El Enfriamiento Espiritual

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El enfriamiento espiritual

Octavius Winslow

El enfriamiento espiritual

Publicado por Editorial Peregrino, SL


La Almazara, 19
13350 Moral de Calatrava (Ciudad Real) España
www.editorialperegrino.com
info@editorialperegrino.com

Publicado originalmente en inglés en 1841 con el título


Personal Declension and Revival of Religion in the Soul

Primera edición en español: 2013

Copyright © Editorial Peregrino, S.L. 2013 para la versión española. Todos los derechos reservados. Ninguna
parte de este libro se puede reproducir, guardar o transmitir en ninguna forma —electrónica, mecánica,
fotocopiada, grabada, u otra— sin previo permiso del editor, a excepción de citas breves con el propósito de
comentar.

Winslow, O. (2013). El enfriamiento espiritual. Moral de Calatrava, Ciudad Real: Editorial Peregrino.
Exportado de Software Bíblico Logos, 21:59 7 de julio de 2020. 1
Traducción del inglés: David Cánovas Williams
Revisión de estilo y versificación de algunos himnos: Demetrio Cánovas Moreno
Diseño de la cubierta: Latido Creativo

Las citas bíblicas están tomadas de la Versión Reina-Valera 1960


© Sociedades Bíblicas Unidas, excepto cuando se cite otra
LBLA = La Biblia de las Américas

ISBN: 978-84-15951-01-8
Depósito legal: CR 689-2013

Índice

Prefacio

1. El enfriamiento incipiente

2. El enfriamiento en el amor

3. El enfriamiento en la fe

4. El enfriamiento en la oración

5. El enfriamiento en lo tocante al error doctrinal

6. De entristecer al Espíritu

7. El profesante fructífero y el estéril

8. El Señor como restaurador de su pueblo

9. El Señor como guardador de su pueblo

Prefacio

Todo verdadero creyente en Jesucristo habrá de reconocer que la materia de este


humilde volumen es profundamente solemne y escrutadora. El autor ha considerado

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durante largo tiempo la necesidad de una obra de este tipo. Mientras otros autores más
capaces dedican sus plumas o bien a defender la vanguardia del cristianismo, o a
despertar a una Iglesia somnolienta para reforzar su actuación en la gran obra de la
benevolencia cristiana, este autor ha estimado que si tan solo pudiera ser utilizado, de la
manera más humilde, para desviar la mirada del creyente de los deslumbrantes y casi
enloquecedores acontecimientos a su alrededor y fijarla en el estado de su propia
religión personal, estaría prestando un servicio a la Iglesia igualmente necesario e
importante en su elevada y agitada posición actual.
Es preciso reconocer que el carácter y las tendencias de nuestra época no favorecen la
reflexión profunda y madura con respecto a la vida espiritual oculta del alma.
Entregada como está la Iglesia de Dios a su brillante y benévola obra; profundamente
involucrada en disponer y llevar a cabo nuevos y eficaces planes de ataque contra el
dominio del pecado; y obligada con una mano a blandir la espada espiritual en defensa
de la fe que, con la otra, está construyendo; pocas son las fuerzas que le quedan y el
tiempo de que se dispone para un examen meticuloso, ferviente y regular del estado
personal y espiritual de la gracia en el alma. Este, pues, debido a que se deja de lado y en
barbecho, puede caer en un estado del mayor y más doloroso enfriamiento. «Me
pusieron a guardar las viñas; y mi viña, que era mía, no guardé» (Cantares 1:6).
El humilde propósito del autor en esta obra, pues, consiste en apartar
momentáneamente al lector de las consideraciones meramente formales del
cristianismo y ayudar al creyente a responder a esta solemne y escrutadora pregunta:
“¿Cuál es el estado espiritual de mi alma ante Dios en este momento?». En las sucesivas
páginas se le instará a olvidar la profesión de fe cristiana que sostiene, su insignia
identificativa, y el nombre por el que se le conoce; a dejar de lado por unas pocas horas
todos los deberes, compromisos y emociones cristianos, y a afrontar esta cuestión plena
y sinceramente.
El autor no ha considerado oportuno ornamentar esta obra con sabiduría y
elocuencia humanas: el tema tratado es demasiado solemne y temible para ello. El
terreno que ha atravesado es tan santo que ha considerado necesario descalzarse y
renunciar a todo aquello que no esté en estricta conformidad con el carácter espiritual
del tema. Nadie más es consciente que el autor mismo de las huellas de imperfección
humana que salpican cada página; nadie puede sentirse más humilde. Sin duda, tan
consciente ha sido de las deficiencias en su tratamiento del tema que, de no ser por su

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inmensa importancia y por las exigencias que hay de tratarlo casi de cualquier manera,
que más de una vez se ha visto tentado a retirarlo de la imprenta. ¡Que el Espíritu de
Dios acompañe su lectura de poder y unción, y que a él, y al Padre y al Hijo, sea toda la
gloria!

Leamington Spa
Septiembre de 1841

Capítulo 1

El enfriamiento incipiente
«De sus caminos será hastiado el necio de corazón»
(Proverbios 14:14)

Si hay alguna consideración que infunda más humildad que ninguna otra a un
creyente de mentalidad espiritual es que, después de todo lo que Dios ha hecho por él;
después de todas las abundantes demostraciones de su gracia, la paciencia y la ternura
de su instrucción, la repetida disciplina de su pacto, y las lecciones impartidas por la
experiencia, aún exista en el corazón un principio cuya tendencia es la de apartarse
secreta, perpetua y alarmantemente de Dios. Sin duda, este solemne hecho es motivo de
sobra para postrarse completamente ante él.
Si, en este primer planteamiento del asunto que estamos tratando, podemos atribuir
una causa al creciente poder que se le permite ejercer en el alma a este principio latente
y sutil, tendríamos que hablar de la tendencia perpetua del creyente a olvidar la verdad
de que no hay ningún elemento esencial en la gracia divina que lo proteja del mayor de
los enfriamientos si con!a únicamente en sus propias fuerzas; tales son las influencias
hostiles que lo rodean, tales son los feroces ataques a los que está expuesto, y tal es la
débil resistencia que es capaz de ofrecer, que no hay momento en que —por gloriosas
que hayan sido sus anteriores victorias— el proceso del enfriamiento en el alma no
pueda haber dado comienzo ya de forma inadvertida. Hay una tendencia en nosotros a
deificar las virtudes del Espíritu. A menudo concebimos la fe, el amor y las virtudes

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asociadas como si fueran intrínsecamente omnipotentes. Olvidamos que, aun cuando
son de un origen indudablemente divino, de una naturaleza espiritual y con un efecto
santificador, no son capaces de mantenerse de forma autónoma, sino por medio de la
vida y el alimento que reciben constantemente de Jesús; que, en el momento en que se
las deja a su merced, se produce un decaimiento y un enfriamiento inevitables.
Comoquiera que sea, aquí hemos de reivindicar una verdad muy importante y
valiosa, esto es, la naturaleza indestructible de la gracia verdadera. La gracia genuina en
el alma nunca puede llegar a desaparecer del todo; la fe genuina no puede flaquear
completa y definitivamente. Solo hablamos de su debilitamiento. Una flor puede
marchitarse y aun así mantenerse viva; una planta puede estar débil y seguir viva a pesar
de ello. En el enfriamiento espiritual más acusado, en el estado de gracia más débil
imaginable, siempre queda algo de vida. En medio de todas sus desviaciones, de sus idas
y venidas, de sus extravíos y restauraciones, el creyente en Jesús es «guardado por el
poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación». No puede caer del todo; no
puede perderse por completo. Lo guarda la inmutabilidad de Dios; lo guarda el pacto de
gracia; lo guarda la obra consumada de Jesús; lo guarda el Espíritu que mora en él, y lo
guarda para la gloria eterna. Afirmamos, pues, que la gracia eterna es indestructible;
jamás puede desaparecer. Pero puede debilitarse; y ahora invitamos al lector a
considerar con atención este solemne y crucial asunto. Nos proponemos exponer la
cuestión del enfriamiento espiritual de la religión en el alma en algunas de sus
numerosas variantes y fases, y a recomendar esos medios que Dios ha dispuesto y
bendecido para su restauración y avivamiento.
Creyendo, tal como hacemos, que ningún hijo de Dios puede llegar a caer en un
estado de enfriamiento interior y de relapso exterior sin que medie una serie de pasos
lentos y graduales; y creyendo asimismo que el proceso de declive espiritual puede
avanzar en los recovecos ocultos del alma sin despertar la menor sospecha o temor en el
creyente; consideramos de la mayor importancia revelar este estado en su modalidad
oculta e incipiente. ¡Que el Espíritu del Señor alumbre las mentes del autor y del lector,
que llene los corazones de humildad, y que fije el ojo de la fe única y exclusivamente en
Jesús, a medida que desarrollemos una cuestión tan puramente espiritual y
profundamente escrutadora!
Comenzamos con una breve exposición de una doctrina que hemos de considerar el
telón de fondo del asunto que vamos a tratar, esto es, la vida de Dios en el alma del

