Salir de La Trampa de Arena. Por Maximo Merchensky

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Salir de la trampa de arena

Desafíos para la política económica

y la cultura política argentina

por Marcos Martel

1
Introducción

La pandemia del nuevo coronavirus sometió a las elites dirigentes de todo el

mundo a una prueba novedosa, para la cual ningún evento anterior las había

preparado. Los gobiernos debieron tomar medidas sin información, contra un

problema desconocido, de implicancias difíciles de determinar. Rápidamente se

advirtió que cada medida podía tener un impacto económico de proporciones

extraordinarias, y a tono con esto y se desplegaron medidas anticrisis también

inéditas. Poco a poco se fue aprendiendo sobre el nuevo virus y los esfuerzos se

concentraron en procurar la vuelta, lo más pronta posible, a una nueva normalidad.

El gobierno argentino, por su parte, se abrazó a la pandemia, que se convirtió en

el objeto excluyente de la política pública. El distanciamiento social, la política

de “cuidar la salud de la gente” le granjeó rápidamente una altísima valoración.

Pero resultó una huida hacia delante: la cuarentena temprana, que al principio

pareció un acierto, se extendió mucho más de lo previsto (terminó siendo la más

larga del mundo), para mostrar al fin resultados entre mediocres y malos en su

objetivo de contener la enfermedad, con un altísimo costo. La parálisis de la

actividad profundizó los serios problemas de la economía argentina, que venía de

una crisis cambiaria (2018) y de casi una década de estancamiento.

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En el presente ensayo proponemos enfocar algunos aspectos que consideramos

determinantes de esa década de estancamiento. En primer lugar, la oscilación

pendular entre políticas económicas estatistas y modelos pro-mercado. Este

péndulo tiene raíces profundas en nuestra historia y se reproduce al menos desde

la década del setenta del siglo XX. En segundo lugar, la tensión profunda de

reivindicaciones de diferentes sectores de la vida nacional, que se expresan y

encuentran cauce, alternativamente, en esas políticas, pero que además signan el

debate público, lo parcializan y lo radicalizan. Y en tercer lugar, tal vez el más

significativo, la ineptitud de la dirigencia argentina para encontrar una salida

superadora a esta trampa y, por el contrario, su permanente reincidencia en las

mismas políticas y el mismo sectarismo.

Tanto las políticas pro-mercado cuanto el estatismo han aparecido en coyunturas

históricas concretas para responder a problemáticas puntuales. Cada una de estas

políticas pudo mostrar –en diferentes etapas y contextos mundiales– resultados

satisfactorios por un tiempo. Cada ciclo generó expectativa e ilusión, y se

alimentó, al menos en parte, de la buena fe y la buena voluntad de los argentinos,

que siempre apostaron a encontrar el camino del desarrollo. En cada uno de

estos períodos, la tensión de reivindicaciones sectoriales se encauzó

momentáneamente, y el proyecto político de turno pudo consolidarse. En la

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historia reciente, eso ocurrió con la Convertibilidad a mediados de los años 1990,

y con el kirchnerismo al promediar la década del 2000. Más tímidamente y por

menos tiempo, también el gobierno de Cambiemos alimentó una expectativa

importante, y se benefició provisoriamente de ella.

Nuestras crisis periódicas son muy agudas, profundas y destructivas. Lejos de las

alteraciones del ciclo ordinario que pueden mostrar otras economías del mundo,

nuestro país se empobrece sin cesar en términos relativos. Hasta mediados de la

década del sesenta, Argentina peleaba por entrar al top ten de las diez economías

con mayor producto bruto per cápita del mundo, y algunos años ingresaba en

ese podio. Desde entonces, no hizo sino retroceder y hoy se posiciona alrededor

del puesto 67. Tenemos el mismo producto per cápita que hace cincuenta años.

De la ilusión al desencanto, se profundiza la destrucción del tejido social y se

frustra y revierte la movilidad social ascendente que caracterizó una vez a la

sociedad argentina. La pobreza aumentó del 5% de la población al casi 50%, y

por eso las tensiones reivindicativas y las posiciones políticas sectarias se agravan

y profundizan.

Como resultado de la crisis de este modelo pendular tenemos además un

creciente lastre superestructural. Cada una de las políticas ensayadas no sólo

afectó a la economía de determinado modo (con sus más y sus menos), sino que

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se incorporó al andamiaje institucional argentino, cristalizado en forma de leyes,

regulaciones, impuestos, deducciones, etc., que nunca se derogaron

completamente, sino que se han ido apilando una sobre otra, superponiendo y

contradiciendo.

De las diferentes políticas quedaron sucesivas capas legales, normativas y

regulatorias que conforman la maraña que son hoy el sistema tributario argentino,

el sistema de coparticipación federal de impuestos, el sistema de regulación de

entidades financieras y el mercado de capitales y de crédito, el sistema cruzado

de subsidios y transferencias al sector privado, el sistema previsional y de

protección social, por mencionar algunos. Cada capa tiene implicancias de largo

alcance. Por un lado, traban la actividad económica, la dificultan o le agregan

costos. Por otro lado, al afectar recursos e ingresos, implican derechos que juegan

en el campo de las reivindicaciones políticas, retroalimentando las tensiones que

mencionamos más arriba.

La situación de la economía argentina es hoy de estanflación, y constituye un

desafío especial porque las medidas pro-mercado que tradicionalmente se

propusieron para contener o derrotar la inflación tienen un efecto contractivo,

mientras que las herramientas fiscales que podrían dinamizar la actividad tienen

consecuencias inflacionarias casi inmediatas.

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Adelantamos al lector que el presente ensayo procura elucidar los elementos

críticos del estancamiento de la economía argentina alrededor de una idea muy

simple, que opera como su tesis de fondo: la crisis argentina es una crisis

estructural, debida a la insuficiente capitalización de su estructura productiva.

Argentina nunca acertó a alentar procesos genuinos de inversión, continuados en

el tiempo, con impacto real en la productividad del trabajo y la competitividad

de la producción, factores centrales del desarrollo en el mediano plazo. La crisis

argentina es consecuencia de la ineptitud de la política económica en las últimas

cinco décadas para impulsar y sostener en el tiempo un proceso de inversión y

capitalización. O puesto en términos políticos, la ineptitud de la dirigencia

argentina para administrar los conflictos redistributivos y al mismo tiempo

privilegiar el proceso de inversión y capitalización requerido para que la

economía crezca (que naturalmente sustrae recursos a la puja de distribución del

ingreso).

En este punto vale señalar que, por supuesto, las pujas distributivas no constituyen

un problema en sí mismas. El juego de reivindicaciones sectoriales tiene en

política la misma importancia que el juego de oferta y demanda en el mercado

de bienes y servicios. Así como de la interacción en el mercado surge el precio

de los bienes, que sirve en las economías modernas como el más eficaz índice

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para la asignación racional de los recursos, así también de la discusión de las

reivindicaciones sectoriales debieran surgir los acuerdos que funcionen como

índices de comportamiento, los términos de la convivencia política. Pero para

esto, los participantes del juego deben preocuparse, en todo momento, de velar

por la salud de la economía y promover su crecimiento. Aquí es donde los

argentinos realmente fallamos.

El moderado éxito que presentaron por un tiempo las diferentes políticas

estatistas y pro-mercado alimentaron muchas veces, a ambos lados de este

contrapunto ideológico, la idea de que el posterior amesetamiento y crisis pudo

haber tenido como causa insuficiencias de implementación, concesiones a la

práctica, contextos desfavorables, o incluso palos en la rueda de la oposición que

trabaron las reformas, etc. Utilizaremos la clave inversión para explicar mejor la

raíz del fracaso de las recetas estatistas y pro-mercado, más allá de sus factores

desencadenantes o anecdóticos. Cada modelo tiene sus postulados básicos, un

diagnóstico de la problemática económica argentina y un set de políticas típico

que trataremos de explicitar, y también, según el contexto, algunos elementos

novedosos que se adosaron a sendos modelos en sus diferentes versiones.

Trataremos de sintetizarlos y mostrar por qué no han sido suficientes para

promover la inversión hasta llevarla a niveles adecuados, en los diferentes sectores

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de la economía, y a lo largo del tiempo necesario para obtener la capitalización

y las ganancias de productividad tales que resultaran en un proceso de desarrollo

genuino.

Los grandes debates que tenemos pendientes (la estructura tributaria argentina, el

régimen de coparticipación federal, el régimen previsional, la legislación laboral,

el dispositivo de protección social) debieran también ser enfocados bajo un nuevo

prisma, apuntando a resolver no sólo el financiamiento de las urgencias sino la

sustentabilidad integral de cada uno de estos sub-sistemas en un modelo de

desarrollo consistente, congruente, sustentable, que permita bancarlos.

A esta altura de la crisis resulta evidente que no hay atajos, que no hay

herramientas mágicas para enderezar el rumbo, y que la economía argentina no

tiene con qué crecer si no se privilegia la inversión de riesgo en el sector

productor de bienes y servicios.

La dirigencia política le debe a los argentinos una tarea que le es exclusiva, que

sólo ella puede encarar y resolver: poner fin a la confrontación sectaria, empalmar

los intereses particulares, las reivindicaciones sectoriales puntuales de todos los

actores de la vida nacional y alinearlos detrás de una política económica de

desarrollo; un sistema consistente, ordenado, claro, no contradictorio de

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incentivos y penalidades que alienten la inversión masiva, pública y privada, en

todos los rubros de la economía.

Ese es el acuerdo que hay que lograr, tal es el objetivo que tiene que aunar la

vocación y los esfuerzos de los argentinos, que puede ayudarnos a reformular los

viejos problemas –es decir formularlos de nuevo, sin preconceptos sectarios y

abarcando al conjunto de intereses en juego- encontrar tareas comunes, cerrar la

grieta y permitirnos trabajar juntos. En las próximas páginas trataremos de

exponer los diferentes aspectos de esta tarea.

La pandemia

La pandemia del COVID19 provocó a principios del año 2020 una contracción

económica bastante diferente a las crisis clásicas que periódicamente afectan la

economía mundial. La característica distintiva de esta crisis fue su carácter

nítidamente exógeno: tuvo como causa central la política sanitaria de los

diferentes países. Las medidas tomadas por los gobiernos para frenar al virus

abarcaron alternativas que fueron desde un moderado distanciamiento social hasta

el confinamiento total de las personas y la prohibición de actividades, de alcance

universal y cumplimiento obligatorio. Estas medidas tuvieron un dramático

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impacto económico, que realimentó el juego de expectativas negativas asociado

al desarrollo de la pandemia.

La crisis global reconoce entonces varios aspectos críticos concurrentes, que

ordenamos de lo más puntual y concreto a lo más general:

1. Una brusca contracción de la utilización del factor trabajo —confinado

en sus hogares— y la correspondiente caída de la producción de bienes y

servicios, y de los ingresos salariales asociados.

2. Una brusca caída del consumo por las restricciones al comercio y el

tránsito, y luego también por la caída de los ingresos salariales.

3. Un brusco cambio de los comportamientos de los agentes económicos,

como consecuencia del miedo al virus y, por extensión, a las enfermedades

–cambio de amplios alcances, que promete, además, extenderse por un

tiempo indeterminado y dejar una huella muy profunda–.

4. Un fuerte golpe al espíritu de época, que pone en crisis la relación de

las personas con sus planes, objetivos vitales, sus patrones de consumo, sus

expectativas y modos de relacionamiento, y alterará de forma severa los

comportamientos futuros.

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Conviene diferenciar estos aspectos y tenerlos presentes al evaluar los alcances e

implicancias del nuevo factor COVID19 en el panorama económico y político

global. Los tres primeros puntos son estrictamente económicos y explican la

profundidad inmediata de la crisis; el tercero y el cuarto nos permiten imaginar

y prever la extensión en el tiempo, alcances y profundidad de la crisis,

determinada precisamente porque en todo el proceso hay factores socioculturales

radicalmente nuevos, que impactan hoy e impactarán en el futuro de la economía

global.

La salida de la crisis, según han explicado muchos economistas, requerirá medidas

que contrarresten los procesos enumerados más arriba. Hay una serie de medidas

de coyuntura, monetarias y fiscales, que los diferentes países pusieron

rápidamente en marcha, para

1. Proteger a los ciudadanos más frágiles, los que viven al día, se ven

privados de su ingreso y necesitan un auxilio directo.

2. Proteger a las empresas, las unidades de organización de la economía (el

trabajo, la producción, el comercio, el transporte, el consumo, los

servicios, etc.).

