a Palacio. Dicen que XIII no tiene nada que ver,
que el Papa tiene también ese número y no le ha traído desgracia. Además, León XIII es el
padrino del niño y 13 es un número de suerte...

No fue así un Fernando VIII y quedó finalmente como Alfonso XIII aquel niño
nacido Rey. Este poco habitual hecho de ser Rey incluso ya antes de nacer fue en definitiva
el elemento fundamental que condicionó toda la formación de su carácter. A su lado y
protegiéndole de forma permanente, la que fue su referencia vital básica, sin competencia
posible de ningún género: su madre, aquella cuya vida un entregado Romanones describió
como «una línea recta, todo claridad, diáfana y sencilla». Aquella her mética personalidad
que trataba de ocultar el más férreo orgullo, bajo la máscara de una supuesta humildad,
como cuando afirmaba, por ejemplo, que su regencia no venía a ser más que un mero
«hilo» entre dos reinados. Aquella mujer de estricta moral que, con inteligencia más que
suficiente, no dudó en potenciar en su idolatrado hijo algunos de los peores rasgos de
personalidad posibles para un hombre corriente y, en este caso, de mucha mayor
trascendencia para las responsabilidades y exigencias de un monarca.

Desde el momento de su nacimiento, el niño Alfonso solamente conoció los


excesivos mimos de un universo familiar íntimo compuesto exclusivamente por mujeres,
dedicadas a adorarle y a complacer hasta su más mínimo y absurdo capricho. Alrededor de
este pequeño grupo, las sistemáticas adulaciones de los cortesanos actuaban en la misma
dirección. Su considerable nivel de inteligencia se vería siempre negativamente
compensado por su carácter caprichoso y su débil y muy variable voluntad, que le hacían
cambiar de opinión y de actitud con extraordinaria rapidez y sin motivo justificado.

Aquí, el testimonio de su tía Eulalia vuelve a ser inestimable fuente histórica. Es


precisamente por venir de quien viene, por lo que cabe aceptar la fiabilidad y objetividad de
estas informaciones, no demasiado positivas. Sin duda, resultan así más aceptables que las
procedentes de alguno de los muchos adversarios que tendría y que tan negativamente
habían de calificarle. Anotaba así la infanta escritora que Alfonso era un muchacho que,
desde sus primeros momentos demostró estar poseído por la sed de mando y el afán de
empezar a gobernar, enmarcados por permanentes demostraciones de autoritarismo «que
alentaba toda la Corte, que tomaba esta función de gobernar, no como un deber y
responsabilidad, sino como un rito casi religioso».

Ya se ha visto que la tan popular infanta Isabel, aquella castiza «Chata» cuya
aparente campechanía y populismo ocultaban el mayor orgullo de casta, había fracasado en
sus intentos por ser una activa influencia reaccionaria para su hermano, el irreprochable
Alfonso XII. Ahora tenía en su sobrino un amplio y libre campo de actuación y no cesaba
de estimular obsesivamente estas tendencias que tan perverso ambiente había generado en
el niño.Y, una y otra vez y sin importarle si estaba equivocado o no, aquella «digna nieta de
su abuelo Fernando VII» imponía, sin posible respuesta: «Hay que hacer cuanto el Rey
mande.»

A ello, Eulalia apostillaba:

Y esto, repetido cien veces al día, en todas partes y por todo el mundo, hacía crecer
en mi sobrino el deseo de experimentar su autoridad. Los primeros ocho días de su reinado
efectivo fueron de desconcierto y de agitación en la Corte. El Rey jugaba con su autoridad
como un muchacho, al fin, que era. Se ensañaba con nosotras haciendo ensayos que nos
irritaban, pero que Isabel consideraba dignos de todo acatamiento y obediencia. Imaginad,
además, un grupo de cortesanos prestos a seguir la corriente, dispuestos a tomar en serio los
caprichos de un jovenzuelo, todavía en edad de estudiante de bachillerato.

En estas primeras etapas de su vida,Alfonso XIII no tuvo amigos, ya que su propia


realidad se lo impedía. Un reducido número de niños, irreprochables vástagos de la más alta
aristocracia, fueron elegidos para convertirse en compañeros de sus juegos, siempre en el
interior de estancias palaciegas. Forzados «amigos» que nunca dejaron de tener la certeza
de ser sus subordinados, como él mismo bien se preocupaba en demostrarles en todo
momento. El Rey niño era el exclusivo protagonista de una Corte sin iguales ni posibles
rivales; sus propias hermanas, siempre tan queridas y veneradas, no eran allí más que
actrices secundarias dentro de aquella permanente representación. Ciertamente, de haber
vivido el padre, la formación del hijo hubiera sido muy diferente y de esto la Regente no
podía dejar de tener clara conciencia. Por el momen to, Alfonso vivía en aquel mullido y
asfixiante ambiente casi monacal, donde decrépitas y enjoyadas damas marcaban el tono.
Algo que justificaría la espontánea opinión que dio un embajador de Marruecos cuando
salió de su primera audiencia real: «El palacio es magnífico, pero el harén parece muy
avejentado...»

Como era lógico dada la época, la educación del Rey se llevó a cabo en el interior
de Palacio. Bajo la directa supervisión de la Regente, un grupo de personajes muy
estrictamente seleccionados elaboró un plan de estudios que siguieron Alfonso y otro
selecto grupo de «privilegiados» jóvenes aristócratas. Las opiniones más progresistas del
momento no dudaron en criticar acerbamente esta formación que, a punto de iniciarse el
siglo xx, apartaba al muchacho de las realidades del país, con unos profesores
profundamente conservadores y un excesivo peso de la formación religiosa y militar.
A fines de 1898, todavía bajo el régimen de la Regencia, se produjo la pérdida de las
últimas colonias.Tras el desastroso enfrentamiento que supuso la guerra con los Estados
Unidos, la España postrada y en ruinas únicamente podía dedicarse a asumir todas las
consecuencias de una debilidad en todos los órdenes que la hacían «tocar fondo» de la
forma más dramática. Fue al Gobierno liberal de Sagasta al que correspondió la firma del
impuesto acuerdo que decidía la entrega de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en manos del
vencedor. España se veía obligada a recogerse sobre sí misma, a lamer sus heridas y, en
algunos destacados casos, a examinar las causas de tal situación e idear las formas de
superarla. Se dijo que la Regente quiso representar un personal y patético acto simbólico de
duelo, que sabía iba a ser adecuadamente difundido. Al tener noticia de la firma de los
tratados que dejaban a España sin colonias, parece que cerró con llave la tapa de su amado
piano y ya nunca más volvió a abrirlo, prohibiéndose así el disfrute del que era su mayor
deleite.

Tras el Desastre, que conmovió hasta los cimientos a toda la sociedad española,
muchos veían en la figura del Rey, a punto de alcanzar su mayoría de edad, una esperanza
de radical renovación que impulsase como decisivo motor a todo el país. En su diario de
adolescente, Alfonso escribía notas que hablaban de su personalidad, ponían de manifiesto
sus intereses y siempre dejaban traslucir lo que sentía. Demostraba que las tradicionales
ideas del patriotismo que le habían sido imbuidas habían hallado en él un fértil campo de
cultivo. También, daba muestras de su interés y amor por el siempre idolatrado Ejército, al
que veía como la más fiable y firme institución del Estado. Así, escribía al empezar el año
1901: «Es preciso tener Ejército y Marina cueste lo que cueste porque sin estas dos manos
que sostienen a España caerá como una pelota que se disputarán Inglaterra, Alemania,
Francia y los Estados Unidos.»

El año clave para el muchacho fue 1902, ya que el 17 de mayo, al cumplir los
dieciséis años, dio comienzo su reinado efectivo. Semanas antes, en su diario había hecho
unos planteamientos de futuro. En ellos podían adivinarse algunos rasgos de un tímido
regeneracionismo:

En este año me encargaré de las riendas del Estado, acto de suma trascendencia tal
como están las cosas, porque de mí depende si ha de quedar en España la Monarquía
borbónica o la República. Porque yo me encuentro al país quebrantado por nuestras pasadas
guerras, que anhela por alguien que le saque de esta situación; la reforma social a favor de
las clases necesitadas, el Ejército con una organización atrasada a los adelantos modernos,
la marina sin barcos, la bandera ultrajada, los gobernadores y alcaldes que no cumplen las
leyes. En fin, todos los servicios mal organizados, y mal atendidos.

