Las Sirenas de Titan
Las Sirenas de Titan
Las Sirenas de Titan
DEDICATORIA:
A Alex Vonnegut, agente especial, con afecto.
Ahora todos saben cómo encontrar el sentido de la vida dentro de uno mismo.
Pero la humanidad no siempre fue tan afortunada. Hace menos de un siglo los hombres y
las mujeres no tenían fácil acceso a las cajas de rompecabezas que llevan dentro.
No podían nombrar siquiera uno de los cincuenta y tres portales del alma.
Las religiones de pacotilla eran el gran negocio.
La humanidad, ignorante de las verdades que yacen dentro de cada ser humano, miraba
hacia afuera, pujaba siempre hacia afuera. En su impulso hacia afuera la humanidad confiaba
en llegar a saber quién era el responsable de toda la creación y en qué consistía toda la
creación.
La humanidad lanzaba sus agentes de avanzada hacia afuera, hacia afuera. En el momento
preciso los lanzó al espacio, al incoloro, insípido, ingrávido mar de la exterioridad sin fin. Los
lanzó como piedras.
Esos desdichados agentes encontraron lo que ya habían encontrado abundantemente en la
Tierra: una pesadilla sin fin, falta de sentido. Los dones del espacio, de la infinita
exterioridad, eran tres: heroísmo vacío, comedia barata y muerte fútil.
La exterioridad perdió, por fin, sus imaginarios atractivos.
Sólo quedaba por explorar la interioridad.
Sólo el alma humana seguía siendo terra incógnita.
Este fue el comienzo de la virtud y la sabiduría.
¿Cómo eran las gentes en los viejos tiempos, con sus almas todavía inexploradas?
La siguiente es una verdadera historia de la Época de la Pesadilla, comprendida, año más,
año menos, entre la Segunda Guerra Mundial y la Tercera Gran Depresión.
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Las materializaciones se habían producido durante nueve años, una cada cincuenta y nueve
días. Los hombres más doctos y valiosos del mundo habían suplicado conmovedoramente por
el privilegio de ver una materialización. Cualquiera que fuese la forma de sus peticiones, la
respuesta era tajante. La negativa era siempre la misma, de puño y letra de la secretaria social
de Mrs. Rumfoord.
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La multitud había sido engañada para apartarla de la propiedad a fin de que pudiera llegar
sin inconvenientes hasta la puertecita de hierro de la pared occidental una limousine alquilada.
De la limousine salió un hombre delgado, vestido como un dandy eduardiano, que mostró un
papel al policía guardián de la entrada. Estaba disfrazado con una barba postiza y anteojos
oscuros.
El policía asintió con un gesto y el hombre abrió la puerta con una llave que sacó del
bolsillo. Se precipitó adentro y cerró tras de sí con un portazo. La limousine se fue.
¡Cuidado con el perro!, decía un cartel sobre la puertecita de hierro. Los resplandores del
atardecer de verano temblaron entre los filos y las puntas de vidrio roto incrustadas en el
cemento, en lo alto de la pared. El hombre que había entrado era la primera persona invitada
por Mrs. Rumfoord a una materialización. No era un gran hombre de ciencia. Ni siquiera era
un hombre educado. Había sido expulsado de la Universidad de Virginia al promediar su
primer año de estudios. Era Malachi Constant, de Hollywood, California, el más rico de los
norteamericanos y famoso libertino.
¡Cuidado con el perro!, decía el cartel por fuera de la puertecita de hierro. Pero del lado de
adentro sólo había el esqueleto de un perro. Llevaba un collar erizado de púas y encadenado a
la pared. Era el esqueleto de un perro muy grande, un mastín. Los largos dientes encajaban
como en un engranaje. El cráneo y las mandíbulas formaban una máquina, astutamente
articulada e inocua, de desgarrar carne. Las mandíbulas se cerraban con un chasquido. Aquí
habían estado los ojos brillantes, allí las agudas orejas, allá el suspicaz hocico, aquí el cerebro
del carnívoro. Cuerdas de músculos, enganchados aquí y allá, juntaban los dientes a través de
la carne con un chasquido.
El esqueleto era simbólico, como un pretexto, un tema de conversación propuesto por una
mujer que no hablaba con casi nadie. Allí, junto a la pared, no había muerto ningún perro en
su puesto. Mrs. Rumfoord había comprado los huesos a un veterinario, los había mandado
blanquear y barnizar y los había hecho armar con alambres. El esqueleto era uno de los
muchos comentarios amargos y oscuros de Mrs. Rumfoord sobre las bromas pesadas que el
tiempo y su marido le habían jugado.
Mrs. Winston Niles Rumfoord tenía diecisiete millones de dólares. Mrs. Winston Niles
Rumfoord ocupaba la posición social más alta que se pudiera tener en los Estados Unidos de
Norteamérica. Mrs. Winston Niles Rumfoord era sana y bella, y además talentosa. Tenía
talento de poeta. Había publicado anónimamente un delgado volumen de poemas titulado
Entre Tímido y Tombuctu. El libro había recibido una discreta acogida.
El título derivaba del hecho de que, en inglés, todas las palabras entre timid (tímido) y
Timbuktu (Tombuctu) en los diccionarios abreviados, se relacionan con el tiempo (time).
Pero a pesar de estar tan bien dotada, Mrs. Rumfoord hacía cosas turbias como encadenar
el esqueleto de un perro a la pared, tapiar los portones de la propiedad, permitir que los
famosos y convencionales jardines se convirtieran en una selva de New England. Moraleja: El
dinero, la posición, la salud, la belleza y el talento no son nada.
Malachi Constant, el más rico de los norteamericanos, cerró tras de sí la puerta de Alicia en
el País de las Maravillas. Colgó los anteojos oscuros y la barba postiza en la hiedra de la
pared. Dejó atrás vivamente el esqueleto del perro, mirando al mismo tiempo su reloj que
funcionaba con energía solar. Dentro de siete minutos, un mastín viviente llamado Kazak se
materializaría y andaría vagando por allí.
«Kazak muerde», había dicho Mrs. Rumfoord en su invitación, «le ruego que sea puntual».
Constant sonrió al recordar la advertencia de que fuera puntual. Ser puntual significaba
existir como un punto, significaba tanto eso como llegar a un lugar a tiempo. Constant existía
como un punto, no podía imaginar cómo sería existir de otro modo.
Esa era una de las cosas que iba a descubrir: cómo era existir de alguna otra manera. El
marido de Mrs. Rumfoord existía de otra manera.
Winston Niles Rumfoord había conducido su nave espacial privada hasta el corazón de un
infundibulum crono-sinclástico inexplorado, situado dos días más allá de Marte. Sólo un perro
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La llave de la puerta de Alicia en el País de las Maravillas había llegado junto con la
invitación. Malachi Constant la deslizó en el bolsillo forrado de piel de su pantalón y siguió el
único sendero que se abría delante de él. Caminó en una sombra profunda, pero los rayos
descendentes del ocaso ponían en las cimas de los árboles una luz como la de Maxfield
Parrish.
Constant jugueteaba con la invitación a medida que iba avanzando, a la espera de que se la
pidiesen en cada vuelta. La tinta de la invitación era violeta. Mrs. Rumfoord tenía sólo treinta
y cuatro años, pero escribía como una anciana, con una mano nudosa como un garfio.
Detestaba francamente a Constant, a quien nunca había visto. El tono de la invitación era
reticente, es lo menos que se podía decir, y como escrita en un pañuelo sucio.
«Durante su última materialización», decía la tarjeta, «mi marido insistió en que usted
estuviese presente en la próxima. No pude disuadirlo de ello, a pesar de los muchos y
manifiestos inconvenientes de la cosa. Insiste en que lo conoce bien a usted, pues lo ha
encontrado en Titán que, por lo que he podido entender, es una luna del planeta Saturno».
Apenas había una frase en la invitación donde no figurara el verbo insistir. El marido de
Mrs. Rumfoord había insistido en que ella hiciera algo con lo cual estaba en absoluto
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desacuerdo, y ella a su vez insistía en que Malachi Constant se comportara lo mejor que
pudiese, como el caballero que no era.
Malachi Constant nunca había estado en Titán. Que él supiera, jamás había salido de la
envoltura gaseosa de su planeta natal, la Tierra. Al parecer iba a enterarse de que no era así.
Las vueltas del sendero eran muchas y la visibilidad escasa, Constant avanzaba por un
caminito verde y húmedo del ancho de una cortadora de césped, que era en realidad la huella
dejada por la cortadora. A los dos lados se levantaban las verdes paredes de la selva en que se
habían convertido los jardines.
La huella de la cortadora orilló una fuente seca. El hombre que manejaba la cortadora
había mostrado su imaginación en ese punto, bifurcando el sendero. Constant podía elegir el
lado de la fuente por el que prefiriera pasar. Se detuvo en la bifurcación, miró hacia arriba. La
fuente misma era de una imaginación maravillosa: un cono formado por varios tazones de
piedra de diámetros decrecientes. Los tazones formaban argollas alrededor de un tubo
cilíndrico de unos doce metros de alto.
En un arranque, Constant no eligió ni una ni la otra rama de la bifurcación, sino que se
trepó a la fuente. Subió de un tazón a otro con intención de ver desde lo alto adonde había
llegado y hacia dónde iba. Desde la cúspide, en el tazón más pequeño de la fuente barroca, los
pies entre ruinas de nidos de pájaros, Malachi Constant echó una mirada a la propiedad y a
una gran parte de Newport y de Narragansett Bay. Tendió el reloj hacia la luz del sol, a fin de
que bebiera el elemento que era para los relojes solares lo que el dinero para los hombres de la
Tierra.
La fresca brisa marina desordenaba el pelo renegrido de Constant. Era un hombre bien
plantado, quizá un poco pesado, moreno, de labios de poeta, suaves ojos castaños sombreados
por un entrecejo como el del hombre de Cromagnón. Tenía treinta y un años, y tres mil
millones de dólares, en gran parte heredados. Su nombre significaba mensajero fiel.
Especulaba sobre todo con acciones de sociedades comerciales.
En las depresiones que siempre sufría después del alcohol, las drogas y las mujeres,
Constant deseaba una sola cosa, un solo mensaje que tuviera suficiente dignidad e
importancia como para transmitirlo humildemente.
El lema del escudo de armas que Constant se había dibujado decía simplemente: El
mensajero espera.
Probablemente Constant pensaba en un mensaje divino, de primera clase, a alguien
igualmente distinguido.
Constant miró una vez más su reloj solar. Tenía dos minutos para bajar y llegar a la casa,
dos minutos antes que Kazak se materializara y buscase a forasteros para morderlos. Constant
se rió para sí pensando en lo encantada que estaría Mrs. Rumfoord si ese ordinario, ese
advenedizo de Mr. Constant, de Hollywood, se pasaba toda la visita encaramado en la fuente,
acosado por un perro de raza. Mrs. Rumfoord podría incluso hacer funcionar la fuente.
Era posible que estuviese observando a Constant. La mansión estaba a un minuto de
marcha de la fuente, instalada fuera de la selva, junto a una picada tres veces más ancha que el
sendero.
La mansión de Rumfoord era de mármol, una reproducción ampliada de la sala de fiestas
del Whitehall Palace, de Londres. Como casi todas las mansiones verdaderamente
importantes de Newport, era una parienta colateral de las oficinas de correos y de los
tribunales federales del estado.
La mansión de Rumfoord era una muestra tremendamente cómica del concepto de «Gente
de Pro». Era seguramente uno de los ensayos más importantes sobre densidad efectuados
desde la Gran Pirámide de Khufu. En cierto modo era un ensayo más afortunado de
permanencia que la Gran Pirámide, que se afilaba hasta anularse a medida que subía al cielo.
En la mansión de Rumfoord nada disminuía a medida que subía al cielo. Invertida, hubiera
tenido exactamente el mismo aspecto.
La densidad y permanencia de la casa era una variante irónica del hecho de que quien fuera
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amo de la casa, no tenía más sustancia que un rayo de luna, salvo durante una hora cada
cincuenta y nueve días.
Constant bajó de la fuente, haciendo pie en el borde de los tazones cada vez más grandes.
Cuando llegó abajo, deseó con intensidad que funcionara la fuente. Pensó en la multitud
reunida afuera, que también disfrutaría viéndola funcionar. Le encantaría ver cómo el tazón
más chiquito de la punta misma se desbordaba en el tazoncito siguiente... y cómo el tazoncito
siguiente se desbordaba en el tazoncito siguiente... y el siguiente tazoncito se desbordaba en el
siguiente, y así sucesivamente, en una rapsodia en que cada tazón se desbordaba cantando su
propia y alegre canción acuática. Y bostezando debajo de aquellos tazones estaba la boca
abierta del más grande de todos... una especie de Belcebú, reseco e insaciable... esperando,
esperando, esperando esa primera, dulce gota.
Constant se extasiaba imaginando la fuente en funcionamiento. La fuente era como una
alucinación y las alucinaciones, por lo general provocadas por la droga, eran casi lo único
capaz de sorprender y entretener a Constant.
El tiempo pasaba rápidamente. Constant no se movía.
En algún lugar de la propiedad ladró un mastín. El ladrido sonó como los golpes de un
mazo en un gran gong de bronce.
Constant despertó de su contemplación de la fuente. El mastín no podía ser sino Kazak, el
sabueso del espacio. Kazak se había materializado. Kazak olía la sangre de un advenedizo.
Corrió la distancia que había hasta la casa. Un viejo mayordomo de calzón corto abrió la
puerta a Malachi Constant, de Hollywood. Lloraba de alegría. Señalaba una habitación que
Constant no podía ver. Trataba de describir lo que lo hacía feliz y le provocaba lágrimas. No
podía hablar. Tenía la mandíbula paralizada y lo único que pudo decir a Constant fue:
—«Golpe, golpe... golpe, golpe, golpe».
En el piso del vestíbulo el mosaico dibujaba un zodíaco alrededor de un sol de oro.
Winston Niles Rumfoord, que se había materializado sólo un minuto antes, apareció en el
vestíbulo y se paró sobre el sol. Era mucho más alto y pesado que Malachi Constant, y la
primera persona ante la cual éste pensó que podía haber alguien superior a él. Winston Niles
Rumfoord extendió su pesada mano, saludó a Constant con familiaridad, cantando casi sus
palabras con timbre de tenor escocés.
—Encantado, encantado, encantado, Mr. Constant —dijo Rumfoord—. Muy amable de su
parte haber venido.
—El gusto es mío —dijo Constant.
—Me han dicho que usted es posiblemente el hombre más afortunado del mundo.
—Quizá hayan exagerado un poco —dijo Constant.
—Usted no va a negar que ha tenido una suerte fantástica en los negocios —dijo
Rumfoord.
Constant sacudió la cabeza.
—No, sería difícil negarlo.
—¿Y a qué atribuye su maravillosa suerte? —dijo Rumfoord.
Constant se encogió de hombros.
—¿Quién puede saberlo? —dijo—. Supongo que hay alguien allá arriba a quien le gusto.
Rumfoord miró al cielo raso.
—Una idea encantadora, la de que hay alguien allá arriba a quien usted le gusta.
Constant que cambiaba un apretón de manos con Rumfoord mientras hablaban, pensó que
la suya era de pronto pequeña y como una garra.
La palma de Rumfoord era callosa pero no córnea como la de un hombre condenado a un
solo oficio durante toda su vida. Los callos eran todos uniformes, provocados por las mil
labores felices de una clase activamente ociosa.
Por un momento Constant olvidó que el hombre cuya mano estrechaba era simplemente un
aspecto, un nudo de un fenómeno ondulatorio que se extendía desde el Sol a Betelgeuse. El
apretón de manos recordó a Constant lo que estaba tocando, pues sintió en la suya el
hormigueo ligero pero inconfundible de una corriente eléctrica.
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Constant no se había dejado intimidar por el tono con que Mrs. Rumfoord lo había invitado
a la materialización. Constant era un hombre y Mrs. Rumfoord una mujer, y Constant
imaginaba que ya tendría manera de demostrar su indiscutible superioridad.
Winston Niles Rumfoord era otra cosa, moralmente, espacialmente, socialmente,
sexualmente y eléctricamente hablando. La sonrisa y el apretón de manos de Winston Niles
Rumfoord desmontaban la alta opinión que Constant tenía de sí mismo, como los peones de
un parque de diversiones desmontan la rueda de la «Vuelta al Mundo».
Constant, que había ofrecido sus servicios a Dios como mensajero, estaba aterrado ahora
por la discretísima grandeza de Rumfoord. Constant hurgaba en su memoria buscando
pruebas pasadas de su propia grandeza. Hurgaba en su memoria como un ladrón en la billetera
de otro hombre. Constant encontró su memoria atiborrada de instantáneas ajadas,
sobreexpuestas, de todas las mujeres que había poseído, de ridículas credenciales probatorias
de que era dueño de empresas aún más ridículas, de certificados que le atribuían virtudes y
poderes que sólo pueden tener tres mil millones de dólares. Había incluso una medalla de
plata con cinta roja, otorgada a Constant por haberse clasificado segundo en el torneo interno
de salto en alto y en largo, de la Universidad de Virginia.
Rumfoord seguía sonriendo.
Para seguir con la analogía del ladrón que pasa a otra billetera, Constant desgarró las
costuras de su memoria, en la esperanza de encontrar un compartimiento secreto donde
hubiera algo de valor. No había compartimiento secreto, no había nada de valor. Todo lo que
le quedaba era la cascara de su memoria, pedazos descosidos, lacios.
El viejo mayordomo miraba con adoración a Rumfoord, y siguió haciendo contorsiones de
adulación como una vieja horrible que posara para un cuadro de la Madonna.
—El amo... —balaba—, el joven amo.
—Puedo leer su pensamiento, ¿sabe? —dijo Rumfoord.
—¿Ah, sí? —dijo Constant humildemente.
—Es lo más fácil del mundo —dijo Rumfoord. Le centelleaban los ojos—. Usted no es un
mal tipo, sabe —dijo—, sobre todo cuando se olvida de quién es. —Le tocó ligeramente el
brazo. Era un gesto de político, el vulgar gesto público de un hombre que en privado, entre los
suyos, haría lo indecible por no tocar a nadie.
—Si para usted es tan importante, en esta etapa de nuestra relación, sentirse de algún modo
superior a mí —dijo en tono amable—, piense en esto: Usted puede reproducirse, yo no.
Volvió su ancha espalda a Constant y echó a andar a través de una serie de vastos
aposentos.
Se detuvo en uno, insistió en que Constant admirara un enorme óleo, la figura una niña que
tenía las riendas de un pony inmaculadamente blanco. La niña llevaba un sombrero blanco, un
vestido blanco y almidonado, guantes blancos, calcetines blancos y zapatos blancos.
Era la niña más limpia, más helada que Malachi Constant hubiera visto jamás. Su
expresión era extraña, y Constant decidió que estaba preocupada por la idea de mancharse
aunque sólo fuera un poquito.
—Lindo cuadro —dijo Constant.
—No estaría mal que se cayera en un charco de barro, ¿verdad? —dijo Rumfoord.
Constant sonrió inseguro.
—Mi mujer cuando niña —dijo Rumfoord bruscamente, y salió de la habitación.
Avanzó por un corredor trasero hasta un cuartito minúsculo, apenas más grande que un
gran armario para escobas. Tenía aproximadamente tres metros de largo, un metro ochenta de
ancho y un techo, como el resto de las habitaciones de la casa, de seis metros de alto. El
cuarto era como una chimenea. Había allí dos sillas de brazos altos.
—Un accidente arquitectónico —dijo Rumfoord cerrando la puerta y mirando el cielo raso.
—¿Cómo dijo? —preguntó Constant.
—Este cuarto —dijo Rumfoord, y blandamente trazó con la mano derecha el signo mágico
de una escalera de caracol—, es una de las pocas cosas que he deseado con toda mi alma
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Al oír de boca de Rumfoord que en Marte lo casarían con Mrs. Rumfoord, Constant apartó
la mirada y la dirigió al museo de vestigios. Tenía las manos muy apretadas.
Carraspeó varias veces. Después silbó despacito entre la lengua y el paladar. En general se
comportaba como un nombre a la espera de que se le pase un dolor terrible. Cerró los ojos y
aspiró aire entre los dientes.
—Vaya, Mr. Rumfoord —dijo suavemente—. ¿Marte?
—Marte —dijo Rumfoord—. Desde luego, no es su último destino, ni tampoco Mercurio.
—¿Mercurio? —dijo Constant. Convirtió ese nombre encantador en un graznido sin gracia.
—Su destino es Titán —dijo Rumfoord—, pero visitará Marte, Mercurio y otra vez la
Tierra antes de llegar allá.
Es esencial saber en qué punto se hallaba la exploración exacta del espacio cuando Malachi
Constant recibió la noticia de sus futuras visitas a Marte, Mercurio, la Tierra y Titán. La
actitud de la Tierra con respecto a la exploración espacial era muy parecida a la actitud de
Europa respecto a la exploración del Atlántico antes de los viajes de Cristóbal Colón.
Pero con estas importantes diferencias: los monstruos existentes entre los exploradores del
espacio y sus metas no eran imaginarios, sino numerosos, horribles, variados y
uniformemente cataclísmicos; el costo de una expedición, por pequeña que fuese, bastaba
para arruinar a la mayoría de las naciones, y era virtualmente cierto que ninguna expedición
podía aumentar la riqueza de sus patrocinadores.
En una palabra, el más pedestre sentido común y las mejores informaciones científicas
indicaban que no había nada bueno que decir de la exploración del espacio.
Hacía mucho que había pasado la época en que cada país podía alcanzar más gloria que los
otros lanzando a la nada algún objeto pesado. La Galactic Spacecraft, sociedad dirigida por
Malachi Constant, había recibido el último pedido de uno de esos artefactos espectaculares,
un cohete de 90 metros de largo por 10 de diámetro. Había sido construido, pero la orden de
lanzamiento nunca había llegado.
La nave tenía el sencillo nombre de La Ballena, y contaba con instalaciones para cinco
pasajeros.
La interrupción tan brusca de las actividades había sido determinada por el descubrimiento
de los infundibula crono-sinclásticos. El descubrimiento se había hecho por vía matemática, a
partir de los extraños esquemas de vuelo, de las naves sin hombres, enviadas, al parecer,
anticipadamente.
El descubrimiento de los infundibula crono-sinclásticos, en efecto, planteó a la humanidad
la siguiente pregunta: «¿Qué nos hace pensar que vamos a alguna parte?»
Era una situación hecha de medida para los predicadores fundamentalistas
norteamericanos. Fueron más rápidos que los filósofos, los historiadores o quienquiera que
fuese, en decir cosas sensatas sobre la truncada Era Espacial. Dos horas antes de que se
cancelara indefinidamente el lanzamiento de La Ballena, el Reverendo Bobby Dentón
clamaba en la Cruzada de Amor emprendida en Wheeling West, Virginia:
«Y descendió el Señor para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres.
Y dijo el Señor: He aquí, el pueblo es uno y todos estos tienen un lenguaje: y han comenzado
a obrar, y nada les retraerá ahora de lo que han pensado hacer. Ahora, pues, descendamos y
confundamos allí sus lenguas, para que ninguno entienda el habla de su compañero. Así los
esparció el Señor desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por
esto fue llamado el nombre de ella Babel, porque allí confundió el Señor el lenguaje de toda la
tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra».
Bobby Dentón echó a su audiencia una brillante mirada de amor, y procedió a asarla en los
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el Sol y Betelgeuse se sentaría a llorar con sólo que una de ellas le dijera simplemente ¿qué
tal?
Sacó la billetera y de ella la fotografía de su conquista más reciente. No había nada que
hacerle: la muchacha de la fotografía era de una belleza pasmosa. Era Miss Zona del Canal,
candidata al título de Miss Universo y en realidad mucho más hermosa que la ganadora del
concurso. Su belleza había asustado a los jueces.
Constant le tendió a Rumfoord la fotografía.
—¿Tienen algo así en Titán? —preguntó.
Rumfoord estudió la foto respetuosamente y se la tendió de vuelta.
—No —dijo—, no hay nada así en Titán.
—Okey —dijo Constant, sintiéndose de nuevo mucho más dueño de su destino—, clima,
hermosas mujeres, ¿qué más?
—Nada más —dijo Rumfoord mansamente. Se encogió de hombros—. Ah, obras de arte,
si el arte le interesa.
—He reunido la colección privada más grande del mundo —dijo Constant.
Constant había heredado su famosa colección de obras de arte. La había formado su padre,
o más bien los agentes de su padre. Estaba dispersa en museos de todo el mundo, donde en
cada pieza aparecía la indicación de que era parte de la Colección Constant. La colección se
había formado y después exhibido de esta manera por recomendación del Director de
Relaciones Públicas de Magnum Opus, Incorporated, la sociedad cuyo único objeto era
administrar los negocios de Constant.
El propósito de la colección había sido demostrar cuan generosos, útiles y sensibles podían
ser los multimillonarios. Por lo demás, había resultado una inversión absolutamente
magnífica.
—Con eso el asunto arte queda liquidado —dijo Rumfoord.
Constant estaba por guardar la foto de Miss Zona del Canal en su billetera, cuando se dio
cuenta de que no era una fotografía sino dos. Había otra detrás de la de Miss Zona del Canal.
Supuso que era la foto de la predecesora, y pensó que también la podía mostrar a Mr.
Rumfoord, mostrarle el celestial pimpollo que le había sido dado alcanzar.
—Aquí... aquí hay otra —dijo Constant tendiendo la segunda foto a Rumfoord.
Rumfoord no hizo un movimiento para tomarla. Ni siquiera se molestó en mirarla. En
cambio miró a Constant a los ojos y le sonrió burlón. Constant miró la fotografía que había
sido ignorada.
Descubrió que no era la de la predecesora de Miss Zona del Canal. Era una fotografía que
Rumfoord le había deslizado. No era una foto ordinaria, aunque la superficie fuera brillante y
los bordes blancos.
En el interior de los bordes se extendían trémulas profundidades. El efecto era semejante al
de un vidrio rectangular en la superficie de una clara, honda bahía de coral. En el fondo de esa
aparente bahía de coral había tres mujeres, una blanca, una dorada y una morena. Miraban a
Constant suplicándole que acudiera, que se uniese a ellas en el amor.
Comparadas con Miss Zona del Canal, su belleza era como el esplendor del Sol comparado
con el de una luciérnaga.
Constant se hundió de nuevo en una silla. Tenía que apartar la mirada de toda esa belleza si
no quería deshacerse en lágrimas.
—Puede guardar la foto, si quiere —dijo Rumfoord—. Es de tamaño de bolsillo.
A Constant no se le ocurrió nada que decir.
—Mi mujer todavía estará con usted cuando llegue a Titán —dijo Rumfoord—, pero no se
entrometerá si usted quiere retozar con esas tres señoras. Su hijo también estará con usted
pero será tan liberal como Beatrice.
—¿Mi hijo? —dijo Constant. No tenía ningún hijo.
—Sí, un lindo muchacho llamado Crono —dijo Rumfoord.
—¿Crono? —dijo Constant.
—Un nombre marciano —explicó Rumfoord—. Ha nacido en Marte, de usted y Beatrice.
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2 - El tren fantasma
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Después Mercurio.
Después la Tierra de nuevo.
Después Titán.
Como el itinerario terminaba en Titán, era de suponer que allí moriría Constant. ¡Moriría
allí!
¿Por qué a Rumfoord eso lo ponía tan contento?
Constant arrastró los pies hasta el helicóptero, hizo tambalear el gran pájaro destartalado
cuando se trepó a su interior.
—¿Es usted Rowley? —dijo el piloto.
—Así es —respondió Constant.
—Nombre raro el suyo, Mr. Rowley —dijo el piloto.
—¿Cómo dice? —preguntó Constant nauseoso. Estaba mirando a través del techo de
plástico de la cabina del piloto, hacia el cielo de la tarde. Se preguntaba si habría ojos allá
arriba, ojos que vieran todo lo que él hacía. Y si había ojos allá arriba, y querían que hiciera
ciertas cosas, que fuera a ciertos lugares, ¿cómo lo conseguían?
¡Dios, pero allá arriba todo parecía transparente y frío!
—Dije que usted tiene un nombre raro —repitió el piloto.
—¿Qué nombre? —dijo Constant, olvidado del nombre disparatado que había elegido para
disfrazarse.
—Jonah —dijo el piloto.
Cincuenta y nueve días más tarde, Winston Niles Rumfoord y su leal perro Kazak se
materializaron de nuevo. Habían ocurrido muchas cosas desde la última visita.
En primer lugar, Malachi Constant había vendido todas sus acciones en la Galactic
Spacecraft, la compañía que tenía en custodia la gran nave espacial llamada La Ballena. Lo
había hecho para destruir toda conexión entre su persona y el único medio conocido de llegar
a Marte. Había colocado el producto de la venta en la Moon Mist Tobacco.
En segundo lugar, Beatrice Rumfoord había liquidado sus diversos títulos, invirtiendo el
producto en acciones de la Galactic Spacecraft, con intención de llevar la voz cantante cuando
se tratara de hacer algo con La Ballena.
En tercer lugar, Malachi Constant se había propuesto escribir a Beatrice Rumfoord cartas
ofensivas, para tenerla alejada, para llegar a serle absoluta y permanentemente intolerable.
Leer una de esas cartas equivalía a leerlas todas. La más reciente, escrita en papel de la
Magnum Opus, Inc., sociedad cuyo único objeto era administrar los asuntos financieros de
Malachi Constant, decía:
¡Te saludo desde la soleada California, Nena del Espacio! Hurra, me relamo
anticipadamente pensando en la juerga que me voy a correr con una dama de primera como
tú bajo las lunas gemelas de Marte. Eres la única dama que conozco y estoy seguro de que
eres imbatible. Amor y besos para una iniciadora. Mal.
En cuarto lugar, Beatrice había comprado una cápsula de cianuro, más eficaz, seguramente,
que el áspid de Cleopatra. Era su intención tragarla en caso de que tuviera que compartir
siquiera la misma zona temporal que Malachi Constant.
En quinto lugar, la bolsa de acciones había sufrido un colapso, barriendo con Beatrice
Rumfoord, entre otros. Beatrice había comprado acciones de la Galactic Spacecraft a precios
que variaban entre 1511/g y 169. La cotización había bajado a 6 en diez días, y ahora estaban
así, moviéndose unas fracciones de punto. Beatrice lo había perdido todo en la operación,
incluso su casa de Newport. No le quedaba más que lo puesto, el buen nombre y su perfecta
educación escolar.
En sexto lugar, Malachi Constant había dado una fiestita íntima dos días después de volver
a Hollywood, que sólo ahora, cincuenta y seis días después, estaba terminando.
En séptimo lugar, un joven de barba auténtica llamado Martin Koradubian se había dado a
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conocer como el extranjero barbudo que había sido invitado a la propiedad de Rumfoord para
ver una materialización. Hacía reparaciones de relojes solares en Boston, y era un mentiroso
encantador.
Una revista le había comprado la historia por tres mil dólares.
Sentado en el Museo Skip, bajo la escalera de caracol, Winston Niles Rumfoord leía la
historia de Koradubian con deleite y admiración. Koradubian afirmaba que Rumfoord le había
hablado del año Diez Millones d. C.
Según Koradubian, en el año Diez Millones habría una tremenda barrida. Todas las
crónicas relativas al período comprendido entre la muerte de Cristo y el año Un Millón serían
echadas a la basura y quemadas. Así se haría, decía Koradubian, porque los museos y
archivos atiborrados amenazaban con expulsar a los seres vivientes de la Tierra.
El período de un millón de años relacionado con la quema de trastos viejos, se resumiría en
los libros de historia, según Koradubian, en una frase: Después de la muerte de Cristo hubo
un período de reajuste que duró aproximadamente un millón de años.
Winston Niles Rumfoord lanzó una carcajada y dejó de lado el artículo de Koradubian.
Nada le gustaba más que una enorme y buena superchería.
—Diez millones d. C. —dijo en voz alta—, un gran año para hogueras y desfiles y ferias
mundiales. Un buen momento para hender piedras angulares y desenterrar cápsulas
temporales.
Rumfoord no hablaba consigo mismo. Había alguien más en el Museo Skip. La otra
persona era su mujer, Beatrice. Beatrice se había sentado en la otra silla. Había bajado a
pedirle ayuda en un momento de gran necesidad.
Rumfoord cambió suavemente de tema. Beatrice, absolutamente fantasmal en su peinador
blanco, se puso plomiza.
—¡Qué animal optimista es el hombre! —dijo Rumfoord alegremente—. ¡Imaginar que la
especie puede durar diez millones de años más, como si los hombres hubieran sido tan bien
concebidos como las tortugas! —Se encogió de hombros—. Bueno, ¿quién sabe?, quizá los
seres humanos duren eso, a fuerza de pura malicia. ¿Cuál es tu idea?
—¿Qué? —preguntó Beatrice.
—Tu idea de lo que durará la raza humana —dijo Rumfoord.
De entre los dientes apretados de Beatrice salió una nota temblona, aguda, tan alta que
estaba casi más allá de las posibilidades del oído humano. El sonido tenía la misma carga
siniestra que el silbido de una bomba que cae.
Después se produjo la explosión. Beatrice volcó la silla, atacó el esqueleto, lo arrojó
estrellándolo en un rincón. Limpió los estantes del Museo Skip, proyectando los especímenes
contra las paredes, pisoteándolos.
Rumfoord estaba pasmado.
—Santo Dios —dijo—. ¿Por qué haces eso?
—¿No lo sabes todo? —dijo Beatrice histérica—. ¿Alguien puede decirte algo? ¡Te basta
con leer mi pensamiento!
Rumfoord apoyó las palmas de sus manos en las sienes, los ojos muy abiertos. —Estática,
todo lo que oigo es estática —dijo.
—¡Qué otra cosa habría sino estática! —dijo Beatrice—. ¡Voy a quedar directamente en la
calle, sin un centavo siquiera para comer, y mi marido se ríe y quiere que juguemos a las
adivinanzas!
—No era un juego corriente de adivinanzas —dijo Rumfoord—. Se trataba de saber cuánto
durará la raza humana. Pensé que eso podía darte una mayor perspectiva para considerar tus
problemas.
—¡Al diablo con la raza humana! —dijo Beatrice.
—No olvides que eres un miembro de ella —dijo Rumfoord.
—¡Entonces me gustaría pedir el pase a la de los chimpancés! —dijo Beatrice—. ¡Ningún
marido chimpancé se quedaría tan tranquilo mientras su mujer pierde todos los cocos!
¡Ningún marido chimpancé trataría de que su mujer se convirtiera en la prostituta espacial de
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—preguntó Rumfoord. —Ese silencio, ese esconderte en la revista, ¿es la suma y el total de tu
refutación? —dijo Beatrice.
—Refutación, una palabra exacta, si las hay —dijo Rumfoord—. Yo digo esto, y entonces
tú me refutas, y yo te refuto, y alguien más viene y nos refuta a los dos. —Se encogió de
hombros—. Qué pesadilla en la que cada uno se dispone a refutar al otro.
—¿No podrías, en este mismo momento —dijo Beatrice—, pasarme datos que me
permitieran recuperar todo lo que he perdido y aún más? Si tienes una pizca de preocupación
por mí, ¿no podrías decirme exactamente cómo tratará de embaucarme Malachi Constant, de
Hollywood, para que vaya a Marte, de modo que yo pueda ganarle de mano?
—Mira —dijo Rumfoord—, la vida para una persona minuciosa como tú es como uno de
esos trenes fantasmas de los parques de diversiones. —Se volvió y agitó las manos delante de
la cara de Beatrice—. ¡Te van a suceder toda clase de cosas! —dijo—, veo el tren fantasma en
que estás metida. Y claro que podría indicarte en un pedacito de papel todas las idas y vueltas
y saltos del tren y prevenirte todos los espantajos que se te van a aparecer en los túneles. Pero
no te serviría de nada.
—No veo por qué no —dijo Beatrice. —Porque de todas maneras tendrás que tomar el tren
fantasma —dijo Rumfoord—. La idea del tren fantasma no es mía, no me pertenece y no sé
quién lo toma y quién no lo toma. Lo único que sé es qué forma tiene.
—¿Y Malachi Constant es parte del tren fantasma? —preguntó Beatrice.
—Sí —respondió Rumfoord.
—¿Y no hay manera de evitarlo? —dijo Beatrice.
—No —dijo Rumfoord.
—Bueno, pongamos que me dices entonces de qué manera nos juntaremos —dijo Beatrice
—, para que yo pueda hacer lo poco que pueda.
Rumfoord se encogió de hombros.
—Muy bien, si quieres —dijo—. Si te hace sentirte mejor... En este mismo momento —
dijo Rumfoord—, el presidente de los Estados Unidos anuncia una Nueva Era Espacial para
remediar el desempleo. Se gastarán miles de millones de dólares en naves espaciales sin
tripulantes, sólo para crear trabajo. El episodio inicial de esta Nueva Era Espacial será el
lanzamiento de La Ballena el próximo martes. La Ballena será rebautizada La Rumfoord en
mi honor, irá cargada de monos de organillero y será lanzada hacia Marte. Tú y Constant
participarán en las ceremonias. Tú subirás a bordo para una inspección ceremonial y un
desperfecto en un interruptor te enviará al espacio junto con los monos. Merece la pena
interrumpir en este momento el relato para decir que esta patraña contada a Beatrice es, que se
sepa, uno de los pocos casos en que Winston Niles Rumfoord dijo una mentira.
Había algo de cierto en la historia de Rumfoord: que La Ballena cambiaría de nombre y
sería lanzada el martes, y que el presidente de los Estados Unidos estaba anunciando una
Nueva Era Espacial.
—Algunos andan diciendo que la economía norteamericana está envejecida y enferma —
dijo el presidente— y francamente no entiendo cómo pueden decir eso, pues hay ahora
mayores oportunidades de progreso en todos los frentes que en cualquier época de la historia
del hombre.
«Y hay una frontera en que la podemos progresar especialmente y es la gran frontera del
espacio. El espació ya nos ha rechazado una vez, pero no es propio de los norteamericanos
tomar el no por respuesta cuando se trata de progreso.
«Gentes de poco ánimo vienen a verme todos los días a la Casa Blanca —decía el
presidente—, y lloran y se lamentan y dicen: Oh, señor presidente, los depósitos están llenos
de automóviles y aviones y enseres de cocina y otros diversos productos. Y dicen: Oh, señor
presidente, las fábricas no tienen nada más que hacer para nadie, porque todo el mundo tiene
dos, tres o cuatro ejemplares de cualquier cosa.
«Recuerdo a un hombre en particular, un fabricante de sillas, tenía superproducción y no
podía sino pensar en todas las sillas que había en su depósito. Yo le dije: En los próximos
veinte años se duplicará la población del mundo, y esos miles de millones de gentes
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necesitarán dónde sentarse, de modo que adelante con las sillas. Entre tanto, ¿por qué no se
olvida de las sillas que hay en el depósito y piensa en el progreso espacial?
«Se lo dije a él, se lo digo a ustedes, lo digo a todo él mundo. El espacio puede absorber la
productividad de un trillón de planetas del tamaño de la tierra. Podemos construir y lanzar
cohetes indefinidamente, y nunca llenaremos el espacio ni aprenderemos todo lo que de él se
puede saber.
«Y esa misma gente a la que tanto le gusta llorar y quejarse me dijo: Oh, señor presidente,
¿pero qué hacemos con los infundibula crono-sinclásticos y con esto y con lo de más allá? Y
yo les dije: Si los hombres escucharan a los que hablan como ustedes no habría nunca ningún
progreso. No habría teléfono ni nada. Y además, les dije y se lo digo a ustedes y lo digo a
todo el mundo, no tenemos por qué meter gente en las naves espaciales. Usaremos sólo a los
animales inferiores.
Había más que eso.
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En Newport, Beatrice Rumfoord se volvió hacia su marido. Estaba en el umbral del Museo
Skip, de frente al corredor. Desde la otra punta venía el sonido de la voz del mayordomo. El
mayordomo estaba en la puerta principal, llamando a Kazak, el sabueso del espacio.
—Yo también sé algo de trenes fantasmas —dijo Beatrice.
—Qué bien —dijo Rumfoord con voz inexpresiva.
—Cuando tenía diez años —dijo Beatrice—, a mi padre se le metió en la cabeza que sería
divertido hacerme subir a uno. Estábamos veraneando en Cape Cod y fuimos a un parque de
diversiones en las afueras de Fall River.
«Compró dos entradas para el tren fantasma. Iba a tomarlo conmigo.
«Le eché una mirada al tren fantasma, me pareció tonto, sucio y peligroso, y me negué
sencillamente a subir. Mi padre no lo consiguió —dijo Beatrice—, aunque era presidente de la
Junta del Ferrocarril Central de Nueva York.
«Dimos media vuelta y regresamos a casa —dijo Beatrice, orgullosa. Le brillaban los ojos
y asintió bruscamente con la cabeza—. Esa es la manera de tratar a los trenes fantasmas —
dijo.
Salió majestuosa del Museo Skip y fue al vestíbulo a esperar la llegada de Kazak.
En un instante sintió la presencia eléctrica de su marido detrás de ella.
—Bea —dijo—, si te parezco indiferente a tus desgracias, es sólo porque sé que al final
todo terminará bien. Si parece grosero de mi parte que no me indigne ante la idea de que
formes pareja con Constant, es sólo porque admito que será para ti un marido mucho mejor de
lo que yo nunca he sido ni seré.
«Prepárate a estar realmente enamorada por primera vez —dijo Rumfoord—. Prepárate a
comportarte aristocráticamente sin ninguna prueba exterior de tu aristocracia. Prepárate a no
tener más que la dignidad, la inteligencia, la ternura que Dios te ha dado, prepárate a tomar
esos elementos y nada más, y a hacer con ellos algo exquisito.
Rumfoord suspiró levemente. Se estaba poniendo trivial.
—Dios mío —dijo—, tú hablabas de trenes fantasmas... Detente a pensar un poco en qué
tren fantasma estoy metido. Algún día en Titán te darás cuenta de qué manera despiadada me
han utilizado, y quiénes, y con qué fines repugnantes y despreciables.
Kazak se precipitó dentro de la casa, sacudiendo los belfos. Aterrizó patinando en el piso
pulido.
Trató de doblar en ángulo recto, hacia Beatrice. Cuanto más rápido corría, menos podría
avanzar.
Se puso translúcido.
