672 - Silver Kane - Muerte para Un Muerto de Hambre
672 - Silver Kane - Muerte para Un Muerto de Hambre
672 - Silver Kane - Muerte para Un Muerto de Hambre
871-1973
ISBN 84-02-02519-6
***
El joven se dio cuenta de que solo podía hacer una cosa en las actuales
circunstancias: tener los ojos bien abiertos y observar los fallos en la
vigilancia. Necesitaba huir cuanto antes y buscar a Frank Rugger en otro
sitio, ya que en el campamento de Growman no lo conocía nadie.
Pero escapar de allí no iba a ser fácil.
Johnny se dio cuenta de que lo vigilaban estrechamente. Durante un
día entero no le permitieron en absoluto salir del barracón y del pequeño
patio posterior, donde había un pozo con agua. Pero al día siguiente las
cosas cambiaron un poco, ya que le dejaron salir a aquella especie de calle
que formaba el eje central de la extraña ciudad.
Johnny se sorprendió.
Se dio cuenta de que todo estaba muy vigilado y de que no podría huir,
pero, de todos modos, preguntó:
—¿A qué obedece esto? ¿Por qué me dejáis salir?
—Porque hemos tenido informes sobre ti.
—¿De veras?
—Uno de nuestros hombres ha ido a Tucson. Ha estado husmeando
aquí y allá.
—Vaya... ¿Y qué os ha dicho?
—Que, a lo que parece, no nos has engañado.
—¿Por qué iba a hacerlo? Ya os dije desde el principio que soy un
detective privado y que busco a un hombre.
—Mejor que no hayas mentido. Si los informes hubiesen sido otros,
ahora estarías...
E hizo un suave gesto con el índice, pasándoselo por el cuello. El que
aquel gesto recordase la presión de una soga no era, desde luego, simple
coincidencia.
—¿Qué más han dicho sobre mí en Tucson? —preguntó Johnny.
—Que eres honrado.
—Vaya... No está mal.
—Pero también han dicho que eres un desgraciado. Un muerto de
hambre. Que no ganas ni un níquel.
Johnny se pasó una mano por la barbilla.
—Eso también es cierto —reconoció.
—Nuestro mensajero se ha enterado de que, en efecto, hay una mujer
joven que la está diñando en la ciudad y que se llama Mary Rugger.
—Cuerno... Lo sabéis todo.
—Mejor también que no nos hayas engañado en eso. Johnny suspiró
con cierta esperanza.
Las cosas se estaban arreglando un poco para él. Quizá, con un poco
de suerte, le dejarían marchar de allí.
—En ese caso, ¿podré seguir buscando en otro sitio? —preguntó.
El pistolero le miró de soslayo.
—¿Tú eres idiota o qué?
—No veo la razón para decir eso —murmuró Johnny, apretando los
dientes y dominando difícilmente su ira.
—Si crees que vamos a dejarte salir, estás listo. Bastante gente sabe
que nuestro refugio está en estas montañas, pero no nos interesa que
divulgues lo que has estado viendo. Demasiados detalles podrían saberse
fuera de aquí, si te dejásemos marchar.
—Entonces, ¿qué vais a hacer?
—El jefe lo decidirá. Growman ha pensado que quizá nos resultes útil
un día. Mejor para ti, porque de lo contrario...
Johnny se estremeció imperceptiblemente.
Comprendía perfectamente lo que aquel fulano quería decir: de no ser
porque pensaban emplearlo como espía o como mensajero, ya le habrían
dado el pasaporte.
Volvió a pasarse la mano por la mandíbula.
Las cosas se le estaban poniendo cada vez peor, porque notaba que la
vigilancia era muy fuerte. La única cosa favorable era el hecho de que le
hubieran dejado salir del barracón. Si lograba encontrar el punto flaco de
los puestos de guardia, tal vez pudiera darse el piro. De modo que resolvió
estar atento.
Y en ese momento las cosas cambiaron para él.
Todo su pesimismo desapareció.
Oyó a poca distancia la voz de Growman que decía:
—Menos mal que lo habéis dejado salir. Creí que aún estaba en el
barracón.
El pistolero que le custodiaba murmuró:
—Usted dio la orden, jefe.
—Claro que di la orden, pero creí que aún no la habíais cumplido.
Aquí nadie hace lo que le mandan. Eh, Harper... ¿Se ha sentido mal en el
barracón?
—No demasiado —dijo Johnny—. El tiempo pasa deprisa.
—Siento haberle detenido de esa manera. No podía liarme, ¿sabe?
Pero acabo de tener informes sobre usted.
—Sí. Ya me han dicho que había enviado una especie de espía a
Tucson. ¿Por qué suponía que le engañaba?
