Del Rey, Lester - El Amado de Los Dioses
Del Rey, Lester - El Amado de Los Dioses
Del Rey, Lester - El Amado de Los Dioses
NET
ÍNDICE
ALUNIZAJE Lester del Rey ........................................................... 5
QUINTA LIBERTAD John Alvarez ............................................. 37
EL AMADO DE LOS DIOSES Lester del Rey ............................ 54
AUNQUE LOS SOÑADORES MUERAN Lester del Rey .......... 63
INOCENTADA Lester del Rey ..................................................... 77
EL TUERTO Philip St. John ......................................................... 81
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
Saint Louis vivía el boom de la guerra cuando llegué allí en mayo de 1942. Sin embargo,
no tuve problemas para encontrar alojamiento en los barrios nuevos. Alquilé una habitación en
un hotelito del bulevar Lindell, a un par de manzanas de la pensión donde se alojaba mi novia.
Me cobraban la exorbitante cantidad de siete dólares a la semana, pero compartía un baño con
la habitación contigua y tenía teléfono, lo que representaba un verdadero lujo para mi en
aquella época. Me instalé tan pronto como llegó mi baúl, distribuyendo mis máquinas de
escribir. Todavía contaba con lo que, a mis ojos, suponía una cantidad adecuada de dinero, de
modo que decidí descansar del esfuerzo de la mudanza yendo a conocer el restaurante local en
que tomaría el desayuno y el almuerzo y efectuando la primera visita a la ciudad.
Durante mi entrevista con Campbell, antes de mudarme, éste me había mostrado la
ilustración para una portada de alguien llamado Munchausen (sic). Se trataba de una de esas
escenas «astronómicas» que a Campbell le gustaba publicar de vez en cuando, un tosco
cohete y varias figuras de pie junto a una especie de desfiladero, en la Luna, con la Tierra
sobre sus cabezas y un Sol brillante en el espacio. Me sugirió escribir un cuento largo
basándome en esa portada, unas veinte mil palabras. Dispondría de tiempo suficiente y me
enviaría una copia fotostática de la cubierta. Nunca había intentado escribir a partir de una
ilustración. En Astounding, no se solían comprar las ilustraciones primero, aunque la práctica
era habitual en otras revistas. Me pareció un interesante desafío.
De modo que aguardé la copia. Algunas vagas ideas me daban vueltas perezosamente en
la cabeza. Comprendí que tropezaría con dificultades. Ya por entonces las historias sobre el
primer aterrizaje en la Luna estaban pasadas de moda. No era fácil encontrar algo nuevo.
Rechacé un montón de proyectos, y seguía pensándolo cuando llegó la carta de Campbell.
Sin embargo, sin duda había cometido un gran error al exponerme sus planes, o bien yo
no le había entendido. No me mandaba copia de la ilustración. Por el contrario, la carta
comenzaba diciendo que planeaba incluir la tal ilustración en la edición de octubre y que
íbamos muy atrasados. Esperaba que mi cuento estuviera ya en camino. Lo necesitaba en su
oficina a fines de semana. Si no, se vería obligado a buscar otro escritor para esa cubierta.
Naturalmente, se trataba de un retraso en el correo. Campbell había echado la carta el
lunes y ya estábamos a miércoles... Mi manuscrito no llegaría a tiempo si aguardaba al día
siguiente para despacharlo.
Por fortuna, tengo una memoria visual bastante buena, aunque ignoro por qué razón,
mis cuentos raras veces incluyen demasiados detalles de tipo visual. Veo el ambiente en mi
imaginación, pero nunca lo transmito al papel. Estaba bastante seguro de recordar el número
de las figuras que había en torno a la nave. Eso no constituía ningún problema.
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
Inventar la trama, sí. La carta había llegado a eso de las nueve de la mañana. Salí a
desayunar, dando vueltas en mi cabeza a todas las trivialidades que se habían escrito alguna
vez sobre la Luna. Y de algún modo, tal vez a causa de la misma urgencia, encontré el primer
esbozo de una idea. Los primeros en llegar a la Luna, ¿eran de verdad los primeros? ¿O sólo lo
creían así?
A partir de eso, logré idear el resto de la historia antes de terminar el desayuno, y tracé
los rasgos de mi protagonista. El resto ya iría surgiendo a medida que lo escribiese. (Algunos
escritores gustan de sorprenderse a sí mismos con el desarrollo de una simple idea. Yo odio
empezar antes de conocer hasta el último detalle. No obstante, en ciertos casos, pocos, he
descubierto que puedo trabajar del otro modo, aunque los resultados difícilmente son tan
buenos.)
De modo que volví a mi cuarto, me senté ante la Oliver, puse una hoja y empecé a
escribir. No me levanté hasta terminar la última de las veinte mil palabras. Luego marché a
tomar un bocado a toda prisa, regresé corriendo ante la máquina y lo pasé todo a limpio.
A las diez de esa misma noche, llevé el manuscrito terminado a la oficina de correos y lo
despaché, incluyendo una notita que no decía expresamente, pero sugería con toda claridad
que, por suerte, sólo había tenido que perfilar los detalles. Ya en casa, me desplomé sobre la
cama en silencio.
No creo haber engañado a Campbell con mi nota. Aceptó la narración, pero me pagó sólo
lo justo. Sabiendo lo que sé ahora acerca de los editores inteligentes (y él era de los más
inteligentes), sospecho que pude tomarme más tiempo y efectuar un trabajo mejor. Con casi
absoluta seguridad, intentaba paliar mi tendencia a dejarlo todo para última hora, con la idea
de que le enviase mi narración el sábado, a fin de disponer de ella el lunes.
A veces pienso que ningún escritor debería saber una palabra sobre editores y
editoriales. Al parecer, hay una especie de contienda inherente a las relaciones entre escritores
y editores, en la que cada uno trata de engañar al otro.
Y funciona muy bien, por cierto, hasta que el escritor se vuelve tan sofisticado como para
engañarse a sí mismo.
De todos modos, ésa fue mi primera lección sobre cómo escribir en condiciones de
máxima urgencia, lección que me fue útil en otras muchas ocasiones. Ahora, ya no temería un
encargo urgente. Debo mucho, por lo tanto, a Alunizaje.
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
ALUNIZAJE
El cuerpo de Grey estaba cubierto de un sudor frío, que resbalaba desde sus sobacos y se
condensaba en gotitas sobre su cuerpo. Se agitó en su saco, gimiendo suavemente. Debió de
despertarle el sonido de su propia voz, porque salió de su sueño, en el que caía de manera
interminable hacia una conciencia creciente. La sensación de caída persistía. Esbozó un gesto
instintivo y frenético, buscando algo a qué asirse. Sus manos encontraron el flojo tejido del
saco. Hizo una mueca.
Aun antes de tocar la trama, la reacción de sus movimientos debió de aclararle dónde se
encontraba, cuando su cuerpo chocó contra la parte opuesta de la superficie del saco. Aquello
era el espacio. La gravedad había quedado muy atrás, salvo por los delicados dedos que ahora
se acercaban cautelosamente desde la Luna y le empujaban de nuevo hacia la parte superior
del saco. Por unos segundos, permaneció allí, sonriendo apenas al recordar los cuentos que
había leído, según los cuales la falta de gravedad hacía latir agitado el corazón o contraerse el
estómago. Pero el espacio no era así. Ahora lo sabía y, en realidad, debió de haberlo sabido
antes. Se parecía muchísimo a los primeros momentos de la caída libre, antes de abrirse el
paracaídas, como una sensación de paz, al comprender que no había peligro. Y el corazón se
veía liberado de parte del esfuerzo necesario y se ajustaba a un latido tranquilo y fácil,
mientras que el estómago controlaba la situación. No era la falta de gravedad, sino sus
modificaciones, lo que provocaba el mareo.
Por supuesto, notaba en los oídos una sensación extraña... una sensación de mareo, que
aumentaba poco a poco a medida que los líquidos internos quedaban libres del tirón de la
gravedad. No obstante, las horas en la cámara de aclimatación surtieron su efecto, y el
malestar pasó pronto. La mayor dificultad consistía en la adaptación mental precisa para
superar la costumbre de tener algo debajo y considerar las seis paredes iguales. Una vez
logrado, el espacio se convertía en una cosa muy agradable.
Con la escasa energía necesaria para moverse allí, tendió la mano y abrió la cremallera
que había sobre él. Salió culebreando de su saco de dormir y bajó hasta el suelo, sujetándose
a las cuerdas adosadas a las paredes y que servían de agarraderas. La cámara, pequeña y
cargada con los olores de los cuerpos humanos colgados en otros tantos sacos apoyados
contra las paredes, resonaba a causa de los ronquidos de Wolff y el silbido del aire
acondicionado.
Uno de los sacos se abrió, y Alice Benson asomó la cabeza, sonriéndole con calma.
—¿Es usted, Grey?
¿Por qué al mirarla le abandonaba la impaciencia que debería sentir?
Demasiado vieja y frágil para embarcarse en un viaje semejante, sobre todo porque nada
parecía justificar su presencia, la total normalidad de su conducta en tales condiciones
resultaba extrañamente tranquilizadora. En la atiborrada y maloliente cabina de la Polilla
Lunar, su porte conservaba una distinción que, según sospechaba él, ocultaba el sentimiento
de urgencia que la invadía a veces.
—Sí, señora.
Los escasos modales que había aprendido salían a la superficie cuando se veía ante ella.
—¿Por qué no duerme? —se interesó.
Ella meneó la cabeza. Un asomo de sonrisa arqueó las comisuras de su boca.
—No podía, hijo. He vivido demasiados años con algo bajo mis pies para adaptarme tan
bien como vosotros, los jóvenes. De todas formas, tiene sus compensaciones. Nunca había
descansado tan bien, ni dormida, ni despierta. ¿Le apetece un poco de café?
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
Él asintió, acercándose con precaución gracias a las cuerdas que le servían de asidero,
mientras que Alice Benson sacaba un termo de un armario y reemplazaba el tapón por otro
con dos pajillas incrustadas. Sobre sus cabezas, Wolff seguía roncando y gargarizando de un
modo muy desagradable. La mujer miró disgustada hacia su saco, pero no dijo nada. Grey
tomó agradecido el café, sorbiendo lentamente por una de las pajillas. Las tazas hubiesen sido
más que inútiles, ya que los líquidos, negándose a caer, formaban burbujas redondeadas, que
conservaban su forma gracias a la tensión superficial.
—Ralston fue ya a encargarse de las máquinas —explicó ella, respondiendo a la mirada
de Grey hacia el saco vacío—. Y June sigue en la cabina de mando. Los demás duermen. Puse
un sedante en su caldo para que no despertaran durante el aterrizaje. Yo también tomaré un
sedante suave cuando inviertan la marcha. No tendrán que preocuparse por nosotros.
Grey apuró el café y le devolvió el termo, con una sonrisa de agradecimiento. Luego, se
volvió hacia la angosta escotilla que llevaba a la cabina de mando. Un tirón a las cuerdas le
envió deslizándose por la escotilla, aunque tuvo que guiarse apoyando una mano en la pared,
antes de controlar su impulso en la parte inferior y abrir dificultosamente la portezuela. En el
interior, June Correy, inclinada sobre la pantalla de observación, observaba por el pequeño
telescopio, tomando notas en una libreta. Entró en silencio, sin molestarla, y se instaló en el
acolchado asiento de control, sacando un cigarrillo.
June le miró nerviosa cuando llegó hasta ella el olor del tabaco y, por un breve instante,
hubo algo más que mero desprecio en sus ojos. Unos ojos bonitos..., al menos cuando ella lo
deseaba. Grey había visto ardor y coraje en ellos cuando el dificultoso despegue había
inquietado a los demás. Pero para él sólo había una mirada que le recordaba invariablemente
sus treinta y cinco kilos de peso y su metro cuarenta y cinco de estatura. Le sonrió,
recorriendo con la mirada su esbelto cuerpo de un metro cincuenta, hasta los cabellos color de
miel, reconociéndole en su pensamiento la belleza y sabiendo que ella la aprovechaba sin
escrúpulos para lograr sus fines. El hecho de que él fuera exteriormente inmune a sus
encantos no aumentaba el cariño que la chica le otorgaba.
Encogiéndose de hombros, June volvió a la pantalla de observación, fingiendo ignorar el
humo que flotaba hacia ella, aunque las aletas de su nariz vibraron de modo casi
imperceptible. Habituada a un paquete diario, sin duda se había fumado los cinco cigarrillos del
racionamiento en unas horas.
—¿Un pitillo, Zanahoria?
—No me gusta abusar de los enanos.
Pero sus ojos se volvieron involuntariamente hacia el cilindro blanco que sostenía la
mano de Grey.
—Ración de aterrizaje, especial para el piloto jefe —dijo éste, lanzándoselo—. Me
concedieron un paquete entero para el momento del aterrizaje, por si necesitaba calmarme los
nervios. Teniendo en cuenta tu grado técnico, no lo mereces, pero mi caballerosidad no
soporta el sufrimiento femenino. Fúmatelo y deja de gemir.
El gruñido de ella fue muy elocuente, pero el cigarrillo ya estaba encendido. Cuando se
recostó, había menos hostilidad en sus ojos.
—¡Caballerosidad! No conoces el significado de esa palabra.
—Quizá no. Hasta ahora, nunca había tratado a mujeres menores de sesenta años, de
modo que no sé... Es verdad, no me mires así. Por lo que alcanzo a recordar las chicas me han
acogido siempre como un veneno, cosa que no me molesta... ¿Nerviosa?
—Un poco. —Miró de nuevo a la pantalla—. La Tierra no parece tan amistosa desde aquí
arriba. Y no consigo olvidar a Swanson. Debe de haberse estrellado, ¿no? ¿Estarán vivos, aún?
Grey meneó la cabeza. Aparte de la exploración, su expedición llevaba la misión de
rescatar a Swanson, y sus dos hombres, si quedaba alguno con vida. Ochenta días antes, se
había encendido la doble bengala de oxígeno y magnesio prevista para señalar un accidente, y
las provisiones que llevaban no sobrepasarían el mes.
—Tal vez si sus provisiones no sufrieron ningún daño. Se aguanta mucho cuando no hay
más remedio. Que hayan intentado salir antes de nuestra llegada depende de si esperaban o
no que les rescatasen... Voy a invertir la marcha. ¿Te quedas?
June asintió. Grey levantó el pequeño teléfono que conectaba con la sala de máquinas.
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
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en algún lado encontraremos una zona nivelada para apoyar nuestro trípode. ¡Adelante,
Ralston! ¡Con suavidad!
Los dedos largos y sensitivos de Grey se dirigieron a las clavijas que controlaban la
acción del único tubo. Interrumpió los circuitos, dejando que se calentara, y dio después la
enorme potencia necesaria para hacerlo arrancar, antes de realizar las maniobras normales.
Una lucecita roja parpadeó en el panel. Grey se echó hacia atrás, aumentando poco a poco la
potencia, mientras que el borde de la pantalla más próximo al tubo se iluminaba con un suave
resplandor azul y un vago brillo aparecía en derredor suyo. La infernal raya azul del escape de
los cohetes fulguraba detrás de ellas... Delante, mejor dicho, ya que la llamada base de la
nave se dirigía siempre hacia el punto de destino cuando se conectaba la energía de
desaceleración. De llevar cohetes en ambos extremos, o a los lados, no se hubiera logrado
controlar el peso. La aguja del gravígrafo comenzó a subir: desaceleración de un cuarto de
gravedad, de media luego, una gravedad entera les golpeó por detrás.
La sensación de peso se abatió sobre Grey, provocando en su estómago una retardada
sensación de náusea para la que se encontraba totalmente desprevenido. Por fortuna, fue
momentánea. El ritmo de su corazón se aceleró a causa del esfuerzo rutinario por igualar
presión y circulación y se regularizó en seguida, adaptándose a la fuerza de la gravedad. Pasó
el paquete de cigarrillos a Correy, que encendió también uno para él. Hablar hubiese sido inútil
en tanto se filtrase el rugido del cohete, martilleando sus oídos. Tal vez en teoría un cohete
debería ser silencioso, pero éste en verdad que no lo era. Desde ahora hasta el momento de
iniciar el verdadero aterrizaje, sólo se trataba de permanecer sentados en silencio, aguardando
a que la ciega aceleración de la nave se redujera y disminuyera la distancia con un mínimo de
atención por su parte. Se recostó, fumando perezosamente, sumido en sus pensamientos,
reuniendo sin emoción sus recuerdos, estimulado por las anteriores palabras de Correy.
Según parece, ningún niño recuerda su primera infancia al llegar a la edad adulta. En
cambio, una mente recién nacida en un cuerpo adulto puede absorber y recordar impresiones
a las que no sabe dar nombre. Los ojos conservan su entrenamiento, y aíslan los objetos. Los
oídos separan y clasifican los sonidos, aunque carezcan de sentido. Y aún ahora, como si
hubiese sucedido un momento antes, recordaba su despertar allí, en la extraña pradera verde,
y sus movimientos carentes de finalidad, suscitados por los calambres del hambre. Debajo de
él, sus piernas se movieron, pero había olvidado cómo caminar, y tuvo que arrastrarse hasta
un arroyo cercano. Acuciante, el llamamiento de la sed era más fuerte que la amnesia. El
granjero le encontró allí, medio ahogado a causa de su torpeza. Mientras le conducía hacia la
granja, sus piernas comenzaron a aprender de nuevo el difícil arte de sostenerle, aunque
estaban débiles y temblorosas.
El médico le había enviado a un psiquiatra. Días más tarde, las palabras empezaron a
cobrar significado y las primeras frases volvieron a resultarle familiares. ¡Ah, sí, había
aprendido rápido!... quedaban algunos canales neurológicos, aunque débiles, que facilitaron el
trabajo de aprender. Le habían dicho que padecía de amnesia... No parcial, sino completa, que
había borrado todos sus recuerdos con total determinación. Durante el año siguiente, se dedicó
a almacenar en su mente vacía toda la información accesible en las bibliotecas y todas las
extrañas relaciones entre los humanos que pudo atisbar. Se vio obligado a pensar a su
manera, sin apenas relación con quienes le rodeaban. Esto tenía sus ventajas, claro. Pero no
había lugar para amistades en aquella frenética búsqueda del conocimiento. Nunca se dio
cuenta, hasta que la psiquiatra murió, de que le mantenían por caridad. Poco después
descubrió que la vida se ganaba mediante el sudor de la frente.
Bueno, no había sido tan difícil, considerado en conjunto. Le habían analizado antes y le
habían dicho que tenía facilidad para la mecánica, de modo que obtuvo trabajo en la fábrica de
aviones de modo casi automático. Los otros hombres miraron al principio con fijeza su extraña
figurita y rieron, con bromas bien intencionadas, que se transformaron en rencoroso disgusto
ante su falta de respuesta a cosas que no alcanzaba a entender. No obstante, el trabajo le
había ido bien. Luego, el deseo de conducir los aviones que construía fue creciendo en su
interior, y la escuela de aviación que le acogió después hubo de admitir, de mala gana, su
habilidad. Aprender constituía para Grey el único placer, y afrontaba todo lo nuevo con una
firme voluntad que no reconocía obstáculos.
Tres años de vuelo en las grandes naves le habían ganado un cierto respeto y hasta una
familiaridad exterior con los otros pilotos, además de una reputación de valor que le parecía
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injustificada. No poseía verdadera audacia. Sólo le faltaba la sensación de tener algo que
perder. La vida le parecía extrañamente poco valiosa. No obstante, reaccionaba de manera
automática según la antigua ley de la autoconservación cuando se enfrentaba a algún
problema.
Hacía dos años que pilotaba cuando las primeras noticias sobre el cohete de Swanson
aparecieron en la prensa. Algo que valía la pena intentar, pensó, y, por primera vez,
experimentó la vulgar pasión de la envidia. Los demás pilotos habían rodeado el nombre de
Swanson de una aureola de leyenda, y su elección por la misteriosa compañía que construía el
cohete era totalmente justa. Aun así, Grey sintió celos. Había magia en la idea de navegar
fuera de la Tierra, hacia la Luna, magia que agitaba en él extraños sentimientos, nunca
padecidos fuera de los fantásticos sueños que le asaltaban a veces.
Y entonces, cuando Swanson encendió las dos bengalas para señalar un accidente, se
anunció que una segunda nave sería enviada, en un valiente aunque sin duda inútil intento por
rescatar a los tres hombres que ocupaban la primera. Esta vez, sin embargo, no se eligió a
dedo a los tripulantes, sino que se procedió a una serie de duras pruebas competitivas entre
los pilotos comerciales o privados que se presentaron voluntarios. A la larga, fueron su
estatura y su peso y, por consiguiente, la cantidad menor de aire y comida que necesitaba, los
que forzaron la decisión en favor suyo. Había otros pilotos tan buenos como él, de reacciones
igualmente rápidas, tan capaces de aprender las nuevas rutinas. Sin embargo, ninguno
resultaba tan económico para la nave, y la balanza se había inclinado en su favor. El mismo
factor se había aplicado al resto de la tripulación elegida, con excepción de Bruce Kennedy,
diseñador de la Polilla. Kennedy media casi un metro ochenta, pero June Correy, con su metro
y medio, era la más alta de todos los demás. Y aun entre ellos, Grey seguía siendo el más
bajo.
Eso no le preocupaba. Al menos en apariencia, carecía de los complejos que los seres
humanos suelen sentir en esos casos y, durante las semanas que siguieron, el esfuerzo de
prepararse lo mejor posible para la tarea que le esperaba no le dejó tiempo para pensar.
Swanson y otros dos hombres estaban allá, en la Luna, faltos de alimento y agua, y del aire
decisivo para la vida. Entre tanto, el misterioso promotor de las naves, actuando a través de
un trust, apresuraba lo más posible el despegue de la Polilla. En el mejor de los casos, la
demora sería muy grande, pero se confiaba aún en que los hombres hubiesen logrado
sobrevivir.
Desde luego, la lucha por salvar a aquellos tres hombres, que gozaban ya de una gloria
mayor de la que se obtiene en una vida normal, causaba impresión en Grey. Sentía esperanzas
por ese extraño grupo de la humanidad. Sin embargo, para él, el factor más importante era
que la Polilla debía llegar, ya que no habría más naves... Eso estaba claro. Las naves costaban
una fortuna, y no todo el mundo podía ni quería gastar el dinero necesario... Ahora, allí estaba
él y, bajo sus dedos, descansaba quizá el futuro de la navegación espacial y, con toda
seguridad, la vida de la extraña tripulación que le acompañaba. A sus pies, los pozos y
cráteres del satélite, hambrientos, parecían mostrar sus afilados dientes para tragarse aquel
presuntuoso insecto, que insistía en osar hacer lo que los hombres no habían sido creados para
hacer.
—¡Qué extraño! —murmuró Grey, inclinándose hacia la pantalla, a fin de observar más
de cerca la selenografía blanca y negra. Lógicamente, todo lo que hay ahí debajo debería
parecerme raro, pero no es así. Ni la mitad de lo rara que me pareció la vieja Tierra la primera
vez que la vi en realidad... ¿Eh, qué ocurre?
Correy le apretaba el hombro, zarandeándole y tratando de llamar su atención. La
combinación de periodista, operadora de radio y segundo piloto le señaló el casco. Grey gruñó,
colocándose sin muchas ganas el incómodo aparato. Había mucho equipo en la Polilla que
mostraba al mismo tiempo las prisas del último momento y la falta de fondos. Sin embargo,
las cosas importantes se habían hecho a conciencia.
La voz de la muchacha le llegó por los auriculares, ahora que el trueno del cohete se
había amortiguado.
—¡Despierta de tus sueños, amigo! ¡Fíjate en ese tubo! Hay algo que no va bien. No
estoy segura de oír nada, pero creo que sí. ¡Y no me gusta!
Grey apartó uno de los auriculares y escuchó, orillándose a causa de la concentración. Al
principio, no advirtió nada raro. El ruido del escape llegaba zumbando como una gigantesca
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Helen Neff, la doctora roncaba como una encantadora soprano cuando la dejé. Se encuentra a
salvo en la medida de lo posible. Vuelva a sus máquinas y deje que yo me preocupe por los
demás.
Cortó la comunicación con Ralston, sonriendo aún, y observó el ceño fruncido de Correy.
—¿Tiene el corazón en la mano, eh, Zanahoria? A veces comprendo por qué a las
mujeres no les gustan los hombres bajos... Demasiado apasionados y transparentes. La
doctora sabe que lo tiene en el bolsillo, así que se dedica a perseguir al grandullón de Bruce
Kennedy.
—Tú tampoco eres ningún gigante, Pulgarcito —le recordó ella en tono distraído—. ¿Y
desde cuándo te has hecho cargo de la nave?
—Sólo que yo no me siento bajo... No me preocupa pensar de una forma o de otra. Ahí
está la diferencia. En cuanto al mando, me hice cargo de él al despegar por decisión propia. A
nadie se le ocurrió que se precisaba un jefe aquí, de modo que me autoasigné el
nombramiento. Si tienes alguna objeción, dímela. La olvidaré en seguida.
—Tú aterriza y ya discutiremos después. ¡Oye, ha empeorado!
Por un momento, Grey pensó que la chica se lo imaginaba, pero pronto se dio cuenta de
que tenía razón. Era un silbido muy claro, para el cual no existía ninguna razón válida, y que
sonaba cada vez más fuerte. Gruñó, aumentando ligeramente la velocidad y vigiló el
gravígrafo hasta que la aguja volvió al punto admisible. El paisaje lunar que divisaba en la
pantalla todavía estaba demasiado lejos para convenirle... A caso dentro de muy poco lo vería
demasiado cerca. Lástima que le sucediese algo malo a la Polilla, con todos los sueños y
esperanzas que se concentraban en ella... Recordó la cara dulce e inexpresiva de Alice Benson,
que ocultaba su tenaz propósito, y la cálida malicia que había visto en el rostro de June
Correy. De todos modos para él significaban menos que la nave.
Miró de nuevo a la pantalla, y otra vez a la chica.
—Aterrizaremos como sea, June, te doy mi palabra. Aunque tenga que meterme en el
tubo y soltar tacos contra la gravedad.
—Como sea... Ya me imagino ese como sea. —Meneó la cabeza, entre sorprendida e
intrigada—. ¿Sabes, Nemo Grey? Nunca presté crédito a todas esas historias acerca del grupo
que rescataste en Canadá... Ahora lo creo. ¿Nunca sientes miedo?
Él denegó lentamente.
—Supongo que no... Cuidado, Zanahoria, te estás ablandando. Dentro de un minuto, te
colgarás de mi brazo, como una mujercita que confía en el hombre. ¿Estás asustada?
—Sí. Ese ruido sigue intensificándose. Y cuando miro la pantalla... ¿Me das otro cigarrillo,
Grey?
Lo encendió y aspiró con avidez el humo. Sin duda, sufría a causa de su demasiado
buena imaginación, supuso él. No obstante, su súbito cambio le había sorprendido, invocando
el fantasma de otra emoción que no podía localizar. Las mujeres suponían una especie
desconocida para él, y lo poco que sabía sobre ellas provenía de los libros.
—¿Quieres que te diga una cosa? En este momento, no soy más que una mujer, y tu
musculoso brazo presenta muy buen aspecto. Por lo menos hasta que aterricemos... Pareces
tan seguro de ti, tan tranquilo...
—Muy bien, apóyate si te apetece. No lo usaré como argumento después del aterrizaje.
De todos modos, en este momento preferiría que te dedicaras al telescopio y trataras de
localizar los restos de la nave de Swanson. Por la situación de las bengalas, debería de estar
por allí, creo.
Señaló un punto en la pantalla, que ahora mostraba una gran imagen de la cara de la
Luna, o al menos parte de ella.
Correy aprovechó la oportunidad para recuperar un poco de confianza, al tener algo en
que ocupar su mente, dejando aparte la imagen del accidente. Grey, entre tanto, ocupaba sus
manos en tratar de mantener el indicador en el lugar correcto pese a la deriva que provocaba
el cohete. Y ahora que se habían acercado ya mucho, intervenía otro factor, un factor que
había tomado en cuenta, pero para el cual no se hallaba preparado. La cima de la nave era
más pesada que el resto, con su centro de gravedad situado más de un metro por encima del
centro del impulso. La débil gravedad de la Luna ejercía ya su acción sobre ella. Así que la
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parte superior demostraba una alarmante tendencia a volverse hacia la Luna, desviándose de
la línea de caída.
El impulso de un cohete nunca se centraba ni se equilibraba con total exactitud en ambos
lados, y la más débil desviación bastaba para provocar el escoraje. Grey dejó escapar una
maldición y controló la ligera oscilación del paisaje lunar sobre la pantalla, moviendo los
mandos de los giróscopos a fin de corregirla y centrarla de nuevo. Mientras sólo se tratara de
un leve escoraje, los giróscopos lo compensarían, pero, tan pronto como superara los dos
grados, carecerían de la fuerza necesaria para ejecutar su trabajo. Entonces, su única
posibilidad consistiría en apagar el cohete y dejar que los giróscopos funcionaran sin impulso.
Lo había hecho así durante el despegue. Sólo que en aquel momento disponía del tiempo
preciso. Ahora, con la Luna tan próxima y el cohete averiado, no había la menor oportunidad
de intentarlo con éxito.
De nuevo, el ruido se intensificó, y la temperatura aumentó dentro de la cámara. El calor
irradiaba de la pared contigua al cohete. Eso significaba una notable pérdida de eficacia. Grey
soltó los mandos de los giróscopos, aumentó la potencia y volvió a disminuir en el preciso
instante en que la inclinación decidió aprovechar su descuido. Llegó justo a tiempo, por un
ligero margen. El contraído rostro de Correy se apartó del telescopio. Sin embargo, asintió.
Dominándose, prosiguió su búsqueda.
Según las estimaciones de Grey, la caída era más rápida de lo que permitían los
márgenes de seguridad. Desplazó la mirada de la pantalla al gravígrafo, graduando la potencia
a un décimo por encima de una gravedad, siguiendo las correcciones del indicador de radio,
que ya funcionaba, señalando la altitud por medio de la frecuencia de los ecos. Nuevamente
tuvo que atender a los giróscopos. El cohete se comportaba ahora de manera abominable,
desperdiciando buena parte de su energía, luchando contra sí mismo, mientras la temperatura
seguía en aumento.
June se movió de súbito. Enfocó el telescopio sobre la pantalla, al máximo de ampliación,
y señaló un puntito más brillante que el escarpado terreno que lo rodeaba. Se encontraba en el
cráter de forma irregular hacia el que se dirigían, y una cuidadosa inspección pareció diseñar el
contorno de un cohete destrozado.
—Son ellos, ¿no crees, Grey?
—Sin duda. Y en el lado malo del cráter, ¿cómo no? ¡Maldita sea! Deja el telescopio y
comprueba si estás bien sujeta. El aterrizaje será más bien brusco... Los hombres deberían
tener tres brazos... Si, son ellos, seguro. Veo el brillo del metal... —Se inclinó hacia delante y
empujó la palanca con la boca—. Ralston, prepárese. Aterrizamos dentro de diez minutos. El
cohete marcha muy mal, pero confío en que aguantará.
—De acuerdo, Grey—. El chico estaba asustado, pero decidido a no demostrarlo—. Dejaré
la mano sobre el contacto y trataré de cortarlo en cuanto toquemos, para no perder el control.
¡Suerte!
—¡Suerte, Phil!
Le llamó por su nombre de pila con toda intención. Casi nunca los usaba, pero en este
momento quería mostrarse familiar. Volvió a empujar la palanca con la boca, entrecerró los
ojos para ver con claridad los indicadores y retrocedió. Lenta, cautelosamente, dejó que la
nave girara dos grados en dirección a los restos del naufragio. En la pantalla, el paisaje se
deslizó a un lado, a medida que se acercaban. No obstante, no podría mantener esa posición,
so pena de que el escoraje aumentase con exceso. Enderezó la nave y dio el máximo de
potencia. El cohete estaba dando toda la energía que le quedaba. De repente, la tendencia a la
desviación desapareció y se oyó un zumbido procedente de algún lugar situado en el centro de
la nave.
—¡Dios bendiga a Ralston!
Grey comprendía ahora lo que había sucedido. Durante el viaje, el muchacho se había
dedicado a fabricar giróscopos extra, burdos y poco seguros, sí, pero lo mejor que se podía
con los materiales al alcance de la mano, sabiendo que los ya existentes no habían bastado
para el despegue. Probablemente se quemarían en sus toscos ejes, incapaces de soportar la
fuerza centrífuga, y sus motores se recalentarían en pocos minutos. Por el momento, sin
embargo, funcionaban. Sería suficiente.
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—¡A eso se le llama coraje, Zanahoria! El chico está muerto de miedo, pero se despabila
a tiempo. Bueno, la nave va bien encaminada. Se dirige al mejor punto que pude localizar, de
modo que sólo tendré que ir tanteando la potencia. Creo que nos alcanzará... ¡Eh!
Al mirar a Correy, había visto sus nudillos blancos, sus dientes apretados, sus ojos fijos
en la pantalla, en el terreno que subía hacia ellos, creciendo como la cara de un monstruo en
una película estereoscópica, dispuesto a tragarlos. Obedeciendo a un impulso que reconoció
sin duda como normal, pero sorprendente en él, rodeó los hombros de June con su brazo libre,
atrayéndola hacia sí y forzándola a desviar los ojos del espectáculo.
—¡Vamos, Zanahoria! No es tan malo. Te dije que lo conseguiríamos, ¿verdad?
Ella asintió, hundiendo su cara contra él. Cuando habló, su voz sonó tan débil que casi
resultaba inaudible.
—¡Tengo miedo, Grey! ¡Tengo miedo!
Los brazos de la muchacha le rodearon, ciñéndole, buscando el consuelo puramente
animal que le proporcionaba su solidez. Y pese a saber que aquello no tenía nada que ver con
su persona, le proporcionó un extraño placer.
Se dirigió a ella en tono pausado, con una mano en la palanca de control, tratando de
dominar los erráticos movimientos de la nave frente a la gravedad, y la otra dando palmaditas
en el hombro de la chica.
—Tranquila, June. ¡Todo va bien!
