Cronicas de La Serpiente Emplumada. Regreso Al Principio.
Cronicas de La Serpiente Emplumada. Regreso Al Principio.
Cronicas de La Serpiente Emplumada. Regreso Al Principio.
Civallero, Edgardo
Crónicas de la Serpiente Emplumada 4: Regreso al
principio - La historia de Isabel Balmaceda / Edgardo
Civallero ; ilustraciones de Sara Plaza Moreno. --
Madrid : Edgardo Civallero, 2011.
334 p.
1. Ucronía. 2. Aztecas. 3. Mayas. 4. Serpiente
Emplumada. 5. Descubrimiento de América. 6. Taínos.
I. Civallero, Edgardo. II. Título.
y te salvas.
Entonces / no te quedes conmigo.
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8
Introducción
Toledo, 1972
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antiguos y aquel logotipo recordaban su característica silueta,
reducida a un montón informe de escombros y jamás reconstruida.
Su compañera acababa de anotar el registro del libro en el
inventario general y volvía a entretenerse en la lectura de una
revista. De tanto en tanto alzaba la vista para observar, indolente,
como la otra repasaba con un paño de algodón levemente
humedecido las costillas de los Viajes, unas franjas en relieve cuyo
color apagado delataba los años y las manos que las habían
acariciado.
—Mira, Isabel, lo que pone aquí —le comentó de improviso en
castellano. Isabel se restregó la frente y los párpados entrecerrados
con el dorso de la mano y le dedicó una mirada hastiada—. Habla
de la «Teoría de los Tiempos Paralelos». Y viene a decir que
vivimos en un espacio a través del cual corren varias líneas
paralelas de tiempo. Dependiendo de las decisiones que se tomen,
un mismo acontecimiento puede tener distinto desarrollo en cada
una de esas líneas, de forma simultánea. ¿No te parece un delirio?
—¿Quién escribió eso? —preguntó Isabel, terminando de
repasar las guardas del volumen que tenía entre manos.
—Un filósofo de las Tierras del Oeste. Un tal Musquq.
—Ya podrían dedicarse a escribir algo de provecho, los
filósofos —sentenció, al tiempo que revisaba las costuras de la
encuadernación de los Viajes—. ¿Tienes anotados todos los datos
de éste?
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—Me falta el número de páginas.
Intentando no desmenuzar aquellas frágiles hojas, abrió con
cuidado el ejemplar por su parte final. «Quinientas veintidós» dictó
a su compañera, que incluyó la referencia y se acercó a ella.
—¿Falta mucho?
La joven echó un vistazo al estante. Quedaban algunos tomos
no demasiado voluminosos y al fondo, oculto tras una cortina de
polvo y telarañas, un enorme paquete medio podrido y atado con
cordeles.
—Estos pequeños de aquí y aquel amasijo cubierto de mierda
—indicó, señalándolos con la barbilla—. Vete tú a saber de qué se
trata...
—Si no te importa, voy a subir un rato. Esto de estar en un
sótano todo el bendito día me agobia. En todo caso, luego los
inventarío, ¿te parece?
Bajo el pañuelo, Isabel esbozó una mueca irónica. Su colega no
era muy dada a las labores duras. Y en el Archivo Central de
Toledo, el quehacer de las estudiantes bibliotecarias o «pasantes»
era, como en todos lados, extenuante y esclavista: limpieza de
depósitos y anaqueles, inventariado y revisión de volúmenes que
nadie pediría jamás, reparación de costuras desvencijadas, raspado
de mohos de encuadernaciones putrefactas... A ella no le
disgustaban esas tareas; de hecho, solían poner a su alcance
verdaderas reliquias. Pero estaba harta del trabajo abusivo y mal
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pagado de las «pasantes» —cada vez más extendido bajo la ridícula
excusa de ser «práctica profesional»— y, sobre todo, le dolía verse
destinada a esos puestos por ser nativa; es decir, por el color que
tenía su piel, por la forma de sus ojos, por su lengua materna, por
su nombre y por su origen.
—Anda, María, sube que ya sigo yo —respondió, colocando los
Viajes de Ahuicyani de nuevo en su sitio, tras atarle la etiqueta
identificadora con un cordelillo y prometerse que algún día lo
leería.
—¿Quieres que te baje algo de comer?
La joven negó distraídamente con la cabeza, mientras miraba el
resto del estante e intentaba decidir por dónde continuar.
María se marchó. Sus pasos resonaron en aquella bóveda
situada en los mismísimos cimientos del edificio del Archivo, una
construcción con varios ciclos de antigüedad —según el Calendario
Nuevo— que antaño había sido un convento benedictino, el de San
Pedro de las Dueñas, y un hospital de niños, el de la Santa Cruz. El
aire allí abajo era prácticamente irrespirable: la humedad que
provocaba la cercanía del río Tajo se colaba a través de los muros
de piedra y los manchaba con chorros blancos que parecían correr
pared abajo de forma imperceptible. Isabel no entendía cómo
podían guardarse libros, códices y manuscritos en aquellas
condiciones. Pero así funcionaba el mundo: mucha gente no daba
importancia a su pasado ni estaba interesada en saber que el
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pensamiento, las experiencias, las fantasías y los miedos de quienes
los precedieron se pudrían lentamente en sótanos como aquel.
Suspiró y se miró las manos, negras de mugre. Cuando decidió
ser bibliotecaria lo hizo por el amor que profesó siempre a la
memoria. Su pueblo había intentado preservar lo poco que le
habían dejado tras las invasiones: el idioma propio, la creencia en
un solo dios, las canciones, las costumbres y la historia. De ellos
aprendió lo importante que era recordar. Ella, por su parte, había
sido y era consciente del valor de las palabras escritas, un fabuloso
repertorio de signos y letras que permitía dejar constancia de los
hechos ocurridos y que estos trascendiesen, que sobreviviesen a la
muerte de sus protagonistas, sus testigos o sus voceros para poder
ser conocidos en edades futuras. Por eso estudió lo que estudió,
aunque sabía de antemano que, dada su posición social, su
procedencia y la severa discriminación que aún pesaba sobre su
gente, tendría escasas oportunidades de progresar. Con todo,
cuando obtuvo el puesto de «pasante» en el Archivo Central de
Toledo, uno de los mayores y más antiguos de la República, su
alegría fue infinita. Pero le duró poco: lo que tardó en constatar lo
que significaba realmente ser nativa dentro de la cultura dominante
y oficialista.
Al trabajar en el depósito de materiales, tenía al menos la
«suerte» de compartir reproches y anhelos con compañeras de su
mismo origen, con las cuales podía hablar en su idioma materno, el
castellano, evitando el empleo de la Lengua Oficial, nombre que
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recibía el náhuatl en las Tierras del Este. El idioma de los mexicas
había sido impuesto en la Europa occidental tras los conflictos del
siglo XVI, a la vez que se prohibió el uso de las lenguas nativas,
relegadas al ámbito familiar. A partir del siglo XVIII, las nuevas
naciones «libres» que surgieron de las colonias de Tenochtitlán
permitieron el empleo de los idiomas originarios en sus territorios.
Sin embargo, acostumbradas al servilismo y la dependencia de la
antigua metrópoli, mantuvieron el náhuatl como su lengua estatal.
Dejó de lado sus divagaciones y, tras observar un par de
segundos la estantería con ojo crítico, decidió afrontar la ardua
tarea de adecentar el bulto más grande. Metió una escobilla de
retama hasta el fondo del compartimento para rasgar la madeja de
telarañas que lo rodeaba y, con no poco esfuerzo, extrajo el
envoltorio del rincón. Parecía que llevara siglos allí: las ataduras se
desmenuzaron al primer movimiento, y parte de las cubiertas que
protegían el paquete quedaron pegadas a la madera carcomida y
astillosa del estante. «Así es como quieren preservar nuestro
patrimonio» pensó con sorna, recordando uno de los tantos
objetivos que la institución en la que trabajaba solía proclamar
ampulosamente. Muchas buenas palabras —copiadas casi
literalmente de inútiles «recomendaciones mundiales»— pero muy
pocos hechos. Lo de siempre.
Como pudo lo arrastró hasta el borde del anaquel, lo alzó con
ambas manos y lo depositó en su mesa de trabajo, bajo la débil
iluminación del sótano. Resoplando, se liberó del paño que le
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cubría nariz y boca y esperó a recuperar el aliento. Luego terminó
de desprender las soguillas de cáñamo que sujetaban aquel amasijo
y apartó los gruesos pliegos de papel que aún lo envolvían. Ante
ella aparecieron entonces varios tomos que, a simple vista y por su
deplorable estado de conservación, evidenciaban una antigüedad de
alrededor de una decena de ciclos. Retiró el resistente estrato de
polvo que cubría el primero con un trapo e intentó separarlo del
siguiente. Como había supuesto un segundo antes de hacerlo, todos
estaban adheridos entre sí por la humedad, y le costó un buen rato
—y una larga retahíla de maldiciones— lograr despegar cada uno
de los ejemplares.
Finalmente, y tras una nueva limpieza, volvió al primer
volumen del conjunto.
Las tapas de madera forradas de fina piel repujada en frío y
provistas de punteras de metal labrado revelaban cuan lujosa había
debido de ser su encuadernación. Sin embargo, hacía tiempo que el
moho y los insectos habían despojado a aquellos libros de toda su
belleza pretérita. Lo peor era que tanto la portada como el lomo
habían sido cruelmente raspados para rotular un título en Lengua
Oficial; garabateado con una tipografía latina poco pulida, rezaba
algo así como Las trampas del amor. Isabel frunció el gesto. No
conocía ninguna obra —al menos de la antigüedad que aparentaba
aquella— que tuviera semejante nombre, y mucho menos que
contara con tantos volúmenes. Todo apuntaba a que ese título podía
ser falso: el daño infringido resultaba una prueba bastante
15
concluyente. Su pulso se aceleró. Quizás estuviera ante alguna de
esas reliquias «desaparecidas» que tanto le apasionaban.
La tapa crujió alarmantemente cuando la levantó: a primera
vista, el libro parecía un castillo de naipes a punto de desmoronarse
de un soplo. Pasó la primera página, cubierta de viejos sellos
bibliotecarios, y al enfrentarse a la siguiente, la portadilla, se le
cortó la respiración.
Tuvo que apoyarse en la mesa y cerrar los ojos mientras el
sótano, húmedo y opresivo, giraba a su alrededor. Al abrirlos,
incrédula, dirigió su mano temblorosa hacia las letras que aparecían
allí y, sin siquiera atreverse a rozar la superficie del papel, deslizó
sus dedos por encima de las dos oraciones que componían el título
real, manuscritas entre un par de imponentes dibujos:
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misma, se incorporó con rapidez. María, su compañera, no volvería
hasta pasado un buen rato: siempre que podía se escapaba durante
horas a otros quehaceres que no significaran enterrarse en aquel
depósito, entre hongos, ácaros y demás plagas. Eso le daba un
margen relativamente amplio de tiempo, pero había perdido la
noción del mismo, de modo que le convenía darse prisa. Buscó
cordel y una buena cantidad de anchos papeles usados y, poniendo
el mayor cuidado posible, envolvió aquellos tomos, cuyo peso y
tamaño tornaban la tarea aún más difícil. Luego los metió a duras
penas dentro de una gran bolsa de tela burda en la que,
ocasionalmente, solía cargar materiales que podían servirle de algo,
una práctica que nadie en aquella institución impedía.
Acostumbraba a llevar esa especie de talega plegada en el interior
de su bolso, un hermoso ejemplo de artesanía castellana elaborado
en cuero y lana de oveja merina, que había comprado en una feria a
un pastor trashumante y del que pocas veces se separaba.
Una vez que todo estuvo recogido, respiró profundamente un
par de veces, tratando de serenarse, y volvió a su trabajo. Para
cuando María regresó, terminaba de limpiar el último de los
librillos pendientes.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó su compañera, con una
sonrisita que intentaba disimular su culpa.
—Bien —respondió Isabel, con otra sonrisa de similar
intención—. Sólo quedaban estos tomos pequeños y un mazo de
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papeles viejos que me llevo a casa, a ver si puedo hacer algo útil
con él.
—Perfecto —repuso María—. Ya es hora de salir, así que los
anoto mañana en el inventario.
Diciendo eso, recogió su bolso y, tras despedirse, se escabulló
nuevamente. Isabel pensó que, con colegas como aquella, podría
haberse llevado la mitad de la colección que albergaba el depósito.
Pero en aquel momento el resto de los libros existentes en el
universo parecían haberse disuelto en el aire. Todo su interés y toda
su atención estaban concentrados en el hallazgo que llevaba oculto
en su «bolsa de papeles viejos».
Aquella tarde hizo el camino hasta su casa en un suspiro, sin
apenas notar el terrible peso que cargaba sobre sus hombros.
HI
18
tenía noticias y recuerdos, siempre había vivido en Buitrago. El
suyo era un linaje tradicional, y ella había sido la primera en varias
generaciones que osó salir de su pueblo, asistir a clases en una Alta
Casa de Estudios, aprender a la perfección la Lengua Oficial —a la
cual, sin embargo, odiaba con toda su alma— y trabajar en una
institución estatal. Tras conseguir el puesto de «pasante» en el
Archivo, se había trasladado a Toledo y había rentado una
habitación en aquella pensión de estudiantes, un sitio deprimente en
el que había hecho lo posible por armar su espacio, su lugar, un
rincón donde refugiarse cada tarde. Allí tenía un puñado de sus
libros, algunos recuerdos, sus cuadernos de notas, sus apuntes, su
música, los retratos de su familia y unas pocas cartas. Y allí
intentaba comenzar a redactar el trabajo final —la lectura— que le
permitiría dejar de ser una estudiante y convertirse en una
profesional.
Todo su pequeño gran mundo estaba metido allí, en un
diminuto cuarto con una única ventana que le permitía ver, a lo
lejos, las siluetas de los edificios y de los templos del casco
medieval toledano.
No se molestó siquiera en comer algo: había olvidado el hambre
voraz con la que, por lo general, atravesaba el umbral de su
habitación. Tampoco se dio la ducha habitual que la despojaba del
montón de polvo que solía traer encima a diario. Cerró la puerta
tras de sí, despejó su mesa de trabajo, dio luz sobre ella y
desempaquetó su descubrimiento.
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Eran un total de seis volúmenes, de un tamaño que se
aproximaba al que los tempranos impresores de las Tierras del Este
llamaron in quarto. Todos exhibían el mismo título falso sobre el
cuero raspado de las cubiertas y los lomos, algo que no dejó de
intrigarla: las cubiertas de aquella época no solían llevar rótulos,
sino alguna que otra ilustración. ¿Las habría habido originalmente?
¿Qué peligro entrañarían para que alguien hubiera puesto tanto
empeño en eliminarlas? ¿Tal vez delataban el contenido de la obra?
Un examen minucioso de las tapas le permitió detectar, entre el
orín rojizo de las punteras oxidadas, las marcas dejadas por
antiguos sellos de cera blanca que probablemente se habrían
desmigajado con el paso del tiempo. «Sellos monofaciales de placa,
castellanos, del siglo XVI...» resolvió mientras acariciaba aquellas
débiles señales indelebles. El uso de esos sellos implicaba que los
documentos portadores de los mismos habían sido considerados
importantes, siendo por ello sellados o lacrados. Era una lástima
que se hubiesen perdido: hubieran podido contarle cosas muy
interesantes.
En la primera hoja de todos los ejemplares figuraba una miríada
de sellos estampados en tinta, algunos de ellos totalmente
difuminados. Pospuso el análisis de aquellos detalles para más
tarde, segura de que le proporcionarían alguna sorpresa, y pasó a la
portadilla. Allí, enmarcando el título verdadero, aparecían dos
dibujos espléndidos: dos cabezas de serpientes emplumadas
idénticas. «Lo más lógico es que también estuvieran en la
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cubierta», se dijo. «Probablemente los raspones buscaran
eliminarlas. Y vaya si lo hicieron...». Revisó las páginas centrales,
las únicas que no estaban demasiado adheridas entre sí y permitían
un examen rápido. Cada tomo contaba con unas trescientas hojas.
Los seis volúmenes, aunque escritos sobre un papel de corteza de
higuera similar al fabricado hacía ciclos en las Tierras del Oeste,
tenían el formato de libro, con las hojas perfectamente cosidas.
Notó que las carillas estaban numeradas con cifras romanas en las
esquinas inferiores. Sin embargo, la paginación de los manuscritos
o los textos impresos no era una costumbre tan antigua.
Observando atentamente, Isabel se reafirmó en sus sospechas: la
tinta de la numeración parecía distinta a la usada en el resto del
escrito.
Aquí y allá adivinaba rasgos paleográficos y bibliológicos que,
bien examinados, podrían aportar mucha información valiosa.
Escritos e ilustraciones —tan numerosas como extraordinarias—
habían sido realizados a mano. Tal característica revelaba que el
conjunto era una obra original o una copia manuscrita de la misma.
Aunque, si su memoria no la traicionaba, no existían ni copias de
aquel texto... ni ningún original «completo».
Se dirigió a las estanterías de su biblioteca y buscó un libro
sobre historia de materiales escritos que le había servido como
manual de referencia durante sus estudios. Era el Registro de
documentos antiguos del «oficialista» O. Iztlacatini. Enseguida
halló la entrada que buscaba. No sin cierto esfuerzo tradujo el texto
21
en Lengua Oficial al castellano y a las fechas julianas con las que
estaba más familiarizada.
Esbozo histórico
Se cree que las Crónicas fueron compiladas bajo
ese título por vez primera en Sevilla hacia 1560 CJ. Se
especula con que antes de esa fecha compusieron una
colección heterogénea de narraciones en distintos
idiomas recogidas en bitácoras, memorias, diarios,
anales, testimonios, documentos y probanzas,
vinculadas únicamente por una temática común, y
escritas quizás desde 1510 CJ. En los archivos
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administrativos e históricos que se crearon en Sevilla
tras el descubrimiento se habrían reunido y ordenado
cronológicamente los documentos existentes hasta
entonces, para luego revisarlos, trascribirlos,
corregirlos, completarlos, ilustrarlos y encuadernarlos
en una versión unificada y definitiva de las Crónicas.
Si bien cada documento original habría tenido un
autor conocido, es probable que al realizarse la
compilación final fuera eliminada toda mención de
autoría (por lo cual, en la actualidad, se habla de
«cronistas anónimos»). Se sabe que conformaban
cuatro tomos organizados en dos libros: el Libro del
Guerrero (los dos primeros tomos, dedicados a la época
del descubrimiento) y el Libro del Heredero (los dos
últimos, dedicados a la época colonial). También se
sabe que el acceso y la lectura de los cuatro volúmenes
estaban terminantemente prohibidos, y que se hallaban
lacrados para impedir su consulta, tratándose de
documentos históricos de gran valor al cuidado de un
reducido y selecto equipo de archivistas y funcionarios.
En 1580 CJ, el original de esa recopilación
elaborada en 1560 CJ desapareció en circunstancias
jamás aclaradas. Por su parte, la colección heterogénea
inicial a partir de la cual se elaboraron las Crónicas
resultó destruida durante el «Gran Alzamiento
23
Andaluz» de febrero de 1618 CJ, cuando el Archivo
sevillano fue reducido a cenizas en uno de los ejemplos
más importantes de memoricidio que se recuerdan tras
la quema de los miles de manuscritos albergados en la
tristemente célebre Biblioteca de Alejandría.
Desde ese momento, con los documentos originales
incinerados y la compilación de los mismos perdida, el
mito rodea a las Crónicas.
Versiones en conflicto
En 1660 CJ, basándose en una hasta entonces
silenciada «copia de seguridad» de la desaparecida
24
compilación de 1560 CJ, se lanzó una versión oficial de
las Crónicas de la Serpiente Emplumada, la cual, con
algunas revisiones, se ha conservado hasta la
actualidad. Muchos estudiosos nativos de las Tierras
del Este pusieron en duda la existencia de tal «copia de
seguridad» y argumentaron que aquella edición era una
farsa.
Ese mismo año se puso en circulación, únicamente
en las Tierras del Este, una supuesta «copia completa»
de la misma compilación original, que contaba con seis
tomos organizados en tres «libros». La obra fue
condenada como «apócrifa» por los poderes de turno y
todos los ejemplares hallados fueron destruidos. Sin
embargo, algunos fragmentos de ese trabajo —en
especial los procedentes del «libro» de dos tomos que
no constaba en la versión oficial— fueron reproducidos
por historiadores, literatos y críticos de la época en sus
propios escritos.
Una de las características más sobresalientes que ha
quedado registrada de esa versión «apócrifa» es que en
ella se habrían alternado los «capítulos» de los periodos
antiguos con los de los periodos modernos. Este hecho
—cuyo motivo se desconoce— la habría dotado de un
formato literario inconfundible.
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No es posible precisar en qué lengua estaban
escritas las Crónicas de 1560 CJ. Los dos «libros» que
componen la versión oficial editada en 1660 CJ y
manejada actualmente están redactados en Lengua
Oficial. Por su parte, la «versión apócrifa» alternaría,
según algunos testimonios, textos en Lengua Oficial
con otros en varios idiomas, especialmente el
castellano.
La primera recopilación exhaustiva de los
fragmentos pertenecientes a las Crónicas «apócrifas»
fue elaborada en 1895 CJ por el historiador y filósofo
catalán Jaume Puigcardé, en su libro Les «Cròniques de
la Serp Emplomallada»: llegenda i realitat (Las
«Crónicas de la Serpiente Emplumada»: leyenda y
realidad). Su texto ofrece una relación y análisis
extensivo de los segmentos «apócrifos» sobrevivientes,
así como una bibliografía completa de aquellas fuentes
que los citan directamente. Además, realiza un estudio
profundo de la veracidad de ciertos datos y la
interpretación errónea que se habría hecho de los
mismos por parte de muchos de sus predecesores. El
trabajo fue considerado, desde los ámbitos estatales
oficiales, como carente de fundamento y de objetividad
académica.
26
Presa de una terrible excitación, Isabel dejó aquella obra abierta
sobre la mesa, se acercó de nuevo a su biblioteca y comenzó a
recorrer, con la yema del dedo índice, los lomos de sus libros.
Finalmente dio con el que buscaba: Memorias de las Tierras del
Este, de una autora nativa y «nativista», C. Deschamps. Y sólo
tardó un minuto en descalzarse y acurrucarse en su asiento a leer el
siguiente fragmento:
27
Este), así como los de las Casas Oficiales de Historia y
Lengua, han difundido y promocionado el uso de la
versión oficial del texto de las Crónicas, aparecida por
primera vez en 1660 —a partir de una oportuna «copia
de seguridad» de la compilación original de 1560— y
posteriormente revisada en 1792 y en 1964. La misma
ofrece una visión de apoyo y sustento a la llamada
«Historia Oficial».
No obstante, los pueblos nativos de las Tierras del
Este (la parte de Europa invadida en el s. XVI) desafían
la veracidad histórica de la versión oficial de las
Crónicas, planteando una posición crítica denominada
«la voz de los vencidos». Si bien mucha de la
documentación escrita de estos pueblos fue destruida
durante los conflictos bélicos que siguieron a la
invasión, conquista y dominación de las Tierras del
Este, algunos textos sobrevivientes y la propia tradición
oral de esas culturas originarias —expresada en un
número importante de idiomas del grupo
indoeuropeo—suministran datos abundantes para
cuestionar la autenticidad de las Crónicas oficiales.
Uno de ellos —que se constituye en el argumento
central de la «tesis de los vencidos»— expone que las
Crónicas originales incluían seis tomos que
conformaban tres libros (y no cuatro tomos que
28
constituirían dos libros). El libro faltante —que sería el
primero de la serie y llevaría por título El Libro del
Mensajero— habría sido escrito en lengua nativa
(concretamente, en castellano antiguo) entre 1493 y
1521 por varios cronistas hoy anónimos, y aportaría
información valiosa que desarmaría la postura
sociopolítica e ideológica oficial, dominante en la
actualidad. Tal postura, por cierto, ha sido perpetuada a
lo largo de cinco siglos y ha cimentado la idea de
superioridad de los pueblos de las Tierras del Oeste y
sus descendientes sobre los nativos de las Tierras del
Este, fomentando, a la vez, políticas de discriminación,
exclusión y exterminio.
De acuerdo a la tesis defendida por «la voz de los
vencidos», la existencia del Libro del Mensajero —que
estaría avalada por las Crónicas «apócrifas» de 1660—
se ha negado insistentemente desde el siglo XVII para
poder construir un poder ideológico y social que diera
una posición aventajada a los «descubridores»
(invasores) procedentes de las Tierras del Oeste frente a
los nativos. Muchos autores de la época citaron en sus
propios trabajos varios fragmentos de ese Libro del
Mensajero supuestamente falso, permitiendo, al menos
en cierta forma, su supervivencia. Precisamente fueron
29
ésos los textos que recuperó el citado Puigcardé en
1895.
Además, las Crónicas «apócrifas» conservarían, en
su segundo y tercer libro —el del Guerrero y el del
Heredero— retazos de relatos que habrían sido
intencionadamente borrados, adulterados o corregidos
en la versión oficial de las mismas.
30
despegar la portadilla que exhibía el título de la siguiente página, el
techo de su habitación pareció desplomarse sobre su cabeza. Lo
tenía delante:
31
Por algún motivo recordó a su compañera, María, y esa «Teoría
de los Tiempos Paralelos» que le había mencionado en el Archivo.
Y pensó que, en otro tiempo, en otra historia, ella no encontraba
ese libro y todo seguía igual que siempre. Pero en este tiempo, en
esta historia, ella se perdía en esos hechos que saltarían de un
tiempo a otro, alternándose para narrar una línea de
acontecimientos que, a tenor de lo apuntado por Deschamps, se
iniciaba mucho antes de lo que se decía oficialmente.
Volvió a leer la página en donde ponía «El Libro del
Mensajero». Y allí comenzó su aventura.
32
Parte I
El Libro del Mensajero
33
34
I
Toledo, 1972
35
por motivos que la muchacha estaba cada vez más cerca de
entender.
El texto la había atrapado por completo. Tomando el detallado
relato de las Crónicas como base, la fértil imaginación de aquella
veinteañera se las había arreglado para meterla en la narración de
forma tal que había podido verla, sentirla, palparla, olerla y
vivenciarla hasta en sus más mínimos detalles. Cada palabra escrita
la llevaba un paso más allá, y cuando por fin logró dejar de leer
todavía podía sentir sobre su piel el salitre del aire costero cubano,
el olor de la pólvora de Cádiz y las miradas de muchos de aquellos
españoles, de uno y otro lado del océano. No, mucho de lo que
había vivido mientras surcaba las páginas de las Crónicas no estaba
señalado con tanta precisión en ellas. Pero ésa era la magia de la
lectura: permitía revivir mundos muertos hacía edades a la medida
del lector.
El viejo reloj de su mesa marcaba la segunda hora de la
madrugada. Sólo podría descansar —si la excitación le permitía
cerrar los ojos y conciliar el sueño— cuatro horas antes de
levantarse y abordar las tareas domésticas de su rutina diaria.
Aunque se pronosticaba muy difícil que en lo sucesivo su vida
mantuviera rutina alguna.
Casi por instinto había comenzado un cuaderno de notas de
tapas duras y papel tosco, en el cual había ido tomando apuntes; le
costaba abandonar los «malos hábitos» de estudiante aplicada. De
esa forma, todas sus dudas y todos sus descubrimientos habían ido
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quedando anotados: desde las características físicas del documento
a datos paleográficos básicos, y desde listas de lugares a palabras
en otras lenguas y hechos históricos. Aquél sería un buen punto de
partida para posteriores búsquedas, pues si bien ella aprehendía
bastante de aquel denso manuscrito, muchas ideas escapaban
totalmente a su comprensión.
Y no había cosa que la hiciera sentirse peor que estar delante de
un libro y no entender por completo lo que éste le decía.
Entre esos apuntes preliminares había incluido una
característica peculiar del texto: así como los capítulos saltaban
alternadamente de un periodo histórico a otro, también el idioma en
el que estaban escritos variaba del castellano a la Lengua Oficial.
En las secciones escritas en esta última, Isabel encontró insertos
largos fragmentos en español, así como extensas glosas que
traducían determinadas partes de una a otra lengua. Curiosamente,
a pesar de lo artificioso del recurso, la historia no perdía ningún
sentido: por el contrario, parecía completarse.
Avanzando en su lectura, notó que el color de la tinta de esas
traducciones al margen era similar al de los números de las páginas,
y se preguntó si no habrían sido realizadas por el mismo puño.
Como esas, muchas otras cuestiones quedaron plasmadas en
aquella libreta, que acabaría siendo la primera de una larga serie.
Mientras se daba una ducha rápida, la joven iba programando
sus próximos pasos. Para comprender y recomponer aquel
rompecabezas de textos, documentos, fechas y lugares, iba a
37
necesitar con cierta urgencia un mapa de las antiguas Tierras del
Oeste en el ciclo I antes del Calendario Nuevo. Eso era el siglo XV
del calendario juliano europeo, años más, años menos. Aunque el
manuscrito ya contara, entre sus dibujos, con algunas cartas de
navegación, Isabel había tenido problemas para seguir la ruta
navegada por los expedicionarios del Fuerte de la Natividad. Por
otro lado, era imprescindible que consultara una enciclopedia de las
culturas de las Tierras del Oeste, en especial la taína y la itzá. Y
quizás algunos diccionarios de idiomas le fuesen de utilidad, pues
allí había muchísimas palabras ininteligibles en lenguas nativas
como el portugués y el genovés, o como el hermético euskera.
Quizás más adelante necesitara un libro de historia de Castilla y
Aragón durante los siglos XV-XVI, y algo sobre la antigua ciudad
de Cádiz... y... y...
Pero, por sobre todas las cosas, un nombre demandaría su
atención: Colón. Hasta donde ella llegaba a entrever, era una de las
piezas fundamentales de todo aquel entramado. Cristóforo
Colombo era un personaje casi mítico, del que no se sabía casi
nada, y su viaje explorador —el último realizado por la Corona de
Castilla y Aragón antes de las invasiones— se había convertido,
con el paso de las edades, en sinónimo de locura y suicidio para la
«Historia Oficial». Aun así, se había gastado mucha tinta en torno a
él y a sus aventuras, especialmente por parte de plumas nativas que
recuperaban la escasa documentación antigua existente y cierta
tradición oral castellana, y que sugerían una interpretación muy
38
distinta del papel jugado por aquel marino. Un rol de auténtico
visionario. Isabel tendría que revisar un poco, e incluso retomar los
hilos de una vieja historia familiar que había oído contar a su
abuelo cuando era una niña...
Pero eso sería en otro momento. Tras la ducha, su entusiasmo
había dejado lugar a un cansancio profundo, un agotamiento de
todas sus fuerzas. Aún con el estómago vacío, se tendió en su
pequeño catre, soñando con los ojos abiertos con las extensas
playas de Kosom Lu’umil.
Sin saber muy bien porqué, recordó un poema que había
encontrado hacía años en una flaca y pobre Antología de literatura
nativa de los ciclos I al IV, una edición bilingüe y comentada que
rescataba, entre otras cosas, parte del acervo tradicional de la
antigua tierra de Castilla. Era una de las pocas poesías conservadas
del literato Francisco de Quevedo: unos versos que, dos siglos
después de escritos, habían servido de bandera a algunos
movimientos revolucionarios castellanos. Con ellos en mente se
durmió.
Miré los muros de la patria mía / si un tiempo fuertes, ya
desmoronados...
HI
39
Al día siguiente, Isabel empleó el descanso de media mañana
para dirigirse al espacio de lectura comunitario del Archivo y
hundirse en un ejemplar de una obra histórica crítica muy
recomendada por los investigadores nativos: Historia de los reinos
de España. Era un trabajo que había causado un gran revuelo por
haber sido publicado solamente en lengua nativa, sin traducción a
la Lengua Oficial, lo que provocaba mucho malestar en ciertos
círculos de lectores y académicos. Además, a diferencia de otras
«Historias de España», ésta había sido escrita por una nativa desde
una perspectiva «nativista». No se trataba del habitual ensayo de
algún historiador de la dominante clase «oficialista», ridículamente
empeñado en contar su versión de los hechos a los propios
protagonistas de los acontecimientos.
El libro se basaba en una recopilación exhaustiva de la antigua
documentación sobreviviente a la destrucción tras las invasiones —
que no eran llamadas, en ningún momento, «descubrimiento»— y
en un análisis profundo realizado desde el punto de vista local.
Había muchas reivindicaciones en esas páginas. Empleaba el
calendario juliano —sin equivalencias al Calendario Nuevo ni
siglas definitorias—, los nombres originales de todas las Tierras del
Este y muchos conceptos y términos que la historiografía oficial
negaba, olvidaba o no aceptaba como «válidos», «académicos» o
«políticamente correctos».
Isabel encontró abundante información útil referente a su tierra
a finales del siglo XV y principios del XVI. Para su deleite, lo que
40
leía confirmaba algunos aspectos que había entrevisto en la
inmensa historia contada en las Crónicas. Otros le resultaron
completamente nuevos, y sobre ellos tomó las siguientes notas:
41
«conversos» quedaron dentro de las fronteras de
Castilla y volverían a rebelarse a lo largo del siglo XVI.
El bajo clero europeo es ignorante y ambicioso.
Vende bautismos, sacramentos e indulgencias. Tal es
así, que el Obispo de Basilea suplica a los sacerdotes de
su diócesis que «no ricen sus cabellos, no se dediquen
al comercio en la Iglesia, no vendan bebidas o caballos,
no adquieran objetos robados...». Las bulas pontificias
ofrecen el perdón eterno de todos los pecados y las
Puertas del Paraíso a quienes cuentan con el suficiente
dinero para comprarlas. Precisamente el comercio de
indulgencias y de «reliquias de santos» es una de las
razones que motivan la rebelión del monje Martín
Lutero en los estados germanos. El pueblo, entretanto,
cree en santos y supersticiones católicas. Los obispados
y diócesis se compran a un Papa que viste armadura y
dirige ejércitos (Julio II, 1510).
España es un país atrasadísimo en comparación con
Flandes o Italia en la misma época. Cuando el reino
recién despierta culturalmente, Leonardo da Vinci y
Raffaello Sanzio ya han muerto, dejando un legado
inmortal, y Michelangelo Buonarroti pinta y trabaja
para los Medici. Algo similar sucede con figuras de la
talla de Albrecht Dürer y Lucas Cranach en el norte
europeo.
42
Devolvió el libro a la responsable de la sala y regresó a los
depósitos subterráneos de «reliquias y antiguallas» con su cuaderno
en la mano y un sabor amargo en la boca. Las últimas frases de su
lectura le habían traído a la memoria las imágenes de las obras
maestras de Leonardo y Rafael. Eran una parte valiosa de su
cultura, pero se exhibían desde hacía ciclos en los más importantes
museos capitalinos de las Tierras del Oeste, a miles de leguas de
los lugares en los que habían sido creadas, pintadas o esculpidas.
Estaban lejos de las manos de sus herederos, de las personas a las
cuales pertenecía ese legado y esa memoria por derecho propio.
Todo ello, por supuesto, estaba avalado por el discurso de que
dichas obras eran «patrimonio de todos».
Había días en los que el mundo le dolía y en los que su piel y su
origen eran una enorme cicatriz abierta que la cubría toda. Mientras
se ataba su pañuelo sobre el rostro presentía que esos días, de allí
en más, se multiplicarían hasta volverse insoportablemente
habituales.
HI
43
historias antiguas y recientes de las etnias del otro lado del mundo.
Estaba escrito en Lengua Oficial: allí no había espacios para el tan
mentado bilingüismo o para el pluriculturalismo. Con el pesado
ejemplar y su tentempié en la mano, bajó al depósito para pasar la
siguiente hora inmersa en su lectura y sus notas. De la entrada
«Taínos», bajo la sub-sección «Historia antigua», tradujo al
castellano un párrafo que describía un hábito ya universal.
44
idiomas del mundo: huracán, tiburón, barbacoa, macuto, maíz,
colibrí, caimán... Por la propia naturaleza del texto, allí se recogía
con mucha más claridad parte de lo descrito en las Crónicas. No
obstante, Isabel seguía prefiriendo las aventuras de los
expedicionarios hispanos por tierras de Haití y Cuba a las
definiciones de una enciclopedia.
—¿Qué lees? —la interrumpió María, que volvía inusualmente
temprano de su hora de comida.
—Un par de cosas sobre los taínos —contestó Isabel,
terminando de tomar apuntes.
—Hmmm, taínos... —suspiró su compañera, como si la palabra
le evocara sensaciones insospechadas—. Tengo una amiga que
piensa casarse con un chico taíno.
—¿Ella es de aquí? —inquirió Isabel.
—Ajá... De Madrid. El muchacho tiene mucho dinero.
¡Imagínate! Su padre es uno de los mayores productores de tabaco
del mundo. Y ya sabes que en aquel lado del mar es donde están el
poder y la riqueza. No es mal partido el de mi amiga, no...
Isabel no respondió. Pero se dijo a sí misma que no, que no era
mal partido, sobre todo para alguien que había nacido en el lado
«equivocado», el históricamente perdedor. Se arrepintió de la idea
apenas la hubo formulado: había caído, sin quererlo, en el tópico
maniqueo de «buenos y malos», «vencedores y vencidos»,
«sociedad dominada y dominante», «nativos y no nativos». Y,
45
sobre todo, había recaído en otro tópico, uno que positivamente le
repugnaba: el tan trillado «desdichados de nosotros, los nativos, las
pobres víctimas».
En verdad aún pesaba una discriminación muy notoria sobre su
pueblo. A ello contribuía, en cierta forma, la existencia de un
montón de estereotipos, de otras tantas percepciones erróneas, de
diferencias culturales profundas y de no pocos intereses creados.
