Los Orígenes de La Filosofía

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LOS ORÍGENES DE LA FILOSOFÍA

La historia de la filosofía como pensar metódico tiene sus comienzos hace

dos mil quinientos años, pero como pensar mítico mucho antes.

Sin embargo, comienzo no es lo mismo que origen. El comienzo es histórico

Origen es, en cambio, la fuente de la que mana en todo tiempo el impulso que mueve a
filosofar.. Este origen es múltiple. Del asombro sale la pregunta y el conocimiento, de

la duda acerca de lo conocido el examen crítico y la clara certeza, de la conmoción

del hombre y de la conciencia de estar perdido la cuestión de sí mismo.

Representémonos ante todo estos tres motivos.

Primero.

Platón decía que el asombro es el origen de la filosofía. Nuestros

ojos nos "hacen ser partícipes del espectáculo de las estrellas, del sol y de la

bóveda celeste". Este espectáculo nos ha "dado el impulso de investigar el

universo. De aquí brotó para nosotros la filosofía, el mayor de los bienes

deparados por los dioses a la raza de los mortales".

Y Aristóteles: "Pues la admiración es lo que impulsa a los hombres a filosofar: empezando por
admirarse de lo que les sorprendía por extraño, avanzaron poco a poco y se preguntaron por

las vicisitudes de la luna y del sol, de los astros y por el origen del universo."

El admirarse impele a conocer. En la admiración cobro conciencia de no

saber. Busco el saber, pero el saber mismo, no "para satisfacer ninguna necesidad

común".

El filosofar es como un despertar de la vinculación a las necesidades de la

vida. Este despertar tiene lugar mirando desinteresadamente a las cosas, al cielo y

al mundo, preguntando qué sea todo ello y de dónde todo ello venga, preguntas

cuya respuesta no serviría para nada útil, sino que resulta satisfactoria por sí

sola.

Segundo. Una vez que he satisfecho mi asombro y admiración con el

conocimiento de lo que existe, pronto se anuncia la duda. A buen seguro que se


acumulan los conocimientos, pero ante el examen crítico no hay nada cierto. Las

percepciones sensibles están condicionadas por nuestros órganos sensoriales y

son engañosas o en todo caso no concordantes con lo que existe fuera de mí

independientemente de que sea percibido o en sí. Nuestras formas mentales son

las de nuestro humano intelecto. Se enredan en contradicciones insolubles. Por

todas partes se alzan unas afirmaciones frente a otras. Filosofando me apodero de

la duda, intento hacerla radical, mas, o bien gozándome en la negación mediante

ella, que ya no respeta nada, pero que por su parte tampoco logra dar un paso

más, o bien preguntándome dónde estará la certeza que escape a toda duda y

resista ante toda crítica honrada.

- Jaspers, K. (1953): La Filosofía. México, Fondo de Cultura Económica. Cap II: Los orígenes de la

filosofía.26

La famosa frase de Descartes "pienso, luego existo" era para él

indubitablemente cierta cuando dudaba de todo lo demás, pues ni siquiera el

perfecto engaño en materia de conocimiento, aquel que quizá ni percibo, puede

engañarme acerca de mi existencia mientras me engaño al pensar.

La duda se vuelve como duda metódica la fuente del examen crítico de todo

conocimiento. De aquí que sin una duda radical, ningún verdadero filosofar. Pero

lo decisivo es cómo y dónde se conquista a través de la duda misma el terreno de

la certeza.

Y tercero. Entregado al conocimiento de los objetos del mundo, practicando

la duda como la vía de la certeza, vivo entre y para las cosas, sin pensar en mí, en

mis fines, mi dicha, mi salvación. Más bien estoy olvidado de mí y satisfecho de

alcanzar semejantes conocimientos.

La cosa su vuelve otra cuando me doy cuenta de mí mismo en mi situación.

El estoico Epiciclo decía: "El origen de la filosofía es el percatarse de la

propia debilidad e impotencia." ¿Cómo salir de la impotencia? La respuesta de


Epicuro decía: considerando todo lo que no está en mi poder como indiferente

para mí en su necesidad, y, por el contrario, poniendo en claro y en libertad por

medio del pensamiento lo que reside en mí, a saber, la forma y el contenido de mis

representaciones.