Empezó a encogerse, a chisporrotear insensatamente en el piso del vestíbulo como una
pelota de pinpong en una sartén.
Después desapareció.
No había más perro.
Sin mirar atrás, Beatrice supo que su marido también había desaparecido.
—¿Kazak? —dijo débilmente. Trató de hacer chasquear los dedos, como para atraer a un
perro. Los dedos eran demasiado débiles para producir un sonido.
—Perrito lindo —murmuró.
Magnum opus, la sociedad de Los Angeles que administraba los asuntos financieros de
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Malachi Constant, había sido fundada por el padre de Malachi. Tenía su sede en un edificio de
treinta y un pisos. Magnum Opus era propietaria de todo el edificio, pero sólo usaba los tres
últimos pisos, alquilando el resto a las sociedades que controlaba.
Algunas de ellas, vendidas recientemente por Magnum Opus, se estaban mudando a otra
parte. Otras que Magnum Opus había comprado recientemente estaban entrando en el
edificio.
Entre las firmas locatarias figuraban Galactic Spacecraft, MoonMist Tobacco, Fandango
Petroleum, Lennox Monorail, Fry-Kwik, Sani-Maid Pharmaceuticals, Lewis and Marvin
Sulfur, Dupree Electronics, Universal Piezo-electric, Psychokinesis Unlimited, Ed Muir
Associates, Max-Mor Machine Tools, Wilkinson Paint and Varnish, American Levitation,
Flo-Fast, King O'Leisure Shirts y Emblem Supreme Casualty y Life Assurance Company of
California.
El edificio de Magnum Opus era una torre esbelta, prismática, de doce caras, revestidas las
doce de vidrio azul-gris que viraba al rosa en la base. Según el arquitecto, las doce caras
representaban las doce grandes religiones del mundo. Hasta entonces nadie había pedido al
arquitecto que las nombrara.
Era una suerte, porque no hubiese podido hacerlo.
Había un helipuerto privado en lo alto.
La sombra y la vibración del helicóptero de Constant al posarse en el helipuerto era para
muchas de las personas que estaban abajo como la sombra y la vibración del Resplandeciente
Ángel de la Muerte. Lo parecía debido a la quiebra del mercado de valores, a la falta de
dinero y de trabajo...
Y lo parecía sobre todo porque las más afectadas por la quiebra, que habían arrastrado todo
consigo, eran las empresas de Malachi Constant.
Constant conducía su propio helicóptero, pues todos sus servidores lo habían abandonado
la noche anterior. Constant conducía mal. Aterrizó con un crujido que hizo estremecer todo el
edificio.
Llegaba para una conferencia con Ransom K. Fern, presidente de Magnum Opus.
Fern esperaba a Constant en el piso treinta y tres, un único salón enorme que era la oficina
de Constant.
La oficina estaba amueblada de una manera fantasmal, pues ningún mueble tenía patas.
Todo estaba suspendido magnéticamente a la altura apropiada. Las mesas, el escritorio, el bar,
los divanes eran tablas flotantes. Las sillas eran concavidades inclinadas, flotantes. Y lo más
espectral de todo: lápices y blocs estaban desparramados al azar en el aire, listos para que los
atrapara quien quiera que tuviese una idea digna de ser escrita.
La alfombra era verde como césped, por la sencilla razón de que era césped, césped
viviente tan lozano como el de una cancha de golf.
Malachi Constant bajó de la pista del helicóptero a su oficina en un ascensor privado.
Cuando la puerta del ascensor se abrió con un susurro, Constant se desconcertó al ver los
muebles sin patas, los lápices y blocs flotantes. Hacía ocho semanas que no iba a la oficina.
Alguien había cambiado los muebles.
Ransom K. Fern, presidente de Magnum Opus, estaba de pie junto a una puerta ventana,
mirando la ciudad. Llevaba su sombrero Homburg negro y su chaqueta Chesterfield negra.
Tenía su bastón de bambú como un arma. Era extremadamente delgado, siempre lo había
sido.
—Flaco como un arenque —había dicho de Fern el padre de Malachi Constant, Noel—.
Ransom K. Fern es como un camello al que ya se le han quemado las dos jorobas y ahora se
le está quemando todo el resto salvo el pelo y los ojos.
De conformidad con las cifras proporcionadas por la Oficina de Impuestos Internos, Fern
era el ejecutivo mejor pagado del país. Tenía un sueldo de un millón limpio de dólares
anuales, más opción en planes de bonos y reajustes por aumento del costo de vida.
Había ingresado en Magnum Opus a los veintidós años. Ahora tenía sesenta.
—Algo... alguien ha cambiado todos los muebles —dijo Constant.
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una piragua —dijo Fern secamente—. Déjese caer en una de esas llamadas sillas, y lo harán
rebotar en la pared como una piedra proyectada por una honda. Siéntese en el borde del
escritorio y bailará un vals con usted alrededor de la habitación.
Constant tocó apenas el escritorio que se estremeció nerviosamente.
—Bueno, todavía no lo han puesto a punto, eso es todo —dijo Constant.
—La cosa más cierta que se ha dicho hasta ahora —dijo Fern.
Constant esbozó una disculpa que nunca había tenido que dar hasta entonces.
—Cualquiera se puede equivocar de vez en cuando —dijo.
—¿De vez en cuando? —dijo Fern, alzando las cejas—. Durante tres meses no ha hecho
más que tomar decisiones equivocadas, y ha conseguido lo que hubiéramos considerado
imposible: barrer con los resultados de casi cuarenta años de reflexiones inspiradas.
Ransom K. Fern tomó un lápiz en el aire y lo quebró en dos.
—Magnum Opus no existe más. Usted y yo somos las dos últimas personas en el edificio.
Todo el mundo ha recibido su paga y se ha ido a su casa.
Saludó con un gesto y se dirigió a la puerta.
—El conmutador funciona de modo que todas las llamadas pasen directamente a su
escritorio. Y cuando salga, señor, no se olvide de apagar la luz y cerrar la puerta de calle.
Quizá corresponda en este punto trazar una historia de Magnum Opus, Inc.
Magnum Opus empezó siendo una idea en la mente de un yanqui, vendedor ambulante de
ollas de cobre. El yanqui era Noel Constant, oriundo de New Bedford, Massachusetts. Era el
padre de Malachi.
El padre de Noel, a su vez, Sylvanus Constant, montaba telares de las hilanderías de New
Bedford, de la Nattaweena División, Compañía Algodonera de la Gran República. Era
anarquista, aunque nunca se había metido en líos por eso, salvo con su mujer.
La familia podía remontarse, a través de una relación ilegítima, hasta Benjamín Constant,
que había sido tribuno bajo Napoleón de 1799 a 1801, y amante de Ame Louise Germaine
Necker, baronesa de Staél-Holstein, mujer del embajador sueco en Francia.
De todos modos, una noche, en Los Angeles, a Noel Constant se le metió en la cabeza que
se dedicaría a la especulación. Tenía entonces treinta y nueve años, era soltero, carecía de
atractivos físicos y espirituales y era un fracaso en los negocios. La idea de dedicarse a la
especulación se le ocurrió mientras estaba sentado solo en una estrecha cama de la habitación
223 del Wilburhampton Hotel.
La sociedad financiera más importante que jamás haya poseído un hombre no podía tener
en un principio una sede más humilde. La habitación 223 del Wilburhampton Hotel era de
unos tres metros de largo por dos y medio de ancho, y no tenía ni teléfono ni escritorio.
Todo lo que había era una cama, una cómoda con tres cajones forrados de papel de diario
y, en el cajón del fondo, una Biblia Gideon. La página del diario que forraba el cajón del
medio era la de cotizaciones bursátiles de catorce años atrás.
Hay una adivinanza sobre un hombre que está encerrado en una habitación donde sólo hay
una cama y un calendario, y la pregunta es la siguiente: ¿cómo sobrevive?
La respuesta es: Come dates (fechas y también dátiles) del calendario, y bebe agua de los
springs (resortes y también manantiales) de la cama.
Esta adivinanza se presta bastante bien para describir la génesis de Magnum Opus. Los
elementos con que Noel Constant elaboró su fortuna no eran más nutritivos en sí mismos que
los de la adivinanza.
Magnum Opus se construyó con un lápiz, una chequera y algunos sobres del Gobierno del
tamaño de los cheques, una Biblia Gideon y un estado de cuenta de ocho mil doscientos doce
dólares.
Esa suma era los bienes del padre anarquista, que habían correspondido a Noel Constant.
Los bienes consistían principalmente en bonos del Estado.
Y Noel Constant tenía un programa de inversiones. Era la simplicidad misma. La Biblia
sería el asesor.
Hay quienes, después de estudiar el sistema de inversiones de Noel Constant, han llegado a
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derecho comercial o derecho impositivo, ni siquiera conoce los procedimientos comunes del
comercio.
A continuación, Fern probó lo que había dicho a Noel Constant, padre de Malachi, y le
mostró un plan de organización que llevaba el nombre de Magnum Opus, Incorporated. Era
una maravillosa maquinaria montada para violar el espíritu de miles de leyes sin contravenir
siquiera una ordenanza urbana.
Noel Constant quedó tan impresionado por ese monumento a la hipocresía y a la astucia
práctica, que quiso inmediatamente comprar acciones sin consultar siquiera la Biblia.
—Pero Mr. Constant —dijo el joven Fern—, ¿no ha comprendido? Magnum Opus es
usted, usted es el presidente de la Junta y yo el Director.
«Mr. Constant —continuó—, por ahora usted es tan fácil de vigilar para la Oficina de
Impuestos Internos como un vendedor de peras y manzanas instalado en una esquina. Pero
imagínese lo difícil que sería vigilarlo si tuviera todo un edificio de oficinas atestado hasta el
techo de burócratas industriales, hombres que pierden cosas y usan formularios equivocados y
crean otros nuevos y piden todo por quintuplicado, y que entienden quizá un tercio de lo que
se les dice, que por lo general dan respuestas falsas para ganar tiempo y pensar, que toman
decisiones sólo cuando se ven obligados y que después borran las huellas, que cometen
errores de perfecta buena fe cuando suman y restan, que hacen reuniones cada vez que se
sienten solos, que escriben un memorándum cuando se sienten mal queridos, hombres que
nunca tiran nada salvo si piensan que puede hacerlos saltar. Un solo industrial burócrata, si
tiene suficiente vitalidad y nervio, es capaz de producir una tonelada de papel sin sentido que
la Oficina de Impuestos Internos tardará un año en examinar. ¡En el edificio Magnum Opus
tendremos miles! Y usted y yo nos reservaremos los dos últimos pisos y usted podrá seguir la
pista de lo que ocurre, exactamente como ahora. —Echó una mirada en torno a la habitación
—. ¿Cómo hace ahora, dicho sea de paso, para seguir la pista de lo, que ocurre, escribiendo
con un fósforo quemado en los márgenes de una guía de teléfonos?
—En mi cabeza —dijo Noel Constant.
—Hay una ventaja más que debo señalarle —dijo Fern—. Algún día se le acabará la
suerte. Y entonces necesitará el administrador más sagaz, más concienzudo que pueda
encontrar, o fundirá hasta el último centavo.
—Queda contratado —dijo Noel Constant, padre de Malachi.
—Bueno, ¿dónde construiremos el edificio? —dijo Fern.
—Este hotel es mío, y el solar que está del otro lado de la calle es del hotel —dijo Noel
Constant—. Constrúyalo en el solar de enfrente. —Extendió un índice ganchudo—. Pero hay
una sola cosa...
—¿Sí, señor?
—No me mudaré —dijo Noel Constant—. Aquí me quedo.
Los que quieran conocer más detalles de la historia de Magnum Opus, Inc., pueden pedir
en las bibliotecas públicas dos obras: la romántica ¿Un sueño demasiado insensato?, de
Lavina Waters, o la rigurosa Primeros pasos, de Crowther Gomburg.
El volumen de Lavina Waters, aunque vacilante en los detalles comerciales, contiene el
mejor relato de cómo la camarera Florence Whitehill descubrió que había quedado
embarazada por obra de Noel Constant, y que Noel Constant era multi-multi-millonario.
Noel Constant se casó con la camarera, le dio una gran casa y abrió a su nombre una
cuenta bancaria con un millón de dólares. Le dijo que llamara al niño Malachi si era varón y
Prudence si era mujer. Le pidió que tuviera a bien ir a verlo una vez cada diez días a la
habitación 223 del Wilburhampton Hotel, pero que no llevara al niño.
El libro de Gomburg, aunque de primera línea en los detalles comerciales, se ve
perjudicado por la tesis central de Gomburg, a saber, que Magnum Opus fue el producto de un
complejo de imposibilidades de amar. Leyendo entre líneas el libro de Gomburg, se ve
claramente que el propio Gomburg no ha sido amado y es incapaz de amar.
Dicho sea de paso, ni Lavina Waters ni Gomburg descubrieron el método de inversiones de
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Galactic Spacecraft, que nosotros habíamos vendido, recibiría un contrato de tres mil millones
de dólares para la Nueva Era Espacial.
«A las once y media —dijo Fern— me dieron un ejemplar de la Revista de la Asociación
Médica Norteamericana, marcada por nuestro director de relaciones públicas con las letras
'PSI'. Estas tres letras, como usted sabría si hubiera dedicado algún tiempo a su oficina,
significan 'para su información'. Busqué la página marcada y me enteré, para mi información,
de que los cigarrillos MoonMist eran, no una causa, sino la causa principal de esterilidad en
ambos sexos, allí donde se hubieran vendido cigarrillos MoonMist. Esto fue descubierto no
por seres humanos sino por una calculadora electrónica. Cuando se la alimentaba con datos
sobre humo de cigarrillos, la calculadora se excitaba muchísimo, y nadie podía imaginar por
qué.
Evidentemente la máquina estaba tratando de decir algo a sus operadores. Hacía todo lo
que podía por expresarse, y al fin se las arregló para que los operadores le hicieran las
preguntas correctas.
«Las preguntas correctas se referían a la relación de los cigarrillos MoonMist con la
reproducción humana. La relación era la siguiente:
«Las personas que fuman cigarrillos MoonMist no pueden tener hijos, aunque quieran.
«No cabe duda —dijo Fern— que hay gígolos, bailarinas y neoyorkinos que agradecen esta
liberación de la biología. Pero a juicio del Departamento Jurídico de Magnum Opus, antes de
que dicho Departamento quedara liquidado, hay varios millones de personas que pueden
demandar con éxito a la Compañía, alegando que los cigarrillos MoonMist los han privado de
algo bastante importante. Placer en profundidad, nada menos.
«Hay aproximadamente diez millones de ex fumadores de MoonMist en este país —dijo
Fern—, todos estériles. Si uno de cada diez lo demanda a usted por daños y perjuicios
incalculables, aunque sea por la modesta suma de cinco mil dólares, la cuenta será de cinco
mil millones de dólares, excluyendo los derechos legales. Y usted no tiene cinco mil millones
de dólares. Desde la quiebra del mercado de valores y su compra de bienes tales como la
American Levitation, usted no tiene ni siquiera quinientos millones.
«MoonMist Tobacco —dijo Fern— es usted. Magnum Opus —dijo Fern— también es
usted. Motivos todos por los que usted será demandado, y demandado con éxito. Y si bien los
demandantes no conseguirán sacarle peras al olmo, seguramente podrán secar el olmo entre
tanto.
Fern volvió a inclinarse. —Cumplo ahora mi último deber oficial, que es el de informarle
que su padre le escribió a usted una carta que había de serle entregada sólo si su suerte
empeoraba de verdad. Mis instrucciones eran poner esa carta debajo de la almohada de la
habitación 223 del Wilburhampton Hotel, si su suerte era verdaderamente mala. He puesto la
carta debajo de la almohada hace una hora.
«Y ahora, como humilde y leal servidor de la compañía, le pido un pequeño favor —dijo
Fern—. Si la carta arroja la más leve luz sobre lo que puede significar la vida, le rogaría que
me telefoneara a mi casa.
Ransom K. Fern saludó tocándose con el bastón el ala del sombrero Homburg. —Adiós,
Mr. Magnum Opus, hijo, adiós.
El Wilburhampton Hotel era una anticuada construcción de tres pisos, de estilo Tudor,
situada frente al edificio de Magnum Opus, en relación con el cual parecía una cama sin hacer
a los pies del Arcángel Gabriel. El revoque exterior del hotel estaba revestido de planchas de
pino, simulando una construcción de madera. La arista del tejado había sido quebrada
intencionalmente, para simular vejez. Los aleros eran pesados y bajos, abrumados de falsa
paja. Las ventanas eran minúsculas, con cristales facetados.
En el pequeño bar del hotel había tres personas, un barman y dos clientes. Los dos clientes
eran una mujer delgada y un hombre gordo, los dos aparentemente viejos. En el
Wilburhampton nadie los había visto hasta ese momento, pero era como si hiciera años que
estaban sentados allí. Su asimilación al medio era perfecta, porque parecían también
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La técnica habitual era vestirse como ingenieros civiles y ofrecer a hombres y mujeres no
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demasiado brillantes nueve dólares por hora, libres de impuestos, más casa, comida y
transportes, para trabajar en un proyecto secreto del Gobierno en una parte remota del mundo,
durante tres años. Era una broma entre Helmholtz y Miss Wiley él que nunca hubieran
especificado qué gobierno organizaba el proyecto, y el que ninguno de los contratados lo
hubiese preguntado jamás.
Al noventa y nueve por ciento de los contratados se les provocaba amnesia apenas llegaban
a Marte. Expertos en salud mental les hacían un lavado de memoria y los cirujanos marcianos
les instalaban una antena radial en el cráneo para poder controlarlos por ese medio.
Entonces se les ponían nuevos nombres elegidos al puro azar y se los destinaba a las
fábricas, las cuadrillas de construcción, al personal administrativo o al Ejército de Marte.
No sucedía lo mismo con los que demostraban ardientemente que servirían con heroísmo a
Marte, sin haber sido sometidos a tratamiento médico. Esa minoría afortunadamente
ingresaba en el círculo secreto de los que mandaban.
Los agentes secretos Helmholtz y Wiley pertenecían a ese círculo. Gozaban de la plena
posesión de sus recuerdos y no eran controlados por radio. Adoraban su trabajo.
—¿Cómo es ese Slivovitz? —preguntó Helmholtz al barman, echando una mirada de
soslayo a una botella polvorienta de la fila del fondo. Acababa de terminar un jarabe de
endrina con soda.
—Ni siquiera sabía que lo teníamos —dijo el barman. Puso la botella en el mostrador,
inclinándola a cierta distancia para poder leer el rótulo—. Aguardiente de ciruela —dijo.
—Creo que probaré eso después —dijo Helmholtz.
Desde la muerte de Noel Constant, la habitación 223 del Wilburhampton Hotel había
quedado vacía, como recuerdo.
Malachi Constant entró en la habitación 223. No había estado en el cuarto desde la muerte
de su padre. Cerró la puerta y encontró la carta debajo de la almohada.
Nada en la habitación había sido cambiado, salvo la ropa de cama. La fotografía de
Malachi niño en la playa seguía siendo la única figura en la pared.
La carta decía:
Querido hijo: Algo malo e importante te ha ocurrido, si no no estarías leyendo esta carta.
Te escribo para decirte que te tranquilices por las cosas malas y eches una mirada a tu
alrededor para ver si no ha ocurrido algo bueno o importante debido a que llegamos a ser
tan ricos y después lo perdimos todo. Lo que quiero es que trates de ver si está ocurriendo
algo especial o si todo sigue siendo tan descabellado como me parecía a mí.
Si no fui un padre muy bueno, ni muy bueno en nada, fue porque estaba ya muerto mucho
antes de morir. Nadie me quería, yo no servía mucho para nada, no podía encontrar nada
que me gustara y estaba harto y cansado de vender ollas y sartenes y de mirar la televisión, y
me sentía como si estuviera muerto y había ido demasiado lejos para poder retroceder...
En ésas andaba cuando empecé los negocios con la Biblia y tú sabes lo que ocurrió
después. Parecía como si alguien o algo deseara que yo poseyese todo el planeta aunque
fuera como si estuviese muerto. Tuve los ojos abiertos por si aparecía alguna señal que me
indicara qué era todo eso, pero no apareció. Simplemente me hice cada vez más rico.
Entonces tu madre me mandó esa foto tuya en la playa y por la forma en que me mirabas
desde la foto pensé que quizá para ti se estaba juntando ese montón de dinero. Decidí que me
moriría sin ver el sentido de todo eso y que quizá tú serias el que de pronto lo viera todo
claro como el agua. Te digo que hasta un hombre medio muerto detesta estar vivo y no ser
capaz de ver un sentido en nada.
La razón por la que le dije a Ransom K. Fern que te diera esta carta sólo si se te daba
vuelta la suerte es porque nadie piensa ni advierte nada mientras tiene buena suerte. ¿De qué
serviría?
Echa una mirada por mi, hijo. Y si te fundes y viene alguien a hacerte una propuesta
descabellada, mi consejo es que la aceptes. Podrías aprender algo si estás con ánimo para
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Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 35
eso. Lo único que he aprendido es que algunos tienen suerte y otros no, y ni siquiera un
graduado de la Facultad Comercial de Harvard puede decir por qué.
Cariñosamente. Tu papá.
Alguien llamó a la puerta de la habitación 223. La puerta se abrió antes de que Constant
pudiera responder.
Helmholtz y Miss Wiley entraron. Lo hicieron en el preciso instante en que sus superiores
les advirtieron el momento justo en que Malachi terminaba de leer la carta. Les habían
indicado también, con precisión, lo que debían decirle.
Miss Wiley se quitó la peluca, revelando que era un hombre huesudo, y Helmholtz
compuso sus rasgos para mostrar que era intrépido y estaba acostumbrado a mandar.
—Mr. Constant —dijo Helmholtz—, estoy aquí para informarle que el planeta Marte no
sólo está poblado, sino que lo está por una sociedad vasta, eficiente, militarizada e
industrializada. Esa población ha sido contratada en la Tierra y transportada a Marte en platos
voladores. Tenemos ahora intención de ofrecerle a usted el cargo de teniente coronel del
Ejército de Malte.
«La situación de usted en la Tierra es desesperada, y tiene una mujer que es una bestia.
Además, nuestro servicio de inteligencia terrestre nos informa que usted no sólo quedará sin
un centavo debido a demandas civiles, sino que irá a la cárcel por negligencia criminal.
«Además de un sueldo y prerrogativas muy superiores a las que se conceden a los tenientes
coroneles en los ejércitos terrestres, le ofrecemos inmunidad con respecto a cualquier
persecución legal de la Tierra, y la oportunidad tanto de ver un planeta nuevo e interesante,
como de pensar sobre su planeta natal desde un punto de vista nuevo y objetivo.
—Si acepta la propuesta —dijo Miss Wiley—. levante la mano izquierda y repita lo que le
diré...
El martes siguiente, la nave espacial conocida con el nombre de La Ballena, fue bautizada
nuevamente con el de The Rumfoord, y se la puso en condiciones de lanzamiento.
Beatrice Rumfoord observaba satisfecha las ceremonias por televisión, a tres mil
kilómetros de distancia. Todavía estaba en Newport. Si el destino quería que Beatrice
Rumfoord estuviera a bordo, debería, darse una prisa loca.
Beatrice se sentía maravillosamente. Había probado muchas cosas buenas. Había probado
que era dueña de su propio destino, que podía decir que no cuando quisiera mantenerse firme.
Había probado que la omnisciencia jactanciosa de su marido era pura fanfarronería, que él no
valía más en materia de previsiones que la Oficina Meteorológica de los Estados Unidos.
Además, había trazado un plan que le permitiría vivir con un modesto confort el resto de sus
días, y al mismo tiempo dar a su marido su merecido. La próxima vez que se materializara,
encontraría la propiedad atestada de papanatas. Beatrice les cobraría cinco dólares a cada uno
por pasar a través de la puerta de Alicia en el País de las Maravillas.
Esto no era un sueño imposible. Lo había discutido con dos supuestos representantes de los
titulares de la hipoteca sobre la propiedad, que se habían entusiasmado.
Estaban allí con ella, contemplando por televisión los preparativos del lanzamiento del
Rumfoord. El televisor estaba en la misma habitación del gran retrato de Beatrice como una
inmaculada niñita de blanco, con un pony blanco de ella sola. Beatrice sonrió a la pintura. La
niñita había conseguido mantenerse sin una mancha.
El anunciador de la televisión empezó la cuenta de los minutos para el lanzamiento del
Rumfoord.
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Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 36
Durante la cuenta, Beatrice se sentía como un pájaro. No podía estar sentada ni quedarse
quieta. Su inquietud era el resultado de la felicidad, no del suspenso. Le era indiferente que el
Rumfoord fallara o no.
En cambio sus dos visitantes parecían tomar el lanzamiento muy en serio, como si rogaran
por él. Eran un hombre y una mujer, un tal George M. Helmholtz y su secretaria, una tal
Roberta Wiley. Miss Wiley era una viejecita cómica, pero muy vivaz e ingeniosa.
El cohete arrancó con un bramido.
Fue una salida impecable.
Helmholtz se apoyó en el respaldo y lanzó un viril suspiro de alivio. Después sonrió y se
palmeó los espesos muslos con exuberancia. —Alabado sea Dios —dijo—, estoy orgulloso de
ser norteamericano y de vivir en esta época.
—¿Les gustaría tomar algo? —dijo Beatrice.
—Muchas gracias —dijo Helmholtz—, pero no me atrevo a mezclar los negocios con el
placer.
—¿Pero no están terminados los negocios? —dijo Beatrice—. ¿No hemos discutido todo?
—Bueno... Miss Wiley y yo hubiéramos querido hacer un inventario de los edificios
principales —dijo Helmholtz—, pero me temo que esté demasiado oscuro. ¿Hay reflectores?
Beatrice sacudió la cabeza.
—No, lo siento —dijo.
—¿No tendrá usted una linterna poderosa? —dijo Helmholtz.
—Probablemente pueda conseguírsela —dijo Beatrice—, pero no creo que sea necesario
salir. Le puedo decir lo que son todos los edificios. —Llamó al mayordomo, le dijo que
trajera una linterna—. Hay el pabellón de tenis, el invernadero, la casita del jardinero, lo que
fue en otro tiempo la casa del guardián, el deposito de coches, el pabellón de huéspedes, el
cobertizo de herramientas, los baños, la perrera y la vieja torre del agua.
—¿Cuál es la nueva? —preguntó Helmholtz.
—¿La nueva? —dijo Beatrice.
El mayordomo volvió con una linterna que Beatrice tendió a Helmholtz.
—La de metal —dijo Miss Wiley.
—¿De metal? —preguntó Beatrice desconcertada—. No hay ninguna construcción de
metal. Quizá alguno de los cobertizos que están a la intemperie parecen como dé plata. —
Frunció el entrecejo—. ¿Alguien le dijo que había aquí una construcción de metal?
—La vimos al entrar —dijo Helmholtz.
—Viniendo por el sendero, entre los matorrales, junto a la fuente —dijo Miss Wiley.
—No me imagino —dijo Beatrice.
—¿No podemos ir a echar un vistazo? —dijo Helmholtz.
—Sí, naturalmente —dijo Beatrice, poniéndose de pie.
Los tres cruzaron el zodíaco del piso del vestíbulo y salieron a la perfumada oscuridad. El
haz de la linterna bailaba delante de ellos.
—Realmente —dijo Beatrice—, tengo tanta curiosidad como ustedes de ver lo que es.
—Parece una especie de cosa prefabricada en aluminio —dijo Miss Wiley.
—Parece un tanque en forma de hongo o algo por el estilo —dijo Helmholtz—, sólo que se
apoya directamente en el suelo.
—¿Ah sí? —dijo Beatrice.
—Usted sabe lo que dije que era, ¿verdad? —dijo Miss Wiley.
—No... —dijo Beatrice—, ¿qué dijo?
—Debo decirlo en voz baja —respondió Miss Wiley como jugando— para que no me
encierren en un manicomio. —Se llevó la mano a la boca, susurrando en dirección a Beatrice
—. Un plato volador —dijo.
4 - Plan rataplán
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Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 37
Los hombres se habían encaminado a la pista de desfile al son de un tambor. El tambor les
decía:
Era una división de infantería de diez mil hombres formados en un cuadrado hueco sobre
una pista natural para desfiles, de hierro, y de un kilómetro y medio de espesor. Los soldados,
en posición de firmes, estaban en una superficie de herrumbre anaranjado. Se estremecían
rígidamente, porque eran todo lo férreos que podían, tanto oficiales como soldados. Los
uniformes eran de una textura áspera, de un verde escarchado, del color de los líquenes.
Los soldados se habían puesto en posición de firmes en profundo silencio. No se había
dado ninguna señal audible o visible. Lo habían hecho como un solo hombre, como por una
pasmosa coincidencia.
El tercer hombre del segundo pelotón de la primera sección de la segunda compañía del
tercer batallón del segundo regimiento de la Primera División Marciana de Infantería de
Asalto era un soldado raso que había sido degradado tres años antes, siendo teniente coronel.
Hacía ocho años que estaba en Marte. Cuando un hombre en un ejército moderno es
degradado a soldado raso, es probable que como soldado sea viejo y que sus camaradas de
armas, una vez habituados a que no sea un oficial, por respeto a sus perdidas insignias lo
llamen algo así como Pops, o Gramps, o Unk2.
El tercer hombre del segundo pelotón de la primera sección de la segunda compañía del
tercer batallón del segundo regimiento de la Primera División Marciana de Infantería de
Asalto respondía al apodo de Unk. Unk tenía cuarenta años. Era un hombre bien plantado,
peso mediano pesado, de piel morena, labios de poeta, suaves ojos castaños en las profundas
órbitas sombreadas por un entrecejo de hombre de Cromagnón. Una calvicie incipiente dejaba
aislado un dramático mechón.
Una anécdota ilustrativa sobre Unk: Una vez que la sección de Unk estaba tomando una
ducha, Henry Brackman, sargento de la sección de Unk, le pidió a un sargento de otro
regimiento que eligiera el mejor soldado de la sección. El sargento de visita, sin ninguna
vacilación, eligió a Unk, porque era un hombre compacto, bien musculoso e inteligente.
Brackman abrió grandes ojos.
—Cristo... ¿te parece? —dijo—. Es el boludo de la sección.
—¿Me estás tomando el pelo? —dijo el sargento.
—Carajo, no te estoy tomando el pelo —dijo Brackman—. Míralo, hace diez minutos que
está ahí, y todavía no ha tocado el jabón. ¡Unk! ¡Despierta, Unk!
Unk se estremeció, dejó de soñar bajo las salpicaduras de la ducha. Miró interrogante a
Brackman, vacío, bien intencionado.
—¡Usa el jabón, Unk! —dijo Brackman—. ¡Usa el jabón, carajo!
Ahora, en la pista de hierro, Unk estaba en posición de firme en el cuadrado vacío, como
todos los demás.
En el centro del cuadrado vacío había un pilar de piedra con aros de hierro. Habían pasado
chirriantes cadenas a través de los anillos, las habían ajustado alrededor de un soldado
pelirrojo parado contra un poste. Era un soldado limpio, pero no impecable, puesto que le
2
Papi, abuelo, tío.
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habían arrancado del uniforme todas las insignias y condecoraciones, y no tenía cinturón, ni
corbata, ni inmaculadas polainas.
Todos los demás, incluso Unk, resplandecían. Todos los demás lucían primorosos.
Algo desagradable iba a ocurrirle al hombre del poste, algo de lo cual el hombre hubiera
deseado con toda él alma escapar, algo de lo cual no escaparía a causa de las cadenas.
Y todos los soldados mirarían.
Se había dado gran importancia al acontecimiento.
Hasta el hombre del poste estaba en posición de firme; dadas las circunstancias no podía
hacer realmente otra cosa.
De nuevo, sin orden audible o visible, los diez mil soldados ejecutaron el movimiento de
descanso como un solo hombre.
Lo mismo hizo el hombre del poste.
Los soldados se mantuvieron en fila, aunque les hubieran dado orden de descanso. Su
obligación era descansar pero sin moverse del lugar y guardando silencio. Ahora los soldados
eran libres de pensar un poco, y de mirar alrededor y enviar mensajes con los ojos, si tenían
mensajes y alguien podía recibirlos.
El hombre del poste tironeó de las cadenas, estiró el pescuezo para juzgar la altura del
poste al que estaba encadenado. Era como si creyese que podía escapar aplicando un método
científico, con sólo que pudiera averiguar la altura del poste y de qué estaba hecho.
El poste tenía casi seis metros de alto, sin contar los tres metros y medio encastrados en el
hierro. El diámetro medio era de unos sesenta centímetros pero con variaciones que llegaban a
más de veinte. Estaba hecho de cuarzo, álcali, feldespato, mica, y huellas de turmalina y
hornablenda. Para información del hombre sujeto al poste: estaba a doscientos veintisiete
millones setecientos cincuenta y seis mil ciento sesenta y ocho kilómetros del Sol, y no tenía
ayuda posible. El hombre pelirrojo sujeto al poste no emitió ningún sonido, porque a los
soldados en posición de descanso no les estaba permitido hacerlo. Pero envió un mensaje con
los ojos, para que se supiera que hubiera querido llorar. Envió el mensaje a alguien cuyos ojos
se encontraran con los suyos. Confiaba en que el mensaje llegara a una persona en particular,
a su mejor amigo, a Unk. Estaba buscando a Unk. No pudo encontrar la cara de Unk. De
haber encontrado la cara de Unk, no habría habido ni un atisbo de reconocimiento y piedad en
ella. Unk acababa de salir del hospital de la base, donde había sido tratado por enfermedad
mental, y su mente estaba casi en blanco. Unk no reconocía a su mejor amigo en la picota.
Unk no reconocía a nadie. No habría sabido siquiera que su nombre era Unk, no habría sabido
siquiera que era un soldado, si no se lo hubiesen dicho al salir del hospital.
Había pasado directamente del hospital a la formación que integraba en ese momento.
En el hospital le habían dicho una y otra vez que era el mejor soldado de la mejor sección
del mejor pelotón de la mejor compañía del mejor batallón del mejor regimiento de la mejor
división del mejor ejército.
Unk conjeturó que uno podía enorgullecerse de eso. En el hospital le dijeron que había
estado muy enfermo, pero que ahora se había repuesto del todo. Parecía una buena noticia.
En el hospital le dijeron el nombre de su sargento, qué era un sargento y cuáles eran los
símbolos de las jerarquías, los grados y las especialidades.
Tanto habían blanqueado la memoria de Unk, que habían tenido que enseñarle inclusive a
mover los pies y a manejar nuevamente las armas.
En el hospital habían tenido que explicarle qué eran las Raciones Respiratorias de Combate
o R.R.C.; tuvieron que decirle que tomara una cada seis horas para no asfixiarse. Eran
píldoras de oxígeno necesarias porque faltaba ese elemento en la atmósfera marciana.
En el hospital tuvieron que explicarle incluso que tenía una antena radial instalada en la
coronilla y que le dolería cada vez que hiciera algo que un buen soldado no debe hacer jamás.
La antena le daría además órdenes y le proporcionaría música de tambores para marchar. Le
dijeron que no sólo él, Unk, sino también todos los demás tenían una antena así, incluidos los
médicos, las enfermeras y los generales de cuatro estrellas. Era un ejército muy democrático,
dijeron.
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Cuando Unk llegó hasta el hombre en la picota, vaciló justo un segundo, porque el hombre
pelirrojo en la picota parecía muy desdichado. Entonces hubo una leve advertencia dolorosa
en la cabeza de Unk, como el primer arañazo de un torno de dentista.
Unk apoyó los pulgares en la tráquea del hombre pelirrojo, y el dolor se detuvo en seco.
Unk no apretaba porque el hombre estaba tratando de decirle algo. Unk estaba desconcertado
por el silencio del hombre, y entonces comprendió que la antena del hombre debía ordenarle
silencio, así como las antenas ordenaban silencio a todos los soldados.
Heroicamente, el hombre en la picota venciendo la voluntad de su antena, habló
rápidamente, retorciéndose.
—Unk... Unk... Unk... —dijo, y los espasmos de la lucha entre su propia voluntad y la
voluntad de la antena le hacían repetir estúpidamente el nombre—. Piedra azul, Unk —dijo
—. Barraca doce... carta.
Unk sintió de nuevo machacar en su cabeza la advertencia dolorosa. Unk estranguló al
hombre en la picota, apretó hasta que la cara del hombre se puso violeta y se le salió afuera la
lengua.
Unk retrocedió, se puso en posición de firme, dio una elegante media vuelta y volvió a su
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La formación de Unk hizo alto delante de una barraca de granito, en una perspectiva de
miles de barracas iguales que parecían perderse hasta el infinito en la llanura de hierro. Cada
diez barracas había un mástil con un estandarte que restallaba al viento vivo.
El que flotaba como un ángel guardián sobre el sector de la compañía de Unk era muy
alegre: franjas rojas y blancas, y muchas estrellas blancas en un campo azul. Era la Vieja
Gloria, la bandera de los Estados Unidos de Norteamérica en la Tierra.
Más allá estaba el estandarte rojo de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Después había un maravilloso estandarte verde, naranja, amarillo y púrpura, con un león
que sostenía una espada. Era la bandera de Ceilán.
Y después de ésta había una bola roja en un campo blanco, la bandera de Japón.
Los estandartes representaban a los países que las diversas unidades marcianas atacarían y
paralizarían cuando comenzara la guerra entre Marte y la Tierra.
Unk no vio ningún estandarte hasta que su antena le permitió aflojar los hombros, soltar las
articulaciones, salirse de la fila. Miró boquiabierto la perspectiva de barracas y mástiles. La
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barraca que tenía delante mostraba un gran número pintado sobre la puerta. El número era
576.
Algo en Unk encontró el número fascinante, lo movió a estudiarlo. Después recordó la
ejecución, recordó que el hombre pelirrojo a quien había matado le había dicho algo sobre una
piedra azul y la barraca doce.
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puntadas de hilo grueso. Y los uniformes de todos los demás sólo parecían buenos cuando
quienes los llevaban estaban en posición de firmes. En cualquier otra posición un soldado
corriente encontraba que su uniforme tendía a hacer bollos y a crujir como si fuera de papel.
El uniforme de Boaz seguía cada uno de sus movimientos con una gracia sedosa. Las
puntadas eran menudas y numerosas. Y lo más sorprendente de todo es que los zapatos de
Boaz tenían un lustre profundo, rico, rojizo, un lustre que los otros soldados no podían
conseguir por más que se lustraran los zapatos. A diferencia de los zapatos de todos los otros
miembros de la compañía, los de Boaz eran de auténtico cuero de la Tierra.
—¿Hablabas, de vender algo, Unk? —dijo Boaz.
—Liquide MoonMist. Sáqueselo de encima —murmuró Unk. Las palabras no tenían
sentido para él. Las había dejado salir simplemente porque se habían empeñado en hacerlo—.
Venda —dijo.
Boaz sonrió, tristemente divertido.
—Que venda, ¿eh? —dijo—. Okey, Unk, venderemos. —Alzó una ceja—. ¿Qué vamos a
vender, Unk? —Había algo particularmente brillante, penetrante en sus pupilas.
Unk encontró intranquilizador ese brillo amarillo, esa agudeza de los ojos de Boaz, y cada
vez más, pues Boaz seguía mirándolo fijo. Unk apartó los ojos, miró al azar los ojos de otros
de sus camaradas, los encontró uniformemente apagados. Hasta los ojos del sargento
Brackman estaban apagados.
Los ojos de Boaz continuaban mordiendo en Unk. Unk se sintió forzado a buscar otra vez
su mirada. Las pupilas parecían diamantes.
—¿No te acuerdas de mí, Unk? —dijo Boaz.
La pregunta alarmó a Unk. Por alguna razón era importante que no se acordara de Boaz.
Estaba agradecido de no recordarlo realmente.
—Boaz, Unk —dijo el hombre de color—. Soy Boaz.
Unk asintió con un gesto.
—¿Cómo estás? —dijo.
—Oh, no estoy lo que se dice mal —dijo Boaz. Sacudió la cabeza—. ¿No recuerdas nada
de mí, Unk?
—No —dijo Unk. La memoria lo estaba inquietando un poco ahora, diciéndole que podía
recordar algo sobre Boaz si hacía todo lo posible. Silenció la memoria—. Lo siento —dijo
Unk—. Tengo la mente en blanco.
—Tú y yo éramos compadres —dijo Boaz—. Boaz y Unk.
—Aja —dijo Unk.
—¿Recuerdas lo que es el sistema de compadres, Unk? —preguntó Boaz.
—No —contestó Unk.
—Cada hombre en cada sección tiene un compadre —dijo Boaz—. Los compadres
comparten la misma casamata, son como carne y uña en los ataques, se cubren el uno al otro.
Si uno de los compadres se las ve feas en un cuerpo a cuerpo, el otro viene, lo ayuda, le tiende
un cuchillo.
—Aja —dijo Unk.
—Curioso —dijo Boaz—, lo que un hombre olvida en el hospital, y lo que sigue
recordando, le hagan lo que le hagan. A ti y a mí nos entrenaron como compadres durante un
año, y te has olvidado. Y ahora dices eso sobre cigarrillos. ¿Qué clase de cigarrillos, Unk?
—Me... me he olvidado —dijo Unk.
—Trata de acordarte —dijo Boaz—. Lo tenías hace un rato. —Frunció el entrecejo y
bizqueó, como tratando de ayudar a Unk a acordarse—. Me parece tan interesante lo que un
hombre puede recordar después de haber estado en el hospital. Trata de recordar todo lo que
puedas.
Había cierto afeminamiento en Boaz, a la manera de un matón astuto que hace arrumacos a
un marica, hablándole como a un nene.
Pero a Boaz le gustaba Unk, eso también correspondía a su manera de ser.
Unk tenía el inexplicable sentimiento de que él y Boaz eran las únicas personas reales en el
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edificio de piedra, que todos los demás eran robots con ojos de vidrio y no muy bien
pergeñados. El sargento Brackman, que se suponía que mandaba, no parecía más vivaz, ni
más responsable, ni con más autoridad que una bolsa de plumas mojadas.
—Veamos qué es lo que recuerdas, Unk —dijo Boaz zalamero—. Viejo compadre,
recuerda todo lo que puedas.
Antes de que Unk pudiera recordar nada, le empezó de nuevo el dolor de cabeza que le
hizo cumplir la ejecución. Pero el dolor no se detuvo en la punzada de advertencia. Ante la
mirada inexpresiva de Boaz, el dolor en la cabeza de Unk se convirtió en una cosa
centelleante, contundente.