Un número alarmante de injusticias se cometían casi a diario,
atropellos que no eran subsanados en absoluto y se sumaban a las
cuentas que quedaban pendientes con el pasado. Pero también era
necesario reconocer que tras tantos siglos de convivencia —y a
pesar de las decenas de conflictos violentos vividos durante ese
periodo— muchas personas ya no paraban mientes en colores de
piel, lenguas, costumbres u orígenes. Por otro lado, era preciso
señalar que algunos nativos, aprovechándose de su situación social
claramente desfavorable —la cual, si bien era la usual, no era la
obligatoria— se colocaban hipócritamente el disfraz de vencidos
para «hacerse las víctimas», atormentar conciencias ajenas,
reclamar «deudas históricas» y conseguir así notoriedad política,
beneficios económicos o, al menos, alguna portada en los medios
de comunicación más sensacionalistas. Todas esas actitudes, lejos
de perseguir el interés colectivo de su pueblo, solamente buscaban
el provecho propio.
No, el mundo no era tan sencillo como para andar emitiendo
juicios a la ligera. Isabel se avergonzó íntimamente de su
46
pensamiento inicial. A modo de autodisculpa, pensó que su propia
historia familiar y personal en el lado nativo —una cadena
desafortunada de malas experiencias— la llevaba a veces a
reaccionar de forma radical, con mucha rabia y mucho odio. Sólo el
que se había encontrado en esa posición de debilidad, de
impotencia y de desigualdad ante el dominio ajeno podía llegar a
entender que la razón no siempre se atiende, y que la pasión a veces
inflama las acciones y las hincha de arbitrariedad.
HI
47
facilitaría la labor de entender —si ello era posible— la antigua
estructura de la ciudad portuaria. Ambos estaban escritos en
Lengua Oficial, pero aquello no era más que un pequeño
inconveniente para ella: habían dejado de importarle los medios
para preocuparse sólo por los fines.
Al tiempo que cenaba, revisaba los mapas y tomaba notas.
Gracias a que era ambidiestra, alternaba fácilmente pluma y
cuchara, una costumbre que en su casa natal hubieran condenado a
gritos pero que allí, en su habitación, era tan válida como cualquier
otra. Dibujaba las siluetas de islas y puertos, de ciudades y
continentes, y hacía marcas provisorias sobre accidentes
geográficos destacados que creía haber encontrado en los
manuscritos de las Crónicas. Masticando aún el último bocado,
dejó los platos y cacharros sobre el fregadero de loza del que
disponía su cuarto y se dedicó a completar algunos apuntes sobre la
Cádiz antigua.
Mucho de lo ojeado corroboraba la información que aparecía en
las Crónicas. A decir verdad, en ocasiones la repetía casi
literalmente. Antes de continuar con ellas —dedicaría toda la
noche, hasta que se le cerraran los ojos, a aquella tarea que le
hurtaría el sueño a medida que transcurrieran los días— consultó
los volúmenes de una modesta enciclopedia en castellano que tenía
en sus anaqueles. Con ella en mano se quitó una duda, y acto
seguido copió en su libreta:
48
Horas canónicas
Se trata de una división del tiempo empleada en la
Europa del medioevo, en la mayoría de las regiones
cristianas, que seguía el ritmo de los rezos religiosos en
los monasterios. Eran maitines (medianoche), laudes
(tres de la mañana), prima (primera hora tras la salida
del sol, aproximadamente las seis de la mañana), tercia
(las nueve de la mañana), sexta (mediodía), nona (las
tres de la tarde), vísperas (las seis de la tarde) y
completas (las nueve de la noche).
49
50
II
Toledo, 1972
51
de las tierras andaluzas —de la zona de Medina Sidonia, de la cual
provendría ese apellido originalmente— se había embarcado en un
viaje por mar hacia el oeste a las órdenes de un tal Colón. Isabel
trató de atar cabos: ahí estaba de nuevo aquel marinero audaz que
quiso probar suerte y desafiar las convenciones de su época para
descubrir una ruta occidental hacia las entonces llamadas «Indias».
La expedición nunca había regresado: de hecho, había sido el
último intento de los reyes hispanos por cimentar su poder en los
océanos, en abierta competencia con el antiguo reino de Portugal,
tal y como ella había podido averiguar al consultar las páginas de la
Historia de los reinos de España.
No era de extrañar que aquel viaje hubiera adquirido tintes
míticos. Nadie sabía qué había sido realmente de las naves y la
tripulación. En el imaginario popular aún flotaban muchas
incógnitas. ¿Encontraron las Tierras del Oeste? ¿Se quedaron allí?
¿O murieron todos sin alcanzar la otra orilla? Y si así ocurrió,
¿cómo fue? ¿Una tormenta? ¿Un hundimiento? ¿El hambre y la
sed? Lo único cierto es que hacia el año juliano 1502 —al menos
esa era la fecha que ofrecía la autora de la Historia de los reinos de
España— la Corona hispana pagó a las familias de los marineros
perdidos los haberes adeudados a éstos, dineros que evidentemente
ya no iban a ser cobrados por los interesados tras diez años de
ausencia y silencio. Isabel hurgó en el pasado para rescatar la
narración de su abuelo. Según él, la cédula real que concedía dicha
renta a los familiares de aquel Balmaceda —unos once mil
52
maravedíes, piezas más, piezas menos— pasó de generación en
generación, rememorando el valor de ese muchacho que había
saltado hacia el vacío de lo imposible, buscando quizás un nuevo
horizonte de posibilidades. Con el paso del tiempo el documento se
extravió, pero la historia —una de las pocas curiosidades familiares
dignas de ser recordadas— se convirtió en una especie de leyenda
para el clan de los Balmaceda.
Quizás en su casa de Buitrago alguien pudiera evocar para ella
ese relato. No podía ser una simple casualidad: aquel antecesor
familiar tenía demasiado en común con el hombre que aprendía
palabras itzáes en una isla perdida del Mar Central, o Caribe, o
como se llamase. Cerró el pesado volumen y fue a cepillarse los
dientes en su diminuto cuarto de baño. Al terminar de enjuagarse,
esbozó una tímida sonrisa. Bien pensado, las curiosidades
familiares no eran tan pocas: uno de sus tíos, el único hermano de
su padre, tenía buenos conocimientos sobre el movimiento
etiquetado por la oficialidad como «la voz de los vencidos». Él
decía que había leído mucho sobre el tema, pero ella estaba segura
de que sabía más que los libros. Con un poco de suerte podría
sacarle algo sobre las bases históricas y teóricas que sustentaban los
reclamos de tal movimiento nativo.
Isabel siguió absorta en sus propias cavilaciones. Había cosas
que no le cuadraban en absoluto cuando comparaba la «Historia
Oficial» con la que se narraba en el Libro del Mensajero. Si Colón
había llegado a las Tierras del Oeste, si había encontrado —e
53
incluso nombrado— un buen puñado de las islas que se hallaban en
aquel lado del mundo, y si había dejado gente allí, en el Fuerte de
la Natividad... entonces sus barcos habían tenido que perderse
durante el viaje de retorno. Aunque semejante expedición hubiera
sido una locura, aquel navegante no habría sido un insensato sino
todo un visionario, un verdadero emprendedor arriesgado. Había
encontrado tierras al otro lado del mar. De haber regresado a
España, se hubiera convertido en un héroe para su gente, recordado
por ellos a través de los ciclos y siglos. Pero no lo hizo, y fue
relativamente sencillo relegarle al panteón de los fracasados y dejar
que su aventura cayera en el olvido. Pese a todo, algunos autores,
en su afán por sacar a la luz los numerosos capítulos que faltaban
de una historia inacabada, ya habían señalado —basándose en las
tan mentadas Crónicas «apócrifas»— que Colón habría dado con la
ruta hacia las «Indias». Isabel ya no albergaba dudas sobre porqué
ese dato se había ocultado persistentemente: desde esa perspectiva,
la fantástica «Historia Oficial» del «descubrimiento» de Europa se
caía a pedazos.
Por otro lado, si los relatos de Escobedo —y de esos otros
cronistas cuyos nombres seguía sin conocer— habían llegado a
Sevilla para ser compilados en los tomos de las Crónicas en 1560,
debieron existir contactos, información y acontecimientos que
luego se ocultaron por motivos nada claros. A esas alturas, y
aunque de momento no albergara más que sospechas, no le
extrañaba que la «Historia Oficial» negase la existencia del Libro
54
del Mensajero, y que las voces disonantes nativas lo reivindicasen.
Había muchos misterios e intereses contrapuestos detrás de las
palabras que estaba leyendo en aquel manuscrito. Pero esperaba dar
con alguna verdad a lo largo de su lectura.
Vencida por el cansancio, la joven se miró al espejo y
descubrió, en el rostro reflejado enfrente suyo, dos profundas ojeras
bajo un par de ojos castaños, enrojecidos por la escasa luz y la
excesiva lectura. Estaba realmente agotada y sopesó la idea de no ir
a trabajar al día siguiente y avisar de que no se sentía bien. Nunca
había hecho aquello antes y consideraba que en el Archivo nadie le
pondría objeciones, sobre todo porque no estaba mintiendo. Quizás
podría levantarse temprano, hacer llegar la noticia al Archivo y
seguir descansando hasta tarde. Luego de un sueño reparador, tal
vez se despertara con mejores ánimos... y una cara más presentable.
Si conseguía recuperar fuerzas debidamente, hasta podría ir al
Museo de Armas que estaba ubicado en el antiguo Alcázar, un
edificio memorable —aunque no imponente— todavía en pie a
pesar de las muchas batallas y los numerosos cambios que se
habían sucedido a su alrededor. En su interior podría recabar
suficientes datos sobre arcabuces, espadas, cuchillos, cañones y
otras hierbas, algo que no le vendría mal para cuando volviese al
escenario de combates en el que había detenido su lectura.
Con esos proyectos en mente, se derrumbó en su catre y se
durmió profundamente.
55
En sus sueños, una voz masculina susurraba «ez dok
hamahiru». Y una niñita de oscuros ojos rasgados, con una
caracola roja pendiendo de sus cabellos, le preguntaba cómo se
llamaba.
HI
56
invasiones, las cúspides de la media docena de templos de dioses
extranjeros erigidos en el mismo periodo sobre los restos de
valiosos edificios medievales, y la curva del río Tajo rodeando por
completo aquel sector del casco antiguo de la villa.
Si bien se había preparado una lista de elementos sobre los que
debía indagar, su mayor interés se enfocaba en el arcabuz. Había
oído hablar de él, pero hasta que se le apareció en las Crónicas ni
siquiera podía imaginarse cómo funcionaba. Incluso después de
leer el manuscrito, todavía le resultaba difícil entender el accionar
de aquel endemoniado artilugio. Dejó el resto para más tarde y
buscó la sala de armas de fuego primitivas. Un extenso sector de la
pared estaba ocupado por vitrinas que alojaban arcabuces y
mosquetes de todos los tamaños y estilos. Isabel se paseó ante
ellos, observando detenidamente el perfil de los tubos de hierro, los
detalles de los serpentines y cazoletas, el desgaste de los mochos de
madera, la curva de los gatillos... Trató de imaginar el ruido, el
humo y el olor que debieron desprender esas armas al ser
disparadas, y recordó las situaciones de caos y muerte en Cádiz que
había revivido a través del Libro del Mensajero, donde los
arcabuces desempeñaron un papel nada despreciable. Sacó el
cuaderno y comenzó a tomar apuntes mientras mascullaba por lo
bajo algún comentario desdeñoso sobre el hecho de que los paneles
explicativos, como de costumbre, estuviesen redactados sólo en
Lengua Oficial.
57
El que tenía más cerca mostraba algunas ilustraciones que
pertenecían, con toda seguridad, a antiguos tratados bélicos
castellano-aragoneses de principios del siglo XV juliano. Lo más
probable es que fueran grabados, xilografías tal vez. Continuó
desplazándose por aquella habitación hasta dar con el siguiente
panel, mientras miraba los caños de los arcabuces expuestos.
¿Alguno de esos habría sido alzado en Cádiz? ¿Quizás después, en
aquella etapa histórica en la que el infierno parecía haberse
desatado con todos sus horrores? Ensimismada en sus
pensamientos, se detuvo ante otra plancha informativa.
58
oído y la cazoleta. Una vez concluido este último paso,
el arcabuz estaba listo para ser disparado, por lo que, si
no se lo iba a usar de inmediato, era conveniente tapar
la cazoleta con la cobija o teja. Antes de emplear el
arma, el arcabucero buscaba su objetivo entre las líneas
enemigas. Soplaba la mecha para avivarla, retiraba la
teja que tapaba la cazoleta y apretaba el largo
disparador o gatillo.
59
el oído solían obturarse, y los residuos que quedaban en
el cañón podían inutilizar el arma. El humo provocado
por los disparos dificultaban la visión y el retroceso del
arma, brutal, podía dislocar un hombro. El arcabuz
fallaba uno de cada cuatro disparos. Escritos de la
época señalaban que para matar a un enemigo era
necesario dispararle siete veces su peso en plomo. En la
práctica, no permitía más de dos o tres disparos por
minuto. No sólo la trayectoria de la bala era imprecisa
sino que apuntar bien era prácticamente imposible. El
alcance efectivo de los proyectiles era de noventa
pasos: disparar a mayor distancia equivalía a
desperdiciar munición. Por ello la táctica más común
entre los batallones de arcabuceros era la de tirar a corta
distancia desde y hacia formaciones cerradas.
60
roperas con cruces de gavilanes finos y guarniciones de cazoleta,
concha o lazo; espadas bastardas o de «mano y media»; «dagas de
riñones», montantes de cruceta «de García de Paredes», mandobles
descomunales, estoques, puñales, cuchillos, picas, lanzas, hachas,
mazas, alabardas... Toledo había sido la enorme fragua en la que se
habían forjado los mejores aceros de los reinos castellanos de
antaño. Su fama llegó a tal extremo que muchas espadas eran
llamadas «toledanas», sin más, como si se tratara de una identidad
que daba el propio metal, blanco y filoso.
Optó por aplazar para más adelante la visita a la otra mitad de la
exposición, ocupada por los cañones, y echó a andar hacia la
biblioteca. Por el camino se cruzó con un grupo de visitantes
liderados por un joven guía que enumeraba algunos detalles sobre
las espadas y su empleo. Isabel aminoró su paso para poder
escuchar un poco.
—No eran armas pesadas, como se cree popularmente —
comentaba el muchacho— ni estaban llenas de adornos y joyas, al
menos las que se utilizaban en combate, aunque había ejemplos de
espadas muy lujosas, que lucían los nobles en recepciones y
desfiles, como ésta de aquí —decía, señalando una vitrina—.
Además, no todos los soldados o combatientes tenían espada, ya
que era un arma cara. No eran indestructibles, ni podían cortar
cualquier cosa, como cree mucha gente: tenían el filo obtuso y
grueso, para no perderlo al primer golpe, y estaban diseñadas para
cortar la carne, pero pocas podían abrir brecha en una cota de
61
mallas remachada, y eran escasas las que mellaban una coraza de
placas.
—Los combates serían largos, ¿no es cierto? —preguntó un
visitante.
—En absoluto —respondió el joven—. Eso es un mito más. En
una batalla, no duraban sino unos pocos segundos, los que se
tardaba en lanzar uno o dos golpes. Si éstos resultaban insuficientes
para derrotar al enemigo, era probable que los del adversario
tuvieran mejor fortuna. Únicamente en los duelos, por una cuestión
de vanidad de los combatientes, la lucha se prolongaba más.
Dejó aquella voz atrás y, tras atravesar una estancia en la que
podían admirarse las armas usadas por los invasores en el siglo
XVI, entró en la biblioteca. Catalogando su colección trabajaba
como «pasante» una amiga suya, a la que saludó con un guiño
cómplice. Revisó algunos armarios y encontró un puñado de viejos
tratados sobre cómo blandir las hojas de metal que acababa de ver
de manera que hicieran su trabajo de forma pulcra y, si era posible
llamarlo así, artística. Eso se decía de la esgrima. Se la calificaba
de «arte». «El arte de acuchillar al prójimo con estilo, de manera
eximia y delicada» definió Isabel para sí. Allí estaban De la
Philosophia de las Armas de Don Jerónimo de Carranza, el tratado
de Maestro Pedro de la Torre, el de Francisco Román... Todos ellos
eran ejemplares que se habían dado por perdidos, pero que
terminaron siendo hallados en los depósitos del Archivo en donde
62
ella trabajaba. Sonrió. ¿Cuántos tesoros quedarían aún por
descubrir?
Recordando su propio manuscrito, decidió que era hora de
volver a la corrala. Necesitaba ordenar sus notas y apuntes. Pero
además tenía algunas faenas domésticas pendientes que requerían
de su atención inmediata. Al menos, si no quería ver su cuarto
convertido en una porqueriza.
Sobre el Alcázar caía la noche. Allá abajo, el Tajo lamía el
borde de la ciudad como hacía siglos, con su enorme curva de agua
oscura murmurando secretos.
HI
63
más apremiantes, lo cual, para su disgusto, significaba que debería
retrasar su visita a Buitrago.
Un rato más tarde, refrescada por un baño rápido y con un
cuenco de patatas y habichuelas guisadas humeando entre sus
manos, se sentó a su escritorio y perdió la mirada en la pared que
tenía delante de sus ojos. De ella colgaban un pequeño mapa de la
isla de Kosom Lu’umil, otro de Cuba, y un esquema de la región de
Andalucía, sus puertos, ríos y ciudades en el siglo XVI. Además,
una miríada de papeles pegados con adhesivo al muro mostraban
palabras en lengua maya-itzá-yucateca, listados de animales y
plantas poco familiares, un catálogo cada vez más extenso de
vocablos que tenían que ver con la navegación y los barcos,
relaciones de productos vegetales y minerales valiosos originarios
de las Tierras del Oeste, una cronología de la historia de la antigua
Europa entre los siglos XV y XVI, preguntas, información por
buscar, bibliografía obligatoria, más preguntas y algunos dibujos de
los arcabuces que había realizado esa misma tarde, nada más
regresar del museo.
Sobre todo ello destacaban, en letras grandes, algunas citas que
la muchacha había copiado literalmente, respetando las grafías
antiguas del castellano empleadas en las Crónicas. Eran fragmentos
y glosas traducidas de cada capítulo que aludían a los hechos
centrales del mismo. El primer extracto decía:
64
«E quando súpose en Cádiz de los quentos e
mormoraciones que ciertas tripulaciones truxían sobre
una flotilla de cientos de naos e carabelas e urcas, que
dezían de venir del Occidente, fuertes chanzas e
risotadas se lançaron sobre una que parecía tan grande
mentira e falsedad. Mas por Ntro. Sñr. que no lo había
sido».
65
66
III
Toledo, 1972
67
Antes ya había dejado terminado un pequeño esbozo de las
antiguas creencias mayas, aunque no estaba muy segura de si
efectivamente eran tan «antiguas». Debería confirmar ese dato, que
no figuraba en el texto que consultó: Religiones clásicas de las
Tierras del Oeste, publicado en Lengua Oficial y firmado por un tal
«R. Dzabal».
68
serpiente-quetzal o emplumada) y a la deidad tolteca
Tlahuizcalpan Teuctli (el señor de la tierra del alba).
Las creencias populares estaban muy vinculadas a
las tradiciones domésticas, al culto a las almas de los
muertos y al respeto y temor a los numerosos duendes
del bosque y los campos. Es el caso de las ix táabay,
que de día eran ya’axche’ o ceibas del bosque, para
convertirse en bellas mujeres de oscuros propósitos por
la noche.
No era la primera vez que Isabel leía sobre esos seres mágicos:
el Libro del Mensajero también los mencionaba, así como ciertas
comidas y productos agrícolas con los que volvió a tropezarse en
un tomito de divulgación titulado La cultura maya. En su cuaderno
tenía anotado:
69
pueblo. Con el maíz se confeccionaban tortillas (waah)
acompañadas de otros alimentos, o bien tamales
(to’obil holo’och, masa de maíz rellena de carne o
verduras, envuelta en una de las hojas que cubren la
mazorca y cocida al vapor). Además se preparaba atole
(sa’) y pozole (k’eyem), bebidas que podían tomarse a
todas horas, y que en la actualidad se consumen a nivel
internacional (y se conocen por sus nombres en
náhuatl).
70
aspecto vulgar y anodino, explicaba en sus apéndices finales la
estructura de los nombres de aquel pueblo.
71
Tierras del Oeste y habían redactado un vasto cuerpo de
documentos sobre las más variadas temáticas, incluyendo
Astronomía, Matemáticas, Religión, Historia, Ciencias de la Vida y
Tecnología. Mantenían, además, cuidadosos anales y crónicas, y un
registro detallado de las profecías de los ah kino’ob.
Lamentablemente, a principios del siglo XVI gran parte de las
valiosas colecciones de códices mayas fueron robadas o destruidas
por los mexicas de Tenochtitlán durante las llamadas «Grandes
Invasiones» o «Guerras Mayas».
El Libro del Mensajero también incluía referencias a las
profecías de los ah kino’ob del Yucatán, aunque era improbable
que los autores de los manuscritos originales —por ejemplo, el
segoviano Escobedo— hubieran tenido noticias de ellas. Algo
parecido ocurría con los nombres de puertos y ciudades mayas en
los que los exploradores hispanos no se habían detenido. Se
adivinaban allí las manos de los compiladores sevillanos de 1560,
quienes posiblemente habrían completado lo que ellos consideraron
«lagunas» o ausencias. Isabel era consciente de que esas manos se
evidenciaban en muchos otros puntos y aspectos de la obra, y que,
lejos de ser una intromisión irrespetuosa, organizaban y
completaban de forma soberbia los contenidos de las Crónicas.
La muchacha también se mostró satisfecha con lo aprendido
acerca de las prácticas médicas de los mayas gracias a unos
artículos de la revista especializada Ts’aak, editada en lengua
maya-yucateca en Chichén Itzá. Con la colaboración de la
72
encargada de la Colección Principal del Archivo —que la ayudó en
la búsqueda de los documentos a través de los complejos
catálogos— y de una compañera que conocía el idioma yucateco —
una de las lenguas cultas internacionales de mayor difusión— pudo
recuperar datos muy útiles. Entre otras cosas, pudo confirmar que
entre los mayas las prácticas medicinales eran llevadas a cabo por
especialistas llamados ah meno’ob. Ellos eran quienes se ocupaban
del bienestar físico de sus pacientes, pero también del espiritual.
Empleaban para sus curas las numerosas sustancias vegetales de su
zona, junto a una serie de oraciones que se trasmitían oralmente de
maestros a aprendices. Con una sonrisa descubrió cuál era el
tratamiento que había recibido Rodrigo Balmaceda para combatir
sus fuertes dolores: goma de ya’axche’ o ceiba, usada en casos de
afecciones intestinales, y cocimiento de tabaco para combatir la
fiebre.
¡Ah, el tabaco! ¡Toda una industria de ciclos y siglos! Sobre esa
planta había encontrado no sólo definiciones, sino también un par
de citas antiguas. Ésas eran jugosísimas: provenían de sendos
cronistas castellanos del siglo XVI que narraban sus primeros
contactos con las hojas humeantes. Uno de ellos —un fraile
dominico— proporcionaba una descripción bastante pintoresca:
73
también, a manera de mosquete hecho de papel de los
que hacen los muchachos la pascua del Espíritu Santo y
encendida por la una parte dél por la otra chupan, o
sorben, o reciben con el resuello para adentro aquel
humo; con el cual se adormecen las carnes y casi
emborracha, y así diz que no sienten el cansancio.
74
Había trabajado duro los días anteriores y había logrado acopiar
una buena provisión de recursos que le permitirían, en la intimidad
de su cuarto, aclarar particularidades y aspectos que en las páginas
de las Crónicas solamente se le mostraban esbozados o
fragmentados, insinuando el extremo minúsculo de una enorme
madeja que esperaba ser tironeado.
Sí, todas aquellas notas ensancharían el horizonte de su saber.
Pero había una cita en particular que, más allá de mejorar su
comprensión sobre un tema concreto, la había conmocionado
profundamente. Estaba relacionada con los textos del Libro del
Mensajero y con sus últimas lecturas sobre la guerra y las armas, e
incluso con los apuntes que había tomado hacía pocos días en el
Museo del Alcázar. Pero si había tocado de forma tan radical sus
fibras interiores era porque hablaba de la historia de su propia gente
hacía siglos. Era un comentario de un cronista hispano, un religioso
católico defensor de los derechos de las comunidades nativas de
Castilla que en su trabajo había recogido y denunciado los excesos
y barbaridades cometidos en sus tierras durante la época de las
invasiones. La obra completa de ese hombre, que se mantuvo
siempre en el anonimato, había sido publicada hacía pocos años en
lengua original por una editorial independiente, tras mucho tiempo
de censura. Isabel volvió a leer aquellas líneas, que no dejaban de
pintar sus ojos de miedo.
75
De aquí comenzaron los castellanos a buscar
maneras para echar a los invasores de sus tierras;
pusiéronse en armas; los invasores con sus caballos y
espadas y lanzas comienzan a hacer matanzas y
crueldades estrañas en ellos. Entraban en los pueblos, ni
dejaban niños ni viejos, ni mujeres preñadas y paridas
que no desbarrigaban y hacían pedazos, como si dieran
en unos corderos metidos en sus apriscos. Hacían
apuestas sobre quién de una cuchillada abría el hombre
por medio, o le cortaba la cabeza de un piquete, o le
descubría las entrañas. Tomaban las criaturas de las
tetas de las madres por las piernas, y daban de cabeza
con ellas en las peñas. Otros daban con ellas en ríos por
las espaldas, riendo y burlando, y cayendo en el agua
decían: «bullís, cuerpo de tal»; otras criaturas metían a
espada con las madres juntamente, y todos cuanto
delante de sí hallaban. Hacían unas horcas largas que
juntasen casi los pies a la tierra, y de trece en trece, a
honor y reverencia de Nuestro Redemptor y de los doce
apóstoles, poniéndoles leña y fuego los quemaban vivos
... Comúnmente mataban a los señores y nobles desta
manera: que hacían unas parrillas de varas sobre
horquetas y atábanlos en ellas y poníanles por debajo
fuego manso, para que poco a poco, dando alaridos en
aquellos tormentos, desesperados, se les salían las
76
ánimas ... Yo vide todas las cosas arriba dichas y
muchas otras infinitas. Y porque toda la gente que huir
podía se encerraba en los montes y subía a las sierras
huyendo de hombres tan inhumanos, tan sin piedad y
tan feroces bestias, extirpadores y capitales enemigos
del linaje humano, enseñaron y amaestraron lebreles,
perros bravísimos que en viendo un cristiano lo hacían
pedazos en un credo, y mejor arremetían a él y lo
comían que si fuera un puerco.
77
Y se dio cuenta de que el dolor pocas veces se entiende si es
otro quien lo sufre. Sin embargo, cuando uno lo lleva marcado en la
piel, las explicaciones sobran.
HI
78
tenía entre manos. Sólo estaba la conocida página llena de sellos
borrosos y, tras ella, la abigarrada escritura que ya le era tan
familiar. La continuación lógica de la historia que venía leyendo le
confirmó que aquélla era, en efecto, la segunda parte del Libro.
Embelesada por la idea de descubrir más historias, se entregó a
la lectura mientras espantaba distraídamente a un par de pececillos
de plata que correteaban sobre su cama, huyendo despavoridos del
tomo que hasta entonces había sido su hogar y su almacén de
comida.
79
80
IV
Toledo, 1972
81
antiguos nativos de las islas y se aludía al destino que habían tenido
en manos hispanas. La vida de Dasil era un buen ejemplo. Esa
tarde, terminada su jornada laboral, desanduvo el camino hasta su
corrala cargada con nueva bibliografía. Sus compañeras de la
sección de préstamos de la Colección Principal estaban admiradas
por su capacidad de lectura y amenazaban, entre bromas, con
declararla «lectora del mes» si continuaba sacando documentos del
Archivo a aquel ritmo frenético.
Entre los ejemplares que depositó en su escritorio se encontraba
un tomo publicado en 1953 en Gáldar, en la isla de Gran Canaria.
Se titulaba Mundo guanche, en clara alusión a los originales dueños
de aquellas tierras. Era una obrita de referencia, concisa pero
completa, escrita por un tal Betancourt. De su introducción extrajo
un par de párrafos que iluminarían un poco su ignorancia con
respecto al archipiélago.
82
Célebres en la antigüedad como sede del Jardín de
las Hespérides o como los restos de la mítica Atlántida,
las Canarias fueron citadas por primera vez por Plinio
el Viejo, que se refirió a ellas como «Islas
Afortunadas», mientras que el primero en situarlas en el
mapa fue el geógrafo romano Pomponio Mela. Durante
la Edad Media fueron visitadas por los árabes y más
tarde por mallorquines, portugueses y genoveses.
Lancelloto Malocello se instaló en Lanzarote en 1312 y
desde entonces fueron sucediéndose distintas
ocupaciones europeas. A partir de 1344 comenzó la
carrera de conquista y colonización por parte de la
Corona castellana. En 1402, una expedición normanda
ocupó Lanzarote en su nombre. Fuerteventura, La
Gomera y El Hierro fueron sojuzgadas inmediatamente
después. La conquista de Gran Canaria terminó en
1483, la de La Palma en 1493 y en 1496, la de Tenerife.
Desde ese momento todas ellas quedaron incorporadas
a Castilla. La anexión duró casi cien años y significó la
total erradicación de la cultura local, la derrota militar y
la venta como esclavos de la población originaria;
además tuvo lugar una rápida asimilación al
cristianismo, y el mestizaje entre los colonizadores y
los nativos (en realidad, las nativas) sobrevivientes.
83
Conquista. Sumisión. Guerra. Esclavitud. Barbarie. Matanzas.
Isabel estaba empezando a asquearse un poco de tanta sangre.
Parecía como si la historia de los hombres hubiese sido escrita con
el filo de una espada antes que con el de una pluma. Tenía la
impresión de que cada paso que había dado un grupo determinado
de la especie humana hubiese llevado implícita la desaparición
previa de otro menos afortunado en el manejo de las armas. La
palabra «paz» le sonaba hueca, vacía, casi una burla del más acerbo
de esos «humoristas negros» de prolífica carrera en alguna gaceta
matutina. Fue en una de ellas donde tiempo atrás había leído una
definición que le produjo cierta gracia por su sarcasmo:
84
creerían obedecer mandatos divinos; otros satisfarían su propia
codicia o la de regentes enfermos del mismo mal. Llamarían a
aquellas acciones «conquistas», «sitios» o «escarmientos» y
siempre habría algún buen argumento que sustentaría con lógica lo
ilógico, o ciertas palabras —como «liberación», «descubrimiento»,
«civilización», «evangelización» o «pacificación»— que darían
una pátina de nobleza a la vileza. Todas esas villas habrían sido
tratadas igual o peor que Cádiz, y sus habitantes, despojados de la
vida de la forma más cruel.
En esos mismos tiempos y horizontes, en otras historias a las
que quizás jamás se les prestara atención, miles de voces y cantos
recordarían durante siglos a los sacrificados a manos de seres
llegados desde quién sabía donde, armados de hierro o de fuego.
Esas voces pronunciarían en voz baja o a gritos los nombres de sus
muertos, perpetuando su existencia a través de la palabra, que era
lo único que les quedaba.
Continuó rumiando su desesperanza bajo el chorro de agua tibia
de la ducha, y mantuvo el gesto adusto mientras empapaba una
toalla pequeña en un intento vano por secarse la larga melena
oscura.
Terminó de enrollarse la toalla en la cabeza, confiando en que
absorbiera el resto de humedad y, en lo que decidía qué se iba a
preparar de cena para dejar de tiritar, hojeó un segundo libro:
Prehistoria canaria, de Santana y González, publicado en 1970.
Ante sus ojos desfilaban diversos ejemplos de arte rupestre,
85
pequeñas estatuillas e ídolos y unas antiguas habitaciones con
muros de piedra que le recordaban a las casillas de los pastores de
su tierra. Entreveía la vida tranquila de un pueblo de campesinos,
con sus corrales, su ganado, sus cosechas, sus alegrías y penas, su
escueto arte, sus útiles domésticos, sus cuentos, sus proverbios...
Una historia probablemente similar a la de la gente que siempre
había vivido en su comarca serrana: zagales que lidiaban con
rebaños de merinas, segadores que cortaban el centeno y el trigo...
Las imágenes de su infancia y las narraciones que se desgranaban
en las tertulias familiares fueron surgiendo de entre sus recuerdos,
convocadas por las ilustraciones de un mundo que ya había
desaparecido, pero que no era, con seguridad, tan diferente al suyo
de antaño.
Dejó el libro abierto y se dirigió a su armario. Tras revolver el
desordenado contenido de aquel decrépito cajón de tablas, se
enfundó un par de calcetines gruesos —lamentando que el frío no
le permitiese andar descalza—, un amplio pantalón de lanilla
desgastado por el uso y un abrigo que le quedaba demasiado grande
pero que ella adoraba. Así equipada, se hizo una sopa, resignada a
alimentarse con el mismo plato que los días anteriores a condición
de entrar en calor. Después de cenar —o durante la cena— podría
ponerse a trabajar nuevamente con sus textos. Con un poco de
86
suerte, si no se hacía demasiado tarde volvería a dejarse cautivar
por las Crónicas.
HI
Tenía la vista muy cansada, así que buscó con desgana sus
espejuelos de montura metálica fina y se los puso para poder seguir
delante de los libros. Allí sentada, con su cazuela de barro a un
lado, los codos sobre la mesa y la barbilla entre los puños, se
dedicó unos instantes a contemplar las paredes cercanas, cada vez
más cubiertas por mapas, dibujos y anotaciones. Docenas de
preguntas acudían a su mente mientras la mirada se le escurría
entre aquellos papeles. ¿De dónde venía el tomate? ¿Cuál era la
historia del cacao? ¿Cómo se fabricaba la pólvora? ¿Cómo
funcionaba un cuadrante? ¿Qué era la vainilla en origen? ¿Cómo se
hacía el papel antiguo? ¿Y la tinta? ¿Cuál era el palo de mesana y
cuál el trinquete de un barco? ¿Quiénes eran los beaumonteses?
¿Qué significaba «calafatear»? ¿Cuántas variedades de mangle
existían? ¿Cómo era la diosa Ix Chéel? ¿Cómo se decía «hola» en
euskera? ¿Cómo se diría «te amo»? ¿«Te odio»? ¿Había un dios de
la paz, así como había un dios de la guerra, en todas las religiones
antiguas? ¿Dónde crecía el agave? ¿Qué sabor tenían el zapote, la
papaya, el aguacate...? ¿Dónde quedaba el monte Orzanzurieta?
¿Cómo era la villa de Ixlapak hacía cinco siglos? ¿Cómo se
87
orientaba el piloto de un barco en alta mar? ¿Cómo eran Chipiona,
Rota o Sanlúcar en 1520? ¿Cómo olía realmente un mercado itzá?
A aquella veinteañera los caminos del saber le parecían
infinitos, siempre que hubiera dudas que detonasen las preguntas y
se fuese capaz de enfrentar con interés la búsqueda de las
respuestas. Y había millones de tales preguntas. Claro que era
necesario poseer un alma indagadora y tesón para estudiar día a día.
Tal vez ése era el motivo por el que existían tan pocos
investigadores y tantos libros de divulgación: no todo el mundo
sentía la curiosidad suficiente para adentrarse más y más en el
mundo de lo desconocido, fuera éste la historia, las ciencias o la
filosofía. Eran muchas las personas a las que no les importaba pasar
por alto las preguntas que el universo proponía, usar palabras sin
saber lo que significaban, discutir sobre temas de los que apenas
tenían idea...
Pero a ella —un tanto desacostumbrada a pensar en términos
relativos, y más apegada a creer que su comportamiento debería ser
el de todos— le resultaba casi imposible vivir sin buscar las
respuestas a todas aquellas cuestiones que desafiaban su intelecto.
El tiempo y la experiencia le enseñarían a abandonar tales
posiciones absolutas y radicales y a pensar desde posturas más
atemperadas. Sin embargo, en aquel momento le parecía estar
rodeada de seres inertes y amorfos que paseaban por el escenario
de la vida insensibles a las maravillas que se escondían tras el
telón. ¿Cómo podía ser que alguien no sintiera el cosquilleo que
88
ella experimentaba ante los centenares de incógnitas que se
cruzaban a diario en su camino?
Años más tarde, tras haber dejado atrás muchos senderos,
agotadas las energías por su derroche vital y emprendedor, Isabel
entendería que las Crónicas habían llegado a sus manos en el
momento oportuno: cuando aún era una joven poco menos que
infatigable. Cuando todavía tenía esa hambre de saber que nunca
llegaría a perder del todo, pero que poco a poco se iría saciando
hasta convertirse en un apetito mucho más fácil de satisfacer. Pero
para eso faltaban décadas aún. En aquellos días, la vorágine de su
propio fuego interno la empujaba a aprender, a investigar, a
profundizar.
Comenzó a leer detenidamente Prehistoria canaria. Al parecer,
en aquella sociedad la mujer tenía mucha influencia y una situación
social prestigiosa, algo que ya no era tan corriente. Se recluían en
casas especiales —los tamogantes— cuando menstruaban por vez
primera, y entonces eran llamadas harimaguadas o quizás
simplemente mawwad. Y muchas de ellas guerreaban a la par de
los hombres, peleando bravamente cuerpo a cuerpo, y no dudaban
en suicidarse —llevándose a cuántos enemigos pudieran arrastrar
con ellas— si corrían el peligro de verse prisioneras. Al respecto,
Isabel anotó una cita del cronista Torriani, refiriéndose a las
guerras en la isla de La Palma.
89
Las mujeres eran más valientes que ellos, y en las
emergencias iban ellas en adelante y peleaban
virilmente, con piedras y con varas largas.
90
había llegado un poco de ese gusto por la naturaleza, por la
libertad, por la vida...
Y con una rabia indecible condenó las cadenas que los hispanos
habían puesto en sus muñecas y tobillos allá por el siglo XV, así
como la opresión que sus ancestros castellanos sufrieron a manos
de los invasores del Oeste sólo unos años después. La esclavitud y
la servidumbre a las que se vieron sometidos unos y otros
significaron el fin de todo lo que amaban.
Antes de dejar el libro, leyó un listado de nombres amazighe, la
ancestral lengua canaria, y halló uno que, de haber nacido en
aquellas islas en otro tiempo y en otra historia, le hubiera gustado
llevar. Y, sobre todo, le hubiera gustado merecer.
