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nunca falt6 a clase —pensamos en un se-
gundo—, Cuchilla jamas se ausents. ‘Se
morfa acaso? Dani y yo segufamos mirén-
donos, sin atrevernos a nada, de nuevo
mis palidos que la hoja que yo escribf con
mi propia letra. Dios, estabamos muertos.
Y ofmos la voz del Cuchilla, desde
adentro: “Sigan, gemelos, itampoco pu-
dieron ir al colegio?” y entonces soltamos
al tiempo la carrera mas veloz de nuestras
vidas, sin direccién fija, como si nos es-
pantara el diablo. Nos detuvimos en, la
porra, cuando los corazones ya no podian,
pum, pum.
Asalto final
Ds de Santo Tomés. El colegio
uniformado. Los peludos de tltimo aio
arrojaban al hielo sus voces en coro; era
un céntico esperanzado; la iglesia se estre-
mecfa. Incienso en el aire. La comunién
nos santificaba. El padre Acufia alumbra-
ba debajo de su dorada sotana. Los profe-
sores en primera fila, arrodillados. En mi-
tad de sus cabezas, la descarnada figura de
Cuchilla, rezando. Todos iguales, sefiores,
ellos y nosotros, a los ojos de Dios.
Después de la misa el tropel. Carrera
de patinadores. Fatbol (el gran Dani jug6su partido). Boxeo, karate y ajedrez (aqui
entré yo: seis veces vencido). La gente su-
daba. Tronaba. A mediodia tendriamos
un plato de Iechona asada, gratis. En la
tarde los padres de familia aparecerfan, los
invitados, las novias de los peludos, con
sus mejores galas, las abuelitas y las nie-
tecitas, caperucitas sin lobo. Ya la tarima
estaba instalada; los técnicos probaban los
micr6fonos: “Al6, al6, ime escuchan?”
El colegio un juego:
—Escuchamos, escuchamos!
Yo buscaba a Pataecumbia por todas
partes. Nada. Algtin borrego me dijo que
el Pata ni siquiera trajo la guitarra, “Es
un cobarde”, me dijo. No lo pude creer,
pero me preocupaba. Era el dfa de San-
to Tomas y no habia clases: Zen dénde te
escondias, Pata? Le dije a Dani que me
ayudara a encontrarlo, pobre Dani: no
metié su gol, como acostumbraba. Jug6
su partido desconcentrado, casi afligido.
Lo Ilamaron “tronco” sus rivales. Se indi-
gesté y se pegé con el Tértaro. Los de su
equipo asombrados: Dani jug6 como un
desconocido, peor que un marciano. Fui
con él, mientras se despojaba del unifor-
me embarrado. Sudaba enrojecido, en el
vestidor. Bufaba. Tenia un moretén en la
mejilla, el Tértaro pegaba: dos afios ma-
yor, pero Dani no sucumbié: le reventé
las narices, y ambos finalizaron citados a
rectoria, el lunes siguiente. Los excomul-
garfan, por violentos. Dani no estaba en
su dia,
—Qué quieres —me preguntd.
—1Has visto a Pataecumbia?
—Y qué sé yo, a mf qué me importa
dijo.
Iba a retirarme cuando me llamé, esta
vez su voz desconsolada:
—Sergio —dijo—, ese Cuchilla me ha
14 trizas. Con toda seguridad ella le mos-
16 la naranja, Dios mfo. Le dijo que yo se
la regalé. Y le ensefié la cabeza, que es la
cabeza de ella misma, en madera, tallada
por mf, estoy frito. Cuchilla pensara que
es una burla, o sabré que me enamoré. Me
hard expulsar del colegio, eso es fijo, ite
imaginas a papé?, mami llorard, un hijo
expulsado, el afio perdido.
Supe qué le pasaba.
—Tranquilo, Dani —dije.
Dudé un segundo: irevelarfa mis pla-
nes? No. Dani se asustarfa.
—Dani —segut diciéndole—, las cosas4
‘no ocurrirén como piensas. Yo lo tengo
todo preparado,
La cara de Dani se congestioné. Me re-
chaz6 con las manos. Parecia pedirme que
desapareciera.
—Siempre que dices “lo tengo todo
preparado” me metes en lios.