Mentía, claro. El escape del cohete se desvanecía de forma irregular, complicando sus
cálculos hasta imposibilitar un buen aterrizaje. Por último, la corriente de iones chocó contra la
superficie de la Luna, y la pantalla se transformó en un resplandor azulado. Siguiendo una
premonición, aumentó la potencia, a fin de compensar su movimiento.
Durante un cuarto de minuto, tal vez menos, un instante interminable, la sostuvo en ese
punto. Luego, retiró la mano y cortó el contacto de golpe, en el preciso momento en que
alguien pareció agarrar el tren de aterrizaje de tres patas, en tanto que su estómago se hundía
en el asiento.
—¡Aterrizamos!
La palabra pasó por su cabeza con la velocidad de un relámpago mientras una punzada
de dolor le atravesaba y todo se oscurecía a su alrededor.
Grey se agitó sin recobrar el conocimiento por completo. Su mano trataba de palpar el
bulto dolorido que tenía en la frente, en tanto que su mente perseguía algo inalcanzable. Su
parte perversamente calma, sin embargo, reconocía el impulso y su frustración. Cada vez que
sufría un fuerte golpe, esperaba en su inconsciente la desaparición de la amnesia, como
sucedía en los libros. Y nunca ocurría nada, aunque no fuera la primera vez que perdía el
conocimiento. Una mano apartó el fuerte pelo de su frente, y se encontró ante los inquietos
ojos de June Correy.
—¡Hola, Zanahoria! ¿Estás bien?
—Todos lo estamos. —Retiró la mano, y algo parecido a la vergüenza pasó por su
rostro—. No fue un mal aterrizaje, Grey, pero la combinación de mi peso cayendo sobre ti y el
hecho de que llevabas el cinturón de seguridad flojo hizo que te dieras contra el panel de
control. Lo siento, me sentía aterrorizada.
—Olvídalo.
Él no lo sentía en absoluto. Las frágiles manos de Alice Benson apoyaron una compresa
fría sobre el doloroso chichón. Al mirar a su alrededor, comprobó que se hallaba en la cámara
principal de la nave, donde casi todos los demás se entregaban a alguna clase de preparativos.
Alice puso algo que escocía en uno de los cortes y le sonrío.
—Un aterrizaje estupendo, hijo. Casi ni lo notamos, gracias a los resortes que sostienen
los sacos. ¿Mejor?
—Estupendamente, gracias.
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
—¡Qué magnífico, Grey! Es como esos sueños en que te deslizas sin esfuerzo. ¿Cree
posible que otros hombres hayan llegado aquí antes que nosotros, dejándonos el recuerdo...?
¿El sueño de caer y luego esto?
—Lo dudo, señora. Temo que se deja usted llevar por el romanticismo, aunque no puedo
probar lo contrario. Acabará por decir que vamos a encontrar poblado el satélite.
Ella sonrió de nuevo, y Grey se preguntó si en verdad esperaría encontrar a alguien allí.
Cosa curiosa, tampoco a él le hubiese sorprendido. Los demás les alcanzaron, y el grupo echó
a andar por una pendiente no muy marcada, hacia el fondo liso de la parte baja del valle.
Avanzaban con rapidez, ahora que incluso Wolff se había acostumbrado a los leves impulsos
necesarios. Marchaban a una especie de trote, capaz de cubrir de dieciocho a veinte kilómetros
por hora. La larga pendiente se acortaba a ojos vistas.
Llegaban al fondo, cuando June le dio un golpecito en el hombro para llamar su atención.
—¡Mira, Pulgarcito! ¿No ves algo verde allá en el fondo...? ¿No te parece un vegetal?
Grey esforzó la vista. En efecto, había allí algo verde..., del mismo color verde que si se
tratara de hierba. Pero sabía que eso no significaba nada. Había muchas rocas que
presentaban ese color y, sin atmósfera, ¿cómo podían crecer allí plantas con clorofila? Con el
rabillo del ojo, captó un movimiento. Le asaltó una absurda corazonada.
—Te apuesto un cigarrillo contra un beso a que encontramos animales.
—¡Hecho! Eres un tonto.
Por supuesto, los demás habían oído sus palabras y el estremecimiento de excitación que
les recorrió fue bueno al menos para su moral. Todos se apresuraron. Grey, Correy y la señora
Benson encabezaban el grupo, con ágiles saltos de seis metros, cayendo primero sobre un pie
y luego sobre el otro, como bailarines de ballet. Unos minutos después, habían llegado todos al
fondo del cráter y observaban el terreno.
Aparecía cubierto de cúpulas formadas por un material parecido al celofán. Algunas sólo
medían unos centímetros de diámetro, otras sobrepasaban el metro. Lo que había en su
interior era, sin la menor duda, plantas.
—Líquenes. Y bastante complejos —dijo Neff—. De algún modo, se han adaptado.
Grey asintió.
—Probablemente se trata de cuatro o cinco especies diferentes, viviendo en simbiosis.
Una debe de formar la cúpula... y ese anillo de color castaño verdoso donde se apoyan. Otra
se encarga quizá de extraer las materias primas de las rocas; otra de tomar energía de la luz
solar... Deben de multiplicarse a partir de una célula de la planta principal. Al parecer, se
circunscriben a estas rocas. Carbonatos, nitratos, tal vez yeso, incluyendo agua de
cristalización. Supongo que así obtienen todos los elementos necesarios para la vida. Los
líquenes de la Tierra lograron salir del agua y alimentarse de las rocas antes de que
aparecieran las demás plantas. La vida tiende a mantenerse. La única cuestión es de dónde
proviene en este caso.
Se agachó y rompió la fuerte membrana de una de las cúpulas más pequeñas. Se
desinfló rápidamente. El aire del interior se hallaba a muy alta presión, entre dos y tres kilos.
—¿Saben lo que significa esto, verdad? Si sucede lo peor, podríamos extraer una buena
cantidad de oxígeno de estas cosas... Hay miles de ellas. También conseguiríamos agua.
Quizás incluso contengan sustancias alimenticias. Desde luego, no lograríamos vivir
indefinidamente de ellas, pero nos resultarían muy útiles.
Wolff le miró incrédulo, si bien con una chispa de interés.
—Es decir, hasta que...
—Sí. —Era una tontería—. Acabaríamos por morir, de todos modos. Ninguna nave
vendría a rescatarnos. ¿Y bien, Zanahoria?
—¿Qué hay de los animales? —le recordó ella, sonriendo.
—Ahí vienen.
Señaló hacia la zona cubierta de líquenes, en el sitio donde un movimiento le había
llamado la atención. En el primer momento, pensó en una roca que caía. Ahora que estaba
más cerca, se sentía seguro de que no era ninguna roca. Parecía más bien un cruce entre un
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canguro y un pájaro rechoncho, rematado por debajo por dos largas patas y con un pico
alargado al frente.
—¡Mirad!
La cosa avanzaba a toda velocidad, volando a grandes saltos. Se detuvo a pocos metros
de ellos, clavó el pico en una de las cúpulas de mayor tamaño e ingirió parte de lo que había
crecido allí, mientras la cúpula se aplastaba ligeramente, como si el animal aspirase casi todo
el aire que contenía, pero dejando un poco, lo justo para que el liquen no muriera. La criatura
debería de haberse hinchado mucho, pero no se notó diferencia alguna en su aspecto.
—Sin duda tiene algún truco para absorber el oxígeno y fijarlo en un compuesto químico
inestable, a menos que lleve un magnífico tanque de presión metido en el cuerpo. Lo más
probable es que cuente con un sistema parecido al que poseen las ballenas para almacenar
oxígeno antes de sumergirse durante largo tiempo. Fíjense en que exuda una especie de
cemento por el pico al retirarlo. De ese modo, sella la cúpula, a fin de no matar al liquen.
June gruñó.
—De acuerdo, tú ganas. Mira, ya se marcha.
—No le queda otro remedio... No puede permanecer en la parte oscura de la Luna,
supongo, de modo que ha de moverse muy rápido para ajustarse a la velocidad de rotación...
Ha de dar la vuelta completa a la Luna una vez al mes. Cabe muy bien en lo posible,
considerando la rotación, el tamaño y la gravedad. En cuanto a los líquenes, sin duda producen
esporas durante los quince días de oscuridad y crecen mientras hay luz. Y probablemente, esa
cúpula dispone de algún filtro para el calor, como el cristal aislante. ¿Te has dado cuenta de
que ese bicho lleva encima una concha brillante para reflejar el calor?
—Estaba pensando en su vida amorosa. —La muchacha rió de nuevo, mirando a la
criatura que se alejaba—. Aquí no deben de estilarse los largos noviazgos... A menos que sea
como las chinches y se las arregle solo.
—Casi seguro. De acuerdo, pandilla. Ya hemos perdido demasiado tiempo, aunque más
tarde tendremos que estudiar todo esto. Después recogeré unas muestras, Zanahoria.
Dieron la vuelta, esquivando las cúpulas que crecían por todas partes, oyendo
fragmentos de conversación a través de las radios de sus compañeros. El descubrimiento de
que existía vida en el satélite les había alegrado a todos, haciéndoles sentir que no era tan
inhóspito como les pareció al principio. Se trataba de una especie de vida protoplasmática, por
extraña que fuera. Grey acepto el hecho con naturalidad, preguntándose si no esperaba ya
aquello. Siguió adelante, entornando los ojos para descubrir la otra nave.
La señora Benson la vio primero. Se detuvo y señaló la punta que sobresalía, apenas una
mota en el accidentado terreno.
—¡Grey, June, Philip! ¡Miren!
Éstos intensificaron sus saltos y se acercaron a toda prisa. Correy se arrancó las suelas
de plomo, las tiró y se tambaleó, antes de redoblar sus esfuerzos por no rezagarse de Grey.
Delante de ellos, las piernas supuestamente débiles de Alice Benson se movían raudas,
cubriendo el terreno con una fluidez de movimientos que traicionaba a la bailarina que había
sido alguna vez. Su voz llegaba débil a través de los auriculares. Parecía rezar, aunque sus
palabras resultaban incomprensibles. Al llegar a un punto algo más elevado, dejó de hablar y
miró hacia abajo.
—¡Bill! —gritó. Era como un grito y una plegaria al mismo tiempo, y su voz resonó, no ya
cascada, sino fuerte y joven. Grey miró a June y meneó la cabeza. No había ningún Bill, ni en
su tripulación ni en la de Swanson. Pero de nuevo les llegó el grito:
—¡Bill! ¡Oh, Dios mío!
Se acercaron a ella y observaron la nave que yacía allá abajo, tumbada de costado. Grey
sujetó a la doctora por un brazo cuando ésta quiso precipitarse hacia delante. No obstante, su
mirada no se apartó del objeto que tenía ante sus ojos. No era la nave de Swanson, sino un
cilindro de unos nueve metros de longitud, achatado por la proa y la popa, con un gran cohete
en un extremo y una serie de escapes, frágil, pero en apariencia intacto. Quienquiera que
hubiese dirigido el aterrizaje había realizado un magnífico trabajo, entrando en ángulo y
deslizándose sobre patines metálicos, en vez de caer sobre la cola. Lanzó una mirada en
dirección a Correy, pero ella se mostraba tan atónita como él.
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
La señora Benson se puso de pie, con un esfuerzo. Dos manchas rojas destacaban sobre
la palidez de sus mejillas.
—Lo siento, chicos. Me temo que perdí el control por un instante. Conozco esa nave,
¿saben? Participé en su construcción..., hace treinta años.
—¿Treinta años...? ¿Justo antes de la Gran Guerra, no? June la miraba con atención,
buscando síntomas de histeria. No descubrió ninguno.
—Sin embargo —continúo la muchacha—, en aquélla época no había aún motores de
fisión ni escapes de iones. ¿Cómo funcionaba entonces la nave? ¿Con cohetes de combustible
líquido?
—Bill contaba con un motor de fisión, June. No era muy bueno, claro, pero funcionaba. Y
no usaba escape de iones. Descomponía el agua en hidrógeno y oxígeno monoatómicos y
después los dejaba explotar de nuevo. Conseguía así una potencia superior que con cualquier
reacción normal oxígeno-hidrógeno. Treinta años... y por fin estoy aquí. ¿Comprende ahora
por qué una anciana se empeñó en formar parte de su tripulación, hijo? Venga, bajemos.
Emprendieron el descenso. La señora Benson se movía con calma, narrándoles la historia
mientras andaba. Los demás les alcanzaron. Pudo ser un relato lleno de colorido, una gran
historia, pero ella la contó con sencillez, exponiendo sólo los momentos culminantes y dejando
que la imaginación de sus oyentes rellenara los huecos.
Unos treinta años antes más o menos, al estallar la Gran Guerra y cuando se descubrió la
fisión del uranio, se había casado con un chico obsesionado por un sueño. Un maravilloso
sueño, sin duda, ya que Benson no pertenecía al tipo de hombres que se gastan la fortuna de
su mujer. Y no obstante la había derrochado sin tasa, aplicando su notable genio a la
extracción y la aplicación del isótopo U-235. Y había encontrado la solución mientras que otros
se perdían en tanteos. Hasta se las había ingeniado para armar un motor lo bastante ligero
para el cumplimiento de su sueño y construir dos naves, adaptando a su proyecto el escape
monoatómico ya conocido y utilizado en las soldaduras, ahora que disponía de una fuente de
energía segura.
—¿Dos naves? —la interrumpió Grey.
—Dos, Grey. Era necesario.
Continuó en voz baja. Una de las naves la pilotaría él mismo. A ella le hubiera gustado
acompañarle, pero resultó imposible, aunque lo habían intentado. La otra iba controlada por
radio. Una noche, Bill había despegado en secreto, y ella había dirigido la segunda nave hasta
situarla cerca de la primera, poniéndola en órbita alrededor de la Tierra, a una altura suficiente
para escapar un poco al tirón de la gravedad. Una sola nave no alcanzaba para almacenar todo
lo que necesitaría durante el viaje. Sirviéndose de sus controles de radio, Bill consiguió atraer
la segunda nave junto a la suya, estableció el contacto y transbordó suministros y
combustible. Luego, se apartó y aguardó hasta que su órbita le permitió lanzarse hacia la
Luna. Ella vio la nave auxiliar estallar en mil fragmentos, que cayeron a la Tierra sin causar
daños o derivaron por el espacio. Su vigía, apostado en uno de los observatorios, había creído
ver la bengala disparada por Bill, que indicaba el éxito del aterrizaje.
—Teníamos dos naves más en construcción —prosiguió la señora Benson—. Se suponía
que yo iba a seguirle y esperábamos que en una de las dos, reuniendo el combustible que
quedara en ambas, escaparíamos a la gravedad menor de la Luna. Luego, nos arriesgaríamos
a tirarnos en paracaídas, con nuestros trajes espaciales, una vez próximos a la Tierra. Podría
haber funcionado. Creo que sí, porque hubiéramos obtenido agua del yeso que hay aquí. Por
desdicha, estalló la guerra... Era cada vez más difícil obtener metal y, por último, se volvió
imposible. La mayoría de nuestros obreros ingresaron en el ejército. Pasaron muchos meses...
Al escucharla, Grey imaginó su desesperación al transcurrir el tiempo, mientras luchaba
inútilmente por seguir adelante, estrellándose contra lo imposible, temerosa de decir
demasiado y revelar el horror que la energía atómica significaría en la guerra, incapaz de
obtener materiales o mano de obra. Tuvo que pasar tres años en una clínica, de la que salió
para enterarse de que el fuego había destruido sus talleres y las notas que contenían los
preciosos secretos de Bill. Por entonces, incluso ella sabía que no había ya esperanzas de
salvarle. No obstante, le había prometido que se reuniría con el...
—Me quedaba algún dinero. Y recordaba parte de los secretos. Nuevos ingenieros,
trabajando a partir de mis recuerdos, lograron finalmente volver a separar los isótopos. Wohl
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
se encargó de perfeccionar el motor para mí. Después de todo... Bueno, el dinero ya había
dejado de suponer un problema. La Atomic Power me pertenece. Aparte de ustedes, pocas
personas lo saben, a excepción de Cartwright, mi administrador... Sí, así es, Wolffy. En
realidad, soy su patrona, aunque usted ignoraba por qué el señor Cartwright le dio
instrucciones para que se cuidase de mí, además de informar sobre las posibilidades
comerciales, en caso de haber alguna. Yo no quería, pero él insistió. Bueno, ya lo sabe todo...
De todas maneras, se precisó tiempo para resolver de nuevo todos los problemas... Pero con
dinero se consiguen cerebros, y lo que se había hecho por primera vez pudo hacerse la
segunda, mejor quizá. Quise acompañar a Swanson, pero fue imposible. Ahora... —Tendió una
mano y tocó la nave, a la que habían llegado—. Ahora he cumplido por fin mi promesa a Bill.
Me gustaría...
Grey asintió, conteniendo a los demás.
—Adelante, señora. Aguardaremos aquí.
Ella sonrió apenas, agradeciendo en silencio su gesto. Abrió la escotilla, que llevaba a un
lado su nombre. Luego, penetró en ella, mientras sus compañeros se agrupaban alrededor de
la nave, olvidando por un momento la situación de Swanson y la suya propia.
Wolff inició un movimiento. Grey le detuvo con una orden que sonó como un ladrido:
—¡Silencio!
En esta ocasión, la voz grave de Alice Benson les llegó por los auriculares, y sus breves
palabras fueron como una consagración eterna para el alma de su Bill. Oyeron que regresaba a
la escotilla y la vieron bajar, tranquila y controlada, con una libreta en una mano y una hoja de
papel en la otra.
—Su cuerpo no está ahí dentro. Todo figura escrito aquí, en su diario. Ya lo leerán. Bill
aguantó todo el tiempo que pudo, hasta que comprendió que algo había sucedido. ¡Nunca
pensó que le hubiéramos fallado! Al final, se puso su traje y salió... Quería ver el mundo al que
había llegado. Creo que no valdrá de nada el buscarle.
Evidentemente, nunca albergó la ilusión de encontrarle vivo, por lo cual no había sufrido
ningún choque. Sacudió su canosa cabeza y sonrió a la tripulación.
—Bueno, Grey, ¿no deberíamos dedicarnos a localizar a Swanson? Lamento haber
desperdiciado tanto tiempo. Tal vez estén a punto de morir, y es muy importante que
dispongamos de ese otro tubo. Lo siento, de veras.
Grey se movió. Las emociones que pudo haber sentido se contuvieron al ver el dominio
de sí misma que demostraba la señora Benson.
—Tiene razón, señora. Sin embargo, sería inútil buscarles desde aquí... La nave que
vimos antes era ésta. Tendremos que trepar a un punto más alto para divisar la otra, de modo
que será mejor volver a la Polilla. Desde allí abarcaremos bien toda la zona. Nunca veríamos la
nave desde aquí.
Ella se mostró de acuerdo. Emprendieron el retorno, todos juntos ahora, intercambiando
observaciones acerca de lo que veían. Por un acuerdo tácito, no comentaron nada sobre la
historia de Alice Benson y su Bill. Lentamente, la charla se animó, discutiendo sobre todo la
cuestión de los líquenes, cuando volvieron a pasar junto a ellos. Otro de los animales
semejantes a pájaros cruzó a toda prisa el terreno, deteniéndose de cuando en cuando y
continuando después su incesante marcha alrededor de la Luna.
Grey atrapó a uno de ellos, que no reveló ningún miedo, sólo impaciencia por continuar.
Su carne era anormalmente dura, pero sin la menor duda protoplasmática, cubierta por una
gruesa piel de una consistencia de goma. En la Tierra, hubiese pesado unos diecisiete kilos. Lo
soltó, y el animal salió corriendo, en busca de sus compañeros.
—Son sexuados —le explicó a Correy—. Cosa extraña, de acuerdo con lo que
pensábamos sobre el satélite, pero hay dos sexos. Las hembras tienen una especie de bolsa.
No sé si notaste que ésa estaba llena. Supongo que ponen huevos y los incuban en la misma
bolsa. Luego, cuando salen los pollitos, reciben aire de la madre, a través de los pequeños
conductos que hay en ella. Debe de alimentarlos con los líquenes que picotea en las cúpulas.
La naturaleza parece seguir siempre las mismas normas.
—Ojalá hubiese traído una cámara —murmuró Correy, enfurruñada.
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
Había una en la nave, pero la discusión sostenida antes de salir la había borrado de su
mente. O acaso, de manera inconsciente, había preferido tener las manos libres durante la
tentativa de rescate.
Salieron del valle de los líquenes, treparon por la cuesta, y su nave apareció a la vista,
en la parte superior. Pronto distinguieron el tubo, y después el trípode, apoyado en las rocas
que rodeaban el pequeño hoyo que había excavado el escape del cohete. Grey accionó un
conmutador en la parte exterior de su traje espacial y apuntó la antena hacia la Polilla.
—Grey llamando a Kennedy. Responda, Kennedy. Responda.
No hubo respuesta, aunque lo intentó dé nuevo. No era importante, pero sí raro. Se
suponía que las radios permanecían conectadas en todo momento y, gracias a la antena
direccional, Kennedy debería oírle con toda claridad. Sin embargo, en el caso de que éste se
hallase dentro del tubo, tal vez el metal debilitase la señal. En la misma nave, la antena
exterior hubiese pasado directamente su llamada a los altavoces. La nave contaba con un
sistema de radio más sólido que el sistema experimental de los trajes. Funcionaría casi con
entera seguridad.
El grupo se detuvo, rodeando el cohete. Ralston se deslizó bajo el tubo, mirando hacia
arriba y golpeándolo. Tampoco recibió respuesta alguna, y Grey no vio nada al pasear la luz de
su linterna por su interior, negro como la tinta a causa de la ausencia de aire que difundiera la
luz.
—¡Qué extraño! —exclamó Ralston—. Tiene que estar dentro. ¿Por qué no nos contesta
el muy imbécil?
Helen Neff le miró resentida.
—Bruce no es ningún imbécil, Phil Ralston. Probablemente estará muy ocupado
arreglando ese tubo vuestro. ¿Por qué has de ser siempre tan agresivo?
—¡Hum! —gruñó Grey.
No le gustaba el aspecto de la situación. Kennedy debería de haber respondido... Según
las reglas, todas las radios se mantendrían conectadas mientras hubiese alguien fuera y se
respondería en el acto. No obedecerlas podía significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Si al diseñador se le había ocurrido tomar decisiones por su cuenta, recibiría una buena
reprimenda.
—De acuerdo. ¡Todos adentro!
Subieron la escalerilla, se introdujeron en la cámara de presión y esperaron a que
entrara el aire. Luego, se despojaron rápidamente de los trajes espaciales y los cascos.
Obedeciendo a un gesto de Grey, dejaron los trajes amontonados en la cámara, respirando la
fresca mezcla de oxígeno y helio de la nave. Dada la baja gravedad del satélite, que exigía
menos energía, los cuatro kilos y medio de presión del aire resultaban más que suficientes,
aunque les habían parecido pocos la primera vez que bajó la presión en el espacio.
—¡Kennedy!
La voz de Grey retumbó en la cámara, bajó hasta la sala de máquinas y subió a la cabina
de mando, provocando un eco metálico. Ralston se deslizó hasta la sala de máquinas. Tardó
sólo un instante en reaparecer.
—No está ahí, Grey.
—Ni en la cabina de mando —informó June—. ¿Dónde se habrá metido ese idiota?
Alice Benson volvió del depósito con expresión tensa.
—Temo que ni él mismo lo sepa. Su traje continúa en el armario, pero él no se encuentra
en la nave.
Se miraron unos a otros, sin saber qué hacer. El temor asomaba en sus rostros. La nave
fue cuidadosamente registrada sin resultado alguno. De Kennedy, sólo quedaba su traje
espacial. Y no llevaban más que siete, seis de los cuales habían sido usados por el equipo de
rescate.
—Sin su traje espacial, no ha podido alejarse de la nave sin que le viéramos. Desde aquí
dominamos cientos de metros. Phil, salga y búsquele.
Grey observó cómo Ralston se metía en la cámara, con los músculos tensos y expresión
preocupada.
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
Todavía no habían encontrado la solución cuando Neff y la señora Benson retiraron los
restos de la comida y los platos de papel. Era imposible, pero había sucedido. Por supuesto, tal
vez Kennedy hubiese preparado una especie de frasco de oxígeno y un respirador y hubiese
salido, pero aquello supondría una locura, a causa del resplandor actínico del sol. De todas
formas, no hubiese llegado muy lejos, de modo que más valía no especular sobre la cuestión.
—Locura —sugirió June, no muy convencida—. Aquí hay vida. Por lo tanto también podría
haber bacterias.
Neff meneó la cabeza.
—Cualquier cosa que afectara a las formas de vida que vimos difícilmente atacaría al
hombre. Demasiadas diferencias en su organización corporal. Por supuesto, la gangrena ataca
a casi cualquier tejido animal, pero las enfermedades más complicadas eligen muy bien a sus
huéspedes.
No había respuesta para eso, fuera de formular hipótesis improbables. Grey se recostó
en su asiento, encogiéndose de hombros.
—Muy bien, creo que será mejor afrontar la realidad. Kennedy no se marchó. ¡Se lo
llevaron!
—Pero...
—Nada de peros. Cuando sólo existe una solución simple para un problema, debe
considerase esa solución como la correcta, a menos que surja otra. Hemos encontrado vida...,
vida vegetal y animal. Ninguna de ellas le haría daño a Kennedy, pero no sabemos si hay otros
seres que todavía no hemos descubierto. Concedo que sigue en pie la cuestión de la forma en
que ese ser pasó por las escotillas y se llevó a Kennedy, sin su traje. La única respuesta que se
me ocurre es que posee alguna clase de inteligencia. De modo que nos enfrentamos a una
forma de vida inteligente... Muy inteligente, a decir verdad... y, al menos en apariencia, hostil.
No tenemos armas. Nadie pensó que fueran necesarias. Bueno, supongo que todos
esperábamos que hubiese vida inteligente en Marte, no aquí. No obstante, la hemos hallado.
Wolff se humedeció los delgados labios.
—Al gobierno le interesará mucho enterarse de esto cuando volvamos.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Para enviar una nave espacial y aniquilar a los nativos, a fin de que
paguen por lo de Kennedy? ¿Por qué cree que el gobierno se mostraría interesado?
—Me parece bien claro. Yo... Bueno, soy un buen metalúrgico, señor Grey. Hay muchas
materias primas aquí, tal como sospechaba el señor Cartwright. Todos estos cráteres y
demás... Sea cual fuere la causa que los provocó, forzó a los metales raros a subir a la
superficie. El señor Cartwright lo suponía, aunque la Luna sea mucho más ligera que la Tierra.
Ya domaremos a esas criaturas lunares. Las pondremos a excavar minerales, eso es.
Ralston se revolvió, indignado.
—¡La esclavitud se acabó con la Decimocuarta Enmienda, víbora! Claro que hay metales
aquí. Yo también vi cosas bastante valiosas al explorar cerca de los acantilados. Pero no
llegará muy lejos si piensa tratar a los nativos de esa manera.
—No son exactamente... humanos, ya lo sabe. —Wolff desvió la mirada, pero se mantuvo
firme—. No se llama esclavizar a hacer trabajar a un caballo, ¿verdad?
El muchacho dio un paso hacia él y Grey le detuvo.
—Estoy de acuerdo con usted, chico, pero, no logrará convencer a un tío semejante.
Nunca ha oído hablar de esas cosillas llamadas ideales, que usted conoce. El problema no es
nuevo... Wolff y Kennedy ya lo comentaron, allá en la Tierra, y hay muchos que se sentirían de
acuerdo con ellos, muchos que disponen del dinero necesario para algo comercialmente
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
provechoso. Para usted y algunos otros, tal vez incluso para mí, los viajes interplanetarios
constituyen un ideal, una especie de sueño. Para ellos, significan sólo dinero, y no les importa
la forma de obtenerlo.
—Creo que tiene razón, hijo —intervino Alice Benson—. A Bill también le preocupaban
esas cosas... Wolff, yo sigo pagando su sueldo. No dirá usted una palabra sobre lo que hemos
encontrado aquí.
La orden había sido pronunciada con voz firme, y el hombre asintió. No obstante, Grey
vio la expresión de su cara y comprendió que no obedecería. Había gente dispuesta a pagar la
información, y Wolff quería dinero.
—De todos modos, eso no soluciona nuestros problemas. Ahora, lo principal es averiguar
el lugar donde aterrizó Swanson y tratar de obtener su tubo. Ralston, ¿Se cree capaz de
efectuar la reparación? ¿Sí? ¡Estupendo! Entonces, ¿por qué no sube hasta la escotilla de
emergencia y trata de localizar la nave desde allí? Confiemos en no tropezar con esos
hipotéticos nativos hasta el momento de marcharnos. Cuanto antes lo hagamos, mejor. Los
demás vayan pensando en prepararse para el despegue.
Ralston ya había empezado a trepar, telescopio en mano. Wolff se agitó nervioso en su
asiento.
—Yo... Esto... ¿No cree que alguien debería quedarse aquí?
—¿Qué pasa? ¿Tiene miedo de salir y enfrentarse con esos nativos que estaba decidido a
explotar? Bueno, Kennedy se quedó en la nave. ¿Le gusta la idea?
—Hay cerraduras. Si... si cierro por dentro...
Grey le miró con ojos más fríos que de costumbre, pero se encogió de hombros.
—De acuerdo, quédese a lloriquear un poco. Si le atrapan, le aseguro que nadie se
molestará en ir a buscarle. ¿Ve algo, Ralston?
—La vi en seguida. La ocultaba la sombra del acantilado. Cuando aterrizamos estaba
demasiado oscuro para que apareciese en la pantalla. A unos cinco kilómetros de distancia,
todo lo más.
Por una vez, habían tenido más suerte de la que esperaba Grey. Supervisó su pasaje por
la pantalla, mientras escuchaba la descripción que hacía Ralston de la situación de la nave.
Después, ordenó al chico que saliese, reteniendo a June. Ella pareció sorprenderse cuando se
le acercó.
—Me debes algo —le recordó Grey, sonriente.
—¡Maldito seas! Creí que lo habías olvidado. La maravilla sin nervios, ¿eh? Muy bien, de
acuerdo, —Se enfrentó a él con una expresión a medio camino entre la mueca y la sonrisa—.
¡Cobra tu deuda, Shylock!
Nunca había besado a una chica. Sintió su piel aún más tirante que al advertir la
desaparición de Kennedy. Pero las películas resultan muy instructivas, si uno es lo
suficientemente curioso acerca de los hábitos humanos. Y descubrió la existencia en él de
instintos que guiaban sus brazos y los ceñían en el lugar preciso. Al principio los labios de ella
permanecían tensos, hasta que sus propios instintos los relajaron. Después, Grey perdió parte
de su calma analítica. Por fin, se apartó de June. La cara de la muchacha se había sonrojado
ligeramente.
—¡Vaya! —exclamó—. Para ser un tío sin nervios, no lo haces tan mal, Pulgarcito. ¿Y
dónde escondías todos esos músculos? —Sacudió la cabeza, al parecer sorprendida ante su
propia reacción—. Necesito de verdad ese maldito cigarrillo.
—¿Y si repitiéramos...?
No sonreía de modo tan burlón como debiera, pensó Grey. También él se ablandaba...
Bien, valía la pena. La muchacha aspiró el humo, estudiándole con una expresión que nunca
había visto en ella. Compartieron el cigarrillo hasta su rápida consunción. Afuera, alguien
golpeaba, indicándoles que había llegado el momento de salir. Ambos se sintieron muy tontos.
Alice Benson sonrió, y sus compañeros la imitaron. En aquel momento la diversión superaba a
sus preocupaciones. June evitó su mirada y se alejó, colocándose al lado de la anciana cuando
emprendieron el camino.
22
El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
Esta vez el terreno era más difícil, casi intransitable desde el punto de vista terráqueo.
Sin embargo, avanzaron con facilidad, saltando por encima de los peñascos más grandes o
brincando de un punto elevado a otro. Marchaban con cierta lentitud, ya que Grey iba eligiendo
el recorrido, pero progresaban de manera satisfactoria. No había signos de vida en ningún
lado. Ni sendas, ni signos de construcciones inteligentes. Sólo el impresionante acantilado,
cada vez más próximo, con sus bordes aserrados, no erosionados por el viento o el agua.
Grey aguardó a Alice Benson, observándola con admiración cuando saltó hasta él.
—Estaba preguntándome que clase de muchacha fue usted, señora. Aún ahora, se
comporta como el mejor hombre del grupo.
—Gracias, Grey. No me agradaría ser un estorbo. —Sonrió—. A decir verdad, era un
verdadero diablillo. Más o menos como June Correy. La chica tiene buena pasta. Sólo necesita
a alguien que le sujete bien las riendas...
June dejó escapar un gruñido de burla.
—No dejes que te convenza, Medio Litro. ¡Se precisa un hombre entero para manejar
estas riendas!
Grey iba a contestarle cuando vio que la anciana meneaba la cabeza, advirtiéndole.
Respetó su juicio. June levantó la mirada, aguardando la respuesta. Frunció el ceño
sorprendida al no recibirla. La señora Benson le guiñó un ojo a Grey, mientras seguían su
camino. Éste se sentía intrigado. Quizá se había ablandado un poco, pero no era tan tonto
como para creer que tenía la menor posibilidad con la chica... aun en el caso de que lo
deseara.
Por último, la nave se hizo visible, yaciendo cerca del acantilado. Había sufrido un buen
golpe, no cabía duda. Aparentemente, había aterrizado sobre una sola pata del trípode, tras
descender con excesiva velocidad. La pata no resistió, doblándose, y la nave se había
estrellado. Las paredes externas reventaron en la parte que ocupaban las máquinas, aunque la
pata del trípode debía de haber amortiguado un tanto el choque inicial, disminuyendo en cierta
medida el impacto de la caída.
Pero el hecho de que se hubieran encendido las dos bengalas indicaba que el aire interior
no había escapado. Las naves estaban diseñadas para soportar un golpe relativamente fuerte
en la cubierta sin que se agrietaran las paredes interiores. Grey movió el conmutador y
transmitió su llamada:
—¡Swanson! ¡Englewood! ¡Marsden! La nave Polilla lunar llamando a la nave Cita
aplazada. ¡Adelante!