Y seguía, yéndose hacia el futuro:

Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando a la patria, cuyo nombre
pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado, pero también puedo ser un
rey que no gobierna, que sea gobernado por sus ministros, y por fin puesto en la frontera...

No hay duda de que dotes de clarividencia e incluso de premonición no le faltaban,


a la vista del desarrollo de las siguientes décadas de vida española. El primer decreto que
firmaba como Rey efectivo era el que concedía a su madre rango y honores de Reina en
ejercicio.

Desde el primer momento de su actuación, la actitud del monarca puso sobre aviso a
todos los políticos que trabajaban con él. En total oposición al exquisito respeto que por la
Constitución había sentido y mostrado su padre, el nuevo Rey no ocultaba que se sentía por
encima de esta norma suprema. Quería demostrar que, para él, su naturaleza de Rey y su
visceral patriotismo le situaban más allá de cualquier límite legal. En el primer Consejo de
Ministros que presidió, el impetuoso joven se vio obligado a escuchar que -incluso para el
Ejercito, cuya ordenación y ascensos pretendía llevar personalmente- cualquier decisión del
Rey que no llevase el refrendo de sus ministros no tendría validez legal alguna. Era el
primer toque de atención, absolutamente necesario vista la autoritaria naturaleza del recién
estrenado monarca.

Durante la Regencia, María Cristina no había aflojado las riendas del poder e
intervenía de forma permanente y muy directa en ceses y nombramientos, caídas de
gobiernos y apartamiento de ministros, en muchos casos por meras cuestiones de simpatía o
antipatía personales. Alfonso la imitó y se entrometió una y otra vez en los asuntos
políticos, en función de sus inclinaciones personales, ocultadas siempre por supuestos
motivos de interés dinástico o general de la nación. Con ello contradecía de forma evidente
los planteamientos constitucionales, que exigían una absoluta abstención de los monarcas
en las tareas directas de gobierno.

Había nacido así una forma de intervencionismo con episodios que la prensa de la
época calificaba de «crisis orientales», es decir, preparadas y provocadas desde el Palacio
de Oriente. Se comentaba de algún prestigioso político que se había visto obligado a buscar
el retiro, tras haberse atrevido a indicar respetuosamente a la Reina que dejase de seguir
diseñando y guiando las funciones de su hijo. Estas permanentes interferencias introducían
en la escena pública una situación de interminable fricción y de sospechas de corrupción y
amiguismo, absolutamente negativas para la estabilidad de la que tan necesitado estaba el
país.

Muy poco antes del comienzo efectivo del reinado deAlfonso, en su residencia
francesa de Epinay moría, en abril de 1902 y rodeado de sus libros, antigüedades y bellos
objetos, aquel turbio Francisco de Asís, el tan especial marido de Isabel II, padre legal de
todos los hijos que ella había ido teniendo con sus sucesivos amantes; chantajista
profesional, que había logrado vivir espléndidamente de aquello mismo que lo sumía en la
vergüenza. Como Rey Consorte y padre de rey, su cadáver fue trasladado al Panteón de El
Escorial. Pasarían solamente dos años hasta que el de su mujer fuese también depositado
allí.

Para entonces, en el exilio parisino, un extraño personaje se mostraba al lado de


Isabel II y mangoneaba absolutamente el Palacio de Castilla. Era un judío húngaro de
nombre José Haltmann, o Altman, que ejercía de secretario jefe de la casa y del que nadie
sabía a ciencia cierta de dónde había salido. El hecho es que llevaba varios años allí y las
malas lenguas aseguraban que su relación con la ex Reina tenía unas características que
iban mucho más allá que las meramente laborales.Ya entrada en la setentena, Isabel cada
vez hacía menos vida social, en gran medida debido al decisivo impedimento que suponía
su enorme volumen fisico. La obesidad, que durante toda su vida había marcado su aspecto,
ahora triunfaba libre y definitivamente. Pero, por lo visto, debía todavía tener ganas de
contar al lado con alguien que le alegrase la vida.

A pesar de su natural decadencia, todavía su imagen, voz y gestos recordaban a


aquella reina castiza de otros tiempos, figurón de comedia de farsa y licencia, a la que con
tan cruel mordacidad retratara Ramón del Valle-Inclán:

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Ante el horrorizado y avergonzado rechazo de los ilustres visitantes de su palacio, el


tal Haltmann era quien hacía y deshacía en él. Acompañó a Isabel en sus postreros años,
organizaba sus horarios y su economía, llevaba su correspondencia y le concedía todos los
caprichos, preocupándose de que ningún domingo faltase en la mesa aquel consistente
cocido madrileño sin el cual la ex Reina no podía vivir. Recibía Isabel, figura viva de otra
época que se sentía ya por encima en casi todo, muchas visitas. Algunas eran de personas
que podrían resultar absolutamente inesperadas, como el gran prócer de la República
Nicolás Salmerón, que había defendido los intereses de Elena Sanz y sus hijos cuando el
rencor de María Cristina se había cebado sobre ellos. También se entrevistó largamente con
otro conspicuo republicano, el gran Benito Pérez Galdós, al que sedujo su marcada
personalidad y que dejó amplio testimonio de lo que hablaron.

Al novelista canario le comentó acerca de su vida:

Carecí de gente desinteresada que me guiara y aconsejara. Los que podían hacerlo,
no sabían una palabra del arte de gobierno, eran cortesanos que sólo conocían la etiqueta.
Los que eran ilustrados y diestros en constituciones no me aleccionaban, dejándome a
oscuras si se trataba de algo en que mi buen conocimiento pudiera favorecer al contrario. A
veces, me parecía estar metida en un laberinto por el cual tenía que estar palpando las
paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguien encendía la candela, venía otro y me la
apagaba...

A fines de marzo de 1904, convaleciente de una gripe, Isabel sufrió un enfriamiento


cuando abandonó sus cálidas habitaciones para recibir a su vieja amiga, la ex emperatriz
Eugenia, que venía a visitarla. Después de yacer varios días con fiebre muy elevada, murió
en la mañana del día 9 de abril. Su voluminoso cuerpo fue vestido con un sobrio hábito
franciscano y, tras recibir los homenajes consabidos, fue trasladado a la Estación d'Orsay
para su traslado a España. La República Francesa, que había tenido siempre en ella a uno de
los más conspicuos personajes de su escena pública, le rindió todos los honores. Su cortejo
fúnebre recorrió París, descendiendo desde la Plaza de la Estrella por los Campos Elíseos
hasta la Concordia, en medio de negros crespones, mientras la Guardia de Coraceros
desfilaba ante su féretro. Pero su entierro final, en el Panteón de Reyes de El Escorial, ya no
tuvo apenas repercusión pública alguna. Era sólo el fin de una vida. Su época había
terminado cuando empezaron a sonar los cañones de los triunfantes revolucionarios, en
aquel lejano septiembre de 1868.
En Madrid, solamente algunos nostálgicos sintieron aquella muerte. El nuevo siglo
no quería tener nada que ver con el pasado y ahora era el necesario matrimonio de Alfonso
XIII lo que ocupaba todo el interés. España, que fuera cabeza de un Imperio casi universal,
era ahora pieza a utilizar por las potencias europeas en su política de intereses estratégicos
y coloniales. Como era natural, la ex Regente se inclinaba por una decidida vinculación con
los poderes germánicos de la Europa Central, pero los políticos del sistema consiguieron
sobreponerse a esta preferencia personal y Francia y Gran Bretaña, modelos de democracia,
fueron las referencias buscadas en política internacional. Dentro de estos esquemas se
situaban los planes matrimoniales para el Rey. La vinculación a la familia real inglesa
aparecía como la mejor de las posibilidades y a ello se encaminaron las gestiones.

