La Proposición Del Señor Baker - Andrea Adrich - 1
La Proposición Del Señor Baker - Andrea Adrich - 1
La Proposición Del Señor Baker - Andrea Adrich - 1
—¡Joder!
La palabra explota hasta llenar mi boca mientras contemplo el extracto del banco. El
rojo que poseen los nú meros resalta tanto que me hace dañ o en los ojos. Miro el resto
de la correspondencia que tengo entre las manos y que acabo de coger del buzó n. La
panorá mica es desoladora: la factura de la luz, la factura del gas, la factura del agua, la
factura del teléfono y una tarjeta publicitaria de los almacenes Harrieds, los má s
lujosos de Nueva York, en los que solo por respirar en sus ostentosas instalaciones de
—¿Es que no hay má s cosas que pagar? —me pregunto a mí misma en tono
me muerdo el interior del carrillo; lo hago siempre que estoy nerviosa, o desesperada,
como es el caso—. ¿Có mo voy a hacer frente a todo esto? —digo en voz alta, poniendo
El estó mago se me contrae en un nudo que amenaza con trepar hasta la garganta y
estrangularme. A día de hoy, debo tres meses de alquiler del apartamento en el que vivo
y el ingente nú mero de facturas que tengo en las manos y, para colmo de males, Bill, el
dueñ o del Gorilla Coffee, la cafetería en la que trabajo desde que me mudé a Nueva
York, me debe cuatro meses de sueldo. Un dinero que no veré porque Bill está a punto
de cerrar el local, aunque asegura que me pagará una parte antes de chaparlo. Dice que
por mi paciencia y por no haberme ido dejá ndolo con el culo al aire, pero yo no estoy
nada convencida de ello. Bill tiene tan poco dinero como yo.
que me supone no tener un dó lar. Lo peor (porque todavía tiene que haber algo peor), es
que el mes que viene comienza el curso y a este ritmo me va a ser imposible pagar las
tasas de la universidad.
—¿Qué voy a hacer? —me pregunto angustiada—. Joder, ¿qué voy a hacer?
consulto el reloj. Son las cuatro menos cuarto. Si no fuera porque he quedado con Lissa,
mi mejor amiga, para que me acompañ e al Gorilla Coffee, apostaría a que es la casera,
que no pierde oportunidad para hacerme una visita y recordarme, pese a que sabe la
delicada situació n por la que estoy atravesando, que le debo tres meses de alquiler. La
entiendo, pero no debería presionarme tanto. El minú sculo apartamento que me tiene
arrendado es uno de los doce o quince que posee en toda Nueva York y, ademá s, no se
Dejo las cartas sobre la mesa, me levanto y arrastro los pies hasta el telefonillo,
—Soy yo —responde Lissa. Cierro los ojos y respiro ligeramente aliviada—. ¿Está s
Voy a la habitació n, me pongo las sandalias, salgo de casa y desciendo las escaleras
a toda prisa para no hacer esperar a Lissa. Cuando me ve salir por la vieja puerta del
—¿Está todo bien, Lea? —pregunta, al mismo tiempo que se acerca y me da un par de
—Estoy en nú meros rojos y tengo un montó n de facturas que pagar. Aparte del
alquiler, la matrícula y las tasas de la universidad —respondo. Aunque trato por todos
situació n es crítica.
—¿Bill sigue sin pagarte los meses que te debe? —me pregunta Lissa, que está al
—Bill está endeudado hasta las cejas —añ ado después de unos segundos mientras
echamos a andar calle abajo—. No hay día que no vayan a la cafetería un par de
fuerzas para exigirle nada. Bastante mal lo estará pasando, y tampoco creo que sirviera
de mucho...
—Yo puedo prestarte... —Abre la mano y cuenta mentalmente los billetes arrugados
que ha sacado del bolsillo y unas cuantas monedas—... diecinueve dó lares y cincuenta
—Te agradezco mucho el detalle, Lissa —digo, sin que mi sonrisa desaparezca de
los labios—. Pero no creo que tus diecinueve dó lares con cincuenta y cinco centavos
—Lo sé. Ni siquiera me sacan a mí de un apuro y eso que vivo con mis padres. —
Lissa vuelve a introducir el dinero en el bolsillo del pantaló n con desgana—. ¿Y qué
vas a hacer? —me pregunta
algo má s serio—. Y en los que sí nos quieren, está n muy mal remunerados. No me daría
ni para pagar el alquiler. —Hago una pausa y me muerdo el interior del carrillo—. He
estado pensando... —comienzo a decir. Nos paramos en un semá foro—. Quizá deje la
universidad.
Lissa abre sus grandes ojos azul oscuro de par en par cuando me oye decir eso y la
—No puedes hacer eso. —Sus palabras suenan como una orden—. Eres una de las
El semá foro se abre pero Lissa no se mueve del sitio y yo tampoco. La gente pasa a
—No puedo hacer otra cosa —digo, tratando de justificarme de alguna manera. Me
adelanto unos pasos y comienzo a cruzar el paso de peatones. Lissa se apresura a venir
detrá s de mí—. No sé... —continuo diciendo, agobiada—. Tal vez solo deje los
gesto elocuente con los dedos—, después puedo retomarlos... Siempre hay tiempo.
Puedo...
—Pero no es justo, joder —me corta Lissa, que se muestra visiblemente enfadada.
—Pero perderá s la beca que has conseguido. Solo cubre la mitad de la matrícula y de
las tasas universitarias, pero no recibirá s ni un dó lar si lo dejas.
Cuando Lissa acaba de decir esto, estamos frente al Gorilla Coffee. Nos detenemos
contra ella.
—Lo siento —dice en tono de disculpa—. Sé que lo sabes... Es solo que me fastidia
Cuando deshacemos el abrazo, tomo aire y lo suelto de golpe para tratar de contener
las lá grimas que pugnan por salir en torrente por mis ojos. Toda esta situació n me tiene
nerviosa, agotada y con el á nimo por los suelos. No sé có mo atajarla y me produce una
de encima. Otra persona en mi lugar pediría ayuda a sus padres, pero en mi caso es
los má s de dos mil puentes que tiene Nueva York, o debajo del mismísimo puente de
Brooklyn y tuviera que bañ arme todos los días en las frías aguas del río East. Nos
abandonó cuando yo solo contaba con cinco añ os y es algo que creo que no le
perdonaré nunca.
—¿Tienes tiempo para tomarte un café? —pregunto a Lissa, haciendo un esfuerzo por
mantener la compostura.
—Sí —responde ella—. Hasta las cinco no entro a las prá cticas.
conocimiento.
—Estoy por saltarme la práctica —dice Lissa, riendo mi chiste a carcajadas—. Pero
—Entonces es mejor que estés puntual. El señ or Copeland es muy maniá tico con los
que no acuden a sus prácticas. Hay una leyenda negra que dice que incluso suspende su
CAPÍTULO 2
—Hola, Bill.
cafetería con aire de taberna escocesa; negocio familiar desde décadas, se viene abajo
Me mira y sonríe, aunque se le nota a leguas que hace un enorme esfuerzo y que toda
la procesió n va por dentro. Le devuelvo el gesto sin despegar los labios. No hay nadie
en estos momentos sobre la faz de la tierra, que entienda mejor que yo por lo que está
pasando.
Suspiro por décima vez en lo que va de tarde, cojo el bolso de la barra y entro a
ponerme el delantal. Bill prosigue con su tarea de secar los vasos y Lissa se acomoda
en un taburete de la barra, esperá ndome para que le ponga un café. Cuando salgo, está
observando embobada al hombre joven que hay sentado al fondo de la cafetería, al lado
hipnotizada.
—Lissa... —la llamo. Pese a que me oye, me ignora totalmente y no se vuelve para
sus manos.
Lo digo dudando porque no estoy segura, pero creo que se apellida así.
—Es el hombre má s guapo del mundo —dice, otorgá ndole de nuevo toda su atenció n.
cuadrada. Realmente es muy atractivo, sí, aunque me niego a darle la razó n a Lissa.
Siempre ha sido muy exagerada y muy generosa en sus opiniones hacia los chicos.
—Mmmm... señ or Baker —repite Lissa—. Suena bien. ¿Y viene muy a menudo?
—Lissa, ¿vas a hacerme un interrogatorio? ¿Dó nde está el foco apuntá ndome a la
En esos momentos, Bill sale de la trastienda, por llamar de alguna manera al pequeñ o
—No seas mala, Lea... —Lissa retoma el tema, haciendo un mohín con la boca e
imposible.
—Suele venir por las mañ anas, cuando está Bill —respondo finalmente, dá ndome
por vencida—. Yo apenas lo veo por aquí. Pero segú n parece, trabaja en la
multinacional de enfrente.
Ese edificio es uno de los má s imponentes de cuantos hay alrededor del Gorilla Coffee.
Asiento varias veces con la cabeza al mismo tiempo que cojo una taza del estante.
—Tiene que ser un hombre importante —observa Lissa con admiració n en los ojos.
—Seguro que se los hace a medida —comento, mirá ndolo de reojo en un intento de
Cambio el filtro del café, vierto unas cuantas cucharadas nuevas, coloco la taza en la
má quina y la enciendo.
—¿Cuá ntos añ os crees que tiene? —sigue curioseando Lissa—. Yo creo que ronda
—Yo también creo que anda por esa edad, aunque la formalidad del traje negro que
lleva puesto le echa algú n que otro añ o má s —digo mientras trasteo con las cucharillas
y los azucarillos.
—Está mirando.
—¿Hacia aquí?
Con unos nervios a los que no encuentro explicació n inmediata, se me cae una
solo separado por los noventa centímetros del ancho de la barra. Es alto, de espaldas
amplias y los mú sculos se le marcan a la perfecció n bajo el magnífico traje negro que
lleva puesto. Lo escruto con la mirada detenidamente, pero no consigo pasar del
Cuando al fin logro avanzar hacia arriba, me encuentro con sus impactantes ojos
azules envueltos en un denso abanico de pestañ as negras. Trago saliva y lo miró como
si fuera el ú nico ser humano sobre la faz de la tierra, como si fuera un bicho raro, un
Quizá Lissa tiene razó n y es el hombre má s guapo del mundo. Eso es lo que me
parece en esos momentos: el hombre má s guapo del mundo. Es... imponente, como un
animal salvaje. Sus almendrados ojos azules está n clavados intensamente en mi rostro
como dos puñ ales. Siento que la piel me arde y que la respiració n se me corta en seco.
Ahora es cuando nos va a cantar las cuarenta por cuchichear de él. Lo tenemos bien
merecido.
—¿Me pone un café solo sin azú car, por favor? —me pregunta.
Respiro ciertamente aliviada al comprobar que no está enfadado y suelto el aire que
pero atisbo un deje de autoridad en ella. Apuesto a que es el típico hombre de negocios
tiempo posible.
—Sí —respondo. Mi monosílabo es tan débil y escueto que da pena escucharlo. Por
que desconozco, ese hombre me ha puesto nerviosa. Muy nerviosa. Tanto, que creo que
el corazó n me va a salir disparado del pecho y a caer directamente en la taza del café
—Es profunda, es intensa y a la vez meló dica, es... —Lissa se queda sin palabras.
momento.
—Lissa... —En mi voz hay cierta amonestació n porque Lissa se enamora de todos
—Lea, debes de ser la ú nica chica de todo Nueva York a la que ese espécimen que te
acaba de pedir un café solo sin azú car no le parece que está má s bueno que el pan.
má quina, coloco la taza y doy al botó n. No me perdonaría que por mi tardanza pusiera
Cuando la má quina pita con su característico silbido, pongo la taza sobre la bandeja
que he dejado preparada encima de la barra, salgo de detrá s de ella y me dirijo hacia la
mesa donde está... ¿el señ or Baker? Inconscientemente voy mordiéndome el interior
está leyendo.
Levanta el rostro. Su mirada de ojos azules vuelve a clavarse en mí. ¿Siempre mira
así? ¿Lo hace con todo el mundo igual? De pronto me siento como una hormiga ante un
elefante. Solo espero que no levante la pata y me aplaste.
Cojo la taza vacía de su anterior café y la apoyo sobre la bandeja, intentando hacer el
menor ruido posible, mientras mi vista se desliza involuntariamente hacia él, que ha
vuelto a centrar su interés en los papeles que tiene en la mano y que, desde luego,
parecen ser má s interesantes que cualquier cosa que pueda haber a su alrededor,
incluida yo. Aunque tampoco entiendo por qué pretendo llamar su atenció n. ¿En qué
cabeza cabe que un hombre como él va a fijarse en una chica como yo? No tengo
características físicas destacables; y no las tengo porque parece que el señ or Baker se
Mi cabeza es una marañ a de cabello de un extrañ o color bronce que la mayoría de las
veces sujeto con un moñ o descuidado en lo alto de ella. Mis ojos tienen una tonalidad
también bronce y son desmesuradamente grandes, aunque Lissa siempre dice que
envidia mis pestañ as porque son largas y espesas y porque tienen forma de abanico. Yo
Muevo la cabeza a un lado y a otro, negando, mientras meto la taza y el plato que
antisocial y, con toda seguridad, un arrogante innato. Ahora recuerdo las palabras de
Bill un día que me habló de él; por eso viene al Gorilla Coffee, porque es una cafetería
que apenas tiene clientela y así no se ve con la necesidad de soportar la levedad del ser
humano.
Al final es verdad que va a ser un bicho raro, pienso para mis adentros.
—Se parece a Sean O ́Pry —apunta Lissa, sacá ndome de mis cavilaciones.
—¿A quién?
—¿Debería?
cuadrada, nariz fina, ojos ligeramente rasgados, mirada profunda, aire rebelde... Son
como dos gotas de agua —concluye. Guarda silencio un momento, recreá ndose en el
rostro del señ or Baker—. ¿No te parece un hombre muy misterioso? —pregunta
instantes después.
—¿Morbo? —repito.
—Sí —afirma Lissa—. Como si ocultara algo, como si tratara de impedir que nos
enterá ramos de algo malo, de algo poco moral.
—¿A ti no te da morbo?
Giro el rostro y observo al señ or Baker con los ojos entornados. La respuesta tarda
—No —niego—. Bueno..., sí. No. ¡Ay, no sé, Lissa, tienes unas preguntas!
—Te da tanto morbo como a mí, y como seguro que se lo da a todas las féminas de
Nueva York —asegura, cogiendo la taza con las dos manos y dando un sorbo de café—.
—¡No digas tonterías! —espeto algo molesta—. No me había fijado en él hasta que
Lissa lo dice de una manera y en un tono que parece que está indignada.
—¿Está s bien? —le pregunto poniendo los ojos en blanco, exasperada—. Es solo un
hombre —apunto.
—No es solo un hombre, Lea. Es «El hombre» —dice, enfatizando las palabras al
Miró el reloj.
—Si sigues dando alas a tus hormonas vas a llegar tarde a las prá cticas del señ or
Copeland —anuncio.
Lissa consulta su reloj de muñ eca y abre los ojos como platos.
Se baja a toda prisa del taburete y sale corriendo. Instantes después entra de nuevo en
CAPÍTULO 3
Al día siguiente, cuando voy a trabajar al Gorilla Coffee, no puedo negar que acudo
con la esperanza de ver allí al misterioso y enigmá tico señ or Baker. Me sorprendo a mí
misma con ese pensamiento porque debería de ser un hombre con el que no tendría que
gastar ni un solo suspiro, sin embargo, no puedo evitarlo, y mi mente fantasea con la
idea de verlo de nuevo sentado en la mesa del fondo, embebido en su pila de papeles y
sin hacer caso al mundo. Cuando entro y no lo veo en ninguna mesa, siento cierta
desilusió n.
—Siéntate —dice.
Su rostro muestra una expresió n mezcla de seriedad y desá nimo y entonces empiezo a
temerme lo peor.
—Me está s asustando —digo con voz risueñ a, para que el momento no sea tan tenso.
—Lo siento, Lea —comienza a decir, bajando la mirada ante mí—. El Gorilla Coffee
—¿Cuá ndo?
—¿Tan pronto?
Soy consciente de que este día iba a llegar. Lo soy desde hace mucho tiempo; desde
que dejé de cobrar mi sueldo hace cuatro meses, pero aú n todo es como un mazazo,
—Bill...
Bill introduce la mano en el bolsillo del delantal y saca un sobre alargado blanco.
Incapaz de levantar la mirada me lo tiende. Yo, sin preguntar, lo tomo con la mano, lo
—Sé que no es todo lo que te debo, Lea, pero no puedo pagarte má s. —La voz de
Vuelvo a mirar la cantidad que contiene el sobre y cuento por encima el dinero que
La mentira sale mecá nicamente de mis labios. Pero no. Nada está bien. Mis
problemas, en el fondo, no han hecho má s que empezar. Estoy oficialmente sin trabajo,
debo tres meses de alquiler del apartamento en el que vivo y un montó n de facturas; y
para arreglar la situació n mi cuenta del banco está en nú meros rojos y el curso
universitario está a punto de comenzar. ¿Con qué dinero voy a pagar la matrícula y las
tasas?
Me obligo a no llorar. No delante de Bill. No quiero ser una pena añ adida a todas las
Bill me mira con rostro escéptico y asiente ligeramente en silencio. Sus ojos está n
un oso que de un ser humano, al borde del llanto. Sin decir nada, se gira cabizbajo y se
Cuando desaparece tras la puerta, son mis ojos los que se inundan de lá grimas sin
poderlo remediar. ¿Por qué la vida tiene que ser tan complicada?, me pregunto
impotente. ¿Por qué Bill tiene que cerrar el Gorilla Coffee? ¿Por qué yo no puedo tener
una vida normal como cualquier chica de veintidó s añ os? ¿Por qué todo tiene que ser
Suspiro lastimosamente y hundo la cara entre las manos. Quiero que me trague la
—Buenas tardes.
comienza a aporrear mi pecho con una rapidez casi de vértigo. Me destapo el rostro y
giro la cabeza hacia él sin darme cuenta de que tengo la cara llena de lá grimas.
En esos momentos reparo en que debo de estar hecha un cuadro, con los ojos rojos e
hinchados como un pez globo, y me apresuro a limpiarme la cara con las manos,
cuando advierto en el rostro del señ or Baker una expresió n que no logro descifrar.
—¿Está ... bien? —me pregunta con cierta reticencia y frialdad al ver el estado
con los dedos—. ¿Solo sin azú car? —le pregunto seguidamente, acordá ndome del café
—Enseguida se lo preparo.
Meto en el bolso el sobre con el dinero que me ha dado Bill, me bajo del taburete y
hacia la mesa que acostumbra a ocupar y se mantiene de pie frente a mí, mirá ndome
fijamente desde el otro lado del mostrador. Me muerdo el interior del carrillo,
nerviosa, mientras me pongo el delantal. Alzo ligeramente las cejas, sorprendida de que
—Perdó neme que insista —dice. En el tono de su voz no hay atisbo alguno de calidez
desconocido el desastre que tengo por vida? ¿Que a este paso acabaré viviendo debajo
de un puente? Sin embargo, antes de que pueda impedirlo, estoy hablando como si mi
boca estuviera rota y las palabras saltaran de ella sin que yo pudiera impedirlo.
No tengo trabajo, debo tres meses de alquiler má s una montañ a de facturas y tendré que
dejar la universidad porque no puedo pagar las... —Al ver que estoy hablado
demasiado y demasiado deprisa decido callarme—. ¿Por qué le estoy contando todo
—Me está contando todo esto porque se lo he preguntado —dice el señ or Baker
Su respuesta me deja sin palabras. Su manera de hablar; seria, autoritaria y... sexy,
tremendamente sexy, me deja paralizada. No obstante me obligo a decir algo.
Pero sigo sin saber por qué habría de interesarle lo que me pasa.
sentir incó moda. Tanto que carraspeo tan fuerte que me hago dañ o en la garganta. ¿Este
hombre produce ese efecto en todo el mundo, o solo en mí, que soy idiota?
Trago saliva. ¿Ha dicho ayudarme? ¿Ayudarme? ¡Dios mío, ayudarme! A lo mejor
del Holding empresarial que hay en el interior del imponente edificio de cristales
negros en el que seguro él es un pez gordo. De repente comienzo a oír una mú sica
celestial en mis oídos. Una suerte de campanillas que van y vienen de uno a otro. Quizá
desesperada, pero no tengo que parecer que lo estoy, aunque mis ojos chispean con un
chute de endorfinas en vena. Se abre un poco la chaqueta del traje gris marengo que
lleva y que le sienta como un guante y saca del bolsillo interior una tarjeta. Extiende el
brazo y me la ofrece. Sus dedos son largos y elegantes—. Pá sese mañ ana por la mañ ana
—Swan.
—De nada —dice él, imperturbable como siempre—. Seguro que podemos llegar a
Sin añ adir nada má s, se da media vuelta y enfila los pasos hacia la mesa en la que
es poco menos que te toque la lotería, má s si tenemos en cuenta la crítica situació n por
la que estoy pasando. ¡Me siento tan feliz! Aprieto los puñ os en señ al de triunfo y
Sin que me vea, miro la tarjeta para saber có mo se llama: Darrell Baker, leo en
silencio.
—Darrell... —musito en voz muy baja mientras la cafetera pita. Me gusta su nombre.
Cuando le acerco el café, no puedo por menos que volver a agradecerle lo que está
—Gracias —digo, dejando la bandeja sobre la mesa—. Por... lo que está haciendo
por mí.
Aunque intento que mi voz suene segura, no lo consigo. Y en cambio sale de nuevo
pero...
—Aú n no sabe qué le voy a proponer —me corta en tono sosegado, con la misma
—Sí, es verdad —titubeo—. Pero como usted ha dicho, seguro que podemos llegar a
un acuerdo.
Durante unos segundos el señ or Baker se queda mirá ndome en silencio, con tanta
CAPÍTULO 4
—No te vas a creer lo que me ha pasado —le suelto, sin poderme contener, e
—El señ or Baker me vio llorando y cuá ndo insistió en que le dijera si me encontraba
bien...
—Si es así como te has empeñ ado en llamar al señ or Baker, sí —respondo.
—No pongas ese tono, Lissa —la freno en seco, intuyendo por dó nde van los tiros—.
Bill acababa de darme la noticia del cierre de Gorilla Coffee. Me pilló llorando, es
normal que me preguntara. Hasta un ogro lo hubiera hecho —le digo, justificando el
comportamiento del señ or Baker y tratando de no darle la importancia que Lissa le está
dando.
—Pero eso no es todo, ¿verdad? —me pregunta con expresió n có mplice en el rostro.
Lissa me conoce lo suficiente como para darse cuenta de que hay algo má s.
situació n me ha dicho que quizá pueda ayudarme. Mañ ana por la mañ ana tengo que ir a
—¡¿Qué?! ¡¿Qué?! ¡¿Qué?! —La voz de Lissa es casi un grito—. Pero eso es
como buenamente puedo sin caerme al suelo—. ¡Dios mío! Vas a ir al despacho de Sean
O ́Pry.
—¿Se llama Darrell? Joder, hasta el nombre lo tiene bonito. —En esos momentos,
Lissa parece detener sus pensamientos en seco—. ¿Vas a trabajar para él? —me
pregunta con una curiosidad que va a devorarla.
explicaciones. Solo me ha dicho que vaya mañ ana por la mañ ana a su despacho.
—¡Madre mía! ¡Madre mía! ¡Madre mía! ¿Te das cuenta? —dice Lissa, como si fuera
—Pues en estos momentos lo parece. ¿El señ or Baker interesado en mí? —repito.
—Piensa un poco, Lea —dice Lissa—. ¿Te ha preguntado qué está s estudiando?
—No.
—Sabe que soy camarera. Me ha visto aquí —apunto, haciendo alarde de ló gica—.
—Ya, pero...
—El Holding en el que trabaja tiene que tener cafeterías—interrumpo a Lissa—. Una
Lissa, que sigue empeñ ada en continuar elucubrando lo que para mí son un montó n de
sandeces—. Alguien tiene que encargarse de limpiar ese emporio. No creo que se
limpie solo.
—¡Está bien! —exclama Lissa, levantando las manos y dá ndose por vencida—. Lo
que tú digas, señ ora cabezota. Pero yo sigo pensando que ese hombre está interesado en
—Lissa, sé un poco realista, por favor —le pido. Creo que mi mejor amiga lee
demasiadas novelas romá nticas—. ¿Me has visto bien? —pregunto, tirando ligeramente
de mi colorida camiseta de algodó n con el divertido dibujo de una muñ eca Gorjuss en
el centro—. ¿Y le has visto a él? Viste trajes a medida de Armani y Versace. ¿Có mo
crees qué se va a fijar en mí? Somos como el día y la noche, como el agua y el vino.
explicando esto? —digo má s para mí misma que para Lissa. Dejo caer los brazos a
Lissa me mira en silencio, sin decir nada. Pero en sus ojos azul oscuro veo que no la
he convencido. ¿Dó nde ha dejado su sentido comú n? En fin... ¿Qué importa? El tiempo
Termino de hacer la caja; la recaudació n del día no llega a los cincuenta dó lares. No
me extrañ a que Bill se haya visto abocado a cerrar. Esto no da ni para cubrir los gastos
del local. Me da tanta pena por él. Sé que adora este lugar, pero también sé que no se
—Ya estoy lista para esas cañ as —le digo a Lissa, que me espera sentada en una de
Cierro la cafetería y me voy con Lissa al Bon Voyage, un bar de ú ltima moda situado
cerca de mi apartamento. A las dos nos gusta porque es actual, vanguardista, porque
ponen a Coldplay de manera cíclica y porque allí trabaja Joey, un camarero que vuelve
loca a Lissa. Sí, aparte del señ or Baker (y de alguno que otro má s), Joey también la
vuelve loca.
—Me alegro mucho por ti —dice Lissa cuando nos acomodamos en una mesa alta del
Bon Voyage—. Te mereces que el señ or Baker te ofrezca un trabajo y también que se
enamorara de ti.
Giro el rostro hacia ella como si acabara de recibir un latigazo en el cuello y enarco
—No empieces... —digo con voz de amonestació n, antes de que vuelva a liarse la
—¿Qué no me pone?
—Sí. Estoy segura de que el señ or Baker es una fiera en la cama —afirma Lissa sin
ningú n pudor—. Juraría que es de esos a los que les gusta follar de forma salvaje, hasta
destrozar a su amante.
—Por qué él es frío. O al menos esa es la actitud que proyecta —comento—. Apenas
habla, no interactú a con nadie, su voz es plana, no hay atisbo de calidez o comprensió n
Puede que a Lissa le resulte la mar de interesante, pero a mí, en cambio, su seriedad,
aunque Lissa pondría el grito en el cielo si me oyera, agradezco que el trabajo no tenga
capaz de poner nerviosa a cualquier mujer, incluida a ti, ¿verdad? —dice en tono
—No estoy nerviosa por verlo —me adelanto a decir con una mentira piadosa—. Es
porque, sea lo que sea lo que me ofrezca, tengo que aceptarlo. Necesito trabajar Lissa;
—Lo sé, Lea —señ ala con voz compasiva—. Lo sé. Por eso ese puesto que te va a
CAPÍTULO 5
voy a una entrevista... formal, y el puesto tampoco lo es. ¿Vaqueros? —Me quedo
pensá ndolo durante unos instantes pero finalmente rechazo la idea. Niego con la cabeza.
Me dirijo al armario, lo abro y me quedo mirando la fila de ropa sin encontrar nada
que me parezca apropiado. Paso la mano por la barra y saco algunas prendas sin que
me convenzan.
No debería interesarme qué es lo que le gusta al señ or Baker, sino qué es lo que le
parecería má s apropiado que llevara. Pero en mi intento, la idea de ponerme algo que
Al final, y tras darle muchas vueltas, he decidido ponerme un vestido de manga corta
de color naranja claro y unas sandalias de tiras planas. Necesito sentirme có moda,
aunque no sea el atuendo má s adecuado para llamar la atenció n del señ or Baker. Bien
pensado, eso solo lo lograría si fuera una despampanante rubia de metro ochenta, y
¿Qué se le va a hacer?
Me recojo el pelo en un moñ o alto informal, suspiro frente al espejo para tratar de
relajar los nervios que tengo en el estó mago, —lo cual es imposible—, y salgo de casa
dispuesta a conseguir ese puesto que va a ofrecerme el señ or Baker. ¡Yo puedo! ¡Yo
Me subo al metro y, como todas las veces que lo cojo, que son unas cuantas al día, no
consigo un asiento y me toca quedarme de pie, agarrada como puedo a la barra para no
caerme, al lado de un hombre que pasa los setenta añ os y al que le huele el sobaco una
barbaridad.
En ese lapsus de tiempo me pregunto en qué vagó n irá n esos tíos que salen en las
fotos de Facebook leyendo en el metro. No tiene que ser en el metro de Nueva York,
porque yo no tengo nunca la suerte de encontrarme uno. Una pena, la verdad. Nunca está
de má s deleitarse la mirada con alguno de los poemas visuales que, aunque parecen
me viene a la cabeza el señ or Baker... Pensar que voy a estar en su despacho y que voy
Tengo que tranquilizarme, o haré el ridículo delante de él, me digo, casi como si
Saco el IPod de mi bolso, me pongo los cascos, busco la canció n A sky full of star de
Coldplay, subo el volumen cuando las notas empiezan a expandirse por mis oídos y me
prefiero caminar un rato mientras observo el incesante trajín de la ciudad que nunca
evitar que mi vista de un repaso al edificio de abajo a arriba. Durante un instante tengo
centenares de veces porque está frente al Gorilla Coffee, sin embargo, desde que sé que
el señ or Baker trabaja en él, para mí ha adquirido una dimensió n diferente, una
Suelto el aire que tengo retenido en los pulmones y enfilo los pasos hacia las enormes
puertas giratorias que me dan la bienvenida. A la derecha está la recepció n. Detrá s del
mostrador de madera negra lacada, hay una chica de unos veinticinco añ os pelirroja y
con el pelo liso como una tabla de planchar, tan erguida en la silla que parece que se ha
tragado un palo.
—¿Sube? —me dice un hombre de mediana edad, vestido con un traje impecable y
—Sí —respondo.
—Entonces, por este —me indica el hombre cordialmente, apuntando con el índice el
Las puertas del ascensor se abren y sale un montó n de gente que me esquiva como si
fuera una simple columna de piedra. Como buenamente puedo me abro paso entre la
—¿A qué planta va? —me pregunta el hombre que me ha indicado en qué ascensor
debía subir.
No me molesto en mirar cuá ntas hay, el señ or Baker me dijo que su despacho estaba
en la ú ltima.
—A la ú ltima —digo.
forma rá pida. Pero antes de que pueda seguir elucubrando hipó tesis, el ascensor se para
—Gracias.
muebles. Solo algunos sillones de cuero negro y una mesa auxiliar de cristal.
Miro a mi alrededor, tratando de buscar un mostrador o una recepció n para preguntar
por el despacho del señ or Baker. Al fondo veo al hombre del maletín y decido seguirlo.
Si no logro encontrar el despacho del señ or Baker, al menos puedo preguntarle dó nde
está. Acelero el paso antes de perderlo totalmente de vista. No es por exagerar, pero me
juego el cuello a que alguien, alguna vez, se ha extraviado en las decenas y decenas de
plantas y despachos que posee el edificio. No me gustaría ser una de ellas, desde luego.
Al final de un pasillo veo una sala en la que hay dos mostradores al lado de unas
enormes puertas negras de madera. Detrá s de ellos hay dos chicas; una rubia y otra
morena, que pulsan frenéticamente los teclados de sus ordenadores sin perder la
Mientras me acerco, llego a ver que el hombre del maletín abre una de las puertas
negras y entra. Cuando desaparece detrá s de ellas, llego al mostrador de la chica rubia.
ordenador.
—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarla? —me pregunta con una formalidad
protocolaria.
Mientras repasa unas notas, pienso que tal vez no me dejen pasar por no tener cita con
él. Segú n parece hay que seguir un protocolo para ver al señ or Baker. Si es así, no sé
—Sí, sí —digo.
—Sí, claro.
—Muchas gracias.
—Señ or Baker, la señ orita Swan acaba de llegar —anuncia—. Está bien. Gracias.
—Señ orita Swan —dice mientras cuelga el auricular—, el señ or Baker la atenderá
—Sí, por supuesto —respondo con una sonrisa afable en los labios.
Me doy la vuelta y me dirijo a los sillones de cuero negro situados al otro lado.
Mientras espero mi turno para hablar con el señ or Baker, me doy cuenta de que
desentono con el lugar y con las dos secretarias que trabajan para él. Ellas van
trajes de chaqueta tan formales que les hacen parecer muñ ecas con cuerpos
ortopédicos. Yo, en cambio, llevo un vestido ligero y fresco, unas sandalias planas y un
moñ o que en cualquier momento puede venirse abajo; el típico que te haces con un
Tenía que haberme puesto una americana y un pantaló n de vestir, pienso en silencio.
Durante unos segundos empiezo a desesperarme. Pero antes de que pueda seguir con
—Gracias —digo.
Me levanto del silló n de cuero y camino hacia las imponentes puertas de madera
negras del fondo. ¿Estoy tan nerviosa como me parece? ¿Có mo es posible que un
hombre me ponga en este estado? Tengo que hacérmelo mirar muy seriamente.
Respiro hondo antes de empujar las puertas, pero no me detengo delante de ellas,
para que las secretarias no crean que estoy loca o que estoy atrayendo suerte con una
Cuando entro en el despacho del señ or Baker, su imagen detrá s del enorme escritorio
mundo estuviera a sus pies, como si se encontrara por encima del bien y del mal; ajeno
—Buenos días, señ orita Swan —me saluda. Lo hace con su habitual seriedad y eso
aunque sea una sola vez para hacerme sentir có moda, o para comprobar que es humano
—Siéntese, por favor —me indica, señ alando con el índice una de las sillas que hay
delante de su escritorio.
—Gracias. —Parece que gana elegancia segú n pasa los días. ¿O son mis ojos?
Cuando logro reaccionar, abro una pequeñ a carpeta que he llevado—. Le he traído mi
los muebles son de cristal y acero, aunque no llenan tanto espacio vacío y, a mi forma
de ver, innecesario. Las paredes está n formadas de enormes placas de cristal oscuro
—¿Leandra? —dice.
atenció n.
—Sí, me llamo Leandra, pero todo el mundo me llama Lea —le aclaro con voz
tímida.
Por alguna extrañ a razó n pienso que va a hacer algú n tipo de comentario respecto a
mi nombre. Sin embargo, no es así. Entonces vienen a mi cabeza todas esas hipó tesis
que circulan por ahí sobre los Iluminati, los reptilianos y el supuesto gobierno en la
—Sí —afirmo.
—¿Qué curso?
al comprobar que tengo algo en comú n con el señ or Baker—. Y veo que tiene muy
Aquel comentario, sin ser un halago, o sin tener intenció n de serlo, hace que mis
mejillas se sonrojen.
—Sí, bueno... —titubeo. Joder, ¿por qué estoy tan nerviosa?—. Me gustan... mucho
Normalmente la gente pone caras raras cuando digo que me gustan las matemá ticas.
Lo que provoca que no me atreva a decir que ademá s me gustan mucho. Sinceramente,
no alcanzo a entender por qué les resulta tan extrañ o; (Juraría que algunas se sienten
incluso ofendidas). Los gustos de las personas son de lo má s variopintos. ¿Por qué no
me podrían gustar a mí los nú meros? Sin embargo, que el señ or Baker haya estudiado la
misma carrera que estoy cursando yo me permite subrayar hasta qué punto me encantan.
Después de unos instantes deja el curriculum sobre la mesa y levanta sus ojos azules
hacia mí. La intensidad de su mirada me desarma por momentos. Solo consigo tragar
—No me gusta perder el tiempo. Así que seré claro, señ orita Swan —comienza a
decir, al mismo tiempo que se echa hacia atrá s en la silla con un gesto de seguridad en
sí mismo.
Preferiría que dejara de llamarme «señ orita Swan» y que me llamara Lea, pienso
para mis adentros. Tanta formalidad lo ú nico que consigue es que me ponga má s
—Lo que quiero proponerle es algo... fuera de lo comú n —prosigue—. Pero que
para ambos?». Habla como si fuera a tener lugar un tratado entre los dos países má s
No digo nada, porque reconozco que me estoy quedando sin capacidad de reacció n, y
—Le ofrezco una habitació n en mi casa, señ orita Swan, a cambio de...
tenso.
Alzo las cejas. ¿He escuchado bien? ¿Ha dicho sexo? ¿Sexo? ¿Qué clase de broma es
esta?
No puedo verme la cara, pero seguro que es de auténtica perplejidad; con los ojos y
la cabeza a un lado y a otro, indignada y confundida a partes iguales. Tomo aire como
buenamente puedo—. ¿Quién diablos se ha creído que soy, señ or Baker? —suelto
ofendida, mientras él me mira sin inmutarse—. ¿Acaso se cree que soy una prostituta?
—Si creyera que es una prostituta, le aseguro que no le estaría proponiendo esto —
que voy a aceptar algo semejante? —Las palabras salen de forma atropellada de mi
boca—. ¡Joder! —mascullo para mí, bajando la cabeza—. Yo solo quiero un trabajo, un
maldito trabajo que me permita vivir y pagar las tasas universitarias para no tener que
—Entonces, acepte mi proposició n, señ orita Swan —dice pausadamente en ese tono
intenso azul de sus ojos no me desestabilice del modo que lo hace—. ¿Qué pensaría
—Yo no tengo jefe, señ orita Swan, ni jefa —afirma con suficiencia.