Y grit6, como a punto de llorar:
—Por ti estoy como estoy, por tus con-
sejos —y remedé mi voz—: “Regélale una
naranja”, Por tus mensajes, por tus notitas
ocultas. Te lo advertf, io no?, un dia de és-
tos te atraparén, y te atraparon. Mejor no
nos veamos, no somos hermanos, lérgate.
UE, qué hermano.
Por segunda vez, al igual que Patae-
cumbia, el mundo me echaba la culpa
de todo, qué desgracia. Encogf los hom-
bros y salf del vestidor. Me preocupaba
el Pata. Si era verdad que no trajo su
guitarra, habria que buscérsela: otros
peludos y teteros del colegio remolea-
ban sus guitarras: iQué tal raptar una
guitarra? Los misicos afloraban por los
patios. Trinaban las flautas. Un peludo
se enorgullecfa de su violin. Incluso se
hablaba de unos con guitarras eléctricas
y bateria. Esos ganarian, claro: les sona-
tia mas duro, més eléctrico, y los curitas
se impresionarfan.
Me fui al sal6n, a ver si por si las mos-
cas allf se encontraba Pataecumbia.
El sal6n vacfo. Es extrafio un salén va-
cfo. Yo en la mitad de los treinta y siete
upitres vacfos. Por un instante pensé que
tts nifios, voces invisibles, los ocupaban.
Y que de un momento a otto aparecfan:
nifios desconocidos alrededor. Fantasmas
en pleno estudio, uf. Tuve un sobrecogi-
miento y prefer{ abandonar el salén.
Al recorter el pasillo, cerca de los ba-
fos, of una voz:
—Gemelo, ven.
Era Cuchilla, Dios.
Alcancé a distinguir en el extremo
opuesto del pasillo la silueta de alambre
encorvado.
—iEy! —me dijo, extendiendo su bra-
20.
Debfa estar indignado por los regalos
de Dani. Corri en direcci6n contraria, do-
Blé hacia los bafios. Abri y cerré la puerta
con fuerza: puse mi espalda, los brazos en
cruz, cerré los ojos y esperé, en un hilo.
Of que los pasos del Cuchilla, afilados
como él, se detuvieron un segundo ante126
la puerta, “Dios” pensé, “abrird la puerta
de un patadén. Me sacaré de las orejas”.
No ocurrié: los pasos se alejaron, lentos,
y'languidecieron, y desaparecieron por el
corredor. Entonces abrf los ojos: me en-
contré a bocadejarro con Pataecumbi
sentado en un rincén de los bafios, debajo
del lavamanos.
Con su guitarra, gracias a Dios,
El cojo ensayaba en los bafios. En nin-
gn otro lugar del mundo se le ocurrié en-
sayar su cancién.
—iQué sucede? —me pregunts.
Puse un dedo en mi boca: “Silencio,
Pata”.
Hablé cuando estuve seguro de la au-
sencia del Cuchilla, y claro que no le con-
té de su persecucién a Pataecumbia: eso
lo hubiese fulminado; enmudecerfa para
siempre, él y su guitarra.
—Te andaba buscando —dije.
—iDe quién huyes? —me pregunté.
—De Dani. Sigue enojado conmigo.
EL Pata se entusiasm6. Su mano dio un
apegio que soné como los Angeles, uy, la
aciistica de los baiios es como de iglesia,
pensé.
—Voy a cantartela —me dijo—, a ver
cémo te parece. La he mejorado.
Bien, yo estaba hasta la coronilla de
su Soledad; sin pretenderlo ya me la sa-
bia de memoria, pero le dije que claro,
cAntala Patita, para eso estamos, té para
cantar y yo para escucharte, Y mientras
el Pata cantaba —sus ojos cerrados— me
dediqué a pensar en Cuchilla: qué raro.128
La voz de Cuchilla, al llamarme en el pasi-
Ilo, no pareci6 una orden, un castigo. Era
la vor de alguien... que quiere hablar por
las buenas, un amigo. “No, no”, me dije,
acordéndome de Dani. “Cuchilla es otro
enel colegio. No es el mismo Cuchilla del
barrio, duchado, borracho, cafdo y gritan-
do te amo. Es el profe Cuchilla, y prepa-
ra algo en mi contra”. Me armé de valor.