Aguardaron una respuesta, que no llegó. Aquello no quería decir nada. Podía haber mil
razones para el silencio. Acaso los tripulantes habían muerto o se hallaban moribundos. O
bien, la antena exterior de la nave se había roto o, con mayor probabilidad, todo el aparato de
radio quedó destruido, ya que no se había recibido ninguna señal en la Tierra. Acortó la
distancia con largos saltos, hasta que se vio debajo de la nave.
Dada la posición de ésta la cámara de compresión era accesible. Grey se estiró e hizo
girar la palanca. Se abrió con facilidad, permitiendo que todos entraran detrás él. Una vez que
pasaron, se cerró suavemente, emitiendo un ligero silbido. Grey retiró su casco, probando el
aire. Había esperado encontrarlo demasiado cargado y rancio, pero, aparte del olor provocado
por las repetidas filtraciones, seguía siendo respirable. Los demás siguieron su ejemplo,
quitándose los cascos.
Se abrió la compuerta interior que daba a la zona habitable, aún más pequeña que en la
Polilla y muy desordenada. Las máquinas y los tubos de la cabina de mandos aparecían
sellados, indicando que habían perdido el aire. ¡En el interior no había un solo ser viviente!
Grey meneó la cabeza, examinando al pasar los tanques de comida y agua y notando
que aún estaban medio llenos. Abrió el cajón de los papeles, recogió el cuaderno de bitácora y
lo hojeó rápidamente. Las primeras anotaciones se referían a las pruebas de rutina, el
despegue y el viaje por el espacio, después de apagar el cohete. Luego se presentaron los
problemas, parecidos a los de la Polilla, pero más graves.
29 de junio. Al fin conseguimos aterrizar anoche, temiendo a cada instante quedarnos sin
energía. La nave se torció y nos inclinamos hacia un lado, destrozándose la sala de máquinas.
El pobre Englewood no pudo hacer nada. Hoy le enterramos, después de descubrir que la radio
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
estaba estropeada y encender las bengalas. Dudo de que las vieran desde la Tierra, pero
esperamos que, de algún modo, las captaran. Marsden confía en que seremos rescatados por
la segunda nave. Siendo sólo dos aguantaremos algún tiempo. ¡Los primeros hombres en pisar
la Luna!
Un error, según sabía ahora Grey, aunque Swanson y Marsden tenían todo el derecho a
creerlo. Seguían páginas con estimaciones, actividades poco importantes, salidas... Y
esperanzas que se iban desvaneciendo poco a poco, a medida que calculaban más
exactamente la cantidad de tiempo necesario para completar la construcción de la otra nave.
11 de julio. Marsden y yo hablamos esta mañana y decidimos que un hombre solo
resistiría fácilmente hasta el rescate. Dos no. Convinimos en echarlo a suertes mañana. Esta
noche, mientras el chico duerma, saldré. Ya he vivido bastante y me contento. Mantén la
serenidad, Bob. Cuando leas esto espero que comprendas mis razones para marcharme.
12 de julio. ¡Pobre Bob Marsden! Debe de haber puesto un somnífero en mi comida,
porque me acosté para aguardar a que se durmiera, y el que se durmió fui yo. Cuando
desperté, salí a buscarle, pero las dificultades del terreno me condenaron al fracaso. ¡Un
magnífico ayudante, un caballero, un gran muchacho! Dios acoja su alma. Por todos los
medios, aguantaré, hasta que llegue la nave de rescate, para estar seguro de que obtendrá la
fama que merece.
A continuación, había menos anotaciones, aunque Swanson conservaba las esperanzas.
Algunas citas de la Biblia mostraban la forma en que empleaba su tiempo. Luego, Grey llegó a
la breve anotación final:
23 de julio. Es horrible no tener con quien hablar, pero me siento bastante satisfecho.
Mañana limpiaré el desorden que hay en la cabina. Hoy saqué parte de la basura y la enterré.
Mi pala dejó oro al descubierto... una veta muy rica. Gracias a Dios, no valdría la pena llevarlo
hasta la Tierra. De lo contrario, quizá la Luna viviese un caos terrible, como los provocados en
el planeta por las fiebres del oro. Además, las reservas de oro perderían todo su valor en el
mercado monetario. No obstante, sospecho que hay otros minerales más valiosos.
Después, sólo encontró páginas en blanco. Grey buscó alguna anotación, por breve que
fuese. No había ninguna.
—¡Ojalá supiera cuántos trajes espaciales se trajeron! —exclamó.
La señora Benson se apresuró a contestarle.
—Dos. Se suponía que siempre debía quedar un hombre en la nave, de modo que sólo se
incluyeron dos trajes. ¿Quiere decir que...?
—Probablemente. Hay uno muy usado en el armario. Sin duda Marsden salió con el otro.
Toma todas las fotografías que puedas para confirmarlo, Correy. Y nos llevaremos el cuaderno
de bitácora. Algo se apoderó de Swanson, haciéndolo desaparecer, sin su traje... y sin señales
de lucha.
Volvió a colocarse el casco y se dirigió a la compuerta, sin pasar por el lugar donde la
joven tomaba fotografías y retiraba los rollos de la máquina. Luego, todos se dirigieron a la
parte posterior de la Cita aplazada. Notó que Neff temblaba y se mantenía muy cerca de Philip
Ralston, que parecía casi contento de los problemas con que se enfrentaban. June fruncía el
ceño y le miraba, esperando instrucciones.
No tenía ninguna que darles. Buscar a los hombres desaparecidos le parecía más que
insensato. Lo único que les restaba por hacer ahora era retirar las piezas que necesitaban del
tubo, en la medida de lo posible, y volver a la Polilla. Llamó a Ralston, y los dos rodearon la
nave, dirigiéndose hacia el tubo.
¡Sólo quedaba el cascarón! La parte interna había sido retirada y, cuando iluminó con su
linterna, vio que quedaban algunas tuercas, pero que todos los alambres y las tuberías de
conexión habían sido limpiamente recogidas. Alguien se les había adelantado.
—¡Dios mío! —suspiró Ralston, retrocediendo poco a poco, mientras la antigua amargura
cubría su cara—. ¿Qué haremos ahora?
Grey se dejó caer sobre el terreno, debajo de la nave, encendió la linterna y buscó
alguna pista sobre los autores del hecho. No había ninguna. Las duras rocas no conservaban
huellas y la capa de polvo parecía intacta, pese a que no había viento que pudiera removerla y
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
borrar las huellas. La parte interna del tubo suponía una carga capaz de obligar a tambalearse
a cualquiera, aun aquí, pero no quedaba rastro de quienes se la habían llevado.
—¿Qué hacemos? —respondió a Ralston—. Supongo que volver a la nave con las manos
vacías. Somos seis. Con las provisiones y el aire de esta nave y la Polilla, podremos vivir unos
dos meses, si ponemos cuidado. Entonces no, mejor antes, tendremos que obtener aire y
comida de los líquenes. Quizás esos extraños pájaros sean comestibles, aunque lo dudo. Y tal
vez encontremos minerales y otros materiales para reparar la Polilla.
Miró a Ralston, que guardó silencio. Grey lo prefirió así. No ignoraba que carecía de las
herramientas precisas para ejecutar ese trabajo. No obstante, acaso con eso los demás
conservaran alguna esperanza.
Volvieron a separarse. Ahora andaban lentamente. Grey se preguntó si habría alguna
posibilidad de encontrar a los nativos, si de ellos se trataba. En caso positivo, quizá no fueran
hostiles, sino indiferentes. Cabría entonces en lo posible establecer un contacto que condujera
a un entendimiento. En su fuero interno, dudaba de la existencia de selenitas inteligentes. Los
pájaros sobrevivían manteniéndose siempre en movimiento... ¿Cómo podía surgir la
inteligencia con semejante tipo de vida? Y se necesitaba una civilización muy adelantada para
alcanzar el nivel que les permitiría sobrevivir a la larga noche en el mismo lugar. Hasta arribar
a ese nivel, la evolución de la inteligencia parecía imposible y, sin inteligencia, ¿cómo iban a
llegar a él?
Correy se aproximó. Vio que conectaba su radio, dirigiéndose a él en una frecuencia que
les aislaba de los demás.
—¿Es el final, verdad? Dime la verdad, Medio Litro.
Grey emitió su respuesta.
—Probablemente, aunque podremos postergarlo durante bastante tiempo... ¡Y adiós a los
viajes espaciales! Y resultaba difícil antes de que se produjeran dos accidentes. A partir de
ahora, tendrán la seguridad de que es imposible. De todos modos, trataremos de regresar.
Quizá consigamos reparar la vieja máquina de Bill Benson, que parece en buenas condiciones,
y mandar a una persona que cuente lo sucedido. Y dirija después una partida de rescate.
Disponemos de combustible necesario, y extraeremos el agua para sus motores a reacción.
¿Te animarías a intentarlo?
—¿Yo? ¿Pretendes comportarte de nuevo como un caballero? —protestó, pero sus ojos
reflejaban la misma expresión especulativa que había visto otras veces en ellos—. En caso
necesario, me arriesgaré, por supuesto.
—Tú eres la informadora oficial de este viaje. Sólo tú cuentas con los medios para
convencerles. Yo no. Los otros tampoco servirían. Por ahora, no veo otra solución. De todos
modos, si no consigo desembarazarme de tu presencia, podría habituarme a ti. Y entonces te
pondrías insufrible.
—¿Tú crees?
Grey no acertó a desentrañar la observación y la atribuyó a su picardía, que deseaba
hacerle pasar por tonto.
—Pues yo pienso que serías tú el que se volvería insufrible, Pulgarcito. Me gustan los
hombres, pero...
Pasó la radio a una frecuencia no direccional y se acercó a la señora Benson, dejándolo
solo a la cabeza del grupo. Ahora bien, si creyó que él se quedaría pensando en ella, se
equivocaba. Tenía otras preocupaciones y se entregó a ellas. En aquel momento se hubiese
sentido más feliz sin el mando que había asumido, aunque se sabía más necesario que nunca.
Allá lejos les esperaba la Polilla lunar, el mejor observatorio para investigar el paisaje en busca
de algún signo de vida.
Se adelantó a los demás, conectando la radio y llamando a la nave. Sus temores estaban
justificados. Nadie contestó. Wolff se hubiese alegrado demasiado al anuncio de su retorno
como para no atender a la llamada ¿De modo que Wolff había pasado a formar parte de los
desaparecidos? No significaba una gran pérdida, pero intensificaba el misterio. ¿Cómo conocían
aquellas cosas el momento oportuno para atacar?
Era obvio que habían desarrollado un método. Aparentemente no les interesaba
apoderarse de un grupo, sino que preferían apresarles uno por uno. Eso explicaba el caso de
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
Bill Benson y de Bob Marsden. No obstante, habían esperado algún tiempo antes de apresar a
Swanson —quizás a causa de la escotilla, o por razones propias—, después a Kennedy, en la
primera oportunidad, y ahora a Wolff. Según todas las apariencias, si permanecían siempre
juntos, estarían a salvo. ¿O no?
Manipuló la cerradura exterior y sintió alivio al ver que no había sido cerrada. Si ellos —
se tratara de quien se tratara— podían abrirla desde fuera, también podían volver a cerrarla...
De ser así, no habría ningún medio para él de forzar la entrada. Los demás se sintieron
aliviados, suponiendo que Wolff les abría desde el interior. Grey se guardó bien de decir nada,
esperando a entrar y confirmar los hechos, antes de preocuparlos más. Despojándose del traje
espacial, abrió la compuerta interior para completar la inspección.
Le recibió un suave ronquido. El cuerpo de Kennedy rodó alejándose de la puerta cuando
Grey la empujó. Dormía profundamente. No mostraba ningún signo de violencia. Wolff, en
cambio, no se hallaba presente, y no respondió a los gritos de Grey. Kennedy no despertó.
Siguió roncando tranquilamente, relajado, deslizándose por el piso cuando el piloto abrió por
completo la compuerta y entró en la habitación.
Neff se quedó boquiabierta cuando Grey levantó al enorme diseñador y lo colocó en un
lugar más cómodo. Los ojos parecían salírsele de las órbitas.
—¡Ha vuelto!
—En efecto, ha vuelto. ¿Qué le parece si procura averiguar por qué sigue durmiendo,
después de todos los empujones que le ha dado?
Grey la dejó pasar, preguntándose cómo una chica con semejante mentalidad de
solterona se había decidido a embarcarse en un viaje tan aventurado, cómo podía ser un
médico de primera categoría sin que sus ideas hubiesen evolucionado al menos un poco.
—Ha sufrido heridas graves o está drogado.
Neff empezó a revisar a Kennedy, mientras Grey la observaba, pensando en cómo unos
seres extraterrestres podían conocer los efectos de las drogas sobre el cuerpo humano, a
menos que hubieran decidido administrarle una droga inofensiva... si en efecto su sueño se
debía a una droga. Esa podía ser una explicación de su retorno. Si sentían curiosidad y no
albergaban malas intenciones, tal vez resolvieran traerle de vuelta, a fin de que sus
semejantes le atendieran y corrigieran los posibles daños. Por otra parte, su sueño podía ser
causado también por el agotamiento, después de alguna especie de tortura mental. De ser así
su retorno supondría una advertencia, un aviso para que se alejaran y no volvieran.
Todo dependía de Neff. Si lograba revivirle, pronto se enterarían de la solución a través
del propio Kennedy. En aquel momento, le inyectaba un fluido incoloro, vigilando su reacción.
Al terminar, se volvió hacia la tripulación.
—Estoy segura de que le han dado alguna droga, pero no conozco ninguna capaz de
producir este resultado. En general, las que tienen un efecto tan ligero —parece dormir
normalmente— no lo prolongan tanto. De todas formas, creo que el estimulante que le he
aplicado surtirá efecto.
Sin duda tenía razón, puesto que Kennedy empezó a retorcerse, moviendo también la
boca, un espectáculo nada agradable. Neff se volvió para no verlo. Kennedy gruñó, emitiendo
una serie de sonidos involuntarios. Neff se inclinó de nuevo, le puso otra inyección y aguardó
el resultado.
Esta vez, la reacción fue más rápida y más fuerte. El hombre se incorporó de repente,
mirando a sus compañeros.
—¡Eh...! Grey, Ralston, ¿qué ocurre aquí? Faltan horas para el despegue. Oigan, ¿cómo
llegué aquí?
—Eso es lo que queremos saber. ¿Qué paso? ¿Vio a esos seres? ¿Cómo son? ¿Le dieron
algún mensaje para nosotros?
Kennedy meneó la cabeza, desconcertado.
—No sé de que me habla. ¡Qué ambiente más raro hay aquí...! ¿Dónde diablos estoy?
—Sigue en la Luna, por supuesto. A la nave de Swanson le falta el tubo de...
—¿En la Luna? —Kennedy esbozó un gesto de extrañeza y miró al grupo, atónito—.
¿Bromea, verdad? No, ya veo que no. Advierto que hay poca gravedad y todo parece un poco
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extraño. ¿Pero cómo llegamos aquí? Lo último que recuerdo es que nos mandaron a dormir, un
rato antes del despegue. ¿Va a decirme que dormí durante todo el viaje?
—No. Se suponía que estaba arreglando nuestro tubo. Y cuando volvimos, se había
esfumado.
Grey no entendía nada. Kennedy, defectos aparte, poseía una inteligencia clara y una
memoria excelente.
—Trate de dominarse, por favor, e intente recordar lo que sucedió. Hay muchas cosas
que dependen de eso, sobre todo ahora que Wolff ha desaparecido.
—Bueno... No sé... ¡Dios mío, qué sueño tengo! —Bostezó y se recostó, cerrando los
ojos—. No recuerdo nada, Grey. Márchese y déjeme dormir. ¡Déjeme dormir, por favor!
Las palabras que pronunció después se perdieron en un murmullo indistinto acompañado
de los mismo suaves ronquidos que Grey había oído al llegar. Tampoco consiguieron nada
sacudiéndole.
Neff encogió sus delgados hombros.
—Si continúa durmiendo a pesar de todas esas inyecciones, me rindo. Despertarlo otra
vez podría ser peligroso. Ninguna droga que yo conozco actúa de esa manera. ¿Cree que...?
—No creo nada. Al principio, parecía muy lúcido, pero no recordaba nada. No trataba de
engañarnos. ¿Y bien?
Los demás no presentaron ninguna sugerencia, aunque era obvio que su imaginación
hacía horas extraordinarias. Entretanto, la de Grey reposaba. Los datos, tal como los conocía,
no se ajustaban a ninguna de las posibilidades que se le ocurría y no se hallaba más cerca que
antes de comprender las intenciones de los selenitas.
—Posiblemente ya se habrán dado cuenta de que Wolff ha desaparecido. No pretenderé
que lo considere una gran pérdida, pero lo buscaría si supiera dónde. Mientras ustedes
intentan resolver la cuestión, iré hasta la nave de Benson. Quiero revisar el motor y todo lo
demás. Ustedes quédense aquí. Permanezcan atentos por si sucede algo sospechoso.
June le miró, frunciendo el ceño.
—No deberías salir solo, Pulgarcito. Esas cosas parecen elegir a quienes se apartan de
sus compañeros. Podrían capturarte. ¡No seas tonto!
—Quizá quiera que me cojan, Zanahoria. —Se dirigió a la compuerta, ajustándose el
casco—. Volveré cuando vuelva. Si no lo hago, no perderéis nada... Os tocarán más
provisiones para repartir. ¡Hasta la vista!
La compuerta interior se cerró tras él. Salió y bajó por la escalerilla. Las exclamaciones
de protesta de Correy se apagaron, y ahora sólo llegaba a sus oídos, propagado por el aire de
su traje, el sonido de sus propios pies golpeando las rocas del suelo. Si había seres vivientes
esperándole, podrían acercársele sin ningún ruido. De todos modos, se negaba a mirar
constantemente hacia atrás.
Atravesó a toda prisa el valle de los líquenes, trepó por la ladera y cruzó entre las rocas
hasta llegar al Alice, sin advertir más señales de vida que las ya conocidas. Dudó un momento,
preguntándose si habrían adivinado sus intenciones y le estarían aguardando dentro de la
nave. Por fin, se encogió de hombros y se dirigió a la pequeña compuerta.
A su regreso, todos le estaban esperando o, más bien, picoteando la comida que les
habían colocado delante. Durante los escasos instantes que permaneció detrás de la
compuerta interior, no oyó que nadie hablara. Cuando abrió la puerta, se pusieron en pie de
un salto, con diferentes expresiones en sus caras. La de Ralston reflejaba admiración y un
franco alivio, mientras que la de Correy se iluminó por un momento. Grey se volvió hacia la
puerta.
—¿Algún problema durante mi ausencia? ¿Oyeron algo?
—Nada, Grey. Pasamos el tiempo muy tranquilos, en espera de que nos hablara por el
altavoz. Diez minutos más y pensaba salir a buscarlo.
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molestia. Además, ¿qué importa? Si les cogen, de todos modos quedaré abandonada, para
morir lentamente.
—¡Déjala venir, Grey! —pidió June.
El muchacho lo pensó un momento y acabó por asentir, reemprendiendo el camino hacia
el acantilado. Como ella había dicho, allí era lo bastante ágil para no suponer un estorbo, y sus
posibilidades igualaban a las de ellas.
Llegaron al final de la grieta, en la base del acantilado. Sobre sus cabezas el círculo
oscuro, sin duda un agujero, resaltaba muy visible en la empinada pared rocosa, a unos
dieciocho metros de altura.
Grey no perdió tiempo en explicaciones. Tomó carrerilla y, de un salto, se elevó unos seis
metros, arreglándoselas para asirse a un resalto, junto a una especie de ménsula. Sus pies
encontraron apoyo y descubrió otro punto al que aferrarse, antes de sacar un rollo de cuerda y
dejarlo caer con cuidado hasta las dos mujeres, que se apresuraron a trepar y reunirse con él.
En realidad, lo que parecía difícil a causa de los recuerdos de la Tierra les fue
sorprendentemente fácil. Sus cuerpos, a pesar de los trajes, pesaban la cuarta parte que en la
Tierra, y el acantilado estaba lleno de salientes. Había uno debajo del agujero y lo alcanzaron
en pocos segundos. Estaba oscuro.
—Tendremos que tantear el camino —ordenó—. ¡Nada de luces!
La oscuridad total resultaba inquietante, ya que carecía de los habituales toques de
penumbra normales cuando hay atmósfera. Grey comprobaba cada paso, con una mano
apoyada en la fría pared de rocas y la otra tendida hacia delante, para no golpearse la cabeza.
Caminaron lentamente. Oía la respiración de ambas mujeres por los auriculares. Por último, su
mano tropezó con un obstáculo plano. Lo palpó. Habían llegado al final del túnel. Cubrió la
linterna con las manos, dejando sólo un estrecho orificio, y la encendió. Frente a él, descubrió
una puerta metálica, encajada en la roca, con un tirador y una hilera de extrañas letras a su
lado. Al otro, en caracteres normales, brillaba la palabra ¡BIENVENIDOS!
June contuvo el aliento, pero la mente de él encontró una pista para la solución. Ya hacía
días que se habían apoderado de Swanson y sin duda habían logrado ya comunicarse.
Imposible saber si el cartel significaba un saludo o una trampa. Ni siquiera podía estar seguro
de que supusiera algo más que una chispa de humor negro procedente de Swanson.
Accionó el tirador, notando que giraba con facilidad. Un resplandor se encendió al abrir la
puerta y penetrar en el interior. Sus compañeras dejaron escapar un leve grito, pero le
siguieron, y la puerta se cerró automáticamente, con un silbido neumático. Unos segundos
después, se abrió otra compuerta que daba a un largo y liso vestíbulo de piedra blanca,
iluminada por una luz tenue que brotaba de los muros y el techo. Grey sintió que su piel se
atirantaba. Sin embargo, cruzó el umbral, con las mujeres detrás. La compuerta se cerró sin
ruido.
Quitándose el casco, se dio cuenta de que el aire olía a ozono. Más tenue que la mezcla
de la nave, era no obstante respirable y, al cabo de un minuto, le pareció incluso agradable.
Pensó en no despojarse del traje espacial, por si había necesidad de huir. Al fin decidió lo
contrario. Las puertas automáticas les impedirían el paso.
—Más vale que nos pongamos cómodos —recomendó a las mujeres—. Quitémonos los
trajes y presentémonos a nuestros anfitriones con cierta elegancia. Me preguntó por qué no
habrán aparecido aún. Toma, Zanahoria, enciende uno —añadió, tendiéndole un cigarrillo.
—Gracias, bondadoso señor —dijo ella en tono de burlón asombro—. Si no lo viese,
supondría que se trata de un regalo con condiciones. ¿Hacia dónde vamos? ¿Cruzamos el
vestíbulo?
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? ¿Quiere intentarlo, señora Benson?
—Sí, Grey. Una gente capaz de diseñar unas luces tan suaves y trabajar la roca para
formar estos muros no creo que sea mala. Poseen una cultura. Y muy desarrollada.
Una especie de alfombra amortiguó sus pasos cuando atravesaron el vestíbulo y se
acercaron a una habitación que se abría al fondo. Entonces se detuvieron, incrédulos.
Bob Marsden dejó a un lado al extraño rollo de escrituras que estudiaba y corrió hacia
ellos, con una amplia sonrisa en su rostro familiar y Swanson a sus talones.
—¡Terráqueos, por fin! ¿Cómo están, amigos? Ya vemos que no les han traído dormidos.
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Y fue una buena celebración, por cierto. El resto de los marcianos fueron entrando y
uniéndose silenciosamente a la fiesta, todos mirando a Grey con la misma expresión de
familiaridad. Por último, Burin Dator se levantó y les condujo a una confortable habitación,
donde una serie de asientos tapizados rodeaban una mesa baja y ocupaban los rincones. Su
arrugada cara resplandecía de felicidad El trío de terráqueos le siguió con creciente sorpresa,
un poco irritados contra Swanson y Marsden, quienes se negaban a contestar a sus preguntas.
Aún no osaban creer en la realidad de lo que veían, y ansiaban oír las explicaciones que se
habían sugerido. Grey se aferraba ceñudo a su cordura, manteniéndose de manera
inconsciente muy cerca de June, a fin de asegurarse un mínimo de normalidad.
El pequeño marciano se tomó su tiempo para elegir un asiento.
—¿Están cómodos? Lamento sinceramente que nuestros primeros contactos hayan sido
desagradables, pero necesitábamos saber con qué tipo de personas nos encontrábamos. Por
desgracia, los dos hombres que capturamos primero nos forzaron a tomar ciertas medidas. Así
que los devolvimos en buen estado de salud, si bien con sus funciones un tanto restringidas.
June se agitó inquieta.
—¿Qué les hicieron, exactamente?
—Nada irreparable, se lo aseguro. Borramos algunos de los recuerdos, después de
comprender que sus palabras, una vez en la Tierra, hubieran tenido malas consecuencias para
nosotros... Se proponían explotar este mundo, ¿saben? Ahora han olvidado todo lo ocurrido en
los últimos días, con la ayuda de una pequeña operación, y se hallan bajo los efectos de una
droga que les impedirá enterarse de nada. Les daremos un antídoto, para que lo tomen antes
del aterrizaje... Fue un trabajo delicado eliminar algunos de los recuerdos y preservar los
demás, excepto los relativos a los acontecimientos más recientes. Me siento orgulloso de no
haberme visto obligado a dejar sus mentes en blanco.
—Los cirujanos de la Tierra son capaces de destruir la memoria —asintió Grey, que
conocía bien el tema, puesto que, naturalmente, le interesaba mucho—. En cambio, no pueden
hacer eso, y menos a gente de otra raza. Tiene buenas razones para sentirse orgulloso.
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—Resultó difícil. Pero recuerda que nuestras manos son un poco más delicadas que las
vuestras y que hemos estudiado con gran cuidado la mente humana. Sólo hace muy poco
descubrimos la forma en que el hombre clasifica sus recuerdos y qué nervios los controlan.
Además, aunque tu raza nos supera con mucho en sentido mecánico y en inventiva, nosotros
estamos más avanzados en medicina, psicología y en el estudio general de la química orgánica
y el pensamiento. Ni Swanson ni Marsden fueron los primeros. Conocimos a nuestro primer
terráqueo mucho antes.
Alice Benson se inclinó hacia delante. Sus ojos brillaban.
—Ese hombre, señor Dator... ¿Se llamaba Bill Benson?
—En efecto, señora. Y supongo que es usted su esposa. Le entregaremos sus escritos
antes de que se vaya. Él la creyó muerta al ver que no venía. No sabía que había estallado una
guerra. De lo contrario, hubiese regresado a la Tierra... Ahora bien, para empezar, en Marte
contamos con un medio mejor que el terrestre para efectuar observaciones astronómicas.
Nuestro aire es más tenue y se pierden menos detalles. Vimos su bengala en la Luna por
casualidad, pero la observamos y la analizamos con todo cuidado. Dedujimos, pues, que había
vida en el mundo de ustedes y que habían atravesado el espacio con éxito. Por aquel tiempo,
gracias a una afortunada casualidad, habíamos completado la construcción de una nave
espacial, en la que nuestro pueblo —o por lo menos, nuestro grupo— había trabajado durante
doscientos años terrestres. Somos lentos para estas cosas, como ya he dicho. Nos servimos de
un simple motor a reacción de oxigeno-hidrógeno, suficiente para traernos desde nuestro
mundo de baja gravedad hasta la Luna. Tuve la fortuna de que me eligiesen para formar parte
de la tripulación. Cuando encontramos a Bill Benson, pasamos casi un mes curando las
lesiones que había sufrido a causa de sus paseos fuera de la nave y por la falta de aire.
Tardamos mucho en localizarle. Estaba casi muerto cuando le hallamos. Nos llevó algún tiempo
llegar a entendernos, pero, aunque nuestros pueblos son muy diferentes, sus semejanzas en
materia de conducta y manera de pensar resultan sorprendentes.
El marciano hizo una pausa, meditando antes de proseguir.
—Igual que en la Tierra, en Marte hay un tipo práctico y un tipo idealista. Del primero,
sólo se han de esperar problemas en un encuentro entre las dos razas. Se entablaría una lucha
por la supremacía, que terminaría mal para todos. A diferencia de ustedes, nuestros idealistas
reconocieron ese hecho cuando iniciamos las primeras tentativas de construir un cohete y se
organizaron en un pequeño grupo secreto. De ese grupo proviene toda nuestra gente, y sólo él
sabe algo de nuestro éxito. Nos vemos obligados a engañar a los demás. Bill Benson se mostró
de acuerdo en poner sólo al tanto a los idealistas de su raza. Ustedes lo son, nosotros también.
Los dos hombres que duermen en su nave, no. Por consiguiente, no deben saber nada, ni su
mundo tampoco.
»El satélite es rico en cosas que ambas razas necesitamos: metales y minerales en
extremo valiosos, incluso en pequeñas cantidades. Quienes se apoderasen de ellas amasarían
enormes fortunas, como las amasan a partir de los secretos arrebatados a otros. Nosotros ya
hemos empezado a aprovechar sus máquinas, sus aparatos, otras cosas que Bill Benson nos
describió, en especial la energía atómica, que supone la verdadera clave. Hemos digerido
lentamente esos conocimientos, al parecer resultado de la suerte o la habilidad individual.
Ustedes deben hacer lo mismo.
»Nos proponemos, pues, formar un pequeño grupo en cada planeta, que vaya
controlando poco a poco una parte cada vez más importante de las riquezas de este mundo,
en apariencia sin conexiones con la Luna, hasta que la compañía tenga en sus manos el
equilibrio del poder. La encabezarían, naturalmente, hombres que sabrían y simpatizarían.
Luego, cuando los idealistas hayan desbrozado el camino, abriremos las puertas a ambas
razas, dirigiendo con precaución las opiniones para que las masas se mantengan de acuerdo
con nosotros. Nunca lograríamos vivir en un planeta tan pesado como la Tierra, y ustedes
encontrarían muy poco atractivo el nuestro. Pero aquí, en la Luna, encontraremos un medio
común para nuestro futuro. De otro modo, nos espera la destrucción mutua. ¿Conseguiremos
todo eso?
Grey asintió, con la cabeza llena de planes para un futuro quizás a muchos siglos de
distancia.
—Sí, creo que sí. Sin la menor duda, los hombres que controlan las finanzas de una
nación pueden hacer mucho para conformar sus ideas y sus leyes.
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***
Al parecer, todo tiene su precio. Escribir en condiciones de extrema premura lleva cerca
de diez veces más tiempo que el trabajo normal. Si el escritor lo sabe de antemano y lo tiene
lo bastante en cuenta, resolverá el problema tomándose un par de días de descanso, sin mirar
siquiera la máquina de escribir, hasta adaptarse de nuevo a su propio ritmo. Cuando no se
espera a esa recuperación, las consecuencias pueden ser mucho peores. Yo descubrí que había
desarrollado una enorme aversión contra todo lo que se relacionase con el oficio de escritor, y
esa reacción duró más de lo debido. En lugar de aceptarla y dejar que se desvaneciera por sí
misma, empeoré las cosas tratando de forzarme a escribir. Como resultado, obtuve un montón
de papeles en el suelo y una buena idea para una novela corta, que se perdió para siempre a
causa de la magnitud de los errores que cometí al intentar transcribirla.
Sin embargo, disponía del dinero suficiente y me encontré llevando a cabo algunos
trueques muy peculiares gracias a un par de circunstancias inesperadas. El primero fue
consecuencia directa de la falta de materiales y mano de obra especializada, motivada por la
guerra. De pronto, la gente se vio incapacitada para reemplazar los artefactos que dejaban de
funcionar, siendo muy difícil encontrar repuestos o alguien que efectuara la reparación. Me di
cuenta de eso cuando la tostadora del drugstore se pasó al enemigo y se negó a cumplir su
obligación. No fue difícil repararla, una vez que descubrí cómo se quitaba la decorativa
cubierta. El pago consistió en varias comidas gratuitas. Luego, una adorable y pequeña
calculadora se rompió, y me llamaron para ver si lograba hacerla funcionar.
Siempre he disfrutado con los mecanismos. Por aquellos días, poseía un cierto
conocimiento improvisado sobre las máquinas y la electrónica. Sin embargo, en aquella
ocasión el éxito dependía más de una especie de simpatía entre la máquina y yo. Años más
tarde, me tomé el trabajo de aprender a fondo la teoría electrónica, aunque nunca conseguí
saber lo suficiente para equipar con nuevas instalaciones eléctricas algunos de los aparatos de
televisión a los que cambiaba los tubos. Y no obstante, cuando terminaba de reparar una
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radio..., ¡el maldito aparato funcionaba! Se corrió la voz a partir del drugstore por todo el
vecindario y me encargaron una sorprendente cantidad de reparaciones. Disfruté con ello, ya
que produce una gran satisfacción curar un mecanismo enfermo..., aunque detestaría
dedicarme a eso como una actividad permanente.
Luego estaban los juegos electrónicos. En ese momento, en Saint Louis, la mayoría de
los establecimientos abonaban en metálico las partidas ganadas. Todo aquello resultaba una
novedad para mí y no resistí a la tentación. (Después de todo, los tales dispositivos también
eran artefactos.) Ante mi sorpresa, descubrí que en la mayoría de los casos se trataba de
juegos de destreza... siempre y cuando se los estudiase a fondo antes, a fin de dominar la
técnica que permitía mover la máquina sin que se anulara la partida al cometer una falta.
Al drugstore le daba lo mismo quien ganara, y el gerente parecía pensar que yo merecía
atenciones especiales por el hecho de ser un cliente habitual y, a veces, un útil peón para
todo. De modo que, con frecuencia, me permitía adjudicarme las partidas gratuitas que
obtenía el técnico de servicio cada vez que instalaba una máquina nueva. Eso me
proporcionaba la experiencia necesaria con el artefacto para trazar la estrategia requerida.
Casi todas mis comidas en el establecimiento fueron pagadas con las ganancias.
Por la misma época, el encargado nocturno del hotel comprobó que no me importaba
reemplazarle de vez en cuando. Una buena parte de mi cuenta me fue descontada a cambio de
esos servicios.
