Los Picaros Borbones Jose Maria Sole
Los Picaros Borbones Jose Maria Sole
Los Picaros Borbones Jose Maria Sole
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indice
Al situarse frente a ellos, los sentimientos o la mera sensación que inspiran pueden
ser muy diferentes, variados y enfrentados. Son, sin duda, capaces de suscitar en el
observador desde una positiva comprensión e incluso una bondadosa compasión hasta el
más abierto rechazo. Una reacción esta última susceptible de llegar incluso a alcanzar
alguna perversa forma de vergüenza ajena. Algo, por otra parte, absolutamente injustificado
a día de hoy.
El Rey de España ha dado una corona a vuestra majestad. Os aclaman los nobles, el
pueblo desea conoceros y yo consiento en ello. Vais a reinar, señor, sobre la más vasta
Monarquía del mundo y a dictar leyes sobre un pueblo esforzado y generoso, célebre en
todos los tiempos por su honor y lealtad. Os encarezco que le améis y que, por la dulzura de
vuestro gobierno, os hagáis merecedor de su amor y confianza.
quel 16 de noviembre del año 1700 era un día frío y neblinoso. Los
suntuosos y espectaculares salones del Palacio de Versalles, llenos de espejos y doradas
cornucopias, lucían la más brillante iluminación de los días de celebraciones especiales.
Ante la Corte, desplegada en toda su pompa y brillantez para aquel acto, había hablado Luis
XIV, el Rey Sol, el más poderoso monarca de la Europa del momento. Con su más enfático
tono, el astuto y viejo zorro, que desde hacía décadas manipulaba toda la política del
continente, hablaba a su nieto Felipe, duque de Anjou, que todavía no contaba diecisiete
años de edad.
Poco más de dos semanas antes, el Día de Difuntos, había muerto en el lúgubre
Alcázar de Madrid Carlos II, el patético Rey de España y último representante de la que
había sido gloriosa y temida dinastía Habsburgo. Sus últimos años habían transcurrido entre
sombras, sospechas, suspicacias, traiciones y miserias. Todos querían aprovecharse de
aquel pobre guiñapo humano, tratando de arrancarle cualquier jirón de sus oropeles, que al
final únicamente servían para agobiarle todavía más. Él, llevado por una infinita debilidad,
simplemente se había dejado ir.Ya había sido demasiado larga y dura la lucha... Ahora, que
viniera otro, a ser posible joven y fuerte, a sustituirle en aquella abrumadora tarea que había
acabado con él. La muerte del mísero Carlos había sido verdaderamente el fin de todo un
mundo para España y su Imperio.
El Rey Hechizado había legado al joven Felipe en herencia todos sus inmensos
dominios, sobre los que todavía durante un siglo no habría de ponerse el sol. A pesar de la
larga decadencia en que se encontraba postrada, la Monarquía Hispánica era todavía por
entonces el mayor imperio mundial, extendido sobre cuatro continentes. Ello había hecho
que la cuestión de la sucesión del moribundo monarca español hubiese desatado ya las más
agrias polémicas y luchas de interés entre las potencias europeas. Hasta este momento, sólo
habían sido presiones y roces diplomáticos, pero a partir de ahora iban a abrirse los campos
de batalla. Con España y su Imperio, el poder de los Borbones era ya demasiado grande, al
punto que sus poderosos enemigos no eran capaces de admitirlo sin tratar de contenerlo
presentándole batalla.
Habían pasado Felipe y sus hermanos una infancia solitaria en el interior de aquella
fastuosa Corte, modelo que imitaban todas las demás de Europa y que funcionaba por
medio de una complejísima y perfeccionada etiqueta. En medio de aquel lujo y ostentación,
los muchachos se manifestaron muy pronto como seres inseguros, tímidos y huraños, con
tendencias cada vez más manifiestas a unos episodios de melancolía que, con el paso de los
años, acabarían por desembocar en profundos e irreversibles estados de depresión. A su
alrededor y sin disipar las tinieblas internas que los invadían, todo era brillo y esplendor,
dirigidos a la mayor gloria de aquel Rey Sol, convertido en una verdadera divinidad para
sus contemporáneos.
Estricto y temible educador del joven Felipe fue el célebre eclesiástico y pedagogo
Fénelon, que formó su carácter sobre unas estrictas formas de moralismo que alcanzaron
niveles casi místicos. Todo para él era pecado; cualquier pensamiento agradable estaba
prohibido; todo pequeño disfrute significaba la caída... Todo ello era más que suficiente
para acabar imponiendo en aquella infantil mente la absoluta necesidad de seguir las más
escrupulosas y rígidas normas de comportamiento. Víctima de esta perversa educación,
estaría así durante toda su vida dominado por un permanente y angustioso terror al pecado
y jamás sería capaz de arrancarse del ánimo la sombra del complejo de culpa.
El Rey Sol había sabido mover con gran habilidad todos sus hilos para conseguir el
trono español para su nieto. Pero hubo de enfrentarse a un poderoso rival, el archiduque
Carlos de Austria, que aducía mejores títulos que los del francés para convertirse en Rey de
España. A este pretendiente imperial le apoyaban Inglaterra, Holanda y otras potencias
menores, decididas a evitar tal engrandecimiento del poder de los Borbones. La importancia
de lo que estaba en juego justificaba la guerra. Así, mientras Europa se preparaba para
lanzarse a la lucha, Felipe marchaba en aquel otoño hacia su nueva patria, en un lento
recorrido, jalonado por fiestas y celebraciones de toda clase, que le hizo tardar más de
cuarenta días hasta llegar a su capital.
Era la hora del cambio de chaqueta y los miembros de la vieja nobleza española se
acomodaban a la nueva situación y no cesaban de darle muestras de sus mejores homenajes
y pruebas de lealtad. Si hasta este momento habían servido a los Austrias, no tenían
inconveniente alguno en pasar ahora a convertirse en los más fieles del nuevo Rey Borbón.
Si habían manipulado a su antojo al desdichado Carlos II, ahora trataban de medir las
capacidades del joven francés y calcular cómo podían convertirle en manipulable pelele de
sus intereses.
Aquel largo viaje sirvió así como fértil ruta de aprendizaje de nuevas experiencias,
como las que sintió cuando por vez primera se vio ante el sangriento espectáculo de las
corridas de toros. Sus acompañantes pudieron comprobar que, tras la natural sorpresa y
rechazo iniciales, la violencia de la fiesta acabó atrapándole, incapaz de apartar su voraz
mirada de aquella orgía de sangre y vísceras, envuelta en polvo, quejidos y olor de rasgada
carne viva. Era su primer y fascinante encuentro con la sangre y la más estremecedora y
latente casquería.
Pero aquel joven extranjero rodeado por un grupo de paisanos suyos, con los que
hablaba en su lengua propia y que eran los únicos con los que se comunicaba, no tardó en
desencadenar la airada reacción de los viejos cortesanos.Veían peligrar su poder, hasta
aquel momento absoluto e incuestionado, en beneficio de los odiados «recién llegados»,
que no tardaron en verse acusados de controlar la voluntad del monarca. Una situación que
los más viejos del lugar inmediatamente compararon amenazadoramente con lo sucedido
doscientos años antes. Entonces, la venida del joven Carlos 1, con sus cortesanos flamencos
y borgoñones, había provocado un malestar en las alturas que mucho había tenido que ver
con las guerras comuneras y agermanadas que inmediatamente se encendieron con gran
virulencia.
Las bodas por poderes se celebraron en la capilla del Santo Sudario, de la Catedral
deTurín, en septiembre de 1701 y la joven partió inmediatamente hacia su nuevo país, en el
que entró por la costa de los Pirineos catalanes. Por su parte, desde que se había acordado el
enlace, Felipe apenas soportaba el sinvivir que le torturaba, esperando el momento de
encontrarse por fin con su esposa. Una vez santificada su unión, podía entregarse a unas
prácticas que hasta entonces solamente habían sido fantasías vividas bajo el terror del
pecado, a sabiendas de que, al día siguiente, debía declararlas avergonzado ante un adusto
confesor.
Así, en ansiosa busca, partió hacia la frontera. Según un edulcorado relato muy
divulgado desde entonces, ya cerca de Figueras, la localidad fronteriza fijada para el
encuentro, el impaciente Felipe avistó el cortejo que traía a su desconocida esposa.
Conservando el anonimato, lo acompañó hasta el momento preciso en que se dio a conocer,
ante la alegría de la saboyana, que natu ralmente ya había fijado su atención en tan gentil
como desconocido caballero.
Con ella venía un personaje muy especial que iba a tener una muy destacada
actuación en la escena cortesana de los siguientes años. Era Ana María de la Trémouille,
princesa viuda Orsini, nombrada camarera mayor de la nueva reina por decisión personal de
Luis XIV, de la que iba a actuar como principal agente de información. Inmediatamente
rebautizada por el pueblo como Princesa de los Ursinos, fue desde un principio la
absolutafactotum en Palacio. El Rey Sol no estaba en absoluto dispuesto a permitir
cualquier veleidad de autonomía a su nieto, en la gobernación de una España a la que veía
ya absolutamente integrada en la órbita francesa.
Era María Luisa, a decir de testigos y crónicas, de agradable aspecto, expresión viva
y lógica índole infantil, que muy pronto sin embargo iba a verse sustituida por la
insospechada prudencia de sus actuaciones. Era, como suele generalmente decirse, muy
madura para su edad.Tras la ceremonia nupcial, los novios pudieron entregarse libremente a
las delicias del matrimonio y, un mes más tarde, de la Ursinos escribía al abuelo Luis: «No
parece haber forma posible de que el rey abandone la alcoba y por su gusto se pasaría todo
el día en la cama con la reina.» Y confiaba también a Madame de Maintenon, vieja y sabia
amante y segunda esposa del Sol deVersalles:
Da la impresión de que entre los Reyes brotó un amor verdadero y se fraguó algo no
menos importante: un buen entendimiento mutuo. Muestra del pragmatismo del
experimentado abuelo fueron los consejos que, acerca de su flamante esposa, había
trasmitido a su bisoño nieto: «Puesto que tiene talento, verá que no le toca hacer otra cosa
más que agradaros» y, yendo más allá: «La reina es vuestra primera súbdita, y en calidad de
ello y de esposa vuestra, debe obedeceros.»
Muy poco tiempo duraron, sin embargo, estos goces y deleites. La guerra lanzada
por las potencias antiborbónicas había estallado en Italia y, fracasados todos sus intentos
por evitarlo y retrasar la marcha, a primeros de abril de 1702, Felipe se vio obligado a partir
hacia allí. Muy a su pesar, hacía frente con manifiesta desgana a sus obligaciones bélicas en
defensa de la causa dinástica. Pero, sin embargo, parecía moverle ante todo un profundo y
parece que sincero sentido del deber cuando manifestaba: «Dios me ha puesto la corona de
España sobre la cabeza; la sostendré mientras tenga una gota de sangre en mis venas: se lo
debo a mi conciencia, a mi honor y al amor de mis súbditos.» Cuando su barco se alejaba
camino de Italia, dejaba en Barcelona a una desconsolada Luisa, que en realidad no era más
que un valioso rehén que aseguraba el retorno a España del marido.
Fue también durante aquellos meses cuando la otra faceta de su doble personalidad
se manifestó de la forma más espectacular. Lanzado al campo abierto de batalla, todos
aquellos deprimentes vapores desaparecían. En los combates de SantaVittoria y Luzzara,
tuvo su bautismo de fuego y en ellos dio pruebas de un arrojo que demostraba más
temeridad e inconsciencia del peligro que auténtico valor combativo. Desde lo alto de su
caballo, gritaba y gesticulaba como un poseso, arengaba con gran ardor a sus tropas y se
lanzaba inmediatamente al más espeso fragor de la lucha, sin preocuparse de los peligros
que podía encontrar. Las imágenes y olores de las corridas de toros se repetían ahora con
seres humanos y peligro real, pero el abismo de la fascinación parecía ser igualmente
irresistible.
Ante las advertencias de los avezados generales franceses sobre los innecesarios
riesgos a que se exponía, él sabía encontrar hermosas razones justificadoras: «Todos
sacrifican su vida por mí y en esta ocasión la mía no debe quedar reservada para mayor
importancia.» Y, cuando regresaba del campo de batalla, agotado y sin duda disfrutando al
verse cubierto de sangre ajena, declaraba, consciente de su papel: «Si yo expongo mi vida
al frente de ellos, derramarán igualmente voluntarios su sangre para no perderme.» Estas
temerarias actuaciones, que sin duda hablaban de una clara problemática mental, le valieron
muy pronto el halagador sobrenombre de «el Animoso». Desde los lejanos tiempos del
Emperador Carlos V, ningún monarca español había puesto pie en un campo de batalla y,
desde Felipe V, habrían de pasar casi dos siglos para que otro Rey Soldado, Alfonso XII, se
expusiese a la acción de las armas adversarias.
Mientras tanto, en Madrid, la jovencísima reina mostraba unas sorprendentes
habilidades como regente. Con la Princesa de los Ursinos organizándolo todo en la Corte,
María Luisa podía dedicarse a cultivar sus relaciones con el pueblo, ante el que se mostraba
desde un balcón palaciego para dar personalmente cuenta de los hechos de la guerra.Y una
bienintencionada coplilla popular se canturreaba por las calles de la Villa:
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Y, una vez más puesto en situación de urgencia y peligro, Felipe recuperó aquel
exaltado ánimo, que volvió a causar la mayor sorpresa entre quienes le veían habitualmente
alicaído, ausente y únicamente interesado en la cotidiana práctica sexual con su mujer. Ésta
ejercía un pleno dominio sobre la voluntad de su marido, pero tenía la prudencia de evitar
manifestarlo de forma demasiado visible. Además, no debe olvidarse que la abrumadora y
cada vez más insoportable presencia de la Princesa de los Ursinos, organizando y
controlándolo todo en la Corte, «hacía buena» cual quier actitud de María Luisa, por muy
manipuladora de la persona del Rey que se la supusiese.
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En 1709 nació otro hijo, Felipe, que vivió solamente unos días. Los estados de
postración del Rey iban adquiriendo con el paso del tiempo unos tintes cada vez más
negros, que anunciaban ya el paso hacia una abierta demencia.
La suerte de la guerra está echada a partir del momento en que la muerte del
emperador de Austria alzó hasta aquel trono al archiduque Carlos, que al trasladarse aViena
se vio obligado a abandonar sus pretensiones a la Corona española. Pero Luisa Gabriela
apenas vivió para ver la esperada paz. En vista de su estado, el abuelo Luis envió a Madrid
a la mayor eminencia médica de la época, el prestigioso y anciano doctor Helvetius, para
estudiar su mal y pudo, saltándose, por ser quien era, el rígido principio que lo prohibía de
forma expresa, palpar el cuerpo de la Reina en busca de las posibles manifestaciones fisicas
de su enfermedad.
La princesa de los Ursinos reforzó entonces más si cabe todo su poder, ante un Rey
entregado de forma absoluta al morboso disfrute de su profunda soledad y el más absoluto
desinterés por todo, empezando por sus propios hijos. No faltaba quien comentase a media
voz que pudo a ella pasársele por la cabeza la descabellada idea de casarse con el monarca,
aun considerando que contaba ya más de setenta años. De hecho, era la primera en tener
constancia del negativo efecto que la viudez tenía sobre el ánimo de Felipe y se lanzó por
tanto a la tarea de buscarle una nueva esposa. Era éste un asunto que, evidentemente, le
interesaba tener absolutamente controlado desde un principio, si quería seguir conservando
su privilegiada posición.A la vista del pueblo, el Rey y sus hijos eran ahora verdaderos
prisioneros de la odiada camarera mayor.
[...] a cada instante que transcurre se hace más urgente la necesidad de buscar una
esposa para el Rey... La incontinencia produce violentos dolores de cabeza y sudores a no
es posible siquiera apelar al simple remedio de una amante, ya que la conciencia del Rey
continúa siendo tan fuerte como su ardor temperamental...
Solamente habían pasado seis meses desde la muerte de Luisa Gabriela cuando se
anunció oficialmente el matrimonio del inconsolable viudo con Isabel de Farnesio. Para la
Corona española, la novia aportaba los valiosos derechos dinásticos a los Ducados de
Parma, Plasencia y Toscana. Por su parte, los opulentos Farnesio encontraron en la boda
una interesante posibilidad de reforzar su posición en una Italia dividida y decidida a
librarse de una vez por todas de la dominación austriaca. En la elección había influido
también el hecho de ser la madre de Isabel hermana de Mariana de Neoburgo.Vivía ésta
ahora un dorado retiro en una verdadera corte que se había organizado en la ciudad
fronteriza francesa de Bayona. Desde allí, con cuatrocientas per sonas a su servicio, curas y
enanos incluidos, ejercía una fuerte influencia en la escena nacional y no había personaje de
paso hacia Madrid que no le rindiese visita, de interés o de mera cortesía. Construía por
entonces el Palacio de Marrac, que nunca llegaría a ocupar y que legaría a Isabel de
Farnesio. Palacio que, un siglo más tarde sería escenario de las vergonzosas escenas
protagonizadas ante Napoleón por Carlos IV y su hijo Fernando. Pero, volviendo al relato,
solamente hay que añadir que era Mariana por entonces una de esas personas con las que
más valía llevarse bien...
Alberoni había comentado que las necesidades del rey se reducían a un cura como
confesor y a una mujer como esposa legal y, en un lenguaje más crudo, anotaría: «No tiene
más que un instinto animal con el cual ha pervertido a la reina, y no precisa más que una
mujer...» Ahora, gracias a él, Felipe podía volver a tener las dos cosas. Pero la gran sorpresa
que este gran cínico le preparaba a la de los Ursinos estaba por llegar. Con veintidós años,
«la Parmesana», como inmediatamente fue denominada por el pueblo con el menor de los
afectos, no era la jovencita tonta, ignorante, despistada y fácilmente manipulable que los
amos de la Corte esperaban encontrarse.
A un rostro marcado por una antigua viruela, unía un agradable y opulento aspecto
general. Pero no era para nada la gruesa campesina nutrida sólo a base de grasiento queso y
de manteca, de la que algunos despectivamente habían hablado. Era inteligente e ingeniosa,
conocía varias lenguas y dominaba todas las habilidades que se esperaban de una joven de
su posición: danza, música y pintura, equitación y caza; era una verdadera melómana y su
impronta enseguida marcaría los rumbos de la vida cortesana.
Antes de entrar en España, Isabel visitó en aquel diciembre de 1714 a su tía Mariana
en Bayona y ésta, sin duda, la puso en antecedentes de todo lo que se iba a encontrar.Tuvo
así clara conciencia del lugar al que venía y de qué clase de personas eran tanto su futuro
marido como los que le rodeaban. Sobre la concreta e importante cuestión de la camarera
mayor, Isabel no estaba en absoluto dispuesta a entrar en el juego de nadie, así que decidió
atacar por sorpresa y aniquilar a la posible rival antes de que ésta pudiese siquiera
reaccionar.Y no tardó en demostrarlo de la forma más radical.
Una delegación de la Corte presidida por una obsequiosa Princesa de los Ursinos, se
adelantó a recibirla en el castillo alcarreño de Jadraque. Aquí pudo por vez primera
demostrar Isabel la fuerza de su carácter y su expeditiva forma de actuar. Ha sido tarea de la
petite histoire discutir las razones que la llevaron a ordenar la fulminante destitución e
inmediata partida de la camarera, en aquella víspera de la Nochebuena. Nada más verse una
frente a otra, sobre la marcha firmó Isabel -utilizando incluso como soporte sus propias
rodillas- la orden que privaba a la otra de todos sus cargos y decidía su inmediata
expulsión. Perdida el habla ante tan tremenda sorpresa, la caída todopoderosa se vio así
arrojada a los helados caminos y bajo una fuerte ventisca de nieve en dirección a la
frontera, escoltada por un contingente armado y viendo que el Rey no acusaba recibo de
ninguna de sus desesperadas peticiones de ayuda. Lanzado por la espiral de la lujuria de
inmediata satisfacción, Felipe ahora solamente pensaba en el momento de encontrarse con
su nueva esposa. Todo lo demás, le tenía absolutamente sin cuidado.
Otras versiones apuntan un motivo mucho más trivial para tan drástica reacción.
Sería el haberse enterado la italiana de algún irritado comentario de la camarera real acerca
de la larga espera a que la había sometido o quizá de alguna venenosa pulla femenina
acerca de su gordura. Pero, a la vista del carácter de Isabel, cabe pensar que las razones que
la movieron tuvieron más que ver con una cuestión de pulso de poder que con una
motivación tan simple y «casera» como ésta. En fin, sea por la razón que fuere, tras
deshacerse de tan molesta presencia, escribió a su anhelante novio, «lamentando» que la
conducta de la Princesa la hubiese obligado a tomar tal decisión.
Y Felipe, que seguramente estaba a aquellas alturas ya muy harto de aquel largo
dominio, nada objetó.Tampoco Alberoni, el principal artífice de aquel engaño, hizo nada en
su defensa. La vía hacia la instauración de «la Corte de la Farnesio» estaba así abierta. Más
bien, comenzaba «la era Alberoni», ya que durante cinco años y gracias al personal favor de
la nueva Reina, el astuto eclesiástico que llegaría a cardenal tuvo todo el poder en sus
manos y dirigió una eficaz política de reformas y desarrollo con una habilidad que ni
siquiera sus muchos enemigos pudieron negar.
Los Reyes se encontraron así en aquellas Navidades y hasta la todavía tan lejana
muerte de Felipe ya no volvieron a separarse nunca. De forma espontánea, se estableció
entre ellos una perpetua e indestructible alianza de mutuo interés en todos los
órdenes.Alianza en la que cada uno de ellos obtenía lo que necesitaba y buscaba. La
problemática y débil personalidad de Felipe halló su más perfecta compensación y
complemento en el decidido carácter de Isabel, dispuesta a todo con tal de mantener el
absoluto dominio que inmediatamente consiguió. Corrió pronto el rumor de que había
aceptado sin problema alguno participar en un macabro capricho que Felipe tuvo nada más
llegar con ella al Buen Retiro. Él habría insistido en yacer con ella sobre el mismo lecho
donde pocos meses antes había expirado su antecesora, en una asfixiante y oscura cámara
que desde su muerte había permanecido cerrada a cal y canto.
Muy pronto considerada ella como una «estricta ama dominante» de un marido
esclavizado por una permanente necesidad erótica, no era ciertamente amable la imagen
pública de la real pareja, de la que se decía que «el tálamo es su auténtico reino». Sobre
esto, no tardó en hablarse en detalle de la copiosa dieta cotidiana que mantenía la Reina,
aconsejada para asegurar su salud frente a las permanentes prestaciones fisicas exigidas por
su marido.Junto a un monarca que, cada vez con mayor frecuencia, elegía la vía de la huida
de la realidad, aparecía esta mujer de dificil carácter. Era agradable con quien quería, pero
sabía ser arrogante y agria cuando así lo decidía o le interesaba. Se veía además
permanentemente acusada de apartar al rey del amor de su pueblo. Una acusación que a ella
parecía causarle poca preocupación, como demostró el altanero y despectivo, pero también
fantástico, comentario que le hizo al Duque de Saint-Simon: «Los españoles no me aman,
pero yo también les odio...»
Uno tras otro llegaron los hijos, siendo el primero Carlos, familiarmente llamado
Carletto, el futuro Carlos III, nacido en enero de 1716. A continuación y a lo largo de los
siguientes trece años, fueron viniendo otros seis más. La pareja real pasaba junta la mayor
parte del día, desde el momento de saltar del lecho común hasta las horas de las comidas, la
recepción de los ministros, las reuniones y fiestas, las celebraciones religiosas y los paseos
fuera de Palacio. También, las largas cabalgadas y jornadas de caza en los montes próximos
a Madrid.A la mejor manera versallesca, cada mañana, la prolongada toilette de la reina
suscitaba un agradable momento, durante el que Felipe charlaba distendidamente con los
aristócratas y altos eclesiásticos que a ella asistían. Por otra parte, la más íntima vida de los
Reyes nunca dejaría de ser materia de animada conversación; para entonces, un atento
testigo escribía: «El rey decae a ojos vistas por el excesivo comercio con la reina... vigorosa
y que lo soporta todo...»
La culta Reina implantó en la Corte unas actividades hasta entonces nunca vistas. Se
celebraban frecuentes funciones de teatro y de ópera, conciertos de música instrumentales y
vocales y muy brillantes bailes, festines y reuniones, donde la aristocracia podía rivalizar en
la exhibición de sus mejores galas. La de Madrid fue en este momento calificada de
magnífica y espléndida Corte, propia de un gran monarca. Enfrente, el pueblo también
recogía algunas migajas de este fasto, cuando a su vista se desarrollaban actos al aire libre y
de asistencia gratuita, como los traslados de la familia real para celebraciones religiosas y la
marcha hacia los Reales Sitios, los ceremoniales de los embajadores y las fiestas dadas por
las onomásticas y los cumpleaños de la familia y los nacimientos de los infantes.
El nuevo espíritu reformista que Felipe había importado comenzaba a dar sus frutos
y nuevos hombres se incorporaban a las tareas de gobernación del Reino. Entre ellos, la
formación y el mérito personales eran lo que decidía sus ascensos y nombramientos. Los
seculares títulos nobiliarios habían dejado de servir para encumbrar a quienes los portaban
por herencia. La existencia de estos administradores fue lo que hizo posible que, a pesar del
largo y progresivo deterioro de la salud del monarca, los asuntos del Estado en ningún
momento dejasen de estar adecuadamente encarrilados y el progreso y las transformaciones
se evidenciasen en todos los órdenes de la vida del país.
Durante sus muy frecuentes jornadas cinegéticas en los parajes serranos próximos
aValsaín, había descubierto Felipe una pequeña ermita dedicada a san Ildefonso, propiedad
de los monjes jerónimos. Atraído por la belleza del entorno y por su mismo aislamiento, en
el verano de 1720 adquirió la granja, el claustro y los terrenos contiguos, con la intención
de edificar allí una residencia campestre de verano, a donde retirarse cuando su necesidad
de tranquilidad así lo exigiese. Fue el arquitecto Teodoro Ardemans el encargado de dirigir
las obras. El proyecto fue luego adquiriendo una mayor grandiosidad, en manos de
maestros de primera magnitud, como Juvara y Sacchetti.
En La Granja, las originales ideas de directa inspiración francesa irían dejando sitio
a las de gusto italiano, en un marco definido por los jardines. Estaban diseñados a directa
imitación de los del siempre añoradoVersalles, a pesar de las enormes diferencias fisicas
que existían entre ambos lugares, pero que otorgaban aquí a las formas del modelo una
estética en verdad sorprendente y bellísima. Allí, la real pareja encontraría su verdadero
hogar y hasta él vendrían a la hora del retiro, provisional muy pocos años después y ya
definitivo para Isabel tras la muerte de su marido. Allí depositaban amorosamente todas las
magníficas piezas de pintura y escultura que iban configurando sus dos espléndidas
colecciones privadas.
«CORONA DE ESPINAS...
SUEÑO DE MUERTE»
Toca pensar cómo se tomaría la autoritaria Isabel esta decisión, si fue cierto que su
marido la tomó -como se dijo- sin pedirle permiso. Era una decisión que los apartaba del
absoluto centro del poder, convirtiéndoles en «un matrimonio particular». Eso sí,
espléndidamente alojados y atendidos, por numerosa servidumbre y con una fabulosa renta
anual, en su feudo de La Granja. La verdad es que si estas motivaciones religiosas hubiesen
sido las verdaderas y únicas de tan trascendental determinación, Isa bel se habría opuesto a
ella con todas sus fuerzas, haciendo todo lo posible por impedirla. Por eso se apuntaron
otros motivos muy diferentes, y con mayores visos de verosimilitud, para justificar tal
retirada.
El célebre memorialista Coxe describió, acerca de esto, una escena bastante alejada
de cualquier idea de retiro espiritual:
Por lo visto, la pareja se vería ya sentada en el trono de San Luis, en aquel Versalles
idealizado por la distancia y el tiempo. Pero la vida suele dar muchas vueltas y las cosas
acabarían saliendo de forma bastante distinta a lo previsto.
Luis 1 fue así proclamado rey, a los diecisiete años, en medio de un entusiasmo
general, ya que desde siempre había gozado de todas las simpatías populares, que lo habían
visto como a un pobre chico sin madre, ignorado por su padre y hostilizado por una
madrastra solamente preocupada por sus propios hijos. De natural tranquilo y bondadoso,
nunca había planteado problemas ni a sus padres ni a sus educadores y su vida había
transcurrido plácida, entre jornadas de caza y ceremonias cortesanas. Sobre él corría una
historia que no dejaba de otorgarle una cierta aureola de misterio y que, tras su rápido final,
sería aireada como eficaz y terrorífica premonición. Según ella, una gitana que le había
abordado en el parque del Buen Retiro y que le cogió la mano para leérsela, le habría
anunciado, en lúgubres palabras: «Corona de espinas, sueño de muerte, será tu reinado. »
Algo que, sin duda, habría sido tremendamente turbador para cualquier inseguro
adolescente. Sin haber hecho nada especial, aquel Luis, el primer rey Borbón nacido en
España, ya se había ganado el sobrenombre de «el Bien Amado».
Fue el Duque de Saint-Simon, que sería autor de unas inapreciables memorias sobre
los personajes y la vida de la época, quien dirigió el cortejo que llevó a la niña hasta
Madrid, tras la precep tiva parada en Bayona para saludar a Mariana de Neoburgo.Al
mismo tiempo, se había acordado una boda paralela, tan característica entre las familias
reinantes de la época. Era la del enfermizo Luis XV de Francia, de once años, con la infanta
MaríaAnaVictoria,llamada en familia Mariannina, la tercera hija de Felipe e Isabel, que
solamente tenía cuatro. Paralelamente a la venida de Luisa Isabel de Orleans, la niña era
enviada a Versalles para ser educada en la larga espera de la realización material de aquel
matrimonio.
Ahora, nuevamente una cuestión íntima de la familia real española volvía a ser
motivo de sugerentes comentarios y picantes murmuraciones. Otra vez era una cuestión de
alcoba, la escabrosa y siempre atractiva cuestión de la consumación o no del matrimonio de
los jóvenes. Para algunos, la unión fisica de la pareja jamás tuvo lugar.Varias cartas
dirigidas por el muchacho a su padre, dándole sobre esto unos detalles en verdad
sonrojantes, servirían para fundamentar esta idea. Fuese esto cierto o no, la verdad es que
aquel matrimonio entre dos personas apenas salidas de la adolescencia no funcionó en
ningún sentido y no tardó en dar lugar a algunos de los más comentados episodios que
tuvieron como escenario la Corte española.
Luisa Isabel carecía por completo de educación y era en extremo ignorante y, lo que
era peor, absolutamente estúpida. Ello le hizo seguir llevando en el Buen Retiro -primero
como Prince sa de Asturias y luego como Reina- el mismo tipo de vida, sin orden ni
concierto de ninguna clase, que había mantenido hasta entonces. Desordenada y caprichosa,
capaz de protagonizar sin rubor los mayores ridículos, acostumbraba a tratar con excesiva
familiaridad a la servidumbre, abandonaba sus obligaciones en provecho de juegos y
pasatiempos y, algo en lo que se complacen morbosamente en repetir los cronistas, solía
andar por los pasillos y jardines palaciegos en robe de chambre.
Era una Reina que no guardaba las más mínimas formas y que se dejaba tutear por
sus criados, con los que jugaba, en ocasiones de forma no demasiado recatada, y que, para
rematar tal desastrosa imagen, se permitía despreciar abiertamente a los más dignos
cortesanos. En más de una ocasión, no se había molestado en ocultar los efectos de su
ebriedad. Una horrible impresión, en fin, que el estricto Marqués de San Felipe resumía
cuando afirmaba que la Reina «no comprendía los inconvenientes de aflojar ni declinar de
aquel alto decoro y sostenimiento que compete a la Majestad».
A las pocas semanas, el blando Luis no pudo seguir resistiendo y accedió al retorno
de su mujer. De débil carácter, como su padre, no sufría sin embargo los problemas morales
de éste en cuanto a la práctica del sexo eventual. Por ello debió pensar que no estaría mal
llevar una vida doble, conservando su matrimonio para la galería y manteniendo al mismo
tiempo sus prácticas privadas. Siempre, naturalmente, que se guardasen las formas.Bajo la
amenaza de un nuevo encierro, ella se esforzó entonces en cambiar su comportamiento y
parecía que las cosas podían encarrilarse adecuadamente. Muchos optimistas pensaron
incluso en la posibilidad de que hubiese sucesión, si la tan debatida relación física entre la
pareja entraba también por las vías normales.
En su tan breve etapa de reinado, el joven monarca estuvo asesorado por una junta,
a la que se denominó «gabinete». Era la primera vez que se utilizaba este término y,
rápidamente y como no podía ser menos, se ganó las burlas populares, que celebraban
satíricamente a sus integrantes, siempre sospechosos de interesada actuación en propio
beneficio:
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La verdad es que nadie tuvo tiempo para nada.Víctima de la viruela, moría Luis 1 el
31 de agosto de 1724, después de solamente siete meses de reinado. Se comentó mucho
acerca de las causas de tan repentino final y llegó a difundirse la especie de que había sido
envenenado -inoculándole alguna mortífera ponzoña- por el denominado «Clan de los
Parmesanos», encabezado por su madrastra. Un grave hecho que recogería persona tan
fiable como Melchor de Macanaz en sus Memorias, pero que nunca pudo ser demostrado.
Aparentemente reconvertida, su esposa le había atendido de la forma más abnegada durante
los días de la enfermedad, llegando en su fervor a contagiarse ella misma de la viruela.
Cuando por fin Luis murió, solicitó ella el pago de una indemnización, al haber quedado sin
recurso alguno.
Bajo la protección del rey francés, Luisa Isabel de Orleans se instaló en un convento
de monjas de París y, posteriormente y hasta su muerte, en 1742, en el Palacio de
Luxemburgo. Allí -sin declinar nunca su calidad de Reina de España- pudo libremente
recuperar y lanzarse a desarrollar ya sin control ni medida de ningún tipo sus iniciales
costumbres. Entre escandalosas y alcohólicas reuniones, frecuentadas por sospechosos
elementos de la más evidente raíz delincuente y prostibularia, mantuvo feliz hasta el fin
unas formas de vida que en ningún momento dejaron de ser motivo tanto de las más
divertidas habladurías como de las más ácidas censuras.
Lo cierto es que, durante aquellos siete meses, en ningún momento la real pareja y
sus hombres de confianza habían dejado de controlar la gobernación del Reino. Éste había
seguido estando dirigido desde La Granja, lo que daba la impresión de que, efectivamente,
la abdicación no había sido más que una acción táctica. Una operación que, en definitiva,
concluyó debido a dos hechos prácticamente simultáneos. En efecto, a la inesperada muerte
de Luis se unieron las noticias de la recuperación fisica del monarca francés, que venía a
anular toda esperanza de Felipe de coronarse rey de su país natal.
LOS VAPORES DE
EL MELANCÓLICO
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Para Felipe, habían sido muchas y muy fuertes cosas para tan poco tiempo. Pero fue
precisamente este conjunto de desafíos lo que le abrió una de sus más prolongadas etapas
de estabilidad emocional. Ante la complejidad de la situación, su tan especial naturaleza
volvió a reaccionar de la forma más sorprendente. Era igual que cuando, en las antiguas
batallas, se lanzaba inesperadamente a las más insensatas acciones, apenas salido de las
brumas de profundos hundimientos psíquicos.
