La Proposición Del Señor Baker - Andrea Adrich - 1

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CAPÍTULO 1

—¡Joder!

La palabra explota hasta llenar mi boca mientras contemplo el extracto del banco. El

rojo que poseen los nú meros resalta tanto que me hace dañ o en los ojos. Miro el resto

de la correspondencia que tengo entre las manos y que acabo de coger del buzó n. La

panorá mica es desoladora: la factura de la luz, la factura del gas, la factura del agua, la

factura del teléfono y una tarjeta publicitaria de los almacenes Harrieds, los má s

lujosos de Nueva York, en los que solo por respirar en sus ostentosas instalaciones de

la Quinta Avenida te cobran.

—¿Es que no hay má s cosas que pagar? —me pregunto a mí misma en tono

desesperado, centrando de nuevo mi atenció n en el taco de facturas. Inconscientemente

me muerdo el interior del carrillo; lo hago siempre que estoy nerviosa, o desesperada,

como es el caso—. ¿Có mo voy a hacer frente a todo esto? —digo en voz alta, poniendo

los ojos en blanco.

El estó mago se me contrae en un nudo que amenaza con trepar hasta la garganta y

estrangularme. A día de hoy, debo tres meses de alquiler del apartamento en el que vivo

y el ingente nú mero de facturas que tengo en las manos y, para colmo de males, Bill, el

dueñ o del Gorilla Coffee, la cafetería en la que trabajo desde que me mudé a Nueva

York, me debe cuatro meses de sueldo. Un dinero que no veré porque Bill está a punto

de cerrar el local, aunque asegura que me pagará una parte antes de chaparlo. Dice que

por mi paciencia y por no haberme ido dejá ndolo con el culo al aire, pero yo no estoy

nada convencida de ello. Bill tiene tan poco dinero como yo.

Me paso la mano por la frente; he comenzado a sudar por la preocupació n y el agobio

que me supone no tener un dó lar. Lo peor (porque todavía tiene que haber algo peor), es

que el mes que viene comienza el curso y a este ritmo me va a ser imposible pagar las
tasas de la universidad.

—¿Qué voy a hacer? —me pregunto angustiada—. Joder, ¿qué voy a hacer?

Resoplo, entre abatida e impotente.

En esos momentos suena el portero automá tico. Su ruido chilló n y destemplado me

sobresalta, haciendo que de un respingo en el sofá . Aparto la vista de las facturas y

consulto el reloj. Son las cuatro menos cuarto. Si no fuera porque he quedado con Lissa,

mi mejor amiga, para que me acompañ e al Gorilla Coffee, apostaría a que es la casera,

que no pierde oportunidad para hacerme una visita y recordarme, pese a que sabe la

delicada situació n por la que estoy atravesando, que le debo tres meses de alquiler. La

entiendo, pero no debería presionarme tanto. El minú sculo apartamento que me tiene

arrendado es uno de los doce o quince que posee en toda Nueva York y, ademá s, no se

trata de una joyita; no dispone de ningú n tipo de comodidades. De hecho, el bloque ni

siquiera tiene ascensor.

Dejo las cartas sobre la mesa, me levanto y arrastro los pies hasta el telefonillo,

situado al otro lado del saló n.

—¿Sí? —digo, y en silencio rezo para que sea Lissa.

—Soy yo —responde Lissa. Cierro los ojos y respiro ligeramente aliviada—. ¿Está s

lista? —me pregunta.

—Sí. Me pongo las sandalias y bajo.

—Vale —contesta Lissa con su imperturbable buen estado de á nimo.

Voy a la habitació n, me pongo las sandalias, salgo de casa y desciendo las escaleras

a toda prisa para no hacer esperar a Lissa. Cuando me ve salir por la vieja puerta del

portal, repara en mi expresió n de abatimiento y frunce el ceñ o.

—¿Está todo bien, Lea? —pregunta, al mismo tiempo que se acerca y me da un par de

besos a modo de saludo.


Hago una mueca con la boca y niego con la cabeza reiteradamente. A ella no puedo

mentirle. Primero porque es mi mejor amiga y segundo porque me lo notaría. Nunca se

me ha dado bien mentir.

—Estoy en nú meros rojos y tengo un montó n de facturas que pagar. Aparte del

alquiler, la matrícula y las tasas de la universidad —respondo. Aunque trato por todos

los medios de no sonar alarmista, creo que no lo consigo, y es que realmente la

situació n es crítica.

—¿Bill sigue sin pagarte los meses que te debe? —me pregunta Lissa, que está al

tanto de la desastrosa situació n.

Asiento en silencio con un ademá n de afirmació n.

—Bill está endeudado hasta las cejas —añ ado después de unos segundos mientras

echamos a andar calle abajo—. No hay día que no vayan a la cafetería un par de

acreedores pidiéndole cuentas. Y nunca mejor dicho y, sinceramente, no me veo con

fuerzas para exigirle nada. Bastante mal lo estará pasando, y tampoco creo que sirviera

de mucho...

Lissa se mete la mano en el bolsillo de su pantaló n.

—Yo puedo prestarte... —Abre la mano y cuenta mentalmente los billetes arrugados

que ha sacado del bolsillo y unas cuantas monedas—... diecinueve dó lares y cincuenta

y cinco centavos —dice. Alza el rostro y me mira.

Sonrío ante su predisposició n y su buena voluntad.

—Te agradezco mucho el detalle, Lissa —digo, sin que mi sonrisa desaparezca de

los labios—. Pero no creo que tus diecinueve dó lares con cincuenta y cinco centavos

me saquen de ningú n apuro.

—Lo sé. Ni siquiera me sacan a mí de un apuro y eso que vivo con mis padres. —

Lissa vuelve a introducir el dinero en el bolsillo del pantaló n con desgana—. ¿Y qué
vas a hacer? —me pregunta

—Tirarme por un puente —digo, lanzando un suspiro al aire—. Estoy buscando

trabajo, pero nadie parece querer en su plantilla a estudiantes —respondo en un tono

algo má s serio—. Y en los que sí nos quieren, está n muy mal remunerados. No me daría

ni para pagar el alquiler. —Hago una pausa y me muerdo el interior del carrillo—. He

estado pensando... —comienzo a decir. Nos paramos en un semá foro—. Quizá deje la

universidad.

Lissa abre sus grandes ojos azul oscuro de par en par cuando me oye decir eso y la

cara refleja una expresió n que casi roza el horror.

—No puedes hacer eso. —Sus palabras suenan como una orden—. Eres una de las

estudiantes con má s provenir de toda la universidad.

—No tendré ningú n porvenir si me toca mudarme debajo de un puente.

—Lea... —La voz de Lissa es de reproche.

El semá foro se abre pero Lissa no se mueve del sitio y yo tampoco. La gente pasa a

nuestro lado, esquivá ndonos para no chocarse con nosotras.

—No puedo hacer otra cosa —digo, tratando de justificarme de alguna manera. Me

adelanto unos pasos y comienzo a cruzar el paso de peatones. Lissa se apresura a venir

detrá s de mí—. No sé... —continuo diciendo, agobiada—. Tal vez solo deje los

estudios este añ o y busque un trabajo serio. —Entrecomillo el «serio» haciendo el

gesto elocuente con los dedos—, después puedo retomarlos... Siempre hay tiempo.

Puedo...

—Pero no es justo, joder —me corta Lissa, que se muestra visiblemente enfadada.

Aunque no conmigo sino con el mundo.

—Injusto o no, no puedo hacer nada para remediarlo—concluyo.

—Pero perderá s la beca que has conseguido. Solo cubre la mitad de la matrícula y de
las tasas universitarias, pero no recibirá s ni un dó lar si lo dejas.

Cuando Lissa acaba de decir esto, estamos frente al Gorilla Coffee. Nos detenemos

frente a la puerta. Bajo los hombros, abatida.

—Créeme que soy consciente de ello —apunto.

Lissa advierte el desá nimo en mi rostro, que se ha acentuado durante nuestra

conversació n, abre los brazos, se adelanta unos pasos y me estrecha afectuosamente

contra ella.

—Lo siento —dice en tono de disculpa—. Sé que lo sabes... Es solo que me fastidia

que tengas que sacrificar tu carrera por... el puñ etero dinero.

Cuando deshacemos el abrazo, tomo aire y lo suelto de golpe para tratar de contener

las lá grimas que pugnan por salir en torrente por mis ojos. Toda esta situació n me tiene

nerviosa, agotada y con el á nimo por los suelos. No sé có mo atajarla y me produce una

sensació n de vulnerabilidad e inseguridad que detesto y que no soy capaz de sacudirme

de encima. Otra persona en mi lugar pediría ayuda a sus padres, pero en mi caso es

imposible. Mi madre murió hace dos añ os víctima de un cá ncer de pecho y a mi padre

no se la pediría aunque me tuviera que ir a vivir definitivamente debajo de alguno de

los má s de dos mil puentes que tiene Nueva York, o debajo del mismísimo puente de

Brooklyn y tuviera que bañ arme todos los días en las frías aguas del río East. Nos

abandonó cuando yo solo contaba con cinco añ os y es algo que creo que no le

perdonaré nunca.

—¿Tienes tiempo para tomarte un café? —pregunto a Lissa, haciendo un esfuerzo por

mantener la compostura.

—Sí —responde ella—. Hasta las cinco no entro a las prá cticas.

—¿Con quién te toca?

—Con el señ or Copeland.


—Ufff... Te acompañ o en el sentimiento —digo, lanzando un bufido de burla—. Ese

hombre es soporífero. Cuando se pone a hablar es capaz de hacerte perder el

conocimiento.

—Estoy por saltarme la práctica —dice Lissa, riendo mi chiste a carcajadas—. Pero

el señ or Copeland tiene la mala costumbre de pasar lista.

—Entonces es mejor que estés puntual. El señ or Copeland es muy maniá tico con los

que no acuden a sus prácticas. Hay una leyenda negra que dice que incluso suspende su

asignatura a los que no van... —comento.

Lissa suspira y mueve la cabeza a ambos lados, resignada.

—Cogeré fuerzas con uno de esos sabrosos cafecitos que preparas.

Asiento con una sonrisa.

CAPÍTULO 2

Entramos en el Gorrilla Coffee y, mientras me dirijo a la barra, donde está Bill

secando unos vasos, saludo a algunos de los clientes habituales de la cafetería.

—Hola, Bill —digo cuando alcanzo finalmente la barra.

—Hola, preciosa —responde él cariñ osamente—. Hola, Lissa.

—Hola, Bill.

—¿Có mo ha estado el día? —curioseo, dejando el bolso encima del mostrador.

—Muy tranquilo. Demasiado tranquilo —dice.

Bill no se queja. Al menos no pú blicamente. Pero en su tono de voz hay un lamento y

un cierto viso de protesta que no puede disimular. El Gorrilla Coffee, la pequeñ a

cafetería con aire de taberna escocesa; negocio familiar desde décadas, se viene abajo

y él no puede hacer ya nada para evitarlo.

Me mira y sonríe, aunque se le nota a leguas que hace un enorme esfuerzo y que toda
la procesió n va por dentro. Le devuelvo el gesto sin despegar los labios. No hay nadie

en estos momentos sobre la faz de la tierra, que entienda mejor que yo por lo que está

pasando.

Suspiro por décima vez en lo que va de tarde, cojo el bolso de la barra y entro a

ponerme el delantal. Bill prosigue con su tarea de secar los vasos y Lissa se acomoda

en un taburete de la barra, esperá ndome para que le ponga un café. Cuando salgo, está

observando embobada al hombre joven que hay sentado al fondo de la cafetería, al lado

de la cristalera. Me quedo un rato mirá ndola pero no reacciona; es como si estuviera

hipnotizada.

—Lissa... —la llamo. Pese a que me oye, me ignora totalmente y no se vuelve para

mirarme—. ¡Lissa! —grito, aunque trató de que no se giré la cafetería entera.

—¿Por casualidad no sabrá s como se llama? —me pregunta.

—Me gustaría no tener que contestarle a tu nuca —digo.

En ese instante se gira y me contempla con chispas en los ojos.

—Bien, he conseguido que me prestes atenció n.

—¿Sabes su nombre? —dice, apoyando el codo en la barra y la barbilla en una de

sus manos.

—Solo sé que se apellida Baker... creo.

Lo digo dudando porque no estoy segura, pero creo que se apellida así.

—Es el hombre má s guapo del mundo —dice, otorgá ndole de nuevo toda su atenció n.

Su afirmació n me deja perpleja.

—¿No crees que está s exagerando? —le pregunto.

Mientras le repasa de arriba abajo con los ojos encendidos dice:

—No, no estoy exagerando. ¿Te has fijado bien en él, Lea?

La vehemencia con que me pregunta Lissa me obliga a alzar la mirada y a observarlo


durante unos instantes, fijando mis ojos en su rostro de pó mulos marcados y mandíbula

cuadrada. Realmente es muy atractivo, sí, aunque me niego a darle la razó n a Lissa.

Siempre ha sido muy exagerada y muy generosa en sus opiniones hacia los chicos.

—Entonces, ¿se apellida Baker?

—Creo que sí. Bill siempre lo llama «señ or Baker».

—Mmmm... señ or Baker —repite Lissa—. Suena bien. ¿Y viene muy a menudo?

—Lissa, ¿vas a hacerme un interrogatorio? ¿Dó nde está el foco apuntá ndome a la

cara? —digo en tono de broma.

En esos momentos, Bill sale de la trastienda, por llamar de alguna manera al pequeñ o

cuarto que hay al otro lado de la barra, y se despide de nosotras.

—Hasta mañ ana, chicas —dice.

—Hasta mañ ana, Bill —respondemos las dos casi a la vez.

—No seas mala, Lea... —Lissa retoma el tema, haciendo un mohín con la boca e

imitando una voz ñ oñ a cuando Bill sale por la puerta de la cafetería.

Cojo aire y lo expulso ruidosamente, poniendo los ojos en blanco. Lissa es

imposible.

—Suele venir por las mañ anas, cuando está Bill —respondo finalmente, dá ndome

por vencida—. Yo apenas lo veo por aquí. Pero segú n parece, trabaja en la

multinacional de enfrente.

—¿El edificio de cristales negros?

Lissa pregunta con asombro mientras echa un vistazo a la construcció n, y es ló gico.

Ese edificio es uno de los má s imponentes de cuantos hay alrededor del Gorilla Coffee.

Asiento varias veces con la cabeza al mismo tiempo que cojo una taza del estante.

—Tiene que ser un hombre importante —observa Lissa con admiració n en los ojos.

—No creo que se encargue de la limpieza, la verdad —apunto con ironía.


—Está claro que no, vistos los trajes que se gasta y lo bien que le sientan.

—Seguro que se los hace a medida —comento, mirá ndolo de reojo en un intento de

corroborar que lo que digo es cierto.

Cambio el filtro del café, vierto unas cuantas cucharadas nuevas, coloco la taza en la

má quina y la enciendo.

—¿Cuá ntos añ os crees que tiene? —sigue curioseando Lissa—. Yo creo que ronda

los veintitantos. Quizá veintiocho o veintinueve.

—Yo también creo que anda por esa edad, aunque la formalidad del traje negro que

lleva puesto le echa algú n que otro añ o má s —digo mientras trasteo con las cucharillas

y los azucarillos.

—Oh, Dios mío... —oigo decir a Lissa a mi espalda.

—¿Qué pasa? —pregunto ansiosa, pero sin darme la vuelta.

—Está mirando.

—¿Hacia aquí?

Caigo en la cuenta de que la pregunta es estú pida, pero en esos momentos no se me

ocurre decir nada má s inteligente.

—Sí, hacia aquí —confirma Lissa.

—Joder... —maldigo entre dientes sin atreverme siquiera a alzar la mirada.

Seguro que se ha dado cuenta de que estamos hablando y cotilleando de él y viene a

decirnos algo, pienso en silencio para mis adentros. De pronto me lo imagino

gritá ndonos por ser unas chismosas.

Con unos nervios a los que no encuentro explicació n inmediata, se me cae una

cucharilla al suelo. Me agacho a recogerla y cuando me levanto lo tengo frente a mí,

solo separado por los noventa centímetros del ancho de la barra. Es alto, de espaldas

amplias y los mú sculos se le marcan a la perfecció n bajo el magnífico traje negro que
lleva puesto. Lo escruto con la mirada detenidamente, pero no consigo pasar del

impecable nudo de la corbata de seda verde de su cuello.

Cuando al fin logro avanzar hacia arriba, me encuentro con sus impactantes ojos

azules envueltos en un denso abanico de pestañ as negras. Trago saliva y lo miró como

si fuera el ú nico ser humano sobre la faz de la tierra, como si fuera un bicho raro, un

fascinante animal en peligro de extinció n, o peor, como un extraterrestre.

Quizá Lissa tiene razó n y es el hombre má s guapo del mundo. Eso es lo que me

parece en esos momentos: el hombre má s guapo del mundo. Es... imponente, como un

animal salvaje. Sus almendrados ojos azules está n clavados intensamente en mi rostro

como dos puñ ales. Siento que la piel me arde y que la respiració n se me corta en seco.

Ahora es cuando nos va a cantar las cuarenta por cuchichear de él. Lo tenemos bien

merecido.

—¿Me pone un café solo sin azú car, por favor? —me pregunta.

Respiro ciertamente aliviada al comprobar que no está enfadado y suelto el aire que

he estado conteniendo en los pulmones. Sin embargo, su voz sigue imponiéndome. Es

grave y profunda, y formal, tremendamente formal. No sé si son imaginaciones mías,

pero atisbo un deje de autoridad en ella. Apuesto a que es el típico hombre de negocios

acostumbrado a conseguir todo lo que quiere, de la manera que quiere y en el menor

tiempo posible.

—Sí —respondo. Mi monosílabo es tan débil y escueto que da pena escucharlo. Por

Dios, Lea, mantén la compostura, me digo. Y me obligo a comportarme como un ser

sensato—. Enseguida se lo llevo a la mesa —indico.

—Gracias —dice con una seriedad imperturbable.

Se aleja hacia el rincó n y miro a Lissa.

—¿Has escuchado su voz? —me pregunta en tono bajo.

Asiento con la cabeza disimuladamente y me giro hacia la cafetera. Me tiemblan las


manos. Cojo el café de Lissa, que está ya listo, y lo pongo en la barra. Por alguna razó n

que desconozco, ese hombre me ha puesto nerviosa. Muy nerviosa. Tanto, que creo que

el corazó n me va a salir disparado del pecho y a caer directamente en la taza del café

solo que le estoy preparando.

—Es profunda, es intensa y a la vez meló dica, es... —Lissa se queda sin palabras.

Giro el rostro y le echo un vistazo de reojo; se va a poner a babear en cualquier

momento.

—Me acabo de enamorar —concluye, terminando la frase con un sonoro suspiro.

—Lissa... —En mi voz hay cierta amonestació n porque Lissa se enamora de todos

los hombres guapos que hay en el mundo.

—Lea, debes de ser la ú nica chica de todo Nueva York a la que ese espécimen que te

acaba de pedir un café solo sin azú car no le parece que está má s bueno que el pan.

—¡Mierda, su café! —exclamo.

Se me ha ido el santo al cielo. Vuelvo a poner unas cuantas cucharadas de café en la

má quina, coloco la taza y doy al botó n. No me perdonaría que por mi tardanza pusiera

una queja en la hoja de reclamaciones. Bastante mal le va ya al Gorrilla Coffee como

para echar má s leñ a al fuego.

Cuando la má quina pita con su característico silbido, pongo la taza sobre la bandeja

que he dejado preparada encima de la barra, salgo de detrá s de ella y me dirijo hacia la

mesa donde está... ¿el señ or Baker? Inconscientemente voy mordiéndome el interior

del carrillo derecho.

—Aquí tiene —digo, interrumpiendo su concentració n frente a los documentos que

está leyendo.

Levanta el rostro. Su mirada de ojos azules vuelve a clavarse en mí. ¿Siempre mira

así? ¿Lo hace con todo el mundo igual? De pronto me siento como una hormiga ante un
elefante. Solo espero que no levante la pata y me aplaste.

—Gracias —dice él.

—De nada —murmuro como una autó mata.

Cojo la taza vacía de su anterior café y la apoyo sobre la bandeja, intentando hacer el

menor ruido posible, mientras mi vista se desliza involuntariamente hacia él, que ha

vuelto a centrar su interés en los papeles que tiene en la mano y que, desde luego,

parecen ser má s interesantes que cualquier cosa que pueda haber a su alrededor,

incluida yo. Aunque tampoco entiendo por qué pretendo llamar su atenció n. ¿En qué

cabeza cabe que un hombre como él va a fijarse en una chica como yo? No tengo

características físicas destacables; y no las tengo porque parece que el señ or Baker se

las ha quedado todas.

Mi cabeza es una marañ a de cabello de un extrañ o color bronce que la mayoría de las

veces sujeto con un moñ o descuidado en lo alto de ella. Mis ojos tienen una tonalidad

también bronce y son desmesuradamente grandes, aunque Lissa siempre dice que

envidia mis pestañ as porque son largas y espesas y porque tienen forma de abanico. Yo

pienso que solo lo dice para animarme.

Acabo de recoger la mesa y vuelvo a la barra, dejando al señ or Baker sumergido en

lo que sea que está escrito en esos documentos.

—¿Te ha dicho algo? —curiosea Lissa, impaciente.

—Sí: «gracias» —respondo ú nicamente.

—No parece muy hablador, ¿verdad?

Muevo la cabeza a un lado y a otro, negando, mientras meto la taza y el plato que

traigo en la bandeja en el lavavajillas.

—Es como si no le gustase la gente, el mundo... —comento de repente.

La afirmació n que acabo de hacer me sorprende incluso a mí misma, pero esa es la


impresió n que me ha dado. El señ or Baker es solitario, silencioso, reservado y

antisocial y, con toda seguridad, un arrogante innato. Ahora recuerdo las palabras de

Bill un día que me habló de él; por eso viene al Gorilla Coffee, porque es una cafetería

que apenas tiene clientela y así no se ve con la necesidad de soportar la levedad del ser

humano.

Al final es verdad que va a ser un bicho raro, pienso para mis adentros.

—Se parece a Sean O ́Pry —apunta Lissa, sacá ndome de mis cavilaciones.

—¿A quién?

—A Sean O ́Pry. ¿No sabes quién es?

Alzo las cejas en un gesto interrogativo.

—¿Debería?

—Sean O ́Pry es el modelo mejor pagado del mundo.

—¿Y por eso ya debería conocerlo?

—Fíjate en el señ or Baker —dice Lissa, ignorando mi ú ltima pregunta—: mandíbula

cuadrada, nariz fina, ojos ligeramente rasgados, mirada profunda, aire rebelde... Son

como dos gotas de agua —concluye. Guarda silencio un momento, recreá ndose en el

rostro del señ or Baker—. ¿No te parece un hombre muy misterioso? —pregunta

instantes después.

—¿Quién? ¿Sean O ́Pry? —digo con burla.

—No, el señ or Baker.

—Sí, mucho —respondo en tono serio, aunque intento no prestarle demasiada

atenció n—. Parece reservado, solitario y antisocial...

—A mí me da un morbo tremendo —sigue diciendo Lissa.

—¿Morbo? —repito.

—Sí —afirma Lissa—. Como si ocultara algo, como si tratara de impedir que nos
enterá ramos de algo malo, de algo poco moral.

—¿No crees que está s desvariando un poco? —digo—. Simplemente es un ejecutivo

arrogante que adora la soledad.

—¿A ti no te da morbo?

Giro el rostro y observo al señ or Baker con los ojos entornados. La respuesta tarda

unos segundos en llegar a mis labios.

—No —niego—. Bueno..., sí. No. ¡Ay, no sé, Lissa, tienes unas preguntas!

—Te da tanto morbo como a mí, y como seguro que se lo da a todas las féminas de

Nueva York —asegura, cogiendo la taza con las dos manos y dando un sorbo de café—.

Ni siquiera Leandra Swan puede negarse al atractivo del señ or Baker.

—¡No digas tonterías! —espeto algo molesta—. No me había fijado en él hasta que

tú has empezado con tu interrogatorio. Es un hombre como otro cualquiera.

—¿Có mo otro cualquiera? ¿Dó nde tienes los ojos?

Lissa lo dice de una manera y en un tono que parece que está indignada.

—¿Está s bien? —le pregunto poniendo los ojos en blanco, exasperada—. Es solo un

hombre —apunto.

—No es solo un hombre, Lea. Es «El hombre» —dice, enfatizando las palabras al

mismo tiempo que abre los brazos de par en par.

Miró el reloj.

—Si sigues dando alas a tus hormonas vas a llegar tarde a las prá cticas del señ or

Copeland —anuncio.

Lissa consulta su reloj de muñ eca y abre los ojos como platos.

—¡Mierda, mierda, mierda! —exclama.

Se baja a toda prisa del taburete y sale corriendo. Instantes después entra de nuevo en

la cafetería, me da un fugaz beso en la mejilla y coge el bolso bandolera que sostengo


en la mano. Con las prisas se le había olvidado.

—Gracias —me agradece.

—Que te sea leve —la animo.

CAPÍTULO 3

Al día siguiente, cuando voy a trabajar al Gorilla Coffee, no puedo negar que acudo

con la esperanza de ver allí al misterioso y enigmá tico señ or Baker. Me sorprendo a mí

misma con ese pensamiento porque debería de ser un hombre con el que no tendría que

gastar ni un solo suspiro, sin embargo, no puedo evitarlo, y mi mente fantasea con la

idea de verlo de nuevo sentado en la mesa del fondo, embebido en su pila de papeles y

sin hacer caso al mundo. Cuando entro y no lo veo en ninguna mesa, siento cierta

desilusió n.

—Hola, Bill —saludo al llegar a la barra.

—Hola, preciosa —me dice Bill con voz desinflada.

—¿Va todo bien? —pregunto.

Bill me mira pero no contesta.

—Siéntate —dice.

Su rostro muestra una expresió n mezcla de seriedad y desá nimo y entonces empiezo a

temerme lo peor.

—Me está s asustando —digo con voz risueñ a, para que el momento no sea tan tenso.

Me acerco a un taburete y me siento.

—Lo siento, Lea —comienza a decir, bajando la mirada ante mí—. El Gorilla Coffee

cierra definitivamente sus puertas.

—¿Cuá ndo?

Mi cara se frunce en innumerables pliegues de estupefacció n.


—Esta misma semana.

—¿Tan pronto?

—La situació n es insostenible —responde Bill escuetamente.

Soy consciente de que este día iba a llegar. Lo soy desde hace mucho tiempo; desde

que dejé de cobrar mi sueldo hace cuatro meses, pero aú n todo es como un mazazo,

como una patada en el hígado.

—Bill...

Bill introduce la mano en el bolsillo del delantal y saca un sobre alargado blanco.

Incapaz de levantar la mirada me lo tiende. Yo, sin preguntar, lo tomo con la mano, lo

abro ligeramente y echo un vistazo a su interior.

—Sé que no es todo lo que te debo, Lea, pero no puedo pagarte má s. —La voz de

Bill suena avergonzada.

Vuelvo a mirar la cantidad que contiene el sobre y cuento por encima el dinero que

hay. No llega a los trescientos dó lares.

—Gracias —digo ú nicamente.

—Gracias a ti —dice Bill—. Por... entender —añ ade, refiriéndose al dinero.

—No te preocupes —digo—. Todo está bien.

La mentira sale mecá nicamente de mis labios. Pero no. Nada está bien. Mis

problemas, en el fondo, no han hecho má s que empezar. Estoy oficialmente sin trabajo,

debo tres meses de alquiler del apartamento en el que vivo y un montó n de facturas; y

para arreglar la situació n mi cuenta del banco está en nú meros rojos y el curso

universitario está a punto de comenzar. ¿Con qué dinero voy a pagar la matrícula y las

tasas?

Me obligo a no llorar. No delante de Bill. No quiero ser una pena añ adida a todas las

que ya tiene él. Cojo aire y lo suelto.


—Vas a salir de esta —digo para animarlo mientras le aprieto el brazo

afectuosamente y trato a duras penas de deshacer el nudo que tengo en la garganta—.

Estoy segura de ello.

Bill me mira con rostro escéptico y asiente ligeramente en silencio. Sus ojos está n

llenos de lá grimas. Resulta extrañ o ver a un hombre de su envergadura, má s propia de

un oso que de un ser humano, al borde del llanto. Sin decir nada, se gira cabizbajo y se

mete en la trastienda para que no lo vea llorar.

Cuando desaparece tras la puerta, son mis ojos los que se inundan de lá grimas sin

poderlo remediar. ¿Por qué la vida tiene que ser tan complicada?, me pregunto

impotente. ¿Por qué Bill tiene que cerrar el Gorilla Coffee? ¿Por qué yo no puedo tener

una vida normal como cualquier chica de veintidó s añ os? ¿Por qué todo tiene que ser

una puta mierda?

Suspiro lastimosamente y hundo la cara entre las manos. Quiero que me trague la

Tierra y que me escupa en la tumbona de alguna playa del Caribe.

—Buenas tardes.

La voz de... el señ or Baker me saca de golpe de mi ensimismamiento. El corazó n

comienza a aporrear mi pecho con una rapidez casi de vértigo. Me destapo el rostro y

giro la cabeza hacia él sin darme cuenta de que tengo la cara llena de lá grimas.

—Buenas tardes —contesto en un hilo de voz.

En esos momentos reparo en que debo de estar hecha un cuadro, con los ojos rojos e

hinchados como un pez globo, y me apresuro a limpiarme la cara con las manos,

tratando de evitar lo inevitable. Aunque me doy cuenta de que es demasiado tarde

cuando advierto en el rostro del señ or Baker una expresió n que no logro descifrar.

—¿Está ... bien? —me pregunta con cierta reticencia y frialdad al ver el estado

lamentable en que me debo de encontrar.


—Sí —me apresuro a responder. Carraspeo varias veces y me atuso un poco el moñ o

con los dedos—. ¿Solo sin azú car? —le pregunto seguidamente, acordá ndome del café

que le puse el día anterior, e intentando desviar el tema de có mo estoy.

—Sí, por favor —dice con una seriedad imponente.

—Enseguida se lo preparo.

Meto en el bolso el sobre con el dinero que me ha dado Bill, me bajo del taburete y

me deslizo hacia el interior de la barra. Para mi sorpresa, el señ or Baker no se ha ido

hacia la mesa que acostumbra a ocupar y se mantiene de pie frente a mí, mirá ndome

fijamente desde el otro lado del mostrador. Me muerdo el interior del carrillo,

nerviosa, mientras me pongo el delantal. Alzo ligeramente las cejas, sorprendida de que

todavía esté ahí y de que no tenga ninguna prisa de irse.

—Perdó neme que insista —dice. En el tono de su voz no hay atisbo alguno de calidez

o de afecto—, pero, ¿está segura de que está bien?

Su interés me descoloca profundamente. ¿Por qué razó n habría de contarle a un

desconocido el desastre que tengo por vida? ¿Que a este paso acabaré viviendo debajo

de un puente? Sin embargo, antes de que pueda impedirlo, estoy hablando como si mi

boca estuviera rota y las palabras saltaran de ella sin que yo pudiera impedirlo.

—El Gorilla Coffee se cierra esta semana —comienzo a decir atropelladamente—.

No tengo trabajo, debo tres meses de alquiler má s una montañ a de facturas y tendré que

dejar la universidad porque no puedo pagar las... —Al ver que estoy hablado

demasiado y demasiado deprisa decido callarme—. ¿Por qué le estoy contando todo

esto? —digo de pronto.

—Me está contando todo esto porque se lo he preguntado —dice el señ or Baker

como algo obvio. Y lo es; me lo ha preguntado.

Su respuesta me deja sin palabras. Su manera de hablar; seria, autoritaria y... sexy,
tremendamente sexy, me deja paralizada. No obstante me obligo a decir algo.

—Ya sé que me lo ha preguntado —digo ciertamente molesta por su arrogancia—.

Pero sigo sin saber por qué habría de interesarle lo que me pasa.

Su mirada intrigada se vuelve insistente y pertinaz en mi rostro, como si estuviera

diseccioná ndolo, o viéndolo a través de unas gafas de rayos X. Su escrutinio me hace

sentir incó moda. Tanto que carraspeo tan fuerte que me hago dañ o en la garganta. ¿Este

hombre produce ese efecto en todo el mundo, o solo en mí, que soy idiota?

—Me interesa porque quizá pueda ayudarla —afirma en tono tajante.

Trago saliva. ¿Ha dicho ayudarme? ¿Ayudarme? ¡Dios mío, ayudarme! A lo mejor

puede ofrecerme un puesto de trabajo, o recomendarme para conseguir alguno dentro

del Holding empresarial que hay en el interior del imponente edificio de cristales

negros en el que seguro él es un pez gordo. De repente comienzo a oír una mú sica

celestial en mis oídos. Una suerte de campanillas que van y vienen de uno a otro. Quizá

la vida no sea tan mala, al fin y al cabo.

—¿Ayudarme? —repito, intentando mantener la compostura. Mi situació n es

desesperada, pero no tengo que parecer que lo estoy, aunque mis ojos chispean con un

brillo de renovada esperanza que no puedo controlar.

—Sí —afirma contundente. Y su monosílabo me levanta el á nimo de golpe, como un

chute de endorfinas en vena. Se abre un poco la chaqueta del traje gris marengo que

lleva y que le sienta como un guante y saca del bolsillo interior una tarjeta. Extiende el

brazo y me la ofrece. Sus dedos son largos y elegantes—. Pá sese mañ ana por la mañ ana

por mi despacho, señ orita...

—Swan.

—Señ orita Swan. No se detenga en recepció n si no quiere. Suba directamente a la

ú ltima planta. Allí me encontrará .


Cojo la tarjeta con mano temblorosa y le doy las gracias con voz tímida. Realmente

es para estarle muy agradecida.

—De nada —dice él, imperturbable como siempre—. Seguro que podemos llegar a

un acuerdo —agrega, sin variar la frecuencia del tono.

—Seguro que sí —digo, moviendo la cabeza de arriba abajo de forma compulsiva y

esbozando una ligera sonrisa en los labios.

Sin añ adir nada má s, se da media vuelta y enfila los pasos hacia la mesa en la que

acostumbra a sentarse, la que está al lado de la cristalera, a la espera de que le lleve su

café solo sin azú car.

Mientras se lo preparo, hago un repaso mental de lo que acaba de suceder. El señ or

Baker, el hombre má s guapo y atractivo —y morboso, segú n Lissa— del mundo, va

ayudarme a conseguir un trabajo. Tal y có mo está el mercado laboral actualmente, eso

es poco menos que te toque la lotería, má s si tenemos en cuenta la crítica situació n por

la que estoy pasando. ¡Me siento tan feliz! Aprieto los puñ os en señ al de triunfo y

sonrío para mis adentros. ¡Bien! ¡Bien! ¡Bien!

Sin que me vea, miro la tarjeta para saber có mo se llama: Darrell Baker, leo en

silencio.

—Darrell... —musito en voz muy baja mientras la cafetera pita. Me gusta su nombre.

Cuando le acerco el café, no puedo por menos que volver a agradecerle lo que está

haciendo por mí.

—Gracias —digo, dejando la bandeja sobre la mesa—. Por... lo que está haciendo

por mí.

Aunque intento que mi voz suene segura, no lo consigo. Y en cambio sale de nuevo

tímida y algo apocada. Contengo la respiració n en los pulmones mientras el señ or

Baker alza la intensa mirada azul y la clava en mis ojos.

—Todavía no he hecho nada por usted, señ orita Swan —responde.


—Ya... Sí... Bueno... —digo, mordiéndome el interior del carrillo—. Tiene razó n,

pero...

—Aú n no sabe qué le voy a proponer —me corta en tono sosegado, con la misma

calma que un buda.

—Sí, es verdad —titubeo—. Pero como usted ha dicho, seguro que podemos llegar a

un acuerdo.

Durante unos segundos el señ or Baker se queda mirá ndome en silencio, con tanta

fijeza que llega a intimidarme.

—Eso espero —dice ú nicamente.

CAPÍTULO 4

A ú ltima hora de la tarde, Lissa entra en la cafetería. Estoy a punto de cerrar y ha

venido para tomarnos unas cañ as y desconectar.

—¿Lista para esas cervezas? —me dice con voz animada.

—No te vas a creer lo que me ha pasado —le suelto, sin poderme contener, e

ignorando sin querer su pregunta.

—¿Es bueno o malo? —dice, muerta de la curiosidad.

—De todo un poco —respondo.

—Empieza por lo malo —se adelanta a decir Lissa.

—El Gorilla Coffee se cierra esta misma semana.

Lissa va abriendo la boca poco a poco.

—Espera, no abras la boca todavía —le aconsejo—. Queda lo má s sorprendente.

Arquea una ceja, desconcertada.

—¿Lo bueno? —dice.


—Sí —afirmo sonriendo.

—¡Vamos, suéltalo ya! —me apremia.

—El señ or Baker me vio llorando y cuá ndo insistió en que le dijera si me encontraba

bien...

—Espera un momento —me interrumpe Lissa, gesticulando aspaventosamente con las

manos—. ¿Sean O ́Pry?

—Si es así como te has empeñ ado en llamar al señ or Baker, sí —respondo.

—¿Insistió en que le dijeras si te encontrabas bien? —continú a.

—No pongas ese tono, Lissa —la freno en seco, intuyendo por dó nde van los tiros—.

Bill acababa de darme la noticia del cierre de Gorilla Coffee. Me pilló llorando, es

normal que me preguntara. Hasta un ogro lo hubiera hecho —le digo, justificando el

comportamiento del señ or Baker y tratando de no darle la importancia que Lissa le está

dando.

—Pero eso no es todo, ¿verdad? —me pregunta con expresió n có mplice en el rostro.

Lissa me conoce lo suficiente como para darse cuenta de que hay algo má s.

—No —niego, y se me escapa una sonrisilla—. Cuando le he contado có mo está mi

situació n me ha dicho que quizá pueda ayudarme. Mañ ana por la mañ ana tengo que ir a

su despacho a hablar con él.

—¡¿Qué?! ¡¿Qué?! ¡¿Qué?! —La voz de Lissa es casi un grito—. Pero eso es

estupendo —dice entusiasmada. Se lanza sobre mí y me da un efusivo abrazo, que acojo

como buenamente puedo sin caerme al suelo—. ¡Dios mío! Vas a ir al despacho de Sean

O ́Pry.

—De Darrell Baker —apunto.

—¿Se llama Darrell? Joder, hasta el nombre lo tiene bonito. —En esos momentos,

Lissa parece detener sus pensamientos en seco—. ¿Vas a trabajar para él? —me
pregunta con una curiosidad que va a devorarla.

—No lo sé —contesto, encogiéndome de hombros—. No me ha dado muchas

explicaciones. Solo me ha dicho que vaya mañ ana por la mañ ana a su despacho.

—¡Madre mía! ¡Madre mía! ¡Madre mía! ¿Te das cuenta? —dice Lissa, como si fuera

Cristó bal Coló n y acabara de descubrir América.

—¿Darme cuenta de qué?

—Joder, Lea. Sean... —Agita la cabeza enérgicamente y se corrige—. Darrell... El

señ or Baker está interesado en ti —afirma.

Ahora soy yo la que abro los ojos como platos.

—¿De qué parte defectuosa de tu cerebro te sacas eso? —digo.

—Mi cerebro no está defectuoso —se defiende Lissa.

—Pues en estos momentos lo parece. ¿El señ or Baker interesado en mí? —repito.

—Piensa un poco, Lea —dice Lissa—. ¿Te ha preguntado qué está s estudiando?

—No.

—¿En qué has trabajado?

—Sabe que soy camarera. Me ha visto aquí —apunto, haciendo alarde de ló gica—.

Te recuerdo que es al Gorilla Coffee donde viene a tomar café.

—Ya, pero...

—El Holding en el que trabaja tiene que tener cafeterías—interrumpo a Lissa—. Una

decena de ellas. Seguro que me da trabajo en alguna y sino...

—No lo dudo, pero... —me corta a la vez ella.

—Y sino en el servicio de limpieza. —Subo el tono de voz y hablo por encima de

Lissa, que sigue empeñ ada en continuar elucubrando lo que para mí son un montó n de

sandeces—. Alguien tiene que encargarse de limpiar ese emporio. No creo que se

limpie solo.
—¡Está bien! —exclama Lissa, levantando las manos y dá ndose por vencida—. Lo

que tú digas, señ ora cabezota. Pero yo sigo pensando que ese hombre está interesado en

ti... de alguna manera.

—Lissa, sé un poco realista, por favor —le pido. Creo que mi mejor amiga lee

demasiadas novelas romá nticas—. ¿Me has visto bien? —pregunto, tirando ligeramente

de mi colorida camiseta de algodó n con el divertido dibujo de una muñ eca Gorjuss en

el centro—. ¿Y le has visto a él? Viste trajes a medida de Armani y Versace. ¿Có mo

crees qué se va a fijar en mí? Somos como el día y la noche, como el agua y el vino.

Incompatibles por naturaleza. —Niego reiteradamente con la cabeza—. ¿Qué hago

explicando esto? —digo má s para mí misma que para Lissa. Dejo caer los brazos a

ambos lados de mis caderas, resignada—. Es... estú pido.

Lissa me mira en silencio, sin decir nada. Pero en sus ojos azul oscuro veo que no la

he convencido. ¿Dó nde ha dejado su sentido comú n? En fin... ¿Qué importa? El tiempo

se encargará de demostrarle que tengo razó n.

Termino de hacer la caja; la recaudació n del día no llega a los cincuenta dó lares. No

me extrañ a que Bill se haya visto abocado a cerrar. Esto no da ni para cubrir los gastos

del local. Me da tanta pena por él. Sé que adora este lugar, pero también sé que no se

puede hacer nada.

—Ya estoy lista para esas cañ as —le digo a Lissa, que me espera sentada en una de

las mesas, whasappeando con alguno de sus ligues.

—Entonces, vayamos a desestresarnos un poco.

Cierro la cafetería y me voy con Lissa al Bon Voyage, un bar de ú ltima moda situado

cerca de mi apartamento. A las dos nos gusta porque es actual, vanguardista, porque

ponen a Coldplay de manera cíclica y porque allí trabaja Joey, un camarero que vuelve

loca a Lissa. Sí, aparte del señ or Baker (y de alguno que otro má s), Joey también la
vuelve loca.

—Me alegro mucho por ti —dice Lissa cuando nos acomodamos en una mesa alta del

Bon Voyage—. Te mereces que el señ or Baker te ofrezca un trabajo y también que se

enamorara de ti.

Giro el rostro hacia ella como si acabara de recibir un latigazo en el cuello y enarco

una ceja, espantada.

—No empieces... —digo con voz de amonestació n, antes de que vuelva a liarse la

manta a la cabeza y a dar alas a sus delirios romá nticos.

—Está bien, no empiezo. Pero... —Baja la cabeza y me dice en tono confidencial—:

No me irá s a decir que no...

—¿Qué no qué? —le corto.

—Que no te pone —me suelta.

—¿Qué no me pone?

—Sí. Estoy segura de que el señ or Baker es una fiera en la cama —afirma Lissa sin

ningú n pudor—. Juraría que es de esos a los que les gusta follar de forma salvaje, hasta

destrozar a su amante.

—Pues yo creo que es frío —la contradigo sinceramente.

—Frío. ¿Por qué?

—Por qué él es frío. O al menos esa es la actitud que proyecta —comento—. Apenas

habla, no interactú a con nadie, su voz es plana, no hay atisbo de calidez o comprensió n

y, ademá s, nunca sonríe. Ni siquiera un poquito.

—¿Y no me digas que eso no es la mar de interesante?

Puede que a Lissa le resulte la mar de interesante, pero a mí, en cambio, su seriedad,

que parece imperturbable, me impone sobremanera. Me da la impresió n de que el señ or

Baker va a sacar una fusta en cualquier momento y a castigarte con ella.

Aunque me niego a reconocerlo, el encuentro de mañ ana en su despacho me tiene con


los nervios de punta. Darrell Baker es un hombre que me impone y, sinceramente,

aunque Lissa pondría el grito en el cielo si me oyera, agradezco que el trabajo no tenga

nada que ver con ser su secretaria o su asistenta personal.

—¿Está s nerviosa? —me pregunta Lissa, como si me hubiera leído el pensamiento.

—Un poco —respondo, intentando no darle demasiada importancia.

—No me extrañ a —dice, poniéndose en mi lugar—. Yo lo estaría. El señ or Baker es

capaz de poner nerviosa a cualquier mujer, incluida a ti, ¿verdad? —dice en tono

burló n, mirá ndome de reojo mientras da un trago a su cerveza.

—No estoy nerviosa por verlo —me adelanto a decir con una mentira piadosa—. Es

porque, sea lo que sea lo que me ofrezca, tengo que aceptarlo. Necesito trabajar Lissa;

de camarera, de limpiadora, de lo que sea. Si no consigo un empleo pronto, acabaré

durmiendo debajo del puente de Brooklyn.

Lissa alarga el brazo por encima de la mesa y me aprieta la mano afectuosamente.

—Lo sé, Lea —señ ala con voz compasiva—. Lo sé. Por eso ese puesto que te va a

ofrecer el señ or Baker va a ser tuyo. Ya lo verá s...

—Ojalá —digo, sonriendo con reservas.

CAPÍTULO 5

Salgo de la ducha y me sitú o frente al espejo.

—¿Qué me pongo? —me pregunto—. No puedo vestirme de manera formal porque no

voy a una entrevista... formal, y el puesto tampoco lo es. ¿Vaqueros? —Me quedo

pensá ndolo durante unos instantes pero finalmente rechazo la idea. Niego con la cabeza.

Me dirijo al armario, lo abro y me quedo mirando la fila de ropa sin encontrar nada

que me parezca apropiado. Paso la mano por la barra y saco algunas prendas sin que
me convenzan.

Resoplo entre dientes.

—¿Qué le gustará al señ or Baker? —digo—. Un momento... ¿Qué le gustará al señ or

Baker? —repito, frunciendo el ceñ o.

No debería interesarme qué es lo que le gusta al señ or Baker, sino qué es lo que le

parecería má s apropiado que llevara. Pero en mi intento, la idea de ponerme algo que

le guste no deja de acompañ arme en cada trapo que me pruebo.

Al final, y tras darle muchas vueltas, he decidido ponerme un vestido de manga corta

de color naranja claro y unas sandalias de tiras planas. Necesito sentirme có moda,

aunque no sea el atuendo má s adecuado para llamar la atenció n del señ or Baker. Bien

pensado, eso solo lo lograría si fuera una despampanante rubia de metro ochenta, y

estoy muy lejos de serlo.

¿Qué se le va a hacer?

Me recojo el pelo en un moñ o alto informal, suspiro frente al espejo para tratar de

relajar los nervios que tengo en el estó mago, —lo cual es imposible—, y salgo de casa

dispuesta a conseguir ese puesto que va a ofrecerme el señ or Baker. ¡Yo puedo! ¡Yo

puedo! ¡Yo puedo!, me repito como un mantra. Bá sicamente porque lo necesito.

Necesito desesperadamente un trabajo, tanto como respirar.

Me subo al metro y, como todas las veces que lo cojo, que son unas cuantas al día, no

consigo un asiento y me toca quedarme de pie, agarrada como puedo a la barra para no

caerme, al lado de un hombre que pasa los setenta añ os y al que le huele el sobaco una

barbaridad.

En ese lapsus de tiempo me pregunto en qué vagó n irá n esos tíos que salen en las

fotos de Facebook leyendo en el metro. No tiene que ser en el metro de Nueva York,

porque yo no tengo nunca la suerte de encontrarme uno. Una pena, la verdad. Nunca está
de má s deleitarse la mirada con alguno de los poemas visuales que, aunque parecen

estar en peligro de extinció n, existen, aunque no sé exactamente dó nde. Pero entonces

me viene a la cabeza el señ or Baker... Pensar que voy a estar en su despacho y que voy

a tenerlo lo suficientemente cerca como para que se me corte la respiració n, me

revoluciona de nuevo los nervios.

Tengo que tranquilizarme, o haré el ridículo delante de él, me digo, casi como si

fuera una orden, y entonces solo me dará un puesto como payasa.

Saco el IPod de mi bolso, me pongo los cascos, busco la canció n A sky full of star de

Coldplay, subo el volumen cuando las notas empiezan a expandirse por mis oídos y me

dejo llevar por su ritmo.

Me apeo un par de paradas antes de la mía. Necesito que me dé un poco el aire y

prefiero caminar un rato mientras observo el incesante trajín de la ciudad que nunca

duerme: autobuses, coches, bicicletas, peatones...

Cuando llego al Holding empresarial en el que trabaja el señ or Baker, no puedo

evitar que mi vista de un repaso al edificio de abajo a arriba. Durante un instante tengo

la sensació n de que es un enorme monstruo negro dispuesto a engullirme. Lo he visto

centenares de veces porque está frente al Gorilla Coffee, sin embargo, desde que sé que

el señ or Baker trabaja en él, para mí ha adquirido una dimensió n diferente, una

perspectiva que hasta ahora no tenía, o había pasado desapercibida.

Suelto el aire que tengo retenido en los pulmones y enfilo los pasos hacia las enormes

puertas giratorias que me dan la bienvenida. A la derecha está la recepció n. Detrá s del

mostrador de madera negra lacada, hay una chica de unos veinticinco añ os pelirroja y

con el pelo liso como una tabla de planchar, tan erguida en la silla que parece que se ha

tragado un palo.

Siguiendo las instrucciones del señ or Baker, paso de largo de la recepció n y de la

recepcionista, lo cual agradezco enormemente, y me dirijo directamente a la fila de


ascensores que se encuentran situados justo enfrente.

—¿Sube? —me dice un hombre de mediana edad, vestido con un traje impecable y

portando un maletín de cuero en la mano.

—Sí —respondo.

—Entonces, por este —me indica el hombre cordialmente, apuntando con el índice el

ascensor del medio—. Es el que menos paradas hace.

—Gracias —le agradezco.

Las puertas del ascensor se abren y sale un montó n de gente que me esquiva como si

fuera una simple columna de piedra. Como buenamente puedo me abro paso entre la

masa y me meto en el habitáculo de paredes espejadas.

—¿A qué planta va? —me pregunta el hombre que me ha indicado en qué ascensor

debía subir.

No me molesto en mirar cuá ntas hay, el señ or Baker me dijo que su despacho estaba

en la ú ltima.

—A la ú ltima —digo.

El hombre se me queda mirando unos segundos, como si no hubiera entendido bien lo

que le he dicho, o como si le pareciera lo má s raro del mundo.

Quizá la ú ltima planta es la azotea y por eso su expresió n de desconcierto, pienso de

forma rá pida. Pero antes de que pueda seguir elucubrando hipó tesis, el ascensor se para

y las puertas se abren de nuevo.

—Es aquí —me dice con amabilidad.

—Gracias.

—Pase —me indica, cediéndome el paso con un gesto de la mano.

La ú ltima planta es grande y espaciosa y la decoració n es minimalista. Apenas hay

muebles. Solo algunos sillones de cuero negro y una mesa auxiliar de cristal.
Miro a mi alrededor, tratando de buscar un mostrador o una recepció n para preguntar

por el despacho del señ or Baker. Al fondo veo al hombre del maletín y decido seguirlo.

Si no logro encontrar el despacho del señ or Baker, al menos puedo preguntarle dó nde

está. Acelero el paso antes de perderlo totalmente de vista. No es por exagerar, pero me

juego el cuello a que alguien, alguna vez, se ha extraviado en las decenas y decenas de

plantas y despachos que posee el edificio. No me gustaría ser una de ellas, desde luego.

Al final de un pasillo veo una sala en la que hay dos mostradores al lado de unas

enormes puertas negras de madera. Detrá s de ellos hay dos chicas; una rubia y otra

morena, que pulsan frenéticamente los teclados de sus ordenadores sin perder la

concentració n en las pantallas. Ninguna pasa de los treinta añ os.

Mientras me acerco, llego a ver que el hombre del maletín abre una de las puertas

negras y entra. Cuando desaparece detrá s de ellas, llego al mostrador de la chica rubia.

—Buenos días —digo.

Un par de ojos azules se levantan y me miran por encima de la pantalla del

ordenador.

—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarla? —me pregunta con una formalidad

protocolaria.

—Busco al señ or Baker...

—¿Tiene cita con él?

—No —contesto—. Simplemente me dijo que me pasara por su despacho hoy a lo

largo de la mañ ana.

La chica, perfectamente maquillada, coge una agenda y la abre delante de mí.

Mientras repasa unas notas, pienso que tal vez no me dejen pasar por no tener cita con

él. Segú n parece hay que seguir un protocolo para ver al señ or Baker. Si es así, no sé

que voy a hacer...


—¿Es usted la señ orita Swan? —me pregunta de pronto la secretaria, cortando de

golpe mis pensamientos.

—Sí, sí —digo.

—¿Podría identificarse de alguna manera?

—Sí, claro.

Cojo mi cartera y extraigo el DNI.

—Aquí tiene —digo, tendiéndoselo.

—Muchas gracias.

Me devuelve el DNI, coge el teléfono y marca la extensió n, me imagino, que del

despacho del señ or Baker.

—Señ or Baker, la señ orita Swan acaba de llegar —anuncia—. Está bien. Gracias.

—Señ orita Swan —dice mientras cuelga el auricular—, el señ or Baker la atenderá

en cinco minutos. Si es tan amable de sentarse y esperarlo, por favor.

—Sí, por supuesto —respondo con una sonrisa afable en los labios.

Me doy la vuelta y me dirijo a los sillones de cuero negro situados al otro lado.

Mientras espero mi turno para hablar con el señ or Baker, me doy cuenta de que

desentono con el lugar y con las dos secretarias que trabajan para él. Ellas van

arregladas hasta el límite de lo imposible, con faldas de tubo, tacones de vértigo y

trajes de chaqueta tan formales que les hacen parecer muñ ecas con cuerpos

ortopédicos. Yo, en cambio, llevo un vestido ligero y fresco, unas sandalias planas y un

moñ o que en cualquier momento puede venirse abajo; el típico que te haces con un

lapicero para estar por casa.

Tenía que haberme puesto una americana y un pantaló n de vestir, pienso en silencio.

Durante unos segundos empiezo a desesperarme. Pero antes de que pueda seguir con

mis cavilaciones y hundiéndome en la amargura, la secretaria rubia que me ha atendido


se acerca a mí.

—Puede pasar —dice—. El señ or Baker la espera.

—Gracias —digo.

Me levanto del silló n de cuero y camino hacia las imponentes puertas de madera

negras del fondo. ¿Estoy tan nerviosa como me parece? ¿Có mo es posible que un

hombre me ponga en este estado? Tengo que hacérmelo mirar muy seriamente.

Respiro hondo antes de empujar las puertas, pero no me detengo delante de ellas,

para que las secretarias no crean que estoy loca o que estoy atrayendo suerte con una

especie de plegaria muda.

Cuando entro en el despacho del señ or Baker, su imagen detrá s del enorme escritorio

de acero y cristal me impacta. Se lo ve tan magná nimo, tan... poderoso. Como si el

mundo estuviera a sus pies, como si se encontrara por encima del bien y del mal; ajeno

a todo, pero sin perder detalle de nada.

—Buenos días, señ orita Swan —me saluda. Lo hace con su habitual seriedad y eso

no contribuye absolutamente nada a que me tranquilice. ¿Es que no puede sonreír

aunque sea una sola vez para hacerme sentir có moda, o para comprobar que es humano

y no un robot o un hombre de hielo?

—Buenos días —digo.

—Siéntese, por favor —me indica, señ alando con el índice una de las sillas que hay

delante de su escritorio.

Hago lo que me dice y me siento, acortando la distancia que nos separa.

—Gracias. —Parece que gana elegancia segú n pasa los días. ¿O son mis ojos?

Cuando logro reaccionar, abro una pequeñ a carpeta que he llevado—. Le he traído mi

curriculum —digo, ofreciéndoselo.

É l lo coge y le echa un vistazo rá pido. Momento que aprovecho para pasear la


mirada a mi alrededor. Me quedo muda: el despacho es gigantesco. La mayor parte de

los muebles son de cristal y acero, aunque no llenan tanto espacio vacío y, a mi forma

de ver, innecesario. Las paredes está n formadas de enormes placas de cristal oscuro

que dan a la estancia un toque íntimo y misterioso.

—¿Leandra? —dice.

Su pregunta me hace volver en mí. Mi nombre de pila parece que ha captado su

atenció n.

—Sí, me llamo Leandra, pero todo el mundo me llama Lea —le aclaro con voz

tímida.

Por alguna extrañ a razó n pienso que va a hacer algú n tipo de comentario respecto a

mi nombre. Sin embargo, no es así. Entonces vienen a mi cabeza todas esas hipó tesis

que circulan por ahí sobre los Iluminati, los reptilianos y el supuesto gobierno en la

sombra que nos dirige, y me pregunto si el señ or Baker es de este mundo.

—Estudia Matemá ticas... —observa.

Trato de apreciar algú n gesto en su expresió n que no sea su acostumbrada seriedad,

pero evidentemente no lo encuentro.

—Sí —afirmo.

—¿Qué curso?

—Voy a empezar cuarto.

Su rostro sigue impasible. No hay un solo mú sculo que se mueva.

—Yo también estudié Matemá ticas —apunta. Me quedo irremediablemente perpleja

al comprobar que tengo algo en comú n con el señ or Baker—. Y veo que tiene muy

buenas notas en su expediente —concluye.

Aquel comentario, sin ser un halago, o sin tener intenció n de serlo, hace que mis

mejillas se sonrojen.
—Sí, bueno... —titubeo. Joder, ¿por qué estoy tan nerviosa?—. Me gustan... mucho

—me atrevo a añ adir.

Normalmente la gente pone caras raras cuando digo que me gustan las matemá ticas.

Lo que provoca que no me atreva a decir que ademá s me gustan mucho. Sinceramente,

no alcanzo a entender por qué les resulta tan extrañ o; (Juraría que algunas se sienten

incluso ofendidas). Los gustos de las personas son de lo má s variopintos. ¿Por qué no

me podrían gustar a mí los nú meros? Sin embargo, que el señ or Baker haya estudiado la

misma carrera que estoy cursando yo me permite subrayar hasta qué punto me encantan.

Después de unos instantes deja el curriculum sobre la mesa y levanta sus ojos azules

hacia mí. La intensidad de su mirada me desarma por momentos. Solo consigo tragar

saliva, y eso a duras penas.

—No me gusta perder el tiempo. Así que seré claro, señ orita Swan —comienza a

decir, al mismo tiempo que se echa hacia atrá s en la silla con un gesto de seguridad en

sí mismo.

Preferiría que dejara de llamarme «señ orita Swan» y que me llamara Lea, pienso

para mis adentros. Tanta formalidad lo ú nico que consigue es que me ponga má s

nerviosa. Pero parece que estoy a añ os luz de que suceda.

—Lo que quiero proponerle es algo... fuera de lo comú n —prosigue—. Pero que

puede ser muy beneficioso para usted.

Sus palabras empiezan a intrigarme: «¿algo fuera de lo comú n?»... «¿Beneficioso

para ambos?». Habla como si fuera a tener lugar un tratado entre los dos países má s

importantes del mundo.

No digo nada, porque reconozco que me estoy quedando sin capacidad de reacció n, y

dejo que continú e hablando mientras me muerdo el interior del carrillo.

—Le ofrezco una habitació n en mi casa, señ orita Swan, a cambio de...

—¿De qué? —me adelanto a decir, interrumpiéndolo.


Sus ojos, que de pronto se ven oscuros y con un brillo extrañ o, se posan en mí. Me

tenso.

—De sexo —responde sin titubeos.

Alzo las cejas. ¿He escuchado bien? ¿Ha dicho sexo? ¿Sexo? ¿Qué clase de broma es

esta?

No puedo verme la cara, pero seguro que es de auténtica perplejidad; con los ojos y

la boca abierta de par en par. Mi capacidad de reacció n se ha agotado por completo.

—¿Qué? —alcanzo ú nicamente a mascullar. Profiero una carcajada nerviosa. Muevo

la cabeza a un lado y a otro, indignada y confundida a partes iguales. Tomo aire como

buenamente puedo—. ¿Quién diablos se ha creído que soy, señ or Baker? —suelto

ofendida, mientras él me mira sin inmutarse—. ¿Acaso se cree que soy una prostituta?

La sangre me hierve en el interior de las venas. De buena gana me levantaría y le

pegaría una bofetada.

—Si creyera que es una prostituta, le aseguro que no le estaría proponiendo esto —

afirma él categó ricamente.

—¿Entonces? —pregunto, frunciendo el ceñ o con gravedad—. ¿Có mo se le ocurre

que voy a aceptar algo semejante? —Las palabras salen de forma atropellada de mi

boca—. ¡Joder! —mascullo para mí, bajando la cabeza—. Yo solo quiero un trabajo, un

maldito trabajo que me permita vivir y pagar las tasas universitarias para no tener que

perder un curso, y para no morirme de hambre.

—Entonces, acepte mi proposició n, señ orita Swan —dice pausadamente en ese tono

serio que tanto me impone.

—¿Qué acepte...? —Mi voz se va apagando. Lo miro de nuevo, luchando porque el

intenso azul de sus ojos no me desestabilice del modo que lo hace—. ¿Qué pensaría

usted si su jefe o su jefa le pidiera acostarse con él a cambio de darle un trabajo? ¿O


qué tratara de beneficiarse de la necesidad que supone estar pasando un mal momento

econó mico como es mi caso?

Ladea ligeramente la cabeza. La expresió n de su rostro se vuelve arrogante.

—Yo no tengo jefe, señ orita Swan, ni jefa —afirma con suficiencia.

El corazó n se me para en seco. ¿No tiene jefe? ¿Ni jefa? ¿Eso quiere decir qué...?

—¿Esto es... suyo? —pregunto en un hilo de voz, rodando mis ojos en derredor.

—Sí.

—¿Todo?

—Todo.

¡Joder! ¡Y mil veces, joder! ¿Qué hace uno de los hombres má s ricos de la ciudad,

incluso del país, proponiéndome tener sexo con él cuando no debe de tener ningú n

problema para acostarse con la mujer que quiera? Me juego el cuello y las manos a que

tiene decenas a los pies.

—Creo que se ha equivocado de persona, señ or Baker —digo, levantá ndome de la

silla—. Totalmente. —Hago una pausa antes de añ adir—: Yo no... No voy a aceptar su

proposició n. Si no tiene un trabajo... normal, mi presencia aquí sobra.

—Claro que podría ofrecerle un trabajo... normal, como dice usted —anota el señ or

Baker.

—Entonces, ¿por qué no me lo ofrece?

—Porque la propuesta no sería tan interesante —afirma. ¿Hay un matiz de ironía en

su comentario?—. Ni tan beneficiosa, se lo aseguro. —Sí, definitivamente hay un matiz

de ironía en sus comentarios.

—De eso no tengo ninguna duda —digo, sin poderme ya contener—. Sobre todo para

usted.

El señ or Baker se echa hacia adelante, apoya los codos en la mesa y junta los dedos
de las manos delante de su rostro.

—Señ orita Swan, ¿por qué no se lo toma como un intercambio de intereses?, ¿de

favores? —me pregunta, como si estuviera tratando de convencer a un cliente;

mirá ndome con la calma que poseen las personas que tienen el control total de la

situació n—. Al fin y al cabo, lo es. Usted necesita algo que yo puedo ofrecerle, y usted

puede ofrecerme algo que yo quiero.

Niego con la cabeza para mí.

—Está tan acostumbrado a mercadear, que todo lo ve como un negocio —le digo,

obligá ndome a mantener la calma—. Incluso follar —añ ado.

—Puede... —apunta sin má s.

Suelto un bufido, crispada.

—De todas formas —comienza a decir de nuevo—, si cambia de opinió n, ya sabe

dó nde encontrarme.

Cabró n engreído, pienso con rabia para mis adentros.

Sin mediar má s palabra, me giro y salgo de su despacho. Ya he escuchado suficiente.

CAPÍTULO 6

Llego a la calle con el corazó n latiendo a mil por hora y con una rabia que a duras

penas logro contener entre los dientes. Tengo ganas de gritar, de gritar tan fuerte que me

oigan en la otra punta del mundo. No me puedo creer lo que me acaba de proponer el

señ or Baker. ¿Qué coñ o se ha creído? ¿Qué puede tener lo que quiera y a todo el mundo

que quiera? ¿Qué las personas somos una mercancía a su disposició n?

—¡Maldito cabró n! —exclamo. Un señ or que pasa a mi lado me escucha y se me

queda mirando con expresió n de de horror—. Tranquilo, no es a usted —digo

malhumorada.
—Esta juventud de hoy... —le oigo murmurar mientras se aleja por la calle.

Aparte de gritar, tengo ganas de llorar. Muchas; venía con tantas expectativas, con

tantas esperanzas... Siento como las lá grimas humedecen mis ojos y como la garganta se

me cierra. Antes de romper en llanto, echo a caminar a grandes zancadas. Tengo que

quemar energía, o voy a explotar.

—¿Qué tal te ha ido con el señ or Baker? —dice Lissa, poniendo una voz sensual y

moviendo los hombros de un lado a otro, cuando me viene a buscar a la salida de la

cafetería.

—No muy bien —respondo cabizbaja mientras cierro la puerta y bajo la verja de

metal.

—¿No te ha interesado lo que te proponía? —Lissa no disimula su desilusió n.

—No le interesaría a nadie —contesto—, excepto si eres una puta.

Mi respuesta deja ató nita a Lissa.

—¿No me irá s a decir que te ha hecho una proposició n indecente, como en la película

de Demi Moore y Robert Redford? —pregunta. Al ver que no respondo, insiste—.

¿Lea...? —Giró la cabeza y simplemente la miro, sin decir nada—. ¡Jú ralo! —indica.

—Lo juro —digo desganada.

—¡Cuéntamelo todo! ¡Ahora!

—Me ha ofrecido una habitació n en su casa a cambio de sexo.

—¿Y tienes derecho a cocina?

—¡Lissa!

—Lo siento...

—Es un cabró n —digo mientras echamos a andar calle abajo—. Un cabró n y un

gilipollas.
—No hace mucho leí una noticia en el The New York Times que decía que, debido a

la crisis econó mica, muchas mujeres jó venes se hospedaban en pisos de hombres con

los que acceden a tener sexo, como si fueran pareja, pero sin serlo —comenta Lissa.

—Pues el señ or Baker es lo que me ha propuesto. Se nota que está al día de lo que se

lleva. ¡Ú ltima moda!: él me alquila su casa y yo le alquilo mi cuerpo —entono con

burla en un intento de reírme de mí misma.

—¿Y no te parece sorprendente que un pez gordo de uno de los Holding

empresariales má s grandes de Nueva York te haya hecho una proposició n semejante?

—Por supuesto —admito—. Sobre todo, porque no soy rubia, no mido uno ochenta y

no tengo ciento veinte de pecho. Pero lo má s asombroso es que no es un pez gordo

cualquiera, es el pez má s gordo del mar.

—¿Es el director?

—No solo es el director —respondo—. Es el dueñ o.

Los ojos de Lissa se abren tanto que creo que se van a salir de las ó rbitas.

—¡Joooder!

—Pero el señ or Baker está muy equivocado si piensa que voy sucumbir a su

proposició n solo porque no tengo dó nde caerme muerta.

—No hables así de ti, Lea —me reprende Lissa.

—Es la verdad. Estoy con la soga al cuello —reconozco, muy a mi pesar—. La tengo

tan apretada que está comenzando a estrangularme, pero no voy a aceptar su propuesta

—digo rotunda.

—No serías la primera universitaria que...

No dejo que Lissa termine la frase. Si lo hiciera, se me pondrían los pelos de punta.

—Lo sé —le corto—. Incluso nosotras conocemos algunas chicas que está n

pagá ndose la carrera de esa manera —apunto, evitando la palabra—. Pero yo no quiero
ser una de ellas.

—Al menos tú siempre lo harías con el mismo, y hay que reconocer que el señ or

Baker está buenísimo —comenta Lissa, tratando de ver el lado bueno a algo que no sé

si lo tiene.

De repente, se detiene delante del escaparate de una perfumería.

—Mira —me dice, señ alando con el índice el cartel publicitario de la colonia One

Million de Paco Rabbane —. El modelo es Sean O ́Pry —dice—. ¿Se parece o no se

parece al señ or Baker?

Durante unos instantes me quedo mirando el rostro del hombre que aparece

chasqueando los dedos en el cartel. La fotografía está en blanco y negro pero aú n todo,

es cierto que el parecido con el señ or Baker es asombroso. Incluso puedo ver la

intensidad de su mirada azul en los ojos de Sean O ́Pry. Así como sus rasgos marcados

y su sensualidad.

—Dicen que todos tenemos un doble en las antípodas—anota Lissa con una sonrisa.

—Hay quienes aseguran que hay cinco personas exactas físicamente a nosotros en

todo el mundo.

—Ya sabemos dó nde está una de esas personas físicamente exactas a Sean O ́Pry. Me

pregunto dó nde estará n las otras cuatro y si tendré la suerte de encontrarme con alguna

de ellas y que se quiera casar conmigo —dice Lissa en tono de ensoñ ació n.

Aparto la vista del rostro de Sean O ́Pry y miro a Lissa, que permanece con los ojos

clavados en el anuncio publicitario con expresió n bobalicona, y no puedo evitar

echarme a reír.

