1a Detective de Botsuana, La - Alexander McCall Smith PDF
1a Detective de Botsuana, La - Alexander McCall Smith PDF
1a Detective de Botsuana, La - Alexander McCall Smith PDF
Su fundadora es
mma Precious Ramotswe, una oronda mujer orgullosa de sus curvas que ha
vendido las cabezas de ganado heredadas de su padre para embarcarse en la
investigación criminal. Con la única ayuda de una guía sobre cómo ser detective,
su secretaria mma Makutsi y una taza de té, mma Ramotswe consigue resolver
los más pintorescos casos que llegan a su agencia.
Entrañable, original, divertida, tremendamente humana y con unos personajes
inolvidables, La primera detective de Botsuana es la primera entrega de una
serie que ha robado el corazón de millones de lectores y ha convertido a su
autor, Alexander McCall Smith, en uno de los escritores más solicitados del
mundo.
Alexander McCall Smith
La primera detective de Botsuana
Primera agencia de mujeres detectives - 1
ePub r1.2
Titivillus 09.02.17
Título original: The No. 1 Ladies’ Detective Agency
Alexander McCall Smith, 1998
Traducción: Marta Torent López de Lamadrid
Retoque de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Este libro está dedicado
a Anne Gordon-Gillies, de Escocia,
ya
Joe y Mimi McKnight,
de Dallas, Texas
1
Papaíto
M ma[1] Ramotswe era propietaria de una agencia de detectives en África, al pie del
monte Kgale. Contaba con una pequeña furgoneta blanca, dos mesas, dos sillas,
un teléfono y una vieja máquina de escribir. Mma Ramotswe, la primera —y única—
detective privada de Botsuana, tenía, además, una tetera en la que preparaba té de rooibos.
[2] Y tres tazas, una para ella, una para la secretaria y otra para el cliente. ¿Qué más se
M ma Ramotswe había pensado que no sería fácil abrir una agencia de detectives.
La gente solía cometer el error de pensar que montar un negocio era sencillo, y
luego se topaba con un sinfín de problemas y requisitos imprevistos. Había oído casos de
personas que habían tenido que cerrar su negocio al cabo de cuatro o cinco semanas de su
apertura porque se habían quedado sin dinero, sin género, o sin ambas cosas. Siempre
resultaba todo más difícil de lo que parecía a simple vista.
Fue a Pilane a ver al abogado, que lo había dispuesto todo para entregarle el dinero de
su padre. Se había ocupado de la venta del ganado, que había vendido a muy buen precio.
—Ha heredado un montón de dinero —le anunció—. La vacada de su padre ha ido
creciendo con los años.
Mma Ramotswe cogió el cheque y la hoja que le dio el abogado. Era más de lo que
jamás había soñado. Y era suyo; todo ese dinero, extendido a favor de Precious
Ramotswe para ser cobrado en el Barclays Bank de Botsuana.
—Se puede comprar una casa —le sugirió el abogado—. Y hasta montar un negocio.
—Haré las dos cosas.
El abogado sentía curiosidad.
—¿Qué clase de negocio le interesaría? ¿Una tienda? Puedo aconsejarla, si quiere.
—Una agencia de detectives.
El abogado estaba boquiabierto.
—No hay ninguna en venta. Aquí no hay nada de eso.
Mma Ramotswe asintió con la cabeza.
—Lo sé. Tendré que empezar de cero.
El abogado gesticulaba mientras la escuchaba.
—En los negocios se pierde dinero muy fácilmente —comentó—. Sobre todo cuando
se desconoce la materia que se está tratando. —La miró con dureza—. Sí, sobre todo en
esos casos. Y, además, ¿pueden ser detectives las mujeres? ¿Cree usted que pueden?
—¿Por qué no? —replicó mma Ramotswe. Siempre había oído que a la gente no le
gustaban los abogados; ahora entendía el motivo. ¡Este hombre estaba tan seguro de sí
mismo, tan convencido de cuanto decía! ¿Qué le importaba lo que ella hiciera? Era su
dinero, su futuro. ¿Y cómo se atrevía a decir eso de las mujeres, si ni siquiera se había
dado cuenta de que llevaba la cremallera medio abierta? ¿Debería decírselo?—. Las
mujeres saben lo que pasa —explicó en voz baja—. Son las que tienen ojos. ¿No ha oído
hablar de Agatha Christie?
El abogado parecía estupefacto.
—¿De Agatha Christie? ¡Claro que sí! Tiene razón. No es nada nuevo que las mujeres
ven más que los hombres.
—Por eso mismo —continuó mma Ramotswe—, cuando la gente vea un letrero que
diga PRIMERA AGENCIA FEMENINA DE DETECTIVES, ¿qué pensará? Pensará que esas
mujeres están al día de lo que ocurre, pues son las que se enteran de las cosas.
El abogado se acarició la barbilla.
—Tal vez.
—Sí —precisó mma Ramotswe—, tal vez. —Y añadió—: La cremallera del pantalón,
rra. Creo que no se ha dado cuenta de que…
Primero compró la casa, que estaba situada en una parcela que hacía esquina con Zebra
Drive. Como el precio era alto, decidió pedir una hipoteca para pagar una parte, de modo
que le quedara dinero para adquirir un local para el negocio. Eso ya fue más difícil, pero
finalmente consiguió algo pequeño cerca de Kgale Hill, en las afueras de la ciudad, donde
montar la agencia. Estaba bien emplazado, porque mucha gente pasaba por esa calle a lo
largo del día y verían el letrero. Sería casi tan efectivo como anunciarse en el Daily News
o en el Botswana Guardian. Muy pronto todos la conocerían.
El local que compró había sido inicialmente una tienda de comestibles, después había
sido transformado en una de lavado en seco y más tarde en una bodega. Había
permanecido vacía durante aproximadamente un año, periodo de tiempo en que la habían
habitado unos okupas. Solían encender hogueras dentro de la casa, y todas las
habitaciones tenían una parte del yeso de la pared chamuscada. Al parecer, el propietario
había regresado de Francistown y, tras expulsar a los okupas de su local, había puesto el
local, de aspecto desolador, en venta. Uno o dos posibles compradores se interesaron,
pero el mal estado del lugar no acabó de convencerles y el precio había bajado. Cuando
mma Ramotswe ofreció pagar en efectivo, el vendedor no dejó escapar la oportunidad y
en cuestión de días tuvo la escritura.
Había mucho trabajo por delante. Llamó a un albañil para que arreglara el yeso y
reparara el tejado de cinc y, como de nuevo ofreció pagar en efectivo, el trabajo se realizó
en una semana. Luego mma Ramotswe se puso rápidamente a pintar, la fachada de ocre y
el interior de blanco. Compró cortinas amarillas para las ventanas y, en un arrebato de
extravagancia, tiró la casa por la ventana y compró dos mesas y dos sillas de oficina. Su
amigo, el señor J. L. B. Matekoni, propietario de Tlokweng Road Speedy Motors, le trajo
una vieja máquina de escribir que no necesitaba y que funcionaba bastante bien. La
agencia ya estaba lista para ser abierta al público… en cuanto encontrara una secretaria.
Eso fue lo más fácil de todo. Telefoneó a la Escuela de Secretariado de Botsuana, y
obtuvo una respuesta inmediata. Le dijeron que tenían justo a la mujer que necesitaba.
Mma Makutsi era viuda de un profesor y acababa de aprobar los exámenes de
mecanografía y secretariado con un promedio de noventa y siete por ciento; le aseguraron
que era la persona ideal para el puesto.
Mma Makutsi le cayó bien en cuanto la vio. Era una mujer delgada, de cara alargada y
pelo trenzado teñido con alheña. Llevaba unas gafas ovaladas con aparatosa montura de
plástico, y lucía una sonrisa permanente, pero que parecía bastante sincera.
Abrieron la agencia un lunes. Mma Ramotswe estaba sentada en una mesa y mma
Makutsi en la otra, detrás de la máquina de escribir. Miraba a su jefa con una sonrisa, si
cabe, más amplia.
—Ya estoy lista para trabajar —afirmó—. Ya puedo empezar.
—Mmm… —vaciló mma Ramotswe—. Aún es muy pronto. Acabamos de abrir.
Tendremos que esperar a que venga un cliente.
En el fondo sabía que no habría ningún cliente. Había hecho un disparate. Nadie
necesitaba un detective privado y aún menos a ella; al fin y al cabo, ¿quién era ella? No
era más que Precious Ramotswe, de Mochudi. Nunca había estado en Londres o
dondequiera que fueran los detectives a aprender a serlo. Ni siquiera había estado en
Johannesburgo. ¿Y si alguien venía y le decía: «Supongo que conocerá
Johannesburgo…»? Tendría que mentir o, simplemente, permanecer callada.
Mma Makutsi la miró y después miró el teclado de la máquina de escribir. Abrió un
cajón, echó un vistazo a su interior y volvió a cerrarlo. En ese momento entró una gallina
en el despacho que picoteó algo del suelo.
—¡Fuera! —gritó mma Makutsi—. ¡Aquí no pueden entrar gallinas!
A las diez de la mañana mma Makutsi se levantó de la silla y se fue al cuarto trasero a
preparar té. Tenía la orden de hacer té de rooibos, el preferido de mma Ramotswe, y
enseguida volvió con un par de tazas. Sacó de su bolso un bote de leche condensada y
puso un poco en cada taza. Bebieron el té mientras observaban cómo un chico, al otro
lado de la calle, le tiraba piedras a un perro esquelético.
A las once tomaron otra taza de té, y a las doce mma Ramotswe se levantó y dijo que
salía a mirar un par de tiendas para comprarse un perfume. Mma Makutsi se quedó al
mando del despacho y debía contestar el teléfono y recibir a los posibles clientes. Mma
Ramotswe sonrió mientras le daba las instrucciones. Evidentemente, no vendrían clientes
y tendría que cerrar al acabar el mes. ¿Era mma Makutsi consciente de la precariedad de
su trabajo? Una mujer con un promedio de noventa y siete por ciento merecía algo mejor
que eso.
Mma Ramotswe estaba frente al mostrador de la tienda mirando un perfume cuando
mma Makutsi llegó corriendo.
—¡Mma Ramotswe! —exclamó jadeando—. Una clienta. ¡Ha venido una clienta! Es
un buen caso. Un hombre desaparecido. Venga deprisa. No hay tiempo que perder.
«Las mujeres de hombres desaparecidos son todas iguales —dijo para sí mma Ramotswe
—. Al principio se preocupan y están convencidas de que ha ocurrido algo terrible.
Entonces, paulatinamente, nacen las dudas y se preguntan si sus maridos no se habrán
fugado con otras mujeres (lo que sucede habitualmente), y acaban enfadándose. En esa
última fase, la mayoría de ellas no quiere que sus maridos vuelvan a casa, aunque se dé
con sus paraderos. Lo único que quieren es tener la oportunidad de gritarles».
Intuyó que mma Malatsi se encontraba en la segunda fase. Empezaba a sospechar que
su marido estaba divirtiéndose por ahí, mientras que ella estaba sola en casa, lo que,
naturalmente, comenzaba a irritarla. «Tal vez tenga deudas pendientes —pensó mma
Ramotswe—, aunque da la impresión de que tiene bastante dinero».
—¿Por qué no me habla un poco más de su marido? —le sugirió a mma Malatsi, que
estaba bebiendo el té cargado que mma Makutsi le había servido.
—Se llama Peter Malatsi —respondió mma Malatsi—. Tiene cuarenta años y se
dedica, se dedicaba… se dedica a vender muebles. El negocio le iba muy bien. De modo
que no ha huido de ningún acreedor.
Mma Ramotswe asintió con la cabeza.
—Entonces tiene que haber otra razón —comentó, y luego, con prudencia, añadió—:
Ya sabe cómo son los hombres, mma ¿Qué me dice de otra mujer? ¿Cree que…?
Mma Malatsi negó enérgicamente con la cabeza.
—No, no lo creo —respondió—. Hace un año podría haber sucedido, pero se
convirtió al cristianismo y empezó a frecuentar una iglesia en la que estaban siempre
cantando y desfilando con uniformes blancos.
Mma Ramotswe iba anotando lo que escuchaba. Iglesia. Canciones. ¿Qué le estaba
ocurriendo a la religión? ¿Lo habría seducido la predicadora?
—¿Cómo era esa gente? —le preguntó a mma Malatsi—. ¿Cree que podrían saber
algo de él?
Mma Malatsi se encogió de hombros.
—No estoy segura —contestó, ligeramente molesta—. La verdad es que no lo sé. Me
pidió un par de veces que lo acompañara, pero no quise ir. Solía irse solo todos los
domingos. Es más, hubo un domingo en que desapareció durante todo el día. Supuse que
estaría en la iglesia.
Mma Ramotswe clavó la vista en el techo. Este caso no resultaría tan complicado
como otros similares. Peter Malatsi se había ido con alguna de las cristianas; eso estaba
claro. Lo único que tenía que hacer era localizar el grupo y seguirle la pista. Estaba
convencida de que, para variar, el desaparecido se habría ido con una chica más joven.
Mma Ramotswe tardó un día en elaborar una lista con los nombres de cinco grupos
cristianos que encajaban con la descripción. Durante los dos días siguientes habló con los
líderes de tres de ellos, que aseguraron no conocer a Peter Malatsi. Dos de esos tres
intentaron convertirla; el tercero se limitó a pedirle dinero y obtuvo un billete de cinco
pulas.
En cuanto dio con el líder del cuarto grupo, el reverendo Shadreck Mapeli, supo que
la búsqueda había concluido. Nada más nombrar a Malatsi, el reverendo se estremeció y
apartó la vista.
—¿Es usted policía? —le preguntó—. ¿Es usted un agente de policía?
—Una agente de policía —le corrigió ella.
—¡Ah…! —exclamó él con desgana—. ¡Vaya!
—En realidad no soy policía —se apresuró a rectificar—. Soy detective privado.
El reverendo parecía algo más tranquilo.
—¿Quién la envía?
—Mma Malatsi.
—¡Oh! —exclamó el reverendo—. Nos dijo que no estaba casado.
—Pues lo estaba —repuso mma Ramotswe—. Y su mujer quiere saber dónde está.
—Ha muerto —afirmó el reverendo—. Está con el Señor.
Mma Ramotswe intuyó que decía la verdad y que las pesquisas habían terminado
definitivamente. Ahora sólo quedaba por averiguar cómo había muerto.