—Porque demasiada gente quiere poner mi cabeza en una bandeja de
plata —dijo Growman—. Si no fuese desconfiado, ya no viviría. Pero los
malos tragos ya han pasado para usted, Harper.
—¿Qué quiere decir?
—Que celebro el que no me haya engañado y, por lo tanto, voy a
dejarle en libertad. Busque a su hombre por otro sitio.
El joven abrió la boca con asombro.
La verdad era que no esperaba aquella generosidad.
Al contrario, lo que había temido hasta entonces era que Growman
diese la orden de quitarlo de en medio.
—¿No teme que informe a la gente de lo que he visto? —murmuró.
—No ha visto gran cosa —dijo el pistolero—. Sólo el emplazamiento
de mí refugio, el cual ya es conocido por bastante gente. Pero si, de todos
modos, abriera demasiado la boca, podría lamentarlo de veras, pesquisa.
Growman no es un hombre que se olvide de los que le estorban.
Johnny asintió con una cabezada.
—Una lealtad se paga con otra —dijo—. No diré nada de lo que he
visto.
—Mejor para usted, pesquisa... si quiere seguir viviendo muchos años.
Y ahora busque a su hombre en otro sitio. Nosotros no conocemos al tal
Rugger, maldita sea. Tome.
Le dio sus documentos y los trescientos dólares que le habían quitado
cuando le registraron. El resto del dinero, deducidas las cuentas pagadas,
lo tenía Sara Barklay en el hotel.
—Su dinero y su licencia, pesquisa —dijo—. Supongo que le harán
falta.
Johnny sonrió.
—La verdad —dijo—, no creí que me devolviesen el dinero.
—¿Por qué no?
—Son trescientos pavos...
—Por trescientos pavos no me ensucio las manos —dijo Growman—.
No vale la pena. Tome y lárguese.
Johnny se guardó el dinero y el documento. Luego pidió:
—Gracias por devolverme la libertad. Quizá no es usted el mal bicho
que pensaba, Growman. Pero supongo que me darán un caballo para
largarme de aquí. Mataron él mío.
—Hum... Un caballo...
—¿Hay algún inconveniente?
—Uno muy grave. Todos nuestros caballos son robados, porque
seleccionamos los mejores de cada sitio, y llevan las marcas de diversos
rancheros. Si le ven con uno de ellos podrían interrogarle y no nos
conviene. También para usted podría ser un buen lío, Harper.
—Eso es cierto. No lo había pensado.
—Por otra parte, tampoco puede volver a pie —dijo, pensativamente,
Growman—. Aunque... Ya sé: tengo una idea. Dentro de dos horas pasará
por el valle la diligencia que hace la ruta entre Safford y Tucson.
—Conozco esa ruta.
—Puede tomar la diligencia, puesto que uno de mis hombres le dejará
en el camino. Lo malo es que...
—¿Qué?
—Dudo que quiera detenerse —dijo Growman—. Saben que esta zona
es muy peligrosa. Ni siquiera un hombre solo en el camino les infundirá
confianza.
Johnny volvió a sonreír.
—No hay problema —dijo.
—¿No?...
—Conozco a todos los mayorales de la línea. A todos... a todos les
debo dinero, ¿sabe? De modo que en cuanto me reconozcan pararán y me
llevarán a cualquier punto que les diga. A los hombres del sheriff que
suelen hacer de escolta también los conozco. Conmigo se detendrán sin
ninguna duda.
—Mejor para usted —dijo Growman—, porque tiene resuelto un
difícil problema. Y ahora lárguese. Le deseo suerte.
—Gracias, Growman. Y repito que he tenido una sorpresa con usted.
No creí que tuviera detalles de nobleza.
—Yo cuido mi negocio —dijo el pistolero—, pero no hago daño por
gusto. Adiós.
Y se alejó. Antes hizo una seña a uno de sus hombres, indicándole que
condujera a Johnny.
Este empezaba a ver las cosas bastante mejor. No sabía dónde estaba
Rugger, pero se había librado de una auténtica pesadilla. Quizá se había
librado de la misma muerte, de modo que había motivos para estar
satisfecho.
El pistolero se acercó, con dos caballos.
—Tengo que llevarte al camino en el fondo del valle, ¿no? Vas a tratar
de que pare la diligencia...
—Estoy seguro de que lo conseguiré —dijo Johnny.
—Pues no pierdas tiempo porque ya falta poco para que pase. Vamos.
Johnny Harper montó en el caballo de un salto y descendió con su
desagradable compañero por las escarpadas sendas que conducían al valle.
El pistolero era poco hablador. Así como Growman había demostrado ser
un tipo con ciertos detalles de humanidad, sus hombres parecían auténticas
ñeras. Sólo disfrutaban apretando el gatillo y viendo sangre. Cuando no
hacían eso, quedaban pasmados y sin despegar los labios, como si supieran
que no servían para otra cosa y se sintieran de más en el mundo.
