Skinner, Q. - Maquiavelo (Cap. 1 y 2)

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Quentin Skinner:

Maquiavelo

El Libro de Bolsillo
Alianza Editorial
Madrid
Título original: Machiavelli Esta obra ha sido publicada en inglés
por Oxford University Press.
Traductor: Manuel Benavides

Primera edición en «El Libro de Bolsillo»: 1984


Tercera reimpresión en «El Libro de Bolsillo»: 1998

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido


por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las
correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes
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en todo o en parte, una obra literaria artística o científica, o su trans­
formación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo
de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva
autorización.

© Quentin Skinner, 1981


© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1984,1991, 1995, 1998
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid; teléf. 91 393 88 88
ISBN: 84-206-0015-6
Depósito legal: M. 26.041/1998
Impreso en Fernández Ciudad, S. L.
Catalina Suárez, 19. 28007 Madrid
Printed in Spain
1. El Diplomático

El fondo humanístico

Nicolás Maquiavelo nació en Florencia el 3 de mayo de


1469- Las primeras noticias que tenemos de él nos lo
rñuestran tomando parte activa en los asuntos de su
ciudad natal en 1498, el año en que el régimen controla­
do por Savonarola abandonó el poder. Savonarola, el Prior
dominico de San Marcos, cuyos proféticos sermones ha­
bían dominado la política de Florencia durante los cuatro
años precedentes, fue arrestado como hereje a primeros de
abril; poco después, el consejo que gobernaba la ciudad
comenzó a retirar de sus posiciones en el gobierno a los se­
cuaces del fraile que todavía permanecían en él. Uno de
los que perdieron su empleo como consecuencia de ello
fue Alejandro Braccesi, el jefe de la segunda cancillería.
En un principio el puesto quedó vacante, pero al cabo de
unas cuantas semanas de dilación el nombre casi descono­
cido de Maquiavelo comenzó a sonar como un posible sus­
tituto. Tenía apenas veintinueve años, y no parecía haber
tenido experiencia administrativa previa. No obstante, su

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M aquiavelo 13

nominación salió adelante sin mayores dificultades, y el


19 de junio fue debidamente confirmado por el gran con­
sejo como segundo canciller de la República florentina.
Por el tiempo en que Maquiavelo entró en la cancillería
existía un método bien establecido para el reclutamiento
de sus oficiales mayores. Además de una probada pericia
diplomática, se esperaba que los oficiales aspirantes mos­
traran un alto grado de competencia en las así llamadas
«disciplinas humanas». Este concepto de los studia hum a-
nitatis derivaba de fuentes romanas, especialmente de Ci­
cerón, cuyos ideales pedagógicos habían sido reavivados
por los humanistas del siglo XIV y llegaron a ejercer una
poderosa influencia en las universidades y en el gobierno
de la vida pública italiana. Los humanistas se distinguían
ante todo por su adhesión a una teoría particular de los
contenidos característicos de una educación «verdadera­
mente humana». Esperaban que sus alumnos comenzasen
dominando el Latín, pasaran luego a la práctica de la retó­
rica y a la imitación de los más exquisitos estilistas clásicos,
y completaran sus estudios con un concienzudo estudio de
la historia antigua y de la filosofía moral. Popularizaron
también la antigua creencia de que este tipo de entrena­
miento constituye la mejor preparación para la vida políti­
ca. Como Cicerón sostuvo repetidamente, estas disciplinas
alimentan los valores que antes que nada necesitamos ad­
quirir para servir bien a nuestro país: la complacencia en
subordinar nuestros intereses privados al bien público; el
deseo de luchar contra la corrupción y la tiranía, y la am ­
bición de alcanzar los objetivos más nobles de entre todos:
el honor y la gloria para nuestro país y para nosotros mis­
mos.
A medida que los florentinos se imbuían de una mane­
ra creciente de estas creencias, comenzaron a llamar a sus
más destacados humanistas para ocupar las más presti­
giosas posiciones en el gobierno de la ciudad. Se puede
decir que la práctica comenzó con la designación de Co-
luccio Salutati como canciller en 1375, y ésto se convirtió
en norma rápidamente. Durante la adolescencia de Ma­
quiavelo, la primera cancillería fue ocupada por Bartolo-
Q uentin Skinner
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meo Seala, quien mantuvo su profesorado en la universi­


dad a lo largo de su carrera pública y continuó escribiendo
acerca de temas típicamente humanistas, siendo sus obras
más notables un tratado moral y una Historia de los flo ­
rentinos. Durante el tiempo que Maquiavelo permaneció
en la cancillería, las mismas tradiciones fueron solemne­
mente mantenidas por el sucesor de Scala, Marcello Adria-
ni. También éste pasó a la cancillería desde una cátedra en
la universidad, y continuó publicando obras de erudición
humanista, incluido un libro de texto para la enseñanza
del Latín y un tratado en lengua vernácula titulado Sobre
la educación de la nobleza florentina.
La vigencia de estos ideales permite explicar tomo Ma­
quiavelo fue designado a una edad relativamente tempra­
na para un puesto de considerable responsabilidad en la
administración de la República. Por parte de su familia,
aunque no era rica ni pertenecía a la alta aristocracia, esta­
ba estrechamente relacionado con algunos de los más des­
tacados círculos humanistas de la ciudad. El padre de Ma­
quiavelo, Bernardo, que se ganaba la vida como abogado,
era un entusiasta estudioso de las humanidades. Mantenía
estrechas relaciones con algunos distinguidos eruditos,
incluido Bartolomeo Scala, cuyo tratado de 1483 Sobre las
Leyes y los Juicios legales adoptó la forma de un diálogo
entre él mismo y «mi amigo íntimo», Bernardo Machiave-
lli. Más aún; resulta evidente, a partir del Diario que Ber­
nardo llevó entre 1474 y 1487, que, a lo largo del período
de crecimiento de su hijo Niccoló, Bernardo estuvo ocupa­
do en el estudio de varios de los principales textos clásicos
en los que el concepto renacentista de «humanidades» se
fundamentaba. Recuerda que pidió prestadas las Filípicas
de Cicerón en 1477, y su mayor obra de retórica, La fo r­
mación del orador, en 1480. También pidió prestado va­
rias veces el tratado de Cicerón Los deberes en 1480, y en
1476 se las arregló para adquirir la Historia, de Tito Livio,
el texto, que unos cincuenta años más tarde habría de ser­
vir de entramado para los Discursos de su hijo, su más lar­
ga y ambiciosa obra de filosofía política.
Resulta también evidente por el Diario de Bernardo
M aquiavelo 15

que, a pesar del enorme desembolso que ello suponía, y


que detalla con minuciosidad, se había tomado muy a
pecho el proveer a su hijo de un excelente fundamento en
los studia humanitatis. Tenemos noticias sobre la educa­
ción de Maquiavelo inmediatamente después de su sépti­
mo cumpleaños, cuando su padre recuerda que «mi pe­
queño Niccoló ha comenzado a ir con el maestro Matteo»
a fin de dar el primer paso en su enseñanza formal, el es­
tudio del Latín. Cuando Maquiavelo tenía doce años pasó
a la segunda etapa y se colocó bajo la tutela de un famoso
maestro de escuela, Paolo da Ronciglione, que enseñó a
varios de los más ilustres humanistas de la generación de
Maquiavelo. Este nuevo paso es anotado por Bernardo en
su Diario el día 5 de noviembre de 1481, cuando anuncia
orgullosamente que «Niccoló escribe ahora por sí mismo
composiciones en Latín», siguiendo el obligado método
humanista de imitar los mejores modelos del estilo clásico.
Finalmente parece que —si hemos de dar crédito a la pa­
labra de Paolo Giovio— Maquiavelo fue enviado a
completar su educación en la universidad de Florencia.
Giovio afirma en sus Máximas que Maquiavelo «recibió la
mejor parte» de su educación clásica de Marcello Adriani;
y Adriani, como hemos visto, ocupó una cátedra en la
universidad durante varios años antes de su designación
para la primera cancillería.
Este trasfondo humanístico parece contener la clave para
explicar por qué Maquiavelo recibió tan rápidamente su
puesto en el gobierno en el verano de 1498. Adriani había
sido promovido al cargo de primer canciller a principios
del mismo año y parece plausible suponer que se acordara
de los conocimientos humanísticos de Maquiavelo y deci­
diera recompensarlos en el momento de cubrir las vacantes
en la cancillería causadas por el cambio de régimen. Pare­
ce también probable que fuera debido al patronazgo de
Adriani —junto quizá con la influencia de los humanistas
amigos de Bernardo— el que Maquiavelo se viera lanzado
a su carrera pública en el nuevo gobierno anti-Savonarola.
Q u cn tin Skinner
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Las misiones diplomáticas

El cargo oficial de Maquiavelo le suponía dos tipos de


obligaciones. La segunda cancillería, creada en 1437, tenía
que ver principalmente con la correspondencia referente a
la administración de los propios territorios florentinos. Pe­
ro como cabeza de esta sección Maquiavelo pasaba tam ­
bién a ser uno de los seis secretarios afectos al primer can­
ciller y en calidad de tal se le asignó la tarea adicional de
servir a los Diez de la Guerra, el comité responsable de las
relaciones extranjeras y diplomáticas de la República. Esto
significaba que además de su trabajo ordinario de des­
pacho podía ser llamado para viajar al extranjero por
cuenta de los Diez, actuando como secretario de sus em ­
bajadores y ayudando a enviar a casa detallados informes
sobre asuntos exteriores.
Su primera oportunidad de tomar parte en una misión
de esta naturaleza llegó en julio de 1500, cuando él y
Francesco della Casa fueron comisionados para «pasar con
toda la rapidez posible» a la corte de Luis XII de Francia
(L 70). La decisión de enviar esta embajada surgió de las
dificultades que Florencia había encontrado en la guerra
contra Pisa. Los pisanos se habían revelado en 1496 y d u ­
rante los siguientes cuatro años lograron rechazar todos los
intentos de aplastar su independencia. A principios de
1500, no obstante, los franceses consintieron en ayudar a
los florentinos en la recuperación de la ciudad, y enviaron
una fuerza para sitiarla. Pero el sitio acabó en un desastre:
los mercenarios gascones contratados por Florencia deserta­
ron; las fuerzas auxiliares suizas se amotinaron por falta de
paga, y el asedio fue ignominiosamente suspendido.
Las instrucciones que llevaba Maquiavelo consistían en
«mostrar que no fue debido a una insuficiencia nuestra el
que esta empresa no diera resultados» y al mismo tiempo
«dar la impresión», si era posible, de que el jefe de la
fuerza francesa había actuado «corruptamente y con cobar­
día» (L 72, 74). Empero, cuando él y della Casa se halla­
ron en su primera audiencia en presencia de Luis XII, el
rey no se mostró muy interesado en las excusas de Floren­
M aquiavelo 17

cia por sus pasados fallos. Quería en cambio saber qué po­
día esperar realmente en el futuro de un gobierno eviden­
temente enfermizo. Este encuentro dio el tono que ha­
bían de seguir todas las subsiguientes discusiones con Luis
y sus principales consejeros, Robertet y el Arzobispo de
Rouen. El resultado fue que, aunque Maquiavelo perma­
neció en la corte francesa durante cerca de seis meses, la
visita le enseñó menos acerca de la política de los franceses
que sobre la situación crecientemente equívoca de las ciu­
dades-estado italianas.
La primera lección que aprendió fue que, para quien­
quiera que estuviera instruido en los secretos de una mo­
derna monarquía, la maquinaria gubernamental de Flo­
rencia aparecía como absurdamente vacilante y endeble. A
finales de julio se hizo patente que la signoria, el consejo
que regía la ciudad, necesitaría una nueva embajada para
renegociar los términos de la alianza con Francia. Entre
agosto y septiembre Maquiavelo se mantuvo a la espera de
saber si los nuevos emabajadores habían abandonado Flo­
rencia, y asegurando al Arzobispo de Rouen que los espe­
raba en cualquier momento. A mediados de octubre, al
no tener todavía señales de su llegada, el Arzobispo co­
menzó a tratar con desdén estas continuas mentiras. Ma­
quiavelo refiere con obvio disgusto que «replicó con estas
palabras exactas» cuando estuvo seguro de que la misión
prometida estaba al fin en camino: «es verdad lo que us­
ted dice, pero antes de que esos embajadores lleguen, es­
taremos todos muertos» (L 168). De una manera más hu­
millante aún, Maquiavelo descubrió que el sentimiento de
la propia importancia de su ciudad natal parecía a los
franceses ridiculamente en desacuerdo con la realidad de
su posición militar y de su riqueza. Los franceses, dirá a la
Signoria, «sólo valoran a los que están bien armados o dis­
puestos a pagar» y han llegado a pensar que «ambas cuali­
dades se hallan ausentes en vuestro caso». Aunque intentó
hacer un discurso «sobre la seguridad que vuestra grande­
za podría aportar a las posesiones mantenidas por su Ma­
jestad en Italia», se dio cuenta de que «todo ello resultaba
superfluo», puesto que los franceses se reían sencillamente
Q u en tin Skinner
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de ella. La dolorosa verdad, confiesa, es que «ellos os lla­