Unk se puso de pie, dejó caer el rifle, se llevó las manos a la cabeza, se tambaleó, se
desmayó.
Cuando recobró el sentido en el piso de la barraca, su compadre Boaz le pasaba una toalla
mojada por las sienes.
Un círculo de camaradas rodeaba a Unk y Boaz. Las caras no demostraban sorpresa ni
simpatía. Pensaban que Unk había hecho algo estúpido e indigno de un soldado, y que por lo
tanto se merecía lo que le había pasado.
Lo miraban como si Unk hubiera hecho algo tan estúpido desde el punto de vista militar
como recortarse contra el cielo o limpiar un arma cargada, como estornudar mientras andaba
de ronda, o contraer, y no decirlo, una enfermedad venérea, como rechazar una orden directa
o dormir después del toque de diana, como emborracharse estando de guardia, como guardar
un libro o una granada de mano en el cajón de los zapatos, como preguntar quién había
iniciado el ejército y por qué...
Boaz parecía preocupado por lo que le había pasado a Unk.
—Fue culpa mía, Unk —dijo.
El sargento Brackman se abrió camino a empujones a través del círculo y se detuvo junto a
Unk y Boaz.
—¿Qué hizo, Boaz? —dijo Brackman.
—Yo lo estaba embromando, sargento —dijo Boaz con seriedad—. Le dije que tratara de
recordar todo lo que pudiera. Nunca pensé que lo haría.
—Hay que tener más cabeza y no embromar a un hombre que acaba de salir del hospital —
dijo Brackman ceñudo.
—Oh, lo sé, lo sé —dijo Boaz lleno de remordimientos—. ¡Compadre —dijo—, el diablo
me lleve!
—Unk —dijo Brackman—, ¿no te dijeron nada sobre eso de acordarse en el hospital?
Unk sacudió la cabeza vagamente.
—Tal vez —dijo—. Me dijeron tantas cosas.
—Es lo peor que puedes hacer, Unk, tratar de acordarte —dijo Brackman—. Por eso te
llevaron al hospital, sobre todo, porque te acordabas demasiado. —Ahuecó las manos
regordetas, como para contener en ellas el problema desgarrador que había sido Unk—.
Caramba —dijo—, te acordabas tanto, Unk, que como soldado no valías un centavo.
Unk se sentó, apoyó la mano sobre el pecho, encontró que tenía la camisa húmeda de
lágrimas. Pensó explicarle a Brackman que no había tratado de acordarse, que sabía
instintivamente que eso estaba mal, pero que el dolor lo había asaltado de todos modos. No se
lo dijo a Brackman por temor de que volviera el dolor.
Unk gruñó y pestañeó para desprender las últimas lágrimas. No iba a hacer nada que no le
hubieran ordenado.
—En cuanto a ti, Boaz —dijo Brackman—, lo único que sé es que quizá una semana
limpiando las letrinas te enseñará a no bromear con los que acaban de salir del hospital.
Algo informe en la memoria de Unk le dijo que observara atentamente el juego mudo entre
Brackman y Boaz. Era en cierto modo importante.
—¿Una semana, sargento? —dijo Boaz.
—Sí, diablos —dijo Brackman, y después se estremeció y cerró los ojos. Era evidente que
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—Setecientos noventa y nueve —dijo Boaz en voz alta, corrigiendo para sí mismo el
número de verdaderos comandantes. Uno de los verdaderos comandantes había muerto,
estrangulado en la picota por Unk. El hombre estrangulado era el soldado raso Stony
Stevenson, uno de los verdaderos comandantes de la unidad de ataque británica. Stony había
quedado tan fascinado por la lucha de Unk por entender lo que ocurría, que
inconscientemente había empezado a ayudarlo a pensar.
Por eso Stevenson había sufrido la humillación última. Le habían instalado una antena en
el cráneo, y había sido obligado a marchar a la picota como un buen soldado para aguardar
allí el asesinato de mano de su protegido.
Boaz dejó que sus soldados siguieran en posición de firmes, temblando, sin pensar en nada,
sin ver nada. Boaz se acercó al catre de Unk, se acostó con los grandes, lustrosos zapatos en la
manta marrón. Cruzó las manos por detrás de la cabeza y tendió el cuerpo como un arco.
—Auuuuu —dijo Boaz, con algo que era mitad bostezo, mitad gruñido—. Auuuu, sí señor,
soldados, soldados, soldados —dijo, dejando vagar la mente—. Maldita sea, soldados. —Eran
palabras ociosas, sin sentido. Boaz estaba un poco aburrido de sus juguetes. Se le ocurrió
hacerlos pelear entre sí, pero el castigo por hacerlo, en caso de que lo pescaran, era el mismo
que había sufrido Stony Stevenson.
—Auuuu, sí señor, soldados. Ahora sí, soldados —dijo Boaz lánguidamente—. Maldita
sea, soldados. Lo conseguiré. Ustedes tendrán que admitirlo. El viejo Boaz los obligará a
decir que estuvo realmente bien.
Rodó fuera de la cama, aterrizó en cuatro patas, se puso de pie con una gracia de pantera.
Mostró una sonrisa deslumbrante. Haría todo lo que pudiera para disfrutar de su afortunada
posición en la vida.
—Ustedes, muchachos, no lo van a pasar tan mal —dijo a sus rígidos soldados—. Van a
ver cómo tratamos a los generales. —Lanzó una risita como un arrullo—. Hace dos noches
los comandantes nos pusimos a discutir sobre cuál de los generales podía correr más. A
continuación sacamos a los veintitrés generales de la cama, todos desnudos, y los ensillamos
igual que a caballos de carrera, hicimos apuestas y los largamos como si el diablo los corriera.
El general Stover salió primero, le siguió el general Harrison y en tercer lugar el general
Moscher. Al día siguiente, todos los generales del ejército estaban tiesos como palos. Ninguno
podía recordar nada de la noche anterior.
Boaz se rió de nuevo como en un arrullo y decidió que su afortunada posición en la vida
sería mucho mejor si se la tomaba en serio, si demostraba la carga que era y cuan honrado se
sentía de tener que llevarla. Se echó hacia atrás juiciosamente, metió los pulgares en el
cinturón y se puso ceñudo.
—Ah —dijo—, pero no todo es juego. —Dio una vuelta alrededor de Unk, se detuvo a
unos centímetros de distancia, lo miró de arriba abajo—. Unk, viejo —dijo—, me da rabia
decirte cuánto tiempo he pasado pensando en ti, preocupándome por ti, Unk.
Boaz se movió, balanceándose.
—Tratarás de resolver el rompecabezas, ¿no es cierto? ¿Sabes cuántas veces te llevaron al
hospital para limpiarte la memoria? ¡Siete veces, Unk! ¿Sabes cuántas veces hace falta
limpiar, por lo general, la memoria de un hombre? Una vez, Unk. ¡Una vez! —Boaz hizo
chasquear los dedos debajo de las narices de Unk—. Es así, Unk. Una vez, y el hombre no
vuelve a molestarse por nada nunca más. —Sacudió la cabeza, pensativo—. Pero tú no, Unk.
Unk se estremeció.
—¿Es demasiado tiempo para estar en posición de firme, Unk? —dijo Boaz. Rechinó los
dientes. No podía dejar de torturar a Unk de vez en cuando.
En primer lugar, Unk lo había tenido todo en la Tierra, y Boaz no había tenido nada.
En segundo lugar, Boaz dependía lastimosamente de Unk o dependería cuando llegaran a
la Tierra. Boaz era un huérfano que había sido reclutado cuando tenía apenas catorce años, y
no tenía siquiera una noción vaga de lo que era pasarlo bien en la Tierra. Contaba con Unk
para que se lo explicara.
—¿Quieres saber quién eres, de dónde vienes, qué eras? —dijo Boaz a Unk. Unk seguía en
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posición de firme, sin pensar en nada, incapaz de aprovechar lo que Boaz le dijera. De todos
modos, Boaz no hablaba para Unk. Boaz se estaba tranquilizando acerca del compadre que
tendría a su lado cuando llegaran a la Tierra.
—Viejo —dijo Boaz, mirando ceñudo a Unk—, eres uno de los hombres de más suerte que
haya habido. ¡Allá en la Tierra, viejo, eras un rey!
Como casi toda la información que había en Marte, la información de Boaz sobre Unk era
insuficiente. No podía decir de dónde venía exactamente. La había pescado entre los rumores
que circulaban en la vida del ejército.
Y era demasiado buen soldado como para ir a hacer preguntas a fin de perfeccionar sus
conocimientos.
Los conocimientos de un soldado no tienen por qué ser perfectos.
De modo que Boaz no sabía realmente nada sobre Unk, salvo que había tenido mucha
suerte alguna vez. Sobre esto bordaba.
—Quiero decir —siguió Boaz— que no había nada que no tuvieras, nada que no pudieras
hacer, ningún lugar a donde no pudieras ir.
Y mientras Boaz insistía en la maravilla de la buena suerte de Unk en la Tierra estaba
expresando una profunda preocupación por otra maravilla: su convicción supersticiosa de que
su propia suerte en la Tierra sería seguramente pésima.
Boaz empleó entonces tres palabras mágicas que parecían describir la máxima felicidad a
que alguien podía aspirar en la Tierra: Night clubs de Hollywood. Nunca había visto
Hollywood, nunca había visto un night club.
—Viejo —dijo—, tú te pasabas los días y las noches en los night clubs de Hollywood.
Viejo —dijo Boaz a Unk que no comprendía nada—, tuviste todo lo que un hombre necesita
para llevar una buena vida en la Tierra y sabes cómo se hace. Viejo —continuó Boaz, tratando
de disimular lo patético y amorfo de sus aspiraciones—. Iremos a algunos lugares formidables
y pediremos cosas buenas, iremos de aquí para allá con gente magnífica y nos correremos
unas buenas juergas. —Tomó a Unk del brazo, lo balanceó—. Compadres, eso es lo que
somos. Viejo, nos vamos a hacer famosos, iremos a todas partes, haremos de todo. ¡Aquí
vienen el viejo suertudo, Unk, y su compadre Boaz! —dijo Boaz, confiando en que ésas
fueran las palabras de los habitantes de la tierra después de la conquista—. ¡Y ahí van, felices
como pájaros! —Lanzó una risita como un arrullo pensando en la feliz pareja de pájaros.
La sonrisa se le desvaneció.
Las sonrisas nunca le duraban mucho. Había algo dentro de él que le preocupaba. Estaba
muy inquieto por la idea de perder su puesto. Nunca había visto muy claro de qué manera
había conseguido el gran privilegio. Ni siquiera sabía quién se lo había dado.
Boaz ni siquiera sabía quién tenía el mando de los verdaderos comandantes.
Nunca había recibido una orden de nadie que fuera superior a los verdaderos comandantes.
Boaz basaba su conducta, como todos los verdaderos comandantes, en lo que podría
calificarse de chismes, chismes que circulaban al nivel del verdadero comando.
Cuando los verdaderos comandantes se reunían por la noche, los chismes circulaban junto
con la cerveza, las galletitas y el queso.
Habría un chisme, por ejemplo, sobre el despilfarro en los depósitos de suministros, otro
sobre la conveniencia de que los soldados se hirieran y enloquecieran de verdad durante las
clases de jiujitsu, otro sobre la lamentable tendencia de los soldados a atarse mal las polainas.
El mismo Boaz hacía circular esos chismes sin tener ninguna idea sobre su punto de origen, y
se comportaba con arreglo a ellos.
La ejecución de Stony Stevenson por Unk había sido anunciada también de esa manera. De
pronto se, había convertido en un tema de conversación.
De pronto, los verdaderos comandantes habían mandado arrestar a Stony.
Boaz manipuló la caja de control que tenía en el bolsillo, sin llegar a tocar un botón. Ocupó
su lugar entre los hombres que controlaba, se puso voluntariamente en posición de firme y
descansó cuando sus camaradas descansaron.
Tenía muchas ganas de un trago de alcohol bien fuerte. Y estaba autorizado a tomarlo cada
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Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 47
vez que lo quisiera. Desde la Tierra se recibían regularmente cantidades ilimitadas de bebidas
para los verdaderos comandantes. Y los oficiales también podían tomar el alcohol que
querían, pero no podían conseguir del bueno. Lo que bebían los oficiales era un alcohol verde
y letal de fabricación local, hecho con líquenes fermentados.
Pero Boaz nunca bebía. Una razón por la que no bebía era su temor de que el alcohol
disminuyera su eficacia como soldado. Otra razón por la que no bebía era su temor de
olvidarse y ofrecer de beber a un soldado raso.
El castigo para un verdadero comandante que ofrecía a un soldado raso una bebida
alcohólica era la muerte.
—Sí, señor —dijo Boaz, sumando su voz a la batahola de los hombres en descanso.
Diez minutos después, el sargento Brackman anunció un rato de recreo durante el cual se
suponía que todos salían y jugaban a una especie de béisbol, la pelota alemana, el principal
deporte del Ejército de Marte.
Unk se escabulló.
Unk se escabulló a la barraca 12 en busca de la carta debajo de la piedra azul, la carta de la
cual le había hablado su víctima, el hombre pelirrojo.
Las barracas del sector estaban vacías.
El estandarte en la punta del mástil apenas flotaba al viento.
Las barracas vacías habían alojado a un batallón de Comandos Imperiales Marcianos. Los
comandos habían desaparecido silenciosamente al morir la noche un mes antes. Habían
despegado en las naves con destino secreto, las caras oscurecidas, las placas de identificación
atadas con cintas para que no tintinearan. Los Comandos Imperiales Marcianos eran expertos
en matar centinelas con lazos de cuerda de piano.
El destino secreto de los Comandos era la luna terrestre. Allí empezarían la guerra.
Unk encontró una gran piedra azul fuera de la sala de la caldera en la barraca doce. La
piedra era una turquesa. Las turquesas son muy comunes en Marte. La turquesa que Unk
había encontrado era una baldosa de unos treinta centímetros de lado.
Unk miró debajo. Encontró un cilindro de aluminio con una tapa atornillada. Dentro del
cilindro había una larga carta escrita con lápiz.
Unk no sabía quién la había escrito. Estaba en malas condiciones para hacer conjeturas,
puesto que sólo conocía los nombres de tres personas: el sargento Brackman, Boaz y Unk.
Unk entró en la sala de la caldera y cerró la puerta. Estaba excitado, aunque no sabía por
qué. Empezó a leer a la luz de la ventana polvorienta. Querido Unk, empezaba la carta.
Querido Unk, empezaba la carta. Dios sabe que no es mucho, pero estas son las cosas que
sé con certeza y al final encontrarás una lista de preguntas a las que harás lo que puedas por
contestar. Las preguntas son importantes. He pensado mucho en ellas, más que en las
preguntas que ya tengo. La primera cosa que sé con certeza es: 1) Si las preguntas no tienen
sentido, las respuestas tampoco lo tendrán.
Todas las cosas que el autor de la carta sabía con certeza estaban enumeradas, como para
subrayar la índole difícil y gradual del juego que le había permitido descubrir cosas ciertas.
Había ciento cincuenta y ocho cosas que el autor tenía por ciertas. Habían sido en un principio
ciento ochenta y cinco, pero había tachado diecisiete.
El segundo punto era 2) Soy una cosa llamada viviente.
El tercero, 3) Estoy en un lugar llamado Marte. El cuarto, 4) Estoy en una parte de una
cosa llamada ejército.
El quinto, 5) El ejército planea matar a otras cosas llamadas vivientes en un lugar
llamado Tierra.
De los primeros ochenta y un puntos, ninguno estaba tachado. Y en los primeros ochenta y
uno el autor avanzaba hacia cuestiones cada vez más sutiles, y los errores se iban
multiplicando.
Al comienzo del juego se hablaba de Boaz y luego el autor lo descartaba.
46) Vigila a Boaz, Unk. No es lo que parece.
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Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 48
47) Boaz tiene algo en el bolsillo derecho que lastima la cabeza de las gentes cuando
hacen algo que a Boaz no le gusta.
48) Algunos otros tienen también una cosa que pueden hacerte doler la cabeza. Como
mirando no puedes saber quién la tiene, sé amable con todos.
71) Unk, viejo, casi todo lo que sé con certeza es el resultado de luchar contra el dolor
que me produce la antena, decía la carta a Unk. Cada vez que empiezo a hacer trabajar la
cabeza y a mirar algo, el dolor empieza, pero de todos modos sigo haciendo trabajar la
cabeza porque sé que voy a ver algo que se supone que no debo ver. Cuando hago una
pregunta y empieza el dolor, sé que he hecho una pregunta verdaderamente justa. Entonces
la divido en pedacitos y pregunto cada pedacito. Cuando tengo las respuestas a los
pedacitos, las junto todas y obtengo la respuesta a la gran pregunta.
72) Cuanto mayor es el dolor que consigo soportar, más aprendo. Ahora el dolor te da
miedo, Unk, pero no aprenderás nada si lo evitas. Y cuanto más aprendas, más te alegrarás
de soportar el dolor.
Allí, en la sala de la caldera de la barraca vacía, Unk dejó un momento la carta de lado.
Estaba a punto de llorar, pues la fe de Unk en el heroico autor de la carta era injustificada.
Unk sabía que no podría soportar una fracción del dolor que el autor había aguantado,
posiblemente porque no podía amar tanto el conocimiento.
Incluso la pequeña punzada de muestra que le habían provocado en el hospital había sido
una tortura. Tragó aire, como un pez moribundo en la orilla, recordando el gran dolor que
Boaz le había asestado en el cuartel. Prefería morir antes que arriesgar otro dolor como aquél.
Se le mojaron los ojos.
De haber intentado hablar, habría sollozado. El pobre Unk no quería tener más líos con
nadie. Toda la información que le proporcionara la carta —información ganada con el
heroísmo de otro hombre—, la emplearía para evitar todo dolor.
Unk se preguntó si habría gentes que podían soportar más dolor que otros. Supuso que sí.
Supuso, lloroso, que él era especialmente sensible en este sentido. Sin desear daño alguno al
autor de la carta, Unk deseó que pudiera sentir, sólo una vez, el dolor como él lo sentía.
Entonces quizá las cartas estuvieran dirigidas a otro. Unk no tenía modo de juzgar la
calidad de la información contenida en la carta. Lo aceptó todo con ansia, sin crítica. Y al
aceptarlo, llegó a una idea de la vida idéntica a la del autor de la carta. Unk engulló una
filosofía.
Y mezclados con la filosofía había chismes, historia, astronomía, biología, teología,
geografía, psicología, medicina e incluso un cuento. Algunos ejemplos al azar:
Chismes: 22) El general Borders está borracho todo el tiempo. Tan borracho que ni
siquiera se sabe atar los zapatos sin que se le deshagan los nudos. Los oficiales están tan
confundidos y son tan desdichados como cualquiera. Tú lo eras, Unk, y tenías tu propio
batallón.
Historia: 26) En Marte todo el mundo viene de la Tierra. Creyeron que estarían mejor en
Marte. Nadie recuerda qué era lo que estaba tan mal en la Tierra.
Astronomía: 11) Todo lo que hay en el cielo gira alrededor de Marte una vez al día.
Biología: 58) De las mujeres salen personas nuevas cuando hombres y mujeres duermen
juntos. Es raro que en Marte salgan personas nuevas de las mujeres, porque los hombres y
las mujeres duermen en lugares diferentes. Teología: 15) Alguien lo hizo todo por alguna
razón.
Geografía: 16) Marte es redondo. La única ciudad que hay se llama Febe. Nadie sabe por
qué se llama Febe.
Psicología: 103) Unk, el gran lío con los estúpidos de mierda es que son demasiado
estúpidos para creer que se puede ser inteligente.
Medicina: 73) Cuando le limpian la memoria a un hombre en este lugar llamado Marte,
no se la limpian del todo. Sólo le limpian el centro, o algo así. Siempre queda un montón de
cosas en los rincones. Circula una historia acerca de cómo trataron de limpiar del todo
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Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 49
algunas memorias. Los pobres a los que se lo hicieron, no podían caminar, ni hablar, ni
hacer nada. Lo único que se pudo hacer con ellos fue desmantelarlos, enseñarles un
vocabulario básico de unas dos mil palabras y emplearlos en relaciones públicas militares o
industriales.
El cuento: 89) Unk, tu mejor amigo es Stony Stevenson. Stony es un hombre alto, feliz,
fuerte, que bebe un cuarto de whisky por día. Stony no tiene una antena en la cabeza y puede
recordar todo lo que le ha sucedido. Pasa por estar en el servicio de inteligencia, pero es uno
de los verdaderos comandantes. Controla por radio una compañía de asalto que atacará un
lugar de la Tierra llamado Inglaterra. Stony es de Inglaterra. Stony se ríe todo el tiempo. Se
enteró de que eras un pobre desgraciado, Unk, y entonces fue a tu cuartel a verte. Pretendía
ser amigo tuyo y que podía oírte hablar. Después de un tiempo, empezaste a confiar en él,
Unk, y le contaste alguna de tus teorías secretas sobre la vida en Marte. Stony trató de reírse,
pero después comprendió que tú habías descubierto algunas cosas que él no conocía. No
podía convencerse, porque se suponía que él lo sabía todo y tú no sabías nada. Y entonces le
dijiste a Stony una cantidad de las grandes preguntas que querías hacer, y Stony sólo sabía
respuestas para la mitad de ellas. Y Stony volvió a su barraca y las preguntas cuyas
respuestas no sabía siguieron dándole vueltas en la cabeza. No podía dormir por la noche,
aunque bebiera y bebiera y bebiera. Se le había ocurrido que alguien lo estaba utilizando, y
no tenía idea de quién era. No sabía siquiera por qué tenía que haber un Ejército de Marte,
en primer lugar. No sabía siquiera cómo Marte atacaría a la Tierra. Y cuanto más recordaba
de la Tierra, más comprendía que el Ejército de Marte tenia las posibilidades de una bola de
nieve en el infierno. El gran ataque contra la Tierra sería seguramente un suicidio. Stony se
preguntó a quién podría hablar sobre esto, y no había nadie más que tú, Unk. Te dijo todo lo
que sabía sobre Marte. Y dijo que en adelante te diría todo lo que descubriera y que tú le
dirías cuanta cosa tú descubrieras. Y que todas las veces que pudieran se harían alguna
escapada y tratarían de combinar algo juntos. Y te dio una botella de whisky. Y los dos
bebieron. Stony dijo que tú eras su mejor amigo. Te dijo que eras el único amigo de verdad
que había tenido en Marte, aunque se riera todo el tiempo, y gritó y despertó a casi todo el
mundo alrededor del catre. Te dijo que vigilaras a Boaz, y después se volvió a su barraca y
se durmió como un chico.
A partir del cuento, la carta era una prueba de la eficacia del equipo secreto de observación
formado por Stony Stevenson y Unk. A partir de ese punto, las cosas tenidas por seguras en la
carta eran presentadas casi siempre con frases como: Stony dice, y Tú descubriste, y Stony te
dijo, y Le dijiste a Stony, y Tú y Stony salieron gritando borrachos por el campo de tiro, una
noche, y ustedes dos, vagos locos, decidieron...
La cosa más importante que decidieron los dos vagos locos fue que el que tenía el mando
real de todo en Marte era un hombre alto, afable, sonriente, con voz de falsete, que siempre
andaba con un gran perro. Este hombre y su perro, según la carta a Unk, aparecida en las
reuniones secretas de los verdaderos comandantes del Ejército de Marte una vez cada cien
días aproximadamente.
La carta no decía nada al respecto, porque el autor nada sabía, pero este hombre y su perro
eran Winston Niles Rumfoord y Kazak, el sabueso del espacio. Y sus apariciones en Marte no
eran irregulares. Debido al infundibulum crono-sinclástico, Rumfoord y Kazak aparecían tan
previsiblemente como el cometa Halley. Aparecían en Marte una vez cada ciento once días.
Como decía la carta a Unk, 155). Según Stony, el tipo alto y su perro aparecen en las
reuniones y lo tapan todo. El es un muchacho alto y encantador, y cuando termina la reunión
todo el mundo está tratando de pensar exactamente como él. Todas las ideas de cada uno
proceden del tipo, que se limita a sonreír a sonreír, a sonreír y a hacer gorgoritos con esa
voz curiosa que tiene, y llena a todo el mundo de ideas nuevas. Y todos los que están en la
reunión manejan las ideas como si las hubieran pensado ellos mismos. Es loco por el juego
de béisbol alemán. Nadie sabe cómo se llama. Se limita a reír si alguien se lo pregunta. Por
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lo general usa el uniforme de los Marinos Esquiadores Paracaidistas, pero los verdaderos
comandantes de los Marinos Esquiadores Paracaidistas juran que nunca lo han visto en
ninguna parte, salvo en las reuniones secretas.
156) Unk, viejo compadre, decía la carta a Unk, toda vez que tú y Stony encuentren algo
nuevo, añádelo a esta carta. Esconde bien esta carta. Y cada vez que cambies de escondrijo,
toma la precaución de decirle a Stony dónde la has puesto. De esa manera, aunque te
manden al hospital para limpiarte la memoria, Stony podrá decirte dónde tienes que ir para
cargarte la memoria de nuevo.
157) Unk, ¿sabes por qué te dejan seguir? Te dejan seguir porque tienes mujer y un hijo.
Casi nadie en Marte los tiene. Ella es instructora en la Escuela de Respiración Schliernann,
de Febe. Tu compañera se llama Bee. Tu hijo se llama Crono. Vive en la escuela de Febe.
Según Stony Stevenson, Crono es el mejor jugador de béisbol alemán de la escuela. Como
todos en Marte, Bee y Crono han aprendido a vivir solos. No te echan de menos. Nunca
piensan en ti. Pero tú tienes que probarles que te necesitan de la mejor manera posible.
158) Unk, chiflado hijo de puta, te quiero. Creo que eres maravilloso. Cuando juntes toda
tu pequeña familia, trépate a una nave espacial y vuela a algún lugar pacífico y hermoso, a
algún lugar donde no tengas que estar tomando globos de aire todo el tiempo para seguir
viviendo. Llévate a Stony contigo. Y cuando te instales, que todos ustedes se pasen, mucho
tiempo tratando de imaginarse por qué quienquiera que sea fue y lo hizo.
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Había un camino de diez kilómetros de distancia desde el campamento del ejército hasta el
llano donde se encontraba la flota de invasión. Y el camino atravesaba el ángulo noroeste de
Febe, la única ciudad de Marte.
La población de Febe en su momento culminante, según la Breve Historia de Marte, de
Winston Niles Rumfoord, era de ochenta y siete mil habitantes. En Febe cada alma y cada
estructura estaba directamente relacionada con el esfuerzo bélico. La masa de los trabajadores
de Febe era controlada como los soldados, por medio de una antena en el cráneo.
La compañía de Unk atravesaba el extremo noroeste de Febe, encaminándose hacia la
flota, en el centro de su regimiento. En ese momento se consideraba innecesario mantener a
los soldados en movimiento y en filas por medio de señales dolorosas recibidas por las
antenas. La fiebre guerrera se había adueñado de ellos.
Marchaban cantando y pisando fuerte la calle de hierro con los talones metálicos de las
botas. El canto era sangriento:
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Las fábricas de Febe seguían trabajando a todo vapor. Nadie vagabundeaba por las calles
para ver pasar cantando a los héroes. Las ventanas hacían guiños cuando en el interior las
lámparas incandescentes se acercaban y alejaban. Una puerta abierta vomitaba una luz
amarilla y humeante de metal fundido. Los chirridos de las ruedas pasaban entre los cantos.
Tres platos voladores, naves de exploración, flotaban a baja altura sobre la ciudad,
produciendo un arrullo suave como peonzas. Cantaban rozando en un recorrido parejo la
superficie de Marte que se curvaba debajo. Titilaban en el espacio eterno.
El hijo que Unk estaba buscando se llamaba Crono. Crono tenía, de acuerdo con los
cálculos de la Tierra, ocho años. Su nombre venía del mes en que había nacido. El año
marciano estaba dividido en veintiún meses, doce de treinta días y nueve de treinta y uno.
Esos meses se llamaban: enero, febrero, marzo, abril, mayo, junio, julio, agosto, septiembre,
octubre, noviembre, diciembre, Winston, Niles, Rumfoord, Kazak, Newport, Crano,
Sinclástico, Infundibulum y Salo. Mnemotécnicamente:
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El mes de Salo llevaba el nombre de una criatura que Winston Niles Rumfoord conocía en
Titán. Titán, desde luego, es una luna de Saturno extremadamente agradable.
Salo, el amigote de Rumfoord en Titán, era un mensajero de otra galaxia que se había visto
obligado a bajar en Titán debido a un desperfecto en la planta energética de su nave espacial.
Estaba esperando que le llegara una pieza de repuesto.
Había estado esperando pacientemente doscientos mil años.
Su nave estaba impulsada, como toda la maquinaria bélica de Marte, por un fenómeno
conocido con el nombre de VULLS, Voluntad Universal del Llegar a Ser. La VULLS es la
que saca a los universos de la nada, la que hace que la nada insista en llegar a ser algo.
Muchos habitantes de la Tierra se alegran de que este planeta no tenga vulls.
Como dice la cancioncita popular:
Crono, el hijo de Unk, era a los ocho años de edad un maravilloso jugador de béisbol
alemán. El béisbol alemán era lo único que le interesaba. El béisbol alemán era el principal
deporte de Marte, en la escuela primaria, en el ejército, y en los campos de recreación de los
obreros.
Como en Marte hay sólo cincuenta y dos niños, se las arreglaban con una sola escuela
primaria, situada justo en el centro de Febe. Ninguno de los cincuenta y dos niños había sido
concebido en Marte. Todos habían sido concebidos o bien en la Tierra o, como en el caso de
Crono, en una nave espacial que llevaba nuevos reclutas a Marte.
En la escuela los niños estudiaban muy poco, pues la sociedad de Marte no tenía un uso
particular que darles. Se pasaban la mayor parte del tiempo jugando al béisbol alemán.
El juego se practica con una pelota blanda del tamaño de un melón. La pelota no es más
saltarina que un sombrero lleno de agua de lluvia. El juego es algo parecido al béisbol común
con un batter que lanza la pelota al campo enemigo y corre alrededor de las bases mientras
los jugadores tratan de atrapar la pelota y hacer fracasar al que corre. Hay, sin embargo, sólo
tres bases en el béisbol alemán: la primera, la segunda y casa. Pero nadie se arroja sobre el
batter. Este toma la pelota en un puño y le pega con el otro. Y si uno de los jugadores
consigue dar con la pelota al que corre mientras éste se halla entre las bases, el que corre
queda afuera, y debe dejar la cancha en seguida.
La persona responsable de la gran importancia dada al béisbol alemán en Marte era, desde
luego, Winston Niles Rumfoord, responsable de todo en Marte.
Howard W. Sams prueba en su Winston Niles Rumfoord, Benjamín Franklin y Leonardo
da Vinci, que el béisbol alemán era el único deporte de equipo que Rumfoord practicaba de
niño. Sams demuestra que a Rumfoord se lo enseñó su gobernanta, una tal Miss Joyce
MacKenzie.
Durante la infancia de Rumfoord, en Newport, un equipo formado por Rumfoord, Miss
MacKenzie y Earl Moncrief, el mayordomo, solía jugar al béisbol alemán regularmente contra
un equipo compuesto por Watanabe Wataru, el jardinero japonés, Beverly June Wataru, la
hija del jardinero, y Edward Seward Darlington, el caballerizo tonto. El equipo de Rumfoord
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Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 54
ganaba invariablemente.
Unk, el único desertor en la historia del ejército de Marte, agachado y jadeando detrás de
una roca de turquesa, observaba a los escolares que jugaban al béisbol alemán en la cancha de
hierro. Detrás de la roca, junto a Unk, había una bicicleta robada del depósito de bicicletas de
una fábrica de máscaras contra gases. Unk no sabía cuál de los niños era su hijo, cuál de los
niños era Crono.
El plan de Unk era nebuloso. Su sueño era juntarse con su mujer, su hijo y su mejor amigo,
robar una nave espacial y volar a algún lugar donde pudieran vivir siempre felices.
—¡Eh, Crono! —gritó un chico en el patio de juego—. ¡Ahora puedes lanzar la pelota!
Unk miró por encima de la roca, a la tercera base. El chico que iba a batear era Crono, era
su hijo.
Crono, el hijo de Unk, se dispuso a batear. Era pequeño para su edad, pero de hombros
sorprendentemente viriles. El pelo renegrido, hirsuto, y las cerdas negras se juntaban en un
tremendo remolino.
El niño era zurdo. Tenía la pelota en la mano derecha y se preparaba a golpearla con la
izquierda. Tenía los ojos muy hundidos, como los de su padre. Y los ojos eran luminosos
debajo del entrecejo oscuro y espeso. Brillaban con una violencia total.
Los ojos violentos de Crono parpadeaban en una dirección, luego en otra, desconcertando a
los jugadores, desplazándolos de sus posiciones, convenciéndolos de que la lenta, estúpida
pelota, llegaría hasta ellos con una velocidad terrible, los haría pedazos si se atrevían a
interponerse en su camino.
También la maestra compartía la alarma que inspiraba el chico del bate. Estaba en la
situación clásica del arbitro en el béisbol alemán, entre la primera y segunda base, y se sentía
aterrada. Era una frágil anciana llamada Isabel Fenstermaker. Tenía setenta y tres años y había
sido Testigo de Jehová antes de que le lavaran la memoria. La habían narcotizado y raptado
mientras trataba de vender un ejemplar de El Atalaya a un agente marciano en Duluth.
—Vamos, Crono —dijo con una sonrisa tonta—, no es más que un juego, ¿sabes?
El cielo quedó súbitamente ennegrecido por una formación de cien platos voladores, las
naves rojo sangre de los Marinos Esquiadores Paracaidistas de Marte. El arrullo conjunto de
las naves era un trueno melodioso que hacía repiquetear los vidrios de las ventanas de la
escuela.
Pero para dar una idea de la importancia que para el joven Crono tenía el juego cuando le
tocaba batear, ni un solo niño miró al cielo.
Después que el joven Crono hubo llevado a los jugadores y a Miss Fenstermaker al borde
del colapso nervioso, dejó la pelota junto a sus pies, sacó del bolsillo una corta banda de metal
que era su amuleto. Besó la banda para tener suerte y volvió a guardarla en el bolsillo.
Entonces levantó repentinamente la pelota, le dio un violento puñetazo y salió disparando
alrededor de las bases.
Los jugadores y Miss Fenstermaker esquivaron la pelota como si fuera una bala de cañón
al rojo. Cuando la pelota se detuvo por decisión propia, los jugadores fueron a buscarla con
una especie de torpeza ritual. Evidentemente el objeto de sus esfuerzos era no darle a Crono
con la pelota, sino no dejarlo afuera. Los jugadores conspiraban todos para aumentar la gloria
de Crono demostrando una oposición impotente.
Por supuesto, Crono era lo más glorioso que los niños hubieran visto jamás en Marte, y
toda la gloria que tuvieran les venía de su asociación con él. Harían todo lo que pudieran por
aumentar su gloria.
El joven Crono se deslizó a la tercera base en una nube de herrumbre.
Un jugador le arrojó la pelota, demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado. Ritualmente,
el jugador maldijo su suerte.
El joven Crono se detuvo, se sacudió el polvo y besó de nuevo su amuleto, agradeciéndole
otra carrera a la base. Creía firmemente que todos sus poderes venían de su amuleto, igual que
sus condiscípulos y también, secretamente, Miss Fenstermaker.
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Unk, el desertor, se puso de pie detrás de la roca de turquesa, echó a andar enérgicamente
por el patio de la escuela. Se había arrancado todas las insignias del uniforme. Eso le daba una
apariencia oficial, belicosa, sin unirlo a ninguna empresa en particular. De todo el equipo que
llevaba en el momento de desertar, sólo conservaba un cuchillo de caza, su máuser de un solo
tiro, y una granada. Dejó las tres armas escondidas detrás de la roca, junto con la bicicleta
robada.
Unk se acercó a Miss Fenstermaker. Le dijo que deseaba entrevistar al joven Crono por
asuntos oficiales en seguida y en privado. No le dijo que era el padre del chico. El hecho de
ser el padre no lo autorizaba a nada. El hecho de ser un investigador oficial lo autorizaba a
todo lo que quisiera pedir.
La pobre Miss Fenstermaker se aturullaba fácilmente. Aceptó que Unk entrevistara al
chico en su propia oficina.
La oficina estaba atestada de papeles escolares, algunos de cinco años atrás. Miss
Fenstermaker estaba muy atrasada en su trabajo, tan atrasada que se había declarado en
moratoria para poder ponerse al día. Algunas de las pilas de papeles se habían caído,
formando ventisqueros que mandaban ramales debajo del escritorio, al vestíbulo, a su
lavatorio privado.
Había un fichero de dos cajones, abierto, con su colección de piedras.
Nadie vigilaba a Miss Fenstermaker. Nadie se preocupaba. Tenía un certificado de
enseñanza del Estado de Minnesota, U.S.A., la Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea, y era todo
lo que importaba.
Para entrevistarse con su hijo, Unk se sentó detrás del escritorio, mientras su hijo Crono
estaba delante. Crono deseaba quedarse de pie.
Mientras planeaba las cosas que diría, Unk abrió ociosamente los cajones del escritorio de
Miss Fenstermaker y descubrió que estaban llenos de piedras.
El joven Crono era sagaz y hostil, y pensó en decir algo antes que Unk lo hiciera.
—Pavadas —dijo.
—¿Qué? —dijo Unk.
—Todo lo que diga son pavadas —dijo el chico de ocho años.
—¿Por qué lo piensas? —dijo Unk.
—Todo lo que dicen todos son pavadas —dijo Crono—. ¿Qué le importa lo que yo piense?
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Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 56
Cuando tenga catorce años me pondrán una cosa en la cabeza y haré lo que quieran que haga.
Se refería al hecho de que las antenas no se instalaran en el cráneo de los niños hasta que
cumplían catorce años. Era cuestión de tamaño de cráneo. Cuando un niño cumplía catorce
años lo enviaban al hospital para operarlo. Le afeitaban el pelo y los doctores y las enfermeras
le hacían bromas sobre su entrada en la edad adulta. Antes de llevarlo a la sala de operaciones,
le preguntaban cuál era su helado favorito. Al despertar, después de la operación, un gran
plato de ese helado lo estaba esperando: avellana, chocolate, fresa, lo que fuera.
—¿Tu madre dice pavadas? —dijo Unk.
—Las dice desde que ha salido del hospital.
—¿Y tu padre? —dijo Unk.
—No sé nada de él —dijo Crono—. Ni me importa. Dirá montones de pavadas, como
todos.
—¿Y quién no dice pavadas? —preguntó Unk.
—Yo no digo pavadas —dijo Crono—. Soy el único.
—Acércate —dijo Unk.
—¿Por qué? —preguntó Crono.
—Porque te voy a decir algo muy importante.
—Lo dudo —dijo Crono.
Unk se levantó del escritorio, se acercó a Crono y le dijo al oído:
—¡Soy tu padre! —Cuando hubo dicho estas palabras, el corazón le latió como una alarma
contra robos.
Crono se quedó impasible.
—¿Y qué? —dijo duramente. Nunca había recibido instrucciones, nunca había visto un
ejemplo en la vida que le hiciera pensar en la importancia de un padre. En Marte la palabra no
tenía significado emocional.
—He venido por ti —dijo Unk—. De alguna manera nos iremos de aquí. —Sacudió al
chico suavemente, tratando de hacerlo reaccionar un poco.
El chico se arrancó del brazo la mano del padre como si fuera una sanguijuela.
—¿Para qué?
—¡Para vivir! —dijo Unk.
El chico miró a su padre desapasionadamente, buscando una buena razón que justificara el
compartir su suerte con este extranjero. Crono sacó el amuleto del bolsillo y lo restregó entre
las palmas.
La fuerza imaginaria que sacó del: amuleto le daba energías suficientes para no confiar en
nada, para seguir como siempre, colérico y solo.
—Yo estoy viviendo —dijo—. Estoy muy bien —dijo—. Vete a la mierda.
Unk retrocedió un paso. Se le cayeron las comisuras de los labios.
—¿Que me vaya a la mierda? —murmuró.
—A todo el mundo le digo que se vaya a la mierda —dijo el chico. Estaba tratando de ser
amable, pero en seguida le fatigó el esfuerzo—. ¿Puedo irme a jugar a la pelota?
—¿Le has dicho a tu propio padre que se vaya a la mierda? —murmuró Unk. La pregunta
repercutió en la memoria vacía de Unk hasta llegar a un rincón intocado donde aún vivían
fragmentos de su extraña infancia. Su propia infancia había transcurrido en fantaseos en los
que por fin veía y amaba a un padre que no quería verlo, que no quería ser amado por él.
—He... he desertado del ejército para venir aquí... a buscarte —dijo Unk.
El interés se despertó en los ojos del chico, y se desvaneció.
—Te pescarán —dijo—. Pescan a todo el mundo.
—Robaré una nave espacial —dijo Unk—. ¡Y tú, tu madre y yo nos embarcaremos y
volaremos de aquí!
—¿A dónde? —dijo el muchacho.
—¡A algún buen lugar! —dijo Unk.
—Díme cuál es un buen lugar —dijo Crono.
—No sé. ¡Tenemos que buscarlo! —dijo Unk.
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Lo mismo ocurría con los ojos de la instructora, pues también ella había sido sometida
recientemente a un lavado de memoria.
Cuando la dieron de alta en el hospital, le dijeron cuál era su nombre, dónde vivía y cómo
enseñar la respiración Schliemann; era toda la información concreta que le habían dado.
Había otra cosa: le dijeron que tenía un hijo de ocho años, llamado Crono, y que podía
visitarlo en su escuela los martes por la tarde, si quería.
El nombre de la instructora, de la madre de Crono, de la compañera de Unk, era Bee.
Llevaba un traje de color verde liquen, zapatillas de gimnasia y alrededor del cuello una
cadena con un silbato y un estetoscopio.
Bordadas en la camisa estaban las iniciales de su nombre.
Miró al reloj en la pared. Había pasado tiempo suficiente para que el sistema digestivo más
lento hiciera llegar al intestino delgado el globo de aire.
Se puso de pie, detuvo el grabador y sopló el silbato.
—¡Formen fila! —dijo.
