207.j P.sartre Los Comunistas y La Paz

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 222

1

Jean-Paul Sartre

LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

2
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Libro 207

Imagen de Tapa: Simone Segouin, alias “Nicole Minet”,


partisana del FTP (Francs-Tireurs et Partisans)
durante la liberación de París. 19 al 25 de agosto de 1944
Fotografía de Robert Capa

3
Jean-Paul Sartre

Colección
SOCIALISMO y LIBERTAD
Libro 1 LA REVOLUCIÓN ALEMANA
Víctor Serge - Karl Liebknecht - Rosa Luxemburgo
Libro 2 DIALÉCTICA DE LO CONCRETO
Karel Kosik
Libro 3 LAS IZQUIERDAS EN EL PROCESO POLÍTICO ARGENTINO
Silvio Frondizi
Libro 4 INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA DE LA PRAXIS
Antonio Gramsci
Libro 5 MAO Tse-tung
José Aricó
Libro 6 VENCEREMOS
Ernesto Guevara
Libro 7 DE LO ABSTRACTO A LO CONCRETO - DIALÉCTICA DE LO IDEAL
Edwald Ilienkov
Libro 8 LA DIALÉCTICA COMO ARMA, MÉTODO, CONCEPCIÓN y ARTE
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 9 GUEVARISMO: UN MARXISMO BOLIVARIANO
Néstor Kohan
Libro 10 AMÉRICA NUESTRA. AMÉRICA MADRE
Julio Antonio Mella
Libro 11 FLN. Dos meses con los patriotas de Vietnam del sur
Madeleine Riffaud
Libro 12 MARX y ENGELS. Nueve conferencias en la Academia Socialista
David Riazánov
Libro 13 ANARQUISMO y COMUNISMO
Evgueni Preobrazhenski
Libro 14 REFORMA o REVOLUCIÓN - LA CRISIS DE LA SOCIALDEMOCRACIA
Rosa Luxemburgo
Libro 15 ÉTICA y REVOLUCIÓN
Herbert Marcuse
Libro 16 EDUCACIÓN y LUCHA DE CLASES
Aníbal Ponce
Libro 17 LA MONTAÑA ES ALGO MÁS QUE UNA INMENSA ESTEPA VERDE
Omar Cabezas
Libro 18 LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA. Breve historia del movimiento obrero en Francia
1789-1848. Selección de textos de Alberto J. Plá
Libro 19 MARX y ENGELS
Karl Marx y Friedrich Engels. Selección de textos
Libro 20 CLASES y PUEBLOS. Sobre el sujeto revolucionario
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 21 LA FILOSOFÍA BURGUESA POSTCLÁSICA
Rubén Zardoya
Libro 22 DIALÉCTICA Y CONCIENCIA DE CLASE
György Lukács
Libro 23 EL MATERIALISMO HISTÓRICO ALEMÁN
Franz Mehring
Libro 24 DIALÉCTICA PARA LA INDEPENDENCIA
Ruy Mauro Marini

4
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Libro 25 MUJERES EN REVOLUCIÓN


Clara Zetkin
Libro 26 EL SOCIALISMO COMO EJERCICIO DE LA LIBERTAD
Agustín Cueva - Daniel Bensaïd. Selección de textos
Libro 27 LA DIALÉCTICA COMO FORMA DE PENSAMIENTO - DE ÍDOLOS E IDEALES
Edwald Ilienkov. Selección de textos
Libro 28 FETICHISMO y ALIENACIÓN - ENSAYOS SOBRE LA TEORÍA MARXISTA EL VALOR
Isaak Illich Rubin
Libro 29 DEMOCRACIA Y REVOLUCIÓN. El hombre y la Democracia
György Lukács
Libro 30 PEDAGOGÍA DEL OPRIMIDO
Paulo Freire
Libro 31 HISTORIA, TRADICIÓN Y CONSCIENCIA DE CLASE
Edward P. Thompson. Selección de textos
Libro 32 LENIN, LA REVOLUCIÓN Y AMÉRICA LATINA
Rodney Arismendi
Libro 33 MEMORIAS DE UN BOLCHEVIQUE
Osip Piatninsky
Libro 34 VLADIMIR ILICH Y LA EDUCACIÓN
Nadeshda Krupskaya
Libro 35 LA SOLIDARIDAD DE LOS OPRIMIDOS
Julius Fucik - Bertolt Brecht - Walter Benjamin. Selección de textos
Libro 36 UN GRANO DE MAÍZ
Tomás Borge y Fidel Castro
Libro 37 FILOSOFÍA DE LA PRAXIS
Adolfo Sánchez Vázquez
Libro 38 ECONOMÍA DE LA SOCIEDAD COLONIAL
Sergio Bagú
Libro 39 CAPITALISMO Y SUBDESARROLLO EN AMÉRICA LATINA
André Gunder Frank
Libro 40 MÉXICO INSURGENTE
John Reed
Libro 41 DIEZ DÍAS QUE CONMOVIERON AL MUNDO
John Reed
Libro 42 EL MATERIALISMO HISTÓRICO
Georgi Plekhanov
Libro 43 MI GUERRA DE ESPAÑA
Mika Etchebéherè
Libro 44 NACIONES Y NACIONALISMOS
Eric Hobsbawm
Libro 45 MARX DESCONOCIDO
Nicolás Gonzáles Varela - Karl Korsch
Libro 46 MARX Y LA MODERNIDAD
Enrique Dussel
Libro 47 LÓGICA DIALÉCTICA
Edwald Ilienkov
Libro 48 LOS INTELECTUALES Y LA ORGANIZACIÓN DE LA CULTURA
Antonio Gramsci
Libro 49 KARL MARX. LEÓN TROTSKY, Y EL GUEVARISMO ARGENTINO
Trotsky - Mariátegui - Masetti - Santucho y otros. Selección de Textos
Libro 50 LA REALIDAD ARGENTINA - El Sistema Capitalista
Silvio Frondizi

5
Jean-Paul Sartre

Libro 51 LA REALIDAD ARGENTINA - La Revolución Socialista


Silvio Frondizi
Libro 52 POPULISMO Y DEPENDENCIA - De Yrigoyen a Perón
Milcíades Peña
Libro 53 MARXISMO Y POLÍTICA
Carlos Nélson Coutinho
Libro 54 VISIÓN DE LOS VENCIDOS
Miguel León-Portilla
Libro 55 LOS ORÍGENES DE LA RELIGIÓN
Lucien Henry
Libro 56 MARX Y LA POLÍTICA
Jorge Veraza Urtuzuástegui
Libro 57 LA UNIÓN OBRERA
Flora Tristán
Libro 58 CAPITALISMO, MONOPOLIOS Y DEPENDENCIA
Ismael Viñas
Libro 59 LOS ORÍGENES DEL MOVIMIENTO OBRERO
Julio Godio
Libro 60 HISTORIA SOCIAL DE NUESTRA AMÉRICA
Luis Vitale
Libro 61 LA INTERNACIONAL. Breve Historia de la Organización Obrera en Argentina.
Selección de Textos
Libro 62 IMPERIALISMO Y LUCHA ARMADA
Marighella, Marulanda y la Escuela de las Américas
Libro 63 LA VIDA DE MIGUEL ENRÍQUEZ
Pedro Naranjo Sandoval
Libro 64 CLASISMO Y POPULISMO
Michael Löwy - Agustín Tosco y otros. Selección de textos
Libro 65 DIALÉCTICA DE LA LIBERTAD
Herbert Marcuse
Libro 66 EPISTEMOLOGÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Theodor W. Adorno
Libro 67 EL AÑO 1 DE LA REVOLUCIÓN RUSA
Víctor Serge
Libro 68 SOCIALISMO PARA ARMAR
Löwy -Thompson - Anderson - Meiksins Wood y otros. Selección de Textos
Libro 69 ¿QUÉ ES LA CONCIENCIA DE CLASE?
Wilhelm Reich
Libro 70 HISTORIA DEL SIGLO XX - Primera Parte
Eric Hobsbawm
Libro 71 HISTORIA DEL SIGLO XX - Segunda Parte
Eric Hobsbawm
Libro 72 HISTORIA DEL SIGLO XX - Tercera Parte
Eric Hobsbawm
Libro 73 SOCIOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA
Ágnes Heller
Libro 74 LA SOCIEDAD FEUDAL - Tomo I
Marc Bloch
Libro 75 LA SOCIEDAD FEUDAL - Tomo 2
Marc Bloch
Libro 76 KARL MARX. ENSAYO DE BIOGRAFÍA INTELECTUAL
Maximilien Rubel

6
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Libro 77 EL DERECHO A LA PEREZA


Paul Lafargue
Libro 78 ¿PARA QUÉ SIRVE EL CAPITAL?
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 79 DIALÉCTICA DE LA RESISTENCIA
Pablo González Casanova
Libro 80 HO CHI MINH
Selección de textos
Libro 81 RAZÓN Y REVOLUCIÓN
Herbert Marcuse
Libro 82 CULTURA Y POLÍTICA - Ensayos para una cultura de la resistencia
Santana - Pérez Lara - Acanda - Hard Dávalos - Alvarez Somoza y otros
Libro 83 LÓGICA Y DIALÉCTICA
Henri Lefebvre
Libro 84 LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA
Eduardo Galeano
Libro 85 HUGO CHÁVEZ
José Vicente Rangél
Libro 86 LAS GUERRAS CIVILES ARGENTINAS
Juan Álvarez
Libro 87 PEDAGOGÍA DIALÉCTICA
Betty Ciro - César Julio Hernández - León Vallejo Osorio
Libro 88 COLONIALISMO Y LIBERACIÓN
Truong Chinh - Patrice Lumumba
Libro 89 LOS CONDENADOS DE LA TIERRA
Frantz Fanon
Libro 90 HOMENAJE A CATALUÑA
George Orwell
Libro 91 DISCURSOS Y PROCLAMAS
Simón Bolívar
Libro 92 VIOLENCIA Y PODER - Selección de textos
Vargas Lozano - Echeverría - Burawoy - Monsiváis - Védrine - Kaplan y otros
Libro 93 CRÍTICA DE LA RAZÓN DIALÉCTICA
Jean Paul Sartre
Libro 94 LA IDEA ANARQUISTA
Bakunin - Kropotkin - Barret - Malatesta - Fabbri - Gilimón - Goldman
Libro 95 VERDAD Y LIBERTAD
Martínez Heredia - Sánchez Vázquez - Luporini - Hobsbawn - Rozitchner - Del Barco
Libro 96 INTRODUCCIÓN GENERAL A LA CRÍTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA
Karl Marx y Friedrich Engels
Libro 97 EL AMIGO DEL PUEBLO
Los amigos de Durruti
Libro 98 MARXISMO Y FILOSOFÍA
Karl Korsch
Libro 99 LA RELIGIÓN
Leszek Kolakowski
Libro 100 AUTOGESTIÓN, ESTADO Y REVOLUCIÓN
Noir et Rouge
Libro 101 COOPERATIVISMO, CONSEJISMO Y AUTOGESTIÓN
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 102 ROSA LUXEMBURGO Y EL ESPONTANEÍSMO REVOLUCIONARIO
Selección de textos

7
Jean-Paul Sartre

Libro 103 LA INSURRECCIÓN ARMADA


A. Neuberg
Libro 104 ANTES DE MAYO
Milcíades Peña
Libro 105 MARX LIBERTARIO
Maximilien Rubel
Libro 106 DE LA POESÍA A LA REVOLUCIÓN
Manuel Rojas
Libro 107 ESTRUCTURA SOCIAL DE LA COLONIA
Sergio Bagú
Libro 108 COMPENDIO DE HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Albert Soboul
Libro 109 DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE. Historia de la Revolución Francesa
Albert Soboul
Libro 110 LOS JACOBINOS NEGROS. Toussaint L’Ouverture y la revolución de Hait
Cyril Lionel Robert James
Libro 111 MARCUSE Y EL 68
Selección de textos
Libro 112 DIALÉCTICA DE LA CONCIENCIA – Realidad y Enajenación
José Revueltas
Libro 113 ¿QUÉ ES LA LIBERTAD? – Selección de textos
Gajo Petrović – Milán Kangrga
Libro 114 GUERRA DEL PUEBLO – EJÉRCITO DEL PUEBLO
Vo Nguyen Giap
Libro115 TIEMPO, REALIDAD SOCIAL Y CONOCIMIENTO
Sergio Bagú
Libro 116 MUJER, ECONOMÍA Y SOCIEDAD
Alexandra Kollontay
Libro 117 LOS JERARCAS SINDICALES
Jorge Correa
Libro 118 TOUSSAINT LOUVERTURE. La Revolución Francesa y el Problema Colonial
Aimé Césaire
Libro 119 LA SITUACIÓN DE LA CLASE OBRERA EN INGLATERRA
Federico Engels
Libro 120 POR LA SEGUNDA Y DEFINITIVA INDEPENDENCIA
Estrella Roja – Ejército Revolucionario del Pueblo
Libro 121 LA LUCHA DE CLASES EN LA ANTIGUA ROMA
Espartaquistas
Libro 122 LA GUERRA EN ESPAÑA
Manuel Azaña
Libro 123 LA IMAGINACIÓN SOCIOLÓGICA
Charles Wright Mills
Libro 124 LA GRAN TRANSFORMACIÓN. Critica del Liberalismo Económico
Karl Polanyi
Libro 125 KAFKA. El Método Poético
Ernst Fischer
Libro 126 PERIODISMO Y LUCHA DE CLASES
Camilo Taufic
Libro 127 MUJERES, RAZA Y CLASE
Angela Davis
Libro 128 CONTRA LOS TECNÓCRATAS
Henri Lefebvre

8
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Libro 129 ROUSSEAU Y MARX


Galvano della Volpe
Libro 130 LAS GUERRAS CAMPESINAS - REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN EN
ALEMANIA
Federico Engels
Libro 131 EL COLONIALISMO EUROPEO
Carlos Marx - Federico Engels
Libro 132 ESPAÑA. Las Revoluciones del Siglo XIX
Carlos Marx - Federico Engels
Libro 133 LAS IDEAS REVOLUCIONARIOS DE KARL MARX
Alex Callinicos
Libro 134 KARL MARX
Karl Korsch
Libro 135 LA CLASE OBRERA EN LA ERA DE LAS MULTINACIONALES
Peters Mertens
Libro 136 EL ÚLTIMO COMBATE DE LENIN
Moshe Lewin
Libro 137 TEORÍAS DE LA AUTOGESTIÓN
Roberto Massari
Libro 138 ROSA LUXEMBURG
Tony Cliff
Libro 139 LOS ROJOS DE ULTRAMAR
Jordi Soler
Libro 140 INTRODUCCIÓN A LA ECONOMÍA POLÍTICA
Rosa Luxemburg
Libro 141 HISTORIA Y DIALÉCTICA
Leo Kofler
Libro 142 BLANQUI Y LOS CONSEJISTAS
Blanqui - Luxemburg - Gorter - Pannekoek - Pfemfert - Rühle - Wolffheim y Otros
Libro 143 EL MARXISMO - El MATERIALISMO DIALÉCTICO
Henri Lefebvre
Libro 144 EL MARXISMO
Ernest Mandel
Libro 145 LA COMMUNE DE PARÍS Y LA REVOLUCIÓN ESPAÑOLA
Federica Montseny
Libro 146 LENIN, SOBRE SUS PROPIOS PIES
Rudi Dutschke
Libro 147 BOLCHEVIQUE
Larissa Reisner
Libro 148 TIEMPOS SALVAJES
Pier Paolo Pasolini
Libro 149 DIOS TE SALVE BURGUESÍA
Paul Lafargue - Herman Gorter – Franz Mehring
Libro 150 EL FIN DE LA ESPERANZA
Juan Hermanos
Libro 151 MARXISMO Y ANTROPOLOGÍA
György Markus
Libro 152 MARXISMO Y FEMINISMO
Herbert Marcuse
Libro 153 LA TRAGEDIA DEL PROLETARIADO ALEMÁN
Juan Rústico

9
Jean-Paul Sartre

Libro 154 LA PESTE PARDA


Daniel Guerin
Libro 155 CIENCIA, POLÍTICA Y CIENTIFICISMO – LA IDEOLOGÍA DE LA NEUTRALIDAD
IDEOLÓGICA
Oscar Varsavsky - Adolfo Sánchez Vázquez
Libro156 PRAXIS. Estrategia de supervivencia
Ilienkov – Kosik - Adorno – Horkheimer - Sartre - Sacristán y Otros
Libro 157 KARL MARX. Historia de su vida
Franz Mehring
Libro 158 ¡NO PASARÁN!
Upton Sinclair
Libro 159 LO QUE TODO REVOLUCIONARIO DEBE SABER SOBRE LA REPRESIÓN
Víctor Serge
Libro 160 ¿SEXO CONTRA SEXO O CLASE CONTRA CLASE?
Evelyn Reed
Libro 161 EL CAMARADA
Takiji Kobayashi
Libro 162 LA GUERRA POPULAR PROLONGADA
Máo Zé dōng
Libro 163 LA REVOLUCIÓN RUSA
Christopher Hill
Libro 164 LA DIALÉCTICA DEL PROCESO HISTÓRICO
George Novack
Libro 165 EJÉRCITO POPULAR – GUERRA DE TODO EL PUEBLO
Vo Nguyen Giap
Libro 166 EL MATERIALISMO DIALÉCTICO
August Thalheimer
Libro 167 ¿QUÉ ES EL MARXISMO?
Emile Burns
Libro 168 ESTADO AUTORITARIO
Max Horkheimer
Libro 169 SOBRE EL COLONIALISMO
Aimé Césaire
Libro 170 CRÍTICA DE LA DEMOCRACIA CAPITALISTA
Stanley Moore
Libro 171 SINDICALISMO CAMPESINO EN BOLIVIA
Qhana - CSUTCB - COB
Libro 172 LOS ORÍGENES DE LA CIVILIZACIÓN
Vere Gordon Childe
Libro 173 CRISIS Y TEORÍA DE LA CRISIS
Paul Mattick
Libro 174 TOMAS MÜNZER. Teólogo de la Revolución
Ernst Bloch
Libro 175 MANIFIESTO DE LOS PLEBEYOS
Gracco Babeuf
Libro 176 EL PUEBLO
Anselmo Lorenzo
Libro 177 LA DOCTRINA SOCIALISTA Y LOS CONSEJOS OBREROS
Enrique Del Valle Iberlucea
Libro 178 VIEJA Y NUEVA DEMOCRACIA
Moses I. Finley

10
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Libro 179 LA REVOLUCIÓN FRANCESA


George Rudé
Libro 180 ACTIVIDAD, CONCIENCIA Y PERSONALIDAD
Aleksei Leontiev
Libro 181 ENSAYOS FILOSÓFICOS
Alejandro Lipschütz
Libro 182 LA IZQUIERDA COMUNISTA ITALIANA (1917 -1927)
Selección de textos
Libro 183 EL ORIGEN DE LAS IDEAS ABSTRACTAS
Paul Lafargue
Libro 184 DIALÉCTICA DE LA PRAXIS. El Humanismo Marxista
Mihailo Marković
Libro 185 LAS MASAS Y EL PODER
Pietro Ingrao
Libro 186 REIVINDICACIÓN DE LOS DERECHOS DE LA MUJER
Mary Wollstonecraf
Libro 187 CUBA 1991
Fidel Castro
Libro 188 LAS VANGUARDIAS ARTÍSTICAS DEL SIGLO XX
Mario De Micheli
Libro 189 CHE. Una Biografía
Héctor Oesterheld – Alberto Breccia - Enrique Breccia
Libro 190 CRÍTICA DEL PROGRAMA DE GOTHA
Karl Marx
Libro 191 FENOMENOLOGÍA Y MATERIALISMO DIALÉCTICO
Trần Đức Thảo
Libro 192 EN TORNO AL DESARROLLO INTELECTUAL DEL JOVEN MARX (1840-1844)
Georg Lukács
Libro 193 LA FUNCIÓN DE LAS IDEOLOGÍAS – CRÍTICA DE LA RAZÓN INSTRUMENTAL
Max Horkheimer
Libro 194 UTOPÍA
Tomás Moro
Libro 195 ASÍ SE TEMPLÓ EL ACERO
Nikolai Ostrovski
Libro 196 DIALÉCTICA Y PRAXIS REVOLUCIONARIA
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 197 JUSTICIEROS Y COMUNISTAS (1843-1852)
Karl Marx, Friedrich Engels y Otros
Libro 198 FILOSOFÍA DE LA LIBERTAD
Rubén Zardoya Loureda - Marcello Musto - Seongjin Jeong - Andrzej Walicki
Bolívar Echeverría - Daniel Bensaïd -Jorge Veraza Urtuzuástegui
Libro 199 EL MOVIMIENTO ANARQUISTA EN ARGENTINA. Desde sus comienzos hasta 1910
Diego Abad de Santillán
Libro 200 BUJALANCE. LA REVOLUCIÓN CAMPESINA
Juan del Pueblo
Libro 201 MATERIALISMO DIALÉCTICO Y PSICOANÁLISIS
Wilhelm Reich
Libro 202 OLIVER CROMWELL Y LA REVOLUCIÓN INGLESA
Christopher Hill
Libro 203 AUTOBIOGRAFÍA DE UNA MUJER EMANCIPADA
Alexandra Kollontay

11
Jean-Paul Sartre

Libro 204 TRAS LAS HUELLAS DEL MATERIALISMO DIALÉCTICO


Perry Anderson
Libro 205 CONTRA EL POSTMODERNISMO – UN MANIFIESTO ANTICAPITALISTA
Alex Callinicos
Libro 206 EL MATERIALISMO DIALÉCTICO SEGÚN HENRI LEFEBVRE
Eugenio Werden
Libro 207 LOS COMUNISTAS Y LA PAZ
Jean-Paul Sartre

https://elsudamericano.wordpress.com

La red mundial de los hijos de la revolución social

12
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

LOS COMUNISTAS Y LA PAZ


Jean-Paul Sartre
*
Les Temps Modernes
(1954)1

ÍNDICE

I. La Manifestación del 28 de mayo


II. La Huelga del 4 de junio
III. Las Causas

1
En Francés: Les Temps Modernes, n.º 81, julio de 1952, n.º 84-85, oct.-nov. de 1952,
n.º 101, abril de 1954. Edición en castellano: Situations VI, Ed. Losada. Bs. As. 1964
13
Jean-Paul Sartre

Cuando los C.R.S.2 cargaron contra los mineros, la prensa de derecha


publicaba boletines de victoria: esto es lo que me hizo creer que Le
Fígaro no quería a los obreros. Pero me equivocaba. Presento mis
excusas a todo el mundo y en especial a Robinet. Porque Robinet
adora a los obreros. No quería confesarlo, me figuro que por pudor.
Pero después del motín de las fábricas Renault, declaró por fin su
hermoso sentimiento. Confieso que al principio me sorprendió leer ese
título, en gruesos caracteres: “Victoria obrera”. Porque, en fin, me
decía, sobre quién ha podido alcanzar la clase obrera esa victoria sino
sobre los patronos y los guardias móviles, es decir, sobre los lectores
del Fígaro. Pero no era nada de eso: no, el proletariado no ha vencido
a la policía. Ni a la burguesía. Ha triunfado del Partido Comunista –la
única organización que le representa en la Asamblea– y de la C.G.T.
–la más grande y antigua de las federaciones sindicales–. En resumen,
se ha desguarnecido, ha arrojado las armas; se espera de él un último
esfuerzo; que disuelva sus sindicatos, que vote por los Independientes
en las elecciones parciales, entonces conocerá la victoria más
hermosa: la que se alcanza sobre sí mismo. Así es como se ama a los
trabajadores: sin armas, con las manos vacías, con los brazos abiertos.
¡Qué bello era el pueblo, en Fourmies, el 1º de mayo de 1891!;
entonces no había tropas de choque ni organizaciones paramilitares;
gente en las calles, mucha gente: en desorden. Niños, lirios, una
muchacha llevaba una rama de muérdago. Los soldados del comandante
Chapuis pudieron apuntar sin prisa y disparar a quemarropa.
Quizás vuelvan esos tiempos propicios; y comprendo que uno se
pueda felicitar de ellos: la matanza de Fourmies pertenece seguramente
a esa categoría de espectáculos que Mauriac llama “escandalosos
pero en el mejor sentido”. Pero lo que va más allá de mi entendimiento,
es el contento imbécil que testimonian ciertos hombres y ciertos
periódicos “de izquierda”.
Pobres gentes; una vez más el P.C. ha logrado sus fines: lo amaban, lo
han dejado con pena; los ha avergonzado, lo detestan. Un asunto
sentimental. A veces encuentro a esos excluidos; han conservado su
tierna sonrisa, pero su mirada es ligeramente torva: la contradicción de
nuestro tiempo se ha instalado en ellos. ¿Cómo se puede creer a la
vez en la misión histórica del proletariado y en la traición del Partido
2
“Los CRS” se refiere a los miembros de las Compagnies républicaines de sécurité
(Compañías republicanas de seguridad), un cuerpo especial antidisturbios y antimotines de
la Policía Nacional francesa.
14
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Comunista, si se constata que el uno vota por el otro? Se las


arreglarán, de todos modos, pero penosamente; cada cual recorre, en
más o menos tiempo, las cuatro etapas fatídicas.
Primera etapa:
“El P.C. se equivoca, pero de todos modos no se puede ir contra
el proletariado.”
Segunda etapa:
“La clase obrera, es siempre mi amor: pero de todos modos hay
que reconocer que no es muy perspicaz”. Mirad a los
trabajadores alemanes: “se han dejado seducir por las palabras
de Hitler”.
Tercera etapa:
“La clase obrera me ha dejado de interesar desde que tolera sin
indignación los campos de concentración soviéticos.”
Cuarta y última etapa: el Apocalipsis:
“Hemos concertado una Alianza con los Estados Unidos. Punto.
Usaremos las armas atómicas contra Rusia. Punto. Ahorcamos a
los comunistas. Punto. Y sobre las ruinas reconstituiremos el
verdadero socialismo, internacionalista, democrático y reformista.”
No hay duda: la victoria más hermosa de la clase obrera, la alcanzarán
las tropas norteamericanas sobre las tropas de la URSS; pero para
atreverse a decirlo en alta voz, hay que ser completamente traidor o
estar enloquecido de pena, lo que viene a ser lo mismo. En general, se
quedan en las medias tintas y van a censurar a los salones
reaccionarios para ver más de cerca al enemigo; o, también, dosifican:
entran en favor de los indochinos y los republicanos españoles, contra
los chinos y los griegos; en favor de Lenin, ese gran liberal, y contra
Stalin el autócrata. Eso no se sostiene, ya se sabe y repiten en voz
baja: “Si esa maldita clase obrera se decidiera de una vez a abandonar
el P.C.” Tómese, por ejemplo, a Altman. Yo lo conozco bien: no es un
traidor, ni siquiera un mal hombre. Pero los comunistas lo han tratado
de acuerdo a la técnica de Charles Boyer en Luz de gas: se hace creer
al paciente mediante estratagemas repetidas que está loco o es malo.
Al cabo de tres años de ese régimen, Altman está casi convencido. Y
he aquí lo que escribe, el 29 de mayo en Franc-Tireur:

15
Jean-Paul Sartre

“La excitación contra todo lo que es “norteamericano” ha tomado


de ahora en adelante la forma de la rabia maníaca y asesina. Se
tiene un perfecto derecho a criticar la política norteamericana, si
a uno le parece bien. Pero se tiene derecho a demostrar, por
todos los medios, desde la calumnia al sabotaje, que no se
tolerarán más que hombres, que aliados, a nuestro lado para
hacer frente a una eventual agresión... Se tiene derecho para
lanzar a la calle hombres, mujeres y niños mediante consignas
que recuerdan pura y sencillamente el racismo. Aquí ya no se
trata de comunismo, sino de rusismo... Todo lo que no sirve a la
Rusia de Stalin... todo lo que va en favor de la libertad tal como
existe aun más allá de la cortina de hierro, todo eso debe ser
aniquilado antes de ser exterminado...”.
Habéis advertido: “si a uno le parece bien”. Cuánta sutileza, cuántos
sobrentendidos en esas seis palabras, y cómo se moriría gustoso por
la lengua y la cultura que permiten esos matices. Si se estima bueno:
eso parece simplemente querer decir: “Si ésa es su opinión". Pero
sería olvidar el ligero desfavor que se da a la expresión “Ya que a
usted le ha parecido bien el comprometerme sin pedirme mi opinión...”
Se ha comprendido: critique a sus aliados norteamericanos, si le
parece bien. A Altman no le parece bien, pero le deja en libertad,
aunque le previene discretamente que va a cometer un error. ¡Ay!, yo
temo que se pierdan esas sutilezas: los norteamericanos que lean el
artículo no están aún preparados mediante una enseñanza básica para
gustarlas como es necesario. En todo caso, son nuestros aliados: eso
no nos lo dice Altman. Por otra parte tiene razón, una perfecta razón: el
gobierno francés –en realidad, ¿cuál?– ha firmado el Pacto Atlántico.3
En resumen: el obrero disfruta de libertades democráticas; puede
pensar, hablar, votar. Entonces, ¿qué necesidad tiene de ir a pelear en
las calles como un granuja? ¡Ah, es que se ve empujado por el
stalinismo! Ese stalinismo, su mal genio, el eterno agitador, rusista de
hoy, alemán antes de ayer, sembrador de oro inglés en 1789 y ya de
oro ruso en 1840, atizando el descontento de las masas y aprove-
chándose de él para lanzarlas a la política. Fanatizadas por sus
pérfidos discursos, salen de la legalidad y son las primeras víctimas de
su violencia. Él es, hoy lo sabemos, el que precipitó a la canalla al
asalto de la Bastilla, él que se valió del despecho de algunos esclavos
3
El Tratado del Atlántico Norte o Tratado de Washington dio origen a la OTAN. Fue firmado
en Washington el 4 de abril de 1949.
16
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

negros, quizá castigados con demasiada severidad, para hacernos


perder Santo Domingo; él fue quien financió la conspiración de los
Cuatro Sargentos, las jornadas de junio de 1848, las innumerables
huelgas de fines de siglo y, para terminar, los motines de 1917. ¿Cómo
frustrar sus tretas? ¿Cómo reducirlo al fin a la impotencia? Altman nos
lo dice: “Si una democracia social, audaz supiera arrebatar a los
stalinistas el monopolio de la defensa de los trabajadores, no
estaríamos así.” Eso no nos rejuvenece: desde hace ciento sesenta y
dos años, ni el remedio ni el mal han cambiado. Y la audacia
democrática de Altman nos recuerda el progresismo prudente de aquel
conde de Morny que, ya en enero de 1898, escribía en la Revue des
Deux Mondes:
“El comunismo mina sordamente la base de las sociedades y de
los gobiernos. Las concesiones moderadas, las reformas
inteligentes, un estudio concienzudo de las cuestiones financieras
y sociales, el celo piadoso de las clases ricas en favor de las
clases pobres, al mismo tiempo que una resistencia valerosa a las
facciones, ¿impedirán los males que nos amenazan? He aquí la
verdadera cuestión.”
Acepto la democracia social audaz: concesiones moderadas a los
sindicatos, celo piadoso de los patrones por los trabajadores,
resistencia audaz a los facciosos separatistas. ¿Pero dónde están los
elementos? ¿Dónde está el equipo político que va a aplicar el
programa? ¿Dónde la mayoría que lo llevará al poder? Altman no se
engaña: sabe muy bien que se necesitan años antes de que un grupo
político tenga la influencia suficiente para hacerse representar en la
Asamblea. Ahora bien, está convencido de que la guerra es mañana, la
guerra provocada por los rusos y la guerra perdida, si no se encuentra
un medio de sustraer desde hoy, las masas a la influencia del Partido.
¡Pobre Altman!, con lo que conoce a los comunistas, después de
treinta años: sabe muy bien que no soltarán la presa. Entonces, a
veces, su razonamiento favorito, se revuelve por sí solo en su cabeza y
dice: ya que el Partido D.S.A. (democrático, social, audaz) no está aún
en el poder, ¿no hay que reconocer que el P.C. es, en este momento,
el único representante posible de los electores obreros? ¡Esos días, lo
digo gustosamente, Altman duerme mal! Porque forma parte de un
grupo bastante extendido, que es, con relación a la guerra próxima lo
que la Asociación de Antiguos Combatientes fue para la del 14, el

17
Jean-Paul Sartre

Círculo de los Futuros Fusilados. Con frecuencia me han invitado a sus


banquetes, pero yo no he tenido el valor de ir a ellos y compartir su
alegría viril y fúnebre. “Venga, pues –decían– ¡usted es de los nuestros!”
Pero, si estalla la próxima guerra, veo tantas razones para que todos
dejemos el pellejo en ella, que no voy a perder el tiempo enumerando
las mías particulares.
Ahí está el 4 de punió, el oro de mil trompetas: la proporción de los
huelguistas es del 2 %. Altman exulta, se siente revivir; ¡2 %! Por fin el
obrero ha comprendido, se ha cansado de sacar las castañas del fuego
a la URSS, y demuestra su desafío al Partido que le quería enfrentar a
las instituciones republicanas; harto de violencia, vuelve a su jardincito
del suburbio, a la dulzura tan ensalzada de sus costumbres. En
seguida, todo el mundo se ofrece a guiarlo. F.O. le abre los brazos,
Altman llega a preguntarse seriamente si no podría ingresarlo en su
D.S.A.
Niños bonitos, queridas ratas viscosas, ¡corréis a la guerra! Me podéis
creer. Os habla una rata viscosa. Corréis a la guerra y nos arrastráis a
ella. La indiferencia de los obreros no frena el deslizamiento a la
matanza: lo acelera; si fuese definitiva, podríais congratularos. A fuerza
de buscar las faltas al partido comunista, os habéis hecho miopes; y
deploráis con tanta frecuencia que el P.C. “tenga el monopolio de la
defensa de los trabajadores” que habéis terminado por creer que ese
privilegio le venía del azar. Decís que es el partido de los histéricos, de
los asesinos, de los mentirosos, incita al odio y sus argucias son tan
groseras que vuestros periódicos, cada mañana, las descubren sin
esfuerzo. Es, pues, necesario que todo el proletariado sea criminal,
mentiroso e histérico. Sino, ¿cómo explicar que siga siendo comunista?
¿Quizás la nariz de Stalin, si hubiera sido más corta...?
Aun teniendo que envenenar su alivio tardío, hay que llamar a la
decencia a esas almas turbadas y hacerles recordar algunas verdades
desagradables: que no se puede combatir a la clase obrera sin
convertirse en enemigo de los hombres y de sí mismo, pero que, si le
parece al P.C. y aunque no hayáis levantado el meñique, la clase
obrera estará contra vosotros; que no basta para ser traidor que los
comunistas os acusen de traición; pero que hay que mantener la
cabeza clara porque el despecho, el odio, el miedo quizás y las
sonrisas de la derecha pueden de un día a otro haceros caer en la
traición; que, por fin, no hay que contar con la liquidación del P.C.; es
18
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

cierto que el proletariado le pone mala cara en estos tiempos, pero es


una pequeñez que quedará entre ellos, el Comité Central ha aprendido
ya la lección. He aquí la situación: vosotros no podéis hacer nada, yo
tampoco. Si la encontráis demasiado dura, abrid el gas o pescad con
caña; pero no comencéis a engañaros, pues terminaréis, como uno
que yo conozco, predicando la guerra en Carnegie Hall y asqueando a
los mismos norteamericanos. Cuando os enterásteis de la manifestación
contra Ridgway dermostrásteis una indignación sin límites: todo estaba
allí, ¡todo!; todos los intolerables defectos comunistas: la ilegalidad, la
violencia y esa manía nefasta de movilizar a los trabajadores
sindicados con consignas de orden político. Pues bien, yo temo que no
engañéis; me pregunto si ese vicio incurable que reprocháis al P.C. no
es sencillamente la naturaleza singular del proletariado.

Sartre en las calles de París. Mayo de 1968

Los hechos están ahí: la manifestación, la huelga fracasada sub-


siguiente, las elecciones parciales, en Renault y luego en la Asamblea.
Líneas un poco confusas, contradictorias en apariencia. No importa,
dejémosles hablar. Os dirán, quizá, si sois traidores o, sencillamente,
ratas viscosas. 4 O s dirán, en otros términos, en qué medida el P.C.
es la expresión necesaria de la clase obrera y en qué medida es su
expresión exacta.

4
La rata viscosa no ha traicionado. Pero el Partido está seguro de que lo habría hecho si
se le hubiera presentado la ocasión. En resumen, es una palabra que designa esa
categoría de individuos –desgraciadamente muy extendida en nuestra sociedad–: el
culpable al que no se le puede reprochar nada.
19
Jean-Paul Sartre

I. LA MANIFESTACIÓN DEL 28 DE MAYO

1º Sacarle las castañas del fuego a la URSS

“El obrero se ha cansado de ser el juguete de Moscú. Se ha


negado a tomar parte en la manifestación porque desaprobaba
el principio de ella”.
¿Qué sabéis de ello? ¿Lo habéis oído quejarse con vuestros propios
oídos? Nosotros somos los que vemos por todas partes la mano de
Moscú. No digo que estemos siempre equivocados: pero el obrero no
es como nosotros. Es un “gran interprete”, como el burgués, pero su
maniqueísmo es inverso al nuestro; él descubre el oro norteamericano
detrás de todos nuestros gastos. Decir que se ha dado cuenta de que
se abusaba de él, es suponer que nuestro sistema de interpretación ha
sustituido al suyo. ¿Acaso Robinet se ha dado cuenta de que era el
juguete de los Estados Unidos? ¿Y Altman? Además, el P.C. francés no
ha ocultado jamás que alineaba su política de acuerdo a una política
general cuyas directivas se elaboraban en el Komintern y luego en el
Kominform. En las tesis votadas por el III° Congreso Mundial de la III a
Internacional, se lee que “el Partido, en su conjunto, está bajo la
dirección de la Internacional Comunista”. Y que “las decisiones de la
Internacional Comunista son obligatorias para el Partido y para cada
uno de sus miembros”. Ahora bien, en aquella época (1921), de los
cinco miembros del “Presidium del Comité Ejecutivo”, tres eran rusos,
uno alemán y otro húngaro. Eso no impidió que, después del Congreso
de Tours, 130.000 socialistas franceses formasen el partido comunista,
mientras que 30.000 permanecían con Blum. Además, las diferencias
profundas que separan al P.C. italiano, del partido francés, prueban
que se deja una gran iniciativa a los dirigentes regionales. Vosotros
pretendéis que esta política sirve exclusivamente los intereses de la
URSS. Pero es inútil. Hay que ver, en efecto, que la III a Internacional
ha nacido de una necesidad de autoridad. El fracaso del movimiento
pacifista del 14, la impotencia de los obreros y la connivencia de los
jefes socialistas con el gobierno burgués de la unión nacional,
inclinaban al rigorismo a los militantes. Los congresos de la II a
Internacional “eran sólo asambleas académicas que terminaban en
resoluciones sin valor”.

20
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

En todos los escalones de la S.F.I.O. 5 reinaba la anarquía. Ahora bien,


la mayoría de los militantes estaban convencidos de que “la lucha de
clases entraba en su período de guerra civil”. Tenían, pues, el deseo de
forjar un nuevo partido que fuese un arma. Autoridad, eficacia,
jerarquía, eso es lo que pedían a la IIIa Internacional; y sin duda
preferían seguir las directivas de los extranjeros que habían vencido a
la burguesía de sus países antes que obedecer a franceses que
habían colaborado con la burguesía francesa. Lo que deseaban los
130.000 adherentes del P.C. lo que realizaron, fue la centralización
democrática, especie de movilización total y permanente que
aseguraba a cada cual el máximo de eficacia. Desde aquella época,
los dirigentes se defendieron contra los dos reproches que no cesó de
hacérseles a continuación:
“La centralización tiene que realizarse en forma tal que sea para
los miembros del Partido un refuerzo... de su actividad... De lo
contrario, se aparecerá a las masas como una simple burocra-
tización del Partido”.
“Los gritos acerca de la dictadura de Moscú son un medio de
diversión vulgar.”6
Pero el aparato así concebido es, por esencia, ambiguo. Porque si la
acción obrera está concebida y elevada a la escala internacional, por
un partido centralizado, esas consignas, cualquiera que sea su fin,
aparecerán en tal o cual sector local, como imperativos abstractos;
cada proletariado regional será tratado como el medio de este fin
incondicionado que es la Revolución mundial y, a falta de un
conocimiento minucioso de todos los acontecimientos –que sólo es
posible para el historiador y retrospectivamente–, únicamente la
confianza decidirá que no se ha sido engañado y que los sacrificios
consentidos eran legítimos. Como siempre, los hechos no dicen ni sí ni
no: después de Pearl Harbor, el Partido Comunista de los Estados
Unidos pidió a sus adherentes negros que pusiesen sordina a su
campaña antirracista porque consideraban que era inútil alimentar la
propaganda nazi. Muchos negros que habían ingresado en el Partido
porque era el único que los defendía: se consideraron sacrificados y lo
dejaron. No se los puede censurar por ello; ¿pero cuál era la meta final

5
SFIO: Section Française de L’Internationale Ouvrière, fue el partido político de los
socialistas franceses, miembro de la IIa Internacional, desde su fundación en 1905.
6
V. Lenin, “Mensaje a los obreros alemanes y franceses”.
21
Jean-Paul Sartre

de la consigna? ¿Miraba únicamente los intereses de la URSS, o los


de Europa y el mundo? Para decidirlo, habría que sostener primero
que el conflicto de 1940 sólo fue una guerra imperialista. Eso es, en
efecto, lo que piensan los trotskistas y son consecuentes, ya que
condenaron la Resistencia en el 42. Pero los resistentes de izquierda,
les seguirían de mala gana. De todas maneras, no se decidirá la
cuestión más que después de haber tomado posición en cuestiones
mucho más vastas y, para acabar, en la del valor de la Revolución
Rusa y del marxismo.
Se ha visto, precisamente en 1921. Después de la guerra, los
socialistas franceses tendían a volver al pacifismo absoluto que, a
pesar del fracaso de 1914, había permanecido en la tradición francesa.
Lenin quería que hiciesen una distinción entre las guerras imperialistas
y las guerras revolucionarias. Los anarquistas de extrema izquierda se
negaron a ello durante mucho tiempo: eran pacifistas integrales y
reclamaban el derecho de gritar: “Abajo todos los ejércitos, incluso el
Ejército Rojo”.
¿Quién tenía razón? Eso depende, sin duda del valor de la URSS para
la Revolución, luego, del valor de la Revolución en la URSS. Y
podríais, según vuestras convicciones, mostrar que la exigencia de
Lenin rompe una tradición profunda de la vida socialista francesa, que
introduce por la fuerza una excepción absurda en el centro de un
sistema coherente, o que la situación que legitimaba el pacifismo
absoluto de antes de la guerra había sido ampliamente superada
después de la Revolución de Octubre. Uno se creería metido en una
de esas interminables discusiones donde se enfrentan los filósofos
optimistas y los discípulos de La Rochefoucauld: en ellas se pasa
revista a las acciones humanas, y cada cual las explica de acuerdo a
su criterio; éste por motivos altruistas, aquél por móviles interesados.
Si esos disputadores no pueden entenderse, es que han decidido a
priori el valor humano. Y si vosotros no podéis entenderos con los
comunistas es porque os "habéis hecho a priori una opinión acerca del
valor de la experiencia rusa.
En enero de 1918, Lenin escribió:
“La República de los Soviets permanecerá como un ejemplo vivo
a los ojos de los pueblos de todos los países y la fuerza de
penetración revolucionaria de este ejemplo será prodigiosa.”

22
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Y en marzo de 1923:
“Lo que nos interesa, no es la inevitable victoria final del
socialismo. Lo que nos interesa es la táctica que debemos
seguir, nosotros, el partido comunista de Rusia, nosotros, el
poder de los Soviets de Rusia, para impedir que nos aplasten
los Estados contrarrevolucionarios occidentales”.
En esos dos textos reside todo el problema. Para un comunista
convencido, en efecto, el socialismo debe triunfar necesariamente
porque el capitalismo lleva en sí la muerte. Eso quiere decir que Rusia
no es el único camino que lleva al resultado final. Nacida de los
antagonismos que provocaron la guerra del 14, puede desaparecer: los
antagonismos la sobrevivirán y las naciones capitalistas terminarán por
derrumbarse. En ese sentido tan preciso, la salvaguardia de la URSS,
no es la condición necesaria de la Revolución mundial. Pero esas
consideraciones no son históricas: históricamente la oportunidad del
proletariado, su “ejemplo” y la fuente de “la fuerza de penetración
revolucionaria” es la URSS. Además de eso, es por sí sola un valor
histórico que hay que defender, el primer Estado que sin realizar, sin el
socialismo, “contiene las premisas de él”. Por esas dos razones, el
revolucionario que vive en nuestra época y cuya tarea es preparar la
Revolución con los medios a su alcance y en la situación histórica que
le corresponde, sin perderse en las esperanzas apocalípticas que
terminarán desviándolo de la acción, debe asociar indisolublemente la
causa de la URSS y la del proletariado. He aquí, al menos, lo que
pensaba Lenin y lo que se ve claramente en los dos textos
confrontados. Pero, por otra parte, la URSS aparece como la
oportunidad histórica de la revolución y no como su condición
necesaria (en el sentido matemático); parece, pues, en todos los
casos, que pudiera ser distinta de lo que es, sin que el porvenir de la
Revolución quedase comprometido, que pudiese, por ejemplo, exigir
menos sacrificios a las democracias del Este. Cuanto más peligrosa
sea su situación, más necesaria será para ella la ayuda que pida a los
proletariados europeos; cuanto más duras sean sus exigencias, más
tenderá a pasar a !os ojos de las democracias populares y de los
proletariados, por una simple nación particular. Así, en el caso más
favorable, la identificación de la URSS y de la causa revolucionaria no
será nunca completa y los anticomunistas podrán siempre volver a
enseñar al obrero francés que “saca las castañas del fuego a Moscú”.

23
Jean-Paul Sartre

Pero, a la inversa, él sólo podrá hacer la prueba en un caso: si puede


demostrar que los dirigentes soviéticos no creen ya en la revolución
rusa, o que piensan que la experiencia se ha liquidado mediante un
fracaso. No hay que decir que, aun siendo eso cierto, cosa que dudo
mucho, la demostración de ello no sería hoy posible. 7 De acuerdo a
otra hipótesis el Politburó se puede equivocar, tomar un mal camino,
cometer errores mortales (la Revolución es ineludible, pero la URSS
puede desaparecer); haga lo que haga, no sacrificará el trabajador a la
nación rusa.
En la manifestación del 28 de mayo, hallamos una ilustración perfecta
del conflicto de opinión que enfrenta irreconciliablemente anti-
comunistas y comunistas; unos y otros son impermeables a la
experiencia porque ya han tomado su partido, pero los primeros,
sensibles a la sangre derramada, solo han visto una especie de
violencia cruel y guerrera; los otros han podido juzgarla torpe e
inoportuna; pero de todos modos sigue siendo a sus ojos un momento
de la gran partida de ajedrez que el proletariado juega contra el
capitalismo internacional.

2º “Moscú quiere la guerra”


De todos modos, el verdadero problema está en otra parte y los que
hablan de Moscú quieren extraviarnos. Porque no es verdad que la
URSS haya ordenado esa manifestación. Inspira, convengo en ello, la
política de los partidos nacionales, pero en una escala muy amplia.
Billoux,8 a su regreso de Moscú, ha escrito un artículo anunciando la
ruptura del P.C. con “la burguesía que entrega el país a la colonización
del nuevo ocupante”. Pero aun admitiendo que le hubiera sido dictado
–cosa que me parecería simplista–, los actos que anuncia son mucho
más graves que una simple manifestación, aun estando acompañada
de motines; la manifestación debió ser decidida con los asuntos
corrientes por la Oficina política y bajo su responsabilidad.
Y en realidad, ¿cuál es su fin? Porque la prensa habla de trastornos,
de desorden, de odio, pero sin dar la razón de todo ese alboroto. “¿Su
fin?”, el anticomunista se ríe de mi candor. “¡El de preparar la guerra,
claro está!” ¡Evidentemente! Cómo no se me había ocurrido: el Partido

7
Volveré a hablar de ello en la segunda parte.
8
Él es, en efecto, el que será más severamente condenado en el informe de Fajon.
24
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Comunista y los Combatientes de la Paz incitan al pueblo parisiense a


manifestarse en contra de la guerra; es la prueba decisiva de que la
URSS nos quiere atacar. Decisiva, en efecto, ya que se inspira en la
doctrina de nuestros ministros: si vis pacem para bellum, de donde se
deduce por consecuencia lógica: si vis bellum para pacem. Después de
la firma del Pacto Atlántico, las imágenes de quietud campestre están
comúnmente asociadas a la vista de un uniforme militar; y el encuentro
inopinado de un carro de asalto produce sobre los nerviosos el efecto
de una poción calmante. Por el contrario, el civil es sospechoso, ya que
no lleva uniforme. ¿Acaso no quiere la paz? Precisamente la pide a
gritos: ya no hay duda, es un faccioso. Evidentemente, ha elegido ese
traje para ofrecernos la imagen desalentadora del desarme; y sus
llamadas a la concordia no tienen más fin que el desorganizar la
defensa. ¿Recordáis nuestro enfado cuando, en algún momento, la
guerra fría nos dejaba un poco de respiro? Uno se preguntaba: ¿qué
oculta eso? Y todavía ayer, el general Clark se ha visto presa de la
angustia al ver que ya no se combatía en el frente de Corea; hubo
necesidad de cinco bombardeos masivos para calmarlo. Desde hace
un tiempo, hay extraños silencios que hacen temblar a la gente.
Comunista o no, el hombre que quiere la paz está unido por nosotros a
esos malestares: forzosamente está a sueldo del enemigo. ¿Qué
ocurrirá si su conducta se inspira en la violencia que rechaza? Y
reconozco que el P.C. tiene la voz fuerte: grita con tal fuerza su
voluntad de paz, que cada cual cree llegada su última hora.
Pero vosotros, vosotros que os fingís los indignados, ¿qué otra cosa
hacéis? ¿Acaso no pretendéis también que deseáis la paz? Ahora
bien, yo busco el ramo de oliva y sólo veo bombas. ¿Decís que hacéis
demostración de vuestra fuerza para no tener que serviros de ella?
Pero hacer demostración de la fuerza, es ya violentar. Para obtener la
sumisión de un reyezuelo negro, cubrís con vuestros bombarderos el
cielo de África; esa violencia blanca es peor que la otra; el reyezuelo se
inclinará sin que hayáis disparado un fusil, pero habréis roto su
voluntad por el terror. Ved, por otra parte, ved el resultado de vuestras
pacíficas amenazas: engendran pacíficas respuestas que son
matanzas. Publicáis el resultado de vuestras experiencias atómicas y
os vanagloriáis de poder destruir Moscú en veinticuatro horas: en
interés de la paz, sin duda, y para desanimar al eventual agresor. Pero
también el gobierno soviético trata de desanimar al agresor abate un

25
Jean-Paul Sartre

avión sueco para mostrar que su espacio aéreo es inviolable. En


Grecia, en Berlín, en Corea, incluso en París, mueren hombres todos
los días, de agresión desalentada en agresión desalentada; y he aquí
vuestra Paz: la Paz por el Miedo. Si la URSS tuviera tanto miedo como
vosotros, vuestra paz se habría convertido en guerra.
Porque la URSS quiere la paz y lo prueba cada día. Vuestros aliados
norteamericanos repiten que sólo se evitará el conflicto armándose al
extremo. “La URSS no nos inquietará ya cuando seamos más fuertes
que ella.” Más fuertes; capaces de aplastarla si se mueve. Admitamos
que habéis alcanzado ese grado de potencia: ¿quién decidirá que se
ha movido? ¿Cuáles serán los límites de vuestra paciencia? ¿Será
necesario que invada un país aliado, o bastará que un Estado satélite
encarcele a un cardenal? El gobierno norteamericano afirma que no
atacará sin motivos muy graves. Querría creerlo. ¿Pero los rusos?
¿Cómo queréis que lo crean? ¿Cómo fiarse de las promesas de un
gobierno demócrata que no es siquiera capaz de parar el brazo de sus
generales y que, dentro de seis meses quizás, ceda el lugar a un
gobierno republicano? No dudo, seguramente, de la pureza de las
intenciones norteamericanas, pero desgraciadamente sé que un
cambio del potencial militar produce necesariamente un cambio en los
espíritus. No hay necesidad de recurrir a los análisis marxistas para
saber que una nación, cualquiera que sea, tiene la política extranjera
de su armamento: está muy cerca aún la época tan lamentada en que
los norteamericanos odiaban la guerra porque no tenían cañones.
Ahora bien, vosotros pretendéis que los dirigentes soviéticos son
monstruos que no aprecian la vida humana y que pueden
desencadenar la guerra de una palmada. Entonces, ¿por que no
atacan? ¿Por qué no atacan cuando es tiempo aún, cuando su
armamento es superior al del enemigo y cuando les bastan ocho días
para que sus ejércitos cubran Europa? “Porque”, decís, “tienen miedo
de nuestras bombas atómicas”. Comprendo: esperan, pues, que el
stock se triplique y esté listo el Ejército Atlántico. ¡Oh cálculo miserable!
La URSS quiere la guerra, dentro de tres años la perderá y no la hace
cuando puede ganarla aún. Aquellas gentes tienen que estar locas. A
menos que, sencillamente, quieran la paz.

26
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

¿La Paz? Os veo reprimir una sonrisa: un neutralista aún, uno que cree
en los Reyes Magos... Perfecto: vosotros sois realistas. Durante la
guerra del 40, se llamaba realista a los que colaboraban con el ejército
alemán; hoy un realista es el francés que cree que la URSS es el
diablo y se refugia llorando en las faldas de Norteamérica. Luego,
sabéis que los miembros del Politburó son perros rabiosos. ¿Y quién
os lo ha dicho? ¿Qué pruebas tenéis? Elijo al más sutil de los cronistas
del Figaro, Raymond Aron, y leo esto:
“(el neutralista)... se complace en imaginar una Unión Soviética
estrictamente a la defensiva, inquieta por los preparativos norte-
americanos, únicamente deseosa de asegurar su seguridad.
Basta recordar la diplomacia llevada por la Unión Soviética entre
1943 y 1947, cuando los occidentales multiplicaban los esfuerzos
de colaboración, para comprender la ilusión en que se funda la
actitud neutralista”.9
Basta, ya lo habéis leído. He aquí los argumentos que nos dan. Es de
creer que Aron no habla en serio: porque, en fin, aunque considere,
como él me invita, la “diplomacia” soviética, no logro desprenderme de
mis ilusiones. Esa diplomacia no es cortés; es brutal, sin escrúpulos,
respira la desconfianza y el odio. Visiblemente la URSS, mal informada
sin duda, no ha tomado en serio el esfuerzo de colaboración de los
europeos. Toma precauciones siempre que puede y, a veces, a riesgo
de aumentar peligrosamente la tensión internacional. 10 No, yo no daría
a la URSS el premio a la virtud. Pero si fuese invencible en Europa, el
rearme norteamericano –según confiesa el mismo Aron– no se habría
comenzado, y nunca hizo un gesto susceptible de desencadenar la
guerra. Además, el Partido Comunista colaboraba con los partidos
burgueses en las democracias occidentales y su consigna era:
producir. Si acusáis a la URSS de haber saboteado, a partir del 47, la
reconstrucción europea, reconoced, al menos, que antes la estimulaba.
Y si en ese sabotaje véis una prueba de sus intenciones belicosas,
entonces, por amor a la lógica, ved en el stajanovismo de Marcel Paul
una prueba de sus intenciones pacíficas.
Me parece, por el contrario, que la actitud presente de la URSS, sus
vacilaciones y el doble sentido de su diplomacia, han sido definidos
perfectamente treinta años antes por un artículo de Lenin:
9
R. Aron: Las dos tentaciones del europeo, “Preuves”, junio de 1952.
10
Pienso especialmente en el asunto del Irán.
27
Jean-Paul Sartre

“ . . . No nos será fácil mantenernos hasta la victoria de la


revolución socialista en los países más adelantados... Ese
sistema de las relaciones internacionales es ahora tal que en
Europa uno de los Estados –Alemania– está sojuzgado por los
Estados vencedores. En seguida una serie de Estados y,
digámoslo. entre os más viejos de Occidente, se encuentran, al
día siguiente de su victoria, en condiciones tales que se pueden
servir de esa victoria para hacer concesiones a sus clases
oprimidas, concesiones que, aun siendo mediocres, retrasan el
movimiento revolucionario en esos países y crean un remedo de
«paz social».
“Al mismo tiempo toda una serie de países –Oriente, India,
China–, precisamente a consecuencia de la última guerra
imperialista, se han hallado arrojados definitivamente fuera del
surco. Su desarrollo se ha orientado claramente en el camino
general del capitalismo europeo. En esos países, ha comenzado
la fermentación que se opera en toda Europa. Y ahora es evidente
para el mundo entero que se han lanzado a un camino de
desarrollo que sólo puede terminar en una crisis de conjunto del
capitalismo mundial.
“En la hora actual nos vemos, pues, ante este interrogante:
¿Podremos mantenernos con nuestra pequeña producción
campesina, en el estado de ruina de nuestro país, hasta que los
países capitalistas de Europa occidental hayan terminado su
desarrollo hacia el socialismo? Pero no lo hacen como nosotros
pensamos antes. Lo harán no por una «maduración» regular del
socialismo en su interior, sino por la explotación de unos Estados
por otros, por la explotación del primer Estado vencido en la
guerra imperialista, explotación unida a la de todo el Oriente... El
Oriente ha entrado... definitivamente en la órbita del movimiento
revolucionario mundial.”
“¿Qué técnica impone esta situación a nuestro país? Sin duda la
siguiente: debemos dar prueba de la mayor prudencia con el fin
de conservar nuestro poder obrero, mantener bajo su autoridad y
dirección a nuestros pequeños campesinos... Tenemos la
desventaja de que los imperialistas han logrado dividir el mundo
en dos campos; y esta escisión se complica por el hecho de que
Alemania, país donde la cultura capitalista está realmente
28
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

adelantada, hoy sólo podría levantarse difícilmente... Por otra


parte el Oriente entero... está colocado en condiciones en que sus
fuerzas físicas y materiales no podrían en forma alguna sostener
la comparación con las fuerzas físicas, materiales y militares de
cualquier país mucho más pequeño de la Europa occidental.”
“¿Podemos conjurar el choque futuro con esos países imperia-
listas? ¿Podemos esperar que los antagonismos y los conflictos
internos entre los países imperialistas prósperos de Occidente y
los países imperialistas prósperos de Oriente nos den una tregua
por segunda vez, como lo han hecho por vez primera, cuando la
cruzada emprendida por la contrarrevolución occidental para venir
en ayuda de la contrarrevolución rusa fracasó a consecuencia de
las contradicciones que existían en el campo de los contrarre-
volucionarios...?”
“Me parece que hay que responder a e;ta pregunta en el sentido
de que la solución depende aquí de un número de factores
demasiado grande, que lo que permite, en suma, predecir el
resultado de la lucha, es el solo hecho de que la inmensa mayoría
de la población del globo está, en fin de cuentas, instruida y
educada para la lucha por el propio capitalismo.”
“El resultado de la lucha depende finalmente de que Rusia, India,
China, etc., forman la inmensa mayoría de la población del
globo... A este respecto no puede haber la menor sombra de duda
en cuanto al resultado final...”
“Pero lo que nos interesa, no es esa inevitable victoria del
socialismo. Lo que nos interesa es la táctica a seguir para impedir
que nos aplasten los Estados contrarrevolucionarios occidentales.
Para que podamos subsistir hasta el próximo conflicto militar entre
el Occidente imperialista contrarrevolucionario y el Oriente
revolucionario y nacionalista, entre los países más civilizados del
mundo y los países atrasados como los del Oriente y que sin
embargo forman la mayoría... es necesario que esa mayoría
tenga tiempo de civilizarse. Nosotros también carecemos de
civilización para pasar directamente al socialismo, aunque
tengamos las premisas políticas de él...”. (Sigue un plan de
conjunto para la economía interior de la URSS.)11

11
Publicado en Pravda, el 2 de marzo de 1923. Oeuvres completes, II, 1041.
29
Jean-Paul Sartre

¿Qué ha cambiado después de ese texto de admirable lucidez?


– La URSS se ha industrializado. Pero el esfuerzo colosal de los
Estados Unidos tiende a mantener la distancia entre la producción de
Occidente y la de Oriente.
– El movimiento revolucionario chino se ha terminado por una
revolución. Pero la industrialización de China ni siquiera ha comenzado
aún. La India se ha quedado fuera del movimiento: allí pueden nacer,
de un día a otro, conflictos que beneficiarán a la URSS. Pero aún no
hemos llegado a eso.
– No se podría, en 1952, hablar de “prosperidad”, como después del
18. Ni tampoco de paz social. Pero la clase obrera está en reflujo y los
gobiernos burgueses tienen la decisión firme de reprimir por todos los
medios las perturbaciones sociales. La acción centralizadora del
imperialismo norteamericano impide provisionalmente que se agraven
los conflictos nacionales e internacionales. Al parecer, los rusos han
contado con una crisis económica de los Estados Unidos, que no se ha
producido aún.
En conjunto, sigue habiendo una real desproporción entre el bloque
oriental y el bloque occidental. Aunque los Estados Unidos y China
estén prácticamente en estado de guerra, esa guerra entre un país aún
muy atrasado económicamente y el más “civilizado” de los países
capitalistas, no se parece en nada a la que predijo Lenin, y de la cual
esperaba el golpe decisivo al capitalismo. En una palabra, si se trata
de imaginar, refiriéndose a ese artículo, lo que su autor podría escribir
acerca de la política a seguir por la URSS en el día de hoy, parece
evidente que no repetiría las frases claves:
“Debemos dar pruebas de la mayor prudencia... ¿Podemos
conjurar el choque futuro con esos países imperialistas?
¿Podemos esperar que sus antagonismos nos den una tregua
por tercera vez?... La solución depende de un número de
factores demasiado grande para que se pueda predecir nada...
Pero no caben dudas acerca del resultado de la lucha.”
No veo que Stalin haya seguido otra política. Veo, en primer lugar, al
gobierno soviético despreciando a la Sociedad de Naciones, ese
instrumento del imperialismo burgués; luego, a partir del momento en
que el Japón y la Alemania hitleriana comenzaron a inquietarlo,

30
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

acercándose a la S.D.N., sosteniendo en Ginebra la teoría de la paz


indivisible y colocándose del lado de las naciones "conservadoras"
frente a las naciones “proletarias”. Era la época en que Stalin declaró:
“No deseamos una pulgada del territorio de otro, ni permitiremos que
nadie se apodere de una pulgada de nuestro territorio.” La URSS irá
hasta firmar un pacto de ayuda mutua con Francia. Hasta Munich, hará
el juego a las democracias, limitándose a recomendares más firmeza.
La actitud del P.C. francés, considerada en unión con la política exterior
de la URSS es muy significativa. De 1928 a 1930, temiendo que las
potencias capitalistas lanzasen un ataque contra la Rusia Soviética,
estableció su programa de lucha contra la guerra imperialista y definió
las principales medidas a tomar en caso de conflicto A partir de 1935 y
hasta 1938, ante la amenaza interior y exterior del fascismo, se
considera y luego se realiza, la unidad de acción con los socialistas.
Conocidos son las cóleras y los recelos de la URSS después de
Munich:
“la tentativa de los reaccionarios de Inglaterra y de Roma de
unirse con los fascistas de Alemania y de Italia a espaldas de la
Unión Soviética”.
Es cierto que la URSS ha temido el cerco y la guerra. En vano los
gobiernos inglés y francés, ante la urgencia del peligro, solicitan, en
1938-39, la alianza rusa. La desconfianza de los Soviets no cede:
están convencidos de que Alemania se encuentra en la encrucijada y
que, según el juego de las alianzas, se lanzará sobre sus vecinos del
oeste o sobre los del este. Ribbentrop y Molotov firman el pacto
germano-ruso. Se ha dicho todo sobre el procedimiento y es cierto que
carece de delicadeza; pero ¿quién puede negar que Rusia, en lugar de
la paz del mundo, trataba de preservar su paz? Será necesario que
Alemania la ataque, en 1941, y las primeras operaciones parecen
indicar que el ejército soviético no estaba preparado enteramente para
el choque. Después de 1944, el derrumbamiento de Alemania
despierta la obsesión de la cruzada antisoviética. La URSS trata de
protegerse por todos los medios y por todas las políticas. A partir de
1947, los P.C. europeos quedan eliminados de los puestos de mando;
nueva rigidez soviética. Por mucho que busque no encuentro, durante
el curso de esos tres decenios, ninguna voluntad de agresión en los
rusos; veo una nación desconfiada y acosada, que recuerda aún la
intervención aliada de 1918 y la cuarentena que la siguió, una nación

31
Jean-Paul Sartre

que preferirá todo al aplastamiento, incluso una guerra mundial, pero


que busca por todos los medios evitar dicha guerra, grosera, sí, y
despreciativa, irritable y mala en ocasiones; pues si es cierto que los
partidos revolucionarios, inspirándose en ella, no contribuyen en nada
a calmar los espíritus, inversamente las injurias de que se los colma en
las democracias burguesas, las represiones policiales y, en los países
fascistas, el exterminio sistemático de los jefes comunistas no podían
dejar de aumentar la tensión. Porque es al mismo tiempo a la URSS
que los burgueses detestan en los comunistas, y a los comunistas que
detestan en la URSS. Lo que no es dudoso, en todo caso, es que
nuestra obsesión de la agresión rusa corresponde exactamente a la
obsesión rusa del cerco.
No hay que engañarse en esto: si la URSS perdiese un día toda
esperanza de evitar la guerra, desencadenaría el conflicto ella misma.
¿Y quién se lo podría censurar? Pero sus dirigentes están tan divididos
como los nuestros. Desde 1946, Molotov creía la guerra inevitable. El
caso yugoslavo ha mostrado que no había convencido enteramente a
sus colegas, de los cuales algunos, al parecer, piensan que el conflicto
se podía haber retrasado hasta que una crisis decisiva conmoviese al
mundo occidental; las resistencias alemanas, las reticencias inglesas,
las fluctuaciones de la opinión en Francia y en Italia, la derrota de los
norteamericanos en Corea, la agitación del mundo árabe, la guerra del
Vietminh, sin otras tantas cartas que quedan por jugar. Según la
coyuntura internacional y, quizá también, según las relaciones de
fuerza en el interior del Politburó, prevalece una u otra de esas
concepciones, siempre moderada por la de la minoría.
Esas alternaciones se reflejan en la política del P.C. y en ese clima hay
que situar la manifestación del 28 de mayo. Frecuentemente la han
unido al artículo publicado por Billoux después de su viaje a la URSS.
Pero ese artículo, como ha mostrado muy bien Gilíes Martinet en
L’Observateur, más que una “vuelta” del Partido, anunciaba un retorno
a la línea de 1950. Aquel año, en el XII Congreso del Partido, Thorez
denunció:
“los gobiernos marshallizados que se han hecho feudatarios de
los capitalistas norteamericanos... y . . . que recurren, contra la
clase obrera, a los métodos del asesinato y el terror”.