Cuando llegaron al fondo del valle, vieron con claridad el camino que
serpenteaba entre los matojos. La palabra camino quizá resultaba un poco
optimista, porque en realidad aquello era una senda trazada por las ruedas
de los anteriores vehículos; pero en Arizona no se podía pedir nada mejor.
A lo lejos, muy a lo lejos, se empezaba a ver ya la nube de polvo que
presagiaba la diligencia.
El pistolero gruñó:
—Bueno, ya has llegado.
—Gracias.
—Baja del caballo. No creas que vamos a regalártelo.
—Es lo menos que podríais hacer... —susurró Johnny—. Uno de
vosotros apioló al mío, maldita sea...
Pero saltó de la silla y entregó las riendas al pistolero, que se alejó con
los dos animales sin decir una palabra. Johnny se situó al borde del camino
y se secó el sudor de la frente.
La diligencia ya llegaba.
Al parecer, venía mejor escoltada que nunca.
Normalmente la protegían cuatro hombres del sheriff del condado,
pero esta vez venían ocho. Quizá traía algún cargamento especial.
Razón de más para que no se detuviese al ver un hombre parado en el
camino. Nadie ignoraba allí lo cerca que estaba el refugio de Growman.
Johnny agitó, el brazo.
La diligencia no se detuvo.
Al contrario, aceleró la marcha.
Johnny gritó:
—¡Eh! ¡Mac!
Mac era el conductor.
Tiró de las riendas frenéticamente.
—¡Maldita sea! —aulló—. ¡Si ese tipo me debe treinta dólares!...
Y frenó tan en seco, que los pasajeros por poco salen a través del
techo.
También los de la escolta se detuvieron.
Quién más quién menos, conocía a Johnny.
Y tenía buenas referencias de él.
—Eh, tú, a ver si pagas.
—La última vez te escabulliste.
—Afloja la mosca.
—Escupe mis diez dólares.
Johnny alzó los brazos.
—Calma, calma, chicos. Para todos habrá... Tengo quinientos pavos.
—¡Atiza!
—¿Dónde los has robado?
—¡Y a nosotros que nos dijeron que te habías escabullido de Tucson
para no tener que pagar a nadie!
Johnny se dispuso a subir a la diligencia.
Os lo explicaré todo —dijo—, y os, pagaré religiosamente. ¿Hay
alguna plaza ahí dentro?
—Sí. Un asiento libre.
—Espabila, que arreamos.
Johnny puso un pie en el estribo.
Seguía sonriendo, mientras pensaba que todo iba bien.
Pero de pronto la sonrisa se borró de su boca.
Porque acababa de adivinar la horrible verdad.
Por qué, sabía que acababa de poner los pies en el infierno.
Capítulo VIII
¡DISPARARA! ¡DISPARA! ¡DISPARA!
Decir que Johnny Harper pudo pegar el ojo aquella noche sería una
mentira garrafal. Johnny no logró conciliar el sueño porque por una parte
le devoraba el odio hacia los asesinos de Growman, a los que ansiaba
matar como a perros rabiosos; por otra parte, sabía que Frank Rugger
tendría que preparar algo para fugarse aquella misma noche. Luego quizá
sería ya demasiado tarde.
No le habían encerrado para dormir, dejándole un rincón del cobertizo
donde estaban las cocinas, aunque un hombre le vigilaba constantemente.
Se suponía que Frank Rugger, que dormía allí mismo, le vigilaría también.
En realidad, Growman no parecía haber tomado aún ninguna decisión
respecto a Johnny, al que quizá pensaba utilizar en alguna otra misión de
compromiso antes de matarlo.
La noche se presentaba tranquila. Después de jugar unas partidas, los
asesinos de Growman se habían retirado a descansar, si es que a aquello se
le podía llamar descanso. Porque como en el campamento había chicas
para todos, cada uno escogió la que más le gustaba ea aquel momento. A
excepción de los que hacían guardia, todos se dedicaban a cualquier cosa
menos a vigilar. La cosa, pues, se presentaba bien para Johnny.
Seguía con los ojos abiertos, cuando de pronto noté que Frank Rugger
se acercaba a él sigilosamente.
—Eh, muchacho... Prepárate ahora.
Johnny le miró asombrado.
—¿Ahora? —bisbiseó.
—Es un buen momento. Todos se dedican a las labores propias de su
sexo.
—Pero hay un centinela ahí fuera. Lo he estado observando y no se
distrae ni a tiros...
—En mí tiene confianza. Espera...
Y echó a un lado la manta para acercarse al centinela. Rugger iba
vestido del todo, llevando incluso las botas puestas, pero no llevaba armas
visibles. El centónela hizo una mueca, al verle venir.