Ahora, las cosas habían vuelto al orden. La real pareja podía entregarse a sus
habituales quehaceres y distracciones. Felipe dejaba confiado el gobierno en manos de sus
ministros e Isabel controlaba por completo todos los espacios cortesanos. Muy interesada
también en los dimes y diretes de la calle, disponía de un amplio «equipo» de informadores
y correveidiles, desde arrogantes arzobispos a simples peluqueras, que la mantenían
puntualmente al día de todo cuanto se comentase o murmurase en palacios, conventos,
tabernas y esquinas de la Villa. Fue en este momento cuando entró en escena un muy
singular personaje: el turbio e ingenioso aventurero holandés Juan Guillermo Ripperdá.
El Rey se pasaba días enteros hundido en el lecho, sin querer ver a nadie más que a
su mujer. Sufría constantes alucinaciones y terrores. Uno de ellos, especialmente llamativo,
trascendió muy pronto: era su convencimiento de que estaba amenazado de ser envenenado
a través de la ropa blanca. El desastroso resultado fue su cerrada negativa a cambiarse de
vestimenta, que venía a unirse con la ya vieja costumbre de abandonar por completo su
aseo personal. Testimonios de embajadores hablaban de que les recibía envuelto en su sucio
y maloliente camisón, con las piernas al aire y, sobre una cabeza de catastrófico aspecto,
una peluca torcida coronaba tal visión. Debido a la longitud de sus uñas, las manos y pies
del desdichado se habían convertido en verdaderas garras.
Todo ello sirvió para redoblar la astucia de Felipe que, como suele decirse
llanamente, «estaba loco, pero no era tonto». En junio de 1728 y a espaldas de su vigilante
esposa, llevó a la práctica su voluntad de abdicar nuevamente.Valiéndose de un oscuro
burócrata, hizo un nuevo testamento renunciando a la corona y le ordenó entregarlo al
presidente del Consejo de Castilla. Tras recibir la inesperada y tan temida sorpresa, la
encolerizada Isabel reaccionó de inmediato y ordenó de forma absolutamente
incuestionable que se suspendiese toda acción en este sentido. Ahí naufragó este segundo y
último intento de Felipe por abandonar el trono.
Era por entonces Sevilla una gran ciudad en plena decadencia, en la que quedaban
manifiestas muestras del enorme auge que había tenido décadas atrás, cuando las riquezas
procedentes de la inagotable América que canalizaba la habían convertido en uno de los
mayores centros económicos de Europa. El traslado de estas actividades a Cádiz y una
sucesión de desastres como pestes, sequías, inundaciones y hambrunas, la había arrojado a
una gran postración. A pesar de todo, autoridades y pueblo recibieron a los reyes con
enormes muestras de alegría y bajo arcos triunfales muestra de la mejor arquitectura
efimera de la época. La larga estancia iba a resultar muy costosa para la ciudad, pero ésta
respondió de la mejor forma posible a las necesidades que imponía la nueva realidad y
aportó todos los medios posibles para realzar su presencia como sede de la monarquía.
Durante este tiempo, en enero de 1731, murió sin descendencia y víctima de sus
excesos gastronómicos el Duque de Parma, tío de Isabel. La consecuencia fue que la Reina
tuvo una de sus mayores alegrías. Su hijo mayor Carlos, el adorado Carletto, pasaba a
heredar los Estados familiares y venía a cumplir así uno de los más profundos deseos de su
madre, que siempre había anhelado un trono para él. A los nueve años, había ya
protagonizado el joven Carlos otro más de los repetidos episodios de bodas frustradas por
razones de Estado. Su prometida había sido Felipa, mademoiselle de Beaujolais, hermana
de aquella tan problemática mujer del efimero Luis I. Si ya se vio que, tras la muerte de
éste, la obligada marcha a Francia de la joven reina viuda produjo como represalia la
devolución de una infantita, también deshizo el proyectado enlace de Carlos y Felipa.
Ahora, con quince, marchaba a Italia a tomar posesión de sus dominios. Era el inicio de una
larga carrera como soberano.
Viejos recuerdos de la tan lejana época del «Animoso» habían vuelto a brotar,
siempre al toque de las armas dispuestas a la lucha, con ocasión de las afortunadas
operaciones en la costa marroquí que Patiño había impulsado y, algo más adelante, a
principios de 1733, cuando estalló la Guerra de Sucesión de Polonia, en la que España se
implicó por sus intereses italianos. En llamativa y tantas veces repetida reacción, el
subconsciente de Felipe, una vez más, abandonaba las sombras de su demencia cuando oía
el sonido del combate. En este caso, ya no podía sentir sobre el terreno el salobre olor de la
sangre, pero le bastaba saber que estaba siendo derramada generosamente. Tras un
desembarco de veinte mil hombres, las tropas españolas conquistaron Nápoles y Sicilia. Las
potencias europeas entregaron este Reino de las Dos Sicilias a España y Carlos tomó
posesión de él en nombre de su padre. Para acceder a esta corona, Carlos debió renunciar a
sus ducados del Norte, que acabarían pasando a su hermano menor, Felipe. Con ello, Isabel
de Farnesio cumplía sus más caras esperanzas de ver reinar -y además, sobre Estados de su
Italia natal- a sus dos hijos mayores.
Entre otras cosas, se había ordenado la talla de un centenar de estatuas de los Reyes
de España para colocarlas a lo largo de la cornisa superior del gran edificio. Pero
finalmente, y sin explicación de ninguna clase, pudo comprobarse que, en lugar de ser
dispuestas en aquel lugar, fueron distribuidas por varios parques y jardines. Se hablaba de
un angustioso sueño de pesadilla que Isabel habría tenido, en el que las veía caer en
estremecedora escena y que le había causado tal pánico, que había dado la orden de que
jamás se irguiesen en tan inestable y amenazador equilibrio.
[...] Se sabía que la cena era a las 5 horas de la mañana, con las ventanas cerradas;
que a las 7 se iba a la cama, y que a las doce tomaba una substancia. Regularmente, a la
una, después del mediodía, se vestía, a las 3 horas oía misa en la pieza inmediata.
Concluido el santo sacrificio de la misa, admitía en la conversación [...]. En este modo o
régimen de vida, después de la comida no tomava siesta, sino que estava en el cuarto
leyendo o haciéndose leer un libro, y assí en esto y en otras cosas indiferentes pasava el
tiempo hasta entrada más la noche, que se le tenía alguna diversión de música o
representación; a las dos horas después de la medianoche llamava a los secretarios para el
despacho, y en esta manera el tiempo hacía su círculo; haviendo entrado en este género de
vida desde el año de 1733 que de Sevilla se vino a Madrid.
El castrato napolitano Carlo Broschi, llamado Farinelli, poseía una gran reputación
en teatros privados y Cortes de toda Europa por la calidad y belleza de su voz de soprano,
que fascinaba por completo a quienes tenían el privilegio de escucharle. Actuaba inmerso
en los prodigiosos decorados que la imaginación de los decoradores y tramoyistas habían
ideado. Toda la escenografia más bella y espectacular del Barroco llevada a la escena
parecía diseñada de forma especial para servir de marco a una presencia y a una voz
inigualables. La melómana Farnesio, siempre al tanto de las tendencias y novedades que en
el campo de la música aparecían en Europa, tenía las mejores referencias del cantante y
efectuó las gestiones pertinentes para contratarle, sin importarle el elevado nivel de los
ingresos que su categoría y fama le permitían exigir. La elección no pudo ser más
afortunada y el can tante se convirtió en un elemento de primer orden en la vida de la Corte.
Lógicamente, tal posición nunca dejó de suscitar las más enconadas y profundas
envidias y sobre él corrió toda clase de rumores, sobre todo referentes a su particular
sexualidad, que fomentaba los más malévolos comentarios. En bocas anduvo una posible
liaison con la Reina, su devota admiradora y gran protectora.También se habló de algo más
espinoso, como sería una «muy especial» fascinación que el castrato ejercería sobre el
heredero Fernando, en verdad nada dado a asuntos de faldas. Mucho se comentó, por otra
parte, la ocasión en que el Rey, especialmente alterado por alguna razón, habría tratado de
imitarle cantando en público y consiguiendo solamente emitir desquiciados y lamentables
alaridos que le harían ganarse una importante afonía que le dejó mudo por algunos días,
cabe imaginar que para gran alivio de quienes le rodeaban.
Sus últimos tiempos estuvieron dominados por la permanente preocupación por los
desastrosos resultados de las guerras man tenidas en Italia, por su vieja angustia ante la
posibilidad de morir en pecado y por las continuas recriminaciones de Isabel, que cada vez
se veía más próxima a la tan temida viudez que la apartaría del poder. Ni siquiera las
prácticas curanderiles ni la ingestión de todo tipo de bebedizos supuestamente
reconfortantes servían para devolver la salud a un organismo tan gastado. Paralelamente a
su declive, el país se iba transformando por las reformas que sus hombres aplicaban en
todos los ámbitos. Nacían así realidades que situarían a su memoria en un lugar bien
destacado en la historia de la cultura española: las Reales Academias de la Lengua, de la
Historia, de las Bellas Artes y de Medicina eran orgullosos emblemas de una nueva época y
de un nuevo país, que su venida había inaugurado.
En 1746, el pintor de corte Louis-Michel van Loo llevó a cabo la magna tarea de
representar sobre un enorme lienzo una idealizada reunión de la Real Familia. Sobre un
suntuoso interior palaciego se sitúan los actores de aquella representación -verdadero teatro
barroco- que era la vida cotidiana en la Corte del primer Borbón español. En un salón
abierto a un jardín, se representa al grupo familiar escuchando el concierto que interpreta el
grupo de músicos situado en un pequeño estrado. Empezando por la izquierda, aparecen la
infanta María AnaVictoria, Mariannina, la frustrada esposa de Luis XV y después Reina de
Portugal; su cuñada Bárbara de Braganza y, de pie, su marido, Fernando, Príncipe de
Asturias y futuro Rey. Luego, FelipeV es presentando mostrando un saludable aspecto,
absolutamente irreal, ya que cuando se realizó la pintura el estado del monarca era
absolutamente deplorable en todos los sentidos. A su lado, centrando indiscutiblemente la
escena, la serena superioridad y el tranquilo orgullo que ostenta Isabel de Farnesio; entre
ellos, el cardenal-infante don Luis, el varón más joven de los hijos.
Cuando Felipe V murió, fulminado por una apoplejía, en la noche del 6 de julio de
1746, hacía ya largo tiempo que sus súbditos se habían olvidado incluso de su misma
existencia, recluido como había estado en la oscuridad de las estancias reales. Sus antiguos
temores se habían cumplido finalmente, ya que no pudo tener confesión en sus últimos
momentos de inconsciente agonía. Pero ya todo daba igual y, a excepción de la Reina, todos
respiraron aliviados cuando tuvieron noticia de su fin. Duraba ya mucho su encierro para
que su falta se hiciese notar. Para el pueblo, el habitante del Palacio del Buen Retiro era una
momia instrumentada por su ambiciosa mujer, capaz de mantenerlo con vida por todos los
medios con tal de seguir aferrada al poder.
En este sentido, una sátira que corrió entonces resumía esta sensación de forma
magistral, cuando afirmaba que, únicamente a través de un expreso ejercicio de fe, los
españoles podrían pen sar que tenían un rey. Felipe, de quien se había dicho que había
pasado la vida entre la cama de la Reina y el confesonario, mereció un epitafio tan
venenoso como el muy difundido que le dedicó D'Argenson:
No hubo hombre que, siendo laborioso, hiciera jamás nada provechoso. Ni hombre
que haya hecho uso tan erróneo del matrimonio, permitiéndose ser dominado y gobernado
por una esposa que mandaba y ordenaba rigurosamente sobre él.
Su reinado de cuarenta y seis años, el más largo de nuestra Historia, había marcado
una profunda impronta que iba a señalar los rumbos del país durante los siguientes siglos.
Personaje complejo y en general incomprendido, Felipe V había sido, sin la menor duda
-comparándolo con quienes le precedieron y los que le siguieron- uno de los mejores
monarcas de la Historia de España.
Los REYES
SE DIVIERTEN
Habían sido muchos años de convivencia familiar nada armoniosa, presidida por un
problemático padre carente de autoridad, que solamente podía suscitar cariño y lástima.
Entre los dos «sectores» de hijos de FelipeV siempre había existido la mayor frialdad en
todos los órdenes. Isabel no había estado nunca interesada en fomentar cariño fraterno
alguno entre sus hijos y los de su predecesora. De entre ellos, aquel Carletto, en el que la
reina tenía puestas todas sus esperanzas, sin molestarse en ocultarlo, había sido el más
agasajado. Cuando tuvo conciencia de todo ello, el siempre cauteloso Fernando no se
privaba de molestar a aquel hermanastro, burlándose con frecuencia al dirigirse a él de
forma exageradamente cortesana como a Monsieur de Parme o Monsieur le Grand Duc, en
abierta referencia a las ambiciones que su madre cultivaba para él en Italia y por las cuales
manipulaba todo cuanto podía.
Tras aquellas sonadas bodas, una vez más, los asuntos más privados de la Familia
Real volvieron a ser pasto de hablillas y comentarios, desde la calle, las tabernas y los
mercados hasta los palacios y las embajadas. El embajador francés había informado ya
hacía tiempo acerca de Fernando:
[...] carece de algo muy esencial, de lo que con artificio se quita en Italia a quienes
se desea que figuren en una capilla de músi ca; de modo que hay en él muchos
resplandores, pero sin llamas capaces para la generación.
Algo que podía hacer pensar que los testículos del príncipe no habían alcanzado su
normal y adecuado desarrollo.
También obsesionado, aunque menos que su padre, por el pecado que suponía
cualquier aventura tenida fuera del matrimonio, parece que Fernando no había tenido
actividad sexual alguna antes de su boda. Podría así imaginarse en él una tranquila frigidez
o una bien llevada ambigüedad sexual que no parecía torturarle de forma visible.Y, a partir
de este momento, lo más probable es que mantuviese siempre una estricta fidelidad a su
mujer; algo que no debía costarle demasiado esfuerzo. Se han apuntado, por otra parte,
breves referencias a supuestas y ocasionales infidelidades de Bárbara. Pero las acusaciones
de estos deslices siempre han sido discutidas y descalificadas como infundios sin sentido
alguno. Como sucedió cuando se la quiso ver implicada en una realmente inimaginable
liaison con el genial Farinelli. Despreocupado como era el italiano para las cuestiones del
poder, estaba claro que no tendría el más absoluto interés ni necesidad de soportar a aquella
repulsiva mujer.Y, amante de la belleza en todos los aspectos, hay que pensar que el
cantante también debía ser selectivo a la hora de elegir compañía para su lecho.
Isabel había tratado de establecer una buena relación con su nuera, de la que
esperaba la más absoluta e incontestada sumisión. Y cual no será su sorpresa cuando se
encontró frente a una mujer de carácter, en absoluto dispuesta a someterse a sus
dictados.Tras aquella larga estancia de la Corte en Andalucía -a donde la recién casada
Bárbara se había hecho acompañar por su querido profesor de música, el napolitano
Domenico Scarlatti- las relaciones entre la Reina y la Princesa de Asturias se enfriaron
irremisiblemente. Poca paciencia tenía Isabel para seguir disimulando y, siempre bajo la
permanente sombra de los sucesivos hundimientos mentales de su marido, hizo todo lo
posible por seguir manteniendo a la joven pareja apartada de cualquier centro de decisión.
Estaba claro que para la Reina, ahora, el principal rival a combatir no era Fernando, sino
Bárbara.
Al igual que había sucedido años atrás con su padre, siempre había quien creía que,
en Fernando, aquella apariencia de frialdad y desinterés por todo ocultaba un profundo
espíritu, que se mostraría en el momento oportuno. Después de su boda, el Príncipe volvió a
dar muestras de aquel insensato comportamiento que había sorprendido a todos. Ahora,
sintiéndose decididamente apoyado por el pacífico pero fuerte carácter de su mujer,
comenzó a dar inconexas y esporádicas muestras de una naturaleza autoritaria, que en
muchas ocasionas rayaban con el absurdo por su testarudez y gratuita cabezonería. Una vez
abierto el enfrentamiento directo con su madrastra, no estaba dispuesto a seguir
representando su papel de muchacho corto de entendederas y siempre cortés con todo el
mundo, incluso con aquellos que de la forma más visible no ocultaban el desprecio que les
merecía. Por otro lado, Fernando estaba encantado de no tener que seguir soportando en la
Corte a aquel detestado Carletto, que se había marchado feliz a tomar posesión de aquellos
ducados italianos que le habían caído del cielo.
Lo cierto es que, en este caso, el asunto nunca llegó a alcanzar niveles preocupantes,
pero se hizo todo lo posible por aislar a la incauta pareja de aquellas influencias que se
veían nefastas para la política reformista que el primer Borbón aplicaba desde su llegada al
trono. En este sentido, los intereses políticos venían a coincidir, en relación con la
«peligrosidad» de Fernando y Bárbara, con los personales de la Farnesio, que -llegado el
verano de 1733- no dudó en imponer a la joven pareja unas normas de vida que vulneraban
abiertamente cualquier derecho a su propia libertad. Así, solamente podían ser visitados por
un máximo de cuatro personas a la vez; el portugués y el francés eran los únicos
embajadores que tendrían acceso a sus aposentos y, por último, se les prohibió
expresamente comer o pasear en público, así como visitar iglesias y conventos en los que
pudiera reunirse alguna gente.
Era una forma nada disimulada de detención domiciliaria, que la pareja pareció
aceptar con mansa resignación, muy acorde a aquellas altas capacidades de disimulo tan
comentadas como rasgos muy definitorios del carácter del futuro Rey. Cabe suponer que a
lo largo de estos años, con señalados altibajos en las rela ciones mantenidas con los Reyes
padres, los dos «arrestados» tratasen de acomodarse, sin violencias ni enfrentamientos, a
una situación que en definitiva iba a terminar un día u otro. Bárbara, aquella «fea, gorda y
con viruelas», demostraba que sabía salvar las situaciones espinosas, ofreciendo siempre su
voluminosa presencia, que realmente no carecía de cierta gracia y majestuosidad.
A fines de 1736, se habían producido dos fallecimientos de especial relevancia en la
Corte. Por una parte, el de Patiño, el gran ministro del Rey. Por otra, el del Conde de
Salazar, viejo ayo de Fernando que se había convertido en su consejero y que, como
representante de los casticistas, era considerado el más poderoso enemigo de los
reformistas. Una falta parecía así, pues, compensar a la otra. En la intimidad de Fernando,
la falta del «imprescindible» Salazar sirvió para reforzar el poder de Bárbara, mientras que
para muchos era ya algo realmente incomprensible que ambos pudieran seguir soportando
la situación impuesta por Isabel.
Mientras ésta afirmaba sin el menor recato, y con la mayor frecuencia posible, que
«Fernando tiene la cabeza mala», Madrid se llenó de pasquines y folletos callejeros
denunciando a los gobernantes de Felipe e instando a su hermético heredero a tomar una
decisión. El hecho de que la pareja todavía no hubiese tenido hijos se veía como algo
lógico, dados aquellos comentarios que sobre la cuestión habían corrido tan ampliamente
desde el mismo momento de sus bodas. Ahora, incluso se llegaba a acusar a la propia Reina
de propalar que, efectivamente, era la ya tan comentada y supuesta carencia congénita de
testículos del heredero lo que impedía cualquier embarazo de su resignada mujer.
Por el momento, y a la espera de la muerte de aquel rey que ya hacía tantos años
que se había convertido en un ausente para sus súbditos, todo el mundo consideraba que la
débil personalidad del nuevo monarca facilitaría las cosas para quienes estuviesen en
disposición de manejarlo a su antojo y, sobre todo, en función de sus particulares intereses.
Muy pronto todos los potenciales beneficiarios de la nueva situación iban a experimentar,
sin embargo, la más amarga y definitiva frustración. Las noticias de la muerte del Rey
apenas causaron mayor impresión entre el pueblo, harto de un reinado que parecía durar
demasiado. Ello hizo que las habituales y visibles muestras de dolor no se manifestasen
apenas en las iglesias y calles.
Tras la muerte del Rey, por las encrucijadas de Madrid no tardaron en difundirse las
habituales coplillas, fruto de la confluencia del ingenio y la malicia. Abundantes fueron las
que tuvieron como destinataria a la odiada Reina viuda, que aparecía ahora como necesaria
víctima de la nueva situación y que todos esperaban ver arrojada de la Corte. Nadie quería
perderse la oportunidad de asistir a un drástico y rápido ajuste de cuentas que se deseaba
que el nuevo monarca ordenase ya, vengándose así de largos años de menosprecio y
vejaciones. Isabel, bien convencida del valor de la imagen en los momentos precisos, no
evitaba por entonces en ninguna oportunidad mostrar el más visible desconsuelo por la
muerte de su viejo compañero de vida.
Pero realmente fueron muy pocos los que interpretaron piadosamente aquella
dolorida actitud. Antes bien, la vieron como efecto del temor que le producía la nueva
realidad o, por el contrario, la interpretaron como una fría actuación, dirigida a provocar
unos sentimientos de simpatía o de lástima que nunca había sido capaz de suscitar. El
escenario de la Corte de Madrid acababa de cambiar de protagonistas principales, pero el
papel decisivo parecía seguir sin corresponder al Rey. Ahora, a los ojos de todos, el mando
supremo de la Farnesio no era sustituido por el de Fernando VI, sino por el de su mujer,
aquella gruesa y aparentemente atolondrada Bárbara.
Fue ésta, sin duda, la que de forma más destacada impulsó a Fernando a tomar la
primera decisión importante de su reinado, que venía a coincidir plenamente con los deseos
populares. Solamente una semana después de la muerte de Felipe, a la Reina viuda se le
ordenó abandonar el Palacio del Buen Retiro. Aquella altiva y dominante mujer se vio así
obligada a acogerse a la buena disposición de varios agradecidos nobles, que le cedieron el
uso de las denominadas Casas de Osuna, un complejo de viviendas, jardines y huertos
situado en la Plazuela de los Afligidos. Con ella pasaron a vivir sus hijos los infantes Luis y
María Antonia. De los fértiles mentideros salieron inmediatamente adecuadas
composiciones, como ésta:
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Tal estado de cosas era del dominio público, y la propia dignidad de la real pareja
no podía admitirlo. Así, el 3 de julio de 1747, un año después, casi día por día, de la muerte
de Felipe, se le comunicó a Isabel la orden real de instalarse fuera de la capital.
Acompañando a unos formalistas y afectuosos términos, concluía un radical Fernando: «Lo
que yo determino en mis reinos no admite consulta de nadie antes de ser ejecutado y
obedecido.» El Rey se demostraría siempre absolutamente incapaz de tomar cualquier
iniciativa, por insignificante que fuese, sin contar con la aprobación de su mujer y de sus
consejeros. La más absoluta inseguridad en sí mismo iba a ser siempre el principal rasgo
definitorio de su carácter. Por ello, estaba claro que esta crucial decisión era la expresión de
una serie de voluntades que tenían en él su punto de encuentro y que estaban decididas a
imponer sobre el país una nueva política.
A la «defenestrada» Reina viuda y a sus dos hijos se les concedía una enorme renta
anual. Sin embargo, y a pesar de la rela tiva benignidad de aquel destierro, la nueva
situación permitió a Isabel presentarse, tanto ante las Cortes extranjeras como ante el
pueblo que la detestaba, como una infeliz víctima de la venganza de su nuera y de su
hijastro. Una activa claque que sus partidarios habían organizado en los barrios bajos de la
capital le sirvió en estas circunstancias para mostrar en las calles «el dolor del pueblo» ante
la persecución y el maltrato de que «la pobre viuda» estaba siendo objeto. Pero lo cierto es
que la arrogante y decidida Isabel no necesitaba en absoluto de apoyos de este tipo.
Su propio fuerte carácter la iba a mantener firme a lo largo de los difíciles años que
siguieron. Pero, por encima de todo el rencor y la rabia que sintiera hacia los nuevos Reyes,
se alzaba lo que se había erigido en el motivo principal de su vida: la esterilidad de la real
pareja. Cada día que pasaba, aumentaban sus esperanzas de ver a su Carletto coronarse Rey
de España. Objeto de viva polémica durante toda su vida, esta extraordinaria mujer nunca
dejaría de suscitar el interés en uno u otro sentido, como muestran estas expresiones del
embajador francés, ya en época de su forzado retiro:
[...] no le conozco más virtud que su mezquina y tan decantada castidad, que tanto
saca a relucir diciendo: De mí por lo menos nadie podrá decir que soy una puta, pero por lo
demás, qué manojo de defectos...
Para distraer su tiempo y llevada por su permanente afición al arte, emprendió en
1754 la construcción del bello Palacio de Riofrío, una maravilla arquitectónica del más
puro estilo renacentista italiano, que nunca llegaría a habitar y que, a partir de entonces,
alzaría su airosa mole de granito rosado en medio del severo paisaje castellano.
Así, tras referirse a los aspectos físicos: «Era el rey de pequeña estatura y tenía el
semblante ordinario», entraba en el plano psicológico, que veía lleno de alarmantes rasgos:
«A pesar de la debilidad de su constitución y la natural docilidad de su carácter, en
ocasiones experimentaba violentos arrebatos de cólera y de impaciencia.» Otro testigo de la
época, el obispo de Rennes, anotaba que «más bien era Bárbara quien sucedía a Isabel, que
Fernando a Felipe» en la cúspide del reino. Como puede verse, nada de la habitual
adulación de los escritores cortesanos, empeñados en dotar de valores físicos a quienes no
los poseían y que por ello quedaban gratamente satisfechos de esta falsa imagen destinada a
pasar a la posteridad.
Perfecto arquetipo del hipocondríaco, se decía de él que, «al menor malestar que
sentía, le asaltaba el miedo a la muerte». Ello le serviría como buena autocoartada para
tomarse los asuntos públicos que le correspondían de forma bastante laxa y cómoda:
«Todavía más indeciso que su padre, ya creía haber cumplido suficientemente con sus
obligaciones solamente con el hecho de haber confiado a sus ministros el peso de los
asuntos de administración.» Sin duda, la mejor aportación de este monarca fue
precisamente el haber sabido elegir a los hombres que gobernasen el país. Elementos de
extraordinaria valía personal como José de Carvajal y el Marqués de la Ensenada y, más
adelante, Ricardo Wall, fueron capaces de mantener y potenciar aquella política reformista
que la nueva Casa de Borbón había sabido acuñar como su más emblemática seña de
identidad. Los trece años de su reinado configuraron así la feliz etapa que alguien
denominó muy acertadamente como de la España tranquila. En el plano personal, a
Fernando, esta dejación de funciones -que, sin duda alguna, fue muy positiva para el país-
le permitía entregarse, con absoluta tranquilidad de espíritu, al pleno y dilatado disfrute de
la caza y de la música, los dos verdaderos intereses de su existencia.
Cuando su hermano Carlos se convirtió, en 1734, en Rey de las Dos Sicilias, dejó a
Felipe los Ducados de Parma, Plasencia y Toscana, pero, cuatro años más tarde, los tratados
internacionales se los entregaron aAustria.Tras una brillante actuación militar, los vaivenes
de la política le otorgaron en 1745 el gobierno del Milanesado, que conservó sólo durante
un año, hasta que fue expulsado de la capital lombarda por otro desacuerdo entre las
potencias. Su mujer, Luisa Isabel, aquella «Sarnosa» tan poco querida por su suegra, se veía
obligada a vivir durante diez años en el nada cordial ambiente de la Corte madrileña,
mientras su marido guerreaba y hacía política en Italia.
Pero lo cierto es que durante años, Fernando nunca dejó de contribuir, eso sí,
siempre muy a regañadientes, a sufragar los que consideraba extravagantes dispendios de
aquel hermanastro por el que no podía dejar de sentir cierta debilidad. Encontraba, por otra
parte, Fernando en todo esto una gratificante compensación moral, ya que aprovechaba
cualquier oportunidad para disfrutar criticándole en público, acusándole de frívolo, pródigo
y manirroto. Críticas a las que naturalmente siempre Bárbara sabía poner su adecuado
granito de arena. Una de las dos hijas que tuvo aquel atrayente Felipe de Parma fue María
Luisa que, casada en su momento con su tío, el futuro Carlos IV, iba a protagonizar algunas
de las más penosas páginas de la Historia de España.
Personaje de muy especial presencia en toda esta época, y luego durante el reinado
de su hermano Carlos III, fue el infante Luis Antonio, que, como se ha visto, había
compartido con su madre el «exilio», tras la muerte del padre. Lanzado fuera del círculo
cortesano, había sido su desafiante y chulesca actitud una de las causas que habían decidido
a Fernando mandarles fuera de Madrid, hasta La Granja, donde sus conspiraciones y
contubernios tuviesen menos relevancia y efectos. Personaje turbio y lleno de claroscuros,
había nacido en 1727 y, a muy temprana edad, la incontestable voluntad de su madre le
había convertido en arzobispo de Toledo, la Sede Primada de la Iglesia de España; a los
ocho años, era ya poseedor del capelo cardenalicio, a pesar de no ser sacerdote. Usos de
viejas épocas, en pleno siglo de la Ilustración, las graciosas majestades se permitían
desempolvarlos en beneficio de sus vástagos necesitados de colocación y futuros
consumidores de las generosas rentas que estos más que honoríficos títulos conllevaban.
Luis Antonio mantuvo a lo largo de los siguientes años una relación llena de
altibajos con Fernando. Era su acompañante en fiestas palaciegas y en cacerías, y en todo
momento aprovechó su privilegiada posición para buscar aventuras eróticas de fácil e
inmediata consumación. Esto era lo que parecía interesarle verdaderamente en la vida,
aparte de otras aficiones que, como la música, le otorgarían una cierta aureola muy
particular dentro del conjunto familiar. Sus andanzas eran del dominio público y cada vez
contradecían más la imagen que se suponía debía tener la primera figura de la Iglesia
española. Llegado el año 1754, anunció al Rey que renunciaba a tan sustanciosos cargos,
pero no a todas sus rentas, ante todo por carecer de vocación y no hallarse capacitado para
respetar los preceptos que le imponían. Era por encima de todos el del celibato y la
contención sexual los que por lo visto no era capaz de respetar.
Profundamente creyente como su padre, aunque mucho menos fanatizado que él,
Fernando VI otorgaba una gran importancia a las celebraciones religiosas. Dadas las
tendencias dominantes en la época, la monarquía tenía en estos actos motivos de afirmación
de su fasto y su prestigio ante el pueblo. Se trataba de demostrar de la forma más visible y
ostentosa la estrecha alianza establecida entre el supremo poder sobrenatural, Dios, y el
más alto poder terrenal, el Rey. Los festejos religiosos cumplían así a la perfección esta
clara finalidad propagandística. Su costo, por otra parte, no era menos elevado que el que
representaba todo otro tipo de celebraciones, de las que este reinado fue tan pródigo. Según
vieja tradición, el Jueves Santo, el Rey procedía a lavar los pies de trece mendigos,
cuidadosamente seleccionados por su buen comportamiento, debidamente revisado su
estado de salud, y después, aseados para asegurar la higiene de tan simbólico acto. El día de
la Encarnación, era la Reina la protagonista del acto, dedicándose a servir personalmente la
comida a nueve mujeres indigentes, pasadas por similares procesos de selección y
adecentamiento previos.
La música representó a lo largo de estos años uno de los capítulos en los que la
Corte realizaba más gastos. La afición del Rey y la verdadera pasión que la Reina sentían
por ella les llevó a privilegiarla hasta extremos nunca vistos y que después jamás volverían
a conocerse. La Capilla Real y los templos madrileños unidos por tradición a la Corte -la
Almudena y los Jerónimosse veían muy beneficiados por esta política de apoyo al ejercicio
de la música.Todos los actos eran presididos por una Bárbara cada vez más gruesa, que
mostraba su gusto por la desmesura, ataviándose con vestidos de exagerado lujo y
cubriendo sus enormes volúmenes fisicos de joyas, hasta alcanzar inverosímiles y hasta
grotescos efectos.
Dos figuras estelares centraban este mundo de maravilla. Por una parte, el ya
perfectamente integrado veterano en la Corte, el fantástico cantante y escenógrafo Farinelli.
Como durante el anterior reinado, siguió siempre dando muestras de la más absoluta
discreción y voluntario y expreso apartamiento de todo intervencionismo en política, algo
que su preeminente posición y el valimiento que con los nuevos Reyes tenía hubiera podido
muy bien instrumentar en su propio beneficio. Debido a esta actitud, mantuvo siempre
buenas relaciones con los ministros más progresistas del Rey, como Ensenada, mientras que
los elementos conservadores nunca dejaban de menospreciarle y referirse a él con el
insultante mote de «el Capón».A su lado, su paisano Domenico Scarlatti, el gran
compositor que había sido maestro de música de la Bárbara niña en Lisboa y que se instaló
en Madrid cuando ella lo hizo tras su boda. Scarlatti, que había sido gran experto en la
educación de adolescentes princesas de toda Europa, ocupó el cargo de muy respetado
maestro de la real cámara hasta su muerte, ocurrida en Madrid en 1757.
Farinelli era la verdadera alma de las tareas de plasmación de las bellas artes en el
ámbito de la Corte, tanto en Madrid como en los demás Reales Sitios. Él ideaba y plasmaba
en la práctica vigorosas decoraciones permanentes y espectaculares decorados efimeros
para las tan frecuentes representaciones teatrales y conciertos. Debido a las permanentes
relaciones que mantenía con varios países, él imponía las formas de la moda que por
entonces causaban furor en Europa y marcaba así los usos del bien vestir, estar y adornar a
los más altos niveles. En sus manos y bajo su dirección, el Teatro del Buen Retiro -en
permanente representación de óperas y comedias y ejecución de conciertos- se alzó en
aquellos años entre los más conspicuos centros musicales del continente. Desde su obligado
ostracismo de La Granja, Isabel de Farnesio no podía dejar de observar con rencor cómo
mantenía, y mejoraba, su posición aquel a quien ella había traído a España para atemperar
los males de su esposo. Mujer vengativa y de pocas componendas, cuando regresó al Buen
Retiro, una de las primeras medidas que tomaría iba a ser la destitución y destierro del
cantante.
Unos ciento cincuenta hombres eran necesarios para el mantenimiento de aquel tan
especial divertimento, que permitía a Ensenada jugar a capitán de barco y al propio
Fernando disparar con seguro éxito sobre la abundante caza que los criados iban situando
en las orillas, al paso de los navíos. Fiestas diurnas y nocturnas en las que, para las
artificiosas representaciones teatrales, los espléndidos jardines se llenaban con el misterioso
y titilante resplandor de miles de faroles de colores, «con tan vistosa correspondencia en el
agua, por la reverberación de las luces, que parecía un volcán toda aquella parte del río...».
El embajador inglés recordaba los momentos finales de una de aquellas fascinantes fiestas,
cuando se sentó junto al Rey y éste le comentó por lo bajo y burlón, mostrándole a todas
aquellas damas derrengadas tras varias horas de baile: «El ganado está cansado.»
UN BÁRBARO FINAL
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y su complemento o equivalente:
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En fin, por lo que parece, además de acumular riquezas, aquella voraz Bárbara iba
reuniendo todas las papeletas necesarias para llegar a un rápido fin.
Durante una de estas crisis y creyendo poder aliviarla, fue trasladada a Aranjuez,
donde murió, el 27 de agosto de 1758, después de haber recurrido sin fortuna a «infinitas
purgas, píldoras, aceites, baños, aguas minerales...». La causa de su fallecimiento no habían
sido sus persistentes problemas respiratorios, sino un cáncer de útero. No muy
descaminados, rumores populares habían propalado la repulsiva versión de que Bárbara
tenía su vientre invadido de gusanos. Siguiendo su expresa voluntad, su cadáver no fue
trasladado al Panteón de El Escorial, sino a su querido y costosísismo Convento de las
Salesas, donde la real pareja había dispuesto los lugares para el eterno descanso de sus
despojos. Careciendo de un hijo que les heredase en el trono, Bárbara sabía que le esperaba
un insignificante sepulcro en el Panteón de Infantes. Acondicionar un lugar más suntuoso
para su enterramiento había sido, así, otro motivo fundamental para la construcción de
aquel conjunto religioso.Allí, su cuerpo solamente tendría que esperar menos de un año
para que el de su marido fuera a reunírsele.