Tenfa que hacerlo. Debia cumplir con mis
planes. LY qué planes, sefiores? Sencillo:
el jueves en la tarde, cuando todavia’ el
Pataecumbia estudiaba, fui a su casa y vi-
sité a su mama.
—Sefiora —Ie dije—, Mauricio toca
mafiana en el colegio, Va a cantar Sole-
dad. Es el dia de Santo Tomés, y se espera
que vayan los padres de familia.
La viejita se emocion6. Pensé que iba
allorar.
—Ay —me dijo—. Maurito es tan tf-
mido: no me conté nada.
—Tiene que ir, para ayudarlo —le
dije.
—Y ayudarlo, ipor qué? —me pregunts.
—No sé —le dije—. A lo mejor si us-
ted va él canta més lindo, ino?
Se qued6 pensativa, unos segundos.130
Pude ver, sin querer, sus manos: los dedos
gastados, enrojecidos, enarbolaban una
larga aguja.
—Ay —me dijo—, estoy terminando
un vestido de novia y mafiana debo en-
tregarlo.
—Bueno —le dije—. Es mafiana por la
tarde, a las tres. Trate de ir.
—Trataré.
Me despedf corriendo. Otra misién me
aguardaba, mas peligrosa y urgente: se
trataba de la mujer de Cuchilla: también
a ella tenfa que invitarla, a como diera
lugar. No comenté nada a Dani, y estu-
ve espiando la casa de Cuchilla desde la
habitaci6n de mami. Si el profe no aban-
donaba la casa, foémo invitar a su mujer?
Tendrfa que hacerlo en la madrugada del
viernes, cuando Cuchilla saliera al cole-
gio. Pero Ia suerte vino en mi ayuda: el
profe abandoné su casa, las manos en los
bolsillos. Como un relampago crucé la ca-
Ile, toqué a la puerta y esperé, el corazén
pum pum. Abrié ella. Sonrisa universal.
‘Su voz un abrazo calient
dijo. Sin embargo, no distingufa ain entre
Dani y yo:
—iEres tii el del murieco? —me pre-
gunt6.
—No.
“Claro que no”, pensé.
Le dije a toda velocidad que el profe
Guillermino cantarfa en el colegio, el vier-
nes, dfa de Santo Tomés. “Es un secreto”
le dije. Yo hablaba atropellado, y ella me
descifraba maravillada. La invité: “Es por
la tarde” le dije, sintiéndome Ulises, “no
le cuente que yo se lo conté”. Confieso
que por primera vez la vi m4s bonita que
cuando Dani la vio la primera vez. Sonrié
con entusiasmo. Aplaudié
—Qué bien —dijo.
—Para él ser una sorpresa verla entre
el ptiblico —dije—. Y para nosotros tam-
bién, sefiora. En realidad... queremos que
sea una sorpresa, is{? Serd una sorpresa
para todos.
Ya iba a irme, el coraz6n en la boca, y
ella me detuvo:
—Su hermano es un amor —dijo—,
qué tierno es. Saltidelo. Digale que gracias
por la naranja y el mufieco. Guillermino
lo puso en la sala, junto a sus porcelanas
chinas.12
“Uy”, pensé, “el pato Donald de porce-
ana china’
Me despedi a tiempo. Yo sudaba en el
frfo: Cuchilla venfa desde la esquina, con
un talego de pan y una bolsa de leche. Se-
guramente silbaba una canci6n. Qué dis-
tinto al Cuchilla de los libros de historia,
al Cuchilla de los gritos y empujones. No
era él, Era otro.
Dios, no me descubri6,
Vi que entraba a su casa, sin tocar el
timbre, usando su propia Ilave.
Eso me patecié rarfsimo.
—Y bien —me dijo Pataecumbia—,
icémo te pareci6? INo me escuchaste?
2En qué piensas?
—Bonita —le dije— tu cancin. Ga-
narés o ganar, seguro, Patita. Ahora vé-
monos a almorzar. Hay lechona gratis.
—No. Yo me quedo.
—Vamos, no seas terco. Necesitas co-
mer.
—Me quedo.
—Bueno. Te traeté tu plato, dormilén.
—Es que tengo que ensayarla de nue-
vo, Sergio. Tengo que aprender a cantarla
hasta dormido.