32
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Por el contrario, en septiembre de 1951, Jaçques Duclos declaraba en


la sesión del Comité Central:
“Patronos y obreros pueden perfectamente encontrarse en el
mismo campo para la reconquista de la independencia francesa.”
Y, en mayo de 1952, Billoux reanuda los temas de Thorez:
“La defensa de la industria francesa no puede ser emprendida en
una «unión nacional» de los obreros, de la clase media y de los
industriales.”
Así se vuelve sencillamente a la intransigencia de 1950, para volver un
mes más tarde, con el informe de Fajon al Comité Central (19 de junio
de 1952), a la tendencia Duelos: el patronato no es homogéneo,
muchas industrias francesas están amenazadas de ruina por la política
de armamento; el artículo de Billoux ha sido mal entendido, hay que
abandonar el sectarismo, tender la mano a las masas campesinas y a
las clases medias, a los intelectuales y “a aquellos patronos perjudi-
cados por la dominación norteamericana”. Esta vez la oscilación es
más rápida y más amplia. Billoux fue más lejos que Thorez, Fajon va
más lejos que Duelos. Al parecer, el péndulo se enloquece. Se ha
dicho que sus períodos correspondían al ritmo de la situación
internacional; pero eso no es del todo exacto: es cierto que, en abril de
1950, Thorez declara que "la paz pende de un hilo", pero la guerra de
Corea no había estallado aún (¿sabía que estaba próxima?) y el
rearme norteamericano data del otoño siguiente; en septiembre de
1951, re registra una ligera tregua con relación al mes de enero, pero
sin embargo sobre el mundo pesan las mismas amenazas: se ha
decidido el rearme alemán, las negociaciones de armisticio, en Corea,
se alargan, la victoria de los conservadores en las elecciones inglesas
se da por cierta, va a inaugurarse la Conferencia de Ottawa. En cuanto
a las últimas oscilaciones, tienen lugar en una atmósfera amenazadora
y tensa, y ese doble golpe de teatro no va acompañado de ninguna
modificación sensible de la actitud soviética, que permanece bastante
ambigua. Por lo demás, no se hallará nada análogo en Italia durante el
mismo período, y es notable que Togliatti unos días después de la
publicación del artículo de Billoux, haya hecho proponer por Nenni a
De Gasperi, un frente común contra los monárquicos y neofascistas.
Solo esto serviría para excluir la idea de una orquestación de los

33
Jean-Paul Sartre

movimientos comunistas nacionales.12 Las oscilaciones de la política


comunista en Francia son la característica del P.C. francés que, por las
razones que explicaré más tarde, reproduce, amplificándolas, las
alternaciones rusas; su ritmo, su periodicidad, su amplitud, dependen
al menos de tres factores: la coyuntura internacional, la vida interior del
Politburó, la vida interior del Comité Central francés. La manifestación
del 28 de mayo se decidió en un clima de pesimismo. Era un supremo
esfuerzo en favor de la paz; pero ya no se cree en él, lo que explica la
voluntad de fracaso y el recurso a la violencia. El P.C. espera lo peor:
“ningún país capitalista, –dijo Stalin en 1927–, se lanzaría a una
guerra de envergadura, sin haber previamente asegurado su
retaguardia, sin haber «sojuzgado» a sus obreros, a «sus»
colonias”.
Persuadido de que va a ser disuelto, el Partido considera ya entrar en
la clandestinidad. El informe de Fajon hace explícitamente alusión a
ese derrotismo: “Todas las actividades del Partido deben proseguir a la
luz del día su trabajo de conjunto”, dice, como si quisiera a la vez
tranquilizar a los militantes y desautorizar las conclusiones demasiado
precipitadas. Cuando la Oficina política decide la manifestación, le
importa poco que vaya a ella el pueblo parisiense; ya sabe que su
orden no será atendida:13
“Fue, –dice Pierre Thibault en France-Soir,– una acción concertada
de comandos que iban mediante una consigna a una batalla
perdida de antemano”.
Batalla perdida de antemano: es cierto, la manifestación debía
fracasar. Pero es cierto también que las victorias del proletariado son a
largo plazo y con frecuencia nacen de batallas perdidas antes. Lo que
no podemos comprender nosotros, burgueses que sólo queremos
conservar el recuerdo de nuestras medias victorias, es la gran
paciencia del obrero y esa mezcla de fatalismo, de desesperación y de
valor que, bajo la presión de una situación intolerable, le hace a veces
12
En su discurso de junio, con el pretexto de atacar a De Gasperi, Togliatti reprendió
claramente al P. C. francés: "|No somos tan necios!" dijo en substancia. "Habéis llenado las
calles de Roma con vuestra policía y vuestro ejército, pero nosotros no hemos caído en la
trampa, ni hemos respondido a vuestra: provocaciones". De ahí se sacará fácilmente la
conclusión de la opinión que tenía de la manifestación del 28 de mayo.
13
Cómo no iba a saberlo, puesto que, como dice Duverger, “construyó un método científico
que le permitía... estar a la escucha de las masas?” Se dice que los dirigentes locales
informaron mal a los dirigentes superiores. Es posible: en tal caso, la verdad quedaría
alterada, pero no totalmente oculta.
34
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

emprender un combate en el cual está casi seguro de ser vencido. Al


decidir, contra toda probabilidad, esa “jornada” absurda, el P.C. se
inspiraba, a pesar de todo en la tradición obrera.
Pero, sobre todo, interpretaba el pacifismo acendrado de las masas y
mentís a sabiendas cuando felicitáis al obrero por no haberse dejado
movilizar por intereses que no son los suyos. Uno de los sentimientos
más profundos y sencillos del proletariado, una de las ideas
fundamentales de su conciencia de clase, es ese concepto de sí
mismo como pura presencia sin relación de solidaridad con el todo
social. No está integrado en la sociedad, reside junto a ella, en una
semisegregación que se le impone y que termina por reivindicar. En
períodos de tensión internacional, sus lazos sociales se aflojan aún
más, cuando p>or lo demás se aprietan por todas partes; ¿cómo iba a
ponerse al nivel de la tensión psíquica y social de la pequeña
burguesía que le rodea? Ese contraste entre la falta de interés y la
sobrexcitación universal le inclina al pacifismo. Y el pacifismo,
inversamente, es en primer lugar la reafirmación de la soledad obrera
en medio de una sociedad de explotación; luego, sólo después, una
declaración de solidaridad con la clase obrera de la nación enemiga.
Mientras las otras clases proyectan del otro lado de la frontera su
propia sociedad, pero cambiándole el signo y como imagen diabólica
de la Sociedad, el obrero se proyecta a sí mismo y sin cambio de
signo, porque la negación de sí es la clase burguesa de su país. Así, la
actitud más sencilla, la más cercana a la espontaneidad, la que mejor
expresa su sentimiento es el internacionalismo. Los obreros mas viejos
recuerdan quizás aún la llamada lanzada en enero de 1906 por el
Comité Confederal de la C.G.T.:
“Guerra a la guerra. Trabajadores.. la guerra está a la merced
del menor incidente. La prensa sabe cosas... y se calla. Es
porque se quiere poner al pueblo en la obligación de marchar,
pretextando el honor nacional, a la guerra inevitable porque es
defensiva. Ahora bien, el proletariado no quiere la guerra... La
clase obrera no tiene ningún interés en la guerra. Ella es quien la
paga, con su trabajo y con su sangre. Luego a ella es a la que
incumbe decir en alta voz que quiere la paz.”
Ya lo hemos visto, la constitución en Nación de la Revolución Rusa ha
complicado un poco las cosas. Al pedir al proletariado que hiciera una
excepción en su antimilitarismo, el P.C. introdujo una contradicción que
35
Jean-Paul Sartre

debía, finalmente, enturbiarlo todo y privar el sentimiento espontáneo


de su expresión. Desde el 28, se ha querido derivar en beneficio de la
URSS la potencia sagrada de ciertas palabras, de ciertas situaciones.
En lugar de explicar al obrero los lazos de solidaridad real e indisoluble
que le unían a la URSS, se hizo de la URSS la patria socialista del
trabajador y, del obrero, el soldado de la URSS, combatiente de detrás
de las líneas. Al mismo tiempo, las técnicas de lucha contra la guerra
se perfeccionaron y a la vez se militarizaron; El P.C., instruido por el
fracaso del 14, sustituyó la vaga y solemne “huelga general”, con
sabotajes, una propaganda derrotista e ilegal, etc. Ya, hacia el 28 y el
30, la clase obrera pareció desconcertada, y la “Jornada roja
internacional contra la guerra” fue un fracaso (1º de agosto de 1929),
muy semejante al del 28 de mayo de 1952. Hoy, como era de esperar,
el internacionalismo, que supone la yuxtaposición inorgánica de las
masas (están unas junto a las otras, separadas por fronteras y no
manda ninguna, las asambleas de sus representantes son
parlamentarias), ha estallado bajo la acción de la centralización. El
principio de la 57 “tesis de septiembre de 1921”: “El Comité Director del
Partido es responsable ante el Congreso del Partido y ante la Dirección
de la International Comunista”, podría expresarse simbólicamente por
esta frase: El obrero tiene dos patrias, la suya y la República de los
Soviets rusos. En el fondo, la aparición de las patrias termina el
tabicado horizontal. El P.C. en la escala internacional, se da una
articulación tan fuerte como en cada país singular: igual que las células
las naciones sólo se comunican entre sí por medio del escalón
superior. Pero, por encima de esos tabiques destinados a estrechar los
lazos y a afirmar la autoridad del Poder Central, el interés del
proletariado y el de la URSS siguen siendo idénticos: se privan de los
argumentos de Greffuelhe que llegaban tanto al corazón de los
sindicalistas. (“¿Defender el suelo de la Patria? No veo ningún
inconveniente en ello, a condición que el defensor sea el dueño de ese
suelo.” Encuesta del movimiento socialista, agosto de 1905.) Pero hay
que reconocer también que la nueva propaganda tiende a emancipar al
obrero, a proporcionarle inmediatamente un medio de salir de sí, un
lazo de trascendencia con el Otro... desgraciadamente, bajo la forma
del imperativo kantiano y del deber militar. El lenguaje adoptado es
militar también: “(Esta jornada de 1929) marcará el paso del proletariado
a la contraofensiva en el frente internacional...” Pero detrás de este
idioma de comunicado, y por palabras tomadas a las propagandas de

36
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

los nacionalistas, una especie de subconversación se continúa entre


un proletariado que ha seguido siendo fundamentalmente pacifista
–simplemente porque su situación es serlo– y los militantes que, detrás
de su aparato ideológico y verbal, quizás han continuado siéndolo
también. En resumen, es uno de los graves síntomas de la afasia como
fenómeno internacional: se comunican mediante el lenguaje; pero
contra él los cuadros y las tropas usan palabras que mienten pero se
entienden tácitamente para restituir la verdad. Se habla a los viejos
sindicalistas de la contraofensiva del proletariado y ellos oyen una vieja
voz anterior al 14 que les murmura:
“Trabajadores... En Alemania como en Francia, la comunión de
las ideas es terminante acerca de ese punto: el proletariado de
los dos países se niega a hacer la guerra. Luego, por nuestra
acción común y simultánea obliguemos a nuestros gobiernos
respectivos a tener en cuenta nuestras voluntades”.
En un cierto sentido, la manifestación del 28 de mayo –que fue mucho
más obra de militantes entrenados que una manifestación espontánea–
tenía por fin dar a las masas una representación trágica de sus
aspiraciones, un poco como, según Nietzsche, la representación
“figurada” en la tragedia griega revela los más profundos instintos del
coro.
En resumen, esos buenos señores tienen que convencerse; el
proletariado no tiene ninguna razón para batirle. Diariamente se le
explica al obrero que la URSS ha traicionado a la Revolución; él se
sorprende, no creía que eso podía producir tanta pena; y para decirlo
todo, no cree una sola de las palabras que le dicen; cuando Le Fígaro
publica el informe oficial acerca de la embajada rumana, eso divierte
seguramente a las viudas nobles; pero es porque las viudas nobles
aman a los ayudas de cámara. Los obreros no los aman particular-
mente. Incluso si algún obrero, por alguna locura, leyese regularmente
ese diario y se dejase convencer de la traición soviética, esa sería
quizás una razón para no batirse en las filas del Ejército Rojo, pero no
para batirse contra él. Pero sí, diréis: para liberar al infortunado
proletariado ruso. Sí. Pues bien; yo tengo la impresión de que la
propaganda no está perfeccionada totalmente; y no creo que alistéis a
mucha gente si la pedís que reanuden la cruzada antibolchevique que
predicaba Hitler y se coloquen al lado de Chiang-Kai-shek, contra los
chinos de Mao Tse-tung, al lado de Franco contra los republicanos
37
Jean-Paul Sartre

españoles, de Syngman Rhee contra todo el pueblo coreano, al lado


de los asesinos de Beloyannis frente a los padres y los hermanos de
los deportados de Makronissos, al lado de la oligarquía de los colonos
frente a los tunecinos, los malgaches y los vietnamitas.
Me figuro que os habréis dado cuenta de que eran demasiadas
exigencias y habéis renunciado a adoctrinar. Cuando a pesar de todo
querráis, para descargo de la conciencia, dar algunas razones de morir
por los Estados Unidos, organizad exposiciones de arte, conferencias y
conciertos, librad en breve lo que se llama desde hace poco una
“batalla cultural”. Pero poned gran cuidado en doblar el precio de las
entradas: para estar seguros al menos de “estar entre los vuestros”. O
bien pasead por París, Londres y Berlín una serie de intelectuales
pálidos y suaves como señoritas que reciten los cumplidos aprendidos
acerca de la cultura y la libertad. ¿Pero a quién queréis que convenza
esa orquesta femenina, aparte del público de los Anuales? La cultura
está bien muerta, cuando los escritores la defienden en lugar de
hacerla. En cuanto al obrero, de todos modos le importa poco. Porque
para que se interesase por la cultura, habría habido que dársela en
primer lugar, y luego que la cultura hablase de lo que le interesa. Una
colocadora de placas que trabaja en una refinería tiene que atender un
grupo de cuatro máquinas y cada máquina llena treinta placas en dos
minutos y medio; una placa pesa ochocientos gramos. Así, la obrera
transporta cien kilos cada dos minutos, unas veinte toneladas por día.
Id a preguntar a su hijo y a su marido, explicadle que es para liberar a
las pobres “colocadoras de placas” soviéticas, que no tienen el derecho
de expresar su opinión acerca de la pintura abstracta o las teorías de
Lissenko; hacedle comprender que los Estados Unidos van a
perfeccionar una bomba de hidrógeno, y preparan calladamente la
admisión de España en la ONU14, con el fin de que las “colocadoras de
placas” de las democracias occidentales puedan continuar pensando y
expresando su pensamiento con toda independencia. No temáis; no os
pegará; está demasiado cansada. Vosotros seréis los que os
indignaréis contra ella y saldréis deplorando que se haya perdido en
Europa el sentido de la libertad. Y sin embargo, ella también desea la
liberación. Pero la libertad que reclama no se parece a la vuestra; y
creo que ella renunciaría gustosa a la libertad de expresión de que tan
buen uso se hace en la sala Gaveau, si se la liberase del ritmo
14
Se refiere al reconocimiento y la legitimación del gobierno fascista del tirano Francisco
Franco por parte de la llamada “comunidad occidental”. (N. a la Ed.)
38
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

lancinante de las máquinas, de la heteronimia de las tareas, del frío, de


la triste decoración de las fábricas. Mirad, para que se sintiese libre,
más libre de lo que se ha sentido nunca, bastaría –provisionalmente–
que pudiese, en el mismo tiempo y por el mismo salario, transportar
diez toneladas en lugar de veinte. ¿Qué esperáis? Habríais hecho un
bien a la cultura. ¿Decís que no podéis, que se necesita paciencia y
que los nietos de la colocadora de placas serán liberados por el
progreso técnico? Perfecto: entonces, si queréis hacer la guerra,
esperad a que nazcan. Y no penséis en convencer a su futura abuela,
ponderándole los altos sueldos norteamericanos y la superioridad de la
vida material en los Estados Unidos. ¿Qué le importan las perpetuas
comparaciones entre la URSS y los Estados Unidos? Porque en su
caso no se traía de trabajar en Stalingrado o en Chicago, sino en una
Francia en paz o en guerra. Vosotros, caricaturas, tenéis tanto miedo
del régimen soviético que hacéis cuanto podéis por sondearlo. Porque
hoy estamos en paz, los norteamericanos están aquí y los rusos en
Rusia, pero si mañana hay guerra, los norteamericanos estarán en
Norteamérica y los que estarán aquí serán los rusos. Los trabajadores
lo saben: desde el comienzo de las hostilidades, perderán hasta ese
salario miserable que se llama el “mínimo vital”; no tienen interés en
estar “ocupados”, ni aun por el Ejército Rojo; quieren a los rusos en la
URSS, y a los norteamericanos en los EE.UU. Si el 28 de mayo no se
molestaron, es porque juzgaban –por las razones que examinaré más
tarde– que aquello no merecía la pena; pero el desacuerdo no ha
influido jamás en el principio de la manifestación. Y creed que no
sienten un afecto particular por Ridgway, ni por ningún otro norte-
americano. Porque ya lo sabéis, ratas viscosas, y el mismo Le Fígaro
comienza a sospecharlo: los norteamericanos son admirables
propagandistas; pero su mejor propaganda es en favor de los rusos.

3º “El P.C. y la C.G.T. cansan a los trabajadores imponiéndoles


manifestaciones políticas.”

He aquí un argumento nuevo: los obreros reprocharían al P.C. haber


falseado su único instrumento de defensa derivándolo hacia usos para
los cuales no está hecho; habrían demostrado su buen sentido e
indicado a los agitadores “rusistas” que pensaban mantener la
separación entre lo político y lo económico.
39
Jean-Paul Sartre

Si habéis dicho la verdad, han hecho a los patronos el más lindo


regalo: porque el patronato tiene interés en esta separación; más aún,
quizás, que el que los hombres de 1789 tenían en la separación de
poderes. Cuando los puritanos hubieron laicizado el comercio y la
industria, fue necesario, en ese sector, reemplazar a Dios por una ley
de bronce: inflexible, esta ley devolvía la inocencia a los explotadores;
divina, justificaba el éxito; se podía probar, gracias a ella, que el rico
era bueno y el pobre malo.
Aquélla era la ley de la oferta y la demanda:
“verdadero mecanismo regulador, que ajustaba el precio,
eliminando ciertos aspirantes a vendedores y ciertos aspirantes
a compradores..., estimulando la producción en caso de
insuficiencia, desalentándola en caso de plétora”.15
Nos permite recobrar el optimismo, establecer que la riqueza está en
proporción de la utilidad social y que el mejor comerciante es el que
vende más barato; por lo tanto, el elegido de Dios y el bienhechor de la
humanidad. La ley se aplicaba maravillosamente a las relaciones del
patrono y el empleado; el trabajo era una mercadería y el salario su
precio. Nadie podía culpar a los patrones: el salario era cada instante
lo que podía ser, nada más y nada menos, ya que la regulación era
automática. Así, el dominio de lo económico se convirtió en el de la
necesidad, mientras que el dominio de la política permaneció siendo el
de la libertad. Todo va bien mientras los dos reinos están separados;
se admitirá, en rigor, que la economía influye en la política, pero la
intrusión de la política en la economía turba las conciencias y
escandaliza: la acción del político tiende a probar que la necesidad de
lo económico no es autónoma quizás y que su curso se modifica al
actuar sobre otros factores. Algunos teóricos propusieron reducir la
política a lo económico; pero la burguesía se negó; prefiere la
compartimentación. Dividir para reinar. Se tomó sencillamente la
costumbre de llamar demagógica toda concesión que la política
concede a las clases pobres, sin que le haya sido arrancada. La
generosidad, por principio, es falsa generosidad “Esta reforma,
generosa en apariencia...” Eso significa que toda tentativa de sustituir
por un orden humano el orden mecánico, está condenada al fracaso.
Sólo hay un modo de ser bueno: adaptarse al orden natural, obedecer
a la ley, hacer trabajar a todos lo más posible y pagarles lo menos
15
Robert Mossé: Les Salaires, “Riviére”, 1952, p. 40.
40
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

posible; se servirá a la sociedad entera, produciendo al precio más


bajo. Esa loable preocupación de justificar el lucro está en el origen de
una teoría muy cómica: la de la bondad terrible, que se encuentra en
Claudel y en los hitlerianos. Si el trabajador se vale de sus derechos
sindicales para mezclar la economía y la política, sólo se logrará
estropear la mecánica armoniosa. Todo va bien, si el obrero reserva la
acción sindical para la defensa de sus intereses. En el fondo, hay que
reconocer que las fluctuaciones del mercado tienden a separar un poco
el salario medio de lo que se llamaba piadosamente en el siglo XVIII el
salario natural y que Turgot definía: “lo que es necesario al obrero para
procurar su sustento”. El sindicato sólo intervendrá sustituyendo un
contratante único a varios vendedores. No puede modificar las leyes
eternas de la economía; pero se le reconoce un cierto poder, desde el
momento en que funciona simplemente como un monopolio. Por lo
tanto, se valdrá de él para distribuir el salario bruto, debido al solo
juego de las fuerzas económicas, y para acercarlo lo más posible al
salario natural.
De este modo, la economía clásica describe lo que ocurriría si las
relaciones entre los hombres fuesen rigurosamente asimilables a las
relaciones de las cosas entre sí. O, si se prefiere, establece las leyes
de un universo donde el hombre es perfectamente inhumano para el
hombre. El sindicato es tolerable si se coloca, a título de caso particular
(el de un solo vendedor y varios compradores), en el cuadro de esas
leyes rigurosas. No se le tolerará si se propone humanizarlas. Pero
aunque el punto de vista burgués sea por sí solo bastante claro, dejo
de comprenderlo si trato de considerar las cosas desde el punto de
vista del asalariado; y la distinción de lo económico y lo político se hace
tan fugaz y vaga, que me cuesta trabajo creer que existe. Primero, no
sé muy bien lo que se entiende cuando se quiere que el obrero se
limite a defender sus intereses. ¿Hay un interés del obrero? Más bien
me parece que el interés del obrero es dejar de ser obrero. Como dice
Marx: “El proletario tiene necesariamente como tarea real la de
revolucionar sus condiciones de existencia.” Ya veo alzarse de
hombros al anticomunista; al parecer no hablo en serio y esos juegos
bizantinos perdieron a Francia en 1939. Bien. Hablemos, pues, en
serio. Hay un interés del obrero en cuanto obrero. Es decir, que debe,
para comenzar, aceptar su situación en su conjunto. Una vez hecho
esto, se le concede el derecho de mejorarla en los detalles. Así, la tesis

41
Jean-Paul Sartre

burguesa (tanto bajo la forma un poco gastada de la economía clásica,


como de la forma moderna de la colaboración de clase), es que el
obrero debe permanecer obrero. Nada de asombroso, ya que está
hecho para ello como el patrono para ser patrono. Se dirá que una
huelga es subversiva cuando las reivindicaciones de los huelguistas se
inspiran en una concepción del hombre. Cuando el patrono declara que
el proletario es proletario de nacimiento y debe seguir siéndolo, no
hace política; presenta los principios de la economía. El obrero lo hace,
por el contrario, cuando quiere suprimir el proletariado. Toda la historia
de la legislación obrera revela, en el magistrado burgués, la
preocupación de distinguir las huelgas malas y buenas. Ya en 1872,
Depeyre defendiendo ante la Asamblea un proyecto de ley que
castigaba la afiliación a la Internacional declaraba que la intención del
legislador había sido “proteger a los obreros” contra toda tentativa de
huelga que “sería el resultado de un mal pensamiento, de un complot
contra el orden social”. Y todavía hoy, en términos más atenuados, el
Consejo de los Vocales de los Comités Paritarios del Sena (decisión
del 26 de marzo de 1947), toma por su cuenta la teoría de la “huelga
abusiva”:
“Conviene aplicar ese derecho (de huelga) teniendo en cuenta el
principio absoluto de que el ejercicio de un derecho está limitado
por el abuso que podría hacerse de él; que un derecho no es
nunca ilimitado en una sociedad organizada; que encuentra su
límite natural, a falta de reglamentación particular, en los
derechos ajenos y de la colectividad...”
Bellas y justas palabras: lo malo es que la “sociedad organizada” donde
vive el obrero y cuyos derechos debe respetar, sea precisamente la
sociedad capitalista que le oprime. Así la decisión burguesa de limitar
el derecho de huelga a las reivindicaciones profesionales es política ya
y descansa en toda una concepción del mundo y del hombre.
Y bien, incluso aceptando ese concepto, incluso definiendo con el
patronato los intereses del obrero, no llego a comprender cuáles son.
Esta fábrica pone un lavabo a disposición de su personal: el interés del
personal es que la cañería de desagüe no se tape. El país de esos
trabajadores se ve arrastrado a la guerra por una política imbécil: el
interés de los trabajadores es que la guerra no tenga lugar. Entre el
primero y el segundo ejemplo, hay lugar para toda la vida social.
¿Decís que el segundo es de orden político? ¿Tan seguro es? En caso
42
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

de conflicto, la clase campesina suministra el “material humano” y se


beneficia, a cambio, del alza de los productos alimentarios; en
resumen, le compran litros de sangre: la situación del proletariado es
exactamente la inversa: sus pérdidas en vidas humanas son menores;
sufre económicamente. Al principio no, sino más tarde, cuando la
hipertrofia de la industria pesada y las dificultades de la reconvención
traen las crisis y el desempleo. En 1938, el total de los salarios era el
doble del de los impuestos; en 1950 el total de los impuestos es igual
al de los salarios. El trabajador podría declarar, con razón, que los
conflictos militares le perjudican en sus intereses materiales. Más aún:
si declaráis que la guerra es un hecho político rechazáis la explicación
socialista de la guerra y el círculo infernal: superproducción –busca de
mercados– conflictos. No digo que estéis equivocados, ni que esa
teoría sea cierta; eso no importa aquí. Oigo solamente que hacéis
entrar en vuestra definición de lo que es político y de lo que no lo es,
juicios de valor, presuposiciones, una ideología. Sin duda, la teoría
marxista de las crisis cíclicas, las tesis de Lenin sobre el imperialismo
capitalista son verdaderas o falsas. Pero la demostración incumbe a
los especialistas. La mayoría de las gentes las rechazan o las aceptan,
sin conocerlas siquiera, y les costaría gran trabajo discutirlas. Sin
embargo, Merheim declara, en un orden del día que hace votar en
Marsella en 1908, que “toda guerra es un atentado contra la clase
obrera, un medio sangriento y terrible de desviación de sus
reivindicaciones” y todos los confederados repiten después de él la
fórmula como si la comprendiesen. Y los nacionalistas responden
acusando a esos “derrotistas” de estar vendidos al enemigo, como si lo
supiesen. Se enfrentan dos concepciones del mundo vividas y
sentidas, más que pensadas. Entre ambas parece imposible toda
conciliación: en particular el “retornismo” trae a las reivindicaciones
obreras una detención brusca y voluntaria, que parece perfectamente
injustificable. Se debe juzgar por lo que ocurrió en 1908; dos años
antes, un congreso votó una orden del día preconizando “la
propaganda antimilitarista y antipatriótica”. Niel, sindicalista reformista y
líder de las minorías, acaba de exponer su punto de vista en Marsella;
va en contra del antipatriotismo que agrupa políticamente a los
militantes. Janvion sostiene el mismo punto de vista: la Alemania
victoriosa impondría fácilmente una multa, cuya mayor parte pagarían
los trabajadores. Uno se sentiría, pues, tentado a creer que los dos
oradores se pronuncian en contra del antimilitarismo, por las mismas

43
Jean-Paul Sartre

razones. Nada de eso; el antimilitarismo, según Niel, permanece en el


terreno sindical “teniendo por fin luchar contra la intervención del
ejército en las huelgas”. Lo que no parecerá abstracto ni absurdo a los
que recuerdan las matanzas de Fourmies (1891), de la Martinica
(1900), de Chálons sur-Marne (1900), de Raon l’Étai. pe (1907), de
Draveil-Vigneux y Villeneuve Saint-Georges (1908). Había que luchar
contra el ejército, ya que el ejército era la represión. Pero el
razonamiento es igualmente insostenible: la provocación de los
militares a la desobediencia de una acción política. Y si la corriente de
antimilitarismo es lo bastante fuerte, corre el riesgo de debilitar la
defensa nacional de dar la victoria a Alemania y de exponer a los
trabajadores al pago de esa fuerte multa que Janvion les quería evitar.
No, hay que convencerse de ello: el sindicalismo sólo tiene dos
posiciones coherentes. O bien se limita a sostener las reivindicaciones
inmediatas, o bien defenderá, a los trabajadores en todos los sectores
de la actividad nacional. Pero el trabajador que se atenga a las
reivindicaciones elementales debe saber que ha tomado ya una actitud
política: no sólo rechaza la Revolución, sino, con su ejemplo, las
huelgas de solidaridad; se resigna con su suerte y traiciona a la clase
obrera.
La verdad es que no puede atenerse a las reivindicaciones inmediatas:
Marx lo ha dicho muy bien:
“Una lucha por un aumento de salario no hace más que seguir
las modificaciones anteriores. Es el resultado necesario de las
fluctuaciones previas en la cantidad de producción, en la fuerza
productora del trabajo, en el valor del trabajo, en el valor de la
moneda, en la extensión o la intensidad del trabajo a presión, en
las oscilaciones de los precios del mercado que defienden las
fluctuaciones de la oferta y la demanda, y que se producen
conforme a las diversas fases del ciclo industrial; en resumen,
son tantas reacciones de los obreros frente a las acciones
anteriores del capital.”
Pero, en ese caso, el obrero interviene demasiado tarde y:
“en un 99 % de los casos sus esfuerzos para elevar los salarios
no son más que tentativas para mantener el valor dado al
trabajo”.16
16
Karl Marx: Salario, Precio y Ganancia
44
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Para que el proletariado pudiera defenderse, sería pues necesario que


el sindicato pudiera actuar sobre las causas, más que sobre los
efectos. Si se le niega el derecho de influir en la coyuntura con todas
sus implicaciones políticas y económicas, nacionales e internacionales,
se rebajan sus reivindicaciones al nivel de ciegos impulsos, se le quita
la posibilidad humana de prever y de prevenir. Se hace del trabajador
un vientre hambriento y una boca que grita. En una palabra, el
sindicato “tiene necesariamente por tarea real” el exigir, y obtener, en la
escala de la empresa, el derecho de participar en la gestión, en la
escala nacional, el de controlar las consecuencias económicas de la
política gubernamental. Y ésta, ya sea reformista o revolucionaria,
desde el solo punto de vista de los intereses “del obrero como tal”.
Porque el hecho económico, como el homo œconomicus, es un ente
de razón. O, mejor, simboliza correctamente ciertas situaciones límites
en las cuales el opresor está en condiciones de tratar al oprimido como
un canto rodado. En el A.O.F., por ejemplo, el racismo y la insuficiencia
del sindicalismo negro crean un subproletariado indígena que se
mantiene sistemáticamente en todos los dominios en un nivel de vida
inferior al del blanco menos favorecido. 17 Además “en la práctica, la
remuneración tiende a estar determinada por el juego de la oferta y la
demanda”.18 Dicho de otro modo, la ideología racial permite rebajar al
trabajador indígena al nivel de hecho económico puro. No del todo, sin
embargo; por las razones que son de adivinar, sucede que la autoridad
administrativa, fija la tasa del salario mínimo. Así, la ideología política
del racismo (con sus infraestructuras económicas) y la ideología política
del paternalismo (metrópoli-burocracia) se conjugad para determinar el
nivel de vida que se estima “justo” y “suficiente” para un negro. Ahora
bien, ocurre precisamente que, en la metrópoli, los economistas
burgueses han renunciado a fundar la teoría del salario en la ley de la
oferta y la demanda.

17
Las concesiones familiares son distribuidas del modo siguiente: Europeos: 1er. hijo, 173;
29 hijo, 550; etc.; 6º hijo, 2.350 francos. Africanos: 1er. hijo, 93,72; 2º hijo, 137,50; etc.; 6º
hijo, 597 francos. Se indemniza a los franceses por toda clase de accidentes; los negros
sólo son indemnizados cuando el accidente está ocasionado por un explosivo o una
máquina "movida por una fuerza distinta de la de los hombres o la de los animales". Para
comprar un kilo de pan blanco el peón de Dakar tiene que trabajar 1 hora 27 minutos, el
peón parisiense 25 minutos. Para comprar un huevo el negro de Dakar trabaja 29 minutos,
el parisiense 11 minutos.
18
William Top: “Valor del trabajo de los asalariados africanos” Le Travail en Afrique Noir.
“Présense Africaine”, n.º 13, p. 252
45
Jean-Paul Sartre

“El trabajo, –escribe Messé–, no es una mercadería. El salario no


es un precio que se forma en el mercado... Es imposible afirmar
si hay una relación y cuál es, entre el salario de un obrero y su
productividad, entre el nivel general de los salarios y el empleo, la
producción, los precios, la moneda, etc.”
Hoy se considera que el problema de los salarios se ha convertido en
un problema de reparto de la renta nacional entre las personas y los
grupos sociales. ¿Y quién va a fijar las tasas? Un conjunto complejo de
factores donde entran las representaciones colectivas y sus valores,
las ideologías, las relaciones de fuerza entre los grupos y los datos
puramente económicos.
“Más que un precio, –escribe Mossé– el salario es una
participación en un resultado global en el seno del cual es
imposible la ventilación entre 'os elementos imputables a tal o
cual factor. O quizás es un descuento, comparable a un
impuesto por su modo de establecimiento y sus incidencias. O
también es la fuente que alimenta las necesidades individuales y
familiares. Si es así, el problema de los salarios se convierte en
un problema de relaciones humanas, de psicología, de
relaciones de fuerzas: en una palabra, un problema político,
dominado por ideologías y credencias concernientes a la
justicia, la equidad, y la jerarquía social”. 19
Los economistas se enternecen: “Hemos”, dice uno, “pisado de la
neutralidad al humanismo”. Y el otro: “De la economía objetiva a la
economía normativa, política”. ¿Qué ha sucedido? Sencillamente que
el proletariado ha entrado, por la violencia, en la especie humana.
Hasta 1848, el obrero de las fábricas, aislado, no está maduro para
una prueba de fuerza. Por lo tanto, es sólo una bestia; su relación con
el patronato tiende a identificarse, con la pura relación económica.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, el proletariado se constituye
como una fuerza social independiente. Simultáneamente, la burguesía
reconoce a los trabajadores la dignidad de hombre. A partir de ahí, el
humanismo de que estaba tan orgullosa es habitado por la contra-
dicción: el obrero es hombre porque asusta, pero el orden social exige
que le mantengan en su condición de bestia. La contradicción vivida y
sufrida por el proletariado, se convierte en la contradicción del
pensamiento burgués. Cada cual propone su solución. Y cada cual, en
19
Mossé; Les Salaires, p. 128, El subrayado es mío.
46
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

nombre de los humanismos que pululan (reformismo, colaboración de


clases, corporatismo, radicalismo, socialismo cristiano, etc.), buscará
las medidas que permitan a la sociedad burguesa digerir su
proletariado. El problema era sencillo, pero difícil de resolver: ¿a qué
condiciones debe responder una criatura de apariencia humana para
que podamos a la vez darle el título de hombre y tratarla como una
bestia? No se ha encontrado aún la solución. Así, por su sola presencia
silenciosa, por la amenaza tranquila que su orden riguroso y
consentido hace pesar sobre el orden establecido, por su mirada, esos
hombres aparecen de repente cómo una sociedad en la sociedad,
provocan perturbaciones en el paraíso y hacen estallar el humanismo:
he aquí un acto político, sin duda, y el más importante, quizás desde el
89. Se comprenderá fácilmente que toda acción común de los
oprimidos, aun cuando se contenga dentro de los límites estrictos de la
reivindicación profesional, es por si sola, y como un acontecimiento de
un cierto orden que se produce en una cierta sociedad, una acción
política: porque revela el grado de cohesión de los grupos obreros, su
clima moral, la fuerza y extensión del movimiento reivindicatorío, y,
según el resultado de la batalla, esta fuerza se acrecentará tomando
conciencia de ella misma o disminuirá, los lazos que unen a los
sindicados se apretarán o se aflojarán, la relación entre patronato y
salariado evolucionará en un sentido o en otro. Los obreros son
profundamente conscientes de esa relación de profundidad que les une
a toda la clase obrera y les enfrenta con la clase burguesa. También
una huelga, cualquiera que sea, es siembre más y algo distinto de una
huelga. Una asociación obrera grande, no se limita a hacer frente a los
jefes de industria: se preocupa también de los consumidores, del
público. Hay que meterlo en su juego, no hacerse impopular, hacer
apreciar la importancia que tiene en la economía nacional, hacer que la
opinión haga presión en los patronos. Con gran frecuencia el
mejoramiento de las condiciones de vida no es el fin en sí de la acción
sindical: se quiere ganar por el prestigio, para conservar a los
adherentes, para aumentar el número de ellos. En cuanto al propio
huelguista, para él se trata, en todo caso, de algo mayor y distinto de
su interés inmediato: más que la pobreza, más que la miseria, lo que le
determina es la cólera, su confianza en los dirigentes, la necesidad de
afirmar que es un hombre frente a los que le tratan como una cosa.
Digamos que el sindicalismo es una manera de ser hombre.

47
Jean-Paul Sartre

Objetivamente, el sindicalismo es político. Comprende naturalmente el


hecho obrero; las limitaciones que se le imponen tienen, sin excepción
alguna, origen en su segunda intención política. Evidentemente, el
reformista es tímido, conservador, secretamente tentado por la
burguesía; las fronteras que prescribe a la acción sindical tienen que
proceder necesariamente de compromisos secretos, ya que en ningún
caso podrían explicarse por la situación objetiva; y es evidente que el
alejamiento de Niel de toda manifestación antipatriótica tenía su raíz en
una patriotería inconfesa. Pero hay que añadir que los militantes
sindicales siempre han tenido conciencia de la importancia política del
sindicato. Sin duda, en los tiempos heroicos del anarcosindicalismo,
han mostrado su desafío a los partidos, pero era “por un sentimiento de
brutal oposición a la burguesía”. Greffuelhe nos dice que “quieren
ferozmente ser conducidos por los obreros”. Lo quieren precisamente
porque para ellos los reaccionarios y los socialistas son lobos de la
misma camada; harán la Revolución por sí solos. El mismo Congreso,
en 1888, invita a los trabajadores “a separarse de los políticos que los
engañan” y a poner sus esperanzas en la huelga general, la única que
“puede llevarlos a su emancipación”. A continuación se puede constatar
en el seno de la C.G.T. una cierta alteración del reformismo y del
sindicalismo revolucionario. Pero los militantes de uno y de otro bando
están de acuerdo en desarrollar en todos los sentidos la acción
sindical. Para el revolucionario, el obrero es, en sí, la mayor
contradicción de la sociedad burguesa, la negación del sistema de
propiedad. Sus reivindicaciones tendrán un doble fin: satisfechas,
mejorarán su suerte realizando el derrumbamiento progresivo del
orden capitalista. La huelga general terminará la obra. El reformista, en
el fondo, quiere alcanzar la misma meta final, pero mediante un
progreso continuo. De todos modos, estará “en todas partes donde se
discutan los intereses de los trabajadores” y reclamará “la participación
directa y en todos los aspectos en el hecho económico”.
Una y otra tendencia, habrían aprobado sin reserva el programa de la
C.G.T., llamado “Programa de 1949”, donde se dice, especialmente:
“La condición fundamental está dictada por la experiencia del
primer plan de modernización y de equipo y de lo que le ha
ocurrido por la intervención del Plan Marshall. (Hay) que librarse
del plan Marshall... denunciar los acuerdos militares del bloque
occidental, restablecer las relaciones normales entre los

48
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Estados, exigir que nos sean entregadas las reparaciones”… Lo


mismo que las determinaciones que condicionan el empleo del
programa confederal de reincorporación económica y social, el
cual condiciona a su vez su realización entera...”
Porque vuestro odio al comunismo, oh, queridas ratas viscosas, os ha
hecho olvidar que está en retirada con relación a las campañas de
agitación de esta época. Entre 1905 y 1910 vuestros padres vivían con
el miedo de un golpe de fuerza. Por las cercanías del 19 de mayo de
1906, sus capitales se fueron donde hoy se van los vuestros. Para
devolver el oro y la confianza, hubo que inventar un complot y
encarcelar a varios sindicalistas. Nuestros comunistas son nacionalistas,
no lo olvidéis. Están en contra de una cierta política, pero no contra la
defensa nacional. Encarcelamos por cinco años a Henri Martin,
culpable de haber distribuido unos folletos que denunciaban la abyecta
necedad de la guerra del Vietnam: pero no incitaba a los soldados a la
desobediencia. Por el contrario, en los primeros años del siglo, la
propaganda antimilitarista era cotidiana. Se ha protestado mucho
porque ciertos dirigentes del partido comunista declararon pública-
mente que el proletariado no se batiría contra la URSS. Pero los
sindicalistas franceses, creyéndose de acuerdo con los obreros
alemanes, declararon también públicamente e hicieron conocer al país
por medio de carteles que recurrirían a la huelga general para impedir
la guerra. Y si bien ese género de fantasía carece de interés, si se
supone, un instante, a los Greffuelhe y los Merrheim colocados en una
situación análoga a la nuestra, no se dudará que habrían arrastrado al
congreso federal a condenar por anticipado toda cruzada antisoviética.
Así, cuando nuestra buena prensa habla con nostalgia de una ‘edad de
oro’, donde los sindicatos presentaban a los patronos sus reivindica-
ciones como un cumplido de Fin de Año, sueñan. Quieren cubrir el
hecho de la explotación, que los militantes sindicalistas no pierden de
vista jamás; para ellos el sindicalismo es un arma que el patronato ha
dado libremente a los obreros para que las discusiones pudiesen tener
lugar en la igualdad.
Pero los obreros saben bien que sus organizaciones han sido
prohibidas y perseguidas; saben que el sindicato, con o sin la ayuda
del P.C. tiene por fin original “cambiar el mundo”. Ese malentendido
aparente es el que da su ambigüedad al hecho sindical. Pero los
patronos no se engañan y saben cantar dos aires muy diferentes.

49
Jean-Paul Sartre

Cuando las organizaciones de la clase obrera parecen oponerse al


rearme o a una política de guerra, alzan las cejas, dolorosamente
asombrados, “dicen”: ¿Cómo, así es como nos dais las gracias? La
política no tiene nada que ver con el sindicalismo. Pero cuando una
huelga les inquieta o les molesta, aunque sea puramente económica,
pretenden romperla en nombre de la política. En 1910, los ferroviarios
paran. Briand detiene al comité de huelga. Interpelado por los
socialistas, declara:
“Se trata de un derecho superior a todos los demás, el derecho
de una colectividad nacional de vivir con su independencia y su
orgullo. Ahora bien, un país no puede permanecer con las
fronteras abiertas; no, eso no es posible... Si para mantener la
seguridad, hubiera habido que recurrir a la ilegalidad, no habría
vacilado.”
El principio está presentado: toda huelga puede ser prohibida, en
nombre de intereses superiores. Los sindicatos no tienen el derecho de
resistirse a la guerra; pero en nombre de las necesidades de la guerra
se pueden suprimir los sindicatos. El 13 de enero de 1915, Millerand
declara a la delegación de los metalúrgicos: “Ya no hay derechos
obreros, ni leyes sociales, no hay más que la guerra.” De este modo se
suprimen los derechos sindicales, en nombre de una guerra que los
sindicalistas no tenían el derecho de rechazar.20
“Sí lo tenían”, –me dice el anticomunista indignado–. “Sí tenían
el derecho. ¿Acaso no votaban sí o no?”
El argumento lo repite de toda buena fe, estoy seguro de ello. Thibault
redactor político del periódico “France-Soir”:
“Las elecciones libres, como están muy lejos de conocerse en
los paraísos comunistas, tienen lugar en todos los países de
Europa occidental después de la firma del Pacto del Atlántico. La
mayoría de los electores se ha pronunciado claramente en todas
partes y es una impostura, cuando los agitadores comunistas
pretenden hablar en nombre del pueblo francés, que ha definido
su posición perfectamente.”

20
Hay que añadir que, si es absurdo, en la economía liberal, el limitar la acción sindical a la
defensa de los intereses profesionales, es completamente imbécil querer mantener esas
limitaciones hoy en día, cuando el Estado ha asumido nuevas funciones económicas y
sociales. ¿Cómo se puede distinguir lo político de lo económico cuando es el Estado con
quien tiene que habérselas el obrero?
50
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

No se sabe si hay que hallar regocijantes o siniestros, esos diálogos de


sordos que los bloques y las clases prosiguen desde hace siete años y
que casi todos los hombres encuentran en el fondo de sí mismos
cuando han cerrado sus periódico. Porque, al fin, Thibault no espera
turbar a un marxista mediante esta evocación del sufragio universal. En
caso de que creyese su argumento realmente sin respuesta, le
recordaría ese texto de Lenin, elegido casi al azar entre otros cien
semejantes:
“Los parlamentos burgueses tienen una dependencia mayor de la
Bolsa y de los banqueros, cuando la democracia está más
desarrollada. Eso no quiere decir que no haya que servirse del
parlamentarismo burgués y los bolcheviques se han servido de él
con más éxito que ningún partido del mundo... Pero se deduce
que sólo un liberal es capaz de olvidar la estrechez y la
relatividad del parlamentarismo burgués. En el Estado burgués
más democrático, las masas obreras oprimidas chocan cada vez
con la contradicción irritante entre la igualdad formal, proclamada
por la «democracia», los capitalistas, y los millares de
restricciones y de artificios reales que hacen de los proletarios
esclavos asalariados.”
Entre 1941 y 1947, el P.C. ha ayudado a la clase burguesa a
reconstruir su aparato estatal: es porque contaba servirse del
parlamentarismo para apoderarse del poder y, con ello, transformarlo;
pero permaneció fiel a la doctrina leninista según la cual la potencia de
la clase obrera sólo se manifiesta realmente en el terreno de la lucha
de clases. Desde 1946, se halla desgarrado entre su política
parlamentaria y los conflictos sociales: en el Estado burgués sus
ministros figuraban como rehenes y el Partido hallaba de nuevo en su
seno, bajo el aspecto de una tensión creciente entre sus diputados y
sus militantes, el conflicto de las clases poseedoras y el proletariado.
Después de su salida del Gobierno el aparato estatal cae enteramente
en manos de la burguesía, que reemplaza en todos los puestos clave a
los comunistas por hombres hechura suya; el conjunto de las
instituciones republicanas funciona contra el Partido. Por lo tanto, se
hará intérprete de la voluntad popular en otro terreno, el de las
manifestaciones callejeras.

51
Jean-Paul Sartre

He aquí al menos lo que respondería un comunista. Pero esta


respuesta no satisfaría a Thibault, como su pregunta no turbaría a
Fajon. Trataré de exponer los hechos fuera de todo espíritu
sistemático, y de explicar, todo lo sencillamente posible, que un obrero
tiene derecho, hoy, si vota por los comunistas, de considerar nula su
papeleta.
Recuerdo, de pasada, lo que habéis hecho de él; un ciudadano de
segunda clase. Apenas ha decidido votar por el P.C. su voto ha sufrido
una misteriosa degradación, tiene ipso facto, un potencial electoral
menor al de su vecino. Para enviar 103 comunistas a la Cámara, se
necesitan 5 millones de votos como el suyo; para enviar a 104
socialistas sólo se necesitan 2.750.000, y para 95 M.R.P. 2.300.000. Al
perder 400.000 votos, el Partido pierde 79 bancas. –En el total
completo–, el voto del portuario vale la mitad que el del farmacéutico,
la mitad que el del sacristán o el de su hermano político, el secretario
de ayuntamiento. Hay que reconocer que los R.P.F. tampoco tienen
buena cara. Pero con 900.000 votos de menos que el P.C. tienen 15
bancas más: ése no es tan mal negocio; la operación ha sido llevada
brillantemente contra los dos extremismos, pero uno de ellos es más
extremista que el otro. “¿Entonces, yo soy un subhombre?”, dice
nuestro portuario. Sí, es un “políticamente débil”. Y, completamente por
azar, da la casualidad de que se trata de un obrero. ¡Oh, ya lo sé!: es
legal; no hay nada que decir. ¿Había, no es cierto, que hacer una ley
electoral? Y luego, después de todo el P.C., no tenía más que
emparentarse. La moción terminal del Congreso M.R.P. lo declara con
todas sus letras:
“Los que se nieguen al respeto de las reglas democráticas, como
al respeto de las diversas familias políticas, se excluyen ellos
mismos de esta unión y tienen la responsabilidad de ello.”
En resumen, si hay alguien que se enfada ¡peor para él! Solo que ¿con
quién queríais que se emparentase el P.C.? ¿Con el M.R.P.? ¿Con el
R.G.R ? Y, por lo respectivo a un acercamiento a la S.F.I.O., Guy Mollet
no le ha enviado a decir: Con un partido comunista francés, unidad de
acción Y en seguida: Con el partido ruso ¡nunca! En resumen, la
jugada está hecha: en el cuadro de las instituciones universales de la
democracia se ha votado con toda legalidad una ley antidemocrática
que concierne expresamente a un partido determinado. Entre nosotros,
hay motivos suficientes para salir a la calle y romper varios escaparates o
52
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

varias caras. Hace precisamente un siglo, el 31 de mayo de 1850, se


burló a los portuarios de la época mediante una combinación análoga.
No se suprimía e. sufragio universal, no; se pedía sencillamente que el
elector llevase domiciliado tres años en el ayuntamiento. Como los
obreros se habían desplazado mucho, en busca de trabajo, durante los
años de la crisis 1847-49, esta medida significaba privar al proletariado
industrial de su derecho de voto. De un plumazo, se suprimían
2.600.000 electores. El método de 1951 es mucho más elaborado: se
suprimen también dos millones y medio de electores, ya que se
necesitan 5 millones de votos comunistas para elegir 103 diputados.
Solo que nadie sabe qué hombre de esos 5 millones van a ser
condenados a la papeleta en blanco. De cada dos electores
comunistas, hay siempre uno que no significa nada, pero se ignora
cuál es. Y luego, el proletariado no es designado groseramente por
caracteres exteriores: el P.C. se designa a sí mismo como el partido de
los malos al negarse a emparentarse y el elector se designa a sí
mismo como proletario si vota a los comunistas.
El portuario conserva un poco de esperanza. Después de todo, el P.C.
es el primer partido de Francia. Quizás esos 103 diputados harán una
buena labor. No entrarán, seguramente, en una coalición gubernamental.
Pero la oposición tiene un papel que representar: critica, modera,
excita, influye. Quizás dará al Gobierno el valor de decir algunos no a
Washington. Desgraciadamente, figuran en la oposición como miembros
del P.C.; en la Cámara hay dos oposiciones, una que cuenta y otra que
no cuenta. El R.P.F., actúa a distancia –sobre la política de Indochina,
por ejemplo–, el P.C. no actúa. Los votos de sus elegidos están
prácticamente neutralizados: el Gobierno les hace entrar a título de
constante negativa en el cálculo de su mayoría. Complican un poco el
juego parlamentario y hay que tomar precauciones antes de presentar
la cuestión de confianza, pero eso es todo: en lugar de jugar la partida
de billar clásica, nuestros campeones juegan al billar cuadrado.
También, cuando Bruñe reprocha a Duclos el recurrir a la agitación,
antes que exponer su opinión en la Cámara, cuando Bony proclama
altamente en L’Aurore que todo ciudadano francés tiene el derecho de
persuadir, creo que quieren reír. ¡Que me digan, en efecto, con quién
puede discutir Jaques Duclos en la Asamblea! Imaginad que una
inspiración genial le lleva a la tribuna. Habla, entusiasma, fustiga, hace
llorar a las tribunas.

53
Jean-Paul Sartre

¿Y luego? Recibirá los aplausos monótonos de sus partidarios y las


injurias más monótonas aún de sus adversarios. ¿No ha conmovido,
pues, a los diputados? Ni a uno solo: no le escuchaban. En la historia
parlamentaria ha sucedido que el discurso de un opositor ha hecho
caer a un ministro. Pero es que entonces se creía aún que un opositor
podía decir la verdad. Hoy se sabe que el opositor miente; ¡si es
comunista, vamos! El mayor partido de Francia, está separado de los
demás partidos por una barrera invisible: los diputados del proletariado
no dejan nunca de dar su opinión sobre el asunto de que se trata, pero
es pura ceremonia. De los dos portuarios que se pasean juntos por los
muelles del Havre, el uno no tiene derecho a votar y el otro ha votado
en balde. Creéis que el partido comunista estaba tan lejos de expresar
la opinión de sus electores cuando anunciaba implícitamente, al día
siguiente de las elecciones, la manifestación del 28 de mayo, diciendo:
“El Partido deberá recurrir a otras formas de acción indispensables
para luchar contra una mayoría ferozmente reaccionaria.”
Para castigar a esos diputados de segunda clase, la mayoría decidió
privarlos de su inmunidad parlamentaria.
Pero nuestro portuario no ha terminado todavía. Quince años antes,
podía esperar aún que su gobierno, por un brusco sobresalto de
independencia o de orgullo, se apartase un momento de la estela
inglesa. Hoy sabe pertinentemente que “la continuidad de nuestra
política” es la continuidad tranquila de la servidumbre. Nosotros sólo
nos mostramos intratables con los malgaches y los tunecinos.
¿Vendidos? Ni siquiera eso: es peor. Los norteamericanos nos han
comprado por nada. Si en ese momento recuerda la frase de Lenin:
“En el Estado burgués más democrático, las masas obreras
oprimidas chocan a cada paso con una contradicción irritante
entre la igualdad formal proclamada por la democracia de los
capitalistas y los millares de restricciones y de artificios reales
que hacen de los proletarios esclavos asalariados”
Y si dice, entonces: “Una vez más, Lenin tiene razón”, ¿quién será el
culpable, oh, gran familia de los Petsche, Bidault, Lussy, Pinay y
emparentados? Un día se hartará; y su compañero también. Ellos dos,
en lugar de descargar las ametralladoras norteamericanas, las arrojarán
al agua. Y los policías que los detengan les dirán indignados:

54
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

“¡Banda de canallas! Si estábais en contra del Pacto del


Atlántico, habríais podido decirlo, ¿no? En lugar de deteriorar el
material. Aquí todo el mundo es libre. Todo el mundo tiene
derecho a votar.”

4º “El P. C. lleva a los trabajadores por el camino de la


ilegalidad y de la violencia”.

La manifestación del 28 de mayo era deliberada e insolentemente


ilegal: ¡Con qué altivez se desdeñó el pedir la autorización! El
miércoles 27, la prefectura dio un comunicado a los periódicos:
“Al no haberse pedido ninguna autorización, se prohíbe toda formación
de grupos en la vía pública.” A la misma hora, por medio de carteles, el
P.C. invitaba tranquilamente a los parisienses “a responder en masa al
llamamiento del consejo de la Paz”.
¿Diré que ese declarado desprecio de la ley no me inquieta? Esta
confesión, si la leyesen, desolaría a ciertos pensadores profesionales
de los Estados Unidos. “Debilitamiento de la conciencia democrática
entre los intelectuales europeos”, diagnosticarían. Sin embargo, les
costaría trabajo exigir que los intelectuales franceses se asombren de
los actos ilegales del P.C., ya que, desde 1920, en “el Mensaje del 26
de julio a los miembros del Partido Socialista francés”, la IIIa Internacional
pidió que la propaganda "donde sea difícil, por causa de las leyes de
excepción, se realizase ilegalmente". El texto añadía: “Negarse a ello
sería una traición con respecto al deber revolucionario.” En aquella
época, los socialistas no se asustaron ni por las palabras, ni por el
concepto. Y León Blum, en el Congreso de Tours, hizo, a este respecto,
una curiosa distinción:
“Sin duda no hay ningún socialista que se deje encerrar en la
legalidad.. Pero la ilegalidad es una cosa y la clandestinidad es
otra”.21

21
Desgraciadamente, la ilegalidad no podría mantenerse sin que las decisiones se
tomasen en la clandestinidad. Y, de todos modos, en el caso que nos ocupa, la ilegalidad
no se apoyaba en una clandestinidad: por el contrario, se había publicitado, buscado.
55
Jean-Paul Sartre

Hasta aquí no veo problema: un partido declara que, si es necesario,


recurrirá a la ilegalidad. La democracia lo tolera en nombre de la
libertad de pensamiento. Ese partido organiza una manifestación
prohibida. La policía se opone a ella por la fuerza y detiene a los
manifestantes que se le resisten. Todo eso es normal y Cachin no
había nacido cuando se produjo el primer choque entre los
manifestantes y la policía de la segunda República. Por el contrario, se
logrará difícilmente que yo deplore de buena fe la ilegalidad de la
demostración comunista sin denunciar al mismo tiempo la arbitrariedad
de la represión, que es también manifiesta. ¿Qué es lo que justifica el
arresto de Duelos? ¿El flagrante delito de complot contra la seguridad
del Estado? Eso no existe. E incluso siendo concebible, ¿cómo sería
un flagrante delito a las dos horas de la manifestación? ¿Uso de armas
prohibidas, entonces? Qué confesión: un diputado lleva en su auto una
porra y un revólver; por ese delito se le detiene a pesar de la
inmunidad parlamentaria, se le encarcela y se le mantiene así, sin
concederle siquiera la libertad provisional. ¡Vamos! Se ha detenido a
Duclos porque actuaba como secretario general del Partido y porque el
Partido había organizado la manifestación; todas las precauciones
tomadas desde hace siglo y medio por los magistrados y juristas para
racionalizar la venganza pública, han sido abandonadas por el
Gobierno, se ha vuelto a la noción más grosera de la responsabilidad;
el poco cuidado que pone en justificar sus actos inquietará aún más:
sabía que la opinión sería cómplice. No, el intelectual occidental no es
quien ha perdido el sentido de la República, es la sociedad entera. Que
el Partido Comunista afirme desde hace treinta años su desdén por la
legalidad burguesa y que lo haga impunemente: he aquí lo que prueba
la fuerza de nuestras instituciones; que se pueda, según los gustos,
tener la ocasión de admirar la grandeza de la democracia o de
denunciar sus contradicciones. Que un Pinay juegue un poco brutal-
mente con las instituciones republicanas y corra el riesgo de
descomponerlas, no es todavía un gran mal: ese señor no es nadie;
hace unas cuantas semanas que ha salido de la sombra; ya se
reparará el aparato gubernamental cuando haya vuelto a sus tinieblas.
Pero que Francia haya sorprendido a su Presidente del Consejo en
flagrante delito de violación de la ley y no se haya movido: he aquí lo
que tiende a probar que la República tiene plomo en el ala. ¡Y qué
argumentos se han dado para justificar ese arresto! Ved a Robinet y
Brisson: Duverger explicaba muy tranquilamente en Le Monde, que

56
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

quizás no había urgencia en disolver el P.C. Ante esto, esos dos


señores han perdido la paciencia y le han mordido:
“¿Un complot? ¿Qué complot? ¡El P.C. entero es un complot!
¡Se jacta de ello hace treinta años! ¿Qué más queréis?”
Pero, diréis, esos altos personajes están obligados a practicar el
antisovietismo de choque. Sea. Pero Duverger, como nos cuenta en un
nuevo artículo, ha recibido un gran número de respuestas que prueban
que la opinión general de los apacibles lectores del Monde es
perfectamente antidemocrática. “¿De qué os quejáis? No impidáis que
el Gobierno haga su política: que nos libre de Duclos.” O bien: “Es
preciso que los jefes paguen como sus tropas”. O todavía: “Pinay ha
tenido razón, ya que los comunistas no se han movido.” O: “No hay
ilegalidad cuando se actúa fuera de la ley.” A decir verdad, Duverger no
cita las respuestas en esos términos; yo soy quien las ha redactado,
porque me las han dado y las he reconocido de pasada en su artículo.
Severa advertencia al Partido comunista; todo eso prueba que ha
asustado a la pequeña burguesía y a las clases medias. En efecto, se
comprende que los jefes de industria no se preocupen de las libertades
democráticas: ¿qué queréis que hagan de la libertad de pensamiento?
Cuando la tienen, disfrutan tanto de ella como la colocadora de placas
de una refinería; pagan a algunos bufones para que la disfruten en su
lugar; la libertad que exigen, la única, es la de llevar a su antojo las
batallas de la producción; eso se llama liberalismo.
Para ellos la ventaja de Pinay sobre De Gaulle, es que escamotea las
libertades sin tocar al liberalismo, mientras que los degaullistas, si
creemos a Vallon, sueñan con “sustituir por una economía consciente
una economía ciega”. Entre la alta burguesía, que reclama el poder
concreto de hacer, de adquirir, de atribuirse el beneficio, y el
proletariado que reclama ante todo el derecho de vivir, la pequeña
burguesía, sola, defiende ordinariamente las libertades formales de
nuestras democracias; sin duda, son negativas y limitativas; separan a
los hombres más que los unen; pero, precisamente a causa de eso,
protegen el statu quo y permiten una cierta previsión, estableciendo
una especie de ventilación en el seno de una sociedad más integrada
cada día. La pequeña burguesía fue la que apresuró el advenimiento
del sufragio universal, la que, en su mayoría, dará los cuadros de la
oposición al Segundo Imperio y el personal del partido radical y radical-
socialista, después de 1880. Esta clase ha hecho la república, se
57
Jean-Paul Sartre

violan las instituciones republicanas bajo sus ojos v se calla. ¿Tiene


miedo? Ya volveremos a eso. Pero lo que parece claro, en todo caso,
es que el régimen democrático es hoy en día sólo una fachada; todos
los verdaderos conflictos se desarrollan fuera de él. En su último
artículo, Duverger presenta la cuestión muy bien: en términos estadís-
ticos. Cuando el P.C. nos dice, ha ganado la quinta o la cuarta parte del
cuerpo electoral, sus adversarios pueden hacer aun la economía del
fascismo: vivimos mezquinamente en república. Pero si recibe el 50 o
el 51 % de los sufragios: “Ya no se trata de mantener la democracia,
sino sólo de optar entre los regímenes subsiguientes.” El P.C . de
Francia recibe la mayoría de los votos obreros: la naturaleza del
régimen político depende, pues, únicamente de !a importancia que las
organizaciones del proletariado pueden tener en la vida de la nación.
Se juega aquí un bridge en “zonas peligrosas”; pasado un cierto límite,
es la reacción y el fascismo. Pero si se pasa rápidamente “la zona
peligrosa”, los partidos obreros toman el poder y forman una
“Democracia popular”. Como se ve, el reproche de ilegalidad no llega
al fondo de la cuestión. Sencillamente, estamos en el umbral de la
zona peligrosa y esas escaramuzas en torno de la vieja legalidad son,
al mismo tiempo, los primeros anuncios de una legalidad nueva, que se
funda en la soberanía de las masas, de los notables o del Partido.
La realidad que se oculta bajo esas indignaciones, es la lucha de
clases. Si lo habéis comprendido, os sentiréis molestos, quizás, para
reprochar al Partido Comunista su violencia o la ilegalidad de sus
actos; hoy día, toda violencia directa o indirectamente, viene del
proletariado, que nos devuelve lo que le hemos dado. Todos los
derechos obreros, incluso los que se han “consentido libremente” han
sido arrancados mediante dura lucha; en medio de los limpitos
derechos de la jurisprudencia burguesa, parecen advenedizos, se los
tiene en cuarentena, y los puristas manejan con precauciones el
derecho de huelga aunque la constitución de 1946 lo reconozca
expresamente. ¿En qué queréis fundarlo? ¿En la excelencia de la
naturaleza humana? Entonces sería superfluo. ¿En la libertad? Pero el
huelguista ejerce una violencia. ¿En la igualdad entonces? Pero si, al
contrario, es el reconocimiento implícito de la desigualdad. “Por
definición, la huelga tiene por derecho el perjudicar; más que un
derecho es un arma.” ¿Y vosotros dáis a ciertos hombres el derecho
de perjudicar a otros? “Es el derecho de legítima defensa aplicado a un
grupo.”
58
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

¿Un contrato es, pues, una agresión? Nuestra sociedad no puede


justificar la huelga sin reconocer en primer lugar y altamente que es
una sociedad de opresión.
“Después de medio siglo, la reglamentación del derecho de
huelga es de actualidad cada vez que se presentan conflictos
sociales.”
¡Claro!, se ha reconocido esta práctica para canalizarla y limitarla
mejor. Para terminar, un jurista confiesa suspirando que:
“el hecho de la huelga (es) un fenómeno del género de las
erupciones volcánicas... refractario per naturaleza a mostrarse
en el orden de las reglas de derecho”.
Extraña función del obrero: es la fuente ilegal de la legalidad. En mayo
de 1936, Blum declaró:
“No considero las ocupaciones de las fábricas como algo legal...
No están conformes, con las reglas ni con los principios de la ley
civil francesa. En realidad, son un atentado al derecho de
propiedad”.
A lo cual Thorez respondía, con justicia: “Dicen ilegalidad. ¡No! Es que
se forma una nueva legalidad.” Se podría objetar, sin embargo, que
esta nueva legalidad no es concebible en ningún régimen; contradice el
principio fundamental de la sociedad burguesa y, en la sociedad
socialista, ya no tiene razón de ser. Irracional, sancionando apresu-
radamente la práctica obrera, sólo tiene sentido en nuestro mundo
intermedio y contradictorio; es la misma imagen del obrero, negación
de sí mismo y de la sociedad, cuya función real es destruir el orden
que le aplasta destruyendo su propia condición de proletario. Aun
cuando no considera dejar el trabajo, un trabajador sabe que puede
hacer la huelga y que esta amenaza permanente actúa sobre los
salarios como un elemento regulador. Él es esta amenaza y siente su
violencia: en una sociedad fundada en la opresión, una injusticia
suprema quiere que la violencia sea, en primer lugar, el acto del
oprimido. Todo sería más claro si, contra los opresores, se pudiera
apelar a su propia justicia. Pero no: el opresor es tranquilo y fuerte,
pone su fuerza al servicio de la ley; si mata, es legalmente. Claro: él es
quien hace las leyes. Y luego, como Engels ha demostrado:

59
Jean-Paul Sartre

“la burguesía ha creado el proletariado, sin ninguna intervención


cabalística de violencia, por caminos puramente económicos”.
Y añade:
“Incluso aun suponiendo que toda propiedad individual reposa
en su origen en el trabajo personal del poseedor y que, en el
curso ulterior de las cosas, sólo ha cambiado valores iguales por
valores iguales, de todos modos llegamos necesariamente, por
el desarrollo progresivo de la producción y el cambio, a la forma
actual de producción capitalista, al monopolio de los medios de
producción y de subsistencia entre las manos de una clase poco
numerosa; a la reducción de la otra clase, que forma la inmensa
mayoría, al estado de proletarios sin propiedad.”
El obrero es oprimido, hace un trabajo excesivo; y sin embargo, si
piensa en el encadenamiento de las cosas, no encuentra ni robo ni
violencia: todo se ha hecho por las buenas. Mejor: él ha aceptado
incluso su condición, al menos durante un tiempo:
“Mientras el mundo de la producción se halle en la rama
ascendente de su evolución, es aclamado por los mismos
perjudicados por el modo de repartición correspondiente. Es la
historia de los obreros ingleses al advenimiento de la gran
industria.”
Cuando viene la crisis y el modo de reparto parece injusto de repente
¿quién es pues, responsable? El trabajador, por mucho que se
remonte al pasado, se encuentra ya metido en una sociedad que tiene
su código y su jurisprudencia, su gobierno, su noción de lo justo y lo
injusto, y, hecho más grave aún, cuya ideología comparte espontánea-
mente.22 Le imponen un destino, unos límites; le infligen sistemática-
mente tareas parcelarias y semiautomáticas cuyo sentido y ley se le
escapan, enfermedades profesionales. Mediante la fatiga y la miseria,
obligándolo a recomenzar mil veces por día el mismo gesto, se le
desalienta para ejercer sus cualidades humanas, se le encierra en el
mundo insípido de la repetición; poco a poco se convierte en cosa.
Pero cuando busca los responsables, no los halla; todo es justo, le han
pagado lo debido.