Causó pues un enorme malestar esta decisión de la Reina, que además de mostrar un
abierto menosprecio por un marido que había parecido idolatrarla hasta el final, sacaba del
país una cantidad tan importante de efectivo. De inmediato, el templado aprecio que había
logrado suscitar la portuguesa entre sus súbditos se tornó en zumbona, y para todos muy
merecida, crítica, como reflejaba esta composición, en la que post mortem se le
recriminaban cosas de variado carácter y se cuestionaban todos sus procederes:
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Los que en un principio habían sido monarcas queridos por sus súbditos, caían
ahora en el más absoluto descrédito. Pero a Fernando ya nada le importaba. Estaba
definitivamente abocado al mal que no tardaría en arrastrarle también a él a la tumba. Sus
melancolías se habían manifestado de cuando en cuando al paso del tiempo, pero en ningún
momento habían alcanzado la gravedad de las crisis que había sufrido su padre. Ahora,
cuando tan repentinamente se encontró solo, le llevaron a un absoluto caos en todos los
órdenes, que iba a convertir los últimos meses de su vida en una verdadera agonía sin
esperanza alguna de curación.
Son muy abundantes y detallados los testimonios que hablan sobre este año en que
«España estuvo con rey, pero sin rey». La caza, que en un primer momento pareció servir
para reanimarle, dejó muy pronto de interesarle, al igual que cualquier otro asunto.
Solamente hablaba para comentar cosas referentes a su mujer y fue generando muy
rápidamente obsesiones de temor a la muerte y de terror a abandonar espacios cada vez más
reducidos. Mientras, se negaba a hablar y a alimentarse o se dejaba llevar por incontrolables
ataques de furia, en los que llegaba a agredir a sus médicos y a quien se atreviera a
acercársele. El mismo Farinelli tampoco pudo contribuir a aliviarle con su canto, ya que el
periodo de luto impedía las interpretaciones musicales.
El infante Luis actuaba como perfecto espía de todos estos hechos, tanto para su
madre como para su hermano Carlos, que desde Nápoles veía ya con impaciencia el
momento de llegar a España a ceñir una corona que el destino le servía en bandeja. Luis no
se recataba en mostrar su fastidio y su deseo de que todo aquello terminase de una vez pero,
mientras tanto, recreándose en las más penosas descripciones del imparable deterioro de
Fernando, seguía beneficiándose de su privilegiada situación y, al mismo tiempo, se
aseguraba con sus servicios de informador un buen puesto en la nueva situación que se
avecinaba.
Durante este año «sin rey», los asuntos públicos fueron llevados con normal eficacia
por los administradores y el hábil Ricardo Wall, controlando por completo la situación,
convencía a un cauto Carlos que observaba todo desde Nápoles con la máxima atención a la
espera de los acontecimientos, de su eficacia y fidelidad, que ofrecía al que se anunciaba
como su nuevo señor. Sobre esta situación, se han conservado unas Décimas al estado
presente de España, que entre otras cosas reprendían:
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Acababa así el plácido reinado del monarca que había respetado hasta el fin su
divisa básica: «Paz con todos, guerra con nadie» y desaparecía del mundo el que se mereció
otra displicente y exacta descripción: «Amante de la paz y corto de entendederas». De su
mano, España había proseguido su proceso de recuperación. Su Marina volvía a ser una
destacada presencia en los mares del mundo y, si no había recobrado aquel ya
irremisiblemente perdido rango de gran potencia, sí se había asegurado el respeto que estos
Borbones habían venido decididos a recuperar. Una semana después de su muerte, una
exultante Isabel de Farnesio volvía a hacer su entrada en el Palacio del Buen Retiro, de
donde había sido expulsada, oculta bajo las tocas de reciente viuda, trece años antes. Ahora
podía saborear en plenitud el dulce triunfo de sentirse nuevamente Reina.
LUCES Y DEVOCIONES
Tuvo una infancia tranquila y ordenada por usos rutinarios, en la que comenzó a
desarrollar un marcado interés por las cien cías naturales, sobre todo por la Botánica, que
tanto auge tenía en aquella época ilustrada. Pronto demostró también una destacada maña
en la realización de tareas manuales, como la manipulación de relojes -una costumbre y
hasta un verdadero vicio de la familia- y la fabricación de pequeños objetos. Los naipes, el
juego de billar y, por encima de todo, la caza iban a ser sus distracciones favoritas. De
literatura y música, apenas nada le interesaba. Con todo, cuando el gran sabio Padre Feijoo
le preguntó, amable y lisonjero, con qué sobrenombre le gustaría pasar a la Historia, el
adolescente Carlos no se quiso quedar corto y, ya puesto a elegir, le contestó que nada
menos que con el de Carlos el Sabio. Ahí quedaba eso.
Se enteró así de que, a los factores genéticos como elementos decisores en el mal, se
añadían otros, asimismo de importancia, que eran susceptibles de ser tratados. De esta
forma, tomó conciencia de los nefastos efectos que sobre una mente frágil podían tener una
desordenada y sobreabundante alimentación y una vida excesivamente sedentaria. Sería en
este momento, y viendo lo que veía a su lado, cuando el adolescente habría decidido
contener, en la medida en que le resultase posible, los terribles y amenazadores efectos de
la herencia por medio de compensaciones cotidianas. La regularidad y mesura en la
alimentación y el continuado ejercicio fisico serían para él, hasta el mismo final de su vida,
las mejores armas para luchar contra la permanente amenaza de la enfermedad.
Partió así de Sevilla el nuevo Duque en octubre de 1731, en un viaje triunfal que
duraría más de dos meses y que lo transportó, junto con su nutrido séquito, a través de
Andalucía, el Reino de Valencia y Cataluña. En todas partes, su cortejo fue objeto de los
más calurosos recibimientos, como si realmente la población de todas aquellas comarcas
tuviese clara conciencia de lo que significaba que un infante de España pasase por ellas
para trasladarse a unos Estados a los que iba a gobernar y de los que dificil era que tuviesen
siquiera noticia de su existencia. Tras atravesar los Pirineos, recorrieron las tierras del Sur
de Francia hasta Antibes, donde le esperaba la lucida escuadra que le trasladó hasta el
puerto toscano de Livorno, ya dentro de sus nuevos dominios.
Allí, en medio del paisaje de la Toscana, de una sosegada hermosura y una armonía
dificilmente superables, las maneras eran más relajadas, las conversaciones parecían tener
miles de posibles significados ocultos y, por ello mismo, tremendamente seductores. Allí, la
cultura en todas sus formas inundaba la existencia de los poderosos y de los privilegiados.
Las bellas artes y la música lo determinaban todo e incluso parecían capaces de impresionar
de alguna manera a la plana mente del joven Carlos, carente por completo de capacidad de
percepción de todos estos valores. Él, siempre fiel hijo, seguía informando con absoluto
detalle a sus padres de sus impresiones, describiéndoles lo que veía y hablándoles de las
personas a las que conocía. Y, como se esperaba de él, una y otra vez mostraba de la forma
más visible, tanto su amor filial como su absoluta disposición a obedecerles en todo, tanto
en las cuestiones políticas como en las más estrictamente personales.
Espero de la infinita misericordia de Dios [...] que me dará fuerzas para sostener un
peso tan grande y las luces para hacer lo que sea de su servicio y para el bien y el cuidado
de todos los pueblos.
Pero el último acto de Carlos como Duque de Parma había dejado muy mal sabor de
boca en sus súbditos. En su marcha hacia el Sur, se había llevado lo que se calificó de «las
cosas más preciosas de la casa Farnesio», atesoradas en el Palacio Ducal. El pretexto del
traslado era el de protegerles de los avatares bélicos que, por otra parte, en ningún caso iban
a producirse allí, sino a mucha distancia. Ante el escándalo de los parmesanos, que vieron
en ello un inaceptable expolio y saqueo de su patrimonio, Carlos había trasladado a Génova
el archivo, la biblioteca, la colección de pinturas y las joyas de la dinastía. Efectivamente,
no sentía el menor interés por las manifestaciones artísticas y todos aquellos objetos
preciosos no despertaban en él la pulsión del coleccionista o del mero disfrutador de lo
bello, pero conocía perfectamente su valor material y no estaba dispuesto a dejar atrás tan
fácil botín. Los Ducados familiares volvían a perderse para los Farnesio pero, diez años
más tarde, Felipe, Pippo, el hermano menor de Carlos, pasaría a convertirse en su señor.
Veinticinco años iba a durar el reinado de Carlos en las Dos Sicilias. En vida de su
padre, Carlos actuó siempre bajo las directas órdenes de Madrid, que tenía en Nápoles uno
de los elementos clave de su activa política exterior. Como contrapeso y complemento a
este condicionante familiar y lejano, el nuevo rey tendría siempre a su lado a su fiel
Tanucci, que no era solamente su mano derecha, sino el verdadero gobernante de hecho del
Rei no. Durante años, Carlos no hizo así prácticamente nada sin la recomendación, la
indicación y el consejo de sus padres y de Tanucci; algo que en el caso de los padres podía
llegar a ser una bien aceptada imposición, como se demostró en el caso de su matrimonio.
De su aspecto y actividad a aquellas primeras alturas de su reinado, escribía un testigo:
[...] Tiene el rostro largo y estrecho, la nariz muy prominente, la fisonomía triste y
tímida, complexión modesta y no desprovista de defectos. Trabaja poco, no habla
absolutamente nada y sólo se apasiona con la caza...
En sus cartas manifestaba Carlos este reiterado y cada vez más apremiante interés
en «solucionar la cuestión»: «Fío ciegamente en la elección deVuestras Majestades y espero
que decidan pronto, pues el tiempo pasa...» Pero siempre dejaba en manos ajenas el peso
tanto de la elección como de todas las tediosas negociaciones previas a la boda. Aquí
también volvía a aparecer un rasgo típico y bien conocido de la familia. Esta urgencia del
apremio nacería así de la necesidad de iniciar una práctica sexual a la que, como les había
sucedido a su padre y a su hermanastro, solamente consideraba posible entrar por la vía de
la legalidad que era el matrimonio. En carta a Madrid, apuntaba a sus padres: «Aunque por
el retrato que les adjunto verán que no estoy gordo, no soy un melindre y creo poder
disponer de fuerza para casarme y tener hijos.»
El 19 de junio llegó él a buscarla hasta la frontera del Reino. Sobre lo que sucedió a
continuación, unos días después, contestaba Carlos a una carta de sus padres, por lo visto
llena de recomendaciones:
[...]Vuestras Majestades suponían que cuando recibiera esta carta ya estaría alegre
mi corazón y habría consumado el matrimonio [...] que a veces las jovencitas no son tan
fáciles y que yo tendría que ahorrar mis fuerzas con estos calores, que no lo hiciera tanto
como me apeteciera porque podría arruinar mi salud y me contentara con una vez o dos
entre la noche y el día, que si no acabaría derrengado y no valdría para nada, ni para mí ni
para ella, que más vale servir las señoras poco y de continuo que hacer mucho una vez y
dejarlas por un tiempo...
Y, con una absoluta franqueza, continuaba: «Para obedecer a las órdenes contaré
aquí cómo transcurrió todo.»Y entraba entonces de lleno en materia:
Entre el tiempo que necesitó para desnudarse y despeinarse llegó la hora de la cena
y no pude hacer nada, a pesar de que tenía muchas ganas. Nos acostamos a las nueve y
temblábamos los dos pero empezamos a besarnos y enseguida estuve listo y empecé y al
cabo de un cuarto de hora la rompí, y en esta ocasión no pudimos derramar ninguno de los
dos; más tarde, a las tres de la mañana, volví a empezar y derramamos los dos al mismo
tiempo y desde entonces hemos seguido así, dos veces por noche, excepto aquella noche en
que debíamos venir aquí, que como tuvimos que levantarnos a las cuatro de la mañana sólo
pude hacerlo una vez y aseguro que hubiera podido y podría hacerlo muchas más veces
pero me aguanto por las razones que me dieron y diré también que siempre derramamos al
mismo tiempo porque el uno espera al otro...
Para rematar, añadía, ya en otro orden de cosas: «Diré también que es la chica más
guapa del mundo, que tiene el espíritu de un ángel y que soy el hombre más feliz del
mundo.» La boda fue así un «negocio» que sin duda funcionó bien desde el principio, muy
posiblemente debido a la clara conciencia que ambos protagonistas tenían de lo que se
esperaba de sus respectivas actuaciones. Él hacía subir directamente a un trono a una
princesa que quizá no hubiera tenido nunca mejores expectativas; ella, por su parte, venía a
Nápoles a asegurar una descendencia que estabilizaría a la nueva dinastía. Luego, parece
que nacieron unos sentimientos de cariño y confianza que afianzaron la relación. La
privilegiada posición de que disfrutaban, la tranquilidad dominante en el reino,junto al
favor de sus súbditos y la belleza del entorno en que vivían hicieron el resto, junto con la
aportación emocional de los sucesivos hijos que iban viniendo.
Era evidente que el preceptivo intercambio de retratos que se había hecho no había
sido más que un trámite que no iba a decidir nada en la operación. Físicamente, Carlos
presentaba unas características nada agraciadas; de pequeña estatura, una prominente nariz
y un vientre cada vez más destacado eran sus rasgos más visibles. «¡Es todo nariz!», había
exclamado asombrado alguien que le conoció. Pero un tranquilo carácter, unas formas
afables y discretas y un comportamiento siempre dado a la sencillez eran las aportaciones
positivas que daba como persona. Por su parte, la jovencísima reina tenía la convencional
educación que se le suponía dado su nacimiento -buenas maneras, baile, danza, música y
algunos deportes propios del momento- pero su fisico se prestaba realmente a todo tipo de
fácil crítica. Alta, robusta y nada agraciada en general, tenía el grave problema de una voz
chillona y desafinada y, algo de mucha mayor envergadura, un carácter destemplado e
irritable que iba a conservar y a empeorar durante toda su vida. Lo que algún cortesano
calificó de «genio extremadamente vivo», llegaría a manifestarse en ocasiones en
reacciones abiertamente coléricas.
Si hubo quien llegó a hablar de la «nariz nudosa», la «voz de urraca» e incluso de la
«fisonomía de cangrejo» de María Amalia, también -junto a testimonios tan amables como
dificiles de creerllama la atención la opinión del inglés Gray, que habló de los Reyes
napolitanos como de «una de las más feas parejas del mundo». Entre otras cosas que les
unían, destacaban una profunda fe religiosa y el gusto por el tabaco, del que eran notables
consumidores. Ella aportaba además unos ciertos intereses artísticos y tendencia al disfrute
de la música y las fiestas que trató de transmitir, con muy desigual fortuna, a su insulso
marido. Fueron capaces de cumplir así a la perfección su papel tanto de asentadores de la
dinastía como de padres cristianos y tuvieron un total de trece hijos, de los que cinco
murieron, lo que entraba dentro de lo habitual en la época.
Los cinco primeros hijos del matrimonio fueron, para desesperación de sus padres,
niñas, y la Ley Sálica vigente apartaba a las mujeres del trono. Aquella insoportable
abundancia de hembras tenía ya irritados tanto al propio padre como a todos sus súbditos,
que rápidamente la interpretaron con un castigo divino provocado por el permiso que el
Rey había dado al regreso de los expulsados judíos. Un capuchino de gran predicamento
popular llegó a anunciar dramáticamente que los Reyes no tendrían descendencia masculina
hasta que la odiada comunidad hebrea no fuese nuevamente arrojada del Reino.
Durante este cuarto de siglo de reinado italiano, Carlos llevó a cabo un plan de
reformas inspirado en los principios de la Ilustración, plenamente dominante por entonces
en la mayor parte de los reinos de Europa. Personificó a la perfección, como lo haría
después en España, las ideas de la necesaria transformación de estructuras, como la
administración del Estado y la Hacienda pública. También dirigió, sabiéndose siempre
rodear de competentes ministros, las nuevas fórmulas de relación con la todopoderosa
Iglesia católica, la represión del extendido bandidaje y las tareas de impulso a la cultura
que, aunque no era materia de su personal interés, siempre debía ser cuidada dentro de
semejante plan de renovación total.
Ya se ha visto que el papel de Carlos a lo largo del año en que duró la enfermedad
de FernandoVI fue extremadamente discreto ya que, ante todo, estaba preocupado por
evitar cualquier sospecha de que se hallase a la espera de lanzarse sobre el apetecido trono
español nada más desaparecido su hermanastro. Algo que, sin embargo, era absolutamente
cierto. De hecho, le resultó tarea fácil instrumentar toda aquella prometedora situación, ya
que contaba aquí con los más decididos valedores. En primer lugar, su madre y su hermano
Luis, que así hacía méritos de cara a la nueva situación que se anunciaba. Luego, los
mismos ministros de Fernando, que ya le consultaban secretamente a Carlos cuestiones de
gobierno y le presentaban todo tipo de planes, preparándose para asegurarse ellos mismos
una buena posición en el favor del futuro Rey.
Sin haberse vuelto a ver desde entonces, madre e hijo habían mantenido a través de
todas las vicisitudes pasadas aquella estrechísima relación, plasmada en incesantes
comunicaciones, envíos y cartas. Para el momento del reencuentro, todos esperaban la
manifestación de aquel gran cariño y dependencia afectiva, pero se quedaron frustrados. Un
respetuoso besamanos rodilla en tierra por parte de Carlos y un gesto de aceptación de su
madre fue lo que se produjo entre ellos, demostrando una frialdad y un voluntario sentido
de protocolo que nadie hubiese imaginado. Es muy posible que, de esta forma, Carlos
quisiese demostrar a Isabel que él no era como su padre y que, afectos aparte, era un
monarca con voluntad propia y nada dispuesto a ser dirigido por aquella maestra de la
manipulación, por muy madre suya que fuese.
No tardaron además en hacerse visibles las fricciones que cabía esperar entre las dos
Reinas. Desde la distancia, la anciana había podido todavía esperar tener algún papel en las
decisiones públicas, pero ahora comprobaba que era su mismo y queridísimo hijo el que le
ponía el freno. No por ello, sin embargo, Isabel iba a dejar de manifestar en alguna ocasión
su modo de pensar, que pronto harían saltar la tan fácil irritabilidad de la nuera, en nada
dispuesta a ceder parcela alguna en la voluntad de su marido a aquella a la que ya
solamente veía como una desagradable sombra del pasado. Sobre esta dificil relación,
hablaba muy claramente Amalia en carta a sus parientes: «Tengo que decir alguna pala brita
sobre la buena anciana. En Italia me había formado una buena opinión de ella, pero su trato
me ha hecho modificarlo...»
Era evidente que Carlos se daba perfecta cuenta de esta tensa situación, pero su
flemático carácter, así como su interés en evitar todo tipo de conflictos, le decidieron a
hacer la vista gorda y nunca se dio por enterado de la sorda lucha que las dos mujeres
mantenían a sus espaldas, pero que evitaban que aflorase en su presencia. Lo cierto es que
la orgullosa e inteligente Isabel, consciente de la voluntad de su hijo de mantenerla apartada
de las decisiones y soportando día a día el nada disimulado despego de su nuera, prefirió
retomar el camino del apartamiento. Anunció así, entre victimista y socarrona, que se
marchaba a sus dominios de La Granja, «para orar ante los restos de mi muy amado esposo,
con el que quiera Dios reunirme muy pronto...». Terminado el primer asalto, había quedado
muy clara la abismal diferencia existente entre las dos rivales. Mientras la anciana se
preparaba para entrar por la puerta grande en la Historia, la joven vivía mezquinamente la
última etapa de su vida, amargada por su carácter y decidida a ver y, por supuesto, a sufrir
únicamente los aspectos negativos de su nueva situación.
El pueblo había recibido a sus nuevos monarcas con un tranquilo júbilo, confiando
ante todo en que Carlos prosiguiese la política de Fernando y se preocupase tanto por el
bienestar y el progreso de sus súbditos como del mantenimiento de la paz en el exterior.
Alejados todos los intereses de glorias, solamente se esperaba de él que su reinado fuese tan
tranquilo y productivo como lo había sido el anterior. El nuevo Rey era plenamente
consciente de estos generalizados deseos y nada en su naturaleza le empujaba a las
aventuras bélicas o a los expansionismos exteriores. Estaba decidido a preservar sus
Estados pero, por encima de todo, lo que más le importaba era la conservación de su
dinastía. En este sentido, se sentía simplemente como el depositario de una antigua
legitimidad que se había comprometido a conservar: «Dios sabe que no he deseado nada de
nadie, pero que quiero guardar lo que, por Su infinita bondad, me ha dado y que nadie me
lo inquiete ni me lo quite.»
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Algo mucho más próximo preocupaba al nuevo Rey. Su heredero Carlos no había
nacido en España y el padre tenía el temor de que, en algún momento, aquel hermano Luis
Antonio, sí nacido aquí, presentase unos mejores derechos que él a la Corona, en base a las
leyes vigentes. Ello había llevado a Carlos, por una parte, a ordenar la ceremonia de la jura
del Príncipe de Asturias apenas llegada la familia a Madrid. Por otra, impediría durante
largos años cualquier posible matrimonio de Luis con dama de la realeza. Solamente le
permitió casarse después de haber promulgado, en 1776, una real pragmática que
marginaba duramente a los hijos de los matrimonios desiguales. La elegida para
matrimoniar con el antiguo Cardenal-Infante era María Teresa deVallabriga, de una
mediana nobleza aragonesa que se preciaba de des cender de los viejos Reyes de Navarra.
El matrimonio y los tres hijos que tuvo vivieron en una especie de destierro, en la localidad
abulense de Arenas de San Pedro.
Pero ni un año siquiera viviría María Amalia en aquella Corte que tanto había
detestado desde el primer momento. Los negativos efectos de la imparable sucesión de
embarazos que había sido su matrimonio se unían a las consecuencias de una antigua caída
de caballo para debilitar un precario estado de salud, que cayó fácilmente empujado por
problemas pulmonares, derivados de su adicción al tabaco -del más fuerte, «por ser éste el
de su real agrado»- que se hacía enviar desde Cuba. El 27 de noviembre de 1760, moría a
los treinta y siete años de edad, ante la general indiferencia de sus súbditos que, desde el
más alto cortesano hasta el más humilde pordiosero, sabían de la inquina y desprecio que
por ellos había sentido, sin recatarse en absoluto en manifestarlos. Es fácil imaginar lo poco
que realmente sentiría la Farnesio aquella muerte, que ahora la volvía a situar otra vez
como única mujer al lado de su hijo.
El viudo escribía que su corazón «se halla penetrado del más extremo dolor y en la
mayor aflicción por la pérdida [...], de lo que más amaba en este mundo...». Pero, por lo
visto, muy pronto superó el golpe, contando con la fundamental ayuda que le aportaban
tanto su profunda fe como su ciega creencia en los designios de la Providencia. Sin duda
alguna, en el fondo debió suponer para él un verdadero descanso dejar de oír continuas
quejas, calmar estallidos de cólera y aplacar las habituales rencillas que el odioso carácter
de Amalia estaba dispuesto a suscitar con cualquiera. Ante el lecho mortuorio, el viudo
había comentado, con una lejanía y displicencia que no dejaban de ser ciertamente
sorprendentes y que seguramente encubrían aquel sentimiento de alivio: «Este es el primer
disgusto serio que me ha dado en los veintidós años de nuestro matrimonio.»
Estas resistencias se habían manifestado ya durante los dos reinados anteriores, pero
fue en éste donde encontraron ocasión de estallar de forma abierta. Lo hicieron en la
primavera de 1766, con los hechos que pasaron a la Historia con el nombre de Motín de
Esquilache, uno de los hombres de Carlos III en su política de reforma. Era Leopoldo di
Gregorio, futuro marqués de Squilace, de humilde familia siciliana, hombre de gran
inteligencia y capacidad. Responsable de las finanzas del Reino de las Dos Sicilias, Carlos
III se lo trajo con él a España, donde le hizo ministro de Hacienda. Su enorme poder y
opulentísimo tren de vida le granjearon de inmediato grandes y poderosos enemigos, que le
presentaban ante la población como causante principal y responsable de los muchos males
que ésta padecía. Él representaba a todos aquellos odiados extranjeros que Carlos se había
traído y que se enriquecían a ojos vistas gracias a su privilegiada posición, y a los que se
acusaba de dictar todas las actuaciones del monarca.
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En los últimos años, prolongadas sequías habían disparado los precios de los
productos de primera necesidad y la indignación crecía imparable entre las menos
favorecidas masas populares, que se veían abiertamente enfrentadas al hambre. Este
malestar encontró en el decreto promulgado el día 10 de marzo el motivo inmediato para el
abierto estallido.
Aquella orden del detestado ministro prohibía el uso del atuendo tradicional de
sombrero redondo y capa larga y su sustitución por la capa corta y el sombrero de tres
picos. Tan revolucionaria medida tenía motivos en cuestiones de orden público; con el
nuevo atuendo acabaría el anonimato de que se beneficiaban los delin cuentes que,
embozados en sus amplias capas y ocultos bajo sus grandes sombreros, actuaban con
absoluta impunidad y, sin ser reconocidos, abandonaban después con toda tranquilidad el
lugar de sus fechorías. Tras la promulgación del decreto, los alguaciles obligaban en plena
calle a la gente a entregar sus capas y sombreros para que allí mismo fuesen cortados de
forma inmediata. Aquello fue considerado una insolencia que ni siquiera al mismo Rey
podía permitírsele y se sucedieron los actos de violencia.
Los enemigos del reformismo encontraron así la ocasión propicia para sublevar al
pueblo, amenazado de miseria y harto de ver cómo supuestamente se enriquecían aquellos
que se movían en la Corte. El motín se inició el Domingo de Ramos, 23 de marzo, por un
enfrentamiento callejero producido en la madrileña plaza de Antón Martín y, atizado por
activos elementos estratégicamente dispuestos, se propagó inmediatamente por toda la
capital. Los agitadores empujaban a la masa a lanzarse a actos de violencia, que tuvieron su
punto álgido en el asalto de la residencia del que era acusado de todos los males. La Casa
de las Siete Chimeneas, vivienda de Esquilache, fue saqueada y sus moradores se salvaron
por el hecho de no hallarse en su interior.También fueron destrozadas a pedradas las farolas
diseñadas por Sabatini, en las que el furor popular veía una muestra más de la influencia de
aquellos envidiados y detestados extranjeros.
Los gritos de muerte al ministro se unían a los vivas al Rey, en la creciente masa
que iba confluyendo en la gran explanada que se abría ante el Palacio Real, el espacio que
hoy ocupa la Plaza de Oriente. Allí los manifestantes se encontraron con el escudo protector
de la Guardia Valona. Era ésta una fuerza armada de origen extranjero que el año anterior
había tenido una abierta responsabilidad en la muerte de varias personas, durante unos
incidentes producidos durante la celebración de las bodas de los Príncipes de
Asturias.Ahora, estos odiados soldados se inter ponían entre el Rey y su alborotado pueblo,
que únicamente quería mostrarse ante él para presentarle sus quejas y peticiones, pero en
ningún caso rebelarse contra su suprema autoridad.
Hombre pacífico que ahora demostraba una tremenda cobardía, Carlos quedó
horrorizado por el peligro físico que parecía amenazarle en aquel inesperado torbellino de
violencia desatada. Así, más para preservar su propia integridad que por repugnancia a
derramar sangre de sus súbditos, accedió a recibir a una representación de los amotinados.
Fue un popular predicador de la época, el padre Cuenca, el elegido para tal misión y
penetró en Palacio desplegando un gran efectismo cargado de truculencia. Con los cabellos
llenos de ceniza, un gran crucifijo en la mano y una soga al cuello, todo ello en evidente
señal de penitencia, imploró el perdón del Rey y le presentó un pliego de reclamaciones.
Demandaban los revoltosos, entre otras cosas, el destierro del odiado Esquilache, la
desaparición de la aborrecida Guardia Valona y la baja de precio de los alimentos básicos.
Abajo, en la calle, sin fiarse del cumplimiento de cualquier promesa, la masa vociferante
exigía ver físicamente al Rey. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, un
aterrorizado Carlos se vio entonces obligado a salir al balcón central de Palacio para dar
muestra de su aceptación. Los ánimos se calmaron y la tranquilidad fue retornando a la
Villa.
El motín terminó con un saldo total de una cuarentena de muertos, entre soldados y
gente del pueblo. Carlos III consideró fríamente lo sucedido y vio los hechos como un
gravísimo atentado a su majestad y poder. Pasados los momentos de terror, se consideró
absolutamente humillado e insultado, ofendido por unos súbditos rebeldes que se negaban a
aceptarle como monarca y como padre. Todos los planteamientos que sobre sí mismo tenía
como rey absoluto se habían tambaleado y ya nada podría volver a ser como hasta entonces.
A partir de ahora ya no podría fiarse de aquel al que le había gustado mirar como su «buen
pueblo». Profundamente afectado por estos sentimientos, decidió escoger el camino de la
huida y, aprovechando la oscuridad de la noche y a través del Campo del Moro, se
escabulló con su familia, en el más absoluto sigilo y protegido por un destacamento
fuertemente armado, a la tranquilidad que parecía ofrecerle el siempre plácido y ameno
Real Sitio de Aranjuez.
Muy poco después de tan graves hechos, Carlos hubo de soportar otro duro golpe.
Fue la muerte de su madre, que tuvo lugar el día 11 de julio de 1766. Los recientes hechos
se habían venido a unir a los naturales efectos de una muy avanzada edad, pero los
cortesanos de su hijo prefirieron considerar su fin como exclusivo «fruto de la perversa y
criminal sublevación de Madrid», coincidiendo con lo que escribía desde Nápoles el
siempre fiel Tanucci o con el apunte de Fernán Núñez, cuando hablaba de la pesadumbre
sufrida por el monarca a raíz de aquellos sucesos, a los que se había venido a unir «el gran
pesar de perder [...] a su amada madre, cuya muerte no sería extraño hubiese acelerado el
alboroto de Madrid y sus resultas». Hoy, muchos de los cuadros expuestos en el Museo del
Prado muestran en su ángulo inferior derecho la silueta en blanco de una pequeña flor de
lis. Era la marca que aquella experta amante del arte hacía poner en los que adquiría para su
colección.
No había duda. Como podía una vez más verse, el pueblo siempre acababa siendo el
culpable de los males sufridos por los poderosos. Solamente habrían de pasar poco más de
veinte años para que los habitantes de París y viajeros de paso pudiesen asistir a la
ejecución pública de un Borbón, que también al principio había pensado que con una
oportuna huida solucionaba los problemas que habían acabado lanzando a sus súbditos por
las vías de la revolución. Solamente accedió a volver el Rey a su capital cuando fue
declarada la ilegalidad de aquellas medidas adoptadas bajo amenazas y tras decidir que se
establecía en ella una fuerte guarnición armada permanente, cuya tranquilizadora presencia
impidiese la repetición de tales hechos.
Rasgo distintivo de esta época fue, entre la aristocracia, la fascinación por «lo
popular», que se manifestó por el gusto, a veces llevado hasta extremos realmente
extravagantes, por lo popular y lo castizo, que se plasmaba en el denominado «majismo».
Atuendos y costumbres de las clases bajas fueron adoptados por los poderosos en un
exhibicionismo esnob, que elevó a la categoría de culto cosas como las corridas de toros y
expresiones populares como el flamenco y las tonadillas. Majos y majas, manolos y
manolas, guapos y guapas proporcionaban así en la calle, en las tabernas y en las verbenas
todo un panorama de vivaz colorido, atrayente vulgaridad, peligroso desgarro y abierta
incitación sexual a aquellos maquillados empolvados caballeros y damas, cargados de
pesados ropajes y joyería, soportando incómodos pelucones y obligados a representar la
permanente farsa del refinamiento que la moda imponía. La fascinante grosería y todas sus
posibilidades se unían al delicioso escalofrío de caminar al borde de la ley y las buenas
costumbres para convertir a aquellos representantes del pueblo en inspiradores estéticos y,
llegada la ocasión, en deseados compañeros de aventura de cualquier clase.
Pero, por encima de todos estos síntomas de cambio, la Inquisición seguía lanzando
su oscura sombra sobre la vida de los españoles, penetrando hasta en los más íntimos
espacios de su existencia. Para los filósofos de la Ilustración, la Inquisición seguía siendo
un rasgo definidor de una España que, a pesar de las grandes reformas que imponía la
dinastía borbónica, seguía sumida en la intolerencia y el oscurantismo. Cierto que ya no se
llevaban a cabo los tan célebres autos de fe, que durante siglos habían sido muy apreciados
espectáculos de masas, en los que bajo la presi dencia del Rey, su familia y las más altas
autoridades, se procedía a quemar a los acusados de los delitos que el Santo Oficio había
establecido en larguísima relación.
Entrado el siglo XVIII, la persecución inquisitorial tenía que contentarse con otro
tipo de actividades menos sangrientas, como la censura de libros y de actividades varias,
que siempre le permitían tener sus cárceles llenas de presos, cuyos bienes habían sido
confiscados. Pero en la memoria popular quedaba todavía el regusto del truculento recuerdo
de aquellas quemas públicas de herejes, donde la violencia comunitaria tenía un cauce
controlado y se hacía demostración plena de la autoridad de los que tenían el poder.
Para entonces también se estaba ganando Carlos el sobrenombre que más iba a
identificarle en la Historia: El mejor alcalde de Madrid. Decidido a tener una capital digna
del prestigio de una Monarquía que reinaba sobre varios continentes, se preocupó de dotarla
de unas infraestructuras que se correspondiesen con su ya considerable tamaño y su propia
relevancia. Se había comenzado por la básica cuestión de la limpieza urbana del que era un
hosco y polvoriento poblachón manchego, por el que resultaba dificil transitar debido a las
inmundicias depositadas en las calles, recorridas por pestilentes riachuelos de aguas negras,
o las que de forma permanente eran sin más arrojadas desde las ventanas, al conocido y
temido grito de «¡Agua va!».Junto a esto vinieron las obras de urbanización que acabaron
transformando por completo a la Villa.
Mientras tanto, en el plano personal, se veían frustrados todos los proyectos que se
hacían para concertar un nuevo matrimonio de Carlos. Dado lo excepcional del caso, la
prolongada y definitiva viudez del Rey nunca dejó de fomentar comentarios de toda clase.
Materia de especial complacencia para sus fervientes «adoradores» fueron lo que se
calificaba de «ejemplar enamorado recuerdo» o de «excepcional y perfecta castidad» que
mantuvo ya a lo largo de toda su vida. Se decía que el Rey había comentado a un prior de
El Escorial: «Gracias a Dios, no he conocido nunca más mujer que la que Dios me dio; a
ésta la amé y estimé como dada por Dios y después que ella murió, me parece que no he
faltado a la castidad aún en cosa leve...» Quizá considerase que aquel matrimonio había
sido ya más que suficiente y que con él había cumplido lo que la dinastía y la Historia
esperaban de él. O podía ser también que no estuviese en absoluto por la tarea de exponerse
al riesgo de volver a caer con otra mujer de temperamento semejante al de la insoportable
difunta.