—Acuérdate de cerrar los ojos.
—No miraré a nadie. Pensaré que es-
toy en mi casa, contigo y mamé.
—Y con tu pez.
—La cantaré como nunca.
“Y te conviene”, pensé, “porque viene
tu mamé, nené”
Sin pedir permiso a mis ofdos, el Pa-
taecumbia inici6 por centésima vez su So-
ledad.
¢Por qué invité a su mamita? {Por qué
a la mujer del Cuchilla? Esas son invita-
ciones inexplicables, ahora, para mi. Su-
pongo que no querfa estar solo, a la hora
de enfrentar a Cuchilla. Esa debi6 ser la
causa. Sin la mama del Patita, y sin la éini-
ca mujer en el mundo que hacfa temblar a
Cuchilla, yo no podia batallar.
Bien, el Pata finalizaba de nuevo su
canci6n y abri la puerta del bafio.
Escalofrfo.
Allf estaba Cuchilla, oyendo.
Agazapado, confuso, lo vi dar media
vuelta y retirarse. Creo que tenfa los ojos
enrojecidos: {lloraba escuchando al Pata?
Imposible, pensé. No, no. Si. No. Ahora
pienso que sf. El profe Cuchilla lloraba es-
cuchando a Pataecumbia.
iditiihdalah dinates134
En el patio, la silleterfa se destiné a los
profesores y padres de familia. Los borre-
gos de pie. Sin aliento, no lejos de las si-
las, comprobé una por una las presencias,
las ausencias. Bien, allt estaba la princi-
pal: la esposa del Cuchilla, flor en el jar-
din, talisman que fulgia, nuestra victoria.
Dani, muy bien ubicado a sus espaldas, la
contemplaba azorado: acaso agradecido
conmigo. Mamé me saludé desde su silla:
nunca falté a los festejos escolares; la en-
cantaban, aunque Dani y yo no cantéra-
mos ni pio. También yo la saludé. “Lés-
tima —pensé— que pap4 se encuentre
lejos”. La tinica que brillaba por su ausen-
cia era la mamé de Pataecumbia. Segura-
mente no acaba con el vestido de novia.
El rock de los peludos fue un concier-
to a grito herido. Las abuelitas debieron
taparse las orejas. Un viejito se quejé de
vértigo, y del susto se desmayé un tetero:
ambos a enfermerfa. Caramba, las guita-
tras eléctricas estridentaban, mal sinto-
nizadas. Era como si la banda de rock se
clectrocutara al tiempo, y en piiblico.
Rechifla para ellos.
Nos emocionamos con una pieza de
teatro, aunque al final los actores olvida-
ron sus parlamentos y enrojecieron y clau-
dicaron, furiosos. Dos de ellos quisieron
irse a los pufios, acuséndose mutuamente.
Debis intervenir Cuchilla, para separar-
los. Cuchilla. Pobre Cuchilla. Adin no se
percataba de la presencia més iluminada
del patio: su propia mujer, a la expecta-
tiva.
Y por fin lleg6 el turno a nuestro cur-
so. Nos desgafiitamos gritando vivas a
Pataecumbia; pateamos el piso a rabiar,
dijimos que sf, sf, sf, como nunca en la
vida. Los corazones pum pum, los pe-
chos trepidaban; me dolian las manos de
aplaudir; eso era mejor que un partido de
fatbol. El reverendisimo padre Acuiia,
sentado a un costado de la tarima, en
compafita de los profes especialistas, se
tuvo que poner de pie. Impuso el orden
con un brazo extendido.
Ni una mosca.
El silencio se palpaba.
Vimos subir a Pataecumbia a la tari-
ma. Su guitarra parecia més grande que
él. Fulgi6 la guitarra un instante como un
tayo de sol. Se senté en la butaca. Uno
de los curitas le acercé el micrdfono: tuvo
que bajarlo hasta la rafz, para ubicarlo a la136
altura del Pata, entre su boca y la guitarra.
Aquello hizo reir a algunos, me preocupé.
Vigilaba a Cuchilla: no decfa nada. Quie-
to entre los especialistas. Yo, sefiores, yo
pensaba sinceramente que el profe Cuchi-
lla iba a atacar desde ese momento; que
le dirfa al Pata, en péblico: “Yo veré, yo
veré, Pataccumbia”, y que lo destrozaria.