—¿Qué pasa? —dijo.
—No puedo dormir. ¿Tienes un cigarrillo?
—Sí. Toma.
El centinela le entregó su bolsa de tabaco y un librillo de papel. Rugger
lio un cigarrillo calmosamente, mientras Johnny lo miraba todo desde las
sombras, con los nervios en tensión.
—¿Fuego?
—Claro...
El centinela rascó un fósforo.
Mientras hacía aquello no miró a ningún sitio más.
De repente el fósforo dibujó una extraña parábola, girando en el aire
antes de caer al suelo. Johnny apretó los labios. Todo había sido tan rápido
y tan tajante, como las cosas que ocurren en las pesadillas.
El centinela se inclinó hacia adelante mientras una mueca de rabia y de
estupor se dibujaba en su rostro.
No pudo ni gritar.
Frank Rugger le tapó la boca mientras le acompañaba en su caída para
que no hiciese ruido. Cuando lo dejó en el suelo, pudo ver Johnny el
mango del cuchillo corto que se le había clavado hasta el fondo del
corazón.
Rugger se acercó a él.
—Listos —dijo.
Johnny se pasó el dorso de la mano por la boca.
—Cuernos —dijo—. A esto se le llama una traición, ¿no?
—¿Merecía ese tipo otra cosa?
—Por supuesto que no. Fue uno de los que asesinaron a mansalva a los
pasajeros de la diligencia. Pero verlo liquidado de ese modo me ha
producido... Bueno, me ha producido una sensación extraña.
—Tampoco a mí me ha gustado —gruñó Frank Rugger—, pero no
pretenderás que le pidiera permiso para dejarte huir. Era su vida o la tuya.
No sé si te has enterado de que, tarde o temprano, piensan liquidarte.
—No hace falta ser muy listo para imaginarlo —susurró Johnny—. Si
Growman se convence de que no le sirvo para nada más, me pegará cuatro
tiros.
—No tendrá tiempo de hacerlo... en el caso de que seas listo. Hala,
espabila. Desciende por el desnivel que hay a mano derecha y abajo
encontrarás un caballo ensillado. Lo he preparado con anticipación porque
mañana tengo que salir muy temprano. Diré que me lo has robado.
—¿Tú no, vienes?
—¿Cómo diablos voy a venir? Todo el éxito del plan consiste en que
de mí no sospechen.
—Por tanto, van a pensar que a ese buitre lo he acuchillado yo, ¿no?
—¿Y a ti qué más te da? No les vas a caer más antipático por eso.
Necesito estar libre, porque si no te ayudo no vas a escapar de la comarca.
Y siempre hablando en un susurro, añadió:
—Mañana muy temprano tengo que ir a ingresar dinero en el Banco de
Oracle Junction, al otro lado del monte Lemmon. Espérame allí. Tienes
que alojarte en el hotel con nombre supuesto. ¿Cómo vas de dinero?
—Me devolvieron los quinientos pavos que tenía y no se han acordado
de quitármelos otra vez.
—Pues entonces no hay problema con eso. Ocúpate de lo que te digo y
limítate a aguardar. Yo haré algo para enviar a los que te buscan, por todos
los sitios que no sean Oracle Junction.
—Es un buen plan, pero me temo que tú también te estás jugando la
piel.
—Algún día tenía que hacerlo si quería salir de esta encerrona —dijo
Frank Rugger—. Por otra parte, todo está previsto. Lo único que
necesitamos es tener serenidad. Ah... Dentro de unos minutos empezaré a
gritar y a decir que te persigan. Naturalmente, indicaré que has huido por
el lado opuesto, pero, de todos modos, tienes que espabilarte.
Johnny no perdió más tiempo.
Le hizo una seña a modo de despedida y se deslizó por el desnivel, que
era en realidad una auténtica barrancada. En efecto, al fondo había un
magnífico caballo ensillado. Montó en él de un salto y picó espuelas para
dirigirse a la zona de matorrales, donde podía ocultarse bien. Luego tomó
el camino de Oracle Junction.
No había luna y por tanto resultaba muy difícil que le viesen. Había
recorrido unas tres millas cuando oyó en el campamento de Growman
unos disparos de aviso.
Seguro que Frank Rugger había dado ya la alarma.
Diría a todo el mundo que Johnny había matado al centinela sin que él
pudiese evitarlo y que acababa de huir. Por supuesto, indicaría la dirección
opuesta.
Así debió hacerlo y la cosa debió salir bien, porque nadie persiguió a
Johnny. Este llegó a Oracle Junction en plena noche y se dirigió sin vacilar
hacia la lucecita que indicaba la presencia del único hotel.