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hombre. El creyente en Jesús es partícipe de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4). Es
«nacido del Espíritu»; Cristo mora en él por fe; y en eso consiste su nueva vida
espiritual. Una expresión simple pero viva del apóstol nos presenta la doctrina y
confirma el hecho. «Cristo en vosotros» (Colosenses 1:27). No se trata tanto de que el
creyente viva como de que Cristo vive en él. Así, el apóstol lo expresa de esta forma: «Con
Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gálatas
2:20). ¿Consideramos que la historia de Pablo ejemplifica esta doctrina? Observemos el
gran secreto de su extraordinaria vida. Vivió plenamente entregado a Cristo, y el
motivo de ello es que Cristo vivía espiritualmente en él. Esto es lo que le proporcionó
una sabiduría tan profunda, un conocimiento tan rico, la valentía con que predicaba, su
celo infatigable, su incansable tesón, su paciencia en el sufrimiento y el éxito de su obra:
Cristo vivía en él. Y eso es lo que constituye la santa y elevada vida de todo hijo de Dios:
«Cristo, vuestra vida» (Colosenses 3:4). Como cabeza del pacto y mediador de su
pueblo, se le ha concedido tener vida en él para que dé vida a todos los que el Padre le ha
entregado. Cristo posee esta vida (Juan 5:26); Cristo la comunica (Juan 5:25); Cristo la
mantiene (Juan 6:57); y Cristo la corona con gloria eterna (Juan 17:24).
Una de las características propias de la vida de Dios en el alma es que se encuentra
oculta. «Vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Colosenses 3:3). Se trata de
una vida escondida. Su naturaleza, su origen, sus actos, su sustento están ocultos a los
ojos de los hombres. «El mundo no nos conoce» (1 Juan 3:1). No conoció a Jesús cuando
estuvo en la carne, o de otro modo no habría crucificado al Señor de vida y de gloria.
¿Puede sorprendernos que no lo conozca al morar de manera más oculta aún en los
corazones de sus miembros? Crucificó a Cristo en persona, lo ha crucificado en las
personas de sus santos y, de ser capaz, volvería a crucificarlo. Y, sin embargo, hay algo
en la vida divina del creyente que despierta la admiración en un mundo que rechaza a
Cristo. Que el creyente sea desconocido y a la vez conocido; que deba morir y a la vez
viva; que sea castigado y no matado; que sufra y a la vez se regocije perpetuamente; que
sea pobre y a la vez enriquezca a muchos; que no tenga nada y a la vez lo posea todo;
todo esto es sin duda un enigma, una paradoja, para la mente carnal. Ciertamente, hay
momentos en que el cristiano es un enigma para sí mismo. ¿Cómo puede mantenerse la
vida divina en el alma rodeada de tantas cosas que la debilitan, mantenida con vida
entre tantas cosas que la mortifican, esa chispa brillante que no se extingue a pesar de
quedar oscurecida en la tempestad? Por abandonar toda alegoría: la forma en que su

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alma avanza ante la mayor oposición, se eleva cuando más oprimida está, se regocija en
la mayor de las aflicciones y canta con más fuerza y entusiasmo cuando más onerosa es
su cruz y más profundamente clavado está el aguijón, bien puede llevarle a exclamar:
“¡Soy una maravilla para los demás, pero mucho más para mí mismo!». Pero, si bien la
naturaleza y el fundamento de la vida divina en el alma se encuentran ocultos, no
sucede lo mismo con sus efectos, y estos demuestran su existencia y su veracidad. El
mundo tiene puesta su mirada fija y escrutadora en el creyente. Advierte cada uno de
sus pasos, examina con detenimiento cada uno de sus actos y analiza sus motivos
ocultos. Ningún defecto, ninguna desviación, ninguna contemporización, escapan a su
atención o a su condena: espera (y está perfectamente acreditado para ello) una armonía
absoluta entre los principios y la praxis; censura (y está en su pleno derecho) cualquier
discrepancia flagrante entre ambos. Afirmamos, pues, que el mundo impío observa los
efectos de la vida de Dios en el alma del creyente. Hay algo en el caminar honrado y
recto de un hijo de Dios que llama la atención de los hombres y los sorprende, y no
pueden más que admirarlo y maravillarse de ello a pesar de su odio y de su desprecio.
Otra característica adicional de la vida divina en el alma es su seguridad. «Vuestra
vida está escondida con Cristo en Dios». Allí nada puede tocarla: no hay fuerza capaz
de destruirla. Está «escondida con Cristo», el Hijo amado del Padre, el deleite, la gloria,
el tesoro más valioso y preciado de Jehová; y, más aún, está «escondida con Cristo en
Dios», en la mano, en el corazón, en la omnipotencia, en la mismísima eternidad de
Dios. ¡Qué perfecta seguridad la de la vida espiritual del creyente! Ningún poder en la
tierra o en el Infierno puede afectarla. Quizá sufra el asedio de Satanás, los ataques de la
corrupción, el escarnio de los hombres, y puede que en un momento de incredulidad y
en la hora de la prueba más dura, el mismísimo creyente dude de su existencia; sin
embargo, ahí está, profundamente alojada en la eternidad de Dios, ligada con el corazón
y la existencia de Jehová, y ningún enemigo puede destruirla. «Es tan probable —afirma
Charnock— que Satanás pueda privar al creyente de su vida espiritual o destruir ese
principio de gracia que Dios ha implantado en él como que pueda expulsar a Dios del
Cielo, minar la seguridad de Cristo y arrancarlo del seno del Padre». Pero alguien
mayor que Charnock afirmó: «Yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las
arrebatará de mi mano» (Juan 10:28). Que las ovejas y los corderos de la «manada
pequeña» se regocijen porque el Pastor vive y porque, debido a que él vive, también ellos
vivirán. Pero pasamos ahora a la consideración del enfriamiento de esta vida en el alma.

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Por un estado de enfriamiento incipiente entendemos ese debilitamiento de la gracia y
la vida espirituales en el creyente que caracteriza a su etapa más temprana y oculta. Está
latente y escondido, por cuanto es más insospechado y tanto más peligroso. El doloroso
proceso de la enfermedad espiritual puede desarrollarse de una manera tan discreta,
silenciosa e inadvertida que su víctima puede haber perdido mucho terreno, buena
parte de sus virtudes y de su vigor, y haber sido engañado para que caiga en un
preocupante estado de esterilidad y debilitamiento espirituales sin que siquiera
albergue la menor sospecha de ello. Tal como le sucedió a Sansón, puede que se
despierte de su sueño y diga: «Esta vez saldré como las otras y me escaparé. Pero él no
sabía que Jehová ya se había apartado de él» (Jueces 16:20). O quizá se parezca a Efraín,
de quien se dice: «Devoraron extraños su fuerza, y él no lo supo; y aun canas le han
cubierto, y él no lo supo» (Oseas 7:9). Este es el estado del alma que nos aprestamos a
examinar: un estado que no tiene que ver con la mirada de los hombres, sino de forma
especial e inmediata con un Dios santo y escrutador. Al considerar el estado de un
relapso de corazón podemos mostrar, en primera instancia, lo que no implica
forzosamente un estado de enfriamiento incipiente.
Y, primeramente, no implica alteración alguna del carácter esencial de la gracia
divina, sino un declive oculto de la salud, el vigor y el ejercicio de esa gracia en el alma.
Tal como sucede en el cuerpo animal, el corazón no se ve despojado en modo alguno de
su función natural cuando, por causa de la enfermedad, no emite más que unos débiles
latidos al organismo; igualmente, en la constitución espiritual del creyente, la gracia
divina puede estar enferma, débil e inoperante y, sin embargo, conservar su carácter y
sus propiedades. Quizá el pulso sea débil, pero sigue latiendo; puede que la semilla no
fructifique, pero «vive y permanece para siempre»; quizá la naturaleza divina
languidezca, pero jamás podrá entremezclarse o entrar en connivencia con ninguna
otra, y siempre mantendrá su divinidad pura e inalterada. Y, sin embargo, aun cuando
no experimente modificaciones en su naturaleza, la gracia divina puede debilitarse
hasta extremos alarmantes en su vigor y su ejercicio. Puede enfermar, flaquear y estar al
borde de la muerte; puede quedar tan debilitada por su declive que sea incapaz de
ofrecer resistencia a los avances de una fuerte corrupción; tan inoperante y doblegada
que la pereza, la mundanalidad, el orgullo, la carnalidad, y sus vicios asociados,
obtengan una victoria fácil y cómoda sobre ella.
Este declive de la gracia puede avanzar igualmente sin que se produzca un marcado