Los reclutas no habían recibido todavía adiestramiento militar básico, de modo que eran
incapaces de alinearse con precisión. Pintados en el piso había unos cuadrados donde debían
situarse los reclutas para formar filas agradables a la vista. Se desarrolló entonces un juego
como el de las cuatro esquinas, en el que varios reclutas de ojos vacíos forcejeaban por el
mismo cuadrado. En su debido momento, cada uno encontró un cuadrado.
—Muy bien —dijo Bee—, tomen los tapones y tápense la nariz y los oídos, por favor.
Los reclutas apretaban los tapones en las palmas húmedas. Se taponaron la nariz y las
orejas.
Bee fue de recluta en recluta para cerciorarse de que todas las narices y orejas estaban
taponadas.
—Muy bien —dijo, una vez terminada la inspección—. Muy bien —repitió. Tomó de la
mesa el rollo de tela adhesiva—. Ahora voy a probarles que no necesitan usar los pulmones
para nada mientras tengan raciones respiratorias de combate, o, como pronto las llamarán
cuando estén en el ejército, bolas de aire. Pasó por las filas cortando pedazos de tela adhesiva
y tapando bocas. Nadie se opuso. Cuando hubo terminado, nadie tenía un agujero adecuado
para proferir una objeción.
Miró la hora y de nuevo puso la música. En los próximos veinte minutos no habría nada
que hacer sino observar en los cuerpos desnudos los cambios de color, los espasmos agónicos
de los pulmones sellados e inútiles. Teóricamente los cuerpos se pondrían azules, después
rojos, después de color natural en el plazo de veinte minutos, y la caja de las costillas se
agitaría violentamente, cedería, se aquietaría.
Transcurrida la prueba de los veinte minutos, todos los reclutas sabrían cuan innecesario
era respirar. Teóricamente todos los reclutas confiarían tanto en sí mismos y en las bolas de
aire, que una vez terminado el curso de adiestramiento, estarían dispuestos a saltar de una
nave espacial a la luna terrestre, al fondo de un océano o donde fuera, sin dudar un segundo.
Bee se sentó en un banco.
Tenía círculos oscuros alrededor de los lindos ojos. Los círculos le habían aparecido
después de salir del hospital e iban oscureciéndose a medida que pasaban los días. En el
hospital le habían asegurado que iría serenándose y ganando en eficiencia con el paso de los
días. Y le habían dicho que si por casualidad no era así, debía comunicarlo al hospital para
que la ayudaran de nuevo.
—Todos necesitamos ayuda de vez en cuando —había dicho el doctor Morris N. Castle—.
No hay por qué avergonzarse. Algún día yo puedo necesitar de su ayuda, Bee, y no vacilaré
en pedírsela.
Había sido enviada al hospital después de mostrarle a su supervisor este poema que había
escrito sobre la respiración Schliemann:
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Bee, que había sido enviada al hospital por haber escrito este poema, tenía una cara
enérgica: pómulos altos, arrogancia. Era asombrosa su semejanza con un jefe indio. Pero el
que lo dijera estaba obligado a añadir en seguida que también era muy hermosa.
En ese momento alguien golpeó bruscamente a la puerta. Bee fue y la abrió.
—¿Sí? —dijo.
En el corredor desierto había un hombre congestionado y surodoso, de uniforme. El
uniforme no tenía insignias. El hombre llevaba un rifle en bandolera.
Tenía los ojos hundidos y furtivos.
—Mensajero —dijo con aspereza—. Un mensaje para Bee.
—Yo soy Bee —dijo Bee incómoda.
El mensajero la miró de arriba abajo, la hizo sentirse desnuda. Su cuerpo despedía calor, y
el calor la envolvía sofocándola.
—¿No me reconoces? —murmuró.
—No —dijo ella. La pregunta del hombre la alivió un poco. Al parecer había tenido algo
que ver con él antes. El hombre y su visita eran, pues, de rutina, y en el hospital había
olvidado simplemente al hombre y su rutina.
—Yo tampoco me acuerdo de ti —susurró él.
—Estuve en el hospital —dijo ella—. Tuvieron que lavarme la memoria.
—¡Habla en voz baja! —dijo él bruscamente.
—¿Qué?
—¡Que hables en voz baja!
—Perdón —murmuró ella. Al parecer, el hablar en voz baja formaba parte de la rutina en
el trato con este funcionario particular—. He olvidado tantas cosas.
—¡Todos hemos olvidado! —murmuró colérico. De nuevo miró de arriba abajo el corredor
—. Tú eres la madre de Crono, ¿verdad? —susurró.
—Sí —susurró Bee.
Ahora el extraño mensajero concentró su mirada en la cara de ella. Respiró profundamente,
suspiró, frunció el entrecejo, pestañeó frecuentemente.
—¿Cuál... cuál es el mensaje? —susurró Bee.
—El mensaje es éste —murmuró el mensajero—. Yo soy el padre de Crono. Acabo de
desertar del ejército. Me llamo Unk. Voy a buscar alguna manera de que tú, yo, el chico y mi
mejor amigo escapemos de aquí. Todavía no sé cómo, pero tienes que estar lista para partir en
cierto momento. —Le dio una granada de mano—. Esconde esto en alguna parte —susurró—.
Cuando llegue el momento podrás necesitarlo.
Gritos excitados llegaron de la recepción, en el extremo del corredor.
—¡Dijo que era un mensajero confidencial! —gritó un hombre.
—¡Otra que mensajero! —gritó otro—. ¡Es un desertor en tiempo de guerra! ¿A quién ha
venido a ver?
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Bee vigilaba la sala con fascinada calma. Sostenía la granada que Unk le había dado como
sí fuera un vaso con una rosa perfecta. Después se acercó al lugar donde Unk había escondido
el rifle y puso la granada al lado, con cuidado, con un correcto respeto por la propiedad ajena.
Después volvió a su lugar junto a la mesa.
No miraba a Unk ni lo evitaba. Como le habían dicho en el hospital: había estado muy muy
enferma, y volvería a estar muy muy enferma si no aplicaba su atención estrictamente a su
trabajo, dejando a otros el trabajo de pensar y preocuparse. Tenía que mantener la calma,
costara lo que costase.
La falsa alarma furiosa de los hombres que buscaban cuarto por cuarto se acercaba
lentamente.
Bee se negaba a preocuparse por nada. Unk, al ocupar su lugar entre los reclutas, se había
reducido a un número. Considerándolo profesionalmente, Bee vio que el cuerpo de Unk se
ponía azul verdoso en lugar de azul puro. Eso podía significar que no había tomado una bola
de aire para varias horas, en cuyo caso pronto caería desmayado.
El desmayo sería seguramente la solución más pacífica del problema planteado, y Bee
quería paz por encima de todo.
No dudaba de que Unk fuera el padre de su hijo. La vida era así. Ella no lo recordaba y no
se molestó en estudiarlo para reconocerlo la próxima vez, si es que la habría. No sabía qué
uso darle.
Observó que el cuerpo de Unk era predominantemente verde. Su diagnóstico había sido
correcto. Se desplomaría en cualquier momento.
Bee fantaseaba. En su fantaseo aparecía una niñita de vestido almidonado y guantes
blancos, zapatos blancos y un caballito blanco que era suyo. Bee envidió a la niñita que se
había mantenido tan limpia. Bee se preguntó quién sería la niñita. Unk se desplomó sin ruido,
flojamente, como una bolsa de anguilas.
Unk se despertó y se encontró tendido de espaldas en una litera, en una nave espacial. Las
luces de la cabina eran enceguecedoras. Unk empezó a gritar, pero un dolor de cabeza terrible
lo hizo callar.
Pugnó por ponerse de pie, se arrimó como un borracho a los soportes de la litera. Estaba
completamente solo. Alguien le había puesto el uniforme. Pensó al principio que lo habían
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—Unk —dijo Rumfoord—, la más triste historia de amor que jamás me haya sido dado oír
ha ocurrido en Marte. ¿Te gustaría escucharla?
«Hubo una vez, dijo Rumfoord, un hombre transportado de la Tierra a Marte en un plato
volador. Había sido reclutado como voluntario del Ejército de Marte y usaba el deslumbrante
uniforme de teniente coronel en la Infantería de Asalto. Se sentía elegante, pues en la tierra no
había sido un privilegiado, espiritualmente, y suponía, como todas las personas que no son
espiritualmente privilegiadas, que el uniforme decía mucho de bueno sobre él.
«Aun no le habían hecho un lavado de memoria ni le habían instalado la antena, pero era
un marciano leal tan evidente que había recibido el mando de la nave espacial. Los reclutas
tienen un nombre para los que son así, llaman Deimos y Fobos a sus testículos —dijo
Rumfoord—; Deimos y Fobos son las dos lunas de Marte.
«Este teniente coronel, que no había recibido ningún adiestramiento militar, estaba
haciendo la experiencia que en la Tierra llaman encontrarse a sí mismo. Ignorante de la
empresa en que estaba entrampado, daba órdenes y era obedecido.
Rumfoord alzó un dedo y Unk se sorprendió al ver que era translúcido. —Había una cabina
cerrada con llave donde el hombre no podía entrar —dijo Rumfoord—. La tripulación le
explicó detenidamente que en la cabina estaba la mujer más hermosa que jamás hubiera
llegado a Marte, y que el hombre que la viera seguramente se enamoraría de ella. El amor,
decían, destruía el valor de quien no fuera un verdadero soldado profesional.
«El nuevo teniente coronel se quedó ofendido por la insinuación de que él no era un
soldado profesional, y recreó a la tripulación con historias de sus hazañas amatorias con
espléndidas mujeres, todas las cuales habían dejado su corazón absolutamente intacto. La
tripulación se mantuvo escéptica, sosteniendo que el teniente coronel en todas sus aventuras
lascivas, jamás se había expuesto a la influencia de una belleza inteligente y altiva como la
que estaba en la cabina clausurada.
«El aparente respeto de la tripulación por el teniente coronel fue desapareciendo
sutilmente. Los otros reclutas lo advirtieron y le retiraron el suyo. El teniente coronel en su
ostentoso uniforme, se sintió como lo que realmente era, después de todo: un payaso
fanfarrón. Nadie dijo nunca de qué manera podía recobrar su dignidad perdida, pero era
evidente para todos. Sólo podía recobrarla conquistando a la belleza encerrada en la cabina.
Estaba absolutamente preparado para esto, desesperadamente preparado...
«Pero la tripulación —dijo Rumfoord— seguía protegiéndolo de un presunto fracaso
amoroso y de la desesperación. El ego se le puso efervescente, chisporroteó, restalló, crepitó,
estalló.
«Hubo una fiesta en la cantina de oficiales, dijo Rumfoord, y el teniente coronel se puso
completamente borracho y gritón. Se jactó de nuevo de su fría lascivia en la Tierra. Y
entonces vio que alguien había puesto la llave de la cabina en el fondo de su vaso. «El
teniente coronel se escabulló hasta la cabina cerrada, la abrió, entró y cerró la puerta —dijo
Rumfoord—. La cabina estaba a oscuras, pero el interior de la cabeza del teniente coronel
estaba iluminado por el alcohol y por las triunfantes palabras del anuncio que haría en el
desayuno a la mañana siguiente.
«En la oscuridad poseyó fácilmente a la mujer, debilitada por el terror y los sedantes —dijo
Rumfoord—. Fue una unión sin alegría, insatisfactoria para todos salvo para la Madre Natura,
más insensible que nunca. «El teniente coronel no se sintió maravillosamente. Se sintió
miserable. Estúpidamente encendió la luz, confiando en encontrar en la apariencia de la mujer
alguna razón para enorgullecerse de su brutalidad, —dijo Rumfoord tristemente—.
Acurrucada en la litera había una mujer bastante común de más de treinta años. Tenía los ojos
colorados y la cara hinchada por el llanto y la desesperación.
«Además el teniente coronel la conocía. Era la mujer que según un adivino un día le daría
un hijo, —dijo Rumfoord—. Había sido tan altanera y orgullosa la última vez que la viera, y
estaba ahora tan aplastada, que hasta el despiadado teniente coronel se sintió conmovido.
«El teniente coronel comprendió por primera vez lo que la mayoría de la gente nunca
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comprende: que no sólo era una víctima de la tumultuosa fortuna, sino también uno de sus
más crueles agentes. Al conocerlo tiempo atrás la mujer lo había mirado como a un cerdo.
Ahora él probaba sin duda que era un cerdo. «Como lo había anunciado la tripulación —dijo
Rumfoord—, el teniente coronel quedó arruinado para siempre como soldado. Lo absorbió
totalmente la complicada táctica de causar antes menos que más dolor. Prueba de su éxito
sería la conquista del olvido y la comprensión de la mujer.
«Cuando la nave espacial llegó a Marte, supo por conversaciones oídas en el Hospital
Central de Recepción, que estaban por lavarle la memoria. Entonces se escribió a sí mismo la
primera de una serie de cartas donde enumeraba las cosas que no quería olvidar. La primera
carta era sobre la mujer a la que había hecho daño.
«La buscó después de haber sido sometida al tratamiento de amnesia, y descubrió que ella
no lo recordaba. No sólo eso, sino que estaba embarazada, iba a tener un hijo de él. Su
problema, a partir de ese momento, se convirtió en conseguir su amor, y a través de ella, el
amor de su hijo.
«Eso es lo que trató de hacer Unk —dijo Rumfoord—, no sólo una sino varias veces. Y
cada vez perdió la partida. Pero siguió siendo el problema central de su vida, probablemente
porque él mismo venía de una familia deshecha.
«Lo que le hizo perder la partida, Unk —dijo Rumfoord— fue una frialdad congénita de
parte de la mujer, un criterio psiquiátrico que consideraba los ideales de la sociedad marciana
como noble sentido común. Cada vez que el hombre hacía vacilar a su compañera, la
psiquiatría absolutamente desprovista de imaginación la enderezaba, la convertía de nuevo en
una ciudadana eficiente.
«Tanto el hombre como su compañera visitaron frecuentemente los servicios psiquiátricos
de sus respectivos hospitales. Y quizá dé qué pensar —dijo Rumfoord— el que ese hombre
absolutamente frustrado fuera el único marciano que escribió una filosofía, y que esa mujer
absolutamente autofrustrada fuera la única marciana que escribió un poema.
Boaz llegó a la nave abastecedora de la compañía desde la ciudad de Febe, donde había ido
a buscar a Unk.
—Gran puta —dijo a Rumfoord—, ¿así que todo el mundo se ha ido y nos han dejado? —
Estaba en bicicleta.
Vio a Unk.
—La puta, compadre —dijo a Unk—, viejo, siempre metes en líos a tu compadre. ¿Cómo
has llegado aquí?
—Policía militar —dijo Unk.
—La forma en que todo el mundo llega a todas partes —dijo Rumfoord con ligereza.
—Tenemos que alcanzarlos, compadre —dijo Boaz—. Los muchachos no van a atacar si
no van con una nave abastecedora. ¿Para qué van a luchar?
—Por el privilegio de ser el primer ejército que ha muerto por una buena causa —dijo
Rumfoord.
—¿Cómo es eso? —preguntó Boaz.
—No importa —dijo Rumfoord—. Ustedes, muchachos, suban a bordo, cierren la escotilla,
aprieten el botón. Los alcanzarán sin darse cuenta. Todo es totalmente automático.
Unk y Boaz subieron a bordo. Rumfoord mantuvo abierta la puerta exterior de la escotilla.
—Boaz... —dijo—, ese botón rojo del tablero central, allí... ése es el botón que hay que
apretar.
—Lo sé —dijo Boaz.
—Unk... —dijo Rumfoord.
—¿Sí? —dijo Unk sin expresión.
—Esa historia que te conté... la historia de amor. Me olvidé de una cosa.
—¿Qué? —dijo Unk.
—La mujer de la historia de amor, la mujer que tuvo el niño de aquel hombre —dijo
Rumfoord—. La mujer que era la única poeta de Marte...
—¿Qué hay con ella? —dijo Unk. No le interesaba mucho. No había entendido que la
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7 - Victoria
Se ha dicho que la civilización terrestre ha producido hasta ahora diez mil guerras, pero
sólo tres comentarios inteligentes sobre la guerra: los de Tucídides, Julio César y Winston
Niles Rumfoord.
Winston Niles Rumfoord escogió tan bien las 75.000 palabras de su Breve Historia de
Marte, que no queda nada por decir, o decir mejor, sobre la guerra entre la Tierra y Marte.
Todo el que se ve obligado, en el curso de una historia, a describir la guerra entre la Tierra y
Marte, se siente disminuido al comprender que ha sido contada con deslumbrante perfección
por Rumfoord.
Lo habitual en el frustrado historiador es describir la guerra en los términos más desnudos,
chatos y telegráficos, recomendando al lector que recurra de inmediato a la obra maestra de
Rumfoord.
Es lo que se hace aquí.
La guerra entre Marte y la Tierra duró 67 días terrestres.
Fueron atacadas todas las naciones de la Tierra.
Las pérdidas de la Tierra fueron 461 muertos, 223 heridos, ningún prisionero, y 216
desaparecidos.
Las pérdidas de Marte fueron 149.315 muertos, 446 heridos, 11 prisioneros y 46.634
desaparecidos.
Al final de la guerra todos los marcianos habían sido muertos, heridos, capturados o habían
desaparecido.
No quedó un alma en Marte. No quedó un edificio en pie.
Las últimas oleadas de marcianos que atacaron la Tierra, para horror de los terráqueos que
les soltaron algunos tiros, eran viejos, viejas y unos pocos niños.
Los marcianos llegaron en los vehículos espaciales más extraordinarios del Sistema Solar.
Y mientras las tropas marcianas tuvieron verdaderos comandantes para dirigirlos por radio
pelearon con tanto desinterés, resolución y voluntad de luchar mano a mano que se ganaron la
admiración envidiosa de todos los contendientes.
Pero era frecuente que las tropas perdieran a sus verdaderos comandantes, ya fuera en el
aire o en tierra. En ese caso, aflojaban.
Sin embargo, el mayor inconveniente era que apenas estaban mejor armados que un
departamento policial de una ciudad importante. Peleaban con armas de fuego, granadas,
cuchillos, morteros y pequeños lanzadores de cohetes. No tenían armas nucleares, ni tanques,
ni artillería mediana o pesada, ni aérea, ni transporte una vez que tocaban tierra.
Además las tropas marcianas no controlaban el lugar donde iban a aterrizar sus naves. Las
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Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 65
naves eran gobernadas por navegantes pilotos absolutamente automáticos, y esos sistemas
electrónicos habían sido instalados por técnicos de Marte para que las naves aterrizaran en
puntos determinados de la Tierra, sin tener en cuenta lo terrible que pudiera ser allí la
situación militar.
Los únicos controles de los que estaban a bordo eran dos botones en el tablero central de la
cabina. El botón de encendido iniciaba el vuelo desde Marte. El interruptor no estaba
conectado con nada. Había sido instalado a instancias de los expertos marcianos en salud
mental, quienes decían que a los seres humanos siempre les gustan las máquinas cuyo
funcionamiento pueden interrumpir.
La guerra entre la Tierra y Marte empezó cuando 500 comandos imperiales marcianos
tomaron posesión de la luna terrestre el 23 de abril. No encontraron oposición. Los únicos
terráqueos que se hallaban en ese momento en la Luna eran 18 norteamericanos en el
observatorio Jefferson, 53 rusos en el observatorio Lenin, y cuatro geólogos daneses que
navegaban por el Mare Imbrium.
Los marcianos anunciaron su presencia por radio a la Tierra, y le pidieron que se rindiera.
Y dieron a probar a la Tierra lo que ellos llamaban «un sabor de infierno».
Ese sabor, para considerable diversión de la Tierra, resultó ser un ligerísimo chaparrón de
cohetes con 6 kilos de TNT cada uno.
Después de dar a probar a la Tierra ese sabor de infierno, los marcianos dijeron a los
terráqueos que la situación de la Tierra era desesperada. La Tierra no pensaba lo mismo. En
las veinticuatro horas siguientes la Tierra disparó 617 unidades termonucleares a la cabeza de
puente marciana en la Luna. Dieron en el blanco 276, vaporizando no sólo la cabeza de
puente, sino haciendo imposible la ocupación humana de la Luna al menos por diez millones
de años.
Y por un capricho de la guerra, un disparo erró la Luna y dio en una formación de naves
espaciales que transportaban 16.671 comandos imperiales marcianos, con lo cual les
arreglaron las cuentas a todos.
Usaban uniformes negros y brillantes, y llevaban en las botas cuchillos dentados de unos
treinta centímetros de largo. La insignia era una calavera y unas tibias cruzadas.
Su lema era Per áspera ad astra, el mismo de Kansas, U. S. A., la Tierra, Sistema Solar,
Vía Láctea.
Después hubo una tregua de treinta y dos días, tiempo que tardó el grueso de la fuerza
ofensiva de Marte en atravesar el vacío entre los dos planetas. Se trataba de 81.932 soldados
embarcados en 2-311 naves. Estaban representadas todas las unidades militares, salvo los
comandos imperiales marcianos. A la Tierra le fue ahorrado el suspenso relativo a la fecha de
llegada de esa terrible armada. Los emisores marcianos en la Luna, antes de vaporizarse,
habían prometido la llegada de esa fuerza irresistible en treinta y dos días. A los treinta y dos
días, cuatro horas y quince minutos, la armada marciana dio con una barrera termonuclear
dirigida por radar. El cálculo oficial del número de cohetes antiaéreos termonucleares que se
dispararon a la armada marciana es de 2.542.670. Pero poco interesa el verdadero número de
cohetes disparados cuando se puede expresar el poder de esa barrera de otro modo, un modo
que resulta ser tan poético como verdadero. La barrera hizo que el azul celestial de las nubes
de la Tierra se volviera un naranja ardiente e infernal. El cielo permaneció de un naranja
ardiente durante un año y medio.
De la poderosa armada marciana, sólo 761 naves con 26.635 soldados sobrevivieron y
aterrizaron.
De haber aterrizado todas las naves en un solo punto, los sobrevivientes hubieran podido
resistir. Pero los pilotos electrónicos de las naves tenían otras ideas: desparramaron los restos
de la armada a todo lo largo y lo ancho de la superficie de la Tierra. Divisiones, pelotones,
compañías emergieron de las naves en todas partes, pidiendo la rendición a países de millones
de habitantes.
Un solo hombre medio chamuscado, llamado Krishna Garu, atacó a la India con un fusil de
doble cañón. Aunque no había nadie que lo controlara por radio, no se rindió hasta que se le
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Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 66
descargó el arma.
El único éxito militar de los marcianos fue la captura de un mercado de carne en Basilea,
Suiza, por diecisiete marinos esquiadores paracaidistas.
En todos los demás casos los marcianos fueron despachados rápidamente, antes que
pudieran hacer pie. La matanza estuvo a cargo tanto de aficionados como de profesionales. En
la batalla de Boca Ratón, en Florida, U.S.A., por ejemplo, Mrs. Lyman R. Peterson bajó a
cuatro miembros de la infantería marciana de asalto con el rifle de su hijo, calibre 22. Los
pescó cuando salían de la nave espacial que había aterrizado en el patio de la casa.
Se le concedió, con carácter póstumo, la Medalla de Honor del Congreso.
Los marcianos que atacaron Boca Ratón, dicho sea de paso, eran los restos de la compañía
de Unk y Boaz. Sin Boaz, su verdadero comandante, para controlarlos por radio, lucharon con
apatía, por decir poco.
Cuando las tropas norteamericanas llegaron a Boca Ratón para luchar con los marcianos,
ya no quedaba nada con qué luchar. Los civiles, agitados y orgullosos, se habían hecho cargo
espléndidamente de todo. Veintitrés marcianos habían sido colgados de los faroles de
alumbrado en el distrito comercial, once habían sido fusilados y uno, el sargento Brackman,
estaba prisionero y gravemente herido.
La fuerza de ataque había sido de treinta y cinco personas en total.
—Mándennos más marcianos —dijo Ross L. Mc-Swann, el alcalde de Boca Ratón.
Posteriormente llegó a ser senador de los Estados Unidos.
Y en todas partes hubo matanzas de marcianos; los únicos que quedaron libres y en pie
sobre la faz de la Tierra fueron los marinos esquiadores paracaidistas que jaraneaban en el
mercado de carne de Basilea, Suiza. Se les dijo por altavoces que su situación era
desesperada, que había bombarderos sobre sus cabezas, que todas las calles estaban
bloqueadas por tanques e infantería de asalto y que iban camino del mercado de carne
cincuenta piezas de artillería. Se les dijo que salieran con las manos en alto o el mercado de
carne volaría.
—¡Pamplinas! —gritó el verdadero comandante de los marinos esquiadores paracaidistas.
Hubo otra tregua.
Una sola nave exploradora marciana perdida en el espacio transmitió a la Tierra que se
preparaba otro ataque, un ataque más terrible que el que jamás se hubiera conocido en los
anales de la guerra.
La Tierra se rió y se preparó. En todo el globo se oyeron los alegres disparos de los
aficionados que se familiarizaban con armas pequeñas.
Se entregaron nuevas provisiones de artefactos termonucleares a las pistas de lanzamiento
y se dispararon nueve tremendos cohetes al mismo Marte.
Uno dio en el blanco, borrando a la ciudad de Febe y al campamento militar de la faz del
planeta. Otros dos desaparecieron en un infundibulum crono-sinclástico. El resto se perdió en
el espacio.
No importaba que Marte hubiera recibido el cohete.
Ya no quedaba nadie allí, ni un alma.
Los últimos marcianos iban camino de la Tierra.
Los últimos marcianos llegarían en tres tandas.
La primera estaba formada por las reservas del ejército, las últimas tropas adiestradas:
26.119 hombres en 721 naves.
Medio día terrestre después, llegaron 86.912 civiles recientemente enrolados, del sexo
masculino, en 1.738 naves.
No tenían uniformes, habían disparado los rifles una sola vez, y no habían recibido ningún
adiestramiento en el manejo de otras armas.
Medio día terrestre después de estos últimos miserables soldados irregulares, llegaron en
46 naves 1.391 mujeres sin armas y 52 niños.
Estas eran todas las personas y todas las naves que Marte había dejado.
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La inteligencia superior que había detrás del suicidio de Marte era Winston Niles
Rumfoord.
El suicidio detallado de Marte estaba financiado con los intereses de capitales invertidos en
tierras, valores, espectáculos de Broadway e inventos. Como Rumfoord podía ver el futuro,
era facilísimo para él hacer multiplicar el dinero.
El tesoro marciano estaba guardado en bancos suizos, en cuentas identificadas solamente
por números cifrados.
El hombre que administraba las inversiones marcianas, que dirigía el Programa Marciano
de Abastecimiento y el Servicio Secreto de Marte en la Tierra, era Earl Moncrief, el antiguo
mayordomo de Rumfoord. Moncrief, que tuvo su oportunidad casi al final de su vida de
criado, llegó a ser el despiadado, eficaz e incluso brillante Primer Ministro de Asuntos
Terrestres.
La fachada de Moncrief permaneció imperturbable. Moncrief murió de viejo en su cama,
en el ala de la servidumbre de la mansión de los Rumfoord, dos semanas después del fin de la
guerra.
El responsable principal de los triunfos tecnológicos del suicidio marciano fue Salo, el
amigo de Rumfoord en Titán. Salo era un mensajero del planeta Tralfamadore, de la Pequeña
Nube Magallánica. Salo poseía un conocimiento técnico práctico de una civilización de varios
millones de años terrestres de antigüedad. Salo tenía una nave espacial desmantelada, pero
que, aun así, era con mucho la nave espacial más maravillosa que jamás hubiera visto el
Sistema Solar. El la había desmantelado, le había arrancado todos los elementos suntuarios,
dejándola como prototipo de todas las naves de Marte. Aunque el propio Salo no era muy
buen ingeniero, con todo era capaz de calcular cada parte de su nave y trazar los planos para
sus descendientes marcianos.
Lo más importante es que Salo tenía en su poder una cantidad de la fuente de energía más
poderosa que fuera dable concebir, la vulls o Voluntad Universal de Llegar a Ser. Salo donó
la mitad de su provisión de vulls para el suicidio de Marte.
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una manera significativa debe tener sentido del espectáculo, una buena voluntad generosa
para derramar la sangre ajena y una nueva religión plausible que introducir durante el breve
período de arrepentimiento y horror que suele seguir al derramamiento de sangre.»
«Se ha comprobado que todo fracaso en la dirección de la Tierra se debió a una falta en el
dirigente, de por lo menos una de estas tres cosas», dice Rumfoord.
«Basta de fiascos de dirección en los que mueren millones por poco menos que nada. Por
una vez, que haya unos pocos magníficamente dirigidos que mueran por muchos».
Rumfoord tenía esos pocos magníficamente dirigidos en Marte, y él era el dirigente. Tenía
sentido del espectáculo. Estaba generosamente dispuesto a derramar la sangre de los demás.
Tenía una nueva religión plausible que introducir al final de la guerra.
Y poseía métodos para prolongar el período de arrepentimiento y horror que seguiría a la
guerra. Dichos métodos eran variaciones sobre un tema: Que la gloriosa victoria de la Tierra
sobre Marte había sido una grosera carnicería de santos desarmados, santos que habían
declarado una débil guerra a la Tierra para unir a los pueblos de ese planeta en una monolítica
Hermandad del Hombre.
La mujer llamada Bee y su hijo, Crono, estaban en la última tanda de naves marcianas que
se acercaron a la Tierra. Se trataba en realidad de una minúscula tanda compuesta de sólo
cuarenta y seis naves.
El resto de la flota había quedado destruido.
Esa última tanda había sido detectada por la Tierra. Pero no se dispararon las armas
nucleares. No quedaban más por disparar.
Todas habían sido usadas.
Y la tanda llegó intacta. Se dispersó por toda la faz de la Tierra.
Los pocos afortunados que disponían de marcianos contra quienes disparar en esa última
tanda, lo hicieron contentos hasta descubrir que sus blancos eran mujeres y niños desarmados.
La gloriosa guerra había terminado.
La vergüenza, como lo había planeado Rumfoord, empezó a reinar.
La nave donde viajaban Bee y Crono junto con otras veintidós mujeres no fue tiroteada
cuando aterrizó. No aterrizó en una zona civilizada.
Se estrelló en la Selva Húmeda del Amazonas.
Sólo Bee y Crono sobrevivieron.
Crono salió, besó su amuleto.
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El piloto automático de Unk y Boaz, controlando, entre otras cosas, las luces de la cabina,
creaba un ciclo artificial de noches y días terrestres, noches y días, noches y días.
Las únicas cosas para leer a bordo eran dos tomos de tiras cómicas que habían dejado los
armadores. Eran Tweety y Sylvester, sobre un canario que vuelve loco a un gato, y Los
Miserables, sobre un hombre que roba unos candelabros de oro a un sacerdote que ha sido
bueno con él.
—¿Para qué se robó los candelabros, Unk? —preguntó Boaz.
—Al diablo si lo sé —dijo Unk—, me importa un carajo.
El navegante piloto acababa de apagar las luces de la cabina, decretando que afuera era de
noche.
—Te importa un carajo de todo, ¿no es así? —dijo Boaz en la oscuridad.
—Así es —dijo Unk—. Me importa un carajo esa cosa que tienes en el bolsillo.
—¿Qué es lo que tengo en el bolsillo? —dijo Boaz.
—Una cosa para hacer sufrir a la gente —dijo Unk—. Una cosa que le obliga a hacer a la
gente lo que tú quieres que haga.
Unk oyó gruñir a Boaz, después suspirar suavemente en la oscuridad. Y supo que Boaz
había apretado un botón de la cosa que tenía en el bolsillo, un botón que debía dejarlo seco.
Unk no se inmutó.
—¿Unk...? —dijo Boaz.
—¿Sí? —dijo Unk.
—¿Estás ahí, compadre? —dijo Boaz pasmado.
—¿Y dónde voy a estar? —dijo Unk—. ¿Crees que me hiciste humo?
—¿Estás bien, compadre? —preguntó Boaz.
—¿Y por qué no iba a estar bien, compadre? —dijo Unk—. Anoche, mientras dormías,
compadre, te saqué esa porquería del bolsillo, compadre, y la abrí, compadre, y le rompí todo
lo que tenía adentro, compadre, y la rellené de papel higiénico. Y ahora estoy sentado en mi
litera, compadre, y tengo el rifle cargado, compadre, y te estoy apuntando, compadre, ¿y qué
carajo crees que vas a hacer?
Rumfoord se materializó en la Tierra, en Newport, dos veces durante la guerra entre Marte
y la Tierra, una vez justo cuando empezaba, y la otra el día que terminó. Él y su perro, en esa
época, no tenían una significación religiosa particular. Eran simplemente una atracción
turística.
Los dueños de la hipoteca sobre la propiedad de Rumfoord la habían arrendado a un
empresario de espectáculos llamado Marlin T. Lapp. Lapp vendía a un dólar billetes para
asistir a las materializaciones.
Salvo la aparición y luego la desaparición de Rumfoord y su perro, no había mucho
espectáculo que ver. Rumfoord no decía una palabra a nadie salvo a Moncrief, el mayordomo,
y lo hacía en voz muy baja. Se despatarraba rumiando en una silla del cuarto que estaba
debajo de la caja de la escalera, en el Museo Skip. Y se tapaba los ojos con una mano,
enroscando los dedos de la otra en la apretada cadena de Kazak.
Rumfoord y Kazak eran anunciados como fantasmas.
Había un andamiaje del otro lado de la ventana del cuartito, y la puerta que daba al
corredor había sido suprimida. Dos hileras de espectadores podían desfilar para echar un
vistazo al hombre y al perro del infundibulum crono-sinclástico.
—Me parece que no tiene muchas ganas de hablar hoy, amigos —decía Marlin T. Lapp—.
Como comprenderán, tiene un montón de cosas en qué pensar. No está exactamente aquí,
amigos. Él y su perro están desparramados en el camino del Sol a Betelgeuse. Hasta el último
día de la guerra toda la publicidad estuvo a cargo de Marlin T. Lapp.
—Es maravilloso que todos ustedes, amigos, en este gran día de la historia del mundo,
vengan a ver este gran espectáculo cultural, educativo y científico —dijo Lapp el último día
de la guerra.
«Si este fantasma hablara —dijo Lapp—, nos contaría maravillas del pasado y del futuro, y
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de cosas del Universo ni siquiera soñadas. Tengo la esperanza de que algunos de ustedes
tengan la suerte de estar presentes cuando decida que ha llegado el momento de decirnos todo
lo que pueda.
—El momento ha llegado —dijo Rumfoord con voz cavernosa—. Vaya si ha llegado —
añadió Winston Niles Rumfoord.
«La guerra que termina hoy ha sido gloriosa para los santos que la perdieron. Esos santos
eran terráqueos como nosotros. Fueron a Marte, montaron sus desesperados ataques y
murieron alegremente para que los terráqueos pudieran por fin convertirse en un solo pueblo
alegre, fraternal y orgulloso.
«Su deseo, cuando murieron —dijo Rumfoord—, era no el paraíso para ellos, sino la
hermandad del hombre en la Tierra.
«Con ese objeto, piadosamente deseado —dijo Rumfoord—, les traigo la palabra de una
nueva religión que puede ser recibida con entusiasmo en todos los rincones de cada corazón
de la Tierra.
«Las fronteras nacionales —dijo Rumfoord—, desaparecerán.
«La sed de guerra —dijo Rumfoord—, se extinguirá. «La envidia, el miedo, el odio se
extinguirán. «El nombre de la nueva religión —dijo Rumfoord—, es la Iglesia de Dios, el
Absolutamente Indiferente. «La bandera de esa iglesia será azul y oro —dijo Rumfoord—. En
esa bandera, en letras de oro sobre campo azul, se leerán las siguientes palabras: Ocúpate de
los hombres y Dios Todopoderoso se ocupará de sí mismo.
«Las dos principales enseñanzas de esta religión son las siguientes —dijo Rumfoord—: El
hombre endeble no puede hacer nada para ayudar o agradar a Dios Todopoderoso, y la Suerte
no es la mano de Dios.
«¿Por qué han de creer ustedes en esta religión más que en otra? —preguntó Rumfoord—.
Han de creer en ella porque yo, como jefe de esta religión, puedo hacer milagros, y ningún
jefe de otra religión puede. ¿Qué milagros puedo hacer? Puedo hacer el milagro de predecir,
con absoluta exactitud, las cosas que traerá el futuro.
A continuación Rumfoord predijo con gran detalle cincuenta acontecimientos futuros.
Esas predicciones fueron cuidadosamente registradas por los presentes.
Es innecesario decir que todo llegó en su momento a cumplirse, y a cumplirse con el
mayor detalle.
—Las enseñanzas de esta religión parecerán sutiles y confusas al principio —dijo
Rumfoord—. Pero resultarán bellas y claras como el agua a medida que pase el tiempo.
«Como comienzo por ahora confuso —dijo Rumfoord—, les contaré una parábola:
«Una vez la suerte dispuso las cosas de tal manera que nació un niño, Malachi Constant, el
más rico de la Tierra. El mismo día la suerte dispuso las cosas de tal manera que una abuela
ciega tropezó con un patín de ruedas en lo alto de unas escaleras de cemento, el caballo de un
policía pisó al mono de un organillero, y un ladrón de bancos en libertad condicional encontró
en el fondo de un baúl, en su desván, un sello de correos que valía novecientos dólares. Y yo
les pregunto: ¿La suerte es la mano de Dios?
Rumfoord alzó un dedo índice tan trasparente como una tacita de Limoges.
—En mi próxima visita, compañeros de la fe —dijo Rumfoord—, les contaré una parábola
sobre la gente que hace cosas creyendo que Dios Todopoderoso lo quiere. Entre tanto harán
bien, como fundamento de esta parábola, en leer todo lo que caiga en sus manos sobre la
Inquisición Española.
«La próxima vez que venga a verlos —dijo Rumfoord— les traeré una Biblia revisada para
que tenga sentido en los tiempos modernos. Y les traeré una breve historia de Marte, una
verdadera historia de los santos que murieron para que el mundo pudiera unirse en la
Hermandad del Hombre. Esta historia destrozará el corazón de todo ser humano que sea
sensible.
Rumfoord y su perro se desmaterializaron bruscamente.
En la nave espacial que iba de Marte a Mercurio, en la nave espacial que llevaba a Unk y
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Boaz, el piloto automático decretó que otra vez era de día en la cabina.
Era el alba después de la noche en que Unk le había dicho a Boaz que la cosa que tenía en
el bolsillo ya no podía hacer daño a nadie.
Unk dormía sentado en su litera. Tenía sobre las rodillas el rifle cargado y preparado para
disparar.
Boaz no dormía. Estaba tendido en su tarima. Boaz no había pegado los ojos. Ahora podía,
si lo deseaba, desarmar y matar fácilmente a Unk.
Pero Boaz había decidido que necesitaba un compinche más de lo que necesitaba un modo
de hacer que la gente cumpliera exactamente su voluntad. Pero de todos modos, durante la
noche había perdido mucha de su seguridad sobre lo que quería que la gente hiciera.
No estar solo, no tener miedo: Boaz había decidido que ésas eran las cosas importantes en
la vida. Un verdadero compinche sería más útil que cualquier otra cosa.
La cabina estaba llena de un sonido extraño, como un susurro, una tos. Era risa. Era la risa
de Boaz. Lo raro es que Boaz nunca se había reído así, nunca se había reído de las cosas que
le hacían reír ahora.
Se reía del lío fenomenal en que estaba metido, y de cómo durante toda su vida militar
había presumido entender todo lo que ocurría, y que todo lo que ocurría estaba muy bien.
Se reía de la manera estúpida en que había sido usado por Dios sabe quién para Dios sabe
qué.
—Caramba, compadre —dijo en voz alta—, ¿qué estamos haciendo aquí en el espacio?
¿Qué estamos haciendo con estas ropas? ¿Quién maneja esta cosa disparatada? ¿Cómo hemos
subido a esta caja de lata? ¿Cómo vamos a disparar contra alguien cuando lleguemos adonde
vamos? ¿Cómo se nos acercarán y nos dispararán? ¿Cómo? —preguntó Boaz—. Compadre,
¿me vas a decir cómo?
Unk se despertó, blandió el máuser en dirección a Boaz.
Boaz siguió riéndose. Sacó la caja de control del bolsillo y la arrojó al suelo.
—No la quiero, compadre —dijo—. Está muy bien que la hayas hecho pedazos. No la
quiero.
Y entonces gritó—: ¡No quiero nada de toda esta basura!
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importante para ellas, pues las criaturas son alimentadas por las vibraciones. Se nutren de
energía mecánica.
Las criaturas se adhieren a las paredes cantantes de sus cavernas.
De esa manera comen la canción de Mercurio.
Las cavernas de Mercurio son confortables y cálidas en sus profundidades.
Las paredes de las cavernas en sus profundidades son fosforescentes. Dan una luz de color
amarillo junquillo.
Las criaturas de las cavernas son translúcidas. Cuando se adhieren a las paredes
fosforescentes, la luz las atraviesa. Pero cuando pasa a través de los cuerpos de las criaturas,
la luz amarilla se vuelve de un aguamarina vivido.
La naturaleza es una cosa maravillosa.
Las criaturas de las cavernas se parecen mucho a barriletes pequeños y sin cola. Tienen
forma de diamante, treinta centímetros de alto por dieciséis de ancho al llegar a la madurez.
No tienen más espesor que la goma de un globo de juguete.
Cada criatura tiene cuatro débiles ventosas de succión, una en cada uno de sus ángulos.
Esas ventosas le permiten arrastrarse, un poco como una oruga, y adherirse y descubrir los
lugares donde es mejor la canción de Mercurio.
Cuando han encontrado un lugar que promete buena comida, las criaturas se tienden contra
la pared como papel de empapelar húmedo.
Las criaturas no necesitan un sistema circulatorio. Son tan tenues que las vibraciones
dadoras de vida hacen estremecer sus células sin intermediarios.
Las criaturas no excretan.
Las criaturas se reproducen por descamación. Cuando se desprenden de un progenitor, son
como caspa.
Hay un solo sexo.
Cada criatura desprende simplemente escamas de sí misma y ella misma es como todas las
demás.
No existe la infancia como tal Las escamas empiezan a su vez a descamarse tres horas
terrestres después de haberse desprendido.
No llegan a la madurez para deteriorarse y morir.
Llegan a la madurez y permanecen en su plenitud, por así decirlo, mientras Mercurio cante.
No hay manera de que una criatura perjudique a otra ni motivo para ello.