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3. Proteger los contratos, el modo de interrelación de los agentes

económicos

Que la gente no pueda ir a su trabajo, que las empresas que no puedan desarrollar

parte o toda su actividad habitual, que los agentes económicos no puedan cumplir

sus contratos, constituye una novedad, una situación muy diferente de lo que

ocurre, por ejemplo, en una crisis convencional, durante una guerra o frente a

un desastre natural. En el caso de las crisis típicas del capitalismo, los desajustes

son en general limitados, acotados, restringidos a determinadas actividades o

rubros, pero incluso en las crisis generales profundas el conjunto sigue

moviéndose y el ajuste depura algunas partes devolviéndole dinamismo al

conjunto (lo que Schumpeter llamaba destrucción creativa). En el caso de las

guerras o desastres, estos eventos destruyen elementos materiales, factores de

producción (infraestructura, equipos, edificios, etc., y personas). Aquí lo que

está dañado y en riesgo es el valor de los activos sometidos a los cambios radicales

de comportamiento de los agentes económicos, tanto en lo inmediato cuanto los

esperables más a mediano plazo.

Las respuestas de política económica tuvieron diferentes características según el

bien público que eligieron preservar los diferentes gobiernos, acorde a sus

diferentes modelos socioeconómicos.

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Las economías más o menos apegadas al modelo de Estados de bienestar,

privilegiaron la protección del trabajo y de las personas más directamente

afectadas por la contracción económica. Países más liberales se propusieron, en

cambio, privilegiar la protección de los contratos ayudando a las partes a

contar con herramientas y garantías a tal fin. Aunque la forma concreta de las

políticas anticrisis puede haber sido diferente, a lo ancho de todo el mundo la

ayuda fue orientada de manera bastante precisa. El volumen inédito,

sorprendente de esta ayuda no es caprichoso, se apoya en la solidez las economías

centrales y la confianza universal en su capacidad de reacción, como también en

la solvencia de las herramientas financieras elegidas, pese a su evidente

heterodoxia.

Hay un latiguillo que se repite una y otra vez: que la pandemia vino a demostrar

la importancia de los Estados y la regulación política frente al comportamiento

insensible del mercado, que la crisis “no se puede dejar librada al mercado”, etc.

La verdad es que es exactamente al revés. Si bien los Estados pueden y deben

generar marcos de referencia, colchones financieros de amortiguación y grandes

líneas de acción, la salida de la crisis tendrá como protagonistas excluyentes a los

agentes privados con sus decisiones muy concretas, y al mercado como punto de

encuentro entre los productores de bienes y servicios, y los consumidores. El

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mercado es la obvia instancia de legitimación de la oferta por parte de las nuevas

preferencias y requisitos de consumo.

Lo que sea que termine constituyendo una nueva normalidad será la adecuación

de la oferta de bienes y servicios de la economía a las nuevas, diferentes

características de la demanda, esto es, a las nuevas formas de comportamiento de

las personas. Una reconversión en muchos casos muy profunda. Los cambios

en el comportamiento abarcarán las nuevas expectativas vitales, las preferencias

respecto de los bienes y servicios, su origen y trazabilidad, los procesos de su

producción, etc., la relación de las personas con los espacios habitables, los tipos

y tiempos de trabajo, las formas y tiempos de transporte, y en general el

amplísimo mundo que incluimos en la idea general de los patrones de consumo de

la sociedad.

¿Qué rol deben desempeñar los gobiernos en este proceso de reacomodamiento?

¿Pueden los Estados adivinar, anticiparse, dar forma o incidir en los

comportamientos futuros de las personas, en toda esta amplia transformación que

se viene? Aunque pueden y deben ocuparse de lo que hacen o dejan de hacer

las personas en todo lo relativo al bien público, no debieran ni parece que puedan

eficazmente ampliar esta intervención hacia el mercado de bienes privados.

Miremos esto un poco más de cerca.

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El mercado de bienes y servicios privados ha resultado muy afectado por la

pandemia, y el Estado con sus políticas restrictivas ha tenido mucho que ver en

esto. Las empresas, productoras de estos bienes y servicios, deben interpretar el

nuevo panorama y encontrar la manera de seguir produciendo y ofreciendo sus

productos. Serán las empresas –y nadie más que ellas– los agentes primarios

encargados, tras absorber mejor o peor el impacto de la crisis, de leer el nuevo

mapa económico, ajustar su funcionamiento a los nuevos patrones de consumo

y proponer los cambios organizativos, los nuevos procesos, los nuevos productos,

las nuevas formas de explotación del factor trabajo requeridas para conectar con

las preferencias del consumidor y volver a crear riqueza lo más rápidamente

posible. Las empresas se enfrentarán a la obligación de reconvertirse en todo o

en parte, de manera acelerada y acuciante. Y necesitará invertir para ello. Serán,

en definitiva, el actor clave en la dinamización de la economía.

La función de los Estados es muy diferente. Los Estados se ocupan de la

producción de bienes públicos. La definición de qué bienes públicos produce es

netamente política. La relación entre los recursos afectados y el bien público

producido no encuentra validación en un precio de mercado, y por eso la

racionalidad de la producción estatal de bienes públicos es política antes que

económica. Pero no es trivial mirar qué recursos dedica a su producción y cómo

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los asigna, cuán eficiente y eficaz es, porque en definitiva los recursos que afecta,

antes los sustrae al proceso de producción y distribución de bienes privados, en

forma de impuestos.

Los Estados no debieran abocarse, a tontas y a locas, a la producción de bienes

privados, ni en general tomar definiciones políticas sobre los diferentes mercados

con cualquier excusa, salvo en casos muy excepcionales. Porque al hacerlo

inhiben, distorsionan o directamente anulan los mecanismos de formación de

precios que sirven de índice de la eficiencia de su producción.

La tentación populista

Al trabar la circulación de personas y bienes, las políticas de lucha contra la

pandemia rompieron la ecuación económica de muchísimas actividades que

requirieron algún tipo de auxilio del Estado. Del mismo modo que eso no

debiera significar que el Estado tenga piedra libre para avanzar sobre aspectos de

la vida social que tradicionalmente estuvieron fuera de su competencia –al menos

en el sistema de garantías a las libertades que está a la base de las democracias

representativas liberales occidentales– así tampoco la posición predominante del

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Estado, resultado de sus intervenciones, debiera habilitar abusos de intervención

en las relaciones de propiedad o los mercados.

Desde que los gobiernos empezaron a tomar las primeras medidas contra el

COVID19, llamó la atención que los gobernantes comúnmente asociados

al populismo hayan sido los más refractarios a la implementación de políticas

restrictivas, y quienes más tenazmante hayan resistido la gigantesca presión social

en tal sentido. Del otro lado, la construcción acelerada de la consigna stay at

home, su publicidad apabullante, su legitimación (malamente) cientificista y su

implementación masiva a nivel mundial, sumadas a la amplificación administrada

del miedo, parecieron, en cambio, mucho más acordes a lo que tradicionalmente

entendemos como populismo, y a sus manifestaciones clásicas. Es decir: la

pandemia se administró en principio con prácticas habitualmente asociadas al

populismo, mientras los gobernantes caracterizados como populistas (Donald

Trump, Bolsonaro, Boris Johnson) se resistieron a tomar medidas restrictivas.

El lockout fue en verdad una respuesta poco imaginativa, que se apoyó en la

exacerbación del miedo y se desplegó de forma paternalista. Permitió a los

gobiernos concentrar aprobación social y poder, y avanzar en el control de

territorios que nunca hubieran estado al alcance del poder político, tal como es

concebido en las sociedades liberales modernas. El confinamiento forzoso

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implicó el recorte inmediato de elementales derechos y garantías (la libertad de

tránsito, de reunión, de ejercicio de las actividades legales, etc,) que, dado su

difuso carácter provisorio (15 días o 40, dos meses o dos años), no se sabe cuándo

se recuperarán. Nadie tuvo ni tiene todavía muy claro a futuro qué se podrá

hacer y qué no, y durante cuánto tiempo.

Los gobiernos establecieron el lockout sin pruebas convicentes y sin respaldo

científico (lo que entendemos epistemológicamente por evidencia científica),

qué tan seguro o peligroso es nuestro estilo de vida, qué tan segura o peligrosa

es la actividad a que nos dedicamos, ejecutada de qué forma, qué días de la

semana, y bajo qué protocolos. Los sanitaristas y epidemiólogos convalidaron

este modo de proceder. Muchas cosas naturales empezaron a ser vistas como

peligrosas o riesgosas, y el temor a los virus y bacterias pasó a integrar la vida

cotidiana. Este es el rasgo que redefinirá los modos de relacionamiento social y

laboral, afectando incluso las relaciones personales más íntimas.

Como resultado, un gigantesco abanico de actividades está entrando en crisis a

escala planetaria, y no sabemos cuáles podrán resistir, reconvertirse o desaparecer.

Los errores y aciertos de los gobiernos en sus políticas contra la pandemia nos

dejan una lección que tempranamente podemos formular: la expectativa

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ciudadana de que los gobiernos reaccionen rápido frente a un problema

desconocido, no debiera implicar que puedan hacer cualquier cosa. La reacción

sobreactuada puede parecer correcta al principio, pero tener consecuencias

negativas no previstas, que generen un daño colateral mayor al bien público que

procuran, o incluso llegar a ser contraproducentes en orden al problema que

pretenden abordar.

La larga crisis argentina

La crisis argentina se puede enfocar de diferentes modos, y los diferentes enfoques

resultan heterogéneos entre sí, extraños el uno al otro, y tienen (cada uno) sus

propios criterios de razonabilidad. La grieta que divide a la sociedad argentina se

reproduce en las diferentes miradas sobre las causas de la crisis económica.

En general hay acuerdo en que la economía argentina está trabada y que la

principal tarea de la política económica es inducirle dinamismo. Sobre lo que

no hay acuerdo es acerca de cuáles son las políticas adecuadas para esto y, antes

que eso, cuáles son los problemas estructurales de la economía, es decir, sobre qué

factores conviene hacer eje, dónde introducir cambios para que el conjunto de

la economía se acomode y arranque.

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La mirada liberal clásica sostiene que el problema de Argentina es el gran

tamaño de un Estado hipertrofiado asociado a las políticas intervencionistas del

peronismo y, más en general, al proyecto industrializador en el siglo XX, que

alejó al país de las posibilidades que le brindaban sus ventajas comparativas: un

destino deseable de potencia agroexportadora. Un Estado sobredimensionado

implica, históricamente:

a) creciente presión tributaria, que desalienta y ahoga la actividad

b) trabas y regulaciones estatales, controles de precios y de cambios, que

también desalientan la actividad económica,

c) baja productividad en la provisión de los bienes públicos, y baja calidad de

esos bienes,

d) déficit crónico o creciente de las cuentas públicas, que retroalimenta el

punto a).

e) permanente necesidad de financiamiento extra (por la vía del

endeudamiento o la emisión),

f) permanente tensión inflacionaria (que retroalimenta el punto b), y por

ende

g) inestabilidad macroeconómica crónica.

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El liberalismo argentino suele enfocarse en el último punto, y cae una y otra vez

en la atribución de todos los males del país al déficit del sector público, la emisión

monetaria y la inflación, saturando el debate público con trivialidades al respecto.

En la vereda de enfrente de la posición liberal clásica u ortodoxa, no es fácil

definir un cuerpo de ideas homogéneo, aunque la podamos denominar una

posición estatista. Con estatismo nos referimos a una propensión de los

gobiernos a implementar políticas más o menos heterodoxas dirigidas a intervenir

en el mercado, bajo el argumento de defender valores de equidad distributiva.

Por eso muchas veces las englobamos bajo el término populismo, en un abanico

ideológico que va del peronismo clásico de los planes quinquenales (1946) al

progresismo socialdemócrata de la Declaración de Avellaneda (1945) llegando a

la teoría setentista de la dependencia, con expresiones prácticas en políticas

económicas de estatismo moderado como la de Grinspun (1984), hasta el

intervencionismo extremo de Gelbard (1973) o Kiciloff (2013). Sus partidarios

pueden referirse a sí mismos como “el campo nacional y popular”.

Para la mirada estatista, el libre juego del mercado es una mascarada, un

simulacro que en realidad estimula el funcionamiento de oligopolios que

detentan posiciones dominantes, persiguen rentas extraordinarias que se

concentran en manos de unos pocos, producen cada vez más injusticia y

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desigualdad social, creciente concentración económica, extranjerización de

activos y subordinación al capital financiero internacional. Para remediar estos

males, el estatismo propone un Estado fuerte que regule y grave los mercados y

dirija una redistribución de recursos en favor de los más humildes. Repite una

y otra vez que la demanda agregada, incentivada por el propio Estado por la vía

del gasto público, es motor suficiente del crecimiento.

Sendas miradas generalizadoras traen aparejadas algunas trampas típicas de las

formulaciones sobrecargadas de ideología.

