Lectura La Casa de Muñecas
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La casa de muñecas
Katherine Mansfield
Una vez que la simpática señora Hays estuvo de regreso en la ciudad, tras haber pasado una
temporada con los Burnell, mandó como regalo para las niñas una casa de muñecas: era tan
grande que el carretero y Pat tuvieron que llevarla entre ambos al patio, donde la pusieron
sobre un par de cajones, junto a la puerta de la despensa. No se dañaría pues era verano; y el
olor a pintura quizás ya habría desaparecido cuando tuvieran que ponerla bajo techo. El olor a
pintura que salía de la casita (“¡Pero ¡qué amable de parte de la señora Hays, amable y
generoso!”) era en verdad tan intenso como para enfermar a cualquiera, según la tía Beryl. Se
lo percibía antes incluso de retirar el envoltorio de arpillera, pero una vez que lo sacaron...
La casa de muñecas emergió luciendo un color verde espinaca, oscuro y oleoso, salpicado de
amarillo brillante. Pegadas al techo se erguían dos sólidas y mínimas chimeneas pintadas de
rojo y blanco. La puerta destellaba en su esmalte amarillo como si fuese un caramelo. Cada
una de las cuatro ventanas —auténticas ventanas— estaba dividida en dos hojas de vidrio por
un ancho listón verde. Tenía también un diminuto porche amarillo con goterones de pintura
seca colgando por las orillas del techo. ¡Era una casita perfecta! No importaba nada su olor,
formaba parte de su atractivo, de su novedad.
El pestillo que la mantenía cerrada por un costado estaba pegado por la pintura, pero Pat
raspó con su navaja y la fachada entera giró, abriéndose, con lo cual pudieron ver de repente y
al mismo tiempo la sala, el comedor, la cocina y los dos dormitorios. ¡Así deberían abrirse
todas las casas! ¿Por qué no contemplarlas de esa manera? Resultaba mucho más
emocionante que espiar por las rendijas de una puerta un insignificante vestíbulo con un
perchero y dos paraguas. Así, así es como uno quisiera conocer una casa cuando llama a la
puerta. Acaso es de esa forma como Dios, en mitad de la noche, abre las casas, cuando sale a
hacer sus rondas en compañía de un ángel.
—¡Ooh, ooh! —las niñas Burnell exclamaban a gritos, como si estuvieran al borde de la
desesperación.
Era demasiado, era más maravilloso que lo que nadie pudiera imaginar, era casi excesivo.
Nunca en la vida habían visto algo semejante. Todas las piezas estaban empapeladas; en las
paredes había cuadros, pintados sobre el papel y provistos de marcos dorados. Rojas
alfombras cubrían el piso, excepto en la cocina; las sillas, tapizadas en terciopelo, eran rojas
también en la sala y verdes en el comedor. Había mesas y camas con almohadas y sábanas de
verdad; una cuna, una estufa y una cómoda con su lavatorio y un gran jarro para el agua. Pero
lo que más le gustó a Kezia, lo que le gustaba con locura, era la lamparita en miniatura,
instalada en el centro de la mesa del comedor con su globo de vidrio ambarino, lista para ser
encendida, aunque no se prendía, naturalmente; pero se veía en su interior un líquido aceitoso
como petróleo que se movía al agitarla.
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El papá y la mamá muñecos descansaban echados en la sala, un poco tiesos, como si se
hubieran desmayado; sus dos hijos dormían en el segundo piso y en realidad resultaban algo
grandes para la casa, daban la impresión de no pertenecer a ella. Pero la lamparita era
perfecta. Parecía sonreírle a Kezia diciendo: “Yo soy de aquí”. Esa lámpara era una verdadera
lámpara.
A la mañana siguiente, camino a la escuela, toda rapidez se les hacía poca a las niñas Burnell.
Ardían de impaciencia por contárselo a todas, por dar detalles, en fin, por… por alcanzar a
presumir de su casa de muñecas antes de que tocaran la campana para entrar a clases.
—A mí me corresponde contarlo primero porque soy la mayor —dijo Isabel—. Ustedes dos
pueden agregar después lo que quieran, pero yo hablo primero.
No había nada más que decir. Isabel era mandona y lo peor es que siempre tenía razón. Lottie
y Kezia conocían demasiado bien los derechos que conlleva la primogenitura. Continuaron
andando por el camino, rozando los gruesos ranúnculos de las orillas, sin decir palabra.
