El Libro Negro de La Justicia Chilena - Alejandra Matus
El Libro Negro de La Justicia Chilena - Alejandra Matus
El Libro Negro de La Justicia Chilena - Alejandra Matus
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Alejandra Matus
ePub r1.0
Titivillus 03.03.2021
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Título original: El libro negro de la justicia chilena
Alejandra Matus, 1999
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Prólogo a la nueva edición
GATOPARDO
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situación absurda y cómica que se podía hablar sobre la prohibición y sus
consecuencias, pero no sobre por qué esto había ocurrido.
Cuando se levantó la prohibición en 2001, tras la reforma a la Ley de
Seguridad del Estado impulsada por el gobierno de Ricardo Lagos, el libro pudo
volver a circular, pero ya había pasado el momento noticioso para discutir su
contenido. Planeta recuperó los libros incautados y los distribuyó en librerías y
luego publicó una segunda edición —con tapa verde para diferenciarlo de los
libros piratas— y una vez agotada aquella, la obra simplemente dejó de circular.
Desde entonces, cada vez con más frecuencia, numerosas personas me han
pedido que los ayude a encontrarlo. Y no es fácil. Hasta las copias piratas parecen
haberse esfumado. En internet algunos ejemplares se venden hasta por más de
cien mil pesos chilenos.
Que el libro, en cuanto documento histórico, esté disponible es la principal
motivación de esta reedición. Que esté para quien quiera releerlo, para quien
quiera reemplazar su copia pirata por una original, para quien quiera conocerlo
por primera vez, para quien quiera criticarlo en un contexto menos apasionado
que el que existía al momento de su prohibición.
Sin embargo, antes de presentarles el texto original, tal como fue publicado
en 1999, es necesario, me parece, explicar algunos puntos, pues estos 17 años
parecen un siglo si se miden por la cantidad de cosas que han pasado.
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Esa mención al pasar sobre los hijos del magistrado fue el reconocimiento
indirecto del conflicto que la enfrentó con los descendientes de su marido. Yo
entrevisté a Rafael (abogado) y Servando Jordán (exmarino) en 2006, cuando me
contaron sin reservas la problemática que los afectaba. Me dijeron que Servando
Jordán, su padre, sufría los primeros síntomas de demencia senil cuando en
2005, a los casi 80 años, dejó a su madre, Diana Jadrievic, y se fue a vivir a la
casa de la notaria Bosch. Por esta razón, Diana Jadrievic, la segunda y más estable
esposa del magistrado (estuvieron casados 48 años), pidió a la justicia que lo
declarara interdicto, en resguardo de su patrimonio y el de sus hijos. La esposa de
Jordán lidiaba en ese momento con un cáncer avanzado, del que murió poco
después. La causa por interdicción la continuaron entonces sus hijos Rafael y
Servando.
El exmagistrado fue sometido a un peritaje para determinar si estaba en sus
cabales en casa de la notaria. Los peritos a cargo se dieron cuenta de que del oído
del expresidente de la Corte Suprema colgaba un audífono a través del cual
terceros intentaban dictarle las respuestas correctas. Tan burdo fue el montaje,
que los expertos hasta pudieron escuchar el eco de esas voces y se dieron cuenta
de que además estaban siendo filmados. Así me lo relató el geriatra a cargo de la
prueba para un reportaje que publiqué en The Clinic y el hecho fue ratificado
también por el segundo perito, el siquiatra Luis Alberto Pulido, en su informe al
tribunal. A pesar de la intervención de la pericia, Pulido llegó a la conclusión de
que Jordán sufría una «demencia grave». La jueza a cargo del caso, sin embargo,
no tomó nota de la irregularidad y desoyendo a los especialistas, resolvió que el
magistrado estaba en su sano juicio, porque en la entrevista que ella le hizo
personalmente se notaba bien. Más tarde, intentó cerrar la causa invocando el
fallecimiento de la demandante, la señora Jadrievic. Cuando los hijos apelaron a
la Corte de Apelaciones, señalando que ahora ellos eran los demandantes y que la
causa no se podía cerrar, el expediente se perdió. Tuvieron que reconstituirlo
pieza por pieza para que la causa siguiera viva. Como si el poder que alguna vez
exhibió su padre siguiera presente, a pesar de haberse jubilado hacía rato.
Cuando la salud de Jordán se deterioró, los hijos se dieron por vencidos y
abandonaron la causa por interdicción. Confiaban como último recurso, me
cuentan en 2016, en que al fallecimiento de su padre, el asunto hereditario se
resolviera por la simple aplicación de la ley. No contaban con que durante esos
últimos años su padre hubiera traspasado prácticamente todos sus bienes a su
esposa, un patrimonio calculado en más de un millón de dólares. Los hijos
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sospechan que el exmagistrado ya no estaba en su sano juicio cuando esos
traspasos se hicieron. Como argumento me exhiben un estudio de las tres
propiedades que poseía Jordán al separarse de su mujer: dos casas en El
Melocotón y una tercera en La Reina. Las propiedades quedaron completamente
en manos del exmagistrado cuando sus hijos le cedieron, en 2008, la parte que les
correspondía por derechos hereditarios por sucesión de su madre. Lo hicieron,
según me cuentan, porque estaban hastiados de ser citados a distintos tribunales,
aún bajo apercibimiento de arresto, para responder por el supuesto uso que
estarían haciendo de bienes de su padre. «Un día nos trajeron a mí de La Serena y
a mi hermano desde Viña para que preguntarnos dónde estaban las llaves de una
moto que el papá tenía, con todos los perjuicios que eso provocaba en nuestros
trabajos», recuerda Rafael Jordán. «Estábamos fastidiados y decidimos dar un
paso al lado, para pacificar el tema», pero no se imaginaron lo que ocurriría
después.