Cuando el Estado altera las reglas del mercado, en general no lo hace a favor de

la equidad distributiva, sino a favor de actores e intereses muy concretos,

fácilmente individualizables. A través de la regulación de los precios y el

comercio exterior, la imposición de gravámenes y regulaciones o los subsidios

directos, pero también con los contratos directos del Estado, arbitra en cada

mercado, define jugadores, ganadores y perdedores, determinando que sólo sean

viables o exitosas determinadas empresas. De aquí a la institución del capitalismo

de amigos, hay un trecho demasiado exiguo, y el resultado es una distorsión

general de los incentivos a la eficiencia y buen funcionamiento de la economía.

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Por su parte, cuando las políticas económicas pro-mercado desplegaron sus

herramientas de liberalización de mercados (1966, 1976, 1991, 2015) se

enfocaron más en los aspectos monetarios de la inflación que en los desajustes

estructurales de la economía; encararon antes que nada la restricción monetaria,

el retraso del tipo de cambio y la apertura a la importación como recetas llave en

mano para la estabilización, quedándose allí, alimentando circuitos de valorización

financiera apoyados no tanto en la mentada confianza –que siempre predicaron–,

sino en el alto precio que se paga (en tasas de interés) por alquilar esa confianza.

Se quedaron allí, en el sentido de que confiaron en que el mercado por sí solo

acomodaría la economía.

Una economía muy particular

Si para la mirada liberal, la economía argentina no tiene nada de especial y debe

alinearse a las recetas de política económica de manual; para el estatismo, por su

parte, la economía argentina es tan especial que propone quemar todos los

manuales y amañar una heterodoxia extrema. Para salir de la trampa de arena de

la economía argentina, es necesario reemplazar los elementos conceptuales

típicos, con los que habitualmente se plantean los problemas, y construir una

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serie de premisas que permitan entender las particularidades de la economía

argentina y proponer una política diferente.

1. La economía argentina es una economía pequeña, con mercados muy

opacos, concentrados y distorsionados, fuertemente regulados y sometidos a la

intervención discrecional del Estado. El modo de funcionamiento típico del

sector privado es la operación en algún tipo de condiciones de excepción:

protección aduanera, grandes contratos con el Estado, sectores oligopólicos

cerrados o muy regulados, o mercados concentrados o cartelizados. La

concurrencia libre es, en general, un postulado utópico respecto de la realidad de

cada sector de la economía que se analice.

2. El Estado argentino es un actor central de la economía, tanto por su

gran tamaño, presión regulatoria y mal funcionamiento, cuanto por la carga

tributaria requerida para mantenerlo, y la arbitrariedad y volatilidad de sus

decisiones y normas. En particular:

a) es tradicionalmente ineficiente en la asignación de recursos para la

producción de bienes públicos, en general de mala calidad y distribuidos

de manera arbitraria e injusta.

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b) generó a lo largo de los años una maraña de gravámenes y regulaciones

generales y especiales, con alícuotas nominales muy por encima de su nivel

razonable, que distorsionan los precios relativos, traban la actividad e

incentivan la informalidad

c) está fuertemente cooptado por estructuras y prácticas patrimonialistas –la

administración como botín– que alientan, protegen y reproducen la

corrupción.

d) es tradicionalmente intervencionista y sus decisiones son oscilantes,

heterodoxas y muchas veces contradictorias,

e) dada su propensión a la creación de empleo público innecesario cuya carga

salarial es además inflexible a la baja, y su baja productividad y eficiencia,

es abierta y francamente inflacionario.

f) atraviesa frecuentes crisis políticas que quitan previsibilidad al horizonte

económico

3. Los precios son en Argentina un fenómeno más político que

económico. La relación de los agentes económicos con el Estado y el rol del

Estado en cada mercado son claves para entender los niveles de precios en cada

rubro y sector. El estatismo pretende responsabilizar a “los formadores de

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precios” de las distorsiones de los mercados argentinos, cuando es el Estado, por

la presión tributaria, por la maraña regulatoria, por los malos servicios que brinda

(en particular seguridad, logística, justicia laboral, etc.), como también por los

precios que impone como gran contratista y gran tomador de deuda, y por la

presión de la corrupción institucionalizada, el principal factor de distorsión de los

precios. El liberalismo, entretanto, enuncia su pretensión (teórica) de liberar los

precios, pero en la práctica las políticas económicas pro-mercado suelen liberar

sólo algunos precios mientras frenan otros como anclas de la inflación o reservas

políticas, agregando siempre fuertes distorsiones a los precios relativos.

4. La evasión tributaria y la realidad paralela que ella crea –la economía

informal–, son fenómenos centrales de la economía argentina. La

presión tributaria es siempre creciente en la historia económica argentina, y por

eso incentiva siempre, cada vez más, la evasión y la informalidad. ¿Qué es la

economía informal? Son los bienes y servicios producidos pero no declarados,

intercambiados pero no facturados, y las remuneraciones del empleo informal

(trabajo en negro) y del capital informal, en forma de utilidades o rentas de capital

negro. También las importaciones hormiga o “turísticas”, las compras en el

exterior no declaradas, y el contrabando en sus diversas formas. Por supuesto,

también la inversión no declarada ni contabilizada, el empleo de capitales

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informales en la capitalización de activos, la inversión inmobiliaria informal. Y

finalmente el consumo informal, todos los bienes que se compran y los servicios

que se pagan sin registro contable o tributario, y que constituyen, por eso, un

gigantesco mercado informal que incluye los mercados ilegales (drogas, bienes

robados, trata de personas, crimen organizado, etc.), pero que está muy lejos de

agotarse o circunscribirse a ellos.

5. En Argentina la doble contabilidad es una práctica muy extendida y

normal. A excepción de las grandes empresas (que operan en mercados

internacionales o fuertemente concentrados, o sujetas a las exigentes regulaciones

del mercado de capitales), para el universo de las pymes, para amplios sectores

del comercio, para las operaciones inmobiliarias y más todavía para la actividad

profesional y la microempresa –por no mencionar los patrimonios y las

declaraciones juradas de los funcionarios políticos–, la doble contabilidad es una

realidad de hierro. Para una pyme, la doble contabilidad y la evasión

correspondiente pueden hacer la diferencia entre un negocio exitoso y la quiebra.

La evasión está así institucionalizada. Este dato histórico común a muchos países

de América latina, no hizo sino profundizarse en el último medio siglo en

Argentina, pari passu aumentaban las alícuotas de los impuestos tradicionales o se

creaban nuevos impuestos.

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6. No se conoce el tamaño de la economía informal, pero debe

considerarse que puede ser mucho más grande de lo que en general se

supone. ¿Cuántos puntos del PIB no contabilizamos porque no podemos medir

la economía informal? En general los economistas consideran la economía

informal un fenómeno despreciable, lo cual sería correcto si se ubicara alrededor

de 5-10 puntos del producto. Pero si la economía informal fuese de un tercio o

más del PIB, casi todo lo que afirmamos cotidianamente sobre los problemas

económicos argentinos sería muy distinto y debería, por esto, ser replanteado.

Es muy posible que a estas alturas estemos muy cerca de este escenario. El

blanqueo de 2016, cuya acogida superó las expectativas pero que también, según

los especialistas, abarcó apenas una parte del stock de activos informales

existentes, señala la importancia de la actividad económica informal que genera

esos stocks.

7. El lavado de activos es la contracara necesaria de la economía

informal. En la medida en que la economía argentina es una gran generadora

de dinero negro, no sólo se sistematiza la práctica de la dolarización, fuga y

atesoramiento, sino también la práctica habitual del lavado de activos, a través de

determinadas actividades económicas que eluden el control fiscal. Entre las

múltiples externalidades negativas de esta realidad se cuenta que se establece un

28
medio ambiente económico propicio para la corrupción, el narcotráfico y el

crimen organizado. La economía informal es además un factor de volatilidad de

la economía formal argentina, porque el circuito de dinero negro, en la fase

inmediata anterior y durante las crisis, presiona sobre varios mercados.

8. La economía informal traba el desarrollo de la economía real. Una

de las características de la informalidad es que se mantiene al margen de los

mecanismos formales de ahorro y crédito. No es casual que Argentina tenga una

bajísima tasa de bancarización (la relación entre el crédito y el PIB de la economía

argentina ronda el 16%, contra 60% de Brasil y 110% de Chile), o también una

bajísima tasa de capitalización bursátil de las empresas locales (12% del PIB, contra

42% de Brasil o 86% de Chile). Por eso la inversión en Argentina se financia

mayormente con reinversión de utilidades. Y por eso también una gran parte de

esa inversión real es informal, no registrada.

9. La economía informal constituye un fuerte desincentivo para la

inversión y el desarrollo de nuevos negocios. En la medida en que existe

una porción x de la economía que se mantiene en la informalidad y, por ende,

no paga impuestos, todo el peso del costo de manutención del Estado lo sostienen

las actividades y agentes que sí pagan todos sus impuestos. Si bien la presión

tributaria real argentina (recaudación/PIB) puede ser comparable con la de

29
muchos países de similar estructura económica e institucional, el promedio

esconde una gran inequidad: en la medida en que la evasión es gigantesca, la

presión tributaria nominal o formal (el peso de los impuestos sobre una actividad

que cumple con todas sus obligaciones) es altísimo. Como la estructura tributaria

argentina premia la informalidad y desincentiva los negocios formales, la carga

tributaria está muy injustamente distribuida y la figura del free rider, que en la

teoría política se define como excepción, en la práctica aquí es la norma. Este

estado de cosas que incentiva la informalidad da forma a un caso extremo de la

clásica tragedia de los comunes, en virtud de la cual el comportamiento individual

racional destruye el campo de acción común y el futuro compartido.

10. Del mismo modo que no puede cobrarle impuestos, el Estado no

puede asistir a la economía informal. Del total de pymes de la economía

argentina pre pandemia (unas 800 mil), apenas el 25% accedía regularmente al

crédito y otras herramientas financieras. El resto (en parte por su informalidad),

o no reúne los requisitos o elude la bancarización para no pagar, y por ello está

compelida a utilizar mecanismos de financiación también informales, escasos,

caros e inseguros. Por cierto, los crecientes riesgos y costos de permanecer en

negro y utilizar el financiamiento informal se justifican ampliamente en que la

formalización sería mucho más cara.

30
Enfocar la inversión y ordenar los problemas

Cada una de estas particularidades nos obliga a complementar, matizar,

condicionar o directamente cambiar nuestros preconceptos sobre cuáles sean “los

problemas de la economía argentina”, tal como se plantean habitualmente:

déficit, inflación, volatilidad, cambiaria, fragilidad del sector externo, deuda

pública insostenible, etc. Y en suma, cada uno de estos aspectos está relacionado

con los demás, y unos problemas se potencian con otros. ¿Cómo identificar un

elemento ordenador que nos permita entender los problemas básicos por debajo

de las múltiples determinaciones cruzadas de cada uno de los diferentes aspectos?

El drama profundo de la economía Argentina a partir del último cuarto del siglo

XX es un status quo en materia de acumulación que, por debajo de su

comportamiento cíclico (con fases positivas más o menos exitosas y crisis muy

profundas y frecuentes) ha lesionado los canales ordinarios para la inversión

empresaria y la capitalización de la economía. Lo que está roto es el flujo que va

desde la generación exitosa y muy profusa de utilidades (en la fase positiva del

ciclo) hacia la institución del ahorro y la inversión, la apuesta productiva de riesgo

en la economía real.

31
Este es el problema que podríamos situar en un nivel 0, por debajo de las

discusiones entre izquierdas y derechas, entre liberales y estatistas. La raíz de los

problemas del subdesarrollo es la baja tasa de capitalización de la economía

argentina, y la ineptitud de la política económica, cualquiera sea su signo, de

revertir esta realidad. El subdesarrollo, tal como es definido históricamente, es la

incapacidad estructural de la economía para generar, aplicar y reproducir la

capitalización, esto es, la continua y creciente aplicación de una parte sustancial

del excedente que surge del proceso productivo al propio proceso productivo, o

dicho de otra manera: la acumulación con destino a la formación de capital. La

baja tasa de capitalización tiene como correlato una baja productividad del

trabajo, baja competitividad y, por lo tanto, una ineptitud relativa para crear

riqueza.

Dados estos elementos, la posibilidad de que la economía argentina inicie un

sendero de crecimiento sostenido está impedida en su base más profunda. La

cuestión central de la política económica en la Argentina actual es, pues, cómo

se recompone de manera sustantiva y duradera el circuito de ahorro e inversión.

Si la inversión es el problema central o más profundo, hay otra serie de problemas

en niveles diferentes, que precisamente determinan, provocan, concurren a que

32
no haya formación de capital, acumulación con destino a la inversión y la

capitalización.