—¿Ya no te quieres casar con Joey, el camarero del Bon Voyage? —le pregunto,

carcajeando.

—Por supuesto que sí, con él también —me responde Lissa—. ¿Para qué está la
poligamia?

—Eres de lo que no hay —le digo entre risas.

Dejamos a Sean O ́Pry atrá s y mientras emprendemos de nuevo la marcha, Lissa dice:

—No puedes negar que, sea como sea, has captado la atenció n del señ or Baker.

Lanzo al aire un bufido.

—¿Captar su atenció n? —repito escéptica—. El señ or Baker me lo ha propuesto a

mí, como te lo podía haber propuesto a ti, o a la vecina del quinto.

—Pues fíjate que yo no lo creo.

—Vamos, Lissa. Está acostumbrado a mercadear con todo, incluso con las personas.

¿Qué má s le da que las mujeres sean rubias, morenas o pelirrojas? Mientras respiren...

—Lea, es un tío que puede tener a cualquier mujer. A-cual-quier-mu-jer —dice,

enfatizando cada sílaba para asegurarse de que sus palabras calan en mí—. Y a pesar

de que puede tener a cualquier mujer, él te ha elegido a ti.

—En eso te doy la razó n —digo con ironía segú n cruzamos una calle paralela a la

inconfundible y concurrida Quinta Avenida—. Me ha elegido a mí, y ha sido una

decisió n razonada, inducida, con la cabeza. Me ha elegido bajo el mismo juicio que

utiliza para invertir en una empresa u otra de la bolsa. Supongo que, por algú n motivo

que todavía desconozco, le convengo má s que otras. El señ or Baker es un ser frío y

calculador. Es el hombre de hielo.

—De todas formas, no deja de ser sorprendente, Lea —insiste Lissa—. También me

podía haber elegido a mí y no lo ha hecho. Sigo pensando que algo en ti ha captado su

interés...

—Claro, y por eso me quiere en su cama —suelto—. Y en vez de conquistarme y

seducirme como haría cualquier persona en sus cabales, me ofrece su casa a cambio de

sexo. —Miro al cielo mientras caminamos y pongo los ojos en blanco—. ¿Es que no me

puede pasar algo normal? ¿Es que no me pueden pasar las cosas que le pasan a
cualquier chica de veintidó s añ os? —digo, y mi voz suena casi como una plegaria.

—Reconoce que tú no eres una persona normal —me dice Lissa.

Giro el rostro hacia ella y me la quedo mirando con el ceñ o fruncido.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunto.

—Que no hay otra persona como tú en todo Nueva York, ni creo que en el mundo

entero.

—¿Y eso es malo o es bueno?

—Es bueno, muy bueno. Fíjate si será s especial, que has conseguido llamar la

atenció n de uno de los hombres má s guapos y atractivos de la ciudad.

—Lissa... —la amonesto, intentando evitar que comience de nuevo, pero no lo logro.

—Pues yo, en el fondo, me sentiría halagada.

—¿Halagada por qué un hombre quiera sexo contigo a cambio de dinero? —pregunto,

pasmada.

—El señ or Baker no es cualquier hombre, Lea —responde Lissa—. Es guapo, es

atractivo, es elegante, es misterioso... y, ademá s, es rico, y no te está ofreciendo

dinero, no habría un pago como tal.

—Lissa, te lo digo muy en serio; há ztelo mirar. Hay algo en un cabeza que no

funciona todo lo bien que debería.

—Tú dirá s lo que quieras —me rebate—, pero a mí me da mucho morbo, incluso la

situació n es morbosa.

—Lo que me ha propuesto el señ or Baker tiene un nombre —digo.

¿Qué le pasa a Lissa? ¿Acaso se ha vuelto loca?, me pregunto en silencio.

—Lo sé... Pero mira qué bien les fue a Julia Roberts en Pretty Woman y a Demi

Moore en Una Proposició n Indecente.

—Eso son películas —anoto, un poco cansada ya de este tema—. Pe-lí-cu-las —


recalco, por si no le ha quedado claro—. En las películas los finales son siempre

felices. Igual que en las novelas romá nticas.

—En la vida real, a veces también.

—Eres imposible —digo, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza.

—Eso también lo sé —me da la razó n Lissa con una sonrisa de oreja a oreja.

Sin apenas darnos cuenta, hemos llegado a la boca del metro que tiene que coger

Lissa y que está al lado de la calle en la que vivo.

—Hasta mañ ana —se despide Lissa.

Se acerca a mí y nos damos un par de besos en las mejillas.

—Hasta mañ ana —digo.

—Ya me contará s... —dice mientras baja las escaleras de piedra.

No va a haber nada qué contar, pienso para mis adentros. La historia entre el señ or

Baker y yo ha empezado y ha terminado hoy. No va a haber má s señ or Baker. No. No.

No.

CAPÍTULO 7

—¿Está s bien? —me dice Bill.

Asiento con la cabeza un par de veces seguidas mientras sorbo disimuladamente por

la nariz. No soy capaz de articular palabra. Hoy es la ú ltima tarde que he trabajado en

la cafetería. Hoy es la ú ltima tarde que está abierto el Gorilla Coffee. Y pese a que he

tenido tiempo para hacerme a la idea, que se me escapen las lá grimas parece algo

inevitable.

—No llores —me consuela Bill, pasá ndome el brazo por los hombros y

estrechá ndome contra él.


—Lo siento —me disculpo, limpiá ndome la nariz con la mano—. Me prometí no

llorar, pero no puedo evitarlo. Lo siento, de verdad.

Bill suspira. Sus ojos también está n velados por las lá grimas. Por eso yo no quería

llorar, porque sabía que contagiaría al pobre Bill.

—Venga, tenemos que irnos —indica, enjugá ndose los ojos y cogiendo las llaves de

la barra—. De nada sirve alargar la agonía.

Salimos del Gorilla Coffee cabizbajos y silenciosos. Mientras Bill cierra y baja la

verja de metal no puedo parar de preguntarme qué va a ser de mí. Suena dramá tico;

pero es que lo es.

—¿Te acerco a casa? —dice Bill.

—No, gracias. Prefiero ir andando. Necesito despejarme —respondo.

—Como quieras. Gracias por todo —dice, dá ndome un fuerte abrazo.

—Gracias a ti, Bill.

—Has sido una empleada ejemplar —afirma, deshaciendo el abrazo.

Sus palabras hacen que vuelva a emocionarme y que los ojos se me humedezcan de

nuevo.

—Es que tú siempre me has visto con buenos ojos —digo, haciendo un soberano

esfuerzo por contener el llanto y esbozando media sonrisa en los labios—. El tiempo

que he trabajado en el Gorilla Coffee has sido como un padre para mí.

—Me alegra saber eso —dice, y advierto que él también está haciendo verdaderos

esfuerzos por no romper a llorar —. Cuídate, ¿vale, preciosa?

—Tú también —contesto.

Bill se da la vuelta y se aleja con pasos pesados. Cuando su enorme silueta se pierde

entre las luces de los comercios y el resto de la gente de la Gran Manzana, yo también

me giro dispuesta a marcharme de allí. Mi etapa en el Gorilla Coffee ha terminado.


Involuntariamente mis ojos se paran en el Holding empresarial del señ or Baker. La

mole de cristales negros se yergue al otro lado de la calle con una majestuosidad

imponente. Algunas ventanas tienen luz.

Pienso que el edificio nunca duerme, como la ciudad de Nueva York. Siempre vigía,

siempre centinela. Mis ojos se detienen en la ú ltima planta. También en la cú spide hay

luz. Seguro que el señ or Baker está trabajando.

Los tres días que he estado en el Gorilla Coffee he rezado para que el señ or Baker no

fuera, y parece que el Cielo me ha escuchado. Para mí hubiera sido una situació n

extremadamente incó moda, aunque para él no hubiera supuesto nada. Supongo que

estará acostumbrado.

No me he atrevido a preguntarle a Bill, pero me imagino que habrá ido por la

mañ ana, como acostumbraba. Tampoco creo que le importara mucho encontrarse

conmigo. É l puede con eso y con má s. Al fin y al cabo, para el señ or Baker no somos

má s que títeres. Títeres con los que jugar a su antojo.

Lanzo un suspiro al aire. Estoy tan cansada...

Bajo la mirada, me giro y enfilo la calle con semblante agotado. Mientras camino,

Nueva York sigue respirando a mi alrededor como si tuviera vida propia. La tiene. Me

mezclo con la gente, e intento no pensar en lo que se me viene encima, lo que me resulta

imposible, porque mi futuro se presenta negro, muy negro, tan negro como los cojones

de un grillo, como una noche sin luna.

Cuando llego a casa, me quito el sujetador, me pongo una camiseta ancha y me quedo

descalza. Me encanta caminar descalza por la casa; me hace sentir libre.

Me acerco a la nevera, saco una cerveza sin alcohol, la abro y echo un trago. De

pronto suena el portero automá tico de una manera reitera. Consulto el reloj que hay

encima del frigorífico, una esfera multicolor en la que las manecillas son un tenedor, un
cuchillo y una cuchara. Son las nueve de la noche. No es difícil imaginarse quién es: mi

casera. El portero automá tico vuelve a pitar una y otra vez hasta clavarse en mis oídos.

—¿Sí? —contesto.

—Soy la señ ora Meyer.

Cierro los ojos y me recuesto contra la pared con el telefonillo pegado al pecho;

empiezan los problemas. Un par de minutos después tengo a la casera en el apartamento

con expresió n poco amable en el rostro.

—¿Es que tampoco tienes pensado pagarme este mes? —me espeta sin ni siquiera

saludarme.

—Hola —digo, en un intento de calmar sus á nimos mientras pasa justo a mi lado sin

hacerme el menos caso. La sigo con la mirada hasta que se para en mitad del saló n con

aire de suficiencia.

—Si no me pagas los tres meses que me debes de alquiler, voy a denunciarte —

asevera sin ningú n tipo de vacilació n.

—Señ ora Meyer, yo...

—Y si tampoco me vas a pagar el alquiler de este mes —me corta secamente, sin

dejarme hablar—, voy a echarte a la puta calle. Que es donde debes de estar; debajo de

algú n puente.

—Señ ora Meyer, me acaban de despedir, han cerrado la cafetería en la que trab...

—Ese no es mi problema, querida —dice, volviéndose de manera brusca hacia mí.

—Si no me puedes pagar, te vas.

—Señ ora Meyer, por favor. —Mi voz se torna suplicante—, solo le pido que me deje

quedarme un mes má s. Solo un mes. Prometo pagarle lo que le debo...

—¿No crees que ya he tenido demasiada paciencia contigo?

Respiro hondo.

—Sí, ha tenido demasiada paciencia conmigo. Pero solo le pido un mes má s. Solo un
mes.

—No voy a dejarte aquí un mes má s, ni un solo día má s —ataja con desdén—. O me

pagas ahora mismo todo lo que me debes, o te echo a la puta calle.

—Por favor, señ ora Meyer...

De pronto, una figura debajo del marco de la puerta hace que el corazó n me dé un

vuelco. A duras penas soy capaz de articular palabra. Es el señ or Baker; alto y

magná nimo como solo él se puede permitir, enfundado en unos de sus inmaculados

trajes sastre. ¿Qué hace en mi casa?, alcanzo a preguntarme ú nicamente. ¿Có mo sabe la

direcció n? ¿Cuá nto tiempo lleva ahí? ¿Ha escuchado algo de la desagradable

conversació n que estoy manteniendo con mi casera? Trago saliva, pero tengo la

garganta seca.

Antes de que pueda decir algo, se adelanta unos pasos y habla.

—¿Cuá nto le debe la señ orita Swan, señ ora? —le pregunta a la señ ora Meyer con su

habitual seriedad.

—¿Usted tiene dinero? —dice la casera.

—¿Cuá nto? —repite el señ or Baker mientras se abre la chaqueta y saca el talonario

de cheques.

—No... —me adelanto a decir. Por nada del mundo quiero que el señ or Baker pague

los meses de alquiler que debo.

—Mil setenta y cinco dó lares —se apresura a responder Marga.

—No, por favor, señ or Baker... No... —mascullo, acercá ndome a él. Pero antes de

que me dé cuenta, o pueda hacer algo para evitar lo que para mí va a ser una catá strofe

de dimensiones apocalípticas, el señ or Baker escribe la cifra en un taló n que va

extendido al portador y lo firma de manera expeditiva con un garabato—. No es

necesario... —insisto inú tilmente.


Chasqueo la lengua y hago una mueca de disgusto con la boca, pero no consigo nada.

El señ or Baker, ajeno a mi petició n, tiende el cheque a la señ ora Meyer, a la que le falta

tiempo para cogerlo.

—Pero esta cantidad es mayor a la que Lea me debe —comenta Marga, titubeante.

—He incluido el alquiler de este mes —aclara el señ or Baker—. ¿Es suficiente?

—Sí, sí, claro que sí —afirma la señ ora Meyer—. Gracias.

El señ or Baker arquea las cejas y mira a mi casera como diciendo: «¿qué haces aquí

si ya te he pagado?»

La señ ora Meyer gira el rostro hacia mí y me mira desconcertada, sin entender muy

bien quién es este hombre tan elegante y por qué ha saldado mi deuda con ella con tanta

facilidad. Después dirige la mirada al señ or Baker, supongo que con la misma

expresió n de desconcierto en el rostro.

—Me voy —dice a modo de despedida—. Que paséis buena noche.

Aunque parezca increíble, no quiero que se vaya. Eso implica quedarme a solas con

el señ or Baker, y no quiero quedarme a solas con él.

CAPÍTULO 8

—No tenía por qué haber pagado los alquileres que le debía a mi casera —le digo en

cuanto la señ ora Meyer cierra la puerta tras de sí. No puedo evitar sentirme

avergonzada por su gesto.

—No ha sido nada —responde él.

—Sí, sí es algo. No lo tenía que haber hecho —vuelvo a decir—. No voy a poder

devolvérselo.

En el fondo estoy enfadada; de pronto el señ or Baker se ha convertido en mi


salvador, y eso no me gusta.

—No quiero que me lo devuelva. Es solo dinero, señ orita Swan —anota

pausadamente.

—Solo dinero... —siseo en un tono inaudible.

Cuando alzo la vista, advierto que su mirada está recorriendo mi cuerpo de arriba

abajo y que sus ojos se detienen en mis pechos. Entonces caigo en la cuenta de que

estoy en medio del saló n, descalza, con una camiseta ancha que apenas me cubre los

muslos y que tengo el hombro derecho al descubierto. Noto que el pulso se me acelera y

un golpe de rubor asciende hasta mis mejillas al verme de esa guisa ante él, ante el

hombre má s elegante de la ciudad, y que parece haberme desvestido con una sola

mirada. Como puedo, tiro del borde de la camiseta con los dedos en un intento de

alargar la prenda y de que me tape los muslos, pero es del todo improductivo, porque

no logro que cubra má s de lo que lo hace.

—¿Có mo ha conseguido mi direcció n? —le pregunto algo molesta, cambiando

radicalmente de tema.

—Se le olvida que antes de salir corriendo de mi despacho me dejó su curriculum,

señ orita Swan, y que, como en todo curriculum, estaba su direcció n.

Señ or Baker 1-Lea 0.

Decido no darle réplica.

—¿Qué hace aquí? —sigo interrogando. Pero antes de que conteste vuelvo a tomar la

palabra—. ¿Ha venido a convencerme para que acepte su proposició n?

—Puede. ¿Le molestaría que lo hiciese? —dice.

—No creo que usted tenga mucho en cuenta lo que le molesta o no a la gente.

—Quizá lo tengo en cuenta má s de lo que usted se piensa, señ orita Swan.

—¿Tiene algú n problema con llamarme Lea? —le digo—. Prefiero que me tutee. El
«usted» me pone nerviosa.

Durante unos instantes me mira con una expresió n que me resulta indescifrable.

—Como quieras..., Lea —dice con voz pausada.

Me siento extrañ a cuando ha dicho mi nombre. No sé si son imaginaciones mías, pero

lo ha pronunciado de una manera que nadie lo había hecho antes; en un tono profundo,

melodioso, incluso sensual. Me sorprendo preguntá ndome có mo sonaría susurrado al

oído mientras me hace el amor. Mi propio pensamiento hace que vuelva a sonrojarme.

¡¿Qué diablos me está pasando por la cabeza?! ¡¿Có mo puedo estar planteá ndome algo

semejante?! Lissa no es la ú nica que tiene que hacerse mirar algunas cosas. Yo también,

desde luego.

—¿Por qué insiste, señ or Baker? —pregunto.

—Llá mame Darrell —dice.

—¿Por qué insistes, Darrell? —repito cambiando el tratamiento—. Ahí fuera tienes

que tener un centenar de mujeres que darían gustosas un ojo de la cara por aceptar tu...

interesante proposició n —digo, enfatizando la palabra «interesante», porque no sé de

qué forma calificar lo que me propuso la otra mañ ana en su despacho.

—Sí, probablemente sí —contesta, adelantá ndose un par de pasos hacia mí y

mirá ndome fijamente a los ojos—. Pero yo te quiero a ti.

Su respuesta me deja sin aliento. De pronto no hay suficiente oxígeno en la atmó sfera

para respirar. No esperaba que dijera eso y de esa manera tan contundente, tan tajante,

que nadie se atrevería a llevarle la contraria. Ni siquiera yo, y eso que soy parte

implicada.

Las piernas comienzan a temblarme. Darrell está muy cerca de mí y eso me hace

sentir incó moda, porque su presencia me impone demasiado, y sus mú sculos también.

Debajo de su traje ajustado puede adivinarse un torso divino, y digo divino porque su
cuerpo solo puede ser la reencarnació n de algú n antiguo dios griego; es un Adonis de

carne y hueso.

—¿Por qué no hacemos una cosa? —dice, viendo que yo guardo silencio—. ¿Por qué

no vienes a ver mi casa? Pondré la habitació n a tu gusto. Si quieres muebles blancos,

tendrá s muebles blancos. Si los quieres negros, será n negros. Tendrá s vestidor, terraza,

jacuzzi... Lo que quieras.

—Qué amable —digo en tono iró nico.

No sonríe ni hace ningú n gesto descifrable, pero intuyo que mi actitud le divierte.

—¿Tan desagradable te resulto? —me pregunta, y lo hace desde la seguridad del que

se sabe irresistible.

—No es eso —digo en tono apagado.

—¿Entonces? ¿Eres de esas mujeres que necesitan que haya amor para follar?

Lo miro ceñ uda. ¿Es siempre tan directo? ¿Tan atrevido? ¿Tan... insolente?

—Tengo veintidó s añ os. ¿Qué sería de mi vida si a esta edad no creyera en el amor?

—digo, como si fuera algo obvio—. ¿Tú no crees en él? —me atrevo a preguntarle,

aunque reconozco que sé la respuesta.

—Me es indiferente si existe o no. No es algo que busco, ni algo que desee encontrar.

No me apetece complicarme la vida.

—¿Complicarte la vida?

No puedo evitar repetir su ú ltima frase.

—Sí —se reafirma con voz gélida—. No me apetece soportar lá grimas, quejas,

caprichos, ni que me digan lo que tengo que hacer o lo que no. No quiero compromisos.

—Entiendo... —alcanzo a decir, visiblemente desilusionada.

Para Darrell Baker las mujeres no somos má s que objetos. Cuerpos en los que

desahogar una necesidad física, sexual. Es como si para él no tuviéramos alma, ni

corazó n. Por lo que acaba de decir, todas somos lloronas, quejicas, caprichosas y
mandonas. Visto así, realmente somos un desastre como género.

—De todas formas, no tienes de qué preocuparte —comienza a decir—. No soy el

tipo de hombre que regala flores, bombones y que escribe poemas. Yo no te daré amor,

pero tendrá s todas las atenciones necesarias.

—Como el mantenimiento de un coche —digo con mordacidad, poniendo voz a mis

pensamientos.

—No seas tan dura en tus percepciones —apunta—. A pesar de todo, sé cuidar muy

bien lo que me interesa.

¿Eso significa que yo le intereso?, me pregunto. Sí, por supuesto. De la misma forma

que le puede interesar un coche, un reloj, una casa, o el ú ltimo modelo de Iphone que ha

salido en el mercado.

—Lo siento —digo transcurridos unos segundos—. Pero no puedo... aceptar tu

proposició n. Mis principios no me lo permiten. No es moral, ni ético, ni nada.

—Déjalos a un lado —indica Darrell, rotundo. Muevo la cabeza, negando—. Lea,

piénsalo bien —prosigue en su intento por convencerme. Mi nombre, pronunciado con

su voz grave y profunda, vuelve a producirme un escalofrío—. Es un trato que nos

conviene a ambos. Si aceptas mi ofrecimiento, solo tendrá s que preocuparte de ir a la

universidad y de estudiar. Solo —subraya—. Se acabó pagar alquiler, facturas,

matrícula, tasas. Todo eso correrá de mi cuenta. Incluso tus gastos personales.

Durante un instante y, aunque parezca descabellado, sus palabras me tientan. Necesito

un respiro; tranquilidad. Desde que murió mi madre mi vida ha sido tan caó tica como

agó nica por culpa del dinero, o mejor dicho, por la falta de dinero. La idea de tener que

preocuparme solo de estudiar es tremendamente atractiva.

¡Para! —me grito a mí misma en silencio—. ¡Para! ¡Para! ¡Para!

Aunque me obligo a detener en seco mis pensamientos, no lo consigo, y una batería


de preguntas, de las que conozco sobradamente las respuestas, empieza a

bombardearme la cabeza. ¿Qué voy a hacer el mes que viene? ¿Có mo voy a pagar la

matrícula y las tasas de la universidad? ¿De dó nde voy a sacar el dinero para sufragar

las facturas, el alquiler, para, en definitiva, vivir? El apuro del que me ha sacado el

señ or Baker con la casera es pan para hoy y hambre para mañ ana.

De reojo, veo que da otro paso hacia adelante, acercá ndose mucho má s a mí.

—¿Quizá s cambiarías de opinió n si te demuestro lo que puedo ofrecerte...? —dice

con los ojos entonados y la voz voluptuosa.

La boca se me queda seca. No quiero, pero un rubor incandescente asciende por mi

rostro. Apenas soy capaz de mirarlo.

—No... No es necesario —balbuceo, retrocediendo el paso que ha dado él. De

repente necesito poner distancia entre nosotros.

—¿Está s segura? —pregunta en el mismo tono de voz sugerente.

Trago saliva con dificultad. ¿Por qué es tan jodidamente viril? ¿Tan jodidamente

atractivo?

—No me mires así —digo, como si tuviera que defenderme de él.

—¿Así, có mo? —pregunta, fingiendo ignorar el efecto que causa en las mujeres y que

en estos momentos está causando en mí.

—De la manera que lo está s haciendo —contesto.

—¿Por qué?

—Porque no... —Me callo. Resoplo quedamente, vencida —. Es igual, no lo

entenderías...

—Explícamelo.

—Lo ú nico que tienes que entender es que no voy a aceptar tu proposició n —digo,

desviando el tema—. Bú scate a otra.


—Hazme caso —insiste, aunque sin dejar a un lado su calma—. Ven a ver mi casa.

Te mostraré el contrato, las cond...

—¿El contrato? —corto, sorprendida.

¿De qué coñ o habla?

—No es nada vinculante legalmente, no pongas esa cara —me dice—. Simplemente

es un documento que expone determinadas condiciones que me gusta que se tengan en

cuenta.

—Condiciones... —musito.

Lo digo en un tono apenas audible, pero Darrell me oye. Al parecer tiene un oído

extremadamente fino.

—Hay que hablar algunas cosas, dejar claros algunos puntos si queremos que

funcione y que no haya malentendidos —apunta, buscando mi mirada. Me doy cuenta de

que habla con la misma formalidad y ceremonia con la que trataría un contrato de

trabajo con un empleado—. Te ofrezco un acuerdo sincero, Lea —continú a—, sin las

complicaciones ni problemas de las relaciones de pareja.

De pronto, no puedo parar de morderme compulsivamente el interior del carrillo.

Contrato, condiciones... ¡Joder! ¡Esto es una puta locura!

—No quiero seguir con esta conversació n —digo.

Darrell me mira fijamente a los ojos.

—No es tan malo como parece, te lo aseguro.

—Por favor... —le pido, invitá ndole veladamente a irse.

Entiende mi indirecta; sabe que es hora de marcharse.

—Si cambias de opinió n...

Antes de que termine la frase le corto.

—Ya sé dó nde encontrarte —digo, parafraseando lo que me dijo él el día que estuve
en su despacho.

—Me gustaría que al menos lo pensaras —concluye, y espera unos segundos a que

responda. Ante mi silencio, se da media vuelta y enfila los pasos hacia la puerta.

—Darrell... —lo llamo. En el umbral, vuelve el rostro hacia mí y me mira por

encima del hombro—. Gracias por saldar mi deuda con la casera —digo—. Te

devolveré el dinero en cuanto pueda.

—No es necesario que me lo devuelvas, Lea. Como te he dicho antes, es solo dinero.

Sin decir nada má s, sale de mi apartamento, dejando una estela del aroma de su

fragancia en la estancia.

Cuando desaparece detrá s de la puerta, me dejo caer en el sofá , recuesto la cabeza en

el respaldo y cierro los ojos.

CAPÍTULO 9

—Adivina quién se acaba de ir de mi apartamento —le digo a Lissa, que acabo de

llamarla por teléfono.

—No puede ser —me dice después de un rato, intuyendo que se trata de Darrell

Baker.

—Sí, sí que puede ser.

—¡Jú ramelo! —exclama incrédula al otro lado de la línea.

—Te lo juro —digo, siguiendo el protocolo que tenemos cuando nos sucede algo

insó lito o extraordinario.

—¿En serio?

—Tan en serio como un infarto.

—¿Có mo ha conseguido tu direcció n? ¿Para qué ha ido a tu apartamento? ¿Estaba

guapo? ¿Volverá s a verlo? —pregunta Lissa en batería.


—Lissa, vas a quedarte sin aire en los pulmones.

—Lo sé —responde, con la voz entrecortada—. Pero, ¡respó ndeme! ¡Respó ndeme!

¡Respó ndeme! O te aseguro que me voy a quedar sin uñ as.

—La vio en el curriculum que le dejé cuando estuve en su despacho. Ha venido a

convencerme para que acepte su proposició n. Mucho. No —contesto, manteniendo el

orden en el que Lissa me ha hecho las preguntas.

—¿No?

—No.

—¿Có mo que no? A ese tío le interesas, Lea. Le interesas mucho.

—Le intereso en el mismo grado en el que le puede interesar un coche, una casa...

—Una mansió n, en su caso —especifica Lissa.

Ignoro su comentario y sigo con lo mío.

—... un reloj o un mó vil. —Hago una breve pausa para tomar aire—. Pero aú n hay

má s...

—¿Má s? ¿Me siento? —me pregunta Lissa.

—Sí, mejor —le aconsejo—. No sea que te vayas a caer.

—Dispara.

—Llegó cuando la casera me estaba reclamando el dinero del alquiler. Al parecer, la

puerta se quedó abierta y...

—¿Y...? —me corta Lissa, impaciente.

—Lo escuchó todo y le pagó a la señ ora Meyer con un cheque los tres meses de

alquiler que le debía y también el alquiler de este mes.

—¡¿Qué?! ¡¿Qué?! ¡¿Qué?!

—¿Quieres dejar de repetir las cosas tres veces?

—Lea, ¿eres consciente de lo que me está s diciendo?


—Sí —afirmo—. Me siento fatal, Lissa —confieso en un arranque de sinceridad—.

En estos momentos quiero que me trague la Tierra.

—No te sientas mal. Tú no le has obligado a que te pague la deuda, lo ha hecho él

voluntariamente —comenta Lissa, tratando de animarme.

—Ya lo sé, pero no puedo evitar sentirme como una mierda —digo—. No voy a

poder devolverle ese dinero. Por lo menos, no inmediatamente.

—No creo que a él le haga mucha falta, la verdad...

—Yo tampoco lo creo. Pero no es una cuestió n de que le haga falta o no. Es una

cuestió n de...

De pronto me echo a llorar.

—Hey... ¿Está s bien? ¿Qué te pasa? —pregunta Lissa en tono preocupado.

—Estoy muy agobiada —respondo mientras las lá grimas ruedan por mis mejillas sin

parar.

—Tranquilízate, Lea. Todo va a salir bien. Ya lo verá s.

—Yo no estoy tan segura de ello. No sé có mo atajar esta situació n. No tengo dinero y

la ú nica solució n que se me presenta es... —Las palabras se me ahogan con el llanto y

me impiden hablar.

—¿Por qué no aceptas la proposició n del señ or Baker, Lea? —me sugiere Lissa al

otro lado del teléfono.

Porque me da miedo, pienso para mis adentros con una punzada de angustia. Me da

miedo su seriedad, su frialdad, su atrevimiento, su suficiencia... Es tan seguro de sí

mismo.

—¿Por qué no pruebas? —sigue diciendo Lissa, ajena a mi bucle de pensamientos—.

Si no puedes con ello, lo dejas y punto.

—No es tan fá cil —digo ú nicamente.


Cojo una servilleta de papel y me enjugo las lá grimas del rostro.

—Sé que no es fá cil, cariñ o —dice Lissa con voz suave—. Simplemente quiero

quitarle hierro al asunto.

—No sé... No sé qué hacer... —digo titubeante.

—Quizá no es tan mala opció n.

—No es que sea mala o buena opció n, es que creo que es la ú nica que tengo. Estoy en

un callejó n sin salida. Dentro de una semana hay que hacer la matrícula universitaria

y... ¡Maldita sea! —maldigo con ganas y rabia—. ¿Por qué tiene que ser todo tan

complicado?

—Tranquilízate, Lea —me dice Lissa por décima vez en lo que va de conversació n

—. ¿Quieres que me acerque a tu apartamento y hablamos? —se brinda.

—No, no, no... —niego reiteradamente. Miro de reojo el reloj—. Es muy tarde, pero

gracias de todos modos.

—Tó mate una tila, ¿vale? —me aconseja—. Está s muy nerviosa.

—Sí, creo que será lo mejor.

—Y trata de dormir.

—Sí. —Hago una breve pausa—. Gracias, Lissa.

—¿Para qué estamos las amigas? —pregunta. En estos momentos pienso que me

alegra mucho tenerla a mi lado, porque es la ú nica familia que tengo—. Mañ ana nos

tomamos unas cañ as —propone—. Seguro que ves las cosas de otra manera. Ahora

está s ofuscada.

—Tienes razó n. Seguro que mañ ana no lo veo todo tan negro.

—Te doy un toque y quedamos, ¿ok?

—Ok.

—Un beso.
—Un beso.

Cuelgo la llamada y dejo el mó vil encima de la mesa auxiliar. Cojo la lata de cerveza

y echo un trago. Frunzo los labios dibujando una mueca de desagrado: está caliente.

Suspiro y mi mente, de manera traicionera y como si tuviera voluntad propia, hace un

repaso del encuentro con Darrell Baker. Es tan extrañ o, tan hermético, tan insó lito, tan

singular... Creo que nunca he conocido a un hombre como él, tan seguro de sí mismo. Y

no hablo solo físicamente, que también, sino en cuanto a su personalidad. Es tan

reservado y misterioso como lo es un enigma egipcio. Me resulta un hombre

indescifrable. No soy capaz, ni siquiera un segundo, de imaginarme qué pasa por su

cabeza. No logro saber qué piensa de mí, por qué me ha elegido para cubrir su

necesidad (es que realmente no sé có mo llamarlo), o qué piensa del mundo en general.

¿Seré capaz de...? No me atrevo a terminar la pregunta.

Me ha sorprendido tanto verlo aquí, que se haya molestado en venir; aunque haya

sido para convencerme de que acepte su proposició n. ¿Por qué insistirá si se lo puede

proponer a cualquier otra que aceptaría encantada? No lo entiendo. Y luego está el

gesto que ha tenido con la casera y que me ha salvado el culo, literalmente.

Inhalo una fuerte bocanada de aire y lo suelto de golpe, intentando sacar fuera todos

los nervios y la adrenalina que todavía circula por el interior de mis venas.

Lo mejor será que, por una vez en la vida, haga caso a Lissa y me prepare una tisana

de tila, sino me temo que me voy a pasar toda la noche en vela.

CAPÍTULO 10

Tal y como me temía, no he pegado ojo en toda la noche, pese a que perdí el nú mero

de tazas de tila que me tomé. Así que la falta de sueñ o me está pasando factura, porque

apenas puedo con el pijama y mis ojos parecen los de un bú ho.


Me levanto de la cama y arrastro los pies fuera de la habitació n. Me dirijo a la

cocina americana y cuando abro la nevera para coger la leche, suena el teléfono. Me

acerco a la mesa donde tengo el mó vil, lo cojo, intrigada por la hora, miro el nú mero

que aparece reflejado en la pantalla, pero no lo conozco.

—¿Dígame?

—¿Leandra Swan? —pregunta la voz de un hombre al otro lado.

—Sí, soy yo —respondo.

—Soy Joseph Brown —se presenta—. Le llamo de la tienda de ropa Clothes Brown

para ver si puede venir al local para hacerle una entrevista de trabajo como

dependienta.

—¿Una entrevista? —digo, abriendo los ojos de par en par, sin podérmelo creer.

—Sí. ¿Podría pasarse esta tarde a las seis y media?

—Sí, por supuesto que sí —respondo en un tono animado.

En silencio, formo un puñ o con la mano que tengo libre y lo alzo en un gesto de

triunfo.

—Si es tan amable, apunte la direcció n donde tiene que presentarse.

Rá pidamente me hago con un papel y un bolígrafo.

—Dígame, por favor.

—Hudson Avenue, nú mero 79 —me indica—. ¿Sabe dó nde está ?

Hago memoria durante unos instantes.

—Sí, no se preocupe.

—Perfecto, entonces hasta esta tarde, señ orita Swan.

—Hasta esta tarde —me despido.

Cuando corto la llamada, no puedo evitar hacer un gesto de triunfo también con el

otro puñ o. ¡Una entrevista de trabajo! ¡Por fin! Dios ha escuchado mis plegarias. Dios,
o alguno de la decena de santos a los que se lo he pedido un día tras otro.

De pronto no sé qué hacer. Se me han descolocado todas las ideas que tenía en la

cabeza. De momento, voy a darme una ducha refrescante y a vestirme.

La perspectiva de conseguir un trabajo es de las mejores cosas que me han pasado

ú ltimamente, por no decir la mejor.

—Tranquilízate, Lea —me ordeno a mí misma—. Es solo la entrevista de trabajo.

Sin embargo, no puedo calmarme. Estoy alterada; comida por los nervios. Tengo que

conseguir ese puesto como sea. ¡Como sea! Es mi tabla de salvació n.

Con el mó vil todavía en la mano, envío un whatsapp a Lissa:

—Buenísimos días. ¡¡¡Esta tarde tengo una entrevista de trabajo!!! Me acaban de

llamar.

Un minuto después llega la respuesta de Lissa.

—¡¡¡Genial!!! ¡¡¡Genial!!! ¡¡¡Genial!!! (Ella y su manía de repetir las cosas por

triplicado, pienso divertida, con una enorme sonrisa en la cara). ¿Dó nde la tienes?

—En Clothes Brown, en Hudson Avenue. Tengo que estar allí a las seis y media.

—A las seis y media cruzaré los dedos. Aunque no vas a necesitar suerte. ¡Ese

puesto es tuyo!

—Ojalá . Sería mi tabla de salvació n. ¿Nos tomamos esas cañ as después?

—¡Por supuesto! Así me cuentas los detalles.

—¡Hecho!

—¡Suerte! ¡Suerte! ¡Suerte!

—Gracias, gracias, gracias.

Me miro en el espejo del cuarto de bañ o y frunzo el rostro. Me echo en los dedos un

poco de maquillaje y lo extiendo bajo los ojos, tratando de ocultar el color violáceo de
las ojeras que hay debajo de ellos. Parezco un oso panda.

Me cambio de ropa y salgo de casa dispuesta a comerme el mundo y a hacerle

entender al dueñ o de Clothes Brown que soy la persona má s idó nea para el puesto. He

trabajado en una cafetería, de cara al pú blico. Bill siempre me decía que valía para

ello porque soy amable, paciente y porque tengo don de gentes. Quizá exageraba mis

virtudes, no lo voy a negar, porque Bill me quería como un padre, pero es cierto que no

se me da mal tratar con las personas, aunque a veces hay alguna a la que me gustaría

estrangular, como me ocurre con Darrell Baker. Si consigo este trabajo, puede quedarse

con su proposició n. Incluso podré devolverle el dinero de los alquileres antes de lo que

pensaba y olvidarme de él para siempre. ¡La vida es maravillosa!

A las seis y media en punto estoy entrando por las puertas acristaladas de Clothes

Brown. Es una pequeñ a tienda de ropa de corte juvenil, así que creo que puedo encajar

bien en el puesto.

Me acerco a una de las dependientas. Una chica alta, morena, que tendrá má s o menos

mi edad y que se encuentra doblando unas chaquetas de punto.

—Hola. Soy Leandra Swan —me presento—. ¿Está el señ or Joseph Brown?

—Sí —me dice sonriente—. Está en su despacho. Por ese pasillo, al fondo a la

derecha.

—Gracias —digo, mientras me dirijo al lugar que me ha indicado.

Cuando llego al final del pasillo, toco a la puerta con los nudillos mientras respiro

hondo.

—Adelante —me dice la voz masculina que hay al otro lado.

—Buenas tardes —saludo al entrar—. Soy Leandra Swan —digo.

Un hombre de unos cuarenta añ os se levanta de la silla de detrá s del escritorio y

extiende la mano hacia mí.


—Joseph Brown —se presenta—. Encantado, señ orita Swan.

—Igualmente —digo.

—Siéntese, por favor —me pide con amabilidad.

—Gracias.

El hombre baja la mirada y echa un ú ltimo vistazo a mi curriculum.

—Estudia Matemá ticas... —observa, levantando una ceja en un gesto que no logro

identificar.

—Sí, así es.

—Señ orita Swan, coménteme un poco su curriculum y por qué quiere este puesto...

—dice Joseph Brown.

Durante cerca de quince minutos le explico mi curriculum tal y como me pide y le

comento por qué deseo conseguir ese puesto. No quiero parecer desesperada delante de

Joseph Brown, pero conseguirlo es casi un asunto de vida o muerte.

—Muy bien —dice cuando termino—. Pues creo que está todo. Mañ ana le

llamaremos para darle una respuesta.

—Perfecto —digo—. Muchas gracias, señ or Brown.

—Gracias a usted, señ orita Swan.

CAPÍTULO 11

—¿Qué tal ha ido la entrevista? —me pregunta Lissa, que me espera sentada en una

mesa de la terraza del Bon Voyage.

—Bien —digo en tono optimista al mismo tiempo que me dejo caer en una de las

sillas.

—Me alegro mucho.

Levanto las manos y se las muestro.


—Tengo los dedos cruzados desde que he salido de la tienda —digo.

Ella alza las suyas. Sus dedos también está n cruzados.

—Yo también.

Ambas reímos.

—Necesito ese trabajo como sea —apunto un poco má s seria.

—Seguro que el puesto es tuyo, Lea. Ya lo verá s —me anima Lissa—. ¿Te pido una

cerveza?

—Sí, por favor, tengo la boca seca.

Lissa busca a Joey con la mirada y le hace una pequeñ a señ al para que se acerque.

—Decidme, preciosidades —dice Joey, bandeja en mano.

—¿Nos pones dos cervezas, guapo? —le pide Lissa.

—Dos cervezas y lo que quieras.

—Te quiero a ti —dice Lissa con voz divertida y sugerente a la vez.

—Ya sabes que me tienes para lo que desees, preciosa —le contesta Joey.

—No me lo digas dos veces —dice Lissa.

Cuando Joey se aleja con una enorme sonrisa en la boca y Lissa se gira hacia mí con

expresió n bobalicona en el rostro, arqueo las cejas.

—¿A qué narices estáis esperando para tener una cita? —le pregunto.

—Quiero que sea él el que me lo pida —me responde—. Pero parece que no está

mucho por la labor.

—Pero si solo hay que ver có mo te mira para darse cuenta de que le interesas.

—Pues él parece que no lo tiene tan claro.

—La verdad es que no me extrañ a —digo.

Lissa me mira con cara de desconcierto.

—¿No te extrañ a? —repite.


—No. Os pasá is el día bromeando. Lo cual está muy bien, pero es un arma de doble

filo.

—Explícate.

—Tengo la sensació n de que los dos hablá is en serio cuando bromeá is —digo—. Sin

embargo, los dos creéis que el otro bromea. Os podéis tirar así toda la vida —

concluyo.

—¿Crees que debería hablarle en serio?

—Sí.

—Pero, ¿y si él se lo está tomando a broma?

—¿Y si piensa que quien que se lo toma a broma eres tú ?

—Pero yo no me lo tomo a broma —afirma Lissa.

—¿Y si él tampoco?

—¡Joder! Me voy a volver loca —exclama, exasperada, pasá ndose la mano por la

frente.

—Bienvenida al club —digo, dibujando una sonrisa burlona en mi rostro.

—Cambiando de tema —comienza a decir Lissa—. ¿Has vuelto a saber algo del

señ or Baker? —me pregunta con curiosidad.

Niego con la cabeza.

—No —respondo después—. Estará muy ocupado buscando a otra.

—¿Tú crees?

En ese momento llega Joey con las cervezas, interrumpiendo la conversació n.

—Aquí tenéis preciosidades —dice, sin quitarle el ojo de encima a Lissa, que es a

quien se dirige aunque habla en plural.

—Gracias —dice ella—. ¿Te has fijado en el pedazo culo que tiene? —pregunta

cuando Joey no puede oírla.


—No está nada mal —opino mientras le observo caminar de espaldas.

Cuando vuelvo a obtener la atenció n de Lissa respondo a su pregunta.

—Estoy completamente segura —digo, retomando el tema.

—Pues yo sigo pensando que en ti tiene un interés que no tiene en otras —comenta,

encogiéndose de hombros.

Doy un trago largo a la cerveza. Está fría y lo agradezco. No sé si soy yo, que se me

calienta la sangre cuando hablo de Darrell Baker, o es que realmente hace un calor de

los mil demonios.

—Aunque fuera así, no significaría nada, Lissa —digo, usando un tono razonado—.

É l está acostumbrado a hacer este tipo de cosas. Es solo una medida para cubrir sus

necesidades sexuales. No cree en el amor ni en nada que se le parezca.

—Quizá ha tenido un desengañ o amoroso tan fuerte que le ha dejado tocado.

—Sinceramente, lo dudo.

—Tienes razó n. No creo que un hombre de sus características tenga problemas con el

amor o con las mujeres. ¡Madre mía, sin con chasquear los dedos puede tener a la que

quiera! —exclama.

—No seas exagerada —digo.

Lissa sonríe.

—Puede tener a la que quiera, Lea —me dice muy seria—. Bueno, a la que quiera

menos a ti.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunto, al notar una doble intenció n en sus

palabras.

—Que quizá eso le pone.

Suelto una carcajada.

—No creo que Darrell Baker esté preocupá ndose de si yo le pongo o no, o de si le he
rechazado o no. É l tiene el mundo a sus pies y yo solo soy una simple mortal.

—Se te olvida que fue a tu casa a tratar de convencerte para que aceptaras su

proposició n —alega Lissa.

—Supongo que le pillaría de paso —digo en tono iró nico. Guardo silencio un

instante y aprovecho para dar un trago de la cerveza—. Darrell Baker es uno de esos

hombres que cree que porque tiene dinero, puede comprar a las personas. Ademá s, es

demasiado serio, demasiado hermético y demasiado frío. Parece de hielo.

—A lo mejor tiene algú n trauma infantil y por eso es así —apunta Lissa.

—No toda la gente que es seria o fría tiene que tener un trauma infantil —replico—.

Son así por naturaleza y ya está. No hay má s explicació n.

Tras unos segundos de silencio, Lissa alza la cerveza y dice:

—Porque consigas ese trabajo de dependienta en Clothes Brown.

Levanto mi vaso y hago que el borde choque ligeramente con el de Lissa.

—Porque lo consiga —digo.

—¿Cuá ndo te dicen si te han cogido?

—Mañ ana.

CAPÍTULO 12

Son las cinco de la tarde. Mi teléfono suena y casi me tiro en plancha sobre la mesa

para cogerlo.

—¿Sí, dígame?

—¿Señ orita Swan?

Solo me bastan un par de segundos para saber que se trata de la voz de Joseph

Brown, el dueñ o de Clothes Brown.

—Sí, señ or Brown, soy yo —digo en tono animado.


—Lo siento, señ orita Swan —empieza a decir, y me echo a temblar—. Su curriculum

es muy interesante, pero hemos decidido coger para el puesto de dependienta a otra

persona.

Cuando termina de hablar, he enmudecido y el alma se me cae de golpe a los pies. Y

con ella, la ilusió n y la esperanza. Mi ú ltima esperanza.

—¿Sigue ahí, señ orita Swan? —me pregunta Joseph Brown al ver que me he quedado

completamente en silencio.

—Sí... sí... —acierto a decir después de unos segundos.

—Gracias, señ orita Swan.

—A usted.

La llamada se corta al otro lado y, sin poder contenerme, rompo a llorar y me dejo

caer en el sofá . ¿Por qué no me pueden salir bien las cosas?, me pregunto. Una rá faga

de impotencia y de tristeza me invade las venas. ¡Joder! ¿Qué voy a hacer ahora?

El teléfono vuelve a sonar, sacá ndome de mis pensamientos y maldiciones. Sorbo por

la nariz antes de descolgar.

—¿Sí? —digo mientras me enjugo con las manos las lá grimas que se deslizan por mis

mejillas.

—¿Leandra Swan? —pregunta una voz femenina.

—Sí, soy yo.

—Le llamamos de la Universidad para informarle de que ya ha comenzado el plazo

para hacer la matrícula del pró ximo curso. Tiene tres días para realizar la suya en la

secretaría de la facultad.

—Gracias —agradezco, aunque lo hago de manera mecá nica.

Las cosas siempre pueden ir a peor, pienso. Tres días. Solo tres días para hacer la

matrícula de la Universidad. ¿De dó nde voy a sacar el dinero para pagar las tasas? La
simple idea de no poder continuar con mis estudios es angustiosa.

De pronto siento que me falta el aire y empiezo a respirar de forma entrecortada. La

casa se me cae encima. Me levanto del sofá sin saber muy bien qué hacer, cojo el bolso

y me lanzo escaleras abajo hacia la calle, buscando desesperadamente un poco de

oxígeno.

Fuera hace un calor bochornoso y unas nubes grises comienzan a asomar por el oeste

amenazadoramente.

¿Qué voy a hacer, me pregunto. ¿Qué coñ o voy a hacer?

Atravieso una calle y otra y otra má s. No sé adó nde ir ni adó nde dirigirme. Solo

quiero caminar hasta cansarme, hasta la extenuació n, si es posible. No pensar en nada y

no sentir esta angustia que siento dentro del pecho.

Después de caminar cerca de dos horas sin rumbo fijo por el organizado laberinto de

Nueva York, alzo la mirada y me sorprendo cuando veo que tengo delante de mí el

Holding de cristales negros de Darrell Baker. ¿Có mo he llegado hasta aquí? ¿Ha sido

consciente o inconscientemente?

Miro a mi alrededor. La gente pasa a mi lado indiferente, con sus habituales prisas.

Los taxis amarillos, las sirenas, los pitidos, el mar de coches formando un flujo

infernal... El bullicio y el ruido que componen la banda sonora característica de Nueva

York me llenan los oídos. De repente tengo la sensació n de que nunca antes he estado

aquí, como si la ciudad en la que he vivido durante los ú ltimos añ os me fuera ajena.

Levanto la mirada de nuevo y la fijo en el monstruo de cristales negros que se yergue

frente a mí. Impulsada por la rabia y la impotencia que me acompañ an desde que he

salido de casa, enfilo mis pasos hacia la puerta.

Antes de que me dé cuenta, estoy preguntando a la secretaria de cabello rubio si se

encuentra el señ or Baker.


—Está reunido —responde. Consulta su reloj de muñ eca —. No tardará mucho —

añ ade amable—. Si desea esperarlo...

Me muerdo el interior del carrillo, nerviosa.

—Sí —digo—. Lo esperaré.

No es necesario que la secretaria me indique dó nde he de sentarme. Me giro y voy

hacia los sillones de cuero negro en los que me senté la anterior vez que estuve aquí,

cuando creía que el señ or Baker iba a ofrecerme un trabajo normal y no lo que me

ofreció .

Apenas cinco minutos después estoy arrepintiéndome de haber venido. ¿Por qué lo he

hecho? ¿Por qué estoy aquí? «Lo sabes perfectamente», me dice con malas pulgas una

vocecilla interior. Sí, lo sé, pero... Un torrente de dudas me asalta de repente. Tengo el

estó mago como si estuviera subida en una montañ a rusa.

Agarro el bolso con las dos manos, me levanto de golpe y echo a andar.

—¿Ya te vas, Lea?

La voz intensa y sensual de Darrell Baker a mi espalda me deja petrificada en el sitio

cuando apenas he avanzado un par de metros. No me atrevo ni siquiera a darme la

vuelta, pero me obligo a hacerlo. ¿Qué le digo?

—Tu secretaria me dijo... —comienzo a decir, titubeante—. Pensé que ibas a tardar

má s —miento, al mismo tiempo que me giro y me sujeto al bolso como si mi vida

dependiera de ello. Carraspeo, nerviosa.

La boca se me queda seca, como si me hubieran pasado una lija por ella, cuando lo

veo a escasos metros de mí, con su impresionante figura, perfecto con su traje negro y

su camisa a medida. Cuando reparo en el rostro, mi corazó n se paraliza. Darrell Baker

es, quizá, el hombre má s guapo que he visto en mi vida. Me pregunto si habrá alguna

mujer que no lo encuentre atractivo.

No sonríe, ni siquiera hace el amago, pero advierto algo divertido en su profunda


mirada azul, que está clavada en mis ojos como dos cuchillos.

—¿Pasamos a mi despacho? —sugiere—. Allí estaremos má s tranquilos.

Dudo un instante, presa de una inseguridad repentina, y vacilo en el umbral de la

puerta. Me voy a hacer una herida en el interior del carrillo si sigo mordiéndomelo del

modo en que lo estoy haciendo. Darrell alza las cejas sobre sus profundos ojos azules

en un gesto interrogativo, a la espera de mi respuesta.

—Sí —contesto al fin, pasados unos segundos.

En silencio, se hace a un lado dando un pequeñ o paso hacia atrá s y con la mano me

cede la vez.

—No me pase ninguna llamada, Susan —le ordena a su secretaria.

—Como diga, señ or —responde ella servicialmente.

—Siéntate —dice Darrell, cuando accedemos al despacho.

—Gracias —digo, siguiéndole con la mirada hasta que se sienta detrá s del lujoso

escritorio.

—No esperaba verte aquí —apunta con sinceridad.

—Ni yo... —se me escapa decir en un hilo de voz.

—¿Y a qué debo tu visita? —pregunta, aunque intuye sobradamente a qué he venido.

Trago saliva y vuelvo a carraspear: necesito ganar tiempo para infundirme algo de

valor.

—¿Sigue en pie tu...?

—¿Proposició n? —se adelanta a terminar la pregunta.

Asiento ligeramente con la cabeza, bajando la mirada hasta mis manos. Me tiemblan.

—Por supuesto —afirma Darrell. Tras unos segundos de silencio, dice—: ¿Vas a

aceptarla?

Vuelvo a asentir sin decir nada y casi sin atreverme a elevar el rostro; soy incapaz de
mirarlo a la cara. Apenas puedo respirar.

—¿Tienes dudas? —me pregunta.

—No es una decisió n fá cil —respondo.

—Me imagino que no es una decisió n fá cil, pero no quiero que tengas dudas —dice

—. Si no, no tendremos má s que problemas.

Tengo la garganta seca y la lengua pegada al paladar.

—Lo siento —me disculpo cuando logro despegarla—. No puedo evitarlo.

De reojo, veo que me observa pensativo. Su mirada es tan intimidante... Me revuelvo

en la silla, incó moda. De pronto se levanta.

—Vamos —dice.

Alzo los ojos y lo miro con atenció n.

—¿Dó nde? —pregunto extrañ ada.

—A mi casa —contesta rotundamente. Lo observo con expresió n circunspecta y algo

temerosa—. Tranquila —subraya en tono pausado—. Hasta que no firmes el contrato no

voy a poner en prá ctica mis derechos; hasta que no firmes el contrato no voy a tocarte.

Noto como mis mejillas se sonrojan. La sola idea de que Darrell Baker me toque de

la manera que me va a poder tocar me altera todas y cada una de las hormonas.

Me incorporo de la silla y sigo sus pasos. Cuando salimos del despacho, sus

secretarias nos miran con cara de circunstancia.

—Susan, cancele todos los compromisos que tengo esta tarde —ordena Darrell sin

apenas detenerse delante de su mesa.

—Sí, señ or —responde atropelladamente la secretaria.

—Llame al señ or Graham y dígale que lo veré mañ ana.

—Sí, señ or.

—Y no me pasen llamadas al mó vil.


—Sí, señ or.

—¿Eres siempre tan... —busco la palabra adecuada—... eficaz? —le pregunto

cuando estamos esperando el ascensor, sorprendida por la eficiencia y rapidez con que

da ó rdenes y la manera servicial con que lo obedecen.

—Trato de serlo —responde con voz neutra—. De otra forma esto sería un caos.

Las puertas del ascensor se abren y Darrell me cede de nuevo el paso.

—Tú primero —dice.

—Gracias.

—Quiero que veas la habitació n y la casa —explica cuando estamos ya dentro—.

Que empieces a familiarizarte con ellas, que te sientas có moda —añ ade mientras pulsa

el botó n de la planta baja.

—¿Podré utilizar la cocina? —bromeo.

Estoy tan nerviosa que la ú nica forma de romper la tensió n del momento es a través

del humor, aunque sea ácido.

—Podrá s utilizar toda la casa —afirma Darrell con un matiz mordaz. Gira el rostro y

me mira detenidamente—. ¿Te gusta cocinar? —pregunta.

—Sí, mucho.

—¿Y cuá l es tu especialidad?

—La pasta. Me queda de vicio.

—La cocina será toda tuya si un día me haces un plato de pasta —dice.

Creo que por primera vez, Darrell ha dejado parte de su seriedad a un lado y, a su

manera, está bromeando; lo cual agradezco.

El ascensor se detiene en ese momento, las puertas se abren y un grupo de hombres

trajeados y maletín en mano entra, haciendo que Darrell y yo tengamos que irnos hacia
el fondo.

—Señ or Baker —le saluda uno de ellos en tono sumamente respetuoso y algo

sorprendido. Un hombre de pelo blanco corto que podría ser su padre y que, en cambio,

es su empleado.

—Paul —dice Darrell.

El hombre posa su mirada en mí y su expresió n de suficiencia se traduce có mo:

¿quién es está y qué hace con el dueñ o de la empresa?

Seguro que si fuera una exuberante chica de piernas infinitas la respuesta estaría

clara. Sin embargo, tengo todo lo contrario a la superabundancia de curvas y descaro

que poseen ese tipo de mujeres con las que no se identifica ninguna mortal normal.

—¿Tendrá s para mañ ana el informe de ventas que te pedí? —le pregunta Darrell en

tono serio, con la intenció n de que aparte su mirada fiscalizadora de mí.

—Sí, sí. Estará a primera hora encima de su mesa —dice el hombre, dubitativo.

Por lo que veo, Darrell Baker es capaz de intimidar también a hombres clasistas que

le doblan la edad. Sinceramente, no me extrañ a.

—Eso espero —responde Darrell, dejando claro quién es el jefe y qué, como tal,

puede estar con quién quiera, a la hora que quiera y en el lugar que quiera.

El ascensor vuelve a abrirse en la planta baja y el grupo de hombres sale

ordenadamente de él, incluido el clasista que me ha mirado como si fuera un bicho raro.

Avanzo un par de pasos y cuando me dispongo a salir, Darrell me sujeta suavemente por

el brazo y me detiene.

—Nosotros vamos al só tano —dice—. Allí es donde tengo el coche.

—Ummm... —mascullo, retrocediendo.

El contacto de la mano fuerte de Darrell en mi brazo y la delicadeza de su voz al

decírmelo me descoloca. Es como si acabara de recibir una descarga eléctrica.


—Ya hemos llegado —indica unos segundos después.

Vuelvo a la realidad.

CAPÍTULO 13

El parking es una explanada subterrá nea dividida en centenares de aparcamientos

ocupados por una marea de coches de todas las marcas, gamas y colores.

—Por aquí —me indica Darrell con paso decidido.

Lo sigo mientras paseo los ojos a mi alrededor.

—¿Todos estos coches son de los trabajadores? —pregunto con curiosidad.

—Sí.

—¿De cuá ntas personas eres el jefe?

—Aquí, de mil ciento dos.

—¿Aquí? —repito frunciendo el ceñ o, visiblemente confundida—. ¿Tienes má s

empresas?

—Sí, una o dos en las ciudades má s importantes de Estados Unidos. Ahora estoy

pensando ampliar mercado en Europa.

—Vaya...

De pronto siento admiració n por él. Sin lugar a dudas Darrell Baker debe poseer una

mente brillante para manejar todo este imperio sin volverse loco.

—¿Todo bien? —dice, al ver que me he quedado callada.

Pestañ eo un par de veces para volver en mí.

—Sí, sí. Todo bien —respondo.

Pulsa el botó n del mando a distancia del llavero que lleva en las manos y las luces

anaranjadas de un impresionante Jaguar negro se encienden intermitentemente en un

aparcamiento que parece exclusivo para el jefe de la empresa.


Me abstengo de hacer comentario alguno ante tanta ostentosidad. Resultaría ridículo,

dadas las circunstancias. En el mundo siempre ha habido ricos y pobres. No es nada

nuevo. Simplemente opto por subir a aquella bestia del asfalto sin decir nada y por

tratar de tranquilizarme. La cercanía de Darrell me tiene los nervios a flor de piel.

—Está s muy silenciosa —comenta cuando salimos del parking y nos mezclamos con

el denso cauce de trá fico de Nueva York—. ¿Está s bien? —me vuelve a preguntar.

—Sí... —respondo escuetamente.

Nos detenemos en un semá foro. Darrell gira el rostro hacia mí.

—¿De verdad? —insiste.

—De verdad —digo, aunque apenas soy capaz de sostenerle la mirada. É l se queda

un rato má s con la vista fija en mí, hasta que el semá foro se pone en verde. ¿Qué pasa

por su cabeza?, me pregunto. ¿Qué piensa cuando me mira? ¿Qué piensa de que haya

aceptado su proposició n? Su cara está siempre tan impasible que no logro intuir ni uno

solo de sus pensamientos, y eso termina por desesperarme.

Apoyo la cabeza en el respaldo del asiento, giro ligeramente el rostro y contemplo

por la ventanilla los imponentes rascacielos de Nueva York deslizá ndose por delante de

mis ojos, bajo un cielo que ha comenzado a oscurecerse desde hace un rato.

—¿Podré dejarlo en cualquier momento si no... Bueno, si no estoy có moda? —

pregunto de pronto, sin má s preámbulos.

—Por supuesto —responde Darrell de inmediato, girando el rostro y mirá ndome de

esa forma que solo él sabe mirar —. Como te dije, el contrato no es vinculante

legamente. Puedes irte cuando quieras; no está s obligada a nada. Pero mientras esté

vigente, tendrá s que acatar determinadas normas.

No digo nada, simplemente muevo la cabeza.

Media hora después, nos detenemos frente a un edificio de altura imposible y


desafiante.

—Es aquí —anuncia Darrell. Abro la puerta y bajo del coche—. Vamos —dice,

haciendo un gesto para que lo siga.

—Buenas noches, señ or Baker —le saluda el conserje. Un hombre de color, de unos

cincuenta añ os, estatura media y pelo canoso—. Buenas noches —dice, dirigiéndose a

mí.

—Buenas noches, Bob —saluda Darrell.

—Buenas noches —digo.

Nos abre amablemente la puerta del majestuoso edificio y Darrell y yo atravesamos

el vestíbulo en direcció n a los ascensores, situados justo en frente.

—¿Te gustan los á ticos? —me pregunta.

—¿Existe alguien a quien no lo gusten? —digo—. Tienen terrazas amplias, luz, calor,

y no tienes que aguantar a los vecinos de arriba...

Darrell se encoje de hombros ante la enumeració n de virtudes que hago.

—Hay gustos para todo —anota.

El á tico en el que vive es una construcció n de paredes acristaladas cuyo perímetro

recoge toda la planta. Es lujoso y sofisticado, pero al mismo tiempo minimalista, sin

recargos innecesarios. Se nota a la legua que ha sido decorado por profesionales

porque estéticamente es simplemente delicioso.

—Subamos —dice Darrell—. Quiero que veas tu habitació n.

Mi habitació n, pienso en silencio.

Subimos la escalinata blanca hacia la segunda planta y caminamos hasta el fondo de

un pasillo ancho y largo decorado con algunos jarrones de cristal de distintos colores.

Cuando llegamos al final, abre una puerta y me indica que entre. En silencio y con una

timidez desbordante, cruzo el umbral.


La habitació n es una estancia diá fana, luminosa y de proporciones imperiales, con

muebles blancos y enormes cristaleras que hacen las veces de paredes. Solo la cama es

tan grande como el cuarto de bañ o del apartamento en el que estoy ahora y el escritorio

como el que tiene un abogado en un bufete.

—¿Te gusta? —me pregunta Darrell.

—Sí —respondo transcurridos unos segundos—. Es muy bonita.

¿A quién no va a gustarle una habitació n con jacuzzi y vistas a las calles principales

de Nueva York?, me pregunto. Sin embargo, la sensació n que me transmite es de

frialdad. Todo el á tico es tan frío, tan aséptico. Todo está tan impoluto, tan organizado,

tan ordenado en el espacio. No hay nada que lo haga parecer un hogar.

—Se pueden hacer los cambios que desees —me dice—. Si quieres una cama má s

grande, un escritorio má s grande, un vestidor má s grande...

—No es necesario. Así está bien, gracias —digo, mientras no puedo parar de

preguntarme cuá ntas mujeres han pasado por esta habitació n—. No tengo tanta ropa

para llenar la mitad de este vestidor —comento con humildad, mirando el nú mero

indefinido de estantes y apartados que tiene.

—Ven —me pide Darrell. Su voz suena suave.

Bajamos a la primera planta y, para mi sorpresa, me lleva a la cocina. Como todo el

á tico, es un espacio amplio, diá fano y sofisticado. Los muebles son blancos y grises a

la ú ltima moda, con encimeras de má rmol y sofisticados electrodomésticos de acero

inoxidable. En uno de los lados hay un enorme ventanal que va a dar a una terraza con

un jardín de césped verde.

—Es toda tuya, para que des rienda suelta a toda tu creatividad culinaria —dice.

No puedo evitar esbozar media sonrisa en los labios.

—Gracias.
—En serio. Puedes utilizarla cuando quieras —insiste Darrell.

—Gracias —vuelvo a decir.

—Los lunes y los jueves por la mañ ana viene una señ ora a limpiar —comenta—. Se

llama Gloria. Es muy discreta; no hace preguntas, y apenas hace ruido. No vas a tener

ningú n problema con ella.

—Vale.

Agradezco que la señ ora que se encarga de la limpieza sea una persona que no hagas

preguntas, porque no sabría muy bien qué contestarle.

—¿Qué te parece si vamos al despacho y echas un vistazo al contrato? —pregunta

Darrell.

El corazó n se me acelera y de pronto lo siento latiendo en la garganta. ¿Qué pondrá

en ese contrato?, me pregunto con cierta curiosidad. ¿Qué clausulas tendré que cumplir?

¿Qué estaré obligada a hacer? Trago saliva.

—Bien —respondo, asintiendo al mismo tiempo con la cabeza.

—Vamos, entonces.

CAPÍTULO 14

—Siéntate, por favor —me dice Darrell cuando entramos en su despacho.

Se acomoda en su asiento, abre el cajó n superior del escritorio y saca de él una

carpeta de cuero verde oscuro. Extrae unos papeles, extiende el brazo y me los ofrece.

—Léelo y pregú ntame todas las dudas que tengas —dice—. Todas —recalca,

entornando los ojos—. Si lo deseas, después puedes hacer una lista con las cosas que te

gustan y con las que te disgustan, o que no quieres hacer. Te aseguro que las tendré en

cuenta.

Vaya...
—¿Hay alguna prá ctica sexual que no te guste? —me pregunta inesperadamente,

entrando ya en acció n.

Lo miro con expresió n perpleja. ¿Alguna práctica sexual que no me guste? ¡Dios

santo! Me arde el rostro. En cualquier momento creo que voy a empezar a hiperventilar.

La boca se me seca.

—¿Alguna postura? ¿Algo que no harías bajo ningú n concepto? ¿Algo que no te guste

que te hagan? —insiste al ver que no respondo.

—Yo... bueno... No... —titubeo.

Me estoy muriendo de vergü enza.

—Ya hablaremos de ello —dice Darrell cuando se da cuenta del mal rato que estoy

pasando—. De momento, echa un vistazo al contrato.

Tomo el documento con mano temblorosa, como si fuera a enseñ arme los dientes y a

morderme en cualquier momento, y comienzo a leerlo bajo la atenta mirada azul de

Darrell. Parece un contrato de trabajo; formal y frío. Suspiro quedamente.

Mientras el contrato esté vigente, tengo que utilizar algú n método anticonceptivo,

estar receptiva, dispuesta las veinticuatro horas del día, llevar una vida saludable, estar

limpia y aseada, y no puedo tener pareja ni mantener relaciones sexuales con ningú n

otro hombre o mujer, entre otras tantas cosas.

Alzo las cejas.

—¿No puedo mantener relaciones sexuales con ningú n otro hombre? —repito,

poniendo involuntariamente voz a mis pensamientos.

No es que tenga especial interés en esta clá usula. No soy de ligues de una noche ni de

fin de semana, pero el subconsciente me traiciona y actú a con voluntad propia. Quizá

porque no logro salir de mi perplejidad.

—No —niega serio Darrell—. Sexualmente, yo cubriré tus necesidades. Yo te daré


todo lo que necesitas.

Levanto los ojos y me encuentro con su mirada, que permanece fija en mí. Su

respuesta, inmediata y directa como una bala, hace que me sonroje hasta la raíz del

pelo. Al ver que me he quedado callada, habla por mí.

—Tienes que ir a tu ginecó logo y decirle que te ponga el método anticonceptivo que

mejor se adapte a ti. No me gusta usar preservativo de manera habitual.

—No tengo ginecó logo —digo, muerta de vergü enza.

No debería de estar hablando de estas cosas con un desconocido. No debería de estar

hablando de estas cosas con Darrell Baker; me turba demasiado. Quiero que la Tierra

se abra bajo mis pies y que me trague.

—¿Nunca has ido al ginecó logo? —interroga, frunciendo el ceñ o.

¿Por qué se sorprende tanto? Solo tengo veintidó s añ os, me pregunto y me respondo a

mí misma.

—Nunca lo he necesitado —me justifico, mordiéndome nerviosamente el interior del

carrillo.

—No pasa nada, no te preocupes —dice con la voz má s suave y quitando hierro al

asunto—. Te llevaré a un ginecó logo conocido mío. Es un excelente profesional.

—Preferiría que fuera mujer —digo con voz apocada, pero atreviéndome a mostrar

mi preferencia.

Darrell se queda mirá ndome. Vuelvo a tragar saliva; tengo la garganta cada vez má s

seca. Necesito un poco de agua, o un trago de whisky, en su defecto.

—Está bien —accede—. Buscaremos una ginecó loga, si te sientes má s có moda.

—Gracias.

—Podrá s negarte a mantener relaciones sexuales conmigo una vez por semana —

continú a Darrell—. No es necesario que me des las razones, con que digas que «no»
será suficiente.

¿Si no me niego una semana, se acumulará para la siguiente, como las

promociones de los supermercados? —me burlo de mí misma para mis adentros

—. ¡Joder, esto es una locura!

—¿Será... todos los días? —pregunto.

—Por motivos de trabajo viajo bastante y a veces paso varios días fuera de casa

durante la semana —responde Darrell—. Pero mientras esté en Nueva York, sí. Soy un

hombre muy sexual.

En mi interior los ojos se me abren como platos, ató nita, aunque trato de que mi

rostro no lo refleje. No quiero parecer una mojigata.

—Me gusta foll... —sú bitamente se interrumpe—... el sexo, y me gusta practicarlo

con frecuencia. Por eso estará s aquí —concluye.

—Comprendo... —digo ú nicamente.

Y lo comprendo. Sé cuá l es mi funció n; estoy aquí para cubrir sus instintos má s

bá sicos. Tras unos segundos de silencio, Darrell vuelve a hacer uso de la palabra.

—Pese a lo que pueda parecer, o lo que puedas pensar, Lea, no me vale cualquiera

—dice con determinació n—. Ni me conformo con cualquier tipo de relació n.

No hago ningú n tipo de observació n a su comentario. Supongo que tengo que creerle.

—¿Tengo que sentirme halagada? —pregunto con mordacidad.