El nombre era «Tamonante». Su significado: «la que deletrea, la
que sabe leer, la sabia».
HI
91
El libro en cuestión, Historia de las armadas hispanas, había
sido escrito por un valenciano, E. Llorens, e impreso en castellano
en la ciudad de Segovia. Al hojearlo, se detuvo en una larga
parrafada que luego resumiría en su cuaderno.
92
(batalla de Mazalquivir, ocupación del Peñón de Vélez
de la Gomera, toma de Orán y de Trípoli). En aquel
tiempo, las flotas se componían especialmente de
galeras de tipo veneciano, impulsadas a remos por
prisioneros, esclavos y convictos. Ése sería el navío de
guerra más usado durante todo el siglo XVI, aunque ya
comenzara a atisbarse la presencia de algunas naos y
carabelas, cuyo diseño estaba siendo mejorado.
93
recorrer concienzudamente la sección de grandes armas de fuego
que había dejado de lado durante su primera y última visita.
Por la tarde, el mal tiempo había vuelto a hacer acto de
presencia, derramando sobre el casco antiguo de la ciudad
castellana una considerable cantidad de agua en forma de
chaparrones. Apenas protegida por un abrigo de lana
impermeabilizado con cera de abejas, Isabel corrió por las callejas
que la conducían al puente sobre el Tajo —ése de Alcántara que
cruzaba a diario— y salió de la villa para atravesar, siempre al
trote, los barrios alejados del centro en donde se levantaba su
corrala. Llegó empapada, embarrada, jadeando por la carrera y con
un humor de perros.
Su humor empeoró cuando descubrió que dentro de su cuarto
había una gotera, una filtración diminuta, cierto, pero suficiente
para fastidiarle el resto de la tarde con su repicar monótono y
torturante. Dejó los zapatos cubiertos de lodo y rebosantes de agua
en la puerta, sobre unos trapos viejos, y se colocó exactamente
debajo de la pequeña mancha de humedad que se dibujaba en el
techo de la habitación. La gota le dio en la cara. Molesta, puso otro
paño en el suelo, en el sitio donde la dichosa gotita debía caer, y se
metió en la ducha. El agua nunca salía del todo caliente —la dueña
ahorraba mucho en combustible, a pesar de que el precio que
cobraba por aquellos cuartos ruinosos no era en absoluto
económico— pero, aun así, el baño la relajó y le quitó de encima
un poco del enfado que traía. Odiaba que la lluvia la alcanzase en la
94
calle, quizás desde el día en que, siendo niña, una tormenta les
sorprendió a ella y a su padre de excursión por el Mondalindo, una
agreste montaña un poco apartada de Buitrago a la cual iban a
caminar un par de veces al año, ascendiendo por la cañada de los
trashumantes. Jamás olvidaría la sensación de pánico que sintió al
recibir aquella tromba de agua que resonaba entre los canchos de
piedra, y al oír el viento ululando entre el eco de los truenos.
Mientras se secaba, se asomó a la ventana. Sólo se distinguía
una tupida cortina gris que impedía ver más allá de las casas
inmediatas. De pronto, dejó escapar un grito y corrió a revisar los
libros sobre Sevilla que había pedido prestados en el trabajo.
Estaban chorreando agua dentro del bolso. Otro tanto ocurría con
los desechos que traía en su socorrida «bolsa de papeles viejos»,
que ya podían darse por perdidos. Maldiciendo con las más castizas
expresiones de las que pudo hacer acopio, se apresuró a buscar más
trapos y a enjugar las cubiertas y los lomos de aquellos volúmenes.
Luego, intentando recordar las nociones básicas de conservación y
preservación de documentos que le habían impartido durante la
carrera, procedió a ir abriendo los volúmenes para que se airearan,
si tal cosa era posible en aquel cuarto saturado de humedad.
Finalmente se sentó con una rebanada de pan del día anterior y
el último trozo de queso manchego que quedaba en la alacena, y
agarró uno de los libros que había puesto a secar. Era una especie
de guía en castellano titulada simplemente Sevilla, en cuya
Introducción tropezó con una pequeña descripción de la ciudad en
95
su época de oro, los primeros años del siglo XVI. Básicamente,
coincidía con lo que contaban las Crónicas cuando describían a
Dasil, la esclava canaria, recorriendo las callejas y los mercados de
la antigua Hispalis. El capítulo II estaba dedicado a la población y
a cómo estaba organizada dentro de aquel recinto fortificado.
96
únicos: los adarves o callejones ciegos eran, a veces,
utilizados como barriada o refugio por la población
morisca y por algunos judíos.
97
estrato religioso sevillano. Consultando por encima varios de los
capítulos y seleccionando la información perteneciente al periodo
histórico que le interesaba, elaboró una pequeña nota.
98
Al llegar a ese punto, Isabel se había puesto pálida de ira y
había lanzado algunas interjecciones propias de su tierra, que su
madre habría desaprobado de inmediato. Después de leer la
posición de la mujer canaria en su sociedad «primitiva», un vistazo
a aquellas diferencias «civilizadas» —perpetuadas en Europa a
través de los siglos— la llenaba de amargura y decepción. Ya lo
había entrevisto en las Crónicas, pero corroborar esos hechos a
través de documentos académicos la enervaba. No sería, de todas
formas, la última vez que se deshiciera en insultos esa noche.
Atraída por la cuestión de los emparedamientos, recopiló
información puntual sobre la materia que encontró en el capítulo IX
del libro.
99
tener visiones, éxtasis, revelaciones y dones proféticos,
y engatusaban al pueblo con sus excentricidades,
aunque muchos las tenían por charlatanas, limosneras y
pícaras. Algunas llegaron a tener cierto renombre, e
incluso crearon sectas. Eran fácilmente reconocibles
por sus hábitos de estameña o lana torcida, las cabezas
y los hombros cubiertos con mantas y tocas de lana, las
basquiñas frailescas y las servillas para los pies.
100
Y ese desprecio por los bienes culturales nativos era asimismo
reproducido por las políticas editoriales contemporáneas, que pocas
veces incluían materiales en lenguas o sobre pueblos
«minoritarios». Un alto porcentaje de lo editado representaba la
visión y la lengua oficiales. Las nobles y productivas prensas
segovianas reivindicaban su recio castellanismo, pero sólo un
puñado de casas de impresión independientes se animaban, de vez
en cuando, a lanzar algunas publicaciones en otros idiomas, como
el asturianu o el galego, o referidas al acervo local.
Siguió pasando las hojas de sus libros mojados —que, de a
poquito, parecían querer secarse— y rescató excelente información
en Historias de Sevilla, una compilación de varios autores que
tocaba diversas cuestiones, algunas de los cuáles llamaron
poderosamente la atención de la muchacha. Uno de los capítulos
trataba sobre la administración de la urbe en su edad dorada.
Afirmaba que Sevilla era una localidad anárquica y sucia. Algunos
cronistas y viajeros de la época citaban una inscripción anónima
inscripta sobre la Puerta del Osario, que rezaba: «Ésta es la ciudad
del desorden y del mal gobierno». Adolecía de mala gestión y peor
justicia, lo que significaba un descontrol excesivo. A la muchacha
aquello no le causó mayor sorpresa: en su manuscrito había
sobradas alusiones al caos que reinaba en el lugar.
Otro de los capítulos estaba especialmente dedicado a las
minorías étnicas que poblaban la villa, entre las cuáles destacaban
los judíos.
101
Era Sevilla una ciudad en la que, por su pluralidad
de razas y credos y por su aglomeración, brotaba a
menudo la intolerancia, sobre todo contra judíos y
moriscos. Los primeros sobrevivían dentro de sus
murallas como conversos o «marranos», y eran los más
odiados de todos. Se desempeñaban como banqueros,
contadores, cambistas, recaudadores y prestamistas;
médicos, barberos, cirujanos y boticarios; tratantes y
vendedores de cueros, aceites, vinos, carnes, pescados,
aves, menudos y bestias; herreros, cerrajeros,
espaderos, armeros, hebilleros, candeleros y latoneros;
plateros, esmaltadores, joyeros y lapidarios; perfumeros
y especieros; secretarios, mayordomos y arrendadores;
y en todas aquellas profesiones relacionadas con ropas,
telas y tintes, como tejedores, orilleros, bancaleros,
tundidores, tejilleros, boneteros, cortadores de vestidos,
zapateros, zurradores, borceguineros, jubeteros,
calceteros, sombrereros, agujeteros, cordoneros,
colcheros, traperos, sederos, lenceros, fustaneros,
tintores y tintoreros... Muchos vivían en la Aljama o
judería, y jamás podrían quitarse la etiqueta que
provocaba tanto odio en sus conciudadanos.
102
habrían conducido a la pérdida de la mayoría de ellas. Con la ayuda
de un diccionario comenzó a desentrañar el significado de algunas
de esas palabras —¿a qué demonios se dedicaría un «tejillero»?—
y enseguida comprobó que muchas de aquellas actividades habían
desaparecido junto con la época que las vio nacer y los términos
que las identificaban. Íntimamente lo lamentó, porque cada uno de
esos oficios era una especie de arte, un conjunto de técnicas y
secretos que pasaban de mano en mano, de maestro a aprendiz, a
través de las generaciones, constituyendo saberes únicos y
exclusivos. Recordó a un hombre de Buitrago, el último constructor
de instrumentos musicales tradicionales castellanos, que había
muerto hacía dos años llevándose consigo toda la experiencia
acumulada en su larga vida. Su propio padre, un excepcional
carpintero, probablemente tampoco tuviese a quien legar lo
aprendido trabajando entre virutas de madera desde que era un
muchacho. Quizás se estaba pagando un precio demasiado alto por
el tan celebrado «progreso».
En un capítulo posterior, su autor se explayaba sobre la
estructura de la sociedad sevillana y su división en las consabidas
«clases». Allí aparecían las diferencias de siempre: una nobleza
urbana que vivía en palacios levantados en barrios modestos y que
no se presentaba muy numerosa; un enjambre de caballeros de
hábito, comendadores y señores de vasallos; una clase media
compuesta por caballeros e hidalgos; y, por supuesto, los plebeyos
o pecheros, entre los que se incluían comerciantes, financieros,
103
funcionarios, profesionales —escribanos y médicos—, artesanos
agremiados y campesinos. Los oficios menos atractivos, como los
de peones, aguadores y buhoneros, eran llevados a cabo por
franceses pobres.
Isabel copió un párrafo que no estaba exento de curiosidad:
104
las mujeres. Sus ideas al respecto eran bastante radicales, como
muchas otras acerca de distintas materias. A pesar de la
indignación continuó tomando notas, casi rasgando el papel con su
pluma, y de tanto en tanto se detenía para levantarse, dar un par de
vueltas por el centro de su habitación y deshacerse en denuestos
rabiosos.
105
En ese punto Isabel se había parado de nuevo para llevarse las
manos a la cabeza, en el grado máximo de su enojo. No bastaba
con que las mujeres se vieran destinadas a ese tipo de actividad,
pensaba ella, sino que además era necesario ponerles etiquetas de
acuerdo a su aspecto. Aquello le parecía el non plus ultra de la
desvergüenza y el oprobio.
106
cuerpo en callejones y esquinas de forma totalmente
ilegal. Andaban protegidas por «gente de barrio», uno
de los tantos tipos de delincuentes que existían en la
villa.
107
108
V
Toledo, 1972
109
conocimientos puntuales. Dado que existían muchísimos textos que
versaban sobre todos y cada uno de los aspectos de la cultura
mexica, incluidos los más nimios e irrelevantes, y que había
información para todos los gustos y a todos los niveles y
profundidades, no tuvo más remedio que establecer unos criterios
de selección bastante rígidos. Con ellos bien definidos se concentró
en la búsqueda de aclaraciones sobre aspectos concretos que
necesitaba ampliar.
De esa forma, se vio instalada de nuevo en un rincón de la sala
comunitaria de lectura del Archivo de Toledo, frente a una docena
de documentos sobre las comidas mexicas del siglo XVI, algunas
de las cuales se habían preservado inalteradas a lo largo de los
ciclos posteriores.
«¿Aprendiendo algo de cocina?» le preguntó María, su
compañera del depósito, mientras pasaba a su lado comiendo una
tortilla. Se había dirigido a ella usando la Lengua Oficial, pues no
estaba muy bien visto emplear el castellano en público,
especialmente por parte de trabajadoras de una institución de la
República. Isabel asintió con un rezongo, sin levantar la vista de las
páginas del libro que acababa de abrir, un manual de Alimentación
mexica que, entre otras cosas, ofrecía algunas particularidades de la
nutrición y la gastronomía de Tenochtitlán hacia el año 1500. Su
mano izquierda trazaba palabras y más palabras sobre su libreta.
110
Los mexicas tenían, hacia 1490, el hábito de realizar
tres comidas al día: al amanecer, a media mañana y a la
tarde. En grandes ocasiones o en casas ricas, previo a la
comida se presentaban tubos de tabaco y flores con las
cuales podían frotarse cabeza, cuello y cara. Solían
colocar cuencos con salsas en el medio y varias
canastas con distintos tipos de tortillas para mojar en
ellas. Las familias pudientes acababan la comida
tomando una bebida espumosa de cacao (cacahuatl)
caliente.
El maíz era la base de la dieta: se usaba en los
tamalli o tamales y en las tortillas, además de en el
atolli o atole, la bebida más común. El atole podía
combinarse con sirope de maguey (nequatolli), con
chile, sal y tomate (iztac atolli) y de muchos otros
modos. Si bien su consumo estaba condenado
socialmente, había bebidas alcohólicas como el octli o
maguey fermentado y la «cerveza» de maíz, y otras más
fuertes, hechas a partir de miel, cactus y frutas como la
piña tropical y la tuna. Las elites no bebían en ningún
caso octli —considerado «popular»—, prefiriendo el
cacahuatl.
Las tortillas y tamales se acompañaban con diversos
tipos de carne, como la de los axolotl (larvas de
salamandra) e iguanas. Además se consumían pavos y
111
otras aves, y una gran variedad de pescados. Se comían
también saltamontes, hormigas, gusanos del maguey
tostados, pequeños camarones del lago, y puestas de
mosquitos o de peces secas y aderezadas con chile.
Entre los vegetales destacaban las distintas variedades
de calabaza —y sus semillas, crudas, asadas o secas—
y las judías. Se consumían asimismo tomates, hongos y
semillas como el amaranto o huauhtli (para usos
religiosos) y la chiyan (un tipo de salvia, con la que se
preparaban refrescos). La sal y el omnipresente chile
(chilli) eran empleados como los principales
condimentos.
112
suficientemente difundidas, entraban dentro de los conocimientos
básicos de cualquiera.
113
Ahuitzotl fue el octavo hueyi tlahtoani («gran
orador») de Tenochtitlán. Ascendió al poder en un año
7-conejo, 1486 del calendario juliano, tras el asesinato
de su hermano Tizoc a manos de los nobles debido,
supuestamente, a la ausencia de éxitos bélicos durante
su reinado. Fue el mejor líder militar de los mexicas,
conocido por dirigir las batallas más importantes en
persona, al frente de sus tropas. Llevó a su pueblo a
dominar gran parte de la región central de las Tierras
del Oeste. Supervisó la expansión de la ciudad de
México-Tenochtitlán, capital de su territorio, y en 1487
completó la construcción de la mayor pirámide de esa
metrópoli. Bajo su mandato se mejoró el trazado y se
subsanaron numerosas deficiencias de las vías de
comunicación, lo que ayudó a que florecieran las
actividades comerciales mexicas. Además, fue un
reconocido guía religioso y un gran diplomático.
114
que fuera del agua se apelmazaba en mechones que
parecían espinas. Contaba además con una larga cola
terminada en mano humana. Con ella atrapaba a todos
aquellos que se acercaban a las charcas y riachos en los
que moraba y los ahogaba.
El ahuitzotl estaba al servicio de las divinidades de
la lluvia. Los atacados por la entidad eran elegidos por
los dioses y sus almas, portadas directamente al paraíso.
Los cuerpos de sus víctimas sólo podían ser tocados por
sacerdotes y aparecían a los tres días del ahogamiento,
sin ojos, dientes ni uñas, los cuales habían sido
arrancados por el monstruo en su gruta subacuática.
La joven consideró que con eso tendría más que suficiente para
seguir leyendo. Sentada ante su escritorio, se dio cuenta de que le
quedaban sólo un puñado de hojas para acabar el segundo tomo de
las Crónicas y finalizar así el Libro del Mensajero. Decidió que lo
haría a la noche siguiente, para poder abordar la lectura con la
debida atención. Y que aprovecharía los días sucesivos para ir, por
fin, a Buitrago a visitar a su familia. Llevaba posponiendo ese viaje
desde hacía mucho y creía que, a esas alturas de su investigación,
era muy necesario para ella charlar con los suyos. Por otra parte, un
descanso tras tanto ajetreo y un poco de cariño y cuidados
maternales no le vendrían nada mal.
115
Pensando en eso, se puso a hacer la cena. Y mientras partía un
pimiento en cuatro o cinco trozos y escuchaba algo de música en la
radio, comenzó a bromear consigo misma. «En un tiempo paralelo,
en otra historia que nunca será realidad, Isabel Balmaceda decide
gastar el poco dinero que le queda en comprar unas truchas y unas
lonchas de jamón para envolverlas antes de cocinarlas a la navarra,
y esperar a que el olor de éstas atraiga de inmediato al mozo que
vive tres puertas más allá en su corrala. Invitado a compartir el
yantar, el guapo joven y la eximia cocinera...» La chica,
desternillándose de la risa, no pudo terminar el relato. «Pero en esta
historia, en este tiempo, Isabel se prepara una prosaica y muy
castellana tortilla de patatas al ritmo de dulzainas, cena y se va a
dormir sola, solita, sola». Riendo aún, se guiñó un ojo a sí misma y
echó el pimiento cortado en la sartén, sobre las patatas que ya se
freían con abundante cebolla picada.
116
VI
Buitrago, 1972
117
Bustarviejo no tardaría en devolverle la sonrisa. Allí estaban las
dehesas de robles pelados por el invierno, las laderas cubiertas de
jaras y brezos apagados por el frío, los helechos secos pintando de
marrón todo el suelo, las zarzas engullendo los muros bajos de
piedra que dividían las tierras, las casillas de tejas viejas de los
campesinos. Allí comenzaba todo lo que ella amaba: esa pequeña
parte del mundo que conocía bien y que nunca dejaba de echar de
menos cuando no podía sentirla bajo sus pies ni abrazarla con la
mirada. La lluvia tenía un extraño efecto sobre la joven: si la
encontraba desprotegida, la ponía de mal humor, pero a cubierto le
producía un estado indefinido entre la melancolía y la ternura.
La muchacha pensaba en su investigación. Hasta entonces había
consultado sólo referencias y fuentes generales, pero... ¡le quedaba
tanto por leer! Y por oír. Tenía aún pendiente la revisión de
tradición oral castellana: canciones, poemas, leyendas, cuentos y
adivinanzas, todo ello de inestimable ayuda para rellenar las
enormes lagunas de la «Historia Oficial». Por otro lado, había
dejado momentáneamente aparte el estudio de las ilustraciones —
tan preciosas como exóticas— y de las cartas incluidas en los
manuscritos, así como los detalles paleográficos y bibliológicos de
los volúmenes en sí. En ese aspecto, reconocía que había dado
demasiada importancia a los contenidos, mientras que su interés
por las cuestiones de forma había quedado completamente relegado
a un segundo plano. Más pronto que tarde tendría que volver sobre
ellas si quería entender la razón de ser de aquellos libros.
118
Entender... Isabel se dijo —como ya lo hiciera al iniciar su
periplo a través de las Crónicas— que habría un montón de cosas
que se le escaparían, ciertamente, pero que su vida cambiaría, así
como algunas de sus ideas y creencias, si lograba dar sentido a
aquel fragmento del pasado en forma de texto. Se sentía como si en
su poder hubiese caído el mapa de un tesoro que muchos se habían
empeñado en mantener enterrado: un cofre que contenía voces
silenciadas por ciclos. Muchas cosas se alterarían dentro de ella,
estaba segura. Hacia dónde la conducirían sus descubrimientos era
algo que aún no podía ni tan siquiera imaginar.
Atravesó el pequeño pueblo de Valdemanco, bajo los riscos
grisáceos y ciclópeos de su montaña. A su lado, una señora leía una
revista en la que aparecían mujeres de cabello azabache, pieles
broncíneas, siluetas curvilíneas y perfiles aguileños exhibiendo el
último grito en tocados de lujosas plumas quetzalli elaborados por
los altos diseñadores de México-Tenochtitlán. Dejó atrás La
Cabrera y Lozoyuela y finalmente entrevió, a través de la bruma
grisácea que se extendía a ambos lados del camino, el perfil
medieval de Buitrago, con su muralla de tres puertas y su castillo
de siete torres, levantándose sobre un recodo del río Lozoya.
Estaba en casa.
Una breve y veloz caminata bajo la llovizna fría, la nariz helada
y el aliento hecho vaho; una puerta conocida; unos pasos por el
corredor largo donde jugaba a los piratas de pequeña; la cara
asombrada de su madre, el abrazo, las risas de su padre —que le
119
acariciaba con delicia la larga melena trenzada—, las preguntas, las
respuestas y, finalmente, la mesa de la cocina, al calor del horno
que se encendía para preparar unas magdalenas, el dulce favorito
de Isabel.
Su padre cortó algunas finas lascas de una pata de jamón que
estaba ya en las últimas y preguntó sobre el trabajo, sobre la casa,
sobre los compañeros, sobre su vida en Toledo. Su madre se
deshizo en dudas sobre su salud, su alimentación, su bienestar. Ella
sonreía cálidamente: su familia era así, opresiva a veces,
decepcionante en algunos aspectos, maravillosa en otros, pero
dotada siempre de un amor profundo hacia su única hija, ese retoño
que creció y voló buscando su felicidad. Ella preguntó también: por
sus abuelos, por sus tíos, por todos aquellos vecinos y conocidos
con quienes todavía guardaba algunos lazos.
Entre rebanadas de pan, jamón y queso, y al anuncio de unas
deliciosas pescadillitas fritas —el pescado era un bien que Isabel
apenas podía permitirse con sus magros ingresos como becaria— la
hija contó a sus padres un poco de su vida. Evitó, sin embargo,
hablarles de las Crónicas, aunque en los últimos tiempos el
manuscrito se hubiera convertido en el eje en torno al cual giraba
su existencia. A su vez, su padre le relató la reciente visita de
investigadores de las Tierras del Oeste. En esta ocasión había sido
gente de Cuzco, que había estado rodando un documental sobre las
costumbres tradicionales de los nativos de las Tierras del Este. Y lo
habían hecho allí mismo, en Buitrago, mostrando los trajes típicos,
120
algunas jotas, herramientas de labranza y poco más. Nada, o mejor
dicho, las mismas tres o cuatro cosas que se difundían siempre
sobre los castellanos que todavía conservaban vivos algunos
vestigios de su pasado. Habían dicho que el documental se iba a
llamar Castellanos: memorias de un pueblo que se va. Isabel no
podía creer que la gente se prestara para algo así, ni que el gobierno
de la República de la Nueva España patrocinara filmaciones que
exhibían a su población, por muy nativa que fuera, como reliquias
del pasado.
Para la noche, sus abuelos paternos se habían unido a la partida.
Terminando de recoger la mesa, y mientras su abuelo encendía su
vieja pipa de raíz de brezo, Isabel hizo la pregunta que, en parte, la
había impulsado a hacer aquel viaje de vuelta a casa.
—Abuelo... ¿cómo era la historia de aquel Balmaceda que viajó
con el tal Colón a buscar nuevas tierras al oeste?
El anciano alzó la vista hacia ella y la miró con complicidad,
mientras soltaba una larga bocanada de humo. Su madre no pudo
por menos que intervenir.
—Hija, tu abuelo ha contado tantas veces esa historia que ya
nos la sabemos todos de memoria.
Su abuela asentía en silencio, ocupadas sus manos con un par
de largas agujas y un ovillo de lana cruda de oveja.
—Ya, pero... ¿nunca se supo nada más de él? —insistió
Isabel—. ¿Nunca se supo qué le ocurrió realmente?
121
La pregunta desató las suspicacias del abuelo, que se tomó su
tiempo antes de responder.
—¿Y qué querías que se supiese?
Isabel se encogió de hombros.
—Ni idea. Pero con todo lo que sucedió después...
El abuelo estaba concentrado en la cazoleta de la pipa, que se
iba apagando. Su padre se levantó y bajó de un estante una botella
de pacharán casero —un delicioso licor hecho a base de endrinas—
y unos vasitos. Sirvió, tornó el frasco a su sitio y volvió a sentarse,
sin haber soltado una sola palabra. El viejo pareció desperezarse un
poco y luego volvió a dirigirse a Isabel.
—Bueno, hija, espero que estés cómoda en esa silla, porque la
historia que te voy a contar es larga.
Isabel sonrió afirmativamente. Bebió un sorbo de su vasito de
licor, clavó los codos en la mesa y hundió la barbilla entre las
manos.
Y el abuelo, tras encender nuevamente la pipa de brezo,
comenzó su narración.
122
Parte II
El Libro del Guerrero
123
124
VII
Buitrago, 1972
125
que te voy a contar pasó en 1492, cuando echamos a los moros de
Granada...
«Es curioso» pensó Isabel para sí «que esos mismos ‘moros’
que tanto se apresuraron a echar fueran los artífices de uno de los
sustratos culturales más importantes de Europa, los que
recuperaron y tradujeron muchos de los libros del saber antiguo, los
que desarrollaron eso que luego se llamaría ciencia... Claro que
aquí muy pocos estaban dispuestos a reconocer la importancia de
su trabajo... Prefirieron quemarlo, como cosa de herejes y
endemoniados... Otros vendrían que le otorgarían el valor que
merecía». Su abuelo, entretanto, seguía hablando.
—... y ya de paso, echamos a los judíos de las Españas, que
dicen que si Colón no salió del puerto de Cádiz fue porque estaba
atascado de barcos que se llevaban a toda esa gente. Tarde se
dieron cuenta del error, pero bueno, aquella época era así. Y como
sabrás, poco ha cambiado.
—Sí, abuelo, por desgracia eso ya lo sé. Seguimos humillando
al que nos respeta y respetando al que nos humilla. Pero tú me estás
contando otra historia.
—Que sí, pequeña, que sí, que todo a su tiempo. —Se giró
hacia su mujer, susurrándole casi un «¡Digna nieta de su abuelo, la
niña y sus decires! ¿eh?» y luego prosiguió—. A ver... Pues eso,
que en 1492 salió del puerto de Palos un tal Colón. O Colombo...
—El viejo reflexionó un instante y se encogió de hombros—. En
realidad, hoy nadie sabe cómo se llamaba realmente el fulano. Y
126
parece que poco importó entonces. Era un navegante... «oscuro».
Poco claro, quiero decir. Un poco mercader, un poco traficante y
otro poco loco. Se dice que era genovés, pero ese tampoco es dato
de fiar. —Súbitamente, el abuelo cambió de tema y se dirigió a su
nuera—. Hija, habría que remover ese brasero...
—¿Tiene frío? —preguntó la madre de Isabel, moviendo las
brasas cenicientas y agregando un puñado de cisco de jara al
pequeño brasero junto a la mesa.
—Es invierno, ¿no? Y ya estoy demasiado viejo como para
andar helándome porque sí. —Dio dos chupadas a su pipa y
continuó con su narración—. Pues nada. Que este Colón tocó más
puertas que un mensajero y que se aprendió los pasillos de palacio
de memoria, porque lo tuvieron esperando en ellos un par de años.
Un par largo. Igual éste fue el que inventó eso de que «las cosas de
palacio van despacio», ¿no? —Isabel negaba, divertida. Las
ocurrencias de su abuelo eran increíbles—. Otros dicen que no
estuvo en ningún palacio, pero que lo mismo siguió a los reyes de
aquí para allá como un chucho sin dueño, siempre insistiendo con
sus propuestas... Bueno, que al final la reina católica, tu tocaya, fue
y lo recibió. Y después de muchas idas y venidas, Colón pudo
contarla sus teorías. —El viejo dejó escapar un largo resoplido—.
Su idea era navegar rumbo al oeste, para encontrar la ruta hacia las
Indias por aquel lado, ¿sabes?, porque parece que la del otro, la del
este, ya la tenían bien agarrada nuestros vecinos los portugueses, y
claro, no había Cristo que la hiciera sin tener un altercado
127
«peligroso». En fin, esas rencillas que todavía hoy vemos, aunque
con otros actores, ¿verdad? —El abuelo mordisqueó la boquilla de
su pipa, pensativo—. Pues bueno, que estaban todos preocupados
por llegar a las Indias esas, porque se decía que era tierra rica, y
claro, había que ir y aprovecharse. De hecho, los portugueses ya se
estaban empezando a aprovechar... Y Colón, o como se llamara el
amigo, venga con sus ideas de día y de noche, hasta que al final la
pudo convencer. La reina dio el visto bueno, como quien dice, y su
bendición, y poco más. Porque poco más había, niña, sobre todo
después de una guerra como la que tuvimos con los moros.
El anciano se rascó la frente. Quizás pensaba que aquella guerra
había sido nada comparada con las que vinieron después, las que
desangraron aquella «piel de toro», como solían llamar los nativos
a la Península Ibérica. Sea como fuera, se guardó de comentar sus
pensamientos.
—Lo dicho —prosiguió tras su breve pausa—. Colón que
preparó a duras penas su flotilla, y que pidió voluntarios. Y que
casi se queda esperando, el hombre, porque todos pensaban que
aquello era un suicidio. ¡Si hasta dos de los barcos, las vituallas y
demás enjundia las consiguió por presión de los reyes a Palos de la
Frontera! Porque parece ser que esa villa se había rebelado contra
la autoridad y tenía algunas deudillas pendientes... Así que, ya ves,
a las apuradas armó su expedición, con muchas amenazas por parte
de los reyes, o mejor dicho, de la reina, para que se le proveyera lo
que necesitaba.
128
El viejo se detuvo y bebió un sorbo de pacharán. Luego se
aclaró la garganta. Isabel no había cambiado de posición.
Disfrutaba del estilo de su abuelo para contar las cosas: lento y un
poco farragoso, pero totalmente auténtico. Mientras tanto, la abuela
seguía entrechocando las agujas de tejer, convirtiendo su ovillo de
lana cruda de oveja en una toquilla.
—Total, que en ese viaje se embarcó Rodrigo Balmaceda, que
era sólo un muchacho y ya tenía un prontuario de mucho cuidado.
—La expresión de la cara del abuelo no dejaba lugar a dudas:
probablemente había sido un historial extenso—. Hasta había dado
con su trasero en una celda en Jerez y todo... Parece ser que allí le
echaron el guante los alguaciles, o como se llamasen, y le hicieron
probar su buena somanta de palos y su tiempillo a la sombra. —El
viejo suspiró, y su suspiro fue humo de tabaco—. No había tenido
una buena vida, ese Rodrigo, no, o al menos así se contó siempre
en la familia. Pues eso, que aquel pillo se embarcó. Quizás para
intentar dejar atrás su historia, ya ves... O quizás para continuar sus
andanzas en tierras en las que su nombre o su cara no fueran tan
conocidos.
—Y nunca más se supo de él... —terminó Isabel la historia.
—¡Hombre! —alargó la palabra el abuelo, sacudiendo la pipa
en un signo de admiración hecho ademán—. ¡Vaya si se supo!
Verás: de la expedición, en realidad, «saberse» jamás se supo nada
a ciencia cierta. Y en aquellos años, mucha gente la olvidó pronto.
Ya sabes: entre las guerras, las rebeliones de los moros, las
129
comunidades que se alzaban en armas, las malas cosechas, las
hambrunas, las pestes y eso —el viejo enumeraba con los dedos—
pues nada, que la gente terminó olvidándose del tal Colón y sus
ideas. Creo que nadie se sorprendió de que no regresara. Habían
sido muchos los que habían dicho que ese viaje era una locura,
porque al otro lado del mar, si había tierra, estaba tan lejos que era
imposible llegar allí navegando. —El anciano hizo un alto,
mientras se acariciaba la barbilla mal rasurada—. La Iglesia había
aportado su grano de arena, no te creas, y un grano bien gordo. Los
santos padres esos habían dicho que la distancia era innavegable,
pues así lo mandaban Dios, los entendidos de la curia y los
maestros antiguos. Y tú ya sabes que en aquella época la palabra de
la Iglesia era palabra santa. Si te atrevías a contradecirla te asaban
en la plaza del pueblo. Y encima los vecinos iban y se sentaban tan
orondos, con la merienda y los niños, para ver como te
chamuscaban. Con leña verde, para hacerlo más largo, vaya...
—Abuelo, que ya te vas por las ramas otra vez —protestó
Isabel, impaciente.
—Jolín, hija... Es que contigo no puede hacer uno ni un
«comentario al margen» —decía el hombre, golpeando el borde de
la cazoleta de su pipa—. ¿Por dónde iba? Ah, sí, te contaba que
durante unos años prácticamente no se volvió a pensar en los que se
fueron con Colón, pero en 1500 y poco, los deudos de ese Rodrigo
recibieron una cédula real. La familia vivía en aquel entonces por
Medina Sidonia. No eran más que unos pobres campesinos que
130
trabajaban como vasallos las tierras del Duque... —el viejo hizo un
claro gesto de asco, farfullando algo para sí— ...hasta que, de la
noche a la mañana, su suerte cambió gracias a ese trozo de papel.
En él se les otorgaba un sueldo único de varios miles de
maravedíes, que hubiera sido la paga del muchacho que marchó
con Colón. ¡Imagínate aquello! Unos pobres diablos, con más
trabajo que los negros de la Guinea en Sevilla, que van y reciben
del tesoro real un pellizco de diez o doce mil maravedíes... ¡Cómo
no iban a recordarlo por siglos! —exclamó el abuelo, enarcando
sus cejas canosas—. Con eso, aquellos Balmaceda se quitaron las
deudas de encima y se mudaron. La propina les alcanzó para
comprarse una pizca de tierra que labrar por su cuenta, libremente.
Aunque en España ser libre nunca fue fácil, y menos para el
campesino pobre.
—Como ahora... —agregó el padre de Isabel.
—Igualito, hijo, igualito. Para los pobres las cosas nunca
cambian. Eso sí: a los que seguimos siendo católicos por la fuerza
del hábito aún nos quieren consolar diciéndonos eso de que el reino
de los cielos es nuestro. No, si un día de estos me voy a hacer
creyente del Quezacóal ese, yo...
—Mariano, no seas hereje —gruñó la abuela, sin levantar la
vista de su labor. El hombre le devolvió una mirada de fingido
arrepentimiento, mascullando a su vez un «Vale, vale... ».
—¡Abuelo! —gimió Isabel, tapándose la cara con las manos
para escenificar un fastidio que en realidad no sentía, pero que
131
intentaba forzar al viejo narrador a regresar a la senda de su
historia. La madre movía la cabeza despacio, como diciendo que
aquel hombre no tenía remedio.
—Bueno —prosiguió el viejo, impasible—, que los padres y
algún hermano del Rodrigo ese, con los cuartos que consiguieron,
se fueron a vivir a Ubrique, o a Ronda, no recuerdo bien... A un
pueblo de esos de la vieja Andalucía. Y guardaron la cédula real
como oro en paño. Aunque luego se perdió, vaya a saber cómo.
Pero dicen que la conservaron mucho tiempo, sí. Al fin y al cabo,
buen favor les había hecho el muchacho aquel que se les fue al otro
lado del mundo. El resto de parientes se quedaron sirviendo al
Duque y comiéndose los codos de hambre. Y así estaban las cosas
cuando llegaron los invasores, mal rayo los partiera a todos.
El anciano se levantó y volcó las cenizas de su pipa en el
brasero. De vuelta en su asiento, extrajo de su abrigo una pequeña
petaca de cuero gastado y de su interior sacó un puñado de hebras
de tabaco claro y fragante. Con estudiada meticulosidad fue
rellenando la cazoleta, mientras sus pensamientos se perdían en los
rincones de su memoria, intentando hallar las palabras con las que
ir acabando su relato. La madre de Isabel aprovechó para ir a
buscar una canasta de nueces y ponerla en medio de la mesa. Isabel
y su padre se apoderaron de un puñado de ellas y comenzaron a
romperlas sin ayuda de un cascanueces, apretándolas de a dos entre
los puños.
132
—¿Y entonces...? —inquirió la muchacha, separando una nuez
de su cáscara.
—Y entonces, mi niña, empezaron las guerras. Pero bien sabes
tú eso, que no hace falta que yo te lo cuente. Comenzaron las
matanzas en Andalucía, y la esclavitud, y la traición más tarde, que
los que llegaron a Castilla como corderos mostraron pronto las
garras y los colmillos de lobo. Pues eso eran. Una manada de
lobos... —El hombre se pasó la mano por la frente—. Muchas
cosas ocurrieron, hija... Nos atacaron, nos persiguieron, nos
robaron mujeres, hijos, casas, rebaños, tierras, nos prohibieron
hablar la lengua nuestra, nos impusieron otras leyes y creencias —
iba enunciando el abuelo, y cada elemento de la lista era remarcado
con un golpe de su mano callosa en la mesa—. Ya ves. Intentaron
dejarnos sin nada. Sin nada. Pero muchas de las costumbres que
ellos y los que vinieron tras ellos prohibieron continuaron
cantándose en coplas y romances al calor de los fogones, para que
la gente no olvidara el pasado ni lo que pasó. Nuestros viejos no
querían que perdiéramos las historias que se hicieron cenizas, ni
que sus hijos tuvieran miedo de sus propios recuerdos...
Todos callaban alrededor de la mesa. Isabel sentía un nudo en la
garganta. Se acordó de un libro titulado Memorias del cantar
popular, que contenía un puñado de aquellos mismos romances
viejos, transmitidos de boca en boca a través de los siglos. Leer
aquello era estremecedor. Y escuchar a su abuelo también. Sin
embargo, ¿cómo había llegado hasta allí partiendo de la historia de
133
un Balmaceda? Lo más probable era que el abuelo se hubiera
dejado llevar por sus propias emociones, perdiendo una vez más el
hilo de su narración.