Históricamente un problema central que determinaba este proceso era la

especialización extractiva, primaria, agroexportadora. La estructura económica

agroexportadora orientaba la inversión (la incipiente capitalización) a reforzar la

extracción de recursos naturales y su comercio exterior. De hecho los grandes

esfuerzos de capitalización de la época dorada de la economía argentina, la de

“los ganados y las mieses” (1880-1940) se dirigieron a la infraestructura de

transporte para la exportación de estos productos: ferrocarriles, puertos, caminos

y servicios asociados.

Situamos en un nivel 1 los problemas particulares de capitalización, específicos,

que tienen que ver con el carácter aluvional, desorganizado, no planificado, del

proceso de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) que se

desarrolló de manera más o menos inorgánica a partir de la primera guerra

mundial y hasta el final del primer peronismo, digamos.

Los desequilibrios, estrangulamientos y cuellos de botella en la matriz de insumo-

producto, la falta de infraestructura, insumos básicos y tecnología, generaban

tensiones en la balanza de pagos, y a caballo de ellas, crisis fiscales que derivaban

33
en explosiones de inflación, y luego ajustes y recesión. Este modelo motivó y

dio razón de ser al programa desarrollista a fines de la década de 1950, que

planteaba corregir el sesgo original de la estructura agroimportadora, y completar

la industrialización integral.

Esquema 1: Problemas estructurales, de nivel 0 y nivel 1.

Los avatares de la economía argentina en los últimos 50 años, y en particular la

superestructura institucional que ha sedimentado por intervención de las

sucesivas administraciones, con políticas económicas de muy diverso signo

(Krieger, Gelbard, Martínez de Hoz, Grinspun, Sourruille, Cavallo, Remes,

Lavagna, Kicilloff), merecen enfocar la atención en otra serie de problemas que

se podrían ubicar en un nivel 2. No se pueden caracterizar como problemas

estructurales, y por el contrario son claramente “superestructurales”, pero

conforman como resultado un sistema que inhibe la formación de capital,

34
desalienta la inversión, y en definitiva impide la capitalización de la economía

argentina.

Por supuesto, en relación con los problemas definidos como “estructurales”,

duros, estos problemas son más bien “blandos”. Sin embargo, este sistema de

desincentivos a la inversión no debe ser subestimado y, muy por el contrario,

debería ser estudiado con mucha atención. De manera sistemática –permítasenos

la redundancia–, cada vez más, sobredetermina la trabajosa marcha de la

economía argentina, o más precisamente la frena. Si en términos generales

sabemos que el crecimiento sostenible y el desarrollo dependen de las ganancias

de productividad que, en última instancia, surgen de la capitalización de una

economía dada, este sistema superestructural traba el crecimiento.

Esquema 2: Problemas de superestructura, de nivel 2

35
El aumento de la presión tributaria es la respuesta tradicional de las elites

dirigentes argentinas a los problemas de caja del Estado para solventar sus gastos

en los diferentes niveles de gobierno. El gasto del sector público argentino está

justificado en la provisión de los servicios públicos esenciales (educación, salud,

justicia, seguridad), pero también y fundamentalmente en la atención de los

problemas sociales derivados de la larga crisis argentina: los costos del sistema

previsional y de la asistencia social, y el peso de la deuda pública. Finalmente, la

inversión pública también es un gasto (que lamentablemente siempre es el

primero en sufrir los ajustes). La fase positiva del ciclo económico argentino en

general implicó también aumentos del gasto público corriente, y por ende

aumento del endeudamiento pernicioso y mayor presión tributaria. Sólo las crisis

posibilitaron reducciones del gasto en términos reales y caída de la presión

tributaria real, sin que por su parte se haya encarado nunca seriamente una

reforma tributaria que permita un replanteo de quién y cómo paga sus impuestos

y quiénes evaden, es decir: cómo se distribuye realmente la carga tributaria en la

economía nacional.

La rigidez del mercado laboral es el resultado no sólo de la supervivencia de

regulaciones laborales antiguas, sino de la incapacidad de las dirigencias argentinas

36
para discutirlas en serio, ya en el plano de las leyes (una discusión parlamentaria

que requiere acuerdos políticos previos), ya en las negociaciones colectivas

sectoriales, ya en el plano de la jurisprudencia, que requiere un nuevo consenso

judicial y por ende también acuerdos políticos estables en idéntico sentido: la

economía argentina necesita un mercado laboral más flexible.

La regulación excesiva de las actividades económicas es el resabio

acumulado de las diferentes políticas económicas estatistas, que en muchos casos

las políticas pro-mercado no desmontaron totalmente, o muchas veces ni siquiera

abordaron. En este plano suelen ser más asertivas que efectivas, esquivar el costo

político de desmantelar regulaciones o incluso reconducir los privilegios hacia

diferentes beneficiarios.

Los servicios públicos y sus tarifas son un capítulo especial del péndulo. En

las fases pro-mercado hubo privatización de las operaciones de las empresas, que

redundaron en ingresos al fisco y mejores servicios, pero casi nunca esquemas

realmente abiertos que promovieran la competencia y bajos precios. Al

contrario, hubo esquemas tarifarios que garantizaron posiciones predominantes

o monopólicas, mercados cautivos, y condiciones muy ventajosas que otros

sectores de la economía no tuvieron. En las fases estatistas, se profundizó la baja

calidad, alto costo y bajísima eficiencia de muchas empresas estatales, la

37
intervención en los cuadros tarifarios, y la amenaza o incluso concreción de

estatizaciones que minó la posición de las empresas privadas, abriendo además la

ventana a juicios y eventuales indemnizaciones. Como resultado siempre

pierden los usuarios, y pierde la economía, que absorbe todos los costos, paga

caro y no dispone de servicios a la altura de las necesidades.

La inflación persistente, determinada por la baja productividad general de la

economía argentina y el carácter siempre expansivo del gasto público, va

destruyendo la moneda nacional. Los controles de precios son una mala

respuesta de las políticas estatistas a la inflación, cuyas causas profundas no sólo

no aborda sino que complica. Las políticas pro-mercado, por su parte, sinceran

algunos precios de la economía pero anclan otros. Las oscilaciones de los precios

relativos en las diferentes fases de política, al acortar los plazos de previsibilidad

de los horizontes de realización, o requieren algún tipo de garantía (cada vez más

cara), o directamente anulan muchos proyectos de inversión. La intervención

directa del Estado a través de subsidios y otras formas de transferencias de

recursos al sector privado incorpora nuevas distorsiones, y genera condiciones de

competitividad completamente artificiales a (de nuevo) algunas pocas actividades

privilegiadas.

38
El ciclo agrega distorsiones en otro precio clave, el precio del dinero. Durante

las fases estatistas, la expansión del gasto y del crédito con baja tasa de interés

alimentan el consumo incluso como refugio contra la devaluación de la moneda.

En cambio, las tasas de interés en general altas de las fases pro-mercado son el

costo que se paga por generar una (esquiva) confianza en los procesos de

estabilización, mientras crece la fuerte presencia del propio Estado como deudor

en los mercados de crédito doméstico e internacional. En cualquier caso, no se

generan condiciones de crédito para la inversión. El mercado de capitales, como

consecuencia de todo lo anterior, nunca llega a desarrollarse ni adquirir volumen,

y acaba siendo uno de los más chicos entre economías de tamaño similar a la

argentina.

El comercio exterior también es un campo de batalla en el que alternan ambos

sesgos de política. Los procesos aperturistas tienen el efecto de introducir

violentamente competencia en el mercado y regular los precios. Es cierto que

ponen un techo a la inflación, pero también lastiman a las empresas menos

competitivas, las cuales, en un contexto en general poco propicio a la inversión,

quedan sin margen para reconvertirse. Cada sector de la economía tiene una

razón de ser. A priori no se puede descartar por “poco competitivo”. La

displicencia de las políticas pro-mercado tiene costos sociales en materia de

39
empleo, pero además dañan el tejido productivo, la red de proveedores, las

cadenas de valor. Aun cuando una actividad determinada pueda ser costosa o

improductiva en relación con su similar en otras economías más competitivas,

cumple un rol en nuestra economía, y hay que cuidarla. También hay que

desafiarla y ayudarla a mejorar, para generar condiciones de competitividad

sistémicas.

Por el otro lado, la necesaria protección de las actividades que podrían competir

exitosamente a condición de las inversiones que les permitiesen dar saltos de

productividad, es muchas veces bastardeada por políticas anodinas de bloqueo

masivo a las importaciones en determinados mercados, al amparo de los cuales

proliferan meras armadurías, indignas impostoras de una industria nacional.

La informalidad, como desarrollamos más arriba, es el recurso pragmático a

través del cual los agentes económicos se protege tanto de la presión recaudatoria

del Estado, cuanto de su arbitrariedad regulatoria. Para cada nueva norma, que

casi nunca es del todo consistente con el resto y casi siempre entra en

contradicción con alguna norma anterior, aparece una nueva modalidad de

trampa, evasión y mercado paralelo.

40
Los problemas de superestructura conforman el marco institucional para el

comportamiento de los agentes. Las empresas argentinas, aunque pueden generar

mucha utilidad durante la fase ascendente del ciclo —de manera más o menos

formal—, son reluctantes a dirigir esa utilidad hacia la inversión y la

capitalización. Por el contrario, se inclinan más a alimentar el circuito de

dolarización y fuga de capitales. Un perfecto círculo vicioso: como resultado de

la fuga y la desinversión, tenemos empresas descapitalizadas, malas empresas, y

como resultado de la operación de las malas empresas (en virtud del perverso

sistema de incentivos que describimos más arriba), tenemos fuga y desiversión.

¿Qué entendemos por fuga? Cualquier forma de acumulación o ahorro que se

sustrae al circuito económico y que no se traduce en inversión. Esta definición

incluye las utilidades que se convierten en dólares y se van del país (exportación

de capitales o giros de dividendos), y las que meramente se retiran del sistema

(atesoramiento de divisas, cajas de seguridad, “colchón”). Si quisiéramos ampliar

la definición al punto que nos ocupa a lo largo del presente ensayo, podríamos

incluir las diversas formas de consumo suntuario (autos importados de alta gama,

mercado del arte o bienes de lujo) y hasta las menos obvias de inversión

especulativa (especulación inmobiliaria, desarrollos de lujo). Es decir, otras

41
formas menos evidentes de desacumulación, o acumulación que se sustrae a la

actividad propiamente económica, a la creación de valor.

Esto en el plano de la actividad económica formal, pero hay que señalar también

la fuga informal, tanto de las actividades directamente ilícitas (corrupción,

contrabando, narcotráfico, etc.) o a la pequeña actividad informal, cuanto la

manipulación contable de la actividad formal, orientada a la evasión tributaria

(“negreo”), que siempre cobra también finalmente la forma de dolarización y

fuga.

Nos interesa subrayar que estos problemas de superestructura, de nivel 2, que

constituyen los elementos de la fragilidad macroeconómica típica de la economía

argentina, son en gran medida resultado del ciclo de políticas antagónicas. Las

crisis de confianza como la que condujo a la crisis de 2018 y el colapso final de

la experiencia macrista, o a la que arriba la economía argentina a raíz de la

cuarentena por el COVID, son fenómenos superficiales a este drama profundo.

42
Pandemia y comorbilidades

La crisis mundial se combina en Argentina con elementos anteriores que ya

configuraban una crisis local a partir de una serie de problemas propios que

databan de mucho antes. Sobre esta idea de las “comorbilidades”, de la

enfermedad anterior que el COVID viene a potenciar, aparecen diferentes

interpretaciones. En el extremo hay dos formas antitéticas de enfocar esa

concurrencia de sendos procesos, interno y externo, propio y ajeno, en la crisis

argentina, y dos previsiones también antitéticas.

1. La crisis mundial desdibujará los rasgos particulares de la crisis argentina,

porque los subsume y reformula en el marco de un proceso más global,

con problemas globales para los cuales el mundo ofrecerá respuestas

también globales, con fuerte impacto local, o bien

2. La crisis mundial agravará los problemas particulares de la economía

argentina, los profundizará y potenciará, tornando aun más difícil

encontrar una política que permita superar la larga crisis argentina.

Cabe preguntarse también qué mundo emergerá de la crisis. Aquí también hay

dos extremos, porque según dónde pongamos el foco, podemos imaginar que

43
1. Todo volverá a ser como antes (en el mundo de la producción y el

consumo de bienes y servicios, comercio, transporte, turismo, etc.), a poco

que se encuentre un tratamiento o vacuna para el COVID y se vaya

derrotando al miedo a los virus y bacterias, o bien

2. Nada volverá a ser como antes, y el miedo a los virus y bacterias subsistirá

en una porción más o menos grande de la población mundial, afectado

seriamente los comportamientos y hábitos de consumo, y por ende las

ecuaciones económicas de una altísima cantidad de actividades.