—Supongo que tendrán una habitación libre —dijo.
—Todas las que quiera. El hotel no tiene éxito y va a cerrar. Lo compra
para ampliar su negocio, el establecimiento que hay al lado.
—¿Y cuál es el establecimiento que hay al lado?
—La funeraria.
—Ah, cuerno...
El dueño miró el tablero donde estaban colgadas las llaves. Gruñó:
—A ver... A ver... Le daré la trece.
Pero de pronto, pareció acordarse de algo. Gritó hacia el fondo del
hotel:
—¡Charlie! ¡Eh, Charlie! ¿Habéis sacado ya el muerto de la trece?
—¡Aún no!...
—Pues sacadlo, burros... ¡Tengo un cliente! ¡A ver si os creéis, que el
negocio ya es vuestro!
Se oyó otra voz al fondo que gruñía:
—Ya voy... Ya voy... Cada vez que amplío el negocio, tengo los
mismos disgustos, demonios... ¡En esta ciudad ya no se puede trabajar!
Johnny carraspeó.
—Oiga, amigo... ¿Le importaría darme la catorce?...
***
***
***
Johnny apretó los labios con un impulso nervioso mientras unas gotitas
de sudor resbalaban hasta las comisuras de su boca. Aquel silencio,
silencio angustioso, aquel auténtico silencio de cementerio le sacaba de
juicio, porque no tenía la menor idea de dónde podían estar los hombres de
Growman.
Quizá le habían acorralado ya y él no se daba cuenta.
Quizá habían capturado a Sara Barklay.
El joven se daba cuenta de que su situación no tenía nada de
envidiable. En su oficio había ganado muy poca plata, pero en cambio
estaba recolectando grandes cantidades de plomo. El que aquel plomo
llegase hasta su corazón o su cabeza, era una simple cuestión de suerte,
pero no podía confiar demasiado en ella.
Había, sobre todo, una cosa que le hacía temblar.
Frank Rugger no podía moverse. De momento le era imposible dar tres
pasos sin ayuda. Por lo tanto, se convertiría en una presa tan fácil para los
pistoleros de Growman que estos podrían matarle con solo parpadeo. Y si
le mataban, toda la misión de Johnny se habría ido al diablo.
¿Cómo podría sacar a Rugger del hotel?
Tenía que hacer algo...
Mientras pensaba en eso, distinguió la silueta de uno de los pistoleros
de Growman pasando por delante de la puerta. Sin duda estaban
registrando la calle, pero de momento aún no habían entrado en el
almacén.
Pronto lo harían, sin embargo.
Johnny apretó el revólver con fuerza.
Y, en ese momento, el mismo chasquido que había oído antes, cuando
Sara se deslizó desde la claraboya, volvió a oírse a su espalda. Pero Johnny
sabía que ahora no podía ser Sara. Ahora tenía que ser... ¡uno de aquellos
buitres!
Se volvió con la rapidez del rayo. Distinguió la sonrisita malévola del
hombre que le apuntaba por la espalda.
El bull-dog volvió a ladrar con una especial satisfacción. Si los
revólveres tuvieran sentimientos, hubiera podido decirse que aquel «Colt»
hacía su trabajo a gusto. La rapidez de Johnny y la mortífera precisión del
petardo que tenía entre las manos decidieron la situación en unos
segundos.
El pistolero que acababa de entrar por el tragaluz se encontró con la
bala cuando creyó que tendría tiempo de disparar. Lanzó un chillido
mientras rodaba entre los sacos, pesadamente.
Johnny había terminado con él, pero a cambio de eso acababa de
descubrir su escondite. El que estaba junto a la puerta se volvió, mientras
gritaba rabiosamente:
—¡Aquí!...
Johnny volvió a disparar.
El cañón recortado envió de nuevo por los aires una lengua de fuego
que pareció atravesar el almacén entero.
El hombre que estaba junto a la puerta se tambaleó. Johnny se dio
cuenta de que con aquel eran seis los asesinos de Growman que acababan
de recibir el pasaporte gratis para el Más Allá.
Se deslizó entre los sacos, intentando llegar a la claraboya junto a la
que estaba su primer enemigo muerto. Cuando ya iba a alcanzarla,
apareció otro pistolero en la puerta.
Los dos se contorsionaron.
Fue cuestión de rapidez, fue cuestión de nervios. Johnny disparó unos
segundos antes y su enemigo quedó cruzado en el umbral.
Inmediatamente se deslizó por la claraboya. Oyó en la calle la voz
alterada de Growman:
—¡Idiotas! ¡Os habéis puesto al descubierto sin necesidad! ¡Hay que
parapetarse!...
