San León Magno. El Misterio de La Navidad

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San León Magno

SERMÓN 9
DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

La grandeza de las obras divinas excede ciertamente, dilectísimos, y sobrepuja a


cuanto pueden expresar las palabras humanas, y de ahí nace la imposibilidad de
hablar de donde se origina el motivo que nos impide callar. Por lo que dice el profeta
de Cristo Jesús, Hijo de Dios, ¿quién podrá contar su generación? (Is., 53, 8), se
refiere a él no sólo en cuanto Dios; sino también en cuanto hombre. Que dos
naturalezas se junten en una sola persona si la fe no lo dijera, nuestra razón no lo
explica; de ahí nunca falta materia de alabanza, porque nadie puede agotar los
motivos de alabar. Alegrémonos, pues, de ser incapaces de celebrar misterio tan
grande de misericordia; y al no poder explicar la sublimidad de nuestra redención,
tengamos a dicha el ser vencidos por este beneficio. Nadie está más cercano del
conocimiento de la verdad, en tratándose de cosas divinas, que quien comprende
que a pesar de haber avanzado mucho (en su conocimiento), aún le queda más por
investigar. Pues quien crea haber llegado a la meta de su investigación no sólo no ha
dado con lo que buscaba, sino que ha fracasado en su inquisición. Mas para no
acongojarnos por la limitación de nuestra debilidad, nos ayudan las voces
evangélicas y proféticas, que de tal modo nos enfervorizan e instruyen, que
podemos celebrar la natividad del Señor, por lo cual el Verbo se hizo carne, no sólo
como cosa pasada sino como algo presente y actual. Pues lo que el Ángel anunció a
los pastores mientras velando guardaban sus rebaños, también resuena en nuestros
oídos. Y por lo mismo estamos al frente de las ovejas del Señor, porque las
palabras anunciadas desde el cielo las conservamos en los oídos del corazón,
como si se nos dijera en la fiesta de hoy: Os anuncio un gran gozo, que será
también para todo el pueblo; os ha nacido en el día de hoy el Salvador, que es el
Cristo Señor, en la ciudad de David (Luc., 2, 10). Como colofón de semejante nueva
únese el regocijo de innumerables ángeles (para que resultase más excelente el
testimonio con los cánticos de la milicia celestial), que cantaba esta alabanza en
honor de Dios: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de
buena voluntad (Luc., 2, 14). Es gloria de Dios la infancia de Cristo, naciendo de una
madre virgen y la redención del género humano redunda con razón en alabanza de
su autor, porque ya a la misma Santa María había dicho el ángel Gabriel, enviado
por Dios: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra, y por ello lo santo que nazca de ti será llamado Hijo de Dios (Luc., 1, 35). En
la tierra es concedida aquella paz que hace a los hombres de buena voluntad.
Con los mismos sentimientos con que nació Cristo de las entrañas de una madre
virgen así renace el cristiano del seno de la Santa Iglesia y para él la verdadera paz
debe consistir en no separarse de la voluntad de Dios y gozarse únicamente en lo
que agrada a Dios.
Al celebrar, carísimos hermanos, el día del nacimiento del Señor, que es el día más
señalado entre los de tiempos pasados, aunque haya transcurrido el orden de las
acciones corporales (de Cristo) conforme al eterno consejo, y toda la humildad del
Redentor ha sido sublimada hasta la gloria de la majestad del Padre, tanto que al
nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los infiernos,
y toda lengua confiese que el Señor Jesús está en la gloria del Padre (Fil., 2, 10),
sin embargo, nosotros adoramos continuamente el parto de la salutífera Virgen, y
aquella indisoluble unión del Verbo y la carne no menos la reverenciamos
postrada en el pesebre que sentada en el trono de la majestad paterna. La divinidad
inmutable, aunque dentro de si continuaba encerrando su gloria y su poder, no
porque estuviera oculta a la vista humana iba a dejar de estar unida al recién nacido,
mas por unos principios tan extraños de hombre verdadero debía reconocérsele
al engendrado como Señor e hijo a la vez de David. Este había dicho con
espíritu profético: Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha. Con este
testimonio, como refiere el evangelio, fue refutada la impiedad de los judíos.
Como al preguntar Jesús a los judíos de quién decía hijo al Cristo, le contestasen
de David, al momento, acusando el Señor su ceguera, respondió: ¿Cómo, pues, David
le llama en espíritu Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha? Os
cerrasteis, oh judíos, el camino de inteligencia, y al no querer ver más que la
naturaleza carnal, os privasteis de toda la luz de la verdad. No considerando,
conforme a vuestras particulares invenciones, en el hijo de David más que su
procedencia corporal, al no poner vuestra esperanza más que en el hombre,
rechazáis a Dios. Hijo de Dios; y de esta manera, lo que nosotros tenemos por honra
confesar no os puede a vosotros aprovechar. Pues también nosotros, cuando nos
preguntan de quién es hijo Cristo, contestamos con palabras del Apóstol, que nació
de descendencia de David, según la carne (Rom., 1, 2), y esto mismo lo aprendemos
del comienzo de la predicación evangélica al leer: Libro de la generación de
Jesucristo, hijo de David (Mt., 1,1). Pero precisamente nos apartamos de vuestra
impiedad, porque al mismo que reconocemos como nacido de la familia de David,
según que el Verbo se hizo carne (Jo., 1, 14), le creemos Dios coeterno de Dios Padre.
Por tanto, oh Israel, si conservaras la dignidad de tu nombre y repasaras los
anuncios proféticos sin corazón obcecado, Isaías te descubriría la verdad evangélica,
y de no estar sordo oirías lo que dice por inspiración divina: He aquí que una virgen
concebirá en su seno y parirá un hijo, y será llamado su nombre Emmanuel, que quiere
decir, Dios con nosotros (Is., 7, 14-17). Mas si no lo veías claro en el significado
propio de nombre tan divino, al menos lo habrías aprendido en las mismas palabras
de David y no negarías a Jesucristo como hijo de David en contra de lo que testifican
el nuevo y viejo Testamento, ya que no le confiesas Señor de David.