Los rasgos específicos de la crisis argentina, que desarrollamos más arriba,

deberían servirnos para encuadrar la gravedad del impacto de la crisis mundial

actual, sus efectos sobre nuestro país, y las dificultades concretas que podemos

esperar a la salida de la crisis, que tendremos que enfrentar, y para las cuales

convendría ir preparando las herramientas adecuadas de política económica. No

se trata meramente de señalar las “comorbilidades”, sino de caracterizar mejor el

proceso y plantear mejor los problemas.

Es muy probable que haya cambios en el contexto mundial, como consecuencia

de la fuerte liquidez que los gobiernos de los países centrales han inyectado en

sus economías. Pero no está claro qué impacto tendrá esto en los precios materias

44
primas, la disponibilidad internacional de capitales y su destino, el

comportamiento de las economías emergentes.

Mientras tanto, sí podemos asumir que en Argentina seguiremos arrastrando los

problemas típicos, algunos de ellos agravados: alta presión fiscal, regulación y

control de precios e incluso amenazas de takeover estatal de empresas, diferentes

relatos de demonización del capital y una exigencia genérica de “ser solidarios”

que justifica (mal) nuevos impuestos y presión sobre los patrimonios y el capital.

En este contexto los empresarios argentinos tienen que tomar decisiones. ¿Van

a pensar cómo invertir? ¿Cómo comprometer capital desde sus patrimonios hacia

sus empresas, a riesgo de que la AFIP les pregunte de dónde lo sacaron? ¿Van a

tener la voluntad de apostar a recuperar lentamente algo parecido a la ya mala

empresa, llena de problemas estructurales, que tenía antes de la pandemia? ¿Para

ganar cuánto, en cuánto tiempo? ¿O por el contrario va a aprovechar para generar

quebrantos, buscar liquidez y sacarse de encima viejas contingencias?

La economía argentina, como la mundial, enfrenta la crisis más grave de su

historia. Pero a diferencia de otras economías del mundo, arriba a esta situación

exhausta, sin stocks ni reservas ni capital ni recursos que le permitan reaccionar

rápida ni muy efectivamente.

45
Después de esta devastación masiva, la vida sigue: nuevas empresas van a venir a

hacer algo sobre las ruinas que deja esta crisis. ¿Qué significan esas nuevas

empresas en términos económicos? Es decir: por supuesto que algo acontecerá

con esas máquinas, con esos operarios, con esos mercados, con esos edificios, con

esas marcas. Pero será algo diferente, luego de la destrucción del valor y el

quebranto de las actuales empresas.

¿O queremos evitar este proceso? ¿Estamos dispuestos a discutir cómo encarar

los viejos problemas y su actual potenciación que implicó el COVID19? Esta es

la posibilidad más concreta que esta crisis nos ofrece a los argentinos. No se trata

de ofrecer una respuesta a aislada a alguno de estos problemas. No se trata de

hablar de alguna panacea como “la estabilidad”, “la confianza” o “la

redistribución”, “la solidaridad”, “la responsabilidad empresaria”. Se trata de

abordar simultáneamente todos estos problemas, para hacer posible el

funcionamiento de las empresas argentinas, sobre la base de la inversión, la

capitalización, los aumentos de la productividad para poder crecer.

46
Ideología, fracasos y superestructura

La crisis económica en la que terminó el gobierno de Mauricio Macri habilitó

una reiteración del péndulo que signa el debate ideológico argentino. Un

diálogo de sordos entre dos universos ideológicos completamente heterogéneos

incapaces de referirse de buena fe el uno al otro, de conversar entre sí, que no

reconocen puntos de corroboración empírica común. Si uno logra por un

momento ponerse por encima de la grieta estatistas-liberales, parece bastante

claro que ambos extremos son dos caras de una misma moneda. A lo largo de

un único proceso histórico, político, económico y social, ambas corrientes

políticas e ideológicas fueron conformando, o más exactamente informando, con

sus intervenciones alternativas, un determinado estado de cosas.

La actual estructura económica arrastra pesadas ineficiencias, altos costos, baja

capitalización, baja productividad, baja competitividad, ineficaz utilización de los

recursos –en particular el recurso humano–, y por ello baja calidad de inserción

en los mercados más amplios. Estos problemas son el resultado de una historia:

de las características naturales del país desde los tiempos del Virreinato, de un

modo de inserción en la economía mundial del siglo XIX, y más entrado el siglo

XX, luego de las guerras mundiales, de una sucesión de políticas económicas

47
sesgadas e inconsistentes, cada una de las cuales estableció por algún tiempo un

sistema particular de incentivos y penalidades que abonó o indujo determinados

comportamientos de los agentes económicos.

Las decisiones individuales de consumo, producción, ahorro, inversión o

atesoramiento, siempre determinadas por contextos políticos y situaciones

externas diversas, tienen como referencia una composición de lugar que excede

la estructura económica y contempla los aspectos institucionales y el contexto

político. El set de incentivos y penalidades que cada política económica establece

es crucial. Los comportamientos de los agentes tienen esa referencia, y al

producirse van sedimentando nuevos elementos en la propia situación

estructural.

No se puede analizar la estructura económica sin las determinaciones de su

complemento: la superestructura. El andamiaje institucional, es decir legal,

jurídico, normativo, en materia de organización política y económica, la

estructura regulatoria tributaria, previsional, laboral, etc., la importante

jurisprudencia y más en general, la cultura.

Aunque desde el punto de vista estrictamente político esta superestructura forma

un único cuerpo jurídico-institucional con vértice en la Constitución Nacional,

48
nos interesa subrayar que, en la medida que resulta de sucesivas y alternativas

intervenciones, de acciones y reacciones entre medidas, regulaciones, leyes,

resoluciones, etc. correspondientes a las políticas liberales y estatistas, este

andamiaje institucional acabó siendo un pastiche de incentivos y penalidades que

se contradicen y superponen. En su complejidad, en sus contradicciones y

lagunas, este estado de cosas institucional refleja una maraña de pesos y

contrapesos, factores y poderes políticos que se desafían y neutralizan, intereses

en pugna en juegos de suma cero.

Las sucesivas crisis van informando la superestructura y la van haciendo más

compleja. Y cada aspecto de la complejidad de la superestructura es el reflejo de

reivindicaciones cruzadas en la sociedad civil, de reclamos a partir de derechos

consagrados, todos formalmente atendibles pero también, cada vez más,

materialmente imposibles de atender, precisamente a causa de la crisis.

El resultado de cada crisis es un mapa político en el que nadie quiere ceder, en

el que todos reivindican su derecho a sacar y nadie cree tener ya que poner, y

también esto es comprensible, porque año a año la torta se achica. Un mapa en

el que parece imposible, por la vía del debate y la buena voluntad, encontrar un

camino compartido. Un mapa que institucionalizó, sin embargo (y por fortuna)

como laudo arbitral, el punto de inflexión de las elecciones generales, que

49
reacomoda en parte los factores de poder (claro que sobre la misma estructura

económica e institucional) y habilita una nueva oportunidad. Por desgracia, por

el peso mismo de la estructura, o tal vez por falta de imaginación, o de verdadera

vocación de cambio, cada oportunidad se frustró.

No hay nada nuevo bajo el sol en materia de ideas para salir del laberinto. En

línea con los sesgos liberal y estatista en el diagnóstico de los problemas

argentinos, hay dos grandes líneas de propuesta para resolverlos y “enfrentar la

crisis”, que se repiten una y otra vez. El camino estatista consiste en “que la crisis

la paguen los que más tienen”, es decir, encontrar nuevos sectores que gravar

para cargar con el peso de la crisis, hasta que pase, y que el Estado se apropie de

la mayor parte posible de los beneficios de la reactivación cuando ella ocurra,

bajo el paraguas argumental de la redistribución. Esto se procura por la vía de la

regulación de los mercados, la vigilancia estatal sobre la formación de precios, el

subsidio al consumo: políticas monetarias expansivas, tasas de interés reales cerca

de cero o negativas, controles de cambios y capitales, un proteccionismo más o

menos incisivo, tipo de cambio “competitivo” e impuestos a las exportaciones,

como forma de contener los precios internos pero, sobre todo, de solventar el

fisco. A lo que se agrega la amenaza permanente de nuevos gravámenes. “Si

quieren ganar plata, que paguen”, sería la síntesis brutal.

50
El camino pro-mercado, por su parte, consiste en achicar el Estado para, al mismo

tiempo, liberalizar todo lo posible la actividad económica, fijar “reglas de juego

iguales y claras” para allanar el camino a la iniciativa privada, eliminar algunos de

los privilegios y caprichos arbitrarios del estatismo, achicar el déficit público,

transmitir “responsabilidad”, y generar “confianza” en la moneda, en el modelo

y en las instituciones. Eso implica reducir el déficit fiscal y contener la emisión,

apelar al mercado internacional de capitales para cubrir el gap inicial (provisorio,

“mientras tanto”), abrir el comercio exterior y deprimir el tipo de cambio para

forzar a la economía real a una modernización compulsiva por simple

supervivencia del más apto frente a la libre competencia con el resto del mundo.

Implica “eliminar impuestos distorsivos” para devolver racionalidad a la actividad

económica, pero también ofrecer grandes oportunidades de negocios porque el

capital “no tiene garantías” y hay que ayudarlo a apostar, mientras no se

restablezca la confianza. El endeudamiento público y las altas tasas de interés

tienen como objetivo, siempre, “domar la inflación” a través de la receta clásica:

la política monetaria restrictiva, aunque eso implique una fiesta de ganancias

financieras (el precio de generar confianza) e ingentes dificultades para la

economía real, y en última instancia, recesión, desocupación, caída del salario

51
real y fuertes ajustes en las economías de los sectores más expuestos. “Después

de ajustarnos, nos va a ir bien”, sería la síntesis brutal en este caso.

Las políticas pro-mercado y estatistas se han alternado, con mayor o menor

respaldo político, con más o menos herramientas políticas a su disposición y

mayor o menor aptitud técnica en su desempeño, con modelos en general

pragmáticos y no demasiado consecuentes con los nobles principios que animan

sus posiciones más ideológicas y teóricamente consistentes. Siempre tienen que

hacer “concesiones” a la práctica que convierten los modelos en pastiches más o

menos sofisticados, desde la heterodoxia hasta la caricatura, según el caso. A las

restricciones que impone la realidad se suma (y esto cada vez más) la maraña en

que se ha ido convirtiendo la estructura institucional argentina. Esto invita a

pensar que los planteos más ideológicos, al no contemplar como insumo en el

punto de partida las restricciones concretas de la realidad argentina, pecan de

arbitrarios o abstractos, y mal pueden luego reprocharle a la praxis política el

“alejarse de los verdaderos principios”, ya sea del liberalismo clásico, ya de la

socialdemocracia estatista o la heterodoxia progresista. Un modelo que no

contempla las restricciones de la realidad es un mal modelo.

Si hacemos un esfuerzo para enfocar los problemas concretos que van dejando

las sucesivas políticas, más allá de los reproches que cruzan de uno a otro lado de

52
la grieta liberales-estatistas, podemos identificar una serie de grandes líneas de

política pública que, a la vuelta del ciclo, acarrean una serie asociada de

consecuencias que la política contraria viene a “remediar”. Lejos de los modelos

de alternancia virtuosa que permiten a las sociedades encomendar a un partido

corregir los sesgos y reparar los errores del otro, en Argentina con cada

intervención de los partidos y con cada reedición de los modelos en pugna, los

problemas se van profundizando.

El resultado del péndulo entre políticas dirigistas y pro-mercado, la imprevisión

política y la volatilidad de las reglas de juego, los excesos dogmáticos o

voluntaristas de uno y otro modelos es que

a) el ciclo de negocios es muy corto, mucho más corto que en otros países

más previsibles;

b) los márgenes de utilidad razonable de los negocios deben ser, por lo tanto,

muy altos, mucho más altos que en otros países;

c) la inversión posible es la de corto plazo; la inversión de largo plazo no es

razonable;

d) en todas las actividades en las que es posible, cunde la informalidad, y la

evasión tributaria y previsional y el empleo informal;

53
e) como hay baja inversión y alta presión tributaria, hay baja creación de

empleo;

f) el desempleo impide la salida de la pobreza estructural. Los problemas

sociales demandan más y más gasto social, lo cual retroalimenta el déficit

del sector público, que se agiganta hasta hacerlo inconsistente con una

economía estancada.

El ciclo mercado-estado (M-E-M) se puede resumir así:

Esquema 3: El ciclo M-E-M de políticas pro-mercado/estatistas, y sus consecuencias.

54
En definitiva, ¿qué ocurre cuando las políticas oscilan de manera drástica, como

ocurre sistemáticamente en Argentina desde hace medio siglo? Que se dinamitan

las condiciones para la inversión, el factor central de un conjunto de factores

generalmente aceptados como multiplicadores de la productividad.