Por supuesto, Growman tenía que cambiar de táctica, porque ahora
solo le quedaban cuatro asesinos. Eso indicaba que no podrían dedicarse a
buscar a Rugger ni a perseguir a Sara. Las cosas volvían a ponerse un poco
bien para Johnny.
Se deslizó por la vertiente del tejado sin hacer el menor ruido. Muy
cerca vio el hotel. Resbaló hacia una de las ventanas.
Mientras tanto oía las voces de los pistoleros de Growman en el
almacén.
—Pues aquí no hay nadie...
—Ese tipo se ha escabullido.
Johnny Harper se deslizó hacia el interior del hotel y asomó por una de
las ventanas de la fachada. Vio a uno de los salteadores que salía del
almacén.
El joven tampoco quiso matarle a traición. Le envió una bala de aviso
a los pies.
El otro dio un salto y vio a Johnny en la ventana. No esperaba
encontrarle en aquel sitio. Lanzó un grito, mientras alzaba el «Colt» y sus
facciones se desencajaban de sorpresa.
La bala le hizo estrellarse contra el porche, donde quedó
espantosamente inmóvil. El bull-dog había realizado otra vez, a la
perfección, su siniestro trabajo.
Otro de los hombres de Growman cruzó la calle.
Quizá buscaba una mejor posición de tiro o quizá pretendía huir. Lo
cierto fue que no llegó a la esquina porque una bala le frenó en seco. Dio
una extraña vuelta en el aire antes de derrumbarse entre las patas de los
caballos.
Growman debió sentirse perdido. Lo que él había creído una cacería
fácil se estaba transformando en una masacre. Su voz llenó la calle.
—¡Hay que retirarse! ¡A los caballos!
Johnny no perdió tiempo.
Calculó cuál era el sitio donde los asesinos teman que haber dejado sus
monturas, y saltó de un tejado a otro para cruzarse en su camino. Vio a
Growman y dos hombres que corrían hacia el extremo de la calle.
Johnny se detuvo un momento.
Recargó su «Colt».
Fue entonces cuando uno de los pistoleros le vio. Su silueta se
recortaba perfectamente contra el cielo
—¡Allí!
Johnny había apoyado su revólver en el antebrazo izquierdo para
disparar mejor. Todo volvía a depender de su rapidez, porque ya no tenía
tiempo de ocultarse.
Dos de los hombres que estaban abajo cayeron fulminados. Pero el
joven tuvo que saltar porque ya no podía mantenerse ni un segundo más en
una posición tan precaria.
Dio una vuelta de campana en el aire.
Un segundo de retraso le hubiera costado la piel, porque
inmediatamente el borde del tejado en que se apoyaba fue comido por los
balazos. Johnny rodó por el polvo mientras escuchaba una maldición en el
centro de la calle.
Era Growman el que corría hacia los caballos.
Growman trataba desesperadamente de huir.
Para moverse con más rapidez y poder sujetarse mejor a la silla del
caballo, había soltado incluso el revólver. Sus gestos de rata acosada eran
los gestos de un cobarde. Toda su hombría de asesino había desaparecido,
al ver de cerca la cara de la muerte.
Johnny pudo haberle matado.
Lo veía con perfecta claridad y no tenía más que apuntar a la cabeza.
Pero en lugar de eso tiró a los pies para detenerle. Un cráter de polvo
se levantó junto a las botas de Growman mientras la bala patinaba en
zigzag.
El asesino se detuvo aterrorizado. Sus manos se habían alzado al cielo
en un frenético gesto.
—¡No tires! ¡Me entrego! ¡No tires!...
Estaba completamente hundido. Su cara se había bañado en sudor. Sus
ojos desencajados miraban hacia el mortífero revólver de Johnny.
Este se puso en pie.
El bull-dog apuntaba firmemente a la cabeza de su enemigo. Diríase
que el revólver estaba deseando ladrar.
Growman volvió a suplicar:
—¡No tires!...
—Yo no disparo contra hombres desarmados —dijo suavemente
Johnny Harper—. No soy como tú o como tus sucios asesinos. Vas a tener
una oportunidad para defenderte, Growman, aunque no la merezcas.
Growman vaciló.
Poco a poco el color volvió a su rostro.
—¿Una oportunidad? ¿Quieres decir que me desafías?
—Te desafío cara a cara, Growman.
—No tengo revólver...
—Ya me he dado cuenta de que lo soltabas antes, pero te dejaré
recogerlo. Sujétalo bien. Growman, porque no tendrás otra oportunidad. Y
empieza a rezar si es que te acuerdas porque no te dejaré tiempo ni para
lanzar un grito.
El asesino vaciló un momento.
Luego avanzó unos pasos hacia el «Colt» que antes había dejado caer.
Bastante gente contemplaba la escena desde los rincones de la calle.