Sobre este asunto, existe el testimonio que en sus memorias dejó aquel singular
personaje que fue el veneciano Giacomo Casanova, aquel gran cínico arquetipo de amante
y aventurero, que recorrió toda la Europa de su tiempo entre duelos, estafas, politiquerías,
enredos de alcoba y actividades como espía y nigromante. Trazó unas líneas acerca de
Carlos III que, por provenir de su experimentada mano, resultan peculiares y curiosas. Así,
contaba que, durante su estancia en Aranjuez, en casa de Domingo Berneri, primer ayuda
de cámara del rey:
[...] veía a Su Majestad partir todas las mañanas de caza y volver agotado de
cansancio. El rey era pequeño de talla, pero vivo y robusto, al contrario que casi todos los
reyes de España, a quienes por lo común se los representa lánguidos y débiles. El favorito
de Carlos III era un tal Gregorio Esquilache, hombre de baja extracción,y cuyo único
mérito era tener una mujer bellísima.Yo, como todo el mundo, atribuía a la señora de
Esquilache los favores con que el rey colmaba a su marido, creyendo que debía haber en
ello reciprocidad. Barneri me desengañó en estos términos: Eso se dice, pero son puras
calumnias; el rey es la castidad misma, no ha conocido más mujer que la suya, nuestra
difunta reina, y esto más por deber de cristiano que por atracción conyugal.
Sobre la posible paternidad real de algunos de los hijos de doña Pastora, la bella y
derrochadora mujer de Esquilache, siempre habían corrido rumores, en especial acerca del
que más adelante sería cardenal Di Gregorio. Muchos eran los que no se acababan de creer
que su Rey no tuviese alguna presencia femenina al lado, y buscaban para la abundante
descendencia de un personaje que físicamente era «tan poca cosa» como Esquilache otro
responsable, que no podía ser nadie mejor que su alto protector. Nada pudo nunca
comprobarse en este sentido, como tampoco respecto a otra habladuría que sin duda ofrecía
todavía un mayor morbo. Apuntaba ésta que Carlos mantenía relaciones con la mujer de un
Grande de España, nacida en Francia y dedicada a sonsacar al Rey, en los momentos más
propicios, informaciones que a continuación transmitiría a su embajador; todo ello, como
puede verse, dentro del más clásico estilo de espionaje femenino de todos los tiempos.
[...] y para aminorar y resistir las tentaciones de la carne dormía sienr pre sobre una
cama dura como una piedra, y si de noche se hallaba agitado, salía fuera de ella y se
paseaba descalzo por el cuarto...
El austero estilo de vida del monarca de tan poderoso Imperio llamaba la atención
de todos los testigos que lo vieron. Delgado, enjuto y cada vez con la piel más ennegrecida
debido a su constante exposición al sol y al aire, tenía gustos e intereses personales muy
sencillos y hasta simples. Respondía obligadamente a las necesidades de imagen que le
imponía su posición, pero siempre se quedaba muy lejos de la magnificencia y ostentación
de los soberanos de su tiempo, que implantaban en su entorno unas formas estéticas
absolutamente únicas tanto por su extrema fastuosidad como por su fantástico e increíble
refinamiento. Por el contrario, en su existencia cotidiana dominaban por encima de todo
una sobriedad, un orden y una meticulosidad que habían impuesto una rutina que
personalmente le tranquilizaba y cuyo mantenimiento había llegado a convertirse para él en
una verdadera obsesión.
Una sobriedad que se manifestaba también en los gastos de la Casa Real, aunque
eso sí, siempre manteniendo el nivel de adecuado boato que correspondía a la Familia. Eso
hacía que, en medio de un magnífico dispositivo visual que en todo momento se
organizaba, la mesa del Rey le servía para el consumo de muy sencillos alimentos,
previamente bendecidos cada día por el mismísimo Patriarca de las Indias. La costumbre
establecía que cada uno de los miembros de la Familia Real comiese por separado en sus
habitaciones. Ello hacía que los cortesanos se moviesen de unas a otras durante aquellos
momentos, charlando y haciendo tertulia -siempre de pie- alrededor del Rey o de los
infantes que, sentados cada uno a su respectiva mesa, seguían la charla mientras comían.
La caza era la verdadera y única pasión de Carlos III. Así le retrató magistralmente,
ya en la última etapa de su vida, su joven pintor de cámara, Francisco de Goya.Ya se había
visto que, ante los funestos antecedentes familiares, la fría racionalidad de Carlos le había
impuesto desde muy joven el ejercicio fisico como una terapia preventiva para mantener,
más que la misma salud fisica, el equilibrio mental siempre amenazado. Era el temor a caer
en aquella vieja conocida melancolía en la que había visto debatirse a su padre, en
definitiva, el terror a volverse loco como él, lo que le llevaba todas las jornadas del año a
salir al campo o al monte. Hiciera el tiempo que hiciera, trataba de machacarse fisicamente
en acciones de violento ejercicio fisico que le permitieran regresar por la noche agotado,
pero sintiendo que, al menos por un día más, había alejado aquel peligro.
Me dirán muchos: podría ocuparse en otras cosas más que en la caza. A lo que
responderá: lo uno, que ninguna otra ocupación reunía la ventaja del ejercicio; y lo otro,
que no amando la música y poco el juego, el demasiado estudio y lectura no era tan
conveniente para el fin que se proponía como dicho ejercicio.
Carlos III pasaría a la Historia como arquetipo del monarca ilustrado, gran protector
e impulsor de las actividades culturales, pero en realidad, al contrario que sus padres,
absolutamente desinteresado en este sentido. El fomento de las artes, para él, formaba parte
de las obligaciones de un monarca del tiempo que le había tocado vivir y por ello se
implicaba, pero solamente de una forma mecánica, sin goce ni disfrute añadidos. En este
terreno, debe mencionarse un episodio sobre el que durante muchos años se mantuvo
corrido un tupido y discreto velo. Fue un hecho que demostró de la forma más evidente los
peligrosos efectos de la estrecha mente del Rey y de su intransigente moralismo, asociados
a su absoluta falta de percepción de la belleza artística.
A los tres años de su llegada a España, había ordenado el Rey a su pintor de cámara
Anton Mengs, que procediese a entregar a las llamas las pinturas de la riquísima colección
real en las que se mostrasen figuras humanas desnudas. Aterrado ante tal monstruosidad,
Mengs hizo todo lo que pudo -implicando para ello al entonces todopoderoso Esquilache-
para evitar el cumplimiento de tan aberrante orden. Una decisión nacida del exceso puritano
de quien, a pesar de su ilustrado espíritu, actuaba según unas formas de religiosidad que
incluso ya entonces se manifestaban caducas y trasnochadas. Finalmente, y sólo muy a
duras penas, aquellos hombres pudieron detener los que hubieran sido devastadores e
irreparables efectos de la obsesión purificadora de Carlos III, que hubiera privado a la
posteridad de algunas de las más importantes telas que hoy se conservan en el Museo del
Prado.
Los últimos años de la vida de Carlos fueron, en el plano personal y familiar, tristes
y penosos. Únicamente experimentó la gran alegría de volver a ver a su tan querida
hermana María Ana, Marianina, reina viuda de Portugal. Tras haber estado extremadamente
unidos durante la infancia, llevaban sin verse casi medio siglo y ahora, en el ocaso de sus
vidas, no querían morir sin volver a encontrarse. En noviembre de 1777 se encontraron y
estuvieron juntos durante casi un feliz año. Por lo demás, en su propia casa tenía Carlos los
motivos de mayor peso para encontrarse frustrado y preocupado por el futuro.
Vivió una prolongada etapa como heredero y tenía ya cuarenta años cuando pasó a
reinar, tras la muerte de su padre en 1788. Para entonces, ya había mostrado todos los
rasgos fundamentales de su carácter, muchos de los cuales eran ya conocidas presencias en
todos los hombres de la familia. En efecto, él, que habitualmente solía mostrarse amable y
complaciente, hipócrita y servil con todos, tenía momentos en los que reaccionaba con
sorprendente y desproporcionada violencia ante cualquier pequeñez. Una aparente
campechanía le llevaba a mantener conversaciones con variada gente e incluso amistosas
luchas con sus criados, a los que en cualquier inesperado momento, sin embargo, podía
golpear hasta cansarse o hacer azotar sin piedad, llegando a hacer que le besasen las botas.
Por lo demás, lo que quienes le trataban veían en general era a un muchacho, y luego ya un
hombre, siempre en actitud absorta o haciendo gala de molestas e intempestivas reacciones
infantiloides.
Algo muy importante para esta blanda, apática y complicada personalidad fue,
como no podía ser menos, la familiar pasión por la caza. Pero Carlos, aparte de su nefasta
actuación como rey, por la que escribiría algunas de las más negras páginas de nuestra
Historia, mostraba al mismo tiempo unos positivos rasgos perso nales a considerar en su
haber.Tenía una gran facilidad para aprender idiomas, era un gran amante de la música y
llegó a convertirse en un apreciable intérprete de obras de violín y violonchelo,
acompañando en muchas veladas palaciegas al gran compositor Boccherini, al que protegió
y otorgó todas las consideraciones que su calidad artística merecía. Aparte de su gran
afición a los artilugios mecánicos, en especial los complejos mecanismos de relojería,
Carlos -y su esposa María Luisa- merecen el honor de ser citados como verdaderos
mecenas de las artes y protectores de artistas. Su interés por ello convertiría a su muy
estrecho y especial trato con el genio de Goya en uno de los episodios de obligada
referencia dentro de la brillante historia de la siempre fecunda relación entre poderosos y
artistas.
En todo caso, entre sus próximos había muchos que se preguntaban si Carlos no era
en realidad -como su tío Fernando VI- un gran fingidor, capaz de mostrar, prácticamente a
lo largo de toda su vida, un rostro de hombre simple y perezoso, capaz de admitir hechos y
situaciones que cualquier otro rechazaría o contra los cuales reaccionaría. Lo cierto es que,
fuese una voluntaria pose o una actitud natural y espontánea, aquella permanente
impasibilidad iba a permitirle llevar una existencia tranquila, a pesar de los infinitos
avatares que el destino le tenía preparados.
La instalación de María Luisa en el Real Palacio abrió una etapa llena de sabrosas
situaciones y habladurías que habrían de alzarse hasta las páginas de los más sesudos libros
de Historia y serían objeto de una controversia todavía hoy muy lejos de hallarse cerrada.
Educada en la Corte de Parma, culta y frívola a la vez, ahora la rígida y espartana etiqueta
impuesta por su suegro le pareció inmediatamente algo insoportable. Carlos III, que nunca
la vio con buenos ojos debido al dominio que inmediatamente impuso sobre su marido, le
prohibía sistemáticamente la asistencia a bailes, sesiones teatrales o cualquier otra
diversión. Mientras se aburría encerrada en Palacio, los sucesivos abortos se alternaban con
el nacimiento de varones de efimera vida o de indeseadas hembras.
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Por fin, el 14 de octubre de 1784 nacía en El Escorial el futuro Fernando VII, que
sería el heredero viable y, posteriormente, se convertiría en monarca de ominosa memoria.
Siguiendo la vieja costumbre y a la vista de la edad del Rey, ya una activa camarilla se
movía alrededor del heredero, y sus miembros esperaban como verdaderos buitres el
ansiado momento del cambio de titular de la Corona. María Luisa se quejaba a su confesor:
«Hay un partido de gentes que tira a aburrir y a descomponerme con el Rey y con el
Príncipe...» El anciano monarca, preocupado más que nunca ante el dominio de todos
aquellos sobre su débil hijo, le escribía comentándole el riesgo que suponía que:
[...] en tu cuarto se haya murmurado con libertad y corre [...] que hay dos partidos
en la corte; el daño que esto puede causar no es ponderable, y es más contra ti que contra
mí, pues lo has de heredar,y si creen que esto sucede entre Padre e Hijo, no faltarán gentes
que, con los mismos fines, sugerirán a las tuyas de hacer lo mismo contigo.
No podía ser más clarividente el Rey, e incluso diríase que profeta. Las
confabulaciones que ahora se cocinaban alrededor de su heredero eran realmente peccata
minuta comparadas con las que, llegado el momento, iban a brotar al calor del Fernando
que acababa de nacer y era el previsto sucesor de su hijo.
Costumbres «liberales» en las que la parmesana no hacía más que seguir la moda
dominante entre las damas de la más alta nobleza, como la Duquesa de Osuna y su gran
rival y enemiga, Cayetana de Alba, que no tenía problema alguno en mantener relaciones
con hombres de toda condición, desde temerarios toreros y aristócratas de viejísima cuna
hasta el mismo joven Francisco de Goya. Malévolamente, se decía incluso que algunos de
los compañeros de cama ya desechados por Cayetana habían acabado yendo a parar a los
acogedores y ansiosos brazos de la futura reina. La relación entre las dos apasionadas
mujeres no podía, por tanto, tener mejores bases de rivalidad y mutua hostilidad. De María
Luisa nunca se sabría si sus peligrosas actividades derivaban de una enorme imprudencia o
si, por el contrario, eran hijas de una expresa voluntad de desafio.
Volviendo a la familia, del resto de los infantes cabe destacar a Carlos María Isidro
-nacido en 1788 y que abriría la serie de las guerras civiles por la titularidad de la Corona
que ensangrentarían el siglo XIX español- y a los dos últimos que sobrevivieron de tan
larga y desigual serie: Isabel y Francisco de Paula. Cuando vinieron al mundo, ya era
pública la supuesta relación entre la Reina y Godoy, dando pie a la tradición que nació de
forma bien bronca y que regaló a la Reina calificativos múltiples y variados.Algunos de
ellos eran incluso cultistas y hasta refinados, como La Mesalina de su época, frente a otros,
acaso moralizantes pero poco agradables de oír, como La impura prostituta.
Francisco de Paula nació cuando su madre contaba ya cuarenta y siete años y cerró
su larga etapa de fecundidad, cuyo cálculo diríase demasiado exagerado de no ser cierto: un
total de diez abortos y catorce embarazos llevados a buen término. La rápida pérdida de su
dentadura, lo que muy pronto definió su fisico, venía así a fundamentar el dicho popular
que afirma: «A cada hijo, un diente.» Isabel y Francisco de Paula siempre arrastrarían la
sospecha de ser hijos del favorito Godoy, llevando en el rostro aquel indeleble y tan
denunciado «abominable parecido» fisico con él. Eran realidades vivientes que hablaban de
la forma más abierta y descarnada de aquellas tan especiales relaciones que durante años
determinaron la historia de la Monarquía española. Pero éste es capítulo que merece
especial atención.
Para unos, fue durante un trayecto hacia La Granja cuando al joven guardia se le
encabritó el caballo y lo arrojó al suelo en presencia de los Príncipes. Habrían fijado éstos
su atención en el atrayente aspecto del mozo y se habrían preocupado por los efectos del
golpe. No más de dos o tres días tardaría Godoy en ser invitado a Palacio a jugar a las
damas con el Príncipe. Era el nacimiento de una especial amistad a tres bandas, acerca de
cuya real naturaleza nadie ha podido todavía dar las suficientes e irrefutables claves. Una
relación que no tardaría en hacer exclamar a una feliz y exultante María Luisa: «¡Somos la
Trinidad sobre la Tierra!» Hay que suponer el profundo desagrado que tal situación -que
pronto estuvo en boca de todos- produciría en el estricto y declinante monarca y que, sin
duda, sirvió para amargarle la última etapa de su vida.
En diciembre del año 1788, la muerte de Carlos III y el ascenso al trono de su hijo
dispararon ya de forma incontenible la fulgurante carrera de Godoy, que muy bien resumía
en pocas líneas la magistral pluma de Pérez Galdós en el primero de sus Episodios
Nacionales, cuando escribió:
[...] España y el mundo todo vieron con sorpresa que era elevado a la primera
dignidad política aquel mismo joven de veinticinco años, ya colmado de honores
inmerecidos, tales como el ducado de la Alcudia y la grandeza de España de primera clase,
la gran cruz de Carlos III, la cruz de Santiago, los cargos de ayudante general del Cuerpo de
Guardias, mariscal de campo de los reales ejércitos, gentilhombre de cámara de Su
Majestad con ejercicio, sargento mayor del Real Cuerpo de Guardias de Corps, consejero
de Estado, superintendente general de Correos y Caminos, etc., etc.
Pasaron así apaciblemente aquellos últimos tiempos del viejo orden. El Rey
dormitando en sus asentadas costumbres y la Reina envejeciendo pronto y mal; una muy
rauda y juvenil prestancia dio paso a un aspecto cada vez más desagradable, sensación
aumentada por aquella desdentada boca, ocupada por una dentadura de madera de dificil
encaje y acomodo.Volviendo a la anécdota, tuvo muy amplia difusión una que hablaba de
los arrebatadores celos que unirían a la Reina y al favorito. Así, se mencionaba la escena en
la que Carlos caminaba por uno de los corredores palaciegos seguido a pocos pasos por
María Luisa y Godoy, enzarzados en una vehemente discusión mantenida en murmullos. En
un momento dado, éste, enfurecido por algo, le habría soltado a ella un guantazo. Al sonoro
ruido, el siempre ensimismado marido se habría vuelto para preguntar la causa; ella, con la
más absoluta frialdad, le habría respondido que había sido un libro que se les había caído al
suelo. Por lo que se ve, el desagradable rostro de María Luisa debía tener cierta tendencia
especial para atraer bofetadas.
Bajo tan extrema situación, entrado ya el año 1793, cuando los franceses habían ya
ejecutado a su rey, destacados personajes del momento decidieron, mediante un anónimo,
informar al Rey sobre las relaciones que Godoy mantenía con la Reina y de las que él
parecía ser el único en ignorarlas. Pero con gran desazón comprobaron que, una vez más,
Carlos optaba por la cómoda postura de no darse por enterado de nada. Temeroso de la
amenaza que Godoy representaba, volvió a la carga Floridablanca sobre tan espinosa
cuestión y se atrevió a informar personalmente al Rey de los hechos. Carlos y María Luisa
supieron entonces represen tar a la perfección su comedia: él, acusándola a destemplados
gritos y ella, embarazada del infantito de tan «indecente parecido» con Godoy, gritando
todavía más alto, mostrándose ofendida y amenazando con marcharse a su Italia natal. El
efecto de la denuncia lo vio inmediatamente quien la había hecho: Floridablanca fue
detenido por sorpresa y desterrado de la Corte, apartado de todos sus cargos. Como aviso
para todos, quedaba así claro que la Trinidad no admitía que nadie se metiese en sus
asuntos internos. Así pues, la farsa seguía.
La Reina decidió entonces casar a Godoy y matar así dos pájaros de un tiro. Por una
parte, le separaba de su joven y bella amante; por otra, le ataba todavía más al ménage a
trois que formaba con ella y su marido, al emparentarle con la misma familia real. La
elegida fue María Teresa de Vallabriga, duquesa de Chinchón e hija de aquel infante Luis a
quien su hermano Carlos III había mantenido en tiempos tan rígidamente apartado de la
Corte. Ella aceptó con gran repugnancia esta propuesta, que le permitía a su familia salir de
aquel impuesto ostracismo. Así, además de otras muy sustanciosas prebendas, el Rey les
concedió el uso del apellido Borbón a ella y sus hermanos, uno de los cuales llegaría a ser
arzobispo de Toledo y Primado de la Iglesia española. Pepita Tudó, por su parte, recibía una
cuantiosa indemnización por apartarse pacíficamente de su amante. María Teresa, que odió
desde el principio a su impuesto marido, no tardó en quedar embarazada y fue durante esta
época cuando Goya hizo de ella uno de sus más bellos retratos.
Para mayor confusión, los Reyes hicieron que Godoy y su familia se instalasen en
Palacio. La mujer del valido había dado a luz una niña, Carlota, a la que siempre trató con
un despego nacido sin duda del hecho de ser hija de un marido al que detestaba
profundamente. El panorama se complicaba si se atendían los comentarios que atribuían a
la decadente Reina nuevos amores, que serían, entre otros, el primer secretario de Despacho
Luis de Urquijo y otro joven guardia de corps, versión actualizada de Godoy, el atractivo
criollo Manuel Mallo, que se benefició de una rápida y tan fulgurante como sospechosa
carrera en la Corte. Sobre este posible affaire circuló entonces un divertido relato.
Según el mismo, miraban un día en La Granja la pareja real y Godoy el paso del tal
Mallo en una berlina de la que tiraban seis costosos caballos. Ante la sorpresa de Carlos,
preguntándose cómo aquel muchacho sin bienes podía permitirse tal despliegue, el amigo
Manuel le había hecho reír a carcajadas, cuando le comentó que Mallo no tenía un ochavo,
pero que lo mantenía «una vieja fea que roba al marido para pagar al amante». Como podía
verse, la comedia «a tres» seguía su curso con todo vigor. A todo esto, el nacimiento de
Carlota Godoy en Palacio había sido celebrado como si del de una infanta se tratase,
concediendo a la neófita la más alta condecoración existente, organizando dispendiosos
banquetes y efectuando regalos de muy elevado precio. María Luisa y Carlos demostraban
una vez más que nada en el mundo les interesaba más que la felicidad de su Manuel.
Tan cítrica denominación para aquel breve conflicto nació del hecho de que sus
soldados habían ofrecido a Godoy unos ramos de naranjas tomados de las huertas de Elvas,
que él envió enseguida a la Reina en simbólico y, ¿por qué no?, amoroso y cómplice
tributo. El episodio había servido, por otra parte, para que Carlos pudiese hacer expresión
de sus sentimientos paternales, cuando se quejó ante Lucien Bonaparte diciéndole: «¡Ay,
querido amigo! ¡Qué desgracia es ser rey y verse obligado a guerrear hasta con la propia
hija...!» Godoy recibía, en tangible recuerdo de tan «memorable» hecho un costoso sable
con empuñadura de diamantes que añadía a la enorme colección de piezas de arte que
estaba atesorando. Perfecto ejemplar de advenedizo con suerte, aprovechaba con ansia toda
oportunidad que tenía para hacerse con los bienes materiales que la fortuna le ponía en las
manos.
Fue en el año 1800, cuando Goya, pintor protegido por los Reyes, muy conocedor
de la fisonomía de los miembros de la Familia y con el suficiente prestigio para poner su
arte por encima de cualquier condicionante de halago cortesano, realizó esa obra maestra
del retrato psicológico que es La Familia de Carlos IV. En él dispuso a todos los personajes
del drama, o de la comedia, según se mire. Centrando el grupo de forma indiscutible, se
alza María Luisa, que tiene cogido con la mano izquierda al infante Francisco de Paula,
mientras que apoya la derecha sobre los hombros de la infanta Isabel. Eran éstos a los que
la Reina parece dar una especial protección, los dos sospechosos de ser pequeñosgodoys.
Poco después de terminarse esta magna obra, una inesperada angina de pecho puso
a Carlos al borde de la muerte, pero acabó recuperándose. Sin embargo, desde ese momento
-se comentó que por instigación de su mujer- todos los decretos emanados del monarca
estuvieron firmados de forma conjunta por él y por Godoy. Cuando los rumores acerca de
que María Luisa y el valido preparaban una regencia conjunta para el caso de que Carlos
muriese alcanzaron suficiente difusión, Napoleón se apresuró a declarar que en tal caso,
solamente reconocería al Príncipe de Asturias, Fernando, como legítimo sucesor.
Las cosas tampoco iban por caminos de rosas para la otra parejita. Puesto el pie en
el muelle de Barcelona, María Antonia, la nueva Princesa de Asturias -alta y esbelta, rubia y
de saltones ojos azules- quedaba horrorizada al conocer en persona a Fernando, su flamante
esposo. Su verdadera fealdad y aviesa expresión habían sido naturalmente omitidas en el
amable retrato que, como era costumbre, se le había enviado. Sobre esta primera impresión,
en sus cartas la napolitana -a la que familiarmente llamaban Totóno se privaba de incluir
expresiones como: «Creí desmayarme» o «Quedé espantada»... Era ésta, como habían sido
y serían tantas más bodas reales, un compromiso con trampa y engaño. Cierto que María
Antonia contaba ya dieciocho años y, para la época, había entrado ya en una edad en la que
pocos remilgos podía poner a la hora de aceptar marido. Un repelente marido que, por otra
parte, era nada menos que el heredero de una Corona, de un Reino y de un extenso Imperio
colonial.
Iba a ser María Antonia personaje fugaz en esta historia, en la que no figuraría más
que como la primera de la serie de cuatro esposas de Fernando. Nada en común tenían los
recién casados: frente a la refinada amante del piano que hablaba varios idiomas, se alzaba
aquel ignorante y brutal elemento. Pasaron varios meses sin que la pareja se decidiera a
entenderse fisicamente. Como cumplidamente escribía María Carolina de Nápoles a su
embajador en Madrid:
En el interior de Palacio, como cabía esperar, la guerra entre suegra y nuera estaba
ya declarada desde el mismo momento en que ambas se tuvieron delante. María Luisa
apuntaba con dardos sobre un doble objetivo: «María Antonia es bien mala, y muy hija de
su madre...» Lo cierto es que, al cabo de casi un año, aquel bloqueo conyugal fue superado
y todo el mundo se enteró de que los jóvenes descubrieron finalmente en una frenética
práctica sexual un centro común de interés. Por los mentideros se hablaba ya abiertamente
del muy singular tamaño de los atributos viriles del Príncipe, que la cursilería literaria supo
describir como «desmesurados encantos íntimos». Paralelamente, al irse envenenando cada
vez más las sordas guerras domésticas entre suegra y nuera, Fernando halló en María
Antonia la más ardiente partidaria frente a los Reyes.
Ella no dudó en escribir a su familia que, en el momento en que Carlos -«el solemne
necio»- muriese, Godoy iría a dar con sus huesos en la cárcel. La Reina -«la arpía»- como
ella «cariñosamente» la llamaba, no ocultaba su «maternal afecto» cuando calificaba a su
nuera con una colorista variedad de insultos, que iban desde unos convencionales «sierpe
diabólica» y «víbora venenosa», hasta los algo más despiadados «rana a medio morir» y
«animalucho sin sangre». Todo lo que la muchacha hacía le parecía mal y le molestaba. En
las inmensidades del Palacio Real, para la Reina, las clases de música de la nuera solamente
servían para provocar molestos y desagradables ruidos, mientras que cuando la veía
entregada a la lectura, criticaba ácidamente una costumbre «tan poco española y nada
femenina».
Ante la escasa pureza del aire que se cortaba en el interior del Palacio madrileño, la
joven pareja optó por pasar la mayor parte del tiempo enAranjuez.A su alrededor, se
apresuró a juntarse toda la camarilla que, sirviendo en todos sus deseos al Príncipe y
calentándole los oídos con propuestas, posibilidades, planes y toda clase de fantasías, iban
preparándose sus lugares para cuando se produjese el inexorable relevo en el trono. María
Antonia se mostraba como la más entusiasta de todos en aquella labor de conspiración
familiar y dinástica que, por el momento, estaba reducida a continuadas quejas,
conversaciones generales y planes inconcretos.
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Esta tarde he presenciado el mal parto de mi nuera, con algunos dolores y poca
sangre pues toda ella no equivale a la mía mensual de un día: la bolsita muy chica y el feto
más chico que un grano de anís chico y el cordón es como una ilacha (sic) de limón [...] con
decirte que el Rey a (sic) tenido que ponerse anteojos para poderlo ver...
Amigo Manuel, por fin malparió María Antonia de pocos días de vida pero era más
chico el feto que un cañamón chico, aun que el otro de El Escorial.
La comedia siguió su curso, con Fernando arrestado en su propia alcoba por orden
de su padre, que para esta ocasión recuperó algunos de sus antiguos ataques de violenta
cólera. El hijo no cesaba de implorar su perdón, dispuesto a lo que fuese por eludir los
efectos de tan grave acción. Repetía una y otra vez a gritos los nombres de todos los
implicados y, por si eso no fuera suficiente, aseguraba que una gran parte de la
responsabilidad del hecho recaía también sobre su esposa ya fallecida. Cuando consiguió
ver al gran enemigo, que seguía siendo dueño de la escena, se le echó encima llorando y
tratando de abrazarle: «¡Manuel, Manuel! ¡Sálvame, por piedad!» Godoy le aconsejó que
escribiera a sus padres en demanda de su perdón y Fernando no tuvo reparo alguno en
redactar sendas lacrimógenas misivas dirigidas a «Señor. Papá mío» y «Señora. Mamá
mía», en las que admitía haber delinquido víctima de ajenos manejos. Al mismo tiempo,
insistía en su arrepentimiento, solicitaba su perdón -la clave del asunto- y les pedía que le
permitiesen postrarse a besar a ambos «sus reales pies».
Pasado el atestado a manos del ministro de Gracia y justicia, María Luisa consiguió
que su marido absolviese al hijo. Frente a tal acto de traición, el Rey esperaba fuertes
castigos para los implicados, e incluso la pena de muerte para los más destacados. Pero ante
su irritada sorpresa vio cómo todos ellos, desde aristócratas y destacados eclesiásticos hasta
servidores y mensajeros, quedaban libres de cargos. Mientras estos hechos tenían lugar, ya
a principios de aquel año crucial de 1808, los soldados franceses seguían entrando en
España y pronto serían más de cien mil los que se distribuirían -todavía como bien
recibidos aliados- por lugares estratégicos de todo el país.
TIEMPOS DE DESHONOR
Y DE INFAMIA
En Aranjuez, la víspera del día de san José de aquel 1808, Palafox se ocultó bajo la
personalidad de un supuesto Tío Pedro para dirigir las acciones prácticas de la conjura. Las
rectilíneas calles del Real Sitio se veían pobladas por sospechosos y amenazadores grupos
de gente llegados de Madrid, no se sabía por qué en tal cantidad y coincidencia. Se hacían
correr rumores de toda clase, que alcanzaron hasta las estancias reales y metieron el miedo
en el cuerpo de María Luisa. Se decía que el estúpido infante Antonio Pascual tenía que ver
en la cuestión, algo que en su hermano el Rey no provocó más que ruidosas e incrédulas
carcajadas. Pero el mismo Godoy presentía el peligro y en esta ocasión fue un
sorprendentemente sereno Carlos el que le deseó las buenas noches diciéndole: «Duerme en
paz por esta noche.Yo soy tu escudo, Manuel mío, y lo seré toda la vida.»
Carlos se había pasado toda la noche interesándose angustiado por la suerte del
amigo y, al caer la tarde de aquel 19 de marzo -fecha relevante en la Historia de la
Monarquía española-, en presencia del príncipe y de sus ministros, abdicó de la Corona a
favor de su «muy caro hijo Fernando», aduciendo problemas de salud que le impedían
seguir ostentando tal dignidad. Mientras al otro lado de los balcones se oían los
perfectamente orquestados vítores de la multitud, un Fernando aparentemente enternecido
besó la mano de su agotado padre. Pero, al tratar de hacer lo mismo con su madre, ésta le
dio bruscamente la espalda y no se privó de rugirle para que todos la oyeran: «¡Caiga sobre
tu cabeza la justicia de Dios!» Después de todo lo pasado y viniendo de quien venía, no
parece que al hijo poco o nada le importase oír tan melodramática imprecación.
Pero la intriga no iba a acabar ahí. A los pocos instantes de haber renunciado a sus
derechos, Carlos se quejaba de haber sido obligado a ello por un mal hijo, desagradecido e
intrigante hasta lo inimaginable. El auditorio que ahora escuchaba tales lamentos estaba
compuesto por sus servidores y palafreneros, pero la cosa enseguida iba a pasar a mayores
y Carlos, ya arrepentido de lo que había hecho, escribió al Emperador, describiéndole la
trama de la que se consideraba víctima y acusando a su hijo de ser «un frustrado parricida»,
que había planeado la muerte de sus padres.
Extenso júbilo en toda España produjeron las noticias sobre la deseada caída de
Godoy. Mientras en muchos lugares eran públicamente destruidos los símbolos de su poder,
se escuchaban composiciones de esta índole:
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De tal padre, tal hijo y Fernando vivía ahora, como El Deseado, sus horas de mayor
gloria. A su entrada en Madrid, el día 24 de marzo, fue tal la enfervorizada bienvenida
popular que su cortejo necesitó más de tres horas para hacer el recorrido desde la Puerta de
Atocha hasta el Palacio Real. A su alrededor se agolpaban todos aquellos aristócratas y
eclesiásticos que habían tomado partido por él, aun a sabiendas de que, si volvían a venir
malos momentos, él no dudaría en dejarles nuevamente en la estacada, con tal de salvar su
propia piel o conservar sus privilegios. El esperanzado y engañado pueblo cantaba:
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Llamado por el gran árbitro del momento, Fernando marchó también a Francia,
dejando a su tío, el ahora muy activo Antonio Pascual, al frente de una junta de Regencia.
Cuando llegó a Bayona, el 20 de abril de 1808, su hermano Carlos le comentó, alterado,
que Napoleón estaba decidido a acabar con la dinastía borbónica. De hecho, cuando
finalmente Fernando se vio ante el idolatrado y temido Emperador e insistió en besarle en
las mejillas, mientras servilmente le llamaba mon frére, comprobó decepcionado la absoluta
frialdad del otro. Durante estos días, el Emperador ocupaba aquel Palacio de Marrac,
construido pero nunca ocupado por Mariana de Neoburgo y que había heredado su sobrina
Isabel de Farnesio.
Sin perder tiempo, el amo de Europa le dijo que debía presentar inmediatamente su
abdicación. Fernando, ya degustadas las mieles del poder, quedó horrorizado ante tan
inesperada imposición pero, aun sabiendo cómo se las gastaba el corso y con clara
conciencia de encontrarse en sus manos, se negó. Napoleón simplemente se limitó entonces
a esperar a que llegase el resto de la familia para, ya con todos los protagonistas, volver a
plantear por las buenas lo que ya tenía decidido llevar a cabo por las bravas: hacerse con la
Corona de España.
El día 26 llegó Godoy a Bayona y, ante un Napoleón que no le ocultaba una cierta
admiración, le manifestó su esperanza de que se produjese la tan deseada reconciliación
entre padres e hijo. Luego, una nota del Emperador revelaba tanto su profundo cinismo
como aquel aprecio que siempre sintió por aquel otrora todopoderoso:
El Príncipe de la Paz tiene el aire de un toro y ha sido tratado con una barbarie sin
precedentes. Sería aconsejable protegerle de toda infamia pero, al mismo tiempo, cubrirle
con un ligero tinte de desprecio.
Cerrando este penoso desfile, el último día de abril, en una chirriante carroza que
precedía a una serie de vehículos carga dos hasta los topes de muebles y objetos de toda
clase, llegaban extenuados los viejos Reyes. Ellos sí recibieron unos honores formales que
su anfitrión había negado al hijo. La niña Carlota Godoy iba con ellos y, a las pocas horas,
se sumaba a la troupe Pepita Tudó con los pequeños Godoy de la main gauche y toda su
codiciosa familia. Ahora, la desgracia les unía; María Luisa pareció olvidar viejos odios y
hasta la nombró su dama de honor.
Allí se produjo el tan temido encuentro entre los padres y el hijo traidor, rodeado
por todos los sonrientes y satisfechos implicados en la conjuración de El Escorial. A
Fernando, su padre le increpó: «¿No te has cansado de ultrajar mis canas?» Cuando
apareció Napoleón, Carlos le abrazó con ansia, quejándose sin parar de todos sus males,
fisicos y morales, recurriendo a las formas más melodramáticas: «Su Majestad Imperial
desconoce el mayor de los dolores. No hay desdicha más terrible que la de un padre al
quejarse y avergonzarse de su propio hijo...» El encuentro con Godoy estuvo, como era de
esperar, abundantemente bañado en lágrimas por parte de todos. Eran lágrimas de
agradecimiento a la Providencia por haberles permitido sobrevivir a tales desgracias, pero
también pensando en los bienes perdidos y, junto a esto, por la incertidumbre ante lo que el
destino les deparaba.