man Señor Nada» (L 126 y n.).
Maquiavelo se tomó muy a pecho la primera de estas
lecciones. Sus escritos políticos de madurez están llenos de
advertencias sobre la necedad de las dilaciones, el peligro
de aparecer como irresoluto, la necesidad de una acción
decidida y rápida tanto en la guerra como en la política.
Pero descubrió con claridad que era imposible aceptar la
consecuente implicación de que podría no haber futuro
para las ciudades-estado italianas. Continuó teorizando
acerca de su organización militar y política en la creencia
de que estas eran todavía perfectamente capaces de recu­
perar y mantener su independencia, aunque el período de
tiempo correspondiente a su propia vida fuese testigo de
su final e inexorable subordinación a las fuerzas muy su­
periores de Francia, Alemania e Italia.
Su misión en Francia terminó en diciembre de 1500, y
Maquiavelo se dio toda la prisa que pudo en volver a casa.
Su hermana había muerto mientras él estuvo fuera; su
padre había muerto muy poco después de su partida, y en
consecuencia (como se quejaba a la signoria) sus asuntos
familiares «han dejado de tener el menor asomo de orden»
(L 184). Experimentaba también inquietud por su em­
pleo, pues su asistente Agostino Vespucci se había puesto
en relación con él a finales de octubre para transmitirle el
rumor de que «a menos que volváis perderéis vuestro
puesto en la cancillería» (C 60). Además, poco tiempo
después, Maquiavelo encontró una razón más para querer
permanecer en las cercanías de Florencia: su noviazgo con
Marietta Corsini, con quien se casó en el otoño de 1501.
Marietta permanecerá como una figura en la sombra a lo
largo de la vida de Maquiavelo, pero las cartas de éste dan
a entender que nunca dejó de amarla, mientras que ella
por su parte le dio seis hijos, supo llevar sus infidelidades
con paciencia y, finalmente, le sobrevivió un cuarto de
siglo.
Durante los dos años siguientes, que Maquiavelo consu­
mió en Florencia y sus alrededores, la signoria se vio per­
turbada por el surgimiento de un nuevo y amenazador
M aquiavelo 19

poder militar en sus fronteras: César Borgia. En abril de


1501 Borgia fue nombrado duque de la Romagna por su
padre, el papa Alejandro VI. Inmediatamente lanzó una
serie de audaces campañas a fin de conseguir para sí un
territorio a tono con su nuevo y flamante título. Se apode­
ró en primer lugar de Faenza y puso sitio a Piombino,
donde entró en septiembre de 1501. Seguidamente sus lu­
gartenientes sublevaron el Val di Chiana contra Florencia
en la primavera de 1502, en tanto que Borgia marchaba
en persona hacia el norte y se apoderaba del ducado de
Urbino en un fulminante coup. Engreído por estos éxitos,
pidió entonces una alianza formal con los florentinos y so­
licitó que se le enviara un mensajero para oír sus condi­
ciones. El hombre elegido para esta delicada tarea fue Ma­
quiavelo, quien recibió su comisión el cinco de octubre de
1502 y se presentó ante el duque en Imola dos días des­
pués.
Esta misión marca el principio del período más formati-
vo de la carrera diplomática de Maquiavelo, período en
que pudo desarrollar el papel que más le agradaba, el de
observador de primera mano y asesor de los gobiernos
contemporáneos. Es también el tiempo en que llegó a for­
mular los juicios definitivos sobre la mayoría de los gober­
nantes cuyas políticas pudo observar en su proceso de for­
mación. Con frecuencia se ha sugerido que las Legaciones
de Maquiavelo contienen simplemente los «materiales sin
pulir» o los «toscos esbozos» de sus posteriores puntos de
vista políticos y que ulteriormente retocó e incluso ideali­
zó sus observaciones en los años de retiro forzoso. No obs­
tante, como veremos, el estudio de las Legaciones revela
de hecho que las apreciaciones de Maquiavelo, e incluso
sus epigramas, se le ocurrieron inmediatamente, siendo
posteriormente incorporados, prácticamente sin alteración,
a las páginas de los Discursos y especialmente de El Prínci-
pe'
La misión de Maquiavelo en la corte de Borgia duró casi
cuatro meses, en el curso de los cuales mantuvo varias con­
versaciones tete á tete con el duque, quien parece haberse
tomado la molestia de exponer su política y la ambición
20 Q u en tin Skinner

subyacente a la misma. Maquiavelo quedó muy impre­


sionado. El duque, refirió, es «sobrehumano por su valor»,
y se muestra como hombre de grandes designios, que «se
ve a sí mismo capaz de alcanzar todo cuanto quiere»
(L 520). Más aún, sus acciones no son menos sorprenden­
tes que sus palabras, pues «controla todo por sí mismo»,
gobierna «con extrema discreción» y es capaz en conse­
cuencia de decidir y ejecutar sus planes con una rapidez
aplastante (L 427, 503). En una palabra, Maquiavelo
reconocía que Borgia no era simplemente un condottiero
presuntuoso, sino alguien que «ha de ser visto como un
nuevo poder en Italia» (L 422).
Estas observaciones, originariamente enviadas en secreto
a los Diez de la Guerra, se han hecho célebres desde en­
tonces pues se repiten casi al pie de la letra en el capítu­
lo 7 de El Príncipe. Al trazar la carrera de Borgia, Ma­
quiavelo pone de nuevo de relieve el gran valor del du­
que, sus habilidades excepcionales y su gran sentido de la
resolución (33-4). Reitera también su opinión de que Bor­
gia resultaba no menos impresionante en la ejecución de
sus designios. «Hizo uso de todos los medios y acciones
posibles» para «echar raíces», y se las arregló para asentar
«fuertes cimientos para el futuro poder» en tan corto tiem­
po que, si la suerte no le hubiera abandonado, «hubiera
vencido cualquier dificultad» (29, 33).
En tanto que admiraba las cualidades de Borgia para el
caudillaje, Maquiavelo experimentó no obstante desde el
principio un cierto sentimiento de inquietud por la
asombrosa confianza en sí mismo del duque. A primeros
de octubre de 1502 escribió desde Imola que «en el tiem­
po que he permanecido aquí, el gobierno del duque no se
ha apoyado en otra cosa sino en su buena Fortuna» (L
386). Al inicio del año siguiente hablaba con desaproba­
ción creciente del hecho de que el duque se mostrase
todavía satisfecho de confiar en su «inaudita buena suerte»
(L 520). Pero en octubre de 1503, al ser enviado Ma­
quiavelo con una misión a Roma y tener de nuevo la oca­
sión de observar a Borgia muy de cerca, sus .anteriores du­
M aquiavelo 21

das cristalizaron en una aguda conciencia de los límites de


las capacidades del duque.
El principal objetivo del viaje de Maquiavelo a Roma
era informar acerca de una insólita crisis que se había de­
satado en la corte papal. El papa Alejandro VI había
muerto en agosto, y su sucesor, Pío III, había muerto a su
vez al mes de tomar posesión de su cargo. La signoria flo­
rentina estaba ansiosa por recibir boletines diarios para es­
tar al tanto de lo que probablemente pudiera suceder en
el futuro inmediato, especialmente después de que Borgia
llegara para promover la candidatura del cardenal Giulia-
no della Rovere. Este curso de los acontecimientos parecía
potencialmente amenazador para los intereses de Floren­
cia, porque el apoyo del duque había sido comprado con
la promesa de que sería designado capitán general de los
ejércitos del papa si della Rovere resultaba elegido. Parecía
indudable que; si Borgia consolidaba su puesto, empren­
dería una nueva serie de campañas hostiles en las fronteras
del territorio florentino.
De acuerdo con ésto, los primeros despachos de Ma­
quiavelo se concentraron en el cónclave, en el que della
Rovere salió elegido «por una gran mayoría», y tomó el
nombre de Julio II (L 599). Pero una vez resuelto este
asunto, la atención de todos se dirigió hacia la lucha que
acababa de entablarse entre Borgia y el papa. En cuanto
Maquiavelo vio a estos dos maestros de la hipocresía bus­
carse las vueltas se percató de cómo sus dudas iniciales
acerca de las habilidades del duque quedaban totalmente
justificadas.
A Borgia, pensó, le había faltado perspicacia al no pre­
ver los riesgos inherentes al apoyo de della Rovere. Como
recordó a los Diez de la Guerra, el cardenal se había visto
obligado a «vivir diez años en el exilio» durante el pontifi­
cado del padre del duque, Alejandro VI. Sin duda, aña­
día, della Rovere «no puede haber olvidado esto tan pron­
tamente» como para mirar con sincera complacencia una
alianza con el hijo de su enemigo (L 599). Pero la crítica
más seria de Maquiavelo se centraba en el hecho de que
Borgia, incluso en esta equívoca y peligrosa situación, con­
22 Q u en tin Skinner

tinuase poniendo una confianza excesivamente arrogante


en su ininterrumpida racha de buena suerte. Al principio
Maquiavelo hizo notar con aparente sorpresa que «el du­
que se está dejando arrastrar por su ilimitada confianza»
(L 599).
Dos semanas más tarde, cuando aún no había llegado la
comisión papal de Borgia, y sus posesiones en la Romagna
acababan de levantarse en una revuelta generalizada, in­
formaba en tonos más acres que el duque «se ha quedado
estupefacto» por «estos cambios de Fortuna, que no estaba
acostumbrado a experimentar» (L 631). A fines de mes,
Maquiavelo ha llegado a la conclusión de que la mala For­
tuna de Borgia le ha desanimado de tal manera que ahora
no era ya capaz de mantenerse firme en decisión alguna, y
el 26 de noviembre se sintió en condiciones de asegurar a
los Diez de la Guerra que «podéis a partir de ahora actuar
sin tener que pensar en él para nada» (L 683). Una sema­
na más tarde menciona por última vez los asuntos de Bor­
gia, observando simplemente que «poco a poco el duque
se va deslizando hacia la tumba» (L 709).
Lo mismo que antes, estos juicios confidenciales sobre
el carácter de Borgia se han hecho desde entonces famosos
debido a su incorporación al capítulo 7 de El Príncipe.
Maquiavelo repite que el duque «hizo una mala opción»
al apoyar «la elección de Julio como papa», porque «nunca
debiera haber permitido que el papado fuera a parar a
ningún cardenal a quien antes hubiera agraviado» (34). Y
vuelve una vez más a su acusación fundamental de que el
duque había confiado demasiado en su suerte. En vez de
enfrentarse a la evidente probabilidad de que en algún
momento podía verse detenido por un «golpe bajo de la
Fortuna», se derrumbó en cuanto éste tuvo lugar (29). A
pesar de su admiración, el veredicto final de Maquiavelo
sobre Borgia —tanto en El Príncipe como en las Legacio­
nes— es totalmente desfavorable: «logró su posición a tra­
vés de la Fortuna de su padre» y la perdió tan pronto co­
mo la Fortuna le abandonó (28).
El siguiente caudillo influyente de quien Maquiavelo
tuvo oportunidad de hacer una valoración de primera m a­
M aquiavelo
23

no fue el nuevo papa, Julio II. Maquiavelo estuvo presen­


te en varias audiencias durante el tiempo de la elección de
Julio II, pero fue en el curso de las dos misiones poste­
riores cuando adquirió una visión completa del carácter y
de las dotes de gobierno del papa. La primera de ellas tu ­
vo lugar en 1506, cuando Maquiavelo volvió a la corte pa­
pal entre agosto y octubre. Las instrucciones que llevaba
consistían en mantener informada a la signoria de la
marcha del plan marcadamente agresivo de Julio II de re­
cuperar Perugia, Bolonia y otros territorios que antes
habían pertenecido a la Iglesia. La segunda ocasión surgió
en 1510 al ser enviado nuevamente Maquiavelo como em ­
bajador a la corte de Francia. Por este tiempo Julio II
había organizado una gran cruzada para expulsar de Italia
a «los bárbaros», ambición que puso a los florentinos en
una embarazosa situación . Por un lado no querían de­
sagradar al papa en su creciente disposición belicosa. Pero,
por otro, eran aliados tradicionales de Francia, que inme­
diatamente les preguntó qué ayuda podía esperar si el pa­
pa invadía el ducado de Milán, que había sido vuelto a
tomar por Luis XII el año anterior. Lo mismo que en
1506, Maquiavelo se encuentra siguiendo con impaciencia
el curso de las campañas de Julio, al tiempo que espera y
proyecta preservar la neutralidad de Florencia.
Observando al papa guerrero en acción, Maquiavelo
quedó impresionado en un principio, y luego atónito. Co­
menzó pensando que el plan de Julio II de reconquistar
los estados papales estaba abocado a terminar en desastre.
«Nadie piensa», escribió en septiembre de 1506, que el
papa «sea capaz de llevar a término lo que pretende»
(L 996). Inmediatamente, no obstante, hubo de comerse
sus propias palabras. Antes de fin de mes, Julio había
vuelto a entrar en Perugia y «arregló sus asuntos», y antes
de que acabara octubre Maquiavelo se ve dando fin a su
misión con la sonada noticia de que, después de una te­
meraria campaña, Bolonia se ha rendido sin condiciones,
«postrándose sus mismos embajadores a los pies del papa y
entregándole la ciudad» (L 995, 1035).
No pasó mucho tiempo, no obstante, antes de que Ma-
24 Q u en tin Skinner

quiavelo comenzara a sentirse más crítico, en especial des­


pués de que Julio tomara la alarmante decisión de lanzar
sus débiles tropas contra el poderío francés en 1510. Al
principio manifestó simplemente la irónica esperanza de
que la audacia de Julio «haya de volverse del revés para
basarse en algo distinto de su santidad» (L 1234). Pero
pronto habrá de escribir en tono mucho más serio para de­
cir que «nadie sabe aquí con certeza nada acerca del fun­
damento de las acciones del papa», y que el mismo emba­
jador de Julio II se manifiesta «completamente aterrado»
por la aventura en su conjunto, puesto que «es profunda­
mente escéptico sobre si el papa cuenta con los recursos y
la organización» para emprenderla (L 1248). Maquiavelo
no estaba todavía en condiciones de condenar a Julio sin
más, puesto que aún pensaba que era concebible que, «lo
mismo que en la campaña de Bolonia», «la mera audacia y
la autoridad» del papa pudieran servir para convertir su
descabellado ataque en una inesperada victoria (L 1244).
No obstante, comenzaba a sentirse profundamente in­
quieto. Repetía con evidente simpatía un dicho de Rober-
tet que hacía al caso: que Julio parecía «haber sido desti­
nado por el Todopoderoso para la destrucción del mundo»
(L 1270). Y añadía con desacostumbrada solemnidad que
el papa en realidad «parecía empeñado en la ruina de la
Cristiandad y en provocar el colapso de Italia» (L 1257).
Este relato del desarrollo de los asuntos papales reapare­
ce virtualmente idéntico en las páginas de El Príncipe.
Maquiavelo reconoce en primer lugar que aunque Julio
«procede impetuosamente en todos sus asuntos», «obtiene
siempre éxitos» incluso en sus más descabelladas empresas.
Pero continúa arguyendo que esto era debido únicamente
a que «los tiempos y sus circunstancias» estaban «tan en ar­
monía con este modo de proceder», que nunca tenía que
pagar el castigo debido a su temeridad. A pesar de los pri­
meros éxitos del papa, Maquiavelo se siente acreditado pa­
ra dar una visión totalmente desfavorable de su gobierno.
Admitía que «Julio había llevado a cabo con su impetuoso
modo de proceder lo que ningún otro pontífice con toda
la prudencia humana hubiera podido hacer». Pero ello era
M aquiavelo 25