—... y las ganas de seguir luchando estaban ahí, niña —apuraba
sus últimas palabras el viejo— como cuando se levantaron las
comunidades y los «hermanados» contra el rey Carlos. Hubo
muchos movimientos rebeldes, muchos grupos que se alzaron en
armas a lo largo de estos cuatro siglos y pico. Siempre los hubo.
Porque el poder cambiaba de manos, ¿sabes?, pero nosotros
seguíamos siempre en el mismo sitio. Siempre abajo. Siempre
sometidos, relegados. «Nativos» nos llamaron. Nativos éramos, sí,
pero... ¡sonaba tan asquerosa esa palabra en sus bocas!
El único ruido que se oía, cubriendo el apagado siseo de las
agujas de tejer de la abuela, era el «crac» de las cáscaras al partirse.
—Pero entonces... ¿lo único que se supo de Rodrigo Balmaceda
fue lo de la cédula real? —arriesgó Isabel la pregunta, a ver si el
abuelo le contaba algo más de su antepasado.
—¿Te parece poco? —respondió el hombre—. Muchos
supieron menos. Pero no, hija. No fue lo único. Fue casi lo único.
Tras las invasiones, la mayoría de las canciones que se cantaban
hablaban de los antiguos reinos españoles. Y entre ellas, mira tú
qué cosas, había un puñado que se referían a los que viajaron con
Colón. —El viejo le sostuvo la mirada con aire enigmático, como
quien se prepara para dar una gran sorpresa—. Parece ser que
algunos de esos romances daban versiones «curiosas» de la historia
134
de las invasiones. Decían que Colón había encontrado las Tierras
del Oeste. Decían que dejó gente allí, y que esa gente fue la que
habló a los del otro lado del mar de nuestras tierras, de nuestras
costumbres, y les enseñaron nuestras armas, nuestra lengua y
nuestros usos. Y así habría sido como luego vinieron aquí. —El
anciano se encogió de hombros. Isabel observaba cada uno de sus
gestos. Ignoraba cuánto sabía el abuelo —o cuánto se había sabido
a través de esas canciones— de la historia que se narraba en las
Crónicas. Decidió ponerlo a prueba.
—¿Y tú te crees todo eso?
—Lo crea o no, niña, no cambia nada. Lo que fue, fue —
sentenció el hombre, esquivando la pregunta—. Pero digo que si se
cantaron esas cosas, algo habría de cierto en ello.
—O sea... que nuestro Rodrigo Balmaceda nos vendió —
concluyó Isabel, buscando las cosquillas a su abuelo.
—Yo no he dicho eso. —El abuelo persistió en sus trece,
poniéndose serio—. Quizás ocurrió así, quizás no. ¿Quién sabe cuál
fue su historia después de salir de Palos? Todas las pruebas de ese
asunto, si alguna vez las hubo, se perdieron con el tiempo. Ya ves.
Una cédula real y algunas sospechas es lo que nos quedó de aquel
mancebo que se fue en los barcos de Colón.
—Pues no es una evidencia muy grande, abuelo —opinó la
muchacha, llevando la situación al límite.
135
—Hija, —dijo el anciano con vehemencia— vuelvo a repetirte
que lo que es importante es que, si alguna vez se cantó, algo de
verdad habría en ello. Esas estrofas son sólo pedacitos de una parte
de la historia que, por más que han tratado de acallar, vuelve a oírse
cada tanto. ¿Entiendes eso?
Las últimas dos frases habían sido dichas de un solo golpe.
Constatando el enfado de su abuelo, Isabel asintió.
—No importa lo que hiciera ese Balmaceda. Si desapareció en
medio del mar o llegó allá y luego nos vendió a los mexicas de los
infiernos, a estas alturas, ya da igual...
—A mí no me da igual, abuelo —interrumpió la muchacha.
—Pues tendrás que conformarte con eso, chica, porque poco
más sabrás. Quédate con que tal vez la historia de las invasiones
sea otra, distinta de la que nos han contado. Una historia en la que
ellos no fueron «enviados de los dioses» ni seres poderosos. Una
historia en la que nosotros no fuimos despojos atrasados, ignorantes
y cobardes. Una historia en la quizás un Balmaceda fue maestro, y
no alumno, fue señor y no siervo. —El hombre se tomó un respiro
antes de continuar—. Una historia de la que sólo nos quedaron
retazos, hija, canciones populares que se entonaban en secreto, que
estaban prohibidas por el poder. Hubo muchas de esas canciones.
Coplas, jotas... Algunas se han perdido, y otras se han ido
transmitiendo de padres a hijos. Y también están las que se
salvaron gracias a los movimientos revolucionarios. A esas las
llamábamos «cantares rebeldes».
136
—¡Ahhhh...! —exclamó Isabel, con la cara iluminada—. ¿Ésos
eran los «cantares rebeldes»?
—Ésos eran, sí.
—¿Y tú te sabes alguno?
—En mis años mozos yo también quería cambiar el mundo.
Podría decirse que fui un «rebelde». A mi manera, claro. No tenía
más que estas dos manos y una ignorancia muy, muy grande. Pero
yo amaba mi tierra, la tierra dónde nací, que para eso era la mía. Y
no me gustaba que me contasen mentiras, ni que me pusiesen el pie
encima. Como a ningún castellano le gusta. Y tu tío salió por el
estilo, que él siempre estuvo metido en eso de «la voz de los
vencidos». Poco pudimos hacer, ya ves, pero las ideas y la jerga se
nos pegaron.
Isabel lo miró, asombrada. Sabía de su tío, y de la memoria
inagotable de su abuelo, pero aquello... Las canciones de los
revolucionarios —los que se alzaron en el siglo XVI, los del XVII,
los del siguiente y los del otro...— habían sido una leyenda para
muchas generaciones. Aunque a la de Isabel, esa leyenda llegó un
tanto apagada. Aún cuando muchos nativos jóvenes se interesaban
por la historia de su pueblo, pocos se habían preocupado por la de
esos movimientos nacionalistas e independentistas. Con el correr
de los años, sus ideales se habían convertido en elementos
románticos, deslucidos, casi utópicos, reducidos a frases y
consignas pintadas en algunas paredes, a pesar de haber sido, en su
137
momento, las bases sobre las que se asentaron no pocos logros y
libertades.
—Abuelo... —Isabel titubeó—. ¿Me puedes cantar alguno?
138
VIII
Buitrago, 1972
139
de los dioses de la guerra.
Señalados por los cielos
pa’ dominar nuestra tierra.
Pa’ dominar nuestra tierra
elegidos diz que fueron.
140
Tomaron nuestras ciudades
con el filo de su espada.
141
O a un pastor trashumante de Las Hurdes, hacía dos siglos,
doliéndose en estremeñu porque «...matorin muehtrus rebañus...» y
dejaron morir de hambre a muchos como él.
O a un maestro aragonés del Sobrarbe a comienzos de éste,
terminando la estrofa en su luenga aragonesa y lamentando no
haber conocido más que las ruinas de L’Aínsa y Boltanya por culpa
de quienes «...tomón as nuesas ziudaz».
Fraguas, zurrones, abarcas, pizarrones, fuegos, calderos, rostros
serios, manos laboriosas... Todo desfilaba ante los ojos de Isabel,
imágenes convocadas por la voz y el cantar de su abuelo.
142
fue eso lo que nos pintaron.
Fue eso lo que nos pintaron:
la historia que ellos quisieron.
143
¡Una tapia levantaron!
Una tapia levantaron,
que los sueños escalaron.
«Las ideas no se matan»
nuestros rebeldes gritaron.
Nuestros rebeldes gritaron
«¡Una tapia levantaron!».
144
Nuestra historia no se pierde:
la canción cuenta verdades.
HI
1
En pulaar, «Que Alá te haga fácil el camino». El pulaar es la lengua del pueblo
fulbe, fula(ni) o peul.
145
cilindro de música fulbe en su sonoteca y lo puso en su aparato
reproductor. Ousmane Diallo y su grupo interpretaron entonces
«Hunde kala e saa’i mun». «Cada cosa a su tiempo». Aquello de
los cilindros musicales —o kuikakokojtli, en Lengua Oficial— era
todo un invento. De origen indio, como la radio, pero mucho mejor
que ésta. Eran pequeños tubitos metálicos que se podían llevar
hasta en un bolsillo. El único problema era que la barrita lectora de
acero del reproductor los podía estropear si se la usaba mal. «¿Por
qué no me llevaré el reproductor a Toledo?» pensó, mientras
contemplaba el resto de sus «kuikah» —como se los conocía entre
los jóvenes— cuidadosamente ordenados en una estantería, dentro
de sus coloridos estuches de cartón prensado.
Terminaba el cilindro —media docena de temas— cuando
Isabel, tirada sobre la cama revisando sus «diarios íntimos» de
pequeña, oyó la voz grave de su tío en la cocina. Era el único
hermano de su padre, estaba soltero y la adoraba como a una hija.
«Isabela, más te vale que bajes...» le gritó por el hueco de la
escalera. La muchacha no tardó en estar metida dentro del abrazo
de aquel hombretón enorme, que parecía querer asfixiarla.
—Así que estuvisteis de concierto anoche —comentó, socarrón.
—Calla, que el abuelo nos contó que no es el único que sabe
«cantares rebeldes» —repuso su sobrina en el mismo tono.
—Chica, yo nunca negué saberlos. Lo que ocurre es que tú
nunca preguntaste.
146
—Vaya morro tienes, tío —dijo la muchacha—. Pues ahora te
lo pregunto. ¿Me vas a cantar alguno?
El hombre rió con ganas. Parecía dotado de una vitalidad
inextinguible. Tenía los ojos claros de los Balmaceda, esos que ella
hubiera deseado lucir en vez de los castaños heredados de la
familia de su madre. Y la carcajada sonora y clara que ella sí había
sacado.
—Vale, pero déjame llegar, ¿no? ¡Antonio! —llamó al padre de
Isabel—. ¿Es así como se recibe a la familia en esta casa?
Precisamente Antonio Balmaceda llegaba de su taller de
carpintería —anexo a la casa— buscando un descanso y su
merecido almuerzo. En la zona se lo consideraba uno de los más
habilidosos en su oficio. A pesar de que sus manos ásperas todavía
tenían la fuerza y la pericia que éste requería, sabía que no le
faltaba mucho para retirarse, y en su fuero interno lamentaba que su
hija no pudiera perpetuar la tradición. Aunque, con una muchacha
como aquélla, nunca se sabía... Dio un abrazo a su hermano,
cubriéndolo del serrín que cargaba su ropa, y ambos se prepararon
para comer y beber algo. En la cocina todavía flotaba el aroma
desvaído del tabaco del abuelo. El tío de Isabel se dirigió a la
joven.
—Venga, muchacha, a ver si lo hago mejor que don Mariano
Balmaceda. —Diciendo eso, sacó de su enorme morral una
bandurria cubierta por un paño. Isabel quedó boquiabierta.
147
—Tío... hace años, pero a-ños —remarcó, separando las
sílabas— que no tocabas eso...
—«Esto» se llama «bandurria», aunque ya muy pocos
recuerden su nombre. Y como tu señor abuelo, que duerme menos
que tú, ya me puso en antecedentes esta mañana de vuestra
«audición» de anoche, no quería ser yo menos... ¿Hacen unas
«joticas anudadas»?
—¡Hacen! —palmeó Isabel, sentándose a la mesa de la cocina,
en la que su madre acababa de poner algo para picar.
La púa comenzó a hacer vibrar las cuerdas metálicas del
instrumento, delineando la melodía con un ritmo vivo. La voz
grave del hombre, que contrastaba con el sonido agudo de la
bandurria, entonó las siguientes coplas.
148
Sólo el viento se arrimara
a sus palos y a sus velas.
A sus palos y a sus velas
nadie dio la bienvenida.
149
¿Quién señaló nuestras costas
a esas fieras del oeste?
A esas fieras del oeste...
¿Quién enseñó nuestros rumbos?
A su gente y a su tierra,
a su ley y a su saber,
a su lengua y a su reino
150
¿Qué ganaran por vender?
¿Qué ganaran por vender
a su gente y a su tierra?
151
De vuelta en Toledo echaría de menos sus kuikah y la deliciosa
comida de su madre. Debía aprovechar muy bien aquella visita.
HI
Dos días más tarde Isabel recorría con la yema de sus dedos la
tapa del tercer tomo de las Crónicas, la primera parte de El Libro
del Guerrero. El propio título ya insinuaba qué parte de la historia
iba a comenzar a leer. No, aquello no iba a ser agradable: de hecho,
solo el nombre ya le hacía sentir los dientes de un cepo de acero
cerrándose sobre la boca de su estómago. Pero le sería imposible
entender el relato si se saltaba cualquiera de sus partes.
En aquel volumen, en teoría, los textos incluidos tendrían
bastante que ver con la versión oficial de la obra, aunque
sospechaba que podían contener alguna que otra sorpresa. Las
diferencias, de existir, saltarían a la vista por sí solas.
Al volver la primera página —una vez más, llena de sellos
borrosos— encontró que, al igual que en el primer tomo, se
desplegaba el título de la obra general entre dos imponentes
dibujos. Mientras acariciaba lentamente las letras oscuras, recordó
su fin de semana en Buitrago y la promesa que le había hecho su tío
—quien, corto de tiempo, no compartió con ella nada más que las
«jotas anudadas»— de que le contaría muchas cosas durante su
próxima visita. Tampoco podía olvidar el olor de los guisos de su
152
madre, el de la madera en la ropa de su padre, el de la tierra mojada
que se respiraba desde la ventana de su buhardilla... Eran los olores
que la habían acompañado desde niña, los de su hogar y los del
campo tiritando bajo la lluvia.
A Isabel también le temblaba la mano cuando pasó otra hoja de
aquel pesado volumen y dio con el título del segundo libro de las
Crónicas de la Serpiente Emplumada. La aventura continuaba.
153
154
IX
Toledo, 1972
155
llegaban a Toledo investigadores extranjeros y estudiantes de
intercambio, y en la que las instituciones oficiales se esforzaban
por ofrecer su mejor cara. Todas las cuestiones descuidadas a lo
largo del resto del año eran entonces atendidas en el plazo de dos
semanas y, como era de esperar, los mayores pesos recaían sobre
las espaldas más débiles: las de los «pasantes».
En aquel momento estaba hojeando un ejemplar de
Tlaltikpaxkan, «Mundo actual», una revista de divulgación que
informaba sobre los novísimos avances y hallazgos de la ciencia,
los reclamos de los movimientos de protección de la naturaleza y
los derechos humanos, y las revelaciones de las últimas
exploraciones geográficas y etnográficas. Le gustaba estar al tanto
de ese tipo de novedades, en especial las noticias aportadas por las
expediciones a lugares lejanos. Isabel vivía en un mundo que aún
no había sido totalmente «conocido». Amplias regiones de las
Tierras del Oeste —en especial las cuencas selváticas de los
grandes ríos del sur—, de Asia nororiental y de África no habían
sido graficadas en los mapas de las naciones «dominantes». Los
polos y gran parte del inmenso Océano Amarillo —ése que
separaba las Tierras del Oeste de Asia— caían dentro de la antigua
categoría de terra incognita. Y docenas de pueblos, lenguas y
costumbres se «descubrían» y «publicitaban» mes a mes. Echar un
vistazo a aquellas páginas, a aquellos informes e ilustraciones le
producía una especie de fascinación. No hacía falta volar a bordo
de uno de esos dirigibles que ella tanto temía hasta alguna esquina
156
remota del planeta, pues cada uno de esos reportajes la transportaba
a una realidad totalmente distinta de la suya.
Sin embargo, y a pesar de su interés, la muchacha era
consciente de que todo aquel asunto de los «descubrimientos» tenía
un sesgo muy oscuro. Aunque la geografía de aquellas tierras no
estaba reflejada en las cartas de los países llamados «poderosos»,
estaría probablemente recogida de forma minuciosa en los mapas
mentales —o físicos— de los seres humanos que allí habitaban
desde tiempos inmemoriales. Otro tanto ocurriría con las culturas:
las lenguas e historias de esos pueblos tampoco estaban incluidas
en las grandes enciclopedias, pero ¿significaba eso que no existían?
¿Eran invisibles, acaso? ¿Es que recién comenzaban a «existir»
cuando eran «descubiertas», cuando aparecían en los papeles
escritos de las «naciones civilizadas»? ¿Se recogían en algún sitio
las opiniones de los «descubiertos» sobre los «descubridores», o no
importaban siquiera?
¿Podía hablarse, pues, de esos países y gentes como de «nuevos
descubrimientos», como hacía aquella revista cuando se refería, por
ejemplo, a las últimas expediciones a las aldeas guaraní-mbyá del
alto río Paraná? ¿Cómo era posible que se siguiera contemplando el
universo desde un sólo lado, sin tener en cuenta las visiones de los
demás, sin respetar en absoluto su idiosincrasia y su forma de ser?
«¿Es que nadie aprende de las lecciones del pasado?» solía
preguntarse la joven cuando pensaba en ello. «¿Nadie recuerda que
esto ya nos pasó a nosotros? ¿Es que nadie tiene memoria?».
157
Más allá de ese espinoso asunto, Isabel vivía en una época en la
cual las ciencias progresaban casi prodigiosamente, y aquella
revista que tenía entre manos daba buena cuenta de tales adelantos.
A ritmo vertiginoso se desarrollaban mejores combustibles a partir
de productos vegetales, se aislaban nuevas sustancias medicinales
procedentes de insectos y flores, se perfeccionaban sistemas de
provisión de energía doméstica a través de la descomposición de
basura o la utilización de la fuerza del sol, el viento, el mar y los
ríos... El pensamiento más tradicional de los pueblos de las Tierras
del Oeste había influido de manera profunda en las raíces de la
ciencia moderna. De hecho, rasgos como su respeto por la «madre
tierra», su conocimiento de los recursos y los ritmos naturales y su
adoración por el sol constituyeron las bases filosóficas a partir de
las cuales se habían generado numerosos avances tecnológicos,
esos que proveían a muchos —pero no a todos, lamentablemente—
de sustento y bienestar.
Sin embargo, tales aportes no habían partido sólo de las Tierras
del Oeste. Una proporción significativa de aquellos saberes y
adelantos provenía de Asia, especialmente del poderoso Zhongguo,
el «Reino Central», el célebre «Catay» de Marco Polo. Y de los
países árabes. Y de los estados de África... Todos ellos, a lo largo
de su dilatada historia, habían visto florecer en sus ciudades y
campos las artes y las ciencias, y tal acervo —enorme,
valiosísimo— había sido aprovechado, mejorado y vuelto a
aprovechar a través de ciclos y siglos. Con el correr del tiempo se
158
habían formado fuertes polos de conocimiento y tecnología en el
mundo. Los centros de investigación mayas del Yucatán se habían
especializado en medicina y los de Beijing, en comunicaciones y
transportes. Las Altas Casas de Estudio y las bibliotecas de
Timbuktu eran las mayores productoras de libros y las principales
gestoras del saber del globo, seguidas de cerca por las del norte de
los Estados Germanos. La Confederación Rusa poseía las mejores
instituciones de desarrollo de oficios manuales, y Constantinopla,
Damasco y Bagdad eran espacios inigualables de educación y
enseñanza. Bagdad, en especial, se había destacado por ser puntera
en lógica, matemáticas y astronomía, y Constantinopla, en filosofía.
Las ciencias de la naturaleza y la agricultura habían hallado su
epicentro en Cuzco, y las ingenierías, en los numerosos reinos que
ocupaban aquella tierra antaño llamada «India». El resto del
planeta, recordaba Isabel, era una especie de limbo ocupado en
producir materias primas baratas y mano de obra migratoria para
aquellos núcleos de poder e información. La muchacha, como
buena bibliotecaria, reparó en la asociación de esas dos últimas
palabras. Sabía que la información era poder, y que aquel que la
producía, poseía y organizaba —y ése no era el caso de los
antiguos países de su Europa occidental— dictaba las reglas con las
que funcionaba el mundo.
Volvió a su revista y al artículo de divulgación que estaba
leyendo. En él, una investigadora del «Centro de Estudios de la
Tierra» de Cuzco exponía someramente la «Teoría Pachamama», la
159
cual establecía que el planeta —junto a todos sus habitantes— era
un solo ser vivo: una gigantesca entidad con latidos y pulsos
propios, con inmensos órganos verdes y fluidos azules, con un
aliento tenue y con una piel de tierra y agua que debía ser
continuamente alimentada y protegida para que los ritmos y ciclos
internos pudieran mantenerse de forma equilibrada.
En mitad de la lectura fue interrumpida por su jefa, Axayacatl.
—Isabel, xnikneki nimitspajsolo ika in, pero... nikneki xkixmati
un investigadotl de African...
—No, no, está-kuajli... Melak nipakis ika nikixmati...
—Tejua melak titenotski... Mucho niktlasojkamati... 2
La mujer le pidió que la acompañara al interior del edificio, y
allí le presentó a un hombre de unos cuarenta años largos, de
aspecto indudablemente africano, con parte de la cara marcada por
lo que parecía un complejo diseño de cicatrices.
—Isabel, yejua Usmar. Usmar, yejua Isabel...
«Panolti» saludó Isabel mientras le daba la mano con una
sonrisa forzada. «Panolti», respondió el hombre, incómodo,
devolviendo el saludo con ambas manos. Ella no entendía a cuento
de qué venía aquella presentación: temía ver sumada, a sus
numerosas tareas, la de acompañante de aquel extranjero. Por su
2
—Isabel, no quiero molestarte con esto, pero... quiero que conozcas a un
investigador de África...
—No, no, está bien... Estaré muy contenta en conocerlo...
—Eres muy amable... Lo agradezco mucho...
160
parte, el recién llegado, además de no manejar con soltura la
Lengua Oficial, no estaba demasiado acostumbrado a tratar con
personas jóvenes. Mientras se observaban mutuamente, la jefa de la
muchacha explicó que aquel hombre, Usmar Dookire, pertenecía a
un programa de intercambio internacional del gobierno español con
el de su país, la tierra de los fulbe. Trabajaba en Timbuktu, corazón
cultural de aquel estado y de todo el occidente de África. Allí, en
una de las más importantes Altas Casas de Estudios de la ciudad —
la de Sankore— llevaba a cabo sus reconocidas investigaciones
sobre la «llegada» mexica a España. O, al menos, así lo expresó
Axayacatl.
En aquel momento, Isabel suavizó un poco la expresión adusta
de su cara.
La joven debía mostrar al invitado el área de depósito, pues éste
utilizaría sus fondos durante los tres meses siguientes y era
aconsejable que tuviera un primer contacto con la colección de
mano de una persona que la conociera bien. Asintiendo, la
muchacha indicó al africano que la acompañara.
—Ken tinemi? —preguntó Isabel más relajada, mientras se
encaminaban a los sótanos.
—Kuajli ninemi 3 —respondió el otro sin más.
—Xuajla, xkalaki —le invitó a entrar al depósito en donde ella
pasaba sus días. «Xmotenmati» 4 , avisó, señalando los traicioneros
3
—¿Cómo está? —Estoy bien.
161
escalones, resbaladizos por la humedad. El hombre contemplaba
atónito el enorme archivo y las pésimas condiciones de trabajo y
conservación. Isabel sonrió para sus adentros. «Y no sabes lo que te
queda por descubrir, amigo...».
—Y... titlajtoua kaxtijlan? 5 —quiso saber la muchacha.
—Sí... —contestó el africano con cierto alivio—. Mejor que la
Lengua Oficial.
—Eso está bien... ¿Cuál es su lengua natal?
—Pulaar.
—Ahhhh... —exclamó la chica—. Bella lengua... Pero también
habla usted náhuatl.
—No... Sólo un poco vuestra Lengua Oficial.
Isabel tuvo que reconocer que aquello no era lo mismo. En
teoría, la Lengua Oficial era el náhuatl clásico, y ésa era la que ella
había aprendido en la escuela. Pero en la práctica, tanto la escritura
como el vocabulario e incluso algunos rasgos gramaticales de una y
otro eran distintos. Muy distintos. Pensó que, en ese caso, ella
hablaba, además del castellano, dos lenguas. O una lengua y su
dialecto...
—Sí, son diferentes.
—Aquesto sucede a menudo —repuso Usmar—. En Canarias,
háblase una Lengua Oficial que une amazighe, hassaniya,
4
Venga, entre — Tenga cuidado.
5
Y... ¿habla castellano?
162
castellano, portugués y náhuatl. Mas ellos también dicen que
hablan náhuatl.
—No lo sabía... ¡Vaya mezcla! —dijo la chica, reparando que el
hombre usaba un castellano antiguo, quizás aprendido a través de
los documentos que estudiaba.
—Para mezclas, esa lengua revolucionaria inventada en
Europa... Iya kalembi? —intentó recordar el nombre el africano, en
su propio idioma—. Ah, sí... El mondalinguo.
—Pero nadie habla eso, ¿no? —preguntó la chica, confundida.
El mondalinguo era una lengua pan-europea, armada con una
estructura gramatical extremadamente sencilla —pero no por eso
incompleta o pobre— y con palabras procedentes de raíces griegas,
latinas y germánicas. Había sido un intento de los rebeldes y
revolucionarios de aquel continente de crear un código común que
les permitiera, si no sacudirse, al menos contrarrestar el peso de los
yugos impuestos ideológica e idiomáticamente por sus principales
dominadores: los árabes de habla semítica, los mexicas de habla
náhuatl y los otomanos de habla turca. Pero, más allá del sueño
utópico y romántico de tener una lengua común de resistencia en
una Europa dividida y dominada por fuerzas y poderes extranjeros,
aquel idioma no había tenido demasiado éxito. Manejado en su
momento por unos pocos idealistas, había caído en el desuso.
—Quizás aún no conozcas todo el valor que las palabras y las
lenguas pueden llegar a tener... —contestó enigmáticamente el
163
africano, mientras deslizaba los dedos sobre las superficies
polvorientas de los libros del depósito. Se detuvo en uno en cuyo
lomo aparecía, en relieve, el antiguo acueducto de Segovia. Lo
extrajo de su sitio y consultó el título. En su cara se dibujó una
expresión que Isabel no supo interpretar, por lo cual oteó, curiosa,
la portadilla. Eran los Viajes por las Tierras del Este de M.
Ahuicyani.
—¿Haslo leído? —preguntó el africano. Isabel negó con un
gesto mudo, y Usmar mostró cierta decepción en sus ojos. «Pues es
recomendable» agregó, mientras devolvía el libro a su lugar. La
muchacha se acordó de que, hacía un tiempo —precisamente el
mismo día que encontró las Crónicas— se había prometido echarle
un vistazo a ese tomo. Quizás aquella fuera la ocasión. Tomó el
libro de la estantería y se lo colocó bajo el brazo.
—Hay que seguir los consejos de los que saben, ¿no? —sonrió.
Usmar le devolvió el gesto con una incipiente cordialidad.
—Así es. Y como tú eres la experta aquí, ¿puedes darme
consejo sobre qué leer?
— Sobre la «llegada» mexica a España?
El hombre arrugó el entrecejo como si acabara de tropezarse
con un problema.
—El término... es «correcto», mas... no es exacto... Yo diría... la
«invasión»...
164
—Yo diría lo mismo —asintió la chica, intentando generar
confianza en su interlocutor.
—Me alegra saberlo —suspiró el investigador.
El resto de la mañana transcurrió lentamente, dándole tiempo a
Isabel de identificar las necesidades de su «invitado» para poder
aconsejarle las fuentes documentales más pertinentes. De libro en
libro, de manuscrito en manuscrito, el africano elaboró un listado
de medio centenar de tomos de consulta obligatoria para su trabajo,
y se anotó otros tantos que revisaría por el simple placer de leer.
Para cuando se retiró —satisfecho y prometiendo volver a visitarla
pronto— la chica se sentía exhausta y con un hambre atroz.
Decidió aprovechar el hermoso día regresando al patio del Archivo,
donde se comería un tentempié antes de continuar su jornada
laboral. Al ir a buscar algunos granos de cacahuatl en su bolso se
tropezó con los Viajes. Los debía haber dejado junto a él en algún
momento de la mañana para no olvidárselos. Con el libro en una
mano y los granos de cacahuatl —que servían de moneda— en la
otra «subió a la superficie», al aire limpio y al sol que la esperaban
fuera.
HI
165
calpolli de Atzacoalco, fijo de Tlacochcuetzin, guerrero
de la Casa de las Águilas e escribano del reyno en la
cibdad de Sevilla.
Fui enviado del gobernador Huehueh Tzacatzin de
Sevilla por las Tierras del Este, llamadas Europa por los
naturales dellas. He aquí la chronica de los grandes e
peregrinos sucessos que vide, e de los paisages que
atravessé, e de las cibdades que conoscí, e la relazión e
notizia de los quriosos uzos e costumbres de los
naturales de aquestas tierras.
166
La primera cosa que llama la atenzión en aquestas
tierras son las gentes que las habitan. Son sus rasgos los
más diferentes que imaginarse pudiera de aquellos de
los pobladores de México-Tenochtitlán e las otras
Tierras del Oeste. Es su piel blanca e sin la color, como
desluzida o desteñida, o como cubierta de cal como las
ojas de papel de corteça que se blanquean para escribir
en ellas. Sólo con el sol algunas de esas pieles toman
una color que semexa la nuestra. Los ombres han pelos
en todo el cuerpo, mas por demás en la su cara. En la
lengua de la Castilla, a esos pelos llaman «barbas» e
«bigotes». Los primeros déxanselos en el mentón e
megillas; a vezes córtanlos con una cuchilla afilada, e
nunca se los arrancan, que doloroso e cruel les paresce
tal negozio. Los segundos llévanlos so la nariz, por
sobre el labio. Es costumbre entre algunos ombres el
dexarse esos «bigotes» largos e curvar las sus puntas
hazia arriba, e dízenme que para algunos es signo de
harta distinzión. A lo largo de todos mis viages he visto
muchos modos e maneras de aquestos «bigotes», e
todos me parescieron suzios e repelentes, mucho más
quando comen e déxanselos llenos de caldos, sopas e
otros mexunges que ellos tienen por costumbre tomar.
También algunas mugeres he trubado con «bigotes»
poblados, e es aquesto espetáculo que proboca harta
167
impresión, que siendo de ese sexo semexan ombres, e
nada hacen por remediallo.
Los pechos, braços, manos e piernas de los ombres
son peludos también, que no tienen por costumbre
cortarse esos pelos con cuchilla, ni arrancallos, que,
como tengo dicho, tienen por asunto doloroso. E las
mugeres llévanlos hartos e bien poblados por debajo de
los braços, en los sobacos, que varias vide yo e dan
imagen mui repunante con ellos, e también un
fortíssimo mal olor. Mas dello no se preocupan, como
se dirá.
La color de los cabellos es harto diversa, que es
aquesto grande maravilla: algunos hanlos amarillos o
dorados, otros roxos o bermexos, otros castaños e
marrones, e otros, finalmente, como los nuestros.
Llévanlos las mugeres largos, e adornados de distintas
guisas, e los ombres del pueblo llano macehualtin
llévanlos cortos a la altura de las orexas. Algunos
nobles llevan cabellos largos, recojidos en una cola a la
nuca, o sueltos, que en ello hai distintas costumbres, e
tantas como naciones. Son sus cabellos más finos que
los nuestros, débiles, e son muchas las gentes que los
llevan ondulados o con curvas, que es cosa natural e sin
artifizios e no entiendo todavía como pudieron ser
creados ansí.
168
Los ojos son grandes e redondos, como de lechuças,
que asombra que no se hagan daño con la luz del sol o
con el polvo. La color de los ojos es tan variada como
en los cabellos. Muchos son claros e desteñidos como
las sus pieles, de la color azul, verde, gris o miel. Otros
son oscuros, e pocos hai tan negros como los nuestros.
E en algunos lugares de aquestas tierras, ojos oscuros
son tenidos por traydores o echiçeros e bruxos, e como
esa, mui muchas otras costumbres he trubado que
parescen ridículas e dignas de risa. Mas son estas
gentes mui dadas a esos tipos de crençias, que, junto
con otras, prueban su innorancia e su baxa naturaleça e
condizión.
169
mui suzias siempre de mocos, yacatolli, e usan para
limpiallas a vezes unos trapos más suzios aún que
llaman en Castilla «lienços de narizes», mas no alcanço
yo a entender como pueden limpiarse con algo que está
más podrido que la su nariz e que apesta a enfermedad
e a muerto. E ciertamente, que lo vide yo con los mis
ojos, verdes los llevan de tanta basura seca como
acumulan en ellos, mas tan alegremente los despliegan,
sacándolos de las sus mangas, e se suenan con ellos las
narizes con harto ruido e pompa, que paresciese aquello
espetáculo honroso e divertido para ellos.
Allí donde las pieles de las caras son más blancas,
llevan sobre ellas como puntos oscuros e pequeños que,
a primera vista, paresciéronme tatuages e dibuxos
quriosos, mas que luego supe de ser naturales, e que
llaman «pecas». E dixéronme que, en teniendo la piel
tan clara, el sol las ofende mucho e súrgenles entonces
esos puntillos, que son como marcas que les dexa el sol
allí puestas. Tales marcas aparéscenle casi siempre
sobre la nariz e en las megillas, e no pueden quitárselas
con nada e son ansí para siempre. Aunque en las islas
que llaman Británicas oí dezir yo que moxaban las
caras de las mugeres en edad de casarse con lienços
empapados en un líquido que llaman «leche», que
luego describiré, e que aqueso borraba las «pecas». E
170
en algunas mugeres son como rosas o pardas e hartos
ombres truban que, con ellas, las dueñas son más
galanas e fermosas. Mas no hallélo yo ansí, que me
paresció que llevan las caras suzias o mal pintadas, e no
las fazen más bellas en nada.
Las orexas son del regular tamaño, e los ombres no
acostumbran aguxereallas, aunque algunos dellos sí lo
fazen, e llevan en ellas unos colgantes senzillos, como
arillos de metal. Porque no usan de ofrescer la su
sangre a sus dioses —e tienen tantos o más que los
nuestros, que es aquesta cosa de estrañarse— no tienen
cicatriçes en sus orexas, como es costumbre e uso de
muchas de las gentes de nuestras tierras. Mas de esas
cosas hablaré prolixamente en más adelante, que no es
agora momento de escribillas. Pocas otras cosas pueden
señalarse de aquestas gentes, a no ser su mal olor, que a
qualquier persona común espantaría desde lejos, mas
que entre ellos no es tenido en cuenta. El no bañarse
cada día, e el no haber costumbre de fazello sino en
contadas ocasiones, hace que hiedan como animales,
aún más si viven, como es su uso, entre ellos e con
ellos. Pues, como se dirá luego, muchos dellos —sobre
todo los macehualtin— tienen sus animales dentro sus
casas, e a vezes en los mexores lugares, siendo como
son su prinzipal sostento.
171
Llevan sobre ellos muchas pulgas, chinches e otras
alimañas pequeñas, que no tienen cuidado de quitarse, e
entre sus pelos viven pioxos e liendres. E hanme dicho
—que eso yo no lo he visto, ni vello quiero— que en
los pelos de sus bergüenças también cargan alimañas
destas, que llaman «ladillas». E llevan la piel con
marcas e picaduras de aquestos bichexos, e grande
escoçor e padescimientos les provocan, que pronto se
libraran dellos con un simple baño.
Llevan los cabellos grasos e suzios, e ciertos dellos,
siendo más ricos, ocúltanlos con «pelucas», que son
unos asombrosos tocados a manera de cabelleras con
pelos cortados a otras personas. E mueve a risa pensar
que, en vez de limpiar los sus cabellos, ponen por sobre
su mugre un gorro con los pelos de otras personas, por
disimular su desaliño. E aquesta costumbre es tenida
por harto honrosa, e sólo la gente rica e poderosa, como
digo, puede portar «pelucas», que mui caras son.
Las mugeres son harto diestras en ocultar sus olores
e imperfetos con toda clase de afeites, pinturas e aguas
de aroma, mas en vez de usallas para realçar sus
beldades, úsanlas para ocultar sus defetos.
172
individuos raros en su apariencia, sucios, malolientes y con
costumbres bárbaras. Las ilustraciones que intentaban recrear esas
opiniones mostraban esperpentos ridículos, descuidados, peludos y
en las posiciones más azarosas que uno podía imaginarse. Sintió
cómo sus ojos se llenaban de lágrimas de frustración, de rabia, de
impotencia... Su pasado quedaba allí reducido a un puñado de
caricaturas, a un listado de horrores donde se enumeraban algunos
hábitos de antaño elegidos de modo efectista para divertir al lector
«civilizado». Desgraciadamente, ésa era la imagen que sobre los
europeos —su gente, su pueblo— se había difundido en un puñado
de libros como aquél que, en un lejano siglo XVII, sin duda habrían
sido tremendamente populares.
Lo que la muchacha acababa de leer era sólo el principio. Sin
embargo, en esa breve introducción los suyos ya habían sido
etiquetados como poco menos que salvajes.
HI
173
—¿Y...?
—¿Y qué quiere que piense? —respondió, casi agresiva—.
Jamás había leído tal sarta de mentiras.
—¿Mentiras? —repitió el hombre, alzando una ceja—. O’o!
No, no, no... Sólo la versión del vencedor, que explica las cosas
según sus intereses. Como lo haría el vencido si hubiese la
oportunidad, nee? 6 El problema es que la voz del primero se
amplifica y se potencia de mil maneras, mientras que la del
segundo raramente se escucha y a menudo es silenciada. Es por eso
que te sientes agraviada —aclaró, usando el término castellano
antiguo—. Porque has leído un texto sin equilibrio. Una sola de las
campanas, como decís vosotros... Te parecerá injusto...
—En efecto. Me parece injusto —interrumpió Isabel la frase.
—...mas tantas cosas hay que son injustas en este mundo...
—No es consuelo —replicó la muchacha, aprestando su bolso
para marcharse.
—Si consuelo buscas, Isabel, y si aún crees que lo que has leído
son sólo mentiras, piensa en un refrán de mi gente. Fenaande
ñappay kono duwataa. «Una mentira construye un techo que no da
sombra».
—Es un buen refrán —admitió la chica, suavizando su tono. Al
fin y al cabo, aquel hombre no tenía la culpa de su enfado.