Como entregados intermediarios actuaron en esta empresa la ex emperatriz Eugenia


y dos de sus sobrinos, el muy anglófilo Duque de Alba y su hermana, la duquesa de
Santoña, de la que se decía que había sido elegida para que iniciase al joven Alfonso en lo
que entonces se llamaba «secretos de la vida». Para entonces, ya se comentaba
abiertamente acerca de las precoces aventuras galantes del muchacho que, al igual que su
padre, siempre mostró una fuerte atracción por las damas de la escena. Parecía llegado el
momento de buscarle una esposa, pero cuando una comisión parlamentaria le indicó la
necesidad de tomar una decisión a este respecto, él respondió altivamente que solamente se
casaría por amor. Siempre, su orgullo de casta se revolvería ante lo que considerase
cualquier intromisión en su vida privada. Ignoraba voluntariamente que los enormes
privilegios que su posición le aportaba tenían la contrapartida de unas obligaciones, entre
las que se encontraba en primer lugar la de asegurar la sucesión a la Corona.

En mayo de 1905 iniciaba en París Alfonso su primer gran viaje. Realizó la obligada
visita que un admirador tan profundo de lo militar tenía que hacer a la tumba de Napoleón
Bonaparte en Los Inválidos. A la salida de una brillante gala en aquella suntuosa ópera a
cuya inauguración había asistido su padre, un anarquista le lanzó una bomba.Tras
comprobar que apenas había daños, el episodio permitió que se le atribuyese una altanera
frase que se difundió como espléndida prueba de su valor personal: «Son gajes del oficio».
A continuación, en Londres fue adecuadamente agasajado por el rey Eduardo VII, aquel
bon vivant que durante tantos años había paseado y hecho célebre por todo el mundo su
título de Príncipe de Gales, como sinónimo de desenvuelta elegancia y desenfreno de altos
vuelos.

Se había considerado un posible noviazgo con la princesa Victoria Patricia, nieta de


la reina Victoria y sobrina, por tanto, de Eduardo VII. Pero todas las dotes de seductor que
Alfonso desplegó, y de las que tanto rendimiento sacaba con cantantes y actrices de los
teatros madrileños, se demostraron ineficaces para despertar el interés de ella. Durante
varias de las celebraciones de aquellos días se encontró con la belleza rubia de Victoria
Eugenia de Battenberg. Familiarmente llamada Ena, era otra de las muchas nietas de la
reina Victoria y pudo comprobar el interés que suscitaba en Alfonso, despechado por el no
expresado pero visible rechazo de la otra prima. Ella, relataría más adelante, le vio: «Muy
delgado, muy meridional, muy alegre, muy simpático. Guapo no era, luego mejoró mucho».

Contando con el decidido soporte del periódico monárquico Abc, que desde un
principio apoyó a aquella posible novia, la opinión pública española pronto supo de la
existencia de la joven. Su correspondencia con el Rey iba gradualmente mostrando un
marcado incremento en su intensidad afectiva. La cosa fue muy rápida y, antes de que
finalizase aquel año 1905, ya las respectivas madres se habían comunicado tanto acerca del
mutuo enamoramiento de sus hijos como de la preparación de todo lo que había que
organizar. A marchas forzadas, proseguía Ena sus estudios de español.

Pero ello planteaba un enorme problema: la diferencia de religión entre los novios.
Para ser Reina de España, Ena debía sustituir su religión anglicana por la católica.
Consciente de esta necesidad y soportando en su país duras críticas que la acusaban de
«desertora por interés», ella se entregó a fondo a preparar lo que algunos prefirieron llamar
«conversión por amor». La ceremonia de abjuración de su religión anglicana se celebró en
el Palacio de Miramar de San Sebastián, en un acto que a la nueva católica le produjo un
verdadero trauma que nunca superaría.

Con el acompañamiento de un brillante grupo de invitados reales, la ceremonia de la


boda se celebró el 31 de mayo de 1906 en la Iglesia de San jerónimo el Real donde,
tradicionalmente, desde la época medieval, habían prestado juramento los Príncipes de
Asturias. A su término, los recién casados abandonaron el templo e inauguraron la
magnífica escalinata construida para tal motivo, que desciende hasta las espaldas del Museo
del Prado. Luego, las masas de Madrid les esperaban abarrotando las aceras, en su
desplazamiento hasta el Palacio Real. Ya casi al final de la Calle Mayor, cuando ya
enfilaban el último tramo del vibrante recorrido, los vítores y muestras de alegría se vieron
sustituidos por una fuerte explosión, los desgarrados gritos de dolor de las víctimas y los de
horror de los supervivientes. Desde un balcón, un anarquista había lanzado una bomba
envuelta en un ramo de flores. El resultado fue de veintitrés muertos y más de un centenar
de heridos. Victoria salía arrastrando su ensangrentado vestido de novia de aquel primer
encuentro con los que ya eran sus súbditos. Parece que, a partir de entonces, fue
absolutamente incapaz de relajarse en cualquiera de los actos masivos a los que su cargo le
exigía acudir. El comentario del Rey: «Muchos son los que se casan a los veinte años, pero
la verdad es que pocos podrán decir lo que yo: que se han casado el día en que han
nacido...»

La presencia de la joven Reina parecía introducir nuevos aires en aquella


polvorienta y anquilosada Corte. La práctica de deportes hasta entonces apenas conocidos,
sus costumbres y gustos personales y su particular estilo de vestir impusieron a aquellos
niveles una estética muy alejada de la austera y extremada sobriedad que tanto amaba la
suegra. Por el momento, las relaciones entre ambas eran cordiales y aun cariñosas. El 10 de
mayo de 1907, veintiún cañonazos anunciaron la venida al mundo de un varón, que fue
bautizado con el nombre de Alfonso. Muy pronto, aquel «saludable infante» iba a mostrar
todos los síntomas de la hemofilia, enfermedad entonces poco conocida e incurable,
definida por la dificultad de coagulación de la sangre, lo que provocaba hemorragias muy
abundantes y, en ocasiones, imparables. Aquel mal, considerado una verdadera maldición y
transmitido pero no padecido por las mujeres, estaba entrando en las casas reales de Europa
a través de los descendientes de la reinaVictoria de Inglaterra. Los casos de los pequeños
herederos Alfonso de España y el zarevich Alexis de Rusia iban a ser los más conocidos, de
entre muchos otros.
Todavía hasta hoy, no existe acuerdo sobre el hecho de si el Rey había sido
informado de esta terrible herencia antes de su boda o si, por el contrario, se enteró cuando
su primer hijo la puso en evidencia de la forma más sangrante, nunca mejor dicho. Fuese
uno u otro el caso, lo cierto es que a partir de aquel momento las relaciones entre los dos se
enfriaron de forma irreversible. Aunque siguieron cumpliendo con todas sus obligaciones,
desde continuar aportando sucesivos hijos hasta su presencia conjunta en cuantos actos y
ocasiones era necesario, aquella inicial felicidad que se les suponía apenas había durado un
año. Todo lo demás no iba a ser más que una obligada convivencia.

En 1908 nació Jaime, el segundo hijo. Pensando que padecía tuberculosis, a los
cuatro años fue enviado a una clínica suiza y, a su regreso, una fortísima afección de oídos
hizo que se le diagnosticase una doble mastoiditis, que decidió a efectuar una doble
trepanación. De resultas de ella, quedó convertido en sordomudo. Al año siguiente nació
Beatriz, una niña completamente sana, pero en 1910 otro infante, Fernando, apenas vivió el
tiempo suficiente para que le fueran administradas las aguas del bautismo. Contribuyó a
superar este bache, a fines de 1911, la venida al mundo de otra niña sana, María Cristina. A
pesar de los varios pesares conyugales que soportaba, la real pareja seguía cumpliendo sus
deberes conyugales y, a mediados de 1913, nacía Juan, sano como sus hermanas. Cerraba el
conjunto, en el otoño de 1914, el también hemofilico Gonzalo.