debido únicamente «a la brevedad de su vida, de la que


nos apartamos con la impresión de que debe haber sido
un gran conductor de hombres». «Si se hubieran presenta­
do ocasiones en que hubiera necesitado proceder con cau­
tela, hubieran ocasionado su caída; porque nunca hubiera
cambiado los métodos a los que su naturaleza le inclina­
ba» (91-2).
Entre su legación ante el papa en 150f y si! vuelta a
Francia en 1510, Maquiavelo tuvo que cumplir una m i­
sión más fuera de Italia, en el curso de la cual pudo obte­
ner valoraciones de primera mano de otro prominente
hombre de gobierno —Maximiliano, el Sacro Romano
Emperador. La decisión de la signoria de enviar esta em ­
bajada surgió del hecho de que le incumbía el plan del
emperador de marchar a Italia y coronarse en Roma. Al
anunciar este propósito pidió a los florentinos un generosa
ayuda que le permitiera hacer frente a su crónica falta de
fondos.
La signoria se sentía ansiosa de complacerle si realmente
iba a venir, pero no en caso contrario. ¿Vendría en reali­
dad? En junio de 1507 fue despachado Francesco Vettori a
fin de obtener una respuesta, pero informó en términos
tan confusos que seis meses después de que partiera, fue
enviado Maquiavelo con instrucciones adicionales. Ambos
permanecieron en la corte hasta junio del año siguiente,
cuando la propuesta expedición fue definitivamente sus­
pendida.
Los comentarios de Maquiavelo sobre el jefe de la Casa
de Hausburgo no contienen ninguno de los matices o cali­
ficaciones que caracterizan sus descripciones de César Bor­
gia y de Julio II. Desde el principio hasta el final el empe­
rador causó a Maquiavelo la impresión de un gobernante
totalmente inepto, dotado apenas de alguna de las cuali­
dades apropiadas para llevar adelante un gobierno efecti­
vo. Para Maquiavelo, su debilidad fundamental era la ten­
dencia a ser «muy negligente y crédulo a la vez», a resultas
de lo cual «manifiesta una constante proclividad a dejarse
influenciar por cada opinión distinta que se le presente»
(L 1098-9). Esto hace imposible llevar adelante negó-
26 Q u en tin Skinner

daciones, por lo que, incluso cuando empieza por decidir­


se por una acción determinada —como en el caso de la ex­
pedición a Italia— es seguro que dirá «Sólo Dios sabe có­
mo acabará» (L 1139). Esto hace que el suyo sea un go­
bierno irremediablemente endeble, porque todo el m un­
do se mantiene «en una constante confusión» y «nadie sa­
be qué es lo que realmente hará» (L 1106).
El retrato del emperador hecho por Maquiavelo en El
Príncipe reproduce ampliamente estos primeros juicios.
Estudia a Maximiliano a lo largo del capítulo 23, cuyo te­
ma es la necesidad que tienen los príncipes de escuchar los
buenos consejos. En él se discurre sobre la conducta del
emperador a modo de relato preventivo de los daños que
acarrea el no tratar a los propios consejeros con la firmeza
adecuada. Se describe a Maximiliano como un hombre tan
«manejable» que, si sus planes «llegan a ser generalmente
conocidos», y por tanto «encuentran oposición por parte
de los que le rodean», ello le inhibe de su realización de
tal manera que de inmediato «desiste de ellos». Esto no
solamente imposibilita el negociar con él, pues «nadie sa­
be nunca lo que desea o lo que quiere hacer», sino que lo
convierte en un incompetente total como hombre de
mando, pues «es imposible fiarse» de las decisiones que
toma, y «lo que hace un día lo deshace al siguiente» (87).

Las lecciones de la diplomacia

Antes de que formulara su veredicto final sobre los


caudillos y hombres de gobierno con los que se había en­
contrado, llegó a la conclusión de que había una y simple
lección fundamental que habían aprendido mal, a resultas
de lo cual habían fracasado en sus empresas, o habían te­
nido éxito debido más a la suerte que al sano juicio políti­
co. La debilidad básica que todos ellos compartían era una
fatal inflexibilidad ante las cambiantes circunstancias. Cé­
sar Borgia se mostraba siempre arrogante por la confianza
que tenía en sí mismo; Maximiliano, precavido y extrema­
damente dubitativo; Julio II, impetuoso y sobreexcitado.
M aquiavelo 27

Lo que todos ellos se negaban a reconocer era que habrían


tenido mucho más éxito si hubieran intentado acomodar
sus personalidades respectivas a las exigencias de los tiem ­
pos en lugar de querer reformar su tiempo según el molde
de sus personalidades.
Con el tiempo Maquiavelo colocó este juicio en el
auténtico corazón de sus análisis sobre el caudillaje políti­
co en El Príncipe. No obstante, tuvo esta intuición mucho
antes, en el curso de su activa carrera como diplomático.
Además, aparece claro en las Legaciones que la generaliza­
ción surgió al principio menos como resultado de su pro­
pias reflexiones que del hecho de escuchar —y después
reflexionar sobre ellos— , los puntos de vista de los dos po­
líticos más astutos con quienes entró en contacto. El asun­
to se le ofreció por vez primera el día de la elección de J u ­
lio II como pontífice. Maquiavelo se encontró metido de
lleno en una conversación con Francesco Soderini, carde­
nal de Volterra y hermano de Piero Soderini, el jefe (gon-
falonieri) del gobierno de Florencia. El cardenal le aseguró
que «durante muchos años no ha podido nuestra ciudad
esperar tanto de un nuevo papa como del actual». «Pero
solamente», añadió, «si sabe estar en armonía con los
tiempos» (L 593). Dos años más tarde Maquiavelo se en­
contró con el mismo juicio en el curso de las negociaciones
con Pandolfo Petrucci, señor de Siena, al que más tarde
mencionará con admiración en El Príncipe como «un
hombre verdaderamente capaz» (85). Maquiavelo había si­
do comisionado por la signoria para pedir razones de «to­
das las trampas e intrigas» que han marcado los tratos de
Pandolfo con Florencia (L 911). Pandolfo respondió con
una sinceridad que impresionó vivamente a Maquiavelo.
«Deseando cometer el mínimo de errores posibles», «yo
llevo adelante mi gobierno día a día, y arreglo mis asuntos
hora tras hora, porque los tiempos son más poderosos que
nuestras cabezas» (L 912).
Aunque las apreciaciones de Maquiavelo sobre los
hombres de gobierno de su tiempo son en general severa­
mente críticas, sería equivocado concluir que viese a los
gobiernos contemporáneos no más que como una historia
28 Q u en tin Skinner

de crímenes, locuras y desgracias. En distintos momentos


de su carrera diplomática pudo ver cómo un problema po­
lítico era afrontado y resuelto de una manera que no sólo
suscitaba su inequívoca admiración, sino que ejercía una
clara influencia en sus propias teorías sobre el gobierno
político. Uno de estos momentos tuvo lugar en 1503, en
el curso de una prolongada guerra de ingenio entre César
Borgia y el papa. Maquiavelo estaba fascinado al ver cómo
Julio II hacía frente al dilema planteado por la presencia
del duque en la corte papal. Como recordaba a los Diez
de la Guerra, «el odio que su santidad ha sentido siem­
pre» hacia Borgia «es bien conocido», pero esto difícilmen­
te altera el hecho de que Borgia «ha resultado de más ayu­
da para él que ningún otro» al asegurar su elección, por lo
que «ha hecho al duque un gran número de promesas» (L
599). El problema parecía insoluble: ¿cómo podía Julio
conseguir libertad alguna de acción sin violar al mismo
tiempo su solemne compromiso?
Tal como Maquiavelo descubrió rápidamente, la res­
puesta se presentó en dos ocasiones muy claras. Antes de
su elevación al trono pontificio, Julio tuvo buen cuidado
en recalcar que, «siendo un hombre muy de buena fe», es­
taba absolutamente obligado «a estar en contacto» con
Borgia «para mantener la palabra que le había dado»
(L 613, 621). Pero tan pronto como se sintió seguro, in­
mediatamente renegó de todas sus promesas. No solamen­
te negó al duque su título y sus tropas, sino que lo arrestó
realmente y lo hizo prisionero en el palacio papal. Ma­
quiavelo difícilmente puede conciliar su sorpresa y su ad­
miración por el coup. «Ved ahora», exclama, «de qué m a­
nera tan honorable comienza este papa a pagar sus deu­
das: se limita a saldarlas por el procedimiento de anu­
larlas». Nadie considera, añade significativamente, que el
papado haya quedado deshonrado; por el contrario, «todo
el mundo continúa besando con el mismo entusiasmo- las
manos del papa» (L 683).
En esta ocasión Maquiavelo se muestra en desacuerdo
con Borgia por haberse dejado sacar ventaja de una mane­
ra tan ruinosa. Tal como de una manera muy típica suya
M aquiavelo 29

señaló, el duque nunca debería haber supuesto «que las


palabras de otro son más dignas de confianza que las de
uno mismo» (L 600). No obstante, Borgia fue sin duda el
caudillo en quien Maquiavelo encontró el mejor modelo
de acción, que pudo observar y en otras dos ocasiones tuvo
el privilegio de verle haciendo frente a una peligrosa crisis
y superándola con un denuedo y seguridad tales que se
ganó el completo respeto de Maquiavelo.
La primera surgió en diciembre de 1502, cuando el
pueblo de la Romagna expresó violentamente su oposición
a los métodos opresivos usados por el lugarteniente de
Borgia, Rimirro de Orco, para pacificar la provincia el año
anterior. Consta que Rimirro se había limitado simple­
mente a poner en obra las órdenes del duque, y lo había
llevado a cabo con éxito notable sacando al país del caos
para ponerlo al amparo de un buen gobierno. Pero su
crueldad había desatado tales odios que la estabilidad de
la provincia se hallaba nuevamente en peligro. ¿Qué hizo
Borgia? Su solución exigió el despliegue de una espeluz­
nante rapidez de acción, cualidad por la que Maquiavelo
muestra su admiración en el relato del episodio. Rimirro
fue citado a Imola, y cuatro días después «fue hallado par­
tido en dos en la plaza pública, donde su cuerpo perma­
nece aún, de modo que todo el pueblo ha podido verlo».
«No ha sido sino un capricho del duque», añade Ma­
quiavelo, «para mostrar que puede hacer o deshacer
hombres como quiere, de acuerdo con sus merecimientos»
(L 503).
El otro punto que evoca en Maquiavelo una admiración
más bien atónita por Borgia tuvo que ver con las dificulta­
des militares que surgieron en la Romagna casi al mismo
tiempo. En un principio el duque se vio obligado a con­
fiar en los pequeños señores de la zona como su principal
soporte militar. Pero en el verano de 1502 se evidenció
que sus jefes —especialmente los Orsini y los Vitelli— no
sólo no eran dignos de confianza sino que conspiraban
contra él. ¿Qué habría de hacer? Su primera acción consis­
tió en desembarazarse de ellos fingiendo reconciliación,
convocándolos a un encuentro en Senigallia y ejecutándo­
30 Q u en tin Skinner

los en masse. Por una vez la estudiada frialdad de Ma­


quiavelo le abandona al describir esta maniobra, y con­
fiesa hallarse «totalmente perplejo ante este acontecimien­
to» (L 508). Seguidamente Borgia decidió no utilizar en
adelante aliados tan traicioneros, sino ser él mismo quien
mandara sus tropas. Esta política —casi inaudita en unos
tiempos en que prácticamente todos los príncipes italianos
luchaban con mercenarios a sueldo— parece haberle pro­
ducido enseguida a Maquiavelo la impresión de ser una
jugada perspicaz. Refiere con evidente aprobación que no
sólo ha decidido que «uno de los fundamentos de su po­
der» debe ser de ahora en adelante «sus propias fuerzas»,
sino que ha iniciado el proceso de reclutamiento en una
escala asombrosa, «habiendo presidido una parada de
quinientos hombres de armas y el mismo número de caba­
llería ligera» (L 419). Pasando a su estilo más admonitorio,
confiesa que «está escribiendo todo esto de muy buena ga­
na» porque ha llegado a pensar que «todo aquel que está
bien armado, y tiene sus propios soldados, se encontrará
siempre en una situación ventajosa, aunque puede suceder
que las cosas se vuelvan del revés» (L 455).
En 1510, después de una década de misiones en el
extranjero, Maquiavelo había formado su propio juicio
sobre la mayoría de los hombres de estado con quienes se
había encontrado. Solamente Julio II continuó en buena
medida dejándolo perplejo. Por una parte, la declaración
de guerra contra Francia por parte del papa en 1510 le pa­
reció a Maquiavelo casi demencialmente irresponsable. No
se requería imaginación para ver que «un estado de ene­
mistad entre estos dos poderes» podría convertirse en «la
más aterradora desgracia que podía suceder» desde el pun­
to de vista de Florencia (L 1273). Por otra, no podía
rechazar la esperanza de que, por mera impetuosidad, J u ­
lio podría aún probar a ser el salvador más que el verdugo
de Italia. Al final de la campaña contra Bolonia, Ma­
quiavelo se permitió manifestar su asombro por el hecho
de que el papa no pudiera «llevar adelante algo más gran­
dioso», de manera que «esta vez Italia pudiera verse verda­
deramente libre de los que habían planeado hundirla» (L
M aquiavelo 31

