1 Curso Mosaicos 2020
1 Curso Mosaicos 2020
1 Curso Mosaicos 2020
DURACIÓN: 2 SEMANAS
BIBLIOTECA DIGITAL.
OLIVERA DÍAZ
QUIEN SOY
Docente de Educación Primaria. Docente de Educación Inicial. Docente
Formadora en el Instituto de Educación Superior Pedagógico Público de Huari.
Gestora de Proyectos culturales y educativos en Didactikos Arcoíris. Aprendo
Jugando y en “La Casita de la Literatura Infantil” de Huari - Red Literaria
Infantil. Titular Gerente en Didactikos Arcoíris. “Aprendo Jugando” E.I.R.L de
Huari. Investigadora Educativa, Ensayista y Escritora en “Educere” - Red
Pedagógica y de Investigación. Docente de Educación Religiosa, ODEC Huari.
OBJETIVO
OBJETIVOS PARTICULARES
METODOLOGÍA
MÓDULOS Y SESIONES
SABADO 05 DOMINGO 06
SESIÓN 06 SESIÓN 7:
PROYECTOS INTEGRADORES
MATERIALES EDUCATIVOS EN EL
NUEVO ENFOQUE PEDAGÓGICO.
LUNES 07 MARTES 08 MIERCOLES 09 JUEVES 10 VIERNES 11
SESIÓN 08 SESIÓN 11
SESIÓN 9 SESIÓN 10
EL DOCENTE Y LA
APLICACIÓN A LA APLICACIÓN A CALIDAD DE LA EXPOSICIÓN DE
ENSEÑANZA Y APLICACIÓN A LA LA ENSEÑANZA ENSEÑANZA Y EL PROYECTOS
APRENDIZAJE DEL ENSEÑANZA Y Y APRENDIZAJE APRENDIZAJE. INTEGRADORES Y DE
CREDO Y SUS APRENDIZAJE DE DEL MATERIALES Y
ARTICULOS DE FE. LA MORAL CATECISMO DE RECURSOS
CATÓLICA. LA IGLESIA EXPERIENCIAS DIDÁCTICOS
DIDÁCTICA CATÓLICA. SIGNIFICATIVAS
DE LA
APLICACIÓN A LA FORMACIÓN
ENSEÑANZA Y APLICACIÓN A INICIAL
APRENDIZAJE DE APLICADA A LA LA ENSEÑANZA PEDAGÓGICA
LOS SACRAMENTOS. EDUCACIÓN DE LOS Y APRENDIZAJE
VALORES. DEL
MAGISTERIO PROYECTOS
PROYECTOS DE LA IGLESIA INTEGRADORES
INTEGRADORES. PROYECTOS
INTEGRADORES
PROYECTOS MATERIALES
MATERIALES MATERIALES INTEGRADORES EDUCATIVOS EN
EDUCATIVOS EN EL EDUCATIVOS EN EL EL NUEVO
NUEVO ENFOQUE NUEVO ENFOQUE MATERIALES ENFOQUE
PEDAGÓGICO. PEDAGÓGICO. EDUCATIVOS PEDAGÓGICO.
EN EL NUEVO
ENFOQUE
PEDAGÓGICO.
Queridos fieles:
He querido dirigirme a vosotros con esta carta para hablaros de un problema que vosotros
mismos experimentáis y en el que están comprometidos los diversos componentes de
nuestra Iglesia: el problema de la educación. Todos nos preocupamos por el bien de las
personas que amamos, en particular por nuestros niños, adolescentes y jóvenes. En efecto,
sabemos que de ellos depende el futuro de nuestra ciudad. Por tanto, no podemos menos
de interesarnos por la formación de las nuevas generaciones, por su capacidad de
orientarse en la vida y de discernir el bien del mal, y por su salud, no sólo física sino
también moral. Ahora bien, educar jamás ha sido fácil, y hoy parece cada vez más difícil.
Lo saben bien los padres de familia, los profesores, los sacerdotes y todos los que tienen
responsabilidades educativas directas. Por eso, se habla de una gran "emergencia
educativa", confirmada por los fracasos en los que muy a menudo terminan nuestros
esfuerzos por formar personas sólidas, capaces de colaborar con los demás y de dar un
sentido a su vida. Así, resulta espontáneo culpar a las nuevas generaciones, como si los
niños que nacen hoy fueran diferentes de los que nacían en el pasado. Además, se habla
de una "ruptura entre las generaciones", que ciertamente existe y pesa, pero es más bien
el efecto y no la causa de la falta de transmisión de certezas y valores.
Por consiguiente, ¿debemos echar la culpa a los adultos de hoy, que ya no serían capaces
de educar? Ciertamente, tanto entre los padres como entre los profesores, y en general
entre los educadores, es fuerte la tentación de renunciar; más aún, existe incluso el riesgo
de no comprender ni siquiera cuál es su papel, o mejor, la misión que se les ha confiado.
En realidad, no sólo están en juego las responsabilidades personales de los adultos o de
los jóvenes, que ciertamente existen y no deben ocultarse, sino también un clima
generalizado, una mentalidad y una forma de cultura que llevan a dudar del valor de la
persona humana, del significado mismo de la verdad y del bien; en definitiva, de la
bondad de la vida. Entonces, se hace difícil transmitir de una generación a otra algo válido
y cierto, reglas de comportamiento, objetivos creíbles en torno a los cuales construir la
propia vida.