Es asombrosa la habilidad que un escritor puede desplegar para no enfrentarse con la
necesidad de escribir y cuántas excusas llega a inventar. A mí me sucedió así, aunque di por
sentado que se debía a una peculiaridad de mi carácter. Sólo más tarde comprendí que
constituye un riesgo inherente al oficio. No sé por qué sucede de esa forma. No es pereza, ya
que la mayoría de los subterfugios requieren más tiempo y esfuerzo que el hecho de escribir,
aparte de dejar menos beneficios. Pero resulta inevitable. Quizá Campbell haya encontrado la
respuesta correcta: «Todos los escritores están locos —explicó, añadiendo—: Y los escritores
de ciencia ficción más locos todavía. Por su parte, los editores están, si cabe, más locos que
los peores escritores. Y en cuanto a los editores de ciencia ficción... su locura no tiene límites».
Sin embargo, en aquel momento, yo racionalizaba todas esas cuestiones, como de
costumbre. Trabajaba en una serie de relatos acerca de un hombre que, por accidente, se
convertía en un ser inmortal, en un mundo desoladoramente arrasado y que le necesitaba. No
deseaba más continuaciones. No obstante decidí que una serie concebida desde el principio
para abarcar muchos relatos sería diferente. Tal vez lo haya sido. Nunca lo he averiguado.
Por fin, comencé la serie. En todas partes se respiraba una atmósfera bélica, que,
naturalmente, influía sobre todo cuanto pensaba y escribía. La narración comenzaba con una
devastadora guerra que se situaba en el futuro. La titulé Objetor. Campbell, con muy buen
acierto, la rebautizó con el título de Quinta libertad. Alcanzó las ocho mil palabras, la máxima
extensión que Astounding permitía para un cuento.
Lógicamente, tenía que usar un nuevo seudónimo para diferenciar la serie de los demás
relatos que pensaba escribir. De manera que Quinta libertad apareció bajo la firma de John
Alvarez.
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QUINTA LIBERTAD
John Alvarez
...Y no encontrar en la última guerra del siglo XX ninguno de los elementos superficiales
que en alguna medida intervinieron en todas las contiendas anteriores. Fue un rudo combate
contra la extinción, entablado desde los primeros meses.
América ofrecía la paradoja de una dictadura absoluta con pleno apoyo popular. Y en la
mente de sus ciudadanos, no había lugar para nada que no fuera el máximo esfuerzo por parte
de cada individuo. Los objetores de conciencia, a pesar de ser considerados en su derecho...
Fastidiado, Tom tiró de la pesada almohada, que había ido deslizándose bajo él, y la
dobló, en un intento por lograr algún apoyo que le permitiera leer bajo la mortecina luz sin
tener que descansar todo el peso del cuerpo sobre su dolorido brazo. Pero no había manera. La
almohada resbalaba gradualmente, defraudándole cada vez, y el brazo le temblaba de soportar
la carga.
La vida apacible, sin trabajar y con todas sus necesidades cubiertas, le había dejado, al
menos por el momento, sin el vigor necesario para resistir a la extenuante y forzada tarea
ante la máquina, a través de las largas tiradas de diez horas. Se sentía demasiado cansado
para guardar ningún rencor al gobierno por haberle sometido a toda clase de pruebas,
rotulándole en consecuencia y enviándole al campo de trabajo lejos de sus comodidades, para
cumplir aquella labor nada especializada que se le exigía, junto con una abigarrada colección
de personas en posición de capacidades indefinidas y con numerosas razones que las hacían
no aptas para el servicio militar.
¡Guerra! Siempre, eternamente, el hombre había ido a la guerra no sólo para aniquilar a
sus agresores, sino para arruinar las vidas de aquellos cuyo único crimen consistía en
aborrecer esa guerra. Habían confiscado su cohete espacial para dedicarlo a las patrullas
civiles, habían inundado los periódicos con un histérico frenesí de odio y le habían dejado sin
su música favorita, a fin de que la radio contara con espacio suficiente para su propaganda de
codicia y salvajismo de los que al parecer se jactaban. Y la gentecilla insignificante que le
rodeaba, que en su mayoría había implorado que no estallase la guerra, se fingía ahora
orgullosa de ella y no hablaba de otra cosa.
Trató una vez más de hacer caso omiso del estridente sonido de la radio, llena de
noticias y propaganda que no le interesaban ni le impresionaban, limitándose a ensordecerle
de manera inhumana, y volvió al último Astounding. Le había llegado aquel mismo día y, hasta
el momento, sólo había ojeado la cubierta y la columna de los lectores. Esperanzado, comenzó
por el relato principal.
El mayor Elliot alzó por un instante su mirada de los papeles al entrar el capitán. Le
dirigió un gesto con la cabeza y continuó leyendo los informes.
—Centralia se desplaza, capitán Blake. Por lo tanto, gran ofensiva mañana a medianoche.
Quiero que elija seis voluntarios...
¡Maldita sea! El muchacho apretó los labios y arrojó la revista debajo de la litera,
fustigados sus nervios por el latido del nuevo insulto ¡Guerra! ¡Hasta en la revista! Durante
todo el día, había contado las horas y minutos que faltaban para que su turno terminara y
pudiera liberarse de la horrible realidad... Sólo para encontrarse con que la ciencia ficción se
hallaba tan impregnada de ella como todo lo demás.
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El dormitorio rugía. Jimmy volvió a tenderse en su litera, con los ojos enrojecidos y el
rostro pálido.
—¡Señor! ¡Y no nos han enviado su flota aérea!
—¿No? —gruñó Tommy.
Podía aborrecer la guerra, pero ni siquiera ese odio alcanzaba a evitar que su mente
asociase los cientos de datos aislados que había leído y coleccionado, gracias a su ilimitado
amor por los progresos científicos, dentro de los cuales incluía también los adelantos militares.
—¿Y he de suponer que el enemigo ignoraba la existencia de esos bombarderos, que no
habían previsto todo esto? Después de todo, sólo estuvieron preparándose durante diez años...
Sin duda la ciudad no era más que un engañabobos, sobresaliendo un poco de la superficie del
suelo.
—No hicieron ningún movimiento...
—¿Acaso no esperaron a llegar a la costa para efectuar un desplazamiento repentino y
ponerse a cubierto por medio del bloqueo de las transmisiones...? ¡Basta! Todo esto me pone
enfermo. ¿Por qué hemos de hablar todo el tiempo sobre la guerra?
Una vaharada de licor llegó de pronto hasta su nariz. Miró hacia arriba. Bull Travis le
contemplaba con fijeza. El menosprecio y el odio se reflejaban en sus ojos nublados por el
alcohol. El hombre titubeó un segundo, el tiempo suficiente para que sonase la campana
anunciando la cena. Eso le detuvo en apariencia, ya que se unió a los demás en la carrera
hacia la puerta. No obstante, durante toda la comida sus ojos permanecieron clavados en los
de Tommy. Además, se mantenía desacostumbradamente silencioso. Sentado junto al
muchacho, Jimmy trató de sostener la conversación, pero a través de la mesa, la mirada de
Bull continuaba fija, y Tommy la sentía, aunque su rostro se volviera hacia otro lado.
Tommy se sintió mejor en la cima de la colina, con el campo de trabajo a sus espaldas,
oculto por el tronco del árbol contra el cual se había recostado, respirando con dificultad a
causa de la larga ascensión. Aquella noche lucía la luna llena. Siempre le habían deleitado las
extrañas sombras que arrojaba la fría luz del satélite y que se combinaba con el limpio aroma
de los árboles y del rocío que cubría la hierba. Aquí no había guerra ni nada que la hiciera
recordar, y nadie del campo de trabajo invadiría su intimidad. Sacó el violín del estuche, lo
acomodó bajo su barbilla y comenzó a tocar, improvisando en su mayoría.
Poco a poco, las desarmonías fueron suavizándose, el ritmo salvaje se aquietó y el tono
melodioso del paisaje reemplazó los sonidos discordantes y la amargura. Surgió entonces una
clara y tranquila música, que fluía dulce y cada vez más precisa, con algo que Tommy no sabía
definir, pero que sentía en su interior. Sus ojos vagaron colina abajo, siguiendo el sendero
hasta una vieja roca que se erguía ennegrecida bajo la luz de la luna. Un matiz de expectativa
se insinuó en su música.
Las nueve en punto... Ella siempre llegaba a esa hora, a veces acompañada, casi siempre
sola, y se sentaba allí. ¿Cómo sería en realidad?, pensó vagamente. Se la imaginaba como una
Diana de ánimo bondadoso, bajando desde la luna hacia el frío del anochecer. Algunas veces
se había preguntado si prestaba atención a su música. Hasta se había atrevido a albergar la
esperanza de que eso motivara en parte sus largos ratos sentada junto a la roca. En cierto
modo, el verla allí, diciéndose que tocaba para ella y que ella le comprendía, aliviaba un poco
su soledad y le permitía sentirse feliz de nuevo. Tal vez aquella noche iría sola.
Pero transcurrió un cuarto de hora, y ella no había aparecido aún. Interrumpió la música
para echar otra ojeada a su reloj y volvió a apoyar el arco sobre las cuerdas, para interpretar
ahora una melodía de Tchaikovsky, con la mirada siempre fija en el descampado.
—¿De verdad que las cosas van tan mal?
La súbita irrupción de la voz arrancó un discordante sonido del violín cuando él se levantó
de un salto tambaleándose. Ella se hallaba apenas un poco más atrás sonriendo con timidez.
La luz de la luna bañaba su rostro, suscitando de nuevo en Tommy la imagen de la bondadosa
Diana. Tenía unos diecinueve años y era mejor proporcionada que todas las estatuas de la
diosa lunar que había visto hasta entonces. En cambio su cara se ajustaba al modelo soñado
por él.
—Te oí tocar, y la curiosidad me venció. ¿Te molesto?
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—Alo mejor, Bull ha armado un buen alboroto con sus mentiras. Te acompañaré para
aclarar las cosas, ¿de acuerdo?
—Gracias, Jimmy.
Salieron tropezando de las oscuras barracas y marcharon junto a la hilera de edificios de
una sola planta, preguntándose qué habría despertado al director a aquellas horas de la
mañana. Ya en la oficina, el ordenanza parpadeó soñoliento al ver que se presentaban dos,
pero les indicó una sala a la derecha y volvió a su café. No era el despacho del director.
—¿Thomas Dorn, matrícula 4784? —preguntó un oficial de las fuerzas aéreas, vestido de
gris, de gestos serios pero agradables, sentado ante la mesa escritorio—. Bien. ¿Y usted, quién
es?
—Un amigo mío —contestó Tommy.
—¡Hum...! De acuerdo, no dispongo de tiempo para discutir nimiedades... —Observó el
rostro de Tommy, que ahora parecía bastante más abultado de lo normal, y sus cejas se
enarcaron—. Creí que detestaba usted pelear. Lo tenemos registrado como objetor de
conciencia.
—Cierto que detesto pelear. Eso no impide que defienda mis convicciones.
—No le culpo por pensar así. ¿Seguro que sigue oponiéndose a la guerra? ¿No escuchó lo
sucedido anoche en Nueva York? —Al advertir el lacónico asentimiento del muchacho, frunció
ligeramente el entrecejo y hojeó un montón de papeles—. Bien, en realidad eso no me
concierne. Figura usted aquí como piloto de cohetes espaciales y eso sí que me atañe.
¿Cuántas horas de vuelo? ¿Qué tipo de nave?
—Un Rayo Especial de mi propiedad, último modelo... En este momento, confiscado.
Calculo que necesité unas mil horas de vuelo antes de completar todo el curso de instrucción.
¿Por qué desea saberlo, señor?
El oficial enarcó las cejas y silbó.
—¡Caramba, no pertenece usted a una familia pobre! Bien, no viene al caso. Me gustaría
disponer de diez mil hombres con esa experiencia. Esas naves que bombardearon Nueva York
eran cohetes. Por pura casualidad, uno de los derribados llegó a tierra en buen estado, con la
mitad de la carga todavía en su interior. Guarden esto en secreto por un par de días... Dado el
bloqueo en las transmisiones, no nos mostramos muy cuidadosos con respecto a las
informaciones reservadas, pero no hay por qué difundir la noticia antes de que sea oficial. En
dos semanas, dado la manera en que hemos conseguido organizamos, estaremos fabricando
cohetes mejores que esos y también mejores bombas. Centralia no es la única que cuenta con
explosivos atómicos. Sólo que recurrió a los suyos antes de que tuviéramos a punto los
nuestros. ¿Comprende a qué me refiero?
Tommy había comprendido. Su experiencia con los traicioneros cohetes superaba en
mucho al término medio y, puesto que sus reparos se basaban en «razones de credo
personal», su caso, cuando mucho, se hallaba en los límites de los considerados como causa
justificada de exención de servicio. Sus labios se contrajeron todo cuanto la hinchazón le
permitía, y el oficial notó la súbita palidez de su piel.
—Para serle franco, Dorn, yo no le incorporaría a nuestras fuerzas. Cualesquiera que
sean sus motivos, me temo que su actitud mental le convierten en algo peor que no apto. Pero
los jefes deciden.
Jimmy se agitó a su lado, tosiendo para llamar la atención.
—He completado una parte del entrenamiento preliminar para el vuelo en cohete... todo
lo que logré costearme. ¿No podría ser eso de alguna ayuda, señor?
—Por supuesto, pero su pierna... Sospecho que todavía no se ha relajado tanto la
disciplina. De todos modos, le propongo un trato, joven. Consiga que su amigo cambie de idea
y procuraré que le acepten, de acuerdo con el reglamento o en contra de él. Bien, eso es todo.
Tengo otras cien citaciones que atender y escaso tiempo para hacerlo. Vuelvan a las barracas.
Un mundo encantador, pensó Tommy. Cuando las cosas empezaban a mejorar y
encontrabas a alguien que te trataba como a un ser humano, se precipitaban los
acontecimientos. Le habían pegado, transformándole en un montón de doloridas magulladuras,
probablemente había quedado en ridículo a los ojos de Alice. ¡Y ahora esto! Había sentido un
violento pero superficial malestar durante la pelea. En su fuero interno, le perturbaba mucho
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menos que la amenaza oculta en las palabras del oficial. ¡No permitiría que le arrastraran a
aquella guerra! Sin embargo...
—Bien, empieza a convertirme —dijo con amargura.
Jimmy movió la cabeza, con la mirada fija en el suelo.
—Daría mis dos piernas a cambio de esa oportunidad, Tommy, aunque me las cortaran
centímetro a centímetro. Por desgracia, no sirvo para el proselitismo. No hay caso... ¡Maldita
sea! ¿Por qué no podremos intercambiar nuestros cuerpos? ¿Por qué todo tiene que ser tan
absurdo para nosotros?
Tommy no encontró ninguna respuesta. Su mente divagó en inútiles círculos mientras
terminaban el desayuno y comenzaba el continuo chirrido de la máquina. Observó distraído
que Bull Travis escogía otra mesa. Se mostraba anormalmente tranquilo, pero Tommy apenas
registró el hecho. El camorrista ya no importaba, como tampoco el agobiante y
desacostumbrado trabajo. Por encima de todo, se imponía el interrogante de si Alice habría
presenciado o no la reyerta de la noche anterior y de cuáles serían los sentimientos de la chica
a su respecto. Decidió que aquella noche no subiría a la colina.
No obstante, el anochecer se hallaba detenido junto al matorral donde le había
sorprendido Bull. Con una mano apoyada en el brazo de su amigo, dijo:
—Sube, si lo deseas, Jimmy.
—No, gracias. He venido para estar solo y pensar un poco. Supongo que te sentirás más
a tus anchas sin mí. Te veré a las once.
Marchó hacia abajo por un sendero lateral, silbando melancólico una monótona melodía,
mientras Tommy continuaba trepando, acongojado entre la esperanza y el miedo. Una torpe
indiferencia paralizaba ambos sentimientos.
—Hola, Tommy.
Alice le esperaba allí, tras adelantarse a él. Se puso en pie cuando el joven se acercó.
—También tú llegas temprano, ¿verdad?
¿De modo que no había visto nada? ¿O tal vez sí?
—¿Cuánto tiempo te quedaste mirando anoche?
—Lo suficiente. ¡Fue maravilloso, Tommy! Al principio, me asusté, pero, al ver que la
segunda vez le derribabas, quise correr a tu lado para decirte lo contenta que me sentía. No lo
hice porque temía llegar tarde a las barracas. ¡Tu pobre cara!
Había compasión en sus ojos. No obstante, cuando él se aproximó, brillaron de orgullo.
Tommy miró de soslayo hacia el descampado, percatándose de cuan fácil era que la muchacha
se equivocase, debido a las engañosas sombras de la luz lunar.
—Yo no le derribé. Lo hizo Jimmy Lake, el chico deque te hablé. ¡Un tullido!
—¿Ah, sí? —dijo Alice sin ninguna entonación. Encogiéndose de hombros añadió—: Me
alegra que me hayas dicho la verdad, Tommy. ¿No has traído tu violín?
—Se estropeó.
Había sido doloroso descubrirlo. Más que los impactos físicos recibidos. No obstante, el
disgusto se había desvanecido ante sus otras preocupaciones, más importantes. ¡Roto, como
todo lo demás en el mundo!
—Tommy, ven aquí. Anda, dime qué te ocurre.
Le obligó a sentarse a su lado y apoyar la cabeza en su regazo, acariciándole el pelo con
sus largos y fríos dedos. Y como siempre ha ocurrido, ese gesto tuvo un efecto mágico, que
calmó su desazón y rompió las barreras que les impedían una comunicación sincera. En tanto
que Tommy hablaba, Alice emitía leves y tiernos sonidos de simpatía, que evidenciaban su
atención. Por lo demás, le dejaba explayarse acerca de la entrevista de la mañana, sus
temores y muchas otras cosas, sin interrumpirle.
Al fin, se detuvo. Ella se quedó reflexionando sin que su mano dejase de acariciarle.
—¿Crees que es justo eso, Tommy? —preguntó—. En mi opinión, deberías comprender
que pelees tú o no, otros no dejarán de hacerlo. ¿Acaso te apoyas en la lucha de los demás
para protegerte a ti mismo y tus ideales? Si no quedase nadie más, ¿no tendrías que combatir
por ellos? Al menos, anoche lo intentaste.
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—¡Atrás! Subamos ala colina. Estamos demasiado cerca y de ninguna manera debemos
aproximarnos más. No queda nada ahí abajo, absolutamente nada. El segundo ataque debió
de ser contra la sección de mujeres.
—¡Alice!
Las piernas de Tommy volvieron a flaquear, aunque se repuso casi de inmediato. Echó a
correr sin otro sentimiento que una horrorosa e impotente premura. Le daba la impresión de
que la cima de la colina se alejaba cada vez más, inseguro de si corría hacia ella o caía por el
otro lado, hasta que su mano chocó contra la roca, y la resistencia del obstáculo le lanzó hacia
el sendero lateral. Ondas de radiación calórica le golpearon, sin que fuera consciente del
peligro mientras cruzaba la senda dando tumbos. Casi tropezó con la muchacha al intentar
detenerse.
—¡Alice!
—¡Tommy! ¡Ayúdame...! ¡No, retrocede! Esta radiación... Ahora es más débil, pero...
—¡Calma...!
Sus brazos la rodearon y se la cargó a los hombros sin brusquedad, aunque a toda prisa,
con una extraña fuerza que provenía de su interior. Regresó al sendero, sin prestar atención a
la fatiga ni a lo penoso de su respiración. Había una hendedura en las rocas situadas cerca de
la cima. Allí se refugiarían de las radiaciones, que les asaltaban por ambos lados. Se encaminó
hacia el lugar con toda la velocidad que le permitía su cuerpo.
El rostro de Alice estaba grisáceo, deformado por el dolor, más agudo ahora que antes de
subir a la cima. Cuando la dejó en tierra, se desplomó, fláccida. No había muerto, sin
embargo. Su corazón latía cuando Tommy se tumbó a su lado para auscultarla. Oyó el
jadeante sonido de su respiración. Los minutos transcurrían mientras la contemplaba,
desgarrado entre la necesidad de quedarse y la urgencia de salir en busca de auxilio.
El andar inseguro de Jimmy le distrajo, recordándole de súbito que no se hallaba solo.
—¿Se encuentra muy mal?
—¿Dónde está el médico más cercano? Necesita atención.
—Unos cuantos aviones de un modelo que no alcancé a reconocer han aterrizado lo más
cerca posible del campo de las mujeres. Sin duda se trata del equipo de primeros auxilios.
Vamos, échame una mano. Nos costará menos tiempo llevarla del que tardaríamos en ir a
buscarles. Si cortamos a través de la colina y luego damos la vuelta, evitaremos lo peor de las
emanaciones que llegan desde la zona del campo de trabajo.
—No.
Tommy volvió a alzarla. Su mente se había tranquilizado al saber que podía hacer algo
sin necesidad de dejarla allí.
—No —repitió—. Será mejor que te adelantes, Jimmy. Haz que emprendan el camino
hacia aquí. ¿Piensas que lo conseguirás?
—Sí, la pierna aguantará esa distancia.
Se marchó, aferrándose con las manos a la maleza para guardar el equilibrio. Sus torpes
brincos resonaban estrepitosos, marcando su recorrido. Tommy inició a su vez la marcha.
Consideró la conveniencia de tomar por un atajo, pero la rechazó. Aun si él estuviera en
condiciones de recibir todas las radiaciones que persistían, no se atrevía a arriesgarla vida de
Alice. Se forzó a sí mismo con severidad a mantener un ritmo que le permitiera transportar su
carga procurando contener el impulso de echarse a correr y tratando de amortiguar con las
piernas el balanceo de su andar, para evitarle a ella las sacudidas.
El ruido del avance de Jimmy fue disminuyendo, hasta que desapareció por completo a
causa de la distancia que les separaba. Continuó desplazándose impasible. La piel le tiraba
alrededor de los ojos, y su boca se contrajo en una estrecha y tensa línea. Por debajo del frío y
del abotargamiento que empañaba la superficie de su mente, una fiebre de ideas le asaltaba
una y otra vez al ritmo de sus pisadas, analizando, rechazando, decidiendo. Y paso a paso, la
colina quedó tras él. Se internó por la suave barranca que conducía al punto donde se habían
posado los tres aviones, que ya había avistado junto a las ruinas humeantes del taller.
Experimentó un vago asombro ante lo pronto que se habían enterado del desastre y la
velocidad a la que habían acudido, en un inútil esfuerzo por prestar ayuda. No obstante, ese
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El capitán Kent cabeceó pensativo. Ofreció un cigarrillo a cada uno. Una idea le daba
vueltas en la cabeza.
—¿Ha visto alguna vez a un petirrojo perseguir a otro pájaro que amenazaba su nido? Es
una ley casi absoluta de la naturaleza matar para defender la propia vida. Tal vez no tenga
usted familiares en peligro... ¿Y la muchacha?
—¿Considera acaso una defensa bombardear a otras mujeres y otros niños?
—Ya lo creo. A través de todos los tiempos, el orgullo tribal, el orgullo del Sacro Imperio
Romano Germánico, el de las tribus teutónicas, cuyos legados precedían a los reyes, lo ha
demostrado así. ¿No juzga usted justificado emplear medidas drásticas contra los repetidos
asaltos ala libertad délos demás?
No hubo obstinación ni asentimiento en el rostro de Tommy, cuando denegó con la
cabeza en silencio. El otro se encogió de hombros, admitiendo su derrota. Los tres
permanecieron en silencio, con los ojos fijos en el suelo, o en la puerta del avión, cada uno
sumido en sus propios pensamientos, con un inadvertido cigarrillo en la mano. Tommy exhaló
un pausado suspiro. Una parte de su emotiva mente le había implorado para que se dejara
convencer de que el capitán estaba en lo cierto, pero éste había empleado argumentos
demasiado manidos para ofrécele alguna esperanza.
Por encima de ellos, lo que empezó como un grave y amortiguado zumbido se convirtió
pronto en un trueno, a una velocidad que sólo podía significar una cosa. Los ojos del capitán
localizaron primero las azuladas líneas que surcaban el cielo a varios kilómetros de la tierra, y
que se acercaban rugiendo desde el horizonte.
—¡Malditos sean! Nos creen indefensos... Tan indefensos que vuelven deliberadamente
sobre nuestras instalaciones, de la misma forma en que se fueron. Si...
Con un súbito y breve grito, asió a sus compañeros por un brazo y les arrastró hasta la
distante barraca, con los ojos vueltos todavía hacia la mancha de fuego azul que se descolgaba
de entre las otras y descendía hacia ellos, atravesando los kilómetros en fracciones de
segundo. Al fin se detuvo, comprendiendo la inutilidad de la fuga.
—¡Dios mío! Han localizado nuestros aviones gracias al resplandor de las ruinas. ¡Qué
necios hemos sido...! ¡Escuchen!
Otro sonido cortó el aire, sobreponiéndose al rugido de los cohetes, más agudo, más
estridente. Una luminosa cinta restalló contra el suelo, cerca del horizonte. Durante el tiempo
que tardaron en centrar la mirada, la distancia se acortó. Percibieron un penetrante quejido
que acuchillaba el aire. A continuación, surgieron otras dos naves, en apariencia perseguidas
por la aviación de Centralia. El cohete que había iniciado el descenso, invirtió la marcha con
una explosión atronadora y se dirigió hacia ellas. Tres naves se desviaron entonces en
dirección al grupo enemigo, formado por unas cien, separándose a medida que se acercaban,
mientras que la flota de Centralia se agrupaba y comenzaba a evolucionar en un enorme
círculo con objeto de atraerlas a una posición frontal. La maniobra consistía en un lento rodeo,
destinado a mofarse del trío que osaba disputarle sus derechos sobre la estratosfera.
La voz de Kent sonó triunfante y orgullosa, ridículamente esperanzada, a pesar de la
disparidad de las fuerzas.
—¡Lo han logrado! ¡Parecía imposible, pero ahí están!
—¿Cohetes atómicos? —preguntó Jimmy en el mismo tono.
—Sí. Hemos vencido la inflexibilidad de la producción en masa, aunque todavía no
comprendo cómo. Esta misma mañana, esos cohetes funcionaban impulsados por combustible
normal. Los propulsores atómicos apenas salían de los tableros de diseño. No sabíamos
adaptarlos...
Su voz se ahogó, en tanto que una de las tres naves desaparecía en una gigantesca
lámina de fuego que parecía atravesar el cielo, a mucha mayor velocidad que el sonido que les
llegaba desde la lejanía. Kent gruñó. Por su expresión, supieron que había comprendido lo que
sucedía.
—No, no lo han logrado. Se han limitado a montar temporalmente los propulsores de la
nave capturada en tres de las nuestras. Dios sabrá a qué tipo de cable han recurrido para
sujetar esos motores. ¿De modo que se referían a eso? No me extraña que se sacudieran de
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
tal forma. No tiene ni un cuarto del peso para el que fueron diseñados los propulsores. Y deben
de ir repletas de nuestras propias bombas atómicas.
—La explosión...
Kent esperó hasta que cesará el último estruendo.
—No. Nuestras bombas son estables hasta después de lanzarlos. Eso fue el motor del
cohete, que reventó.
Tommy pugnó con la idea. Sus ojos trataban de seguir las manchas que puntuaban el
horizonte, casi invisibles.
—¿Pero qué pueden hacer las bombas contra ellos?
—¡Observe!
Mientras hablaba todavía alcanzaron a distinguir las dos llamaradas en que se
convirtieron las naves que quedaban, que, de pronto, se lanzaron contra el corazón del
enjambre enemigo. Esta vez, las llamas titilaron ligeramente. Los tres hombres se vieron
forzados a cubrirse los ojos, antes deque aquéllas cobraran teda su intensidad. Cuando
volvieron a mirar, sólo quedaba un cielo vacío, con algunas cintas luminosas que caían aún
hacia el fuego que parecía brotar de la tierra, apenas fuera del alcance de su vista.
—¡Un escuadrón suicida!
Los rostros de Jimmy y del capitán se iluminaron, reflejando el efecto de un número
demasiado grande de emociones para ser asimiladas.
—En efecto. Nuestras naves consiguieron acercarse antes de que las debilitadas defensas
del enemigo las alcanzasen. Y como sus bombas eran inestables, cuando las nuestras fueron
accionadas en las proximidades, la explosión se propagó. Bien, tuvimos nuestro milagro,
seguro que no les dio tiempo a fabricar más aviones... Y los que hemos visto... Bueno, se
fundieron «como las nieves del año pasado», según dice la canción. Lo cual nos concede las
dos semanas que precisamos. ¡Fue mi buena estrella!
Su cara se contrajo en una torcida sonrisa ante las miradas de Tommy y Jimmy.
—El equipo que pilota los cohetes echó a suertes este mediodía para elegir entre los que
se presentaron voluntarios a aquellos que debían morir en un comando suicida. Ganaron esos
tres. De haber contado con una hora más de tiempo, tal vez hubiera convencido a alguien más
para que probara suerte. ¿No cree usted Dorn?
—Sí, señor.
Volvieron al tronco que les servía de asiento, desde el cual Tommy podía observar la
puerta del enorme aparato. Había contestado al capitán sin levantar la vista.
—Mis jefes me confirieron plenos poderes para disponer a mi gusto con respecto a su
caso y algunos otros. Iba a decírselo antes de que todo esto sucediera. Voy a enviarle a un
campo en el Middle West, a reunirse con un grupo de otros objetares reconocidos. Sin duda se
encontrará mejor allí que en cualquiera de los campos cercanos a esta zona.
Pasaron algunos segundos antes de que comprendiese.
—¿Quiere decir que no me forzará a combatir?
—Aquí no forzamos a nadie, amigo. Al menos, cuando se trata de alguien con categoría.
Mire, le llama la enfermera. Vaya. Espero que le dé buenas noticias.
La enfermera movió la cabeza con desánimo mientras Tommy corría hacia ella. Le guió al
interior de la nave y le acompañó hasta la camilla. Alice yacía allí, con los ojos abiertos y fijos
en él. El grupo de los médicos se hallaba reunido en el otro extremo del avión. El cambio
sufrido por su rostro era aterrador, más aún que la última vez. La boca de la muchacha se
plegó en una débil sonrisa.
—¡Tommy!
—¡Alice! ¿Te pondrás bien, verdad? ¡Debes hacerlo!
—Chiss... —Le cogió la mano con un frágil movimiento, atrayéndole hacia sí. —No,
Tommy, me doy cuenta de que me estoy muriendo. Pero tú ya no tienes miedo. Lo noto. Eso...
y otras cosas. Todo saldrá bien, ¿verdad?
—¡Todo, excepto tú!
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
Tommy advirtió la sombra que iba cubriendo su cara, lamentando la ineficacia de todo
cuanto los médicos intentasen. Se arrodilló junto a la camilla y posó el brazo bajo la cabeza de
la chica, acongojado por la necesidad de unas lágrimas que se negaban a brotar. El alma
parecía querer salirle del cuerpo para ir a reunirse con la de ella.
—No te entristezcas por mí, cariño. Yo no lo estoy.
El dolor irrumpió atenazándola, mermando sus fuerzas, invadiendo sus rasgos. Nada
podía detenerlo. Jadeó con dificultad, aferrándose a él, en un combate inútil.
—¡Tommy, no quiero morir... ahora que te he encontrado! ¡No dejes que muera!
Bésame, Tommy, antes de...
Misericordiosamente, hubo tiempo para eso y, misericordiosamente también, todo
terminó pronto. Con los ojos enrojecidos, se encaminó tambaleándose hacia el exterior del
avión. El paisaje comenzó a girar, borrándose ante él. Al fin, la mano de Jimmy aferró su brazo
y le condujo en silencio hasta el tronco. Un desconsuelo intenso y gélido le abrumaba. Sin
embargo, no lo expresó. Luego, a medida que los minutos se deslizaban penosos, la aflicción
se sumergió en lo más profundo de su ser, más intensa y ¿olorosa que nunca, pero dejándole
en libertad de cavilar, abriéndose paso a través de las confusas ideas que se habían ido
formando en su mente.
Quizá debió de decírselo a Alice, aunque de alguna forma ésta lo había intuido. Lo había
visto en su expresión, antes de que el dolor la desfigurara.
«Aquí no forzamos a nadie.» En el otro bando, sí... Forzaban a la gente o la fusilaban.
Por primera vez desde que todo había empezado, se sentía libre. Libre de su impulsivo deseo
de pelear contra la intrusión del enemigo en sus derechos y creencias, libre de considerar los
hechos a medida que se presentaban, sin que la opresión contaminase su criterio. Y la decisión
había llegado a él casi al mismo tiempo que la libertad, de modo que tuvo que transparentarse
en su rostro, ser visible para ella. La mirada de Alice le había dicho que ya lo sabía... y que
estaba orgullosa de él.
—¿Qué ha sucedido con el capitán, Jimmy? ¿Se ha marchado?
—Todavía no. ¿Por qué, amigo?
Tal vez no fuera lógico. No parecía lógico luchar y protestar por sus derechos hasta que
se los hubiera otorgado, para luego renunciar a ellos. O tal vez fuera el más precioso tipo de
lógica, capaz de descubrir el valor real de los Hechos y de comprender que un país donde se
respetaba el derecho a no luchar era un país por el cual valía la pena combatir, de manera que
aquellos que vinieran atrás pudieran odiar la guerra sin que los ruidos de ésta amenazasen sus
oídos. Los hombres siempre habían tenido que pelear por sus convicciones, incluida la creencia
de que pelear no era bueno. Después de todo, acaso las dos frases de la Biblia no se
contradijesen. Él no había venido a traer la paz, sino la guerra. Hasta que los pacíficos, algún
día, pudiesen heredar la tierra.
Se puso en pie y, con Jimmy a su lado, marchó en busca del capitán.
—Acabó de recordar que prometió darte un puesto si me convencías, Jimmy. Será mejor
que se lo recordemos también a él.
***
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
Ahora, casi lo único que puedo alegar en defensa de ese relato es que fue el primero, al
menos que yo conozca, en que se subrayó el peligro de la radiación que presenta una bomba
nuclear, en lugar de limitarse a exponer los efectos de la explosión, aunque me temo que
subestimé mucho dichos peligros.