Así, la culminación del penoso sainete llegó -como en tantas disputas familiares-
con la intervención de la iracunda María Luisa, que se dirigió a Napoleón diciéndole:
«¡Mátelo, Su Majestad Imperial!», añadiendo -lo que no dejaba de tener su gracia, viniendo
de quien venía-: «¿No ve que es un hijo de mala madre?». Los graves asuntos de Estado se
habían rebajado hasta niveles de las más ruines rencillas domésticas y cuando el ansioso y
envarado Fernando le preguntó a su padre por qué ahora le exigía lo que pocos días antes le
había dado, éste le contestó en el estilo más casero: «zY a ti qué te importa? ¡Porque se me
antoja! ¡Y obedece de una vez!» Pero, por el momento, la partida quedó en tablas y
Bonaparte, cada vez más harto de gastar tiempo y paciencia a causa de toda aquella gente a
la que tan profundamente despreciaba, decidió esperar una vez más.
Cuando Napoleón tuvo noticias de los hechos de Madrid, estalló en una previsible
cólera y ya no quiso seguir jugando a la dilación con sus indeseados huéspedes. Ahora,
expeditivamente, amenazó a Fernando -«Príncipe, debe elegir entre la cesión o la muerte»-
con someterle a un sumarísimo consejo de guerra, como responsable de la muerte de los
soldados franceses a manos de los madrileños. Mientras Fernando se lo pensaba, su padre
realizó la segunda de sus abdicaciones, ahora a favor del triunfador del momento. Le
entregaba sus derechos como soberano de España y su Imperio y sus propiedades privadas,
a cambio de un par de buenos castillos -uno de ellos, el célebre de Chambord, en el Valle
del Loira- como residencia permanente y una muy sustanciosa renta para él y para su mujer
en caso de viudez.
A pesar del gran estado de tensión en que Carlos debía lógicamente hallarse, la
doblez de su carácter le llevó a «nadar y guardar la ropa» y, para no firmar personalmente
tal deshonroso acuerdo, hizo que lo hiciese por él un desganado Godoy, que ya no tenía
cargo oficial alguno. Al día siguiente, 6 de mayo, Fernando abdicaba por fin; a cambio,
también él se aseguraba una cómoda residencia y unas buenas rentas. Eran momentos en
los que Carlos andaba ya por los pasillos clamando histriónicamente ante quien le quisiera
oír: «¡Sólo puedo decir que yo no abandoné a mi pueblo! ¡Me arrojaron de la Corte y me
echaron al destierro! ¡Dios me hará la justicia que los hombres me niegan!»
Indicaba que el más manso sometimiento a las órdenes del triunfador constituiría
para él -Fernando- el mayor placer y llegaba al extremo de añadir, por último, que había
olvidado sus particulares intereses y renunciado a sus derechos únicamente llevado por el
«único objeto de sus deseos»: la felicidad del país... Unos desinteresados afectos para él
que, además de las suyas, incluso se había asegurado de Napoleón unas rentas para su
esposa, caso de volverse a casar durante este exilio de desconocida duración. El sistemático
incumplimiento por el Emperador de tales pactos, que nunca pensó respetar, iba a ser el
justo pago bien merecido por todos aquellos despreciables elementos.
Muy pronto pudo comprobar el defraudado Carlos que los bellos bosques de
Compiégne no eran en absoluto comparables a los que acostumbraba a recorrer día a día en
sus destructoras partidas de caza por los alrededores de Madrid. Así, aduciendo muy
astutamente achaques de salud, comunicó al Emperador su interés por establecerse en zonas
más cálidas que le recomendaban sus médicos. Napoleón aceptó encantado la idea de que le
dejasen libre aquel importante castillo y les autorizó para que marchasen a donde quisieran.
Ahora, para él, todos aquellos rastreros Borbones no eran ya más que ridículos y molestos
monigotes a los que, encima, debía por el momento mantener.
Hasta la primavera de 1812, el grupo vivió entre Aix-en-Provence y una finca en las
proximidades de Marsella. La guerra en España actuaba de forma determinante sobre la
suerte del Imperio napoleónico, que entraba en irreversible declive. Al paso de estos años y
con la fortuna cada vez más enfrentada, el Empera dor fue retrasando y recortando las
asignaciones que se pagaban a tan indeseables huéspedes. Desde ambas partes, se mantuvo
una extensa y detallada correspondencia, debido a este permanente tira y afloja, que
siempre parecía amenazar la misma supervivencia de los exiliados.
Mientras no cesaban los rumores que afirmaban que se habían traído con ellos las
joyas y los tesoros de la Corona, de legendario e inmenso valor, Carlos se endeudaba hasta
las cejas con bancos y casas de crédito, negando firmemente en todo momento que
estuviesen en posesión de aquellas riquezas. Esta precariedad material fue quizá la principal
razón que les impulsó, en el verano de 1812, a marchar a instalarse en Roma. De esta época
es la descripción que de la pareja dejó el prefecto de Marsella y que coincidía con la que en
general ofrecían a todos. Si Carlos le pareció un anciano «alto y hermoso, honrado, bueno,
sencillo y abstemio, aunque ignorante...», María Luisa se le mostró «pequeña, fea y basta,
si bien tiene hermosos brazos y, en excepcionales ocasiones, muestra fortuito ingenio y
asombrosa dignidad». Como buen cotilla, detallaba también su adorno personal, de
«plumas, cadenas y joyas, que dice sus únicas alhajas».
Godoy, el siempre cabizbajo tercer vértice del grupo, también mereció su natural
curiosidad y le vio con buen aspecto fisico, añadiendo, benevolente: «Le falta distinción,
pero a veces la agudeza le enciende los claros ojillos.» Este observador funcionario anotó
también un comentario de Carlos sobre María Luisa que, sin duda conocedor de la historia
del terceto, le debió sorprender en alguna medida: «Es una buena madre y una buena
esposa.Jamás me causó el menor disgusto.» Mientras tanto, en el Cádiz asediado por las
tropas francesas, las Cortes redactaban una Constitución que sirviera de base para la futura
convivencia de los españoles, una vez alcanzado el fin de la guerra, que ya se anunciaba
próximo. Pero esto a Carlos no le importaba nada en absoluto; las remesas a recibir cada
mes eran su única preocupación.
Vivían todos juntos y se prestaban a penosos juegos, como cuando Godoy se veía
obligado por María Luisa a vestir, uno tras otro, los brillantes uniformes que había
conseguido rescatar del desastre y que ahora para todos -menos para ellos tres- no eran más
que simples disfraces descoloridos, decadentes y ridículos. Cuando, a fines de 1813,
Napoleón y Fernando acordaron el regreso de éste a una España liberada de la ocupación, a
Carlos solamente le interesó la cláusula que traspasaba al hijo el pago de las rentas a las que
el Emperador se había comprometido. A partir de ahora, las tensiones generadas por
anunciados envíos, esperados cobros y habituales retrasos iban a establecerse ya entre
Roma y Madrid.
Así, si sintieron alegría los viejos Reyes cuando tuvieron por fin noticia del regreso
de El Deseado a su Reino, en marzo de 1814, fue porque ya se sentían más seguros de la
regularidad del cobro de sus asignaciones. La entronización de Fernando como rey y el
inmediato hundimiento de España en el absolutismo más oscuro y brutal era, para ellos,
algo extremadamente lejano y carente de importancia. En Italia se sentía la pareja muy a
gusto; para los dos era en definitiva como haber vuelto a casa, a la tierra en la que habían
nacido. Por otra parte, el Palazzo Barberini, con la vuelta de Fernando al trono en Madrid,
se convirtió en un verdadero nido de espías e informadores del monarca, que empezaba a
extender una larga y densa red de intrigas. Les esperaba todavía a los ancianos exiliados
una breve y aterrada escapada a Verona, cuando Bonaparte regresó de su encierro en la Isla
de Elba e implantó su Imperio de los Cien Días.
Fernando estaba, como muchos otros, convencido de que su madre había rapiñado,
de acuerdo con Godoy, las joyas de la Corona y ahora, desde su posición de fuerza, estaba
dispuesto a recuperarlas. Tenía la sartén por el mango y se mostraba decidido a utilizar sin
piedad la permanente amenaza de dejar de hacer los envíos de dinero en caso de no obtener
lo que quería. En primer lugar, para dejar todo bien atado, a cambio de una considerable
cantidad obtuvo de su padre -a espaldas de su madre y de Godoy- una nueva y definitiva
abdicación de sus derechos sobre el trono y el Imperio. Más adelante, por medio de hábiles
corruptelas, consiguió del Papa que desterrase a Godoy de Roma, haciendo todas las
gestiones necesarias para que ningún otro país le diese asilo.
Pero de todos los oscuros e inconfesables asuntos y manejos que se cocieron entre
los muros de aquel palacio romano, había uno que parecía ser especialmente grave. Un
turbador secreto de familia se incrustó aquí para mayor deshonra de todos los
implicados.Vivía allí todavía con sus padres aquel Francisco de Paula que tan
oportunamente había lloriqueado el Dos de Mayo. Superados ya los veinte años, se había
ganado una justificada fama de crápula, amante de damas y fecundador de criadas, además
de sospechoso de pertenecer a la tan temida como odiada Masonería. En una estancia
próxima a la suya dormía Carlota Godoy, especial protegida de María Luisa, que tenía ya
quince años.Y nació el rumor de que la chica estaba embarazada del rijoso infante. Todo
hubiera podido ser una historia menor más y ya muy vista, producida y ocultada al amparo
familiar, si no fuera por la persistente sospecha de que él era hijo del viejo valido y, por
tanto, hermanastro de aquella con la que suponía mantenía relaciones. A la vista de todo
esto, bien puede decirse que ni el más imaginativo guionista hubiera podido superar lo que
la realidad iba planteando de forma espontánea. Pero la cosa no acababa ahí y lo mejor, por
decirlo de algún modo, estaba todavía por llegar.
Y era que, de común acuerdo, María Luisa y Godoy plantearon como muy
conveniente la idea de que los dos jóvenes se casasen, estabilizando así la situación de ella
y reconduciendo adecuadamente la poco ordenada existencia de él. Carlos reaccionó como
podía esperarse y, sin demostrar sorpresa ni resistencia alguna, dio su asentimiento al
enlace. Aquí se plantea un grave interrogante que todavía sigue dando que pensar y hablar a
los historiadores: ¿Llegaría tan lejos la infamia de la vieja Reina y su valido como para
legalizar un incesto? ¿Querían quizá con él reforzar todavía más su larga y estrecha unión?
O, por el contrario, ¿sería cierto lo que apuntaban los defensores de ambos y nunca había
habido nada fisico entre ellos? Y sobre Carlos, ¿había olvidado los viejos rumores y
abiertas acusaciones de adulterio? o, en otro caso, ¿había estado siempre tan seguro de la
fidelidad de su mujer y de su amigo que nunca había dado el menor crédito a tales
habladurías?
Fuese cual fuese el verdadero fondo de tan sucio asunto, lo cierto es que cuando
Fernando fue informado de ello, montó en gran cólera, se negó a dar su aprobación a la
boda y ordenó a su hermano menor que se volviese a España.También aquí se abren
suculentos interrogantes: ¿Reaccionaba así, horrorizado por lo que moralmente tal
propuesta significaba o, por el contrario, quería evitar devolver a la hija de Godoy, si se
convertía en su cuñada, los cuantiosos bienes confiscados a su padre? Conocido más que
sobradamente el tipo de personaje que era Fernando y su catadura moral, cabe pensar que
para él la segunda posibilidad pesase mucho más que la primera.
Hasta el fin de sus días, el hijo siguió dirigiendo las existencias de sus padres. A
cambio de un incremento de la cada vez más reducida pensión, Carlos se prestaba en
secreto a sus maqui naciones dirigidas contra el antiguo valido. Así, el viejo Rey no tuvo
problema alguno en traicionar al que seguía llamando amigo y firmó cartas dirigidas al
emperador de Austria, y escritas por los agentes de Fernando, solicitándole que negase a los
Príncipes de la Paz asilo en Viena:
En aquel tenebroso palazzo nadie parecía capaz de librarse del influjo del mal y
parece que la misma Carlota, inocente víctima de tanta manipulación e informada de toda la
trama que sin saberlo había protagonizado, no tardó en acabar prestando servicios como
informadora de Fernando, acerca de las cotidianas actividades de la anciana pareja real.
Finalmente, la casarían con un aristócrata romano sin muchos posibles, el Conde Rúspoli. A
estas alturas, ya todo era declive y Carlos y María Luisa se movían, como los ancianos que
eran, entre el insomnio y la gota, la malaria y la pérdida de apetito. A pesar de todo, en el
otoño de 1818, Carlos decidió visitar en su Nápoles natal a su hermano, el rey Fernando,
aquel Nasone que, como padre de su nuera María Antonia, la Totó primera esposa de
Fernando, había sido su efimero consuegro.
Tan ejemplarizante historia personal y familiar iba a cerrar muy pronto este
capítulo, pero no sin algunos chispazos de lo mismo que durante décadas la había jalonado.
Marchó Carlos a Nápoles a pesar del progresivo agravamiento de su mujer y allí cogió
absolutamente por sorpresa a su hermano, diciéndole que, no solamente estaba dispuesto a
denunciar aquel testamento de su mujer, sino que iba también a solicitar la anulación
pontificia de su matrimonio.Y el muy cínico le anunciaba la causa que iba a aducir para
ello: la bien conocida y prolongada infidelidad de su esposa. En Roma y sin tener noticia de
esta inesperada decisión, durante la noche del 2 de enero de 1819, moría la vieja Reina,
víctima de una pulmonía mal diagnosticada. Parece que sus últimas palabras fueron
dirigidas a su hija María Luisa, que testimonió haberle oído decir: «Yo me acabo. Te dejo a
Manuel. Ten la seguridad de que no hallaréis en nadie más afecto tú y tu hermano
Fernando...»
Todavía dos días más tarde, antes de recibir noticia de su nuevo estado de viudo, un
sorprendentemente alterado Carlos recuperaba sus viejos arrebatos de ira y escribía acerca
de aquel discutido testamento, «por ser contra nuestras leyes»... Eran las mismas horas en
que el desconsolado Godoy escribía a la Tudó en extremos desgarradores: «¡Ya no existe
mi protectora! ¡Murió Su Majestad la Reina y el Rey no llega!»
Fernando VII siguió la tradición dinástica y ordenó repatriar los restos de sus
padres, para colocarlos en el Panteón de Reyes de El Escorial. No hay que decir,
naturalmente, que Godoy no recibió ni un céntimo de la herencia que su Reina le había
legado. Tras un largo ocaso definido por permanentes problemas familiares y estrecheces
materiales, moriría el antiguo Príncipe de la Paz en París, en 1851, en medio de una
pobreza soportada con dignidad. Sus restos reposan hoy en el cementerio del Pére Lachaise.
Curioso colofón de toda esta complicada y «ejemplar» historia fue el episodio -sin
duda, también bastante «edificante»protagonizado por el último confesor de la Reina, fray
Juan de Almaraz. Como ella le hiciera a éste un legado nada desdeñable y pasaron varios
años sin que lo cobrara, escribió a Fernando una carta en la que afirmaba que, en secreto de
confesión, su madre le había confiado que «todos» sus hijos lo eran también de Godoy. En
consecuencia, amenazaba abiertamente con divulgar tal hecho, en caso de no cobrar de una
vez por todas el esperado legado. Pero no sabía el incauto que con un elemento como
Fernando no se podía jugar. La reacción de éste fue la que cabía esperar: sus esbirros
secuestraron al audaz fraile, le trajeron a España y fue arrojado a una insalubre celda del
castillo de Peñíscola. Solamente pudo salir de allí largos años después, tras el fallecimiento
del Rey, para morir miserablemente poco después.
Junto con los cuerpos de sus padres, Fernando había ordenado el traslado a España
de todos sus bienes, desde la rica pinacoteca hasta el servicio de mesa de oro y plata, desde
los relojes y las armas hasta las tan polémicas joyas de la difunta Reina. Sobre este tan
discutido asunto, parece que finalmente quedó claro que solamente se había llevado al
exilio las que eran de propiedad personal y que, en cualquier caso, no alcanzaban el
extraordinario valor que todas las cábalas les habían atribuido. El resto de los bienes de los
antiguos Reyes fue puesto a la venta en Roma. Entre otras cosas, habían dejado cincuenta y
seis caballos, seis burras de leche, dos guacamayos y un papagayo.
LA PLUMA
DEL REY JOSÉ
Como monarca de aquel Reino, impuso José una política reformista que transformó
sus arcaicas estructuras, le hizo ganar muchos apoyos entre la burguesía y un profundo
rechazo entre una aristocracia en nada dispuesta a perder sus tradicionales privilegios.
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La verdad es que parecía que el pueblo había olvidado quién era su rey hasta
semanas antes, en aquel baile de impresentables al que habían jugado Carlos IV y su hijo
Fernando. Cuando llegó a España, era José un atractivo hombre de cuarenta años, casado y
con dos hijas pequeñas. Su mujer, Julia Clary, hija de un acaudalado comerciante marsellés,
era hermana de Desirée que se casaría con Bernadotte, uno de los jóvenes generales
napoleónicos, que llegaría a convertirse en rey de Suecia y fundador de la dinastía que
todavía hoy reina en aquel país. Formaban la más tradicional pareja: él, mujeriego y
casquivano, superficial y vanidoso; ella, la pobre víctima, la sufridora sensible y discreta.
El poco agraciado fisicamente Napoleón siempre había envidiado el éxito de su hermano
mayor dentro de los espacios femeninos.Y si el bullente París de la Revolución y el Imperio
había sido un permanente campo de caza y captura para este gran seductor, su etapa como
Rey de Nápoles no se había quedado atrás en cuanto a piezas cobradas.
Los cinco años en que se mantuvo en España estuvieron, ante todo y lógicamente,
definidos por la situación de guerra que vivía el país. Pero, mientras se sucedían batallas de
muy diferente signo, con la permanente acción de la guerrilla y la persistente represión del
invasor sobre la población civil, en la mayor parte de las ciudades la vida seguía un curso
aceptablemente normal. La política reformista que José impulsó contó con el más decidido
apo yo de los elementos progresistas procedentes de las clases medias urbanas, que serían
luego perseguidos acusados de afrancesados. En todo momento debió soportar la sombra de
su hermano, que en el invierno de 1808 se vio obligado a venir en persona a resolver una
situación que cada vez era más complicada.
Para todos estaba claro que José dependía por completo de la voluntad de su
hermano y que ninguna de sus decisiones tenía valor si no era autorizada por el Emperador.
De ahí, el chulesco desprecio por este rey sin poder real, al que los patriotas presentaban
como un verdadero títere y, como tal, merecedor de todo tipo de burla.
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El que fue de inmediato motejado de «Rey Intruso» siguió así disfrutando de tan
especial situación de provisional soltería y comprensivo amantazgo, picando sin pausa entre
la aristocracia. Una opulenta y sensual criolla, la joven viuda del viejo y difunto Conde de
Jaruco, que fuera gobernador de La Habana, fue la siguiente en la lista y, tras su repentina
muerte, el ojo avizor del Rey se posó en su hija, también casada. Luego seguirían, siempre
bajo el control de la Montehermoso, la mujer de un proveedor de las tropas de ocupación,
una soprano italiana de nombre Fineschi y la esposa del embajador de Dinamarca. Fuera de
los severos muros del Palacio Real, con todo su numeroso personal como posible testigo,
José había convertido el Palacete de la Moncloa en su refugio para estos incesantes y
siempre renovados encuentros eróticos.
Víctima del odio de quienes se consideraban furibundos patriotas, fue José objeto de
toda clase de ataques verbales, expresados en motes en nada justificados. Así, los de «Pepe
Botella» y «Tío Copas», debido a una nunca probada y desmedida afición al alcohol o el
todavía más absurdo de «Rey Plazuelas», por su decidida política de urbanismo
racionalizador de la Villa de Madrid, en la que el derribo de vetustos y extensos edificios
conventuales entregó a la población espacios abiertos para su uso y disfrute.
Nada de esto interesaba a los elementos tradicionalistas, tanto los del ignorante
pueblo llano como los pertenecientes a la más rancia nobleza, cuya secular posición veía en
peligro. Así, seguían naciendo, incesantes, las coplillas ofensivas:
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Las medidas que bajo su reinado se adoptaron fueron muy semejantes a las que
propugnaban -desde el bando de los patriotas- los diputados de las Cortes de Cádiz:
ordenación racional del territorio, abolición del caduco Consejo de la Mesta, de los
tribunales particulares de justicia y de la aplicación de la tortura a los detenidos, medidas
racionalizado ras en materia financiera y, entre otras, la más destacada: la supresión del
Tribunal de la Inquisición, símbolo del secular oscurantismo y la reacción que los nuevos
gobernantes trataban de borrar definitivamente de la convulsa escena nacional.
La gran expedición que realizó por Andalucía, en los primeros meses de 1810,
supuso la más fecunda y tranquila etapa de su cuestionado reinado. Pero, una y otra vez, se
encontró José físicamente amenazado por la presión bélica tanto de los ejércitos españoles
como de sus aliados ingleses. Su misma presencia en la capital se vio así interrumpida cada
vez que la amenaza de una ofensiva enemiga cobraba fuerza. Como telón de fondo, una
mortífera hambruna causaba la muerte de millares de personas. Tras la batalla de Vitoria, se
vio obligado a retirarse definitivamente a Francia a mediados de 1813, sin renunciar por
ello a la Corona, sobre la que siguió conservando esperanzas hasta que Napoleón la
devolvió a Fernando VII. Siguió luego colaborando estrechamente con su hermano y,
después del decisivo episodio deWaterloo, que eclipsó definitivamente la era napoleónica,
fue detenido pero, tras una estancia en Suiza, se le permitió marchar a los Estados Unidos.
Allí vivió durante largos años como acaudalado propietario de una gran plantación,
con esclavos incluidos, en New jersey, utilizando el título de Conde de Survilliers y
manteniendo a la siempre abnegada Julia en Francia. Desde allí, fracasó en varios intentos
que realizó por conseguir la huida de Napoleón de su encierro en Santa Elena. La memoria
de su reinado conservaría un cierto valor a los ojos de los liberales.Así, durante la Ominosa
Década, durante la cual la más cruda represión pasó a definir el reinado de Fernando VII,
nació el proyecto de sustituirle en el trono por José. Esta operación tuvo en el prestigioso
general Espoz y Mina su más decidido promotor, pero lo cierto es que nunca llegó a pasar
de ser una más o menos quimérica idea. Cabe pensar, por otra parte, que ajosé quizá no le
hubiese desagradado volver a recuperar el reino perdido. Quien ha gustado de las mieles del
trono -y en este caso, de dos- debe sin duda sentir algún regustillo por la cosa...
[...] Desde muchos días antes, habíanse embargado cuantos coches, carros y calesas
rodaban por las calles de laVilla y casi toda la servidumbre se ocupaba del embalaje de las
diversas riquezas que José y los suyos se habían apropiado. Estos señores hacían buena
presa allí donde ponían la mano, y no eran nada melindrosos ni encogidos para esto de
incautarse [...]. Completaban el convoy las cajas de guerra llenas de dinero en buen oro y
buena plata antigua, de aquella que ya no se ve y seducía entonces con su brillo los ojos de
los extranjeros y, con su noble son, los oídos de todos. No se habían descuidado los
franceses en reunir dinero, como gente allegadora y económica, ni menos en llevárselo; que
si para limpiar de vicios la capital hubieran usado de tanta diligencia como para limpiarla
de onzas, fuera estaVilla un paraíso en la tierra.
El botín era el más valioso, el más rico y grande, sin duda, que en batalla alguna ha
podido quedar a merced de vencedor furioso. Componíase de cuanto existe: armas, material
de guerra, víveres, pero también alhajas, dinero y hermosura [...].Todo el interés de la
batalla de Vitoria estuvo en la impedimenta. Hacia los cofres tendiéronse anhelantes las
manos crispadas de vencedores y vencidos. Podría decirse que aquel convoy era el resumen
de la guerra y que los franceses, al perderlo, perdían la tierra tan trabajosamente
conquistada; al verlo tan grande, tan custodiado, creerían también que, no pudiendo
dominar a España, se la llevaban en cajas dejando el mapa vacío...
Tal era el paisaje que dejaba el efimero rey José 1 en el último rincón del que había
sido su Reino.
Niño de inicial mala salud, mostró pronto un carácter receloso y desconfiado, rasgos
que con el tiempo iban a adquirir una naturaleza patológica, combinados con una
campechanía y una lib ertad de formas que iban a configurar un carácter complejo y de
dificil consideración. Vivió en los palacios y muy pronto conoció las tramas, intrigas y
manejos que en ellos se desarrollaban y que formaban parte de su propia esencia. Su vida y
la de sus hermanos estaba reglada por las obligaciones y horarios, dentro del clima de
general sobriedad que había impuesto el abuelo Carlos III.Tras la muerte de éste, las
personales tendencias al fasto de la nueva Reina harían que los usos y costumbres de la
Corte diesen un violento viraje, para abrirse a un costoso e imparable derroche, a impulso
del gusto por sus alegrías dilapidatorias.
El niño Fernando tuvo así acceso a las formas de la cultura entonces dominantes y
está comprobado que en su biblioteca figuraba incluso la Enciclopedia, aquel «peligroso»
conjunto de pesados volúmenes en los que los escritores de la Ilustración estaban creando el
compendio de todos los saberes. Propio de una educación principesca, se aproximó a la
música y al baile, a la pintura y al teatro. De la primera, acabó prefiriendo a cualquier otro
sonido los rasgueos de la guitarra; de su interés y respeto por la pintura solamente debe
citarse el hecho de que, ya más adelante, fue una decisión personal suya, tomada
prácticamente en exclusiva, la creación de la galería de pinturas que es hoy el madrileño
Museo del Prado. Pero de todas sus aficiones, acabaría siendo la asistencia a la fiesta de los
toros la que le iba a ocupar más tiempo.
A medida que Fernando iba creciendo, se hizo más evidente su apartamiento con
respecto a sus padres y el cada vez más indisimulado rechazo que sentía hacia Godoy. En
esto influirían, tanto la natural aprensión hacia el que era denunciado como amante de su
madre, como el recelo del heredero ante el satisfecho poseedor de tanto poder, que no podía
dejar de presentársele como un victorioso rival con el que tendría que batirse en el futuro.
Así, los antigodoystas, en general altos nobles descontentos, se encontraron con el trabajo
hecho y puesto en bandeja cuando hallaron en el Príncipe de Asturias su más decidido y
voluntarioso instrumento para actuar contra el valido desde el mismo interior de Palacio.
Sobre esto, nada más expresivo que los propios recuerdos de Napoleón al final de
sus días:
Fernando siguió viviendo esta fácil y plácida existencia hasta que las señales de
alarma se encendieron para el corso, lanzado ya imparablemente por la pendiente de la
derrota. Cuando ordenó entablar conversaciones con Fernando, éste vio una nueva
oportunidad -que posiblemente jamás hubiera imaginado- de sacar algo en limpio. Se
permitió así, como había hecho en anteriores ocasiones, envalentonarse un poco y disfrutar
haciéndose el dificil. Pero lo hizo durante muy poco tiempo, ya que la movediza realidad
del momento no era terreno propicio para tales juegos. Napoleón quería quitarse de encima
el pesado asunto español y así, el 11 de diciembre de 1813, se firmaba el Tratado de
Valencay. Por él, Fernando era reconocido como Rey de España y de las Indias y, entre
otras cuestiones de variado carácter y rango, se comprometía a hacerse cargo del pago a sus
exiliados padres de las asignaciones que Napoleón les había concedido. Para muchos
españoles era El Deseado y regresaba después de haber sufrido dignamente una verdadera
prisión. Muy pronto se iban a enterar de cuál era su verdadera naturaleza.
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Sabía que tenía muchos y fuertes apoyos, desde la nobleza y la Iglesia hasta las
conservadoras masas campesinas, que eran la mayor parte de la población española. Se
sentía seguro de sus decisiones cuando a su paso la gente del pueblo gritaba «¡Vivan las
caenas!» anhelando volver a los inmóviles y viejos tiempos.Todo lo que de renovador
habían aportado las últimas épocas iba a verse anulado de un plumazo, como nefastas
aportaciones revolucionarias contrarias al «ser español». Así, no dejaba de recibir consejos
como los que incluían estas cuartetas, que además recomendaban el castigo para todos los
«culpables»:
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Cuando el Gobierno Provisional fue a saludarle, Fernando quiso dejar bien claras
las cosas y obligó a su presidente, el cardenal arzobispo de Toledo, a que se arrodillase ante
él y le besase la mano a la antigua usanza. Ningún cabo debía quedar suelto para su
decisión de erigirse en monarca solamente «por la gracia de Dios». Anular todas aquellas
«fantasías» liberales era solamente cuestión de tiempo y él y los que le rodeaban se
emplearon a fondo en la tarea. Uno de los primeros actos del Rey, que supuso un
amenazador aviso para muchos, fue su decisión de restaurar la Inquisición, que las Cortes
de Cádiz habían suprimido. Pero naturalmente, no estaba Fernando dispuesto a propor
cionar con esto beneficio alguno a la Iglesia. A él, realmente, las cuestiones religiosas
siempre le habían importado muy poco y ahora los inquisidores, que recuperaban una red
de control que dominaba todos los aspectos de la vida del país, le podían venir muy bien
como agentes policiales de represión de cualquier actividad disidente.
Mientras escuchaba estas aclamaciones, sin duda el artero Rey debía solazarse
pensando en la sorpresa que preparaba para quienes habían dejado de ser ciudadanos para
convertirse nuevamente en súbditos.Tras asegurarse del acuerdo o la complicidad de los
altos mandos militares, mostró de forma ya absolutamente abierta su pensamiento y dio el
golpe: «Declaro que mi real ánimo es no solamente no jurar ni acceder a dicha Constitución
ni a decreto alguno de las Cortes Generales y extraordinarias [...] sino el declarar aquella
Constitución y decretos nulos y de ningún valor en efecto.» En esta ocasión, y en contra de
su vieja costumbre de jugar con mentiras, promesas y ambigüedades, no tenía intención ni
interés alguno en engañar a nadie. Iba a gobernar como quería y ¡pobre del que tratase de
actuar en otra dirección! Comenzaba, como consecuencia de esto, uno más de los exilios
que han jalonado nuestra Historia.
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pero cuando llegó a Madrid y fue vista por la población, se ganó aquel cruel y
célebre ripio de
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que pasó a inscribirse en la Historia menuda y que reflejaba una penosa realidad.
Algo que, sin duda, también debió dejar perplejo a un Fernando que seguramente debió
sentirse estafado por la trampa que su hermana y su cuñado le habían puesto.
[...] Mi augusta esposa no entiende que ella es carne de mi carne y hueso de mis
huesos. Por ello es indispensable proporcionar a la reina un director espiritual que imprima
en su ánimo sencillo la más justa y exacta idea de los deberes de una esposa para con su
esposo, por ver si de este modo sería Dios servido conceder a mi matrimonio el fruto de
bendición que sellaría la tranquilidad de mis dominios...
Dedicación esta que compartía la Reina con una esforzada labor como poetisa
amateur, expresada en unas obritas de ínfima calidad y de un lirismo cursi hasta niveles
inconcebibles. Aplaudidas sin rubor por muchos cortesanos obsequiosos, que descubrían en
ellas notables calidades «literarias», eran objeto de la más que sangrienta y merecida burla
por la mayoría. Así, lo mismo de vidas de santos que sobre cuestiones de naturaleza místi
ca o descripciones de la vida cotidiana,Amalia dejaba prueba de sus inquietudes creativas
en su siempre inseguro y rígido castellano, siempre asesorada por obsequiosos consejos de
los profesionales de la pluma que al calor de la Corte acudían.
Buena prueba de estos meritorios esfuerzos, que su paciente marido hacía imprimir
y encuadernar en lujosos volúmenes, es esta tan especial mixtura poética de sentimiento
religioso y conyugal a un tiempo, ante la que solamente cabe la sorpresa y que lleva el muy
descriptivo y detallado título de «Oda con motivo de hallarnos mi esposo y yo sólos, la
víspera de la Inmaculada Concepción; él rezando el oficio del día y yo, el Parvo de la
Virgen»:
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A pesar de todo, Fernando debió acabar encariñándose con aquella remilgada que
poco juego debía darle a la hora de la verdad, pero que en su favor tenía el hecho de ser
poco entrometida en asuntos de la política, algo que su desconfiado e inseguro marido
debió agradecer mucho.Ya bastante tenía con la insatisfacción sexual y la falta de hijos,
como para tener que estarse lidiando a una mujer con inclinaciones políticas. En el plano
más íntimo, una vez superados aquellos iniciales episodios de humedades urinarias,
debieron mantener relaciones más o menos normales con la idea de conseguir hijos, y de
ello dan buena prueba tanto el recurso a médicos y curanderos de todo pelaje como la
reiterada costumbre de ir a tomar aguas de balnearios, de los que se afirmaba potenciaban
las posibilidades de preñez.
En pleno furor de su triunfo, cuando se abría aquel esperanzado y tan fugaz Trienio
Constitucional, salían de la obligada oscuridad los perseguidos liberales, que ahora
humillaban a sus adversarios cantando por todas partes el Trágala que se haría célebre y que
resumía de forma fácil y efectiva su afán por superar las negras etapas pasadas:
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Durante tres años, aquel déspota fue capaz de aguantar y aceptar lo que los
triunfantes liberales le imponían. Pero utilizaba siempre el poder de veto que tenía para
poner sistemáticas zancadillas a su acción política. La gran capacidad de resistencia, que ya
había demostrado en los años de agradable destierro en Francia, se unía a su maestría en el
arte del engaño y le permitía jugar al mismo tiempo con varias barajas. Mientras aceptaba a
regañadientes su obligado papel de Rey constitucional, no dejó en ningún momento de
conspirar para volver a la situación anterior. Si firmaba las leyes y decretos que se le
imponían, lo hacía al tiempo que, día a día, aumentaba en su interior una implacable ansia
de revancha que era lo que le mantenía vivo. Para sus muchos partidarios, el antiguo
Deseado volvía a ser prisionero de sus enemigos.
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Que venían acompañados por la supuesta respuesta del cínico monarca, siempre
dispuesto a prepararle la jugada a quien fuese necesario, enemigo o fiel partidario:
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Así, el rencor y el odio del Rey sirvieron para amparar y potenciar todo el brutal
terrorismo de Estado que dominó la que se llamaría Ominosa Década. Mientras declaraba la
nulidad de todas las disposiciones legales que había firmado a lo largo del Trienio,
Fernando no ocultaba su rabia al hablar de lo que, para él, había sido aquel periodo:
[...] la más criminal traición, la más vergonzosa cobardía, el desacato más horrendo
a mi real persona y la violencia más inevitable fueron los elementos a emplear para variar
esencialmente el gobierno paternal de mis reinos en un código democrático, origen fecundo
de desgracias y desastres.