Para entonces, los Reyes ya estaban absolutamente distanciados. Lo que aparecía


ante ellos era, así, la obligación de representar su papel institucional, mostrando una imagen
de familia unida y ocultando siempre de forma oficial tanto aquellas graves enfermedades
como las mismas desavenencias íntimas. A pesar de la precaria salud del Príncipe de
Asturias, el Rey se negaba a admitir la irreversibilidad de su situación e insistía en que
cumpliese obligaciones propias de su cargo y que practicase ejercicios, que solamente
servían para aumentar el peligro de sufrir alguna hemorragia de imprevisibles
consecuencias.

Mientras llegaban de Inglaterra las amenazadoras noticias de las muertes de dos


hermanos de Victoria, asimismo hemofilicos, el estado de salud del heredero exigía cada
vez mayores cuidados. Recluido por prescripción facultativa en el Palacio de El Pardo, era
sometido a un intenso programa de transfusiones de plasma. En la calle, los crecientes
sentimientos antimonárquicos encontraban en este secreto a voces un buen filón para
manifestarse y se llegó a difundir la truculenta historia de que niños y soldados eran
asesinados secretamente con el fin de extraerles sangre y órganos para traspasarlos al
infante. Todo este horror doméstico afectaba a ambos padres, pero sin duda el más fuerte
carácter y personalidad de la Reina le permitía sobrellevarlo mejor. Eso sí, buscándose todo
tipo de compensaciones materiales, como las permanentes visitas de parientes y amigos
ingleses, el disfrute de objetos de uso de alta calidad, la adquisición de joyas -que sería para
ella una verdadera pasión- o la práctica de unos deportes reducidos a uso de unas minorías
extremadamente exiguas, como el tenis, el golf y el polo. De los «deportes nacionales», su
primera visión de una corrida de toros la había dejado, como correspondía a una inglesa de
pro, totalmente horrorizada. Pero como el protocolo la obligaba a presenciarlas de vez en
cuando, unas gafas de cristales negros la convertían en temporal invidente, preservándola
de ver la sangría que tanto hacía disfrutar a los demás ocupantes de los tendidos.
En Alfonso, la debilidad de su carácter le arrastraba, por el contrario, a niveles de
desesperación. En su actividad como monarca y sin abandonar nunca su tendencia
intervencionista, sus simpatías o antipatías personales, el cumplimiento o no de sus ideas o
meros caprichos, actuaban como elementos de primer orden sobre la acción de los políticos.
Aquel deteriorado y corrupto régimen mostraba todas sus irreparables deficiencias y
parecía en definitiva ser igual quien estuviese al frente de las decisiones, Silvela o
Canalejas, Dato o Moret, Maura o Romanones. A estas alturas, confesaba el Rey: «Cada
vez se apodera más de mí el pesimismo y la desesperación de no poder hacer nada útil por
mi país...»

La figura de Alfonso XIII parecía reproducir de alguna forma los rasgos de la


evolución vital de FelipeV, el primer Borbón español de dos siglos antes. Aquel joven Rey
que abrió todas las esperanzas de un pueblo cuando se presentó como «El Animoso» y que
no tardó en sumirse en los largos periodos de depresión que le valieron el sobrenombre bien
distinto de «El Melancólico». En el caso de Alfonso XIII, aparte de los graves problemas
familiares, el panorama del país no podía presentar rasgos más preocupantes. Al verdadero
trauma social que significó la Semana Trágica de 1909 se había venido a unir la
conflictividad laboral y militar. El fuerte auge económico generado por la Primera Guerra
Mundial no había sido capaz de tranquilizar la situación y, frente a unas extensas masas
campesinas desposeídas y hundidas en la miseria, el activismo reivindicativo obrerista era
respondido con la más dura y feroz represión. Hubo por entonces quien definió al monarca
como «un piloto sin brújula».

En el norte de África se había vuelto a abrir el antiguo conflicto. La defensa de los


intereses de las compañías de extracción de minerales allí establecidas había degenerado en
una sangrienta guerra que no terminaba. Un verdadero cáncer que roía a la sociedad
española, que cada año entregaba allí miles de vidas jóvenes, en general procedentes de
familias que no habían podido pagar la cantidad que se exigía para evitar aquel destino. El
Rey, siempre imbuido de su profundo sentido militar, observaba en todo momento con
especial interés aquella guerra. En ella, bajo las constantes llamadas al patriotismo y la
defensa de la fe cristiana frente al infiel, nacían enormes fortunas y se mostraba la más
extendida corrupción a todos los niveles. Muchos de los jefes militares escalaban puestos
de mando y se adjudicaban beneficios materiales, oportunamente ocultos por la ferralla de
los galones y medallas que iban colgándose de las guerreras.

En el interior de la Corte, y a pesar de aquella bocanada de aire fresco que supuso la


entrada de Victoria, seguían dominando los más añejos usos. La tan proclamada y festejada
campechanía del Rey le llevaba a recuperar aquel uso del tuteo generalizado que su padre
había suprimido, considerado como tan específicamente borbónico y que tanto gustaba a
muchos. Al mismo tiempo, recuperaban su actividad las ya conocidas camarillas palaciegas,
como decisivos centros de poder y beneficio. A los viejos aristócratas que se aferraban con
uñas y dientes a su tradicional y privilegiada posición, se añadían ahora los nuevos ricos,
procedentes de los nuevos sectores dinámicos de la sociedad: financieros, industriales y
empresarios. Todo un conjunto de afanosos intereses que disfrutaba de la cobertura de la
Corona y que no venía precisamente a contribuir al prestigio de la cada vez más
cuestionada Monarquía.
En aquel ámbito palaciego, Alfonso XIII seguía siendo allí el indiscutido actor
principal de la escena. Toda un caterva de inte resados cortesanos servía para asegurarle su
más absoluta fidelidad e, independientemente de la razón, seguir aquella máxima de «Hacer
todo lo que el Rey mande».A la cabeza de estos «grupos de decidido apoyo» se situaban
naturalmente la Reina Madre y la infanta Isabel. María Cristina y «la Chata» no veían por
más ojos que por los de «su» Alfonso y cualquier actuación de éste, fuese como fuese, era
tenida por buena, admitida, justificada y aun ensalzada.

Fuera de este espacio delimitado por los históricos muros de los Reales Sitios, se
agitaba muy activa «la otra vida» del Rey. Para nadie era un secreto que las aventuras
extraconyugales de Alfonso habían mostrado un fuerte incremento paralelo al proceso de
enfriamiento interno de su matrimonio. Al igual que su padre, era hombre poco selectivo en
sus preferencias eróticas. Su tendencia a la promiscuidad le llevaba a buscar mujeres de un
amplio arco social y de características fisicas muy variadas. Aquí intervenían de forma muy
destacada los llamados «amigos del Rey», bien conocidos elementos con los que se veía en
los exclusivos clubs deportivos, participaba en cacerías, hacía sus frecuentes viajes
privados por el extranjero o comprobaba las altas velocidades que alcanzaban los nuevos
automóviles, una de sus grandes pasiones. Eran ellos quienes le propiciaban aquellas
aventuras galantes. Bajo la formal respetabilidad que le aportaba el entorno familiar,
presidido nada menos que por aquella estricta Reina Madre, Alfonso se autoconcedía
incesantes alegrías. Hasta el punto de que linajuda dama madrileña hubo que resumió con
agudeza y humor lo que todos comentaban: «Acostarse con el rey se convirtió en una
ambición distinguida y casi respetable.»

No todas aquellas aventuras proporcionaban a las implicadas «especiales honores» o


beneficios pecuniarios, que de todo había. Se difundían sabrosos testimonios de mujeres de
toda condición, que aseguraban su más absoluto desinterés e incluso expre sa negativa por
repetir la experiencia «real», tras haberla probado una vez. Quizá también aquí se volvía a
poner de manifiesto que, como en cualquier compulsión, la bulimia erótica casi nunca es
capaz de producir efectos de suficiente calidad.Y la calidad volvía a verse perjudicada en
favor de la cantidad.