—Debe contármelo —le dijo—. Si no quiere, no revelaré su identidad, pero dígame
cómo ocurrió.
Fueron hasta el río en la pequeña furgoneta blanca de mma Ramotswe. Era la estación
de lluvias y, debido a las numerosas tormentas, el camino estaba casi intransitable. Pero
lograron llegar al margen del río y aparcaron el vehículo bajo un árbol.
—Aquí es donde hacemos los bautizos —comentó el reverendo, señalando un
remanso del crecido río—. Yo me puse ahí y por ese lado entraban los pecadores.
—¿Cuántos pecadores había? —preguntó mma Ramotswe.
—Seis en total, incluyendo a Peter. Entraron todos juntos; mientras tanto, yo me
estaba preparando para seguirlos con mi báculo.
—¿Y? —quiso saber ella—. ¿Qué pasó luego?
—Los pecadores estaban en el agua, que les llegaba hasta aquí. —El reverendo se
señaló el pecho—. Me giré para indicarle a la grey que empezara a cantar, y cuando me
volví noté que algo andaba mal. Sólo había cinco pecadores en el agua.
—¿Había desaparecido uno?
—Así es —respondió el reverendo, que mientras hablaba temblaba ligeramente—.
Dios había llamado a uno de ellos a su seno.
Mma Ramotswe observó el agua. No era un río grande, y durante gran parte del año
se reducía a unos cuantos remansos inofensivos. Pero si la estación de lluvias era
generosa, como la de este año, podía convertirse en un torrente. Podía arrastrar a una
persona que no supiera nadar, pensó mma Ramotswe, aunque en tal caso el cuerpo tendría
que haber aparecido aguas abajo. Había mucha gente que, por una razón u otra, se
acercaba hasta el río, y alguien hubiera visto el cadáver. Hubiera avisado a la policía. Los
periódicos hubieran publicado algo sobre un cadáver no identificado hallado en el río
Notwane; los medios siempre iban detrás de historias como ésa. No habrían
desaprovechado una oportunidad así.
Mma Ramotswe reflexionó unos instantes. Había otra explicación, que le produjo
escalofríos. Pero antes de profundizar en ella, debía averiguar por qué razón el reverendo
había mantenido todo en secreto.
—No informó a la policía —constató ella, intentando que no sonara demasiado
acusatorio—. ¿Por qué?
El reverendo clavó la vista en el suelo, y ella sabía por experiencia que ésa era la
actitud de quien se siente tremendamente culpable. El impenitente desvergonzado mira
siempre hacia arriba.
—Sé que tendría que haberlo hecho. Dios me castigará por ello. Pero me daba miedo
de que me acusaran de lo que le ocurrió al pobre Peter; pensé que me llevarían a los
tribunales y que me harían pagar una indemnización, por lo que la iglesia quedaría en
bancarrota y el trabajo de Dios se vería interrumpido. —Hizo una pausa—. ¿Entiende
ahora por qué guardé silencio y le pedí a la grey que no dijera nada?
Mma Ramotswe asintió con la cabeza y posó su mano con cariño en el brazo del
reverendo.
—No creo que esté mal lo que hizo —apuntó—. Estoy segura de que Dios quería que
usted continuara con su obra y estoy segura de que no estará enfadado. No fue culpa de
usted.
El reverendo levantó la mirada y sonrió.
—Es usted muy amable, hermana. Gracias.
Aquella tarde mma Ramotswe le pidió a su vecino que le dejara uno de sus perros. Tenía
cinco, y los odiaba a todos por sus incesantes ladridos. Ladraban por las mañanas, como
si fueran gallos, y por las noches, cuando salía la luna. Ladraban a los cuervos; ladraban a
los transeúntes, y a veces ladraban simplemente porque tenían excesivo calor.
—Necesito un perro para uno de mis casos —le explicó—. Se lo devolveré sano y
salvo.
Al vecino le halagó la petición.
—Le prestaré éste —accedió—. Es el más viejo de todos y tiene muy buen olfato.
Será un buen perro detective.
Mma Ramotswe se llevó al perro con cierta cautela. Era un animal grande y amarillo,
con un olor extraño y repugnante. Al anochecer lo subió a la parte trasera de su furgoneta,
atándolo a un asa con un trozo de cuerda. Luego se dirigió al río; los faros del vehículo
iluminaban en la oscuridad las formas de las acacias y los hormigueros. Por extraño que
fuera, se alegraba de tener la compañía del desagradable perro.
Ya a la altura del remanso, mma Ramotswe extrajo de la furgoneta un palo grueso que
hundió en la tierra blanda, cerca de la orilla. Después fue a buscar al perro, lo llevó hasta
el remanso y lo ató firmemente con la cuerda al palo. De una bolsa sacó un gran hueso y
lo puso delante del hocico del can. El animal soltó un gruñido de placer y de inmediato se
tumbó para roerlo.
Mma Ramotswe se sentó a sólo unos cuantos metros de distancia, con las piernas
envueltas en una manta para ahuyentar los mosquitos, y su viejo rifle sobre las rodillas.
Sabía que la espera podía ser larga y que corría el riesgo de quedarse dormida. En tal
caso, estaba convencida de que el perro la despertaría en el momento oportuno.
Pasaron dos horas. Los mosquitos la estaban acribillando y le picaba la piel, pero
estaba trabajando y nunca se quejaba cuando trabajaba. De repente el perro gruñó. Mma
Ramotswe aguzó la vista. De pie y mirando hacia el río sólo distinguía la silueta del
perro. El animal volvió a gruñir y soltó un ladrido; de nuevo reinó el silencio. Mma
Ramotswe se sacó la manta de las piernas y cogió la potente linterna que tenía al lado.
«Ya falta poco», pensó.
Se oyó un ruido y mma Ramotswe supo que había llegado el momento de encender la
linterna. Al encenderla vio un enorme cocodrilo que desde la orilla miraba al atemorizado
perro.
Al cocodrilo la luz no le importó lo más mínimo, debió de confundirla con la de la
luna. No le quitaba el ojo de encima al perro, presa a la que se acercaba lentamente. Mma
Ramotswe se puso el rifle sobre el hombro y apuntó con precisión a la cabeza del animal.
Apretó el gatillo.
El impacto del disparo lanzó al cocodrilo al aire. De hecho, dio un salto mortal y cayó
panza arriba, la mitad del cuerpo en el agua, la otra mitad fuera. Se contorsionó y después
ya no se movió más. Había sido un tiro perfecto.
Al soltar el rifle, mma Ramotswe descubrió que estaba temblando. Su papaíto le había
enseñado a disparar, y muy bien; sin embargo, no le gustaba disparar contra los animales,
especialmente los cocodrilos. Traía mala suerte, pero el deber era el deber. Y, además,
¿qué se le había perdido por ahí? No era habitual encontrar cocodrilos en el río Notwane;
seguro que había recorrido muchos kilómetros por tierra o a nado por el crecido Limpopo.
¡Pobre cocodrilo! Su aventura había acabado.
Con un cuchillo se dispuso a abrir la panza de la bestia. Como tenía la piel suave, no
tardó en abrirla, y enseguida pudo ver lo que había en el estómago. Dentro había
guijarros, que el cocodrilo usaba para digerir la comida, y restos de un pez hediondo. Pero
no era eso lo que le interesaba, sino las pulseras, los anillos y el reloj no digeridos que
encontró. Estaban corroídos y alguno lo tenía incrustado, pero se podían distinguir entre
el variopinto contenido del estómago del animal, prueba palpable del siniestro apetito del
cocodrilo.
—¿Pertenecía esto a su marido? —le preguntó a mma Malatsi, dándole el reloj que había
encontrado en el estómago del cocodrilo.
Mma Malatsi cogió el reloj y lo miró. Mma Ramotswe hizo una mueca de disgusto;
detestaba ser portadora de malas noticias.
Pero mma Malatsi estaba sorprendentemente tranquila.
—Bueno, al menos sé que está con el Señor —comentó—. Y eso es mucho mejor que
enterarse de que está en brazos de otra mujer, ¿no cree?
Mma Ramotswe asintió con la cabeza.
—Sí —afirmó.
—¿Ha estado usted casada, mma? —preguntó mma Malatsi—. ¿Sabe lo que es estar
casada?
Mma Ramotswe miró por la ventana, desde la que se veía una acacia, y más allá la
colina de cumbre achatada.
—Sí, estuve casada —respondió—. Tuve un marido. Era trompetista. Me hacía
desdichada y ahora estoy feliz de no tener marido. —Hizo una pausa—. Discúlpeme. No
pretendía ser descortés. Acaba de perder a su marido y debe de estar muy triste.
—Un poco —repuso mma Malatsi—, pero tengo un montón de cosas que hacer.
6
El niño
E l niño tenía once años y era de baja estatura para su edad. Lo habían intentado todo
para conseguir que creciera, pero crecía muy despacio y, ahora, cuando la gente le
veía, en lugar de once le calculaban de ocho a nueve años. A él no le importaba lo más
mínimo; su padre le había dicho: «Yo también era bajito y ahora, en cambio, soy alto. A ti
te pasará lo mismo. Es cuestión de tiempo».
Pero, en su fuero interno, los padres tenían miedo de que algo anduviese mal, de que
tal vez no crecía porque tenía la columna torcida. A los cuatro años se había caído de un
árbol (quería coger unos huevos de pájaros) y había permanecido largo rato en el suelo sin
conocimiento, hasta que su abuela, desesperada, atravesó corriendo el campo de melones,
le cogió en brazos y lo llevó a casa; en su mano aún tenía un huevo aplastado. Se había
recuperado (eso pensaron entonces), pero les daba la sensación de que caminaba de forma
distinta. Le habían llevado a la clínica, donde una enfermera, tras examinarle los ojos y la
boca, les había asegurado que el niño estaba completamente sano.
—Los niños se caen muchas veces y casi nunca se rompen nada.
La enfermera puso las manos sobre los hombros del niño y giró su torso a ambos
lados.
—¿Lo ven? No tiene nada. Si tuviera algo roto, gritaría de dolor.
Pero años más tarde, viendo que no crecía, la madre recordó aquella caída y se
maldijo por haber hecho caso a una enfermera que sólo servía para hacer el examen para
detectar la existencia de parásitos intestinales.
El niño era más despierto que el resto. Le gustaba buscar piedras en la tierra roja y
limpiarlas con su saliva. Encontró algunas preciosas; azules oscuras o de color cobrizo,
como el cielo al anochecer. Las escondía dentro de su sombrero, a los pies del colchón, y
le servían para aprender a contar. Los otros niños aprendían a contar usando el ganado,
pero a él el ganado no le gustaba mucho; otro rasgo que lo convertía en una persona
extraña.
Debido a su curiosidad, que le llevaba a corretear por la sabana con fines misteriosos,
sus padres estaban acostumbrados a perderle de vista durante horas. No había riesgo de
que le pasara nada, a no ser que tuviera la mala suerte de pisar una víbora bufadora o una
cobra. Pero eso nunca ocurrió, y aparecía de repente en el corral del ganado o detrás de
las cabras, llevando en la mano su hallazgo: una pluma de buitre o un tshongololo
millipede seco, el cráneo descolorido de una serpiente.
Ahora el niño se había vuelto a ir por uno de esos caminos que conducían a la
polvorienta sabana. Había dado con algo que le interesaba mucho (los excrementos
frescos de una serpiente), y siguió las huellas para intentar ver al animal. Sabía que sólo
podía tratarse de una serpiente porque en las heces había bolas de piel. Estaba convencido
de que la piel era de conejo, en primer lugar por su color, y en segundo lugar porque para
las serpientes grandes los conejos eran un manjar. Si encontraba la serpiente, la mataría
con una piedra y la despellejaría para hacerse un par de bonitos cinturones, uno para él y
otro para su padre.
Pero estaba anocheciendo y debía volver. Además, era imposible ver a una serpiente
en una noche sin luna; dejaría el camino y acortaría el trayecto cruzando la sabana en
dirección a la pista de tierra que, junto al lecho seco del río, conducía hasta la ciudad.
Encontró la pista sin problemas y se sentó unos minutos en el borde, hundiendo los
pies en la suave arena blanca. Estaba hambriento, y sabía que aquella noche había carne
con gachas para cenar porque había visto a su abuela cocinando. Su abuela le servía
siempre una ración más generosa de la que le correspondía, mayor incluso que la de su
padre, y sus hermanas se enfadaban.
—A nosotras también nos gusta la carne. Las chicas también comen carne.
Pero eso no convencía a la abuela.
El niño se levantó y empezó a andar por la pista. Había oscurecido y los árboles y
arbustos, negros e informes, se entremezclaban. Un pájaro piaba a lo lejos, un ave
nocturna, y los insectos zumbaban. Sintió un leve picotazo en el brazo derecho y se dio
una palmada. Era un mosquito.
Entonces, entre el follaje, aparecieron unas luces amarillas. Las luces brillaban y el
niño se dio la vuelta. Una furgoneta se estaba acercando a él; no podía ser un coche
porque la arena era demasiado honda y suave.
El niño se detuvo en el margen de la pista de tierra y esperó. La furgoneta estaba a
punto de alcanzarle. Era pequeña y sus faros daban saltos debido a los baches. El vehículo
se paró y el niño usó su mano como visera para poder ver.
—Buenas noches, muchacho —le saludó alguien desde el interior al estilo tradicional.
El niño sonrió y devolvió el saludo. En el interior del vehículo había dos hombres:
uno joven al volante y otro mayor a su lado. Aunque no podía ver sus caras, sabía que
eran extranjeros. Hablaban setsuana con un acento extraño. Elevaban la voz al final de
cada palabra. La gente de la zona no hablaba de esta manera.
—¿Has salido a cazar animales salvajes? No pretenderás cazar un leopardo a estas
horas, ¿no?
El niño sacudió la cabeza.
—No, regreso a casa.
—¡Porque te cazaría antes que tú a él!
El niño se echó a reír:
—¡Tiene usted razón, rra! No me gustaría encontrarme con un leopardo esta noche.
—Pues te llevaremos a tu casa. ¿Está muy lejos?
—No, está cerca. Está justo ahí, siguiendo este camino.
El conductor abrió la puerta y bajó de la furgoneta, dejando el motor en marcha, para que
el niño pudiera entrar y acceder al asiento del fondo. Luego volvió a subir, cerró la puerta
y aceleró. El niño encogió las piernas; había algo en el suelo, tal vez un perro o una cabra;
había notado una nariz blanda y húmeda.