El hambre, la envidia, la ambición, el miedo, la indignación, la religión y la codicia sexual
son tan improcedentes como desconocidos.
Las criaturas poseen un solo sentido: el tacto.
Tienen poderes telepáticos débiles. Los mensajes que son capaces de transmitir y recibir
son casi tan monótonos como la canción de Mercurio. Tienen solos dos mensajes posibles. El
primero es una respuesta automática al segundo, y el segundo una respuesta automática al
primero.
El primero es: «Aquí estoy, aquí estoy, aquí estoy».
El segundo es: «Me alegro de que estés, me alegro de que estés, me alegro de que estés».
Hay una última característica de las criaturas que no ha sido explicada por motivos
utilitarios: parecen disponerse siguiendo un modelo sobre las paredes fosforescentes.
Aunque ciegas e indiferentes a la contemplación de quien quiera que sea, suelen disponerse
de manera de formar un diseño regular y deslumbrante de diamantes amarillo junquillo y
aguamarina vivido. El amarillo procede de las paredes desnudas de la caverna. El aguamarina
es la luz de las paredes filtrada por los cuerpos de las criaturas.
Por su amor a la música y su complacencia en desplegarse al servicio de la belleza, los
terráqueos dan un nombre encantador a las criaturas.
Las llaman harmoniums.
Unk y Boaz iban a aterrizar en el lado oscuro de Mercurio, a setenta y nueve días terrestres
de Marte. No sabían que el planeta en que estaban aterrizando era Mercurio.
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9 - Un acertijo resuelto
El libro de más venta en los últimos tiempos ha sido la Biblia revisada y autorizada de
Winston Niles Rumfoord. Le sigue en popularidad esa falsificación deliciosa que es el Libro
de cocina galáctica de Beatrice Rumfoord. El tercero es la Breve Historia de Marte, por
Winston Niles Rumfoord. El cuarto, un libro para niños, Unk y Boaz en las cuevas de
Mercurio, por Sarah Horne Canby.
En la solapa del libro de Mrs. Canby, el editor da una explicación lisonjera de su éxito:
«¿A qué chico no le gustaría embarcarse en una nave espacial con un cargamento de
hamburguesas, salchichas, salsa picante, artículos de deportes y bebidas gaseosas?»
El doctor Frank Minot, en ¿Son adultos los harmoniums? ve algo más siniestro en el gusto
de los niños por el libro. «¿Diremos, pregunta, cuan cerca están Unk y Boaz de la experiencia
cotidiana de los niños, cuando Unk y Boaz tratan solemne y respetuosamente con criaturas
que en realidad son obscenamente gratuitas, insensibles y estúpidas?» Minot, al trazar un
paralelo entre los padres humanos y los harmoniums, se refiere a las relaciones de Unk y
Boaz con los harmoniums. Los harmoniums deletrearon para Unk y Boaz un nuevo mensaje
de esperanza o velada irrisión cada catorce días terrestres, durante tres años.
Naturalmente, los mensajes eran escritos por Winston Niles Rumfoord, que se
materializaba brevemente en Mercurio cada catorce días. Manoteaba unos harmoniums aquí,
recogía otros allá y formaba con ellos las letras de imprenta.
En el cuento de Mrs. Canby, la primera insinuación a propósito de que Rumfoord se da una
vuelta por las cuevas de vez en cuando, aparece en una escena muy próxima al final, escena
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Hacía tres años terráqueos que Unk y Boaz estaban en Mercurio cuando Unk encontró las
huellas de las patas de Kazak en el polvo del piso de una cueva. Mercurio había llevado a Unk
y Boaz doce veces y media alrededor del sol.
Unk encontró las huellas en un piso a diez kilómetros por encima de la cámara donde
estaba la mellada y abollada nave espacial incrustada en la roca. Unk no siguió viviendo en la
nave y Boaz tampoco.
La nave espacial les servía simplemente de base común de abastecimientos a la que
volvían en busca de provisiones más o menos una vez por mes terrestre.
Unk y Boaz rara vez se encontraban. Se movían en círculos muy diferentes.
Los círculos en que se movía Boaz eran pequeños. Tenía una residencia fija y bien
provista. Estaba al mismo nivel que la nave espacial, a sólo medio kilómetro de distancia.
Los círculos en que se movía Unk eran vastos e inquietos. No tenía casa. Viajaba ligero y
lejos, trepando cada vez más alto hasta que lo detenía el frío. Cuando el frío detenía a Unk,
detenía también a los harmoniums. En los niveles superiores por los que erraba Unk, los
harmoniums eran desmedrados y escasos.
En el confortable nivel inferior donde vivía Boaz, los harmoniums eran abundantes y
crecían rápido.
Boaz y Unk se habían separado después de pasar juntos un año terrestre en la nave
espacial. En ese primer año habían llegado a la conclusión de que no saldrían de allí si algo o
alguien no venía a buscarlos. La conclusión era clara aunque las criaturas continuaban
deletreando en las paredes nuevos mensajes, insistiendo en la corrección del test al que
estaban siendo sometidos Unk y Boaz, en la facilidad con que podían escapar, si sólo
pensaran un poco más intensamente, y con un poco más de sutileza. «¡PIENSA!», decían las
criaturas. Unk y Boaz por separado se volvieron locos temporalmente. Unk había tratado de
asesinar a Boaz. Boaz había entrado en la nave espacial con un harmonium que era
exactamente igual a los demás y había dicho: «¿No es una cosita encantadora, Unk?» Unk le
había saltado a la garganta.
Unk estaba desnudo cuando encontró las huellas del perro. El uniforme verde liquen y las
botas de fibra negra de la Infantería Marciana de Asalto se habían hecho trizas y polvo en
contacto con la piedra.
Las huellas del perro no entusiasmaron a Unk. Ni la música de la sociabilidad ni la luz de
la esperanza llenaron su alma cuando vio las huellas de una criatura de sangre caliente, las
huellas del mejor amigo del hombre. Y tuvo muy poco que decirse a sí mismo cuando las
huellas de un hombre bien calzado se unieron a las del perro.
Unk estaba en guerra con su medio ambiente. Había llegado a considerarlo o malévolo o
cruelmente mal administrado. Su respuesta era combatirlo con las únicas armas a mano: la
resistencia pasiva y muestras francas de desdén.
Las huellas le parecieron los movimientos iniciales de otro juego estúpido que quería
hacerle su medio. Seguiría las huellas, pero sin entusiasmo, perezosamente. Las seguiría sólo
porque no tenía nada más previsto para ese momento. Las siguió.
Vio a dónde llevaban.
Su marcha fue terca y desordenada. El pobre Unk había perdido mucho peso y mucho pelo
también. Envejecía rápido. Los ojos le ardían y tenía el esqueleto desvencijado.
Unk nunca se había afeitado en Mercurio. Cuando el pelo y la barba le crecieron hasta
estorbarle, se corto unos mechones con un cuchillo de carnicero.
Boaz se afeitaba todos los días. Dos veces por semana terrestre se cortaba el pelo con un
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Ahora, dos años y medio más tarde, Boaz demostraba la manera adecuada de dar un
concierto para las criaturas sin matarlas.
Boaz dejó la cueva donde vivía, llevándose consigo el grabador y las selecciones musicales
para el concierto. En el corredor exterior había dos tablas de planchar de aluminio con
punteras de fibra en las patas. Las tablas de planchar estaban a dos metros de distancia, y
tendido entre las dos había un bastidor con un cañamazo de fibra de liquen sostenido por
estacas de aluminio.
Boaz puso el grabador en el medio del bastidor. El propósito del aparato montado era diluir
en lo posible las vibraciones del grabador. Antes de llegar al piso de piedra, las vibraciones
debían luchar con el cañamazo muerto, las manijas del bastidor, las tablas de planchar y por
último las punteras de fibra de las patas de las tablas de planchar.
La dilución era una medida de seguridad. Garantizaba que ningún harmonium recibiría una
dosis excesiva y letal de música.
Boaz ponía entonces la cinta en el grabador y lo hacía funcionar. Durante todo el concierto
montaba guardia junto al aparato. Su deber era vigilar que ninguna criatura se acercara
demasiado. Su deber, cuando una criatura se había acercado demasiado, era sacarla de la
pared o el piso, reprenderla y trasladarla a unos cien metros por lo menos de distancia.
—Si no eres capaz de ser más juicioso —decía mentalmente al temerario harmonium—,
terminarás aquí tres días. Piénsalo bien.
En realidad, una criatura situada a cincuenta metros del grabador seguía consiguiendo
música abundante para comer.
Las paredes de las cuevas eran tan buenas conductoras, que los harmoniums pegados a las
paredes de otras cuevas, a kilómetros de distancia, recibían bocanadas de los conciertos de
Boaz a través de la piedra.
Unk, que había seguido las huellas en las cuevas, ahondando cada vez más, podía decir por
la forma en que se comportaban los harmoniums, que Boaz estaba dando un concierto. Había
llegado a un nivel cálido donde los harmoniums eran espesos. Su esquema regular de
diamantes alternados amarillos y aguamarina se iba rompiendo, degenerando en melladuras
que empalmaban, en ruedas de engranaje, en relámpagos fulgurantes. La música los ponía así.
Unk dejó sus cosas en el suelo y se tendió a descansar.
Soñaba con colores que no fueran el amarillo y el aguamarina.
Después soñó que su buen amigo Stony Stevenson lo estaba esperando a la vuelta del
próximo recodo. Se reanimaba pensando en las cosas que él y Stony dirían cuando se
encontraran. En la mente de Unk no había una cara que correspondiera al nombre de Stony
Stevenson, pero eso no importaba demasiado.
—Qué dos —se dijo Unk a sí mismo. Con eso quería significar que él y Stony, trabajando
juntos, serían invencibles.
—Te lo digo —se decía Unk a sí mismo con satisfacción—, son dos que aquéllos quisieran
mantener separados a toda costa. Si el viejo Stony y el viejo Unk llegan a encontrarse de
nuevo, será mejor que aquéllos se cuiden. Cuando el viejo Stony y el viejo Unk se juntan,
puede ocurrir cualquier cosa, y así pasa a menudo.
El viejo Unk lanzó una risita. Las gentes presuntamente asustadas de que Unk y Stony se
juntaran vivían en los grandes, hermosos edificios de arriba. La imaginación de Unk había
trabajado mucho en tres años con los atisbos que había tenido de los supuestos edificios, que
eran en realidad, sólidos, muertos, fríos, inertes cristales. La imaginación de Unk estaba ahora
segura de que los amos de toda la creación vivían en aquellos edificios. Eran los carceleros de
Unk y quizá de Stony. Hacían experimentos con Unk y Boaz en las cuevas. Escribían los
mensajes con los harmoniums. Los harmoniums no tenían nada que ver con los mensajes.
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Unk daba por seguras todas estas cosas. Daba además por seguras muchas otras cosas. Hasta
sabía cómo estaban amueblados los edificios de arriba. Los muebles no tenían patas. Flotaban
en el aire, suspendidos por el magnetismo. Y las gentes no trabajaban y no se preocupaban.
Unk los odiaba.
Odiaba también a los harmoniums. Arrancó uno de la pared y lo partió en dos. El
harmonium se encogió en seguida, se puso anaranjado.
Unk lanzó al techo el cadáver en dos pedazos. Y mirando al techo vio un nuevo mensaje
escrito. El mensaje se estaba desintegrando a causa de la música. Pero aún era legible.
En cinco palabras le decía cómo escapar con seguridad, facilidad y rapidez de las cuevas.
Cuando encontró la solución del acertijo que había sido incapaz de resolver en tres años, Unk
se vio obligado a admitir que era sencillo y claro.
Unk bajó por las cuevas hasta llegar al concierto de Boaz para los harmoniums. Unk
llegaba desolado y con los ojos desorbitados por las grandes noticias. No podía hablar en el
vacío, así que llevó a Boaz a empujones hasta la nave espacial.
Allí, en la atmósfera inerte de la cabina, Unk le dijo a Boaz el mensaje que significaba salir
de las cuevas.
Ahora le tocaba a Boaz reaccionar lentamente. Boaz se había estremecido ante la menor
ilusión de inteligencia de parte de los harmoniums, pero ahora que había oído la posibilidad
de liberarse de su prisión, mostraba una extraña reserva.
—Eso, eso explica otro mensaje —dijo Boaz suavemente.
—¿Qué otro mensaje? —preguntó Unk.
Boaz levantó la mano para describir un mensaje que había aparecido en la pared exterior
de su cueva cuatro días terrestres antes. —Decía, «¡BOAZ NO TE VAYAS!» —dijo Boaz.
Miró para abajo, semiconsciente—. TE QUEREMOS, BOAZ, eso es lo que decía.
Boaz dejó caer las manos a los lados del cuerpo, se apartó como quien se aleja de una
belleza intolerable.
—Lo vi —dijo— y tuve que sonreír. Miré a esos personajes dulces, buenos, allí en la
pared, y me dije: «Muchachos, ¿cómo va a hacer el viejo Boaz para ir a ningún lado? ¡El viejo
Boaz, se queda clavado aquí por mucho tiempo todavía!
—¡Es una trampa! —dijo Unk.
—¿Es qué? —dijo Boaz.
—¡Una trampa! ¡Una triquiñuela para retenernos!
El libro de historietas llamado Tweety y Sylvester estaba abierto sobre la mesa delante de
Boaz. Boaz no contestó directamente a Unk. Pasó las páginas del libro destartalado.
—Así lo espero —dijo al fin.
Unk pensó en el descabellado llamamiento en nombre del amor. Hizo algo que no hacía
desde largo tiempo atrás. Se rió. Pensó que era un final histérico de la pesadilla, eso de que las
membranas sin cerebro que había en las paredes hablaran de amor.
De pronto Boaz agarró a Unk y sacudió sus pobres huesos descarnados.
—Me gustaría —dijo Boaz severamente—, me gustaría que me dejaras pensar lo que tenga
que pensar del mensaje de que me quieren. Quiero decir... sabes... —dijo—, no tiene por qué
tener sentido para ti. Quiero decir... sabes... no hay ningún llamamiento dirigido a ti, ni en un
sentido ni en otro. Quiero decir... sabes... —dijo—, esos animales no son necesariamente cosa
tuya. No tienen por qué gustarte, no tienes por qué entenderlos, no tienes por qué decir nada
sobre ellos. Quiero decir... sabes... —dijo Boaz— el mensaje no te estaba dirigido. A mí me
dicen que me quieren. Tú te quedas afuera.
Se apartó de Unk, volvió nuevamente la atención hacia el libro de historietas. La espalda
ancha, morena, musculosa, sorprendió a Unk. Unk se había halagado a sí mismo pensando
que era físicamente comparable a Boaz. Ahora veía que había sido un patético engaño.
Los músculos de la espalda de Boaz se deslizaban unos sobre otros lentamente, haciendo
contrapunto al rápido movimiento de sus dedos al pasar las hojas.
—Tú que sabes tanto de trampas y triquiñuelas —dijo Boaz, ¿cómo sabes que no nos
espera una trampa peor si salimos volando de aquí?
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Antes que Unk pudiera contestarle, Boaz se acordó que había dejado el grabador solo y
funcionando.
—¡No hay nadie cuidándolos! —exclamó. Dejó a Unk y corrió a rescatar a los
harmoniums.
Entre tanto, Unk hacía planes para dar vuelta la nave espacial. Esa era la solución del
acertijo acerca de cómo salir. Por eso los harmoniums habían escrito en el techo:
La teoría de dar vuelta la nave espacial era sensata, desde luego. El equipo sensible de la
nave estaba en el fondo. Al darla vuelta, la nave podría aplicar para salir de las cuevas la
misma gracia fácil y la misma inteligencia que había aplicado para entrar.
Merced a una poderosa palanca y a la débil fuerza de gravedad de las cuevas de Mercurio,
cuando Boaz volvió, Unk ya había dado vuelta la nave. Todo lo que quedaba por hacer era
apretar el botón de encendido. La nave invertida tropezaría entonces contra el piso de la
cueva, cedería, se retiraría del piso bajo la impresión de que el piso era un techo.
Haría salir para arriba el sistema de chimeneas bajo la impresión de que lo hacía hacia
abajo. E inevitablemente encontraría la salida, bajo la impresión de que buscaba el agujero
más profundo.
El agujero que llegado el momento encontraría sería el pozo sin fondo y sin paredes del
espacio eterno.
Boaz entró en la nave invertida, los brazos cargados de harmoniums muertos. Llevaba por
lo menos cinco kilos de damascos secos. Inevitablemente dejó caer algunos. Y al detenerse
para recogerlos, reverente, se le cayeron más.
Las lágrimas le bañaban la cara.
—¿Ves? —dijo Boaz. Estaba loco de dolor y furioso contra sí mismo—. ¿Ves, Unk? ¿Ves
lo que pasa cuando uno se va y se olvida?
Boaz meneó la cabeza.
—Estos no son todos —dijo—. Ni mucho menos. —Encontró una caja vacía que había
contenido caramelos. Puso en ella los cadáveres de los harmoniums.
Se enderezó, las manos sobre los muslos. Así como Unk se había asombrado de la
condición física de Boaz, así se asombró ahora de su dignidad.
Erguido ahora, Boaz era un Hércules sabio, digno, lloroso, moreno.
Por comparación, Unk se sintió escuálido, desarraigado, resentido.
—¿Quieres hacer el reparto, Unk? —dijo Boaz.
—¿El reparto?
—De bolas de aire, comida, agua mineral, dulce —dijo Boaz.
—¿Dividirlo todo? —dijo Unk—. Dios mío, hay bastante de todo para quinientos años.
Nunca se había hablado hasta entonces de dividir las cosas. No había habido escasez de nada,
ni amenaza siquiera.
—La mitad te la llevas, y la otra mitad me la dejas —dijo Boaz.
—¿Te la dejo? —dijo Unk, incrédulo—. ¿No... no vas a venir conmigo?
Boaz alzó su gran mano derecha en un tierno gesto de silencio, un gesto hecho por un ser
humano realmente grande.
—No me digas la verdad, Unk —dijo Boaz—, y yo no te la diré. —Se secó las lágrimas
con el puño.
Unk, nunca había sido capaz de dejar de lado el argumento de la verdad. Lo asustaba. Algo
en el fondo le advertía que Boaz no fanfarroneaba, que Boaz sabía realmente una verdad
acerca de Unk que podía hacerlo pedazos.
Unk abrió la boca y volvió a cerrarla.
—Grandes noticias las que me das —dijo Boaz—. «¡Boaz, me dices, vamos a ser libres!»
Y yo me excito todo, y largo lo que estoy haciendo y me preparo a ser libre.
«Y empiezo a decirme a mí mismo cómo voy a ser libre —dijo Boaz—, y entonces trato de
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pensar cómo va a ser, y todo lo que veo es gente. Gente que me empuja para aquí, que me
empuja para allá, y no está satisfecha de nada, y se vuelve cada vez más loca porque nada la
hace feliz. Y hombres que me gritan so pretexto de que no los hago felices, y todos andamos a
los tirones y a los empujones.
«Y entonces, de pronto —dijo Boaz— me acuerdo de todos esos animalitos disparatados a
los que tan fácilmente he hecho felices con la música. Y me encuentro con miles muertos
porque Boaz, tan excitado por liberarse, se había olvidado de ellos. Y yo podía haberles
salvado la vida a todos los que murieron si hubiera seguido atento a lo que estaba haciendo.
«Y entonces me digo, nunca he sido bueno para nadie, y nadie ha sido nunca bueno para
mí. ¿De modo que para qué quiero ser libre entre multitudes de personas?
«Así supe lo que ahora te estoy diciendo, Unk, al volver aquí —dijo Boaz.
Boaz añadió:
—Me encontré un lugar donde puedo hacer bien sin hacer ningún daño, y veo que estoy
haciendo bien, y ellos saben que les estoy haciendo bien, y me quieren, Unk, lo mejor que
pueden. Me encontré un hogar.
«Y cuando me muera aquí, algún día, podré decirme a mí mismo: Boaz, hiciste millones de
vidas dignas de ser vividas. Nadie desparramó jamás tanta alegría. No tienes un enemigo en el
Universo. Boaz ha llegado a ser para sí mismo el papá y la mamá afectuosos que nunca tuvo.
Ahora vas a dormir —se dijo a sí mismo, imaginándose en un sepulcro de piedra en las
cuevas—. Eres un buen muchacho, Boaz. Buenas noches.
La lluvia delicadamente picante caía en un lugar verde donde había mucha muerte. Caía en
un cementerio de iglesia del Nuevo Mundo. El cementerio estaba en West Barnstable, Cape
Cod, Massachusetts, U.S.A. El cementerio estaba lleno, los espacios entre los muertos de
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muerte natural llenos hasta hundirse de los honrados muertos de guerra. Marcianos y
terráqueos yacían juntos.
No había un país en el mundo que no tuviera cementerios donde los terráqueos y los
marcianos no yacieran juntos. No había un solo país en el mundo que no hubiese librado una
batalla en la guerra de toda la Tierra contra los invasores de Marte.
Todo se había olvidado.
Todos los seres vivientes eran hermanos, todos los seres muertos lo eran aún más.
La iglesia, acurrucada entre las piedras tumbales como una gallina mojada, había sido en
diversos tiempos presbiteriana, congregacionista, unitaria y apocalíptica universal. Ahora era
la iglesia de Dios, el Absolutamente Indiferente.
Había un hombre de apariencia salvaje que estaba en el cementerio, maravillado ante el
aire cremoso, lo verde, lo húmedo. Estaba casi desnudo, y tenía la barba retinta y el pelo
largo, enmarañado y salpicado de gris. Lo único que llevaba era un taparrabos de harapos
sujeto con un alambre.
La prenda le cubría las vergüenzas.
La lluvia le bajaba por las rudas mejillas. Echó hacia atrás la cabeza para bebería. Posó la
mano en una lápida sepulcral, más para sentirla que para apoyarse. Estaba habituado al tacto
de las piedras, estaba mortalmente habituado al contacto de las piedras ásperas, secas. Pero
piedras que fuesen húmedas, piedras que fuesen musgosas, piedras que estuviesen talladas y
escritas por hombres, esas piedras hacía mucho, mucho tiempo que no las sentía.
Pro patria decía la piedra que tocaba.
El hombre era Unk.
Había vuelto de Marte y Mercurio a su casa. Su nave espacial había aterrizado sola en un
bosque próximo al cementerio de la iglesia. Estaba lleno de la negligente, tierna violencia de
un hombre que ha desperdiciado cruelmente su vida.
Unk tenía cuarenta y tres años.
Tenía todas las razones para marchitarse y morir.
Lo que le hacía seguir era un deseo más mecánico que emocional. Deseaba reunirse con
Bee, su compañera, con Crono, su hijo, y con Stony Stevenson, su mejor y único amigo.
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Cuando llegase el Vagabundo del Espacio, Redwine daría la señal echando a volar
locamente la campana de la iglesia.
Cuando la campana sonara locamente, los feligreses caerían en éxtasis, abandonarían todo
lo que estaban haciendo, reirían, llorarían, acudirían.
El cuartel de bomberos voluntarios de West Barnstable estaba tan dominado por miembros
de la iglesia de Redwine que enviaría el camión contra incendios, por ser el único vehículo
cuyo esplendor lo hacía digno del Vagabundo del Espacio.
Los aullidos de la alarma de incendio en el cuartel se añadirían a la enloquecida alegría de
la campana. Un aullido de la alarma significaba el incendio de un prado o un bosque. Dos
aullidos significaba el incendio de una casa. Tres aullidos significaban salvamento. Diez
aullidos significaban que el Vagabundo del Espacio había llegado.
El agua se colaba por el marco de una ventana desvencijada. El agua se deslizaba por un
tablón suelto del tejado, goteaba a través de una grieta y caía en cuentas brillantes desde una
viga hasta la cabeza de Redwine. La buena lluvia mojaba la campana del viejo Paul Reveré en
el campanario, se escurría por la cuerda de la campana, empapaba el muñeco de madera atado
en el extremo de la cuerda de la campana, goteaba de los pies del muñeco y hacía un charco
en las losas del piso del campanario.
El muñeco tenía un significado religioso. Representaba una forma repelente de vida que ya
no existía. Se le llamaba un Malachi. No había casa ni lugar de trabajo de un miembro de la fe
de Redwine donde no hubiese un Malachi colgando en alguna parte.
Había una sola manera correcta de colgar un Malachi: por el cuello. Había un solo nudo
correcto en ese caso: el nudo para ahorcar.
Y la lluvia goteaba de los pies del Malachi de Redwine en el extremo de la cuerda de la
campana.
La fría primavera de los duendes y los crocos había pasado.
La frágil y fresca primavera de las hadas y los narcisos había pasado.
Había llegado la primavera para los hombres, y los racimos de lilas en el exterior de la
iglesia de Redwine colgaban gruesos, pesados como uvas.
Redwine escuchaba la lluvia y la imaginaba hablando un inglés de Chaucer. Dijo en voz
alta las palabras que pronunciaría la lluvia, armoniosamente, justo con el tono de voz de la
lluvia.
Una gotita cayó tintineando desde lo alto de la viga, humedeció el cristal izquierdo de los
anteojos de Redwine y su lozana mejilla.
El tiempo había sido piadoso con Redwine. Allí, de pie en el púlpito, parecía un rústico
vendedor de periódicos coloradote y de anteojos, aunque tuviera cuarenta y nueve años.
Levantó la mano para secarse la humedad de la mejilla e hizo sonar la bolsita de tela azul con
un peso de plomo que llevaba atada a la muñeca.
Tenía otras bolsitas similares atadas a los tobillos y a la otra muñeca, y pesadas planchas
de hierro colgaban con correas de los hombros, una sobre el pecho y otra sobre la espalda.
Estos pesos eran su handicap en la carrera de la vida.
Cargaba veinticuatro kilos, y los cargaba alegremente. Una persona más fuerte cargaría
más, una persona más débil cargaría menos. Todos los miembros fuertes de la secta de
Redwine aceptaban con alegría esos handicaps, y los usaban con orgullo en todas partes. Los
más débiles y enclenques estaban obligados a admitir, al fin, que la carrera de la vida era
justa.
Las melodías líquidas de la lluvia formaban un fondo tan encantador para cualquier
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recitado en la iglesia vacía, que Redwine recitó algo más. Esta vez recitó algo que había
escrito Winston Niles Rumfoord, el Amo de Newport.
Lo que Redwine iba a recitar con el coro de la lluvia era algo que el Amo de Newport
había escrito para definir su propia posición con respecto a sus ministros, la posición de sus
ministros con respecto a sus fieles, y la posición de cada uno con respecto a Dios. Redwine lo
leía a sus feligreses el primer domingo de cada mes.
—No soy tu padre —dijo Redwine—. Llámame más bien hermano. Pero no soy tu
hermano. Llámame más bien hijo. Pero no soy tu hijo. Llámame más bien perro. Pero no soy
tu perro. Llámame más bien pulga de tu perro. Pero no soy una pulga. Llámame más bien
germen de una pulga de tu perro. Como germen de una pulga de tu perro, estoy ansioso por
servirte como pueda, así como tú estás dispuesto a servir a Dios Todopoderoso, Creador del
Universo.
Redwine batió palmas aplastando a la pulga imaginaria infestada de gérmenes. Los
domingos todos aplastaban la pulga al unísono.
Otra gotita cayó temblorosa de la viga humedeciendo de nuevo la mejilla de Redwine.
Redwine asintió con la cabeza, agradeciendo dulcemente la gota, la iglesia, la paz, el Amo de
Newport, la Tierra, un Dios despreocupado, todo.
Bajó del púlpito, haciendo sonar las bolas de plomo que se balanceaban para atrás y para
adelante con un majestuoso ruido.
Recorrió la nave y atravesó el arco que había bajo el campanario. Se detuvo junto al charco
formado al pie de la cuerda de la campana, miró hacia arriba para adivinar el curso que había
seguido el agua. Decidió que la lluvia de primavera había entrado de una manera encantadora.
Si alguna vez tenía que restaurar la iglesia, se aseguraría de que las emprendedoras gotas de la
lluvia siempre pudieran entrar de ese modo.
Más allá del arco del campanario había otro, un frondoso arco de lilas.
Redwine avanzó hasta quedar debajo del segundo arco, vio la nave espacial como una gran
ampolla en el bosque, vio al Vagabundo del Espacio, desnudo y con barba, en su cementerio.
Redwine gritó de alegría. Corrió a la iglesia y tironeó y sacudió la cuerda de la campana
como un chimpancé borracho. En el loco repicar de las campanas, Redwine oía las palabras
que según el Amo de Newport decían todas las campanas.
Unk se quedó aterrado por la campana. A él le sonaba como una campana colérica,
asustada, y corrió a su nave, lastimándose bastante la espinilla al trepar la pared de piedra.
Mientras cerraba la escotilla, oyó una sirena que aullaba respuestas a la campana. Unk pensó
que la Tierra seguía en guerra con Marte, y que la sirena y la campana significaban la muerte
súbita para él. Apretó el botón de puesta en marcha. El piloto automático no respondió
instantáneamente, sino que se empeñó en una confusa e ineficaz discusión consigo mismo. La
discusión terminó cuando el piloto se desconectó a sí mismo.
Unk volvió a apretar el botón. Esta vez dejó puesto encima el talón.
El piloto discutió de nuevo estúpidamente consigo mismo, trató de desconectarse. Cuando
descubrió que no podía, produjo un humo sucio y amarillo.
El humo se puso tan denso y venenoso que Unk se vio obligado a tragar una bola de aire y
a practicar de nuevo la respiración Schliemann.
Entonces el piloto automático lanzó una nota de órgano profunda como un sollozo, y murió
para siempre. Ahora no había posibilidad de despegar. Cuando el piloto automático moría,
moría toda la nave espacial. Unk atravesó el humo en dirección a una tronera y miró hacia
afuera.
Vio un camión de bomberos. El camión se abría paso a través de los matorrales hacia la
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nave espacial. Hombres, mujeres y niños colgaban de él, empapados por la lluvia y con aire
de éxtasis.
Delante del camión de bomberos iba el Reverendo C. Horner Redwine. En una mano
llevaba un traje amarillo limón en una bolsa de plástico transparente. En la otra un ramo de
lilas recién cortadas.
Las mujeres enviaban besos a Unk a través de la tronera, levantaban a sus hijos para que
vieran al hombre adorable que había adentro. Los hombres permanecían en el camión de
bomberos, vitoreaban a Unk, se vitoreaban unos a otros, vitoreaban todo. El conductor hizo
restallar el motor, sonar la sirena, repicar la campana.
Todo el mundo usaba handicaps de algún tipo. La mayoría eran evidentes: contrapesos,
balas, viejas parrillas, con objeto de contrarrestar ventajas físicas. Pero entre los feligreses de
Redwine había varios sinceros creyentes que habían elegido handicaps de una índole más
sutil y expresiva.
Algunas mujeres habían recibido, para su torpe suerte, la ventaja terrible de la belleza.
Habían anulado esa ventaja injusta con ropas anticuadas, malas posturas, goma de mascar y
horribles cosméticos.
Un hombre de edad, cuya única ventaja era una vista excelente, se la había arruinado
usando los anteojos de su mujer.
Un joven moreno cuyo sinuoso y rapaz atractivo sexual no podía menoscabarse con ropas
ordinarias y malas maneras, se había buscado la desventaja de una esposa a quien el sexo le
daba náuseas.
La esposa del joven moreno, que tenía razones para envanecerse de sus títulos, se había
buscado la desventaja de un marido que sólo leía historietas.
La congregación de Redwine no era la única. No era especialmente fanática. Había en la
Tierra, literalmente, miles de millones de personas que se sometían gozosamente a diversos
handicaps.
Y lo que los hacía tan felices era que nadie se aprovechaba ya de nadie.
Los bomberos pensaron en otra manera de expresar su alegría. Había una manguera
montada en mitad del camión. Se la podía hacer girar como una ametralladora. La colocaron
apuntando hacia arriba y la hicieron girar. Un chorro tembloroso, inseguro, trepó al cielo;
cuando no pudo trepar más el viento lo hizo trizas. El agua caía todo alrededor, ya sobre la
nave espacial con porrazos y chapuzones, ya sobre las mujeres y los niños, empapándolos,
sorprendiéndolos, dándoles aún más alegría que antes.
Que el agua hubiera de desempeñar una parte tan importante en la bienvenida a Unk, era
un accidente encantador. Nadie lo habla planeado. Pero era perfecto que cada uno se olvidara
de sí mismo en una fiesta de universal humedad.
El Reverendo C. Horner Redwine, que se sentía desnudo como un duende en un bosque
pagano, en la humedad viscosa de sus ropas, sacudió un ramo de lilas sobre el vidrio de la
tronera y luego apoyó su cara de adoración contra el vidrio.
La expresión de la cara que miraba a Redwine tenía un parecido sorprendente con la de un
mono inteligente en el zoológico. La frente de Unk estaba profundamente arrugada, y en sus
ojos líquidos había un deseo desesperado de entender.
Unk había decidido no asustarse.
Tampoco tenía prisa en dejar entrar a Redwine.
Por fin fue hasta la escotilla, abrió los cerrojos de las puertas interna y externa. Retrocedió,
esperando que alguien las abriera.
—¡Primero déjenme entrar y darle el traje para que se lo ponga! —dijo Redwine a su
congregación—. ¡Después podrán verlo!
Allí en la nave espacial, el traje amarillo limón le iba a Unk como una capa de pintura. Los
signos de interrogación del pecho y la espalda se estiraban sin una arruga.
Unk aún no sabía que nadie en el mundo estaba vestido como él. Supuso que muchas
personas llevaban trajes como el suyo, con los signos de interrogación y todo.
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En Newport, hacía ocho horas que la propiedad de Rumfoord estaba atestada. Los guardias
apartaban a miles de personas de la puertita abierta en la pared. En realidad los guardias no
eran necesarios, pues en el interior la multitud era monolítica.
Una anguila engrasada no se hubiera podido escurrir en ella.
Afuera miles de peregrinos se empujaban piadosamente para acercarse a los altoparlantes
montados en los ángulos de las paredes.
De ellos saldría la voz de Rumfoord. La multitud era numerosísima y estaba sumamente
excitada, pues había llegado el tan prometido Gran Día del Vagabundo del Espacio.
Por todas partes se desplegaban los más fantasiosos y eficaces tipos de handicaps. La
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palabra que Rumfoord decía adentro resonaba en los oídos de todos los que estuvieran a
medio kilómetro de distancia. Las palabras habían hablado una y otra vez del glorioso
momento de verdad que advendría cuando llegase el Vagabundo del Espacio.
Era un gran momento que hacía estremecer a los verdaderos creyentes, el gran momento en
que los verdaderos creyentes sentirían diez veces más amplias, claras y vivientes sus
creencias. Ahora había llegado el momento. El camión de bomberos que trasladaba al
Vagabundo del Espacio desde la Iglesia del Vagabundo del Espacio, hasta Cape Cod,
resonaba y aullaba fuera de los puestos.
Los duendes en la media luz de los puestos se negaban a atisbar.
El cañón atronó dentro de las paredes.
Rumfoord y su perro se habían materializado, y el Vagabundo del Espacio pasaba a través
de la puerta de Alicia en el País de las Maravillas.
—Probablemente algún actor de mala muerte que contrató en Nueva York —dijo
Brackman.
Nadie le contestó, ni siquiera Crono, que se veía a sí mismo como el cínico más grande de
los puestos. Brackman no tomó en serio su propia sugerencia, la de que el Vagabundo del
Espacio fuera un fraude. Los concesionarios conocían demasiado bien la inclinación realista
de Rumfoord. Cuando Rumfoord ponía en escena una pasión, utilizaba gente de verdad en
infiernos de verdad.
Permítasenos insistir aquí en que, por muy aficionado que Rumfoord fuera a los grandes
espectáculos, nunca había caído en la tentación de declararse a sí mismo Dios o algo que se le
pareciera.
Sus peores enemigos lo admiten. El doctor Mamice Rosenau en su Patraña Pangaláctica o
Tres mil Millones de Incautos, dice:
Por lo común la conversación de los veteranos marcianos en los puestos cerrados estaba
alegremente erizada de divertidas irreverencias y salidas sobre la venta de despreciables
artículos religiosos a los papanatas.
Ahora que Rumfoord y el Vagabundo del Espacio iban a encontrarse, a los concesionarios
les costaba mucho no interesarse.
El sargento Brackman levantó su mano sana hasta la coronilla. Era el gesto característico
de un veterano marciano. Se tocaba la zona de la antena, de la antena que alguna vez había
pensado por él todo lo que importaba. Echó de menos las señales.
—¡Traigan al Vagabundo del Espacio aquí! —bramó la voz de Rumfoord desde los
altoparlantes en lo alto de las paredes.
—Quizá... quizá deberíamos ir —dijo Brackman.
—¿Qué? —murmuró Bee. Estaba de pie, con la espalda apoyada en los postigos corridos.
Tenía los ojos cerrados, la cabeza gacha. Parecía helada.
Siempre se estremecía cuando se estaba produciendo una materialización.
Crono frotaba lentamente el amuleto con la yema del pulgar, observando un halo de niebla
en el metal frío, un halo alrededor del pulgar.
—Que se vayan al carajo, ¿eh, Crono? —dijo Brackman.
El hombre que vendía pájaros cantores mecánicos agitaba distraídamente la mercadería por
encima de su cabeza. Una granjera lo había ensartado con una horquilla en la batalla de
Toddington, Inglaterra, dándolo por muerto.
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—Bienvenido, Vagabundo del Espacio —atronó Rumfoord con una voz de tenor aceitado
que salía de las trompetas de Gabriel instaladas en lo alto del muro—. Qué oportuno haber
venido hasta nosotros en el carro rojo brillante de un cuerpo de bomberos voluntarios. No
puedo imaginar un símbolo más conmovedor de la humanidad del hombre hacia el hombre
que un camión de bomberos. Díme, Vagabundo del Espacio, ¿ves algo aquí... algo que te haga
pensar que quizá hayas estado antes?
El Vagabundo del Espacio murmuró algo ininteligible.
—Más fuerte, por favor —dijo Rumfoord.
—La fuente... recuerdo esa fuente —dijo el Vagabundo del Espacio—. Sólo que... sólo
que...
—¿Sólo qué? —dijo Rumfoord.
—Entonces estaba seca... no sé cuándo. Ahora está tan húmeda —dijo el Vagabundo del
Espacio.
Un micrófono cerca de la ventana estaba ahora conectado con el sistema de altoparlantes
para el público, de modo que el murmullo real, el ruido de las salpicaduras de la fuente
subrayaban las palabras del Vagabundo del Espacio.
—¿Alguna otra cosa familiar, oh Vagabundo del Espacio? —dijo Rumfoord.
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El Vagabundo del Espacio y Winston Niles Rumfoord con Kazak estaban sobre un tablado
delante de la mansión. El tablado quedaba a la altura de los ojos de la multitud de pie. El
tablado delante de la casa era parte de un sistema continuado de pasadizos, rampas,
escalerillas, púlpitos, escalones y estrados que llegaban a todos los rincones de la propiedad.
El sistema permitía la libre y visible circulación de Rumfoord por el terreno, sin que la
multitud lo estorbara. Permitía también que todos los que estaban en el lugar pudieran echar
un vistazo a Rumfoord.
El sistema no estaba suspendido magnéticamente, aunque parecía un milagro de levitación.
El aparente milagro se había logrado gracias al uso astuto de pintura. Los puntales estaban
pintados de negro liso, en tanto que las superestructuras eran de oro centelleante.
Un sistema de cámaras de televisión y micrófonos permitía seguir todo lo que ocurría en
cualquier lugar.
Para las materializaciones nocturnas las superestructuras estaban subrayadas con lámparas
eléctricas color carne.
El Vagabundo del Espacio era sólo la trigesimoprimera persona que había sido invitada a
encontrarse con Rumfoord en la estructura elevada.
En ese momento se había enviado a un ayudante hasta el puesto de venta de los Malachis
para que trajera a las personas trigesimosegunda y trigesimotercera que compartirían la
eminencia.
Rumfoord no tenía buen aspecto. Estaba de mal color. Y aunque sonreía como siempre, sus
dientes parecían rechinar detrás de la sonrisa. Su complaciente alegría se había convertido en
una caricatura, traicionando el hecho de que las cosas no andaban nada bien.
Pero siempre estaba allí su famosa alegría. El magnífico y esnob complacedor de la
multitud sujetaba a su gran perro Kazak con una cadena tirante. La cadena se enroscaba
incrustándose preventivamente en la garganta del perro. La precaución era necesaria, pues
evidentemente al perro no le gustaba el Vagabundo del Espacio.
La sonrisa vaciló un instante, recordando a la multitud la carga que Rumfoord soportaba
por ella, advirtiendo a la multitud que quizá no pudiera seguir soportándola siempre.
Rumfoord llevaba en la palma de la mano un micrófono y un trasmisor del tamaño de una
moneda. Cuando no quería que su voz llegara a la multitud, simplemente cerraba el puño.
La moneda estaba ahora metida en el puño... pues se dirigía con cierta ironía al Vagabundo
del Espacio lo cual hubiera desconcertado a la multitud, de haber podido oírlo.
—No hay duda de que es tu día, ¿verdad? —dijo Rumfoord—. Una perfecta fiesta de amor
desde el instante en que llegaste. La multitud te adora, sencillamente. ¿Tú adoras a las
multitudes?
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Las gozosas sacudidas del día habían reducido al Vagabundo del Espacio a una condición
pueril, condición en que la ironía e incluso el sarcasmo no daban en el blanco. Había sido
cautivo de muchas cosas en sus malos tiempos. Ahora era cautivo de una multitud que lo
consideraba maravilloso.
—Han estado extraordinarios —dijo respondiendo a la última pregunta de Rumfoord—.
Han estado grandiosos.
—Oh... son un grandioso rebaño —dijo Rumfoord—. En eso no hay que equivocarse. Me
he estado devanando los sesos para encontrar la palabra justa, y tú me la has traído de afuera.
Grandiosos, eso es lo que son. —Evidentemente, el pensamiento de Rumfoord estaba en otra
cosa. No le interesaba mayormente el Vagabundo del Espacio como persona, apenas lo
miraba. Tampoco parecía muy excitado por la cercanía de la mujer y el hijo del Vagabundo
del Espacio.
—¿Dónde están, dónde están? —dijo Rumfoord a un ayudante que estaba abajo—.
Sigamos con la cosa. Acabemos con la cosa.