22
“El desarrollo espontáneo del movimiento obrero termina prontamente subordinándolo a
la ideología burguesa”. Lenin: “¿Qué hacer?” , œuvres, edición de Moscú, 1948, I, p. 206.
60
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

En 1930, muchos trabajadores norteamericanos se negaban a


inscribirse en las cajas de paro, apresuradamente improvisadas: tenían
vergüenza del desempleo y se sentían culpables. El trabajador
europeo, más despierto, vive en la ambigüedad esta situación
intolerable, la rechaza, sin duda, con todas sus fuerzas, pero la acepta
a su pesar porque ha nacido en ella y en la misma medida trata
sencillamente de mejorarla. El Obrero Especializado (OE), fuerza el
compás para alcanzar las ganancias del profesional, luego para
compensar las desigualdades humillantes, y para sentirse más un
hombre, pero sólo lo logra haciéndose más una cosa. Preferirá quizás
el trabajo en cadena, negará su apoyo a las secciones sindicales que
tratan de limitar el compás o de regularlo. Y cuando se halla de nuevo
en su trabajo, agotado, sometido a leyes que vienen de fuera, su
rechazo espontáneo, mudo pero constante de verse reducido al estado
de máquina choca con su voluntad de mantener un modo de
producción que le hace ganar más. En suma, no sabe en primer lugar
si es responsable de esta sociedad donde ha nacido, que no tiene
instituciones que le protejan, ni palabras para denominar el daño que le
han hecho. Las otras clases soportan valerosamente su miseria y le
explican que es necesaria para el equilibrio colectivo. Es objeto de la
solicitud del Estado que le da un sobresueldo, subsidios; y sin
embargo, no se puede persuadir de que sea enteramente solidario de
una comunidad que da cada día sentencias de muerte por motivos
económicos y que dejará morir dos hijos de pobres por un solo hijo de
rico.

Mortalidad por 1.000 niños nacidos vivos y de menos de 1 año (1939)


a) Alta burguesía, altos funcionarios, dirigentes 26,8 %
Agricultores, empleados, funcionarios medios,
b) 34,4 %
pequeños comerciantes
c) Artesanos obreros calificados 44,4 %
d) O. E. (Operarios Especializados) 51,4 %
e) Peones 60,1 %

61
Jean-Paul Sartre

Cómplice a medias, víctima a medias, solidario y mártir, quiere lo que


no quiere y rechaza con todo su ser, lo que acepta con toda su
voluntad de vivir; odia ese monstruo en que le convierte la
mecanización y sabe sin embargo que no puede ser otro sin cambiar el
universo.
La contradicción no está solo en él: se la imponen, la producción en
masa exige que sea contradictorio. Hombre y máquina a la vez: se
recurre a sus servicios siempre que es demasiado difícil o costoso
construir una máquina de control automático; los progresos de la
cibernética le harán inútil. De este modo, se le pide que añada al
equilibrio del espíritu una cierta vigilancia difusa, estar presente y
ausente a la vez. Ser hombre hasta un cierto punto: porque los
industriales no tendrán reparos en decir que la instrucción general
perjudica el rendimiento del O.E. y, sin embargo, sus ojos de hombre
no pueden ser aún reemplazados por células fotoeléctricas. Así, la
violencia original no es la opresión; ésta se confunde, en efecto, con la
justicia y con el orden; es la opresión interiorizada, la opresión vivida
como conflicto interior, como violencia ejercida por la mitad de sí
mismo contra la otra mitad. La primera violencia la ejerce el obrero
contra sí mismo en la medida en que se hace obrero. El hambre o la
angustia del desempleo no son aún violencias sufridas, se convierten
en ello cuando las toma por su cuenta y se hace su cómplice por
obligarse a aceptar un trabajo pagado por debajo de la tarifa sindical.
Un patrono necesita una mecanógrafa: se presentan treinta personas,
igualmente capaces, con los mismos diplomas. El patrono las llama a
todas juntas y les pregunta simplemente que le digan la remuneración
que quieren. Entonces se instituyen horribles subastas al revés: el
patrono no ha hecho –en apariencia– más que aplicar la ley de la
oferta y la demanda; pero cada mecanógrafa, al pedir el salario menos
elevado, hace violencia a las demás y a sí misma, y contribuye, en la
humillación, a rebajar un poco más el nivel de vida de la clase obrera.
Finalmente se tomará a la que, gracias a una pequeña renta (una
pensión de viuda, o una muchacha que vive con su familia), pide una
remuneración inferior al mínimo vital, es decir, la que ejercerá sobre sí
y sobre todas, la acción destructora que el patrono se habría cuidado
de ejercer él mismo. Ser obrero, es obligarse a serlo haciendo la
condición obrera cada vez más invivible para sí y para todos. Se simula
creer que la violencia nace de repente, en el momento del motín o de

62
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

la huelga: pero no es así; en los períodos de crisis se exterioriza, eso


es todo; la contradicción se invierte; dócil, el obrero rechazaba en sí
mismo lo humano; rebelde, rechaza lo inhumano. Ese rechazo es por
sí solo un humanismo, contiene a exigencia de una nueva justicia. Pero
ya que la opresión no es un delito visible, ya que la ideología de a
clase dominante define lo justo y lo injusto, ya que no se obtendrá nada
si no se rompe por la fuerza un orden sagrado, la afirmación por el
obrero de su propia realidad, se descubre a sus propios ojos como una
manifestación de violencia. Además, apenas ha levantado el dedo, la
sociedad moviliza sus fuerzas de policía; se cambia la decoración en
torno de él, se le prepara su violencia, se hace de modo que la lleve al
extremo. Su descontento debe cambiarse en huelga, su huelga en
tumulto y el tumulto en crimen. Cuando haya caído en la trampa y
cuando se pregunte, con estupor, cómo la reivindicación política de sus
derechos de hombre le ha arrastrado a herir, a matar hombres,
comenzará la represión. Y la vuelta a la calma no será una
pacificación, sino un retorno a la violencia original. La contradicción
primitiva reaparece, pero reforzada; el huelguista ha experimentado la
contraviolencia de la sociedad, ésta actúa aún en él, y él reacciona a
ella por dos sentimientos contradictorios, el miedo y el odio; al mismo
tiempo se descubre y entonces sabe que la violencia es la ley de su
acción. Sin embargo, la burguesía contempla con miedo y con asco
esta brusca explosión que refleja, en suma, la opresión que ella ejerce;
a esta clase tan política y tan civilizada, le parece que la violencia tiene
su origen en el oprimido y que se debe a su barbarie; por ella el obrero
se convierte en la insondable violencia hecha objeto. El obrero no lo
ignora, sabe que asusta a los burgueses y, por una reacción nueva a la
“personalidad proyectiva” que le confieren, reivindica fieramente esa
violencia con que le agravian. Esas advertencias tenían por objeto
mostrar la ambigüedad de la condición obrera: porque el proletariado
es justiciable de un derecho histórico que no existe aún y que quizá no
existirá jamás; considerada desde el punto de vista de una sociedad
futura que nacerá gracias a sus esfuerzos, su violencia es un
humanismo positivo 23; considerada en nuestra sociedad actual, es
parcialmente un derecho (huelga) y parcialmente un crimen. En
realidad, humanismo y violencia son los dos aspectos indisolubles de
su esfuerzo para superar la condición de oprimido.

23
No un medio de alcanzar el humanismo. Ni siquiera una condición necesaria. Sino ese
mismo humanismo, en cuanto se afirme contra la “reificación”.
63
Jean-Paul Sartre

Las ratas viscosas son de una naturaleza amable y la violencia les


horroriza: no hay que asombrarse de ello, puesto que son burgueses.
Lo malo es que tienen una inclinación marcada por la clase obrera.
Para salir del paso, han inventado el mito del dolor obrero: la violencia
ha hecho su aparición en el mundo con la III a Internacional. Extraña
perversión: porque, en fin, la evidencia es que la violencia obrera
constituye la sustancia misma y la fuerza del P.C.; la ha captado, se
nutre de ella y si los jefes son comprendidos por los obreros, es porque
hablan su lenguaje. Es cierto que, con el Partido, esa violencia pierde
su carácter de erupción inmediata: es “mediatizada” consciente, se
determina por su representación de sí; el P.C. es la voluntad
manifestada, hipostasiada. No importa; cuando haya un cierto
desplazamiento entre la manifestación de la violencia y la violencia
original de donde emana, sólo queda que la clase obrera se reconozca
en las pruebas de fuerza que el P.C. instituye en su nombre.
¿Qué he querido probar? ¿Que la manifestación del 28 de mayo era
hábil, eficaz, loable? Nada de eso. Sino sencillamente que entra en el
cuadro de las manifestaciones populares.
“Si se hubiera disuelto, –diréis–, el Partido Comunista, nosotros
habríamos puesto en su lugar una “verdadera izquierda”, afable
cortés, presta a los distingos, a las reservas sutiles, que
combatiría al capitalismo haciendo justicia a las personas, que,
sin rechazar la violencia, sólo usaría de ella en último recurso y
que, sabiendo alentar los generosos entusiasmos de los
proletarios, los protegería contra sus excesos en caso necesario.”
Admirable programa: sólo que si os entregasen a esa izquierda,
mediante un golpe de varita mágica (porque no me imagino que
pudierais tenerla de otro modo), no le doy más de ocho días para que
estallase; encontraríais a algunos de sus miembros en el grupo
socialista de la Asamblea o en la redacción de Franc-Tireur, mientras
que los otros, en las calles, se manifestarían contra Ridgway.
“Esa argumentación, –diréis–, es muy linda. Sólo que debe tener
un punto débil, ya que el 28 de mayo la clase obrera no se ha
molestado, y la manifestación en masa, se ha hecho sin las
masas”.
Podéis reír, ratas viscosas. Pues bien, volvamos atrás y veamos...

64
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

II. LA HUELGA DEL 4 DE JUNIO


El 28 de mayo y el 4 de junio, el Partido Comunista organizó dos
manifestaciones. ¿Qué esperaba de ellas? ¿Cuál era su verdadera
significación? Si es cierto que fueron fracasos, ¿qué es lo que las hizo
fracasar? ¿Qué sentido hay que dar a esa doble derrota? ¿Cuáles
serán sus consecuencias? Y, si al parecer son nefastas para la clase
obrera, para toda la colectividad francesa y para la paz, ¿hay medios
para remediarlas? Esa madeja de preguntas es la que yo querría tratar
de desenredar.
¿Qué podía esperar el Partido Comunista del 28 de mayo? Cuando la
policía es numerosa, ¿qué puede manifestar una multitud como no sea
su pasión en todos los sentidos de la palabra? Ya que el poder prohíbe
desfilar, ¿cómo se puede desfilar a menos que se tome el poder? Eso
se ha visto: las grandes indignaciones han lanzado a la calle a los
parisienses, han desfilado y a veces se han apoderado al pasar de un
inmueble; la Revolución de Febrero devolvió el Gobierno a las manos
de una burguesía loca de terror. Hoy en día se han tomado las
precauciones para evitar los golpes de fortuna; la vida política se ha
hecho tan seria, que un partido no se puede permitir el dejarse llevar al
poder a su pesar. En 1952, una manifestación callejera puede en rigor
dar la señal de una insurrección –a condición de que sea convenido así
de antemano– pero no desencadenarla de improvisto. Siempre a mitad
de camino entre el motín y la ceremonia, entre el martirio y el desafío,
esos desafíos interrumpidos llaman la violencia pero es para sufrirla;
son conductas de fracaso, gestos que se desean ineficaces, y cuya
ineficacia testimonia; se muestra a las masas sus inmensos poderes y
su impotencia provisional: sacándolas del paciente trabajo de la
organización, esas fiestas explosivas les hacen ver la necesidad de
ella; en resumen, es el “trato callejero” que deseaba Artaud: el papel
del pueblo parisiense, está ordinariamente representado por el mismo
pueblo parisiense que se encarga de evocar a sus propios ojos su
destino glorioso y, sobre todo, su perdida espontaneidad: todo está
hecho para que se haga la ilusión de ser aún esa multitud tan antigua
que ha recorrido nuestros bulevares durante todo el siglo pasado; lo es,
en efecto, en cuanto los manifestantes son convocados, encuadrados,
conducidos, y se les prohíbe tocar los escaparates y tomar nada de
pasada, ni aun la Bastilla.

65
Jean-Paul Sartre

Es necesario que una manifestación prohibida termine en un fracaso;


pero eso no quiere decir que deba comenzar también por él; ahora
bien, los organizadores preveían una derrota dolorosa y en absoluto
simbólica; sabían que las masas no se molestarían. Lo sabían; al cabo
de dos años, que desde los diarios a los periódicos, desde los grandes
órganos de derecha a las hojas de la oposición obrera, toda la prensa
señala y comenta el “desaliento de los trabajadores”, ¿la Oficina
Política habría de ser la única que no se iba a dar cuenta? Hojead más
bien el carnet de Jaçques Ducros: nada está dicho claramente, sin
duda; pero veréis repetida cien veces la palabra “explicar”; explicar a
los portuarios marselleses..., explicar a los trabajadores..., no se ha
explicado bastante..., sentiréis crecer la inquietud y la voluntad “de
intensificar el combate” contra ciertas vacilaciones de la opinión obrera;
observad cómo vuelven siempre a las mismas preocupaciones, a los
mismos temas: esas gente; son perfectamente conscientes de sus
dificultades. En esas condiciones, diréis ¿por qué elegir ese momento
para invitar a los parisienses a una demostración política? Respondo:
porque estaban obligados a ello. Cuando se anuncia una comitiva a
largo plazo, el comité de festejos encuentra difícil anularla, aun cuando
el tiempo se eche a perder. Ahora bien, la manifestación contra
Ridgway estaba anunciada desde hacía muchos meses: exactamente
después de la manifestación contra Eisenhower. Al protestar contra ese
general, el Partido había contra do el compromiso tácito de protestar
contra todos sus sucesores. Un partido de ma;as no puede contentarse
con auscultar la opinión; tiene que ampliar las tendencias inciertas,
precisarlas y hacerlas aparecer a la luz; tiene, en fin, que reflejarlas en
el público; ¿y qué mejor resonador que las mismas masas? Las
arrastrará a darse la representación objetiva de sus voluntades, a
ponerlas enteras en actos que las superen y las arrastren aún más
lejos; si el pueblo parisiense está en contra del Pacto del Atlántico, es
preciso que adquiera la conciencia de esa hostilidad; ahora bien, una
acción violenta y arriesgada es la única que se lo puede hacer conocer.
¿Los parisienses no son demasiado celosos en ese momento? Razón
de más para decidir la manifestación popular. Como toda relación real,
el vínculo de un partido con las masa; es ambiguo: por una parte, se
regula por ellas, por otra parte las “organiza” e intenta su “educación”; y
como no se trata de cambiarlas, sino de ayudarlas a ser lo que son, es
al mismo tiempo, su simple expresión y su ejemplo. Cuando se dirige a
e las en sus manifiestos, emplea tan pronto el imperativo, tan pronto el

66
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

futuro, tan pronto el indicativo presente para designar esa misma


realidad, el movimiento que es hecho y valor a la vez:
“Los trabajadores franceses sabrán recordar... las masas
laboriosas no se dejan engañar por esa grosera maniobra...
Trabajadores, exigid que se libere”, (etc).
Lo que representa a sus ojos son sus aspiraciones, sus tendencias,
sus voluntades pero llevadas al rojo, es decir, al nivel más alto de
eficacia. A veces le siguen y a veces incluso lo arrastran, pero también
pueden quedarse atrás. No importa: si se está seguro de hablar en
nombre de las masas, si se considera que sólo un accidente les impide
que sigan, se va adelante; se actúa por ellas y en su nombre. Las
masas son acción y pasión a la vez; terminarán cambiando el mundo,
pero, por el momento, el mundo las aplasta; su impulso puede ser a
veces irresistible, pero el frío, el hambre, la represión policial, pueden
vencerlas momentáneamente: el Partido, es acción pura; tiene que
avanzar o desaparecer; es la fuerza de los obreros que están al final
de sus fuerzas y la esperanza de los que desesperan. Renunciar a la
manifestación del 28 de mayo era “dar un paso atrás”: no se podía
tener en consideración la fatiga de los trabajadores sin correr el riesgo
de acrecentarla e inclinarlos a la resignación. Quizás se ha
comprendido, desde ese momento, en la Oficina Política, que había
que cambiar pronto de táctica: pero de todos modos, sólo podía ser
después de la manifestación. Las masas no conocerán su laxitud; se
manifestarán a través de otras personas; se cubrirá su flaqueza con la
violencia de los motines, se les mostrará su acción como habría debido
ser. Se encargará a equipos especializados ejecutar ante ellas los
gestos de la violencia, verán su propia violencia viva y separada de
ellas; desde sus arrabales, desde sus suburbios, asistirán al combate
de los manifestantes contra la policía, símbolo fácil de la lucha de
clases.
En suma, ¿qué quería el Partido, cuando enviaba a sus militantes al
asalto de la plaza de la República? ¿Apoderarse del poder?
¿Secuestrar a Ridgway? ¿Derribar al ministerio? Nada de eso: quería
hacerse sentir, sencillamente. ¿Qué arriesgaba? Si las cosas hubieran
ocurrido como de ordinario, la prensa burguesa habría comentado los
acontecimientos sin pasión y todo habría vuelto pronto al orden.

67
Jean-Paul Sartre

Pinay no lo pensaba así. ¿Creía, pues, en el complot? ¡Claro que no!


Seguía el ejemplo de esos grandes ministros que han inquietado a la
nación sin motivos para lograr sin trabajo la gloria de haberla
tranquilizado. Para lanzar el empréstito, el Gobierno recurre a un
procedimiento clásico: desvía en beneficio suyo la propaganda de la
competencia. Ved cómo aviva el debate, cómo devuelve el tono a las
polémicas, prohibiendo sin motivo la obra de Vailland. Ese clima de
violencia fue creado por misteriosos personajes que golpearon a los
actores con puñetazos norteamericanos. En seguida se susurra que el
ministro ha cedido a las presiones de la embajada norteamericana:
excelente publicidad; a la futura clientela del empréstito le gusta hallar
el dedo de Dios en los detalles; si los Estados Unidos, en unas
circunstancias tan pequeñas, se han dignado defendernos contra
nuestra culpable tolerancia, ¿qué no harán en las grandes? La
emoción tiende a calmarse cuando la visita de Ridgway proporciona el
tema de la segunda campaña publicitaria. Se comienza deteniendo a
André Stil. La astucia está en que la detención es manifiestamente
arbitraria: la gran burguesía francesa detesta la república y desconfía
del fascismo, pero la enloquece lo arbitrario, que le parece aristocrático
y le ofrece a la vez la imagen de la anarquía de que goza y de la
autoridad con que sueña para los otros; levanta la cabeza y se
pregunta, pensativamente, si no ha puesto la mano sobre ese ave: un
Liberal con puño de hierro. Viene el día de la manifestación; Baylot y el
Gobierno organizan el pánico; aquél certifica que las masas no se
moverán, éste que está sobre la pista de un complot cuya importancia
nos invita a medir por el número de los policías encargados de
reprimirlo. ¿El fin de los conjurados? ¿Cómo queréis que se sepa ya
que la vigilancia del ministerio ha frustrado sus proyectos? La fortuna
sonríe a Pinay. Todo le sirve, incluso la sangre derramada. Los
agentes, como es sabido, tiraron al aire. Una bala rebotó contra el cielo
y cayó sobre la multitud. ¿Iba a herir a un francés? No: el dedo de Dios
la desvió a tiempo contra un nor-argelino. Ya sabéis el partido que se
sacó de ello: ¡había, pues bicots24 entre las filas de los separatistas! ¿Y
qué hacían allí? Que se empleen regimientos africanos para sojuzgar a
los malgachés, bien está: es indígena contra indígena. Pero hay que
ser enemigo de Francia para mezclar a los árabes en las querellas
entre franceses. En resumen, cuando cayó la noche, las fuerzas del
orden habían ganado la partida. Una pequeña partida, una victoria
24
Nombre despectivo dado a los árabes. (N. del T.)
68
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

pequeña: un solo cadáver y dos sacerdotes golpeados, eso no ha


bastado nunca para lanzar un empréstito.
La manifestación ha terminado; las gentes vuelven a sus casas,
irritadas, cansadas, vagamente decepcionadas; en los barrios obreros
se sabe ya la noticia: un fracaso más. Se callan, ocultan la amargura y
la tristeza con el mal humor. Es el momento elegido por Pinay para
hacer detener a un jefe comunista en plena calle. Conocemos la
piadosa leyenda que la prensa difundió al día siguiente: Duclos fue
pillado con las manos en la masa; en un instante de terror, los agentes
entrevieron las consecuencias, quizás incalculables, de su arresto;
luego, por civismo, por amor desinteresado a la legalidad, se deciden a
detenerlo. Eso podía pasar, si hubiese habido leyes que defender, pero
justamente no las había; había un ciudadano que volvía a su casa en
automóvil y que las circunstancias hacían legalmente intocable.
Extraño amor a la ley que le hace sufrir los últimos ultrajes bajo
pretexto de que acaba de ser violada. No comprendéis, nos dicen: era
un caso de extrema urgencia; y se ha dado vacaciones a la legalidad
porque la República estaba en peligro. ¡Un complot! ¡Ya se sabe lo que
creía Pinay en el complot! ¡Y también Pleven! ¡Y la prensa de derecha!
Mirad, hacedles la pregunta, decidles de qué complot se trataba,
insistid en que os den pruebas o al menos indicios: os responderán
noblemente que el Partido Comunista es un complot permanente y que
se le debería disolver al día siguiente del Congreso de Tours. No; la
maniobra apesta; a la inversa de Lyautey, el Gobierno se ha valido de
su fuerza para poder mostrarla. ¿Y a quién había de mostrarla? Claro
está: a su futura clientela.
Si se la mira sin prejuicios, la operación Pinay desconcierta: que se
trata de un acto de violencia y que debe, en definitiva, comprometer la
causa que pretende salvar, es algo que nadie duda; la burguesía
dedica toda su propaganda a las libertades formales; si las destruye
con sus propias manos, ¿qué pretenderá defender? Pero si se
examinan con detalle las circunstancias del arresto, todo se confunde.
Se diría que es un guión escrito en colaboración por dos actores, uno
de los cuales es muy astuto y el otro idiota. Si el Gobierno quería
mostrar su fuerza, ¿qué le impedía poner en libertad a Duclos
inmediatamente después del fracaso de la huelga? ¿Era realmente
necesario que toda Europa oyese el ruido de las bofetadas distribuidas
por los jueces y magistrados a las mejillas ministeriales? ¿Por qué

69
Jean-Paul Sartre

mentir acerca de la hora de la detención? ¿Y la emisora de radio? ¿Por


qué esas necedades de las palomas mensajeras? ¿Y por qué recurrir a
esa venerable paparrucha del complot que tiene ciento diez años? La
prensa liberal no parece haber sido sensible a esas contradicciones: en
esta época tomaba aun a Pinay por Parsifal. Pero si no compartís esa
opinión, tendréis quizás el sentimiento de que la decisión de los
ministros les ha sido quizás soplada por algún Maquiavelo, que la han
entendido mal, la han ejecutado sin fortuna y, para terminar, se han
hallado ante unas consecuencias que estaban más allá de sus
talentos. En cuanto al Maquiavelo, yo no garantizo su existencia; en
esa operación hábil y aturdida, el aturdimiento procede de los ministros
y la habilidad procede de fuera; pero pueden ser sencillamente las
circunstancias.
Pinay seguía su idea; y su idea era el empréstito. A los pocos días, un
periódico dijo estas sinceras palabras:
“La manifestación termina en un fracaso y el empréstito se
anuncia como un éxito: ¿de qué lado están los buenos
franceses? Eso está bien claro: los buenos franceses suscriben
los empréstitos, y no andan por las calles; Pinay no esperaba su
recompensa de la calle, sino de las tiendas, de los bancos y de
la Asamblea. Lo que preparaba con tanta insistencia, no era la
disolución del P.C. sino la dislocación del R.P.F.; si trataba de
aplastar a la oposición de izquierda, era para amordazar mejor a
la de derecha, y si mantenía encerrado a su molesto cautivo, era
sencillamente para hacer cantar a sus colegas: bien se vio
cuando impuso la confianza a la Asamblea helada de terror: “Mi
lugar es vuestro, pero el que lo tome, tendrá que tomar con él mi
prisionero”. Aquel día, Duclos salvó el ministerio.”
En resumen, nos han hecho la comedia del peligro rojo; una farsa que
no data de ayer, pero que aún sirve. Sólo que Pinay no le ha dado su
forma clásica e incluso, al decir de los expertos, es una herejía el
haberla intentado en esas circunstancias; para que el truco tenga éxito,
se juzga indispensable, de ordinario, que no haya peligro rojo. Mirad
los norteamericanos: ¡qué sentido innato de la propaganda y qué
admirable conocimiento del corazón no han necesitado para
perfeccionar ese procedimiento un poco gastado que les venía de
Europa! ¿Y creéis que habrían podido hacer de él ese maravilloso
instrumento de propaganda, el anticomunismo, si hubiese habido
70
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

comunistas en los Estados Unidos? Si encontráis militantes del P. C.


cada día o incluso cada mes, ¿cómo creer que se comen a los niños?
Pero si no los habéis visto, ¿cómo probar que no se los comen? Y
luego, se realiza una economía de personal: si nadie es “staliniano”,
todo el mundo es sospechoso de serlo; el average man hace los dos
papeles: denunciador con todos, denunciado cuando está solo. Claro
está que las víctimas no probarán nunca su inocencia, ya que la
acusación no sabe lo que les reprocha. Por haber aplicado el
procedimiento sin discernimiento, Pinay corría el riesgo de darse
cuenta, a expensas suyas, de que hay comunistas en Francia.
Pues bien, no: todo ocurrió como si no hubiera. ¿Hay que creer, en
realidad, que un Maquiavelo aconseja al Gobierno? La explicación es
verosímil, pero no necesaria. Esta operación a corto plazo venía a su
hora en una batalla que dura desde la Liberación y en la cual la
burguesía francesa ha sabido conquistar y conservar la iniciativa. El
maquiavelismo está en las cosas: hiciera lo que hiciese Pinay, su acto,
llevado, servido, rodeado, nutrido por otras maniobras menos visibles y
más profundas debía reflejar una inteligencia prestada; en un cierto
momento de las batallas, si uno de los adversarios tiene la ventaja,
todo le beneficia, el mismo azar gira en favor suyo. Pinay detiene
precipitadamente a Duclos en el momento en que resulta hábil
detenerle. Hay un sentido objetivo del “golpe del 28 de mayo” que no
ha aparecido, quizás, a ninguno de los autores, pero que salta a la
vista después de él; se convierte en símbolo de una estrategia que
trataré de definir en el próximo capítulo.
Considerada bajo este punto de vista, la detención de Duclos es ilegal,
porque tenía que serlo. Si era legal, el Partido tenía una puerta de
salida: podía protestar en su prensa, en mitines, contra la intención,
aun declarando que se inclinaba ante la legalidad formal del acto.
Mediante el rapto de Duclos, el ministro cierra todas las salidas: lanza
un público desafío a los comunistas, les ataca después del fracaso de
la manifestación y cuando están en plena retirada, les obliga a aceptar
una prueba de fuerzas en la hora y el terreno que él ha elegido, con el
mundo entero por testigo. ¿Protestar? ¿Oponer la Constitución al
Gobierno? Eso podía hacerse, eso se ha hecho: Duelos ha presentado
una queja por prevaricación. Naturalmente, nuestra buena prensa ha
manifestado su ironía:

71
Jean-Paul Sartre

“¿Si nuestras leyes se han hecho contra vosotros, por qué


protestáis cuando se las de obedece? Vosotros que las infringís
todos los días, ¿con qué derecho protestáis cuando somos
nosotros los que las menoscabamos? Vosotros estáis en pro o
en contra de la República de acuerdo a vuestro interés del
momento, y solo os valéis de nuestros códigos para atarnos con
reglamentos que no observáis.”
El argumento no vale nada y ya tendremos ocasión de volver sobre las
relaciones del P.C. con la democracia. Pero aun cuando no tuviera más
fin que el de destruirla, queda que es la propia burguesía la que ha
presentado la universalidad de la ley frente a los particularismos del
Antiguo Régimen: ¿por qué se iban a privar los comunistas de acusar
al adversario en nombre de sus propios principios? ¿Luego, defendéis
a Maurras? Nada de eso: Maurras era un burgués que sacaba todos
sus recursos de la sociedad burguesa; tenía la cultura y el bienestar
que dan un contenido verdadero a las libertades formales; traicionaba
su clase en beneficio de una pequeña minoría de burgueses.
Los comunistas hablan en nombre del proletariado que participa en la
vida económica del país sin tener parte en su vida social: si algún
trabajador obtiene alguna ventaja de las leyes burguesas, no son sus
leyes sin embargo; porque favorecen a los que lo explotan. No
obstante, el Partido no se podía contentar con una acción legal: porque
el Gobierno, al violar la ley ha ido a buscar a las masas a su propio
terreno que es el de la ilegalidad; al hacer una afrenta pública al
Partido, las ha desafiado. “He aquí lo que hago con vuestro jefe; y si
eso no os gusta, es lo mismo.” Es preciso, pues, que las masas
respondan en ese terreno al desafío: en el caso de Henri Martin, el
Partido puede hallar absurdo el motivo del procedimiento judicial e
inicua la sentencia dada; pero no discute el derecho de detener y de
castigar a un soldado o a un marino sorprendido distribuyendo folletos;
se limitará, pues, a reclamar en su prensa, en mítines, o peticiones, la
revisión del proceso; a la inversa, si un gobierno de tendencia fascista
detiene al representante de un partido burgués, ese partido puede
recurrir a la acción judicial; porque querrá probar que las leyes
democráticas bastan para protegernos de la dictadura. Pero si se hace
violencia a un partido de violencia, la única respuesta es la violencia.

72
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

En nuestras sociedades, el gobierno y las asambleas deben su poder a


las instituciones al menos tanto como a la voluntad del pueblo, en
primer lugar porque las instituciones son las que definen al elector, y
luego, y sobre todo, porque el poder puede seguir siendo legítimo
cuando ya no responde a los votos de la mayoría con la sola condición
de que esté garantizado por la ley. Después de las elecciones
municipales de 1947, un gobierno desautorizado a medias por el país
ha podido conservar el poder, esperar el reflujo del movimiento
degaullista y fabricar una ley electoral que aseguraba la vuelta de la
misma mayoría a la Asamblea futura.
El P.C. disfruta de una autoridad que se asemeja a la de un gobierno;
pero como no tiene instituciones, su soberanía procede de las mismas
masas. ¿Me decís que es feudatario de Moscú? ¿Que no hay
democracia en el interior del movimiento? Muy posible: eso no impide
que si las masas se negasen de repente a seguirlo, perdiese todo; por
potente que sea, se parece a Anteo, que sólo tenía fuerzas cuando
tocaba la tierra. Los cinco o seis millones de votos que tiene el Partido
cada cuatro años, consagran su importancia electoral sin legitimar su
acción revolucionaria: los electores no reprueban ni las manifestaciones
ni las huelgas políticas pero su papeleta electoral no permite saber si
participan en ellas. El P.C. mide sus poderes en la calle; la amplitud de
las demostraciones en masa es la que legitima su autoridad. He aquí,
pues, frente al sistema abstracto y muy razonable de la elección, una
delegación de poderes, pública, oscura, peligrosa, discutible, pero que
hace que nos remontemos a los orígenes de la soberanía. Sólo que, en
estos plebiscitos, ocurre lo que con la acción divina de Descartes:
como son valederos un instante, hay que renovarlos sin cesar; aunque
Francia entera hubiera hecho la huelga ayer, nada permite afirmar que
volviera a hacerla mañana; no hay institución para extender y prolongar
el resultado de esas consultas populares más allá de la jornada en que
han tenido lugar: y eso se comprende ya que, por su misma violencia,
el torrente de los manifestantes expresa una clase de voluntad
constituyente que revoca las leyes en vigor. El burgués no se ha
equivocado jamás en eso: sus intrigas pueden modificar los gobiernos,
pero los que les dan su verdadero poder son las masas; lo que odia y
teme en el “populacho” es la soberanía salvaje. Pero ya que la relación
de las multitudes con sus jefes es constantemente variable, no vacila
en tomar la palabra a los comunistas y los obliga a hacerse elegir

73
Jean-Paul Sartre

mediante un plebiscito cuando las circunstancias les son desfavo-


rables. Si el resultado les es contrario, se publicará. En vano explicarán
que se trata de un desfallecimiento pasajero: un partido electoral puede
sobrevivir a sus derrotas, pero un partido revolucionario no se distingue
del impulso revolucionario de sus tropas. El ministro paga a los
comunistas con su misma moneda: éstos apelaban a los principios de
la burguesía; en nombre de los suyos se les obliga a mostrar los
naipes. La salvaje soberanía del pueblo, irrita a Pinay; sabe muy bien
que no tiene detrás de él a la mayoría del país; pero, hasta que no la
defina una ley electoral, la mayoría no tiene más derecho que el de
callarse. Por el contrario, también sabe que un partido revolucionario
no tiene el derecho de plegarse: detiene a Duclos y espera; el desafío
será seguramente aceptado. Además la oficina política ha visto la
trampa (y si no la hubiera visto, las resistencias y las evasivas de la
C.G.T. le debieron ilustrar) pero embestirá con la cabeza baja: vale
más dejar al militante el recuerdo de una derrota que el de una huida.
Se ha dado la orden de huelga, el Gobierno está dispuesto: si las
masas se mueven, se las aplasta; pero se cree saber que no se
moverán. En el 4 de junio, como en el 28 de mayo, las previsiones de
la oficina política, y las del ministerio, han estado de perfecto acuerdo.
En resumen, no se esperaba nada, no se produjo nada y sobre esa
nada, Pinay construyó su gloria. La jornada del 4 de junio es histórica
en lo que se asemeja a todas las demás; hemos leído en los diarios del
día siguiente que las calles presentaban su fisonomía habitual, que el
metro funcionaba como de ordinario; fue uno de esos días laborables
que una gracia singular transforma a los ojos de los amigos del orden
en fiestas sonadas.
Yo estaba en el extranjero, mis relaciones con los comunistas eran
buenas, pero no deliciosas: ya no decían que yo ponía al hombre en
cuatro patas, pero me acusaban aún de haber espiado la Resistencia
por cuenta de la burguesía fascista. En fin, la manifestación del 28 de
mayo no me pareció oportuna y temía nuevos motines y muertes
inútiles. Más razones para recibir la noticia del fracaso de la huelga con
indiferencia, ya que no con alivio. Ahora bien, la noticia me produjo el
efecto contrario: la protesta de la buena prensa no lograba cubrir el
extraño silencio de Francia, y yo tuve el sentimiento de que acababan
de anunciarme una pequeña derrota del hombre. Entonces no sabía
que éramos muchos los que veíamos las cosas así.

74
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Después, la prensa burguesa escribió que teníamos miedo. ¿Por qué


no, después de todo? Acepto el miedo: es una de esas raras palabras
que nuestros periódicos pueden comprender. ¿Pero miedo de qué?
¿Del régimen policial que se anuncia? ¿De la influencia norte-
americana? ¿De la caza de brujas? ¿De la amenaza de guerra? He
aquí temas de inquietud que yo encuentro muy razonables. Pero a mí
no me inquietan: nosotros tenemos miedo porque la clase obrera ha
desautorizado al Partido Comunista. Si no se trata más que de eso, no
sufráis más; porque nosotros estamos muy tranquilos: el Partido no va
a desaparecer tan pronto, ni es cierto que la clase obrera le haya
desautorizado: el 4 de junio no se manifestó nada y no había clase
obrera; si queréis saberlo, he aquí precisamente lo que nos ha dado
miedo; y escribo este artículo para tratar de comprender por qué se
calla Francia.
Al parecer no se calla, grita su desprecio a la cara de Pinay; en
resumen, el “pretendido” fracaso de la huelga sería discutido por el
P.C. y nos habríamos asustado de nada. Yo debería regocijarme, pero
no he hecho más que cambiar de preocupación; por ahora, lo que me
aflige es mi sordera. Veo sonreír a Caillois: he aquí adonde se llega
cuando uno se divierte defendiendo a los comunistas más allá de sus
principios. ¿Piensa Sartre complacerlos lamentando en voz alta una
derrota que ellos no confiesan? No, no lo pienso. ¿Quién iba a ser lo
suficientemente loco para querer complacer a los militantes comunistas
o no? ¿Y por qué hacerlo? Si me tomaba ese trabajo, ¿qué iba a
conseguir con ello? ¿El furtivo apretón de manos de un “cripto”? ¿Una
pálida sonrisa en los labios de un “templado”? No hay motivo para que
me palpite el corazón. No: a un partido de masas se le combate, se
entra en él, o uno se entiende desde fuera con sus representantes
acerca de los objetivos comunes. Tanto mejor si es la sanción la que
decide los sentimientos: el individualismo burgués los reducía a
humores, volvamos a amar o a odiar al hombre entero a través de sus
obras. Es cierto: el fin de este artículo es declarar mi acuerdo con los
comunistas sobre temas precisos y limitados, razonando a partir de
mis principios y no de los suyos; ya se verá el por qué.
Ha sucedido cien veces, después del Congreso de Tours, que los
hombres o los grupos “de izquierda” proclaman su acuerdo de hecho
con el P.C. pero subrayando sus divergencias de principio. Y si su
concurso parecía deseable al Partido, aceptaba esta alianza a pesar

75
Jean-Paul Sartre

de las divergencias. Hoy me parece que la situación, para él como para


nosotros, ha cambiado de modo tal que debe desear semejantes
alianzas en parte a causa de las divergencias.
¿En cuanto al hecho en sí, se puede decir que el P.C. lo discute? Sí y
no. Reconoce que la huelga no ha triunfado, pero su principal interés
parece ser quitar toda la responsabilidad a la clase obrera y, para
lograrlo, no duda en tomar sobre sí toda la culpa. Precipitación, mala
transmisión de poderes. Falta de cohesión, extremismo: sabido es todo
cuanto se reprocha. A decir verdad, es hacer el papel del diablo. El
adversario da de los acontecimientos del 4 de junio una explicación por
la esencia: la naturaleza maligna del P.C. tenía que terminar asqueando a
la clase obrera: el P.C. reconoce los hechos pero los explica por el
accidente; la clase obrera ha conservado su combatividad; sencilla-
mente, unos individuos han cometido errores y no han sabido
convocarla a tiempo. He aquí lo que decía Duclos en la última sesión
del Comité Central:
“La clase obrera ha sido el elemento determinante de la victoria.
En su inmensa masa ha estado con nuestro Partido frente a los
conspiradores. Pero eso no quiere decir que esta toma de
posición se traduzca siempre y en todas partes por huelgas,
manifestaciones o peticiones. El error del Gobierno y de sus
agentes ha sido precisamente el de creer que donde no había
huelga ni manifestación, la clase obrera era indiferente. Los
trabajadores han comprendido que el complot anticomunista era
el preludio de violentos ataques contra sus condiciones de
existencia, contra sus derechos adquiridos, contra las libertades
democráticas y contra la paz. Y no cabe duda que la acción de la
clase obrera estaba llamada a frenar un serio desarrollo si el
movimiento popular no hubiese, con la liberación del 1º de julio,
asestado un primer golpe grave a los conspiradores”.25
En un punto, estoy de acuerdo con el P.C.: en que es imposible
presentar el silencio de las masas como un consentimiento de la
represión. “Sea”, me responden. “Pero por las mismas razones, no
puede hacerlo pasar por una desaprobación.” No estoy tan seguro de
ello: claro está que un signo negativo es difícilmente descifrable. Pero
cuesta trabajo creer que la violencia ejercida sobre un líder de un
partido obrero, después de una manifestación –aun siendo ésta
25
La Nouvelle Critique, n.º 39, septiembre-octubre de 1952, p. 38
76
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

impopular– pueda dejar indiferentes a las masas. Los trabajadores


viven bajo la constante amenaza de tres calamidades que se llaman
alza de precios, desempleo y represión. Cualquiera que sea el porvenir
a argo plazo con que sueñen o que preparen, su porvenir a corto plazo
es siempre sombrío: conocen la hostilidad de las clases dirigentes,
saben que se lanzan a combinaciones cuyas consecuencias son en su
mayor parte nefastas al proletariado. pero ignoran el detalle de las
maniobras y los efectos les alcanzan con frecuencia sin que hayan
presentido las causas. En esta penumbra incierta donde todo lo que
sufre va de por sí a lo peor, los cambios bruscos son de mal augurio.
Recordáis esos años sinuosos donde se adivinaba que Alemania se
preparaba para la guerra, sin poder medir su esfuerzo de rearme,
recordáis nuestra constante inquietud y el sabor siniestro de los días:
de vez en cuando, Hitler hacía un gesto, pronunciaba un discurso y
nosotros sentíamos la guerra cada día un poco más cercana. Claro
está que la comparación no es razón; pero cuando yo quiero, burgués
relativamente protegido contra las crisis, comprender el clima de los
suburbios obreros, esa atmósfera pesada, ese porvenir cerrado, tengo
que recurrir a ese período de nuestra historia. Al detener a Duclos, los
burgueses han dado sus noticias al proletariado y esas noticias eran
malas. A menos que se olvide el odio secular de los obreros contra la
policía, las dificultades de su vida cotidiana, la inestabilidad de sus
presupuestos y sus viejas heridas jamás cicatrizadas, ¿cómo negar
que han visto en la acción judicial iniciada contra el partido comunista
el signo precursor de nuevas persecuciones?
Ahora bien, ¿hay que asimilar esta sorda inquietud a un movimiento?
Esa mezcla de aprensión y de resentimiento ¿puede pasar por una
acción? No lo creo. Según Duclos, el Gobierno habría cometido el error
de subestimar la resistencia de las masas. Lo acepto; pero si Pinay no
ha sabido ver su cólera, ¿sobre quién podía actuar esa resistencia
vana y muda? ¿Y como considerar las liberaciones del 1º de julio una
victoria popular? Si yo fuese comunista, más que al proletariado estaría
agradecido a Montesquieu: porque la acción represiva del ministro ha
sido frenada durante algunos meses por el principio burgués de la
separación de los poderes; una magistratura escrupulosa y orgullosa
de sus prerrogativas se ha negado sencillamente a entregar al poder
ejecutivo la independencia a que debía su razón de ser y la parte de
soberanía que ostenta. ¿Habría galvanizado a los jueces el movimiento

77
Jean-Paul Sartre

popular? ¿Pero de dónde se saca eso? Y si no se ha expresado “por


huelgas, manifestaciones ni peticiones”, ¿cómo habrían podido
conocerla esos magistrados burgueses? En realidad, Francia estaba
inmóvil y muda y en medio de un gran silencio el Tribunal Supremo ha
tomado su decisión. Y en mi opinión, el Gobierno no es culpable de
haber subestimado la indignación popular: lo es de no haber previsto
una orden tan previsible: la magistratura no ha obedecido a nadie;
desde la tercera República;26 ¿por qué se quería que aceptase amos,
sobre todo cuando esos amos se llaman Baylot y Pinay?
Luego es igualmente falso que las masas hayan hecho presión sobre
los ministros y que hayan permanecido indiferentes. La realidad es que
desaprobaban y no mostraron su desaprobación; esto es lo que parece
sospechoso: ¿por qué no se ha buscado expresión a su real descon-
tento?
“Porque su rencor era demasiado fuerte, porque condenaban la
política comunista y se les ofrecía una ocasión de demostrarlo.”
Mediante esta vuelta hábil, la prensa burguesa ha convertido la
ausencia de reacción en voluntad de no reaccionar.
Admitámoslo: ¿pero de qué se habla? ¿Del 28 de mayo o del 4 de
junio? Me dicen que todo es lo mismo y que el segundo fracaso es sólo
la confirmación y la agravación del primero; no estoy convencido en
absoluto; a mis ojos, las dos jornadas difieren profundamente.
La manifestación del 28 de mayo me hace reír, para hablar
francamente: lograda o fracasada no sale de la rutina y de los “asuntos
corrientes”. Y, sobre todo, tiene un carácter político. Los dirigentes
comunistas han estudiado la situación internacional, valorado las
fuerzas presentes y han juzgado que una operación restringida
contribuiría por su débil parte a modificar la relación de esas fuerzas.
Lo que han hecho allí, otros pueden querer hacerlo por su propia
cuenta: cada cual puede apreciar políticamente una acción política. Y,
si no puedo creer –ya se verá por qué– que la clase obrera se haya
manifestado contra la manifestación, admito gustoso –¿por qué no?–
que un buen número de obreros se haya abstenido de tomar parte en
ella con una especie de animosidad que revelaba una desautorización:
“¿De qué sirve eso? Así no se logrará nada, etc.” Quizás incluso se
han hallado algunos que querían mostrar con su ausencia que
26
Escrito en 1952.
78
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

condenaban esta política de prestigio. En cuanto a la mayoría es más


sencillo aún: y los militantes saben muy bien que las manifestaciones
contra la guerra rara vez tienen éxito. El fracaso de la jornada roja, en
junio de 1929, ofrece muchas analogías –al menos superficiales– con
la del 28 de mayo: igual llamada a las masas; “Mostrad que estáis
decididos a impedir la cruzada anticomunista”; igual ausencia “muy
marcada” de la clase obrera; una sola diferencia: al que se detuvo fue
a Thorez. El Partido conoce bien el problema; sabe bien que habría
que apoyar en cada caso las tomas de posición política en
reivindicaciones económicas, desea poder analizar la situación local,
separar de ella las causas generales, y mostrar los vínculos del interés
inmediato con los intereses de clase. Pero veremos que eso no es
siempre fácil: puede ocurrir que falle un eslabón o que los dirigentes
cometan errores: en ese caso, la acción política se presenta sola al
descubierto, y no logra siempre arrastrar a las masas. Y eso no
procede de que los obreros crean que la acción política no es de su
incumbencia, ni de que se nieguen a emplear sus armas ordinarias en
denunciar al colonialismo o el imperialismo: sino sencillamente porque
el objetivo se les presenta bajo una forma demasiado abstracta y
demasiado lejana. Luchan con más gusto cuando se les muestra, por
ejemplo, que al defender sus salarios comprometen la política del
rearme y, como consecuencia indirecta, el Pacto del Atlántico. ¿Porque
defienden sus intereses particulares? No: porque captan directamente
los acontecimientos, porque ven los efectos de detalle de la acción,
porque toda su “educación política” descansa en la idea de que los
acontecimientos mundiales se presentan, en la escala de las naciones
y de las ciudades, bajo el aspecto de cambios locales y concretos,
cuyo curso puede modificar una acción local y concreta.
Pero, de todos modos, la huelga del 4 de junio, no era política. ¿O hay
que llamar político a ese furor que levantó a los obreros italianos
cuando supieron que un desconocido había disparado contra Togliatti?
Adelantándose a las órdenes de huelga, se precipitaron a las fábricas,
las ocuparon y encerraron a los patronos: todo el mundo estaba de
acuerdo, comunistas, anticomunistas, fue un golpe de mar; durante dos
días, el Gobierno creyó perder el control de la situación. ¿Y cuáles
eran –políticos o no– los objetivos de aquella manifestación? ¿Protestar?
¿Contra quién? ¿Contra un loco? Porque nadie creía –incluso
entonces– que el Gobierno o los partidos de derecha eran tan tontos

79
Jean-Paul Sartre

como para hacer asesinar a un líder comunista en el momento en que


el P.C. controlaba la tercera parte del país; en cuanto a la "presión" de
la masas, ¿sobre quién podía ejercerse, sino sobre el Dios Padre? Sin
embargo, el acontecimiento tuvo un alcance inmenso: en un impulso
de pasión, la clase se afirmó, en acto ante la nación, ante Europa;
antes del atentado parecía que no había más que una multitud de
grupos que se atraían o se repelían, se yuxtaponían o se inter-
penetraban, familias, asociaciones, parroquias, etc.; inmediatamente
después, las barreras saltan, y el proletariado se muestra. Es eso y
nada más, ese sobresalto violento, es lo que los comunistas esperaban
del obrero francés; ya no se trataba de alcanzar los objetivos más o
menos lejanos por caminos más o menos tortuosos; la clase obrera era
atacada en su realidad más cotidiana, y en sus derechos elementales,
se encarcelaba en sus narices a los dirigentes que había elegido y la
Oficina Política exigía de ella –sin esperanza, ya lo he dicho– una
reacción inmediata y pasional. Nadie le pedía que rompiese los
cristales de la Presidencia del Consejo, ni que incendiase el Eliseo; se
quería sencillamente que se manifestase. No lo hizo.
“Eso prueba, –responde el anticomunista– que se quiere
sacudir el yugo del P.C. Esas manifestaciones de masa,
decíais, son consagraciones bárbaras y el proletariado renueva
la confianza a sus jefes en la calle. Concluid, pues: cuando las
calles están desiertas, los jefes quedan desautorizados”.
No vayamos tan de prisa. En 1951, las masas daban ya signos
indudables de agotamiento, y, sin embargo, 5 millones de electores
votaron por los comunistas; después del 4 de junio, han tenido lugar
elecciones parciales que no marcan un retroceso sobre los promedios
del año último; el día siguiente de la huelga fracasada, F.O. tuvo, en
Renault, un éxito que la buena prensa ha puesto por las nubes. Ese
triunfo indiscutible indica al menos, el mal humor de la clase obrera.
Pero lo que se ha subrayado raramente en la derecha, y lo que me
parece aún más significativo, es que la C.G.T., menos de quince días
después de su fiasco, conservaba el 60 % de los votos. Hay, pues, en
las fábricas Renault, una mayoría de trabajadores que le muestran su
confianza, mientras se reservan el desobedecerla; hay en el país 4 ó 5
millones de electores que votan a los diputados comunistas sin
levantar el meñique para defenderlos cuando se viola su inmunidad
parlamentaria. Es cierto: esa especie de soberanía que nace de la

80
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

acción, el P.C. está a punto de perderla; y sus advertencias parecen


indicar, a primera vista, una crisis de su autoridad revolucionaria. Pero
es también un partido clásico y parlamentario; ya que controla,
prácticamente, la C.G.T., es una organización sindical: bajo esos dos
aspectos, conserva su prestigio; de un 60 a un 70 % de los
trabajadores aceptan que defienda sus intereses materiales; de un 25
a un 30 % de los electores aceptan que les represente en la Asamblea.
Después de eso, venís a decirme que la clase obrera desautoriza a
Duclos; aceptado. Pero me parece claro que no puede desautorizarlo
sin desautorizarse; mirad, admito todo cuanto queráis; los obreros
están cansados de la tutela comunista, de la burocracia del Partido, de
su obediencia a Moscú; le hacen mil reproches v se indignan cada día
contra la C.G.T. ¿Y luego? No se les pedía que diesen una dulce
prenda de amor a la Oficina Política, sino que reaccionasen ante un
desafío, un insulto y una amenaza. Ayer, al detener a Duclos, el
Gobierno anula su voto de un plumazo; al detener hoy a Le Léap,
desgarra sus carnets sindicales. ¡Desautorizar a Duclos en un
momento semejante! ¿Y por qué, ya que lo hacen, no dan las gracias
al buen Pinay por haberles librado de un tirano? O creéis sinceramente
que un proletariado forjado por ciento cincuenta años de lucha,
consciente de sus tradiciones y de su grandeza, va a venir a
declararnos sonriente:
“No estoy muy contento de los jefes que me he dado, por esta
razón no encuentro mal que se los detenga y, aun teniéndoles
confianza en ciertos puntos, no me niego a que se viole un poco
la ley, si es necesario, para librarme de ellos.”
Que los comentaristas del Figaro tomen a la clase obrera por una
virgen loca es cosa natural. Pero vosotros, vosotros los marxistas
“antistalinianos”, vosotros que contáis con su clarividencia para librarla
de sus dirigentes actuales ¿cómo podéis admitir que haya abierto la
puerta tranquilamente a la represión policial? Vosotros le habéis dicho
y repetido después de Marx, después de Lenin: la burguesía se ha
impuesto leyes que la estrangulan, el interés del proletariado es
obligarla a que las respete. Tenemos, decíais, que levantarnos contra
todos los abusos del poder. ¿Vais a añadir hoy: salvo cuando pagan el
pato los stalinistas? Ya lo sé: podéis permitiros todo porque vuestras
actitudes no tienen efecto sobre las masas: habéis concluido con los
hechos un pacto de no-intervención: pasan sin molestaros, sin negar ni

81
Jean-Paul Sartre

confirmar vuestras teorías; en cambio os habéis comprometido a no


intervenir jamás para modificar el curso de ellos. Pero se juzgarán más
inquietantes las reacciones de F.O. y de la C.F.T.C. Ya sean reformistas
o revolucionarias, independientes o controladas, las organizaciones
sindicales tienen en común que se han desarrollado en el cuadro de la
democracia burguesa y utilizan todas las armas que les proporciona la
legalidad. Si el Gobierno viola la ley o la cambia, quedan afectadas
todas: para que la clase obrera tenga confianza en su fuerza, tiene que
verla a la luz; las huelgas de 1936, por ejemplo, tuvieron lugar en una
galería de espejos. Imaginad una brusca vuelta a la clandestinidad; la
acción de los guerrilleros se mantendrá posible, no la de la masa; se
habrá sacado los ojos a Sansón. ¿Decís que aún no hemos llegado a
eso? No, seguramente; pero no hace mucho que nos hemos puesto en
marcha y todos tenemos recuerdos que debían hacernos quisquillosos
acerca del capítulo de las detenciones arbitrarias.
“¡Sí, si, bien!, –me dicen–: Usted habla como quiere; le habrán
insultado, difamado, quizás, pero no le han perseguido. Un
militante de F.O. es víctima de persecuciones sistemáticas e
interrumpidas: le insultan, le ponen en cuarentena y sabotean su
obra, de vez en cuando le dan una paliza. Cuando le hablan de
los comunistas, ¿creéis que piensa en el separatismo, en los
campos, en la burocracia, en elititismo? ¡Vamos! Piensa: «Lo que
me han hecho pasar estos canallas; pero esperad un poco a que
esto cambie y yo se lo haré pasar a ellos.» Sería demasiado
cómodo si el P.C. no tuviera más que decir una palabra para que
todas sus víctimas se precipitasen en su socorro.”
Es cierto: las divisiones de la clase obrera deben hacer la vida
imposible a muchos trabajadores; en cuanto a los rencores, existen: es
un hecho. ¿Pero qué se les pedía? ¿Borrón y cuenta nueva?
¿Restablecer la unidad sindical? ¿Tender la mano al P.C.? Nada de
eso: participar en una huelga de duración limitada y de alcance
simbólico para defender a la clase obrera y sus propias organizaciones;
les era fácil hacer conocer sus reservas y proclamar, por ejemplo:
“No hemos olvidado nuestras disensiones, pero por una vez las
dejamos de lado; por profundas que sean no permitiremos jamás que
desborden el cuadro de la clase y rechazamos, de una vez por todas,
el amable concurso del Gobierno y del patronato, bajo cualquiera de
las formas que se ofrezcan: aun cuando su intervención pareciese que
82
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

nos favorecía a expensas de nuestro adversario, sabemos que debe


terminar perjudicándonos a todos; cualquiera que ejerza violencias
contra un representante –sea el que sea– de los trabajadores, las
ejerce contra todos nosotros y la unidad del proletariado se restablecerá
contra él.”
No sucedió nada. A un movimiento “espontáneo” e irresistible, los
dirigentes de Fuerza Obrera, se habrían asociado sin duda para no
perder el beneficio. Pero, previendo el fracaso de la huelga, deseaban
que fuese una experiencia crítica para las masas y que revelase a
plena luz su desacuerdo con el Partido. ¿Era ése un buen cálculo? El
fracaso se produjo, ¿y quién se benefició con él? Nuestros burgueses y
sus ministros.
Un “inspirado” de Preuves me acusa de hacer mucho ruido por tan
poca cosa: esos acontecimientos son historia antigua, y yo soy el
único, en Francia, que los recuerdo. Respondo que por lo menos
somos dos los que todavía nos ocupamos de ellos; lo que me lo
recuerda sin cesar es que Pinay prueba cada día que no los olvida.
Triunfante, la huelga terminaba con él al instante; ya no sería ministro y
Le Léap no estaría en la cárcel (no llego a decir que ocurriría lo
contrario) . Fracasada, le ha enseñado “hasta dónde podía excederse”.
Por esta sola razón, que es evidente, digo que la huelga del 4 de junio
no debía servir solamente los intereses comunistas sino los del
proletariado y de la nación entera. ¿De dónde sacáis que el
proletariado ha infligido un reproche a sus dirigentes comunistas?
Cuando, para echar la zancadilla a un rival, un sindicato obrero se
hace tácitamente el cómplice del enemigo de clase, yo digo que el
proletariado se inhibe.
¿Entonces, quién se ha negado a hacer la huelga?– Pues bien,
individuos, en número muy grande; pongamos, si lo queréis, la gran
mayoría de los trabajadores. ¿Y no es eso lo que se llama
proletariado? No: no es eso. Mirad: después de la huelga, la prensa no
comunista ha publicado testimonios acerca del estado de espíritu
causante del fracaso: ¿por qué no atenernos a ellos? Los creo
verídicos –parcialmente al menos– primero porque he podido controlar
algunos, después porque los hechos referidos son casi idénticos a
través del abanico de las opiniones; en fin, y sobre todo, porque van
manifiestamente contra los intereses de los que los citan y porque
demuestran lo contrario de lo que se quería probar. Ninguna de esas
83
Jean-Paul Sartre

razones convencería por sí sola: sí se las toma todas juntas no


carecen de fuerza. Esos testimonios impresionan primero por lo que
les falta. Si buscáis en ellos rechazos claros y motivados políticamente,
quedaréis decepcionados; en los bares, en los barrios pequeño-
burgueses, el primer borracho que viene se toma por el cuerpo
electoral, por la nación; toma partido en pro o en contra del Pacto del
Atlántico, explica lo que un Gobierno “digno de tal nombre” debería
hacer en Túnez; sus juicios tienen fuerza de ley, habla en nombre de
todos y exige que todos le den la razón. En el caso que nos ocupa, no
hallaréis nada que se asemeje a esta seguridad simpática del elector
instruido en sus derechos: el obrero se limita a rehusar su participación
personal-, no emite su juicio y lejos de querer, como Kant y los
borrachos de la cuarta República, “erigir la máxima de su acto en ley
universal”, se esfuerza por el contrario de conservarle un carácter
particular; claro está, si sus camaradas le atacan, lo llaman cobarde,
en suma, si tratan los primeros de colocarlo de nuevo en las
circunstancias históricas, se defenderá en el terreno que han elegido,
tratará de probarles que tiene razón políticamente y que ellos debían
actuar como ha hecho él. Pero, por el contrario, si los que le rodean
vacilan, y él se da cuenta de que su decisión puede provocar un
movimiento general de abstenciones, cobra miedo y hace advertir que
son posibles otras actitudes, que la suya solo le compromete a él:
insiste especialmente sobre este aspecto singular de su caso. ¿En el
fondo, rechaza? Al parecer, él dirá, más bien que no puede obedecer:
“Tú (que no eres carga familiar mía o que estás seguro de
conservar tu puesto, etc.), eres libre de hacer lo que quieras; mi
caso no es el mismo...”
¿Decidir no hacer huelga? ¿No poder decidir hacer huelga? Vacila
entre las dos cosas. No sabe muy bien si desea que su ejemplo lo siga
toda Francia o que su ausencia pase desapercibida; teme igualmente
una manifestación que se hará sin él y una manifestación masiva que
podría tener consecuencias graves. Sí, lo que le domina es el
sentimiento de impotencia. De ordinario, las órdenes sindicales se
imponen como deberes y los delegados se esfuerzan en convencerlos
de que pueden ejecutarlas: Debes, luego puedes. Hoy en día le
responden: No debo porque ya no puedo.
“Sabe bien que no conseguiremos nada, y que perderemos por
nada nuestro salario.”
84
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

O bien:
“Fuerza Obrera no se mueve: estaremos solos.”
O bien:
“¿Venir con historias estando a un mes de vacaciones pagadas?
Eso no es hábil.”
O todavía:
“No puedo porque tengo tres hijos y mi mujer acaba de sufrir un
accidente”, etc.
¿Cuál de estos argumentos se refiere a los intereses de clase? A
través de tantas respuestas tristes se adivina una vuelta a ese
fatalismo que no deja de amenazar a los oprimidos, que las clases
dominantes tratan de desarrollar sin cesar y que los revolucionarios no
han cesado de combatir. Ese desaliento nace de la soledad y la
engendra a su vez: rompiendo ese círculo, la clase obrera se ha
afirmado y el optimismo un poco forzado de los militantes comunistas
revela su voluntad de salvar el cemento del proletariado, la esperanza.
Los que dicen que no irán porque F.O. se niega a ir, ¿cómo podrían
declarar más claramente que la clase obrera está desunida? Y sin
embargo, las organizaciones no comunistas agrupan a lo sumo la
quinta parte de los trabajadores sindicados. En el seno de un
organismo único, ¿qué significa un 20 % de opositores? Casi nada: las
malas cabezas, el desecho; la mayoría se impone y se declara la
unanimidad. Si esos “desechos” se organizan entre ellos, todo cambia;
esa orgullosa unanimidad que se tomaba por la clase obrera, es solo
un sindicato mayoritario; sin embargo, el día anterior se consideraba
infalible; y sus decisiones eran las únicas posibles; en cada instante, el
proletariado no era más que lo que podía y debía ser: “su meta y su
acción histórica le (estaban) trazadas irrevocable y visiblemente en las
circunstancias mismas de su vida”; cada una de las reacciones lo
expresaba enteramente. Ahora las decisiones de la C.G.T. son
accidentes: ¿No se ha probado, pues, que hay otras posibles y, a
veces, mejores? Esta huelga no la ordena el proletariado por la boca
de sus jefes: es una cierta manera de responder al desafío del ministro.
En una palabra, la resolución de los dirigentes sólo les compromete a
ellos; pueden ser buenos jefes, pero eso mismo significa que podrían
ser malos: sin que sea la culpa suya, y sin que hayan cambiado, las
masas tenderán a considerarlos como monarcas esclarecidos que
piensan por ellas. Entiéndase bien, que yo no me refiero, por ahora, “al
85
Jean-Paul Sartre

autoritarismo” y “al burocratismo” que se reprochan al P.C.: recuerdo,


sencillamente, los efectos de una escisión sindical, cualquiera que sea;
las disensiones obreras tienden a provocar una cierta dimisión de las
masas que, en lugar de afirmarse en una reacción unánime, se ven
llevadas a elegir entre varias políticas probabilistas. Empeñados en una
acción que reprueban sus camaradas, los cegetistas tienen el
sentimiento de combatir al descubierto; no es solamente el resultado
de la operación el que es incierto; es la operación en sí; empobrecida,
conjetural, limitada, refleja las opiniones de ciertos especialistas; y hay
especialistas del “interés general”, ¿cómo vamos a asombrarnos de que
el obrero se incline a ocuparse primero de su “interés particular”?
Porque en fin, ¿se cree que los huelguistas de 1920, de 1936, de 1947
eran todos solteros y sin hijos, milagrosamente asegurados contra el
desempleo y provistos de una libreta de caja de ahorros? O, a la
inversa, ¿se cree que el obrero de hoy ha perdido hasta el recuerdo de
los intereses de la clase obrera? ¿La explotación capitalista le parece
más justa y humana? ¿Acepta con mayor gusto el colonialismo, las
guerras imperialistas, y la represión policial? ¿Va a sacrificar a sus
jefes para acercarse a sus patronos? Haced la experiencia; abordad a
uno de esos que se han negado a hacer la huelga, habladle abierta-
mente, con abandono y deslizad discretamente algunas flechas
envenenadas contra la política comunista: quién sabe si es quizás de
vuestra opinión; no importa, interrumpirá la entrevista bruscamente,
habiendo adivinado un enemigo de clase bajo las sonrisas. En
resumen, hoy como anteayer, los obreros tienen las mismas
preocupaciones, las mismas metas, las mismas fidelidades. Sin
embargo, uno arriesgó la vida en 1942 mientras que, diez años más
tarde, no quiso arriesgar siquiera el salario de una sola mañana. ¿Qué
es lo que ha cambiado? ¿Los motivos? ¿Los móviles? No: su relación,
su sistema de valoración. ¿Y qué es lo que acarrea estos cambios sino
el curso del mundo, es decir, la historia de día a día? El conjunto
histórico decide en cada momento nuestros poderes, prescribe sus
límites a nuestro campo de acción y a nuestro porvenir real: condiciona
nuestra actitud frente a lo posible y lo imposible, lo real y lo imaginario,
el ser y el deber-ser, el tiempo y el espacio; a partir de ahí decidimos a
nuestra vez nuestras relaciones con los demás, es decir, del sentido de
nuestra vida y del valor de nuestra muerte: en este cuadro aparece al
fin nuestro Yo, es decir, una relación práctica y variable entre aquí y
allí, ahora y siempre, antiguamente y mañana, esto y el universo, una
86
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

decisión sin cesar revocable acerca de la importancia relativa de lo que


se llama impropiamente “el interés particular” y “el interés general”.
Para tomar los casos extremos, según una colectividad siga el curso
del mundo o contribuye a hacerlo, sus miembros se refugian en el
presente inmediato o disponen de un porvenir que se extiende más allá
de su muerte, se crispan ante lo poco que son, o arriesgan todo por
una causa cuyo triunfo no verán, regulan sus empresas de acuerdo a
sus necesidades o deciden sus necesidades en función de la empresa.
La historia muestra a unos las salidas y hace patear a los otros ante las
puertas cerradas. Hoy en día, igual que en 1850, el obrero no posee
sus instrumentos de trabajo: luego, la naturaleza profunda de sus
reivindicaciones no cambia. Pero la organización de la sociedad
capitalista no ha cesado de evolucionar, ni de modificarse la situación
del obrero: se hallará, según las épocas, que se ajusta más o menos a
su acción política, o se resume más o menos en su vida profesional;
sus lazos con las organizaciones de clase se aprietan o se aflojan, los
grandes fines que se le proponen –reformas o revolución, poco
importa– le parecen reales, a veces incluso al alcance de su mano o
lejanos y a veces imaginarios. Si pierde la esperanza, ningún discurso
se la devolverá: pero si la acción lo tema, creerá; la acción es por sí
sola, una confianza. ¿Y porqué lo toma? Porque es posible: él no
decide actuar, actúa, es acción, sujeto de la historia; ve la meta final, la
toca; se realizará en vida suya la sociedad sin clases. La realidad
inmediata, es el Porvenir; considerados desde el fondo el porvenir, los
intereses particulares son sombras abstractas; la muerte misma no da
miedo: es un cierto acontecimiento muy personal que debe llegarle en
medio de ese Porvenir que posee en común con todos.
Muchas veces la acción se termina con un desastre: entonces los
trabajadores que eran el sujeto colectivo de la historia vuelven a ser
individualmente los objetos. El obrero cambia de piel, ve el mundo con
otros ojos: las evidencias de la víspera se han apagado; otras se
iluminan, próximas, cotidianas, desagradables; ¿por qué luchar ya que
no se va a cambiar nada? Si esperan ganar, si ya no tienen nada que
perder, combatirán. Pero si queda algo que perder –ya sea un miserable
salario– y si se abandona toda esperanza de ganar, se está callado.
Los que arriesgaban la vida sin pensar siquiera en ello, ahora temen el
hambre y dicen: “No quiero morirme de hambre”. Cuando Koestler, ya
denegado por el infinito, no había elegido aún ser un cero, nos narraba
la historia de ese pastor español que se batía para aprender a leer:
87
Jean-Paul Sartre

arriesgar el pellejo por instruirse, eso es perfectamente razonable;


siempre a condición de que haya una oportunidad de ganar. Cuando
todo se ha perdido, cuando los vencedores han decidido desarrollar el
analfabetismo, y fundar su poder en la ignorancia, el hambre se hace
cómplice suya; mientras queda una probabilidad, se come si se puede,
se come para batirse; para batirse se acepta el no comer; cuando todo
ha terminado, se come para vivir y se vive para comer. Pero las
necesidades pueden engendrar una voluntad de unión, el hambre no
es siempre ni siquiera el más frecuente auxiliar de los poderes: para
que los sirva, se necesita una vuelta de tuerca suplementaria; se le
reducirá a simples tirones de las entrañas si se cierra cuidadosamente
el porvenir: el porvenir nace de la acción y se vuelve sobre ella para
darle un sentido; reducido al presente inmediato, el obrero ya no
comprende su historia: la hacía. Ahora la mira como si la hubiera
sufrido siempre, y no ve en ella más que un solo motín, siempre
recomenzado y aplastado siempre. ¿Unirse? ¿A quién? Está condenado,
después de la derrota, a esa extraña soledad envolvente que cada cual
rechaza y que cada cual sufre como el contragolpe de la soledad de
los demás: “Yo iría, pero los otros no irán”. Reducido a su cuerpo
gastado, a la triste conciencia cotidiana de su agotamiento, la muerte le
parece tanto más absurda cuanto su vida tiene menos sentido, le
inspira un terror tanto más fuerte, cuanto está más cansado de vivir: los
patronos no tienen ya nada que temer –ni revueltas ni crisis de mano
de obra– cuando el obrero no tiene más razón de vivir que el miedo de
morir. Si quiere apartarse de sí y mirar hacia fuera, lo esperan, todo
está preparado para reflejar su impotencia: se mueve en medio de una
multitud vigilada, de bulevares construidos contra los motines, el
paisaje falseado de las fábricas y de los suburbios debe ofrecerle la
imagen de un orden riguroso e inhumano; han dispuesto en torno de él
la decoración opaca de la resignación. El buen sentido, el cálculo
razonable, las probabilidades, todo le dice que debe soltar la presa,
abandonar la lucha contra los enemigos que tienen las armas, las
tropas, el dinero, las máquinas y la ciencia. Su suerte no se ha hecho
más justa ni sus amos son mejores: son los más fuertes, eso es todo.
Su derrota no le quita la razón: prueba sencillamente que el mundo es
malo. Claro está que ha tenido otras esperanzas, otra verdad; de
repente ha visto que los billetes de banco se transformaban en hojas
secas y que las tropas se negaban a disparar contra la multitud; pero
esas verdades sólo eran vivas y concretas en la lucha; se descubrían