El corazó n se me para en seco. ¿No tiene jefe? ¿Ni jefa? ¿Eso quiere decir qué...?
—¿Esto es... suyo? —pregunto en un hilo de voz, rodando mis ojos en derredor.
—Sí.
—¿Todo?
—Todo.
¡Joder! ¡Y mil veces, joder! ¿Qué hace uno de los hombres má s ricos de la ciudad,
incluso del país, proponiéndome tener sexo con él cuando no debe de tener ningú n
problema para acostarse con la mujer que quiera? Me juego el cuello y las manos a que
silla—. Totalmente. —Hago una pausa antes de añ adir—: Yo no... No voy a aceptar su
—Claro que podría ofrecerle un trabajo... normal, como dice usted —anota el señ or
Baker.
—De eso no tengo ninguna duda —digo, sin poderme ya contener—. Sobre todo para
usted.
El señ or Baker se echa hacia adelante, apoya los codos en la mesa y junta los dedos
de las manos delante de su rostro.
—Señ orita Swan, ¿por qué no se lo toma como un intercambio de intereses?, ¿de
mirá ndome con la calma que poseen las personas que tienen el control total de la
situació n—. Al fin y al cabo, lo es. Usted necesita algo que yo puedo ofrecerle, y usted
—Está tan acostumbrado a mercadear, que todo lo ve como un negocio —le digo,
dó nde encontrarme.
CAPÍTULO 6
Llego a la calle con el corazó n latiendo a mil por hora y con una rabia que a duras
penas logro contener entre los dientes. Tengo ganas de gritar, de gritar tan fuerte que me
oigan en la otra punta del mundo. No me puedo creer lo que me acaba de proponer el
señ or Baker. ¿Qué coñ o se ha creído? ¿Qué puede tener lo que quiera y a todo el mundo
malhumorada.
—Esta juventud de hoy... —le oigo murmurar mientras se aleja por la calle.
Aparte de gritar, tengo ganas de llorar. Muchas; venía con tantas expectativas, con
tantas esperanzas... Siento como las lá grimas humedecen mis ojos y como la garganta se
me cierra. Antes de romper en llanto, echo a caminar a grandes zancadas. Tengo que
—¿Qué tal te ha ido con el señ or Baker? —dice Lissa, poniendo una voz sensual y
cafetería.
—No muy bien —respondo cabizbaja mientras cierro la puerta y bajo la verja de
metal.
—¿No me irá s a decir que te ha hecho una proposició n indecente, como en la película
¿Lea...? —Giró la cabeza y simplemente la miro, sin decir nada—. ¡Jú ralo! —indica.
—¡Lissa!
—Lo siento...
gilipollas.
—No hace mucho leí una noticia en el The New York Times que decía que, debido a
la crisis econó mica, muchas mujeres jó venes se hospedaban en pisos de hombres con
los que acceden a tener sexo, como si fueran pareja, pero sin serlo —comenta Lissa.
—Pues el señ or Baker es lo que me ha propuesto. Se nota que está al día de lo que se
—Por supuesto —admito—. Sobre todo, porque no soy rubia, no mido uno ochenta y
—¿Es el director?
Los ojos de Lissa se abren tanto que creo que se van a salir de las ó rbitas.
—¡Joooder!
—Pero el señ or Baker está muy equivocado si piensa que voy sucumbir a su
—Es la verdad. Estoy con la soga al cuello —reconozco, muy a mi pesar—. La tengo
tan apretada que está comenzando a estrangularme, pero no voy a aceptar su propuesta
—digo rotunda.
No dejo que Lissa termine la frase. Si lo hiciera, se me pondrían los pelos de punta.
—Lo sé —le corto—. Incluso nosotras conocemos algunas chicas que está n
pagá ndose la carrera de esa manera —apunto, evitando la palabra—. Pero yo no quiero
ser una de ellas.
—Al menos tú siempre lo harías con el mismo, y hay que reconocer que el señ or
Baker está buenísimo —comenta Lissa, tratando de ver el lado bueno a algo que no sé
si lo tiene.
—Mira —me dice, señ alando con el índice el cartel publicitario de la colonia One
Durante unos instantes me quedo mirando el rostro del hombre que aparece
chasqueando los dedos en el cartel. La fotografía está en blanco y negro pero aú n todo,
es cierto que el parecido con el señ or Baker es asombroso. Incluso puedo ver la
intensidad de su mirada azul en los ojos de Sean O ́Pry. Así como sus rasgos marcados
y su sensualidad.
—Dicen que todos tenemos un doble en las antípodas—anota Lissa con una sonrisa.
—Hay quienes aseguran que hay cinco personas exactas físicamente a nosotros en
todo el mundo.
—Ya sabemos dó nde está una de esas personas físicamente exactas a Sean O ́Pry. Me
pregunto dó nde estará n las otras cuatro y si tendré la suerte de encontrarme con alguna
de ellas y que se quiera casar conmigo —dice Lissa en tono de ensoñ ació n.
Aparto la vista del rostro de Sean O ́Pry y miro a Lissa, que permanece con los ojos
echarme a reír.
—¿Ya no te quieres casar con Joey, el camarero del Bon Voyage? —le pregunto,
carcajeando.
—Por supuesto que sí, con él también —me responde Lissa—. ¿Para qué está la
poligamia?
Dejamos a Sean O ́Pry atrá s y mientras emprendemos de nuevo la marcha, Lissa dice:
—No puedes negar que, sea como sea, has captado la atenció n del señ or Baker.
—Vamos, Lissa. Está acostumbrado a mercadear con todo, incluso con las personas.
¿Qué má s le da que las mujeres sean rubias, morenas o pelirrojas? Mientras respiren...
enfatizando cada sílaba para asegurarse de que sus palabras calan en mí—. Y a pesar
—En eso te doy la razó n —digo con ironía segú n cruzamos una calle paralela a la
decisió n razonada, inducida, con la cabeza. Me ha elegido bajo el mismo juicio que
utiliza para invertir en una empresa u otra de la bolsa. Supongo que, por algú n motivo
que todavía desconozco, le convengo má s que otras. El señ or Baker es un ser frío y
—De todas formas, no deja de ser sorprendente, Lea —insiste Lissa—. También me
interés...
seducirme como haría cualquier persona en sus cabales, me ofrece su casa a cambio de
sexo. —Miro al cielo mientras caminamos y pongo los ojos en blanco—. ¿Es que no me
puede pasar algo normal? ¿Es que no me pueden pasar las cosas que le pasan a
cualquier chica de veintidó s añ os? —digo, y mi voz suena casi como una plegaria.
—Que no hay otra persona como tú en todo Nueva York, ni creo que en el mundo
entero.
—Es bueno, muy bueno. Fíjate si será s especial, que has conseguido llamar la
—Lissa... —la amonesto, intentando evitar que comience de nuevo, pero no lo logro.
—¿Halagada por qué un hombre quiera sexo contigo a cambio de dinero? —pregunto,
pasmada.
—Lissa, te lo digo muy en serio; há ztelo mirar. Hay algo en un cabeza que no
—Tú dirá s lo que quieras —me rebate—, pero a mí me da mucho morbo, incluso la
situació n es morbosa.
—Lo sé... Pero mira qué bien les fue a Julia Roberts en Pretty Woman y a Demi
—Eso también lo sé —me da la razó n Lissa con una sonrisa de oreja a oreja.
Sin apenas darnos cuenta, hemos llegado a la boca del metro que tiene que coger
No va a haber nada qué contar, pienso para mis adentros. La historia entre el señ or
No.
CAPÍTULO 7
Asiento con la cabeza un par de veces seguidas mientras sorbo disimuladamente por
la nariz. No soy capaz de articular palabra. Hoy es la ú ltima tarde que he trabajado en
la cafetería. Hoy es la ú ltima tarde que está abierto el Gorilla Coffee. Y pese a que he
tenido tiempo para hacerme a la idea, que se me escapen las lá grimas parece algo
inevitable.
—No llores —me consuela Bill, pasá ndome el brazo por los hombros y
Bill suspira. Sus ojos también está n velados por las lá grimas. Por eso yo no quería
—Venga, tenemos que irnos —indica, enjugá ndose los ojos y cogiendo las llaves de
Salimos del Gorilla Coffee cabizbajos y silenciosos. Mientras Bill cierra y baja la
verja de metal no puedo parar de preguntarme qué va a ser de mí. Suena dramá tico;
Sus palabras hacen que vuelva a emocionarme y que los ojos se me humedezcan de
nuevo.
—Es que tú siempre me has visto con buenos ojos —digo, haciendo un soberano
esfuerzo por contener el llanto y esbozando media sonrisa en los labios—. El tiempo
que he trabajado en el Gorilla Coffee has sido como un padre para mí.
—Me alegra saber eso —dice, y advierto que él también está haciendo verdaderos
Bill se da la vuelta y se aleja con pasos pesados. Cuando su enorme silueta se pierde
entre las luces de los comercios y el resto de la gente de la Gran Manzana, yo también
mole de cristales negros se yergue al otro lado de la calle con una majestuosidad
Pienso que el edificio nunca duerme, como la ciudad de Nueva York. Siempre vigía,
siempre centinela. Mis ojos se detienen en la ú ltima planta. También en la cú spide hay
Los tres días que he estado en el Gorilla Coffee he rezado para que el señ or Baker no
fuera, y parece que el Cielo me ha escuchado. Para mí hubiera sido una situació n
extremadamente incó moda, aunque para él no hubiera supuesto nada. Supongo que
estará acostumbrado.
mañ ana, como acostumbraba. Tampoco creo que le importara mucho encontrarse
conmigo. É l puede con eso y con má s. Al fin y al cabo, para el señ or Baker no somos
Bajo la mirada, me giro y enfilo la calle con semblante agotado. Mientras camino,
Nueva York sigue respirando a mi alrededor como si tuviera vida propia. La tiene. Me
mezclo con la gente, e intento no pensar en lo que se me viene encima, lo que me resulta
imposible, porque mi futuro se presenta negro, muy negro, tan negro como los cojones
Cuando llego a casa, me quito el sujetador, me pongo una camiseta ancha y me quedo
Me acerco a la nevera, saco una cerveza sin alcohol, la abro y echo un trago. De
pronto suena el portero automá tico de una manera reitera. Consulto el reloj que hay
encima del frigorífico, una esfera multicolor en la que las manecillas son un tenedor, un
cuchillo y una cuchara. Son las nueve de la noche. No es difícil imaginarse quién es: mi
casera. El portero automá tico vuelve a pitar una y otra vez hasta clavarse en mis oídos.
—¿Sí? —contesto.
Cierro los ojos y me recuesto contra la pared con el telefonillo pegado al pecho;
—¿Es que tampoco tienes pensado pagarme este mes? —me espeta sin ni siquiera
saludarme.
—Hola —digo, en un intento de calmar sus á nimos mientras pasa justo a mi lado sin
hacerme el menos caso. La sigo con la mirada hasta que se para en mitad del saló n con
aire de suficiencia.
—Si no me pagas los tres meses que me debes de alquiler, voy a denunciarte —
—Y si tampoco me vas a pagar el alquiler de este mes —me corta secamente, sin
dejarme hablar—, voy a echarte a la puta calle. Que es donde debes de estar; debajo de
algú n puente.
—Señ ora Meyer, me acaban de despedir, han cerrado la cafetería en la que trab...
—Señ ora Meyer, por favor. —Mi voz se torna suplicante—, solo le pido que me deje
Respiro hondo.
—Sí, ha tenido demasiada paciencia conmigo. Pero solo le pido un mes má s. Solo un
mes.
—No voy a dejarte aquí un mes má s, ni un solo día má s —ataja con desdén—. O me
De pronto, una figura debajo del marco de la puerta hace que el corazó n me dé un
vuelco. A duras penas soy capaz de articular palabra. Es el señ or Baker; alto y
magná nimo como solo él se puede permitir, enfundado en unos de sus inmaculados
trajes sastre. ¿Qué hace en mi casa?, alcanzo a preguntarme ú nicamente. ¿Có mo sabe la
direcció n? ¿Cuá nto tiempo lleva ahí? ¿Ha escuchado algo de la desagradable
conversació n que estoy manteniendo con mi casera? Trago saliva, pero tengo la
garganta seca.
—¿Cuá nto le debe la señ orita Swan, señ ora? —le pregunta a la señ ora Meyer con su
habitual seriedad.
—¿Cuá nto? —repite el señ or Baker mientras se abre la chaqueta y saca el talonario
de cheques.
—No... —me adelanto a decir. Por nada del mundo quiero que el señ or Baker pague
—No, por favor, señ or Baker... No... —mascullo, acercá ndome a él. Pero antes de
que me dé cuenta, o pueda hacer algo para evitar lo que para mí va a ser una catá strofe
El señ or Baker, ajeno a mi petició n, tiende el cheque a la señ ora Meyer, a la que le falta
—Pero esta cantidad es mayor a la que Lea me debe —comenta Marga, titubeante.
—He incluido el alquiler de este mes —aclara el señ or Baker—. ¿Es suficiente?
El señ or Baker arquea las cejas y mira a mi casera como diciendo: «¿qué haces aquí
si ya te he pagado?»
La señ ora Meyer gira el rostro hacia mí y me mira desconcertada, sin entender muy
bien quién es este hombre tan elegante y por qué ha saldado mi deuda con ella con tanta
facilidad. Después dirige la mirada al señ or Baker, supongo que con la misma
Aunque parezca increíble, no quiero que se vaya. Eso implica quedarme a solas con
CAPÍTULO 8
—No tenía por qué haber pagado los alquileres que le debía a mi casera —le digo en
cuanto la señ ora Meyer cierra la puerta tras de sí. No puedo evitar sentirme
—Sí, sí es algo. No lo tenía que haber hecho —vuelvo a decir—. No voy a poder
devolvérselo.
—No quiero que me lo devuelva. Es solo dinero, señ orita Swan —anota
pausadamente.
Cuando alzo la vista, advierto que su mirada está recorriendo mi cuerpo de arriba
abajo y que sus ojos se detienen en mis pechos. Entonces caigo en la cuenta de que
estoy en medio del saló n, descalza, con una camiseta ancha que apenas me cubre los
muslos y que tengo el hombro derecho al descubierto. Noto que el pulso se me acelera y
un golpe de rubor asciende hasta mis mejillas al verme de esa guisa ante él, ante el
hombre má s elegante de la ciudad, y que parece haberme desvestido con una sola
mirada. Como puedo, tiro del borde de la camiseta con los dedos en un intento de
alargar la prenda y de que me tape los muslos, pero es del todo improductivo, porque
radicalmente de tema.
—¿Qué hace aquí? —sigo interrogando. Pero antes de que conteste vuelvo a tomar la
—No creo que usted tenga mucho en cuenta lo que le molesta o no a la gente.
—¿Tiene algú n problema con llamarme Lea? —le digo—. Prefiero que me tutee. El
«usted» me pone nerviosa.
Durante unos instantes me mira con una expresió n que me resulta indescifrable.
lo ha pronunciado de una manera que nadie lo había hecho antes; en un tono profundo,
oído mientras me hace el amor. Mi propio pensamiento hace que vuelva a sonrojarme.
¡¿Qué diablos me está pasando por la cabeza?! ¡¿Có mo puedo estar planteá ndome algo
semejante?! Lissa no es la ú nica que tiene que hacerse mirar algunas cosas. Yo también,
desde luego.
—¿Por qué insistes, Darrell? —repito cambiando el tratamiento—. Ahí fuera tienes
que tener un centenar de mujeres que darían gustosas un ojo de la cara por aceptar tu...
Su respuesta me deja sin aliento. De pronto no hay suficiente oxígeno en la atmó sfera
para respirar. No esperaba que dijera eso y de esa manera tan contundente, tan tajante,
que nadie se atrevería a llevarle la contraria. Ni siquiera yo, y eso que soy parte
implicada.
Las piernas comienzan a temblarme. Darrell está muy cerca de mí y eso me hace
sentir incó moda, porque su presencia me impone demasiado, y sus mú sculos también.
Debajo de su traje ajustado puede adivinarse un torso divino, y digo divino porque su
cuerpo solo puede ser la reencarnació n de algú n antiguo dios griego; es un Adonis de
carne y hueso.
—¿Por qué no hacemos una cosa? —dice, viendo que yo guardo silencio—. ¿Por qué
tendrá s muebles blancos. Si los quieres negros, será n negros. Tendrá s vestidor, terraza,
No sonríe ni hace ningú n gesto descifrable, pero intuyo que mi actitud le divierte.
—¿Tan desagradable te resulto? —me pregunta, y lo hace desde la seguridad del que
se sabe irresistible.
—¿Entonces? ¿Eres de esas mujeres que necesitan que haya amor para follar?
Lo miro ceñ uda. ¿Es siempre tan directo? ¿Tan atrevido? ¿Tan... insolente?
—Tengo veintidó s añ os. ¿Qué sería de mi vida si a esta edad no creyera en el amor?
—digo, como si fuera algo obvio—. ¿Tú no crees en él? —me atrevo a preguntarle,
—Me es indiferente si existe o no. No es algo que busco, ni algo que desee encontrar.
—¿Complicarte la vida?
—Sí —se reafirma con voz gélida—. No me apetece soportar lá grimas, quejas,
caprichos, ni que me digan lo que tengo que hacer o lo que no. No quiero compromisos.
Para Darrell Baker las mujeres no somos má s que objetos. Cuerpos en los que
corazó n. Por lo que acaba de decir, todas somos lloronas, quejicas, caprichosas y
mandonas. Visto así, realmente somos un desastre como género.
tipo de hombre que regala flores, bombones y que escribe poemas. Yo no te daré amor,
pensamientos.
—No seas tan dura en tus percepciones —apunta—. A pesar de todo, sé cuidar muy
¿Eso significa que yo le intereso?, me pregunto. Sí, por supuesto. De la misma forma
que le puede interesar un coche, un reloj, una casa, o el ú ltimo modelo de Iphone que ha
salido en el mercado.
matrícula, tasas. Todo eso correrá de mi cuenta. Incluso tus gastos personales.
un respiro; tranquilidad. Desde que murió mi madre mi vida ha sido tan caó tica como
agó nica por culpa del dinero, o mejor dicho, por la falta de dinero. La idea de tener que
bombardearme la cabeza. ¿Qué voy a hacer el mes que viene? ¿Có mo voy a pagar la
matrícula y las tasas de la universidad? ¿De dó nde voy a sacar el dinero para sufragar
las facturas, el alquiler, para, en definitiva, vivir? El apuro del que me ha sacado el
señ or Baker con la casera es pan para hoy y hambre para mañ ana.
De reojo, veo que da otro paso hacia adelante, acercá ndose mucho má s a mí.
Trago saliva con dificultad. ¿Por qué es tan jodidamente viril? ¿Tan jodidamente
atractivo?
—¿Así, có mo? —pregunta, fingiendo ignorar el efecto que causa en las mujeres y que
—¿Por qué?
entenderías...
—Explícamelo.
—Lo ú nico que tienes que entender es que no voy a aceptar tu proposició n —digo,
—No es nada vinculante legalmente, no pongas esa cara —me dice—. Simplemente
cuenta.
—Condiciones... —musito.
Lo digo en un tono apenas audible, pero Darrell me oye. Al parecer tiene un oído
extremadamente fino.
—Hay que hablar algunas cosas, dejar claros algunos puntos si queremos que
que habla con la misma formalidad y ceremonia con la que trataría un contrato de
trabajo con un empleado—. Te ofrezco un acuerdo sincero, Lea —continú a—, sin las
—Ya sé dó nde encontrarte —digo, parafraseando lo que me dijo él el día que estuve
en su despacho.
—Me gustaría que al menos lo pensaras —concluye, y espera unos segundos a que
responda. Ante mi silencio, se da media vuelta y enfila los pasos hacia la puerta.
encima del hombro—. Gracias por saldar mi deuda con la casera —digo—. Te
—No es necesario que me lo devuelvas, Lea. Como te he dicho antes, es solo dinero.
Sin decir nada má s, sale de mi apartamento, dejando una estela del aroma de su
fragancia en la estancia.
CAPÍTULO 9
—No puede ser —me dice después de un rato, intuyendo que se trata de Darrell
Baker.
—Te lo juro —digo, siguiendo el protocolo que tenemos cuando nos sucede algo
—¿En serio?
—Lo sé —responde, con la voz entrecortada—. Pero, ¡respó ndeme! ¡Respó ndeme!
—¿No?
—No.
—Le intereso en el mismo grado en el que le puede interesar un coche, una casa...
—... un reloj o un mó vil. —Hago una breve pausa para tomar aire—. Pero aú n hay
má s...
—Dispara.
—Lo escuchó todo y le pagó a la señ ora Meyer con un cheque los tres meses de
—Ya lo sé, pero no puedo evitar sentirme como una mierda —digo—. No voy a
—Yo tampoco lo creo. Pero no es una cuestió n de que le haga falta o no. Es una
cuestió n de...
—Estoy muy agobiada —respondo mientras las lá grimas ruedan por mis mejillas sin
parar.
—Yo no estoy tan segura de ello. No sé có mo atajar esta situació n. No tengo dinero y
la ú nica solució n que se me presenta es... —Las palabras se me ahogan con el llanto y
me impiden hablar.
—¿Por qué no aceptas la proposició n del señ or Baker, Lea? —me sugiere Lissa al
Porque me da miedo, pienso para mis adentros con una punzada de angustia. Me da
mismo.
—Sé que no es fá cil, cariñ o —dice Lissa con voz suave—. Simplemente quiero
—No es que sea mala o buena opció n, es que creo que es la ú nica que tengo. Estoy en
un callejó n sin salida. Dentro de una semana hay que hacer la matrícula universitaria
y... ¡Maldita sea! —maldigo con ganas y rabia—. ¿Por qué tiene que ser todo tan
complicado?
—Tranquilízate, Lea —me dice Lissa por décima vez en lo que va de conversació n
—No, no, no... —niego reiteradamente. Miro de reojo el reloj—. Es muy tarde, pero
—Tó mate una tila, ¿vale? —me aconseja—. Está s muy nerviosa.
—Y trata de dormir.
—¿Para qué estamos las amigas? —pregunta. En estos momentos pienso que me
alegra mucho tenerla a mi lado, porque es la ú nica familia que tengo—. Mañ ana nos
tomamos unas cañ as —propone—. Seguro que ves las cosas de otra manera. Ahora
está s ofuscada.
—Tienes razó n. Seguro que mañ ana no lo veo todo tan negro.
—Ok.
—Un beso.
—Un beso.
Cuelgo la llamada y dejo el mó vil encima de la mesa auxiliar. Cojo la lata de cerveza
y echo un trago. Frunzo los labios dibujando una mueca de desagrado: está caliente.
repaso del encuentro con Darrell Baker. Es tan extrañ o, tan hermético, tan insó lito, tan
singular... Creo que nunca he conocido a un hombre como él, tan seguro de sí mismo. Y
cabeza. No logro saber qué piensa de mí, por qué me ha elegido para cubrir su
necesidad (es que realmente no sé có mo llamarlo), o qué piensa del mundo en general.
Me ha sorprendido tanto verlo aquí, que se haya molestado en venir; aunque haya
sido para convencerme de que acepte su proposició n. ¿Por qué insistirá si se lo puede
Inhalo una fuerte bocanada de aire y lo suelto de golpe, intentando sacar fuera todos
los nervios y la adrenalina que todavía circula por el interior de mis venas.
Lo mejor será que, por una vez en la vida, haga caso a Lissa y me prepare una tisana
CAPÍTULO 10
Tal y como me temía, no he pegado ojo en toda la noche, pese a que perdí el nú mero
de tazas de tila que me tomé. Así que la falta de sueñ o me está pasando factura, porque
cocina americana y cuando abro la nevera para coger la leche, suena el teléfono. Me
acerco a la mesa donde tengo el mó vil, lo cojo, intrigada por la hora, miro el nú mero
—¿Dígame?
—Soy Joseph Brown —se presenta—. Le llamo de la tienda de ropa Clothes Brown
para ver si puede venir al local para hacerle una entrevista de trabajo como
dependienta.
—¿Una entrevista? —digo, abriendo los ojos de par en par, sin podérmelo creer.
En silencio, formo un puñ o con la mano que tengo libre y lo alzo en un gesto de
triunfo.
—Sí, no se preocupe.
Cuando corto la llamada, no puedo evitar hacer un gesto de triunfo también con el
otro puñ o. ¡Una entrevista de trabajo! ¡Por fin! Dios ha escuchado mis plegarias. Dios,
o alguno de la decena de santos a los que se lo he pedido un día tras otro.
De pronto no sé qué hacer. Se me han descolocado todas las ideas que tenía en la
Sin embargo, no puedo calmarme. Estoy alterada; comida por los nervios. Tengo que
llamar.
triplicado, pienso divertida, con una enorme sonrisa en la cara). ¿Dó nde la tienes?
—En Clothes Brown, en Hudson Avenue. Tengo que estar allí a las seis y media.
—A las seis y media cruzaré los dedos. Aunque no vas a necesitar suerte. ¡Ese
puesto es tuyo!
—¡Hecho!
Me miro en el espejo del cuarto de bañ o y frunzo el rostro. Me echo en los dedos un
poco de maquillaje y lo extiendo bajo los ojos, tratando de ocultar el color violáceo de
las ojeras que hay debajo de ellos. Parezco un oso panda.
entender al dueñ o de Clothes Brown que soy la persona má s idó nea para el puesto. He
trabajado en una cafetería, de cara al pú blico. Bill siempre me decía que valía para
ello porque soy amable, paciente y porque tengo don de gentes. Quizá exageraba mis
virtudes, no lo voy a negar, porque Bill me quería como un padre, pero es cierto que no
se me da mal tratar con las personas, aunque a veces hay alguna a la que me gustaría
estrangular, como me ocurre con Darrell Baker. Si consigo este trabajo, puede quedarse
con su proposició n. Incluso podré devolverle el dinero de los alquileres antes de lo que
A las seis y media en punto estoy entrando por las puertas acristaladas de Clothes
Brown. Es una pequeñ a tienda de ropa de corte juvenil, así que creo que puedo encajar
bien en el puesto.
Me acerco a una de las dependientas. Una chica alta, morena, que tendrá má s o menos
—Hola. Soy Leandra Swan —me presento—. ¿Está el señ or Joseph Brown?
—Sí —me dice sonriente—. Está en su despacho. Por ese pasillo, al fondo a la
derecha.
Cuando llego al final del pasillo, toco a la puerta con los nudillos mientras respiro
hondo.
—Igualmente —digo.
—Gracias.
—Estudia Matemá ticas... —observa, levantando una ceja en un gesto que no logro
identificar.
—Señ orita Swan, coménteme un poco su curriculum y por qué quiere este puesto...
comento por qué deseo conseguir ese puesto. No quiero parecer desesperada delante de
—Muy bien —dice cuando termino—. Pues creo que está todo. Mañ ana le
CAPÍTULO 11
—¿Qué tal ha ido la entrevista? —me pregunta Lissa, que me espera sentada en una
—Bien —digo en tono optimista al mismo tiempo que me dejo caer en una de las
sillas.
—Yo también.
Ambas reímos.
—Seguro que el puesto es tuyo, Lea. Ya lo verá s —me anima Lissa—. ¿Te pido una
cerveza?
Lissa busca a Joey con la mirada y le hace una pequeñ a señ al para que se acerque.
—Ya sabes que me tienes para lo que desees, preciosa —le contesta Joey.
Cuando Joey se aleja con una enorme sonrisa en la boca y Lissa se gira hacia mí con
—¿A qué narices estáis esperando para tener una cita? —le pregunto.
—Quiero que sea él el que me lo pida —me responde—. Pero parece que no está
—Pero si solo hay que ver có mo te mira para darse cuenta de que le interesas.
filo.
—Explícate.
—Tengo la sensació n de que los dos hablá is en serio cuando bromeá is —digo—. Sin
embargo, los dos creéis que el otro bromea. Os podéis tirar así toda la vida —
concluyo.
—Sí.
—¿Y si él tampoco?
—¡Joder! Me voy a volver loca —exclama, exasperada, pasá ndose la mano por la
frente.
—Cambiando de tema —comienza a decir Lissa—. ¿Has vuelto a saber algo del
—¿Tú crees?
—Aquí tenéis preciosidades —dice, sin quitarle el ojo de encima a Lissa, que es a
—Gracias —dice ella—. ¿Te has fijado en el pedazo culo que tiene? —pregunta
—Pues yo sigo pensando que en ti tiene un interés que no tiene en otras —comenta,
encogiéndose de hombros.
Doy un trago largo a la cerveza. Está fría y lo agradezco. No sé si soy yo, que se me
calienta la sangre cuando hablo de Darrell Baker, o es que realmente hace un calor de
—Aunque fuera así, no significaría nada, Lissa —digo, usando un tono razonado—.
É l está acostumbrado a hacer este tipo de cosas. Es solo una medida para cubrir sus
—Sinceramente, lo dudo.
—Tienes razó n. No creo que un hombre de sus características tenga problemas con el
amor o con las mujeres. ¡Madre mía, sin con chasquear los dedos puede tener a la que
quiera! —exclama.
Lissa sonríe.
—Puede tener a la que quiera, Lea —me dice muy seria—. Bueno, a la que quiera
menos a ti.
—¿Qué quieres decir con eso? —pregunto, al notar una doble intenció n en sus
palabras.
—No creo que Darrell Baker esté preocupá ndose de si yo le pongo o no, o de si le he
rechazado o no. É l tiene el mundo a sus pies y yo solo soy una simple mortal.
—Se te olvida que fue a tu casa a tratar de convencerte para que aceptaras su
—Supongo que le pillaría de paso —digo en tono iró nico. Guardo silencio un
instante y aprovecho para dar un trago de la cerveza—. Darrell Baker es uno de esos
hombres que cree que porque tiene dinero, puede comprar a las personas. Ademá s, es
—A lo mejor tiene algú n trauma infantil y por eso es así —apunta Lissa.
—No toda la gente que es seria o fría tiene que tener un trauma infantil —replico—.
—Mañ ana.
CAPÍTULO 12
Son las cinco de la tarde. Mi teléfono suena y casi me tiro en plancha sobre la mesa
para cogerlo.
—¿Sí, dígame?
Solo me bastan un par de segundos para saber que se trata de la voz de Joseph
es muy interesante, pero hemos decidido coger para el puesto de dependienta a otra
persona.
—¿Sigue ahí, señ orita Swan? —me pregunta Joseph Brown al ver que me he quedado
completamente en silencio.
—A usted.
La llamada se corta al otro lado y, sin poder contenerme, rompo a llorar y me dejo
caer en el sofá . ¿Por qué no me pueden salir bien las cosas?, me pregunto. Una rá faga
de impotencia y de tristeza me invade las venas. ¡Joder! ¿Qué voy a hacer ahora?
El teléfono vuelve a sonar, sacá ndome de mis pensamientos y maldiciones. Sorbo por
—¿Sí? —digo mientras me enjugo con las manos las lá grimas que se deslizan por mis
mejillas.
para hacer la matrícula del pró ximo curso. Tiene tres días para realizar la suya en la
secretaría de la facultad.
Las cosas siempre pueden ir a peor, pienso. Tres días. Solo tres días para hacer la
matrícula de la Universidad. ¿De dó nde voy a sacar el dinero para pagar las tasas? La
simple idea de no poder continuar con mis estudios es angustiosa.
casa se me cae encima. Me levanto del sofá sin saber muy bien qué hacer, cojo el bolso
oxígeno.
Fuera hace un calor bochornoso y unas nubes grises comienzan a asomar por el oeste
amenazadoramente.
Atravieso una calle y otra y otra má s. No sé adó nde ir ni adó nde dirigirme. Solo
Después de caminar cerca de dos horas sin rumbo fijo por el organizado laberinto de
Nueva York, alzo la mirada y me sorprendo cuando veo que tengo delante de mí el
Holding de cristales negros de Darrell Baker. ¿Có mo he llegado hasta aquí? ¿Ha sido
consciente o inconscientemente?
Miro a mi alrededor. La gente pasa a mi lado indiferente, con sus habituales prisas.
Los taxis amarillos, las sirenas, los pitidos, el mar de coches formando un flujo
York me llenan los oídos. De repente tengo la sensació n de que nunca antes he estado
aquí, como si la ciudad en la que he vivido durante los ú ltimos añ os me fuera ajena.
frente a mí. Impulsada por la rabia y la impotencia que me acompañ an desde que he
hacia los sillones de cuero negro en los que me senté la anterior vez que estuve aquí,
cuando creía que el señ or Baker iba a ofrecerme un trabajo normal y no lo que me
ofreció .
Apenas cinco minutos después estoy arrepintiéndome de haber venido. ¿Por qué lo he
hecho? ¿Por qué estoy aquí? «Lo sabes perfectamente», me dice con malas pulgas una
vocecilla interior. Sí, lo sé, pero... Un torrente de dudas me asalta de repente. Tengo el
Agarro el bolso con las dos manos, me levanto de golpe y echo a andar.
—Tu secretaria me dijo... —comienzo a decir, titubeante—. Pensé que ibas a tardar
La boca se me queda seca, como si me hubieran pasado una lija por ella, cuando lo
veo a escasos metros de mí, con su impresionante figura, perfecto con su traje negro y
es, quizá, el hombre má s guapo que he visto en mi vida. Me pregunto si habrá alguna
puerta. Me voy a hacer una herida en el interior del carrillo si sigo mordiéndomelo del
modo en que lo estoy haciendo. Darrell alza las cejas sobre sus profundos ojos azules
En silencio, se hace a un lado dando un pequeñ o paso hacia atrá s y con la mano me
cede la vez.
—Gracias —digo, siguiéndole con la mirada hasta que se sienta detrá s del lujoso
escritorio.
—¿Y a qué debo tu visita? —pregunta, aunque intuye sobradamente a qué he venido.
Trago saliva y vuelvo a carraspear: necesito ganar tiempo para infundirme algo de
valor.
Asiento ligeramente con la cabeza, bajando la mirada hasta mis manos. Me tiemblan.
—Por supuesto —afirma Darrell. Tras unos segundos de silencio, dice—: ¿Vas a
aceptarla?
Vuelvo a asentir sin decir nada y casi sin atreverme a elevar el rostro; soy incapaz de
mirarlo a la cara. Apenas puedo respirar.
—Me imagino que no es una decisió n fá cil, pero no quiero que tengas dudas —dice
—Vamos —dice.
voy a poner en prá ctica mis derechos; hasta que no firmes el contrato no voy a tocarte.
Noto como mis mejillas se sonrojan. La sola idea de que Darrell Baker me toque de
la manera que me va a poder tocar me altera todas y cada una de las hormonas.
Me incorporo de la silla y sigo sus pasos. Cuando salimos del despacho, sus
—Susan, cancele todos los compromisos que tengo esta tarde —ordena Darrell sin
cuando estamos esperando el ascensor, sorprendida por la eficiencia y rapidez con que
—Trato de serlo —responde con voz neutra—. De otra forma esto sería un caos.
—Gracias.
Que empieces a familiarizarte con ellas, que te sientas có moda —añ ade mientras pulsa
Estoy tan nerviosa que la ú nica forma de romper la tensió n del momento es a través
—Podrá s utilizar toda la casa —afirma Darrell con un matiz mordaz. Gira el rostro y
—Sí, mucho.
—La cocina será toda tuya si un día me haces un plato de pasta —dice.
Creo que por primera vez, Darrell ha dejado parte de su seriedad a un lado y, a su
trajeados y maletín en mano entra, haciendo que Darrell y yo tengamos que irnos hacia
el fondo.
—Señ or Baker —le saluda uno de ellos en tono sumamente respetuoso y algo
sorprendido. Un hombre de pelo blanco corto que podría ser su padre y que, en cambio,
es su empleado.
Seguro que si fuera una exuberante chica de piernas infinitas la respuesta estaría
que poseen ese tipo de mujeres con las que no se identifica ninguna mortal normal.
—¿Tendrá s para mañ ana el informe de ventas que te pedí? —le pregunta Darrell en
—Sí, sí. Estará a primera hora encima de su mesa —dice el hombre, dubitativo.
Por lo que veo, Darrell Baker es capaz de intimidar también a hombres clasistas que
—Eso espero —responde Darrell, dejando claro quién es el jefe y qué, como tal,
puede estar con quién quiera, a la hora que quiera y en el lugar que quiera.
ordenadamente de él, incluido el clasista que me ha mirado como si fuera un bicho raro.
Avanzo un par de pasos y cuando me dispongo a salir, Darrell me sujeta suavemente por
el brazo y me detiene.
Vuelvo a la realidad.
CAPÍTULO 13
ocupados por una marea de coches de todas las marcas, gamas y colores.
—Sí.
empresas?
—Sí, una o dos en las ciudades má s importantes de Estados Unidos. Ahora estoy
—Vaya...
De pronto siento admiració n por él. Sin lugar a dudas Darrell Baker debe poseer una
mente brillante para manejar todo este imperio sin volverse loco.
Pulsa el botó n del mando a distancia del llavero que lleva en las manos y las luces
nuevo. Simplemente opto por subir a aquella bestia del asfalto sin decir nada y por
—Está s muy silenciosa —comenta cuando salimos del parking y nos mezclamos con
el denso cauce de trá fico de Nueva York—. ¿Está s bien? —me vuelve a preguntar.