Vale la pena subrayarlo una vez más: la mejora progresiva de la productividad y,

por ende, de la competitividad, está a la base de todos los procesos de desarrollo

sostenible. En la medida en que las políticas públicas no se propongan concurrir

a promover decididamente un aumento drástico de la tasa de inversión de la

economía argentina (vg. duplicarla en los próximos veinte años), no se podrá

retomar el sendero del desarrollo sostenido.

Políticas públicas y cambio cultural

Las políticas públicas, por definición, no se proponen cambiar todo radicalmente.

No son revoluciones políticas ni poderes constituyentes. En la medida en que

son nada más, ni nada menos, que políticas públicas, tienen como punto de

partida, pero también de acuerdo, un edificio institucional y normativo aceptado

(la Constitución, las leyes y regulaciones vigentes). Su fin no es transformar la

realidad institucional o política en sus rasgos centrales. Buscan corregir algunos

55
aspectos de la realidad material, a través de cambios en los márgenes del edificio

normativo e institucional.

Se habló mucho en los últimos años de la necesidad de “un cambio cultural” en

Argentina. Esta idea refiere vaga pero no inocentemente a los comportamientos de

los agentes económicos como si ellos fuesen motivados por una perversión

intrínseca de la condición moral de las personas, un carácter nacional originario

y defectuoso. La ciencia social se ha valido históricamente de la idea de intereses

precisamente para evitar las consideraciones de tipo moral o existencial en la

evaluación de los comportamientos, dando por sentado que cada uno tiene

derecho a defender sus intereses, y que tal defensa está justificada de modo casi

autoevidente.

La dirigencia puede despotricar teóricamente contra los comportamientos

interesados de los argentinos. Ocurre cuando se censuran las “rentas

extraordinarias” de los empresarios, cuando se critica la especulación o

genéricamente la “cultura del vivo argentino”, pero también cuando se impugna

la compra de dólares y se postula livianamente la necesidad de un cambio cultural

para ahorrar en pesos, u otras cosas por el estilo. Este modo de razonar es

equivocado pero además es preocupante cuando proviene de la cúspide del poder

56
ejecutivo, esto es, del órgano político que debiera encargarse de los problemas

concretos.

La verdad es que no se puede predicar el cambio cultural como se predica una

religión; al contrario, el cambio cultural sólo puede resultar de un cambio

inducido en los hábitos de los agentes, sostenido a lo largo del tiempo. El rol de

los líderes políticos no es la prédica aleccionadora o admonitoria sobre el sentido

del bien, el mérito o el buen comportamiento cívico, sino propiamente el

gobierno, esto es, el establecimiento de reglas de juego claras y firmes, que resulten

en un set de incentivos y penalidades también claros y firmes, orientados a

determinar, inducir comportamientos de toda la población en la dirección del

bien público propuesto, a lo largo de un buen tiempo.

E A
Estado de cosas Políticas
Cultura, hábitos Públicas

B
D
Incentivos y
Consecuencias
desincentivos

C
Decisiones
Comportamientos

Esquema 4: El ciclo del “cambio cultural”.

57
En general podemos decir que las políticas públicas (A) se construyen sobre la

base de una situación económica, institucional y cultural, un determinado estado

de cosas (E) que se proponen cambiar, y asociado a ella, un marco normativo

generalmente aceptado. Las políticas públicas (A) implican un cambio en el marco

normativo (en sus márgenes), que resulta en un marco normativo diferente, con

incentivos y penalidades (B) ordenados a alentar o desalentar las decisiones de los

agentes sociales, y en general determinar su comportamiento (C). De las políticas

públicas y del comportamiento de los agentes surgen determinadas consecuencias

(D), cambios coyunturales del estado de cosas, que refuerzan o neutralizan estos

comportamientos y sólo en el largo plazo, al sedimentar, repercuten en nuevos

hábitos, un estado de cosas distinto, una cultura diferente (E).

La relación del Estado con la sociedad civil, o del gobierno con la economía,

pivotea sobre un sistema regulado de incentivos y penalidades establecido por el

Estado, contra el cual la sociedad civil reacciona de cierta forma. Este sistema es

el punto de empalme, de engranaje, entre el Estado y la sociedad civil. El Estado

establece, modifica y corrige este sistema de incentivos y penalidades a través de

políticas públicas. La sociedad civil reacciona a ese sistema tomando

determinadas decisiones, adaptando su comportamiento.

58
El mentado “cambio cultural” no es sino el resultado, a lo largo del tiempo, de

que los nuevos comportamientos (así determinados por las políticas públicas)

sedimenten y se transformen en nuevos hábitos, diferentes, de los agentes

económicos.

La evaluación de las políticas públicas debe enfocarse en el cambio de los

comportamientos inmediatos. El “cambio cultural”, la modificación más o

menos permanente de los hábitos de comportamiento de los ciudadanos, no se

puede predicar, no puede saltearse, ahorrarse, el momento inmediato y concreto

del establecimiento de un sistema de incentivos y penalidades claros y definidos,

fuertes y operativos.

Esquema 5. Estructura, superestructura, políticas públicas y cambio cultural.

59
Tanto las políticas pro-mercado cuanto las experiencias más heterodoxas y

dirigistas innovaron poco en materia de incentivos y penalidades, y en todo caso

se ajustaron a los recetarios clásicos, con algunas variantes determinadas por las

particularidades de la coyuntura y énfasis especial en algún aspecto.

En la medida en que cada una de las políticas tuvieron una duración más o menos

extendida en el tiempo, dejaron su huella en forma de leyes no derogadas,

resoluciones, impuestos temporarios nunca eliminados, tasas y sellados, controles

y regulaciones, cupos y cuotas, agencias, empresas o entes públicos con mayor o

menor utilidad, más o menos activos o directamente en liquidación, agentes

públicos, cargos concursados, deudas, etc. Y en la medida en que no se

desactivaron completamente tras cada crisis, estas políticas terminaron generando,

en cada nuevo estado de cosas, un lastre institucional: una maraña de incentivos

y penalidades superabundantes, muchas veces superpuestos y contradictorios.

El cambio de este sistema por otro más ordenado, consistente y duradero es la

tarea que la política argentina tiene que abordar, y es su exclusiva responsabilidad.

La dirigencia es indigna de su rol cuando, atribulada, intenta licuar esta

responsabilidad en la cultura de los argentinos, la cual, por el contrario, por sus

60
rasgos de adaptabilidad, ingenio, resiliencia, inteligencia y audacia, constituye el

principal activo con el que contamos para superar nuestros problemas concretos.

Una política económica diferente

El corazón del proceso económico es la aplicación concurrente de capital y

trabajo para la creación de valor. En la larga historia de crisis argentinas, la

carencia de capital ha sido la norma que las diferentes políticas económicas no

pudieron revertir.

En la década del 60 se forjó algún consenso alrededor de la idea desarrollista de

“cambios estructurales”, es decir, en el nivel de la estructura económica. Se

procuró entonces la coronación del modelo de industrialización por sustitución

de importaciones, como forma de hacer posible que se cierre el círculo de la

acumulación y la capitalización, corrigiendo los desequilibrios físicos de la matriz

insumo producto que ponían periódicamente en jaque el sector externo, como

describió tempranamente Prebisch. La política desarrollista se enfocaba en el

nivel 1 que hemos caracterizado más arriba y abarcó la política de

autoabastecimiento petrolero, la expansión de la siderurgia y la infraestructura de

energía, comunicaciones y servicios, el impulso a la industria de bienes de capital,

61
y la atracción de capitales extranjeros, apuntando a la integración productiva (a

lo largo y a lo ancho del país, y todo a lo largo de la cadena de valor de las

diferentes industrias).

Es probable, aunque no es éste el lugar para discutirlo, que muchos de los

“problemas estructurales” de la economía argentina caracterizados a mediados

del siglo pasado sigan vigentes (bien que reformulados) y deban ser abordados.

En todo caso, son formas específicas del problema de fondo, que situamos en el

nivel 0: la incapacidad para sostener un proceso continuado de acumulación de

capital con destino a la inversión y capitalización general de la economía.

Sí es evidente que sólo una política integral que aborde los “problemas de

superestructura” (nivel 2) puede hacer posible la acumulación y la capitalización

de la economía argentina y el abordaje de los problemas más estructurales, como

sea que los definamos.

62
Esquema 6: Propuestas de política y principios rectores en distintos niveles.

¿Cuál es el aspecto crítico de una política económica diferente? La relación

precisa, radial, estructurada, congruente, de cada uno de los aspectos de la política

gubernamental, con esta premisa genérica, central, de nivel 0, de la

capitalización.

63
La verdadera novedad de una política económica sería alinear todos los incentivos

en favor de la inversión y potenciarlos, apalancando unos con otros, así como

identificar y corregir cada uno de los desincentivos que dificultan la inversión y

neutralizarlos o suprimirlos. Y al revés, tienen que identificarse todos los

incentivos al atesoramiento o la fuga de capital, y neutralizarlos o contrarrestarlos,

como también los incentivos a la informalidad y la evasión, que son todas formas

típicas por los que la acumulación se distrae de la inversión.

En la medida en que todos los incentivos y penalidades de la economía se alinean

firme y claramente en esta dirección, las decisiones y luego el comportamiento

de los agentes pueden cambiar.

Crear Incentivos
•Créditos para la inversión
•Beneficios fiscales a la capitalización
empresaria
•Beneficios a la importación de
bienes de capital
•Beneficios al nuevo empleo
•Beneficios a la formalización

Revertir Penalidades
•Bajar la alta presión tributaria
•Desmontar regulaciones excesivas
•Limitar la arbitrariedad regulatoria
•Flexibilizar el mercado laboral
•Transparentar mercados opacos y
crear competencia.

Esquema 7: Realinear incentivos y penalidades a la inversión.

64
¿Cómo construimos esta política, cómo la formulamos? A partir del claro

establecimiento del eje central de la política de desarrollo, los diversos problemas

se reformulan y las diversas herramientas, las distintas áreas de política pública, se

articulan un criterio selectivo, “pasa, no pasa”: ¿contribuye o no a la

capitalización de la economía? ¿Es consistente con la política de capitalización?

Si, como describimos más arriba, el ciclo de políticas pro-mercado/estatistas

generó un panorama de fuertes penalidades a la inversión, se impone la premisa

de construir un panorama exactamente inverso, es decir: alargar el ciclo de

negocios de las empresas argentinas, mejorar la previsibilidad, alentar las

inversiones de largo plazo, alentar la formalización de la economía, alentar la

creación masiva de empleo formal y recuperar la movilidad social ascendente

para derrotar a la pobreza de manera genuina.

65
Esquema 8: Salir del ciclo M-E-M y promover la inversión.

En el horizonte, es necesario un sinceramiento general de la economía, del

mercado cambiario, de la deuda pública, que debe complementarse con un alivio

tributario para la actividad económica en general, pero sobre todo para la

inversión en particular, así como con un incentivo eficaz a la formalización de la

actividad económica en general y al empleo en particular. El incentivo a la

utilización del factor mano de obra también tiene que acoplarse al esquema. Esto

debe coexistir con un ajuste del gasto público compatible con la inversión

66
privada, y una reforma de los sistemas tributario, previsional y de coparticipación

que le den consistencia y previsibilidad a la propuesta. En el Apéndice

describimos algunas propuestas de medidas que podrían acercarnos a este

horizonte, aunque la formulación de un plan concreto y general requiere de un

trabajo que excede con mucho este ensayo.

A partir de enfocar las cuestiones fundamentales se pueden establecer líneas

verticales de política pública que también revisten gran importancia.

• El fortalecimiento de educación pública y privada, no sólo como

herramienta igualadora de oportunidades, sino como engranaje de

formación de capital humano que haga posible el desarrollo de nuevos

activos en la era de la economía del conocimiento.

• El desarrollo de políticas especiales de promoción de un conjunto de

actividades (locomotoras) que, por sus características, puedan absorber

rápidamente inversiones, capitalizarse rápidamente, elevar rápidamente su

productividad, generar mucho valor, competir internacionalmente,

procurar una estabilización genuina de la balanza de pagos externa

aportando dólares, y traccionar al conjunto de la economía.

67
• El desarrollo de otra línea, completamente diferente, de políticas de

promoción de actividades mano de obra intensivas (economía social),

necesariamente de productividad baja y baja competitividad por lo menos

al principio, pero en aptitud para generar una fuerte oferta de empleo

privado de calidad que ayude a cicatrizar el tejido social argentino y recrear

el capital social que caracterizó a la Argentina hasta mediados del siglo XX.

• El desarrollo de la infraestructura de transporte y logística, la conectividad,

fibra óptica y comunicaciones, con inversiones públicas y privadas, que

contribuya a la competitividad sistémica y refuerce las cadenas de valor.