88
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

mediante la acción; cuando ésta se hace imposible, ya sólo quedan


recuerdos abstractos. Hay una evidencia especial para los vencidos:
que el hombre es un error.
De toda evidencia, el fracaso de junio se explica por el desaliento: se
ha querido, en la buena prensa, mostrarnos el proletariado alzado
contra sus jefes y nosotros hemos tenido por el contrario el sentimiento
de asistir a su derrumbamiento interno. Al negarse a apreciar el
alcance político de la guerra, el obrero se ha colocado voluntariamente
al otro lado de los intereses de su clase; ha redoblado su aislamiento
por los motivos que invocaba para justificarse; ha roto los lazos
colectivos, ha perdido el contacto con sus jefes: si la huelga no ha
tenido lugar, no es porque ha sido condenada por un impulso unánime,
sino por haber suscitado millones de repugnancias que se han querido
mantener individuales. Los fines colectivos, los valores, los ideales, no
se tocan; pero se alejan, se ponen fuera del alcance. Se rechaza la
lucha porque se está seguro de la derrota: el obrero ha perdido
confianza en los poderes de la clase obrera: le parece que no influyen
en los acontecimientos y que la historia se hace sin ella. ¿La guerra?
Están contra ella, sin duda:
“Pero si los norteamericanos quieren hacerla, no se lo impedirá el
obrero francés”.
¿La acción política? Claro, sería justo que el obrero pudiera hacer valer
su opinión:
“Pero al cabo de cinco años, ¿qué hemos conseguido? Nos
hemos manifestado cien veces contra la guerra de Indochina,
contra el Pacto del Atlántico, contra el rearme alemán: ¿Y cuál ha
sido el resultado? No logramos llevar siquiera adelante nuestras
reivindicaciones económicas: los precios suben y, a pesar de
nuestros esfuerzos, los salarios no los alcanzan nunca.”
¿La Revolución? Michel Collinet pretende que las nuevas generaciones
ignoran el sentido de la palabra. Es poco verosímil... y sobre todo para
sus lectores, ya que él insiste tanto, por otra parte, acerca de la
amplitud de la propaganda comunista. Lo que parece más verdadero
es que la actitud de los obreros ha cambiado profundamente durante el
curso de este medio siglo. Antes de la Primera Guerra Mundial,
muchos trabajadores creían tocar la meta: verían la “huelga general”; la
guerra y la política de los dirigentes socialistas desconcertaron a las
89
Jean-Paul Sartre

masas, pero las jornadas de octubre les devolvieron la confianza; la III a


Internacional se constituyó en un clima de Apocalipsis: la Revolución
comenzaría por Alemania y se extendería por toda Europa. Al obrero
de 1952 se le dice y repite, con una insistencia casi sospechosa, que
verá el advenimiento del socialismo:
“No sólo nuestros hijos disfrutarán del socialismo sino nosotros
mismos".27
Pero precisamente, ya no cree en ello: sabe que la dictadura del
proletariado no es para mañana. ¿Se ha pasado acaso al reformismo?
Nada de eso. La maquinaria es vieja, la patronal permanece malthusiana,
nuestra industria va a remolque, el rearme y las guerras coloniales
arruinan la economía nacional 28 bastaría un papirotazo para hacer caer
en pedazos la máquina cien veces reparada: en esas condiciones –y
cuando sólo se tratase de mejorar su situación de inmediato– ¿cómo
va el obrero a fiarse en una acción lenta, mesurada, progresiva, en los
compromisos? De la política extranjera a las concepciones económicas,
si quiere realizar la menor reforma, tendrá que perturbarlo todo: porque
todo se contiene en este paquete mal atado. Lo sabe, lo aprende cada
día: ¿llamará revolucionaria a esta convicción –incluso oscura– de que
hay que ir del todo a las partes, y de los cambios de estructura a las
reformas de detalle? Quizás no: se exalta en la acción, pero se
desalienta durante las paradas; en todo caso, es un radicalismo. A eso
se añaden para el proletariado francés motivos de rencor muy
particulares: una vez en su historia, una sola vez, tuvo confianza en sus
patronos y éstos, naturalmente, le engañaron. Era el momento en que
trataban de aclimatar en Francia la “segunda revolución industrial”:
desarmaron la resistencia sindical prometiendo emplear las técnicas
nuevas para aumentar la producción; los O.E. aceptaron una fatiga
suplementaria con la esperanza de elevar su nivel de vida. ¿Quién
sabe? Si la promesa se hubiera cumplido, se hubiera visto nacer y
prosperar un neoreformismo. Agotamiento en la fábrica y bienestar en
casa: ese régimen de ducha escocesa es, en los Estados Unidos, el
mejor auxiliar de los empleadores. El patronato francés ha preferido
disminuir sus gastos y mantener sus precios: para hacer reinar el
orden, se fiaba en los buenos métodos antiguos, es decir, en los
disparos de fusil. Hoy en día, lleva con una insolencia mal-humorada,
27
Discurso de Lecoeur sobre el XIX Congreso del P.C. de la Unión Soviética, 29 de octubre
de 1952
28
Escrito en 1952
90
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

como un holgazán las orejas de burro, como un cornudo sus cuernos,


el título del “patronato más atrasado del mundo”, que le fue otorgado
por los norteamericanos. En cuanto al obrero, su trabajo es tan duro
como el de su camarada norteamericano, pero su salario es inferior al
de 1938, apenas superior al de 1920. Situación ambigua: se agota
trabajando, pero ve la opresión. Ya no se trata sólo para él de la
plusvalía, el plustrabajo, nociones difíciles y que no le hablan siempre:
pero las condiciones de trabajo que se le infligen, sabe que en otras
sociedades capitalistas, en Escandinavia, en los Estados Unidos,
corresponden a un poder adquisitivo superior al suyo: le roban
doblemente. Por eso es mejor no hablarle de la colaboración de las
clases, de su acuerdo, de la solidaridad del Capital y el Trabajo. Duclos
expresaba ciertamente la opinión de sus electores obreros, cuando
decía que tal unión era “la de los traidores y los traicionados”. Por otra
parte, esta “racionalización” tiene por efecto el aumentar el número de
los no-profesionales, y al liquidar las últimas estructuras internas del
proletariado,29 aplastar a las masas, sustraerlas a la influencia de la
“élite” obrera, y hacer de ellas una sustancia relativamente amorfa y
perfectamente homogénea. Es una manera muy segura de impulsarlas
al radicalismo; ya no están gobernadas por una “aristocracia” relativa-
mente moderada, de ahí en adelante hacen valer su propio punto de
vista, es decir, las exigencias y las reivindicaciones de los más
desfavorecidos, las que son menos compatibles con el mantenimiento
de nuestro régimen social.
Por todas estas razones –por otras todavía– el obrero francés
conserva una intransigencia bastante excepcional. Quizás no sepa qué
es la Revolución: ¿pero cómo llamaréis esa violencia irreconciliable,
ese desprecio del oportunismo, esa tradición jacobina, ese catastro-
fismo que coloca su esperanza en un trastorno más que en un
progreso indefinido? Yo veo en ello los caracteres principales de una
actitud revolucionaria.
Pero, precisamente: ¿qué es una actitud? Una acción esbozada y
obtenida. Si no se expresa mediante actos si no se integra en una
praxis colectiva, si no se inscribe en las cosas, ¿qué queda de ella?
Nada: una disposición negativa. Hoy en día el porvenir está cerrado
por un muro sangriento: el obrero permanece fiel a sus creencias y a

29
Tomando como ejemplos las miríadas de sistemas solares: los peones gravitando en
torno de un obrero especializado.
91
Jean-Paul Sartre

sus tradiciones: pero es un revolucionario sin Revolución. No pretende


que esta no deba tener lugar nunca ni que sea un mito, como para
Sorel, la "huelga general"; tampoco hace de ella un valor o una virtud.
Pero no llega a ver en ella el resultado necesario de la “prehistoria”, y
todavía menos la realidad del proletariado: a sus ojos, es un
acontecimiento, en parte accidental, que debe suceder en una fecha
incierta, pero posterior a su muerte; la harán otros que partirán de cero;
el obrero de 1952, no tiene siquiera el sentimiento de prepararles el
camino; hay, de vez en cuando, cortocircuitos en la historia; todo se
detiene y todo cuanto se hace no tiene consecuencias mientras no se
restablece la corriente: ha debido nacer durante una parada. Si dice
aún al mirar a los niños: “Ellos la verán, yo no” es, principalmente, un
modo de pensar en su muerte como el comerciante que sueña:
“Nosotros no iremos a la luna, pero nuestros hijos sí”. En los grandes
momentos de la historia obrera, la Revolución no era ni un aconteci-
miento futuro ni un objeto de fe, era el movimiento del proletariado, la
práctica cotidiana de todos y cada cual; no la conclusión apocalíptica
de una aventura, sino el simple poder de hacer la historia; no un
momento futuro, sino para esos hombres exiliados en un presente
invivible, el brusco descubrimiento del porvenir; la Revolución era una
tarea, la “tarea infinita” del proletariado, era la justificación de las
existencias individuales y la dimensión universal de cada conducta
particular, en suma, un vínculo constante del individuo con la clase y de
lo singular con lo general. Cada episodio de la lucha tenía un doble
significado, táctico y estratégico y se relacionaba con un doble sistema
de referencias: a través del objetivo inmediato, se percibía el objetivo
lejano. Para el obrero de hoy, el lazo entre estos dos significados se ha
roto: puede defender aún sus intereses, exigir, obtener un aumento de
salario, pero no establece ninguna relación entre esta pequeña victoria
cotidiana y el destino del proletariado, no capta el “alcance revolucionario”
de sus reivindicaciones: por el contrario, le parece que ha perdido la
iniciativa y que se defiende cuerpo a cuerpo contra la reacción; a la
inversa, ya obedezca o no las órdenes políticas, ya haga o no la huelga
contra la guerra del Vietnam o contra el Pacto del Atlántico, esas
manifestaciones tienen a sus ojos una especie de irrealidad. La paz de
Indochina servirá los intereses del proletariado, está seguro de ello;
quizás percibe un lazo entre la paz mundial y el advenimiento del
socialismo. Pero sus actos le parecen tachados de ineficacia: ha
perdido su poder sobre la historia y no puede cambiar el curso de ella.

92
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Entre los motivos que invocaba antes de la huelga del 4 de junio, para
justificar su negativa de tomar parte en ella, he dicho que no eran
generales. Eso no es del todo cierto. Se señala, de vez en cuando, una
declaración que puede pasar por una apreciación general: el obrero
reconoce que está harto. ¿Pero de qué? ¿Del Partido Comunista? ¿De
la C.G.T.? ¿De Moscú? No: de la política. Y no es la política del P.C. la
que le asquea, sino toda clase de política. Hoy se oye decir a los
obreros: “Estoy harto de la política”, o bien a mujeres que dicen a sus
maridos: “No deberías ocuparte de política: ¿de qué sirve eso?” ¿De
qué sirve eso, puesto que no se va a cambiar nada? Lo que se censura
no es la actividad política en general; puede ser conveniente en otros
países, en otros tiempos, o para otros hombres; a los obreros
franceses, en 1952, les está prohibida: “La política no se ha hecho para
los pequeños”. Por el momento sólo se hallarán estas reflexiones en la
boca de las mujeres... y de algunos hombres. No importa: es un signo.
En primer lugar, porque la huelga de junio, más que una maniobra,
debía ser una manifestación de solidaridad; la clase obrera debía
reunirse en torno de sus jefes amenazados; el día en que los
trabajadores llamen “política” a todo lo que desborde de los cuadros de
su interés inmediato, será el fin del proletariado. En los momentos que
la clase obrera tiene la conciencia de su fuerza, no se le ocurre la idea
de poner límites a su acción; todo lo contrario, la consigna más
estrecha se hace radical por sí sola, y la acción local rehace el
movimiento de conjunto. Pero cuando uno se limita a defender los
salarios cotidianos, se deja la iniciativa del patronato, se está a la
defensiva, se renuncia a ganar por el miedo a perder, y por no actuar a
la vez en todos los factores de la vida social, se impide quizás la baja
de los salarios nominales pero no la subida de los precios. He aquí
porqué el verdadero, el único límite que el obrero reconoce a sus actos
es el de su eficacia: si hoy se encierra en su interés personal, es
porque se le impide salir de él y si ya no quiere “hacer” política, no es
por obedecer a una concepción teórica del sindicalismo: es sencilla-
mente porque ya no puede hacerla. Es normal que la burguesía triunfe;
pero yo me dirijo una vez más a todos los que se llaman al mismo
tiempo marxistas y anticomunistas, y se regocijan hoy porque la clase
obrera “está a punto de separarse del P.C.”; les recuerdo esa frase de
Marx que han leído, releído y comentado cien veces: “El proletariado
no puede actuar como clase más que constituyéndose en partido
político distinto”, y les pido que saquen las consecuencias de ella: sea

93
Jean-Paul Sartre

lo que fuera lo que piense de los “stalinistas”, aun cuando estimen que
las masas se engañan o son engañadas, ¿qué es lo que mantendría
su cohesión, lo que aseguraría la eficacia de su acción, sino el propio
P.C.?
El “proletariado constituido en partido político distinto”, ¿qué es, en la
Francia de hoy, más que el conjunto de los trabajadores organizados
por el P.C.? Si la clase obrera se quiere separar del Partido, solo
dispone de un medio: convertirse en polvo.
Para ocultar a las masas esa inquietante verdad, Robinet, muy pronto
seguido por toda la prensa, ha celebrado la victoria del proletariado.
Admirable precaución; comprando Paris-Presse o France-Soir, el 5 de
junio el obrero conoce la opinión de la clase obrera: ha juzgado que la
huelga era contraria a sus intereses de clase y ha desautorizado a sus
dirigentes. Desconcertado, deja el diario y se pregunta si pensaba todo
eso el 4 de junio: sin embargo, recuerda que no ha rechazado
verdaderamente la huelga, ni juzgado la política del P.C., que ha
preferido su interés particular por no saber reconocer y preferir los
intereses de su clase y que ha vuelto a su casa, inseguro, ni muy
orgulloso, ni muy feliz. Ahora bien, he aquí que estas rumias,
multiplicadas, se metamorfosean y se convierten en el veredicto
sagrado del proletariado. Extraña virtud de las estadísticas: la
abstención de los trabajadores picardos y provenzales, le dan el
significado de su pequeña defección solitaria. Creía sencillamente
escaparse; objetivamente, tomaba parte en un plebiscito. Considera
con asombro esta opinión que acaba de conocer y que es, al mismo
tiempo, la suya y la de todos; quizás se interroga ya acerca de la
actitud que debe tomar frente “a un partido desautorizado por a clase
obrera”. Pero no: no lo hará. Comienza a sospechar que le quieren
hacer tomar a los molinos por gigantes, y la masa inorganizada de los
no huelguistas por esa colectividad organizada que debe ser el
proletariado.
Esta vez tocamos el fondo del problema: si la clase puede desautorizar
al Partido, es necesario que pueda rehacer su unidad fuera de él y
contra él. ¿Es posible esto? Según la respuesta que se dé, el P.C. será
o no reemplazable, y su autoridad legítima o usurpada. Los hechos no
han permitido descubrir en el asunto del 4 de junio la presencia de una
realidad colectiva. Pero hay más: no sólo no hemos visto que la clase
se alzaba contra el Partido, sino que se puede mostrar que semejante
94
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

oposición no es siquiera concebible. Ya nadie cree en el proletariado-


fetiche, entidad metafísica a la cual se enajenarían los trabajadores.
Hay hombres, animales y cosas. Y los hombres son seres reales y
singulares que forman parte de conjuntos históricos y no son
comparables ni a los átomos ni a a las células de un organismo.
¿Unidos? ¿Separados? Lo uno y lo otro. No hay separación que no
sea un modo de presencia, ni relación tan íntima que no suponga una
ausencia secreta. Si la clase existe, será como una proximidad nueva
de cada cual y de todos, como un modo de presencia que se realiza a
través y contra las fuerzas separadoras: hará la unidad de los
trabajadores. El sofisma del anticomunismo, es que simultáneamente
recurre a dos procedimientos contradictorios: para quitar a los
comunistas el mérito de haber unificado a las masas, comienza por
hacer de la clase una especie de unidad pasiva; luego, para alzarla
contra ellos, la dota de una misteriosa espontaneidad. Creo, pues,
necesario recordar algunas verdades que son conocidas de todos y
que parecen bastante olvidadas. Se aceptará que no tengo la ambición
de hacer o de rehacer una teoría del proletariado: sólo quiero mostrar
que la unidad de clase no puede ser ni recibida pasivamente ni
espontáneamente producida.

1º No puede soportarse

La unidad de los trabajadores no puede ser engendrada mecánicamente


por la identidad de los intereses o de las condiciones.
Lo relativo a los intereses es evidente: su identidad engendra la
competencia y los conflictos. En cuanto a la condición es otro caso.
Como no construyo teorías, he tomado esa palabra para designar en
general el modo de trabajo y de remuneración, el género y el nivel de
vida, las relaciones sociales. En la práctica cotidiana, esos criterios
bastan: situaré a ese recién venido, si me dicen lo que gana y lo que
hace, ¿se quedará contento si hay que establecer su pertenencia a
una clase?
El sociólogo se contenta. Sólo quiere hechos; sin embargo no los
acepta todos; las jornadas de junio de 1848, la Comuna, la huelga de
Decazeville, eran hechos; no lo tendrá en cuenta. ¿Hubo muertos? ¿Y
luego? ¿Acaso se prueba la existencia de una clase muriendo por ella?

95
Jean-Paul Sartre

Si el proletariado existe, es necesario que sea con una entera


objetividad científica y como un objeto inerte que el sabio considera
desde el exterior. Si se quiere demostrar que ciertos factores objetivos
determinan la condición de los trabajadores manuales, si esta
condición es igual para todos si cada cual reacciona a ella mediante
comportamientos semejantes, se habrá establecido la realidad del
proletariado. Los mismos factores, las mismas situaciones, las mismas
reacciones: he aquí la clase.
Después de esto, claro está, los unos probarán que hay clases
("considerando que hemos establecido mediante métodos rigurosos los
caracteres específicos de la clase obrera, le reconocemos la dignidad
de objeto real”) y los otros que no las hay (“considerando que una
encuesta rigurosa no ha permitido establecer los caracteres objetivos
propios de ella, concluimos que la pretendida clase obrera es una
ilusión”). No les doy la razón a ninguno: sus justas corteses ocultan
una complicidad profunda: los unos pretenden que el proletariado es
una cosa real, los otros que es una cosa imaginaria; los unos y los
otros están de acuerdo en “reificarlo”. Y el método, el más ladino, es el
que proclama en alta voz la existencia de ella para reducirla en seguida
a la de un saco de patatas. Mirad, tomemos a los mejores: han
abordado los problemas sin ideas preconcebidas y han recurrido a las
estadísticas para determinar experimentalmente los caracteres de
clase. Fuera incluso de las actividades impuestas por la producción y
en los dominios donde parece gozar de una relativa independencia, se
constatará que el proletario se distingue de los otros hombres por su
conducta; su condición le da una naturaleza, es decir, un “hábito
primero”; en términos marxistas, la producción produce al productor.
Por ejemplo, el estudio comparativo de los presupuestos saca a la luz
ciertas constantes específicas del consumo obrero. Al extender sus
investigaciones al lenguaje, a la mímica, a la sexualidad, etc., los
investigadores terminarán por establecer con un rigor positivo..., lo que
salta a los ojos. Que en la actualidad relacionan esas constantes con
ciertas constantes sociales; que establecen relaciones funcionales
entre unas y otros. Que van aún más lejos: que pasan de la estática a
la dinámica, y sacan a la luz la incidencia de procesos sociales en vía
de evolución en el comportamiento del proletario. ¿Habrán descubierto,
por fin, la clase? Lo dicen, pero yo creo más bien que habrán
transformado el proletariado en especie zoológica. Si se tratan los

96
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

miembros de un grupo social como los productos pasivos e inter-


cambiables de factores universales y si se comienza por separar todas
las influencias que esos individuos pueden ejercer unos sobre otros,
qué se espera hallar en fin de cuentas, si no la especie, esa soledad
sin esperanza y siempre repetida; creíamos habérnoslas con
sociólogos; era un error; eran entomólogos. También he conocido
entomólogos. Uno, sobre todo, que estaba dedicado a los cangrejos.
Pasaba por alto las singularidades que sólo interesan a los cangrejos,
como las relaciones de cangrejo a cangrejo; de ahí, sin esfuerzo,
sacaba en conclusión la identidad absoluta de todos los representantes
de la especie. Después de lo cual, construía dispositivos ingeniosos
para estudiar la acción de las corrientes alternas sobre el psiquismo del
cangrejo eterno. ¿Cómo asombrarse de ello cuando había reducido
sus dieciocho mil ejemplares a no ser más que las dieciocho mil
reproducciones de un solo modelo?
Bien está cuando se trata de cangrejos: se tendrá menos indulgencia
para los que aplican el método a los hombres esclavizados y que
reemplazan a los soldados de una unidad combatiente por los
productos inertes de factores objetivos. Comienzo a sospechar que
nuestros sociólogos nos han mixtificado un poco: por cada noción, han
sustituido un concepto-ersatz que se le asemeja y que prueba
exactamente lo contrario de lo que pretende demostrar. En nombre de
la objetividad, han apartado todas las pruebas de una praxis obrera; en
su lugar, producen falsos acontecimientos que se convierten en polvo
cuando se los toca, y la unidad engañosa de sus medios oculta la
infinita dispersión de los incidentes que hacen entrar en ella. El obrero
consume mucha carne ¡y de calidad mediocre! ¿Después? Convengo
en que en Vitry, en Saint-Denis, los mismos malos trozos aparezcan
diariamente en las mesas, pero en vano se tratará de hacerme tomar
esas mil comidas por un acontecimiento colectivo: no se hace más que
sumar reacciones solitarias que quizás pueden tener su causa en un
mismo proceso objetivo, pero que se desparraman en el polvo de los
suburbios industriales como las mil gotas de una misma nube;
pretenden mostrarnos hechos humanos y nos ponen en su lugar
hechos físicos. Privado de la cultura, se dice, exiliado del corazón
exquisito de la sociedad, mantenido en la dependencia de la naturaleza
por la fatiga y las duras necesidades, el trabajador manual se inclina a
preferir la cantidad a la calidad. Pues bien, ¿qué habéis hecho? Habéis

97
Jean-Paul Sartre

definido a los hombres por una causa privativa y por la acción


mecánica de la necesidad; se diría que nos dais la receta para
fabricarlos.
¿Se dirá que el análisis no es serio? ¿Que se enumeran una pluralidad
de causas sin relación entre sí, que no se une al trabajador con el
sistema de la producción? Es cierto. Pero no se trata de cambiar los
factores: hay que cambiar de prejuicio. Mirad: he aquí una definición de
Bujarin que he encontrado en el libro de Goldmann 30:
“Una clase social es una colectividad de personas que desempeñan
el mismo papel en la producción y que sostienen las mismas
relaciones de producción con las otras personas que participan en
el proceso de la producción”.
Esta vez se pone el acento en la producción ¿pero qué hemos ganado
con ello? Para decirlo todo, la definición es tonta y poco marxista:
quiere definirse la clase, en efecto, por la similitud de las personas;
éstas desempeñan el mismo papel, tienen las mismas relaciones con
las otras personas. ¿Bastará llamarlas “colectividad” para que formen
una clase entre ellas? Pero esta colectividad, o bien es una suma y
entonces volvemos a la especie... o bien es una totalidad, pero, en ese
caso, habría que dar el principio generador en la definición misma. Sí,
Marx ha dicho que la producción producía al productor; pero cuando se
hiciera del proceso productivo una causa única y monstruosa que
produjera cien mil encarnaciones de la esencia obrera, la unidad de la
operación no podría garantizar la unidad sintética de los productos. Si
el proletariado es sólo el desecho inerte de la industrialización, se
derrumbará en una polvareda de partículas idénticas. La unidad viva
del “proceso” capitalista puede marcar con su sello los obreros que
crea; al refractarse en un medio inerte y sin cohesión, se multiplica y se
convierte en la identidad formal de la diversidad: una luna no puede
unir las olas; la dispersión de las olas es la que esparce las lunas en
todo el mar. En resumen, desconfío de Bujarin: su definición es
mecanicista, como las de Sorokin, Gurvitch y Halbwachs.
Todos esos sabios nos habían prometido hacernos ver la unidad de
una clase y nos han mostrado la identidad de las piezas de una
colección. Ahora bien, unidad e identidad son principios contrarios de
los cuales el primero une los lazos concretos entre las personas y el

30
L. Goldmann: Las Ciencias Humanas y la Filosofía.
98
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

segundo los lazos abstractos entre los casos. Así al pretender


reconstruir el proletariado, su método destruía toda posibilidad de
enlace real entre sus miembros: para permanecer inalterada, la
identidad de esencia exige la separación absoluta de las existencias. Si
el obrero de Lens y el de Amiens pudieran conocerse, si cada cual, al
hacerse, hiciese al otro, en resumen, si participasen en el mismo
combate, cada cual, en su realidad viva, dependería del otro y se
asemejarían tanto menos cuanto más estrechamente estuvieran
unidos; por la comunidad de la acción y en la soledad, cada cual se
haría persona y el sociólogo ya no tendría ni medio ni pretexto de
estudiar separadamente las conductas individuales, ya que todas se
relacionarían con la empresa colectiva y se definirían por ella. 31 A la
inversa; si ha sustituido la identidad de condición a la unidad de clase,
es para persuadirnos de que la acción colectiva es un sueño imposible.
Si los obreros están hechos antes de unirse, la acción no podrá
Hacerlos ya; los factores externos les han dado una naturaleza; desde
entonces, cualesquiera que sean sus relaciones humanas, resbalarán
sobre ellos sin marcarlos. Un proletario escribía acerca del proletario,
aquí mismo, el mes pasado:
“Se le reconoce entre mil. Todo en éi es característico, el
lenguaje, el andar, los gestos, la silueta borrosa, el modo de
comer, de beber, de divertirse, de amar, de odiar”.
He aquí uno que da la razón de vuestras estadísticas. Sólo hay que
hacer una reserva: ese obrero que nos describe está perfectamente
desesperado. He aquí donde yo quería venir a parar: vuestra
sociología sólo se aplica al trabajador si la miseria le ha reducido a la
desesperación, la que le devuelve su resignación, su pasividad, su
abandono; y es también lo que Robinet, sociólogo sin saberlo, quería
reflejar en el proletariado. Esta clase victoriosa que evocaba en su
clarín, era una suma de desesperaciones y de soledades; lo que nos
presentaba como una reacción colectiva era el término medio de los
desalientos; y lo que había de idéntico entre todos esos hombres
agotados era la voluntad de no unirse. Robinet ha dado el derecho de
sufragio a la clase obrera para que pudiese declarar públicamente que
no existía.

31
Lo que hace las cosas más sospechosas aún, es que la sociología de los primitivos no
cae nunca bajo esos reproches. Allí se estudian los verdaderos conjuntos significativos.
99
Jean-Paul Sartre

En realidad, qué le costaba, al Fígaro, reconocer a los trabajadores esa


especie de cohesión pasiva que da la identidad de condición; la prensa
burguesa ha establecido desde hace mucho tiempo que no hay unidad
dada. La inercia es ausencia de lazos, por lo tanto, divisibilidad
indefinida: hay que contar, tirar las líneas, retener sin cesar las
conjunciones de elementos distintos que van a dislocarse; en resumen,
la unidad es sólo el revés de un acto unificador. Miradla, más de cerca,
esa “clase” que felicita Robinet: se descompone. Que se halla en su
lugar: torbellinos moleculares, una multiplicidad de reacciones infinitesi-
males que se refuerzan o se anulan y cuya resultante es una fuerza
más física que humana.32 Es la masa. La masa, es decir, precisamente
la clase negada: ya que los efectos que produce tienen siempre su
causa fuera de ellos en una pululación de conductas liliputienses, la
masa es exterioridad: no puede tener necesidades, sentimientos,
voluntad, ni conducta; porque los individuos, al decidir cada cual por sí,
no han previsto ni querido el resultado público de sus cien mil
voluntades privadas. Es un fragmento de naturaleza que permanece en
el seno de nuestras sociedades. Claro está, que sólo sabe destruir:
para edificar se necesitaría ya que no la unidad de una persona, al
menos la de una organización o de una empresa. Finalmente, se
compone de elementos irresponsables: en puridad, los trabajadores no
saben lo que hacen, ya que sus actos singulares se agrandan a lo
lejos, se añaden a acciones desconocidas y vuelven a ellos finalmente
en forma de tempestades imbéciles. ¿Las jornadas revolucionarias?
Sólo son grandes pánicos: las bestias salen de sus agujeros
impulsadas por el hambre o el miedo, dan vueltas por la ciudad,
rompen, queman, saquean y vuelven a sus guaridas. ¿El odio de
clase? ¿Cómo podría amar, u odiar, ese desorden de moléculas?
Simplemente su estado mecánico y su perpetua desintegración corren
el riesgo de hacernos ver un enemigo del hombre en lo que sólo es la
naturaleza mecánica del seno del antífisis.
Se nos quiere hacer tomar por un veredicto de clase, la reacción
obrera a la huelga del 4 de junio. Pero, en el fondo de sí, Robinet está
convencido de que se trata de un pánico de la masa. Tiene todos sus
caracteres: los resultados de conjunto no han sido previstos ni
deseados por los particulares; tienen un carácter negativo; no revelan
ninguna intención colectiva; no han tenido como efecto unir a los

32
Gravitación, Peso especifico. (N. a esta Ed.)
100
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

obreros, sino, por el contrario, aumentar su soledad y las distancias


que los separan. ¿Qué quiere decir esto? ¿Que no existe la clase? Eso
es precisamente lo que se nos quiere hacer creer. Pero sabemos muy
bien que el mundo obrero no es una zarabanda de átomos: incluso el 4
de junio, entre otros muchos puntos, acerca de otros objetivos, los
trabajadores realizaban acciones comunes. Lo que hemos sabido es
que la masa está en un estado extremo de soledad y de abandono,
donde el obrero no ha caído nunca, quizás, pero al cual se acerca cada
vez que rompe la disciplina y escapa a sus organizaciones. La simple
condición objetiva de productor definía el hombre concreto, sus
necesidades, sus problemas vitales, la orientación de su pensamiento,
la naturaleza de sus relaciones con los demás: no decide su
permanencia a la clase. Si el lazo de solidaridad se rompía, el obrero
seguiría siendo un productor, un trabajador manual, un asalariado, pero
ya no sería completamente un proletario, es decir, un miembro activo
del proletariado? Las clases no son, se las hace.
¿Quién las hace? Yo no, dice el burgués. Y es verdad. Bajo el Antiguo
Régimen la división en órdenes se mantenía por la aristocracia y el
monarca; las clases eran instituciones oficiales con estatutos. Nada
más claro: el privilegio conserva una jerarquía que le favorece y el
oprimido quiere hacer saltar los muros que le aprisionan. Pero hoy, por
una vuelta prodigiosa, el privilegiado es quien niega las clases y el
oprimido quien las reivindica. La burguesía no ha pensado jamás en
imponer un estatuto de clases a los trabajadores: todo lo contrario, sus
juristas han hecho desaparecer rápidamente de los códigos y las
constituciones todo lo que podía parecer una desigualdad de principio.
“La verdadera sociedad sin clases”, dice el liberal, “es la sociedad
capitalista”. Y yo creo, en efecto, que el ideal burgués sería una
sociedad sin clases y opresora..., es decir, sencillamente una sociedad
donde el oprimido aceptase la opresión. La operación que la burguesía
prosigue desde hace doscientos años, con recursos infinitos, tiene
como fin impedir que el obrero se convierta en proletariado quitándole
los medios de ser hombre: se mantendrá a los individuos en estado de
aislamiento y a las multitudes trabajadoras en estado de fluidez, tan
cierto es que la opresión tiende a convertirse en su propia prueba y
hacer a los oprimidos lo necesario para que la legitimiten: hay que
acusar a la burguesía de entregarse contra el proletariado a una
tentativa permanente de “masificación”. A la inversa, la clase se hace y

101
Jean-Paul Sartre

se rehace incesantemente contra esta tentativa: la clase es movimiento,


acción y su grado de integración se mide por la intensidad de la lucha
que lleva contra la maniobra burguesa. La clase, unidad real de
muchedumbres y de masas históricas, se manifiesta mediante una
operación caduca y que representa una intención; no es separable
nunca de la voluntad concreta que la anima ni de los fines que
persigue. El proletariado se hace a sí mismo, por su acción cotidiana;
no es más que un acto, sólo un acto; si deja de actuar, se descompone.
No digo nada nuevo: todo eso se hallaría en Marx. Éste ha marcado
fuertemente que la identidad de las necesidades enfrentaba a los
individuos:
“La organización de los proletarios en clase... se rompe en todo
instante... por la competencia de los obreros entre sí.”
Lo que permite a los obreros superar sus antagonismos es la lucha
contra el patronato:
“El proletario pasa por diferentes fases de desarrollo, su lucha
contra la burguesía comienza con su misma existencia. Al
principio, la lucha la entablan obreros aislados... En esta fase,
los obreros forman una masa diseminada por todo el país y
dividida por la competencia...”
¿Por qué puede Marx, en este texto, hablar indiferente de proletariado
y de “masa... dividida, diseminada” para designar el mismo objeto? Es
que encuentra ya entre los obreros una superación de la situación que
les ha sido hecha, una combatividad que debe necesariamente
producir su unión. El obrero se hace proletario en la misma medida en
que rechaza su estado. Para los que la miseria, el agotamiento, las
circunstancias inclinan a la resignación, Marx tiene palabras muy
duras: son “brutos”, “sub-hombres”. Pero no los censura ni los
condena: los juzga categóricamente. El obrero es un sub-hombre
cuando acepta sencillamente ser lo que es..., es decir, cuando se
identifica a ese puro producto de la producción. Ese sub-hombre sólo
se hará hombre “adquiriendo la conciencia de su sub-humanidad”. Su
realidad humana no está, pues, en lo que es, sino en su negativa de
serlo, es decir, en su "rebeldía contra la destitución". Puede, sin duda,
tratar de escapar a su condición por sus propios medios, atravesar la
línea e integrarse en la burguesía; será un tránsfuga. La existencia de
estos tránsfugas es la que lleva a Marx a precisar que la rebeldía debe
102
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

contener un principio de unión: será proletario el trabajador que quiera


obtener un cambio para sus semejantes tanto como para sí mismo;
sólo entonces “tendrá por tarea real el revolucionar sus condiciones de
existencia”. A partir de ahí, las fases de la lucha se confunden con los
momentos de la unificación. El proletariado “se mantiene en
movimiento por las consecuencias de sus actos”. El movimiento es el
que mantiene juntos los elementos separados, la clase es un sistema
en movimiento, si se detuviera, los individuos volverían a su inercia y a
su soledad.
Ese movimiento dirigido, intencional y práctico exige una organización.
Por eso, Marx ha podido hablar de “una organización en clase”, fórmula
que nos lleva muy lejos de la definición de Bujarin: la clase se
organiza. No para disfrutar de sí misma, sino para alcanzar objetivos
concretos. La definición que Marx da del comunismo, se puede aplicar
igualmente al proletariado:
“Éste no es un estado estable, un ideal al cual deberá adaptarse
la realidad... (es) el movimiento real que abi^lió el presente
estado de cosas.”
Se comprende, a partir de ahí, porqué Marx definió con frecuencia la
clase por su praxis: “El proletariado será revolucionario o no será”;33 y,
porqué, finalmente, se niega a distinguir entre la acción, la totalidad de
los agentes y el aparato que los reúne:
“El proletariado no puede actuar como clase, más que
constituyéndose en partido político distinto.”
Sin duda el régimen de la producción es la condición necesaria para
que una clase exista; la revolución histórica entera, el proceso del
capital y el papel obrero en la sociedad burguesa son los que
impedirán que el proletariado sea un grupo arbitrario de individuos;
pero esa condición no es suficiente; se necesita la praxis. Poco importa
que esta praxis sea o no engendrada dialécticamente a partir de la
condición proletaria: lo peculiar de la dialéctica, es que sus momentos
superan y retienen en sí los momentos anteriores. Al realizar su tarea
real, el obrero manifiesta al proletario y se hace proletario: es notable
que Marx, cuando esboza una especie de descripción fenomenológica
del obrero combatiente, le halla caracteres enteramente nuevos y que
nacen precisamente de la lucha: los proletarios “hacen de su actividad
33
El subrayado es mío.
103
Jean-Paul Sartre

revolucionaria la mayor alegría de su vida”; el economista se


equivocaría grandemente si creyese que el obrero calcula el costo de
la huelga: "(eso sería ignorar que) los obreros tienen el corazón
generoso...". Eso significa que colocan su realidad de hombres mucho
más en la praxis colectiva que en la satisfacción de sus necesidades
personales.
"Cuando los obreros comunistas se reúnen, tienen como fin
primero la doctrina, la propaganda, etc. Pero al mismo tiempo se
apropian por eso una nueva necesidad, la necesidad de la
sociedad, y lo que parecía un medio se convierte en un fin.”
Al pasar de la masa a la clase, el obrero echa nueva piel: si la presión
de las circunstancias, la derrota o el agotamiento le llevan a la
consideración de sus intereses, cae fuera de la clase y se convierte de
nuevo en lo que han hecho de él. Se dice que la clase obrera ha
manifestado su desaprobación al P.C. ¿De qué clase se habla? De ese
proletariado que Marx acaba de definir, con sus cuadros, su aparato,
sus organizaciones, su partido. ¿Habría sido necesario que afirmase
su unidad contra los comunistas, que se manifestase como clase a
través de la desautorización que infligía al P.C.? ¿Pero dónde hallar los
jefes, los folletos, las consignas?; ¿dónde adquirir esa disciplina y esa
fuerza que caracterizan a una clase combatiente? ¿Es posible
imaginarse la potencia que habrían necesitado las organizaciones
clandestinas para llevar a cabo una tarea semejante y para levantar, de
Lille a Mentón, a todos los trabajadores contra sus dirigentes? Para
arrastrar a “las masas” a una desautorización colectiva del P.C., se
necesitaba nada menos que el propio P.C. 34.

2º La unidad de los trabajadores no se produce


espontáneamente
“Sin duda. Si esa desautorización hubiera sido provocada, nos
habría producido menos placer. ¿Qué tenemos que ver con las
manifestaciones inspiradas? No deseamos dar nuevos tiranos a
las masas, sino devolverles la libertad: a nuestros ojos, la
reacción del 4 de junio sólo tiene importancia por haber sido
espontánea.”
34
En noviembre-diciembre de 1947, después del referéndum relativo a la huelga general,
hubo resistencias. Pero sólo fueron eficaces en las empresas donde existía una
organización no cegetista (sindicatos cristianos, etcétera).
104
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Un rumor anuncia que el anticomunista ha dado en el blanco: después


de las' lágrimas de Rousseau, la espontaneidad se beneficia de un
perjuicio favorable: el primer movimiento es el bueno; siempre se
vuelve a la primera impresión Con qué orgullo infantil mostramos
nuestra verdad más secreta al sol de todo el mundo: “Sí, soy yo, es
muy mío, soy muy yo, yo soy así." En esa dosis de naturaleza y de
libertad, la libertad se somete a la naturaleza; uno inventa como es;
rompiendo con la costumbre y la regla, adaptado a las circunstancias
sin ser determinado por ellas, el impulso espontáneo es un comienzo,
un hallazgo pero que refleja nuestra esencia singular. Eso significa
subordinar el hacer al ser, la acción a la pasión, lo visible a lo invisible;
el hombre “espontáneo” escapa a la dura necesidad de unificar sin
cesar lo que piensa, lo que siente y lo que hace; la unidad de su
persona está allí ya, se abre, como una rosa en las tinieblas; es la
convergencia secreta que los historiadores descubrirán en sus actos.
En lugar de hacerse, se coge y se respira. Basta: el tema ha inspirado
una literatura muy importante; se la consultará no sin repugnancia pero
con fruto.
Lo que es nuevo –en fin, no muy nuevo: un siglo– es que se utilice la
espontaneidad con fines políticos. Eso se ha hecho por sí solo: se
trataban los hechos sociales como cosas, se ha puesto a tratarlos
como gentes: ¡y he aquí que las masas se hacen espontáneas! Buena,
justa, auténtica, su espontaneidad enterneció a todo el mundo y su
veredicto no tiene apelación como el de los perros y los niños: bien
loco y malo sería el Gobierno que se opusiera a ella. Mirad: en Túnez,
para no ir más lejos, si se hubiera probado que los pueblos deseaban
espontáneamente nuestra partida, se comprenderá que no nos
quedaríamos un minuto más. Pero la triste verdad, es que las perturba-
ciones han sido provocadas. Razonemos: la organización ahoga los
libres impulsos del corazón, luego la espontaneidad verdadera no
soporta el ser organizada. Luego, un motín no puede ser espontáneo:
forzosamente, ya que no hay motines sin jefe. ¿Preguntáis qué es lo
espontáneo? ¡Vamos! El libre consentimiento de la opresión. No creáis,
por otra parte, que los partidos de masa razonan de modo distinto: lo
que prefieren, en este orden de ideas, es la espontaneidad dirigida; en
las manifestaciones preparadas, encuadradas, sin sorpresas reconocen
gustosos la impetuosidad de un torrente; pero, por ejemplo, lo que
odian, es lo imprevisto y todas esas marejadas imbéciles que

105
Jean-Paul Sartre

desbordan a los jefes y los ahogan: ésas están fomentadas por el


adversario. Todavía hoy, no se relee sin alegría la prensa de julio de
1936; como se celebraba aún la victoria del Frente Popular, las masas
se apresuraron a ocupar las fábricas; todo el mundo se miró; y se
preguntó: ¿Quién mueve los hilos? Claro, decían los patronos, son los
comunistas; un obrero comunista decía a Simone Weil: son los
patronos. También se habló de Hitler y de la quinta columna. Para Le
Temps el culpable era Thorez; para Thorez, era Trotsky; pero nadie, en
aquella época habría atribuido el movimiento a la espontaneidad de las
masas: ¡piénsenlo bien! ¿Un movimiento que nace por si solo, que no
tiene jefes? Hay algo detrás de eso.
El 4 de junio, por el contrario, es perfectamente tranquilizador: las
masas no han reaccionado en absoluto. ¡Enhorabuena! He aquí una
excelente espontaneidad muy apática. La prensa anticomunista
exultaba: “Silencio elocuente: el pueblo ha hablado”. En vano se
objetará que la voluntad colectiva no se reduce a la suma de las
espontaneidades individuales. 98 % de abstenciones; ¿eso no os dice
nada? ¿No sentís la clase de ese mutismo? ¿Y que es un grito
desgarrador, el más desesperado, quizás, que han percibido los oídos
humanos? Hay una rigidez, un endurecimiento de la conciencia obrera.
¿Dónde habita esa conciencia eréctil? En el inconsciente, claro está;
allí se erige túrgida y en primer lugar invisible, para esparcirse en
seguida en millares de negativas.
Para hacer una clase sin abandonar vuestro despacho, la receta es
sencilla: tomad la masa –que es el nombre puro– y hacedla pasar por
la multitud –que es un organismo rudimentario–; de la multitud se hace
una persona, por ejemplo, una mendiga inspirada: ya no quedará más
que descifrar sus mensajes. ¿Y si se callase? No temáis: se tienen
medios para hacerla hablar. Mirad; en el caso que nos ocupa tiene más
bien el aire de querer callarse: entre los obreros que han rechazado la
huelga, ninguno tenía la intención confesada de desaprobar al P.C.;
eso no importa: la izquierda anticomunista nos recuerda acerca de ello
un pensamiento de Marx: Poco importa lo que un proletario crea que
hace; lo importante es lo que se ve obligado a hacer. No hay que decir
que se puede dar a esta fórmula un sentido puramente objetivista...
que es lo que parece haber hecho Marx: las ideas que formamos
acerca de nuestros actos no modifican su lógica interna, la estructura
objetiva, ni las consecuencias históricas. Pero es una interpretación

106
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

peligrosa: llevaría a concluir que ciertos factores objetivos han


mantenido a los obreros, el 4 de junio, en estado de dispersión, han
acrecentado su “masificación”. Si no hubiera que considerar más que
los actos y los contenidos de la conciencia, ¿en qué se convertiría el
impulso revolucionario del proletariado? ¿Y dónde pararía su
combatividad? ¿Y no decía Marx que el proletariado sería revolucionario
o no lo sería? Ahora bien, es, es preciso que sea, de lo contrario los
marxistas anti-comunistas perderían su esperanza y su razón de ser.
Luego, debe existir en el proletariado, burlado, extraviado, falseado por
los malos, un impulso. ¿No se encuentra la huella de él? Es porque no
es directamente accesible a nuestros sentidos. Bastará tomar la
fórmula de Marx acerca del psicoanálisis: la conciencia es mentira,
mentiras las razones de actuar que da: el análisis de los actos y de su
significación subjetiva nos lleva a la espontaneidad profunda que es su
origen. Si no reconocéis esta espontaneidad, concluiréis sencillamente
que la abstención de los trabajadores, sus vacilaciones, sin incerti-
dumbres revelan su estado objetivo de agotamiento; pero, si
comenzáis por pensar que el proletariado debe ser en todo tiempo y en
todo lugar un revolucionario, y si aclaráis su actitud por su misión
histórica, entonces el desaliento y la inercia de que ha dado prueba
sólo pueden ser el aspecto superficial y engañoso de un impulso
profundo; ya que es necesariamente activo, su pasividad es la forma
de acción que ha elegido, porque se adapta a las circunstancias. En
términos de espontaneidad, la abstención se convierte en censura.
Para un marxista staliniano la praxis revolucionaria de las masas no
podría confundirse con las maniobras que ejecutan bajo la dirección
del P.C. y como no hacen más que estas maniobras, su verdadera
praxis se manifiesta por lo que no hacen. Hemos visto, hace poco que
la libertad se mezclaba con la naturaleza: igualmente, aquí objetivo y
subjetivo se mezclan y finalmente aparece una realidad extraña que es
a la vez la unidad objetiva e inaccesible de las masas, si se considera
de su dispersión, y su impulso subjetivo e invisible si se la deduce de
su inmovilidad provisional. Ese concepto ambivalente se nos propone
en seguida bajo el nombre de clase. Parece como si se llamase clase
la espontaneidad subjetiva de las masas siempre que se reciba desde
fuera como su unidad objetiva. Como la espontaneidad se sitúa detrás
de las conciencias individuales, la unidad objetiva se colocará detrás
de su dispersión. Naturalmente, la experiencia continúa imperturbable-
mente presentándonos el mismo polvo. No importa: carácter inteligible,

107
Jean-Paul Sartre

elección anterior a la experiencia, absoluto que se acuña en multitud,


unidad en potencia y en derecho de la pluralidad, principio de fuego
circulante a través de la inerte materia la clase es la que produce a los
hombres y no los hombres los que la producen. Se ha logrado el fin.
Porque ése era el fin. Hace un tiempo, con ese candor que da a veces
el odio, Laurat escribía35:
“Aislando (a los jefes comunistas) de las gentes honradas,
cortándolos de la masa de la nación y de la clase obrera, se les
reduciría pronto a la impotencia.”
Y los otros anticomunistas sonreían con amargura: “Cortar eso se dice
muy pronto: dadnos el cuchillo.” Ahora bien, he aquí justamente que,
bajo el efecto de pequeñas conmociones, las gentes honradas se
separan del partido; su imperio sobre las almas les venía de su
aquiescencia y bastó una señal de la cruz para enviarlos a los
Infiernos.
Perfecto. Pero tengamos buen cuidado de no demostrar mediante el
absurdo la necesidad del P.C. Imaginad esto: la clase obrera está
poseída; se la exorciza, en el instante en que su diablo se marcha,
abre los ojos ¡y se parte en mil pedazos! ¿Nos veis sin proletariado? A
decir verdad, esta eventualidad no es para asustar al ala derecha del
anticomunismo que va repitiendo que el obrero es un loco que se cree
proletario; pero el ala izquierda no puede soportar ni siquiera la idea:
con la desaparición de su “Bella Donna” sin piedad, el marxista no
stalinista pierde todo, y en primer lugar el honor de ser fiel sin
esperanza. Para uso de él se ha perfeccionado esa noción ecléctica: la
clase-impulso; si miráis el mundo a través de esos cristales, veréis la
clase por todas partes, aun cuando el proletariado se pulverice; y como
se trata de quitar al Partido el mérito de realizar la unidad de acción
obrera, se situará el principio mágico de esta unificación en algún lugar
entre el régimen objetivo de la producción y la subjetividad del
productor como la espontaneidad individual entre el ser y el hacer,
como la libido freudiana entre el cuerpo y la clara conciencia. Fuerte
por su elasticidad, ese proletariado de caucho puede distenderse sin
romperse o contraerse sin derrumbarse; se estira y se encoge, se
desliza por los intersticios de su jaula y se reúne fuera de ella o bien se
comprime, se descuelga, rueda entre los barrotes del aparato y va a
rebotar más lejos, en medio de sus verdaderos amigos.
35
Laurat: Del Komintern al Kominform.
108
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Esas tonterías halagan el optimismo socialista como las charlatanerías


acerca de la “bondad natural” halagaban el optimismo burgués: razón
de más para desconfiar de ellos: el optimismo y el pesimismo son las
dos caras de una misma mixtificación. Cuando la tasa de la muerte
voluntaria se eleva, ¿acaso deploramos un endurecimiento de “la
voluntad nacional de suicidio”? Y cuando baja, ¿hay que felicitarse de
la afirmación del instinto nacional de vida? No me digáis que la clase
existe y que la nación es sólo un ente de razón, ya que es precisa-
mente lo que habría que probar. Porque os apoyáis en la identidad de
clase (es decir, en la identidad de las condiciones) para probar su
espontaneidad, y en su espontaneidad para establecer su unidad. Pero
dejemos eso, admitamos que las abstenciones del 4 de junio revelan
una desautorización colectiva y veamos a dónde nos lleva eso.
Abro un periódico trotskysta que comenta los últimos acontecimientos.36
De acuerdo a uno de los redactores, Germain, el origen del descontento
obrero se remonta a 1944: desde la Liberación a fines de 1945, las
masas han tenido varias ocasiones de tomar el poder y se las ha
obligado a dejar pasar su oportunidad; de este modo los dirigentes del
P.C. han hecho “violencia al instinto y al dinamismo revolucionario de
millones de militantes”. ¿De Gaulle aplastó a la clase obrera? Nada de
eso, responde Germain, que recuerda la “completa parálisis” de la
clase burguesa en la Liberación. Por otra parte, no se trataba de
establecer la dictadura del proletariado. Había que sondear:
“la potencia popular de expresión..., crear y desarrollar los
gérmenes de un poder nuevo que las masas habían constituido
ellas mismas por otra parte (comités de liberación, comités de
fábricas, etc.).”
La oficina política del P.C.F. ha perdido su hora porque Stalin ha
sacrificado los obreros de Europa a su voluntad de colaborar con el
capitalismo norteamericano.37

36
La Vérité des travailleurs, octubre de 1952.
37
Reproche clásico: al fin de la otra guerra, los minoritarios reprochaban a los mayoritarios
de la C.G.T. haber sacrificado los intereses de la clase obrera a los de la nación. Greffuelhe
escribía: “La burguesía contaba con la obligación de consentir grandes sacrificios al
proletariado... Pero se ha recobrado pronto, triunfa” (febrero de 1920), y Monmousseau, en
abril de 1920: “La clase obrera está ahí, temblorosa... ¡Pero perdón! No salgamos del
corporatismo: La Nación está en peligro...”
109
Jean-Paul Sartre

La explicación merece otra. Hay que notar, de todos modos, que no


tiene nada de específicamente marxista. A decir verdad, el trotskysmo
a despecho de sí mismo sufre la suerte común de todas las
oposiciones: el partido en el poder es realista, ya que afirma y pretende
demostrar que lo real es lo único posible; una sola política a seguir; la
que soy yo. El opositor declara que al menos había otra y que era
justamente la mejor, lo que le obliga, a pesar de todo, a tomar una
actitud más o menos teñida de idealismo: hay posibles que no se
realizan; el proceso real deja de ser la medida del hombre puesto que
lo que no es más verdadero, más eficaz, más conforme a los intereses
generales que lo que es; el análisis sistemático de los hechos
desemboca en el no-ser (lo que no ha tenido lugar) y finalmente la
explicación de la historia se refiere sin cesar a las ocasiones pérdidas
que sólo tienen existencia por haber sido pensadas. Éste es
precisamente el caso. Cuando Duclos escribe:
“El Partido Comunista... tiene conciencia de no haber dejado
escapar ninguna posibilidad histórica... si el camino seguido...
hubiera sido diferente, se habría dado un pretexto al fascista de
Gaulle, con la ayuda norteamericana, para aplastar a la clase
obrera". 38
Germain está en excelentes condiciones de burlarse de él: ¿un
pretexto? ¿Eso qué es?
“Para un marxista las clases sociales no actúan de acuerdo a los
«pretextos», sus intereses y sus relaciones de fuerza son los
que les permiten alcanzar esos intereses.”
Sin embargo, Duclos es más fiel que Germain al espíritu del marxismo:
Marx está muy lejos de negar la existencia de lo posible, pero entiende
por ello los momentos de la acción futura, tales como nos aparecen en
el curso de su preparación. Dirigentes y militantes deben poder
decirse, volviéndose al pasado:
“Hemos hecho todo lo que era posible (es decir, nuestra acción
se ha extendido todo lo lejos que permitían las circunstancias)...
Sólo era posible lo que hemos hecho (las soluciones que hemos
desechado, los acontecimientos han demostrado que eran
impracticables).”
38
Discurso de Nantiat, 28 de septiembre.
110
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Esta actitud identifica la realidad con la acción. Todo cuanto es real es


praxis, todo cuanto es praxis es real. Tales son, sin duda alguna, los
principios en que el trotskismo se inspira también; pero Germain en su
calidad de opositor, trata de establecer verdades que no lo contradicen:
las masas tenían en Francia la posibilidad inmediata de tomar el poder:
esta posibilidad era la más conforme con sus intereses, la mejor
adaptada a las circunstancias, la resultante de la relación de las
fuerzas en presencia, el camino más corto hacia la Revolución
mundial, en suma, la que resumía en sí más realidad y eficacia; sin
embargo es la que no se realizó; 2° si las masas se hubieran
apoderado del poder, la burguesía no se habría movido. Su actitud es
intermedia entre la del militante que analiza la situación presente en
vista de la decisión que hay que tomar, y la del teórico que extrae el
significado de los acontecimientos pasados. Es cierto que el primero
tiene derecho de hacer el inventario de las posibilidades: pero su
análisis está sometido a la presión del momento, iluminado por los
acontecimientos, modificado por “el proceso histórico”, constantemente
rectificado por la experiencia y, finalmente, se experimenta en la misma
praxis. El teórico puede pretender entregarnos una verdad cierta a
condición de atenerse a lo que es y no haber tenido en cuenta lo que
habría podido ser.39 Germain establece su opinión sobre una realidad
muerta; no puede pretender la certidumbre cuando trata de establecer
las consecuencias posibles de lo que no ha sido En cuanto al fin de su
investigación, no habiendo existido realmente, será el objeto abstracto
de una idea; en una palabra, será porque se piensa. Así se abandona
el esquema propiamente marxista por un idealismo probabilista cuyas
inducciones se basan en la mayoría de los casos en simples
extrapolaciones. Y por otra parte, ¿qué hay que entender por esa
palabra ambigua “lo posible”? La clase obrera podía vencer: ¡sea!
¿Pero en qué condiciones? Las relaciones de fuerza le eran
favorables, sus intereses la impulsaban a tomar el poder pero sus jefes
se lo impidieron. Admitido: ¿pero podían no hacerlo? ¿Qué es lo que
les ha hecho lo que son? ¿Su obediencia al Politburó? Pero ya la
denunciáis desde hace muchos años; según vosotros, esa relación con
Moscú es la que caracteriza al P.C.F. ¿Podía cambiar su estructura
fundamental en 1944? ¿Y qué significa eso? Sé que distinguís –no

39
Hablo aquí del historiador marxista y no del historiador burgués, cuyos conceptos
eclécticos se ajustan a la vez a lo contingente y a lo necesario, a la libertad y al
determinismo.
111
Jean-Paul Sartre

digo que sin razón– una corriente de izquierda en el Partido y que


sostenéis la amena teoría de un P.C. revolucionario a su pesar: ¿pero
cómo la izquierda se habría impuesto al día siguiente de la Liberación,
cuando se esperaba todo de la URSS, cuando la burguesía parecía
reducida a la impotencia, cuando muchos creían aún en el pacifismo
norteamericano, si es cierto, como decís, que la dirección del Partido
logra incluso hoy, en plena retirada, imponer silencio a los
descontentos de la base? ¿La política de la URSS, entonces? ¿Diréis
que es la culpable? Quizás: ¿pero en qué momento era posible
cambiarla? ¿No refleja una sociedad determinada, con sus estructuras
económicas y políticas, sus capas sociales y sus conflictos interiores?
¿Hay que remontarse hasta la muerte de Lenin? Hay quienes llegan
hasta allí: la partida se habría jugado y perdido hacia 1923-1924; en el
otoño de 1924, después de la derrota del proletariado alemán, Stalin
habló por primera vez del “Socialismo en un solo país”. Ese día los
ángeles lloraron. Se creería que habíamos vuelto al pecado original y a
las discusiones de Leibniz con el gran Arnauld acerca de la
predestinación: Stalin se convierte en el padrecito Adán de la era
atómica. La teoría es admisible; se puede admitir que las circuns-
tancias históricas se disponen a veces, pero muy raramente. de modo
que permitan una acción humana eficaz y que decide la orientación
histórica. Si se pierde una buena ocasión, habrá que esperar veinte
años, medio siglo quizás, hasta que vuelva otra vez; el trotskysmo
sería un arte de esperar. ¿Pero en qué se convierte entonces la
“posibilidad” de 1944? La suerte estaba echada. Y si algunos
entusiastas han podido creer que iban a conducir a la clase obrera a la
victoria, es porque habían visto los detalles de la situación sin
considerarla en su conjunto.
Otros pretenden, por el contrario –y Germain es quizás uno de ellos–
que, incluso en un período contrarrevolucionario, se puede ejercer una
acción continua sobre el curso del mundo con tal de que se esté
dispuesto a explotar todas las contradicciones. Tienen en favor suyo el
acuerdo de Marx y de Engels40 y el de Lenin, que se negaba a aplicar
al estudio de la historia cotidiana los principios y los métodos que le
40
Es decir, una determinación rigurosa pero circunstancial del hecho particular. Poco
importa que los hechos particulares se eliminen en seguida y que el curso de la historia
–imperceptiblemente retardado o desviado– recobre su dirección de conjunto. Falta que
debe explicarse al particular por lo particular; no se tiene el derecho de reemplazar el
hecho en la historia universal más que cuando se la ha descifrado enteramente en su
particularidad.
112
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

servían para descifrar los grandes conjuntos de la historia universal. Se


las permite creer que las oscuridades y las vacilaciones de la pequeña
historia desaparecerán a la mirada del historiador futuro. Quizás, un
día, se verá mejor el lugar y el papel de los acontecimientos actuales;
quizás se percibirá entonces que eran los únicos posibles. Pero
mientras la historia no está acabada, mientras se ve el particular de
una perspectiva particular, no se puede explicar el detalle de una
política remontándose sin intermediarios a las consideraciones
generales. Si el universo es un proceso dialéctico en el cual cada
movimiento local tiene su razón en el movimiento de conjunto, los
trotskystas podrán comprender la política de Stalin, ¿pero qué harán
para condenarla? Habrá sido en todo tiempo y en toda circunstancia lo
que debía y lo que podía ser, ni más, ni menos. Quizás habrá que
constatar entonces que la mano estaba hechada de modo de hacer al
comienzo imposible el socialismo. O, por el contrario, como dice
Merleau-Ponty:
“El camino que nos parece sinuoso aparecerá quizás cuando las
etapas se hayan cumplido y cuando la historia total sea revelada,
como el único posible y a fortiori, como el más corto.”
De todos modos el P.C.F. está fuera de cuestión. No ha tenido, ni
puede tener posibles no realizados, más que en el nivel de esta historia
vacilante donde los acontecimientos vienen siempre a la cita con
retraso o con adelanto, permanecen parcialmente indescifrables,
donde un conflicto, cualquiera que sea la profundidad de sus razones,
puede, a falta de una causa ocasional, quedar enterrado largo tiempo,
como una bomba de efecto retardado. En el caso que consideramos, el
conflicto está ahí: es la lucha de clases; la relación de fuerzas es
definida: en 1944 la clase obrera tiene la posibilidad concreta de tomar
el poder. ¿Qué falta? La causa ocasional: otra orientación de la política
comunista.
Pero ocurre esto: el opositor marxista cabalga sobre dos tesis: para
demostrar a los “stalinistas” sus errores o sus mentiras, quiere ser
irrefutable; utilizará, pues, los métodos y los criterios de la gran historia
dialéctica; para establecer, por el contrario, que otra acción sería
posible en tal o cual circunstancia, recurre a las inducciones
probabilistas. Cuando Duclos se niega a “dar un pretexto” a la
represión, Germain se alegra: ¡un pretexto! “¿Desde cuándo los
fascistas esperan pretextos para herir al movimiento obrero?” En suma,
113
Jean-Paul Sartre

el P.C. tiene la ingenuidad de creer que le era posible a de Gaulle


actuar de otro modo a como lo hizo. ¡Y que esta acción no se realizó
por falta de ocasión! “Una vez dadas las relaciones de fuerzas”,
responde Germain, “se halla siempre un «pretexto» conveniente”. Ved
cómo se eleva el debate: de Gaulle se empequeñece a ojos vistas y
pierde sus rasgos particulares; primero se convierte en el Fascista... y
el Fascista no es nada más que el pleno empleo de los poderes de que
dispone, en favor de los intereses que sirve. Luego se funde en su
clase y es la burguesía misma la que abrazamos con la mirada. ¿Por
qué no hiere al movimiento obrero? Porque no tiene la fuerza para
hacerlo. Toda fuerza tiende, por sí sola, a ir hasta el fin de su efecto,
teniendo en cuenta las otras fuerzas que se ejercen sobre el mismo
punto: el acontecimiento, resultante de fuerzas diversas, es siempre
todo cuanto puede ser. En cuanto a los factores de la historia local, se
han desvanecido: origen y carácter del equipo en el poder, estructura
real de la burguesía en 1944, intereses particulares, prejuicios,
creencias, ideologías, necesidad de la política cotidiana, todo se
elimina. De Gaulle es considerado como fascista en 1952, luego lo era
en 1944. Ese general, sin duda poco favorable a la República pero que
había prometido restablecerla, ¿podía enredarse en aquella época en
contradicciones personales? Eso no tiene acción sobre el curso de las
cosas. La burguesía, al día siguiente de una ocupación ruinosa, ¿podía
hallar menos costoso el contemporizar y resistirse aún a la violencia,
incluso estando dispuesta a recurrir a ella? No tiene importancia. Ya
que la clase burguesa ha hecho lo que ha hecho, es porque no podía
hacer otra cosa. Bien.
Aplico esos principios a la clase obrera: no sabía que hubiese tomado
el poder pero me dicen –y lo creo– que tenía interés en tomarlo y que
las relaciones de fuerzas le eran favorables: es preciso, pues, que lo
tomase sin que eso se supiera. ¡Nada de eso!, dice Germain. Podía
tomarlo y sus jefes se lo impidieron. ¡Vamos! ¿Y cuáles son esos jefes?
“Los dirigentes del P.C.F. que se atienen a lo que llamamos el
conformismo burocrático, es decir, que están dispuestos a ir a
derecha o a izquierda en función de las necesidades de la
diplomacia del Kremlin y prontos a sacrificar los intereses
fundamentales de las masas”.41