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declive en el discernimiento espiritual del juicio, en lo tocante a la belleza y la
pertinencia de la verdad espiritual. La pérdida del disfrute espiritual, no de la percepción
de la belleza y la armonía de la verdad, ese será el síntoma que traicione el verdadero
estado del alma. El juicio no perderá un ápice de su claridad, pero el corazón se quedará
si buena parte de su fervor; las verdades de la Revelación, en especial las doctrinas de la
gracia, ocuparán la misma posición destacada en lo referente a su valor y su belleza y,
sin embargo, es posible que la influencia de estas verdades pase prácticamente
inadvertida. Se ofrecerá el asentimiento a la Palabra de Dios; pero puede que el creyente
sea casi del todo ajeno a ella como instrumento de santificación, de humillación o de
alimento; sin duda, será forzosamente así mientras este proceso de enfriamiento oculto
se vaya desarrollando en su alma.
Es posible que este estado de enfriamiento incipiente no implique un descenso en el
listón de la santidad; y, sin embargo, el corazón no se elevará, ni la mente intentará
alcanzar una conformidad práctica con ese listón. El juicio reconocerá la ley divina, tal
como está encarnada en la vida de Cristo, como la regla para la conducta del creyente; y,
sin embargo, puede que la piedad vital se haya debilitado hasta un punto tan bajo que no
exista un anhelo de conformidad con Cristo, un deseo de santidad, una “[resistencia]
hasta la sangre, combatiendo contra el pecado». ¡Qué alarmante estado es el de un
cristiano cuando su corazón contradice su juicio y su vida desmiente su profesión de fe;
cuando hay más conocimiento de la verdad que experiencia de su poder, más claridad en
el entendimiento que gracia en los sentimientos, más pretensión en la profesión que
santidad y espiritualidad en la conducta! Y, sin embargo, un cristiano profesante puede
verse reducido a este triste y trágico estado. ¡Cómo debería inducir esto al hombre de
ideas vacías, de meros credos, de elevadas pretensiones, de ortodoxia fría e inerte, a
detenerse, escudriñar su corazón y dilucidar el verdadero estado de su alma ante Dios!
Nuevamente, este estado de oculto alejamiento de Dios puede coexistir con una
rígida observancia exterior de los medios de gracia; y, sin embargo, estos medios no
serán de utilidad o disfrute alguno. Y es posible que esta sea la gran canción de cuna del
alma: mecido hasta sumirse en el sueño por una religión formal, el creyente cae en el
engaño de creer que su corazón está en lo correcto y que su alma prospera a los ojos de
Dios. Y no solo eso, un creyente en declive puede llegar a hundirse de tal modo en un
estado de formalismo que sustituya un caminar íntimo y secreto con Dios por los
medios de gracia públicos. Quizá haya hecho su morada en los atrios exteriores del

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Templo; puede que viva meramente en el pórtico del santuario. Un retiro frecuente, o
siquiera ocasional, consagrado a la meditación, al examen propio, a la lectura de la
Palabra de Dios, y a una oración en privado, pueden dejar paso a cierta clase de piedad
exterior y enfática. Las reuniones públicas y de comités, las sociedades religiosas, los
compromisos laborales y profesionales, guardar una apariencia religiosa; todo ello, aun
cuando tenga su importancia en un segundo plano, puede expulsar a Dios del alma y
excluir a Cristo del corazón. Y que a un creyente le satisfaga «vivir a este pobre ritmo
mortal», conforme con vivir entre el jaleo y el bullicio de las obras exteriores, es uno de
los síntomas más palpables y alarmantes del debilitamiento de la vida de Dios en su
alma. Pero compendiemos algunas de las señales positivas de un estado incipiente y
oculto de enfriamiento espiritual.
Cuando un profesante puede proseguir con sus acostumbrados deberes religiosos de
manera estricta, regular y formal, sin que ello le produzca un sentimiento de disfrute de
Dios, una cercanía filial, un quebrantamiento y una ternura, y una conciencia de grato
regreso en ellos, puede sospechar que su alma se encuentra en un estado de secreto e
incipiente alejamiento de Dios. ¿Qué otro síntoma más elocuente requiere de su
verdadero estado que el hecho de que satisfaga y alimente su alma —si es que tal cosa
puede calificarse de alimento— con un formalismo inerte? Un estado saludable y
vigoroso de la religión en el alma exige mayor alimento y sustento que este. Un creyente
que anhela a Dios, que tiene hambre y sed de justicia, cuya gracia medra, cuyo corazón
está profundamente involucrado en sus deberes espirituales, vivaz, con espíritu de
oración, humildad y ternura, que se eleva en su naturaleza y sus deseos; un estado
caracterizado por estas cosas no puede conformarse con el aspecto formal e inerte de los
deberes religiosos. Cuando la vida de Dios en el alma se encuentra en un estado
saludable no puede considerar todo eso más que algarrobas: ansía más; tendrá hambre y
sed, y ese anhelo espiritual habrá de ser satisfecho. Nada puede satisfacerla y saciarla
salvo vivir de Cristo, el pan y el agua de vida. «Yo soy el pan de vida». «Si alguno tiene
sed, venga a mí y beba». «Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera
bebida». La persona profesante que se pasa la vida sin este alimento, exponiendo a su
alma a la inanición, bien puede exclamar: “¡Mi desdicha, mi desdicha, ay de mí!». ¡Qué
solemnes son estas palabras del Señor para tales personas!: «De cierto, de cierto os digo:
Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en
vosotros» (Juan 6:53).

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Por otro lado, cuando un profesante puede leer su Biblia sin percibir sabor espiritual
alguno, o no escudriñarla con un sincero deseo de conocer el sentir del Espíritu con
miras a tener una conducta santa y obediente, sino impulsado meramente por la
curiosidad o por un apetito literario, es una prueba segura de que su alma está
retrocediendo en términos de una espiritualidad real. Nada hay, quizá, que indique tan
a las claras el tono de la espiritualidad de un creyente como los ojos con que mira las
Escrituras. Se pueden leer como si fueran un libro cualquiera, sin una profunda y
solemne convicción de que «toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para
enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre
de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra» (2 Timoteo
3:16–17). Se pueden leer sin deleite espiritual, sin que conduzcan a la oración, sin
atesorarlas en el corazón ni tener en cuenta sus santos preceptos en la vida cotidiana, su
dulce consuelo, sus fieles advertencias, sus afectuosas admoniciones y sus tiernos
reproches. Y, así leídas, ¿cómo puede esperar un creyente obtener de las Escrituras esa
«utilidad» para la que fueron tan expresamente concebidas?
Cuando un cristiano profesante puede orar y, sin embargo, reconocer que carece de
cercanía alguna al trono, que no llega a tocar el cetro ni tiene comunión con Dios;
cuando le llama «Padre» sin tener la conciencia de ser adoptado; cuando confiesa el
pecado de forma general, sin buscar a Dios por medio de la cruz; cuando no siente que
cuenta con la atención y el corazón de Dios, estamos ante pruebas incontrovertibles de
un estado de enfriamiento de la religión en el alma. Y cuando, además de eso, es incapaz
de encontrar solaz en el ministerio espiritual de la Palabra; cuando se siente incómodo e
insatisfecho ante la exposición práctica y escrutadora de la verdad; cuando se prefiere
las doctrinas a los preceptos, las promesas a los mandatos, los consuelos del evangelio a
sus admoniciones, estamos ante un estado de enfriamiento incipiente.
Cuando el creyente tiene escaso trato con Cristo; cuando acude a su sangre en raras
ocasiones; cuando vive raramente en su plenitud; cuando apenas menciona su amor y su
gloria, los síntomas de enfriamiento en el alma son palpables. Puede que no haya
criterio más seguro que este para determinar el estado del alma. Podríamos comprobar
el estado de la religión de un hombre, tanto en lo concerniente a su naturaleza como a
su desarrollo, mediante la respuesta a la siguiente pregunta: “¿Qué opinión tienes de
Cristo?». ¿Riega su sangre las raíces de tu profesión? ¿Te eleva su justicia por encima de
ti mismo y te ofrece un acceso inmediato y libre a Dios? ¿Inunda tu corazón la dulzura