Hijos extramatrimoniales reales o atribuidos tuvo en abundancia Alfonso XIII. De


los primeros, se ha citado el que tuvo con una bella y «moderna» francesa, en los mismos
momentos en que, por medio de un intenso intercambio de tarjetas postales, vivía su idílico
noviazgo con la joven Ena.Ya casado, parece que en su absoluto desparpajo, no tenía
inconveniente alguno en invitar a su amante a Palacio, donde era recibida por una amable
joven esposa que por el momento nada sabía de aquella relación. Más adelante, acabaría
enterándose una indignada y humillada Victoria Eugenia del embarazo, por obra y real
gracia de su marido, de una de las criadas irlandesas que se había traído con ella de
Londres.

Los cuatro años que duró la Gran Guerra, entre el verano de 1914 y el otoño de
1918, sirvieron a la real pareja para desplegar una gran cantidad de actividades que
sirvieran, aparte de como opciones personales de los interesados, como útiles operaciones
de imagen de la desacreditada institución. Así, a las muy aplaudidas actuaciones deVictoria
en los ámbitos de la enfermería, se añadía la acción exterior del Rey, dedicada a problemas
inmediatos y tangibles provocados por la guerra europea, tales como la localización de
prisioneros, la atención sanitaria, el envío y recepción de correo y toda clase de
intermediación de naturaleza humanitaria. La posición de neutralidad de España propiciaba
así, además de un gran auge económico, la posibilidad de actuar por encima de intereses
concretos de cada uno de los combatientes, en busca solamente de finalidades humanitarias.
En este sentido la actuación real debe ser considerada moralmente impecable.

Pero la neutralidad oficial del país no pudo naturalmente impedir la constante


manifestación de voluntades partidarias de uno u otro de los bandos. Germanófilos y aliado
filos se enfrentaban con pasión y vehemencia en la calle, en los periódicos, en los cafés, en
los teatros y en los propios domicilios familiares. Los primeros, partidarios de las potencias
germánicas, mostraban en general una ideología conservadora y en muchos casos
autoritaria, defensora del más exacerbado patriotismo y de los más rancios valores
militares. Los segundos, por su parte, apoyaban a las democracias, cuyos valores éticos
veían como la mejor forma de organización de una comunidad humana. De forma paralela,
los años de aquel destructivo conflicto también crearon una situación nueva en el mismo
interior de Palacio, que afectó de forma muy directa a las relaciones entre los miembros de
la familia, extremando tensiones ya existentes y creando otras nuevas.

La Reina Madre, además de haber nacido súbdita de aquel chirriante Imperio


Austrohúngaro, era por su formación personal un típico producto del mismo. Su rígida
educación había estado basada en unos inalterables principios de obediencia y respeto a la
autoridad, adoración por la jerarquía y absoluto rechazo de cualquier elemento que fuese
presentado como perjudicial para el viejo orden establecido. En los más absolutos
antípodas, Victoria Eugenia, sin olvidar nunca el condicionante que suponía su nacimiento
como princesa, provenía de un mundo totalmente diferente. Con todas sus carencias y
defectos, Gran Bretaña se alzaba como el indiscutido y admirado modelo de sistema
democrático. Sus instituciones aseguraban la participación popular en las decisiones y los
cuerpos armados siempre habían estado situados bajo la decisión del poder civil.

Los contrastes entre ellas no podían ser más evidentes. La rigidez moral y el
envaramiento fisico que se habían convertido en señas de identidad de la mayor eran el más
llamativo contrapun to de las distendidas costumbres de la más joven. Si María Cristina se
había autocastigado con la penitencia de privarse de tocar el piano en momentos de grave
crisis nacional, Victoria Eugenia, ni en los peores momentos de su vida personal y familiar,
iba a abandonar sus particulares y gratificantes consumos, entre los que el exquisito tabaco
rubio tenía una destacada presencia. Eran, pues, dos formas antagónicas de plantearse la
vida, que hasta estos momentos habían coexistido sin graves problemas. Pero ahora,
mientras los cañones y el gas tóxico se enseñoreaban del suelo europeo, iban a hacer aflorar
sus discrepancias abriendo una suerte de guerra fría que, en algunas ocasiones, a punto
estuvo de convertirse en conflicto doméstico abierto.

Cuando incluso los hermanos de una y otra combatían en frentes contrarios, el


asunto adquiría un cariz extremadamente personal, que superaba ya con mucho cualquier
sentimiento patriótico. Existen testimonios varios de esta extremada tensión ya que, si bien
siempre las dos mujeres se habían preocupado por mantener un aceptable nivel de
convivencia, las dramáticas circunstancias que definían esos años lo llevaban hasta el
mismo borde del precipicio en cada momento. Quienes estuvieron entonces presentes han
relatado que ninguna de las dos ocultaba discretamente su alegría cuando había noticias de
éxitos bélicos de «su» bando, lo que suponía consecuentemente derrotas en el de «la otra».
Hubo ocasiones en que los almuerzos o cenas familiares estuvieron a punto de convertirse
en campos de batalla verbales o quizá incluso algo más que, si no hubiera sido por la gran
capacidad de autodominio de ambas, hubiera incluso llegado a poner en peligro la
integridad de las ricas vajillas de porcelana y de los espejos más próximos.

Hay que suponer que cuando, en noviembre de 1918, se firmó la derrota de los
Imperios germánicos y se proclamó la victoria de los Aliados, una exultante Victoria debió
mostrarse con siderada y comprensiva ante la decaída Cristina. Ésta recibía un duro golpe
al contemplar la desaparición del mundo en el que había nacido y con el que tan
identificada se sentía. Pero había algo mucho más importante: seguía conservando el
absoluto control emocional de su hijo, para el que era referencia de amor sin competencia
posible. Era una madre comprensiva, que le admitía cualquier cosa y que siempre iba a
estar dispuesta, hasta el final, a dar por bueno todo lo que tan querido hijo hiciese.A pesar
de su tan estricta moral, el conocimiento y comprensión de las repetidas aventuras
extraconyugales de Alfonso, no dejaría, por otra parte, de darle el regustillo de participar en
cierta venganza contra la nuera escasamente querida.Y de cuestiones de venganza sabía
algo la buena señora...

Para entonces, ya Alfonso había conocido a la mujer que iba a convertirse en


referencia fundamental en su vida durante los siguientes años. Discípula de la maestría
teatral de María Guerrero, la joven Carmen Ruiz Moragas era una bella, culta y apreciada
actriz, que empezaba a destacar en los escenarios madrileños, con tanta frecuencia visitados
por el Rey y sus amigos. Tras un fugaz matrimonio con el torero mexicano Rodolfo Gaona,
que por entonces llenaba los cosos españoles junto con figuras clásicas de la talla de
Gallito, Machaquito y Bombita, reinició una relación establecida anteriormente con el Rey.
Fue el comienzo de una historia que, entre muchas otras cosas, le sirvió a Alfonso para
mantener el tan dificil equilibrio emocional a lo largo de los siguientes y dificiles años.

Con «la Moragas», como se la conocía en el ambiente teatral entre colegas y


aficionados, conoció una relación diferente, fuera del proteccionismo materno y de la
tensión conyugal. Con la tranquilidad de lo estable, pero sin que por ello su veleidoso
carácter le llevase a abandonar el disfrute de fugaces aventuras. El nacimiento de dos hijos,
María Teresa en 1925 y Leandro Alfon so en 1929, fortaleció y estabilizó aquella relación.
La correspondencia intercambiada entre ambos, en la que él firmaba como «El Soldadito»,
demuestra el alto grado de compenetración y complicidad que alcanzó la pareja. Huyendo
del envenenado ambiente que asfixiaba a los habitantes del Palacio Real y apartándose
durante algunos momentos de una escena pública cada vez más compleja, el Rey
encontraba al lado de «su otra familia» la tranquilidad, con la satisfacción de ver crecer a
aquellos dos hijos perfectamente sanos.