Ahora la ciudad se había animado de repente. El silencio volvía a ser
agorero, pesado, macizo, como el silencio de los cementerios.
Johnny se dio cuenta entonces de que Sara Barklay aún no se había ido
de la ciudad. Era una de las personas que contemplaban la escena desde el
otro lado de la calle.
—Por favor... —bisbiseó ella—. No te arriesgues a...
No tuvo tiempo de decir más. En aquel momento, Growman acababa
de sujetar el revólver. En buena ley debió colocarlo en la funda, situándose
frente a Johnny Harper para iniciar el desafío.
Pero en lugar de eso prefirió jugárselo todo a la carta de su última
traición. Lanzando un gruñido intentó poner el «Colt» en línea de tiro.
Confiaba en que Johnny estaría desprevenido, y en realidad casi acertó.
Johnny saltó de costado mientras un calambre recorría su cuerpo.
Acababa de ver junto a sus ojos el chispazo de la muerte. La bala de
Growman, demasiado precipitada, le rozó la mejilla mientras él disparaba
a su vez.
También el disparo de Johnny hubo de ser demasiado precipitado,
puesto que no le quedó tiempo de apuntar. Pero tuvo al menos la suficiente
precisión para alcanzar a su enemigo en el brazo derecho, hacerle girar un
poco y obligarle a soltar el «Colt».
Ahora Growman estaba desarmado.
Sus dientes chirriaban de miedo.
Johnny Harper podía disparar contra él sin ningún remordimiento de
conciencia. Le había dado incluso más oportunidades de las que merecía.
Y la verdad fue que por un momento estuvo a punto de apretar el gatillo.
Pero sus sentimientos seguían impidiéndole disparar contra un hombre
que no podía defenderse. Volteó el revólver en su derecha y lo guardó en la
funda.
—Te vi cometer el primer delito en Tucson, y a Tucson voy a llevarte
—dijo secamente—. Cierto es que el sheriff de la ciudad nunca mostró
demasiado interés en perseguirte, pero ahora irás atado de pies y manos
hasta su oficina. Esta misma semana estarás ahorcado, Growman, maldito
seas. Tendrás lo que mereces.
En la calle sonaron gritos de disconformidad con aquello. Varias voces
se alzaron impetuosas desde distintos ángulos.
—¿A qué tanta comedia? ¡Hay que lincharle!
—¡Acabemos con él!
—¡Pronto, muchachos! ¡Una cuerda!
La gente empezaba a arremolinarse y a avanzar hacia el preso. Johnny
no pudo evitar una leve mueca de asco.
Ahora aquello se llenaba de valientes. Los había por todas partes,
mientras que cuando la banda de Growman estuvo completa, faltaron
madrigueras para ocultarles a todos. Johnny apretó los labios e hizo un
gesto brusco como si fuera a empuñar de nuevo la culata de su mortífero
«Colt».
—¡Basta! —masculló—, ¡Este hombre será llevado a Tucson y
juzgado legalmente! ¡El resultado será el mismo porque acabará colgado,
pero quiero que se cumplan los trámites de la ley! ¡Todos quietos!
El remolino que ya avanzaba hacia el preso se aquietó.
Todos se habían dado cuenta de cómo disparaba aquel forastero y no
quisieron probar suerte con él. Los deseos de linchar al preso cesaron,
aunque alguien refunfuñó:
—No se conseguirá nada en Tucson. El sheriff nunca ha demostrado
demasiado interés en acabar con ese hombre.
—Porque tenía miedo —dijo Johnny—. Pero ahora, si se lo entrego
atado de pies y manos, cumplirá con su deber. Juro a todos los habitantes
de esta ciudad que se hará justicia. Y ahora apartaos. Necesito dos
caballos.
Le hicieron paso. Johnny empujó brutalmente a Growman con el
cañón del revólver y lo llevó hacia los amarraderos donde había una serie
de corceles, al cual mejor. Le obligó a subir a uno de ellos.
La sangre manaba por el brazo herido del asesino.
Era ridículo pensar que intentaría huir. Al contrario, las fuerzas de
Growman irían decayendo y quizá llegaría desangrado a Tucson.
Tanto peor para él.
Johnny no pensaba inquietarse demasiado por eso.
Montó a su vez en uno de los corceles y entonces vio a Sara Barklay.
La muchacha tenía lágrimas en los ojos. Aún no se había hecho a la idea de
que Johnny estaba vivo y de que aquella pesadilla tocaba a su fin.
Johnny la había buscado con la mirada y sonrió al verla. Mientras le
acariciaba suavemente la mejilla con la derecha, susurró:
—Te necesito, Sara.
—¿Me necesitas? ¿Para qué?