Por lo cual, muy amado, puesto que por la inefable gracia de Dios la Iglesia de los
fieles gentiles ha conseguido lo que la sinagoga de los judíos carnales no mereció, al
decir David: El Señor ha revelado su salvación, entre las gentes ha revelado su justicia
(Ps., 92, 2); y predicando lo mismo Isaías: El pueblo que estaba sentado en tinieblas
ha visto una gran luz, a los que moraban en la región de sombras mortales les ha
nacido un resplandor (Is., 9,2), y también: Las gentes que no te conocían, te invocarán,
y los pueblos que no tenían noticia de ti, irán hacia ti (Is., 55, 5), regocijémonos en
el día de nuestra salvación y elegidos por el Nuevo Testamento para tomar parte
con aquél, a quien dice el Padre por el profeta: Tú eres mi Hijo, y hoy te he
engendrado. Pídeme y te daré las gentes como herencia y por posesión los confines
de la tierra (Ps., 2, 7), gloriémonos en la misericordia del que nos adopta, porque
como dice el apóstol: No habéis recibido espíritu de esclavos en temor, sino que
habéis recibido espíritu de adopción de hijos, con él cual clamamos, Abba, Padre
(Rom., 8, 15). Es por todo digno y conveniente que la voluntad manifestada por el
Padre se cumpla por los hijos en adopción, y al decir el Apóstol, Si padecemos
juntamente, juntamente seremos glorificados (Rom., 8, 17), sean ahora participantes
de las humillaciones de Cristo, los que serán coherederos de la gloria venidera.
Honremos en su infancia al Señor, ni tengamos como menoscabo de la divinidad
estos comienzos y crecimientos corporales, porque a la naturaleza que no cambia (la
naturaleza divina) nada le añade ni le quita nuestra naturaleza, sino que aquél que
quiso hacerse como los hombres en la semejanza de la carne, permanece igual al
Padre en la unidad de divinidad; con quien el Espíritu Santo vive y reina por los siglos
de los siglos. Amén.

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