Impulsados y pagados por las autoridades, proliferaban grupos de acción directa que
imponían la violencia directa en las calles, formados por elementos marginales unidos por
su fanatismo antiliberal y que ostentaban sonoros y amenazadores nombres como El Ángel
Exterminador, La Junta Apostólica y La Sociedad del Martillo. Eran estos los que hacían
los trabajos más sucios en la nueva situación, suprimiendo de la forma más directa a los
posibles liberales que caían en sus manos. Mientras, el pueblo de Madrid, que tres años
antes le había vitoreado como héroe máximo, asistía ahora a la ejecución del general Riego,
al que se ahorcaba en la Plaza de la Cebada después de haber sido paseado
ignominiosamente en un serón, en medio de los insultos, escupitajos, golpes y puntazos del
buen pueblo. Éste, de nuevo vitoreaba al Rey absoluto y se sentía feliz sabiendo a su amado
Fernando seguro tras los muros de Palacio y a salvo de todos sus enemigos. Al mismo
tiempo y en la obligada clandestinidad, en la memoria popular nacía la santificación del
héroe, vilmente muerto por defender sus ideas:
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Murió Amalia el 18 de mayo de 1829, a los veinticinco años, sin haber cumplido el
objetivo de dar hijos a su marido y a la dinastía. En los últimos años, había llegado a
establecerse alguna forma de complicidad entre los esposos, que coexistía perfectamente, y
con absoluta tranquilidad para todos, con la actividad paralela de él fuera de Palacio. Por lo
visto, aquella beata y pudibunda mujer y su fogoso marido se entregaban a alguna suerte de
juegos en los que morbosamente mezclaban religión y sexo, como cuando él aparentaba
sorprenderla durante sus rezos para forzarla a realizar aquellos actos que al principio tanto
la habían horrorizado. Ahora se prestaba a ellos entre fingidos forcejeos de negativa, que
sin duda añadían más sal y pimienta al convencional coito matrimonial.
Aquel desalmado había seguido dirigiéndose a ella bajo las formas más
convencionales de la cursilería, como «Pepita mía» o «Pichoncito de mi corazón» o con
referencias a aquellos parti culares juegos privados de pareja, explícitos en frases que
realmente demostraban grandes avances, como:
Pepita mía de mi vida: tu Satancito te aborrece cada vez más, ¿lo crees, amor mío?
No, no lo crees; haces bien, pues yo te adoro y quisiera hacer contigo el nariceo y todo lo
que sabes...
Mientras escribía cosas como éstas, entre ida y vuelta de sus escapadas en busca de
una tan campechana y estrecha aproximación a su pueblo, la más dura represión seguía
desatada anulando con gran eficacia a sus enemigos. Juan Martín Díaz, el célebre
guerrillero El Empecinado, verdadero héroe nacional que tantas esforzadas acciones había
protagonizado frente a los franceses, era escarnecido y ejecutado públicamente. Mientras,
enValencia subía al cadalso público el último condenado a muerte por la Inquisición, que al
amparo de Fernando daba sus postreros coletazos. El Rey nunca perdería el gran apoyo,
entusiasta siempre que podía demostrarlo, que tenía entre el pueblo. En realidad, los efectos
de la represión solamente eran sufridos por una pequeña parte de la población, mientras que
la inmensa mayoría aceptaba y aún aprobaba su absolutismo. Para la gente, el Rey era una
buena persona que solamente necesitaba de honrados consejeros y ministros.
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Muy pronto, se encontró un buen apaño, que parecía ofrecerle algo completamente
distinto. Su inteligente sobrina y a la vez cuñada, la napolitana Luisa Carlota, casada con el
infante Francisco de Paula, encontró ahora la ocasión propicia de colocar a su hermana
pequeña María Cristina, que a los veintitrés años seguía soltera, y consiguió que el Rey la
aceptase como esposa. Él tenía ya cuarenta y cinco y estaba bastante cascado, pero todavía
confiaba en poder tener el hijo que le heredase. Así, no había pasado todavía un año desde
el entierro de la anterior Reina, cuando, en diciembre de 1829, ya la graciosa napolitana era
saludada, según las fórmulas de rigor, por aquellos vates cortesanos que habían cantado los
falsos encantos de sus tres antecesoras en el real tálamo y que ahora alcanzaban grados de
untuosidad dificiles de superar:
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Aquel individuo, que había demostrado tener el más mezquino y cruel carácter,
capaz de las mayores bajezas y sistemático traidor a juramentos y promesas, mostraba con
sus esposas unas capacidades emotivas dignas de la más tópica zarzuela de corrala
madrileña. Un género que estaba por aquellos años a punto de convertirse en la más
edulcorada expresión de los gustos populares, de los que tan próximo se encontraba el
monarca. Ciertamente, hasta que el deterioro final de su salud se lo impidió, se le pudo
seguir viendo por las calles de la capital, apenas acompañado de una o dos personas,
siempre tranquilo y sonriente, convencido con razón de que entre sus amados súbditos -que
solamente con verle se sentían extremadamente honrados- era donde más seguro se
encontraba.
Bien aleccionada por su hábil hermana, entraba María Cristina en unos procelosos
espacios de los que Pérez Galdós habló de la forma más descriptiva:
Bastaba verla para conocer su agudo talento, que tanto había de brillar en las lides
cortesanas y para prever las nobles conquistas que la gracia y la confianza habían de hacer
prontamente en el terreno de la brutalidad y del recelo.
Cuando el Rey decidió esto, todavía no se sabía, lógicamente, que el hijo que María
Cristina pariría iba a ser una niña, Isabel, que nació el 10 de octubre de 1830. Ahora, la
nueva legalidad de la Pragmática permitía el acceso al trono de la neófita, en el caso de que
la real pareja no tuviese ningún varón. Pero Fernando, si bien algo tranquilizado por la
seguridad que le daban tanto la ley en vigor como la manifiesta robustez de Isabel, toda vía
confiaba en poder procrear un futuro rey. Así se acabarían de una vez todos los manejos y
maniobras de los absolutistas, que esperaban ansiosos y acechantes el momento de ocupar
el poder a través del dócil y manipulable infante Carlos. Éste, en muchos lugares y por
mucha gente, era ya aclamado como otro deseado Carlos V.
Vivió Fernando el año 1831 entre las alegrías de la paternidad realizada y las
ilusiones puestas en un nuevo embarazo de su mujer, que quizá trajese aquel niño tan
esperado por unos como indeseado por sus ávidos contrarios. Pero este agradable ambiente
íntimo no hizo bajar la guardia a la sistemática brutalidad de aquel declinante déspota y, en
aquel año, tuvieron lugar dos de los más emblemáticos episodios en la ya larga y sangrienta
aventura del liberalismo español. En Granada, Mariana de Pineda, una bella viuda de
veintisiete años, subía al cadalso para ser ejecutada, acusada de conspiración por habérsele
hallado en su casa a medio bordar una bandera con los colores liberales y el emblema Ley,
Libertad, Igualdad. Muy pocos meses después, eran fusilados en las playas de Málaga el
general José María de Torrijos y sus compañeros, después de que la traición hiciese fracasar
el desembarco de tropas que comandaba y que habían partido de Gibraltar.
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Estaba claro que, hasta que le quedase un hálito de vida, Fernando quería mantener
sus principios, sin darse cuenta de que aquella España era ya muy distinta de la que había
entrado a reinar hacía ya tantos años. Cuando, en enero de 1832, nació la segunda hija de la
pareja, la infanta Luisa Fernanda, estaba ya claro que las posibilidades generativas del Rey
habían dado sus últimos frutos.Y fue en el siguiente mes de septiembre y en el Real Sitio de
La Granja, cuando una de las frecuentes crisis que Fernando sufría llegó a ponerlo
aparentemente al borde de la muerte.
Según ella, la impetuosa hermana de la Reina, Luisa Carlota, estaba más que
decidida a preservar el trono para su sobrina Isabel, a la que ya tenía pensado casar con su
pequeño hijo Francis co de Asís. Por ello, al enterarse de la trama que los absolutistas
habían montado, acudió presurosa a La Granja. Enfrentada al taimado Calomarde, que le
mostraba cínicamente el documento con la firma real tan traicioneramente conseguida, se lo
arrancó bruscamente de las manos y lo arrojó al fuego que ardía en la chimenea. A
continuación, llevada por la ira ante tamaña osadía, cruzó de una bofetada la dura cara del
ministro. Según el tantas veces repetido relato, que en verdad más parece una estimulante
escena de alta comedia, el abofeteado habría reaccionado en pose de caballero clásico,
diciéndole la frase que ya a partir de entonces entró en el acervo popular: «Señora, manos
blancas no ofenden.»
El hecho es que Fernando, repuesto de aquella recaída, vivió todavía un año más.
Agradecido por su fiel actitud en los difíciles momentos pasados, dio a su mujer una gran
participación en las decisiones políticas. María Cristina, comprobando que para defender el
trono de su hija debía enfrentarse a los absolutistas, se vio obligada a iniciar un moderado
proceso de aperturismo. Ello le hizo ganar el apoyo de los liberales, que vieron en ella la
persona capaz de representar el inicio de una nueva era que cerrase aquella Ominosa
Década de persecución y terror.
[...] En uso de las facultades que mi muy caro y amado esposo me tiene conferidas y
conforme en todo con su voluntad, concedo la amnistía más general y completa de cuantas
hasta el presente han dispensado los reyes a todos los que han sido hasta aquí perseguidos
como reos de Estado.
[...] la innata bondad con que el Rey desea acoger bajo el manto glorioso de su
beneficencia a todos sus hijos, hacerles participantes de sus gracias y liberalidades,
restituirlos al seno de sus lias, librarlo del duro yugo a que los ataban las privaciones
propias de habitar en países desconocidos.
O sea, que todo no era más que una gracia de Su Majestad, que sus súbditos debían
incluso agradecerle olvidando el horror de los días pasados.
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Al tener noticia del hecho, el pueblo llano le lloró de forma abierta, porque le quería
sinceramente, se había visto representado en él y ahora se sentía huérfano sin su presencia.
Pero, sin embargo, no fueron muchos los que pudieron permitirse el consuelo de rendirle
personal homenaje desfilando ante sus restos. El rapidísimo proceso de descomposición que
experimentó el hinchado e irreconocible cadáver, vestido y adornado con toda la
parafernalia de bandas, fajas y condecoraciones propia del caso, obligó a cerrar
apresuradamente el ataúd a las pocas horas del fallecimiento. Ni los curtidos soldados que
montaban guardia ante el catafalco de aquel individuo habían podido soportar los malditos
efluvios que despedían los despojos del Deseado.
SOBRE AMORES Y NEGOCIOS
No habían pasado todavía tres meses después del entierro del difunto cuando la
vivaracha viuda se casaba con un joven y atractivo guardia de corps. Fue en una ceremonia
secreta celebrada a puerta cerrada en una habitación del Palacio Real, sin más personas
presentes que los dos interesados y el sacerdote. Se trataba así de un matrimonio, por
decirlo de algún modo, «de tranquilización de conciencia» y, por tanto, absolutamente falto
de legalidad civil ni eclesiástica. Era, cuando todavía brillaban las apasionadas luces del
Romanticismo, un nuevo episodio de aquella tradicional atracción que las reinas
necesitadas de afecto sentían por los gallardos uniformados encargados de su protección
fisica. Era este Fernando Muñoz el ambicioso hijo de una estanquera de la localidad
conquense deTarancón. Era miembro de los cuerpos de seguridad de Palacio y por ello el
contacto, al menos visual, entre ambos habría podido establecerse en cualquier momento y
lugar. La infanta Eulalia, la hija de Isabel II que escribió sus curiosas memorias,
reconstruyó aquel momento y quiso adornar la imagen de su abuela con un encantador halo
poético y cursi, que realmente resultaba algo dificil de creer.
Bien, pues la cosa estaba hecha. Ella, animada y divertida, y todavía con muchas
ganas de juerga en el cuerpo, se arrojaba a la aventura. Él, por su parte, demostraba la
verdad del dicho que afirma que el mundo es de los lanzados. Lo iba a demostrar a
continuación toda la fulgurante -fulgurante, por el oro- carrera en la que iba a sumergirse.
Creída o no, esta convencional y edulcorada puesta en escena debió parecer suficiente para
intentar explicar entre líneas tal relación. Se dijo en su momento que Cristina y Muñoz se
habían conocido solamente poco más de una semana antes de tan clandestina y urgente
boda. Pero naturalmente, corrieron de inmediato muchas otras versiones de los hechos,
siempre como es lógico bien corregidas y aumentadas. Así, había quien afirmaba, con la
más absoluta seguridad, que el conocimiento -y quizás también «el trato»- se había iniciado
todavía en vida de Fernando, lo que añadía sabrosos ingredientes a un hecho que no tardó
en ser de general conocimiento y tácita y silenciosa aceptación.
Aunque totalmente opuestas en sus caracteres, fueron Isabel y Luisa Fernanda dos
hermanas muy unidas en su niñez. Dada su especial situación, todo les era permitido, todos
sus caprichos les eran satisfechos y no había nada que quisiesen que no obtuviesen de
inmediato. Los efectos que esto tuvo en la educación de Isabel fueron desastrosos. La niña
tuvo muy pronto conciencia de ser quien era y se permitía organizar -más bien,
desorganizar- todos aquellos molestos programas y planes de estudios que le exigían un
esfuerzo, que no estaba nada dispuesta a realizar. Consecuencia de esto fue que llegó a la
adolescencia con una general y casi absoluta ignorancia. Muy pronto se hizo célebre su
catastrófica ortografia, de la que ella sería la primera en burlarse y en la que casi aparecían
más faltas que formas correctas. Ello se combinaba perfectamente con su castizo y limitado
modo de hablar, que conservaría durante toda su vida. En su vulgar vocabulario y
expresiones, vencían siempre los usos más propios de la gente de la servidumbre, entre la
que tan a gusto se encontró siempre, sobre los de los preceptores o cortesanos, con los que
obligatoriamente convivía. Nunca le preocupó la tendencia a la obesidad que enseguida
mostró. Por ser quien era, su poco agraciado fisico nunca le impidió lanzarse a aquel
incesante vértigo erótico en que consiguió convertir su vida. Se consideró siempre un ser
superior y desde la altura de aquel supremo orgullo se permitía mostrar en su trato con
todos una simplicidad y una llaneza que a tantos iba a engañar.
Siendo todavía muy pequeña Isabel, aquella marrullera tía Luisa Carlota -la de las
célebres «manos blancas»- había conseguido sacar por escrito de su hermana María Cristina
un compromiso de casar a la niña, cuando llegase el momento oportuno, con alguno de sus
hijos. Más adelante, la Gobernadora quiso desligarse de aquel imprudente acuerdo y
escribió a Carlota que, respecto a este matrimonio, quería «dejar a su hija en libertad de
elegir el esposo que más le agrade cuando se halle en estado de hacer la elección». Pero
ahora, con la ex Regente en el exilio e Isabel «indefensa» en Madrid, la intrigante y
ambiciosa Luisa Carlota y su marido Francisco de Paula -aquel crapulilla supuesto hijo de
Godoy- vieron nuevamente el cielo abierto y volvieron a la carga.
Espartero no les permitió cumplir sus deseos de instalarse a vivir en el Palacio Real,
pero no cesaron en sus repetidas visitas a la muchacha, acompañados de su amanerado hijo
Francisco de Asís. Hicieron incluso que el maestro particular de Isabel entregase a ésta una
pulsera de oro con un mechón de cabello del chico. Enterado el tutor de la futura Reina de
esta permanente presión, ordenó al tiempo la devolución del interesado regalo y el despido
del profesor, además de la prohibición a la intrigante pareja de poner pie en Palacio. Los
brillantes proyectos debían, pues, esperar un poco.
¿Qué había de hacer yo, tan jovencilla, reina a los catorce años, sin ningún freno en
mi voluntad, con todo el dinero a mano para mis antojos y para darme el gusto de favorecer
a los necesitados, no viendo a mi lado más que a personas que se doblaban como cañas, ni
oyendo más que voces de adulación que me aturdían...
Fue el Rey de Francia Luis Felipe quien acabó imponiendo un plan verdaderamente
diabólico. En una boda doble, Isabel se casaría con Francisco, aquel insignificante
personajillo, y la infanta Luisa Fernanda lo haría con el Duque de Montpensier, hijo del
monarca francés. Perfectamente al tanto de las características personales del de Asís, y
seguro de que su matrimonio con la Reina no tendría descendencia, Luis Felipe calculaba
que la sucesión acabaría pasando a sus nietos, los futuros Montpensier. Era una buena
jugada a medio plazo. Pero con lo que no contaba tan hábil tahúr era con que la reina
española, aun sin mediar relacio nes físicas con su marido, traería al mundo una serie de
hijos que le iban a asegurar una descendencia personal.
Al saber de aquella decisión final, la joven Isabel se había resistido gritando: «¡Con
Paquita, no... con Paquita, no!» Y, entre continuos sollozos, había repetido que antes
prefería abdicar que casarse con su blandengue y afeminado primo, que no le producía más
que repulsión. Pero lo cierto es que todo acabó acordándose en contra de su expresa
voluntad y la doble boda se celebró el día 10 de octubre de 1846. Ella tenía dieciséis años y
él, veintidós. Fue una brillante ceremonia en la Capilla del Palacio Real a la que, como
invitado de excepción, asistió el popular novelista francés Alejandro Dumas. Como era
habitual en estos casos, las fiestas callejeras que se organizaron incluyeron fuegos
artificiales, representaciones de teatro y ¿cómo no? un amplio repertorio de corridas de
toros. Instaló para la ocasión el Ayuntamiento de Madrid una doble fuente, de la que
manaban vino y leche. Inmediatamente, la chunga popular le sacó punta a cuenta de tan
«particular» novio:
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El matrimonio de la Reina era la realización del más insensato proyecto que hubiera
podido imaginarse. Ella era una personalidad abierta, alegre, amante de los placeres más
directos de la vida. Su propia naturaleza exuberante la había llevado ya en la adolescencia a
dejarse ir por inclinaciones sensuales hasta situaciones vidriosas de las que mucho se había
hablado. Se decía que la Reina niña, falta de la presencia materna, por muy cuidada que
estuviese por sus ayas y educadoras, había tenido sus más y sus menos con su propio
maestro y con algunos de sus sucesivos profesores de canto. En una ocasión, Salustiano
Olózaga, maniobrero presidente del Consejo, había forzado a la inexperta Isabel a firmar a
puerta cerrada un importante decreto, utilizando inclu so la fuerza física, en lo que más bien
algunos quisieron ver una riña de enamorados. Naturalmente, un matrimonio normal
hubiera podido estabilizar y canalizar las apetencias físicas de Isabel, que mostraba -eso sí,
sin complejos de ninguna clase- todos los ímpetus sexuales de sus ancestros. Unas
inquietudes que a unos Borbones les habían proporcionado tantos y tan buenos momentos y
que para otros, por el contrario, no había sido más que torturadora fuente de insoportables
quebrantos morales.
El futuro de aquel matrimonio estaba así condenado de antemano. Muchos años más
tarde, la vieja Reina exiliada comentaría a un confidente: «¿Qué pensarías de un hombre
que, en la noche de bodas, tenía sobre su cuerpo más puntillas que yo?» Desde un principio,
todos sabían que aquello no tenía salida posible. La exuberancia de la Reina, su proverbial
espontaneidad y todo lo que se comentaba de sus costumbres privadas, poca respuesta iban
a encontrar en aquel elemento, de modales extremadamente amanerados, voz atiplada y
siempre cuidadísimo atuendo. Aquellos magníficos trajes, bien cortados sobretodos,
sombreros de calidad y guantes de la más fina piel ocultaban la que era su verdadera
pasión: una ropa interior llena de filigrana, propia de una dama de alta alcurnia, siempre
aromatizada por densos y costosos perfumes. Pero también aquella sobria y cuidada
apariencia exterior servía como eficaz pantalla de una personalidad fría y calculadora hasta
el límite, que muy pronto iba a manifestarse en su verdadera realidad.
Nada había que le agradase más a Isabel que guiar ella mismas sus faetones y sus
tílburis por las calles y los paseos de la capital, donde en los primeros años de su reinado
era reconocida, saludada y vitoreada. Aparte de los baños de multitud que recibía también
en las fiestas populares y verbenas, que también frecuentaba con sumo gusto, se reunía en
copiosísimas cenas y ruidosas veladas con sus amigos, entre los que siempre reinaba el
amante de turno. El lugar favorito para sus reuniones nocturnas era el restaurante Lardhy,
de la Carrera de San Jerónimo, el establecimiento entonces más chic en Madrid. En los
salones privados de la primera planta, Isabel y sus acompañantes se entregaban a las
mayores alegrías, que podían degenerar en verdaderos escándalos, que en alguna ocasión
acabaron provocando la discreta actuación de la policía. De aquellos tiempos «de vino y
rosas», se ha dicho siempre que los actuales propietarios del establecimiento -que nunca lo
han confirmado- siguen conservando, como especial recuerdo, un corsé que la Reina se
quitó en un momento dado para aliviarse y dejó luego olvidado sobre algún diván.
En todas las ocasiones en que iban a producirse estampidas de esta clase, siempre
aparecerían intermediarios dispuestos a poner paz entre los esposos; en algunos casos, llegó
a ser el mismísimo Papa por medio del nuncio apostólico. Buscaba entonces el «ofendido»
Consorte refugio en el Palacio de El Pardo, fisicamente alejado de Madrid, pero lo
suficientemente cerca para seguir dirigiendo sus negocios y recibir a los enviados que le
llegaban para mediar en las treguas que iban sucediéndose.Todo ello configuró lo que en
adelante pasó a llamarse metafóricamente la cuestión de Palacio. Una cuestión que no
solamente se refería a las públicas desavenencias y repetidas separaciones de la pareja sino,
con el paso del tiempo, a la discutida paternidad de los hijos que sucesivamente irían
naciendo.
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Al igual que María Cristina, se manifestó Isabel como una madre prolífica. Hubo
una docena de partos reales; siete de ellos dieron niños muertos o que murieron antes de
cumplir los dos años. Así, sobrevivieron cinco: la mayor sería la infanta Isabel, la futura
popular «Chata»; luego vinieron el heredero Alfonso y, a continuación, Pilar, Paz y Eulalia.
Cada vez que la Reina quedaba embarazada y, sobre todo, cuando estaba a punto de dar a
luz, era cuando su marido aprovechaba para montar otra estampida. Se marchaba a su
refugio de El Pardo, asegurando sentir se burlado y anunciaba que se negaría a participar en
el ceremonial oficial que rodeaba al nacimiento de los infantes. Complicado ceremonial
que, como teórico padre de los mismos, le correspondía presidir.Y una y otra vez, su ya
prevista aceptación final, su enfurruñada «vuelta al redil», obtenía una sustanciosa
compensación.
FARSA Y LICENCIA
Dentro de una amplia serie, hubo después un guapo cantante de nombre José Mirall
y, a continuación, un extravagante músico italiano de nombre Temístocles Solera, hasta
llegar al Marqués de Bedmar. Protagonizó éste una historia realmente señalada, con
repercusiones e implicaciones de todo tipo y persistencia a lo largo del tiempo. Cuando se
lo presentaron, se encendió otra vez en la inflamable Isabel la llamarada de una gran
pasión. Era él un guapo y elegante aristócrata casado, curtido y cosmopolita viaje ro. Con
buenas relaciones en los ámbitos financieros, fue el banquero y empresario José de
Salamanca, entonces principal promotor del gran negocio del ferrocarril, quien le propuso
convertirse en amante de la Reina, siempre «sedienta de amor y precisada de cariño». Ella
se dejó llevar a fondo por este arrebato y, tras sus repetidos encuentros fisicos o, en su caso,
a la anhelante espera de ellos, le escribía unas cartas verdaderamente tórridas, con
expresiones de este estilo y forma:
Bendito seas mil millones de veces RAMDEB adorado de mi corazón bendito seas,
bendito seas mil millones de veces yo te adoro con una locura y un frenesí que no te puedo
explicar.
Un texto que hablaba muy bien, tanto del vehemente carácter de la Reina y de su
fuerte enamoramiento, como de su gran incultura y de su despreocupada imprudencia. Pero
Bedmar, al igual que muchos otros de la serie, no estaba allí solamente para agradar a la
Reina a cambio de bien materiales beneficios. Su papel era sobre todo otro, que realmente
poblaba el dormitorio real de efectivos servidores de las manipulaciones políticas y
económicas al más alto nivel. Isabel, aquella gran incauta, no era sin embargo tonta y
entraba en el juego, con tal de dar rienda suelta a sus permanentes necesidades fisicas. En
realidad, lo demás nada le importaba y mucho menos la enojosa y pesada carga de la
gobernación del país. Así, aparte de aquellas esquelitas de amor, se permitía escribirle bien
diferentes notas, como ésta: «Si quieres que firme el cese del Gobierno, pasa la mano por la
barandilla de tu palco...»
Lo que podía ser admitido por causa del deseo fisico o incluso del amor, ya tomaba
otro cariz muy diferente cuando lo que se movía de la forma más visible bajo los reales
baldaquinos eran intereses puros y duros, llevados por aquellos agentes disfrazados de
cumplidores amantes. Ahora, tuvo que intervenir el propio jefe del Gobierno, el general
Narváez. Consiguió poner a Bedmar en la frontera pero, en rocambolesca historia, volvió el
Marqués de tapadillo a Madrid y consiguió esconderse en las mismas habitaciones
palaciegas de la Reina, amenazando con publicar algunas cartas si advirtiese algún tipo de
peligro para él. Finalmente, se alcanzó un arreglo y se fue de embajador a San Petersburgo
con elToisón de Oro colgado sobre la pechera. Durante la «era Bedmar», vinieron al mundo
dos niños que apenas vivieron algunas horas.
Pero algo bueno estaba todavía por llegar, ya que personal de Palacio robó tales
cartas, que acabaron misteriosamente en manos de Francisco de Asís, al que la guasa
popular perseguía, incansable:
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Pues bien, aquel don Francisquito descubrió ahora una nueva fuente de ingresos e
inició un lucrativo negocio como chantajista, en el que tuvo a su propia mujer como
primera víctima. Y así, le sacó unas buenas cantidades por las vehementes cartas que ella
había escrito a Bedmar en los paroxismos de la pasión. En anónimas hojas volanderas, el
buen pueblo volvía sobre el personaje, que cada vez presentaba un rostro más siniestro:
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El reinado de Isabel retomaba con gran fuerza la vieja costumbre de las camarillas,
como activísimos centros de poder para lelos al Gobierno y al Parlamento. Fue aquella
Corte de los Milagros que de forma tan mordaz y desgarrada describiera la sorna galaica de
don Ramón María del Valle-Inclán. Y, por si fuera poco la existencia de tal conciliábulo, en
las cámaras y camaretas palaciegas funcionaban por entonces dos, que bullían de forma
paralela. Alrededor de la Reina, se movía toda una serie de personajes, de entre los que
destacaba Sor Patrocinio, la Monja de las Llagas. Esta mujer tenía una tortuosa trayectoria,
que se movía, por una parte, entre la rendida devoción popular nacida por la supuesta
presencia en su cuerpo de los estigmas de Cristo y, por otra, en los permanentes procesos a
que por ello era sometida. Sufrió por esto destierros y encierros conventuales y, una y otra
vez, sus supuestas llagas fueron denunciadas como un fraude. Ella nunca las enseñó, pero
hasta el final de su vida preservó su misterio, llevando las manos cubiertas por unos
mitones que jamás se quitaba.
Buena instrumentadora, pues, del misterio, había entrado la monja en Palacio por la
vía de Francisco de Asís y muy pronto había pasado a integrarse en el círculo personal de la
Reina. El primitivo catolicismo de Isabel vio en Sor Patrocinio una presencia sobrenatural,
de la que muy pronto le resultó imposible prescindir. Ello la convirtió en la figura principal
de su camarilla pero, al mismo tiempo, en el centro de atracción de todas las inquinas que el
corrupto sistema generaba. Se acusaba a la monja de servir como agente de intereses de
variada especie, desde los religiosos y los políticos hasta los más abiertamente económicos,
ya que su especial situación la hacía poseedora de información privilegiada. Junto a ella, en
aquellas reuniones privadas donde se decidían asuntos de general importancia, se alzaba la
presencia del arzobispo Antonio María Claret, que llegaría a ser canonizado. El padre
Claret, representante del más integrista catolicismo, era la presencia física y ejecutiva del
Vaticano en el corazón de las recónditas interioridades de la Corte madrileña.
A lo largo de los años, el papa Pío IX siempre mantuvo hacia Isabel una actitud
ambigua y benevolente. A través de sus buenos y activos informadores, estaba
perfectamente al tanto -al día y aún al momento- de todos los asuntos sexuales más o menos
públicos de la Reina y, en muchas ocasiones, se vería obligado a actuar como intermediario,
para conseguir poner paz dentro de aquella tan peculiar pareja real. Sabía que la profunda
religiosidad de la soberana siempre la hacía estar dispuesta a expresar su sincera contrición
por las faltas cometidas; aunque le faltase, eso sí, el necesario propósito de la enmienda. En
cualquier caso, su permanente asistencia a actos religiosos de toda índole era muy valorada
por la jerarquía eclesiástica, que soportaba tiempos como aquellos de tanto materialismo y
ateísmo. El pueblo la veía siempre presidiendo procesiones, asistiendo a misas, visitando a
populares y milagrosas imágenes y sabía que, en privado, cuando abandonaba otro tipo de
actividades muy diferentes, solía rezar el rosario e incluso se hacía leer edificantes libritos
de vidas de santos. Por eso y a pesar de la extendida fama que la Reina se había ganado por
otros conceptos, el Vaticano llegó a concederle la Rosa de Oro, su mayor distinción
honorífica, ya que, como dijo uno de aquellos altos cardenales, era puttana ma pia, «puta
pero devota».
La otra camarilla que funcionaba en el interior de Palacio era la que había formado
el Consorte. Aquí, al lado de la permanente presencia del favorito Meneses y del influyente
padre Fulgencio, confesor de Francisco de Asís, desfilaba todo un muestrario de elementos
procedentes de la más intransigente y oscura reacción. Los lazos que el Consorte mantenía
con los carlistas eran bien conocidos y, siempre desafiante, no los ocultaba, incluso en los
momentos en que se enfrentaban con las fuerzas del Gobierno en los campos de batalla.
Para el sistema liberal, aquellas acti tudes y relaciones del de Asís eran realmente como
tener al enemigo en casa. Ello hacía que se le tuviese puesto bajo una discreta pero
permanente vigilancia. Aquel cínico envalentonado jugaba con las ventajas de su situación,
alcanzando en ocasiones extremos de dificil calificación. Uno de los casos más llamativos
se produjo cuando, en turbia muestra de humor negro o de burlesca provocación, insistió en
que se hiciese un molde en yeso y cera del pequeño cadáver de uno de los niños que la
Reina tuvo durante la «era Bedmar».
Fue este nuevo compañero sentimental de Isabel persona muy discreta que, al
contrario que todos los demás, no se distinguió por utilizar su situación para beneficiar a
terceros. Para no tener que andarse con subterfugios, ella directamente le nombró
gentilhombre de cámara, con lo cual él tenía directo y permanente acceso a su persona. No
despertó Arana grandes animadversiones, pero siempre mostró su expreso rechazo por Sor
Patrocinio. Cuando, en 1851, la Reina dio a luz a la infanta Isabel, el pueblo comenzó a
llamarla la Araneja, en directa alusión a aquella célebre Beltraneja, supuestamente tampoco
hija de su reinante padre Enrique IV de Castilla. En esta ocasión, entre la multitud de
cortesanos que esperaban en la antesala el anuncio del nacimiento, se encontraba el muy
anciano general Castaños, el legendario militar que en la batalla de Bailén había derrotado a
los invictos ejércitos de Napoleón. Antiguo tutor de la Reina, con más de noventa años y
considerado como una gloria histórica viva, aquel discreto y prudente general era traído y
llevado a todas las celebraciones, siempre cargando con todas sus muchas
condecoraciones.Aquella movida madrugada, cuando medio dormido pudo ver por fin a la
nueva infanta sobre una bandeja de plata, no pudo reprimir lo que le pasó por la cabeza:
«¡Vaya! ¡Una mala noche y encima parir hembra!»
A lo largo de los más de seis años en que se mantuvo la relación con Arana, se
sucedieron otros cuatro embarazos de la Reina. Eugenio García, cronista de la época, dejó
un malévolo cuadro de aquella especial situación:
[...] Entregado el rey Francisco [...] a toda clase de concupiscencias, porque de todas
ellas gustaba su estragado organismo, era hasta más tolerante, como tenía prometido, a
cambio de que lo fueran con él, y tal y tan hedionda era su degradación que le decía con la
mayor naturalidad a su mujer: «Mira Isabelita, que el "Pollo Arana" te la pega.» Arana [...]
sacaba allí fuerzas de flaqueza para complacer a la concupiscente reina, nueva Mesalina,
siempre sedienta, nunca harta de torpes y libidinosos placeres [...] Hacíase llevar el valido,
para forzarla, viandas estimulantes, así de tierra como de mar, y tomaba baños en
marmóreas pilas llenas de rico vino de Jerez, que en el momento de salir era arrojado al
suelo...
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Cinco años antes, Isabel había sufrido su primer atentado en plena calle de Alcalá,
que tampoco nunca quedó claro. Y, más adelante, en 1860, también otro solitario trató a de
atentar contra ella, en medio de la multitud que llenaba la Puerta del Sol. Esto era, en
definitiva, algo que los monarcas reinantes de la época sufrían con una cierta regularidad y
que el auge del anarquismo iba a convertir en un riesgo añadido a su posición y, por tanto,
parecía algo inevitable.Y, si no, que se lo dijesen a aquellas cabezas coronadas -zares, reyes
o emperatrices- que en los años del cambio de siglo se enteraron en su propia carne de lo
que «valía el peine» de estar en la brillante cúspide de un Estado.
Aquellas coplillas burlonas del principio dieron paso a las más duras críticas
abiertas, que tuvieron incluso eco en el extranjero y fueron reflejadas en el prestigioso
diario londinense The Times, cuya venta llegó a ser por ello temporalmente prohibida en
España. De Muñoz y sus socios se mencionaban no solamente sus sospechosos negocios
relacionados con fondos y subvenciones públicos, sino también una más que probada
implicación en el productivo tráfico de esclavos en Cuba. De la rapacidad del matrimonio
se decía que habían hecho sustituir las vajillas de plata de los palacios reales por duplicados
de estaño, además de haber vendido ilegalmente cuadros del Monasterio de El Escorial.
Sobre Cristina, el periódico satírico El Murciélago escribía:
A esta señora la ciega la codicia. Ni ve que ha robado tanto que nada queda ya que
robar, ni ve que ha jugado con el país de tal manera que no es imposible que haga en ella un
escarmiento saludable que deje memoria para siempre.
En los primeros días de 1866 y bajo un Gobierno presidido por O'Donnell, tenía
lugar otro nuevo pronunciamiento progresista, dirigido ahora por el carismático general
Prim.A continuación, la sublevación del madrileño cuartel de San Gil fue brutalmente
sofocada y más de sesenta sargentos fueron fusilados. A una petición de la Reina exigiendo
un mayor rigor en la represión, O'Donnell contestó airado: «¿Pero no ve esa señora que, si
se fusila a todos los soldados cogidos, va a derramarse tanta sangre que llegará hasta su
alcoba y se ahogará en ella?» Nuevamente, la camarilla palatina se puso en funcionamiento
hasta que consiguió hacer caer del poder al general, firme frente a las arbitrarias órdenes y
las absurdas directrices emanadas de aquella Corte que ya hedía a muerto.
La Reina tenía ahora algo que para ella era infinitamente más importante que las
cuestiones políticas, que siempre la aburrían y la irritaban. Disfrutaba de las delicias y
sorpresas que le deparaba un nuevo favorito: Miguel Tenorio de Castilla, otro atractivo
capítulo en la vida privada de Isabel. Era un andaluz rico y culto, al que Narváez había
encargado investigar las relaciones que con la masonería tenía el Consorte. No estaba
interesado ni en enriquecerse ni en la manipulación política, pero se dejó nombrar
secretario particular de la Reina. A lo largo de los tranquilos seis años que duró esta
relación, fueron naciendo sucesivamente las infantas Pilar Paz y Eulalia; el duodécimo y
último parto de la reina dio un Francisco de Asís que apenas vivió un mes. Al final,
Narváez se hartó de una situación que ya no aprobaba y propuso hacer una «limpia»
general en Palacio, expulsando -como «elementos perturbadores»- a un mismo tiempo a
Tenorio y al Meneses protegido del Consorte.