1208 ). Cuatro años más tarde, a pesar del empeoramiento


de la crisis internacional, estaba todavía luchando contra
sus temores crecientes pensando que, «como en el caso de
Bolonia» el papa puede aún tramar «arrastrar a todo el
mundo con él» (L 1244). Desafortunadamente para Ma­
quiavelo y para Florencia, sus temores producían mejores
predicciones que sus esperanzas. Después de haber sido
duramente acosado en la batalla de 1511, Julio reaccionó
concluyendo una alianza que cambió la entera faz de Ita­
lia. El 4 de octubre de 1511 suscribió la Santa Alianza con
Fernando de España, logrando de este modo el apoyo m i­
litar español para la cruzada contra Francia. Tan pronto
como se abrió el nuevo período de campaña en 1512, la
formidable infantería española marchó sobre Italia. En
primer lugar, hizo retroceder el avance francés, forzándo­
los a evacuar Ravenna, Parma y Bolonia y finalmente a re­
tirarse detrás de Milán. Volvió entonces contra Florencia.
La ciudad no se había atrevido a desafiar a los franceses y,
en consecuencia, no manifestó su apoyo al papa.
Se encontraba ahora en la situación de tener que sufrir
un duro castigo por su error. El 29 de octubre los españo­
les saquearon la cercana ciudad de Prato, y tres días más
tarde los florentinos capitularon. El gonfaloniere Soderini
marchó al destierro, los Médici volvieron a entran en la
ciudad después de una ausencia de 80 años, y unas sema­
nas más tarde la república fue disuelta.
La suerte de Maquiavelo se vino abajo junto a la del ré­
gimen republicano. El 7 de noviembre fue formalmente
relevado de su puesto en la cancillería. Tres días más tarde
se le sentenció al confinamiento dentro del territorio flo­
rentino, previa la fianza de la enorme suma de mil flori­
nes. En febrero de 1513 llegó el peor de los golpes. Cayó,
por error, en sospecha de haber tomado parte en una
abortada conspiración contra el nuevo gobierno de los Mé­
dici, y después de haber sido sometido a tortura se le con­
denó a la cárcel y a la paga de una fuerte suma. Como
más tarde se quejaría a los Médici en la dedicatoria de El
Principe, «la poderosa y obstinada malicia de la Fortuna»
le ha hundido de repente y sin conmiseración (II).
2. El Consejero de príncipes

El contexto florentino

A principios de 1513 la familia Médici obtuvo su más


brillante triunfo. El día 22 de febrero el cardenal Giovan-
ni de Médici partió para Roma después de enterarse de la
muerte de Julio II, y el 11 de marzo salió del cónclave de
cardenales elegido papa con el nombre de León X. En
cierto sentido ello representaba un nuevo golpe asestado
contra las esperanzas de Maquiavelo, al aportar una desco­
nocida popularidad al nuevo régimen establecido en Flo­
rencia. Giovanni era el primer florentino que llegaba a ser
papa, y, de acuerdo con Luca Landucci, el cronista con­
temporáneo, la ciudad lo celebró con fogatas y salvas de
artillería durante casi una semana. Pero en otro sentido,
este curso de los acontecimientos supuso un inesperado
golpe de Fortuna, pues impulsó al gobierno a decretar
una amnistía como parte del general regocijo, y Maquia­
velo fue puesto en libertad.
Tan pronto como salió de la prisión, Maquiavelo co­
menzó a buscar la forma de autorrecomendarse a las auto­

32
M aquiavelo 33.

ridades de la ciudad. Su antiguo colega, Francesco Vetto­


ri, había sido nombrado embajador en Roma, y Maquia­
velo le escribió repetidas veces urgiéndole a utilizar su
influencia «a fin de poder obtener un empleo de nuestro
señor el papa» (C 244). A pesar de ello, se dio cuenta
pronto de que Vettori era incapaz o quizás se resistía a
ayudarle. Muy descorazonado, Maquiavelo se retiró a su
pequeña granja en Sant’Andrea, para —según escribió a
Vettori— «permanecer lejos de cualquier rostro humano»
(C 516). A partir de este momento comenzó por vez pri­
mera a contemplar la escena política menos como partici­
pante que como analista. Envió en primer lugar largas y
bien razonadas cartas a Vettori sobre las implicaciones de
la renovada intervención de españoles y franceses en Italia.
Posteriormente —como explicó en una carta del 10 de di­
ciembre— comenzó a distraer su forzado ocio con la refle­
xión sistemática sobre su experiencia diplomática, sobre
las lecciones de la historia, y consecuentemente sobre el
papel del gobierno.
Tal como se queja en la misma carta, se ve reducido «a
vivir en una casa pobre con un menguado patrimonio».
Pero está haciendo que su retiro resulte soportable reclu­
yéndose cada tarde a su estudio y leyendo historia clásica,
«entrando en las antiguas cortes de los antepasados» a fin
de «conversar con ellos y preguntarles por las razones de
sus actos». Ha estado también ponderando los puntos de
vista que ha ido adquiriendo «en el curso de los cincuenta
años» durante los cuales «se vio implicado en el estudio
del arte de gobernar». El resultado, dice, es que «he com­
puesto un pequeño libro Sobre los Principados, en el que
me sumo, tan profundamente como puedo, en disquisi­
ciones acerca de este asunto». Este «pequeño libro» era la
obra maestra de Maquiavelo El Príncipe, que fue pergeña­
do —como indica esta carta— en la segunda mitad de
1513, y completado en la Navidad del mismo año (C 303-
5>-
La mayor esperanza de Maquiavelo, como confiesa a
Vettori, era que este tratado pudiera darle notoriedad an­
te «nuestros señores los Médici» (C 305). Una razón para
34 Q u en tin Skinnerl

atraer de este modo la atención sobre sí —como lo


muestra la dedicatoria de El Príncipe— era el deseo de
ofrecer a los Médici «algún tipo de prueba de que soy un
súbdito leal» (10). Su inquietud por la inquina de éstos ha
afectado negativamente a sus modos de razonamiento nor­
malmente objetivos, pues en el capítulo 20 de El Pñncipe
mantiene con gran entusiasmo que las nuevas autoridades
pueden esperar hallar «más lealtad y apoyo por parte de
aquellos que al principio de su gestión eran considerados
como peligrosos que de aquellos otros que lo eran como
personas de confianza» (79). Puesto que esta afirmación
quedará completamente contradicha en los Discursos
(236), resulta difícil no advertir que un elemento de espe­
cial imploración interviene en este punto de los análisis de
Maquiavelo, sobre todo cuando repite ansiosamente que
«No cesaré de recordar a todo príncipe» que «más pro­
vecho» se puede esperar siempre de «aquellos que estu­
vieron satisfechos con el anterior gobierno» que de cual­
quier otro (79).
No obstante, la principal preocupación de Maquiavelo
era, naturalmente, dejar claro ante los Médici que él era
un hombre digno de un cargo, un experto al que sería in­
sensato preterir. Insiste en su Dedicatoria en que «para
discernir claramente» la naturaleza de un príncipe, el ob­
servador no debe ser él mismo un príncipe, sino «uno del
pueblo». Con su confianza usual añade que sus propias
reflexiones son, por dos razones, de valor excepcional. Ha­
ce hincapié en «la amplia experiencia en los recientes
asuntos» que ha adquirido a lo largo de «muchos años» y a
través de «muchas inquietudes y peligros». Y señala con
orgullo el dominio teórico que del gobierno ha adquirido
al mismo tiempo a través de la «continua lectura» de las
antiguas historias —indispensable fuente de sabiduría
«sobre la que he reflexionado con profunda atención d u ­
rante largo tiempo» (10-11). ¿Qué podía, por tanto, ense­
ñar Maquiavelo a los príncipes en general, y a los Médici
en particular, como resultado de su estudio y su experien­
cia? A quienquiera que acometa la lectura de El Príncipe
por el principio podrá parecerle que éste tiene poco más
Maquiavelo 35

que ofrecer que un seco y muy esquematizado análisis de


los tipos de principado y los medios «para adquirirlo y
mantenerlo» (46). En el capítulo primero comienza aislan­
do la idea de «dominio» y establece que todos los domi­
nios son «repúblicas o principados». Inmediatamente da
de lado el primer término, recalcando que por el momen­
to quiere omitir cualquier tipo de discusión sobre las re­
públicas e interesarse exclusivamente por los principados.
Hace seguidamente la trivial observación de que todos los
principados son o hereditarios o de nueva creación. Des­
carta nuevamente el primer término, arguyendo que los
gobernantes hereditarios encuentran menos dificultades y
consecuentemente necesitan menos de sus consejos.
Centrándose en los principados de nueva creación, distin­
gue ahora los «totalmente nuevos» de aquellos que «son
como miembros unidos a la condición hereditaria del
príncipe que los conquista» (11-12). Se muestra aquí m e­
nos interesado en la última clase, y después de tres
capítulos dedicados a «los principados mixtos», continúa,
en el capítulo 6, con el tema que evidentemente le fascina
más que ningún otro: el de los «principados completa­
mente nuevos» (24). Vuelve a hacer aquí una ulterior sub­
división de su material, y al mismo tiempo introduce la
que es quizás la más importante antítesis en toda su teoría
política, antítesis en torno a la cual gira el argumento de
El Principe. Los nuevos principados, manifiesta, son- o
bien adquiridos y mantenidos «por medio de las propias
armas y de la propia virtú», o bien «por medio de las fuer­
zas de otro o gracias a la Fortuna» (24, 27).
Volviendo a esta dicotomía final, Maquiavelo muestra
menos interés en la primera posibilidad. Afirma que
aquellos que han conseguido el poder a través de «su pro­
pia virtú y no a través de la Fortuna» han sido «los gober­
nantes más admirables», y pone como ejemplos a «Moisés,
Ciro, Rómulo, Teseo y otros como ellos». Pero no puede
poner ningún ejemplo italiano de la actualidad (con la
posible excepción de Francesco Sforza) y su análisis impli­
ca que tal sobresaliente virtú muy escasamente puede es­
perarse en medio de la corrupción del mundo moderno
36 Q u en tin Skinner^

(25). Se centra, por tanto, en el caso de los principados


adquiridos gracias a la Fortuna y con la ayuda de armas
extranjeras. Aquí, por contraste, encuentra a la moderna
Italia llena de ejemplos, siendo el más instructivo el de
César Borgia, quien «adquirió su posición gracias a la For­
tuna de su padre», y cuya carrera es «digna de imitación
por parte de todos aquellos» que han llegado a ser prínci­
pes «debido a la Fortuna y por medio de las fuerzas de
otro» (28, 33).
Este análisis marca el fin de las divisiones y subdivi-i
siones que Maquiavelo establece, y nos lleva al tipo de ¡
principados en los que está preferentemente interesado. A j
esta altura aparece claro que, aunque ha tenido cuidado |
de presentar su argumento como una secuencia de tipolo­
gías neutras, ha organizado astutamente el tratamiento de
manera que se destaque un tipo particular y lo ha hecho
así por su especial significación local y personal. La si­
tuación en que la necesidad del consejo de un experto se,
muestra especialmente urgente es aquella en que un go-j
bernante ha llegado al poder por obra de la Fortuna y de
las armas extranjeras. Ningún contemporáneo lector de El
Príncipe pudo dejar de advertir que, en el momento en
que Maquiavelo exponía esta pretensión, los Médici ha­
bían reconquistado su anterior ascendencia en Florencia
por obra de un asombroso golpe de Fortuna, combinada
con la imparable fuerza de las armas extranjeras propor­
cionada por Fernando de España. Esto no implica, natu­
ralmente, que el argumento de Maquiavelo deba ser de­
sechado por no tener más que una importancia provin­
ciana. Pero está claro que lo que pretendía era lograr que
sus lectores originales centraran la atención en un lugar y
en un tiempo determinados. El lugar era Florencia; el
tiempo era el momento en que El Príncipe se estaba ges­
tando.

La herencia clásica
Cuando Maquiavelo y sus contemporáneos se vieron im ­
pelidos —como en 1512— a reflexionar sobre el inmenso
M aquiavelo 37

peso de la Fortuna en los asuntos humanos, se volvieron


generalmente hacia los historiadores y moralistas romanos
para proveerse de un autorizado análisis sobre el carácter
de la diosa. Estos escritores habían dejado asentado que si
un gobernante debe su posición a la intervención de la
Fortuna, la primera lección que debe aprender es temer a
la diosa, aún cuando se presente como portadora de favo­
res. Livio suministró una exposición particularmente influ­
yente de este aserto en el Libro 30 de su Historia a lo lar­
go de la descripción del dramático momento en que Aní­
bal capitula finalmente ante el joven Escipión. Aníbal co­
mienza su discurso de rendición recalcando admirable­
mente que este conquistador ha sido en gran medida «un
hombre a quien la Fortuna nunca ha defraudado». Pero
esto le induce únicamente a formular una grave adverten­
cia sobre el lugar que ocupa la Fortuna en los asuntos hu­
manos. No solamente es «inmenso el poder de la
Fortuna», sino que «la mayor Fortuna es siempre muy pe­
queña como para fiarse de ella». Si dependemos de la For­
tuna para elevarnos, estamos expuestos a caer «de la ma­
nera más trágica» cuando se vuelva contra nosotros, como
es casi seguro que sucederá al fin.
No obstante, los moralistas romanos nunca habían pen­
sado que la Fortuna fuera una fuerza maligna inexorable.
Por el contrario, la describían como una buena diosa, bo-
na dea, y como un aliado potencial del que bien vale la
pena atraer la atención. La razón para procurar su amistad
es, naturalmente, que ella dispone de los bienes de Fortu­
na, que todos los hombres se supone que desean. Bienes
que son descritos de diversas maneras: Séneca destaca «los
honores, riquezas e influencias»; Salustio prefiere señalar
«la gloria, el honor, el poder». Estaban de acuerdo, en ge­
neral, en que, de todos los bienes de la Fortuna, el más
grande es el honor y la gloria que le acompaña. Como Ci­
cerón señalaba repetidamente en Los Deberes, el más se­
ñalado bien del hombre es «la consecución de la gloria»,
«el acrecentamiento del honor personal y la gloria», el
logro de «la más genuina gloria» que pueda alcanzarse.
La cuestión clave que, en consecuencia, todos estos
38 Q u cn tin Skinner

escritores habían suscitado era ésta: ¿cómo persuadir a la


Fortuna para que mire hacia nosotros, que haga que los
bienes fluyan de su cornucopia sobre nosotros más bien
que sobre los demás? La respuesta es que, aunque la For­
tuna es una diosa, también es una mujer; y puesto que es
una mujer, se siente ante todo atraída por el vir, el
hombre de verdadera hombría. Una cualidad que le gusta
recompensar de manera especial es el valor viril. Tito Li-
vio, por ejemplo, cita repetidas veces el adagio «La Fortu­
na favorece a los audaces». Pero la cualidad que ella más
admira entre todas es la virtus, el atributo epónimo del
hombre verdaderamente viril. La idea que subyace a esta
creencia está expresada con total claridad en Las Tuscula-
nas de Cicerón, en las que establece que el criterio para
llegar a ser un verdadero hombre, un vir, es la posesión de
la virtus en su más alto grado. Las implicaciones del argu­
mento son exploradas extensamente en la Historia de Li-
vio, en las que el éxito alcanzado por los romanos se expli­
ca siempre por el hecho de que la Fortuna gusta de seguir
e incluso de servir a la virtus, y generalmente sonríe a
aquellos que muestran tenerla.
Con el triunfo del Cristianismo, este análisis clásico de
la Fortuna fue totalmente abandonado. El punto de vista
cristiano, expresado en su forma más ceñida por Boecio en
La Consolación de la Filosofía, se basa en la negación d'el
supuesto de que la Fortuna esté dispuesta a dejarse in­
fluir. La diosa se pinta ahora como «un poder ciego»,
completamente indiferente, por tanto, e indiscriminado
en el reparto de sus dones. No se ve ya como un amigo
potencial, sino sencillamente como una fuerza sin piedad;
su símbolo no es ya la cornucopia sino la rueda que gira
inexorablemente «como la pleamar y la bajamar de la ma­
rea».
Esta nueva visión de la naturaleza de la Fortuna vino
acompañada de un nuevo sentido de su importancia. Por
su descuido e indiferencia ante el mérito humano en la
distribución de sus recompensas, se dice que nos recuerda
que los bienes de la Fortuna son completamente indignos
de nuestro empeño, que el deseo del honor y la gloria
M aquiavelo 39

mundanos es, como Boecio lo señala, «realmente nada».