Darrell se encoge de hombros sin mover un solo mú sculo de su cara de rasgos

perfectos.

—Quizá s...

Pongo los ojos en blanco.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —digo.

—Claro. Puedes preguntarme lo que quieras.

—¿Por qué yo?


—¿Qué te sorprende tanto? —plantea Darrell como respuesta.

—Yo soy una chica... normal —digo.

—¿Normal? —repite Darrell—. ¿Qué te hace pensar que eres una chica normal,

segú n tu concepto de «normal»?

Alzo las cejas.

—¿No se ve? —digo, encogiéndome de hombros.

Darrell me mira como si acabara de caer en la cuenta de algo. Su cara se muestra

impasible, como siempre, aunque sus ojos sonríen.

—¿No creerá s que soy de esos hombres a los que les gusta una mujer de silicona? —

apunta.

—Bueno, tú ...

—No te dejes llevar por las apariencias, Lea —me corta con suavidad—. Las cosas

raras veces son lo que parecen. Entiendo que haya hombres a los que les entusiasmen

ese tipo de chicas, pero no es mi caso. Me gusta la naturalidad, la frescura, la

espontaneidad, la sencillez... Tu sonrisa es una de las má s sinceras que he visto en mi

vida, y una de las má s hermosas también.

Un golpe de rubor golpea mis mejillas. ¿Eso ha sido un piropo? ¿Darrell Baker es

capaz de halagar? No, niego para mis adentros. Tiene que ser otra cosa.

—¿Quieres que comentemos alguna cosa má s? —me pregunta.

—No —digo en tono templado mientras releo en voz alta el contrato—. Está todo

claro. Tengo que estar disponible para ti las veinticuatro horas del día, estar limpia,

aseada y receptiva, no mantener relaciones sexuales con ningú n otro hombre o mujer...

—A cambio yo te alquilaré una habitació n y me haré cargo de todos tus gastos —

interviene Darrell—. Sean de la índole que sean. ¿Está s de acuerdo, Lea? —me

pregunta sin apartar ni un segundo la mirada de mí. Asiento en silencio con la cabeza—.
¿Firmas? —dice después, tendiéndome un bolígrafo.

Extiendo la mano y lo cojo mientras comienzo a mordisquearme de nuevo el interior

del carrillo. Las manos me tiemblan.

No puedo echarme atrá s ahora. No después de haber llegado hasta aquí, me digo una

y otra vez para imbuirme valor.

Levanto la vista y miro a Darrell, que me observa con ojos expectantes.

Durante unos segundos me quedo cautivada por su profunda mirada azul.

El corazó n me late en las sienes como un tambor cuando plasmo mi nombre sobre el

papel. Al terminar, Darrell coge el contrato y otro bolígrafo que hay sobre la mesa y lo

firma sin vacilar.

—Mañ ana mismo tendrá s a tu disposició n una tarjeta de crédito que podrá s usar del

modo que creas oportuno —señ ala.

—Gracias —le agradezco, e inmediatamente no puedo evitar sentirme como una

mierda, como si le estuviera vendiendo mi alma al diablo. Para paliar el mal estar que

me invade, trato de pensar en la universidad, en que podré continuar mi carrera y que

solo tendré que preocuparme de estudiar.

—Esta copia es para ti —dice Darrell, tendiéndome en la mano otro contrato.

Sin decir nada, lo cojo, lo doblo y lo meto en el bolso.

—¿Hay algo que te preocupe, Lea? —me pregunta.

Parece que a Darrell no le ha pasado desapercibido mi estado.

—No... —miento.

—¿Segura?

Dejo escapar un suspiro quedo y frunzo el ceñ o.

—Lo siento —digo—. La situació n es tan extrañ a...

—Me imagino que tiene que serlo para ti —señ ala Darrell.
—No entiendo por qué... —Me callo y me muerdo el interior del carrillo.

—¿Qué no entiendes? Si me lo dices, quizá pueda explicá rtelo —dice Darrell. Su

voz suena con un matiz de comprensió n.

—No entiendo por qué recurres a esto —me atrevo a decir, apuntando al contrato—.

Puedes tener a la mujer que quieras solo con chasquear los dedos. Entonces, ¿por qué

recurrir a esto?

Darrell se echa hacia atrá s, recuesta la espalda en el respaldo de la silla y apoya las

manos en los reposabrazos.

—Si hay algo que detesto en este mundo es perder el tiempo —dice—. No me gustan

las citas, las flores, los bombones. No me gusta tener que calentarle el oído a una mujer

para llevá rmela a la cama. Me aburre. Soy mucho má s directo que todo eso. Si tengo

ganas de follar, quiero tener una mujer con quien hacerlo sin necesidad de pasar por los

tediosos previos.

—Es una cuestió n de comodidad —comento.

—Tal vez... —dice Darrell.

—También podría pagar... —suelto a media voz. Mi subconsciente está volviendo a

hacer de las suyas sin pedirme permiso.

Darrell se acaricia la barbilla con la mano.

—No tengo nada en contra de las prostitutas, pero no me pone absolutamente nada

pagar para follar.

—No hay mucha diferencia con lo que está s haciendo conmigo.

—¿Eso crees? —Darrell ladea la cabeza y busca mi mirada, y aunque trato de

rehuirla, no lo consigo, porque él siempre acaba atrapá ndola—. Entiendo que puedas

pensarlo. Sin embargo, la diferencia es abismal: legalmente no va a existir un pago a

cambio de sexo, por lo que no llega a ser prostitució n y, ademá s, tú será s solo y
exclusivamente para mí —afirma. Su mirada se torna lujuriosa y tan intensa que siento

como mis entrañ as se contraen—. Pese a lo que pueda parecer, lo quiero todo de ti.

Absolutamente todo. —Hace una pausa sin apartar sus ojos de los míos y piensa lo

siguiente que va a decir—. Hay algo que tienes que tener claro para evitar

malentendidos —dice con rostro serio—. No soy un hombre cariñ oso, ni tierno. No

esperes de mí abrazos, ni mimos, ni carantoñ as, ni flores, ni palabras de amor

susurradas al oído. No soy dado a esas cosas. Por eso ni tengo ni quiero tener pareja.

¿Entiendes eso?

—Sí —contesto.

Así no tiene que soportar —palabras textuales de él el día que estuvo en mi

apartamento— nuestras lá grimas, nuestras quejas, nuestros caprichos, ni que le digamos

lo que tiene que hacer o lo que no. No se me olvida que no quiere compromisos, y má s

vale que lo tenga muy presente si no deseo meterme en un lío del que, probablemente,

saldría mal parada.

—Bien —dice, conforme—. Si eso está claro, si sabemos qué papel tiene cada uno

en esta historia, no habrá problemas ni malosentendidos entre nosotros. —Hace una

pausa en su alegato para meter el contrato firmado en la carpeta de solapas verde

oscuro y guardarlo de nuevo en el cajó n del escritorio—. ¿Te dará tiempo a recoger tus

cosas en dos días? —me pregunta, prestá ndome de nuevo toda la atenció n.

—¿Dos días? —Me quedo unos instantes pensativa.

En dos días pasaré de vivir en un humilde apartamento de clase baja a uno de los

á ticos má s lujosos de Nueva York, y también me convertiré en la concubina del señ or

Baker. No sé si reír, llorar, saltar, gritar o echarme a temblar. De verdad que no lo sé.

No sé si he hecho bien o mal. Pero sea como sea, está hecho y no hay marcha atrá s.

—Sí —respondo finalmente—. No tengo muchas cosas, así que me dará tiempo de
sobra.

—Perfecto. Me encargaré de contratar una empresa de mudanzas para que el traslado

sea má s rá pido.

Cuando apenas termina de hablar, un trueno rompe el silencio y un rayo atraviesa el

cielo azul oscuro que se puede contemplar a través de los cristales. Un segundo

después, el aguacero que lleva amenazando con caer toda la tarde, se descarga

violentamente sobre la ciudad.

—Tengo que irme —anuncio, al tiempo que me levanto de la silla.

—Te acerco a casa —se apresura a decir Darrell, imitando mi gesto.

—No te preocupes, puedo coger el metro.

—Prefiero llevarte —apunta con la seguridad que le caracteriza—. La noche se está

poniendo muy fea.

—En serio, no es necesario. Puedo coger el metro —repito, tratando de que desista

de su idea.

—¿Y exponernos a que cojas un catarro? No. —Niega reiteradamente con la cabeza,

apretando los labios—. Ahora que eres mía, tengo que cuidar de ti —dice, clavando su

mirada en mi rostro, que arde por el rubor que enciende de golpe mis mejillas.

Su afirmació n vuelve a hacer que mis entrañ as se contraigan, provocá ndome un

escalofrío que me cruza de la cabeza a los pies. La sangre comienza a correr lenta y

pesadamente por mis venas. El cambio repentino de su voz y la suavidad con que lo ha

dicho, hacen que mis sentidos se pongan de inmediato en alerta.

Intento un esbozo de protesta, pero soy consciente de que no serviría de nada.

—Como quieras... —digo resignada.

Fuera está diluviando. Los parabrisas del Jaguar de Darrell no dan de sí para limpiar

la luna y la visibilidad se vuelve casi imposible entre las centelleantes luces de los
comercios. Las calles se han llenado en poco tiempo de charcos, barros y gente con

paraguas que corre de un lado a otro tratando de protegerse de la fuerte lluvia.

Durante el camino no hablamos mucho. Darrell está atento al intenso trá fico, que la

tormenta ha empeorado, aunque de vez en cuando gira el rostro y me lanza miradas que

esquivo como buenamente puedo mientras me mantengo abstraída en mis pensamientos,

que son confusos y extrañ os.

Cuando Darrell detiene el coche frente al viejo edificio donde está ubicado mi

apartamento, me quedo unos segundos a la espera, expectante. No sé muy bien có mo

debo comportarme en esta situació n. Oficialmente ya tiene derechos sobre mí. Ya puede

besarme, tocarme, incluso podría follarme aquí mismo si así lo quisiera, aunque por su

actitud no parece que vaya a hacer nada.

—Pá sate mañ ana por mi despacho para recoger la tarjeta de crédito —me dice.

Su rostro de rasgos cincelados está oscurecido por las sombras de la noche,

confiriéndole un aspecto inmensamente atractivo, y sus intensos ojos destellan un azul

que desprende luz. Trago saliva, porque verlo así me deja sin aliento. Me pregunto

có mo reaccionaré cuando lo vea desnudo y, sobre todo, desnudo encima de mí.

—Vale —respondo y comienzo a morderme el interior del carrillo. Como puedo,

aparto la bandada de imá genes que me vienen a la mente.

En vano espero un gesto de cariñ o, de complicidad; un guiñ o. Algo que cree un

vínculo algo má s cálido que la relació n contractual de un contrato. Sin embargo, no

llega. Durante un segundo se me ha olvidado lo que hemos hablado en su á tico apenas

una hora antes. No es un hombre cariñ oso, ni tierno. É l mismo me lo ha dicho. No

debería sorprenderme su falta de dulzura.

—Hasta mañ ana —dice ú nicamente.

—Hasta mañ ana —me despido.

Abro el coche, me bajo de él y echo a correr hacia el portal para no mojarme. No


miro hacia atrá s, esperando que Darrell me lance un beso. Sería ridículo. Pero alcanzo

a ver que se marcha cuando se ha asegurado de que he entrado. Entonces me giro y por

los cristales empapados contemplo como el coche se aleja por la calle. No dejo de

mirar hasta que no tuerce a la izquierda y lo pierdo de vista.

Apoyó la frente en la puerta y me dejo embriagar por el silencio y el sonido de la

lluvia, mientras cierro los ojos durante unos instantes.

CAPÍTULO 15

Subo las escaleras con pasos pesados, saco las llaves de mi apartamento y cuando

abro, me dejo caer en el sofá como si me hubieran dado una paliza y no pudiera con mi

cuerpo. Resoplo. Cuando tomo de nuevo conciencia de la realidad, meto la mano en el

bolso y cojo el mó vil. Tengo un montó n de whatsapp de Lissa preguntá ndome si ya soy

la nueva dependienta de Clothes Brown, y alguna que otra llamada. Se preguntará que

dó nde me he metido. Nunca suelo tardar tanto tiempo en contestarle, ni siquiera cuando

estoy en clase.

Enseguida abro la aplicació n y le respondo. Si me descuido un poco má s, es capaz de

llamar a la policía para que comiencen a buscarme por todo Nueva York.

—Hola. ¿Vienes mañ ana a mi casa y desayunamos juntas? —le pregunto.

Unos segundos después tengo su respuesta en el mó vil.

—¿Te han llamado de Clothes Brown? ¿Te han dado el puesto? ¿Eres la nueva

dependienta? —interroga en batería, con media docena de emoticonos que sonríen

de oreja a oreja.

Seguro que se está mordiendo las uñ as de la impaciencia, pienso.

—Hablamos mejor mañ ana, ¿vale? —escribo.


Su curiosidad va a tener que esperar. En estos momentos, no tengo muchas ganas de

andar contá ndole todo lo que ha sucedido esta tarde. No tengo fuerzas para nada;

necesito recuperar la energía.

—¿Va todo bien? ¿Ocurre algo?

—Todo va bien —le digo para que no se preocupe—. ¿Vienes mañ ana? Prepararé

chocolate.

—¿Chocolate?

—Sí.

—Estaré allí a las nueve en punto —contesta Lissa, sin darme tiempo casi a

terminar de escribir.

—Perfecto. Nos vemos mañ ana —digo.

—Un beso.

—Un beso.

—Buenos días —dice Lissa cuando abro la puerta.

—Buenos días —respondo.

—Mmmm... Huele deliciosamente bien —comenta mientras entra dentro—. Estoy

salivando desde que he salido de casa. —Se acerca a la mesa, donde ya humean las dos

tazas de chocolate que he preparado. Cuelga el bolso bandolera en el respaldo de una

de las sillas y deja los libros que trae cargados en el brazo al lado—. Bueno, entonces

qué, ¿eres la nueva dependienta de Clothes Brown? —me pregunta entusiasmada.

—No —niego, al tiempo que muevo la cabeza y aprieto los labios.

—¿No? —repite.

De pronto noto que Lissa se desinfla como un globo. En su voz hay un deje de

incredulidad.
—El señ or Brown me llamó ayer por la tarde para decirme que lo sentía, pero que

habían cogido a otra persona para el puesto —le explico.

—¡Cabrones! —exclama Lissa con rabia. Se aproxima a mí y me abraza—. Lo siento,

cariñ o —me consuela, apretá ndome afectuosamente contra ella.

—Ya da igual —apunto mientras deshacemos el abrazo.

Lissa frunce el ceñ o.

—¿Igual? —pregunta.

Me quedo en silencio y afirmo con la cabeza.

—Siéntate —le digo.

Lissa me mira extrañ ada y hace lo que le pido. Retira la silla en la que ha colgado el

bolso y se sienta.

—Dispara —dice.

—He aceptado la proposició n del señ or Baker —suelto. Lissa me mira y abre los

ojos de par en par. Su mandíbula cae poco a poco—. Agradecería que cerraras la boca

y me dijeras algo —comento, porque sinceramente, no sé muy bien qué decir. Me siento

algo avergonzada.

Me deslizo hasta la silla que hay frente a Lissa y apoyo los codos en la mesa y el

rostro entre las manos.

—Si supieras lo mal que me siento —digo en un hilo de voz que amenaza con

romperse en cualquier momento—. Apenas he dormido...

—Heyyy... Tranquila, cariñ o —dice Lissa en tono comprensible al verme tan

agobiada—. Piensa en las cosas buenas que te va a traer. Vas a poder continuar con tus

estudios y dejar de preocuparte de una puñ etera vez del dinero.

—Ya lo hago —intervengo.

—Te lo mereces, Lea —sigue Lissa, cogiéndome la mano—. Llevas mucho tiempo
estresada por tu situació n econó mica. Necesitas un respiro...

Levanto los ojos y la miro. Aunque lucho por esbozar una sonrisa no lo consigo.

—Lissa, he firmado un contrato de alquiler en el que el pago lo voy a hacer con mi

cuerpo —digo, como si ella no estuviera al tanto de todo.

—¿Hay un contrato de por medio? —pregunta, asombrada.

—Sí —contesto—. Quiere asegurarse de que cumpla algunas normas.

Me levanto, cojo el contrato, que está encima de la mesa auxiliar del saló n, y se lo

enseñ o. Lissa lo toma de mi mano con mirada expectante y se apresura a leerlo.

—Wow... —exclama cuando termina. Se coloca el pelo detrá s de la oreja—. No

deja ningú n cabo suelto —comenta.

—No tiene poder legal, pero deja claras las cosas —apunto.

—Muy claras... —Lissa entorna los ojos y me mira fijamente—. Lea, ¿eres

consciente de lo que vas a entregarle? —me pregunta.

—Sí —digo, mordiéndome el interior del carrillo. Sin embargo, en el fondo no soy

consciente, o no todo lo que debería. Pero no quiero pensar en ello. No quiero ponerme

má s nerviosa de lo que ya estoy.

Un silencio pesado sobrevuela nuestras cabezas.

—¡Vale! —dice de pronto Lissa, cambiando el tono de voz y tratando de alguna

manera de animarme y quitar seriedad al asunto—. ¿Sabes cuá ntas tías matarían por

tirarse a ese bombó n?

—Lissa...

—Te lo digo en serio, Lea. ¿Sabes cuá ntas tías matarían por estar en tu lugar? —Pone

los ojos en blanco teatralmente—. Yo misma mataría por ver su cara de orgasmo.

Coge la taza de chocolate con las dos manos y da un trago largo.

—¡Lissa! —la reprendo.


—¡Señ or! Este chocolate está de muerte —comenta, relamiéndose los labios e

ignorando por completo el tono amonestador de mi voz.

—¿Cara de orgasmo? —no puedo evitar preguntar transcurridos unos segundos.

—Sí. Ver la expresió n de la cara del señ or Baker mientras tiene un orgasmo tiene que

ser la hostia.

—Yo prefiero no pensar en ello —confieso con una punzada de angustia en el pecho

—. Bastante avergonzada estoy ya.

—Todo va a salir bien —dice Lissa—. Ya lo verá s.

—¿Tú crees?

—Sí.

—Yo no estoy tan segura —digo con pesimismo.

—Sé que no va a ser fá cil, y para ti, mucho menos. —Hace una pausa y da otro sorbo

al chocolate—. ¿Qué es lo que te preocupa exactamente?

Chasqueo la lengua.

—Me resulta un hombre tan frío, tan distante... Tan poco dado a expresar

emociones... No cree en el amor y me imagino que tampoco en la familia ni en los

hijos. Piensa que las mujeres somos lloronas, caprichosas, quejicas y mandonas...

—Visto así... —comenta Lissa, pensativa frente a la taza ya medio vacía de

chocolate.

Suspiro, vencida.

—Me pregunto cuá ntas mujeres habrá n pasado por la lujosísima habitació n que en un

par de días voy a ocupar yo —digo.

—Todos tenemos un pasado, Lea. Eso no es algo que se le pueda reprochar ni al

señ or Baker ni a nadie.

—Lo sé, lo sé... Es solo que... Bueno... Es tan serio que a veces incluso da miedo,
porque impone.

—Es cierto que da esa sensació n —dice Lissa, chupá ndose los dedos con gula—. Si

te sirve de consuelo, a mí me pasa lo mismo con él, y eso que solo lo he visto una vez.

—Pues no me consuela mucho, la verdad —señ alo afectada.

Lissa hace una mueca con la boca.

—Lo siento —dice. Muevo la cabeza, restá ndole importancia—. Quizá se abra má s a

medida que coge confianza.

—¿Tú crees que Darrell Baker es una de esas personas tímidas que necesita coger

confianza para abrirse? —le pregunto, consciente de que la respuesta es má s que obvia.

—Para serte sincera, no —me da la razó n Lissa. Una razó n que cae por su propio

peso—. No parece que sea muy tímido. Y luego está esa forma tan intensa que tiene de

mirar. Ufff... —suspira.

—¿Quieres dejar de arreglarlo, por favor? —le digo.

—Lo siento...

—Ademá s, ya me ha advertido que no es un hombre cariñ oso, ni tierno... —comento

—. Que no es dado a flores, bombones, dulces palabras al oído, y que no espere nada

de eso de él.

—¿No te vas a tomar tu chocolate? —me pregunta Lissa, al ver que ni lo he probado.

—No, no tengo hambre —respondo.

—¿Puedo? —dice, señ alá ndolo con el índice.

—Todo tuyo —digo, acercá ndole la taza.

—Gracias. Bueno, probablemente sea mejor así —señ ala después. Enarco las cejas y

pongo una expresió n de confusió n en el rostro. ¿Qué quiere decir?—. Dado el caso,

probablemente sea mejor así —se reafirma antes de que yo pueda decir algo—. Al

menos no corres el peligro de enamorarte de él. De otra manera, sería muy difícil no
caer en sus redes. ¡Estamos hablando del tío má s guapo sobre la faz de la Tierra!

¿Imaginas lo que ocurriría si ademá s fuera encantador?

—Tal vez tengas razó n —digo por inercia, aunque no estoy demasiado convencida.

—Oye, ¿y por qué hace este tipo de cosas para follar? —pregunta Lissa con

curiosidad—. ¿Por qué no sale a ligar por ahí como cualquier hombre, o monta fiestas

en su lujosa casa o en su lujoso yate? No hace falta decir que se tendrá que quitar a las

mujeres de encima a pares.

—Por comodidad —respondo.

—¿Por comodidad? —repite Lissa, y su cara se pliega como si se acabara de comer

un sapo—. Ahora sí que me he perdido.

—Dice que no le gusta perder el tiempo en citas, conversaciones y demá s —le

explico—. No le gusta tener que estar calentando la oreja de una mujer para llevá rsela

a la cama.

—Vaya... Le gustan las cosas directas. El «aquí te pillo, aquí te mato».

—Algo así. Para Darrell Baker seducir y enamorar a una mujer es una pérdida de

tiempo.

Lissa mira el reloj de su muñ eca.

—¡Me cago en todo! ¡Tengo que irme! —exclama, dando un salto de la silla—. Llego

tarde a las prá cticas. ¿Por qué me las tuvieron que conceder en verano? El profesor

Copeland me va a matar —se lamenta. Me mira y dibuja una enorme sonrisa en la boca

—. ¿Me paso esta noche y te ayudo a recoger las cosas?

—Sí, por favor. Ya sabes lo poco que me gusta empaquetar.

—Entonces luego nos vemos y me sigues contando, ¿ok?

—Ok.

Coge el bolso de la silla, se lo echa al hombro y seguidamente se coloca los libros en

el brazo. Se acerca a mí y me da un fugaz beso de despedida en la mejilla.


—Que te vaya bien —le deseo.

—Igualmente, y muchas gracias por el chocolate. Estaba riquísimo —dice, saliendo

ya por la puerta como alma que lleva el diablo.

Apoyo la barbilla en la mano y lanzo un suspiro al aire mientras reflexiono durante

unos instantes.

—¿Por qué mi vida no puede ser como la de Lissa? —me pregunto—. ¿Por qué la

mía tiene que ser má s complicada que la del resto? ¿Por qué? CAPÍTULO 16

El timbre de la puerta suena. Son las ocho y media de la tarde. No miro por la mirilla

para ver quién es porque estoy completamente segura de que se trata de Lissa.

—Me alegra de que el profesor Copeland no te haya matado por llegar tarde —digo

cuando abro la puerta.

—Yo también me alegro.

De pronto mis mejillas se ruborizan al ver a Darrell esperando en el umbral. Está

vestido con un traje de tres piezas gris oscuro y una camisa negra. ¿Por qué le sienta tan

bien el negro? Bueno, el negro y cualquier color. ¿Y por qué siempre huele tan bien?

Parece que su cuerpo desprende una fragancia propia. Carraspeo para aclararme la

garganta.

—Pensé que era Lissa, mi mejor amiga —me justifico, intentando articular la frase de

forma seguida.

—Siento haberte desilusionado —dice Darrell.

—No, no... No me has desilusionado —digo—. Pero no esperaba verte aquí. De ahí

la sorpresa.

—¿Puedo pasar? —pregunta.

—Sí, sí, claro. Pasa —me apresuro a decir, apartá ndome del medio de la puerta y
cediéndole el paso.

—He venido a traerte la tarjeta de crédito —dice. Se abre la chaqueta del traje y

saca un sobre blanco—. Pensé que ibas a pasarte hoy por mi despacho para recogerla.

—Lo siento... —me disculpo.

—¿Has estado ocupada con la mudanza? —pregunta con cierto matiz de mordacidad

en la voz, mirando alrededor y dá ndose cuenta de que no hay cajas por ningú n lado y de

que aú n no he recogido nada. Se inclina ligeramente y deja el sobre encima de la mesa

auxiliar, al lado del contrato, que he estado releyendo una y otra a lo largo de toda la

tarde.

—Bueno, en realidad yo... —Mi voz se va apagando—. Lo siento, señ or Baker... —

vuelvo a disculparme.

—¿Señ or Baker? —me interrumpe Darrell en tono pausado y frío—. Pensé que

habíamos quedado en que nos tutearíamos.

—Lo siento, Darrell —rectifico—. He estado pensando... —titubeo y me muerdo el

interior del carrillo—. Creo que me adelanté al aceptar tu proposició n. Estaba

ofuscada... Me acababan de llamar para decirme que no me habían cogido como

dependienta en una tienda de ropa para la que había hecho una entrevista de trabajo y...

Darrell avanza un par de metros con paso decidido. Me callo de golpe y trago saliva.

—¿Está s segura de que te adelantaste al aceptar mi proposició n? —me pregunta.

—Señ or Baker... Darrell —me corrijo rá pidamente, nerviosa—. No puedo... No...

No me siento capaz...

Trato de coger aire, pero no puedo porque Darrell está apenas a unos centímetros de

mí y me encuentro contra la pared. Levanto los ojos y lo miro indefensa, plenamente

consciente de su proximidad. Darrell tiene una expresió n extrañ a en el rostro.

—¿Va a decirme que no, señ orita Swan? —murmura con voz sugestiva.
Me ruborizo y me coloco detrá s de la oreja el mechó n que se me ha soltado de una de

las trenzas que llevo hechas a los lados de la cabeza.

—Yo... —susurro. De pronto siento que empieza a faltarme el oxígeno. Una oleada

de calor me recorre de arriba abajo —. Darrell...

—No me ha contestado, señ orita Swan. ¿Va a decirme que no?

Intento tragar saliva de nuevo, pero tengo la garganta seca como un cartó n. Como

puedo, trato de escabullirme por uno de los lados, pero Darrell me pone la mano en la

cintura y me acorrala contra la pared.

—Me voy a asegurar de que me diga que sí, señ orita Swan —dice con peligrosa

dulzura. Su expresió n se oscurece con un gesto de lujuria y acerca su rostro al mío.

Y antes de que pueda reaccionar, sin previo aviso, me coge la cara con ambas manos,

su boca apresa la mía y comienza a besarme como si quisiera devorarme. Los labios

apenas me dan de sí para abarcar su lengua, que se inmiscuye en mi boca como si

tuviera voluntad propia; imponiéndose, exigiéndome, saboreá ndome...

—Darrell... —murmullo muerta de vergü enza, intentando coger algo de aire para

poder respirar.

—Shhh... —susurra pegado a mi boca. Su aliento es cá lido y tibio como una caricia.

Sin darme tregua, sus labios, suaves y definidos, se unen de nuevo a los míos,

mientras su cuerpo se aprieta contra mí, asegurá ndose de que no voy a escapar.

En esos momentos suena el timbre.

—Está n llamando —digo.

—Deja que llamen —ordena. Se acerca, me muerde el labio inferior y tira de él.

—No puedo, tengo que abrir. Seguro que es Lissa. No puedo dejarla en la calle —me

excuso con voz entrecortada.

Alzo la mirada y me encuentro con los intensos ojos azules de Darrell clavados en
mí. Mi corazó n late con tanta fuerza que está a punto de desbocarse. Noto el ímpetu del

pulso bombeando en las sienes, en el cuello, en las muñ ecas...

El timbre vuelve a sonar con insistencia. Como buenamente puedo, me escabullo por

el lado izquierdo y me dirijo a la puerta.

—Hola, Lissa —digo, colocá ndome otra vez el mechó n de pelo detrá s de la oreja y

tratando de disimular el rubor que enciende mis mejillas.

—Hola, cariñ o —me saluda Lissa, dando un par de pasos hacia delante. Es entonces

cuando se da cuenta de que Darrell está en el apartamento y se detiene en seco. Sin

mover un á pice la cabeza lo mira, asombrada, y después me mira a mí—. ¿Interrumpo?

—pregunta.

—No —me adelanto a decir con voz atropellada mientras me afano por

recomponerme—. El señ or... —Cambio el tratamiento—. Darrell ya se iba —anuncio

precipitadamente.

Darrell no sonríe, pero se nota a la legua que la situació n lo divierte.

—Sí —dice a los pocos segundos—. Yo ya me iba...

Se estira la chaqueta del traje con elegancia y enfila los pasos hacia la puerta.

Cuando pasa junto a mí, dice con suficiencia y un sutil gesto de triunfo:

—Los de la mudanza vendrá n mañ ana a las seis en punto de la tarde. Tenlo todo listo.

—Dirige la vista a Lissa—. Hasta otra ocasió n, Lissa —se despide.

—Hasta otra ocasió n, señ or Baker —repite Lissa mecá nicamente, con expresió n

bobalicona en el rostro.

En el umbral, antes de salir, Darrell se gira y me dirige una de esas miradas capaces

de desarmar a cualquiera.

—Por cierto, Lea —dice—, te sientan muy bien las trenzas. Deberías hacértelas má s

a menudo.
Siento que se me aflojan las piernas. Tengo la piel de las mejillas encarnadas.

La puerta se cierra y yo suspiro con infinito alivio. De pronto escucho la voz de

Lissa.

—Gracias Universo por crear a este ser tan perfecto llamado Darrell Baker —dice.

La miro. Sus ojos está n elevados hacía el techo. Niego con la cabeza. Lissa vuelve la

cara lentamente hacia mí y me mira con ojos llenos de una mezcla de expectació n y

curiosidad.

—¿Qué he interrumpido? —pregunta.

—Un beso.

—¡Jú ralo!

—Lo juro.

—¿Os habéis besado? —dice con los ojos abiertos de par en par, alucinando.

—Má s bien, él me ha besado a mí —matizo.

—¿Y besa bien? ¿Te ha metido la lengua? ¿Có mo ha sido?

—No sé, no... ¡Maldita sea! Estoy tan confundida —suelto entre dientes. Lissa se

mantiene en silencio, mirando sin pestañ ear, esperando que le responda. Lo demá s no

parece interesarle mucho—. Ha sido... caliente, hú medo, voraz... —enumero

finalmente.

—¡Madre mía, Lea! ¡Ese tío te va a destrozar en la cama!

Ahora soy yo la que abre mucho los ojos.

—Lissa, por favor, ¿podrías ser menos explícita en tus observaciones? No ayudas a

aclararme.

—¿Qué tienes que aclarar? —pregunta Lissa—. ¿Le has visto bien? ¿Le has visto

bien? ¿Le has visto bien? ¿Qué mujer no querría que el señ or Baker la besara? Yo te

aseguro que me dejaría hacer cualquier cosa por él. ¡Cualquier cosa! Ese tío tendría
que ser Patrimonio de la Humanidad.

—No lo pongo en duda. Pero tú eres tú y yo soy yo.

—¿No me digas que no te gusta, Lea? ¿Aunque sea un poquito? —curiosea, y hace el

gesto de «poquito» con el índice y el pulgar.

—No sé que es peor, si que me guste o que no —digo—. ¿No te das cuenta de que

Darrell Baker es peligroso?

—¿Peligroso?

—Lissa, ¿cuá ntas veces te lo tengo que repetir? Darrell Baker es un hombre que no

cree en el amor, ni en nada que se le parezca. Es frío, distante; silencioso, reservado...

Si te enamoras de él, está s perdida. Es capaz de volver loca a cualquier mujer. —Tomo

aire y lo expulso de golpe. Me dirijo al sofá y me dejo caer en él, abatida.

—¿A qué ha venido hoy? —me pregunta Lissa trascurrido un rato.

—Tenía que ir a recoger a su despacho una tarjeta de crédito y no he aparecido en

todo el día —contesto—. Ha venido a traérmela —digo, señ alando con la barbilla el

sobre que descansa encima de la mesa auxiliar—, y a asegurarse de que no voy a

echarme para atrá s. Por eso me ha besado —añ ado—. Como ejemplo de lo que me

espera... Al parecer, el señ or Baker es incapaz de aceptar un «no» por respuesta.

Lissa alza las cejas.

—Vaya...

Unos segundos después, echa un vistazo a su alrededor en silencio y aprieta los

labios. De inmediato intuyo que por su cabeza está pasando en esos momentos lo mismo

que por la de Darrell hace un rato.

—¿Todavía no has empezado a recoger nada? —dice.

Niego lentamente.

—No. No he podido. Es como si me hubiera quedado sin fuerzas... La indecisió n me

está matando —me justifico—. Le he dicho a Darrell que quizá me precipité al aceptar
su proposició n. Que estaba ofuscada y enrabietada porque no me habían cogido para un

puesto del trabajo para el que había hecho la entrevista.

—¿Y...?

—Y entonces me ha besado —digo, pasá ndome inconscientemente los dedos por los

labios. Aú n me arden como si fueran ascuas.

—¿Y...?

—Y ahora estoy mucho má s confundida que antes.

Lissa se acerca a mí, se sienta a mi lado y apoya su mano en mi hombro.

—¿Te ayudo a empaquetar? —me pregunta, dibujando media sonrisa en la boca.

Me muerdo el interior del carrillo, vuelvo el rostro hacia ella y la miro con expresió n

resignada.

—Sí —digo finalmente—. Porque no sé por dó nde empezar.

CAPÍTULO 17

—¿Señ orita Swan? —pregunta la voz que se oye al otro lado del interfono.

—Sí, soy yo.

—Somos de la empresa de mudanza. Nos ha enviado el señ or Baker.

—Sí, suban, por favor.

—Gracias.

Consulto el reloj de cocina que tengo casualmente en las manos. Son las seis en

punto. No se puede negar que Darrell Baker es extremadamente puntual: dijo que los de

la mudanza estarían aquí a las seis y así ha sido. Meto el reloj en la ú ltima caja que está

abierta y la cierro lanzando un suspiro al aire.

—Ya está —me digo, paseando la mirada en derredor y empapá ndome del aire
nostá lgico y algo decadente que desprende el modesto apartamento sin mis cosas. No sé

por qué, pero me entristece verlo desnudo, solo con los viejos muebles.

El sonido del timbre me saca de mis pensamientos y me devuelve a la realidad. Me

giro y voy hacia la puerta sorteando las cajas y los bultos apilados que hay repartidos

por el saló n.

—Pasen —indico a los tres hombres que esperan en el rellano.

—¿Son estas cajas? —pregunta el que parece el cabecilla del grupo.

—Sí —respondo—. No hay ninguna má s. Esto es todo.

—Bien —asiente el hombre—. Chicos, empezad por las má s grandes —ordena a los

otros dos. Se vuelve de nuevo a mí y me dice—: El señ or Baker vendrá a recogerla a

las seis y media.

—Gracias —digo.

Mientras los de la mudanza trastean con las cajas y las bajan a la furgoneta que tienen

aparcada en la calle, al lado del portal, yo doy un repaso al apartamento para

asegurarme de que no se me olvida nada.

Entro en la habitació n y me quedo mirando un rato la cama de noventa centímetros en

la que he dormido los dos ú ltimos añ os. Sé que se está cerrando una etapa de mi vida y

que otra va a dar comienzo. Un ciclo nuevo y desconocido que en el fondo me da

miedo, casi tanto como Darrell Baker. Solo espero que este sacrificio valga para

algo...

—¿Está s bien? —La voz grave y sexy de Darrell rompe el silencio y me sorprende a

la espalda. Giro la cabeza y lo veo de pie en mitad del saló n. Estaba tan sumida en mis

pensamientos que no lo he sentido llegar—. No quería asustarte —dice seguidamente en

un tono suave, al ver que me he sobresaltado y que he dado un pequeñ o respingo.

—No importa —digo.


—¿Está s bien? —insiste.

—Sí —contesto, apretando los labios.

—¿Nos vamos, entonces?

Paseo lentamente la mirada en derredor y veo que ya no hay ninguna caja en el

apartamento.

—Sí —afirmo—. Creo que está todo —comento.

Salimos del piso, cierro respirando hondo, y bajamos las escaleras del bloque

prá cticamente en silencio. Cuando salimos a la calle, Darrell me abre caballerosamente

la puerta de su Jaguar.

—Gracias —digo.

Se desabrocha el botó n de la chaqueta del traje y monta en el coche con un

movimiento á gil y elegante. Todo en él es así; á gil y elegante. Arranca y mientras nos

ponemos en marcha, me dirige una mirada de reojo que no correspondo, aunque la

siento clavada en mí. Me retrepo en el asiento de cuero y comienzo a morderme el

interior del carrillo.

—¿Por qué te muerdes el interior del carrillo? —me pregunta Darrell con una nota de

curiosidad, cuando nos detenemos en un semá foro en rojo de la Quinta Avenida.

—Es un tic —respondo.

—¿Un tic?

—Sí, lo hago cuando estoy nerviosa —confieso casi de manera involuntaria.

—¿Está s nerviosa ahora? —dice Darrell.

—Sí —afirmo con voz apocada.

—No tienes por qué estarlo —asevera mirá ndome atentamente. Su mirada me

desarma y de pronto me siento pequeñ a a su lado, como una minú scula pulga. No sé si

trata de tranquilizarme, pero desde luego mirá ndome de ese modo tan intenso no solo no
lo consigue, sino que hace que me altere aú n má s.

—No puedo evitarlo —digo.

El semá foro se pone en verde y Darrell vuelve a poner el coche en marcha.

Trascurridos unos minutos digo:

—No era necesario que me vinieras a recoger. Podía haber ido en metro, o con los de

la mudanza. No tenías por qué haberte ausentado del trabajo.

—Soy el jefe, Lea. No necesito dar explicaciones, ni pedir permiso a nadie para

ausentarme del trabajo —dice con cierto aire de suficiencia—. Ademá s, quería

asegurarme de que...

—... ¿De que no me iba a echar para atrá s? —lo interrumpo.

—Sí —afirma sin reparos.

—¿Acaso ibas a secuestrarme si me hubiera negado?

—En principio no —responde—. Pero si te hubieras puesto terca, me hubiera

encargado personalmente de convencerte... —Deja suspendida la frase en el aire con

una sensual sutileza que hace que mi rostro se sonroje.

—No te preocupes. Ayer quedó todo aclarado —alego con mordacidad.

—¿Ya no tienes dudas?

—Muchas. ¿Pero qué otra cosa puedo hacer? Estoy entre la espada y la pared —

respondo desalentada—. Mañ ana termina el plazo para hacer la matrícula en la

Universidad y no tengo un puñ etero dó lar. Y luego vendría el pago del alquiler del

apartamento, la interminable lista de gastos...

—Ahora ya no tienes que preocuparte de nada de eso —dice Darrell.

Niego con la cabeza. No entiende có mo me siento.

—¿Todas las mujeres a las que les has hecho tu proposició n, la han aceptado sin

rechistar? —La pregunta sale de mis labios antes de que pueda frenarla. Mi tono es
totalmente sarcá stico.

Darrell vuelve el rostro y me mira. No sonríe, pero de nuevo sus ojos brillan con esa

chispa de diversió n que lo caracteriza. Definitivamente le gusta verme así: al borde de

la desesperació n.

—No —contesta—, pero desde luego ninguna me ha dado tantos quebraderos de

cabeza como tú .

—¿Eso es bueno o es malo? —pregunto.

—Es nuevo.

—¿Nuevo? —repito con expresió n ceñ uda.

—Para mí, sí.

Decido no darle réplica, pero me queda claro que Darrell Baker está acostumbrado a

conseguir todo lo que quiere, así sean mujeres. Pero, ¿de qué me extrañ o? Es guapo,

seductor y rico.

El resto del trayecto hasta su á tico lo hacemos en silencio, inmersos en nuestros

propios pensamientos, mientras la agitada vida de Nueva York discurre a nuestro

alrededor.

—Ya hemos terminado, señ or Baker —anuncia el hombre de la mudanza cuando

dejan la ú ltima caja en la que va a ser mi nueva habitació n.

—Muy bien. —Darrell saca la cartera del bolsillo interior de la chaqueta del traje y

extrae un fajo de billetes—. Aquí tiene —dice, tendiéndoselo al hombre—. Quédense

con el cambio.

—Gracias, señ or Baker —agradece él, guardá ndose el dinero en el pantaló n.

Darrell les acompañ a hasta la puerta, los tres hombres salen en procesió n y nos

quedamos solos. Lo miro tímidamente, e intento fingir que no me siento intimidada por
él y por su lujoso á tico. Aunque lo estoy, tanto que no me atrevo ni a respirar para no

hacer ruido.

—¿Quieres comer algo? —me pregunta Darrell, rompiendo el silencio.

—No, gracias —digo—. No tengo apetito.

—Cuando tengas hambre puedes ir a la cocina y comer lo que quieras.

—Gracias.

Trago saliva. No sé có mo preguntarle lo que quiero preguntarle. Tampoco sé có mo

actuar, có mo comportarme... ¡Madre mía, estoy atacada! Respiro hondo y reú no el

valor suficiente para poder articular las palabras. Levanto los ojos e intento sostenerle

la mirada.

—¿Esta noche... —titubeo nerviosa— vas a poner en prá ctica... tus derechos? —

digo al fin, sin saber muy bien de qué manera decirlo.

—No —se limita a responderme, después de unos segundos que se me antojan

interminables—. Instá late tranquila; ponte có moda. Ya habrá tiempo para... «poner en

prá ctica mis derechos» —dice, utilizando la misma frase que yo.

Por alguna extrañ a razó n mis mejillas se ruborizan violentamente.

—Bien —digo—. Entonces voy a empezar a desempaquetar mis cosas.

Me doy media vuelta y enfilo los pasos hacia la escalera, bajo la atenta mirada de

Darrell. Seguro que piensa que soy una tonta. Lo soy. O por lo menos lo parezco.

CAPÍTULO 18

Consulto el reloj. Llevo má s de dos horas colocando las cosas en mi nueva

habitació n. Ropa, libros, discos... No tengo muchas, pero soy muy meticulosa a la hora

de organizarlas. Ademá s, la tarea me distrae y me ayuda a no pensar demasiado y a

tener la cabeza ocupada en algo que no sea en Darrell Baker y el acuerdo al que hemos
llegado.

—¿Necesitas ayuda?

El corazó n me da un brinco cuando escucho la voz de Darrell detrá s de mí. Me giro

lentamente. Está a unos cuantos metros, con su semblante sereno y, por momentos, frío.

Las pulsaciones se me aceleran.

—No es necesario, pero gracias —digo—. Creo que ya lo tengo controlado —

bromeo, y en mis labios se esboza una sonrisa tímida y nerviosa.

—Te he traído un sá ndwich para que repongas fuerzas —dice, levantando

ligeramente el plato que sujeta en la mano y mostrá ndomelo—. Queso y jamó n york...

Espero haber acertado. Hubiera hecho algo má s elaborado, pero ya sabes que no se me

da bien la cocina.

—Sí, gracias —agradezco—. Me gusta el queso y el jamó n york. Has acertado, pero

es que no tengo mucho apetito, la verdad —me excuso, haciendo un ligera mueca con la

boca y tratando de no sonar desagradecida.

—Tienes que comer algo —afirma Darrell inexpresivo, dejando el plato con el

sá ndwich encima del escritorio—. No quiero que te quedes en el espíritu de la

golosina; no me gusta tocar solo hueso.

Me coloco un mechó n de pelo que se me ha soltado del moñ o detrá s de la oreja, para

disimular el sonrojo que me invade el rostro. ¿Se está burlando de mí? ¿Por qué lo hace

si sabe que va a provocar que me ardan las mejillas? ¿Acaso le gusta ruborizarme

constantemente?

—¿Te gusta Coldplay? —pregunta, señ alando con la barbilla el disco que tengo en

las manos.

Afirmo inclinando la cabeza.

—Es mi grupo favorito —respondo.


—¿Has ido a alguno de sus conciertos?

—No —niego con voz decepcionada—. Nunca he tenido la oportunidad de verlos.

Los conciertos que han dado aquí, o me han pillado en plenos exámenes, o me han

pillado sin pasta —apunto mientras coloco el disco en la estantería, al lado del resto de

la colecció n.

Cuando me giro de nuevo, Darrell está observando fijamente la deshilachada gatita

de peluche rosa que descansa sobre la cama.

—Es Kitty —digo. Darrell aparta la mirada de la gatita y la centra en mí. De pronto,

siento una punzada de vergü enza por que vea algo que para mí es tan íntimo y tan

significativo—. No tengo edad para andar con peluches —me justifico con cierto

sonrojo—, pero mi madre me la regaló cuando yo tenía cuatro añ os y es el ú nico

recuerdo que me queda de ella. Por eso Kitty está tan... vieja. Ya tiene algunos añ os, la

pobre.

—¿El ú nico recuerdo que te queda de tu madre? —repite Darrell, sin hacer ningú n

tipo de comentario má s. Lo cual agradezco.

—Falleció hace dos añ os a consecuencia de un cá ncer de pecho —contesto.

—Lo siento —dice escuetamente.

—Gracias.

—¿Y tu padre?

—Nos abandonó a mí madre y a mí cuando yo tenía cinco añ os —asevero en tono

neutro—. No sé nada de él desde hace añ os, y tampoco tengo ningú n interés en saber

qué es de su vida.

Darrell parece ligeramente sorprendido.

—¿Lo has visto después?

Durante unos instantes me extrañ o de que Darrell esté interesado en mi vida personal.

A él solo le importa que no mantenga relaciones sexuales con otras personas, que esté
limpia, receptiva, disponible veinticuatro horas para él y el largo etcétera de

condiciones que se ha encargado de dejar claro en el contrato.

—Sí —respondo finalmente, confundida por su actitud—, un par de veces. Pero es

como si no lo hubiera hecho, porque nunca se ha interesado por mí o por mi madre.

Estaba demasiado ocupado viviendo la vida sin cargas ni preocupaciones. —Alzo la

vista; Darrell me mira atentamente, analizá ndome en silencio con sus ojos escrutadores

—. Lo siento... —digo rá pidamente en voz baja. Carraspeo, nerviosa. ¿Por qué su

mirada me desconcierta tanto? ¿Por qué me hace sentir tan pequeñ a?—. No quiero

aburrirte... —añ ado, negando con la cabeza para mí.

—No me aburres —se apresura a afirmar él, y parece que lo dice en serio, no por

compromiso.

—¿Y tú ? —me adelanto a preguntarle antes de que siga con su interrogatorio, e

intentando que aparte de alguna forma su mirada de mí. Supongo que yo también tengo

derecho a saber cosas de él—. ¿Tus padres viven aquí, en Nueva York?

—Mi madre vive en Florida —dice—. Se fue allí con su hermana mayor, cuando mi

padre la dejó por una mujer má s joven. Después se volvió a casar.

Arqueo las cejas. ¿El padre de Darrell también lo abandonó ? No pensé que

tuviéramos nada en comú n, excepto que los dos estudiamos la carrera de Matemá ticas.

—Oh, vaya... Parece que nuestros padres no eran muy responsables —comento.

—Sí, eso parece —asegura en tono serio.

No me atrevo a seguir preguntando; no estoy muy segura de que Darrell quiera

continuar hablando de este tema. Por propia experiencia sé que es un asunto espinoso;

siempre lo es, aunque también sé que hay que saber llevarlo con cierta naturalidad. Al

fin y al cabo, tienes que vivir con ello toda la vida, como un estigma.

—¿Tienes hermanos?
Darrell, en cambio, sí prosigue con su interrogatorio.

—No. Mi madre dedicó toda su vida a cuidarme y a sacarme adelante como

buenamente pudo. No se casó de nuevo ni tuvo otra pareja, y con mi padre solo me tuvo

a mí —le explico.

¿Le pregunto si él tiene hermanos? Es una cuestió n inofensiva, ¿no?, me digo a mí

misma. Cuando voy a hacerlo, suena su teléfono, interrumpiendo la conversació n.

—Disculpa... —dice. Mete la mano en el bolsillo derecho del pantaló n, extrae el

mó vil y descuelga—. Dime, Paul. —El tal Paul, que me imagino que es el clasista que

me diseccionó con la mirada en el ascensor, habla al otro lado —. Sí —responde

Darrell en un tono que me parece un tanto agresivo—. Quiero que esa operació n esté

cerrada mañ ana sin falta. No se puede demorar ni un día má s. —Se calla y me mira con

sus penetrantes ojos azules—. Un momento Paul... —Se retira el teléfono de la oreja,

pone la mano en el auricular y me dice—: Có mete el sá ndwich. No te vayas a la cama

con el estó mago vacío. ¿Ok?

—Ok —contesto de manera automá tica mientras muevo la cabeza de arriba abajo

como una boba.

—Hasta mañ ana —se despide.

—Hasta mañ ana —digo, también de manera automá tica.

Se da media vuelta y sale de la habitació n, al tiempo que reanuda la conversació n

con Paul. Cuando su esbelta figura se pierde por el pasillo, me dejo caer sobre la cama

y suspiro.

—Darrell Baker... —musito.

CAPÍTULO 19
Abro los ojos despacio. El sol entra a raudales por la enorme cristalera de la pared.

Pestañ eo un par de veces para desperezarme y me incorporo.

—¡Dios mío! Está cama es como una nube —murmullo.

Anoche, después de hacer un esfuerzo y comerme el sá ndwich de queso y jamó n york

que me había preparado Darrell, me acosté. Tardé horrores en quedarme dormida; cada

vez que cerraba los ojos aparecía su imagen en todas las posiciones del Kamasutra. Mi

mente bullía como una olla a presió n a punto de estallar mientras daba vueltas para un

lado y para otro. Pero en cuanto logré conciliar el sueñ o, no ha habido nada capaz de

despertarme, porque he dormido de un tiró n.

Me levanto y me dirijo hacia la cristalera. Nueva York se extiende ante mis ojos,

agitado y cosmopolita como solo una ciudad de EE.UU puede serlo. Mientras estiro los

brazos me doy cuenta de que lo tengo a mis pies. Las vistas desde aquí son

impresionantes.

Me voy hacia la puerta, aguzo el oído y trato de prestar atenció n a algú n ruido. Algo

que me haga saber que Darrell está por la casa. Sin embargo, todo está en un silencio

absoluto.

Unos minutos después decido salir de la habitació n. Abro la puerta y atravieso el

largo pasillo blanco con pasos cautelosos. No se ve a Darrell por ninguna parte, y en el

fondo siento alivio. Bajo las escaleras hasta la primera planta bostezando y terminando

de desesperarme. Cuando llego al saló n, el bostezo se me corta de golpe. ¿Es una

piscina lo que hay en la terraza? Como un ser autó nomo, abro las puertas de cristal y

salgo. Sí, es una piscina. Una enorme piscina olímpica de ú ltimo diseñ o.

—¡Wow! —exclamo en voz baja, alzando las cejas.

Resoplo. Entro de nuevo en el á tico y voy directamente a la cocina. Encima de la

mesa hay un juego de llaves y al lado una nota.


Estas llaves son tuyas.

Que tengas un buen día.

Darrell.

Cojo el papel y lo releo unas cuantas veces. La caligrafía de Darrell es fina y

elegante, como él. Para mi sorpresa, huele a la fragancia que utiliza habitualmente.

Lo vuelvo a dejar sobre la mesa y me dirijo a la nevera. Pillo la botella de leche y

busco una taza dentro de alguno de los armarios que hay. Cuando al fin la encuentro, me

echo un poco de leche y la introduzco en el microondas. El ping suena un minuto

después. Me siento en la sofisticada mesa y mientras muevo el azú car con la cucharilla

para que se disuelva, no puedo evitar sentirme extrañ a, ajena en un entorno que no es el

mío, y que está muy lejos de serlo.

Miro de reojo el reloj de la cocina.

—¡Mierda! —digo.

Quiero llegar temprano a la facultad para hacer la matrícula, sino tendré que pasarme

la mitad de la mañ ana en la interminable cola que se forma, y má s siendo el ú ltimo día.

Termino de beberme la leche de un trago rá pido, atrapo las llaves y la nota de Darrell

casi al vuelo y subo la escalera como un rayo. Me ducho, me visto con lo primero que

pillo en el armario y recojo mi melena color bronce en el habitual moñ o informal que

suelo hacerme en lo alto de la cabeza.

El resto del día lo paso sumergida entre papeleo, temarios y libros de texto. Una

vorá gine que me mantiene con la cabeza ocupada, sin pensar en lo que probablemente

tendrá lugar por la noche. A ú ltima hora de la tarde quedo con Lissa en el Bon Voyage

para tomarnos algo.

—¿Hoy no está Joey? —digo, al ver que no es él quien nos sirve.

—No. Tiene la tarde libre —responde Lissa algo desilusionada.


Alza lo ojos, me mira y pasa directamente a la acció n.

—¿Ayer...? —me pregunta sin terminar la frase.

—No —niego con la cabeza.

—¿No?

—No. Dijo que me instalara tranquilamente, que ya habría tiempo. —Cojo la cañ a y

doy un sorbo—. ¿Sabes que antes de acostarme me hizo un sá ndwich de queso y jamó n

york y me lo llevó a la habitació n?

Lissa alza las cejas en un gesto mezcla de sorpresa e incredulidad.

—¿En serio? —pregunta después con expresió n extrañ ada en el rostro.

—En serio. La verdad es que su actitud a veces me desconcierta —digo—. Aunque

es cierto que cuando me hizo la proposició n me dijo que él se encargaría de cuidarme y

de atenderme, pero no sé... Está siempre tan serio, tan impasible... —Hago una

pequeñ a pausa—. Me preguntó por mi madre y por el abandono de mi padre. A él

también le abandonó el suyo. Su madre vive en Florida con una hermana, una tía de

Darrell. Al parecer se fue allí cuando su padre la dejó por otra mujer.

—¿Qué añ os tenía cuando su padre lo abandonó ? —curiosea Lissa.

—No me lo dijo y yo tampoco quise preguntarle —apunto—. Me parece que es un

tema que le incomoda demasiado.

—Bueno, tú sabes por propia experiencia que siempre es un tema desagradable... —

comenta Lissa.

Lissa tiene razó n, pero intuyo que detrá s del dolor de Darrell por el abandono de su

padre hay algo má s.

—Sí. Yo mejor que nadie lo sé, porque he pasado por lo mismo —digo—. Pero de

alguna forma he tratado de dar cierta naturalidad al asunto. —Chasqueo la lengua—.

Darrell en cambio, no. Creo que hay algo má s...


—Quizá su padre maltrataba a su madre, o a él, o a ambos —sugiere Lissa.

Me encojo de hombros.

—Sea lo que sea, dudo mucho que me lo cuente. No parece muy dado a hablar de su

familia. En realidad, no parece muy dado a hablar de nada que tenga que ver con su

vida personal. Es extremadamente hermético...

Lissa da un trago a la cañ a y sin poderse reprimir me pregunta:

—¿Y có mo es su casa?

Conociendo a Lissa como la conozco, sé que la intriga y la curiosidad le está n

reconcomiendo por dentro.

—Es un impresionante, enorme y lujoso á tico de dos plantas, con terrazas, piscina,

jardín, muebles de diseñ o y decorada seguramente por los mejores y má s estilosos

profesionales del sector.

—¡Joder! —exclama Lissa.

—Sin embargo es fría; le falta calidez —añ ado—. Todo está demasiado ordenado;

demasiado establecido en el espacio. No hay nada fuera de lugar. Parece una tienda de

decoració n, má s que un hogar.

—¿Y no te parece un poco triste? —dice Lissa.

—Mucho —respondo—. Sobre todo porque Darrell Baker es muy joven. Debería de

llevar otro tipo de vida.

—Y salir a ligar —añ ade Lissa—, y no tener que estar alquilando habitaciones en su

casa a cambio de sexo.

—Eso también —ratifico—. Es tan raro...

—¿Crees que esta noche...?

—Sí —corto antes de que finalice la pregunta.

—¿Está s nerviosa?
Me muevo incó moda en el asiento de mimbre en el que estoy sentada.

—Sí. De hecho, no paro quieta —confieso—. Durante el día he estado distraída

haciendo la matrícula de la universidad y mirando el temario del curso, pero ahora no

puedo reprimir los nervios.

—Todo va a ir bien, Lea —me anima Lissa con voz reconfortante. Sus palabras me

consuelan de manera instantá nea.

—¿Tú crees? —le pregunto, como si yo fuera una niñ a pequeñ a en su primer día de

colegio.

—Estoy segura.

—Eso espero —digo resoplando.

—Darrell entenderá la situació n, tus nervios... Es normal que estés así. —Me muerdo

el interior del carrillo mientras intento creerme las palabras de Lissa—. Aunque pienso

que deberías decirle cuáles son tus circunstancias... —deja caer.

Niego con la cabeza. Mi mente es una marañ a de confusió n y dudas.

—No sé... No sé qué hacer...

—Tiene que saberlo, Lea —insiste Lissa.

Lanzo un suspiro al aire.

—No sé qué hacer — vuelvo a decir—. De verdad que no lo sé.

—Piénsatelo. Pero lo justo, sobre todo para ti, es que esté al tanto. —Guarda silencio

un momento—. Tengo que irme —anuncia, mirando su reloj de muñ eca y poniendo

pucheros. Coge el bolso bandolera y se lo echa al hombro—. Mañ ana no podremos

quedar. Me voy con mis padres a Kansas a ver a mis abuelos. Estaremos todo el día allí

y en la carretera —dice en tono resignado—. Pero el jueves nos vemos sin falta, ¿ok?

—Ok —respondo al tiempo que me levanto.

Pagamos las cervezas y salimos del Bon Voyage. Como es costumbre, Nueva York
está imposible sin importar qué hora sea: coches y taxis amarillos de un lado para otro;

personas cruzando los innumerables pasos de peatones, pitidos, voces y un sinfín de

conversaciones llenando el aire.

En la puerta, me acerco a Lissa y le doy un par de besos a modo de despedida.

—Pá salo bien con tus abuelos —digo.

—No tengo muchas ganas de ir, para ser sincera —señ ala.

—Disfrú talos tú que puedes —apunto—. Otras no tenemos la suerte de poder

disfrutar de ellos.

—Lo sé —dice Lissa—. A veces soy un poco egoísta. —Sonríe suavemente—. Estate

tranquila esta noche, ¿vale? Todo va a ir bien. ¿Vale? —vuelve a decir al ver que no

contesto nada.

—Vale —respondo al fin.

CAPÍTULO 20

Aunque hay un buen trecho desde el Bon Voyage hasta el á tico de Darrell, decido ir

andando. Hace calor y no me viene mal que me dé un poco el aire. Cuando llego al

imponente edificio saludo al conserje.

—Buenas noches, Bob.

—Buenas noches, señ orita —me saluda él con una amable sonrisa que se abre a la

ancho de su rostro.

—Puedes llamarme Lea y también puede tutearme —le digo con total confianza,

devolviéndole el gesto.

—Como quieras —dice él, sin quitar ni un segundo la sonrisa de su boca.

Bob se adelanta un par de pasos y me abre la puerta de cristal.

—Gracias —le agradezco.


Entro y me dirijo hacia los ascensores mirando a mi alrededor con ojos tímidos,

como si en cualquier momento alguien fuera a echarme el alto.

—Vives aquí —siseo para mí con voz recriminatoria—. Acostú mbrate —me ordeno

—. Nadie va a cogerte del brazo y a echarte.

Bajo la mirada y por fin alcanzo el ascensor. Casualmente las puertas está n abiertas y

logro colarme por un hueco antes de que se cierren.

—¿A qué planta va? —me pregunta una mujer rubia que podría ser mi madre. Va

emperifollada de los pies a la cabeza y lleva el pelo tan cardado y con tanta laca que

parece un muñ eco de Playmó bil.

—A la ú ltima —digo.

—¿Va al á tico del señ or Baker? —curiosea, indiscreta.

Durante unos segundos me quedo mirá ndola en silencio. ¿Quién es está mujer para

interrogarme de esta manera tan fiscalizadora como lo está haciendo? ¿Quién se ha

creído que es?

—Sí —respondo trascurridos unos segundos, con la esperanza de que se calle.

Sus ojos me revisan de arriba abajo sin disimular un gesto interrogativo que me

incomoda profundamente. Para mi fortuna el ascensor se abre y la mujer sale

parapetada en unos altísimos y caros tacones. Respiro aliviada.

Abro la puerta del á tico y sé que Darrell no está dentro porque he tenido que dar

varias vueltas a la cerradura. Subo a mi habitació n, intimidada en cierto modo por el

absoluto silencio y por la inmensidad de la construcció n en sí. Me meto directamente en

la ducha y me pongo un pantaló n corto y una camiseta de algodó n coloridos y fresquitos

para paliar el calor.

Bajo a la cocina y al abrir la nevera, me encuentro una nota de Darrell al lado de un

bol lleno de una ensalada de pasta que tiene una pinta deliciosa.
Gloria la ha hecho especialmente para ti.

Si no te gusta, prepá rate lo que quieras.

Buen provecho.

Darrell.

No puedo evitar sonreír, y con esa sonrisa en mis labios saco la ensalada y la nota y

lo llevo a la mesa. Me sirvo un poco en un plato y cuando la pruebo me doy cuenta de

que está exquisita y de que Gloria tiene muy buena mano para la cocina.

Quizá un día podríamos intercambiar trucos culinarios, pienso.

Un impulso me hace levantar la mirada. Mis ojos quedan atrapados en los de Darrell,

que me observa atentamente recostado en el marco de la puerta de la cocina. El corazó n

se me dispara y empieza a latir a un ritmo frenético.

—Buenas noches —murmuro, tragá ndome rá pidamente el bocado que tengo en la

boca.

—Buenas noches —dice—. ¿Te gusta la ensalada que te ha preparado Gloria? —

pregunta. Su mirada es intensa y determinante.

¡Maldita sea! ¿Por qué me tiene que mirar así? ¿De ese modo que me pone tan

nerviosa? ¿Y precisamente esta noche? ¿Por qué sus ojos son tan intensos, tan firmes,

tan tajantes? ¿Por qué es un hombre tan arrebatador?

—Sí, sí... Está muy rica —alcanzo a susurrar mientras me limpio la boca con la

servilleta—. Gloria cocina muy bien. Pero no se tenía que haber molestado, yo podría

haberme preparado cualquier cosa.

—Para Gloria ha sido un placer —apunta Darrell—. No ha supuesto ninguna


molestia.

—¿No vas a cenar? —le pregunto, al ver que no se mueve de la puerta.

—No, cené con unos clientes.

—Entiendo...

Aparto la mirada de él, cojo el plato de la mesa, me levanto y lo meto en el

lavavajillas. Cuando me giro, Darrell continú a mirá ndome fijamente.

—¿Has terminado? —me pregunta.

Trago saliva.

—Sí —afirmo.

—Ven... —dice, tendiéndome la mano y mostrando un brillo peligroso en los ojos.

Vuelvo a tragar saliva, pero no puedo porque tengo la garganta seca. Trato de fingir

despreocupació n, pero me es imposible. Me acerco a él y tomo su mano. Una suerte de

corriente eléctrica sacude mis dedos. Las rodillas me tiemblan.

Ha llegado la hora. Los latidos de mi corazó n retumban dentro de mi pecho y un

sudor frío empieza a bajar por mi espalda.

Darrell se gira en silencio, apartando lentamente la mirada de mí, y me guía a través

de las escaleras. Mientras ascendemos no puedo evitar fijarme en su espalda de

hombros anchos. Tiene esa forma trapezoidal que resulta tan sexy y varonil.

Cruzamos el pasillo y me lleva a su habitació n. Durante una décima de segundo tengo

la sensació n de que voy a desmayarme. Tengo el corazó n desbocado.

¡Mantén la compostura, Lea! ¡No eres una niñ a!, me ordeno.

Me enfado conmigo misma por no ser una de esas mujeres atrevidas y resueltas con

capacidad suficiente para comerse el mundo. Yo soy tímida, apocada y cuando estoy

nerviosa, incluso torpe.

Darrell abre la puerta.


—Entra —indica, cediéndome el paso.

—Gracias —digo.

—Me gusta la buena educació n que tienes, el respeto, la cortesía. Tus «gracias», tus

«por favor» —dice con total naturalidad, y yo me quedo muda, porque en esos

momentos su voz me parece la má s sensual del mundo. Lo es.

—Gracias —es lo ú nico que me sale decir cuando recobro la compostura. Me

sonrojo al darme cuenta de que parezco un lorito de repetició n con un escaso

vocabulario. Sueno estú pida.

Darrell no sonríe, pero sus ojos sí lo hacen. Creo que a él también le sueno estú pida,

y eso hace que me sonroje má s aú n. Le debo parecer muy divertida, y no me extrañ a, la

verdad. Suspiro tenuemente tratando de tranquilizarme. La noche no ha hecho má s que

empezar.

CAPÍTULO 21

Echo un vistazo fugaz a su habitació n. Es enorme. Las paredes son gris claro y el

mobiliario es de madera maciza negra con vetas de color plata. Como en el resto del

á tico, todo está escrupulosamente ordenado, en su sitio. Los cojines de la inmensa

cama, los adornos, los libros que forman parte de la decoració n..., como en una tienda,

o en una exposició n de muebles de diseñ o. Los rascacielos de Nueva York se ven a

nuestros pies desde los ventanales, como un gigantesco juego de piezas desmontables.

—¿Nunca te quitas el moñ o? —me sorprende Darrell con su pregunta—. Seguro que

me gustas má s con el pelo suelto —afirma.

Entonces, algo me incita a subir las manos y a quitarme la goma que me sujeta el

pelo. Mi larga melena cae sobre los hombros de forma natural como una cascada de

aguas de color bronce.


Cuando levanto la cabeza, apenas veo venir a Darrell. Estoy tan nerviosa que me

siento casi mareada.

—Mucho mejor —le oigo mascullar.

Se aproxima a mí, alarga los brazos y cierra las manos en torno a los mechones de

pelo, deslizando lentamente los dedos por ellos.

—Tu pelo es como la seda...

Lo miro perpleja, sin saber qué decir.

Me coge el rostro suavemente entre las manos y me besa. Sus labios se aprietan

contra los míos mientras su lengua comienza a abrirse paso en mi boca sin pérdida de

tiempo. Una fuerte sacudida me recorre el cuerpo hasta instalarse involuntariamente en

lo má s profundo de mis entrañ as. Es como si hubiera tocado un cable de alta tensió n.

Aparte de temor, Darrell despierta en mí un deseo incontrolable que me sube desde el

estó mago.

—No sé qué tengo que hacer... —murmuro cuando Darrell se separa un poco de mí y

me deja respirar—. No sé có mo tengo que comportarme en esta situació n...

—No hagas nada —me dice con voz susurrante—. Déjate llevar...

Sus intensos ojos azules se han oscurecido con una expresió n que no logro descifrar.

Pero má s claros o má s oscuros, son extremadamente cautivadores. Hago lo que me

aconseja y me dejo llevar... ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Siento su aliento en la mejilla, cá lido y suave, y noto que su mano se desliza por mi

espalda. El pulso se me acelera vertiginosamente.

Debería decirle que..., pienso para mis adentros. Pero los dedos de Darrell se

introducen en esos momentos por mi pantaló n corto y mi braguita y se me va el santo al

cielo. Mis pensamientos empiezan a ser confusos en mi mente, viajando sin rumbo de un

lado a otro.
Cuando sus yemas acarician suavemente mi clítoris, me estremezco y jadeo. Me da la

vuelta y comienza a besarme el cuello. Insitntivamente arqueo la cabeza para que tenga

má s accesibilidad a él.

—Relá jate... Está s muy tensa —me dice al oído con voz muy suave.

Siento que me derrito por dentro, como si todos mis ó rganos se licuaran.

Quizá este sea un buen momento para confesarle que... Vuelvo a estremecerme de

forma casi violenta cuando los dientes de Darrell me mordisquean el ló bulo de la oreja.

La respiració n se me entrecorta.

—Lo siento... —alcanzo solo a decir en voz baja.

—Shhh... —me silencia.

Me quita la camiseta, la deja a un lado en el suelo y con las dos manos me acaricia

los pechos por encima del sujetador. Los aprieta. Gimo. Segundos después, se deshace

sin problemas del sujetador y me pellizca delicadamente los pezones con el índice y el

pulgar.

—Darrell... —susurro, muerta de vergü enza.

Su nombre suena casi agó nico en mis labios.

En silencio, me gira de nuevo hacia él, se inclina y me lame los pechos, haciendo

círculos con la lengua alrededor de los pezones. Noto como se endurecen de placer y

como los senos se me inflaman, excitados por su contacto.

Darrell sigue descendiendo sus labios por mi cuerpo, dejando besos a lo largo de mi

vientre. Introduce de nuevo los dedos por el borde del pantaló n y de la braguita y me lo

baja todo. No puedo evitar ruborizarme violentamente cuando me doy cuenta que estoy

totalmente desnuda delante de él y de que me mira de arriba abajo con ojos

voluptuosos.