Cerciorémonos de nuestra humana situación. Estamos siempre en

situaciones. Las situaciones cambian, las ocasiones se suceden. Si éstas no se

aprovechan, no vuelven más. Puedo trabajar por hacer que cambie la situación.

Pero hay situaciones por su esencia permanentes, aun cuando se altere su

apariencia momentánea y se cubra de un velo su poder sobrecogedor: no puedo

menos de morir, ni de padecer, ni de luchar, estoy sometido al destino, me hundo

inevitablemente en la culpa. Estas situaciones fundamentales de nuestra

existencia las llamamos situaciones límites. Quiere decirse que son situaciones de

las que no podemos salir y que no podemos alterar. La conciencia de estas

situaciones límites es después del asombro y de la duda el origen, más profundo

aún, de la filosofía. En la vida corriente huimos frecuentemente ante ellas

cerrando los ojos y haciendo como si no existieran. Olvidamos que tenemos que

morir, olvidamos nuestro ser culpables y nuestro estar entregados al destino.

Entonces sólo tenemos que habérnoslas con las situaciones concretas, que

manejamos a nuestro gusto y a las que reaccionamos actuando según planes en el

mundo, impulsados por nuestros intereses vitales. A las situaciones límites

reaccionamos, en cambio, ya velándolas, ya, cuando nos damos cuenta realmente

de ellas, con la desesperación y con la reconstitución: Llegamos a ser nosotros

mismos en una transformación de la conciencia de nuestro ser.

Pongámonos en claro nuestra humana situación de otro modo, como la

desconfianza que merece todo ser mundanal.

Nuestra ingenuidad toma el mundo por el ser pura y simplemente. Mientras

somos felices, estamos jubilosos de nuestra fuerza, tenemos una confianza


irreflexiva, no sabemos de otras cosas que las de nuestra inmediata circunstancia.

En el dolor, en la flaqueza, en la impotencia nos desesperamos. Y una vez que 27

hemos salido del trance y seguimos viviendo, nos dejamos deslizar de nuevo,

olvidados de nosotros mismos, por la pendiente de la vida feliz.

Pero el hombre se vuelve prudente con semejantes experiencias. Las

amenazas le empujan a asegurarse. La dominación de la naturaleza y la sociedad

humana deben garantizar la existencia.

El hombre se apodera de la naturaleza para ponerla a su servicio, la ciencia

y la técnica se encargan de hacerla digna de confianza.

Con todo, en plena dominación de la naturaleza subsiste lo incalculable y

con ello la perpetua amenaza, y a la postre el fracaso en conjunto: no hay manera

de acabar con el peso y la fatiga del trabajo, la vejez, la enfermedad y la muerte.

Cuanto hay digno de confianza en la naturaleza dominada se limita a ser una

parcela dentro del marco del todo indigno de ella.

Y el hombre se congrega en sociedad para poner límites y al cabo eliminar la

lucha sin fin de todos contra todos; en la ayuda mutua quiere lograr la seguridad.

Pero también aquí subsiste el límite. Sólo allí donde los Estados se hallaran

en situación de que cada ciudadano fuese para el otro tal como lo requiere la

solidaridad absoluta, sólo allí podrían estar seguras en conjunto la justicia y la

libertad. Pues sólo entonces si se le hace injusticia a alguien se oponen los demás

como un solo hombre. Mas nunca ha sida así. Siempre es un círculo limitado de

hombres, o bien son sólo individuos sueltos, los que se asisten realmente unos a

otros en los casos más extremados, incluso en medio de la impotencia. No hay

Estado, ni iglesia, ni sociedad que proteja absolutamente. Semejante protección

fue la bella ilusión de tiempos tranquilos en los que permanecía velado el límite.

Pero en contra de esta total desconfianza que merece el mundo habla este

otro hecho. En el mundo hay lo digno de fe, lo que despierta la confianza, hay el
fondo en que todo se apoya: el hogar y la patria, los padres y los antepasados, los

hermanos y los amigos, la esposa. Hay el fondo histórico de la tradición en la

lengua materna, en la fe, en la obra de los pensadores, de los poetas y artistas.