—Y yo elegiré a las que irán primero a ver la casa. Mamá me dio permiso.
Porque habían acordado que mientras la casa de muñecas estuviera en el patio, sus
compañeras podrían venir de dos en dos a darle una mirada. Sin quedarse a tomar té, desde
luego, ni trajinar por la casa. Sólo entrarían al patio y se estarían bien quietas mientras Isabel
les fuese indicando los preciosos detalles ante la satisfecha mirada de Lottie y Kezia.
Pero por más rápido que iban, la campana empezó a sonar cuando apenas estaban llegando a
las rejas de madera del patio de los muchachos. Tuvieron el tiempo justo para sacarse los
sombreros y ocupar sus puestos antes de que pasaran lista. No importa. De todos modos,
Isabel se las arregló para llamar la atención dándose importancia y mostrando una actitud
misteriosa, además de susurrar al oído de su vecina, con una mano por delante de la boca:
Cuando el recreo llegó, Isabel se vio asediada. Las niñas de su curso se peleaban por abrazarla
y llevársela a su lado, por aparecer cada una como su amiga predilecta. Toda una corte la
siguió hacia la sombra de los grandes pinos que había a un lado del patio. Riendo,
empujándose unas a otras, se apretujaban en torno a Isabel. Las únicas dos que quedaron
fuera del círculo, las dos que siempre se apartaban, las pequeñas Kelvey; sabían de sobra que
no podían acercarse a las Burnell.
Lo cierto es que esa escuela a la que asistían las niñas Burnell no tenía ni de lejos la calidad que
sus padres hubiesen deseado, de haber podido elegir. No había otra, era la única escuela en
millas a la redonda. Por consiguiente, todos los niños de las cercanías estaban forzosamente
mezclados: las hijas del juez, las del médico, las del almacenero y las del lechero. Sin
mencionar que había otros tantos muchachos ordinarios y mal educados. Pero todo tiene su
límite, y en este caso el límite llegaba hasta las Kelvey. Muchos niños tenían prohibido hablar
con ellas, como por ejemplo las Burnell.
Al cruzarse con las Kelvey, las Burnell erguían orgullosamente la cabeza, y como ellas dictaban
la moda en asuntos de comportamiento, los demás también las evitaban. Hasta la profesora
les dirigía la palabra en un tono de voz especial, sonriendo a los otros niños de un modo
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peculiar cuando Lil Kelvey se le acercaba al escritorio con un manojo de flores espantosamente
vulgares.
Eran hijas de una pequeña lavandera, activa y muy trabajadora, que iba por el día a hacer la
limpieza en diferentes casas. Por sí solo eso ya era más que suficiente. Pero, ¿qué pasaba con
el señor Kelvey? Nadie lo sabía con certeza, aunque todos habían oído decir que estaba en la
cárcel. O sea que las Kelvey eran hijas de una lavandera y de un pillastre. ¡Excelente compañía
para los hijos de los demás! En el aspecto se les notaba lo que eran. Resultaba difícil entender
por qué la señora Kelvey lo hacía tan evidente, vistiendo a sus chicas con retazos que le daban
en las casas donde trabajaba.
Lil, por ejemplo, una niña rechoncha y muy poco agraciada, de grandes pecas en la cara, iba a
la escuela con un vestido hecho de un mantel de sarga verde que perteneció antes a los
Burnell y de mangas en terciopelo rojo que antes fueron una cortina de los Logan. El sombrero
que se plantaba sobre la frente era de persona mayor; había pertenecido a la señorita Lecky, la
del correo; tenía el ala levantada por detrás y una larga pluma roja de adorno. Un completo
adefesio ante el cual nadie dejaba de reírse.
Elsa, su hermana menor, usaba un vestido blanco y largo como un camisón y bototos de niño,
pero usara lo que hubiese sido, de todos modos, se habría visto extraña: parecía tener la
osamenta de un frágil pajarillo, su pelo estaba cortado al rape y sus enormes ojos miraban
gravemente; un pequeño búho pálido. Nadie la había visto nunca sonreír y raramente decía
una palabra. Iba por la vida agarrada de la pollera de Lil. A donde fuera Lil, allá iba la pequeña
Elsa. En el recreo, a través del patio, yendo y viniendo de la escuela, siempre Lil encabezaba la
marcha y Elsa detrás, pegada a sus talones. Si se le antojaba algo o no podía seguirla, daba un
tironcito a la falda de Lil y ésta, deteniéndose, la miraba. Las Kelvey sabían comprenderse
mutuamente.