Miró un instante al hombre de su izquierda, al hombre mayor. Mirar a alguien
fijamente era muy grosero y a oscuras apenas se veía, pero le dio tiempo de verle los ojos
y detectar que tenía un problema en el labio. Volvió la cabeza. Un niño no debía nunca
mirar así a un hombre mayor. Pero ¿por qué estaba esta gente aquí? ¿Qué habían venido a
hacer?
—Es ahí. Ésa es mi casa. ¿La ven? Es ahí, donde están esas luces.
—Sí, la vemos.
—Si quieren, puedo seguir andando. Si paran, seguiré a pie. Hay un camino.
—No vamos a parar. Queremos que hagas algo por nosotros. Necesitamos tu ayuda.
—Pero me están esperando, están esperando a que vuelva.
—Todos tenemos siempre a alguien esperando. Todos.
De pronto se sintió asustado y se giró para mirar al conductor. El hombre joven le
sonrió.
—No te preocupes. Tranquilo. Esta noche irás a otro sitio.
—¿Adónde me llevan, rra? ¿Por qué no puedo irme a mi casa?
El hombre mayor puso la mano en el hombro del niño.
—No te pasará nada. Ya irás a casa en otro momento. Sabrán que estás bien. Somos
buenas personas. ¿Qué tal si te cuento una pequeña historia? Así estarás entretenido y
calladito:
Érase una vez unos vaqueros que cuidaban del ganado de su tío rico. ¡Ese hombre sí que
era rico! Era el que más ganado tenía de toda esa zona de Botsuana, y sus reses eran
grandes, muy grandes, como de aquí a aquí, pero mucho más grandes.
Un día los vaqueros vieron que había un ternero nuevo entre el ganado. Era un ternero
extraño, de muchos colores, distinto a todos los terneros que habían visto antes. ¡Y
estaban encantados de tenerlo ahí!
Pero era un ternero muy peculiar. Cada vez que los vaqueros se acercaban a él, se
ponía a cantar. No entendían muy bien lo que decía, pero era algo relacionado con el
ganado.
A los muchachos les encantaba ese ternero y, precisamente por eso, no vieron que
algunas de las reses se estaban apartando del grupo. Cuando se dieron cuenta, habían
desaparecido dos.
Y apareció su tío. Un hombre alto, muy alto, con un palo en la mano. Gritó a los
chicos y golpeó al ternero, diciendo que las reses raras nunca daban suerte.
De modo que el ternero murió, no sin antes susurrarles algo a los chicos, que en esta
ocasión sí entendieron. Lo que les dijo era muy especial, y cuando le explicaron a su tío lo
que el ternero había dicho, el tío se arrodilló y gimió.
Verás, el ternero era su hermano, que tiempo atrás había sido devorado por un león y
que ahora había regresado. Este hombre acababa de matar a su hermano y nunca más
volvió a ser feliz. Estaba triste. Muy triste.
El niño miraba al hombre mientras éste le contaba la historia. De pronto entendió lo que
estaba sucediendo. Sabía lo que iba a pasar.
—¡Sujétale! ¡Agárrale de los brazos! Como no lo sujetes, tendremos un accidente.
—Es lo que intento hacer, pero no se está quieto.
—¡Sujétale! Pararé enseguida.
7
Mma Makutsi y el correo
E l éxito del primer caso animó a mma Ramotswe. Había solicitado por escrito, y
recibido, un manual para detectives privados, que estaba leyendo detenidamente y
del que tomaba notas. No creía haber cometido ningún error en su primer caso. Había
averiguado toda la información necesaria por un simple proceso de listado de las fuentes
probables y posterior investigación de las mismas; una tarea no demasiado complicada.
Siempre que se fuera metódica, era casi imposible equivocarse.
Luego había tenido una corazonada sobre el cocodrilo y la había seguido. De nuevo,
el manual consideraba eso una práctica perfectamente aceptable. «No subestime su
intuición —advertía el libro—. La intuición es otra forma de conocimiento». A mma
Ramotswe le había gustado esa frase y se la había leído a mma Makutsi. Su secretaria
había escuchado con atención, había escrito la frase a máquina y se la había dado a mma
Ramotswe.
La compañía de mma Makutsi era agradable y era muy buena mecanógrafa. Había
pasado a máquina un informe sobre el caso Malatsi que mma Ramotswe le había dictado,
así como la factura para mandársela a mma Malatsi. Pero, aparte de eso, no había hecho
nada más, y mma Ramotswe se preguntaba si realmente se podía permitir una secretaria.
No obstante, debía tener una. ¿Qué clase de agencia de detectives privados no tenía
secretaria? Sería el hazmerreír de todos, y los clientes (en el caso de que hubiera más, lo
que estaba aún por ver) se irían corriendo.
Evidentemente, mma Makutsi se ocupaba de abrir el correo. Durante los tres primeros
días no se recibió nada. El cuarto, llegaron un catálogo y un impuesto de compra de
propiedades, y el quinto día, una carta dirigida al anterior propietario.
Más tarde, a comienzos de la segunda semana, mma Makutsi abrió un sobre blanco,
manchado con huellas dactilares, y le leyó la carta a mma Ramotswe:
Querida mma Ramotswe:
He leído en el periódico que acaba de abrir una nueva agencia en su ciudad.
Estoy encantado de que en Botsuana haya una persona como usted.
Soy el profesor del colegio del pueblo de Katsana, que está a cuarenta y ocho
kilómetros de Gaborone, muy cerca de donde nací. Estudié en el Teacher’s
College, hace muchos años, y me licencié con doble distinción. Mi mujer y yo
tenemos dos hijas, y además un hijo de once años. Hace dos meses que nuestro
hijo ha desaparecido y no sabemos nada de él.
Fuimos a la policía. Iniciaron una gran búsqueda y preguntaron en todas
partes. Nadie sabía nada de él. Pedí horas libres en el colegio y escudriñé los
alrededores de nuestro pueblo. No muy lejos de aquí hay dos kopjes rocosos con
cuevas. Busqué en todas las cuevas y grietas, pero no le encontré.
Como le apasionaba la naturaleza, salía mucho a pasear. Se pasaba el día
cogiendo piedras y cosas así. Conocía la sabana y sé que nunca habría cometido
una imprudencia. Por aquí ya no hay leopardos, y el Kalahari está muy lejos
como para que vengan los leones.
He recorrido toda la zona y no he obtenido respuesta. He estado en el pozo de
cada granjero y cada pueblo, y les he pedido que buscaran en su interior. Ni
rastro de mi hijo.
¿Cómo puede un niño desaparecer de la faz de la Tierra de esta forma? Si no
fuese cristiano, creería que se lo ha llevado algún espíritu maligno, pero sé que,
en realidad, ese tipo de cosas no ocurre.
No soy rico. No puedo pagar un detective privado, pero por lo que más
quiera, mma, le pido que me haga un pequeño favor. Le ruego que, cuando esté
investigando algún caso y hablando con gente que le pueda dar pistas, pregunte
por un niño llamado Thobiso, de once años y cuatro meses, hijo del profesor de
Katsana. Simplemente pregunte y, si se entera de algo, hágaselo saber al abajo
firmante, yo mismo, el profesor.
Que Dios la bendiga,
Ernest Molai Pakotati, diplomado en Educación
Mma Makutsi dejó de leer y miró a mma Ramotswe. Durante breves instantes, nadie
habló. Luego mma Ramotswe rompió el silencio.
—¿Sabe usted algo de todo esto? —preguntó—. ¿Le han llegado noticias de un niño
desaparecido?
Mma Makutsi frunció el ceño.
—Me parece que sí. Si no me equivoco, salió algo en el periódico acerca de la
búsqueda de un niño. Creían que se había escapado de casa por algún motivo.
Mma Ramotswe se levantó y le quitó la carta a su secretaria. La sujetó con la mano
como si estuviera aportando una prueba instrumental en un tribunal, con cuidado, para no
molestar al testigo. Le daba la sensación de que la carta, un simple trozo de papel, tan
ligero en realidad, estaba cargada de dolor.
—No creo que pueda ayudar mucho —comentó en voz baja—. Le diré a ese pobre
padre que estaré atenta. Pero ¿qué más puedo hacer? Él conoce la sabana que rodea
Katsana, conoce a la gente. No hay mucho que yo pueda hacer.
Mma Makutsi parecía aliviada.
—No —repuso—, no podemos ayudarle.
Mma Ramotswe le dictó una carta a mma Makutsi, que ésta escribió cuidadosamente
a máquina. La metieron en un sobre con sello y la pusieron en la nueva caja roja que mma
Ramotswe había comprado en el Botsuana Book Centre. Era la segunda carta que
enviaban desde la Primera Agencia Femenina de Detectives; la primera había sido una
factura de doscientas cincuenta pulas para mma Malatsi, en cuya parte superior mma
Makutsi había escrito a máquina: «Marido fallecido. Investigación del misterio de su
muerte».
Aquella noche, en su casa de Zebra Drive, mma Ramotswe se preparó un estofado de
ternera con calabaza para cenar. Le encantaba estar en la cocina, removiendo el guiso,
repasando los acontecimientos del día, bebiendo una gran taza de té que colocaba junto a
la estufa. Habían pasado muchas cosas ese día, aparte de la llegada de la carta. Había
venido un hombre quejándose de un impagado y ella, a regañadientes, había accedido a
ayudarle a recuperar el dinero. No estaba segura de que una detective privada debiera
ocuparse de casos semejantes (el manual no decía nada al respecto), pero no había sabido
resistirse a la insistencia del hombre. También había recibido la visita de una mujer que
estaba preocupada por su marido.
—Llega a casa oliendo a perfume y sonriendo —explicó la mujer—. ¿No es extraño?
—A lo mejor está viendo a otra mujer —se aventuró a decir mma Ramotswe.
La mujer la había mirado horrorizada.
—¿Acaso cree que mi marido haría eso? ¿Eh?
Habían discutido la situación y acordaron que la mujer tantearía a su marido sobre el
tema.
—Es posible que haya otra explicación —quiso tranquilizarla mma Ramotswe.
—¿Por ejemplo?
—Bueno…
—Muchos hombres llevan perfume hoy en día —sugirió mma Makutsi—. Creen que
de esa forma huelen mejor. Ya sabe cómo huelen los hombres.
La clienta había girado su silla y mirado con fijeza a mma Makutsi.
—Mi marido no huele mal —afirmó—. Es muy limpio.
Mma Ramotswe le había dirigido a su secretaria una mirada de reproche. Tendría que
hablar con ella y decirle que se abstuviera de hacer comentarios delante de los clientes.
Pero independientemente de lo que hubiese sucedido ese día, su mente volvía una y
otra vez a la carta del profesor y a la historia del niño desaparecido. El pobre hombre
debía de estar muy preocupado. Igual que la madre. No había dicho nada de ninguna
madre, pero seguro que había una o, cuando menos, una abuela. Se imaginaba lo que les
debía de haber pasado por la cabeza al ver que las horas iban transcurriendo y no había ni
rastro del niño. Podía estar en peligro, tal vez estuviera atrapado en un viejo pozo, afónico
de tanto gritar, mientras sus rescatadores le buscaban por los alrededores; tal vez alguien
le hubiera raptado, secuestrado en plena noche. ¿Quién podía ser tan cruel para hacerle
algo así a un niño inocente? ¿Cómo podía alguien resistirse al llanto de un niño
suplicando volver a casa? Le horrorizaba que tales cosas pudieran ocurrir precisamente
ahí, en Botsuana.
Empezó a preguntarse si ése era el trabajo adecuado para ella. La idea de ayudar a la
gente a solucionar sus problemas era muy bonita, pero los problemas podían ser
desgarradores. El caso Malatsi había sido insólito. Se había imaginado que mma Malatsi
iba a quedar destrozada cuando se enterara de que su marido había sido devorado por un
cocodrilo, pero la mujer no había dado muestra alguna de sorpresa. ¿Qué había dicho?:
«Tengo un montón de cosas que hacer». No era una frase propia de alguien que acababa
de enviudar. ¿Tan poco apreciaba a su marido?
Mma Ramotswe paró de remover con la cuchara medio hundida en el jugoso estofado.
Mma Christie siempre hacía sospechar al lector de alguien que se mostraba tan
indiferente. ¿Qué habría pensado mma Christie de la fría reacción de mma Malatsi? ¿De
su aparente indiferencia? Habría pensado: «¡Esta mujer ha matado a su marido! Por eso
no se inmuta al enterarse de la noticia de su muerte. ¡Ya sabía que estaba muerto!»
Pero ¿y el cocodrilo, el bautizo y el resto de pecadores? No, tenía que ser inocente.
Quizá quería que muriera, y el cocodrilo había sido la respuesta a sus oraciones. ¿La
convertía eso en una asesina ante los ojos de Dios? Porque Dios sabía si alguien había
deseado la muerte de otra persona; era imposible esconderle algo a Dios. Todo el mundo
lo sabía.
Dejó de remover. Había llegado el momento de sacar el estofado del fuego y
comérselo; al fin y al cabo, ésa era la solución a los grandes problemas. Una podía pensar
y pensar, pero no podía dejar de comerse el estofado con la calabaza. La calabaza
ayudaba a mantener los pies en el suelo; daba una razón para seguir adelante. La calabaza.
8
Conversación con el señor J. L. B. Matekoni
A ntes de que amaneciera, mma Ramotswe recorrió con su pequeña furgoneta blanca
las adormiladas carreteras de Gaborone, pasando de largo por las fábricas de
cerveza Kalahari y la Central de Investigación de Tierras Áridas en dirección norte. Un
hombre brotó de las matas y desde el arcén le hizo señas para que detuviera el vehículo,
pero no estaba dispuesta a detenerse a oscuras: nunca sabes quién es el que pide ayuda a
semejante hora. El individuo desapareció nuevamente entre las sombras, y mma
Ramotswe percibió su desilusión a través del retrovisor. Luego, justo pasado el desvío de
Mochudi, salió el sol, alzándose sobre las amplias llanuras que se extendían hasta el río
Limpopo. Ahí estaba de pronto, sonriendo a África, una ascendente esfera dorada-rojiza,
elevándose poco a poco, flotando libre y sin esfuerzo para disipar las últimas briznas de
niebla matutina.