6
En pulaar, «¿Cierto?».
174
—Sí, sí que lo es... Mañana volveré a seguir trabajando —
anunció Usmar retirándose—. Y, si tú quieres y me lo permites,
podemos hablar de historias antiguas.
—Hasta mañana, pues...
—Si Alla jabi... 7
HI
7
En pulaar, «Si Alá quiere».
175
castellano, que sobrevivía a duras penas, y la de los descendientes
de los conquistadores y de todos aquellos que, arrinconando sus
raíces, habían abrazado la nueva religión y tantos otros rasgos.
Aquellos sonidos eran las dos caras de una misma moneda, un
mundo con cimientos añosos bajo una fachada restaurada que
incorporaba elementos ciertamente odiosos para algunos
castellanos. Vencedores y vencidos, todos juntos en una sociedad
cuya argamasa rezumaba intolerancia.
Eran muchos los «castellanos puros» que preferían el olvido o
la ignorancia a tener que afrontar la herencia histórica que
cargaban. Ella misma había aprendido —y hablaba a la
perfección— la lengua de quienes habían querido acabar con
muchos pueblos como el suyo. Aunque no había renunciado al
sabor de las palabras que compartía con su gente, no podía evitar el
gusto amargo que le quedaba en la garganta cuando tenía que
traicionarlas. No era ése el camino hacia la sociedad «plural» y
«diversa» de la que tanto presumían en sus discursos los
gobernantes. Ellos sabían, mejor que nadie, que encerrando entre
cuatro paredes las voces del pasado sólo se escucharía una música
monocorde y autoritaria en el futuro: la que ellos compusieran.
Las manos de Isabel buscaron el calor de la taza de barro en la
que acababa de verter la primera ración de té. Sentándose en la
cama, trató de distinguir el lejano dolondón de los cencerros.
HI
176
—¿Por qué investiga lo que investiga, Usmar?
El hombre estaba en cuclillas, con la espalda apoyada contra
unos estantes del depósito del Archivo y un manuscrito viejo y
cubierto de moho sobre las rodillas. Isabel catalogaba un ejemplar
en su mesa de trabajo. María, para no perder la costumbre, había
desaparecido. Usmar detuvo su lectura y se mantuvo unos
momentos en silencio, como si construir la respuesta le resultara
muy difícil.
—Tápate un oído, por favor —dijo al fin. Isabel se lo quedó
mirando, sin entender, y el africano insistió en su petición.
Confusa, la muchacha alzó una mano y obedeció.
—¿Cómo me oyes?
—¿Que cómo le escucho? ¡Pues mal!
«Mi faamaali... Haliree ðoy...» musitó el hombre y le pidió que
hablara un poco más despacio. Isabel se explicó mejor.
—Lo escucho mal. ¿Cómo quiere que le escuche, teniendo una
oreja tapada?
—Pues de eso se trata mi trabajo. De destapar esa... «oreja»...
que está tapada, para que la historia se escuche mejor. O... más
completa, al menos.
La chica sonrió, dejando caer la mano. La metáfora no era gran
cosa, pero el experimento resultaba bastante esclarecedor.
—Ya, pero... ¿sirve de algo conocer la historia entera cuando ya
no se puede hacer nada para cambiarla? ¿No es mejor pasar página,
177
en vez de vivir una vida llena de malos recuerdos que al final te la
amargan y te llenan de odio?
El africano quedó pensativo un momento. La falta de
convicción con que Isabel lanzó esa segunda pregunta hizo que éste
sospechase que la muchacha no creía lo que acababa de decir pero
que, de algún modo, lo estaba haciendo partícipe de sus propias
dudas, de su lucha personal. Por eso quería actuar con cautela y
escoger bien la respuesta.
—Perdón, mas... creo que lo que tú mencionas son dos
extremos. Hay muchas posibilidades en el medio.
—¿Podría usted nombrarme una? ¿Sólo una?
—Saber de dónde vienes, y porqué eres quien eres y como eres,
giðo. 8
—No le veo la utilidad al asunto. Yo sé quien soy —repuso la
chica, incómoda.
—Tú lo sabrás, cierto soy, mas mucha gente puede conformarse
con el relato de libros como los Viajes de Ahuicyani. Mucha gente
puede creer que sus antepasados fueron «eso», porque así está
escrito. Puedes imaginar el futuro que les espera.
—Ya... La cuestión es no avergonzarnos de nuestro origen.
—Ésa puede ser una de las cuestiones, sí. Conocer todas las
voces, las extrañas y las propias, para saber quién es uno realmente.
—El hombre cerró el manuscrito pero no se movió de su sitio—.
8
En pulaar, «Amiga».
178
Para mí, mi trabajo significa buscar un poco de equilibrio en un
mundo que no lo tiene.
—¿Y por qué estudia usted nuestra historia?
—Ya estudié la mía. Mi pueblo, el pueblo fulbe, es la voz
vencedora de mi tierra. A principios de vuestro siglo XIX uno de
nuestros líderes comandó una guerra santa, una yihad contra los
hausa, nuestros vecinos. Los vencimos y dominamos. Muchos otros
jefes siguieron su ejemplo, y derrotaron a los bambara, a los dogon,
a los dyula... Nuestra historia fue la que se contó, fue la que oí en
mi casa de pequeño y en la madrasa donde estudié. Pero cuando
me casé con una mujer hausa, aprendí de los labios de mi esposa la
historia de su pueblo...
Isabel escuchaba atenta, adoptando esa particular manera suya
de sentarse: los pies encima del asiento, las piernas encogidas, los
codos apoyados en los brazos de su silla, las manos entrelazadas a
la altura de la barbilla y la cara entre las rodillas. Comenzaba a
entrever el fondo de aquel relato.
—...y eso cambió mi... mi cabeza, mi forma de pensar ¿me
comprendes? Entendí que el mundo es mucho más complejo de lo
que creía, que la realidad no es justa, y que hace falta harto
esfuerzo para intentar comprenderla.
—Con todo mi respeto, Usmar, creo que es usted un idealista.
—Sí, lo soy, —reconoció el hombre— y es todo un honor.
Cuando terminé de estudiar la historia de mi tierra, me dediqué a
179
aprender castellano para poder estudiar la historia de la vuestra.
Porque es un caso que... que apasionaría a cualquier historiador
crítico. Las invasiones mexicas dejaron una increíble estela de
silencio tras ellas. Y el silencio siempre es sospechoso.
Especialmente en la historia.
—¿Y por qué aprendió castellano y no náhuatl?
El hombre le devolvió una mirada elocuente, antes de contestar:
—¿Qué voz es la que quiero oír?
«Ya...» asintió la muchacha. «Hay voces que suenan tan fuerte
que no necesitan que nadie las amplifique. Pero, aún así... hay
gente que lo hace. Estar del lado del poderoso siempre es más
seguro. Y mucho más fácil». En aquel momento admiró al
estudioso africano, por su valentía y por lo mucho que significaba
su trabajo, en el cual había vuelto a concentrarse. Y se dijo que, de
algún modo, lo que ella estaba haciendo con las Crónicas, si bien
no era lo mismo, perseguía algo parecido.
Ese pensamiento la acompañó a la salida del trabajo, cruzó el
puente de Alcántara con ella e inundó el cuarto en el que vivía. Y
se hizo tan fuerte que la animó a abrir nuevamente el Libro del
Guerrero, allí donde un rústico señalador marcaba la última página
leída.
180
X
Toledo, 1972
181
gran influencia. Las invasiones habían destrozado sus estructuras y
borrado su poder, y la habían condenado como «creencia de
ignorantes y borregos». Había sobrevivido milagrosamente al paso
del tiempo y los gobiernos, a las prohibiciones y a las masacres,
pero actualmente el número de sus fieles no era mucho más alto
que el de hablantes de inglés o el de intérpretes de gaita: unos
pocos miles.
Al igual que la lengua de aquella ignorada isla del Mar del
Norte o las estremecedoras notas de ese instrumento de viento, el
catolicismo atravesaba sus horas más bajas y su presencia en las
Tierras del Este era meramente testimonial.
Isabel había sido educada en el seno de una familia católica.
Conocía los ritos, las tradiciones, las oraciones... Pero ella era atea.
Dejar su destino en manos de una potencia superior, ignota,
invisible y omnipotente le parecía ridículo. Y aún más ridículos le
parecían los castigos con los que esa divinidad amenazaba a sus
seguidores si no cumplían sus deberes religiosos. Así que había
decidido desligarse de toda creencia. Sin embargo, por ser quién
era y haber nacido donde había nacido, su vida estaba salpicada de
costumbres tan católicas como jurar por Dios, celebrar la Navidad
y los Reyes Magos, blasfemar recordando al infierno y su señor
rey... Por eso, a pesar de no ser creyente ni practicante, tenía cierto
vínculo con esa religión y la consideraba un componente más de su
herencia cultural. Y le molestaba —como lo hacían tantas otras
182
cosas, desde su particular perspectiva personal— que otros
castellanos menospreciaran ese legado.
Aunque, por supuesto, tampoco ella estaba «libre de pecados»,
por hablar en términos propiamente católicos. «¡Mira que no saber
cómo se llama el Papa...!» se recriminaba mientras limpiaba unos
libros.
El Papa... En los tiempos antiguos había sido uno de los
personajes con mayor poder sobre la tierra. Sus bulas en latín
dividieron el mundo, decidieron el destino de miles de hombres,
condenaron a muerte a otros tantos, fiscalizaron, legalizaron,
ordenaron, denegaron... En los tiempos de Isabel, el Papa era para
el mundo algo así como el sumo sacerdote de un antiguo rito,
decadente y reaccionario, que moraba en Huehue Roma —la parte
antigua de la «Ciudad Eterna»— y que de vez en cuando se
despachaba con algún mensaje sobre las prácticas sexuales entre
personas del mismo sexo, el matrimonio múltiple, el uso de hongos
alucinógenos, el control de los nacimientos o los sacrificios de
sangre. Mensajes que sus vicarios transmitían a los fieles en los
territorios en donde el catolicismo aún subsistía y estaba permitido;
es decir, en la Confederación de las Tierras Canarias, en los seis
países que ocupaban la antigua Francia, en los quién-sabía-cuántos
que llenaban la «bota» italiana y en los cinco que se repartían la
Península Ibérica: Portugal, Euskal Herria, la República de la
Nueva España, las Terres Catalanes y el Reino de Granada o Al-
Mamlaka al-Garnat.
183
Había llegado la hora del descanso y la joven se animó y optó
por subir al patio del Archivo llevándose consigo los Viajes de
Ahuicyani. Estaba decidida a seguir el consejo de Usmar y lo iba
leyendo poco a poco, a pesar de que cada página le provocaba un
cólico. Todavía tenía bastantes búsquedas pendientes referidas a las
Crónicas, de manera que por la tarde no le quedaría tiempo para
aburrirse ni para distraerse, ocupada como iba a estar con ellas.
HI
184
combate, de aquesta guisa: «¡Santiago e cierra
España!». Mas aún no he podido aberiguar qué cosa
significa el tal grito, como no sea tradizión mui antigua.
Este dios Santiago rescebe hartos nombres en las
Tierras del Este, como Iacobo o Diego, que son
también nombres de gentes. Pues cada dios ha un día de
fiesta, como en las nuestras tierras, e los nascidos en
ese día suelen llevar el nombre del dios que entonces
gobierna. E aquesto no es tenido como falta de respeto
al dios, como debiera ser, sino como cosa común e
natural.
De los arqueros es protector el dios Sebastián, un
guerrero muerto por sus enemigos a saetazos, según
cuentan. E aqueste Sebastián es también el que libra de
la peste, e a vezes se lo representa galano, mancebo e
con rezia armadura, e otras atado a un palo e
atravessado de flechas, que parescen haber estas gentes
en alta estima el representar a los sus dioses en amarga
agonía o muertos e cubiertos de sangre.
De los artilleros e polvoreros es señora la diosa
Bárbara, a la que también ruega el pueblo quando
sufren fuertes tormentas. Del canto lo es el dios
Gregorio Magno, siendo Gregorio el nombre e
«Magno» como dezir «el Grande», o sea, como hueyi
Gregorio o Gregoriotzin. E llámanlo ansí porque fue
185
regente e autoridad prinzipal de la Iglesia. E la diosa de
la música llámase Cecilia, e fue nombrada poco tiempo
ha por el Papa de Roma como diosa. Pues es ese Papa,
el más prinzipal de los sacerdotes, el que diz quien ha
de ser «sancto» o «sancta» e quien no. E qué poder
tiene para dezir tales cosas no lo sé, mas dízelo e todo
el mundo lo acata e respeta. Porque los dioses de
aquestas gentes son ombres e mugeres que en su vida
fueron justos e piadosos, e después de muertos suben a
los cielos e allí son poderosos e tórnanse dioses. E
pienso yo que esto sea grande mentira e falazia, pues
hombres muertos no pueden ser dioses.
De los animales de criar e los cahuayomeh es dios
Antonio, que fue «Abad» o grande sacerdote de un
templo. Este es poderosíssimo e dízenme que también
protexe a los pobres, a los namorados e a las preñadas.
También es señor de las «carnicerías», que es do se
vende carne, e de los «cementerios», que es do
entierran a los muertos; e aquesto no es de estrañar,
pues en las Tierras del Este una e otra cosa son quasi lo
mesmo. E tiene este Antonio hartas narraziones e
tradiziones, que diz que curaba enfermedades muchas,
e que fue tentado por el «demonio», que es el dios malo
de aquesta gente.
186
El protector de los viageros es el dios Christóbal, e
el de los carpinteros, el dios José, que fue el padre,
según dizen, del dios e señor principal Iesús o Christo,
de quien luego se hablará. Los funzionarios
encomiéndanse al dios Mateo, e los mineros e las
freganchinas e dueñas de casa, a la diosa Ana, que fue
abuela del dicho Iesús o Christo. De los estudiosos de
los códices sagrados es protector Gerónimo. E de los
ciruxanos, sacamuelas, sangradores, barberos e físicos
lo son Cosme e Damián, que han menester de dos
dioses por ser peligrosa la profesión, espezialmente
para los enfermos. Aquestos enfermos elevan las sus
súplicas a Pantaleón. Los maestros e oradores se
encomiendan a Marcos, e los soldados e ginetes a
Jorge, de quien dizen que mató una fieríssima bestia
que llaman «dragón», que es como serpiente enorme e
que echa fuego por las fauzes e narizes. Pancracio
protexe a los niños e a los que trabaxan. La diosa de los
molineros es Catalina, e de los escultores es señor
Lucas. E dexo la relazión aquí, por ahorrar molestias al
lector: sépase sólo que cada nazión llama de una
manera distinta al mismo dios en la su lengua, e aún
entrellos no se entienden.
187
Isabel no tenía ni idea de que hubiera tantos santos en el
panteón católico. Sabía de Santa Lucía, patrona de la vista, y
conocía a Santa Bárbara, a quién se invocaba para exorcizar las
tormentas de rayos y truenos. Pero jamás se había encomendado a
San Pancracio, o a San Mateo... Su ignorancia la hizo sentirse aún
más culpable de lo que se había sentido por la mañana: ¡si hasta un
mexica viajero sabía más que ella sobre su propia cultura!
188
Iesús o Christo e también el Espíritu Sancto. E los tres
dioses son uno. E por debaxo de aquestos están la diosa
Virgen María e el dios José e otros familiares del Iesús
antedicho. E luego viene una corte de «sanctos» e
«sanctas», cada una con su ofizio, e también
«archángeles». E el «demonio», por ser el dios de todo
lo malo e dañino del mundo, está por debaxo de todo.
Mas él también ha la su corte, e allegados e servidores
numerosos. E diz que vive aqueste dios bajo la tierra,
en un lugar que llaman «infierno» e que es casa de
llamas e tormentos para los que han cometido errores
en vida, que ellos dizen «pecados».
E supe que guardan partes del cuerpo de los sus
dioses, que es grande maravilla aquesto, e cosa de no
creer que puedan haber pedaços de huesos e pellexos de
dioses. E aún las sus ropas e armas tienen con ellos, e
adóranlas.
189
Vide en la cathedral de Valenzia, grande templo, las
siguientes cosas, que ellos llaman «reliquias», que es
como dezir cosa viexa: una costilla de la diosa Cecilia;
la nuca del dios Pedro; el braço e la mano dextra con
carne e piel seca del dios Lucas; un trozo de la cabeça
del dios Sebastián; dos monedas de la venta del Iesús o
Christo; un cuerpo entero de un dios que llaman Sancto
Inocente; cabellos de la madre del antedicho Christo
que dizen Virgen María; un pedaço de canilla del dios
Andrés e otros de los dioses Jorge, Luis e Esteban; una
camisilla del Christo cuando niño labrada por su madre
Virgen María; un pedaço de pellexo del dios
Bartolomé; unos dedos de Jorge; varios cuerpos de
dioses; seis espinas de la corona del Christo; un pedaço
de la bestidura de piel del dios Juan Bautista; la quixada
del dios Matías, e mucho más. E tienen (e alábanse
dello) muchos pedazillos de madera de la cruz en que
clavaron e mataron a su dios llamado Iesús o Christo
(que fue ombre), que es aquesto grande maravilla e
cosa de risa. Pues si juntáranse todos los troços de cruz
repartidos por las Tierras del Este e dados por
berdaderos, poderían armarse más de tres cientas
cruces. Mas ellos dizen que todos son troços de una
única cruz, la berdadera. Ansí lo creen e nadie hai que
los pueda sacar del su error.
190
A esas alturas de su lectura, la muchacha no pudo evitar
sonreírse. Había leído bastante sobre algunas de esas prácticas
religiosas antiguas y sabía que muchas de ellas aún continuaban
vivas en el mundo católico. Sin embargo, en el resto del
cristianismo, especialmente entre la mayoría protestante, la
veneración de reliquias sagradas, imágenes de santos o cruces no
estaba contemplada y era asociada a «idolatría», una práctica que,
según tenía entendido, estaba condenada por la propia Biblia. Libro
aquél, por cierto, que no se veía muy a menudo, ni en librerías ni en
bibliotecas.
La hora de descanso terminaba, e Isabel pasó algunas páginas,
curiosa, intentado ver de qué más trataba el libro. Tenía la
costumbre de leer el final de las novelas apenas las había
comenzado, y de adelantarse hojas o capítulos para saber cómo
continuaba la historia o la trama de lo que leía. Por mero
autocontrol había evitado hacer eso con las Crónicas, y bastante
esfuerzo le costaba. Lo que encontró en los Viajes no la alentó a
seguir:
191
de una otra forma, que las manos úsanlas poco e no
gustan de trabaxar sino lo nescesario.
HI
192
mas otros son cosas despresciables e dignas de
salvages. Fazen en Castilla una pieça de comida que
llaman «jamón», que en lengua nuestra debiera dezirse
carne seca e salada de animal roñoso. Prepáranlo de
esas bestias suzias que llaman «cerdos», que son como
coyametl e que se crían en su propia basura, e della
comen, que eso vídelo yo con los mis ojos. E
matándola, las patas traseras de la bestia salan e
cuelgan de las vigas de las sus casas, e allí dexan secar,
que se pasean sobre ellas tantas moscas e bichexos
como mugeres por el mercado de Tlatelolco. E ansí
seca, e con la gordura de la carne amarilla e apestosa,
van cortando taxadas della e comiendo con ciertas
grandes tortillas que aquí llaman «pan». E tienen
aquesto por esquisito.
E con la sangre de la bestia fazen otra comida que
llaman «morzilla», que es que cuescen la sangre con
algunas espezias que echan algunas biexas echizeras,
que sólo ellas saben las rezetas e los sabores, e agregan
ciertos menxunges de granos e pastas, e meten todo eso
dentro de una tripa del mesmo animalexo, e atan luego
las puntas e cuescen la tripa e su relleno. E ansí
cuélganlas de las vigas en ristras, como el «jamón», e
dello van comiendo.
193
Mas lo más fabuloso de las comidas de aquestos
castellanos es lo que llaman «queso», que es de no
creer que tal cosa se haya inventado en el mundo. E es
que toman la leche de ciertas bestias que crían, de unas
grandes e con cuernos que llaman «vacas» e de otras
pequeñas de mucho pelaxe que llaman «ovexas» o
«merinas», que aún no sé la diferenzia. E me fue dicho
que usan también la leche de otras bestiezuelas que
llaman «cabras», que comen qualquier cosa e apestan
siempre a orines. E esa leche beben ellos a vezes, que
cosa repunante me paresce, e con el resto hacen
«queso», que es dexar pudrir la leche con ciertos
onguillos que les ponen las mesmas biexas echizeras de
las espezias, que sólo ellas saben qué les echan. E
dexan pudrir ansí un tiempo, e otro día pónenla en un
molde de madera redondo, e tras de que suelta un
líquido claro, la ponen a secar. El líquido que digo
dánselo a los niños como mui grande manxar e
golosina, e no hallo yo esplicación para ello, siendo
cosa asquerosa e de mal aspeto. E después de seca, la
leche podrida queda hecha pasta firme e rezia, e cuanto
más seca está, más aprezian los naturales de aquestas
tierras la tal comida, que comen como el «jamón».
194
En los tiempos de Isabel, el jamón, el queso y otros típicos
productos ibéricos no eran consumidos en España sino por algunos
nativos: los demás, influidos por la cultura gastronómica
dominante, tenían tales comidas por algo desagradable.
195
referir las opiniones de Ahuicyani a su madre la próxima vez que
preparara «olla podrida».
HI
196
posible... —repuso el africano, en un castellano que mejoraba día a
día y con un tono que parecía destinado al auditorio de una Alta
Casa de Estudios.
Isabel se encogió de hombros. Usmar no se dio por vencido.
—«¿Qué hubiera pasado si...?».
Isabel seguía en penumbras.
—¿Qué hubiera pasado si... qué?
Viendo que no había forma de que lo entendiera, el africano
pasó a una explicación más directa.
—Dorandeu imaginó la caída de Tenochtitlán en 1521 a manos
de una reducida cohorte de conquistadores castellanos...
—¡No me fastidie! —soltó la muchacha, ruborizándose
inmediatamente—. Perdón...
—...apoyados por la superioridad de sus armas y por la ayuda
de miles de guerreros nativos enemigos de los mexicas —explicó
Usmar, pasando por alto la exclamación de su interlocutora.
—Vaya idea...
—Dorandeu relata las matanzas, las guerras y las traiciones que
sufrieron los mexicas, inspirándose en lo que, en realidad, habría
sucedido hacia la misma época en su propia tierra, con su propia
gente.
—Sí, sí, lo entiendo. El autor se «inventa» lo imposible,
dándole la vuelta a la tortilla...
197
—Supongo que así es, si eso último que has dicho significa que
le da la voz narradora a los vencidos y les permite, por ejemplo,
describir una ficticia masacre a traición sufrida en el Templo
Mayor de Tenochtitlán durante la fiesta de Tóxcatl.
—¡Noooo! ¿Los mexicas cuentan eso en la novela?
—Escucha... —Y el africano, tras hojear el libro buscando el
fragmento, lo tradujo al castellano, no sin cierta dificultad.
198
pies en ellos. Anhelosos de ponerse en salvo, no
hallaban a donde dirigirse
—¿Por qué será que todo eso me suena de haberlo leído antes?
—dijo Isabel.
—¿Antes? ¿Dónde? No hay crónicas castellanas sobre la época
de las invasiones que cuenten semejantes cosas, y menos con tanto
detalle.
—Sí, Usmar, sí que las hay. Hace unos años se publicaron los
escritos de un sacerdote, español él, que se atrevió a denunciar la
brutalidad con que los invasores mexicas arremetieron contra
nuestras comunidades.
—No he oído hablar de ese cronista.
—Hombre, no me extraña... Su trabajo estuvo censurado hasta
hace poco. Su relato coincide con las narraciones de otros testigos
que...
—¿Cómo? ¿Es que hay más? —preguntó, atónito, el africano.
Isabel se dio cuenta de que se había vendido. No, no había
más... a excepción de sus Crónicas. Trató de buscar una excusa
plausible.
—Tradición oral, Usmar. En las familias castellanas aún
circulan canciones e historias sobre las matanzas de la época de las
invasiones. Imagino que Dorandeu se basaría en esas mismas
fuentes ¿no?
199
La castellana supo al instante que sólo lo había convencido a
medias. El hombre, sin embargo, pareció dejar de lado aquel asunto
y continuó.
—Dorandeu también permitió que los mexicas narraran sus
primeras impresiones ante la visión de los caballos. En la ficción,
para ellos son bestias desconocidas, y las toman por ciervos
descomunales. Oye esto:
200
hoyos en donde ellos pusieron su pata. Por sí sola se
desgarra donde pusieron mano o pata.
201
enrojecidos tienen sus muros.
Gusanos pululan por calles y plazas,
y en las paredes están salpicados los sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
y cuando las bebimos,
es como si bebiéramos agua de salitre.
Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,
y era nuestra herencia una red de agujeros.
Con los escudos fue su resguardo,
pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad.
Hemos comido palos de colorín,
hemos masticado grama salitrosa,
piedras de adobe, lagartijas,
ratones, tierra en polvo, gusanos..
Comimos la carne apenas,
sobre el fuego estaba puesta.
Cuando estaba cocida la carne,
de allí la arrebataban,
en el fuego mismo, la comían.
Se nos puso precio.
Precio del joven, del sacerdote,
del niño y de la doncella.
202
Basta: de un pobre era el precio
sólo dos puñados de maíz,
sólo diez tortas de mosco;
sólo era nuestro precio
veinte tortas de grama salitrosa...
203
invitación a mirar la realidad desde otro punto de vista. Lo que
podría haber sido. La historia que ocurrió, aunque no de esa manera
precisamente.
—Ya veo...
—En cualquier caso, estos ejercicios de imaginación sólo surten
efecto mientras uno deja de lado otras lecturas, como los
periódicos, por ejemplo. Las noticias tienen el mágico poder de
volver a poner las cosas «en su sitio» enseguida.
El hombre sacó de su bolso el diario de aquel día, rebuscó entre
sus páginas, abrió en una sección determinada y plegó el papel de
tal forma que quedara señalada una noticia. Isabel echó un vistazo,
traduciendo mentalmente de la Lengua Oficial.
204
pueden ser exhumados— los responsables de la
exposición pretenden dar a conocer una faceta más de
las raíces culturales pre-mexicas de España.
Como actividades complementarias, el Museo
pondrá a disposición de sus visitantes sus fondos
documentales especializados en lengua y cultura nativa,
medios sonoros y visuales sobre antiguas expresiones
artísticas aborígenes en vías de desaparición, su extensa
colección de libros en lengua castellana (alrededor de
300 títulos) y una exposición accesoria en la que se
presentará la evolución de la indumentaria nativa en los
últimos cinco siglos.
205
«aborígenes», como si no tuviéramos nombre? ¿Y una «Semana del
Aborigen»? ¿Y sólo trescientos títulos en castellano para una
«extensa colección»? ¿Sólo eso? Todo, todo, todo es repugnante,
créame...
—Hay más... Mira al pie de la página. Los dos recuadros
pequeños.
La chica dio la vuelta al montón de papel doblado en el que
estaba convertido el diario, y tradujo el primero.
206
económicos. Los mecanismos de elaboración del censo
serán difundidos antes de abril.
207
discriminación». Los nativos, según la Casa segoviana,
creen que es más útil usar una lengua de prestigio como
el náhuatl, lo cual pone en peligro la supervivencia del
habla de sus ancestros.
208
Manuscritos antiguos que hablan de las invasiones. —No podía
mentir más, pero al menos trataría de no descubrir toda la verdad.
Usmar sonrío con complacencia.
—Ah, ahora entiendo muchas cosas... ¿Y sobre qué manuscritos
trabajas? Alguno podría servir para mi propia investigación.
Desde que conoció al africano, Isabel había sabido que aquel
momento iba a llegar, y ya no tenía demasiadas ganas de evitarlo.
Tampoco le quedaban muchas excusas. Ella misma había llevado
las cosas hasta ese punto. Tal vez, inconscientemente, quería
llevarlas hasta allí. Quizás compartir todo lo que estaba
averiguando, todo lo que necesitaba consultar y aprender, estaría
bien. Aquel hombre sabía toneladas de cosas que ella ignoraría por
siempre. Tenía experiencia. Y parecía honesto y leal. ¿Por qué no?
—¿Puede guardar un secreto?
HI
209
—Miñan...! 9 ¡Estás haciendo un trabajo gigantesco!
—Por favor, prométame que esto quedará entre nosotros.
—Ee, allah... Ya te di mi palabra, Isabel, y es algo que no
acostumbro romper. Pellet! 10
—Si alguien del Archivo se entera que tengo estos libros aquí...
Usmar rió con ganas.
—Giðo, las mayores investigaciones de la historia se han hecho
con libros «desaparecidos» de algún archivo. Así que consuélate:
aunque no haya estado bien... ¡no has hecho nada nuevo! Por otra
parte, si estos libros han llegado hasta tus manos ha sido porque
alguien, alguna vez, se los llevó de algún sitio. Y creo que están
mejor aquí que pudriéndose como estaban en un rincón de ese
Archivo en el que trabajas.
La muchacha se sintió un poco más aliviada.
—Estoy a punto de terminar el tercer tomo, y tengo citas
textuales, copias completas traducidas y notas complementarias de
todo lo anterior. Aunque aún me faltan muchas cosas por saber...
pero supongo que las iré encontrando a medida que siga
avanzando. —De pronto, Isabel recordó sus modales de
anfitriona—. Usmar, ¿quiere comer algo? No hay mucho, pero...
—Mi welaaka... Perdón, quiero decir que... no tengo hambre.
Mas, si no te molesta, quisiera beber algo que me quite el frío. Este
9
Término pulaar para referirse a los hermanos más jóvenes de ambos sexos.
10
En pulaar, «Oh, Dios» y «¡De verdad!».
210
clima me está matando. —La muchacha alzó las cejas, en una
divertida expresión de asombro—. Se lo oí decir a tu compañera.
María, se llama, ¿verdad?
«Este hombre es increíble» admitió la joven mientras asentía,
mordiéndose a la vez el labio inferior para no soltar una carcajada.
—Pues le voy a hacer probar nuestro remedio casero para el frío
del invierno castellano —anunció con buen humor. Puso agua a
calentar y preparó dos tazas y sendos puñados de hierbas y bayas
secas. Usmar, sentado en el suelo, comenzaba a leer El Libro del
Mensajero. La débil luz del cuarto dejaba en sombras las cicatrices
que exhibía en el rostro. En la calle ya estaba oscuro, y entre el
bramido de las bocinas de los templos podían escucharse, una tarde
más, las esquilas de las ovejas.
211
212
XI
Toledo, 1972
213
Xicalanco era también conocida por su nombre
chontalli, «Zactam». Era un asentamiento cercano a la
costa y a la enorme laguna conocida actualmente como
«de Xicalanco». Fue puerto de los dominios yokot’an o
chontalli, palabra ésta que en lengua náhuatl significa
«extranjeros».
De acuerdo a las crónicas históricas, la villa había
pertenecido a la «provincia» yokot’an de Acallán-
Tixchel, cuya capital se situaba en el pueblo de
Itzamkanak. Otras localidades importantes de este
territorio eran Chekubul y Tixchel. Cerca de Xicalanco
se alzaban Tetenam, Dzabibkam y Holtun.
Xicalanco ejercía de intermediaria entre los
altiplanos centrales mexicas y los territorios mayas. Era
un centro clave para la redistribución de los numerosos
bienes del Yucatán. Por un lado, recibía los productos
de las costas occidentales yucatecas (Chak’an Peten,
Kaan Peech), del Peten y de la selva sur (poblados de
Nito y Naco, donde había agentes comerciales
chontalli). Por el otro, era el destino final de las rutas
comerciales del interior peninsular, controladas tierra
adentro por los yokot’an de Itzamkanak. Hasta
Xicalanco llegaban, asimismo, las expediciones de los
pochtecah mexicas para hacerse con sus valiosos y
apreciados productos.
214
La villa de Potonchán, sobre la costa, al noroeste de
Xicalanco, también pertenecía a los chontalli y
concentraba en ella idéntico tráfico comercial.
La gente de Xicalanco tenía una excelente
reputación como profundos conocedores de la geografía
del Yucatán. La gran acumulación de datos
geográficos, mejorados durante siglos de idas y
venidas, les permitía poseer detallados planos y cartas
de navegación elaboradas en lienzo de fibra henequén.
Se hablaban las lenguas náhuatl y chontalli y,
probablemente, también la itzá. La primera era el
idioma común de la clase dirigente; los comerciantes,
por su parte, eran bi- y hasta trilingües.
215
corriente dominante, que etiquetaba al castellanismo como
«folklórico»: algo para vender a los turistas curiosos —si estaba
limpio, claro— o para ocultar de todas las miradas. Pues ningún
país quería ser considerado «de quinta categoría» en el concierto
mundial... Y elementos como los nativos conducían
indefectiblemente a dicha distinción.
La chica se estiró en su asiento, disfrutando de la música que
ponían. En aquel momento eran jotas. Y estuvo un rato pensando
en la cultura dominante, ésa que imperaba en todos los aspectos de
su vida cotidiana. Ésa que asfixiaba las palabras cantadas que
estaba oyendo, y tantas, tantas otras cosas.
La cultura oficial —la divulgada en revistas, radios y
películas— era muy distinta de aquélla en cuyo seno había nacido y
se había criado. La forma de vestir, por ejemplo, era muy colorista
e incluía mantos de plumas, tocados y muchísimas alhajas
provenientes de las Tierras del Oeste, aunque en invierno se usaran
los tradicionales pantalones y abrigos del norte de Europa y las
tierras rusas. De España poco había quedado, como no fueran las
boinas, los jubones y las «madreñas» o zuecos de madera en
dispersas zonas rurales del norte. Las modas árabes y turcas habían
calado hondo entre las mujeres, aunque últimamente las novedades
llegaban desde los horizontes mayas: plumas de kukuul, pieles de
báalam, caracolas escarlatas y peinetas de tortuga marina. El
maquillaje femenino había incorporado la henna del norte de
África —a través del Reino de Granada— y los potingues usados
216
en las Tierras del Oeste; los tatuajes estaban muy extendidos,
mucho más que las pinturas faciales, que sólo se utilizaban en días
festivos.
El arte seguía una tendencia semejante. La antigua escuela
pictórica europea, que había contado con renombrados maestros, se
había desvanecido, literalmente aplastada por el peso de los estucos
y pinturas mexicas y mayas, las sedas del Zhongguo y las delicadas
obras persas en tintas de colores. La mejor orfebrería procedía de la
Confederación Muiska; los más excelsos textiles, del Cuzco; y las
esculturas más apreciadas eran las africanas; todo lo que se les
comparara caía en el bajo rango de «bazofia», o, con muchísima
suerte, en el de «artesanía». Una forma muy curiosa de arte era el
realizado con pedazos de papel: había sido traído por los invasores
mexicas y fue mejorado con técnicas de origami procedentes de
Nippon. Tal expresión contaba con numerosos museos,
asociaciones y cultores, y sus máximos exponentes eran personas
muy ricas. Otra corriente artística era la que jugaba con el vidrio:
los mexicas adaptaron las antiguas vidrieras de las catedrales
medievales europeas a sus templos, convirtiéndolas en verdaderas
obras maestras. La estructura de esos edificios consistía en unos
cuantos pilares de piedra tallada, unas pocas paredes estucadas y
enormes superficies de cristales de colores. Eran ambientes muy
claros, casi diáfanos, en cuyas vidrieras se representaban historias
que narraban las vidas y obras de dioses como Huitzilopochtli o
Quetzalcóatl.
217
Esos templos eran el corazón de un conjunto de creencias
establecidas como «oficiales», que conformaban la religión del
Estado, aun cuanto en éste se permitían las prácticas de otros
credos minoritarios, como el cristianismo, el casi inexistente
judaísmo o el budismo. El islamismo se concentraba en el Reino de
Granada, esa sección de España que había sido «devuelta» por los
invasores mexicas a sus antiguos dueños árabes del norte de África
merced a su colaboración durante la conquista, y que en la
actualidad, con el apoyo tácito de Tenochtitlán y otras potencias
mundiales, no dejaba de agredir y atacar a los estados colindantes.
Isabel frunció el ceño mientras pensaba en eso: esas acciones eran
totalmente injustas e ilegales. Lo peor era que nadie podía decir
nada sobre esas gentes en el resto de estados de la Península, so
pena de ser tildado de «racista». Ellos, por su parte, podían hacer lo
que les viniera en gana, mentando siempre la persecución a la que
se habían visto sometidos por la Inquisición, la expulsión en el
siglo XV juliano, las guerras y la exclusión histórica a la que los
castellanos los habían sometido. Hicieran lo que hicieran, los
granadinos tenían el mundo «oficialista» a su favor. Siempre que
no dañaran sus intereses, claro...
La música también había cambiado mucho. Apenas si se
escuchaban instrumentos como la dulzaina o la gaita; otros, como
la zanfonia, habían desaparecido varios siglos atrás, y sólo algunas
crónicas históricas y unas pocas obras literarias los recordaban. En
general, la música de moda procedía de las Tierras del Oeste —por
218
supuesto— y combinaba sonidos de todas sus latitudes: enormes
sikus de los quechua, trompetas del Yucatán, tambores rarámuri,
flautas wayana-apalai y dule... Algunos preferían la «música y
danza silenciosas» del pueblo o’odham, o los coros de las
sociedades de los grandes deltas del sur. Los artistas más
progresistas, sin embargo, buscaban otros rumbos: mezclaban los
ritmos de los tambores del Okavango con voces en las lenguas
tungusas de Siberia y cuerdas de la Arabia y el Sinaí. La música de
las principales radios españolas era siempre extranjera o
«extranjerizada», mientras que los conjuntos que recuperaban e
intentaban preservar los ritmos nativos apenas recibían atención en
las emisoras locales. Todo, o casi, se cantaba en Lengua Oficial y
nadie parecía extrañarse de la homogeneidad reinante en el
panorama musical. Lo minoritario ya no cabía en él.