Desde el principio, Victoria conocía la existencia de aquella relación y de sus tan


particulares características, tan alejadas de las habituales y admitidas eventualidades «de
urgencia».Y por ello debió ser algo que le causó permanente vejamen y tormento,
considerando además que aquella relación pronto adquirió una total notoriedad. Pero las
obligaciones del cargo imponían una disciplina y era preciso seguirla. Así, la familia real
siguió mostrándose en público en todas las ocasiones en que era necesario, a las que la
prensa gráfica, que conocía por entonces un espectacular desarrollo, daba una muy extensa
cobertura.

El desastroso desarrollo de la guerra de Marruecos pesaba como una losa sobre el


país. Siempre llevado por su ciego amor a lo militar, el Rey seguía impulsando aquel
conflicto. Del terrible verano de 1921 es el tan difundido telegrama que envió a los mandos
en combate, animando, en el castizo estilo que le gustaba mostrar, a las exhaustas tropas:
«¡Olé los hombres!» Aquella demostración de frivolidad ante la sangrienta tragedia que
tenía lugar venía a unirse a un nunca verificado supuesto comentario suyo, que tuvo una
amplia repercusión. Según se difundió con gran escándalo, al enterarse de la elevada
cantidad que, como rescate, los insurrectos del Kif exigían por la entrega de los prisioneros
españoles que habían hecho, el monarca habría comentado algo sobre el alto precio que
había alcanzado «la carne de gallina». Puede, sin lugar a dudas, decirse que la propia
actuación del Rey contribuyó en medida muy importante al deterioro de una institución que
se demostraba incapaz de enfrentarse a las necesidades del tiempo.

Cuando terminaba el mes de julio de 1921, mientras millares de soldados morían en


las jornadas más cruentas de la guerra, el Rey aprovechaba las fastuosas ceremonias que se
celebraron para trasladar los restos del Cid a la Catedral de Burgos para lanzar otro más de
sus poco medidos mensajes: «¡Con lo que nos pertenece del otro lado del Estrecho,
tenemos bastante para figurar entre las primeras naciones de Europa!» Más adelante,
mientras los cadáveres de aquellos hombres se pudrían al sol en los secarrales rifeños,
todavía seguía el monarca indagando la posibilidad de convertirse en director efectivo de la
política española por medio de una junta de defensa Nacional. Pero estos permanentes
deseos de convertirse en dictador iban a borrarse inmediatamente, porque tal cargo ya tenía
un aspirante con muchas más posibilidades.

En efecto, el 13 de septiembre de 1923, el general Primo de Rivera daba un golpe de


Estado e implantaba la Dictadura. El Rey aceptó el hecho y le confirmó en el poder. Nunca
Alfonso había mostrado la más mínima consideración hacia la Constitución liberal y su
despego de los políticos había sido proverbial y más que evidente. Ahora, se prestaba a
colaborar con un régimen de fuerza, personificado en un militar de prestigio, con el que
indudablemente debía sentirse más identificado que con aquellos profesionales de la
política, a los que abiertamente despreciaba. Llamativa prueba de esta identificación
personal fue la visita conjunta que realizó con el dictador a la Italia fascista a las pocas
semanas del golpe. Allí, muy satisfecho, le presentó a los reyes de Italia como «mi
Mussolini».

Fue alrededor de este viaje cuando nacieron los rumores acerca de una posible
petición de nulidad matrimonial por parte de Alfonso. Apoyado ahora moralmente por el
hecho de disfrutar de una relación estable y satisfactoria, podría haber aducido en este
sentido el hecho de no haber sido informado antes de su boda de la herencia hemofilica que
aportaba la novia. Ello podría ser presentado como causa suficiente de anulación, en una
espectacular e insólita decisión que hablaba por sí misma del grado de deterioro que había
alcanzado la comunicación matrimonial. Lo cierto es que nunca se llegó a ello y la Familia
Real, siempre en aparente armonía, pasó los siguientes años presentándose como la mejor
imagen «de marca» en todos los abundantes actos inaugurales de las obras públicas que la
Dictadura llevaba a cabo. El punto máximo de tal actividad mediática se alcanzó, ya al
borde del abismo para sus protagonistas, en 1929, con ocasión de los fastos que rodearon a
las grandes Exposiciones Internacionales de Sevilla y Barcelona.A partir de ahí, en rápida
pendiente, todos ellos se verían apartados de la escena; primero, el verborreico y fogoso
dictador e, inmediatamente detrás, su real protector y familia.

A pesar del progreso que se manifestó en todos los órdenes y de las realizaciones
materiales que la Dictadura plasmó, el régimen cayó por la misma dinámica de la Historia.
En sus últimos tiempos, ya no solamente eran los sectores económicamente menos
favorecidos los que mantenían su adversa actitud, sino que también las crecientes clases
medias apoyaban la posibilidad del cambio. Caído el dictador a principios de 1930, era
evidente que de nada podía servir el recurso del Rey a arcaicos militares palatinos para que
salvasen la situación. Alfonso XIII seguía demostrando, como había hecho a lo largo de
toda su vida, la más absoluta incapacidad de ver la realidad de las cosas. A pesar de unas
costumbres y gustos personales absolutamente acordes con el arrollador ritmo de cambio
que marcaban los locos años veinte, aquel monarca seguía viendo el mundo desde una
óptica absolutamente superada. Esta posición de incuestionada superioridad le había
empujado a sucesivas y nefastas actuaciones, que siempre traslucían un pensamiento
escasamente democrático, algo que ya no era admisible en los tiempos que corrían.

A principios de 1929 había muerto repentinamente su madre, la referencia vital


básica para él. Pero, al poco tiempo de faltarle aquel fundamental soporte para su
estabilidad psíquica, había tenido la mejor compensación con el nacimiento del segundo de
sus hijos con Carmen Ruiz Moragas. Entrada la primavera de 1931, la escena pública
española se había ya disparado en una imparable dinámica y el triunfo republicano en las
elecciones municipales del día 12 de abril se consideró un verdadero plebiscito a favor del
cambio de régimen. El día 14, en medio de un gran entusiasmo popular en todo el país, se
proclamaba la República. Ante tan inesperados hechos, incluso los más decididos
defensores del Rey le aconsejaron que abandonase. En su boca se puso entonces una frase
altisonante, de esas acuñadas con voluntad de pasar a la Historia: «No quiero que por mí se
derrame una sola gota de sangre».
¡No SE HA MARCHAO,
QUE LO HEMOS ECHAO!

sí, aquella misma noche, por las mismas puertas del Campo del
Moro por donde dos siglos antes había huido un aterrorizado Carlos III tras el Motín de
Esquilache, abandonaba silenciosamente Palacio Alfonso XIII. Según lo pactado con las
nuevas autoridades, marchaba a Cartagena a embarcarse para el exilio. Todavía durante
unas horas, en las estancias palaciegas quedarían Victoria y sus hijos, mientras oía
procedente de las calles adyacentes el griterío de los entusiasmados manifestantes que
vitoreaban a la naciente República. Al día siguiente, despedidos por apenas unos cuantos
fieles, tomaban el tren hacia la frontera. Habían desaparecido todos aquellos monárquicos
«hasta la muerte» que hasta ese momento les habían rodeado. Por lo visto, no había nadie
dispuesto a entregar siquiera aquella única gota de sangre en su defensa. Mientras, el
infante Juan pareció sentirse en peligro y «buscaba refugio» en Gibraltar. En las abarrotadas
calles, la gente gritaba exaltada: «¡No se ha marchao, que lo hemos echao!»