Las acacias se veían con nitidez a la intensa luz de la mañana, y había pájaros posados
en ellas, y también bandadas de abubillas, y diminutos pájaros cuyos nombres mma
Ramotswe ignoraba. A un lado y a otro el ganado se arrimaba a las vallas que bordeaban
la carretera kilómetro tras kilómetro. Levantaban las cabezas y miraban con fijeza o
andaban a paso lento, intentando arrancar la hierba seca que se agarraba con firmeza al
sólido suelo.
Vivían en tierras áridas. Un poco más al oeste se encontraba el Kalahari, cuenca de
color ocre que se prolongaba durante inimaginables kilómetros hasta las sonoras
profundidades del Namib. Si mma Ramotswe torciera con la furgoneta en uno de los
caminos que arrancaba de la carretera principal, podría seguir conduciendo quizás entre
cincuenta y sesenta kilómetros más antes de que las ruedas empezaran a hundirse en la
arena y a girar desesperadamente. La vegetación sería cada vez más escasa, su aspecto
casi desértico. Las acacias disminuirían, y aparecerían lomas de fina tierra por las que la
arena omnipresente saldría a la superficie formando almenas. Habría zonas desnudas y
rocas grises dispersas, y ningún indicio de vida humana. El destino deparó a los botsuana
vivir con este inmenso interior seco, marrón y sólido, y por esa razón cultivaban la tierra
con cautela, con sigilo.
Si uno se adentraba en el Kalahari, se podían oír leones por la noche; porque de día
estaban calmados, en este vasto paisaje, pero en la oscuridad se hacían sentir con roncos
rugidos. De jovencita, mma Ramotswe había ido en una ocasión con una amiga para ver
un apartado corral. Estaba en el punto más lejano al que el ganado podía acceder, y mma
Ramotswe había experimentado la tremenda soledad que reina en un lugar deshabitado.
Así era la esencia de Botsuana, de su país.
Había sido en la estación de las lluvias, y la tierra estaba cubierta de hierba; la lluvia
tenía la capacidad de transformarla con gran rapidez. La tierra estaba cubierta de brotes de
fresca hierba, margaritas de Namaqualand, parras de melones del desierto, y áloes de
flores rojas y amarillas.
Aquella noche habían hecho una hoguera justo delante de las rudimentarias cabañas
que servían de refugio en el corral, pero la lumbre parecía diminuta bajo el inmenso
agujero celeste de titilantes constelaciones. Se había acurrucado junto a su amiga, que le
había dicho que no debía tener miedo porque el fuego ahuyentaba a los leones y a los
seres sobrenaturales, como los tokoloshes y demás.
Se despertó de madrugada, y vio que el fuego se estaba apagando. A través de las
ramas con las que estaba hecha la pared de la cabaña podía divisar sus brasas. Oyó un
rugido procedente de algún lugar lejano, pero no sintió miedo, y salió de la cabaña para
contemplar el cielo e inhalar el aire limpio y seco. Y pensó: «Soy muy pequeña
comparada con África, pero en esta tierra hay un trozo en el que todos y cada uno de
nosotros podemos sentarnos, que podemos tocar y considerar nuestro». Esperó por si se le
ocurría alguna otra idea, pero no se le ocurrió nada más, y volvió sigilosamente a la
cabaña y al calor de las mantas de su estera.
Mientras conducía su pequeña furgoneta por esos mundos de Dios, mma Ramotswe
pensó que tal vez algún día volviera a ir al Kalahari, lleno de espacios desiertos, de
extensas praderas que le desgarraban a uno el alma.
11
Sentimiento de culpa por un coche
S ucedió a los tres días de resolverse satisfactoriamente el caso Patel. Mma Ramotswe
había enviado una factura por dos mil pulas, más gastos, y le pagaron a vuelta de
correo. No salía de su asombro. No podía creerse que alguien pagara tal cantidad de
dinero sin protestar, y la prontitud y aparente alegría con que el señor Patel había pagado
le causaron remordimientos por el monto de la factura.
Era curioso el agudo sentido de culpabilidad que tenían algunas personas, pensó,
mientras que otras carecían de él. Había quien agonizaba por cometer leves deslices o
errores; en cambio, a otros apenas les inmutaban las traiciones que cometían o su propia
falta de honestidad. Mma Pekwane formaba parte del primer grupo, pensó mma
Ramotswe. Note Mokoti, del segundo.
Cuando entró en la Primera Agencia Femenina de Detectives, mma Pekwane parecía
inquieta. Mma Ramotswe le había ofrecido una taza de té bien cargado, como hacía con
todos sus clientes, y había esperado a que estuviera lista para hablar. Todo apuntaba,
intuyó mma Ramotswe, a que estaba preocupada por un hombre. ¿Por qué sería? Seguro
que tenía que ver con el mal comportamiento masculino, pero ¿de qué se trataría?
—Estoy preocupada porque mi marido ha hecho algo espantoso —le contó al fin mma
Pekwane—. Me siento muy avergonzada.
Mma Ramotswe asintió con la cabeza suavemente. Mal comportamiento masculino.
—Los hombres hacen cosas terribles —constató—. Todas las mujeres se preocupan
por sus maridos. No es usted la única.
Mma Pekwane suspiró.
—Pero es que mi marido ha hecho algo terrible —insistió—, terrible de verdad.
Mma Ramotswe se irguió en la silla. Si rra Pekwane había cometido un asesinato,
tendría que decirle claramente que había que llamar a la policía. Ni se le pasaba por la
cabeza ayudar a alguien a encubrir a un asesino.
—¿Qué es lo que ha hecho? —preguntó mma Ramotswe.
Mma Pekwane confesó en voz baja:
—Ha robado un coche.
Mma Ramotswe se sintió aliviada. Los robos de coches eran bastante habituales,
estaban a la orden del día y debía de haber muchas mujeres que conducían por la ciudad
los coches que habían robado sus maridos. Mma Ramotswe no se imaginaba robando uno,
por supuesto que no, y, al parecer, mma Pekwane tampoco.
—¿Le ha dicho él que lo ha robado? —preguntó—. ¿Está usted segura?
Mma Ramotswe sacudió la cabeza.
—Me dijo que se lo había dado un hombre. Que ese hombre tenía dos Mercedes-Benz
y sólo necesitaba uno.
Mma Ramotswe se echó a reír.
—Pero ¿qué se han creído los hombres? ¿Que nos pueden tomar el pelo así, sin más?
—ironizó—. ¿Qué se creen, que somos idiotas?
—Eso parece —repuso mma Pekwane.
Mma Ramotswe cogió un lápiz y trazó varias líneas en un papel. Al echar un vistazo a
los garabatos, vio que había dibujado un coche.
Miró a mma Pekwane.
—¿Quiere que le diga lo que debe hacer? —preguntó mma Ramotswe—. ¿Es eso lo
que quiere?
Mma Pekwane parecía pensativa.
—No —contestó—, qué va. Ya sé lo que quiero hacer.
—¿El qué?
—Quiero devolver el coche. Quiero devolvérselo a su dueño.
Mma Ramotswe se irguió.
—Entonces, ¿quiere ir a la policía? ¿Quiere denunciar a su marido?
—No. No quiero denunciarle. Sólo quiero que el coche le sea devuelto a su dueño sin
que se entere la policía. Quiero que el Señor sepa que ese coche ha vuelto a su dueño.
Mma Ramotswe miró con fijeza a su clienta. Debía admitir que era un deseo
perfectamente razonable. Si el coche volvía a su dueño, mma Pekwane tendría la
conciencia tranquila y seguiría teniendo a su marido. Bien mirado, mma Ramotswe
encontró que era una buena forma de lidiar con una situación difícil.
—Pero ¿por qué ha venido usted a verme a mí? —quiso saber mma Ramotswe—.
¿Qué quiere que haga yo?
Mma Pekwane contestó sin pensárselo dos veces:
—Quiero que averigüe de quién es el coche. Luego quiero que se lo robe a mi marido
y se lo devuelva a su verdadero dueño. Eso es todo lo que quiero.
Al caer la tarde, mientras volvía a casa en su pequeña furgoneta blanca, mma Ramotswe
pensó que no tendría que haber consentido en ayudar a mma Pekwane, pero ya no podía
echarse atrás, había dado su palabra; sin embargo, aquello no iba a ser coser y cantar, a
menos, claro está, que fuera a la policía, lo cual evidentemente no podía hacer.
Posiblemente rra Pekwane merecería ser entregado a la policía, pero su clienta le había
pedido que no se procediera de ese modo, y su primer compromiso era con ella; así que
habría que buscar otra manera de hacer las cosas.
Aquella noche, después de cenar pollo y calabaza, mma Ramotswe llamó al señor
J. L. B. Matekoni.
—¿De dónde son los Mercedes-Benz robados? —preguntó mma Ramotswe.
—Del otro lado de la frontera —respondió el señor J. L. B. Matekoni—. Los roban en
Suráfrica y los traen hasta aquí, los pintan, borran el número de motor original y luego los
venden a bajo precio o los envían a Zambia. Por cierto, sé quién hace todo esto, todo el
mundo lo sabe.
—Eso no me interesa —repuso mma Ramotswe—. Lo que necesito saber es cómo
pueden identificarse después de todo este proceso.
El señor J. L. B. Matekoni hizo una pausa.
—Hay que saber dónde buscar —afirmó—. Normalmente, el número de serie está
grabado en alguna otra parte, en el chasis o en el dorso del capó. No es difícil encontrarlo
si uno sabe lo que hace.
—Usted sabe lo que hace —aseguró mma Ramotswe—. ¿Podría ayudarme?
El señor J. L. B. Matekoni suspiró. No le gustaban los coches robados. Prefería no
tener nada que ver con ellos, pero mma Ramotswe le había pedido un favor y, por lo
tanto, sólo había una respuesta posible:
—Dígame dónde y cuándo.
Entraron en el jardín de los Pekwane al día siguiente por la noche, tras ponerse de acuerdo
con mma Pekwane, quien había prometido que a la hora convenida se aseguraría de tener
a los perros dentro de casa y a su marido entretenido comiendo un plato especial que ella
le prepararía. De modo que nada podría impedirle al señor J. L. B. Matekoni deslizarse
debajo del Mercedes, aparcado en el jardín, y examinar la carrocería con la linterna. Mma
Ramotswe también se ofreció a deslizarse debajo del coche, pero el señor J. L. B.
Matekoni no estaba seguro de que cupiera y declinó su oferta. Al cabo de diez minutos,
ya había escrito en un trozo de papel un número de serie, y ambos salieron con sigilo del
jardín y fueron hasta la pequeña furgoneta blanca, estacionada calle abajo.
—¿Está seguro de que con esto tendré suficiente? —preguntó mma Ramotswe—. ¿Lo
sabrán sólo con el número?
—Sí —respondió él—, tranquila.
Dejó al señor J. L. B. Matekoni frente a la puerta de su casa y éste se despidió de ella
con la mano en plena oscuridad. Seguro que muy pronto tendría la ocasión de devolverle
el favor.
Aquel fin de semana, mma Ramotswe cruzó la frontera en su pequeña furgoneta blanca
para dirigirse a Mafikeng y, una vez allí, fue directamente al Café de la Estación. Se
compró un ejemplar del Johannesburg Star y se sentó a leer el periódico en una mesa
cercana a la ventana. Como no había más que malas noticias, decidió dejarlo a un lado y
pasar el rato observando a los demás clientes.
—¡Mma Ramotswe!
Alzó la vista. Ahí estaba Billy Pilani, más avejentado que antes, lógicamente, pero
aparte de eso estaba igual que siempre. Aún podía verle en el Mochudi Government
School, sentado en su pupitre, mirando a las musarañas.
Le invitó a un café y un gran donut y le explicó lo que necesitaba.
—Quiero que averigüe quién es el dueño de este coche —anunció mma Ramotswe,
pasándole el trozo de papel con el número de serie escrito con letra del señor J. L. B.
Matekoni—. Después, cuando lo haya averiguado, quiero que le diga al dueño, a la
compañía de seguros o a quien sea, que pueden ir a recoger el coche a Gaborone y que lo
tendrán listo en el lugar que acordemos. Lo único que tienen que hacer es traer una
matrícula surafricana con el número originario. Entonces podrán llevárselo.
Billy Pilani parecía sorprendido.
—¿A cambio de nada? —preguntó—. ¿No hay que pagar nada?
—Nada —contestó mma Ramotswe—. Lo único que se pretende es que el coche le
sea devuelto a su verdadero dueño. Eso es todo. Usted es de los míos, ¿verdad, Billy?
—¡Claro que sí! —se apresuró a decir Billy—. ¡Por supuesto!
—Y, Billy, mientras hace la gestión, quiero que se olvide de que es policía. No ha de
haber ningún arresto.
—¿Ni siquiera uno pequeño? —preguntó Billy con voz decepcionada.
—Ni siquiera uno pequeño.
Billy Pilani telefoneó al día siguiente.
—Ya tengo la información de nuestra lista de vehículos robados —anunció—. Me he
puesto en contacto con la compañía de seguros, que ya había pagado, y dicen que estarán
encantados de recuperar el coche. Enviarán a uno de sus hombres a recogerlo.
—Estupendo —repuso mma Ramotswe—. Dígales que nos veremos en el African
Mall de Gaborone el próximo martes a las siete de la mañana, y que traigan la matrícula.
Con todos los detalles ultimados, el martes a las cinco de la mañana mma Ramotswe
entró en el patio de los Pekwane y, según lo previsto, encontró las llaves del Mercedes en
el suelo, junto a la ventana del dormitorio, donde mma Pekwane las había dejado la noche
anterior. Mma Pekwane le había asegurado que su marido tenía el sueño profundo y que
nunca se despertaba hasta que, a las seis, Radio Botswana emitía el mugido de una vaca.
No la oyó poner el coche en marcha ni salir a la calle; en realidad, no se dio cuenta de
que le habían robado el Mercedes-Benz hasta que eran casi las ocho.
—¡Llama a la policía! —gritaba mma Pekwane—. ¡Rápido, llama a la policía!
Notó que su marido se mostraba dubitativo.
—Tal vez más tarde —comentó rra Pekwane—; mientras tanto, creo que lo buscaré
por mi cuenta.
Ella clavó la vista en su marido, que desvió momentáneamente la mirada. «Es
culpable. Tenía razón —pensó mma Pekwane—. Estaba en lo cierto. No puede ir a la
policía y decirles que le han robado su coche robado».
A última hora del día fue a ver a mma Ramotswe para darle las gracias.
—Gracias a usted me siento mucho mejor —confesó—. Ahora podré dormir tranquila
sin sentirme culpable por mi marido.