Habían dejado de escribirse canciones en castellano, en francés,
en catalán, en portugués, en italiano, en bretón, en occitano, en
inglés, en irlandés, en galés: decenas de idiomas que apenas si eran
manejados por unos pocos. La lengua tenida por oficial en la mayor
parte de Europa era el náhuatl; el turco era la segunda más hablada,
el árabe la tercera, y el alemán y el ruso se repartían el resto. Las
obras literarias más respetadas se escribían en náhuatl y los trabajos
científicos, en yucateco, la lengua culta empleada en todas las
Tierras del Oeste, y, por ende, en las del Este. El zhongwen del
Zhongguo ocupaba la mayor parte de Asia, aunque en la antigua
«India» todavía se hablaban un mosaico de otras lenguas, algo que
219
se repetía en las estepas de ese continente y en toda África. Allí, el
pulaar, el wolof, el hausa, el isiZulu y el kiswahili coloreaban la
escena lingüística. Pero eso no disminuía el enfado de Isabel,
molesta porque sólo cuatro o cinco idiomas monopolizasen las
bocas de los habitantes de Europa, las «Tierras del Este».
Los hábitos de antaño, los usos reseñados en libros como el de
Ahuicyani, habían dado un giro de ciento ochenta grados. Se
habían instalado, en todas las Tierras del Oeste y en las del Este, las
costumbres de sus principales naciones. Se preconizaban estilos de
vida provenientes del Cuzco, de la civilización quechua: ama suwa,
ama llulla, ama qilla era el principal. «No robes, no mientas, no
seas ocioso». Se alentaban prácticas contrarias al cristianismo,
como la del servinakuy, el «casamiento de prueba». Las revistas y
los programas de radio aleccionaban a sus lectores y audiencias con
dichos lapidarios y reproducían máximas extractadas del
pensamiento de los sabios mayas y de la religión del Buda de
Oriente, como si las tierras europeas no hubiesen tenido toda una
verdadera cohorte de filósofos y pensadores con ricas producciones
intelectuales... que habían sido desacreditadas u olvidadas. Porque
eran las de los perdedores. Sólo por eso.
En la radio empezaba un espacio de noticias que Isabel no tenía
ganas de escuchar. Al cabo de un rato, las esquilas de siempre
rompieron el silencio en el que había quedado la habitación. Las
220
bocinas de los acristalados templos toledanos a deidades mexicas
no se harían esperar.
HI
221
—Dime cual es la frase y veré si puedo ayudarte.
—Ez dok hamahiru... —En los labios de Isabel, las palabras
sonaron deslucidas, con esa pátina que suele brindar la inseguridad
al pronunciar términos de una lengua extraña y desconocida. El
hombre alzó las cejas.
—¡Vaya, pues! Hacía mucho tiempo que no escuchaba eso...
¿Podemos sentarnos, Isabel?
—Sí, claro —respondió la chica, orientándolo hacia un rincón
bastante calmo de la sala general.
—Ez dok hamahiru —repitió aquel hombre con facilidad,
abrillantando los vocablos—. Quiere decir «No hay trece». ¿De
dónde sacaste esa frase?
—Era una especie de juego, ¿verdad? La encontré en algo que
estoy leyendo.
El hombre meneó la cabeza afirmativamente.
—Sí, era «una especie» de juego en los viejos tiempos. En
realidad, era parte de un cuento popular, pero luego, por esas cosas
que tiene la palabra hablada, que va de acá para allá libre e
independiente, se convirtió en un juego de niños. Un juego que, de
alguna forma, sirvió para perpetuar el significado original de la
frase...
—... que es...
—... el poder de las «doce palabras», que estaban siempre
relacionadas con doce misterios o afirmaciones de la religión
222
cristiana, y que eran incluso usadas como invocación o talismán
por sanadores y hechiceras en el ámbito popular, en toda la antigua
Europa. ¿Eres cristiana?
—Nací y crecí en el seno de una familia cristiana.
—Bien, entonces quizás puedas entender mejor lo que te digo.
—¿Y por qué «no había trece»?
—En la versión euskaldun del cuento, que se llamaba San
Martinen estutasuna, las «doce palabras» surgen como un desafío
entre San Martín y el Diablo —explicó el hombre—. Para salvar su
alma, Martintxo entra en competición con el Maligno: el Demonio
va diciendo los números, del uno a la docena, y el Santo va
contestando con una idea básica del cristianismo. Por ejemplo: uno,
el Padre; dos, el Padre y el Hijo; tres, la Santísima Trinidad... Así,
hasta doce, porque no había trece afirmaciones cristianas posibles.
Como bien sabrás, el doce era el número de los buenos hombres en
la última Cena de Cristo, una cifra sagrada. El trece, el número
maldito de la mala fortuna, hubiera incluido a Judas Iscariote, el
traidor. No, no había trece, porque hubiera sido invocar al Malo,
aceptar su presencia, abrirle la puerta. Precisamente por eso, para
cerrar el juego y no dar lugar a dudas, se decía «Ez dok hamahiru».
No hay trece. No puede haberlos. La frase era como un exorcismo,
un «vade retro», una negación de todo lo malo. No hay trece, no.
Sólo los doce elementos sagrados de la Cristiandad. Que,
probablemente —agregó con ironía— fueran temas y cifras
223
tomadas de culturas anteriores, como siempre hicieron los
cristianos.
—Algo que usted no es, por lo que acabo de escucharle.
—Pues no. Soy un ser pensante, y hay ciertas tonterías que no
me entran en la cabeza, ni siquiera por esa «fe» que muchos
cristianos todavía reivindican. Yo respeto a todo el mundo, y me
parece muy bien que cada cual crea en lo que quiera. Por mi parte,
me arreglo bien solo: no tengo necesidad de encomendar mis actos
o mi «alma» a nadie que no sea yo... ni de que nadie o nada
sobrenatural me amenace si no me comporto «como es debido».
«Apuesto a que sí», concluyó la joven para sus adentros.
—Estamos de acuerdo... Y, si no es una indiscreción, ¿cómo es
que sabe tanto sobre estos temas?
El hombre se levantó del asiento.
—Dime, Isabel... ¿Vienen muchos a consultar documentos a
este archivo? —La chica se encogió de hombros—. Soy
historiador. Por eso, aunque no sé «tanto», algo he aprendido. Y
con esto no pretendo llevarle la contraria a uno de los olvidados y
vilipendiados filósofos de nuestra Europa antigua.
El hombre se despidió, pero antes de alejarse del sitio en donde
la muchacha permanecía sentada, se volvió hacia ella y le dijo:
—Es curioso, ¿sabes? En el cuento original, al llegar a la
doceava afirmación, el Diablo le espeta a San Martín «Esaik
hamahiru», «di trece», y es cuando el Santo responde «Ez dok
224
hamahiru». Justo en ese momento el Diablo se ríe y desaparece
exclamando «Badok hamahiru». «Ya hay trece». Porque, según
creían los viejos euskaldunes, izena duen guztia omen da. «Dicen
que todo lo que tiene nombre, es». Al contestar al Diablo y
pronunciar el trece, Martín le dio existencia. —El hombre esbozó
una mueca burlona—. Dime si los condenados mexicas del
demonio tienen una frase con tanta enjundia en su «cultura».
—Pero entonces... ¡entonces el Diablo ganó el juego!
—Por supuesto. Ya aprenderás que el Malo siempre gana la
partida, y que el mundo es de sus discípulos. Por eso muchos
euskaldunes no dejaron de repetir jamás «Ez dok hamahiru», como
una especie de protección ante lo que pudiera venírseles encima, o
tratando desesperadamente de negarle al Mal que tenían enfrente su
realidad. Un buen intento, ¿no te parece? Lástima que sólo fuera
eso: un intento.
Isabel asintió, viendo marcharse al hombre. Luego reaccionó, se
palmeó la frente y salió tras él.
—Disculpe... Disculpe... No le pregunté su nombre...
—Iñaki... Iñaki Lastiri, de Erratzu, en el antiguo Reino de
Navarra.
—¿Y el del filósofo antiguo que mencionó antes?
225
—Sócrates de Atenas... El de «Sólo sé que no sé nada». Raro
que no lo sepas, trabajando en un lugar como este.
HI
226
«Lastiri, Ignacio», encontró una treintena de libros sobre tradición
oral de la Península Ibérica.
Todavía llevaba la boca abierta del asombro al cruzar el puente
de Alcántara.
HI
227
nativos como su maestra. En donde varias veces fue castigada en
un rincón de cara a la pared por haber dicho «gracias» en lugar de
«tlaxtaui», y en donde en más de una ocasión recibió azotes en las
manos por decir «el libro» en vez de «amatlamachtijli».
Las sanciones y los reproches también entristecieron su
adolescencia. Cursó sus estudios de «grado segundo» en una
institución situada lejos de su hogar, en Chozas de la Sierra, a la
que tuvo que acudir si quería acceder, más adelante, a una Alta
Casa de Estudios. Allí no hubo día que no se rieran de ella por ser
nativa, por su color de piel, por hablar y vestir «como una
campesina de las montañas». El muchacho que siempre le gustó
durante aquellos años —tan castellano como la chica, si no más—
se había ensañado con ella, apodándola «xnechtlapojpoluil». La
palabra significaba «perdóname» y era la más repetida por Isabel
en las clases, debido a sus constantes errores con la Lengua Oficial.
Las otras chicas le dieron la espalda: nadie quería tener tratos con
una «criadora de puercos de Buitrago», epíteto insultante con el
que se referían a ella a pesar de que en su casa jamás tuvieron
cerdos. Y los maestros la reprendían continuamente y le
recomendaron que se dedicara a alguna labor «artesana» propia de
«su gente» y que no desperdiciara su tiempo y el seguramente
escaso dinero de sus padres en sacar adelante unos estudios que no
concluiría jamás.
Isabel quedó atrapada en sus recuerdos y no prestó atención al
borboteo del agua. En aquellos años de formación se volvió
228
malhumorada y se refugió en el mutismo. Había llegado a odiar a
sus padres, a sus abuelos, a toda su familia por haberla traído al
mundo en un hogar nativo, un hogar despreciado por todos, maldito
de los dioses y los hombres. Hasta que una tarde, su abuelo
Mariano —¿quién, si no?— le dijo algo que cambió su perspectiva
de las cosas.
—Eres quien eres, moza, y ya —le espetó—. Eso no lo has de
cambiar, así es que deja de renegar de tu pasado. Vive con ello con
honra y no des más la tabarra, que nadie aquí tiene la culpa de tus
entuertos.
—Pero abuelo... —sollozaba Isabel.
—Ni «pero» ni «pera», niña. ¿O te crees que para nosotros fue
fácil ser castellanos? ¿Has visto tú quejarse a alguien aquí? —La
muchacha negó, agachando la cabeza—. Los jodidos mexicas se
nos comieron el pan y se nos cagaron en el morral, bonita, así que
apechuga con eso y tira pa’lante, que ya no hay solución que valga
sino hacer frente a las cosas. Que ya bastante nos han pisoteado
como para que encima la derrota tenga que seguir pesándonos,
coño. Si te duele, sal ahí fuera y pelea, como hicimos los demás.
Fue en aquella época cuando decidió que sus docentes y
compañeros no tenían ni idea de quién era ella, de cuán fuerte era
su voluntad, de cuán amplias podían ser sus alas. Fue entonces
cuando se planteó terminar sus estudios, esforzarse, matarse si era
preciso ante los libros en aquella maldita Lengua Oficial. Fue
entonces cuando se supo castellana, cuando se aceptó tal y como
229
era y cuando resolvió que no permitiría que nadie ni nada volviera
a hacerle sentir vergüenza de su origen y sus raíces.
Enmudeció a sus maestros terminando el «grado segundo» del
sistema educativo con unas notas increíbles. Pasó de ser «una
nativa sin futuro» a «una estudiante prometedora» en cuestión de
unos pocos meses, y ya nadie volvió a llamarla «criadora de
puercos». Pero Isabel no olvidaba. Ni perdonaba. Borró de su
camino a todos aquellos que la habían insultado por años y puso
todo su empeño en seguir estudiando e ingresar en una Alta Casa
de Estudios.
Y lo consiguió. Sola. Aquel era un ambiente mucho más elitista
y hostil que el que acababa de dejar atrás. ¿Cómo era posible que
una simple nativa «comedora de jamón» hubiera entrado en una
Alta Casa, cuando muchos descendientes de mexicas, mayas,
zapotecas y totonacas puros no lo lograban? Isabel lo supo desde el
principio: para sobrevivir en aquella jungla debía ocuparse de sus
propios asuntos, olvidar todo lo demás y jugarse la cabeza por
acabar, redactar la famosa «lectura», recibir su título profesional,
largarse de allí y ponerse a trabajar para ganarse el pan y el queso
de cada mañana. Nadie iba a regalarle nada; de hecho, pagó un
precio muy alto para salirse con la suya.
Isabel lloraba mansamente tras los vidrios de aquella exigua
ventana. Bajo su coraza de orgullo, de fiereza, de impasibilidad,
habían demasiadas cicatrices como para aguantarlas de pie y sin
quebrarse. Las experiencias que tuvo que atravesar, y que superó
230
merced a su temple, la habían conducido al lugar en el que estaba
parada y no habían mitigado, sino aumentado, el rencor que sentía
hacia aquellos que le habían llenado el camino con espinos por el
solo hecho de ser nativa. Sí, había vivido con ello con toda la honra
de la que supo hacer gala, pero ¿podría equilibrar la balanza de sus
sentimientos alguna vez? ¿Debería devolver los golpes recibidos,
cobrarse las deudas? ¿O sería preferible seguir su camino tranquila,
si tal cosa era factible? ¿Cómo conseguir esa paz consigo misma
que tanto ansiaba pero que tan esquiva se le presentaba?
Se restregó las mejillas con el dorso de la mano y suspiró. Era
mejor que dejara de lamentarse. La vida no era sencilla: eso lo
había aprendido de niña en su casa, en donde los sacrificios estaban
a la orden del día. La vida no era justa: eso lo entendió cuando
adolescente. Pero el destino podía torcerse. La historia futura podía
escribirse, simplemente porque aún no había llegado, porque tenía
páginas en blanco que cada cual podía rellenar a su antojo. Ella se
lo había demostrado a sí misma y a muchos otros. A veces bastaba
con una decisión mínima, casi imperceptible, para que el universo
se diera vuelta. O para que el sendero que se transitaba cambiase
abruptamente de rumbo.
De hecho, si ella estaba donde estaba y si había debido soportar
lo que soportó, era por las decisiones «pequeñas» e
«insignificantes» que había ido tomando ante lo inevitable de
ciertas situaciones. ¿O no enseñaban eso las Crónicas? Una mano
que tembló sobre el gobernalle de una carabela. Un escribano que,
231
gracias a la mujer taína que yacía en su lecho, logró escapar de una
muerte segura y huyó con sus compañeros hacia el oeste. ¿No fue
por eso que Castilla había dejado de ser castellana?
El olor a quemado la trajo de nuevo al mundo real. El agua de
las alubias se había evaporado por completo, y el resto se estaba
incinerando en el fondo de la olla. Echó un vistazo al interior de la
cazuela y comprobó que aquello era incomible. Entre maldiciones
lanzó aquel residuo oscuro al fregadero, llenó de agua fría la
cacerola, se cortó un chusco de pan, le frotó un tomate y un diente
de ajo y se sentó a finalizar la lectura del Libro del Guerrero. Un
tomo que apestaba a pólvora, hierro y sangre, y del cual prefería
apartarse cuanto antes.
Se moría por colgarse del cuello de su abuelo, de su padre, de
su tío... Se moría por dormir en su buhardilla... Se moría por volver
a Buitrago, a su casa, a su tierra...
232
XII
Buitrago, 1972
233
encolerizaba en este párrafo sí y en el otro también. Por ejemplo,
cuando el autor comentaba lo siguiente:
234
remueven la mezcla con un palo largo durante harto
rato e siempre en el mesmo sentido. E ansí fórmase una
masa pastosa e amarillenta. E dexan enfriar luego e
esperan que la masa pastosa quede sólida al cabo de dos
días e pueda cortarse en troços. Con eso báñanse, que
asco da de sólo pensallo, pues el «aceyte» es materia
grasosa e de olor mui fuerte, que no sale de la piel
quando se lo toca. E no entiendo yo como pueden
bañarse con tal cosa, e entiendo que lleven los pelos e
los cueros tan grasientos e hediondos.
Mas peor es el processo de fabricazión en el norte
de las Europas, que allí no disponen del tal «aceyte» ni
de los árboles fornidos que dan las mentadas «olivas», e
deben emplear para ello el sebo de un animal que más
adelante describiré, que llaman «cerdo». E con ese sebo
derretido, e en agregándole ceniças como queda
señalado, fazen el su «xabón», que utiliçan para
quitarse la mugre a vezes.
235
agujeros del kalmimiloli —así se llamaba el rodado en Lengua
Oficial— cuando fueron detenidos por un control de guardias
tlapixki, fuerzas de seguridad que desempeñaban funciones
policiales.
—Amamej... —dijo el hombre que subió, armado como un
soldado y con cara de pocos amigos. «Papeles», pedía, sin
molestarse en agregar un «buenos días» o un «por favor». El
pasaje, nativo todo, comenzó a buscar en sus bolsos y bolsillos,
mientras el individuo los miraba con desprecio a pesar de que su
piel denunciara claramente su origen castellano. Cuando llegó a
Isabel, observó con curiosidad su documento.
—Ken ijki motoka? 11
«¿Pero este tío es imbécil o qué?» se preguntó la chica. «¡Si lo
pone ahí!». Contestó. El tipo no se dio por satisfecho.
—Kanon tichanti? Tlinon tikchiua? 12
¿Y aquel interrogatorio gratuito, a cuento de qué venía? Isabel
no lo podía creer. Siguió respondiendo y el hombre preguntando.
—Titlajtoua kaxtijlan? 13
—Sí, hablo castellano.
—Xonikak kuajli on tlin otikijtoj... 14
11
«¿Cómo te llamas?».
12
«¿Dónde vives? ¿Qué haces?».
13
«¿Hablas español?».
14
«No oí bien lo que dijiste».
236
—Que sí, que hablo castellano.
—Oksejpa xkijto... 15
—Kemaj, kaxtijlan nitlajtoua!
—Ah... Kuajli...
El individuo le devolvió su documento con una sonrisa odiosa.
«Debe disfrutar tocándole las narices a la gente» se dijo la
muchacha, aguantándole la mirada. Fue entonces cuando reconoció
aquella cara. De sus estudios de «grado segundo».
Cuando el tipo se aprestaba a bajar del transporte y pasó de
nuevo junto a Isabel, ella canturreaba una de las coplas que había
aprendido de su tío.
A su gente y a su tierra,
a su ley y a su saber,
a su lengua y a su reino
¿Qué ganaran por vender?
15
«Dilo otra vez».
237
como el famoso CaLi o «Castilla Libre». Nadie quería terroristas
en su tierra. Y mucho menos con reivindicaciones que no
interesaba atender. Pues... ¿a quién le importaban los pedidos de
autodeterminación de una minoría que estaba condenada a la
desaparición, a la «integración», o directamente a ser absorbida de
una buena vez por la cultura dominante?
Superado sin más percances el reconocimiento, el transporte se
vio libre para continuar su ruta. Pero no pudo. Con la parada, el
combustible se había congelado.
Congelados subieron los pasajeros al siguiente kalmimiloli, que
pasó por allí tres horas después. Hacinados como ganado, treparon
las curvas de la carretera cubierta de pedregullo y superaron los
ventisqueros del valle de Bustarviejo.
Para cuando llegó a Buitrago, caída ya la noche, Isabel estaba
de un talante asesino. «Maldita sea la estampa del condenado
tlapixki de los infiernos, y maldita sea toda su estirpe...» farfullaba
entre dientes, aunque esas frases eran las más livianas que salían de
entre sus labios, morados de frío. Entró a su casa sacudiéndose la
nieve y se internó pasillo adentro hasta la cocina. Sus padres,
absortos en un programa de radio, ni la oyeron llegar.
—¡Pero bueno! ¿Así recibís al fruto de vuestras entrañas? —
exclamó.
238
Parte III
El Libro del Heredero
239
240
XIII
Buitrago, 1972
241
opiniones tan dispares o virulentas como su tío o su abuelo.
Recordaban el pasado con una melancolía dulzona, pero no se
animaban a ir más allá: la historia que había quedado atrás era sólo
eso, una serie de acontecimientos desafortunados que no se podían
cambiar. Y había que sobrellevar el presente de la mejor manera
posible, blasfemando de vez en cuando en voz baja para quitarse de
encima la rabia, soportando las arbitrariedades y los abusos
estoicamente, como si se trataran de algo inevitable, y aguantando
el tirón con dignidad.
Esa actitud mansa hacía que a Isabel le hirviera la sangre. Sobre
todo cuando se empeñaban en inculcársela para que la asumiera, la
hiciera suya, la practicara.
—¿Qué escuchabais en la radio con tanta atención, que ni me
oísteis entrar?
—Estaban informando de varios grupos que se han dirigido al
gobierno pidiendo que se prohíba el consumo del peyote —repuso
el padre.
—¿Y?
—Nada, hija, no hay caso.
—Ya, ya... O sea, que a nosotros nos queman los campos de
cebada porque con ella se fabrica la cerveza que tanto les
desagrada, pero ellos pueden seguir consumiendo ese veneno de
peyotl.
—Ya ves... Así son las cosas...
242
—No, papá. No son así. Nos las han puesto así, que no es lo
mismo.
La cebada había sido un cultivo tradicional en Europa. Con ella
se elaboraban, entre otras cosas, la cerveza, el whisky escocés y la
ginebra holandesa. Pero los mexicas y demás naciones de las
Tierras del Oeste abominaban de los efectos de esos alcoholes. Y
pasando por alto que la cebada era un cereal necesario para la
alimentación de bestias y hombres, su cultivo había sido prohibido
a los nativos para evitar que los propios mexicas se emborracharan.
Sin embargo, el uso del hongo alucinógeno peyotl no estaba
vedado, aunque desde una perspectiva nativa aquella sustancia
fuera una droga abominable. La oficialidad argumentaba que su
empleo estaba limitado a ciertas prácticas religiosas, como de
hecho lo estuvo originalmente, pero todo el mundo sabía que era
mascado en cualquier parte y en momentos que nada tenían de
sacros.
—Es injusto... —se limitó a suspirar Isabel, a sabiendas de que
con aquella opinión no iría a ninguna parte, al menos dentro de los
muros de aquella casa.
—¿Y cómo van tus cosas en Toledo, hija? —cambió de tema la
madre.
—Bien, mamá, bien. No me puedo quejar. He adelantado
bastante la «lectura».
243
—Eso es bueno, Isa. Una vez que termines esa «lectura» ya
podrás trabajar donde quieras.
—Sí... Aunque me he esforzado tanto por llegar hasta aquí y
poder completar ese informe que después de hacerlo no voy a saber
para dónde tirar.
—Dale tiempo al tiempo. Ya lo vas a averiguar.
—Aquí mismo en el pueblo están pensando en abrir una
biblioteca —apuntó el padre.
—¡Anda, qué bien! ¿De veras?
—Sí... Y no creo que pongan el listón muy alto a la hora de
elegir a alguien que se ocupe de ella. Ya ves, con «lectura» o sin
ella, te aceptarían de buen grado, estoy seguro.
—Bueno, pues no es mala opción... aunque no sé con qué libros
voy a trabajar.
—Pues con los mismos con los que trabajas en Toledo, Isa.
¿Con cuáles, si no?
—Los de Toledo están todos escritos en Lengua Oficial, papá.
Aquí convendría que estén en castellano, para que la gente
aprendiera a leer en su propia lengua primero, ¿no?
El hombre alzó los ojos al cielo, como diciendo «aquí vamos
otra vez con la monserga de siempre». La chica no pudo
contenerse.
—A ver... ¿No fuisteis vosotros los que os empeñasteis en que
aprendiera e leer y a escribir primero en castellano y luego, si yo
244
quería, en la Lengua Oficial? ¿No pusisteis el grito en el cielo
cuando decidí entrar a la Alta Casa de Estudios, y cuando me fui a
Toledo, y cuando aprendí a hablar el náhuatl a la perfección?
¿Quién os entiende?
—Hija, tú lo sacas todo de lugar —dijo la madre, intentando
contener su enfado y la discusión en ciernes con su padre—. Una
cosa es hablar tu lengua, saber quién eres y utilizar la oficial porque
si no la conoces, lista vas. Eso es lo que nosotros hemos hecho y
hemos querido enseñarte, y mal no te ha ido. Otra muy distinta es
irse al extremo, que es lo que tú haces, defendiendo lo que ya es
indefendible. Deja eso a tu abuelo y sus recuerdos, Isabel...
—Vale, mamá, vale. —Por mucho que discutiera, explicara o
defendiera, nada iba a cambiar. Sus padres habían elegido cómo
vivir su vida hacía tiempo. Podía o no estar de acuerdo con su
opción, pero debía reconocer que ellos eran felices así. Todo lo
felices que podían ser. Y repetirles hasta la saciedad que el sentido
que ellos habían dado a su existencia no tenía por qué ser el que
ella debía dar a la suya había demostrado ser tarea inútil. Siempre
le inculcaron resignación, pero a ella no se le daba bien conjugar
ese tipo de verbos. Decidió que evitaría roces y que disfrutaría de
sus días libres en Buitrago. Precisamente para eso había regresado
a casa. Aunque en ocasiones como aquellas también recordaba
porqué se había ido de allí.
HI
245
—No seas tan dura con tus padres, Isabela. Siempre te han dado
todo lo que tuvieron, y lo han hecho lo mejor que han podido.
—No se trata de eso, tío. No me cabe la menor duda de que me
han dado todo y más aún. Pero no puedo estar de acuerdo con su
forma de pensar. Tú me entiendes, ¿verdad?
El hombretón asintió. Había ido a visitarlo a la mañana
siguiente, mientras su padre se ocupaba de quitar la nieve de la
parte delantera de la casa y su madre se remangaba para comenzar
a amasar el pan en la artesa. El tío de Isabel tenía una posada
caminera, un pequeño rincón en el que solían parar los carreros que
iban desde Chozas o Porquerizas hacia el interior del valle del río
Lozoya o el paso de Somosierra. En aquella zona rural todavía era
habitual ver carros tirados por yuntas de bueyes, aunque en las
ciudades cercanas muchos no tuvieran ni idea de tal costumbre ni
hubieran visto jamás un buey. «Cosas de nativos», las llamaban con
tono despectivo. Señal de atraso y «barbarie», de esos tiempos pre-
mexicas que se resistían con terquedad al avance de la
«civilización».
Su tío adoraba «esas cosas», y quizás por eso decidió hacerse
con una posada abandonada y rehabilitarla para dar refugio, lecho y
comida a aquellos últimos conductores montañeses de bestias y
carros.
—Te entiendo, Isa... Yo tuve la suerte de que tu abuelo
pensara como aún piensa. Pero tienes que tener en cuenta que
muchos castellanos ya no quieren líos, ya no quieren ahondar
246
diferencias ni reclamar nada. Sólo quieren que los dejen vivir en
paz.
—¡Pero es que no nos dejan vivir en paz, tío! ¡Ése es el
problema!
—Tampoco es para tanto, Isabela, que hoy en día las cosas se
van suavizando. Si te hubiera tocado vivir mis tiempos...
—... me hubiera unido a «la voz de los vencidos», como hiciste
tú. Hoy en día ya no hay nada de eso, ningún lugar desde donde
hacerse escuchar, desde donde desmontar la «Historia Oficial» y
reivindicar por lo menos un poco de ese pasado que nos robaron.
—El lugar te lo tienes que hacer tú, Isabela.
—¿Cómo te lo haces?
—Pues quejándote menos y actuando más, hija. Buenas son las
palabras, y mucho mejor las ideas, y los grandes discursos, y las
peroratas... ¡Si lo sabré yo! Pero si nos quedamos en eso... siempre
terminan llegando otros más avispados que dicen menos y hacen
más a favor de sus propios intereses. Que no suelen ser los
nuestros, por cierto... Si quieres hacerte un lugar, ponte a ello. Haz
algo que sepas hacer bien, y que sea útil a los tuyos. Una biblioteca
de cultura castellana no sería mala cosa.
—¡Aburrido...! —bufó la chica—. La verdad, prefiero tu época
de rebelde.
247
—Ya, porque eres joven y no puedes estarte quieta. Y hasta
puede que te hayas creído que nosotros hicimos... no sé, la
revolución...
—Eso he oído.
—Leyendas. Puros cuentos. Solo intentamos recuperar los
espacios y las palabras que nos arrebataron. Y, ya de paso, sacudir
un poco la duermevela de nuestra gente... Algo conseguimos, a
juzgar por la jovencita tan despierta que tengo a mi lado.
—Vaya, muchas gracias —sonrió la muchacha.
—Así me gusta. Que sonrías. Tienes una sonrisa preciosa,
pequeña.
—Anda, anda, adulador... ¿Cuándo me vas a contar más cosas
sobre «la voz de los vencidos»?
—A ver... ¿Qué quieres saber?
La chica dudó un instante.
—Pues no sé... A qué os dedicabais, por ejemplo.
—Ya te lo he dicho: a contarle a la gente nuestra historia, no la
que nos escribieron los mexicas, que no deja de ser la suya y es la
que nos enseñaban en la escuela. «Descubrimiento».
«Civilización». ¡Por favor! ¿Quién, con dos dedos de frente, puede
creerse hoy esos camelos?
—Te asombrarías, tío. En la Alta Casa de Estudios de Toledo,
casi todos mis compañeros...
El hombre pareció montar en cólera.
248
—¡¿No me digas que lo que se sigue enseñando sobre el
«descubrimiento» es que los españoles eran un puñado de
incivilizados que se quemaban en hogueras entre ellos cada vez que
un fulano alzaba el dedo contra otro y gritaba «es un hereje»?!
¡¿Que vivíamos como puercos y entre puercos, sucios y llenos de
piojos, y no sabíamos ni leer ni escribir, ni hacíamos cosa de
provecho que no fuera emborracharnos en tabernas y pelear con
cuchillos y demás cosas filosas?! ¡¿Que adorábamos la mano seca
de tal santo y el pie encecinado de cual santa, y no osábamos mirar
más allá de nuestras narices si un cura no nos daba la venia para
hacerlo?! ¡¿Que servíamos a señores que eran más viles y bajos que
los campesinos, y el comercio se limitaba a saquear las costas
vecinas para hacernos con esclavos y botín o a rogar a los
genoveses que nos mercaran un par de chucherías con las que vivir
contentos?! ¡¿Que cuando llegaron los mexicas estábamos
guerreando contra nuestro rey, y echando a moros y judíos de
nuestras tierras?! ¡Vamos, que éramos una manada de borregos,
más o menos!
—Sí, tío, eso es exactamente lo que se sigue enseñando.
—¡Y que ellos llegaron con dioses verdaderos, que no eran
hombres y mujeres hechos divinidades, sino potencias celestiales
de las buenas! ¡Y que trajeron la mejor escritura del mundo, porque
no hacían falta tantas letras para escribir si con un signo sencillo se
decía todo! ¡Y las ciencias, y las artes, que como las de ellos no
había, y las nuestras eran mera artesanía, por llamarlas de alguna
249
manera! ¡Y alimentos comestibles, y no esas bazofias que
tragábamos nosotros! ¡Y que nos enseñaron las leyes y las buenas
costumbres, y a andar limpios y con los pelos rasurados, y a
interpretar música que se pudiera escuchar, y no esas zarabandas
del infierno que tocábamos en nuestras fiestas! ¿Es así como os lo
cuentan?
—Sí, tío, sí...
—Joder... ¡Y que luego no nos conquistaron, no! ¡No nos
arrasaron ni nos masacraron! Intentaron «civilizarnos». Y que
como nosotros nos resistimos a que nos enseñaran tan buenos
hábitos y queríamos seguir en la mugre, ellos, orientados por sus
dioses, que no querían sino lo mejor para nosotros sus hijos,
tuvieron que tomar las armas a veces, ¡porque éramos muy brutitos
y no nos dábamos cuenta de que nos estábamos resistiendo a la
civilización y que estábamos eligiendo seguir en la barbarie! Y que
hubo nada más que unas pocas muertes a manos de ellos, que la
mayoría de castellanos y europeos en realidad se mataron entre
ellos, sabe Dios por qué, pero así lo explican los libros de historia.
Y lo mejor de todo: ¡que fueron enviados por los dioses! Los dioses
los guiaron. Los dioses les dijeron que vinieran aquí a cuidar de
nosotros. Ellos eran, son y serán «los elegidos». El pueblo elegido,
sí señor. Los hijos de Quetzalcóatl y Huitzilopochtli...
—¿A que parece increíble? —lo picó Isabel.
El hombre asintió, mientras se levantaba de la mesa y se servía
un vaso de vino negro como la pez. Varios de los carreros que
250
paraban en la posada aquel día se sentaban cerca y llenaban tubos
de madera con tabaco.
—Además de increíble es terrible. ¿Cómo se puede seguir
contando así la historia? ¿Tú quieres saber lo que pasó de verdad?
—preguntó el hombre en un cuchicheo. La chica movió
afirmativamente la cabeza—. La historia real es que Colón llegó a
las Tierras del Oeste en 1492, y fueron los que quedaron allí, entre
ellos nuestro buen ancestro Rodrigo Balmaceda, los que les
enseñaron el uso de nuestras armas y de nuestros barcos, y les
contaron cuáles eran nuestras debilidades para que pudieran venir y
aprovecharse de ellas para doblegarnos.
—¿En serio? —exclamó la joven, fingiendo una sorpresa que
no sentía—. Pero entonces... ¿teníamos debilidades?
—¡Pues claro! ¿Y qué pueblo no las tiene? Guerras, divisiones,
traiciones, poderes corruptos... Vamos, ¡todas las que te he
nombrado antes, si te place, y algunas más que los libros de historia
olvidan! Pero, a ver, dime un país en la historia del mundo que no
las haya conocido entre su gente. ¿Acaso el que un pueblo esté
dividido, o sea ignorante o inculto, es excusa para que cualquier
fulano extranjero con mejores armas o más saber vaya y lo
conquiste? ¿Y cómo va a tragarse alguien que las barbaridades
cometidas «fueron por nuestro bien»? ¿O que deberíamos estar
agradecidos porque nos salvaron de nuestros vicios y nos llenaron
de cultura? ¡Quién sabe lo que sería España hoy si esos malnacidos
del demonio no hubieran llegado en sus barcos!
251
—Ya... Tío, no es que quiera dudar de lo que me dices, ¿vale?,
pero... esa historia de Colón, ¿de dónde la sacaste? ¿De los
«cantares rebeldes»?
—No, Isabela. De las Crónicas de la Serpiente Emplumada. Por
tus estudios, te tiene que sonar el nombre, ¿no?
—Sí, claro. Pero no cuentan nada de eso que tú nombras.
—Por supuesto. La versión oficial dice lo que ellos quieren que
creamos. Tienes que leer la que ellos llamaron «apócrifa».
—Es un mito, tío. Esa versión no existe.
—Sí existe, Isa, aunque hace unas cuantas décadas que dejó de
circular.
La muchacha frunció la boca, arrugó la frente y lo miró
inquisitiva.
—¿Acaso tú la viste?
—Yo no, pero cuando mozo conocí a un anciano que decía ser
el nieto de un hombre que la había tenido entre sus manos siendo
joven. Y ya sabes que los castellanos podremos mentir y
fanfarronear sobre muchas cosas, pero no sobre ésas. Contaba que
eran seis tomos, y que nuestros rebeldes los habían robado del
Archivo de Sevilla poco antes del 1600. Fueron pasando de estante
en estante, de archivo en archivo y de biblioteca en biblioteca,
siempre ocultos en manos de tus colegas bibliotecarios que fueran
afines a la causa. Ya sabes: siendo libros viejos, nadie les prestaría
demasiada atención si los escondían en algún rincón de esos
252
sótanos mugrientos y húmedos en los que tú cuentas que trabajas,
que no sé cómo no te enfermas de estar allí.
—No te preocupes, tío, que espero salir pronto del agujero y
encontrar algún rincón soleado en cuanto complete mi trabajo final.
¿Y qué fue de esos volúmenes?
—Todo iba bien. Se esperaba el momento oportuno para
sacarlos a la luz. Ya lo habían hecho en una ocasión, pero el
gobierno de la época declaró la obra «apócrifa» y destruyó todos
los ejemplares en circulación, y hasta muchos de los libros que la
comentaban. Así que se aguardaba con mucha expectación que los
tiempos se calmaran para sacar una nueva edición. Pero un buen
día el bibliotecario de turno se murió sin haber dejado dicho en
dónde tenía guardado el libro. Y allí seguirá el bendito. Vaya a
saber en dónde.
—Qué faena, ¿no?
—Y que lo digas... Así que ahora, jodidos estamos. Pero que
sepas que esos libros existieron, y que seguramente en la maldita
Tenochtitlán tendrán los mexicas copias, o los mismísimos
originales.
—¿Originales de qué?
—¡Jo, qué burra eres, Isabela! ¿«De qué»? ¿Es que no conoces
la verdadera historia de las «Crónicas»? —La chica negó—. A ver,
que te la cuente... Desde 1492 a 1521, los españoles que quedaron
en las Tierras del Oeste escribieron sus diarios y memorias,
253
contando con pelos y señales todo lo que les ocurrió allí. Desde
1521 en adelante, los que aún estaban vivos siguieron escribiendo
en aquel lado, pero además estaban los anuarios de los
conquistadores mexicas que llegaron a esta orilla. Y también
estaban los juicios y probanzas de después de la conquista, los
testimonios de los vencidos y mucho más... Todo eso se recogió en
las «Crónicas». De los originales no se volvió a saber nada. Se dijo
que fueron destruidos en un incendio en Sevilla, pero yo lo dudo.
Seguro que están en Tenochtitlán, junto con muchas otras cosas
que no nos van a contar porque se les iría el discursillo oficial al
demonio.
—Ya veo... Y las «Crónicas apócrifas» no fueron sino...
—...copias impresas de esos seis tomos manuscritos que los
nuestros robaron y tenían bien escondidos, por si las moscas.
¿Entiendes ahora?
—Sí, ya entiendo. Vaya, tío... ¿te imaginas que aparecieran esos
documentos originales, o que se pudiera recuperar los volúmenes
que escondió ese bibliotecario?