Ella sirve, en consecuencia, para apartar nuestros pasos de
los caminos de la gloria, animándonos a mirar más allá de
nuestra prisión terrena para buscar nuestra verdadera m an­
sión. Pero esto significa que, a pesar de su caprichosa tira­
nía, la Fortuna es genuinamente una ancilla Dei, un
agente de la benevolente providencia de Dios. Forma por
ello parte del designio de Dios el mostrarnos que «la feli­
cidad no consiste en las fortuitas cosas de esta vida
mortal», y hacernos así «menospreciar todos los negocios
terrenales y regocijarnos con la alegría de los cielos por
vernos libres de las cosas terrenas». Por esta razón, conclu­
ye Boecio, Dios ha dejado el gobierno de los bienes de es­
te mundo en las manos volubles de la Fortuna. Su desig­
nio es enseñarnos que «la satisfacción no puede obtenerse
a través de la riqueza, ni el poder a través de la realeza, ni
el respeto a través del cargo, ni la fama a través de la glo-j
ria».
La reconciliación que hace Boecio de la Fortuna con la
Providencia tuvo una duradera influencia en la literatura
italiana: forma la base de la discusión que hace Dante de
la Fortuna en el canto VII de El Infierno y suministra el
tema del Remedio contra próspera y adversa Fortuna, de
Petrarca. No obstante, con el redescubrimiento de los va­
lores clásicos en el Renacimiento, esta concepción de la
Fortuna como ancilla Dei se vio a su vez desafiada por el
retorno a la antigua idea de que debe trazarse una distin­
ción entre Fortuna y hado.
Este cambio dio origen a un nuevo punto de vista sobre
la naturaleza de la peculiar «excelencia y dignidad» del
hombre. Tradicionalmente se había dado por sentado que
descansaba en la posesión de un alma inmortal, pero en la
obra de los sucesores de Petrarca encontramos una tenden­
cia creciente a cambiar de acento de modo que quede
bien clara la libertad de la voluntad. Se tenía la sensación
de que la libertad del hombre quedaba amenazada por la
concepción de la Fortuna como una fuerza inexorable. En­
contramos también la tendencia correspondiente a recha­
zar la idea de que la Fortuna es simplemente un agente
40 Q u en tin Sk inneri

de la Providencia. Un llamativo ejemplo nos lo propor­


ciona el ataque de Pico della Mirándola a la supuesta cien- í
cia de la astrología, ciencia que denuncia por implicar la^
falsa creencia de que nuestras Fortunas nos han sido deter- '■
minadas ineluctablemente por las estrellas en el momento
de nacer. Poco más tarde empezamos a encontrarnos con
una llamada ampliamente difundida a una visión mucho
más optimista, según la cual —como Shakespeare pone en
boca de Casio dirigiéndose a Bruto— si fracasamos en
nuestros esfuerzos por alcanzar la grandeza, la culpa debe
estar «no en las estrellas, sino en nosotros mismos».
Al adoptar esta nueva actitud ante la libertad, los hu­
manistas italianos del quinientos pudieron reconstruir la
imagen totalmente clásica del papel de la Fortuna en los
asuntos humanos. Así lo encontramos en Alberti, en el
tratado de Pontano Sobre la Fortuna, y de una manera
muy especial en el opúsculo de Eneas Silvio Piccolomini
titulado Sueño de Fortuna. El escritor sueña que está sien­
do guiado a través del reino de la Fortuna, y que se en­
cuentra con la diosa misma, que accede a responder a sus
preguntas. Ella admite que es implacable en el ejercicio
de sus funciones, por lo que cuando le pregunta durante
cuánto tiempo suele mostrarse amable con los mortales,
ella replica: «Con ninguno por mucho tiempo». Pero dista
mucho de ser indiferente al mérito humano y no niega la
idea de que «hay artes por medio de las que se pueden ga­
nar vuestros favores». Finalmente, cuando se le pregunta
qué tipo de cualidades le gustan y cuáles le disgustan, res­
ponde con una alusión a la idea de que la Fortuna favore­
ce a los audaces, declarando que «aquellos a quienes les
falta valor son más dignos de odio que cualesquiera
otros».
Cuando Maquiavelo analiza «Los poderes de la Fortuna
en los asuntos humanos», en el penúltimo capítulo de El
Príncipe, su postura en este tema crucial nos lo revela co­
mo un típico representante de las actitudes humanísticas.
Abre el capítulo invocando la creencia familiar de que los
hombres «son controlados por la Fortuna y por Dios» y ha­
ciendo notar la evidente implicación de que «los hombres
M aquiavelo 41

no disponen de recursos contra las variaciones de la natu­


raleza», pues todo está providencialmente preordenado
(89). En contraste con estos supuestos cristianos ofrece in­
mediatamente un análisis clásico de la libertad humana.
Está de acuerdo, naturalmente, con que la libertad del
hombre está lejos de ser absoluta, puesto que la Fortuna
es inmensamente poderosa y «puede ser dueña de la m i­
tad de nuestras acciones». Pero insiste en que suponer que
nuestro destino está enteramente en sus manos significaría
«anular nuestra libertad». Y puesto que se adhiere firme­
mente al punto de vista humanístico de que «Dios no ha­
ce nada que pueda quitarnos nuestro libre albedrío y la
parte de gloria que nos pertenece», concluye que la mitad
de nuestras acciones «o casi» pueden quedar perfectamente
bajo nuestro control más bien que bajo el dominio de la
Fortuna (90, 94).
La imagen de Maquiavelo que más gráficamente expresa
este sentido del hombre es de nuevo de inspiración clási­
ca. Deja sentado que «la Fortuna es una mujer» y en con­
secuencia es fácilmente atraída por las cualidades viriles
(92). Así ve como una auténtica posibilidad el hacerse uno
mismo aliado de la Fortuna aprendiendo a obrar en armo­
nía con sus poderes, neutralizando su variable naturaleza
y saliendo triunfador en todos los asuntos propios (83,
92).
Ello le lleva a la cuestión clave que los moralistas roma­
nos se habían planteado: ¿Cómo podemos esperar aliarnos
con la Fortuna, cómo podemos inducirla a que nos sonría?
Responde a ello en los mismos términos que aquellos
habían utilizado. Sostiene que «ella es el amigo» del
audaz, de aquellos que son «menos cautos, más impe­
tuosos». Y desarrolla la idea de que se siente más excitada
y sensible a la virtus del verdadero vir. Desarrolla en pri­
mer lugar el aspecto negativo de la cuestión: que la Fortu­
na se siente impelida a la ira y al odio sobre todo por la
falta de virtú. Lo mismo que la presencia de la virtú actúa
como un dique frente a su embestida, del mismo modo
siempre «dirige su furia allí donde sabe que no existen di­
ques o presas para detenerla». Llega incluso a sugerir que
42 Q u en tin Skinner

solamente muestra su poder cuando los hombres de virtú


cesan de hacerle frente —sacando de aquí la conclusión de
que admira de tal manera esta cualidad que nunca descar­
ga su más letal rencor sobre aquellos que demuestran po­
seerla (90-2).
Al mismo tiempo que reitera estos argumentos clásicos,
Maquiavelo les presta un sesgo erótico. Arguye que la For­
tuna puede realmente experimentar un perverso placer al
ser tratada con rudeza. No solamente sostiene que, por­
que es una mujer, «es necesario, para mantenerla someti­
da, pegarle y maltratarla»; añade que «con más frecuencia
permite ser dominada por hombres que usan tales méto­
dos que por quienes proceden fríamente» (92).
La idea de que los hombres pueden de este modo sacar
provecho de la Fortuna se ha presentado algunas veces co­
mo un punto de vista peculiar de Maquiavelo. Pero tam ­
bién aquí Maquiavelo no hace sino echar mano de un re­
pertorio de recuerdos familiares. La idea de que se puede
hacer frente a la Fortuna con violencia había sido puesta
de relieve por Séneca, en tanto que Piccolomini había
explorado en su Sueño de Fortuna las resonancias eróticas
de tal creencia. Cuando pregunta a la Fortuna «¿Quién
puede ofrecerte más que otros?», ella contesta que se sien­
te atraída por encima de todo por los hombres «que con
más energía mantienen en jaque mi poder». Y finalmente
se atreve a preguntar «¿Quién resulta más aceptable de tu
parte de entre los vivientes?», ella le dice que, en tanto
que mira con desprecio «a aquellos que huyen de mí», se
siente muy excitada «por aquellos que me impulsan a la
huida».
Si los hombres se sienten capaces de domeñar a la For­
tuna y alcanzar de esta manera sus más altos propósitos, la
ulterior pregunta ha de ser qué objetivos debe proponerse
a sí mismo el nuevo príncipe. Maquiavelo comienza po­
niendo una condición mínima, usando una frase cuyo eco
resuena a través de todo El Príncipe. El propósito funda­
mental ha de ser mantenere lo stato, por lo que entiende
que el nuevo jefe debe preservar el actual estado de los
asuntos, y especialmente mantener el control del sistema
M aquiavelo 43

vigente de gobierno. Existen, no obstante, fines de mucha


más envergadura que han de ser perseguidos tanto como
la mera supervivencia, y al especificar cuáles son éstos,
Maquiavelo se revela a sí mismo como un auténtico here­
dero de los historiadores y moralistas romanos. Presupone
que todos los hombres desean por encima de todo alcan­
zar los bienes de Fortuna. Ignora totalmente de este modo
el precepto ortodoxo cristiano (puesto de relieve, por
ejemplo, por Santo Tomás de Aquino en el Régimen de
príncipes) según el cual un buen gobernante debe evitar
las tentaciones de gloria y riquezas mundanas a fin de ase­
gurarse el logro de las recompensas celestiales. Por el
contrario, a Maquiavelo le parece evidente que los mayo­
res galardones por los que los hombres están obligados a
competir son «la gloria y las riquezas» —los más preciados
dones que la Fortuna tiene en sus manos para otorgar
(SO-
Lo mismo que los moralistas romanos, Maquiavelo da
de lado la adquisición de riquezas como ocupación funda­
mental, y arguye que el más noble empeño para un prín­
cipe «prudente y virtuoso» debe ser introducir una forma
de gobierno tal «que le procure honor» y le haga glorioso
(93). Existe para los nuevos gobernantes, añade, la posibi­
lidad de alcanzar una «doble gloria»: ellos no sólo tienen
la oportunidad de «comenzar un nuevo principado», sino
también de «fortalecerlo con buenas leyes, buenos ejérci­
tos y buenos ejemplos» (88). La consecución del honor y
gloria mundanos es por tanto el más alto de los fines para
Maquiavelo no menos que para Cicerón y para Tito Livio.
Cuando se pregunta en el capítulo final de El Príncipe si
la condición de Italia es favorable al feliz éxito de un
nuevo príncipe, trata la cuestión como si fuera equivalente
a preguntarse «si en el momento presente las circunstan­
cias se confabulan de manera que ofrezcan el honor de un
nuevo príncipe» (92). Y al expresar su admiración por Fer­
nando de España —el hombre de estado a quien más res­
peta entre los contemporáneos— la razón que da es que
Fernando ha realizado «grandes cosas» de tal categoría que
le confieren «fama y gloria» en muy alto grado (81).
44 Q u en tin Skinner

Estos objetivos, piensa Maquiavelo, no son difíciles de


alcanzar —al menos en su forma más elemental— cuando
un príncipe ha heredado un dominio «habitual a la fami­
lia de un gobernante» (12). Pero resultan muy difíciles de
alcanzar para un nuevo príncipe, en especial si éste debe
su posición a un golpe de buena Fortuna. Este tipo de go­
bernantes «no pueden tener raíces» y están expuestos a ser
barridos por el primer soplo que la Fortuna quiera en­
viarles (28). Y no pueden —o más bien, no deben— de­
positar confianza alguna en la continua benevolencia de la
Fortuna, pues ello significa contar con la más falsa de las
fuerzas en los asuntos humanos (28). Para Maquiavelo, la
siguiente —y más crucial cuestión— es, por consiguiente
ésta: ¿qué máximas, qué preceptos pueden ofrecerse a un
nuevo príncipe tales que, si «los observa prudentemente»
harán que parezca ser «un antiguo príncipe» (88)? El resto
de El Príncipe va a tratar de una manera preponderante
de responder a esta cuestión.