—Me alegro mucho —repuso mma Ramotswe—. A lo mejor le ha servido para
aprender algo importante.
—¿El qué? —preguntó mma Pekwane.
—Que, aunque algunos piensen lo contrario, no hay plazo que no llegue ni deuda que
no se pague.
12
La casa de mma Ramotswe en Zebra Drive
L a casa había sido construida en 1968, cuando la ciudad se expandió más allá de las
tiendas y los edificios gubernamentales. Estaba en una esquina, lo que no siempre
era bueno porque la gente a veces se reunía en la esquina, bajo las acacias que allí crecían,
y escupía en el jardín o tiraba la basura por encima de la valla. Al principio, cuando los
veía hacerlo, les gritaba desde la ventana, o les lanzaba la tapa de un cubo de basura, pero
esa gente no parecía tener vergüenza alguna y se limitaban a reírse. De modo que se
rindió, y el jardinero que iba a arreglarle el jardín tres veces a la semana se ocupaba de
recoger la porquería y sacarla afuera. Ése era el único problema que tenía con la casa. Por
lo demás, mma Ramotswe estaba contentísima de vivir allí y pensaba a diario en la suerte
que había tenido de comprarla en el momento oportuno, justo antes de que los precios
subieran tanto que la gente de bien ya no pudiera pagarlos con sus sueldos.
El terreno era grande, tenía poco más de un cuarto de hectárea, y estaba repleto de
árboles y arbustos. Los árboles no eran nada del otro mundo, la mayoría eran acacias,
pero daban buena sombra y, si las lluvias escaseaban, nunca se morían. También había
buganvillas moradas, que los anteriores dueños habían plantado con entusiasmo y que,
cuando llegó mma Ramotswe, se habían extendido por casi todas partes; por eso había
tenido que podarlas, para hacer sitio a sus papayas y sus calabazas.
En la parte delantera de la casa había un porche, que era su lugar favorito y donde le
gustaba sentarse por las mañanas, al amanecer, o por las tardes, antes de que aparecieran
los mosquitos. Lo había ampliado colocando un toldo de malla sostenido por estacas
desbastadas. Así se filtraban muchos rayos solares, y las plantas podían crecer gracias a la
luz verde que se creaba. Tenía begonias y helechos, que regaba cada día y que formaban
una exuberante mancha verde que contrastaba con la tierra marrón.
Detrás del porche estaba el salón, la habitación más grande de la casa, con una enorme
ventana con vistas a lo que en su día fue césped. Tenía una chimenea, demasiado grande
para las dimensiones del salón, pero que era motivo de orgullo para mma Ramotswe. En
su repisa había dispuesto su mejor loza, su taza de té con la reina Isabel II, y su plato
conmemorativo con la efigie de sir Seretse Khama, el Presidente, el Kgosi de los
banguato, el Estadista. Le sonreía desde el plato, era como si la estuviese bendiciendo,
como si supiera lo que estaba sucediendo. Igual que la reina, que también amaba
Botsuana, y lo entendía todo.
Pero en el lugar de honor estaba la fotografía de su papaíto, tomada justo antes de su
sexagésimo aniversario. Llevaba puesto el traje que se había comprado en Bulawayo el
día que fue a visitar a su primo, y aparecía sonriente, aunque ella sabía que por aquel
entonces ya sentía molestias. Mma Ramotswe era una persona realista que vivía el
presente, pero se permitía únicamente un pensamiento nostálgico, una pequeña licencia,
se imaginaba a su papaíto entrando por la puerta, saludándola con una sonrisa y
diciéndole: «¡Mi pequeña Precious! ¡Lo estás haciendo muy bien! ¡Estoy orgulloso de ti!»
Y se imaginaba dándole una vuelta por Gaborone en su pequeña furgoneta blanca y
enseñándole todos los avances que se habían logrado, y sonreía sólo de pensar en lo
orgulloso que se habría sentido. Pero no se permitía pensar así muy a menudo porque
acababa llorando por todo lo que había ocurrido y por todo el amor que sentía dentro.
La cocina era muy alegre. El suelo de cemento, barnizado con pintura roja para
suelos, lo mantenía brillante la empleada doméstica de mma Ramotswe, Rose, que llevaba
cinco años con ella. Rose tenía cuatro hijos, de diferentes padres, que vivían en Tlokweng
con su madre. Trabajaba para mma Ramotswe, cosía para una cooperativa y mantenía a
sus hijos con lo poco que ganaba. El hijo mayor ya era carpintero y ayudaba a su madre
económicamente, pero los pequeños siempre necesitaban zapatos o pantalones nuevos, y
uno de ellos necesitaba un inhalador porque tenía problemas respiratorios. Pero a pesar de
todo Rose seguía cantando, y era así como mma Ramotswe sabía que había llegado por
las mañanas, cuando desde la cocina le llegaban fragmentos de canciones flotando en el
aire.
13
¿Quiere casarse conmigo?
¿F elicidad? Mma Ramotswe era bastante feliz. Con su agencia de detectives y su casa de
Zebra Drive, tenía más que la mayoría y era consciente de ello. También era consciente
de cómo habían cambiado las cosas. Durante su matrimonio con Note Mokoti había
sentido una infelicidad profunda y abrumadora que la acechaba como una oscura sombra.
Ahora ya no la sentía.
Si hubiera escuchado a su padre, si hubiera escuchado al marido de su prima, jamás
habría contraído matrimonio con Note ni habría sido infeliz todos esos años. Pero lo había
sido, porque a los veinte años, como cualquiera a esa edad, era una terca y, por mucho
que entonces pensara lo contrario, estaba ciega. «El mundo está lleno de veinteañeros —
dijo para sí—, todos ciegos».
A Obed Ramotswe nunca le había caído bien Note y se lo había dicho a su hija sin
rodeos. Pero ella había reaccionado llorando y diciéndole que era el mejor hombre que
podía encontrar y que la haría feliz.
—No te hará feliz —le había advertido Obed—. Ese hombre te pegará. Abusará de ti
en todos los sentidos. Créeme, he estado en las minas y allí se ven todo tipo de hombres.
He visto a muchos como él.
Ella había sacudido la cabeza y había salido corriendo de la habitación, y él la había
llamado con un débil y dolorido grito. Aún podía oírlo y a mma Ramotswe se le
desgarraba el corazón. Había hecho daño al hombre que más la quería en el mundo, a un
hombre bueno y confiado que sólo trataba de protegerla. Si se pudiera borrar el pasado; si
se pudiera volver atrás para no cometer los mismos errores, para tomar otras decisiones…
—Si pudiéramos volver atrás —dijo el señor J. L. B. Matekoni, vertiendo té en la taza
de mma Ramotswe—… He pensado muchas veces en eso. Si pudiéramos retroceder
sabiendo lo que sabemos ahora… —Cabeceó, asombrado—. ¡Dios mío! ¡Cuántas cosas
haría de otra manera!
Mma Ramotswe dio un sorbo a su té. Estaba sentada en el despacho de Tlokweng
Road Speedy Motors, debajo de la lista de proveedores de recambios, pasando el rato con
su amigo, como hacía en ocasiones cuando en la agencia no había movimiento. Era algo
inevitable; a veces la gente simplemente no tenía nada que averiguar. No había
desaparecido nadie, ni nadie estaba engañando a su mujer o robando. En tales ocasiones,
más le valía a un detective privado colgar el cartel de cerrado en su oficina e irse a plantar
melones. No es que ella tuviera la intención de plantar melones; tomarse tranquilamente
una taza de té y luego ir de compras al African Mall era una forma tan estupenda de pasar
la tarde como otra cualquiera. Después tal vez se acercaría al Book Centre para ver si
habían recibido alguna revista interesante. Le encantaban las revistas. Le gustaba su olor
y el colorido de sus fotos. Le encantaban las de decoración de interiores que enseñaban
cómo vivía la gente en países lejanos. ¡Tenían tantas cosas en sus casas, y tan bonitas!
Cuadros, suntuosas cortinas, montones de cojines de terciopelo, idóneos para que una
persona gorda se sentara en ellos, extrañas luces en curiosos ángulos…
El señor J. L. B. Matekoni seguía con su tema.
—He cometido muchos errores en mi vida —confesó, arqueando las cejas al
recordarlos—. Un sinfín de errores.
Mma Ramotswe le miró. Ella siempre había pensado que a su amigo todo le había ido
bastante bien. Se había preparado para ser mecánico, había ahorrado dinero y luego había
comprado su propio taller. Se había hecho una casa, se había casado (lamentablemente su
mujer murió) y le habían nombrado presidente local del Partido Democrático de
Botsuana. Conocía a bastantes ministros (muy por encima), y cada año le invitaban a una
de las fiestas al aire libre que se organizaban en la residencia presidencial. Todo parecía
irle viento en popa.
—A mí no me lo parece —repuso mma Ramotswe—; en cambio, yo sí que he
cometido errores.
El señor J. L. B. Matekoni la miró sorprendido.
—No le imagino cometiendo ningún error —continuó ella—. Es listo. Siempre sopesa
las cosas antes de tomar la decisión adecuada.
Mma Ramotswe resopló.
—Yo me casé con Note —se limitó a decir.
El señor J. L. B. Matekoni estaba pensativo.
—Sí —repuso—. Ése fue un gran error.
Permanecieron callados unos instantes. Después él se levantó. Era un hombre alto y
tenía que ir con cuidado de no darse un golpe en la cabeza cuando se ponía de pie. Ahora,
con el calendario a sus espaldas y el matamoscas colgado del techo, se aclaró la garganta
y dijo:
—Me gustaría que se casara conmigo —le pidió—. Eso no sería ningún error.
Mma Ramotswe ocultó su sorpresa. No se asustó, ni se le cayó la taza de té ni se
quedó boquiabierta. Sólo sonrió y miró fijamente a su amigo.
—Es usted un buen hombre —comentó—. Se parece un poco a mi… papaíto. Pero no
puedo volverme a casar. Nunca. Soy feliz como estoy. Tengo la agencia y la casa. Tengo
una vida plena.
El señor J. L. B. Matekoni se sentó. Parecía derrotado y mma Ramotswe alargó el
brazo para acariciarle. Él lo apartó instintivamente, como se alejaría del fuego un hombre
quemado.
—Lo siento mucho —se disculpó ella—. Pero quiero que sepa que si tuviera que
casarme con alguien, cosa que no haré, escogería a un hombre como usted. Puede que
incluso a usted. Sí, de eso no me cabe duda.
El señor J. L. B. Matekoni cogió la taza de mma Ramotswe y le sirvió más té. Estaba
callado, no por rabia o resentimiento, sino porque había hecho acopio de todas sus fuerzas
para declararse y, de momento, no tenía nada más que decir.
14
Un hombre guapo
A lice Busang estaba nerviosa por tener que hablar con mma Ramotswe, pero la
agradable y gruesa presencia del otro lado de la mesa la tranquilizó enseguida. Era
como hablar con un médico o un cura, pensó; en tales consultas nada de lo que una dijera
podía desconcertar.
—Tengo sospechas de que mi marido se ve con otras mujeres —declaró.
Mma Ramotswe asintió. Por experiencia sabía que todos los hombres se veían con
otras mujeres. Todos, menos los pastores y los directores de los colegios.
—¿Le ha sorprendido con alguna? —preguntó mma Ramotswe.
Alice Busang sacudió la cabeza.
—Le observo constantemente, pero nunca le veo con nadie. Es muy astuto.
Mma Ramotswe anotó esto en un papel.
—Frecuenta los bares, ¿verdad? —Sí.
—Es allí donde las ve. Esas mujeres merodean por los bares esperando a los maridos
de otras mujeres. La ciudad está llena de mujeres así.
Miró a Alice y entre ambas fluyó una pequeña ola de complicidad. Todas las mujeres
de Botsuana eran víctimas de la debilidad masculina. No había prácticamente ningún
hombre hoy en día que se casara con una mujer, sentara la cabeza y cuidara de sus hijos;
hombres así parecían formar parte del pasado.
—¿Quiere que le siga? —le preguntó mma Ramotswe—. ¿Quiere que averigüe si liga
con otras mujeres?
Alice Busang asintió.
—Sí —respondió—. Quiero una prueba, sólo para tenerla, para saber con qué clase de
hombre me casé.
Mma Ramotswe estaba demasiado atareada y no podía empezar con el caso Busang hasta
la semana siguiente. Aquel miércoles, aparcó la pequeña furgoneta blanca delante del
Centro de Clasificación de Diamantes, que era donde trabajaba Kremlin Busang. Alice
Busang le había dado una fotografía de su marido, que mma Ramotswe tenía sobre las
rodillas y miraba; era guapo, de hombros anchos y amplia sonrisa. Tenía pinta de ser un
ligón, y se preguntó por qué Alice Busang se había casado con él, si lo que quería era un
marido fiel. Por la esperanza, naturalmente; porque tenía la ingenua esperanza de que no
sería como los demás. Pues bien, bastaba con mirarle para saber que era como todos los
demás.
Le siguió, la furgoneta blanca siguió a su viejo coche azul entre el tráfico hasta el Go
Go Handsome Man’s Bar, junto a la estación de autobuses. Y, mientras él entraba en el
bar, ella se quedó unos minutos sentada en la furgoneta y se puso pintalabios y un poco de
crema en las mejillas. Enseguida entraría y se pondría manos a la obra.
El Go Go Handsome Man’s Bar no estaba lleno y sólo había un par de mujeres, que
catalogó como peligrosas. Clavaron la vista en ella, pero mma Ramotswe las ignoró y se
sentó en la barra, a sólo dos taburetes de distancia de Kremlin Busang.
Pidió una cerveza y echó un vistazo a su alrededor, memorizando todo lo que veía
como si fuera la primera vez que iba allí.
—¿Es la primera vez que viene, hermana? —le preguntó Kremlin Busang—. Es un
buen bar.
Sus miradas se encontraron.
—Sólo voy a bares en ocasiones especiales —contestó ella—. Como hoy.
Kremlin Busang sonrió.
—¿Es su cumpleaños?
—Sí —respondió ella—. Déjeme invitarle a una copa para celebrarlo.
Le invitó a una cerveza, y él se cambió de sitio para estar al lado de ella. Era un
hombre atractivo, estaba igual que en la foto e iba bien vestido. Tomaron juntos la
cerveza y luego ella le pidió otra. Él empezó a hablarle de su trabajo.
—Clasifico diamantes —le contó—. Es un trabajo difícil, ¿sabe? Se necesita tener
buena vista.