41
Tomo la definición del artículo de Frank.
114
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

¡Los hombres malos! Pero ¿por qué son así? En seguida comprendí
que el fascista era la pura expresión de su clase y su instrumento
anónimo; cuando leo a Trotsky o la “Verité” veo también que la
“burocracia” soviética expresa los intereses de ciertas capas sociales y
está condicionada por la misma sociedad de que emana. Y encuentro
esta misma observación en “La Revolución Traicionada”:
“La sociedad soviética actual, no puede prescindir del Estado e
incluso –en una cierta medida– de la burocracia. Y no son los
miserables restos del pasado, sino las poderosas tendencias del
presente las que crean esta situación.”
He aquí lo que me tranquiliza del todo acerca del Politburó: la
personalidad o las voluntades particulares de sus miembros importan
poco; la propia URSS, a través de ellos y por ellos, se da el aparato
que necesita por ahora.42 ¿Pero la burocracia del P.C.F. de dónde
viene? No se apoya en las masas, ya que acusa a la Oficina Política de
“sacrificar sus intereses fundamentales, de hacer violencia a sus
instintos revolucionarios”. Ni sobre la estructura de nuestra sociedad,
puesto que es una sociedad burguesa y el P.C. no juega en ella el
papel de partido de gobierno. Ni en la relación de fuerzas, puesto que,
según vosotros, ¡la relación era favorable a la acción! Y en cuanto al
vasallaje de la URSS, una de dos cosas: o mostraréis que hoy es
necesaria para un partido revolucionario, y entonces todo lo “posible”
desaparece y unís con vuestras propias manos la suerte de los
proletariados a la de las Repúblicas Soviéticas, o diréis, como Bourdet,
que es posible sustraerse a ese dominio: en ese caso, se trata de
errores individuales, la incomprensión de la situación, los defectos de
carácter (conformismo, cobardía, etc.) que explican la inercia del P.C.
El que vosotros reivindicáis ha escrito: “Una revolución no se puede
mandar, sólo es posible dar una expresión política a sus fuerzas
interiores”,43 y admitís, sin embargo, que la clase obrera en pleno
impulso v en una situación revolucionaria, haya podido ser frenada por
la acción individual de sus jefes; en suma, negáis las causas
ocasionales a la burguesía y se las concedéis al proletariado. Por una
sola razón, la culpabilidad es necesariamente ocasional; se ajustaba

42
Germain no pretende –seamos justos– que había que tomar el poder: “Eso habría sido
una aventura”. Dice que la clase obrera tenía la fuerza y el impulso necesarios para
hacerlo. Pero entonces, si hubiera sido su jefe, después de haberla llevado por aquel
camino, ¿en nombre de qué la habría frenado?
43
L. Trotsky. La Revolución Permanente, p. 317.
115
Jean-Paul Sartre

más o menos a la fatalidad antigua; con la necesidad de los modernos,


está obligada a desaparecer: ahora bien, vosotros necesitáis un
culpable.44
De ese compromiso entre la necesidad y la contingencia, entre el rigor
y la indeterminación, entre el ser y el deber ser ha nacido vuestro
concepto de la espontaneidad; “el instinto revolucionario” que reconocéis
a las masas sólo tiene una función: marcar en lo absoluto lo que habría
podido ser. Y aceptaríais igualmente que una ley inflexible haya regido
el curso de los acontecimientos desde octubre de 1917, quién sabe,
desde el primer pecado original, si se os concediese que, entre tantas
vicisitudes, el instinto revolucionario permanece inquebrantable. Es
preciso que quede en el fondo de los corazones, eterna disponibilidad
que las circunstancias velan pero que no pueden destruir ni crear
porque es la realidad profunda del proletario, la sentencia que el
capitalismo pronuncia contra sí mismo, en suma, esa exigencia
implacable que se traduce objetivamente por una presión ejercida
sobre el Partido y los jefes que no tiene otro objeto que la Revolución
permanente. Dotando al proletariado de una espontaneidad revolucio-
naria, le contamináis de vuestra oposición. Consideráis, en efecto, que
la acción del P.C. no era justa ni conveniente, que se podía y se debía
llevar otra. Pero, al mirar en torno vuestro, sólo descubrís relaciones de
fuerza, intereses, actos, en resumen, el ser y los hechos; nunca el
debe-ser. Y en primer lugar, los fines a seguir, ¿quién los presenta?
Solos, no tenéis calidad para reprochar al P.C. el haber abandonado
los objetivos revolucionarios; hay que dar la condena en nombre de las
masas; ¿pero qué prueba que habláis en su nombre, ya que no llegáis
hasta ellas? Justamente el que, lejos de querer hacer su felicidad, os
limitáis a descifrar los mensajes de su instinto revolucionario. Si existe
ese instinto, será la exigencia la que define las metas y los medios de
alcanzarlas; objetivamente, en efecto, no se revela como exigencia
más que manifestándose como praxis; las masas tienen un poder
espontáneo de crear y de organizar que tiene por efecto apresurar el
advenimiento del proletariado: así han producido, por sí solas, en 1944
los comités de liberación y los comités de fábrica; esos primeros pasos
definían el camino, el P.C. no tenía más que continuar el movimiento. Y

44
El inenarrable Monnerot, tiene una explicación propia: la selección (por la burocracia
rusa, claro está) es la que ha creado en Francia “un tipo de hombre que es a la vez
funcionario prudente, político parlamentario astuto, tribuno benévolo y agitador de masas
profesional”. Naturalmente, será dirigente del P. C. ¿No es eso delicioso?
116
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

como esos pasos espontáneos mostraban la dirección a seguir, podéis


condenar a los jefes que no la han seguido: el instinto popular
manifiesta lo que había que hacer, lo que, con otros dirigentes, se
habría hecho. La espontaneidad engendra los posibles: las masas, con
su intransigencia, su combatividad, la aspereza de sus reivindicaciones
son las que crean la posibilidad de tomar el poder; la imposibilidad
viene de los jefes. Pero los jefes no son nada; al parecer se los puede
cambiar en un instante; las masas son todo; y tratad, pues, de
cambiarlas. Su espontaneidad tiene el inexorable rigor de la dialéctica,
ya que la producción produce al productor; al mismo tiempo es libre, ya
que expresa la esencia en movimiento del proletario. Por segunda vez
en la historia, marca –frente al pecado original que todos hemos
heredado– la naturaleza sostenida por la Gracia. Y, hay que confesarlo,
esa gracia salva a los trotskystas; sin ella, los véis malparados: ¿qué
sucedería si el “dinamismo” de las masas dependiese de factores
extremos? Supongamos que se rige por el estado de las fuerzas, el
grado de agotamiento de los combatientes, el recuerdo de las luchas
anteriores, el recuento de los resultados, la política de los jefes. 45
Supongamos que la acción espontánea de las masas, en lugar de
apuntar al porvenir, se reduce a no ser más que el contragolpe del
pasado; supongamos que su exigencia, en lugar de medir su poder,
tenga la inconsistencia de un sueño; supongamos que depende de su
fatiga, de una falsa esperanza: adiós el humilde profetismo colectivo,
adiós la espontaneidad; podéis aún enfrentar a Marx con Stalin, no
haréis que el proletariado comparezca ante un tribunal para declarar
contra sus jefes: la política de los jefes y el humor de la masa son, en
esta hipótesis, la una y el otro, función de las circunstancias exteriores;
al final, la una actúa sobre el otro, se modifican y adaptan mutuamente
y, para terminar, se establece el equilibrio, una acomodación recíproca,
los posibles desaparecen: tales jefes, tal masa; tal masa, tales jefes.
¿El destino del proletariado? Quizás el método marxista os permitirá
preverlo; no hacerlo: seréis augures. De todos modos, ya no contáis.
“Pero, diréis, ese concepto no es dialéctico.” ¿Por qué no? En todo
caso, es el de Engels:

45
El P.C. responde muy justamente que las masas estaban recorridas por potentes
corrientes nacionalistas suscitadas y orientadas por el mita “De Gaulle, jefe de la
Resistencia” y que en primer lugar había que emprender un potente trabajo de
desmixtificación.
117
Jean-Paul Sartre

“La historia se realiza de tal suerte que el resultado final se


desprende de los conflictos de múltiples voluntades individuales,
determinada cada cual por una cantidad dada de condiciones
particulares: hay, pues, fuerzas innumerables que se entrecruzan,
un grupo infinito de paralelogramos y la resultante, el hecho
histórico, puede ser considerado como el producto de una fuerza
que opera, en su conjunto, inconscientemente y sin voluntad. Lo
que cada cual quiere está, en efecto, contrariado por los otros y lo
que resulta de ello es algo que nadie había querido.”
En esa perspectiva, la “fuerza inconsciente e involuntaria” es una ficción
cómoda; en cuanto a la espontaneidad, no existe ya.
Mirad: hoy os dirigís al P. C. y le intimáis para que proponga la unidad
de acción a los dirigentes socialistas. Ese consejo político es –por el
momento presente– a la vez completamente razonable y completamente
absurdo. Razonable: es cierto que, si se le siguiera, Francia y Europa
cambiarían, y se alejaría la guerra. Absurdo: bien sabéis que el P.C., no
hará gestiones (el discurso de Lecoeur testimonia el triunfo provisional
de los que le quieren sumir en la soledad) si quisiera hacerlo, los
socialistas se negarían rotundamente. Pero, decís, el fracaso de esta
tentativa abriría los ojos de los militantes S.F.I.O.: eso es conocerlos
mal, y subestimar su resentimiento contra el P.C.: no abandonarán su
partido, felicitarán a los dirigentes por haber hecho fracasar la
maniobra. Si se tratase sencillamente de considerar lo que tendrá lugar
en realidad, vuestro consejo podría pasar por un piadoso deseo, sin
importancia ni fundamento.
Pero vosotros insistís en lo contrario:
“ese «frente común»... no es utópico ni aventurero”.
¿Por qué?
“Es que hay millones de obreros, de funcionarios, de artesanos,
de pequeños comerciantes y de pequeños campesinos que
quieren que eso cambie.”46
En una palabra, el razonamiento trotskysta encuentra su garantía
objetiva en la voluntad de las masas. “Para un marxista”, toda idea
verdadera debe ser práctica, porque la verdad es acción; la idea

46
Es cierto: quieren que cambie, pero vosotros subestimáis los estragos que el
anticomunismo ha causado en sus filas.
118
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

trotskysta permanecería una pura abstracción sin vida, un imprevisto


idealista –puesto que no produce efecto por sí sola, puesto que
muestra un camino que se sabe que no se va a seguir– si las masas,
por su acción y por sus exigencias, no se encargaran de dar a esos
puros conceptos subjetivos un comienzo de realización. No es que la
idea actúe sobre ellas; hay una armonía preestablecida; el trotskysta
decide que su discurso es la expresión verbal de la espontaneidad
colectiva. Él está de un lado, el proletariado del otro: no se dirigen la
palabra jamás, pero entre el sistema intelectual del primero y el
impulso que arrastra al segundo a superar su miserable condición, se
establece virtualmente un acuerdo profundo y tácito sobre la cabeza
del militante comunista, que se contenta con hablar realmente a los
obreros y dirigir en realidad su movimiento. La impetuosidad vital e
inobservable de las masas es la caución de un diagnóstico impotente;
o, si se prefiere, el trotskysmo funda un racionalismo abstracto de
opositor sobre un irracionalismo pragmatista. No hay que decir, claro
está, que las aspiraciones espontáneas de las masas trabajadoras sólo
están ahí para ser violadas. Nosotros volvemos al esquema descrito
precedentemente: se llama espontaneidad a la secreta censura que un
grupo inflige a los jefes que ha elegido, la complicidad silenciosa de
una sociedad integrada con los opositores que ha exiliado.
Volvamos al 4 de junio: ¿la espontaneidad obrera es la que ha
desautorizado al P.C.? Lo dudo mucho. En primer lugar, ni Marx ni
Lenin han creído en la permanencia de un “instinto revolucionario” en
las masas. En cuanto a Trotsky,47 insiste, por el contrario, en su
“profundo conservadurismo”, que le parece un factor de “estabilidad
social”. Para “liberar a los descontentos de las molestias del espíritu
conservador y conducir a las masas a la insurrección” se necesitan
circunstancias excepcionales. En ese caso, su sentimiento es, en
primer lugar, puramente negativo; los jefes tienen planes, programas:
pero las masas sienten sencillamente “que ya no pueden soportar el
Antiguo Régimen”. Arrastradas por el acontecimiento, sólo entonces
hacen su experiencia revolucionaria al “orientarse activamente por el
método de las aproximaciones sucesivas” y siempre más hacia la
izquierda. Cuando su impulso se rompe en “obstáculos objetivos”, el
reflujo que conduce a la reacción comienza:

47
Quien, de todos modos, os ha dado el ejemplo y ha reconstruido la Revolución rusa para
mostrar el movimiento espontáneo de las masas como factor esencial de la historia. Pero
su concepción sigue siendo mucho más rica y compleja que la vuestra .
119
Jean-Paul Sartre

“Las grandes derrotas son desalentadoras durante largo tiempo.


Los elementos pierden su poder sobre la masa. En la conciencia
de ésta suben a la superficie prejuicios y supersticiones mal
fermentado. Los recién venidos de los campos, masa ignorante,
desdibujan durante ese tiempo las filas obreras.”
En una palabra, las masas son revolucionarias cuando se dan las
condiciones de la Revolución; hay que apreciar su impulso y sus
poderes de acuerdo a las posibilidades concretas de la situación, en
lugar de establecer esas posibilidades de acuerdo a la fuerza del
"dinamismo" revolucionario. En particular, si su pretendido “instinto” es
el efecto de las circunstancias, su violencia no prueba que haya que
obedecerlo. Trotsky escribe también:
“Las masas intervienen en los acontecimientos no de acuerdo a
las instrucciones de los doctrinarios, sino según las leyes de su
desarrollo político propio. La dirección bolchevique... veía
claramente que había que dar a las grandes reservas el tiempo
de sacar sus conclusiones de la aventura... Pero las capas
avanzadas se lanzaron a la calle... (Ahora bien) independiente-
mente de la voluntad de las masas, la experiencia podía
transformarse en una batalla decisiva y, por consecuencia, en
una derrota decisiva. Ante semejante situación, el Partido se
reservaba permanecer al margen... Ese partido de masas debía,
sin duda, seguir a las masas al terreno donde se habían
colocado, con el fin de ayudarlas, pero sin compartir en modo
alguno sus ilusiones.”
El mismo Trotsky reivindica para un partido el derecho de apreciar el
“dinamismo” popular a la luz de la situación general; no vacila, en
ciertos casos, en llamar “ilusiones” a los motivos de ese brusco
desencadenamiento –y Germain, trotskysta, censura al P.C. el no
haber tenido confianza en el instinto del pueblo–. Es que, dirá, la
situación era otra. Es cierto; pero si nos negamos a creer en la
infalibilidad de las masas, ¿qué queda?; dos conceptos doctrinales –el
del P.C.I. y el del P.C.F.– dos modos de razonar y dos interpretaciones
“científicas” de la situación.
Esa desautorización del 4 de junio, de la cual tan pronto se hace un
documento como un testimonio, admitamos que existe y se oculta bajo
la fatiga y el desaliento de los obreros. ¿Hemos avanzado por ello?

120
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

¿Qué es lo que se ha desautorizado? ¿La iniciativa desgraciada del 28


de mayo? ¿La política del P.C.F. desde el 48? ¿Desde el 44? ¿Desde
el Congreso de Tours? ¿La burocracia? ¿El vasallaje hacia Moscú?
¿La política soviética? ¿Y por qué no el propio marxismo? ¿Quién
decidirá? Decís que todo eso es así: cuando la censura se dirigiese
expresamente a un detalle, el rigor del encadenamiento es tal que todo
está en pleito. Pero eso no es verdad: tenemos que habérnoslas con la
historia local y cotidiana, opaca, en parte contingente, y la relación de
los términos no es tan estrecha que no se pueda hacer variar algunos
en ciertos límites sin modificar todos los demás.
Leí, el otro día, que el proletariado está cansado de la injerencia de los
dirigentes soviéticos en sus asuntos interiores; no es, decía, que
condene directamente esta injerencia; en realidad, no la siente y se
burla de ella; pero, lo que significa desautorizarla, es que ya no puede
sufrir más el “democratismo” del P.C., que es su evidente consecuencia.
Pero sigo teniendo mis dudas: Habría sido necesario, para
convencerme, mostrarme en primer lugar que no se puede combatir
esa burocracia sin haber roto antes con la URSS; en seguida, y a la
inversa, que un partido revolucionario, no vasallo de la URSS, no corre
el peligro en el día de hoy de ser burocratizado por las circunstancias
cíe la lucha. A falta de esas precisiones, no sé cómo limitar el alcance
de esa supuesta censura. Bien veo que el P.C. reconoce que ha
cometido un error y veo también que lo localiza en los instantes que
precedieron inmediatamente a la huelga: es que quiere salir de eso del
mejor modo posible. Veo a los burgueses persuadidos de que las
masas han pronunciado su sentencia contra Marx: es que son anti-
marxistas.
Luego ignoro el motivo de la sentencia; pero como si no fuese
bastante, he aquí que ya no sé quien es el juez que la pronuncia.
Porque yo imagino dos clases de censuras: las que una clase
revolucionaria inflige en nombre de la revolución a los jefes que
quieren determinarla; las que una clase deshecha, rota, resignada
inflige en nombre de la ideología de la clase victoriosa a los
revolucionarios que la quieren arrastrar a nuevas aventuras.
En el primer caso, el sujeto de la historia es el que condena a un
traidor y la condena se inscribe en la historia que hace.

121
Jean-Paul Sartre

En el segundo, es una clase que se siente de nuevo masa, que vuelve


a encontrar, con sus viejas cadenas, “sus prejuicios y supersticiones
mal fermentados” y que se sirve de ellos para condenar su propia
gloria. ¿Con cuál de los dos jueces me las tengo que haber?
Los trotskystas afirman que es un juez revolucionario:
“La clase obrera francesa... ha sido sacrificada... A pesar de todas
las justificaciones, este error criminal salta hoy en día a los ojos de
todos. En la próxima ocasión ningún trabajador lo recomenzará.”
Cómo creerles, si no se tiene confianza en la “espontaneidad irreprimible
del trabajador”. Y luego, para decirlo todo, encuentro un poco débiles
las reacciones de ese revolucionario: han sacrificado su clase, lo sabe
y, por toda represalia, ¿censura una huelga intempestiva?
Se necesitan buenos ojos para hallar su dinamismo, mejores aún para
descubrir una presión de las masas en los acontecimientos del 4 de
junio.
Por el contrario, para la ‘buena prensa’ ya no hay revolucionarios. ¿Por
otra parte, los ha habido alguna vez? La historia acaba así de operar
sencillamente la discriminación que se imponía: ha puesto a los
“bandidos” a su izquierda y a los “hombres honrados” a su derecha. El
abstencionismo del obrero debe atribuirse a su prudencia, es decir, a la
fuerza de penetración de los buenos principios: está harto de violencias
inútiles, sólo pide trabajar en paz, encuentra que la vida no es tan fácil
y que no hay por qué malgastar el dinero en tonterías. En resumen, a
través de él, la propia burguesía es la que desautoriza al Partido; yo
pregunto si los patronos estarán contentos: su buen amigo el obrero
está por fin curado; parece que se ha terminado definitivamente la
ruptura escandalosa que desgarraba nuestras sociedades modernas.
¿Las clases? Era una pesadilla: sí, como es lógico, se concede el título
de burgués a todo individuo que forma parte de una sociedad
burguesa, en Occidente ya no habrá más que burgueses, los unos
desesperados y los otros no demasiado descontentos.
Si eso fuese así, se adivina que el P.C.F. estaría profundamente herido
por el desafecto de las masas. Pero los considerandos de su desauto-
rización le dejarían frío.
El anticomunista me esperaba a la vuelta:

122
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

– “¿Luego, las masas no pueden juzgar el aparato?”


Yo respondo que les ocurre, cuando se ponen en marcha, impulsar a
sus jefes ante ellas.48
Él insiste:
– “Pero el resto del tiempo, ¿no pueden juzgarlos?”
¡Ah! Sócrates, ya veo adonde me arrastras. Pues bien, lo confieso:
juzgan a sus jefes cuando los siguen, pero no cuando no los siguen.
Sócrates triunfa:
– “Debéis a la burguesía la libertad de escribir y os servís de ella para
negar al pueblo la libertad de pensar.”
Se ha pronunciado el veredicto: desprecio del pueblo, temperamento
de sofista, gusto vergonzante por las formas autocríticas del poder; en
un arrebato de servilismo, concedo al P.C. más de lo que ha pedido
nunca: pretende guiarse en la opinión de las masas; el imperio
absoluto que ha adquirido sobre ellas, no le preocupa que se le
justifique: lo oculta.
Cuando me injurian, llevo el masoquismo hasta a desear que lo hagan
con buenas razones. Diré, pues, por qué son malas las del anti-
comunista.
En primer lugar, no me ocupo de lo que sería deseable ni de las
relaciones ideales que el Partido en sí sostiene con el Proletariado
Eterno; trato de comprender lo que ocurre en Francia, hoy, bajo
nuestros ojos. Unos buenos amigos han tenido a bien señalarme la
existencia de os sindicatos anglosajones y escandinavos: esos
organismos “bien bajo todo informe” estarían mejor adaptados que
nuestra C.G.T. a las formas avanzadas del capitalismo. 49 Quizás.

48
Recordad, por ejemplo, la huelga de mayo de 1947 en la Régie Renault; los responsables
del sindicato metalúrgico cegetista se hicieron abuchear por los obreros cuya acción
reivindicadora querían frenar. En seguida el P.C. aprendió la lección.
49
Además, ¿qué significan esos ejemplos aislados? ¿Se ha establecido que la prosperidad
de los países “avanzados” no se funda en la miseria de los otros? ¿Esos paraísos son la
imagen de lo que vamos a ser, o los beneficiarios de la desigualdad presente? Queréis
hacerme reconocer tácitamente la primera hipótesis, pero no la probáis; por otra parte, aun
siendo verdadera, no habría lugar para regocijarse de ella: si los sindicatos norte-
americanos tuvieran conciencia de sus deberes políticos, tratarían de frenar la carrera a la
guerra, en lugar de enviar a los franceses espías y propagandistas. Si la historia debe dar
un día al gobierno norteamericano ese título de “criminal de guerra”, que él se contentaba
hasta ahora con conceder a los otros y que parece querer reivindicar para sí, es de temer
que los obreros norteamericanos, mixtificados por sus sindicatos “avanzados”, no sean sus
cómplices involuntarios, como el proletariado alemán –burlado o aplastado– lo fue del
emperador en 1914, y de los nazis en 1939.
123
Jean-Paul Sartre

¿Pero qué prueba eso? ¿Que hay que lamentar el no ser sueco?
Vuelvo a mi país, que no tiene fama de ser uno de los más
“adelantados” entre las democracias burguesas. El patronato francés
es el hazmerreír del mundo: si llevásemos vuestro argumento hasta el
fin, veríamos que tiene la lucha de clases que merece.
En Francia, pues, y hoy en día, ya que hay que precisar, las
condiciones que se le dan, prohíben al obrero el uso de los derechos
formales que se le conceden. Lo sabéis, ya que habéis hecho de
suerte que no pueda servirse de ellos en el cuadro de nuestras
instituciones; ¿por qué indignaros cuando renuncia a esos espejismos
para militar? Vosotros, que os escandalizáis cuando os informan que
una elección sindical se ha hecho levantando la mano, habéis falseado
la ley para reducir al silencio a más de una tercera parte del cuerpo
electoral. Acusáis al P.C. de defender y de atacar alternativamente las
libertades democráticas según su interés del momento, ¿pero qué otra
cosa hacéis? Cuando se trata de criticar a los comunistas reclamáis
para el obrero las libertades enteras; se las quitáis, cuando él os critica.
Ése no es el fondo de la cuestión: si bien se mira, nuestras libertades
han sido concebidas por burgueses para burgueses, y el obrero no
sabría disfrutar de ellas a menos de convertirse en burgués. Sólo
tienen sentido en un régimen de propiedad individual y son precauciones
que toma el poseedor de bienes contra la arbitrariedad del grupo. Eso
supone, pues, que el grupo existe ya. En realidad, la burguesía nos
divierte desde hace doscientos años con una robinsonada que llama
“atomismo social”; pero es para mixtificar a las clases pobres: porque
forma por sí sola una colectividad fuertemente integrada que las
explota. ¿Naceríamos libres y solitarios? ¿Formaríamos la comunidad
uniéndonos mediante el contrato? ¿Daríamos nuestra libertad para que
nos la devuelvan centuplicada sin renunciar completamente a nuestra
soledad natal? Mirémosnos mejor: ¿solitarios? ¿Cuándo se suspira por
la soledad más que estando en compañía? ¿Libres? Sí: libres de
ejercer ciertas actividades muy concretas que tienen su origen, en
general, en nuestro poder económico o en nuestras funciones sociales.

¿Pero puedo recordaros –un cumplido vale otro– que la humanidad entera vive en estado
de subalimentación? Si fuera –por azar- necesario que el obrero de las Indias o de Europa
se muera de hambre para que el industrial norteamericano pueda mantener sus altos
sueldos, la verdad de nuestra situación presente, no sería la de las fábricas Ford o Kayser,
sino el hambre que devasta el mundo. Y, en ese caso, la verdad de la praxis no es el
reformismo prudente de obreros bien alimentados pero “embrutecidos” por un trabajo
agotador y por una propaganda incesante: sería la actividad revolucionaria.
124
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Libre, el industrial que puede despedir sin explicación a una cuarta


parte de su personal; libre, el general que puede decidir una ofensiva
destructora; libre, el juez que puede elegir la indulgencia o la
severidad. La verdadera libertad burguesa, la libertad positiva es un
poder del hombre sobre el hombre. La sociedad lo decide antes de
nuestro nacimiento; define por adelantado nuestras capacidades y
nuestras obligaciones; en suma, nos sitúa. Eso es unirnos a los demás:
para terminar, el más insignificante de nuestros gestos, el rasgo más
borroso de nuestro carácter son, en realidad, los actos sintéticos que
realizan en circunstancias particulares la unidad de la clase burguesa:
cada cual de nuestras conductas manifiesta nuestra pertenencia a tal
grupo familiar o profesional; cada cual contribuye a integrarnos más en
él.50
Después de esto, ¿en qué se convierten esos desgraciados derechos
negativos a los cuales la democracia burguesa pretende dar tanta
importancia? Si no nos enriquecen, no corren el riesgo de empobre-
cernos. Representan, sencillamente, la salvaguarda de nuestros
poderes concretos; establecen entre cada uno de nosotros y la
colectividad, una distancia imperceptible, nos impiden el morir
asfixiados. Pero se comprende que la realidad burguesa cae fuera de
ellos: nuestro industrial no sueña con definirse por los derechos que
comparte con todos, sino por el poder que puede ejercer solo. ¿El
babeas corpus? No le preocupa lo más mínimo: nadie piensa en
detenerlo; su verdadera libertad boga por el mar: es la máquina que
acaba de comprar en los Estados Unidos. ¿La política? Puede
divertirse votando por los radicales, abandonarlos por el M.R.P., volver
a ellos: eso no alterará su persona. Su persona es su fábrica, su
familia, sus proyectos. El lazo político es en nuestras sociedades –a
veces tranquilas– el más cobarde y el más frágil: se rompe a la menor
sacudida. Nada de extraño si criticamos libremente a los partidos:
criticar es retroceder, ponerse fuera del grupo o del sistema,
considerarlos como objetos; ahora bien, aun siendo miembros de una
50
Ese industrial decís es autoritario. ¿Pero qué es la autoridad? ¿Un rasgo de carácter?
No, o al menos no en seguida. Es, en primer lugar, un derecho concreto: posee una
fábrica, hace trabajar a cien obreros y puede, en nombre del contrato de trabajo, exigir de
ellos ciertos procederes. El ejercicio de ese derecho es una acción: manda, “hace marchar”
la empresa. La acción repetida se convierte en una competencia: “Es el hombre que
necesitamos: tiene una mano de hierro.” Finalmente todo se concentra en un juramento
que se hace a sí mismo: “Seré un jefe.” Todo eso significa el asegurar por su propia cuenta
y dar existencia en acto a la relación abstracta del Capital y el Trabajo, es decir, a la
explotación del hombre por el hombre. Ésta no se halla albergada en una caja de su
cerebro, su autoridad está fuera, en las cosas, él se limita a interiorizarla.
125
Jean-Paul Sartre

formación política, no estamos nunca dentro. ¿Pero habéis criticado en


la cara y públicamente a vuestro patrono, a vuestro director, al jefe de
vuestra oficina? Claro, es que formáis parte de la empresa, estáis
integrados en ella; si os despiden, perdéis a la vez vuestros medios de
vida, vuestros poderes y el fin de vuestra existencia. Acerca de la
política, uno se expresa libremente porque parece reducirse a una
actividad puramente formal; el gobierno liberal se parece en la
superficie, al principio de identidad: permite a cada cual ser lo que es y
tener lo que tiene. Pero desde que se trata de un trabajo, de una
praxis, en resumen, de una actividad sintética que ejerce un grupo
integrado, adiós la libertad de pensar. Ahora bien, la política burguesa
es también una acción sintética, una acción de clase; en las horas de
crisis, cuando la burguesía está amenazada por el pueblo, esta política
revela su verdadero rostro: las “charlas” de los diputados no tenían otro
fin que el de divertir al público y sus pretendidas divisiones ocultaban la
existencia de un partido único, un partido de clase, tan autoritario y
duro como el P.C., cuyos órganos son la policía, la administración y el
ejército, y cuya misión es aplastar la resistencia de los pobres. En esos
momentos no ha hecho más que tirar a la alcantarilla su libertad de
pensar. ¿Qué iba a hacer? Es hora de olvidar las divisiones, está
perdido si no piensa como todo el mundo. ¿Criticar? No está tan loco:
la crítica corre el peligro de desunir, de estorbar la acción guberna-
mental. Abandona sus derechos a un equipo de limpiadores que le
garantizan, a cambio, sus verdaderos poderes y sus bienes.
Pero para el obrero, la política no puede ser una actividad de lujo: es
su única defensa y el único medio de que dispone para integrarse en
una comunidad. El burgués está ya integrado, su soledad es su
coquetería; el obrero está solo, la política es su necesidad. El primero
es un hombre que sostiene un partido para ejercitar su derecho de
ciudadano; el segundo, un “subhombre” que entrará en un partido para
hacerse hombre. El uno entrevé por relámpagos la realidad de la
política, es decir, la lucha de clases; el otro sufre primero la lucha de
clases, es el objeto de ella y presiente en ocasiones que podría llevar
la acción a su vez. Para el burgués, fuera de la política está todo; para
el obrero no hay nada fuera de ella; nada, excepto esa “tristeza
obrera”, de la cual decía Navel que sólo se sale por la acción. La
tristeza, es decir, la soledad. Sin embargo, no vayamos a sacar la
conclusión de que esta soledad es natural; los burgueses, para

126
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

persuadirnos de ella, han perfeccionado su “atomismo social”. Pero


bastará, para comprender el sentido de toda esta filosofía, referirse a
los considerandos de la ley Le Chapelier acerca de los “pretendidos
intereses comunes” de los trabajadores. No: la soledad del obrero no
es natural; es producida; el trabajo, la fatiga, la miseria, los buenos
cuidados de la burguesía han procurado a los trabajadores, me atrevo
a decirlo, un “estado natural” artificial; es el que se llama la masa. Más
tarde detallaré los procedimientos de masificación; lo que incumbe,
aquí, es que todos tienden a imponer la soledad –no sólo la entera
desaparición de las relaciones sociales sino su mecanización. En esta
operación, los derechos democráticos tienen un papel esencial: para
una burguesía integrada, hemos visto que sólo ofrecen ventajas; para
los solitarios, sin cesar expuestos a las fuerzas de desintegración, las
libertades formales son cadenas. Ved el libre contrato, pieza maestra
del mecanismo: combina felizmente la amenaza de muerte y la libertad
de trabajo; el obrero es un hombre que firma libremente bajo pena de
muerte. En esta amalgama de necesidad y de autonomía, la necesidad
impide al asalariado el discutir su precio, la libertad le hace
responsable del que le imponen; con qué derecho se quejaría; podía
rechazarlo. De una manera general, el libre contrato obliga al obrero a
tomar por su cuenta el destino que le dan; acepta su suerte, se atiene
a ella: ¿Acaso el patrono ha ido a buscarlo? ¿Acaso no ha solicitado el
trabajo? ¿Acaso no ha aceptado tareas extraordinarias, acaso no ha
tratado de mejorar el rendimiento de su producción? ¿Acaso no
aumenta voluntariamente los riesgos de enfermedad o de accidente?
¿Acaso no es él quien, criminalmente, ha bajado sus exigencias para
robar el puesto del vecino? Después de esto, quién se atrevería a
hablar de solidaridad: es la ley de la selva. ¿Lucha de clases? Pero no:
lucha por la vida. En resumen, él es quien ha hecho todo, el culpable
de todo, el que reclama la miseria, la soledad y el trabajo forzado.
Antes del contrato, era solo víctima; después de la firma, es cómplice.
En vano, por otra parte, se lanza a los grilletes: nadie le debe nada.
Una vez hecho y pagado el trabajo, los dos contratantes quedan libres
de nuevo; si se ignoraban el día antes, al día siguiente ya no se
conocen. Si se registra una baja en Wall Street, una pequeña sacudida
bastará para separar al personal. El libre contrato transforma al
trabajador en partícula despegable. Cuando el Parlamento inglés, a
mediados del siglo XIX, trató de votar las primeras leyes obreras, se
alzó un solo clamor: Proteged a las mujeres y a los niños, si queréis,

127
Jean-Paul Sartre

¡pero a los hombres no! Son adultos, razonables, libres: se pueden


defender solos. He aquí palabras importantes: solos. La libertad del
obrero es su soledad; nadie puede intervenir en su favor sin riesgo de
esclavizarlo y el Gobierno asegurará tanto mejor la libertad de trabajo,
si se esfuerza más en proteger a los obreros contra toda protección,
incluso la de sus propios sindicatos.
El derecho de voto terminará el asunto: el obrero no encuentra en esas
convocatorias mecánicas que se llaman elecciones, ninguna huella de
la solidaridad que busca. Se trata de votar aisladamente, por un
programa que no ha establecido y del cual ha tenido conciencia en la
soledad; lo que le vence es el mayor número de soledades, bajo el
nombre de mayoría. Pero la idea vencedora no une: es semejante en
cada cual y en todos: la identidad de opinión no acerca. ¿Se dejará
persuadir de que toda la política se reduce a ese juego de sociedad?
Bajo el pretexto de darle acceso a la cultura, la burguesía le va a
infectar de individualismo: con la libertad de pensamiento y de
expresión, le van a hacer probar el probabilismo, la tolerancia, el
escepticismo y el objetivismo: todas las opiniones son respetables,
todas son iguales. ¿Por qué elegir una antes que la otra? Le
desorientan. Las libertades democráticas sancionan la masificación y
dan al obrero un estatuto de masa jurídico. El aislamiento de hecho se
convierte en soledad de derecho.51
Libertad de criticar, de dudar, de votar, de morir de hambre; ¿creéis
que es eso lo que busca? ¡Bien loco sería! ¿Sumirse en la soledad
cuando no hay nada que quiera tanto como la integración? ¿Separarse
de sus cantaradas52 y retroceder para criticar sus actos cuando solo
querría unirse a ellos mediante la confianza? ¿Y qué hacer del
escepticismo que confunde las ideas y sopla sobre los significados del
universo cuando precisamente la realidad es absurda y cuando se
desea ardientemente que la vida y la muerte tengan un sentido? La
duda y la incertidumbre, parece que son cualidades intelectuales: pero
tiene que luchar para cambiar su condición y esas virtudes de
inteligencia han de paralizar la acción: pedidle que ponga en tela de

51
Después, integrado en la clase, reivindicara esas mismas libertades para llevar su acción
de clase. Pero es el momento mismo en que la burguesía las quiere suprimir. Y por otra
parte, si las reivindica, es para el militante en que se lia convertido, para el miembro del
partido obrero, no para el hombre aislado que ha sido.
52
Cantarada: de Cántaro, a) lo que puede contener; b) Obsequio de un cántaro de vino que
los hombres jóvenes de un pueblo exigían al forastero para dejarle hablar por primera vez
a través de la reja con una joven.
128
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

juicio la causa que sirve o que muera por ella, pero no las dos cosas a
la vez. Una acción de alguna importancia exige una dirección unificada;
y él, justamente, tiene necesidad de creer que hay una verdad; como
no puede establecerla solo, tendrá que fiarse profundamente de sus
dirigentes de clase, para aceptar el tenerla de ellos. En resumen, a la
primera ocasión enviará al diablo esas libertades que lo estrangulan:
no es que quiera el poder y la autonomía de la clase obrera: pero esa
autonomía, ese poder lo pone en la comunidad; sólo piensa ejercerlo a
título de proletario.
Sin embargo, ¿qué puede? Nada: ni siquiera concebir esta comunidad
combatiente donde tendrá su lugar. Aplastado por las fuerzas
burguesas, abrumado por el sentimiento de su impotencia, reventado,
¿dónde hallará el germen de esa espontaneidad, que le pedíais hace
un momento? La acción puede tomarlo, transformarlo, cambiar su
universo, ¿pero de dónde va a nacer la acción? Para él no se trata de
pasar progresivamente del menos al mas, uno se hace revolucionario
mediante una revolución interna; sólo se convertirá en otro hombre
mediante una especie de conversión. Y esta brusca aparición de otro
universo y de otro Yo, sujeto de la historia, no puede presentirla
mientras esté aplastado bajo su roca: ¿cómo va la pasividad a
imaginar la actividad? Ser burgués no es difícil, basta con apuntar bien
al útero natal; en seguida, uno se deja llevar. Por el contrario, nada
menos fácil que ser proletario; sólo se afirma mediante una acción
ingrata y penosa, superando la fatiga, el hambre, muriendo para
renacer. Para que la acción sea posible en todo momento, es preciso
que la praxis exista en el seno de las masas como una llamada, un
ejemplo y también, sencillamente, como una especie de figuración de
lo que se puede hacer. En suma, es preciso una organización que sea
la encarnación pura y simple de la praxis. Pues bien, diréis, ¿por qué
no el sindicato? Diré el porqué en la tercera parte de este ensayo.
Pero, por el momento, sindicato o no, lo que importa es que, por la
necesidad misma de la situación, el organismo que concibe, ejecuta,
reúne y distribuye las tareas –ya sea sindicato revolucionario, partido, o
ambas cosas–, sólo puede concebirse como una autoridad. Lejos de
ser el delicioso producto de la espontaneidad obrera, se impone a cada
individuo como un imperativo. Se trata de un Orden que hace reinar el
orden y que da las órdenes. La “generosidad”, el entusiasmo vendrán
después, si vienen: pero, en primer lugar, el Partido representa, para

129
Jean-Paul Sartre

cada uno, la moral más austera; se trata de ascender a una vida nueva
despojándose de su personalidad presente; fatigado, se le manda que
se fatigue aún más: impotente, que se lance cabeza abajo contra una
muralla de roca. Mientras está aún en el exterior, la praxis, es decir, el
acceso a la clase, se presenta a él bajo la forma de un deber. Pero si
hubiera que legitimar la existencia de un órgano imperioso y siempre
demasiado exigente, me fundaría más bien en su necesidad que en su
origen; si fuese espontáneo, su autoridad no sería establecida por eso;
¿qué prueba que los primeros impulsos son los mejores? Mientras que
el Partido, de donde viene, obtiene su legitimidad de que responde, en
primer lugar, a una necesidad. Sin él no hay unidad, no hay acción, no
hay clase. Naturalmente, la gran mayoría de los obreros no entra en
eso: ¿se puede militar después de diez horas de trabajo en la fábrica?
Pero hacen nacer la clase cuando obedecen todas las órdenes de los
dirigentes A cambio de la disciplina que observan, tienen el derecho de
no molestarse por las “charlas”. Dos consideraciones sindicales, dos o
tres partidos obreros: cada cual se debilita por los otros; cuando se
está fuera ¿qué decir? Se permanece fuera. ¿Pretendéis que las
masas no exigen el partido único? Tenéis razón: las masas no exigen
nada, porque sólo son dispersión. El partido es el que exige de las
masas que se reúnan como clase bajo su dirección. Y la consigna
“partido único” no ha sido lanzada por el P.C.F., ni siquiera por Lenin;
sino –fuera incluso del marxismo– por los blanquistas como Vaillant; el
Primer Congreso Nacional de los movimientos socialistas se proponía
como fin, en 1899, realizar “la organización política y económica del
proletariado en partido de clase para la Conquista del Poder”.
Si la clase no es ni la suma de los explotados ni el impulso
bergsoniano que los levanta, ¿de dónde queréis que proceda sino del
trabajo que los hombres realizan sobre sí mismos? La unidad del
proletariado es su relación con las otras clases de la sociedad, en
suma, es su lucha, pero esta lucha, inversamente, sólo tiene sentido
por la unidad: cada obrero, a través de la clase, se defiende contra la
sociedad entera que los aplasta; y recíprocamente la clase se hace
mediante esta lucha. La unidad de la clase obrera es, pues, su relación
histórica e inestable con la colectividad, en tanto que esa relación se
realiza por un acto sintético de unificación que, por necesidad, se
distingue de la masa como la acción pura de la pasión. Cuando no se
trate más que de transformar la oposición y la competencia en

130
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

comunidad de intereses, es necesario, a menos que se suponga que


todos los trabajadores han sido tocados juntos por la gracia, que un
principio de unión pueda actuar simultáneamente en varios lugares y
garantizar a cada uno la sinceridad de todos. Eso no significa, claro
está, que el militante no salga de la masa; pero si sale de ella, se
distingue. Solamente es esto: el hombre de la masa está aún
entorpecido por sus intereses particulares, hay que arrancarlo de ellos,
el organismo de enlace debe ser acto puro; si lleva el menor germen
de división, si conserva aún en él alguna pasividad –una pesadez,
unos intereses, unas opiniones divergentes– ¿quién, pues, unificará el
aparato unificador? El ideal seria que fuera el enlace puro, la relación
surgida en todas partes donde se juntasen dos obreros. 53 En una
palabra, el Partido es el movimiento mismo que une a los obreros y les
arrastra hacia la toma del poder. ¿Cómo queréis, pues, que la clase
obrera desautorice al P.C.? Es verdad que no es nada fuera de ella;
pero si el Partido desaparece, la clase obrera cae en el polvo.
¿Hay que comprender que el obrero es pasivo? Es todo lo contrario.
Se transforma en acción cuando entra en la clase y sólo puede afirmar
su libertad en la acción. Pero esta libertad es un poder concreto y
positivo: el poder de inventar, de ir más lejos, de tomar iniciativas, de
proponer soluciones. Sólo superando la situación en el sentido del
movimiento de conjunto puede enriquecerlo esta libertad; la libertad de
crítica, por el contrario, no sólo hace fruncir el entrecejo al dirigente de
la célula o al delegado sindical: cada cual la teme en los otros,
recuerda la soledad anterior, las discordias. Comprendemos en todo
caso que las críticas, cuando se las tolere, no emanarán de una
espontaneidad o de un “instinto” revolucionario; el obrero, transformado
por la organización en sujeto, halla su realidad práctica a partir de su
metamorfosis; haga o piense lo que sea, es a partir de su conversión; y
ésta, a su vez, tiene lugar en los cuadros actuales de la política del
Partido. Su libertad, que es sencillamente su poder de superar lo dado
–dicho de otro modo, de actuar–, se manifiesta, pues, en el seno de
esta realidad dada que es la organización; forma sus pensamientos en
los problemas que el Partido le somete, a partir de los principios que el
Partido le da. En resumen, no juzga al Partido en nombre de una
política cuyos principios estarían grabados en su inconsciente,

53
Digo el ideal. En realidad, hay gérmenes de división en el Partido como en todos lados y
sabido es la lucha potente que realiza contra la acción “fraccionadora”. Volveremos a todo
este análisis.
131
Jean-Paul Sartre

producidos por su reacción espontánea o por la contradicción de la


sociedad burguesa: arrastrado, formado, elevado por encima de sí por
el Partido, su libertad es sólo el poder de superar mediante actos, en el
interior mismo de la organización y hacia la meta común, cada
situación particular. En una palabra, se dirá que el Partido es su
libertad. Un obrero, en Francia, hoy en día, sólo puede expresarse y
realizarse mediante una acción de clase dirigida por el P.C.; está
formado por los razonamientos del P.C., por su ideología y sus
principios; si quisiera volverlos contra la política comunista, la
justificarían por sí solos. Si se comete un error grave o se sufre una
derrota, no tiene instrumentos para comprender su sentido ni
presentimiento para adivinarlo; simplemente suelta la presa, su
esfuerzo se quiebra, cae de nuevo en el campo de la atracción
burguesa; la clase se desmorona. Pero cuando ha caído, es para hallar
de nuevo, bajo la acción de las fuerzas enemigas, su desesperación,
su ignorancia y el sentimiento de su impotencia. El Partido se ha
reformado, lejos de él, inaccesible, como un imperativo que se juzga,
que se halla simplemente demasiado duro, inhumano, en el sentido en
que ha podido decirse que la moral de Kant era inhumana. Lo que
supone declarar que toda acción de clase se ha hecho imposible.
“En suma, –dice el anticomunista–, decíamos que la clase
obrera desautorizaba al Partido; usted dice que ha reducido a los
obreros a la desesperación. No estamos de humor para
proseguir esas discusiones bizantinas y declaramos que usted
no; concede todo cuanto pedimos”.
No concedo nada. Constato, como todo el mundo, el desaliento de las
masas; pero no sé todavía si el P.C. es responsable de él. Y luego,
entre nuestras dos interpretaciones, veo un abismo; si vosotros sólo
habéis hallado en ellas una diferencia verbal, es porque os burláis de la
clase obrera. Un proletario sano como una manzana, fresco, que
desautorizase al P.C. y formase inmediatamente un nuevo partido (ya
sabéis, ese famoso partido comunista muy francés que se distinguiría
del partido comunista francés por su independencia, y que manifestaría
su carácter nacional resucitando el verdadero internacionalismo), si
existiese, habría que levantar acta de sus voluntades: ¿quién podría
decidir sino él? Un proletariado vuelto al estado natural del atomismo,
pero aún vivo y siempre dispuesto a reformarse, a emprender la lucha,
podríais a lo sumo, esperar hacerle tragar vuestros cuentos y, quién

132
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

sabe, ofrecerle un partido de recambio. Pero sabéis bien que la clase


obrera se derrumba, que mide su impotencia, y que corre el riesgo de
entregar sus millones de hombres indefensos a los martillos pilones de
la burguesía; sabéis que todo será preparado durante los meses
venideros para acrecentar la soledad y la resignación, las distancias
entre los hombres, para hacer del proletariado un archipiélago. Cuando
los obreros hayan tocado el fondo de la amargura y del asco, ¿creéis
realmente que podréis colocar vuestras historias? Ya os lo he dicho: si
pierden la confianza en el P.C., desconfiarán de toda política; el
universo será burgués.
Y si esperáis que suban la cuesta, hay que saber que el P.C. es el
único que puede ayudarlos a ello; si recuperan su unión, será para
congregarse en torno del P.C.; su combatividad será para obedecer las
órdenes del Partido. Ya se susurra:
“¡Está loco! ¡Desear una izquierda independiente y en enlace
con el Partido! ¿Quiere, pues, que recobre su influencia sobre
las masas? Deje hacer, pues, calladamente; deje que prosiga la
desintegración: un día el Partido saltará.”
Las cosas no están así, felizmente: pero cuando empeoren y aunque
fuéseis el irreconciliable adversario del Partido, no puedo menos de
hallar despreciables a los que esperan la derrota comunista de la
desesperación del obrero. Me dicen que ei obrero se repondrá, que
desconozco los poderosos coletazo; de' proletariado francés: será
conocido por sus invernadas seguidas de bruscos despertares. Ved
más bien 1848, 1870, 1936, 1948. Ya veo: pero antes que las
violencias de un temperamento explosivo, descubro en esas batallas la
acción de factores precisos: y en el “sueño” subsiguiente, veo el efecto
de la derrota y del Terror; la fuerza obrera, cada vez, ha sido aniquilada
y ha necesitado largos años para reconstituirse. Si se os diese crédito,
nadie se inquietaría. Dentro de veinte años, de cincuenta años,
veríamos reaparecer un hermoso proletariado nuevo. En resumen, hay
que tener paciencia; después de todo la vida no es tan mala y el anti-
comunismo es lucrativo.
Bien. Esperaremos, pues. Veinte años, si queréis. A menos que, dentro
de seis meses, estalle la Tercera Guerra Mundial. En tal caso corremos
el riesgo de que no vaya nadie a la cita: ni vosotros ni yo, ni
proletariado liberado, ni Francia.

133
Jean-Paul Sartre

I I I . LAS CAUSAS
He mostrado ya que el desaliento de los obreros no podría pasar por
una condenación, incluso implícita, de la política comunista. Queda el
hallar la razón. Este es el fin que me asigno hoy.54
Se puede eludir la cuestión de dos maneras que proceden ambas del
mismo sofisma. El anticomunista “de izquierda” no quiere siquiera oír
hablar de laxitud obrera: nos muestra un proletariado de acero,
hundido hasta la guarda en la carroña burguesa. El anticomunista “de
derecha” nos hace ver la burguesía bajo los rasgos de un gigante joven
que lleva en los brazos un proletariado moribundo. En los dos casos,
se trata de pasar en silencio todo lo que podía semejarse a un
acondicionamiento recíproco, en suma, negar la lucha de clases.
El anticomunista “de izquierda” frecuenta los burgueses franceses;
admite gustoso que sus caracteres nacionales han sido producidos por
las circunstancias. Por el contrario, niega puramente la existencia del
proletariado francés: sólo existe el proletariado en sí, que se manifiesta
simultáneamente en el seno de todas las naciones capitalistas. ¿Cómo
puede estar fatigado ese proletariado? ¿Y qué relación se quiere que
tenga, ese producto empírico del capital en sí, con nuestra burguesía
tan lamentablemente empírica? La una se ha formado poco a poco
bajo la acción de factores accidentales y por eso insignificantes.
(Citemos, entre otros, la Revolución de 1789.) Exclusivamente determi-
nada por las contradicciones del capitalismo, la historia del otro se
limita a reflejar las transformaciones sucesivas de la gran industria.
Nuestra burguesía se enloquece y envalentona, se equivoca y repara
sus errores, lleva bien o mal sus asuntos: el proletariado, no pierde ni
gana nunca las batallas, no comete jamás errores, ni jamás descubre
una verdad particular. Irresistible, incomprensible, ingastable, madura.
Implacablemente. Es el más terrible enemigo del capitalismo en sí. No
se ve el mal que podría hacer a la burguesía francesa: no la encontrará
nunca.
54
¿Se dirá que ese desaliento es pasajero? Convengo gustoso. ¿Se añadirá que las
huelgas de agosto de 1953 anuncian un despertar de la clase obrera? No estoy tan seguro.
Esas huelgas de funcionarios son asombrosas por su amplitud y lo que les ha lado una
importancia extrema, es que han sido la ocasión de un acercamiento básico entre los
huelguistas. Pero no han afectado la gran industria privada –o apenas lo han hecho; y
luego los dirigentes de la C.F.T.C. y F.O. las han torpedeado finalmente para no verse
obligados a realizar la unidad de acción con la C.G.T. Pido que se tenga paciencia y que no
se me acuse de pesimismo ni de detenerme en conclusiones negativas. No tengo la
intención de hacer un acta de comprobación de impotencia; me dedico a probar que sólo
un Frente Popular puede devolver su vigor al movimiento obrero.
134
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Esta concepción permitiría hacer la economía de una explicación


histórica –y quizá de toda explicación– si a sus partidarios no se les
hubiera puesto en la cabeza el denunciar además los crímenes del
P.C. Sin el P.C. el proletariado francés no tendría historia empírica: el
Partido se ha alojado en la clase obrera como el grano de arena en la
vejiga de Cromwell. ¿Qué es, pues? ¿Una enfermedad del proletariado
en sí? Se os responderá que el proletariado en sí no tiene enfermedad:
no puede frenar ni acelerar el movimiento en sí que lo anima. No: esas
desdichas le vienen de un desfallecimiento muy histórico de sus
dirigentes. El corazón de Stalin, si hubiera sido más tierno, habría
cambiado la faz del mundo. Y no preguntéis cómo los militantes
empíricos del P.C. pueden descomponer los engranajes del proletariado
inteligible: por haber comenzado expulsando la historia, el anti-
comunista se ve obligado a introducirla de nuevo, al fin, bajo la forma
más absurda, como una serie de azares, para dar cuenta de la
distancia que separa la realidad de sus cálculos.
Yo sostengo que el desarrollo del capital, tomado en su generalidad, da
cuenta de los aspectos comunes a todos los movimientos obreros.
Pero esas consideraciones de principio, no explicarán nunca por sí
solas los rasgos particulares de la lucha de clases en Francia o en
Inglaterra entre tal y cual fecha. Un hecho concreto es, a su manera, la
expresión singular de relaciones universales; pero sólo puede ser
explicado en su singularidad mediante razones singulares: si se quiere
deducirlo de un saber absoluto pero vacío se pierde el tiempo y el
dinero. En realidad hay dialécticas y éstas se hallan en los hechos,
nosotros tenemos que descubrirlas en ellos, no colocarlas en ellos. He
hablado de desaliento: si se quiere probar que me equivoco, hay que
establecer mediante testimonios que los obreros han conservado su
“combatividad”. Y cuando se la estableciese, ese valor conservado
seguiría siendo una afección particular y reclamaría una explicación
particular, igual que el desaliento. El proletariado francés, es una
realidad histórica cuya singularidad se manifiesta, en estos últimos
años, por una cierta actitud: la clave de ella no voy a buscarla en el
movimiento universal de las sociedades, sino en el movimiento de la
sociedad francesa, es decir, en la historia de Francia.
Los anticomunistas “de derecha” llegan a las mismas conclusiones por
un razonamiento inverso, oponen la Francia eterna a los obreros de
carne y hueso, la Francia que ha tenido tantas conmociones, la que un

135
Jean-Paul Sartre

hombre providencial salva siempre en último momento; complaciente,


viva y dispuesta, siempre atareada, siempre corriendo, se parece a la
Madelon. Caballeros y capitanes de industria, negociantes, burócratas
y rurales, todos cantan, todos trabajan, todos toman parte en el
zafarrancho. Un solo peso muerto: el proletariado. Francia se vuelve
inquieta: “¿Qué es lo que les impide seguirme a mis obreros?” Y qué
queréis que sea sino el Partido Comunista. Ya que medita nuestra
pérdida, no es asombroso que se haya dedicado a embrutecer al
obrero francés. Éste, claro está, no se ha dejado engañar del todo;
recobra momentáneamente el buen sentido de sus padres, y
comprende que sus intereses son solidarios de los intereses
patronales; en el fondo solo pedirá trabajar para obtener su parte justa
de la renta nacional. Pero los comunistas le han confundido: se
esfuerzan vanamente en levantarlo contra sus buenos amos, conservan
la fuerza suficiente para impedir que se reúna con ellos. Dividido entre
la desconfianza que le inspira el P.C. y la que le inspira su patrono, el
obrero se crispa en una especie de tétanos. ¡Hasta dónde no
llegaríamos, qué no podríamos pretender si el virus filtrable del
stalinismo no hubiese infectado nuestro proletariado!
Hermosas ratas, ¿esperáis hacernos creer que Francia es inmortal?
¿Pensáis ocultarnos largo tiempo que se muere? El mal que paraliza al
proletariado, ha comenzado por herir a toda la sociedad. Vosotros,
vosotros que habláis, ¿estáis tan vivos? La cola se mueve aún cuando
se pronuncia delante de vosotros la palabra “comunismo” pero el
cuerpo está lacio y caído; se enfría diariamente. ¿Y los otros? ¿Todos
los demás? ¿Dónde están nuestras grandes esperanzas, nuestras
grandes ambiciones, nuestras grandes empresas? El campesino araña
la tierra con sus manos, el industrial se pudre, los bancos se convierten
en cajas de ahorro. Vivimos mal, muy mal: para la mitad de los
franceses, el salario no supera el mínimo vital; los jóvenes se ahogan o
se expatrian, diciendo que en Francia ya no hay nada que hacer. ¿Y el
Gobierno? ¿Acaso gobierna? ¿Mantener la discordia por medio de
mentiras, falsear la ley electoral, encarcelar a los opositores, impedir a
sus hijos la entrada en las grandes escuelas, asentar sobre nuestras
divisiones la dictadura taimada y santurrona de la debilidad, enviar a
las calendas el voto de las leyes sociales, hacer promesas a los
obreros del Estado y a los funcionarios y luego no cumplirlas, aplastar
al país bajo el peso de un sistema de contribuciones absurdo, eso

136
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

puede pasar por una política interior? ¿Raptar a los jefes malgaches en
avión, para precipitarlos desde el cielo sobre los techos de sus
pueblos, rociar con napalm a los vietnamitas, y saquear el Vietnam,
empalar en botellas a los tunecinos, tirar a quemarropa sobre los
obreros marroquíes, acaso todo eso puede pasar por una política
colonial? Consumir miles de millones en una guerra que se sabe
perdida, que se mantiene porque no se tiene el valor de acabarla, y
que se pasa de un ministerio a otro como la viruela, chalanear la
soberanía francesa, aceptar la dominación de los Estados Unidos
sobre la mitad del mundo y la hegemonía alemana en Europa, ¿acaso
eso puede pasar por una política extranjera? ¿Son hombres de Estado
esos católicos de nervios de muchacha que se desvanecen en la
tribuna, ruedan bajo las mesas de los banquetes y se toman por
Richelieu porque tienen sangre en las manos? ¿Esos socialistas que
hacen disparar sobre los mineros en huelga? ¿Esos grandes patriotas
que especulan con divisas? ¿Esa turba de lacayos, ignorante y
engreída, siempre dispuesta a adular o a descubrirse con tal de que se
lo paguen? Si permanecen en el poder es porque nadie, en Francia, se
preocupa ya de la política: recordad, en 1952, los periódicos cantaban
victoria porque no se habían contado, en las elecciones, más que cinco
millones de abstenciones. Habláis de apatía cuando los obreros
manifiestan su disgusto ante una manifestación: ¿qué diréis, pues,
cuando los electores manifiestan su disgusto ante las urnas? En la
Francia de hoy, la clase obrera es la única que dispone de una doctrina
es la única cuyo “particularismo” está en plena armonía con los
intereses de la nación; la representa un gran partido, que es el único
que ha puesto en su programa la salvaguardia de las instituciones
democráticas, el restablecimiento de la soberanía nacional y la defensa
de la paz, el único que se preocupa del renacimiento económico y del
aumento del poder adquisitivo, el único, en fin, que vive, que está lleno
de vida, cuando los otros están llenos de gusanos: ¿y preguntáis por
qué milagro los obreros siguen la mayor parte de sus consignas? Yo
hago la pregunta inversa y pregunto lo que les impide seguirlas
siempre. La respuesta no es dudosa: si el proletariado da signos de
agotamiento, es que se ha contagiado de la anemia de la nación. Para
luchar contra el mal francés –ese mal que nos debilita y nos roe a
todos– no basta colocarnos al lado de la clase obrera; hay que conocer
la enfermedad por sus causas.