Darrell se quita la chaqueta del traje, la deja sobre una silla y comienza a
desabrocharse la camisa sin apartar su mirada de mí. Cuando su torso queda al

descubierto, me quedo hipnotizada por su impresionante figura. Los mú sculos está n

marcados perfectamente, casi al milímetro, como una escultura de Miguel Á ngel.

Joder..., exclamo para mis adentros con la boca seca. ¿De dó nde ha salido este

hombre? Su cuerpo es perfecto hasta la crueldad. Tendría que ser arrestado por

escá ndalo pú blico.

Se acerca a mí con pasos felinos. El corazó n me late con fuerza cuando lo veo

aproximarse con esa seguridad aplastante y mirá ndome como si quisiera devorarme,

como si fuera capaz de no dejar ni un pedacito de mí.

Antes de que me dé cuenta, me coge en brazos y me lleva a la cama. Me tumba en ella

y se pone encima. De pronto siento todo su cuerpo pegado al mío. Durante un instante

Darrell me mira, y mis ojos de color bronce se reflejan en sus ojos azules.

Hay tanto vacío en su mirada, pienso.

Se hunde en mi cuello y comienza a besarme de nuevo. Noto un calor en las entrañ as,

manifestació n del deseo que siento y del envolvente cuerpo de Darrell encima de mí.

Debería avergonzarme admitirlo; debería estar pensando en el papel que tengo en esta

historia, y seguro que pensaré en ello mañ ana, pero sus caricias está n despertando mis

sentidos de una manera que no me había sucedido con nadie antes. Ningú n hombre ha

causado en mí el impacto que causa Darrell Baker.

Vuelve a mirarme una vez má s, fijamente. Los ojos le brillan con un destello intenso,

ardiente, y creo que perverso.

—Hasta que vayas a la ginecó loga y te ponga un método anticonceptivo, nos

tendremos que arreglar con esto —dice. Abre el cajó n superior de la mesilla y me

muestra un preservativo.

Me ruborizo y me muerdo el interior del carrillo, nerviosa, mientras Darrell se

deshace de los pantalones. ¡Me va a dar algo!


Darrell se inclina hacia mí, me besa suavemente y después tira de mi labio inferior

con los dientes. Noto como me arde la sangre en el interior de las venas. Seguidamente

se arrodilla delante de mí, se pone el preservativo y me abre las piernas sin apartar su

mirada de mis ojos.

Se coloca delante de mi sexo.

Contengo la respiració n, aprieto las mandíbulas y cierro los ojos. Y Darrell me

penetra profundamente. Una punzada de dolor me recorre las entrañ as; suelto el aire de

los pulmones como si me hubieran dado un fuerte golpe en el pecho. Cuando abro los

ojos, Darrell está inmó vil, mirá ndome con el ceñ o fruncido y expresió n de

desconcierto.

—¿Eres virgen? —me pregunta.

Durante un segundo me quedo muda.

—Sí —respondo finalmente, moviendo la cabeza y ruborizá ndome hasta la raíz del

pelo.

Chasquea la lengua. Parece ligeramente sorprendido.

—¿Y por qué coñ o no me lo has dicho? —ladra, mientras sale de mí bruscamente.

CAPÍTULO 22

—Iba a hacerlo, pero...

Darrell se levanta de la cama.

—Pero, ¿qué, Lea? —me interrumpe.

—Bueno, no encontré la manera, no... —No me salen las palabras. Tiro de la sá bana

y me tapo los pechos con ella—. Son cosas muy íntimas.

—¡Maldita sea! Tenías que habérmelo dicho —asevera, pasá ndose la mano por el
pelo.

—¿Y qué ibas haber hecho? ¿Hubieras preparado una cena romá ntica? ¿Con velas,

flores y bombones? —pregunto con ironía.

—No... No lo sé... —replica, mirá ndome.

Vuelve a acariciarse el pelo, y eso me da a entender que está enfadado. Pero, ¿por

qué? Al fin y al cabo, el problema es mío, no suyo.

—Quiero que esto funcione —dice. La expresió n de su rostro es impertérrita—.

Tenemos que ser sinceros el uno con el otro. Tenía que haber sabido que nunca te han

follado.

Las mejillas me arden. Soy consciente de que Darrell es una persona fría y distante,

pero pese a todo, no me gusta que me hable en esos términos. Me resulta demasiado

brusco. Sin embargo él no parece darse cuenta.

—Yo... —comienzo, pero las palabras vuelven de nuevo a resistirse a salir.

—¿Qué hace una chica de veintidó s añ os siendo virgen en el siglo XXI? —me

pregunta, frunciendo el ceñ o—. ¿Nunca has tenido novio?

—He estado con un par de chicos... —explico—. No fue nada serio para ellos y yo

no quería entregarme sin am... —Me interrumpo sú bitamente y suspiro. Un silencio

espeso gravita sobre nuestras cabezas—. ¿Por qué está s enfadado, Darrell? ¿Esperabas

que fuera una mujer experimentada? ¿Es eso? —me atrevo a preguntarle, apretando la

sá bana contra mi pecho.

—Si quisiera una mujer experimentada, no te hubiera escogido a ti —afirma sin

apartar los ojos de mí—. Me imaginaba que no tenías mucha experiencia en asuntos de

sexo, pero no pensé que fueras virgen —añ ade.

No sé muy bien có mo interpretar el tono en que lo dice, y eso me desconcierta. Los

ojos se me humedecen ligeramente, pero hago un esfuerzo para no llorar. Si lloro, daré
la razó n a Darrell cuando dice que las mujeres somos quejicas y lloronas. Así que

como puedo, contengo las lá grimas.

—Lo... siento —digo en un hilo de voz, bajando la mirada.

Darrell se acerca a mí y se sienta a mi lado en la cama. El latido de mi corazó n se

dispara.

—He sido demasiado duro contigo. Disculpa —dice.

Su voz suena má s suave ahora. Levanto la vista, nuestros ojos se encuentran y como

buenamente puedo trato de sostenerle la mirada. También su expresió n se ha dulcificado

y eso hace que respire aliviada.

—¿Está s enfadado? —pregunto.

Niega con la cabeza, soltando resignado el aire.

—No estoy enfadado —dice—. Lo que ocurre es que sé que para vosotras la primera

vez tiene que ser má s especial, má s delicada, má s romá ntica... Y yo no soy romá ntico;

no se me dan bien esas cosas.

—Lo sé, Darrell —alego—. Fue lo primero que me dejaste claro. Así que no te

preocupes...

—A pesar de todo, quiero que estés bien —me dice.

—Estoy bien —respondo.

No sé lo que me sucede, pero no puedo apartar mis ojos de los suyos. Joder, es tan

sexy... Acerca su rostro al mío sigilosamente, introduce sus manos grandes y elegantes

entre mi melena y me sujeta la cabeza. Los latidos de mi corazó n vuelven a pulsar

precipitadamente. ¡Me va a dar un infarto!

Se aproxima y me besa de manera suave. Se retira un par de centímetros, me mira y

vuelve a besarme, para después lamerme los labios. Y antes de lo que dura un

parpadeo, me aprieta contra él. Su lengua persuade a la mía, que finalmente se


encuentra con ella en un juego sublime y hú medo. Gimo quedamente sin apartar los

labios de su boca. Alargo las manos, indecisa, y le acaricio los brazos. Estoy

maravillada por la fortaleza de sus mú sculos. Darrell Baker sería capaz de volver loca

a cualquier mujer, incluso a mí.

Se separa de mí y me mira.

—Vamos a empezar por lo bá sico.

Frunzo el ceñ o. ¿Qué? ¿De qué habla?

—¿Por lo bá sico? —repito extrañ ada.

—Sí —afirma—. Por lo bá sico y por lo fundamental. Tú mbate y separa las piernas.

—La garganta se me seca de golpe—. No me mires así, Lea —me dice con ojos

divertidos.

Sin mediar palabra, hago lo que me indica. Me tumbo y abro ligeramente las piernas;

no estoy en disposició n de poner objeciones.

—Sepá ralas un poco má s.

Las separo má s, tal y como me pide. Darrell me agarra de la cintura y me atrae hacia

él en un gesto que me parece tan posesivo como sensual. Lo observo sin perder un solo

detalle.

—Empecemos... —dice en tono desafiante.

Se inclina sobre mí con ojos brillantes y una expresió n indescifrable y hunde su

rostro entre mis piernas. Cuando su lengua acaricia mi clítoris, no puedo evitar proferir

un gemido. Es tan excitante. Me arde la piel y comienzo a estar sofocada.

—¡Joder! —musito.

Darrell mete las manos por debajo de mis muslos y los sujeta contra el colchó n,

asegurá ndose de que no voy a cerrarlos, aunque sabe sobradamente que no lo haré. Su

gesto me excita todavía má s de lo que ya estoy. Me lame el sexo de arriba abajo con la

punta de la lengua mientras aprieto los dientes y contengo los jadeos que me trepan por
la trá quea. Cojo la colcha y la aferro con fuerza entre las manos.

Inconscientemente, introduzco los dedos por su pelo alborotado y aprieto su cabeza

contra mí mientras me retuerzo de placer. Al darse cuenta de que me estoy moviendo,

me sujeta con má s fuerza contra la cama. Siento que de un momento a otro voy a perder

totalmente el control.

Mis terminaciones nerviosas se agitan hasta un punto de no retorno. ¿Qué me está

pasando?

—¡Oh, Dios! —gimo.

¿Qué me está pasando? ¿Qué me está pasando? ¿Qué le está pasando a mi cuerpo?,

me pregunto. Mi cabeza es un caos y mis sensaciones también. Unos segundos después

mis mú sculos se contraen y se sacuden con fuerza hasta que todo mi interior estalla.

Darrell levanta la cabeza y me mira. Guarda silencio mientras yo trato de recuperar

el aliento de alguna manera. La sobrecarga sensorial me embriaga hasta desbordarme.

Alarga el brazo hasta la mesilla de noche, abre el cajó n superior y saca otro

preservativo. Quita el envoltorio y se lo pone en su miembro erecto. Se inclina sobre

mí, apoya las manos a ambos lados de mi cabeza, quedando suspendido encima de mí, y

me contempla con la mirada ardiente. ¿Có mo puede ser tan frío y tan caliente a la vez?

—¿Quieres que te folle, Lea? —me pregunta en voz baja.

—Sí —respondo, moviendo la cabeza en un ademá n afirmativo.

¡Dios mío!, en estos momentos me dejaría hacer cualquier cosa que quisiera, pienso

para mis adentros. Cualquier cosa.

Sin dejar de mirarme y con las mandíbulas contraídas, baja las caderas y me penetra

despacio, muy despacio. Cuando estoy llena de él, gimo. Se detiene y me mira.

—¿Está s bien? —se interesa.

—Sí —digo gimiendo. Mi voz suena amortiguada por el peso del deseo, de un deseo
que ya no soy capaz de controlar de ninguna manera.

En silencio, empieza a moverse dentro de mí. Sale y entra con una lentitud sensual y

exquisita. Mis sensaciones se disparan bajo su imponente cuerpo.

Darrell cierra los ojos y me embiste de nuevo, esta vez con má s fuerza, llegando

hasta lo má s profundo de mi ser. Gimo extasiada. Se detiene.

—¿Sigo? —dice con una mirada hambrienta en los ojos.

—Sí, por favor...

Mi tono es casi suplicante.

¿Qué está haciendo este hombre conmigo?

Me sorprendo levantando las caderas hacia las suyas, buscando el acople perfecto de

nuestras pelvis, tratando de que seamos tan exactos como el mecanismo de un reloj,

mientras Darrell acelera los envites y me penetra con má s y má s fuerza.

Echa el brazo derecho hacia atrá s, coge mi pierna y la sube hasta su cadera.

Inmediatamente alzo la otra y enrosco las dos en su cintura. De pronto solo estamos él y

yo y todo lo que hay alrededor desaparece. Absolutamente todo. Solo se escuchan

nuestros jadeos entrelazados en el silencio que inunda la habitació n.

Mis mú sculos comienzan a tensarse otra vez desde la cabeza a los pies y vuelvo a

caminar hacia ese lugar de no retorno. Mi cuerpo se pone rígido y un segundo orgasmo,

intensísimo, me obliga a retorcerme debajo de Darrell.

Antes de que pueda reaccionar, él me sujeta el rostro con las dos manos y me besa

apasionadamente al mismo tiempo que se corre dentro de mí.

¡Maldita sea! ¡Va a darme un ataque al corazó n! Late tan desbocado que parece que

en cualquier momento va a salírseme por la boca.

—¿Có mo está s? —me pregunta Darrell unos segundos después. Tiene la respiració n

entrecortada y está empapado de sudor, al igual que yo.


—Bien... Muy bien... —digo con voz atropellada. Siento el cuerpo extrañ o, como si

fuera de plastilina y la cabeza me da vueltas por el tumulto de sensaciones que se agitan

en mi interior—. Ha sido... —comienzo a decir—... No sé có mo explicarlo... —

indico finalmente, porque no alcanzo a encontrar adjetivos suficientes para describir

todas las sensaciones que ha sufrido mi cuerpo. Son tantas y tan intensas que no puedo

ponerles nombre.

La mirada de Darrell es profunda y a ratos misteriosa. Tanto que me produce un

escalofrío.

—Ya sabes cuá les son las normas —dice de repente, mientras sale poco a poco de

mí.

—Sí, las sé —digo, y no puedo evitar sentirme confundida, aunque sé a qué se refiere

—. Tengo que irme a mi habitació n, ¿verdad?

Darrell asiente con la cabeza un par de veces.

Suspiro quedamente y durante unos instantes permanezco quieta, por si decide

cambiar de opinió n, pero no es así. No puedo argumentar nada y mucho menos

reprocharle algo; soy consciente de que esto va a ser así siempre —lo pone claramente

en el contrato—, aunque daría lo que fuera por poder dormir esta noche a su lado

mientras me abraza, aunque solo fuera esta noche.

Me levanto de la cama en silencio, recojo del suelo mi pantaló n corto y mi camiseta y

me lo pongo lo má s rá pido que puedo. De pronto tengo prisa por salir de allí.

—Hasta mañ ana —digo.

—Hasta mañ ana —se despide Darrell.

Y sin má s, salgo de su habitació n.

CAPÍTULO 23
Cuando llego a mi cuarto, mi mente está sumida en un profundo caos al que no

consigo poner orden. Y todo también se torna caó tico a mi alrededor. Estoy cansada,

confundida y algo dolorida, pero eso es por los nervios y la tensió n de mis mú sculos.

Me dirijo a la cama y echo a un lado la colcha.

¿Có mo es posible que Darrell sea tan caliente y tan frío a la vez?, me vuelvo a

preguntar, y lo hago una y otro vez, al tiempo que me tumbo. No lo entiendo. Es

extremadamente apasionado entre las sá banas, sin embargo, fuera de ellas sigue siendo

un hombre frío e impasible, un hombre de hielo.

Me sitú o de lado en la cama, subo las rodillas hasta el pecho y las agarro con las

manos, formando una posició n fetal. Suspiro agotada, e intento controlar los fogonazos

que vienen a mi mente. Afortunadamente, antes de darme cuenta, caigo en un profundo

sueñ o.

Cuando abro los ojos está amaneciendo. Me incorporo en la cama y miro al frente. El

sol despunta por encima de los altos rascacielos de Nueva York, que aparecen

recortados contra un teló n de fondo teñ ido de rosas y pú rpuras. La panorá mica es casi

aú n má s impresionante que la que se puede ver por la noche.

Me levanto, bajo las escaleras y me dirijo a la cocina, absorta en los recuerdos y en

las sensaciones que llegan a mi mente y que reviven todo lo que ha sucedido la noche

anterior. Darrell está sentado a la mesa, tomá ndose un café. Cuando lo veo vestido

elegantemente con un traje negro y una camisa blanca, vuelvo de golpe a la realidad.

Madre mía, ¿es que no hay nada que le quede mal?

—Buenos días —saluda.

—Buenos días —digo, detenida en el umbral de la puerta.


—¿Có mo está s? —me pregunta.

—Tengo agujetas, pero estoy bien —respondo, subiéndome el tirante de la camiseta

del pijama que se me ha deslizado por el hombro.

—Eso es la falta de costumbre —afirma. Noto que en su voz hay una ligera nota de

sarcasmo. Me ruborizo. Levanta la taza de manera pausada y da un sorbo de café—.

Con la prá ctica se quitan —dice con calma, mirá ndome por encima del borde de la

taza.

Las mejillas se me encienden aú n má s; la piel me arde como si fueran ascuas. Me

adentro en la cocina con la cabeza baja para disimular mi sonrojo. Voy a la nevera, la

abro y cojo la leche de forma mecá nica mientras no paro de morderme el interior del

carrillo. Cuando me siento a la mesa, Darrell se levanta, consulta su lujoso Rolex y me

mira con expresió n enigmá tica en los ojos.

—Que pena que hoy tenga una reunió n muy importante a primera hora y que yo sea un

maniá tico de la puntualidad —dice en un tono entre apenado y pícaro, mientras se

coloca la corbata en un gesto que se me antoja tremendamente sensual—, sino nada te

hubiera librado de que te follara encima de la mesa. —Hace una pequeñ a pausa y añ ade

—: Tus pantaloncitos son tan tentadores... —concluye con voz pausada.

Sus palabras me dejan boquiabierta. ¿Le ponen mis pantaloncitos de algodó n del

pijama? Es cierto que son muy cortos, quizá demasiado, pero es con lo ú nico con lo que

no paso calor. Me sonrojo de nuevo violentamente. ¡Madre mía, si sigo así, voy a entrar

en autocombustió n de un momento a otro! Carraspeo y lo miro por debajo de la línea de

las pestañ as. Sus labios no se mueven, sin embargo, sus ojos sonríen de ese modo tan

característico suyo. Está claro, le divierte ruborizarme, y visto lo visto, conmigo lo

tiene muy fácil.

—Estaré fuera unos días —anuncia—. Tengo que viajar a Washington por motivos de

trabajo y no volveré hasta el domingo. Si tienes cualquier problema, no dudes en


llamarme al mó vil.

—Vale —digo. Cuando se dispone a salir de la cocina, lo llamo—. Darrell...

Se gira completamente hacia mí.

—¿Sí?

—¿Puede venir Lissa a casa? —le pregunto—. Tengo que darle unos apuntes de una

asignatura... Es mi mejor amiga. Es una persona discreta y educada. Te aseguro que no

dará problemas... —me adelanto a decir.

—Por supuesto que puede venir —accede Darrell—. Está s en tu casa.

—Gracias —le agradezco en tono tímido.

—Nos vemos el domingo, Lea —se despide.

—Nos vemos el domingo... —repito.

—Pó rtate bien —dice con voz sensual.

Darrell sale de la cocina y yo me quedo sentada frente a mi taza de café. Me echo dos

cucharadas de azú car y las remuevo lentamente. Mientras se disuelven, mi mente me

traiciona y me sorprendo fantaseando con las cosas que Darrell me haría encima de la

mesa. Me sonrojo solo de pensar en ello. Sacudo la cabeza de un lado a otro, intentando

apartar de mi cabeza las imá genes que me asaltan sin descanso.

No voy a volver a verlo hasta el domingo; debería sentirme aliviada. Durante tres

noches no tendré que cumplir con mi parte del contrato, no tendré que acostarme con él.

Sin embargo, no lo estoy. Tengo sentimientos encontrados y eso me tiene muy

confundida. ¡Voy a volverme loca! Suspiro, doy un trago de café y apoyo la barbilla en

la mano mientras me mordisqueo el interior del carillo.

—Buenos días —dice de pronto una voz femenina y madura. Me sobresalto en la

silla—. Perdó n. No era mi intenció n asustarla.

Alzo la vista y me encuentro con una mujer de unos cincuenta y cinco añ os, de pelo
moreno, tez blanca y pequeñ os ojos marrones.

—Soy Gloria —se presenta.

—Buenos días, Gloria —digo—. Soy Lea.

—Supongo que el señ or Baker le habrá hablado de mí —comenta con cortesía.

—Sí, por supuesto que sí —respondo de inmediato. Me pregunto si Darrell habrá

puesto a Gloria al tanto de mí, si ella sabe en calidad de qué estoy aquí exactamente y

si habrá conocido a otras que hayan pasado por la habitació n que ahora ocupo yo—. Su

ensalada de pasta estaba riquísima —apunto, tratando de crear una corriente de

simpatía entre nosotras.

—Muchas gracias —dice Gloria, sonriente.

Creo que realmente le ha agradado mi halago.

—Me encanta cocinar —añ ado—. Quizá un día podríamos intercambiar pareceres —

sugiero—. Hay alguna cosa que todavía se me resiste y seguro que usted puede darme

algú n truco...

—Para mí será un placer —contesta Gloria, sin deshacer la sonrisa de los labios.

—Genial —digo, devolviéndole el gesto y sorbiendo el ú ltimo trago de café.

—¿Va a quedarse en casa ahora por la mañ ana? —me pregunta.

—No —niego al mismo tiempo que me levanto de la mesa—. Tengo que acercarme a

la facultad y a comprar unos libros de texto que necesito para el nuevo curso —añ ado.

Abro el lavavajillas y meto la taza.

—No piense que soy indiscreta —se apresura a justificarse Gloria—. Se lo pregunto

para tratar de no hacer ruido. No quiero molestarla.

—Tranquila —digo, algo sorprendida por su amabilidad —. No me molestará . Pero

gracias de todas formas.

—Está bien.
—Que tenga buena mañ ana, Gloria —digo a modo de despedida.

—Igualmente —dice ella.

CAPÍTULO 24

—¡Wow! —exclama Lissa con los ojos abiertos de par en par cuando entra en el

á tico de Darrell. Da una vuelta sobre sí misma paseando la mirada en derredor—. ¡Me

cago en la leche, Lea! ¿Has visto que pedazo casa tiene este hijo de puta?

—Vivo aquí —apunto, como algo obvio.

—Es increíble... —Lissa sigue a lo suyo, escudriñ ando cada rincó n. Se dirige hacia

los ventanales de la terraza del saló n y mira a través de ellos—. Y pedazo piscina —

dice—. Es tan grande como mi casa.

No hago ningú n comentario al respecto porque creo que tiene razó n. La piscina es

descomunalmente grande. El sol de la tarde arranca destellos plateados al agua y

esboza unas vistas preciosas. De repente Lissa se gira hacia mí y me mira como si

acabara de recordar algo muy importante.

—¿Ya...?

Asiento con una inclinació n de cabeza.

—Sí —contesto.

—¿Y có mo fue? ¿Le dijiste que eras virgen? ¿Có mo reaccionó ? ¿Te dolió ? ¿Có mo

folla el señ or Baker? ¿Es apasionado? ¿Es frío?

—Lissa te vas a ahogar —digo, y no puedo evitar sonreír. La capacidad que tiene

Lissa de preguntar en batería es realmente asombrosa y, aunque la conozco desde hace

añ os, no dejo nunca de sorprenderme.

—Extrañ o. No. Se enfadó . Un poco. De maravilla. Muy apasionado.

Lissa hace una mueca con la boca, me imagino que intentando situar cada respuesta
con su correspondiente pregunta.

—Un momento... ¿No le dijiste que eras virgen?

—No.

—Y, ¿por qué no?

—Porque no me atreví.

—Lea... —dice Lissa en tono ligeramente recriminatorio.

—Lo intenté, pero... no sé... No sé lo que me ocurre cuando Darrell está cerca de mí

—alego, mordiéndome el interior del carrillo—. Es como si no fuera yo... Me impone

demasiado —concluyo.

—Eso lo entiendo, porque a mí también me pasa y creo que a casi cualquier mujer,

pero se lo tenías que haber dicho —opina Lissa.

—Eso mismo me dijo él. Cuando se dio cuenta, se enfadó —añ ado a continuació n.

—¿Y no crees que tenía razó n?

—Sí, supongo que sí...

La expresió n de Lissa cambia, camina hacia mí, me agarra del brazo y me lleva hasta

el sofá .

—Bueno, ya está hecho —dice con voz de conmiseració n mientras nos sentamos—.

Ahora cuéntame... ¿Como fue? —pregunta confidencialmente en voz baja, como si

alguien pudiera oírnos, aunque en casa no hay nadie.

—Fue extrañ o...

—¿Y qué má s?

—Increíble —digo después de unos segundos.

—Vaya... La mía fue un completo desastre —comenta—. Claro que el tío con el que

lo hice no sabía muy bien por dó nde se andaba.

—Darrell sí que lo sabe —apunto. La frase sale de mi boca de manera involuntaria.


Lissa levanta la mirada azul oscuro y la fija en mis ojos.

—Aclá rame eso.

—Bueno, Lissa, ya sabes... —titubeo.

—No, no lo sé —dice, para que le cuente con má s detalle.

—Darrell conoce perfectamente el cuerpo de una mujer.

—¿Es generoso? —curiosea.

—Mucho —respondo, mordisqueá ndome el interior del carrillo—. Se aseguró de que

quedara satisfecha... varias veces.

Lissa arquea una ceja.

—¿Varias veces?

—Sí.

—¡Madre de Dios! Algunos hombres ni siquiera lo consiguen una sola vez.

Lissa parece asombrada.

—Pensé que sería un hombre frío en la cama, igual que lo es fuera de ella. Pero no es

así; es extremadamente apasionado.

—¿Te gustó ? —me sonsaca Lissa.

—Debería decir que no.

—No quiero que me respondas lo que debería de ser, Lea; quiero que me respondas

lo que es.

En silencio muevo la cabeza en un ademá n afirmativo mientras vuelvo a morderme el

interior del carrillo algo avergonzada.

—Es mejor así, ¿no? —dice Lissa—. En el fondo sería una tortura hacerlo sin que al

menos sintieras un mínimo de atracció n por Darrell Baker.

Me encojo de hombros.

—Supongo...
—¿Fue cariñ oso? —sigue interrogá ndome Lissa.

Arrugo la nariz.

—No lo sé... —respondo. —La confusió n asoma a la mirada de Lissa, que no

entiende qué quiero decir exactamente—. Al principio estaba má s indiferente, má s

centrado en el placer. Luego cambió de actitud, cuando se enteró de que era mi primera

vez, y puso todo el cuidado del que fue capaz para que no me doliera.

—¿Y después?

—Después hice lo que estipula una de las clá usulas del contrato: me fui a mi

habitació n. Ya te he contado que Darrell no es de abrazos, de besos tiernos, de

carantoñ as, de mimos... El poco o mucho afecto se limita a los momentos de pasió n.

—¿No te ha contado por qué... es así?

—No —niego frustrada—, y no creo que lo haga nunca. Darrell es de esas personas

que guardan a buen recaudo su vida privada y sus secretos.

Lissa suelta en un suspiro el aire de los pulmones. Mira el reloj.

—¿Sabe que estoy aquí? —me pregunta—. Si no lo sabe, prefiero irme. No quiero

meterte en problemas. Al fin y al cabo esta es su cara y...

—Tranquila —la interrumpo con suavidad y media sonrisa en los labios—. Darrell

sabe que está s aquí. Esta mañ ana antes de irse a trabajar le he preguntado si podías

venir, y me ha dicho que sí. De todas formas se ha ido de viaje y no vuelve hasta el

domingo.

—¿Así que estos días no vas a tener que...?

—Cumplir —termino la pregunta—. No.

—¿Y eso es bueno o malo? —dice Lissa.

En su voz hay un viso de desconcierto.

—No lo sé. De verdad que no lo sé —digo con una punzada de agobio en la voz. Me
coloco detrá s de la oreja un mechó n de pelo que se me ha soltado del moñ o y resoplo

quedamente—. Tengo sentimientos encontrados, confusos... Mi cabeza está hecha un

lío, un lío gordo.

Lissa me mira fijamente. Sus ojos reflejan una de esas miradas que indican que va a

decirme algo serio.

—Lea, no te enamores de Darrell Baker —asevera.

CAPÍTULO 25

El fin de semana lo aprovecho para terminar de desempaquetar las ú ltimas cosas que

me quedan en las cajas de la mudanza y para ir echando un vistazo al temario de las

asignaturas del nuevo curso.

Las agujetas han ido desapareciendo progresivamente, aunque las imá genes de

Darrell sobre mí está n má s vívidas que nunca, recordá ndome que he entregado mi

virginidad a cambio de una habitació n. Continú o confundida, muy confundida. No sé

có mo lo haré, pero tengo que tratar de aclarar la marañ a de emociones que colapsan mi

cabeza. Estoy tremendamente desconcertada.

Para tratar de relajarme, bajo a la cocina. Me apetece lasañ a de carne, así que voy a

pasarme media tarde prepará ndola, a ver si de ese modo consigo deshacerme, aunque

solo sea un rato, de la confusió n.

Busco los ingredientes en la cocina de Darrell, pero apenas hay nada aparte de

alimentos precocinados. Tampoco me sorprende demasiado. É l come y cena fuera la

mayoría de las veces y Gloria se encarga de la limpieza.

Si no recuerdo mal, hay una tienda 24 horas al final de la calle. Quizá encuentre lo

que necesito. Subo a la habitació n, me cambio de ropa y salgo disparada. Hace calor y

el sol bañ a los rascacielos con una suerte de oro líquido que los hace parecer
caramelos gigantes.

Sonrío cuando alcanzo a ver el cartel de la tienda. Sí, es un 24 horas.

Bien, digo para mis adentros.

Entro, saludo a la chica de rasgos orientales, pelo largo, moreno y lá nguido que hay

detrá s del mostrador, cojo una cesta y me paseo entre los estantes para comprar lo que

necesito. Para mi fortuna, encuentro todo. Tampoco es que sean ingredientes difíciles de

conseguir, pero me alegra que finalmente vaya a poder hacer una lasañ a de carne. Pago

sin perder tiempo, vuelvo a casa, busco un delantal en los cajones y me pongo manos a

la obra.

Voy a empezar por la salsa Bechamel.

Echo medio litro de leche en un cazo y dejo que hierva mientras preparo el resto de

las cosas. Para amenizar el ambiente, acciono la Playlist de mi modesto Smartphone. En

apenas unos segundos comienza a sonar Viva la vida de Coldplay, mi cuerpo se activa y

las notas musicales llenan la cocina.

Preparo la salsa tarareando animada. Necesito olvidarme de todo aunque sea durante

un rato y nada mejor que cocinar y escuchar mú sica para lograrlo. La mayoría de las

veces es un método infalible. Esta tarde, afortunadamente, es una de esas veces.

Cuando termino, meto el dedo en el cazo, me lo llevo a la boca y pruebo la

Bechamel.

—Deliciosa —me digo a mí misma.

Seguidamente pongo una sartén en la vitrocerá mica ú ltimo modelo de Darrell, vierto

un chorrito de aceite y lo dejo calentar. Añ ado ajo y cebolla picada y lo muevo para

que se poche. El olor que se desprende me abre aú n má s el apetito, hasta el punto de

empezar a salivar.

Miro por las cristaleras panorá micas. El crepú sculo ha comenzado a tomar posesió n
del cielo por encima de la línea que forman los edificios de Nueva York y decenas de

arañ azos de color anaranjado lo surcan de un lado a otro esbozando un lienzo que se me

antoja precioso.

En el otro extremo de la casa, la puerta se abre y las ruedas de una maleta se

escuchan a lo largo del pasillo, seguidas de unos pasos firmes y rítmicos. El corazó n

me da un vuelco: Darrell acaba de regresar de su viaje.

—Hola —digo cuando aparece en la puerta de la cocina.

Está guapísimo con un pantaló n suelto y una camisa de lino blanca que lleva

remangada hasta los codos. Tiene el pelo ligeramente alborotado. Es la primera vez que

lo veo vestido de manera informal y con barba de algunos días; está tremendamente

atractivo. Tanto que de un momento a otro voy a empezar a babear como un caracol.

—Hola, Lea —me saluda él.

Me acerco a la encimera y paro la mú sica.

—Estoy... prepará ndome la cena —digo, justificando el despliegue de cacharros que

tengo repartidos entre la encimera y la mesa.

—¿Lasañ a? —dice.

—Sí, de carne —respondo, al mismo tiempo que me limpio las manos con el

delantal.

Darrell ladea un poco la cabeza.

—¿Te has portado bien? —me pregunta.

—Sí —respondo, como si fuera una niñ a pequeñ a.

—Bien —asiente. Su intensa mirada azul relumbra con un matiz ladino que me pone

nerviosa—. Voy a ducharme —dice con voz grave y firme—; dentro de diez minutos

sube a mi habitació n.

—Vale —digo.
Viene con ganas, pienso para mis adentros mientras se da la vuelta y se encamina

hacia la escalera. Me estremezco. Respiro hondo y suelto el aire poco a poco; la cena

tendrá que esperar.

Dejo que la lasañ a se termine de hacer en el horno, la saco y la dejo encima de la

encimera. Diez minutos después, subo la escalera y cruzo el amplio pasillo que se

extiende ante mí. A medida que me voy acercando a la puerta del fondo, me pongo má s

nerviosa, lo que me obliga a ralentizar los pasos, haciéndolos cada vez má s cortos.

Cuando finalmente la alcanzo, me detengo unos segundos frente a ella; Darrell está al

otro lado, esperá ndome. Reú no valor y toco ligeramente con los nudillos.

—Adelante —le oigo decir desde el otro lado.

Apoyo la mano en el pomo y abro la puerta despacio.

CAPÍTULO 26

Cierro la puerta a mis espaldas tratando de hacer el menor ruido posible.

Los ojos se me agrandan de golpe cuando veo a Darrell cubierto ú nicamente con una

toalla que tiene sujeta a la cintura. El torso está aú n medio hú medo, resaltando su

musculació n, y el pelo oscuro aparece revuelto y mojado. Tiene las espaldas anchas, la

cintura estrecha y unas piernas largas y fibrosas como las de un atleta. ¡Dios santo!, se

lo ve tan sexy, tan... exó tico, recortado contra el cielo crepuscular del atardecer que se

vislumbra por la ventana. El pulso se me acelera vertiginosamente y mis hormonas se

ponen en alerta, como soldados frente a un campo de batalla, dispuestos a luchar.

Esto no es normal, me digo a mi misma en silencio.

Me siento algo avergonzada. Es como si Darrell emitiera un extrañ o olor que me

atrajera irremediablemente hacia él. Si no fuera porque no creo en la magia, juraría que

estoy siendo presa de un oscuro hechizo. Nunca má s volveré a subestimar el poder de


la testosterona. Sobre todo de la de Darrell Baker.

Inspiro hondo y exhalo el aire despacio, tratando de serenarme, pero no me da

tiempo. En menos de lo que dura un latido, Darrell da un par de enormes zancadas y se

abalanza sobre mí con ojos llameantes. Con manos autoritarias y poderosas me coge el

rostro, me atrae hacia su boca y me besa sin que me dé tiempo ni siquiera a respirar.

Mi corazó n late desenfrenado cuando sus labios se adueñ an de los míos con tanta

vehemencia que siento que me ahogo.

Silenciosamente me arrastra hasta la cama, me deja caer en ella y se sitú a sobre mí,

sin dejar un solo segundo de besarme. Su lengua invade mi boca, exigiendo jugar con la

mía.

—Darrell... —murmuro entre dientes, intentando coger aire.

—Shhh... —susurra autoritario—. Quiero hacerte mía otra vez... —asevera con la

respiració n agitada.

Sus palabras me encienden de inmediato, igual que un chispazo, haciendo que la

sangre circule por mis venas como un torrente de llamas. Su olor, a gel, a limpio, a

recién duchado... me excita má s aú n, embriagando cada uno de mis sentidos. ¿Có mo es

posible que tenga este insó lito efecto sobre mí?

Me siento flotar envuelta en su cuerpo, como si estuviera en un estado de ingravidez

total mientras vuelve a besarme una y otra vez y yo correspondo a su fogosidad como

buenamente puedo; los labios no me dan de sí para abarcar su boca. Es tan pasional...

Baja suavemente la mano derecha por mi vientre y la posa en la cintura. Segundos

después, la desliza unos centímetros má s, la mete habilidosamente por el pantaló n corto

y el borde de la braguita y la deja un rato en las caderas.

Voy a derretirme por dentro, pienso al borde del éxtasis. Sus manos son como un

dulce veneno.
Sigue bajando hasta que entra en contacto con mi sexo. Una ola de calor asciende por

mi cuerpo. Darrell separa unos centímetros el rostro del mío y me mira atentamente,

conteniendo la respiració n, mientras introduce despacio un dedo dentro de mí.

Suelto un fuerte gemido y él aprieta los dientes al tiempo que saca y mete el dedo

lentamente, acariciando las paredes de mi vagina. A medida que me acoplo al

movimiento, levanto las caderas, e instintivamente trazo círculos para obtener má s

placer. Darrell va aumentando el ritmo progresivamente. Jadeo, hú meda y embriagada

por el deseo.

Darrell se incorpora, se sitú a entre mis piernas, me quita el pantaloncito y la braga y

se deshace de la toalla que está alrededor de su cintura, dejando su enorme erecció n a

la vista.

¿Todo eso ha estado dentro de mí?, me pregunto asombrada.

Alzo la mirada y trago saliva, algo retraída. Darrell abre el cajó n de la mesilla, saca

un preservativo y se lo pone.

—Esta semana tenemos que ir sin falta a la ginecó loga —dice con voz ronca—. Sino

no voy a ganar para condones...

¿Eso ha sido una broma?

No puedo pararme a pensar la respuesta porque vuelve a tumbarse encima de mí. Su

piel, ligeramente fresca y todavía hú meda, me produce un escalofrío que me recorre de

la cabeza a los pies. La sensació n es maravillosa.

Darrell me levanta las piernas y las pone sobre sus muslos. Se sitú a de nuevo encima

de mí y me penetra con fuerza.

—Diosss... —murmuro, arrastrando las letras en mis labios.

Me coge ambas muñ ecas, las coloca por encima de mi cabeza, inmovilizá ndome

debajo de su cuerpo, y empieza a moverse de forma salvaje sobre mí. La posició n en


que me tiene facilita que las penetraciones sean extremadamente profundas, provocando

que mi placer crezca hasta cotas indescriptibles.

Mi corazó n se acelera; lo siento colapsarse dentro del pecho. La respiració n de

Darrell se vuelve irregular encima de mi rostro y su aliento cálido se mezcla con el

mío, mientras nos quedamos absortos el uno en el otro, como si estuviéramos

hipnotizados.

—¿Te gusta? —me pregunta con voz ronca y salvaje, sin apartar la mirada de mí.

—Sí —digo entre jadeos.

—¿Sí? —repite, alzando ligeramente las cejas y con esa expresió n de extrañ a

diversió n en los ojos tan característica suya.

—Sí —vuelvo a decir có mo puedo. La voz me sale entrecortada.

Sin mediar má s palabra, Darrell se hunde en mí hasta el fondo, contrayendo con

fuerza la mandíbula. Suelto el aire de golpe y lanzo un grito ahogado, casi agó nico.

Noto una especie de fuego recorriendo el interior de mis venas hasta que se detiene en

mi entrepierna, quemá ndome como si fueran brasas. Es tremendamente exquisito,

tremendamente placentero, tremendamente salvaje.

Mi cuerpo empieza a temblar de forma incontrolable. Ya no hay vuelta atrá s, ya no

hay retorno. Las piernas me duelen de la posició n, pero el placer es mil veces mayor,

infinitamente mayor. Me tenso bajo las fuertes acometidas de Darrell, que me observa

con una mirada entornada y llena de pasió n. Cierro los ojos y me dejo llevar,

lanzá ndome a ese abismo de perdició n y gozo al que solo él me sabe llevar.

—Darrell... Darrell... Darrell... —balbuceo repetidamente mientras mis mú sculos

se convulsionan y un fortísimo orgasmo me sacude el interior.

¡Este hombre va a acabar conmigo! ¡Joder, va a acabar conmigo!

—Lea... —jadea él al tiempo que se corre dentro de mí con una ú ltima embestida—.

Oh, Lea, Lea... —musita entre gemidos y espasmos.


CAPÍTULO 27

Estoy sin aliento.

Darrell cae a mi lado, exhausto y sudoroso, tratando de que su respiració n se

normalice. Me doy media vuelta y lo miro como si fuese una exó tica criatura en peligro

de extinció n. Instintivamente llevo mi mano a su rostro de rasgos vibrantes y, a ratos,

osados, y acaricio con suavidad su mejilla, temiendo que en cualquier instante vaya a

desaparecer.

Darrell no desaparece, permanece inmó vil a unos centímetros de mí, pero el

momento se rompe en mil pedazos cuando coge mi mano y la retira de su cara. Lo hace

de manera suave, incluso creo que disimulada —supongo que para no hacerme sentir

incó moda o mal—, pero está claro que no quiere que lo toque.

Pero, ¿por qué?, me pregunto mientras observo su expresió n, que de pronto se

ha tornado sombría. ¿Por qué le molestan las muestras de cariñ o? ¿Es simplemente

porque es una persona fría y distante, o hay algo má s? ¿Por qué parece no soportar el

contacto físico fuera del sexo?

Suspiro para mis adentros, ciertamente frustrada.

—¿Me invitas a probar tu lasañ a? —dice Darrell, tras unos segundos en los que los

dos hemos estado en absoluto silencio, sumidos en nuestros propios pensamientos.

—Sí —respondo, ligeramente asombrada por su interés en mi lasañ a—. Sí, claro que

sí.

Darrell se levanta de la cama y se dirige hacia la có moda. ¡Wow, tiene el culo má s

bonito del mundo!

Se inclina, abre uno de los cajones, saca unos bó xer de color negro y se lo pone

mientras yo soy incapaz de retirar la mirada un solo instante de él y de su torneado


trasero, y también de dominar la oleada de emociones que me recorren por dentro.

Darrell gira el rostro hacia mí, al tiempo que se pasa la mano por el pelo hú medo, y

me sorprende mirá ndolo como una auténtica boba. Sus ojos azules brillan como

turquesas. Carraspeo nerviosa intentando disimular mi sonrojo, pero resulta imposible.

Recoge mi pantaló n y mi camiseta del suelo y lo echa encima de la cama.

—Cenemos antes de que se enfríe la lasañ a —comenta.

Asiento de manera imperceptible; sigo bajo el influjo de su hechizo. Agarro mi ropa

como una autó mata y me visto rá pidamente.

Ya en la cocina, con el azul oscuro de la noche sobre Nueva York, cojo un trozo de

lasañ a con la cuchara grande y lo echo en el plato de Darrell. Tomo otro pedazo y lo

pongo en el mío. Me siento a la mesa. Darrell sujeta el tenedor bajo mi atenta mirada y

se lleva un mordisco a la boca mientras espero impaciente su opinió n. Debería darme

igual, sin embargo, por alguna extrañ a razó n quiero sorprenderlo, aunque sea a través

del estó mago.

Alza las cejas y yo me descubro expectante y mordiéndome el interior del carrillo a

la espera de su veredicto. Me mira y trago saliva.

—Está buenísima —dice finalmente.

Respiro aliviada y adulada, visto lo poco dado que es Darrell a los halagos gratuitos.

—Entonces, ¿te gusta? —pregunto.

Coge otro trozo y lo paladea como si fuera el mejor manjar del mundo; la ambrosía

de los dioses del Olimpo.

—¿A quién no va a gustarle? —pregunta a su vez—. ¿Has echado nuez moscada?

—Sí —afirmo—, y también una pizca de pimienta negra molida.

—Mmmm... Por eso tiene ese delicioso sabor exó tico —observa, masticando—. ¿De
dó nde has sacado los ingredientes? No creo que hayas encontrado nada de esto aquí.

—No —digo, llevá ndome el tenedor a la boca—. En tu frigorífico solo hay alimentos

precocinados.

—Suelo comer y cenar fuera, con algú n cliente —explica Darrell sin perder bocado

—. Rara veces como en casa y cuando lo hago, prefiero que sea algo rá pido.

—Meter en el microondas y listo, ¿no? —digo, con un reproche divertido en la voz.

—Sí, exacto.

—Hay un 24 horas al final de la calle. Fui a probar suerte, y la tuve —respondo,

retomando el tema de dó nde he sacado los ingredientes.

—No sabía que había un 24 horas en esta calle.

Alzo una ceja y lo miro con un gesto de asombro, pero Darrell no repara mucho en él;

está demasiado entusiasmado con la lasañ a.

—¿Por qué no le pides a Gloria que te deje la comida o la cena hecha? —le sugiero

—. Solo tendrías que calentarla y ya.

—Al principio me la hacía, pero al final acababa estropeá ndose en la nevera. Así

que le dije que se limitara a hacer la limpieza.

Pongo los ojos en blanco. ¿Có mo puede preferir comer en restaurantes todos los días,

teniendo una buena cocinera en casa?

—Te voy a obligar a venir a casa a comer —le digo en tono de broma.

—No sería necesario que me obligaras —responde, convencido de lo que está

diciendo—. Vendría voluntaria y gustosamente.

Su respuesta me sorprende.

De pronto me asaltan algunas preguntas: ¿Darrell se habrá enamorado alguna vez?

¿No habrá habido ninguna mujer que haya entrado en su corazó n? ¿Habrá alquilado la

habitació n a alguien má s aparte de a mí? ¿Habrá sentido algo por alguna de las mujeres
a las que ha tenido en casa? El roce al final acaba dando lugar al cariñ o...

—Te has quedado muy callada —dice, metiéndose elegantemente en la boca otro

trozo de lasañ a y saboreá ndolo con gusto—. ¿Qué está s pensando?

Alzo la vista y advierto su mirada fija en mí. Sus ojos azules parecen traspasarme el

alma, o esa es la sensació n que tengo. Me muerdo el labio inferior, sopesando si decirle

lo que me está pasando por la mente en estos momentos.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —me animo finalmente.

—Claro —responde.

Cojo el vaso de agua y doy un trago. Carraspeo mientras trato de reunir algo de valor.

—¿Ha habido má s chicas o... mujeres en la habitació n que ocupo yo ahora?

Darrell apoya el tenedor y el cuchillo en el plato y vuelve a fijar sus ojos en mí.

—Sí —responde escuetamente.

No me asombro, era lo que me esperaba.

—¿Puedo hacerte otra pregunta? —Darrell asiente en silencio con una leve

inclinació n de cabeza—. ¿Por qué se fueron? ¿Te cansaste de ellas?

—No creo que sea importante saber eso...

—No sé si es importante o no saberlo, pero...

—Se enamoraron —me corta suavemente, viendo que no me voy a dar por vencida

fácilmente.

Frunzo el ceñ o.

—¿Se enamoraron de ti?

—Sí.

¿Por qué será que no me extrañ a?

—Y tú no... —balbuceo. Sin embargo Darrell no me deja terminar.

—Soy un hombre del que las mujeres no debéis enamoraros —asevera con una voz
tan firme y seria que me produce un escalofrío.

—¿Por qué? —alcanzo a preguntar—. ¿Acaso no tienes corazó n como todo el

mundo?

Su expresió n se mantiene impasible.

—Claro que tengo corazó n —dice pausadamente en tono lú gubre—, pero..., digamos

que no funciona correctamente.

¿Qué quiere decir con eso de que su corazó n no funciona correctamente? ¿Qué parte

no está bien? Porque estamos hablando de sentimientos —o eso creo—, sino juraría

que se refiere a algú n problema cardiovascular y no emocional.

Lo miro a los ojos. Han adoptado un aspecto sombrío, opaco.

¿Qué hay detrá s de su intenso azul? ¿Qué se esconde detrá s de la mirada clara de

Darrell Baker?

—¿Has amado alguna vez? —me aventuro a preguntarle en voz alta, dejando a un

lado mis divagaciones.

—No —contesta sin titubeos.

Darrell se queda pensativo durante unos instantes en que el silencio lo ocupa todo.

Alza la vista y se encuentra con mi mirada, visiblemente confusa.

—No te enamores de mí, Lea —me dice con una contundencia sobrecogedora.

Trago saliva, pero tengo la garganta seca. No si es un consejo, una advertencia o una

amenaza.

Darrell se levanta de la mesa, se da media vuelta y sale de la cocina. Lo veo alejarse

por el pasillo con sus acostumbrados pasos seguros y su figura galante. Lanzo un

suspiro al aire y me muerdo el interior del carrillo, nerviosa. De pronto tengo la

sensació n de que estoy jugando con fuego y la certeza de que voy a terminar

quemá ndome. Enamorarse de Darrell Baker es peligroso, muy peligroso; puedes perder
el corazó n.

CAPÍTULO 28

El Bon Voyage está muy concurrido, demasiado para mi gusto, que detesto las

aglomeraciones y el sonido del bullicio. Unas fobias muy poco propias para vivir en

una ciudad como Nueva York.

Son las seis de la tarde y hace calor fuera; casi todas las mesas está n ocupadas y el

pobre Joey va sin aliento de un lado a otro, atendiendo a la clientela.

—Pobre Joey —dice Lissa con la barbilla apoyada en la mano, mientras lo sigue con

la mirada allá donde va.

—Sí, pobre... —respondo algo apá tica.

Lissa se gira hacia mí.

—¿Qué te ocurre? —me pregunta al notarme que estoy má s silenciosa de lo comú n.

—Es por el nuevo curso... —digo.

—¿Por el nuevo curso?

—Sí, quizá me he matriculado en demasiadas asignaturas. No tenía que haber cogido

todas.

Lissa sonríe.

—Vamos, Lea. ¿Desde cuá ndo la carrera supone un problema para ti? Eres...

simplemente brillante. Podrías estudiar dos carreras a la vez y seguirías siendo

extraordinaria. —Me muerdo el interior del carrillo mientras habla—. A mí no me

engañ as —continú a diciendo—. Te conozco lo suficiente para saber que es otra cosa

muy distinta la que te preocupa. —Alzo la vista y la miro abatida. Lissa tiene razó n. ¿A

quién pretendo engañ ar?—. ¿Es por Darrell? —tantea.

—Sí.
—¿Ha dejado de funcionar en la cama? —dice en tono de mofa.

—¡Lissa! —la amonesto con seriedad.

—Lo siento, Lea —se disculpa—. Solo quería quitar un poco de hierro al asunto y

hacerte sonreír. Está s muy seria. A ver, cuéntame... ¿Regresó de su viaje?

—Sí, y nada má s llegar...

—¿Follasteis? —se adelanta a decir Lissa.

—Sí. Ya sabes que tengo que estar disponible y dispuesta las veinticuatro horas del

día.

—¿Y no te gustó ?

Resoplo, resignada, y me meto un mechó n de pelo suelto detrá s de la oreja.

—Todo lo contrario.

—Entonces, ¿cuá l es el problema?

—Ese es el problema... Que me gusta.

—No entiendo... —dice Lissa.

La confusió n asoma a su rostro.

—A veces creo que Darrell no tiene corazó n —atajo de pronto.

El desconcierto de Lissa crece aú n má s.

—Sigo sin entenderte...

—Nunca se ha enamorado —afirmo.

—¿Nunca?

—Nunca.

—¿Se lo has preguntado?

—Sí. —Hago una pequeñ a pausa para tomar aire—. Ha tenido otras mujeres en casa

y se acabaron yendo porque se enamoraron de él. A mí me ha aconsejado o, má s bien

me ha advertido, que no me enamore de él, y lo ha hecho en serio. Muy en serio. Dice


que hay algo en su corazó n que no funciona correctamente.

—¿Tiene un marcapasos? —pregunta Lissa en tono socarró n.

—Ojalá fuera eso —digo sin esbozar siquiera un amago de sonrisa. Sacudo la

cabeza, negando para mí misma—. Ayer cuando... terminamos... le acaricie la mejilla.

No sé por qué lo hice, pero me apetecía acariciarle...

Lissa me escucha con sumo detenimiento.

—¿Rechazó tu caricia? —me interrumpe, muerta de impaciencia.

—No... Bueno no de una manera brusca —mascullo, dando vueltas a la cerveza—,

pero disimuladamente me cogió la mano y la apartó .

La frente de Lissa se arruga en varios pliegues.

—¿En serio?

—Sí.

—No sé qué decirte, Lea, la verdad.

—Y yo no sé qué pensar.

Suspiro.

—¿No hay ninguna demostració n de afecto, de ternura después de follisquear? —

pregunta Lissa.

—Ninguna.

—Joder, los polvos de una noche se hacen sin amor, está claro, pero siempre hay

carantoñ as después, juego, complicidad, no sé... Aunque a la mañ ana siguiente hagamos

gala del «si te he visto no me acuerdo».

—Pues Darrell no es dado a nada de esas cosas —apunto —. Los besos, las caricias

y todo lo demá s lo limita exclusivamente a los momentos de sexo. Fuera de eso no hay

nada. Nada de nada.

—Pufff... —bufa Lissa, colocá ndose el pelo detrá s de las orejas—. ¿Y se puede
vivir así? ¿Sin nada de amor?

Me encojo de hombros.

—Darrell lo hace. Para él todo es negocio. No hay sitio para los sentimientos.

—Pues que triste.

—Muy triste.

—En el fondo se tiene que sentir vacío y solo, aunque esté rodeado de decenas de

personas... —Lissa me mira fijamente y ladea la cabeza—. Sigues como ausente, Lea

—observa—. ¿Qué má s te preocupa? —me pregunta.

—Tengo miedo, Lissa —digo, y mi voz acusa una nota de angustia.

—¿Miedo? ¿De qué?

—De enamorarme de Darrell Baker.

—¿Y hay posibilidades de que eso suceda?

—Sí —afirmo muy a mi pesar.

—No puedes enamorarte de él, Lea —me dice Lissa muy seria—. No debes.

—Lo sé... Lo sé... —digo—. Soy consciente de que enamorarse de Darrell Baker es

extremadamente peligroso, que acabaría con el corazó n destrozado, roto en mil

pedazos. Soy consciente de que esto no es una novela romá ntica, de que no es una

película de Disney en la que los hombres acaban perdida e irremediablemente

enamoradas de las protagonistas, tan guapas y perfectas. Soy consciente de que estoy en

la realidad, de que Darrell es de carne y hueso y de que yo no soy Gisele Bundchen.

Pero es que es tan difícil, Lissa. Es tan difícil no caer rendida a sus pies —me lamento.

Me froto la frente con la mano y aprieto la boca formando una línea en mi rostro.

—Te aseguro que puedo hacerme una idea —señ ala Lissa.

Expulso todo el aire que hay en mis pulmones, vencida.

—Estoy jugando con fuego —digo—, y creo que voy a terminar quemá ndome.
—Quizá s si tienes cuidado... Si pones la cabeza y no el corazó n... —sugiere Lissa.

Sonrío de medio lado sin despegar los labios.

—Soy una persona predominantemente emocional —me arranco a decir—. No sé

dejar a un lado el corazó n. No puedo; y si trato de no escucharlo, me grita como un

histérico para que lo haga caso. Ayer, mientras cená bamos la lasañ a que preparé, no

pude evitar dejar volar la imaginació n... ¿Có mo sería mi vida si Darrell Baker me

amara?

—Tener ese tipo de pensamientos es peligroso, Lea —señ ala Lissa, y por su tono de

voz sé que habla en serio—. Muy peligroso —enfatiza.

—Lo sé... Créeme que lo sé. Pero no puedo evitarlo —me justifico—. Si vieras con

que deseo me mira, lo entenderías. Entenderías por lo que estoy pasando.

—También puedes estar segura de que lo entiendo. A mí me pasaría exactamente lo

mismo que a ti. Bueno, en mi caso sería peor. Conociéndome, yo ya estaría loca por él,

babeando como un caracol —alega Lissa, y sus palabras, sin saber muy bien por qué,

me reconfortan—. ¿Y qué tienes pensado hacer? —dice después de unos segundos de

silencio.

—Rescindir el contrato, e irme de su casa —digo—. Pero para eso necesito

encontrar un trabajo.

—¿Y vas a volver al estrés de estudiar y trabajar a la vez? —me pregunta Lissa.

—¿Y qué remedio me queda? —señ alo, encogiéndome de hombros y frunciendo los

labios en una mueca de frustració n—. No puedo hacer otra cosa; no hay otra solució n

posible.

—Sinceramente, no creo que a Darrell le haga mucha gracia que te vayas —comenta

Lissa—. Acuérdate de có mo insistió para que aceptaras su proposició n. Incluso fue a

buscarte a tu apartamento.
—A Darrell le da igual; está acostumbrado a que las chicas terminen por huir de su

lado. Y no me extrañ a, la verdad. No es capaz de sentir nada por nadie. No ha habido

una sola mujer que haya significado algo para él. ¿Te das cuenta? —pregunto de forma

retó rica. Chasqueo la lengua—. Donde me ha encontrado a mí, encontrará a otra —

asevero categó ricamente. Hago una pausa y me quedo pensando—. Lo tengo decidido,

Lissa: en cuanto encuentre un trabajo en el que me paguen un sueldo medianamente

decente, me voy.

CAPÍTULO 29

Llego a casa al filo de las nueve y media. Las luces de los edificios de Nueva York

comienzan a cobrar vida y a iluminar como luciérnagas de miles de colores el azul

oscuro de la noche. Darrell no está ; no hay rastro de él por ningú n lado. Seguro que se

ha quedado trabajando en la oficina.

Voy a la cocina y ceno algo ligero: una ensalada y un poco de pavo. Apenas tengo

apetito. El carrusel de pensamientos que me da vueltas en la cabeza me ha cerrado el

estó mago con un nudo.

Cuando termino, me quito las sandalias y avanzo descalza hasta el saló n. Me tiro en

el sofá , cojo el mando a distancia y busco entre las decenas de canales por cable y por

satélite algo que ver.

—Pretty Woman... —digo, al ver una de sus escenas en la pantalla mientras zapeo.

He visto esta película cerca de veinte veces. Reconozco que es una de mis

preferidas; me es difícil resistirme al encanto de Richard Gere; tan apuesto, tan guapo,

tan caballeroso... Así que decido quedarme a verla un rato. Total, tampoco hay nada

mejor en el resto de canales, excepto documentales y series repetidas. Sin embargo,

antes de que me dé cuenta, Morfeo me extiende sus brazos y caigo irremediablemente


en ellos con un sueñ o profundo.

—Lea... Lea...

La voz susurrada de Darrell nombrá ndome me despierta poco a poco y me hace

volver a la realidad. Abro los ojos. La luz que emite la enorme pantalla de la televisió n

me hace pestañ ear varias veces seguidas.

—Me he quedado dormida —musito, o balbuceo, no lo diferencio muy bien.

Giro el rostro algo desorientada. Darrell me está contemplado con los ojos

entornados y una expresió n insó litamente dulce en la cara. ¿Llevará mucho tiempo

observá ndome?

—Eso parece —me dice.

El tono sigue siendo suave y melodioso como una canció n de cuna. O esa es la

sensació n que me da. Me doy cuenta de que su voz puede llegar a ser tan seductora y

peligrosamente hipnó tica como el siseo de una serpiente de cascabel. Me pregunto si

Darrell será igual de venenoso.

Alcanzo a ver que está n anunciando en la Teletienda una cinta andadora que te hace

perder peso de manera milagrosa. ¿La Teletienda? ¿Dó nde está n Richard Gere y Julia

Robert? ¿Pero qué hora es?, me digo ciertamente alarmada.

—¿Qué hora es? —pregunto, somnolienta.

—Van a ser las dos de la madrugada —responde Darrell, consultando su reloj de

muñ eca.

Me incorporo y me siento en el sofá . Me coloco detrá s de las orejas los mechones

que se me han soltado del moñ o, que está totalmente deshecho. De pronto, me acuerdo

del contrato que he firmado, de mis obligaciones con Darrell y de que tengo que estar

veinticuatro horas disponible para él. Alzo la vista y lo miro con gesto interrogativo.

—¿Quieres que suba... a tu habitació n? Ya sabes... —pregunto, bajando la mirada


hasta el suelo.

Me siento como si lo que estuviera diciendo fuera pecado. En el fondo lo es. En el

fondo lo que estoy haciendo no está bien. Nada bien. Nada, nada bien.

Vuelvo a levantar la vista. Darrell se me queda mirando durante unos instantes con

ojos indescifrables. ¿Por qué nunca soy capaz de leer su mirada? ¿Por qué es imposible

intuirle?

Su rostro de facciones perfectamente cinceladas se encuentra sumergido entre las

sombras de la noche y el resplandor de la televisió n. Trago saliva. Me sorprendo

queriéndolo besar, pero de una forma suave, tierna, lejos de cualquier connotació n

sexual.

—Lo mejor será que nos vayamos a dormir —dice con calma—. Es tarde.

Me levanto del sofá .

—Me gustaría tanto que durmiéramos juntos... —susurro quedamente.

Oh, oh... Mi lengua se detiene en seco. Antes de terminar la frase me arrepiento de

haberla dicho. ¿Eso ha salido de mi boca?

Me desperezo de golpe.

¡Maldita sea! ¡Mil veces maldita sea! —pienso con rabia—. Debería aprender a no

ponerle voz a mis pensamientos, o acabaré teniendo problemas.

Darrell me contempla fijamente sin apartar la mirada. Sus pupilas está n

extremadamente dilatadas, dibujando un anillo azul alrededor de ellas. Su intensidad

hace que me sonroje. He metido la pata. He metido la pata hasta el fondo.

¡Mierda, mierda y mierda!, exclamo en silencio. Tenía que haberme mordido la

lengua.

—Ya sabes cuá les son las normas, Lea —me dice ú nicamente en tono neutro. Su

rostro se mantiene inexpresivo.


Lo observo unos segundos fijamente, pero acabo retirando la mirada. Darrell Baker

me sigue imponiendo demasiado. Asiento con una leve inclinació n de cabeza. Sí, sé

perfectamente cuá les son las normas. Y si en algú n momento se me olvidan, ya está él

para recordá rmelas. Nada de afecto, nada de cariñ o, nada de ternura. Ningú n contacto

fuera de los momentos estrictamente sexuales.

Suspiro para mis adentros y lo miro con cara de frustració n sin dejar de preguntarme

por qué es tan frío. Relajo la tensió n de los hombros y me doy por vencida.

—Hasta mañ ana —me despido sin mucho entusiasmo en la voz.

—Hasta mañ ana —dice Darrell.

Me doy media vuelta, sorteo el sofá y subo las escaleras con pasos ligeros,

consciente de que sus intensos ojos azules está n clavados en mi nuca.

Cuando entro en la habitació n, me tiro sobre la cama y me tapo la cabeza con la

almohada. Quiero desaparecer, quiero que me trague la Tierra, quiero gritar hasta que

se me rompan las cuerdas vocales. ¿Se puede ser má s idiota de lo que soy yo? ¿Por qué

le he dicho que me gustaría dormir con él? ¡Se lo he dicho porque me gustaría dormir

con él! Porque quiero que nuestras piernas acaben enredadas bajo las sá banas, apoyar

mi cabeza sobre su pecho y sentir el latido de su corazó n. Su corazó n... ¿Acaso Darrell

tiene corazó n?, me pregunto. A veces pienso muy seriamente que no. Incluso a veces

pienso muy seriamente que ni siquiera es humano.

Entonces caigo en la cuenta de que sea lo que sea lo que estoy haciendo, y de que se

lo llame como se lo llame, va a acabar mal, muy mal.

—¡Joder, joder, joder! —exclamo.

Empiezo a parecerme a Lissa, repitiendo las cosas tres veces.

—Tengo que tener la mente fría —me digo, todavía con la cabeza debajo de la

almohada—. El tiempo que me quede aquí antes de encontrar un trabajo que me permita
irme, tengo que tratar de mantener las distancias y ser lo má s indiferente posible, sino

estoy convencida de que voy a salir mal parada. —Aprieto los dientes—. Maldito seas,

Darrell Baker. ¿Por qué tuviste que hacerme esta proposició n a mí? —me lamento.

CAPÍTULO 30

Darrell ha concertado una cita con la ginecó loga a las tres de la tarde. Y aquí

estamos, en la sala de espera de la consulta. Una habitació n amplia, minimalista, de

paredes blancas y muebles de diseñ o enclavada en uno de los ostentosos rascacielos de

Nueva York.

Por un lado agradezco que haya venido conmigo, que me acompañ e. No resulta

có modo ir al ginecó logo, sobre todo, si es la primera vez, pero por otro, me hubiera

gustado venir sola, o con Lissa. Aunque si me detengo a pensarlo bien, Darrell es la

persona que mejor conoce y má s sabe de mi intimidad.

Suspiro quedamente.

Mientras me muerdo el interior del carrillo, nerviosa, observo que no hay ningú n

paciente en la sala. Está completamente vacía. No me extrañ a, la verdad; estamos fuera

del horario de consulta. Sumida en el silencio me pregunto si la ginecó loga sabrá qué

tipo de relació n tengo con Darrell. Sinceramente, espero que no. Me da tanta vergü enza

pensar en eso...

—Te está s mordiendo el interior del carrillo —observa Darrell, girando la cabeza

hacia mí—. ¿Está s nerviosa?

—Un poco —respondo.

—No tienes por qué estarlo —trata de tranquilizarme—. Simplemente te hará una

revisió n, unas cuantas preguntas y listo. No nos llevará mucho tiempo.

Asiento en silencio, conforme. Sin embargo, no dejo de mordisquearme el carrillo.


—¿Has traído a otras aquí? —pregunto un rato después en voz baja.

—No. Siempre las he llevado al doctor Kendrich —responde Darrell—. Es un

hombre de mi absoluta confianza. Pero tú preferías que fuera una mujer, por eso hemos

venido a ver a la doctora McGregor.

—¿Ella sabe... —me detengo. No sé có mo plantear la pregunta—... el tipo de

relació n que tenemos?

—¿A qué te refieres?

—Bueno, ¿que si sabe que no somos una pareja al uso?, ¿que no somos una pareja de

enamorados?, ¿que lo que nos une es un contrato?

—El doctor Kendrich sí estaba al tanto del papel que tenían en mi vida las chicas a

las que acompañ aba a su consulta, porque es mi amigo, pero la doctora McGregor no lo

sabe, aunque también cuenta con mi absoluta confianza como profesional.

—Mejor que no lo sepa —digo, ligeramente aliviada.

No hago ninguna pregunta má s, ni tampoco ningú n comentario. Me limitó a

contemplar el cielo limpio de nubes que se divisa detrá s de los cristales de las

ventanas. Todo es tan formal, tan mecá nico, incluso, tan frívolo, que a veces es

desesperante, y triste, muy triste.

—¿Señ or Baker?

Una voz femenina me saca de mis divagaciones. Giro el rostro en la direcció n en la

que suena. La que ha hablado es una chica joven, con el pelo negro y muy rizado que

viste una bata blanca que le llega a las rodillas. Me imagino que es la enfermera de la

doctora McGregor. Darrell se levanta y yo imito su acció n.

—Pasen, por favor —nos pide.

Se pone en cabeza y nos conduce a una habitació n también grande, lujosa y de

paredes blancas.
—Buenas tardes, señ or Baker —saluda una mujer de aproximadamente cuarenta

añ os, tendiéndole la mano. Es alta, con el pelo de color cobrizo y liso como una tabla.

Toda ella tiene un aspecto distinguido. Darrell extiende la mano y se la estrecha.

—Buenas tardes, doctora McGregor —responde.

—Tú debes de ser Leandra Swan —dice, dirigiéndose a mí con voz suave y amable.

—Sí —digo tímidamente mientras le doy la mano—. Puede llamarme Lea —digo.

—Como quieras.

Su frase está acompañ ada de una amplia sonrisa que pretende, creo, tranquilizarme, y

reconozco que de alguna manera lo consigue.

—¿Vienes conmigo? —me pregunta.

Alzo la vista y miro de reojo a Darrell, que permanece a mi lado inmó vil y con gesto

significativo en el rostro. Cuando nuestros ojos se encuentran, asiente casi

imperceptiblemente con la cabeza.

—Sí —respondo, volviéndome hacia la doctora McGregor.

—Sígueme —dice.

Echa a andar y me guía hasta una segunda habitació n.

Durante un rato me somete a un interrogatorio que no deja de ser intimidatorio,

aunque se trate de una profesional y esté acostumbrada a hacer ese tipo de preguntas a

todo el mundo. A mí, en cambio, no me las han hecho nunca, y eso me produce cierta

incomodidad. No obstante, en el fondo agradezco que Darrell no se encuentre presente.

Después de hacerme un exhaustivo examen para asegurarse de que todo está bien,

volvemos a la primera habitació n, en la que Darrell espera pacientemente sentado

mientras responde a algunos emails de trabajo desde su mó vil.

—Todo está perfectamente, señ or Baker —se adelanta a decir la doctora McGregor
al tiempo que se sienta tras la mesa.

—Me alegra oír eso —afirma Darrell.

—Lea y yo estamos de acuerdo en que el método que mejor se adapta a ella es la

píldora.

La doctora McGregor abre un cajó n de su escritorio, coge el bolígrafo y hace la

receta. Darrell la toma, la dobla y se la guarda en el bolsillo de la chaqueta del traje.

Seguidamente se pone de pie.

—Gracias por todo, doctora McGregor —agradece en tono formal, extendiéndole la

mano—, y por atendernos fuera de su horario de consulta.

La doctora la estrecha amablemente.

—No hay de qué, señ or Baker. Ha sido un placer. —Su mirada marró n se posa en mí

—. Lea —dice. Me levanto de la silla y vuelvo a darle la mano a modo de despedida.

—Gracias —digo.

—¿Qué tal ha ido? —me pregunta Darrell cuando ya estamos solos en el coche.