El Vagabundo del Espacio encontraba sus aventuras tan satisfactorias y estimulantes, tan
espléndidamente escenificadas, que le intimidaba hacer preguntas, porque temía parecer
desagradecido.
Comprendía que su responsabilidad era terrible en la ceremonia y que lo mejor que podía
hacer era mantener la boca cerrada, hablar sólo cuando le hablaran y responder a todas las
preguntas breve y sencillamente.
La mente del Vagabundo del Espacio no bullía de preguntas. La estructura básica de esa
situación ceremonial era obvia, tan neta y adecuada como un taburete para ordeñar. Había
sufrido enormemente y ahora era enormemente recompensado.
El súbito cambio de fortuna constituía un espectáculo formidable. Sonrió, porque entendía
el placer de la multitud, pretendía formar parte de la multitud misma, compartir su placer.
Rumfoord leyó en el pensamiento del Vagabundo del Espacio.
—Esto les gusta tanto como lo otro, sabes —dijo.
—¿Lo otro? —dijo el Vagabundo del Espacio.
—Cuando la gran recompensa viene primero y luego el gran sufrimiento —dijo Rumfoord
—. Lo que les gusta es el contraste. El orden de los acontecimientos no les hace ninguna
diferencia. Es el estremecimiento del cambio rápido...
Rumfoord abrió el puño, expuso el micrófono. Con la otra mano hizo señas pontificales.
Las hacía a Bee y a Crono, que habían subido a una adyacencia del andamiaje dorado de
tablados, rampas, escalerillas, púlpitos, peldaños y tinglados.
—Por aquí, por favor. No tenemos todo el día, saben —dijo Rumfoord con tono de
maestrita.
Durante la tregua, el Vagabundo del Espacio sintió el primer cosquilleo real de los planes
para un buen futuro en la Tierra. Todo el mundo era tan bueno, tan entusiasta y pacífico que
se podía vivir no una vida buena, sino una vida perfecta en la Tierra.
El Vagabundo del Espacio ya había recibido un hermoso traje nuevo y una prominente
situación en la vida, y en cuestión de minutos le serían restituidos su mujer y su hijo.
Lo único que le faltaba era un buen amigo, y el Vagabundo del Espacio se echó a temblar.
Temblaba porque, sabía en el fondo de su corazón que su mejor amigo, Stony Stevenson,
estaba escondido por allí en algún lugar, a la espera de una ocasión para presentarse.
El Vagabundo del Espacio sonrió, porque imaginaba la entrada de Stony. Stony llegaría
bajando a toda velocidad por una rampa, riendo y un poco borracho. «¡Unk, hijo de puta... —
rugiría Stony directamente delante de los altoparlantes—, te he buscado en cuanta taberna he
encontrado en esta Tierra de mierda, y te has quedado todo el tiempo colgado en Mercurio!»
Cuando Bee y Crono llegaron a donde estaban Rumfoord y el Vagabundo del Espacio,
Rumfoord se apartó. Si se hubiera separado de Bee, Crono y el Vagabundo del Espacio la
distancia de un brazo, su separación podía haber sido entendida. Pero el andamiaje dorado le
permitía poner una distancia respetable entre él y los tres, y no sólo eso pues el rococó y
algunos azares diversamente simbólicos la volvían intrincada de veras.
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Era indiscutiblemente gran teatro, no obstante el capcioso comentario del doctor Maurice
Rosenau (op. cit.): «Las gentes que miran con reverencia a Winston Niles Rumfoord bailando
en su selvático gimnasio dorado de Newport son los mismos idiotas que uno encuentra en las
jugueterías, abriendo la boca reverentes delante de los trenes de juguete que avanzan con su
chuf chuf chuf por los túneles de papel maché, sobre puentes de mondadientes, a través de
ciudades de cartón y de nuevo por túneles de papel maché. ¿Reaparecerán los trencitos o
Winston Niles Rumfoord con su chuf chuf chuf? ¡Oh, mirabile dictu! ¡Reaparecerán!»
Desde el entarimado frente a la mansión de Rumfoord corría una hilera de escalones que se
arqueaba sobre lo alto de un seto de madera de boj. Del otro lado de los escalones había un
pasadizo de unos tres metros que llegaba al tronco de un haya cobriza. El tronco tenía un
metro veinte de diámetro. Sujetos al tronco con tornillos flojos había unos listones dorados.
Rumfoord ató a Kazak al peldaño de abajo, y después se trepó hasta perderse de vista como
una araña en el follaje.
Desde lo alto del árbol habló. La voz salía no del árbol sino de los altoparlantes instalados
en las paredes.
La multitud apartó los ojos de la copa frondosa para volverlos a los altoparlantes más
cercanos.
Sólo Bee, Crono y el Vagabundo del Espacio seguían mirando hacia arriba, al lugar donde
Rumfoord estaba realmente. No como prueba de realismo sino de turbación. Mirando hacia
arriba los miembros de la pequeña familia evitaban mirarse los unos a los otros.
Ninguno de los tres tenía ninguna razón para estar contento de la reunión.
Bee no se sentía atraída por el feliz papanatas flaco y barbudo, en ropa interior de color
amarillo limón.
Había soñado con un librepensador, alto, colérico.
El joven Crono odiaba al intruso barbudo que intervenía en su sublime relación con su
madre. Crono besó su amuleto y deseó que su padre, si realmente lo era, cayese muerto.
Y el propio Vagabundo del Espacio, aunque lo intentara sinceramente, no veía nada que él
hubiera elegido por su propia y libre voluntad, en los morenos, malévolos, madre e hijo.
Por casualidad, la mirada del Vagabundo del Espacio se encontró con el único ojo bueno
de Bee. Había que decir algo.
—¿Cómo te va? —dijo el Vagabundo del Espacio.
—¿Cómo te va? —dijo Bee.
Los dos miraron de nuevo el árbol.
—Oh mis felices, desventajados hermanos —dijo la voz de Rumfoord—, demos gracias a
Dios... a Dios que aprecia nuestras gracias como el poderoso Mississippi aprecia una gota de
lluvia... que no somos como Malachi Constant.
Al Vagabundo del Espacio le dolía un poco la nuca. Bajó la mirada, y los ojos le quedaron
atrapados en una larga, recta, dorada pista de aterrizaje a una distancia intermedia. Siguió el
trayecto de la pista.
La pista terminaba en la escalerilla móvil más larga de la Tierra. La escalerilla también
estaba pintada de dorado.
La mirada del Vagabundo del Espacio subió por la escalerilla hasta la minúscula puerta de
la nave espacial instalada en lo alto de la columna. Se preguntó quién tendría fortaleza
suficiente o suficientes motivos para subir por una escalerilla tan aterradora hasta una puerta
tan minúscula.
El Vagabundo del Espacio miró de nuevo la multitud. Quizá Stony Stevenson estaba en
algún punto de la multitud. Quizá esperaba a que todo el espectáculo terminara para
presentarse a su mejor y único amigo en Marte.
«Díme una cosa buena que hayas hecho alguna vez en tu vida».
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En la medida en que las multitudes pueden ser algo bueno, las multitudes que atraía
Winston Niles Rumfoord a Newport eran buenas. No tenían mentalidad de multitud. Sus
miembros seguían siendo dueños de su propia conciencia, y Rumfoord nunca los invitaba a
que participaran como una sola persona en ningún caso, menos aún en el aplauso o la
reprobación.
Cuando cayó sobre la multitud el hecho de que el Vagabundo del Espacio era el
repugnante, tedioso y odioso Malachi Constant, sus miembros reaccionaron con tranquilidad,
lamentándolo, cada uno a su manera, que en general era compasiva. En sus conciencias por lo
general honestas sabían, después de todo, que habían colgado a Constant en efigie en sus
casas y lugares de trabajo. Y si bien habían colgado las efigies con bastante alegría, muy
pocos pensaban que Constant en persona merecía en realidad ser colgado. Colgar a Malachi
Constant en efigie era un acto de tanta violencia como adornar un árbol de Navidad o
esconder huevos de Pascua.
Y Rumfoord desde lo alto del árbol no dijo nada para disuadirlos de su compasión.
—Ha tenido usted el singular accidente, Mr. Constant —dijo con simpatía—, de
convertirse en un símbolo central de mala cabeza para una secta religiosa verdaderamente
enorme.
«No sería atractivo para nosotros como símbolo, Mr. Constant —dijo— si nuestros
corazones no lo compadecieran, hasta cierto punto. Tenemos que compadecerlo porque todos
sus extravagantes errores son los que han cometido los seres humanos desde el comienzo de
los tiempos.
«Dentro de unos pocos minutos, Mr. Constant —dijo Rumfoord desde lo alto del árbol—
usted va a bajar por los tablados y rampas hasta aquella larga escalerilla dorada, y subirá por
la escalerilla, y entrará en la nave espacial, y volará hacia Titán, una luna cálida y fecunda de
Saturno. Vivirá allí con seguridad y confort, pero exiliado de su Tierra natal.
«Y lo hará voluntariamente, Mr. Constant, para que la Iglesia de Dios el Absolutamente
Indiferente pueda contar con un drama de autosacrificio digno de recordar y meditar todo el
tiempo.
«Nos imaginamos, para nuestra satisfacción espiritual —dijo Rumfoord desde lo alto del
árbol—, que usted se llevará todas las ideas equivocadas sobre el significado de la suerte, toda
la riqueza y el poder pervertidos, y el repugnante tiempo pasado.
El hombre que había sido Malachi Constant, que había sido Unk, que había sido el
Vagabundo del Espacio, el hombre que era Malachi Constant de nuevo, ese hombre sintió
muy poco al ser declarado nuevamente Malachi Constant. Posiblemente habría sentido
algunas cosas interesantes si la sincronización de Rumfoord hubiera sido diferente. Pero
Rumfoord le dijo cuál iba a ser su prueba sólo unos segundos después de decirle que era
Malachi Constant, y la prueba era suficientemente terrible como para atraer toda la atención
de Constant.
La prueba había sido prometida no para dentro de unos años o meses o días, sino minutos.
Y como cualquier criminal condenado, Malachi se puso a estudiar, con exclusión de todo lo
demás, el sistema dentro del cual había de desempeñarse.
Curiosamente, su primera preocupación fue la de tropezar, la de pensar demasiado en el
simple hecho de caminar y la de que sus pies dejarían de moverse con naturalidad y
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El tambor se calló cuando la mano de Malachi Constant se cerró por primera vez sobre el
travesaño dorado de la escala más larga del mundo. Miró hacia arriba y, en la perspectiva, la
cima de la escalerilla parecía minúscula como una aguja. Constant apoyó la frente un
momento contra el peldaño al que se había aferrado su mano.
—¿Quisiera decir algo, Mr. Constant, antes de subir por la escala? —dijo Rumfoord en lo
alto del árbol.
Un micrófono en la punta de una pértiga se balanceaba ahora delante de Constant.
Constant se lamió los labios.
—¿Va a decir algo, Mr. Constant? —dijo Rumfoord.
—Si va a hablar —dijo a Constant el técnico encargado del micrófono—, hágalo con un
tono absolutamente normal y mantenga los labios a unos quince centímetros del micrófono.
—¿Va a hablarnos, Mr. Constant? —dijo Rumfoord.
—Probablemente... probablemente no vale la pena decirlo —dijo Constant tranquilamente
—, pero igual me gustaría decir que no he entendido una sola cosa de lo que me ha ocurrido
desde que llegué a la Tierra.
—¿No ha tenido ese sentimiento de participación? —dijo Rumfoord en lo alto del árbol—.
¿Es eso?
—No importa —dijo Constant—. Igual subiré por la escala.
—Bueno —dijo Rumfoord en lo alto del árbol—, si le parece que estamos cometiendo aquí
una especie de injusticia con usted, supongamos que usted nos dice algo realmente bueno que
haya hecho en algún momento de su vida, y decidamos entonces si ese acto de bondad puede
librarlo de lo que hemos planeado para usted.
—¿Un acto de bondad? —dijo Constant.
—Sí —dijo Rumfoord expansivo—. Dígame una cosa buena que haya hecho alguna vez en
su vida, que usted pueda recordar.
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Constant pensó intensamente. Sus recuerdos principales eran de correteos por los
interminables corredores de las cavernas. Había habido pocas oportunidades de lo que hubiera
podido pasar por un acto de bondad con Boaz y los harmoniums. Pero Constant no podía
decir honradamente que había aprovechado esas oportunidades para ser bueno.
Después pensó en Marte, en todas las cosas contenidas en su carta a sí mismo. Desde
luego, entre todos aquellos puntos, había algo sobre su propia bondad.
Y entonces recordó a Stony Stevenson, su amigo. Había tenido un amigo, lo cual era sin
duda algo bueno.
—Tuve un amigo —dijo Malachi Constant delante del micrófono.
—¿Cuál era su nombre? —dijo Rumfoord.
—Stony Stevenson —dijo Constant.
—¿Sólo un amigo? —dijo Rumfoord desde el árbol.
—Sólo uno —dijo Constant. Su pobre alma se llenó de placer al comprender que un amigo
era todo lo que un hombre necesitaba para estar bien provisto de amistad.
—Su pretensión de bondad se confirmará o invalidará realmente —dijo Rumfoord en lo
alto del arbolen la medida de lo buen amigo que usted haya sido del tal Stony Stevenson.
—Sí —dijo Constant.
—¿Recuerda usted una ejecución en Marte, Mr. Constant —dijo Rumfoord en lo alto del
árbol— en que usted era el verdugo? Usted estranguló a un hombre en la picota delante de
tres regimientos del Ejército de Marte.
Este era un recuerdo que Constant había hecho todo lo posible por suprimir. Lo había
conseguido en gran medida, y la exploración que hizo en su mente era ahora sincera. No
podía estar seguro de que la ejecución hubiese ocurrido.
—Creo... creo que me acuerdo —dijo Constant.
—Bueno... ese hombre que usted estranguló era su gran y buen amigo Stony Stevenson —
dijo Winston Niles Rumfoord.
Malachi Constant lloró mientras subía por la escala dorada. Se detuvo en la mitad y
Rumfoord lo llamó de nuevo por los altoparlantes.
—¿Se siente ahora un participante vitalmente interesado, Mr. Constant? —dijo Rumfoord.
Mr. Constant asintió. Comprendía ahora toda su indignidad y sentía una amarga simpatía
por quien considerara bueno tratarlo con aspereza.
Y cuando llegó a lo alto, Rumfoord le dijo que no cerrara todavía la escotilla, pues su
mujer y su hijo subirían en seguida.
Constant se sentó en el umbral de su nave espacial, en lo alto de la escala, y escuchó el
breve sermón de Rumfoord sobre la morena compañera de Constant, la mujer tuerta y con
dientes de oro llamada Bee. Constant no escuchó muy atentamente el sermón. Sus ojos veían
un sermón más amplio, más reconfortante en el panorama de la ciudad, la bahía y las islas,
que se extendía abajo hasta tan lejos.
—Les hablaré ahora —dijo Winston Niles Rumfoord en lo alto del árbol, tan lejos por
debajo de Malachi Constant— sobre Bee, la mujer que vende Malachis del otro lado de la
puerta, la mujer morena que con su hijo nos mira ahora severamente a todos.
«Mientras iba camino de Marte hace tantos años, Malachi Constant la violó y engendró en
ella este hijo. Antes de eso, era mi mujer y la dueña de esta propiedad. Su verdadero nombre
es Beatrice Rumfoord.
Un gemido ascendió desde la multitud. ¿Era de maravillarse que las polvorientas
marionetas de otras religiones hubieran sido dejadas de lado por falta de público, que todos
los ojos se volvieran hacia Newport? El jefe de la Iglesia de Dios el Absolutamente
Indiferente no sólo era capaz de predecir el futuro y combatir las desigualdades más crueles
de todas: las desigualdades de la suerte, sino que su provisión de nuevas sensaciones
pasmosas era inagotable.
Estaba tan bien provisto de materia prima que podía arrastrar la voz en el momento en que
anunciaba que la mujer tuerta de los dientes de oro era su mujer, y que Malachi Constant le
había puesto los cuernos.
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—Los invito ahora a desdeñar el ejemplo de la vida de ella como durante tanto tiempo han
desdeñado el ejemplo de la vida de Malachi Constant —dijo suavemente desde lo alto del
árbol—. Cuélguenla junto con Malachi Constant en los postigos de las ventanas y en las
lámparas, si quieren.
«Los excesos de Beatrice eran excesos de aversión —dijo Rumfoord—. De joven se sentía
tan exquisitamente criada que no hacía nada ni permitía que se lo hicieran, por miedo a la
contaminación. La vida para Beatrice cuando era joven, estaba tan llena de gérmenes y de
vulgaridad que no podía sino ser intolerable.
«Nosotros los de la Iglesia de Dios el Absolutamente Indiferente la condenamos tan
rotundamente por haberse negado a arriesgar viviendo su imaginada pureza, como
condenamos a Malachi Constant por haberse revolcado en la inmundicia.
«Estaba implícita en todas las actitudes de Beatrice la idea de que era intelectual, moral y
físicamente lo que Dios pretendía de los seres humanos perfectos, y que el resto de la
humanidad necesitaba otros diez mil años para lograrlo. Tenemos de nuevo aquí el caso de un
Dios Todopoderoso ensalzado, adornando de todas las perfecciones a una persona común y
sin capacidad creadora. La proposición de que Dios Todopoderoso admiraba a Beatrice por su
educación de mírame y no me toques es por lo menos tan discutible como la proposición de
que Dios Todopoderoso quería que Malachi Constant fuera rico.
«Mrs. Rumfoord —dijo Winston Niles Rumfoord desde lo alto del árbol—, ahora la invito
a usted y a su hijo a seguir a Malachi Constant y a entrar en la nave espacial destinada a Titán.
¿Quisiera decir algo antes de partir?
Hubo un largo silencio en el cual madre e hijo se acercaron aún más y miraron, hombro
contra hombro, un mundo muy cambiado por las noticias del día.
—¿Tiene usted el propósito de hablarnos, Mrs. Rumfoord? —dijo Rumfoord desde lo alto
del árbol.
—Sí —dijo Beatrice—, pero no me llevará mucho tiempo. Creo que todo lo que usted dice
de mí es cierto, porque rara vez miente. Pero cuando mi hijo y yo caminemos juntos hacia esa
escala y la subamos, no lo haremos por usted o por su tonta multitud. Lo haremos por
nosotros mismos, y nos probaremos a nosotros mismos y a todo el que quiera mirar, que no
tenemos miedo de nada. Nuestros corazones no se desgarrarán cuando abandonemos este
planeta. Nos asquea por lo menos tanto como nosotros, bajo la guía de usted, lo asqueamos.
«No recuerdo los viejos tiempos —dijo Beatrice— en que yo era el ama de esta propiedad,
en que no podía soportar el hacer nada o que se me hiciera nada. Pero me gusté a mí misma
en el instante en que usted me dijo que yo había sido así. La raza humana es una cosa
despreciable, y lo mismo la Tierra, y usted también.
Beatrice y Crono caminaron rápidamente por los entarimados y rampas hasta la escala, y
subieron por ella. Rozaron al pasar a Malachi Constant que estaba en la puerta de la nave
espacial, sin hacerle ningún saludo. Desaparecieron en el interior.
Constant los siguió y se unió a ellos que estaban examinando las instalaciones.
El estado de las instalaciones era una sorpresa, y lo hubiera sido sobre todo para los
guardianes de la propiedad. La nave espacial al parecer inviolable en lo alto de una columna
situada en precintos sagrados bajo el control de guardianes, había sido evidentemente el
escenario de una o quizá varias orgías.
Las literas estaban todas deshechas. Las sábanas estaban arrugadas, retorcidas y revueltas.
Tenían manchas de lápiz labial y betún de zapatos.
Almejas fritas crujían grasientas bajo los pies.
Desparramadas en la nave había dos botellas de Mountain Moonlight, una pinta de
Southern Comfort y una docena de latas de cerveza Narragansett Lager, todas vacías.
En la pared blanca, junto a la puerta, había dos nombres escritos con lápiz labial: Bud y
Sylvia. Y de un reborde de la columna central de la cabina colgaba un corpiño negro.
Beatrice recogió las botellas y las latas de cerveza. Las arrojó por la puerta. Sujetó el
corpiño que quedó flotando del otro lado de la puerta, a la espera de un viento favorable.
Malachi Constant, suspirando, meneando la cabeza y lamentándose por Stony Stevenson,
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utilizó los pies como escobas. Barrió las almejas fritas hacia la puerta.
El joven Crono se sentó en una cucheta, frotando su amuleto.
—Vamos, mamá —dijo severamente—, si te pones a llorar así, nos vamos.
Beatrice dejó ir el corpiño. Una ráfaga lo llevó hacia la multitud y lo suspendió de un
árbol, cerca del que ocupaba Rumfoord.
—Adiós a todos, gentes limpias, juiciosas y encantadoras —dijo Beatrice.
12 - El caballero de Tralfamadore
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persona en Titán. Esa otra persona se llamaba Salo. Era viejo. Salo tenía once millones de
años terrestres.
Salo era de otra galaxia, de la Pequeña Nube Magallánica. Medía un metro cuarenta de
estatura.
La piel de Salo era de la textura y el color de la cascara de una mandarina terrestre.
Salo tenía tres piernas finas como de gamo, y unos pies de diseño extraordinario; cada uno
era una esfera inflable. Inflando esas esferas hasta el tamaño de una pelota de fútbol, Salo
podía caminar sobre el agua. Reduciéndolas al tamaño de pelotas de golf, podía saltar por
superficies duras a gran velocidad. Al desinflarlas del todo, sus pies se convertían en ventosas
succionadoras. Salo podía trepar por las paredes. Salo no tenía brazos. Tenía tres ojos, que
podían percibir no sólo el llamado espectro visible, sino también los rayos infrarrojos y
ultravioletas. Era puntual, es decir, vivía un momento por vez, y solía decir a Rumfoord que
prefería ver los maravillosos colores de los extremos del espectro antes que el pasado o el
futuro. Esto era un cuento porque Salo había visto, viviendo un momento por vez, mucho más
del pasado y mucho más del Universo que Rumfoord. Recordaba también más de lo que había
visto.
La cabeza de Salo era redonda y colgaba suspendida como una esfera de Cardán.
Su voz era como una bocina de bicicleta. Hablaba cinco mil lenguas, cincuenta de ellas
terrestres, treinta y tres de las cuales eran lenguas muertas.
Salo no vivía en un palacio, aunque Rumfoord le había ofrecido construirle uno. Vivía al
aire libre, cerca de la nave espacial que lo había llevado a Titán doscientos mil años antes. Su
nave espacial era un plato volador, el prototipo de la flota de invasión marciana.
Salo tenía una historia interesante. En el año terrestre 483441 antes de Cristo, había sido
elegido por entusiasmo telepático popular como el espécimen más hermoso y el más sano,
física y mentalmente, de su pueblo. La ocasión era el cien millonésimo aniversario del
gobierno de su planeta natal en la Pequeña Nube Magallánica. El nombre de su planeta natal
era Tralfamadore, que como el viejo Salo había traducido en una ocasión a Rumfoord,
significaba todos nosotros y el número 541.
La duración de un año en su planeta natal, según sus propios cálculos, era 36.162 veces la
duración de un año terrestre, de modo que la celebración en la que participaba era en realidad
en honor de un gobierno de 361.620.000 años terrestres. En una ocasión Salo describió a
Rumfoord esta forma durable de gobierno como anarquía hipnótica, pero se abstuvo de
explicar su funcionamiento. «O entiendes en seguida lo que es», le dijo a Rumfoord, «o no
tiene sentido tratar de explicártelo, viejo».
Su deber, al ser elegido representante de Tralfamadore, era llevar un mensaje sellado de
«un confín del Universo al otro». Los que habían planeado la ceremonia no creían
engañosamente que la proyectada ruta de Salo abarcaba el Universo. La imagen era poética,
como la expedición de Salo. Salo tomaría el mensaje e iría tan rápido y tan lejos como lo
permitiera la tecnología de Tralfamadore.
El mensaje mismo era ignorado por Salo. Había sido preparado por lo que Salo describió a
Rumfoord como «una especie de universidad, sólo que nadie va. No hay ningún edificio, no
hay ninguna facultad. Está todo el mundo y no está nadie. Es como una nube a la que cada
uno ha soplado una bocanada de niebla y entonces la nube se encarga de los pensamientos
pesados de todo el mundo. No quiero decir que sea realmente una nube. Quiero decir
solamente que es algo así. Si no entiendes de qué estoy hablando, viejo, no vale la pena tratar
de explicártelo. Todo lo que puedo decir es que no hay reuniones».
El mensaje estaba contenido en un estuche de plomo sellado, de cinco centímetros de lado
y medio centímetro de espesor. El estuche mismo estaba contenido en una red de malla de oro
que colgaba de una banda de acero inoxidable encajada en el tallo que podía llamarse el
cuello de Salo.
Salo tenía órdenes de no abrir la red y el estuche hasta que no llegara a destino. Su destino
no era Titán. Su destino estaba en una galaxia que empezaba a dieciocho millones de años luz
más allá de Titán. Los planeadores de las ceremonias en las que había participado Salo no
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Hubo una época en que en Tralfamadore había criaturas que no eran como máquinas. No
eran dependientes. No eran eficientes. No eran dignas de confianza. No eran duraderas. Y
esas pobres criaturas estaban obsesionadas por la idea de que todo lo que existía debía tener
una finalidad y que algunas finalidades eran más elevadas que otras.
Esas criaturas se pasaban la mayor parte del tiempo tratando de descubrir cuál era su
finalidad. Y cada vez que encontraban lo que parecía ser una finalidad de ellos, parecía tan
baja que las criaturas se llenaban de asco y vergüenza.
Y antes de servir una finalidad tan baja, las criaturas hacían una máquina que la sirviera.
Así las criaturas quedaban libres de ponerse al servicio de finalidades más elevadas. Pero
cada vez que encontraban una finalidad elevada, resultaba que no era lo bastante.
Entonces se hacían máquinas para ponerlas al servicio de finalidades aún más elevadas.
Y las máquinas lo hacían todo con tanta pericia que finalmente se les confió la tarea de
descubrir cuál debía ser la finalidad más elevada de las criaturas.
Las máquinas informaron con toda honestidad que no lo sabían realmente.
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A continuación las criaturas empezaron a asesinarse entre si, porque detestaban por
encima de todo las cosas sin finalidad.
Y descubrieron que ni siquiera servían para asesinar. De modo que confiaron ese trabajo
a las máquinas, también. Y las máquinas terminaron el trabajo en menos tiempo del que se
tarda en decir «Tralfamadore».
Por medio del visor del tablero roto de su nave espacial, el viejo Salo observaba ahora el
acercamiento a Titán de la nave espacial que transportaba a Malachi Constant, Beatrice
Rumfoord y su hijo Crono. La nave estaba preparada para aterrizar automáticamente en la
orilla del mar Winston.
Debía aterrizar entre dos millones de estatuas del tamaño de seres humanos. Salo había
hecho las estatuas a un ritmo de unas diez por año terrestre.
Las estatuas estaban concentradas en la región del mar Winston porque estaban hechas de
turba titánica. La turba titánica abunda junto al mar Winston, a sólo centímetros bajo la
superficie del suelo.
La turba titánica es una sustancia curiosa y, para un escultor natural y sincero, atractiva.
Al extraerla, la turba titánica tiene la consistencia de la masilla terrestre.
Después de una hora de exposición a la luz y el aire de Titán, la turba tiene la cohesión y la
dureza del yeso de París.
Después de dos horas de exposición, es dura como el granito y debe ser trabajada con
escoplo.
Después de tres horas de exposición, nada sino el diamante raya la superficie de la turba
titánica.
Para hacer tantas estatuas Salo se había inspirado en las llamativas conductas de los
terráqueos. Lo que inspiraba a Salo no era tanto lo que los terráqueos hacían, sino cómo lo
hacían.
Los terráqueos se comportaban en todas las ocasiones como si hubiera un gran ojo en el
cielo y como si ese gran ojo estuviera ansioso de diversión.
El gran ojo tenía un hambre glotona de gran teatro. El gran ojo era indiferente a que los
espectáculos de la Tierra fueran comedia, tragedia, farsa, sátira, atletismo o vaudeville. Su
exigencia, que al parecer los terráqueos consideraban tan irresistible como la gravedad, era
que los espectáculos fuesen grandes.
La exigencia era tan poderosa que los terráqueos casi no hacían otra cosa que actuar para
satisfacerla, noche y día, incluso en sus sueños.
El gran ojo era el único público que a los terráqueos les interesaba realmente. Las
actuaciones más fantásticas que Salo había visto eran las de terráqueos que estaban
terriblemente solos. Imaginaban que el gran ojo era su único público.
Salo, con sus estatuas duras como el diamante, había tratado de conservar algunos de los
estados mentales de esos terráqueos que habían montado los espectáculos más interesantes
para el gran ojo imaginado.
No menos sorprendentes que las estatuas eran las margaritas titánicas que abundaban junto
al mar Winston. Cuando en el año 203117 antes de Cristo, Salo llegó a Titán, las margaritas
titánicas eran flores minúsculas, estrelladas, amarillas, de apenas medio centímetro de
diámetro.
Entonces Salo comenzó a hacer un cultivo selectivo.
Cuando Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y su hijo Crono llegaron a Titán, la típica
margarita titánica tenía un tallo de un metro veinte de diámetro y una flor lavanda manchada
de rosa de más de una tonelada.
Salo, que había observado la cercanía de la nave espacial de Malachi Constant, Beatrice
Rumfoord y su hijo Crono, infló sus pies hasta darles el tamaño de pelotas de fútbol. Caminó
por las aguas esmeralda claro del mar Winston, cruzándolas hasta el Taj Mahal de Winston
Niles Rumfoord.
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Entró en el patio cerrado del palacio, dejó salir el aire de los pies. El aire silbó. El silbido
repercutió en las paredes.
La reposera lavanda de Winston Niles Rumfoord estaba vacía junto a la piscina.
—¿Skip? —llamó Salo. Usaba el más íntimo posible de todos los nombres de Rumfoord, el
de su infancia, a pesar de que a Rumfoord le fastidiaba que lo usara. No lo usaba para hacerlo
sufrir. Lo usaba para afirmar la amistad que sentía por Rumfoord, para probar un poco la
amistad y verla triunfar elegantemente de la prueba.
Había una razón para que Salo sometiera la amistad a una prueba de colegial. Nunca había
visto, nunca había oído hablar de la amistad antes de llegar al Sistema Solar. Era una novedad
fascinante para él. Tenía que jugar con ella.
—¿Skip? —llamó Salo de nuevo.
El aire tenía un sabor desusado. Salo lo identificó a tientas como ozono. Era incapaz de
explicarlo.
Aún ardía un cigarrillo en el cenicero junto a la silla, de modo que no hacía mucho que
Rumfoord se había ido.
—¿Skip? ¿Kazak? —llamó Salo. Era insólito que Rumfoord no estuviera dormitando en su
silla, que Kazak no dormitara a su lado. El hombre y el perro se pasaban la mayor parte del
tiempo junto a la piscina, controlando las señales procedentes de sus otros yoes a través del
espacio y del tiempo. Rumfoord estaba por lo general inmóvil en su silla, con los dedos de
una mano lánguida, colgante, enterrada en el pelo de Kazak. Kazak por lo general se quejaba
y contraía en sueños.
Salo miró el agua de la piscina rectangular. En el fondo de la piscina, en ocho metros de
agua, estaban las tres sirenas de Titán, las tres hermosas hembras humanas que habían sido
ofrecidas al lascivo Malachi Constant hacía tanto tiempo.
Eran estatuas hechas por Salo con turba titánica. De los millones de estatuas hechas por
Salo, sólo estas tres estaban pintadas con colores naturales. Había sido necesario pintarlas
para darles importancia dentro del ambiente suntuoso, oriental, del palacio de Rumfoord.
—¿Skip? —llamó Salo de nuevo.
Kazak, el sabueso del espacio, respondió a la llamada. Salió del edificio abovedado y con
minaretes que se reflejaba en la piscina. Emergió calladamente de las sombras de encaje de la
gran cámara octogonal.
Parecía envenenado.
Se estremeció y miró fijo un punto a un lado de Salo. No había nada.
Se detuvo, como si se preparara para el terrible dolor que le costaría un paso más.
Y entonces ardió y crepitó en un fuego de San Telmo.
El fuego de San Telmo es una descarga eléctrica luminosa y la criatura afectada por él no
sufre más molestia que la que le causaría el cosquilleo de una pluma. De todos modos, es
como si la criatura se incendiara y no es extraño que se desmaye.
La descarga luminosa de Kazak era horrible de ver. Y renovó el tufo de ozono.
Kazak no se movió. Su capacidad de sorpresa ante la asombrosa exhibición se había
agotado hacía mucho tiempo. Toleraba la hoguera con fatigado pesar.
La hoguera se extinguió.
Rumfoord apareció en el portal. También él parecía desaliñado y apático. Una banda de
desmaterialización, una banda de nada de un ancho de treinta centímetros pasó por Rumfoord
de la cabeza a los pies. A ésta le siguieron dos bandas estrechas separadas por dos centímetros
y medio.
Rumfoord mantuvo las manos en alto, con los dedos separados. De las puntas de los dedos
salían rayos de fuego de San Telmo rosa, violeta, verde pálido. En el pelo le chisporroteaban
breves rayos de oro pálido, poniéndole un halo de oropel.
—Paz —dijo Rumfoord débilmente.
El fuego de San Telmo se extinguió en Rumfoord.
Salo estaba despavorido.
—Skip... —dijo—. ¿Qué... qué pasa, Skip?
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—Las manchas del sol —dijo Rumfoord. Se arrastró hasta la reposera lavanda, tendió en
ella su gran corpachón, y se cubrió los ojos con una mano floja y blanca como un pañuelo
mojado.
Kazak yacía a su lado. Estaba temblando.
—Nunca... nunca te he visto así hasta ahora —dijo Salo.
—Nunca ha habido en el Sol una tormenta como ésta hasta ahora —dijo Rumfoord.
A Salo no le sorprendió saber que las manchas del sol afectaban a sus amigos
infundibulados crono-sinclásticamente. Muchas veces había visto a Rumfoord y Kazak
enfermos por las manchas del sol, pero el síntoma más grave había sido una náusea pasajera.
Las chispas y las bandas de desmaterialización eran nuevas.
Ahora que Salo observaba a Rumfoord y Kazak, se volvieron por un momento
bidimensionales, como figuras pintadas en banderas ondulantes.
Se estabilizaron, se volvieron otra vez redondas.
—¿Puedo hacer algo, Skip? —dijo Salo. Rumfoord gruñó.
—¿La gente nunca dejará de hacer esas preguntas horribles? —dijo.
—Lo siento —dijo Salo. Sus pies estaban tan desinflados que eran cóncavos, convertidos
en ventosas. Hacían un ruido de succión en el pavimento pulido.
—¿No puedes dejar de hacer ruido? —dijo Rumfoord de mal humor.
El viejo Salo quiso morirse. Era la primera vez que su amigo Winston Niles Rumfoord le
decía palabras desagradables. Salo no podía soportarlo.
El viejo Salo cerró dos de sus tres ojos. El tercero estaba presa en dos manchas azules
abigarradas en el cielo. Las manchas eran dos pájaros, dos azulejos de Titán suspendidos en el
aire. La pareja había encontrado un sostén. Ninguno de los dos grandes pájaros agitaba un ala.
Ni un solo movimiento, ni siquiera el de una pluma, era inarmónico. La vida era un sueño
suspendido en el aire.
—Gro —dijo socialmente un azulejo de Titán.
—Gro —convino el otro.
Los pájaros cerraron las alas simultáneamente y cayeron desde la altura como piedras.
Parecían desplomarse en una muerte segura fuera de las paredes de Rumfoord. Pero se
remontaron de nuevo, iniciando otro ascenso largo y fácil.
Esta vez subieron a un cielo rayado por la huella de vapor de la nave espacial en que
viajaban Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y su hijo Crono. La nave estaba por aterrizar.
—¿Skip? —dijo Salo.
—¿Tienes que llamarme así? —dijo Rumfoord.
—No —dijo Salo.
—Entonces no lo hagas —dijo Rumfoord—. No me gusta ese nombre, a menos que lo use
alguien que me conoce desde chico.
—Pensé que... como amigo tuyo... —dijo Salo—, yo podía...
—¿Por qué no terminamos con esta falsa amistad? —dijo Rumfoord cortante.
Salo cerró el tercer ojo. La piel de su torso se estiró.
—¿Falsa?
—¡Tus pies están haciendo ese ruido otra vez! —dijo Rumfoord.
—¡Skip! —exclamó Salo. Rectificó esa insoportable familiaridad—. ¡Winston, es como
una pesadilla que me estés hablando así! Creí que éramos amigos.
—Digamos que nos hemos ingeniado para ser de alguna utilidad el uno para el otro, y que
quede en eso —dijo Rumfoord.
La cabeza de Salo se meció suavemente sobre sus cojinetes a bolilla. —Pensé que había
habido algo más que eso —dijo al fin.
—Digamos —dijo Rumfoord ácido— que hemos descubierto el uno en el otro un medio
para nuestros fines distintos.
—Yo... yo estaba contento de ayudarte... y confío en haberte ayudado de verdad —dijo
Salo. Abrió los ojos. Tenía que ver la reacción de Rumfoord. Seguramente se mostraría
amistoso de nuevo, porque Salo realmente lo había ayudado con generosidad.
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—¿No te he dado la mitad de mi vulls? —dijo Salo—. ¿No te dejé copiar mi nave para
Marte? ¿No despaché las primeras misiones de reclutamiento? ¿No te ayudé a calcular la
manera de controlar a los marcianos, para que no causaran trastornos? ¿No me pasé los días y
los días ayudándote a concebir la nueva religión?
—Sí —dijo Rumfoord—. ¿Pero qué hiciste después por mí?
—¿Qué? —dijo Salo.
—Nada —dijo Rumfoord cortante—. Es la última línea de una vieja broma que hacen en la
Tierra, y no muy divertida, en estas circunstancias.
—Ah —dijo Salo—. Conocía una cantidad de bromas de la Tierra, pero esa no.
—¡Esos pies! —gritó Rumfoord.
—¡Perdón! —gritó Salo—. Si pudiera llorar como un terráqueo, lo haría. —No podía
controlar sus molestos pies. Siguieron haciendo los ruidos que Rumfoord de pronto detestaba
tanto—. ¡Lo siento por todo! Lo que sé es que he tratado siempre de ser un verdadero amigo,
y que nunca pedí nada en cambio.
—¡No tenías por qué pedir! —dijo Rumfoord—. No tenías por qué pedir nada. Todo lo que
debías hacer era sentarte y esperar a que te cayera en la mano.
—¿Qué es lo que yo quería que me cayera en la mano? —dijo Salo incrédulo.
—La pieza de repuesto de tu nave espacial —dijo Rumfoord—. Ya está casi aquí. Está
llegando, señor. El chico de Constant la tiene, lo llama su amuleto, como si tú no lo supieras.
Rumfoord se sentó, se puso verde, hizo una seña pidiendo silencio.
—Perdóname —dijo—, me siento mal de nuevo.
Winston Niles Rumfoord y su perro Kazak estaban enfermos otra vez, más violentamente
que antes. El pobre y viejo Salo pensó que ahora desaparecerían chisporroteando o estallarían.
Kazak aulló en una bola de fuego de San Telmo.
Rumfoord se mantuvo derecho, los ojos desorbitados, como una columna orgullosa.
Este ataque también pasó.
—Discúlpame —dijo Rumfoord con mordaz corrección—. ¿Decías...?
—¿Qué? —dijo Salo desanimado.
—Estabas diciendo algo o por decirlo —dijo Rumfoord. Sólo el sudor de sus sienes
traicionaba el hecho de que acabara de pasar por un tormento. Puso un cigarrillo en una larga
boquilla de hueso, lo encendió. Proyectó la mandíbula. La boquilla apuntó hacia arriba—. No
volveremos a ser interrumpidos durante tres minutos —dijo—. ¿Decías?
Salo tuvo que hacer un esfuerzo para recordar el tema de la conversación. Cuando se
acordó, se sintió más perturbado que nunca. Le había ocurrido la peor de las cosas posibles.
Rumfoord no sólo había descubierto, al parecer, la influencia de Tralfamadore en los asuntos
de la Tierra, lo cual lo hubiera ofendido bastante, sino que se consideraba a sí mismo, de
algún modo, una de las principales víctimas de esa influencia.
Salo había tenido de vez en cuando la incómoda sospecha de que Rumfoord estaba bajo la
influencia de Tralfamadore, pero había expulsado el pensamiento de su mente porque no
podía hacer nada al respecto. Ni siquiera lo había discutido, porque discutirlo con Rumfoord
hubiera significado sin duda la ruina inmediata de su hermosa amistad. Muy débilmente, Salo
exploró la posibilidad de que Rumfoord no supiera tanto como parecía.
—Skip... —dijo.
—¡Por favor! —dijo Rumfoord.
—Mr. Rumfoord... —dijo Salo—, ¿usted cree que lo he usado de alguna manera?
—Tú no —dijo Rumfoord—. Las máquinas como tú, allá en tu precioso Tralfamadore.
—Aja —dijo Salo—. ¿Te... te parece... que has sido usado, Skip?
—¡Tralfamadore —dijo Rumfoord con amargura—, llegó al Sistema Solar, me pescó y me
usó como a un monigote!
—Si podías verlo en el futuro —dijo Salo lastimero—, ¿por qué no lo mencionaste antes?
—A nadie le gusta pensar que lo están usando —dijo Rumfoord—. Uno se niega a
admitirlo hasta último momento. —Torció la boca—. Quizá te sorprenda saber que siento
cierto orgullo, por estúpido y errado que pueda ser, en adoptar mis propias decisiones por mis
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propias razones.
—No me sorprende —dijo Salo.
—¿Aja? —dijo desagradablemente Rumfoord—. Pensé que era una actitud demasiado sutil
para que una máquina la pescara.
Este era, sin duda, el punto débil de su relación. Salo era una máquina, porque había sido
diseñado y manufacturado. Él no lo ocultaba. Pero hasta entonces Rumfoord nunca había
usado el hecho como un insulto. Ahora lo usaba decididamente como un insulto. A través de
un fino velo de noblesse oblige, Rumfoord dio a entender a Salo que ser una máquina era ser
insensible, no tener imaginación, ser vulgar, era ser tenaz sin una pizca de conciencia.