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de su amor y desborda tus labios la fragancia de su nombre? ¿Presentas a diario tus
corrupciones ante su gracia, tu culpa ante su sangre, tus tribulaciones ante su corazón?
En pocas palabras: ¿es Jesús la esencia de tu vida, la fuente de tu santificación, el origen
de tus gozos, el estribillo de tu canción, el gran objeto glorioso sobre el que tienes
puesta perennemente la mirada, el blanco al que prosigues siempre? No te ofendas,
lector, si hacemos notar que un profesante puede hablar bien de Cristo y rendir tributo a
su nombre, contribuir a su causa y propagar su Reino y, sin embargo, no llegar a tener a
Cristo en su corazón, la esperanza de su gloria. Hablar de religión, de los ministros o las
iglesias o demostrar un celo formal por su crecimiento no es la esencia constitutiva de
un hombre verdaderamente espiritual ni tampoco es indicativo de ello. Y, sin embargo,
¿cuántas de estas cosas no pasan hoy día por ser la vida de Dios en el alma? Ojalá que
entre los amados santos de Dios oyéramos hablar menos de ministros y más de Jesús;
menos de sermones y más del poder de la verdad en sus almas; menos de «yo soy de
Pablo» y «yo de Apolos» y más de «yo soy de Cristo».
Una conducta hostil hacia otros cristianos es sintomática de un estado de gracia pobre
en el alma. Cuanto más ocupado está el corazón con el amor de Cristo, menos espacio
queda para la hostilidad hacia sus santos. Existe tan poco amor hacia los seguidores de
Jesús porque se le profesa muy poco a él mismo. A medida que la mente se vuelve
espiritual, empieza a elevarse por encima de nombres y distinciones partidistas;
renuncia a sus ideas estrechas y limitadas, se despoja de sus prejuicios hacia otros
sectores de la Iglesia, y abraza con afecto cristiano a todos «los que aman a nuestro
Señor Jesucristo con amor inalterable». Al defender un amor cristiano más amplio, no
estamos sacrificando la verdad en modo alguno, ni tampoco comprometiendo nuestros
principios o inmolando la conciencia en el altar de un liberalismo incrédulo. Lo que
pedimos es que haya más de ese amor cristiano, esa delicadeza y esa bondad que dejan
lugar al criterio personal, respetan un mantenimiento escrupuloso de la verdad y
conceden a los demás los mismos privilegios que reclama para sí. Si se producen
discrepancias, tal como sucede forzosamente, entre el criterio de muchos santos, ¿será
preciso que haya también una separación en el afecto? Creemos que tal cosa está muy
lejos de ser así. Existe un terreno común sobre el que pueden mantenerse todos los
cristianos que dependen de la Cabeza. Hay verdades que pueden llegar a unir nuestras
mentes y hermanar todos nuestros corazones. ¿Por qué, pues, habríamos de
mantenernos apartados del cuerpo único y exclamar: «Templo de Jehová, templo de

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Jehová, templo de Jehová [somos]»? ¿Por qué habríamos de negarnos a reconocer la
imagen del Padre en el rostro de los hijos, y tratarlos como extraños en persona, en
espíritu y de palabra, debido a que no comparten exactamente el mismo punto de vista
que nosotros en todas nuestras interpretaciones de la Palabra de Dios? ¿Por qué no
habremos de quitar «toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia»
de nosotros?, ¿y por qué no habríamos de ser «benignos unos con otros,
misericordiosos, [perdonándonos] unos a otros, como Dios también [nos] perdonó a
[nosotros] en Cristo», en vista de que la Iglesia es una sola, la familia es una sola y que
todos los creyentes verdaderos son «uno en Cristo Jesús»? Esto se producirá
dondequiera que haya una espiritualidad profunda. Y su ausencia es muestra de un
declive en la gracia, de un debilitamiento de la vida de Dios en el alma.
Hemos intentado, pues, exponer algunas de las características más destacadas de un
estado de enfriamiento incipiente de la vida de Dios en el creyente. Se podrá advertir
que solo hemos hecho referencia a aquellas que caracterizan el alejamiento oculto del
corazón de Dios: ese estado tan oculto, tan escondido a la mirada, tan normal visto
desde fuera, que se ahuyenta toda sospecha y el alma queda tranquilizada con la ilusión
de que todo va bien. Querido lector: ¿es ese tu estado? Ha detectado hasta ahora este
libro en ti algún enfriamiento oculto, algún alejamiento subrepticio, alguna recaída en
tu corazón? ¿Te ha mostrado —gracias a la voz del Espíritu Santo hablando por medio
de él— que tu alma se encuentra enferma, que la vida divina en ti está flaqueando? No
apartes la vista de ese descubrimiento por doloroso que sea: míralo de frente, con
honradez. Disimular los peores síntomas de un estado de enfermedad no es la mejor
forma de recuperarse de ella. La sabiduría y la maestría verdaderas consisten en
determinar la gravedad de la enfermedad, en sondear la profundidad de la herida. Y
aunque tal tratamiento resulte doloroso para el paciente, es esencial para una
recuperación completa. Querido lector, es fundamental que conozcas el estado exacto
de tu alma ante Dios. Y si eres sincero en esa petición que tan a menudo ha brotado de
tus labios: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis
pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad» (Salmo 139:23–24), le
agradecerás cualquier delicada admonición que te lleve al gran examen de conciencia.
«Conviene —afirma el Dr. Owen— que se recuerde estas cosas a los profesantes de todo
tipo, puesto que es posible que veamos a no pocos de ellos sufriendo un debilitamiento
visible, sin demostrar ninguna intención sincera de recobrarse, aun cuando estén

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convencidos de que la raíz del problema está en ellos. Tal cosa es así si el amor al mundo,
la conformidad con él, la negligencia en la ejecución de los deberes piadosos, y la
frialdad en el amor espiritual, son una prueba de tales decaimientos. Pero que nadie se
engañe a sí mismo; dondequiera que haya un principio salvador de gracia, prosperará y
crecerá hasta el fin. Y si se encuentra con obstáculos y por ello entra en declive durante
algún tiempo, no dará tregua ni descanso al alma donde se encuentre, sino que buscará
la recuperación de continuo. La paz en un estado de decadencia espiritual es garantía de
la destrucción del alma; mejor es sentir espanto ante el sorpresivo descubrimiento de un
pecado que estar tranquilo ante señales tangibles de un debilitamiento en la vida
espiritual».
Algunas de las señales características de un enfriamiento del corazón que hemos
estado considerando se presentan de forma tan extraordinaria en el caso de la Iglesia, tal
como lo describe el Espíritu Santo en el capítulo 5 del Cantar de los Cantares de
Salomón, que desearíamos solicitar la atención del lector al respecto en esta parte de
nuestra obra.
En el versículo 2, la Iglesia reconoce su estado somnoliento aunque no del todo insensible:
«Yo dormía, pero mi corazón velaba». Aquí se podía constatar la existencia de la vida
divina en el alma, pero tal vida se hallaba debilitada. Sabía que había caído en un estado
negligente y perezoso, que la obra de la gracia en su alma estaba debilitada, que un
espíritu soñoliento se había apoderado de ella; pero lo más terrible era que tal estado la
satisfacía. Oía a su amado llamar a su puerta; pero, tan encantada estaba con ese estado
de somnolencia, que no le prestaba oídos: no le abría la puerta. «Yo dormía, pero mi
corazón velaba. Es la voz de mi amado que llama: ábreme, hermana mía, amiga mía,
paloma mía, perfecta mía, porque mi cabeza está llena de rocío». Ante semejantes
palabras, su deber habría sido levantarse de inmediato de su sueño y dar acceso a su
Señor. El alma de un creyente puede caer en un estado de somnolencia que no sea tan
profundo como para dejar de oír la voz de su Amado hablando a su conciencia, por
medio de la Palabra y de su providencia y, sin embargo, su gracia puede haberse
debilitado de tal forma, su amor puede haberse apagado de tal manera, tan endurecido
puede estar por causa de su enfriamiento, que tal estado le satisfará. ¡Qué síntoma más
alarmante del enfriamiento del alma es cuando se prefiere la indulgencia de la pereza y
del ego a la visita de Jesús!
Observemos luego que, cuando se hubo levantado, Cristo ya se había marchado.

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«Abrí yo a mi amado; pero mi amado se había ido, había ya pasado; y tras su hablar
salió mi alma. Lo busqué, y no lo hallé; lo llamé, y no me respondió» (v. 6). Cansado de
tanto esperar, entristecido al descubrir tal profundo enfriamiento en ella, y herido por
su frío rechazo, le retiró su sensible y bondadosa presencia y la abandonó a las
consecuencias de su triste abandono. El Señor nunca se aparta voluntariamente de su
pueblo: jamás actúa por un impulso arbitrario de su voluntad. Tal es el deleite que siente
en su pueblo, tal es su amor hacia ellos, y tal es el gozo que le reporta la comunión con
ellos, que caminaría de buen grado con ellos todo el día, alumbrándolos con el
resplandor despejado de su rostro. Pero cuando se oculta de forma transitoria, su
distanciamiento de ellos responde a la tibieza de sus corazones y un hostil rechazo a su
amor. Al poseer un corazón delicado, le hiere descubrir la más mínima indiferencia en
uno de sus hijos; al ser un océano de amor, la menor tibieza en el amor de su pueblo le
lleva a apartarse. Y, sin embargo, este distanciamiento momentáneo no es un correctivo
judicial, sino paternal, con el propósito de llevarlos al conocimiento y el reconocimiento
de su estado: «Andaré y volveré a mi lugar, hasta que reconozcan su pecado y busquen
mi rostro. En su angustia me buscarán» (Oseas 5:15).
Es digno de reseñar que cayó en este estado de enfriamiento inmediatamente después de
una manifestación especial del amor de Cristo a su alma. La vemos, pues, invitando a su
Amado de este modo: «Levántate, Aquilón, y ven, Austro; soplad en mi huerto,
despréndanse sus aromas. Venga mi amado a su huerto, y coma de su dulce fruta». Él
acepta bondadosamente su invitación: «Yo vine a mi huerto, oh hermana, esposa mía;
he recogido mi mirra y mis aromas; he comido mi panal y mi miel, mi vino y mi leche he
bebido». Así, pues, su enfriamiento vino precedido por una comunión cercana y
especial con su Señor. ¡Y cuántos miembros del pueblo del Señor pueden dar fe de esta
misma verdad solemne de que algunos de sus más tristes alejamientos han venido
precedidos por épocas de la más cercana y afectuosa comunión con su Dios y Padre! Es
tras tales períodos cuando el creyente más expuesto está a un espíritu de
autocomplacencia. Si no se somete al corazón a una vigilancia extrema, el ego no tarda
en apropiarse de la gloria y la alabanza por la bondadosa visita que ha hecho el amor de
Jesús al alma y sondea en su propio interior en busca de algún motivo oculto que lo haga
acreedor de tal misericordia. Cuando el Señor imparte una bendición precisamos gracia
especial para evitar la caída por causa de esa mismísima bendición. El caso de los
discípulos nos ofrece un ejemplo memorable de esta idea. La ocasión en la que se dio la