—De verdad —digo, aunque apenas soy capaz de sostenerle la mirada. É l se queda
un rato má s con la vista fija en mí, hasta que el semá foro se pone en verde. ¿Qué pasa
por su cabeza?, me pregunto. ¿Qué piensa cuando me mira? ¿Qué piensa de que haya
aceptado su proposició n? Su cara está siempre tan impasible que no logro intuir ni uno
por la ventanilla los imponentes rascacielos de Nueva York deslizá ndose por delante de
mis ojos, bajo un cielo que ha comenzado a oscurecerse desde hace un rato.
esa forma que solo él sabe mirar —. Como te dije, el contrato no es vinculante
legamente. Puedes irte cuando quieras; no está s obligada a nada. Pero mientras esté
—Es aquí —anuncia Darrell. Abro la puerta y bajo del coche—. Vamos —dice,
—Buenas noches, señ or Baker —le saluda el conserje. Un hombre de color, de unos
cincuenta añ os, estatura media y pelo canoso—. Buenas noches —dice, dirigiéndose a
mí.
—¿Existe alguien a quien no lo gusten? —digo—. Tienen terrazas amplias, luz, calor,
recoge toda la planta. Es lujoso y sofisticado, pero al mismo tiempo minimalista, sin
un pasillo ancho y largo decorado con algunos jarrones de cristal de distintos colores.
Cuando llegamos al final, abre una puerta y me indica que entre. En silencio y con una
muebles blancos y enormes cristaleras que hacen las veces de paredes. Solo la cama es
tan grande como el cuarto de bañ o del apartamento en el que estoy ahora y el escritorio
¿A quién no va a gustarle una habitació n con jacuzzi y vistas a las calles principales
frialdad. Todo el á tico es tan frío, tan aséptico. Todo está tan impoluto, tan organizado,
—Se pueden hacer los cambios que desees —me dice—. Si quieres una cama má s
—No es necesario. Así está bien, gracias —digo, mientras no puedo parar de
preguntarme cuá ntas mujeres han pasado por esta habitació n—. No tengo tanta ropa
para llenar la mitad de este vestidor —comento con humildad, mirando el nú mero
á tico, es un espacio amplio, diá fano y sofisticado. Los muebles son blancos y grises a
inoxidable. En uno de los lados hay un enorme ventanal que va a dar a una terraza con
—Es toda tuya, para que des rienda suelta a toda tu creatividad culinaria —dice.
—Gracias.
—En serio. Puedes utilizarla cuando quieras —insiste Darrell.
—Los lunes y los jueves por la mañ ana viene una señ ora a limpiar —comenta—. Se
llama Gloria. Es muy discreta; no hace preguntas, y apenas hace ruido. No vas a tener
—Vale.
Agradezco que la señ ora que se encarga de la limpieza sea una persona que no hagas
Darrell.
en ese contrato?, me pregunto con cierta curiosidad. ¿Qué clausulas tendré que cumplir?
—Vamos, entonces.
CAPÍTULO 14
carpeta de cuero verde oscuro. Extrae unos papeles, extiende el brazo y me los ofrece.
—Léelo y pregú ntame todas las dudas que tengas —dice—. Todas —recalca,
entornando los ojos—. Si lo deseas, después puedes hacer una lista con las cosas que te
gustan y con las que te disgustan, o que no quieres hacer. Te aseguro que las tendré en
cuenta.
Vaya...
—¿Hay alguna prá ctica sexual que no te guste? —me pregunta inesperadamente,
entrando ya en acció n.
Lo miro con expresió n perpleja. ¿Alguna práctica sexual que no me guste? ¡Dios
santo! Me arde el rostro. En cualquier momento creo que voy a empezar a hiperventilar.
La boca se me seca.
—¿Alguna postura? ¿Algo que no harías bajo ningú n concepto? ¿Algo que no te guste
—Ya hablaremos de ello —dice Darrell cuando se da cuenta del mal rato que estoy
Tomo el documento con mano temblorosa, como si fuera a enseñ arme los dientes y a
Mientras el contrato esté vigente, tengo que utilizar algú n método anticonceptivo,
estar receptiva, dispuesta las veinticuatro horas del día, llevar una vida saludable, estar
limpia y aseada, y no puedo tener pareja ni mantener relaciones sexuales con ningú n
—¿No puedo mantener relaciones sexuales con ningú n otro hombre? —repito,
No es que tenga especial interés en esta clá usula. No soy de ligues de una noche ni de
fin de semana, pero el subconsciente me traiciona y actú a con voluntad propia. Quizá
Levanto los ojos y me encuentro con su mirada, que permanece fija en mí. Su
respuesta, inmediata y directa como una bala, hace que me sonroje hasta la raíz del
—Tienes que ir a tu ginecó logo y decirle que te ponga el método anticonceptivo que
hablando de estas cosas con Darrell Baker; me turba demasiado. Quiero que la Tierra
¿Por qué se sorprende tanto? Solo tengo veintidó s añ os, me pregunto y me respondo a
mí misma.
carrillo.
—No pasa nada, no te preocupes —dice con la voz má s suave y quitando hierro al
—Preferiría que fuera mujer —digo con voz apocada, pero atreviéndome a mostrar
mi preferencia.
Darrell se queda mirá ndome. Vuelvo a tragar saliva; tengo la garganta cada vez má s
—Gracias.
—Podrá s negarte a mantener relaciones sexuales conmigo una vez por semana —
continú a Darrell—. No es necesario que me des las razones, con que digas que «no»
será suficiente.
—Por motivos de trabajo viajo bastante y a veces paso varios días fuera de casa
durante la semana —responde Darrell—. Pero mientras esté en Nueva York, sí. Soy un
En mi interior los ojos se me abren como platos, ató nita, aunque trato de que mi
bá sicos. Tras unos segundos de silencio, Darrell vuelve a hacer uso de la palabra.
—Pese a lo que pueda parecer, o lo que puedas pensar, Lea, no me vale cualquiera
No hago ningú n tipo de observació n a su comentario. Supongo que tengo que creerle.
perfectos.
—Quizá s...
—¿Normal? —repite Darrell—. ¿Qué te hace pensar que eres una chica normal,
—¿No creerá s que soy de esos hombres a los que les gusta una mujer de silicona? —
apunta.
—Bueno, tú ...
—No te dejes llevar por las apariencias, Lea —me corta con suavidad—. Las cosas
raras veces son lo que parecen. Entiendo que haya hombres a los que les entusiasmen
Un golpe de rubor golpea mis mejillas. ¿Eso ha sido un piropo? ¿Darrell Baker es
capaz de halagar? No, niego para mis adentros. Tiene que ser otra cosa.
—No —digo en tono templado mientras releo en voz alta el contrato—. Está todo
claro. Tengo que estar disponible para ti las veinticuatro horas del día, estar limpia,
aseada y receptiva, no mantener relaciones sexuales con ningú n otro hombre o mujer...
interviene Darrell—. Sean de la índole que sean. ¿Está s de acuerdo, Lea? —me
pregunta sin apartar ni un segundo la mirada de mí. Asiento en silencio con la cabeza—.
¿Firmas? —dice después, tendiéndome un bolígrafo.
No puedo echarme atrá s ahora. No después de haber llegado hasta aquí, me digo una
El corazó n me late en las sienes como un tambor cuando plasmo mi nombre sobre el
papel. Al terminar, Darrell coge el contrato y otro bolígrafo que hay sobre la mesa y lo
—Mañ ana mismo tendrá s a tu disposició n una tarjeta de crédito que podrá s usar del
mierda, como si le estuviera vendiendo mi alma al diablo. Para paliar el mal estar que
—No... —miento.
—¿Segura?
—Me imagino que tiene que serlo para ti —señ ala Darrell.
—No entiendo por qué... —Me callo y me muerdo el interior del carrillo.
—No entiendo por qué recurres a esto —me atrevo a decir, apuntando al contrato—.
Puedes tener a la mujer que quieras solo con chasquear los dedos. Entonces, ¿por qué
recurrir a esto?
Darrell se echa hacia atrá s, recuesta la espalda en el respaldo de la silla y apoya las
—Si hay algo que detesto en este mundo es perder el tiempo —dice—. No me gustan
las citas, las flores, los bombones. No me gusta tener que calentarle el oído a una mujer
para llevá rmela a la cama. Me aburre. Soy mucho má s directo que todo eso. Si tengo
ganas de follar, quiero tener una mujer con quien hacerlo sin necesidad de pasar por los
tediosos previos.
—No tengo nada en contra de las prostitutas, pero no me pone absolutamente nada
rehuirla, no lo consigo, porque él siempre acaba atrapá ndola—. Entiendo que puedas
cambio de sexo, por lo que no llega a ser prostitució n y, ademá s, tú será s solo y
exclusivamente para mí —afirma. Su mirada se torna lujuriosa y tan intensa que siento
como mis entrañ as se contraen—. Pese a lo que pueda parecer, lo quiero todo de ti.
Absolutamente todo. —Hace una pausa sin apartar sus ojos de los míos y piensa lo
siguiente que va a decir—. Hay algo que tienes que tener claro para evitar
malentendidos —dice con rostro serio—. No soy un hombre cariñ oso, ni tierno. No
susurradas al oído. No soy dado a esas cosas. Por eso ni tengo ni quiero tener pareja.
¿Entiendes eso?
—Sí —contesto.
lo que tiene que hacer o lo que no. No se me olvida que no quiere compromisos, y má s
vale que lo tenga muy presente si no deseo meterme en un lío del que, probablemente,
—Bien —dice, conforme—. Si eso está claro, si sabemos qué papel tiene cada uno
oscuro y guardarlo de nuevo en el cajó n del escritorio—. ¿Te dará tiempo a recoger tus
cosas en dos días? —me pregunta, prestá ndome de nuevo toda la atenció n.
En dos días pasaré de vivir en un humilde apartamento de clase baja a uno de los
Baker. No sé si reír, llorar, saltar, gritar o echarme a temblar. De verdad que no lo sé.
No sé si he hecho bien o mal. Pero sea como sea, está hecho y no hay marcha atrá s.
—Sí —respondo finalmente—. No tengo muchas cosas, así que me dará tiempo de
sobra.
sea má s rá pido.
cielo azul oscuro que se puede contemplar a través de los cristales. Un segundo
después, el aguacero que lleva amenazando con caer toda la tarde, se descarga
—En serio, no es necesario. Puedo coger el metro —repito, tratando de que desista
de su idea.
—¿Y exponernos a que cojas un catarro? No. —Niega reiteradamente con la cabeza,
apretando los labios—. Ahora que eres mía, tengo que cuidar de ti —dice, clavando su
mirada en mi rostro, que arde por el rubor que enciende de golpe mis mejillas.
escalofrío que me cruza de la cabeza a los pies. La sangre comienza a correr lenta y
pesadamente por mis venas. El cambio repentino de su voz y la suavidad con que lo ha
Fuera está diluviando. Los parabrisas del Jaguar de Darrell no dan de sí para limpiar
la luna y la visibilidad se vuelve casi imposible entre las centelleantes luces de los
comercios. Las calles se han llenado en poco tiempo de charcos, barros y gente con
Durante el camino no hablamos mucho. Darrell está atento al intenso trá fico, que la
tormenta ha empeorado, aunque de vez en cuando gira el rostro y me lanza miradas que
Cuando Darrell detiene el coche frente al viejo edificio donde está ubicado mi
debo comportarme en esta situació n. Oficialmente ya tiene derechos sobre mí. Ya puede
besarme, tocarme, incluso podría follarme aquí mismo si así lo quisiera, aunque por su
—Pá sate mañ ana por mi despacho para recoger la tarjeta de crédito —me dice.
que desprende luz. Trago saliva, porque verlo así me deja sin aliento. Me pregunto
a ver que se marcha cuando se ha asegurado de que he entrado. Entonces me giro y por
los cristales empapados contemplo como el coche se aleja por la calle. No dejo de
CAPÍTULO 15
Subo las escaleras con pasos pesados, saco las llaves de mi apartamento y cuando
abro, me dejo caer en el sofá como si me hubieran dado una paliza y no pudiera con mi
bolso y cojo el mó vil. Tengo un montó n de whatsapp de Lissa preguntá ndome si ya soy
la nueva dependienta de Clothes Brown, y alguna que otra llamada. Se preguntará que
dó nde me he metido. Nunca suelo tardar tanto tiempo en contestarle, ni siquiera cuando
estoy en clase.
llamar a la policía para que comiencen a buscarme por todo Nueva York.
—¿Te han llamado de Clothes Brown? ¿Te han dado el puesto? ¿Eres la nueva
de oreja a oreja.
andar contá ndole todo lo que ha sucedido esta tarde. No tengo fuerzas para nada;
—Todo va bien —le digo para que no se preocupe—. ¿Vienes mañ ana? Prepararé
chocolate.
—¿Chocolate?
—Sí.
—Estaré allí a las nueve en punto —contesta Lissa, sin darme tiempo casi a
terminar de escribir.
—Un beso.
—Un beso.
salivando desde que he salido de casa. —Se acerca a la mesa, donde ya humean las dos
de las sillas y deja los libros que trae cargados en el brazo al lado—. Bueno, entonces
—¿No? —repite.
De pronto noto que Lissa se desinfla como un globo. En su voz hay un deje de
incredulidad.
—El señ or Brown me llamó ayer por la tarde para decirme que lo sentía, pero que
—¿Igual? —pregunta.
Lissa me mira extrañ ada y hace lo que le pido. Retira la silla en la que ha colgado el
bolso y se sienta.
—Dispara —dice.
—He aceptado la proposició n del señ or Baker —suelto. Lissa me mira y abre los
ojos de par en par. Su mandíbula cae poco a poco—. Agradecería que cerraras la boca
y me dijeras algo —comento, porque sinceramente, no sé muy bien qué decir. Me siento
algo avergonzada.
Me deslizo hasta la silla que hay frente a Lissa y apoyo los codos en la mesa y el
—Si supieras lo mal que me siento —digo en un hilo de voz que amenaza con
agobiada—. Piensa en las cosas buenas que te va a traer. Vas a poder continuar con tus
—Te lo mereces, Lea —sigue Lissa, cogiéndome la mano—. Llevas mucho tiempo
estresada por tu situació n econó mica. Necesitas un respiro...
Levanto los ojos y la miro. Aunque lucho por esbozar una sonrisa no lo consigo.
Me levanto, cojo el contrato, que está encima de la mesa auxiliar del saló n, y se lo
—No tiene poder legal, pero deja claras las cosas —apunto.
—Muy claras... —Lissa entorna los ojos y me mira fijamente—. Lea, ¿eres
—Sí —digo, mordiéndome el interior del carrillo. Sin embargo, en el fondo no soy
consciente, o no todo lo que debería. Pero no quiero pensar en ello. No quiero ponerme
manera de animarme y quitar seriedad al asunto—. ¿Sabes cuá ntas tías matarían por
—Lissa...
—Te lo digo en serio, Lea. ¿Sabes cuá ntas tías matarían por estar en tu lugar? —Pone
los ojos en blanco teatralmente—. Yo misma mataría por ver su cara de orgasmo.
—Sí. Ver la expresió n de la cara del señ or Baker mientras tiene un orgasmo tiene que
ser la hostia.
—Yo prefiero no pensar en ello —confieso con una punzada de angustia en el pecho
—¿Tú crees?
—Sí.
—Sé que no va a ser fá cil, y para ti, mucho menos. —Hace una pausa y da otro sorbo
Chasqueo la lengua.
—Me resulta un hombre tan frío, tan distante... Tan poco dado a expresar
hijos. Piensa que las mujeres somos lloronas, caprichosas, quejicas y mandonas...
chocolate.
Suspiro, vencida.
—Me pregunto cuá ntas mujeres habrá n pasado por la lujosísima habitació n que en un
—Lo sé, lo sé... Es solo que... Bueno... Es tan serio que a veces incluso da miedo,
porque impone.
—Es cierto que da esa sensació n —dice Lissa, chupá ndose los dedos con gula—. Si
te sirve de consuelo, a mí me pasa lo mismo con él, y eso que solo lo he visto una vez.
—Lo siento —dice. Muevo la cabeza, restá ndole importancia—. Quizá se abra má s a
—¿Tú crees que Darrell Baker es una de esas personas tímidas que necesita coger
confianza para abrirse? —le pregunto, consciente de que la respuesta es má s que obvia.
—Para serte sincera, no —me da la razó n Lissa. Una razó n que cae por su propio
peso—. No parece que sea muy tímido. Y luego está esa forma tan intensa que tiene de
—Lo siento...
—. Que no es dado a flores, bombones, dulces palabras al oído, y que no espere nada
de eso de él.
—¿No te vas a tomar tu chocolate? —me pregunta Lissa, al ver que ni lo he probado.
—Gracias. Bueno, probablemente sea mejor así —señ ala después. Enarco las cejas y
pongo una expresió n de confusió n en el rostro. ¿Qué quiere decir?—. Dado el caso,
probablemente sea mejor así —se reafirma antes de que yo pueda decir algo—. Al
menos no corres el peligro de enamorarte de él. De otra manera, sería muy difícil no
caer en sus redes. ¡Estamos hablando del tío má s guapo sobre la faz de la Tierra!
—Tal vez tengas razó n —digo por inercia, aunque no estoy demasiado convencida.
—Oye, ¿y por qué hace este tipo de cosas para follar? —pregunta Lissa con
curiosidad—. ¿Por qué no sale a ligar por ahí como cualquier hombre, o monta fiestas
en su lujosa casa o en su lujoso yate? No hace falta decir que se tendrá que quitar a las
explico—. No le gusta tener que estar calentando la oreja de una mujer para llevá rsela
a la cama.
—Algo así. Para Darrell Baker seducir y enamorar a una mujer es una pérdida de
tiempo.
—¡Me cago en todo! ¡Tengo que irme! —exclama, dando un salto de la silla—. Llego
tarde a las prá cticas. ¿Por qué me las tuvieron que conceder en verano? El profesor
Copeland me va a matar —se lamenta. Me mira y dibuja una enorme sonrisa en la boca
—Ok.
unos instantes.
—¿Por qué mi vida no puede ser como la de Lissa? —me pregunto—. ¿Por qué la
mía tiene que ser má s complicada que la del resto? ¿Por qué? CAPÍTULO 16
El timbre de la puerta suena. Son las ocho y media de la tarde. No miro por la mirilla
para ver quién es porque estoy completamente segura de que se trata de Lissa.
—Me alegra de que el profesor Copeland no te haya matado por llegar tarde —digo
vestido con un traje de tres piezas gris oscuro y una camisa negra. ¿Por qué le sienta tan
bien el negro? Bueno, el negro y cualquier color. ¿Y por qué siempre huele tan bien?
Parece que su cuerpo desprende una fragancia propia. Carraspeo para aclararme la
garganta.
—Pensé que era Lissa, mi mejor amiga —me justifico, intentando articular la frase de
forma seguida.
—No, no... No me has desilusionado —digo—. Pero no esperaba verte aquí. De ahí
la sorpresa.
—Sí, sí, claro. Pasa —me apresuro a decir, apartá ndome del medio de la puerta y
cediéndole el paso.
—He venido a traerte la tarjeta de crédito —dice. Se abre la chaqueta del traje y
saca un sobre blanco—. Pensé que ibas a pasarte hoy por mi despacho para recogerla.
—¿Has estado ocupada con la mudanza? —pregunta con cierto matiz de mordacidad
en la voz, mirando alrededor y dá ndose cuenta de que no hay cajas por ningú n lado y de
auxiliar, al lado del contrato, que he estado releyendo una y otra a lo largo de toda la
tarde.
vuelvo a disculparme.
—¿Señ or Baker? —me interrumpe Darrell en tono pausado y frío—. Pensé que
dependienta en una tienda de ropa para la que había hecho una entrevista de trabajo y...
Darrell avanza un par de metros con paso decidido. Me callo de golpe y trago saliva.
No me siento capaz...
Trato de coger aire, pero no puedo porque Darrell está apenas a unos centímetros de
—¿Va a decirme que no, señ orita Swan? —murmura con voz sugestiva.
Me ruborizo y me coloco detrá s de la oreja el mechó n que se me ha soltado de una de
—Yo... —susurro. De pronto siento que empieza a faltarme el oxígeno. Una oleada
Intento tragar saliva de nuevo, pero tengo la garganta seca como un cartó n. Como
puedo, trato de escabullirme por uno de los lados, pero Darrell me pone la mano en la
—Me voy a asegurar de que me diga que sí, señ orita Swan —dice con peligrosa
Y antes de que pueda reaccionar, sin previo aviso, me coge la cara con ambas manos,
su boca apresa la mía y comienza a besarme como si quisiera devorarme. Los labios
—Darrell... —murmullo muerta de vergü enza, intentando coger algo de aire para
poder respirar.
—Shhh... —susurra pegado a mi boca. Su aliento es cá lido y tibio como una caricia.
Sin darme tregua, sus labios, suaves y definidos, se unen de nuevo a los míos,
mientras su cuerpo se aprieta contra mí, asegurá ndose de que no voy a escapar.
—Deja que llamen —ordena. Se acerca, me muerde el labio inferior y tira de él.
—No puedo, tengo que abrir. Seguro que es Lissa. No puedo dejarla en la calle —me
Alzo la mirada y me encuentro con los intensos ojos azules de Darrell clavados en
mí. Mi corazó n late con tanta fuerza que está a punto de desbocarse. Noto el ímpetu del
El timbre vuelve a sonar con insistencia. Como buenamente puedo, me escabullo por
—Hola, Lissa —digo, colocá ndome otra vez el mechó n de pelo detrá s de la oreja y
—Hola, cariñ o —me saluda Lissa, dando un par de pasos hacia delante. Es entonces
—pregunta.
—No —me adelanto a decir con voz atropellada mientras me afano por
precipitadamente.
Se estira la chaqueta del traje con elegancia y enfila los pasos hacia la puerta.
Cuando pasa junto a mí, dice con suficiencia y un sutil gesto de triunfo:
—Los de la mudanza vendrá n mañ ana a las seis en punto de la tarde. Tenlo todo listo.
—Hasta otra ocasió n, señ or Baker —repite Lissa mecá nicamente, con expresió n
bobalicona en el rostro.
En el umbral, antes de salir, Darrell se gira y me dirige una de esas miradas capaces
de desarmar a cualquiera.
—Por cierto, Lea —dice—, te sientan muy bien las trenzas. Deberías hacértelas má s
a menudo.
Siento que se me aflojan las piernas. Tengo la piel de las mejillas encarnadas.
Lissa.
—Gracias Universo por crear a este ser tan perfecto llamado Darrell Baker —dice.
La miro. Sus ojos está n elevados hacía el techo. Niego con la cabeza. Lissa vuelve la
cara lentamente hacia mí y me mira con ojos llenos de una mezcla de expectació n y
curiosidad.
—Un beso.
—¡Jú ralo!
—Lo juro.
—¿Os habéis besado? —dice con los ojos abiertos de par en par, alucinando.
—No sé, no... ¡Maldita sea! Estoy tan confundida —suelto entre dientes. Lissa se
mantiene en silencio, mirando sin pestañ ear, esperando que le responda. Lo demá s no
finalmente.
—Lissa, por favor, ¿podrías ser menos explícita en tus observaciones? No ayudas a
aclararme.
—¿Qué tienes que aclarar? —pregunta Lissa—. ¿Le has visto bien? ¿Le has visto
bien? ¿Le has visto bien? ¿Qué mujer no querría que el señ or Baker la besara? Yo te
aseguro que me dejaría hacer cualquier cosa por él. ¡Cualquier cosa! Ese tío tendría
que ser Patrimonio de la Humanidad.
—¿No me digas que no te gusta, Lea? ¿Aunque sea un poquito? —curiosea, y hace el
—No sé que es peor, si que me guste o que no —digo—. ¿No te das cuenta de que
—¿Peligroso?
—Lissa, ¿cuá ntas veces te lo tengo que repetir? Darrell Baker es un hombre que no
Si te enamoras de él, está s perdida. Es capaz de volver loca a cualquier mujer. —Tomo
todo el día —contesto—. Ha venido a traérmela —digo, señ alando con la barbilla el
echarme para atrá s. Por eso me ha besado —añ ado—. Como ejemplo de lo que me
—Vaya...
labios. De inmediato intuyo que por su cabeza está pasando en esos momentos lo mismo
Niego lentamente.
está matando —me justifico—. Le he dicho a Darrell que quizá me precipité al aceptar
su proposició n. Que estaba ofuscada y enrabietada porque no me habían cogido para un
—¿Y...?
—Y entonces me ha besado —digo, pasá ndome inconscientemente los dedos por los
—¿Y...?
Me muerdo el interior del carrillo, vuelvo el rostro hacia ella y la miro con expresió n
resignada.
CAPÍTULO 17
—¿Señ orita Swan? —pregunta la voz que se oye al otro lado del interfono.
—Gracias.
Consulto el reloj de cocina que tengo casualmente en las manos. Son las seis en
punto. No se puede negar que Darrell Baker es extremadamente puntual: dijo que los de
la mudanza estarían aquí a las seis y así ha sido. Meto el reloj en la ú ltima caja que está
—Ya está —me digo, paseando la mirada en derredor y empapá ndome del aire
nostá lgico y algo decadente que desprende el modesto apartamento sin mis cosas. No sé
por qué, pero me entristece verlo desnudo, solo con los viejos muebles.
giro y voy hacia la puerta sorteando las cajas y los bultos apilados que hay repartidos
por el saló n.
—Bien —asiente el hombre—. Chicos, empezad por las má s grandes —ordena a los
—Gracias —digo.
Mientras los de la mudanza trastean con las cajas y las bajan a la furgoneta que tienen
la que he dormido los dos ú ltimos añ os. Sé que se está cerrando una etapa de mi vida y
miedo, casi tanto como Darrell Baker. Solo espero que este sacrificio valga para
algo...
—¿Está s bien? —La voz grave y sexy de Darrell rompe el silencio y me sorprende a
la espalda. Giro la cabeza y lo veo de pie en mitad del saló n. Estaba tan sumida en mis
apartamento.
Salimos del piso, cierro respirando hondo, y bajamos las escaleras del bloque
la puerta de su Jaguar.
—Gracias —digo.
movimiento á gil y elegante. Todo en él es así; á gil y elegante. Arranca y mientras nos
—¿Por qué te muerdes el interior del carrillo? —me pregunta Darrell con una nota de
—¿Un tic?
—No tienes por qué estarlo —asevera mirá ndome atentamente. Su mirada me
desarma y de pronto me siento pequeñ a a su lado, como una minú scula pulga. No sé si
trata de tranquilizarme, pero desde luego mirá ndome de ese modo tan intenso no solo no
lo consigue, sino que hace que me altere aú n má s.
—No era necesario que me vinieras a recoger. Podía haber ido en metro, o con los de
—Soy el jefe, Lea. No necesito dar explicaciones, ni pedir permiso a nadie para
ausentarme del trabajo —dice con cierto aire de suficiencia—. Ademá s, quería
asegurarme de que...
—Muchas. ¿Pero qué otra cosa puedo hacer? Estoy entre la espada y la pared —
Universidad y no tengo un puñ etero dó lar. Y luego vendría el pago del alquiler del
—¿Todas las mujeres a las que les has hecho tu proposició n, la han aceptado sin
rechistar? —La pregunta sale de mis labios antes de que pueda frenarla. Mi tono es
totalmente sarcá stico.
Darrell vuelve el rostro y me mira. No sonríe, pero de nuevo sus ojos brillan con esa
la desesperació n.
cabeza como tú .
—Es nuevo.
Decido no darle réplica, pero me queda claro que Darrell Baker está acostumbrado a
conseguir todo lo que quiere, así sean mujeres. Pero, ¿de qué me extrañ o? Es guapo,
seductor y rico.
alrededor.
—Muy bien. —Darrell saca la cartera del bolsillo interior de la chaqueta del traje y
con el cambio.
Darrell les acompañ a hasta la puerta, los tres hombres salen en procesió n y nos
quedamos solos. Lo miro tímidamente, e intento fingir que no me siento intimidada por
él y por su lujoso á tico. Aunque lo estoy, tanto que no me atrevo ni a respirar para no
hacer ruido.
—Gracias.
valor suficiente para poder articular las palabras. Levanto los ojos e intento sostenerle
la mirada.
—¿Esta noche... —titubeo nerviosa— vas a poner en prá ctica... tus derechos? —
interminables—. Instá late tranquila; ponte có moda. Ya habrá tiempo para... «poner en
prá ctica mis derechos» —dice, utilizando la misma frase que yo.
Me doy media vuelta y enfilo los pasos hacia la escalera, bajo la atenta mirada de
Darrell. Seguro que piensa que soy una tonta. Lo soy. O por lo menos lo parezco.
CAPÍTULO 18
habitació n. Ropa, libros, discos... No tengo muchas, pero soy muy meticulosa a la hora
tener la cabeza ocupada en algo que no sea en Darrell Baker y el acuerdo al que hemos
llegado.
—¿Necesitas ayuda?
lentamente. Está a unos cuantos metros, con su semblante sereno y, por momentos, frío.
ligeramente el plato que sujeta en la mano y mostrá ndomelo—. Queso y jamó n york...
Espero haber acertado. Hubiera hecho algo má s elaborado, pero ya sabes que no se me
da bien la cocina.
—Sí, gracias —agradezco—. Me gusta el queso y el jamó n york. Has acertado, pero
es que no tengo mucho apetito, la verdad —me excuso, haciendo un ligera mueca con la
—Tienes que comer algo —afirma Darrell inexpresivo, dejando el plato con el
Me coloco un mechó n de pelo que se me ha soltado del moñ o detrá s de la oreja, para
disimular el sonrojo que me invade el rostro. ¿Se está burlando de mí? ¿Por qué lo hace
si sabe que va a provocar que me ardan las mejillas? ¿Acaso le gusta ruborizarme
constantemente?
—¿Te gusta Coldplay? —pregunta, señ alando con la barbilla el disco que tengo en
las manos.
Los conciertos que han dado aquí, o me han pillado en plenos exámenes, o me han
pillado sin pasta —apunto mientras coloco el disco en la estantería, al lado del resto de
la colecció n.
—Es Kitty —digo. Darrell aparta la mirada de la gatita y la centra en mí. De pronto,
siento una punzada de vergü enza por que vea algo que para mí es tan íntimo y tan
significativo—. No tengo edad para andar con peluches —me justifico con cierto
recuerdo que me queda de ella. Por eso Kitty está tan... vieja. Ya tiene algunos añ os, la
pobre.
—¿El ú nico recuerdo que te queda de tu madre? —repite Darrell, sin hacer ningú n
—Gracias.
—¿Y tu padre?
neutro—. No sé nada de él desde hace añ os, y tampoco tengo ningú n interés en saber
qué es de su vida.
Durante unos instantes me extrañ o de que Darrell esté interesado en mi vida personal.
A él solo le importa que no mantenga relaciones sexuales con otras personas, que esté
limpia, receptiva, disponible veinticuatro horas para él y el largo etcétera de
vista; Darrell me mira atentamente, analizá ndome en silencio con sus ojos escrutadores
mirada me desconcierta tanto? ¿Por qué me hace sentir tan pequeñ a?—. No quiero
—No me aburres —se apresura a afirmar él, y parece que lo dice en serio, no por
compromiso.
intentando que aparte de alguna forma su mirada de mí. Supongo que yo también tengo
derecho a saber cosas de él—. ¿Tus padres viven aquí, en Nueva York?
—Mi madre vive en Florida —dice—. Se fue allí con su hermana mayor, cuando mi
Arqueo las cejas. ¿El padre de Darrell también lo abandonó ? No pensé que
tuviéramos nada en comú n, excepto que los dos estudiamos la carrera de Matemá ticas.
—Oh, vaya... Parece que nuestros padres no eran muy responsables —comento.
continuar hablando de este tema. Por propia experiencia sé que es un asunto espinoso;
siempre lo es, aunque también sé que hay que saber llevarlo con cierta naturalidad. Al
fin y al cabo, tienes que vivir con ello toda la vida, como un estigma.
—¿Tienes hermanos?
Darrell, en cambio, sí prosigue con su interrogatorio.
buenamente pudo. No se casó de nuevo ni tuvo otra pareja, y con mi padre solo me tuvo
a mí —le explico.
mó vil y descuelga—. Dime, Paul. —El tal Paul, que me imagino que es el clasista que
Darrell en un tono que me parece un tanto agresivo—. Quiero que esa operació n esté
cerrada mañ ana sin falta. No se puede demorar ni un día má s. —Se calla y me mira con
sus penetrantes ojos azules—. Un momento Paul... —Se retira el teléfono de la oreja,
—Ok —contesto de manera automá tica mientras muevo la cabeza de arriba abajo
con Paul. Cuando su esbelta figura se pierde por el pasillo, me dejo caer sobre la cama
y suspiro.
CAPÍTULO 19
Abro los ojos despacio. El sol entra a raudales por la enorme cristalera de la pared.
que me había preparado Darrell, me acosté. Tardé horrores en quedarme dormida; cada
vez que cerraba los ojos aparecía su imagen en todas las posiciones del Kamasutra. Mi
mente bullía como una olla a presió n a punto de estallar mientras daba vueltas para un
lado y para otro. Pero en cuanto logré conciliar el sueñ o, no ha habido nada capaz de
Me levanto y me dirijo hacia la cristalera. Nueva York se extiende ante mis ojos,
agitado y cosmopolita como solo una ciudad de EE.UU puede serlo. Mientras estiro los
brazos me doy cuenta de que lo tengo a mis pies. Las vistas desde aquí son
impresionantes.
Me voy hacia la puerta, aguzo el oído y trato de prestar atenció n a algú n ruido. Algo
que me haga saber que Darrell está por la casa. Sin embargo, todo está en un silencio
absoluto.
largo pasillo blanco con pasos cautelosos. No se ve a Darrell por ninguna parte, y en el
fondo siento alivio. Bajo las escaleras hasta la primera planta bostezando y terminando
piscina lo que hay en la terraza? Como un ser autó nomo, abro las puertas de cristal y
salgo. Sí, es una piscina. Una enorme piscina olímpica de ú ltimo diseñ o.
Darrell.
elegante, como él. Para mi sorpresa, huele a la fragancia que utiliza habitualmente.
busco una taza dentro de alguno de los armarios que hay. Cuando al fin la encuentro, me
después. Me siento en la sofisticada mesa y mientras muevo el azú car con la cucharilla
para que se disuelva, no puedo evitar sentirme extrañ a, ajena en un entorno que no es el
—¡Mierda! —digo.
Quiero llegar temprano a la facultad para hacer la matrícula, sino tendré que pasarme
la mitad de la mañ ana en la interminable cola que se forma, y má s siendo el ú ltimo día.
Termino de beberme la leche de un trago rá pido, atrapo las llaves y la nota de Darrell
casi al vuelo y subo la escalera como un rayo. Me ducho, me visto con lo primero que
pillo en el armario y recojo mi melena color bronce en el habitual moñ o informal que
El resto del día lo paso sumergida entre papeleo, temarios y libros de texto. Una
vorá gine que me mantiene con la cabeza ocupada, sin pensar en lo que probablemente
tendrá lugar por la noche. A ú ltima hora de la tarde quedo con Lissa en el Bon Voyage
—¿No?
—No. Dijo que me instalara tranquilamente, que ya habría tiempo. —Cojo la cañ a y
doy un sorbo—. ¿Sabes que antes de acostarme me hizo un sá ndwich de queso y jamó n
de atenderme, pero no sé... Está siempre tan serio, tan impasible... —Hago una
también le abandonó el suyo. Su madre vive en Florida con una hermana, una tía de
Darrell. Al parecer se fue allí cuando su padre la dejó por otra mujer.
comenta Lissa.
Lissa tiene razó n, pero intuyo que detrá s del dolor de Darrell por el abandono de su
—Sí. Yo mejor que nadie lo sé, porque he pasado por lo mismo —digo—. Pero de
Me encojo de hombros.
—Sea lo que sea, dudo mucho que me lo cuente. No parece muy dado a hablar de su
familia. En realidad, no parece muy dado a hablar de nada que tenga que ver con su
—¿Y có mo es su casa?
—Es un impresionante, enorme y lujoso á tico de dos plantas, con terrazas, piscina,
—Sin embargo es fría; le falta calidez —añ ado—. Todo está demasiado ordenado;
demasiado establecido en el espacio. No hay nada fuera de lugar. Parece una tienda de
—Mucho —respondo—. Sobre todo porque Darrell Baker es muy joven. Debería de
—Y salir a ligar —añ ade Lissa—, y no tener que estar alquilando habitaciones en su
—¿Está s nerviosa?
Me muevo incó moda en el asiento de mimbre en el que estoy sentada.
—Todo va a ir bien, Lea —me anima Lissa con voz reconfortante. Sus palabras me
—¿Tú crees? —le pregunto, como si yo fuera una niñ a pequeñ a en su primer día de
colegio.
—Estoy segura.
—Darrell entenderá la situació n, tus nervios... Es normal que estés así. —Me muerdo
el interior del carrillo mientras intento creerme las palabras de Lissa—. Aunque pienso
—Piénsatelo. Pero lo justo, sobre todo para ti, es que esté al tanto. —Guarda silencio
un momento—. Tengo que irme —anuncia, mirando su reloj de muñ eca y poniendo
quedar. Me voy con mis padres a Kansas a ver a mis abuelos. Estaremos todo el día allí
y en la carretera —dice en tono resignado—. Pero el jueves nos vemos sin falta, ¿ok?
Pagamos las cervezas y salimos del Bon Voyage. Como es costumbre, Nueva York
está imposible sin importar qué hora sea: coches y taxis amarillos de un lado para otro;
—No tengo muchas ganas de ir, para ser sincera —señ ala.
disfrutar de ellos.