No ocurtié asf, para mi perplejidad. El
Cuchilla no actuaba como yo imagina-
ba. Eso me confundié. Me derrumbé de
interrogaciones. Entonces me dediqué a
Pataecumbia. Puse mis esperanzas en su
voz de soprano: “Ay, Pata, canta, canta la
soledad”, me gritaba yo mismo, el alma en
un hilo. Dani no se daba cuenta de nada,
embebido en la chispeante cabeza de la
yecina. Yo suftia, sefiores, suftfa. El Pata
se demoraba en cantar, {por qué? {Por
qué si el Cuchilla ni siquiera lo miraba, no
decfa nada, no lo desmenuzaba? {Por qué
no cantaba?
Lo comprendf con un ramalazo de an-
gustia
Era Pataecumbia quien soslayaba a Cu-
chilla. Sin lograrlo evitar, miraba a Cuchi-
lla, con el rabillo del ojo, y se congelaba.
“iCierra los ojos!”, le grité por adentro,“iCierra los ojos, acuérdate!”. Los segun-
dos se agolpaban, ‘un minuto, dos? Dios,
Dios, canta, Patita, por Dios, no te hagas
el muerto.
Ni modo.
—No puedo —se oy6 el quejido, la vo-
cecilla del Pata repetida en los parlantes
del colegio.
Algunas risitas. Mas risas. Risotadas.
Gracias a Dios el padre Acufia se le-
vant6, Su lento brazo volvi6 a callar a los
borregos. Se acercé temblorosamente al
Pata, su sotana irradiaba, como un santo,
iba a darle la sefial de la cruz?, no, le dio
unas amistosas palmaditas en la cabeza, le
dijo algo al ofdo, iqué le dirfa?, nunca lo
averigile, y alli lo dej6, de nuevo solito en
el mundo, ante el puiblico.
Otra vez los segundos. Un minuto,
ddos? Dios, Dios. Sent{ que la tierra se
abria debajo de mis zapatos. De cualquier
modo siempre supe que el Pata no canta-
rfa, del puro miedo. Lo presenti. Y enton-
ces era mi tuo, Dios, segiin mis planes.
Yo mismo me empujaba a m{ mismo, ha-
cia la tarima, diba a orinarme del susto?,
no, no, me grité, no: por lo menos orinar-
se después.
—No puedo —se oy6 otra vez la voz
del Patita, y risas otra vez. Pataecumbia
tenfa la cabeza doblada sobre su guita-
tra, un fallecido. No me vio saltar a la
tarima.
Salté, sin ser invitado, No sé cémo me
apropié del micréfono. Reunf todas las
fuerzas para mi vor. Dije:
—El profe Cuchilla sabe tocar la gui-
tarra.
Un murmullo de sorpresa recorrié las
cabezas del colegio. Y eso porque, por so-
bre todas las cosas del mundo, sin preten-
derlo, yo no habfa dicho “el profe Guiller-
mino”, sino “el profe Cuchilla”, su piblico
apodo escondido: ningtin parroquiano le
dijo Cuchilla a Cuchilla. Sélo yo, y en pi
blico. Los mismos profesores me contem-
plaron boquiabiertos. Cosa rara: Cuchilla
tenia, como el Pata, la cabeza doblada so-
bre el pecho, los brazos cruzados.
‘Ambos idénticos.
Estatuas.
iHermanitos?
Parecia.
O padre ¢ hijo, jé.
—Que toque él —dije por tiltimo—
que cante el profesor Cuchilla —y, sorpresivamente, los borregos del curso vi
nieron en mi ayuda. Grandes amigos:
—iSi, sf, que toque Cuchilla!
Y los teteros:
—iQue cante!
Pateaban.
Entonces los peludos de tltimo afio
vocearon al aire el apodo de Cuchilla, lo
coreaban.
—iCi-cht-llé! iCi-chi-llé!
El padre Acufia iba a levantarse por
tercera vez, ahora colérico, pero el mismo
Cuthilla lo detuvo con un gesto leve, yo
ditfa que resignado. Se incorporé en su lar-
guisima estatura como si cargara un muro,
un edificio, el entero edificio de s{ mismo,
su vida diaria con nosotros, toda su vida.
