La Libertad en El Pensamiento
La Libertad en El Pensamiento
La Libertad en El Pensamiento
PENSAMIENTO
Escribí este libro hace ya bastantes años, en 1977, con estilo bastante tosco. Ahora, sin
apenas modificación, me mueven a editarlo en Arvo Net algunos amigos que piensan que
va a ser de utilidad a muchos como iniciación filosófica al tema de la verdad. Si es así en
algún caso, vencer el natural pudor a exponer mi primera publicación sin rehacerla, habrá
valido la pena.
Por Antonio Orozco-Delclós
"La verdad... no cambia una vez que ha sido encontrada, pero todo cambia a su
alrededor, y si no se hace un esfuerzo por mantener con vida el sentimiento de su
presencia, será olvidada sin que tenga que pasar tiempo (...) Una de las principales
funciones de la sabiduría es precisamente mantener la verdad presente a la mirada de
los hombres." (E. GILSON, El filósofo y la teología, Madrid, 1962, p. 180)
LA FUERZA DE LA VERDAD
La pregunta de Agustín, en su tratado sobre el Evangelio de San Juan -" ¿hay algo que
desee el alma con más vehemencia que la verdad?"-, contiene en sí su propia respuesta
(1). ¿Qué podría ser más fuerte que el deseo de la verdad? ¿Qué podría ser más
conmovente? Unos jóvenes alumnos propusieron a Tomás de Aquino una curiosa
cuestión, que dejó resuelto en el artículo l° de la Cuestión XIV de sus Quodlibetales: "Si
la verdad es más poderosa que el vino, que el rey y que la mujer". Como es habitual en el
de Aquino, antes de ofrecer cabal respuesta, recoge unas objeciones que agudizan aún
más la dificultad: "Parece -dice- que el vino es lo que inmuta máximamente al hombre",
pues puede incluso hacerle perder el sentido. Por otra parte, continúa, el rey es capaz de
impeler al hombre hacia cosas dificilísimas, hasta el punto de lograr que el súbdito se
exponga al peligro de muerte. Pero la mujer, por su parte, domina al mismísimo rey.
Parece pues que la fuerza de la verdad, como la del vino y la del rey, palidecen ante el
poder fenomenal de la mujer. Tomás, con todo rigor y, según creo, pasando un buen rato,
va a resolver la dificultad. Ante todo se cuida de declarar que verdad, vino, rey y mujer,
son entidades heterogéneas si se consideran en sí mismas y por ello no son comparables,
a no ser por la semejanza que pueda haber entre algunos de sus efectos. Y encuentra que
verdad, vino, rey y mujer, convienen en inmutar –o sea, conmover- el corazón del varón,
por lo cual pueden compararse y jerarquizarse según la cualidad de la inmutación que
causan.
El hombre -sigue el Doctor de Aquino- puede ser inmutado, conmovido, en tanto que
animal, en el cuerpo o en los sentidos; y en el entendimiento práctico o en el
especulativo, en tanto que racional. "Pues bien, entre aquellas cosas que inmutan
naturalmente al hombre según la disposición del cuerpo, la excelencia pertenece al vino,
que hace hablar por los codos (quod facit per temulentiam loqui). Entre las cosas que
inmutan la tendencia de los sentidos, la delectación es la más irresistible y, en este
campo, la mujer es más poderosa. Por otra parte, en el orden del hacer, que rige el
entendimiento práctico, la máxima potestad pertenece al rey. En cambio, en el ámbito
especulativo, lo sumo y potentísimo es la verdad. Y -concluye Tomás- como las
potencias corporales se someten a las animales, y las animales a las intelectuales, y las
intelectuales prácticas a las especulativas, tenemos que, absolutamente hablando, la
verdad es lo más digno, lo más excelente y lo más fuerte" (2).
La argumentación que acabamos de seguir revela una salud mental maravillosa, y permite
sospechar que la obra de Tomás de Aquino ha de ser altamente saludable para quien la
aborde en nuestros días, en los que tan escasos de humor andamos, así como ayunos de
verdadera sabiduría. Tomás viene a decirnos que no se puede mutilar al hombre, como
hacen ciertos sociólogos, psicólogos, antropólogos, ignorantes de sus respectivas
ciencias. El hombre es un ente complejo: una complejidad que es, valga la redundancia,
una, es decir, que forma un todo animado por el espíritu racional, que es lo más alto y
vigoroso que hay en él. Y ese espíritu -inteligente- se halla ordenado por naturaleza a la
verdad; su fin es la verdad. Y la verdad -esa orientación a la verdad- es lo que le hace ser
hombre; lo que le hace ser más, infinitamente más que animal. Por ello -y porque lo vive
y siente dentro- Tomás entiende bien que el primero, en la jerarquía de los grandes deseos
humanos, es el deseo de la verdad (3); deseo más fuerte aún que el de continuar en la
existencia, que éste es común con el de los seres irracionales. El hombre es más, y ese
más -por lo que es hombre- engendra el deseo, la mayor sed del hombre, sed de verdad. Y
como la verdad es inagotable, su sed es insaciable. Y si la sed se agotara o saturara,
entonces asistiríamos a la agonía del espíritu humano.
Si hoy contemplamos una considerable masa de gente que no tienen sed de verdad, que le
vuelve las espaldas, desinteresándose de ella, incluso huyendo, entonces habremos de
admitir que aqueja a una gran parte del mundo la más grave enfermedad que pueda
pensarse. Una dolencia, por lo demás, que tiende a la deshumanización del hombre, al
anular el ejercicio de la más específica de sus facultades: el entendimiento, creado,
justamente, con vistas a la verdad. Es el amor a la peor de las esclavitudes: la ignorancia
(vencible); la búsqueda de liberaciones que encadenan la libertad.
Para poder actuar en libertad, lo primero que se requiere es conocer el para qué de la
libertad, es decir, su finalidad, su sentido. Porque la libertad -como facultad de escoger-
no tiene su razón de ser en sí misma, no es un valor absoluto. Como absoluto, la libertad
no interesa a nadie. La libertad interesa por lo que ella nos permite hacer o conseguir: por
su sentido y nervio teleológico. La libertad interesa porque hay algo "más allá" de la
libertad que la supera y marca su sentido. Y esto no es otra cosa que lo bueno, el bien. La
libertad es un bien porque me permite conseguir bienes enriquecedores, plenificantes.
Se entiende que ser libre no es sólo gozar de libre albedrío, desde el momento en que se
observa que con el libre albedrío podemos convertirnos en esclavos (¿será menester
acudir al ejemplo de la drogadicción?). Nuestra libertad puede frustrarse a sí misma,
encadenarse, eligiendo lo que merma a la persona; así sucede, por ejemplo, cuando se
engolfa en bienes inadecuados que embotan la mente e impiden la consecución de los
bienes más altos del espíritu. Hay elecciones que pueden cerrar posibilidades en un
determinado orden de cosas, pero que abren otras de orden superior: son elecciones
liberadoras, que enriquecen a la persona y a su libertad. En cambio, elegir lo que
introduce el desorden en la naturaleza cierra el horizonte de los bienes típicamente
personales. En tal caso, se podrá tener "sensación" de libertad –por un momento-, pero, si
no se rectifica, el ámbito de la existencia se va reduciendo, se hace cada vez más angosto,
hasta sumergir en un nivel que bien podría calificarse de infrahumano. Quizá se viva
entonces con cierta ilusión de estar siendo libre, pero en realidad se está atrapado, lejos
de la verdadera libertad.
Escoger la verdad -bien del entendimiento, que redunda en todo el hombre- no es siempre
fácil. Todos, en la actual forma de existencia, arrastramos cierto desorden en nuestros
apetitos, que se inclinan al mal: se hallan desmesuradamente proclives a bienes inferiores.
Elegir el sendero de la verdad implica plantear una batalla íntima, la renuncia a una
existencia inauténtica que, sin embargo, tienta. Pero decidirse por la verdad es la única
opción que libera, que permite el desarrollo de la persona y la perfección de su libertad;
es enfilar el camino del bien, hacia la plenitud; es la condición necesaria para que "el
hombre" se haga digno de ser "un hombre", y lo sea plenamente (5).
El aperturista
La mente debe abrirse para hallar la verdad; una vez hallada -cosa más fácil, en las
cuestiones fundamentales, de lo que supone el aperturista-, se clausura para asimilar bien
(no se puede pasear uno ante la verdad como el paleto en el Museo del Prado). Y si se
debe abrir de nuevo, no es para vomitar la verdad ya poseída, sino para enriquecerla con
nuevas verdades, que, si son ciertamente verdad, no se opondrán a la primera, antes bien
la iluminarán más todavía.
Pero esa nueva luz más poderosa no surgirá sin antes haber cerrado la mente con la
voluntad, con una voluntad que ame tanto la verdad nueva como la antigua y que, por
ello, determine el asentimiento de la mente a lo que ha comprendido ser verdad
incuestionable. Sin esa fijeza, sin ese inmutable asentimiento, el hombre no pasa de ser
una cabeza vacía, siempre estupefacta, de la que cabe esperar cualquier desatino. El
"aperturismo" aquí presentado es un claro síntoma de languidez espiritual, cuando no un
estado patológico de la mente que se instala morbosa en la duda; la cual, por lo demás,
preciso es reconocerlo, tiene la ventaja de zanjar cualquier compromiso.
La apertura razonable es la del que nunca se niega a reconocer una verdad, venga de
donde venga, de los contemporáneos o de los más antiguos pensadores, pues una verdad
descubierta, si es verdad -si es afirmación conforme a la realidad-, será verdad siempre.
Pero, vayamos por pasos.
Proclamemos que el hombre ha de ser "buscador incesante". Ahora bien, nunca somos
buscadores sin que conozcamos ya qué es la verdad en general y un buen puñado de
verdades fundamentales. Desde el instante que nos proponemos buscar, sabemos que la
verdad es lo que es, como asienta la definición clásica, la de Agustín y de Tomás; y que,
siendo verdad, sigue siendo verdad, aunque se piense al revés, por decirlo al modo de
Machado. Sabemos que las cosas son, y que son de tal modo que nosotros podemos
conocerlas; y que las conocemos de tal manera, que nuestro conocimiento las deja
intactas; que son como son y que sería vano pretender transformarlas con el pensamiento,
justo porque son como son, con independencia de que yo las piense o no. Sabemos que
nuestro entendimiento alcanza la verdad de las cosas y su propia verdad, cuando conoce
conforme a la realidad. Todo ello es ya un grueso caudal de sabiduría que nunca poseerá
el animal y, sin embargo, nosotros la tenemos desde nuestra infancia, desde el momento
en que nos proponemos conocer o averiguar algo. Desde entonces somos ya virtuales
conocedores de toda verdad asequible a la humana razón. Sabernos que las cosas son, y
que nosotros somos y que podemos ir conociendo las cosas. No somos, por decirlo
gráficamente, buscadores "de" la verdad (como si la buscáramos antes de conocer,
partiendo de cero), sino buscadores "en" la verdad, que procedemos desde evidencias
inmediatas a verdades más hondas y complejas.
Parte I
Decimos que "las cosas son tal como son". Con ello queremos reconocer que el ser y el
modo de ser de las cosas no dependen de nuestra voluntad o estimación. Las cosas están
ahí, por así decir, disfrutando de una naturaleza propia, de un acto de ser igualmente
propio, que no se confunde con mi percepción o conocimiento. En otros términos, las
cosas poseen su propia verdad. Y cuando hablamos de la verdad de las cosas no hacemos
más que reconocer su consistencia e inteligibilidad.
El paso del tiempo nos enseña también que no es siempre fácil hacerse con la verdad de
todas las cosas; que muchas veces tenemos que conformarnos con verdades parciales; y
que otras muchas hemos incurrido en error: nos habíamos precipitado en el juicio, o no
habíamos inspeccionado bien la cosa, o quizá la cosa excedía nuestra capacidad de
comprensión.
El hombre normal, ante la experiencia del error, se hace cauto, prudente en sus juicios,
sin perder, no obstante, el íntimo convencimiento de que permanece radicalmente
implantado en la verdad. No desespera de su facultad de entender, ni tampoco niega la
verdad que hay en las cosas. No se repliega en sí mismo declarando que él ya tiene "su"
verdad y que no necesita mirar al mundo para saber cómo es; o que las cosas son siempre
como él las piensa y basta. Eso sería el suicidio de la razón. Lo curioso es que nunca han
faltado suicidas con pretensiones de arrastrar a muchos a su triste final. La actitud
negativa ante la verdad es muy antigua; se remonta a la Grecia de Protágoras. Los sofistas
hicieron tabla rasa del trabajo filosófico precedente y produjeron una honda crisis de
desánimo. Los filósofos se contradecían; las opiniones contradictorias se multiplicaban,
creando un clima de confusión en el que era muy difícil aclararse acerca de las cuestiones
más básicas. Si nosotros diéramos nuestra opinión, decían algunos, no haríamos más que
añadir un elemento más a la discordia. Los errores de los sentidos, los sueños, las
alucinaciones, los fenómenos a los que dan lugar la embriaguez y la locura, parecían
apoyar la tesis escéptica: no podemos conocer la verdad; no podemos alcanzar certeza
alguna; hay que abstenerse de juzgar. No era un "yo no sé nada", sino más bien "me
abstengo"; en todo caso, "busco". Se trataba de una duda sistemática que suspendía
deliberadamente todo asentimiento. Aristóteles alude a aquellos que, radicalizando la
postura, no hablaban, se limitaban a mover el dedo meñique : pensaban que pronunciar
cualquier palabra era reconocerle un sentido, una referencia a la verdad. Y estaban en lo
cierto. No caían, sin embargo en la cuenta de que los movimientos del dedo meñique
pueden tener una significación exactamente igual a la de las vibraciones de la laringe.