—Lo sé —dice Lissa—. A veces soy un poco egoísta. —Sonríe suavemente—. Estate
tranquila esta noche, ¿vale? Todo va a ir bien. ¿Vale? —vuelve a decir al ver que no
contesto nada.
CAPÍTULO 20
Aunque hay un buen trecho desde el Bon Voyage hasta el á tico de Darrell, decido ir
andando. Hace calor y no me viene mal que me dé un poco el aire. Cuando llego al
—Buenas noches, señ orita —me saluda él con una amable sonrisa que se abre a la
ancho de su rostro.
—Puedes llamarme Lea y también puede tutearme —le digo con total confianza,
devolviéndole el gesto.
—Vives aquí —siseo para mí con voz recriminatoria—. Acostú mbrate —me ordeno
Bajo la mirada y por fin alcanzo el ascensor. Casualmente las puertas está n abiertas y
—¿A qué planta va? —me pregunta una mujer rubia que podría ser mi madre. Va
emperifollada de los pies a la cabeza y lleva el pelo tan cardado y con tanta laca que
—A la ú ltima —digo.
Durante unos segundos me quedo mirá ndola en silencio. ¿Quién es está mujer para
Sus ojos me revisan de arriba abajo sin disimular un gesto interrogativo que me
Abro la puerta del á tico y sé que Darrell no está dentro porque he tenido que dar
bol lleno de una ensalada de pasta que tiene una pinta deliciosa.
Gloria la ha hecho especialmente para ti.
Buen provecho.
Darrell.
No puedo evitar sonreír, y con esa sonrisa en mis labios saco la ensalada y la nota y
que está exquisita y de que Gloria tiene muy buena mano para la cocina.
Un impulso me hace levantar la mirada. Mis ojos quedan atrapados en los de Darrell,
boca.
¡Maldita sea! ¿Por qué me tiene que mirar así? ¿De ese modo que me pone tan
nerviosa? ¿Y precisamente esta noche? ¿Por qué sus ojos son tan intensos, tan firmes,
—Sí, sí... Está muy rica —alcanzo a susurrar mientras me limpio la boca con la
servilleta—. Gloria cocina muy bien. Pero no se tenía que haber molestado, yo podría
—Entiendo...
Trago saliva.
—Sí —afirmo.
Vuelvo a tragar saliva, pero no puedo porque tengo la garganta seca. Trato de fingir
hombros anchos. Tiene esa forma trapezoidal que resulta tan sexy y varonil.
Me enfado conmigo misma por no ser una de esas mujeres atrevidas y resueltas con
capacidad suficiente para comerse el mundo. Yo soy tímida, apocada y cuando estoy
—Gracias —digo.
—Me gusta la buena educació n que tienes, el respeto, la cortesía. Tus «gracias», tus
«por favor» —dice con total naturalidad, y yo me quedo muda, porque en esos
Darrell no sonríe, pero sus ojos sí lo hacen. Creo que a él también le sueno estú pida,
empezar.
CAPÍTULO 21
Echo un vistazo fugaz a su habitació n. Es enorme. Las paredes son gris claro y el
mobiliario es de madera maciza negra con vetas de color plata. Como en el resto del
cama, los adornos, los libros que forman parte de la decoració n..., como en una tienda,
nuestros pies desde los ventanales, como un gigantesco juego de piezas desmontables.
—¿Nunca te quitas el moñ o? —me sorprende Darrell con su pregunta—. Seguro que
Entonces, algo me incita a subir las manos y a quitarme la goma que me sujeta el
pelo. Mi larga melena cae sobre los hombros de forma natural como una cascada de
Se aproxima a mí, alarga los brazos y cierra las manos en torno a los mechones de
Me coge el rostro suavemente entre las manos y me besa. Sus labios se aprietan
contra los míos mientras su lengua comienza a abrirse paso en mi boca sin pérdida de
lo má s profundo de mis entrañ as. Es como si hubiera tocado un cable de alta tensió n.
estó mago.
—No sé qué tengo que hacer... —murmuro cuando Darrell se separa un poco de mí y
—No hagas nada —me dice con voz susurrante—. Déjate llevar...
Sus intensos ojos azules se han oscurecido con una expresió n que no logro descifrar.
Siento su aliento en la mejilla, cá lido y suave, y noto que su mano se desliza por mi
Debería decirle que..., pienso para mis adentros. Pero los dedos de Darrell se
cielo. Mis pensamientos empiezan a ser confusos en mi mente, viajando sin rumbo de un
lado a otro.
Cuando sus yemas acarician suavemente mi clítoris, me estremezco y jadeo. Me da la
vuelta y comienza a besarme el cuello. Insitntivamente arqueo la cabeza para que tenga
má s accesibilidad a él.
—Relá jate... Está s muy tensa —me dice al oído con voz muy suave.
Siento que me derrito por dentro, como si todos mis ó rganos se licuaran.
Quizá este sea un buen momento para confesarle que... Vuelvo a estremecerme de
forma casi violenta cuando los dientes de Darrell me mordisquean el ló bulo de la oreja.
La respiració n se me entrecorta.
Me quita la camiseta, la deja a un lado en el suelo y con las dos manos me acaricia
los pechos por encima del sujetador. Los aprieta. Gimo. Segundos después, se deshace
sin problemas del sujetador y me pellizca delicadamente los pezones con el índice y el
pulgar.
En silencio, me gira de nuevo hacia él, se inclina y me lame los pechos, haciendo
círculos con la lengua alrededor de los pezones. Noto como se endurecen de placer y
Darrell sigue descendiendo sus labios por mi cuerpo, dejando besos a lo largo de mi
vientre. Introduce de nuevo los dedos por el borde del pantaló n y de la braguita y me lo
baja todo. No puedo evitar ruborizarme violentamente cuando me doy cuenta que estoy
voluptuosos.
Darrell se quita la chaqueta del traje, la deja sobre una silla y comienza a
desabrocharse la camisa sin apartar su mirada de mí. Cuando su torso queda al
Joder..., exclamo para mis adentros con la boca seca. ¿De dó nde ha salido este
hombre? Su cuerpo es perfecto hasta la crueldad. Tendría que ser arrestado por
Se acerca a mí con pasos felinos. El corazó n me late con fuerza cuando lo veo
aproximarse con esa seguridad aplastante y mirá ndome como si quisiera devorarme,
y se pone encima. De pronto siento todo su cuerpo pegado al mío. Durante un instante
Darrell me mira, y mis ojos de color bronce se reflejan en sus ojos azules.
Se hunde en mi cuello y comienza a besarme de nuevo. Noto un calor en las entrañ as,
manifestació n del deseo que siento y del envolvente cuerpo de Darrell encima de mí.
Debería avergonzarme admitirlo; debería estar pensando en el papel que tengo en esta
historia, y seguro que pensaré en ello mañ ana, pero sus caricias está n despertando mis
sentidos de una manera que no me había sucedido con nadie antes. Ningú n hombre ha
Vuelve a mirarme una vez má s, fijamente. Los ojos le brillan con un destello intenso,
tendremos que arreglar con esto —dice. Abre el cajó n superior de la mesilla y me
muestra un preservativo.
con los dientes. Noto como me arde la sangre en el interior de las venas. Seguidamente
se arrodilla delante de mí, se pone el preservativo y me abre las piernas sin apartar su
penetra profundamente. Una punzada de dolor me recorre las entrañ as; suelto el aire de
los pulmones como si me hubieran dado un fuerte golpe en el pecho. Cuando abro los
ojos, Darrell está inmó vil, mirá ndome con el ceñ o fruncido y expresió n de
desconcierto.
—Sí —respondo finalmente, moviendo la cabeza y ruborizá ndome hasta la raíz del
pelo.
—¿Y por qué coñ o no me lo has dicho? —ladra, mientras sale de mí bruscamente.
CAPÍTULO 22
—Bueno, no encontré la manera, no... —No me salen las palabras. Tiro de la sá bana
—¡Maldita sea! Tenías que habérmelo dicho —asevera, pasá ndose la mano por el
pelo.
—¿Y qué ibas haber hecho? ¿Hubieras preparado una cena romá ntica? ¿Con velas,
Vuelve a acariciarse el pelo, y eso me da a entender que está enfadado. Pero, ¿por
Tenemos que ser sinceros el uno con el otro. Tenía que haber sabido que nunca te han
follado.
Las mejillas me arden. Soy consciente de que Darrell es una persona fría y distante,
pero pese a todo, no me gusta que me hable en esos términos. Me resulta demasiado
—¿Qué hace una chica de veintidó s añ os siendo virgen en el siglo XXI? —me
—He estado con un par de chicos... —explico—. No fue nada serio para ellos y yo
espeso gravita sobre nuestras cabezas—. ¿Por qué está s enfadado, Darrell? ¿Esperabas
que fuera una mujer experimentada? ¿Es eso? —me atrevo a preguntarle, apretando la
apartar los ojos de mí—. Me imaginaba que no tenías mucha experiencia en asuntos de
ojos se me humedecen ligeramente, pero hago un esfuerzo para no llorar. Si lloro, daré
la razó n a Darrell cuando dice que las mujeres somos quejicas y lloronas. Así que
dispara.
Su voz suena má s suave ahora. Levanto la vista, nuestros ojos se encuentran y como
—No estoy enfadado —dice—. Lo que ocurre es que sé que para vosotras la primera
vez tiene que ser má s especial, má s delicada, má s romá ntica... Y yo no soy romá ntico;
—Lo sé, Darrell —alego—. Fue lo primero que me dejaste claro. Así que no te
preocupes...
No sé lo que me sucede, pero no puedo apartar mis ojos de los suyos. Joder, es tan
sexy... Acerca su rostro al mío sigilosamente, introduce sus manos grandes y elegantes
vuelve a besarme, para después lamerme los labios. Y antes de lo que dura un
labios de su boca. Alargo las manos, indecisa, y le acaricio los brazos. Estoy
maravillada por la fortaleza de sus mú sculos. Darrell Baker sería capaz de volver loca
Se separa de mí y me mira.
—Sí —afirma—. Por lo bá sico y por lo fundamental. Tú mbate y separa las piernas.
—La garganta se me seca de golpe—. No me mires así, Lea —me dice con ojos
divertidos.
Sin mediar palabra, hago lo que me indica. Me tumbo y abro ligeramente las piernas;
Las separo má s, tal y como me pide. Darrell me agarra de la cintura y me atrae hacia
él en un gesto que me parece tan posesivo como sensual. Lo observo sin perder un solo
detalle.
rostro entre mis piernas. Cuando su lengua acaricia mi clítoris, no puedo evitar proferir
—¡Joder! —musito.
Darrell mete las manos por debajo de mis muslos y los sujeta contra el colchó n,
asegurá ndose de que no voy a cerrarlos, aunque sabe sobradamente que no lo haré. Su
gesto me excita todavía má s de lo que ya estoy. Me lame el sexo de arriba abajo con la
punta de la lengua mientras aprieto los dientes y contengo los jadeos que me trepan por
la trá quea. Cojo la colcha y la aferro con fuerza entre las manos.
me sujeta con má s fuerza contra la cama. Siento que de un momento a otro voy a perder
totalmente el control.
pasando?
¿Qué me está pasando? ¿Qué me está pasando? ¿Qué le está pasando a mi cuerpo?,
mis mú sculos se contraen y se sacuden con fuerza hasta que todo mi interior estalla.
Alarga el brazo hasta la mesilla de noche, abre el cajó n superior y saca otro
mí, apoya las manos a ambos lados de mi cabeza, quedando suspendido encima de mí, y
me contempla con la mirada ardiente. ¿Có mo puede ser tan frío y tan caliente a la vez?
¡Dios mío!, en estos momentos me dejaría hacer cualquier cosa que quisiera, pienso
Sin dejar de mirarme y con las mandíbulas contraídas, baja las caderas y me penetra
despacio, muy despacio. Cuando estoy llena de él, gimo. Se detiene y me mira.
—Sí —digo gimiendo. Mi voz suena amortiguada por el peso del deseo, de un deseo
que ya no soy capaz de controlar de ninguna manera.
En silencio, empieza a moverse dentro de mí. Sale y entra con una lentitud sensual y
Darrell cierra los ojos y me embiste de nuevo, esta vez con má s fuerza, llegando
Me sorprendo levantando las caderas hacia las suyas, buscando el acople perfecto de
nuestras pelvis, tratando de que seamos tan exactos como el mecanismo de un reloj,
Echa el brazo derecho hacia atrá s, coge mi pierna y la sube hasta su cadera.
Inmediatamente alzo la otra y enrosco las dos en su cintura. De pronto solo estamos él y
Mis mú sculos comienzan a tensarse otra vez desde la cabeza a los pies y vuelvo a
caminar hacia ese lugar de no retorno. Mi cuerpo se pone rígido y un segundo orgasmo,
Antes de que pueda reaccionar, él me sujeta el rostro con las dos manos y me besa
¡Maldita sea! ¡Va a darme un ataque al corazó n! Late tan desbocado que parece que
—¿Có mo está s? —me pregunta Darrell unos segundos después. Tiene la respiració n
todas las sensaciones que ha sufrido mi cuerpo. Son tantas y tan intensas que no puedo
ponerles nombre.
escalofrío.
—Ya sabes cuá les son las normas —dice de repente, mientras sale poco a poco de
mí.
—Sí, las sé —digo, y no puedo evitar sentirme confundida, aunque sé a qué se refiere
reprocharle algo; soy consciente de que esto va a ser así siempre —lo pone claramente
en el contrato—, aunque daría lo que fuera por poder dormir esta noche a su lado
me lo pongo lo má s rá pido que puedo. De pronto tengo prisa por salir de allí.
CAPÍTULO 23
Cuando llego a mi cuarto, mi mente está sumida en un profundo caos al que no
consigo poner orden. Y todo también se torna caó tico a mi alrededor. Estoy cansada,
confundida y algo dolorida, pero eso es por los nervios y la tensió n de mis mú sculos.
¿Có mo es posible que Darrell sea tan caliente y tan frío a la vez?, me vuelvo a
extremadamente apasionado entre las sá banas, sin embargo, fuera de ellas sigue siendo
Me sitú o de lado en la cama, subo las rodillas hasta el pecho y las agarro con las
manos, formando una posició n fetal. Suspiro agotada, e intento controlar los fogonazos
sueñ o.
Cuando abro los ojos está amaneciendo. Me incorporo en la cama y miro al frente. El
sol despunta por encima de los altos rascacielos de Nueva York, que aparecen
recortados contra un teló n de fondo teñ ido de rosas y pú rpuras. La panorá mica es casi
las sensaciones que llegan a mi mente y que reviven todo lo que ha sucedido la noche
anterior. Darrell está sentado a la mesa, tomá ndose un café. Cuando lo veo vestido
elegantemente con un traje negro y una camisa blanca, vuelvo de golpe a la realidad.
—Eso es la falta de costumbre —afirma. Noto que en su voz hay una ligera nota de
Con la prá ctica se quitan —dice con calma, mirá ndome por encima del borde de la
taza.
adentro en la cocina con la cabeza baja para disimular mi sonrojo. Voy a la nevera, la
abro y cojo la leche de forma mecá nica mientras no paro de morderme el interior del
—Que pena que hoy tenga una reunió n muy importante a primera hora y que yo sea un
hubiera librado de que te follara encima de la mesa. —Hace una pequeñ a pausa y añ ade
Sus palabras me dejan boquiabierta. ¿Le ponen mis pantaloncitos de algodó n del
pijama? Es cierto que son muy cortos, quizá demasiado, pero es con lo ú nico con lo que
no paso calor. Me sonrojo de nuevo violentamente. ¡Madre mía, si sigo así, voy a entrar
las pestañ as. Sus labios no se mueven, sin embargo, sus ojos sonríen de ese modo tan
—Estaré fuera unos días —anuncia—. Tengo que viajar a Washington por motivos de
—¿Sí?
—¿Puede venir Lissa a casa? —le pregunto—. Tengo que darle unos apuntes de una
Darrell sale de la cocina y yo me quedo sentada frente a mi taza de café. Me echo dos
traiciona y me sorprendo fantaseando con las cosas que Darrell me haría encima de la
mesa. Me sonrojo solo de pensar en ello. Sacudo la cabeza de un lado a otro, intentando
No voy a volver a verlo hasta el domingo; debería sentirme aliviada. Durante tres
noches no tendré que cumplir con mi parte del contrato, no tendré que acostarme con él.
confundida. ¡Voy a volverme loca! Suspiro, doy un trago de café y apoyo la barbilla en
Alzo la vista y me encuentro con una mujer de unos cincuenta y cinco añ os, de pelo
moreno, tez blanca y pequeñ os ojos marrones.
puesto a Gloria al tanto de mí, si ella sabe en calidad de qué estoy aquí exactamente y
si habrá conocido a otras que hayan pasado por la habitació n que ahora ocupo yo—. Su
—Me encanta cocinar —añ ado—. Quizá un día podríamos intercambiar pareceres —
sugiero—. Hay alguna cosa que todavía se me resiste y seguro que usted puede darme
algú n truco...
—Para mí será un placer —contesta Gloria, sin deshacer la sonrisa de los labios.
—No —niego al mismo tiempo que me levanto de la mesa—. Tengo que acercarme a
la facultad y a comprar unos libros de texto que necesito para el nuevo curso —añ ado.
—No piense que soy indiscreta —se apresura a justificarse Gloria—. Se lo pregunto
—Está bien.
—Que tenga buena mañ ana, Gloria —digo a modo de despedida.
CAPÍTULO 24
—¡Wow! —exclama Lissa con los ojos abiertos de par en par cuando entra en el
á tico de Darrell. Da una vuelta sobre sí misma paseando la mirada en derredor—. ¡Me
cago en la leche, Lea! ¿Has visto que pedazo casa tiene este hijo de puta?
—Es increíble... —Lissa sigue a lo suyo, escudriñ ando cada rincó n. Se dirige hacia
los ventanales de la terraza del saló n y mira a través de ellos—. Y pedazo piscina —
No hago ningú n comentario al respecto porque creo que tiene razó n. La piscina es
esboza unas vistas preciosas. De repente Lissa se gira hacia mí y me mira como si
—¿Ya...?
—Sí —contesto.
—¿Y có mo fue? ¿Le dijiste que eras virgen? ¿Có mo reaccionó ? ¿Te dolió ? ¿Có mo
—Lissa te vas a ahogar —digo, y no puedo evitar sonreír. La capacidad que tiene
Lissa hace una mueca con la boca, me imagino que intentando situar cada respuesta
con su correspondiente pregunta.
—No.
—Porque no me atreví.
—Lo intenté, pero... no sé... No sé lo que me ocurre cuando Darrell está cerca de mí
demasiado —concluyo.
—Eso lo entiendo, porque a mí también me pasa y creo que a casi cualquier mujer,
—Eso mismo me dijo él. Cuando se dio cuenta, se enfadó —añ ado a continuació n.
La expresió n de Lissa cambia, camina hacia mí, me agarra del brazo y me lleva hasta
el sofá .
—Bueno, ya está hecho —dice con voz de conmiseració n mientras nos sentamos—.
—¿Y qué má s?
—Vaya... La mía fue un completo desastre —comenta—. Claro que el tío con el que
—¿Varias veces?
—Sí.
—Pensé que sería un hombre frío en la cama, igual que lo es fuera de ella. Pero no es
—No quiero que me respondas lo que debería de ser, Lea; quiero que me respondas
lo que es.
—Es mejor así, ¿no? —dice Lissa—. En el fondo sería una tortura hacerlo sin que al
Me encojo de hombros.
—Supongo...
—¿Fue cariñ oso? —sigue interrogá ndome Lissa.
Arrugo la nariz.
centrado en el placer. Luego cambió de actitud, cuando se enteró de que era mi primera
vez, y puso todo el cuidado del que fue capaz para que no me doliera.
—¿Y después?
—Después hice lo que estipula una de las clá usulas del contrato: me fui a mi
carantoñ as, de mimos... El poco o mucho afecto se limita a los momentos de pasió n.
—No —niego frustrada—, y no creo que lo haga nunca. Darrell es de esas personas
—¿Sabe que estoy aquí? —me pregunta—. Si no lo sabe, prefiero irme. No quiero
—Tranquila —la interrumpo con suavidad y media sonrisa en los labios—. Darrell
sabe que está s aquí. Esta mañ ana antes de irse a trabajar le he preguntado si podías
venir, y me ha dicho que sí. De todas formas se ha ido de viaje y no vuelve hasta el
domingo.
—No lo sé. De verdad que no lo sé —digo con una punzada de agobio en la voz. Me
coloco detrá s de la oreja un mechó n de pelo que se me ha soltado del moñ o y resoplo
Lissa me mira fijamente. Sus ojos reflejan una de esas miradas que indican que va a
CAPÍTULO 25
El fin de semana lo aprovecho para terminar de desempaquetar las ú ltimas cosas que
Las agujetas han ido desapareciendo progresivamente, aunque las imá genes de
Darrell sobre mí está n má s vívidas que nunca, recordá ndome que he entregado mi
có mo lo haré, pero tengo que tratar de aclarar la marañ a de emociones que colapsan mi
Para tratar de relajarme, bajo a la cocina. Me apetece lasañ a de carne, así que voy a
pasarme media tarde prepará ndola, a ver si de ese modo consigo deshacerme, aunque
Busco los ingredientes en la cocina de Darrell, pero apenas hay nada aparte de
Si no recuerdo mal, hay una tienda 24 horas al final de la calle. Quizá encuentre lo
que necesito. Subo a la habitació n, me cambio de ropa y salgo disparada. Hace calor y
el sol bañ a los rascacielos con una suerte de oro líquido que los hace parecer
caramelos gigantes.
Entro, saludo a la chica de rasgos orientales, pelo largo, moreno y lá nguido que hay
detrá s del mostrador, cojo una cesta y me paseo entre los estantes para comprar lo que
necesito. Para mi fortuna, encuentro todo. Tampoco es que sean ingredientes difíciles de
conseguir, pero me alegra que finalmente vaya a poder hacer una lasañ a de carne. Pago
sin perder tiempo, vuelvo a casa, busco un delantal en los cajones y me pongo manos a
la obra.
Echo medio litro de leche en un cazo y dejo que hierva mientras preparo el resto de
apenas unos segundos comienza a sonar Viva la vida de Coldplay, mi cuerpo se activa y
Preparo la salsa tarareando animada. Necesito olvidarme de todo aunque sea durante
un rato y nada mejor que cocinar y escuchar mú sica para lograrlo. La mayoría de las
Bechamel.
Seguidamente pongo una sartén en la vitrocerá mica ú ltimo modelo de Darrell, vierto
un chorrito de aceite y lo dejo calentar. Añ ado ajo y cebolla picada y lo muevo para
empezar a salivar.
Miro por las cristaleras panorá micas. El crepú sculo ha comenzado a tomar posesió n
del cielo por encima de la línea que forman los edificios de Nueva York y decenas de
arañ azos de color anaranjado lo surcan de un lado a otro esbozando un lienzo que se me
antoja precioso.
escuchan a lo largo del pasillo, seguidas de unos pasos firmes y rítmicos. El corazó n
Está guapísimo con un pantaló n suelto y una camisa de lino blanca que lleva
remangada hasta los codos. Tiene el pelo ligeramente alborotado. Es la primera vez que
lo veo vestido de manera informal y con barba de algunos días; está tremendamente
atractivo. Tanto que de un momento a otro voy a empezar a babear como un caracol.
—¿Lasañ a? —dice.
—Sí, de carne —respondo, al mismo tiempo que me limpio las manos con el
delantal.
—Bien —asiente. Su intensa mirada azul relumbra con un matiz ladino que me pone
nerviosa—. Voy a ducharme —dice con voz grave y firme—; dentro de diez minutos
sube a mi habitació n.
—Vale —digo.
Viene con ganas, pienso para mis adentros mientras se da la vuelta y se encamina
hacia la escalera. Me estremezco. Respiro hondo y suelto el aire poco a poco; la cena
encimera. Diez minutos después, subo la escalera y cruzo el amplio pasillo que se
extiende ante mí. A medida que me voy acercando a la puerta del fondo, me pongo má s
nerviosa, lo que me obliga a ralentizar los pasos, haciéndolos cada vez má s cortos.
Cuando finalmente la alcanzo, me detengo unos segundos frente a ella; Darrell está al
otro lado, esperá ndome. Reú no valor y toco ligeramente con los nudillos.
CAPÍTULO 26
Los ojos se me agrandan de golpe cuando veo a Darrell cubierto ú nicamente con una
toalla que tiene sujeta a la cintura. El torso está aú n medio hú medo, resaltando su
musculació n, y el pelo oscuro aparece revuelto y mojado. Tiene las espaldas anchas, la
cintura estrecha y unas piernas largas y fibrosas como las de un atleta. ¡Dios santo!, se
lo ve tan sexy, tan... exó tico, recortado contra el cielo crepuscular del atardecer que se
atrajera irremediablemente hacia él. Si no fuera porque no creo en la magia, juraría que
abalanza sobre mí con ojos llameantes. Con manos autoritarias y poderosas me coge el
rostro, me atrae hacia su boca y me besa sin que me dé tiempo ni siquiera a respirar.
Mi corazó n late desenfrenado cuando sus labios se adueñ an de los míos con tanta
Silenciosamente me arrastra hasta la cama, me deja caer en ella y se sitú a sobre mí,
sin dejar un solo segundo de besarme. Su lengua invade mi boca, exigiendo jugar con la
mía.
—Shhh... —susurra autoritario—. Quiero hacerte mía otra vez... —asevera con la
respiració n agitada.
sangre circule por mis venas como un torrente de llamas. Su olor, a gel, a limpio, a
total mientras vuelve a besarme una y otra vez y yo correspondo a su fogosidad como
buenamente puedo; los labios no me dan de sí para abarcar su boca. Es tan pasional...
Voy a derretirme por dentro, pienso al borde del éxtasis. Sus manos son como un
dulce veneno.
Sigue bajando hasta que entra en contacto con mi sexo. Una ola de calor asciende por
mi cuerpo. Darrell separa unos centímetros el rostro del mío y me mira atentamente,
Suelto un fuerte gemido y él aprieta los dientes al tiempo que saca y mete el dedo
por el deseo.
la vista.
Alzo la mirada y trago saliva, algo retraída. Darrell abre el cajó n de la mesilla, saca
un preservativo y se lo pone.
—Esta semana tenemos que ir sin falta a la ginecó loga —dice con voz ronca—. Sino
Darrell me levanta las piernas y las pone sobre sus muslos. Se sitú a de nuevo encima
Me coge ambas muñ ecas, las coloca por encima de mi cabeza, inmovilizá ndome
hipnotizados.
—¿Te gusta? —me pregunta con voz ronca y salvaje, sin apartar la mirada de mí.
—¿Sí? —repite, alzando ligeramente las cejas y con esa expresió n de extrañ a
fuerza la mandíbula. Suelto el aire de golpe y lanzo un grito ahogado, casi agó nico.
Noto una especie de fuego recorriendo el interior de mis venas hasta que se detiene en
hay retorno. Las piernas me duelen de la posició n, pero el placer es mil veces mayor,
infinitamente mayor. Me tenso bajo las fuertes acometidas de Darrell, que me observa
con una mirada entornada y llena de pasió n. Cierro los ojos y me dejo llevar,
lanzá ndome a ese abismo de perdició n y gozo al que solo él me sabe llevar.
—Lea... —jadea él al tiempo que se corre dentro de mí con una ú ltima embestida—.
normalice. Me doy media vuelta y lo miro como si fuese una exó tica criatura en peligro
osados, y acaricio con suavidad su mejilla, temiendo que en cualquier instante vaya a
desaparecer.
momento se rompe en mil pedazos cuando coge mi mano y la retira de su cara. Lo hace
de manera suave, incluso creo que disimulada —supongo que para no hacerme sentir
incó moda o mal—, pero está claro que no quiere que lo toque.
ha tornado sombría. ¿Por qué le molestan las muestras de cariñ o? ¿Es simplemente
porque es una persona fría y distante, o hay algo má s? ¿Por qué parece no soportar el
—¿Me invitas a probar tu lasañ a? —dice Darrell, tras unos segundos en los que los
—Sí —respondo, ligeramente asombrada por su interés en mi lasañ a—. Sí, claro que
sí.
Se inclina, abre uno de los cajones, saca unos bó xer de color negro y se lo pone
Darrell gira el rostro hacia mí, al tiempo que se pasa la mano por el pelo hú medo, y
me sorprende mirá ndolo como una auténtica boba. Sus ojos azules brillan como
Ya en la cocina, con el azul oscuro de la noche sobre Nueva York, cojo un trozo de
lasañ a con la cuchara grande y lo echo en el plato de Darrell. Tomo otro pedazo y lo
pongo en el mío. Me siento a la mesa. Darrell sujeta el tenedor bajo mi atenta mirada y
igual, sin embargo, por alguna extrañ a razó n quiero sorprenderlo, aunque sea a través
Respiro aliviada y adulada, visto lo poco dado que es Darrell a los halagos gratuitos.
Coge otro trozo y lo paladea como si fuera el mejor manjar del mundo; la ambrosía
—Mmmm... Por eso tiene ese delicioso sabor exó tico —observa, masticando—. ¿De
dó nde has sacado los ingredientes? No creo que hayas encontrado nada de esto aquí.
—No —digo, llevá ndome el tenedor a la boca—. En tu frigorífico solo hay alimentos
precocinados.
—Suelo comer y cenar fuera, con algú n cliente —explica Darrell sin perder bocado
—. Rara veces como en casa y cuando lo hago, prefiero que sea algo rá pido.
—Sí, exacto.
Alzo una ceja y lo miro con un gesto de asombro, pero Darrell no repara mucho en él;
—¿Por qué no le pides a Gloria que te deje la comida o la cena hecha? —le sugiero
—Al principio me la hacía, pero al final acababa estropeá ndose en la nevera. Así
Pongo los ojos en blanco. ¿Có mo puede preferir comer en restaurantes todos los días,
—Te voy a obligar a venir a casa a comer —le digo en tono de broma.
Su respuesta me sorprende.
¿No habrá habido ninguna mujer que haya entrado en su corazó n? ¿Habrá alquilado la
habitació n a alguien má s aparte de a mí? ¿Habrá sentido algo por alguna de las mujeres
a las que ha tenido en casa? El roce al final acaba dando lugar al cariñ o...
—Te has quedado muy callada —dice, metiéndose elegantemente en la boca otro
Alzo la vista y advierto su mirada fija en mí. Sus ojos azules parecen traspasarme el
alma, o esa es la sensació n que tengo. Me muerdo el labio inferior, sopesando si decirle
—Claro —responde.
Cojo el vaso de agua y doy un trago. Carraspeo mientras trato de reunir algo de valor.
Darrell apoya el tenedor y el cuchillo en el plato y vuelve a fijar sus ojos en mí.
—¿Puedo hacerte otra pregunta? —Darrell asiente en silencio con una leve
—Se enamoraron —me corta suavemente, viendo que no me voy a dar por vencida
fácilmente.
Frunzo el ceñ o.
—Sí.
—Soy un hombre del que las mujeres no debéis enamoraros —asevera con una voz
tan firme y seria que me produce un escalofrío.
mundo?
—Claro que tengo corazó n —dice pausadamente en tono lú gubre—, pero..., digamos
¿Qué quiere decir con eso de que su corazó n no funciona correctamente? ¿Qué parte
no está bien? Porque estamos hablando de sentimientos —o eso creo—, sino juraría
¿Qué hay detrá s de su intenso azul? ¿Qué se esconde detrá s de la mirada clara de
Darrell Baker?
—¿Has amado alguna vez? —me aventuro a preguntarle en voz alta, dejando a un
Darrell se queda pensativo durante unos instantes en que el silencio lo ocupa todo.
—No te enamores de mí, Lea —me dice con una contundencia sobrecogedora.
Trago saliva, pero tengo la garganta seca. No si es un consejo, una advertencia o una
amenaza.
por el pasillo con sus acostumbrados pasos seguros y su figura galante. Lanzo un
sensació n de que estoy jugando con fuego y la certeza de que voy a terminar
quemá ndome. Enamorarse de Darrell Baker es peligroso, muy peligroso; puedes perder
el corazó n.
CAPÍTULO 28
El Bon Voyage está muy concurrido, demasiado para mi gusto, que detesto las
aglomeraciones y el sonido del bullicio. Unas fobias muy poco propias para vivir en
Son las seis de la tarde y hace calor fuera; casi todas las mesas está n ocupadas y el
—Pobre Joey —dice Lissa con la barbilla apoyada en la mano, mientras lo sigue con
todas.
Lissa sonríe.
—Vamos, Lea. ¿Desde cuá ndo la carrera supone un problema para ti? Eres...
engañ as —continú a diciendo—. Te conozco lo suficiente para saber que es otra cosa
muy distinta la que te preocupa. —Alzo la vista y la miro abatida. Lissa tiene razó n. ¿A
—Sí.
—¿Ha dejado de funcionar en la cama? —dice en tono de mofa.
—Lo siento, Lea —se disculpa—. Solo quería quitar un poco de hierro al asunto y
—Sí. Ya sabes que tengo que estar disponible y dispuesta las veinticuatro horas del
día.
—¿Y no te gustó ?
—Todo lo contrario.
—¿Nunca?
—Nunca.
—Sí. —Hago una pequeñ a pausa para tomar aire—. Ha tenido otras mujeres en casa
—Ojalá fuera eso —digo sin esbozar siquiera un amago de sonrisa. Sacudo la
—¿En serio?
—Sí.
—Y yo no sé qué pensar.
Suspiro.
pregunta Lissa.
—Ninguna.
—Joder, los polvos de una noche se hacen sin amor, está claro, pero siempre hay
carantoñ as después, juego, complicidad, no sé... Aunque a la mañ ana siguiente hagamos
—Pues Darrell no es dado a nada de esas cosas —apunto —. Los besos, las caricias
y todo lo demá s lo limita exclusivamente a los momentos de sexo. Fuera de eso no hay
—Pufff... —bufa Lissa, colocá ndose el pelo detrá s de las orejas—. ¿Y se puede
vivir así? ¿Sin nada de amor?
Me encojo de hombros.
—Darrell lo hace. Para él todo es negocio. No hay sitio para los sentimientos.
—Muy triste.
—En el fondo se tiene que sentir vacío y solo, aunque esté rodeado de decenas de
personas... —Lissa me mira fijamente y ladea la cabeza—. Sigues como ausente, Lea
—No puedes enamorarte de él, Lea —me dice Lissa muy seria—. No debes.
—Lo sé... Lo sé... —digo—. Soy consciente de que enamorarse de Darrell Baker es
pedazos. Soy consciente de que esto no es una novela romá ntica, de que no es una
enamoradas de las protagonistas, tan guapas y perfectas. Soy consciente de que estoy en
Pero es que es tan difícil, Lissa. Es tan difícil no caer rendida a sus pies —me lamento.
Me froto la frente con la mano y aprieto la boca formando una línea en mi rostro.
—Te aseguro que puedo hacerme una idea —señ ala Lissa.
—Estoy jugando con fuego —digo—, y creo que voy a terminar quemá ndome.
—Quizá s si tienes cuidado... Si pones la cabeza y no el corazó n... —sugiere Lissa.
histérico para que lo haga caso. Ayer, mientras cená bamos la lasañ a que preparé, no
pude evitar dejar volar la imaginació n... ¿Có mo sería mi vida si Darrell Baker me
amara?
—Tener ese tipo de pensamientos es peligroso, Lea —señ ala Lissa, y por su tono de
—Lo sé... Créeme que lo sé. Pero no puedo evitarlo —me justifico—. Si vieras con
mismo que a ti. Bueno, en mi caso sería peor. Conociéndome, yo ya estaría loca por él,
babeando como un caracol —alega Lissa, y sus palabras, sin saber muy bien por qué,
silencio.
encontrar un trabajo.
—¿Y vas a volver al estrés de estudiar y trabajar a la vez? —me pregunta Lissa.
—¿Y qué remedio me queda? —señ alo, encogiéndome de hombros y frunciendo los
labios en una mueca de frustració n—. No puedo hacer otra cosa; no hay otra solució n
posible.
—Sinceramente, no creo que a Darrell le haga mucha gracia que te vayas —comenta
buscarte a tu apartamento.
—A Darrell le da igual; está acostumbrado a que las chicas terminen por huir de su
una sola mujer que haya significado algo para él. ¿Te das cuenta? —pregunto de forma
asevero categó ricamente. Hago una pausa y me quedo pensando—. Lo tengo decidido,
decente, me voy.
CAPÍTULO 29
Llego a casa al filo de las nueve y media. Las luces de los edificios de Nueva York
oscuro de la noche. Darrell no está ; no hay rastro de él por ningú n lado. Seguro que se
Voy a la cocina y ceno algo ligero: una ensalada y un poco de pavo. Apenas tengo
Cuando termino, me quito las sandalias y avanzo descalza hasta el saló n. Me tiro en
el sofá , cojo el mando a distancia y busco entre las decenas de canales por cable y por
—Pretty Woman... —digo, al ver una de sus escenas en la pantalla mientras zapeo.
He visto esta película cerca de veinte veces. Reconozco que es una de mis
preferidas; me es difícil resistirme al encanto de Richard Gere; tan apuesto, tan guapo,
tan caballeroso... Así que decido quedarme a verla un rato. Total, tampoco hay nada
—Lea... Lea...
volver a la realidad. Abro los ojos. La luz que emite la enorme pantalla de la televisió n
Giro el rostro algo desorientada. Darrell me está contemplado con los ojos
entornados y una expresió n insó litamente dulce en la cara. ¿Llevará mucho tiempo
observá ndome?