Nadie podía impedirles escuchar, así que se arrimaron al grupo. Cuando las demás se daban
vuelta para burlarse de ellas, Lil les respondía, como siempre, con una sonrisa tonta y medio
avergonzada. Elsa, en cambio, solamente las miraba.
—Te olvidaste de la lamparita, Isabel. —Ah sí, también hay una lámpara chiquitita, toda de
cristal amarillo con un globo blanco, instalada sobre la mesa del comedor. Es exactamente
igual a una verdadera. —La lamparita es lo mejor de todo —insistió Kezia, considerando que
Isabel no la destacaba lo suficiente. Pero nadie le puso atención. Isabel estaba ya escogiendo a
las dos primeras que esa misma tarde irían con ellas a ver la casa de muñecas. Se decidió por
Emmie Cole y Lena Logan. Cuando las demás comprendieron que tendrían la misma
oportunidad, no sabían cómo demostrarle a Isabel su simpatía. Una por una la tomaban de la
cintura para dar una vuelta con ella, y todas tenían algo que decirle en secreto. “Isabel es mi
amiga”.
Las pequeñas Kelvey, ignoradas por las demás, se alejaron. No quedaba nada más que
escuchar.
Pasaron los días y cuanto mayor era el número de niñas que había contemplado la casa de
muñecas, mayor era su fama, que se esparció hasta transformarse en el tema de moda. Todas
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se preguntaban lo mismo: “¿Viste la casa de muñecas de las Burnell? ¿Es maravillosa, verdad?
¿No la has visto...? Ay, pero qué lástima...”
Hablaban de ella incluso a la hora de almuerzo, cuando se sentaban bajo los pinos a comer sus
contundentes emparedados de carne de cordero y sus gruesas rebanadas de pan con
mantequilla. Las Kelvey se acercaban hasta donde les era posible, la pequeña Elsa arrimada a
Lil, y atendían las conversaciones mientras masticaban el pan con mermelada que extraían de
grandes hojas de periódico manchadas de rojo.
—suplicaba Kezia.
Llegó al fin el momento en que todas habían visto la casita, menos ellas. Ese día el tema
empezó a decaer. A la hora de almuerzo las niñas se reunieron bajo los pinos, como de
costumbre, y de pronto, al ver a las Kelvey comiendo lo que sacaban de sus envoltorios,
aisladas como siempre, atentas a sus conversaciones, les vino una especie de necesidad de
hacerles daño, de cometer con ellas una crueldad. Partió Emmie Cole:
—exclamó Isabel Burnell y guiñó un ojo a Emmie. Emmie a su vez carraspeó de la manera más
expresiva y movió la cabeza como había visto hacer a su madre en ocasiones parecidas.
—¡Mírenme! ¡Miren para acá! ¡Vean lo que voy a hacer! —gritó. Y deslizándose,
escurriéndose, arrastrando un pie, con gestos y risas que escondía con la mano, Lena se acercó
a las Kelvey.
Lil levantó los ojos del papel de su almuerzo y envolvió los restos apresuradamente; Elsa dejó
de masticar. ¿Qué iba a suceder?
—¿No es cierto, Lil, que cuando seas grande vas a ser una sirvienta? —chilló Lena.
Se produjo un silencio mortal. Pero en vez de contestar, Lil sólo sonrió con una de sus tontas y
avergonzadas sonrisas. Parecía no haberle dado ninguna importancia a la pregunta. ¡Qué
plancha para Lena! Las niñas comenzaron a reírse entre dientes y Lena no pudo soportarlo. Se
puso las manos en las caderas y lanzó con voz silbante y despiadada:
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—¡Sí, tu padre está en la cárcel!
Era algo tan increíble que alguien hubiera pronunciado semejantes palabras, que las niñas se
echaron a correr todas al mismo tiempo, exaltadas al máximo, con una especie de loca alegría.