Incluso en ocasiones el lenguaje del gesto es aún más expresivo que las palabras. Aquel
agnóstico que fue Albert Camus reconocía que "la única actitud coherente fundada en la
no significación sería el silencio, si el silencio, a su vez, careciese de significación. La
absurdidad perfecta trata de ser muda" (6). Pero el absurdo es insostenible, y la razón se
traiciona cuando lo afirma. Negar que las cosas tengan verdad, inteligibilidad y sentido
es, al mismo tiempo, afirmar lo contrario.
Se cuenta la anécdota que sucedió estando 1.-P. Sartre -el filósofo del absurdo- en petit
comité, defendiendo con particular vehemencia, argumentando con toda suerte de
efectismos dialécticos que la verdad no existía. En esto, una discípula, enardecida por el
entusiasmo, exclamó: "¡Qué gran verdad es ésta!" No deja de ser una esperanzadora
respuesta. Decía Chesterton que la mayoría de los escépticos fundamentales parecen
sobrevivir porque son escépticos inconsecuentes y nada fundamentales. "Si bien es fácil
hablar mal de la razón, afortunadamente esto no se puede hacer sino en nombre de la
misma razón, la cual, por tanto (...), se hace viva y presente en el mismo acto que
pretende negarla. Cualquier condena de la razón que se intente no puede proceder sino de
la misma razón que reflexiona y que, por tanto, conduce a una definitiva afirmación de su
valor" (7). El que trata de asesinar a la razón, por lo mismo la resucita (8). La duda
universal es un imposible que no puede sostenerse ni siquiera como punto de partida
teórico del conocimiento filosófico. Las posiciones escépticas, aun las mejor presentadas,
acusan un lamentable gesto de pereza mental. Sus motivaciones profundas no son tanto
gnoseológicas como psicológicas. Balmes llamaba al escepticismo, "la agonía del
espíritu". El escéptico cede ante dificultades mínimas. El escepticismo no es una actitud
original, sino una enfermedad del alma, un decaimiento. Y las épocas escépticas son, sin
duda, épocas decadentes.
El fin de la filosofía, que es también fin natural del entendimiento humano -su gozosa
quiescencia- "no es saber lo que los hombres han pensado acerca de las cosas, sino la
verdad que hay en ellas" (9). "No pertenece a la perfección de mi entendimiento lo que tú
quieras o lo que a ti te parezca conocer, sino sólo lo que hay de verdad en las cosas",
escribía Tomás de Aquino (10). Es la negación del servilismo intelectual; la afirmación
de la aptitud personal para el conocimiento de las verdades fundamentales; una muestra
del vigor intelectual del hombre que sabe acoger todo hallazgo verdadero del pasado,
asumirlo con originalidad y elevarse a las más altas cumbres del saber. Un ejemplo para
esta época nuestra. Si acudimos a maestros tales como Tomás de Aquino, no es para
estancarnos en la repetición de sus enseñanzas, sino para que nos muestren el camino
hacia las "cosas mismas", para que nos enseñen a sortear el escollo del tópico, del mito,
del sofisma, y desbrozar el campo de las evidencias inmediatas, y elevarnos hacia las
verdades últimas, esas que ofrecen para nuestras vidas un sentido claro, adecuado,
definitivo.
EXISTENCIA DE LA VERDAD
¿QUÉ ES LA VERDAD?
Es necesario precisar ahora qué entendemos por verdad. Todos lo sabemos; sabemos qué
queremos decir cuando afirmamos "esto es verdad". Queremos decir: "esto es así, tal
como lo digo". Estamos diciendo que algo es, y que es esto y no otra cosa, y que mi
juicio acerca de ese algo está conforme con lo que en realidad es la cosa. De ahí que se
haya hecho clásica la definición de verdad corno adecuación entre lo entendido y la cosa
(13) ; éste es el más propio y formal sentido de la palabra "verdad". Con ella significamos
una relación de adecuación entre una cosa conocida y lo que hay en quien la conoce.
Cuando decimos "este papel (que está ahí sobre la mesa) es blanco", el juicio es
verdadero si el papel es blanco, es decir, si la blancura está de algún modo en el papel y
no sólo como cierta impresión en el entendimiento. Así, la blancura está verdaderamente
en el papel y también, aunque de otro modo, en mi entendimiento adecuado a la cosa de
que hablamos. Llamamos pues "verdadero" tanto a la blancura del papel como al juicio
del entendimiento que afirma la blancura del papel. Por eso se dice que la verdad es un
término analógico, porque tiene diversos sentidos -se dice de las cosas y del
entendimiento-, aunque convienen en significar siempre una relación de adecuación o
conformidad entre entendimiento y cosa.
Cuando hablamos de la verdad de las cosas (verdad ontológica), apuntamos al acto por el
cual son, y son lo que son, con independencia de que las conozcamos o no. Hay que decir
que las cosas todas son conocidas siempre en acto por el entendimiento divino, sin el cual
nada podría existir. Dios conoce perfectísimamente todo lo que hay, de modo que todo es
de una manera adecuada al conocimiento que Dios tiene de cada cual, y así todas las
cosas son como un reflejo del conocimiento de Dios Creador. Y, precisamente en la
medida en que son ese reflejo, poseen como una luz inteligible en virtud de la cual
pueden ser entendidas por los demás entendimientos. No es que los entendimientos
creados les presten la inteligibilidad; la inteligibilidad les viene con el acto de ser, que es
siempre don de Dios Creador. Las cosas son ya inteligibles en la medida en que son, y
siempre son entendidas por Dios en acto. En cambio, las cosas no siempre han de ser
entendidas por los entendimientos creados, y sin embargo son lo que son siempre y
cuando sean entendidas de tal modo por Dios. "La verdad de las cosas no depende de la
visión del entendimiento humano. Ciertamente hay muchas cosas que no son conocidas
por nuestro entendimiento, pero no hay ninguna que el entendimiento divino no conozca
en acto (el entendimiento humano simplemente las podría conocer). Por eso en la
definición de la "cosa verdadera" puede incluirse la visión en acto del entendimiento
divino, pero no la visión del entendimiento humano, a no ser en potencia (...)" (14). Estas
puntualizaciones elementales son requeridas por los errores que se han dado sobre el
asunto y que más adelante analizaremos. La verdad de las cosas, pues, no incluye el ser
conocida actualmente por el entendimiento humano, "porque en este caso no sería
verdadero lo que no se ve, y esto es manifiestamente falso respecto a las más escondidas
piedrecillas que están en las entrañas de la tierra" (15). Pero la verdad que se predica de
las cosas en orden al entendimiento divino les corresponde a ellas inseparablemente, pues
no podrían subsistir a no ser por el entendimiento divino, que produce en ellas el ser. Y
"aunque no existiese el entendimiento humano, todavía la cosa sería verdadera en orden
al entendimiento divino" (16).
De este modo queda claro que: "las cosas que son algo positivo fuera de la mente poseen
en sí algo por lo cual pueden llamarse verdaderas" (19). Se puede hablar propiamente de
la verdad de las cosas. Es más "el ente ni siquiera puede concebirse sin lo verdadero"
(20). Todas las cosas, por consiguiente, son verdaderas y no falsas. Lo que puede ser
verdadero o falso es el juicio; no las cosas, que sólo pueden ser verdaderas. Aunque no
debe decirse que las cosas son la verdad, sí que todas tienen verdad; son verdaderas,
aunque sólo las inteligentes puedan tener conciencia de tal propiedad.
Pues bien, es evidente que la verdad del entendimiento creado se funda en la verdad de
las cosas y no al revés. El entendimiento creado no es fundador de la verdad en ningún
sentido. Sólo tiene sentido llamar verdadero a nuestro entendimiento una vez que, abierto
a la verdad de las cosas, las conoce, y las conoce tal como son; es decir, cuando forma de
ellas una estimación conforme a la realidad. Si se desentendiera de las cosas tal como
son, o no pudiera alcanzarlas, a lo sumo no haría más que "pensar pensamientos" o
"sentir sensaciones". No habría adecuación más que del pensamiento consigo mismo. No
habría siquiera conocimiento, sino acaso impresiones, imágenes, que serían una mera
secreción de la subjetividad solitaria. No habría verdad, a no ser que se llamara así -como
ha hecho la filosofía de raíz kantiana- a ésa adecuación, con poco sentido, del
pensamiento consigo mismo. Pero la noción común de verdad implica la relación
entendimiento-cosas, la apertura del mundo a mi subjetividad: un mundo irreductible al
pensamiento, es decir, un mundo de entes reales, subsistentes en sí y no en la propia
subjetividad. Esto es pensar en términos del realismo, actitud filosófica natural y de
sentido común.
EL ERROR INMANENTISTA
No obstante, algunos han puesto en entredicho la verdad conocida con toda naturalidad
por el buen sentido. Se han preguntado si podría ser que lo que llamamos entes reales,
cosas, o realidad, no fueran más que productos del sujeto, como una mera alucinación o
"sueño coherente"; o -evitando las denominaciones que suenan a falso- una formidable
construcción de la subjetividad. En tal caso las cosas serían inmanentes al pensamiento,
es decir, que toda su consistencia estribaría en el hecho de ser pensadas (o sentidas); su
ser se agotaría en el ser pensado. Es la negación de la trascendencia del conocimiento, de
que lo que conocemos esté más allá de lo que podríamos llamar fronteras de nuestra
subjetividad o ser pensante. Es el inmanentismo gnoseológico, originado, para los
tiempos modernos, por Descartes.
Tomás de Aquino, al rebatir los sofismas de los escépticos, replicó también a la exigencia
racionalista: "Quieren estos sofistas que todas las cosas puedan establecerse a base de
razones demostrativas. Es evidente que pretendían tener algo como principio, que fuese
como una regla para discernir entre lo sano y lo enfermo, entre el que está despierto y el
que duerme. Y no se contentaban con tener de algún modo esa norma, sino que
pretendían que les fuese probada con una demostración (...). Su dolencia, es decir, su
enfermedad mental, consiste en buscar una razón demostrativa de cosas en las que no
cabe demostración. Porque el principio de la demostración no es la demostración: de ese
principio no cabe demostración. Y eso deben aceptarlo fácilmente, ya que la razón
demostrativa demuestra que no se pueden demostrar todas las cosas, porque eso sería
proceder al infinito" (21).
Pues bien, los filósofos poscartesianos que aceptaron la actitud racionalista (afán de
demostrarlo todo al modo matemático), cayeron en la cuenta de la inconsistencia de la
demostración de Descartes acerca de la existencia del mundo. Y, al no resultar
demostrable, decidieron... ¡ su inexistencia! En otros términos decidieron que la
trascendencia del mundo es sólo aparente, una mera ilusión, una consecuencia "poco
científica". El ser de las cosas consistiría en ser pensadas, y basta. Así se entiende que
Hegel, por ejemplo, diga: "ser es pensar" o "ser es ser pensado", y "pensar es ser".
Berkeley había dicho: "ser es lo mismo que ser percibido"; y para Marx, ser, en último
análisis, es sentir o ser sentido. Lo que nosotros llamamos ente real, porque le
concedemos una subsistencia propia independiente de nuestra subjetividad, el
inmanentismo lo entiende como ser pensado.
El inmanentismo se ramifica en dos grandes líneas. La que considera que las cosas son en
cuanto son pensadas por los sujetos particulares: la subjetividad personal se convierte así
en la fuente de todo lo que es, en la fuente de toda verdad y de todo bien; es el
endiosamiento del yo que todo lo engloba. Y la otra línea, que sostiene que todas las
cosas no son más que pensamientos de un gran sujeto impersonal, que sería lo englobante
panteísticamente, el Absoluto de Hegel, respecto al cual cada cosa y cada sujeto no serían
más que momentos de su evolución, modificaciones del "Todo", que Marx llamará
Materia; con ello, la personalidad -en el sentido fuerte- queda anulada, y se abre paso a
los totalitarismos nazis o comunistas (23).
Que el ser de los entes no sea más que ser conocido es una pretensión antigua que no
pasó inadvertida a Aristóteles ni a Tomás de Aquino. Tomás, en su comentario al libro
De generatione et corruptione, habla de esos tales que así "corno pensaban que los
animales viven y son en cuanto sienten en acto o pueden sentir, así también pensaban que
las cosas son en cuanto son sentidas o pueden ser sentidas como si el sentido fuese una
perfección de las cosas sensibles (como si el hecho de que alguien viera un árbol fuera
una perfección del árbol), del mismo modo que es una perfección del que siente. Y así, de
alguna manera, acabaron por destruir la verdad de las cosas. Pues como quiera que algo
se dice verdadero en cuanto es, si el ser de las cosas consistiese en ser sentido, no habría
ninguna verdad en las cosas, sino sólo en el que siente. Pero no es verdad que no haya
verdad en las cosas" (24). Las cosas poseen una consistencia en sí, con independencia de
que sean o no conocidas. Basta que las conozca Dios, sin que se identifiquen tampoco en
este caso el acto de ser de la criatura y el acto divino de conocimiento.