El tono sigue siendo suave y melodioso como una canció n de cuna. O esa es la
sensació n que me da. Me doy cuenta de que su voz puede llegar a ser tan seductora y
Alcanzo a ver que está n anunciando en la Teletienda una cinta andadora que te hace
perder peso de manera milagrosa. ¿La Teletienda? ¿Dó nde está n Richard Gere y Julia
muñ eca.
que se me han soltado del moñ o, que está totalmente deshecho. De pronto, me acuerdo
del contrato que he firmado, de mis obligaciones con Darrell y de que tengo que estar
veinticuatro horas disponible para él. Alzo la vista y lo miro con gesto interrogativo.
fondo lo que estoy haciendo no está bien. Nada bien. Nada, nada bien.
Vuelvo a levantar la vista. Darrell se me queda mirando durante unos instantes con
ojos indescifrables. ¿Por qué nunca soy capaz de leer su mirada? ¿Por qué es imposible
intuirle?
queriéndolo besar, pero de una forma suave, tierna, lejos de cualquier connotació n
sexual.
—Lo mejor será que nos vayamos a dormir —dice con calma—. Es tarde.
Me desperezo de golpe.
¡Maldita sea! ¡Mil veces maldita sea! —pienso con rabia—. Debería aprender a no
lengua.
—Ya sabes cuá les son las normas, Lea —me dice ú nicamente en tono neutro. Su
me sigue imponiendo demasiado. Asiento con una leve inclinació n de cabeza. Sí, sé
perfectamente cuá les son las normas. Y si en algú n momento se me olvidan, ya está él
para recordá rmelas. Nada de afecto, nada de cariñ o, nada de ternura. Ningú n contacto
Suspiro para mis adentros y lo miro con cara de frustració n sin dejar de preguntarme
por qué es tan frío. Relajo la tensió n de los hombros y me doy por vencida.
Me doy media vuelta, sorteo el sofá y subo las escaleras con pasos ligeros,
almohada. Quiero desaparecer, quiero que me trague la Tierra, quiero gritar hasta que
se me rompan las cuerdas vocales. ¿Se puede ser má s idiota de lo que soy yo? ¿Por qué
le he dicho que me gustaría dormir con él? ¡Se lo he dicho porque me gustaría dormir
con él! Porque quiero que nuestras piernas acaben enredadas bajo las sá banas, apoyar
mi cabeza sobre su pecho y sentir el latido de su corazó n. Su corazó n... ¿Acaso Darrell
tiene corazó n?, me pregunto. A veces pienso muy seriamente que no. Incluso a veces
Entonces caigo en la cuenta de que sea lo que sea lo que estoy haciendo, y de que se
—Tengo que tener la mente fría —me digo, todavía con la cabeza debajo de la
almohada—. El tiempo que me quede aquí antes de encontrar un trabajo que me permita
irme, tengo que tratar de mantener las distancias y ser lo má s indiferente posible, sino
estoy convencida de que voy a salir mal parada. —Aprieto los dientes—. Maldito seas,
Darrell Baker. ¿Por qué tuviste que hacerme esta proposició n a mí? —me lamento.
CAPÍTULO 30
Darrell ha concertado una cita con la ginecó loga a las tres de la tarde. Y aquí
Nueva York.
Por un lado agradezco que haya venido conmigo, que me acompañ e. No resulta
có modo ir al ginecó logo, sobre todo, si es la primera vez, pero por otro, me hubiera
gustado venir sola, o con Lissa. Aunque si me detengo a pensarlo bien, Darrell es la
Suspiro quedamente.
Mientras me muerdo el interior del carrillo, nerviosa, observo que no hay ningú n
del horario de consulta. Sumida en el silencio me pregunto si la ginecó loga sabrá qué
tipo de relació n tengo con Darrell. Sinceramente, espero que no. Me da tanta vergü enza
pensar en eso...
—Te está s mordiendo el interior del carrillo —observa Darrell, girando la cabeza
—No tienes por qué estarlo —trata de tranquilizarme—. Simplemente te hará una
hombre de mi absoluta confianza. Pero tú preferías que fuera una mujer, por eso hemos
—Bueno, ¿que si sabe que no somos una pareja al uso?, ¿que no somos una pareja de
—El doctor Kendrich sí estaba al tanto del papel que tenían en mi vida las chicas a
las que acompañ aba a su consulta, porque es mi amigo, pero la doctora McGregor no lo
contemplar el cielo limpio de nubes que se divisa detrá s de los cristales de las
ventanas. Todo es tan formal, tan mecá nico, incluso, tan frívolo, que a veces es
—¿Señ or Baker?
que suena. La que ha hablado es una chica joven, con el pelo negro y muy rizado que
viste una bata blanca que le llega a las rodillas. Me imagino que es la enfermera de la
paredes blancas.
—Buenas tardes, señ or Baker —saluda una mujer de aproximadamente cuarenta
añ os, tendiéndole la mano. Es alta, con el pelo de color cobrizo y liso como una tabla.
—Tú debes de ser Leandra Swan —dice, dirigiéndose a mí con voz suave y amable.
—Sí —digo tímidamente mientras le doy la mano—. Puede llamarme Lea —digo.
—Como quieras.
Su frase está acompañ ada de una amplia sonrisa que pretende, creo, tranquilizarme, y
Alzo la vista y miro de reojo a Darrell, que permanece a mi lado inmó vil y con gesto
—Sígueme —dice.
aunque se trate de una profesional y esté acostumbrada a hacer ese tipo de preguntas a
todo el mundo. A mí, en cambio, no me las han hecho nunca, y eso me produce cierta
Después de hacerme un exhaustivo examen para asegurarse de que todo está bien,
—Todo está perfectamente, señ or Baker —se adelanta a decir la doctora McGregor
al tiempo que se sienta tras la mesa.
píldora.
—No hay de qué, señ or Baker. Ha sido un placer. —Su mirada marró n se posa en mí
—Gracias —digo.
—¿Qué tal ha ido? —me pregunta Darrell cuando ya estamos solos en el coche.
Su voz no es cariñ osa, pero intuyo que está haciendo un esfuerzo porque suene suave
—Bien —contesto.
—No te puedo negar que un poco sí. Pero la doctora McGregor es muy amable y
coche. Frunzo los labios—. ¿No tienes hambre? —dice al percatarse de mi gesto.
—Sí, pero no me apetece ir a un restaurante de esos finolis a los que seguro sueles ir
tú —digo—. No voy vestida de forma adecuada —me quejo.
Baker en un lugar con tan poco glamour como un establecimiento de comida basura.
—No —niega—. No son lugares muy propicios para debatir o cerrar acuerdos
importantes.
—Trabajo, trabajo, trabajo... —Pongo los ojos en blanco—. Toda tu vida gira en
—Me lo imagino, Darrell, pero de vez en cuando conviene aflojar un poco la cuerda,
escéptico.
y arquea una ceja. Un instante después vuelve a poner atenció n al trá fico—. ¿Qué me
dices? —insisto.
Le veo que resopla con aire de resignació n y de inmediato lo interpreto como una
—Está bien —claudica transcurridos unos segundos—. Por una vez, y sin que sirva
Lea 1-Darrell 1.
CAPÍTULO 31
Darrell aparca el coche en el parking subterrá neo del Queens Center Mall, uno de los
Antes nos hemos pasado por una farmacia para comprar la píldora. Darrell tiene
Al entrar, un grupo de chicas que está sentado en una de las pocas mesas ocupadas se
giran para mirarnos o, má s bien, para mirar a Darrell. Sus ojos curiosos pasan de él a
atractivos les habrá llamado la atenció n: su porte regio, su intensa mirada azul, su
parecido con Sean O ́Pry, o la elegancia con la que él solo sabe llevar un traje... ¡Son
tantas cosas! Pero sea lo que sea, Darrell no se molesta ni siquiera en dedicarles una
mirada, aunque alguna de las chicas incluso se ruboriza y baja la cabeza cuando
pasamos a su lado. Me alegra ver que no soy la ú nica a la que Darrell Baker impone y
establecimiento de este tipo, le explico cuá l es la manera en qué tenemos que pedir y de
hamburguesería.
—Supongo que no está s acostumbrado a tener que hacer cola —comento con
sarcasmo cuando nos colocamos detrá s de la fila que forman un par de personas que
Al llegar nuestro turno, nos atiende una chica rubia de ojos claros con un brote de
acné en la cara y que rondará má s o menos mi edad. Cuando se dirige a Darrell, su voz
A ella también le intimida, pienso. Sonrío para mis adentros. Mal de muchos,
consuelo de tontos.
su lado?
—No lo sé, supongo que en las tímidas, sí. —Hace una pequeñ a pausa y se sienta—.
¿Tú titubeas y te sonrojas cuando te diriges a mí?
Carraspeo una segunda vez y bajo la mirada. Toqueteo la hamburguesa para disimular
¡Vamos, Lea! ¡A ver si eres capaz de terminar la frase!, me animo a mí misma con
burla.
Opto mejor por callarme y alzo la vista pese a que siento que me estoy ruborizando
hasta la raíz del pelo. ¿Quién narices me manda preguntarle a Darrell segú n qué
—Me gustan las mujeres que se sonrojan —afirma sin mover un solo mú sculo del
—¿Qué cosas?
—La timidez es muy sexy —alega Darrell, y con eso responde a mi comentario.
—Ya veo... —replico a media voz. Hago una pequeñ a pausa para tomar aire—. No
creo que te resulte muy difícil ruborizar a las mujeres, incluso no creo que te resulte
—¿Ah, no?
—No.
—No me lo pareces, Darrell, lo eres. No soy la ú nica persona a la que le das esa
—No sé... Es algo que va má s allá ; algo que está en tu actitud, incluso en tu aspecto
físico.
—Es otra cosa... —digo en voz alta—. Quizá tu seriedad, la expresió n solemne de tu
concluyo, dá ndome por vencida al presentir que no puedo explicarlo con palabras—.
—Será mejor que comamos, o se nos juntará con la cena —sugiere, cambiando de
tema. Coge su hamburguesa—. Bueno, vamos a probar las gracias de la comida basura
—dice, repitiendo mi frase.
Se desabrocha los botones de los puñ os de la camisa y se la arremanga hasta los codos.
Mientras lo hace, con esa elegancia innata que posee, no puedo dejar de mirarlo.
—¿Ya estoy listo? —pregunta, y durante unos segundos espera a que yo le dé el visto
bueno.
Pero antes de que los dientes se cierren completamente en torno al bocado, un chorro de
—Te lo dije —señ alo, haciendo una mueca con los labios.
—¿Te hace gracia? —me pregunta, al tiempo que coge otra vez la hamburguesa.
Aprieto los labios conteniendo la risa, pero me es imposible al ver que el kétchup y
cara de ogro.
—En estos momentos puedo parecerme a casi cualquier cosa —afirma—. A Shrek, a
Darrell me mira con los ojos entornados, bajo el abanico de sus espesas pestañ as
negras.
—¿Está s segura?
como comerse las patatas fritas con las manos. ¿O acaso has visto que nos hayan puesto
arqueada.
palabras.
para contemplarle embelesada. Madre mía, hasta en esa acció n tan mundana es
elegante. Segundos después me obligo a apartar los ojos; es mejor que deje de mirarlo
CAPÍTULO 32
—Nunca pensé que la comida basura me diera tanta hambre —dice Darrell, ya de
vuelta en el coche.
—¿Hambre?
fruncido. Cuando giro el rostro hacia él y veo la expresió n lú brica de sus intensos ojos
Nueva York.
—¿Y qué?
—¿Se te olvida que las lunas del coche está n tintadas? —me recuerda de buenas
maneras.
—Ya, pero...
—. ¿Qué mejor modo de afrontar una dura tarde de trabajo que después de haberte
Me doy cuenta de que tengo la garganta seca como un cartó n y de que un hormigueo
Darrell se aproxima a mi rostro y sus labios se adueñ an de los míos de una forma tan
suave como cautivadora, haciendo que mis palabras se pierdan dentro del beso.
—Ven aquí —musita con firmeza—. Te quiero cerca de mí... Muy cerca de mí...
ojos está n empañ ados por el deseo, y verlo así me excita. Mucho. Es el ú nico momento
Reclina un poco el respaldo del asiento y de inmediato noto que tengo bastante má s
espacio para colocarme de una manera má s có moda, sin que el volante del coche se me
clave en la espalda.
mitad del camino de una forma mucho má s apasionada que antes, como si fuéramos a
devorarnos. Darrell pasa las manos por debajo de mis muslos, las detiene
conscientemente en las nalgas y me atrae hacia él mientras mis dedos se aferran a las
todo el cuerpo.
estamos en el parking pú blico del Queens Center Mall, uno de los centros comerciales
má s grandes de Nueva York, ni siquiera si alguien puede vernos (lo cual es muy
probable, aunque siempre nos quedará n las lunas tintadas); lo ú nico que siento son los
Sin dejar de besarme un solo segundo, me sube la falda del vestido hasta la cintura,
Suelto un suspiro.
Me aferro a sus hombros y comienzo a moverme arriba y abajo, al tiempo que respiro
Me estremezco.
se ensarta en mi interior con un envite certero. Vuelvo a gemir, esta vez má s fuerte,
mis brazos está n rodeando su cuello y mis caderas, descaradas y actuando como si
—Así, Lea... Así... —masculla Darrell con los dientes apretados—. Muévete así...
Así... Sigue...
Cierra los ojos, presa del má s carnal de los placeres, echa la cabeza hacia atrá s y
sujeta mis caderas con sus enormes manos para guiar mis movimientos.
En el éxtasis del momento acierto a ver de reojo que los cristales del coche está n
empañ ados del aliento sofocado e incandescente que desprenden nuestros pulmones.
¡Esto es una locura! ¡Una puta locura!, exclamo para mis adentros.
Sin embargo, me dejo llevar. Ya no hay freno, tampoco quiero que nada detenga esto.
El calor, el deseo, el éxtasis, el frenesí del momento, el inmenso placer que recorre mi
Cada una de las fibras nerviosas de mi ser se encrespan, para después contraerse, y
La respiració n de Darrell se agita de repente hasta un ritmo errá tico. Alzo la vista y
Ajeno a los pensamientos que cruzan mi mente, sus manos trepan hasta mis nalgas y
las aprieta contra su pelvis, hundiendo profundamente su miembro en mis entrañ as.
Deja escapar el aire entre los dientes como si fuera un toro bravo.
dedos de la mano derecha entre mi pelo suelto, para sujetarme la cabeza, y me besa
No me atrevo a abrazarlo, por miedo a que rechace mis brazos, pero me dejo caer
CAPÍTULO 33
Matt es uno de mis compañ eros de clase. Es un chico alto y delgado con rostro
risueñ o, ojos negros y un atractivo bastante particular. Nos llevamos muy bien porque
siempre hemos ido a la misma clase desde que comenzamos la carrera hace tres añ os.
Lissa asegura que está enamorado de mí, y quizá s tenga razó n. Yo a veces también lo
pienso por la forma en que me mira. Pero Matt es consciente de que solo somos amigos
Tenemos que ir a comprar los libros de texto de algunas asignaturas. Ayer me llamó
por teléfono y hoy por la tarde hemos quedado en la puerta de la Librería Nú meros, una
—Sí.
—Bueno, es una asignatura troncal —alego—, y por lo que me han dicho, una de las
má s fuertes del curso. Ademá s el profesor Banach tiene fama de estricto. Segú n parece,
—He oído que es un amargado y que por eso la toma con sus alumnos, haciéndolos la
vida imposible —apunta—. Seguro que es porque hace añ os que su mujer no le deja
mojar el churro.
—No creo que sea para tanto —digo entre risas—. Simplemente el profesor Banach
es muy estricto.
Matt frunce los labios con esa expresió n que quiere decir que no tiene clara la
respuesta.
—Mira quién fue a hablar... —replico—. ¿Tengo que recordarte que tus notas han
sido unas de las mejores del añ o?
interrumpiendo la conversació n. Es una mujer de mediana edad, con gafas y pelo corto
de color castañ o.
Mientras la dependienta vuelve, nos damos una vuelta por la librería. Hay un par de
chicas y un chico que también está n hojeando algunos ejemplares de asignaturas del
quinto añ o de carrera.
—Aquí tenéis.
nos giramos, abrimos los ojos de par en par. Los libros de Topología de Superficie y
Descuelgo.
Arrugo el ceñ o. ¿Qué coñ o le pasa?, me pregunto extrañ ada. ¿Por qué me habla así?
—Perfecto.
—Matt...
—¿Sí?
Lissa... —me excuso impaciente mientras saco la cartera del bolso—. Quiere... quiere
Pago de manera expedita a la dependienta, que mete los dos libros en una bolsa. Me
la tiende.
—No, no es necesario, gracias —me adelanto a decir. Por nada del mundo quiero que
vea dó nde vivo actualmente. Eso daría lugar a un sinfín de preguntas que no me apetece
responder—. Nos vemos mañ ana, ¿vale? —corto, para cambiar de tema.
Salgo de la tienda como una exhalació n y pongo rumbo hacia la primera boca de
metro que haya en las inmediaciones, esquivando la masa de gente que deambula
CAPÍTULO 34
dirijo corriendo a los ascensores. Mientras espero con impaciencia a que alguno baje,
no dejo de preguntarme a qué es debido el tono casi autoritario de Darrell. Sé que tengo
que estar disponible veinticuatro horas para él, es una clá usula que quedó clara en el
contrato. Sin embargo sospecho que hay algo extrañ o detrá s de su inmediata exigencia.
Cuando el ascensor se aproxima a los ú ltimos pisos, abro el bolso y busco las llaves.
Darrell está en el saló n, con el ordenador portá til abierto y rodeado de pilas de
documentos. Su pelo oscuro atrapa los reflejos del sol de la tarde que entran por los
enormes ventanales.
—Hola —saludo, recostando el bolso y los libros en una de las sillas de diseñ o.
Estoy sofocada por la carrera que me he dado para llegar lo antes posible y también
por los nervios, que ya está n haciendo de las suyas. Esbozo apenas media sonrisa sin
despegar los labios, pero Darrell no la corresponde, como era de esperar. Ni siquiera
—¿Ocurre algo? —le pregunto a media voz cuando lo veo avanzar hacia mí con
deliberada calma.
Su voz suena extrañ a, en un tono peligrosamente suave. Sin saber por qué, comienzo a
Riemann. No he podido llegar antes; el metro se fue justo cuando llegaba... —continú o
¿Qué estoy hablando demasiado? ¿Qué leches significa eso? ¿Quiere que me calle?
¿Por qué le divierte tanto ruborizarme? ¿Acaso eso le pone? ¿Le excita?
está aquí este insó lito efecto que me hace sentir como si estuviera bajo el influjo de un
poderoso imá n.
quedo petrificada, rígida como si me hubiera tragado un palo. Darrell lanza un gemido
brusco, me agarra de la cintura para inmovilizarme, me atrae hacia él y funde sus labios
con los míos con una avidez que amenaza con engullirme.
al mismo tiempo que me muerde el labio inferior y tira de él. Una punzada de dolor
recorre mi rostro.
—¿Está todo bien? —le pregunto, intuyendo que hay algo que no va có mo debería.
Darrell me aprieta contra él, baja las manos hasta mis caderas, me levanta sin ningú n
esfuerzo y me sienta en el borde del respaldo del sofá . Acerca su rostro al mío, e
ganar una bocanada de aire. Mis terminaciones nerviosas se ponen en pie. Su beso es
recibido una descarga eléctrica. ¿Có mo es posible que su voz me excite tanto? ¿Qué
poco, coge mis braguitas, da un tiró n y las rasga completamente mientras contemplo la
Extiende la mano y pone la palma extendida sobre mi vientre, indicá ndome que me
eche hacia atrá s. ¿De qué postura quiere hacerlo? ¡Madre mía!
Me voy recostando poco a poco hasta que mi espalda queda pegada al respaldo del
ver nada de lo que hace, pero escucho el sonido de la cremallera del pantaló n mientras
la hace descender. Sin previo aviso, Darrell me agarra los muslos y se hunde en mí con
brusquedad.
Grito.
vuelve a entrar con la misma intensidad. Giro los ojos y alcanzo a ver su rostro. Sus
mú sculos está n contraídos por el placer. Sale de mí y de otro fuerte empelló n vuele a
Sus ojos está n fijamente puestos en los míos, lanzando destellos de deseo y de algo
má s oscuro que no logro descifrar. Mi cara se arruga por el dolor con cada embestida y
hasta aturdirme. Unos minutos después mi cuerpo se retuerce sobre sí mismo y mis
mientras me mira con los ojos entornados y todavía encendidos por la pasió n.
sudoroso y dolorido, no solo por la fuerza con la que Darrell me ha hecho suya, sino
intensa mirada.
—¿Está s cumpliendo todas las clá usulas del contrato? —dice de pronto con
aspereza.
—No me has respondido, Lea. ¿Está s cumpliendo todas las clá usulas del contrato?
—repite serio.
Trato por todos los medios de cubrirme con el vestido para que no se me vea nada.
¿Pero qué coñ o le pasa? ¿Por qué me pregunta ahora que si estoy cumpliendo todas
las clá usulas del contrato? ¿Tendrá eso algo que ver con que esté má s silencioso y
metro...
—¿Quién es Matt?
—Un compañ ero de clase —respondo.
—¿Y abrazas a todos tus compañ eros de clase? —pregunta Darrell con una nota de
ironía en la voz.
—No, Darrell, no. No abrazo a todos los compañ eros de clase —apunto, algo
molesta por sus insinuaciones. Darrell no parece convencido de lo que digo—. Matt es
Darrell levanta los ojos. El impacto de su intensa mirada azul me deja muda.
expresió n es grave.
—Ambas cosas —atajo mientras me pongo el vestido—. Hemos ido juntos a clase
desde que comenzamos la carrera... Estudiamos juntos, vamos a las prá cticas juntos...
—¿Y tú a él?
—No... No lo sé... —dudo. Por alguna razó n que no logro entender no quiero
decirle que Lissa asegura que Matt está enamorado de mí—. No —niego finalmente.
—¿No, o no lo sabes?
—Darrell, ¿qué má s da? —digo—. Que lo abrace no significa que quiera tener algo
con él, o que él lo quiera tener conmigo. Como te acabo de decir, los seres humanos
necesitamos demostrarnos afecto a través de los abrazos, de los besos, del cariñ o... sin
que ello signifique que queramos sexo. —Me quedo unos segundos observá ndolo, sin
decir nada—. Sé que tú no lo entiendes —apunto con voz abatida. Me esfuerzo para que
¿Crees que soy un monstruo? —me pregunta de pronto, rompiendo la imperiosa mudez
del momento.
—A veces creo que no eres humano, Darrell —respondo a media voz en un arranque
—No te preocupes. No eres la ú nica persona que lo piensa. Hay quienes aseguran
—Hace unos días me dijiste que tu corazó n no funcionaba correctamente... ¿Por qué?
Su respuesta me deja perpleja, inmó vil como una estatua de má rmol, como si me
hubieran echado por encima un jarro de agua fría. Sus rotundos rasgos se han
endurecido.
—Tienes razó n —digo—. Mi ú nico cometido es darte placer, para eso estoy aquí.
—Pero lo has dicho. Y tienes razó n —añ ado—. Nuestra relació n se ciñ e a las
—Lea... —le oigo llamarme a mi espalda, pero sigo mi camino sin inmutarme—.
Lea, espera...
rá pido que puedo. Atravieso el amplio pasillo de la segunda planta con los ojos
Necesito estar sola, ordenar los pensamientos y asumir de una vez que me equivoqué
CAPÍTULO 35
Me despierto cuando los primeros rayos de sol comienzan a arrancarle rá fagas de luz
al amanecer. Me levanto y me miro en el espejo del cuarto de bañ o; tengo los ojos rojos
pero no hay má s que silencio. Lo que agradezco, porque no quiero encontrarme con
Bajo a la cocina y, mientras me preparo el desayuno entre las tonalidades pastel que
se pintan en el cielo, siento que la casa se me cae encima. De pronto me siento pequeñ a
autó mata, cojo el mó vil y mando un whatsapp a Lissa. Necesito hablar con alguien.
—Qué madrugadora eres —responde apenas unos segundos después.
—¿Qué te pasa?
—Lo de siempre.
—Sí.
—¿Qué sucede?
—Es largo de contar... ¿Te apetece que demos un paseo por Central Park?
—sugiero.
—Un beso.
—Un beso.
Echo un par de cucharadas de azú car en el café con leche y mientras lo muevo
suavemente con la cucharilla, dejo que los tímidos rayos de sol que entran por las
sumerja y rememore una y otra vez lo que sucedió ayer con Darrell.
Alzo de nuevo la taza para dar un sorbo de café, pero el sonido de la alarma de mi
mó vil corta el hilo de mis pensamientos. Miro la pantalla y al ver la hora que es me doy
cuenta de que lo mejor es que arranque el día de una vez por todas y me ponga manos a
situado en Manhattan má s grande de Nueva York, y uno de los má s grandes del mundo.
El sendero que discurre por este enorme pulmó n es ancho y está flanqueado por una
fila de bancos de madera y un par de hileras de á rboles cuyas ramas forman sobre
—Ayer Darrell me llamó por teléfono cuando estaba con Matt —comienzo a decir—.
Tuve que comprar los libros deprisa y corriendo y acudir al á tico, ya sabes...
habitació n...
—Fue extrañ o... duro... á spero... —continú o a media voz, como si alguna persona
de las que pasean de un extremo a otro por nuestro lado pudiera oírnos.
—No, no... —niego de inmediato con voz rotunda—. Pero sí que es cierto que
—No en ese plan —la contradigo, tratando de hacerme entender—. Es solo que
estaba muy serio... Bueno, má s serio de lo acostumbrado, má s silencioso, incluso.
cuando terminamos le pregunté que si estaba todo bien, porque notaba algo raro.
Entonces me soltó que si estaba cumpliendo las clá usulas del contrato.
Lissa frunce el ceñ o y sus cejas castañ as se juntan hasta formar una línea en su rostro.
—Que sí, por supuesto. Fue cuando me dijo que me había visto abrazada a un chico
alto y delgado...
—Matt...
—Sí.
—¿Y có mo te vio?
—Quedé con Matt en la puerta de la Librería Nú meros. Cuando nos encontramos nos
abrazamos a modo de saludo. Igual que hago contigo... Es un gesto inofensivo —anoto
—Pues sí... —Lissa gira el rostro hacia mí lentamente y se queda unos segundos
ojos.
—Pero...
—Ni nada que se le parezca —la interrumpo, al ver que está má s que dispuesta a
argumentar su teoría—. Los celos son cosa de humanos y, como ya te he dicho, a veces
—Sí. Le dije lo mismo que te he dicho a ti algunas ocasiones, que a veces no parece
humano.
—Me dijo que no era la ú nica; que había personas que pensaban que no tenía
corazó n.
—¡La leche! —exclama Lissa mientras seguimos avanzando por el sendero de tierra
de Central Park.
—La discusió n vino porque le pregunté que ¿qué era lo que no funcionaba
porque quizá ... Bueno, pensé que podría ayudarlo de alguna forma. —Hago una pausa
mientras Lissa me escucha con atenció n—. Se puso a la defensiva y me contestó que mi
—Vaya...
—Le respondí que tenía razó n, que yo estaba allí solo para darle placer, que no debe
—¿Y qué otra cosa iba a responderle? Su comentario me dejó helada, como si me
hubiera echado un jarro de agua fría por la cabeza.
—Estoy contigo, lo sabes. Pero no creo que eso te ayude mucho, la verdad. ¿Le has
visto después?
—Lo sé. —Me detengo en mitad del camino y miro a Lissa—. No debí aceptar su
grandes de mi vida.
—No te flageles de ese modo, Lea —trata de animarme ella—. Aceptaste porque
creíste que era lo mejor y, seamos realistas, porque no tenías otra opció n. Estabas en un
—Y lo sigo estando —digo con los ojos vidriosos—. Sigo estando en un callejó n sin
salida.
angustia que se esconde en mis ojos y qué la provoca y, sin decir nada, me abraza. Unos
Durante el día decido no pisar por casa. Comparto una hamburguesa con Lissa en un
McDonald’s y por la tarde quedo de nuevo con Matt, rezando para que esta vez no nos
interrumpan. Cuando llego por la noche, el á tico está vacío. Me juego el cuello a que
Darrell está cenando con alguno de sus importantes clientes. Mejor, así no tengo que
Voy a la cocina, pensando que no vendrá hasta media noche, y me dispongo a hacerme
una parrillada de verduras para cenar. Cojo un pimiento, unas patatas, un par de
encima de la mesa.
El clic, clic clic de sus zapatos me hace presumir que está avanzando hacia mí y eso
—Estoy ocupada —alego, manejando el cuchillo con toda la habilidad de que soy
capaz.
—Lea, mírame.
atentamente.
embargo, me causa un profundo asombro que Darrell haya percibido que tengo los ojos
cocina.
Durante un instante quiero pensar que está siendo sincero. Bufo para mí y mis labios
—Tienes que cuidarme para asegurarte de que sigo calentando tu cama, ¿verdad? —
suelto.
—Vamos, Lea, deja de comportarte como una niñ a —dice Darrell serio.
dedo.
Darrell da un par de zancadas y llega hasta mí con una expresió n de alarma esbozada
en el rostro.
de mí.
—Lea... —Su amonestació n, hecha con las mandíbulas apretadas, me hace bajar la
mirada—. Relá jate —añ ade má s suavemente. Coge una servilleta de papel y me
envuelve el dedo con ella. Dejo que lo haga sin volver a rechistar; necesito una tregua
Cuando entramos en el cuarto de bañ o, señ ala con el índice un taburete de madera
—Siéntate —indica.
estoy en condiciones de nada. Simplemente tiemblo como una hoja. Mientras observo
armarios.
él.
Lo miro sin decir nada. Me destapa la herida, que no deja de sangrar, abre el botiquín
y extrae de él el bote de agua oxigenada. Coge unas gasas, las empapa y en silencio me
arriba abajo.
—¿Es mucho? —pregunto, sin atreverme a mirar.
—Sobrevivirá s —afirma.
—¡Ay! —me quejo, como si fuera una niñ a pequeñ a—. Escuece... —digo cuando
echa en la herida Betadine. Levanto la vista y advierto esa extrañ a sonrisa en los ojos
—No me estoy riendo, Lea —apunta con aire inocente, pero sus ojos siguen
brillando.
¿Por qué me he tenido que cortar? ¿Y por qué me he tenido que cortar justo delante de
De pronto tomo consciencia de que su proximidad me acelera los latidos del corazó n.
—¿Siempre eres tan quejica? —me pregunta mientras sigue curá ndome el corte.
Durante unos instantes lo contemplo con el ceñ o fruncido; me queda claro que está de
—No soy una quejica —respondo, conteniendo la respiració n al sentir otra vez el
—Darrell, no te burles.
Darrell alza la vista y clava sus ojos en los míos. Un silencio tan incó modo como
meter la pata.
—Lo siento —me disculpo, para ver si puedo arreglar de alguna forma el
desaguisado.
—No importa —dice Darrell, bajando la mirada y cubriendo el dedo con una gasa.
sostengo la mirada—. Siento mucho lo que te dije ayer. No estuve muy acertado.
—Solo quería saber qué te sucede, si es que te sucede algo, por si...
—¿... pudieras ayudarme? —Darrell termina la frase por mí. Su tono de voz suena
apesadumbrado.
CAPÍTULO 37
Su rotunda afirmació n me pilla por sorpresa y sin saber muy bien qué decir
exactamente.
—Yo no —dice. Alzo las cejas y espero a que continú e—. Yo no soy capaz de sentir
amor, afecto o cariñ o. No soy capaz de enamorarme. Ni siquiera soy capaz de sentir
odio —afirma con una contundencia que me deja perpleja. Después de unos segundos
sientas de la manera que dices, no eres una mala persona... Ademá s, eso no es del todo
cierto —añ ado transcurrido un rato—, eres capaz de sentir deseo sexual.
fisioló gica.
ejemplos con que comparar —digo algo ruborizada—. Bueno, de hecho, no tengo
—¿Muy fogosa?
aunque lo hago con voz tímida—. Eres muy... pasional, extremadamente pasional, diría.
—Pero no puedo.
un efecto extrañ o. Por un lado me siento halaga, pero por otro me lleno de frustració n al
Dios mío, lo que sea que estoy empezando a sentir está abocado al fracaso, al má s
absoluto y rotundo fracaso, pienso en silencio, mirá ndome cabizbaja las manos.
Dejo a un lado mis cavilaciones, levanto los ojos y los dirijo hacia Darrell. Su
—A veces... después de.... Bueno, ya sabes... me siento mal, vacía, como si fuera
un mero objeto, una put... —corto la palabra de golpe. Resoplo, resignada—. Ayer fue
—Imagino que mis palabras no ayudaron mucho a que no te sintieras de otra manera
—dice Darrell. Afirmo con una inclinació n de cabeza—. Lo siento —se disculpa—.
—Desde un principio sabía que no iba a ser fá cil —comento—. Pero tampoco me
Debería sentir un inmenso alivio ante las palabras de Darrell; debería recoger mis
cosas y marcharme. Sin embargo, siento una enorme desilusió n, o decepció n, o qué sé
yo. Su sugerencia no hace otra cosa má s que revelar la indiferencia que siente con
—Sí, lo sé —respondo, e intento mostrar una expresió n neutral en el rostro. Dejo que
transcurran unos instantes antes de volver a tomar la palabra—. Darrell, ¿quieres que
me vaya? —sondeo.
—No —niega—. Pero tampoco quiero que estés aquí obligada. No me sentiría a
silencio sepulcral—. ¿Te quieres ir, Lea? —me pregunta, tras reflexionar unos instantes.
Durante unos segundos lo contemplo con los ojos obnubilados, incluso con
fascinació n. Madre mía, es tan guapo. Tan elegante, tan señ orial... tan misterioso, y
tiene un corazó n tan duro, como si fuera de piedra. Antes de que pueda pensar la
—No —digo.
¿No? ¿He dicho que no? ¡Joder, joder, joder! ¡Maldita sea! ¡Me cago en todo lo que
se menea! ¿Dó nde queda lo de buscar un trabajo e irme? ¿Dó nde está lo de alejarme
cuanto antes de Darrell? Es peligroso estar a su lado, muy peligroso, sobre todo para
anterior. Darrell afirma con un leve ademá n de cabeza—. ¿Por qué no...? —comienzo
Darrell mantiene silencio durante unos segundos, quizá sopesando si hablar de ello o
—¿Una enfermedad?
rá pidamente algo que me familiarice con ese concepto; algo que haya podido leer en
—No te preocupes, es normal —dice Darrell—. Poca gente sabe de qué se trata. Es
un trastorno complejo, muy complejo... Para que lo entiendas de una forma sencilla, es
la incapacidad de identificar y expresar emociones y sentimientos.
Sintetizo lo que me acaba de decir y frunzo el ceñ o, haciendo mis propias cá balas.
—Vaya...
emociones, tampoco reconozco las ajenas, las de las personas que me rodean.
—No puedes crear empatía con los demá s; ponerte en nuestro lugar, ¿verdad?
consecuencias. Con la alexitimia yo sufro los síntomas y los que está n a mi alrededor
las consecuencias.
Bajo la mirada y muevo los ojos de un lado a otro, desconcertada. Jamá s me hubiera
imaginado que existiera una enfermedad que te impidiera sentir: amar, admirar,
odiar..., que no permita identificar lo que sientes, con lo fá cil que me resulta a mí saber
—Sí, desde que tengo uso de razó n no recuerdo que haya sido de otra manera —me
explica Darrell.
—Con todos los tratamientos que existen, y creo también que con todos los terapeutas
que hay en EE.UU, incluso con los que aseguran que sí tiene solució n, pero no han
conseguido nada. Creo que soy un caso perdido —concluye, metiendo el botiquín en el
armario.
—No digas eso —apunto—. Tiene que haber algo... Este tipo de cosas está n ahora
muy avanzadas; son tratamientos lentos y hay que llevarlos con mucha paciencia, pero
—Eso pensaba yo... —dice, dá ndose la vuelta hacia mí. Su expresió n posee un matiz
sombrío—, hasta que ves que ninguno de los métodos arregla algo y que sigues
Mientras habla, noto que me embriaga una enorme compasió n por él. El rico,
atractivo y misterioso Darrell Baker, el exitoso hombre que tiene a toda Nueva York y a
parte de EE.UU prá cticamente a sus pies, tiene el alma vacía, completamente vacía;
carece de lo ú nico que nos vuelve humanos, las emociones y los sentimientos; de lo que
en la realidad. Cuando alzo los ojos, lo veo sacar el teléfono del bolsillo del pantaló n y
mirar la pantalla.
Hago una leve señ al con los dedos, quitá ndole importancia.
—¿Qué noticias me tienes? —pregunta Darrell a la persona que está al otro lado.
No tengo mucho má s que hacer allí y me niego a quedarme a escuchar la
conversació n de Darrell con quién sea que le ha llamado. Ademá s, parece importante.
Salgo del cuarto de bañ o y a medida que me alejo se va perdiendo por el pasillo el
murmullo de la voz grave y profunda de Darrell mientras en mi cabeza resuena cada una
vendaje del dedo me lo impide. Lo mejor es que lo deje por hoy, ademá s, no tengo
apetito.
enfermedad, mucho má s.