Sobre la paternidad de estas tres infantas, se recuerda una conversación que, años
más tarde, sostenía Isabel con algunos allegados. Cuando uno de ellos lamentó la frágil
salud del príncipe Alfonso y deseó que sus tres hermanas pequeñas no fuesen tan débiles
como él, la madre le respondió con la más absoluta tranquilidad: «No te preocupes. El
padre de éstas tenía muy buena salud.» Agotada su relación con la Reina, percibió Tenorio
en un momento dado el atisbo de una nueva historia y se apartó muy discretamente,
nombrado embajador plenipotenciario de España en Berlín. Entraba entonces en escena un
tenor de nombre Tirso Obregón y, como siempre, había la respuesta popular:
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El 17 de septiembre de 1868 estallaba la Revolución Gloriosa. Al grito de «¡Viva
España con honra!» se alzaban los buques de la Armada surtos en la bahía de Cádiz.Al
mando del general Prim, el Ejército se unía al levantamiento. La Familia Real estaba
terminando su anual veraneo en San Sebastián.Ante el peligro revolucionario, las
autoridades de Madrid pidieron a la Reina que regresase a la capital, pero ella se negó a
hacerlo sin Marfori. Los revolucionarios no tardaron en dominar la situación y, el día 30,
Isabel y los suyos hubieron de atravesar la frontera. Cuando su tren se cruzó con el que
ocupaba un grupo de alegres exiliados que regresaban a España, ella comentó displicente:
«Creía tener más raíces en este país.» Nacía ahora la benevolente leyenda que la bautizó
como La de los Tristes Destinos.
Treinta y ocho años tenía solamente cuando se vio obligada a tomar el camino del
exilio. En el Palacio de Castilla, la destronada Reina organizó una pequeña Corte que
generaba unos enormes gastos, pero de la que no podía prescindir y que estaba for mada
nada menos que por unas sesenta personas. Aquí también se multiplicaron los bien
remunerados cargos y volvieron a brotar las camarillas. Un grupo estaba a la espera de que
los acontecimientos que convulsionaban a España tras la Gloriosa diesen paso a un retorno
de Isabel al trono. Enfrente, otro sector apostaba por el príncipe Alfonso como futuro rey;
esta opción sería finalmente la ganadora. Era Antonio Cánovas del Castillo quien impulsaba
esta operación y no cesaba de presionar a la madre para que abdicase de sus derechos a
favor de su hijo, convenciéndola de que ella ya no tenía posibilidad alguna de recuperar el
trono. Así, el 25 de junio de 1870 triunfó la razón y la Reina abdicó en Alfonso, que todavía
no había cumplido trece años.
Una carga, sin embargo, no la abandonaría durante muchos años: era la permanente
pugna mantenida con su marido. En efecto, el de Asís vigilaba muy estrechamente la
economía de su mujer, ya que de ella dependía el mantenimiento de la sustanciosa pensión
que él recibía. Abogados y tribunales franceses hubieron de actuar en este sentido en varias
ocasiones, ordenando incluso la inmovilización legal de las joyas de la Reina, solicitada por
Francisco para evitar su venta y la pérdida de la garantía que en ellas tenía su pensión. Fue
ésta una larga y sucia historia, que se arrastraría durante años hasta solventarse, ya bajo el
reinado de Alfon so XII, que siempre mantuvo con su padre legal unas correctas relaciones.
En París, Isabel mantenía un suntuoso tren de vida. Era recibida con mucha
frecuencia en el Palacio de las Tullerías por los Emperadores y se relacionaba con todas las
figuras y figurones de la realeza y la aristocracia que por allí pululaban a granel. Sin haber
llegado nunca a molestarse en hablar francés de una forma mínimamente aceptable, se
bandeaba en todos aquellos medios con el desparpajo que la caracterizaba. Y lo cierto es
que sabía salir más o menos airosa de la no fácil tarea de compaginar los mayores
refinamientos con la chabacanería que le era propia. Así, aquella visitante de los más
brillantes palacios y de las pastelerías más exquisitas siguió manteniendo durante toda su
vida la misma dieta alimenticia, integrada en exclusiva por tres platos: cocido, tortilla de
patata y pollo con arroz muy especiado, aparte naturalmente de su siempre elevado y
calórico consumo de dulces y bombones.
A las reconvenciones que ella recibía, recordándole la dignidad que debía mantener
como madre de un futuro rey, ella respondía quejándose cínicamente de no poder vivir
como una persona particular, haciendo lo que buenamente le placiera. Como si a lo largo de
toda su vida no hubiera hecho otra cosa.
A mediados de 1873 quiso visitar en Roma al siempre comprensivo papa Pío IX,
aquel que le había concedido la preciada Rosa de Oro, declarándola «carísima hija en
Cristo» y destacando «las altas virtudes con que brillas». Durante esta estancia, insistió en
subir hasta lo alto de la cúpula de la Basílica de San Pedro, aun viendo que la estrechez de
las escaleras iba a impedir el paso de su enorme humanidad. Resultado final del capricho
fue una chusca escena, con una acalorada Isabel desternillándose de risa, con sus
voluminosas carnes atascadas en el ascendente pasadizo, para dejarse caer finalmente con
todo su peso sobre un esforzado aristócrata, que salió del asunto con lesiones de alguna
importancia.
De no ser más que príncipe secundario, que no pasaría de ser más que el hermano
menor del futuro rey Humberto 1, su nombre entró en la Historia debido a la permanente
inestabilidad que soportaba España después del triunfo de la Revolución Gloriosa de 1868,
que había arrojado del trono a una inaceptable Isabel II.Varios fueron los candidatos
barajados para ocupar el trono del que tan justamente había sido arrojada la familia Borbón.
La voluntad nacional se manifestaba partidaria de mantener, si bien bajo planteamientos
absolutamente nuevos, el sistema monárquico. La cuestión era encontrar la persona idónea
para protagonizar tal operación.
Fue homenajeado hasta la náusea por todo tipo de autoridades locales y por un
gritador y aplaudidor pueblo, siempre dispuesto a encontrar en estas cosas una atrayente
diversión, sirviendo además como útil y vibrante material de relleno humano para cualquier
clase de evento. Desembarcado en Cádiz, recorrió Andalucía y quedó absolutamente
fascinado por Granada, su enorme belleza y su profundo misterio. En Madrid, quedó
instalado en el Hotel de París, en la Puerta del Sol esquina a Alcalá. Permanente e
inmejorable compañía era el riquísimo, culto y cosmopolita Marqués deAlcañices y Duque
de Sesto, que sería más adelante el principal soporte de la Familia Real durante el exilio
que le esperaba, y elemento clave en la Restauración borbónica en la figura de Alfonso
XII.Aquel viaje tenía un fin concreto: se trataba de ver si podía cuajar un matrimonio entre
este príncipe de la Italia unificada y la infanta Isabel, «la Chata», entonces de catorce años,
pero tan poco atractiva como lo sería a lo largo de toda su vida.
Dos años después de aquel viaje, ante el Santo Sudario de la Catedral de Turín
-donde se había celebrado la tan lejana boda por poderes de FelipeV con su Saboyana- se
había casado Amadeo con María Victoria del Pozzo, hija de los príncipes de La Cisterna. Al
contrario que su marido, que estaba absolutamente apartado de cualquier interés cultural, la
muchacha dominaba varios idiomas, entre ellos el español, y dedicaba mucho de su tiempo
a la lectura, la música y la pintura. Era, en definitiva y una vez más, el clásico esquema de
militarote mujeriego e ignorante casado con mujer culta y refinada, que se dio en tantos
casos en las clases más acomodadas de la época y que, sin duda, funcionó muy bien en
muchos casos.
Como rey, Amadeo se mostró como un monarca acorde con el tiempo que vivía y
manifestó siempre el mayor respeto a la Constitución. En esto, su actuación es
perfectamente parangonable a la que, muy poco después, iba a mostrar Alfonso XII, otro
honrado y voluntarioso monarca que siempre se preocupó por actuar dentro de la más
estricta legalidad. Hizo expresión el piamontés en todo momento de un carácter netamente
demócrata, que le valió el rechazo de la aristocracia, nada abierta al mínimo espíritu
progresista que pudiera mostrarse en la cúspide del Estado. De ahí vino toda la inquina que
se lanzó sobre la real pareja a lo largo de su breve estancia en Madrid.
A las recepciones que ofrecían en Palacio, únicamente asistían los altos
funcionarios, quienes obviamente lo hacían por obligación. La más vieja nobleza, los altos
cargos militares y la gran jerarquía eclesiástica les hacían víctimas de su desprecio, hasta
grados que verdaderamente alcanzaban el insulto. En este sentido, sufrió Amadeo la
decepción de ver cómo aquel amable Duque de Sesto le negaba públicamente el saludo,
poniéndose al lado de todos sus «colegas de sangre» en su expresa negativa a aceptarle.
De entre las varias historias que mantuvo, tanto antes como después de la venida a
Madrid de la Reina MaríaVictoria, destacó una, que enseguida fue comidilla de la gente: la
parece que fuerte pasión que unió a Amadeo con una hija de aquel malogrado y genial
Mariano José de Larra, el literato que mejor supo describir, con sangrante gracejo y
dolorida ironía, todas las oscuridades y miserias de la España de su tiempo, antes de que un
certero tiro de pistola pusiese voluntariamente fin a una vida que el genial Fígaro no estaba
interesado en proseguir.
Era Adela de Larra una bella e interesante mujer al menos diez años mayor que el
Rey. Su fisico respondía a los más clásicos cánones de la llamada «belleza española»: ojos
y pelo intensamente negros y una tez blanca acaso algo aceitunada. Mostraba dos largas
guedejas de cabello cayendo, a ambos lados del rostro, por delante de las orejas; un detalle
especialmente llamativo que la había hecho bautizar popularmente como La dama de las
patillas. De su pasado, por lo visto, había bastante que hablar, ya que si no se trataba de una
cocotte en sentido estricto, sí había organizado su vida y relaciones de una forma
absolutamente libre. Ello le había diferenciado sensiblemente de lo habitualmente
considerado normal entre las señoras de su época dando, lógicamente, pábulo a todo tipo de
comentarios, como cabe suponer.
Así, tras dos años de dificultoso reinado, se sintió Amadeo incapaz de seguir
cumpliendo adecuadamente la tarea que se había comprometido a realizar y, el 11 de
febrero de 1873, se leyó en las Cortes el documento que anunciaba su abdicación. Desde la
sensación de una profunda frustración, el Rey Caballero afirmaba:
De regreso en Italia, vivió la familia -acrecentada por un tercer hijo, Luis Amadeo,
nacido en Madrid- primero en Turín y más adelante en la Riviera. María Victoria, que había
dejado en España un inmejorable recuerdo, murió tres años después. Tras desempeñar altos
cargos militares bajo el reinado de su hermano Humberto 1, Amadeo se retiró a Turín,
donde volvió a contraer matrimonio, ya cuarentón, con una sobrina suya, veinticuatro años
más joven que él, con la que tuvo un último hijo. El día 18 de enero de 1890 moría en su
ciudad natal aquel hombre honrado, fiel hasta el fin a la legalidad, al que las circunstancias
no le permitieron ejercer como un buen monarca. De su fugaz paso por el trono, puede
quizá pensarse que habría podido ser uno de los mejores reyes de nuestra Historia. Pero no
era el hombre adecuado para aquel momento y era evidente que su presencia sobraba en
aquella efervescente escena de la España del momento. Como tan expresivamente apuntó el
verborreico tribuno don Emilio Castelar:
Los reyes pueden salir de un templo, pero no de una asamblea; pueden descender de
una nube, pero no de una urna electoral...
Para terminar, una curiosa coletilla de vida cotidiana. En diciembre de 1876, casi
cuatro años después de la marcha de Amadeo, su nombre volvía a sonar por causas
indirectas, al saltar a todos los periódicos de Madrid una espectacular noticia, un escándalo
que afectó a muchas personas en su peculio particular. Según ella, una bien conocida «Doña
Baldomera» -que era otra hija de Larra y, por tanto, hermana de aquella Dama de las
patillas- tenía esta blecido un negocio de inversiones en el que ofrecía unos beneficios del
30 por ciento de interés mensual.Y la cosa acabó, en medio de una gran resonancia, como
cabía esperar, con la fuga de la interesada y la pérdida de todos los dineros de los incautos
depositantes.
EL ROMÁNTICO SENSUAL
Nacido el niño, tuvo que ser la misma Sor Patrocinio la que acabase convenciendo
al de Asís para que aceptase formalmente la paternidad y presentase al bebé ante la Corte
sobre la tan traída y llevada argéntea bandeja. Para el Consorte, la presencia de aquel niño
le alejaba todavía más de la tan anhelada regencia y, lo que era peor, la demostrada
fecundidad de Isabel, que realmente no paraba de parir, abría la posibilidad a futuros
aumentos de la familia. Porque, como tan maliciosamente había comentado el escritor
francés Merimée, tan aficionado a las cosas de España: «Si Francisco es incapaz de darle
hijos a Isabel, la reina jamás carecerá de súbditos dispuestos a satisfacer sus necesidades...»
El Nuncio vaticano, siempre tan informado y bien dispuesto hacia Isabel, nunca
dejaba de encontrar razones para tratar de explicar su desordenada vida.Así, además de
hallarlas en aquel desafortunado matrimonio, veía otra fuente de estas demasías físicas en
un motivo tan peregrino como «la educación que le dieron en los primeros tiempos de
revolución, encaminada precisamente a pervertirla». Nada se sabe de lo que la interesada
diría de conocer este posible origen intelectual de sus permanente ardores.
No existe noticia de que hubiera existido relación alguna entre Alfonso y Puigmoltó.
Destinado a Valencia poco después del nacimiento del Príncipe, hay constancia de que
vivió la existencia normal de un acomodado militar, con su título nobiliario y de que,
después de haber contraído dos matrimonios, murió como general de división, llegado el
año 1900.
Así, para la formación del Príncipe fue elegido, por su prestigio en toda Europa, el
Colegio Theresianum de Viena, donde unos buenos niveles educativos se complementaban
con sus magníficas escuelas de gimnasia y equitación, esgrima y natación. Allí pasó
Alfonso dos años y medio, en medio de la mayor consideración, que le hacía ser
frecuentemente recibido en el Palacio Imperial por Francisco José y Elisabeth, la misteriosa
Sissi que estaba ya por entonces construyendo su turbadora leyenda. Dominado el francés,
aprendió allí Alfonso alemán y se lanzó al inglés, caso verdaderamente insólito en un rey
español, que haría que entre el pueblo se dijese de él que hablaba «todas las lenguas
importantes de Europa, menos el ruso y el turco».
Trece años mayor que Alfonso, había nacido Elena Sanz y Martínez de Arrizala en
Castellón de la Plana. Huérfana sin fortuna, se había educado en el madrileño Colegio de
las Niñas de Leganés, fundado en el siglo XVII por aquel Ambrosio de Spínola al
queVelázquez retrató como vencedor en Breda, en la maravilla de Las Lanzas. Era aquella
una institución un tanto especial, destinada a proteger y educar a niñas sin familia ni
recursos, sobre todo a las más bonitas, que por lo mismo -y según rezaban sus particulares
estatutos- «estaban más expuestas a los peligros del mundo».A una cierta edad, su hermosa
voz de contralto había llegado a ser apreciada por la Reina, que le concedió una beca para
estudiar en París y siempre mantuvo una afectuosa relación con ella.
Tras aquel flash del flechazo navideño, Alfonso pasó luego una temporada en
Inglaterra. Cánovas consideraba ahora que le vendría bien realizar una instructiva
inmersión en el espíritu británico y eligió para ello el Real Colegio Militar de Sandhurst. Y
ciertamente, Alfonso iba a tener siempre muy presentes las referencias de la Historia
inglesa, en su voluntad de respetar escrupulosamente la ley, evitando exquisitamente
descender a la arena política y manteniéndose dentro de los límites marcados por su papel
de monarca constitucional. El día en que cumplía diecisiete años, 28 de noviembre de 1874,
lanzaba el llamado Manifiesto de Sandhurst, el programa que ofrecía al país, nuevamente
ensangrentado por la Guerra Carlista. En él declaraba: «Sólo el restablecimiento de la
Monarquía constitucional puede poner término a la opresión, a la incertidumbre y a las
crueles perturbaciones que experimenta España.» En su residencia inglesa, Ramón Cabrera,
el legendario y temible Tigre del Maestrazgo, el más prestigioso general carlista,
reconvertido en liberal en su vejez, le había dado su reconocimiento.
El 5 de enero de 1875, la víspera de salir rumbo a España, el joven Rey fue el centro
de atención de todas las miradas de los presentes en la brillante gala musical con la que se
inauguraba el nuevo edificio de la ópera de París. El Papa le había enviado su bendición
personal, mientras en Madrid uno de sus amigos, de su misma talla, se prestaba para las
pruebas de los uniformes de general de los Ejércitos, que un sastre le confeccionaba contra
reloj. Por expreso deseo suyo, repitió la táctica de Carlos III cuando había llegado desde
Nápoles y quiso empezar la tarea lanzando una suerte a la siempre problemática
Cataluña.Así, entró en España desembarcando en Barcelona. En aquella urbe entregada a la
más decidida expansión, hizo Alfonso halagadores elogios a las virtudes catalanas, que
dejaron encantados a sus anfitriones. Estaba claro que el novel monarca debía contar con
unos eficaces asesores de imagen.
Ahora ya estaba en ello y este Rey Soldado podía cumplir la deseada misión. Lo
hacía con tanta dedicación y empeño que en una ocasión estuvo incluso a punto de ser
hecho prisionero por el enemigo. Fue por esos días cuando sufrió su primera hemoptisis,
que naturalmente fue mantenida en el más absoluto de los secretos. Cuando, a principios de
1876, se alcanzó el definitivo fin de la guerra, ya su esperanzado pueblo le había bautizado
como «El Pacificador», honroso título con el que pasaría a la Historia. Ahora, de forma
abierta, la tuberculosis había hecho acto de presencia y él, desafiando a su débil naturaleza,
iniciaba su diario coqueteo con la muerte.
Se ha repetido mucho una anécdota que habla de aquella aura de simpatía que
siempre le rodeó. Habiéndose separado una noche de sus amigos, se perdió al tratar de
encontrar el camino de regreso a palacio. No especifica el relato en qué estado se
encontraba, pero lo cierto es que decidió preguntar a un transeúnte. Éste no se limitó a
indicarle la forma de llegar sino que incluso le acompañó, quizá porque le vio algo
incapacitado para caminar solo. Una vez llegados ante la gran portada del Palacio de
Oriente, el Rey extendió la mano hacia su amable acompañante y le dijo: «Alfonso XII.
Aquí, en Palacio me tiene usted.»Y el buen hombre decidió entonces seguir la corriente al
supuesto bromista, contestándole muy seriamente: «Pío IX. En el Vaticano, a su
disposición.»
Por expresa imposición del Rey, la Corte estaba siendo transformada de arriba
abajo, quitándole todos los viejos resabios que conservaba de pasadas épocas que era mejor
olvidar. Estaba decidido a hacer una «casa respetable» de aquel nido de víboras en el que
había pasado su primera infancia. Ya no se formaban por aquellos rincones susurrantes
camarillas y, entre otras normas modernizadoras, suprimió la antigua obligación de besar la
mano al monarca y nunca usó de aquel tuteo generalizado que tanto gustaba a quienes veían
en él otro rasgo de la campecha nía borbónica. Era su hermana mayor, la infanta Isabel,
Princesa de Asturias, la protagonista femenina del escenario cortesano. Profundamente
orgullosa de su posición y prerrogativas, «la Chata» sabía al mismo tiempo entenderse muy
bien con el pueblo, ingenuamente convencido de hallar en ella «una de sus iguales».
«Digna nieta» del querido y odiado abuelo Fernando, como alguien apuntó, era el mejor
resto viviente de aquel zafio populismo que su madre había sabido llevar a su más alta
expresión.Tras un fugaz matrimonio con un conde italiano, que había terminado
suicidándose, era ahora la infanta Isabel la mujer de la casa del hermano soltero.
Desde París, la Reina Madre no hacía más que repetir machaconamente su deseo de
volver a poner pie en España. Cánovas trataba de disuadirla, en muchas ocasiones con
dureza: «Vuestra majestad no es una persona, es un reinado [...] y lo que el país necesita
hoy es otro reinado.» Finalmente, intervino Alfonso y, después que ella rechazase ofendida
la propuesta de residir durante su visita en el palmesano castillo de Bellver, se acordó que
fuese a instalarse en Sevilla. De hacerlo en Madrid, ante su irritación, nadie le dijo una sola
palabra.
Como Rey con decisión sobre su vida, aquel flechazo navideño de años atrás con la
primita Mercedes parecía tener ahora posibilidades de poder convertirse en algo serio.
Alfonso veía su matrimonio como una obligación más inherente a su cargo y lo cierto es
que Mercedes era, de todas las mujeres que había conocido, la que le parecía más adecuada
para convertirla en reina. Además, parece que le gustaba de verdad. Había tenido sin
embargo que admitir que el Gobierno gestionase otras posibles opciones matrimoniales,
que con satisfacción fue viendo cómo no llegaban a buen puerto. Posible candidata había
sido Beatriz, una de las hijas de la reina Victoria; pero ni siquiera el hecho de convertirse en
reina la había decidido a cambiar de religión. Muchos menos escrúpulos tendría treinta años
más tarde su hijaVictoria Eugenia, que no dudó en hacerse católica para casarse
precisamente con el siguiente Alfonso, hijo del que ahora rechazaba su madre.
Testigos de esta vehemente declaración aseguraban que, para darle más fuerza,
Isabel se había dado una sonora palmada en uno de sus generosos muslos. Mercedes era, de
hecho, la última mujer con la que Isabel deseaba ver casado a su hijo. Ante tal peligro, a su
regreso de la frustrante estancia en Sevilla, la ex Reina había llegado a convocar, en El
Escorial y a espaldas del Gobierno, a los embajadores alemán, francés y ruso para
manifestarles su total rechazo de tal unión y pedirles una relación de posibles princesas de
sus respectivos países para casarlas con su hijo. Esto fue ya la gota que hizo colmar el vaso
de la paciencia del hijo y del Gobierno e Isabel fue prácticamente obligada a abandonar el
país. Alfonso había transigido con todas aquellas operaciones de búsqueda de novia, pero
desde un principio tenía bien claro que Mercedes iba a ser su mujer y nunca se había
privado de afirmar de la forma más tajante: «Jamás me casaré en contra de mi voluntad.»
Nunca, hasta el fin de sus días, iba a dejar Isabel de enredar y malmeter en la
política española y tanto su hijo como sus sucesivos gobiernos siempre tuvieron presente su
calidad de permanente e impredecible peligro potencial. Así, en la Navidad de aquel 1877
lanzó una desafiante respuesta al mal trato que decía haber sufrido en su visita a España.
Recibió con toda cordialidad en su palacio al pretendiente carlista, aquel Carlos VII que
había disputado por las armas el trono a Alfonso y al que éste acababa de derrotar tras una
sangrienta guerra. Un irritado Cánovas hubo de ordenar publicar entonces una nota en la
prensa internacional, declarando que la ex Reina era una persona particular «con quien nada
tienen que ver políticamente el Gobierno del Rey ni la nación española».
NACIDO
PARA LA LEYENDA
ras haber obtenido la dispensa papal, obligada dado que los novios
eran primos hermanos, la boda de Alfonso y Mercedes se celebró finalmente, entre el fervor
popular, el 23 de enero de 1878. Parecía hacerse realidad un bello relato poético. Pese a
todas las oposiciones en contra, el amor se alzaba como torrente incontrolable y acababa
venciendo.Y eso a la gente le gustaba. Muy sonada fue la ausencia de Isabel II, que había
dicho que «no iría ni atada». La siempre diplomática abuela, María Cristina, se ofreció
entonces para actuar como madrina, aunque en el último momento un repentino soponcio le
impidió lucir sus galas en la ceremonia. Junto a los satisfechos suegros Montpensier, actuó
como padrino un feliz Francisco de Asís, «padre oficial» del novio, al que tenía que
agradecer tanto el título nobiliario con que había distinguido a «su fiel» Meneses como su
satisfactoria intervención en el vidrioso asunto de su pensión, que le enfrentaba a su mujer.
Este interés en no causar alarma por la irrupción del terrorismo directo en las bodas
del padre no pudo hacerse realidad en las del hijo; treinta años más tarde, la bomba lanzada
el día del matrimonio de Alfonso XIII tendría mucho más amplias y sangrientas
consecuencias. Por aquellos mismos días, la noticia de la firma de la paz en la agotadora
guerra de Cuba fue motivo de verdadera alegría entre la población. Por el momento, todo
estaba bien, todos eran felices y nada impedía que la gente canturrease ñoños estribillos:
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Puestas en comparación, poco tenía que ofrecer Mercedes, aquel retraído «ángel»,
de infantiles maneras, grandes pestañas y marcado bozo sobre el labio superior, en un rostro
excesivamente redondo y cuyo mayor encanto parecía estar en su gracioso acento sevillano.
Además, en correspondencia privada, un alto cortesano hablaba en las mismas fechas del
matrimonio real de ciertas «éstas y las otras» con las que Alfonso tenía relación e incluso
citaba a una nombrada «N», a la que estaba decidido a seguir tratando «en su servicio
íntimo», tras aquella boda de cuento de hadas con la adorable prima.
La verdad es que la sangre no tuvo siquiera tiempo de llegar al río, porque la muerte
lo impidió. El 26 de junio de 1878, a los cinco meses de aquellos alegres esponsales, moría
la reina Mercedes y entraba por la puerta grande en la leyenda. Poco antes, había sufrido un
aborto y a él achacaron algunas versiones su rápido fin. Se le había diagnosticado fiebre
gástrica, pero de hecho murió de unas fiebres tifoideas crónicas que padecía desde la niñez.
El esplendor del sevillano palacio de San Telmo y la belleza de su extenso parque ocultaban
la gran amenaza de sus pozos de agua contaminada. Otros cinco hermanos de Mercedes
moriríanjóvenes por aquella misma causa. Pero, para evitar que cundiese el pánico si se
declaraba la verdadera razón, se ocultó la verdadera causa del fallecimiento, mientras el
pueblo de Madrid desfilaba compungido ante el ataúd donde se exponía su joven cuerpo,
vestido con el rudo hábito de la Orden de la Merced.
Y, mientras también nacían los romancillos que a su fugaz paso por el trono y a su
repentina muerte le dedicaron,
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algún prohombre político podía aprovechar aquel episodio para afirmar con sobria
retórica parlamentaria: «Ayer celebramos sus bodas. Hoy lloramos su muerte.» La rápida
descomposición de su cadáver hizo nacer y difundirse ese siempre atractivo rumor, que
tanto gusta, de que había sido envenenada. La autora señalada de tal acto sería en este caso
la infanta Isabel, aquella «Chata» que seguía siendo Princesa de Asturias y cuyo talante
autoritario quizá hubiese tropezado con el de la nueva Reina. Nada tenía de raro, que en el
interior de Palacio, la presencia de las dos mujeres hubiera levantado más de una chispa.
Como había sucedido con otra lejana y fugaz existencia, el que fuera rey Luis 1,
también había en el pasado de Mercedes un episodio protagonizado por una gitana
adivinadora del futuro. En este caso se contaba que, junto a las verjas del palacio sevillano,
la mujer habría visto en la mano de la niña una corona de reina y le había anunciado: «Por
la gracia de tus bondades y por la bondad de tus gracias, un rey se postrará de rodillas a tus
pies». Pero, a continuación, la adivinadora habría detectado en las líneas de aquella manita
algún signo de muerte prematura que la había empujado a echar a correr, dejando a la
interesada -como le había sucedido también a aquel «Bien Amado» en El Retiro- hundida
en la mayor de las zozobras.
Volviendo a la realidad, después del natural disgusto y la consabida pena, que pasó
en la soledad del palacio de Riofrío, el viudo recuperó la normalidad y volvió a sus tareas y
costumbres habituales, salió con suerte de dos atentados más y superó un peligroso
accidente en la Sierra. Muy pocos meses después, cuando en los bellos atardeceres de
Madrid los niños jugaban en torno a la fuente de la Plaza de Oriente, cantando aquello de
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no sabían que a donde iba el Rey cada día era a la suntuosa mansión que, en la
cercana Cuesta de Santo Domingo, acababa de ponerle a Elena Sanz. Parece que ya en
aquel mismo agosto aquellas relaciones se estabilizaron. Hay una carta dirigida a la Sanz
por el preocupado mayordomo del Rey en la que, tras el accidente serrano, le hace sus
sugerencias de lo más expresivo: «Le ruego, señora mía, le encargue, por Dios, no haga
ningún esfuerzo [...], pues de hacer ensayos podría quedar mal. Dígaselo usted, por Dios,
que a usted le hará caso.» A cambio de su retirada de los escenarios y de su absoluta
dedicación, Alfonso le pasaba a su amante una pensión de mucha menor cuantía que los
honorarios que ella podía ganar en los teatros. Pero la relación parecía satisfactoria para los
dos y ni siquiera la evidencia de la obligación que él tenía de contraer un nuevo matrimonio
les hizo plantearse la idea de modificar la situación.
Para todos estaba claro que una nueva unión matrimonial del viudo Rey tenía la
exclusiva finalidad de dar herederos al trono. Era, por tanto, un matrimonio profesional y
en este sentido actuó el principal interesado. Contando con la estabilidad amorosa que le
proporcionaba la Sanz y sin abandonar nunca sus esporádicas y muy frecuentes escapadas,
Alfonso estaba absolutamente desinteresado acerca de quién pudiera ser la elegida para
convertirse en su esposa. Así, había dado absoluta libertad a sus colaboradores para que la
buscasen donde considerasen oportuno. Cuando le hablaron de aquella poco agraciada y
seca archiduquesa austriaca, que podía cumplir más o menos las condiciones requeridas,
escribió al embajador español en Viena:
Vaya usted a ver cómo es. No pretendo que sea de una extraordinaria hermosura.
Básteme que sea agradable y de noble aspecto. Pero lo que sobre todo deseo es que sea
discreta y bien educada. Averigüe usted todo esto y escríbame a mí directamente todo lo
que haya observado.
En fin, el interés normal por una transacción de cierta importancia, pero sin ningún
añadido emocional, que él tenía muy claro que no iba a aportar.
El matrimonio con la austríaca tenía, por otra parte, la gran ventaja de que
interrumpía aquella peligrosísima práctica de uniones entre parientes consanguíneos
cercanos, que tan desastrosos efectos había tenido en el pasado. La elegida ahora no tenía
grado de parentesco próximo alguno con el Rey, aparte aquellas lejanas referencias a
enlaces entre las dos ramas de la Casa de Habsburgo, que ya solamente eran presencias en
la memoria histórica y rostros que de sus protagonistas habían dejado en sus telas los
grandes pintores del Siglo de Oro.
Hija de nada acaudalados archiduques, primos, eso sí, del mismo emperador
Francisco José, María Cristina de Habsburgo-Lorena era un año más joven que su
prometido. La familia vivía en su propiedad rural en Bohemia, al pie de los Cárpatos. Era
una joven muy culta y apreciable intérprete de piano; hablaba además varios idiomas. A los
dieciocho años, el Emperador la había nombrado abadesa del Imperial y Noble Convento
Teresiano del Palacio Real de Praga. Aquella institución albergaba a una treintena de nobles
canonesas, muchachas aristócratas de familias venidas a menos y, por ello, más o menos
condenadas a una indeseada pero obligada soltería. Parece que tal cometido, que no debía
ser nada fácil, fue cumplido a la perfección por María Cristina. En España, aquellas
informaciones sobre su vida habían dado lugar a confusiones erróneas y la gente
comentaba, entre la natural rechifla, que el Rey -con la fama que tenía- iba a acabar
casándose nada menos que con una monja.
Con respecto a la Reina Madre, la elegida podría haber sido perfectamente la nuera
ideal que toda suegra desea para su hijo, y en sus cartas hizo saber que estaba encantada
ante tal enlace, al que sí estaba totalmente decidida a asistir. Pero el ciertamente distinguido
y muy envarado porte de la novia era la evidente tapadera de un carácter estricto y de una
moral extremadamente rígida, lo que no dejó de notar Isabel cuando la visitó por vez
primera en París. Aquella puritana joven estaba sin duda perfectamente al tanto de la
trayectoria personal de su futura suegra y todo hacía pensar que lo lógico es que sintiese
hacia ella una mezcla de horror y rechazo. A pesar de las apariencias de cordialidad, todo
ello produjo entre ambas un inmediato desencuentro que, naturalmente, nunca iba a
evidenciarse de forma abierta. Con seguridad, también alguien habría informado
puntualmente a María Cristina de que Isabel nunca se privaba de repetir que consideraba a
Elena Sanz como «mi nuera ante Dios».
En septiembre de 1880 nacía el primer hijo; ante la decepción general, era una niña.
A pesar de la poca gracia que le haría recordar el primer y mitificado matrimonio de su
marido, María Cristina insistió en bautizar a la infanta con el nombre de Mercedes. Pero la
verdad es que tan evidente y burdo intento de congraciarse con todos no consiguió
convencer a nadie. Mucho menos pudo agradar al esquivo marido aquella supuesta y tan
interesada muestra de afecto. En febrero de 1881, nacía en Madrid Fernando, el segundo
hijo del Rey y Elena Sanz. Ahora, con la ex cantante vivían estos dos niños, además de uno
algo mayor, Jaime, producto de una relación anterior.
Mientras tanto, en París, el paso de los años no era obstáculo para que Isabel
siguiera haciendo de las suyas. Decidida a terminar su etapa con Ramiro de la Puente, le
despidió con un título de marqués, que se añadía a otras distinciones varias y más
materiales beneficios que su amantazgo le había ido aportando. El final de tal historia era
semejante al de las demás: placas, cruces y encomiendas civiles y militares para el ex
amante, que de vuelta a Madrid pasó a regentar aquel cementerio que Francisco de Asís
había montado, en donde se dijo que se había dedicado a una labor de rapiña, «como un
vulgar asaltatumbas».
Pero, demás de todo esto, Isabel no dejaba de intrigar, llevándola su mala cabeza
hasta actuaciones que perjudicaban claramente a su hijo. El regusto por las permanentes
intrigas y la politiquilla secreta no le abandonaría nunca y el magnífico tren de vida que
llevaba en París, donde era uno de los más destacados y activos personajes de la vida social,
nunca le hizo olvidar sus años de Reina. Tras la abdicación, había querido ser ya
simplemente conocida y tratada como Condesa de Toledo, pero aquel «gusanillo del poder»
nunca la abandonaría. Incluso hay pruebas de que alguien, todavía a estas alturas, llegó a
convencerla de la absurda posibilidad de dar marcha atrás y declarar nula su abdicación.
Pocos años más tarde, tuvo la melancólica satisfacción de recibir al general Serrano,
aquel gran amor de su primera juventud, aquel general bonito ahora convertido en un
anciano. Era ahora embajador de España en París e Isabel, al verle, no pudo evitar exclamar
vehementemente, con algo de aquel viejo cariño: «Pero, ¡qué viejo estás! ¡Dios mío! ¡qué
viejo! Vamos, acércate.Ven a sentarte aquí...» A partir de la muerte de Mercedes, Isabel
volvía con frecuencia a España para estar con la familia. Con el paso de los años, aquellos
deseos de volver a figurar en la vida pública del país sobre el que había reinado iban
apagándose, pero realmente nunca desaparecerían del todo.