—Me gustan los diamantes —afirmó ella—. Me encantan.
—Es una suerte que en este país haya tantos —repuso él—. ¡Válgame Dios, aquí sí
que hay buenos diamantes!
Mma Ramotswe movió la pierna izquierda ligeramente, hasta tocar la suya. Él se dio
cuenta; porque miró hacia abajo, pero no la apartó.
—¿Está casado? —le preguntó ella en voz baja.
Kremlin Busang no se lo pensó un instante:
—No. Nunca he estado casado. Hoy en día es mejor estar soltero. Por la libertad, ya
sabe.
Mma Ramotswe asintió con la cabeza.
—A mí también me gusta ser libre —afirmó—. Es la única manera de hacer lo que me
dé la gana con mi tiempo.
—Exacto —repuso él—. Ha dado en el clavo.
Mma Ramotswe apuró su vaso.
—Tengo que irme —anunció y, tras una breve pausa, añadió—: ¿Le gustaría venir a
mi casa a tomar algo? Tengo cerveza.
Él sonrió.
—Sí, buena idea. No tengo nada más que hacer.
Kremlin Busang la siguió en coche hasta su casa; entraron juntos y pusieron música.
Ella le ofreció una cerveza, y él se bebió la mitad de un solo trago.
A continuación la rodeó por la cintura con el brazo y le dijo que le gustaban las
mujeres sanas y gordas, que toda esa historia acerca de que las mujeres tenían que ser
delgadas era una estupidez y que, además, no tenía razón de ser en África.
—A los hombres lo que realmente nos gusta son las mujeres gordas como usted —
dijo.
Ella se rió tontamente. La verdad es que era un hombre encantador, pero estaba
trabajando y había que ser profesional. No debía olvidar que necesitaba una prueba, lo
que tal vez no fuera tan fácil de conseguir.
—Venga, siéntese aquí conmigo —le animó ella—. Debe de estar cansado después de
estar todo el día de pie clasificando diamantes.
Mma Ramotswe ya había pensado en una excusa, que él aceptó sin rechistar. Él no podía
pasar la noche en su casa porque ella tenía que madrugar mucho. Pero sería una lástima
dar por concluida una velada tan magnífica sin que quedara ninguna constancia material.
—Quiero tener una foto de los dos; así podré mirarla y recordar esta noche.
Él sonrió y le dio un pequeño pellizco.
—¡Buena idea!
De modo que mma Ramotswe preparó el disparador automático de la máquina de
fotos y, de un salto, se reunió con él en el sofá. Él volvió a pellizcarla, la rodeó con el
brazo y la besó apasionadamente mientras se activaba el flash.
—Si quiere, podemos publicarla en los periódicos —propuso él—. Míster Guapo con
su amiga Miss Gordita.
Mma Ramotswe se echó a reír.
—Desde luego, usted es todo un mujeriego, Kremlin. Un auténtico mujeriego. Lo
supe desde el primer momento en que le vi.
—Bueno, alguien tiene que cuidar de las mujeres, ¿no? —repuso él.
Aquel viernes Alice Busang se fue a la agencia, donde mma Ramotswe la estaba
esperando.
—Lamento decirle que su marido le es infiel —anunció—. Tengo la prueba.
Alice cerró los ojos. Se lo había imaginado, pero no le hacía ninguna gracia. «Lo
mataré —pensó—; no, aún le quiero. Lo odio. No, le quiero».
Mma Ramotswe le entregó la fotografía.
—Aquí la tiene.
Alice Busang miró la foto fijamente. ¡No puede ser! ¡Sí, era ella! Era la detective.
—¿Usted… —tartamudeó— usted estuvo con mi marido?
—No, él estuvo conmigo —la corrigió mma Ramotswe—. ¿No quería una prueba? Le
he conseguido la mejor prueba de todas.
Alice Busang dejó caer la foto.
—Pero usted…, usted ligó con mi marido. Es usted…
Mma Ramotswe frunció el ceño.
—¿No me pidió una prueba?
Alice Busang entornó los ojos.
—¡Es usted una zorra! —le chilló—. ¡Una zorra gorda! ¡Me ha robado a mi Kremlin!
¡Ladrona de maridos! ¡Ladrona!
Mma Ramotswe miró a su clienta, desconcertada. Tal vez lo mejor sería que
renunciara a los honorarios de este caso.
15
El descubrimiento del señor J. L. B. Matekoni
A lice Busang fue conducida hasta la puerta de la agencia entre gritos e insultos a
mma Ramotswe.
—¡Puta gorda! ¿Y usted se considera detective? ¡No es más que una ninfómana, como
todas esas de los bares! ¡Escúchenme todos! Esta mujer no es detective. ¡Primera Agencia
de Robo de Maridos! ¡Así tendría que llamarse este sitio!
Terminado el escándalo, mma Ramotswe y mma Makutsi se miraron. ¿Qué podían
hacer salvo reírse? Esa mujer había sabido desde el principio lo que su marido se traía
entre manos, pero había insistido en que quería una prueba. Y cuando se la daban,
culpaba al mensajero.
—Cuide de la agencia mientras estoy en el taller —ordenó su secretaria—. Quiero
comentarle al señor J. L. B. Matekoni lo que ha pasado.
El señor Matekoni estaba en su diminuto despacho, acristalado en la parte frontal,
arreglando la tapa de un distribuidor.
—La arena se mete por todas partes —protestó—. Mire esto.
Extrajo un fragmento de sílice de un conducto metálico y se lo mostró triunfante a su
amiga.
—Esto tan minúsculo hizo detenerse a un camión —explicó—. Este diminuto grano
de arena.
—Por querer un clavo, perdió un zapato —comentó mma Ramotswe, recordando lo
que una lejana tarde les había dicho un profesor del Mochudi Government School—. Por
querer un zapato, el… —Se detuvo. No lograba acordarse.
—El caballo se cayó. —El señor J. L. B. Matekoni terminó la frase—. A mí también
me lo enseñaron.
Dejó el distribuidor en la mesa y fue a llenar la tetera. Esa tarde hacía mucho calor y
una taza de té les vendría bien a los dos.
Mma Ramotswe le contó lo de Alice Busang y su reacción a la prueba de las fechorías
de Kremlin.
—Tendría que haberle visto —dijo—. ¡Menudo mujeriego! Pelo engominado, gafas
oscuras, zapatos caros. El pobre no se daba cuenta de lo ridículo que estaba. Prefiero a los
hombres que llevan un par de pantalones dignos y unos zapatos normales.
El señor J. L. B. Matekoni echó un rápido vistazo a sus zapatos, unas viejas y
zarrapastrosas botas de ante llenas de grasa, y a sus pantalones. ¿Eran dignos?
—Ni siquiera me he atrevido a cobrarle —prosiguió mma Ramotswe—. No, después
de lo ocurrido.
El señor J. L. B. Matekoni asintió. Parecía preocupado. No había vuelto a coger el
distribuidor y miraba absorto por la ventana.
—¿Le preocupa algo? —mma Ramotswe se preguntó si el hecho de que le hubiera
rechazado le habría molestado más de lo que ella imaginaba. No era un hombre
rencoroso, pero ¿estaría resentido con ella? No quería perder su amistad; en cierto modo
era su mejor amigo en la ciudad, y la vida sin su reconfortante presencia sería bastante
más aburrida. ¿Por qué el amor y el sexo complicaban tanto la vida? Sería mucho más
fácil no darles importancia. Actualmente el sexo no desempeñaba ningún papel en su
vida, lo que suponía un gran alivio. No tenía que preocuparse de su aspecto; de lo que la
gente pensara de ella. Debía de ser horroroso ser un hombre y pensar todo el rato en el
sexo, que es lo que presuntamente hacían los hombres. ¡Había leído en una revista que el
hombre medio pensaba en eso más de sesenta veces al día! No daba crédito a tal cifra,
pero al parecer la avalaban los estudios. Durante sus tareas cotidianas, el hombre medio
pensaba en el sexo; pensaba, cómo no, en meter y sacar, que es lo que hacen los hombres,
mientras hacía otra cosa. ¿Pensarían en eso los médicos cuando le tomaban el pulso a
alguien? ¿Y los abogados cuando preparaban sus defensas sentados a sus mesas? ¿Y los
pilotos mientras volaban? Le costaba creerlo.
Y el señor J. L. B. Matekoni, con su cara de no haber roto nunca un plato y sus
facciones inexpresivas, ¿estaría pensando en el sexo mientras arreglaba distribuidores o
sacaba las baterías de los motores? Mma Ramotswe clavó la vista en él; ¿cómo podía
saberlo? ¿Acaso un hombre que pensara en eso miraba con lascivia, abría la boca y
enseñaba su lengua rosa o…? No. Imposible.
—¿En qué está pensando, señor J. L. B. Matekoni? —La pregunta le salió sola y se
arrepintió al instante. Era como si le estuviera provocando para que reconociera que
estaba pensando en el sexo.
El señor J. L. B. Matekoni se levantó y cerró la puerta, que estaba entreabierta. Nadie
podía oírlos. Los dos mecánicos estaban en el otro lado del taller, «tomando un té y
pensando en el sexo» —se imaginó mma Ramotswe.
—Si no hubiera venido a verme, yo hubiera ido a verla —comentó el señor J. L. B.
Matekoni—. Verá, he encontrado algo.
Mma Ramotswe se sintió aliviada; no estaba enfadado por haber rechazado su
proposición de matrimonio. Le miró expectante.
—Es que hubo un accidente —explicó él—, nada grave. No hubo heridos. Se quedó
todo en un susto. Fue en el viejo cruce. Un camión que estaba saliendo de una curva con
poca visibilidad no frenó y chocó contra un coche que salía de la ciudad. El coche se
estrelló contra la cuneta y se abolló considerablemente; en cambio, al camión sólo se le
rompió un faro y tiene el radiador un poco estropeado.
—¿Y?
El señor J. L. B. Matekoni se sentó y se miró las manos.
—Me llamaron para que sacara el coche de la cuneta. Fui con la grúa y lo levantamos
con el cabrestante. Después lo remolcamos hasta aquí y lo dejamos en la parte trasera.
Luego se lo enseñaré.
Hizo una breve pausa antes de continuar. La historia parecía bastante simple, pero por
algún motivo le estaba costando mucho contarla.
—Examiné el coche. Se trataba básicamente de un problema de chapa y sólo tenía que
llamar al carrocero para que vinieran a buscarlo y lo repararan. Pero antes tenía que hacer
un par de cosas. Para empezar, tenía que revisar el sistema eléctrico. Los coches caros de
hoy en día tienen tanto cableado que basta un pequeño golpe para que todo el sistema se
estropee. Si algún cable está cortado, no se pueden cerrar las puertas y el sistema
antirrobo se bloquea. Es tan complicado que mis dos empleados, esos que se están
tomando un té a mi costa, sólo están empezando a aprenderlo.
»Sea como sea, tenía que revisar una caja de fusibles debajo del salpicadero y,
mientras lo hacía, abrí la guantera sin querer. Miré en su interior, no sé por qué, pero algo
me hizo mirar. Y encontré algo. Una pequeña bolsa.
La mente de mma Ramotswe iba a cien por hora. Seguro que había encontrado
diamantes de contrabando, pensó.
—¿Diamantes?
—No —respondió el señor J. L. B. Matekoni—. Algo mucho peor que eso.
Mma Ramotswe echó un vistazo a la pequeña bolsa que su amigo sacó de la caja fuerte y
puso en la mesa. Estaba confeccionada con piel de animal, era como un morral, muy
parecida a las bolsas que los basarua ornamentaban con trozos de cáscaras de huevos de
avestruz y utilizaban para almacenar hierbas y pasta para sus flechas.
—Ya la abro yo —se ofreció él—. Prefiero que usted no la toque.
Le observó mientras desataba el cordel que cerraba la boca de la bolsa. El señor J. L.
B. Matekoni ponía cara de asco, como si estuviese tocando algo de olor repugnante.
De hecho, los tres objetos pequeños que extrajo de la bolsa olían fuertemente a
humedad. Ahora lo entendía. No era necesario que añadiera nada más. Ahora entendía por
qué su amigo se había mostrado tan ausente e inquieto. Lo que el señor J. L. B. Matekoni
había encontrado era muti. Brujería.
Mientras ponía los objetos sobre la mesa, mma Ramotswe no dijo nada. ¿Qué podía
decir de estos lastimosos restos, del hueso, del fragmento de piel, de la diminuta botella
de madera con tapón y su escalofriante contenido?
El señor J. L. B. Matekoni, reacio a tocar los objetos con la mano, se sirvió de un
lápiz.
—Esto es lo que encontré —se limitó a decir.
Mma Ramotswe se levantó de la silla y caminó hacia la puerta. Tenía náuseas, como
ocurre siempre que se inspira algo nauseabundo, un burro muerto en una cuneta o el
insoportable olor a carroña.
La sensación de vómito desapareció y se dio la vuelta.
—Me llevaré el hueso para que lo estudien —anunció—. A lo mejor nos estamos
equivocando. Puede que se trate de un animal, de un antílope o una liebre.
El señor J. L. B. Matekoni sacudió la cabeza en señal de negación.
—No —repuso—, me temo que sé la respuesta.
—De todas maneras —insistió mma Ramotswe—. Póngalo en un sobre, que me lo
llevo.
El señor J. L. B. Matekoni iba a hablar pero se lo pensó mejor. Quería advertirle,
decirle que era peligroso jugar con estas cosas, pero eso significaría que creía en ellas y
no era cierto. ¿No?
Mma Ramotswe se metió el sobre en el bolsillo y sonrió.
—Ahora ya no puede pasarme nada —afirmó—. Estoy protegida.
El señor J. L. B. Matekoni intentó reírse de la broma, pero fue incapaz. Usar esas
palabras era tentar a la Providencia y deseó que no tuviera que arrepentirse de ellas.
—Hay algo que quisiera saber —dijo mma Ramotswe mientras abandonaba el
despacho—. ¿Ese coche… de quién es?
El señor J. L. B. Matekoni miró a los dos mecánicos. Aunque ambos estaban fuera del
alcance del oído, le contestó en voz baja:
—De Charlie Gotso. Del gran Charlie Gotso.
Los ojos de mma Ramotswe se abrieron como platos.
—¿De Gotso? ¿El pez gordo?