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circunstancia a la que vamos a referirnos fue de lo más solemne y emocionante: fue la
escena inmediatamente anterior a la crucifixión de Jesús. Lucas deja constancia de ello
del siguiente modo: «Y tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio, diciendo: Esto es
mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí. De igual manera,
después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi
sangre, que por vosotros se derrama» (Lucas 22:19–20). ¿Qué momento podría haber
habido más santo que este? ¡Aquí tenemos a los discípulos disfrutando de comunión con
el adorado Emanuel en el terrible misterio de sus sufrimientos! Pero, inmediatamente
después de este santo culto, ¿qué es lo que leemos?: «Hubo también entre ellos una
disputa sobre quién de ellos sería el mayor» (v. 24). ¡Aquí vemos algunas de las
demostraciones más atroces de la naturaleza caída: pasiones, celos, envidia,
resentimiento, en un momento en el que aún les quedaban en los labios restos de los
elementos del supremo amor de su Salvador! ¡Qué lección más instructiva nos enseña
esto! ¡No confiemos en nuestros estados de ánimo y nuestros sentimientos, oremos sin
cesar y, de forma particular, «velemos y oremos» en los momentos inmediatamente
posteriores a las épocas de especial cercanía con Dios, o de haber recibido favores
especiales de su mano! «Los goces espirituales fuera de lo común —comenta sabiamente
Tarill— son peligrosos, y dejan a un hombre muy necesitado de la gracia de Dios.
Exponen a tentaciones especiales, tienden a dar lugar a corrupciones especiales como el
orgullo espiritual, el contentamiento con el estado presente y una inapetencia de un
estado mejor. Si el Señor concede acercamientos especiales, es preciso saber que ese es
un momento en el que la gracia es particularmente necesaria para ser guiados. Estos se
producirán más a menudo, serán más intensos y duraderos, si se aprovechan bien.
Cuanto mayor es la bendición, mayor es el pecado de utilizarla erróneamente; cuanto
mayor es la bendición, mayor es la dificultad de orientarla en la dirección correcta; y
cuanto más di!cil es la tarea, mayor es la necesidad que tenemos de la gracia de Dios, y
más frecuentes y fervientes habrán de ser nuestras súplicas al trono de Dios para
disfrutar de esa necesaria y provechosa gracia de Dios».
Por otro lado, advirtamos la propensión a endurecerla que tienen los enfriamientos
repetidos en su caso. En el capítulo 3:1 manifiesta algún deseo de Cristo, aunque su
postura ya indica un espíritu apático: «Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi
alma». Cristo llama inmediatamente después, pero ella ya se ha hundido en un sueño
tan profundo que no se levanta para darle entrada. Sigamos los pasos y advirtamos la

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naturaleza insensibilizadora del enfriamiento del alma. En primer lugar se coloca en
una postura apática, y pronto la oímos decir: «Duermo». ¿Por qué tantas personas que,
en apariencia, buscan a Cristo no llegan a alcanzarlo? En la mayoría de los casos no
cuesta demasiado trabajo determinar la causa. Es esta: lo buscan apáticamente desde sus
lechos. Sus deseos son tan débiles, su estado espiritual es tan mortecino, sus corazones
están tan fríos, que la mismísima forma de buscarlo confiere una aureola de
insinceridad a sus deseos y casi parece que están pidiendo a gritos que no se les
concedan sus peticiones. Ponderemos nuevamente su reflexión —¿y no es la confesión
de tantos otros?—: «Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma; lo busqué, y
no lo hallé». ¡Y la razón de que no lo encontrara era su actitud apática, y su espíritu
perezoso al buscarlo! Guardémonos de buscar a Jesús perezosamente: con tal actitud la
decepción estará garantizada. Busquémoslo con todo el corazón, con todo nuestro
anhelo, con todas las fuerzas de nuestra alma. Busquémoslo como aquello que puede
compensar la ausencia de cualquier otro bien, sin lo cual no hay nada bueno.
Busquémoslo como la bendición que puede convertir toda copa amarga en dulce, toda
nube oscura en luz brillante, toda cruz en un don; que puede sacar comida del devorador
y extraer miel de la peña. ¡Qué porción goza el alma que tiene a Jesús como porción!
«Mi porción es Jehová, dijo mi alma; por tanto, en él esperaré» (Lamentaciones 3:24).
Pero, si queremos hallarlo, será preciso buscarlo con toda nuestra alma, con el máximo
anhelo y con la mayor determinación. Y él es sobradamente merecedor de esta labor de
búsqueda: él es la perla que compensa la búsqueda diligente; él recompensará
abundantemente a todo el que acuda con sinceridad y humildad; él proveerá toda
carencia, curará toda herida, mitigará todo dolor, perdonará todo pecado, purgará toda
corrupción. Pero busquémoslo poniendo en ello toda nuestra alma, y entonces lo
encontraremos. «Mi corazón ha dicho de ti: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh
Jehová» (Salmo 27:8). «El alma del perezoso desea, y nada alcanza; mas el alma de los
diligentes será prosperada» (Proverbios 13:4).
Existe otra característica destacable en lo referente al estado de la Iglesia que hemos
estado considerando y que es demasiado instructiva para ser pasada por alto: nos
referimos a la persuasión que sintió, que, aun cuando la vida divina en su alma se
encontraba muy apagada, a pesar de ello, Cristo le pertenecía y ella pertenecía a Cristo.
«Yo dormía, pero mi corazón velaba. Es la voz de mi amado que llama». En el peor
estado en que puede hallarse un verdadero hijo de Dios, siempre hay algún indicio de

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que la vida divina en el alma no se ha extinguido del todo; en el mayor debilitamiento
sigue habiendo algún síntoma de vida; en la hora más oscura hay algo en la naturaleza
de la verdadera gracia que cintila pálidamente con su gloria esencial; en su mayor
derrota hay algo que asevera su divinidad. Tal como un rey, a pesar de haber sido
depuesto del trono y enviado al exilio, nunca podrá ser plenamente despojado de la
dignidad de su carácter real, así la gracia, aun cuando haya sido puesta intensamente a
prueba, atacada por todos los flancos y haya sufrido derrotas parciales, no puede perder
su carácter ni abdicar de su soberanía. Advirtamos la prueba de esto en el caso del
apóstol Pablo: «De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora
en mí […]. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si
hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí» (Romanos 7:17,
19–20). Y así lo expresa la Iglesia: «Yo dormía, pero mi corazón velaba». En su estado
más somnoliento y perezoso era incapaz de olvidar que aún pertenecía a su Amado, y
que su amado le pertenecía a ella. ¡Qué gloriosa naturaleza y bendito triunfo los de la
vida de Dios en el alma del hombre!
Pasamos ahora a la consideración del avivamiento de esta vida divina en el alma del
creyente. Por lo que ya hemos adelantado, se podrá advertir que nos encontramos lejos
de tratar un caso perdido. Que un creyente en estado de enfriamiento se convenza de
que tal estado es irreversible; que debido a que ha tomado el primer paso en su
alejamiento de Dios ha de tomar forzosamente el segundo, es ofrecer una de las pruebas
más alarmantes de un estado de enfriamiento del alma. Pero, lejos de eso, afirmamos
nítida y taxativamente que, independientemente de cuál sea el grado de alejamiento de
un hijo de Dios descarriado, es reversible: no puede dar un solo paso del que no sea
posible retractarse; no puede perder una sola virtud sin que esta sea restaurada; no
puede ser privado de gozo alguno que no pueda recobrarse. ¡Ay de nosotros cuando
llegue el día en que se cierren todas las vías de retorno para el alma caída en desgracia,
lo cual significará que el Padre ya no da la bienvenida al hijo pródigo, que la sangre de
Jesús ya no sana un alma herida, que el Espíritu Santo ya no restaura los gozos perdidos
de la salvación de Dios! Pero ahora deseamos mostrar que cada alma pobre y
quebrantada que regresa encuentra un afecto que aún pervive en el corazón del Padre,
una bienvenida en la sangre de Jesús, y un poder de restauración en la obra del Espíritu
Santo y, por tanto, tiene todos los motivos para levantarse y acudir a Dios.
La primera indicación que ofrecemos en cuanto al proceso de recuperación es la