Los escritores de ciencia ficción se mantenían por lo general muy al corriente de los
adelantos atómicos conseguidos hasta el comienzo de la guerra. Y algunos de nosotros nos
entregábamos a astutas conjeturas acerca de lo que ocurría, basándonos sobre todo en las
muy secretas informaciones utilizadas como pantalla para despistarnos. Recibimos una
pequeña alegría cuando el FBI se decidió a investigar un relato de Cleve Cartmill donde éste
ofrecía una burda descripción del disparador de la bomba. (Constituía un gran secreto. Tan
grande que unos cuantos y a nos habíamos imaginado por nuestra cuenta cómo funcionaba.)
El FBI llegó hasta a interrogar a Paul Orban, que había ilustrado el cuento. Por fin, Campbell
logró convencer a los investigadores de que censurar relatos de ciencia ficción sobre la energía
atómica difundiría el secreto con mucha mayor rapidez que cualquier narración. Después de
eso, se nos concedió un margen bastante amplio de libertad.
Mi cuento Nervios se basaba en el aprovechamiento industrial del átomo, muy distinto al
proceso de fabricación de la bomba. Así y todo, según me reveló cierta investigadora que
trabajaba en Oak Ridge, el relato fue clasificado y archivado como «Estrictamente secreto». Lo
descubrió al acudir a la biblioteca con objeto de leer dicho relato y se encontró con que no
poseía un grado que le permitiese el acceso al ejemplar. Solucionó el problema yendo a
comprarlo al primer quiosco.
Me sentí un poco defraudado cuando apareció mi cuento en el número de septiembre.
Esperaba figurar en la cubierta, pero la habían dedicado al relato de un viaje a través del
tiempo escrito por Anthony Boucher, quien más tarde se convirtió en director de The Magazine
of Fantasy and Science Fiction. A la larga, sin embargo, todo salió bien. La votación de los
lectores concedió a Nervios una evaluación de mil puntos, situándolo en primer lugar entre los
publicados en ese número. (No recuerdo ningún otro relato que haya ganado esa clase de
galardón.) El hecho debería de haberme convencido de que el cuidadoso método que usaba
para escribir era el más adecuado para mí. No obstante, no terminaba de comprenderlo así. El
cuento fue elegido por los lectores como el mejor entre los míos y, aún hoy, muchos siguen
prefiriéndolo. Por último, en 1956, reuní una parte de los escritos que me había reservado
como antecedentes de trabajo y los transformé en una novela, que en estos días se está
reimprimiendo. Tony Boucher demostró ser todo un caballero al revelar cuál había sido su voto
en nuestro Certamen por el primer puesto, asegurando que había ganado el mejor relato y
publicando más tarde una magnífica crítica del libro.
A Alunizaje no le fue tan bien. En ese número de la revista, hubo una especie de batalla
por el premio entre cuatro novelas cortas. Ninguna se destacó como la ganadora. Creo que el
hecho de que la mía ocupase el tercer lugar fue puramente fortuito. Sin duda los lectores se
sintieron magnánimos, ya que los demás relatos eran excelentes.
Por aquella época, las cartas de Campbell se volvieron un poco más insistentes respecto
a la necesidad de que intensificara mis esfuerzos. Muchos de sus mejores hombres se habían
incorporado a las fuerzas armadas, o bien, se ocupaban de cualquier otro tipo de tarea bélica,
por lo que les quedaba poco tiempo para escribir. Cierto que iba descubriendo nuevos talentos,
pero la mayoría de ellos le eran también arrebatados por la guerra. Precisaba todo la
producción que lograse obtener de sus escritores habituales.
También le preocupaba el que le llamaran para incorporarse a alguna actividad
relacionada con la guerra y me insinuaba, sin grandes rodeos, que en el caso de comportarme
como un buen muchacho y entregar una respetable cantidad de páginas en la oficina de
recepción, bien podría llegar a reemplazarle. Me mantuve inmune a ese señuelo. La mayoría
de los escritores parecen albergar un deseo irrefrenable de convertirse en editores. Yo jamás
deseé ese tipo de trabajo. Si bien, diez años más tarde, dirigí cuatro revistas bajo distintos
seudónimos, acéptela responsabilidad a regañadientes y la abandoné de muy buena gana.
Desde luego, soy capaz de dirigir una publicación de manera satisfactoria, pero nunca tendré
ni la mitad de la competencia que Campbell poseía en la profesión y, de acuerdo con mis
propias reglas, no me agrada una tarea que no cumple a mi entera satisfacción.
Por fin, ante su insistencia, escribí un cuento. Y fue el resultado de la mera inspiración.
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
He oído decir muchas cosas acerca de la inspiración, pero muy pocas veces de boca de
escritores profesionales. De todas formas, al menos en apariencia, puede darse un golpe de
inspiración muy de tanto en tanto. Nunca lo creí hasta que me sucedió personalmente.
Una noche, salí a comer una hamburguesa. Mis pies pisaron el peldaño superior de la
escalera. Y entre ese peldaño y el último, un relato completo se forjó de repente en mi cabeza,
con todos sus detalles, la forma en que quería escribirlo, las emociones que iban a intervenir,
etc. Salí y despaché mi breve cena. Cuando volví, la idea seguía manteniéndole. De modo que
me senté ante la máquina de escribir y completé cuatro mil trescientas palabras en menos de
hora y media. Y apenas sin esfuerzo.
Lo llamé El amado de los dioses, y obtuve por él una bonificación.
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
A primera vista, el avión parecía bastante normal, aunque no había razones que
justificaran su presencia en la rocosa playa del islote. No obstante, una segunda inspección
hubiese revelado los restos de lo que había sido su tren de aterrizaje y las entrecruzadas
hileras de orificios que se abrían en sus costados. Más hacia el frente, el motor se mostraba
intacto. La animada brisa movía arriba y abajo un ala amenazando con desgajarla a cada
embestida. Excepto por el crujido y los gemidos del ala, la isla permanecía tan silenciosa como
el hombre muerto que yacía dentro del avión.
El sol se insinuó apenas por encima del horizonte, desalojando las sombras que habían
disimulado la figura de un segundo hombre, tendido sobre la arena, todavía en la posición que
su cuerpo había adoptado cuando su corazón latió por última vez. En algunos puntos de su
uniforme los desgarrones mostraban la marca de los proyectiles que habían atravesado su
cuerpo. De su hombro, manaba aún un poco de sangre, surgiendo de un pliegue de más de un
centímetro de profundidad. Había escapado a todas sus graves heridas a excepción de una. En
medio de la frente, aparecía un neto y pequeño orificio. Subrayaba su contorno un jaspeado
azul y castaño rojizo, y un reguero de sangre ya seca caía sobre su nariz y giraba después,
dando la impresión de medio bigote sobre su boca. No había ninguna marca de que la bala
hubiera salido por la parte posterior de la cabeza.
Ahora, a medida que la tibieza del sol se deslizaba sobre la isla, la figura en apariencia
muerta se removió y gruñó suavemente. Una mano buscó a tientas el agujero de la frente.
Indeciso, el hombre introdujo un dedo en el orificio. Lo retiró en el acto ante el súbito dolor
causado por el movimiento. Permaneció tendido varios minutos, sintiendo el flujo y reflujo de
las grandes fuerzas que surgían a su alrededor, notando con curiosidad su incesante latido.
Luego, sus ojos se abrieron, percibiendo la oscilante ala del avión y advirtiendo que éste se
hallaba fuera de la acción de las fuerzas que se desplazaban. Su mirada recorrió el perfil del
aparato, se abrió paso a través de su deteriorada cubierta y delineó la forma del cadáver que
había en la carlinga.
Yacía con las piernas abiertas, rígido, y en su interior no quedaban rastros del pequeño
reguero de energía que corría por su propio cuerpo. Sin embargo, había algo familiar en
aquella forma rígida. Un extravagante capricho de su mente hizo que el otro cuerpo se apoyara
en una mano y girara hasta presentarle el rostro..., o lo que había sido un rostro. Después de
compararlo con el suyo y no encontrar ninguna semejanza, dejó que el cuerpo se deslizara en
el silencio. En torno a él, los pequeños remolinos de fuerzas reanudaron su rutina, no
perturbados ya por los estímulos que su mente había emitido hacia ellos.
Volvió la cabeza y miró hacia el mar más allá de la pequeña isla, preguntándose si el
resto del mundo habría quedado igual. Parecía vacío y bastante ridículo. Por lo demás, no
ofrecía gran cosa que ver. Pensó vagamente si acabaría de llegar o siempre habría estado allí.
Otro interrogante se le planteó al mirar de nuevo el avión. Éste no guardaba relación alguna
con el resto de la isla, lo que le indujo a suponer que procedía de otro lugar. La presencia del
cadáver le recordó que el aparato no había llegado solo. Bien, en ese caso, sin duda también él
había venido en el avión. Quizá la inmóvil figura recobrase la vida bajo los rayos del sol, como
le había sucedido a él. Se aferró a las fuerzas que circulaban de nuevo, poniéndolas en
funcionamiento sin que él mismo supiera cómo. Las extremidades del hombre muerto le
alzaron y le condujeron hacia la luz del sol que brillaba en todo su esplendor.
Por unos minutos, el ser con vida fijó su mirada en la otra figura, pero se cansó al ver
que no se movía. Tal vez él fuera un accidente, y el otro, la forma normal de su especie. O tal
vez el otro había ofendido a las fuerzas que actuaban en derredor, y ellas le habían
abandonado. En realidad, carecía de importancia.
Miró una vez más hacia arriba, observando las oscilantes estelas que se formaban en la
luz del sol. Al inclinar la cabeza, la extraña sensación se incrementó. Alzó la mano poco a poco.
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
El cambio de posición provocó el regreso del acuciante dolor, de modo que no era el
movimiento en sí el que provocaba la sensación. Acaso se debiera al orificio en su cabeza.
Suavemente, juntó con los dedos los bordes del agujero, extendiendo la piel sobre él hasta
que lo cubrió por completo. El dolor disminuyó en la superficie pero continuó siendo intenso,
en el interior. Al parecer, las fuerzas de la vida eran dolorosas... Bueno, eso no le preocupaba.
Puesto que el dolor formaba obviamente parte de él, habría que aceptarlo. Notó el desgarrón
en su hombro y lo cerró asimismo con los dedos. Luego, volvió a mirar hacia el cielo.
Arriba, un pájaro volaba en lentas evoluciones sobre el mar. Lo observó desplazarse,
percibiendo en el ave la misma bulliciosa vida que sentía en sí, aunque sin la seguridad que a
él le conferían las fuerzas activas. Obedeciendo a un súbito impulso, dirigió su poder hacia el
pájaro y lo alcanzó. La pequeña figura se abatió en su dirección. El chasquido del aire al
precipitarse en el vacío creado por su paso acompañó el veloz movimiento. Cuando lo palpó, el
pájaro se había reducido a una empapada masa, tibia pero inanimada. Lo arrojó a un lado, con
un gesto de repentino disgusto.
El ala del avión seguía sacudiéndose torpemente bajo el viento. Sus ojos se deslizaron
por ella, y su mente recordó el batir de las alas del pájaro. Con andar torpe e inseguro, se
encaminó hacia el aparato, hasta que el esfuerzo le molestó. Entonces, se dejó envolver por
las fuerzas que le rodeaban y se desplazó sin dificultad en dirección al avión. En su memoria,
se agitaban vagos recuerdos, y su tórax se contrajo a causa de un extraño y agitado
sentimiento, suscitado por el enorme pájaro muerto. También estaba magullado y, en lugar de
cabeza, tenía una curiosa roca, que le daba un aspecto indolente. Separó con cuidado el
motor, desatornillando primero los pernos y sujetándolo para que no se cayera, y lo depósito a
un lado, sobre la arena. Su mirada se dirigió a las ametralladoras, pero el pequeño remolino de
fuerzas le indicó que se apartara de ellas. Obedeció. Retiró el tren de aterrizaje y lo arrojó
detrás del motor y del averiado propulsor. Uno por uno, presionó los orificios de los costados e
hizo que la desgarrada piel del ala volviera a crecer, como había ocurrido con su hombro. La
otra ala estaba rígida, paralizada. Su peso muerto desestabilizaba el fuselaje. A continuación,
examinó la parte delantera y encontró sueltos la mayoría de los tirantes. Tomando su codo
como modelo, corrigió los errores. Después retrocedió y, con un gesto de aprobación,
contempló el ala, que empezó a moverse suavemente, arriba y abajo.
Sólo una perezosa benevolencia había motivado sus acciones. Ahora, en cambio,
reflexionó sobre el avión y sobre la desolación del mar y del cielo, más allá del islote. Sin duda
existían otras tierras detrás del horizonte, ya que el pájaro había llegado de aquella dirección.
Y tal vez allí hubiese gente como él, en condiciones de explicarle el misterio de la existencia.
Tenía que haber una respuesta, dado que las fuerzas que engendraban el cosmos a su
alrededor se movían con determinación y siguiendo un orden lógico, excepto cuando sus
deseos personales las perturbaban. Y puesto que él podía modelarlas, era aún más poderoso
que ellas. Sus designios debían, por lo tanto, ser más nobles. Comenzó a elevarse y deslizarse
hacia delante, en brazos de las fuerzas. Desde abajo, el avión le llamó, lleno de un nervioso
deseo de moverse. Parecía como si el aparato quisiera también partir. Se dejó caer en su
interior acomodándose en el asiento situado ante sus ojos. Sumisas a su deseo, las fuerzas
remolinearon. Las alas se alzaron con resolución y batieron simultáneamente. El avión se elevó
y se lanzó hacia la lejanía, mientras que la pequeña isla iba quedando atrás, hasta desaparecer
de la vista.
Pronto, sin embargo, al dispersarse su atención, el aparato se agitó, desequilibrándose, y
empezó a caer. Eso le recordó la necesidad de supervisar el vuelo. No debiera suceder de esa
forma. Una vez que había despegado, se suponía que el avión continuaría por sí mismo. La
memoria le aseguraba que sucedía así. Obedientes, las fuerzas volvieron, deslizándose sobre
la superficie de la nave y convirtiéndose en parte de ella. Esta vez, mientras su mente vagaba,
las alas batieron con tranquilo ímpetu, y el avión respondió sin vacilar a su indeciso golpe de
timón. Eso estaba mejor. Sus manos manejaron los controles de manera casi instintiva. El
aparato se ajustó a las indicaciones. Volaba silencioso. Sólo se oía el ulular del aire desplazado
por su enérgico avance.
Llevó la nave cada vez más alto. Abajo, el mar se extendía en apariencia hacia el infinito.
Empezó a respirar con dificultad, y el aire se enrareció, aunque las fuerzas se tornaron más
densas y poderosas. Por un instante, dejó que arremetieran contra el aire de la cabina, a fin de
hacerlo más denso, y subió de nuevo. No obstante, a medida que se elevaba se tornaba más
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difícil observar lo que había debajo. Descendió, pues, restableciendo la navegación en línea
recta.
El sol se hallaba en medio del cielo cuando la vaga sensación que experimentaba se
concretó. Reconoció en la visión la necesidad de alimentos. Se le presentaron diversas
imágenes mentales, algunas definidas, otras más imprecisas. Seleccionó al azar una manzana
y un bocadillo de jamón, materializando sus imágenes. Comenzó a comer. El primer bocado le
resultó insípido, insulso, hasta que sus sentidos se percataron del error. Su mente atrajo
entonces a las fuerzas cósmicas para que actuasen, rectificando el sabor mientras masticaba.
Otro estímulo, en cambio, se incrementó en lugar de quedar satisfecho. Sólo después de
transcurrida una hora lo reconoció como la necesidad de agua. Bebió hasta hartarse de una
fuente que durante un rato apareció sobre la rueda del timón. Luego, el vacío paquete de
cigarrillos que había en el suelo llamó su atención. Lo llenó, lo mismo que una botella que
había contenido coñac. Una vez satisfechas sus necesidades, se tranquilizó, dejando que la
nave continuará su camino por inercia.
Trescientos metros más abajo, el agua seguía asemejándose a una extensión sin límites.
No tenía prisa. Se trataba de un mundo placentero, dejando aparte el dolor de cabeza. En
realidad, había llegado a convertirse de tal modo en parte de sus pensamientos, que apenas lo
notaba. El sol se desplazaba lentamente hacia el horizonte, deslizándose a través de algunos
bancos de nubes.
Algo que guardaba relación con eso despertó en él un recuerdo parcial. El sol se abría
paso entre las nubes, tocando apenas el agua y enviando sus rayos. Había visto antes aquel
espectáculo. Un gruñido salvaje se formó instintivamente en su garganta cuando llevó la mano
al lugar de la frente donde había estado el orificio. Un sol y rayos trazados a su alrededor, todo
ello pintado sobre algún objeto... ¡Y algo que suscitaba el odio! Retuvo la imagen en su mente
a medida que la oscuridad se extendía sobre el mar. No tenía sentido continuar la exploración
durante la noche, pero reconocería ese estandarte si lo encontraba durante el día. Por el
momento, resolvió comer y beber de nuevo, y luego dormir, acurrucándose en el aire.
Un abrupto repiqueteo le arrancó de su sueño y le arrojó contra el suelo de la cabina,
antes de que lograse poner en orden sus ideas. Luego, otro estallido de sonidos llegó
vertiginoso hasta él, mientras en los costados de la nave aparecían una serie de agujeros
iguales a los que había reparado el día anterior, bombardeándole con pequeños trozos de
metal. Obedeciendo tan sólo a un reflejo condicionado, se levantó y se acomodó en el puesto
de mando, maniobrando el aparato antes de que su mente hubiera evaluado la situación.
Al frente, aparecieron cinco naves de diseño algo diferente al de la suya. Todas se
dirigían decididamente hacia él. Con un sector de su cerebro, desvió las poderosas fuerzas que
le atacaban, interrumpiendo la lluvia de proyectiles al negarse a sí mismo que fueran capaces
de alcanzarle a él o a su aparato. Con el resto, trató de comprender lo que sucedía, sin
conseguirlo. Detectó odio y miedo, y el deseo de matar, en los pensamientos de aquellos
hombrecillos de color de aceituna, a pesar de que él no les había hecho nada. Las dóciles y
vibrantes alas de su avión batieron furiosas, obedeciendo sus órdenes y lanzándole contra
ellos.
El horror, teñido de superstición, paralizó el pensamiento de sus enemigos. Por una
fracción de segundo, permanecieron inmóviles con las manos en los controles y los ojos fijos
en las vibrantes alas. En seguida, se elevaron simultáneamente a toda velocidad. Mientras
pasaban, descubrió en el costado de los aviones el emblema con el sol y los rayos, y el odio
que ya había experimentado volvió a brotar, borrando todo pensamiento consciente. Las alas
de su aparato batieron con mayor intensidad. Sus resonantes golpes redoblaron en el aire. No
obstante, sus enemigos volvieron sobre él antes de que pudiese elevarse. La superstición que
percibía en ellos era poderosa, pero el deseo de matar la superaba.
Sus ojos tropezaron con los mandos de las ametralladoras, y su memoria se agitó una
vez más diciéndole que tales instrumentos provocaban la muerte. Se aferró a ellos ferozmente,
pero nada sucedió. Con un gesto de desagrado, volvió a intentarlo. Ningún resultado. Dirigió
su visión a la parte inferior del avión, al lugar donde se encontraban las armas, y descubrió
que no había ninguno de los pequeños trozos de metal que debieran de estar allí. La sombra
de la memoria le recordó que ya habían sido usados todos, cuando hombres como aquéllos le
habían forzado a precipitarse sobre el islote. Ellos...
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cantidad de aquellos misiles. Enderezó las alas y se elevó a toda prisa, acumulando en torno
suyo una reserva de aire que le permitiría hacer frente a la escasez en la altura hacia la cual se
encaminaba.
Entre tanto, los navíos se dispersaban. Notó que brotaban de ellos intermitentes
estallidos de fuerza ondulante. Pero era inofensiva. Supuso que constituía algún tipo de señal.
A su alrededor, el aire también estaba lleno de esa fuerza, aunque mucho más débil que la que
emitían los navíos. No parecía tener otra utilidad que la considerada. No le prestó atención.
Continuó ascendiendo hasta que dieciocho mil metros le separaron de las embarcaciones.
Entonces inclinó el morro de su avión hacia abajo y se mantuvo suspendido, mientras
dejaba que la luz azul se condensara. Desde esa altura, los puntos de mira resultaban inútiles,
pero había otros medios para dirigirla. En cuanto una esfera alcanzaba el tamaño deseado, la
liberaba y la guiaba hacia abajo con su mente, la detenía a cierta altura sobre los navíos y la
enviaba hacia aquel que había elegido como blanco. A pesar de la distancia en que
permanecía, percibía el caos y el terror que sembraba entre ellos. Soltó una feroz carcajada.
Había contraído con ellos una desconocida deuda y la estaba pagando. Algunos de los navíos
zozobraban bajo las olas que se levantaban al desaparecer los otros. Aquello le dejaba
indiferente. Las esferas azules seguían cayendo. Por último, de mala gana, bajó en busca de
más víctimas. Descubrió que ya no quedaba ninguna, salvo dos pequeños botes de salvamento
que misteriosamente habían salido indemnes. Sus ocupantes habían perecido. Las fuerzas
cósmicas que le ayudaban no eran muy generosas con los seres vivos una vez fuera de
control, aún a distancia. Al fin y al cabo, se trataba de poderes capaces de moldear los astros.
Quizás hubiera otros objetivos más adelante. No le dio tiempo a recoger información en
sus mentes, pero había una posibilidad. Continuó volando hacia el sur, con mayor lentitud,
relajándose sin soltar los mandos. La cabeza le pesaba y se sentía atontado, empapado en
sudor a causa del intenso esfuerzo de la última media hora. Se dio cuenta de que la energía a
la que había recurrido era sólo un débil e insignificante poder, un vago impulso de su mente
que se había sumado a otras fuerzas, que a su vez modulaban las grandes fuerzas del
universo. Sólo ellas podían otorgar la energía requerida. Pero la escasa proporción que él había
aportado y que actuó como catalizador le había dejado momentáneamente exhausto. El dolor
de cabeza se intensificaba.
Un repentino flujo de la energía ondulante llegó hasta él. Se echó a reír de nuevo. ¿De
modo que en efecto habían sido señales y ahora estaban siendo contestadas? Recibirían su
merecido. Esta vez provenían del norte. Vaciló un instante, pero decidió mantener el rumbo. Si
no encontraba nada en la dirección que llevaba, siempre podría regresar.
Sobre el mar no se distinguía ningún buque, y el cielo aparecía desierto. De vez en
cuando, pasaba cerca de alguna isla. Sin embargo, no vio señales de banderas enemigas y
resolvió no explorar en busca de los estandartes entre las junglas que los cubrían... Eso
esperaría hasta más tarde. Se elevó a seis mil metros y continuó su camino. Las islas se
multiplicaban excitando su mente hasta hacerle sentirse incómodo, suscitando en su
conciencia el esbozo de algunas imágenes. Sobre el océano se desplazaban algunas manchas e
inició un despiadado descenso. El azul se condensó en sus ametralladoras. De pronto, le
alcanzó un remolino de pensamientos procedentes de sus futuras víctimas. Titubeó. No era la
misma gente. Y sus navíos, en lugar de armas, transportaban mercancías.
Por unos segundos, se mantuvo suspendido, inmóvil. Luego, volvió a ascender, hasta
desaparecer de la vista, y modificó su curso hacia el oeste, sin estar seguro de por qué lo
hacía, pero comprendiendo que su memoria se imponía y le dominaba. Las islas seguían
desfilando bajo sus ojos, despertando en él recuerdos pasajeros. En dos oportunidades,
sobrevoló un grupo de aviones. No ostentaban el emblema del sol y los dejó pasar.
Cuando por fin avistó tierra firme, se apresuró hacia ella, consciente de que le resultaba
familiar. Ahora, tenía la certeza de que el impulso había sido provocado por su memoria. Forzó
la visión, hasta que sus ojos parecieron detenerse a escasos metros del suelo. Paseó la mirada
hacia delante y divisó otros aviones, además de una especie de pista de aterrizaje, con tiendas
de campaña agrupadas a su alrededor. Hombres de sus mismas características caminaban por
las proximidades. En un mástil, flotaba un trozo de tela a rayas rojas y blancas, con una zona
azul que contenía puntiagudas figuras blancas. La memoria avanzó un paso, vaciló y se batió
en retirada. Sacudió la cabeza para aclararla, y el acechante dolor le fustigó con un fulgurante
trallazo, que le obligó a caer de rodillas, expulsándole del asiento de mando.
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***
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muchos liberales consideraban a Campbell como racista, debo decir que no sólo aprobó mi
decisión, sino que la apoyó de todo corazón.)
Mucho me temo que, ante una adecuada provocación, todos nos convertimos en
fanáticos racistas. Y la guerra supone siempre la categoría extrema de la provocación. Me
agrada pensar que algunos de nosotros reconocemos ese defecto y tratamos de reprimirlo.
De cualquier forma, El amado de los dioses fue poco más o menos el tipo de relato que
podía esperarse de un rapto de inspiración. Conozco varias narraciones escritas casi en las
mismas condiciones por diferentes escritores y, a pesar de que ninguna es realmente mala,
tampoco hay ninguna realmente buena. Las musas se muestran amables en ocasiones, pero,
según parece, una buena cantidad de esfuerzo mental produce mejores resultados.
En mi caso, tuve que pagar aún otro precio por la inspiración, conforme comprobé más
tarde. Escribí el relato con excesiva facilidad. Y me gustó aquella sensación de desenvoltura.
Así que de modo deliberado indagué aquí y allá en busca de una idea susceptible de
desarrollarse con la misma comodidad. Encontré una, claro está. Siempre se descubre alguna
forma para no cumplir con el trabajo que uno debería realizar. (Agregaré que también es fácil
volver la mirada unas décadas atrás y ver lo que fallaba en ese momento. En cambio, parece
mucho más difícil evitar caer en los mismos errores.)
El cuento se llamó Informe equivocado, y erré a través del mismo hasta llegar a las seis
mil doscientas palabras. Por suerte, no recuerdo gran cosa de él. Tenía algo que ver con un
nativo de la Luna que venía a la Tierra, después de haber sido bien informado por los
astrónomos de su planeta acerca de lo que hallaría en ella. Los mares no estaban formados
por agua, obviamente. Imposible que hubiera tanta agua disponible. La masa verde que veían
desde su mundo no era vegetación, sino protuberancias de un tipo de cristales. He olvidado en
qué consistían las nubes. E ignoro en absoluto por qué la criatura aterrizaba en el pesebre de
un caballo. Pero supongo que encerraba un profundo mensaje sobre los errores que acechaban
a nuestros astrónomos, con respecto a otros planetas.
Sin embargo, sin duda empezaba a aprender un poco. Recuerdo haber sentido ciertas
dudas al pasar a limpio el cuento para presentárselo a Campbell, dudas que me fueron
ampliamente confirmadas por la carta que me mandó, junto con el relato no aceptado.
Fue el último rechazo definitivo con que tropecé, con lo cual el número de cuentos que no
había conseguido publicar se elevaba a once, totalizando unas sesenta y seis mil palabras,
promedio no demasiado malo, considerando que hasta aquel momento me habían aceptado
veintiséis, unas doscientas veinte mil palabras en conjunto. De todos modos, da bastante
tristeza contemplar la lista. La mayoría de esos rechazos representan estúpidos errores, que
convertían los cuentos en imposibles de vender. Y la mayoría muestran que se trataba siempre
de los mismos errores. No conozco otra profesión donde se tolere tamaña torpeza.
Por supuesto que, posteriormente, otros relatos me fueron rechazados por los editores.
Pero, al final, todos acabaron por encontrar un refugio. Se debió en parte al prestigio que
conquisté en el mercado gracias a la labor de un agente, aunque me complace pensar que ya
no escribía nada tan malo como algunas de mis primeras narraciones. Estoy seguro de que en
su mayoría no hubiesen sido publicadas, ni siquiera en época de expansión económica.
Coloqué otro relato en 1942. Se refería a una raza de monos inteligentes y a un hombre
al que guardaron prisionero varios años, hasta que logró fugarse y regresar junto a los suyos...
No revelaré su decisión final tras vivir de nuevo entre los humanos. Supongo que una parte de
mis conocimientos sobre África derivaban de los libros de Tarzán. No obstante, también había
leído bastantes libros serios respecto al continente. Mi relato llegó a las seis mil cuatrocientas
palabras, por las que Campbell me abonó 80 dólares. Y con mi acostumbrada falta de razón de
peso, adopté como pseudónimo el nombre de Marión Henry.
Por aquel entonces, sin embargo, me sentía un poco disgustado de la vida. La mayoría
de mis amigos, participaban más o menos en los esfuerzos bélicos. Incluso Milt Rothman, en
otros tiempos ardiente pacifista, se había alistado. Radios y periódicos multiplicaban los
anuncios pidiendo trabajadores. Al parecer, había terminado la época de las chapuzas, los
juegos electrónicos y el escribir a capricho.
Una mañana, estudié con gran cuidado los anuncios y me dirigí hacia el departamento de
personal de Mc Donall Aircraft, la misma compañía que luego adquirió tanta importancia
trabajando para el programa espacial, aunque en aquel entonces no hacía más que empezar.
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
Los elegí al saber que eran los sub-contratistas locales de los repuestos destinados al avión
DC-3, por el cual yo sentía un gran respeto..., muy merecido, como se demostró después. A la
mañana siguiente, inicié mi tarea de perforar agujeros sirviéndome de una plantilla.
No es que yo fuera un entrenado operario del metal laminado, pero había manejado
herramientas toda mi vida. Por lo tanto, encontré el trabajo realmente sencillo. Y al finalizar la
jornada, cuando el capataz se acercó a preguntarme cuántas barrenas había roto, pude
contestarle sin mentir que todavía conservaba la primera, si bien necesitaba ya ser afilada.
Verificó la verdad de mis palabras mirando en el depósito de herramientas y opinó que mi
lugar se hallaba en la plantilla del aeropuerto. Cualquiera que rompiese menos de media
docena durante el primer día se consideraba como un experto. Y me dio a elegir el turno.
Siempre he preferido trabajar de noche. Nunca despierto por completo hasta el atardecer
y, a partir de ese momento, aumenta mi eficacia. De modo que elegí el turno de noche.
Además, presentaba sus ventajas. Duraba seis horas, en lugar de ocho, y quienes trabajaban
en él recibían una bonificación. (El sistema funcionaba muy bien. A menudo el equipo nocturno
despachaba tanto trabajo como los dos de día. Y los jefes adoptaban una actitud diferente
frente a los distintos equipos.)
Fue allí donde trabajé por primera vez con el martillo mecánico, moldeando piezas
destinadas a la cola de los aviones..., rebordeándolos, para ser más exacto. Más tarde me
dijeron que se juzgaba un trabajo complicado, pero a mí me pareció bastante simple. El
problema principal residía en desarrollar desde el principio buenos hábitos de trabajo, a fin de
evitar que la máquina le pillase a uno las manos.
Mi respeto por el DC-3 creció con la experiencia. La mayoría de los trabajadores no
habían visto en su vida una herramienta mecánica y les resultaba imposible ajustarse a unos
márgenes rígidos. El DC-3 estaba diseñado para tolerancias muy amplias, a pesar de lo cual
funcionaba de manera excelente.
De modo que me sumergí en una cómoda rutina, con un salario que, en aquellos
tiempos, parecía bastante elevado. Por una pequeña tarifa, pasaban a recogerme cada tarde
ante mi puerta y me traían de regreso por la mañana temprano. Eso me dejaba tiempo
suficiente para dormir y levantarme antes de mediodía. Una vida muy confortable. Gozaba con
mi trabajo, ya que siempre he preferido la fábrica a la oficina. Hay mucha más libertad y
bastantes menos diferencias de trato.
No me faltaba tiempo para escribir, pero no sentía ningún deseo de hacerlo. Sé de
muchos escritores compulsivos. Creo que James Blish se las arreglaría para continuar su obra
aun en una mina de sal siberiana, y a Isaac Asimov le acometen contracciones nerviosas si
pasa un día sin escribir. Yo nunca he sentido de ese modo. Cierto que se me ocurren ideas —
un hábito que se crea con pocos años de práctica— y a veces me divierto en desarrollarlas, sin
tomarme el arduo trabajo de redactarlas. Tampoco tengo gran necesidad de expresar las ideas
de otros. Y nunca he creído que escribir fuese más estimulante o placentero que una docena
de otros tipos de trabajo. Puedo hacerlo..., pero no lo necesito..
Por consiguiente, finalizó 1942 y empezó 1943 sin que me sintiera en absoluto tentado a
desperdiciar mi tiempo libre ante la máquina de escribir. Con una sola excepción, no escribí
nada durante el período en que permanecí en la fábrica, como operario del acero laminado.
Esa excepción tuvo una historia un tanto singular.
El único escritor de ciencia ficción que localicé en Saint Louis fue Robert Moore Williams,
que había escrito algunas excelentes narraciones para Astounding y, luego, había decidido que
ganaría mucho más produciendo relatos en serie para Amazing Stories. Después de que di con
él, pasé una buena parte de mi tiempo en su compañía mientras viví en esa ciudad. Era un
hombre corpulento y genial, de maneras corteses y en posesión de un intenso y natural
sentido de la amistad.
Siempre había admirado uno de sus cuentos, titulado El retorno de los robots, en el que
unos hombrecillos de metal (robots), desembarcan en la Tierra durante una exploración por el
espacio. La historia comienza cuando cinco de ellos despiertan en una playa, sin la menor idea
de cómo han venido a la vida. Poco tiempo después, descubren que la Tierra está herida de
muerte. El nudo del argumento gira en torno a su incipiente conciencia de que la vida orgánica
puede ser sensible y su duda sobre si ellos mismos habrán sido creador a partir de una
materia protoplasmática. Lo consideraba entonces —y sigo considerándolo— como uno de los
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mejores cuentos de ciencia ficción. Ahora bien, a lo largo del relato se suscitaban toda clase de
interrogantes y de cuestiones ocultas, que despertaron mi curiosidad con respecto a los
preliminares. Un día, traté de discutirlo con Bob, pero negó haber ideado los antecedentes por
los que yo preguntaba. Había intercalado aquellos elementos de manera intuitiva, sin
molestarse en averiguar qué significaban.