137
Jean-Paul Sartre

Dejando la Francia eterna en lucha con el Proletariado en sí, voy a


explicar ciertos acontecimientos rigurosamente definidos en el tiempo y
el espacio por la estructura singular de nuestra economía y ésta, a su
vez, por ciertos acontecimientos de nuestra historia local.
Vivimos mal porque producimos demasiado poco y a precios
demasiado elevados. ¿Preguntáis quién tiene la culpa? Pues bien;
Alemania, que nos ha declarado dos guerras ruinosas; los rusos que,
en Moscú, frenan la reconstrucción; los dimisionarios de la natalidad
que, al negarse a nacer, nos privan de su clientela futura; los
campesinos atrasados, que no se deciden a consumir; el subsuelo, en
fin, que ha traicionado a Francia ocultándose bajo sus pasos. En
resumen, todos son culpables, con excepción de la clase dirigente.
He aquí lo que me molesta: hay demasiados traidores. Tantas causas
mal unidas entre sí, eso se llama un concurso de trucos y acertijos.
¿Acaso Francia muere por azar? Sobre el moscovita y el obrero
volveremos con calma. Pero hay dos guerras mundiales, ¿cómo
imaginar que tengan la responsabilidad de nuestro marasmo? Desde
1913 a 1929, a pesar de cincuenta y dos meses de estragos, la
producción francesa aumentó un 30 %; después permaneció estacionaria
hasta hoy, es decir, durante un cuarto de siglo: en el mismo período,
Inglaterra aumentó la suya la mitad. 55 ¿Y luego qué? Se nos dice que
estamos estancados desde 1929: cualesquiera que sean los males que
nos abruman, ¿no sería absurdo buscar su razón en un desastre diez
años posterior a sus primeras manifestaciones? En el origen de un
deterioro tan continuo, tiene que haber un vicio de estructura, una mala
hechura.
¿El subsuelo, entonces? No. Dejémoslo a los espeleólogos y a los
cavernícolas. Culpad al carbón, culpad al petróleo, culpad a los
metales no ferrosos, por haberse evadido al extranjero como vulgares
capitales cuando nuestros méritos les convertían en un deber el
enterrarse bajo nuestros pies; no adelantaréis nada con ello. ¿Nos
traiciona la Naturaleza? Está muy mal; sólo que traiciona al mismo
tiempo a Europa entera y ved: con una traición igual, los belgas, los
suizos, los escandinavos, viven mejor que nosotros. En cuanto a los
ingleses, al final de la otra guerra, tenían una buena ocasión de gritar
¡traición! Mientras volvían la espalda, su ingrata clientela los había
plantado; compraba el carbón norteamericano, el algodón japonés, el
55
Exactamente desde 1939 a 1952
138
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

acero alemán. Si Inglaterra hubiera hecho entonces lo que nosotros


hacemos ahora, se habrían dejado caer en su basurero para asistir a
su propia mina profetizándola, pero sin levantar un dedo para
conjurarla. Tenía todas las excusas: su vieja y gloriosa industria
parecía la osamenta de la nación; ¿se pueden cambiar los huesos?
Inglaterra los ha roto: ya que se habían minado los antiguos cimientos
de su preponderancia industrial, quiso cambiar para seguir siendo la
misma y mantener su equilibrio transformando su producción; en veinte
años se la ha visto cambiar su anatomía y su fisiología, invertir las
corrientes demográficas, clasificar y distribuir de nuevo su mano de
obra, abandonar sus pozos de minas y sus ciudades mineras para
orientarse deliberadamente hacia la fabricación de productos altamente
calificados. ¿Nuestro problema es tan diferente? Para nosotros
también se trataba de rodear una dificultad que no se podía atacar de
frente y de intensificar la producción mediante un arreglo de nuestra
economía.
Pero una propaganda inspirada nos persuade de que nuestra
constitución es inmutable, para evitar de antemano que la modifiquemos:
Francia tiene los huesos blandos, el mal de Pott; sobre todo debe
permanecer echada, al menor esfuerzo del enfermo sus vértebras se
romperían. En suma, se nos quiere hacer tomar los molinos por
gigantes, y la Naturaleza por el Destino. No creemos nada de ello: la
Naturaleza baraja los naipes y da la mano; cada cual recibe de ella su
juego pero no su manera de jugar; hace las preguntas pero ignora las
respuestas, orienta la economía sin gobernarla. Mejor: la economía
hace la Naturaleza, tanto como la Naturaleza hace la economía. La
industrialización puede tener muchas formas y la penuria de los
recursos naturales no las excluye a todas a priori: se sabía, desde el
principio, que Francia, a diferencia de la Inglaterra victoriosa, no podía
siquiera intentar poner su producción entera en la dependencia de sus
industrias extractivas; ¿le estaba prohibido favorecer la industria de
transformación? ¿No podía especializarse, desarrollar juntamente, y
una por otra la importación de materias primas y la exportación de
productos manufacturados? Se ha declarado muy pronto que el
problema era insoluble, ¿pero qué se sabe de ello puesto que hasta
estos últimos años se había evitado el enunciarlo? Podemos absolver
al reino mineral: son los hombres los que han hecho la economía
francesa, los que la hacen cada día; nuestra decadencia presente,

139
Jean-Paul Sartre

como nuestra antigua grandeza, es una aventura humana y somos a la


vez las víctimas y los artesanos de ella.
¿Si se le echase la culpa al consumidor? La estrechez de nuestro
mercado interno contendría la producción dentro de un cierto límite
más allá del cual la salida de los productos no estaría ya asegurada.
¡Buena idea! Su principal mérito, es que nos trae al reino humano. Y
luego el campesino consume poco, es un hecho: al menos, en la mitad
sur del país. Pero he aquí: a menos de creer en la Francia eterna y en
la perennidad del “carácter” francés, no veo que se pueda explicar la
reducción de nuestros mercados por una causa primera. ¿Seríamos
una nación de avaros? Queréis reír. Si los cultivadores llenan mal su
“deber social de compradores”, ¿no será más bien que viven de los
productos de sus tierras? ¿Qué los obliga a ello? ¡Claro! La constante
disminución de su poder adquisitivo. Este empobrecimiento progresivo,
a su vez, ¿queréis saber de dónde viene? De que los trabajos del
campo ya no son remuneradores, sencillamente. He aquí que pasamos
del consumo a la producción. ¿Diréis que la culpa es de ellos y que se
aferran a sus rutinas en lugar de comprar tractores? Es verdad. Pero,
en las sociedades como en las máquinas de feed back, los acondiciona-
mientos son recíprocos; en el marasmo del consumo, hay que ver un
efecto tanto como una causa, o mejor una causa que es al mismo
tiempo el efecto de sus propios efectos. Razonemos en el sentido de
las manillas del reloj: se compran pocos tractores, luego se producen
pocos; y, puesto que los mercados son demasiado exiguos para
amortiguar los gastos del reequipamiento, las fábricas de máquinas
agrícolas no tienen ningún interés en modernizarse. Conclusión: los
tractores se venden caros porque los campesinos no quieren la
mecanización. El razonamiento es exacto y, por añadidura, maravillo-
samente propio para fomentar la inercia: si se elige de golpe el
cultivador como variable independiente, se quita hipotéticamente todo
medio de actuar sobre él. Saludemos de pasada ese bello ejemplo de
pesimismo reaccionario: la avaricia y la rutina están en la naturaleza
del campesino; luego nuestra economía no cambiará.
Ahora, razonemos en sentido inverso: mientras el índice de los precios
industriales sea superior al índice de los precios agrícolas, los
pequeños explotadores rurales no tendrán los medios de modernizar
sus empresas; si se oponen a la mecanización, es porque ésta se
opone a ellos, y no se vencerá su rutina si antes no se les ponen las

140
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

máquinas a su alcance. Esta segunda conclusión, tan legítima como la


primera, tiene además la ventaja de ser práctica: abre la salida que la
otra había cerrado. Pero se dirá: ¿al campesino no le molesta" la
asfixia del mercado agrícola? Sí, claro que sí. Pero hallamos, en este
nuevo terreno, la misma circularidad de los efectos y las causas. En el
sentido de las manillas del reloj: no se puede vender la cosecha, luego
Francia produce demasiado trigo: los franceses están subalimentados,
luego Francia no produce bastante trigo. Ya que es necesario girar,
giremos. ¿Pero de dónde vamos a partir? ¿Hay primacía de la oferta o
primacía de la demanda? Eso depende de lo que se entienda por
“consumidor”. Nuestros productores ¿piensan en el cliente de ayer o
en el de mañana? ¿Y quiénes son esos compradores irritantes que no
cumplen su deber: los ricos que cicatean o los pobres que no pueden
pagar? En el siglo pasado, los fabricantes se jactaban de crear las
necesidades para satisfacerlas:
“En régimen de competencia, decían, se aumenta la producción
para disminuir los costos. La estrechez de los mercados no es más
que un accidente provisional: un mercado se conquista o se
inventa. Ya que hay 40 millones de franceses, tenemos 40 millones
de clientes. Es cierto que la mayoría de ellos son consumidores
que se ignoran. Eso no importa: haremos de ellos compradores
revelados. En caso necesario, iremos a buscarlos a domicilio y, por
poco que puedan pagar, les pediremos menos aún.”
En suma, si les escuchábamos, la producción dependía de la maquinaria,
y condicionaba el consumo; la demanda variaba en función de la
oferta. Y sobre el enriquecimiento continuo de la nación, el capitalismo
fundaba su única justificación, el gran mito del progreso. En otros
países, el movimiento de la economía de la competencia debía hallar
su resultado lógico en la fabricación en serie que contempla una
clientela de masas y para la cual, en teoría, el mercado se confunde
con la nación entera.56
Bien. ¿Pero qué nos vienen a contar hoy? En la Francia de 1954, ¿la
demanda condicionaría la oferta? Eso era cierto en el tiempo de las
Cruzadas: una sociedad estratificada, cuya economía estaba dominada
por la agricultura, proporcionaba una clientela fija y habitual a los

56
Es cierto que engendra su propio limite: la producción máxima no coincide con el
beneficio máximo; la competencia se borra ante los acuerdos. Pero ese malthusianismo,
por dañino que sea, no tiene nada que ver con el nuestro
141
Jean-Paul Sartre

artesanos que trabajaban de acuerdo a recetas heredadas. ¿Quiere


decirse que hemos llegado a eso? ¿Será acaso que nuestros patronos
no creen ya en el progreso? En ese caso, ¿cómo van a justificar sus
privilegios a sus propios ojos? Todos los años, desde hace veinticinco,
deploran que el consumo permanece estacionario. Linda excusa:
vivimos de lo que hay. Cuando todos nos muriésemos de hambre,
¿cómo íbamos a comer más, ya que no nos dan nada más de comer?
Es verdad: los hijos no abandonarán los tugurios que los padres han
habitado. ¿Pero a dónde irán ya que se niegan a construir? Ni el
destino ni la naturaleza humana son responsables de la asfixia del
mercado; y la producción, se diga lo que se quiera, no ha dejado de
regular el consumo; pero, entre nosotros, en lugar de fomentarlo, lo
frena. Todo el mundo ha oído hablar de esas “boliches” nocturnos
donde el champán cuesta un ojo de la cara, porque la dirección trata
de “seleccionar su clientela”; Francia ha terminado por asemejarse a
ellas: la que consume es la minoría selecta y los precios se estudian
especialmente para que nos quedemos entre los nuestros: se niega la
vivienda a los que no la tienen, los alimentos a los muertos de hambre,
el calzado a los descalzos; se aproxima el tiempo en que sí pondrá un
cartel en los escaparates de las panaderías: Para comprar pan es
necesario ir vestido correctamente. He aquí lo que parece claro: aun
cuando el consumo, medio asfixiado, se volviese sobre la producción
para asfixiarla a su vez, la producción es la que ha comenzado; en ella
reside el vicio constitucional de nuestra economía.
Ese vicio salta a los ojos, siempre que se le busque donde está: se
llama la dispersión. En los Estados Unidos, desde 1930, las fábricas
que ocupaban más de 260 obreros representaban un 4 % del total de
las empresas y absorbían más de la mitad de la mano de obra. Entre
nosotros, en 1953, las empresas que dan trabajo a más de 100 obreros
sólo absorben el 46 % de la mano de obra y no representan más que
una centésima parte de la industria francesa. En torno de algunos
gigantes, pululan los microorganismos: en París, únicamente en la
metalurgia de transformación, se cuentan 18.000 empresas que
agrupan 400.000 trabajadores. En el comercio, se acentúa la dispersión:
los establecimientos que emplean más de 100 asalariados ocupan el
12 % del personal y representan un 0,1 % del total. Esos hechos son
conocidos de todos; de ellos se saca la conclusión de que Francia es
una pieza de museo contemporánea del Orden Moral y de la

142
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

iluminación a gas: este mecanismo de innumerables engranajes


sobreviene por un capricho de la historia y continúa obedeciendo las
leyes del siglo pasado. En consecuencia, unos deciden que sufriremos
la suerte de Atenas, otros que Dios es francés. Todos se equivocan:
nuestra economía es de su tiempo y el siglo XIX no habría podido
producirla; para darle sus arrugas y su airecito envejecido, no se
necesita más que los potentes medios de que disponemos hoy.
Seguramente, a la primera ojeada, las 500.000 empresas francesas
con sus 8 a 10 millones de trabajadores evocan los buenos tiempos del
liberalismo; pero eso no es más que una apariencia engañosa. Mucho
más que por su dispersión, la economía francesa se define por su
régimen de competencia que conduce normalmente a la concentración.
Para conservar la dispersión arcaica de nuestros almacenes y de
nuestras fábricas, hemos tenido que suprimir la competencia; las
empresas pequeñas sólo pueden subsistir si la gran industria y los
altos negocios las absorben. En resumen, los grandes han aceptado el
vender tan caro como los pequeños. Además, se prohíbe la
competencia de los pequeños: se les impone una tregua sine die y la
cohabitación pacífica. De Dunkerque a Menton los precios están
controlados por asociaciones más o menos clandestinas que agrupan
una multitud de negociantes y de tenderos en torno de algunas
grandes empresas. Para llevar a la ruina a sus minúsculos rivales, el
alto patronato sólo necesitaría impulsar un poco la producción. Si no lo
hace, si consiente a veces en modernizar sus equipos, no es para
producir más y vender más barato, sino para aumentar sus beneficios
reduciendo los precios de costo.
Aunque se tome algún cuidado para librar a sus vecinos, sin embargo
no ha hecho nada si no los protege eficazmente contra las crisis: serán
barridos al menor soplo. Los alimentará, pues, a bocaditos, a expensas
del consumidor: en Lyon, sin duda la fábrica no bajará sensiblemente
sus costos confiando los trabajos de tejeduría e hilado a sus propios
talleres: prefiere hacerlos ejecutar por empresas dispersas y que sólo
viven de ella. Eso no basta aún: es preciso que el Estado participe en
esas buenas obras, que multiplique los descargos y las primas, que
fuerce el control aduanero. El Estado, es decir, el contribuyente y, para
ir de prisa, Francia entera. El sistema de contribuciones tiene por oficio
principal el redistribuir las rentas: pero esta redistribución, entre
nosotros, beneficia a las empresas que el juego normal de la

143
Jean-Paul Sartre

competencia habría eliminado. El francés paga impuestos para poder


pagar a precio alto sus productos nacionales. Sobre el dinero que le
queda –admitiendo que le quede después de esos descuentos
diversos– vela una providencia especial. Como ese ángel de Claudel
que desvía incansablemente a la joven Prouhèze del joven Rodrigue,
para llevarla a la cama de un viejo, el ángel del malthusianismo no se
cansa nunca de desviar el curso de las nuevas inversiones hacia las
empresas más vetustas. Tratad, para ver, de financiar una sociedad en
formación: os harán arrepentiros de vuestra obstinación:
“¿Qué es lo que pretende? ¿Colaborar en el desarrollo de las
fuerzas productoras? ¿Pero quién se lo ha pedido? Se va a
desarrollar la producción en el momento en que la gran industria
no se atreve a moverse por miedo de aplastar a la pequeña.
Felizmente, los bienes de producción cuestan muy caro: es
normal, puesto que se producen con grandes gastos. Vale más
reparar las máquinas viejas: nos han visto nacer y todavía
pueden ser útiles.”
Si insistís, los bancos se pondrán de su parte: llevadles vuestras
economías, se las darán al Estado que las disipará en la Deuda
Pública. En suma, no se contenta con robar el dinero de los pobres, se
esteriliza el de los ricos. A partir de ahí todo está en orden: maquinaria
caduca, costos de producción considerables; los precios de la industria
suben verticalmente, la clientela agrícola deserta el mercado.
Los rurales, a su vez, producen a grandes costos y el alza de los
precios agrícolas priva a la agricultura de la clientela de las ciudades.
Ved el hermoso círculo y cómo los efectos refuerzan las causas: una
rama de la industria restringe su actividad productora, priva a ciertas
empresas de sus salidas habituales y de este modo produce una
retracción del mercado; las empresas afectadas se restringen a su vez
para sobrevivir, lo que producirá nuevas retracciones; esta represión
giratoria terminará por volver a su punto de partida, incitando a nuevas
restricciones a las fábricas que le dieron origen. Así, el consumo se
adapta a la producción, y la producción, a su vez, se ajusta al
consumo. El motor gira sobre sí mismo; un solo inconveniente:
disminuye su marcha cada vuelta y terminará por pararse.

144
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Cuando un sistema social constituye el objeto de tantos cuidados y


reclama tales sacrificios, ¿se puede sostener que es el fruto del azar?
La pesada maquinaria se habría descompuesto desde hace mucho
tiempo, si alguien no la hubiera vigilado; la embarazosa multiplicidad
de sus engranajes se habría simplificado con el uso sin las
intervenciones de una mano invisible.
Dicho de otro modo, la dispersión “dirigida” de nuestras empresas
supone la unidad de una intención y la unidad de una política; luego, la
unificación secreta de nuestra economía. En Francia, como en los
Estados Unidos, la gran industria controla todos los sectores de la vida
nacional. La diferencia es que los norteamericanos han matado a sus
pequeños patronos y nosotros conservamos encadenados a los
nuestros. Viven, pero apenas, y se ha asegurado su docilidad
persuadiéndolos de que estaban ya muertos y se convertirían en polvo
si no se prolongase regularmente su permiso de vivir. Por esta razón,
nuestro régimen económico ofrece un lejano parecido con el
feudalismo. Contra la competencia, cada día más severa, contra las
crisis, contra la ferocidad de los barones, una multitud cada día más
densa de negociantes y de tenderos buscaba protección. Han
terminado por ofrecer sus bienes al gran patronato, que se los ha
restituido en seguida, bajo la forma de feudos de vasallaje, y no sin
haberlo, de paso, marcado con su sello. Ahora no tienen más que el
usufructo de sus almacenes y de sus fábricas. ¿O llamaréis
propietarios, a estos vasallos miserables que trabajan duramente,
cubren penosamente sus gastos y son sus propios asalariados? ¿Qué
pueden hacer? ¿Ensancharse? ¿Renovar su equipo? ¿Racionalizar su
empresa? ¿Producir o vender más? Nada de eso. Sin embargo, esos
muertos con condena condicional son los "hombres" de los grandes
señores de la industria: en cambio de una protección que los impide
caer a su vez en el proletariado, están obligados a prestar servicios de
una naturaleza muy particular: su oficio es salvar las apariencias del
capitalismo de la competencia cubriendo los monopolios. ¿Nuestra
economía es un anacronismo? Decid mejor que es aberrante: ese
sistema artificialmente creado y mantenido por los cuidados de nuestro
gran capital tiende a la integración de las fuerzas productoras; pero
sustituye la concentración técnica por la centralización oculta de los
órganos directores.

145
Jean-Paul Sartre

Queda por saber por qué nuestros señores feudales se obstinan en


arruinar a Francia. Advertid que tienen pronta una respuesta:
“Es, –dicen, "para limitar el despilfarro. Admitid que la «fábrica»
ha cometido el error de abrir talleres de tejeduría: viene la crisis,
le va a costar trabajo cerrarlos. Por el contrario, le será fácil
abandonar a los proveedores: los pequeños patronos son los
futuros oblatos de la defensa elástica".
Esas frases no nos ilustran. ¿Es posible confesar más ingeniosamente
que uno se arroja al agua por miedo de la lluvia? En caso de un duro
golpe, el rodeo da a las grandes empresas una cierta libertad de
maniobra, pero si las circunstancias son favorables, impide aprovecharse
de ella.
Si, mañana, la demanda se acrecienta, las empresas pequeñas no
podrán satisfacerla: y la gran industria ha unido su suerte a ellas. En
una cuesta rápida, el automovilista prudente pone su motor en primera
velocidad: así, nuestros sagaces productores, temiendo que la
producción se desboque, la frenan con sus propias máquinas. Para
ellos, el porvenir está preñado de amenazas y nunca de promesas:
habrá crisis, y más crisis, luego la catástrofe y el diluvio; se
empequeñecen para ofrecer menos superficie al desastre. ¿Aumentar
la renta nacional? Comprenderéis que se burlan de eso: piensan
menos en aumentar su propia renta que en impedir que descienda; han
elegido la política de lo peor. Sabido es cómo el marxismo explica la
superproducción y las crisis periódicas: en régimen de competencia,
los beneficios invertidos se resuelven en medios de producción
crecientes y el consumo de los asalariados decrece. ¿Han leído El
Capital nuestros grandes capitalistas? Para evitar las crisis han
retorcido el cuello a la competencia, organizado la subproducción y
reinvierten sus beneficios en el extranjero. De este modo han hecho
una economía depresiva por miedo a la depresión.
La operación debe su éxito al concurso de los pequeños patronos.
Ocultan al consumidor el malthusianismo de las alturas. Obligados a
pagar mal a sus asalariados y a vender muy caros sus productos,
temen perecer o decidir los precios o los salarios. Si el Gobierno
pretendiese reglamentar el mercado, el plumazo de un burócrata
pondría en peligro de ruina a 500.000 empresas. Por otra parte, esos
negociantes, tienen los pulmones potentes: si un ministro se atreve a

146
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

imponerles contribuciones, gritarán que es un asesino; si su personal


reclama un aumento de salario, probarán, cifras en mano, que no
tienen los medios de concedérselo. Y esto no es enteramente falso ya
que todos los días se hallan al borde de la quiebra. No se ve más que
a ellos, no se oye más que a ellos, parece que el único fin de la nación
es ocuparse de ellos: esos tumultuosos agonizantes nos dan
diariamente la prueba de que no se puede cambiar nada en Francia
bajo pena de echar todo por tierra. Durante ese tiempo protegido
detrás de ellos el gran patrono procede a la organización científica de
sus fábricas: si quisiera emplear a fondo sus máquinas, los precios se
derrumbarían inmediatamente; pero encuentra más ventajas asegurán-
dose un provecho sin riesgos, aumentando hasta el límite extremo la
distancia entre sus costos y los precios del mercado. 57 Como para esto
hay que mantener una importante fracción de la industria francesa en
su potencial más bajo, reconoce solemnemente a los pequeños
empresarios la propiedad nominal de sus empresas, es decir, que
perpetúa su impotencia y el desmenuzamiento de sus recursos; a
cambio de ello, los pequeños negociantes se conformarán con su
misión, que es la de producir poco y con grandes gastos: esa ganancia
extraordinaria injustificada, tiene, pues, el carácter de una pequeña
renta que la pequeña industria paga a la grande.
Así nuestra burguesía se aburguesa: prefiere la comodidad y la
estabilidad al crecimiento indefinido de las ganancias; nuestros
grandes señores feudales son sencillamente rentistas. Sin embargo,
hay que explicar ese conservadurismo.
¿Es posible que nuestra desconfianza del porvenir se reduzca al miedo
de las crisis futuras? Claro está que hay que situar nuestra evolución
en el cuadro europeo: el período de expansión ha tenido fin. Europa
pierde sus mercados uno tras otro, por todas partes se registra la
tendencia de cambiar el provecho en renta. ¿Pero por qué esta
retracción general se ha acentuado hasta ta! punto entre nosotros?
¿Qué puede explicar este furor malthusiano del cual estamos a punto
de morir? Creo que nuestra historia nos dará la respuesta.

57
También sucede que la gran industria consiente en pagar salarios un poco más
elevados que la pequeña. Para mostrar su buena voluntad a los asalariados y hacer
medir su potencia a los pequeños negociantes.
147
Jean-Paul Sartre

La historia avanza enmascarada: cuando se descubre, marca para


siempre a los actores y a los testigos; no nos hemos recobrado jamás
de los dos “minutos de verdad” que Francia conoció en el siglo XIX y
nuestra burguesía actual juega a lo perdido, porque ha visto su
verdadero rostro en 1848 y 1871.
Bajo la Monarquía de Julio, la población francesa se componía de
burgueses y de animales; el rey era burgués y el burgués era rey, el
burgués era hombre y el hombre era burgués. El animal era animal: se
enganchaba a las máquinas. Con bastante frecuencia, el hambre le
echaba a la calle; le calmaban echándole los perros. Y luego, un día,
todo cambió; era en junio de 1848, el Gobierno había oído rumores y
sacado la nariz por la ventana: en lugar del ganado ordinario vio un
ejército; el proletariado hacía irrupción en la historia oficial y librada su
primera batalla campal. Qué conmoción: aquellas bestias se batían
como hombres; todo el mundo estaba asombrado por la evidente
coherencia de sus maniobras. En resumen, los ricos descubrieron al
hombre frente a ellos en una especie que les parecía extraña; ese fue
el origen de su gran terror: ya que el Otro pretendía convertirse en
hombre, el Humano entero se convertía en otro y el Burgués en los
ojos del Otro se veía distinto del Hombre; si los miserables formaban
parte de la especie humana, él sólo se distinguía de ellos por las
violencias que les hacía sufrir; de repente el burgués se definía por sus
negativas; al arogarse el derecho de prescribir límites a su especie, se
había dado sus propios límites; si los excluidos, a su vez, debían ser la
medida del hombre, percibía su humanidad en los otros como una
fuerza enemiga. Raramente se ha hecho mejor una pregunta: los
subhombres se habían infiltrado en el género humano, había que
desalojarlos de él: ¿Cómo lograrlo? ¿Ahorcando a los cabecillas? Eso
no era suficiente: la burguesía había perdido sus tranquilas
seguridades y no las recuperaría a menos de encontrarse sola en el
mundo. Y luego, si se comenzaba la matanza, habría sido peligroso no
llevarla hasta el final: los verdugos no obtendrían la absolución más
que tomándose el cuidado de hacer desaparecer los testigos. En una
palabra, había que exterminar a la clase obrera. El asunto se
presentaba bien: loca de rabia y de vergüenza, la burguesía puesta al
desnudo, quería sacar los ojos al proletariado; la Guardia nacional se
hizo el deber de fusilar a los heridos. Por desgracia se paró
prematuramente la represión. La minoría selecta quedó consternada:

148
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

10 millones de muertos le hubiesen devuelto la inocencia; 1.500


fusilados la transformaban en un hato de asesinos. Cuando todo hubo
terminado, temió tanto el verse y el ser vista, que abandonó sus
derechos políticos a un equipo de limpiadores que le garantizó, a
cambio, su derecho de propiedad. A los muertos se les imputó
crímenes atroces que mostraban claramente su bestialidad; se
mantuvo a los sobrevivientes en su condición de bestias. Todos los
ricos tomaron odio al capital: para sanearlo, lo cortaron en pedazos; el
alza de los alquileres terminó la tarea arrojando a los pobres fuera de
los muros. Los obreros desaparecieron de la historia oficial. Sin
embargo, continuaron viviendo, amontonados en las playas de sombra
que rodean las ciudades: de vez en cuando su ojos brillaban; entonces,
de prisa, se disparaba a mansalva sobre ellos. No bastaba el haberles
quitado la palabra; se trató de quitarles la memoria. En vano;
guardaban celosamente sus recuerdos, lo cual impidió a la burguesía
librarse de los suyos: ni un instante olvidó sus terrores, ni la visión
terrible que había tenido, ni la sangre de que se había cubierto. Bien se
vio, a la caída del Imperio, cuando sus representantes, dando salida a
su miedo y a su resentimiento, se negaron a tener la sede en París. La
insurrección la exasperó sin sorprenderla: se la esperaba. Un minuto
borró veinte años de diversión; se volvía a la cuestión de principio:
¿ellos o nosotros? En los ojos de sus prisioneros –esos ojos fijos que
las hermosas versallesas se divertían hundiendo con la punta de sus
sombrillas– los hijos descubrieron la insoportable verdad que había
enfurecido a sus padres; reanudaron la carnicería interrumpida:
mediante 20.000 fusilados y 13.000 encarcelados, de los cuales 3.000
murieron en la prisión, la burguesía francesa hizo conocer al universo
que había mejorado sus técnicas de exterminio.
No supo aprovecharlo; a pesar de su hazaña, había cometido de nuevo
el error de 1848 y, por segunda vez, su brazo se había detenido
demasiado pronto; al no haber aniquilado al adversario, sólo había
ganado una batalla y corría el peligro de perder la guerra por
agotamiento. Sin embargo, Europa la miraba con estupor: en lo relativo
a explotar al hombre, los patronos extranjeros nos habrían aventajado;
solo que –¿era habilidad o clemencia?– en general habían evitado
recurrir a las armas: los capitalistas ingleses no habrían consentido
jamás matar al obrero con sus propias manos; se contentaban con
embrutecerlo y, en lo demás, “dejaban actuar” las leyes naturales;

149
Jean-Paul Sartre

había un excedente de trabajadores, se dejaba a Dios el cuidado de


eliminarlos. Esas gentes no perdonaron a Francia el haber revelado la
naturaleza del capitalismo y cambiado la lucha de clases en guerra
civil. Bajo su desprecio, nuestra burguesía se sentía muy sola: se
habría jactado gustosa de haber ejecutado en veinticinco años las dos
matanzas más lindas de la historia contemporánea, pero los puritanos
de Alemania y de Inglaterra la trataron como oveja sarnosa. Cuando
les gritaba: “Hagamos causa común”, ellos se alejaban tapándose las
narices. Para colmo de males, había que vivir todos los días en la
promiscuidad de las víctimas: y estas se emancipaban extrañamente,
gracias a los buenos oficios de los Cavaignac y de los Galliffet.
Cincuenta años antes, los obreros suplicaban al patrono que se
inclinase sobre su miseria, seguros de que le bastaría el ver sus males
para desear curarlos; en 1848, creían aún a Lamartine cuando les
hablaba del “trágico malentendido que separa a las clases”. Después
de 1871, comprendieron; tanto peor para los burgueses. Por otra parte
los amos han sabido permanecer invisibles, apartarse de lo que llaman
“las duras necesidades de la economía liberal”. Por esta razón, el
obrero no los odia realmente –¿se pueden odiar las abstracciones
como no sea con un odio abstracto?–, y además, aunque los odiara, su
odio supone su propia superación: sabe que le tienen por una bestia
que se cree humana y a la cual hay que contener sin cesar, pero él los
tiene por hombres que se ignoran o que se quieren ignorar.
Cualesquiera que sean las violencias de la Revolución que espera, no
se ha propuesto exterminar nunca a sus enemigos de clase: la
liquidación de la burguesía debe liberar a los burgueses de su
ignorancia y de la abstracción burguesa para restituirlos a su
humanidad. En ellos, no es el hombre lo que detesta, es la noción
privativa, es la negación del hombre: mientras la lucha se realiza en el
terreno económico, el odio del obrero se mantiene en la generalidad. 58
En 1848 y en 1871, la burguesía francesa ha surgido de las nubes, se
ha visto herir a su brazo. Claro que el capitalismo, como toda opresión
se mantiene por la violencia; pero no exigía esta violencia ni esta
ferocidad en la represión: en 1848, la insurrección de la miseria no
ponía realmente en peligro al patronato; en 1871 se habían iniciado las
negociaciones, era posible una conciliación: si los versalleses
rechazaron todo, si pasaron al ataque los primeros, es que querían
58
Puede odiar a ciertos patrones famosos por su dureza, pero es el aspecto accidental y
subjetivo de la lucha de clases.
150
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

matar. En una palabra, fueron celosos. Nuestra burguesía se ha dejado


caracterizar por la violencia y la crueldad de sus oficiales, por la
crueldad temerosa de sus políticos, por la dureza de sus propietarios y
sus fabricantes, por el terror abyecto de que ha dado muestras en
primer lugar; luego, después de la victoria, por la innoble alegría de su
buena prensa y de sus mujeres honradas; sus actos han esculpido su
figura: se ha encarnado. Simultáneamente, el odio obrero se encarna a
su vez: el objeto de él ya no es la abstracción capitalista; en el burgués
francés, los obreros detestan al hombre, al hombre de carne y hueso
que se ha realizado mediante su empresa histórica. Para todos los
obreros del mundo, el burgués es el producto del capital; para los
nuestros, es también el hijo de sus obras, un asesino... y va a seguir
siéndolo mucho tiempo. La joven generación obrera ha crecido en el
silencio asfixiante del Segundo Imperio, ha asistido, impotente, a la
matanza de la Comuna. Cuando termina su aprendizaje, la lucha de
clases se ha llevado al terreno económico: pero esos recién venidos no
olvidarán jamás lo que han visto; cuando quieran prever las reacciones
patronales, recordarán a Thiers, Galliffet, Schneider y se apoyarán en
recuerdos imborrables para juzgar al patrono capaz de todo: el
conflicto social que se entabla, esperarán verlo cada día degenerar en
guerra civil, más bien la guerra civil les parece la verdad de la ludia de
clases; para los burgueses, esos jóvenes van a ser los enemigos
irreconciliables: porque les pagan para saber que cada clase persigue
la muerte de la otra, y sobre todo porque le han hecho daño. En
cualquier otra parte, se mata de hambre a la clase obrera; solamente
en Francia, la han asesinado. El proletario de 1886 vende su fuerza
laboral a los hombres que han matado a su padre o a su hermano
mayor; de ahí viene su actitud singular hacia ellos, esa mezcla singular
de odio reconocido, de dureza fría, de desprecio y de violencia
explosiva. En cualquier otra parte, los líderes obreros renuncian más o
menos abiertamente a la acción revolucionaria para explotar a fondo
las ventajas del sufragio universal: las clases trabajadoras tendrán su
representación en el Parlamento. Eso es elegir la integración: se
acepta el hecho del capitalismo y se defienden los intereses de la
comunidad nacional para obtener a cambio el mejoramiento de las
leyes sociales. Los patronos, tranquilizados, desarrollan sus empresas;
no hay por qué inquietarse de la concentración obrera cuando se tiene
la dicha de poseer un proletariado integrado. La social democracia

151
Jean-Paul Sartre

servía de rehén y de intermediario: su misma ambigüedad 59 le permitía


asegurar la permanencia del vínculo entre el Capital y el Trabajo; por
su simple existencia impedía la secesión obrera. Cuando los oprimidos
eligen a opresores para expresar sus dolencias, todo está en orden, la
comunicación se establece, la unidad nacional se preserva; y luego,
desde el momento en que emplean el lenguaje, el lenguaje puede
servir para mixtificarlos. Cuando se callan, es cuando dan miedo.
En Francia, se callaron: el proletario se había separado: después de
1871, esa clase diezmada, ofendida, se aparta de la nación y forma
una sociedad, dentro de la sociedad. ¡Qué le importa el sufragio
universal! Se cree pagada para saber que los amigos electorales son la
mayoría de los casos los enemigos de clase. Es ella, después de todo,
la que ha dado el poder a los ametralladores. El Estado –sea o no
democrático– es “el patronato concentrado, llevado a la suprema
potencia”. Por esta sola razón, aunque tuviera la oportunidad de influir
en los debates, el proletariado no podría aceptar el tomar parte en ios
asuntos públicos. ¿Enviar representantes a la Cámara? ¿Y quién,
pues, podría representarlo? Envuelve en un mismo desprecio la
Derecha y la Izquierda; a sus ojos, todos los hombres políticos son
burgueses. ¿Se cree que un burgués, cualquiera que sea su filiación,
puede defender los intereses de los obreros contra los de los otros
burgueses? Francia, en este fin de siglo, es el único país donde la
socialdemocracia está privada de bases obreras. El obrero vota, es
cierto, pero indiferentemente y para descargo de su conciencia, sin
poner un lazo entre sus funciones de elector y su actividad
reivindicadora: llena las primeras a título de individuo desintegrado, de
ciudadano abstracto perdido en una multitud abstracta de otros
ciudadanos; ejerce la segunda como miembro orgánico de una
comunidad cerrada. En suma, la clase obrera, encerrada en su aisla-
miento feroz, sólo cuenta consigo misma: reprueba el millerandismo y
condena las leyes sociales cuando son los parlamentarios los que
toman la iniciativa de hacerlas votar; sus dirigentes no pierden ocasión
de afirmar la autonomía del movimiento obrero ni de denunciar el
antagonismo de los sindicatos y del Partido: en vano la S.F.I.O.
multiplica los avances; todo lo que gane con ello, es que la acusen de
“violar la independencia sindical”. Frente a esas “charlas” y esas
“rutinas”, el proletariado sin más experiencia que la suya, inventa su
59
Los diputados socialistas son burgueses arraigados en el pueblo: ven en el Estado
burgués un órgano de opresión y sin embargo participan en los asuntos públicos.
152
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

propio camino; mantiene la lucha en el único terreno que le pertenece:


el del trabajo. El sindicalismo revolucionario es el proletariado mismo,
exaltado por su soledad y orgulloso de su desamparo: traicionado por
los campesinos, dos veces traicionado por los pequeños burgueses
decide sacar todo –incluso los valores éticos– de su propio fondo; los
obreros viven un momento muy particular de su historia: el momento
de la separación. En 1871, la comunidad nacional los ha rechazado:
ellos asumen su exilio y cambian lo negativo en positividad; lo que se
ha llamado a veces imperialismo sindical o totalitarismo obrero es sólo
admirable vuelta de una casta de parias; sólo deseaban ser algo, se
los condena a no ser nada, entonces reivindican ser todo.60
Nuestros burgueses se helaron de terror: ya que el proletariado
desautorizaba a sus pretendidos defensores, se habían roto todos los
puentes, una no man's land llena de cadáveres separaba a los obreros
de los patronos. La burguesía no tenía siquiera el recurso de tomar a
esta multitud silenciosa por un rebaño de bestias: ya que habían tenido
en jaque a las tropas regulares, los proletarios eran hombres. No del
todo, sin embargo: si no se quería que se convirtiesen en jueces era
necesario que no hubiesen dejado de ser animales. Hombre y hormiga
juntamente, el proletario parecía a la vez transparente y opaco: ponía
la inteligencia, la energía, el valor, al servicio de una misteriosa
naturaleza animal y de unos instintos incomprensibles. El patronato se
fascinaba ante aquella masa oscura y sólo descubría en ella el reflejo
de su propia violencia. Por lo demás, no se equivocaba: el secreto de
la fuerza obrera, es que tiene a la burguesía francesa por una banda
de criminales. Al querer recusar a esos jueces mudos, nuestra minoría
selecta confirmó su sentencia: las personas decentes, que habían
proseguido las matanzas mucho después de la victoria, no podían
invocar la legítima defensa: tenían, pues, que probar que sus víctimas
merecían la muerte por naturaleza; a ello se dedicaron: el proletario,
decían, no es ni hombre ni bestia; hombre, le habríamos respetado;
bestia, le habríamos encerrado sin causarle daño; pero es una bestia
humana, es decir que ataca al hombre con medios humanos, o, si se
60
No es dudoso que el proletariado sea portador de valores humanos: lo que reivindica
para él, tiene que reclamarlo para todos. Que sea el único portador de estos valores, es
aún admisible. Pero se reprochará a Sorel el haber confundido el hecho de que la clase
obrera es la única fiel a lo humano, con la idea de que esta clase seria portadora de un
mensaje singular y, después de todo, incomunicable. Es transformar e! humanismo radical
del proletario en un particularismo; es detener el proletariado en lo que es hoy en día y
negarse a tomar en consideración su movimiento. Ese momento del totalitarismo soreliano
se asemeja al de la negritud en el negro colonizado.
153
Jean-Paul Sartre

prefiere, un hombre arrastrado hacia lo peor por una fuerza irresistible:


es lo bastante libre para que se tenga el derecho de castigarlo, lo
bastante esclavo de su naturaleza para que se puede desesperar de
su redención; en suma, hay que tenerlo vigilado, y estar dispuesto a
matarlo sin toque de atención. De este modo, para lavarse de un
crimen, la burguesía se atribuía el derecho de repetirlo a voluntad;
quizás pudo haber alegado con alguna apariencia de razón que la furia
y el miedo la habían vuelto loca y que solo era culpable accidental-
mente; pero no: quiere justificar su culpa; justificándola se cambia y se
hace criminal de vocación.
En cuanto al joven patrono que, hacia 1890, asegura el relevo de las
generaciones, parece en primer lugar, que no hay nada que reprocharle:
es un hijo de asesino, sin duda, pero era demasiado joven para haber
tomado parte en las ejecuciones sumarias y la sangre derramada por
los padres no debe caer sobre la cabeza de los hijos. Tiene, pues, la
opción y puede, a su capricho, desautorizar a su padre, u obstinarse.
Eligió, como es sabido, la obstinación. Es que lo criaron en el odio: le
han enseñado a detestar a su víctima para impedir que no juzgase al
verdugo. Toma, con activo y pasivo, la fábrica y los crímenes paternales.
Simultáneamente, está obligado a atenerse a ello:
“Al entrar en la fábrica, –dice–, he hallado el odio y no había
hecho nada para provocarlo. ¿Qué se me reprocha? Nosotros,
los jóvenes patronos no hemos matado a nadie aún, ni nadie,
que yo sepa, ha sido aún muerto entre los obreros jóvenes”.
La demostración está hecha: ya que el burgués joven, no ha cortado
aún el cuello, el odio del obrero es injustificado, es un a priori, la
relación fundamental del trabajador con su patrono; el proletario es
rencoroso por naturaleza, el burgués constituye el objeto inocente de
su odio. ¡Pobre burgués! Haga lo que sea, siempre será el otro quien
habrá comenzado: ¡ya que nos dicen que los obreros desean nuestra
muerte! Incluso hoy en día el argumento constituye la felicidad de los
cronistas reaccionarios: tiene más de sesenta años y ni una arruga.
Desde 1890, no hay pequeño patrono que no se identifique con la
sociedad burguesa. ¿Se le pide un aumento? Es que se quiere destruir
la comunidad nacional. ¿Un congreso sindical pone en tela de juicio al
capitalismo? Es que se quiere cortarle el cuello y violar a sus hijas.
Gracias a esta hábil prestidigitación, la burguesía, a fines del siglo
pasado, se ha otorgado un derecho suplementario que se podría llamar
154
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

la legítima defensa continua. Esa clase exquisita toma el pretexto de la


sangre que ha derramado, para imaginar que se halla en estado de
sitio, asediada por la bestia humana y que cada uno de sus miembros,
desde que nace hasta que muere, está en constante peligro de muerte.
En una palabra, los hijos de Versalles odian al obrero francés con todo
su corazón, como los barones alemanes, treinta años después de la
guerra de los campesinos, odiaban aún a los hijos y los nietos de los
villanos que sus padres habían torturado. El que ha matado, matará.
Una tercera generación de asesinos entra en la carrera y en ella
encuentra el polvo de sus mayores y la huella de sus virtudes; esos
menores hacen lo que pueden para dar a la lucha de clases un airecillo
de vendetta; manifiestan su odio para que los obreros hagan aparecer
el suyo: así, cada enemistad se refuerza con la otra; tratan de
mantener, en suma, la tensión social al extremo, de forma tal que el
menor incidente pueda desencadenar el motín y la presión sangrienta.61
Las armas están bruñidas y las justificaciones preparadas: esta bella
juventud se prepara gloriosos mañanas. Hay que preguntarse qué
milagro ha salvado al proletariado de una nueva ‘San Bartolomé’. 62
¿Qué milagro? Pues sencillamente la “segunda revolución industrial”:
nace en los Estados Unidos, conquista Europa y Francia; nuestra gran
burguesía está en el umbral de los veinticinco años de las vacas
gordas que doblaron nuestra producción de hierro colado, y triplicaron
nuestra producción de acero. Hay motivo para regocijarse, natural-
mente, pero no sin segunda intención: lo malo del capitalismo es que
engendra sus enterradores; y he aquí, precisamente, que los
enterradores se han puesto a pulular. No sólo la clase obrera crece sin
cesar por la afluencia rural, sino, por añadidura, es la que –en las
61
Las causas sociales e ideológicas del anarquismo son bastante bien conocidas; hay que
añadir a ellas, en lo respectivo a Francia, un factor histórico: las jornadas sangrientas de
1871. El terrorismo anarquista saca su justificación psicológica de las matanzas anteriores.
Una situación económica basta para determinar un movimiento de huelgas pero, para
engendrar un crimen, se necesita otro o, en todo caso, circunstancias singulares y
señaladas: ésta es la razón de que los Ravachol sean bandidos de honor y justicieros:
matan a los que han matado. Puede decirse que cada cual tiene motivos generales e
ideológicos (la “Sociedad” es esto o aquello, el capital engendra ésta o la otra situación) y
un móvil muy concreto: vengar a las víctimas de los versalleses. Se advertirá que el
anarquismo italiano ha seguido de cerca la matanza de los obreros milaneses y se ha
manifestado como vendetta, por la condena a muerte y ejecución de Humberto I. Ese
fenómeno no tiene correspondencia en Alemania ni en Inglaterra porque la lucha de clases,
por implacable que haya sido, se ha mantenido en general en el terreno económico.
62
Se refiere a la “Masacre de San Bartolomé” (en francés: le massacre de la Saint-
Barthélemy) es el asesinato masivo de hugonotes (cristianos calvinistas) durante las
“guerras religiosas” del siglo XV en Francia. Comenzó en la noche del 23 al 24 de agosto
de 1572 en París, y se extendió durante meses por todo el país. Véase también: Etienne de
La Boétie, Discurso de la Servidumbre Voluntaria.
155
Jean-Paul Sartre

aglomeraciones urbanas– tiene más hijos. Las estadísticas de 1906


descubren la espantosa verdad: por cada 100 empleados casados, 299
hijos; por 100 patronos, 358; por 100 obreros, 395. Hay que añadir
todavía que la propaganda neomalthusiana de los anarcosindicalistas
ha afectado las “capas superiores” del proletariado: los peones son los
más prolíficos. Desde 1869, Leroy-Beaulieu advertía melancólicamente:
“Los obreros que ocupan las últimas filas, los que realizan los
trabajos más groseros y menos remunerados continúan teniendo
una familia numerosa, por falta de comprensión de su interés o
por la imposibilidad de la continencia”.
El resultado: la clase obrera representa el 28 % de la población al
comienzo del Segundo Imperio y el 35 % al principio del siglo XX. Si
hubiera que dar un nombre al milagro que salvaguarda el proletariado
yo lo llamaría la multiplicación de los enterradores. El patrono cobra
miedo: la fisonomía tradicional de Francia se modifica; en 1850, un
francés por cada siete vive en una ciudad de más de 5.000 habitantes;
en 1900 un francés por cada siete vive en una ciudad de más 100.000
habitantes. Ahora bien, los “rurales” fueron los que ayudaron a los
versalleses, en 1871, en sus grandes trabajos de saneamiento:
apoyada en el campo, la burguesía estaba segura de aplastar, a la
menor locura, a la minoría obrera: después de todo, un soldado es un
campesino. ¿Pero qué sucedería si la relación se invirtiese? ¿A quién
le tocaría el turno de asesinar?; el odio se copia pronto; nazcan o no en
la clase obrera, los recién llegados se apropian su memoria y toman
por su cuenta los sufrimientos de los Federados. Durante ese tiempo,
claro está, París está saneado: se habita en él burguesamente, se vota
bien en él, no se toleran más que los buenos pobres; pero cuando las
gentes de Passy levantan la cabeza, les parece que su obsesión ha
tomado cuerpo: una enorme multitud se congrega a las puertas de la
ciudad y no deja de crecer; la capital se encuentra en estado de sitio.
Nuestros Señores suben a las fortificaciones: es el proletariado que se
pierde de vista, el proletariado que no termina jamás, que cubre el
campo y pisotea las cosechas; sin embargo, de los cuatro rincones de
la Francia, esos miserables se ponen en camino para reunirse con el
ejército de los enterradores. Los versalleses no sanearon más que a un
puñado de personas; sus hijos descubren de repente que esos
muertos tienen una posteridad innumerable. Hay que poner fin a eso.

156
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

¿Cómo? Se habla ya de integrar a la clase obrera: se dice muy pronto;


pero integración quiere decir paternalismo y los fusilamientos de 1871
han hecho saltar en pedazos el paternalismo. En el norte, la Compañía
integra con todas sus fuerzas; pero es porque trabaja en un recipiente
cerrado. En esos departamentos encerrados donde nadie entra ni sale,
la cuestión de la población no se presenta nunca, todo está al alcance
de la mano: los habitantes cambian de oficio sin cambiar casi de
residencia; si dejan su pueblo, es para establecerse en la ciudad
obrera construida en las inmediaciones: allí encuentran los cuadros y
las costumbres, una jerarquía feudal donde ya tienen marcado su
lugar; en una palabra, se fabrican proletarios operando descuentos
sobre el indigenado. ¿Pero en el suburbio parisiense? ¿En el suburbio
lionés? ¿Cómo dirigir la metamorfosis del campesino en obrero?
Incesantemente surgen fábricas de la tierra y otras cierran sus puertas;
incesantemente las exigencias del mercado obligan a modificar la
técnica de la producción. Esos cambios se traducen en una inestabilidad
permanente de los empleos; los obreros no tienen ningún vínculo
geográfico con su lugar de trabajo; en Levallois-Perret, en Charenton,
cada noche, la población estalla y se esparce; la reemplaza otra que
viene de todas partes. ¿Se va a correr detrás de esos seminómadas?
¿Dónde se los va a buscar? ¿Cómo reunirlos? ¿Y qué influencia
ejercer sobre ellos? La competencia se opone al paternalismo: ella es
la que modifica sin cesar la fisonomía de los suburbios; a causa de ella
esos montones de hombres están perpetuamente movidos por los
movimientos pendulares que realizan mecánicamente la transformación
de los rurales en proletarios. ¿Entonces? ¿Desconcentrar? ¿Fragmentar
esa masa enorme en la cual el menor rumor se amplifica hasta
convertirse en trueno? Ese sueño no es nuevo y el patronato se
complacía en él mucho antes de la Revolución Francesa, cuando
confiaba el trabajo a los campesinos de extramuros para escapar a las
reglamentaciones corporativas.
Desconcentrar, descentralizar, descongestionar: sustituir la gran masa
incontrolable con “pequeñas masas” diseminadas en el país ¡y a las
cuales se tendría vigiladas! Desgraciadamente, el momento no es
propicio, y luego tendría que haber un acuerdo, un plan director: de
nuevo la competencia se opone a ello, sembrando la discordia entre
los patronos.

157
Jean-Paul Sartre

¿Entonces? ¿Cómo impedir la aterradora ascensión del proletariado?


No se puede tirar a mansalva sobre él. La política de exterminio
conviene en los períodos de desempleo; en 1848 estaba muy indicada;
había habido razón de pasar por las armas a hombres que costaban
sin producir. De todos modos la economía liberal, esa máquina
admirable, se encargó de restablecer el equilibrio por sí sola; no había
más que darle una mano y nadie censurará de buena fe a los que
fusilan a los obreros para impedirlos que se mueran de hambre. Pero
esas mismas razones, impiden, en período de prosperidad, trabar el
libre desarrollo de las fuerzas económicas. Cualesquiera que sea el
crecimiento de la población obrera, la oferta de mano de obra es
inferior a la demanda: tirar sobre un hombre que cuesta tan caro, es un
despilfarro. De tarde en tarde el Gobierno puede permitirse, como en
Fourmies, una rectificación local de los efectivos obreros. Sin embargo,
hay que proceder con prudencia: si la clase obrera llegase a enfadarse,
se perderían millones. Taine y Renán aconsejan recurrir a las fuerza:
suaves del malthusianismo social cuyos efectos son lo bastante lentos
para pasar inadvertidos en primer lugar. Ya que –como ha mostrado
Leroy-Beaulieu– el peón ignora sus verdaderos intereses (que le
mandan evidentemente el morir cuanto antes y sin progenitura), se
podría intentar abrirle los ojos. Nuestro Gobierno debía asignarse dos
tareas: fijar el campesino a la gleba y facilitar la continencia del pobre.
Se hace una campaña de discursos; en las Cámaras, en los Comicios,
en la Academia, no hay más que un clamor: “La tierra se muere, la
tierra está muerta, ¡viva la tierra!”
Se muestra con qué arte Francia, hasta aquí, ha equilibrado, una por
otra, su agricultura y su industria: en este equilibrio armonioso de las
fuerzas productoras es donde hay que buscar el secreto de nuestra
felicidad y de nuestras virtudes. No lo toquemos, no quitemos a Dios el
deseo de ser francés. Lo que significa, claro está: mantengamos la
superioridad numérica de los campesinos sobre los obreros.
“Cuando la clase dominante ejerce el poder absoluto –escribe
Sauvy–, es poblacionista... Cuando por una u otra razón, los
dominados adquieren derechos y, por consecuencia, los
dominantes los deberes, la cuestión cambia de aspecto... Como
el dominio ya no es absoluto, la limitación del número de
nacimientos se hace, si no necesaria, al menos ventajosa.”

158
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

El padre mataba a los obreros sobrantes; se persuade al hijo de


impedirles que nazcan; excelente consejo, pero que habría que poder
seguir: en período de expansión industrial, la multiplicación de los
trabajadores sirve los intereses de la producción; en ese principio del
siglo los obreros causaban terror porque eran demasiado numerosos;
pero la verdadera fuente de su joven poderío es que aún lo son
bastante; la demanda de mano de obra los valoriza, provoca el alza de
los salarios, limita los derechos reales del patrono; entre 1871 y 1910
el número anual de huelgas pasa de 267 a 1.073 y su porcentaje de
éxitos oscila entre 55 y 60 %. Los oprimidos disfrutan a la vez de las
ventajas del número y del beneficio de la escasez. Y si los anarquistas
se unen con el patronato en el terreno de la propaganda anti-
concepcionista, es porque hacen del malthusianismo un arma de la
lucha de clases.
Los capitalistas franceses se ven traicionados por su propio
capitalismo: ese régimen esclavista les impone ejercer una facultad
discrecional sobre la masa; pero al mismo tiempo hace imposible la
tarea al aumentar continuamente sus necesidades de mano de obra.
Pillado entre las exigencias contradictorias del dominio y de la
ganancia, el patronato se tira de los pelos: ¿Cómo mantener los
beneficios sin aumentar la producción? ¿Cómo esterilizar al
proletariado sin provocar el alza de los salarios? ¿Cómo hacer de
Francia una gran nación industrial conservando el aspecto demográfico
de un país agrícola?
Las respuestas están en las preguntas, pero nuestros capitalistas,
pillados entre el miedo y el incentivo de la ganancia, vacilan en
buscarlos en ella: por eso se encuentran dos corrientes en la Francia
de 1914: una, “poblacionista”, y la otra, malthusiana, cada una de ellas
correspondiente a uno de los términos de la contradicción. En
apariencia, el poblacionismo terminará ganando: el Gobierno ha hecho
de él su doctrina oficial; pero eso no es más que una mixtificación.
Para combatir realmente la desnatalidad, habría que comenzar
obteniendo que el costo de la vida bajase; y como por el contrario se
está bien resuelto a hacer todo lo posible para impedirlo, la “política
demográfica” de nuestros ministros se reduce a un estruendo oratorio y
a medidas sin alcance.63 Sin embargo, todo indica que la burguesía ha
¿Quién, pues, sostiene el poblacionismo? ¿Los industriales? Nunca: han hallado en el
63

malthusianismo económico el medio de ajustar la oferta y la demanda de mano de obra.


No: son los terratenientes, los militares y los curas. Esos atrasados se creen aún bajo el
159
Jean-Paul Sartre

elegido la otra solución. Lo que sorprenderá, quizás, es que la haya


elegido por si sola: la brusca proliferación de los suburbios, parece
provocar intramuros un derrumbamiento de la natalidad. Como si, al no
haber podido castrar a los pobres, los ricos se hubieran castrado ellos
mismos: la esterilidad burguesa se parece mucho a la conducción de
un fracaso:64 la capital se convierte en la tumba de la raza. Hacia el
mismo momento, el Comité de las Forjas, mientras se vanagloria de
continuar “la magnífica progresión de los años precedentes”, hace sus
primeros ensayos de malthusianismo económico. Todo está en su
lugar: en 1914, no queda más que construir la máquina infernal que
unirá, mediante un acondicionamiento recíproco, los ardides abortivos
de la industria y los de la familia burguesa. Para que el patronato se
decida, no se necesitará más que las grandes conmociones de la
guerra y de la postguerra. La minoría selecta comprendió que las
civilizaciones eran mortales: “Pobre Francia, la han desangrado. ¿Qué
hará el universo sin ella?” Al universo no le importaba un pito, como se
comprenderá, pero aquellas lamentaciones académicas ocultaban un
verdadero terror: y no se trataba de la guerra, ni del carbón; entre 1917
y 1921 el patronato había adquirido la certeza de que la victoria final
sería del proletariado. No era para hoy, ni para mañana, quizás, pero
lenta, seguramente... Fue una evidencia atroz: sí. ¡Sí! Esos canallas
van a ganar. Después de setenta años, la burguesía no ha aprendido ni
olvidado nada y todos los perfumes de la Arabia no habían podido lavar
la sangre de su; manos: se encuentra, de repente, la misma que en
1848, la misma que en 1871, con los mismos hombres frente a ella, los
asesinados de la Comuna, que iba a tener que matar en vano por
tercera vez. Esta vez, terminarían venciendo: y nadie tendría piedad de
Antiguo Régimen, en la época en que La Morandiére aconsejaba a los dirigentes que
“multiplicasen los hombres y el ganado”; no han advertido que la burguesía perdía, uno
por uno, todos sus poderes y que había entrado en su fase de dominio relativo. La gran
industria les da satisfacción igualmente: su poblacionismo ruidoso ocultará sus trabajos
subterráneos de despoblación.
64
Extraña situación. Los matrimonios burgueses (salvo los pertenecientes a medios
religiosos) practican corrientemente el birth control, bajo todas sus formas, y el aborto. Pero
esta misma burguesía sostiene con sus votos un gobierno que castiga con la cárcel (a
veces incluso con la muerte) las prácticas anticoncepcionistas. La contradicción sería
enorme si no se tuviera en cuenta que las mujeres burguesas rara vez están implicados en
los procesos de las abortistas. En los tribunales sólo aparecen empleaditas u obreras.
Parece como si la clase dominante fuera malthusiana para sí y poblacionista para las
clases dominadas. Ahora bien, eso no es verdad; porque debía mostrar una preocupación
igual por la mortalidad infantil; pero es sabido que va a buscar a los niños hasta en el
vientre de las madres obreras para, en seguida, dejar que mueran como moscas. La
patronal no desea que haya muchos obreros; desea sencillamente arrebatar al proletariado
el control de sus nacimientos para que el ajuste de la oferta y la demanda se opere
automáticamente en el interior de la máquina infernal que ha montado.
160
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

ella, ya que ella, en su hora de gloria, no había tenido piedad de nadie.


Nuestros patronos se vieron perdidos, la Francia burguesa se puso a
hablar de ella en términos conmovidos. De ella, es decir, del género
humano, porque, para ella, es igual predecir el fin del mundo que el fin
del capital. Ya que el obrero es una bestia, la suerte del hombre está
entre las patas de las hormigas: cuando tomen el poder esos
heminópteros prodigiosos, perderemos nuestros bienes, nuestras
vidas, nuestro honor y todas las delicadezas por las cuales, ayer aún,
valía la pena morir; los nuevos señores nos darán de comer a las
polillas, el reino del hombre se hundirá en el pasado. Y no contemos
con la historia para que nos haga justicia, aunque sea demasiado
tarde: las hormigas la escribirán de nuevo. Nuestro porvenir está
cerrado por esta espantosa catástrofe, que continuará destruyéndonos
después de nuestra muerte y que por adelantado hace de nosotros, a
nuestros propios ojos, muertos en vida o, mejor dicho, errores
explicados o corregidos.
En la misma época, en el mismo continente, la furia y el miedo
engendraban los fascismos en todas partes: era, si me atrevo a hablar
así, la reacción “sana”: si los italianos y los alemanes, con un siglo de
retraso, recomenzaban un ‘San Bartolomé’, era la prueba de que
esperaban vencer y creían en el capital. En medio de aquellos furiosos,
la vieja burguesía francesa, cargada de años y de crímenes, parecía
derrotista. Napoleón III, la Boulange, las matanzas, los campos de la
muerte lenta: conocía todo y, finalmente, podía decir que aquello no
conducía a nada. El capitalismo produce su propia muerte; el
proletariado se asemeja a la hidra de Lerna: si se le corta una cabeza,
renacen diez. Por lo tanto, no hay que cortar esas cabezas abundantes:
vale más buscar el medio de hacer que, todas a la vez, mueran a
medias. Cuando los burgueses del Sur y del Este gritaban: “¡A las
armas!” los burgueses franceses respondían: “Contemporizad”; cuando
el extranjero gritaba: “¡Saquead y matad! ¡Degollad!” los nuestros
respondían: “Subalimentad”. Sí, hacia esta época fue cuando se
construyó en Francia la máquina que gira sobre sí: ya que el progreso
del capitalismo le conduce a su pérdida, se detendrá su progreso; ya
que los bienes de este mundo deben pasar pronto o tarde a otras
manos, se tratará de no producir más que lo necesario y de consumir
todo lo que se produce; ya que nos anuncian el ocaso del hombre,
prolongaremos su crepúsculo fabricándole una economía crepuscular.

161
Jean-Paul Sartre

Ya que la competencia impulsa a producir más, degollaremos a la


competencia; ya que, los días del motín, el suburbio viene a ocupar las
calles de París, se frenará la concentración técnica para disminuir la
concentración social. En suma, sólo se trata de detener la historia. Un
momento. Un momentito. Nuestros patrones quieren retrasar el
cataclismo en algunos decenios para tener el tiempo de morir en paz.
Eso no presenta dificultad, siempre que se acepte arruinar el país;
porque no se trata de adquirir fuerzas nuevas, sino de saber utilizar
nuestras debilidades y de reforzar cada una por todas las demás: ¿el
mercado tiende a retraerse? Perfecto: se acabará de estrangularlo
elevando los precios. ¿Los precios tienden a subir? Se acentuará la
tendencia restringiendo la producción. ¿Faltan las materias primas?
Excelente razón para ser dependientes del extranjero. ¿Los niños
escasean? Se les hará aún más escasos reduciendo a los padres a la
desesperación; el malthusianismo económico se apoya en el
malthusianismo social y los acelera: un niño cuesta antes de producir,
es una empresa nueva que necesita nuevas inversiones; cuando toda
Francia se niega a modernizar la maquinaria, no nos vamos a divertir a
renovar, sin necesidad, el material humano. ¿Y luego que?
Frecuentemente, los renacimientos económicos van acompañados de
trastornos demográficos: se querían hijos porque se participaba en una
empresa colectiva cuyos frutos verían ellos: ¿por qué hacer hijos que
van a ahogarse? Persuadamos más bien al obrero de que Francia va a
morir, de que la suerte de su hijo será peor que la de su padre: es el
mejor modo de abrirle los ojos a sus intereses. Así, en medio del
alboroto fascista, nuestra burguesía organiza un lento suicidio, que se
extenderá quizás durante medio siglo. Amenazada, ha reaccionado en
primer lugar mediante sus conductas de fracaso, luego ha dominado
esas conductas y las ha transformado en estrategia defensiva. Jugaba
a lo perdido, ahora jugará a quien pierde gana. Nuestra economía
giratoria, girará cada vez más lentamente y, un buen día, dejará de
girar: pero habremos muerto; si los rusos quieren entonces echar la
mano a nuestra hermosa Francia, sólo encontrarán una carroña y
serían bien burlados.
El malthusianismo francés es, con respecto a su hermano ítalo-alemán,
el fascismo, lo que la defensiva para con la ofensiva, la resistencia
pasiva para la acción, lo femenino frente a lo masculino, el pensamiento
frente al optimismo, en una palabra, lo negativo frente a lo positivo.

162
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

En uno y otro caso, se trata, para los dirigentes, de restablecer el


dominio absoluto sobre los dirigidos: pero los nazis querían asentar su
poder sobre la fuerza de su aparato represivo; el burgués francés saca
su poder de un inmovilismo depresivo que reduce a la impotencia a su
enemigo de clase.
Hemos visto la confusión de los patrones ante el crecimiento numérico
del proletariado:
“Si sigue aumentando, nos come: si disminuye, la industria
puede carecer de brazos.”
El malthusianismo hace vanos esos temores: la producción se estanca
cuando la productividad tiende a aumentar, se han reunido las
condiciones de un desempleo tecnológico, la contención de la clase
obrera, parece, pues, deseable desde todo punto de vista. Por otra parte
el malthusianismo proporciona también los medios de realizar esa
contención.
“El proletariado aumenta exageradamente porque los obreros
tienen demasiados hijos, y porque los campesinos abandonan la
tierra en número excesivo. El inmovilismo económico va a
permitir regular uno y otro factor.”
Primero los nacimientos: a partir de 1935 el patronato gana en toda la
línea. Hasta entonces no había hecho nada en eso: aquellos campesinos
mal educados se obstinaban en conservar la fecundidad de los
animales. Pero bastaron unos años de economía depresiva para
provocar el derrumbe del coeficiente de la natalidad obrera: esta vez
han comprendido; se abstienen, como los burgueses. Se ha querido
hallar la causa de ese súbito recurso a las prácticas malthusianas en la
evolución interna del proletariado. Eso es cierto: la clase productora se
ha hecho más homogénea y los hijos de los obreros son en ella más
numerosos que los de los campesinos. Pero si los primeros tienen
menos hijos que los segundos, es porque han sufrido durante más
tiempo la prueba de la miseria de las ciudades y de la desesperación.
Se concederá, claro está, que todos los días son más el producto de
ese universo técnico que producen y que aprenden, poco a poco, las
técnicas de la vida y de la muerte: los padres estaban sometidos a las
fatalidades del cuerpo, los hijos saben dominarlo. Pero el control de los
nacimientos es sólo un medio y puede servir fines muy diferentes: no
puede explicar por sí solo la esterilidad súbita y obstinada de las
163
Jean-Paul Sartre

nuevas generaciones: no basta conocer las prácticas malthusianas,


hay que querer usarlas. ¿Buscaremos la causa de ese “abstencionismo”
en las exigencias inhumanas de la producción en serie? Sí, si se
quiere. Pero, bajo esta forma, la explicación es insuficiente ya que no
se registra la misma desnatalidad en los países de capitalismo
avanzado. El trabajo del obrero especializado es siempre penoso; para
que se haga completamente insoportable, es preciso que las normas
nuevas se apliquen en el cuadro de una economía depresiva.
Preguntad primero a los matrimonios obreros por qué no tienen más
hijos: la respuesta no es dudosa:
“Conocemos demasiado nuestros sufrimientos para querer
infligirlos a los demás.”
Condenados a vivir en el universo de la repetición, no imaginan otro
porvenir para sus hijos que su propio pasado. De criminal, nuestra
burguesía se hace abortista; prosigue con sus métodos propios la obra
de sus padres: en lugar de matar, obliga al adversario a diezmarse con
sus propias manos.
En seguida, el éxodo rural: hay que amortiguarlo, compensarlo, o las
dos cosas. Hoy nada más fácil: sabido es que el campesino no es
atraído por las luces de la ciudad, sino impulsado y desviado hacia ella
por el exceso de su miseria; asegurémosle, pues, una miseria sin
exceso. Las grandes emigraciones del siglo XIX son ricas en
enseñanzas. La primera, que se sitúa en los alrededores de 1860, se
debe a la concentración de las tierras y a las transformaciones
consecuentes del cultivo: los industriales inventaron el mercado
campesino; se fabricó, se vendieron arados, abonos químicos: el
rendimiento y el precio de la tierra aumentaron, la demanda de mano
de obra decreció, innumerables jornaleros fueron despedidos, otros les
siguieron, menos miserables pero que habían perdido toda esperanza
de convertirse un día en propietarios. La lección ha sido aprendida: el
malthusianismo frena la mecanización de las técnicas agrícolas para
preservar la división de la propiedad. Sabido es que los transportes
ocupan más de la mitad del tiempo consagrado al cultivo. Perfecto: se
testimoniará, pues, a los cultivadores una solicitud muy particular
poniendo los tractores fuera de su alcance y conservándoles más de
800.000 kilómetros de caminos labrados. Que vayan a pie, que arañen
la corteza terrestre con sus viejas herramientas, que planten con las
manos: es la mejor garantía de la estabilidad social. Es verdad que los
164
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

hechos sociales son circulares: también la división de las propiedades


retrasa la mecanización de las técnicas: las empresas pequeñas son
demasiado exiguas para sacar individualmente gran ventaja de la
motorización. Así, el malthusianismo de la industria encuentra su
justificación en la escasez de la demanda. 65 ¿Y si se asociasen los
campesinos? ¿Si se les ocurriese comprar los tractores en común? “En
ese dominio, dicen los especialistas, no se hará nada sin la
asociación.” Pero es que se trata de no hacer nada: el régimen tiene
mucho que temer de las transformaciones sociales que las máquinas
introducirían en el campo. Felizmente, existe la rutina: nuestros
campesinos están muy lejos de entenderse. Se deplora su particula-
rismo, pero se le protege en secreto. El Estado hace todo lo que puede
para salvar la preciosa ignorancia campesina: en 1949 el Ministerio de
Agricultura ha recibido 471 millones para la enseñanza agrícola, frente
a 14 miles de millones al Ministerio de Educación Nacional para la
enseñanza técnica y el aprendizaje artesanal. El resultado es que nos
faltan 10.000 instructores. Gracias a ese déficit cuidadosamente
mantenido, en Francia el 2 a 3 % de los explotadores agrícolas reciben
una instrucción técnica; en Dinamarca el 95 %. Henos aquí completa-
mente tranquilos: el régimen mixtificador será exigido por los mismos
mixtificadores. La máquina gira sobre sí misma.
El otro gran éxodo del siglo pasado –el de 1880– fue la consecuencia
de la competencia extranjera. Nuestra economía agrícola estaba casi
cerrada; el desarrollo de las comunicaciones pone a América a
nuestras puertas y el Nuevo Mundo derrama sus productos alimentarios
en nuestros mercados; los precios se derrumban: he aquí de nuevo a
los granjeros en los caminos. Cerca de un millón de hombres
abandonan la tierra; para obtener que los otros se queden, se recurre
apresuradamente a medidas proteccionistas. ¿Pero luego? ¿Cómo
evitar la vuelta del desastre? ¿Aumentando el rendimiento? Habría que
mecanizar: se expulsaría el progreso con una mano para introducirlo
de nuevo con la otra; para impedir el éxodo de 1880 se nos prepararía
el de 1860. ¿Entonces? ¿Aprovecharemos el clima para especializarnos
en los cultivos de lujo, así como Inglaterra se ha especializado en la
industria de alta calidad? Imposible: especializar la cultura es instruir al
cultivador. Y luego se obtendrá seguramente lo que se quiere evitar: el

65
Incluso, por lo demás (es decir, colocando el umbral de la rentabilidad de los tractores en
15 hectáreas) se necesitarían aproximadamente 500.000 tractores. Nosotros tenemos
130.000.
165
Jean-Paul Sartre

éxodo; para poder abordar los mercados exteriores, habría que


mecanizar, motorizar, aumentar el rendimiento, reducir la mano de obra
y los campesinos abandonarían su pueblo. Malditos campesinos: ¡al
menor progreso vuelven a ponerse en camino! Felizmente, el
malthusianismo da el medio de fijarlos: ya que el progreso es el que los
expulsa, hay que protegerlos contra el progreso. Que produzcan trigo,
más trigo, siempre trigo, al precio más elevado, mediante el trabajo
más ingrato, con la técnica más atrasada: la demanda de mano de
obra será tanto mayor cuanto menor sea la productividad de cada
trabajador.66 Contra la competencia exterior se eleva un muro atlántico,
se aísla Francia de los mercados mundiales; con la competencia
interior, es aún más sencillo; basta con destruir; ya que los grandes
empresarios del norte y del oeste no pueden frenar la producción tan
cómodamente como los industriales, el Gobierno les ayudará: les
compra los productos excedentarios para destilarlos. En suma, Francia
hace fuegos artificiales con sus cosechas y cada francés, con el vientre
vacío, paga por ver el humo. El Estado disipa millones en eso pero
alcanza su fin: en Francia es donde cuesta el pan más caro 67 y donde
el cultivador está peor retribuido. 68 Porque ése era el fin, no lo dudéis:
manteniendo nuestros precios agrícolas por encima de los precios
mundiales y nuestros precios industriales por encima de los precios
agrícolas, el malthusianismo engendra y conserva a cada instante,
mediante una continua creación, el campesino francés, ese monstruo
absurdo y doloroso que una propaganda interesada hace pasar por
sabio, que se mata trabajando para no ganar nada, que cree poseer
una tierra de la cual no tiene siquiera el usufructo, que defiende los
intereses de los grandes propietarios y cada cinco años vota por su
miseria, por miedo a ser aún más miserable. Ese hombre de la
naturaleza, ignora que es un producto artificial y que su destino se
fabrica en las ciudades como el de los obreros: pero se le levanta
contra las ciudades recordándole que sus acreedores viven en ellas y
sobre todo contra los obreros mostrándole que sus reivindicaciones
provocan el alza de los precios industriales. Si el campesino se pusiese

66
En los Estados Unidos, en los diez años últimos, la productividad de cada trabajador
agrícola ha aumentado en un 5,5 % por año. Si se realizase en Francia, en los veinte años
próximos un aumento anual igualmente grande, la renta de la producción agrícola pasaría
de 2.500 a 3.500 miles de millones pero el número de trabajadores disminuiría en un 30 %.
67
En 1951-1952, 2.800 calorías cuestan en Alemania 55.900 francos, en Francia 96.000
francos.
68
La recaudación bruta de las dos quintas partes de nuestras granjas no pasa de 300.000
francos por año.
166
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

a producir más y más barato, si reclamase un mayor número de


tractores a precios más bajos, correría el riesgo de darse un día cuenta
de que tiene intereses comunes con los trabajadores industriales: esto
es precisamente lo que no se quiere; la estabilidad exige que se
separe a las clases trabajadoras mediante barreras de incomprensión y
de odio: convencido de que hay que dividir para reinar, el alto patronato
mantiene, a costa nuestra, en el campo una horda de salvajes buenos
cuyos sufragios apoyan su política.
No hay que pedir demasiado: el malthusianismo frena el éxodo crónico
de los campesinos, no lo suprime. De 1.000 trabajadores, se cuenta en
1905, unos 480 agricultores; en 1930 sólo hay 370; en 1953 sólo 329:
la emigración subsiste aún; pero cambia de naturaleza y se orienta
hacia los pequeños empleos administrativos. Sigue siendo un efecto de
la economía depresiva: endeudado hasta el cuello, muriéndose de
hambre sobre una tierra hipotecada, el campesino quiere la seguridad
para su hijo; hará de él un funcionario. Y luego, sobre todo, el progreso
técnico produce o desarrolla una nueva clase cuyo rápido crecimiento
va a equilibrar y luego a contener, detener y superar el del proletariado:
la clase media asalariada. Sabido es que Colin Clark ha establecido,
para la mayoría de los países industriales, una correlación estadística
entre la renta nacional por cabeza y la proporción de los asalariados
improductivos (o indirectamente productivos) en la población activa.
Para adoptar su terminología, el grupo secundario y el grupo terciario 69
aumentan juntos y en las mismas proporciones hasta la Primera
Guerra Mundial; es la época donde la industria capitalista constituye al
mismo tiempo sus cuadros y su masa de mano de obra. Después de
1918, el crecimiento del terciario se acelera mientras que el del
secundario disminuye. El desarrollo universal de las oficinas y de la
administración corresponde al esfuerzo de las empresas, para
reorganizarse en función del progreso técnico y de la concentración
industrial: se centralizan los servicios, se “integran” los diferentes
sectores de la explotación, se asegura la rapidez de las transmisiones,
se encarga a equipos especializados el preparar y el repartir las tareas,
el interpretar la coyuntura y el prever las fluctuaciones de mercado, y el
regular la distribución: el fin es aumentar la productividad asegurando
el control de la producción. Ahora bien, el esquema de Clark se halla
69
Recordamos que, para Clark, la población activa está repartida en tres sectores:
Primario (pesca, bosques, agricultura).
Secundario (industrias extractivas, energéticas y de transformación).
Terciario (transportes, comercio, bancos, seguros, administraciones, servicios privados).
167
Jean-Paul Sartre

de nuevo en Francia. Hasta tal punto, que se convierte en caricatura;


en Francia la producción se estanca a partir de 1929 y el crecimiento
numérico del proletariado recibe su contención hacia 1931, mientras
que la inflación del terciario no deja de acentuarse. 70 Es el efecto
directo del malthusianismo: el fabricante ya no se cuida de aumentar
su personal obrero, puesto que no piensa producir más; aumenta su
personal administrativo porque quiere racionalizar la empresa para
producir más barato. Resultado: un excedente de 800.000 personas
activas en el terciario y un verdadero desempleo. Si, por el contrario,
se quisiera satisfacer hoy las necesidades globales de la nación habría
que elevar la producción un 46 %: no hay que decir que es imposible
pero en primer lugar a causa de la penuria de mano de obra. ¿Dónde
hallar los obreros para construir los millones de viviendas que faltan? Y
si se da una demora de diez, de veinte años, ¿cómo colmar los vacíos
del sector secundario a menos de descontar los efectivos del primario y
el terciario? Pero la patronal tiene buen cuidado de ello: mantiene un
semi-desempleo en los “servicios” y tiene a Francia en estado de
anemia crónica para frenar el desarrollo de las fuerzas obreras. El
malthusianismo no ha errado el golpe: una agricultura atrasada, un
terciario excedente y un proletariado deficitario bastan para asegurar la
estabilidad social. Y, naturalmente, los patronos están a cubierto; la
subproducción provoca el subconsumo, es decir, la retracción del
mercado, que justifica a su vez la subproducción. Todo está bien a
condición de dejar que una parte de la población muera de frío en
invierno y de hambre a todo lo largo del año.
Un gobierno que quisiera aumentar el coeficiente anual de la
productividad tendría, como hemos visto, que descongestionar el
terciario; pero los patronos están completamente tranquilos: eso no se
hará tan pronto y esa sangría, teóricamente posible, está prácticamente
prohibida a causa de las resistencias sociales que levantaría. Sin
embargo, el terciario tiene sus empleaditos cuyo salario es igual a lo
sumo al de un trabajador manual: se podría esperar que esos
fronterizos no pongan dificultades para pasar de un sector a otro en
caso de necesidad. Pues bien, no es así: el empleo hace al empleado
como el hábito hace al monje: por su poder adquisitivo el empleado se
acerca al asalariado productivo, se distingue de él porque no lo
produce. El trabajo de la mecanógrafa forma parte integrante de las
70
En 1866, se cuenta en la industria de transformación 10 empleados frente a 240 obreros;
en 1948, 10 frente a 47.
168
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

actividades de dirección: en esta misma medida, se juzga parte


integrante de las clases dirigentes. A decir verdad, sus funciones no la
alejan del obrero tanto como ella cree; claro que no produce, pero es la
que da su materialidad a los significados elaborados en los escritorios:
en esto está muy cerca del tipógrafo que es un obrero manual. El
momento burocrático del pensamiento, es la conceptualización: el
pensamiento niega la realidad de las cosas y su propia realidad; el
lenguaje niega la existencia del objeto designado: el burócrata se
mantiene en el nivel de las estadísticas, de los posibles y de las ideas
claras, es decir, de las ideas que no supongan su propia superación. El
pensamiento no recobrará su profundidad más que recobrando la
materialidad: como ésta no supera nunca más que los objetos, no se
superará más recibiendo de fuera el carácter de objeto. Cuando
escribe a máquina una circular, la mecanógrafa transforma la idea en
cosa, realiza la superación recíproca del significado por su materialidad
y de la materia por el significado. Hay, pues, en su trabajo, como en el
del comisionista, del cartero, etc., un carácter de productividad. Pero
precisamente este carácter es el que los empleados quieren negar:
creen que participan en la elaboración de las consignas y de las tareas
y pasan en silencio su verdadera función, que es la de transformarlas
inscribiéndolas en lo real. Por sus conductas y sus aspiraciones, los
“económicamente débiles” del terciario pretenden manifestar que
pertenecen a las clases superiores que las oprimen. Pero no hacen
más que imitar a sus patronos y lo que disimulan sus actitudes es el
rechazo obstinado de ser asimilados a los asalariados productivos. No
tienen más que una realidad social completamente negativa, ya que no
son lo que pretenden ser y rechazan toda solidaridad con los que más
se parecen a ellos. Ha bastado realizar algunos descuentos en los
sectores primarios y secundarios para levantar la miseria contra sí
misma, creando ese proletariado de cuello postizo que odia a los
verdaderos proletarios porque le horroriza la condición obrera. En el
cuadro de una economía expansiva el mal sería menos grande: incluso
si, en su conjunto, los “servicios” continuasen aumentando, las masas
obreras se acrecentarían también: el aumento de la renta nacional y la
demanda de mano de obra contribuirían a revalorizar al sector
productivo y favorecerían los cambios como en los Estados Unidos
donde vastos efectivos flotantes se congregan en una y otra parte de la
frontera siempre dispuestos a atravesarla para invadir el terciario o
refluir al secundario según la coyuntura.