Desafíos para la cultura política argentina

Como señalamos insistentemente más arriba, la dirigencia argentina tiene la

responsabilidad exclusiva por la reiteración pendular de políticas antagónicas y

sesgadas, que surge de diagnósticos sesgados y una formulación también sesgada

y trivial de los problemas. Por lo mismo, esa misma dirigencia tiene una

responsabilidad central en la reformulación de los problemas de la economía, la

definición de una política económica alternativa, consistente, que imprima un

fuerte impulso a la capitalización, y luego lo más fundamental: la articulación de

68
un acuerdo político sólido que permita sostener esa política. No son aspectos

que se puedan abordar de manera fructífera por separado.

Cada uno de los factores superestructurales que, tal como describimos más arriba,

traban la capitalización, está asociado a intereses muy concretos. Cada sector de

la sociedad tiene sus intereses, de los que hay que partir. La formulación general

de los problemas, así como el diseño de las políticas, tiene que engranar con los

intereses de todos los sectores involucrados. Y para que sea posible, estos

intereses tienen que poder expresarse, trabarse en la discusión de los problemas,

en una discusión inclusiva, donde prime la buena fe. Esa es la tarea de la

dirigencia. Esa es su responsabilidad, y de nadie más.

Los gobiernos suelen despegarse de esa tarea y encerrarse en lo que podríamos

llamar efecto palacio: la separación que opera entre el poder político

(institucional, temporal), y el resto del mundo.

La relación del poder central con el resto del mundo, como del mundo con el poder

central, nunca es de comunicación plena, de comprensión plena. Pero cuando

se desarrolla el efecto palacio, la relación se contamina y entrecorta. En el efecto

palacio, el gobernante se relaciona y se comunica con los cortesanos: una parte

minúscula del resto del mundo, que se ofrece (interesadamente) como

69
intermediaria para llevar al poder central percepciones sobre el resto del mundo,

para traducir los problemas del mundo y ofrecer soluciones a los problemas del

resto del mundo, adaptadas y formateadas para que el poder pueda tomar

decisiones.

No importa si los cortesanos son asesores, ministros, analistas, secretarios,

soplones, embajadores, amanuenses, obsecuentes, etc.; los cortesanos son

interesados porque, por supuesto, su trabajo implica alguna forma de participación

del poder central. Poderoso no es sólo el gobernante, sino también los

cortesanos.

Entre el poder y los cortesanos se crea una dinámica palaciega, separada del resto

del mundo. Ni el resto del mundo puede comprender las intrigas del palacio

(entre el poder y los cortesanos, aislados), ni las intrigas del palacio tienen relación

directa con los problemas del resto del mundo (se reproducen entre los actores

del palacio). El mundo y el palacio no se comprenden ni implican. Son mundos

heterogéneos.

De qué modo el poder central concibe al resto del mundo, se hace una idea de él,

es una cuestión clave. Una mirada inocente piensa que las cosas son como son,

y el gobernante no tiene más que abrir los ojos y los oídos para entender lo que

70
pasa en el mundo. Las miradas más sofisticadas se enfocan sobre las

preconcepciones ideológicas y las categorías a través de las cuales se enfocan los

problemas del mundo, tanto desde el poder central cuanto de cualquier otro lugar

en el mundo. La teoría institucionalista puede hacer foco en las burocracias, una

forma institucionalizada de los cortesanos. Pero cuáles son realmente los

problemas del resto del mundo (del conjunto o de cada actor particular) es otra

cuestión. Porque depende de quién los formule.

El gobernante toma decisiones sobre la base de su propia preconcepción de los

problemas, desde el punto de vista del poder, son los problemas-para-el-poder. Los

cortesanos influyen mucho en esta preconcepción. El poder dicta, de arriba para

abajo, cuáles son los problemas del mundo (del conjunto y de cada parte del

mundo), y como el punto de partida es la propia preconcepción, influida por la

concepción de los cortesanos, en este dictado hay más modalidades del propio

poder y de su relación con los cortesanos que elementos reales, concretos del

resto del mundo. (Tanto la tecnopolítica cuanto el populismo pueden funcionar de

este modo).

Pero en el resto del mundo hay, por supuesto, agentes. Estos agentes, en la

medida en que tienen cuotas de poder ellos también (cuotas de poder cuyas

fuentes y temporalidad son más o menos diversas respecto de las del poder

71
central), son actores políticos que se traban en relaciones, alianzas o conflictos más

o menos abiertos con el poder central, entre ellos, y también entre ellos respecto

del poder central, el gobernante. Cada actor formula sus propios problemas, como

también su propia comprensión de los problemas de los demás actores, para mejor

comprender y proyectar su posición en el tablero. Estos son los problemas-para-

cada-actor.

Cada actor se enfrenta a la bajada, el dictado de los problemas-para-el-poder, que

son más o menos diferentes de los problemas-para-cada-actor. Que coincidiesen

requeriría una comunicación perfecta entre el poder y los actores, un acuerdo

ideológico y metodológico, una empatía absoluta entre el poder y los actores,

etc.

El efecto palacio aumenta el hiato entre una y otra formulación de los problemas,

aleja al gobernante de una mejor comprensión de los problemas-para-cada-actor.

El poder es heterogéneo respecto de la comunicación. Aparece justamente allí

donde se termina y no hay más comunicación, o donde no alcanza con la

comunicación y hace falta algo diferente. Tanto el ejercicio del poder cuanto la

vocación y aptitud de comunicación entre los actores y respecto del poder

central, definen sus límites mutuamente.

72
La formulación de los problemas no es ajena a esta relación de poder, y por el

contrario, hay una forma de poder en la definición de cómo se formulan los

problemas, qué valores se privilegian, qué se considera importante o prioritario,

etc.

El efecto palacio parte de la separación objetiva entre el poder central y el resto

del mundo (el Estado y la Sociedad Civil, entre el gobierno y los agentes de la

economía), pero se desarrolla por muchas causas. Una de estas causas es un ruido

especial en la comunicación entre el poder central y el resto del mundo. En ese

ruido participan las preconcepciones del gobernante y el accionar distorsivo de

los cortesanos, pero no se agota en estas cosas. Entre el poder central y el resto

del mundo siempre ocurre, en un punto, una obliteración de la comunicación y

un ejercicio unilateral del poder. Entre las potestades del gobernante está decidir

cuándo se termina la comunicación y es momento de ejercer el poder. El poder

central empieza a enajenarse, a expresar el efecto palacio, cuando el ejercicio del

poder opera de espaldas, sin conexión genuina con el resto del mundo. Y, por

supuesto, los cortesanos pueden retroalimentar, agravar esta dinámica.

Existe una fantasía vulgar respecto del poder, que lo conecta con el capricho.

Por supuesto, el gobernante puede operar en forma caprichosa, pero no puede

sustentarse como gobernante siempre en el capricho. Como el cauce de un

73
canal, puede torcer el curso del agua siempre y cuanto contemple el propio poder

y características del caudal de agua que intenta orientar. Una curva demasiado

pronunciada del canal no sólo no logra el cometido de dirigir el agua, sino que

por el contrario la frena y desborda. El poder del gobernante funciona en la

medida en que se relaciona con los otros actores respetando sus dinámicas

propias, comprendiendo sus intereses, su propia concepción de los problemas,

etc., por ende, muy lejos del capricho.

El sectarismo, el gesto de negar al otro el derecho de expresarse e intervenir en el

debate sobre sus propios intereses y los del conjunto de la sociedad, ha sido muy

propio de las últimas experiencias políticas argentinas, particularmente en los

momentos de crisis. Desde la cerrazón, la desconfianza y la mezquindad, los

partidos en el gobierno extorsionan a los actores moderados de la sociedad

argentina: “somos nosotros o ellos”. Esta operación retroalimenta el círculo de

desconfianza y profundiza la grieta.

Cuando el otro político está afuera y no participa de la formulación de los

problemas de política pública, el poder dicta desde sí, desde su propia mirada

(parcial), las soluciones técnicas unilaterales, que excluyen la mirada del otro.

Estas soluciones son equivocadas ante todo, precisamente, porque son muy

parciales. Pero se consideran válidas porque las dicta el poder; las otras se

74
descartan, por falsas o improcedentes (o “interesadas”). Esta falta de empatía, de

consideración con las ideas del otro, también genera mucho enojo y

resentimiento en quienes fueron dejados de lado.

Los errores no forzados a que nos tiene habituada nuestra dirigencia son parte de

esta mecánica, tanto los excesos del populismo como la ingenua soberbia del

tecnócrata, que no aprecia la complejidad de relaciones de la realidad, y sufre

cuando el discurrir de los acontecimientos dobla como alambres los esquemas

con los que se suele operar desde el escritorio aislado del palacio.

La tecnopolítica, el gobierno de las encuestas, se desarrolla en este canal: en general

las encuestas sobre “las preocupaciones de la población” refieren directamente a

las preconcepciones superficiales y tienden a retroalimentar la ilusión tecnocrática

de aferrar “los problemas que realmente importan”, cuando en verdad abordan

una entelequia parcial y muy frágil.

De un malentendido simular surgen los excesos en la comunicación política: la

mala relación del poder con los líderes de opinión, el uso sectario de los medios

de comunicación, el desprecio velado o explícito a los mecanismos clásicos de

formación y circulación de la opinión (periodistas, medios tradicionales) y la

preferencia por la “comunicación directa” y digital, configuran los diferentes

75
aspectos de un circuito endogámico de comunicación en el que el poder sectario

se habla a sí misma, como si se mirara el ombligo, generando desconfianza,

descreimiento y creciente fastidio en el resto de la sociedad.

Cada una de las expresiones políticas de la sociedad constituye, al mismo tiempo

que una articulación particular (casi siempre desordenada) de intereses concretos,

una identidad con todo lo que esa identidad tiene aparejado (intereses,

reivindicaciones, propósitos, esperanzas, sueños, enojos, resentimientos). Tanto

el “campo nacional y popular” asociado históricamente al peronismo, como la

tradición liberal republicana en la que abrevaron la Alianza, Cambiemos o en

general el radicalismo, son identidades históricas con tradición y vitalidad, y

reconocen múltiples fuentes de articulación y representación, que no se agotan,

de ninguna manera, en los errores o excesos que cometieron durante cada

gobierno, o el carácter más o menos polémico de sus representantes. Frente a

cada problema, ambos extremos ideológicos expresan de manera más o menos

orgánica, y más o menos correcta, más o menos formal, cosas de la sociedad

(intereses, reivindicaciones, propósitos, esperanzas, sueños, enojos,

resentimientos) que no se ven desde fuera, que no se aprecian si no es a través de

ese prisma específico de representación.

76
Frente a cada problema particular, tal vez la lección que tenemos que aprender

es que no se puede prescindir del aporte concreto de los diferentes actores. El

gesto político de “borrar”, excluir actores es un error que no sólo genera un

problema político (el resentimiento del excluido) sino que nos priva de su aporte

a la formulación de los problemas comunes. Todos tienen que sentarse a la mesa

y discutir problemas y propuestas, y esforzarse para ello en encontrar criterios en

común.

La pospandemia como oportunidad

Los cambios que se vienen parece que tendrán la característica de ser cambios

duraderos en los comportamientos de la gente, en todo el mundo. Esto no

implica necesariamente una crisis dramática, pero sí una crisis que obliga a una

dramática reconversión. Los problemas concretos que enfrentan las

economías del mundo serán, probablemente, problemas asociados al gigantesco

esfuerzo necesario para una reconversión exitosa, o lo menos traumática posible.

¿Cómo está Argentina preparada para una reconversión de sus actividades

económicas? Cuenta como siempre con el ingenio y resiliencia de los argentinos.

Cuenta con esa aptitud tan propia de nuestro ADN histórico para soportar los

77
golpes, el cambio de contexto, la escasez de recursos, los vaivenes de la política.

Pero también tenemos el resto de los problemas que señalamos, de los que

muchas veces no nos olvidamos, sino más bien nos hacemos los distraídos.

Particularmente la dirigencia.

El acuerdo político. Superar la grieta y el sectarismo es clave para que esto

pueda ocurrir. Si algún rasgo ha caracterizado a los últimos gobiernos en

Argentina ha sido la recurrencia en el sectarismo, la desconfianza y la cerrazón.

Hay que extraer las lecciones del caso, construir las mesas de acuerdo y cuidar

los canales de diálogo que permitan superar este hiato, como lo han hecho tantos

otros países luego de dramas mucho más profundos que el que nos divide en las

últimas décadas.