Queridos hermanos y hermanas de Roma, ante esta situación quisiera deciros unas
palabras muy sencillas: ¡No tengáis miedo! En efecto, todas estas dificultades no son
insuperables. Más bien, por decirlo así, son la otra cara de la medalla del don grande y
valioso que es nuestra libertad, con la responsabilidad que justamente implica. A
diferencia de lo que sucede en el campo técnico o económico, donde los progresos
actuales pueden sumarse a los del pasado, en el ámbito de la formación y del crecimiento
moral de las personas no existe esa misma posibilidad de acumulación, porque la libertad
del hombre siempre es nueva y, por tanto, cada persona y cada generación debe tomar de
nuevo, personalmente, sus decisiones. Ni siquiera los valores más grandes del pasado
pueden heredarse simplemente; tienen que ser asumidos y renovados a través de una
opción personal, a menudo costosa.
Pero cuando vacilan los cimientos y fallan las certezas esenciales, la necesidad de esos
valores vuelve a sentirse de modo urgente; así, en concreto, hoy aumenta la exigencia de
una educación que sea verdaderamente tal. La solicitan los padres, preocupados y con
frecuencia angustiados por el futuro de sus hijos; la solicitan tantos profesores, que viven
la triste experiencia de la degradación de sus escuelas; la solicita la sociedad en su
conjunto, que ve cómo se ponen en duda las bases mismas de la convivencia; la solicitan
en lo más íntimo los mismos muchachos y jóvenes, que no quieren verse abandonados
ante los desafíos de la vida. Además, quien cree en Jesucristo posee un motivo ulterior y
más fuerte para no tener miedo, pues sabe que Dios no nos abandona, que su amor nos
alcanza donde estamos y como somos, con nuestras miserias y debilidades, para
ofrecernos una nueva posibilidad de bien.
Queridos hermanos y hermanas, para hacer aún más concretas mis reflexiones, puede ser
útil identificar algunas exigencias comunes de una educación auténtica. Ante todo,
necesita la cercanía y la confianza que nacen del amor: pienso en la primera y fundamental
experiencia de amor que hacen los niños —o que, por lo menos, deberían hacer— con sus
padres. Pero todo verdadero educador sabe que para educar debe dar algo de sí mismo y
que solamente así puede ayudar a sus alumnos a superar los egoísmos y capacitarlos para
un amor auténtico.
También el sufrimiento forma parte de la verdad de nuestra vida. Por eso, al tratar de
proteger a los más jóvenes de cualquier dificultad y experiencia de dolor, corremos el
riesgo de formar, a pesar de nuestras buenas intenciones, personas frágiles y poco
generosas, pues la capacidad de amar corresponde a la capacidad de sufrir, y de sufrir
juntos.
Así, queridos amigos de Roma, llegamos al punto quizá más delicado de la obra
educativa: encontrar el equilibrio adecuado entre libertad y disciplina. Sin reglas de
comportamiento y de vida, aplicadas día a día también en las cosas pequeñas, no se forma
el carácter y no se prepara para afrontar las pruebas que no faltarán en el futuro. Pero la
relación educativa es ante todo encuentro de dos libertades, y la educación bien lograda
es una formación para el uso correcto de la libertad. A medida que el niño crece, se
convierte en adolescente y después en joven; por tanto, debemos aceptar el riesgo de la
libertad, estando siempre atentos a ayudarle a corregir ideas y decisiones equivocadas. En
cambio, lo que nunca debemos hacer es secundarlo en sus errores, fingir que no los vemos
o, peor aún, que los compartimos como si fueran las nuevas fronteras del progreso
humano.
Así pues, la educación no puede prescindir del prestigio, que hace creíble el ejercicio de
la autoridad. Es fruto de experiencia y competencia, pero se adquiere sobre todo con la
coherencia de la propia vida y con la implicación personal, expresión del amor verdadero.
Por consiguiente, el educador es un testigo de la verdad y del bien; ciertamente, también
él es frágil y puede tener fallos, pero siempre tratará de ponerse de nuevo en sintonía con
su misión.
La responsabilidad es, en primer lugar, personal; pero hay también una responsabilidad
que compartimos juntos, como ciudadanos de una misma ciudad y de una misma nación,
como miembros de la familia humana y, si somos creyentes, como hijos de un único Dios
y miembros de la Iglesia. De hecho, las ideas, los estilos de vida, las leyes, las
orientaciones globales de la sociedad en que vivimos, y la imagen que da de sí misma a
través de los medios de comunicación, ejercen gran influencia en la formación de las
nuevas generaciones para el bien, pero a menudo también para el mal.
Ahora bien, la sociedad no es algo abstracto; al final, somos nosotros mismos, todos
juntos, con las orientaciones, las reglas y los representantes que elegimos, aunque los
papeles y las responsabilidades de cada uno sean diversos. Por tanto, se necesita la
contribución de cada uno de nosotros, de cada persona, familia o grupo social, para que
la sociedad, comenzando por nuestra ciudad de Roma, llegue a crear un ambiente más
favorable a la educación.
Por consiguiente, no puedo terminar esta carta sin una cordial invitación a poner nuestra
esperanza en Dios. Sólo él es la esperanza que supera todas las decepciones; sólo su amor
no puede ser destruido por la muerte; sólo su justicia y su misericordia pueden sanar las
injusticias y recompensar los sufrimientos soportados. La esperanza que se dirige a Dios
no es jamás una esperanza sólo para mí; al mismo tiempo, es siempre una esperanza para
los demás: no nos aísla, sino que nos hace solidarios en el bien, nos estimula a educarnos
recíprocamente en la verdad y en el amor.
Os saludo con afecto y os aseguro un recuerdo especial en la oración, a la vez que envío
a todos mi bendición.