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siguiente: considera con detenimiento el verdadero estado de tu alma ante Dios. Tal como el
primer paso en la conversión fue llegar a tener conciencia de ser un pecador perdido,
condenado e impotente, así ahora, en tu reconversión a Dios, debes saber con exactitud el
estado en que se encuentra tu alma. Sincérate contigo mismo; lleva a cabo un examen
meticuloso y fidedigno de tu estado espiritual; prescinde de todos los disfraces, de la
opinión de los demás, y encierra a tu alma con Dios para que sea profundamente
escudriñada en el peor de sus estados. Quizá tu pastor, tu iglesia o tus amigos no sepan
nada del estado oculto de tu alma; quizá no alberguen la menor sospecha de un
debilitamiento oculto de la gracia, de un incipiente alejamiento del alma con respecto a
Dios. Quizá, para su mirada subjetiva, la superficie no muestre problema alguno; para
ellos tu estado espiritual puede presentar un aspecto próspero y fructífero; pero la
cuestión solemne se halla entre tu alma y Dios. Debes enfrentarte a un Dios que no juzga
como lo hace el hombre —únicamente por las apariencias externas—, sino que juzga el
corazón. «Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón» (Jeremías 17:9).
Puede que el «el necio de corazón» se engañe a sí mismo, puede que engañe a otros, pero
a Dios no puede engañarlo. Intenta, pues, descubrir el verdadero estado de tu alma.
Busca y averigua qué virtudes del Espíritu han perdido vigor, qué frutos del Espíritu se
han marchitado. Querido lector, esta tarea que te hemos encomendado es solemne e
imponente, pero es necesaria para tu recuperación. Desearíamos llevarte al atrio de tu
seno para que examinaras rigurosa y fidedignamente el estado espiritual de tu alma.
¡Qué proceso más solemne es! Los testigos convocados a declarar son numerosos: la
conciencia es un testigo (cuán a menudo silenciado); la Palabra es un testigo (qué
tristemente descuidado); el trono de gracia es un testigo (con qué frecuencia
desdeñado); Cristo es un testigo (cuán despreciado ha sido); el Espíritu Santo es un
testigo (qué profundamente ha sido entristecido); Dios es un testigo (de qué manera
más grande ha sido robado). ¡Todos ellos atestiguan contra el alma del relapso y a un
tiempo todos ruegan por su regreso!
El segundo paso consiste en descubrir y sacar a la luz la causa del enfriamiento del
alma. ¿No hay una causa? Investiga y descubre lo que ha caído como una plaga sobre tu
alma, lo que se está desarrollando en la raíz de tu vida cristiana. El apóstol Pablo, hábil
para detectar y fiel para redargüir cualquier enfriamiento en la fe o relajamiento en la
praxis de las iglesias primitivas, descubrió en la de Galacia un alejamiento de la pureza
de la verdad, y una consiguiente negligencia en su conducta. Apenado ante semejante

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descubrimiento, les dirige una epístola afectuosa y fiel, en la que expresa su
desconcierto y su dolor, y les propone un examen profundo y solemne. «Estoy
maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de
Cristo. Conociendo a Dios, o más bien, siendo conocidos por Dios, ¿cómo es que os
volvéis de nuevo a los débiles y pobres rudimentos? Me temo de vosotros, que haya
trabajado en vano con vosotros. ¿Dónde, pues, está esa satisfacción que
experimentabais? Estoy perplejo en cuanto a vosotros. Vosotros corríais bien; ¿quién os
estorbó? Esta persuasión no procede de aquel que os llama». Al lector que, al pasar
página, sea consciente de un enfriamiento oculto en su alma, le proponemos la misma
indagación meticulosa y detallada. Corrías bien, ¿quién te ha estorbado?; ¿qué piedra de
tropiezo se ha interpuesto en tu camino?; ¿qué es lo que ha obstaculizado tu avance?;
¿qué es lo que ha debilitado tu fe, enfriado tu amor, apartado tu corazón de Jesús y lo ha
impulsado a volver a los débiles y pobres rudimentos de un mundo mísero? Empezaste
bien, durante un tiempo corriste bien; tu celo, tu amor y tu humildad apuntaban a una
vida fructífera, a una carrera gloriosa y a una búsqueda exitosa de la recompensa; pero
algo lo ha impedido. ¿De qué se trata? ¿Es el mundo, el amor a la criatura, la codicia, la
ambición, el pecado presuntuoso, la corrupción sin mortificar, los restos de la vieja
levadura? Búscalo a fondo, no lo dejes oculto. Tu enfriamiento es oculto, quizá la causa
esté oculta —algún deber espiritual secretamente descuidado, o algún pecado conocido
al que te estés entregando en secreto—. Búscalo a fondo y sácalo a la luz; ha de ser una
causa acorde a la gravedad de sus efectos. Ya no eras el que acostumbrabas a ser: tu alma
ha perdido pie; la vida divina se ha debilitado; el fruto del espíritu se ha marchitado; el
corazón ha perdido su ternura, la conciencia su delicadeza, la mente su reclusión. ¡Qué
triste y trágico es el cambio que se ha operado en ti! ¿Y no es tu alma consciente de ello?
¿Dónde está la bienaventuranza de la que hablabas? ¿Dónde está el semblante
resplandeciente de un Padre reconciliado? ¿Dónde están los valiosos momentos que
pasabas ante la cruz? ¿Qué ha sido de las santas escenas de comunión en tus aposentos,
encerrado con Dios? ¿Dónde está la voz de la tórtola, el canto de los pájaros, los verdes
pastos en los que te alimentabas y las aguas de reposo en cuya ribera descansabas? ¿Ha
desaparecido todo? ¿Es invierno en tu alma? Sí, tu alma se siente impulsada a considerar
maligno y amargo ese alejamiento del Dios vivo. Pero hay esperanza.
El siguiente paso en la obra del avivamiento personal consiste en llevar de inmediato la
causa del enfriamiento del alma ante el trono de la gracia, y presentarla ante el Señor. No

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debes razonar lo más mínimo con ella, ni ocultarla o contemporizar con ella en la
menor medida: debes presentarla plenamente y sin reservas ante Dios, sin el menor
enmascaramiento. Confiesa tu pecado con toda su culpa, sus agravantes y sus
consecuencias. Eso es exactamente lo que Dios desea: una confesión abierta y franca del
pecado. Aunque escruta y conoce todos los corazones, se complace en un
reconocimiento sincero y detallado del pecado por parte de su hijo descarriado; no
puede haber palabras demasiado humillantes ni detalles demasiado minuciosos.
Advirtamos el hincapié que se hace en ese deber, y la bendición que tiene vinculada. Así
habló a los hijos de Israel, su pueblo extraviado, descarriado y rebelde: «Y confesarán
su iniquidad, y la iniquidad de sus padres, por su prevaricación con que prevaricaron
contra mí; y también porque anduvieron conmigo en oposición, yo también habré
andado en contra de ellos, y los habré hecho entrar en la tierra de sus enemigos; y
entonces se humillará su corazón incircunciso, y reconocerán su pecado. Entonces yo
me acordaré de mi pacto con Jacob, y asimismo de mi pacto con Isaac, y también de mi
pacto con Abraham me acordaré, y haré memoria de la tierra» (Levítico 26:40–42). Bien
podemos exclamar: “¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad, y olvida el pecado del
remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en
misericordia» (Miqueas 7:18). Esa fue también la experiencia bienaventurada de David,
ese amado hijo de Dios tantas veces descarriado: «Mi pecado te declaré, y no encubrí mi
iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de
mi pecado» (Salmo 32:5). ¡Y cómo se ablandó el corazón de Dios con piedad y compasión
cuando escuchó los lamentos audibles de su Efraín! «Escuchando, he oído a Efraín que
se lamentaba: Me azotaste, y fui castigado como novillo indómito; conviérteme, y seré
convertido, porque tú eres Jehová mi Dios». ¡Y cuál fue la respuesta de Dios! “¿No es
Efraín hijo precioso para mí? ¿no es niño en quien me deleito? pues desde que hablé de
él, me he acordado de él constantemente. Por eso mis entrañas se conmovieron por él;
ciertamente tendré de él misericordia, dice Jehová» (Jeremías 31:18, 20). Y los textos del
Nuevo Testamento no nos presentan con menor claridad y de forma menos consoladora
la promesa del perdón vinculado a la confesión del pecado. «Si confesamos nuestros
pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad»
(1 Juan 1:9). ¿Cuán plena, pues, habrá de ser la bendición, y qué rico el consuelo,
vinculados a una confesión sincera de pecado por parte de un corazón quebrantado? ¡Y
qué fácil y sencillo es, asimismo, este método de regreso a Dios! «Reconoce, pues, tu