El señor J. L. B. Matekoni asintió. Todo el mundo conocía a Charlie Gotso. Era uno
de los hombres más influyentes del país. Sabía la vida de…, bueno, de todo aquel que le
interesaba. No había puerta que se le cerrara en todo el país ni nadie que se negara a
hacerle un favor. Si Charlie Gotso te pedía que le hicieras un favor, lo hacías. Si no, al
cabo de un tiempo empezabas a notar que las cosas se torcían. Lo hacía siempre de una
manera muy sutil: la solicitud de una licencia para tu empresa se retrasaba de forma
inesperada; tenías la sensación de que siempre había controles de velocidad justo en tu
trayecto al trabajo, o el nerviosismo de tus empleados aumentaba y cambiaban de trabajo.
Nunca se sabía a ciencia cierta, como ocurría con todo en Botsuana, pero la sensación era
muy real.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó mma Ramotswe.
—Eso digo yo —repuso el señor J. L. B. Matekoni—. ¡Oh, Dios mío!
16
Dedos cortados y serpientes
L e había servido de distracción. Era agradable resolver un caso como ése en tan poco
tiempo y a la completa satisfacción del cliente, pero no podía dejar de pensar en el
hecho de que había un pequeño sobre marrón en su cajón, cuyo contenido no podía ser
ignorado.
Lo extrajo disimuladamente, no quería que mma Makutsi lo viera. No es que no
confiara en ella, pero éste era el asunto más delicado con que se habían encontrado hasta
el momento. Era peligroso.
Abandonó el despacho, diciéndole a mma Makutsi que se iba al banco. Les habían
llegado varios cheques, que tenían que ser ingresados. Pero no fue al banco, o al menos
no es lo primero que hizo. Se fue en la furgoneta al Hospital Princess Marina, y una vez
allí siguió los letreros que decían: PATOLOGÍA.
Una enfermera la detuvo.
—¿Ha venido a identificar un cuerpo, mma?
Mma Ramotswe sacudió la cabeza.
—He venido a ver al doctor Gulubane. No me está esperando, pero me recibirá. Soy
su vecina.
La enfermera la miró con recelo, pero le dijo que esperara mientras iba a buscar al
doctor. Al cabo de unos minutos volvió y le dijo que el doctor enseguida estaría con ella.
—No debería venir al hospital a molestar a los doctores —comentó con
desaprobación—. Están muy ocupados.
Mma Ramotswe miró a la enfermera. ¿Cuántos años tenía? ¿Diecinueve, veinte? En la
época de su padre, una niña de diecinueve años no le habría hablado de esa forma a una
mujer de treinta y cinco, como si fuera una niña pequeña haciendo una pregunta
impertinente. Pero las cosas habían cambiado. Las nuevas generaciones no tenían ningún
respeto por las personas mayores y más gordas que ellas. ¿Debía decirle que era detective
privada? No, no valía la pena perder el tiempo con alguien así. Lo mejor era ignorarla.
Apareció el doctor Gulubane. Llevaba una bata verde, quién sabe qué desagradable
tarea venía de realizar, y parecía bastante contento de que le hubieran interrumpido.
—Vayamos a mi despacho —ofreció—. Allí podremos hablar.
Mma Ramotswe le siguió por un pasillo y entraron en un diminuto despacho decorado
sólo con una mesa completamente vacía, un teléfono y un viejo archivador gris. Parecía
más bien el despacho de un funcionario público; únicamente los libros de medicina del
estante revelaban su auténtica función.
—Como ya sabe —empezó diciendo—, ahora soy detective privada.
El doctor Gulubane la obsequió con una amplia sonrisa. Teniendo en cuenta el tipo de
trabajo que tenía, estaba notablemente contento, pensó.
—No conseguirá que hable de mis pacientes —señaló—, aunque estén todos muertos.
Mma Ramotswe se echó a reír.
—No he venido para eso —repuso—. Sólo quiero que examine algo. Lo tengo aquí
mismo. —Extrajo el sobre y lo vació sobre la mesa.
Al doctor Gulubane se le borró la sonrisa de la cara y cogió el hueso. Se puso las
gafas.
—Tercer metacarpo —murmuró—. Es de un niño de unos ocho o nueve años.
Mma Ramotswe oía sus propios latidos.
—¿Es humano?
—¡Pues claro! —exclamó el doctor Gulubane—. Como ya le he dicho, es de un niño.
Un adulto tiene los huesos más grandes. Eso salta a la vista. Es de un niño de
aproximadamente ocho o nueve años, puede que un poco más.
El doctor dejó el hueso en la mesa y miró a mma Ramotswe.
—¿De dónde lo ha sacado?
Mma Ramotswe se encogió de hombros.
—Me lo ha enseñado cierta persona. Y usted tampoco conseguirá que yo hable de mis
clientes.
El doctor Gulubane puso cara de fastidio.
—Estas cosas no hay que tomárselas a la ligera —apuntó—. La gente ya no tiene
respeto por nada.
Mma Ramotswe asintió, estaba de acuerdo con él.
—¿Podría decirme algo más? ¿Podría decirme cuándo… cuándo murió el chico?
El doctor Gulubane abrió un cajón y sacó de él una lupa con la que examinó el hueso
más a fondo, girándolo sobre la palma de su mano.
—No hace mucho —contestó—. En esta parte de aquí aún queda un poco de tejido.
Aún no se ha desecado del todo. Debe de hacer algunos meses que ha muerto, quizá no
muchos, pero es imposible precisarlo.
Mma Ramotswe se estremeció. Una cosa era tocar un hueso y otra, tocar tejido
humano.
—Una pregunta —prosiguió el doctor Gulubane—. ¿Cómo sabe que ese niño está
muerto? Creía que era usted detective. Tendría que haber pensado: «Esto es una
extremidad, la gente puede perder extremidades y seguir con vida». ¿Ha pensado en eso,
señora detective? ¡Apuesto cualquier cosa a que no!
Le contó lo sucedido al señor J. L. B. Matekoni en su casa, cenando. Él había aceptado su
invitación sin dudarlo, y mma Ramotswe había hecho una cazuela grande de guisado y un
plato de arroz con melón. A media comida le habló de su visita al doctor Gulubane. El
señor J. L. B. Matekoni se desentendió de la cena.
—¿Un niño? —preguntó consternado.
—Eso es lo que ha dicho el doctor Gulubane. No estaba seguro de la edad, pero dijo
que debía de tener entre ocho y nueve años.
El señor J. L. B. Matekoni dio un respingo. Habría sido mucho mejor no haber
encontrado nunca la bolsa. Esas cosas pasaban, todo el mundo lo sabía, pero uno prefería
no tener nada que ver con ellas. No traían más que problemas, especialmente si Charlie
Gotso estaba involucrado.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó mma Ramotswe.
El señor J. L. B. Matekoni cerró los ojos y tragó con dificultad.
—Podemos ir a la policía —sugirió—, pero, si lo hacemos, Charlie Gotso se enterará
de que he encontrado la bolsa y entonces tendré los días contados.
Mma Ramotswe estuvo de acuerdo con él. La policía tenía un interés relativo en
investigar crímenes, y un interés nulo en investigar ciertos tipos de crímenes. Implicar en
un crimen relacionado con brujería a los hombres más poderosos del país entraba dentro
de esta categoría.
—No creo que sea buena idea ir a la policía —opinó mma Ramotswe.
—Entonces, ¿nos olvidamos de esa opción? —El señor J. L. B. Matekoni miró a mma
Ramotswe con expresión suplicante.
—Sí, queda descartada —afirmó—. La gente lleva tiempo intentando olvidar ese tipo
de cosas, ¿no? Es mejor no recordárselas.
El señor J. L. B. Matekoni apartó la vista. Ya no tenía hambre y el guisado se estaba
enfriando en el plato.
—Lo primero que haremos —explicó mma Ramotswe— será ocuparnos de romperle
el parabrisas a Charlie Gotso. Luego le llamará y le dirá que unos ladrones han entrado en
el taller y le han registrado el coche. Le dirá que no parece que hayan robado nada y que
pagará encantado un nuevo parabrisas. Luego espere y veremos.
—¿Qué veremos?
—Veremos si le llama y le dice que le falta algo. Si lo hace, tiene que decirle que, sea
lo que sea, se encargará usted mismo de encontrarlo. Le dirá que tiene un contacto, una
detective privada, especialista en encontrar objetos robados. Me refiero a mí, claro está.
El señor J. L. B. Matekoni estaba literalmente boquiabierto. No era tan sencillo
acceder a Charlie Gotso. Se necesitaba tener contactos para verle.
—¿Y luego?
—Luego voy a devolverle la bolsa y el resto déjemelo a mí. Conseguiré que me diga
cómo se llama el hechicero, y después, bueno, ya lo pensaremos cuando llegue el
momento.
Mma Ramotswe hacía que el asunto pareciera tan fácil que el señor J. L. B. Matekoni
se acabó convenciendo de que funcionaría. Eso era lo extraordinario de la confianza, que
era contagiosa. Y entonces le volvió el apetito. Se terminó el guisado, repitió y se bebió
una taza grande de té antes de que mma Ramotswe le acompañara hasta el coche y le
diera las buenas noches.
Mma Ramotswe permaneció de pie en el camino de la casa y observó las luces del
coche hasta que desaparecieron. En plena oscuridad, podía ver las luces de la casa del
doctor Gulubane. Tenía las cortinas del salón abiertas y estaba de pie frente a la ventana
también abierta, contemplando la noche. El doctor no podía verla, porque ella estaba a
oscuras y él con la luz encendida, pero daba la sensación de que la estaba mirando.
18
Una sarta de mentiras
E l señor Gotso miró a mma Ramotswe. Sentía respeto por las mujeres gordas, y lo
cierto es que se había casado con una hacía cinco años. Pero había resultado ser una
metomentodo y una pesada y, finalmente, la había enviado a vivir al sur, a una granja
cercana a Lobatsi, sin teléfono y junto a una carretera que se volvía intransitable cuando
llovía. Se había quejado, de manera insistente y a voz en grito, de tener que compartirlo
con otras mujeres, pero ¿qué esperaba? ¿Pensaba realmente que él, Charlie Gotso, iba a
resignarse con una sola mujer, como cualquier funcionario del Gobierno? ¿Con todo el
dinero y el poder que tenía? ¿Y con una licenciatura en Filosofía y Letras? Ése era el
problema de casarse con una mujer inculta que no entendía los círculos en los que él se
movía. Él había estado en Nairobi y en Lusaka. Sabía cómo pensaba la gente en sitios
como ésos. Una mujer inteligente, una mujer licenciada en Filosofía y Letras, habría
estado a la altura de las circunstancias; aunque, por otra parte, esa mujer gorda, que ahora
estaba en Lobatsi, era la misma que le había dado ya cinco hijos, cosa que había que tener
en cuenta. ¡Se conformaría con que dejara de quejarse!
—¿Es usted la mujer de la que me habló Matekoni?
A mma Ramotswe no le gustó su voz. Era áspera como el papel de lija y no
vocalizaba al hablar, como si hacerse entender fuera demasiado pedir. Ella intuyó que era
porque se sentía superior; con lo poderoso que era, ¿por qué iba a esforzarse en
comunicarse debidamente con los que eran inferiores a él? Lo importante era que
entendieran lo que a él le interesaba que entendieran.
—El señor J. L. B. Matekoni me pidió que le ayudara, rra. Soy detective privada.
El señor Gotso la miró con fijeza, una ligera sonrisa asomó a sus labios.
—Ya sé dónde trabaja. Vi el letrero al pasar con el coche por delante. Es una agencia
de detectives para mujeres o algo así.
—No es únicamente para mujeres, rra —repuso mma Ramotswe—. Somos mujeres
detectives, pero también trabajamos para los hombres. El señor Patel, sin ir más lejos, ha
utilizado nuestros servicios.
El señor Gotso sonrió abiertamente.
—¿Me está diciendo usted que pueden proporcionar información a los hombres?
Mma Ramotswe contestó con tranquilidad:
—A veces, sí. Depende. En ocasiones los hombres son demasiado orgullosos para
escuchar. En esos casos no se les puede decir nada.
El señor Gotso entornó los ojos. El comentario era ambiguo. Mma Ramotswe podía
estar sugiriendo que él era orgulloso o que otros hombres lo eran. Porque había otros, por
supuesto…
—En fin —dijo el señor Gotso—, ya sabe que me han robado algo del coche.
Matekoni dice que usted puede averiguar quién ha sido y conseguir recuperarlo.
Mma Ramotswe asintió con la cabeza.
—Ya lo he hecho —repuso ella—. Ya sé quién registró su coche. Fueron unos niños,
un par de niños.
El señor Gotso arqueó una ceja.
—¿Cómo se llaman? Dígame quiénes son.
—No puedo —contestó mma Ramotswe.
—Quiero dar con ellos. Tiene que decirme cómo se llaman.
Mma Ramotswe alzó la vista y su mirada y la del señor Gotso se encontraron. Los dos
permanecieron callados un instante. Luego ella habló:
—Les prometí que no le diría a nadie quiénes eran, si me devolvían lo que habían
robado. Les di mi palabra.
Mientras hablaba echó un vistazo al despacho del señor Gotso. Estaba justo detrás del
Mall, en una deslucida callejuela, y tenía un enorme letrero azul en el exterior, en el que
ponía: GOTSO HOLDING ENTERPRISES. En su interior, el despacho estaba decorado con
sencillez, y de no ser por las fotografías de la pared, difícilmente podía uno adivinar que
estaba en la oficina de un hombre poderoso. Pero las fotos hablaban por sí solas: el señor
Gotso con Moeshoeshoe, rey de los basoto; el señor Gotso con Hastings Banda; el señor
Gotso con Sobhuza II. La influencia de este hombre traspasaba las fronteras.
—¿Ha hecho una promesa en mi nombre?
—Sí, así es. Era la única manera de recuperar el objeto.
El señor Gotso pareció reflexionar unos instantes; mma Ramotswe observó una de las
fotografías más de cerca. En ella el señor Gotso entregaba un cheque para alguna buena
causa y todos sonreían; «Generoso cheque entregado con fines benéficos», rezaba el
titular del recorte de periódico que había debajo.
—Está bien —replicó él—. Supongo que no tenía otra opción. Y dígame, ¿dónde
está?
Mma Ramotswe metió una mano en el bolso y sacó de él la pequeña bolsa de piel.
—Esto es lo que me dieron.
La puso sobre la mesa y el señor Gotso alargó un brazo y la cogió.