CAPÍTULO 38
portá til con una idea fija en la cabeza. Me siento en la silla, lo abro y lo enciendo con
barra del buscador. En unas décimas de segundo la pantalla se llena de enlaces en los
sorprende es leer que segú n estudios recientes, una de cada siete personas tiene serias
enfermedad de la que no creo que mucha gente haya oído hablar en su vida y mucho
Me quedo boquiabierta.
Suicidio.
Algo que suele caracterizar a quienes sufren este trastorno es el desprecio que
—¿Desprecio? Pero, ¿por qué? —me pregunto a media voz. La respuesta aparece
Porque en todo momento son conscientes de la incapacidad que tienen para expresar
sus propios sentimientos hacia otras personas, así como la incapacidad de identificar
los de la gente que está a su alrededor, sean amigos, familiares o seres queridos... Y
síntomas de la alexitimia.
—No disfrutan hablando con los demá s, por lo que la conversació n la mayoría de las
veces es limitada —murmullo—, sus pensamientos son racionales y prá cticos, solo
Ahora entiendo por qué Darrell siempre muestra esa impasibilidad en el rostro, esa
forma extrema ante las emociones de los demá s, no son capaces de reconocer cuando
—Son personas que nos parecen frías porque no muestran sus sentimientos ni
empatía... —Me detengo en seco—. Dios mío, ¿cuá ntas veces yo he pensado eso de
Darrell? Que es un insensible, que no se pone en el lugar del otro. Pero jamá s hubiera
Unos minutos después, prosigo con mi lectura y ojeo algunos casos que se describen.
investigació n del Á rea Humana de Psicología. Ella asegura que las personas que
padecen alexitimia no carecen de emociones, que estas está n ahí, en su corazó n, pero
tienen que desarrollarlas. No es que no sientan, es que no saben etiquetar eso que está n
sintiendo. También comenta que los alexitímcos sienten atracció n física por otras
personas y que tienen relaciones sexuales con normalidad, pero no expresan nada má s.
—Por eso Darrell nunca busca un abrazo o un beso después de hacer el amor. Por eso
en mi interior—. Al menos sí que sienten, sí que tienen emociones, lo que sucede es que
no saben que las tienen... ¡Qué complejo! —exclamo a media voz.
Leo alguno de los procedimientos que se emplean para tratar la alexitimia, esos
mismos procedimientos que Darrell me ha dicho que no han surtido ningú n efecto en él;
a enseñ arles a identificar sus propias emociones y las de los demá s, y también a que
pantalla. Por lo que leo en un primer vistazo, las secuelas en las que degenera son
que se somaticen y que acaben pasá ndoles factura físicamente. —Sigo leyendo porque
aú n hay má s—. En algunos casos, deriva en serios problemas con las drogas, el alcohol
En el fondo, ahora entiendo por qué Darrell es có mo es, por qué trabaja tanto... Es
una especie de autó mata de carne y hueso. Los sentimientos y las emociones, sean malas
«Ama hasta que duela, si duele es buena señ al», decía la Madre Teresa de Calcuta.
Respiro hondo, llenando mis pulmones, y exhalo poco a poco el aire. La confesió n de
encontradas.
Mientras mi cabeza da vueltas a todo lo que hemos hablado y a todo lo que he leído,
con los ojos clavados en el techo como un bú ho, el sueñ o me vence y caigo en los
brazos de Morfeo.
CAPÍTULO 39
Llego al á tico a eso de las nueve de la noche. Cuando entro, todo está sumido en un
silencio absoluto. Atravieso el hall, dejo las llaves en el aparador del pasillo y subo
No sé si soy yo, o es él, pero está má s guapo que nunca, con un traje negro, una
camisa blanca y una corbata roja. El negro le sienta bien, resalta la luz celeste que
desprenden sus ojos rasgados, y el rojo tampoco le queda nada mal. ¿Hay algú n color
que no le siente bien? ¿Hay algo que no le siente bien? El pelo está peinado de una
No puedo evitar sorprenderme, incluso preocuparme. ¿De qué quiere que hablemos?
voz.
empresarial.
—Entiendo... —digo.
Pero en realidad no entiendo nada. ¿Para que me cuenta que tiene una fiesta en la
embajada Britá nica? ¿Acaso va a pedirme permiso para ir?, pienso en broma para mis
adentros.
—Sé que no entra dentro de las cláusulas del contrato, pero me gustaría que me
acompañ aras.
Darrell a una fiesta, que me encantaría, sino porque ¿qué coñ o hago yo en una reunió n
—Darrell, no tengo ropa adecuada para ese tipo de... eventos —me excuso.
—Tampoco creo que acertara con algo apropiado. No sé qué tipo de atuendo es el
Darrell se queda mirá ndome unos instantes con los ojos entornados. No tengo ni idea
—Entonces te sonará la escena en la que Richard Gere y Julia Robert se van juntos
de compras.
—¿Tienes algo que hacer mañ ana por la tarde? —quiere saber.
—Bien, mañ ana por la tarde iremos de compras —se adelanta a decir Darrell, sin
—No se hable má s —me corta—. Mañ ana estate preparada a las seis. Pasaré a
—Mañ ana por la tarde voy de compras con Darrell —le escribo a Lissa por
—¿Qué? ¿Có mo? ¿Dó nde? —me pregunta ella en cuanto lee el mensaje, y llena dos
líneas de un emoticono con los ojos abiertos como platos y la cara de sorpresa.
—Como te lo digo.
—Madre mía. Me encantaría veros por un agujerito. ¡Tiene que ser la hostia! Por
—Tiene que ir a una fiesta que da la embajada Britá nica aquí el sá bado y quiere
que lo acompañ e —le explico.
—No te creas que tengo muchas ganas. Imagínate la idea que tengo yo de trajes de
fiesta y de lo que el protocolo exige llevar en ese tipo de eventos. Estoy pez, pez, pez,
o pulpo, má s bien...
pero es que no me he podido negar. Parece que no me puedo negar a nada que me
pida Darrell.
—No te preocupes por eso —escribe Lissa, tranquilizá ndome—. Te sucede a ti y nos
sucedería al 99,99 % de las mujeres de este mundo. ¿Quién sería capaz de negarle
—No lo creo.
Suspiro en silencio.
—Por favor, acuérdate de esta humilde pobre cuando estés en las tiendas de
—Por ejemplo —dice Lissa—. Me da igual el estampado que tenga, pero que sea
de marca —ríe.
Aunque Lissa no puede verme ni escucharme, suelto una carcajada y me pregunto por
milésima vez que ¿qué haría sin ella? Pensá ndolo detenidamente, Lissa es mi ú nica
CAPÍTULO 40
Quince minutos antes de las seis sigo sin saber qué ponerme. ¿Có mo debo vestirme
para ir de compras a ese tipo de tiendas exclusivas a las que va a llevarme Darrell?
Tengo la sensació n de que ponga lo que me ponga voy a desentonar. Mejor dicho, estoy
Me acerco al armario, abierto de par en par desde no sé qué hora y observo por
Harta, extiendo el brazo y cojo un pantaló n vaquero y una camiseta bá sica blanca.
cabeza y consulto el reloj de la mesilla. Las manecillas señ alan las seis en punto.
Recojo la ropa que hay esparcida sobre la cama, la meto de malas maneras en el
ú ltimo vistazo detrá s de mí para comprobar que todo está má s o menos en orden.
—Sí... —digo.
deshago. Mi larga melena de color bronce me cae sobre los hombros hasta la mitad de
la espalda.
Siempre he visto la Quinta Avenida de Nueva York como una especie de museo
vanguardista; un «ver pero no tocar», tan inaccesible e inalcanzable como pueda serlo
del mundo flanquean nuestro paseo junto con las decenas de taxis amarillos que
circulan de un lado a otro. Armani, Prada, Gucci, Versace, Louis Vuitton... Barbie y
—¿Tienes predilecció n por alguna firma? —me pregunta Darrell segú n avanzamos.
con un vestido de alguna de estas marcas ni tener predilecció n por ninguna de ellas.
dispara de golpe.
madrina.
—¿Có mo debe de ser el vestido que tengo que llevar? —curioseo después—.
¿Largo? ¿Corto? ¿Hay que seguir algú n protocolo en el color, como en las bodas, que
—No hay ninguna regla en cuanto al color, pero es aconsejable que sea largo y muy
elegante.
Apenas termina de decir eso cuando llama mi atenció n un precioso vestido negro de
encaje expuesto en un enorme escaparate junto a otra docena de ellos. Deslizo la
mirada hacia arriba para ver de qué firma es: Armani. Vuelvo a mirar el vestido; los
ojos casi se me escapan de las ó rbitas al ver el precio: cuatro mil dó lares.
—¡Santa Madre de Dios! —exclamo, sin poder reprimirme—. ¿Con qué narices está n
respuesta.
Sin decir nada, Darrell me coge de la mano y tira de mí hasta que me arrastra dentro
—Buenos días, señ ores —se apresura a saludarnos amablemente en cuanto nos ve
entrar una mujer rubia y con el rostro estirado a base de un exceso de bisturí—. Soy
—36 —contesto.
—Por supuesto —dice la mujer con una sonrisa que se extiende en su rostro de oreja
a oreja.
Unos minutos después viene con el elegante vestido entre las manos.
—Aquí tienen —dice, tendiéndomelo—. Como pueden ver, es de encaje y está hecho
Acaricio la tela y me doy cuenta de que resbala entre mis manos como si fuera aceite.
los labios.
En ella todo es «por supuesto... por supuesto... por supuesto», pienso en mi fuero
interno.
—Si quiere puedo ayudarla —se ofrece con una atenció n que roza el peloteo.
—Como desee. —Mira a Darrell, que la contempla con rostro inexpresivo, y después
vuelve a posar sus ojos en mí —. Si le surge algú n problema no tiene má s que llamarme
—añ ade.
—Gracias.
—¿Te gusta? —le pregunto a Darrell cuando salgo del probador con el vestido de
Armani puesto.
—Es elegante —comento—, muy elegante, pero es cierto que parezco una viuda; la
viuda negra...
—¿Lo descartamos?
tienda con las manos vacías—. Es una boutique que trabaja con todas las firmas. Está
Y sin má s que decir, nos dirigimos a ella. Mientras caminamos por la Quinta Avenida
me hago una idea de qué tipo de tienda será , si forma parte de los Almacenes Harrieds,
Cuando entramos, sale a recibirnos un hombre de unos cuarenta añ os, con el pelo
—Soy Peter Whiterloss —se presenta en el mismo tono amable y servicial que
—¿Qué desean?
—Un vestido de noche largo —se adelanta Darrell—, y elegante, pero sin ser sobrio.
—No.
—¿Nos tenemos que ajustar a... algú n precio específico? —dice algo incó modo.
—Darrell...
—Tienes que aprender a superar ese estadio de humildad, Lea. Por lo menos mientras
estés conmigo.
Antes de que pueda darle réplica, algo a lo que estoy má s que dispuesta, Peter
séquito.
enmoquetado y lá mparas de formas extrañ as, tan amplio que podría ser perfectamente
—¿Desea sentarse, señ or, mientras la señ orita se prueba los vestidos que hemos
elegido para ella? —le pregunta Peter Whiterloss a Darrell, al tiempo que le señ ala con
—Será lo mejor, gracias —dice Darrell, tomando asiento—. Creo que la tarde va a
ser larga.
Me mira.
—¿Viene conmigo, señ orita? —pregunta el dependiente, dirigiendo sus ojos pardos
hacia mí.
—Sí —respondo, y me dispongo a seguirlo apartando la mirada de Darrell.
—¿Quiere que empecemos por este? —indica Peter, mostrá ndome un vestido de
Esbozo una ligera sonrisa en los labios, que trato de que sea encantadora.
—Muy bien. —Me lo tiende—. Si tiene algú n problema mientras se lo está probando,
—Gracias.
Cuando salgo del probador, Darrell está con las piernas cruzadas y un brazo apoyado
en el reposabrazos del sofá en una posició n que se me antoja sumamente señ orial.
—Es de Prada —se adelanta a matizar el dependiente—. La tela es seda natural y los
que tengan lentejuelas. ¡Chicos, fuera lentejuelas! —ordena, dando un par de palmaditas
con las manos.
Darrell no se inmuta; su vista está clavada en mí con un brillo extrañ o en los ojos.
—¿Le gusta el color blanco? —me pregunta Peter. Asiento con un ademá n afirmativo
Me ofrece un vestido largo de corte sirena y escote alter. Tengo que reconocer que,
pese a todo, los vestidos valen su precio porque son preciosos, auténticas obras
maestras de la costura.
Darrell niega con la cabeza cuando salgo del probador con él puesto.
solo fuera para tenerlo en el armario y contemplarlo de vez en cuando como si fuera una
obra de arte.
Me pruebo un Gucci rosa chicle y cuando me veo, soy yo la que niega con la cabeza
—¿Y qué es lo que eres? —me pregunta Darrell—. Una niñ a —se responde a sí
mismo.
Me echo un vistazo de reojo a mí misma en el espejo que hay al otro lado del
probador.
—Soy un algodó n de azú car gigante —digo, poniendo voz a mis pensamientos.
sonrojo. Carraspeo.
—¿Seguro? —Guardo silencio, nunca se me ha dado bien mentir, así que opto por
callarme. Darrell contrae las mandíbulas—. Lea, ¿qué hemos hablado? —dice, ante la
—¿Puedo ver có mo me queda ese de ahí? —digo, cambiando de tema y señ alando un
vestido amarillo que sostiene en las manos una chica alta y rubia.
Me pruebo ese vestido y otros tantos de todos los colores, cortes y firmas mientras
Darrell me observa atentamente sin perder detalle, y durante el trajín, me siento como
una princesa eligiendo un traje de princesa, como una niñ a pequeñ a a la que Darrell le
consiente todo. Y no puedo evitar sonreír para mis adentros al darme cuenta de que
tengo toda su atenció n y complicidad, aunque solo sea durante unas horas.
Finalmente escogemos un vestido blanco con flores negras y escote palabra de honor
—Estos zapatos le irá n de perlas —comenta Peter, enseñ á ndome unos tacones de
altura vertiginosa.
Me hace sentar y me los pone sin perder la oportunidad de garantizarse otra venta.
Mientras los contemplo pasmada, no quiero pensar en lo que tienen que costar. Me
su séquito.
Darrell me lanza una mirada intensa y con un destello libidinoso en el fondo de las
solos. Empiezo a conocer perfectamente ese destello en sus ojos y lo que significa.
CAPÍTULO 42
—Entonces, ¿te gusta este vestido? —digo, tratando de aliviar la tensió n sexual que
—Mucho. Deja ver lo femenina que eres —apunta Darrell en tono pausado mientras
Me quedo paralizada en el sitio cuando lo veo avanzar hacia mí con los ojos
—A veces me resulta tan difícil resistirme a ti, Lea —confiesa en un susurro. Su voz
—Darrell, tenemos que tener cuidado, este vestido vale una fortuna —alcanzo a decir
—Tranquila, te lo voy a quitar con mucho cuidado —apunta él, segú n sigue
aproximá ndose a mí—. Pero te aseguro que no me importaría arrancá rtelo. Te aseguro
que no.
—Te creo.
—Gírate —indica.
descender lentamente hasta el nacimiento de mi trasero, donde termina. Mete los dedos
entre la tela del corpiñ o y lo desliza suavemente hacia abajo. Me agarra la cintura y me
Cierro los ojos cuando comienza a dibujar una línea de besos sobre mis hombros y un
—¿A qué viene tanta urgencia? —me pregunta Darrell con un viso mordaz en la voz.
—Shhh... —Pone el índice en mis labios para hacerme callar—. Tenemos todo el
Su voz envolvente hace que miles de hormigas correteen por las paredes de mi
estó mago y pierda la poca sensatez que me queda. Ufff... esto es demasiado para mí.
Me mira a través del espejo. Nuestros ojos está n velados por el deseo, por un deseo
irrefrenable. Introduce las manos entre mis piernas y las separa un poco sin apartar la
mirada de mí. Sus dedos descienden hasta mis braguitas, las baja cuidadosamente y las
asombrosa. Se baja el pantaló n un poco, abre mis glú teos y tantea con su miembro la
Gimo y dejo caer la cabeza hacia delante, pero Darrell la levanta para verme el
rostro.
Sale y vuelve a entrar dentro de mí al tiempo que posa la mano derecha en mi sexo y
comienza a acariciarlo, trazando círculos con el dedo corazó n. Una espiral de doble
Darrell aumenta el ritmo de las caricias y de las embestidas. Me tiemblan las piernas.
Observo su cara a través del espejo. Los mú sculos está n tensos, las mandíbulas
estimulante.
Verlo, verme, ver la imagen que nos devuelve la superficie espejada de nuestros
cuerpos follando, jadeando como animales en celo, me excita hasta cotas inimaginables.
Tanto es así, que antes de que me dé cuenta me corro con su mano de una forma
devastadora.
triunfante.
Me sujeta con firmeza, aprieta má s los dientes y se clava en mí tres veces má s hasta
Apoyo la frente en el espejo, inhalo hondo y dejo que el aroma a flores tropicales y a
Unos minutos después, cuando consigo calmarme, me visto con mi camiseta bá sica
—¿Te excita hacerlo en lugares pú blicos, en lugares en los que puedan vernos? —
ya sea pú blico o privado. Logras ponerme a cien en solo un segundo, a veces tengo una
erecció n simplemente mirá ndote. —Mi rostro se enciende ante sus palabras
circunstancias—. Sobre todo cuando te ruborizas —añ ade Darrell—. No sé por qué,
Darrell me mira de soslayo mientras se ajusta la corbata con un gesto elegante. Bajo
la cabeza y aprieto los labios. ¿Có mo se me ocurre hacerle este tipo de confesiones?,
—Será mejor que demos señ ales de vida —dice, pasá ndose la mano por el pelo—, o
empezará n a sospechar.
—Yo creo han empezado a sospechar cuando les has pedido, o casi ordenado, que
—¿Tú crees?
—Sí —respondo.
—Vamos —indica.
Cojo el vestido de Versace que he elegido y salimos del probador. Peter Whiterloss
nos mira con una expresió n extrañ a en los ojos aunque trata de actuar de forma normal.
Tal vez se ha fijado en el sofoco de nuestros rostros. Bien pensado, no creo que
hayamos sido los ú nicos que hayamos follado en el probador, o quizá s sí... Escudo mi
—Sí —afirmo.
—Sí, también.
Su boca se abre en una amplia sonrisa. Me imagino que si cobra a comisió n, esta
Coge una caja grande y rectangular de color negro con la palabra «Versace» escrita
Mientras trajina con ello, me fijo en la foto del modelo colgada en la pared del fondo
de la tienda: es Sean O ́Pry con un traje gris de Dolce & Gabanna. Desde que Lissa me
dijo que se parecía a Darrell, cada vez que lo veo el corazó n me da un vuelco.
—¿Ves el modelo de esa foto? —le pregunto a Darrell, señ alá ndolo discretamente
con el dedo.
—Sí, lo veo.
mundo.
—. Ojos rasgados y azules, nariz fina, mirada profunda, mentó n cuadrado, aire
—Pues sí que tenemos puntos en comú n para parecernos solo ligeramente —comenta
gemelos.
ella una de las tarjetas de crédito. No se molesta ni siquiera en preguntar el precio total,
CAPÍTULO 43
A medida que se acerca la fecha de la fiesta de la embajada Britá nica, mis nervios
crecen de una manera exponencial. Darrell no se inmuta, supongo que para él no deja de
Para evitar líos, ha contratado a una peluquera y a una maquilladora para que vengan
a casa, y la verdad es que lo agradezco, así no tengo que estar dando patadas por Nueva
York.
—Madre mía, está s preciosa —me dice Katy, la maquilladora, cuando termina de
—Pareces una princesa... —apunta—. ¿Qué digo una princesa? Una reina.
Sonrío abiertamente.
—¿Te has visto bien? —pregunta Rachael, apartá ndose a un lado y dejá ndome vía
libre en el espejo.
Alzo la vista y me contemplo unos segundos. La verdad es que tengo que reconocer
—Es el vestido —afirmo—. Es tan bonito y elegante que está diciendo: «¡Hey,
—Tienes un color de pelo muy bonito y muy raro —comenta mientras me retoca aquí
y allá.
—Es como el bronce —interviene Katy—. Igual que el color de los ojos.
—¿Có mo va a ser malo, Lea? —dice Rachael con una nota de admiració n en la voz
—. Es buenísimo. Eres «la chica de bronce». ¿Te gustaría ser alguna vez mi modelo?
—Frunzo el ceñ o. ¿Modelo? ¿Yo?—. Seguro que el extrañ o color de tu pelo se vuelve
tu completa disposició n.
aplacarme los nervios, por lo menos hasta que llega la hora de presentarme ante
Darrell.
—Tu novio se va a quedar sin aliento cuando te vea —dice Katy unos minutos antes
de salir.
Sin aliento..., pienso, sonriendo amargamente para mí. Dejar a Darrell sin aliento es
imposible. Antes las ranas crían pelo. Ademá s, no es mi novio. Si estas chicas supieran
cuá l es realmente nuestra relació n y que está basada en las clá usulas de un contrato
alucinarían en colores.
—Estoy segurísima.
—Por cierto, no te molestes por lo que te voy a decir, pero tu novio es igual que Sean
—Yo también creo que se parece a Sean O ́Pry —interviene Rachael—. Tienes
mucha suerte, Lea. Tu novio está buenísimo. Opsss..., lo siento —dice inmediatamente
—No te preocupes, Rachael. Tampoco eres la ú nica que lo piensa —digo riéndome.
Yo misma lo pienso. Aunque Darrell Baker está muy lejos de ser mi pareja.
—Ya está s listas, Lea —anuncia Katy, alejá ndose un par de pasos y dá ndome el visto
bueno.
profundamente.
la primera planta. Cuando desciendo los peldañ os de la escalera, Darrell, que está
sentado en el sofá , de espaldas a mí, siente mis pasos y el susurro de la tela del vestido
Darrell se levanta del sofá , lo rodea y viene hacia mí. Sus intensos ojos azules van
subiendo lentamente por mi cuerpo, escrutá ndome con detenimiento, hasta que se
—Sí —afirma, con la mirada clavada en las curvas de mis senos—. Dejando a un
lado mi problema con las emociones, soy un hombre con todos sus instintos animales a
flor de piel; que no se te olvide que tengo ojos. —Vuelve a posar su mirada en mi
rostro.
Me quedo mirá ndolo unos instantes en silencio, sin aliento en los pulmones, poseída
por esa especie de encantamiento que desprende. Lleva puesto un traje negro ajustado,
con camisa y corbatas también negras y zapatos recién lustrados. Y todo le queda como
un guante. ¡Desde luego que podría ganarse la vida como modelo! ¡Desde luego que sí!
a pensar que ha leído mi mente—. Pero te aseguro que sé admirar la belleza. Sobre
—¿Verdad que Lea parece una princesa, señ or Baker? —pregunta Rachael con su
habitual desparpajo.
Me muerdo el interior del carrillo. Que todas las miradas estén centradas en mí me
pone nerviosa.
¿Romá ntico? ¿Ha dicho romá ntico? Darrell, alias el hombre de hielo, es la persona
menos romá ntica del mundo. De hecho, tiene el mismo romanticismo que un percebe.
—Vas a causar sensació n —me susurra Rachael al oído, dá ndome un abrazo—. Vas a
ofrece el brazo.
CAPÍTULO 44
El chó fer de Darrell nos deja en la misma puerta de la embajada Britá nica a eso de
las nueve en punto de la noche. Van a dar un có ctel a esa hora y luego a las diez se
servirá la cena.
Subo las enormes escaleras de piedra que llevan hasta el pó rtico de entrada aferrada
al brazo de Darrell. No he andado nunca con zapatos de tacó n, mucho menos tan
vertiginosos como los de hoy, y temo caerme y abrirme la crisma. Por nada del mundo
un hombre con el pelo castañ o, con hebras plateadas en las sienes y vestido con un
Encabeza la marcha y nos guía a través de una galería larga y amplia que va a dar a
un enorme saló n con grandes ventanales, muebles clá sicos y una lá mpara de arañ a
colosal.
—La embajada Britá nica siempre ha sido muy ostentosa —comenta Darrell.
—Es impresionante —digo.
—¿Quieres que decoremos así el á tico? —me pregunta Darrell con ironía.
—Nooo...
—Pues yo creo que aquel sofá de damasco no quedaría mal... —bromea a su manera,
—¡Por Dios, qué espanto! —exclamo segú n avanzamos—. Sería como estar viviendo
en un castillo victoriano...
Mi voz se va apagando poco a poco, como la llama de una vela, cuando advierto
radiante.
Nos detenemos al lado de una mesa del fondo del saló n, al lado de unos altos
—Gracias.
—Te aseguro que no necesito ningú n castillo para vivir —afirmo entre risas.
—¿Y un caballero?
—¿No?
Niego con la cabeza.
Esa pregunta, que llega al cabo de unos segundos, no es que me pille por sorpresa, es
—Sí.
Darrell parece muy interesado en mi respuesta porque en esos momentos tengo toda
su atenció n. De buena gana le diría que me gustan los hombres altos, con rasgos
marcados, morenos, de ojos azules, mirada intensa y con un asombroso parecido a Sean
O ́Pry, es decir, exactamente como él. Pero lo ú nico que conseguiría sería meterme en
un terreno fanganoso del que estoy completamente segura que no saldría bien parada.
—Me gustan los hombres caballerosos, romá nticos —me arranco a decir—, los que
susurran palabras tiernas al oído, los que regalan flores, los que tratan con dulzura a las
De pronto mi voz suena como una ensoñ ació n. Hasta yo misma me doy cuenta de ello.
Carraspeo otra vez y alzo los ojos. Darrell me está observando con una expresió n en el
aproximadamente, con bigote bien cortado y el poco pelo que le queda encanecido y
peinado hacia atrá s.
—Bien, ¿y usted?
—Cada día má s viejo. —El hombre sonríe—. Señ orita —dice, dirigiéndose a mí.
—Buenas noches.
—No esperaba verlo aquí, dado lo poco que se prodiga por eventos y demá s saraos
—La ocasió n lo requiere. Todo sea por acercar posturas empresariales con Reino
—Tiene razó n, Reino Unido es un mercado nada desdeñ able. —El hombre guarda
silencio y después dice—: Quizá lo llame dentro de un par de semanas, Baker. Tengo en
—Llá meme cuando quiera, señ or Graham. Ya me conoce... Siempre le presto oídos a
un buen negocio.
—Y usted tiene un ojo clínico para ellos —alega el hombre con denotada admiració n
—Lo es.
—No como aquel que nos encontramos un día en el ascensor. —Darrell frunce el
ceñ o, confuso—. Ese hombre de pelo blanco al que le ordenaste que te tuviera los
Darrell alza las cejas. No parece que le haya gustado mucho el pensamiento de Paul.
—Y bastante imbécil —añ ado inevitablemente—. Solo con su mirada me hizo sentir
—Si quieres puedo ponerle a hacer fotocopias —me dice en voz baja cerca del oído
—. Solo tienes que decírmelo. Tus deseos son ó rdenes para mí, princesa.
Giro el rostro ligeramente. Me quedo ató nita cuando me doy cuenta de que está
hablando en serio.
no lo vuelva a ver.
Darrell no hace ningú n comentario má s y durante unos segundos temo que lleve a
cabo su premisa. Seguro que solo necesitaría realizar una llamada para hacerla
efectiva. Aunque, bien pensado, ese tal Paul quizá se merezca un escarmiento... Niego
Cuando salgo de mis cavilaciones, Darrell está con la copa de champá n en alto.
—Por los caballeros —asevera—. Y por qué un día encuentres el tuyo, Lea.
Lo miro a los ojos y hago chocar los bordes del cristal, aunque en mi fuero interno su
deseo me desilusiona. ¿Que encuentre a mi caballero? Está claro que de ninguna manera
pretende serlo él. ¿Y de qué me extrañ o? ¿De qué me extrañ o?, me repito. Darrell no es
Me acerco la copa a los labios y doy sorbo, imitando su gesto, sin apartar la vista de
sus intensos ojos azules. Bajo el brazo y dejo caer los hombros.
CAPÍTULO 45
—¿Esto es caviar? —le pregunto a Darrell en voz muy baja para que nadie pueda
—¿No te gusta?
—Jamá s lo he probado. ¿Se te olvida que yo no soy rica? Este tipo de manjares solo
bolitas negras y gelatinosas que hay encima de una endibia en el centro del plato—. No
En el fondo de los ojos de Darrell aparece ese viso de sonrisa que no expresa nunca
con los labios pero que asoma en su mirada cuando yo suelto alguna de mis ocurrencias
de chica normal.
¿verdad?
—No mucho —contesto—. Prefiero comerme la cuchara. —Guardo silencio unos
que si digo esto en alto, toda esta gente me lapidaría —comento, mirando a unos y a
otros al azar.
—Entonces será mejor que no se lo digas a nadie. No quiero morir tan joven.
Los ojos de Darrell brillan. Pero me encantaría que sonriera, o que se riera, que fuera
capaz de expresar alguna emoció n; buena o mala, por una vez, por una ú nica vez. Su
Después de la exquisita cena que nos ha ofrecido la embajada Britá nica, en la que se
vestidos con sus esposas elegantemente vestidas, gente de postín hablando de negocios
y pijos aburridos. No me extrañ a que Darrell no se prodigue mucho por este tipo de
—Si no me hubieras acompañ ado, seguramente no hubiera venido —me dice Darrell,
—¿Por qué? —pregunto—. Segú n he oído y tú mismo me has contado, esta reunió n es
muy importante para acercar posturas empresariales con Reino Unido y me imagino que
del país.
—Es cierto, pero no soy muy partidario de acudir a fiestas. Prefiero debatir las cosas
entre las cuatro paredes de un despacho. Soy antisocial por naturaleza y venir a este
tipo de eventos me supone un esfuerzo.
—Me alegra saber que tu esfuerzo en esta ocasió n ha sido menor —digo.
—Me gusta tu compañ ía, Lea —afirma Darrell con semblante serio—. Má s allá de
Me sonrojo ligeramente.
—Sobra decir que a mí me pasa lo mismo contigo —confieso, sin pararme a pensar
champá n; quizá estoy algo contentilla y se me está soltando la lengua—. Pero supongo
—Darrell...
perdido la cuenta de las personas que se han acercado a saludar a Darrell. Resoplo
Me giro y veo avanzar hacia nosotros a un hombre alto, con barba perfectamente
recortada y un frondoso pelo blanco. A su lado camina una mujer de una edad
aproximada a él, unos setenta añ os, con rostro elegante y ataviada con un exquisito
rodea el gesto de una forma que parece má s afectuosa de lo que suele ser. Es fácil
adivinar que entre Darrell y él hay algo má s que una relació n laboral, que son amigos.
—Margaret.
—Darrell.
La mujer se acerca con una sonrisa en la boca y después de darle un par de besos en
mujer.
—Es cierto —repone William—. No te hacíamos aquí. Ha sido toda una sorpresa
verte.
—Por supuesto —afirma William—. Sabes sobradamente que verte siempre es una
—Sobre todo si está s tan bien acompañ ado como hoy —añ ade Margaret,
mejillas.
—Encantada.
—Igualmente —respondo.
Sonrío.
Ambos parecen algo desconcertados. Supongo que la razó n es que nunca, o muy
—Ya va siendo hora de que me saques a bailar, William, que parecemos un par de
Antes casi de que termine la frase lanzo una mirada a Darrell. ¿Bailar? ¿É l y yo? No
—Bueno, yo... —titubeo mientras trato de ganar tiempo para improvisar una excusa.
brazo.
—¿Me... concede este baile, Lady Swan? —me pregunta, haciendo una ligera
La escena me provoca una carcajada, que suelto estrepitosamente. Pero cuando noto
—¿Ninguno?
—Ninguno —niega.
Me agarro a su hombro y doy unos cuantos pasos laterales, ya que es una canció n
lenta, aunque no es una balada, pero Darrell, que realmente no tiene ningú n ritmo, me
pisa.
Volvemos a intentarlo y ahora soy yo quien lo pisa a él porque no mueve los pies, y
—Es culpa mía. —Darrell entorna los ojos y me mira con picardía—. Menos mal que
nos compenetramos bastante mejor en la cama —susurra. Me habla tan cerca del rostro
que me sonrojo.
—Perdó n —digo.
completamente; las caras está n a solo unos centímetros. Levanto la vista y mi mirada se
encuentra con la suya. ¡Madre mía que intensa es, que azul!
aprenderse cada uno de mis rasgos. Trago saliva. El mundo parece haberse parado a
nuestro alrededor.
atrá s.
—¡Ay, el amor! —exclama Margaret cuando nos acercamos a ellos—. Como se nota
Darrell y yo nos miramos. ¿Enamorados?, repito en silencio para mis adentros. Nada
enamorarse.
—¿Por qué no venís Lea y tú un día a comer a casa, Darrell? —sugiere Margaret
pregunta.
Sin embargo, no estoy muy segura de querer ir. No quiero seguir fingiendo que somos
muñ eca y después continú a—. Bueno, Margaret, creo que es hora de que nos vayamos.
—Ya no tenemos edad para segú n qué cosas —explica con aire de resignació n—. El
cuerpo ya no aguanta como antes. Pero para vosotros la noche es aú n joven, así que
—Me encanta haberte conocido, Lea —me dice Margaret con calidez.
—Y a mí haberte conocido a ti. Ha sido todo un placer —digo.
CAPÍTULO 46
El resto del tiempo que permanecemos en la fiesta hasta que volvemos a casa lo paso
prá cticamente en silencio. Se me han ido las ganas de hablar, incluso el ligero mareo
cuenta que William y Margaret son unas personas extraordinarias, que lo tratan casi
como a un hijo y que se podría decir que lo es, por lo menos laboralmente hablando,
porque William Johnson, que tiene una empresa naviera, le ha enseñ ado muchas de las
influyentes de EE.UU. Y no dudo de ello ni un instante, porque los señ ores Johnson me
Darrell abre la puerta del á tico y se echa a un lado para dejarme pasar.
—¿Te ocurre algo, Lea? —me pregunta, dejando las llaves sobre el aparador—. Has
volviéndome hacia él—. ¿Por qué no les has dicho que no?
—Porque me apetece comer con ellos, y porque quiero que tú me acompañ es. ¿Por
—Porque no somos una pareja, Darrell, y por lo tanto, no podemos hacer cosas de
—¿Qué tiene de malo que vayamos a comer a casa de William y Margaret? ¿O qué
tiene de malo que me hayas acompañ ado esta noche a la recepció n de la embajada
Britá nica?
Para mí lo tiene todo. Porque cuanto má s estoy con él, má s quiero estar. Porque
cuando lo tengo cerca pone todos mis sentidos en alerta. Porque hace que cientos de
fuéramos pareja, que fuera mi novio; que me abrazara, que me besara, que hiciera todas
esas cosas que un hombre hace por la mujer que ama. Porque me estoy enamorando de
contundente, quizá s. Niego con la cabeza. No puedo confesarle lo que siento, lo que me
está pasando.
—Lo mejor será que nos limitemos a hacer lo que está estipulado en las cláusulas del
poco dado que es a expresar sus emociones a través de él, me lanza una mirada
perpleja de reproche. Y no sé la razó n, porque él fue el primero en dejar claro cuá l era
intimidá ndome. Me siento como un rató n acorralado por un gato. Me pregunto que
estará pasando por su mente en estos momentos. Pero me resulta imposible porque su
que hemos firmado en el contrato. —De pronto, el silencio vibra en la atmó sfera con la
Me quedo rígida.
Darrell pasa justo a mi lado sin ni siquiera mirarme y se dispone a subir las
escaleras. Está enfadado, y no sé si eso es bueno o malo, dado el problema que tiene
hacerlo sola.
nerviosa. Enfila los pasos hasta donde estoy, me coge de la mano y tira de mí hasta las
escaleras.
cremallera del vestido, que se desliza hasta el suelo formando una marañ a de tela.
Trago saliva y me quedo quieta con los ojos cerrados, sin saber qué hacer o qué decir.
Joder, Darrell está realmente enfadado. ¿Pero por qué se pone así?
¿Y si le digo lo que me está pasando? ¿Y si le digo lo que siento? Niego para mí con
Abro la boca para hablar, pero Darrell no da tiempo, me da la vuelta y me besa como
una pasió n desmedida, como si no hubiera un mañ ana. Muerde mis labios con frenesí y
con un apetito tan voraz que hace que la cabeza me dé vueltas. Gimo.
Me coge en volandas sin atender a mis palabras, de tal manera que cruzo las piernas
alrededor de su cintura.
—Shhh... Ya está todo claro —comenta con voz ronca, desabrochá ndome
habilidosamente el sujetador.
Mis pechos quedan al descubierto y al contacto con el calor que desprende su piel
mis pezones se endurecen. Me estremezco. Darrell camina hasta la cama y me deja caer
cinturó n y quitarse el pantaló n a solo unos metros de mí. Sus ojos, clavados en todo
Creo que me va a besar cuando acerca su rostro al mío y abro ligeramente la boca. Sin
embargo, me da un lametó n en los labios, como el felino que a veces creo que parece,
como el felino que a veces creo que es.
boca.