—Yo voy a conducir a Growman y con mucho gusto conduciría
también a Frank Rugger, puesto que esa es mi verdadera misión. Pero el
médico ha dicho que necesita indispensablemente unas horas de descanso,
de modo que no puedo sacarlo ahora del hotel. ¿Te ves con fuerzas para
conducirlo mañana? No se trata de vigilarle, sino todo lo contrario, puesto
que él arde en deseos de ver a su hermana. Sólo tienes que cuidar de que
no sufra un desvanecimiento y de que no le ocurra nada por el camino.
—Eso es fácil, Johnny.
—Me harás un gran favor con ello, Sara, puesto que así no perderemos
tiempo. Volveremos a vernos mañana en Tucson.
—Sí, Johnny.
La mano que acariciaba la mejilla de la muchacha se crispó casi sobre
la piel tersa.
Era una caricia violenta, una caricia casi desesperada.
Luego, el joven se irguió sobre la silla. No quería seguir viéndola más.
No podía pensar en mujeres hasta haber terminado su trabajo.
Hizo una seña a Growman.
—Arreando...
Growman se había apretado un pañuelo contra la herida. Picó espuelas
y fue delante, sin hacer resistencia. Cualquier movimiento hubiera sido
mortal ante el terrible «Colt» de Johnny Harper.
El bull-dog quemaba en la funda. Diríase que ansiaba ladrar otra vez.
Así avanzaron hacia el sudoeste, tomando la ruta de Tucson.
Capítulo XIV
UNA OFICINA DE SHERIFF
Llegaron sin novedad aquella misma noche, cuando las luces de los
innumerables saloons ya estaban titilando en las calles. Johnny escogió a
propósito las zonas menos concurridas para que nadie reconociese al
bandido Growman. De nada le hubiera servido evitar que lo lincharan en
Redington si iban a acabar linchándolo en Tucson.
Gracias a eso pudo llegar sin inconvenientes ante la oficina del sheriff.
El representante de la ley estaba mascando tabaco con las botas sobre la
mesa y sin hacer nada, como era su costumbre. Pero por poco cae de
espaldas al ver la clase de personaje que le ponían delante de las narices.
Balbució:
—Gro... Gro... Gro...
—No se atragante, sheriff —dijo Johnny—. Efectivamente, es
Growman.
—¿Cómo lo ha capturado?
—Le he convencido invitándole a caramelos, si le parece. Siéntate,
Growman. Las juergas han terminado para ti.
Growman se sentó en la silla, o más bien se derrumbó sobre ella. Sin
embargo, una lucecita malévola volvía a brillar en sus ojos.
¿Confiaba en poder comprar al jurado? ¿Soñaba aún con que un
cómplice le sacara de la cárcel?
Johnny murmuró:
—Voy a hacerle entrega oficial de este hombre, sheriff. Lo he salvado
del linchamiento en Redington, pero exijo que sea juzgado en esta ciudad.
—¿Bajo qué acusaciones?
—¡Es Growman! ¿Le parece poco?
—Un apellido no es suficiente para llevar a un hombre a la horca.
—Veo que es usted muy legalista, amigo...
—También lo es usted, puesto que lo ha traído aquí. Sólo pido que me
dé una base para acusarle.
—¿Le parece poco lo que hizo en esta misma ciudad, con el asalto de
la cárcel?
—Necesitaré un testigo.
—Yo mismo puedo servir —dijo Johnny—, Y acreditaré también que
le vi asaltar una diligencia, matando a los pasajeros.
El sheriff torció la boca.
—¿Cree usted de veras que este hombre es el jefe de la banda? —
preguntó, con voz sibilina.
—¿Qué quiere decir?
—Me pregunto si no habrá nadie por encima suyo.
—No —dijo Johnny—, No puede haberlo.
—¿Cómo lo sabe?
—He estado un par de días en su guarida y he visto cómo funciona
aquello.
—De acuerdo, pero...
El sheriff parecía dispuesto a poner toda clase de inconvenientes.
Johnny le apuntó con el dedo.
—Oiga, amigo... ¿qué pretende usted? ¿Salvar a este hombre? Ya me
di cuenta la primera vez de que no tenía demasiado interés en perseguirlo,
pero ahora se lo entrego en su propia oficina. ¿Qué más quiere?
El de la estrella inclinó la cabeza.
—De acuerdo... —dijo—. De acuerdo... Voy a empapelarle.
E introdujo la mano en el cajón central de su mesa. Johnny creyó que
iba a sacar papel para redactar el primer escrito de acusación.
Pero la sorpresa que tuvo unos segundos después, le dejó helado. Lo
que vio al brotar aquella mano de nuevo, hizo que su rostro adquiriese un
matiz amarillo.
Porque la mano del sheriff empuñaba un revólver.
Y porque aquel revólver estaba apuntando directamente a la cabeza de
Johnny.
***
FIN