LA RECTIFICACIÓN
"El mismo hecho de sufrir una apariencia solamente es posible en cuanto cabe tomar
como real algo que no lo es. Tal posibilidad es el modo deficiente o negativo del poder
radical de abrirse a la realidad. La privación, el fallo, se dan, por tanto, en algo que por
esencia está bien orientado. Son posibles tan sólo sobre la base de una orientación al ser,
conservada aun en medio de la mayor aberración posible" (28). "Por eso sabemos lo que
quiere decir que algo sea realmente así y que, en cambio, algo sólo sea así en apariencia;
por eso, en determinados casos de anomalía, podemos atribuir la realidad a algo que es
sólo apariencia; y por eso tiene algún sentido la expresión errores de los sentidos. Lo
difícil no es explicar la objetividad del dato sensible y las posibilidades de los errores,
sino explicar cualquier cosa si se niega -por hipótesis, pues no hay otro modo de hacerlo-
aquella objetividad" (29). Se ve claro, pues, que si lo único que alcanzaran nuestras
facultades cognoscitivas fueran apariencias, o productos de las mismas, no se entendería
ni habría modo de explicar por qué hablamos de errores. En cuanto apariencias o
productos del sujeto, todo fenómeno de conciencia sería igualmente verdad, pues no
habría punto de comparación posible con otra realidad mensurante.
Recuerdo lo sucedido en una película que llevaba por título Un taxi para Tobruk.
Representaba la aventura de una patrulla en el desierto africano, durante la segunda
guerra mundial. Los hombres caminaban lentamente, sedientos, desfallecidos, con pocas
esperanzas de sobrevivir. Uno de ellos oye una música y piensa que es una alucinación,
preludio de una muerte próxima. Su compañero replica que también él está ya muy grave,
pues también oye música. Caminan un trecho con esta convicción, hasta que caen en la
cuenta de que ambos oyen la misma melodía, que por tanto no era un producto de su
fantasía, sino sonido real, transubjetivo, no un mero contenido de conciencia de uno u
otro; era una melodía que podían tararear juntos, coincidiendo sin previo ensayo. Aquella
melodía no era una extracción azarosa o patológica de contenidos internos.
Es preciso reconocer que el principio de inmanencia anuncia una verdad de Pero Grullo:
algo que esté más allá del pensamiento ni siquiera puede pensarse, del mismo modo que
el hombre no puede saltar más allá de su propia sombra. Lo que está fuera del alcance de
mis facultades cognoscitivas no es, para mí, cognoscible; y sólo puedo conocer a través
de las sensaciones o conceptos que están en mí; lo que yo no conozco es "como si" no
existiera "para mí". Son aserciones innegables que tienen toda la potencia, pero también
la trivialidad de una afirmación banal, de la cual el inmanentismo saca una conclusión
grávida en consecuencias: que no conocemos las cosas, sino sólo nuestras propias
afecciones y no tenemos manera de saber si representan las cosas como son en sí mismas;
que hay que dudar o incluso negar -en la radicalización del inmanentismo- que haya
cosas en sí. Esto es volver las espaldas a la realidad, al sentido común, a las certezas
espontáneas. E1 filósofo, desde luego, ha de reflexionar sobre ellas, dilucidarlas,
rectificarlas si fuera menester, pera en modo alguno negarlas.
La primera razón que aduce el de Aquino se refiere a la vanidad en que incurrirían las
diversas ciencias. "Si, pues, entendiésemos solamente las especies existentes en el alma,
se seguiría que ninguna ciencia versaría sobre las realidades exteriores al alma, sino sólo
sobre las especies inteligibles que hay en ella, al modo como los platónicos afirmaban
que las ciencias versan sobre las ideas" y no sobre las cosas sensibles (31). Esta razón le
parece a Tomás de suficiente peso para mantener la afirmación del común sentido:
conocemos las cosas mismas, tal como son; nuestra subjetividad no se halla enclaustrada
en sí misma, sino esencialmente abierta a las cosas, al mundo que subsiste, aunque yo no
me pare a pensar en él y que, sin embargo, yo puedo conocer en su entraña.
Santo Tomás, como teólogo y filósofo realista, concedía a la ciencia experimental todo su
justo valor. Por un lado, la ciencia utiliza conceptos elaborados por el espíritu, con éxitos
innegables. El científico prevé los acontecimientos, en parte, al menos, y en muchas
ocasiones llega a dominarlos. La experiencia confirma o elimina las hipótesis elaboradas.
Todo ello es prueba fehaciente de que el sistema de representaciones puesto en juego por
la ciencia no es una construcción arbitraria del espíritu humano, sino una fiel
representación de la realidad. Por otro lado, la historia de las ciencias ofrece el relato de
los esfuerzos que ha costado o está costando a la inteligencia humana, a golpes de
ingeniosa tenacidad, una realidad que se le resiste. Las proposiciones científicas van
encerrando su objeto en fórmulas cada vez más exactas, en medidas cada vez más
precisas. Y, sin embargo, subsiste siempre un margen de realidad inexplorada, cada vez
más amplia. Si el científico fuera creador de su ciencia, no admitiría, seguramente, tanto
enigma, tanto misterio. De ser verdadera la tesis idealista, ¿ofrecería el objeto esa
resistencia a la penetración de la inteligencia? Los volcanes, los terremotos, los
incendios, etcétera, ¿serían admisibles en lugares habitados? La ciencia -pero también la
vida misma- se encarga de desmentir el idealismo. La "dureza" de las cosas, por decirlo
así, y de ciertos acontecimientos, al toparnos con ella, nos vuelve a la realidad, al
realismo. Decía Gale -el poeta, personaje de Chesterton-: "Demos gracias a Dios por la
dura piedra; demos gracias a Dios por los duros hechos; demos gracias a Dios por los
espinos y las rocas, y los desiertos y los largos años. Por lo menos sé que no soy ni lo
mejor ni lo más fuerte del mundo. Por lo menos ahora sé que no lo he soñado todo" (en
El poeta y los lunáticos).
Pero hay todavía una razón más profunda para sostener que el conocimiento traspasa -
trasciende- los estrechos límites de la subjetividad; es la segunda que aporta Tomás de
Aquino en el lugar que señalábamos hace un momento. De ser verdad que sólo
conocemos "especies", ideas, sensaciones o conceptos, "se seguiría el error de los
antiguos que afirmaban que omne quod videtur est verum, que es verdad todo lo que
aparece (que es verdadero todo lo aparente). De este modo resultaría que las cosas más
contradictorias serían simultáneamente verdaderas" (32). Si la potencia cognoscitiva sólo
puede juzgar de una impresión subjetiva (su propia impresión), todos los juicios
resultarían verdaderos. Y Tomás de Aquino toma un ejemplo asequible a todos: "si el
gusto no siente sino su propia impresión, cuando alguien tiene el gusto sano y juzga que
la miel es dulce, formará un juicio verdadero; pero de igual modo juzgaría con verdad el
que, por tener el gusto estragado, afirmase que la miel es amarga, pues ambos juzgan en
conformidad con la afección de su gusto. De donde se seguiría que todas las opiniones
serían igualmente verdaderas" (33). Quedaría sacrificado con ello el primer principio de
la razón, que está en la base de todo razonamiento, de toda argumentación: que una cosa
no puede ser y no ser simultáneamente; no podríamos afirmar ni negar nada; nos
veríamos reducidos a la posición del más craso escepticismo. Porque a base de afirmar
que todo es verdad (que todo lo que aparece en la conciencia es verdad) se concluye
inmediatamente que nada es verdad ni es mentira. El hecho, la experiencia del error y de
la rectificación, quedaría sin explicar. Ciertamente el error más grave es el de querer
eliminar el error del campo de la conciencia humana, gran tentación de nuestros días. La
llamada "filosofía moderna", basada en el principio de la inmanencia, ha exacerbado la
proclividad del hombre a hacer de su subjetividad -como Protágoras- la medida de todas
las cosas, la fuente decisoria de la verdad. Pero así la verdad se esfuma, y con ella toda
posibilidad de diálogo -de entendimiento entre unos y otros-, toda norma de
comportamiento. Porque si no se sabe si hay verdad o dónde está la verdad, tampoco hay
bien ni mal, o no se sabe dónde está lo bueno y lo malo, que para el caso es lo mismo.
No es de extrañar que en el marxismo, heredero del más puro inmanentismo -aunque esto
pase oculto a la inmensa mayoría de sus simpatizantes-, no exista ninguna norma
inmutable. Dentro del marxismo se puede sostener -siempre que lo dicte el Partido- que
hay que echarse a la calle con metralletas y tanques o que conviene más presentar un
semblante candoroso; se puede firmar un pacto y romperlo acto seguido. Todo cabe
simultáneamente, porque no hay para el marxismo ni verdad ni mentira, ni bien ni mal, ni
buenos ni malos; hay tan sólo un objetivo: un paraíso imaginario y futuro, en el que todos
serían iguales, porque, en rigor, todo se confunde con todo -no hay personas, sino
individuos- en esa Humanidad impersonal en que nos diluiríamos. Lejos de lo que
algunos piensan, los grandes y diversos sistemas inmanentistas -racionalismo, idealismo,
existencialismo, materialismo dialéctico- están llenos de contradicciones internas, porque
han admitido en su seno -como algo racional- la misma contradicción, el absurdo. La
razón humana no puede encontrar satisfacción en ellos. En el fondo, se trata de opciones
sentimentales, voluntaristas, que tienen su raíz más que en un "yo lo veo así", en un "yo
lo siento así", o, más bien aún, "yo lo quiero así". Son opciones, por tanto, que proceden
de una deformación ética, de una elección incondicionada del propio yo, por encima de
los condicionamientos que la realidad no deja de imponer con evidencia. En rigor, son
posturas tímidas, medrosas ante la realidad. Y toda timidez encierra un orgullo, la
soberbia afirmación de sí como centro del universo, como presunta libertad sin límites.
Ya se comprende que, de este modo, tanto las personas singulares corno las sociedades
imbuidas de este espíritu han de acabar en graves desórdenes.
II. EL VALOR ABSOLUTO DE LA VERDAD
SOBRE LA VERDAD Y EL ERROR
* El error subjetivista
* Incompatibilidad del subjetivismo con la ciencia
* Incompatibilidad del subjetivismo sistemático con un orden social
* Objetividad de la verdad
* El relativismo
* La famosa tesis de "la evolución de la verdad"
* El perspectivismo
Lo que podría llamarse tal vez historia del subjetivismo se remonta, por lo menos, al siglo
V a.C. Su primera formulación filosófica o cuasi filosófica- tiene lugar en Atenas, y
como autor, a Protágoras. Es famosa la tesis del ánthropos metrón, homo mensura: el
hombre como medida de todas las cosas. Con ella quiere decirse que quien decide sobre
la verdad de las cosas es el hombre. En el hombre se sitúa el poder de establecer lo que es
verdadero o falso y, en consecuencia, lo que es bueno 0 malo. "Yo -dice Protágoras-
afirmo que la verdad es como he escrito, que cada uno de nosotros es medida de lo que es
y de lo que no es. Y que la diferencia de uno a otro es infinita, ya que para uno se
manifiestan y son unas cosas, y para otro, otras diferentes" (Teeteto, 166 d). Es una vieja
tesis que comparten muchos de nuestros contemporáneos. En el fondo se presupone que
no podemos conocer las cosas tal como son y se reduce la verdad a lo que a uno le parece
que es o que no es. La raíz es escéptica -no conocemos las cosas tal como son; no hay
verdad en el sentido original de la palabra: como adecuación entre el entendimiento y la
realidad-, pero la conclusión es dogmática: el subjetivista se erige en fundador de la
verdad, en norma y medida de todas las cosas. En efecto, "lo propio del subjetivismo
individual -explica Millán Puelles- es cabalmente el hacer de cada individuo humano la
medida de la verdad" (34).
Pero, ¿qué consecuencia se deriva de tales principios? Que o todos tenemos la verdad y
nos contradecimos, o que no la tenemos ninguno y "verdad" es una palabra hueca. En
definitiva, cada uno habría de decidir lo que es el mundo -la piedra, el árbol, la mesa, el
hombre, lo bueno y lo malo-. Este es el atractivo del subjetivismo individual: me permite
pensar o sostener lo que me plazca, parapetándome detrás de mi tesis frente a los
argumentos "objetivistas" : siempre cabe el recurso de replicar con alusiones a los
"condicionamientos" que les impiden comprender "mi" verdad, ya que para ello habrían
de estar configurados como yo, lo cual sería de todo punto imposible, pues cada sujeto
estaría implantado en una situación intransferible.