Noto su dedo en mi lengua y un sabor salado se expande por ella, anegando mis
papilas gustativas. Mi cuerpo se despierta de una manera casi insidiosa, tanto que
siento vergü enza. Me estremezco, ansiosa, anhelante, presa de una oleada de calor que
Me quita el tanga, me abre las piernas y se inclina hacia mí. Con el tanga todavía en
¡Dios mío, voy a morir de placer!, grito en silencio. Los recursos de Darrell Baker
son inagotables.
provocá ndome una sensació n tan excitante como inexplicable. Lo extrae y lo mete unas
terminaciones nerviosas hace que una oleada de placer me recorra el cuerpo. Después
Se echa hacia adelante, toma mi boca y me besa con una pasió n desmedida. Su lengua
se hunde entre mis labios sin apenas dejar que la mía se mueva. Alargo las manos, las
poso en su nunca y lo atraigo hacia mí, pero no me deja acariciarlo. Me coge las
muñ ecas y sujeta mis brazos por encima de la cabeza, inmovilizá ndome. Se separa unos
centímetros de mí con una expresió n arrogante en el rostro mientras en sus ojos aparece
un brillo ladino.
segundos el corazó n deja de latirme. Un pellizco de dolor me atraviesa las entrañ as.
Grito.
susurro.
observa con un regocijo fiero en los intensos ojos azules. Dejo escapar el aire de mis
pulmones.
—Darrell... — murmuro.
Me coge por las caderas y me levanta ligeramente con un tiró n. Se inclina sobre mi
—Te voy a hacer mía por detrá s —me susurra contra la mejilla.
Su voz sensual, e inflada por el deseo, me recorre la espalda como un latigazo. ¡Santo
Dios!
por mi espalda y cuando llega a la mitad, me empuja para que la baje. Entonces la
almohada mientras advierto la poderosa virilidad de Darrell en todos y cada uno de los
poros de mi piel.
—Puedo hacer lo que quiera contigo, ¿verdad, Lea? —me pregunta Darrell con voz
gruesa.
extrañ a.
acordado, ¿verdad?
—Eres mía, Lea. Mientras el contrato esté vigente, eres solo mía, y puedo hacer
Sus palabras son como una descarga eléctrica, porque apenas unos segundos después,
se corre dentro de mí soltando un fuerte gruñ ido. É l sabe que yo estoy a punto de
dejarme ir. Así que me sujeta las caderas con má s fuerza —siento como sus manos me
Me cuesta respirar con el rostro contra la almohada pero ni siquiera eso me importa.
Solo quiero correrme. ¡Correrme, correrme, correrme! ¡Solo quiero ser de Darrell una
vez má s!
—Vamos, Lea —le oigo decir con palabras arrastradas entre la nebulosa de placer
Y en ese mismo momento estallo y me corro para él, tal y como me dice. Entonces
deja caer su peso sobre mí y todos mis mú sculos se sacuden espasmó dicamente hasta
casi dolerme.
—Así... muy bien —me susurra al oído con voz voluptuosa y con un matiz triunfante
—. Muy bien.
Balbuceo varias veces su nombre, ahogada por el placer y por la almohada mientras
espero que mi cuerpo deje de temblar.
¡Joder, se va a ir ya! Como siempre. De pronto, sin saber muy bien el motivo, o siendo
Todavía no quiero darme la vuelta. No quiero que me vea en este estado. Me muerdo
el labio inferior y espero unos segundos boca abajo hasta tragarme las lá grimas.
Asiento en silencio con la cabeza mientras le escucho trastear con los pantalones que
ha recogido del suelo. Me giro ligeramente y, aunque trato de disimular, no puedo evitar
que la expresió n de mi rostro refleje lo mal que me estoy sintiendo. Alzo los ojos hacia
¡Maldita sea, Lea! Ya sabes de sobra có mo funciona esto, me regañ o. No puedes estar
Lo sigo con la mirada mientras recoge la camisa y me muerdo el interior del carrillo
intentando vanamente que las lá grimas no vuelvan a acudir a mis ojos, pero es
imposible. Antes de que me dé cuenta, está n de nuevo ahí. En ese momento Darrell se
¡Detesto esa frase! ¡La detesto con toda mi alma! ¡Y detesto el tono en que me la dice!
Sin embargo no digo nada, me limito a mirarlo pugnando por no llorar y esperando
silenciosamente. ¿Por qué me siento así? ¿Por qué me siento tan mal? La respuesta
quiero que se quede a dormir conmigo, porque quiero que me abrace, que me mime, que
me haga sentir que me quiere para algo má s que para satisfacer sus necesidades
sexuales. Pero eso es imposible; es Darrell Baker, el hombre de hielo, el hombre sin
emociones, y yo firmé un contrato con él solo y precisamente para eso, para satisfacer
Seguro que ya está en su habitació n, pienso para mis adentros. Estoy tan aturdida que
no he sentido la puerta.
abraza por detrá s. El pulso me tañ e con fuerza contra las venas. Me van a estallar.
—Shhh... —me corta en tono suave, apretá ndome contra él—. Ya, Lea, ya... —me
calma.
CAPÍTULO 47
Estiro el brazo buscando a Darrell, pero mi mano se topa con la nada. El otro lado de
la cama está vacío. Abro los ojos lentamente, desperezá ndome, y compruebo que estoy
sola.
—Buenos días... —susurro al aire con una mezcla entre desá nimo y desilusió n.
Me incorporo en la cama y durante un rato observo con la mirada fija las sá banas
revueltas y el lado donde debería de estar dormido Darrell, desierto. La escena se me
antoja desoladora y muy triste, espantosamente triste. Pensé que se iba a quedar
rostro entre las manos y me echo a llorar. La soledad que siento en estos momentos es
—Tengo que terminar con esto, o va a acabar conmigo —murmuro agotada y con el
ventanales con desgana. Nueva York también se despereza bajo un cielo cargado de
nubes grises.
Resoplo y hago una mueca con la boca. Hasta mi mente empiezan a llegar flashes de
las imá genes que han compuesto la noche anterior. Darrell y yo llegando a la fiesta,
Me doy la vuelta; mi ropa está tirada por el suelo mientras que de la de Darrell no
hay ni rastro. Doy unos cuantos pasos, recojo el vestido de Versace y lo coloco sobre el
respaldo de la silla.
¿Por qué todo es tan complicado?, me pregunto con unas inmensas ganas de llorar.
Sacudo la cabeza.
Darrell llega a casa alrededor de las tres, cuando estoy recogiendo la mesa.
—Hola —respondo.
¡Ya basta, Lea!, me grito a mí misma, aunque no abro la boca. ¡Ya basta! Darrell es
solo un hombre. Un hombre como otro cualquiera. Bueno, no es como otro cualquiera,
Darrell se pasa la mano por el pelo algo alborotado. No debería de hacer eso,
—Tú dirá s... —concede. Me muerdo el interior del carrillo—. ¿Qué pasa, Lea? —
—Si es por la discusió n que tuvimos ayer, no te preocupes; me ceñ iré a lo estipulado
en el contrato —dice.
—Dime qué es lo que ocurre. Podemos hablarlo y llegar a un acuerdo. Si hay algo
con la cabeza. De pronto suena mi mó vil, lo cojo de encima de la mesa y miro quién me
llama. Pienso que es Lissa para contarme alguna de sus locuras, pero me sorprende que
—Buenas tardes, Leandra. (Mi padre y mis tías nunca me han llamado por mi
diminutivo).
—Es tu padre...
—¿Qué le pasa?
—Está muy mal, Leandra. —En ese momento rompe a llorar—. Le han diagnosticado
—Sí. Solo unos días —afirma tía Emily, incapaz de contener el llanto. Guarda
silencio unos instantes y después añ ade—: Quiere verte, Leandra. Nos ha pedido que te
llamemos...
—Tía Emily yo... —corto titubeante—. Yo no... —trato de buscar las palabras
adecuadas, pero no las encuentro—. Ya sabes que no quiero saber nada de él —digo al
En el fondo me duele hablar así, porque es mi padre, sangre de mi sangre, pero fue él
el primero que no quiso saber nada de mí, que se desentendió de todo sin importarle lo
que pudiera pasarme. Y aun sabiendo que mi madre y yo está bamos pasá ndolo muy mal
econó micamente, o cuando enfermó y murió , no hizo nada.
—Leandra, por favor, son sus ú ltimos días —me pide suplicante—. Quiere verte.
Eres su hija...
No quiero seguir con esta conversació n. Tras unos instantes en que el silencio impera
—Un beso.
Dirijo la mirada a Darrell y lo contemplo como si fuera la primera vez que lo viera,
como si no hubiera estado ahí mientras yo hablaba con mi tía. Su expresió n muestra
sintiera mejor, pero no puedo. No soy capaz. Retiro una silla y me siento en ella como
Alzo la vista y abro ligeramente la boca, ató nita por sus palabras.
—Porque es tu padre.
—También era mi padre cuando nos abandonó sin medir las consecuencias, cuando
mi madre se quedó sin trabajo y apenas teníamos para comer y cuando unos añ os
después mi madre falleció . Pese a que me quedé completamente sola, mi padre jamá s se
—Es mi padre porque lo dicen los lazos de sangre y un libro de familia, nada má s —
—Y tienes razó n —dice Darrell. Hace una pequeñ a pausa y se inclina un poco sobre
Asiento con un leve ademá n afirmativo y con una expectació n por lo que va a
—¿A qué te refieres? —pregunto, sin entender muy bien qué quiere decirme.
—Creo que sabes que mi padre también abandonó a mi madre; lo hizo por una mujer
me negué a verlo, pese a que él suplicó que fuera, que necesitaba hablar conmigo.
Pensaba lo mismo que piensas tú , que no se había comportado como un buen padre, ni
siquiera como un padre con mis hermanos y conmigo. Una semana después del
accidente falleció debido a las graves heridas que sufrió . Conoces mi enfermedad y mi
problema con los sentimientos... No identifico bien las emociones, pero sé que no ver a
mi padre fue una losa que he llevado sobre los hombros durante mucho tiempo.
—¿Te arrepentiste?
—Se está muriendo, Lea —alega Darrell—. La muerte es el final de todo; no tiene
retorno; no hay un después. —Arrugo la nariz—. ¿Dó nde está ingresado tu padre? —me
respondo.
vamos».
CAPÍTULO 48
—Sí —confirma Darrell, por si lo hubiera oído mal—. Esta misma noche estaremos
allí.
—Pero tú tienes que trabajar —argumento—, y no sabemos cuá nto tiempo...
—¿Vas a viajar casi novecientas millas en tren o en autobú s? ¿Tú sabes la paliza que
—Ya..., bueno..., pero tú tienes cosas que hacer en la empresa. Eres un hombre muy
ocupado...
Antes de que me dé cuenta, Darrell saca el mó vil del bolsillo del chá ndal, teclea un
—Paul... —dice, y me temo que va a dar comienzo a una de sus charlas resolutivas e
impresionantemente eficaces—, hasta nueva orden, encá rgate de la empresa junto con el
resto del equipo de administració n. Consú ltales todo. ¿Me oyes? Todo. Pasadme los
ú ltimos acuerdos y propuestas por email para que los eche un vistazo. Intenta que el
convenio con Textliner llegue a buen puerto. Nos conviene má s que nunca tenerlos de
Darrell alza la vista y me contempla durante unos instantes mientras Paul le habla al
otro lado del teléfono—. Por asuntos personales —concluye en tono determinante. Me
¡Me cago en todo! ¿Por qué es tan cabezota? ¿Por qué no, simplemente, se atiene a mi
petició n? ¿Por qué tiene la cabeza dura como una piedra?
Darrell exhala un suspiro que suena como un siseo y pone los ojos en blanco. Creo
—¿No quieres que te acompañ e por lo de ceñ irnos a lo firmado en el contrato? —me
No me veo con fuerzas para discutir otra vez sobre lo mismo. No ahora. Estoy
aturdida, agotada, descolocada. Así que decido resignarme a la idea de Darrell, que
—No puedes ir sola, Lea —alega con voz grave y profunda y una firmeza serena.
Oír a Darrell decir esas palabras con aire protector me derrite por dentro. Jamá s se
lo reconoceré, pero en el fondo me encanta que se preocupe por mí, que me cuide como
si fuera una niñ a pequeñ a. ¡Joder, qué mal va esto! ¡Qué mal va a terminar mi corazó n!
mía.
—¿A Atlanta? ¿A la Atlanta que está en Georgia? ¿La que está a casi novecientas
millas de aquí?
—¿Y qué se te ha perdido en Atlanta? —me pregunta Lissa extrañ ada—. ¿Te vas
—Hace un rato me ha llamado mi tía Emily. Mi padre tiene un cá ncer terminal —la
—Lo siento mucho, Lea. De verdad. —El tono de voz de Lissa se ha tornado serio—.
—En estos momentos soy una masa de sensaciones encontradas con patas. No sabes
—Tranquila, Lea. Hagas lo que hagas, será lo correcto —me anima Lissa—. Si
decides no ir, estará bien, y si has decidido ir, también estará bien. Tienes todo el
—Gracias, Lissa. ¿Te he dicho alguna vez que no sé qué haría sin ti? —le pregunto en
tono ñ oñ o.
—Lo mismo que yo sin ti, cariñ o. Estar perdidas en este mundo de locos. Ya sabes
que somos como Zipi y Zape, como Thelma y Louise. Oye, ¿y có mo fue la fiesta de la
—No muy bien. Pero te lo cuento a la vuelta, ¿ok? Voy a preparar la maleta.
—Ok, a la vuelta hablamos. Cuídate, y si necesitas algo, a cualquier hora estaré
disponible.
—Muchas gracias.
—Ciao.
—Ciao.
—Creo que he metido todo —digo, saliendo de mi habitació n con la maleta arrastras
—Está abajo —responde, cogiendo la mía y empujá ndola por el largo pasillo.
una camisa blanca y por encima una americana negra. El característico «arreglado pero
informal» de toda la vida. Los ojos se me van involuntariamente al culo. ¡Santa Madre
—Espera un momento...
rasgados ojos azules se abren como platos cuando me ve aparecer con un paquete de
—Soy previsora, nada má s, y ya sabes lo que dicen: mujer previsora, vale por dos.
CAPÍTULO 49
Cogemos el ascensor y bajamos hasta el garaje privado que tiene Darrell en el
edificio para guardar su colecció n de coches. Cuando salimos del parking, las nubes
siguen ocultando el sol y tiñ endo el día de un gris plomizo. Ha estado lloviendo durante
buena parte de la mañ ana y es probable que también llueva durante buena parte de la
ponemos rumbo a Atlanta, en el estado de Georgia. Nos esperan por delante casi
Apenas una hora y media después, como me temía, mi estó mago empieza a rugir
como si todos los leones de Á frica estuvieran dentro. La ansiedad a veces me quita el
hambre y otras veces me lo da. Esta es una de esas ocasiones en que me comería a Dios
por las patas. Saco del bolso uno de los paquetes de galletas Oreo y lo abro.
—No debería comer chocolate —alega, pero hay poca convicció n en su voz. Intuyo
que el chocolate es una debilidad para él, igual que lo es para mí y para las tres cuartas
partes del mundo. Me sorprende que Darrell tenga debilidades tan humanas como esta
—Solo es una galleta —señ alo, extrayendo una del paquete y tendiéndosela.
—Las Oreo son toda una tentació n para mí, como tú —afirma mientras coge la galleta
—No —niega.
—¡Madre mía, Darrell! ¡¿En qué mundo vives?! ¡Te está s perdiendo lo mejor!
Cojo otra galleta del paquete, separo las caras y le acerco una a la boca.
Estamos circulando por una de las interminables carreteras rectas que surcan EE.UU,
Otra vez —le animo. El hombre de hielo repite el gesto y yo observo expectante como
cierra ligeramente los ojos con una inmensa expresió n de placer en el rostro—. Abre ya
ligeramente hú medos, rozan las yemas de mis dedos. Me estremezco. Darrell es como
—Tengo que enseñ arte muchas cosas —digo, olvidá ndome de que unos minutos antes
de que tía Emily me llamara le he dicho que estoy buscando trabajo y que en cuanto lo
encuentre rompo el contrato y me voy del á tico. Pero, ¿qué puedo hacer? Darrell es una
especie de imá n que me atrae continuamente hacia él. Es inú til tratar de alejarme. Pero
—¿Te fías de Paul para dejarle a cargo de la empresa? —le pregunto en tono serio
unas cuantas millas má s adelante. Ignoro la razó n, pero ese hombre no termina de
caerme bien.
—Es uno de los mejores economistas de la ciudad —responde Darrell, sin quitar la
—No sé... —Me encojo de hombros, aprieto los labios y tuerzo el gesto—. Hay algo
en él, en su actitud, que no me gusta, y no tiene nada que ver con que sea un clasista
—Si quieres pido una orden de alejamiento para que no se te acerque a media milla
—No te preocupes por eso —digo, chupá ndome los dedos—. Podría encargarme
perfectamente de él, llegado el caso. Tengo muy mala leche con lo imbéciles.
—Sí, y he visto que tienes un cará cter de los mil demonios —afirma Darrell con la
intenció n de vacilarme.
—Vaya... y eso lo dice el hombre que nunca sonríe —argumento. Me callo que le
publicidad de dentífricos.
—Bueno, lo haría posando con elegantes trajes de Dolce & Gabbana, como ese
modelo al que segú n Lissa y tú decís que me parezco tanto... ¿Có mo se llamaba?
—Por cierto, Lissa y yo no somos las ú nicas que lo pensamos. Katy y Rachael, la
estilista y la peluquera que contrataste para que me ayudaran a vestirme para la fiesta
—¿Ellas también?
—Sí.
—Al final voy a tener que preguntar a mi madre si dio a luz a gemelos y a uno lo dejó
—Lo haré, porque este asunto de parecidos razonables empieza a ser sospechoso de
cojones. —Darrell guarda silencio un momento—. De todas formas, Paul tiene a todo
encima como una jauría de perros salvajes si no hiciera bien las cosas, o si tratara de
—El poder y el dinero atraen amigos y enemigos a partes iguales. Aunque, en este
caso, son má s peligrosos los «amigos» que se te acercan que los enemigos.
—Me hago una idea de a qué clase de «amigos» te refieres —digo, usando el mismo
tono de voz que ha usado él—. A esos que en silencio te dan puñ aladas traperas por la
menos los ves venir y puedes presentarles batalla abierta —concluye—. Por norma
—Aú n todo y a pesar de tener una jauría de perros salvajes detrá s de ti cubriéndote
las espaldas y dispuestos a arrancarle las extremidades a cualquiera que no haga las
cosas bien, ten vigilado a Paul, ¿vale? —mi voz suena con una nota de preocupació n.
—Sí.
En esos momentos las primeras notas de la canció n A sky full of stars de Coldplay
suena en la radio. Doy un salto en el asiento. ¡Me encanta esta canció n! ¡Me encanta!
la letra.
—Cause you ́re a sky. Cause you ́re a sky full of stars. I m
́ going to give you my
heart...
Darrell se gira hacia mí y entorna los ojos. Al principio me corto y bajo la voz,
—¿Cantar?
—Sí, cantar. Ya sabes, producir sonidos melodiosos con la voz... —digo con un
matiz de ironía—. ¿Nunca has cantado? No sé, cuando está s en la ducha, cuando está s
solo...
Y se lo pregunto porque estoy convencida de que no, porque Darrell no hace cosas
—Lea...
—I want to die in your arms, arms. Cause you get lighter the more it gets darks...
Venga, Darrell —insisto. Subo el tono de voz, cierro el puñ o como si fuera un
vengo arriba—. And I don ́t care. Go on and tear me apart. I don ́t care if you do...
Ambos nos animamos a cantar má s alto, hasta que nuestras voces inundan el coche.
—Uhhh... Uhhh...Uhhh...
Lo miro de reojo y una sonrisa se escapa de mis labios cuando veo que le brillan los
CAPÍTULO 50
En esos momentos es cuando veo que tengo echada por encima una manta con el
arroparme con ella ha sido Darrell, o la niñ a de la curva. Entonces quiero pensar que
Me gusta verlo de buen humor. Creo que está haciendo un esfuerzo para que la
situació n que se ha dado con mi padre sea má s llevadera para mí y se lo agradezco
muera. Todo es tan extrañ o. Me pregunto qué pensará tía Emily y el resto de la familia
—¿Está s bien? —se interesa Darrell mientras sigue conduciendo—. Te has quedado
muy callada.
—Duerme otro rato —me dice—. Todavía tenemos camino por delante.
—Ya he dormido bastante. —Se me escapa un leve bostezo, que trato de reprimir,
pero no puedo—. Prefiero estar despierta, o voy a pasar de parecer un oso a parecer
una marmota.
—No sabía que fueras fan de Spiderman —comento sin poderme reprimir.
—Vaya...
Dudo si preguntar algo, no quiero parecer una cotilla, pero antes de que me decida,
—Alice y Alan son hijos de mi hermano Andrew y Jason y Jane, que son mellizos,
medio hermanos, son hijos de mi madre con el que es su segundo marido, Randy.
—No estoy seguro de que fuera capaz de darles todo el amor que se les debe de dar a
—Por tu enfermedad...
—Y en ese mismo orden —digo con desenvoltura—. Claro, que a lo mejor después
Arrugo la frente.
—¿No? ¿Me imaginas sola pero sin gatos? Eso es mucho peor.
—Ummm...
—Má s tarde o má s temprano encontrará s a tu caballero andante —asevera Darrell.
—Muy bien traído el símil dada nuestra afició n a las matemá ticas —digo.
Me ruborizo. ¿Por qué me ruborizo siempre que Darrell me halaga de una u otra
manera? ¿Por qué me ruborizo siempre que hablo con él? Soy una payasa.
¡Maldita sea! ¡Tierra trá game! ¡Trá game, por favor!, exclamo en silencio para mis
adentros. ¿Por qué nadie me cierra la puñ etera boca? ¿Por qué siempre acabo quedando
trastorno que sufro —se apresura a decir Darrell antes de que me muera de vergü enza
—Los hay peores —apunto—. Te lo aseguro. Al menos tú eres sincero contigo mismo
—Pero eso no evita el dañ o que a veces provoco en los que me rodean.
—A mi madre, a mis hermanos, a mis sobrinos, incluso a las mujeres que se han
—Para mi madre es muy duro tener un hijo al que no le sale abrazarla, besarla o
decirle «te quiero» —explica Darrell con una expresió n apesadumbrada en el rostro.
solas? ¿Si no la hubiera abrazado, besado o dicho «te quiero» cuando luchaba contra el
—Lo sé, Darrell, lo sé. Sé que no es sencillo. Nada sencillo. Pero eso no significa
que no dieras la vida por tus seres queridos, y te aseguro que eso es mucho má s de los
Algo en su rostro tenso se relaja, como si mis palabras le hubieran aliviado un poco
la carga. La alexitimia es una losa para él, una losa grande y pesada que soporta en los
—Yo no estoy tan segura de que no sientas, o de que no seas capaz de demostrar tus
emociones, aunque tal vez lo hagas de forma diferente al resto.
—No te entiendo.
—No eres indiferente a algunas cosas. —Darrell arquea las cejas en un gesto
—Cuando me viste con Matt y anoche, cuando te dije que estaba buscando trabajo y
—No sé por qué, pero no me gustó verte abrazada a ese amigo tuyo y tampoco sé la
—¿Por qué?
—En otro momento te respondo a esa pregunta, ¿vale? Cuando volvamos a Nueva
York, hablaremos.
—Está bien —se resigna Darrell—. Hablaremos cuando volvamos a Nueva York.
CAPÍTULO 51
—¿Paramos a comer algo? —me pregunta Darrell cuando el escarlata del crepú sculo
empieza a cubrir el cielo tímidamente, ya libre de las nubes plomizas que había en
Nueva York.
—No, queda medio paquete, pero es bueno que metamos algo má s contundente en el
estó mago. No nos vaya a dar una subida de azú car o un parraque.
—No te preocupes por eso —se apresura a decir Darrell—. Me encanta conducir y
no estoy cansado.
casas bajas. A la entrada hay una gasolinera y un modesto bar donde sirven bocadillos y
tapas.
—Una ensalada y un bocadillo de atú n con pimientos para la señ orita y un par de
—Para mí también.
—¿Qué? —pregunta.
—Darrell, te he dicho que solo quiero una ensalada, que no tengo hambre.
—Tengo que cuidarte, Lea —afirma, mientras esperamos al camarero—. Sobre todo
en estos momentos.
—Pero...
Asiente.
Salimos fuera del bar y nos sentamos en un banco de madera situado en uno de los
lados de la puerta. La brisa corre suavemente entre nosotros, refrescá ndonos. Darrell se
—¿Hace cuá ntos añ os que no ves a tu padre? —me pregunta, dando un bocado a su
bocadillo.
—No lo sé... Hace tantos que perdí la cuenta, pero muchos. —Hago un cá lculo
—¿Cuá nto tiempo llevabas tú sin ver al tuyo antes de que falleciera?
—Dos. Estuve con él algú n fin de semana, pero no tragaba a la mujer con la que
Cojo el pequeñ o bol de plá stico donde me han echado la ensalada y doy una pinchada
con el tenedor.
—Supongo que fue durísimo para ti.
—¿Có mo crees que hubieras reaccionado si finalmente le hubieras visto después del
—Tampoco lo sé. —Se queda pensando un instante sin apartar los ojos del horizonte
—Yo no sé qué le voy a decir, o qué voy a hacer —digo, moviendo la ensalada de un
lado a otro del bol—. Para mí, mi padre es un auténtico desconocido. Es Mitch, un
hombre que vive en Atlanta y que ahora se está muriendo en un hospital víctima de un
cá ncer terminal.
actuar —me aconseja Darrell—. No soy la persona má s indicada para decirte esto,
pero deja que sea el corazó n el que te diga qué hacer, y sino, deja que lo haga tu
conciencia. En mi caso es ella a la que hago caso, puesto que mi corazó n es mudo.
Giro el rostro hacia Darrell, que me está mirando con sumo interés. Me mordisqueo
En silencio, alarga la mano y pasa su dedo pulgar suavemente por mi labio inferior,
sin apartar la vista de mi rostro. Al contacto, del todo inesperado, un golpe de rubor me
Me quedo estupefacta cuando Darrell se lleva el dedo a la boca con los restos de
—Sí —respondo.
Tiramos las sobras en la papelera que hay al lado. Darrell coge la americana del
respaldo del banco, se la vuelve a poner y enfilamos los pasos hacia un parque lleno de
—¿Desde cuá ndo sufres alexitimia? —le pregunto segú n avanzamos por el sendero
Darrell lleva las manos metidas en los bolsillos del pantaló n mientras camina a mi
haya sentido vacío. La diferencia es que antes no le ponía nombre ni sabía que era una
concluye.
Su voz suena extrañ a. Juraría que con un sentimiento de culpabilidad. Pero, ¿por qué?
No lo entiendo. Inmediatamente después caigo en algo.
¡Joder!, no me puedo creer que le haya hecho esa pregunta. ¿Quién narices me manda
vida, no me extrañ aría que me mandara a la mierda. Abro la boca para pedirle perdó n,
—No fui un niñ o fácil, Lea —confiesa. Y entonces mis sospechas se cristalizan de
—Que fueras un niñ o... difícil, no es motivo para que tus padres se separaran. Eso
fue una decisió n de adultos; los sentimientos cambian, la gente cambia y el amor se
acaba...
—No, Darrell, no —lo interrumpo con obstinació n—. Tienes que quitarte esa idea de
dejá ndonos a mi madre y a mí solas. ¿Y por qué fue? ¿Por qué quizá era demasiado
obediente y responsable y quería una hija má s rebelde? ¿Por qué quería un hijo en vez
Nos detenemos frente a una fuente de querubines. Los ú ltimos rayos de sol le
arrancan destellos plateados al agua. Estiro el brazo y coloco la mano debajo del
—No quiero que te tomes a mal lo que te voy a decir, Darrell, y tampoco quiero que
pienses que soy una entrometida, o que me estoy metiendo donde no me llaman —
comienzo a decir, intentando ser cautelosa con mis palabras—, pero quizá s deberías
hablar con tu madre sobre esto, preguntarle por qué se fue tu padre, si discutían mucho,
Darrell me mira con suma atenció n, como si me estuviera estudiando, con una
—Bueno, igual que muchas otras personas. La tuya tampoco ha sido fácil.
enfermedad de tu madre, su muerte, los problemas econó micos por los que has
Aprieto los labios y guardo silencio. Darrell sigue mirá ndome sin decir nada. Ahora
es cuando me besa, ¿no? Eso es lo que ocurre en las películas y en las novelas
romá nticas. Casi estoy a punto de cerrar los ojos y abrir la boca esperando sus labios.
—¿Seguimos el camino? —me pregunta Darrell—. Todavía nos quedan algunas horas
¿Qué? ¿He oído bien? ¿Me ha preguntado que si seguimos el camino? ¡Mierda! Toda
la magia del momento se rompe en mil pedazos y mi desilusió n crece como la espuma
dentro de mí.
—¿Qué? —digo incrédula. Frunzo las cejas como si acabara de comerme un limó n y
—Que tenga carnet de conducir no significa que sepa conducir —arguyo—. Excepto
—Vamos —insiste.
—¿Intimidante?
—Sí, intimidante.
—No está s dispuesto a rendirte, ¿verdad? —le pregunto a Darrell, cuando me doy
cuenta de que no tiene ninguna intenció n de bajarse del asiento del copiloto.
Tras vacilar unos segundos, suelto el aire que he estado reteniendo en los pulmones y
—¿Te hace gracia? —le pregunto algo molesta al ver que se ha salido con la suya.
—No, no me hace gracia —dice, pero está mintiendo, lo veo en el fondo de sus ojos
azules. Si tuviera otra forma de ser, si fuera de otra manera, ahora mismo se estaría
partiendo el culo.
—Los hombres no soléis dejar el coche a las mujeres. ¿Por qué me dejas el tuyo a
mí? —digo, tratando de disuadirle de su idea, que pese a todo, no me deja de parecer
descabellada.
—Porque yo no soy como los demá s hombres —contesta Darrell mientras regula el
asiento y lo ajusta a mi tamañ o—. A estas alturas ya deberías saberlo —subraya muy
cerca de mí.
Por supuesto que no eres como el resto de los hombres, pienso embelesada.
Llevo la vista al frente, poso las manos en el volante de cuero y me doy cuenta de la
cantidad de botones y pequeñ as luces que hay a lo largo del salpicadero, y de que le
dan un aire de nave espacial. ¿Se utilizan todos, o algunos solo son de adorno?
blanco.
vida en ello.
Sigo sus indicaciones y me doy con un canto en los dientes cuando consigo poner el
coche en marcha, que ronronea como un gatito bajo mis pies. Sin ser muy consciente de
—¿Automá tico?
De pronto aquella bestia parda empieza a dar fuertes trompicones, hasta que se me
cala.
Suspiro y trato de calmarme. Sigo de nuevo las indicaciones que me ha dado antes
Venga Lea, tú puedes, me animo a mí misma. Joder, no tiene que ser tan difícil cuando
casi todo el mundo conduce. Giro el rostro y miro a Darrell. La confianza que
Suelto ligeramente el embrague y voy acelerando despacio hasta que el coche avanza
unos metros sin ahogarse. Cuando alcanzo la carretera sin ningú n percance, no puedo
conduciendo...
Mi boca se abre en una sonrisa amplia y distendida. A medida que voy sintiéndome
má s segura, voy cogiendo confianza y voy apretando el acelerador casi sin darme
cuenta, hasta que la velocidad roza el límite permitido. Conducir el Jaguar de Darrell
Unas millas má s adelante, Darrell alarga la mano y posa el índice en un botó n verde
oscuro de los tantos que hay en el salpicadero. Cuando lo oprime, la capota del coche
pelo, ese que tanto le gusta a Darrell que lleve suelto. Piso el acelerador un poco má s y
Me apetece reír, gritar, cantar, llorar de la emoció n, pero opto por lanzar un grito
para soltar la adrenalina que circula en torrente por el interior de mis venas.
Miro de reojo a Darrell, que permanece atento a cada una de mis reacciones. El
Y bajo el cielo anaranjado del crepú sculo seguimos nuestro camino hacia Atlanta.
CAPÍTULO 53
Unas cuantas millas antes de llegar a Atlanta, intercambio posiciones con Darrell,
que vuelve a tomar el control del Jaguar; yo ya he tenido suficiente por hoy.
Cuando entramos en la ciudad es noche cerrada y las calles está n prá cticamente
—¿Ah, sí?
—Sí, una de las sedes de mi empresa está situada en una calle paralela. Suelo venir
aquí a menudo.
Un cuarto de hora después estamos entrando por las puertas acristaladas del Kindred
Hospital.
mujer morena y de ojos grises que hay detrá s del mostrador de recepció n.
—Un momento, por favor —dice. Asiento mientras la mujer teclea el nombre en el
El hospital está también casi vacío a estas horas, a excepció n de los celadores y el
personal sanitario, así que subimos al ascensor sin tener que esperar.
—Bien —digo.
—Sí, también. Mi tic es bastante delatador. —Intento sonreír pero creo que no logro
despegar ni siquiera los labios.
Las puertas de acero se abren y ante nosotros se extiende un largo pasillo de paredes
blancas e inmaculadas. Como en todos los hospitales del mundo, huele a antiséptico y a
medicinas.
Busco el lado donde está n las habitaciones pares y tras dejar atrá s el control de las
enfermeras, veo el característico cardado de pelo negro de tía Emily. Está sentada
cabizbaja en una silla de plá stico gris de una hilera de ellas que hay pegada contra la
pared.
Tía Emily alza la cabeza y sus ojos rojos y llorosos se encuentran con los míos.
vemos.
—¿Leandra? Oh, Leandra..., has venido —dice, levantá ndose de la silla. —Extiende
los brazos y me estrecha contra ella sin poder reprimir el llanto—. Al final has
—Muy mal —responde. Sorbe por la nariz y se pasa un pañ uelo de papel por las
lá grimas que ruedan por sus mejillas—. Muy mal... —repite, con la voz llena de
angustia y desconsuelo.
Supongo que estará preguntá ndose quién es y qué relació n tiene conmigo.
—Encantada —dice tía Emily acercá ndose a Darrell y dá ndole un par de besos.
—Tía Rosy está dentro con él, haciéndole compañ ía —comenta tía Emily—. Apenas
duerme por los dolores. Está sufriendo mucho —añ ade sollozado. Me contempla
y sigo a tía Emily hasta la habitació n. Tía Rosy, la hermana pequeñ a de mi padre, una
mujer teñ ida de rubio y con el mismo cardado de pelo que tía Emily, se gira hacia
nosotras al oír la puerta. Cuando me ve y cae en la cuenta de quién soy, se lleva la mano
—Mitch... —llama tía Emily a mi padre—. Mitch, mira quién está aquí...
Mi padre se gira y, cuando pasados unos segundos me reconoce, los ojos se le llenan
cama. Su rostro está terriblemente demacrado, sin nada de color en la piel, con unas
ojeras violáceas gigantescas debajo de los ojos de color bronce. Una mascarilla de
—Leandra... Mi pequeñ a Leandra... —murmura con una voz que suena sin fuerzas.
—Me alegro mucho de que hayas venido, pequeñ a —dice emocionado, retirá ndose la
—¿Ves como al final ha venido? —le dice tía Emily con un gesto de visible felicidad
Mi padre asiente con la cabeza y en su cara hay un enorme alivio de verme allí.
—Gracias —me agradece en un suspiro.
—Bueno, lo mejor será dejaros un rato a solas —comenta tía Rosy levantá ndose de
—Muchas gracias por venir, Leandra —me susurra al oído—. Muchas gracias.
Cuando tía Rosy y tía Emily salen de la habitació n y cierran la puerta tras ellas, oigo
má s demacrado que antes, y eso que solo han pasado unos minutos.
—Bien.
—Sí.
—¿Qué estudias?
—Matemá ticas.
Mi padre sonríe como si fuera algo que ya supiera y que yo simplemente le estuviera
confirmando.
—Siempre fuiste una niñ a muy aplicada —comenta—. Tu madre y yo decíamos que
Le cuesta horrores respirar y oírle hablar con tanto esfuerzo me produce una punzada
de angustia en el corazó n. Sea mi padre o no, haya hecho las cosas bien o no, es un ser
—La vida me ha puesto donde debo de estar —dice con la voz cargada de emoció n.
enfermedad de mamá .
—Dios mío, Ruth... —musita con desaliento—. Ruth... —Guarda silencio unos
segundos mientras asimila lo que le acabo de decir—. Todo se me quedó grande, muy
quedó grande... Y la ú nica salida que vi fue huir. Fui un inmaduro y un cobarde —
concluye, con los ojos arrasados en lá grimas. Rueda la mirada y la posa en mí—. Por
lo mal que lo pasó mamá cuando él la dejó , las penurias econó micas, las noches en vela
llorando... Deseo gritarle, decirle que fue un inconsciente, un egoísta, que solo pensó
en él, que nunca se le ocurrió tener en cuenta las consecuencias que provocaría su
marcha... Sin embargo no soy capaz. Ahora solo es un hombre sin apenas fuerzas para
respirar y que apura las ú ltimas horas que le quedan de vida. Sería una crueldad por mi
parte acusarle de lo que él ya sabe, por lo que él ya se culpa. Ademá s, sé que a mamá
Mi padre levanta la mano para que yo se la coja. Cuando la tomo entre las mías noto
que la piel está fría y de un color mortecino.
Inclina la cabeza, afirmando. Cojo un vaso de agua que hay encima de la mesita
—Sí —responde.
Un hilo de lá grimas surca sus mejillas, pero sonríe, y eso provoca que yo también
sonría.
CAPÍTULO 54
Espero a que mi padre se quede dormido y cuando salgo de la habitació n, sin ser
consciente de cuá nto tiempo he pasado dentro de ella, veo a Darrell sentado entre
medias de tía Emily y tía Rosy, que parecen estar entusiasmadas con su compañ ía.