Salo era patéticamente vulnerable a esta acusación. Que Rumfoord supiera tan bien cómo
herirlo era un tributo a la intimidad espiritual que ambos habían compartido alguna vez.
Salo cerró de nuevo dos de sus tres ojos, contempló de nuevo los azulejos de Titán
suspendidos en el aire. Los pájaros eran grandes como águilas terrestres.
Salo deseó ser un azulejo de Titán.
La nave espacial donde viajaban Malachi Constant, Beatrice Rumfoord y su hijo Crono se
meció sobre el palacio y aterrizó en la orilla del mar Winston.
—Te doy mi palabra de honor —dijo Salo—, yo no sabía cómo te usaban, y no tenía la
menor idea de lo que...
—Máquina —dijo Rumfoord con desprecio.
—Díme, ¿para qué has sido usado, por favor? —dijo Salo—. Palabra de honor, no tengo la
más vaga...
—¡Máquina! —dijo Rumfoord.
—Si piensas tan mal de mí, Skip... Winston... Mr. Rumfoord —dijo Salo—, después de
todo lo que he hecho e intentado en el solo nombre de la amistad, seguramente nada de lo que
yo pueda decir o hacer cambiará tu opinión.
—Precisamente lo que una máquina diría —dijo Rumfoord.
—Es lo que una máquina dijo —replicó Salo humildemente. Infló sus pies hasta el tamaño
de pelotas de fútbol, preparándose a salir del palacio de Rumfoord y caminar sobre las aguas
del mar Winston, para no volver nunca. Sólo cuando sus pies estuvieron completamente
inflados advirtió el desafío que contenían las palabras de Rumfoord. Contenían una clara
insinuación de que el viejo Salo aún podía hacer algo para arreglar de nuevo las cosas.
A pesar de ser una máquina, Salo era lo bastante sensato como para saber que preguntar de
qué se trataba hubiera sido rebajarse. Se puso rígido. En nombre de la amistad, se rebajaría.
—Skip... —dijo—, díme qué debo hacer. Todo... absolutamente todo.
—Dentro de muy poco —dijo Rumfoord— una explosión hará volar la terminal de mi
espiral, borrándola del Sol, borrándola del Sistema Solar.
—¡No! —gritó Salo—. ¡Skip! ¡Skip!
—No, no, nada de compasión, por favor —dijo Rumfoord, retrocediendo por temor a que
lo tocaran—. Es algo muy bueno, de veras. Veré una cantidad de cosas nuevas, de criaturas
nuevas. —Trató de sonreír—. Uno se cansa, sabes, de estar preso en la monótona relojería del
Sistema Solar. —Se rió ásperamente.
«Después de todo —dijo—, no es como si me muriera o algo por el estilo. Todo lo que ha
sido será siempre, y todo lo que será siempre ha sido. —Sacudió la cabeza rápidamente y dejó
caer una lágrima que sin saberlo le colgaba del párpado.
«Aunque el pensamiento infundibulado cronosinclásticamente es consolador —dijo—, de
todos modos me gustaría saber cuál ha sido el punto principal de este episodio del Sistema
Solar.
—Tú... tú lo has resumido mucho mejor de lo que nadie podría en tu Breve Historia de
Marte —dijo Salo.
—La Breve Historia de Marte —dijo Rumfoord— no menciona el hecho de que he sido
poderosamente influido por fuerzas emanadas del planeta Tralfamadore. —Hizo rechinar los
dientes.
«Antes que mi perro y yo estallemos en el espacio como chinches —dijo Rumfoord— me
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—Ocurra lo que ocurra, sea hermoso, o triste, o feliz, o aterrador —decía Malachi Constant
a su familia allí en Titán—, que me cuelguen si respondo. Cuando parece que algo o alguien
quiere que yo actúe de una manera determinada, me echo a temblar. —Lanzó una mirada a los
anillos de Saturno. Frunció los labios—. ¿No es demasiado hermoso para decirlo con
palabras? —Escupió en el suelo.
«Si alguien espera alguna vez utilizarme de nuevo en algún plan tremendo —dijo Constant
—, que se prepare para una gran decepción. Será mucho mejor que trate de despertar a una de
esas estatuas.
Escupió de nuevo.
—Por lo que a mí se refiere —dijo Constant—, el Universo es un depósito de chatarra, en
el que todo está sobrevalorado. Yo voy hurgando entre los montones de trastos, buscando una
ganga. Todas las llamadas gangas —dijo Constant— han sido conectadas con finos cables a
un ramillete de dinamita.
Escupió de nuevo.
—Renuncio —dijo Constant.
«Me retiro —dijo Constant.
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Malachi Constant vio que los labios plomizos besaban silenciosamente el aire tenue.
Detrás de los labios la lengua hizo un chasquido infinitesimal. De pronto los labios se
contrajeron, mostrando los dientes perfectos de Winston Niles Rumfoord.
Constant a su vez mostraba los dientes, preparándose a hacerlos crujir convenientemente a
la vista de este hombre que le había hecho tanto daño. No los hizo crujir. En primer lugar,
nadie estaba mirando, nadie lo vería hacerlo y lo entendería. Por otra parte, Constant
descubrió que no tenía odio.
Sus preparativos para hacer rechinar los dientes terminaron en un abrir la boca como un
papanatas, el gesto del que está en presencia de una espectacular enfermedad mortal.
Winston Niles Rumfoord yacía, completamente materializado, de espaldas en la reposera
lavanda junto al estanque. Sus ojos se dirigían al cielo, sin pestañear y como ciegos. Una
hermosa mano colgaba junto a la silla, los esbeltos dedos enroscados en la ajustada cadena de
Kazak, el sabueso del espacio.
No había nada en el extremo de la cadena.
Una explosión del Sol había separado al hombre de su perro. Un Universo planeado con
misericordia los hubiera mantenido juntos.
El Universo habitado por Winston Niles Rumfoord y su perro no estaba planeado con
misericordia. Kazak había sido enviado antes que su amo a la gran misión a nada y ninguna
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parte.
Kazak había partido aullando en una bocanada de ozono y luz pálida, en un zumbido como
de enjambre de abejas.
Rumfoord dejó que la cadena se le deslizara de los dedos. La cadena expresaba muerte,
hizo un sonido informe y un montón informe; era una despreciable esclava de la gravedad,
nacida con la espina dorsal rota.
Los labios plomizos de Rumfoord se movieron.
—Hola, Beatrice, mujer —dijo sepulcralmente.
«Hola, Vagabundo del Espacio —dijo. Esta vez su voz era afectuosa—. Muy amable de tu
parte haber venido, Vagabundo del Espacio, a aceptar una chance más conmigo.
«Hola, joven e ilustre portador del ilustre nombre de Crono —dijo Rumfoord—. Salve,
estrella del béisbol alemán, salve, dueño del amuleto.
Los tres a quienes hablaba estaban justo pegados a la pared. Entre ellos y Rumfoord se
encontraba el estanque.
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corroídos, el alcance reducido, y sus engranajes hechos trizas. Su cerebro zumba y estalla
como el cerebro de un terráqueo, chisporrotea y se recalienta con las ideas de amor, honor,
dignidad, derechos, logro, integridad, independencia...
El viejo Salo recogió de nuevo el mensaje de la reposera de Rumfoord. Estaba escrito en
un fino cuadrado de aluminio. El mensaje era una sola tilde.
—¿Les gustaría saber cómo he sido usado, en qué se ha consumido mi vida? —dijo—.
¿Les gustaría saber cuál es el mensaje del que he sido portador durante casi medio millón de
años terrestres, el mensaje del que yo debía ser portador durante otros dieciocho millones de
años?
Sostuvo el cuadrado de aluminio con un pie ventosa.
—Una tilde —dijo.
«Una sola tilde —dijo.
«El significado de una tilde en tralfamadoriano —dijo el viejo Salo— es...
«Saludos.
Cuando Malachi Constant llegó a los setenta y cuatro años de edad, era áspero, dulce y
patituerto. Estaba totalmente calvo y andaba desnudo casi todo el tiempo, cubierto solamente
por una barba blanca, bien recortada, a lo Van Dyck.
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Vivía en la nave espacial de Salo; allí había vivido durante treinta años.
Constant no había intentado volar en la nave espacial. No se había atrevido a tocar un solo
control. Los controles de la nave de Salo eran mucho más complejos que los de una nave
marciana. El tablero de Salo presentaba doscientos setenta y tres botones, llaves y perillas,
cada uno con una inscripción o calibrado tralfamadoriano. Los controles no eran sino un
placer para aficionado a las charadas en un Universo compuesto de una trillonésima parte de
materia contra un decillón de partes de negra y aterciopelada futilidad.
Constant había chapuceado en la nave sólo para llegar a saber cautelosamente, si, como
había dicho Rumfoord, el amuleto de Crono servía realmente como parte de la central de
energía.
Superficialmente, en todo caso, el amuleto servía. Había una puerta de acceso a la central
de energía que evidentemente había largado humo en una ocasión. Constant la abrió y
encontró en el interior un compartimiento cubierto de hollín. Y debajo del hollín había
cojinetes y palancas que no se relacionaban con nada.
Constant pudo acomodar los agujeros del amuleto de Crono en los cojinetes y entre las
palancas. El amuleto se adecuaba ajustadamente a los huecos y los llenos, de un modo que
hubiera complacido a un relojero suizo.
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Beatrice Rumfoord era una anciana elástica, tuerta, con dientes de oro, morena, derecha y
flaca como una espina. Pero a pesar de su decadencia, se trasparentaba su clase.
Para cualquiera con sentido de lo poético, lo mortal y lo maravilloso, la altiva y pomulosa
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Beatrice sabía quién era la niñita. El cuadro tenía un rótulo de bronce que decía Beatrice
Rumfoord, niña.
Había un gran contraste entre la niñita de blanco y la anciana que la miraba.
De pronto Beatrice volvió la espalda al cuadro y salió de nuevo al patio. La idea que quería
añadir al libro estaba ahora en su mente.
—Lo peor que le puede ocurrir posiblemente a cualquiera —dijo—, es no ser usado para
nada por nadie.
El pensamiento la alivió. Se tendió en la vieja reposera de Rumfoord, miró los hermosos
anillos de Saturno, el Arco Iris de Rumfoord.
—Gracias por haberme usado —dijo a Constant—, aunque yo no quisiera ser usada por
nadie.
—De nada —dijo Constant.
Empezó a barrer el patio. Los desperdicios que barría estaban formados por una mezcla de
arena, que venía de afuera con el viento, cascaras de semilla de margarita, cascaras de maní
terrestre, latas de pollo vacías y hojas apelotonadas del manuscrito. Beatrice subsistía sobre
todo a base de semillas de margarita, cacahuetes y pollo enlatado porque no tenía que
cocinarlos, porque ni siquiera tenía que interrumpir su escritura para comerlos.
Podía comer con una mano y escribir con la otra, y deseaba, más que nada en la vida, que
todo quedara escrito.
Cuando había barrido la mitad del patio, se detuvo para ver cómo se vaciaba la piscina.
Lentamente se desagotaba. El viscoso montículo verde que cubría las tres sirenas de Titán
rompía justo la superficie descendente del agua.
Constant se inclinó sobre la alcantarilla abierta, para escuchar el sonido del agua.
Escuchó la música de los caños. Y oyó algo más.
Oyó la ausencia de un sonido familiar y amado.
Su compañera Beatrice ya no respiraba.
Constant Malachi enterró a su compañera en la turba titánica a orillas del mar Winston. La
enterró donde no había estatuas.
Malachi Constant le dijo adiós cuando el cielo estaba lleno de azulejos titánicos. Debía de
haber por lo menos diez mil grandes y nobles pájaros.
Convertían el día en noche, sacudían el aire con el batir de sus alas.
Ni un pájaro gritó.
Y en esa noche en mitad del día, Crono, el hijo de Beatrice y Malachi, apareció en una
colina que dominaba la nueva tumba. Llevaba una capa de plumas que restallaba como si
fuera un par de alas.
Era espléndido y fuerte.
—¡Gracias, Padre y Madre —gritó— por el don de la vida. ¡Adiós!
Se fue, y los pájaros partieron con él.
Cuando el viejo Malachi Constant volvió al palacio, el corazón le pesaba como una bala de
cañón. Lo que lo llevaba de vuelta a aquel triste lugar era el deseo de dejarlo en buen orden.
Tarde o temprano alguien más vendría.
El palacio debía estar limpio, pulcro y listo para quien fuese. El palacio debía hablar bien
de su anterior ocupante.
Alrededor de la gastada reposera de Rumfoord estaban los huevos de avefría y las fresas
silvestres de Titán, la jarra de leche de margaritas fermentadas y el canasto de semillas de
margarita que Constant había traído para Beatrice. No durarían hasta que llegara el próximo
ocupante.
Constant lo puso todo en la piragua.
No lo necesitaba. Nadie lo necesitaba.
Al enderezar su vieja espalda, desde la canoa vio a Salo, el pequeño mensajero de
Tralfamadore, caminando sobre el agua en su dirección.
—Mucho gusto —dijo Constant.
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—El gusto es mío —dijo Salo—. Gracias por haberme armado de nuevo.
—Creí que no lo había hecho bien —dijo Constant—. No pude conseguir que diera señales
de vida.
—Lo hizo bien —dijo Salo—. Era yo el que no me decidía a darlas. —Dejó salir el aire de
sus pies con un susurro—. Supongo que tendré que irme.
—¿Va a entregar el mensaje, después de todo? —dijo Constant.
—Todo el que ha viajado hasta ahora con una misión tonta —dijo Salo—, no puede sino
defender el honor de los tontos completando la misión.
—Mi compañera ha muerto hoy —dijo Constant.
—Lo siento —dijo Salo—. Yo diría: «¿No puedo hacer nada por usted?», pero Skip me
dijo una vez que era la expresión más odiosa y estúpida de la lengua.
Constant se frotó las manos. La única compañía que le quedaba en Titán era la que su
mano derecha podía hacerle a la izquierda.
—La echo de menos —dijo.
—Al fin usted se enamoró, por lo que veo —dijo Salo.
—Hace sólo un año —dijo Constant—. Nos llevó tanto tiempo comprender que el objeto
de una vida humana, quienquiera que sea que la controle, es amar al que está cerca para ser
amado.
—Si usted o su hijo quieren volver a la Tierra —dijo Salo— sepa que no me queda muy
fuera de camino.
—Mi hijo se ha ido con los azulejos —dijo Constant.
—¡Suerte la de él! —dijo Salo—. Yo me iría con los azulejos si me dejaran.
—La Tierra —dijo Constant, maravillado.
—Podríamos estar allí en cosa de horas —dijo Salo—, ahora que la nave funciona bien de
nuevo.
—Esto ha quedado solitario —dijo Constant— ahora que... —Sacudió la cabeza.
En el viaje de vuelta, Salo sospechó que había cometido un error trágico al aconsejar a
Constant que regresara a la Tierra. Había empezado a sospecharlo cuando Constant insistió en
que lo llevara a Indianápolis, Indiana, U.S.A.
La insistencia de Constant fue una revelación consternante, pues Indianápolis estaba lejos
de ser un lugar ideal para un viejo sin hogar.
Salo quería dejarlo junto a una pista de juego de tejo en St. Petersburg, Florida, U.S.A.,
pero Constant, a la manera de los viejos, no sería disuadido de su primera decisión. Quería ir a
Indianápolis, y nada más.
Salo supuso que Constant tenía parientes o posiblemente viejas relaciones de negocios en
Indianápolis, pero resultó que no.
—No conozco a nadie en Indianápolis, y no conozco nada sobre Indianápolis, salvo una
cosa —dijo Constant—, una cosa que leí en un libro.
—¿Qué es lo que leyó en un libro? —dijo Salo incómodo.
—Indianápolis, Indiana —dijo Constant—, es el primer lugar de los Estados Unidos donde
un hombre blanco fue ahorcado por haber asesinado a un indio. El tipo de gente que cuelga a
un blanco por haber asesinado a un indio... —dijo Constant—, es el tipo de gente que me
viene bien.
La cabeza de Salo se sobresaltó sobre sus cojinetes a bolilla. Sus pies hicieron unos
penosos sonidos en el piso de hierro. Evidentemente su pasajero no sabía casi nada sobre el
planeta hacia el cual se acercaba a una velocidad próxima a la de la luz.
Por lo menos Constant tenía dinero.
Eso era una esperanza. Tenía casi tres mil dólares en diversas monedas terrestres, tomadas
de los bolsillos de los trajes de Rumfoord en el Taj Mahal.
Y por lo menos estaba vestido.
Llevaba un traje terriblemente bolsudo pero de buen tweed, que había sido de Rumfoord,
completado con una llave, símbolo estudiantil, colgando de una cadena que atravesaba la
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delantera de la chaqueta.
Salo le había hecho llevar la llave junto con el traje.
Constant tenía un buen abrigo, un sombrero y también galochas.
A sólo una hora de distancia de la Tierra, Salo se preguntó qué más podía hacer para que lo
que le quedaba de vida a Constant fuera soportable, aun en Indianápolis.
Y decidió hipnotizar a Constant, para que los últimos segundos de la vida de Constant, por
lo menos, agradaran enormemente al viejo. La vida de Constant terminaría bien.
Constant ya estaba en un estado casi hipnótico, contemplando el Cosmos a través de una
tronera.
Salo se le acercó por detrás y le habló suavemente.
—Estás cansado, tan cansado, Vagabundo del Espacio, Malachi, Unk —dijo Salo—.
Contempla la estrella más débil, terráqueo, y piensa qué pesadas se te están poniendo las
piernas.
—Pesadas —dijo Constant.
—Vas a morir algún día, Unk —dijo Salo—. Lo siento, pero es verdad.
—Verdad —dijo Constant—. No lo sientas.
—Cuando sepas que te estás muriendo, Vagabundo del Espacio —dijo Salo
hipnóticamente—, te ocurrirá una cosa maravillosa. —Entonces describió a Constant las
cosas maravillosas que Constant imaginaría antes de que su vida se extinguiera.
Sería una ilusión posthipnótica.
—¡Despierta! —dijo Salo.
Constant se estremeció, se apartó de la tronera.
—¿Dónde estoy? —dijo.
—En una nave espacial tralfamadoriana que ha salido de Titán rumbo a la Tierra —dijo
Salo.
—Ah —dijo Constant—. Claro —dijo un momento después—. Debo de haberme dormido.
—Eche un sueñito —dijo Salo.
—Sí, creo que lo haré —dijo Constant. Se tendió en una litera. Se hundió en el sueño.
Salo sujetó al Vagabundo del Espacio a su litera. Luego se sujetó a su propio asiento frente
a los controles. Puso los tres diales, verificó dos veces cada uno. Apretó un botón rojo
brillante.
Se reclinó. No había nada más que hacer. Desde ese momento en adelante todo era
automático. En treinta y seis minutos la nave aterrizaría sola cerca del final de una línea de
autobuses en las afueras de Indianápolis, Indiana, U.S.A., la Tierra, Sistema Solar, Vía
Láctea.
Serían allí las tres de la mañana.
Además sería invierno.
La nave espacial aterrizó sobre cuatro pulgadas de nieve fresca en un terreno baldío situado
al sur de Indianápolis. No había nadie despierto para verla aterrizar.
Malachi Constant salió de la nave espacial.
—Allí está la parada del autobús, viejo soldado —susurró Salo. Había que hablar en voz
baja, porque a sólo diez metros de distancia había una casa de dos pisos con una ventana de
dormitorio abierta. Salo señaló un banco nevado en la acera—. Tendrá que esperar unos diez
minutos —susurró—. El autobús lo llevará al centro de la ciudad. Pídale al conductor que lo
deje cerca de un buen hotel.
Constant asintió.
—No se preocupe —murmuró.
—¿Cómo se siente? —murmuró Salo.
—Caliente como una tostada —murmuró Constant.
La queja de alguien a quien vagamente habían molestado en el sueño salió de la ventana
abierta.
—Auuu, es alguien —se quejó el hombre—, afo, aua, deyab, ummmm.
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FIN
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cual se desarrolla la acción de todas las obras de Vonnegut. Por consiguiente, The Sirens of
Titán tiene una importancia que no se le reconoce, con excepción del mismo Vonnegut, que la
llamó su novela favorita4. Parece ineludible sacar la conclusión de que The Sirens of Titán ha
sido subestimada por tratarse de la obra de Vonnegut cuyo carácter de ciencia ficción es más
indiscutible. «Cada día se admite más la seriedad de las investigaciones de Vonnegut, que
hizo que la gente se diera cuenta de que no era simplemente el escritor de ciencia ficción que
parecía en primera instancia», sostiene Tony Tanner, poniendo de manifiesto la suposición
miope de la crítica que ha empañado el reconocimiento de que The Sirens of Titán es la
novela más inteligente de Vonnegut, y tal vez la mejor obra de ciencia ficción de los últimos
años5. Entiendo que este análisis de la función de la ciencia ficción en general y de The Sirens
of Titán en particular en el mundo imaginario de Vonnegut supone una enmienda en el
enfoque de esa obra.
En la primera de las tres novelas no futuristas, el elemento de ciencia ficción está ausente,
excepto en lo que se refiere a mi hipótesis del telón de foro cósmico en The Sirens of Titán,
pero en las otras dos el interés por los factores de ciencia ficción se va colocando
gradualmente en primer plano. En un discurso de ebrio, el Sr. Eliot Rosewater se dirige a un
grupo de escritores de ciencia ficción cuya conversación ha interrumpido: «Yo los quiero,
hijos de perra»:
Son los únicos a quienes leo. Son los únicos que hablan de los cambios realmente terribles
que están sucediendo, los únicos lo bastante locos como para saber que la vida es un viaje
espacial, y no un viaje corto, sino que durará miles de millones de años. Son los únicos con
tripas suficientes como para encarar realmente el futuro, que advierten verdaderamente lo que
nos hacen las máquinas, lo que nos hacen las guerras, lo que nos hacen las tremendas
equivocaciones, errores, accidentes y catástrofes. Son los únicos lo bastante locos como para
angustiarse por el tiempo y las distancias sin límites, por los misterios que no morirán nunca,
por el hecho de que justo ahora estamos determinando si el viaje espacial del próximo millar
de millones de años se dirige al Cielo o al Infierno6.
Si éste es el recuento de los temas de ficción de Vonnegut, como parece serlo, la deducción
lógica sería aceptar su propio criterio e incluirlo entre los escritores de ciencia ficción que
constituyen el auditorio de Rosewater. Pero llegar a esa conclusión, preparada de antemano,
es pasar por alto el hecho que, si bien los temas de Rosewater son de ciencia ficción, pueden
ser tratados en obras que no lo son: Mother Night y The Mysterious Stranger, de Twain, por
ejemplo. Temas de esta naturaleza en gran escala constituyen la materia principal de lo que he
llamado literatura apocalíptica, de la cual la ciencia ficción es una subdivisión fácilmente
identificable. Aunque me propongo analizar el aspecto de ciencia ficción de la obra de
Vonnegut, debo destacar que lo considero fundamentalmente un escritor apocalíptico que
utiliza un componente considerable de ciencia ficción.
II
«El hijo predilecto de toda madre es aquel a quien dio vida en un parto natural.
4
Sirens of Titán es una obra, de ese tipo», según la opinión de Vonnegut citada por
Richard Todd en «The Masks of Kurt Vonnegut», The New York Time Magazine (24
de enero de 1971), pág. 22.
5
Cuy of Words, pág. 181.
6
Los datos entre paréntesis remiten a God Bless You, Mr Rosewater, edición de
bolsillo de Dell, 1966.
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un batallón de exploradores, fue capturado por los alemanes y obligado a trabajar en una
fábrica de Dresde que hacía jarabe de malta para mujeres embarazadas. El 13 de febrero de
1945, dentro de «una alacena de carne fría bajo un matadero», sobrevivió al bombardeo de la
ciudad por los aliados, una atrocidad, estratégicamente injustificada, que tuvo como
consecuencia «un incendio apocalíptico» y la muerte de 135.000 personas, mortandad que
excede considerablemente al número de vidas que se perdieron cuando se arrojó la bomba
atómica en Hiroshima7. Ninguna analogía terrestre puede expresar con exactitud el efecto que
tuvo sobre Vonnegut la ciudad devastada: «Dresde era como ahora la Luna, nada más que
minerales»8. También para Billy Pilgrim «era como la Luna»: ningún sobreviviente «treparía
curva tras curva de la superficie de la Luna».
Es lo que hizo Vonnegut. Aunque actualmente las pantallas de los televisores nos han
familiarizado con ese paisaje ceniciento y estéril, lleno de hoyos, la medida en que el silencio
de la Luna, el sistema solar, y tal vez toda la galaxia, proclama la ausencia de vida, es una
concepción imaginaria que no se puede transmitir por medios electrónicos.
En un artículo sobre la juventud norteamericana, Vonnegut termina diciendo: «Su
problema es éste: el próximo holocausto dejará la Tierra inhabitable, y la Luna no es Suiza.
Tampoco lo es Marte. Ni Venus.
En todo el resto del sistema solar no hay nada que respirar»9. Estas oprimentes
implicancias imaginarias son terreno exclusivo de la ciencia ficción.
Paradójicamente, no obstante que el horrendo matadero de Dresde se transformó en una
forma de protección y que la analogía de ciencia ficción proporcionó a Vonnegut un medio de
concebir su desgarradora experiencia, también le proporcionó la estrategia mental con que
hacer frente a la tremenda sensación de culpa que experimentaba como norteamericano de
origen alemán que sobrevivió al holocausto desencadenado por sus compatriotas. A menudo
se ataca a la ciencia ficción por su falta de interés humano y de complicaciones emocionales.
Pero esa aparente debilidad debiera considerarse como una fuerza.
Como en el Apocalipsis de San Juan, el alcance cósmico de la ciencia ficción y la
magnitud de los acontecimientos o fenómenos que trata, da lugar a que se retraiga el ser
humano individual. En la perspectiva de la ciencia ficción los problemas terrestres se vuelven
intrascendentes.
Tal como se le explica a Malachi Constant en The Sirens of Titán, el viaje espacial le dará
«una oportunidad para ver un planeta nuevo e interesante, y una oportunidad para reflexionar
sobre tu planeta nativo desde un punto de vista nuevo y objetivo»10.
De dos partes sucesivas de God Bless You, Mr. Rosewater, se puede inferir que ese
pensamiento fue efectivamente, un aspecto importante de la supervivencia de Vonnegut y tal
vez una explicación del fuerte acento de ciencia ficción que caracteriza la primera etapa de su
obra después de la experiencia de Dresde. En la primera de esas partes, Eliot, mientras viaja
en ómnibus, lee Pan-Gálactic Three-Day Pass, de Kilgore Trout, una de sus setenta y cinco
novelas de ciencia ficción que no han tenido éxito. En la segunda, lee «transpirándole las
palmas de las manos, una descripción de las explosiones en Dresde». La yuxtaposición es
aquí importante y fundamental para Slaughterhouse-Five. Al protagonista «terrestre» de
Trout, que es miembro de una expedición «apoyada por alrededor de doscientas galaxias» y
que ha llegado al «borde del universo» se le ofrece un pase de tres días «a causa de una
muerte allá en su tierra». Después de investigar cuál de sus parientes pudo ser, el «terrestre»
7
Véase «Introduction» en Mother Night, edición de bolsillo de Avon, 1967, pág. VI.
8
Los datos entre paréntesis referidos a Slaughlerhouse-Five remiten a la edición de
bolsillo de Delta, 1969.
9
Véase «Why They Read Hesse», Horizon, XII (primavera de 1970), pág. 31.
Los datos entre paréntesis referido a The Sirens of Titán remiten a la edición de
10
127
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 128
recibe esta respuesta: «No se trata de quién ha muerto, sino de qué ha muerto. «Muchacho, ha
muerto la Vía Láctea». Posiblemente el miedo que tenía Billy Pilgrim en Slaughterhouse-Five
de que la Tierra pudiera poner en peligro al universo es doblemente infundado: cuando un
piloto de prueba de Tralfamadore ensaya un nuevo combustible para platos voladores, hace
estallar, accidentalmente el Universo; la Tierra no sólo «no tiene nada que ver con ello», sino
que «ni siquiera está allí».
Extrapolando del relato de Trout que «el distrito de Rosewater se había ido», Eliot
descubre que «no lo echaba de menos». Esta fría perspectiva viene bien como respuesta a la
descripción de los incendios de Dresde. Cuando el ómnibus llega a los suburbios de
Indianápolis, tiene la alucinación de un gran incendio, pero éste se transforma en una columna
de fuego majestuosa y estéticamente hermosa: «... hélices de ascuas rojas giraban en estática
armonía en torno de un centro interior blanco. El blanco parecía sagrado». En este caso la
perspectiva de la ciencia ficción funciona como una forma de consuelo casi religioso.
Después de esta visión «todo se volvió negro para Eliot, tan negro como lo que se esconde
más allá del límite del Universo». Se despierta para «verse sentado en el borde liso de una
fuente seca», muy semejante a la fuente seca de The Sirens of Titán, y oye el canto de un
pájaro: «Ru-tiwiit?», igual al del pájaro que canta en Slaughterhouse-Five cerca de un vagón
«verde y en forma de ataúd». Para Vonnegut la ciencia ficción no sólo proporciona una
imagen visual de la muerte, sino que evoca un escenario donde puede producirse la
regeneración. Aparte de la vida y la muerte no existen criterios fijos para Vonnegut. La
realidad es de una complejidad en última instancia incognoscible. Solamente podemos
percibir mentiras, o foma para utilizar el término que se introdujo en Cat's Cradle. La única
distinción práctica es la distinción entre las ficciones que estimulan a las fuerzas de la muerte
y las que favorecen a las fuerzas de la vida. Si aplicamos esto a la literatura, las obras
realistas, las obras de ciencia ficción y las fantásticas son todas igualmente verdaderas o
falsas. Sin embargo, las obras realistas dependen de una cierta confianza en los cánones y en
los sistemas mentales rígidos que inhiben la vida. El proceso vida/muerte sugiere que sólo en
el caso que un sistema se metamorfosee fácilmente en otro, las concepciones más prácticas
tendrán una estructuración libre, fluida. La ciencia ficción, como forma convincente de
fantasía, permite esa estructuración abierta, y tal es la razón de su presencia en la obra de
Vonnegut. Aplicándolo al Universo en Cat's Cradle se establece; una distinción entre un
granfalloon, o forma de organización «ficticia», como por ejemplo el Partido Comunista,
Hijas de la Revolución Americana y naciones, que son formas rígidas, conglomerados sin
sentido, y un karass, que por tener «una forma dúctil como la de una ameba», es un canon
«ficticio» más eficaz, puesto que las relaciones son sutiles y a menudo misteriosas, de manera
que se vuelve imposible establecer causas y efectos11.
Va de suyo que tanto un granfalloon como un karass son foma, pero como la noción de
configuración karass es menos identificable y no está sujeta al asentimiento colectivo, no se
la puede impugnar de foma de la manera a menudo catastrófica en que se puede impugnar un
granfalloon. En consecuencia, las formas karass, tales como las religiones personalizadas
opuestas a religiones organizadas, proporcionan una forma de consuelo mucho más confiable
para afrontar las penurias de la vida y la muerte. En una palabra, la ciencia ficción le sirve a
Vonnegut como una forma karass plausible.
El empleo que hace Vonnegut de la ciencia ficción como una forma de religión sustituía
explicaría por qué hace que Trout tenga un punto de vista escéptico respecto de Cristo en dos
de sus novelas. En una de ellas un viajero en el tiempo muy parecido al protagonista de
Béhold, the Man de Micha el Moorcock, trata de verificar la humanidad de Cristo en
oposición a su divinidad. Otro relato de Trout, The Cospel from Outer Space, también
sintetizado en Slaughterhouse-Five previene de la conclusión de «un visitante procedente del
espacio exterior, de aspecto muy parecido a un nativo de Tralfamadore», según el cual los
Evangelios implican que «Antes de matar a alguien hay que asegurarse cuidadosamente de
Los datos entre paréntesis referidos a Cat's Cradle remiten a la edición de bolsillo
11
de Delta, 1969.
128
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 129
que no tenga buenas amistades», es decir, da carta blanca para linchar a la gente que no está
bien vinculada. El Evangelio del espacio exterior que sustituye a éste, corrige ese
antidemocrático criterio, transformando a Cristo en un don nadie a quien Dios adopta
solamente después de que lo han crucificado, posibilitando así que Dios establezca esta
moraleja: «A partir de este momento, Él castigará terriblemente a quienquiera que atormente
a un pobre diablo que no tenga amistadas influyentes». Este relato de Trout constituye una
introducción apropiada para mi análisis de The Sirens of Titán, que pone de manifiesto «el
Evangelio procedente del espacio exterior» de Vonnegut, y trata de dar una identidad a la
asociación karass que estructura su universo imaginario.
III
Entre los miembros más fácilmente identificables del karass que rodea a los planetas
Tierra y Tralfamadore en The Sirens of Titán se encuentran tres miembros del grupo
adinerado de la Tierra: Winston Niles Rumfoord, su esposa Beatriz y Malachi Constant, el
segundo marido de Beatriz; además de Salo, un robot de Tralfamadore. Posiblemente estén
también incluidos otros millones de seres, tanto de la Tierra como de Tralfamadore. La
naturaleza de un karass es tal que no se puede estar seguro de quién lo integra y quién no,
quién ocupa en él un puesto central y quién un puesto periférico. En la terminología
bokononista de Cat's Cradle nos enteramos de que cualquier ente, animado o inanimado,
puede ser wampeter12, es decir, puntal de un karass, y de que «en un momento dado un karass
tiene en realidad dos wampeters, la importancia de uno de ellos es creciente y la del otro es
menguante». En la mayor parte de la novela, Winston Niles Rumfoord parece ocupar un
puesto de control, a pesar de que resulta ser el wampeter de importancia menguante. En algún
momento de un futuro presumiblemente próximo, durante un período que se conoce como
«Edad de Pesadilla... entre la segunda guerra mundial y la tercera gran crisis», Rumfoord con
su perro Kazak pone accidentalmente (?) en marcha «su nave espacial particular hacia el
corazón de un infundíbulo cronosinclástico no registrado en los mapas, que está a dos días de
Marte». Esta combadura dimensional da lugar a que Rumfoord y Kazak existan «como
fenómenos ondulantes, que laten al parecer en una espiral distorsionada que comienza en el
Sol y termina en Betelgoso». Cuando las órbitas de Marte y de la Tierra cruzan esta espiral,
cosa que ocurre cada cincuenta y nueve días en el caso de la Tierra y cada ciento once días en
el caso de Marte, Rumfoord y Kazak se materializan ellos mismos con mayor edad. Por el
mismo motivo se materializan también en Titán, una de las lunas de Saturno, adonde
Rumfoord llega gracias a Salo, el robot mensajero abandonado, natural de Tralfamadore, del
que utiliza su conocimiento superior.
Con la ayuda de la «voluntad universal de evolucionar» de Salo, una fuente de poder
instantáneo, y su estropeado plato volador, que sólo sirve para dar paseos alrededor del
sistema solar, pero que funciona como prototipo de modelos más simples, Rumfoord
secuestra a centenares de personas de la Tierra para integrarlas al ejército que está
constituyendo en Marte. Entre esas personas se encuentran Malachi Constant y Beatriz.
Después de perder su identidad de terrestres con fines militares, se los conoce como Unk y
Bee, y copulan para engendrar a Chrono —tal como les profetizó Rumfoord, para su mutuo
horror, en una de sus materializaciones en la Tierra. En su condición de infundibulado,
Rumfoord conoce el pasado, el presente y el futuro. Todas estas maniobras forman parte del
plan de Rumfoord para instaurar una nueva religión, «La Iglesia del Dios absolutamente
Indiferente», fundada en la creencia de que todo sucede por accidente. Para preparar el
terreno, Rumfoord hace que su desesperanzado ejército de Marte, pésimamente equipado —
seguramente se trata de la más débil de las «amenazas del espacio» en toda la ciencia ficción
— ataque a la Tierra para sufrir una derrota catastrófica. La conversión masiva de los
12
Wampum significa familiarmente «dinero»; wampeter sería «el que tiene el
dinero». (N. de la T.)
129
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 130
130
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 131
cierto es curioso y ligeramente contradictorio que introduzca como «un relato verídico» un
informe que demuestra que Tralfamadore es el factor que controla la historia de la Tierra. Esta
lógica algo esquizoide es la consecuencia evidente de la resistencia del narrador a aceptar —y
aquí se puede presumir que representa a sus contemporáneos— que la salvación espiritual que
ha alcanzado el hombre se puede atribuir directamente a los descubrimientos concernientes a
Tralfamadore que hizo Rumfoord. Por consiguiente, podemos inferir que la fe espiritual del
narrador ha dado lugar a un punto de vista ciego en virtud del cual, tal vez
subconscientemente, omite el párrafo en que exponen directamente los motivos que tuvo
Rumfoord para instaurar su nueva religión. El paralelo es, por supuesto, la declaración que
subrayó poco antes, que es señal de que Salo ha omitido su conocimiento de la presencia de
Rumfoord en aras de su mutua amistad y confianza. Puesto que todo lo que conocemos es
mentira y lo que pueda haber de verdad no se puede distinguir de las mentiras, y como la
mayoría de las mentiras que aceptamos son tan desagradables, tan incómodas y destructoras,
hay que alentar las mentiras que colaboren con la felicidad y la conformidad, como la de Salo
o la del narrador. Vonnegut es un propogandista de las virtudes de la esquizofrenia.
De manera que es un rasgo de sensatez del narrador el tomar el mito del control de
Tralfamadore como «un relato verídico» de equivocación, como el de Beatriz Rumfoord al
concluir su vida en Titán, escribiendo un libro titulado El verdadero objetivo de la vida en el
sistema solar. «Era una refutación del concepto de Rumfoord de que el objetivo de la vida
humana en el sistema solar fuera encontrar a un mensajero otra vez en su camino desde
Tralfamadore». Sin embargo, considera apropiado terminar diciendo que «posiblemente, lo
peor que le pueda pasar a cualquiera... sea que nadie lo utilice para nada». Es muy probable
que los tralfamadorianos no sean los contralores últimos, sino que funcionen como una
analogía metafórica de los verdaderos controles. Si el nombre Tralfamadore es una
contracción coherente de Trafalgar y comodoro, hay que advertir que comodoro sólo es el jefe
de un club de yates o de botes, no es el máximo rango naval. Tal vez el «accidente» que
obligó a Salo a descender en Titán, como el accidente de Rumfoord, sean, en realidad, parte
del plan de alguien. La idea central de Vonnegut en The Sirens of Titan es que un auténtico
contralor cósmico debe regir el tiempo, se trate de Dios, o de un escritor como el narrador
omnisciente no identificado o Beatriz Rumfoord.
IV
La metáfora más clara de la concepción de Vonnegut de las ruedas dentro de las ruedas, los
argumentos dentro de otros argumentos, es la misma estructura del Universo, en la cual cada
movimiento forma parte de un movimiento más amplio. Las lunas giran alrededor de los
planetas, los planetas alrededor de los soles; los soles participan del movimiento giratorio de
las galaxias y de los cielos en torno de un probable «punto fijo» del universo, en tanto el
universo mismo tal vez esté contenido en una órbita más amplia, totalmente inconcebible,
sujeta a la gravedad de otros universos. El movimiento más externo que podemos constatar es
el de las galaxias, por eso Tralfamadore, que representa esa fuerza en movimiento, está
ubicado en una galaxia muy lejos de nuestra Vía Láctea, la Pequeña Nube Magallánica. En
Cat's Cradle se establece que los miembros de un karass giran alrededor de su wampeter «en
el caos majestuoso de una nebulosa espiral». Como todo movimiento orbital forma parte de
un movimiento mayor, el camino que traza todo cuerpo celeste es en realidad una espiral.
Vonnegut afirma sobre Titán lo siguiente:
Saturno con sus «nueve lunas» se puede considerar como un microcosmos de nuestro
131
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 132
sistema solar con sus nueve planetas. Podemos inferir analogías ulteriores y el hecho de que el
movimiento de Titán representa el movimiento del Universo. La información de que los
infundíbulos cronosinclásticos de Rumfoord y Kazak existen a modo de una onda en espiral,
y que esa espiral y la de Titán son exactamente coincidentes, en consecuencia de lo cual «el
hombre con su perro» se materializan constantemente en Titán, es un modo de decir que
Rumfoord y Kazak están unidos simpáticamente al movimiento del Universo.
Se diría que todas las espirales de la obra —muchas de ellas se pueden considerar aspectos
de una imagen «de control» (una frase fortuita)— simbolizan el movimiento universal y ya
que la espiral DNA es realmente importante, de la vida misma. Por ejemplo, el amuleto de
Chrono, por falta del cual la nave de Salo no puede moverse eficientemente, forma parte de
«una faja de acero en espiral, el tipo de faja que se usaba para mantener cerrados los paquetes
de lanzallamas», que utiliza el ejército «marciano» de Rumfoord. Su relación con un poder
destructivo nace del rasguño que deja en la pierna del gerente de la fábrica. En represalia, el
gerente la patea, y la corta en pedazos de diez centímetros. Chrono se pone uno de esos
pedazos en el bolsillo. Si suponemos que el curso de los movimientos de los cuerpos celestes
encierra significados y objetivos últimos, este incidente que concierne a una espiral no es
particularmente optimista; y, dejando de lado la perversidad de Chrono, se diría que tiene
poco que ver con la buena suerte. Desgraciadamente, lo que ocurre con las espirales es que
pueden significar cualquier cosa, tanto buena como mala. ¿Qué hacer con la voz modulada de
Rumfoord y con el «Toodleoo» de los platos voladores que se consideran espirales
auriculares? Como símbolo de un significado universal, las espirales son indeterminadas. Pero
hay cuatro posibilidades básicas.