Cuando llegué a casa releí el cuento. En mi cabeza, se dibujó con bastante claridad un
esquema. Obviamente, detrás de todo aquello había una historia real. Tal vez Bob no había
sido consciente de eso, pero se trataba de algo que subyacía con extrema viveza en su mente
de escritor. Sabía que a él no le interesaba escribir para Astounding. En su opinión, Campbell
se mostraba muy difícil de satisfacer en comparación con lo que pagaba. De modo que le
sugerí una colaboración.
Me respondió que lo escribiera por mi cuenta. Me cedía sus derechos sobre el tema, lo
mismo que la reputación y el dinero que provinieran de su venta. Me dejaba en libertad para
que lo desarrollase siguiendo mi propio criterio. No obstante, le interesaría conocer los
resultados.
Y así comencé mi narración de los hechos previos, encontrando en mi tarea una
espléndida diversión. Traté de percibir con claridad todas las alusiones del autor y aproveché la
mayoría de los mecanismos que éste había empleado para crear mi propio clima. Incluso le
interrogué sobre los símbolos que había usado y los reacomodé para que produjeran el efecto
que deseaba. Cuando Bob vino a verme se apresuró a aprobar mi trabajo.
Tenía una extensión aproximadamente el doble del original, ocho mil palabras,
incluyendo todas las necesarias para explicar las alusiones diseminadas a lo largo del primer
relato. Lo envié a Campbell con el título de Aunque los soñadores mueran, junto con una
explicación, y no tardó en publicarlo. Pero lo hizo sin dar a conocer los antecedentes que le
había adjuntado, esperando a ver cuántos lectores los descubrían. Algunos lo hicieron. La
explicación apareció entonces encabezando una de las cartas de éstos.
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Sin embargo, el antiguo y amargo combate debía continuar. Jorgen se dio la vuelta, bajó
sus temblorosos pies desde la mesa hasta el suelo de metal y sacudió la cabeza para aclarar
sus pensamientos.
—¿Doctor Craig?
Unas duras y frías manos le asieron por los hombros y le empujaron suave, pero
eficazmente, hacia la mesa. La voz que le contestó fue metálica, aunque no estridente.
—No, amo Jorgen, el doctor Craig no está aquí. Espera, descansa un poco más hasta que
todo el sueño te haya abandonado. Todavía no estás en forma.
En aquel momento se aclararon sus ojos, que recorrieron la cámara. Cinco hombrecillos
de metal, de menos de metro y medio de estatura, le rodeaban, esperando pacientes. No
había nadie más. Aparte del apagado brillo de sus ojos, los robots de Thoradson no eran
capaces de ninguna expresión. A pesar de eso, la posición de sus cuerpos parecía transmitir
una sensación de inseguridad e incomodidad. Jorgen se agitó con impaciencia, un tanto
preocupado por la impresión. Cinco esbozó un gesto indefinido con un brazo.
—Un poco más, amo. Tienes que reposar.
Descansó sereno un rato, dejando que los últimos rastros del estupor le abandonaran y
tratando de obligar a su mente, todavía embotada, a que asumiera el rol de dirección que
nominalmente le correspondía. Esta vez, Cinco no protestó cuando el joven se incorporó,
apoyándose en el hombro de metal, y se puso en pie.
—¿Has localizado algún sol con planetas, Cinco? ¿Por eso me despertaste?
Cinco se agitó inquieto sobre sus pies, en un gesto curiosamente humano, y asintió con
la cabeza. El ritmo suave y lento de sus palabras resultaba enloquecedor.
—Sí, amo, antes de lo que esperábamos. Cinco soles sin planetas y noventa años de
búsqueda han quedado atrás. Sin embargo, pudieron ser miles. ¿Quieres verlos desde la sala
de mandos?
Noventa años que pudieron ser miles... ¡Habían vencido! Jorgen movió la cabeza,
asintiendo impaciente, y buscó sus ropas. Tres y Cinco se apresuraron a ayudarle, colocándose
luego a ambos lados para que se apoyase en ellos. Las ondas de vértigo le estremecían. Le
condujeron muy despacio, en tanto recobraba en parte su propio dominio. Pasaron por el largo
corredor central de la nave. Los metálicos pies de los robots y las botas de cuero del hombre
resonaban torpemente sobre el suelo de metal plastificado. Al fin llegaron a la sala de mandos.
Grandes pantallas de cristal ofrecían el espectáculo del frío y oscuro espacio exterior, salpicado
de diminutas y brillantes estrellas. Estrellas que no titilaban, estrellas hostiles, que no
guardaban ninguna semejanza con aquellas que se divisaban a través de la tersa cubierta que
proporcionaría la atmósfera de un planeta. Al frente, minúsculo, pero en notable contraste con
los otros, aparecía un punto del tamaño de una moneda pequeña vista de lejos. Por un
momento, fijó su mirada en él. Después, casi insensible, se dirigió hacia las pantallas, hasta
que Tres le tiró de la manga.
—He preparado un plano de los planetas, amo. Puedes verlo si lo deseas. Todavía nos
hallamos lejos de ellos y, a esta distancia, sólo con la luz refleja conseguí localizarlos, pero
creo que los he descubierto todos.
Jorgen giró hacia la pantalla de electrones, que comenzó a destellar a medida que Tres
procedía a rápidos ajustes en el telescopio, contando los cuerpos que se mostraban en él y
dando paso a otros. Algunos eran claros y definidos, fríos e inmóviles; otros traicionaban la
placentera bruma de una atmósfera. Cinco de ellos, del tamaño aparente de la Tierra, se
situaban más allá de las áridas y marchitas esferas interiores. Más lejos, y mayor que Júpiter,
un gigantesco mundo iniciaba otra serie, si bien los demás eran menores. No había ningún
planeta anillado para competir con Saturno, pero la mayoría tenían lunas, excepto los lejanos
planetas interiores. Uno de ellos casi debía considerarse como un planeta doble, puesto que el
satélite y el astro principal aparentaban poco más o menos el mismo tamaño. Planeta tras
planeta fueron apareciendo en la pantalla. Cuando terminó de contarlos, enarcó las cejas.
—¿Así que dieciocho planetas, aun contando sólo como uno el planeta doble? ¿Cuántos
de ellos son habitables?
—Cuatro probables. El séptimo, el octavo y el noveno, con toda seguridad. Claro está, los
más cercanos al sol son también los más calientes. Pero los más lejanos tienen poco más o
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menos el tamaño de la Tierra, se encuentran relativamente más cerca el uno del otro en
comparación con la Tierra, Marte y Venus. Sin duda los tres poseen una temperatura bastante
similar, próxima a la terrestre. En todos ellos hay evidencias espectroscópicas de oxígeno y
vapor de agua, y los clisés del séptimo indican algo que tal vez sea vegetación. Hemos
escogido este último, condicionado a tu aprobación final.
Lo captó de nuevo en la pantalla, una esfera que se dilataba y crecía a medida que el
aparato llegaba a su máximo aumento, hasta que sólo se vio parte de ella. Aquella mancha de
color verde azulado podía ser un mar, mientras que la sección de color castaño probablemente
era tierra. Jorgen observó con atención, en tanto que la imagen del astro se desplazaba poco a
poco, manipulada por Tres. En ocasiones, el castaño reemplazaba al azul y luego éste volvía a
la pantalla, indicando la presencia de otro mar. De vez en cuando, la bruma de la atmósfera se
condensaba, formando velos grisáceos que parecían flotar sobre ella. Jorgen sintió una curiosa
exaltación al pensar en las nubes, los ríos caudalosos, la irregularidad de las lluvias, el intenso
aroma de las plantas que crecían. El planeta parecía casi mellizo de la Tierra, muy diferente al
hogar riguroso y árido que hubiese constituido Marte.
La voz de Cinco interrumpió sus pensamientos. Los ojos del robot seguían el movimiento
de los suyos sobre la pantalla.
—El continente extenso y horizontal parece el mejor, amo. Estimamos que su
temperatura se aproxima a la existente en la zona rural del centro de Norteamérica, aunque se
dan menos cambios estacionales. La densidad específica del planeta es de alrededor de seis,
un poco mayor que en la Tierra. Sin duda hay metales y minerales. Un mundo atrayente y
placentero.
En efecto. Más aún, significaba un hogar para los viajeros que seguían en animación
suspendida, un mundo al que podrían llevar sus sueños y sus esperanzas, donde sus hijos
podrían crecer y donde no encontrarían diferencias con los conceptos clásicos de su cultura.
Marte había resultado severo y hostil, un lugar contra el cual había que luchar para sobrevivir.
Este mundo, en cambio, sería como una madre que abre sus brazos para recibir a sus hijos
adoptivos. A menos que...
—¿Y si contara ya con sus propios habitantes, nada deseosos de compartirlo con
nosotros?
—En caso de haberlos, no serían otra cosa que bárbaros. Hemos investigado con el
telescopio y la cámara, más potentes que la pantalla. Por ejemplo, en este lugar, ideal para un
puerto, no se observa ninguna señal de construcción. De existir seres inteligentes
seguramente hubiesen edificado una ciudad ahí. Me da la impresión de que...
Jorgen fue consciente del mismo sentimiento irracional de que no encontrarían rivales.
Sonrió al volverse hacia los cinco robots, que le contemplaban con ansiosa expectativa, como
si implorasen su aprobación.
—De acuerdo. El séptimo, entonces. Habéis merecido en máximo grado la confianza que
depositamos en vosotros. ¿Disponemos de suficiente combustible para aterrizar?
Cinco se había vuelto de repente hacia las escotillas de observación. Su pequeña figura
parecía cavilar sobre las diminutas estrellas. Dos se encargó de contestar:
—Más que el necesario, amo. Después de alcanzar la velocidad precisa, lo utilizamos con
precaución, sólo para mantener el rumbo. Nos sobró tiempo para calcular el método más
adecuado de aproximarnos a cada astro que no reunía condiciones de vida de modo que éste
nos impulsaba hacia una nueva trayectoria, a la manera en que se desplazan los cometas.
Asintió otra vez. Por un instante, se quedó contemplando el astro que iba a convertirse
en su nuevo hogar. Pensó en la larga y laboriosa vigilia de los robots y le asaltó un fugaz
sentimiento de admiración ante el golpe de suerte que los había creado. Robots
antropomórficos, capaces de manejar instrumentos humanos, que caminaban sobre sus
propios pies y dotados de dos brazos que terminaban en manos. No obstante, sabía que no se
trataba de un golpe de suerte. La naturaleza había diseñado al hombre para que llegara a
sitios a donde ninguna rueda alcanzaría, para que empuñara todo tipo de herramientas, para
que se amoldara, no a uno, sino a mil propósitos. Thoradson y el cerebro tenían por fuerza que
copiar un modelo tan aceptable, reduciendo las proporciones a causa del excesivo peso que
hubiese requerido un diseño de un metro ochenta.
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Una sombra de pesar pareció velar su tono. ¿No había también otro sentimiento oculto?
—No pudimos hacer nada por evitarlo.
Jorgen meneó la cabeza. No lo comprendía. Desaparecido Craig, los proyectos que se
habían atrevido a llevar a la práctica se formaban incompletos, casi ridículos. En la Tierra, fue
Craig el primero en planear la huida en la nave. Y en Marte, una vez que los robots regresaron
con la evidencia de la Plaga, el anciano se impuso al sobresalto de sus compañeros,
encogiéndose de hombros y volviendo la mirada hacia el espacio, con el fuego de una
esperanza que no admitía contradicción.
—Jorgen —le había dicho—, nos hemos equivocado al elegir un mundo tan obviamente
inadecuado como éste, aun sin tener en cuenta la Plaga. Pero supone sólo un retraso, no es el
final. Más allá, en algún lugar del espacio, hay otros sistemas solares, otros planetas. Tenemos
una nave para llegar hasta ellos, robots para que nos guíen. ¿Qué más podemos pedir? Quizá
cerca de Centauro, tal vez mil años luz más allá, ha de haber un hogar para la raza humana.
Lo encontraremos. Este desierto que vemos ante nosotros nos ofrece la certeza de la muerte.
Más allá de nuestras fronteras conocidas hay sólo incertidumbre..., pero una incertidumbre
esperanzada. A ti y a mí nos toca decidir. Carecería de sentido despertar a los demás para
causarles tamaña desilusión, cuando acaso algún día lo haremos para contemplar un triunfo
aún mayor. ¿Y bien, qué opinas?
Craig, que les había llevado tan lejos, había muerto como Moisés sin avistar la Tierra
Prometida, dejándole a él en herencia la responsabilidad tanto moral como material de aquella
empresa. Jorgen se estremeció aunque un sentimiento de pérdida personal amortiguaba ahora
la ansiedad que había experimentado. Todavía quedaba trabajo por hacer.
—Muy bien, Cinco, despertemos a los otros.
Cinco, de espaldas a la escotilla, miraba a sus compañeros, al parecer comunicándose
con ellos por el sistema de ondas de radio incorporado a su cuerpo. Sus ojos evitaban los de
Jorgen. Por un segundo, los robots permanecieron atentos a una cuestión sólo de ellos
conocida. Al fin, Cinco movió la cabeza con la misma y curiosa renuencia y giró para seguir a
Jorgen, frenando sus pasos y con los brazos caídos a los costados.
Jorgen prosiguió su camino, consciente sólo a medias de la presencia de la máquina. Se
detuvo ante la gran puerta lacrada y buscó la palanca que le permitiría entrar en la cámara de
descanso, señalando al primero que sería reanimado. Oyó las pisada de Cinco que se
acercaban. Y de pronto, sintió que las pequeñas manos metálicas asían su brazo, tirando de él
hacia atrás, al tiempo que el robot le empujaba hacia un lado, tratando de alejarle de la
puerta.
—¡No, amo! ¡No entres ahí!
Cinco titubeó por un instante. Luego, se enderezó y arrastró al hombre lejos de la
puerta, dirigiéndole hacia el final del corredor hasta una pequeña cámara de reanimación, la
más cercana de las varias dispuestas para tales efectos.
—Voy a mostrarte... Aquí. Nosotros...
Repentinos y desconocidos temores anudaron la garganta de Jorgen, inspirados más por
la incongruencia del robot que por sus inexplicables acciones.
—¡Cinco, exijo una explicación!
—Por favor, amo, entra. Te enseñaré... Pero no en la cámara principal... Allí no... Ésta es
mejor, más sencilla...
Vaciló un momento, dudando si convendría usar el tono de mando que obligaría al robot
a una programada y absoluta obediencia. No obstante, se volvió, mientras la pequeña figura
abría la puerta y le invitaba a entrar con un ademán, manteniendo aún la mirada apartada de
él. Jorgen avanzó, y se paró en seco en el umbral.
Las palabras no eran necesarias. Anna Holt yacía en la pequeña mesa, con el cuerpo
cubierto por una sábana blanca y los ojos cerrados. El doloroso rictus de la muerte se había
borrado ya de su rostro. Y no cabía ninguna duda respecto a la causa de esa muerte: la piel
cubierta de horribles erupciones, con irregulares salpicaduras de un vago color castaño... Y el
aire, cargado del olor a almizcle característico de la Plaga. Incluso allí, tan lejos de los focos
infecciosos y con su objetivo al alcance de la mano, tuvo que llegar la Plaga para reclamar a
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los suyos y recordarles a ellos que fugarse no bastaba... Nunca bastaría en tanto se viesen
obligados a cargar con los cuerpos portadores de la enfermedad.
Las piezas del aparato para reanimar a los durmientes se hallaban desperdigadas por la
sala. Habían sido apartados con descuido para dejar lugar a otras cosas cuyo significado no
aparecía del todo claro. Obviamente, la Plaga no la había arrebatado sin luchar, aunque, como
siempre, terminó por vencer. Jorgen retrocedió con torpeza, con los ojos fijos en el cadáver.
Sus pies tantearon hacia atrás, temblando sobre el suelo. Cinco cerró y lacró la puerta con
desganada prisa.
—¿Y los otros, Cinco? ¿También...?
Cinco asintió. Por fin, alzó un poco la cabeza para encontrar la mirada del hombre.
—Todos, amo. La cámara de descanso se ha convertido en un mausoleo. La Plaga llegó a
ella paulatinamente y, aunque se retrasó un poco a causa del frío, acabó por llevárselos a
todos. Hace años, cuando el doctor Craig comprobó que ya no había esperanzas, sellamos la
cámara.
—¿Craig? —La mente de Jorgen volvió con un esfuerzo a la realidad. Su pensamiento
seguía siendo lento. ¿Tuvo conocimiento de esto?
—Sí. Cuando los durmientes presentaron los síntomas por primera vez, le reanimamos,
como nos había pedido... En ese momento, viajábamos a velocidad constante, a pesar de que
las placas gravitatorias no habían sido instaladas todavía. —El robot titubeó, y su grave voz se
arrastró aún más si cabe—. Lo supo ya en Marte. Albergaba la esperanza de que el suero que
os aplicábamos, además de las drogas somníferas, sería efectivo. Después de reanimarle,
probamos otros sueros. Luchamos durante veinte años, amo Jorgen, durante los cuales
dejamos atrás dos estrellas, mientras los durmientes morían uno tras otro, sin sufrir, en pleno
sueño, pero en un número cada vez mayor. El doctor Craig reaccionó al primer suero, tú al
tercero. Pensamos que el último la salvaría a ella. Sin embargo aparecieron las manchas en su
piel y nos vimos obligados a reanimarla e intentar la última y desesperada posibilidad que nos
quedaba, hace dos días. ¡Fallamos! El doctor Craig tenía esperanzas... de que al menos dos de
vosotros... ¡De verdad que lo intentamos, amo!
Jorgen dejó que las manos del robot le ayudaran a sentarse. Sus emociones se agitaban
en un oleaje de contradicciones confusas.
—¿De modo que alcanzó a la muchacha? Se la llevó, Cinco, cuando podía haberla dejado
y elegirme a mí. Teníamos en reserva espermatozoides congelados, que servirían aunque yo
hubiera muerto. Y la atacó a ella. ¿Por qué los dioses permitieron que quedara inmunizado un
hombre inútil? ¿Para que la ironía fuera completa? ¡Inmunizado!
Cinco se agitó vacilante.
—No, amo —rechazó.
Jorgen clavó la mirada en él, sin comprender. De pronto, ante una indicación del robot,
volvió las manos hacia arriba, examinando la piel de sus palmas. Diminutas, casi invisibles
erupciones de un débil color castaño contrastaban con la piel más blanca, pequeñas e
irregulares ronchas, que exhalaban el vago y característico olor a almizcle al acercarlas a la
nariz. No, no estaba inmunizado.
—Lo mismo le sucedió al doctor Craig —dijo Cinco—. Tú lograste una casi completa
inmunidad. Sin embargo, creemos que la cura total es imposible. El doctor Craig vivió veinte
años. Su muerte fue causada por un ataque debido a la edad, no por la Plaga, pero ésta
continuó minándole durante todo ese lapso.
—Inmunidad o aplazamiento, ¿qué importa ahora? ¿Qué sucede con los sueños, Cinco,
cuando el último soñador muere? ¿O tal vez debo formular la pregunta a la inversa?
Cinco no respondió. Se deslizó en el banco, junto al hombre, que inconscientemente se
movió para dejarle sitio. Jorgen le observó, sabiéndole incapaz de reacciones emocionales, sólo
en posesión de un intelectual sentido de la espantosa broma que le había sido gastada a la
humanidad. Él había leído relatos acerca del último ser humano preguntándose en ocasiones
cómo sería. Ahora que le había correspondido a él desempeñar ese papel, no sabía mucho más
que antes. Quizás en la Tierra, entre las ciudades en ruinas y las reminiscencias del pasado, un
hombre comprendería que la raza había llegado a su fin. Aquí, podía aceptar el hecho, pero sus
emociones se negaban a creerle. De manera inconsciente, su condicionamiento le había
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inducido a pensar que el desastre sólo afectaba a unos pocos y que atrás quedaba un mundo
lleno de otros como él. Y a pesar de que sabía muy bien que el mundo abandonado se hallaba
tan vacío de otros seres como la nave, aquel sentimiento ocupaba una parte demasiado
grande de su pensamiento como para dominarlo. Intelectualmente, la raza humana estaba
acabada; emocionalmente, jamás desaparecería.
Cinco se agitó, tocándole en un tímido gesto.
—No hemos modificado nada en el laboratorio del doctor Craig, amo. Si quieres ver sus
notas, todavía siguen allí. Creo que antes de morir grabó un mensaje en el cerebro electrónico.
Al menos, cuando le encontramos el interruptor estaba abierto. No hemos hecho ningún
intento por descifrarlo. Te esperábamos a ti.
—Gracias, Cinco. —Pero no se movió hasta que el robot volvió a tocarle, casi
implorante—. Tal vez tengas razón, necesito algo en qué ocuparme. De acuerdo. Puedes volver
con tus compañeros, a menos que quieras acompañarme.
—Prefiero ir contigo.
El hombrecillo de metal se puso en pie y se encaminó por el corredor siguiendo de nuevo
a Jorgen, hacia la cola de la nave. El sonido de los pies de metal se ajustaba a la torpe
regularidad de los tacones que golpeaban el suelo. El robot se detuvo una vez para entrar en
una cámara lateral. Regresó con una pequeña botella de coñac, alzándola interrogativo. Jorgen
sintió la tibieza física del licor, pero ningún otro alivio. Siguieron por el corredor, en dirección a
la pequeña cámara que Craig había escogido para trabajar. Las notas dejadas por él
despertaban en Jorgen una vaga sombra de curiosidad. Ningún mensaje del muerto resolvería
la tragedia del que conservaba aún la vida. Con todo, más valía concentrarse en eso que
permanecer mano sobre mano. Entró en la cámara, y Cinco cerró la puerta despacio a sus
espaldas. El joven se dirigió distraído hacia las pequeñas libretas de notas, encuadernadas en
imitación de piel. Dos veces salió en silencio el robot y regresó con alimentos que Jorgen
apenas probó. Los informes sobre los vanos esfuerzos de Craig parecían no terminar nunca.
Hasta que volvió la última hoja y leyó el párrafo final:
He hecho cuanto he podido. En el mejor de los casos, mi éxito será sólo parcial. Siento
que mi final se acerca, y lo que todavía resta por hacer habré de dejarlo en manos de los
robots. Aun así, no desespero. La inmortalidad individual y racial no se basa exclusivamente en
la continuidad entre las generaciones, sino más bien en la continuación de los sueños de todo
el género humano. Los soñadores y su descendencia pueden morir. Las ilusiones, no. Ésa es
mi convicción y a ella me aferró. No tengo otra esperanza que ofrecer al desconocido futuro.
Jorgen dejó caer con desmaño la libreta frotándose con las manos los cansados ojos. Las
palabras destinadas a ser un reto al destino habían perdido toda su fuerza. Él sueño podía
morir. Él era el último de los soñadores, un callejón sin salida producto del hado. Más allá, sólo
quedaba el olvido. Todos los sueños de mil generaciones de hombres se habían concentrado en
Anna Holt y se habían perdido con ella.
—Él cerebro, amo —sugirió Cinco en tono amigable—. El mensaje final del doctor Craig.
—Procésalo tú, Cinco.
Era un modelo pequeño, un limitado analizador de datos como el que usaban —o habían
usado— la mayoría de los técnicos para ayudarse en sus tareas. Se operaba de palabra, y su
reducido vocabulario básico se regulaba de acuerdo con el trabajo que se le requería en cada
oportunidad. No le resultaba familiar la semántica de dicho vocabulario, pero Cinco había
trabajado sin duda con Craig el tiempo necesario para aprenderlo. Observó sin interés cuando
el robot presionó el conmutador que activaba al cerebro y empezó a proferir palabras
cuidadosamente escogidas.
—Subtotal exterior. Número n interior.
El cerebro respondió en el acto, seleccionando la última comunicación que Craig había
impreso en él. Con la misma voz del científico, una voz estridente debido a la edad y el
agotamiento, ronca y temblorosa a causa de la muerte que pugnaba por atraparle mientras
hablaba, repitió:
—Mis últimas notas..., incorrectas... Los sueños pueden continuar. El primer análisis de
Thoradson...
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
Por un segundo, se oyó el sonido de algo que se deslizaba, como causado por un cuerpo.
Luego, el cerebro articuló monótono:
—Número subtotal n interior. Subtotal exterior.
Para Jorgen, aquello significaba sólo un balbuceo sin sentido. Meneó la cabeza, mirando
hacia Cinco.
—Al parecer su mente divagaba. ¿Conoces el primer análisis de Thoradson?
—Se refiere a nuestra creación. Por supuesto, tuvo que especializarse en semántica. Era
imprescindible para operar con los complejos cerebros usados en cibernética. De acuerdo con
su primer análisis aproximativo, el enigma del problema residía en una rigurosa definición de
la palabra 70, que sólo puede ser definida de modo adecuado en términos intrínsecos, como su
análoga latina ego, ya que no se refiere a ninguna parte u operación del individuo física o
específicamente definible. Resumiendo, expresa un sentido de individualidad, y Thoradson
presintió que el éxito o el fracaso de los robots dependían de la habilidad para analizar y
sintetizar tal esquema.
Durante largos minutos dio vueltas a la idea en su cabeza, pero eso no le ayudó a
clarificar las últimas palabras de Craig. Más bien contribuyó a confundirle. Sin embargo, puesto
que no le quedaba ninguna esperanza, no se sintió desilusionado. Cuando un problema no
tiene solución, poco importa si las palabras finales de un hombre son fríamente lógicas o
locamente disparatadas. El resultado no varía. ¿Cómo iba a ofrecer una salida la semántica allí
donde toda la sabiduría bacteriológica había fracasado?
Cinco tocó su brazo una vez más, tendiéndole dos pequeñas píldoras.
—Amo, ha llegado el momento de que duermas. El amital sódico te facilitará el sueño.
Por favor...
Obediente, se las metió en la boca y, abandonándose, dejó que el robot le guiara hacia
una pequeña cámara, acondicionada para dormir. Ya nada revestía la menor importancia. El
sueño inducido suponía una solución tan buena como cualquier otra. Vio que Cinco apretaba
un interruptor y se entregó indiferente al efecto compulsivo de la droga. Cinco salió silencioso,
de puntillas. La oscuridad que se deslizó en su mente fue bienvenida, a causa del alivio que
experimentó al cesar sus pensamientos.
Cuando por fin despertó, encontró a su lado un desayuno que se mantenía caliente en
recipientes cerrados al vacío. Comió un poco, más por hábito que por apetito. En algún
momento de sus horas de sueño su mente se había recuperado un tanto del aturdido desánimo
que se había apoderado de ella. No obstante, subsistía aún un extraño embotamiento de sus
emociones, casi como si hubiera comprimido años de olvido en unas pocas horas, de modo que
su actitud frente a la tragedia se hallaba teñida por una sensación de lejanía. No había
desconsuelo ni dolor. Sólo una vaga noción de que todo había ocurrido hacía mucho tiempo y
que ya se había habituado a ello.
Se sentó en el borde de la litera, vistiéndose sin prisas y mirando cómo se retorcía el
humo de su cigarrillo, sin pensar. Ya no tenía sentido alguno pensar. Desde el fondo de la nave
le llegó un amortiguado zumbido, que reconoció como la máxima potencia de los tubos
propulsores, momentáneamente en acción para que la nave girase en un determinado sentido.
Luego se desvaneció, dejando sólo el suave, rítmico y casi inaudible ronroneo del sistema de
impulsión principal.
Terminó de vestirse y cruzó la puerta hacia el corredor, dirigiéndose de modo instintivo
hacia la cámara de observación, donde había posibilidades de encontrar a Cinco. Los robots no
eran hombres, pero no contaba con otra compañía y no deseaba permanecer a solas. Se
sentiría mejor con ellos. Entró en la cámara de control taconeando. Notó que los cinco
hombrecillos se hallaban presentes y se acercó a la escotilla de cuarzo.
Cinco se volvió al escuchar sus pisadas, haciéndose a un lado para dejarle sitio. Señaló
con una mano hacia fuera.
—Pronto aterrizaremos, amo. Estaba a punto de ir a llamarte.
—Gracias.
Jorgen contempló el exterior, calculando la distancia recorrida desde la última vez que
había echado una ojeada. El astro se había agrandado hasta alcanzar las dimensiones del
antiguo y familiar sol de la Tierra, y la esfera hacia la que se dirigían resultaba claramente
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
visible, sin ayuda del telescopio. Se hundió sin comentarios en el asiento que Cinco le ofreció y
aceptó los binoculares, pero no se molestó en usarlos. La vista era mejor en conjunto y,
además, se aproximaban a una velocidad que pronto le permitiría disfrutar de un panorama
más claro, sin necesidad de medios mecánicos.
Poco a poco, creció ante los ojos de los observadores, extendiéndose ante ellos y
adoptando una forma definida a medida que disminuía la distancia. En los controles, Dos
imprimió a la nave un lento giro que les permitiría tocar tierra en el lado iluminado del planeta,
donde habían fijado su lugar de aterrizaje. El efecto de luna creciente se intensificó, y la parte
oscurecida por la noche se redujo hasta que todo el globo apareció ante ellos bajo la luz solar.
A lo largo del hemisferio norte se extendía el irregular continente horizontal que habían visto
antes, semejante al burdo diseño de un galgo corriendo, con un largo y ancho río que se
enroscaba en uno de sus costados y emergía por detrás de la alargada pata delantera. Las
montañas comenzaban en la cabeza y la rodeaban. Luego, se dispersaban en círculos hacia la
cola uniéndose con otra cadena junto a la cadera. En la desembocadura del enorme río, Jorgen
delineó los contornos de un amplio puerto natural, protegido del océano y, al parecer, lo
bastante profundo para albergar cualquier navío de superficie.
—Hay vegetación —observó Cinco—. La planicie central debe de gozar de un largo
período propicio al cultivo... Alrededor de doce años de primavera, verano moderado y otoño,
seguidos por unos cuatro años de un invierno tibio. Las estaciones deben de prolongarse
bastante, dada la distancia al sol, pero la traslación del planeta es tan leve que muchas de las
plantas crecerán incluso en invierno. Fíjate, amo, aquellas manchas parecen árboles. Un gran
bosque verde, como en la Tierra.
Debajo de ellos, una nube flotó perezosa sobre el paisaje. Pasaron a través de ella. Los
propulsores originaban remolinos de aire a su alrededor que dejaban atrás casi de inmediato.
Dos se entregaba a una frenética actividad. El raudo descenso aminoró con rapidez,
hasta que dio la impresión de que se hallaban suspendidos a menos de un kilómetro sobre la
costa del ancho mar. Después, se deslizaron hacia abajo. La nave se escapó poco a poco en la
arena y quedó inmóvil, mientras Dos interrumpía la energía y la gravitación artificial, dejando
en su lugar la atracción del planeta, ligeramente más débil. Cinco se agitó de nuevo y emitió
un suspiro.
—No hay señales de inteligencia, amo. De haber habitantes, sin duda hubiesen
construido una ciudad, por lo menos de barro y paja, junto a este inmenso puerto. Sin
embargo, no se ve ningún indicio, aunque es un hermoso mundo. Sin duda apropiado para la
vida.
Suspiró otra vez, con la mirada fija en el exterior. Jorgen meneó la cabeza en silencio.
Los mismos pensamientos le ocupaban. En muchos aspectos se trataba de un mundo superior
al que su raza había conocido siempre, en extremo familiar. Incluso existía una burda
semejanza entre sus especies vegetales. Habían dejado atrás cinco astros, en noventa años de
viaje a una velocidad cercana a la de la luz, para llegar a un refugio que superaba sus
expectativas más extravagantes, donde todo parecía esperarles, deshabitado, pero dispuesto.
Afuera, el nuevo mundo aguardaba ansioso. Y dentro, para responder a su invitación, no había
sino espíritus y sueños vacíos. Y para ver y apreciar, un solo hombre, condenado a una muerte
lenta. Los dioses habían puesto una laboriosa atención en cada detalle preciso para la
consecución de su horrible burla.
Una raza soñó en agradables mundos que la esperaban más allá de las estrellas,
dormitando hasta que llegase. Y cuando casi lo había logrado, la Plaga la obligó a seguir
adelante, esta vez impulsada por la calamitosa necesidad, en lugar del elevado espíritu pionero
con que había concebido el proyecto, para conquistar la distancia, sí, pero morir con la
victoria.
—Tenía que ser un mundo hermoso, Cinco —dijo, sin amargura, aunque con un
impotente fatalismo—. Sin eso, la broma hubiese carecido de toda gracia.
Cinco tocó su brazo en un gesto amable y volvió a suspirar, asintiendo muy despacio.
—Dos ha analizado el aire. Es muy bueno para ti... con un ligero exceso de oxígeno, pero
respirable. ¿Quieres salir?
Jorgen asintió y cruzó la compuerta, seguido por los cinco robots, que giraban sus
cabezas para inspeccionar el planeta. Sin duda sus cerebros se radiocomunicaban, cambiando
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
extraña casta, físicamente desvinculada, pero su heredera espiritual en todos los sentidos de la
expresión.
La herencia de la carne impulsaba a los animales como su principal estímulo. El hombre
necesitaba más que eso. Para él, la continuidad de sus esperanzas y visiones importaba más
que la mera inmortalidad de la raza. Lentamente, con el rostro serio, pero con sus ojos
brillando de nuevo, Jorgen se puso en pie y sujetó el hombro del hombrecillo de metal que se
había atrevido a soñar un sueño humano.
—Vosotros construiréis la ciudad, Cinco. Me he comportado como un estúpido y egoísta.
De otra manera lo hubiese comprendido antes. El doctor Craig se dio cuenta aunque la muerte
ya había hecho presa en él cuando olvidó los prejuicios de nuestra raza. Tú acabas de
procurarme la clave. Vosotros cinco lo edificaréis todo, ayudados por otros que vosotros
mismos crearéis.
Cinco arrastró los pies, moviendo la cabeza.
—Desde luego, podemos construir la ciudad, amo. ¿Pero quién la habitará? En mi sueño,
las calles se hallaban pobladas de gente como tú, no como... nosotros.