Pero ni siquiera toda esta tradición da un albergue seguro, ni siquiera ella

da una confianza absoluta, pues tal como se adelanta hacia nosotros es toda ella

obra humana; en ninguna parte del mundo está Dios. La tradición sigue siendo

siempre, además, cuestionable. En todo momento tiene el hombre que descubrir,

mirándose a sí mismo o sacándolo de su propio fondo, lo que es para él certeza,

ser, confianza. Pero esa desconfianza que despierta todo ser mundanal es como un

índice levantado. Un índice que prohíbe hallar satisfacción en el mundo, un índice

que señala a algo distinto del mundo.

Las situaciones límites —la muerte, el destino, la culpa y la Desconfianza

que despierta el mundo— me enseñan lo que es fracasar. ¿Qué haré en vista de

este fracaso absoluto, a la visión del cual no puedo sustraerme cuando me

represento las cosas honradamente?

No nos basta el consejo del estoico, el retraerse al fondo de la propia libertad

en la independencia del pensamiento. El estoico erraba al no ver con bastante

radicalidad la impotencia del hombre. Desconoció la dependencia incluso del 28

pensar, que en sí es vacío, está reducido a lo que se le da, y la posibilidad de la

locura. El estoico nos deja sin consuelo en la mera independencia del

pensamiento, porque a éste le falta todo contenido propio. Nos deja sin

esperanzas, porque falla todo intento de superación espontánea e íntima, toda

satisfacción lograda mediante una entrega amorosa y la esperanzada expectativa

de lo posible.

Pero lo que quiere el estoico es auténtica filosofía. El origen de ésta que hay

en las situaciones límites da el impulso fundamental que mueve a encontrar en el

fracaso el camino que lleva al ser.


Es decisiva para el hombre la forma en que experimenta el fracaso: el

permanecerle oculto, dominándole al cabo sólo fácticamente, o bien el poder verlo

sin velos y tenerlo presente como límite constante de la propia existencia, o bien el

echar mano a soluciones y una tranquilidad ilusorias, o bien el aceptarlo

honradamente en silencio ante lo indescifrable. La forma en que experimenta su

fracaso es lo que determina en qué acabará el hombre.

En las situaciones límites, o bien hace su aparición la nada, o bien se hace

sensible lo que realmente existe a pesar y por encima de todo evanescente ser

mundanal. Hasta la desesperación se convierte por obra de su efectividad, de su

ser posible en el mundo, en índice que señala, más allá de éste.

Dicho de otra manera: el hombre busca la salvación. Ésta se la brindan las

grandes religiones universales de la salvación. La nota distintiva de éstas es el dar

una garantía objetiva de la verdad y realidad de la salvación. El camino de ella

conduce al acto de la conversión del individuo. Esto no puede darlo la filosofía. Y

sin embargo, es todo filosofar un superar el mundo, algo análogo a la salvación.

Resumamos. El origen del filosofar reside en la admiración, en la duda, en la

conciencia de estar perdido. En todo caso comienza el filosofar con una conmoción

total del hombre y siempre trata de salir del estado de turbación hacia una meta.

Platón y Aristóteles partieron de la admiración en busca de la esencia del

ser.

Descartes buscaba en medio de la serie sin fin de lo incierto la certeza

imperiosa.

Los estoicos buscaban en medio de los dolores de la existencia la paz del

alma.

Cada uno de estos estados de turbación tiene su verdad, vestida

históricamente en cada caso de las respectivas ideas y lenguaje. Apropiándonos

históricamente éstos, avanzamos a través de ellos hasta los orígenes, aún


presentes en nosotros.

El afán es de un suelo seguro, de la profundidad del ser, de eternizarse.

Pero quizá no es ninguno de estos orígenes el más original o el incondicional

para nosotros. La patencia del ser para la admiración nos hace retener el aliento,

pero nos tienta a sustraernos a los hombres y a caer presos de los hechizos de una 29

pura metafísica. La certeza imperiosa tiene sus únicos dominios allí donde nos

orientamos en el mundo por el saber científico. La imperturbabilidad del alma en

el estoicismo sólo tiene valor para nosotros como actitud transitoria en el aprieto,

como actitud salvadora ante la inminencia de la caída completa, pero en sí misma

carece de contenido y de aliento.