La cara le ardia. Los borregos pararon el
vocerfo. Mudos los peludos. Yo hui de la
tarima. Ya prendf el fuego, iqué més?
Cuchilla se apoderé del micrdfono. Ah,
no ostentaba en los labios su eterna son-
risa triunfal. Ningdn despotismo lo alum-
braba. Més bien parecia triste, y hasta en-
fermo, en el paredén: como cualquiera de
nosotros a punto de recitar la lecci6n.
—Por supuesto —dijo, y eso sf, hay que
reconocerlo, lo dijo con firme voz—. Por
supuesto —repiti6— que sé tocar la gui-
tarra. La guitarra es mi vida, sefiores, mi
vida entera, mas que la historia, y voy a
cantarles una cancién.
‘Aqui los borregos y los peludos vocea-
ron al aire. Risas y voces de asombro. El
padre Acutia boquiabierto. Los profesores
a la espera, chabia que pelear?
Cuchilla pidié silencio con la mano. Si-
lencio que todos le concedieron, natural-
mente. Al fin y al cabo Cuchilla era Cu-
chilla, director general de disciplina en el
colegio, profesor de historia, el duro, el uy-
uy-uy. Y ya iba a afiadir algo, mas sereno,
mis duefio de sf, cuando sus ojos la descu-
brieron a ella entre el piblico. Su mujer.
Ella
Ante él.
Trastabill6 un instante. Tosié. Se des-
pedaz6, Temblaron sus manos. Por poco
deja caer el micr6fono. Nadie se explica-
ba qué sucedia, yo si: era mi plan descabe-
llado, sefiores, ficcién a los doce afios, y,
para ultimarlo, sélo faltaba que la mujer del
Cuchilla avanzara majestuosa por entre el
piblico, nuestra hada vengadora, y subiera
a la tarima y lo agarrara por la nariz y le
diera una, dos, tres vueltas de oro frenteal colegio. O que sacara de una ventana
invisible su olla de agua nocturna y ducha-
ra.a Cuchilla desde la coronilla al corazén.
se apropiara de cada una de sus orejas y
las estirara, més, més, més, como resortes
sonoros, para nuestra felicidad. Sf, sf, pe-
Iizcalo, me gritaba. Era el momento sofia-
do. El instante aguardado por mi corazén,
pum, pum. Pero la mujer: inmévil.. Dios,
sus grandes ojos iluminados parecta alentar
y llenar de vida al Cuchilla. Lo enaltecfan,
lo acompariaban, sefiores.
Ella lo amaba.
UE
EI padre Acufia quiso incorporarse de
nuevo. La voz de Cuchilla, temblorosa, se
Jo impidi6:
—Amigos —dijo—, hoy tuve la opor-
tunidad de escuchar el ensayo de este
muchacho... su condiscfpulo: Mauricio
Aldana. Nunca of una cancién tan bien
interpretada. Quiero compartir con uste-
des la cancién de Mauricio Aldana... Y,
después, sefiores, les garantizo que voy a
tocar la guitarra y cantar el resto del dfa,
si quieren.
Aplausos, cémo no. También yo tuve
que aplaudir. Ni modo.
—iNo llegué tarde? —me pregunté
una voz. Una mano rozaba mi brazo.
Era la mamé de Pataecumbia.
—Ya va a cantar —dije.
El Pata nos miraba, su boca un asom-
bro universal. Su mamita lo salud6 feliz
con la mano enguantada. Parecfa una
viejita de otro siglo, la hermosa cara arru-
gada a la expectativa. Su cabeza asentia.
Lastima que no llevé al pez en Ia pecera,
el capitéa Nemo anaranjado. Y entonces
Pataecumbia se crecié. De nuevo aferré la
guitarra. Increfble: el mismo Cuchilla le
acomods el micréfono y lo alenté con dos
o tres palmaditas estilo padre rector. Y ng
Jo abandoné, se quedé a su lado mientras
duré la cancién que silencié los corazo-
nes, baftindolos de miisica. El Pata era la
vida. Constaté que hasta los p4jaros dete-
nian su vuelo para escuchar. Un orgullo
inmensurable me remecié: orgullo de ser
su amigo, su cémplice, orgullo de oftlo en
los recreos, de comer con él y sufrir con él
y reir con él, mi amigo de infancia, prime-
10 y Gnico amigo.
