ARROZ de Kamiya
ARROZ de Kamiya
ARROZ de Kamiya
Hablamos mucho, o lo que para nosotros es mucho. Ninguno de los dos somos
personas que otros consideren conversadores.
Algunas otras veces cuando hablamos, las palabras van formando pequeños
montículos que lentamente se transforman en montañas.
Entre una y otra hacemos silencios largos: valles en los que pensamos como si
anduviéramos.
Elegimos un restaurant que es una casa antigua en San Telmo. Tiene un patio en
el centro, un cuadrado de cielo propio, nubes diferentes todo el tiempo.
De repente, en medio de una frase, él dice, “… limpiar arroz…” y junta las manos
haciendo un aro con los dedos y las mueve arriba y abajo como si golpeara algo
contra el borde de la mesa.
Lo que ocurre de repente no es que él diga esas palabras, sino que yo me doy
cuenta de que no sé cómo se limpia el arroz. Lo que ocurre de repente es que me
doy cuenta de que sé muchas cosas de él así, sin saberlas, apenas intuyéndolas.
Sé que mi padre en sus manos debe estar sujetando un manojo de algo que yo no
veo. Busco en mi memoria los campos de arroz que ví en Japón e imagino que el
manojo debe ser de esa especie de juncos verdes.
Deduzco torpemente que el arroz debe estar adherido a las plantas y al sacudirlo,
debe caer. Como pequeños frutos o semillas.
Así, viendo los gestos de mi padre, puedo llegar al pasado, a Japón o a la historia
de mi padre, que es la mía. Como miro cuadros impresionistas, sin buscar los
detalles sino la luz, la idea. Como conozco los árboles de la vereda de mi casa,
sin saber sus nombres, pero sin poder imaginar mi casa sin ellos en las ventanas.
Él dice por ejemplo que este país es un niño, “200 años apenas”, y junto al niño yo
veo a un Japón viejo, con manos en los que la piel cubre y descubre la forma de
los huesos.
Si él se agarra la cabeza cuando dice que corrían por campos de té, yo sé que
pasan aviones por el cielo que no veo y que bombardean.
Después hablamos de libros. Él está leyendo Las benévolas, un libro que lleva
consigo a donde vaya.
Me cuenta que fue a hacerse unos estudios que le ordenó el médico y mientras
esperaba leyó unas cuantas páginas.
Todo lo que no pregunté en años vuelve a mí. Cada pregunta vuelve y trae otras.
Quiero saber por qué mi padre eligió este país, este país niño. Quiero saber cómo
fue el día en que mi padre supo que había comenzado la guerra, cómo fueron
cada uno de los días que siguieron hasta el día en que llegó a esta tierra. Quiero
saber cómo eran sus juguetes y su ropa, cómo era ir al colegio durante la guerra,
cómo era el puerto de Buenos Aires en los sesenta, si le escribía cartas a mi
abuela, qué decían. Quiero saber los colores, las palabras, el olor de la comida,
las casas en las que vivió.
Una vez me contó que cuando recién había llegado, no se metía en la bañadera
sino que se lavaba fuera de ella y sólo se sumergía en el agua cuando estaba
limpio, porque ése es el modo en que se hace en Japón.
Quiero que me cuente cada día, para que no lo sople el tiempo. Tal vez para
escribirlo: dejarlo agarrado con tinta a un papel para siempre.
Busco por dentro, como si corriera perdida en este valle de silencio que se ha
abierto de repente entre las palabras. Perderse en un lugar tan vasto se parece a
un encierro.
Él sonríe, toma un papel de entre las hojas de su libro y saca un lápiz negro del
bolsillo del saco que lleva puesto.
Dibuja líneas muy juntas, algunas paralelas y otras que se entrecruzan. Luego
otra, perpendicular y ondulada, que las corta cerca de un extremo. Son las plantas
de arroz en el agua.
Después hace unos círculos muy pequeños en las puntas: los granos.
Me dice que se van llenando y vuelve a trazar las líneas pero en lugar de rectas,
curvas en los extremos: las plantas cuando el arroz madura.
“Cuanto más lleno está uno, cuanto más educado es, más humilde debe ser”, dice.
“Uno debe inclinarse como la planta de arroz por el peso de los granos”.
Luego extiende las manos y los brazos y los mueve paralelos al piso. “Se
colocaban grandes telas sobre el campo”, dice.
Él vuelve a poner las manos como si agarrara un pequeño atado y lo sacude como
hizo antes, contra el borde de la mesa.
Ahora veo claramente, casi puedo tocar, los granos de arroz que se desprenden.