Desde Francia, el ex Rey, que ya era Ciudadano Borbón, emitió un manifiesto que
concluía afirmando: «Mientras habla la nación, suspendo deliberadamente el ejercicio del
Poder real y me aparto de España, reconociéndola así como única señora de sus destinos».
Por las calles de todas las ciudades y pueblos de Espa ña, una ciudadanía alborozada vivía
esperanzada aquella histórica ocasión, que parecía anunciar la entrada en una nueva y muy
diferente época. Entre continuos vítores, se blandía por doquier la bandera tricolor, mientras
la música del viejo Himno de Riego servía para acompañar las creaciones de la musa
popular adaptada al momento. Así, estrofas festivas como:

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se unían a otras que parecían lanzar cierta amenaza contra algunos de los más
detestados símbolos del pasado:

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Llegada la hora del exilio, ya no era imprescindible mantener la ficción del


matrimonio feliz yVictoria y Alfonso decidieron vivir por separado. Las tensiones volvieron
a aflorar, si bien bajo la más absoluta discreción, a la hora de concretar las cuestiones
económicas. Finalmente se alcanzó un acuerdo que ordenó esta separación de hecho, a la
que nunca los interesados quisieron darle valor legal ni canónico. Así, cada uno se organizó
a su manera y, mientras Victoria se lanzaba a realizar una interminable serie de viajes,
Alfonso y sus hijos se instalaban en un pequeño pabellón en Fontainebleau. Si bien el ex
Rey continuaba utilizando en París el lujoso Hotel Meurice para unos encuentros eróticos
cuya apetencia ni aún las dificiles circunstancias que atravesaba eran capaces de disminuir.
Las nuevas autoridades republicanas habían dado a la popular «Chata» todas las
seguridades para su permanencia en su casa madrileña, pero ella había decidido seguir a su
sobrino al exilio y en París murió a los pocos días de llegar.

El político conservador catalán Francesc Cambó recordaba, sobre estos primeros


momentos del destronado Rey en París, una muy expresiva escena:

Yo iba al Meurice, a visitar a una familia amiga. Era media tarde. En un rincón del
hall vitré, detrás de una mesa, estaba sentado don Alfonso: solo, sin la compañía de un
libro, de un diario, de una copa. Al cabo de hora y media, yo seguía el mismo camino, en
dirección inversa, hacia la puerta: Don Alfonso continuaba igual, sentado detrás de la
misma mesa, ¡sin un libro, ni un diario, ni una copa!

Curiosa escena en verdad que plantea un interrogante: ¿Era un rey recién destronado
que meditaba sobre su porvenir; era el hombre que esperaba la llegada de una pactada
compañía o, por el contrario, era aquella la forma de pasar un tiempo vacío por parte de un
espíritu simple y carente de intereses?

En noviembre, las Cortes Constituyentes de la República iniciaron un proceso


parlamentario para investigar las actividades del antiguo monarca. A partir de un Acta de
acusación contra Alfonso XIII, se hacía un repaso de las manifestaciones de su
intervencionismo político y sus responsabilidades en la guerra de Marruecos, la política de
la Dictadura y las tan repetidas acusaciones de corrupción de que había sido objeto. De
todos aquellos fervientes monárquicos de la víspera, solamente Romanones le defendió. El
proceso no alcanzó a establecer pruebas concluyentes en ninguno de estos asuntos, pero la
Cámara declaró al exiliado rey culpable de alta traición y la incautación de sus bienes
personales que se encontraban en España, le dejaban privado de toda seguridad jurídica y le
aseguraban la detención caso de que regresase.

Lo cierto es que, en la documentación de su economía personal, nunca pudo


demostrarse el más mínimo atisbo de corrupción o de beneficio por tráfico de intereses.A
pesar de lo que todo esto significaba en el plano material, Alfonso, que siempre había
contado con muy buenos asesores en materia de inversiones, tenía desde mucho tiempo
atrás una considerable parte de su patrimonio puesta a buen recaudo en el extranjero. Esto
les permitiría, a él y a la familia, mantener durante su exilio una existencia desahogada.

Los problemas más graves venían ahora precisamente del más íntimo círculo
familiar. El Príncipe de Asturias, siempre arrastrando su enfermedad, conoció en la clínica
suiza donde estaba ingresado a la rica y hermosa hija de una familia cubana de azucareros,
Edelmira Sampedro. Su insistencia en contraer matrimonio con ella decidió al padre a
solicitar de él la renuncia -para él y para sus posibles descendientes- a sus derechos a la
sucesión a la Corona, a cambio de una pequeña renta. Pocas semanas después, el
sordomudo Jaime fue adecuadamente convencido de la necesidad de renunciar a estos
derechos, que ahora habían pasado a él como segundo hermano. Estas dos renuncias,
obtenidas en mayo y junio de 1933, apartaban así de la hipotética sucesión al perdido Trono
a aquellos dos débiles minusválidos y daban paso, como heredero de la Corona, al fornido
infante Juan.
El ex Príncipe de Asturias, ya como Duque de Covadonga, casó con la cubana para
vivir una errática existencia, siempre en medio de la precariedad económica. En París
pagaban los costos de su estancia en un hotel evidenciando su presencia en el comedor y
actuando así como reclamo publicitario del establecimiento. Más adelante, desde
NuevaYork, el patético infante llegó a pagar un anuncio en la prensa denunciando la
nulidad de su renuncia a sus derechos dinásticos.Tras superar varios graves baches de salud
y el divorcio de su efimera esposa, volvió a casarse con otra espectacular cubana, la modelo
Marta Rocafort, con la que ter minó enseguida.A los treinta y un años era una plena muestra
más de aquella bien conocida compulsión erótica familiar que en este caso, como había
sucedido con Alfonso XII, actuaba de forma muy directa contra su misma supervivencia. Se
mató a principios de septiembre de 1938, al estrellarse el automóvil que conducía -en
estado de ebriedad y en compañía de la camarera de un bar- contra un poste de carretera en
Florida.

Cuatro años antes, la desgracia había vuelto a cebarse en la familia. En julio de


1934, otro accidente de tráfico, producido en este caso en una carretera de Austria, había
acabado con la vida de Gonzalo, el menor de los hermanos, al chocar el automóvil en el que
viajaba y que conducía su hermana Beatriz. Por su parte, Jaime, que utilizaba ahora el título
de Duque de Segovia, veía fracasar todos los intentos que le proponían para curarle de su
sordomudez, pero tuvo al menos una compensación: en marzo de 1935 contraía matrimonio
en Roma con la joven aristócrata Emmanuella Dampierre. Un matrimonio de corta duración
que dejaría dos hijos que iban a dar que hablar en el futuro: Alfonso y Gonzalo de Borbón
Dampierre.

A poco de iniciarse el exilio,Victoria había comentado a un confidente acerca del


estado de ánimo de su marido: «Yo sé que no le importa haber abandonado el trono. Lo
único que le preocupa y siente con toda su alma es eso de que los españoles hayan dejado
de quererle» y añadía: «Porque el problema moral deAlfonso no es el de un rey destronado,
sino el de un hombre que adora ciegamente a una mujer que le ha abandonado sin darle
explicación alguna». Una reflexión ciertamente curiosa, que la ex Reina completaba con un
interrogante: «¿Qué han de hacer los reyes de España para que el pueblo les ame?» y
completaba con un comentario que parecía toda una auto exculpación:

Yo tengo la conciencia tranquila de haber tratado a todo el mundo con la misma


cortesía y haber dedicado todos los esfuerzos que he podido a la organización de la
beneficencia y de la caridad en España. Sin embargo tengo la sensación de que no he sido
nunca verdaderamente querida, de no haber llegado a ser popular...

Ciertamente, Victoria Eugenia nunca había gozado de la simpatía de la gente a lo


largo de aquel cuarto de siglo de reinado. Su altivez y su distante frialdad, junto a la
evidencia de los grandes gastos que sin duda generaba su suntuoso, moderno y confortable
tren de vida, reflejado ampliamente por las revistas gráficas, no eran las mejores
recomendaciones ante una población que en una elevada proporción se debatía en
condiciones de vida absolutamente lamentables. Poca queja, sin embargo, podía tener de las
nuevas autoridades republicanas, que ahora le habían hecho llegar su amada y riquísima
colección de joyas, olvidada en Palacio en medio de las nerviosas prisas de tan imprevista
marcha.