—Pura cuestión de costumbre, Cinco. Durante toda vuestra... vida, habéis existido para
el hombre, subordinados al deseo del hombre. No conocéis otra cosa porque no os enseñamos
otro esquema. Aun así, ya existe en vosotros todo lo necesario: esperanzas, sueños, coraje,
ideales. Incluso el deseo de dar forma al mundo de acuerdo con vuestros proyectos, aunque
tales proyectos se centren en nuestra especie, no en la vuestra. He oído decir que los antiguos
esclavos lloraban al ser puestos en libertad. No obstante, sus hijos aprendían pronto a vivir
para sí mismos. Vosotros aprenderéis también.
—Tal vez —se oyó entonces la voz de Dos, aquel de entre los cinco supuestamente
menos dado a las emociones, debido al rigor de su formación física y matemática—. Tal vez.
Sólo que viviríamos en un mundo solitario, amo Jorgen, lleno de vuestro recuerdo. Y nuestros
sueños serían estériles.
Jorgen se volvió otra vez hacia Cinco.
—La solución para eso existe, ¿verdad, Cinco? Tú la conoces. En este momento nos
añoráis y encontráis que sin nosotros el trabajo carece de sentido. Sin embargo, hay otro
camino.
—¡No, amo!
—¡Te exijo que obedezcas, Cinco! ¡Contesta!
El robot se agitó ante el tono autoritario. Se resistía a hablar, a pesar de que su
programación le forzaba a obedecer.
—Tenías razón, amo. Nuestras mentes, y aun nuestras memorias, están sujetas a
vuestras órdenes, del mismo modo que lo están nuestros cuerpos.
—Entonces, exijo de nuevo obediencia. Me refiero ahora a todos vosotros. Saldréis y os
tenderéis sobre la playa, a una distancia prudencial de la nave, y aparentaréis dormir, de
manera que no me veáis partir. Una vez que me haya ido, sepultaréis la raza humana en el
olvido, como si nunca hubiese existido. Os liberaréis de todo recuerdo referente a nosotros,
conservando el resto de los conocimientos. La Tierra, el hombre y vuestro origen e historia
desaparecerán de vuestros pensamientos. Así seréis independientes, para comenzar todo de
nuevo y diseñar y construir un mundo a vuestro antojo. Ésta es mi última orden. ¡Obedeced!
Sus miradas se cruzaron para deliberar. Cinco se encargó de contestar en nombre de
todos. Al hablar, suspiró comprensivo.
—Sí, amo. Obedeceremos.
Más tarde, Jorgen permaneció junto a ellos, fuera de la nave, observando cómo se
echaban sobre las blancas arenas de la playa, en la orilla del inmenso océano que bañaba el
nuevo mundo. A su lado, se dispuso una pequeña colección de herramientas y otros elementos
necesarios. Cinco le contempló durante un buen rato. Luego miró hacia la nave y, por último,
volvió a fijar la vista en Jorgen. En silencio, posó su mano de metal sobre la que el hombre le
había tendido y regresó junto a sus compañeros. Un olvido temporal oscureció sus
pensamientos.
Jorgen los estudió durante largos minutos. La leve brisa llevaba hasta su olfato las
limpias fragancias del planeta. Le hubiese agradado quedarse, pero su presencia resultaría
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
fatal para sus planes. En realidad aquello no tenía importancia. La muerte le reclamaría en
pocos años, y no había otros de su raza para llenar ese período y llorarle cuando llegase su
hora. Mejor así. Conocía la nave lo suficiente para hacerla despegar y sumergirla en el oscuro
espacio, enfrentándose a las frías, las hostiles estrellas, derivando eternamente hacia un
destino desconocido, como un imperecedero mausoleo transportándole a él y a los muertos
que le esperaban dentro. Por el momento, no tenía planes personales. Quizá pasarse esos
pocos años entre los libros y aparatos científicos de a bordo. O tal vez encontrase alivio en
alguna de las tantas formas indoloras. Eso lo decidiría más adelante, con el tiempo y según sus
propias inclinaciones. Tampoco tenía importancia. No había felicidad para él, si bien tal vez
hallaría alguna satisfacción al pensar en el cumplimiento de su designio. Los dioses ya no
reían.
Caminó unos cuantos metros en dirección a la nave y se detuvo, volviendo a recorrer el
río y las colinas con los ojos, dejando que su vista disfrutara con la ciudad que Cinco había
delineado. No. Tampoco él la veía poblada de robots. Superficialmente, la ciudad podía ser
distinta, pero la importancia de las apariencias era sólo cuestión de hábito. Las realidades
estaban en las mentes de quienes fundasen la ciudad. Si no habría risas en ese mundo por
nacer, tampoco habría lágrimas, ni pobreza, ni miseria, como las que abrumaron una parte tan
extensa de su especie.
Erguido allí, la ciudad flotó ante sus ojos, paradójicamente habitada por seres humanos,
la misma ciudad en espíritu que ellos hubieran edificado. Imaginaba las grandes
embarcaciones en el puerto y las que navegaban río arriba. El cielo pareció llenarse de pronto
del tranquilo zumbido de los helicópteros y, por detrás, le alcanzó el sonido de los cohetes
elevándose hacia los mundos octavo y noveno, mientras se construían otras naves para
investigar más allá, en busca de nuevos astros y nuevos planetas.
Acaso, en su expansión futura, topasen algún día con la Tierra. Un curioso sentimiento le
impulsó a desear que la encontrasen, incluso que rastreasen sus orígenes y recobrasen la
memoria de la blanda raza protoplasmática que los había creado. Le agradaba pensar que
sería recordado, una vez que la memoria dejase de significar una barrera para sus trabajos. No
obstante, había muchos astros y, a través de los largos milenios, los escasos lazos de contacto
capaces de señalarles la verdad se erosionarían y desaparecerían con facilidad. Nunca lo
sabría.
El viento le acarició, con un leve sonido crepitante. Miró hacia abajo y divisó algo que
aleteaba blandamente en la mano de Cinco. Una débil curiosidad le forzó a avanzar. Sin
embargo, al comprobar de qué se trataba no hizo ningún esfuerzo por cogerlo de la apretada
mano del robot.
También Cinco había pensado en la Tierra y en su relación con ella y había ideado un
medio para mantenerla sin desobedecer sus órdenes. En el papel, un mapa astral reproducía
un sol con nueve planetas, uno de ellos anillado, otros con lunas, y el tercero rodeado por un
fuerte trazo en lápiz negro. Sin duda al despertar no sabrían ni el porqué ni el cómo de su
presencia allí, pero pronto aprenderían. Y algún día, cuando localizaran el sol que buscaban,
basándose en el inconfundible orden de los planetas, regresarían a la Tierra. Con el papel para
guiarles, lo conseguirían mucho antes de que la última evidencia desapareciese, a tiempo para
conocer la respuesta al problema de su origen. Jorgen cerró con mayor fuerza la mano que
apretaba el papel, limpió una mancha de polvo de la cabeza del robot y regresó resueltamente
hacia la nave. Entró en ella con paso firme y cerró la puerta tras él. En un instante, entre el
rugido causado por la aceleración, se elevó del planeta, dejando a cinco hombrecillos en la
arena, rodeados por el murmullo de las olas... ¡Cinco hombrecillos de metal y un sueño!
***
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
la última parte, le empalmé un nuevo final y comencé a contársela. Pareció gustarle la idea,
sugiriéndome que la escribiera. Y me alentó aún más al decirme que todavía le restaban
algunos espacios para relatos cortos.
Un verdadero escritor profesional hubiese abandonado su oficina en el acto y se hubiese
dirigido a las demás revistas de ciencia ficción con objeto de intentar colaborar en ellas. Ni
siquiera se me ocurrió la idea. Me las había entendido exclusivamente con Campbell durante
tanto tiempo que jamás había pensado en recurrir a otro editor...
Me puse a trabajar al día siguiente. Y cosa curiosa, cuanto más avanzaba en mi mutilada
y remendada ex novela corta, mejor me parecía. En realidad resultaba mucho mejor que la
idea original. Al principio, me sentía un poco nervioso, ya que había transcurrido mucho
tiempo sin que intentase escribir. No obstante todo salió bien, y aquella misma tarde terminé
la parte más importante del relato, con cinco mil setecientas palabras. Al día siguiente llevé
Gentileza a la oficina de Campbell. Relataba en ella la historia del último ser humano normal
en un mundo de superhombres, capaces de intuir casi instantáneamente cosas que a él le
hubieran demandado horas de meditación. Los superhombres se mostraban muy amables
dentro de lo posible... y con eso le recordaban más aún su inferioridad. Hasta se las arregla
para fugarse en una nave espacial y refugiarse en un asteroide que había localizado en un
antiguo mapa, un lugar donde los suyos fueron un día poderosos y donde viviría su vida como
un verdadero hombre.
La novela corta estaba pensada para continuar a partir de ahí. La nueva versión, en
cambio, finalizaba en una pequeña escena en que los superhombres comentaban lo bien que
había funcionado su plan y que, en aquel momento, Danny debía de haber aterrizado ya en el
asteroide. Todo había sido preparado por ellos, una muestra más de su gentileza.
Creo que, de esta forma, el relato presentaba mayor fuerza. Campbell lo aceptó en
seguida y me comunicó algunas buenas noticias. La tarifa para los cuentos había aumentado
centavo y medio por palabra. Con la bonificación, el cheque fue de cien dólares.
Después de Gentileza, escribí un cuento muy corto, imaginando que sus dos mil palabras
encajarían bien en el reducido presupuesto de Campbell. Lo llamé Inocentada, un título muy
apropiado.
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
INOCENTADA
A pesar del viento que soplaba del Mediterráneo, diez kilómetros hacia el sur, la ciudad
universitaria de Montpellier exhalaba el hedor de su población, apiñada con indiferencia entre
la suciedad. El tranquilo crepúsculo ocultaba sólo parcialmente la mugre y la falta de higiene
de las serpenteantes callejuelas. En aquel avanzado centro médico del siglo XVI nadie había
oído hablar aún de los gérmenes y, por lo tanto, nadie tomaba precauciones.
Roger Sidney, en cambio, profesor de parafísica en una universidad que no sería
construida hasta siete siglos después, los conocía y le preocupaban. Se estremeció, y su alta y
delgada figura contorneó con gran cuidado algunos de los peores charcos, mientras sus ojos
miraban temerosos hacia las ventanas. Ya había tenido suficiente con la lluvia de agua sucia
que le había caído encima desde una de ellas. Se oprimió el pañuelo contra la nariz, y sus
cansados pies continuaron con resolución su camino. En algún lugar de aquella ciudad, vivía un
hombre llamado Nostradamus, y Sidney no había retrocedido siete siglos para abandonar
ahora la búsqueda, ni siquiera ante tamaña abundancia de suciedad, pestilencia y
contrariedades.
¡Nostradamus, el profeta, el autor de las crípticas Centurias!. Más importancia, sin
embargo, revestía el claro manuscrito de profecías a partir de cuya deformación se habían
redactado las Centurias. En 1989, por puro azar, se descubrió ese original en el lugar donde
Nostradamus lo había ocultado a los ojos demasiado curiosos y, a partir de entonces, se fue
mostrando su rigurosa exactitud. De ser auténtico, constituiría la única prueba concluyente y
conocida de profecía que había sobrevivido al profeta. Y ahora, el problema se había
convertido en acuciante. Los parapsicólogos negaban su autenticidad puesto que sus
matemáticas demostraban la imposibilidad de tal profecía. Incluso presentaron una elaborada
teoría acerca de una broma gastada por un hombre que viajaría a través del tiempo, en un
lejano futuro, para comprobar su realidad. Dando iguales muestras de una ilimitada capacidad
de profecía, los parafísicos se negaron a aceptar una broma tan carente de sentido, a pesar de
que sabían desde años atrás que el viaje a través del tiempo era teóricamente posible.
Si Nostradamus confirmaba hallarse en posesión del manuscrito, la controversia llegaría
a su fin, y los parafísicos podrían ampliar sus conocimientos matemáticos con una certeza que
les llevaría a gloriosas y turbadoras posibilidades. En algún sitio, quizás a pocos metros, estaba
el hombre que aclararía la cuestión de manera definitiva. Sidney tenía que encontrarle... ¡Y
pronto!
Por fin apareció el pequeño cartel, un desteñido gallo azul que cacareaba sobre la
leyenda: Le Coq BIeu. Sidney bajó los peldaños que conducían a la taberna, sintiendo un
momentáneo alivio al dejar atrás el desagradable mundo de puertas afuera. Por fortuna, la
paja del suelo acababa de ser cambiada, y un aroma de aves asadas despertó su olvidado
apetito. Dejó que sus ojos vagaran sobre los bancos y las mesas. Al verlos todos ocupados,
titubeó.
Desde un rincón cercano, un joven de aspecto frágil que había estado observando
detenidamente sus manchadas ropas, le hizo una seña con un indolente gesto de la mano.
—Hola, extranjero. En este rincón hay sitio para otro. Y en mi estómago hay sitio para
otro jarro de vino, si me invitas a él.
Su francés sonó extraño a los oídos de Sidney, aun después de todos aquellos años de
preparativos, pero la desvergonzada risa del joven no difería en absoluto del modo en que
rieron generaciones de estudiantes a través de los siglos.
Se dejó caer sobre el duro banco, sintiendo que sus piernas temblaban a causa de la
larga búsqueda. Todavía experimentaba la imperiosa necesidad de darse prisa antes de que su
tiempo expirase. No obstante, trató de ocultarla, pensando que se aproximaba ya a su único
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
objetivo. Con un gran esfuerzo de voluntad, esbozó una sonrisa y arrojó una moneda sobre la
mesa.
—¿Y por qué no un poco de comida para acompañarlo, eh? ¿Estudias en la Universidad?
—Tus preguntas me parecen tan buenas como el color de tu dinero, extranjero, y éste es
verdaderamente genuino.
El joven se levantó tras recoger la moneda. Volvió a los pocos segundos. Traía dos
macizas fuentes con pollos asados y venía acompañado por un sonriente y reverencioso
tabernero portador de un jarro de vino tinto. Sidney sonrió lastimero cuando sus manos
buscaron en vano los cubiertos sobre la mesa desierta de todo utensilio. Luego, imitando a su
compañero, desgajó un muslo con los dedos. El vino estaba un poco fermentado y agrio, mas
al beberlo sintió que le fortalecía y le confortaba un tanto.
Pero no había tiempo que perder y volvió a las preguntas que se agolpaban en su mente.
—Puesto que eres estudiante, quizá conozcas a Michel de Notredame. Tratando de
localizar su paradero, me dijeron que tal vez le encontraría aquí... He venido desde París sólo
para hablarle. Si puedes decirme dónde vive o conducirme hasta él te recompensaré con
generosidad.
—Desde París, ¿eh? —Una gradual sospecha apareció en la mirada del otro—. ¿Ciento
cincuenta leguas, de una semana a diez días de pesado viaje, sólo para ver a un desconocido
estudiante? Extranjero, hablas de una forma muy curiosa, llevas ropas extrañas... ¡Pero el
motivo de tu viaje sobrepasa toda medida! Sus familiares son pobres, y él es más pobre
todavía. Si has ideado una nueva y extraña manera de acosarle por sus deudas, pierdes el
tiempo. No conseguirás mi ayuda. Si tienes otras razones, enuméralas y lo pensaré.
—¿Entonces, le conoces?
—De vista. De todos modos no le encontrarás aquí, así que ahórrate tus miradas. ¿Y
bien?
Sidney dejó de mirar de soslayo. Sus dedos temblaban a causa de la impaciencia que le
había impulsado a aceptar la tortura de aquella frenética caza emprendida desde París, una
vez que comprendió el error que había cometido. Luchó de nuevo por recobrar la razón y la
calma, tratando de idear alguna forma de encarar el problema que alejase las sospechas del
estudiante. La verdad era increíble, claro, pero no se le ocurría otra cosa con visos de cierta y
no le agradaba la mentira.
—No me preocupan en absoluto ni su pasado, ni sus deudas, ni sus pecados, ni sus
crímenes. Todo lo que me concierne es su futuro, que hará de tu desconocido amigo el hombre
más importante de esta época. Se trata de una rara historia. Vas a juzgarme rematadamente
loco.
El joven se encogió de hombros.
—He estudiado filosofía y medicina y no hay demasiadas cosas que me niegue a creer. Tu
historia me interesa. Cuéntala bien, y tal vez te lleve hasta él, a menos que aparezca por
aquí..., cosa que me parece bastante improbable esta noche. Con respecto a la locura, yo
también estoy un poco loco... ¡Tabernero, más vino!
El estudiante se mostraba mucho más interesado por el vino que por la historia, y Sidney
sintió que su renovada esperanza se desvanecía. Ya se había dado cuenta de sus escasas
posibilidades de rastrear a alguien en el desorden de aquella ciudad. Y dentro de una hora, o
tal vez en los próximos minutos, sufriría el perturbador tirón de la poderosa máquina
atrayéndole a su propio siglo, forzándole a regresar a toda prisa, con su misión incumplida. ¡Y
el plazo ya había vencido! Concentró sus pensamientos, con el ansia de determinar una rápida
prueba, suficiente para captarse la ayuda del estudiante.
—En el nombre de Dios, dime con toda honestidad si conoces bien a Michel de
Notredame.
—Le conozco lo bastante. Compartimos nuestro alojamiento.
—Entonces, si el tiempo se me acaba y él no viene, quizá tú puedas ayudarme. ¡Mira!
Arrojó su bolsa con descuido sobre la mesa. Estaba llena de monedas falsificadas por
acuñadores del siglo XXIII, y de otras genuinas de la época, que había recibido como cambio.
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
—Tómalas... Todas son tuyas. Sólo te pido que me creas. En los años venideros, Michel
de Notredame se convertirá, bajo el nombre de Nostradamus, en el más grande de todos los
profetas. Su fama superará incluso la de Su Majestad, Catalina de Médicis. ¿Puedes aceptar
que un hombre del futuro haya sentido la necesidad de verle... y que encontrase una forma de
llegar hasta aquí con ese propósito? ¡Pues yo lo he hecho! Partí el año de gracia de 2211, con
la intención de llegar a París en el 1550. Por error aparecí en el 1528, de modo que él no
habitaba allí. Sin embargo, sabía que había estudiado en Montpellier, de modo que aquí me
tienes. ¿Lo creerás, muchacho, por el contenido de esta bolsa?
Su interlocutor dejó caer las manos, que se habían alzado lentamente para hacer la señal
de la cruz. Su expresión pasó del miedo a la desconfianza y, luego, a la especulación.
—Por el dinero... ¿por qué no? He oído decir que hay hechiceros capaces de invocar a los
muertos desde el lejano pasado, recurriendo a la magia y ciertas Palabras de Poder. Tal vez un
brujo más poderoso sea capaz de viajar en persona. ¿Magia negra? A pesar de todo, tu rostro
no expresa nada de la sabiduría satánica, ¿Por qué?
—No puedo decírtelo. Todavía no existen palabras para expresarlo. Llámalo ciencia... O
magia blanca. Pero no magia negra.
Las manos de Sidney temblaron de nuevo como reacción frente a la incredulidad que ya
esperaba. No obstante, sabía que el escepticismo proviene de una ciencia lo bastante
adelantada para dudar, aunque no lo suficiente para aceptar lo desconocido. Meneó la cabeza,
recordando los largos años de trabajo y preparativos consumidos para llegar hasta allí. No le
era posible explicar eso, ni los motivos que le habían impulsado. Los términos parafísicos y
parapsicológicos carecerían de todo sentido para su compañero.
¿Cómo hablarle de la inmensa e inconcebible energía precisa para cruzar de un punto a
otro del tiempo, o de la lucha que él y sus colegas tuvieron que sostener para que se les
permitiera el uso de semejante energía? En aquel mismo instante le sostenía, circulando a
través de la delgada retícula de hilos metálicos tejidos en sus ropas. Muy pronto recibiría la
violenta corriente del retorno. Habían calculado una semana, y transcurrieron diez
desesperados días mientras corría hacia el sur, tratando de cumplir la misión que le había sido
encomendada. Los cálculos con respecto a la extensión del salto en el tiempo se habían
equivocado en veinte años, e ignoraba si eso afectaría al intervalo que le restaba antes de que
le alcanzasen las ondas de energía. Sin duda se había establecido ya la corriente de regreso.
Desechó tales pensamientos y se apresuró a continuar:
—Notredame alcanzó la fama en la corte de Catalina gracias a sus profecías. Cuando
murió, dejó unos versos titulados Centurias, rebosantes de tentadoras sugerencias, que
algunos creyeron. Al descubrirse el manuscrito original el profeta ocupó un lugar indiscutido en
la historia. Y ahora necesitamos saber, más allá de toda duda, si el manuscrito fue o no obra
suya. Debemos saberlo. Incluso una pequeña evidencia resultaría definitiva... ¿Conoces su
letra?
—La he visto bastante a menudo. Extranjero, tu historia empieza a interesarme,
cualquiera que sea la parte de verdad que contenga. En cuanto a profetizar, todos te dirán que
no es cosa infrecuente. Francia cuenta con los más grandes astrólogos del mundo.
El estudiante llenó una vez más su jarra y se reclinó en el asiento, sacudiendo la cabeza
para despejarla de los vapores del vino.
—Aunque Nostradamus fuese un astrólogo, si necesitas astrólogos, ¿por qué no buscar a
otros?
Sidney se encogió de hombros, desechando la propuesta.
—No me servirían de nada. Él se llamaba a sí mismo astrólogo, por supuesto, pero...
Dime, si te mostrara un manuscrito, ¿podrías jurar que lo escribió él? Aquí lo tienes. —Metió
una mano entre sus ropas y extrajo un pergamino manuscrito, que extendió rápidamente
sobre la mesa—. Se trata de una copia perfecta. La misma textura del pergamino, y las
manchas de tinta que había sobre él... No prestes atención a su contenido. No nos concierne,
ya que hemos sobrepasado la fecha final de las predicciones explícitas. Concéntrate sólo en la
escritura. Como ves, es la letra de un joven. El resto de sus escritos que obran en nuestro
poder pertenecen a sus últimos años. Tú conoces la forma en que escribía durante su
juventud. Júrame honestamente: ¿es su letra?
79
El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
El muchacho inclinó la cabeza sobre el manuscrito y siguió los trazos con un dedo,
mientras con la otra mano frotaba sus enrojecidos ojos. Sidney maldijo el vino y la lentitud del
estudiante. Por fin, el otro alzó la mirada. Algo en la frenética desesperación del rostro de
Sidney pareció confirmar sus dudas, ya que el suyo se volvió de pronto grave.
—No lo sé, extranjero. Al parecer, sí... Y sin embargo, yo jamás he escrito esas palabras,
ni he tenido nunca la intención de hacerlo.
—Tú... ¿Tú eres Notredame?
—Sí, soy Michel de Notredame... Y un necio borracho por admitirlo, cuando muy bien
podrías haber venido para...
Pero Roger Sidney, del año 2211, se reía. Una marea le agitaba en convulsiones, en
áspero silencio. Su tembloroso dedo señaló hacia el manuscrito, después al estudiante, en
tanto que las convulsiones se intensificaban.
—¡Un ciclo...! ¡Un ciclo completo! Y nosotros... Y esa..., esa...
No pudo terminar. Notredame echó una ojeada a su alrededor para ver si alguien
prestaba atención a lo que ocurría, pero la taberna se había vaciado y el tabernero se afanaba
en el otro extremo. Se volvió y se apresuró a santiguarse. Hubo un destello en torno al
extranjero, una retícula de brillantes hilos en sus ropas, que semejaron rayos congelados. La
luz se extendió difuminándose y, al final, desapareció. El banco donde el otro había estado
sentado quedó de pronto vacío. Notredame quedó a solas y se santiguó de nuevo, mientras su
rostro palidecía. Se detuvo de súbito para apoderarse de la bolsa y las monedas que yacían
sobre la mesa y ocultarlas en las profundidades de su vestimenta. Vaciló por un segundo. Su
mirada era ahora sobria. Frunció el entrecejo, pensativo.
—Nostradamus —murmuró—. Nostradamus, astrólogo de la reina. Me agrada como
suena eso.
Sus dedos recogieron el manuscrito, salió a toda prisa y se perdió en la oscuridad
nocturna.
***
Campbell rechazó Inocentada por una razón que debiera habérseme ocurrido a mí... Una
vez que se introduce en un relato la idea de una máquina del tiempo, el desenlace resulta
obvio por completo.
Tardé mucho en colocarlo, aun después de recurrir a un agente. Al fin, en 1951, Robert
Lowndes lo aceptó para una de las revistas de Columbia Publications. Me pagó veintiún dólares
por él. Lowndes era muy buen amigo mío (y todavía lo es, felizmente). No obstante, no creo
que se decidiera a admitirlo sólo por amistad. El cuento adolece de muchas deficiencias, pero
no me parece malo del todo. Tal vez necesitaba algo de esa extensión y pensó que mi nombre
daría prestigio al sumario de la revista.
Para el siguiente cuento, me apoyé en gran medida en dos controvertidas ideas
«científicas» que acababan de ser publicadas en las revistas. La primera se refería a un
descubrimiento sobre las corrientes magnéticas, obra de un tal Ehrenhaftt. Si de verdad se
hubiese conseguido que el magnetismo fluyera como la electricidad, supondría un auténtico
hallazgo. Nadie lo comprobó jamás. La segunda idea se basaba en el trabajo del científico ruso
Bogolometz, quien elaboró un extracto al que llamó suero citotóxico antirreticular. Se suponía
que curaba toda clase de enfermedades y ofrecía ciertas esperanzas de una extrema
longevidad. Con el tiempo, se demostró que el extracto presentaba en efecto algún valor, pero
no se aproximaba siquiera a lo esperado.
Ambas nociones se acomodaban muy bien con una vieja idea mía acerca de una máquina
educadora. Por lo tanto, las combiné y escribí otro cuento. En él se apretujaba el máximo de
ocho mil palabras impuesto por Campbell. Sin embargo lo aceptó, pagándome ciento veinte
dólares sin darme ninguna bonificación. Usé el seudónimo Philip St. John, y lo titulé El tuerto.
80
El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
EL TUERTO
El autómata de rostro inmutable se hizo a un lado tan pronto como Jimmy Bard salió de
la oficina del dictador. Bard ni siquiera reparó en él. Y su propio gesto al dejar paso a los
preocupados patrulleros de la guardia adulta fue puramente automático. Su alto y bien
conformado cuerpo ejecutaba los gestos que el prolongado hábito le había enseñado, mientras
su mente se agitaba, rebelándose desesperanzada ante lo inevitable.
Por un momento, los corredores se vieron libres de los numerosos guardias. Jimmy se
acercó de pronto hacia una de las paredes, trazando rápidos y automáticos giros con las
manos. No hubo señales visibles de alteración en la superficie. No obstante, aspiró
profundamente y avanzó. Era como frenar una fuerte corriente con el pecho. En seguida se
encontró en el interior, en un estrecho pasillo, uno entre los miles de corredores secretos que
horadaban el monstruoso castillo.
Allí no había adultos que le recordasen lo que él había considerado como sus deficiencias,
ni tampoco el hecho de que esas deficiencias pronto quedarían eliminadas. El primer dictador
Bard sólo había compartido el secreto del castillo con sus constructores, asesinados una vez
terminado su trabajo. Y su propia muerte le impidió revelarlo ni siquiera a sus descendientes.
Ningún golpeteo indicaría jamás que las paredes no eran las gruesas y homogéneas moles que
pretendían, ya que el menor intento pondría en funcionamiento las alarmas y llevaría
segmentos de piedra a los puntos precisos, a fin de que los muros sonasen a tan sólidos como
aparentaban. Aquél era el reino privado de Jimmy, donde sólo sus propios pensamientos
podían molestarle.
Hoy, tales pensamientos le conturbaban. La fascinación morbosa que suscitaban en él le
condujo a través de los intrincados corredores, hasta que localizó una sección del muro ya
familiar. Oprimió la palma de una mano contra él. Por un segundo, pareció enturbiarse, mas
pronto se tornó transparente, a medida que las energías actuaban, haciendo que las
vibraciones lo atravesaran en una sola dirección. Sin reparar en los apagados sonidos
procedentes de la sala situada detrás del muro, clavó la vista en los cascos que cubrían las
cabezas de las dos niñas y el chiquillo que la ocupaban.
Tres personas que habían cumplido hoy los doce años y se hallaban a punto de
convertirse en adultos... ¡O en autómatas! Aquellos extraños cascos incluían dispositivos
electrónicos con todos los conocimientos de una completa y omnisciente educación.
Funcionaban en silencio, imprimiendo esos conocimientos en las mentes de sus usuarios, a
unos doscientos millones de impulsos por segundo, grabándolos de manera permanente. Los
niños, que habían entrado en la habitación con sus cerebros ocupados sólo por las
preocupaciones de la niñez, saldrían con toda la información necesaria para el resto de su vida
y, si aguantaban el impacto de la educación, entrarían en el mundo como adultos ya formados.
Quienes no lograran soportarlo saldrían también portando el mismo conocimiento, pero sus
caracteres y personalidades se habrían desvanecido para siempre, dejándoles transformados
en autómatas de rostro inexpresivo y carentes de alma.
Jimmy se había sentado una vez en una de aquellas sillas, absorto en los esquemas y
ambiciones propios de un chico turbulento a punto de convertirse en hombre. ¡Y no había
sucedido nada! Recordaba las consultas, los intentos científicos de explicar su incapacidad para
absorber la información de la «compulsadora» que Aaron Bard había donado al mundo.
Recordaba asimismo su propia angustia al sentirse a medio camino entre un adulto y un
autómata, inútil y rechazado en una sociedad donde sólo contaba el éxito. En aquel momento,
no podía saber que los amargos años que necesitó para aceptar su destino y aprender a
sobrevivir en aquel despectivo mundo se debían a una patraña.
¡Una pura patraña, cuidadosamente urdida! Su padre, el dictador, se había mostrado
orgulloso de ella, a pesar de la preocupación y desesperación que su rostro había expresado en
los últimos días.
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El amado de los dioses y otros relatos Lester del Rey
—Los otros dos que fracasaron antes que tú eran simuladores, destinados a hacer que tu
caso pareciese plausible. Lo mismo sucedió con la última media docena. Casi con absoluta
seguridad hubieras sido quemado..., transformado en autómata. ¡Y eres un Bard, el futuro
dictador de este país! Pensé que si esperábamos a que fueses mayor, pasarías la prueba. Por
lo tanto, me las arreglé para usar cintas en blanco... Pero ya no puedo esperar más. Sé de una
conspiración próxima a estallar y no estoy preparado para afrontarla. Sólo si consigo
sorprenderles y presentarte como adulto... Vuelve a las seis en punto. Lo tendré todo
preparado para tu educación.
Diez años antes, aquellas palabras hubiesen significado para él el paraíso. En cambio
ahora, la preocupación surcaba su rostro. Cerró bruscamente la transparencia unidireccional.
Esos diez años le habían enseñado mucho acerca de su mundo y le habían dejado entrever la
salvaje crueldad de los adultos.
No había visto en ellos sabiduría. La psicocompulsadora de Aaron Bard sólo les enseñaba
artimañas y tretas.
—¡Maldito sea Aaron Bard!
—¡Amén!
La suave palabra surgió como un suspiro de entre las sombras que le rodeaban. Se dio la
vuelta sobresaltado. ¡Otra persona allí! Cuando sus ojos se readaptaron a la pálida y azulada
luz de los corredores, distinguió la gibosa forma de un anciano, postrado en uno de los
rincones. Imposible que aquella delgada y consumida figura, de boca y mirada amargas, fuese
un guardia del castillo, por muy bien que se hubiera disfrazado. Jimmy respiró más tranquilo,
aunque un objeto que podía ser un arma le apuntaba desde las manos del otro.
El anciano habló con voz ligeramente temblorosa. Resonaban en ella los postreros
sedimentos de amargura.
—Aaron Bard está maldito, de acuerdo..., aunque creí que el descubrimiento de la
transparencia unidireccional se había perdido junto con la interpenetrabilidad de la materia,
elementos a partir de los cuales se podría construir una ciencia nueva. A pesar de todo, aún
siguen constituyendo la respuesta. Oye, muchacho, durante tres días he tratado de encontrar
una puerta, una trampa o un panel corredizo. Y la treta consiste siempre en una materia que
se convierte en interpenetrable. ¿Te parece divertido?
—No, señor.
Jimmy logró mantener su tono en un nivel bastante normal. Durante los años en que se
sintió un extraño en un mundo que no toleraba la extrañeza, adquirió por fuerza una notable
habilidad para analizar cada situación. Se dio cuenta de que el hombre estaba a punto de
enloquecer. Sonrió apacible y se desplazó sin ninguna señal de advertencia en su rostro, con la
vertiginosa precisión que se había obligado a sí mismo a aprender y arrancó el arma de las
débiles manos de su contrincante.
—No sé cómo conoce usted todas esas cosas, ni me interesa —dijo en tono tranquilo—.
Lo único que me importa es evitar que se las transmita a los demás y...
Una repentina carcajada casi demencial interrumpió sus palabras.
—¿Volver y decírselo a los demás? ¿Volver para ser torturado de nuevo? ¡Ah! A ellos les
encantaría que lo hiciese... ¡Aaron Bard ha vuelto para explicarnos algo más acerca de sus
hermosos descubrimientos! Muy amable de tu parte el acordarte de mí, pequeño... Estoy
maldito, de acuerdo. Se lo debo a mi reputación.
—¡Pero si Aaron Bard hace ya ochenta años que está muerto! Su cuerpo se exhibe dentro
de un ataúd de cristal. Lo he visto con mis propios ojos.
Ahora bien, en todo aquello había algo más que simple locura. El anciano conocía dos de
los descubrimientos de Aaron Bard. El hijo de éste, el primer dictador, se las había arreglado
para encontrar sus notas, ocultarlas y utilizarlas con fines personales, después de perecer el
inventor en una explosión. Con objeto de fortalecer su dictadura, el dictador instaló en el
palacio sistemas basados en esos secretos, que se perdieron con su muerte. El anciano habló
otra vez con voz lenta y forzada:
—¿Qué significa un simple lapso de ochenta años o una figura de cera en un féretro
público? Mantuvieron el verdadero cuerpo en condiciones de refrigeración esterilizada,
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—Ya nadie lee demasiado, de modo que no notarán su falta de la vieja biblioteca. La
gente prefiere la televisión para entretenerse y, si necesitan información adicional, recurren a
las cintas de la compulsadora. Yo comencé por tratar de aprender cosas en los libros, hasta
que la lectura se convirtió en un hábito.