—Evidentemente, no es mío. Pertenece a uno de mis hombres. Lo estaba buscando
para dárselo. No tengo ni idea de lo que hay dentro.
—Es muti, rra. Son remedios de un hechicero.
La mirada del señor Gotso era acerada.
—¿Ah, sí? ¿Algún amuleto para los supersticiosos?
Mma Ramotswe sacudió la cabeza.
—No creo que se trate de eso. Creo que el contenido es poderoso y que debió de ser
bastante caro.
—¿Poderoso? —mma Ramotswe se dio cuenta de que, al hablar, la cabeza del señor
Gotso permanecía completamente inmóvil. Sólo movía los labios mientras las palabras
emergían, inacabadas.
—Sí. Lo que hay en esa bolsa es muy bueno. Me gustaría conseguir algo así para mí,
pero no sé dónde encontrarlo.
El señor Gotso rompió su estatismo y miró de arriba abajo a mma Ramotswe.
—Tal vez yo pueda ayudarla, mma.
Mma Ramotswe pensó con rapidez y después respondió:
—Se lo agradecería enormemente. Así yo podría devolverle el favor de otra manera.
El señor Gotso había extraído un cigarrillo de una pequeña caja de su mesa y ahora lo
estaba encendiendo. De nuevo la cabeza permanecía quieta.
—¿Cómo podría ayudarme, mma? ¿Es que me ve desesperado?
—En absoluto. Me han dicho que tiene usted muy buenas amigas. No necesita
ninguna más.
—Eso me corresponde a mí decidirlo.
—No, creo que lo que a usted le gusta es la información. La necesita para conservar
su poder. Por eso necesita muti, ¿me equivoco?
El señor Gotso separó el cigarrillo de sus labios y lo apoyó en un gran cenicero de
cristal.
—No debería decir ese tipo de cosas a la ligera —la reprendió. Ahora articulaba bien
las palabras; cuando quería vocalizaba a la perfección—. La gente que acusa a otros de
brujería puede lamentarlo, lamentarlo de verdad.
—Pero si no le estoy acusando de nada. Yo misma le he confesado haber recurrido a
ella, ¿o no? Me refería a que usted es un hombre que necesita estar informado de lo que
ocurre en la ciudad. Es fácil que se le escapen cosas, si tiene los oídos llenos de cera.
El señor Gotso volvió a coger el cigarrillo y dio una calada.
—¿Puede contarme cosas?
Mma Ramotswe asintió.
—Debido a mi trabajo me entero de cosas muy interesantes. Por ejemplo, le puedo
pasar información del hombre que está intentando abrir una tienda al lado de la que tiene
usted en el Mall. ¿Le conoce? ¿Le gustaría saber a qué se dedicaba antes de venir a
Gaborone? No creo que a él le hiciera gracia que se divulgara.
El señor Gotso se sacó un trozo de tabaco de los dientes.
—Es usted una mujer muy interesante, mma Ramotswe. Y creo que ya veo por dónde
va. Le daré el nombre del hechicero, si me proporciona esta información tan útil. ¿Qué le
parece?
Mma Ramotswe chascó la lengua en señal de aprobación.
—Me parece estupendo. Hablaré con él personalmente para informarme aún mejor. Y
si me entero de cualquier otra cosa, se lo comunicaré encantada.
—Es usted una buena persona —afirmó el señor Gotso, cogiendo un pequeño bloc—.
Le dibujaré un pequeño plano. El hombre en cuestión vive en la sabana, no muy lejos de
Molepolole. No es fácil encontrar el sitio, pero el plano le indicará exactamente adonde
tiene que ir. Por cierto, debo advertirle de que no es barato. Pero si le dice que es amiga
de Charlie Gotso, le hará un descuento del veinte por ciento, que no está nada mal, ¿no?
20
Asuntos médicos
I ncluso para un vehículo tan resistente como la pequeña furgoneta blanca, que hacía
kilómetros y kilómetros sin protestar, el polvo podía ser excesivo. La pequeña
furgoneta blanca no se había quejado durante el viaje sabana adentro, pero ahora, de
vuelta en la ciudad, estaba empezando a traquetear. Mma Ramotswe estaba convencida de
que había sido por el polvo.
Llamó a Tlokweng Road Speedy Motors, no con la intención de molestar al señor
J. L. B. Matekoni, pero la recepcionista se había ido a comer y él cogió el teléfono. Le
dijo que no se preocupara, que al día siguiente, que era sábado, pasaría por Zebra Drive
para echarle un vistazo a la furgoneta y que tal vez podría arreglarla allí mismo.
—No creo que pueda —repuso mma Ramotswe—. Está vieja. Es como una vaca
vieja, supongo que tendré que venderla.
—No, no hará falta que la venda —la contradijo el señor J. L. B. Matekoni—. Todo
tiene arreglo. Todo.
«¿También un corazón roto? —se interrogó en su fuero interno—. ¿Tiene eso arreglo?
¿Podría el profesor Barnard, de Ciudad de El Cabo, curar a un hombre cuyo corazón
sangraba de soledad?» Aquella mañana mma Ramotswe se fue de compras. Los sábados
por la mañana siempre habían sido importantes para ella; fue al supermercado del Mall, y
compró víveres y hortalizas a las mujeres que estaban en la acera, frente a la farmacia.
Después se dirigió al President Hotel y se tomó un café con sus amigos; ya en casa, se
bebió medio vaso de Lion Beer sentada en el porche mientras leía el periódico. Como era
detective privada le convenía echar una ojeada al periódico y retener las noticias en su
mente. Todo era importante, hasta la última línea de los consabidos discursos políticos y
las noticias sobre la iglesia. Nunca se sabía si una insignificante información local podía
llegar a serle útil.
Si se le preguntaban a mma Ramotswe, por ejemplo, los nombres de los
contrabandistas de diamantes encarcelados, los nombraba a todos: Archie Mofobe, Piks
Ngube, Molso Mobole y George Excellence Tambe. Había leído las noticias de los juicios
de todos ellos y conocía sus sentencias. Seis años, seis años, diez años y ocho meses. Lo
había leído y memorizado todo.
¿Y quién era el dueño de la Carnicería Sin Colas en Old Naledi? ¿Que quién era?
Godfrey Potowani, claro está. Recordaba la foto de Godfrey en el periódico, de pie
delante de su nueva carnicería con el ministro de Agricultura. ¿Y por qué estaba allí el
ministro? Porque su mujer, Modela, era la prima de una de las mujeres de Potowani, de la
que había armado aquel desagradable escándalo en la boda de Stokes Lofinale. Por eso
mma Ramotswe no entendía a la gente que no se interesaba por estas cosas. ¿Cómo podía
alguien vivir en una ciudad como ésta y no querer enterarse de la vida de los demás,
incluso aunque no fuera por motivos profesionales?
El señor J. L. B. Matekoni llegó poco antes de las cuatro, conduciendo su camioneta azul
con las palabras TLOKWENG ROAD SPEEDY MOTORS pintadas en un lateral. Llevaba
puesto su mono de mecánico, inmaculadamente limpio y sin una sola arruga. Mma
Ramotswe le acompañó hasta la pequeña furgoneta blanca, aparcada junto a la casa, y él
extrajo un gran gato del maletero de su vehículo.
—Le prepararé un té —ofreció ella—, puede bebérselo mientras echa un vistazo a la
furgoneta.
Le observó desde la ventana. Le vio abrir el compartimiento del motor y tocarlo aquí
y allá. Le vio sentarse al volante y poner el motor en marcha, que se atragantó, petardeó y
finalmente se caló. Le observó mientras extraía algo del motor, algo grande de lo que
salían cables y tubos. Tal vez ese fuera el corazón de la furgoneta; el corazón leal que con
tanta regularidad y constancia había estado latiendo, pero que, una vez arrancado, parecía
extremadamente vulnerable.
El señor J. L. B. Matekoni iba de su camioneta a la furgoneta y viceversa. Se bebió
dos tazas de té, y luego una tercera, pues la tarde era muy calurosa. Entonces mma
Ramotswe entró en la cocina y metió unas verduras en una olla y regó las plantas de la
repisa de la ventana trasera. Empezaba a anochecer y el cielo tenía vetas doradas. Ése era
su momento favorito del día, cuando los pájaros surcaban el cielo y los insectos nocturnos
empezaban a zumbar. Bajo esa suave luz, el ganado ya estaría volviendo al corral y las
hogueras, frente a las chozas, estarían alumbrando y crepitando para hacer la cena.
Salió para ver si el señor J. L. B. Matekoni necesitaba más luz. Estaba de pie junto a
la pequeña furgoneta blanca, limpiándose las manos con un trapo.
—Ahora debería funcionar —comentó—. He puesto el motor a punto y va como una
seda.
Mma Ramotswe palmoteo de alegría.
—Pensé que tendría que desguazarlo —dijo.
Él se rió.
—Ya le dije que todo tiene arreglo. Hasta una vieja furgoneta.
La siguió adentro. Ella le sirvió una cerveza y se sentaron juntos en su lugar favorito,
el porche, cerca de la buganvilla. No muy lejos, en alguna casa vecina, habían puesto
música, los repetitivos ritmos tradicionales de la música township.
Se fue el sol y oscureció. Sentados el uno al lado del otro en esa agradable oscuridad,
escucharon, relajados, los sonidos de África desvaneciéndose en la noche: un perro
ladrando en alguna parte; el motor de un coche acelerando y luego apagándose; había una
ligera brisa, cálida y polvorienta, que olía a acacia.
El señor J. L. B. Matekoni la miró en la oscuridad, miró a esta mujer que lo era todo
para él: su madre, África, la sabiduría, la comprensión, la buena comida, las calabazas, el
pollo, el olor del dulce aliento del ganado, el claro cielo infinito, la interminable sabana, y
la jirafa que lloraba y daba sus lágrimas a las mujeres para que pintaran sus cestas. ¡Oh,
Botsuana, mi país, mi hogar!
Eso era lo que estaba pensando. Pero ¿cómo iba a decírselo a ella? Cada vez que
intentaba contarle sus sentimientos, las palabras que le acudían al pensamiento no eran las
más apropiadas. «Un mecánico no es un poeta —reflexionó—, las cosas no son así». De
modo que se limitó a decir:
—Estoy muy contento de haberle arreglado la furgoneta. Habría sido una lástima que
otro mecánico le hubiera mentido diciéndole que no valía la pena arreglarla. En este
negocio hay gente así.
—Lo sé —repuso mma Ramotswe—. Pero usted es distinto.
El señor J. L. B. Matekoni permaneció en silencio. Había ocasiones en las que uno, si
no quería lamentarlo durante el resto de su vida, no tenía más opción que lanzarse; pero
cada vez que había intentado hablar con ella de lo que sentía, había fracasado. Ya le había
preguntado si quería casarse con él y no había tenido mucho éxito. No era un hombre muy
seguro de sí mismo, al menos no con la gente; naturalmente, los coches eran otra historia.
—Me encanta estar aquí sentado con usted…
Mma Ramotswe se volvió hacia él.
—¿Qué ha dicho?
—Le he dicho que, por favor, se case conmigo, mma Ramotswe. Soy un hombre
humilde, pero, por favor, cásese conmigo y hágame feliz.
—Con mucho gusto —accedió mma Ramotswe.
África África África África África África África África África
ALEXANDER MCCALL SMITH, CBE, es un escritor y profesor universitario escocés.
Nació en Bulawayo, en la entonces colonia británica de Rhodesia del Sur (hoy
Zimbabwe) en 1948 y estudió tanto allí como en Escocia. Durante muchos años fue
profesor en la facultad de derecho de la Universidad de Edimburgo, y como tal regresó a
África para trabajar en Botsuana y en Suazilandia.
Ha sido presidente del Comité de Ética del British Medical Journal, vicepresidente de la
comisión de Genética Humana y miembro de la Comisión Internacional de Bioética de la
UNESCO. Ha recibido numerosos galardones a su actividad profesional, siendo miembro
de la Asociación Nacional de Ciencias y Letras de Escocia y Comandante de la Orden del
Imperio Británico. En 2005 abandonó su carrera académica para dedicarse a escribir.
Ha publicado más de sesenta libros, traducidos a más de cuarenta y dos idiomas, entre los
que destaca la serie de La primera agencia de mujeres detectives, en la que su
protagonista, Mma Ramotswe, resuelve divertidos casos para delicia de millones de
lectores en todo el mundo.
Sus aventuras también se disfrutan en la pequeña pantalla gracias a la lujosa serie de
HBO. McCall Smith vive en Edimburgo, donde toca el fagot en una orquesta amateur que
fundó junto con su esposa.
Notas
[1]Mmagosi o mma, es tratamiento de respeto en setsuana para la mujer. La palabra
correspondiente para el hombre es rra. (N. de la T.) <<
[2] Rooibos: Arbusto rojo que crece exclusivamente en Sudáfrica, donde encuentra las
condiciones ideales para su óptimo desarrollo, mucho sol y poca lluvia. Al no contener
teína ni cafeína tiene efectos relajantes sobre el sistema nervioso central y sirve para tratar
alergias y afecciones cutáneas. (N. de la T.) <<
[3]Brahman: Raza de ganado derivada del cebú, mamífero bovino de África e India,
parecido a un toro, con una o dos gibas de grasa sobre el lomo. (N. de la T.) <<
[4] Hola, en setsuana. (N. de la T.) <<
Índice
La primera detective de Botsuana 3
1. Papaíto 6
2. Hace muchos años 15
3. Lecciones sobre niños y cabras 25
4. Cuando se fue a vivir con la prima y el marido de la prima 34
5. ¿Qué se necesita para abrir una agencia de detectives? 44
6. El niño 53
7. Mma Makutsi y el correo 57
8. Conversación con el señor J. L. B. Matekoni 62
9. El novio 67
10. Mma Ramotswe reflexiona sobre la tierra mientras se dirige a Francistown en su pequeña
87
furgoneta blanca
11. Sentimiento de culpa por un coche 89
12. La casa de mma Ramotswe en Zebra Drive 95
13. ¿Quiere casarse conmigo? 97
14. Un hombre guapo 100
15. El descubrimiento del señor J. L. B. Matekoni 105
16. Dedos cortados y serpientes 110
17. El tercer metacarpo 126
18. Una sarta de mentiras 130
19. El señor charlie gotso, licenciado en filosofía y letras 135
20. Asuntos médicos 139
21. La mujer del hechicero 159
22. El señor J. L. B. Matekoni 166
Autor 170
Notas 171