Su voz no es cariñ osa, pero intuyo que está haciendo un esfuerzo porque suene suave

y con un matiz de afecto.

—Bien —contesto.

—¿Te has sentido incó moda?

—No te puedo negar que un poco sí. Pero la doctora McGregor es muy amable y

comprensiva y no he estado tan mal como pensaba que estaría.

Consulta el reloj digital del ordenador a bordo.

—¿Qué te parece si vamos a comer a un restaurante? —pregunta mientras arranca el

coche. Frunzo los labios—. ¿No tienes hambre? —dice al percatarse de mi gesto.

—Sí, pero no me apetece ir a un restaurante de esos finolis a los que seguro sueles ir
tú —digo—. No voy vestida de forma adecuada —me quejo.

—Eso da igual, Lea —me reprende ligeramente.

Darrell se detiene en un paso de peatones. Giro el rostro hacia él.

—¿Por qué no vamos a un McDonald ́s? —propongo. Y lo hago aú n sabiendo que le

va a parecer un desatino. Ni yo misma soy capaz de imaginarme al elegantísimo señ or

Baker en un lugar con tan poco glamour como un establecimiento de comida basura.

—¿A un McDonald ́s? —repite ceñ udo.

Mis sospechas se cristalizan: mi propuesta le parece un desatino.

—Sí. Ya sabes... Hamburguesa, patatas fritas, kétchup, mostaza... —respondo.

—Sé lo que se come en un McDonald —dice.

—¿Nunca has comido en una hamburguesería? —pregunto.

—No —niega—. No son lugares muy propicios para debatir o cerrar acuerdos

importantes.

—Trabajo, trabajo, trabajo... —Pongo los ojos en blanco—. Toda tu vida gira en

torno al trabajo. ¿Nunca te das un respiro? —le pregunto.

—Mis empresas no se mantienen solas, Lea —asevera—. Mucha gente depende de

que yo haga bien las cosas.

—Me lo imagino, Darrell, pero de vez en cuando conviene aflojar un poco la cuerda,

o se corre el peligro de que se rompa —argumento.

—¿Y crees que yendo a comer a un McDonald ́s aflojo... la cuerda? —dice,

escéptico.

Sonrío ligeramente al darme cuenta de que quizá haya alguna posibilidad de

convencerlo; sería una auténtica proeza.

—Bueno —digo, ladeando la cabeza—, podría ser un comienzo... —Darrell me mira

y arquea una ceja. Un instante después vuelve a poner atenció n al trá fico—. ¿Qué me
dices? —insisto.

Le veo que resopla con aire de resignació n y de inmediato lo interpreto como una

buenísima señ al.

—Está bien —claudica transcurridos unos segundos—. Por una vez, y sin que sirva

de precedente, iremos a comer a un McDonald ́s.

—¡Bien! —exclamo, apretando los puñ os.

Lea 1-Darrell 1.

Darrell me mira con la satisfacció n de quién le concede un capricho a una niñ a.

—Hoy descubrirá s las gracias de la comida basura —anuncio.

CAPÍTULO 31

Darrell aparca el coche en el parking subterrá neo del Queens Center Mall, uno de los

mayores centros comerciales de Nueva York, ubicado al este de Manhattan. Cogemos el

ascensor y subimos a la ú ltima planta, donde se encuentran los restaurantes.

Antes nos hemos pasado por una farmacia para comprar la píldora. Darrell tiene

prisa por que me la empiece a tomar.

El McDonald ́s no está excesivamente concurrido. Normal, teniendo en cuenta que es

miércoles y que la hora punta de comer pasó de largo hace un rato.

Al entrar, un grupo de chicas que está sentado en una de las pocas mesas ocupadas se

giran para mirarnos o, má s bien, para mirar a Darrell. Sus ojos curiosos pasan de él a

mí y de nuevo a él mientras cuchichean en voz baja. Me pregunto cuá les de sus

atractivos les habrá llamado la atenció n: su porte regio, su intensa mirada azul, su

parecido con Sean O ́Pry, o la elegancia con la que él solo sabe llevar un traje... ¡Son

tantas cosas! Pero sea lo que sea, Darrell no se molesta ni siquiera en dedicarles una
mirada, aunque alguna de las chicas incluso se ruboriza y baja la cabeza cuando

pasamos a su lado. Me alegra ver que no soy la ú nica a la que Darrell Baker impone y

sonroja sin necesidad de abrir la boca.

Nos acercamos directamente al mostrador. Como Darrell nunca ha estado en un

establecimiento de este tipo, le explico cuá l es la manera en qué tenemos que pedir y de

paso le aconsejo sobre lo que se puede considerar delicatesen dentro de una

hamburguesería.

—Supongo que no está s acostumbrado a tener que hacer cola —comento con

sarcasmo cuando nos colocamos detrá s de la fila que forman un par de personas que

está n delante de nosotros.

—Nunca, la verdad —dice Darrell.

—Bienvenido al mundo normal —anoto—. En el que, aunque chasquees los dedos, la

gente no aparece dispuesta a hacer lo que quieras.

Al llegar nuestro turno, nos atiende una chica rubia de ojos claros con un brote de

acné en la cara y que rondará má s o menos mi edad. Cuando se dirige a Darrell, su voz

titubea entre los labios y un golpe de rubor mancha sus mejillas.

A ella también le intimida, pienso. Sonrío para mis adentros. Mal de muchos,

consuelo de tontos.

—¿Siempre causas ese efecto en el género femenino? —le pregunto a Darrell al

tiempo que me siento en una de las mesas del final.

—¿Qué efecto? —dice a su vez él, dejando la bandeja sobre la mesa y

desabrochá ndose el botó n de la chaqueta del traje para estar má s có modo.

—¿Qué titubeen y se sonrojen cuando te diriges a ellas o simplemente cuando pasas a

su lado?

—No lo sé, supongo que en las tímidas, sí. —Hace una pequeñ a pausa y se sienta—.
¿Tú titubeas y te sonrojas cuando te diriges a mí?

Carraspeo mientras tomo asiento.

¿Para qué me hace esa pregunta si sabe de sobra la respuesta?

Carraspeo una segunda vez y bajo la mirada. Toqueteo la hamburguesa para disimular

que me ha puesto nerviosa, pero creo que no lo consigo.

—Bueno... al principio... quizá s... cuando te conocí...

¡Vamos, Lea! ¡A ver si eres capaz de terminar la frase!, me animo a mí misma con

burla.

Opto mejor por callarme y alzo la vista pese a que siento que me estoy ruborizando

hasta la raíz del pelo. ¿Quién narices me manda preguntarle a Darrell segú n qué

cuestiones? Maldita sea, voy a tener que coserme la lengua al paladar.

—Me gustan las mujeres que se sonrojan —afirma sin mover un solo mú sculo del

rostro—. Por ejemplo, como tú ahora.

La cara me arde má s si cabe.

—Ahora entiendo algunas cosas... —susurro.

—¿Qué cosas?

—A veces creo que haces que me ruborice a propó sito —contesto.

Enderezo la espalda en la silla, tratando de mantener la compostura.

—La timidez es muy sexy —alega Darrell, y con eso responde a mi comentario.

—Ya veo... —replico a media voz. Hago una pequeñ a pausa para tomar aire—. No

creo que te resulte muy difícil ruborizar a las mujeres, incluso no creo que te resulte

muy difícil ruborizar a algunos hombres.

—¿Ah, no?

—No.

—¿Y por qué crees eso, Lea?


Tardo unos segundos en contestar, dudosa de que sea conveniente seguir con esta

conversació n. Tengo la sensació n de estar empezando a caminar por la orilla de una

laguna de arenas movedizas. Sin embargo, decido continuar.

—Eres... intimidante —suelto finalmente, aunque no lo digo en un tono nada firme.

—¿Te parezco intimidante?

—No me lo pareces, Darrell, lo eres. No soy la ú nica persona a la que le das esa

impresió n. Si no, pregú ntale a alguno de tus empleados.

—No me considero un mal jefe —objeta.

—No se trata de eso...

—Entonces, ¿de qué se trata?

—No sé... Es algo que va má s allá ; algo que está en tu actitud, incluso en tu aspecto

físico.

—¿Tengo cara de ogro? —pregunta.

A pesar de que no sonríe, como es costumbre en él, su voz es distendida, de broma.

—Sabes de sobra que no —me apresuro a alegar—. Todo lo contrario...

La perfecció n tiene tu nombre, pienso para mis adentros.

—Es otra cosa... —digo en voz alta—. Quizá tu seriedad, la expresió n solemne de tu

rostro; o tu altura, tu corpulencia, tus rasgos, o la osadía de tus facciones... No sé... —

concluyo, dá ndome por vencida al presentir que no puedo explicarlo con palabras—.

No creo que sea la ú nica que lo piense.

—No —responde Darrell—. Pero viniendo de ti resulta muy interesante.

—¿Interesante? ¿Por qué?

Darrell se encoge de hombros y guarda silencio.

—Será mejor que comamos, o se nos juntará con la cena —sugiere, cambiando de

tema. Coge su hamburguesa—. Bueno, vamos a probar las gracias de la comida basura
—dice, repitiendo mi frase.

Cuando va a hincarle el diente, le interrumpo.

—Si me admites un consejo; es mejor que te quites la chaqueta. —Frunzo la nariz en

un gesto divertido—. El kétchup y la mostaza suelen escurrir.

Darrell me mira con la hamburguesa a medio camino de la boca.

—No sabía que hubiera que seguir un protocolo —apunta.

—Si no quieres que la ropa acabe en la tintorería, sí.

Apoya la hamburguesa en la bandeja, coge una servilleta y se limpia los dedos a

conciencia. Seguidamente se quita la chaqueta y la extiende en el respaldo de la silla.

Se desabrocha los botones de los puñ os de la camisa y se la arremanga hasta los codos.

Mientras lo hace, con esa elegancia innata que posee, no puedo dejar de mirarlo.

—¿Ya estoy listo? —pregunta, y durante unos segundos espera a que yo le dé el visto

bueno.

—Sí —digo—. Ya puedes empezar.

Darrell coge de nuevo la hamburguesa, se la lleva a la boca y le da un mordisco.

Pero antes de que los dientes se cierren completamente en torno al bocado, un chorro de

kétchup sale disparado y le mancha las manos de forma escandalosa.

—Te lo dije —señ alo, haciendo una mueca con los labios.

Darrell vuelve a dejar la hamburguesa en la bandeja.

—Parece que he matado a alguien —dice, mirá ndose las manos.

Le paso un par de servilletas y mientras se limpia intento reprimir la risa.

—¿Te hace gracia? —me pregunta, al tiempo que coge otra vez la hamburguesa.

Aprieto los labios conteniendo la risa, pero me es imposible al ver que el kétchup y

la mostaza siguen manchá ndole las manos y que no es capaz de frenarlo.

—¿Sabes que en estos momentos tienes un ligero parecido a Shrek? —bromeo,


haciendo un paralelismo con su comentario anterior, en el que preguntaba que si tenía

cara de ogro.

—En estos momentos puedo parecerme a casi cualquier cosa —afirma—. A Shrek, a

Asno, incluso a la mismísima Fiona...

Me echo a reír abiertamente.

—¿Nunca has probado a chuparte los dedos? —pregunto de pronto.

Darrell me mira con los ojos entornados, bajo el abanico de sus espesas pestañ as

negras.

—Eso traspasa cualquier có digo de la educació n y de las buenas formas —asegura

—. Y, si me apuras, hasta del honor.

—Pero no sabes el placer que da —afirmo.

—¿Está s segura?

—Completamente segura. Ademá s, en las hamburgueserías lo hace todo el mundo;

como comerse las patatas fritas con las manos. ¿O acaso has visto que nos hayan puesto

cubiertos? Esto no es un restaurante de esos finolis que tú frecuentas —continú o—.

Aquí uno se puede... desinhibir.

—¿Desinhibir? —repite y se me queda mirando con expresió n pícara y una ceja

arqueada.

Me ruborizo al captar la doble intenció n con la que Darrell ha interpretado mis

palabras.

—Sí, bueno, ya me entiendes... —trato de excusarme.

—Está bien... Me voy a desinhibir —dice.

Darrell acerca los dedos a la boca y comienza a chuparlos mientras yo aprovecho

para contemplarle embelesada. Madre mía, hasta en esa acció n tan mundana es

elegante. Segundos después me obligo a apartar los ojos; es mejor que deje de mirarlo

o no respondo de mis actos.


—Esto está ... riquísimo —comenta, y él mismo parece sorprendido.

—¿Ahora te das cuenta de lo que te has estado perdiendo? —digo.

Levanta la vista. Su mirada sonríe.

—Creo que voy a descubrir muchas cosas contigo —afirma.

CAPÍTULO 32

—Nunca pensé que la comida basura me diera tanta hambre —dice Darrell, ya de

vuelta en el coche.

Sacudo la cabeza, confundida.

—¿Hambre?

¿Qué diablos quiere decir?, me pregunto en silencio con el ceñ o ligeramente

fruncido. Cuando giro el rostro hacia él y veo la expresió n lú brica de sus intensos ojos

azules es cuando me doy cuenta de que no está hablando de comida.

—Darrell... —murmuro, al adivinar sus intenciones.

—Dime... —dice con alarmante calma.

—No... No podemos hacerlo aquí —digo, reticente.

—¿Por qué no?

—Porque es el parking pú blico de uno de los centros comerciales má s grandes de

Nueva York.

—¿Y qué?

—Que pueden vernos.

—No nos va a ver nadie —dice Darrell con aire altanero.

—¿Có mo está s tan seguro? —le pregunto.

—¿Se te olvida que las lunas del coche está n tintadas? —me recuerda de buenas
maneras.

—Ya, pero...

Darrell está ya tan cerca de mí que apenas puedo respirar.

—Eres tan apetecible... —susurra seductoramente. El tono profundo y siseante de su

voz me hipnotiza, me deja paralizada como si acabara de inocularme un tó xico veneno

—. ¿Qué mejor modo de afrontar una dura tarde de trabajo que después de haberte

hecho mía? ¿Después de haberte follado? —dice.

Durante unos segundos me quedo sin aliento.

—Pero Darrell... —intento vanamente quejarme cuando lo recupero.

Me doy cuenta de que tengo la garganta seca como un cartó n y de que un hormigueo

cá lido está empezando a hacer de las suyas por debajo de mi vientre.

Darrell se aproxima a mi rostro y sus labios se adueñ an de los míos de una forma tan

suave como cautivadora, haciendo que mis palabras se pierdan dentro del beso.

—Ven aquí —musita con firmeza—. Te quiero cerca de mí... Muy cerca de mí...

Darrell me agarra, me levanta ligeramente y me pone encima de él a horcajadas. Sus

ojos está n empañ ados por el deseo, y verlo así me excita. Mucho. Es el ú nico momento

en que creo que es humano. El sexo, pese a todo, lo humaniza.

Reclina un poco el respaldo del asiento y de inmediato noto que tengo bastante má s

espacio para colocarme de una manera má s có moda, sin que el volante del coche se me

clave en la espalda.

Esta vez me anticipo y busco la dulzura de su boca. Nuestras lenguas se encuentran a

mitad del camino de una forma mucho má s apasionada que antes, como si fuéramos a

devorarnos. Darrell pasa las manos por debajo de mis muslos, las detiene

conscientemente en las nalgas y me atrae hacia él mientras mis dedos se aferran a las

solapas de la chaqueta de su traje, tratando de encontrar un punto de apoyo ante el


torrente de sensaciones que me invade y que cuando se presentan hace que me tiemble

todo el cuerpo.

Durante un tiempo indeterminado pierdo el sentido de la realidad; no me importa si

estamos en el parking pú blico del Queens Center Mall, uno de los centros comerciales

má s grandes de Nueva York, ni siquiera si alguien puede vernos (lo cual es muy

probable, aunque siempre nos quedará n las lunas tintadas); lo ú nico que siento son los

labios de Darrell devorá ndome la boca y la inminente dureza de su erecció n bajo la

fina tela de su siempre impecable pantaló n.

Sin dejar de besarme un solo segundo, me sube la falda del vestido hasta la cintura,

mete habilidosamente la mano en la braguita, desciende hasta mi sexo con atrevimiento

y poco a poco va introduciendo uno de los dedos dentro de mí.

Suelto un suspiro.

—Muévete, Lea... —me murmura en la boca—. Muévete para mí.

Me aferro a sus hombros y comienzo a moverme arriba y abajo, al tiempo que respiro

la calidez de su aliento. Su dedo entra y sale de mí, lo hace despacio, produciéndome

un placer inmenso y, por momentos, indescriptible. Mientras me balanceo

acompasadamente sobre él, se me escapa un suave gemido.

Y sé que esto es solo el principio.

—Darrell... —musito, envolviendo su nombre en un deseo infinito.

—Lea... —dice él, con su profunda mirada clavada en mis ojos.

Me estremezco.

Después de un rato de desenfrenado contoneo, cuando se asegura de que estoy

hú meda, se baja la cremallera del pantaló n, deja al descubierto su exigente erecció n y

se ensarta en mi interior con un envite certero. Vuelvo a gemir, esta vez má s fuerte,

embriagada por su incursió n.


Hago un esfuerzo por controlarme, por contenerme, pero al cabo de unos segundos

mis brazos está n rodeando su cuello y mis caderas, descaradas y actuando como si

tuvieran voluntad propia, cabalgando salvajemente sobre su pelvis.

—Así, Lea... Así... —masculla Darrell con los dientes apretados—. Muévete así...

Así... Sigue...

Cierra los ojos, presa del má s carnal de los placeres, echa la cabeza hacia atrá s y

sujeta mis caderas con sus enormes manos para guiar mis movimientos.

Los jadeos se vuelven má s sonoros, má s descarados a medida que aceleramos el

ritmo de nuestros cuerpos, a medida que las penetraciones son má s profundas y me

llenan por completo.

En el éxtasis del momento acierto a ver de reojo que los cristales del coche está n

empañ ados del aliento sofocado e incandescente que desprenden nuestros pulmones.

¡Esto es una locura! ¡Una puta locura!, exclamo para mis adentros.

Sin embargo, me dejo llevar. Ya no hay freno, tampoco quiero que nada detenga esto.

El calor, el deseo, el éxtasis, el frenesí del momento, el inmenso placer que recorre mi

cuerpo como una descarga de energía, Darrell, yo, el mundo...

Cada una de las fibras nerviosas de mi ser se encrespan, para después contraerse, y

antes de que sea consciente de lo que viene, un impetuoso orgasmo me sacude de

manera precipitada. Me agarro con fuerza al cuello de Darrell como si en cualquier

momento fuera a caerme a un abismo sin fondo.

—Darrell, Darrell, Darrell... —coreo entre fuertes espasmos.

La respiració n de Darrell se agita de repente hasta un ritmo errá tico. Alzo la vista y

advierto el placer en su rostro casi siempre inescrutable.

Es tan humano cuando folla...

Ajeno a los pensamientos que cruzan mi mente, sus manos trepan hasta mis nalgas y
las aprieta contra su pelvis, hundiendo profundamente su miembro en mis entrañ as.

Deja escapar el aire entre los dientes como si fuera un toro bravo.

Apenas unos instantes después se sacude violentamente en mi interior. Desliza los

dedos de la mano derecha entre mi pelo suelto, para sujetarme la cabeza, y me besa

frenéticamente mientras las convulsiones del orgasmo van desapareciendo.

Se separa unos centímetros de mi boca y sin soltarme la cabeza apoya mi frente en la

suya. En el silencio instalado en el pequeñ o espacio del coche tratamos de regularizar

nuestras respiraciones. Nuestros pechos suben y bajan, extenuados.

No me atrevo a abrazarlo, por miedo a que rechace mis brazos, pero me dejo caer

sobre su cuerpo, agotada, mientras trato de recuperar el aliento.

CAPÍTULO 33

Matt es uno de mis compañ eros de clase. Es un chico alto y delgado con rostro

risueñ o, ojos negros y un atractivo bastante particular. Nos llevamos muy bien porque

siempre hemos ido a la misma clase desde que comenzamos la carrera hace tres añ os.

Lissa asegura que está enamorado de mí, y quizá s tenga razó n. Yo a veces también lo

pienso por la forma en que me mira. Pero Matt es consciente de que solo somos amigos

y de que no habrá entre nosotros nada má s que una buena amistad.

Tenemos que ir a comprar los libros de texto de algunas asignaturas. Ayer me llamó

por teléfono y hoy por la tarde hemos quedado en la puerta de la Librería Nú meros, una

librería especializada en libros de matemá ticas.

—Hola, Lea —me saluda.

—Hola, Matt —digo cuando lo alcanzo.

Me acerco y le doy un fuerte abrazo.

—¿Has tenido algú n problema en encontrar el lugar? —dice.


—No, ninguno. Vine un par de veces el añ o pasado —respondo.

—¿Entramos? —sugiere apuntando la librería con la cabeza.

—Sí.

—¿Có mo ves la asignatura de Á lgebra Computacional? —me pregunta Matt mientras

abre la puerta y cruzamos el umbral.

—Bueno, es una asignatura troncal —alego—, y por lo que me han dicho, una de las

má s fuertes del curso. Ademá s el profesor Banach tiene fama de estricto. Segú n parece,

es un hueso duro de roer —añ ado.

—Seguro que hace añ os que no folla con su mujer —apunta Matt.

—Matt... —lo amonesto, intentando aguantarme la risa.

—He oído que es un amargado y que por eso la toma con sus alumnos, haciéndolos la

vida imposible —apunta—. Seguro que es porque hace añ os que su mujer no le deja

mojar el churro.

—Matt... —vuelvo a decir, poniendo los ojos en blanco.

Sin embargo, no puedo evitar reírme. Una carcajada sale de mi boca.

—Te lo estoy diciendo en serio, Lea —continú a Matt—. La abstinencia absoluta y

continuada agria el cará cter y te hace pagarlo con los de alrededor.

—No creo que sea para tanto —digo entre risas—. Simplemente el profesor Banach

es muy estricto.

—Sí, sí, estricto...

—¿Crees que su asignatura nos puede dar problemas? —pregunto.

Matt frunce los labios con esa expresió n que quiere decir que no tiene clara la

respuesta.

—A ti seguro que no. Eres una Pitagorina —bromea.

—Mira quién fue a hablar... —replico—. ¿Tengo que recordarte que tus notas han
sido unas de las mejores del añ o?

—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudaros? —nos pregunta la dependienta,

interrumpiendo la conversació n. Es una mujer de mediana edad, con gafas y pelo corto

de color castañ o.

—Buenas tardes. Buscamos los libros de Topología de Superficies y Geometría de

Riemann —me adelanto a decir.

—Sí, enseguida os los traigo —responde la mujer, dá ndose media vuelta y

metiéndose en lo que parece la trastienda.

—Gracias —decimos Matt y yo casi a la vez.

Mientras la dependienta vuelve, nos damos una vuelta por la librería. Hay un par de

chicas y un chico que también está n hojeando algunos ejemplares de asignaturas del

quinto añ o de carrera.

—Aquí tenéis.

La voz de la dependienta llama nuestra atenció n a nuestra espalda. Cuando Matt y yo

nos giramos, abrimos los ojos de par en par. Los libros de Topología de Superficie y

Geometría de Riemann parecen dos Biblias. Nos acercamos al mostrador.

—¿Has visto lo gordos que son? —dice Matt.

Voy a contestar, pero en esos momentos suena la musiquilla de mi teléfono mó vil.

Abro el bolso, lo saco y miro la pantalla. Es Darrell...

Qué extrañ o; nunca me ha llamado.

Descuelgo.

—Hola. Dime... —digo tímidamente.

—¿Dó nde está s? —me pregunta, sin ni siquiera saludarme.

Su tono es formal y serio, má s formal y serio de lo acostumbrado en él.

—Estoy en una librería, comprando unos libros.


—¿En qué librería?

—En la Librería Nú meros.

—¿A cuá nto queda del á tico?

—A una media hora, má s o menos...

—Quiero que vengas. —Sus palabras suenan a orden.

Arrugo el ceñ o. ¿Qué coñ o le pasa?, me pregunto extrañ ada. ¿Por qué me habla así?

¿Có mo si estuviera enfadado conmigo?

Miro el reloj de mi muñ eca.

—En media hora estoy allí —digo.

—Perfecto.

Sin mediar má s palabras, Darrell cuelga. Me retiro el teléfono de la oreja y me quedo

mirando la pantalla durante unos instantes, desconcertada. Levanto los ojos y me

encuentro con la mirada de Matt.

—Matt...

—¿Sí?

—Tengo que irme —le digo con prisa en la voz.

—¿Ya? Pensé que íbamos a tomarnos algo.

Noto un asomo de decepció n en su tono.

—No... No puedo. Lo siento... Me acabo de acordar de que había quedado con

Lissa... —me excuso impaciente mientras saco la cartera del bolso—. Quiere... quiere

hablarme de no sé qué. Ya la conoces... —Me muerdo el interior del carrillo,

esperando que mi mentira cuele—. Va a matarme si llego tarde.

—Está bien... —dice resignado Matt—. ¿Nos vemos mañ ana?

—Sí, claro —digo, aliviada de que no sospeche nada.

Pago de manera expedita a la dependienta, que mete los dos libros en una bolsa. Me
la tiende.

—Te llamo por la mañ ana...

—Sí, y concretamos hora y lugar.

Cojo la bolsa rá pidamente y doy un par de besos a Matt a modo de despedida.

—Si quieres puedo acompañ arte... —sugiere.

—No, no es necesario, gracias —me adelanto a decir. Por nada del mundo quiero que

vea dó nde vivo actualmente. Eso daría lugar a un sinfín de preguntas que no me apetece

responder—. Nos vemos mañ ana, ¿vale? —corto, para cambiar de tema.

—Como quieras —claudica Matt—. Hasta mañ ana.

—Hasta mañ ana.

Salgo de la tienda como una exhalació n y pongo rumbo hacia la primera boca de

metro que haya en las inmediaciones, esquivando la masa de gente que deambula

ansiosa de un lado a otro por las laberínticas calles de Nueva York.

CAPÍTULO 34

Saludo a Bob sin pararme, entro en el edificio, atravieso el enorme vestíbulo y me

dirijo corriendo a los ascensores. Mientras espero con impaciencia a que alguno baje,

no dejo de preguntarme a qué es debido el tono casi autoritario de Darrell. Sé que tengo

que estar disponible veinticuatro horas para él, es una clá usula que quedó clara en el

contrato. Sin embargo sospecho que hay algo extrañ o detrá s de su inmediata exigencia.

Cuando el ascensor se aproxima a los ú ltimos pisos, abro el bolso y busco las llaves.

Las encuentro justo en el momento en que las puertas de acero se abren.

Darrell está en el saló n, con el ordenador portá til abierto y rodeado de pilas de

documentos. Su pelo oscuro atrapa los reflejos del sol de la tarde que entran por los

enormes ventanales.
—Hola —saludo, recostando el bolso y los libros en una de las sillas de diseñ o.

Estoy sofocada por la carrera que me he dado para llegar lo antes posible y también

por los nervios, que ya está n haciendo de las suyas. Esbozo apenas media sonrisa sin

despegar los labios, pero Darrell no la corresponde, como era de esperar. Ni siquiera

me saluda, simplemente se limita a levantarse de la mesa sin decir nada.

—¿Ocurre algo? —le pregunto a media voz cuando lo veo avanzar hacia mí con

deliberada calma.

—No. Todo está perfecto.

Su voz suena extrañ a, en un tono peligrosamente suave. Sin saber por qué, comienzo a

darle explicaciones con palabras atropelladas.

—Estaba comprando unos libros —digo—: Topología de Superficies y Geometría de

Riemann. No he podido llegar antes; el metro se fue justo cuando llegaba... —continú o

aú n má s deprisa mientras Darrell sigue acercá ndose a mí inexorablemente—. Quizá

hubiera sido mejor coger un taxi pero...

—Está s hablando demasiado —me corta Darrell.

¿Qué estoy hablando demasiado? ¿Qué leches significa eso? ¿Quiere que me calle?

¿Por qué le divierte tanto ruborizarme? ¿Acaso eso le pone? ¿Le excita?

Trato de recobrar el aliento a marchas forzadas, pero es demasiado tarde. Darrell me

ha acorralado contra el respaldo del sofá . No tengo escapatoria.

Trago saliva ruidosamente. Su poderosa mirada y su silueta masculina, a escasos

centímetros de mí, comienzan a nublarme la mente y a derretirme el entendimiento. Y ya

está aquí este insó lito efecto que me hace sentir como si estuviera bajo el influjo de un

poderoso imá n.

Alzo los ojos y lo miro. Se lo ve impaciente. Durante una décima de segundo me

quedo petrificada, rígida como si me hubiera tragado un palo. Darrell lanza un gemido
brusco, me agarra de la cintura para inmovilizarme, me atrae hacia él y funde sus labios

con los míos con una avidez que amenaza con engullirme.

Me dejo llevar por el instinto.

Rodeo el cuello con mis brazos y me aferro a su nuca mientras lo beso

enloquecidamente. Un gemido emerge del fondo de su garganta y choca contra mi boca

al mismo tiempo que me muerde el labio inferior y tira de él. Una punzada de dolor

recorre mi rostro.

—¿Está todo bien? —le pregunto, intuyendo que hay algo que no va có mo debería.

—Todo está perfectamente —me responde, pero yo no estoy convencida.

Darrell me aprieta contra él, baja las manos hasta mis caderas, me levanta sin ningú n

esfuerzo y me sienta en el borde del respaldo del sofá . Acerca su rostro al mío, e

introduce bruscamente su lengua en mi boca, que permanece entreabierta intentando

ganar una bocanada de aire. Mis terminaciones nerviosas se ponen en pie. Su beso es

intenso, posesivo, descarnado, incluso violento.

—Eres mía... —le oigo susurrar entre jadeos.

Lo dice de una forma posesiva, exigente. Mi espalda se sacude como si hubiera

recibido una descarga eléctrica. ¿Có mo es posible que su voz me excite tanto? ¿Qué

haga que me humedezca del modo que lo hace?

Alarga la mano y habilidosamente me saca el vestido por la cabeza. Se inclina un

poco, coge mis braguitas, da un tiró n y las rasga completamente mientras contemplo la

escena con asombro en los ojos.

Extiende la mano y pone la palma extendida sobre mi vientre, indicá ndome que me

eche hacia atrá s. ¿De qué postura quiere hacerlo? ¡Madre mía!

Me voy recostando poco a poco hasta que mi espalda queda pegada al respaldo del

sofá . ¿Me va a follar así? ¿Totalmente arqueada? Joder.


Antes de que me dé tiempo a reaccionar, me abre las piernas al má ximo, dejando mi

sexo expuesto a su merced, y se coloca en el hueco que él mismo ha creado. No puedo

ver nada de lo que hace, pero escucho el sonido de la cremallera del pantaló n mientras

la hace descender. Sin previo aviso, Darrell me agarra los muslos y se hunde en mí con

brusquedad.

Grito.

Su invasió n me resulta implacable y placentera, tremendamente placentera. Sale y

vuelve a entrar con la misma intensidad. Giro los ojos y alcanzo a ver su rostro. Sus

mú sculos está n contraídos por el placer. Sale de mí y de otro fuerte empelló n vuele a

introducirse en mis entrañ as hasta el fondo.

Sus ojos está n fijamente puestos en los míos, lanzando destellos de deseo y de algo

má s oscuro que no logro descifrar. Mi cara se arruga por el dolor con cada embestida y

mi respiració n se acelera vertiginosamente.

La solemnidad de su figura elegante y masculina entrando y saliendo en mí me excita

hasta aturdirme. Unos minutos después mi cuerpo se retuerce sobre sí mismo y mis

nervios se contraen en una sucesió n de espasmos que terminan en un intenso orgasmo.

Darrell se deja ir unas cuantas embestidas má s tarde con un gemido ahogado,

mientras me mira con los ojos entornados y todavía encendidos por la pasió n.

Cuando sale de mí me deslizo en el sofá y me quedo tumbada. Tengo el cuerpo

sudoroso y dolorido, no solo por la fuerza con la que Darrell me ha hecho suya, sino

por la posició n en la que me ha mantenido. Inhalo hondo para tratar de normalizar la

respiració n. Cojo el vestido y me cubro con él mientras observo a Darrell. Está má s

callado y taciturno que de costumbre y eso, no sé por qué, pero no me gusta.

—¿Está todo bien?

La pregunta sale involuntariamente de mi boca. Darrell se gira y me dirige una

intensa mirada.
—¿Está s cumpliendo todas las clá usulas del contrato? —dice de pronto con

aspereza.

—¿Por qué me preguntas eso? —quiero saber al tiempo que me levanto.

—No me has respondido, Lea. ¿Está s cumpliendo todas las clá usulas del contrato?

—repite serio.

—Sí, por supuesto que sí —afirmo.

Trato por todos los medios de cubrirme con el vestido para que no se me vea nada.

Repentinamente me siento vulnerable.

¿Pero qué coñ o le pasa? ¿Por qué me pregunta ahora que si estoy cumpliendo todas

las clá usulas del contrato? ¿Tendrá eso algo que ver con que esté má s silencioso y

reservado de lo normal? Pero, ¿por qué? No lo entiendo...

Suspiro, desconcertada. Darrell Baker va a volverme loca.

—Espero que no se te olvide lo que has firmado —asevera.

—Te aseguro que no se me olvida —alego—. Me has llamado y he venido, ¿no? —

Darrell mantiene silencio—. No he podido llegar antes, ya te lo he dicho. He perdido el

metro...

—Te he visto —me interrumpe.

—¿Me has visto? —repito confusa, sin saber a qué se refiere.

—Abrazada... a un chico... —Frunzo el ceñ o, má s confusa aú n—. Pasaba por

casualidad por la calle en esos momentos, y te vi...

—¿De qué hablas?

—Esta misma tarde, en la calle. Era un chico alto, delgado...

Entonces caigo en la cuenta y mi rostro se esponja.

—Es Matt... —digo.

—¿Quién es Matt?
—Un compañ ero de clase —respondo.

—¿Y abrazas a todos tus compañ eros de clase? —pregunta Darrell con una nota de

ironía en la voz.

Niego con la cabeza para mí.

—No, Darrell, no. No abrazo a todos los compañ eros de clase —apunto, algo

molesta por sus insinuaciones. Darrell no parece convencido de lo que digo—. Matt es

un amigo —añ ado.

Darrell levanta los ojos. El impacto de su intensa mirada azul me deja muda.

—¿Al final es un amigo o un compañ ero de clase? —pregunta en tono serio. Su

expresió n es grave.

—Ambas cosas —atajo mientras me pongo el vestido—. Hemos ido juntos a clase

desde que comenzamos la carrera... Estudiamos juntos, vamos a las prá cticas juntos...

—digo de modo atropellado. Me siento tremendamente confusa por la actitud de

Darrell—. ¿De qué va todo esto? —digo, sin poder contenerme.

—Va de que no quiero que abraces a nadie.

Bufo, presa de la incredulidad.

—Las personas necesitamos afecto. Necesitamos abrazarnos, besarnos, tocarnos...

Aunque tú no lo necesites —le reprocho.

—¿Te gusta ese chico? —me pregunta Darrell.

—No —niego de inmediato como algo obvio—. Claro que no.

—¿Y tú a él?

La respuesta tarda unos segundos en llegar a mis labios.

—No... No lo sé... —dudo. Por alguna razó n que no logro entender no quiero

decirle que Lissa asegura que Matt está enamorado de mí—. No —niego finalmente.

—¿No, o no lo sabes?
—Darrell, ¿qué má s da? —digo—. Que lo abrace no significa que quiera tener algo

con él, o que él lo quiera tener conmigo. Como te acabo de decir, los seres humanos

necesitamos demostrarnos afecto a través de los abrazos, de los besos, del cariñ o... sin

que ello signifique que queramos sexo. —Me quedo unos segundos observá ndolo, sin

decir nada—. Sé que tú no lo entiendes —apunto con voz abatida. Me esfuerzo para que

mi rostro no revele mi expresió n de frustració n.

—No, no lo entiendo. —Un profundo silencio sigue a las palabras de Darrell—.

¿Crees que soy un monstruo? —me pregunta de pronto, rompiendo la imperiosa mudez

del momento.

—A veces creo que no eres humano, Darrell —respondo a media voz en un arranque

de sinceridad y tras unos segundos de vacilació n.

—No te preocupes. No eres la ú nica persona que lo piensa. Hay quienes aseguran

que no tengo corazó n —dice, componiendo en la cara un gesto de resignació n.

—Hace unos días me dijiste que tu corazó n no funcionaba correctamente... ¿Por qué?

—me aventuro a preguntarle en tono suave—. ¿Qué le sucede?

Lo miro, tratando de leer en su rostro la verdad.

—Saber por qué mi corazó n no funciona correctamente no es tu cometido.

Su respuesta me deja perpleja, inmó vil como una estatua de má rmol, como si me

hubieran echado por encima un jarro de agua fría. Sus rotundos rasgos se han

endurecido.

—Tienes razó n —digo—. Mi ú nico cometido es darte placer, para eso estoy aquí.

—No quería decir eso —apunta Darrell.

—Pero lo has dicho. Y tienes razó n —añ ado—. Nuestra relació n se ciñ e a las

clá usulas de un contrato; a mí no debe importarme qué te sucede, como a ti no debe

importarte a quién abrazo, mientras no me lo folle.


Me estiro el vestido con las manos, paso a su lado y me dirijo hacia las escaleras.

—Lea... —le oigo llamarme a mi espalda, pero sigo mi camino sin inmutarme—.

Lea, espera...

Sacudo la cabeza con aire de resignació n mientras asciendo los peldañ os lo má s

rá pido que puedo. Atravieso el amplio pasillo de la segunda planta con los ojos

anegados de lá grimas, abro la puerta de mi habitació n y me dejo caer en la cama. Cojo

a Kitty, mi viejo peluche, y lo aprieto contra mi pecho.

Necesito estar sola, ordenar los pensamientos y asumir de una vez que me equivoqué

al aceptar la proposició n de Darrell, que cometí el mayor error de mi vida. Y llorar,

necesito llorar hasta que me quede sin lá grimas.

CAPÍTULO 35

Me despierto cuando los primeros rayos de sol comienzan a arrancarle rá fagas de luz

al amanecer. Me levanto y me miro en el espejo del cuarto de bañ o; tengo los ojos rojos

e hinchados de llorar. Suspiro mientras me contemplo fijamente durante unos segundos.

¿Dó nde me he metido?, me pregunto con una punzada de angustia en el corazó n. Y lo

peor, ¿có mo voy a salir? Sacudo la cabeza.

Me acerco a la puerta de la habitació n y trato de detectar algú n sonido al otro lado,

pero no hay má s que silencio. Lo que agradezco, porque no quiero encontrarme con

Darrell, aunque soy consciente de que en algú n momento será inevitable.

Bajo a la cocina y, mientras me preparo el desayuno entre las tonalidades pastel que

se pintan en el cielo, siento que la casa se me cae encima. De pronto me siento pequeñ a

e insignificante, como un rató n al lado de un elefante.

El intenso aroma que desprende el café me devuelve a la realidad. Como una

autó mata, cojo el mó vil y mando un whatsapp a Lissa. Necesito hablar con alguien.
—Qué madrugadora eres —responde apenas unos segundos después.

—Tú también —digo—. No esperaba encontrarte despierta.

—Apenas he podido dormir.

—Ya somos dos.

—¿Qué te pasa?

—Lo de siempre.

—¿Darrell? —pregunta con acierto.

—Sí.

—¿Qué sucede?

—Es largo de contar... ¿Te apetece que demos un paseo por Central Park?

—sugiero.

—Me parece perfecto. Así nos desintoxicamos de la ciudad.

Su frase está acompañ ada con un emoticono con la lengua fuera.

—¿Nos vemos a las diez?

—Nos vemos a las diez y me cuentas.

—Un beso.

—Un beso.

Echo un par de cucharadas de azú car en el café con leche y mientras lo muevo

suavemente con la cucharilla, dejo que los tímidos rayos de sol que entran por las

paredes acristaladas me calienten el rostro. Su tibieza sobre la piel hace que me

sumerja y rememore una y otra vez lo que sucedió ayer con Darrell.

Alzo de nuevo la taza para dar un sorbo de café, pero el sonido de la alarma de mi

mó vil corta el hilo de mis pensamientos. Miro la pantalla y al ver la hora que es me doy

cuenta de que lo mejor es que arranque el día de una vez por todas y me ponga manos a

la obra cuanto antes.


Lissa y yo caminamos por una de las arterias del Central Park, el parque pú blico

situado en Manhattan má s grande de Nueva York, y uno de los má s grandes del mundo.

El sendero que discurre por este enorme pulmó n es ancho y está flanqueado por una

fila de bancos de madera y un par de hileras de á rboles cuyas ramas forman sobre

nuestras cabezas un dosel de hojas de muchos colores.

—¿Has llorado, Lea? —me pregunta Lissa.

Aprieto los labios y afirmo en silencio con un ademá n de cabeza.

—Ayer Darrell me llamó por teléfono cuando estaba con Matt —comienzo a decir—.

Tuve que comprar los libros deprisa y corriendo y acudir al á tico, ya sabes...

—Disponibilidad veinticuatro horas... —subraya Lissa.

—Veinticinco horas má s bien —alego con sarcasmo.

—El hombre de hielo nos salió impaciente.

—Me recriminó que quedara con Matt... Bueno, que lo abrazara.

—¿Qué lo abrazaras? Explícate, por favor, porque no entiendo nada.

—Nada má s de llegar a casa, tuvimos sexo en el saló n; ni siquiera subimos a su

habitació n...

—Lo que yo digo: que el hombre de hielo nos salió impaciente.

—Fue extrañ o... duro... á spero... —continú o a media voz, como si alguna persona

de las que pasean de un extremo a otro por nuestro lado pudiera oírnos.

—¿Fue violento? —El tono de Lissa denota un viso de alarma.

—No, no... —niego de inmediato con voz rotunda—. Pero sí que es cierto que

Darrell estaba... no sé..., como en plan castigador.

—¿Castigador? Eso suena un poco sadomasoquista, ¿no? —observa Lissa.

—No en ese plan —la contradigo, tratando de hacerme entender—. Es solo que
estaba muy serio... Bueno, má s serio de lo acostumbrado, má s silencioso, incluso.

Como si estuviera enfadado... —Sacudo la cabeza ligeramente—. El caso es que

cuando terminamos le pregunté que si estaba todo bien, porque notaba algo raro.

Entonces me soltó que si estaba cumpliendo las clá usulas del contrato.

Lissa frunce el ceñ o y sus cejas castañ as se juntan hasta formar una línea en su rostro.

—¿Y qué le dijiste?

—Que sí, por supuesto. Fue cuando me dijo que me había visto abrazada a un chico

alto y delgado...

—Matt...

—Sí.

—¿Y có mo te vio?

—Quedé con Matt en la puerta de la Librería Nú meros. Cuando nos encontramos nos

abrazamos a modo de saludo. Igual que hago contigo... Es un gesto inofensivo —anoto

—. Segú n parece, él pasaba con el coche por allí en ese momento.

—¡Vaya, qué casualidad! —exclama Lissa.

—Pues sí... —Lissa gira el rostro hacia mí lentamente y se queda unos segundos

mirá ndome—. ¿Qué? —pregunto al advertir la expresió n poco esclarecedora de sus

ojos.

—¿Darrell está celoso?

Alzo una ceja y estallo en una sonora carcajada.

—No, Lissa, no. Darrell no está celoso...

—Pero...

—Ni nada que se le parezca —la interrumpo, al ver que está má s que dispuesta a

argumentar su teoría—. Los celos son cosa de humanos y, como ya te he dicho, a veces

dudo que Darrell lo sea. El es el hombre de hielo.


—Entonces, ¿por qué se puso así al verte abrazada a Matt?

—Porque es muy posesivo —digo segú n avanzamos por el camino de tierra—.

Mientras el contrato esté vigente, soy suya, ú nica y exclusivamente suya.

—Visto de esa manera... ¿Discutisteis?

—Sí. Le dije lo mismo que te he dicho a ti algunas ocasiones, que a veces no parece

humano.

—¿Se lo dijiste? ¿Así, sin má s?

Lissa parece no dar crédito a mis palabras.

—Sí. Es lo que creo, Lissa.

—¿Y él como se lo tomó ?

—Me dijo que no era la ú nica; que había personas que pensaban que no tenía

corazó n.

—¡La leche! —exclama Lissa mientras seguimos avanzando por el sendero de tierra

de Central Park.

—La discusió n vino porque le pregunté que ¿qué era lo que no funcionaba

correctamente en su corazó n? No lo hice por curiosidad —me justifico—. Lo hice

porque quizá ... Bueno, pensé que podría ayudarlo de alguna forma. —Hago una pausa

mientras Lissa me escucha con atenció n—. Se puso a la defensiva y me contestó que mi

cometido no era saber por qué su corazó n no funcionaba correctamente.

—Vaya...

—Le respondí que tenía razó n, que yo estaba allí solo para darle placer, que no debe

importarme qué le sucede, como a él no debe importarle a quién abrace, mientras no me

lo folle, tal y como pone en el contrato.

—Lea, no debiste decirle eso... —señ ala Lissa.

—¿Y qué otra cosa iba a responderle? Su comentario me dejó helada, como si me
hubiera echado un jarro de agua fría por la cabeza.

—Estoy contigo, lo sabes. Pero no creo que eso te ayude mucho, la verdad. ¿Le has

visto después?

—No —respondo—. He estado evitá ndolo. No me apetece verlo.

—No vas a poder huir de él todo el tiempo...

—Lo sé. —Me detengo en mitad del camino y miro a Lissa—. No debí aceptar su

proposició n —concluyo en tono apesadumbrado—. Ha sido uno de los errores má s

grandes de mi vida.

—No te flageles de ese modo, Lea —trata de animarme ella—. Aceptaste porque

creíste que era lo mejor y, seamos realistas, porque no tenías otra opció n. Estabas en un

callejó n sin salida.

—Y lo sigo estando —digo con los ojos vidriosos—. Sigo estando en un callejó n sin

salida.

Mis propias palabras me producen un escalofrío. Lissa advierte la sombra de

angustia que se esconde en mis ojos y qué la provoca y, sin decir nada, me abraza. Unos

segundos después estoy llorando desconsoladamente en su hombro. CAPÍTULO 36

Durante el día decido no pisar por casa. Comparto una hamburguesa con Lissa en un

McDonald’s y por la tarde quedo de nuevo con Matt, rezando para que esta vez no nos

interrumpan. Cuando llego por la noche, el á tico está vacío. Me juego el cuello a que

Darrell está cenando con alguno de sus importantes clientes. Mejor, así no tengo que

encontrarme con él.

Voy a la cocina, pensando que no vendrá hasta media noche, y me dispongo a hacerme

una parrillada de verduras para cenar. Cojo un pimiento, unas patatas, un par de

tomates, una calabaza pequeñ a y una cebolleta y me dirijo a la mesa. Me pongo a

picarlo sobre la tabla de madera cuando oigo la puerta.


—¡Me cago en todo lo que se menea! —exclamo en voz baja con los dientes

apretados—. Es Darrell. ¿No podía haber venido un poquito má s tarde? ¿Solo un

poquito má s tarde? —me quejo.

Cierro los pá rpados fugazmente, azorada.

¡Tierra, trá game!

Antes de que me dé cuenta, Darrell aparece en la puerta de la cocina con su habitual

semblante impasible. Bajo la mirada, disimulando y tratando de mostrarme lo má s

indiferente posible, y me concentro en picar la retahíla de verduras que me esperan

encima de la mesa.

—Buenas noches —dice.

—Buenas noches —respondo sin levantar los ojos.

El clic, clic clic de sus zapatos me hace presumir que está avanzando hacia mí y eso

provoca que me revuelva incó moda en el sitio.

—¿No vas a mirarme? —me pregunta.

—¿Entra dentro de las clá usulas del contrato?

—Lea, por favor...

—Estoy ocupada —alego, manejando el cuchillo con toda la habilidad de que soy

capaz.

—Mírame —me pide.

—Estoy ocupada, Darrell. ¿No lo ves?

—Lea, mírame.

Me detengo, alzo la vista y me encuentro con su mirada azul observá ndome

atentamente.

—Tienes los ojos irritados. ¿Has llorado? —me pregunta.

—¿Qué má s te da? —respondo cortante.


Inmediatamente me muerdo la lengua, aunque es tarde. Yo y mis impulsos. Sin

embargo, me causa un profundo asombro que Darrell haya percibido que tengo los ojos

rojos y de que se haya dado cuenta de que he llorado.

—No me da igual —responde con voz grave y profunda, plantado en mitad de la

cocina.

—Lo dices como si realmente te preocupara —digo, y en mi tono hay un matiz de

ironía acompañ ado de un amago de sonrisa.

Me obligo a bajar la vista y a volver a mi tarea. Su elegancia y su encanto viril me

desconciertan y logran confundirme, y tengo que mantenerme firme, o estoy perdida.

—Me preocupa —afirma Darrell—. Eres mi responsabilidad; tengo que cuidarte.

Durante un instante quiero pensar que está siendo sincero. Bufo para mí y mis labios

dibujan una sonrisa agridulce.

—Tienes que cuidarme para asegurarte de que sigo calentando tu cama, ¿verdad? —

suelto.

—Vamos, Lea, deja de comportarte como una niñ a —dice Darrell serio.

Su comentario me irrita. ¿Qué me deje de comportar có mo una niñ a? ¿Y có mo

diablos se comporta él? ¿Có mo un ser insensible y falto de humanidad?

—Como una niñ a... —mascullo burlona. Se me escapa una risilla.

Con los nervios del momento, me descuido, se me desvía el cuchillo y me corto el

dedo.

—¡Ay! —grito, retirando la mano rá pidamente.

Darrell da un par de zancadas y llega hasta mí con una expresió n de alarma esbozada

en el rostro.

—¿Te has cortado?

—Sí —digo mientras la sangre empieza a manar abundantemente de la yema.


—Déjame ver qué te has hecho.

—Puedo sola, Darrell, no te preocupes...

—Déjame ver que te has hecho —repite en tono autoritario.

Sin que me dé tiempo a reaccionar, me coge la mano y observa el corte.

—Voy a mancharte el traje, Darrell —replico, en un intento de que me deje y se aleje

de mí.

—Lea... —Su amonestació n, hecha con las mandíbulas apretadas, me hace bajar la

mirada—. Relá jate —añ ade má s suavemente. Coge una servilleta de papel y me

envuelve el dedo con ella. Dejo que lo haga sin volver a rechistar; necesito una tregua

—. Vamos al cuarto de bañ o, hay que lavarte la herida y desinfectarla.

Me sujeto la servilleta contra el dedo para que no se me caiga y sigo a Darrell.

Cuando entramos en el cuarto de bañ o, señ ala con el índice un taburete de madera

blanca que hay en un rincó n.

—Siéntate —indica.

Sin pronunciar palabra hago lo que me dice. No estoy en condiciones de discutir, no

estoy en condiciones de nada. Simplemente tiemblo como una hoja. Mientras observo

có mo la servilleta se empapa de sangre, Darrell saca un pequeñ o botiquín de uno de los

armarios.

Se sienta en el borde de la bañ era, agarra el taburete y lo arrastra hasta acercarme a

él.

—Vamos a ver qué te has hecho...

Lo miro sin decir nada. Me destapa la herida, que no deja de sangrar, abre el botiquín

y extrae de él el bote de agua oxigenada. Coge unas gasas, las empapa y en silencio me

limpia la herida. Lo hace tan cuidadosamente que un escalofrío me recorre el cuerpo de

arriba abajo.
—¿Es mucho? —pregunto, sin atreverme a mirar.

Darrell examina el corte detenidamente.

—Sobrevivirá s —afirma.

—¡Ay! —me quejo, como si fuera una niñ a pequeñ a—. Escuece... —digo cuando

echa en la herida Betadine. Levanto la vista y advierto esa extrañ a sonrisa en los ojos

de Darrell—. No es gracioso —le recrimino, y me quedo a medio camino de hacer un

mohín—. Escuece mucho.

—No me estoy riendo, Lea —apunta con aire inocente, pero sus ojos siguen

brillando.

Pongo los ojos en blanco.

¿Por qué me he tenido que cortar? ¿Y por qué me he tenido que cortar justo delante de

Darrell? Soy una patosa, me reprocho.

De pronto tomo consciencia de que su proximidad me acelera los latidos del corazó n.

—¿Siempre eres tan quejica? —me pregunta mientras sigue curá ndome el corte.

Durante unos instantes lo contemplo con el ceñ o fruncido; me queda claro que está de

muy buen humor, y de que el mío es de perros.

—No soy una quejica —respondo, conteniendo la respiració n al sentir otra vez el

Betadine en la herida—. Es que escuece mucho.

—Ya veo, ya...

—Darrell, no te burles.

—No me estoy burlando.

—Joder, eres má s insensible de lo que creía.

Darrell alza la vista y clava sus ojos en los míos. Un silencio tan incó modo como

ensordecedor se instala entre nosotros. Me muerdo el interior del carrillo. He vuelto a

meter la pata.

—Lo siento —me disculpo, para ver si puedo arreglar de alguna forma el
desaguisado.

—No importa —dice Darrell, bajando la mirada y cubriendo el dedo con una gasa.

Pese a su respuesta, no puedo evitar sentirme mal.

—No... Yo no... —comienzo a decir. Suspiro, vencida y frustrada al mismo tiempo

—. A veces debería aprender a morderme la lengua.

—Yo también debería mordérmela a veces... —Darrell me mira de nuevo y yo le

sostengo la mirada—. Siento mucho lo que te dije ayer. No estuve muy acertado.

—Darrell, no pretendía curiosear en tu vida. No soy una cotilla...

—Lo sé —dice, al tiempo que corta un trozo de esparadrapo.

—Solo quería saber qué te sucede, si es que te sucede algo, por si...

—¿... pudieras ayudarme? —Darrell termina la frase por mí. Su tono de voz suena

escéptico, cansado, como si estuviera agotado de repetir muchas veces lo mismo. Me

cubre cuidadosamente la herida con la gasa y el esparadrapo y me mira fijamente.

—Bueno, no sé... titubeo—. Quizá s...

—No soy capaz de sentir —asevera de pronto, interrumpiéndome. Y suena

apesadumbrado.

CAPÍTULO 37

Su rotunda afirmació n me pilla por sorpresa y sin saber muy bien qué decir

exactamente.

—Lo siento, Darrell, pero no te entiendo —alcanzo a pronunciar—. ¿Có mo que no

eres capaz de sentir? Todo el mundo siente...

—Yo no —dice. Alzo las cejas y espero a que continú e—. Yo no soy capaz de sentir

amor, afecto o cariñ o. No soy capaz de enamorarme. Ni siquiera soy capaz de sentir
odio —afirma con una contundencia que me deja perpleja. Después de unos segundos

de silencio, me pregunta—: ¿Crees que soy un monstruo?

—No, no eres ningú n monstruo, Darrell —niego categó ricamente—. Aunque no

sientas de la manera que dices, no eres una mala persona... Ademá s, eso no es del todo

cierto —añ ado transcurrido un rato—, eres capaz de sentir deseo sexual.

—Soy un hombre, Lea —dice en tono de obviedad—. Es casi una necesidad

fisioló gica.

—¿Y qué? —apunto, encogiéndome de hombros—. No es que yo tenga muchos

ejemplos con que comparar —digo algo ruborizada—. Bueno, de hecho, no tengo

ninguno, pero sé que eres una persona muy fogosa, Darrell.

—¿Muy fogosa?

—Sí, ya me entiendes... —digo. La cara me arde, pero me obligo a seguir hablando,

aunque lo hago con voz tímida—. Eres muy... pasional, extremadamente pasional, diría.

—Me gustaría enamorarme de ti, Lea —asevera de pronto.

Para mi sorpresa, extiende la mano y me acaricia suavemente la mejilla.

—Darrell... —susurro en tono soñ ador, cerrando los ojos.

—Pero no puedo.

Baja la mano y entonces el hechizo se rompe de golpe. Sus palabras provocan en mí

un efecto extrañ o. Por un lado me siento halaga, pero por otro me lleno de frustració n al

darme cuenta de que el corazó n de Darrell es realmente inalcanzable, y lo peor de todo

es que me estoy enamorando de él.

Dios mío, lo que sea que estoy empezando a sentir está abocado al fracaso, al má s

absoluto y rotundo fracaso, pienso en silencio, mirá ndome cabizbaja las manos.

Dejo a un lado mis cavilaciones, levanto los ojos y los dirijo hacia Darrell. Su

mirada está fija en mi rostro.


—¿Por qué lloraste? —pregunta.

Carraspeo. Durante unos segundos sopeso lo que voy a decir.

—A veces... después de.... Bueno, ya sabes... me siento mal, vacía, como si fuera

un mero objeto, una put... —corto la palabra de golpe. Resoplo, resignada—. Ayer fue

una de esas veces —concluyo con sinceridad.

—Imagino que mis palabras no ayudaron mucho a que no te sintieras de otra manera

—dice Darrell. Afirmo con una inclinació n de cabeza—. Lo siento —se disculpa—.

Supongo que esto no es fá cil para ti.

—Desde un principio sabía que no iba a ser fá cil —comento—. Pero tampoco me

imaginaba que fuera a ser tan difícil.

—Sabes que puedes dejarlo cuando quieras; que el contrato no es vinculante

legalmente... Y, aunque lo fuera, podrías romperlo cuando desearas.

Debería sentir un inmenso alivio ante las palabras de Darrell; debería recoger mis

cosas y marcharme. Sin embargo, siento una enorme desilusió n, o decepció n, o qué sé

yo. Su sugerencia no hace otra cosa má s que revelar la indiferencia que siente con

respecto a que me vaya o a que me quede, o a que otra esté en mi lugar.

Solo soy una má s; una de tantas.

—Sí, lo sé —respondo, e intento mostrar una expresió n neutral en el rostro. Dejo que

transcurran unos instantes antes de volver a tomar la palabra—. Darrell, ¿quieres que

me vaya? —sondeo.

—No —niega—. Pero tampoco quiero que estés aquí obligada. No me sentiría a

gusto si tú no está s completamente có moda. —Mientras Darrell habla mantengo un

silencio sepulcral—. ¿Te quieres ir, Lea? —me pregunta, tras reflexionar unos instantes.

Durante unos segundos lo contemplo con los ojos obnubilados, incluso con

fascinació n. Madre mía, es tan guapo. Tan elegante, tan señ orial... tan misterioso, y
tiene un corazó n tan duro, como si fuera de piedra. Antes de que pueda pensar la

respuesta me encuentro negando con la cabeza mientras aprieto los labios.

—No —digo.

¿No? ¿He dicho que no? ¡Joder, joder, joder! ¡Maldita sea! ¡Me cago en todo lo que

se menea! ¿Dó nde queda lo de buscar un trabajo e irme? ¿Dó nde está lo de alejarme

cuanto antes de Darrell? Es peligroso estar a su lado, muy peligroso, sobre todo para

mí, me recrimino una y otra vez sin piedad.

—Me alegra de que no quieras irte —comenta.

Su rostro inexpresivo no me dice nada. Respiro hondo sin dejar de sostenerle la

mirada y, sinceramente, no sé si reír o llorar.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —digo, antes de perder el hilo de la conversació n

anterior. Darrell afirma con un leve ademá n de cabeza—. ¿Por qué no...? —comienzo

—. ¿Por qué no eres capaz de sentir?, ¿de enamorarte?

Darrell mantiene silencio durante unos segundos, quizá sopesando si hablar de ello o

no. Finalmente decide hacer uso de la palabra y responderme.

—Es una enfermedad...

—¿Una enfermedad?

—¿Nunca has oído hablar de la alexitimia?

¿Alexitimia?, repito para mis adentros. Hago memoria e intento recopilar

rá pidamente algo que me familiarice con ese concepto; algo que haya podido leer en

algú n artículo periodístico o en la Wikipedia, o haber visto en algú n reportaje de

televisió n, pero no me suena absolutamente de nada por má s vueltas que le doy. Es la

primera vez en mi vida que lo escucho.

—No —niego, con cierta frustració n en el tono de voz—. Nunca. Lo siento...

—No te preocupes, es normal —dice Darrell—. Poca gente sabe de qué se trata. Es

un trastorno complejo, muy complejo... Para que lo entiendas de una forma sencilla, es
la incapacidad de identificar y expresar emociones y sentimientos.

Sintetizo lo que me acaba de decir y frunzo el ceñ o, haciendo mis propias cá balas.

—¿No sabes cuá ndo está s triste o alegre? —pregunto.

No puedo evitar estar asombrada, aunque trato de que mi rostro no lo refleje

manteniendo una expresió n neutral.

—Dicho de un modo simplificado, sí.

—Vaya...

—No solo no identifico y no soy capaz de expresar mis propios sentimientos o

emociones, tampoco reconozco las ajenas, las de las personas que me rodean.

En estos momentos caigo en las estratosféricas dimensiones de su problema.

—No puedes crear empatía con los demá s; ponerte en nuestro lugar, ¿verdad?

—No... —responde Darrell, confirmando mis sospechas—. Esa es una de sus

consecuencias. Con la alexitimia yo sufro los síntomas y los que está n a mi alrededor

las consecuencias.

Bajo la mirada y muevo los ojos de un lado a otro, desconcertada. Jamá s me hubiera

imaginado que existiera una enfermedad que te impidiera sentir: amar, admirar,

odiar..., que no permita identificar lo que sientes, con lo fá cil que me resulta a mí saber

cuando estoy triste, enfadada, alegre, o incluso enamorada...

—¿Siempre ha sido así? —le pregunto.

—Sí, desde que tengo uso de razó n no recuerdo que haya sido de otra manera —me

explica Darrell.

—¿Y... tiene solució n? —trato de tener el mayor tacto posible.

—Algunos especialistas aseguran que sí.

Darrell coloca meticulosamente las cosas en el botiquín, lo cierra y se levanta del

borde de la bañ era.


—¿Y has intentado...?

No me deja terminar la frase.

—Con todos los tratamientos que existen, y creo también que con todos los terapeutas

que hay en EE.UU, incluso con los que aseguran que sí tiene solució n, pero no han

conseguido nada. Creo que soy un caso perdido —concluye, metiendo el botiquín en el

armario.

—No digas eso —apunto—. Tiene que haber algo... Este tipo de cosas está n ahora

muy avanzadas; son tratamientos lentos y hay que llevarlos con mucha paciencia, pero

acaban dando buenos resultados.

—Eso pensaba yo... —dice, dá ndose la vuelta hacia mí. Su expresió n posee un matiz

sombrío—, hasta que ves que ninguno de los métodos arregla algo y que sigues

sintiéndote igual o, mejor dicho, sigues no sintiendo absolutamente nada.

Mientras habla, noto que me embriaga una enorme compasió n por él. El rico,

atractivo y misterioso Darrell Baker, el exitoso hombre que tiene a toda Nueva York y a

parte de EE.UU prá cticamente a sus pies, tiene el alma vacía, completamente vacía;

carece de lo ú nico que nos vuelve humanos, las emociones y los sentimientos; de lo que

nos hace sentirnos vivos, al fin y al cabo.

Trato de ponerme en su lugar, de pensar có mo se ha de sentir y, por má s que lo

intento, no alcanzo a imaginá rmelo. Me parece demasiado cruel.

El sonido del mó vil de Darrell rompe la línea de mis pensamientos y me inmiscuye

en la realidad. Cuando alzo los ojos, lo veo sacar el teléfono del bolsillo del pantaló n y

mirar la pantalla.

—Discú lpame, Lea —dice, al tiempo que descuelga.

Hago una leve señ al con los dedos, quitá ndole importancia.

—¿Qué noticias me tienes? —pregunta Darrell a la persona que está al otro lado.
No tengo mucho má s que hacer allí y me niego a quedarme a escuchar la

conversació n de Darrell con quién sea que le ha llamado. Ademá s, parece importante.

Me levanto del taburete y en silencio me despido con la mano. É l hace lo mismo.

Salgo del cuarto de bañ o y a medida que me alejo se va perdiendo por el pasillo el

murmullo de la voz grave y profunda de Darrell mientras en mi cabeza resuena cada una

de las palabras de lo que me acaba de confesar.

Vuelvo a la cocina y me pongo manos a la obra con mi parrillada de verduras, pero el

vendaje del dedo me lo impide. Lo mejor es que lo deje por hoy, ademá s, no tengo

apetito.

—Alexitimia, alexitimia, alexitimia... —repito en voz baja como un estrambó tico

mantra segú n asciendo los peldañ os de la escalera—. Necesito ahondar má s en esta

enfermedad, mucho má s.

CAPÍTULO 38

Entro en la habitació n y sin perder tiempo voy directamente hacia el ordenador

portá til con una idea fija en la cabeza. Me siento en la silla, lo abro y lo enciendo con

impaciencia en las manos.

Despliego la pá gina de Google y mis dedos vuelan escribiendo «alexitimia» en la

barra del buscador. En unas décimas de segundo la pantalla se llena de enlaces en los

que la palabra aparece resaltada en negrita. Pincho en el primero de la lista: se trata de

la Wikipedia, y comienzo a leer, expectante.

La definició n no aclara mucho má s de lo que me ha dicho Darrell. No me convence.

Salgo y entro en la siguiente, una web de salud emocional. Lo primero que me

sorprende es leer que segú n estudios recientes, una de cada siete personas tiene serias

dificultades para interpretar sus propias emociones.


—Una de cada siete —me digo.

¿En serio? ¿Có mo es posible? El porcentaje me parece excesivo para una

enfermedad de la que no creo que mucha gente haya oído hablar en su vida y mucho

menos que crea que padece.

Segú n esos mismos estudios, en los ú ltimos añ os la alexitimia ha experimentado un

crecimiento bastante relevante debido a la competitividad que se vive en algunos

trabajos, sobre todo en los que se desarrollan en multinacionales y grandes empresas,

llegando las personas que lo padecen incluso al suicidio.

Me quedo boquiabierta.

Suicidio.

—Ufff... Madre mía... —mascullo con un viso de aprensió n.

Sigo leyendo sin poder cerrar la boca.

Algo que suele caracterizar a quienes sufren este trastorno es el desprecio que

ejercen sobre sí mismos.

—¿Desprecio? Pero, ¿por qué? —me pregunto a media voz. La respuesta aparece

ante mis ojos unas líneas má s abajo.

Porque en todo momento son conscientes de la incapacidad que tienen para expresar

sus propios sentimientos hacia otras personas, así como la incapacidad de identificar

los de la gente que está a su alrededor, sean amigos, familiares o seres queridos... Y

esto hace que se frustren.

Clavo la vista en la pantalla, profundamente interesada, cuando comienzo a leer los

síntomas de la alexitimia.

—No disfrutan hablando con los demá s, por lo que la conversació n la mayoría de las

veces es limitada —murmullo—, sus pensamientos son racionales y prá cticos, solo

buscan la resolució n de asuntos concretos; rigidez y seriedad en los rasgos faciales...


Aparto la mirada del ordenador y me quedo un rato contemplando la nada, pensativa.

Ahora entiendo por qué Darrell siempre muestra esa impasibilidad en el rostro, esa

expresió n muchas veces inescrutable; le cuesta gesticular, expresar lo que siente.

Vuelvo a prestar atenció n a la pantalla y continú o leyendo.

—Los alexitímicos tienen un alto grado de impulsividad, pudiendo reaccionar de

forma extrema ante las emociones de los demá s, no son capaces de reconocer cuando

otro manifiesta sentimientos tan bá sicos como la alegría, la tristeza o el dolor...

Sigo leyendo un pá rrafo má s abajo.

—Son personas que nos parecen frías porque no muestran sus sentimientos ni

entienden los nuestros. Se les suele acusar de insensibles o de que carecen de

empatía... —Me detengo en seco—. Dios mío, ¿cuá ntas veces yo he pensado eso de

Darrell? Que es un insensible, que no se pone en el lugar del otro. Pero jamá s hubiera

imaginado que fuera producto de una enfermedad.

Una punzada de culpabilidad me oprime de pronto el corazó n.

Unos minutos después, prosigo con mi lectura y ojeo algunos casos que se describen.

La siguiente pá gina en la que entro es la de la psicó loga y directora del centro de

investigació n del Á rea Humana de Psicología. Ella asegura que las personas que

padecen alexitimia no carecen de emociones, que estas está n ahí, en su corazó n, pero

tienen que desarrollarlas. No es que no sientan, es que no saben etiquetar eso que está n

sintiendo. También comenta que los alexitímcos sienten atracció n física por otras

personas y que tienen relaciones sexuales con normalidad, pero no expresan nada má s.

—Por eso Darrell nunca busca un abrazo o un beso después de hacer el amor. Por eso

es tan... frío —reflexiono—. ¡Joder! Todo encaja a la perfecció n. —Releo el pá rrafo

completamente y de manera inconsciente se enciende una pequeñ a llama de esperanza

en mi interior—. Al menos sí que sienten, sí que tienen emociones, lo que sucede es que
no saben que las tienen... ¡Qué complejo! —exclamo a media voz.

Leo alguno de los procedimientos que se emplean para tratar la alexitimia, esos

mismos procedimientos que Darrell me ha dicho que no han surtido ningú n efecto en él;

talleres de inteligencia emocional, entrenamiento de las habilidades sociales,

valoració n de los logros y éxitos que alcanzan... En resumen, tratamientos encaminados

a enseñ arles a identificar sus propias emociones y las de los demá s, y también a que

aprendan a expresarlas y a compartirlas. De este modo, repiten comportamientos que

acaban teniendo consecuencias muy positivas.