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maldad» (Jeremías 3:13). No es más que una confesión del pecado sobre la cabeza de
Jesús, el gran sacrificio por el pecado. ¿Qué es lo que dice Dios? «Reconoce, pues, tu
maldad». ¡Eso es todo! «Entonces, Señor —puede exclamar la pobre alma—, vengo a ti.
Soy un pródigo rebelde y descarriado. Me he alejado de ti como una oveja extraviada.
Mi amor se ha enfriado, mis pasos se han debilitado en tu camino; mi mente ha cedido a
la influencia corruptora e insensibilizadora del mundo, y mis afectos han vagado en
busca de otros objetos terrenales de deleite. Pero mira que vengo a ti. ¿Me invitas?
¿Tiendes tu mano? ¿Me pides que me acerque a ti? ¿Dices: ‘Reconoce, pues, tu maldad’?
Entonces, Señor, vengo; vengo en nombre de tu amado Hijo; ‘vuélveme el gozo de tu
salvación’». Confiesa de tal forma el pecado sobre la cabeza de Jesús hasta que al
corazón no le quede otra cosa que confesar que el pecado de su confesión; puesto que,
querido lector, nuestra mismísima confesión del pecado necesita ser objeto de
confesión, es preciso llorar por nuestras mismísimas lágrimas, y es necesario orar por
nuestras mismísimas oraciones: tan contaminado está de pecado todo lo que hacemos. Y
así, el alma, libre de su peso, está preparada para renovar el sello del amor perdonador
del Padre.
La verdadera posición de un alma que regresa queda hermosamente retratada en la
profecía de Oseas 14:1–2: «Vuelve, oh Israel, a Jehová tu Dios; porque por tu pecado has
caído. Llevad con vosotros palabras de súplica, y volved a Jehová, y decidle: Quita toda
iniquidad, y acepta el bien, y te ofreceremos la ofrenda de nuestros labios». Aquí
tenemos la convicción, la tristeza piadosa, la humillación y la confesión: los elementos
esenciales de un regreso genuino a Dios. La convicción del verdadero estado del alma
descarriada; la tristeza piadosa resultante de tal descubrimiento; una humillación
profunda y sincera por causa de ello; y una confesión plena y sin reservas de todo ante
Dios. ¡Qué bienaventuradas manifestaciones! ¡Qué maravillosa posición la de un alma
restaurada!
Estrechamente ligados al descubrimiento y la confesión deben estar una mortificación
y un abandono completos de la causa del enfriamiento oculto del alma. Sin esto, no puede
haber un verdadero avivamiento de la obra de la gracia divina en el alma. La verdadera
mortificación espiritual del pecado que hay en nosotros, así como el abandono de su
causa, independientemente de cuál demuestre ser, constituyen los verdaderos
elementos de la restauración de un creyente a los gozos de la salvación de Dios. Y
cuando hablamos de la mortificación del pecado no dejemos lugar para malentendidos.

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Este ha sido el caso de muchos, ¿por qué no habría de ser el tuyo? Se pueden dar todas las
señales superficiales de la mortificación mientras que el corazón sigue ajeno a la obra.
Un sermón aleccionador, una providencia alarmante o una verdad conmovedora
pueden apropiarse transitoriamente del alma descarriada y zarandearla. Puede que se
levante el párpado, puede que se produzca una convulsión en el ánimo espiritual que, a
los ojos de un observador superficial, pasen por un verdadero regreso a la conciencia,
por un auténtico despertar a la nueva vida y un regreso al vigor por parte del alma
adormecida, y que, sin embargo, solo sean arrebatos impulsivos y transitorios de un
espíritu enfermo y adormilado. Es posible, asimismo, regresar a los medios de gracia, y
sentir el enfriamiento oculto, lamentarlo y reconocerlo, pero al permanecer sin
mortificar ni eliminar la causa escondida, los síntomas de mejoría desaparecen rápida y
dolorosamente. No fue más que una conmoción transitoria y momentánea, y todo
quedó igual; el «bien» que tanto prometía no fue más que la nube de la mañana y el
rocío del alba. Y el motivo de tal cosa reside en el hecho de que no ha habido una
verdadera mortificación del pecado. Y así, podemos reparar una planta marchita y
enferma de nuestro jardín; podemos emplear todos los medios externos a nuestro
alcance a fin de reavivarla; podemos orear la tierra que la rodea, regarla y colocarla en
un lugar soleado; pero si mientras tanto no hemos descubierto y eliminado la causa
oculta de su declive, si no llegamos a saber que había un gusano royendo secretamente
la raíz e, inconscientes de ello, hubiéramos acometido una labor de reparación, ¿cómo
habría de sorprendernos que, aun cuando el sol de la mañana, el rocío del anochecer y la
tierra oreada hubieran producido un vigor y una vida momentáneos, la planta se
marchitara y muriera? Eso es lo que puede suceder con un creyente enfriado. Puede que
se utilicen con diligencia los métodos externos de avivamiento, puede que se ponga
empeño en la utilización de los medios de gracia y hasta se multiplique su número, pero
todo ello no tendrá un efecto permanente y verdadero mientras haya un gusano
royendo secretamente las raíces; y hasta que la causa oculta no sea mortificada y
eliminada, extirpada en su totalidad, el avivamiento superficial solo se convertirá en un
sueño más profundo y en un engaño más temible del alma. Nuevamente —y deseamos
volver a repetirlo—, es imposible que haya un avivamiento verdadero, espiritual y
perdurable de la gracia en un creyente mientras el pecado secreto siga oculto y sin
mortificar en el corazón. La mortificación verdadera y espiritual del pecado no es una
obra superficial: no se limita a una mera poda de las ramas muertas; no consiste en

Winslow, O. (2013). El enfriamiento espiritual. Moral de Calatrava, Ciudad Real: Editorial Peregrino.
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podar los pecados exteriores y guardar de forma aparente los deberes espirituales; es, en
esencia, mucho más que eso: consiste en asestar un hachazo en la raíz del pecado en el
creyente; su propósito no es, nada más ni nada menos, que someter el principio del
pecado de manera absoluta; y no puede haber un verdadero retorno del corazón a Dios
hasta que esto se haya llevado a cabo de forma efectiva. Lector cristiano, ¿cuál es el
motivo del enfriamiento secreto de tu alma? ¿Qué es lo que se alimenta en este instante
de la valiosa planta de la gracia y la priva de su vigor, su belleza y su fruto? ¿Es un
vínculo inapropiado a la criatura? Morti!calo. ¿Es el amor propio? Morti!calo. ¿Es el
amor al mundo? Morti!calo. ¿Es algún hábito pecaminoso al que te entregas en secreto?
Morti!calo. Es preciso mortificarlo, tanto la raíz como las ramas, si es que deseas
experimentar un regreso total a Dios. Por caro que te sea, como la mano derecha o el ojo
derecho, si se interpone entre tu alma y Dios, si crucifica a Cristo en ti, si debilita la fe,
socava la gracia, destruye la espiritualidad del alma, y la deja baldía y estéril, no te des
por satisfecho con nada que no sea su mortificación absoluta.
Y tampoco debes llevar a cabo esta gran obra con el recurso exclusivo de tus propias
fuerzas. Es, fundamentalmente, el resultado de la obra de Dios el Espíritu Santo en el
creyente así como su bendición de los esfuerzos que este lleva a cabo: «Si por el Espíritu
hacéis morir las obras de la carne, viviréis» (Romanos 8:13). Aquí tenemos un
reconocimiento de los esfuerzos del creyente vinculados al poder del Espíritu Santo: «Si
por el Espíritu hacéis [vosotros, los creyentes, los santos de Dios] morir las obras de la
carne, viviréis». Es obra del creyente mismo, pero por el poder del Espíritu Santo. Lleva,
pues, al Espíritu el pecado que has descubierto: ese Espíritu, al llevar a tu alma la cruz de
Cristo, con su fuerza letal y crucificadora, ofreciéndote una visión de un Salvador
sufriendo por el pecado como puede que nunca hayas tenido, dejará muerto a tu
enemigo a tus pies en un instante. ¡No cedas a la desesperación, alma angustiada!
¿Anhelas un misericordioso avivamiento de la obra de Dios en ti? ¿Lamentas
secretamente el enfriamiento de tu corazón? ¿Lo has escudriñado y has descubierto la
causa oculta de tu enfriamiento? ¿Y hay un verdadero deseo de mortificarla? Entonces
alza la vista y escucha las palabras de consuelo de tu Señor: «Yo soy Jehová tu sanador»
(Éxodo 25:26). El Señor es tu sanador; su amor puede restaurarte; su gracia puede
someter tu pecado. «Llevad con vosotros palabras de súplica, y volved a Jehová, y
decidle: Quita toda iniquidad, y acepta el bien», y el Señor responderá: «Yo sanaré su
rebelión, los amaré de pura gracia; porque mi ira se apartó de ellos».