La revolución de Maquiavelo

El consejo de Maquiavelo a los nuevos príncipes se divi­


de en dos partes principales. La tesis primera y fundamen­
tal que sustenta es la de que «los cimientos principales de
todos los estados» son «las buenas leyes y los buenos ejérci­
tos». Más aún, los buenos ejércitos son quizás más impor­
tantes que las buenas leyes, porque «no puede haber
buenas leyes allí donde los ejércitos no son buenos»,
mientras que si hay buenos ejércitos, «debe haber buenas
leyes» (47). La moraleja —expuesta con un típico toque de
exageración— es que un príncipe prudente no debe tener
«otro objetivo ni otro interés» que «la guerra, sus leyes y
su disciplina» (55).
Continúa Maquiavelo especificando que los ejércitos son
básicamente de dos tipos: mercenarios a sueldo y milicias
ciudadanas. El sistema mercenario era en Italia de uso casi
universal, pero Maquiavelo procede en el capítulo 12 a
lanzar un enérgico ataque contra él. «Durante muchos
Maquiavelo 45

años» los italianos «han sido dirigidos por generales merce­


narios» y los resultados han sido desatrosos: la península
entera «ha sido invadida por Carlos, saqueada por Luis,
violada por Fernando y agraviada por los suizos» (50). Y
nada mejor podría haberse esperado, pues todos los mer­
cenarios son «ineptos y dañinos». Son «desunidos, am bi­
ciosos, indisciplinados, desleales» y su capacidad de arrui­
naros «queda pospuesta tanto como queda pospuesto el
ataque a vos mismo» (47). Para Maquiavelo las implica­
ciones eran obvias, y las expone con toda firmeza en el ca­
pítulo 13. Los príncipes sensatos deben siempre «rechazar
estos ejércitos y aplicarse a los propios». Tan vigorosamen­
te percibe esto que incluso añade el casi absurdo consejo
de que «prefieran perder con sus propios soldados que
vencer con los otros» (52).
Tal vehemencia de tono necesita alguna explicación, es­
pecialmente a la vista del hecho de que muchos histo­
riadores han llegado a la conclusión de que el sistema
mercenario funcionó habitualmente con perfecta eficacia.
Una posibilidad es que Maquiavelo en este punto estu­
viera siguiendo una tradición literaria. La afirmación de
que la verdadera soberanía incluye el poseer ejércitos
había sido puesta de relieve por Livio, Polibio, así como
por Aristóteles, y mantenida por varias generaciones de
humanistas florentinos después que Leonardo Bruni y sus
discípulos hubieron hecho revivir el argumento. Sería muy
extraño, empero, que Maquiavelo siguiera de una manera
tan servil a sus más queridas autoridades. Parece más bien
que, aunque dirige un ataque generalizado contra los sol­
dados a sueldo, debe haber estado pensando en particular
sobre las desgracias de su ciudad natal, que sin duda
sufrió una serie de humillaciones a manos de sus jefes
mercenarios en el curso de la prolongada guerra contra Pi­
sa. No solamente fue un completo desastre la campaña de
1500, sino que un fracaso semejante acabó siendo la
nueva ofensiva lanzada por Florencia en 1505: los capita­
nes de las compañías mercenarias se amotinaron tan pron­
to como comenzó el combate, y hubo de ser abandonada
en el transcurso de una semana.
46 Q u en tin Skinner;

Como hemos visto, Maquiavelo quedó disgustado al;


descubrir, en torno a la débacle del 1500, que los france­
ses miraban a los florentinos con desprecio a causa de su
incompetencia militar, y en especial por su incapacidad de
reducir a Pisa a la obediencia. Después del renovado fraca­
so de 1505, tomó el asunto a pecho y diseñó un detallado
plan para reemplazar las tropas florentinas a sueldo por
una milicia ciudadana. El Gran Consejo aceptó la idea
provisionalmente en diciembre de 1505, y se autorizó a
Maquiavelo a que comenzara a reclutar en la Romagna
Toscana. En febrero siguiente estaba listo para celebrar su
primera parada en la ciudad, acontecimiento visto con
gran admiración por el cronista Luca Landucci, quien dejó
escrito que «fue conceptuado como el más bello espectácu­
lo jamás ofrecido a Florencia». Durante el verano de 1506
Maquiavelo escribió Una Provisión para la infantería,
subrayando «qué poca esperanza se puede poner en las ar­
mas extranjeras y a sueldo», y arguyendo que la ciudad
debe, en lugar de con ellas, ser «pertrechada con sus pro­
pias armas y con sus propios hombres» (3). Al final del
año, el Gran Consejo quedó finalmente convencido. Fue
creado un nuevo comité del gobierno —los Nueve de la
Milicia— ; Maquiavelo fue elegido secretario del mismo, y
uno de los ideales más acariciado por el humanismo flo­
rentino se hizo realidad.
Se podría suponer que el entusiasmo desplegado por
Maquiavelo en favor de sus milicias debiera haberse
enfriado como resultado de su desastrosa aparición en
1512, cuando fueron enviadas a defender Prato y fueron
barridas sin esfuerzo por la infantería española. Pero de
hecho su entusiasmo permaneció íntegro. Un año más tar­
de lo encontramos asegurando a los Médici al final de El
Príncipe que lo que debían hacer «ante todo» era equipar
a Florencia «con su propio ejército» (95). Cuando publicó
su Arte de la Guerra en 1521 —la única obra de teoría
política aparecida durante su vida— continuó reiterando
los mismos argumentos. Todo el libro I está dedicado a
vindicar «el método del ejército ciudadano» contra
aquellos que habían dudado de su utilidad (580). Ma-
Maquiavelo 47

quiavelo concede, naturalmente, que tales tropas están le­


jos de ser invencibles, pero insiste aún en su superioridad
sobre cualquier tipo de fuerzas (585). Concluye con la
extravagante afirmación de que decir de un hombre que
es sabio y que al mismo tiempo encuentra equivocada la
idea de un ejército ciudadano es incurrir en contradicción
(583).
Ahora podemos entender por qué Maquiavelo quedó
tan impresionado por César Borgia como caudillo militar,
y por qué afirmó en El Príncipe que ningún precepto m e­
jor podía darse a un nuevo gobernante que el ejemplo del
duque. Maquiavelo tenía presente, como hemos visto, la
ocasión en que el duque tomó la cruel decisión de elimi­
nar a sus lugartenientes mercenarios y sustituirlos por sus
propias tropas. Esta atrevida estrategia parece haber causa­
do un decisivo impacto en la formación de la idea de Ma­
quiavelo. Vuelve a ella tan pronto como suscita la cuestión
de la política militar en el capítulo 13 de El Príncipe, tra­
tándola como una ilustración ejemplar de las medidas que
cualquier nuevo gobernante debe adoptar. Borgia es ala­
bado ante todo por haber reconocido sin dudarlo un mo­
mento que los mercenarios son «inconstantes e infieles» y
merecen ser implacablemente «aniquilados». Llega incluso
a elogiarle de una manera aún más empalagosa por haber
asimilado la elemental lección que un nuevo príncipe ne­
cesita aprender si quiere mantener su estado: debe dejar
de confiar en la Fortuna y en las armas extranjeras, llegar
a tener «soldados propios» y constituirse en «el único señor
de sus tropas» (53, cf. 31).
Las armas y los hombres: estos son los dos grandes te­
mas que Maquiavelo desarrolla en El Príncipe. La otra lec­
ción que quiere aportar a los gobernantes de su tiempo es
que, además de tener un sólido ejército, un príncipe que
quiera escalar las más altas cimas de la gloria, debe culti­
var las cualidades propias del gobierno principesco. La na­
turaleza de estas cualidades había sido analizada de mane­
ra convincente por los moralistas romanos. Ellos habían
establecido en primer lugar que todos los grandes caudi­
llos necesitan en gran medida ser afortunados. Porque si
48 Q u cn tin Skinneri

la Fortuna no sonríe, ninguna suma de esfuerzos humanos


sin su ayuda puede pretender llevarnos hasta nuestros más
altos propósitos. Pero, como hemos visto, sostuvieron tam­
bién que un tipo especial de características —las propias
del vir— tienden a atraer las miradas favorables de la For­
tuna, y de este modo casi nos garantizan el logro del ho­
nor, la gloria y la fama. Los supuestos subyacentes a esta
creencia fueron perfectamente resumidos por Cicerón en
Las Tusculanas. Declara que, si actuamos por el ansia de
virtus, sin pensamiento alguno de alcanzar la gloria como
resultado, ello nos proporcionará la mejor oportunidad de
alcanzar igualmente la gloria, con tal que la Fortuna nos
sonría; porque la gloria es la recompensa de la virtus.
Este análisis fue asumido sin alteración por los hombres
de la Italia del Renacimiento. A fines del quinientos ha­
bía surgido un extenso genre de libros de consejos para
príncipes y alcanzado una extensa audiencia sin preceden­
tes a través del nuevo medio de comunicación que era la
imprenta. Distinguidos escritores como Bartolomeo
Sacchi, Giovanni Pontano y Francesco Patrizi escribieron
todos ellos tratados destinados a servir de guía a los
nuevos gobernantes, fundados en el mismo principio fun­
damental: que la posesión de la virtus es la clave del éxito
del príncipe. Como Pontano proclama de una manera más
bien grandilocuente en su tratado El Príncipe, cualquier
gobernante que quiera alcanzar sus más nobles propósitos
«debe animarse a seguir los dictados de la virtm en todos
sus actos públicos. Virtus «es la cosa más espléndida del
mundo», más espléndida incluso que el sol, porque «los
ciegos no pueden ver el sol» mientras que «sí pueden ver
la virtus con la máxima claridad».
Maquiavelo reitera con toda precisión las mismas opi­
niones acerca de las relaciones entre virtú, Fortuna y logro
de los fines propios del príncipe. Se hace patente por vez
primera esta lealtad a la tradición humanista en el
capítulo 6 de El Príncipe, donde afirma que «en los prin­
cipados totalmente nuevos, aquellos en los que el príncipe
es nuevo, resulta más o menos dificultoso el mantenerlos,
según que el príncipe que los adquiere sea más o menos
Maquiavelo 4 i;

virtuoso» (25). Queda corroborada más tarde en el


capítulo 24, cuyo propósito consiste en explicar «Por qué
los príncipes italianos han perdido sus estados» (88). Ma­
quiavelo insiste en que «no deben culpar a la Fortuna» de
su desgracia porque ésta «solamente muestra su poder»
cuando los hombres de virtú «no se aprestan a resistirla»
(89-90). Sus pérdidas son simplemente debidas a no reco­
nocer que «sólo son buenas aquellas defensas» que «de­
penden de ti mismo y de tu virtú» (89). Finalmente, el
papel de la virtú queda subrayado nuevamente en el
capítulo 26, la apasionada «Exhortación» a liberar a Italia
con que concluye El Príncipe. En este punto Maquiavelo
se vuelve nuevamente hacia los incomparables caudillos
mencionados en el capítulo 6 por su «asombrosa virtú»
(89) —Moisés, Ciro y Teseo—. Quiere dar a entender que
no otra cosa sino la unión de sus asombrosas capacidades
con la mejor buena Fortuna será capaz de salvar a Italia. Y
añade —en un arrebato de absurda adulación impropio
de él— que la «gloriosa familia» de los Médici afortunada­
mente posee todas las cualidades requeridas: tiene un tre­
menda virtú\ la Fortuna le favorece con prodigalidad; y es
no menos «favorecida por Dios y por la Iglesia» (93).
Se ha lamentado con frecuencia que Maquiavelo no
ofrezca definición alguna de la virtú, e incluso (como se­
ñala Whitfield) se muestra «ayuno de cualquier uso siste­
mático del vocablo». Pero ahora resultará evidente que ha­
ce uso del término con completa consistencia. Siguiendo a
sus autoridades clásicas y humanistas, trata el concepto de
virtú como el conjunto de cualidades capaces de hacer
frente a los vaivenes de la Fortuna, de atraer el favor de la
diosa y remontarse en consecuencia a las alturas de la fama
principesca, logrando honor y gloria para sí mismo y segu­
ridad para su propio gobierno.
Queda aún, no obstante, por considerar qué carácterís-
ticas específicas hay que esperar de un hombre que tenga
la condición de virtuoso. Los moralistas romanos nos han
legado un completo análisis del concepto de,virtus, descri­
biendo al verdadero vir como aquel que está en posesión
de tres distintos aunque conexos grupos de cualidades.
50 Quentin Skinner