Una encontró una larga cuerda y se pusieron a saltar. Nunca saltaron tan alto ni corrieron tan
rápido ni tampoco hicieron cosas tan atrevidas como esa mañana.
A la tarde vino Pat a buscar en el coche a las Burnell para llevarlas a casa. Había visitas. Y como
a Isabel y a Lottie les encantaban las visitas, subieron corriendo al dormitorio para cambiarse
los delantales; pero Kezia salió de la casa a escondidas. No había nadie afuera; empezó
balancearse en las grandes puertas blancas del patio y después de permanecer mirando el
camino durante un rato, vio aparecer dos puntitos a lo lejos. Iban aumentando de tamaño a
medida que se acercaban, hasta que pudo distinguir uno adelante y el otro pegado atrás.
Comprendió que eran las Kelvey. Dejó de columpiarse y se bajó de la puerta como si fuera a
echarse a correr; pero se detuvo enseguida, dudando. Las Kelvey estaban más cerca ya y sus
sombras caminaban tras ellas, largas sombras que se estiraban por el camino y tocaban con las
cabezas los ranúnculos de la orilla. Kezia se encaramó de nuevo a la puerta. Acaba de tomar
una decisión. Dándose impulso hacia afuera, saludó a las Kelvey al momento que pasaban.
—Hola.
Quedaron tan sorprendidas que se detuvieron. Lil dibujó su sonrisa tonta y Elsa abrió aún más
los ojos.
—Pueden pasar a ver la casa de muñecas, si quieren —dijo Kezia, que arrastraba la punta de
un pie por el suelo. Lil se puso colorada y negó enfáticamente con la cabeza.
—Tu mamá le dijo a mi mamá que no quiere que hablen con nosotras.
—Ah, bueno... —murmuró Kezia, sin saber qué contestar a eso—. Pero no importa. De todos
modos, pueden entrar y ver la casa de muñecas. Vengan, no hay nadie.
Lil sintió de pronto unos tironcitos en la falda y miró hacia atrás. Los grandes e implorantes
ojos de Elsa la observaban, el ceño fruncido. Quería entrar. Por un instante Lil vaciló,
mirándola. Elsa le dio otro tirón y entonces Lil se puso en marcha hacia adentro. Kezia les
indicó el camino y ellas la siguieron a través del patio como dos gatitos perdidos hasta el lugar
donde se hallaba la casa de muñecas.
Hubo una pausa. La respiración del Lil se hizo tan rápida que casi resoplaba, y Elsa se había
quedado inmóvil como una piedra.
—¡Kezia!
—¡Kezia!
Era la voz de la tía Beryl. Se volvieron hacia la puerta de servicio: tía Beryl las miraba como si
no pudiera creer lo que veía.
—¿Cómo te has atrevido a meter a las Kelvey en el patio? —preguntó con voz gélida y furiosa
—. Sabes muy bien que no debes hablar con ellas. ¡Fuera, niñas, salgan de aquí
inmediatamente, y no vuelvan más!
No había necesidad de que se lo repitieran. Rojas de vergüenza, muy apretadas la una contra
la otra, Lil a tropezones igual que su madre y Elsa medio aturdida, cruzaron el patio sin saber
cómo y se escurrieron por el blanco portón.
—Niña mala, y desobediente —reprendió la tía Beryl severamente, cerrando de golpe la casa
de muñecas.
Había tenido una tarde espantosa. Acababa de llegarle una carta de Willy Brent, amenazante y
aterradora, en la que le advertía que, si no iba a la cita en la arboleda Pulman, se presentaría él
mismo en la puerta de su casa para saber por qué no había ido. Pero al espantar a ese par de
ratitas y dar a Kezia un buen reto, sintió que se quitaba un peso del corazón; aquella opresión
horrible había desaparecido y entró a la casa canturreando.
Una vez que las Kelvey estuvieron suficientemente seguras de que los Burnell no las veían, se
sentaron a descansar sobre uno de los enormes tubos rojizos de desagüe que había a un lado
del camino. A Lil las mejillas aún le ardían. Se quitó el sombrero con la pluma y lo puso en sus
rodillas. Las dos miraban con ojos de ensueño más allá de los potreros de alfalfa y del arroyo,
hacia las zarzas donde las vacas de los Logan esperaban la hora de la ordeña. ¿Qué sería lo que
estaban pensando?
—Vi la lamparita.