El hombre meneó la cabeza y vació su vaso de vino.
—Pues mira, a estas alturas yo ya no sé qué decirte. Quizás
están bien cómo están. Perdidas. A veces hay cosas que mejor no
menearlas demasiado.
—Pero... ¡¿quién te entiende?!
254
—A ver, hija... Estaría muy bien que esos libros aparecieran,
para que los castellanos conozcamos los testimonios de aquellos
años. Pero... ¿te imaginas el tremendo lío que se armaría con los
casi cinco siglos de mentiras que nos han impuesto? Por ejemplo,
con los sistemas educativos... O con las Altas Casas de Estudios...
O con todo lo que se ha escrito sobre el tema, engañándonos... A
veces el saber es un cuchillo de dos filos, niña. Un cuchillo de dos
filos, eso es...
Isabel iba repitiéndose esa frase mientras hundía los pies en la
nieve de camino a casa. Esos volúmenes que guardaba en su corrala
podían cambiar muchas cosas. Tantas, que las consecuencias de ese
proceso serían inimaginables. Algo así como un pequeño fuego
encendido en el medio de un pinar. ¿Quién sabía hasta dónde
podría arder, qué árboles se quemarían y cuántos quedarían en pie?
255
256
XIV
Toledo, 1972
257
siquiera para comer, a pesar de las invitaciones de su anfitriona—
levantó los ojos del pesado tomo y se la quedó mirando un rato.
—Sería interesante conocer si la tradición oral mexica refleja
algo de todo esto.
—Jamás me interesé por las tradiciones de los mexicas. No sé
mucho sobre ellas —mintió la chica.
—Sabrás más de lo que crees. Piensa que, si bien eres castellana
nativa, has nacido, te has criado, has vivido y has estudiado en una
sociedad... «mexicanizada». Es imposible que algún nativo se haya
mantenido totalmente puro después de ciclos y siglos de
dominación.
La muchacha quedó en silencio, pensativa, mientras revolvía
con una cuchara de madera el cazo en el cual guisaba el pescado.
—En muchos pueblos, como el mío, los castellanos se han
mantenido bastante al margen de esa sociedad «mexicanizada»,
como usted la llama. Es cierto que muchas cosas se han perdido, y
que otras tantas las tuvimos que tomar de los mexicas. Pero, en
cierta forma, muchos de los nuestros han tratado de evitar el
contacto con su cultura y sus tradiciones.
—Eso me suena a desprecio —comentó Usmar frunciendo el
gesto.
—Yo lo llamo instinto de supervivencia. El desprecio, Usmar,
lo hemos padecido nosotros hasta hoy...
258
—...lo cual no quiere decir que tengas que pagar con la misma
moneda. Créeme, te entiendo. Mas debes aceptar también que
algunos rasgos de tu cultura «nativa» han sido adoptados como
oficiales por la República.
—¿Por ejemplo? —preguntó Isabel, retirando el cazo del fuego.
—Por ejemplo vuestro calendario, que muy diferente es del de
los mexicas. Habéis conservado los vuestros días, semanas y
meses, aunque los años se cuenten de otra forma y se mezclen el
calendario juliano con el «nuevo» y los «ciclos» de cincuenta y dos
años con los «siglos» de cien.
—Pues tiene razón, pero no creo que la lista sea mucho más
larga.
—Piensa un poco y hallarás más cosas. Si revisas la historia de
tu país verás que, si bien fue creado sobre un sustrato «mezclado»,
mucho de lo antiguo no se perdió. Y eso es lógico, pues larga fue
vuestra historia y vuestra resistencia. Mas, volviendo a lo que te
decía, menester sería revisar un poco la tradición oral de los
mexicas, por ver si refieren algo de todas estas aventuras.
—En la escuela, cuando niña, nos contaban historias sobre la
«llegada» mexica a Castilla —La chica hacía memoria, con los ojos
entrecerrados y perdidos en un punto lejano de su pasado—. Ahora,
más que historias, me parecen leyendas. Algunas de ellas hablaban
sobre los personajes que participaron en las batallas: héroes,
traidores, líderes... Ya sabe: esos individuos cuyos nombres
259
aparecen hoy en nuestras plazas y calles. —Volvió al presente y se
puso a servir la cena en sendas cazuelas.
—¿Has pensado ya qué vas a hacer con todo esto cuando
termines de leer las «Crónicas»? —preguntó Usmar, cambiando
abruptamente de tema. Isabel negó con la cabeza. El africano
continuó—. Esto podría impugnar muchos discursos y muchos
libros de historia. No sé si te das cuenta de lo que has hallado.
—La prueba escrita que demuestra que nosotros los
encontramos primero, que nosotros los guiamos, que nosotros les
construimos las armas y los barcos, que nosotros los ayudamos a
conquistarnos, que no hubo descubrimiento, ni civilización traída,
ni destino trazado por los dioses, ni profecías... Sí, Usmar, me doy
cuenta. Estas «Crónicas» desmontarían toda la Historia Oficial, el
relato que nos ha mantenido como «los pobres, atrasados e
ignorantes nativos» durante siglos. —La chica se acercó al
africano, se puso en cuclillas y le ofreció una de las cazuelas. «A
jaraama» 16 susurró el hombre—. Pero si hablo de esos libros los
harán desaparecer antes de que nadie los vea, como lo hicieron en
el pasado, y a mí me denunciarán por ladrona. Perderé mi empleo
y, probablemente, mi oficio. Quedaré marcada para siempre. Me
tildarán de mentirosa y de vulgar saqueadora de archivos. No
interesa que esos libros salgan a la luz. Lo entendí hace poco,
hablando con un tío mío. —Se incorporó y fue hasta su escritorio
16
En pulaar, «Gracias».
260
con su propia cazuela de pescado. Usmar revolvía su comida,
ensimismado.
—A menos que... —comenzó a decir. Y se detuvo, rumiando
una idea.
—¿A menos que qué? —logró articular Isabel con la boca llena.
—... que estos seis tomos aparezcan en algún archivo de la
madrasa de Sankore.
La muchacha dejó de masticar y se tragó todo lo que tenía en la
boca antes de abrirla de nuevo.
—¿En... Timbuktu?
—En Timbuktu. En la madrasa de Sankore, uno de los mayores
centros de cultura y estudio de África, y, si me permites decirlo, del
planeta. Una Casa de Estudios libre, independiente, en una tierra
que nada tiene que ver con los mexicas ni con las «Tierras del
Este». Cientos de bibliotecarios, historiadores, estudiosos de
lenguas, escrituras y literaturas de todo el globo trabajan allí. Nadie
podría acallar tan grande voz alzada en semejante escenario del
saber.
—Entiendo... —musitó Isabel.
Aquel hombre no estaba improvisando: llevaba días elaborando
esa idea y consideró que había llegado el momento de exponerla.
—Un grito que, por supuesto, podría lanzar una bibliotecaria
castellana invitada a concluir allí sus estudios y su «lectura», y que
261
avalarían un centenar de colegas de Usmar Dookire, respetado
investigador de la Casa..
—¿Invitada? ¿A Sankore?
Aquello era una condenada locura, pero estaba tan bien
pensada...
—Con una beca por un periodo de, digamos... ¿seis meses? El
profesor Dookire da su aval y la invita para que termine su
«lectura» allí, al haber demostrado un profundo conocimiento de la
literatura, la lengua y la cultura «nativa» de las «Tierras del Este»
mientras colaboraba con él en Toledo durante sus investigaciones
en los archivos de la República de la Nueva España.
«Casualmente» poco después de su llegada aparecen unos
volúmenes para cuyo primer examen su experiencia puede ser de
gran ayuda. La invitada redacta un trabajo de presentación de las
«Crónicas» al mundo académico, obtiene su título en Sankore con
esa «lectura», y deja allí los volúmenes para que especialistas en
diversos campos realicen diferentes tipos de análisis. La invitada
regresa a Toledo con su título bajo el brazo, un título que las
autoridades de la República reconocerán como válido merced a los
tratados internacionales relativos a educación entre los nuestros
países. Y vuelve con un nombre, o, mejor, con un renombre. Y
puede elegir en dónde trabajar. O quizás prefiera quedarse en
Timbuktu...
—Es de orates. Pero me gusta... Aún tenemos tiempo para
planearlo mejor, ¿no? Ahora —le dijo al hombre, señalándole con
262
su cuchara la cazuela— pruebe el guiso antes de que se enfríe. Frío
no está tan bueno, y si sigue dándolo vueltas lo va a marear...
El africano le dio las gracias otra vez y empezó a comer.
HI
263
aunque escueza, que una vida llena de mentiras aparentemente
inofensivas.
—Así y todo, me da miedo lo que pueda pasar. Aunque tenga la
verdad de mi lado.
—La verdad no puede ser derrotada —explicó el africano,
buscando nuevas razones para ofrecer a Isabel—. Puede ser
ocultada, silenciada, tergiversada incluso, para salvaguardar el
orden establecido. Pero hagan lo que hagan esos interesados en
borrarla del mapa, la verdad sigue ahí, entera y terca, repicando en
sus conciencias. Quizás por eso se empeñan tanto en eliminarla.
Porque no aguantan su repique constante.
—Tal y como lo pinta, blandir la verdad es más peligroso que
blandir un arma.
—Así es, que contra el arma hay escudos, mas no contra la
verdad.
—Bueno, pues que sea lo que Dios quiera.
Usmar se alzó de su esterilla y la enrolló, preparándose para
irse.
—Nunca se lo pregunté, y espero que no le moleste que lo haga
ahora, pero... esas... —Isabel se acariciaba la cara, trazando líneas
con los dedos— cicatrices... ¿Por qué son?
—Un adorno.
—¿Un... adorno...?
—Verás muchas marcas como estas si vienes a Timbuktu.
264
Sin duda se trataba de un adorno muy doloroso, aunque no tanto
como los autosacrificios que aún seguían practicando la gente de
las Tierras del Oeste y sus descendientes en Europa.
HI
265
cicatrices, o enterarse de graves infecciones genitales por votos mal
realizados y peor curados.
Isabel, como todos los nativos, estaba al tanto de esas
costumbres. Excepto en Buitrago, las veía a diario por donde quiera
que se moviese, pues formaban parte de la religión oficial.
Conocida como yeknemilistli, sus ritos y ceremonias estaban
dirigidos por el Alto Sacerdote de Tenochtitlán, que era el que
dictaba las órdenes y el que, junto con un Consejo de sacerdotes de
cada divinidad, conducía los destinos de la comunidad de
creyentes. En un principio, los mexicas habían considerado a los
cristianos como infieles que desconocían los verdaderos dioses.
Pero cuando impusieron sus creencias en la antigua Europa,
tacharon a todos aquellos que se apartaban del camino como
herejes. Teotlatolkuepani, los llamaron. «Los que dan la espalda a
la palabra divina». Muchos fueron perseguidos y ejecutados, allá
por 1700. Más tarde la religión oficial consideró a esos «corderos
descarriados» que se obstinaban en adorar a Cristo y a los santos
como casos sin solución. Los tildó entonces de «niños ignorantes»,
equiparándolos a esos infantes malcriados que, por su falta de seso,
se empeñan en transitar senderos que no los llevan a ningún lado.
Para 1960 los nativos cristianos eran tenidos como algo folklórico,
una tradición que algunos museos se ocupaban de observar bajo la
lupa con curiosidad y que recogían ciertas películas o reportajes.
Nada más.
266
—Así que un adorno... —dijo Isabel—. Bueno, bien está...
¿Alguna otra sorpresa que me depare Timbuktu, o el país fulbe?
—Sin duda han de depararte muchas, amiga. Muchas —se
despidió el africano desde la puerta.
HI
267
Nuevo golpe de cepillo y nuevo bufido, con bocinas y cencerros
de fondo.
«Vaya, Isabela, piensa en que es una buena oportunidad...
Puedes conseguir tu título de una buena vez... Aquí te tomaría Dios
sabe cuánto tiempo...». Sin embargo, no las tenía todas consigo.
«Sí, claro... Vas a terminar tu carrera desvelando al mundo la
existencia de las «Crónicas». Menudo futuro te espera...».
El cepillo se detuvo en el aire, a una pulgada del cabello
castaño. Esta vez el resoplido fue más largo y pesaroso.
«En eso llevas razón» se respondió a sí misma, o, al menos, a
esa parte de ella que estaba en desacuerdo con aquella decisión.
«Pero ya estoy en el baile, así que tendré que bailar. ¿Qué me
queda, si no? ¿Devolver los libros a la biblioteca, en secreto, una
vez que los termine? ¿Volver a enterrarlos donde estaban, entre
telarañas y mugre? ¿Olvidar que los he leído? ¿Quemar mis
apuntes, mis notas, mis dibujos? ¿Tirar a la basura todo el trabajo
que he hecho?».
El cepillo terminó de descender y continuó su labor.
«A veces es mejor que ciertas cosas enterradas sigan así»
opinaba su otro yo, su voz interior disidente. «Ya, eso está muy
bien... ¿Y yo qué cuernos hago con todo lo que he descubierto?
¿Sumerjo la cabeza en un cubo de aguardiente, a ver si se me
borran las ideas?». «Mujer, pues no estaría de más. Tonterías, las
justas». «Pues no me parecen tonterías». «Espera y verás si no lo
268
son. Te van a crucificar, una vez que saques a la luz esos
documentos». «No seré yo quien los saque. Serán los de Sankore.
Yo sólo seré una profesional que va a colaborar con ellos».
La voz opositora calló. Sólo se oía el suave siseo del cabello al
ser desenredado, y el eco debilitado de los cencerros, allá lejos.
«Bueno, pues a Timbuktu iremos» sonrió la chica, dando un
descanso al cepillo, y viendo que no había más argumentos en
contra de aquel viaje. «Ahora voy a tener que buscar unas buenas
razones para convencer y calmar a mis padres. Si la que me
montaron cuando me vine a Toledo fue de cuento, no quiero saber
la que van a armar ahora con esto».
269
270
XV
Timbuktu, 1973
271
de su abuelo. Aunque el viejo no estaba del todo seguro de aquel
asunto.
—¿Y cómo dices que se llama ese pueblo, hija? —volvía a
preguntar.
—Timbuktu, abuelo. Timbuktu. Y no es pueblo, que es ciudad.
—Ya, ya... ¿Y qué es lo que hablan allí? Porque cristiano no
hablarán, digo yo...
—Pulaar, abuelo. Un idioma africano.
—¿Y tú hablas de eso?
—Pues no. Pero se aprende. Además, ¿tú estás aquí para
secundarme o para quitarme las ganas?
—No te pongas así, mujer... Sólo que me había picado la
curiosidad, como quien dice... ¿Y cuánto tiempo te vas a estar en el
África esa?
—Mariano, ¿tú estás tonto o qué? —le espetó su abuela,
siempre a su lado, siempre tejiendo. El hombre, reconociendo en
aquella pregunta una estricta orden de silencio, se encogió de
hombros con resignación y se dedicó a despojar a su pipa de los
restos de ceniza y alquitrán que normalmente la atiborraban.
Obtenida «la venia» en Buitrago y los correspondientes
permisos para abandonar su trabajo en el Archivo de Toledo y
viajar al país fulbe, la muchacha finalmente se embarcó, con las
Crónicas y algunos de sus escritos a la espalda, en un ejekali
bautizado como Tlilekmixtli, «nube oscura». Un nombre que le
272
venía como anillo al dedo, pues aquel enorme dirigible negruzco no
parecería sino un nubarrón visto desde tierra.
Jamás olvidaría ese viaje. Su primer gran viaje: ése que toda
persona joven soñaba, con el infaltable y característico sabor a
aventura y un ligero pero necesario toque de locura. Nunca podría
despegar de su memoria ciertos recuerdos muy concretos: el nudo
en las tripas al abordar el globo; su boca, abierta sin remedio
durante todo el trayecto entre Madrid y Sevilla; sus vanos intentos
por descifrar desde el aire una geografía vaga de mesetas pardas,
ríos verdosos y pueblos encalados; y la incontenible emoción al
divisar un mar hasta entonces sólo imaginado: las costas y el puerto
de Cádiz primero, luego el estrecho de Gibraltar, y finalmente el
litoral del norte de África.
Tampoco olvidaría que, al sobrevolar los muelles gaditanos, fue
incapaz de resistir la tentación y extrajo de su equipaje el primer
tomo del Libro del Mensajero para repasar, con el volumen abierto
sobre sus rodillas, el antiguo trazado de la villa, la llegada de los
barcos con la sierpe emplumada en las velas, y la ruta de escape de
aquellos que sobrevivieron al asalto, guiados por el alférez Gonzalo
de Iriarte.
Más allá de aquel mar testigo de batallas y hundimientos, y de
aquellas costas que vieran desembarcos y partidas, la muchacha se
encontró con la inesperada blancura de los picos nevados del Atlas
y, tras ellos, As-Sahra Al-Kubra, el Gran Desierto. Un estallido de
amarillos, ocres y sepias inundó sus retinas, y durante horas y horas
273
desfilaron ante ella roquedales, arenales y dunas. Sabía que las
Canarias quedaban a la derecha, hacia el oeste, y que hacia su
izquierda, hacia oriente, el desierto continuaba prácticamente hasta
el río Niil —cuna de los arquitectos de las pirámides de Giza— y
ese mar que todos los idiomas coincidían en calificar como «rojo».
En el momento en el que, rompiendo la monotonía polvorienta
y desolada del paisaje, surgió en el horizonte ése al que los tuareg
llamaban Egerew n-Igerewen, «Río de ríos», Isabel supo que había
llegado a su destino. Así se lo había indicado Usmar, que
seguramente la estaría esperando allá abajo, en una ciudad que ya
desde lejos se le antojaba descomunal.
«Cuando el desierto se acabe y aparezca un río enorme, allí se
alza Timbuktu», le había dicho.
HI
274
paños oscuros que les daban un aire misterioso, jinetes de camellos
que a Isabel le parecieron bestias de cuentos fabulosos. Sin
embargo, la mayor parte de la población pertenecía a la etnia fulbe.
La chica se quedaba extasiada con la belleza de sus mujeres, sus
coloridas prendas, sus mil formas de arreglarse los cabellos y, sobre
todo, las cicatrices, marcas y tatuajes con los que se embellecían el
rostro, los brazos y las piernas. Había yorubas provenientes del sur,
y también mandinkas, soninkes, bambaras, malinkés, diulas, ligbis,
vais, bissas, y hasta algunos dogones, que, según se decía,
habitaban al pie de unos enormes acantilados en medio del desierto.
Cada grupo hablaba su propia lengua, como era de esperar. Pero
en medio de una diversidad tan apabullante como la que circulaba
por aquellas callejas y plazas, el pulaar y el koyra chiini servían
como instrumento para comunicarse y, sobre todo, para hacer
negocios. Pues la prosperidad de Timbuktu derivaba directamente
del hecho de hallarse en una encrucijada de rutas comerciales. Por
el norte, los tuareg llegaban con sus caravanas de dromedarios
cargados de sal, bien precioso donde los hubiera. Por el sur, los
pueblos de los bosques húmedos traían oro, aceite de palma, nueces
de cola, pieles y maderas. Por el río subían los pueblos ribereños y
los del lejano océano, trayendo pescado y conchas de caurí, y
bajaban otros tantos desde las ricas tierras de Kanem y Bornu.
La bonanza económica ayudó a que florecieran las artes y las
ciencias en las tres madrasas de la ciudad: Djinguereber, Sankore y
Sidi Yahya. Juntas componían la Alta Casa de Estudios de
275
Timbuktu. En la madrasa de Sankore, especializada en historia y
humanidades, trabajaba Usmar. Allí era donde Isabel iba a finalizar
su «lectura». Y allí, en sus archivos, aparecerían «milagrosamente»
las perdidas Crónicas.
HI
276
Aquella casa no contaba con una cama, ni con una mesa, ni con
un baño, ni con una cocina, al menos tal y como Isabel entendía
todos esos elementos. La vivienda mezclaba la arquitectura
centenaria de Timbuktu con la estructura de las casas fulbe, y,
desde la perspectiva de la muchacha, era más simple que un pajar
de Buitrago: un cubo de bloques de adobe con vigas de madera y
un grueso techo de paja. Sobre el suelo, una especie de colchón de
esteras brindaba un lugar donde dormir; un par de alfombras
permitían sentarse a leer, escribir, trabajar o comer; un pequeño
hogar facilitaba las tareas culinarias; y un puñado de vasijas servían
como recipientes de usos múltiples: hervir agua, lavarse la cara,
preparar un puchero...
Allí, en ese rincón del planeta tan lejano y tan distinto de aquél
en donde comenzó su aventura lectora, Isabel Balmaceda acabó El
Libro del Heredero, y con él, las Crónicas de la Serpiente
Emplumada.
HI
277
En primer lugar, se dio cuenta de algo demasiado obvio:
acababa un episodio inesperado e intenso de su vida. Y eso la
desorientó y la hizo sentirse huérfana de nuevos retos, e incluso un
tanto abandonada. Pues, ¿con qué iba a llenar sus horas, de allí en
más? ¿Qué haría ahora que la absorbiese y encandilase tanto, que le
produjera aquel cosquilleo en las tripas, aquel deleite y aquella
angustia que las Crónicas le habían provocado? ¿Qué personajes
compartirían con ella la soledad de sus tardes, sus sueños, sus
despertares, sus almuerzos y sus caminatas?
Con todo, la chica tenía un número nada despreciable de buenas
razones para sentirse satisfecha, y hasta feliz: había conseguido
poner fin a una tarea que muchos otros, aún con mayor formación
que la que ella poseía, no hubieran logrado llevar a buen puerto;
había podido comprender y aprehender la mayor parte de los
mensajes que escondían los libros; y, sobre todo, había descubierto
la prueba tangible de la mayor mentira jamás vertida sobre la faz de
la tierra.
Además, gracias a las Crónicas había entrado en contacto con
mundos antiguos que hasta entonces le eran muy poco conocidos.
Y a nivel personal, los pesados tomos in quarto habían puesto a
prueba —y hasta potenciado— su capacidad de investigación, de
análisis, de síntesis, de traducción...
Pero, a pesar de todas esas consideraciones, y de muchísimas
otras que deberían haber levantado su ánimo, seguía sintiéndose
hueca. Se había implicado tanto en la narración que ésta había
278
pasado a convertirse en una parte esencial de su cotidianeidad. Era
comprensible, pues, que una vez que aquella llama se extinguiese,
su vida quedase prácticamente a oscuras.
Por otro lado, sentía una enorme desazón. Sabía que la historia
no se había detenido con la última página de las Crónicas, ni se
había cerrado con su último punto. En realidad, esos párrafos
finales sólo habían sido los prolegómenos de lo que aconteció
después, de esa Historia que siguió adelante con su pesada carga de
dolor, miseria y resignación.
Ésa que se escribió en los libros, anales y documentos que
recogieron los hechos desde entonces.
El victorioso Tepehuahtzin arrasando y conquistando Francia y
las pequeñas repúblicas de Italia junto a sus aliados otomanos. Y
poniendo sitio a Roma, y sacrificando sobre el altar de
Huitzilopochtli a Clemente VII, el Papa de una Iglesia que, a partir
de ese momento, se iría consumiendo lentamente hasta casi
desaparecer...
Los sucesores de aquel tlacochcalcatl continuando su tarea,
cercando por mar las islas Británicas y convirtiéndolas en un
archipiélago fantasma, sombra de una sombra...
El Imperio Otomano fragmentándose en un conjunto de
pequeños reinos que lucharon entre ellos por el control del mar y la
tierra. Y las guerras intestinas entre los estados tudescos, y la
expansión de los zares moscovitas...
279
Y la tan mentada independencia de las colonias de Tenochtitlan,
que no trajo consigo sino un nuevo modelo de dominio mexica... Y
las revoluciones del pensamiento en tierras de la India, el Yucatán
y África... Y las de la industria y el comercio en los puertos
daneses, en Bagdad y Damasco, en Moscú, en Beijing...
Y a lo largo de todo ese tiempo las rebeliones castellanas: las
comunidades levantándose una y otra vez, incansables, aún después
de que las colonias fueran oficialmente «liberadas» del yugo que un
día les impusieran las Tierras del Oeste. Y fracasando.
Irremediablemente.
Así había continuado la Historia, en efecto. Y lo que eso
producía en Isabel no era un simple malestar. Todo aquello la
enfermaba. La deprimía. La hundía en un pozo sin fondo del que no
sabía cómo salir. Después de todo, tras tantas páginas leídas, tantas
cosas aprendidas y tantos caminos transitados, lo único que había
conseguido era encallar en un relato que ya conocía y que siempre
había conocido, desde que era una niña: el de las matanzas, los
abusos, las conquistas...
Más allá del valor de su esfuerzo y de su propio afán de
superación, ¿de qué había servido leer todas las Crónicas? A la
postre, a la chica casi dejaba de importarle que toda la historia
europea moderna estuviera basada en una gran mentira. Daba igual:
aunque se dijera la verdad sobre el asunto ¿qué iba a cambiar?
Nada, absolutamente nada.
280
Lo único que aportaba un toque de optimismo, de esperanza, de
humanidad al conjunto de las Crónicas eran las historias pequeñas:
las de amor, como la de Alfonso y Lucía; las de lealtad y amistad,
como la de Iriarte y Hernán; las de valentía y esfuerzo, como la de
Inés; las de fatiga y compromiso, como la de Escobedo; las de
orgullo y tesón, como la de Balmaceda...
Isabel cayó entonces en la cuenta de que no sabía cómo, dónde
o cuándo habían finalizado las trayectorias de todos aquellos
personajes. ¿Qué había sido de los hispanos del otro lado del mar?
¿De los vizcaínos de Kosom Lu’umil? ¿De Jacome el genovés y
sus compañeros de Cempoala? ¿Y de los de este lado? ¿Del alférez
y su mozo, del piloto portugués y su compañera, de Aliza y su hijo?
Para la Historia —la historia grande, ésa que se escribía con
mayúsculas— esos individuos no eran más que accidentes. Habían
permanecido en las páginas de unas crónicas compiladas por los
mexicas para sustentar figuras mucho más relevantes, como el
hueyi tlahtoani de Tenochtitlan o su tlacochcalcatl en Sevilla. Su
presencia, como la de tantos otros que en algún momento
transitaron por las hojas de los registros y los anales, era
meramente accesoria.
Pero para Isabel, todos aquellos hombres y mujeres eran
imprescindibles. Los había visto luchar, soñar, entregarse,
lamentarse, fallar, caer y volver a erguirse. Había seguido sus pasos
tan de cerca que no saber dónde y cómo habían acabado sus días la
frustraba sobremanera.
281
Por eso, al final de sus notas sobre el Libro del Heredero,
incluyó un breve listado de nombres cuyos destinos deseaba
rastrear. Si alguien, alguna vez, se había interesado mínimamente
por ellos como para darles cabida en unos relatos tan celosamente
engarzados, seguramente habrían dejado algún rastro en otros
documentos. Archivos, registros parroquiales, actas comerciales...
Algo... Algún fragmento escrito que permitiera a la muchacha
completar esa narración íntima que había ido construyendo al unir
las voces de esos personajes y su fértil imaginación.
HI
282
esperando la oportunidad de sacarlos a la luz. De hecho, aquellos
nombres daban sentido a la nube de sellos medio borrados que
contenía la primera página de cada volumen, y de cuya explicación
Isabel había desistido, incapaz de formular algo más que vagas
suposiciones.
La relación arrancaba en 1580, justamente cuando la
compilación definitiva de las Crónicas desaparecía de Sevilla «en
circunstancias jamás aclaradas». El autor del osado robo firmó
como «F. Gonçalez». ¿Sería un Francisco, un Fermín? ¿O quizás
una Felisa? El eximio ladrón no aclaró jamás su nombre, pero
dedicó un par de líneas manuscritas bajo su firma a jactarse, ante la
posteridad, de que él —o ella— había sustraído aquel ejemplar de
los Archivos de Sevilla, y lo había escondido en su casa de
Córdoba.
En 1597, los volúmenes pasaron a manos de un tal «Jacinto
H.», que los ocultó en uno de los últimos monasterios cristianos de
Extremadura. Entre sus muros permanecieron casi medio siglo,
hasta que, en 1645, las Crónicas fueron trasladadas a un punto
indeterminado de Segovia, merced a un tal «Antonio Ruiz».
En 1650 llegaron hasta un ignoto «N.H.», que guardó los tomos
en la biblioteca de la antigua Universidad de Salamanca, que para
ese entonces ya se llamaba «Alta Casa de Estudios». Allí fue
cuando, para disimular su presencia, el título original había sido
raspado y sustituido por aquel romántico y soso «Las trampas del
amor».
283
Serían ese «N.H.» y sus compañeros rebeldes los que, en 1660,
habrían lanzado las Crónicas «apócrifas», una copia impresa no
autorizada del original manuscrito.
Las Crónicas se quedaron en Salamanca hasta 1829. Durante su
estancia en esa biblioteca, varias personas fueron pasándose el
testigo y haciéndose cargo de los tomos, y siempre firmaron con
sus iniciales: «A.M.S.», «L.R.», «M.P.». Mantuvieron su
anonimato, pero no ocultaron sus tareas: «Escriví los números de
las pájinas», había anotado uno. Y otro, «Traduge i anoté algunas
partes». Todo iba cobrando forma. Sobre todo, los apuntes sobre
detalles bibliológicos y paleográficos que había ido tomando desde
el mismo momento en que apiló las Crónicas en su mesa de
trabajo, en su corrala toledana.
Finalmente recalaron en el Archivo de Toledo. Isabel no
reconoció el nombre que figuraba en la última posición, allá por
1916. Pero supuso que aquel bibliotecario, que había firmado como
«R. Mastrelles», sería el que había muerto antes de lograr encontrar
un sucesor. Y las Crónicas estuvieron 56 años perdidas, sin
moverse del rincón maloliente del cual las había rescatado Isabel
hacía sólo unos meses.
Era sólo una hoja. Y en ella había almacenada mucha más
historia que en algunas obras de varios tomos. Detrás de cada uno
de aquellos nombres y fechas había convicciones, riesgos
asumidos, esperanzas latentes y, sobre todo, el deseo de que
aquellos ejemplares sobrevivieran una década más, una generación
284
más, un siglo más... Siempre a la espera del momento justo, del
instante oportuno para dar a conocer los capítulos faltantes del
pasado nativo.
Ahora ella era la heredera de todas aquellas firmas, de todas
aquellas intenciones y propósitos. Ahora ella estaba en posición de
cumplir el sueño de todos los que la precedieron en esa lista que se
cerraba con dos letras escritas en tinta nueva.
«I.B.».
285
286
XVI
Tierras del Oeste, 1980
HI
287
Atrás quedaban los seis tomos de las Crónicas, en manos de
Usmar Dookire y sus colegas. Ella sólo pensaba en seguir adelante
con su profesión. Volvió con la ilusión de ocupar de nuevo su
habitación en aquella corrala que tanto había echado de menos los
meses que estuvo viviendo en una casa de adobe y arena. Y con el
objetivo de empezar a desempeñarse como una auténtica
bibliotecaria en el Archivo de la ciudad; al menos, hasta encontrar
ese rincón soleado en el que esperaba recalar algún día. Pero en la
vieja villa castellana nadie estaba dispuesto a abrirle los brazos.
Fuese por envidia o por despecho, sus antiguas compañeras de
trabajo le dieron la espalda, y evitaron por todos los medios que la
joven consiguiese un trabajo allí. Ni siquiera como «pasante».
Ese era el precio que debía pagar una nativa por el éxito de
haber finalizado sus estudios en tan poco tiempo y con el patrocinio
de una Casa de Estudios tan célebre y respetada como la de
Sankore.
Sintiéndose desairada y sola, Isabel optó por trasladarse a
Buitrago, a la buhardilla de la casa paterna. Con su título bajo el
brazo y un incierto futuro por delante. Corría el año 1973.
A principios del siguiente, inmediatamente después de que los
investigadores de Timbuktu los dieran a conocer, los contenidos de
las Crónicas de la Serpiente Emplumada fueron publicados
íntegramente en todas las Tierras del Este. Se editaron junto a un
jugoso compendio de escritos que analizaban los textos, y entre los
cuales se encontraba la «lectura» de Isabel Balmaceda.
288
Las autoridades de Tenochtitlan, quizás desconcertadas por
aquella inesperada aparición, tal vez tomadas por sorpresa y
sintiéndose incapaces de apelar al descrédito para acallar la voz de
un núcleo de poder intelectual tan poderoso como era Sankore, sólo
atinaron a pedir disculpas públicas por los crímenes pasados y a
permitir sin más la difusión de aquellos documentos.
HI
289
extensos fragmentos de sus apuntes a su abuelo. El viejo iba a
visitarla a menudo y, tras cargar de tabaco su pipa de raíz de brezo,
se dejaba cautivar por la narración que su nieta desgranaba ante él.
A veces, cuando podía ausentarse del mesón, su tío se unía a la
partida y se sentaba a escuchar lo que su sobrina había anotado en
aquellas libretas.
—Vea, padre... —le decía a Mariano Balmaceda, que solía
fumar y guardar un silencio pétreo, como si oír aquella historia le
doliera un poco, o lo fastidiara bastante—. Al final resultó que el
bandido de nuestro antepasado no dejó en mal lugar nuestro
apellido. ¡Si terminó saliendo bueno, el condenado!
—‘mbre... —mascullaba el anciano, llenando todo de humo—.
¿Y qué esperabas, zagal? No podía ser de otra manera. —El
hombre soltaba un minuto la pipa y apuntaba con ella el cuaderno
que Isabel les leía—. Lo que a mi más me gusta es saber que, a la
final, lo que decían los cantares de los viejos era verdad.
—Como si eso sirviera de algo —opinaba el tío—. Todo sigue
igual que antes. Igual que siempre.
— ¡Jo, tío, no seas así! —protestaba Isabel, sobreponiéndose a
su propio desánimo—. Que de algo ha de servir, ya lo verás...
—Pues ten cuidado, no vaya a ser que a la postre esos escritos
sirvan para que nos claven la bota con más fuerza en la cabeza. Si
siempre dije yo que hay cosas que mejor no menearlas demasiado...
290
—Anda y deja ya de decir sandeces, coño, que no haces más
que quejarte —lo regañaba el viejo—. No creo que hayamos de
caer más bajo de lo que ya estamos, ni que nos vayan a pisotear
más de lo que ya nos han pisado. Cierto es que por menear este
asunto no vamos a revivir muertos ni a recuperar lo perdido —
explicaba el hombre, adusto—. Pero atiende una cosa: yo estoy
feliz de haber sabido, antes de morirme, que eso que nos lee tu
sobrina lo va a poder leer más gente. Es lo que hubieran querido
nuestros viejos cuando cantaban los romancillos y las jotas
rebeldes...
—Hablando de eso, abuelo: que sepas que me las tienes que
cantar otra vez, así las apunto, ¿vale?
—Cuando quieras, bonita. Pero ahora sigue, anda, que aquí nos
has dejado a tu tío y a mí con la miel en los labios y sin saber cómo
continúa esa historia que nos estabas leyendo.
HI
291
brazos de su familia. Se convenció a sí misma de que las cosas
ocurrían como ocurrían por un motivo determinado, y que si
hubiesen sucedido de otra forma ella no hubiera sido feliz. Llegó a
la conclusión de que lo que estaba viviendo era lo que más le
convenía, y decidió que quería echar raíces allí, en su villa natal, y
hacer algo útil por su gente.
Pero aún tenía un par de cosas pendientes, asuntos relacionados
con el paréntesis que las Crónicas habían abierto en su vida. Y era
consciente de que no podría cerrarlo sin concluirlas, y sin escribir
todas las palabras que le habían quedado en el tintero. Que no eran
muchas, pero sí eran importantes.
Antes de marcharse de Timbuktu le había preguntado a Usmar
si podía obtener para ella un permiso especial para consultar los
fondos de archivo de las bibliotecas de Tenochtitlan y Chichen Itza.
Quería acceder a todos los documentos que guardaran alguna
relación con las Crónicas. Recién en 1980, cuando los ecos del
«escándalo internacional» provocado por la edición de los tres
«Libros» se apagaron, el investigador africano volvió a ponerse en
contacto con su amiga para comunicarle que había obtenido los
permisos. Sankore se ofrecía a pagar los gastos del viaje a
condición de que, a su regreso, la muchacha redactara para la Casa
de Estudios un informe completo de todo lo que hubiera hallado.
«Este hombre sabe como convencerme», se dijo la castellana
doblando la misiva. Isabel se preparó entonces para acudir a su cita
292
con la gran ciudad «madre de naciones», corazón de las Tierras del
Oeste.
HI
293
inestimable ayuda de unos maestros únicos: algunos marineros
andaluces que trabajaban a bordo. Junto a ellos, y con un poco de
práctica, fue capaz de distinguir las distintas partes de una vela o de
una soga, los innumerables palos y las maniobras que se realizaban
tanto en cubierta como en las entrañas de la embarcación.
Al llegar a Cempohuallan, un puerto atestado de navíos
anclados a la espera de viajeros y cargas, no pudo por menos que
recordar la impresión que habían sentido Escobedo, Balmaceda y el
buen Cuitlachnehnemini cuando volvieron de Cuba y se
encontraron con los primeros barcos de la «Gran Armada» flotando
en las plácidas aguas de aquel mar. Por aquella costa había
caminado su antepasado, allí mismo había discutido con Arana... Y
Escobedo había lanzado su pluma a esas olas mansas que lamían la
orilla, cerrando con tan simbólico gesto la escritura de una saga en
la que reflejó sus pasos y los de sus compañeros de andanzas.
El trayecto por tierra entre la costa totonaca y el valle de
Anahuac no le deparó sobresaltos, toda vez que el camino era muy
transitado y los kalmimiloli eran excelentes. Nada que ver con las
bazofias rodantes que unían Buitrago con el resto del mundo. A
Isabel le hubiera gustado saber cuál había sido el punto exacto en el
que los hispanos, conducidos a Tenochtitlan como esclavos bajo la
estricta vigilancia de Cuitlachnehnemini, habían recibido el ataque
sorpresa de los guerreros totonacas y se habían defendido a sangre
y fuego, luchando por sus vidas.