A este tipo de subjetivismo individual, cabe oponerle los mismos argumentos -ad
absurdum- que al escepticismo radical. Pero además cabe mostrarle la identidad esencial
de la naturaleza humana y la posibilidad de entendimiento, no ya tan sólo entre los
individuos singulares, sino también entre las diferentes culturas. El subjetivista, en rigor,
no toma en serio el diálogo. El habla -el hecho de hablar- es innegable; es un fenómeno
universal y basta ponerse a hablar para testificarlo. Y hablar significa al menos tres cosas:
la existencia de un yo que comunica algo; la existencia de un tú que acoge lo comunicado
y comprende su contenido, que confirma o replica; la existencia de un "ello", lo
comunicado, un contenido de significación objetiva. Si lo entendido por uno y por otro
fuera un contenido meramente subjetivo no habría posibilidad de entendimiento. Cuando
dialogamos, convenimos, al menos, en la realidad (u objetividad) del objeto de nuestra
locución. Podemos no estar de acuerdo en la naturaleza precisa del objeto, pero si
hablamos, es porque estamos ciertos de que hay objeto o cosa, y de que ésta tiene una
determinada naturaleza, sobre la que precisamente queremos aclarar o aclararnos. El
diálogo y, todavía más, la discusión son una prueba clamorosa de que estarnos ciertos de
que existe una verdad en el objeto, que al tiempo que nos trasciende y nos mide, resulta
inteligible para ambos. De lo contrario, todo esfuerzo de convencer sería vano. En la
postura intelectual que "consagra la subjetividad y la convierte en el canon supremo de
cualquier certeza, ¿no pierde sentido hasta la noción misma de diálogo? ¿No es acaso la
incomunicabilidad una de las consecuencias más palmarias de la cultura establecida por
el principio de inmanencia? Perdida la función de lo real, cada entendimiento es un
mundo cerrado sobre sí mismo, con total independencia de la coherencia formal de sus
razonamientos" (35).
Por lo demás, ya hemos observado que la experiencia del error no demuestra que nuestro
entendimiento no alcance la verdad de las cosas, sino justamente lo contrario. Si
rectificamos es porque nos lo imponen las cosas mismas, y no cabe duda que desde el
comienzo de la historia humana, los hombres han dado con verdades fundamentales y las
han expresado de un modo inteligible para gentes de cualquier otra época o cultura. Es al
menos una superficialidad pensar que la verdad está en función de la cultura de un lugar o
de una época. Si así fuera no habría posibilidad de comunicación entre unas y otras. Sin
embargo, lo primero que hace el hombre cuando pisa un lugar exótico o descubre restos,
signos u objetos de una cultura hasta entonces desconocida, es tratar de desentrañar su
significado. La tarea puede ser más o menos ardua, pero al final siempre tiene,
básicamente, éxito.
El modo de pensar de Platón, por ejemplo, que vivió hace veinticinco siglos, es idéntico
al del hombre de nuestro tiempo. Sabemos lo que quería decir. Encontramos en sus
escritos algunos pasajes oscuros de difícil interpretación -no más de los que se suele
encontrar en ciertos autores de nuestra época-. Somos capaces de formarnos una idea
suficientemente clara de su pensamiento, que se regía por las mismas leyes que el de los
hombres de todos los tiempos. Se equivocó en muchas cosas, pero dijo también muchas
verdades, que hoy no podemos impugnar. Los primeros principios que la razón descubre
siempre y en todas partes, condicionan el despliegue del pensamiento, pero no en el
sentido de que lo limiten, sino que lo hacen posible. Primeros principios que derivan del
ente real, cuya estructura metafísica es invariable.
Por lo demás, si todo conocimiento fuera de valor meramente subjetivo -válido tan sólo
para un sujeto o determinado grupo de ellos- habría que descalificar toda ciencia, ya que
no existe ninguna que no pretenda hablar de lo que las cosas son en sí mismas y que no
busque conocimientos válidos universalmente. El científico pretende hallar leyes
reconocibles no sólo por él mismo, sino por todos. Incluso la psicología, que sostiene que
la conciencia entraña sólo unos modos subjetivos, cree expresar con ello algo distinto de
un modo subjetivo de la propia conciencia: habla de lo que ocurre en la conciencia en
general como algo verdadero en sí, que desea ver admitido como tal por todo el mundo.
Se coloca, por tanto, en el punto de vista de lo absoluto en el mismo momento en el que
pretende excluirnos.
En la práctica, las tesis del subjetivismo llevarían al caos social. No habría modo de
fundamentar unos derechos que protegieran a las personas del capricho ajeno. Para evitar
el caos que se derivaría -y que se está derivando, porque el subjetivismo está, quizá como
nunca, haciendo estragos- se propone el reconocimiento, por parte de todos los hombres,
del siguiente principio: Que cada uno se quede con "su" verdad (puesto que se concede
que es humano creer que se posee la última verdad), pero al mismo tiempo se debe tener
conciencia de que también el otro tiene su verdad, que acaso sea la verdad auténtica. Así
se mantendría la tolerancia universal, y podríamos vivir todos en paz; se respetaría la
libertad, porque nadie pretendería poseer la verdad absoluta.
Lessing proponía como ejemplo de la actitud que todos deberíamos adoptar la conocida
fábula de Nathan, el sabio. Nathan tenía una sortija de alto precio y quería regalarla a sus
hijos, que eran tres. Hace dos copias y les da a cada uno un ejemplar. Ellos discuten para
llevarse la auténtica, pero no logran averiguar cuál es. Acuden al juez, que tampoco es
capaz de distinguirla ni de dirimir la cuestión. No les queda más remedio que resignarse.
Cada uno hará "como si" tuviera la auténtica. Según Lessing, tampoco nosotros podemos
saber quién tiene la verdad. Si somos tolerantes y amamos al prójimo, experimentaremos
la dicha personal y la social de la convivencia.
Es evidente que para que las leyes sean justas, han de ser leyes verdaderas: expresión de
un auténtico deber ser. Pero, ¿qué puede exigir un deber ser si no es el ser real de las
cosas? Si se sostiene que no hay modo de conocer qué son las cosas y en qué consiste la
naturaleza humana; si no conocemos la verdad (de las cosas) y al mismo tiempo es
ineludible dictar leyes, ¿en nombre de quién pueden dictarse? La pregunta no es quién
eso poco importa ahora-, sino en nombre de quién o de qué. El subjetivismo no puede dar
respuesta a estas cuestiones y se muestra así incapaz de aportar algo positivo a un orden
social en el que se respete la subjetividad -la conciencia- de todos los ciudadanos. El
subjetivismo, al pretender que cada uno no puede hacer más que tener "su" verdad -no
"la" verdad-, está pretendiendo que cada uno tenga su norma, su ley. Pero esto, en la
práctica, es el caos. Tampoco la mayoría de votos resuelve el problema de la verdad o
bondad de las leyes si no hay un criterio objetivo. ¿Puede pensarse seriamente que lo
verdadero y lo bueno es el resultado de la suma de las opiniones de unos individuos
ineptos para conocer por su cuenta lo que es verdadero y lo que es bueno? ¿Qué garantiza
que la mayoría siempre tenga razón? Las leyes de tal origen, ¿no habrían de entenderse,
además, como una forma de violencia sobre los que no estuvieran de acuerdo, aunque
fueran minoría? ¿En nombre de quién una mayoría puede imponerse a una minoría? Sólo,
acaso, en nombre de la naturaleza de las cosas, es decir de la verdad que trasciende las
impresiones subjetivas, que está por encima de la voluntad de los hombres, aun de los
que constituyen mayoría: en último análisis, en nombre de Dios, creador de la naturaleza
y de sus leyes.
Pero todo esto escapa al subjetivismo de cualquier signo, a toda filosofía basada en el
principio de inmanencia, que, por lo mismo, se muestra incapaz de fundar un orden social
en el que imperen la justicia, la verdad, la libertad, el bien. El inmanentismo sólo puede
fundar tiranías: de uno, de unos pocos o de muchos.
OBJETIVIDAD DE LA VERDAD
Las expresiones "verdad para mi", "verdad para ti", no tienen sentido más que en ciertas
ocasiones del lenguaje impropio. Si la verdad es juicio conforme a la realidad, y la
realidad es lo que mide el valor de verdad que un juicio tiene, entonces sucede que el
juicio es verdadero si, en efecto, el juicio se ajusta a la realidad y falso si no se adecua a
ella. Si el juicio del sujeto A es contradictorio con el del sujeto B, sucede que o ambos
están en el error o yerra uno de ellos. También es posible que dos sujetos digan verdad
acerca de una misma cosa, sin coincidir en el juicio, porque la ven bajo diversos ángulos
o aspectos. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando digo: este objeto es convexo; y otro,
que mira por el lado opuesto, dice: es cóncavo. Ambos tenernos razón; ambos decimos
verdad, y ambas verdades -por ser verdad- no son excluyentes, sino complementarias, la
una de la otra. Esto pasa a menudo, y pone de relieve la necesidad de ver las cosas desde
todos los ángulos asequibles, para formar de ellas más cabal concepto. Las verdades no se
oponen entre sí, se complementan y son susceptibles de integrarse en una verdad más
completa y expresiva de lo que las cosas sean. Pero nótese bien que no puede decirse del
que ha dicho alguna verdad parcial que haya dicho una "verdad a medias" o una "media
verdad", como si en ningún caso se hubiera obtenido conocimiento verdadero.
Suponemos que cada juicio expresa lo que la cosa es bajo distintos aspectos. Por ello,
cada juicio dice una verdad "entera", y valga la redundancia, porque decir de una verdad
que es "entera" no es más que redundar en lo dicho con la palabra verdad, puesto que una
verdad, si lo es, o es "enteramente" verdad o, por el contrario, no es verdad en modo
alguno. La verdad no es divisible como la cantidad -no es cantidad-. En cambio, sí es
susceptible de un conocimiento más o menos exhaustivo, más o menos total o más o
menos parcial, según la complejidad del objeto conocido y la agudeza del entendimiento
que lo contempla.
Un conocimiento exhaustivo de las cosas sólo está en Dios, Creador de todas ellas.
Nosotros hemos de conformarnos con un conocimiento imperfecto, limitado. Cuenta
Tomás de Aquino, con su buen humor no siempre reconocido, que en cierta ocasión
encerraron a un sabio para que averiguara la esencia de una mosca y al cabo de treinta
años aún no había dado con la respuesta. Tampoco ésta es razón para desesperar.
Podemos conocer muchas verdades de la mosca que -por serlo- no hará nunca falta
revisar con el paso del tiempo, aunque los tiempos nos deparen descubrimientos
espectaculares sobre la mosca. Las verdades que ahora tenemos sobre la mosca, si son
verdad, son irreformables. Las nuevas verdades que podemos obtener no anularán -
podemos estar bien seguros de ello- las verdades que ahora poseemos. En todo caso, las
iluminarán. Cada verdad es como una nueva luz. Sin luz y mediante el tacto podemos
tener una noción cuantitativa de un determinado objeto; si se enciende una luz
descubrimos quizá sus colores maravillosos. La nueva luz no anula el conocimiento que
teníamos del objeto: lo enriquece.
EL RELATIVISMO
El relativismo es una de las formas más radicales de negar la verdad de las cosas y
nuestra facultad de conocerla. Es una tentación fácil en la que, desde Protágoras, han ido
cayendo muchos.
Augusto Comte, por ejemplo, a los 19 años escribía: "todo es relativo, he aquí el único
principio absoluto"; y también más tarde: "todo es relativo, sobre todo al tiempo". Es
corno el gran principio del relativismo radical, que altera sustancialmente la noción de
verdad. La verdad pasa a ser algo que deviene con el fluir del tiempo, también la "verdad
de las cosas", puesto que se supone que todo cambia, que nada hay estable. Aquí han de
caer forzosamente todos los materialismos. No es que se niegue siempre la existencia de
la verdad, así formalmente; es que se concibe como cambiante la estructura misma de la
realidad -como la de la razón- y, por ello, no podría dar lugar a conocimientos universales
y necesarios sino que, por el contrario, todo conocimiento tendría una validez limitada en
el espacio y en el tiempo. No caben -según esto- juicios universales y necesarios para
todo entendimiento.
El movimiento mismo puede ser, pues, objeto de ciencia, si es movimiento real en sujeto
real permanente. Podemos estudiar las leyes de los movimientos y advertir que, para que
el movimiento sea posible, se requiere un Primer Motor Inmóvil, el que llamarnos Dios,
como prueba Tomás de Aquino en la primera de sus vías para demostrar la existencia de
Dios (41).
La tesis de "la evolución de la verdad", que tanto alentó Hegel, sólo es concebible
alterando sustancialmente la noción de verdad, tal como aquí la estamos contemplando.
¿Qué sentido puede tener la afirmación de que la verdad evoluciona? Sólo puede
pretender tal aserto que el objeto de referencia de mi juicio evolucione sin cesar.
Seguirnos, en el fondo, con el caso de Heráclito y vale lo que hemos dicho anteriormente.
Pero además, cabe añadir que bastaría que, por un solo instante, un objeto ocupara el
campo de mi conocimiento para poder formular juicios valederos universalmente. Si yo
digo "este papel existe" y si en aquel "ahora" en que hablé, aquel papel existía, siempre
será verdad que entonces existía el papel. Podemos decir que es una verdad
universalmente válida, aunque no sea universalmente conocida. Si la verdad es
concordancia de un juicio con lo real existente, basta que un juicio actual concuerde con
la correspondiente realidad actual, para que sea siempre verdadero y goce de cierto valor
absoluto.
Por muy cambiante que sea una realidad -por mucho que pueda "evolucionar", si es que
puede- nunca lo es tanto que no permita hacer sobre ella juicios de valor universal.