Me pregunto de qué habrá n hablado dado lo poco sociable que es Darrell, y a qué
clase de interrogatorio lo habrá n sometido. Tía Emily y tía Rosy pueden ser peor que la
Santa Inquisició n para obtener informació n de primera mano. Al menos eso es lo que
decía siempre mi madre.
—Sí —respondo, aunque me imagino que debo de tener los ojos rojos de tanto llorar.
—Estaréis cansados del viaje —nos dice tía Emily, que se ha levantado del asiento y
está a mi lado con un brazo alrededor de mis hombros—. Esta noche se queda
cuidá ndole tía Rosy. Así que lo mejor será que vengá is a mi casa a descansar, parejita.
—No hace falta—me apresuro a decir, intuyendo cuá les son sus intenciones—.
—¿En un hotel? ¿Teniendo yo casa aquí? —pregunta tía Emily—. ¿Dó nde se ha visto
eso?
Miro a Darrell, por si él me puede ayudar de algú n modo, pero no parece que la idea
Tía Emily contempla el coche de Darrell con asombro, aunque no hace ningú n
Un rato má s tarde, después de circular tranquilamente por una Atlanta casi desierta,
—Esta es vuestra habitació n —dice tía Emily, enseñ á ndonos un dormitorio con una
Me pongo rígida. No creo que a Darrell le haga mucha gracia que durmamos juntos.
Pese a que anoche después de la fiesta yo le pedí que se quedara a dormir conmigo y él
—¿Darrell y tú no, qué? —me corta de inmediato con una sonrisa pícara en los
labios—. Leandra, ¿no pensará s que soy tan anticuada como para creerme que no
dormís juntos? —me pregunta, dando por hecho que somos novios.
Pero tía Emily sigue sin dejarme hablar. Parece que le han dado cuerda.
—Lo ló gico es que durmá is juntos siendo novios... —apunta, empujá ndome hacia el
interior de la habitació n. De reojo alcanzo a ver que Darrell viene detrá s—. ¿Qué sería
—Amigos... amigos... —dice tía Emily, agitando la mano aspaventosamente sin dar
¡No me cree! ¡Mierda! ¡¿Por qué diablos no me cree?! ¡¿Tan poco convincente
resulto?!
Maldigo para mis adentros. No sé có mo coñ o parar esto; se me está yendo de las
manos. Si tía Emily supiera realmente la relació n que nos une a Darrell y a mí se
conversació n. Me imagino que se habrá dado cuenta de que tía Emily es imposible.
Ella sonríe satisfecha. Claro que, como para que no sonría, ha terminado saliéndose
con la suya.
Me siento en la cama. Má s bien me dejo caer en ella. Estoy agotada, tanto física
como anímicamente.
incó modo.
—Ya, Lea... —me calma en tono suave. Se acerca a mí y se coloca de cuclillas para
estar a mi altura—. Ya... —repite—. Ahora no importa cuá les sean mis costumbres, ni
Bajo la cabeza y miro al suelo. Cuando alzo la vista de nuevo, Darrell me está
—Me siento tan mal —digo, aferrá ndome a su cuello—. Tan mal... Mi padre está tan
Para mi sorpresa, Darrell corresponde a mi abrazo y cuando noto sus enormes manos
una repentina vergü enza; debería haberme contenido. Me muerdo el interior del
carrillo, azorada.
—Bien —respondo, sorbiendo por la nariz y enjugá ndome las lá grimas con los
dedos.
Darrell introduce la mano en el bolsillo del pantaló n, saca un pañ uelo y me lo tiende.
—Gracias —le agradezco mientras lo cojo y me seco el rostro con él. Darrell guarda
silencio, esperando que amplíe la informació n—. Me ha pedido perdó n... —comienzo
—. Dice que fue un inmaduro y un cobarde, que se le quedó grande la familia que había
formado con mi madre, que se le quedo grande mi madre y yo misma y que la ú nica
salida que vio fue huir. Está tan arrepentido... —susurro llorando al tiempo que mi voz
—Has hecho muy bien, Lea —opina Darrell—. Tu perdó n es lo ú nico que va a hacer
—Sí.
—Estoy segura de que es lo que hubiera querido mi madre —digo—. Ella amó a mi
Darrell alarga la mano y en silencio me seca las lá grimas que ruedan por las mejillas.
CAPÍTULO 55
—No, ¿y tú ?
Me encojo de hombros.
—Pero tampoco tengo ningú n lado favorito —digo con voz atropellada, por si él
—¿Hello Kitty? —me pregunta cuando ve que me he puesto un mini pijama con
Me encojo de hombros otra vez y le sonrío, esta vez con aire inocente.
—Soy... fan de ella —digo, y antes de que me dé cuenta estoy mordisqueá ndome el
interior del carrillo. Seguro que este tipo de cosas le parecen una ñ oñ ería.
—¿Por eso la gatita rosa de peluche que te regaló tu madre se llama Kitty?
Asiento varias veces con la cabeza. No puedo negar que me asombra que Darrell se
acuerde de Kitty, la vieja gatita rosa de peluche que me regaló mi madre cuando yo
atenció n en el pijama.
—¿Muy friki?
—No.
—¿Muy cursi?
—No.
—¿Muy infantil?
¿Qué narices quiere decir eso? ¿Qué significa que algo es muy yo? No sé si suena del
todo bien.
—Sí —reafirma Darrell—. Es muy tú , es muy Lea Swan. Eres como una marca con
identidad propia.
—Ummm...
—Es bueno, porque te hacen una persona ú nica y especial, muy especial... De hecho,
¡Ay, Dios! ¿Y eso que significa ahora? ¿Y si lo dice porque le parezco rara como un
—Un poco de ambas, sin que raro sea algo despectivo —aclara—. Todo lo contrario;
y también especial por diferente, por atípica, por asombrosa, incluso por bella... Tu
fluidos corporales de manera reiterada. De hecho, follamos todos los días, incluso
varias veces dentro de un mismo día desde que firmé el contrato y me mudé a su casa,
La voz de Darrell me devuelve a la realidad. Cuando levanto los ojos está apartando
la colcha y la sá bana para meterse en la cama.
—Sí —contesto.
—¿Serías capaz?
Estallo a reír a carcajadas, no sé si por los nervios o por la cercanía de Darrell, que
me tiene atacada.
—En la maleta.
—Sí, porque es una escoba plegable —respondo—. Las brujas también nos
entre risas.
—¿En serio?
—Totalmente en serio. La mía estaba aquí —digo, señ alá ndome con el índice la
Darrell me sigue la broma y mira donde le apunto con el dedo con una expresió n de
sumo interés.
—¿Y tenéis un gato negro? —me pregunta.
—Seguro que se pone tapones —digo mientras me seco las lá grimas que me caen por
el rostro.
—O abre la puerta y nos convierte en sapos con algú n hechizo de esos que conocéis
—Para ya, Darrell —le pido—, o vas a conseguir que me dé un ataque de risa.
—¡Ya, por Dios! —exclamo en un susurro. Le doy un golpe en el brazo—. Para ya.
—Como quieras. Pero que conste que lo hago porque temo que tu tía venga y me
convierta en sapo, o peor, en ornitorrinco. ¿Tú has visto lo feos que son los
ornitorrincos? Esos bichos han sido creados por el Diablo no por Dios.
—Darrell, ya...
—Creo que lo mejor será que nos durmamos —sugiere—. No vaya a entrar tu tía y
nos convierta en ornitorrincos.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Oh, no, no... No quería decir eso... —Las palabras salen como un torrente de mi
boca, justificá ndome—. No quería decir que seas un payaso... Yo no te veo como un
Resoplo.
—Al final vas a conseguir que sea yo quien te convierta en un ornitorrinco —digo—,
Y entonces ocurre algo que pensé que nunca ocurriría: un inicio de sonrisa aparece en
un espejismo. ¡Madre mía, sí, está sonriendo! ¡Darrell Baker está sonriendo! ¡El
hombre de hielo está sonriendo! ¡Y wow, que pedazo sonrisa! Sería capaz de derretir
CAPÍTULO 56
Es la primera vez que veo sonreír a Darrell, que consigo que se le escape una
sonrisa, y estoy algo ató nita. Lá stima que solo dure unos segundos, porque enseguida
vuelve a tomar protagonismo el hombre de hielo, el hombre sin emociones.
largo rato después noto que la respiració n de Darrell se ha ralentizado e intuyo que ya
se ha quedado dormido. Yo en cambio sigo con los ojos como un bú ho, sin ninguna
intenció n de caer en los brazos de Morfeo, con una vorá gine de pensamientos pululando
pregunto que pensaría mi madre si le viera en las circunstancias en las que está, si lo
viera casi en las mismas circunstancias en las que ella estuvo. Suspiro y me pongo boca
arriba intentando hacer el menor ruido posible para que Darrell no se despierte;
necesita descansar porque ha conducido durante muchas horas seguidas para que yo
entra por la ventana. La imagen demacrada de mi padre se mezcla paradó jicamente con
la de la sonrisa de Darrell, tan má gica, y con algunas secuencias de las que hemos
postura, giro la cabeza y me quedo mirando el relieve que dibuja su silueta recortada
mú sculos está n relajados, sin esa expresió n seria, incluso atormentada que a veces lo
visita. ¿Por qué no es capaz de sentir? ¿Por qué la vida le ha condenado a no tener
emociones? ¿A no conocer algo tan hermoso como el amor?
quedá ndome dormida. Pero mis sueñ os se llenan de pesadillas. La imagen de mi padre,
mente. De pronto se lleva las manos al pecho y aprieta la tela del pijama, tirando de
Trato de correr hacia él para ayudarlo, pero no logro avanzar ni un solo paso, es
adelante.
Grito. ¡Tengo que ayudarlo! ¡Tengo que ayudarlo! Vuelvo a gritar má s fuerte,
intentando alertar a alguien; a las enfermeras, a los médicos, a tía Emily y a tía Rosy.
Grito. Grito. Grito hasta desgañ itarme: ¡Ayudadlo, por favor! ¡Ayudadlo, por favor!,
repito una y otra vez mientras la expresió n de mi padre sigue contrayéndose por el
sufrimiento.
—Lea... Lea...
Abro los ojos de golpe y me despierto sobresaltada, con el corazó n latiendo a mil
—Lea... —vuelvo a oír con voz tranquilizadora—. Solo es una pesadilla... Una
pesadilla...
Alzo la vista. Darrell está frente a mí, mirá ndome, y la luz que desprende el intenso
azul de sus ojos me hace volver a la realidad. Asiento un par de veces y me paso la
—Sí, solo una pesadilla —vuelve a decir Darrell—. Todo está bien. Todo está bien,
Lea.
Trato de regular mi respiració n al tiempo que me tumbo en la cama y me arropo con
pasa...
va remitiendo.
Cierro los ojos y dejo que me invada la calidez que desprende su cuerpo y su aroma
a limpio. Madre mía, siento como si estuviera flotando envuelta en sus brazos. Suspiro
CAPÍTULO 57
El corazó n me da un vuelco.
—¿De horas?
Tía Rosy aprieta los labios y asiente y tía Emily rompe a llorar detrá s de mí.
—Ha preguntado por ti —me dice tía Rosy—. Quiere verte.
Sonrío.
Mi padre gira el rostro y abre los ojos lá nguidamente cuando escucha mi voz. Me da
la impresió n de que ni siquiera tiene fuerzas para levantar los pá rpados, y creo que no
me equivoco.
oxígeno.
—Buenos días.
—Solo estar un ratito contigo. Eso es lo ú nico que necesito —contesta mi padre.
En ese momento rueda los ojos hacia un lado y repara en la presencia de Darrell, que
está un par de metros por detrá s de mí, en un segundo plano. Los labios agrietados se
—No sabes cuá nto me alegra que tengas novio —dice, dando por hecho que Darrell
es mi pareja. Alzo las cejas y abro los ojos de par en par. ¿Novios? ¿Por qué todo el
sabiendo que no te quedas sola, que tienes con quien compartir tu vida... Mitch Swan
mi padre.
Miro a Darrell sin abrir la boca y agradeciéndole con los ojos que le siga la
corriente a mi padre.
—Si conoces la historia, Darrell, quizá s pienses que no soy el má s indicado para
decir esto, y probablemente tienes razó n, pero cuida mucho de mi pequeñ a cuando yo ya
Los ojos de esa tonalidad bronce tan característico de los dos se le llenan de
lá grimas.
Me siento incó moda. Darrell no es mi novio ni nada que se le pueda parecer, y por lo
—Lo haré —dice de pronto él, lanzá ndome una mirada de reojo. Me quedo pasmada
—Gracias —susurra con las pocas energías que le quedan—. Muchas gracias.
—Buenos días, señ or Swan —saluda con expresió n amable. Nos mira a Darrell y a
poquito el aire?
Miro a tía Emily y a tía Rosy, que está n sentadas en la hilera de asientos de plá stico
grises hablando de sus cosas. Tía Emily alza la vista y traza en los labios una sonrisa
—Vamos—dice Darrell.
Bajamos a la calle y entramos en una cafetería con una coqueta decoració n retro que
hay frente al Kindred Hospital. Nos sentamos en una las mesas de madera. Darrell
busca mi mirada mientras la camarera nos sirve el descafeinado con leche y el café
La camarera llega de nuevo. Mientras deja las tazas sobre la mesa, aprovecho para
—Sí, sí tengo que dá rtelas —insisto—. Por estar conmigo en estos momentos, por
acompañ arme, por estar pendiente de mí... —Hago una pausa, echo el azú car en el
mucho má s de lo que hubiera imaginado, y contando con que mi padre es prá cticamente
—Gracias —vuelvo a decir—. Y... por los abrazos que me diste ayer —añ ado con
—Sé que está s pasá ndolo mal, Lea. Salta a la vista. Tu rostro está apagado, tu sonrisa
no es tan amplia como hace unos días y tus ojos han perdido ese brillo risueñ o que tanto
los caracteriza. —Darrell da un sorbo a su café solo sin azú car—. No me gusta verte
así —afirma, dejando la taza encima de la mesa. Frunce ligeramente el ceñ o, como si
pasa la mano por la nuca —. No me gusta ver que lo está s pasando mal.
Espero a que diga algo má s, sin embargo, no lo hace, y su rostro tampoco adopta
ninguna expresió n que pueda darme una idea de qué está pensando, o por lo menos de
tratar de adivinarlo.
—A nadie le gusta que la gente que le rodea lo pase mal —alego, al darme cuenta de
—Es curioso...
—¿El qué?
quieres decir?
Pero Darrell no llega a responderme, en el momento en que abre la boca para hablar,
nos interrumpe tía Emily, que viene con la cara desencajada y echa un mar de lá grimas.
—Leandra...
Sin escuchar nada má s, e imaginá ndome qué es lo que ocurre, me levanto del asiento
CAPÍTULO 58
Tía Rosy está a su lado, junto a un médico y a la enfermera que minutos antes había
Tiene los ojos cerrados, pero su pecho aú n sube y baja, aunque lo hace muy despacio,
con un movimiento casi inapreciable. Tía Rosy se vuelve hacia mí con la mirada
devastada por el llanto. Se lleva una mano a la boca. Es el final.
—Sí, papá, estoy aquí —le digo, cogiéndole rá pidamente la mano pá lida y
La boca de mi padre se abre dibujando una sonrisa en los labios al sentir el cálido
contacto de mi mano.
—Gracias por haber venido a verme —dice sin aliento—. A pesar de todo lo que te
—No pienses ahora en eso... —le corto en tono dulce, intentando calmar su desazó n.
—Sí, si tengo que... pensar en ello, Leandra, y... darte las gracias —dice
perdonarme..., por... haberme regalado estas horas que has estado conmigo..., por...
—Gracias... Gracias por tus lá grimas, mi pequeñ a Leandra..., mi pequeñ a niñ a... Te
quiero...
—Lo siento.
La que habla ahora es la enfermera, o eso es lo que me parece, ya que no soy muy
consciente de lo que está sucediendo a mi alrededor. Como un ser autó mata salgo de la
Es Darrell. Me rodea la espalda con una mano y con la otra me sujeta la cabeza y la
aprieta contra él. Entonces rompo a llorar sin consuelo. Por mi padre, que acaba de
fallecer, y porque toda esta situació n trae a mi mente la muerte de mi madre hace apenas
dos añ os.
—Llora, Lea... —me dice Darrell—. Llora todo lo que quieras, todo lo que
devastador. Tanto, que si no fuera por los brazos de Darrell que me está n sujetando, me
caería al suelo.
Asiento de manera mecá nica mientras me enjugo las lá grimas con el dorso de la
mano.
—¿Qué quieres que haga, tía?
—Tía Rosy y yo nos encargaremos de avisar al resto de la familia y del papeleo del
bolso y sacando una tarjeta de visita—. Queremos que seas tú la que se ocupe de ello
—Vale, tía —respondo, agradecida por la confianza que depositan en mí, al tiempo
Tía Emily me abraza, después me coge la cara con las dos manos y me besa
afectuosamente en la frente.
—Le has hecho tan feliz está s ú ltimas horas... —me susurra sin poder contener el
El corazó n me da un vuelco.
—No podía faltar, cariñ o —dice, secá ndome las lá grimas que ya ruedan
precipitadamente por mis mejillas—. Tenía que estar aquí contigo. Acompañ á ndote.
—Sí.
Me encojo de hombros.
Alzo la mirada y por encima del hombro de Lissa veo al larguilucho de Matt
Mientras me estrecha entre sus brazos, Lissa aprovecha para saludar a Darrell, que
Matt duda si saludar a Darrell o no, pero finalmente desiste cuando ve que él no está
mucho por la labor. Dirijo una mirada a Darrell. Por alguna razó n que ignoro, no le
quita el ojo de encima a Matt, y mientras parece seguir cada uno de sus movimientos
como un perro policía, tiene una expresió n seria en el rostro, una de esas que no logro
descifrar. ¿Qué demonios le pasa siempre con Matt? ¿Por qué no le ha saludado como
tumba, bajo un cielo cubierto de unas nubes plomizas que amenazan con descargar agua
durante meses, como en el diluvio universal. Mientras el cura expone el sermó n, pienso
problema del que me tengo que ocupar. ¿Problema? ¿Desde cuá ndo Darrell es un
problema? Desde que me dijo que no es capaz de sentir emociones, que no es capaz de
Niego para mí misma con la cabeza. En cuanto lleguemos a Nueva York tengo que
CAPÍTULO 59
momento en que nos quedamos solas cuando salimos del cementerio. Darrell está unos
—Mucho.
—Para un día entero —respondo. Hago una pausa y paseo la mirada en derredor,
asegurá ndome de que nadie puede oírnos—. Por lo pronto tengo que encontrar un
—Sí, es lo mejor.
—Sabes que te apoyaré en todo lo que hagas, ¿verdad? —me dice Lissa.
Aprieto los labios con fuerza, aguantando las lá grimas, y afirmo con la cabeza sin
fuera una tabla salvavidas—. Todo va a salir bien, ¿vale? —Al ver que no respondo,
insiste—. ¿Vale?
—Sí —afirmo—. Por cierto, ¿qué tal te va con Joey? Hace mucho que no me cuentas
—Bueno...
—Lea...
—Matt...
—Tenemos que irnos —anuncia, mirando a Lissa—. Creo que no va a tardar mucho
—Nos vemos —dicen los dos al unísono mientras nos despedimos con un par de
besos en las mejillas y un caluroso abrazo.
—Nos vemos, y muchas gracias por estar conmigo en estos momentos —les
Durante unos instantes veo como se alejan y como sus siluetas se pierden entre el
resto de la gente que ha venido a dar el ú ltimo adió s a mi padre. Ellos son mi ú nica
—¿Todo bien?
Darrell aparece a mi lado. Está vestido íntegramente de negro, corbata incluida, tan
elegante como siempre, pero esta vez ademá s con un toque sobrio.
—Todo bien —respondo—. Al menos, todo lo bien que puedo estar en estas
circunstancias.
Darrell mira a su alrededor y apunta con el dedo a una caseta baja situada en la
entrada del cementerio. El techo sobresale un poco de la fachada y eso puede evitar que
Mientras esperamos, se levanta un viento frío que hace que me estremezca. Me froto
los brazos con las manos para tratar de entrar en calor. Darrell se percata de ello, se
—Gracias —digo.
—Darrell, no tienes por qué cumplir la promesa que le hiciste a mi padre —digo—.
—Esta no.
Una rá faga de viento me agita los mechones de pelo. Me los coloco detrá s de las
orejas para que no me molesten. No lo veo, pero siento los ojos de Darrell clavados en
mí.
—¿Supones?
hundo un poco má s cada vez que abro la boca. Pero no sé có mo encauzar esta
conversació n para no salir escaldada. No quiero ser amiga de Darrell; no cuando creo
que estoy enamorada de él. Tenerlo cerca y no poderlo tocar o no poderlo besar sería
una tortura.
—A mí no me da lo mismo.
haber...
—No lo he hecho para que me des las gracias, Lea —me corta en tono seco.
Vuelvo a tragar saliva. No sé qué decir. Estoy bloqueada. Mierda, ¿qué quiere que le
—Darrell... nuestra relació n está ... —titubeo nerviosa—... está definida por las
clá usulas de un contrato... —Mi voz se va apagando poco a poco. En esos momentos
levanto ligeramente el rostro y de reojo veo a tía Emily. Siento un inmenso alivio—.
Tía Emily, estamos aquí —digo en voz alta, haciéndole una señ al con la mano y
aprovechando el impasse para desviar la atenció n y dar por concluida la incó moda
—Cariñ o... —dice tía Emily viniendo hacia nosotros—. Os estaba buscando.
Miro a Darrell, que se mantiene de pie junto a mí, observá ndome desde toda su altura
—Ya se ha ido toda la gente —comenta tía Emily, tapá ndose el cuello con las solapas
de la chaqueta negra que lleva puesta, protegiéndose de las rá fagas del viento que nos
sacuden.
—Sí, para eso os estaba buscando. Podemos irnos cuando querá is.
CAPÍTULO 60
El camino de vuelta a Nueva York lo hacemos prá cticamente en silencio. Los á nimos
de ambos parecen estar en horas bajas y ni Darrell ni yo estamos por la labor de
romper esta inquietante y, por momentos, insoportable calma. Quizá la prefiramos antes
que discutir.
Sumida en mis pensamientos, no paro de preguntarme por qué Darrell está tan
molesto, por qué le ha sentado tan mal que le dijera que no somos amigos, que nuestra
Recuesto la cabeza en el reposacabezas del coche, cierro los ojos y dejo que el
sueñ o me venza. Cuando me despierto, la melancó lica penumbra del anochecer inunda
el cielo y bajo él, la silueta de Nueva York se dibuja en el horizonte. Hemos llegado.
que pueda frenarme, las lá grimas ruedan de manera precipitada por mis mejillas.
Ú ltimamente lo ú nico que hago es llorar; llorar por Darrell y porque lo que siento por
que no es capaz de sentir emociones? ¿De un hombre que no es capaz de amar a nadie?
¿Que no es capaz de enamorarse? ¿Del hombre de hielo? ¿Có mo he podido ser tan
tonta?
Suspiro y dejo que el llanto me desahogue el alma durante las horas de la noche.
Los días siguientes no veo a Darrell porque se ha ido de viaje de negocios. Así que
irme cuanto antes. (Lo que he estado pensando desde que me di cuenta de que me estaba
colgando por Darrell). Y para poder romper el contrato necesito encontrar un trabajo, y
Abro el perió dico por la secció n de anuncios por palabras y comienzo a repasar las
—Administrativa.
con las tetas al aire mientras un centenar de hombres van dejando sus babas a mi paso.
ellos que hay. Una columna entera. No me molesto ni siquiera en echarlos un vistazo.
De repente siento un pellizco de vergü enza al caer en la cuenta de que algo parecido es
lo que he estado haciendo con Darrell. Sacudo la cabeza. Miro al perió dico y lo cierro
con desá nimo. Me froto los ojos, cansada. Estoy en una especie de tela de arañ a de la
—Bien —responde—. ¿Y tú ?
—Bien.
—Tu voz no se oye muy animada, Lea —observa.
—Tengo una noticia que quizá te suba el á nimo —dice Lissa en tono có mplice. No
amigo de mi padre va a abrir pró ximamente un bar de copas y está buscando camareros
es un punto a tu favor. Trabajarías solo viernes y sá bados. Pero al ser horario de noche,
—¿Que qué me parece, Lissa? Dile al amigo de tu padre que iré a hacer la entrevista
cuando quiera.
—¡Me viene genial! —exclamo entusiasmada—. Tengo clase por la tarde, así que por
—Entonces le diré a mi padre que concierte una entrevista con su amigo para mañ ana
por la mañ ana. Estoy segura de que uno de los puestos de camarera será tuyo.
—Pero, ¿por qué? —me pregunta Lissa extrañ ada—. Pensé que... bueno, que no
—Es que... Yo... Es que... —Chasqueo la lengua y resoplo con fuerza. ¿A quién
enamorarías de él?
—Lissa, sobre el corazó n no se puede mandar —me justifico—. Yo era la primera
que sabía que no me debía de enamorar de él, que era... peligroso hacerlo, pero no lo
he podido evitar.
—Lea...
—Lo sé, soy una tonta, una auténtica gilipollas... —me reprocho a través del
teléfono.
—No seas tan dura contigo misma —dice Lissa, comprensible—. Tienes razó n; al
corazó n no se le puede decir de quién enamorarse y de quién no. É l sigue sus propias
normas.
—Por eso tengo que irme de aquí cuanto antes. Estar cerca de Darrell me hace dañ o.
—No te preocupes. Haré todo lo que esté en mis manos para que el amigo de mi
padre te contrate.
—Sí, por favor, por favor, por favor... —suplico—. Sería mi salvació n.
¿ok?
—Ok.
—Hasta luego.
—Hasta luego.
Empiezo a dar vueltas por la habitació n. Tengo que conseguir ese trabajo. Es perfecto
para mí en este momento de mi vida. Podría asistir a clases todos los días y ganaría lo
suficiente para permitirme pagar un apartamento, aunque sea modesto. Me vengo arriba
cuando pienso que estamos hablando de un amigo del padre de Lissa y de que las
probabilidades de que me contrate se multiplican.
—Al fin una buena noticia —me digo con á nimo renovado.
CAPÍTULO 61
boca de Darrell.
una ceja en un gesto de interrogació n—. Para que lo entiendas —prosigo—; Darrell no
sabe cuá ndo está triste o cuá ndo está alegre —simplifico.
los demá s; no es capaz de ponerse en el lugar de los demá s porque no reconoce lo que
sienten.
—Exacto. Por eso no cree en la familia, en los hijos, en el amor... Porque nunca lo
que la cerveza se mueva en círculo—. Por eso no quiere complicarse la vida con
son...
Lissa me pasa el brazo por el hombro y me atrae hacia ella con un gesto cariñ oso.
—No te preocupes, Lea —me anima—. Saldrá s de esta. Lo olvidará s. Ya sabes que
Me muerdo el interior del carrillo repetidamente. No digo nada, pero sé que voy a
Abro la boca.
—Me alegra que hayáis dejado a un lado las bromas y las pullitas que os tirabais y
—Tienes razó n, y perdiendo el tiempo —concede Lissa con una sonrisa de medio
lado—. Pero te aseguro que lo estamos recuperando... —Me guiñ a un ojo y se echa a
—No lo sé, Lea. Ya ves có mo son los tíos —responde, mirá ndome de reojo—. Nunca
se sabe si van en serio o no. A veces ni siquiera cuando te piden matrimonio sabes si
Está claro que hay veces que Lissa puede ser muy tremendista, incluso má s que yo.
deja que el tiempo decida qué es lo hay entre vosotros —le aconsejo.
—Creo que es lo ú nico que puedo hacer. Esperar y que sea el tiempo el que diga qué
Hay un deje de desá nimo en el tono de Lissa, lo que me hace pensar que ella desea
tontos.
—¿Crees que todo lo que sufrimos las mujeres por culpa de los tíos tendrá alguna
Abro los ojos de par en par, ladeo un poco la cabeza y miro su jarra.
—¿Qué te han echado en la cerveza? —digo—. ¿No las habíamos pedido sin
alcohol?
hay ninguna nota có mica en su tono de voz, trato de responderle de una manera sensata,
el cielo.
—¿Tú crees?
—Supongo que algú n día lo descubriremos —digo al fin. Miro el reloj vintage que
hay colgado de una de las paredes grises del bar—. Lissa, tenemos que irnos. Es casi la
una.
Damos un ú ltimo sorbo a nuestras cervezas, cogemos los bolsos de las sillas, nos los
CAPÍTULO 62
donde debe de estar, y por má s que intento resolver la funció n gaussiana que tengo
Un rato después sigo peleá ndome con el ingente nú mero de datos que llenan los
noche. ¡Las doce y media! No pensé que fuera tan tarde. Respiro hondo.
—Adelante —digo.
Se nota, me digo a mí misma, porque está recién duchado y viene vestido con ropa
informal; unos pantalones sueltos y una camiseta bá sica blanca, y tiene el pelo todavía
un poco hú medo.
Me muerdo el interior del carrillo, nerviosa. No nos hemos visto ni hemos hablado
desde que volvimos de Atlanta. Me imagino que su visita a mi habitació n a estas horas
es para ejercer sus derechos sobre mí. Aú n puede, porque no me he ido y el contrato
sigue vigente.
El tono de voz de Darrell es firme y decidido. Carraspeo sin saber qué decir. Lo
ú nico que hago es contemplarlo como una boba. No puedo evitar bloquearme cuando
—He visto que tenías la luz dada y he supuesto que estabas despierta... ¿Qué haces?
—me pregunta, mirando los papeles y los libros que abarrotan el escritorio.
—Sí —afirmo.
Me paso la mano por la frente, algo agobiada. Darrell extiende el brazo.
escritorio. Trago saliva al ver que se dispone a hacer de profesor conmigo. Su cercanía,
como ocurre siempre, me acelera las pulsaciones y hace que la boca se me seque.
dispone a explicarme—. Ya sabes que la Campana de Gauss es una funció n formada por
tres partes claramente diferenciadas. —Asiento mientras me dejo llevar por el sonido
meló dico de su voz grave y profunda—: la zona media, la có ncava y los extremos... —
continú a hablando.
Veinte minutos después y tras preguntarle algunas dudas que me surgen, soy capaz de
resolver solita la dichosa funció n gaussiana para el trabajo que tengo que entregarle
Sonrío tímidamente.
—Puede que sí, pero me hubiera llevado toda la madrugada —opino, y lo hago
sinceramente.
—Siempre que tengas dudas o algú n problema, pregú ntame —me dice Darrell de
la ocasió n.
—He encontrado trabajo —anuncio, trascurridos unos segundos en los que ninguno
de los dos ha dicho nada.
—De camarera —respondo, e inmediatamente después los nervios provocan que las
palabras salgan de mi boca sin freno—. Es en el bar de un amigo del padre de Lissa;
mismísima Inquisició n.
—¿Cuá nto vas a ganar? —quiere saber, levantá ndose también de la silla.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Eso no es un motivo —dice Darrell—. ¿Es por dinero? Te daré lo que me pid...
—No soy una puta —mascullo apretando los dientes. Lo hago con tanta fuerza que
creo que se me van a romper. Darrell se acaricia la mandíbula de arriba abajo mientras
me taladra con la mirada—. ¡Maldita sea, no soy una puta! —exclamo con toda la rabia
del mundo. La sangre me hierve dentro de las venas—. ¡No puedes comprarme con tu
—Sí, sí querías decirlo —le escupo con los ojos llenos de lá grimas—. Querías
decirlo y lo has dicho. ¿Así es como me ves? —le pregunto—. ¿Có mo una puta? ¿Eso
es lo que soy para ti? ¿Una puta a la que pagas y puedes follarte cuando quieras?
—Eres un cabró n. No tienes sentimientos, pero tampoco tienes escrú pulos. Sin
embargo, la culpa es mía —reflexiono dando vueltas por la habitació n y sin dejarle
hablar. Darrell me sigue atentamente con la mirada—. Es mía, por haber aceptado tu
—¡Ya, Lea!
La voz de Darrell suena grave, severa, pero yo sigo echando serpientes por la boca;
—Conoces mi problema...
—Lo conozco, sé lo qué te pasa —le corto—. Por eso lo mejor es que me vaya —
—¿Por qué? —insiste—. Todavía no me has dicho la razó n por la que te quieres ir.
tajante, esperando que Darrell no siga por ese camino. Pero sigue.
Mi pecho sube y baja por la rabia que siento y porque empiezo a verme acorralada
—Quiero saber qué pasa —me presiona. Me muerdo el interior del carrillo una y
otra vez. Estoy al borde de un ataque de nervios—. ¿He hecho algo que te haya
molestado? —me pregunta. Niego con la cabeza, pero lo hago má s para mí que para él.
No puedo seguir con esto. Me muerdo el labio inferior en un gesto de frustració n—.
buscar mis ojos. El corazó n me va a mil por hora. Me va a dar algo. En un impulso alzo
CAPÍTULO 63
La atmó sfera parece haberse quedado sin oxígeno de repente. Contengo la respiració n
en la garganta.
la nuca.
Esbozo una sonrisa agridulce en los labios y pongo los ojos en blanco.
—Se nota que nunca has estado enamorado, que ni siquiera sabes lo que es —le
Lo miro con los ojos velados. Pese a que es algo que sé sobradamente, sus palabras
son demoledoras para mí, como si me hubiera caído un piano de cola encima.
—Lo sé, Darrell —logro articular, enjugá ndome las lá grimas que siguen deslizá ndose
por mis mejillas—. Lo sé... Por eso tengo que irme de aquí; tengo que alejarme de ti.
—Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras, Lea... —comenta Darrell.
No le dejo continuar.
—Lo entiendo.
—De todas formas ya está todo dicho —digo, abreviando la conversació n—. Creo
—Si necesitas algo, pídemelo, Lea. Lo que sea... No quiero que te tomes a mal lo
que te voy a decir, por favor —dice con voz cautelosa y sopesando sus siguientes
palabras—. Si quieres puedo darte... prestarte algo de dinero para que adelantes la
—No quiero que creas que lo hago porque piense que eres una... —me interrumpe,
aunque no dice la palabra—. Por lo que has dicho antes. —Lo suaviza—. Nada má s
inferior—. No se me olvida que te debo el dinero que pagaste a mi casera por los
—No te preocupes por eso, Lea —dice Darrell—. No tienes que devolvérmelo.
—Bueno, aú n todo trataré de pagá rtelo lo antes posible —insisto con terquedad.
—¿Quieres que llame a la empresa de mudanzas que trajo aquí tus cosas? —me
—Van a ayudarme Lissa y... —Al principio no quiero nombrar a Matt, pero llegado a
—Está bien.
—Dime.
—Que si un día necesitas algo, lo que sea... Lo que sea —recalca—, vas a
pedírmelo. —Hago un ademá n de afirmació n—. Dímelo con palabras —me pide.
—Te lo prometo.
—Siento todo lo que ha pasado.
—Vale.
—¿Por qué no te has esperado a que viniera y te ayudara? —me regañ a Lissa cuando
—Venga, que te ayudo a empaquetar lo que te queda y nos vamos. Matt nos está
esperando abajo.
—Sí, por favor. Quiero irme cuanto antes. Me duele mucho estar aquí.
Media hora después hemos terminado de meter las ú ltimas cosas en las cajas.
para atrá s.
Aprieto los labios y afirmo en silencio con la cabeza. Lissa carga una de las cajas y
—¿Has vivido aquí? —me pregunta Matt, con una expresió n entre asombro y
confusió n en el rostro.
—Sí —respondo.
—Wow.
—Es la casa de un... familiar —me excuso con lo primero que se me ocurre.
—¿De un familiar?
—Que alucinante.
hacer algo—. ¡Espera! —exclamo—. ¡Espera un momento! —Abro la puerta del coche
Consulto mi reloj de muñ eca: son cerca de las ocho de la tarde, Darrell no tardará
mucho en llegar. Subo rá pidamente al á tico, ante la mirada amable de Bob, que me
sonríe. Le devuelvo el gesto. Me he llevado muy bien con él durante el tiempo que he
vivido aquí. Tanto, que incluso creo que le voy a echar de menos.
Entro en el á tico y voy directamente al saló n. Saco de mi bolso la cartera y extraigo
de ella la tarjeta de crédito que me dio Darrell cuando firmé el contrato. Se me había
las llaves.
Me dispongo a irme, pero vuelvo sobre mis pasos, afectada por una punzada de
si el destino lo quiere,
Lea
Cuando la dejo debajo de la tarjeta de crédito y de las llaves tengo los ojos anegados
de lá grimas. ¿Hasta cuá ndo esto me va a hacer llorar? Lanzo un suspiro al aire. Paseo
la mirada por el perímetro del saló n recordando los momentos que he vivido en esta
casa.
salida. Salgo del á tico y cierro la puerta tras de mí mientras una lá grima resbala por mi
—Lo siento mucho. Me caes bien —dice Bob, intuyendo el motivo de mi ida.
No sé si es que estoy sentimental o qué, pero me lanzo y le doy un fuerte abrazo, que
corresponde afectuosamente.
—Tengo que irme —digo con prisa en la voz. En cualquier momento puede llegar
Deshago el abrazo y me dirijo hacia el coche de Matt, que sigue donde lo he dejado.
quebrá rseme.
Tengo el corazó n roto, y lo peor es que me lo he roto yo misma, por esperar de Darrell
algo que sabía que no me podía dar. Aprieto los labios, haciendo un esfuerzo por no