294
Cuando atravesó el paso que separaba el humeante volcán
Popocatepetl de la nevada cima del cerro Iztaccihuatl, la castellana
pudo divisar, en la lejanía, la ciudad de Tenochtitlan, prácticamente
flotando sobre el espejo plateado del Texcoco. Era una panorámica
llena de magia y ciertamente conmovedora: estaba segura de que
desde esas mismas alturas, Escobedo había visto la villa por
primera vez. Desde aquel entonces, la ciudad se había extendido
tanto que pocas de las secciones del lago que el escribano
describiera en sus diarios de viaje quedaban libres de casas o de
chinamitl.
El transporte la dejó en la antigua fortaleza de Xoloc, situada
sobre la calzada meridional. Allí se terminaba el recorrido. Desde
ese punto debía caminar hasta el recinto ceremonial, vecina al cual
se alzaba la amoxcalli, su destino final. O bien podía subirse a una
de las tantas canoas que alfombraban las calles-canal de aquella
ciudad anfibia. Por el módico precio de un par de granos de
cacahuatl, los barqueros la trasladarían a donde ella quisiese y le
permitirían, además, apreciar la belleza de la ciudad desde el agua.
La muchacha prefirió ir a pie. Cargando su saco de viaje en un
hombro y su inseparable bolso castellano de cuero en el otro, echó
a andar hacia las cúspides de los grandes templos mexicas que
sobresalían frente a ella en lontananza. A su alrededor encontró una
vida que sin duda era heredera de aquella otra tantas veces
mencionada en las Crónicas, pues giraba en torno a los mismos
mercadillos, y atravesaba las puertas de viviendas similares.
295
La amoxcalli, la «casa de los libros», se ubicaba por fuera de
una vieja muralla coatepantli que resistía heroicamente el paso de
los siglos y conservaba su ornamentación de serpientes
entrelazadas. Era un edificio descomunal, del tamaño de medio
centenar de Archivos toledanos, al menos. Tenía dos plantas
divididas en grandes salas, desplegadas en torno a un patio central
prácticamente oculto por la exhuberancia de las plantas y las flores
que allí mantenían.
La bibliotecaria fue recibida con una cortesía gélida por sus
colegas de las Tierras del Oeste, y con la misma frialdad fue
conducida hasta una enorme sala en la primera planta. Le señalaron
una mesa, que sería su lugar de trabajo, y luego le mostraron los
manuscritos que pertenecían a la colección relacionada con las
Crónicas.
Allí había unos cinco millares de tomos.
HI
296
Junto a los documentos del segoviano estaban los originales de
los viajes de Luis de Torres a Michhuahcan y los apuntes de Diego
de Arana. También encontró algunos folios anotados por Jacome el
genovés y Rodrigo de Jerez, algo que le extrañó, dado que en las
Crónicas no aparecía ninguna mención a dichos textos.
No tardó en percatarse de que los tres «Libros» de la
compilación sólo incluían una mínima parte de los documentos
conservados de aquella época. Eran una fracción diminuta de los
cinco mil ejemplares que tenía delante, y de los otros tantos que
estarían almacenados en la biblioteca de Chichen Itza, en el
Yucatán.
Lo primero era lo primero, se dijo la muchacha, y se lanzó a
reconocer, en aquellos papeles plegados, la escritura original de
una de las plumas más destacadas de las Crónicas. Del maestro de
escritores. Del viajero, del narrador. Del hombre.
Fue entonces cuando, al abrir al azar uno de los códices,
difuminada por un par de pequeñas manchas borrosas, la vio.
«Octubre, veynte, año del Sñr de myll y quatrocientos e noventa y
tres». Bajo aquella fecha no figuraba ningún texto, pues, tal y como
la muchacha recordaba haber leído en «El Libro del Guerrero», en
ese preciso momento, nada más anotar aquello, el escribano había
sido incapaz de continuar y dejó sin completar esa entrada de su
diario. Habían transcurrido cuatrocientos ochenta y siete años, pero
la prueba de esas dos lágrimas escapadas al evocar la angustia de su
297
travesía y la desdicha de hallarse lejos de todo seguía allí,
imborrable.
—Ay, Dios...
Isabel las rozó apenas, mientras otras dos gotas, sin querer,
caían desde su rostro a la vieja superficie de aquel amatl
amarillento y se unían a la cadena de testimonios de un dolor hecho
raíz, hecho tiempo, hecho Historia.
La súbita aparición de un archivero mexica, que se aproximó a
ver si necesitaba algo, interrumpió un profundo suspiro. Isabel
volvió rápidamente en sí y, agradeciendo el interés de su colega,
aprovechó la ocasión para preguntarle si ellos sabían cuál había
sido el destino de todos los «Mensajeros» españoles. El hombre se
dio media vuelta y regresó al cabo de unos minutos con un pequeño
tomo manuscrito en náhuatl: «Notas sobre las vidas de los
Mensajeros». «Es únicamente para nuestro uso» le informó aquel
individuo, que se retiró sin decir nada más.
La joven leía y lloraba al mismo tiempo, restregándose las
lágrimas con el dorso de la mano aquí y allá para poder seguir
avanzando y descubrir, por fin, qué había ocurrido con los
protagonistas de las Crónicas.
Según constaba en aquel librito, Rodrigo de Escobedo había
sido visto por última vez en tierras dominadas por Tenochtitlan
cuando partió la Armada de la Serpiente Emplumada desde
Cempohuallan, el año yei calli o «3-casa». Es decir, hacia 1521.
298
Todo lo que los mexicas reseñaron de aquel hombre al que
llamaban tlahcuiloani, personaje importante durante el reinado del
hueyi tlahtoani Ahuitzotl, fue que ya era una persona entrada en
años y que, tras la marcha de los grandes barcos hacia las Tierras
del Este, retornó junto a otros tres españoles a una isla de las tierras
del sur llamada Kosom Lu’umil, en la antigua provincia de Éek’
kaab. Los mexicas nunca volvieron a saber de él ni de sus
compañeros, aunque el legado que el segoviano dejó en todo el
territorio dominado por la ciudad del Texcoco —incluyendo no
sólo mapas, diarios de viaje y otros documentos escritos, sino sus
enseñanzas, de las que serían herederos todos los escribanos de esa
parte del planeta— sería difícil, si no imposible, de olvidar.
En los siguientes párrafos se mencionaba a los tlatlacateccah
Rodrigo de Jerez, Martín de Urtubia y Antonio de Cuéllar, quienes
ese mismo año yei calli, una vez que la «Gran Armada» levó
anclas, se retiraron con sus familias al puerto de Acapolco, en la
costa del Mar del Oeste. Aquellos hombres habían conquistado,
para el hueyi tlahtoani Ahuitzotl y su sucesor Moteuczoma
Xocoyotzin, muchísimas tierras en el Xoconochco y
Cuauhtemallan, y antes de dirigirse hacia su nuevo hogar,
colmados de honores, habían puesto en claro que su deseo de ahí en
más era descansar de fatigas y batallas en compañía de sus seres
queridos. Al igual que Rodrigo de Escobedo, eran ya varones
entrados en años. Murieron un lustro después debido a unas fiebres
que asolaron toda la región y que, al parecer, llegaron desde el sur a
299
bordo de unos barcos de mercancías. De acuerdo a los registros, sus
descendientes siguieron viviendo en la región de Acapolco durante
al menos cuatro generaciones. Tras las independencias de los
diferentes territorios de las Tierras del Este, «mexicanizaron» sus
apellidos e hicieron todo lo posible para que sus rastros se
perdieran o para que el interés que despertaban sus historias
familiares se desvaneciese.
Por último, Jacome el genovés y Andrés de Huelva terminaron
sus días en Cempohuallan. El primero murió cuando sólo habían
pasado tres años desde que zarpara la Armada, y dejó familia
numerosa. El segundo sería el último de los Mensajeros en
desaparecer. Su muerte sería muy sentida en la villa totonaca: se
decía que era hombre alegre, amigo del canto, la fiesta y las
chanzas. Sus descendientes habrían hecho lo mismo que los de
Jerez, Urtubia y Cuéllar: sus rastros desaparecieron de los registros,
y nunca más se les prestó atención.
Una nota al margen, hacia el final de aquel tomo, refería que,
cuando llegó la solicitud del tlacochcalcatl Tepehuahtzin para que
los Mensajeros sobrevivientes fueran ejecutados, el consejo del
hueyi tlahtoani de Tenochtitlan acordó desestimarla, aun cuando se
mandó comunicar a aquel guerrero que su petición había sido
atendida. Al fin y al cabo, todos sabían que no pasaría demasiado
tiempo hasta que el propio señor de Mictlan reclamara a aquellos
extranjeros llegados del este.
300
De esa forma, nadie vio sus manos manchadas de sangre por el
capricho de un noble que, si bien era sumamente influyente, se
hallaba por aquel entonces demasiado lejos, allá en las Tierras del
Este. Unas tierras de las que Tepehuahtzin nunca saldría. Pues,
según revelaba aquel escrito, el tlacochcalcatl moriría antes de
poder regresar a su terruño natal. Nunca pudo ver las calles y
canales de su amada Tenochtitlan cubiertas de gente festejando sus
conquistas. Y nunca escuchó las bocinas de los templos resonando
en su honor, como siempre lo habían hecho para celebrar las
hazañas de los guerreros que volvían, cubiertos de gloria, a la gran
capital.
HI
301
pasos de Escobedo cuando paseaba por los canales, cuando recorría
el tiyanquiztli de Tlatelolco o se maravillaba ante el perfil de las
pirámides gemelas que conformaban el Templo Mayor, cuando
probaba comidas nuevas, cuando escribía sobre códices con una
pluma y tinta de hollín... Incluso cuando fumaba en una iyetl,
cuando tomaba cacahuatl con picante chilli o cuando jugaba al
patolli. La muchacha quería verlo todo, intentar saborear todo lo
que las Crónicas nombraban. Pues había estado años imaginando
todas y cada una de las cosas que narraba el escribano, primero en
la soledad de su corrala toledana, y luego con la compañía de su
abuelo y su tío en el interior de la humilde biblioteca de Buitrago.
A lo largo de sus caminatas debió hacer frente al caudal de
dudas que los usos y costumbres de su pueblo despertaban entre los
mexicas de Tenochtitlan. En aquel lugar era una extranjera a todas
luces. Además, el náhuatl que hablaba tenía el acento característico
del este, de esa «Lengua Oficial» que empleaban los nativos de
allende los mares. De modo que le llovieron las preguntas, una más
asombrosa e hilarante que la otra. «¿Es verdad que los nativos del
este beben la sangre de su dios?», «¿Cada cuanto se bañan los
nativos?», «¿Es cierto que comen animales secos al sol?»...
También le cayeron encima unas cuantas burlas, e incluso le
tocaron un par de insultos. Pero eso era algo que prefería pasar por
alto.
Un poco harta de la curiosidad de los tenochcah, y cumplido el
plazo que se había dado para deambular por la villa, volvió a
302
Cempohuallan y se embarcó rumbo al puerto de Xaman Ha’. El
navío haría escala en Chak’an Peten, Kaan Peech y Sisal, de forma
que podría revivir los viajes que los españoles habían realizado a lo
largo de las costas del Yucatán, y grabar aquel paisaje en su propia
piel, en sus retinas, en sus oídos...
Una vez en tierra, se internaría en la boscosa península hasta
llegar a Chichen Itza. Si las Crónicas no la habían engañado, en
aquella ciudad estarían guardados los últimos diarios de Escobedo
y los de su antepasado, Rodrigo Balmaceda.
HI
303
de los mapas tras recibir la visita de un huracán más violento de lo
habitual.
Los dos compañeros de Escobedo, a los que los itzáes
terminaron llamando «Lek’eitio», murieron poco después. Y aquel
al que habían bautizado como Ch’ooj Icho’ob los siguió una década
más tarde. Según la vieja tradición oral de Kosom Lu’umil, los
cuatro vivieron vidas sin parangón, afrontando como mejor
supieron una sucesión de encrucijadas que los colmaron de
experiencias. Y cuando consideraron que ya habían sentido, visto,
oído y probado lo suficiente, se acostaron una noche con una
sonrisa en los labios y ya no se despertaron.
Sobre el «anciano que escribía» había una leyenda que contaba
lo mucho que éste habían insistido en que, tras su muerte, nadie
osara arrancar de su muñeca una pulsera negra y gastada que había
llevado desde mucho tiempo atrás. Quería ser enterrado con ella,
quería que ciñera su brazo y lo acompañara al viaje del cual jamás
se retorna. Se decía que esa pulsera fue la única posesión a la que
se aferró, y que seguramente sería la atadura que lo unía a algún
momento de su vida que nadie más podía recordar.
Isabel reconoció en aquel Ch’ooj Icho’ob, «Ojos de Lechuza», a
su ancestro Rodrigo Balmaceda, y en aquella pulsera, al manojo de
cabellos de Ayahuitl del que Escobedo jamás consintió en
desprenderse. Y se le hizo un nudo en la garganta al saber que, a
pesar de todo el tiempo transcurrido, las historias, cuentos y
leyendas a las que los itzáes eran tan aficionados se ocupaban de
304
rememorar a aquellos españoles que habían decidido varar sus
existencias en las playas de arena blanca de aquella perdida isla del
Yucatán.
Podría hallar sus tumbas en la propia Kosom Lu’umil, explicaba
la directora, junto a las ruinas de Ixlapak. Aunque no estaban
claramente identificadas, cualquier isleño guiaría a la joven hasta
ellas, si deseaba visitarlas. Todos conocían el lugar, pese a que,
curiosamente, eran pocos los que relacionaban a los que yacían en
esos enterramientos con los célebres protagonistas de sus cuentos y
leyendas más queridos.
Como ya ocurriera con el rastro de los descendientes de los
otros Mensajeros, el de los tres españoles que sobrevivieron al
escribano también se había perdido al cabo de varias generaciones.
Quizás olvidaron de dónde provenía su linaje, o puede que sólo lo
mantuvieran en secreto y lo compartieran con los suyos en noches
de luna nueva, intercalando ese relato entre los protagonizados por
estrellas fugaces y duendes del bosque.
En cuanto a los manuscritos de aquellos hombres, en efecto, en
la biblioteca tenían una cantidad nada despreciable de ellos,
cuidadosamente clasificados y conservados en una sala especial.
Gracias a los registros que mantenían desde la fundación de la
institución, sabían que tales escritos habían sido llevados hasta la
villa y entregados personalmente por Ch’ooj Icho’ob tras la muerte
de Escobedo, cumpliendo así con la última voluntad del escribano.
Se trataba, sobre todo, de crónicas de viaje redactadas en
305
castellano, a las que se sumaban documentos en náhuatl e itzá, para
cuya escritura se había empleado el alfabeto latino.
El tal Ch’ooj Icho’ob había agregado algunos papeles de su
propia cosecha, y había hecho hincapié en que todos aquellos
códices se mantuvieran para uso exclusivo de los escribas y
archiveros de la «casa de libros» de Chichen Itza. Sin duda aquel
hombre no era ajeno al contenido del legado que traía en sus
manos, y quería evitar que fuera destruido por personas que
pudieran ver en él una amenaza.
La contemplación de ese tesoro histórico le produjo una
punzada de emoción en el pecho. Tuvo que hacer un esfuerzo para
comunicarle a su colega que, muy a su pesar, no tendría tiempo
para leer los documentos. Tampoco hubiera tenido energías: el
viaje a través de esas tierras la había agotado, y el calor, la
humedad y los insectos convertían un simple paso en toda una
proeza. Debería contentarse con tener aquellos volúmenes cerca,
consultar algunas de sus páginas y acariciar el resto.
La directora le comentó que ellos habían elaborado un resumen
de todos aquellos textos. Luego apoyó su mano sobre el hombro de
la castellana y le hizo saber, con gesto cómplice, que el apellido de
la joven no le era desconocido. Y que, si Isabel era quién ella
suponía que era —una pariente de aquel Balmaceda que figuraba
en los escritos de su colección—, sería un honor para ellos regalarle
una copia de ese trabajo de síntesis... si le interesaba. Aunque, por
306
supuesto, eso no quitaba para que leyera in situ todos los tomos
originales que deseara.
El brillo de absoluta felicidad en los ojos de la muchacha bastó
como respuesta.
La colección de códices de Escobedo y Balmaceda estaba
ordenada cronológicamente. De forma que a Isabel no le fue difícil
hallar las últimas líneas del segoviano.
«A pesar de las tristeças e los dolores, de las ausencias e el
desamparo que he debido de afrontar a lo largo de todos aquestos
años, vivir ha sido una aventura que ha merecido la pena».
307
308
XVII
Tierras del Este, 2002
Tuvo que esperar a tener más de cincuenta años para obtener las
respuestas que le faltaban. Las que necesitaba para zanjar una etapa
anterior de su vida.
Por aquel entonces sus abuelos ya habían muerto, y ella se
ocupaba de cuidar a sus ancianos padres y de conducir la biblioteca
de Buitrago. Había crecido como persona y como bibliotecaria,
pero a veces echaba de menos aquel fuego que treinta años atrás
espoleaba sus ganas de saber, de aprender, de averiguar, de
escarbar en las raíces más profundas para encontrar razones,
motivos, secretos... Isabel dedicaba sus fuerzas a empujar a los
demás para que estudiaran y descubrieran, tal y como ella había
hecho en el pasado. Ya no escribía tanto, pero, en cambio, se había
convertido en una narradora excepcional. En una sociedad, la
nativa castellana, en donde la oralidad había dado cobijo a muchos
saberes, Isabel comprobó lo difícil que era interesar a los niños y
los jóvenes en determinados textos escritos. Sin embargo, era
tremendamente sencillo que aprendieran historia —o cualquier otra
309
cosa— si la escuchaban. Poco le costó: llevaba la tradición
narradora en la sangre y había tenido buena escuela en torno a la
mesa de su casa, alegrada para la ocasión con una cesta de nueces y
unos pacharanes.
Cinco años atrás tuvo la oportunidad de visitar Córdoba, Sevilla
y Sanlúcar de Barrameda. Allí enriqueció con imágenes reales lo
que su imaginación había bosquejado al leer en las Crónicas lo
sucedido en esas ciudades, a lo largo del río Guadalquivir, y en
toda aquella región de la antigua Andalucía. Por Cádiz ya había
pasado, justo antes de embarcarse hacia las Tierras del Oeste. En
aquella ocasión sólo había podido ver las ruinas de la villa antigua,
entre ellas una pequeña sección de la muralla que rodeaba el casco
antiguo, los cimientos del castillo y la estructura de la catedral, ya
reconvertida en templo de Quetzalcoatl. Y había dejado un ramo de
flores en la entrada de aquel edificio, no como ofrenda al dios
extranjero, sino como homenaje a la memoria de cierto capitán
vasco que hasta el último minuto, hasta el mismo momento en que
un cuchillo le arrancó el corazón del pecho, repitió una frase-
talismán que intentaba exorcizar todo el mal que se cernía sobre su
tierra y su gente.
Si deseaba completar su paisaje mental, hubiera debido viajar a
Roma, a Lisboa y a Flandes. Pero era prácticamente imposible que
tal cosa ocurriera: había llegado a donde iba, y si seguía adelante
con aquello era porque algo en su interior, una puerta que había
dejado entreabierta, reclamaba un último empujón para cerrarse.
310
Ya no tenía la misma voluntad ni disponía de tiempo para
revisar bibliotecas y archivos, para llenarse las manos de mugre,
para revolver pliegos y manuscritos viejos. No obstante, se le
ocurrió la feliz idea de mantener correspondencia con bibliotecarios
de otras latitudes, especialmente con colegas nativos. La mayoría
de estos últimos la conocían: su nombre se había vuelto célebre
cuando, casi en un susurro, comenzó a circular la leyenda de que
Isabel Balmaceda había robado los seis tomos de las Crónicas de la
Serpiente Emplumada del Archivo de Toledo donde trabajaba, y
una vez desentrañado su contenido, los habría trasladado a
Timbuktu para que desde allí fueran anunciados al mundo sin que
ella sufriera pena de prisión.
A comienzos del nuevo milenio recibió dos documentos
manuscritos desde Amsterdam, junto con su correspondiente
traducción a la Lengua Oficial.
El primero decía lo siguiente:
«En esta Oude Kerk de Amsterdam, el día 14 de agosto de 1524
contraen matrimonio Alfonso Gonçalvez, portugués, nacido en
Lisboa y vecino de esta villa, con Lucía Guillén, española, nacida
en Sevilla».
El segundo completaba al anterior:
«En esta Oude Kerk de Amsterdam, el día 20 de agosto de 1524
fue bautizada Dasil María Gonçalvez, hija de Alfonso Gonçalvez y
Lucía Guillén, vecinos de esta villa».
311
El colega que le había hecho llegar tan valiosa prueba
confirmaba que las fechas de ambas partidas eran las correctas. E
Isabel no pudo hacer otra cosa que sonreírse. Estaba al tanto, por
las Crónicas, de que la pareja había tenido una hija, pero
desconocía el detalle de su boda. Supuso que aquello habría sido
idea de Lucía; que la muchacha había debido de ser muy insistente;
y que el marino portugués habría cedido, en parte para no tener que
seguir escuchándola, en parte porque la amaba con locura.
Desde Amsterdam le comunicaban además que, merced a
contactos con la ciudad de Danzig, sabían de la existencia de otro
documento relacionado con aquel hilo temático, una copia del cual
pronto estaría en su poder.
En efecto, dos meses después la tenía en sus manos.
«En la Iglesia dominica de San Nicolás de esta ciudad de
Danzig, el 30 de mayo de 1550 contraen matrimonio Hans
Wandke, prusiano, vecino de esta ciudad, y Dasil María Gonçalvez,
holandesa, nacida en Amsterdam».
La castellana nunca sabría si los padres de esa Dasil María
asistieron a tan importante evento, ni si fueron abuelos, ni si
acunaron entre sus brazos a sus nietos. Si así fue, seguramente les
habrían contado —Dios sabía en qué idioma— la historia de un
hombre deshecho por la tristeza y el alcohol que, bajo el fuego y las
saetas de unos invasores llegados del otro lado del mundo, fue a
encontrar refugio en una casa del Compás de la Mancebía de
Sevilla, entre los brazos de una muchacha tan destrozada como él.
312
En 2001 consiguió la información que le permitió poner punto y
final a una de las tramas que aún le quedaban por resolver. La
recibió desde Teguise, en la isla de Lanzarote.
Eran dos registros de defunción de la iglesia de Nuestra Señora
de Guadalupe. El primero, el de Alfonso, fechado en 1579. El
segundo, el de su compañera, en 1581.
Isabel entendió que la historia de aquella pareja tan improbable
como real terminó en el lugar perfecto: en unas islas en donde
Lucía hallaría sus raíces y no se volvería a quejar del frío o la
humedad, y en donde Alfonso recuperaría el que un día fuera su
hogar adoptivo: un pequeño peñón rocoso y oscuro flotando en
medio del ancho océano, su segundo amor.
HI
313
Rickenbach, se lo remitía directamente a Isabel para que le diera su
opinión.
Era un pequeño tomo que, al parecer, había quedado relegado
en la biblioteca de un monasterio benedictino de la propia ciudad
de Metz. Aquella región de Lorena, fronteriza con los estados
tudescos, había permanecido libre e independiente durante los
embates mexicas. Por esa razón, el edificio religioso en el cual se
encontró el libro había sobrevivido la época de las invasiones,
durante la que tales construcciones —y sus ocupantes— fueron
borrados del mapa de la Europa meridional y central.
La obra se titulaba «Memorias de un hombre de armas», estaba
escrita en castellano, y su autor era un tal fray Ignacio de Henares,
que resultó ser el mismísimo alférez Gonzalo de Iriarte.
Sus escritos no podían resumirse: cada página era un
compendio de historia, un tratado de aventuras y viajes, y un
cúmulo de reflexiones. Brevemente, podía decirse que Gonzalo y
Hernán sobrevivieron al fallido intento de recuperar las islas
Baleares por parte de los tercios italianos y volvieron a Nápoles
junto a su nuevo camarada, Fernando de Zumarán y Balboa. Se
establecieron en aquel puerto hasta que los ataques otomanos y
mexicas los forzaron a desplazarse a Roma para defenderla con las
armas. Allí fueron testigos de la caída y el saqueo de la «Ciudad
Eterna» y de la ejecución del Santo Padre en el altar de sacrificios
de Huitzilopochtli. Convertidos en unos verdaderos pordioseros, se
movieron hacia el norte de la península itálica, ya bajo control
314
mexica, y en Milán sus caminos se separaron: Zumarán se dirigió
hacia los estados tudescos, mientras que el alférez y su protegido
regresaron a tierras francesas, que ya les eran conocidas. En uno de
sus reinos, que también había caído bajo el acero de la Serpiente
con Plumas, trabajaron como vendimiadores, herreros, carreros o
ayudantes en mesones. Es decir, en labores reservadas a los
nativos.
Tras varios años de penurias, Gonzalo de Iriarte propuso
continuar hacia el norte, hasta dar con tierras libres de la presencia
de los invasores del Oeste. Vivieron un tiempo en algunos reinos
protestantes alemanes, pero la religión terminó siendo un problema
para ellos: con el lento transcurrir del tiempo se habían vuelto
fervientes católicos. Al cabo se asentaron en Lorena, una región
católica a pesar de la vecindad de luteranos, calvinistas y mexicas,
y Gonzalo se retiró a un monasterio para intentar encontrar, según
sus propias palabras, «un poco de paz en un mundo bañado en
sangre». La última entrada de su diario era de 1567, y en ella
afirmaba que Hernán se había casado en Metz y que lo visitaba de
vez en cuando con su esposa y sus dos hijos. Y que él, si bien no
había logrado comprender todo lo que le había tocado vivir, ni
había podido lavar de su conciencia todas las muertes que sus
manos habían provocado, ni cumplir la promesa que había hecho a
aquel capitán suyo tan querido, sí había encontrado, entre aquellos
muros, un poco de tranquilidad. Quizás la suficiente para,
recuperada la fe en Dios, aceptar sus designios y aguardar sin
315
miedo la hora del re-encuentro final con todos aquellos que lo
esperaban al otro lado del umbral que separa la vida y la muerte.
HI
316
convencerse a sí misma de que acababa de cerrar aquella historia
que había empezado siendo una veinteañera, cuando, por esas cosas
de la juventud, decidió llevarse un amasijo polvoriento de libros a
su casa.
Viendo caer las ajiscas por la ventana de la biblioteca de
Buitrago, descubrió a todos los personajes de las Crónicas reunidos
fuera, observándola con nostalgia y cubriéndose lentamente de
blanco. Isabel les guiñó un ojo y se despidió de ellos.
Pero cuando volvió a mirar, todos seguían allí. Parecían esperar
algo.
317
318
XVIII
Buitrago, 2005
319
Isabel me recibió en su casa, curiosa por saber qué había
impulsado a una persona de mi juventud a interesarme por la
historia de las Crónicas de la Serpiente Emplumada. Por mi parte,
debo confesar que estaba tan nervioso que no podía sentir ninguna
otra emoción, y, para mi vergüenza, recuerdo claramente que era
incapaz de hilvanar dos frases seguidas con sentido: balbuceaba
como un niño amilanado. En la Casa de Estudios a la que tenía la
fortuna de concurrir nos habían hablado brevemente —muy
brevemente— de ella, de Isabel Balmaceda, la nativa que
desentrañó los misterios de las auténticas, perdidas y misteriosas
Crónicas en Timbuktu, polo del saber de aquella parte del planeta.
Era inevitable: un nativo como yo tenía, sí o sí, que sentirse
atraído por aquella historia. Y decidí que la entrevistaría. Sólo eso:
una entrevista. Una charla que me abriera los caminos para conocer
a aquella mujer un poco más y que, a la postre, me permitiera
compartir lo que quisiera narrarme con mis compañeros de
estudios, nativos o no.
Pero el asunto se torció apenas Isabel comenzó a hablar. No
parecía una mujer que hubiera superado el medio siglo de vida,
sino aquella veinteañera que hizo temblar los estantes de
numerosos archivos y bibliotecas.
—Así que has venido hasta aquí para conocer la historia de las
«Crónicas».
—Así es. No quiero molestarla... Yo sólo...
320
—Ya, ya... —me dijo, mientras con un gesto de sus manos me
invitaba a calmarme—. Verás: para mi, la historia de las
«Crónicas» no es sólo la historia de unos libros desaparecidos. Ni
siquiera es la historia de las grandes mentiras que nos forzaron a
creer a los «nativos». La historia de las «Crónicas» es la de sus
pequeños protagonistas, la de los paisajes que se quedaron en sus
retinas, la de los sentimientos que albergaron sus pechos, la de sus
penas y sus dolores, la de sus muchos tropiezos... Alguna vez pensé
en escribirla. Pero... en fin, supongo que la rutina pudo conmigo, y
que tampoco fui capaz de sobrellevar demasiado bien el peso de los
años. —La mujer suspiró, y sus ojos castaños me echaron una de
esas miradas profundas que luego serían habituales entre
nosotros—. Esa historia es la que puedo contarte, si tú quieres, si te
interesa: lo demás, hijo, lo puedes encontrar en cualquier libro de
texto.
Lo recuerdo como si lo estuviera volviendo a vivir en este
preciso instante, cuando escribo estas letras: recibí su ofrecimiento
con la boca abierta, la respiración contenida y el corazón haciendo
retumbar la sangre en mis sienes. Cualquier nativo sabe que una
historia no es sólo lo que se cuenta, sino lo que hay detrás de ella.
Y, hasta donde yo había averiguado, nadie conocía lo que había
detrás de las Crónicas.
Si la memoria no me falla, dije «sí, quiero». Ahora, cuando lo
pienso, me siento un poco estúpido. Pero estaba completamente
absorto por aquella proposición.
321
—Perfecto, pues. Ven conmigo. Necesitaré tu ayuda para bajar
de la buhardilla mis viejos cuadernos.
HI
322
cada palabra que salía de aquellos labios. Durante todo el tiempo
que insumió aquel proceso de creación y elaboración, de discusión
y corrección, me hospedé gratuitamente en el mesón del tío de
Isabel, que resultó ser un anciano con una extraordinaria memoria y
un carácter inmejorable. Nuestras largas conversaciones, a la vera
del fogón y con unos vinos de por medio, aportaron muchos
elementos que terminaron siendo indispensables dentro de la trama.
Dividí todo lo que recogí en Buitrago en los tres libros de rigor:
el del Mensajero, el del Guerrero y el del Heredero. Pero añadí un
cuarto tomo, para poder incluir también lo que Isabel me había
contado acerca de su propia vida. Una vida en la que había salido
airosa de muchos sucesos adversos y sucumbido ante otros, sin
dejar por ello de erguirse de nuevo y seguir caminando, tal y como
lo hiciera aquel antepasado suyo casi cinco siglos antes. Con un
poco de suerte, lo relatado en esos cuatro volúmenes inspiraría a
otros a la resistencia y a la lucha, o tal vez a la memoria, que no
deja de ser, de algún modo, una resistencia y una lucha. Quizás la
más dura de todas.
Me tomé la libertad de intercalar algunas citas textuales que
aquella investigadora incansable había copiado de los «Libros»
originales. Respetando una idea suya, tales parrafadas sirvieron
como introducción a cada uno de los capítulos.
Una vez que finalizamos nuestra deliciosa tarea compartida,
Isabel me regaló sus carpetas de apuntes y sus cuadernos. Todos
ellos. Me dijo que ya no las necesitaba: que una vez cerradas todas
323
las puertas y atados todos los cabos sueltos de aquella historia, lo
último que le quedaba por hacer era compartirla. Me explicó que no
podía tirar su pluma al mar, como hizo aquel Rodrigo de Escobedo
cuando consideró que su tarea había concluido, pero que ciertas
figuras, ciertas caras familiares, se habían desvanecido en el aire
frente a su ventana mientras agitaban sus manos en señal de
despedida, y que aunque yo no llegara a entenderlo del todo, eso,
para ella, bastaba como señal de «punto final».
HI
324
contradicción, la hicieron sentirse libre hasta el último minuto de su
vida.
Porque la libertad, me dijo Isabel, está atrapada en esas
pequeñas cosas que nadie, nunca, nos puede quitar. Ésas que
continuamos atesorando en nuestro interior cuando olvidamos todo
lo demás. Ésas que nos hacen quienes somos, y no quienes otros
quieren que seamos.
325
326
328
Nota del autor
HI
329
Aquellos que vivan (o hayan vivido) en América Latina y
tengan (o hayan tenido) algún tipo de contacto con las modernas
comunidades indígenas del continente entenderán que lo escrito en
estas páginas no es simple literatura. Sin embargo, tampoco se trata
de una denuncia: para eso ya existen numerosos canales que
proveen información relevante y actualizada. Mi abordaje de la
situación ha sido totalmente parcial y subjetivo, aunque dudo que
haya una perspectiva «única y objetiva» del asunto. He escrito
sobre lo que he vivido, visto y oído. Fueron las propias sociedades
indígenas las que, en su momento, compartieron conmigo sus
problemas y sus miedos; de sus labios escuché lo que fueron un
día, y con mis propios ojos pude apreciar dónde están paradas hoy.
Fue una de esas sociedades —la mexica— la que dejó relatos,
poemas y cantos sobre las consecuencias de la llegada de los
europeos a sus tierras. Recogidos por cronistas como fray
Bernardino de Sahagún, esos textos son actualmente etiquetados
bajo el rótulo de «la visión de los vencidos», y han sido usados, en
este libro, para darle forma al ficticio Les últimes plomes verdes de
Sergi Dorandeu.
Fueron las rígidas «historias oficiales», esas sustentadas
impasiblemente por gobiernos y academias, las que me empujaron
a revisar las «otras historias» y a darme cuenta de que es necesario
escuchar todas las voces para entender los sucesos del pasado y del
presente. Y fueron las presiones y denuncias a esas «otras
historias» —casi siempre tildadas de paranoicas y desequilibradas,
330
perseguidas y silenciadas— las que encendieron todas mis alarmas:
cuando el poder condena, seguramente se está hablando de cosas
que no interesa que se sepan. Y es nuestro deber, por ende,
averiguarlas. O vivir con los ojos vendados, cómodamente
acunados por el plácido ronroneo del main stream, que nos dicta
qué debemos saber, qué debemos creer, qué debemos pensar...
Fueron las editoriales dominantes las que, al no editar
materiales en lenguas o sobre culturas «minoritarias», me hicieron
notar la tremenda discriminación que aún hoy, en tiempos «de
concordia global», pesa todavía sobre todo lo «diferente». Tales
rasgos del patrimonio cultural humano siguen siendo tratados como
atractivos turísticos, como rarezas, como curiosidades, y como
elementos desechables condenados a la desaparición, por más que
se trate de las últimas facetas que nos separan de convertirnos en
una masa informe de seres totalmente idénticos entre sí.
Fue el cantautor argentino León Gieco, con su tema «Mensajes
del alma», el que me enseñó que «ningún dolor se siente mientras
le toque al vecino». Y con «Aquí, allá, hoy o mañana» me hizo
entender que «al tiempo no hay que darle la oportunidad de que
pase en vano».
Fue fray Cristóbal de las Casas, con su valentía y sus relatos —
tantas veces minimizados o ninguneados por los historiadores que
vinieron luego— el que me hizo saber de los horrores que se
vivieron en las Américas. Su narración de las barbaries cometidas
por los españoles entre los taínos de la isla de Cuba ha sido
331
incorporada al texto como una cita «a la inversa»; en esta
narración, tales barbaries son sufridas por los castellanos.
Fueron el propio Bartolomé de Las Casas (citando los diarios de
Cristóbal Colón) y el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo los
que me contaron sus primeras experiencias con el tabaco.
Fue Ambrose Bierce el que me enseñó, en su «Diccionario del
diablo», lo que significa realmente la palabra «paz».
Fue Charles Darwin, con el relato de su visita a los pueblos
indígenas de Tierra del Fuego (incluido en su «Diario del viaje de
un naturalista alrededor del mundo en el navío de Su Majestad
“Beagle”»), el que inspiró mis «Viajes» de Ahuicyani. No fue el
único viajero que mojó su pluma en hiel a la hora de describir a
otros seres humanos: hay numerosos ejemplos de esa despiadada
«literatura» en las bibliotecas de todo el mundo.
Fueron los cantores y cuenteros populares los que me enseñaron
que, en ocasiones, las verdades que no pueden o no quieren contar
los libros (por ejemplo, los que ciertas editoriales europeas
comercializan en América Latina para que sean usados como textos
obligatorios en las escuelas) casi siempre viajan y se transmiten a
través de la palabra hablada.
Fueron los habitantes de la Sierra Norte de Madrid (también
llamada «Sierra pobre») los que hicieron que me enamorase de las
formas de vida tradicionales de ese rincón del mundo. Y de sus
332
paisajes: el río Lozoya, la villa de Buitrago, el valle de
Bustarviejo...
Fueron los habitantes de Gran Canaria (islas Canarias) los que
me hablaron incansablemente de la historia de sus antepasados
«guanches», los que me llevaron a ver los restos de sus casas, los
que me contaron sus leyendas y compartieron conmigo el puñado
de tradiciones que, a pesar del brutal genocidio y de todos los
siglos de olvido que cayeron sobre ellas, aún se mantienen vivas en
manos de sus herederos.
Y fueron todas las bibliotecas que me esclavizaron
laboralmente cuando era un estudiante de bibliotecología (bajo el
título de «pasante») las que me permitieron saber cómo son las
entrañas de un archivo y me dejaron tomar contacto con tesoros
que, supongo, seguirán pudriéndose hoy en día en el mismo sitio en
el que los dejé la última vez que los vi, llenos de humedad y
gorgojos bajo un cartel que proclamaba «Protejamos nuestro
patrimonio cultural».
Muchísimas gracias a todos ellos por inspirarme; a mi
compañera de camino, Sara Plaza Moreno, por las revisiones,
correcciones, sugerencias e ilustraciones, y por todo su apoyo a lo
largo de estos años de escritura; y a todos los lectores que han
llegado hasta aquí, por su confianza y su fidelidad.
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Hasta siempre.
Edgardo Civallero
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