Tomás de Aquino así lo explicaba: "Que Sócrates esté sentado no es un hecho necesario;
pero que esté sentado mientras lo está, eso sí es necesario. Y esto puede ser tomado como
verdad cierta" (42). No será seguramente una verdad conocida por todos, pero de algún
modo es una verdad para todos, por cuanto todos podrían conocerla si estuvieran ante
Sócrates en el momento que está o estuvo sentado. Y para mostrar la posibilidad de la
ciencia, incluida la metafísica, que exige juicios universales y necesarios, dice que "los
seres contingentes pueden ser considerados de dos maneras: Una, en cuanto contingentes;
otra, en cuanto que en ellos se encuentra cierta necesidad, pues nada hay tan contingente
que no tenga en sí alguna necesidad. Por ejemplo, el hecho de que Sócrates corra es en sí
mismo contingente ; pero la relación de la carrera al movimiento es necesaria, pues, si
Sócrates corre, es necesario que se mueva" (43). Las cosas contingentes -aquellas que
pueden ser o no ser- no admiten ciencia, puesto que la ciencia exige juicios universales y
necesarios, mientras que los hechos contingentes, en cuanto tales, son particulares y
contingentes. Pero esas cosas en cuanto que son, sí admiten -y fundan- ciencia, pues en
ellas se encierra cierta necesidad, la necesidad de ser -mientras son- tal como son; y
mientras de tal modo son, mantienen relaciones necesarias con muchas otras cosas. Y
como el intelecto goza de capacidad abstractiva para entender las formas universales de
las cosas, es posible la ciencia, incluso acerca de cosas contingentes. Y así dice Santo
Tomás: "si se consideran las razones universales de las cosas que pueden ser objeto de
ciencia, todas las ciencias tienen como objeto lo necesario. Pero, si se consideran las
cosas en sí mismas, unas ciencias tienen por objeto lo necesario, y otras, lo contingente"
(44).
En definitiva: en la medida en que las cosas son, y son conocidas tal como son, podemos
formar sobre ellas juicios verdaderos, universales y necesarios, valederos, por
consiguiente, para cualquier entendimiento de cualquier tiempo o lugar. La contingencia,
el cambio, la evolución, la temporalidad, no son obstáculo para la ciencia, y mucho
menos para la ciencia metafísica, que indaga las cosas precisamente en cuanto que son.
Ante todo hay que decir que la hipótesis historicista es del todo gratuita; carece de
fundamento experimental, científico, filosófico y mucho menos teológico. No se
conforme con los hechos conocidos negar que los humanos tengan una naturaleza común,
con inteligencia esencialmente igual. La diversidad de personalidades y culturas humanas
son posibles -y posibles de ser así clasificadas- por esa común naturaleza que constituye a
cada hombre como animal racional. El hombre "se hace", de acuerdo. Pero no se hace
cualquier cosa. Se hace desde una realidad dada, a partir de unas facultades dadas
también con la naturaleza humana, que superan las del simple animal. El hombre es libre,
pero su libertad tiene limites: límites no bien conocidos, ciertamente, pero es bien sabido
que los límites existen, impuestos por diversos elementos, como su corporalidad, por
ejemplo. Puede dominar su corporalidad, hasta cierto punto, porque es libre; pero no
puede despojarse de su corporalidad, porque sólo es libre hasta cierto punto. Su libertad
no es ni la espontaneidad del animal ni la absoluta libertad divina. El hombre es un
compuesto de espíritu y materia. Y esto define una naturaleza: un principio fijo de
comportamiento, que no es lo mismo -en el decir de Millán Puelles- que un principio de
comportamiento fijo. Naturaleza y libertad, en el hombre, no se contradicen. A1
contrario, la libertad se asienta en una naturaleza, en un ser bien definido, inteligente,
capaz de descubrir más de un camino para alcanzar los fines, más allá de sus "instintos
animales". Esto supone ver más allá de lo que aparece, más allá de la imagen sensible que
solicita las apetencias de un momento, y poder resistirse a ella, en busca o espera de algo
que se sabe que es mejor, más bueno, más verdadero. Todo esto quiere decir que el
hombre conoce, desde que actúa su inteligencia, al ente en cuanto ente; que tiene la
noción de ente; que está abierto a todo ente; que no está determinado por éste o aquél,
sino por el bien universal, irrestricto. Y desde el momento en que se conoce el ente en
cuanto ente, se conoce lo verdadero y se es capaz de conocimiento metafísico. Este
conocimiento lo tiene ya el niño cuando despierta al uso de razón. Y lo tuvieron los
primeros humanos, por muy rudimentaria que pudiera ser su inteligencia.
Los primeros humanos, muy elementalmente quizá, conocieron las cosas como son.
Nosotros quizá sabemos más cosas. Pero en un diálogo con ellos, si fuera posible,
llegaríamos a entendernos con buena voluntad. Nosotros podríamos enseñarles muchas
cosas, pero seguramente ellos tendrían también algo que decirnos.
"¿Qué hubiera sido -se pregunta Lakebrink-, por ejemplo, de la historia de la humanidad,
a pesar de toda la libertad de nuestra autodecisión, si la atemporal forma específica de la
humanitas no conservara la unidad y la continuidad de la historia? Sólo porque la esencia
intemporal del hombre permanece inalterada dentro de la singularidad y la contingencia
de la existencia histórica, somos capaces de leer hoy en el ayer y, al revés, lo pasado en el
presente. Por eso la historia es siempre más que el ensamblaje atomizado de
autodecisiones instantáneas, y seguramente es más que la simple nueva chispa del
acontecimiento (HEIDEGGER), que de una manera misteriosa une al hombre y al ser en
su unidad esencial" (46).
Pero al margen de las conclusiones obtenidas por inducción o por observación de los
fenómenos humanos, cabe una consideración metafísica del espíritu humano. La
metafísica, en efecto, descubre con claridad la espiritualidad del alma humana, al
comprobar que sus operaciones específicas -conocimiento intelectual, abierto a toda la
realidad, incluida la espiritual, y volición libre, capaz de extenderse a todo bien, incluso
al bien no corpóreo- son espirituales. El alma humana es a la vez alma y espíritu; alma,
en cuanto anima y vivifica a un cuerpo; espíritu en cuanto lo trasciende y puede existir y
obrar separada de él. El alma humana puede obrar con independencia del cuerpo. El
entender y el querer son las operaciones que permanecen al corromperse el cuerpo
humano(47). La independencia en el obrar del alma respecto al cuerpo es comprensible
desde el momento en que se ve que el alma tampoco depende del cuerpo en cuanto al ser
(48). Sin embargo, "como el entender del alma humana precisa de potencias que obran
mediante órganos corpóreos, es decir, de la imaginación y del sentido, por esto mismo se
comprende que naturalmente se une al cuerpo para completar la especie humana" (49).
Ahora bien, el alma humana se une al cuerpo de la única manera en que puede hacerlo,
sin dejar de ser lo que es por naturaleza, por creación de Dios: espíritu. Y un ser espiritual
no está compuesto de partes, como la sustancia corpórea; no tiene cantidad, sólo
composición de esencia y acto de ser. Por ello no puede mudar sustancialmente. Cierto
que, al ser una sustancia incompleta que se compone con el cuerpo, está sujeta a ciertos
cambios accidentales. Se inserta en el cuerpo, vive en el tiempo, conoce, razona, desea,
quiere, ama... (50) ; y así puede ir perfeccionándose, pero nunca alterar su esencia, que,
como tal, es inmutable. Un cambio sustancial supondría su aniquilación y una nueva
creación. Ya no sería cambio, sino sustitución, sin razón de ser. El espíritu no evoluciona.
La mente humana, facultad espiritual, tampoco puede hacerlo (51). Le cabe, sí, una
operación más o menos perfecta, en la medida en que depende en su operación actual de
los órganos corporales. Pero esto nos permite ya plantear la cuestión de un modo más
oportuno.
El planteamiento correcto del tema, una vez sabido que el espíritu no puede evolucionar,
en sentido estricto, se encuentra en la cuestión 85, artículo 7, de la 1ª parte de la Suma
Teológica de Santo Tomás de Aquino. Allí se pregunta "si uno puede entender la misma
cosa mejor que otro". En ella se contienen unas palabras de San Agustín que resuelven de
pasada el tema de la historicidad de la verdad por el lado del entendimiento. Dice así: "el
que conoce una cosa de modo distinto a como es, no la conoce". Es obvio: Si nuestros
antepasados conocieron las cosas como no son, no las conocieron de ninguna manera; no
conocieron, en modo alguno. La afirmación resultaría muy grave, puesto que equivaldría
a negarles la condición humana. Sólo hay dos alternativas: o concedemos a todos los
hombres la aptitud de conocer las cosas como son -que es lo sensato-, o negamos a todos
tal aptitud; lo cual sería pura y simplemente insostenible escepticismo. Es forzoso
reconocer que todos los hombres, en el ejercicio de su capacidad intelectual alcanzan -
aunque sea con errores accidentales- la verdad de las cosas. No tenemos derecho a mirar
a nuestros antepasados por encima del hombro y pensar que sólo entendemos nosotros, y
que sólo nosotros somos los inteligentes. Ellos conocieron verdades y cayeron en errores,
corno nosotras. Y puede suceder que ciertas verdades por ellos conocidas no las hayamos
captado, por diversísimas razones: prejuicios de época, superficialidad, o por los
condicionamientos que impone una conducta de espaldas al verdadero bien.
Cabe pensar, no obstante, que con el paso del tiempo, lo mudable en el hombre -la
corporalidad- haya mejorado sus cualidades, se haya desarrollado más y mejor. No hay
inconveniente en admitir esta hipótesis, aunque no debemos perder de vista que Platón
demostró tener una inteligencia más poderosa que la de ranchos de nosotros, la mayoría.
No obstante cabe la posibilidad de un mejoramiento de las disposiciones corporales, de
tal modo que permitan una mayor capacidad cognoscitiva, intelectual.
"Y en este sentido puede uno entender la misma cosa mejor que otro, por cuanto es
superior su vigor intelectual; como en la visión corporal ve mejor el objeto aquel que
posee una facultad más perfecta, con mejor capacidad visiva" (52). Ahora bien, si cuando
decirnos que alguien conoce una cosa más que otro, queremos decir con el "más" que el
segundo no conoce las cosas como son, caemos en una confusión, "porque, si la
entendiese distinta a como es, o entendiese que es mejor o peor, se engañaría y no lo
entendería, como arguye San Agustín" (53). "Quien entiende, en aquello que entiende, no
puede errar"(54).
Pero lo que una vez fue verdad no puede quedar anulado por una nueva verdad; no puede
pasar a ser un error. Sólo el error es del todo subjetivo y se halla históricamente
condicionado y a merced de la mudanza de las situaciones.
Verdad no es sólo -como pretendía Hegel- la verdad total. J.-P. Sartre, fiel a Hegel,
afirma también la estricta identidad entre Verdad e Historia: habría una sola verdad, un
único sentido de la historia y no "verdades", "historias". La verdad única y total "se haría"
en la historia y estaría pasando ahora por el marxismo -que sería la "verdad" de hoy-, en
esta fase de la evolución del ser, que, para Sartre, coincide con la del conocer (ratio) y
que constituye el proceso que llama "Razón Dialéctica". Sartre reduce todo a devenir,
corno el viejo Heráclito, como Hegel, como la "izquierda hegeliana" del materialismo
dialéctico. Sartre magnifica la historia como tal y todo lo disuelve en ella; la sustancia
singular se esfuma: es natural que esta concepción desemboque en el nihilismo más
completo. Sartre adapta el marxismo por esta razón: la verdad, que es cambiante, la tiene
siempre el grupo que domina, mientras domina, hasta que llega otro, con "otra verdad"
superadora de la anterior (55). Esta tesis, del más radical relativismo historicista, permite
asumir todas las doctrinas y justificar todos los crímenes habidos en la historia; aceptar a
la vez lo que realistamente se llama verdad y lo que se llama error, el bien y el mal, el ser
y el no-ser. En estas circunstancias sería mejor no hablar de verdad o de bien, de error o
maldad, porque todo se confunde con "la Historia".
Pero aun fuera de ese absurdo contexto sartreano marxista, tampoco puede restringirse el
concepto de verdad a la verdad total, que no tendría lugar más que en Dios, único Ser que
conoce exhaustivamente a Sí mismo y a todo lo demás, en una visión única y eterna.
Ciertamente Dios es la Verdad. Pero también hay verdad en las cosas creadas por Dios,
pues son, y son "tal como son", inteligibles, capaces de causar una verdadera aprehensión
de ellas mismas. Los entendimientos creados participan también del ser hasta el punto de
la espiritualidad, y pueden hacerse, en alguna medida, con la verdad de las cosas. No sólo
hay Verdad, hay también verdades. No sólo hay Entendimiento, también hay
entendimientos.
El hecho de que mi concepto de "mesa", por ejemplo, no abarque todo lo que esta mesa
es, no quiere decir que mi concepto sea falso, porque todo lo que contiene mi concepto de
mesa, corresponde a lo que hay en "esta" mesa. Nunca un concepto humano puede
representar todo lo que realmente contiene la cosa. El concepto es siempre "universal",
predicable de una pluralidad de individuos. Las condiciones individuantes de las cosas no
escapan a la intuición, pero sí al concepto. Esto quiere decir, sencillamente, que el
conocimiento humano no es divino, es limitado. Una cosa es la adecuación imperfecta del
conocimiento con la realidad y otra distinta la falibilidad; lo primero es consecuencia de
la limitación; lo segundo, del error.
Hay que reconocer que el filósofo alemán lleva a las últimas consecuencias el
relativismo, hasta alcanzar el fondo de radical escepticismo que entraña.