La pesada herencia. Echar las culpas al gobierno anterior es ya un clásico y

un motivo de bromas. En primer lugar es un gesto incorrecto, pues se supone

que los líderes piden el voto de confianza de la población y asumen la conducción

por propia voluntad, que conocen cabalmente los problemas y tienen ideas y

capacidad para resolverlos, de modo que mal pueden reclamar beneficio de

inventario. Pero además, como hemos descripto, absolutamente ninguno de los

problemas de la economía argentina se reduce a errores o malas políticas que

puedan adjudicarse sólo al gobierno inmediatamente anterior.

78
Imaginación. La imaginación, la decisión de no caer en las mismas soluciones

simplistas y superficiales de siempre, es otro requisito. El nudo enmarañado de

problemas que acarreamos no se desarma y resuelve con unas pocas medidas de

manual que cambien algunas variables, es necesaria una respuesta integral, que

atraviese todos los rubros de la economía, todas las estructuras del Estado, los tres

niveles de gobierno, todas las políticas públicas, para que funcionen alineadas.

Hace falta también no postergar más los problemas y encararlos de manera

decidida y simultánea (y esto sólo es posible en el marco del acuerdo político).

Coraje. El coraje es otro factor crucial. Durante demasiado tiempo nos hemos

consolado explicando la debilidad de los gobiernos, la inoportunidad de la

relación de fuerzas, la imposibilidad de consensos, la inflexibilidad de la oposición

o la inconveniencia de afrontar los costos políticos de impulsar determinadas

reformas (la tributaria, la previsional, la laboral o el régimen de coparticipación,

por ejemplo). Pero de lo que se trata es justamente de encararlas y alinearlas en

el sentido que hemos señalado. E involucrando a todos los diferentes actores.

¿Cómo es que se arriba al acuerdo político? ¿Qué forma tiene? ¿Quién lo puede

impulsar y quién puede ser el garante?

79
Como Argentina es una democracia presidencialista, cada Presidente tiene la

responsabilidad exclusiva de encontrar el camino para dar respuesta a los

problemas del país. A él se lo juzga antes que a nadie. El Poder Ejecutivo tiene

toda la autoridad para convocar al diálogo, y múltiples canales para realizarlo.

Cuenta además con todos los resortes para establecer políticas que honren estos

acuerdos y hacer que se cumplan. Pero además la sociedad anhela encontrar el

camino del desarrollo. A tal punto lo anhela, que generosamente apoyó una y

otra vez, esperanzada, políticas anodinas, inconsistentes, que desaprovecharon ese

caudal de entusiasmo y apoyo, para finalmente acabar en una nueva crisis.

Cada día es una nueva oportunidad para esta tarea, que una y otra vez debemos

reclamar a nuestros dirigentes. Cada día están dadas las condiciones. Ojalá la

salida de la pandemia habilite y motive la demorada decisión de encarar juntos la

tarea gigantesca que los argentinos nos debemos y nos merecemos.

80
Apéndice: algunas propuestas para la crisis actual.

Idea 1. Mercado cambiario: del desdoblamiento a la convergencia.

La fragilidad cambiaria de la Argentina en pandemia, derivada inmediata de la

crisis de 2018, fue alimentada por la escasez de reservas, la expansión monetaria

de 2020, la incertidumbre y la creciente desconfianza en la solvencia del (nunca

explicitado) esquema económico del actual gobierno.

Hay un acuerdo general en que los controles de cambios son instrumentos

provisorios. El actual status quo del mercado de cambios, con supercepo oficial y

múltiples tipos de cambio paralelos, tiene que ordenarse. Pero la combinación

de desconfianza, alta demanda de divisas y bajísima oferta, obliga a buscar un

camino necesariamente heterodoxo que permita primero contrarrestar la

presión alcista del dólar paralelo y luego converger hacia un mercado único libre

de cambios. Hoy la salida del cepo es imposible porque la inexistencia de una

oferta de divisas consistente implicaría una disparada de la cotización con

consecuencias desastrosas para el conjunto de la economía. Este es el riesgo que

hay que evitar y que, al mismo tiempo, obliga a actuar.

81
Un desdoblamiento formal, provisorio, del mercado de cambios puede

permitir contener el impacto de una devaluación en el conjunto de la economía

real por un lado, mientras permite un libre juego de oferta y demanda para las

operaciones financieras, el ahorro, el turismo, etc. por el otro.

El objetivo del desdoblamiento es, por supuesto, generar una ventana de

oportunidad para procurar la convergencia en plazo más corto posible. La

condición de posibilidad de que ella ocurra es que, a contramano de lo que viene

pasando en los últimos años, se pueda generar un flujo de oferta de dólares

sólido y continuo, que permita bajar la cotización del mercado financiero. No

olvidemos que Argentina, considerado individualmente, es el país en el que se

concentra la mayor cantidad de dólares billete en el mundo.

Sabemos que Argentina genera dólares, y una de las fuentes genuinas es el sector

agropecuario. Si se instrumentara, por ejemplo, la posibilidad de liquidar la

exportación de soja con la cotización del mercado financiero, ello

tendría una serie de efectos positivos:

a) Generaría una nueva oferta hasta ahora reluctante, en gran volumen, que

buscaría capitalizar el diferencial e impulsaría el precio de la divisa

financiera a la baja;

82
b) Ofrecería ventajas al fisco, al partir de un tipo de cambio más alto para el

cálculo de las retenciones,

c) Por tratarse de un bien mayormente transable, no tendría efectos

inmediatos en el costo de vida.

Idea 2. Déficit fiscal: ahorro en pesos atado al dólar.

Una política de promoción de inversiones como la que apenas delineamos a lo

largo del presente ensayo tiene un necesario impacto fiscal. La reducción de la

presión tributaria, condición de posibilidad de la política de inversiones

propuesta, implica una merma provisoria de la recaudación.

En ese marco, la situación actual de fuerte déficit es una obvia restricción. El

sector público ha superado largamente el límite de presión tributaria que la

economía argentina puede soportar, y el endeudamiento con organismos de

crédito no es una opción inmediata. Por eso se impone buscar alternativas.

A la vez, el sistema financiero argentino no ofrece herramientas de ahorro que

compitan eficazmente con el dólar billete –una de las causas de la presión sobre

el precio de la divisa–. Esto abre la oportunidad para generar un instrumento

de ahorro nominado en pesos, pero indexado por la variación de la

83
cotización del dólar financiero más un diferencial de tasa que rinda un poco

más que la tasa internacional: digamos 4% o 5% anual. Este instrumento, con las

garantías adecuadas, ofrecería la seguridad del dólar y a la vez rendiría al ahorrista

más que el dólar billete (que se guarda al 0%).

Este instrumento puede tener al menos dos aplicaciones inmediatas: financiar el

déficit fiscal y también, a través de un fideicomiso, constituir un fondo de

fomento de la inversión o la creación de empleo.

Idea 3. Creación de empleo: subsidio masivo al empleo formal

El altísimo costo de contingencia de la creación de nuevo empleo en la economía

argentina podría también estar contemplado en un régimen especial provisorio

de beneficios especiales para las empresas que tomen empleados nuevos, durante

unos años de gracia.

¿En qué consisten esos beneficios?

a) El Estado podría asociarse a las empresas con la finalidad social de cuidar el

empleo formal, en un régimen por el cual la ANSES pague todo o parte

del salario de los nuevos trabajadores, por un período de tiempo

84
determinado, condicionado al cumplimiento de determinados requisitos

para la empresa beneficiaria. El Estado define de antemano qué ramas de

actividad podrían ser objeto de este beneficio en función de la evaluación

de la posición de cada sector, y seleccionar empresas beneficiarias con

criterio de desarrollo territorial.

b) El Estado podría crear regímenes especiales, puntuales, para que

determinadas ramas de actividad operen en condiciones de flexibilidad

acordadas con los sindicatos, también por períodos determinados, para los

nuevos empleados.

En todo caso, deben privilegiarse las actividades que puedan absorber mano de

obra de baja calificación y promover de manera rápida y eficaz su capacitación y

entrenamiento y su reconversión al mercado de trabajo formal.

Las diferentes formas de economía social deben privilegiar las instancias de

formalización y capacitación laboral. El Estado podría crear campanas de

protección para actividades intensivas en el uso de mano de obra, pero que deban

concurrir plenamente con sus productos al mercado de bienes y servicios.

El costo de cualquiera de estas medidas sería muy diferente al costo de las políticas

habituales de asistencialismo social, porque en lugar de resolver únicamente la

85
urgencia los beneficiarios, promovería su inserción formal y aportaría también a la

producción y oferta de bienes y servicios en el mercado.

En el marco de este plan, el Estado podría además promover la asociatividad y

el cooperativismo en las economías regionales, para la producción y

abastecimiento local de alimentos, por ejemplo, con impacto directo en el interior

del país.

Idea 4. Capitalización: aportes estatales de capital semilla

La escasez y costo del crédito para la inversión es una de las más graves limitantes

a la capitalización de las actividades productivas, incluso en rubros plenamente

rentables, con grandes ventajas comparativas o posiciones sólidas en el mercado.

También es una traba al emprendedorismo. El sistema financiero tiene criterios

patrimonialistas para la definición del crédito, que privilegian las garantías por

sobre la evaluación del valor agregado y el cash flow de los proyectos de inversión.

El Estado podría, a través de la secretaría PYME por ejemplo, hacer aportes de

capital ingresando como socio accionista (temporario) en determinados

proyectos de riesgo, habilitando al socio privado a que, en la medida en que el

86
proyecto avance y ofrezca resultados, recompre la totalidad de las acciones en

condiciones ventajosas.

El Estado se suma en la apuesta de riesgo, acompaña al emprendedor, y recupera

el capital en caso de éxito.

Idea 5: Capitalización: amortización acelerada de inversiones

La AFIP debiera permitir, en las liquidaciones de impuesto a las Ganancias,

descontar la amortización de las inversiones en bienes de capital en un único

ejercicio fiscal (excluyendo automotores o inmuebles). Este diferimiento

contable funcionaría como un real incentivo a la inversión y capitalización de las

empresas, que podría comprar máquinas herramientas, tecnología, descontándolo

de su aporte ordinario al fisco. El impacto en la productividad sería inmediato y

muy significativo.

Simultáneamente, se podría promover un mecanismo que permita a las empresas

deducir de la base imponible del impuesto a las ganancias la totalidad de las

inversiones de bienes de capital que expandan el nivel de actividad de cada una

de las empresas.

87
Idea 6: Una política de formalización

La “reducción de los impuestos” se ha convertido en un ideal utópico en

Argentina porque cada peso del gasto público es, simultáneamente, una

prerrogativa de algún sector, que puede argumentar genuina y legítimamente su

derecho a tal prerrogativa. No hay ajuste sin costo político asociado y en general

no hay margen político para absorber ese costo.

Un plan de formalización debe ante todo definir un universo acotado de agentes

económicos informales a los cuales se les ofrezca la oportunidad para formalizarse,

inicialmente con muy bajas alícuotas, es decir, una carga tributaria y previsional

muy atenuada que incentive la adhesión a un régimen impositivo, laboral y

previsional especial, provisorio, de formalización. Este nuevo régimen, con un

nivel de presión tributaria nominal muy bajo, deberá necesariamente coexistir,

durante un tiempo, con el régimen actual, apuntando una convergencia en el

mediano plazo.

A fin de no desfinanciar dramáticamente al Estado, se plantea un período de carencia

en el cual el alto nivel de presión tributaria nominal actual se mantenga para los

contribuyentes más importantes, mientras se desarrolla el plan de formalización.

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El diferencial inicial de incentivos podría alentar una estrategia de elusión en la

que algunos grandes contribuyentes procuraran “trasvasarse”, atomizarse en

nuevas pequeñas empresas “formalizadas”. Por ello se debiera generar algún tipo

de incentivo estatal a que los grandes contribuyentes puedan desgravar impuestos

mediante el desarrollo de proveedores, una red de pequeñas nuevas empresas

socias, proveedoras de insumos y servicios, y además tomadoras de mano de obra.

El camino, la transición hacia una convergencia con una alta tasa de formalidad

y más bajos impuestos, no puede pensarse sino como una sucesión de regímenes

especiales. Se trata de ofrecer condiciones ventajosas no tanto a las grandes

locomotoras, sino más bien a los que hasta ahora viajan como polizones (pequeños

y medianos agentes informales) para que progresivamente adhieran a la economía

formal hasta integrarlos, plenos de obligaciones y derechos.

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Sumario

Introducción 2

La pandemia 9

La tentación populista 16

La larga crisis argentina 19

Una economía muy particular 23

Enfocar la inversión y ordenar los problemas 31

Pandemia y comorbilidades 43

Ideología, fracasos y superestructura 47

Políticas públicas y cambio cultural 55

Una política económica diferente 61

Desafíos para la cultura política argentina 68

La pospandemia como oportunidad 77

Apéndice: algunas propuestas para la crisis actual. 81

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