La pasión por la música que sentía la Reina la llevaba al Teatro Real prácticamente
a diario. Y allí, desde su palco, debía soportar todas las miradas y comentarios que llenaban
el ambiente cada vez que salía a escena alguna de aquellas otras varias cantantes de las que
se afirmaba que algo tenían que ver con la voracidad «escenística» de su marido. Esto era
algo que cada vez llevaba peor y que, en un momento dado, la hizo reaccionar
fulminantemente.A mediados de 1883, realizó un inesperado viaje a Viena, después de que
se propagase el rumor de que, en un inesperado estallido de cólera, había llegado a
exclamar, más o menos, refiriéndose a alguna conocida relación de Alfonso: «¡Si no
expulsan del país a esa cualquiera, la que se marcha soy yo!» Otras versiones mejoraban la
escena y apuntaban que el término que había utilizado para referirse a aquella «rival» fue
otro, bastante más contundente y que sin duda debió causar gran sorpresa a quienes se lo
oyeron.
En el otoño de 1883, realizó Alfonso el que sería el último de sus largos viajes. Con
el objetivo principal de asistir a las grandes maniobras otoñales del potente Ejército alemán,
el más poderoso de Europa, visitó también Austria, Bélgica y Francia. En ruta, se reunió en
su residencia de Epinay, cerca de París, con su «padre» Francisco de Asís, y con su ex
suegro Montpensier. Una reunión que debió sentar muy mal a su madre cuando tuvo noticia
de ella. En Viena, Francisco José tuvo para con él un muy especial detalle, ya que fue la
primera vez que el Emperador se acercó a la estación de ferrocarril para recibir a un
visitante extranjero y, a continuación, le agasajó con una estancia jalonada por los mayores
honores.Ya en Alemania, Alfonso se reunió con los demás miembros de la realeza que
también estaban invitados a las maniobras. El emperador Guillermo y Bismarck, el
«Canciller de Hierro», le prestaron asimismo todos los honores y le concedieron las más
altas condecoraciones.
A estas alturas, ya Alfonso no esperaba un hijo varón y, por tanto, su esposa había
dejado ya de interesarle por completo.Vivió así los últimos años de su breve vida lanzado a
su desquiciado frenesí erótico que mermó irreversiblemente su frágil salud. Cuando ya la
relación con la Sanz vivía momentos de desapasionada tranquilidad, reapareció una vieja
historia, la también cantante de ópera Adelina Borghi, a la que llamaban «la Biondina» por
el color de su pelo. Lo llamativo del affaire que había tenido con el Rey ya antes del primer
matrimonio de éste, la había llevado a ser puesta en la frontera, con el consiguiente enfado
del amante. Ahora volvía y, junto a crecientes exigencias de compensaciones materiales a
sus favores, se mostraba absolutamente despreocupada de guardar las mínimas apariencias.
Menos visibles, pero asimismo conocidas por todo el mundo, fueron las relaciones
que Alfonso mantuvo con Blanca de Escosura, hija de un ministro liberal y, sobre todo,
nieta del gran poeta romántico Espronceda. A las veladas literarias que ella organizaba en
su palacete de La Castellana acudía con especial frecuencia el Rey, que no se ocultaba de
evidenciar su papel de amante de la dueña de la casa. Junto a estos amores «adecuados»,
por decirlo de algún modo, había siempre la posibilidad del encuentro rápido con mujeres
de toda condición social. Al igual que le sucedería a su hijo, este Alfonso siempre demostró
tener una manga muy ancha y ser un «caballo de buena boca» en sus preferencias sexuales.
Su salud estaba cada vez más quebrantada y los agotadores episodios de hemoptisis
se sucedían con mayor frecuencia. Ahora, recurría cada vez más al gran pañuelo rojo que
para tales urgencias llevaba metido en el zapato o la bota. Hasta el final en su papel de Rey
constitucional y moderno, insistió con su actuación en su voluntad de devolver al trono de
España la dignidad perdida, arrastrada por un siglo de degeneración por la nefasta actuación
personal de sus sucesivos titulares. En esta línea de estrechar lazos con el pueblo, prodigó
sus actividades y llegó a despreocuparse insensatamente del estado de su salud.
Pensaba que era fisicamente muy fuerte [...]. He quemado la vela por los dos
extremos. He descubierto demasiado tarde que no es posible trabajar durante todo el día y
divertirse durante toda la noche...
Pero todavía el Gobierno se negaba a informar sobre la extrema situación del Rey y,
debido a ello, la ya casi viuda se veía obligada a seguir cumpliendo en Madrid sus
obligaciones oficiales como si nada sucediese. En El Pardo, junto al lecho de su hijo, la
incorregible Isabel seguía suscitando a su alrededor vientos de camarilla. Algunos hubo que
llegaron a convencerla de que, cuando se produjese la muerte, sería ella la elegida para
presidir una Regencia. Las persistentes ansias de protagonismo de la todavía vigorosa
destronada volvieron así a agitarse, hasta que hubo que decirle expresamente que se
olvidase de una vez de ello y que la Regente iba a ser su nuera.
Cristina fue separada de la tarea de amortajamiento del cadáver para cumplir con la
ceremonia formal en la que se le comunicaba que se convertía en Reina Regente de España.
Solamente prestó juramento como tal una vez hubo confirmado ante el jefe del Gobierno
que, efectivamente, se encontraba embarazada.Ya solamente se pensaba ahora en el ansiado
varón que pudiera nacer al cabo de seis meses. La Regente debía actuar solamente como el
adecuado soporte material de lo que se esperaba iba a ser el futuro Rey.
Aprovechando tan dificil situación, los carlistas parecían volver a levantar cabeza,
mientras que los republicanos hacían demostración de su creciente fuerza.
Penas, lutos y obligaciones aparte, la dulce hora de la venganza había llegado para
la rencorosa viuda, que no perdió tiempo en actuar de la forma más directa contra aquellos
a los que consideraba los mayores responsables de sus males. Alfonso había muerto cuando
todavía estaba tratando de resarcir materialmente a su amigo y protector Alcañices, por las
grandes cantidades que éste se había gastado durante el exilio y en la preparación de su
ascenso al trono. Ahora, la Regente le exigió desabridamente cuentas por las cantidades que
había ido percibiendo por aquel concepto, y que en ningún caso alcanzaban a ser una
pequeña parte de lo que él había gastado. Ofendido tras la inicial sorpresa, el aristócrata
actuó como un verdadero gran señor y le presentó el inventario de todos sus bienes, para
que ella eligiera lo que quisiera, como compensación equivalente a aquellas parciales
restituciones.
Ante aquel cierto riesgo, los responsables de las finanzas palaciegas se vieron
obligados a comprometerse a la entrega de una gran cantidad de dinero -unos dos millones
y medio de euros actuales- como pago por las cartas y por la expresa renuncia a cualquier
petición legal de reconocimiento de paternidad. Las cartas se entregaron a cambio de un
primer pago que suponía un tercio del total; se pactó que con el resto se crearía un fondo,
del que los dos chicos podrían disponer a la llegada a su mayoría de edad. Elena Sanz
murió en Francia, en 1898. Nada más producirse el fallecimiento, elementos de la embajada
española se presentaron en su casa y se llevaron de ella, sin levantarse acta o efectuar
inventario alguno, una serie de objetos, joyas y documentos varios, entre ellos la partida de
nacimiento del hijo pequeño, nacido en Madrid.
El menor, Alfonso, tenía un gran parecido fisico con su padre, que él aumentaba
ostentando unas grandes patillas iguales a las que él había llevado. Hasta su muerte vivió en
Madrid y de él se decía que acostumbraba a pasear, al caer la tarde, por las calles y plazas
próximas al Palacio Real. Convertido en conocida presencia habitual para los vecinos,
conseguía causar la sorpresa de quienes le veían por vez primera, que creían encontrarse
ante el mismísimo fantasma de Alfonso XII, saliendo de casa para alguno de aquellos bien
conocidos y placenteros paseos nocturnos.
EN LOS DOMINIOS
DE LA PURITANA
Madrid entero está entusiasmado. Quieren que el niño se llame Alfonso en vez de
Fernando. Todo el mundo viene pidiéndolo a Palacio. Dicen que XIII no tiene nada que ver,
que el Papa tiene también ese número y no le ha traído desgracia. Además, León XIII es el
padrino del niño y 13 es un número de suerte...
No fue así un Fernando VIII y quedó finalmente como Alfonso XIII aquel niño
nacido Rey. Este poco habitual hecho de ser Rey incluso ya antes de nacer fue en definitiva
el elemento fundamental que condicionó toda la formación de su carácter. A su lado y
protegiéndole de forma permanente, la que fue su referencia vital básica, sin competencia
posible de ningún género: su madre, aquella cuya vida un entregado Romanones describió
como «una línea recta, todo claridad, diáfana y sencilla». Aquella her mética personalidad
que trataba de ocultar el más férreo orgullo, bajo la máscara de una supuesta humildad,
como cuando afirmaba, por ejemplo, que su regencia no venía a ser más que un mero
«hilo» entre dos reinados. Aquella mujer de estricta moral que, con inteligencia más que
suficiente, no dudó en potenciar en su idolatrado hijo algunos de los peores rasgos de
personalidad posibles para un hombre corriente y, en este caso, de mucha mayor
trascendencia para las responsabilidades y exigencias de un monarca.
Ya se ha visto que la tan popular infanta Isabel, aquella castiza «Chata» cuya
aparente campechanía y populismo ocultaban el mayor orgullo de casta, había fracasado en
sus intentos por ser una activa influencia reaccionaria para su hermano, el irreprochable
Alfonso XII. Ahora tenía en su sobrino un amplio y libre campo de actuación y no cesaba
de estimular obsesivamente estas tendencias que tan perverso ambiente había generado en
el niño.Y, una y otra vez y sin importarle si estaba equivocado o no, aquella «digna nieta de
su abuelo Fernando VII» imponía, sin posible respuesta: «Hay que hacer cuanto el Rey
mande.»
Y esto, repetido cien veces al día, en todas partes y por todo el mundo, hacía crecer
en mi sobrino el deseo de experimentar su autoridad. Los primeros ocho días de su reinado
efectivo fueron de desconcierto y de agitación en la Corte. El Rey jugaba con su autoridad
como un muchacho, al fin, que era. Se ensañaba con nosotras haciendo ensayos que nos
irritaban, pero que Isabel consideraba dignos de todo acatamiento y obediencia. Imaginad,
además, un grupo de cortesanos prestos a seguir la corriente, dispuestos a tomar en serio los
caprichos de un jovenzuelo, todavía en edad de estudiante de bachillerato.
Como era lógico dada la época, la educación del Rey se llevó a cabo en el interior
de Palacio. Bajo la directa supervisión de la Regente, un grupo de personajes muy
estrictamente seleccionados elaboró un plan de estudios que siguieron Alfonso y otro
selecto grupo de «privilegiados» jóvenes aristócratas. Las opiniones más progresistas del
momento no dudaron en criticar acerbamente esta formación que, a punto de iniciarse el
siglo xx, apartaba al muchacho de las realidades del país, con unos profesores
profundamente conservadores y un excesivo peso de la formación religiosa y militar.
A fines de 1898, todavía bajo el régimen de la Regencia, se produjo la pérdida de las
últimas colonias.Tras el desastroso enfrentamiento que supuso la guerra con los Estados
Unidos, la España postrada y en ruinas únicamente podía dedicarse a asumir todas las
consecuencias de una debilidad en todos los órdenes que la hacían «tocar fondo» de la
forma más dramática. Fue al Gobierno liberal de Sagasta al que correspondió la firma del
impuesto acuerdo que decidía la entrega de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en manos del
vencedor. España se veía obligada a recogerse sobre sí misma, a lamer sus heridas y, en
algunos destacados casos, a examinar las causas de tal situación e idear las formas de
superarla. Se dijo que la Regente quiso representar un personal y patético acto simbólico de
duelo, que sabía iba a ser adecuadamente difundido. Al tener noticia de la firma de los
tratados que dejaban a España sin colonias, parece que cerró con llave la tapa de su amado
piano y ya nunca más volvió a abrirlo, prohibiéndose así el disfrute del que era su mayor
deleite.
Tras el Desastre, que conmovió hasta los cimientos a toda la sociedad española,
muchos veían en la figura del Rey, a punto de alcanzar su mayoría de edad, una esperanza
de radical renovación que impulsase como decisivo motor a todo el país. En su diario de
adolescente, Alfonso escribía notas que hablaban de su personalidad, ponían de manifiesto
sus intereses y siempre dejaban traslucir lo que sentía. Demostraba que las tradicionales
ideas del patriotismo que le habían sido imbuidas habían hallado en él un fértil campo de
cultivo. También, daba muestras de su interés y amor por el siempre idolatrado Ejército, al
que veía como la más fiable y firme institución del Estado. Así, escribía al empezar el año
1901: «Es preciso tener Ejército y Marina cueste lo que cueste porque sin estas dos manos
que sostienen a España caerá como una pelota que se disputarán Inglaterra, Alemania,
Francia y los Estados Unidos.»
El año clave para el muchacho fue 1902, ya que el 17 de mayo, al cumplir los
dieciséis años, dio comienzo su reinado efectivo. Semanas antes, en su diario había hecho
unos planteamientos de futuro. En ellos podían adivinarse algunos rasgos de un tímido
regeneracionismo:
En este año me encargaré de las riendas del Estado, acto de suma trascendencia tal
como están las cosas, porque de mí depende si ha de quedar en España la Monarquía
borbónica o la República. Porque yo me encuentro al país quebrantado por nuestras pasadas
guerras, que anhela por alguien que le saque de esta situación; la reforma social a favor de
las clases necesitadas, el Ejército con una organización atrasada a los adelantos modernos,
la marina sin barcos, la bandera ultrajada, los gobernadores y alcaldes que no cumplen las
leyes. En fin, todos los servicios mal organizados, y mal atendidos.
Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando a la patria, cuyo nombre
pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado, pero también puedo ser un
rey que no gobierna, que sea gobernado por sus ministros, y por fin puesto en la frontera...
Desde el primer momento de su actuación, la actitud del monarca puso sobre aviso a
todos los políticos que trabajaban con él. En total oposición al exquisito respeto que por la
Constitución había sentido y mostrado su padre, el nuevo Rey no ocultaba que se sentía por
encima de esta norma suprema. Quería demostrar que, para él, su naturaleza de Rey y su
visceral patriotismo le situaban más allá de cualquier límite legal. En el primer Consejo de
Ministros que presidió, el impetuoso joven se vio obligado a escuchar que -incluso para el
Ejercito, cuya ordenación y ascensos pretendía llevar personalmente- cualquier decisión del
Rey que no llevase el refrendo de sus ministros no tendría validez legal alguna. Era el
primer toque de atención, absolutamente necesario vista la autoritaria naturaleza del recién
estrenado monarca.
Durante la Regencia, María Cristina no había aflojado las riendas del poder e
intervenía de forma permanente y muy directa en ceses y nombramientos, caídas de
gobiernos y apartamiento de ministros, en muchos casos por meras cuestiones de simpatía o
antipatía personales. Alfonso la imitó y se entrometió una y otra vez en los asuntos
políticos, en función de sus inclinaciones personales, ocultadas siempre por supuestos
motivos de interés dinástico o general de la nación. Con ello contradecía de forma evidente
los planteamientos constitucionales, que exigían una absoluta abstención de los monarcas
en las tareas directas de gobierno.
Había nacido así una forma de intervencionismo con episodios que la prensa de la
época calificaba de «crisis orientales», es decir, preparadas y provocadas desde el Palacio
de Oriente. Se comentaba de algún prestigioso político que se había visto obligado a buscar
el retiro, tras haberse atrevido a indicar respetuosamente a la Reina que dejase de seguir
diseñando y guiando las funciones de su hijo. Estas permanentes interferencias introducían
en la escena pública una situación de interminable fricción y de sospechas de corrupción y
amiguismo, absolutamente negativas para la estabilidad de la que tan necesitado estaba el
país.
Muy poco antes del comienzo efectivo del reinado deAlfonso, en su residencia
francesa de Epinay moría, en abril de 1902 y rodeado de sus libros, antigüedades y bellos
objetos, aquel turbio Francisco de Asís, el tan especial marido de Isabel II, padre legal de
todos los hijos que ella había ido teniendo con sus sucesivos amantes; chantajista
profesional, que había logrado vivir espléndidamente de aquello mismo que lo sumía en la
vergüenza. Como Rey Consorte y padre de rey, su cadáver fue trasladado al Panteón de El
Escorial. Pasarían solamente dos años hasta que el de su mujer fuese también depositado
allí.
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Carecí de gente desinteresada que me guiara y aconsejara. Los que podían hacerlo,
no sabían una palabra del arte de gobierno, eran cortesanos que sólo conocían la etiqueta.
Los que eran ilustrados y diestros en constituciones no me aleccionaban, dejándome a
oscuras si se trataba de algo en que mi buen conocimiento pudiera favorecer al contrario. A
veces, me parecía estar metida en un laberinto por el cual tenía que estar palpando las
paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguien encendía la candela, venía otro y me la
apagaba...
En mayo de 1905 iniciaba en París Alfonso su primer gran viaje. Realizó la obligada
visita que un admirador tan profundo de lo militar tenía que hacer a la tumba de Napoleón
Bonaparte en Los Inválidos. A la salida de una brillante gala en aquella suntuosa ópera a
cuya inauguración había asistido su padre, un anarquista le lanzó una bomba.Tras
comprobar que apenas había daños, el episodio permitió que se le atribuyese una altanera
frase que se difundió como espléndida prueba de su valor personal: «Son gajes del oficio».
A continuación, en Londres fue adecuadamente agasajado por el rey Eduardo VII, aquel
bon vivant que durante tantos años había paseado y hecho célebre por todo el mundo su
título de Príncipe de Gales, como sinónimo de desenvuelta elegancia y desenfreno de altos
vuelos.
Contando con el decidido soporte del periódico monárquico Abc, que desde un
principio apoyó a aquella posible novia, la opinión pública española pronto supo de la
existencia de la joven. Su correspondencia con el Rey iba gradualmente mostrando un
marcado incremento en su intensidad afectiva. La cosa fue muy rápida y, antes de que
finalizase aquel año 1905, ya las respectivas madres se habían comunicado tanto acerca del
mutuo enamoramiento de sus hijos como de la preparación de todo lo que había que
organizar. A marchas forzadas, proseguía Ena sus estudios de español.
Pero ello planteaba un enorme problema: la diferencia de religión entre los novios.
Para ser Reina de España, Ena debía sustituir su religión anglicana por la católica.
Consciente de esta necesidad y soportando en su país duras críticas que la acusaban de
«desertora por interés», ella se entregó a fondo a preparar lo que algunos prefirieron llamar
«conversión por amor». La ceremonia de abjuración de su religión anglicana se celebró en
el Palacio de Miramar de San Sebastián, en un acto que a la nueva católica le produjo un
verdadero trauma que nunca superaría.
En 1908 nació Jaime, el segundo hijo. Pensando que padecía tuberculosis, a los
cuatro años fue enviado a una clínica suiza y, a su regreso, una fortísima afección de oídos
hizo que se le diagnosticase una doble mastoiditis, que decidió a efectuar una doble
trepanación. De resultas de ella, quedó convertido en sordomudo. Al año siguiente nació
Beatriz, una niña completamente sana, pero en 1910 otro infante, Fernando, apenas vivió el
tiempo suficiente para que le fueran administradas las aguas del bautismo. Contribuyó a
superar este bache, a fines de 1911, la venida al mundo de otra niña sana, María Cristina. A
pesar de los varios pesares conyugales que soportaba, la real pareja seguía cumpliendo sus
deberes conyugales y, a mediados de 1913, nacía Juan, sano como sus hermanas. Cerraba el
conjunto, en el otoño de 1914, el también hemofilico Gonzalo.
Fuera de este espacio delimitado por los históricos muros de los Reales Sitios, se
agitaba muy activa «la otra vida» del Rey. Para nadie era un secreto que las aventuras
extraconyugales de Alfonso habían mostrado un fuerte incremento paralelo al proceso de
enfriamiento interno de su matrimonio. Al igual que su padre, era hombre poco selectivo en
sus preferencias eróticas. Su tendencia a la promiscuidad le llevaba a buscar mujeres de un
amplio arco social y de características fisicas muy variadas. Aquí intervenían de forma muy
destacada los llamados «amigos del Rey», bien conocidos elementos con los que se veía en
los exclusivos clubs deportivos, participaba en cacerías, hacía sus frecuentes viajes
privados por el extranjero o comprobaba las altas velocidades que alcanzaban los nuevos
automóviles, una de sus grandes pasiones. Eran ellos quienes le propiciaban aquellas
aventuras galantes. Bajo la formal respetabilidad que le aportaba el entorno familiar,
presidido nada menos que por aquella estricta Reina Madre, Alfonso se autoconcedía
incesantes alegrías. Hasta el punto de que linajuda dama madrileña hubo que resumió con
agudeza y humor lo que todos comentaban: «Acostarse con el rey se convirtió en una
ambición distinguida y casi respetable.»
Los cuatro años que duró la Gran Guerra, entre el verano de 1914 y el otoño de
1918, sirvieron a la real pareja para desplegar una gran cantidad de actividades que
sirvieran, aparte de como opciones personales de los interesados, como útiles operaciones
de imagen de la desacreditada institución. Así, a las muy aplaudidas actuaciones deVictoria
en los ámbitos de la enfermería, se añadía la acción exterior del Rey, dedicada a problemas
inmediatos y tangibles provocados por la guerra europea, tales como la localización de
prisioneros, la atención sanitaria, el envío y recepción de correo y toda clase de
intermediación de naturaleza humanitaria. La posición de neutralidad de España propiciaba
así, además de un gran auge económico, la posibilidad de actuar por encima de intereses
concretos de cada uno de los combatientes, en busca solamente de finalidades humanitarias.
En este sentido la actuación real debe ser considerada moralmente impecable.
Los contrastes entre ellas no podían ser más evidentes. La rigidez moral y el
envaramiento fisico que se habían convertido en señas de identidad de la mayor eran el más
llamativo contrapun to de las distendidas costumbres de la más joven. Si María Cristina se
había autocastigado con la penitencia de privarse de tocar el piano en momentos de grave
crisis nacional, Victoria Eugenia, ni en los peores momentos de su vida personal y familiar,
iba a abandonar sus particulares y gratificantes consumos, entre los que el exquisito tabaco
rubio tenía una destacada presencia. Eran, pues, dos formas antagónicas de plantearse la
vida, que hasta estos momentos habían coexistido sin graves problemas. Pero ahora,
mientras los cañones y el gas tóxico se enseñoreaban del suelo europeo, iban a hacer aflorar
sus discrepancias abriendo una suerte de guerra fría que, en algunas ocasiones, a punto
estuvo de convertirse en conflicto doméstico abierto.
Hay que suponer que cuando, en noviembre de 1918, se firmó la derrota de los
Imperios germánicos y se proclamó la victoria de los Aliados, una exultante Victoria debió
mostrarse con siderada y comprensiva ante la decaída Cristina. Ésta recibía un duro golpe
al contemplar la desaparición del mundo en el que había nacido y con el que tan
identificada se sentía. Pero había algo mucho más importante: seguía conservando el
absoluto control emocional de su hijo, para el que era referencia de amor sin competencia
posible. Era una madre comprensiva, que le admitía cualquier cosa y que siempre iba a
estar dispuesta, hasta el final, a dar por bueno todo lo que tan querido hijo hiciese.A pesar
de su tan estricta moral, el conocimiento y comprensión de las repetidas aventuras
extraconyugales de Alfonso, no dejaría, por otra parte, de darle el regustillo de participar en
cierta venganza contra la nuera escasamente querida.Y de cuestiones de venganza sabía
algo la buena señora...
Fue alrededor de este viaje cuando nacieron los rumores acerca de una posible
petición de nulidad matrimonial por parte de Alfonso. Apoyado ahora moralmente por el
hecho de disfrutar de una relación estable y satisfactoria, podría haber aducido en este
sentido el hecho de no haber sido informado antes de su boda de la herencia hemofilica que
aportaba la novia. Ello podría ser presentado como causa suficiente de anulación, en una
espectacular e insólita decisión que hablaba por sí misma del grado de deterioro que había
alcanzado la comunicación matrimonial. Lo cierto es que nunca se llegó a ello y la Familia
Real, siempre en aparente armonía, pasó los siguientes años presentándose como la mejor
imagen «de marca» en todos los abundantes actos inaugurales de las obras públicas que la
Dictadura llevaba a cabo. El punto máximo de tal actividad mediática se alcanzó, ya al
borde del abismo para sus protagonistas, en 1929, con ocasión de los fastos que rodearon a
las grandes Exposiciones Internacionales de Sevilla y Barcelona.A partir de ahí, en rápida
pendiente, todos ellos se verían apartados de la escena; primero, el verborreico y fogoso
dictador e, inmediatamente detrás, su real protector y familia.
A pesar del progreso que se manifestó en todos los órdenes y de las realizaciones
materiales que la Dictadura plasmó, el régimen cayó por la misma dinámica de la Historia.
En sus últimos tiempos, ya no solamente eran los sectores económicamente menos
favorecidos los que mantenían su adversa actitud, sino que también las crecientes clases
medias apoyaban la posibilidad del cambio. Caído el dictador a principios de 1930, era
evidente que de nada podía servir el recurso del Rey a arcaicos militares palatinos para que
salvasen la situación. Alfonso XIII seguía demostrando, como había hecho a lo largo de
toda su vida, la más absoluta incapacidad de ver la realidad de las cosas. A pesar de unas
costumbres y gustos personales absolutamente acordes con el arrollador ritmo de cambio
que marcaban los locos años veinte, aquel monarca seguía viendo el mundo desde una
óptica absolutamente superada. Esta posición de incuestionada superioridad le había
empujado a sucesivas y nefastas actuaciones, que siempre traslucían un pensamiento
escasamente democrático, algo que ya no era admisible en los tiempos que corrían.
sí, aquella misma noche, por las mismas puertas del Campo del
Moro por donde dos siglos antes había huido un aterrorizado Carlos III tras el Motín de
Esquilache, abandonaba silenciosamente Palacio Alfonso XIII. Según lo pactado con las
nuevas autoridades, marchaba a Cartagena a embarcarse para el exilio. Todavía durante
unas horas, en las estancias palaciegas quedarían Victoria y sus hijos, mientras oía
procedente de las calles adyacentes el griterío de los entusiasmados manifestantes que
vitoreaban a la naciente República. Al día siguiente, despedidos por apenas unos cuantos
fieles, tomaban el tren hacia la frontera. Habían desaparecido todos aquellos monárquicos
«hasta la muerte» que hasta ese momento les habían rodeado. Por lo visto, no había nadie
dispuesto a entregar siquiera aquella única gota de sangre en su defensa. Mientras, el
infante Juan pareció sentirse en peligro y «buscaba refugio» en Gibraltar. En las abarrotadas
calles, la gente gritaba exaltada: «¡No se ha marchao, que lo hemos echao!»
Desde Francia, el ex Rey, que ya era Ciudadano Borbón, emitió un manifiesto que
concluía afirmando: «Mientras habla la nación, suspendo deliberadamente el ejercicio del
Poder real y me aparto de España, reconociéndola así como única señora de sus destinos».
Por las calles de todas las ciudades y pueblos de Espa ña, una ciudadanía alborozada vivía
esperanzada aquella histórica ocasión, que parecía anunciar la entrada en una nueva y muy
diferente época. Entre continuos vítores, se blandía por doquier la bandera tricolor, mientras
la música del viejo Himno de Riego servía para acompañar las creaciones de la musa
popular adaptada al momento. Así, estrofas festivas como:
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se unían a otras que parecían lanzar cierta amenaza contra algunos de los más
detestados símbolos del pasado:
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Yo iba al Meurice, a visitar a una familia amiga. Era media tarde. En un rincón del
hall vitré, detrás de una mesa, estaba sentado don Alfonso: solo, sin la compañía de un
libro, de un diario, de una copa. Al cabo de hora y media, yo seguía el mismo camino, en
dirección inversa, hacia la puerta: Don Alfonso continuaba igual, sentado detrás de la
misma mesa, ¡sin un libro, ni un diario, ni una copa!
Curiosa escena en verdad que plantea un interrogante: ¿Era un rey recién destronado
que meditaba sobre su porvenir; era el hombre que esperaba la llegada de una pactada
compañía o, por el contrario, era aquella la forma de pasar un tiempo vacío por parte de un
espíritu simple y carente de intereses?
Los problemas más graves venían ahora precisamente del más íntimo círculo
familiar. El Príncipe de Asturias, siempre arrastrando su enfermedad, conoció en la clínica
suiza donde estaba ingresado a la rica y hermosa hija de una familia cubana de azucareros,
Edelmira Sampedro. Su insistencia en contraer matrimonio con ella decidió al padre a
solicitar de él la renuncia -para él y para sus posibles descendientes- a sus derechos a la
sucesión a la Corona, a cambio de una pequeña renta. Pocas semanas después, el
sordomudo Jaime fue adecuadamente convencido de la necesidad de renunciar a estos
derechos, que ahora habían pasado a él como segundo hermano. Estas dos renuncias,
obtenidas en mayo y junio de 1933, apartaban así de la hipotética sucesión al perdido Trono
a aquellos dos débiles minusválidos y daban paso, como heredero de la Corona, al fornido
infante Juan.
El ex Príncipe de Asturias, ya como Duque de Covadonga, casó con la cubana para
vivir una errática existencia, siempre en medio de la precariedad económica. En París
pagaban los costos de su estancia en un hotel evidenciando su presencia en el comedor y
actuando así como reclamo publicitario del establecimiento. Más adelante, desde
NuevaYork, el patético infante llegó a pagar un anuncio en la prensa denunciando la
nulidad de su renuncia a sus derechos dinásticos.Tras superar varios graves baches de salud
y el divorcio de su efimera esposa, volvió a casarse con otra espectacular cubana, la modelo
Marta Rocafort, con la que ter minó enseguida.A los treinta y un años era una plena muestra
más de aquella bien conocida compulsión erótica familiar que en este caso, como había
sucedido con Alfonso XII, actuaba de forma muy directa contra su misma supervivencia. Se
mató a principios de septiembre de 1938, al estrellarse el automóvil que conducía -en
estado de ebriedad y en compañía de la camarera de un bar- contra un poste de carretera en
Florida.
El exilio no era en absoluto precario, y Alfonso pudo consolar sus nostalgias del
trono y la corona perdidos organizándose continuos viajes y estancias en lugares acordes
con lo que debía considerar propio de su rango. Así, el popular periodista que firmaba bajo
el seudónimo de El Caballero Audaz podía escribir en 1935:
En los tres años que han pasado desde aquella noche trágica, Alfonso XIII ha
recorrido todas las rutas del mundo [...] su silueta fue descubierta en todas las carreteras, en
los pasillos de los grandes expresos y en el puente de los transatlánticos de lujo [...] Desde
Francia inició sus rutas por todas las puntas de la rosa de los vientos [...] Estuvo en Austria,
Alemania, Bélgica, Dinamarca, Italia, Inglaterra [...] En las islas del Báltico y en Egipto, en
Mónaco y en Malta, en Checoslovaquia y en Suiza, en Tierra Santa y en Turquía, en la
India inglesa y en Grecia...
En aquel año, además de la de Jaime, había habido otras dos bodas en la familia. En
enero, la infanta Beatriz contraía matrimonio con el príncipe Torlonia, de familia y título
pontificios y recientes; el simbólico 12 de octubre, Día de la Raza, fue el elegido por el
heredero Juan para su boda con María de las Mercedes de Borbón y Orleans.
Más adelante, la infanta Cristina se casaría con el ennoblecido magnate del vermut
Cinzano. A ninguna de las tres bodas, celebradas en Roma, donde vivía el ex Rey, asistió
Victoria Eugenia. Ahora estaba claro que ya no había motivos para disimular la absoluta
fractura que dividía a la familia; irreversible división a la que no eran ajenos intereses
materiales nunca aclarados a satisfacción de las partes interesadas. Se dijo que, en un
momento dado, la fría Victoria Eugenia había abandonado momentáneamente algo de su
británica compostura para lanzarle a su marido un agresivo «¡No quiero ver nunca más tu
fea cara!».
La victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 hizo incrementar
todavía más, si cabe, la implicación de Alfonso XIII en la conspiración antirrepublicana.
Cuando, el 17 de julio, se inició en Marruecos el levantamiento militar contra la legalidad,
aquel golpe de Estado que iba a convertirse en una guerra civil encontró en el exiliado de
Roma su más fervoroso partidario. El general Franco, su antiguo protegido, a quien había
apadrinado en su boda y que fuera gentilhombre de cámara suyo, se erigió inmediatamente
en jefe absoluto de los sublevados. Un exaltado Alfonso veía ahora con esto renacer de
nuevo todas las esperanzas para su recuperación del Trono y escribía: «Todos tenemos que
ayudar al movimiento de salvación de España y vencer.»
Desde Roma o durante sus frecuentes viajes por una Europa que vivía sus últimos
años de paz, el ex Rey no solamente contribuyó materialmente a la causa rebelde, a la que
aportó inicialmente la considerable suma de dos millones de libras esterlinas. También
utilizó su prestigio personal para gestionar y agilizar las aportaciones de armamento que el
Gobierno de Burgos trataba de adquirir en Italia. Sin duda fue él quien impulsó a su
heredero, Juan, en las repetidas ocasiones en que intentó sin éxito integrarse como
combatiente de a pie -bajo el nombre deJuan Español- en las filas franquistas. Pero el frío e
implacable general ferrolano estaba ahora absolutamente entregado a la doble tarea de
conservar el poder absoluto y de ganar la guerra, y no pensaba siquiera en ser un mero
instrumento para una restauración monárquica. En sus habitaciones, Alfonso movía todos
los días las banderitas que tenía clavadas en un mapa de España, reflejando los
movimientos bélicos que, cuando se plasmaban en éxitos para el bando franquista, siempre
obtenían la expresión de sus fervorosos parabienes y felicitaciones, expresados en cartas y
telegramas.
Muy poco después, se dirigía de nuevo al vencedor, haciéndole llegar sus más vivos
halagos y poniéndose a sus órdenes, seguro de que la victoria bélica abría los caminos que
conducirían a España «hasta el final por el camino de la gloria y de la grandeza que todos
anhelamos». Finalizaba expresando su deseo de que el dictador se colgase del pecho la
Gran Cruz Laureada de San Fernando, que consideraría nunca con mayor justicia otorgada.
Para entonces, ya había encargado la celebración de un solemne y agradecido tedéum por el
deseado «y feliz» final de la guerra.
A pesar de todas estas expectativas, que muchos de sus próximos fomentaron en él,
Alfonso pudo ir comprobando con desolación que la tan esperada restauración no llegaba.
Acabó finalmente convenciéndose de que las cosas no eran como había imaginado; no se
podía volver sin más al día siguiente de aquel 14 de abril. Sus consejeros consiguieron
decidirle y, el 15 de enero de 1941, firmó el documento de abdicación en la persona de su
hijo Juan, que habría de ser «cuando la Patria lo juzgue oportuno, el rey de todos los
españoles».Aquel heredero sin futuro relataría posteriormente que, tras la oficialización de
aquel acta, su padre le había dicho: «Ya no me queda más que morir...»
Casi cuatro décadas iban a pasar hasta que, el día 18 de enero de 1980, los restos de
Alfonso XIII fuesen trasladados al lugar que tenía destinado junto a sus antepasados, en el
Panteón de Reyes del Monasterio de El Escorial. Los había mandado traer el Rey de
España, que no era su heredero Juan, sino su nieto Juan Carlos, elevado al trono por
personal y exclusiva voluntad del dictador Franco.
BIBLIOGRAFÍA
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