Estos tres influyentes motivos —la admiración y el conocimiento, la duda y

la certeza, el sentirse perdido y el encontrarse a sí mismo— no agotan lo que nos

mueve a filosofar en la actualidad.

En estos tiempos, que representan el corte más radical de la historia,

tiempos de una disolución inaudita y de posibilidades sólo oscuramente atisbadas,

son sin duda válidos, pero no suficientes, los tres motivos expuestos hasta aquí.

Estos motivos resultan subordinados a una condición, la de la comunicación entre

los hombres.

En la historia ha habido hasta hoy una natural vinculación de hombre a

hombre en comunidades dignas de confianza, en instituciones y en un espíritu

general. Hasta el solitario tenía, por decirlo así, un sostén en su soledad. La

disolución actual es sensible sobre todo en el hecho de que los hombres cada vez

se comprenden menos, se encuentran y se alejan corriendo unos de otros,

mutuamente indiferentes, en el hecho de que ya no hay lealtad ni comunidad que

sea incuestionable y digna de confianza.

En la actualidad se torna resueltamente decisiva una situación general que

de hecho había existido siempre. Yo puedo hacerme uno con el prójimo en la


verdad y no lo puedo; mi fe, justo cuando estoy seguro de mí, choca con otras fes;

en algún punto límite sólo parece quedar la lucha sin esperanza por la unidad,

una lucha sin más salida que la sumisión o la aniquilación; la flaqueza y la falta

de energía hace a los faltos de fe o bien adherirse ciegamente o bien obstinarse

tercamente. Nada de todo esto es accesorio ni inesencial.

Todo ello podría pasar si hubiese para mí en el aislamiento una verdad con

la que tener bastante. Ese dolor de la falta de comunicación y esa satisfacción

peculiar de la comunicación auténtica no nos afectarían filosóficamente como lo

hacen, si yo estuviera seguro de mí mismo en la absoluta soledad de la verdad.

Pero yo sólo existo en compañía del prójimo; solo, no soy nada.

Una comunicación que no se limite a ser de intelecto a intelecto, de espíritu

a espíritu, sino que llegue a ser de existencia a existencia, tiene sólo por un simple

medio todas las cosas y valores impersonales. Justificaciones y ataques son

entonces medios, no para lograr poder, sino para acercarse. La lucha es una lucha

amorosa en la que cada cual entrega al otro todas las armas. La certeza de ser

propiamente sólo se da en esa comunicación en que la libertad está con la libertad

en franco enfrentamiento en plena solidaridad, todo trato con el prójimo es sólo

preliminar, pero en el momento decisivo se exige mutuamente todo, se hacen

preguntas radicales. Únicamente en la comunicación se realiza cualquier otra

verdad; sólo en ella soy yo mismo, no limitándome a vivir, sino llenando de

plenitud la vida. Dios sólo se manifiesta indirectamente y nunca

independientemente del amor de hombre a hombre; la certeza imperiosa es 30

particular y relativa, está subordinada al todo; el estoicismo se convierte en una

actitud vacía y pétrea.

La fundamental actitud filosófica cuya expresión intelectual he expuesto a

ustedes tiene su raíz en el estado de turbación producido por la ausencia de la

comunicación, en el afán de una comunicación auténtica y en la posibilidad de


una lucha amorosa que vincule en sus profundidades yo con yo.

Y este filosofar tiene al par sus raíces en aquellos tres estados de turbación

filosóficos que pueden someterse todos a la condición de lo que signifiquen, sea

como auxiliares o sea como enemigos, para la comunicación de hombre a hombre.

El origen de la filosofía está, pues, realmente en la admiración, en la duda,

en la experiencia de las situaciones límites, pero, en último término y encerrando

en sí todo esto, en la voluntad de la comunicación propiamente tal. Así se muestra

desde un principio ya en el hecho de que toda filosofía impulsa a la comunicación,

se expresa, quisiera ser oída, en el hecho de que su esencia es la coparticipación

misma y ésta es indisoluble del ser verdad.

Únicamente en la comunicación se alcanza el fin de la filosofía, en el que

está fundado en último término el señuelo de todos los fines: el interiorizarse del

ser, la claridad del amor, la plenitud del reposo.

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