—¿Qué puede suceder si no se trata? —La pregunta centra toda mi atenció n en la

pantalla. Por lo que leo en un primer vistazo, las secuelas en las que degenera son

numerosas—. Depresió n, problemas psicosomá ticos, aislamiento social, dificultad para

tomar decisiones... La incapacidad para verbalizar y gesticular las emociones provoca

que se somaticen y que acaben pasá ndoles factura físicamente. —Sigo leyendo porque

aú n hay má s—. En algunos casos, deriva en serios problemas con las drogas, el alcohol

o incluso trastornos alimenticios. O trabajando veinticuatro horas al día —añ ado yo

como conclusió n, pensando en el comportamiento de Darrell.

Cierro la pá gina y resoplo. Demasiada informació n por hoy. Me levanto y me echo

boca arriba encima de la cama, poniendo a Kitty sobre mi pecho.

En el fondo, ahora entiendo por qué Darrell es có mo es, por qué trabaja tanto... Es

una especie de autó mata de carne y hueso. Los sentimientos y las emociones, sean malas

o buenas, es lo que hace sentirnos vivos.

«Ama hasta que duela, si duele es buena señ al», decía la Madre Teresa de Calcuta.

Incluso el dolor nos revela que estamos vivos.

Respiro hondo, llenando mis pulmones, y exhalo poco a poco el aire. La confesió n de

Darrell me ha dejado aturdida y confusa a partes iguales, con un sinfín de sensaciones

encontradas.
Mientras mi cabeza da vueltas a todo lo que hemos hablado y a todo lo que he leído,

con los ojos clavados en el techo como un bú ho, el sueñ o me vence y caigo en los

brazos de Morfeo.

CAPÍTULO 39

Llego al á tico a eso de las nueve de la noche. Cuando entro, todo está sumido en un

silencio absoluto. Atravieso el hall, dejo las llaves en el aparador del pasillo y subo

las escaleras. Al llegar al segundo piso, Darrell sale de su despacho.

—Hola, Lea —dice.

—Hola, Darrell —respondo.

No sé si soy yo, o es él, pero está má s guapo que nunca, con un traje negro, una

camisa blanca y una corbata roja. El negro le sienta bien, resalta la luz celeste que

desprenden sus ojos rasgados, y el rojo tampoco le queda nada mal. ¿Hay algú n color

que no le siente bien? ¿Hay algo que no le siente bien? El pelo está peinado de una

manera informal, lo que le da un toque desenfadado y muy sexy, tremendamente sexy.

—¿Puedes venir a mi despacho? Tengo que hablar contigo.

No puedo evitar sorprenderme, incluso preocuparme. ¿De qué quiere que hablemos?

—Sí, por supuesto —digo, después de unos segundos.

Darrell se da media vuelta con semblante sobrio y entra de nuevo en su despacho. Yo

le sigo, cada vez má s extrañ ada.

—Siéntate, por favor —me indica.

—¿Ocurre algo? —pregunto con una mezcla de desconcierto y de impaciencia en la

voz.

Darrell se apoya en el borde del enorme escritorio, frente a mí.


—El sá bado tengo que ir a una fiesta que da aquí la embajada Britá nica, es una

especie de recepció n diplomá tica para acercar posturas respecto a la política

empresarial.

—Entiendo... —digo.

Pero en realidad no entiendo nada. ¿Para que me cuenta que tiene una fiesta en la

embajada Britá nica? ¿Acaso va a pedirme permiso para ir?, pienso en broma para mis

adentros.

—Sé que no entra dentro de las cláusulas del contrato, pero me gustaría que me

acompañ aras.

Ahora lo entiendo todo, y la idea no me gusta nada. No porque no quiera ir con

Darrell a una fiesta, que me encantaría, sino porque ¿qué coñ o hago yo en una reunió n

en la que me imagino que se va a congregar lo má s granado de Nueva York?

—Darrell, no tengo ropa adecuada para ese tipo de... eventos —me excuso.

—Có mprate algo —sugiere—. Hasta el sá bado tienes tiempo.

—Tampoco creo que acertara con algo apropiado. No sé qué tipo de atuendo es el

má s idó neo; no estoy acostumbrada a ese tipo de fiestas.

Darrell se queda mirá ndome unos instantes con los ojos entornados. No tengo ni idea

de lo que está pasando por su cabeza. Como de costumbre, claro.

—¿Has visto la película Pretty Woman? —me pregunta de repente.

—Unas veinte veces —contesto sin dudar—. Es mi película favorita.

—Entonces te sonará la escena en la que Richard Gere y Julia Robert se van juntos

de compras.

—Sí, claro —afirmo, temiéndome lo peor, o lo mejor...

—¿Tienes algo que hacer mañ ana por la tarde? —quiere saber.

Hago un repaso mental rá pido.


—No... —niego.

—Bien, mañ ana por la tarde iremos de compras —se adelanta a decir Darrell, sin

apenas dejarme terminar de responderle.

—¿Tú y yo? ¿De compras?

—Sí —afirma rotundamente. Al ver la expresió n de extrañ eza de mi cara añ ade—:

¿Dudas de mi gusto, Lea Swan?

—Oh, no, no, no... No es eso —apunto—. Pero...

—Yo te ayudaré a elegir un vestido apropiado.

—Darrell... —trato de quejarme, pero él me lo impide.

—No se hable má s —me corta—. Mañ ana estate preparada a las seis. Pasaré a

buscarte a esa hora.

—Como quieras —rezongo, aunque en el fondo me he dado por vencida. ¿Qué má s

excusas puedo poner?

—Mañ ana por la tarde voy de compras con Darrell —le escribo a Lissa por

whatsapp cuando estoy en mi habitació n.

—¿Qué? ¿Có mo? ¿Dó nde? —me pregunta ella en cuanto lee el mensaje, y llena dos

líneas de un emoticono con los ojos abiertos como platos y la cara de sorpresa.

—Como te lo digo.

—Madre mía. Me encantaría veros por un agujerito. ¡Tiene que ser la hostia! Por

cierto, ¿qué te quiere comprar? ¿Un picardías? ¿Lencería con estampado de

leopardo? ¿Un traje de cuero?

—Un vestido de noche.

—¿Un vestido de noche?

—Tiene que ir a una fiesta que da la embajada Britá nica aquí el sá bado y quiere
que lo acompañ e —le explico.

—¿Queeeeeeeeee? Joder, Lea, te vas a codear con la flor y nata de la sociedad.

—No te creas que tengo muchas ganas. Imagínate la idea que tengo yo de trajes de

fiesta y de lo que el protocolo exige llevar en ese tipo de eventos. Estoy pez, pez, pez,

o pulpo, má s bien...

—Pero Darrell se ha ofrecido a asesorarte... —se adelanta Lissa.

—Exacto —confirmo—. La verdad, preferiría otro tipo de fiestas menos formales,

pero es que no me he podido negar. Parece que no me puedo negar a nada que me

pida Darrell.

—No te preocupes por eso —escribe Lissa, tranquilizá ndome—. Te sucede a ti y nos

sucedería al 99,99 % de las mujeres de este mundo. ¿Quién sería capaz de negarle

algo a ese hombre?

—Alguna habrá ...

—No lo creo.

Suspiro en silencio.

—Mañ ana te cuento —digo.

—Por favor, acuérdate de esta humilde pobre cuando estés en las tiendas de

Channel, Carolina Herrera y Versace y có mprame algo, aunque sea un tanga.

—¿Lo quieres con un estampado de animal print? —bromeo.

—Por ejemplo —dice Lissa—. Me da igual el estampado que tenga, pero que sea

de marca —ríe.

Aunque Lissa no puede verme ni escucharme, suelto una carcajada y me pregunto por

milésima vez que ¿qué haría sin ella? Pensá ndolo detenidamente, Lissa es mi ú nica

familia en Nueva York.

—Un beso —me despido.


—Un beso.

CAPÍTULO 40

Quince minutos antes de las seis sigo sin saber qué ponerme. ¿Có mo debo vestirme

para ir de compras a ese tipo de tiendas exclusivas a las que va a llevarme Darrell?

Tengo la sensació n de que ponga lo que me ponga voy a desentonar. Mejor dicho, estoy

completamente segura de que voy a desentonar.

Me acerco al armario, abierto de par en par desde no sé qué hora y observo por

décimo octava vez mi ropa.

Resoplo; no debería de ser tan difícil. Resoplo de nuevo.

Harta, extiendo el brazo y cojo un pantaló n vaquero y una camiseta bá sica blanca.

Cuando termino de ponerme la camiseta tocan a la puerta de mi habitació n. Giro la

cabeza y consulto el reloj de la mesilla. Las manecillas señ alan las seis en punto.

—¡Mierda! —exclamo a media voz.

Recojo la ropa que hay esparcida sobre la cama, la meto de malas maneras en el

armario, lo cierro rá pidamente y corro a abrir la puerta a Darrell, mientras echo un

ú ltimo vistazo detrá s de mí para comprobar que todo está má s o menos en orden.

—¿Está s lista? —pregunta.

—Sí... —digo.

No hace ningú n comentario respecto a mi ropa, lo cual agradezco, pero se queda

mirando mi moñ o y capto su indirecta: no le gusta nada. Alzo las manos y me lo

deshago. Mi larga melena de color bronce me cae sobre los hombros hasta la mitad de

la espalda.

—¿Mejor? —señ alo, mientras la atuso con los dedos.

—Mucho mejor —opina Darrell.


Me giro, cojo el bolso y nos vamos.

Siempre he visto la Quinta Avenida de Nueva York como una especie de museo

vanguardista; un «ver pero no tocar», tan inaccesible e inalcanzable como pueda serlo

un cuadro de Dalí o de Picasso.

Las mejores y má s exclusivas tiendas de ropa, complementos, relojes, o tecnología

del mundo flanquean nuestro paseo junto con las decenas de taxis amarillos que

circulan de un lado a otro. Armani, Prada, Gucci, Versace, Louis Vuitton... Barbie y

Paris Hilton se volverían locas aquí.

—¿Tienes predilecció n por alguna firma? —me pregunta Darrell segú n avanzamos.

Giro el rostro hacia él.

—¿Está s de broma? —digo—. A la gente como yo no se le permite ni siquiera soñ ar

con un vestido de alguna de estas marcas ni tener predilecció n por ninguna de ellas.

—Pues a ti se te va a permitir soñ ar —apunta Darrell—. Yo te lo voy a permitir,

porque eres mía, Lea.

Tuya... Tuya porque lo dice un contrato, me digo para mí misma, y el corazó n se me

dispara de golpe.

Guardo silencio y lo miro unos instantes como si yo fuera Cenicienta y él mi hada

madrina.

—¿Có mo debe de ser el vestido que tengo que llevar? —curioseo después—.

¿Largo? ¿Corto? ¿Hay que seguir algú n protocolo en el color, como en las bodas, que

no se debe de ir ni de blanco ni de negro?

—No hay ninguna regla en cuanto al color, pero es aconsejable que sea largo y muy

elegante.

Apenas termina de decir eso cuando llama mi atenció n un precioso vestido negro de
encaje expuesto en un enorme escaparate junto a otra docena de ellos. Deslizo la

mirada hacia arriba para ver de qué firma es: Armani. Vuelvo a mirar el vestido; los

ojos casi se me escapan de las ó rbitas al ver el precio: cuatro mil dó lares.

—¡Santa Madre de Dios! —exclamo, sin poder reprimirme—. ¿Con qué narices está n

hechas estas prendas? ¿Con hilos de oro? Esto es un despropó sito.

Darrell no sonríe, pero mi despliegue de indignació n en el fondo le divierte.

—¿Quieres probá rtelo? —me pregunta.

—No —niego rotundamente, y al mismo tiempo sacudo la cabeza para enfatizar mi

respuesta.

—Lea, es un precio má s que razonable.

—¿Má s que razonable? Es lo que ganaba yo en un añ o en el Gorilla Coffee.

—Es un Armani y estamos en la Quinta Avenida de Nueva York, ¿qué esperas?

Darrell se sigue divirtiendo.

—Que un vestido no cueste el sueldo de un añ o —replico.

Sin decir nada, Darrell me coge de la mano y tira de mí hasta que me arrastra dentro

de la tienda. El contacto me acelera el pulso.

—Buenos días, señ ores —se apresura a saludarnos amablemente en cuanto nos ve

entrar una mujer rubia y con el rostro estirado a base de un exceso de bisturí—. Soy

Bettsy Sharandon —se presenta—, ¿en qué puedo ayudarles?

—Buenos días —dice Darrell. Yo me mantengo callada—. Estamos interesados en el

vestido del escaparate; el negro de encaje. ¿Podría traernos la talla...? —Darrell me

mira y alza ligeramente una ceja en un gesto interrogativo.

—36 —contesto.

—36 —repite, girá ndose de nuevo hacia la dependienta.

—Por supuesto —dice la mujer con una sonrisa que se extiende en su rostro de oreja
a oreja.

Unos minutos después viene con el elegante vestido entre las manos.

—Aquí tienen —dice, tendiéndomelo—. Como pueden ver, es de encaje y está hecho

con seda natural...

Acaricio la tela y me doy cuenta de que resbala entre mis manos como si fuera aceite.

—¿Me lo puedo probar? —pregunto con voz tímida.

—Por supuesto —dice la dependienta, sin deshacer en ningú n momento la sonrisa de

los labios.

En ella todo es «por supuesto... por supuesto... por supuesto», pienso en mi fuero

interno.

—Si quiere puedo ayudarla —se ofrece con una atenció n que roza el peloteo.

—No, gracias —digo—. Puedo sola.

—Como desee. —Mira a Darrell, que la contempla con rostro inexpresivo, y después

vuelve a posar sus ojos en mí —. Si le surge algú n problema no tiene má s que llamarme

—añ ade.

—Gracias.

—¿Te gusta? —le pregunto a Darrell cuando salgo del probador con el vestido de

Armani puesto.

Sus ojos azules recorren mi cuerpo de arriba abajo.

—Pareces una viuda —dice.

—Es elegante —comento—, muy elegante, pero es cierto que parezco una viuda; la

viuda negra...

—¿Lo descartamos?

—Sí —digo, apretando los labios.


CAPÍTULO 41

—Quizá s en Faber & Castell encontremos algo —comenta Darrell al salir de la

tienda con las manos vacías—. Es una boutique que trabaja con todas las firmas. Está

dentro de los Almacenes Harrieds, situados al final de la avenida.

Y sin má s que decir, nos dirigimos a ella. Mientras caminamos por la Quinta Avenida

me hago una idea de qué tipo de tienda será , si forma parte de los Almacenes Harrieds,

donde simplemente por respirar en sus ostentosas instalaciones te cobran.

Cuando entramos, sale a recibirnos un hombre de unos cuarenta añ os, con el pelo

moreno engominado y peinado hacia atrá s.

—Soy Peter Whiterloss —se presenta en el mismo tono amable y servicial que

utilizara la dependienta de la tienda de Armani—. Bienvenidos a Faber & Castell.

—Gracias —digo yo mientras Darrell permanece callado.

—¿Qué desean?

—Un vestido de noche largo —se adelanta Darrell—, y elegante, pero sin ser sobrio.

—¿Alguna firma en especial, señ or? —pregunta el hombre—. ¿Prada, Versace,

Roberto Verino, Carolina Herrera...?

—No.

El hombre carraspea para aclararse la garganta.

—¿Nos tenemos que ajustar a... algú n precio específico? —dice algo incó modo.

—No —vuelve a negar Darrell escuetamente.

—Darrell... —lo interrumpo.

—A ninguno —le recalca al dependiente, sin hacerme caso.

—Darrell, no me siento có moda llevando un vestido de cuatro mil dó lares —le


recrimino cuando me aseguro de que el dependiente se ha alejado lo suficiente y no

puede oírme—. ¿Por qué no bajamos un poco el presupuesto? No va a pasar nada

porque sea má s barato.

—Ni tampoco porque sea má s caro.

—Darrell...

—Tienes que aprender a superar ese estadio de humildad, Lea. Por lo menos mientras

estés conmigo.

Antes de que pueda darle réplica, algo a lo que estoy má s que dispuesta, Peter

Whiterloss aparece inoportunamente con un séquito de dependientes detrá s de él,

portando un nú mero indeterminado de vestidos de todos los colores y texturas.

—Wow... —exclamo en un susurro casi inaudible.

Cuando nos alcanza, sonríe.

—Vengan por aquí, por favor —nos dice.

Lanzo una mirada de reojo a Darrell, que de inmediato sigue al dependiente y a su

séquito.

Nos guían hasta un sofisticadísimo probador de paredes negras, suelo profusamente

enmoquetado y lá mparas de formas extrañ as, tan amplio que podría ser perfectamente

un saló n. La atmó sfera está impregnada de un sutil aroma a flores tropicales.

—¿Desea sentarse, señ or, mientras la señ orita se prueba los vestidos que hemos

elegido para ella? —le pregunta Peter Whiterloss a Darrell, al tiempo que le señ ala con

el índice un enorme sofá rojo.

—Será lo mejor, gracias —dice Darrell, tomando asiento—. Creo que la tarde va a

ser larga.

Me mira.

—¿Viene conmigo, señ orita? —pregunta el dependiente, dirigiendo sus ojos pardos

hacia mí.
—Sí —respondo, y me dispongo a seguirlo apartando la mirada de Darrell.

—¿Quiere que empecemos por este? —indica Peter, mostrá ndome un vestido de

lentejuelas azul y guiando la situació n, al ver que yo estoy un poco perdida.

—Sí, perfecto —digo.

Esbozo una ligera sonrisa en los labios, que trato de que sea encantadora.

—Muy bien. —Me lo tiende—. Si tiene algú n problema mientras se lo está probando,

no tiene má s que llamarnos. Le atenderemos con gusto —añ ade.

—Gracias.

Cojo el vestido, corro la cortina de terciopelo del probador y me deshago de la

camiseta y de mi pantaló n vaquero. Insitntivamente, antes de ponérmelo, doy la vuelta a

la etiqueta para ver su precio.

—Cinco mil trescientos dó lares... —mascullo en un suspiro—. No me extrañ a,

teniendo en cuenta que es de Prada.

Suelto un suspiro de resignació n.

Cuando salgo del probador, Darrell está con las piernas cruzadas y un brazo apoyado

en el reposabrazos del sofá en una posició n que se me antoja sumamente señ orial.

Mientras avanzo hacia él me mordisqueo el interior del carrillo.

—¿Qué te parece? —pregunto.

—Está s preciosa —dice, y su voz suena como una sentencia.

Bajo la mirada y me doy un repaso.

—Es de Prada —se adelanta a matizar el dependiente—. La tela es seda natural y los

acabados son impecables.

—No me gustan mucho las lentejuelas... —apunto, arrugando la nariz.

—No hay problema —dice el dependiente rá pidamente—. Descartamos todos los

que tengan lentejuelas. ¡Chicos, fuera lentejuelas! —ordena, dando un par de palmaditas
con las manos.

Darrell no se inmuta; su vista está clavada en mí con un brillo extrañ o en los ojos.

—¿Le gusta el color blanco? —me pregunta Peter. Asiento con un ademá n afirmativo

—. Pruébese entonces este...

Me ofrece un vestido largo de corte sirena y escote alter. Tengo que reconocer que,

pese a todo, los vestidos valen su precio porque son preciosos, auténticas obras

maestras de la costura.

Casi cinco mil dó lares. Vuelvo a escandalizarme.

Darrell niega con la cabeza cuando salgo del probador con él puesto.

—A mí tampoco me gusta —digo.

En realidad es el precio lo que no me gusta. De buena gana me lo quedaba aunque

solo fuera para tenerlo en el armario y contemplarlo de vez en cuando como si fuera una

obra de arte.

Me pruebo un Gucci rosa chicle y cuando me veo, soy yo la que niega con la cabeza

al plantarme delante de Darrell.

—No me convence; parezco una niñ a —comento.

—¿Y qué es lo que eres? —me pregunta Darrell—. Una niñ a —se responde a sí

mismo.

—No soy una niñ a —me quejo, y frunzo los labios.

Me echo un vistazo de reojo a mí misma en el espejo que hay al otro lado del

probador.

—Soy un algodó n de azú car gigante —digo, poniendo voz a mis pensamientos.

Darrell me contempla unos instantes como si realmente fuera comestible y yo me

sonrojo. Carraspeo.

—¿Está s mirando los precios? —me pregunta en un momento dado.


—No —miento.

—¿Seguro? —Guardo silencio, nunca se me ha dado bien mentir, así que opto por

callarme. Darrell contrae las mandíbulas—. Lea, ¿qué hemos hablado? —dice, ante la

atenta mirada de Peter.

—¿Puedo ver có mo me queda ese de ahí? —digo, cambiando de tema y señ alando un

vestido amarillo que sostiene en las manos una chica alta y rubia.

—Sí, todo suyo, señ orita —contesta Peter Whiterloos.

Me pruebo ese vestido y otros tantos de todos los colores, cortes y firmas mientras

Darrell me observa atentamente sin perder detalle, y durante el trajín, me siento como

una princesa eligiendo un traje de princesa, como una niñ a pequeñ a a la que Darrell le

consiente todo. Y no puedo evitar sonreír para mis adentros al darme cuenta de que

tengo toda su atenció n y complicidad, aunque solo sea durante unas horas.

Finalmente escogemos un vestido blanco con flores negras y escote palabra de honor

de Versace. Un vestido de reina.

—Estos zapatos le irá n de perlas —comenta Peter, enseñ á ndome unos tacones de

altura vertiginosa.

Me hace sentar y me los pone sin perder la oportunidad de garantizarse otra venta.

Mientras los contemplo pasmada, no quiero pensar en lo que tienen que costar. Me

levanto y camino por el suelo enmoquetado intentando mantener el equilibrio. Jamá s me

he puesto zapatos de tacó n.

—¿Pueden dejarnos un momento a solas? —pregunta Darrell a Peter Whiterloss y a

su séquito.

—Si, por supuesto que sí, señ or —responde servicialmente el dependiente.

Darrell me lanza una mirada intensa y con un destello libidinoso en el fondo de las

pupilas. Trago saliva trabajosamente.


¡Dios santo, me va follar en el probador! Por eso ha pedido a Peter que nos deje

solos. Empiezo a conocer perfectamente ese destello en sus ojos y lo que significa.

La puerta del probador se cierra, sumiendo la estancia en un silencio absoluto, y la

mirada de Darrell se vuelve má s penetrante e insistente.

CAPÍTULO 42

—Entonces, ¿te gusta este vestido? —digo, tratando de aliviar la tensió n sexual que

comienza a flotar en el ambiente.

—Mucho. Deja ver lo femenina que eres —apunta Darrell en tono pausado mientras

se pone en pie—. Aunque lo que má s me gustaría es quitá rtelo a mordiscos; ya sabes

que te prefiero desnuda...

Me quedo paralizada en el sitio cuando lo veo avanzar hacia mí con los ojos

entornados y una actitud casi depredadora.

—A veces me resulta tan difícil resistirme a ti, Lea —confiesa en un susurro. Su voz

es algo ronca y sensual—. Tanto que me desconozco.

Incluso él parece sorprendido ante sus palabras.

—Darrell, tenemos que tener cuidado, este vestido vale una fortuna —alcanzo a decir

con voz sensata.

—Tranquila, te lo voy a quitar con mucho cuidado —apunta él, segú n sigue

aproximá ndose a mí—. Pero te aseguro que no me importaría arrancá rtelo. Te aseguro

que no.

—Te creo.

Apenas puedo terminar la frase, Darrell se encuentra a escasos centímetros de mí.

—Gírate —indica.

Me doy la vuelta y me quedo de espaldas a él. Respiro hondo, nerviosa. El corazó n


se me acelera vertiginosamente. Darrell aferra la cremallera del vestido y la hace

descender lentamente hasta el nacimiento de mi trasero, donde termina. Mete los dedos

entre la tela del corpiñ o y lo desliza suavemente hacia abajo. Me agarra la cintura y me

atrae hacia él con un movimiento suave pero certero.

Cierro los ojos cuando comienza a dibujar una línea de besos sobre mis hombros y un

escalofrío me recorre de pies a cabeza cuando me muerde la nuca.

Dejo escapar un suspiro y una ola de calor se instala en mi entrepierna.

—Tenemos que darnos prisa —murmuro. Aunque me apetecería detener el tiempo.

—¿A qué viene tanta urgencia? —me pregunta Darrell con un viso mordaz en la voz.

—Estamos en el probador de una tienda...

—Shhh... —Pone el índice en mis labios para hacerme callar—. Tenemos todo el

tiempo del mundo.

Me mordisquea el ló bulo de la oreja y me siento desfallecer de placer. ¿Có mo es

posible que me encienda; que nos encendamos en solo unos segundos?

Me conduce hasta el espejo, coge mis manos y las apoya en él.

—Quietecita —me susurra al oído.

Su voz envolvente hace que miles de hormigas correteen por las paredes de mi

estó mago y pierda la poca sensatez que me queda. Ufff... esto es demasiado para mí.

Me mira a través del espejo. Nuestros ojos está n velados por el deseo, por un deseo

irrefrenable. Introduce las manos entre mis piernas y las separa un poco sin apartar la

mirada de mí. Sus dedos descienden hasta mis braguitas, las baja cuidadosamente y las

deja en mitad de los muslos.

Le contemplo mientras maniobra con el cinturó n y la cremallera con una habilidad

asombrosa. Se baja el pantaló n un poco, abre mis glú teos y tantea con su miembro la

entrada de mi vagina. Me penetra poco a poco, atento en todo momento a la reacció n de


mi rostro.

Gimo y dejo caer la cabeza hacia delante, pero Darrell la levanta para verme el

rostro.

Sale y vuelve a entrar dentro de mí al tiempo que posa la mano derecha en mi sexo y

comienza a acariciarlo, trazando círculos con el dedo corazó n. Una espiral de doble

placer estalla en mi interior. Pongo los ojos en blanco, extasiada.

Darrell aumenta el ritmo de las caricias y de las embestidas. Me tiemblan las piernas.

Observo su cara a través del espejo. Los mú sculos está n tensos, las mandíbulas

contraídas y mantiene los dientes apretados en un gesto que se me antoja sumamente

estimulante.

Verlo, verme, ver la imagen que nos devuelve la superficie espejada de nuestros

cuerpos follando, jadeando como animales en celo, me excita hasta cotas inimaginables.

Tanto es así, que antes de que me dé cuenta me corro con su mano de una forma

devastadora.

—¿Ya? —me pregunta entre gemidos.

Sabe perfectamente la respuesta. ¡Có mo para no saberlo!, pero le hace sentir

triunfante.

—Sí —respondo exhausta y con las rodillas como si fueran de gelatina.

Me sujeta con firmeza, aprieta má s los dientes y se clava en mí tres veces má s hasta

que se deja ir entre un sinfín de jadeos y un gruñ ido final.

Apoyo la frente en el espejo, inhalo hondo y dejo que el aroma a flores tropicales y a

sexo me inunde la nariz.

—¿Está s bien? —me pregunta.

Muevo la cabeza afirmativamente, pero con la frente aú n apoyada en el espejo.

Necesito serenarme y acompasar la respiració n. El corazó n se me va a salir por la


boca.

Unos minutos después, cuando consigo calmarme, me visto con mi camiseta bá sica

blanca y mi pantaló n vaquero y me acicalo la melena con los dedos.

—¿Te excita hacerlo en lugares pú blicos, en lugares en los que puedan vernos? —

pregunto a Darrell mientras se mete la camisa dentro del pantaló n.

—No especialmente —contesta—. Pero me excita hacerlo contigo en cualquier sitio,

ya sea pú blico o privado. Logras ponerme a cien en solo un segundo, a veces tengo una

erecció n simplemente mirá ndote. —Mi rostro se enciende ante sus palabras

incendiarias y su mirada pícara. En cierto modo me siento halagada, dadas las

circunstancias—. Sobre todo cuando te ruborizas —añ ade Darrell—. No sé por qué,

pero me encanta pervertirte.

Me coloco un mechó n de pelo detrá s de la oreja y le sonrío traviesamente.

—Y a mí me encanta que me perviertas —se me escapa decir.

Darrell me mira de soslayo mientras se ajusta la corbata con un gesto elegante. Bajo

la cabeza y aprieto los labios. ¿Có mo se me ocurre hacerle este tipo de confesiones?,

me pregunto a mí misma. Niego de manera imperceptible.

—Será mejor que demos señ ales de vida —dice, pasá ndose la mano por el pelo—, o

empezará n a sospechar.

—Yo creo han empezado a sospechar cuando les has pedido, o casi ordenado, que

nos dejaran a solas.

—¿Tú crees?

En la voz de Darrell no hay ningú n atisbo de preocupació n. Al contrario, noto cierta

ironía renovada en su tono.

—Sí —respondo.

—Vamos —indica.
Cojo el vestido de Versace que he elegido y salimos del probador. Peter Whiterloss

nos mira con una expresió n extrañ a en los ojos aunque trata de actuar de forma normal.

Tal vez se ha fijado en el sofoco de nuestros rostros. Bien pensado, no creo que

hayamos sido los ú nicos que hayamos follado en el probador, o quizá s sí... Escudo mi

repentina vergü enza volviéndome a colocar el pelo detrá s de la oreja.

—¿Finalmente se queda con este? —pregunta el dependiente.

—Sí —afirmo.

—Y los zapatos, ¿verdad?

—Sí, también.

Su boca se abre en una amplia sonrisa. Me imagino que si cobra a comisió n, esta

tarde ha hecho su agosto.

Coge una caja grande y rectangular de color negro con la palabra «Versace» escrita

en letras plateadas en uno de los laterales, dobla el vestido cuidadosamente y lo

introduce en ella junto con los zapatos.

Mientras trajina con ello, me fijo en la foto del modelo colgada en la pared del fondo

de la tienda: es Sean O ́Pry con un traje gris de Dolce & Gabanna. Desde que Lissa me

dijo que se parecía a Darrell, cada vez que lo veo el corazó n me da un vuelco.

—¿Ves el modelo de esa foto? —le pregunto a Darrell, señ alá ndolo discretamente

con el dedo.

—¿El de la pared del fondo?

—Sí. El del traje gris de Dolce & Gabanna.

—Sí, lo veo.

—Lissa dice que te pareces a él.

Darrell levanta las cejas levemente y presta má s atenció n a la fotografía.

—¿Y quién es el afortunado que se parece a mí? —curiosea distendido.


—Sean O ́Pry... creo... Segú n me ha dicho Lissa, es el modelo mejor pagado del

mundo.

—Interesante... Si un día me va mal en los negocios, puedo dedicarme a la moda —

apostilla Darrell. Aparta la mirada de la fotografía después de unos segundos y la

dirige hacia mí—. Y tú , ¿también piensas que me parezco a él?

—Bueno... —carraspeo—, tenéis un ligero parecido... —respondo. El parecido es

asombroso, pero prefiero ser cauta; no sé có mo se va a tomar Darrell la comparació n

—. Ojos rasgados y azules, nariz fina, mirada profunda, mentó n cuadrado, aire

rebelde... —enumero. Y las cualidades no tienen fin.

—Pues sí que tenemos puntos en comú n para parecernos solo ligeramente —comenta

Darrell. La comparació n le divierte y eso me alivia—. Cualquiera diría que somos

gemelos.

—Todos tenemos un doble. O eso dicen... —comento en tono có mplice.

—Aquí tienen —dice Peter, interrumpiendo la conversació n y tendiéndonos la caja.

Darrell mete la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, saca la cartera y extrae de

ella una de las tarjetas de crédito. No se molesta ni siquiera en preguntar el precio total,

ú nicamente se limita a realizar la operació n del modo que le indica Peter.

—Muchas gracias, señ or —agradece el dependiente obsequiosamente. Darrell coge

la caja—. Que tengan un buen día.

CAPÍTULO 43

A medida que se acerca la fecha de la fiesta de la embajada Britá nica, mis nervios

crecen de una manera exponencial. Darrell no se inmuta, supongo que para él no deja de

ser algo normal, pero yo estoy hecha un flan.

Para evitar líos, ha contratado a una peluquera y a una maquilladora para que vengan
a casa, y la verdad es que lo agradezco, así no tengo que estar dando patadas por Nueva

York.

—Madre mía, está s preciosa —me dice Katy, la maquilladora, cuando termina de

ayudarme a vestirme. Rachael, la peluquera, asiente en silencio con la cabeza.

—Pareces una princesa... —apunta—. ¿Qué digo una princesa? Una reina.

Sonrío abiertamente.

—¿No creéis que está is exagerando un poco, chicas?

—¿Te has visto bien? —pregunta Rachael, apartá ndose a un lado y dejá ndome vía

libre en el espejo.

Alzo la vista y me contemplo unos segundos. La verdad es que tengo que reconocer

que el resultado final es espectacular, de alfombra roja de Hollywood.

—Es el vestido —afirmo—. Es tan bonito y elegante que está diciendo: «¡Hey,

mírame!¡Mírame, mírame, mírame!».

Las tres nos echamos a reír.

Rachael me coloca un mechó n de pelo y vaporiza un poco de laca sobre él para

fijarlo. Me ha dejado la melena suelta, como presumo que prefiere Darrell, y me ha

recogido lo de un lado para dar al peinado un toque glamuroso y lleno de sofisticació n.

—Tienes un color de pelo muy bonito y muy raro —comenta mientras me retoca aquí

y allá.

—Es como el bronce —interviene Katy—. Igual que el color de los ojos.

—¿Y eso es bueno o es malo? —pregunto.

—¿Có mo va a ser malo, Lea? —dice Rachael con una nota de admiració n en la voz

—. Es buenísimo. Eres «la chica de bronce». ¿Te gustaría ser alguna vez mi modelo?

—Frunzo el ceñ o. ¿Modelo? ¿Yo?—. Seguro que el extrañ o color de tu pelo se vuelve

tendencia en solo unas semanas. ¿Te imaginas? Podríamos hacernos ricas.


—Sí es para hacerte rica, dalo por hecho —bromeo—. Me tienes a mí y a mi pelo a

tu completa disposició n.

Volvemos a reír las tres.

Las risas y la distensió n de la conversació n me relajan en cierta manera y consiguen

aplacarme los nervios, por lo menos hasta que llega la hora de presentarme ante

Darrell.

—Tu novio se va a quedar sin aliento cuando te vea —dice Katy unos minutos antes

de salir.

Sin aliento..., pienso, sonriendo amargamente para mí. Dejar a Darrell sin aliento es

imposible. Antes las ranas crían pelo. Ademá s, no es mi novio. Si estas chicas supieran

cuá l es realmente nuestra relació n y que está basada en las clá usulas de un contrato

alucinarían en colores.

—¿Tú crees? —pregunto con todo el escepticismo del mundo.

—Estoy segurísima.

Katy me guiñ a un ojo, có mplice.

—Gracias —le agradezco, curvando las comisuras en una nueva sonrisa.

—Por cierto, no te molestes por lo que te voy a decir, pero tu novio es igual que Sean

O ́Pry —dice Katy.

—Tranquila, no eres la ú nica que lo piensa —alego.

—Yo también creo que se parece a Sean O ́Pry —interviene Rachael—. Tienes

mucha suerte, Lea. Tu novio está buenísimo. Opsss..., lo siento —dice inmediatamente

después, como si se hubiera arrepentido—. No he debido... —Aprieta los labios.

—No te preocupes, Rachael. Tampoco eres la ú nica que lo piensa —digo riéndome.

Yo misma lo pienso. Aunque Darrell Baker está muy lejos de ser mi pareja.

—Ya está s listas, Lea —anuncia Katy, alejá ndose un par de pasos y dá ndome el visto
bueno.

Alzo la mirada y consulto el reloj de la mesilla. Ha llegado la hora. Respiro

profundamente.

—Gracias, chicas —digo.

—Gracias a ti, Lea —responden ellas.

Mientras Katy y Rachael se quedan recogiendo sus cosas en mi habitació n, yo bajo a

la primera planta. Cuando desciendo los peldañ os de la escalera, Darrell, que está

sentado en el sofá , de espaldas a mí, siente mis pasos y el susurro de la tela del vestido

contra los escalones, y gira la cabeza.

—Podemos irnos cuando quieras, Darrell —anuncio, dejando caer la voluminosa

falda del vestido.

Darrell se levanta del sofá , lo rodea y viene hacia mí. Sus intensos ojos azules van

subiendo lentamente por mi cuerpo, escrutá ndome con detenimiento, hasta que se

encuentran con mi mirada expectante.

—Está s preciosa, Lea—asevera, y creo que lo dice con sinceridad.

—¿De verdad lo crees? —pregunto con escepticismo.

—Sí —afirma, con la mirada clavada en las curvas de mis senos—. Dejando a un

lado mi problema con las emociones, soy un hombre con todos sus instintos animales a

flor de piel; que no se te olvide que tengo ojos. —Vuelve a posar su mirada en mi

rostro.

Me quedo mirá ndolo unos instantes en silencio, sin aliento en los pulmones, poseída

por esa especie de encantamiento que desprende. Lleva puesto un traje negro ajustado,

con camisa y corbatas también negras y zapatos recién lustrados. Y todo le queda como

un guante. ¡Desde luego que podría ganarse la vida como modelo! ¡Desde luego que sí!

—Ya... bueno... —titubeo cuando consigo reaccionar, pero al final me callo. No

quiero decir nada de lo que después tenga que arrepentirme.


—Quizá s no puedo sentir, quizá mi corazó n está muerto —dice Darrell. Me atrevería

a pensar que ha leído mi mente—. Pero te aseguro que sé admirar la belleza. Sobre

todo la tuya. Es tan especial...

—Gracias —le agradezco, azorada.

En esos momentos, Katy y Rachael bajan las escaleras. Me doy la vuelta.

—Ya hemos terminado de recoger nuestras cosas —comenta Katy.

—¿Verdad que Lea parece una princesa, señ or Baker? —pregunta Rachael con su

habitual desparpajo.

Me muerdo el interior del carrillo. Que todas las miradas estén centradas en mí me

pone nerviosa.

—Verdad —responde Darrell, sin apartar un segundo la vista de mí—. Pero no es

que parezca una princesa, es que es una princesa; mi princesa...

—¡Dios, qué romá ntico! —exclama Katy.

¿Romá ntico? ¿Ha dicho romá ntico? Darrell, alias el hombre de hielo, es la persona

menos romá ntica del mundo. De hecho, tiene el mismo romanticismo que un percebe.

—Gracias por todo, señ or Baker —dice Rachael, tendiéndole la mano.

—Ha sido un placer —añ ade Katy.

—Gracias a vosotras —corresponde Darrell con amabilidad.

—Vas a causar sensació n —me susurra Rachael al oído, dá ndome un abrazo—. Vas a

tener a toda la embajada Britá nica rendida a tus pies.

Katy me guiñ a un ojo có mplice y me da un par de besos en las mejillas.

—Gracias de nuevo, chicas.

Darrell las acompañ a a la puerta. Cuando regresa al saló n, se acerca a mí y me

ofrece el brazo.

—¿Nos vamos, princesa?


Sonrío tímidamente al tiempo que afirmo con la cabeza y me agarro a su brazo.

CAPÍTULO 44

El chó fer de Darrell nos deja en la misma puerta de la embajada Britá nica a eso de

las nueve en punto de la noche. Van a dar un có ctel a esa hora y luego a las diez se

servirá la cena.

Subo las enormes escaleras de piedra que llevan hasta el pó rtico de entrada aferrada

al brazo de Darrell. No he andado nunca con zapatos de tacó n, mucho menos tan

vertiginosos como los de hoy, y temo caerme y abrirme la crisma. Por nada del mundo

me gustaría manchar de sangre el inmaculado y costosísimo vestido de Versace. Sería

todo un despropó sito.

Nada má s de traspasar el umbral de las oscuras puertas de madera, viene a recibirnos

un hombre con el pelo castañ o, con hebras plateadas en las sienes y vestido con un

impecable chaqué negro.

—Bienvenidos, señ ores —dice en tono formal.

—Gracias —contestamos Darrell y yo a la vez.

—Acompá ñ enme, por favor —nos pide.

Encabeza la marcha y nos guía a través de una galería larga y amplia que va a dar a

un enorme saló n con grandes ventanales, muebles clá sicos y una lá mpara de arañ a

colosal.

—Que tengan una velada maravillosa —nos desea el hombre.

Darrell asienta levemente con la cabeza.

—Wow... —musito, mirando hacia el techo, embobada.

Miles de brillos de muchos colores centellean en el elegante saló n.

—La embajada Britá nica siempre ha sido muy ostentosa —comenta Darrell.
—Es impresionante —digo.

—¿El qué? ¿La lá mpara?

—Todo; la lá mpara, los muebles, las cortinas...

—¿Quieres que decoremos así el á tico? —me pregunta Darrell con ironía.

—Nooo...

—Pues yo creo que aquel sofá de damasco no quedaría mal... —bromea a su manera,

apuntá ndolo discretamente con la barbilla.

—¡Por Dios, qué espanto! —exclamo segú n avanzamos—. Sería como estar viviendo

en un castillo victoriano...

Mi voz se va apagando poco a poco, como la llama de una vela, cuando advierto

decenas de pares de ojos clavados en nosotros.

—¿Por qué nos... miran así? —pregunto.

—A mí no me miran —responde Darrell—. Te miran a ti, y lo hacen porque está s

radiante.

Nos detenemos al lado de una mesa del fondo del saló n, al lado de unos altos

ventanales, Darrell coge un par de copas de champá n y me ofrece una.

—Gracias.

—¿Y qué mejor? —dice, retomando el tema de la decoració n de la embajada—. Tú

eres una princesa; necesitas un castillo.

Suelto una carcajada ante su sarcasmo.

—Te aseguro que no necesito ningú n castillo para vivir —afirmo entre risas.

—¿Y un caballero?

Esa pregunta me pilla por sorpresa. La risa se me va apagando poco a poco.

—Bueno, nunca está de má s tener un caballero al lado. Aunque no abundan mucho.

—¿No?
Niego con la cabeza.

—Los hombres caballerosos está n en peligro de extinció n.

Darrell me mira fijamente.

—¿Có mo te gustan los hombres, Lea?

Esa pregunta, que llega al cabo de unos segundos, no es que me pille por sorpresa, es

que me pilla totalmente desprevenida.

—¿Qué có mo me gustan los hombres? —repito para ganar algo de tiempo.

—Sí.

Darrell parece muy interesado en mi respuesta porque en esos momentos tengo toda

su atenció n. De buena gana le diría que me gustan los hombres altos, con rasgos

marcados, morenos, de ojos azules, mirada intensa y con un asombroso parecido a Sean

O ́Pry, es decir, exactamente como él. Pero lo ú nico que conseguiría sería meterme en

un terreno fanganoso del que estoy completamente segura que no saldría bien parada.

Carraspeo mirando la copa de champá n que sostengo en la mano.

—Me gustan los hombres caballerosos, romá nticos —me arranco a decir—, los que

susurran palabras tiernas al oído, los que regalan flores, los que tratan con dulzura a las

mujeres, los que escriben poemas de amor...

De pronto mi voz suena como una ensoñ ació n. Hasta yo misma me doy cuenta de ello.

Carraspeo otra vez y alzo los ojos. Darrell me está observando con una expresió n en el

rostro que no alcanzo a describir. Su inexpresividad me pone nerviosa y me muerdo el

interior del carrillo.

—Soy una romá ntica incurable —concluyo, y bajo la mirada.

—Señ or Baker... —se oye un saludo, interrumpiendo la conversació n.

Levanto la vista. Frente a mí hay un hombre de mediana estatura, de setenta añ os

aproximadamente, con bigote bien cortado y el poco pelo que le queda encanecido y
peinado hacia atrá s.

—¿Có mo está ? —le pregunta a Darrell, estrechá ndole la mano.

—Bien, ¿y usted?

—Cada día má s viejo. —El hombre sonríe—. Señ orita —dice, dirigiéndose a mí.

—Buenas noches.

—No esperaba verlo aquí, dado lo poco que se prodiga por eventos y demá s saraos

—le comenta a Darrell.

—La ocasió n lo requiere. Todo sea por acercar posturas empresariales con Reino

Unido —explica él.

—Tiene razó n, Reino Unido es un mercado nada desdeñ able. —El hombre guarda

silencio y después dice—: Quizá lo llame dentro de un par de semanas, Baker. Tengo en

manos un asunto que tal vez pueda interesarle.

—Llá meme cuando quiera, señ or Graham. Ya me conoce... Siempre le presto oídos a

un buen negocio.

—Y usted tiene un ojo clínico para ellos —alega el hombre con denotada admiració n

en la voz—. Es un auténtico tiburó n, Baker. —Darrell no se inmuta—. En fin, no les

entretengo má s. Espero que disfruten de la velada.

—Igualmente —dice Darrell.

Me mira y se aproxima un poco má s a mí.

—Parece un buen tipo —comento cuando el señ or Graham se marcha.

—Lo es.

—No como aquel que nos encontramos un día en el ascensor. —Darrell frunce el

ceñ o, confuso—. Ese hombre de pelo blanco al que le ordenaste que te tuviera los

informes al día siguiente.

—¿Paul? —pregunta, haciendo memoria.


—Sí. El mismo que me miraba con cara de: «¿qué coñ o hace una chica tan

insignificante como tú con el dueñ o de la empresa?»

Darrell alza las cejas. No parece que le haya gustado mucho el pensamiento de Paul.

—Paul es bastante clasista —alega.

—Y bastante imbécil —añ ado inevitablemente—. Solo con su mirada me hizo sentir

como una cucaracha.

Darrell se acerca sigilosamente a mi rostro.

—Si quieres puedo ponerle a hacer fotocopias —me dice en voz baja cerca del oído

—. Solo tienes que decírmelo. Tus deseos son ó rdenes para mí, princesa.

Giro el rostro ligeramente. Me quedo ató nita cuando me doy cuenta de que está

hablando en serio.

—No es necesario, Darrell —digo con rapidez—. Ademá s, lo má s probable es que

no lo vuelva a ver.

Darrell no hace ningú n comentario má s y durante unos segundos temo que lleve a

cabo su premisa. Seguro que solo necesitaría realizar una llamada para hacerla

efectiva. Aunque, bien pensado, ese tal Paul quizá se merezca un escarmiento... Niego

de inmediato para mis adentros.

Cuando salgo de mis cavilaciones, Darrell está con la copa de champá n en alto.

—¿Hacemos un brindis? —pregunta.

—¿Por qué quieres que brindemos? —digo.

—Por los caballeros —asevera—. Y por qué un día encuentres el tuyo, Lea.

Lo miro a los ojos y hago chocar los bordes del cristal, aunque en mi fuero interno su

deseo me desilusiona. ¿Que encuentre a mi caballero? Está claro que de ninguna manera

pretende serlo él. ¿Y de qué me extrañ o? ¿De qué me extrañ o?, me repito. Darrell no es

capaz de enamorarse, de querer, de amar... En definitiva, de sentir. No desea tener una


relació n sentimental al uso ni nada que se le parezca. Para él, las mujeres solo somos

para una cosa.

Me acerco la copa a los labios y doy sorbo, imitando su gesto, sin apartar la vista de

sus intensos ojos azules. Bajo el brazo y dejo caer los hombros.

CAPÍTULO 45

—¿Esto es caviar? —le pregunto a Darrell en voz muy baja para que nadie pueda

oírme, cuando nos sirven el siguiente plato.

—Sí —afirma él.

Frunzo los labios.

—¿No te gusta?

—Jamá s lo he probado. ¿Se te olvida que yo no soy rica? Este tipo de manjares solo

está al alcance de unos pocos privilegiados.

—Entonces esta noche es una buena ocasió n para probarlo.

—¿Tú crees? —digo en tono escéptico mientras contemplo la pequeñ a montañ a de

bolitas negras y gelatinosas que hay encima de una endibia en el centro del plato—. No

tiene una pinta muy apetecible que digamos. Parece... No sé describirlo.

En el fondo de los ojos de Darrell aparece ese viso de sonrisa que no expresa nunca

con los labios pero que asoma en su mirada cuando yo suelto alguna de mis ocurrencias

de chica normal.

—Pruébalo y después juzgas —me sugiere.

Cojo una pizca con la punta de la cuchara y me lo llevo a la boca. La textura es

extremadamente suave y ligera, sin embargo el sabor no me entusiasma del todo.

—¿Y...? —pregunta Darrell. Arrugo la nariz a modo de respuesta—. No te gusta,

¿verdad?
—No mucho —contesto—. Prefiero comerme la cuchara. —Guardo silencio unos

segundos mientras sigo paladeando el caviar que me he metido en la boca—. Seguro

que si digo esto en alto, toda esta gente me lapidaría —comento, mirando a unos y a

otros al azar.

—Con toda probabilidad sí.

—Entonces será mejor que no se lo digas a nadie. No quiero morir tan joven.

Los ojos de Darrell brillan. Pero me encantaría que sonriera, o que se riera, que fuera

capaz de expresar alguna emoció n; buena o mala, por una vez, por una ú nica vez. Su

seriedad resulta tan frustrante...

Después de la exquisita cena que nos ha ofrecido la embajada Britá nica, en la que se

ha podido disfrutar de una superabundancia de todo, incluso de caviar, volvemos al

saló n. Un cuarteto de cuerda ameniza ahora a los comensales.

Paseo la vista por el perímetro de la sala. Está lleno de empresarios elegantemente

vestidos con sus esposas elegantemente vestidas, gente de postín hablando de negocios

y pijos aburridos. No me extrañ a que Darrell no se prodigue mucho por este tipo de

eventos, tal y como ha dicho el señ or Graham, yo tampoco lo haría.

—Si no me hubieras acompañ ado, seguramente no hubiera venido —me dice Darrell,

como si me hubiera leído el pensamiento.

—¿Por qué? —pregunto—. Segú n he oído y tú mismo me has contado, esta reunió n es

muy importante para acercar posturas empresariales con Reino Unido y me imagino que

tu presencia aquí es fundamental, porque eres uno de los empresarios má s relevantes

del país.

—Es cierto, pero no soy muy partidario de acudir a fiestas. Prefiero debatir las cosas

entre las cuatro paredes de un despacho. Soy antisocial por naturaleza y venir a este
tipo de eventos me supone un esfuerzo.

No puedo evitar sentirme halagada.

—Me alegra saber que tu esfuerzo en esta ocasió n ha sido menor —digo.

—Me gusta tu compañ ía, Lea —afirma Darrell con semblante serio—. Má s allá de

follar, me gusta estar contigo, hablar contigo. Es fá cil tratarte.

Me sonrojo ligeramente.

—Sobra decir que a mí me pasa lo mismo contigo —confieso, sin pararme a pensar

si estoy haciendo bien o mal; si es producente o no. Me he tomado ya varias copas de

champá n; quizá estoy algo contentilla y se me está soltando la lengua—. Pero supongo

que tú estará s acostumbrado a que sea así.

—Puede, en cambio en mí no es algo habitual —dice en un arranque de franqueza—.

Reconozco que no me gusta mucho la gente.

—¿Entonces yo te gusto? —le pregunto, aprovechando un juego de palabras.

Darrell ladea la cabeza.

—Se podría decir que sí.

Me mordisqueo el interior del carrillo mientras lo miro cabizbaja. Estoy algo

mareada por el alcohol.

—Darrell...

De nuevo, una voz masculina suena a mi espalda. A estas alturas de la noche he

perdido la cuenta de las personas que se han acercado a saludar a Darrell. Resoplo

quedamente, frustrada, por las constantes interrupciones.

Me giro y veo avanzar hacia nosotros a un hombre alto, con barba perfectamente

recortada y un frondoso pelo blanco. A su lado camina una mujer de una edad

aproximada a él, unos setenta añ os, con rostro elegante y ataviada con un exquisito

vestido largo de color azul marino.


—William —dice Darrell alargando el brazo.

Cuando el hombre finalmente lo alcanza, le da la mano derecha y con la izquierda

rodea el gesto de una forma que parece má s afectuosa de lo que suele ser. Es fácil

adivinar que entre Darrell y él hay algo má s que una relació n laboral, que son amigos.

—Margaret.

—Darrell.

La mujer se acerca con una sonrisa en la boca y después de darle un par de besos en

las mejillas, se funde con él en un cariñ oso abrazo.

—¿Có mo te encuentras? —le pregunta Darrell.

—Bien —responde Margaret—. ¿Y tú ? Pensá bamos que no ibas a venir —comenta la

mujer.

—Es cierto —repone William—. No te hacíamos aquí. Ha sido toda una sorpresa

verte.

—Espero que agradable —dice Darrell de forma distendida.

—Por supuesto —afirma William—. Sabes sobradamente que verte siempre es una

sorpresa agradable, muy agradable.

—Sobre todo si está s tan bien acompañ ado como hoy —añ ade Margaret,

dirigiéndome una mirada curiosa a la par que de admiració n.

—Os presento a Leandra Swan —se adelanta a decir Darrell.

Margaret es la primera en aproximarse y saludarme con un par de besos en las

mejillas.

—Encantada.

—Igualmente —respondo.

—Un placer, Leandra —dice William.

—Pueden llamarme Lea —señ alo.


—Si tú nos tratas de «tu» —dice Margaret con voz có mplice.

Sonrío.

Ambos parecen algo desconcertados. Supongo que la razó n es que nunca, o muy

pocas veces, han visto a Darrell en compañ ía de una mujer.

Tras un rato de amena charla entre los cuatro, Margaret dice:

—Ya va siendo hora de que me saques a bailar, William, que parecemos un par de

muebles viejos aquí parados, y tú , Darrell, deberías sacar a Lea.

Antes casi de que termine la frase lanzo una mirada a Darrell. ¿Bailar? ¿É l y yo? No

creo que sea una buena idea, pienso para mí.

—Bueno, yo... —titubeo mientras trato de ganar tiempo para improvisar una excusa.

William coge a Margaret por la cintura mientras ella da un pequeñ o empujó n a

Darrell para que se anime a sacarme a bailar.

—Vamos, no seas soso —le dice—. Estos hombres de ahora no saben có mo

conquistar a una mujer.

Darrell da unos cuantos pasos hacia adelante, se planta a un metro de mí y alarga el

brazo.

—¿Me... concede este baile, Lady Swan? —me pregunta, haciendo una ligera

reverencia, como si estuviéramos en la época victoriana.

Lo miro y sonrío, al tiempo que le tomo la mano y me inclino hacia él.

—Por supuesto, Lord Baker.

La escena me provoca una carcajada, que suelto estrepitosamente. Pero cuando noto

un pequeñ o tiró n y la mano de Darrell en mi cintura me pongo seria.

—No sé bailar —anuncia—. No tengo ningú n tipo de ritmo en los pies.

Alzo las cejas.

—¿Ninguno?
—Ninguno —niega.

—Bueno, entonces haremos lo que podamos.

Me agarro a su hombro y doy unos cuantos pasos laterales, ya que es una canció n

lenta, aunque no es una balada, pero Darrell, que realmente no tiene ningú n ritmo, me

pisa.

—Lo siento —se disculpa.

—No pasa nada —digo.

Volvemos a intentarlo y ahora soy yo quien lo pisa a él porque no mueve los pies, y

porque cuando lo hace es como un pato mareado.

—Perdó n —digo, frunciendo los labios.

—Es culpa mía. —Darrell entorna los ojos y me mira con picardía—. Menos mal que

nos compenetramos bastante mejor en la cama —susurra. Me habla tan cerca del rostro

que me sonrojo.

—Sí, menos mal... —murmuro, bajando la cabeza.

Me pongo nerviosa, se me va el pie y vuelvo a pisar a Darrell.

—Perdó n —digo.

Darrell me atrae hacia él y yo me enderezo de golpe. Nuestros cuerpos se pegan

completamente; las caras está n a solo unos centímetros. Levanto la vista y mi mirada se

encuentra con la suya. ¡Madre mía que intensa es, que azul!

—Me gusta tenerte cerca —afirma Darrell. Su aliento me roza la mejilla.

Repasa mi rostro con los ojos como si lo estuviera estudiando y pretendiera

aprenderse cada uno de mis rasgos. Trago saliva. El mundo parece haberse parado a

nuestro alrededor.

—La mú sica ha acabado, tortolitos.

La voz de William nos devuelve a la realidad. Y de pronto nos encontramos en mitad


del saló n, solos, agarrado el uno al otro. Carraspeo. Lo suelto y doy un paso hacia

atrá s.

—¡Ay, el amor! —exclama Margaret cuando nos acercamos a ellos—. Como se nota

que sois jó venes y que está is enamorados.

Darrell y yo nos miramos. ¿Enamorados?, repito en silencio para mis adentros. Nada

má s lejos de la realidad. El hombre de hielo no es capaz de amar, no es capaz de

enamorarse.

—¿Por qué no venís Lea y tú un día a comer a casa, Darrell? —sugiere Margaret

después, entusiasmada al vernos tan «enamorados».

Darrell no duda la respuesta ni un segundo.

—Claro —contesta—. Estaremos encantados de ir—. ¿Te apetece, Lea? —me

pregunta.

—Sí... sí, claro.

Sin embargo, no estoy muy segura de querer ir. No quiero seguir fingiendo que somos

una pareja de enamorados cuando no es así.

—Perfecto —interviene William—. Te llamo la pró xima semana, Darrell, y

concretamos día. —Guarda silencio unos segundos mientras observa su reloj de

muñ eca y después continú a—. Bueno, Margaret, creo que es hora de que nos vayamos.

—¿Tan pronto? —pregunto.

William me mira con conmiseració n en los ojos.

—Ya no tenemos edad para segú n qué cosas —explica con aire de resignació n—. El

cuerpo ya no aguanta como antes. Pero para vosotros la noche es aú n joven, así que

disfrutad parejita. —Su tono de voz esconde cierta picardía.

«Parejita...». La palabra nos queda tan grande a Darrell y a mí.

—Me encanta haberte conocido, Lea —me dice Margaret con calidez.
—Y a mí haberte conocido a ti. Ha sido todo un placer —digo.

—Entonces, ¿nos vemos la pró xima semana? —me pregunta William.

—Sí, por supuesto —asiento.

Nos despedimos y mientras se alejan, la expresió n de mi rostro se apaga.

CAPÍTULO 46

El resto del tiempo que permanecemos en la fiesta hasta que volvemos a casa lo paso

prá cticamente en silencio. Se me han ido las ganas de hablar, incluso el ligero mareo

que me había producido el champá n se ha esfumado de golpe, pese a que Darrell me

cuenta que William y Margaret son unas personas extraordinarias, que lo tratan casi

como a un hijo y que se podría decir que lo es, por lo menos laboralmente hablando,

porque William Johnson, que tiene una empresa naviera, le ha enseñ ado muchas de las

cosas que le han ayudado a convertirse en uno de los empresarios má s poderosos e

influyentes de EE.UU. Y no dudo de ello ni un instante, porque los señ ores Johnson me

han caído genial el rato que he disfrutado de su compañ ía.

Darrell abre la puerta del á tico y se echa a un lado para dejarme pasar.

—¿Te ocurre algo, Lea? —me pregunta, dejando las llaves sobre el aparador—. Has

estado muy callada.

—¿Por qué no has declinado la invitació n de William y de Margaret? —digo,

volviéndome hacia él—. ¿Por qué no les has dicho que no?

—Porque me apetece comer con ellos, y porque quiero que tú me acompañ es. ¿Por

qué razó n tendría que haber rechazado su ofrecimiento?

—Porque no somos una pareja, Darrell, y por lo tanto, no podemos hacer cosas de

pareja —respondo un poco molesta.


—¿Por qué no?

Darrell está sorprendido por mi reacció n.

—Porque no podemos actuar como una pareja cuando no lo somos —insisto.

—¿Qué tiene de malo que vayamos a comer a casa de William y Margaret? ¿O qué

tiene de malo que me hayas acompañ ado esta noche a la recepció n de la embajada

Britá nica?

Me quedo un rato en silencio, mirá ndolo.

—Para ti nada —murmuro.

—¿Para mí nada? ¿Es que para ti tiene algo de malo?

Darrell está cada vez má s desconcertado ante mi actitud.

Para mí lo tiene todo. Porque cuanto má s estoy con él, má s quiero estar. Porque

cuando lo tengo cerca pone todos mis sentidos en alerta. Porque hace que cientos de

mariposas revoloteen dentro de mi estó mago. Porque me gustaría que realmente

fuéramos pareja, que fuera mi novio; que me abrazara, que me besara, que hiciera todas

esas cosas que un hombre hace por la mujer que ama. Porque me estoy enamorando de

él..., reconozco apenada para mis adentros. Pero no me atrevo a decírselo; no sé si

estoy preparada para correr el riesgo de contarle lo que siento. No lo va entender.

—No me has respondido, Lea —dice, presioná ndome.

—Da igual, Darrell, no lo entenderías —me limito ú nicamente a responder.

—Explícamelo. —Da un paso hacia adelante.

Sus facciones se han endurecido y su voz es ahora contundente, demasiado

contundente, quizá s. Niego con la cabeza. No puedo confesarle lo que siento, lo que me

está pasando.

—Lo mejor será que nos limitemos a hacer lo que está estipulado en las cláusulas del

contrato. —Arremeto con un torrente de palabras—. No quiero ser oficialmente tu chica


de compañ ía de puertas para afuera —logro pronunciar antes de arrepentirme.

Mi comentario no sienta nada bien a Darrell. Lo puedo intuir en su rostro. Pese a lo

poco dado que es a expresar sus emociones a través de él, me lanza una mirada

perpleja de reproche. Y no sé la razó n, porque él fue el primero en dejar claro cuá l era

mi papel en todo esto cuando trate de interesarme sobre lo qué le sucedía.

Durante unos instantes guarda silencio y se limita a mirarme fijamente,

intimidá ndome. Me siento como un rató n acorralado por un gato. Me pregunto que

estará pasando por su mente en estos momentos. Pero me resulta imposible porque su

cara se ha vuelto una má scara de impasibilidad.

—Como quieras —dice en tono serio, rompiendo la mudez—. Nos limitaremos a lo

que hemos firmado en el contrato. —De pronto, el silencio vibra en la atmó sfera con la

calma amenazadora que precede a la tormenta—. Cá mbiate y ven a mi habitació n —

sentencia—. Quiero hacer valer mis derechos contractuales sobre ti.

Me quedo rígida.

Darrell pasa justo a mi lado sin ni siquiera mirarme y se dispone a subir las

escaleras. Está enfadado, y no sé si eso es bueno o malo, dado el problema que tiene

con las emociones. Me giro.

—Necesito ayuda para quitarme el vestido —digo en un hilo de voz—. No puedo

hacerlo sola.

Darrell se da la vuelta y me mira con ojos severos. Me mordisqueo el carrillo,

nerviosa. Enfila los pasos hasta donde estoy, me coge de la mano y tira de mí hasta las

escaleras.

Cuando llegamos a mi habitació n, abre la puerta y entramos sin mediar palabra. Me

pone de espaldas a él y mientras me retiro el pelo y lo echo a un lado, me baja la

cremallera del vestido, que se desliza hasta el suelo formando una marañ a de tela.
Trago saliva y me quedo quieta con los ojos cerrados, sin saber qué hacer o qué decir.

Joder, Darrell está realmente enfadado. ¿Pero por qué se pone así?

Mi pulso se acelera y mi respiració n comienza a ser irregular cuando le siento

quitarse detrá s de mí la corbata, la chaqueta y la camisa. Lo hace completamente en

silencio y eso me altera má s de lo que ya estoy.

¿Y si le digo lo que me está pasando? ¿Y si le digo lo que siento? Niego para mí con

un gesto imperceptible. No serviría de nada, excepto para complicar las cosas.

Abro la boca para hablar, pero Darrell no da tiempo, me da la vuelta y me besa como

una pasió n desmedida, como si no hubiera un mañ ana. Muerde mis labios con frenesí y

con un apetito tan voraz que hace que la cabeza me dé vueltas. Gimo.

—Vamos a limitarnos al contrato —me dice en tono grave contra la boca.

—Espera, Darrell... Yo...

Me coge en volandas sin atender a mis palabras, de tal manera que cruzo las piernas

alrededor de su cintura.

—Shhh... Ya está todo claro —comenta con voz ronca, desabrochá ndome

habilidosamente el sujetador.

Mis pechos quedan al descubierto y al contacto con el calor que desprende su piel

mis pezones se endurecen. Me estremezco. Darrell camina hasta la cama y me deja caer

sobre ella. Mi pulso no para de acelerarse mientras lo observo desabrocharse el

cinturó n y quitarse el pantaló n a solo unos metros de mí. Sus ojos, clavados en todo

momento en los míos, prometen placeres innombrables.

Se desnuda completamente, dejando visible su miembro, duro y enhiesto, listo para

embestirme, se arrodilla en el colchó n y se inclina sobre mí con un sigilo sobrecogedor.

Creo que me va a besar cuando acerca su rostro al mío y abro ligeramente la boca. Sin

embargo, me da un lametó n en los labios, como el felino que a veces creo que parece,
como el felino que a veces creo que es.

Introduce la mano en mi tanga y desliza el dedo en la traicionera humedad que se

condensa en mi interior. Lo mete y lo saca un par de veces y después lo lleva hasta mi

boca.

Trato de sofocar un gemido, pero no puedo.

—Pruébate, Lea —susurra—. Prueba tu sabor. Prueba a qué sabe tu deseo...

Noto su dedo en mi lengua y un sabor salado se expande por ella, anegando mis

papilas gustativas. Mi cuerpo se despierta de una manera casi insidiosa, tanto que

siento vergü enza. Me estremezco, ansiosa, anhelante, presa de una oleada de calor que

me arrebata cualquier resquicio de sentido comú n.

Debería de controlarme, en cambio me muero de ganas de sentir a Darrell dentro de

mí, de que me posea, de que me haga suya.

Me quita el tanga, me abre las piernas y se inclina hacia mí. Con el tanga todavía en

las manos, me lo va introduciendo poco a poco en la vagina. El roce extremadamente

suave de la seda me hace estremecer.

¡Dios mío, voy a morir de placer!, grito en silencio. Los recursos de Darrell Baker

son inagotables.

Lo saca unos centímetros y lo vuelve a introducir despacio en mi interior,

provocá ndome una sensació n tan excitante como inexplicable. Lo extrae y lo mete unas

cuantas veces má s con sumo cuidado. El cosquilleo que me provoca en las

terminaciones nerviosas hace que una oleada de placer me recorra el cuerpo. Después

de unos minutos de juego, lo saca y lo lanza a un lado de la cama.

Se echa hacia adelante, toma mi boca y me besa con una pasió n desmedida. Su lengua

se hunde entre mis labios sin apenas dejar que la mía se mueva. Alargo las manos, las

poso en su nunca y lo atraigo hacia mí, pero no me deja acariciarlo. Me coge las
muñ ecas y sujeta mis brazos por encima de la cabeza, inmovilizá ndome. Se separa unos

centímetros de mí con una expresió n arrogante en el rostro mientras en sus ojos aparece

un brillo ladino.

Antes de que me dé tiempo de adivinar sus intenciones me penetra. Durante unos

segundos el corazó n deja de latirme. Un pellizco de dolor me atraviesa las entrañ as.

Grito.

—Vamos a limitarnos a hacer lo que pone en el contrato... —repite Darrell en un

susurro.

No aparta la mirada de mi rostro mientras se clava en mí una segunda vez. Me

observa con un regocijo fiero en los intensos ojos azules. Dejo escapar el aire de mis

pulmones.

Tras unas embestidas má s, me suelta las muñ ecas, se incorpora, me agarra de la

cintura y me da la vuelta para ponerme boca abajo.

—Darrell... — murmuro.

Me coge por las caderas y me levanta ligeramente con un tiró n. Se inclina sobre mi

espalda y me muerde el hombro. Sus dientes se clavan en mi piel y yo echo la cabeza

hacia atrá s con un jadeo.

—Te voy a hacer mía por detrá s —me susurra contra la mejilla.

Su voz sensual, e inflada por el deseo, me recorre la espalda como un latigazo. ¡Santo

Dios!

Vuelve a tirar de mí y con un leve tanteo se hunde en mi vagina. Su mano asciende

por mi espalda y cuando llega a la mitad, me empuja para que la baje. Entonces la

penetració n se hace má s profunda, má s íntima, má s placentera. Gimo contra la

almohada mientras advierto la poderosa virilidad de Darrell en todos y cada uno de los

poros de mi piel.

—Puedo hacer lo que quiera contigo, ¿verdad, Lea? —me pregunta Darrell con voz
gruesa.

—Darrell... —musito sin aliento, y no sé si el tono es una queja o una afirmació n

extrañ a.

—Shhh... Puedo hacerlo porque lo pone en el contrato —interrumpe moviéndose

rítmicamente encima de mí—. Y tenemos que limitarnos a hacer lo que hemos

acordado, ¿verdad?

Suena tan iró nico que me da un escalofrío.

—Darrell... —vuelvo a decir con la respiració n entrecortada.

—Eres mía, Lea. Mientras el contrato esté vigente, eres solo mía, y puedo hacer

contigo lo que quiera.

Sus palabras son como una descarga eléctrica, porque apenas unos segundos después,

se corre dentro de mí soltando un fuerte gruñ ido. É l sabe que yo estoy a punto de

dejarme ir. Así que me sujeta las caderas con má s fuerza —siento como sus manos me

queman—, y aumenta las embestidas contra mi cuerpo.