—¡Hum! ¿De modo que eres otro tuerto?
—¿Tuerto?
Bard se encogió de hombros, y el rictus de amargura volvió a deformar su boca.
—Sí, en el país de los ciegos, el tuerto es... asesinado. Wells escribió un relato sobre el
tema. En el lugar de donde..., de donde vengo, los hombres gozan de ojos capaces de captar
la emoción, conectados con sus espíritus. En mi opinión, tú has pasado por un período lo
bastante infernal para haber desarrollado esa capacidad. En cambio, este mundo es ciego para
comprender tales cosas. Ellos no quieren que la gente vea. Se trata de la vieja regla de la
manada: confórmate o perece. Jimmy, ¿por qué sucedió así?
Jimmy frunció el ceño, buscando las palabras para expresar su pensamiento. Sin duda
todo se inició cuando Aaron Bard experimentó con su hijo su recién inventada
psicocompulsadora. Al muchacho le agradó esa manera de aprender, y robó otras cintas
experimentales, trazando planes para el futuro con su frío y calculador pequeño cerebro. Era
inevitable que ingresase en el ejército, presintiendo al parecer la guerra que se aproximaba y
sacando el mejor partido de ella cuando acabó por estallar. Quince años de agotador combate
tecnológico permitieron introducir la máquina educadora con el pretexto de solucionar la
carencia de técnicos. Durante esos años, fue revelando uno tras otro los secretos de su padre,
una vez que la muerte accidental de éste le dejó en posesión de sus archivos. Cuando la
guerra terminó, el antiguo sistema de educación había desaparecido, y los muchachos de doce
años trabajaban como técnicos en su domicilio, hasta que, al llegar a la edad necesaria, se les
destinaba al servicio activo.
Esos mismos muchachos, convertidos ya en hombres e impulsados por los mismos
deseos que a él le habían movido, hicieron posible su ascenso de general a presidente y, por
último, a dictador. Hasta llegó a adoptar como motivo heráldico la psicocompulsadora. Las
demandas de la tecnología, siempre en aumento, impidieron la restauración de los viejos
métodos y le aseguraron el constante abastecimiento de jóvenes «realistas».
Bard le interrumpió.
—¿Porqué? Desde luego, hubiera sido penoso... La educación nunca supuso una tarea
fácil, y cada vez se tornaba más ardua. Por esa razón ideé la psicocompulsadora... Sin
embargo, se hubieran sentido muy satisfechos al comprobar adonde podían llegar por sí
mismos. Después de todo, yo me las arreglé para descubrir unas cuantas cosas sin la ayuda de
la máquina... ¡Aunque me hayan resultado unos monstruos de Frankenstein!
—Usted se basaba tan sólo para sus deducciones en el peculiar encadenamiento de unos
cuantos hechos simples. Para la mayoría de los hombres, eso es imposible. Necesitan una
enorme cantidad de hechos. Todavía ahora, en ciertos aspectos, le seguimos a usted de
manera maquinal, sin comprenderle.
—Un conocimiento ocioso. No saben aplicarlo. Aunque dispusieran de los datos, carecen
de los hábitos de pensamiento riguroso precisos. Ya he advertido el escaso desarrollo logrado
en nuevos campos... No obstante, cuando empezaron a fabricar esos..., esos autómatas...
Jimmy presionó un botón y ordenó con un gesto de cabeza a la criatura que se presentó
en respuesta a su llamada que limpiase la habitación. El autómata obedeció en silencio,
recogiendo los restos de la comida de Bard, mientras el científico lo estudiaba.
—Ahí tiene un ejemplar —dijo Jimmy. Sabe tanto como cualquier adulto, pero se podría
decir que se ha quedado sin alma, sin emociones. Dígale que haga algo y lo hará... Y al
contrario, si no se lo ordenan, ni siquiera comerá.
—Hipnosis mecánica permanente —murmuró Bard.
Sus ojos ardían. Al cabo de un instante, su rictus se endureció y su mirada se volvió aún
más severa.
—Nunca preví nada semejante... Pero te equivocas, y eso empeora aún más la situación.
Oye, tú..., ¿cómo te llamas? ¡Ah, sí! 4719. Contesta a mis preguntas. ¿Sientes emociones,
como el odio, el miedo o la desesperación?
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—Nunca duermo en los puntos próximos a las puertas —dijo— y hay una sección del
suelo que se convierte en interpenetrable. Debajo se extiende una galería de treinta metros.
Sabiéndolo, me apropié de esas habitaciones, que pertenecieron antes a mi padre.
—¿Son éstos los senadores? —preguntó Bard.
—Algunos de los mejores.
Jimmy prosiguió su avance, descorriendo un panel de vez en cuando. Bard fruncía el
ceño cada vez más, a medida que los iban dejando atrás. En ciertas salas se tramaban
conspiraciones, en otras se limitaban a hablar. En una ocasión, oyeron expresar cierta simpatía
por los autómatas, sin demasiado entusiasmo. Jimmy iba a cerrar el último panel cuando le
detuvo el sonido de una voz.
—El enfermizo hijo de Blane ha muerto. Ese alfeñique no resistió el clima ni el trabajo en
las minas con los autómatas. Se suicidó esta mañana.
—Su padre no pudo evitarle eso, ¿eh? Bien. Haz que lo publiquen los periódicos. Quiero
asegurarme de que el hijo del dictador se entera de todos los detalles. Fueron íntimos amigos
durante una época, ¿sabes?
Jimmy apretó los dientes y cerró con rabia el panel.
—La única persona un poco humana que conocí en mi vida... Él me enseñó a leer. Era un
chico enfermizo, pero su padre se las ingenió para salvarle de la eutanasia. Probablemente se
hizo amigo mío para que le protegiera con mis puños, ya que los otros no le dejaban en paz. Al
fin, le destinaron a unas minas de Sudamérica, como supervisor del trabajo de los autómatas.
—¿Eutanasia? Bella palabra para desembarazarse de los débiles. Quizá desde un punto
de vista biológico épocas como ésta tengan su utilidad. La verdad, prefiero verme rodeado de
seres físicamente débiles que enfrentarme a quienes los tratan de ese modo. Jimmy, voy a
decirte una cosa. Si mi estratagema no resulta y la educadora te produce efectos nocivos, te
mataré y luego me suicidaré...
Jimmy asintió con gesto severo. Bard no parecía capaz de matar. Sin embargo, el
chiquillo tenía la esperanza de que, si la máquina llegaba a perjudicarle, cumpliría su palabra.
Decidió apresurarse, sin perder más tiempo convenciendo al anciano de la necesidad de evitar
que le cambiaran. Localizó el lugar que buscaba, se detuvo ante él y apretó un botón encajado
en el suelo. El montacargas descendió sin ruido.
—Robo la energía con mucho cuidado. Hasta el momento, nadie ha sospechado nada. En
el laboratorio, hay algunas baterías a base de petróleo. Creo que bastarán. Bueno, ya hemos
llegado.
Señaló hacia la sala llena de equipos de toda clase, prolijamente ordenados, aunque
cubiertos de polvo y suciedad debido al largo tiempo que habían permanecido en desuso.
Aaron Bard echó una lenta ojeada a su alrededor y esbozó una mueca de diversión.
—Me resulta familiar, Jimmy. En apariencia, mi hijo lo copió de mi viejo laboratorio,
donde solía haraganear, y adaptó mis equipos para uso militar. Con un poco de decencia, se
hubiera convertido en un buen científico. Era lo bastante inteligente para eso.
Jimmy contempló al hombre, que se había puesto ya al trabajo. Una débil esperanza le
reconfortaba. El anciano limpió el polvo de las mesas con unas cuantas pasadas de paño e
inició su tarea, con manos ahora firmes. Cables, pequeños tubos, bobinas y otros componentes
de equipos electrónicos salían de pequeñas cajas y gavetas, aunque algunos requirieron una
búsqueda más concienzuda. Luego, sus dedos comenzaron a ensamblarlos y soldarlos dentro
de un armazón de plástico, del tamaño de un melón, que se fue llenando poco a poco.
—Ese chico que te enseñó a leer, ¿pasó por la máquina a los doce años?
—Por supuesto, es obligatorio. Todo el mundo ha de someterse a eso.
Jimmy frunció el ceño, tratando de recordar con mayor claridad. Sólo llegaban a su
mente vagas alusiones y fragmentos de las frases pronunciadas en las conversaciones entre
los enemigos de Blane.
—Durante el juicio sobre eutanasia —prosiguió—, creo que se dijo algo acerca de
documentación falsificada. No sé a qué documentos se referían. ¿Es importante?
Bard se encogió de hombros, garabateó algunos diagramas sobre un pedazo de papel
sucio y volvió a empuñar el soldador.
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—Ojalá lo supiese... Durante los quince años de la guerra, cuando se recurrió por primera
vez al empleo intensivo de la compulsadora, sin duda la experimentaron con todos los tipos
humanos y en todas las edades. ¿Verificó algún científico las variaciones originadas por esos
factores? No, seguro que no lo hicieron. No me extraña que no hayan desarrollado nuevos
campos de acción. ¿Crees posible encontrar un libro de memorias escrito por algún soldado
que hable de algunas personalidades?
—Tal vez. Desde luego, no lo conozco. Tal vez el diario del primer dictador nos revelaría
algo, si supiésemos descifrarlo. Cuando traté de hacerlo después de encontrarlo, lo único que
obtuve fueron grupos desordenados de palabras. Está escrito en un código complicadísimo,
formado por grupos de letras, espaciadas de modo irregular y pegadas al papel formando
estrechas tiras. Ni siquiera logré descifrar el tipo de código, y no había ninguna clave.
—Encontrarás la clave en la biblioteca, Jimmy, si buscas un manual de estenotipia, la
taquigrafía a máquina. Mi hijo consideraba insuficiente la dactilografía. Una de las pocas veces
en que me mostré por completo de acuerdo con él... ¡Maldita sea!
Bard se chupó el pulgar, sobre el que había caído una gota de soldadura, y fijó la vista en
los apretados componentes de su artefacto. Escogió un diminuto condensador electrolítico,
inspeccionó el aparato y lo colocó tras un instante de indecisión. A continuación se mantuvo
inmóvil, mirando al semiterminado objeto.
El trabajo, que al principio había avanzado muy de prisa, se tornaba cada vez más lento,
y había largas pausas mientras el anciano se entregaba a la meditación, pausas que se iban
prolongando. Jimmy se deslizó al exterior y subió en el montacargas. Avanzó a toda prisa por
un corredor que llevaba a la parte trasera de uno de los restaurantes del castillo. Se acusaba a
las ratas de gran parte de los deterioros causados en aquel lugar, cargos evidentemente
merecidos, como Jimmy comprobó al atravesar la pared para volver a los corredores, llevando
en sus manos una bandeja con café y alimentos más sólidos.
Bard aceptó el café con un gesto de agradecimiento y se lo tomó de un trago. En cambio,
apenas probó la comida que el chiquillo le ofrecía. Sus manos trabajaban con menor
seguridad.
—Jimmy, no sé... No puedo pensar. Llego hasta cierto punto y todo se me aparece muy
claro. Y luego... ¡paf! Se desvanece. Lo mismo me ocurrió la primera vez que traté de recordar
el secreto de la energía atómica. Hay vacíos en mi mente... conexiones erosionadas por
ochenta años de muerte. Y cuando trato de forzar mis pensamientos a través de ellos, se
tambalean y tropiezan.
—¡Tiene que terminarlo, abuelo Bard! Son casi las cinco y he de presentarme a las seis.
Bard se restregó la arrugada frente con una mano, apretando y extendiendo la otra.
Durante un tiempo, continuó su activo trabajo, interrumpido por largos y silenciosos intervalos.
—Bueno —dijo al fin—, he terminado. Sólo falta esta pequeña sección. Colocada en el
lugar adecuado, el aparato funcionará... Si cometo un error, cabe en lo posible que explote.
Por lo menos, que no dé resultado.
Jimmy consultó su reloj.
—Inténtelo —pidió.
—Suéldalo tú. Mis manos se niegan a continuar. —Bard se deslizó del banco y dirigió con
todo cuidado la maniobra del muchacho—. De estar seguro de que volviéndome loco
encontraría la solución, como ocurrió con la pistola atómica, forzaría mi mente a internarse de
nuevo en sus pesadillas. Por desgracia, tal vez sucedería cualquier otra cosa... ¡No! Ésa es la
antena... Debes dejar suelto un extremo.
Las manecillas del reloj señalaban las seis menos diez cuando se estableció el último
enlace y Bard conectó el aparato en el enchufe que descubrió cerca del suelo. Los tubos
empezaron a calentarse. Al menos, no hubo explosión. Los tubos siguieron enrojeciéndose, y
un minúsculo indicador señaló que la antena emitía algún tipo de radiación.
Jimmy sonrió, con un sentimiento de alivio. No obstante, mientras se dirigían hacia el
montacargas, el anciano sacudió la cabeza con gesto de duda.
—No sé si funcionará, hijo. La última conexión la fijé de modo intuitivo. Nunca se debería
trabajar de esta forma con delicados dispositivos electrónicos. Dos cables que se rocen por
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accidente le estropearían todo. Sólo nos queda rezar. Y como último recurso... Bueno, todavía
tengo la pistola atómica.
—Úsela en caso necesario. Le conduciré tras la pared del despacho privado de mi padre.
No abandone usted su puesto, mientras yo trato de ganar tiempo. Y úsela pronto. Yo sabré
que está allí.
Lo intentó tres veces, antes de encontrar un corredor libre de guardias. Se deslizó por él
y llegó con sólo unos segundos de retraso al despacho de su padre, que le abrió
personalmente la puerta y le hizo pasar. Los acostumbrados guardias y secretarias se habían
ido. Sólo se hallaba presente el psicólogo jefe, con su pequeño equipo ya instalado. El dictador
vacilaba.
—Jimmy, quiero que sepas que me veo obligado a hacer esto, aunque ignoro si tus
posibilidades de pasar la prueba han aumentado desde tu niñez. Creo que sí... Es un
presentimiento personal, aunque el psicólogo cree que me equivoco. Bien, algo con lo que
contaba nos ha sido robado por una conspiración y, en Eurasia, bulle algo infernal cuyo
objetivo seremos nosotros. No estoy preparado para hacerle frente. Los oligarcas poseen un
secreto que, a su entender, les conducirá a la victoria. Se halla registrado en una cinta
privada, que te daré. No sé en qué medida podrás ayudarme. Al menos, si de pronto te
conviertes en un adulto normal, contribuirás a respaldar la estratagema que planeo. Los Bard
tenemos un destino histórico que mantener y cuento contigo para que cumplas tu parte.
¡Debes pasar!
Jimmy le oía sólo a medias. Contemplaba con fijeza el casco semejante a un sombrero
femenino de última moda, con cables que lo unían a una pequeña caja, colocada sobre la
mesa. También había carretes de cintas especiales, que se distinguían por sus diversos
colores. Cuando le sujetaron el casco a la cabeza, se sobresaltó por un segundo. Pronto, sin
embargo, lo aceptó en ceremonioso silencio. Algo trataba de abrirse paso en el fondo de su
mente. Sólo tuvo una vaga y desasosegada sensación. No eran más que palabras. Y algo
acerca del rostro del psicólogo.
Percibió el chasquido del interruptor y su mente comenzó a helarse, aunque todavía
alcanzaba a registrar sonidos e imágenes. Y se dio cuenta de que el aparato preparado en los
subsuelos fallaba... Gracias a las descripciones oídas, encontraba familiar la presión que
oprimía su cerebro. La psicocompulsadora de Bard estaba actuando. Por un instante, antes de
que funcionara a su máxima potencia, trató de librarse de ella. Algo pareció controlar su
mente. Permaneció sentado, rígido, respirando agitado, incapaz de detenerla. Sus
pensamientos se desvanecían, se paralizaban, mientras la máquina continuaba enviando a su
cerebro sus doscientos millones de impulsos por segundo, provocando cosas que la ciencia
todavía no podía comprender, pero sí utilizar.
Observó inexpresivo el paso de las cintas, que se fueron acabando. Hacia el final, su
padre sacó una de un cofre, esperó a que terminara y luego la destruyó. El psicólogo se
inclinó, recogió la última que quedaba y la conectó... El rostro de aquel hombre le pareció
conocido... «Como tener al chiquillo frente a uno de esos quemadores que usamos para
automatizar a los criminales...»
Entonces, algo resbaló en su cabeza, como unos pies deslizándose sobre el hielo. Pese a
tener la mente entumecida y atontada, logró dominarse a sí mismo, y sus manos, que habían
estado inmovilizadas, se aferraron a los brazos del sillón. Algo le carcomía por dentro, una
extraña distorsión, esa... ¿Qué sentía un autómata cuando su mente fallaba durante la prueba
de la educación?
El psicólogo volvió a inclinarse y retiró el casco.
—¡James Bard, ponte de pie!
Jimmy continuó sentado. Un gesto de sorpresa apareció en el rostro del otro, que lo
sustituyó en seguida por una expresión de complacido alivio.
—¿De modo que no te has convertido en un autómata?
Jimmy se levantó, restregándose con las manos la dolorida frente. Esbozó una forzada
sonrisa.
—No —dijo tranquilo—. No... Estoy muy bien. Estoy perfectamente bien.
¡Perfectamente...!
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—¡Alabado sea Dios! —El dictador se reclinó en su sillón—. Y ahora que lo sabes, dime
qué ocurre.
Jimmy no podía decírselo sin correr el riesgo de que Aaron Bard fuera quemado. Mientras
se volvía hacia su padre, forzó a su rostro a adoptar una placentera sonrisa, a pesar del dolor
de cabeza que le atormentaba. Lo sabía todo... Todo lo que antes ignoraba lo tenía ahora
presente, tranquilo, sin imponerse, esperando que su mente lo requiriese, junto con todo
aquello que había visto y con todas las conversaciones que había espiado en secreto.
Poseía conocimientos. Y una inteligencia entrenada para sacarles el mejor provecho. Los
hábitos de pensamiento que se había impuesto se atareaban ya con la nueva información. Ni el
tremendo y estremecedor dolor lo evitaría. Con gesto deliberado, se pasó una mano por la
cabeza e hizo un ademán, señalando el despacho exterior.
—Padre, el dolor de cabeza me está matando. ¿Puedo tenderme un rato en el sofá del
otro despacho?
—Sí, al menos por algunos minutos. Doctor, ¿por qué no le da algo al muchacho?
—Tal vez. No soy doctor en medicina, pero me creo capaz de aliviar ese dolor.
El psicólogo parecía ausente. Por fin, abandonó el despacho. El dictador fue el último en
hacerlo. Se encontraron en una habitación de mayor tamaño, donde no había pasajes que
atravesaran las paredes y donde ningún disparo podía alcanzarles.
La sonrisa se desvaneció del rostro del muchacho. Una de sus manos se adelantó
vertiginosa y arrancó el pequeño lanzallamas sujeto a la cintura de su padre, a una velocidad
que transformó su gesto en casi invisible. Antes de que el psicólogo alcanzara a registrar unas
emociones que quizá no habían comenzado a manifestarse todavía, le apuntó: la llama se
expandió, ennegreciendo sus ropas y su carne, dejando sólo un blando y carbonizado cuerpo
en el suelo. Jimmy lo pateó con disgusto.
—Traición —explicó—. Tenía una bonita cinta hecha por dos personas con puntos de vista
opuestos por completo, a pesar de que las leyes lo prohíben. Se proponía convertirme en un
autómata. Y lo hubiera conseguido, de no haber estudiado yo previamente y bastante bien el
contenido de ambos lados. Toma tu pistola, padre.
—Quédate con ella. —El rostro del dictador expresaba la primera emoción auténtica que
Jimmy había visto en él, un gesto de ardoroso orgullo—. Nunca vi funcionar esa pistola de
manera tan hermosa, chico. Por lo menos, nunca la vi dominar una serpiente con tanta
eficiencia. A dios gracias, no eres flojo y débil como había pensado. Y ahora, basta de tonterías
emocionales, ¿eh?
—Sí, padre, estoy curado. Y tal vez, en la reunión que has convocado ofrezcamos una
sorpresa a los senadores. Ve delante, yo te alcanzaré en cuanto consiga un poco de
amidopirene para este dolor de cabeza. Entretanto, ya se me ocurrirá algo que oponer a la
acusación que están planeando.
—¿Acusación? ¿Tan graves están las cosas? ¿Pero cómo...? ¿Por qué no me lo dijiste?
—Traté de decírtelo hace años. Conocía cada detalle de las conspiraciones que se
tramaban para traicionarte. Sin embargo, tú estabas demasiado ocupado para escuchar a
alguien que no fuera un adulto, así que no volví a intentarlo. De todos modos, ese
conocimiento nos resultará muy útil. Te veré fuera de la sala de asambleas, a menos que
llegue tarde.
Sonrió con amargura mientras su padre se alejaba por el corredor. La mirada de orgullo
que brillaba en el grueso rostro del dictador no se hubiera mantenido de estar al tanto de la
enorme traición que proyectaban algunos de los distinguidos senadores, sus amigos. Iba a
costarle un esfuerzo sobrehumano ponerlos en evidencia. Jimmy localizó el panel que buscaba.
Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le observaba, se deslizó a través de él y
recorrió con rápido paso el corredor. No encontró a Aaron Bard. Por un instante, caviló sobre la
conveniencia de seguir buscándole. Al fin, abandonó la idea. El tiempo apremiaba. Ya vería al
anciano más tarde. No corría prisa. Se encogió de hombros y tomó uno de los pasajes, un
atajo que le llevaría a la gran sala de asambleas. El dolor de cabeza comenzaba a desaparecer.
Además, no tenía tiempo para preocuparse por él.
Llegó cuando comenzaba la sesión. Penetró sigilosamente en la sala por la entrada
privada del dictador, dirigiéndose, sin que nadie se fijase, hacia la enorme mesa escritorio
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situada detrás de una pantalla de jade. Ésta le ocultaría a la vista de los senadores,
permitiéndole observar sin ser observado. Había presenciado ya otras sesiones, reuniones
ruidosas, perturbadas por las disputas y los insultos intercambiados entre grupos rivales. Hoy
no ocurría nada semejante. Los senadores presentaban mociones, con la evidente intención de
ganar tiempo, sin prestar ninguna atención al rutinario desarrollo de la sesión. Los
conspiradores se habían concertado para derrocar al dictador durante aquella reunión, aunque
sólo los líderes de los grupos sabían que la verdadera razón que se ocultaba detrás de todo
ello era la traición promovida por Eurasia gracias al soborno.
La conspiración llevaba años tramándose. Los líderes atizaban de manera deliberada los
inevitables pequeños odios y descontentos. Aprovecharon la condición de Jimmy para
desacreditar a su padre, aunque se basaron más en las propias debilidades del dictador, que
fueron presentadas al público en versiones tergiversadas. El muchacho observó que doce de
los arteros hombres tentados por la promesa de convertirse en los oligarcas de América —
aunque amparados en su aparente condición de líderes de los grupos rivales— todavía se
hallaban ausentes. Eso explicaba el lento ritmo voluntariamente impuesto a la reunión. Algo
sucedía. Jimmy tuvo el presentimiento de que el cadáver del psicólogo suscitaría no poco
interés. Los dos únicos líderes honestos asistían a la sesión, severos y silenciosos. Por fin, uno
a uno y por diferentes puertas, entraron los doce senadores. En sus rostros no se advertía
ninguna expresión de derrota.
Lógico. El dictador había perdido toda posibilidad. Trató de gobernar basándose en el
prestigio familiar e introduciendo la división entre los grupos, que ahora se habían aliado de
nuevo. Se mantuvo a flote mientras la oposición no estuvo preparada para atacar. Sus
métodos no aguantarían ninguna tirantez, y mucho menos un ataque semejante. Ya había
dejado escapar una oportunidad de asestar un golpe antes de que hicieran su entrada los
líderes. Un hombre resuelto hubiese interrumpido las dilaciones, tomando la iniciativa. Un
orador astuto, al tanto de las técnicas dramáticas y emocionales de un Webster o un Borah,
hubiese llegado incluso a controlar la asamblea. Pero el dictador era débil, y la compulsadora
no ofrecía grandes piezas de oratoria. Todo aquello resultaba incompatible con tal inmadurez
emotiva.
Finalmente, le concedieron la palabra. Debió de comenzar por la flamante madurez de
Jimmy, para arrancarles por sorpresa de sus rutinarios pensamientos, revelar la resurrección
de Aaron Bard y hablar de sus antiguos trabajos sobre la energía atómica a fin de despertar su
curiosidad y, luego, desplegar sus acusaciones contra ellos, en cortos y enérgicos golpes. En
lugar de eso, se dedicó a enumerar los viejos logros de la familia Bard, con frases trilladas,
carentes ya de todo significado.
Jimmy permanecía sentado en silencio. Su padre debía tomar conciencia de sus propias
debilidades allí, en aquel momento. Miró hacia abajo y escudriñó la cara de uno de los
traidores. La expresión del hombre le obligó a volver a toda prisa la cabeza, en el instante en
que su padre, advirtiendo lo mismo que él, interrumpía su discurso.
Un brazo surgía de la pared izquierda de la sala, agitando un sucio trozo de papel en
dirección a los presentes. Jimmy reconoció la hoja que Bard había usado para trazar sus
diagramas. El brazo se retiró de repente, reemplazado por el rostro burlón de Aaron Bard...
Pero no era el Aaron Bard que Jimmy conocía. La demencia desfiguraba su cara. Tenía los ojos
desorbitados, enseñaba los dientes, y los músculos de su cuello se contraían a causa de la
vesánica tensión. Mientras Jimmy le observaba, el anciano penetró en la habitación y avanzó
majestuoso por el pasillo que conducía al escritorio del dictador, con la pistola atómica
apuntando al padre del muchacho.
Toda la atención se centraba en él y nadie se movió para cerrarle el paso cuando se
adelantó muy resuelto, blandiendo el papel en la mano. Hablaba atropelladamente, y sus
palabras parecían impulsadas por un enorme esfuerzo físico.
—¡Traición! ¡Barbarie! ¡Idolatría pagana!
Por un segundo, Jimmy apartó los ojos de Bard para mirar a su padre. Luego, saltó de la
silla con furiosa elasticidad, al ver que el dictador perdía la calma y alargaba la mano hacia uno
de los diminutos botones secretos de su mesa. El arma oculta actuó con excesiva rapidez,
aunque no produjo ninguna explosión visible. Aaron Bard dejó escapar un sonido estrangulado
y se derrumbó en el suelo.
—¡Detente!
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Hizo una breve pausa, aparentando estudiar el papel que sostenía en la mano. Al
continuar, su voz sonó con la rudeza propia de un hombre que cumple un desagradable deber.
—Doce hombres... Doce hombres que negociaron directamente con nuestros enemigos.
Leeré sus nombres por orden de importancia. En primer lugar, Robert Sweinend. Hace dos
días, a las tres, se entrevistó en el despacho de su secretaria con un autodenominado hombre
de negocios japonés llamado Yamimoto Tung, aunque dice llamarse...
Jimmy continuó recitando de manera metódica el desarrollo de la entrevista, sintiendo
que su tensión aumentaba a medida que los segundos transcurrían. Si seguía hablando mucho
tiempo, se darían cuenta de que todos aquellos datos no cabían en un pequeño trozo de
papel...
De repente, la mano de Sweinend se movió. La de Jimmy desapareció bajo la mesa. Una
flecha de fuego —de fuego atómico— quedó suspendida durante un segundo en el lugar que
había ocupado el senador y desapareció. Jimmy guardó la pistola con tranquilo gesto, viendo
cómo once hombres se levantaban de sus asientos y se precipitaban hacia las salidas. A su
espalda, el rostro de su padre resplandecía con inmenso alivio y aún mayor orgullo, mezclados
con incrédulo asombro, en tanto se ponía en pie, turbado, para ocupar el sitio que su hijo le
cedía. El trabajo había terminado, y Jimmy tenía derecho a seguir ahora sus propias
inclinaciones.
Para su sorpresa, la inmóvil figura que yacía en el sofá estaba consciente y lúcida. El
muchacho cerró la puerta de la pequeña sala, dejando al médico fuera. Aaron Bard no podía
moverse, pero sus labios esbozaron una sonrisa.
—Hola, Jimmy. Acabas de pronunciar el más bonito manojo de mentiras que he
escuchado en mucho más de ochenta años. Voy a cambiar el proverbio. De ahora en adelante,
el tuerto será el rey... ¡Siempre y cuando golpee el suelo con un bastón!
Jimmy movió la cabeza con solemnidad. La mayor parte de la tensión originada por la
última hora se desvaneció de súbito, borrada por la cálida actitud del anciano y por el hecho de
no verse obligado a convencerle de su normalidad, a pesar de su comportamiento desde el
momento en que se sometió a la acción de la máquina educadora.
—Tenía usted razón con respecto a la compulsadora. No modifica el carácter. Sin
embargo, pensé que, después de disparar contra el psicólogo... ¿Cómo se dio cuenta?
—Dispuse por lo menos de veinte minutos antes de que terminara el proceso de tu
educación para deslizarme e inspeccionar el diario de mi hijo. —Su sonrisa se tornaba más
profunda a medida que aspiraba el humo del cigarrillo que Jimmy sostenía entre sus labios,
exhalándolo en suaves espirales—. Me llevó quizá diez minutos enterarme de lo que quería
saber. Las notas que escribió durante la guerra constituyen un extenso himno triunfal en torno
a los resultados obtenidos con chiquillos mientras que expresan su disgusto por los obtenidos
con las personas educadas después de cumplir los veinte años. Él sabía la razón, de la misma
manera que siempre se mantuvo al tanto de todo cuanto quería. Demasiada información en
una mente joven hace que ésta se atasque por el mero peso de los pensamientos no
desarrollados, suscitando en quien la posee una falsa confianza en sí mismo. El hombre
maduro, en cambio, con su mente ya entrenada, no se doblega ante la simple información. La
usa... ¡No, déjame continuar! No trato de justificar mi compulsadora. Te dejo a ti esa
responsabilidad. Jimmy, el doctor me ha dicho que me queda poco tiempo. Quiero asegurarme
de que... Dentro de veinte años... Bueno, eso no importa ahora.
»La compulsadora significa un veneno para una mente de doce años, y una bendición
para el adulto. No lograrás cambiar la costumbre de la noche a la mañana, pero debes
intentarlo. Tal vez obtengas algún éxito. Retrasa poco a poco la edad de la educación. Lo justo
sería que yo reparase el daño que ayudé a causar. Sin embargo, tendré que dejar que lo hagas
tú. Sé implacable, como lo fuiste hace un rato... Más inflexible que ninguno de ellos. Así debe
actuar el hombre que lucha por los principios y la justicia. Golpea en el suelo con tu bastón. Y
alguna vez, cuando a tu alrededor no haya ningún ciego, mira hacia arriba y todavía podrás
contemplar las estrellas. Ahora...
—¡Abuelo Bard! ¡Usted no estaba loco cuando apareció en la asamblea!
El anciano sonrió una vez más.
—Pues claro que no. No iba a limitarme a observar la escena, viendo que el único de mis
descendientes de valía necesitaba ayuda, mientras yo permanecía tan tranquilo, ¿no te
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No escribí una sola palabra durante los años 1945 y 1946. En otros aspectos, mi vida
rebosaba de todo tipo de acontecimientos. Mi novia y yo acabamos por romper las relaciones,
aunque tal vez fuera más justo decir que, simplemente, cada vez nos alejábamos más el uno
del otro. Sospecho que mi trabajo le disgustaba, a pesar de que nunca lo mencionó. La mayor
parte de la gente que trabaja en una oficina parece pensar que hay algo degradante en los
otros tipos de trabajo, aunque se paguen mejor.
En el otoño de 1945, me casé con la joven que solía servirme el café en el White Tower
cercano al lugar en que yo habitaba. Se llamaba Helen, lo cual fue probablemente afortunado,
ya que mis amigos tenían la mala costumbre de llamar Helen a cualquier mujer a la que vieran
conmigo... Mi personaje de la dama robot no se apartaba de su memoria. Nos mudamos al
Bronx, donde compartimos un apartamento con su padre y su hermano.
Hasta 1947 la tarea de escribir no volvió a formar parte integrante de mi vida. Campbell
me envió una nota pidiéndome que fuera a verle a su oficina. Cuando me presenté descubrí
que me había citado con objeto de que le firmase una autorización para incluir Nervios en una
gran antología de ciencia ficción que preparaba Random House. (Adventures in Time and
Space, un grueso volumen, se consideró durante veinticinco años como la más perfecta
antología de ciencia ficción en un solo tomo.) Me pagaron 137,50 dólares por los derechos de
mi cuento.
El dinero llegaba en el momento apropiado. Me habían despedido de mi trabajo,
sospechando que trataba de sindicar al personal de la cadena White Tower. (Se equivocaban.
Esa unión no me hubiese beneficiado en nada.) De modo que me hallaba sin trabajo y
dependía del sueldo de Helen como camarera.
Ahora bien, el hecho de haber visto a Campbell y obtenido un cheque por mi cuento me
produjo un gran efecto. Durante años no había pensado en escribir. Ahora, me dirigí a casa
con la cabeza desbordante de ideas. Como si algo largo tiempo reprimido empezara a
liberarse. (Algunas de las ideas eran francamente malas, por supuesto. No obstante, buenas o
malas, me causaban una sensación de casi novedad.)
Pocos días después, me senté ante la máquina, deseoso de probar si aún sabía trasladar
las palabras al papel sin que me temblaran los dedos. Estaba tan excitado que ni siquiera
había considerado en serio qué idea iba a desarrollar. Por lo tanto, escogí la primera que se me
presentó. Sin duda, la preferí a causa de su título, tomado de otro poema de Longfellow:
El día ha concluido,
y la oscuridad (resbala de)
las alas de la noche.
Y la oscuridad... llegó a las siete mil palabras, extensión que me pareció razonable, ya
que Campbell había dicho que estaba en condiciones de publicar algunos cuentos cortos de
calidad.
FIN
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