Entendieron que está dotado, en primer lugar, de las


cuatro virtudes «cardinales»: prudencia, justicia, fortaleza
y templanza —las virtudes que Cicerón (siguiendo a Pla­
tón) comienza analizando por separado en las secciones
que abren su Deberes. Pero le atribuían también una serie
adicional de cualidades que más tarde habían de ser consi­
deradas como específicamente «principescas» por naturale­
za. La primera de ellas —la virtud central de Los Deberes
de Cicerón— era la que éste llamó «honestidad», signifi­
cando con ella la buena voluntad de permanecer fiel y
comportarse honradamente con todos los hombres en to­
dos los tiempos. Todo ello necesitaba completarse con dos
atributos más, descritos en Los Deberes, pero que fueron
analizados de un modo más extenso por Séneca, quien de­
dicó un tratado especial a cada uno de ellos. Uno era la
magnanimidad, el tema desarrollado en el De la Compa­
sión, de Séneca; el otro era la liberalidad, uno de los te­
mas mayores analizados en De los beneficios. Finalmente,
se decía del verdadero vir que debía caracterizarse por el
decidido reconocimiento del hecho de que, si queremos
alcanzar el honor y la gloria, debemos estar seguros de
que nos comportamos lo más virtuosamente que pode­
mos. Esta discusión —sobre que el comportamiento moral
es siempre racional— se sitúa en el corazón mismo de Los
Deberes de Cicerón. Observa en el libro II que muchos
piensan «que una cosa puede ser moralmente recta sin ser
conveniente, y conveniente sin ser moralmente recta». Pe­
ro esto es un engaño, pues sólo por métodos morales po­
demos esperar alcanzar los objetos de nuestros deseos.
Cualquier apariencia en contrario es completamente falaz,
pues «la conveniencia nunca puede entrar en conflicto con
la rectitud moral».
Este análisis fue adoptado de nuevo en su integridad
por los escritores de libros de consejos para príncipes del
Renacimiento. Ellos hicieron que fuera un supuesto del
ejercicio de su gobierno que el concepto general de virtus
debe referirse a una lista completa de virtudes cardinales y
principescas, lista que procedieron a ampliar y subdividir
con tal atención a los matices que, en un tratado como La
M aquiavelo 51

educación del Rey de Patrizi la idea clave de virtus queda


finalmente disociada en una serie de casi cuarenta virtudes
morales que se espera que el caudillo posea. Seguidamen­
te y sin vacilar respaldan la postura de que el rumbo ra­
cional de la actuación del príncipe debe ser únicamente el
moral, argumentando en favor de ello con tal fuerza que
al fin lograron que se convirtiera en proverbio la expresión
«la honradez es la mejor política». Y por fin, ellos contri­
buyeron con una específica objeción cristiana a cualquier
tipo de divorcio entre la conveniencia y el reino de la mo­
ral. Insistían en que, aunque consigamos hacer progresar
nuestros intereses cometiendo injusticias en esta vida, po­
demos, no obstante, encontrarnos con estas aparentes ven­
tajas anuladas cuando seamos justamente sancionados por
el divino castigo en la vida futura.
Si examinamos los tratados morales de los contemporá­
neos de Maquiavelo, encontramos estos argumentos repe­
tidos incansablemente. Pero al volvernos hacia El Príncipe
hallamos este aspecto de la moralidad humanística drástica
y visiblemente trastocado. El cambio comienza en el capí­
tulo 15, momento en el que Maquiavelo empieza a tratar
de las virtudes y vicios de los príncipes y nos avisa que
aunque «muchos han escrito sobre esto», él va a «partir
muy lejos de los métodos de los demás» (57). Comienza
haciendo alusión a lugares comunes de la tradición huma­
nista: que hay un grupo especial de virtudes principescas;
que estas incluyen la necesidad de ser generoso, misericor­
dioso y veraz; y que todos los gobernantes tienen la obli­
gación de cultivar estas cualidades. Admite seguidamente
—todavía dentro de la ortodoxia humanista— que «sería
muy de loar en un príncipe» ser capaz de obrar en todo
tiempo de esta manera. Pero en ese momento rechaza to­
talmente el supuesto humanista de que esas son las virtu­
des que un gobernante necesita adquirir si quiere alcanzar
los más altos fines. El ve esta idea —nervio y corazón de
los libros humanistas de consejos a príncipes— como un
palmario y desastroso error. Está de acuerdo con ellos acer­
ca de la naturaleza de los fines perseguidos: todo príncipe
debe procurar mantener su estado y obtener gloria para sí
52 Q uentin Skinncr

mismo. Pero objeta que, si es preciso obtener estos objeti­


vos, ningún gobernante puede quizás «poseer o practicar
íntegramente» todas las cualidades que son normalmente
«consideradas buenas». La posición en que todo príncipe
se encuentra es la de procurar proteger sus intereses en un
mundo sombrío en el que la mayoría de los hombres «no
son buenos». Se sigue de ello que si él «insiste en hacer
que sus negocios sean buenos» en medio de tantos que no
lo son, no solamente fracasará en la obtención de «grandes
cosas» sino que «seguramente será destruido» (58).
La crítica que hace Maquiavelo del humanismo clásico y
del contemporáneo es simple pero devastadora. Argumen­
ta que si un gobernante quiere alcanzar sus más altos pro­
pósitos, no siempre debe considerar racional el ser moral;
por el contrario, hallará que cualquier intento serio de
«practicar todas aquellas cosas por las que los hombres se
consideran buenos», acabará convirtiéndose en una ruino­
sa e irracional política (66). Pero ¿qué hay de la objeción
cristiana que dice que esta es postura demencial y pecami­
nosa, pues olvida el día del juicio, en el que finalmente
todas las injusticias serán castigadas? Sobre esto Maquiave­
lo nada dice. Su silencio es elocuente: en realidad hace
época; su eco resuena a través de Europa, recibiendo como
respuesta un silencio consternado al principio, y luego un
grito de execración que aún no se ha extinguido del todo.
Si los príncipes no deben conducirse de acuerdo con los
dictados de la moral convencional, ¿cómo deben hacerlo?
La respuesta de Maquiavelo —el núcleo de su positivo
consejo a los nuevos gobernantes— se ofrece al principio
del capítulo 15. Un príncipe prudente debe guiarse ante
todo por los dictados de la necesidad: «para mantener su
posición», «debe conseguir el poder de no ser bueno, y
aprender cuándo usarlo y cuándo no», según que las cir­
cunstancias lo indiquen. Esta doctrina fundamental se re­
pite tres capítulos más adelante. Un príncipe prudente
«defiende lo que es bueno cuando puede», pero «sabe có­
mo hacer el mal cuando es necesario». Más aún, debe re­
signarse ante el hecho de que «se verá necesitado con fre­
cuencia» a actuar «en contra de la verdad, en contra de la
Maquiavelo 53

caridad, en contra de la humanidad, en contra de la reli­


gión» si quiere «mantener su gobierno» (66).
Como hemos visto, Maquiavelo se dio cuenta de la im ­
portancia crucial de esta intuición en una etapa temprana
de su carrera diplomática. Fue a raíz de su conversación
con el cardenal de Volterra en 1503 y con Pandolfo
Petrucci unos dos años después cuando se sintió impulsa­
do a formular el que había de ser más tarde su pensa­
miento político central: que la clave de un gobierno pleno
de éxito está en reconocer la fuerza de las circunstancias,
aceptando lo que la necesidad dicta, y armonizando el
propio comportamiento con los tiempos. Un año después
de que Pandolfo le diera esta receta para el éxito de los
príncipes, encontramos a Maquiavelo formulando por pri­
mera vez una serie semejante de observaciones como ideas
propias. Durante su estancia en Perugia en 1506 observan­
do el asombroso progreso de la campaña de Julio II, co­
menzó a meditar en una carta dirigida a su amigo Giovan-
ni Soderini acerca de las razones del triunfo y del desastre
en los asuntos militares y civiles. «La Naturaleza», afirma,
«ha dado a cada hombre un talento e inspiración particu­
lares» que «nos rige a cada uno de nosotros». Pero «los
tiempos varían» y «están sujetos a frecuentes cambios», de
manera que «aquellos que no aciertan a cambiar sus m o­
dos de proceder» se ven abocados a disfrutar de «buena
fortuna en una ocasión y de mala en otra». La consecuen­
cia es obvia: si un hombre quiere «gozar siempre de buena
Fortuna», debe ser «lo suficientemente prudente como pa­
ra acomodarse a los tiempos». En realidad, si cada uno
«dominara su naturaleza» de este modo, e «hiciera su ca­
mino al compás de su tiempo», entonces «resultaría ser
verdad que el hombre prudente se convertirá en dueño de
las estrellas y de los hados» (73).
Al escribir El Príncipe siete años más tarde, Maquiavelo
copió prácticamente estos «Caprichos», como los llamó con
desdén en el capítulo dedicado al papel de la Fortuna en
los asuntos humanos. Todo el mundo, dice, quiere seguir
su natural inclinación: uno «actúa con precaución, el otro
impetuosamente; el uno por la fuerza, el otro por la ma-
Quentin Skinncí

ña». Pero entretanto, «tiempos y negocios cambian», de


manera que un gobernante que no «cambie su modo de
proceder» se verá obligado tarde o temprano a habérselas
con la mala suerte. No obstante, si «pudiera cambiar su
naturaleza con los tiempos y los negocios, la Fortuna no
cambiará». Así el príncipe triunfador será siempre aquel
«que adapta su modo de proceder a la naturaleza de los
tiempos» (90-1).
Resultará evidente ahora que la revolución realizada por
Maquiavelo en el genre de los libros de avisos de príncipes'
estaba basada en efecto en la redefinición del concepto
central de virtú. El suscribía la acepción convencional de
que virtú es el nombre de aquel conjunto de cualidades
que hacen capaz a un príncipe de aliarse con la Fortuna y
obtener honor, gloria y fama. Pero separa el sentido del
término de cualquier conexión necesaria con las virtudes
cardinales y principescas. En lugar de ello argumenta que
la característica que define a un príncipe verdaderamente
virtuoso debe ser la disposición a hacer siempre lo que la
necesidad dicta —sea mala o virtuosa la acción resultan­
te— con el fin de alcanzar sus fines más altos. De este
modo virtú denota concretamente la cualidad de flexibili­
dad moral en un príncipe: «él debe tener siempre su espí­
ritu dispuesto a volverse en cualquier dirección al compás
del soplo de la rortuna y según lo requiera la variabilidad
de los asuntos» (966).
Maquiavelo se esfuerza en hacer notar que su conclu­
sión abre una sima infranqueable'entre él y toda la tradi­
ción de pensamiento político humanista, y lo hace así en
su estilo más rabiosamente irónico. Para los humanistas
clásicos y sus innumerables seguidores, la virtud moral ha
sido la característica que definía al vir, el hombre de la
verdadera humanidad. De aquí que dar de lado la virtud
no era solamente obrar irracionalmente; significaba tam­
bién abandonar el propio status de hombre y descender al
nivel de las bestias. Tal como Cicerón lo había dejado
expresado en el libro I de Los Deberes, de dos maneras
distintas se puede hacer el mal, por la fuerza o por el en­
gaño. Ambas, declara, «son propias de las bestias» y «to-
Maquiavelo 55

talmente indignas del hombre»: la fuerza porque tipifica


al león y el engaño porque «parece pertenecer a la astuta
zorra».
En contraste con ello, a Maquiavelo le parecía que la vi­
rilidad no es suficiente. Hay realmente dos maneras de
obrar, dice al comienzo del capítulo 18, de las que «la pri­
mera es propia del hombre y la segunda de los animales»,
pero «puesto que la primera con frecuencia no es suficien­
te, el príncipe debe acudir a la segunda» (64). Una de las
cosas que, por tanto, el príncipe debe saber es a qué ani­
males imitar. Famosa es la advertencia de Maquiavelo de
que llegará a ser el mejor si «elige entre los animales la
zorra y el león», complementando los ideales de la ca­
ballerosidad con las artes indispensables de la fuerza y el
engaño (65). Esta concepción queda subrayada en el
capítulo siguiente, en el que Maquiavelo discurre sobre
uno de sus favoritos tipos históricos, el emperador romano
Septimio Severo. En primer lugar, nos asegura que el em ­
perador era «un hombre de muy gran virtú» (72). Y
luego, ampliando el juicio, añade que las grandes cualida­
des de Septimio Severo eran las propias de «un ferocísimo
león y una astutísima zorra», a resultas de lo cual fue «te­
mido y respetado por todos» (73).
Prosigue Maquiavelo sus análisis indicando las líneas de
conducta que son de esperar de un príncipe realmente vir­
tuoso. En el capítulo 19 plantea la cuestión negativamen­
te, asentando que un gobernante así no debe hacer nada
digno de desprecio, y debe tener siempre el mayor cuida­
do «en impedir todo lo que le haga odioso» (67). En el ca­
pítulo 21 se exponen las implicaciones positivas. Un prín­
cipe tal debe siempre actuar «sin duplicidades» para con
sus aliados y enemigos, manteniéndose decididamente
«como un vigoroso defensor de su propia causa». Al mis­
mo tiempo procurará presentarse a sí mismo ante ellos con
la mayor majestad que le sea posible, realizando «cosas
extraordinarias» y manteniéndolos «siempre suspensos y
perplejos, atentos al resultado final» (81-3).
A la luz de esta referencia, es fácil entender por qué
Maquiavelo sintió tal admiración por César Borgia y quiso
56 Q u en tin Skinner

elevarlo —pese a sus obvias limitaciones— a modelo de


virtú para otros nuevos príncipes. Porque Borgia de­
mostró, en una circunstancia espeluznante, que había en­
tendido perfectamente la suma importancia que tiene el
evitar el odio del pueblo y al mismo tiempo mantenerlo
en el temor. La ocasión se presentó cuando constató que
su gobierno de la Romagna, en las manos capaces aunque
tiránicas de Rimirro de Orco, estaba cayendo en el mayor
de todos los peligros, el de convertirse en objeto de odio
por parte de todos los que vivían bajo su mando. Como
hemos visto, Maquiavelo fue testigo ocular de la cruel so­
lución que dio Borgia al dilema: la muerte fulminante de
Rimirro y la exhibición de su cuerpo en la plaza pública,
como un sacrificio ofrecido a la ira del pueblo.
La creencia de Maquiavelo en la imperativa necesidad
de impedir el odio y el desprecio populares quizás date de
este momento. Pero si la acción del duque sirvió simple­
mente para corroborar su propio sentido de las realidades
políticas, no cabe duda de que el episodio lo dejó profun­
damente impresionado. Cuando se aplica a examinar las
consecuencias del odio y el desprecio en El Príncipe, es
precisamente este incidente el que evoca para ilustrar su
punto de vista. Deja perfectamente claro que la actuación
de Borgia se presentó a su reflexión como profundamente
cuerda. Fue decidida, supuso valentía y logró exactamente
el efecto deseado, al tiempo que eliminaba sus «motivos
de odio». Al resumirlo en el más gélido de los tonos, Ma­
quiavelo recalca que la conducta del duque le parece, co­
mo siempre, ser «digna de mención y de ser imitada por
los demás» (31).