La Soledad del Pata causé una ovacién.
perfecta, redonda, que hizo que nuestro
curso ganara ese viaje de fin de semanaa Boyacé, a rezar cada minuto, uf, rezar y
comer y rezar y volver a comer y volver a
rezar y comer y rezar, ¢s0 nunca lo olvida-
remos, Pata, (cierto?
Gierto.
Gracias a ti.
Después el profe Cuchilla enarbolé la
misma guitarra del Pata, a su lado: el profe
de pie y Pataecumbia sentado.
Fue ahi cuando nos enteramos del
nombre de su mujer, bello como ella. Pues
alla dedicé su canci6n, en pablico.
—Esta cancién la dedico—dijo—a mi
esposa, que para felicidad mfa se encuen-
tra hoy entre ustedes —su voz se dulcifi
caba por la emocién. iTemblaban sus
piernas? A duras penas pudo afiadir—:
Ella se lama Lucfa, como la cancién.
Y aqui yo dejo cantando al profesor
Cuchilla, en mi recuerdo. Fue una inten-
sa canci6n, sentida hasta las I4grimas. Los
dos, Cuchilla y su mujer, al final, se abraza-
ron en mitad del colegio. Hubo un beso, sin
que importara la rechifla y el brazo exten-
dido del reverendisimo. Yo me daba vuel-
tas alrededor de mi, més confundido que
Ulises: de hecho, las cosas me salieron al
revés. Los planes abajo, casa de naipes. Lo146
que yo imaginé no ocurri6. “Pero mejor”,
me dije, “mil y un millén de veces mejor”,
Ahora, veinte afios después —y més
solo que la canci6n de la soledad—, sien-
to que vivo més al recordar ese afio. Ami-
gos como el Pata, hermanos como Dani,
instantes como esos me acompafian,
dia y noche. Afio de vida y luz. (Quién
se imaginaba que el profe Cuchilla y su
esposa, con Dani, mamé y yo, abordaria-
mos el mismo taxi de regreso a casa? Ah,
Dani feliz de su vecina feliz. Sonrefa si
ella sonrefa, el mas puro amor, isf 0 no,
Dani? Si, si.
Ese afio el profe Cuchilla no volvié a
dar més gritos y apodos, y no sabemos si
también los demés afios porque no lo vol-
vimos a ver: papé lleg6 con la noticia: nos
trasladarfamos a otra ciudad, para no se-
pararnos nunca. Mamé feliz. Pero, jy Cu
chilla? Quién sabe qué sucedié con Cu-
chilla y su mujer. Volveria ella a tirarlo
de la nariz? Hoy creo que no.
Jamés.
Dani gané el afio, sefiores, sin habilitar
una sola materia. Aplausos para Dani. Yo
lo perdf: culpa de Montecristo, supongo.
Exe fue el afio escolar que perdi, pero fue
en realidad el afio més ganado de toda mi
vida, y nunca voy a olvidarte, aio perdi-
doy ganado.
Te quiero.Cuchilla
Guillermo Lafuente es un profesor de
historia de Colombia; su alias: Cuchlla,
el mas temido profesor de bachillerato.
Su vida cambia a partir de los mensajes
secretos que recibe cada mafiana en su
‘mesa. El colegio, el barrio, la familia,
sustentan esta novela plena de humor yde
amor, cuando ocurte por primera vera las
puertas de la adolescencia,
Exelio José Rosero
Naci6 en Bogota, el 20 de marzo de 1958.
Escritor y periodista, su obra ha sido
traducida a varios idiomas y ha participado
cn diferentes antologias nacionales e
intemacionales. Su produccién navelistica
se alterna con la ereaeién de relatos para
jvenes y nitios: Plea en el parque, Para
subir al cielo, el libro de cuentos El aprendiz
cde mago y la obra de teatro Ahi estén
pintados. Cuchilla fue ganador del Premio
Norma-Fundalectura 2000. El Grupo
Editorial Norma también ha publicado sus
novelas En elljero, EU hombre que querfa:
escribir una cara y Las escapades