Me cuesta respirar con el rostro contra la almohada pero ni siquiera eso me importa.

Solo quiero correrme. ¡Correrme, correrme, correrme! ¡Solo quiero ser de Darrell una

vez má s!

—Vamos, Lea —le oigo decir con palabras arrastradas entre la nebulosa de placer

que me embriaga—. Vamos, princesa, có rrete para mí.

Y en ese mismo momento estallo y me corro para él, tal y como me dice. Entonces

deja caer su peso sobre mí y todos mis mú sculos se sacuden espasmó dicamente hasta

casi dolerme.

—Así... muy bien —me susurra al oído con voz voluptuosa y con un matiz triunfante

—. Muy bien.

Balbuceo varias veces su nombre, ahogada por el placer y por la almohada mientras
espero que mi cuerpo deje de temblar.

Darrell se quita de encima de mí sin decir nada y se levanta de la cama. Se va a ir.

¡Joder, se va a ir ya! Como siempre. De pronto, sin saber muy bien el motivo, o siendo

plenamente consciente de él, me siento totalmente vulnerable y las lá grimas acuden a

mis ojos en torrente. Estoy demasiado sensible.

Todavía no quiero darme la vuelta. No quiero que me vea en este estado. Me muerdo

el labio inferior y espero unos segundos boca abajo hasta tragarme las lá grimas.

—¿Está s bien? —me pregunta, adoptando ya su habitual tono neutral; carente de

cualquier resquicio de deseo o afecto.

Asiento en silencio con la cabeza mientras le escucho trastear con los pantalones que

ha recogido del suelo. Me giro ligeramente y, aunque trato de disimular, no puedo evitar

que la expresió n de mi rostro refleje lo mal que me estoy sintiendo. Alzo los ojos hacia

él y lo miro con cara de cordero degollado.

¡Maldita sea, Lea! Ya sabes de sobra có mo funciona esto, me regañ o. No puedes estar

todos los días igual.

Lo sigo con la mirada mientras recoge la camisa y me muerdo el interior del carrillo

intentando vanamente que las lá grimas no vuelvan a acudir a mis ojos, pero es

imposible. Antes de que me dé cuenta, está n de nuevo ahí. En ese momento Darrell se

gira y me mira. Le basta un segundo para intuir qué es lo que quiero.

—Ya sabes cuá les son las normas —dice serio.

¡Detesto esa frase! ¡La detesto con toda mi alma! ¡Y detesto el tono en que me la dice!

Sin embargo no digo nada, me limito a mirarlo pugnando por no llorar y esperando

que un milagro lo haga cambiar de opinió n.

—Hasta mañ ana, Lea —se despide.

Pero el milagro no llega.


Con una terrible sensació n de frustració n me doy la vuelta en la cama y me pongo de

espaldas a él, acurrucada. Cuando apoyo el rostro en la almohada, rompo a llorar

silenciosamente. ¿Por qué me siento así? ¿Por qué me siento tan mal? La respuesta

aparece de inmediato en mi cabeza envuelta en unas enormes luces de neó n. Porque

quiero que se quede a dormir conmigo, porque quiero que me abrace, que me mime, que

me haga sentir que me quiere para algo má s que para satisfacer sus necesidades

sexuales. Pero eso es imposible; es Darrell Baker, el hombre de hielo, el hombre sin

emociones, y yo firmé un contrato con él solo y precisamente para eso, para satisfacer

sus necesidades sexuales.

Seguro que ya está en su habitació n, pienso para mis adentros. Estoy tan aturdida que

no he sentido la puerta.

El corazó n me da un vuelco cuando sin pronunciar palabra se tumba a mi lado y me

abraza por detrá s. El pulso me tañ e con fuerza contra las venas. Me van a estallar.

—Darrell, pensé que... —alcanzo a articular.

—Shhh... —me corta en tono suave, apretá ndome contra él—. Ya, Lea, ya... —me

calma.

Suspiro quedamente y cierro los ojos, sumergiéndome en su olor y en la protecció n

que me ofrecen sus brazos.

CAPÍTULO 47

Estiro el brazo buscando a Darrell, pero mi mano se topa con la nada. El otro lado de

la cama está vacío. Abro los ojos lentamente, desperezá ndome, y compruebo que estoy

sola.

—Buenos días... —susurro al aire con una mezcla entre desá nimo y desilusió n.

Me incorporo en la cama y durante un rato observo con la mirada fija las sá banas
revueltas y el lado donde debería de estar dormido Darrell, desierto. La escena se me

antoja desoladora y muy triste, espantosamente triste. Pensé que se iba a quedar

conmigo, pero lo má s probable es que se fuera en cuanto me quedé dormida. Hundo el

rostro entre las manos y me echo a llorar. La soledad que siento en estos momentos es

asfixiante, tanto que apenas puedo respirar.

—Tengo que terminar con esto, o va a acabar conmigo —murmuro agotada y con el

corazó n metido en un puñ o. Se me escapan un par de lá grimas.

Me levanto, tiro de la sá bana y me la enrollo alrededor del cuerpo. Me acerco a los

ventanales con desgana. Nueva York también se despereza bajo un cielo cargado de

nubes grises.

—Un domingo lluvioso —rezongo—. Lo que me faltaba.

Resoplo y hago una mueca con la boca. Hasta mi mente empiezan a llegar flashes de

las imá genes que han compuesto la noche anterior. Darrell y yo llegando a la fiesta,

Darrell y yo brindando por que aparezca mi caballero andante, Darrell y yo bailando,

Darrell y yo discutiendo, Darrell y yo follando... Vuelvo a resoplar.

Me doy la vuelta; mi ropa está tirada por el suelo mientras que de la de Darrell no

hay ni rastro. Doy unos cuantos pasos, recojo el vestido de Versace y lo coloco sobre el

respaldo de la silla.

¿Por qué todo es tan complicado?, me pregunto con unas inmensas ganas de llorar.

Sacudo la cabeza.

Darrell llega a casa alrededor de las tres, cuando estoy recogiendo la mesa.

—Buenas tardes —dice entrando en el saló n.

—Hola —respondo.

Tiene puesto un pantaló n de chá ndal y una sudadera negras. No se ha afeitado y la


barba de un par de días le queda de vicio, como todo.

¡Ya basta, Lea!, me grito a mí misma, aunque no abro la boca. ¡Ya basta! Darrell es

solo un hombre. Un hombre como otro cualquiera. Bueno, no es como otro cualquiera,

es peligroso. Enamorarse de él es muy peligroso.

Dejo el plato sobre la bandeja y levanto la mirada.

—Darrell, ¿tienes un minuto? —le pregunto.

Darrell se pasa la mano por el pelo algo alborotado. No debería de hacer eso,

pienso. Es demasiado sexy.

—Sí, ¿por qué?

—Necesito hablar contigo —digo, recuperando un poco la cordura.

—Tú dirá s... —concede. Me muerdo el interior del carrillo—. ¿Qué pasa, Lea? —

insiste Darrell al advertir mi nerviosismo.

—Estoy buscando trabajo —empiezo a decir—. Cuando encuentre algo que me

permita vivir medianamente en Nueva York, me iré.

Durante unos instantes Darrell me mira sin pronunciar palabra.

—¿Por qué? —quiere saber, rompiendo finalmente el silencio.

—Porque es lo mejor —contesto, intentando que mi voz suene rotunda.

—¿Lo mejor para quién?

—Darrell, no me lo pongas má s difícil, por favor.

—Si es por la discusió n que tuvimos ayer, no te preocupes; me ceñ iré a lo estipulado

en el contrato —dice.

—No creo que dé resultado. Todo es mucho má s complicado de lo que parece.

—Dime qué es lo que ocurre. Podemos hablarlo y llegar a un acuerdo. Si hay algo

que no quieres que haga, se puede suprimir. No hay problema.

Bajo la cabeza y vuelvo a mordisquearme el interior del carrillo. El problema no


radica en que deje de hacer algo, sino en que haga algo má s; en que me quiera. Niego

con la cabeza. De pronto suena mi mó vil, lo cojo de encima de la mesa y miro quién me

llama. Pienso que es Lissa para contarme alguna de sus locuras, pero me sorprende que

sea mi tía Emily, la hermana mayor de mi padre.

—Hola, tía Emily —digo al descolgar.

—Buenas tardes, Leandra. (Mi padre y mis tías nunca me han llamado por mi

diminutivo).

Su voz se escucha cansada y triste al otro lado de la línea.

—¿Qué sucede? —pregunto, con la viva intuició n de que algo va mal.

—Es tu padre...

—¿Qué le pasa?

Noto que tía Emily traga saliva.

—Está muy mal, Leandra. —En ese momento rompe a llorar—. Le han diagnosticado

un cá ncer... terminal. Solo le quedan unos días de vida.

Mi rostro se queda sin una gota de sangre.

—¿Unos días? —repito casi en estado de shock.

—Sí. Solo unos días —afirma tía Emily, incapaz de contener el llanto. Guarda

silencio unos instantes y después añ ade—: Quiere verte, Leandra. Nos ha pedido que te

llamemos...

—Tía Emily yo... —corto titubeante—. Yo no... —trato de buscar las palabras

adecuadas, pero no las encuentro—. Ya sabes que no quiero saber nada de él —digo al

fin—. Nunca se ha preocupado de mí y ahora yo no tengo por qué preocuparme de él.

En el fondo me duele hablar así, porque es mi padre, sangre de mi sangre, pero fue él

el primero que no quiso saber nada de mí, que se desentendió de todo sin importarle lo

que pudiera pasarme. Y aun sabiendo que mi madre y yo está bamos pasá ndolo muy mal
econó micamente, o cuando enfermó y murió , no hizo nada.

—Leandra, por favor, son sus ú ltimos días —me pide suplicante—. Quiere verte.

Eres su hija...

—Tía Emily, no insistas, por favor.

—Leandra... Eres su hija —vuelve a decir, intentando convencerme.

—Tía Emily, ya —digo a modo de conclusió n.

No quiero seguir con esta conversació n. Tras unos instantes en que el silencio impera

en la línea del teléfono, tía Emily se da finalmente por vencida.

—Si te lo piensas, recapacitas y cambias de opinió n, está ingresado en el Kindred

Hospital —dice—, en el 705 de Juniper, en Atlanta.

—Gracias por llamarme, tía Emily.

—Un beso, Leandra —se despide, resignada.

—Un beso.

Me retiro el teléfono de la oreja y dejo caer los hombros. De repente me siento

terriblemente cansada, como si las piernas y los brazos fueran de gelatina.

—¿Qué ocurre, Lea? Está s muy pá lida.

Dirijo la mirada a Darrell y lo contemplo como si fuera la primera vez que lo viera,

como si no hubiera estado ahí mientras yo hablaba con mi tía. Su expresió n muestra

preocupació n por mi estado.

—Era mi tía Emily, la hermana mayor de mi padre —comienzo a explicarle,

procesando la informació n que acabo de recibir e intentando poner los pies en la

realidad—. Mi padre tiene un cá ncer terminal; está n esperando a que...

Mi voz se quiebra. Me gustaría llorar; quizá eso haría que me desahogara y me

sintiera mejor, pero no puedo. No soy capaz. Retiro una silla y me siento en ella como

una autó noma.

—Lo siento —dice Darrell—. Lo siento mucho.


Se acerca, apoya la mano sobre mi hombro y me lo aprieta suavemente.

—Gracias —le agradezco.

—¿Qué vas a hacer? —me pregunta, sentá ndose frente a mí.

—Nada —contesto con semblante apá tico.

—Tienes que ir a verlo, Lea —asevera.

Alzo la vista y abro ligeramente la boca, ató nita por sus palabras.

—¿Por qué habría de ir a verlo? —sondeo.

—Porque es tu padre.

—También era mi padre cuando nos abandonó sin medir las consecuencias, cuando

mi madre se quedó sin trabajo y apenas teníamos para comer y cuando unos añ os

después mi madre falleció . Pese a que me quedé completamente sola, mi padre jamá s se

preocupó de mí —le rebato.

—Pero sigue siendo tu padre.

—Es mi padre porque lo dicen los lazos de sangre y un libro de familia, nada má s —

afirmo—. No porque haya hecho méritos para ello.

—Y tienes razó n —dice Darrell. Hace una pequeñ a pausa y se inclina un poco sobre

la mesa—. ¿Me permites que te dé un consejo, Lea?

Asiento con un leve ademá n afirmativo y con una expectació n por lo que va a

decirme que no puedo disimular en la mirada.

—Si no quieres ir a verlo por él, ve a verlo por ti.

—¿A qué te refieres? —pregunto, sin entender muy bien qué quiere decirme.

—Creo que sabes que mi padre también abandonó a mi madre; lo hizo por una mujer

má s joven. —Inclino la cabeza. Me acuerdo perfectamente de cuando me lo contó —.

Algunos añ os después, mi padre tuvo un fatídico accidente de trá fico —prosigue—. Yo

me negué a verlo, pese a que él suplicó que fuera, que necesitaba hablar conmigo.
Pensaba lo mismo que piensas tú , que no se había comportado como un buen padre, ni

siquiera como un padre con mis hermanos y conmigo. Una semana después del

accidente falleció debido a las graves heridas que sufrió . Conoces mi enfermedad y mi

problema con los sentimientos... No identifico bien las emociones, pero sé que no ver a

mi padre fue una losa que he llevado sobre los hombros durante mucho tiempo.

Los rasgos de Darrell se vuelven sombríos. Se lo ve apesadumbrado.

—¿Te arrepentiste?

—Sí, y todavía me arrepiento.

Pongo el codo sobre la mesa y apoyo la barbilla en la mano. Resoplo.

—No sé qué hacer... —digo, mordisqueá ndome el interior del carrillo.

La historia de Darrell me ha hecho dudar. No quiero vivir con un sentimiento de

culpa el resto de mi vida.

—Se está muriendo, Lea —alega Darrell—. La muerte es el final de todo; no tiene

retorno; no hay un después. —Arrugo la nariz—. ¿Dó nde está ingresado tu padre? —me

pregunta trascurridos unos segundos.

—En el Kindred Hospital, en Atlanta, donde al parecer ha vivido los ú ltimos añ os —

respondo.

—Haz la maleta —dice Darrell—. Nos vamos a Atlanta.

—¿Nos vamos a Atlanta? —repito asombrada, enfatizando las palabras «nos

vamos».

CAPÍTULO 48

—Sí —confirma Darrell, por si lo hubiera oído mal—. Esta misma noche estaremos

allí.
—Pero tú tienes que trabajar —argumento—, y no sabemos cuá nto tiempo...

Darrell se pone los dedos en los labios.

—Shhh... —me silencia con un gesto rotundo—. No se hable má s —asevera—. Sube

a tu habitació n y haz la maleta.

—Darrell, no es necesario —replico—. Puedo ir en tren o en autobú s.

—¿Vas a viajar casi novecientas millas en tren o en autobú s? ¿Tú sabes la paliza que

te vas a dar? —Parece escandalizado.

—Ya..., bueno..., pero tú tienes cosas que hacer en la empresa. Eres un hombre muy

ocupado...

Antes de que me dé cuenta, Darrell saca el mó vil del bolsillo del chá ndal, teclea un

par de veces en silencio y se lo pone en el oído.

—Paul... —dice, y me temo que va a dar comienzo a una de sus charlas resolutivas e

impresionantemente eficaces—, hasta nueva orden, encá rgate de la empresa junto con el

resto del equipo de administració n. Consú ltales todo. ¿Me oyes? Todo. Pasadme los

ú ltimos acuerdos y propuestas por email para que los eche un vistazo. Intenta que el

convenio con Textliner llegue a buen puerto. Nos conviene má s que nunca tenerlos de

nuestra parte. ¿Está claro? Cualquier cosa, me llamas. Si no cojo el teléfono

inmediatamente, no insistas, yo te devolveré la llamada en cuanto me sea posible. —

Darrell alza la vista y me contempla durante unos instantes mientras Paul le habla al

otro lado del teléfono—. Por asuntos personales —concluye en tono determinante. Me

imagino que el cotilla y clasista de Paul le ha preguntado cuál es el motivo de su

ausencia durante los siguientes días.

Darrell corta la llamada y baja el brazo.

—Solucionado —apunta—. ¿Qué haces que no está s preparando la maleta?

¡Me cago en todo! ¿Por qué es tan cabezota? ¿Por qué no, simplemente, se atiene a mi
petició n? ¿Por qué tiene la cabeza dura como una piedra?

—Darrell, en serio, no es necesario... —insisto, aunque algo en mi interior me dice

que va a ser imposible.

Darrell exhala un suspiro que suena como un siseo y pone los ojos en blanco. Creo

que soy la ú nica persona capaz de exasperarle pese a su inmutable impasibilidad.

—¿No quieres que te acompañ e por lo de ceñ irnos a lo firmado en el contrato? —me

pregunta—. ¿Por lo de no hacer cosas de pareja?

—No es por eso... —digo, dá ndome por vencida.

No me veo con fuerzas para discutir otra vez sobre lo mismo. No ahora. Estoy

aturdida, agotada, descolocada. Así que decido resignarme a la idea de Darrell, que

observa mi semblante desanimado y no sigue por ese camino.

—No puedes ir sola, Lea —alega con voz grave y profunda y una firmeza serena.

—No me va a pasar nada —comento.

—Conociéndote, no dudo de ello. Pero no te voy a dejar ir sola. No en este momento.

Oír a Darrell decir esas palabras con aire protector me derrite por dentro. Jamá s se

lo reconoceré, pero en el fondo me encanta que se preocupe por mí, que me cuide como

si fuera una niñ a pequeñ a. ¡Joder, qué mal va esto! ¡Qué mal va a terminar mi corazó n!

—Gracias —le agradezco.

—Venga, sube a hacer la maleta —me indica—. Yo voy a ducharme y a preparar la

mía.

—Salgo para Atlanta en unos minutos —anuncio a Lissa por teléfono.

—¿A Atlanta? ¿A la Atlanta que está en Georgia? ¿La que está a casi novecientas

millas de aquí?

—¿Hay alguna otra Atlanta?


—No lo sé.

—Yo tampoco, así que sí, a esa Atlanta —atajo.

—¿Y qué se te ha perdido en Atlanta? —me pregunta Lissa extrañ ada—. ¿Te vas

sola?, ¿o de viaje romá ntico con Darrell?

—Hace un rato me ha llamado mi tía Emily. Mi padre tiene un cá ncer terminal —la

interrumpo, antes de que dé comienzo a una de sus baterías de preguntas.

—¡No me jodas! —exclama.

—Sí. Le quedan unos días de vida —digo.

—Lo siento mucho, Lea. De verdad. —El tono de voz de Lissa se ha tornado serio—.

Si me das media hora, hago rá pidamente la maleta y me voy contigo.

—Gracias, Lissa. Te lo agradezco, pero no es necesario. Darrell se ha ofrecido

voluntario a llevarme. De hecho, él es el que me ha convencido para que vaya a ver a

mi padre, yo no estaba mucho por la labor de ir.

—Me imagino có mo te tienes que sentir...

—En estos momentos soy una masa de sensaciones encontradas con patas. No sabes

el barullo que tengo en la cabeza. Me va a estallar.

—Tranquila, Lea. Hagas lo que hagas, será lo correcto —me anima Lissa—. Si

decides no ir, estará bien, y si has decidido ir, también estará bien. Tienes todo el

derecho a no ir o a ir, a hacer lo que quieras.

Suelto el aire de los pulmones en forma de resoplido.

—Gracias, Lissa. ¿Te he dicho alguna vez que no sé qué haría sin ti? —le pregunto en

tono ñ oñ o.

—Lo mismo que yo sin ti, cariñ o. Estar perdidas en este mundo de locos. Ya sabes

que somos como Zipi y Zape, como Thelma y Louise. Oye, ¿y có mo fue la fiesta de la

embajada Britá nica? ¿Có mo van las cosas con Darrell?

—No muy bien. Pero te lo cuento a la vuelta, ¿ok? Voy a preparar la maleta.
—Ok, a la vuelta hablamos. Cuídate, y si necesitas algo, a cualquier hora estaré

disponible.

—Muchas gracias.

—Ciao.

—Ciao.

—Creo que he metido todo —digo, saliendo de mi habitació n con la maleta arrastras

—. ¿Y tu maleta? —le pregunto a Darrell.

—Está abajo —responde, cogiendo la mía y empujá ndola por el largo pasillo.

Aprovecho para echarle un vistazo de espaldas. Se ha puesto un vaquero ajustado,

una camisa blanca y por encima una americana negra. El característico «arreglado pero

informal» de toda la vida. Los ojos se me van involuntariamente al culo. ¡Santa Madre

de Dios, qué culo!

Al llegar a la planta baja, al pie de la escalera, le digo a Darrell:

—Espera un momento...

Darrell frunce el ceñ o mientras me observa ir corriendo hacia la cocina. Sus

rasgados ojos azules se abren como platos cuando me ve aparecer con un paquete de

galletas Oreo en cada mano.

—Por si nos da hambre por el camino —comento, agitá ndolos.

Alza las cejas.

—Piensas en todo —dice.

—Soy previsora, nada má s, y ya sabes lo que dicen: mujer previsora, vale por dos.

—Tú vales má s que por dos —apunta Darrell.

CAPÍTULO 49
Cogemos el ascensor y bajamos hasta el garaje privado que tiene Darrell en el

edificio para guardar su colecció n de coches. Cuando salimos del parking, las nubes

siguen ocultando el sol y tiñ endo el día de un gris plomizo. Ha estado lloviendo durante

buena parte de la mañ ana y es probable que también llueva durante buena parte de la

tarde. Atravesamos Nueva York, má s tranquilo de lo habitual por ser domingo, y

ponemos rumbo a Atlanta, en el estado de Georgia. Nos esperan por delante casi

novecientas largas millas de viaje.

Apenas una hora y media después, como me temía, mi estó mago empieza a rugir

como si todos los leones de Á frica estuvieran dentro. La ansiedad a veces me quita el

hambre y otras veces me lo da. Esta es una de esas ocasiones en que me comería a Dios

por las patas. Saco del bolso uno de los paquetes de galletas Oreo y lo abro.

—¿Quieres? —digo, ofreciéndoselo a Darrell.

—No debería comer chocolate —alega, pero hay poca convicció n en su voz. Intuyo

que el chocolate es una debilidad para él, igual que lo es para mí y para las tres cuartas

partes del mundo. Me sorprende que Darrell tenga debilidades tan humanas como esta

—. ¿De qué me sirve ir al gimnasio? —pregunta rendido.

—Solo es una galleta —señ alo, extrayendo una del paquete y tendiéndosela.

—Las Oreo son toda una tentació n para mí, como tú —afirma mientras coge la galleta

de mi mano y me mira de reojo con ojos seductores.

—Nunca me habían comparado con una Oreo —bromeo ruborizada—. Pero si te

gustan tanto como a mí, debo sentirme halaga.

—Créeme, Lea, mataría por una Oreo —me sigue la broma.

—Entonces me imagino que será s fan de abrirlas y lamer lo de dentro... —Darrell

me mira como si le hablara en chino mandarín—. Ya sabes... separar las caras y


comerte lo de dentro. —Su silencio me da la respuesta—. ¿No lo has hecho nunca? —le

pregunto, a medio camino del horror.

—No —niega.

Se mete la Oreo en la boca y la mastica.

—¡Madre mía, Darrell! ¡¿En qué mundo vives?! ¡Te está s perdiendo lo mejor!

Cojo otra galleta del paquete, separo las caras y le acerco una a la boca.

Estamos circulando por una de las interminables carreteras rectas que surcan EE.UU,

así que no hay peligro de tener un accidente.

—Prueba —indico. Darrell saca la lengua y le da un lametazo al relleno blanco—.

Otra vez —le animo. El hombre de hielo repite el gesto y yo observo expectante como

cierra ligeramente los ojos con una inmensa expresió n de placer en el rostro—. Abre ya

lo ojos si no quieres que acabemos en la cuneta —digo en tono de triunfo.

—¿Quién ha inventado esto y por qué yo no sabía que podía hacerse?

Me encojo de hombros y le meto la galleta en la boca. Sus labios, suaves y

ligeramente hú medos, rozan las yemas de mis dedos. Me estremezco. Darrell es como

un cable de alta tensió n para mí.

—Tengo que enseñ arte muchas cosas —digo, olvidá ndome de que unos minutos antes

de que tía Emily me llamara le he dicho que estoy buscando trabajo y que en cuanto lo

encuentre rompo el contrato y me voy del á tico. Pero, ¿qué puedo hacer? Darrell es una

especie de imá n que me atrae continuamente hacia él. Es inú til tratar de alejarme. Pero

tengo que hacerlo, por mi bien y el de mi corazó n.

Darrell me mira con complicidad. Sonrío, aunque la sombra de mis pensamientos

planea sobre mi cabeza.

—¿Te fías de Paul para dejarle a cargo de la empresa? —le pregunto en tono serio

unas cuantas millas má s adelante. Ignoro la razó n, pero ese hombre no termina de
caerme bien.

Doy un mordisco a una Oreo. Ya casi nos hemos acabado el paquete.

—Es uno de los mejores economistas de la ciudad —responde Darrell, sin quitar la

vista de la carretera—. Es un buen negociador, pese a que sea un clasista insufrible.

¿Por qué me lo preguntas? ¿Crees que no debería fiarme de él?

—No sé... —Me encojo de hombros, aprieto los labios y tuerzo el gesto—. Hay algo

en él, en su actitud, que no me gusta, y no tiene nada que ver con que sea un clasista

insufrible y un imbécil redomado.

—Si quieres pido una orden de alejamiento para que no se te acerque a media milla

—se mofa Darrell.

Me echo a reír mientras mastico.

—No te preocupes por eso —digo, chupá ndome los dedos—. Podría encargarme

perfectamente de él, llegado el caso. Tengo muy mala leche con lo imbéciles.

—¿Por qué será que no me sorprende?

—Porque me vas conociendo.

—Sí, y he visto que tienes un cará cter de los mil demonios —afirma Darrell con la

intenció n de vacilarme.

—Vaya... y eso lo dice el hombre que nunca sonríe —argumento. Me callo que le

llamo el hombre de hielo—. Desde luego no podrías ganarte la vida haciendo

publicidad de dentífricos.

—Bueno, lo haría posando con elegantes trajes de Dolce & Gabbana, como ese

modelo al que segú n Lissa y tú decís que me parezco tanto... ¿Có mo se llamaba?

—Sean O ́Pry —respondo.

—Sí, ese, Sean O ́Pry.

—Por cierto, Lissa y yo no somos las ú nicas que lo pensamos. Katy y Rachael, la
estilista y la peluquera que contrataste para que me ayudaran a vestirme para la fiesta

de la embajada Britá nica, también lo piensan.

Darrell enarca una ceja.

—¿Ellas también?

—Sí.

—Al final voy a tener que preguntar a mi madre si dio a luz a gemelos y a uno lo dejó

en la puerta de un convento de monjas ursulinas.

—Pues no estaría de má s que se lo preguntaras —continú o con la broma.

—Lo haré, porque este asunto de parecidos razonables empieza a ser sospechoso de

cojones. —Darrell guarda silencio un momento—. De todas formas, Paul tiene a todo

un equipo de administració n detrá s —asevera, retomando el tema—. Se le echarían

encima como una jauría de perros salvajes si no hiciera bien las cosas, o si tratara de

jugá rmela. Siempre procuro cubrirme las espaldas.

—Es normal. Está s en la obligació n de hacerlo, de curarte en salud. Me imagino que

no han de faltarte enemigos.

—El poder y el dinero atraen amigos y enemigos a partes iguales. Aunque, en este

caso, son má s peligrosos los «amigos» que se te acercan que los enemigos.

—Me hago una idea de a qué clase de «amigos» te refieres —digo, usando el mismo

tono de voz que ha usado él—. A esos que en silencio te dan puñ aladas traperas por la

espalda y te venden al mejor postor —matizo.

—En efecto. A esos mismos —confirma Darrell—. A los enemigos declarados al

menos los ves venir y puedes presentarles batalla abierta —concluye—. Por norma

general, suelen ser má s legales y menos traicioneros.

—Aú n todo y a pesar de tener una jauría de perros salvajes detrá s de ti cubriéndote

las espaldas y dispuestos a arrancarle las extremidades a cualquiera que no haga las
cosas bien, ten vigilado a Paul, ¿vale? —mi voz suena con una nota de preocupació n.

—¿Te quedarías tranquila si te digo que lo tendré vigilado?

—Sí.

—Está bien. Lo tendré vigilado.

En esos momentos las primeras notas de la canció n A sky full of stars de Coldplay

suena en la radio. Doy un salto en el asiento. ¡Me encanta esta canció n! ¡Me encanta!

¡Me encanta! ¡Me encanta! Es un chute de energía. Inconscientemente empiezo a tararear

la letra.

—Cause you ́re a sky. Cause you ́re a sky full of stars. I m
́ going to give you my

heart...

Darrell se gira hacia mí y entorna los ojos. Al principio me corto y bajo la voz,

aunque sigo canturreando. No puedo evitarlo.

—¿Por qué no cantas conmigo? —le pregunto de pronto.

—¿Cantar?

—Sí, cantar. Ya sabes, producir sonidos melodiosos con la voz... —digo con un

matiz de ironía—. ¿Nunca has cantado? No sé, cuando está s en la ducha, cuando está s

solo...

Y se lo pregunto porque estoy convencida de que no, porque Darrell no hace cosas

normales. A veces creo que ni siquiera hace cosas divertidas.

—Seguro que no canto bien —se excusa.

—¿Y qué má s da? Yo canto como si estuvieran atropellando a un gato...

Alargo la mano y subo el volumen.

—Lea...

—Vamos, Darrell. Pruébalo. Ya verá s que subidó n.

La canció n está en su punto álgido y yo me vuelvo a arrancar a cantar, moviendo un


poco los hombros.

—I want to die in your arms, arms. Cause you get lighter the more it gets darks...

Venga, Darrell —insisto. Subo el tono de voz, cierro el puñ o como si fuera un

micró fono y lo acerco a la boca de Darrell. Entonces empieza a cantar conmigo y yo me

vengo arriba—. And I don ́t care. Go on and tear me apart. I don ́t care if you do...

Ambos nos animamos a cantar má s alto, hasta que nuestras voces inundan el coche.

—Uhhh... Uhhh...Uhhh...

Lo miro de reojo y una sonrisa se escapa de mis labios cuando veo que le brillan los

ojos y que no se lo está pasando nada mal.

CAPÍTULO 50

Sin darme cuenta, me retrepo en el có modo asiento, recuesto la cabeza en el

reposacabezas y antes de que cuente diez me quedo dormida como un tronco.

—Bienvenida al mundo, Bella Durmiente —dice Darrell cuando me despierto.

—¿Cuá nto llevo dormida? —pregunto.

—Unas cuatro horas.

—Joder, soy como un oso —digo, incorporá ndome un poco.

En esos momentos es cuando veo que tengo echada por encima una manta con el

dibujo de un recorte de un comic de Spiderman, y que la ú nica persona que ha podido

arroparme con ella ha sido Darrell, o la niñ a de la curva. Entonces quiero pensar que

ha sido Darrell, la otra posibilidad me da grima.

—Tienes algo menos de pelo —bromea con el símil del oso.

—Y huelo algo mejor —apunto.

—Sí, eso también.

Me gusta verlo de buen humor. Creo que está haciendo un esfuerzo para que la
situació n que se ha dado con mi padre sea má s llevadera para mí y se lo agradezco

enormemente, porque no sé muy bien có mo voy a reaccionar cuando lo vea y cuando...

muera. Todo es tan extrañ o. Me pregunto qué pensará tía Emily y el resto de la familia

al verme aparecer en el hospital y, sobre todo, al verme aparecer con Darrell. No he

pensado aú n qué les voy a decir, có mo le voy a presentar.

—¿Está s bien? —se interesa Darrell mientras sigue conduciendo—. Te has quedado

muy callada.

—Sí —respondo escuetamente—. Es solo cansancio.

—Duerme otro rato —me dice—. Todavía tenemos camino por delante.

—Ya he dormido bastante. —Se me escapa un leve bostezo, que trato de reprimir,

pero no puedo—. Prefiero estar despierta, o voy a pasar de parecer un oso a parecer

una marmota.

Vuelvo a echar un vistazo a la manta. Un momento: ¿Spiderman? Frunzo el ceñ o.

¿Qué coñ o hace Darrell con una manta de un superhéroe?

—No sabía que fueras fan de Spiderman —comento sin poderme reprimir.

—No es mía, es de mi sobrino —me aclara—. La tenía guardada en la guantera del

coche desde la ú ltima vez que lo fui a ver.

—No sabía que tuvieras un sobrino.

—En realidad tengo cuatro: dos sobrinos y dos sobrinas.

—Vaya...

Dudo si preguntar algo, no quiero parecer una cotilla, pero antes de que me decida,

Darrell se arranca a hablar de nuevo.

—Alice y Alan son hijos de mi hermano Andrew y Jason y Jane, que son mellizos,

hijos de mi hermana Jenna.

—Curioso juego de iniciales.


—Extravagancias de familia —apunta Darrell. Sonrío—. Andrew y Jenna son mis

medio hermanos, son hijos de mi madre con el que es su segundo marido, Randy.

—¿Nunca... Nunca te has planteado tener...?

—¿Hijos? —Darrell termina la frase por mí.

—Sí. Ahora se pueden tener sin necesidad de pareja.

Darrell frunce los labios.

—No estoy seguro de que fuera capaz de darles todo el amor que se les debe de dar a

los hijos y a los niñ os en general.

—Por tu enfermedad...

—Sí. La alexitimia es un trastorno mucho má s complejo y limitante de lo que parece.

A veces es frustrante. Querer sentir y no poder.

Me quedo mirá ndolo durante unos segundos; su rostro se ha ensombrecido. Quizá s

sea buena idea dejar de ahondar en su problema.

—Pues yo quiero tener tres hijos —digo con voz animosa.

—¿Tres? ¿Nada má s y nada menos? —Darrell parece asombrado.

—Sí; dos niñ os y una niñ a: James, Kyle y Malcolm.

—¿También tienes pensado los nombres?

Afirmo moviendo la cabeza de forma exagerada.

—Y en ese mismo orden —digo con desenvoltura—. Claro, que a lo mejor después

termino rodeada de gatos. Decenas, cientos, miles de gatos. ¿Te imaginas?

—No me lo imagino, la verdad —me contradice Darrell.

Arrugo la frente.

—¿No? ¿Me imaginas sola pero sin gatos? Eso es mucho peor.

—No te imagino sola, ni con gatos ni sin gatos.

—Ummm...
—Má s tarde o má s temprano encontrará s a tu caballero andante —asevera Darrell.

—Yo no lo tengo tan claro —le rebato.

—Pero yo sí. Es una ecuació n matemá tica: exacta.

—Muy bien traído el símil dada nuestra afició n a las matemá ticas —digo.

—Eres divertida, inteligente, comprensiva y ademá s, guapa.

—¿Te parezco guapa?

—Me pareces preciosa. Eres preciosa —matiza.

Me ruborizo. ¿Por qué me ruborizo siempre que Darrell me halaga de una u otra

manera? ¿Por qué me ruborizo siempre que hablo con él? Soy una payasa.

—¿Qué hombre no se enamoraría de ti? —pregunta Darrell.

Un torrente de palabras sale de mis labios antes de que pueda frenarlo.

—Un hombre como tú —digo.

¡Maldita sea! ¡Tierra trá game! ¡Trá game, por favor!, exclamo en silencio para mis

adentros. ¿Por qué nadie me cierra la puñ etera boca? ¿Por qué siempre acabo quedando

en evidencia delante de Darrell?

—Lea, seguro que yo estaría ya perdidamente enamorado de ti si no fuera por el

trastorno que sufro —se apresura a decir Darrell antes de que me muera de vergü enza

—. Afortunadamente no hay muchos como yo.

—Los hay peores —apunto—. Te lo aseguro. Al menos tú eres sincero contigo mismo

y con los demá s.

—Pero eso no evita el dañ o que a veces provoco en los que me rodean.

—¿A qué te refieres?

—A mi madre, a mis hermanos, a mis sobrinos, incluso a las mujeres que se han

enamorado de mí. —Mis sentidos se ponen en alerta—. No puedo corresponder a su

amor, ni al de los unos, ni al de las otras.


—Entiendo... —Mi voz sale muy baja.

—Para mi madre es muy duro tener un hijo al que no le sale abrazarla, besarla o

decirle «te quiero» —explica Darrell con una expresió n apesadumbrada en el rostro.

Por un momento me pongo en el pellejo de su madre. Sacudo la cabeza. ¿Có mo se

hubiera sentido la mía si yo no la hubiera abrazado o besado cuando nos quedamos

solas? ¿Si no la hubiera abrazado, besado o dicho «te quiero» cuando luchaba contra el

cá ncer? La sensació n tiene que ser horrible y frustrante.

—Horrible, ¿verdad? —me pregunta Darrell, leyendo mis pensamientos.

—Pero tú quieres a tu madre —afirmo rotundamente—. Me juego el cuello a que

matarías por ella.

—Por supuesto. —Darrell no duda la respuesta ni un segundo—. Sería capaz de

hacer cualquier cosa porque estuviera bien.

—Entonces, ahí lo tienes, aunque no seas consciente de ello.

—No es tan sencillo...

—Lo sé, Darrell, lo sé. Sé que no es sencillo. Nada sencillo. Pero eso no significa

que no dieras la vida por tus seres queridos, y te aseguro que eso es mucho má s de los

que otros harían.

Darrell reflexiona unos instantes.

—No soy un monstruo, ¿verdad, Lea? —me pregunta.

—No, Darrell. Ya te lo he dicho otras veces, no eres ningú n monstruo.

Algo en su rostro tenso se relaja, como si mis palabras le hubieran aliviado un poco

la carga. La alexitimia es una losa para él, una losa grande y pesada que soporta en los

hombros y que hace que se vea como un monstruo.

—¿En qué piensas? —me dice, al ver la expresió n de mi cara.

—Yo no estoy tan segura de que no sientas, o de que no seas capaz de demostrar tus
emociones, aunque tal vez lo hagas de forma diferente al resto.

—No te entiendo.

Me muerdo el interior del carrillo.

—No eres indiferente a algunas cosas. —Darrell arquea las cejas en un gesto

interrogativo—. Cuando está s enfadado conmigo, o molesto, tu sexo es má s... agresivo,

má s autoritario, má s exigente —continú o—. No sé si me explico...

—Perfectamente. ¿Sabes cuá ndo han sido esos momentos?

—Cuando me viste con Matt y anoche, cuando te dije que estaba buscando trabajo y

que cuando lo encontrara, me iría.

—No sé por qué, pero no me gustó verte abrazada a ese amigo tuyo y tampoco sé la

razó n, pero no quiero que te vayas.

—Pero tengo que hacerlo, Darrell.

—¿Por qué?

—En otro momento te respondo a esa pregunta, ¿vale? Cuando volvamos a Nueva

York, hablaremos.

—Está bien —se resigna Darrell—. Hablaremos cuando volvamos a Nueva York.

CAPÍTULO 51

—¿Paramos a comer algo? —me pregunta Darrell cuando el escarlata del crepú sculo

empieza a cubrir el cielo tímidamente, ya libre de las nubes plomizas que había en

Nueva York.

—¿Se han acabado las Oreo? —digo.

—No, queda medio paquete, pero es bueno que metamos algo má s contundente en el

estó mago. No nos vaya a dar una subida de azú car o un parraque.

—Vale —respondo sonriendo—. Paremos a comer algo, entonces. Ademá s, así


descansas un rato. No es bueno conducir tantas horas seguidas.

—No te preocupes por eso —se apresura a decir Darrell—. Me encanta conducir y

no estoy cansado.

—Pero no está de má s que nos dé un poco el aire.

Un par de millas después emerge ante nosotros la silueta de un pequeñ o pueblo de

casas bajas. A la entrada hay una gasolinera y un modesto bar donde sirven bocadillos y

tapas.

—¿Qué te apetece comer? —pregunta Darrell mientras consulta la variedad de

bocadillos que tienen.

—Una ensalada estará bien —contesto.

—¿Vas a comer solo una ensalada?

—Se me ha cerrado el estó mago.

Darrell me contempla durante unos segundos.

—Una ensalada y un bocadillo de atú n con pimientos para la señ orita y un par de

bocadillos de lomo con pimientos para mí —le indica al camarero.

—¿Agua o refresco? —nos pregunta.

Darrell me mira para que responda primero.

—Para mí agua —digo.

—Para mí también.

—Enseguida —dice el camarero.

Cuando se aleja, lo miro fijamente.

—¿Qué? —pregunta.

—Darrell, te he dicho que solo quiero una ensalada, que no tengo hambre.

—Tengo que cuidarte, Lea —afirma, mientras esperamos al camarero—. Sobre todo

en estos momentos.
—Pero...

—Ya sé que no lo pone en el contrato —me corta—. Y no lo hago en calidad de

pareja, novio, o como quieras llamarlo, lo hago en calidad de amigo.

—¿En calidad de amigo?

—Sí, en calidad de amigo. No tiene nada de malo, ¿no?

Tardo unos segundos en responder.

—Supongo que no.

El camarero aparece con nuestros bocadillos y los deja encima de la barra,

interrumpiendo el hilo que habían comenzado a tejer mis pensamientos.

—¿Nos sentamos fuera? —le sugiero a Darrell.

Asiente.

Salimos fuera del bar y nos sentamos en un banco de madera situado en uno de los

lados de la puerta. La brisa corre suavemente entre nosotros, refrescá ndonos. Darrell se

quita la americana, la deja recostada sobre el respaldo y se arremanga la camisa.

—¿Hace cuá ntos añ os que no ves a tu padre? —me pregunta, dando un bocado a su

bocadillo.

—No lo sé... Hace tantos que perdí la cuenta, pero muchos. —Hago un cá lculo

mental rá pido—. Once o doce... Quizá s alguno má s.

Darrell arruga la frente.

—Realmente son muchos —opina.

—¿Cuá nto tiempo llevabas tú sin ver al tuyo antes de que falleciera?

—Dos. Estuve con él algú n fin de semana, pero no tragaba a la mujer con la que

estaba. Así que le pedí a mi madre que no me dejara ir con él nunca má s.

Cojo el pequeñ o bol de plá stico donde me han echado la ensalada y doy una pinchada

con el tenedor.
—Supongo que fue durísimo para ti.

Darrell se encoje de hombros.

—No má s de lo que lo fue su abandono —alega.

—¿Có mo crees que hubieras reaccionado si finalmente le hubieras visto después del

accidente? —le pregunto.

Darrell alza los ojos y contempla el horizonte con la mirada perdida.

—No lo sé —responde—. Supongo que hubiéramos hablado...

—¿Le hubieras perdonado si te hubiera perdido perdó n?

Darrell termina de masticar el trozo de bocadillo que ha mordido.

—Tampoco lo sé. —Se queda pensando un instante sin apartar los ojos del horizonte

—. Pero creo que sí, que le hubiera perdonado.

—Yo no sé qué le voy a decir, o qué voy a hacer —digo, moviendo la ensalada de un

lado a otro del bol—. Para mí, mi padre es un auténtico desconocido. Es Mitch, un

hombre que vive en Atlanta y que ahora se está muriendo en un hospital víctima de un

cá ncer terminal.

—Pero no deja de ser tu padre.

—Eso es lo peor. Que ese desconocido es mi padre.

—No pienses demasiado en cuá l va a ser tu reacció n, Lea, o en có mo tienes o debes

actuar —me aconseja Darrell—. No soy la persona má s indicada para decirte esto,

pero deja que sea el corazó n el que te diga qué hacer, y sino, deja que lo haga tu

conciencia. En mi caso es ella a la que hago caso, puesto que mi corazó n es mudo.

Giro el rostro hacia Darrell, que me está mirando con sumo interés. Me mordisqueo

el interior del carrillo.

—Es un buen consejo. Gracias —le agradezco.

En silencio, alarga la mano y pasa su dedo pulgar suavemente por mi labio inferior,
sin apartar la vista de mi rostro. Al contacto, del todo inesperado, un golpe de rubor me

asciende por las mejillas.

—Tenías un poco de salsa —me dice con voz suave.

—Gracias —digo en un hilo de voz, bajando la cabeza y colocá ndome un mechó n de

pelo detrá s de la oreja.

Me quedo estupefacta cuando Darrell se lleva el dedo a la boca con los restos de

salsa y lo lame. El gesto es sexy no, lo siguiente.

—¿Te apetece dar un paseo? —sugiere.

Todavía no es de noche. El crepú sculo aú n sigue extendiéndose como un charco de

tinta por el cielo despejado.

—Sí —respondo.

Tiramos las sobras en la papelera que hay al lado. Darrell coge la americana del

respaldo del banco, se la vuelve a poner y enfilamos los pasos hacia un parque lleno de

á rboles que hay en frente del bar.

—¿Desde cuá ndo sufres alexitimia? —le pregunto segú n avanzamos por el sendero

de tierra que atraviesa el parque.

Darrell lleva las manos metidas en los bolsillos del pantaló n mientras camina a mi

lado. Encoge ligeramente los hombros.

—Desde siempre —responde—. No recuerdo un momento de mi vida en que no me

haya sentido vacío. La diferencia es que antes no le ponía nombre ni sabía que era una

enfermedad. Pero siempre he sido antisocial, solitario, introvertido, serio... frío —

concluye.

—¿Crees que el abandono de tu padre pudo ser el detonante?

Darrell mueve la cabeza, negando.

—Antes de que mi padre nos abandonara yo ya era así —dice.

Su voz suena extrañ a. Juraría que con un sentimiento de culpabilidad. Pero, ¿por qué?
No lo entiendo. Inmediatamente después caigo en algo.

—¿No pensará s que tu padre os abandonó por tu culpa? —le pregunto.

¡Joder!, no me puedo creer que le haya hecho esa pregunta. ¿Quién narices me manda

meterme donde no me llaman? ¿Quién? Darrell es extremadamente reservado con su

vida, no me extrañ aría que me mandara a la mierda. Abro la boca para pedirle perdó n,

pero me sorprende que me responda y que lo haga de buena gana.

—No fui un niñ o fácil, Lea —confiesa. Y entonces mis sospechas se cristalizan de

golpe. Darrell se siente culpable de la separació n de sus padres—. Nada fácil.

—Que fueras un niñ o... difícil, no es motivo para que tus padres se separaran. Eso

fue una decisió n de adultos; los sentimientos cambian, la gente cambia y el amor se

acaba...

—Yo no estoy tan seguro...

—No, Darrell, no —lo interrumpo con obstinació n—. Tienes que quitarte esa idea de

la cabeza. Yo fui una niñ a obediente y responsable y mi padre se largó de casa

dejá ndonos a mi madre y a mí solas. ¿Y por qué fue? ¿Por qué quizá era demasiado

obediente y responsable y quería una hija má s rebelde? ¿Por qué quería un hijo en vez

de una hija? No. ¡Lo hizo porque era un cabró n y un irresponsable!

Nos detenemos frente a una fuente de querubines. Los ú ltimos rayos de sol le

arrancan destellos plateados al agua. Estiro el brazo y coloco la mano debajo del

chorro. Sale fresco y limpio como en un manantial.

—No quiero que te tomes a mal lo que te voy a decir, Darrell, y tampoco quiero que

pienses que soy una entrometida, o que me estoy metiendo donde no me llaman —

comienzo a decir, intentando ser cautelosa con mis palabras—, pero quizá s deberías

hablar con tu madre sobre esto, preguntarle por qué se fue tu padre, si discutían mucho,

si se terminó el amor, si era un mujeriego... Un matrimonio es cosa de dos y hay un


abanico de infinitas posibilidades por las que se puede romper.

Darrell me mira con suma atenció n, como si me estuviera estudiando, con una

expresió n indulgente en el rostro de á ngulos perfectos.

—Lo siento, tal vez estoy hablando demasiado... —digo.

—Eres una de las personas má s sensatas que he conocido en mi vida —dice de

pronto—. Tu sentido comú n es envidiable.

—La vida me ha hecho madurar deprisa —comento algo azorada.

—Has tenido una vida dura...

—Bueno, igual que muchas otras personas. La tuya tampoco ha sido fácil.

—Tienes razó n, pero la tuya ha sido especialmente dura; el abandono de tu padre, la

enfermedad de tu madre, su muerte, los problemas econó micos por los que has

pasado... La vida no ha sido generosa contigo, Lea.

Aprieto los labios y guardo silencio. Darrell sigue mirá ndome sin decir nada. Ahora

es cuando me besa, ¿no? Eso es lo que ocurre en las películas y en las novelas

romá nticas. Casi estoy a punto de cerrar los ojos y abrir la boca esperando sus labios.

Los nervios vuelven a dominarme.

—¿Seguimos el camino? —me pregunta Darrell—. Todavía nos quedan algunas horas

para llegar a Atlanta.

¿Qué? ¿He oído bien? ¿Me ha preguntado que si seguimos el camino? ¡Mierda! Toda

la magia del momento se rompe en mil pedazos y mi desilusió n crece como la espuma

dentro de mí.

¿Có mo he podido pensar que Darrell iba a besarme? ¿Acaso se me ha olvidado el

problema que tiene? ¿Acaso se me ha olvidado que es el hombre de hielo?

—Sí —respondo, antes de que pueda notar la decepció n en mi cara.


CAPÍTULO 52

—¿Tienes carnet de conducir? —me pregunta Darrell cuando llegamos al coche.

—Sí —afirmo—. Me lo saqué hace un par de añ os.

—Perfecto. Así yo descanso un rato má s mientras tú conduces.

Darrell abre la puerta del copiloto y se sienta.

—¿Qué? —digo incrédula. Frunzo las cejas como si acabara de comerme un limó n y

abro la boca de par en par. Estoy flipada.

—¿A qué viene esa cara, Lea?

—Que tenga carnet de conducir no significa que sepa conducir —arguyo—. Excepto

el de la autoescuela, no he cogido un coche en mi vida.

—Conducir es como montar en bici, o como follar, no se olvida nunca.

—Vaya... qué comparaciones má s ilustrativas —comento a media voz.

—Vamos —insiste.

—Darrell, no voy a conducir tu coche —afirmo con semblante tozudo.

—¿Por qué no?

—Porque es... intimidante.

—¿Intimidante?

—Sí, intimidante.

—Lea, es simplemente un coche. —Darrell intenta hacerme entrar en razó n.

—No es simplemente un coche. Un coche es un Renault, un Citroën, un Ford, un

Peugeot. Esto es una bestia del asfalto —apunto.

—Por favor, Lea, no digas tonterías y sube.

Paseo la mirada por el Jaguar negro aparcado a un escaso metro de mí y empiezo a

verlo realmente como un monstruo de proporciones enormes. Largo, grande, oscuro,


temible...

—No está s dispuesto a rendirte, ¿verdad? —le pregunto a Darrell, cuando me doy

cuenta de que no tiene ninguna intenció n de bajarse del asiento del copiloto.

Darrell simula pensar una respuesta.

—No —dice, negando al mismo tiempo con la cabeza.

—Me lo temía... —mascullo.

Tras vacilar unos segundos, suelto el aire que he estado reteniendo en los pulmones y

entro en el coche. Darrell me mira divertido.

—¿Te hace gracia? —le pregunto algo molesta al ver que se ha salido con la suya.

—No, no me hace gracia —dice, pero está mintiendo, lo veo en el fondo de sus ojos

azules. Si tuviera otra forma de ser, si fuera de otra manera, ahora mismo se estaría

partiendo el culo.

—Los hombres no soléis dejar el coche a las mujeres. ¿Por qué me dejas el tuyo a

mí? —digo, tratando de disuadirle de su idea, que pese a todo, no me deja de parecer

descabellada.

—Porque yo no soy como los demá s hombres —contesta Darrell mientras regula el

asiento y lo ajusta a mi tamañ o—. A estas alturas ya deberías saberlo —subraya muy

cerca de mí.

Carraspeo y lo contemplo unos segundos.

Por supuesto que no eres como el resto de los hombres, pienso embelesada.

Llevo la vista al frente, poso las manos en el volante de cuero y me doy cuenta de la

cantidad de botones y pequeñ as luces que hay a lo largo del salpicadero, y de que le

dan un aire de nave espacial. ¿Se utilizan todos, o algunos solo son de adorno?

—Ponte el cinturó n —dice Darrell, echá ndose él el de su lado—. ¿Preparada? —me

pregunta, cuando finalmente me abrocho el mío.

—No —respondo rotunda.


Trago saliva, pero no me pasa de la garganta. Intento recordar algo de las clases de la

autoescuela, pero no me viene nada a la cabeza. Absolutamente nada. Me he quedado en

blanco.

—Pisa el embrague, el freno y arranca —me indica Darrell.

—¿Tienes seguro de vida? —le pregunto, aferrada al volante como si me fuera la

vida en ello.

—Sí —responde Darrell—. Tengo un par de ellos.

—Bien, quizá s los tengas que utilizar —digo.

Sigo sus indicaciones y me doy con un canto en los dientes cuando consigo poner el

coche en marcha, que ronronea como un gatito bajo mis pies. Sin ser muy consciente de

có mo, lo saco del aparcamiento sin hacerle ningú n arañ azo.

—¿Dó nde diablos está la palanca de las marchas? —pregunto nerviosa.

—Es automá tico.

—¿Automá tico?

De pronto aquella bestia parda empieza a dar fuertes trompicones, hasta que se me

cala.

—Esto no es una buena idea, Darrell —digo frustrada.

—Yo creo que es una idea estupenda —opina él sin inmutarse.

Suspiro y trato de calmarme. Sigo de nuevo las indicaciones que me ha dado antes

Darrell y logro arrancar el coche por segunda vez. No está mal.

Venga Lea, tú puedes, me animo a mí misma. Joder, no tiene que ser tan difícil cuando

casi todo el mundo conduce. Giro el rostro y miro a Darrell. La confianza que

desprenden sus ojos me da fuerza.

—Allá vamos —digo, sonriendo.

Suelto ligeramente el embrague y voy acelerando despacio hasta que el coche avanza
unos metros sin ahogarse. Cuando alcanzo la carretera sin ningú n percance, no puedo

evitar venirme arriba.

—Estoy conduciendo, Darrell —exclamo entusiasmada—. ¿Lo ves? Estoy

conduciendo...

—¿En qué momento lo has dudado, princesa? —me pregunta.

Mi boca se abre en una sonrisa amplia y distendida. A medida que voy sintiéndome

má s segura, voy cogiendo confianza y voy apretando el acelerador casi sin darme

cuenta, hasta que la velocidad roza el límite permitido. Conducir el Jaguar de Darrell

es una experiencia casi religiosa.

Unas millas má s adelante, Darrell alarga la mano y posa el índice en un botó n verde

oscuro de los tantos que hay en el salpicadero. Cuando lo oprime, la capota del coche

comienza a plegarse sobre nuestras cabezas.

—Wow... —digo, alucinada.

En cuanto la cubierta baja completamente y el Jaguar se transforma en un

impresionante descapotable, el aire me acaricia el rostro y me agita los mechones de

pelo, ese que tanto le gusta a Darrell que lleve suelto. Piso el acelerador un poco má s y

de pronto empiezo a experimentar una sensació n de libertad como no he sentido nunca.

Me apetece reír, gritar, cantar, llorar de la emoció n, pero opto por lanzar un grito

para soltar la adrenalina que circula en torrente por el interior de mis venas.

Miro de reojo a Darrell, que permanece atento a cada una de mis reacciones. El

momento me hace olvidarme de todo y durante unos segundos soy feliz.

Y bajo el cielo anaranjado del crepú sculo seguimos nuestro camino hacia Atlanta.

CAPÍTULO 53
Unas cuantas millas antes de llegar a Atlanta, intercambio posiciones con Darrell,

que vuelve a tomar el control del Jaguar; yo ya he tenido suficiente por hoy.

Cuando entramos en la ciudad es noche cerrada y las calles está n prá cticamente

vacías. Solo algunas luces dispersas resplandecen en los rascacielos.

—¿En qué calle está el Kindred Hospital? —me pregunta Darrell.

—En el 705 de Juniper —contesto.

—Sé por dó nde cae...

—¿Ah, sí?

—Sí, una de las sedes de mi empresa está situada en una calle paralela. Suelo venir

aquí a menudo.

—Ummm... —murmuro algo sorprendida. Aunque no sé por qué, si las empresas de

Darrell está n repartidas por medio EE.UU.

Un cuarto de hora después estamos entrando por las puertas acristaladas del Kindred

Hospital.

—¿Podría decirme en qué habitació n está ingresado Mitch Swan? —pregunto a la

mujer morena y de ojos grises que hay detrá s del mostrador de recepció n.

—Un momento, por favor —dice. Asiento mientras la mujer teclea el nombre en el

ordenador—. En la habitació n 455, en la planta cuarta —nos indica finalmente.

—Gracias —le agradezco.

El hospital está también casi vacío a estas horas, a excepció n de los celadores y el

personal sanitario, así que subimos al ascensor sin tener que esperar.

—¿Có mo está s? —se interesa por mí Darrell.

—Bien —digo.

—Y nerviosa —observa—. No paras de morderte el carrillo.

—Sí, también. Mi tic es bastante delatador. —Intento sonreír pero creo que no logro
despegar ni siquiera los labios.

—Es normal, Lea. Es tu padre.

Las puertas de acero se abren y ante nosotros se extiende un largo pasillo de paredes

blancas e inmaculadas. Como en todos los hospitales del mundo, huele a antiséptico y a

medicinas.

Busco el lado donde está n las habitaciones pares y tras dejar atrá s el control de las

enfermeras, veo el característico cardado de pelo negro de tía Emily. Está sentada

cabizbaja en una silla de plá stico gris de una hilera de ellas que hay pegada contra la

pared.

—Tía Emily... —digo a media voz, cuando la alcanzamos.

Tía Emily alza la cabeza y sus ojos rojos y llorosos se encuentran con los míos.

Frunce ligeramente el ceñ o mientras trata de reconocerme. Hace añ os que no nos

vemos.

—¿Leandra? Oh, Leandra..., has venido —dice, levantá ndose de la silla. —Extiende

los brazos y me estrecha contra ella sin poder reprimir el llanto—. Al final has

venido... Gracias. Gracias.

—¿Có mo está ? —le pregunto, cuando deshacemos el abrazo.

—Muy mal —responde. Sorbe por la nariz y se pasa un pañ uelo de papel por las

lá grimas que ruedan por sus mejillas—. Muy mal... —repite, con la voz llena de

angustia y desconsuelo.

En ese momento repara en que no he venido sola y centra su atenció n en Darrell.

Supongo que estará preguntá ndose quién es y qué relació n tiene conmigo.

—É l es Darrell Baker, tía Emily —les presento—. Es... un amigo.

—Encantada —dice tía Emily acercá ndose a Darrell y dá ndole un par de besos.

—Encantado —responde Darrell.

—Tía Rosy está dentro con él, haciéndole compañ ía —comenta tía Emily—. Apenas
duerme por los dolores. Está sufriendo mucho —añ ade sollozado. Me contempla

fijamente—. Se va a alegrar mucho de verte, Leandra. Mucho. Ven...

Miro a Darrell, indecisa. É l asiente con la cabeza casi imperceptiblemente. Resoplo

y sigo a tía Emily hasta la habitació n. Tía Rosy, la hermana pequeñ a de mi padre, una

mujer teñ ida de rubio y con el mismo cardado de pelo que tía Emily, se gira hacia

nosotras al oír la puerta. Cuando me ve y cae en la cuenta de quién soy, se lleva la mano

a la boca con una expresió n mezcla de sorpresa y alegría.

—Mitch... —llama tía Emily a mi padre—. Mitch, mira quién está aquí...

Mi padre se gira y, cuando pasados unos segundos me reconoce, los ojos se le llenan

de lá grimas. Yo me quedo de piedra, inmó vil en mitad de la habitació n, sin llegar a la

cama. Su rostro está terriblemente demacrado, sin nada de color en la piel, con unas

ojeras violáceas gigantescas debajo de los ojos de color bronce. Una mascarilla de

oxígeno le cubre la boca.

—Leandra... Mi pequeñ a Leandra... —murmura con una voz que suena sin fuerzas.

Finalmente me acerco a la cama.

—Hola —le saludo, y aunque trato de llamarle «papá », no puedo. La palabra se me

queda atascada en la garganta. Así que me callo.

—Me alegro mucho de que hayas venido, pequeñ a —dice emocionado, retirá ndose la

mascarilla de oxígeno de la boca.

Tiene los labios agrietados y la lengua seca.

—Tranquilo. No te esfuerces —le aconsejo al advertir que respira con dificultad—.

Guarda las energías.

—¿Ves como al final ha venido? —le dice tía Emily con un gesto de visible felicidad

—. ¿Lo ves, Mitch? ¿Lo ves?

Mi padre asiente con la cabeza y en su cara hay un enorme alivio de verme allí.
—Gracias —me agradece en un suspiro.

Esbozo una leve sonrisa sin abrir la boca.

—Bueno, lo mejor será dejaros un rato a solas —comenta tía Rosy levantá ndose de

la silla. Se aproxima a mí y me da un fuerte abrazo.

—Muchas gracias por venir, Leandra —me susurra al oído—. Muchas gracias.

Asiento mientras me coloco el pelo detrá s de las orejas.

Cuando tía Rosy y tía Emily salen de la habitació n y cierran la puerta tras ellas, oigo

la débil voz de mi padre a la espalda. Me doy la vuelta. Me parece que aú n se le ve

má s demacrado que antes, y eso que solo han pasado unos minutos.

—¿Có mo está s? —pregunta, intentando empezar una conversació n.

—Bien.

—¿Qué es de tu vida? ¿Está s estudiando?

—Sí.

—¿Qué estudias?

—Matemá ticas.

Mi padre sonríe como si fuera algo que ya supiera y que yo simplemente le estuviera

confirmando.

—Siempre fuiste una niñ a muy aplicada —comenta—. Tu madre y yo decíamos que

eras muy inteligente, y el tiempo se ha encargado de demostrarlo y de ponernos a cada

uno en nuestro sitio.

—Ponte la mascarilla de oxígeno —digo en tono suave.

Le cuesta horrores respirar y oírle hablar con tanto esfuerzo me produce una punzada

de angustia en el corazó n. Sea mi padre o no, haya hecho las cosas bien o no, es un ser

humano que en estos momentos está sufriendo lo indecible.

Me hace caso y se coloca la mascarilla en la boca. La mano le tiembla, así que le


ayudo.

—La vida me ha puesto donde debo de estar —dice con la voz cargada de emoció n.

Su expresió n se vuelve apesadumbrada, triste, melancó lica—. Nunca debí abandonaros

ni a tu madre ni a ti. Pero ahora es demasiado tarde...

—Mamá murió hace dos añ os —le informo.

Los ojos de mi padre se abren ligeramente. Está claro que no sabía lo de la

enfermedad de mamá .

—¿Murió ? —repite incrédulo.

—Sí, víctima de un cá ncer de pecho.

—Dios mío, Ruth... —musita con desaliento—. Ruth... —Guarda silencio unos

segundos mientras asimila lo que le acabo de decir—. Todo se me quedó grande, muy

grande... —afirma, tomando de nuevo la palabra. Arrugo la frente. ¿A qué se refiere?,

me pregunto. É l continú a—. Tú , haber formado una familia, incluso tu madre se me

quedó grande... Y la ú nica salida que vi fue huir. Fui un inmaduro y un cobarde —

concluye, con los ojos arrasados en lá grimas. Rueda la mirada y la posa en mí—. Por

eso quería que vinieras, porque necesito pedirte perdó n, Leandra.

Me muerdo insistentemente el interior del carrillo. Deseo reprocharle muchas cosas,

lo mal que lo pasó mamá cuando él la dejó , las penurias econó micas, las noches en vela

llorando... Deseo gritarle, decirle que fue un inconsciente, un egoísta, que solo pensó

en él, que nunca se le ocurrió tener en cuenta las consecuencias que provocaría su

marcha... Sin embargo no soy capaz. Ahora solo es un hombre sin apenas fuerzas para

respirar y que apura las ú ltimas horas que le quedan de vida. Sería una crueldad por mi

parte acusarle de lo que él ya sabe, por lo que él ya se culpa. Ademá s, sé que a mamá

no le gustaría, porque ella lo amó hasta el final.

Mi padre levanta la mano para que yo se la coja. Cuando la tomo entre las mías noto
que la piel está fría y de un color mortecino.

—Necesito que me perdones antes de morir, pequeñ a —me pide—. Necesito

llevarme tu perdó n a la tumba.

Su voz suplicante me derrumba y los ojos se me llenan de lá grimas. Entonces la

palabra sale de mi boca sola, sin forzarla.

—Sí, papá. Te perdono —digo.

Me inclino y lo abrazo, porque sé que es lo que necesita.

—Gracias, gracias, gracias... —me agradece él repetidamente.

De pronto se queda sin aliento y tiene un fuerte acceso de tos.

—¿Está s bien? —le pregunto, deshaciendo el abrazo.

Inclina la cabeza, afirmando. Cojo un vaso de agua que hay encima de la mesita

auxiliar y le doy un poco con la pajita.

—¿Mejor? —me intereso.

—Sí —responde.

Un hilo de lá grimas surca sus mejillas, pero sonríe, y eso provoca que yo también

sonría.

CAPÍTULO 54

Espero a que mi padre se quede dormido y cuando salgo de la habitació n, sin ser

consciente de cuá nto tiempo he pasado dentro de ella, veo a Darrell sentado entre

medias de tía Emily y tía Rosy, que parecen estar entusiasmadas con su compañ ía.

Aunque la verdad, no me extrañ a. ¿Quién no lo estaría?

Me pregunto de qué habrá n hablado dado lo poco sociable que es Darrell, y a qué

clase de interrogatorio lo habrá n sometido. Tía Emily y tía Rosy pueden ser peor que la

Santa Inquisició n para obtener informació n de primera mano. Al menos eso es lo que
decía siempre mi madre.

Darrell me ve salir y viene a mi encuentro.

—¿Está s bien? —me pregunta.

—Sí —respondo, aunque me imagino que debo de tener los ojos rojos de tanto llorar.

—Está dormido —anuncio a mis tías.

—Estaréis cansados del viaje —nos dice tía Emily, que se ha levantado del asiento y

está a mi lado con un brazo alrededor de mis hombros—. Esta noche se queda

cuidá ndole tía Rosy. Así que lo mejor será que vengá is a mi casa a descansar, parejita.

—No hace falta—me apresuro a decir, intuyendo cuá les son sus intenciones—.

Podemos quedarnos en un hotel.

—¿En un hotel? ¿Teniendo yo casa aquí? —pregunta tía Emily—. ¿Dó nde se ha visto

eso?

—No queremos molestar...

—¿Molestar? —me corta—. No es ninguna molestia, Leandra. Ademá s, estaréis

mucho má s có modos en mi casa que en un hotel.

—Sí... bueno... pero somos dos personas má s y...

—Nada, nada, nada... Os venís a casa y no se hable má s —sentencia tía Emily.

Miro a Darrell, por si él me puede ayudar de algú n modo, pero no parece que la idea

le desagrade, porque no dice nada. Suspiro quedamente.

—Está bien, tía Emily, como quieras —digo resignada.

Tía Emily contempla el coche de Darrell con asombro, aunque no hace ningú n

comentario al respecto, lo cual agradezco.

Un rato má s tarde, después de circular tranquilamente por una Atlanta casi desierta,

llegamos a su casa, un acogedor piso de dos habitaciones decorado, pese a la edad de


mi tía, con un aire moderno y muy juvenil.

—Esta es vuestra habitació n —dice tía Emily, enseñ á ndonos un dormitorio con una

cama de matrimonio envuelta en una colcha de gigantescas flores de muchos colores.

Me pongo rígida. No creo que a Darrell le haga mucha gracia que durmamos juntos.

Pese a que anoche después de la fiesta yo le pedí que se quedara a dormir conmigo y él

finalmente accediera, estoy segura de que en cuanto me venció el sueñ o, se marchó .

—Tía Emily, Darrell y yo no... —me arranco a decir.

—¿Darrell y tú no, qué? —me corta de inmediato con una sonrisa pícara en los

labios—. Leandra, ¿no pensará s que soy tan anticuada como para creerme que no

dormís juntos? —me pregunta, dando por hecho que somos novios.

Pasa los ojos de mí a Darrell y de nuevo los posa en mí.

—Es que nosotros no... —balbuceo.

Pero tía Emily sigue sin dejarme hablar. Parece que le han dado cuerda.

—Lo ló gico es que durmá is juntos siendo novios... —apunta, empujá ndome hacia el

interior de la habitació n. De reojo alcanzo a ver que Darrell viene detrá s—. ¿Qué sería

de una pareja si no compartieran la cama? ¿Dó nde se iría la complicidad, el amor?

—Es que solo somos amigos... —intervengo de golpe.

Su sonrisa pícara se acentú a y niega con la cabeza.

—Amigos... amigos... —dice tía Emily, agitando la mano aspaventosamente sin dar

importancia a mi afirmació n—. Ahora lo llaman amigos.

¡No me cree! ¡Mierda! ¡¿Por qué diablos no me cree?! ¡¿Tan poco convincente

resulto?!