Por lo demás, el espíritu humano es capaz de situarse en las más diversas perspectivas.
No está enteramente inmerso en su circunstancia ó situación original. De lo cual ofrece
una buena muestra el ingenio de los grandes de la literatura universal, que han sabido
situarse en la "perspectiva" de los más diversos personajes, en los que personas reales de
tiempo y lugares muy distintos se han visto retratadas. Toda persona normal es capaz de
trascender en suficiente medida su propia situación, para comprender la realidad tal como
es. Y esto ocurre porque el espíritu -también el humano-, aunque vive en la historia, está
al propio tiempo más allá de la historia. "El alma humana está situada en el confín de los
cuerpos y de las sustancias incorpóreas, como en el horizonte que existe entre la
eternidad y el tiempo" (59). El alma humana emerge sobre la materia (60) y conserva
siempre una cierta trascendencia sobre las categorías de espacio y tiempo; se ha dicho
que es como una eternidad incoada. Y se ha escrito certeramente que "en lo sumo del
alma humana hay un punto espiritual misterioso: aquel donde se realiza el acto de pensar
y querer, de juzgar y decidir, de afirmar y de amar, el acto por el cual el hombre se abre
al ser. Allí el espíritu toma conciencia de sí, por estar misteriosamente presente en él,
como centro inefable de emanación, más allá de lo objetivable y lo intencional, más allá
del tiempo" (61).
III. RAÍCES ÉTICAS DE LAS OPCIONES INTELECTUALES
Es el momento de rastrear las raíces subjetivas extrarracionales que pueden originar tales
errores. Si el entendimiento está por naturaleza ordenado y abierto a la verdad, sus errores
fundamentales no pueden ser debidos sólo a la limitación del entendimiento. Es preciso
averiguar qué elementos distorsionantes se hallan en el sujeto humano, capaces de cegar
la mente y mover al hombre a abrazar errores de tanto calibre. Es ésta una tarea
importante, pues un error no se elimina del todo hasta tanto no se comprenden las causas
que lo han ocasionado.
Sucede que las facultades del hombre no son compartimentos estancos; se hallan -sin
confundirse- como una en la otra, debido a la (relativa) simplicidad del alma humana. No
se olvide que es el hombre el que entiende por su entendimiento y quiere por la voluntad,
el mismo, idéntico hombre. "A las potencias del alma, por lo mismo que son inmateriales,
compete reflexionar sobre sí mismas; por ello, tanto el intelecto como la voluntad
vuelven sobre sí, y cada una de estas potencias sobre la otra, y sobre la esencia del alma,
y sobre las demás potencias. De tal manera que el intelecto se entiende a si mismo,
entiende a la voluntad, a la esencia del alma y a todas las demás potencias. De modo
semejante la voluntad quiere querer, y que el intelecto entienda, y quiere la esencia del
alma, y lo mismo acerca de las demás cosas. Así, pues, al referirse una potencia a la otra,
se compara con ella como si fuera propiedad suya. El intelecto, cuando entiende el querer
de la voluntad, adquiere la razón de volente ; y la voluntad, cuando incide sobre las
potencias del alma, lo hace en cuanto cosas a las cuales conviene el movimiento y la
operación, e inclina a cada cual a su propia operación. Y as:, la voluntad no sólo mueve al
modo de causa agente lo exterior, sino también las mismas potencias del alma" (62). De
modo que la razón mueve a la voluntad mostrándole el objeto (que es su fin), pero la
voluntad mueve a la razón imperando su acto (63). "Estas dos potencias, intelecto y
voluntad, se implican mutuamente" (64) y en sus operaciones "hay una cierta similitud
con el movimiento circular, en el cual el último movimiento viene a ser el primero (...).
Así, aunque el intelecto sea simpliciter anterior a la voluntad, sin embargo, por la
reflexión viene a ser posterior y de este modo la voluntad mueve al intelecto" (65).
Así pues, la voluntad puede mover al entendimiento de modo que éste insista en el
conocimiento de alguna verdad -para conocerla mejor y obtener nuevas verdades-, pero
puede también lograr que el entendimiento desista del empeño, cuando le repugne alguna
verdad, apartando la mente de su consideración, ocupándola en otras cosas que le alejen
de las evidencias que le resulten odiosas, etcétera. Por eso dice Tomás que "entendemos
porque queremos, imaginamos porque queremos, y usamos de todas las demás potencias
y hábitos porque queremos" (69).
Es claro que todo acto humano que no venga determinado por la fuerza de la naturaleza
cae bajo el libre imperio de la voluntad, es decir, que puede ser imperado o, por el
contrario, impedido por ella. Por lo que afecta al conocimiento, tanto más fácilmente
podrá ser impedido cuanto menos espontánea y más compleja sea la operación por la cual
ha de alcanzarse la verdad. Y no -bien lo sabemos ya- porque la voluntad sea competente
para decidir sobre la verdad de las cosas, sino sencillamente porque ha de intervenir y
puede interferir en las operaciones de la mente que caen bajo su imperio: impidiendo el
ejercicio de la facultad intelectiva o bien aplicándole a otro objeto que estime más
conveniente para el sujeto.
Pues bien, al razonar y volver sobre esas evidencias que no admiten demostración directa
(precisamente porque constituyen la apoyatura básica de toda demostración), si prevalece
en el sujeto el afán racionalista, puede querer una demostración, o lo que es lo mismo,
puede rechazarlas -oponiéndose voluntariamente a la evidencia- ante la imposibilidad de
la demostración. Es decir, cabe "la posibilidad libre de descalificar aquella aprehensión
inmediata, directa y evidente, en cuanto no refleja, no científica, etcétera, declarando así
aquellos principios válidos sólo en un orden vulgar o común, pero no en el filosófico, que
empieza después y desde cero" (78). Esta es la consecuencia de exaltar la función menor
del entendimiento -la razón (ratio)-, por encima de lo que es su función más alta -el
intellectus-, mediante la cual, sin discurso, puede hacerse con la verdad que le es
proporcionada e inmediatamente propuesta. Esto es el racionalismo, cuya consecuencia
paradójica, es la negación de los primeros y más elementales principios de la razón, como
el de no contradicción (una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo
respecto), que viene negado tanto en la pura dialéctica hegeliana, como en la versión del
materialismo dialéctico (marxismo). Lo cual sucede también, de modo
extraordinariamente pintoresco, en la obra de Mao Tse-tung, Acerca de la contradicción,
en la cual se pretende demostrar que todo es todo y que cualquier cosa puede llegar a ser
cualquier otra. Atinadamente se ha dicho que el racionalismo es el más irracional de los
sistemas (J. Maritain).
Cabe decir también que el racionalismo -otra paradoja- es, en rigor, un voluntarismo,
puesto que sólo queriendo -por un acto libre de la voluntad- se puede llegar a la negación
de evidencias tan palmarias. Lo cual constituye también una manifestación clamorosa de
hasta qué punto la voluntad dirige toda la marcha del quehacer intelectual.
No es fácil porque es fácilmente alterable por las pasiones que gravitan sobre la voluntad,
e indirectamente, sobre el entendimiento. No es que la voluntad no pueda alzarse sobre
ellas y dominarlas en condiciones normales, pero las sufre y puede abandonarse
libremente a su curso (8l).
Que las pasiones influyen en nuestros juicios sobre las cosas, facilitando o entorpeciendo
el conocimiento de la verdad, es hecho de experiencia frecuente. Todos sabemos -al
menos si nos hemos acalorado alguna vez en medio de una conversación- que nuestras
disposiciones subjetivas influyen en nuestros juicios. Pero no porque ellas nos
incapaciten para conocer la verdad, sino sencillamente porque nos dejamos someter por
ellas. El apasionamiento nos lleva a decir y a convencernos de cosas que no son tal como
decimos, aunque prono advertimos nuestro error en muchas ocasiones. El amor o el odio
nos mueven a juzgar injustamente a las personas; la apatía o la ira son a menudo causa de
juicios que al poco rato nos parecen enteramente falsos. No se nos oculta que el ánimo
sereno es la mejor disposición para juzgar de la verdad de las cosas. El sol sólo se refleja
en puridad en las aguas tranquilas de la alta montaña. "Es evidente que las disposiciones
del sujeto son inmutadas por las pasiones del apetito; así, bajo la influencia de una pasión
juzga el hombre conveniente lo que le repugnaría fuera de esa pasión, como al airado le
parece bueno lo que otro sosegado encuentra malo. Y de este modo, por parte del objeto,
el apetito sensitivo mueve a la voluntad" (82). Comprendemos perfectamente lo que dice
Tomás de Aquino: "Cuanto más libre está el alma de las pasiones, y purificada de afectos
desordenados, tanto más asciende en la contemplación de la verdad, hasta poder saborear
cuán suave es la Verdad de Dios" (83).
Dice Tomás de Aquino que omnis error ex superbia causatur (todo error tiene por causa
la soberbia) (84). Quizá a primera vista puede parecernos una afirmación con demasiadas
pretensiones; pero vayamos por partes. La soberbia es el "apetito desordenado de la
propia excelencia" (85). "Se llaman soberbios aquellos que andan como por encima de sí
mismos por el desordenado apetito de la propia excelencia; quieren estar por encima de
todo, sin someterse a ninguna norma, y por ello omiten los preceptos" (86). El soberbio,
en la medida en que lo es, siente repugnancia por todo aquello que supone subordinación
y pone de manifiesto los propios límites. De ahí que tiende a rechazar -a eliminar, si
puede- todo aquello que no es capaz de dominar. Dios es el máximo obstáculo del
soberbio, por cuanto su infinitud y dominio absoluto pone de relieve la pequeñez de la
criatura. "Dios resiste a los soberbios", dice la Escritura (87), aunque el sentido es bien
claro: el soberbio resiste a Dios, no soporta su Ley, aunque ésta sea la única que puede
conducir al hombre a la plenitud de sus posibilidades, a su perfección humana, y aun -por
don puramente gratuito- a la perfección sobrenatural, a una íntima participación en la
vida divina. El soberbio no quiere ser enseñado por Dios; quiere conocer las cosas todas
por sí mismo, y así se cierra a la Revelación divina, que, en cambio, reciben con gozo los
humildes, según la palabra de Cristo: "lo escondiste a los sabios y prudentes", esto es -
comenta Santo Tomás-, a los soberbios que se juzgan a sí mismos sabios y prudentes; "y
lo revelaste a los pequeños", es decir, a los humildes. Pero el soberbio tampoco quiere ser
enseñado por los demás hombres; se juzga o pretende ser autosuficiente ; y así se cierra a
tantas posibilidades de rectificar, y se empecina en sus errores (88). Pero ocurre algo
todavía más ridículo: incluso la verdad de las cosas más patentes e inmediatas enerva al
soberbio, porque la verdad está ahí, independiente de él, imponiendo sus exigencias
intelectuales y morales. Las cosas "se imponen" ; son -podría decirse" duras" las cosas.
.El triángulo es "duro", porque no se deja manipular por el pensamiento; no tolera que se
le piense con cuatro lados o cinco ángulos. Las cosas son como son. Las leyes de la
naturaleza son cognoscibles, utilizables por el hombre; se pueden "descubrir", pero no
"inventar", ni "crear"; no hay modo de escapar a su vigor. Todo eso resulta odioso al
soberbio. La soberbia impide directamente lo que Santo Tomás llama "conocimiento
afectivo", esto es, el que procede del amor a la verdad, a la excelencia de esa verdad que
yo no "creo", que no "pongo", sino que -afortunadamente, para el sensato- ha creado
Dios. "Los soberbios, deleitándose en la propia excelencia, acaban por sentir fastidio de
la excelencia de la verdad" (89). "Hay un problema ético en la raíz de nuestras
dificultades filosóficas -dice Gilson-; los hombres somos muy aficionados a buscar la
verdad, pero muy reacios a aceptarla. No nos gusta que la evidencia racional nos acorrale,
e incluso cuando la verdad está ahí, en su impersonal e imperiosa objetividad, sigue en
pie nuestra mayor dificultad: para mí, el someterme a ella a pesar de no ser
exclusivamente mía; para usted, el aceptarla aunque no sea exclusivamente suya" (90).
En último análisis, la gran dificultad para aceptar una metafísica realista, que continúe sin
solución de continuidad el conocimiento experimental que da lugar al sentido común, es
la indebita magnificatio hominis, la injusta exaltación del hombre, que tiende a la
creación de una verdad subjetiva -ilusoria-, que me sirva, que me permita disponer de mí
y de las cosas a mi antojo.
La opción racionalista, por ejemplo, con su afán de eliminar el misterio -sea natural o
sobrenatural-, para racionalizarlo todo y aferrarlo en conceptos humanos, eliminando los
datos de la experiencia inmediata, es una muestra clara del punto al que puede llegar la
influencia de la voluntad en el entendimiento. El subjetivismo, que va enclaustrando al
sujeto en sí mismo, cerrándole la posibilidad de contemplar la realidad -multiforme y
maravillosa- de las cosas, declarando, vanamente, que lo más interesante del universo es
la propia subjetividad y sus productos, no advierte la angostura (voluntaria) de su
horizonte. Y, en fin, el materialismo dialéctico, negando los primeros principios de la
razón especulativa o práctica: nada de esto se explica simplemente por el defecto del
entendimiento humano -aunque sin ese defecto tampoco se explicaría-; hace falta recurrir
a un elemento más, un elemento extraño a la inteligencia, que sólo puede hallarse en la
libre voluntad, en el querer, contra toda evidencia, que las cosas sean tal como uno
quiere. También la experiencia nos enseña que a fuerza de querer, nos convencemos de
cosas que no son verdad. Hace falta, como dije, una vigilancia continua para mantener o
volver a lograr, ante todo, la rectitud de la voluntad. No sea que -como Agustín en su
juventud- hagamos "un dios" de nuestro propio error: et error meus erat Deus meus (mi
error era mi Dios) (91).