La nueva moralidad

Maquiavelo es totalmente consciente de que sus nove­


dosos análisis de la virtú principesca suscitan algunas difi­
cultades. Plantea el dilema principal en el curso del capí­
tulo 15: por un lado, un príncipe debe «adquirir el poder
de no ser bueno» y ejercerlo siempre que la necesidad lo
M aquiavelo 57

exija; pero, por otro, debe tener cuidado de no adquirir la


reputación de ser un hombre perverso, porque ello tende­
ría a «arrebatarle su propia posición» en lugar de consoli­
darla (58). El problema consiste, por tanto, en evitar apa­
recer como perverso aún cuando no se pueda impedir
comportarse perversamente.
Más aún: el dilema es más agudo que lo que esto im pli­
ca, porque el propósito principal de un príncipe no es
simplemente asegurar su posición, sino también alcanzar
honor y gloria. Como Maquiavelo indica al referir la histo­
ria de Agatocles, el tirano de Sicilia, éste ofrece en imagen
aumentada el trance en que se encuentra todo nuevo prín­
cipe. Agatocles, se nos dice, «llevó una vida perversa» en
cada etapa de su carrera y era conocido como hombre de
«feroz crueldad e inhumanidad». Estas cualidades le pro­
curaron un éxito inmenso, haciéndole capaz de remontar­
se desde «una humilde y despreciable condición» hasta ser
rey de Siracusa y mantener su principado «sin oposición
alguna por parte de los ciudadanos». Pero, como Maquia­
velo nos advierte con una frase profundamente reveladora,
estas desvergonzadas crueldades pueden proporcionarnos
«poder pero no gloria». Aunque Agatocles fue capaz de
mantener su estado por medio de estas cualidades, «ellas
no pueden llamarse virtú» y «no le permiten ser honrado
entre los hombres más nobles» (35-6).
Finalmente, Maquiavelo se niega a admitir que el dile­
ma pueda resolverse poniendo límites estrictos a la mal­
dad principesca y, en general, comportándose honrada­
mente con los propios súbditos y con los aliados. Esto es
exactamente lo que no se debe hacer, porque todos los
hombres en todos los tiempos «son desagradecidos, cam­
biantes, simuladores y disimuladores, huidizos en los pe­
ligros, ávidos de privilegios», de modo que «un príncipe
que se apoya enteramente en su palabra, si le faltan otras
disposiciones, caerá». La implicación es que «un príncipe,
y sobre todo un príncipe que sea nuevo» debe siempre
—no sólo ocasionalmente— verse forzado por la necesidad
a actuar «contrariamente a la humanidad» si quiere m an­
tener su posición y evitar ser engañado (66).
58 Q u en tin Skinner

Estas son dificultades graves, pero pueden ser supera­


das. El príncipe necesita recordar solamente que, aunque
no es necesario poseer todas las cualidades generalmente
consideradas como buenas, es «muy necesario aparentar
tenerlas» (66). Bueno es que se le considere generoso; es
sensato el parecer misericordioso y no cruel; es esencial en
general ser «considerado como persona de grandes méri­
tos» (59, 61, 68). La solución consiste en llegar a ser «un
gran simulador y un gran disimulador», aprendiendo «a
confundir las cabezas de los hombres con patrañas» y ha­
cer que se crean vuestros engaños (64-5).
Maquiavelo recibió una pronta lección sobre el valor
que tiene el confundir las mentes de los hombres. Como
hemos visto, estuvo presente en la lucha que tuvo lugar
entre César Borgia y Julio II en los meses finales de 1503,
y es evidente que las impresiones que sacó de esta ocasión
estaban todavía muy presentes en su mente en el momen­
to de escribir en El Príncipe acerca de la cuestión del disi­
mulo. Inmediatamente se refiere al episodio del que fue
testigo, haciendo uso de él como de su principal ejemplo
sobre la necesidad de mantenerse en guardia contra la
duplicidad principesca. Julio, recuerda, se las apañó para
ocultar su odio por Borgia de un modo tan inteligente
que logró que el duque cayera en el enorme error de creer
que «los hombres de alto rango olvidan las viejas injurias».
Era capaz de disponer de sus poderes de disimulo para un
uso decisivo. Habiendo ganado la elección papal con el
apoyo de Borgia, rápidamente reveló sus verdaderos senti­
mientos, se volvió contra el duque y «fue causa de su
ruina final». Borgia, sin duda, se equivocó en este punto,
y Maquiavelo piensa que se mereció el severo castigo de
este error. Debiera haber sabido que el talento para con­
fundir las mentes de los hombres es parte del arsenal de
un príncipe afortunado (34).
Maquiavelo no puede, empero, haber sido inconsciente
de que, al recomendar las artes del engaño como clave del
éxito, corría el peligro de parecer demasiado locuaz. Otros
moralistas ortodoxos habían estado siempre dispuestos a
pensar que la hipocresía podía emplearse como un atajo
M aquiavelo 59

para la gloria, pero habían acabado siempre desechando


tal posibilidad. Cicerón, por ejemplo, había escudriñado
explícitamente la cuestión en el libro II de Los Deberes,
sólo para abandonarla como un absurdo. Cualquiera que,
declara, «desee gloria duradera con el engaño» «está muy
equivocado». La razón es que «la verdadera gloria echa raí­
ces profundas y despliega anchas ramas» allí donde «todos
los disimulos caen pronto al suelo como frágiles flores».
Maquiavelo responde a esto, lo mismo que antes, recha­
zando tales sentimientos primitivos con su más irónico es­
tilo. Insiste en el capítulo 18 en que la práctica de la hipo­
cresía no es indispensable únicamente para el gobierno del
príncipe, sino que puede mantenerse sin mucha dificultad
tanto tiempo como se requiera. Dos razones se ofrecen pa­
ra esta conclusión deliberadamente provocativa. Una es
que la mayoría de los hombres son tan cándidos, y sobre
todo tan proclives al autoengaño, que normalmente to­
man las cosas según su valor aparente de una manera to­
talmente acrítica (65). La otra es que, cuando se trata de
valorar el comportamiento de los príncipes, incluso los
más perspicaces observadores están en gran manera conde­
nados a juzgar según las apariencias. Aislado del pueblo,
protegido por «la majestad del gobierno», la posición del
príncipe es tal que «cada cual ve lo que aparentáis ser»,
pero «pocos perciben lo que sois» (67). Por tanto, no hay
razón para suponer que vuestros pecados os descubran;
por el contrario, «un príncipe que engaña, siempre en­
cuentra hombres que se dejan engañar a sí mismos» (65).
La última cuestión que Maquiavelo analiza es qué acti­
tud debemos tomar frente a las nuevas normas que ha
querido inculcarnos. A primera vista parece adoptar una
postura moral relativamente convencional. En el capítu­
lo 15 se muestra de acuerdo en que «sería muy de alabar»
en los nuevos príncipes el exhibir aquellas cualidades que
normalmente son consideradas buenas, y equipara el
abandono de las virtudes principescas con el proceso de
aprender a «no ser bueno» (58). La misma escala de valo­
res se repite en el conocido capítulo sobre «Cómo el prín­
cipe debe mantener sus promesas». Maquiavelo comienza
60 Q u cn tin Skinner

por afirmar que todo el mundo constata cuán digno de


alabanza es el que un caudillo «viva con sinceridad y no
con engaño», y continúa insistiendo en que un príncipe
no debe simplemente aparecer convencionalmente virtuo­
so, sino que debe «serlo realmente» cuanto esté en su ma­
no, «observando lo que es recto cuando pueda» y dando
de lado las virtudes cuando lo dicte la necesidad (64, 66).
No obstante, en el capítulo 15 se introducen dos argu­
mentos muy distintos, cada uno de los cuales es de­
sarrollado seguidamente. Ante todo, Maquiavelo se mues­
tra un tanto burlón acerca de si se puede decir con pro­
piedad que aquellas cualidades que se consideran buenas,
pero que son sin embargo ruinosas, merecen realmente el
nombre de virtudes. Puesto que son proclives a acarrear la
destrucción, prefiere decir que «parecen virtudes»; y pues­
to que sus opuestas aparecen más aptas para aportar «se­
guridad y bienestar», prefiere decir que «parecen vicios»
(59)*
Los dos capítulos siguientes se dedican a esta cuestión.
El capítulo 16, titulado «Liberalidad y mezquindad» reco­
ge un tema tratado por todos los moralistas clásicos, y le
da completamente la vuelta. Cuando Cicerón en Los De-.
beres analiza la virtud de la liberalidad, la define como un
deseo de «impedir cualquier sospecha de mezquindad»; y,
al mismo tiempo, como la toma de conciencia de que no
hay vicio más nocivo para un líder político que la mez­
quindad y la avaricia. Maquiavelo replica que, si esto es lo
que entendemos por liberalidad, éste no es el nombre de
una virtud sino de un vicio. Argumenta que un gobernan­
te que quiera evitar la reputación de ruindad hallará que
«no puede descuidar ninguna forma de prodigalidad». Co­
mo resultado de ello, se encontrará teniendo que «agobiar
excesivamente a su pueblo» para pagar su generosidad,
política que pronto le hará «odioso para sus súbditos». Por
el contrario, si comienza por abandonar cualquier deseo
de actuar con magnificencia, podrá ser tildado de mise­
rable al principio, pero «en el curso del tiempo será consi­
derado más y más liberal», y practicará de hecho la verda­
dera virtud de la liberalidad (59).
M aquiavelo 61

Una paradoja semejante aparece en el siguiente capítu­


lo, titulado «Crueldad y misericordia». También éste fue
un tema favorito en los moralistas romanos, siendo el en­
sayo de Séneca De la Compasión el más célebre de los tra­
tados sobre el tema. Según Séneca, un príncipe que sea
misericordioso, siempre hará ver «cuán renuente es a mo­
ver su mano» para el castigo; acudirá a éste solamente
«cuando haya colmado su paciencia un agravio grave y re­
petido»; y lo infligirá solamente «después de sentir gran
disgusto por ello» y «después de una larga dilación», al
mismo tiempo que con la mayor clemencia posible.
Enfrentándose con esta postura ortodoxa, Maquiavelo in­
siste una vez más en que representa una concepción
completamente falsa de la virtud implicada. Si comenzáis
tratando de ser misericordioso, de modo que «los males se
propaguen» y acudís al castigo solamente después de que
«los crímenes o los saqueos» empiecen, vuestra conducta
será mucho menos clemente que la de un príncipe que
tenga la valentía de empezar por «unos cuantos ejemplos
de crueldad». Maquiavelo cita el ejemplo de los florenti­
nos, que querían evitar «ser llamados crueles» en una de­
terminada ocasión, y obraron en consecuencia de tal ma­
nera que de ello resultó la destrucción de toda una ciudad
—un resultado mucho más cruel que cualquier crueldad
que ellos pudieran haber ideado. Este modo de proceder
se contrapone al comportamiento de César Borgia, que
«era considerado cruel», pero usó «su bien conocida cruel­
dad» de tal modo que «reorganizó la Romagna», la unió y
«restableció en ella la paz y la lealtad», alcanzando todos
estos benéficos resultados por medio de su supuesto carác­
ter vicioso (61).
Ello conduce a Maquiavelo a una cuestión íntimamente
conexa que plantea más adelante —con un aire similar de
paradoja autoconsciente— en el mismo capítulo: «¿es m e­
jor ser amado que ser temido, o viceversa?» (62). Una vez
más la respuesta clásica había sido proporcionada por Ci­
cerón en Los Deberes. «El miedo es una débil salvaguarda
de un poder duradero», en tanto que el amor «puede dar
seguridad de mantenerlo a salvo para siempre». De nuevo
62 Q u en tin Skinner

Maquiavelo manifiesta su total desacuerdo. «Es mucho


más seguro», replica, «para un príncipe ser temido que
amado». La razón es que muchas de las cualidades que ha­
cen que un príncipe sea amado tienden también a atraerle
el desprecio. Si vuestros súbditos no «tienen miedo al cas­
tigo» aprovecharán cualquier ocasión para engañaros en su
propio provecho. Pero si os hacéis temer, dudarán en
ofenderos o injuriaros, a resultas de lo cual se os hará
mucho más fácil mantener vuestro estado (6 2 ).
La otra línea de argumentación de estos capítulos refleja
un rechazo aún más decisivo de la moralidad humanista
convencional. Maquiavelo sugiere que, aún cuando las
cualidades normalmente consideradas como buenas sean
realmente virtudes —de manera que un caudillo que se
mofe de ellas caerá sin duda en el vicio— no debe preocu­
parse de tales vicios si los juzga tanto útiles como indife­
rentes para la conducción de su gobierno (58).
El principal interés de Maquiavelo en este punto consis­
te en recordar a los nuevos caudillos sus deberes funda­
mentales. Un príncipe prudente «no debe lamentarse de
recibir reproches por esos vicios sin los cuales difícilmente
podría mantener su posición»; deberá ver que tales críticas
son simplemente una inevitable carga que debe soportar
en el desempeño de su obligación fundamental, que es
mantener su estado (58). Las implicaciones de esto son
desplegadas en primer lugar en relación con el supuesto
vicio de la ruindad. Una vez que un príncipe prudente
advierte que la mezquindad es «uno de los vicios que le
permiten reinar», juzgará que «es de poca importancia el
atraerse el apelativo de hombre mezquino» (60). Esto mis­
mo se aplica en el caso de la crueldad. La disposición para
actuar con severidad ejemplar es crucial para el manteni­
miento del orden tanto en los asuntos militares como en
los civiles. Esto significa que un príncipe prudente no «se
preocupa por el reproche de crueldad», y que «es esencial
también no preocuparse de que le llamen a uno cruel» si
se es jefe de armas, porque «sin tal reputación» no podréis
esperar jamás mantener vuestras tropas «unidas o listas pa­
ra acción alguna» (61, 63).
M aquiavelo 63

En último lugar, Maquiavelo somete a consideración si


es asunto importante para un caudillo rehuir los vicios
menores de la carne si se quiere mantener su estado. Los
escritores de libros de consejos para príncipes afrontan esta
cuestión con un espíritu estrechamente moralista, hacién­
dose eco de la insistencia de Cicerón en el Libro I de Los
Deberes en que el decoro es «esencial para la rectitud mo­
ral», y por ello toda persona que ocupe puestos de autori­
dad debe evitar cualquier fallo de conducta en su vida
personal. En contraposición a esto, Maquiavelo responde
con un encogimiento de hombros. Un príncipe prudente
«se protege contra estos vicios si puede»; pero si encuentra
que no le es posible, entonces «pasa sobre ellos sin darles
demasiada importancia», «no molestándose por unos sen­
timientos tan vulgares» (58).

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