Sea plano, cónico o en forma de túnel —es decir, lineal, circular o de otra forma— el
movimiento en espiral implica un avance muy indirecto. Los métodos extraordinariamente
indirectos y complicados a los que recurre Rumfoord para instaurar su religión y que utilizan
los tralfamadorianos para rescatar a Salo son análogos a una forma de avance en espiral. En
efecto, toda la estrategia técnica de la obra descansa sobre cuantas clases de cualidades
indirectas se pueden concebir; es preciso recordar que las formaciones karass favorecen las
conexiones indirectas y sutiles. Al viajar desde la Tierra a Mercurio, de nuevo hacia la Tierra,
y después a Titán, Malachi describe una espiral especialmente errática. Dado este carácter
indirecto, no es de extrañar que sea tan atrayente la tentación del progreso lineal. Malachi
Constant, cuyo nombre significa Mensajero de la Fe, «anhelaba sólo una cosa, un solo
mensaje lo bastante digno e importante como para merecer que se lo llevara humildemente de
un punto a otro». Al parecer los tralfamadorianos también favorecen la dirección lineal al
ordenar a Salo que llevara su «mensaje bajo sobre lacrado desde un borde del Universo al
otro». El hecho de que el mensaje resulte ser simplemente un punto, que en inglés significa
fin o nada y en el lenguaje de Tralfamadore significa «Saludos» y por lo tanto concuerde con
la sugerencia de que el nombre Salo es el resultado de una contracción de «say helio» «[diga
hola]», parece subrayar la idea de que el movimiento lineal es un fin deseable en sí mismo13.
Las otras tres posibilidades dependen de que el movimiento en espiral se interprete como
creador, como destructivo, o como ambas cosas a la vez. Desde un punto de vista metafórico,
los remolinos y los torbellinos podrían considerarse como espirales integradoras, y por
consiguiente creativas, que se dirigen a la unidad. Unk Constant, cuando observa por el alma
de su fusil, ve el cielo: «Podía haberse quedado mirando durante horas la espiral inmaculada
del rifle, soñando con la comarca dichosa cuya verja redonda veía del otro lado del alma. El
color rosa de la uña de su pulgar manchado de aceite en el otro lado del caño, en ese extremo
lejano hacía que pareciese verdaderamente un paraíso rosado». Beatriz, que se va
convirtiendo cada vez más en la Beatriz simbólica de Dante, aparece relacionada con la
espiral integradora cuando saluda a Constant «desde lo alto de la escalera de caracol»:
«Llevaba un vestido blanco, cuyos pliegues formaban una espiral en sentido inverso al de las
agujas del reloj, que armonizaba con la escalera blanca. El vuelo del vestido caía en cascada,
de manera que Beatriz parecía parte de la arquitectura de la mansión». Al pie de la escalera,
13
La sugerencia acerca del nombre de Salo se encuentra en City of Words, pág. 185.
132
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 133
Constant, «tan abajo en la composición, tan perdido en los detalles arquitectónicos que era
casi invisible» también queda momentáneamente atrapado en el diseño armonioso de Beatriz.
Pero, al final de la entrevista, Constant «sintió que la escalera en espiral giraba ahora hacia
abajo y no hacia arriba. Constant se transformó en el punto más bajo en el remolino del
destino». Al parecer, debemos inferir que la asociación se considera destructora o, al menos,
que el poder destructor es lo que predomina.
El vestido de Beatriz que cae en cascada y el remolino de Constant señalan una relación
entre las espirales integradoras, vitales, unificantes, y el agua, particularmente la fuente que
ocupa un lugar prominente en la finca de Rumfoord. Constant llega allí por un camino en
espiral: «Los recodos del camino eran muchos, y poca la visibilidad», que se bifurca en la
fuente: «La fuente era maravillosamente creadora. Cuencos de piedra configuraban un cono
de diámetro decreciente. Los cuencos eran collares en una columna cilíndrica de doce metros
de alto». La disposición de los cuencos, aunque no forma precisamente una espiral, sugiere la
estructura de un sistema dentro de otro propio del Universo, y tal vez corresponda recordar la
equiparación que se establece en God Bless You, Mr. Rosewater, y que ya señalé, entre el
borde del Universo y el borde de una fuente. Cuando Unk, en Mercurio, experimenta breves
momentos de recuperación de su identidad anterior, se iguala la imagen de una fuente
«enteramente seca» a la imagen de una espiral: «Unk se volvió a imaginar a las tres hermosas
muchachas que le habían hecho señas cuando bajó el alma aceitada de su fusil Mauser»;
siendo las muchachas las tres sirenas del cuadro que Rumfoord entrega a Constant para
convencerlo de las delicias de Titán.
En vez de dar vueltas alrededor de la fuente, que está seca, Constant trepa «hasta la punta
para ver de dónde había venido y hacia dónde iba». Constant está dando señales de su deseo
de integrar el pasado y el futuro, por un sentimiento de totalidad. El hecho de que la fuente
tenga agua cuando mucho después, Constant vuelve a la Tierra para convertirse en el
Caminante del Espacio que se sacrifica, sugiere que su deseo de coherencia, en cierto sentido,
se ha cumplido. En efecto, en su regreso impera la humedad; cuando llega está lloviendo. Los
bomberos, que como ministros de una revelación estéril anuncian con la sirena de las bombas
de incendio —la única sirena auténtica en toda la óbrala llegada del Caminante del Espacio,
dirigen una de sus mangueras al cielo para formar «una poco segura fuente temblorosa». Los
bomberos y las bombas de incendio son siempre elementos fuertemente positivos en la obra
de Vonnegut, especialmente en God Bless You, Mr. Rosewater, tal vez como reacción contra
el holocausto de Dresde. El narrador se refiere a la lluviosa bienvenida como a «un accidente
encantador. Nadie lo había previsto. Pero era perfecto que todos se olvidaran de sí mismos en
un festival de mojadura universal». El agua es muy abundante en Titán, con sus «tres mares»,
«un racimo de noventa y tres estanques y lagos, que eran el comienzo de un cuarto mar» y
«tres grandes ríos», que, a diferencia de los mares y de los estanques, son caprichosamente
turbulentos, de modo que sugieren las fuerzas de la creación. Cuando Constant, empapado,
anticipa su segunda subida, esta vez a lo alto de la escalera que lo conduce a la nave que lo
llevará a Titán, hace un gesto sin sentido: «restregó su pulgar izquierdo y su dedo índice en un
movimiento cuidadosamente giratorio».
El sentido de una espiral, que puede ser creativo o destructivo, o quizá las espirales
entendidas como creadoras y destructoras simultáneamente, evocan los giros de Yeats que se
interpenetran. Una espiral se puede interpretar como destructora cuando «no conserva su
centro», según el verso de Yeats, cuando las fuerzas centrífugas predominan sobre las
centrípetas, o en términos de la dinámica del universo de Poe cuando se produce lo contrario.
Por cierto que todas las espirales de The Sirens of Titán tienen esa propensión, aunque una de
ellas parece más siniestramente destructora que cualquiera de las demás. Los veinte quioscos
instalados por los concesionarios en la parte exterior de la pared de la finca de Rumfoord para
concretar las materializaciones «estaban bajo el techo continuo de un cobertizo».
Cinco minutos antes de las materializaciones, los propietarios tienen que cerrar los
postigos:
133
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 134
El efecto del encierro dentro de las barracas se producía al convertir la hilera de las
concesiones en un túnel ensombrecido.
El aislamiento de los concesionarios dentro del túnel tenía una dimensión fantasmal,
porque el túnel encerraba solamente a los sobrevivientes de Marte. Rumfoord insistió en
eso....
Es cierto que esta imagen de espiral está algo disimulada, pero la comparación con el túnel
en forma de embudo y el caño del fusil vuelve por lo menos plausible la identificación del
motivo de espiral. Difícilmente puede ser casual que esta descripción, que sugiere la
melancolía del potencial destructor de la espiral, concierna a los marcianos, puesto que Marte
es la principal fuente de las destructivas formaciones granfalloon en esta novela. El mismo
Rumfoord aparece como víctima de esas fuerzas al final de la novela. Primero, una explosión
del Sol hace que el infundíbulo de Kazak se separe del de Rumfoord. Se nos advierte que «un
universo concebido con clemencia hubiera mantenido juntos al hombre y a su perro». Al poco
tiempo, Rumfoord abandona también el sistema solar: «el siseante ramal de electricidad
aumentó junto a su dedo formando una espiral alrededor de Rumfoord. Rumfoord la
consideró con un desprecio triste. 'Pienso que tal vez sea eso' dijo de la espiral». Como
Rumfoord ha estado hablando del repuesto de la nave de Salo y del mensaje secreto de Salo,
«eso» en la tranquila afirmación de Rumfoord se puede referir a alguna de esas dos cosas o
ambas a la vez, salvo por el hecho de que el término de referencia sea la espiral. Desde luego
que tiene como efecto asociar el mensaje, el repuesto y la espiral, como un modo de destacar
la importancia totalizadora del motivo de espiral en esta obra.
Las mismas posibilidades y los significados ambivalentes que se le pueden atribuir a la
espiral —el principio de falta de dirección, la estructura integrada o desintegrada, el
funcionamiento alternativo o simultáneo— determinan toda la temática y el desarrollo de
imágenes de The Sirens of Titán, para sugerir la llegada de nuevos mundos filosóficos y el
aislamiento de los anteriores. Una vez más se establece la analogía con la experiencia
norteamericana: «En la Tierra, la actitud respecto de la exploración espacial se parecía mucho
a la actitud europea respecto de la exploración del Atlántico antes de que Cristóbal Colón
emprendiera su viaje». Pero el temido cataclismo se reduce a una lluvia suave como la que
«cayó en un cementerio campesino del Nuevo Mundo» en Barnstable, Cape Cod, para saludar
el retorno del Caminante del Espacio.
134
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 135
filosófica «que controle» para después ponerlo en duda. En un producto artístico, lo mismo
que en un experimento científico, la validez del significado depende de un entorno
controlado. Vonnegut brinda una experiencia de lectura, donde el grado de control es
cuestionable o aparentemente variable, de modo que la búsqueda de significado se trunca o se
vuelve conjetural, en el mejor de los casos.
Hay otro rasgo del estilo de Vonnegut que favorece esta situación. Me refiero al empleo en
parte autoconsciente y llamativo de imágenes que Goldsmith en su estudio pone de relieve
con mucho acierto, y que considera, erróneamente a mi juicio, como un elemento negativo.
Tomando como ejemplo descripciones de personajes, Goldsmith se lamenta de que las
imágenes de Vonnegut, aunque llamativas, «tienden a llamar la atención sobre sí mismas y a
existir independientemente de la caracterización fundamental en lugar de enriquecerla»14.
Como ejemplo, cita la descripción de Billy Pilgrim en Slaughterhouse-Five, subrayando los
símiles que comparan su pecho y hombros con «una caja de fósforos de cocina», y el conjunto
de su apariencia con «un flamenco sucio». Me parece muy apropiado que esas comparaciones
tengan un vínculo muy débil con un tema particular para facilitar su vinculación a otros
temas, y para constituir por lo tanto configuraciones alternadas.
La superficie de una novela de Vonnegut se transforma con eso en un mosaico
caleidoscópico o en un rompecabezas que permite posibilidades múltiples en la ubicación de
cada pieza. Como condición previa para lograr esa flexibilidad, Vonnegut intenta mover de su
lugar las piezas que puedan formar moldes fijos en la cabeza de sus lectores. La conclusión de
Goldsmith, según la cual las imágenes «nunca se expanden en ideas fantásticas ni se utilizan
en ningún molde temático» y de que «Vonnegut parece no conocer el Leitmotiv, o mejor
dicho, opta por no usarlo», dejando de lado la impresión de absurdo, obedece a una
concepción estrecha y convencional de la función de las imágenes, que es inexacta aun en sus
propios términos si se acepta mi análisis del motivo de la espiral15. Se podría decir lo mismo a
propósito del conjunto del estilo de Vonnegut, atractivamente sencillo, casi infantil, en su
ausencia de fraseología calificativa, subordinada o causal. En términos técnicos, el estilo de
Vonnegut es paratáctico: se caracteriza por la sucesión de oraciones directas que no implican
distinciones jerárquicas. El efecto que produce es minimizar las conexiones inmediatas y
magnificar las posibilidades de conexiones más distantes; las conexiones distantes son las más
operativas en The Sirens of Titán.
A favor de mi argumento se pueden aplicar a la estrategia artística de Vonnegut dos
intrincados tableros de control especificados en la novela. Los vehículos espaciales manejados
por las tropas marcianas de Rumfoord eran controlados por «pilotos totalmente automáticos»
instalados en tierra por técnicos:
Los únicos controles accesibles a la tripulación eran dos botones de presión ubicados en el
centro de la cabina; uno de ellos tenía el rótulo on y el otro el rótulo off. El botón que decía on
era el que iniciaba el viaje desde Marte. El otro botón no conectaba con nada. Estaba instalado
a instancias de los expertos en salud mental de Marte, que aseguraban que los seres humanos
son siempre más felices con una maquinaria cuyo funcionamiento creen que pueden detener.
Esto se parece al sistema de órdenes dentro del ejército. Quienes controlan no son oficiales
de rango sino soldados rasos como el negro Boaz, equipados con cajas de control que emiten
órdenes e imponen sanciones por medio de antenas de radio instaladas en la cabeza de los
otros soldados. Boaz queda, como es natural, muy desconcertado cuando descubre que los
botones de su caja de control, lo mismo que los botones off de las naves espaciales marcianas,
no conectan después de que Unk vacía el mecanismo. El tablero de instrumentos de la nave de
Salo presenta un problema diferente, y es «mucho más complejo que el de las naves
marcianas»:
14
Véase Kurt Vonnegut: Fantasist of Vire and Ice (Bowling Green, Ohio, 1972), pág.
40.
15
Ibid., pág. 41.
135
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 136
Lo que quiero dejar sentado es que, al interpretar los modelos temáticos y de imágenes de
The Sirens of Titán, el crítico extrae conclusiones obvias, en cuyo caso está apretando botones
que están desconectados, o bien se encuentra enredado en un sistema tan complejo que es
imposible sacar conclusiones de él, que es lo que sucede con el tablero de Salo. En el próximo
intento de relacionar brevemente los elementos más notoriamente desconectados, sería
conveniente que se tuviera presente el elemento que acabo de analizar.
El resumen sumario que di del argumento de la obra es una base necesaria, porque
solamente en una segunda lectura, cuando el lector ya está en posesión de la línea de acción
principal, se evidencian muchas de las sutilezas que ahora deseo subrayar. Por ejemplo, se
puede considerar por qué, dada la escala de control, la ciudad de Newport está ubicada en un
sistema de referencia inusualmente amplio, que abarca «Rhode Island, los Estados Unidos de
América del Norte, la Tierra, el Sistema Solar, la Vía Láctea». La primera escena está llena de
imágenes de control. La muchedumbre que espera junto a los muros de la finca de Rumfoord
una materialización que no verá es una entidad extraordinariamente manipulable. La policía
controla a la muchedumbre, difundiendo el rumor de que la materialización se ha producido
ya fuera de los muros dos cuadras más allá, y motivando con ello un movimiento masivo en
dirección a la zona señalada. «En la cola había una mujer que pesaba ciento treinta y seis
kilos». Llevaba a una niña llamada Wanda June «de la mano, y la hacía caminar a tirones,
como una bola en la punta de un goma». La imagen de control y su posición «al final de la
cola», combinadas con la información de que va a aparecer un hombre con su perro, evoca la
idea de la cola que el perro menea. Si recordamos el título del libro, el peso de la mujer la
define como un Titán femenino. La misma pared alta y lisa, que protege los misterios del
interior de la vista del público, simboliza el sentido subyacente de una fuente de control
desconocida. La bola, que aparece presentada como un símil, se puede relacionar con muchos
otros objetos esféricos en la novela: «el nudo duro como una pelota, llamado puño de mono»,
que describe la estructura familiar de la clase de Rumfoord, la sugerencia de que Rumfoord es
un loco, la tristeza de Constant porque su padre nunca le tiró una pelota, el juego del béisbol
alemán, que Rumfoord introduce en Marte, y los pies de Salo que se pueden inflar «hasta
llegar al tamaño de pelotas de béisbol». Otros ejemplos incluyen la «bala de cañón», que
puede sustituir a la cara de Beatriz, y la cabeza de Constant «pesada como una bala de
cañón»; los representantes avanzados de la humanidad se lanzan al espacio «como piedras»;
Boaz se imagina su «lecho de muerte de piedra» en las cuevas de Mercurio; el encuentro final
aunque ilusorio de Constant con el amigo a quien ha estrangulado, Stony Stevenson (Stony
significa «de piedra»); la importante «piedra azul» en Marte bajo la cual Unk ha escondido su
carta; y la otra «piedra turquesa» detrás de la cual Unk vigila a su hijo; los ojos de Boaz como
«diamantes» que se pueden relacionar con los armonios de mercurio «en forma de
diamantes». ¿Alguno de esos objetos circulares es el primer motor? ¿Cuál?
La bola imaginaria de la mujer corpulenta está en la punta de una goma imaginaria. Esta
goma es un instrumento de manipulación, lo mismo que las variadas cuerdas (¿de la cuna de
un gato?), riendas (las riendas de caballo que tiene Beatriz en su retrato de muchacha), traillas
(la que contiene a Kazak), cadenas (el esqueleto del perro de la finca de Rumfoord lleva un
collar unido mediante una cadena a la pared, y los cuencos de la fuente descriptos como
«collares», alambres, y sogas que aparecen en toda la novela. La sugerencia del títere en la
cuerda cede ante la sensación de la realidad mortuoria de tal circunstancia y por fin a la
noción de suspensión como forma de conservación, como medio de huir de las infortunadas
consecuencias del tiempo. La materialización que está esperando la muchedumbre al
comenzar la novela está vinculada a una «muerte en la horca moderna, civilizada». Al final de
la novela, Constant insiste en ir a Indianápolis, escenario de un ahorcamiento verdadero,
136
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 137
porque es «el primer lugar de los Estados Unidos de América en que ahorcaron a un blanco
por haber asesinado a un indio». Cuando se termina la guerra con Marte, a los marcianos se
los cuelga de los postes de las lámparas. Poco después, adherentes a la religión de Rumfoord
cuelgan simbólicamente muñecos que representan a Malachi. El capítulo titulado «Aplausos
en la casa de alambre» podría inducir al lector atento a creer que se trata del lugar donde se
encuentran los alambres, las poleas y los distintos mecanismos de control. Resulta que el
título se debe a la manera confusa en que el presidente de Estados Unidos pronuncia las
palabras «sillas en depósito16» en el transcurso de un episodio protagonizado por un fabricante
que sobreestimó la demanda de sillas. Por otra parte, se supone que el moblaje flotante,
fantástico, de la oficina de Constant —suspendido por medio de magnetismo, no de alambres
— se venderá «como el pan». Sin embargo, en Titán esos muebles resultan ser poco prácticos.
El «tablado» que construyó Rumfoord para la ceremonia del retorno del Caminante del
Espacio y que se puede relacionar con el motivo de la horca, puesto que está concebido para
facilitar el acto de sacrificio de Constant, depende de un sistema de control invisible, lo
mismo que los muebles flotantes:
Este «sistema dorado» permite a Rumfoord poner cierta distancia entre él, el titiritero y
Bea, Chrono y el Caminante del Espacio, «una distancia a la que azares rococó y
variadamente simbólicos» hacían tortuosa. Se desprende de esta descripción que todo el
sistema se interpreta como una analogía de la metodología artística de Vonnegut en esta
novela, sobre todo dado el plan de Rumfoord de poner en escena «un rápido vuelco» porque
el auditorio ama los contrastes dramáticos. La novela está llena de esas «originalidades
rápidas», porque al público encantan los contrastes dramáticos. La novela está llena de estas
rarezas rápidas, al tiempo en que el lector se va enterando gradualmente de toda clase de
relaciones insospechadas: el descubrimiento de que el hombre que Unk estranguló en Marte
era su mejor amigo; el descubrimiento de Unk y del lector de que es el mismo Unk quien
escribió la carta informativa oculta bajo la piedra azul. Sólo funcionan los sistemas de
relaciones más improbables. Por ejemplo, el padre de Constant, al utilizar la Biblia como un
método provechoso de inversión, es la única persona que descubre el valor verdadero del
libro, Rumfoord destaca la importancia de las relaciones adecuadas —en el ámbito familiar—
cuando al anticipar la importancia de Chrono le dice a Constant: «Tú puedes reproducirte y yo
no»; importancia que comparte con su clase, que depende de «matrimonios fundados
cínicamente en el tipo de hijos que pueden generar». La novela establece todo tipo de
conexiones y controles que se pueden o no aplicar. Como parte de la definición de un
infundíbulo cronosinclástico, al niño que no sabe qué es un embudo, lo mandan a «ver a
Mami para que te muestre uno». ¿Debemos intuir alguna relación genuina entre un
infundíbulo y la vagina de mami?
El infundíbulo-embudo se puede relacionar genuinamente con el túnel por donde cae
Alicia en Alicia en el País de las Maravillas. A la finca de Rumfoord se entra por «una puerta
baja, como la de Alicia en el País de las Maravillas». El gato de Cheshire, de Lewis Carroll
«desapareció lentamente, comenzando por la punta de la cola y terminando por la sonrisa
burlona, que continuó unos momentos después que el resto se había esfumado»; del mismo
modo, casi en los mismos términos, Rumfoord «desapareció lentamente, comenzando por la
punta de los dedos y terminando por su sonrisa burlona. La sonrisa continuó unos momentos
después que el resto se había esfumado»17. Evidentemente este paralelo con una fantasía
137
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 138
familiar es adecuado en el contexto de una novela que pide al lector que entienda la realidad
simplemente como una forma inusualmente plausible de fantasía, y se lo debiera relacionar
con otros detalles que sirven para confundir la condición de la realidad. Nos enteramos, por
ejemplo, de que Constant toma drogas: «Lo que podía sorprender y entretener más a Constant
eran las alucinaciones, generalmente provocadas por drogas». Tiene la alucinación de una
fuente donde cae agua en lugar de la fuente seca, y hasta que descubre lo contrario, considera
«su aventura en Newport como una alucinación más inducida por drogas —como una sesión
más de mescalina— novedosa, entretenida y sin consecuencias». Es probable que los
cigarrillos «Niebla de Luna», manufacturados por una compañía que compró Malachi
Constant, tengan marihuana, y por lo tanto corresponda asociarlos con el cuadro de Rumfoord
donde se encuentran las sirenas de Titán, arrasadoramente deseables, pero ilusorias. Los
narcóticos requeridos como parte de la Técnica de Respiración Schliemann, de Marte,
combinadas con la obstrucción de los oídos y la nariz y la boca cerrada que destruye «todo
vínculo con el aire y la niebla» —para citar un poema de Bea sobre el tema— señalan el
carácter mortuorio de las fantasías provocadas por los «Niebla de Luna». Sin embargo,
cuando a Constant le llega el momento de morir, Salo dispone una visión apocalíptica: «una
nave espacial dorada incrustada de diamantes bajó rozando ligeramente el haz de luz del Sol,
y aterrizó en la nieve impecable de la calle». Sale el pétreo Stevenson para dar su aprobación
a la particular fantasía del azar que permitió a Constant entender su vida: «Alguien allá arriba
te quiere». ¿Qué mejor consuelo que la idea de que un operador divino actúa a nuestro favor?
VI
138
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 139
Frente a las pautas mecánicas destructoras de Marte se encuentran las pautas creadoras
fluidas de Mercurio. Mitológicamente hablando, Mercurio es el mensajero de los dioses, ese
tipo de mensajero que hubiera querido ser Constant. El mensaje que finalmente entrega
Constant: «un objetivo en la vida humana, independientemente de quién lo controle, es amar a
quien se encuentre cerca para ser amado», es el que recibe en Mercurio. Pero, mientras está en
Mercurio, Boaz armoniza más que Unk con la canción de Mercurio, y aunque no está en
medio de los lugares de diversión nocturna de Hollywood, como quería originalmente,
encuentra la plenitud que él asociaba con esos lugares. Mercurio canta a causa de la tensión
entre el costado brillante y caliente del planeta, que mira siempre al sol, y el otro costado, que
es un bosque negro y helado. En otras palabras, en Mercurio los opuestos armonizan. Como
en el planeta no hay atmósfera, la única forma de vida en él son las criaturas planas, en forma
de barrilete, que se llaman Armonios y perciben el canto por el tacto más que por el oído; con
sus cuatro ventosas de succión se prenden a las paredes de las cuevas de Mercurio. Se
alimentan con el canto de sirena de Mercurio, y les gusta disponerse en agradables
formaciones «de diamantes de color amarillo junquillo y de vivido color de aguamarina. El
amarillo viene de las paredes desnudas de la cueva. El aguamarina es el color de las paredes
que se filtra a través de los cuerpos de las criaturas». Pareciera que la bandera «azul y dorada»
de la nueva religión de Rumfoord armoniza con los colores de la luz en Mercurio. En Titán,
Constant sustituye su gastado equipo amarillo de Caminante del Espacio por «una vieja bata
de baño de lana azul», probablemente en un acto más de fidelidad al mensaje de Mercurio.
Los Armonios se acercan, sobre todo para gozar de las buenas vibraciones que emanan
directamente del latido del pulso de Boaz («se prenden» a su brazo en dos sentidos) e
indirectamente de los conciertos de música grabada que organiza. Cuando Unk descubre que
pueden abandonar las cuevas dando vuelta su nave, Boaz prefiere quedarse «prendido» a
Mercurio, sobre todo después de leer uno de los mensajes que emiten los Armonios «cada
catorce días terrestres»: «BOAZ, NO TE VAYAS... TE QUEREMOS, BOAZ». Lo que Boaz
no sabe es que esos mensajes son emitidos por Rumfoord, que se materializa en Mercurio con
intervalos de catorce días. La visión que tiene Unk de los carceleros, «los dueños de la
creación», que viven en la superficie cristalina de Mercurio, es por lo menos correcta a
medias. Unk deja a Boaz pasando las páginas de una tira cómica de Tweety and Sylvester,
después de advertir como «los músculos de la espalda de Boaz se deslizaban uno sobre otro
en movimientos suaves, que se contraponían a los movimientos rápidos de los dedos que
daban vuelta las páginas». Este mensaje de recíprocas y fluidas pautas de empatía y amor es
el que se lleva consigo. La oposición se da entre pautas dignificadas de amor (finalmente
Constant ama a Beatriz) y pautas destructoras de odio o control. Ni siquiera las sirenas de
Titán tampoco son totalmente falaces. La realidad de las sirenas, mitad mujeres y mitad
pájaros, se puede relacionar con los pájaros azules de Titán que Chronos intentaba emular.
Desde un punto de vista mitológico, el lugar adecuado para esta interpretación sería Venus
más que Mercurio, excepto en lo que se refiere a la relación que señalé entre Mercurio y
Constant como mensajeros. Sin embargo, se establece una relación entre Mercurio y Venus a
través de la receta de El libro de Cocina Galáctico de Beatriz Rumfoord: «Para preparar un
tentempié rápido y delicioso, pruebe Armonios jóvenes enrollados y rellenos con requesón
venusiano».
Es preciso contraponer la coherente estructura mitológica al movimiento errático del
motivo de la espiral en función de las distintas dimensiones temporales que están implícitas.
El concepto newtoniano de un universo que funciona como un reloj conserva una dosis
considerable de vitalidad metafórica; tengo la esperanza de haber trasmitido en parte la
manera en que en The Sirens of Titán las circunvoluciones del argumento están conectadas
entre sí, bella e intrincadamente, como las piezas de un reloj. Las espirales interdependientes
del Universo nos dicen con toda seguridad algo: la hora. Es importante advertir que en el
primer capítulo Malachi Constant se presenta muy orientado según las horas con el tiempo.
La señora Rumfoord le pide que sea puntual, y él lo es. Cuando se pone el sol, Constant pasa
por la puerta de Alicia-en-el-país-de-las Maravillas abierta «en la pared oeste», y controla la
139
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 140
hora en su reloj de energía solar. Dicho de otro modo, el tiempo y sus movimientos aparecen
correlacionados con los movimientos de los cielos. Pero el tiempo terrestre, lineal y exacto,
no es constante. En realidad, no es aplicable a cualquier otro lugar del Universo. Y Vonnegut
pone mucho cuidado en especificar las diferencias de duración de las horas, los días, los
meses y los años en los casos de Marte, Mercurio y Titán. Por ejemplo, en tres años terrestres
«Mercurio ha llevado a Unk y a Boaz veinte veces y media alrededor del Sol». Un espacio
diferente supone un sentido diferente del tiempo. Cuando Unk está en Marte pasan nueve
años terrestres, tres o más cuando está en Mercurio, y un número indeterminado de años
cuando está en Titán como Constant; en cada disyunción temporal nos encontramos con un
Constant diferente, algo envejecido. Se magnifica el efecto del tiempo, en tanto se minimiza o
se pone en duda la medida terrestre del tiempo. Rumfoord se queja de «haber sido atrapado en
la monótona maquinaria de relojería del sistema solar»
Como toda idea de control debe invocar el principio de causa y efecto, que sólo es posible
en una concepción lineal del tiempo, la comprensión de que la naturaleza del tiempo es
relativa se dirige de alguna manera a socavar la mayor parte de las concepciones de control.
Esta es la paradoja que representa Rumfoord. Parece ser, alternativamente, controlado y
controlador, pero no existe en un tiempo lineal. Bajo la forma de ciencia ficción, enfrentamos
el misterio religioso fundamental del destino o la predeterminación —dada la omnisciencia de
Dios— y el libre albedrío. Uno puede elegir como fuente de consuelo, de acuerdo con las
circunstancias, o bien que el hombre tiene libertad de elección o bien que un episodio
infortunado es voluntad de Dios. Esta es la contradicción, mejor dicho, la paradoja, que se
halla en el corazón de la obra de Vonnegut, y que él acepta como el wampeter dual que rige el
sistema de foma que configura su organización karass. Por otra parte, los sistemas
granfalloon se caracterizan por su hostilidad al dualismo paradójico.
La noción religiosa de tiempo y eternidad se convierte para Vonnesut en tiempo exacto y
tiempo infundibular. Ese contraste se establece en el primer capítulo, que se titula: «Entre
Tímido y Timbuktu», según la calificación del sutil volumen de poemas que publicó Beatriz:
«El título proviene del hecho de que en los diccionarios muy pequeños todas las palabras que
hay entre tímido y Timbuktu se refieren al tiempo». La frase que aquí nos importa es «en los
diccionarios muy pequeños», porque implica los límites de nuestra percepción. Posiblemente
haya que considerar a una Enciclopedia Infantil de maravillas u cosas para hacer, —donde se
define al infundíbulo cronosinclástico como un modo más amplio de medir el tiempo—, como
un diccionario más grande. Según la Enciclopedia, «esos lugares se encuentran donde toda
clase de verdades encajan unas en otras tan bien como las piezas del reloj de sol de tu papá».
Se podría decir lo mismo de los aspectos contradictorios de las ficciones de Vonnegut; y es
válido también respecto al modo en que el amuleto de Chronos se ajusta y funciona como un
repuesto de la nave de Salo: «El amuleto se acomodó a tolerancias reducidas y a las
separaciones circundantes de un modo que hubiera encantado a un relojero suizo». El
repuesto tiene forma de espiral e incluso se lo podría considerar como el muelle real de un
reloj. En todos los episodios, el motivo de la espiral, además de los significados que extraje,
está asociado con el tiempo. Está la «espiral en sentido inverso al de las agujas del reloj» del
vestido blanco de Beatriz, ya señalada, y los cabellos negros e hirsutos de Chrono que
«crecían en un remolino de sentido contrario al de las agujas del reloj». Rumfoord compara su
propia perspectiva temporal con la forma de «una montaña rusa». Hasta el enigma del hombre
que «come fechas del calendario y bebe agua de los resortes del colchón»18 para sobrevivir en
una habitación cerrada que no tiene otros objetos sirve para relacionar el tiempo con el motivo
de la espiral. También Ransom K. Fern en el epígrafe del libro relaciona el tiempo con los
movimientos de los astros: «Cada hora que pasa lleva al sistema solar veintisiete mil
kilómetros más cerca del Archipiélago Globular M13 de Hércules, y todavía hay desubicados
que insisten en que el progreso no existe». Si Fern se hubiera detenido a considerar la forma
«Dates» es en inglés tanto fechas como dátiles y tanto espiral como fuente son
18
140
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 141
de amplia espiral de este «progreso» habría usado en su lugar el término «movimiento», que
está menos cargado de optimismo.
La primera vez que encontramos a Chrono en Marte es uno de «cincuenta y dos niños»,
uno por cada semana del año terrestre. Ya señalé la relación mitológica que existe entre
Chrono, Saturno y el tiempo, interpretación que acentúa la relación aún más obvia con el
infundíbulo cronosinclástico. Se diría que su supervivencia en la novela tiene algo que ver
con su capacidad de existir simultáneamente en un tiempo terrestre y en un tiempo
infundibular. Al acompañar a los pájaros azules, Chrono, lo mismo que su contraparte
mitológica —representada algunas veces con cuatro alas, dos desplegadas en el tiempo, y las
otras dos en reposo en la eternidad— revela su interés por volar. Cuando Salo se suicida
después de descubrir la naturaleza del mensaje que ha llevado, Chrono rescata ecuánimemente
su amuleto de entre los restos dispersos de Salo:
Chrono creía que tarde o temprano las fuerzas mágicas del Universo volverían a reunirse.
Siempre lo hacen.
Los pedazos de Salo se vuelven a unir de un modo ambiguo, a menos que saquemos la
conclusión de que el movimiento en espiral del tiempo, después de dejar atrás las cosas, las
vuelve a unir. El verdadero agente del cambio, el verdadero manipulador, es el tiempo, o
quienquiera lo controle. Chrono imita a Saturno con sus anillos y sus lunas, y «pasa horas
moviendo los elementos del sistema».
El hombre puede moverse en el espacio y buscar ubicaciones deseables, pero, en cambio,
no puede hacer lo mismo con el tiempo. Probablemente el secreto resida en espacializar el
tiempo, en verlo todo a la vez, como Dios, en ver todas las verdades posibles, como hace
Rumfoord en su condición infundibular, y después elegir.
El artista creador, sobre todo el escritor, tiene la facultad de hacerlo.
Desde el punto de vista de Vonnegut, el escritor tiene el deber de elegir lugares del tiempo
pintorescos, aun corriendo el riesgo de caer en el sentimentalismo, para entrar en disonancia o
en contradicción con una forma de paradoja mística.
Por consiguiente, la contradicción de la que parece ser culpable el narrador omnisciente de
The Sirens of Titán en el prólogo debiera interpretarse simplemente como una paradoja
fecunda. Al distanciar en el tiempo a su narrador de los acontecimientos que narra, Vonnegut
lo coloca en un punto en que puede controlar el argumento, porque —lo mismo que
Rumfoord— conoce su forma total. El lector se encuentra en una posición parecida cuando
lee la obra por segunda vez, y más aún cuando es conciente de la multiplicidad de
configuraciones temáticas y de imágenes, que reflejan en términos espaciales la comprensión
omnitemporal de que todas las cosas son verdaderas porque todas las cosas son una. Al
manipular nuestra realidad con el fin de construir mensajes de consuelo para un miembro de
su desamparada especie, los tralfamadorianos son los mejores escritores de Vonnegut. Sin
embargo, no existe ninguna evidencia de que gocen de la libertad de elección propia de la
conciencia espacializada del tiempo que debiera tener el escritor. Salo sostiene que existe en
el tiempo terrestre, y podemos inferir que todos los tralfamadorianos son como él, puesto que
cuando dominan las máquinas, los seres que las construyeron participan de buen grado en su
propia extinción. Sin embargo, el Tralfamadore de Slaughterhouse-Five contradice esta
información. En esta obra los tralfamadorianos no son robots, y perciben el tiempo de manera
parecida a la de Rumfoord. Desde su punto de vista, estamos eternamente suspendidos como
«bichos atrapados en el ámbar de este momento». ¿Sorprendimos al narrador selectivo de The
Sirens of Titán en otra contradicción reveladora, que sería un nuevo síntoma del miedo a ser
envuelto en la trama de otro, o estamos ante una nueva paradoja mística o temporal? Lo cierto
es que tanto el tercer ojo de Salo como el único ojo heterotópico (está ubicado en una mano)
de los tralfamadorianos «con formas de desatrancapilas», en Slaughterhouse-Five anuncian
un conocimiento místico.
A pesar de que el concepto del tiempo de los tralfamadorianos lo mismo que la mayoría de
141
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 142
las concepciones de Dios, parecería negar el libre albedrío, proporciona una forma eficaz de
consuelo en períodos de angustia, y un pensamiento último propio de ciencia ficción para
hacer frente a un episodio como la destrucción de Dresde. Billy Pilgrim explica esta visión
apocalíptica de la realidad:
Lo más importante que aprendí en Tralfamadore fue que cuando una persona muere, muere
sólo aparentemente. Sigue viviendo en el pasado, de modo que es muy tonto que la gente
llore en su entierro. Todos los momentos del pasado, presente y futuro han existido siempre y
seguirán existiendo. Los tralfamadorianos pueden ver todos los momentos, como nosotros
podemos ver un trecho de las Montañas Rocosas.
Al concebir la vida como una cuestión de altibajos, con mucha sensatez eligen
concentrarse en los altos. Su visión evidencia incidentalmente el movimiento en espiral de los
cielos surcados de estrellas, que parecen «llenos de tallarines luminosos enrarecidos».
No debe sorprender que los escritores de esta especie cuyas obras giran en torno al autor
produzcan libros en forma de telegramas, muy a la manera de Vonnegut, «dispuestos en
pequeños grupos de símbolos separados por estrellas»:
Cada grupo de símbolos es un mensaje breve y urgente que describe una escena, una
situación. Los tralfamadorianos los leen simultáneamente, no uno después de otro. Entre los
mensajes no existe ninguna relación particular, excepto que los autores los han elegido
cuidadosamente, de manera que, cuando se los percibe de una vez, producen una imagen de
vida que es hermosa, sorprendente y profunda. No hay comienzo, ni medio, ni fin, no hay
suspenso, no hay moraleja, no hay causas ni efectos (el subrayado es mío). Lo que amamos en
nuestros libros es la intensidad de muchos momentos maravillosos que se perciben
simultáneamente.
Aquí hay muchas paradojas. En Vonnegut las imágenes fijas o de rigidez —los cadáveres
de Dresde o las víctimas del hielo-nieve— significan muerte y destrucción. Pero el control
estético descansa en gran parte en el principio rígido del determinismo. Vonnegut destaca
como creadoras la fijeza estética o la de no temporalidad de las palabras en una página o en
las estatuas que Salo esculpe en Titán, como por ejemplo las de las sirenas. Con el fin de
evitar ser manipulado, Constant dice: «Me voy a congelar», de modo que quien quiera
utilizarlo «estará mucho más cómodo si trata de conseguir una explosión de ira de una de
estas estatuas». Sucede que una de esas estatuas «tuvo una impresionante erección».
Establezco estos matices sutiles en vista de la oposición demasiado fácil que hizo uno de los
críticos de Vonnegut entre fuerzas positivas que fluyen y fuerzas negativas que vuelven rígida
la realidad19.
En el contexto total del argumento que presenté hay un episodio de The Sirens of Titán que
parece estar especialmente cargado de significación. Tiene lugar en el Museo de Skip, la
habitación en forma de chimenea que está debajo de la escalera de caracol. La habitación fue
el refugio predilecto de Rumfoord cuando era niño, cuando lo llamaban Skip. Este nombre
que parece de perro se presta a ser asociado con Kazak, el lebrel del espacio sospechosamente
improcedente. Entre los restos mortales guardados en el Museo se encuentra «el largo
colmillo en espiral de un narval, al que Skip llamaba jugando Cuerno de Unicornio».
Imaginativamente se puede asociar a esta espiral con la Ballena, una gran nave espacial
propiedad de Constant, que en determinado momento lleva a Constant a adoptar el seudónimo
de Jonás Rowley cuando descubre que la Ballena puede ser el medio de trasladarlo a un
destino no menos tentador que el de Jonás. Pero la Ballena da lugar también a esa imagen más
fecunda que Buckminster Fuller hizo tan familiar: «La imagen que tiene el evangelista Bobby
Dentón de la Tierra como la nave espacial de Dios». El nombre creador que Skip le puso al
19
Véase City of Words, pág. 196.
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Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 143
VII
Tengo la esperanza de que el análisis que acabo de hacer sirva para repasar los temas de
que me he ocupado a lo largo de esta investigación y, al mismo tiempo para poner de relieve
determinados puntos. Ante todo, se diría que hay obras de ciencia ficción que resisten al más
estricto escrutinio crítico y le hacen honor. Sin embargo, quisiera subrayar que, el elaborar un
continuo genérico que permita hablar al mismo tiempo tanto de la «obra espacial» de E. E.
«Doctor» Smith como del Paraíso perdido de Milton, me limito a establecer un campo de
posibilidades dentro de una forma definida con el objeto de señalar los criterios pertinentes.
En los análisis del Paraíso perdido, la cuestión del carácter plano de los personajes de Milton
no parece conllevar la carga de reprobación que suele conllevar, en cambio, cuando se trata la
misma cuestión a propósito de los personajes de las obras de ciencia ficción. Vonnegut es un
tipo de escritor que ejemplifica particularmente bien los aspectos satíricos, filosóficos, y
visionarios de la imaginación apocalíptica, en la gama que va desde la utopía hasta la distopía,
y tanto en sus aspectos de ciencia ficción como en la gran literatura, Vonnegut se puede
comparar con otro escritor norteamericano, Mark Twain. La cualidad de norteamericano es
importante. Aunque de todos los escritores apocalípticos se puede decir que habitan un
Estados Unidos mental, la tradición central está adherida al suelo norteamericano.
El «mundo nuevo» de Vonnegut es de naturaleza fundamentalmente visionaria o religiosa,
y éste es el aspecto de su obra que quiero subrayar. A causa de las distinciones que establecí
entre las diferentes facetas de la imaginación apocalíptica, la visión religiosa, asociada
tradicionalmente a lo apocalíptico, a menudo ha cedido su puesto a otros aspectos. En la
medida en que esas distinciones —que hacen exclusivamente a cuestiones de grado y de matiz
— desaparecen, se puede concebir la imaginación apocalíptica como una totalidad con un
centro religioso móvil o fluctuante. La ecuación entre «el cielo en la tierra» utópico y el
visionario «los cielos allá arriba» es sólo el ejemplo más directo de la ecuación entre los
mundos nuevos y la realidad visionaria. Comunicar la apreciación de todo mundo nuevo, y
esto es lo común en términos de un sentimiento de «unidad» opuesto al sentimiento de
desintegración asociado con el mundo antiguo, implica la pertinencia de una realidad
143
Las sirenas de Titán Kurt Vonnegut, Jr. 144
FIN
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