169
Jean-Paul Sartre

Pero el inmovilismo económico supone el inmovilismo social: de 100


hijos de obreros nacidos hace un cuarto de siglo, 55 han permanecido
obreros de la industria grande y mediana, 10 han vuelto a la tierra y
trabajan como obreros agrícolas; 35 han pasado la línea, de los cuales
21 han ido a engrosar las filas del proletariado de cuello postizo. En
otros términos, el hijo de un obrero, en los alrededores del 1930, tenía
65 probabilidades entre 100 de permanecer obrero, 86 probabilidades
entre 100 de no abandonar las clases desheredadas. Si añadimos a
esto que el éxodo rural ha disminuido, que es casi imposible a los
empleados inferiores el elevarse a las situaciones burguesas, que los
pequeños patronos están protegidos y mantenidos en su puesto por el
Estado y la gran industria, habrá que sacar la conclusión de que
nuestra economía abortiva ha separado los grupos sociales y hecho de
Francia, sino del todo un régimen de castas, al menos una sociedad en
vías de estratificación. Se ve la ventaja, el malthusianismo no se
contenta con reducir el proletariado, termina por aislarlo; sin duda, aún
se entra en él, también ocurre que se sale de él: pero, cada vez más,
se nace y se muere obrero. Y no es tampoco bastante el tener a
distancia a esta clase peligrosa: hay que sitiarla. En el siglo pasado, la
burguesía vivía en estado de sitio; hoy es ella la que se dispone para
hacer asediar al grupo obrero. Cada cual se aferra a su lugar, a lo que
cree su privilegio: el campesino a su tierra hipotecada, el pequeño
patron a su empresa miserable, el empleado subalterno a su empleo
de muerto de hambre. Los grandes dirigen todo: les bastaría una señal
para arruinar a esas pobres gentes, pero se cuidarán mucho de
hacerlo; son sus aliados, sus soldados. Esos hombres que difieren
totalmente entre sí, tienen un odio en común: el del proletariado. Sin el
odio del proletariado, el pequeño empresario se daría cuenta de que es
víctima y cómplice de los capitanes de industria, el campesino de que
su tierra le huye y se desliza como el agua, el empleado de que es
explotado por su empleador. Pero no ven nada: nada, excepto las
reivindicaciones obreras que hacen subir los precios industriales,
aumentan la deuda del campesino y colocan al pequeño negociante al
borde de la ruina; nada, excepto el abismo sombrío que les atrae y les
repugna. El patronato francés se apoya en los dos tercios de la nación
para reducir el tercero a la impotencia.

170
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Ya no se busca intimidar mediante matanzas, sino debilitar desde el


interior la combatividad obrera; no se vacila en encerrar al proletariado
en una situación sin salida y tan bien maquinada que se estrangula o
se desgarra si trata de salir de ella. El cerco de que acabo de hablar no
es aún más que un éxito exterior. Hay más: ya que la producción
produce al obrero, y ya que el malthusianismo es el carácter dominante
de nuestra producción, el proletariado francés es su víctima y su
producto: vamos a ver cómo está condicionado en su lucha, incluso por
el mal contra el cual tiene que luchar.

1º Nuestros padres dicen que Francia tuvo su proletariado de choque


entre 1890 y 1911
Y, por ello, hay que reconocer que la clase obrera ha realizado más de
18.000 huelgas durante esos veintiún años. Si se las cuenta por año,
se distinguirá en seguida los máximos y los mínimos. Pero los unos,
como los otros, están en constante progresión: los primeros pasan de
261 a 1.025, los segundos de 267 a 1.525. El porcentaje de huelgas
ganadas también se eleva constantemente: al final de siglo era de 53
%, será de 62 % en 1910. Esta época bendita termina con la guerra
mundial: en promedio, las huelgas de postguerra han sido más
numerosas. Pero hasta 1926, los mínimos y los máximos anuales
están en constante regresión y, sobre todo, el porcentaje de éxitos cae
de 70 % en el año 1919, a 35 por ciento en los años 1930-1935.
Después de la marea de 1936, el número de huelgas permanecerá
muy elevado, pero la tendencia a la regresión va a recomenzar ya a
acentuarse: persiste hoy aún y los porcentajes de triunfo son inferiores
al término medio. ¿Hay que creer que los obreros eran más valerosos
en los tiempos del sindicalismo revolucionario, y sus líderes más
astutos, más abnegados? ¿Y en ese caso, cuál sería la causa del
cambio? Ante esta pregunta los comentaristas burgueses se inquietan:
“¿La causa, ¡oh alma mía!, la causa?” No hay más que una: obsérvese
la ascensión triunfal del proletariado hasta 1919, el año bendito en que
el obrero no tenía más que pedir una cosa para que se le concediese y
considérese lo que ocurrió en seguida: la multitud de fracasos, el
recrudecimiento de la miseria, la caída brusca. 1920 o el año crítico.
¿Y por qué 1920? Porque es el año del Congreso de Tours y de la
escisión obrera; de allí en adelante el proletariado tiene su cáncer.

171
Jean-Paul Sartre

El obrero que pierde valor porque el cáncer comunista lo roe, es de


todos modos, demasiado bestia. Y sin embargo es verdad que se
registra un debilitamiento de su acción. Volvamos a los hechos y
veamos los que nos dicen. Advertiremos, en primer lugar, que el
número anual de huelgas y su porcentaje de triunfos aumentan hasta
1912 con la industrialización. Hemos advertido por otra parte que esta
curva ascendente tenía ciertos cortes: en momentos, las huelgas se
hacen más raras y cada cual en particular tiene menos probabilidades
de triunfo. La curva general de los precios presenta el mismo aspecto:
el período de expansión tiene sus crisis menores. Si se comparan las
dos curvas, salta a la vista que los mínimos de la una y la otra se
corresponden exactamente. De 1919 a 1935, la tendencia se invierte
pero la relación no cambia;71 las huelgas aumentan con el alza de los
precios y disminuyen con la baja. El sentido es claro: en los períodos
de expansión, el obrero está situado de un modo distinto en la
sociedad; es objeto de una demanda; eso significa que la renta
nacional está en pleno crecimiento y que la solicitud de mano de obra
bastaría para provocar el alza de los salarios; si la clase obrera trata de
acentuar esta alza mediante la agitación social, es porque exige la
participación en el enriquecimiento colectivo. Dicho de otro modo, el
proletariado pasa a la ofensiva y saca su agresividad de la coyuntura.
Además, el régimen de la competencia permite que los trabajadores
consoliden sus victorias: el patrono no puede recuperar las concesiones
que le han arrancado: si quisiera compensar el alza de los salarios
mediante un alza de los precios, estaría perdido: tiene que renunciar a
sus beneficios, o producir más: la praxis está bosquejada previamente
por el movimiento de la economía: pillado por las corrientes que le
lanzan en plena batalla, el obrero se encuentra de nuevo actuando sin
haber decidido actuar y la eficacia de sus actos es directamente
proporcional a la fuerza de expansión de nuestra industria. El
proletariado se abre un porvenir en el porvenir del capitalismo. Ahora
sabemos que este período feliz debía tener fin con el armisticio de
1918. Pero la praxis crea su representación proyectando hasta el
infinito el porvenir inmediato que engendra: obreros y patronos, por un
sencillo paso al límite, proyectaron ante ellos el mito del progreso y la
ilusión reformista. Bastaba que el proletariado prosiguiese sus
conquistas: obligaría al capitalismo a producir más sin cesar y se
acercaría sin cesar a la toma del poder.
71
Acerca de esto, más adelante haremos una reserva.
172
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Lo que Jaurés expresaba hacia 1902 en términos que hoy nos parecen
chocantes, revelaba la esperanza común:
“Es imposible que los sindicatos se organicen, se extiendan, se
sistematicen, sin intervenir muy pronto en el funcionamiento de
la sociedad capitalista... Y el día en que los sindicatos obreros,
ya por la inspección, ya por el control, intervengan también en la
constitución del maquinismo, el día en que aconsejen, en que
impongan a los patrones tal máquina, tal aparato técnico,
colaborarán, quieran o no, en la dirección de la máquina
capitalista. Y, sin duda, no me enfada esta colaboración del
proletariado que es el comienzo de la toma de posesión.”
De este modo el porvenir verdadero pero terminado del capitalismo
liberal se prolongaba engañosamente hasta el infinito y el obrero lo
tomaba por su propio porvenir. Esta falsa perspectiva excitaba la
combatividad obrera, mientras disponía, por el espejismo reformista, al
explotado a colaborar con su explotador. Los obreros no habían
olvidado las antiguas ‘San Bartolomés’, pero a medida que el universo
burgués cedía ante su acción, la consigna del sindicalismo revolucio-
nario se convertía en letra muerta; revolucionarios y reformistas sólo se
enfrentaban verbalmente: cuando la Revolución aparece al término de
un progreso continuo ¿qué es lo que la distingue de una sencilla
evolución? El proletariado permanecía hostil a los políticos y a los
programas, pero se inclinaba a salir de su exilio voluntario, a infiltrarse
en el enemigo, a “hacer presencia”. Había comprendido que el hecho
social es, como dice Mauss, un hecho total. Pero la verdad objetiva de
su lucha es que cada día lo integraba más a la sociedad capitalista y
debía suponer, para terminar, la subordinación de las organizaciones
sindicales al Estado.
Durante las depresiones, por el contrario, el proletariado se bate entre
la espada y la pared. ¿Le habrán privado de su valor? Claro que no.
Pero si se mide su combatividad por el número de batallas libradas,
hay que confesar que disminuye; es que la huelga ha perdido su
eficacia: los desempleados constituyen reservas que el patrono no se
priva de utilizar; y luego, si la empresa marcha mal, se tomarán, como
pretexto para cerrarla, los conflictos sociales. Ayer el obrero decía su
opinión sobre todo; hoy, si protesta, se le echa a la calle; feliz si no le
despiden sin haber dicho nada. Ayer formaba parte integrante de la
fábrica, hoy le parece que es tolerado en ella. Claro está que no es él
173
Jean-Paul Sartre

quien sufre esa desvalorización, es su fuerza laboral. Pero eso no


impide que se sienta herido en su realidad de hombre. Se creía
indispensable; ahora se le repite que la suerte o la benevolencia del
patrono le mantienen en su empleo, y que, para decirlo todo, hay una
especie de injusticia en darle trabajo cuando se les niega a tantos
otros; a fuerza de oír repetir que tiene suerte al no estar parado, el
trabajador tiende a considerarse como un desempleado que ha tenido
suerte: en resumen, el tiempo de crisis, el desempleo es el que da su
sentido al trabajo. Ahora bien, el desempleado es un producto de
desintegración, un ciudadano pasivo que se ha rechazado a los
confines de la sociedad y al que se mantiene mezquinamente por no
hacer nada, para que no se diga que se le ha dejado morir de hambre.
Desempleado en potencia, desempleado en realidad, el trabajador se
siente de más: la crisis le despoja a la vez de sus poderes y de sus
responsabilidades. Tenía la ilusión de “colaborar” con el capitalismo: se
da cuenta de su impotencia; ahora, ya no bastará el llenar
correctamente el contrato de trabajo: si quiere conservar su puesto
tiene que merecerlo, convertirse en lo que los capataces y los patronos
llaman un “buen” obrero. Además, los empleadores se valen de la
ocasión para seleccionar el personal: despedirán a los “respondones”,
a los sindicados, a los militantes, conservarán a los otros, a los que la
resignación, la fatiga, las cargas familiares les impiden protestar; de
este modo se opera una especie de braceaje de la clase obrera: los
mejores militantes desaparecen exiliados en ese no man's land que es
el desempleo; pierden a la vez sus medios de acción y el contacto con
las masas; entre los que, a pesar de su relativa impotencia, siguen
capaces de ejercer una presión sobre la patronal, la proporción de los
resignados tiende a aumentar. El trabajador ha perdido la ilusión de
colaborar con el capital: todavía ayer, contribuía por su acción
reivindicadora de la expansión de la industria; ahora sufre los efectos
de la depresión sin poder ponerle coto: su integración progresiva le
llevaba a compartir las responsabilidades de sus explotadores; el exilio
le libera, pero le aisla, pierde todo contacto con la sociedad que lo
excluye; esto es lo que lo hace particularmente hostil a las manifesta-
ciones políticas.
“La conciencia de la clase obrera, –escribe Lenin–, no puede ser
una conciencia política verdadera si los obreros no están
acostumbrados a reaccionar contra todos los abusos, todas las

174
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

manifestaciones arbitrarias, cualesquiera que sean las clases


que son víctimas de ellas y a reaccionar precisamente desde el
punto de vista socialdemócrata”.72
Tiene razón, sin duda, pero es infinitamente más fácil “lanzar las
revelaciones políticas en las masas”, en período de expansión industrial
que en tiempos de crisis: entre ellas y las clases dirigentes se han
aflojado todos los lazos, incluso y sobre todo, el de la lucha social; el
antagonismo tiende a dejar lugar a una relación de pura yuxta-
posición.73 No vayamos a sacar la conclusión de que el proletariado ha
perdido el recuerdo de su tarea infinita: lo cierto es que la coyuntura le
priva de todo porvenir obligándole a aferrarse a sus intereses
inmediatos: se batía para conquistar, se bate para conservar. Nunca,
sin embargo, la verdad se ha aparecido tan claramente: cada clase
persigue la muerte de la otra; si el capitalismo quiere salvaguardar sus
intereses, tiene que mantener al proletariado por debajo del mínimo
vital. Lejos de impulsar a producir a la industria, las reivindicaciones
más humildes corren el riesgo de llevarlo a la ruina. Y si por ello la
crisis se agrava, puede conducir a la Revolución, es decir, al estallido
de una economía minada por sus contradicciones interiores. Pero esta
misma perspectiva frena con frecuencia la acción sindical: cuando las
circunstancias no favorecen los grandes movimientos, una huelga local
corre el riesgo de ser reprimida por la fuerza o de arruinar a la
empresa.
La lección no se perderá: los patronos se basan en las observaciones
precedentes para realizar artificialmente las condiciones objetivas del
desaliento obrero. ¿El número de huelgas aumenta con la producción?
Entonces se impedirá que la producción crezca. Si cae por debajo de
un cierto nivel ¿son de temer insurrecciones? Entonces se hará de
modo que no decrezca más. Bastará con mantener la economía
nacional en estado de crisis larvada. Una consecuencia paradójica de
lo que se llama ley de bronce, es que las clases se reflejan una en otra:
a patronato progresista, proletariado de choque; a patronato haragán,
proletariado fatigado. Para oscurecer la conciencia obrera, nuestros
industriales han elegido ponerse a media luz; esperan que la marchitez

72
Euvres Choisies, edición de Moscú, I, p. 22.
73
Claro está que se trata de la relación social: el vínculo económico sigue siendo la
explotación. En cuanto a esta pura contigüidad, no hay que entenderla como una
relación verdadera y permanente con la patronal, sino como una forma transitoria que
toma la lucha de clases cuando la combatividad obrera tiende a acercarse al cero.
175
Jean-Paul Sartre

de la producción será vivida desde dentro por el proletariado bajo la


forma de una anemia generalizada. En efecto, gracias a sus prácticas,
el proletariado francés es a la vez deficitario y ligeramente excendentario.
Para una economía que se propusiera colmar mediante una producción
en masa todas las necesidades de la nación, no es lo bastante
numeroso: el malthusianismo lo mantiene, pues, en un estado de
subdesarrollo. Pero para una economía que pretende hacerse
depresiva por miedo a la represión, la clase obrera corre en todo
momento el riesgo de estar demasiado provista. En realidad, la crisis
es nuestra única perspectiva y el miedo de la crisis lo condiciona todo.
Rodeándose de las pequeñas empresas, como de un dispositivo de
seguridad, la gran industria sugiere que la catástrofe se halla a
nuestras puertas; el Estado acaba de convencernos por lo exagerado
de sus precauciones: esta catástrofe no se puede conjurar del todo,
pero se la puede diferir mediante una continua vigilancia. Nuestra única
esperanza será, pues, la perpetuación del inmovilismo. Claro que hay
trabajo para todo el mundo, pero es porque la nación se impone
crueles sacrificios para impedir el desempleo; el obrero sería la primera
víctima de una coyuntura desfavorable; es, pues, el primer beneficiario
de la solicitud gubernamental; si se deja de cerrar el paso a los
productos extranjeros, se verá de nuevo en la calle; y cuando sólo se
dejase entrar los productos alimentarios, eso sería la ruina de nuestros
granjeros, los campesinos tomarían el camino de las ciudades y
vendrían a aumentar el proletariado en el momento mismo en que los
mercados industriales soportarían las consecuencias del derrumba-
miento de los precios agrícolas. Eso no es todo; los obreros deben su
empleo a la benevolencia del patrono; si éste utilizase sin miramientos
la mano de obra extranjera o colonial, la discordia y la competencia
arriesgarían dividir a la clase obrera; si perfeccionase sus procedi-
mientos de fabricación sin aumentar la producción, el proletariado sería
afectado de desempleo tecnológico. De derecho el obrero francés es
un desempleado; si no lo es de hecho, es gracias a la protección de los
poderes públicos y del gran Capital. Hay que hacerle entender, pues,
que nuestra economía se puede derrumbar al menor soplo. Que se
declare en huelga si quiere: se le ha prevenido que no tiene más que
perder.

176
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Queda el convencerle de que no tiene nada que ganar. En ese punto,


el malthusianismo ha hecho maravillas; el método fue perfeccionado
hacia 1936 y hoy sirve todavía. Según el acuerdo Matignon:
“los salarios reales debían ser reajustados siguiendo una escala
descendente comenzando en un 15 % para los salarios menos
elevados y bajando hasta un 7 % para los salarios más
elevados”.
En realidad no es imposible que, bajo la presión de las masas, el
aumento total llegue al 20 %. El Gobierno y los sindicatos sugirieron a
los fabricantes el compensar el aumento de las cargas por el de la
producción, pero el patronato hizo oídos sordos. Apoyados en los
pequeños negociantes que hablaban a gritos de su ruina, alzó
deliberadamente los precios. De mayo a noviembre de 1936, sólo en
los productos industriales, el índice de los precios al por mayor indica
un alza de un 35 %. Este alza prosigue durante toda la experiencia
Blum; siempre ha sido superior al alza de los salarios. En febrero de
1937, el propio León Blum declara, en un discurso a los funcionarios:
“El alza del costo de la vida desde hace ocho meses hace
soportar a un matrimonio de asalariados cargas superiores a las
ventajas que el conjunto de las medidas tomadas en su favor les
ha procurado.”
A partir de ahí, se ha rizado el rizo y se organiza el famoso “ciclo
infernal de los precios y de los salarios”. No hay que decir que nos lo
presentarán como una inexorable ley de la economía, pero es una pura
mentira y aquí no hay ley, ni ciclo, ni infierno. La verdad es que “la masa
de las rentas consumibles” no puede acrecentarse si la producción no
se acrecienta: la prensa de los billetes no ha enriquecido nunca a
nadie. Reajustando los salarios, sólo se opera un desplazamiento de
las rentas: queda por decidir a expensas de quién se va a hacer esta
redistribución. En un régimen liberal, ya lo hemos visto, el patrón se
tiene que acomodar a las nuevas cargas; en régimen de monopolios se
las hará soportar al consumidor. La ventaja es doble: se levantan las
clases medias contra el proletariado; se divide, se reina. Y luego, se
mixtifica al obrero: cualquiera que sea en efecto el alza del salario
nominal, el poder adquisitivo no varía. Todo cambia y no cambia nada;
lo que una mano da a los asalariados, la otra mano se lo mete en el
bolsillo. Después de la victoria popular de 1936, a los patrones les

177
Jean-Paul Sartre

bastó menos de dos años para volver el poder adquisitivo de la hora de


trabajo a su nivel de 1929. Bajo la ocupación, descendió aún más y
hoy en día, a los diez años de la liberación, no ha recobrado su nivel
de 1938: después de un cuarto de siglo, a pesar de las fluctuaciones
diversas y de los conflictos sociales, el salario real del obrero no ha
cambiado: ha cesado de crecer al mismo tiempo que la renta nacional
y sólo recomenzará con ella. He aquí el juego de manos que
desconcierta a los trabajadores, y no pretendo insultarlos cuando los
comparo a esos toros llenos de valor que embisten diez veces la capa
y se detienen bruscamente, decepcionados, al no haber hallado más
que un señuelo. El obrero hace todo cuanto puede, se impone
privaciones para ganar la huelga, llega agotado a la victoria, y es para
asistir a un alza general de los precios que dejan todo como antes. Se
hace todo para convencerlo de que ha perdido el tiempo: ciertos
fabricantes llevan su descaro hasta elevar apresuradamente los
precios de la cantina para poder poner las nuevas tarifas el mismo día
que los obreros han obtenido su aumento. En un abrir y cerrar de ojos
se ha invertido la situación. Sin crisis y sin matanzas, los patronos se
han valido de la combatividad obrera: el trabajador pierde toda
esperanza de vencer; que actúe, si quiere, sobre los salarios, no hará
nada si no congela los precios; pero sabe muy bien que no congelará
los precios más que si toma el poder y las otras clases parecen
completamente decididas a no dejárselo tomar. ¿Hay que decir, como
en los períodos de crisis, que el proletariado no tiene porvenir? No:
pero hemos visto ya que este porvenir es, en primer lugar, el del
capitalismo.74 Ahora bien, en Francia el inmovilismo depresivo es el
que da a nuestra temporalidad sus dos caracteres contradictorios: la
repetición y la involución. La repetición, es la apariencia inmediata: los
días se suceden y se asemejan; durante tres siglos, los hijos han
estado mejor alimentados y alojados que sus padres, pero desde hace
veinticinco años no ha cambiado nada, y la masa de los bienes que
hay que compartir no aumenta; si hay gentes que viven mejor, es
porque hay otros que viven peor. Europa entera nos llama avaros; y,
claro está, ese reproche no puede alcanzar al proletariado que, de
todos modos, no tiene medios de ser avaro; pero tampoco concierne a
las clases medias: la tacañería está en el sistema, no hay que ver en
ella un carácter nacional, sino la situación colectiva que nos han

74
Sencillamente porque la empresa revolucionaria, igual que la empresa reformista, se
desarrolla dentro de los cuadros temporales del capitalismo.
178
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

creado nuestros señores. En los países de capitalismo avanzado, la


avaricia es un accidente individual que el movimiento de los cambios
empuja, pero nuestro malthusianismo desalienta las inversiones y el
dinero en Francia, juega un papel eminentemente conservador; ya que
se le desvía de las empresas nuevas, nos arrastra detrás de él hacia
las más viejas; tomamos miedo a los riesgos, porque se nos impide el
correrlos y terminamos odiando lo que es nuevo. Es verdad que
guardamos todo; pero es porque se nos fabrica un porvenir que es la
reproducción exacta de nuestro pasado; los norteamericanos tiran
antes de haber gastado: mañana, los productos serán mejores y más
baratos; en Francia los artículos no cambiarán de calidad, costarán
más caros, sencillamente. ¿Cómo extrañarse después de esto, de que
una vivienda francesa se parezca al nido de la urraca ladrona? Trajes
de novia, ternos gastados, sombreros pasados de moda, frascos
vacíos, cintas viejas, cajas desfondadas, bramantes: hay en nuestros
armarios vestigios y monumentos suficientes para narrar las historias
del medio siglo.75 Parece que queremos a toda costa retener un
pasado que se descompone: pero es que tenemos miedo del mañana.
Ese eterno retorno disimula una degradación continua; todo se gasta,
se reemplaza de forma ruín y sobre todo se arregla. El país se
enmohece por debajo: casas viejas, en ciudades viejas, material
caduco en fábricas viejas, tierras viejas y viejas rutinas, poblaciones
que envejecen, niños envejecidos, hijos de viejos. Durante ese tiempo,
los otros países, lanzados a una inmensa aventura, levantan en torno
de nosotros sus murallas de acero.
Ellos son los que suben, claro está: pero parece como si descendié-
semos. Cuando todo cambia, hay que cambiar para seguir siendo el
mismo: por querer, en primer lugar no cambiar, nuestra, economía
engendra su propia muerte y esta muerte se convierte en nuestro
porvenir: se nos repite cada día que nuestra grandeza está detrás y
que diariamente nos alejamos de ella, se nos celebra no sé qué
dulzura de vivir que nosotros no hemos conocido, que nuestros padres
conocieron, quizás, cuando la maquinaria estaba nueva. Vivimos en la
época de la recriminación y del lamento; Francia es Juana la Loca
acostada sobre el cadáver de su hermoso marido.

75
Ante el llamamiento del abate Pierre, se han visto aparecer bruscamente restos
asombrosos: colchas, estufas, trajes viejos, etcétera.
179
Jean-Paul Sartre

El pensamiento burgués ha caído en el profetismo; se complace en


hablar de Europa en “términos de destino”; se predice el diluvio, pero
no es más que una manera de ocultar nuestro anhelo de morir en Paz:
el diluvio sí, pero después de nosotros. Se palpan los muros, se
sondean los suelos: esto se sostendrá hasta la mudanza final.
La clase obrera trabaja y combate en este clima debilitante. No se
desespera; y los trabajadores no están contaminados por el infame
deseo de morir tranquilos, porque no se los ha dejado siquiera vivir en
paz. Pero en ese porvenir de plomo que se prepara a Francia, ¿cómo
no han de ver su propio porvenir? El universo del trabajo manual ha
sido siempre más o menos el de la repetición. Al menos el obrero
conservaba, en los períodos de expansión, la esperanza de mejorar su
suerte; al menos la miseria y la rabia le impulsaban, en los períodos de
crisis aguda, a rechazar la carga que le abrumaba y a intentar la
Revolución. Pero hoy en día todo conspira para convencerlo de que su
suerte no cambiará, haga lo que haga. Se lleva la benevolencia hasta
explicarle la situación varias veces por día: ¿qué espera? ¿No sabe
que la renta nacional está estancada? Sin duda, una distribución más
justa de las riquezas sería deseable y el gran patronato está dispuesto,
por su parte, a darle ciertas satisfacciones: desgraciadamente eso no
se puede hacer sin arruinar a los pequeños patronos. ¿Y acaso ellos
no tienen derecho a vivir? Conclusión: nada cambiará, no puede
cambiar nada. ¿Por qué ha de ser revolucionario el proletariado?
¿Tiene algo que perder? ¿Y por qué reformista? ¡No tiene nada que
ganar! El obrero no cae en esas trampas; pero, de todos modos, no
puede por menos de medir su impotencia. Ya he dicho en otra ocasión
que sigue creyendo en la Revolución: pero no hace más que creer: ya
no es su tarea cotidiana, ha perdido la orgullosa certidumbre de
aproximarla mediante sus esfuerzos; en otros tiempos veía en el
número creciente de sus victorias locales, una prueba de su victoria
sobre el universo; pero el malthusianismo, al enmohecer sus armas, le
ha despojado de su poder en el mundo: ha probado que no temía ni al
patronato –incluso al más duro– ni al Estado, ni a los C.R.S.; pero su
principal enemigo es un ser sin cara ni cuerpo que no logra asir: el
precio. Durante el curso de estos últimos veinte años, los sindicatos
han elaborado poco a poco la noción de “mínimo vital” y de “escala
móvil”; se ha querido ver en esas ideas nuevas un progreso del
movimiento obrero.

180
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Por el contrario, han nacido del malthusianismo: el inmovilismo de


nuestra economía obliga al obrero a combatir para mantener el statu
quo. Esto es lo que permite comprender mejor, su repugnancia actual
por las manifestaciones políticas. Porque los fines políticos y sociales
del proletariado son progresistas por definición: cuando está en
condiciones de imponer su voluntad en el terreno económico, la acción
política nace por sí sola; es el significado de los progresos realizados
en la lucha cotidiana; pero cuando la acción militar patina, cuando el
obrero está reducido a la defensiva, los fines políticos se miden con
relación a los fines económicos; corren el riesgo de quedar en el aire:
precisamente porque son posiciones avanzadas, el obrero las
considera de lejos como esperanzas o deseos, pero permanece
enteramente separado de ellos, y ya no encuentra los caminos que
podrían acercarlo. Le muestran, hasta perderse de vista, la repetición
de sus trabajos y de sus penas; si se resiste a llevar a cabo la
Revolución, ¿cómo va a imaginarse que la prepara? El mundo cambia
y Francia no se mueve: el proletariado francés se pregunta si no ha
caído fuera de la historia. En China se organiza una sociedad nueva;
en la URSS se eleva el nivel de vida; el obrero francés nos comunica
esas noticias con sentimientos apagados; exaltan su valor porque
prueban que es posible el progreso social, le deprimen porque parecen
marcar que él sigue inmóvil, separado de sus camaradas rusos y
chinos por una distancia que crece sin cesar y que la salvación, si es
que llega alguna vez, le debe venir del exterior. Volveré a ocuparme de
esto: pero, desde ahora, si queremos comprenderlo, recordemos lo
que experimentamos bajo la ocupación, cuando esperábamos que los
Aliados ganasen para nosotros una guerra que no teníamos los medios
de ganar con ellos.76 Así, la estrategia malthusiana permite que la
patronal conserve la iniciativa: la economía depresiva domina desde
fuera la praxis obrera, bosqueja en hueco las operaciones posibles,
define sus caracteres, delimita su alcance y su significado; es la que
decide los fines y las oportunidades de la victoria.

76
Estaban los de “la Resistance”, sin duda, y debe entenderse que no subestimo la
importancia de sus acciones, también estaba la resistencia pasiva de las masas: todo
eso cuenta. Hoy está el Partido Comunista y los militantes de los sindicatos: está el
enorme peso de las masas y la acción que ejercen a distancia, aun inertes, sobre todos
los medios sociales. Pero la Resistencia nació de nuestra derrota militar; y las organiza-
ciones actuales del proletariado tienen sus caracteres principales del gran reflujo obrero
que comienza con el malthusianismo.
181
Jean-Paul Sartre

Desde que el trabajador se empeña en esa acción prefabricada, ésta


se cierra sobre él; se encuentra preso en un espacio falseado que le
impone sus caminos, su curvatura y sus perspectivas; el desaliento del
proletariado es un producto de la subproducción industrial; revela
subjetivamente los límites objetivos que la estructura de la economía
impone a la praxis.

2º El malthusianismo, pues, quiere producir la fatiga del obrero.


Pero eso no es suficiente: hay que dividir para reinar.
Marchal ha mostrado que el número de huelgas entre 1890 y 1936,
crece y decrece al mismo tiempo que la producción. Pero es el primero
que ha denunciado esta excepción notable: a partir de 1920, la
frecuencia de las huelgas y su porcentaje de triunfo, están en pleno
retroceso; sin embargo, hasta 1929, nuestra economía sigue en
expansión. Se explica el hecho por las disidencias obreras y se tiene
razón. ¿Pero de dónde vienen esas disidencias? ¡Ah!, se me dirá, de la
guerra, de la traición socialista, de la Revolución rusa, de todo, excepto
del malthusianismo, que no se practicaba aún cuando tuvieron su
aparición. Es verdad; el pluralismo sindical es anterior al estancamiento
industrial y nuestros malthusianos hallaron al proletariado dividido en
dos. ¿Pero quién nos dice que no han explotado a fondo esta
oportunidad y perpetuado un estado provisional frenando la producción?
El proletariado jerarquizado de la otra anteguerra es el producto de la
máquina de vapor. Ésta sustituyó al músculo pero todavía no a la
habilidad; sigue dependiente-, hay que mantenerla, regularla, dirigirla,
controlarla. El torno paralelo evita que el obrero mueva su herramienta
y la aplique contra la pieza que talla: queda el preparar la tarea, fijar la
posición de la pieza, los ángulos de corte, las velocidades, etc. Por sus
mismas imperfecciones, el torno define al tornero: hay perfiles
especiales que la máquina no puede dar y que se obtendrán mediante
un trabajo manual, efectuado por medio de herramientas auxiliares; la
operación y, por consecuencia, el operador, conservan en parte el
carácter artesanal. El hombre que la máquina exige, lo forma la
sociedad: ésta le confiere el conocimiento profesional y la experiencia
técnica mediante un aprendizaje de varios años; la competencia
selecciona en seguida a los mejores: a los que dan prueba de tacto, de
habilidad corporal, de iniciativa. Pero el hacer un obrero especializado

182
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

cuesta caro: en régimen de capitalismo liberal, los padres son los que
tienen que asumir la mayor parte de los gastos. Los campesinos que
acaban de abandonar la tierra y los hijos de los peones no tienen, en
su mayoría, ni los medios ni la voluntad para hacer el aprendizaje. 77
Así, las exigencias de la máquina llegan incluso a prescribir el modo de
reclutamiento: los obreros profesionales son hijos de obreros
profesionales o de artesanos; esta aristocracia cuenta con algunos
advenedizos, pero a ella se llega sobre todo por derecho de
nacimiento. Sin duda, el trabajador selecto es explotado igualmente
que sus camaradas: pero difiere de ellos porque su competencia le
designa para dirigir una máquina, es el productor por excelencia:
principal agente y principal testigo de la transformación del material en
producto manufacturado toma conciencia de si en la elaboración de la
cosa inerte. Para él, el aprendizaje representa mucho más que una
formación técnica: ve en él una iniciación revolucionaria y un rito, de
paso que le abre el acceso de su casta y del mundo obrero.
La unidad del grupo de trabajo, sigue siendo la máquina que lo
asegura, o, más bien, la operación compleja y sintética que el
profesional efectúa por medio de la máquina y con la ayuda de otros
trabajadores. En una empresa de mecánica, a principios de siglo, se
cuenta, por cada cien obreros, una veintena de “mecánicos” que han
hecho sus cuatro años de aprendizaje, y que se consagran al montaje
y al ajuste, unos sesenta taladradores, matriceros, fresadores, obreros
hábiles y competentes pero que están lejos de tener la formación de
los primeros; finalmente, una veintena de peones que viven aparte de
las máquinas y no toman parte en la fabricación. El mecánico dirige al
mismo tiempo su máquina y sus hombres: a los obreros semi-
calificados que le rodean los llama sus “accesorios” y los hace trabajar
para él; los peones también le obedecen: le liberan de los trabajos
inferiores. Esta jerarquía técnica está subrayada por la jerarquía de los
salarios: el profesional gana siete francos y el peón cuatro. En esta
época, se comienza a hablar de “masas” para designar la clase obrera,
y se comete un error: las masas son amorfas y homogéneas, el
proletariado de 1900 está profundamente diferenciado, la jerarquía del
trabajo y de los salarios se encuentra integralmente en el terreno social

77
En Travaux, Georges Navel muestra las dificultades que hallaba aún hacia 1919 el hijo
de un peón para convertirse en profesional. Él y dos hermanos suyos se vieron obligados a
falsificar para ser montador, calderero y ajustador, sin tener que pasar por el período de
aprendizaje.
183
Jean-Paul Sartre

y político. Los peones por sí solos, su simple adición, no basta para


constituir “las masas”: se los separará mediante la abstracción de los
otros obreros y cada uno de ellos está más estrechamente unido a sus
camaradas de taller que a los otros peones de la fábrica y de la ciudad;
la clase obrera está constituida por una multitud de sistemas solares,
pequeños conjuntos estructurados que gravitan en torno de una
máquina. Esos equipos de trabajo se comunican por la cima: la forma
del aparato sindical está determinada por la composición de la clase
obrera: en 1912, Francia cuenta más de 6 millones de trabajadores
manuales y la C.G.T. sólo tiene 400.000 adherentes. Sin embargo, las
huelgas se conducen dura y lealmente, con disciplina, y hemos visto
que tenían éxito en la mayoría de los casos: eso significa que en
general un militante basta para arrastrar a una quincena de no
agremiados; en la lucha reivindicadora, los profesionales conservan la
autoridad que disfrutaban durante el trabajo. No todos, sin embargo, ya
que figuran en el sindicato en la proporción de uno por tres: los
mejores de ellos, los que han tenido el valor de procurarse una
instrucción general y que unen a la voluntad revolucionaria la
conciencia más clara de la condición obrera. A la máquina de vapor
corresponde un proletariado jerarquizado que produce a su vez un
sindicalismo de encuadramiento, con el taller como base, la empresa
como campo de batalla, y el obrero selecto como militante.
Parece que era la buena época: un cuarto de siglo después de su
muerte, nuestras buenas almas han descubierto el sindicalismo
revolucionario y no dejan de darnos el ejemplo de él: en la edad de oro
del Congreso de Amiens, la burocracia no existía; el aparato sindical
emanaba directamente del proletariado y permanecía en él como un
simple principio interno de organización: la defensa de los intereses
obreros estaba asegurada por los obreros mismos, se militaba sin dejar
el taller, por lo tanto sin perder el contacto con los problemas concretos
de la empresa. En realidad, el estado mayor bergsoniano de la C.G.T.
se hacía el campeón de la espontaneidad: tan pronto era Pelloutier que
evocaba un “vínculo misterioso” que unía las organizaciones obreras y
tan pronto Greffuelhe que “celebraba” la acción “espontánea y
creadora” del sindicalismo francés; el Yo sindical, en suma, hundía sus
raíces en el Yo profundo del proletariado. Antes de la Primera Guerra
Mundial, la lucha de clases tenía un no sé qué.

184
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Claro está que son bagatelas: el impulso vital de las clases


trabajadoras disimulaba la dictadura de la minoría selecta profesional.
La “minoría activa” desprecia lo que llama ya "la masa" y detesta la
democracia.
“No es, dice Lagardelle, la masa pesada y retrasada la que se
debe pronunciar aquí, como en la democracia, antes de
emprender la lucida; ya no es el número el que hace la ley. Pero
forma una minoría selecta activa que, por su calidad, arrastra la
masa y la orienta en los caminos del combate.”
Traduzcamos: la capa “superior” del proletariado se encarga de hacer
valer conjuntamente sus propias reivindicaciones y las de los "menos
favorecidos"; esta minoría selecta pretende juzgar sola del bien de
todos y trata, más que de comprender las resistencias populares, de
romperlas. No tendré la injusticia de pretender que estos luchadores
admirables han traicionado a su clase: si desconfían de sus
camaradas, es porque sospechan que son más gregarios que
revolucionarios; conservan el cuidado constante de conciliar sus
intereses con los de los peones y, al principio al menos, en un país
próspero y en vías de industrialización, esas conciliaciones no son
demasiado dificultosas. Se hacen cada vez más raras en los últimos
años de la anteguerra. La lucha obrera tiene dos caras: para la minoría
activa, es una experiencia concreta y un instrumento de emancipación:
para la mayoría que la sigue, permanece con frecuencia un imperativo
abstracto. Y cuando los militantes arrastran a los peones a una acción
reivindicadora, se puede decir, con nuestras buenas almas, que la
clase obrera se ha unido en la acción y que su unidad permanece
inmanente; en realidad tienen, cada vez con más frecuencia, que
luchar en dos frentes: contra sus camaradas y contra los jefes de
empresa. Sin embargo, en la cumbre, se halla un puñado de militantes
con criterios más amplios, y que se llaman orgullosamente "minoría
activa"; contra el particularismo de la minoría selecta, se han puesto
como meta el defender los intereses generales de la clase. Pero
cuando trata de convertir los profesionales al sindicalismo de industria
y a la centralización, esta minoría va en contra de la corriente. La
aristocracia obrera permanece favorable a “la administración anárquica”
y al sindicalismo de oficio. Los Pelloutier, los Pouget, los Merrheim, los
Monatte, habrían perdido la partida sin el brusco cambio de la industria.

185
Jean-Paul Sartre

1884: los primeros transformadores prácticos hacen su aparición. Diez


años después, el motor eléctrico hace la competencia en todas partes
a la máquina térmica y permite impulsar la mecanización: el progreso
técnico reduce poco a poco la parte del obrero en la fabricación, lo que
supone la descalificación progresiva del trabajo manual. El nuevo torno
produce los nuevos torneros: no necesita más que un golpecito que se
transmite por sí solo a los mecanismos de ejecución. De repente, entre
los peones y los semiprofesionales, se descubre este desconocido, el
obrero especializado, que llega a las máquinas como un profesional y
cumple su misión sin aprendizaje 78 como un peón. Ya estaba allí, pero
nadie se había fijado en él: ¿de dónde viene? De todas partes; a veces
es un campesino que acaba de llegar a la ciudad, en la mayoría dé los
casos era peón en otra industria. Desde 1900, en Saint-Etienne, en
ciertos talleres de la Fábrica de Armas:
"ocurre que hay 50 mecánicos por 250 obreros; todos los demás
son antiguos mineros o antiguos tejedores 79; tienen entre sus
manos máquinas perfeccionadas que hacen inútil el saber
profesional”.80
Esos recién venidos son tímidos aún: no tienen el tiempo, la voluntad ni
la fuerza para organizarse solos; reclaman la ayuda de la minoría
selecta profesional y militante. En 1912, Merrheim, en el Congreso
confederal del Havre, atribuye este discurso a un laminador del este:
"¿Cómo queréis que nosotros, pobres laminadores, que estamos
fatigados por la noche cuando llegamos a nuestras casas, nos
ocupemos del sindicato? Los que podrían ocuparse de ello, los
obreros técnicos, han creado los sindicatos de oficio."
Como se ve, sus reivindicaciones son modestas; y si reclaman el
derecho de ingresar en las organizaciones sindicales, es con la
intención determinada de delegar en seguida sus poderes en la
minoría selecta pero ésta no se preocupa de ello: defiende ásperamente
el sindicalismo aristocrático contra los recién venidos. Antes que
fusionarse con los metalúrgicos y los vaciadores para formar una
Federación de los Mecánicos, en 1910, prefiere abandonar la C.G.T.
En 1900, se encuentran 51 sindicatos de industria frente a 34

78
O después de un aprendizaje de muy corta duración.
79
La mecanización está ya muy adelantada en la industria textil. Los tejedores son
Operadores Especializados (O.P.). que han cambiado de máquinas.
80
Citado por Collinet: Esprit du Syndicalisme, p. 24
186
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

sindicatos de oficio; en 1911, se hallan 142 frente a 114: la proporción


no ha cambiado. Durante ese tiempo, sin calificación, sin experiencia
sindical, sin instrucción política, el Operador Especializado, queda
abandonado a la propaganda y a la opresión de la patronal. Recuerdo
los rasgos principales de ese nuevo proletario, bruscamente engendrado
por las máquinas modernas y las técnicas de la organización. 81
Fijado en las oficinas en función de las diferentes operaciones que se
ejecutan al mismo tiempo en la empresa, el ritmo de su trabajo se le
impone como una fuerza enemiga y le gobierna desde lejos; su fatiga
resulta menos de un gasto muscular que de una continua tensión
nerviosa y de un esfuerzo constante para adaptarse a las normas
preestablecidas; al fin de la jornada, se le mete dentro; le acompaña
hasta en el sueño, y la encuentra al despertar; ese cansancio crónico
se convierte en una segunda naturaleza, y en el modo mismo en que
siente su cuerpo. Está inscrita en su rostro, en su paso, limita sus
poderes y hace de él, en el sentido propio del término, un hombre
disminuido.
La degradación del trabajo supone la desvalorización del saber; a los
patronos no les gusta que el obrero sea instruido: y sobre todo que sea
inteligente: la inteligencia perjudica el rendimiento: el O.E. y la máquina
realizan una simbiosis tan perfecta, que la idea del uno es asimilable a
una averia de la otra. Sin embargo, la distracción total es imposible; la
evasión y el olvido provocarían tantos desastres como el pensamiento
lúcido; hay que estar allí, mantener una vigilancia sin contenido, una
conciencia cautiva que sólo se mantiene despierta para suprimirse
mejor. Pero si el obrero se lava de su propio pensamiento, es por ceder
lugar al de los otros: desde que la racionalización ha consagrado el
divorcio de la concepción y la ejecución, ignora el sentido de sus actos;
se los roba, o los condicionan desde fuera, se decide, en lugar suyo, su
finalidad y su alcance. En el mismo momento en que se hace agente
de la producción se siente movido; en lo más profundo de su
subjetividad, se experimenta como objeto. Cómplice involuntario del
patrono, se esfuerza en olvidar lo poco que ha aprendido porque el
conocimiento le haría intolerable su condición; se refugia en la
pasividad porque le priva de toda iniciativa; ya que le han despojado de
su pensamiento ¿cómo va a saber que las ideas son el producto del

81
No hay que decir que aquí no se trata de hacer el proceso de la semi-automatización,
eso sería absurdo, sino de mostrar sus efectos en el cuadro de la producción capitalista.
187
Jean-Paul Sartre

hombre? Se habitúa a ver en el orden establecido por los técnicos una


fatalidad exterior de la cual es la primera víctima. La historia social de
la racionalización se contiene en dos fórmulas. A fines del siglo pasado,
Taylor decía a los obreros: “No tratéis de pensar: otros lo harán por
vosotros.” Treinta años después, Ford decía de los obreros: “No les
gusta pensar por sí mismos.”
La mecanización del trabajo altera las relaciones humanas. Antes de
1914, el proletariado era una constelación: esta estructura aristocrática
no excluía ni la solidaridad ni un vínculo de hombre a hombre que se
parecía vagamente al vasallaje. Entre los O.E. y las “minorías selectas”,
la solidaridad del trabajo se rompe: el profesional decidía de la tarea
del peón; el burócrata es quien decide de la del obrero especializado;
decide desde lejos y por todos, sin ver nunca a nadie: hoy el O.E. no
tiene relación con los otros O.E.; sin embargo, la máquina interpone su
rigidez entre ellos; cada cual percibe la existencia de sus vecinos bajo
la forma del ritmo colectivo al cual hay que adaptarse; el otro aparece
con los retrasos, las faltas, o las fallas; en el universo mecánico la
persona es un error que supone una pérdida. La máquina semi-
automática es por excelencia el instrumento de la masificación: hace
estallar las estructuras internas del proletariado; quedan las moléculas
homogéneas y separadas las unas de las otras por un medio fuerte y
sin elasticidad.
Al aislarlo de sus camaradas, el trabajo parcelario devuelve al O.E. a sí
mismo; pero no halla en sí más que una esencia general y formal: lo
que él hace, lo puede hacer todo el mundo, luego es igual a todos y su
realidad personal no es más que un espejismo. Sin embargo, las
necesidades imperiosas le llevan a la pura subjetividad del deseo y el
sufrimiento: el hambre, el dolor, la fatiga, le impulsan a la preferencia
de sí, pero no le justifican. ¿Por qué tú más que yo? Porque yo soy yo.
¿Y quién eres tú? El mismo que tú. La injustificable subjetividad entra
en conflicto con la intercambiabilidad objetiva. De ella resulta en el
plano individual un profundo sentimiento de inferioridad: en el plano
colectivo, las formas clásicas de la lucha reivindicadora han caducado:
la aparición de esos trabajadores sin valor profesional, reemplazables y
obsesos por el miedo al desempleo corre el riesgo de hacer las
huelgas ineficaces.

188
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

En efecto, lo que es sensible en primer lugar, no es tanto la promoción


de un obrero desconocido, es la liquidación de los antiguos. Los
mecánicos lanzados a la calle por la crisis de 1907, no serán
reintegrados; en 1913, durante la huelga de las fábricas Renault, los
especialistas resisten más tiempo que los otros; se saben irreempla-
zables, el patrono terminará cediendo. El patrono no cede: los
reemplaza por máquinas y por obreros no calificados; todos ven que ha
terminado el obrero profesional. Sin embargo, los O.E. se multiplican y
el sindicalismo vegeta, desmoralizado, privado de su arma principal;
los viejos militantes no tienen nada que decir a esos hombres nuevos,
sin tradición ni pasado. Y luego, de repente, en agosto de 1914, la
guerra abre los ojos de los sindicalistas; descubren las masas; la
sorpresa fue grande cuando las vieron surgir de la tierra gritando: “¡A
Berlín!" ¿Veinte años de propaganda para terminar en aquella locura?
"¿Qué queda de nuestros mítines contra la guerra?” Y otro: “En un
vagón de ganado, con otros hombres que gritaban «¡A Berlín!», he
sentido el fracaso de la C.G.T., el fracaso de los educadores, el fracaso
intelectual del país.” Y Merrheim: “La clase obrera estaba levantada por
una formidable ola de nacionalismo”; y Monatte: “La ola ha pasado y
nos ha llevado.” Ignoradas, luego bruscamente descubiertas, las masas
necesitaban la creación de un sindicalismo de masas, de un partido de
masas, de una propaganda y de una ideología nuevas. Incapaz de
llenar esas tareas, ¡el sindicalismo revolucionario descubre de repente
su caducidad! El viejo aparato de la clase obrera cae fuera del
movimiento, la guerra! sorprende a los dirigentes sin las masas y las
masas sin protección; esas jóvenes multitudes, víctimas de la distancia
que separa su actividad productora del contenido real de su esperanza,
no pueden aún ser por sí solas lo que son en sí: Su radicalismo, su
inestabilidad, su furor pronto seguido de desaliento, expresan sencilla-
mente el hecho de que la nueva condición obrera es insoportable; el
mito fascinador de la guerra engañará algún tiempo sus aspiraciones
revolucionarias y les hará tomar conciencia de la violencia que hay en
ellas; pero esta violencia permanece cautiva, alienada.
Sin embargo, la desmixtificación vendrá de la guerra. De la guerra y no
de las circunstancias de la producción; no son los dirigentes sindicales,
es el Somme, es Verdún, los que destrozarán la imagen ilusoria que
tienen de sí mismas;

189
Jean-Paul Sartre

“Cuando las he hallado nuevamente en Verdún, –escribe


Dumoulin–, odiaban a todo el mundo: a los periodistas, a los
diputados, a los socialistas, a los parisienses, a los gendarmes, a
la retaguardia. La impresión más fuerte, más clara entre ellos era
la de la engañifa, la de la mentira, la de la exageración, la del
error.”
Cuando refluyen, en 1919, ebrias de cólera y de desconfianza, las
masas están disponibles. En todas partes de Europa, las revoluciones
dependerán del encuentro de los soldados y los obreros. En Francia
dos millones de desmovilizados se mezclan con los tres o cuatro
millones de obreros que trabajan en fábricas. Mezcla inestable,
explosiva: los nuevos militantes llenan los cuadros de la C.G.T. Parece
que la Revolución era posible y la burguesía estaba dispuesta “a
otorgar los mayores sacrificios al proletariado". Pero la huelga de junio
de 1919 prueba que las masas no estaban dispuestas. ¿Cómo iban a
estarlo? ¿Quién las había preparado? El 2 de junio los metalúrgico;
parisienses abandonan el trabajo; la huelga se extiende a tres
sindicatos de Seine-et-Oise, se cuentan 130.000 huelguistas, se
entregan 80.000 carnets sindicales. Huelga mitad política, mitad
corporativa: hay reivindicaciones pero también “una gran angustia.... un
pensamiento general que interesa al proletariado entero”. La huelga
está dirigida en primer lugar por un Comité de Alianza, organismo
sindical que acababa de ser creado. Pero la inmensa muchedumbre de
los nuevos sindicados –más de la mitad de los huelguistas– desconfía
de todos los delegados, invade los lugares de reunión sindical, trata a
sus propios representantes de vendidos y acaba por elegir un Comité
de Acción que pretende sustituir al Comité de Alianza. El Comité de
Alianza desbordado, abdica su autoridad entre las manos de la
Federación Metalúrgica que se hace cargo de la huelga. El Comité de
Acción irrumpe el 22 de junio en las oficinas de la Federación, exige
asistir a las sesiones, trata a los dirigentes de “engaña bobos”. Sin
embargo, la Federación quería la huelga general. Pidió la reunión de la
Asociación Interfederal. Ésta se negó a extender el conflicto, pero
aconsejó a los huelguistas que no volvieran al trabajo sin haber
obtenido garantías. Ahora bien, desde el 26 de junio, el propio Comité
de Acción, sacando las consecuencias de un desaliento muy anterior a
la decisión de la Asociación, había ordenado el fin de la huelga. El
fracaso fue total: las masas se vieron enfrentadas con una burocracia

190
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

cuyos métodos prudentes y previsiones de largo alcance les descon-


certaron y eligieron un Comité cuya incompetencia y turbulencia habían
comprometido la firmeza. El acontecimiento tiene el valor de una
indicación: producto reciente del nuevo maquinismo, las masas
necesitaban una dirección y una disciplina apropiadas a su estructura
fundamental; rechazaban a los sindicalistas que les habían rechazado
antes de la guerra, y sólo se habrían dignado someterse a una
autoridad de hierro que combatiese implacablemente el desequilibrio
constante de las formaciones masivas. ¿Dónde se iba a encontrarla en
1919? Los dirigentes del S.F.I.O. y de la C.G.T. se acusan, se justifican
o se confiesan: sólo están de acuerdo en condenar a los recién
venidos. La huelga de junio les proporcionó sucesivos “considerandos”
para pronunciar su sentencia: uno habla de “Comités de desobediencia
y de indisciplina”. Otro deplora que “los instintos de la muchedumbre
de la calle que grita y que lincha hayan sido transportados a nuestros
mítines”... Para un tercero, el peor sufrimiento es “haber hallado en
Francia una situación revolucionaria sin espíritu revolucionario en las
masas”. Blum dirá en 1821:
“Sabemos lo que son las masas desorganizadas... Sabemos
detrás de quién van un día y detrás de quién el siguiente... Los
que han marchado detrás de vosotros el día anterior, serán,
quizás, los primeros en poneros contra la pared al día
siguiente... No se hará la Revolución con esas bandas que
corren detrás de todos los caballos”.
Y sin embargo, había que renunciar a hacerla o hacerla con “esas
bandas". Aun estando desorganizadas, sin duda alguna, aquello era
sólo la prueba de que les faltaba una organización. Desgraciadamente,
no podían sacarla de sí mismas, ya que no tenían la conciencia de sus
necesidades. Desgarrada entre una aristocracia agonizante y una
multitud que agotaba sus revueltas en el desorden ¿la clase obrera
quedaría reducida a la impotencia?
No: esos desgarramientos parecían provisionales; la situación no podía
por menos de evolucionar: seguramente, la organización no iba a
surgir bruscamente de la multitud anárquica, pero ya los militantes más
jóvenes de la C.G.T. y de la S.F.I.O. se acercaban a los kienthalianos y
a la oposición socialista; sus experiencias de guerra les habían llevado
a todos a condenar la IIIa Internacional; habían decidido ponerse al
servicio de las masas y darles el aparato que les faltaba.
191
Jean-Paul Sartre

Y luego, sobre todo, se suponía que el movimiento de concentración


iba a proseguir y que terminaría liquidando la aristocracia obrera. Para
convencerse de que los O.E. terminarían por constituir la casi totalidad
del proletariado, bastaría, en los alrededores de 1925, echar una
ojeada a las estadísticas proporcionadas por los Establecimientos
Ford:82 en esta empresa, un trabajador por cada 100 merecía aún el
nombre de profesional; por cada 10 obreros, 8 eran O.E. Esta
implacable degradación podía dar horror; rebajaba a los orgullosos
militantes del sindicalismo revolucionario a la altura de esos sub-
hombres de que habla Marx. Pero, por otra parte, eliminaba al peón. Y
sobre todo devolvía su tuerza al movimiento obrero. Cuando ese “neo-
proletariado” tan homogéneo hubiese hallado sus cuadros, y su
fórmula de combate, su cohesión sería más rigurosa que nunca y la
unidad obrera dejaría de ser una palabra.

Porcentaje de
43 % 36 % 6% 14 % 1%
trabajadores
De una
Duración de su No mas de De uno a De un mes Hasta seis
a dos
formación en Ford un día ocho días a un año años
semanas
Cuadro de Julius Hirsch: Das Amerikanische Wirtschafswunder.
Reproducido por Friedmann: Problémes humains du machinisme industriel.

No se había contado con nuestros malthusianos. Al detener el


movimiento de concentración, han enviado la unificación a las
calendas.83 La gran industria no absorbe más del 45 % de los
trabajadores, el resto se reparte entre 500.000 empresas. Naturalmente,
no son siempre los establecimientos más importantes los que están
mejor equipados: en la industria del automóvil, el sector de la
construcción está mucho menos concentrado y automatizado que el de
los accesorios. No importa: la empresa media no tiene los medios de
impulsar la automatización; la pequeña empresa permanece artesanal.
En 1948, de los 3.677.000 obreros de la industria de transformación, se
cuentan 1.306.000 profesionales, 1.320.000 O.E. y 1.051.000 peones.
Las dos primeras categorías se equilibran aproximadamente. 84

82
Con frecuencia los locales de la fabricación están situadas a varios kilómetros de los de
la herramienta.
83
Calendas, (kalendae, -arum): eran el primer día de cada mes en el calendario romano,
que debía coincidir en principio con la luna nueva. De esta palabra deriva «calendario».
84
35,5 % frente a 35,9 %
192
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

La tercera está muy dividida: en el Libro y en la Construcción, donde


los profesionales son con mucho los más numerosos, se conserva la
estructura arcaica del proletariado: el peón trabaja bajo su órdenes. En
la siderúrgica y en la textil, el que domina es el O.E.; los profesionales
se separan de la fabricación: forman equipos de mantenimiento y de
herramienta que ya no tienen contacto con los otros obreros: 85 O.E. y
peones forman entonces una masa aproximadamente homogénea,
tanto que bastan unas horas o unos días para cambiar éstos en
aquéllos. No hay que creer que ese cambio beneficie al proletariado
con una experiencia nueva: por el contrario, provoca una ruptura de
experiencia y un desdoblamiento del sujeto histórico: la clase obrera,
con gran alegría de los patronos, corre el riesgo de quedar cortada en
dos partes aproximadamente iguales, que no tienen las mismas
estructuras, ni los mismos valores, ni los mismos intereses, ni la
mismas técnicas de organización y de combate.

a) Dualidad de los valores


El obrero profesional ha fundado siempre sus exigencias en la
calificación de su trabajo. El verdadero productor, la única fuente de
toda riqueza, es él; él es quien transforma las materias primas en
bienes sociales. La idea de la huelga general, tan popular antes de
1914, nace de esa orgullosa conciencia de sí: para hacer caer la
sociedad burguesa, el trabajador no tendrá más que cruzarse de
brazos; si reclama la propiedad de sus instrumentos de trabajo, es
porque es el único que sabe hacer uso de ellos. Además en las
pequeñas empresas, su conocimiento técnico es rara vez inferior al del
patrono; el sindicato agrupa las competencias y se juzga, pues,
habilitado para controlar la producción: se transformará, naturalmente,
al día siguiente de la Revolución, en órgano de gestión. Ya que sus
derechos emanan de sus méritos, esta aristocracia no está lejos de
considerarse como la única víctima del capitalismo. En el Congreso
Federal de 1908, esta intervención de un mecánico revela el
sentimiento general:
“Negar el valor profesional del obrero, es más o menos dar
circunstancias atenuantes a la explotación capitalista.”

85
Con frecuencia los locales de la fabricación están situados a varios kilómetros de los de
las herramienta.
193
Jean-Paul Sartre

De lo cual un espíritu pesimista concluiría, sin demasiado trabajo, que


la explotación de los peones no es, después de todo, tan criminal. La
minoría selecta obrera no llegaba hasta ahí: pero es cierto que
consideraba sus auxiliares como “lastre”. ¿Les reconocía derechos? Es
dudoso. Digamos que veía en ellos los objetos permanentes de su
generosidad. Este humanismo del trabajo es ambiguo: se convendrá
gustosamente en que realiza un progreso sobre el humanismo de la
riqueza. Y sin embargo, no es más que una etapa; si uno se detiene en
ella, la multitud quedará excluida de la humanidad. Hay, se dirá, que
merecer el ser hombre. Eso es perfecto, en tanto que se pueda
adquirir el mérito. Pero, ¿qué se hace con los que no tienen el medio
de ello?
El nuevo proletariado no puede argüir el menor mérito ya que se ha
hecho todo lo posible para hacerle entender que no tiene ninguno. Sin
embargo, la fatiga y la miseria lo abruman: tiene que morir u obtener
satisfacción. ¿Sobre qué va, pues, a apoyar sus exigencias? Pues
bien, precisamente sobre nada. O, si se prefiere, sobre ellas; la
necesidad crea el derecho. Con la aparición de las masas, se ha
operado un cambio de los valores; la automatización ha radicalizado el
humanismo. No tomemos al obrero especializado por un hombre
orgulloso y consciente de sus derechos; es “un subhombre consciente
de su subhumanidad” y que reivindica el derecho de ser hombre. El
humanismo de la necesidad es, por consiguiente, el único que tiene
por objeto la humanidad entera: la liquidación del mérito hace saltar la
última barrera que separaba a los hambres. Pero este nuevo
humanismo es una necesidad en sí; se vive ilusoriamente, como el
sentido mismo de una inadmisible frustración. Para los obreros
profesionales, el hombre está hecho, no queda más que reorganizar la
sociedad; para los O.E. el hombre está por hacerse: lo que le falta al
hombre, es lo que está en discusión, para cada uno de nosotros, en
cada instante, lo que, sin haber sido jamás, corre continuamente el
riesgo de perderse.
Habría sido ventajoso que el humanismo del trabajo se hubiese
apartado progresivamente ante el humanismo de la necesidad: y esto
es lo que habría ocurrido si el malthusianismo no hubiesen detenido la
revolución industrial. Hoy coexisten los dos humanismos y esta
coexistencia confunde todo: si el primero se congela y se separa, se
convierte en enemigo del otro.