Maldigo para mis adentros. No sé có mo coñ o parar esto; se me está yendo de las

manos. Si tía Emily supiera realmente la relació n que nos une a Darrell y a mí se

escandalizaría, se echaría las manos a la cabeza y se arrancaría el cardado del pelo de


un tiró n.

—Gracias, Emily —dice de pronto Darrell, y parece que da por concluida la

conversació n. Me imagino que se habrá dado cuenta de que tía Emily es imposible.

Ella sonríe satisfecha. Claro que, como para que no sonría, ha terminado saliéndose

con la suya.

—Que descanséis —se despide mientras desparece detrá s de la puerta.

—Gracias, tía Emily. —Miro a Darrell—. Lo siento —digo —. Ya has visto có mo es

mi tía... Es misió n imposible convencerla de nada.

—No te preocupes —responde él.

—Teníamos que habernos quedado en un hotel —continú o.

Me siento en la cama. Má s bien me dejo caer en ella. Estoy agotada, tanto física

como anímicamente.

—Aquí vamos a estar bien.

La voz de Darrell suena comprensiva y eso me alivia. No quiero que se sienta

incó modo.

—Pero tú no duermes con nadie —arguyo, suavizando el tema—, lo pone en el

contrato y, ademá s, siempre me lo has dejado claro.

—Ya, Lea... —me calma en tono suave. Se acerca a mí y se coloca de cuclillas para

estar a mi altura—. Ya... —repite—. Ahora no importa cuá les sean mis costumbres, ni

lo que ponga en el contrato.

Bajo la cabeza y miro al suelo. Cuando alzo la vista de nuevo, Darrell me está

contemplando en silencio. Durante unos segundos le sostengo la mirada. Los ojos se me

humedecen. Guiada por un impulso, me lanzo a él y lo abrazo.

—Me siento tan mal —digo, aferrá ndome a su cuello—. Tan mal... Mi padre está tan

pá lido, tan demacrado. Si lo vieras... —sollozo sin poder contenerme—. Le cuesta


mucho respirar y casi no puede hablar. Está sufriendo tanto...

No pienso en si Darrell me va a rechazar o no, o en si le va a gustar o no... No

pienso en nada, solo me dejo llevar por el corazó n.

Para mi sorpresa, Darrell corresponde a mi abrazo y cuando noto sus enormes manos

alrededor de mi espalda me invade una sensació n exquisitamente reconfortante. No dice

nada, se mantiene callado, pero su contacto es suficiente para mí.

Cuando nos separamos, vuelvo a bajar la cabeza y a enfocarme en el suelo. Siento

una repentina vergü enza; debería haberme contenido. Me muerdo el interior del

carrillo, azorada.

—No quería incomodarte... —me disculpo, consciente de su trastorno.

—No me incomodas —afirma Darrell. Se incorpora y se sienta a mi lado—. ¿Có mo

ha ido el encuentro? —me pregunta.

Su voz es apaciguadora como un arrullo.

—Bien —respondo, sorbiendo por la nariz y enjugá ndome las lá grimas con los

dedos.

Darrell introduce la mano en el bolsillo del pantaló n, saca un pañ uelo y me lo tiende.

—Gracias —le agradezco mientras lo cojo y me seco el rostro con él. Darrell guarda

silencio, esperando que amplíe la informació n—. Me ha pedido perdó n... —comienzo

—. Dice que fue un inmaduro y un cobarde, que se le quedó grande la familia que había

formado con mi madre, que se le quedo grande mi madre y yo misma y que la ú nica

salida que vio fue huir. Está tan arrepentido... —susurro llorando al tiempo que mi voz

se va apagando poco a poco.

—¿Le has perdonado?

Afirmo con la cabeza, apretando los labios y conteniendo el llanto.

—Sí —respondo después—. Si le escucharas hablar... En su voz hay un terrible

sentimiento de culpa, de dolor. No pude... No pude negarle mi perdó n. ¡Se está


muriendo! Por encima de que sea mi padre, es un ser humano, y se está muriendo.

—Has hecho muy bien, Lea —opina Darrell—. Tu perdó n es lo ú nico que va a hacer

que descanse en paz.

Giro el rostro y lo miro con los ojos arrasados en lá grimas.

—Sí, ¿verdad? —alcanzo a pronunciar.

—Sí.

—Estoy segura de que es lo que hubiera querido mi madre —digo—. Ella amó a mi

padre hasta el ú ltimo minuto de su vida.

—Entonces ella también lo hubiera perdonado —saca como conclusió n Darrell.

—Sí, ella también lo hubiera perdonado —repito, esbozando un amago de sonrisa.

Darrell alarga la mano y en silencio me seca las lá grimas que ruedan por las mejillas.

CAPÍTULO 55

—¿Tienes preferencia por algú n lado de la cama? —le pregunto a Darrell.

—No, ¿y tú ?

—Tampoco. Aunque en la cama de la habitació n de tu á tico tiendo a ponerme en el

izquierdo. Pero no sé por qué.

Me encojo de hombros.

—Entonces el lado izquierdo de la cama es todo tuyo.

—Pero tampoco tengo ningú n lado favorito —digo con voz atropellada, por si él

prefiere el lado izquierdo—. Siempre he dormido en camas de noventa centímetros; así

que los dos lados eran míos...

Sonrío de medio lado, y no puedo evitar reparar en la musculació n definida de su

cuerpo desnudo, solo cubierto por unos bó xer de color blanco.


Darrell pasea los ojos por mí, observá ndome de arriba abajo.

—¿Hello Kitty? —me pregunta cuando ve que me he puesto un mini pijama con

dibujitos de la dulce gatita.

Me encojo de hombros otra vez y le sonrío, esta vez con aire inocente.

—Soy... fan de ella —digo, y antes de que me dé cuenta estoy mordisqueá ndome el

interior del carrillo. Seguro que este tipo de cosas le parecen una ñ oñ ería.

—¿Por eso la gatita rosa de peluche que te regaló tu madre se llama Kitty?

Asiento varias veces con la cabeza. No puedo negar que me asombra que Darrell se

acuerde de Kitty, la vieja gatita rosa de peluche que me regaló mi madre cuando yo

tenía cuatro añ os.

—Sí —afirmo—. ¿Te parece muy ñ oñ o? —le pregunto, volviendo a centrar la

atenció n en el pijama.

—No —responde Darrell.

—¿Muy friki?

—No.

—¿Muy cursi?

—No.

—¿Muy infantil?

—No —niega Darrell por cuarta vez consecutiva—. Me parece muy tú .

Frunzo el ceñ o y mis cejas se juntan hasta formar una sola.

—¿Muy yo? —repito.

¿Qué narices quiere decir eso? ¿Qué significa que algo es muy yo? No sé si suena del

todo bien.

—Sí —reafirma Darrell—. Es muy tú , es muy Lea Swan. Eres como una marca con

identidad propia.
—Ummm...

—Hay cosas que son muy características de tu personalidad.

—¿Y eso es bueno o es malo?

—Es bueno, porque te hacen una persona ú nica y especial, muy especial... De hecho,

eres una de las personas má s especiales que conozco.

¡Ay, Dios! ¿Y eso que significa ahora? ¿Y si lo dice porque le parezco rara como un

perro verde en una montañ a morada?

—¿Especial por rara, o especial por original? —me adelanto a preguntarle.

—Un poco de ambas, sin que raro sea algo despectivo —aclara—. Todo lo contrario;

y también especial por diferente, por atípica, por asombrosa, incluso por bella... Tu

color de ojos y tu color de pelo son de lo má s extrañ os —añ ade.

—Eso me dijo Rachael, la peluquera. Dice que debería patentarlo.

—Pues no es una mala idea.

—Oye, igual me lo pienso —bromeo. Guardo silencio un momento—. ¿Entonces me

quedo con el lado izquierdo? —digo.

—Sí, yo me pongo en el derecho.

—Vale. —Mi tono es tímido.

Me dirijo a la cama, la abro y me meto en ella mientras Darrell termina de sacar

algunas cosas de la maleta. Estoy nerviosa. Me quedo pensando unos instantes; no

debería de estarlo; Darrell y yo ya nos conocemos íntimamente, hemos compartido

fluidos corporales de manera reiterada. De hecho, follamos todos los días, incluso

varias veces dentro de un mismo día desde que firmé el contrato y me mudé a su casa,

pero nunca hemos dormido juntos. Y lo de ayer no cuenta.

—Está s muy pensativa. ¿Te encuentras bien?

La voz de Darrell me devuelve a la realidad. Cuando levanto los ojos está apartando
la colcha y la sá bana para meterse en la cama.

—Sí —contesto.

Trago saliva repetidas veces.

—Espero no roncar —dice al tumbarse a mi lado.

Se me escapa una risilla.

—Si roncas te meteré un calcetín en la boca —bromeo.

—¿Serías capaz?

—Por supuesto que sería capaz y, ademá s, estaría sudado.

—¡Dios santo, eres una bruja!

Estallo a reír a carcajadas, no sé si por los nervios o por la cercanía de Darrell, que

me tiene atacada.

—¿Dó nde guardas la escoba? —me pregunta.

—En la maleta.

—¿Te cabe en la maleta?

—Sí, porque es una escoba plegable —respondo—. Las brujas también nos

modernizamos, ¿o qué te crees?, ¿qué seguimos utilizando esas rudimentarias escobas

de madera como en la Edad Media?

—Ya veo que no.

—Y nos hacemos la cirugía estética para quitarnos la verruga de la nariz —continú o

entre risas.

—¿En serio?

—Totalmente en serio. La mía estaba aquí —digo, señ alá ndome con el índice la

punta de la nariz y mirando con los ojos bizcos.

Darrell me sigue la broma y mira donde le apunto con el dedo con una expresió n de

sumo interés.
—¿Y tenéis un gato negro? —me pregunta.

—Sí, albergando el espíritu de un antepasado —añ ado.

—¿Y coméis niñ os?

—Un par de ellos al día.

—Joder, a vuestro lado, Sataná s es un simple aprendiz.

Vuelvo a reír a carcajadas.

—Vas a despertar a tu tía —me amonesta Darrell fingiendo seriedad.

—Seguro que se pone tapones —digo mientras me seco las lá grimas que me caen por

el rostro.

—O abre la puerta y nos convierte en sapos con algú n hechizo de esos que conocéis

las brujas. Porque eso es de familia, ¿no?

—Para ya, Darrell —le pido—, o vas a conseguir que me dé un ataque de risa.

—Es mejor eso a que te metan un calcetín sudado en la boca.

—¡Ya, por Dios! —exclamo en un susurro. Le doy un golpe en el brazo—. Para ya.

—Como quieras. Pero que conste que lo hago porque temo que tu tía venga y me

convierta en sapo, o peor, en ornitorrinco. ¿Tú has visto lo feos que son los

ornitorrincos? Esos bichos han sido creados por el Diablo no por Dios.

—Darrell, ya...

Darrell se incorpora un poco y me pone el dedo en la boca.

—Shhh... —me silencia—. Creo que he oído a tu tía en el pasillo.

—¿En serio? —pregunto, mirá ndolo de reojo.

Darrell asiente y yo presto oído.

—Y creo que viene hacia aquí con un gato.

—¡Darrell! —exclamo en voz baja, fingiendo regañ arlo.

—Creo que lo mejor será que nos durmamos —sugiere—. No vaya a entrar tu tía y
nos convierta en ornitorrincos.

—Yo también creo que será lo mejor —opino, riéndome.

Cuando finalmente logramos mantener silencio, le digo:

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por hacerme reír.

—No sabía que fuera tu payaso particular.

—Oh, no, no... No quería decir eso... —Las palabras salen como un torrente de mi

boca, justificá ndome—. No quería decir que seas un payaso... Yo no te veo como un

payaso... Lo que quería decir es que...

Darrell me mira fijamente con semblante serio y yo me callo.

—Lea, es broma —dice unos segundos después con ojos sonrientes.

Resoplo.

—Al final vas a conseguir que sea yo quien te convierta en un ornitorrinco —digo—,

o peor aú n, en una maloliente caca de ornitorrinco.

Y entonces ocurre algo que pensé que nunca ocurriría: un inicio de sonrisa aparece en

los labios de Darrell. Mi rostro revela una expresió n mezcla de perplejidad e

incredulidad. ¿Realmente está sonriendo?, me pregunto, para asegurarme de que no es

un espejismo. ¡Madre mía, sí, está sonriendo! ¡Darrell Baker está sonriendo! ¡El

hombre de hielo está sonriendo! ¡Y wow, que pedazo sonrisa! Sería capaz de derretir

todo el Polo Norte, aunque no haya despegado los labios.

CAPÍTULO 56

Es la primera vez que veo sonreír a Darrell, que consigo que se le escape una

sonrisa, y estoy algo ató nita. Lá stima que solo dure unos segundos, porque enseguida
vuelve a tomar protagonismo el hombre de hielo, el hombre sin emociones.

—Es hora de dormir —comenta en tono neutro, pasado el momento de algarabía.

—Sí, es hora de dormir...

—Hasta mañ ana, Lea —dice, dá ndose la vuelta sin má s.

—Hasta mañ ana, Darrell.

Me giro y el silencio de la madrugada cae sobre nosotros como un pesado manto. Un

largo rato después noto que la respiració n de Darrell se ha ralentizado e intuyo que ya

se ha quedado dormido. Yo en cambio sigo con los ojos como un bú ho, sin ninguna

intenció n de caer en los brazos de Morfeo, con una vorá gine de pensamientos pululando

de un extremo a otro de mi cabeza.

Las imá genes de mi padre en el hospital aparecen y desaparecen como flashes. Me

pregunto que pensaría mi madre si le viera en las circunstancias en las que está, si lo

viera casi en las mismas circunstancias en las que ella estuvo. Suspiro y me pongo boca

arriba intentando hacer el menor ruido posible para que Darrell no se despierte;

necesita descansar porque ha conducido durante muchas horas seguidas para que yo

llegue cuanto antes a Atlanta.

Clavo la vista en el techo, iluminado ligeramente por el resplandor de la luna que

entra por la ventana. La imagen demacrada de mi padre se mezcla paradó jicamente con

la de la sonrisa de Darrell, tan má gica, y con algunas secuencias de las que hemos

vivido durante el viaje hasta aquí, que ha sido maravilloso.

Darrell se vuelve hacia mi lado y yo contengo la respiració n. Cuando coge de nuevo

postura, giro la cabeza y me quedo mirando el relieve que dibuja su silueta recortada

contra el azul oscuro de la noche. Me detengo en su rostro; se ve tranquilo. Sus

mú sculos está n relajados, sin esa expresió n seria, incluso atormentada que a veces lo

visita. ¿Por qué no es capaz de sentir? ¿Por qué la vida le ha condenado a no tener
emociones? ¿A no conocer algo tan hermoso como el amor?

Sin que me dé apenas cuenta, el cansancio me va venciendo poco a poco y termino

quedá ndome dormida. Pero mis sueñ os se llenan de pesadillas. La imagen de mi padre,

tendido en la cama del hospital, con la mascarilla de oxígeno en la boca, aparece en mi

mente. De pronto se lleva las manos al pecho y aprieta la tela del pijama, tirando de

ella. Su cara se frunce en una mueca de dolor. ¡Se está ahogando!

Trato de correr hacia él para ayudarlo, pero no logro avanzar ni un solo paso, es

como si estuviera caminando dentro de un enorme lago y el agua no me dejara ir hacia

adelante.

Grito. ¡Tengo que ayudarlo! ¡Tengo que ayudarlo! Vuelvo a gritar má s fuerte,

intentando alertar a alguien; a las enfermeras, a los médicos, a tía Emily y a tía Rosy.

¡Maldita sea! ¡¿Es que nadie me oye?!

Grito. Grito. Grito hasta desgañ itarme: ¡Ayudadlo, por favor! ¡Ayudadlo, por favor!,

repito una y otra vez mientras la expresió n de mi padre sigue contrayéndose por el

sufrimiento.

—Lea... Lea...

Abro los ojos de golpe y me despierto sobresaltada, con el corazó n latiendo a mil

por hora. Se me va salir del pecho.

—Lea... —vuelvo a oír con voz tranquilizadora—. Solo es una pesadilla... Una

pesadilla...

Alzo la vista. Darrell está frente a mí, mirá ndome, y la luz que desprende el intenso

azul de sus ojos me hace volver a la realidad. Asiento un par de veces y me paso la

mano por la frente. Está empapada de sudor.

—Solo es una pesadilla... —repito mecá nicamente sus palabras.

—Sí, solo una pesadilla —vuelve a decir Darrell—. Todo está bien. Todo está bien,

Lea.
Trato de regular mi respiració n al tiempo que me tumbo en la cama y me arropo con

un miedo extrañ o metido en el cuerpo.

—Está s temblando —observa Darrell.

—No puedo evitarlo —digo, acurrucá ndome sobre mí misma—. No sé qué me

pasa...

Noto a Darrell cambiar de posició n a mi espalda y pierdo el sentido de la realidad

cuando desliza el brazo alrededor de mi cintura y se pega a mí.

—¿Mejor? —me pregunta.

Durante unos segundos me quedo paralizada, sin saber qué hacer.

—Sí, gracias —respondo cuando logro reaccionar, mientras el temblor de mi cuerpo

va remitiendo.

Darrell se acerca un poco má s a mí y hunde la nariz en mi pelo.

—Duérmete, Lea —me susurra con voz suave—. Yo estoy aquí.

Cierro los ojos y dejo que me invada la calidez que desprende su cuerpo y su aroma

a limpio. Madre mía, siento como si estuviera flotando envuelta en sus brazos. Suspiro

y dejo que el sueñ o me venza.

CAPÍTULO 57

—¿Có mo está mi padre? —pregunto a tía Rosy cuando llegamos al hospital.

—Acaba de visitarlo el médico. Las noticias no son alentadoras, Lea —responde—.

Está peor. Es cuestió n de... horas.

El corazó n me da un vuelco.

—¿De horas?

Tía Rosy aprieta los labios y asiente y tía Emily rompe a llorar detrá s de mí.
—Ha preguntado por ti —me dice tía Rosy—. Quiere verte.

—Voy a entrar a verlo —digo.

—¿Quieres que entre contigo? —me pregunta Darrell.

—Sí, por favor.

Sonrío.

—Papá ... —le llamo en tono dulce.

Mi padre gira el rostro y abre los ojos lá nguidamente cuando escucha mi voz. Me da

la impresió n de que ni siquiera tiene fuerzas para levantar los pá rpados, y creo que no

me equivoco.

—Mi pequeñ a Leandra... —suspira esforzando una sonrisa a través de la má scara de

oxígeno.

—Buenos días —digo.

—Buenos días.

—¿Necesitas algo? —le pregunto.

Niega con la cabeza.

—Solo estar un ratito contigo. Eso es lo ú nico que necesito —contesta mi padre.

En ese momento rueda los ojos hacia un lado y repara en la presencia de Darrell, que

está un par de metros por detrá s de mí, en un segundo plano. Los labios agrietados se

curvan en una ligera sonrisa.

—No sabes cuá nto me alegra que tengas novio —dice, dando por hecho que Darrell

es mi pareja. Alzo las cejas y abro los ojos de par en par. ¿Novios? ¿Por qué todo el

mundo se piensa que Darrell y yo estamos juntos?—. Me tranquiliza mucho irme

sabiendo que no te quedas sola, que tienes con quien compartir tu vida... Mitch Swan

—se presenta, levantando la mano hacia Darrell.

—Papá , nosotros no...


—Darrell Baker —se adelanta a decir Darrell, estrechando la mano temblorosa de

mi padre.

—Encantado de conocerte, Darrell.

—Igualmente, señ or Swan.

Miro a Darrell sin abrir la boca y agradeciéndole con los ojos que le siga la

corriente a mi padre.

—Si conoces la historia, Darrell, quizá s pienses que no soy el má s indicado para

decir esto, y probablemente tienes razó n, pero cuida mucho de mi pequeñ a cuando yo ya

no esté —le pide mi padre—. Leandra se va a quedar muy sola.

Los ojos de esa tonalidad bronce tan característico de los dos se le llenan de

lá grimas.

—Papá ... —le corto con vergü enza.

Me siento incó moda. Darrell no es mi novio ni nada que se le pueda parecer, y por lo

tanto no tiene por qué cuidarme.

—Lo haré —dice de pronto él, lanzá ndome una mirada de reojo. Me quedo pasmada

y bajo la cabeza—. Le prometo que la cuidaré.

Mi padre sonríe, ciertamente satisfecho, convencido de que Darrell es mi novio y de

que cumplirá la promesa de cuidarme.

—Gracias —susurra con las pocas energías que le quedan—. Muchas gracias.

La puerta se abre y una enfermera entra en la habitació n.

—Buenos días, señ or Swan —saluda con expresió n amable. Nos mira a Darrell y a

mí y esboza una leve sonrisa de cortesía—. Vengo a tomarle la tensió n y la temperatura.

Si son tan amables de dejarme a solas con él.

—Sí, por supuesto —digo.

Darrell y yo salimos de la habitació n para que la enfermera haga su trabajo. Ya en el


pasillo, suelto el aire de los pulmones.

—¿Bien? —me pregunta Darrell.

Me muerdo el labio inferior.

—Supongo que sí..., o no... No lo sé. De verdad que no lo sé —digo abatida.

Darrell ladea la cabeza.

—¿Vamos a la cafetería a tomarnos un café? —me siguiere—. ¿Y a que te dé un

poquito el aire?

Miro a tía Emily y a tía Rosy, que está n sentadas en la hilera de asientos de plá stico

grises hablando de sus cosas. Tía Emily alza la vista y traza en los labios una sonrisa

de complicidad mientras mira a Darrell pícaramente.

—Sí —le respondo a Darrell.

De pronto tengo la imperiosa necesidad de salir del hospital. Estoy empezando a

agobiarme y necesito respirar un poco de aire fresco.

—Vamos—dice Darrell.

Bajamos a la calle y entramos en una cafetería con una coqueta decoració n retro que

hay frente al Kindred Hospital. Nos sentamos en una las mesas de madera. Darrell

busca mi mirada mientras la camarera nos sirve el descafeinado con leche y el café

solo que le hemos pedido.

—No está s bien, ¿verdad? —se interesa por mí.

Sacudo la cabeza, negando. Los ojos se me humedecen.

—No estoy bien. Nada bien —respondo, apoyando la barbilla en la mano—. Me

siento tan impotente...

Mi voz se escucha abatida. Lo estoy.

La camarera llega de nuevo. Mientras deja las tazas sobre la mesa, aprovecho para

respirar hondo y contener las lá grimas.


—Quiero darte las gracias, Darrell —le digo cuando la chica se aleja.

—No tienes que darme las gracias por nada, Lea.

—Sí, sí tengo que dá rtelas —insisto—. Por estar conmigo en estos momentos, por

acompañ arme, por estar pendiente de mí... —Hago una pausa, echo el azú car en el

descafeinado y lo muevo con la cucharilla—. Y por haberme aconsejado que viniera —

continú o, alzando la mirada hacia Darrell—. Estoy completamente segura de que

hubiera terminado arrepintiéndome si no lo hubiera hecho. A pesar de que es durísimo,

mucho má s de lo que hubiera imaginado, y contando con que mi padre es prá cticamente

un desconocido para mí.

—Pasará —dice Darrell—. El tiempo se encargará de aliviar el dolor, o de que te

acostumbres a vivir con él. O eso dicen...

—Gracias —vuelvo a decir—. Y... por los abrazos que me diste ayer —añ ado con

un ligero rubor en las mejillas. Me muerdo el interior del carrillo.

—Sé que está s pasá ndolo mal, Lea. Salta a la vista. Tu rostro está apagado, tu sonrisa

no es tan amplia como hace unos días y tus ojos han perdido ese brillo risueñ o que tanto

los caracteriza. —Darrell da un sorbo a su café solo sin azú car—. No me gusta verte

así —afirma, dejando la taza encima de la mesa. Frunce ligeramente el ceñ o, como si

estuviera reflexionando sobre lo que acaba de decir. Seguidamente alza la cabeza y se

pasa la mano por la nuca —. No me gusta ver que lo está s pasando mal.

Espero a que diga algo má s, sin embargo, no lo hace, y su rostro tampoco adopta

ninguna expresió n que pueda darme una idea de qué está pensando, o por lo menos de

tratar de adivinarlo.

—A nadie le gusta que la gente que le rodea lo pase mal —alego, al darme cuenta de

que, definitivamente, no va a decir nada má s—. Es algo normal...

—¿Crees que eso es normal en mí?

Su pregunta me deja durante un segundo sin capacidad de reacció n.


—Darrell, a pesar de lo que puedas pensar de ti mismo, eres humano.

—Supongo que sí.

—No eres ningú n monstruo —afirmo en tono rotundo.

—Es curioso...

—¿El qué?

—Lo má s cerca que estoy de ser humano es cuando estoy contigo.

Vuelvo a quedarme sin capacidad de reacció n.

—¿Eso... Eso que... significa? —balbuceo transcurridos unos segundos—. ¿Qué

quieres decir?

Pero Darrell no llega a responderme, en el momento en que abre la boca para hablar,

nos interrumpe tía Emily, que viene con la cara desencajada y echa un mar de lá grimas.

—Leandra...

—¿Qué sucede, tía?

—Tu padre... —alcanza ú nicamente a decir—. Está ...

Sin escuchar nada má s, e imaginá ndome qué es lo que ocurre, me levanto del asiento

de un salto y salgo corriendo de la cafetería.

CAPÍTULO 58

—Papá ... Papá ... —lo llamo en cuanto entro en la habitació n.

Tía Rosy está a su lado, junto a un médico y a la enfermera que minutos antes había

acudido a tomarle la tensió n y la temperatura.

—Papá ... —vuelvo a llamarlo al acercarme a la cama. No reacciona.

Tiene los ojos cerrados, pero su pecho aú n sube y baja, aunque lo hace muy despacio,

con un movimiento casi inapreciable. Tía Rosy se vuelve hacia mí con la mirada
devastada por el llanto. Se lleva una mano a la boca. Es el final.

—Leandra... —susurra mi padre.

El corazó n me salta al oír su voz.

—Sí, papá, estoy aquí —le digo, cogiéndole rá pidamente la mano pá lida y

temblorosa—. Estoy aquí.

La boca de mi padre se abre dibujando una sonrisa en los labios al sentir el cálido

contacto de mi mano.

—Gracias por haber venido a verme —dice sin aliento—. A pesar de todo lo que te

he hecho... A pesar de no merecérmelo...

—No pienses ahora en eso... —le corto en tono dulce, intentando calmar su desazó n.

—Sí, si tengo que... pensar en ello, Leandra, y... darte las gracias —dice

entrecortadamente a través de la mascarilla de oxígeno—. Gracias por...

perdonarme..., por... haberme regalado estas horas que has estado conmigo..., por...

haberme hecho tan feliz los ú ltimos minutos de mi vida...

—Papá ... —murmuro, rompiendo a llorar.

Cada vez le cuesta má s hablar.

—Gracias... Gracias por tus lá grimas, mi pequeñ a Leandra..., mi pequeñ a niñ a... Te

quiero...

La voz de mi padre se apaga de golpe con un ú ltimo resuello.

—¿Papá ? ¿Papá ? —pregunto.

Pero mi padre ya no responde y el pecho ha dejado de subir y de bajar. No respira.

—Papá ... —me lamento, abalanzá ndome sobre él.

—Mitch... Mitch —grita tía Rosy.

—Oh, Mitch... —llora tía Emily desconsoladamente—. Mitch...

Acerco mis labios a su rostro y le doy un beso en la frente.


—Si nos disculpan —dice el médico.

—Sí... —respondo ausente mientras me aparto de la cama y le cedo el sitio.

—Lo siento.

La que habla ahora es la enfermera, o eso es lo que me parece, ya que no soy muy

consciente de lo que está sucediendo a mi alrededor. Como un ser autó mata salgo de la

habitació n. Me detengo a un metro de la puerta, ausente, confundida, aturdida... Una

sombra camina hacia mí y me abraza con fuerza.

Es Darrell. Me rodea la espalda con una mano y con la otra me sujeta la cabeza y la

aprieta contra él. Entonces rompo a llorar sin consuelo. Por mi padre, que acaba de

fallecer, y porque toda esta situació n trae a mi mente la muerte de mi madre hace apenas

dos añ os.

—Llora, Lea... —me dice Darrell—. Llora todo lo que quieras, todo lo que

necesites. Desahó gate. Yo estoy aquí. Yo estoy aquí contigo.

—Se ha muerto, Darrell —sollozo contra su hombro—. Mi padre se ha muerto y yo

me he quedado sola, completamente sola en este mundo.

El sentimiento de desamparo y de desprotecció n que siento en estos momentos es

devastador. Tanto, que si no fuera por los brazos de Darrell que me está n sujetando, me

caería al suelo.

—Ya... —me consuela Darrell mientras me acaricia la cabeza—. Ya...

Cierro los ojos; su voz es un bá lsamo para mí.

—Leandra... —Tía Emily suena a mi espalda. Me libero de los brazos de Darrell y

me giro—. Siento interrumpir —dice, mirando alternativamente a Darrell y a mí—,

pero tenemos que preparar todo para el entierro.

Asiento de manera mecá nica mientras me enjugo las lá grimas con el dorso de la

mano.
—¿Qué quieres que haga, tía?

—Tía Rosy y yo nos encargaremos de avisar al resto de la familia y del papeleo del

hospital. Tú solo llama a la funeraria. Aquí tienes el nú mero —indica, abriendo el

bolso y sacando una tarjeta de visita—. Queremos que seas tú la que se ocupe de ello

para que hagas las cosas a tu gusto.

—Vale, tía —respondo, agradecida por la confianza que depositan en mí, al tiempo

que tomo la tarjeta.

Tía Emily me abraza, después me coge la cara con las dos manos y me besa

afectuosamente en la frente.

—Le has hecho tan feliz está s ú ltimas horas... —me susurra sin poder contener el

llanto, y en su tono de voz hay un matiz de eterno agradecimiento—. Tan feliz...

El corazó n me da un vuelco.

—¡Lissa! —exclamo, fundiéndome con ella en un caluroso abrazo cuando la veo de

pie en la puerta del cementerio—. Gracias por venir.

—No podía faltar, cariñ o —dice, secá ndome las lá grimas que ya ruedan

precipitadamente por mis mejillas—. Tenía que estar aquí contigo. Acompañ á ndote.

Nos separamos un poco

—Pero... —balbuceo—, ¿có mo has venido?

—Con Matt. Hemos venido en su coche. Está buscando aparcamiento.

Alzo las cejas, sorprendida.

—¿En su destartalado escarabajo? —pregunto.

—Sí.

—Vaya... Al final ese coche es como un todoterreno —comento.

El rostro de Lissa adopta una expresió n seria.


—Es una pregunta tonta, Lea, pero, ¿có mo está s? —se interesa por mí.

Me encojo de hombros.

—Mal —respondo—. Decir lo contrario sería mentir.

—Me imagino que no está siendo fácil.

Muevo la cabeza, negando.

—Nada fá cil... —confirmo.

Alzo la mirada y por encima del hombro de Lissa veo al larguilucho de Matt

esperando pacientemente su turno para hablar conmigo.

—Matt... —murmuro, yendo hacia él.

Mientras me estrecha entre sus brazos, Lissa aprovecha para saludar a Darrell, que

está detrá s de mí.

—Lo siento —dice Matt—. Lo siento mucho, Lea.

—Gracias, y gracias también por venir —le agradezco de corazó n.

—Para eso estamos los amigos.

Matt duda si saludar a Darrell o no, pero finalmente desiste cuando ve que él no está

mucho por la labor. Dirijo una mirada a Darrell. Por alguna razó n que ignoro, no le

quita el ojo de encima a Matt, y mientras parece seguir cada uno de sus movimientos

como un perro policía, tiene una expresió n seria en el rostro, una de esas que no logro

descifrar. ¿Qué demonios le pasa siempre con Matt? ¿Por qué no le ha saludado como

ha hecho con Lissa? ¿Por qué lo mira con tanto recelo?

—Ya ha llegado el féretro —me dice tía Rosy al oído.

Entramos en el cementerio seguidos por la comitiva y nos situamos alrededor de la

tumba, bajo un cielo cubierto de unas nubes plomizas que amenazan con descargar agua

durante meses, como en el diluvio universal. Mientras el cura expone el sermó n, pienso

en todo lo que me ha ocurrido en los ú ltimos añ os y una terrible sensació n de soledad


me invade.

Miro de reojo a Darrell, que se encuentra estoicamente a mi lado. É l es el primer

problema del que me tengo que ocupar. ¿Problema? ¿Desde cuá ndo Darrell es un

problema? Desde que me dijo que no es capaz de sentir emociones, que no es capaz de

amar, que no es capaz de enamorarse.

Niego para mí misma con la cabeza. En cuanto lleguemos a Nueva York tengo que

hablar con él.

CAPÍTULO 59

Lissa se acerca por detrá s y me agarra del brazo.

—¿Qué tal con el hombre de hielo? —me pregunta en tono confidencial en un

momento en que nos quedamos solas cuando salimos del cementerio. Darrell está unos

pasos por delante de nosotras, hablando por teléfono.

Hago una mueca con la boca.

—¿No ha ido bien? —curiosea Lissa.

—Ya te contaré detenidamente —digo.

—¿Hay mucho que contar? —dice en voz baja.

—Mucho.

—¿Da para una tarde entera?

—Para un día entero —respondo. Hago una pausa y paseo la mirada en derredor,

asegurá ndome de que nadie puede oírnos—. Por lo pronto tengo que encontrar un

trabajo cuanto antes.

—¿Al final te vas a ir de su casa?

—Sí, es lo mejor.

—Sabes que te apoyaré en todo lo que hagas, ¿verdad? —me dice Lissa.
Aprieto los labios con fuerza, aguantando las lá grimas, y afirmo con la cabeza sin

poder articular palabra.

—Heyyy... No quiero que llores. —Lissa me abraza, y yo me aferro a ella como si

fuera una tabla salvavidas—. Todo va a salir bien, ¿vale? —Al ver que no respondo,

insiste—. ¿Vale?

—Vale —contesto finalmente mientras me enjugo las lá grimas.

—¿Cuá ndo vuelves a Nueva York?

—Esta misma tarde.

—¿Nos vemos mañ ana allí, entonces?

—Sí —afirmo—. Por cierto, ¿qué tal te va con Joey? Hace mucho que no me cuentas

có mo está s con él —digo, cambiando de tema.

—Creo que lo tengo en el bote —murmura Lissa.

Sonrío al escuchar su noticia.

—No ha podido resistirse a tus encantos, ¿eh?

Lissa hace un gesto de coquetería.

—Bueno...

—Donde pones el ojo, pones la bala —le corto.

—Ya te contaré todo con pelos y señ ales —dice Lissa.

—Lea...

Es la voz de Matt la que suena a mi espalda. Me giro.

—Matt...

—Tenemos que irnos —anuncia, mirando a Lissa—. Creo que no va a tardar mucho

en caer el diluvio universal.

Lissa asiente, conforme.

—Nos vemos —dicen los dos al unísono mientras nos despedimos con un par de
besos en las mejillas y un caluroso abrazo.

—Nos vemos, y muchas gracias por estar conmigo en estos momentos —les

agradezco al tiempo que muevo la mano de un lado a otro.

Durante unos instantes veo como se alejan y como sus siluetas se pierden entre el

resto de la gente que ha venido a dar el ú ltimo adió s a mi padre. Ellos son mi ú nica

familia en Nueva York.

—¿Todo bien?

Darrell aparece a mi lado. Está vestido íntegramente de negro, corbata incluida, tan

elegante como siempre, pero esta vez ademá s con un toque sobrio.

—Todo bien —respondo—. Al menos, todo lo bien que puedo estar en estas

circunstancias.

Levanta el rostro y echa un vistazo al cielo.

—Va a empezar a llover —comenta—. No es mala idea que nos pongamos a

resguardo mientras tus tías despiden a todos sus conocidos.

Afirmo con la cabeza.

Darrell mira a su alrededor y apunta con el dedo a una caseta baja situada en la

entrada del cementerio. El techo sobresale un poco de la fachada y eso puede evitar que

nos mojemos en el caso de que se arranque a llover, lo cual es má s que probable.

—Vamos allí —me indica.

Mientras esperamos, se levanta un viento frío que hace que me estremezca. Me froto

los brazos con las manos para tratar de entrar en calor. Darrell se percata de ello, se

quita rá pidamente la chaqueta del traje y me la pone sobre los hombros.

—Gracias —digo.

—Tengo que cuidarte —asevera.

Frunzo el rostro, sin entender.


—¿Tienes que cuidarme? —repito.

—Se lo prometí a tu padre.

—Darrell, no tienes por qué cumplir la promesa que le hiciste a mi padre —digo—.

No tienes ninguna obligació n de hacerlo.

—Las promesas tienen que cumplirse.

—Esta no.

—¿Por qué? —pregunta Darrell.

—Bueno, porque no es necesario... No tienes ningú n deber conmigo... —respondo

—. Porque... no somos nada.

Una rá faga de viento me agita los mechones de pelo. Me los coloco detrá s de las

orejas para que no me molesten. No lo veo, pero siento los ojos de Darrell clavados en

mí.

—¿No somos amigos? —me pregunta.

Carraspeo para aclararme la garganta.

—Supongo que sí...

—¿Supones?

Bajo la mirada al suelo y me muerdo el interior del carrillo. De pronto tengo la

sensació n de que estoy caminando sobre un lago de arenas movedizas y de que me

hundo un poco má s cada vez que abro la boca. Pero no sé có mo encauzar esta

conversació n para no salir escaldada. No quiero ser amiga de Darrell; no cuando creo

que estoy enamorada de él. Tenerlo cerca y no poderlo tocar o no poderlo besar sería

una tortura.

—¿Qué má s da que seamos amigos o no? —digo.

—A mí no me da lo mismo.

Alzo la vista y trago saliva. La seriedad de Darrell me impone.


—Te he dado las gracias por haberme traído a Atlanta, por haberme apoyado, por

haber...

—No lo he hecho para que me des las gracias, Lea —me corta en tono seco.

Vuelvo a tragar saliva. No sé qué decir. Estoy bloqueada. Mierda, ¿qué quiere que le

diga? ¿Qué quiere de mí?

—Darrell... nuestra relació n está ... —titubeo nerviosa—... está definida por las

clá usulas de un contrato... —Mi voz se va apagando poco a poco. En esos momentos

levanto ligeramente el rostro y de reojo veo a tía Emily. Siento un inmenso alivio—.

Tía Emily, estamos aquí —digo en voz alta, haciéndole una señ al con la mano y

aprovechando el impasse para desviar la atenció n y dar por concluida la incó moda

conversació n que estamos teniendo.

—Cariñ o... —dice tía Emily viniendo hacia nosotros—. Os estaba buscando.

Miro a Darrell, que se mantiene de pie junto a mí, observá ndome desde toda su altura

con ojos reprobadores. Carraspeo de nuevo.

—Ya se ha ido toda la gente —comenta tía Emily, tapá ndose el cuello con las solapas

de la chaqueta negra que lleva puesta, protegiéndose de las rá fagas del viento que nos

sacuden.

—¿Nos vamos ya? —pregunto, y no puedo disimular que estoy cansada.

—Sí, para eso os estaba buscando. Podemos irnos cuando querá is.

En ese momento comienza a llover.

—Vamos a darnos prisa —digo—. O nos va a pillar el chaparró n.

CAPÍTULO 60

El camino de vuelta a Nueva York lo hacemos prá cticamente en silencio. Los á nimos
de ambos parecen estar en horas bajas y ni Darrell ni yo estamos por la labor de

romper esta inquietante y, por momentos, insoportable calma. Quizá la prefiramos antes

que discutir.

Sumida en mis pensamientos, no paro de preguntarme por qué Darrell está tan

molesto, por qué le ha sentado tan mal que le dijera que no somos amigos, que nuestra

relació n se basa en las cláusulas de un contrato, cuando él fue el primero en dejarme

claro có mo eran y có mo debían funcionar las cosas entre nosotros.

Recuesto la cabeza en el reposacabezas del coche, cierro los ojos y dejo que el

sueñ o me venza. Cuando me despierto, la melancó lica penumbra del anochecer inunda

el cielo y bajo él, la silueta de Nueva York se dibuja en el horizonte. Hemos llegado.

Ya en mi habitació n, me doy una ducha refrescante y me tiro sobre la cama. Un

carrusel de imá genes se arremolina en mi cabeza. Los ojos se me humedecen y antes de

que pueda frenarme, las lá grimas ruedan de manera precipitada por mis mejillas.

Ú ltimamente lo ú nico que hago es llorar; llorar por Darrell y porque lo que siento por

él está abocado al má s absoluto fracaso. ¿Có mo me he podido enamorar de un hombre

que no es capaz de sentir emociones? ¿De un hombre que no es capaz de amar a nadie?

¿Que no es capaz de enamorarse? ¿Del hombre de hielo? ¿Có mo he podido ser tan

tonta?

Suspiro y dejo que el llanto me desahogue el alma durante las horas de la noche.

Los días siguientes no veo a Darrell porque se ha ido de viaje de negocios. Así que

me da tiempo de tratar de poner en orden mis pensamientos, aunque no lo consigo.

Estoy tremendamente confundida. Tanto, que tengo la sensació n de que en cualquier

momento me va a estallar la cabeza, y la ú nica salida que veo es romper el contrato e

irme cuanto antes. (Lo que he estado pensando desde que me di cuenta de que me estaba
colgando por Darrell). Y para poder romper el contrato necesito encontrar un trabajo, y

necesito encontrarlo ya.

Abro el perió dico por la secció n de anuncios por palabras y comienzo a repasar las

ofertas del día.

—Recepcionista de hotel —leo en voz alta—. Mínimo cinco añ os de experiencia.

Pufff... —resoplo—. Cinco añ os de experiencia...

Me apresuro a tacharlo con un rotulador rojo.

—Administrativa.

No piden experiencia, pero el horario es jornada partida, incluidos los sá bados, y no

me queda ni una sola hora para ir a las clases de la Universidad. Lo tacho.

—Camarera de barra americana —pone en el siguiente.

El sueldo es una pasada y el horario nocturno, pero no me veo yo sirviendo copas

con las tetas al aire mientras un centenar de hombres van dejando sus babas a mi paso.

Dibujo un aspa rojo de inmediato.

El resto de anuncios demandan chicas de compañ ía. Me sorprende ver la cantidad de

ellos que hay. Una columna entera. No me molesto ni siquiera en echarlos un vistazo.

De repente siento un pellizco de vergü enza al caer en la cuenta de que algo parecido es

lo que he estado haciendo con Darrell. Sacudo la cabeza. Miro al perió dico y lo cierro

con desá nimo. Me froto los ojos, cansada. Estoy en una especie de tela de arañ a de la

que no puedo escapar.

El sonido de mi teléfono mó vil me saca de mis cavilaciones.

—Hola, Lissa —digo al descolgar.

—Hola, hola —me saluda.

—¿Có mo está s? —me intereso.

—Bien —responde—. ¿Y tú ?

—Bien.
—Tu voz no se oye muy animada, Lea —observa.

—Bueno, ya sabes... No está n siendo buenos días —confieso, mordiéndome el

interior del carrillo.

—Tengo una noticia que quizá te suba el á nimo —dice Lissa en tono có mplice. No

me deja preguntarle de qué se trata porque, muy en su línea, no para de hablar—. Un

amigo de mi padre va a abrir pró ximamente un bar de copas y está buscando camareros

y camareras. Yo he pensado en ti porque tienes experiencia en el Gorilla Coffee y eso

es un punto a tu favor. Trabajarías solo viernes y sá bados. Pero al ser horario de noche,

cobrarías unos novecientos cincuenta dó lares al mes.

—¡Jú ralo! —exclamo con incredulidad.

—Lo juro —afirma Lissa—. ¿Qué te parece?

—¿Que qué me parece, Lissa? Dile al amigo de tu padre que iré a hacer la entrevista

cuando quiera.

—¿Te viene bien mañ ana por la mañ ana?

—¡Me viene genial! —exclamo entusiasmada—. Tengo clase por la tarde, así que por

la mañ ana estoy libre.

—Entonces le diré a mi padre que concierte una entrevista con su amigo para mañ ana

por la mañ ana. Estoy segura de que uno de los puestos de camarera será tuyo.

—Ojalá , Lissa, porque necesito alejarme de Darrell cuanto antes.

—Pero, ¿por qué? —me pregunta Lissa extrañ ada—. Pensé que... bueno, que no

estabas tan mal.

—Es que... Yo... Es que... —Chasqueo la lengua y resoplo con fuerza. ¿A quién

coñ o pretendo engañ ar?—. Me he pillado por Darrell.

—¿Qué? ¿Có mo? ¿Pero...? ¿Quéeeeee? ¿No habíamos quedado en que no te

enamorarías de él?
—Lissa, sobre el corazó n no se puede mandar —me justifico—. Yo era la primera

que sabía que no me debía de enamorar de él, que era... peligroso hacerlo, pero no lo

he podido evitar.

—Lea...

—Lo sé, soy una tonta, una auténtica gilipollas... —me reprocho a través del

teléfono.

—No seas tan dura contigo misma —dice Lissa, comprensible—. Tienes razó n; al

corazó n no se le puede decir de quién enamorarse y de quién no. É l sigue sus propias

normas.

—Por eso tengo que irme de aquí cuanto antes. Estar cerca de Darrell me hace dañ o.

Mi voz se escucha con un matiz de angustia.

—No te preocupes. Haré todo lo que esté en mis manos para que el amigo de mi

padre te contrate.

—Sí, por favor, por favor, por favor... —suplico—. Sería mi salvació n.

—Déjalo de mi cuenta —asevera Lissa—. Te llamo luego para concretar la hora,

¿ok?

—Ok.

—Hasta luego.

—Hasta luego.

Cuelgo con Lissa y aprieto los puñ os en un gesto de triunfo.

—¡Bien! —exclamo entre dientes.

Empiezo a dar vueltas por la habitació n. Tengo que conseguir ese trabajo. Es perfecto

para mí en este momento de mi vida. Podría asistir a clases todos los días y ganaría lo

suficiente para permitirme pagar un apartamento, aunque sea modesto. Me vengo arriba

cuando pienso que estamos hablando de un amigo del padre de Lissa y de que las
probabilidades de que me contrate se multiplican.

—Al fin una buena noticia —me digo con á nimo renovado.

CAPÍTULO 61

Al día siguiente, antes de la entrevista, Lissa y yo quedamos para ponernos al día.

—Alexi... ¿Qué? —pregunta, arrugando la frente cuando le digo el trastorno

emocional que sufre Darrell.

—Alexitimia —repito—. Nunca lo habías oído, ¿verdad? —Lissa niega moviendo la

cabeza de un lado a otro—. No eres la ú nica. Yo lo he escuchado por primera vez de

boca de Darrell.

—¿Y en qué consiste?

—Segú n me explicó y después me he informado, es la incapacidad de identificar y

expresar emociones y sentimientos. Es un trastorno que le impide sentir. —Lissa enarca

una ceja en un gesto de interrogació n—. Para que lo entiendas —prosigo—; Darrell no

sabe cuá ndo está triste o cuá ndo está alegre —simplifico.

—¿De verdad? ¿Eso es posible?

Asiento. El rostro de Lissa se llena de asombro, sin dar crédito.

—Y tampoco lo identifica en la gente que le rodea. No es capaz de crear empatía con

los demá s; no es capaz de ponerse en el lugar de los demá s porque no reconoce lo que

sienten.

—Por eso es tan serio y tan frío —dice Lissa.

—Exacto. Por eso no cree en la familia, en los hijos, en el amor... Porque nunca lo

ha sentido. —Inconscientemente juego con la jarra que sostengo en la mano, haciendo

que la cerveza se mueva en círculo—. Por eso no quiere complicarse la vida con

ninguna mujer. Por eso mantiene a todo el mundo a distancia.


—Ahora entiendo por qué quieres irte de su lado. Porque las posibilidades con él

son...

—Nulas —termino la frase por ella—. Y yo me he pillado como una idiota.

Lissa me pasa el brazo por el hombro y me atrae hacia ella con un gesto cariñ oso.

Nuestras frentes se juntan. Resoplo.

—No te preocupes, Lea —me anima—. Saldrá s de esta. Lo olvidará s. Ya sabes que

hay muchos peces en el mar. ¡Será por peces! —exclama.

Me muerdo el interior del carrillo repetidamente. No digo nada, pero sé que voy a

tardar mucho tiempo en olvidarme de Darrell Baker. Mucho tiempo.

—Bueno, dejemos de hablar de mí —digo—. Cuéntame, ¿qué tal con Joey?

Tengo que cambiar de tema para no romper a llorar.

—El otro día nos enrollamos —contesta Lissa.

Abro la boca.

—¿Os enrollasteis? —repito.

Lissa afirma varias veces con la cabeza.

—Madre mía, Lea, no sabes có mo besa. Mmmm... —murmura con un gesto en la

cara que me hace pensar que está rememorando el momento.

—Me alegra que hayáis dejado a un lado las bromas y las pullitas que os tirabais y

que os hayá is decido a pasar a la acció n —opino—. Ya era hora.

—Sí, ya era hora. Llevá bamos muchos meses tonteando y...

—Perdiendo el tiempo —le corto.

—Tienes razó n, y perdiendo el tiempo —concede Lissa con una sonrisa de medio

lado—. Pero te aseguro que lo estamos recuperando... —Me guiñ a un ojo y se echa a

reír—. Nos pasamos el día follando.

Río con ella.


—¿Vais en serio? —le pregunto.

Lissa se encoge de hombros y chasquea la lengua.

—No lo sé, Lea. Ya ves có mo son los tíos —responde, mirá ndome de reojo—. Nunca

se sabe si van en serio o no. A veces ni siquiera cuando te piden matrimonio sabes si

van en serio o no.

—No seas exagerada.

—Hablo de veras, Lea.

Está claro que hay veces que Lissa puede ser muy tremendista, incluso má s que yo.

—Bueno, entonces vive el momento, disfruta de lo que está s experimentando con él y

deja que el tiempo decida qué es lo hay entre vosotros —le aconsejo.

—Creo que es lo ú nico que puedo hacer. Esperar y que sea el tiempo el que diga qué

clase de relació n tenemos o queremos tener el uno con el otro.

Hay un deje de desá nimo en el tono de Lissa, lo que me hace pensar que ella desea

que la cosa vaya en serio.

—¿Te has colgado de Joey? —le pregunto.

Me mira y se muerde el labio inferior.

—Completamente —responde. Lanza un suspiro al aire—. Como puedes comprobar

no eres la ú nica idiota.

Alzo las cejas.

—Vaya... Me consuela saberlo —apunto con ironía—. Mal de muchos, consuelo de

tontos.

—¿Crees que todo lo que sufrimos las mujeres por culpa de los tíos tendrá alguna

especie de recompensa en el cielo? —comenta.

Abro los ojos de par en par, ladeo un poco la cabeza y miro su jarra.

—¿Qué te han echado en la cerveza? —digo—. ¿No las habíamos pedido sin
alcohol?

—Te lo estoy preguntando en serio, Lea.

Y cuando me doy cuenta de que realmente me lo está preguntando en serio, de que no

hay ninguna nota có mica en su tono de voz, trato de responderle de una manera sensata,

aunque no estoy segura de conseguirlo. ¿Qué clase de pregunta es esa?

—Pues... no lo sé, la verdad. No sé có mo van esas cosas celestiales. Igual va por

puntos. Cuantos má s puntos acumules en la Tierra, má s posibilidades tienes de entrar en

el cielo.

—¿Tú crees?

Durante unos segundos guardo silencio.

—Supongo que algú n día lo descubriremos —digo al fin. Miro el reloj vintage que

hay colgado de una de las paredes grises del bar—. Lissa, tenemos que irnos. Es casi la

una.

—¡Oh, Dios! ¡Tu entrevista! —exclama.

Damos un ú ltimo sorbo a nuestras cervezas, cogemos los bolsos de las sillas, nos los

echamos al hombro y salimos corriendo del bar.

CAPÍTULO 62

No me puedo concentrar. Mi cabeza está en mil pensamientos al mismo tiempo menos

donde debe de estar, y por má s que intento resolver la funció n gaussiana que tengo

delante, me es imposible. Carl Friedrich Gauss va a acabar conmigo, y el profesor

Wayne también si no le entrego este trabajo mañ ana.

Un rato después sigo peleá ndome con el ingente nú mero de datos que llenan los

folios, hasta que el sonido de unos nudillos rompe el silencio. El corazó n me da un


vuelco. Alzo los ojos y los clavo en la puerta. Es Darrell.

Consulto de forma fugaz el reloj de la mesilla. Pasan de las doce y media de la

noche. ¡Las doce y media! No pensé que fuera tan tarde. Respiro hondo.

—Adelante —digo.

—Buenas noches —me saluda Darrell al entrar.

—Hola. No te hacía en casa —apunto—. Pensé que aú n estabas de viaje.

—He llegado hace una hora.

Se nota, me digo a mí misma, porque está recién duchado y viene vestido con ropa

informal; unos pantalones sueltos y una camiseta bá sica blanca, y tiene el pelo todavía

un poco hú medo.

Me muerdo el interior del carrillo, nerviosa. No nos hemos visto ni hemos hablado

desde que volvimos de Atlanta. Me imagino que su visita a mi habitació n a estas horas

es para ejercer sus derechos sobre mí. Aú n puede, porque no me he ido y el contrato

sigue vigente.

—Me ducho y estoy en tu habitació n en diez minutos —me adelanto a decir de

manera atropellada y casi inconsciente.

—No he venido a follarte, Lea.

El tono de voz de Darrell es firme y decidido. Carraspeo sin saber qué decir. Lo

ú nico que hago es contemplarlo como una boba. No puedo evitar bloquearme cuando

habla de manera tan directa.

—He visto que tenías la luz dada y he supuesto que estabas despierta... ¿Qué haces?

—me pregunta, mirando los papeles y los libros que abarrotan el escritorio.

—Peleá ndome con una funció n gaussiana —respondo, arrugando la nariz.

—¿Problemas con la Campana de Gauss?

—Sí —afirmo.
Me paso la mano por la frente, algo agobiada. Darrell extiende el brazo.

—Déjame ver —dice.

Le tiendo el folio lleno de datos, garabatos y tachones, lo coge y le echa un vistazo.

—Se me resiste la segunda parte de la ecuació n —especifico.

Darrell acerca la silla que hay junto a la ventana y se sienta a mi lado en el

escritorio. Trago saliva al ver que se dispone a hacer de profesor conmigo. Su cercanía,

como ocurre siempre, me acelera las pulsaciones y hace que la boca se me seque.

—Veamos qué podemos hacer... —Toma un folio en blanco y un bolígrafo y se

dispone a explicarme—. Ya sabes que la Campana de Gauss es una funció n formada por

tres partes claramente diferenciadas. —Asiento mientras me dejo llevar por el sonido

meló dico de su voz grave y profunda—: la zona media, la có ncava y los extremos... —

continú a hablando.

Veinte minutos después y tras preguntarle algunas dudas que me surgen, soy capaz de

resolver solita la dichosa funció n gaussiana para el trabajo que tengo que entregarle

mañ ana al profesor Wayne.

—Gracias, Darrell —le agradezco—. No sé qué hubiera hecho sin ti.

Sonrío tímidamente.

—Hubieras acabado resolviéndola tú sola.

—Puede que sí, pero me hubiera llevado toda la madrugada —opino, y lo hago

sinceramente.

—Siempre que tengas dudas o algú n problema, pregú ntame —me dice Darrell de

buena gana—. Recuerda que yo también estudié matemá ticas.

Asiento ligeramente con la cabeza, aú n siendo consciente de que no volverá a darse

la ocasió n.

—He encontrado trabajo —anuncio, trascurridos unos segundos en los que ninguno
de los dos ha dicho nada.

En el rostro de Darrell no se mueve ni un solo mú sculo.

—¿De qué? —Es lo ú nico que me pregunta.

—De camarera —respondo, e inmediatamente después los nervios provocan que las

palabras salgan de mi boca sin freno—. Es en el bar de un amigo del padre de Lissa;

con lo que voy a ganar podré pagar el alquiler de un apartamento.

Darrell me mira fijamente y de pronto tengo la sensació n de que estoy ante la

mismísima Inquisició n.

—Faltará s a clase —comenta.

—Solo trabajo los fines de semana —arguyo.

Me levanto de la silla porque la mirada de Darrell me está quemando por dentro.

—¿Cuá nto vas a ganar? —quiere saber, levantá ndose también de la silla.

—Eso da lo mismo —digo—. Me da para pagar el alquiler de un apartamento y para

vivir, y es suficiente. No necesito má s.

—Quiero que te quedes aquí.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Porque no puedo, ya te lo he dicho.

—Eso no es un motivo —dice Darrell—. ¿Es por dinero? Te daré lo que me pid...

Ni yo misma sé qué me pasa, pero antes de que me dé tiempo a pensarlo y a frenarme,

alzo la mano y, como un acto reflejo, le pego una bofetada.

—No soy una puta —mascullo apretando los dientes. Lo hago con tanta fuerza que

creo que se me van a romper. Darrell se acaricia la mandíbula de arriba abajo mientras

me taladra con la mirada—. ¡Maldita sea, no soy una puta! —exclamo con toda la rabia

del mundo. La sangre me hierve dentro de las venas—. ¡No puedes comprarme con tu

asqueroso dinero! ¡A mí no, ¿me oyes?! ¡A mí no!


—No quería decir...

—Sí, sí querías decirlo —le escupo con los ojos llenos de lá grimas—. Querías

decirlo y lo has dicho. ¿Así es como me ves? —le pregunto—. ¿Có mo una puta? ¿Eso

es lo que soy para ti? ¿Una puta a la que pagas y puedes follarte cuando quieras?

—Lea... —Darrell intenta excusarse.

—Eres un cabró n. No tienes sentimientos, pero tampoco tienes escrú pulos. Sin

embargo, la culpa es mía —reflexiono dando vueltas por la habitació n y sin dejarle

hablar. Darrell me sigue atentamente con la mirada—. Es mía, por haber aceptado tu

jodida proposició n. Tenía que haberte mandado a la mierda.

—¡Ya, Lea!

La voz de Darrell suena grave, severa, pero yo sigo echando serpientes por la boca;

descargando todo lo que llevo dentro.

—Eres tan frío, tan insensible, tan indiferente a todo...

—Conoces mi problema...

—Lo conozco, sé lo qué te pasa —le corto—. Por eso lo mejor es que me vaya —

afirmo, y las lá grimas empiezan a deslizarse precipitadamente por mis mejillas—. Y

cuanto antes mejor —concluyo.

Darrell da un paso hacia adelante.

—¿Por qué? —insiste—. Todavía no me has dicho la razó n por la que te quieres ir.

—¿Qué importa la razó n? Me quiero ir y punto. Estoy en todo mi derecho —respondo

tajante, esperando que Darrell no siga por ese camino. Pero sigue.

—No me vale, Lea.

Mi pecho sube y baja por la rabia que siento y porque empiezo a verme acorralada

por Darrell, que no se da por vencido.

—Quiero saber qué pasa —me presiona. Me muerdo el interior del carrillo una y
otra vez. Estoy al borde de un ataque de nervios—. ¿He hecho algo que te haya

molestado? —me pregunta. Niego con la cabeza, pero lo hago má s para mí que para él.

No puedo seguir con esto. Me muerdo el labio inferior en un gesto de frustració n—.

Entonces... ¿qué sucede? Dime, Lea, ¿qué sucede?

Rehú yo la intensa mirada azul de Darrell, pero él no me lo permite y no para de

buscar mis ojos. El corazó n me va a mil por hora. Me va a dar algo. En un impulso alzo

la vista y me enfrento a él y a lo que siento.

—Estoy enamorada de ti.

CAPÍTULO 63

El silencio toma protagonismo y corta de golpe la acalorada discusió n que tenemos.

La atmó sfera parece haberse quedado sin oxígeno de repente. Contengo la respiració n

en la garganta.

—Te advertí... te aconsejé que no te enamoraras de mí —dice Darrell, acariciá ndose

la nuca.

Esbozo una sonrisa agridulce en los labios y pongo los ojos en blanco.

—Se nota que nunca has estado enamorado, que ni siquiera sabes lo que es —le

reprocho con amargura—. Al corazó n no podemos decirle de quién tiene o debe de

enamorarse y de quién no. É l va por libre. No sigue normas, ni reglas, ni pautas; no

sigue los dictados de la cabeza. —Guardo silencio un momento antes de seguir

hablando—. Y yo he caído como una idiota..., como todas las demá s.

—Lea, yo no puedo amarte —asevera Darrell.

Lo miro con los ojos velados. Pese a que es algo que sé sobradamente, sus palabras

son demoledoras para mí, como si me hubiera caído un piano de cola encima.
—Lo sé, Darrell —logro articular, enjugá ndome las lá grimas que siguen deslizá ndose

por mis mejillas—. Lo sé... Por eso tengo que irme de aquí; tengo que alejarme de ti.

Esa es la razó n. Me duele no poder tocarte, no poder besarte, no poder abrazarte, no

poder... —Mi voz se apaga poco a poco. No puedo continuar.

En ese momento suena el teléfono mó vil de Darrell, pero ni siquiera se molesta en

sacarlo del bolsillo del pantaló n y ver quién lo llama.

—No quiero hacerte dañ o —dice—. Es lo ú ltimo que querría.

Me muerdo el interior del carrillo y asiento.

—Mañ ana empezaré a recoger mis cosas —digo.

—Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras, Lea... —comenta Darrell.

No le dejo continuar.

—No, Darrell. Te lo agradezco, pero lo mejor es que me vaya cuanto antes.

—Lo entiendo.

Su mó vil vuelve a sonar de manera insistente. Darrell lo extrae del bolsillo de su

pantaló n y sin mirar ni siquiera quién es, lo apaga.

—Quizá s es algo importante —opino, al ver que está ignorando el teléfono.

—Nada es má s importante ahora que tú .

Sorbo por la nariz.

—De todas formas ya está todo dicho —digo, abreviando la conversació n—. Creo

que todo está claro.

Durante unos segundos Darrell y yo permanecemos en silencio.

—Si necesitas algo, pídemelo, Lea. Lo que sea... No quiero que te tomes a mal lo

que te voy a decir, por favor —dice con voz cautelosa y sopesando sus siguientes

palabras—. Si quieres puedo darte... prestarte algo de dinero para que adelantes la

fianza y el alquiler del apartamento.


Sacudo la cabeza enérgicamente, negando.

—Gracias, Darrell, pero...

—No quiero que creas que lo hago porque piense que eres una... —me interrumpe,

aunque no dice la palabra—. Por lo que has dicho antes. —Lo suaviza—. Nada má s

lejos de la realidad. Simplemente quiero ayudarte.

—Te agradezco el gesto, pero no es necesario —digo—. He hablado con el amigo

del padre de Lissa y me va a dar un adelanto de mi sueldo. —Me muerdo el labio

inferior—. No se me olvida que te debo el dinero que pagaste a mi casera por los

meses de alquiler que le debía.

—No te preocupes por eso, Lea —dice Darrell—. No tienes que devolvérmelo.

—Bueno, aú n todo trataré de pagá rtelo lo antes posible —insisto con terquedad.

Darrell me deja por imposible.

—¿Quieres que llame a la empresa de mudanzas que trajo aquí tus cosas? —me

pregunta, tratando de ayudarme de alguna manera.

—Van a ayudarme Lissa y... —Al principio no quiero nombrar a Matt, pero llegado a

este punto, ¿qué má s da? Así que lo acabo soltando—... y Matt.

—Está bien.

Darrell se da finalmente por vencido.

—Muchas gracias por todo, Darrell. De verdad.

—Prométeme una cosa, Lea.

Ladeo un poco la cabeza.

—Dime.

—Que si un día necesitas algo, lo que sea... Lo que sea —recalca—, vas a

pedírmelo. —Hago un ademá n de afirmació n—. Dímelo con palabras —me pide.

—Te lo prometo.
—Siento todo lo que ha pasado.

—No es tu culpa, Darrell. Es mía.

—Despídete de mí antes de irte, ¿vale?

—Vale.

—Buenas noches, Lea.

—Buenas noches, Darrell.

Darrell se gira y sale de la habitació n. Cuando cierra la puerta tras de sí, me

derrumbo. Me siento en la cama, hundo el rostro en las manos y rompo a llorar

desconsoladamente. Esto va a ser mucho má s duro de lo que pensaba.

—¿Por qué no te has esperado a que viniera y te ayudara? —me regañ a Lissa cuando

entra en la habitació n y ve que tengo empaquetadas ya la mayoría de las cosas.

—Necesitaba estar distraída —digo en tono desanimado.

Lissa suspira, condescendiente.

—¿Có mo está s? —me pregunta.

—Ya no puedo má s —digo, y me echo a llorar, abrazá ndola.

—Ya ha terminado todo, Lea —me consuela—. Ya ha terminado todo.

—Por fin —digo con alivio en la voz.

—Venga, que te ayudo a empaquetar lo que te queda y nos vamos. Matt nos está

esperando abajo.

—Sí, por favor. Quiero irme cuanto antes. Me duele mucho estar aquí.

Media hora después hemos terminado de meter las ú ltimas cosas en las cajas.

—Ya podemos irnos —digo.

—¿No te vas a despedir de Darrell? —me pregunta Lissa.

—No —respondo—. Le dije que me despediría de él, pero no me encuentro con


fuerzas suficientes. Probablemente vuelva a insistir en que me quede y... temo echarme

para atrá s.

—Como quieras. Nos vamos, ¿entonces?

Aprieto los labios y afirmo en silencio con la cabeza. Lissa carga una de las cajas y

yo otra y las vamos bajando al escarabajo de Matt.

—¿Has vivido aquí? —me pregunta Matt, con una expresió n entre asombro y

confusió n en el rostro.

—Sí —respondo.

—Wow.

Intercambio una mirada muda con Lissa.

—Es la casa de un... familiar —me excuso con lo primero que se me ocurre.

—¿De un familiar?

—Sí, de un... tío... segundo. De un tío de mi madre.

—Que alucinante.

—No sabes cuá nto —dice Lissa en complicidad conmigo.

—¿Está todo? —dice Matt.

—Sí —respondo. Cuando Matt arranca me doy cuenta de que se me ha olvidado

hacer algo—. ¡Espera! —exclamo—. ¡Espera un momento! —Abro la puerta del coche

y me bajo—. Vuelvo en un minuto —digo.

Matt me da su aprobació n con el dedo pulgar hacia arriba.

—No nos moveremos de aquí —dice.

Consulto mi reloj de muñ eca: son cerca de las ocho de la tarde, Darrell no tardará

mucho en llegar. Subo rá pidamente al á tico, ante la mirada amable de Bob, que me

sonríe. Le devuelvo el gesto. Me he llevado muy bien con él durante el tiempo que he

vivido aquí. Tanto, que incluso creo que le voy a echar de menos.
Entro en el á tico y voy directamente al saló n. Saco de mi bolso la cartera y extraigo

de ella la tarjeta de crédito que me dio Darrell cuando firmé el contrato. Se me había

olvidado devolvérsela. La dejo encima de la mesa de cristal y al lado pongo también

las llaves.

Me dispongo a irme, pero vuelvo sobre mis pasos, afectada por una punzada de

remordimiento por no despedirme de Darrell. Arranco una hoja de papel de la libreta

que siempre llevo en el bolso y le escribo una nota.

Muchas gracias por todo, Darrell.

Espero de todo corazó n

que seas feliz, muy feliz,

y que la pró xima vez que nos veamos,

si el destino lo quiere,

puedas decirme que has encontrado el amor.

Lea

Cuando la dejo debajo de la tarjeta de crédito y de las llaves tengo los ojos anegados

de lá grimas. ¿Hasta cuá ndo esto me va a hacer llorar? Lanzo un suspiro al aire. Paseo

la mirada por el perímetro del saló n recordando los momentos que he vivido en esta

casa.

Sacudo la cabeza intentando apartarlos de mi mente Me giro y me encamino hacia la

salida. Salgo del á tico y cierro la puerta tras de mí mientras una lá grima resbala por mi

rostro. Me la enjugo con el dorso de la mano y sorbo por la nariz.


—Hasta siempre, Bob —me despido al llegar a la calle.

—He visto que has bajado cajas, ¿te vas, Lea?

—Sí, Bob, me voy.

Y cuando le contesto soy incapaz de no emocionarme.

—Lo siento mucho. Me caes bien —dice Bob, intuyendo el motivo de mi ida.

—Y tú a mí, Bob. —Sonrío.

No sé si es que estoy sentimental o qué, pero me lanzo y le doy un fuerte abrazo, que

corresponde afectuosamente.

—Tengo que irme —digo con prisa en la voz. En cualquier momento puede llegar

Darrell y no quiero encontrarme con él.

—Hasta siempre —se despide Bob.

Deshago el abrazo y me dirijo hacia el coche de Matt, que sigue donde lo he dejado.

—Cuando quieras —anuncio, subiéndome en la parte de atrá s. La voz está a punto de

quebrá rseme.

—Nos vamos —vocifera Matt.

Giro el rostro y miro como el enorme rascacielos se pierde a través de la ventanilla.

Tengo el corazó n roto, y lo peor es que me lo he roto yo misma, por esperar de Darrell

algo que sabía que no me podía dar. Aprieto los labios, haciendo un esfuerzo por no

llorar. Todo se ha acabado, pienso con un nudo en la garganta. fin

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