Ciertamente se puede errar, sin soberbia, por la deficiencia de nuestro entendimiento.
Pero, en cualquier caso, cabe pensar en esa habitual raíz de nuestros errores, que nos lleva
con demasiada frecuencia a juzgar más allá de nuestras posibilidades: lo que Sciacca
denomina ultra cogitare ("pensar más allá..."), que define como "estupidez" (91 bis). Es el
caso del ignorante que pretende saber sin estudio, sin esfuerzo, y declarar cómo son las
cosas sin antes haberlas indagado. Es lamentable ver a menudo hombres competentes en
determinadas materias -galardonados quizá con el premio Nobel- cómo se lanzan a
pontificar sobre temas que desconocen por completo, con ausencia absoluta de rigor, con
sorprendente frivolidad; ¡y no se puede atribuir a defecto de inteligencia!, sino a pura
vanidad, afán de brillar, o de cohonestar una conducta insostenible por el buen sentido.
Aunque la soberbia sea el mal hábito que más directamente afecta al conocimiento
especulativo y especialmente al sapiencial (filosófico y teológico), otros hábitos son
también causa de ofuscamiento al crear disposiciones estables que van inclinando a la
voluntad hacia los bienes inferiores y apartándola de los superiores, por lo cual el
entendimiento se ve impedido en gran manera para alcanzar a éstos y gobernar
rectamente la conducta. "Así, el hombre entregado a los sentidos difícilmente puede
entender lo que está por encima de ellos, porque el apetito carnal no entiende que sea
bueno más que lo que deleita a la carne. Y esto es lo que continúa diciendo la Escritura: y
no es capaz de entender" (98). El que se entrega incondicionalmente a los apetitos
sensibles llega incluso a notorias aberraciones: "El hombre que tiene estragado el gusto es
incapaz de enjuiciar rectamente los sabores, de modo que a veces abomina de los gustos
agradables y apetece los que son aborrecibles; en cambio, quien lo tiene sano, sabe juzgar
acertadamente de los sabores. De modo semejante, el hombre que tiene corrompido el
afecto, como conformado a las cosas mundanas, carece de recto juicio sobre el bien" (99).
Ya hemos visto que "cada uno juzga de acuerdo con su disposición cuando hay una
pasión, y de otro modo cuando cesa la pasión: y así, el incontinente, durante la pasión
juzga que algo es bueno, y juzga de otro modo después. Por eso dice el Filósofo que a
cada uno le parece el fin, según como es él mismo" (100). Ya se comprende que la pasión
habitualmente consentida estabiliza el juicio erróneo y "lo mismo que un hombre de débil
complexión, por cualquier cosa enferma, así la inteligencia del hombre que no está
asentada en la verdad tampoco tiene poder para juzgar lo verdadero, y a la mínima
dificultad que le surge, incide en el error" (101). Es manifiesto que la delectación aplica
con mayor intensidad la intención en aquello que deleita; por eso, en las cosas que
deleitan se trabaja u obra óptimamente y, en cambio, no se trabaja, o se obra débilmente,
en las que contrarían. Pues bien, aquel que se somete y aplica sobre todo su atención a las
cosas corporales, debilita las operaciones de su espíritu y se excluye así cada vez más de
los bienes espirituales. El abandono a la lujuria, que produce las delectaciones más
vehementes es, desde luego, lo que embota máximamente el espíritu y debilita el
conocimiento de lo inteligible (102)."La sensibilidad del hombre se sumerge en lo terreno
máximamente por la lujuria, que lanza a los placeres máximos, los cuales absorben
máximamente al alma" (103), y son causa de necedad. Al apartar de la consideración de
lo espiritual, "poco a poco van engolfando el espíritu en lo material, con lo cual se le
vuelve inepto para captar lo divino, en conformidad con aquello: el hombre animal no
percibe la del Espíritu de Dios" (104); lo mismo que "cuando se tiene el gusto estragado
con mal humor, que no se saborea lo dulce. Esta necedad es pecado"(105). Al engolfarse
en lo material, se va perdiendo de vista a Dios; no es de extrañar que, en consecuencia, se
caiga en el ateísmo. Es evidente que en los ambientes donde prevalece el erotismo y la
pornografía -el pudor ausente- el ateísmo tiene campo abonado y, si no se remedia
aquello, llega a ser dominante: la estulticia será un hecho general; y la soberbia campeará
por doquier, pues no hay otra manera de persistir en lo que contradice a la naturaleza, de
modo evidente, que tenerse por más sabio que el Autor de la naturaleza misma.
Cierto -aclara Santo Tomás- que algunos que están dominados por los vicios carnales
pueden tratar a veces sutilmente de lo inteligible, por la bondad de su ingenio natural o de
algún hábito sobreañadido; pero, forzosamente, a causa de las delectaciones corporales,
su intención se verá retraída de aquella sutil contemplación de lo inteligible. Los impuros
pueden conocer algunas cosas verdaderas, pero en ello son impedidos en gran medida
(106). Los pecados de la carne no alteran las facultades intelectuales, lo que acontece es
que estorban su operación del modo dicho (107) ; y cuanto más remotos son -los vicios-
respecto a lo espiritual, tanto más atraen la atención a cosas más lejanas y más impiden la
contemplación de la verdad (108). Y así se llega al estado aquel del "hombre animal" que
refiere San Pablo (109), abocado a la sensualidad, que es incapaz de entender las cosas
espirituales, porque "el hombre abocado a los sentidos no puede entender las cosas que
están por encima de ellos, y el hombre aficionado a las cosas carnales no entiende que sea
bueno nada más une lo deleitable para la carne. Y por eso dice: no puede entender; no
saben, ni entienden, caminan en tinieblas (Ps. LXXXI, 5). No saben ni entienden, porque
las cosas espirituales han de ser examinadas con el espíritu..." (110). Se cumple a la letra
la Palabra evangélica: videntes non vident, et audientes non audiunt, neque intelligunt,
viendo no ven, oyendo no oyen, ni entienden (111).
Así se explica cómo se puede llegar a oscurecer el entendimiento, hasta el punto de que
"algunos estiman que son principalmente lo que constituye su naturaleza corporal y
sensitiva. Y por ello se aman según lo que creen que son y odian lo que verdaderamente
son, queriendo cosas contrarias a la razón" (112). De tal ceguera proviene la aceptación
de teorías tales como el freudismo, negadoras de la espiritualidad del alma humana, que
reducen al hombre a un manojo de instintos en los que forzosamente ha de naufragar la
libertad; niegan la evidencia de la libertad humana y sólo saben hablar ambiguamente de
"liberaciones" contrarias a las más elementales normas de moralidad.
Es explicable que así sucedan las cosas, porque la verdad y la bondad (objetos
respectivamente del entendimiento y de la voluntad) son lo mismo en la cosa: sólo se
distinguen por la respectiva referencia a las diversas facultades. Es natural que cuando el
sujeto estime una cosa disconveniente (es decir, mala) para él, aunque sea verdadera
objetivamente, la considere falsa, o simplemente huya del conocimiento de su verdad.
Hay un texto luminoso de Tomás de Aquino, que vale la pena transcribir: "a quien le falta
rectitud interior, le falta también rectitud en el juicio: el que vigila, juzga rectamente de
su propia vigilia y de que otros duermen; el que duerme, por el contrario, no tiene juicio
recto ni de sí ni del que vigila. De donde las cosas no son como le parecen, sino como las
ve el que está despierto. Y lo mismo se aplica al sano y al enfermo respecto al juicio de
los saberes; y al débil y al fuerte para juzgar las cargas, y al virtuoso y al vicioso para
determinar lo que conviene hacer. Por eso dice el Filósofo (In V Ethic.) que el hombre
virtuoso es regla y medida de todas las cosas humanas, porque son tales en concreto
como él las juzga. En este sentido dice el Apóstol que el hombre espiritual juzga todas las
cosas, porque quien tiene la inteligencia ilustrada y el afecto ordenado por el Espíritu
Santo, tiene un juicio certero de lo que se refiere a la salvación, Contrariamente, el que no
es espiritual tiene la inteligencia oscurecida y el afecto desordenado respecto a los bienes
espirituales; y por tanto, el hombre carnal no puede juzgar al espiritual, como el que está
despierto no puede ser juzgado por el que duerme" (115).
Naturalmente no quiere decir esto que el hombre virtuoso, el que ha alcanzado un alto
grado de santidad en la tierra, no pueda errar nunca. Lo que ocurre es que el hombre que
sostiene una lucha habitual con las pasiones que podrían alterar la rectitud de su juicio,
conoce la medida de sus posibilidades intelectuales y evita con habitual fortuna
entrometerse en cuestiones que escapan a su capacidad de comprensión o inteligencia. No
cae en la tentación del ultra cogitare (pensar más allá de sus propios límites), y así evita el
error. Como es lógico, la vida práctica le forzará a sostener opiniones que podrán resultar
erróneas, pero él sabrá -como por instinto- que tales opiniones no son más que eso,
opiniones, y no las tendrá como dogmas infalibles, ni tratará de imponerlas a los demás.
Este comportamiento requiere, por supuesto, una inteligencia cultivada desde la
humildad. Sólo la soberbia explica las tiranías sociales o domésticas. Sólo sobre el
fundamento de la humildad es posible el orden, la convivencia en el seno de la familia o
de la sociedad. Porque la humildad no es otra cosa que "andar en verdad", amar la verdad,
único supuesto para poder hacer la verdad, es decir, el bien.
¿Cómo librarnos de las tretas del subjetivismo, latente en todos los errores? Sin duda
requiere una ascesis : la aplicación de nuestra libertad -fuerza original poderosa de la
voluntad- al entendimiento, para que se adhiera, -o recupere- las verdades fundamentales
primeras y así prosiga de veritate in veritatem, de la verdad a verdades cada vez más
hondas. Todo ello simultáneo al esfuerzo por hacer la verdad en todo momento, es decir
realizar la verdad práctica, que no es otra cosa que el bien.
Por eso, la sobriedad mentada del conocer abre paso a siempre nuevos hallazgos. Las
épocas de fe viva coinciden, no por azar, con las épocas creadoras. Goethe se dio cuenta
de ello y auguró tiempos prósperos en creación a los pueblos de gran fe. Mientras con
humildad se reconozca el misterio, la fuerza creadora de la libertad seguirá fecundando el
mundo.
El respeto a la tradición
La humildad dispone al estudioso a aceptar toda verdad que otros hallaron, ya en los
tiempos antiguos o modernos. El hombre no nace sabio: debe adquirir la sabiduría con
esfuerzo y con empeño, a partir del encuentro con la realidad y el discurso de su razón. Y
siendo tan corta la vida del individuo, los conocimientos que cada uno es capaz de
conseguir en el tiempo que dura su existencia terrena son muy limitados, sobre todo los
que puede obtener por sí mismo. De ahí que el hombre debe acudir a la experiencia de
otros más sabios o experimentados en determinado campo. Sin eso sería imposible la
ciencia. Por ello advierte Tomás de Aquino que "el oído es necesario para la sabiduría,
como se dice en la Sagrada Escritura: si gustas del escuchar, serás sabio (Eccli. 6,34) ; y
también es necesario para el sabio, según lo que se lee en el libro de los Proverbios: el
sabio que escucha, será aún más sabio (Prov. 1,5). Del mismo modo a todos es necesario
escuchar, puesto que nadie se basta a sí mismo para excogitar todo lo que pertenece a la
sabiduría; y, por lo tanto, ninguno es tan sabio que no deba ser instruido por otro" (117).
Una gran lección de prudencia ofrece Santo Tomás con su apertura al pasado, tan
necesaria al verdadero sabio que, como tal, ama la sabiduría. Hacer tabla rasa del pasado
es cosa más bien de pedantes y de necios que de mentes esclarecidas. La originalidad de
la que a menudo presumen aquellos no es más que la repetición de errores antiguos, en
los que seguramente no incurrirían si hubieran dedicado algún tiempo al estudio del
pasado. Cuántos errores de nuestro tiempo se hubieran evitado con el estudio, por
ejemplo, de Tomás de Aquino. En estas páginas hemos hallado textos que resuelven de
un plumazo cuestiones aún debatidas por falta de esa atención que al pasado debemos.
No es que debamos quedar "prendidos" de los documentos de la tradición, sino de la cosa
misma que nos muestran. "Ninguno de aquellos a quienes interese captar la realidad -
afirma Pieper- en toda su hondura, escatimará el menor esfuerzo en la tarea de
convertirse en poseedor y partícipe del inmenso tesoro de verdades ya pensadas sobre el
hombre a las que el progreso de los siglos no ha restado vigencia" (121). Por lo demás, ya
considerábamos al principio que el estudio de las obras ajenas no es, sin embargo, fin
para el sabio, que no es perfección del entendimiento lo que otros pensaron acerca de la
verdad de las cosas, sino solamente lo que hay de verdad en ellas.