194
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Por otro lado, las masas están secretamente contaminadas de la


ideología de la minoría selecta obrera: ante los burgueses no tienen
vergüenza, porque el mejor de entre ellos, haga lo que haga, no
merecerá nunca los privilegios de que disfruta; pero los profesionales
pertenecen al proletariado, son explotados como el obrero especializado
y si viven un poco mejor que él, esta diferencia parece insignificante
desde que se compara su nivel de vida con el de los burgueses. Y
sobre todo, pretenden deber esas ligeras ventajas a su mérito. ¿Si eso
fuese cierto? Ya he dicho que eran, en su mayoría, hijos de
profesionales: pero, en fin, no lo llevaban escrito en la frente. El O.E.
se dice que sus padres, si se hubiesen impuesto algunos sacrificios,
también habrían podido darle un aprendizaje. O, quizás, se reprocha el
haber carecido de voluntad, de perseverancia. La aparente desigualdad
de las condiciones subraya a sus ojos la desigualdad de los valores: si
el profesional saca su valor de la operación, el O.E. no vale nada ya
que es, por definición, reemplazable. En breve, tiene vergüenza ante
los que deberían ser sus camaradas de combate; su combatividad
corre el riesgo de verse disminuida por ello. Para librar a las masas de
su sentimiento de inferioridad, ha habido que liquidar sistemáticamente
todos los valores sociales de anteguerra; ha habido que hacerles
comprender que ofrecían a todos los hombres la oportunidad de mirar
al hombre y a la sociedad en su verdad, es decir, con los ojos del más
desheredado; ya que la evolución de la técnica tenía por resultado
descalificar el trabajo, esta última superioridad del hombre sobre el
hombre, hubo que mostrar a esta joven barbarie, frente a todas las
morales y todas las minorías selectas, que las “superioridades” son
mutilaciones, que la única relación humana es la del hombre real, total,
con el hombre total y que esta relación, disfrazada o pasada en
silencio, existe en permanencia en el seno de las masas y no existe
más que allí. Pero, a medida que la multitud se penetra de esta
ideología radical, los profesionales, que ven discutido su valor, se
afirman en sus posiciones. La aristocracia toma conciencia de sí
cuando la atacan: desde los últimos años de la otra anteguerra, por
reacción contra la subida de las masas, los teóricos bien intencionados
bautizaron “caballería” al sindicalismo minoritario y quisieron hacer del
militante un nuevo templario: déspota ilustrado, el profesional consiente
en sacrificarse por las masas pero les niega el derecho de defender
por sí mismas sus intereses. La postguerra ha operado un nuevo
braceado y el sindicalismo revolucionario ha desaparecido. Pero su

195
Jean-Paul Sartre

espíritu no: incluso en el interior de la C.G.T. de 1921 a 1927, los


partidarios del sindicalismo de la minoría selecta resitieron áspera-
mente a los comunistas. De 1919 a 1934, la C.G.T. de Jouhaux se ve
obligada a burocratizarse “a consecuencia de la complejidad reciente
de las tareas sindicales” pero el funcionario del sindicato representan a
la minoría selecta obrera y las masas permanecen fuera de la
organización. En 1936, cuando Sémard declara, en el Congreso de
Toulouse:
“Dos ideologías principales continúan enfrentándose en el
movimiento obrero y en el movimiento sindical. Esas dos
ideologías son la de Proudhon y la de Marx.”
Jouhaux tiene razón de responderle:
“Después de 1909, no he oído a los militantes que debían tomar
la palabra para exponer sus puntos de vista prevalecerse de
Marx o de Proudhon.”
Tiene razón en la forma, pero en realidad yerra el tiro. Porque las dos
tendencias de que habla Sémard no son, en primer lugar marxistas o
proudhonianas: existen en el proletariado francés fuera de toda cultura
filosófica o política. Preguntad a un militante comunista lo que piensa
de la “dignidad humana”: alzará los hombros. ¿Es un azar el que, bajo
el reinado de Jouhaux, la Federación Metalúrgica y la C.G.T. se
declaren favorables a la organización científica del trabajo, con tal de
que "no menoscabe la dignidad humana" 86 y el que esas mismas
palabras se hallen de nuevo en una declaración de la C.F.T.C.? La
"dignidad" del trabajador profesional, es la superioridad de su
operación. Ya es un hombre –puesto que está orgulloso de su trabajo–;
ya libre –puesto que la máquina universal deja un amplio lugar a la
iniciativa–: en nombre de la libertad y de la dignidad, reclama una
sociedad más justa que reconozca su valor y sus derechos. Las masas
no son dignas; no se imaginan siquiera lo que es la libertad: pero su
simple existencia introduce, como un cuerpo extraño en la carne, la
exigencia radical de lo humano en una sociedad inhumana.

86
Congreso confederado de los metalúrgicos, 1927. Citado por Collinet, ibíd., pp. 60-61.
196
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

b) Dualidad de los intereses


Se ha notado con frecuencia – y no insistiré en ello– que la masa se
pliega a un ritmo de trabajo que repugna al profesional. En las fabricas
Citroën, las huelgas de 1926 y de 1927, enfrentan la ¡herramienta y la
fabricación. Los sindicados –todos obreros profesionales– querían
reducir las normas de rendimiento; los O.E. quieren acelerar la
cadencia: ya que, de todos modos, su trabajo es una maldición, por lo
menos que produzca; su ganancia a destajo puede igualar la ganancia
por hora profesional: es un desquite. En su nacimiento, el trabajo en
cadena y con las máquinas semiautomáticas fue condenado por los
representantes del proletariado pero, a la larga, produjo nuevos
trabajadores que viven de la mecanización y, de buen o de mal grado,
deben solidarizarse con ellos. No es dudoso, en efecto, que el “neo-
proletariado”, por su misma función, responde a las exigencias de la
producción en serie; ha aparecido en los Estados Unidos cuando los
fabricantes, bajo el aguijón de la competencia, quisieron ensanchar el
mercado interno y tomar a las masas como clientela, aumentando el
rendimiento para reducir los costos. Eso no significa, ciertamente, que
las masas trabajen para ellas: entre el O. E. productor y el O.E.
consumidor se interpone la pantalla del provecho y de la explotación.
Pero no es menos cierto que la elevación del nivel de vida acompaña
el crecimiento de la productividad. En 1949, por una hora de trabajo, un
obrero norteamericano produce cuatro vees más que un obrero
francés. El mismo año, la renta nacional, por cabeza de habitante,
sube a 1.453 dólares en los Estados Unidos frente a 482 dólares en
Francia. El interés del O.E. francés, no es intensificar su esfuerzo ni
aumentar el número de su horas de trabajo: por un mismo esfuerzo y
por un mismo número de horas, debe existir el aumento progresivo de
su productividad. Pero esto implica nada menos que el abandono de
las prácticas malthusianas: habrá que renovar las herramientas,
impulsar la concentración, la racionalización y la automatización. Ahora
bien, la suerte del profesional depende del mantenimiento de las
formas arcaicas de la producción: está, en cierta manera, aliado con el
malthusianismo. Sin duda, la elevación del nivel de vida puede
compensar la descalificación del trabajo y el aplastamiento de la
jerarquía de los salarios: pero los que están en juego son los privilegios
de la minoría selecta, su orgullo, su “alegría del trabajo”, y su dignidad,
es decir, la conciencia de sus superioridades. Así, las reivindicaciones

197
Jean-Paul Sartre

de las masas tienden a romper los cuadros actuales de nuestra


economía; por el contrario, la minoría selecta modera las suyas, para
no provocar transformaciones que le serían fatales.

c) Pluralismo sindical
La calificación profesional exige y desarrolla en el obrero el juicio, la
iniciativa y el sentimiento de las responsabilidades: también es la que
le hace irreemplazable. El empleador –al menos en las pequeña;
empresas, donde la automatización es nula– queda aún lo bastante
cercano a su personal, constituido en su mayoría por trabajadores
calificados. Éstos, por la finura misma de su operación, están en
condiciones de ejercer una acción fina y continua sobre el patronato; el
"contacto" y la tensión se mantienen por el enfrentamiento perpetuo de
la aristoracia obrera y de los industriales. En la escala de la empresa,
esta minoría selecta, en la misma medida en que es difícilmente
reemplazable, puede obtener mucho por la simple amenaza de huelga
y, finalmente, porque esta amenaza está constantemente sobrentendida
por la negociación. El obrero profesional tiene sus triunfos en el juego;
puede discutir, regatear; sólo emplea la violencia como último recurso.
Avanza y retrocede, amenaza y se vuelve conciliador; se adapta a la
actitud patronal, a la situación, a la relación siempre variable de las
fuerzas en presencia; el todo en palabras: que no son en realidad ni
susurros ni actos, sino fichas que se ponen sobre el tapete y que se
pueden retirar. Antes de pasar a la acción, el profesional puede
deshacer su trato todas las veces que quiera; chantaje y amenazas
recíprocas, promesas, ruptura y reanudación de las negociaciones:
estas maniobras abstractas y casi simbólicas, con frecuencia evitan la
prueba de fuerzas, una solución de carácter de transacción interviene
en el momento oportuno. La calificación del sindicato permite al
sindicato conservar su libertad de maniobra.
Hay que añadir que esta minoría selecta es homogénea: sin duda, el
movimiento de centralización ha dado nacimiento a una burocracia.
Pero el militante básico se puede considerar como un dirigente en
potencia, no cede a sus jefes ni en experiencia ni en saber teórico;
ejerce sobre ellos un control efectivo y permanente; a la inversa, la
dirección no se puede equivocar acerca de los sentimientos de la base;
los sindicados hablan, dan su parecer, las corrientes de opinión se

198
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

manifiestan; todos contribuyen personalmente a fijar las grandes líneas


de la acción sindical. Contacto permanente de los jefes y de la base,
presión constante del trabajador sobre los patronos: se reúnen las dos
condiciones de una política sindical.
Con las masas, las oportunidades de negociación disminuyen.
Descalificado, el trabajo deja de ser un medio de acción por sí solo.
Mientras funcionen los motores, el “factor humano” parece insignificante.
Con un mismo ademán el obrero, privado de la garantía que daba el
valor profesional, y la dirección cada día más lejana, se pierden uno
por otra en el anonimato. En ese sentido, la nueva condición del
proletario tiende a romper la continuidad de su acción: para pesar en
las decisiones patronales, la resistencia de los trabajadores debe
atravesar un cierto umbral, más allá del cual, ni siquiera se la percibe.
En una palabra, la huelga –es decir, la violencia– es su único recurso.
Pero esta "arma específica de los obreros" 87ha cambiado de
naturaleza: el profesional es indispensable; para bloquear la producción
no tiene más que quedarse en su casa. Es cierto que ejerce una
violencia: pero esta violencia es legal y luego –al menos en principio–
tiende a permanecer abstracta y como pasiva. Simultáneamente, la
reacción patronal debe contenerse dentro de ciertos límites, el
empleador puede, si gana, multiplicar las sanciones: le costará trabajo
hacer correr la sangre. Pero el O.E., como productor, siendo un
cualquiera, puede ser reemplazado por cualquiera; no es, pues,
bastante abandonar el trabajo, hay que impedir que los otros no lo
hagan. Después de veinte años de incertidumbres y de fluctuaciones,
las masas han hallado el arma nueva, la única adaptada a su
condición: la huelga con ocupación de las fábricas. Eso era violar el
más sagrado de los derechos burgueses y exponerse, en consecuencia,
a la intervención de la policía. Toques de atención, gases lacrimógenos;
si eso no es suficiente, se dispara. ¿Diremos que las masas son más
encarnizadas, más “malas” que la minoría selecta? Eso sería
sencillamente absurdo. La verdad es que la evolución de la técnica ha
radicalizado la violencia: para defender su salario, el obrero especia-
lizado tiene que arriesgar su pellejo.

87
León Jouhaux, Conferencia en el Instituto Superior Obrero, 1937.
199
Jean-Paul Sartre

Por la misma razón, las masas no tienen mas defensa que la acción
masiva: se trata, mediante operaciones de conjunto llevadas a la
escala nacional, de obtener convenios colectivos valederos para las
ramas enteras de la industria. Pero esas operaciones sólo son posibles
si las masas se adhieren con un solo movimiento a una sola consigna.
Ahora bien, ya lo hemos visto, que se las caracteriza injustamente por
una especie de unidad salvaje: son esparcimiento molecular, agregado
mecánico de soledades, puro producto de la automatización de las
tareas. Sin duda la estructura en archipiélago es un límite puramente
ideal de la masificación: en la realidad, las fuerzas desintegra- doras
encuentran numerosos obstáculos. En particular, cuando la tensión
social se afloja, la sola presencia del aparato sindical –ese sistema
nervioso– conserva al proletariado un “tonus residual”, que da que las
masas obreras pueden pasar difícilmente por un ejército alerta; sin
duda la lucha de clases no cesa un instante: ni un solo instante el
obrero deja de sufrir la violencia y de oponerse a ella por su simple
realidad de hombre. Pero la actividad de los individuos no prueba en
modo alguno que las masas sean activas. Ya hemos dicho, que se las
toma injustamente por un sujeto colectivo del cual se podría “hacer la
psicología”. Los comportamientos de la masa no son psicológicos en
absoluto y el peor error sería compararlos con las conductas de las
personas. El hombre de las masas, es cualquiera, tú y yo; y sus
actitudes personales no tienen ninguna importancia; por sí solo, es un
agente consciente pero las fuerzas de dispersión, al enfrentarlo con su
vecino como un alter ego que le refleja su impotencia y duplica su
soledad, neutralizan su actividad y producen un conjunto colectivo que
reacciona como una cosa, como un medio material donde las
excitaciones se propagan mecánicamente. Las masas son el objeto de
la historia: no actúan jamás por si mismas y toda acción de la clase
obrera exige que comiencen por suprimirse como masas para llegar a
las formas elementales de la vida colectiva. No se tiene derecho de
hablar de una “presión” que iban a ejercer en sus empleadores; y su
influencia sólo puede ser negativa: los patronos saben que la
explotación, si pasa de un cierto límite, actúa en sentido contrario a las
fuerzas masificadoras y corre el riesgo de provocar una cristalización
rápida de las masas en proletariado. Pero, en lo que concierne a la
acción cotidiana del militante, la contradicción salta a la vista: su
trabajo se ejerce sobre las masas-objeto para transformarlas en
proletariado-sujeto; se esfuerza, donde esté, de liquidar su estructura

200
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

granular en beneficio de una unidad orgánica. Ahora bien, la unidad


sólo puede realizarse si se da al principio de algún modo; cada cual,
viendo su soledad en la del otro, sólo puede evadirse si el otro se
evade; en una palabra, donde se esté, es preciso que el comienzo esté
en otra parte. En las grandes concentraciones industriales el modo de
propagación mecánica puede, al principio, hacer las veces de unidad.
Es lo que se llama la imitación: no se la tendrá por una acción
colectiva, pero es ese movimiento anónimo que hace posible la acción:
el militante es quien tiene que transformar la oleada contaminadora en
una operación precisa. Pero hay que añadir que la imitación en sí
supone una cierta unidad previa. Es verdad que las “leyes de la
imitación” rigen únicamente en los sectores sociales en estado de
desintegración permanente:88 lo que he imitado en mi vecino no es el
Otro, es mi propio yo, convertido en mi propio objeto; no repito su acto
porque él lo ha hecho, sino porque yo, acabo de hacerlo, en él. En
suma, tengo que percibir su situación y sus necesidades como mi
situación y mis necesidades de manera que mi conducta se me
aparezca desde fuera como un objeto surgido de mi cabeza; el imitador
y el imitado son a la vez intercambiables y separados, y la conducta
imitadora es el resultado de una dialéctica de la identidad y de la
exterioridad; el O. E. como es un cualquiera, el modo de propagación
del movimiento reivindicador a través de las masas será contagioso
porque cada cual ve venir al otro a él como cualquiera, es decir, como
él mismo. En la medida en que la masificación engendra a la vez el
aislamiento y el intercambio, da nacimiento a la imitación como una
relación mecánica entre las moléculas y la imitación no es una
tendencia ni un carácter psíquico; es el resultado necesario de ciertas
situaciones sociales. Sin embargo, es necesario que esas relaciones
puramente mecánicas se funden en una síntesis previa que permita al
menos la puesta en presencia de los imitadores y de los imitados, ya
sea la unidad puramente material de la región o de la empresa; se
necesita al menos la unidad del peligro corrido o de la esperanza
experimentada. Ahora bien, la relativa diseminación de la industria
francesa va en favor del patronato. El alejamiento no suprime la
propagación contagiosa: eleva el límite de ella; a distancia, él mismo se
convierta en el otro; para que se perciba la unidad de la situación, tiene

88
Los miembros de una colectividad integrada difieren por su función (y por consiguiente
por su situación) en la misma medida en que están unidos por la ley del grupo; diversos en
el seno de la unidad, ¿por qué habían de imitarse? Cooperan.
201
Jean-Paul Sartre

que aumentar ¡a urgencia del peligro: sólo unas circunstancias


excepcionales revelarán a las masas dispersas la unidad concreta y
presente del proletariado. En 1936, para no citar más que un ejemplo,
el triunfo político del Frente Popular desencadenó la propagación
contagiosa de los movimientos sociales: las masas conocían su
unidad, al percibirla fuera de ellas en la alianza de los tres partidos
populares y reaccionaban a su manera, casi mecánicamente, por la
identidad de sus conductas; si el movimiento no hubiera sido frenado,
se habría transformado, pronto o tarde, en acción revolucionaria.
Las circunstancias que realizan la cristalización de las masas en
multitudes revolucionarias, se las llamará con razón “históricas”: están
unidas a las transformaciones sociales económicas y políticas del
continente; es decir, que no se encuentran todos los días. Así, el paso
del estado de masa a la unidad primitiva de la multitud, ofrece
necesariamente un carácter de intermitencia; las masas están
afectadas de una inercia que les impone reaccionar a las excitaciones
finas: no se puede esperar de ellas esos movimientos rápidos y
rápidamente cortados, esas demostraciones de potencia y esas
operaciones de detalle, esas fintas y esas maniobras que permiten
ejercer una presión continua sobre el adversario, sin entrar en lucha
abierta con él. Además las cristalizaciones primarias no tienen
equilibrio: la mecanización del trabajo ha robado el porvenir de los
obreros: si se mueven, es porque su condición presente es inaceptable
y entrevén la posibilidad de modificarla inmediatamente. No se puede
esperar de ellos que se agoten sosteniendo una empresa a largo
plazo; a la rigidez y a la discontinuidad que caracterizan los
movimientos de masa, conviene, pues, añadir, una cierta inestabilidad.
No vayamos, sobre todo, a sacar de ello la conclusión de que el
“neoproletariado” es más reformista que revolucionario: es todo lo
contrario. Es verdad que sólo se puede movilizar a las masas para la
defensa de intereses inmediatos: pero cuando se ponen en
movimiento, quieren todo, en seguida. La propaganda burguesa les
había persuadido de que no se podía llevar, sin catástrofe, el menor
cambio a su condición. De este modo, la realidad cotidiana se
convertía a sus ojos en un sistema riguroso de prohibiciones. Pero lo
que les arranca a su estado de masa, es una imposibilidad más
fundamental aún: la de soportar sus necesidades más tiempo; ante
esta imposibilidad mayor, todas las prohibiciones se derrumban y el

202
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

cambio es el que se convierte en su posibilidad más inmediata; la


desesperación engendra la esperanza, la cristalización de las masas
en multitud, engendra la creencia de que todo es posible. El obrero
calificado se puede limitar a varias reivindicaciones; las masas quieren
todo porque no tienen nada. Una acción concertada, fundada en años
de experiencia, en plena posesión de sus técnicas y de sus tradiciones,
consciente de ser una empresa de larga duración se puede limitar en el
instante a un objetivo definido: pero, ya que las masas no tienen
memoria colectiva, y ya que sus “despertares”, son intermitentes, su
acción es siempre nueva, siempre recomendable, sin tradición ni
prudencia: nada la limita, ni el miedo al fracaso ni la reflexión acerca de
la historia; descansa en su esencia pura, como eficacia soberana y
poder absoluto de cambiar el mundo y la vida. Simultáneamente, todas
las necesidades se descubren a la vez. La palabra de “mínimo vital”
dice bien lo que quiere decir: por debajo de ese límite, es la muerte.
Para el hombre de las masas, vivir es sólo no morir inmediatamente.
En período “normal”, el trabajador no puede saciar más que un número
muy pequeño de necesidades: aquellas cuya insatisfacción supondría
su muerte; y como las fuerzas de dispersión lo han penetrado del
sentimiento de su impotencia, tiene que ejercer una censura
permanente sobre todas las necesidades que no son vitales. Mitad
reprimidas, mitad disfrazadas, esas necesidades siguen siendo
presentes a toda hora; sencillamente no son reconocidas ni
nombradas. Pero cuando un brusco deterioro de su nivel de vida pone
de repente en peligro de muerte al trabajador, nace un movimiento
popular y las masas se transforman; al instante, la relación de lo
posible y lo imposible se invierte y las necesidades se descubren
porque la acción las puede satisfacer. Cuando todo es posible, se hace
intolerable el “vivir al mínimo”. A partir de ahí, el movimiento popular va
siempre más lejos, a menos que no se rompa contra la resistencia
armada de la patronal: cada uno de sus éxitos es un incentivo para
exigir más; siempre más radical sin cesar de ser inmediato,
necesariamente pone en tela de juicio la esencia misma de la
sociedad. Para la mitad de los franceses, los salarios oscilan alrededor
del mínimo vital: si hubiera de la noche a la mañana, que aumentar en
un tercio su poder adquisitivo real, la Francia burguesa saltaría. Poco
importa, pues, que los huelguistas o los manifestantes tengan o no la
voluntad de hacer la revolución: objetivamente, toda demostración de
masa es revolucionaria: se la comienza para no morir, y se la continúa

203
Jean-Paul Sartre

para vivir; y luego, incluso, aun siendo posible, en el cuadro del


capitalismo, el satisfacer mediante una política sostenida mediante un
trabajo de diez, de veinte años, algunas de sus exigencias, la realidad
es que no pueden esperar: un burgués mal alojado puede tener
paciencia: vive estrechamente, eso es todo; una familia de obreros se
amontona en un tugurio; tiene que morir o mudarse. Pero lo que le
prometen no existe aún; cómo mudarse a menos de ocupar lo que ya
existe: para obtener entera satisfacción, la multitud revolucionaria debe
tomar el poder.89 Eso sería perfecto si la miseria no lo moviese más
que en los casos en que el poder está para tomar. ¿Pero cómo creer
en esta “armonía preestablecida”? Es cierto que todo “movimiento de
masas” es un comienzo de revolución; y, a veces, las circunstancias
que determinan una acción popular pueden debilitar, simultáneamente,
la resistencia de las clases dirigentes. Pero la historia heroica y
sangrienta del proletariado es suficiente para mostrar que las
condiciones de una victoria obrera rara vez se dan todas juntas. Y
luego, el proletariado sólo representa un tercio de la nación y las
masas sólo son una fracción de ese tercio. Para que puedan ganar un
día, hay que preparar su triunfo; anudar las alianzas en el interior de la
clase obrera y, en caso necesario, fuera de ella, determinar un plan,
definir una estrategia, inventar una táctica; precisamente de eso es de
lo que no son capaces. En consecuencia, el papel del militante va a
cambiar enteramente.
En primer lugar, es un funcionario. Collinet dice muy bien:
“La masa no puede, por sí sola, participar en la vida sindical; da
su confianza a los militantes responsables, juzgándolos de
acuerdo a los resultados inmediatos que le den”.
¿Pero por qué viene en seguida a describirnos un militante ideal que
serviría de intermediario entre los dirigentes y las masas? Sin duda,
sería bueno que ese mediador consagrase su jornada como los
camaradas, “al trabajo puramente técnico y profesional”, mientras se
elevase, por una sucesión de ascensos, por encima de su especialidad
para juzgar los problemas profesionales, por encima de las profesiones,
para considerar “los problemas sociales en su generalidad”.

89
Y cuando lo tomase, sus dirigentes deberán al mismo tiempo dedicarse a satisfacerla y a
luchar contra su impaciencia. Nace una nueva dialéctica: se necesita una empresa de larga
duración para realizar lo que la masa exige al instante.
204
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Desgraciadamente, ese personaje “arraigado” y “separado” a la vez no


tiene nada en común con el O.E. contemporáneo: es un viejo conocido
y Collinet, bajo otro nombre, nos presenta sencillamente el obrero
profesional y sindicado de 1900. No nos asombremos, si confiesa a
continuación que “el militante es raro e inestable entre los obreros
especializados”. Es posible que ciertos hombres estén a la vez
separados y situados: todo depende de la condición, de la salud, del
tiempo libre, de la cultura, en una palabra, del género de trabajo. Pero
los que yacen abrumados bajo el peso de la tierra, no es posible que al
mismo tiempo planeen por encima de ella. A primera vista, no hay la
menor dificultad de principio a que un O.E. haga un excelente militante:
el único impedimento serio parecerá vulgar y circunstancial: es la
fatiga. Pero ocurre que esta fatiga no es un accidente; se acumula sin
fundirse, como las nieves eternas, y ella es la que hace el O.E. Sin
duda pasará: cuando se hayan reducido las horas de trabajo o llevado
al límite la automatización. Pero el O.E. pasará con ella. Y luego no
soñemos con las posibilidades de la industria norteamericana o de la
industria soviética, ni con la condición del hombre en el año 2.000;
hablo de 1954 y de la Francia malthusiana; hablo de los trabajadores
minados al mismo tiempo por la fatiga y la miseria. Desde 1912, los
laminadores citados por Merrheim se quejaban de estar demasiado
cansados para ocuparse del sindicato y deseaban explícitamente que
otros lo hicieran en su lugar. Después, las cosas no han hecho más
que empeorar; para ganar igual que en 1938, el obrero debe trabajar
más. Se levanta al las cuatro o las cinco de la mañana, sale a las seis,
vuelve a su casa a las ocho, cena y se acuesta a las nueve; se queja
amargamente de verse privado de la vida familiar: ¿cómo se quiere
que tenga tiempo de militar? Los horarios de trabajo tienen por otra
parte el efecto de impedir las reuniones sindica es, a menos que se
realicen en el taller; con frecuencia, hay que hacer que los obreros
abandonen el trabajo si se quiere que den su parecer acerca de una
cuestión que les concierne. En cuanto a los “raros” militantes que
satisfacen las exigencias de Collinet, comprendo que sean “inestables”:
se ven obligados a prescindir de su sueño y, pronto o tarde, se
derrumban. A menos que abandonen el trabajo manual y los mantenga
el sindicato, es decir, sus camaradas. Sin duda es indispensable que el
militante salga de la masa: pero precisamente sale de ella. Después de
eso, ¿hablaréis aún de “traición comunista”? ¡Vamos!

205
Jean-Paul Sartre

Esta “burocratización” es una necesidad de la época del scientific


management: En los Estados Unidos, donde el P.C. ha quedado
prácticamente sin influencia sobre la evolución sindical, todos los
delegados obreros de las grandes fábricas –incluso los “delegados de
taller”– son permanentes, pagados por la sección local e incluso por el
empleador. La división del trabajo que se opera, entre militantes y
trabajadores, en el seno de las organizaciones corporativas, sólo es el
reflejo de la que se ha operado en la fábrica y ha creado el nuevo
proletario; y la “burocracia” sindical es la copia exacta de la burocracia
patronal. Ya que “otros piensan por el O.E.”, ya que los especialistas,
en las oficinas de la empresa, se encargan de distribuirle las tareas, es
preciso que otros especialistas, en otras oficinas, piensen frente a ese
pensamiento y decidan las modalidades de la acción reivindicadora. La
eliminación del hombre por el hombre90 en la fábrica debe tener su
contrapartida sindical, el “tándem del técnico y del O.E.” debe estar
compensado por el del O.E. y el militante profesional. ¿Es una lástima?
Quizás: ¿pero qué hacer? La forma del aparato sindical está
determinada por la estructura del proletariado. Y luego, por añadidura,
esas recriminaciones suenan a falso. Collinet muestra la punta de la
oreja cuando emplea la palabra “minoría selecta” para designar sus
equipos de mediadores; es el nombre que se daban las “minorías
activas” de la preguerra pasada; nuestro autor conoce sin duda a las
masas y muestra una loable preocupación por sus intereses; pero,
cuando quiere juzgarlos, no logra librarse de los prejuicios
aristocráticos y, aunque no sea un proletario, proporciona el medio de
comprender las disensiones obreras, ya que lleva a una parte del
proletariado, el punto de vista de la otra parte. Si, en nombre de una
minoría selecta vieja, critica la burocracia nueva y su entendimiento de
las masas tiene su límite en el desprecio que siente por ellas.
Pero si aceptamos las perspectivas de un humanismo de necesidad,
todo cambia y los nuevos funcionarios están legitimados por la
necesidad que se tiene de ellos. Son más convenientes a las masas
que cualquier minoría selecta, porque no tienen la obligación
contradictoria de defender a la vez el interés general y un interés
particular. Se dirá, quizás, que constituyen también una minoría selecta
pero eso no es verdad: el obrero selecto es el que realiza el mismo
trabajo que sus camaradas y milita por añadidura, es primus inter

90
La expresión es de Friedmann: ¿Dónde va el trabajo humano?.
206
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

pares, su oficio suplementario y benévolo, le da mérito, fama, el


derecho de ser escuchado. El funcionario sindical ha nacido, por el
contrario, de la división del trabajo; hace lo que sus camaradas no
tienen tiempo de hacer y, por esta misma razón, no hace más que
ellos. Ya que retribuyen sus servicios, no tienen ningún derecho a su
gratitud, ni otros poderes que los que se delegan en él. Claro está que
tiene sus riesgos: y con frecuencia se ha señalado la tendencia de la
organización burocrática a considerar su propio fin pero, contraria-
mente a lo que se ha dicho, ese defecto es menos sensible en el
sindicalismo de masas. Sin duda hay que abandonar para siempre la
concepción romántica y participacionista de una minoría selecta con
sus raíces en las capas profundas del inconsciente popular: las masas
no tienen inconsciente ni consciente, ya que son pura dispersión
mecánica; por otra parte, es muy cierto que son incapaces de ejercer
un control permanente y detallado sobre el aparato. ¿Debe sacarse la
conclusión de que se las puede llevar a donde se quiera? Todo lo
contrario; su misma diseminación las sustrae a todas las influencias. La
vieja idea burguesa del “agitador” es tan tenaz que los escritores
políticos de hoy no logran librarse de ella. Y Burnham ha dicho sobre el
tema muchas necedades sorprendentes. Collinet, mucho más
prudente, no se contiene y escribe:
“La masa da prueba de capacidades explosivas... Pero una vez
extinguidas éstas, dimite entre las manos de los cuadros en que
se resume entonces la totalidad de la vida sindical”.
Ahora bien, no hay nada más falso: sin duda, las masas no tienen la
voluntad ni los medios de renovar los cuadros, prefieren conservar sus
dirigentes. Pero es más por rutina que por indiferencia. Antes de 1914,
cuando se llevaba a un militante a las funciones de secretario general,
es porque había merecido la confianza de sus camaradas; pero, en
seguida, se le obedecía porque era secretario; en el sindicalismo
minoritario, la fuente de la autoridad es institucional en gran parte. Las
masas de hoy en día se burlan de las instituciones; y, en primer lugar
porque un gran número de O.E. permanecen al margen de las
organizaciones obreras, se reservan el seguir las consignas cuando las
juzguen conformes a sus intereses. El obrero profesional y sindicado
obedece porque reconoce la autoridad de los dirigentes que ha
elegido; cuando el O. E. reconoce la autoridad de jefes que ni siquiera,
quizás, ha contribuido a elegir, es porque las circunstancias le llevan a

207
Jean-Paul Sartre

obedecer. De este modo, la acción equivale a un plebiscito: las masas


no se rebelan nunca, no protestan ni exigen la renovación de los
cuadros y no se puede hablar de una presión de la base sobre los
jefes: las masas siguen o no siguen, eso es todo. Eso quiere decir que
se organizan en colectividad activa o se derrumban y se abandonan a
las fuerzas de la masificación. Y, según los resultados obtenidos, los
efectivos sindicales se hinchan o se deshinchan: claro está a los
cuadros esto no les alcanza; sólo sucede a veces que constituyen por
sí solos la totalidad del sindicato. No es dudoso que esta inestabilidad
favorezca una oligarquía de funcionarios; pero es falso que lleva a la
rutina: por el contrario, obliga a los dirigentes a rectificar sin cesar su
política. Claro está que ese flujo y reflujo no pueden pasar por
testimonios de satisfacción o de descontento: son signos involuntarios
y síntomas. No importa: constituyen a su manera un control riguroso
aunque no consciente; las masas controlan al militante como el mar
controla al hombre del timón. Es jefe cuando se ponen en movimiento;
si se dispersan, no es nada. Aunque fuese más cuidadoso del aparato
que sus camaradas, tiene, pues, el interés general por interés
particular; sus ambiciones personales, si es que las tiene, sólo puede
realizarlas inspirando a las masas una confianza que se renueva cada
día; y no les inspirará confianza si no acepta conducirlas donde van.
En una palabra, tiene que ser todos para poder ser él.
No importa: es inútil que exista sólo por ellos, ha dejado de formar
parte de ellos; compartía la condición de sus camaradas pero, desde
que milita, ya no la comparte. No podía ser de otro modo: las masas no
son más que una falsa unidad de soledades, que disimulan una.
perpetua diseminación; si hubiese permanecido en ellas, estaría
condenado al aislamiento y a la ineficacia, como cualquiera. En 1900,
la diferenciación del proletariado permitía a los militantes permanecer
en la clase: las diferencias profesionales aseguraban la jerarquía: el
fundamento del poder era el lazo que unía al señor profesional con el
peón vasallo. Las masas son de arena: ¿si no soy más que un grano,
cómo voy a mandar a otro grano? La extraña realidad formal que se
llama “cualquiera” es sólo una solución conmutativa: sólo soy cualquiera
a los ojos de cualquiera; a mis ojos, cualquiera soy yo, por ello ese
carácter abstracto se me escapa: está siempre en otra parte; eso no
tendría importancia si pudiese definirme por mi actividad singular;
p>ero como el obrero especializado hace cualquier cosa, se reduce a

208
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

esa esencia abstracta que no le pertenece siquiera. Esta huida


perpetua de mi realidad explica la imitación, ya lo hemos visto: imito
para recuperar mi realidad de persona que se presenta siempre como
Otro y apoyada en Otro; pero si cualquiera pretende mandarme, se
cambia en alguien y yo le pido sus títulos. Sin duda, cuando las masas
se mueven, los jefes salen de sus filas: pero es que han dejado de ser
masas y se han cristalizado en alguna forma primaria de colectividad
cuyo jefe improvisado concentra y encarna la soberanía difusa: cuando
vuelven al estado disperso, el jefe desaparece. El aparato en sí,
permanece; justifica su permanencia por su carácter institucional; pero
la autoridad del militante es sólo un exilio: si da órdenes a las masas
en su propio nombre, se refiere a su unidad de ayer o de mañana, es
que actúa como depositario de su soberanía con eclipses. Testimonia
sus metamorfosis a esta multitud, recordándole que fue una sociedad
terrible, violenta, autoritaria, y que ejercía sobre cada uno de sus
miembros una presión infinita. A la vez, las masas le tienen a distancia;
no discuten su autoridad puesto que no pueden oponerle otra, y su
estructura dispersa les impide ser una fuente legítima de poder; sin
embargo, no la reconocen; en realidad viene de fuera, de ese grupo
integrado que han dejado de ser. La unidad del proletariado –que el
aparato sindical encarna en permanencia– permanece una consigna
abstracta o un ideal irrealizable más bien que una síntesis viva; hay
incluso una especie de antisindicalismo de las masas: los obreros
desconfían siempre un poco de esos funcionarios que, por abnegados
que sean, no comparten enteramente la condición obrera. Cuando las
fuerzas de masificación le arrebatan, la presencia del aparato impide la
total desintegración del proletariado sin asegurarle la total cohesión de
la clase; mantiene la población obrera en un estado sin equilibrio que
no cesa de oscilar entre la yuxtaposición puramente mecánica y la
composición orgánica. Braceadas por una corriente imperiosa, las
masas volverán a ser una colectividad; en la organización sindical,
comenzarán a ver su emancipación y la cifra visible de su unidad; al
recuperar la soberanía difusa, reconocerán la autoridad de los
funcionarios;91 poco importa entonces que la mayoría de los obreros
tenga o no su carnet sindical: se siguen las órdenes y se juzgan los

91
Más o menos. Y en todos los grandes movimientos populares se observan conflictos,
latentes o declarados, sobre los jefes improvisados y los responsables sindicales. La
mayoría del tiempo, son los “permanentes” lo que terminan venciendo; tienen más
experiencia. Sin embargo, tienen que poner su competencia al servicio de los verdaderos
intereses obreros.
209
Jean-Paul Sartre

resultados. La velocidad es la que aglutina esas partículas discontinuas,


la praxis la que las integra al diferenciarlas, el aparato que opera la
mediación entre todos y cada uno. Pero el origen de la corriente
permanece extrasindical; el movimiento proviene del hambre, de la
cólera, del terror, o, a veces, como en 1936, del súbito rayo de la
esperanza. Sin el organismo sindical, los movimientos se detendrán
quizás: su presencia mantiene la apariencia de unidad que permite su
propagación contagiosa; sus periódicos y sus delegados suprimen las
distancias, ponen al obrero de Estrasburgo en contacto inmediato con
el de Perpiñán.92 Pero es por sí mismo incapaz de producir los
movimientos; cuando los desencadena, es que ha ganado en velocidad
su causa verdadera. Por el contrario es responsable, en una cierta
medida, de su fuerza, de su amplitud, de su dirección, de su eficacia; él
es quien tiene que ilustrar a las masas acerca de sus fines propios, que
acelerar o frenar los desarrollos locales en función de la evolución
general. Además tiene que estar al corriente de la coyuntura
económica, conocer la situación social y la relación de las fuerzas en
presencia. Y, sobre todo, tiene que estar en condiciones de prever las
reacciones obreras: ¿el movimiento que se inicia es duradero? ¿Hay
que sostenerlo con todos los recursos sindicales e impulsar al obrero a
emplearse a fondo en él? ¿O bien no es más que un fuego de paja que
vale más dejar que se extinga? ¿Cómo decidir si no se han reunido
informes, operado sondeos y consultado estadísticas? Las masas no
dejan de dar signos: el militante tiene que interpretarlos; ya no es
tiempo de invocar no sé qué conocimiento confuso nacido del arraigo,
ni de apoyar las decisiones en alguna intuición creadora: como son
objeto por naturaleza, las masas se convierten en el propio objeto del

92
Los hechos que siguen mostrarán la importancia de la información y el papel que
puede desempeñar para frenar o acelerar un movimiento supuestamente espontáneo: en
1936, la primera huelga con ocupación de fábrica estalla en el Havre, el 11 de mayo; el
13, en Toulouse, los obreros de las fábricas Latéooère dejan el trabajo y se quedan en la
fábrica. Pero ambas huelgas se desconocen en París; la prensa sindical no dice una
palabra. Sólo en la prensa burguesa, Le Temps, las menciona en algunas líneas y sin
detalles. El 14 de mayo, en Courbevoie, nueva huelga en el taller. Silencio de la prensa.
Por fin el 20 y sobre todo el 24 de mayo, L’Humanité une las tres huelgas y destaca la
novedad y la identidad de los métodos de combate. El mismo día, 600.000 manifes tantes
desfilan ante el Mur des Fédérés, invitados por el Comité de Alianza socialista-comunista
de la C.G.T. Los obreros se enteraron entonces al mismo tiempo de su nueva potencia y de
los nuevos métodos de lucha. Ahora bien, a partir del 26 de mayo, el movimiento
huelguístico se extiende a toda la región parisiense, y a partir del 2 de junio a toda Francia.
El papel de la información está bien definido por estos pocos datos: el silencio casi total
difirió en doce días la propagación del movimiento. Desde que los periódicos mencionaron
las tres primeras huelgas, el movimiento se generalizó. Toulouse y el Havre se habían
puesto a las puertas de París.
210
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

militante 93 y hay una técnica de las masas como la hay de la


navegación. El siguiente texto de Force Ouvriére es característico:
“...A nuestro parecer, no se trata de que (los movimientos
huelguísticos de 1947) estén apoyados en las dificultades
materiales de vida de la gran masa de los pequeños y los
medios asalariados... No hay necesidad de acelerador para
poner en marcha un vehículo detenido en una pendiente. Basta
que se suelten los frenos. En cuanto a las características
particulares de ese movimiento –porque cada proceso huelguista
tiene las suyas propias– no dejará de recordarse lo que nos han
enseñado los técnicos de las ciencias nucleares, a saber: que el
origen de la bomba atómica reside en el desencadenamiento de
un fenómeno de reacción en cadena por el que se realiza y
propaga la desintegración de la materia”.94
El carácter francamente mecanicista de estas imágenes hace un
contraste asombroso con la fraseología “organicista” de la anteguerra
pasada. Se reconoce el papel de la propagación contagiosa y el
carácter extrasindical de las causas del movimiento. Pero, sobre todo,
esos sindicalistas aterrorizados (que muy pronto abandonaron la
C.G.T.) confiesan claramente su impotencia; se puede frenar, poner
dique a un movimiento, pero si los frenos saltan o el dique se rompe, el
coche rueda hasta el final de la cuesta o el agua cae a la llanura. En
esas páginas se halla un eco del terror que Blum y los antiguos
sindicalistas experimentaban ante las masas; la secesión de F.O. es un
sálvese quién pueda.
Centralización, burocracia, técnica: esos rasgos del nuevo sindicalismo
son una imposición de la naturaleza del “neo-proletariado”. Y todavía
es ella la que va a transformar la táctica sindical aportándole tres
caracteres nuevos: se mantendrá la agitación social, se favorecerá la
extensión de las huelgas siempre que eso sea posible; se tratará de
“radicalizar” los conflictos.

93
Lo cual no prejuzga naturalmente las relaciones personales que pueda tener con los
obreros.
94
Número del 1 de junio de 1947, Force Ouvrière estaba aún integrada en la C.G.T., y la
posición de Jouhaux era ambigua: no quería ni aprobar las huelgas ni condenar a los
huelguistas.
211
Jean-Paul Sartre

La agitación permanente
Las masas van siempre detrás o delante de sus jefes. Pero
guardémonos de sacar en conclusión su estupidez o la infamia de los
burócratas: caeríamos en el psicologismo. En realidad, esa separación
no es más que la proyección temporal de la distancia espacial que
separa al militante de su objeto: se explica por el carácter conjetural de
la técnica de masas. El militante de base invita a la acción frente a sus
camaradas; les habla y ellos escuchan, pero no es frecuente que
puedan hablar con ellos. Un sindicalista, Guy Thorel, se expresa en
estos términos:
“Recorred las fábricas, id a los talleres, hablad en las oficinas,
asistid a las reuniones de auditorio numeroso o restringido.
Escuchad la voz de los militantes y observad la masa: os
asombrará el constatar que rara vez hay un diálogo entre los
militantes y la masa. Hay un monólogo de los militantes y una
gran pasividad de la masa. Con frecuencia sucede que los
militantes no logran romper esa pasividad. La masa escucha,
pero no dice nada. Y si interrogáis directamente a alguno de la
masa, no obtendréis, en la mayoría de los casos, ninguna
reacción que os ilustre”.95
Eso no es de extrañar: esos hombres están solos en su totalidad.
Separados por la fatiga y la miseria; ¿cuál de ellos iba a tener la
audacia de hablar en nombre de todos? Unidos por la conciencia
común de su aislamiento, ¿cuál se iba a atrever a hablar en nombre
propio? El militante permanece un extraño para ellos: no les refleja
siquiera su potencia y su unidad. Sin embargo, es el que tiene que
hacer las conjeturas acerca de sus disposiciones, del efecto que han
producido sus discursos, de las posibilidades objetivas de la situación.
Admitiendo que su diagnóstico sea exacto, queda el que la transmisión
altere los mensajes transmitidos: las “centrales” reciben los informes de
segunda mano, rara vez tienen el contacto directo” y, cuando al fin la
cumbre reúne todos los informes de que dispone, la síntesis que opera
no es más que una reconstrucción cuya probabilidad, en el mejor de
los casos, no puede ir más allá de una hipótesis científica antes de la
verificación experimental. Naturalmente, habrá una contraprueba: pero,
como es la acción la que hace las veces de experimentación, el error

95
Aparecido en Esprit, julio-agosto de 1951, p. 170.
212
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

cuesta caro y puede conducir a un desastre; felizmente, en muchos


casos, no será necesario esperar el resultado del conflicto para darse
cuenta de que la lucha estaba mal emprendida desde el comienzo: la
orden será muy pronto seguida de una contraorden. Pero precisamente
porque la masa es otra que los militantes, el aparato corre el riesgo de
aislarse al exigir tropas que las masas no pueden dar en el momento y,
para rectificar su error, los dirigentes corren el riesgo de ponerse a
remolque de los dirigidos. Sin duda la experiencia, el juicio, las
cualidades personales intervienen en todos los escalones: queda,
pues, que el “autoritarismo” y el “seguidismo” son las Escila y Caridbis
de la acción sindical; los funcionarios dirigen los movimientos por
aproximaciones sucesivas: una maniobra a la izquierda, una maniobra
a la derecha. He aquí el porqué los militantes tienen por tarea esencial
"conservar el contacto con las masas". Esas palabras no habrían
tenido un gran sentido en los tiempos del sindicalismo selecto. ¿Se dirá
que tampoco tienen más hoy en día? Porque al fin lo propio de la
dispersión molecular es hacer imposible el contacto. Se entra en
contacto con un grupo, por medio de sus representantes, pero no con
una suma de partículas discontinuas. Si el militante quiere "ponerse en
contacto" con las masas, necesita, en primer lugar que le den un
remedo de organización. ¿Es acaso un círculo vicioso? No, porque
para él se trata de afectarlas sin cesar de una especie de eretismo
colectivo para mantenerlas en vías de solidificación. Y como solamente
la acción puede batirlos hasta hacerles que se “traben”, se multiplicarán
las consignas para suscitar sin cesar los comienzos de acción: aun
cuando esos comienzos no tengan resultado, acercan a los individuos,
provocan corrientes emocionales, permiten experimentar y controlar la
combatividad obrera. Los patronos y la minoría selecta profesional
tomarán pretexto de ello para reprochar a la burocracia preferir el
desorden a los verdaderos intereses obreros: el “buen” sindicalista,
según ellos, actúa en el buen momento, lleva su acción limpia,
claramente para obtener resultados limitados y termina la lucha en el
momento en que se han obtenido dichos resultados. Pero esta lucha,
fina y precisa, que comienza y termina en el orden, sólo es posible a
los sindicatos selectos que son enteramente actividad. La inercia de las
masas por el contrario, hace que el movimiento venga de fuera;
supone, pues, su contrapartida, la agitación, que tiene por objeto el
mantener, mediante un braceado perpetuo un rudimento de vida
colectiva allí donde la muerte corre el riesgo perpetuo de instalarse.

213
Jean-Paul Sartre

Sin la agitación, los grandes movimientos populares serían más


vacilantes, tardarían más tiempo en nacer, y se cedería con más
facilidad.

La extensión

El Obrero-Operario Especializado. es “intercambiable”, la competencia


ha cedido el lugar al monopolio: por esta doble razón, la huelga ya no
puede triunfar en el nivel de la empresa; tiene que extenderse a toda la
rama de la industria o a toda la nación. Por ello, en cada fábrica
particular, la decisión escapa al obrero. O mejor dicho, decide, pero
bajo presión: antes de la guerra pasada, apreciaba una situación local,
medía los riesgos y las oportunidades, entraba en acción por intereses
concretos; hoy en día se le pide que emprenda un movimiento que está
fuera de sus alcances y cuyo significado no puede más que entrever.
El militante sirve de intermediario entre el todo y las partes. El aparato
se ha identificado con el movimiento que se prepara; así, el funcionario
local habla en nombre de todos; cada uno de sus oyentes está aún
aislado en la masa pero se le hace comprender que el proletariado se
recompone por todas partes: no tiene más que ceder al entrenamiento
general y escapar a la soledad. Aun antes de que se acabe la
integración, experimentan la potencia coercitiva de una colectividad
primaria en vía de recomposición. Eso no ocurre sin alterar
profundamente la democracia sindical, en el sentido clásico del
término. Desde que el sujeto colectivo 96 se manifiesta, se le reconoce
por la presión que ejerce sobre sus miembros. Las decisiones se
toman a alta temperatura. Sin duda, hay que deliberar y las masas
pretenden decidir libremente la conducta a seguir. Pero saben que la
eficacia de su acción será proporcional a la integración del grupo. Cada

96
Entiendo por “sujeto colectivo” el sujeto de la praxis y no sé qué “conciencia colectiva”. El
sujeto es el grupo reunido por la situación, estructurado por su acción misma, diferenciado
por las exigencias objetivas de la praxis y por la división del trabajo, primero improvisado,
luego sistemático, que introduce, organizado por los dirigentes que elige o que descubre y
hallando en su persona, su propia unidad. Lo que se ha llamado el “poder carismático”
prueba lo bastante que la unidad concreta del grupo es proyectiva, es decir, necesaria-
mente exterior a él. La soberanía difusa, se reúne y se condensa en la persona del jefe que
la refleja en seguida en cada uno de sus miembros y cada cual, en la medida misma en
que obedece, se halla con respecto a los otros y a los extraños, depositario de la soberanía
total. Si hay un jefe, cada cual es jefe en nombre del jefe. Así, la “conciencia colectiva” está
necesariamente encarnada; para cada cual es la dimensión colectiva que capta en la
conciencia individual del otro.
214
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

cual puede dar su parecer; pero, para que una proposición sea
aceptada, no basta solo que sea práctica: como el peligro de
derrumbamiento subsiste en permanencia en el seno de la unidad, es
preciso que la moción propuesta realice el acuerdo de todos. Si una
opinión no logra reforzar la unidad colectiva, pasa y desaparece sin
dejar huellas, olvidada por los mismos que la han expresado primero.
Se dirá que igual ocurre en las asambleas parlamentarias, ya que la
minoría se inclina ante las decisiones de la mayoría. Pero eso no es
cierto: se inclina pero subsiste yuxtapuesta a la mayoría como su
tentación permanente, y conserva sus pretensiones de convertirse un
día en mayoritaria. En las masas, la mayoría se come a la minoría. O,
mejor, hay minorías en movimiento que se esbozan y desaparecen
desde que se han contado; y la unidad se rehace sin cesar por la
liquidación de los opositores: si se resisten, se llegará hasta hacerles
violencia: a los ojos del grupo, el disidente es un criminal que prefiere
su sentimiento particular a la opinión unánime, un traidor que, antes
que reconocer su error, acepta el riesgo de romper la cohesión obrera.
Nuestro gobierno ha sabido sacar partido de la situación: ha impuesto
la práctica del referéndum y extendido el derecho de voto a los no
sindicados. Se trataba, claro está, de proteger los derechos del
hombre. En realidad, se querían aflojar los lazos colectivos. Esta
superchería, muestra a la luz el abismo que separa una democracia
burguesa de una democracia de masas. Es cierto: votar levantando la
mano es ceder por adelantado a las presiones colectivas; pero el voto
secreto sume de nuevo a las masas en su dispersión original. Cada
cual, al hallar de nuevo su soledad, sólo expresa lo que piensa solo,
por no saber lo que pensaría en grupo; hace un momento, en el mitin o
en el taller, veía formarse su pensamiento, lo oía, lo conocía en los
labios de sus camaradas; ahora su opinión, si es que la tiene, es sólo
la ignorancia de la opinión de los otros. Al pretender salvar la persona,
nuestros ministros la han hecho caer al nivel del individuo. Esas
consultas favorecen la inercia: la decisión de luchar se toma en común,
en caliente; el entusiasmo es contagioso; pero en el aislamiento,
renace la duda; cada cual teme el desfallecimiento de los otros, se
vuelve a ser cualquiera. Un ejemplo entre mil: en noviembre de 1947,
los obreros de las fabricas Citroën deciden hacer la huelga en la
fábrica. La policía interviene y hace evacuar el local. A continuación, los
poderes públicos organizan un referéndum; el fin es manifiesto: se
hace votar a los obreros sobre un semifracaso. La C.G.T. les recomienda

215
Jean-Paul Sartre

en seguida la abstención. El referéndum se realiza: de los 10.000


inscriptos, hay 3820 abstencionistas: éstos son los duros, los que se
niegan a capitular. Y, naturalmente, son también los más hostiles a esta
forma de consulta popular. Entre los votantes, 1201 se declaran en
favor de la continuación de la huelga; de acuerdo con los primeros
sobre los objetivos y la táctica, no han seguido las consignas de la
C.G.T.; es que entienden usar libremente del derecho de voto, aun
siendo el gobierno quien lo garantice.97 En total, 5.021 partidarios de la
huelga. En favor de la vuelta al trabajo: 4.978 votos. Ahora bien, la
huelga comenzó sin voto previo; pero es evidente que no se habría
osado el decidirla con una mayoría tan pequeña. Dicho de otro modo,
los 5.000 “duros” han arrastrado a los otros; los vacilantes se han unido
al grupo por miedo a quedarse solos, los opositores se han callado,
abandonado su resistencia al reconocer su ineficacia. He aquí, pues,
dos clasificaciones diferentes; los patronos quedan en libertad de
pretender que la segunda es la única valedera: en realidad, son
valederas las dos, pero corresponden a dos estados muy distintos del
grupo. Es cierto que la evacuación de las fábricas ha dado un golpe
serio a los partidarios de la huelga. Sin embargo, sin el referéndum, la
huelga proseguía: y los indecisos se declaraban en su favor, por no
conocer un medio de pararla; el voto reaviva las vacilaciones de los
“blandos” y da valor a los opositores. De este modo, la huelga revela la
brusca integración del grupo y la consulta provoca su desintegración
parcial. La unidad de combate es una formación primaria que se
establece en la pasión y con frecuencia se mantiene por la fuerza. Los
funcionarios sindicales son autoritarios en la medida en que el grupo
los ha elegido para ejercer en su nombre la dictadura sobre cada uno
de sus miembros.

La radicalización
Las masas no dan nunca un mandato; no votan programas; indican el
fin a alcanzar; el militante es quien tiene que hallar el camino más
corto. Y sus exigencias son tan sencillas, que en principio parecen al
alcance de la mano: el pan, la vivienda, la derogación de una ley
malvada, el fin de una guerra.

97
Se podría suponer –pero faltan los detalles y no es más que una conjetura– que se trata
de obreros profesionales: son a la vez “duros” y partidarios de un sufragio que garantice los
derechos individuales.
216
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

En realidad, su deseo más elemental está separado de su objeto por el


universo, y sólo puede colmarse por un trabajo de larga duración.
¿Pan, viviendas? Ya hemos visto que habría que producir más y, por
consiguiente, renunciar completamente a las prácticas malthusianas, lo
que implica, por lo menos, que se forme otra mayoría y que otro
gobierno imponga su voluntad a los grandes patronos. La ilusión
“espontaneísta” inclina a las buenas almas a creer que la exigencia
popular es una política comprimida: bastaría con desplegarla para
hallar en ella el medio de satisfacerla. Eso no es así: la necesidad es
una carencia; puede servir de fundamento a un humanismo pero no a
una estrategia. Al reclamar el pan, las masas llevan sus representantes
a luchar contra el malthusianismo; pero su reivindicación no implica,
por si sola, una condenación de las prácticas malthusianas. 98 Así, el
militante toma a cargo suyo el conflicto permanente con que se
enfrenta el movimiento revolucionario, cuyas tareas son infinitas; y el
impulso revolucionario, que presenta los fines simultáneamente para
reclamar su realización inmediata. Ya que no pueden moverse sin
conmover la sociedad, las masas son revolucionarias por su situación
objetiva: para servirlas, los responsables deben elaborar una política
revolucionaria. Pero, por eso mismo, se oponen doblemente a ellas: el
objetivo preciso y limitado que se proponen alcanzar en tal momento
de la historia, es a la vez demasiado lejano y demasiado particular para
sus tropas. Demasiado particular: en la medida en que el fin que se las
propone es sólo un medio de alcanzar otro medio, no reconocen
siempre los fines absolutos por los cuales han aceptado combatir y
morir. Demasiado lejano: en la medida en que ese fin no es más que
un resultado técnico, se aleja de la satisfacción inmediata que
reivindican. Porque para ellas es un todo el reclamar el pan que el
establecimiento de un orden humano: pero no sacarán, por sí solas, la
conclusión de que hay que estar en pro o en contra de la escala móvil.
En una palabra, la esencia misma de las masas les impide pensar y
actuar políticamente. Y, sin duda alguna, la política del aparato es la
expresión práctica y temporal de su exigencia; y, como ellas
representan las formas mismas que pueden realizar la empresa
revolucionaria, se dirá que tienen los medios de esta política en la
medida misma en que son su fin. Pero como la estrategia es por

98
O, si se prefiere: objetivamente la satisfacción de esas exigencias es incompatible con el
mantenimiento de una economía depresiva. Pero pueden ser establecidas subjetivamente
sin que los obreros tengan el menor conocimiento del malthusianismo.
217
Jean-Paul Sartre

principio extraña para ellas, no se puede sostener, hablando con


propiedad, que las masas hacen esta política, sino más bien son sus
instrumentos. Claro está, los dirigentes se niegan a maniobrar sus
tropas: exhortan sin cesar, explican sin cesar y tratan de convencer.
Pero la dificultad no viene de los jefes, ni de sus relaciones con los
soldados; manifiesta sencillamente la contradicción fecunda que
enfrenta lo inmediato con lo diferido, el instante con la duración, la
necesidad con la empresa, la pasión con la actividad. Convencidos de
que es completamente imposible movilizar a las masas con fines
lejanos y abstractos, los dirigentes hacen un uso constante de lo que
se llama el “doble objetivo”; esto quiere decir que apoyan el objetivo
más general y alejado en un objetivo inmediato y concreto y que,
recíprocamente, no dejan nunca de mostrar, detrás del objetivo
próximo, un objetivo lejano que constituye, por así decir, el significado
político. De este modo explicarán a los asalariados que la
revalorización de los salarios está unida a la cesación de las
hostilidades en el Vietnam, y al desarme general. En cierto sentido,
este uso tan calumniado del “doble objetivo” es sólo un medio de
explicar la historia; se descubre a las masas las consecuencias lejanas
de su acción reivindicadora, se les enseña con qué condiciones
generales se satisfarán sus reivindicaciones. Y no es dudoso, en
efecto, que el proletariado, en la circunstancia presente, deba imponer
el desarme si quiere elevar su nivel de vida y que, recíprocamente,
frene cada día “el esfuerzo de la guerra”, en la medida en que defienda
su salario contra los patrones. Pero el carácter contradictorio de la
acción popular, su “desplazamiento”, su inestabilidad, sus bruscas
rigideces, sus imprevisibles derrumbamientos tienen por efecto sacar a
la luz la “politización” del sindicalismo. Una huelga ganada aparece
como un hecho total: su significado político no se aísla. Una huelga
perdida, es lo contrario: ¿los trabajadores han vuelto al trabajo porque
la caja sindical estaba vacía?; poco importa: siempre parece que han
renegado de sus jefes; ¿y qué han desautorizado sino la política de la
huelga? El aparato queda en el aire, abstraído su “distancia de las
masas” se acentúa; reviste a los ojos de todos el aspecto de una
burocracia política. Los jefes decían a las masas: al luchar por vuestros
salarios, no olvidéis que lucháis también contra la guerra. Vencidas por
el hambre, las masas abandonan provisionalmente la lucha: de ello se
saca la conclusión que no les importa el desarme.

218
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

Al fraccionamiento del proletariado corresponde un estallido de la


soberanía popular. Para la minoría selecta profesional, la soberanía se
funda en el mérito, es decir, en la competencia, la energía y la cultura:
el peón no es “soberano”, por su parte, más que en la medida exacta
en que está encuadrado, entrenado, controlado. Para el obrero
especializado, la soberanía emana directamente de las masas y sólo
de ellas; se identifica al movimiento por el cual, bajo la presión de las
circunstancias exteriores, se constituyen en cuerpo. La clase obrera
está desgarrada por un conflicto de poderes.
El pluralismo sindical es, pues, más un efecto que una causa: sin duda
contribuye a acrecentar las divisiones obreras, pero en primer lugar no
hace más que reflejarlas. Antes del 36, la C.G.T. de Jouhaux agrupaba
esencialmente a los obreros profesionales, a los funcionarios o
trabajadores de servicios públicos y a pequeños empleados; en
general, “la minoría selecta” del secundario y algunos elementos del
terciario. Después de la fusión del 36, que se operó en caliente y bajo
la presión de los acontecimientos, esos militantes se inquietaron:
hablaban ya de colonización; en las proximidades de la guerra, se
apresuraron a recobrar su libertad. Después de la liberación, los
efectivos de la C.G.T. se hinchan de nuevo; la C.F.T.C. queda sola
frente a ella; la unidad orgánica está a la orden del día. Pero casi en
seguida los antiguos militantes de la C.G.T.-Jouhaux se quejan de no
estar ya en su casa. “Parecen extraños en su propio hogar”, escribe
Bothereau en 1947.
La frase es reveladora: la C.G.T. del 45, a pesar de su nombre
venerable, tiene todos los caracteres de una organización nueva y que
busca aún su camino; pero la “minoría selecta” obrera persiste en
considerarla como una institución muy antigua y que le pertenece:
acoge en sí a los recién venidos como si fuese su propia casa y
deplora la mala educación de los invitados. Claro está, que esos
militantes no sueñan con incriminar a sus camaradas de la gran
industria racionalizada; acusan a los dirigentes comunistas; sin ellos, la
unidad sindical se mantendría sola. Pero los reproches que dirigen al
P.C. alcanzan primero a las masas. Los comunistas, dicen, prefieren
los trabajadores desorganizados a los militantes experimentados: los
primeros son más fáciles de maniobrar que los segundos.

219
Jean-Paul Sartre

¿Pero es acaso menoscabarlos decir que representan las masas mejor


que la minoría selecta? Los nuevos dirigentes recurren a la violencia
con demasiada facilidad, mantienen en las fábricas una agitación sin
objeto que daña los intereses del proletariado, dan prueba en las
negociaciones de una intransigencia que corre el riesgo de hacerlas
fracasar. ¿Se concibe que esta barbarie escandalice a los militantes
avisados?
Pero antes he mostrado que la violencia nace de la misma situación; la
agitación no es más que la lucha perpetua contra la acción continua de
las fuerzas masificadoras; en cuanto a la intransigencia, tiene dos
causas principales: primero, que la condición del O.E. es intolerable; y
luego, que no tiene la posibilidad de maniobrar, como su solo recurso
es la violencia, hace valer sus reivindicaciones en un clima de
violencia: se ocupa la fábrica, la policía la hará evacuar; disparará si
hay resistencia; la situación no es propicia a la componenda: se
necesita mucho valor y mucha cólera para hacer frente a los peligros;
las masas consideran, pues, al patrono como un enemigo; las
concesiones, las conciliaciones, las tienen por traiciones: exigen todo,
mientras resisten; si sus fuerzas les abandonan, se derrumban. Los
dirigentes comunistas han ahogado la democracia sindical. ¿Pero
cuál? La única que se ha practicado era aristocrática. La “minoría
selecta” ha olvidado que una democracia puede ser autoritaria si la
autoridad emana de las mismas masas. La “dictadura” sindical –si hay
dictadura– se ejerce sobre las minorías en nombre de la mayoría, pero
sería absurdo creer que se pueda ejercer sobre la mayoría misma: no
se puede movilizar ni maniobrar a las masas, se determinan a la acción
cuando se transforman en comodidad activa bajo la acción de las
circunstancias exteriores.
¿Los sindicatos “comunistas” están politizados? Es que la existencia de
las masas como tales es incompatible con el régimen económico y
social que las produce. Me explicaré: no pretendo que la estructura
actual del P.C., sus objetivos y sus métodos estén entera y exclusiva-
mente determinados por las exigencias objetivas del O.E.; ese partido
tiene su historia, su dialéctica propia; está condicionado por el
universo. Pero sostengo que esas acusaciones están dirigidas a las
masas en primer lugar; el militante de selección las condena a través
de una tercera persona; tiene miedo de ellas y le fascinan; mañana, la
automatización de las tareas le puede rebajar a la altura del O.E.

220
LOS COMUNISTAS Y LA PAZ

A su vez, los representantes de las masas acusan F.O. y la C.F.T.C. de


hacer “taimadamente” política y tienen razón. Cuando todo está unido,
el malthusianismo y la miseria, el alza de los precios, el rearme y la
marshallización, rechazar la política del P.C. es hacer la del Gobierno;
además la C.G.T.-F.O. se apoya sobre el partido socialista y la C.F.T.C.
sobre los ministros M.R.P. Contener las reivindicaciones obreras en el
terreno económico y profesional, es querer cambiar los efectos sin
tocar las causas: es, sobre todo, dejar las manos libres a la mayoría
parlamentaria. Se quiere obtener el máximo en el cuadro del régimen;
se piden pequeños favores y, para merecerlos, se condena el
comunismo en los discursos “apolíticos” y se recibe “apolíticamente”, a
los emisarios de los sindicatos norteamericanos. Y, sin embargo, los
reproches que la C.G.T. dirige a los dirigentes, llegan también al
militante de base: después de todo, Forcé Ouvriére, hasta en 1947,
sólo representaba una “tendencia” minoritaria de la C.G.T.; ni Jouhaux
ni sus lugartenientes querían tomar la iniciativa de romper la unidad, y
los militantes de provincia son los que han impuesto la ruptura
amenazando con no renovar sus carnets sindicales. En la conferencia
de los Amigos de Force Ouvriére, convocados precipitadamente, los
dirigentes propusieron un arreglo: se exigiría a los “mayoritarios” la
“democratización” de la C.G.T. En vano: los militantes no quisieron
saber nada y el estado mayor los siguió de mala gana en la secesión. 99
¿Diremos que las masas se han colocado todas detrás de la C.G.T.?
¿Que sólo los obreros profesionales se han inscrito en F.O. o en la
C.F.T.C.? Eso sería simplificar. Muchos obreros calificados se han
quedado en la C.G.T. por disciplina de clase.100 Otros han ingresado en
los sindicatos autónomos. Y luego el carácter confesional de la C.G.T.
viene a complicar aún más el problema: en ciertas regiones, la
corriente de descristianización no ha penetrado aún en las masas. De
todos modos, si se toman las cosas en su parte principal, nuestra
división sigue siendo verdadera: la C.G.T. polariza las tendencias
revolucionarias del proletariado mecanizado de la gran industria; la
mayoría de los otros sindicatos representan la tendencia reformista de
una minoría selecta profesional que lucha contra la descalificación.

99
Las huelgas del verano pasado permiten, por el contrario, esperar un acercamiento
impuesto por la base.
100
La Federación del Libro, por 28.000 votos frente a 18.000 decidió, en 1947, seguir en la
C.G.T., a pesar de una larga tradición reformista.
221
Jean-Paul Sartre

En un sentido, el pluralismo sindical es legítimo ya que es el reflejo de


un profundo desgarrón; en otro, es una catástrofe para la clase obrera,
ya que la pluralidad de los aparatos agrava los conflictos dando
configuración y límites a cada una de las tendencias y obligando a
cada grupo a definirse mediante su oposición a los otros. Pero, de
todos modos, el desgarrón tiene una causa más profunda: es el más
bello regalo que el malthusianismo patronal ha hecho a la clase obrera.

222

También podría gustarte

pFad - Phonifier reborn

Pfad - The Proxy pFad of © 2024 Garber Painting. All rights reserved.

Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.


Alternative Proxies:

Alternative Proxy

pFad Proxy

pFad v3 Proxy

pFad v4 Proxy