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Esfuérzate en enriquecer y ensanchar tu mente con una mayor comprensión espiritual de
la gloria, el amor y la plenitud personales de Cristo. Todo enfriamiento del alma se produce
por causa de la entrada en la mente de cosas contrarias a la gracia que habita en ella. El
mundo —sus placeres, sus vanidades, sus cuidados, sus diversas tentaciones— acceden a
la mente, a menudo disfrazadas de ocupaciones y tareas legítimas, y apartan la mente de
Dios y el afecto de Cristo. Estos, además, debilitan y apagan la fe y el amor, y todas las
virtudes del Espíritu que mora en nosotros: son «las zorras pequeñas, que echan a
perder las viñas» (Cantares 2:15). El mundo es una dolorosa trampa para el hijo de Dios.
Es imposible que camine piadosamente y cerca de Dios, que viva como un peregrino y
un viajero, que libre una batalla exitosa contra sus enemigos espirituales, y que al
mismo tiempo abra el corazón para dar acceso al mayor enemigo de la gracia: el amor al
mundo. Pero cuando Cristo ocupa la mente con anterioridad, y está llena de visiones de
su gloria, su gracia y su amor, no queda sitio para atracciones exteriores: el mundo y la
criatura quedan fuera, como también la fascinación del pecado; y el alma mantiene una
comunión continua e ininterrumpida con Dios, mientras que al mismo tiempo se la
capacita para ofrecer una resistencia más vigorosa al enemigo. ¡Y qué bienaventurada es
la comunión del alma cuando está encerrada de esta forma con Jesús! «He aquí, yo estoy
a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y
él conmigo». «Deseo entrar —dice el amado Cordero de Dios—, y morar en ti, habitar en
ti, y cenar contigo, y tú conmigo». ¡Esa es la verdadera comunión! Y qué dulce es la
respuesta de su propio Espíritu en el corazón cuando el alma creyente exclama: «Mi
corazón ha dicho de ti: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh Jehová». «Entra, amado
Jesús, no quiero a nadie más que ti; no deseo otra compañía ni escuchar otra voz que no
sea la tuya; solo tendré comunión contigo; déjame cenar contigo; sí, dame a comer tu
propia carne, y tu propia sangre a beber». ¡Querido lector cristiano, si exclamamos:
“¡Mi desdicha, mi desdicha!» con tanta frecuencia es porque tenemos una relación muy
deficiente con Jesús, porque le dejamos entrar en nuestros corazones con tan poca
frecuencia y con tanta renuencia, porque tenemos muy poco trato con él, porque
acudimos tan raramente a su sangre y su justicia y vivimos tan poco de su plenitud. Pero
«si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo
sentado a la diestra de Dios»; busquemos conocer a Cristo mejor, tener una
comprensión más espiritual y profunda de su gloria, zambullirnos más profundamente
en su amor, embebernos más de su Espíritu, y seguir más de cerca su ejemplo.

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Pero aún no hemos mencionado el gran secreto de todo avivamiento personal: nos
referimos a un bautismo renovado del Espíritu Santo. Esto es lo que un alma enfriada
necesita por encima de cualquier otra cosa. Cuando posee esto en abundancia, posee
todas las bendiciones espirituales: comprende todas las demás y es una promesa de
ellas. Nuestro bendito Señor deseó recalcarlo como su última doctrina de consuelo para
las mentes de sus discípulos cuando flaqueaban: les enseñó que su presencia !sica no
tenía comparación con la presencia permanente y espiritual del Espíritu entre ellos. El
descenso del Espíritu Santo habría de recordarles todas las cosas que él les había
enseñado; habría de perfeccionarlos en su conocimiento de la gloria suprema de su
persona, de la infinita perfección de su obra, de la naturaleza y la espiritualidad de su
Reino, y de sus triunfos últimos y seguros en la tierra. Asimismo el descenso del
Espíritu habría de hacerlos madurar en su santidad personal, y prepararlos más a fondo
para su ardua y exitosa tarea en su causa, al proporcionar una mayor profundidad a su
espiritualidad y enriquecerlos con más gracia, y ensancharlos con más amor. Y el
bautismo del Espíritu Santo, en el día de Pentecostés, cumplió cabalmente todo esto: los
apóstoles salieron de este episodio de su influencia como hombres que hubieran pasado
por una nueva conversión.
Y este, querido lector, es el estado por el que debes pasar si quieres experimentar un
avivamiento de la obra de Dios en tu alma: debes convertirte de nuevo, lo cual debe
suceder por medio de un nuevo bautismo del Espíritu Santo. Solo esto podrá avivar tus
virtudes languidecientes y fundir tu amor helado; solo esto detendrá tu enfriamiento
oculto y restaurará tu corazón descarriado. Debes ser bautizado de nuevo con el Espíritu
Santo; ese Espíritu al que tan a menudo has herido, entristecido, despreciado y apagado,
debe entrar en ti, sellarte, santificarte y convertirte de nuevo. Levántate, ora, suplica el
derramamiento del Espíritu sobre tu alma; renuncia a tu religión inerte, a tu
formalismo sin alma, a tu oración sin comunión, a tus confesiones sin
quebrantamiento, a tu celo sin amor. ¡Y qué abundantes y preciosas pueblan la Palabra
de Dios, y todas ellas te invitan a buscar esta bendición! «Descenderá como la lluvia
sobre la hierba cortada; como el rocío que destila sobre la tierra» (Salmo 72:6). «Yo
sanaré su rebelión, los amaré de pura gracia; porque mi ira se apartó de ellos. Yo seré a
Israel como rocío; él florecerá como lirio, y extenderá sus raíces como el Líbano. Se
extenderán sus ramas, y será su gloria como la del olivo, y perfumará como el Líbano.
Volverán y se sentarán bajo su sombra; serán vivificados como trigo, y florecerán como

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la vid; su olor será como de vino del Líbano» (Oseas 14:4–7). «Venid y volvamos a
Jehová; porque él arrebató, y nos curará; hirió, y nos vendará. Nos dará vida después de
dos días; en el tercer día nos resucitará, y viviremos delante de él. Y conoceremos, y
proseguiremos en conocer a Jehová; como el alba está dispuesta su salida, y vendrá a
nosotros como la lluvia, como la lluvia tardía y temprana a la tierra» (Oseas 6:1–3).
Busca, pues, por encima de cualquier otra bendición, el bautismo renovado del Espíritu
Santo. «Sed llenos del Espíritu»; búscalo fervientemente; búscalo con una profunda
convicción de la necesidad absoluta que tienes de él; búscalo creyendo. Dios lo ha
prometido: «Derramaré mi Espíritu sobre ti»; y, si lo pides en el nombre de Jesús, lo
recibirás. Solo una cosa más: no te sorprendas si el Señor te pone fuertemente a prueba a
fin de sacarte del enfriamiento de tu alma: el Señor suele adaptar el tipo de disciplina a
cada caso. ¿Se trata de un enfriamiento oculto? Puede que envíe algún correctivo oculto,
alguna cruz inadvertida, algún castigo escondido; nadie ha descubierto tu enfriamiento
oculto y nadie descubre el correctivo oculto que se te aplica. El enfriamiento se produjo
entre Dios y tu alma, y lo mismo puede suceder con el correctivo; el descarriamiento fue
de corazón, de modo que el castigo también lo es. Pero si la prueba santificada obra la
recuperación de tu alma, la restauración de Cristo a tu corazón vacilante, el avivamiento
de toda su obra en ti, le adorarás por esa disciplina; y, junto con David exaltando la
disciplina de un Dios y Padre del pacto, exclamarás: «Antes que fuera yo humillado,
descarriado andaba; mas ahora guardo tu palabra. Bueno eres tú, y bienhechor;
enséñame tus estatutos».
Por último, parte de nuevo hacia Dios y el Cielo como si jamás hubieras iniciado ese
camino. Comienza por el principio: acude a Jesús como un pecador; busca la influencia
vivificadora, sanadora y santificadora del Espíritu, y eleva esta oración
apremiantemente hasta recibir respuesta en el estrado del trono de gracia: “¡Oh Jehová,
aviva tu obra! ¡Avívame, oh Jehová! ¡Devuélveme el gozo de tu salvación!». Y en
respuesta a tu ruego, «descenderá como la lluvia sobre la hierba cortada; como el rocío
que destila sobre la tierra»; y tu cántico será el de la Iglesia: «Mi amado habló, y me
dijo: Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven. Porque he aquí ha pasado el
invierno, se ha mudado, la lluvia se fue; se han mostrado las flores en la tierra, el
tiempo de la canción ha venido, y en nuestro país se ha oído la voz de la tórtola. La
higuera ha echado sus higos, y las vides en cierne dieron olor; levántate, oh amiga mía,
hermosa mía, y ven».

Winslow, O. (2013). El enfriamiento espiritual. Moral de Calatrava, Ciudad Real: Editorial Peregrino.
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