Veracidad
Es obvio que importa sobremanera, en la tarea de indagar la verdad, amarla con el mayor
apasionamiento posible. Difícilmente se alcanza lo que no se ama, y el amor es también
como un sexto sentido que orienta en la búsqueda de lo amado. Ya sabemos que en la
búsqueda de la verdad, la inteligencia y la voluntad están en permanente y mutua
interferencia, y que hay un conocimiento afectivo, por connaturalidad, que lleva a captar
con facilidad el objeto, adelantándose incluso muchas veces al discurso de la razón,
intuyendo matices que de otro modo pasarían inadvertidos.
Difundir la verdad
Cuando se conocen ciertas verdades es preciso tener el valor de decirlas. Todo aquel que
tenga una chispa de luz -la verdad es luz orientadora- ha de comunicarla a los demás; ha
de intentarlo al menos. Sobre todo, cuando el mundo parece sumido en las tinieblas del
inmanentismo en sus diversas modalidades. No es posible quedarse indiferentes. Quien
no se atreva a decir la verdad -aunque parezca a veces como un canto desentonado en
medio de una fabulosa orquestación de mentiras-, corre el riesgo de que su espíritu quede
sofocado, vencido y, finalmente, arrastrado.
Quien tenga una chispa de luz, ha de confiar también en la luz y en los hombres. El
hombre, aun el que huye de la verdad, ha sido creado para la Verdad y por ello la necesita
más que ninguna otra cosa. Es preciso invitarle a descubrirla, aunque para ello haya que
mostrar los obstáculos que le impiden hallarla: sus pasiones y sus prejuicios. Si el objeto
se consigue, se habrá salvado a un hombre para la eternidad. Y ese hombre podrá salvar a
muchos otros. Y éste es el único camino para que en el tiempo los hombres vivan como
seres humanos: inteligentes, con pasiones -ciertamente-, pero cada día más señores de sí
mismos y, en consecuencia, del mundo: libres, con la libertad que sólo la verdad puede
dar: "la verdad os hará libres" (123).
También dijo Jesucristo otras impresionantes palabras: "Yo para esto nací y para esto
vine al mundo, para testificar la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz"
(124). Es entonces cuando Pilato, el escéptico, pregunta
"¿Qué es la verdad?" Pero "dicho esto, se fue" (125). Dejó la pregunta en el aire y se fue.
Qué interesante hubiera resultado la respuesta si Pilato hubiera esperado un poco. Por
fortuna, en ocasión anterior, el Señor ya dejó dicho: "Yo soy la verdad" (126). El es la
verdad primera: el Verbo por quien son creadas todas las cosas, el Ser que conoce
creadoramente, exhaustivamente todo lo que es. Por ello el encuentro con Cristo es el
encuentro con la Sabiduría. Y todo el que es de la verdad escucha su voz. También está
escrito: "Radiante e inmarcesible es la sabiduría. Fácilmente la ven los que la aman y la
encuentran los que la buscan" (127).
Es difícil, más aún, imposible, dominar una sola de las ciencias cultivadas por el hombre.
Pero la ciencia no es estrictamente necesaria para que el hombre viva en la tierra de
acuerdo con su dignidad peculiar. Importa saber non multa, sed multum, no muchas
cosas, sino mucho de lo esencial: de dónde venimos, a dónde vamos, qué sentido tiene
nuestro vivir en el mundo... Estas y otras semejantes son las cuestiones fundamentales
que, por fortuna, no son las más difíciles de comprender cuando hay rectitud en la
voluntad, afán de saberlas. El itinerario intelectual comienza con la apertura sincera a la
verdad de las cosas. Reconocerla, con todas sus consecuencias, permite remontarse hasta
Dios, Verdad primera que la razón puede y debe alcanzar. Una vez hallada ésta, el
hombre se encuentra en óptimas disposiciones para oír la voz de Dios -"todo el que es de
la verdad escucha mi voz"-, que se hace audible por la Revelación sobrenatural y la
gracia, mediante lo cual, Dios se manifiesta en una nueva dimensión: la de su vida íntima.
Dios viene a nuestro encuentro y nos invita a pasar a su intimidad inefable donde todo es
luz. Para ello reclama nuestra fe. Tampoco es difícil la fe. "Para quien, conforme al recto
orden de la razón, admita la posibilidad de alcanzar por conocimiento natural la
existencia de Dios, la idea de revelación se presenta como perfectamente coherente; y de
modo semejante, las exigencias objetivas de la moral revelada se armonizan con el
conocimiento de la ley natural objetiva" (128). Cierto que la fe en la Revelación exige un
salto al orden sobrenatural, pero es un salto razonable cuando se ha sorteado la tentación
racionalista. Además Dios, con su gracia, lo hace fácil, porque "quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (129), la verdad salvadora. Lo
que se requiere en el hombre es una actitud realista -de apertura a la verdad objetiva- que
lleva en coherencia a querer la verdad y el bien en sí. En fin de cuentas, supuesta la gracia
de Dios, en el querer está la salvación, mientras que "ésta es la causa de la condenación:
que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras
eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz,
para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la
luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios" (130). Las dificultades de la
fe no son tanto intelectuales como afectivas -no hay contradicción entre fe y razón, sino
armonía-. Los hombres tenemos la extraña capacidad de preferir las tinieblas a la luz;
podemos resistirnos a la luz. Cuando penetramos con una lámpara encendida en un lugar
oscuro, las tinieblas se disipan, dejan paso a la luz, se dejan penetrar por ella y
desaparecen sin ofrecer resistencia. En cambio, la soberbia y el egoísmo entenebrecen de
tal modo el alma que las tinieblas llegan a cosificarse, se petrifican, se hacen
impermeables a la luz: "En El estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. La luz
luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron. Era la luz verdadera que, viniendo
a este mundo, ilumina a todo hombre. Estaba en el mundo y por El fue hecho el mundo,
pero el mundo no le conoció" (131).
Notas:
1 "Quid enim fortius desiderat anima quam veritatem?": SAN AGUSTÍN, Tratados sobre
el Evangelio de San Juan, tratado 26, 4-6 (ed. B.A.C., bilingüe), Madrid 1975.
10 "Non enim pertinet ad perfectionem intellectus mei quid tu vellis vel quid intelligas
cognoscere, sed solum quid rei veritas habeat" : TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica,
I parte, q. 107, a. 2; Cfr. Ibídem, q. 12, a. 8, ad 4.
11 "Veritatem esse est per se notum: quia qui negat veritatem esse, concedit veritatem
esse : si enim veritas non est, verum est veritatem non esse. Si autem est aliquid verum,
oportet quod veritas sit" : TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I parte, q. 2, a. 1, ad
3.
12 JESÚS GARCÍA LÓPEZ, Doctrina de Santo Tomás sobre la verdad, Pamplona 1967
(Eunsa), pág. 142.
14 "Augustinus loquitur de visione intellectus humani, a qua rei veritas non dependet.
Sunt enim multae res quae intellectu nostro non cognoscuntur; nulla tamen res est quam
intellectus divinus actu non cognoscat, et intellectus humanus in potentia (...) Et ideo in
definitione rei verae potest poni visio in actu intellectus divini, non autem visio
intellectus humani nisi in potentia" : TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 1, a. 2, ad
4m.
15 "... quia secundum hoc, non esset verum quod non videtur; quod patet esse falsum de
ocultissimis lapillis, qui sunt in visceribus terrae"" TOMÁS DE AQUINO, De Veritate,
q. 1, a. 2, 4.
16 "... etiam si intellectus humanus non esset, adhuc res dicerentur verae in ordine ad
intellectum divinum" : TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 1, a. 2, c.
19 "Res autem quae est aliquid positivum extra animam, habet aliquid in se unde vera
dici possit": TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 1, a. 5, ad 2.
20. "...aliquid intelligi sine altero, potest accipi dupliciter. Uno modo ita quod aliquid
intelligatur, altero non intellecto: et sic, ea quae ratione differunt, ita se habent, quod
unum sine altero intelligi potest. Alio modo potest accipi aliquid intelligi sine altero,
quod intelligitur eo non existente: et sic ens non potest intelligi sine vero, quia ens non
potest intelligi sine hoc quod correspondeat vel adaequetur intellectui. Sed tamen non
oportet quod quicumque intelligit rationem entis intelligat rationem veri, sicut nec
quicumque intelligit ens, intelligit intellectum agentem; et tamen sine intellectu agente
homo nihil potest intelligere": TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 1, a.1, ad 3.
21 "Volunt enim isti sophistae quod omnium possent accipi rabones demonstrativae.
Patet enim quod ipsi quaerebant accipere aliquod principium, quod esset eis quasi regula
ad discernendum ínter infirmum et sanum, ínter vigilantem et dormientem. Nec erant
contendí istam regulam qualitercumque scire, sed eam volebant per demonstrationem
accipere (...) haec tamen est passio eorum, id est infirmitas mentís quod quaerunt
rationem demonstrativam eorum quorum non est demonstratio. Nam principium
demonstrationis non est demonstratio, id est de eo demonstratio esse non potest. Et hoc
est eis fucile ad credendum quia non est hoc difficile sumere etiam per demonstrationem.
Ratio enim demonstrativa probat quod non omnia demonstrari possunt, quia sic esse abire
in infinitum": TOMÁS DE AQUINO, In duodecim libros Metaphysicorum commentaria,
lib. IV, lect. 15.
22 bis "Ex ipsa enim natura animae intellectualis convenit homini quod statim cognitio
quid est totum et quid est pars, cognoscat, quod omne totum est mugís sua parte- et simile
est de caeteris : sed quid sit totum et quid sit pars, cognoscere non potest, nisi per species
intelligibiles a phantasmatibus acceptas. Et propter hoc Philosophus... ostendit quod
cognitio principiorum provenit nobis ex sensu" : TOMÁS DE AQUINO, Suma
Teológica, I-II, q. 51, a. 1. También observa Santo Tomás que todo hombre lleva consigo
un principio de ciencia -la luz del entendimiento agente- por el cual se conocen, ya desde
el comienzo y naturalmente, ciertos principios universales comunes a todas las ciencias:
"inest unicuique homini quoddam principium scientiae, scilicet lumen intellectus agentis,
per quod cognoscitur statim a principio naturaliter quaedam universalia principia omnium
scientiarum" : TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I, q. 117, a. 1.
31 Ibídem.
32 Ibídem.
33 Ibídem.
40 "Omnis motus supponit aliquid immobile: cum enim transmutatio fit secundum
qualitatem, remanet substantia immobilis; et cum transmutatur forma substantialis,
remanet materia immobilis. Rerum etiam mutabilium sunt immobiles habitudines: sicut
Socrates etsi non semper sedeat, tomen immabiliter est verum quod, quandocumque
sedet, in uno loco manet. Et propter hoc nihil prohibet de rebus mobilibus immobilem
scientiam habere" : TOMÁS DE AQuiNO, Suma Teológica, I parte, q. 84, a. 1, ad 3m.
41 Puede verse, por ejemplo, JESÚS GARCÍA LÓPEZ, Nuestra sabiduría racional de
Dios, Madrid 1950 (C.S.I.C.).
44. Ibídem.
45 E. MEYERSON, De L"explication dans les sciences, París 1921 (Payot), págs. 371-
372.
47 Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los Gentiles, lib. II, cap. 81.
49 Ibídem.
51 "Hablar de ser histórico del hombre es, al menos, equívoco: a no ser que se piense que
el hombre sea sólo su cuerpo. Porque, efectivamente, un perro, un árbol, una piedra,
tienen un ser puramente histórica. El ser del hombre, por la espiritualidad de su alma,
trasciende constitutivamente la historia, y por eso puede hacerla sin estar condicionado
por ella ni reducirse a su transcurso" : R. GARCÍA DE HARO, I. DE CELAYA, La
moral cristiana, Madrid 1975 (Rialp), páginas 149-150.
53 Ibídem.
54 "In eo autem quod quis intelligit, non errat" : TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los
Gentiles, lib. III, cap. 108.
55 Para el estudio de las relaciones entre Sartre, Hegel y Marx resulta altamente
interesante la obra de JUAN JOSÉ SANGUINETI, Jean-Paul Sartre: Crítica de la Razón
Dialéctica y Cuestión de Método, Madrid 1975 (E.M.E.S.A.), págs. 17-20 (y passim).
61. J. MOUROUX, El misterio del tiempo, Barcelona 1962 (Estela), pág. 122.
63 Ibídem, q. 24, a. 6, ad 5.
66 Ibídem, ad 2.
68 JAIME BALMES, EL Criterio, 8ª ed., París 1899 (Garnier), cap. XIX, párr. 11.
69 "Intelligo enim quia volo et similiter utor omnibus potentiis et habitibus quia volo" :
TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones disputatae: De malo, q. 4, a. 1; "intelligimus enim
quia volumus, et imaginamur quia volumus, et sic de aliis. Et hoc habet quia obiectum
eius est finis" : ToMÁs DE AQUINO, Suma contra los gentiles, lib. I, cap. 72.
70 TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, q. 29, a. 5, ad 2.
74 Ibídem.
77 "In his autem quae sunt naturaliter nota, nullus potest errare: in cognitione enim
principiorum indemonstrabilium nullus errat" : TOMÁS DE AQUINO, Suma contra los
Gentiles, lib. III, cap. 46.