Instalado finalmente en la capital italiana, desde su suite del Grand Hotel, el


destronado monarca dedicó su tiempo a los contactos y operaciones conspirativas que se
organizaban en contra de la República, ya desde los primeros momentos de su existencia.
El régimen democrático establecido permitía la existencia legal de partidos -como el
furibundamente monárquico Renovación Española y la católica Confederación Española de
Derechas Autónomas, CEDA- que de forma abierta trabajaban por su misma destrucción.
El ex Rey prestaba a todos sus posibles apoyos y su respaldo personal, llegando incluso a
tratar de pactar con los adversarios carlistas.

El exilio no era en absoluto precario, y Alfonso pudo consolar sus nostalgias del
trono y la corona perdidos organizándose continuos viajes y estancias en lugares acordes
con lo que debía considerar propio de su rango. Así, el popular periodista que firmaba bajo
el seudónimo de El Caballero Audaz podía escribir en 1935:

En los tres años que han pasado desde aquella noche trágica, Alfonso XIII ha
recorrido todas las rutas del mundo [...] su silueta fue descubierta en todas las carreteras, en
los pasillos de los grandes expresos y en el puente de los transatlánticos de lujo [...] Desde
Francia inició sus rutas por todas las puntas de la rosa de los vientos [...] Estuvo en Austria,
Alemania, Bélgica, Dinamarca, Italia, Inglaterra [...] En las islas del Báltico y en Egipto, en
Mónaco y en Malta, en Checoslovaquia y en Suiza, en Tierra Santa y en Turquía, en la
India inglesa y en Grecia...

En aquel año, además de la de Jaime, había habido otras dos bodas en la familia. En
enero, la infanta Beatriz contraía matrimonio con el príncipe Torlonia, de familia y título
pontificios y recientes; el simbólico 12 de octubre, Día de la Raza, fue el elegido por el
heredero Juan para su boda con María de las Mercedes de Borbón y Orleans.

Más adelante, la infanta Cristina se casaría con el ennoblecido magnate del vermut
Cinzano. A ninguna de las tres bodas, celebradas en Roma, donde vivía el ex Rey, asistió
Victoria Eugenia. Ahora estaba claro que ya no había motivos para disimular la absoluta
fractura que dividía a la familia; irreversible división a la que no eran ajenos intereses
materiales nunca aclarados a satisfacción de las partes interesadas. Se dijo que, en un
momento dado, la fría Victoria Eugenia había abandonado momentáneamente algo de su
británica compostura para lanzarle a su marido un agresivo «¡No quiero ver nunca más tu
fea cara!».

La victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 hizo incrementar
todavía más, si cabe, la implicación de Alfonso XIII en la conspiración antirrepublicana.
Cuando, el 17 de julio, se inició en Marruecos el levantamiento militar contra la legalidad,
aquel golpe de Estado que iba a convertirse en una guerra civil encontró en el exiliado de
Roma su más fervoroso partidario. El general Franco, su antiguo protegido, a quien había
apadrinado en su boda y que fuera gentilhombre de cámara suyo, se erigió inmediatamente
en jefe absoluto de los sublevados. Un exaltado Alfonso veía ahora con esto renacer de
nuevo todas las esperanzas para su recuperación del Trono y escribía: «Todos tenemos que
ayudar al movimiento de salvación de España y vencer.»
Desde Roma o durante sus frecuentes viajes por una Europa que vivía sus últimos
años de paz, el ex Rey no solamente contribuyó materialmente a la causa rebelde, a la que
aportó inicialmente la considerable suma de dos millones de libras esterlinas. También
utilizó su prestigio personal para gestionar y agilizar las aportaciones de armamento que el
Gobierno de Burgos trataba de adquirir en Italia. Sin duda fue él quien impulsó a su
heredero, Juan, en las repetidas ocasiones en que intentó sin éxito integrarse como
combatiente de a pie -bajo el nombre deJuan Español- en las filas franquistas. Pero el frío e
implacable general ferrolano estaba ahora absolutamente entregado a la doble tarea de
conservar el poder absoluto y de ganar la guerra, y no pensaba siquiera en ser un mero
instrumento para una restauración monárquica. En sus habitaciones, Alfonso movía todos
los días las banderitas que tenía clavadas en un mapa de España, reflejando los
movimientos bélicos que, cuando se plasmaban en éxitos para el bando franquista, siempre
obtenían la expresión de sus fervorosos parabienes y felicitaciones, expresados en cartas y
telegramas.

Franco se guardaba mucho de hacer promesa alguna en ningún sentido e incluso


llegó a escribir a Alfonso XIII haciendo memoria de que, en aquel abril de 1931, la
Monarquía se había hundido carente de defensa alguna y «entregada por los propios
monárquicos». No dejaba de ser un ultrajante recordatorio para el destronado, al tiempo que
daba largas sobre el futuro de España, al que afirmaba ver «tan lejano aún que no lo
vislumbramos». El día 1 de abril de 1939, a las pocas horas de la emisión del último parte
de guerra que anunciaba la victo ria final de los militares sublevados, la alborozada
felicitación de Alfonso fue una de las primeras que se recibieron en el cuartel general de
Burgos.

Muy poco después, se dirigía de nuevo al vencedor, haciéndole llegar sus más vivos
halagos y poniéndose a sus órdenes, seguro de que la victoria bélica abría los caminos que
conducirían a España «hasta el final por el camino de la gloria y de la grandeza que todos
anhelamos». Finalizaba expresando su deseo de que el dictador se colgase del pecho la
Gran Cruz Laureada de San Fernando, que consideraría nunca con mayor justicia otorgada.
Para entonces, ya había encargado la celebración de un solemne y agradecido tedéum por el
deseado «y feliz» final de la guerra.

A pesar de todas estas expectativas, que muchos de sus próximos fomentaron en él,
Alfonso pudo ir comprobando con desolación que la tan esperada restauración no llegaba.
Acabó finalmente convenciéndose de que las cosas no eran como había imaginado; no se
podía volver sin más al día siguiente de aquel 14 de abril. Sus consejeros consiguieron
decidirle y, el 15 de enero de 1941, firmó el documento de abdicación en la persona de su
hijo Juan, que habría de ser «cuando la Patria lo juzgue oportuno, el rey de todos los
españoles».Aquel heredero sin futuro relataría posteriormente que, tras la oficialización de
aquel acta, su padre le había dicho: «Ya no me queda más que morir...»

Efectivamente, muy poco después, en la tarde del 28 de febrero de 1941, moría de


una afección cardíaca. A las pocas horas, su hijo Leandro Alfonso, de doce años y alumno
del Real Colegio de Alfonso XII de El Escorial, era informado de la muerte de su padre.
Sobre ello, escribiría mucho más tarde, en su reciente libro de memorias El bastardo real:
Hasta el momento de su muerte, estuvo aguardando confiado la comunicación o el
telegrama de Franco, en el que le dijera que le esperaba para que volviera otra vez a España
para ocupar el Trono. Como todo el mundo sabe, eso nunca llegó y él murió en aquella
esperanza...

El Gobierno de Madrid decretó tres días de luto nacional. En Roma, un fastuoso y


espectacular entierro, presidido por el rey Víctor Manuel y su jefe de Gobierno Mussolini,
acompañó el cuerpo hasta la iglesia española de Montserrat. Muy poco antes, el dictador
italiano había apuntado a un alto gerifalte franquista:

Dígale al Generalísimo que no instale la monarquía, que el rey será siempre su


enemigo; a mí me pesó mucho no haberme desentendido de la casa de Saboya cuando los
camisas negras avanzaron sobre Roma...

Casi cuatro décadas iban a pasar hasta que, el día 18 de enero de 1980, los restos de
Alfonso XIII fuesen trasladados al lugar que tenía destinado junto a sus antepasados, en el
Panteón de Reyes del Monasterio de El Escorial. Los había mandado traer el Rey de
España, que no era su heredero Juan, sino su nieto Juan Carlos, elevado al trono por
personal y exclusiva voluntad del dictador Franco.
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