Según las escrituras, Jordán padre le vendió propiedades de El Melocotón a
Lilian Torres Jiménez, prima de la notaría, en 2009. Y a su turno esta se las
vendió a la notaría Bosch, en 2014, después del fallecimiento del exministro.
Con esta operación, se logró que los bienes no estuvieran a nombre de su marido
al momento de su deceso y, por lo tanto, sus hijos no pudieron heredar su parte.
Cosa similar ocurrió con un bien en calle Francisco Bilbao, en la comuna de La
Reina, que Jordán López traspasó a Carmen Gloria Bosh, hermana de la notaría,
y que sigue a su nombre.
A pesar del millonario avalúo comercial de las tres casas, en el papel, fueron
vendidas por unos 70 millones de pesos que no cubrirían siquiera su avalúo
fiscal.
«Nos sentimos víctimas de un fraude. Esta señora no solo se burló de
nosotros durante el proceso de interdicción, interviniendo de manera burda los
peritajes, sino que ha demostrado una codicia y perversión ilimitados. No solo
hizo estas ventas simuladas para apropiarse de la totalidad de los bienes raíces de
mi padre y de lo que nos correspondía como herederos. También se quedó con
todo lo demás: dinero en cuentas corrientes, joyas, vehículos, acciones,
aprovechándose de su manifiesta discapacidad intelectual», relatan hoy sus hijos
Rafael y Servando.
Paralelamente, la notaría Bosch enfrentó sus propios problemas. Ya
fallecido Jordán, fue formalizada por el delito de «falsificación de instrumento
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público», por autorizar firmas falsas en la constitución del partido MAS de
Alejandro Navarro y más tarde se le inició un sumario en la Corte de Apelaciones
de Santiago cuando una Ministra Visitadora detectó irregularidades en la gestión
de su notaría. Sin embargo, continúa a cargo de la notaría en el centro de
Santiago.
Todos los ministros que formaban parte de la Corte Suprema junto a
Jordán, en 1999, jubilaron o han fallecido. Tras la publicación del libro se creó
una Comisión de Ética y algunos de los magistrados mencionados aquí por
actividades reñidas con la ética, como Luis Correa Bulo y Gloria Olivares, fueron
removidos de sus cargos por el pleno de la Corte Suprema, en un acto inédito. El
cargo que se le formuló fue haber sido permeables al tráfico de influencias.
Varios de los ministros que fueron postergados o castigados por la Corte
Suprema moldeada bajo dictadura, como Milton Juica, forman hoy parte de la
nueva Corte Suprema. El caso más emblemático quizás sea el de Carlos Cerda —
el ministro que se negó a aplicar la Ley de Amnistía en casos por violaciones a los
derechos humanos y que estuvo a punto de ser expulsado del Poder Judicial por
eso—, cuyo ascenso se demoró a niveles humillantes, pero que finalmente
ocurrió en 2014.
Ningún magistrado que haya sido promovido por Pinochet sigue en la
Corte Suprema. Todos los integrantes de la actual Corte Suprema, que vio
aumentar sus miembros de 17 a 21, han sido nombrados en democracia.
Las mayores transformaciones ocurrieron en el ámbito de la justicia
criminal, que fue objeto de la Reforma Procesal Penal a partir del año 2000, y en
la reforma al sistema de nombramientos de la Corte Suprema. La Reforma
Procesal Penal implicó que varios vicios de los descritos en este libro —el proceso
escrito, la doble función del juez como investigador y sentenciador, el excesivo
control e intervención de la Corte Suprema en lo que ocurría en los tribunales
inferiores y sobre la carrera de sus subordinados, entre otros— casi se esfumaron.
Se creó el Ministerio Público, con sus fiscales, que son los encargados de sostener
la investigación y la acusación penal, por un lado, y la Defensoría Penal, por
otro, para que, al menos en teoría, abogados y fiscales se enfrenten en igualdad de
condiciones ante un panel de jueces que solo tienen la tarea de dictar sentencia y
asegurarse de garantizar un debido proceso. Los juicios se realizan de manera oral
y con publicidad, y a nadie sorprende hoy ver los detalles de un juicio o una
declaración por televisión.
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Un documento de balance de la reforma, publicado por el ministerio de
Justicia en 2015, a diez años de su plena implementación (los primeros cinco
años fueron de aplicación de un plan piloto), señalaba: «Hasta antes de la
Reforma al sistema de procedimiento penal, en Chile rigió un sistema
inquisitivo, donde quien conducía la investigación era la misma persona que
debía juzgar el asunto, restando la imparcialidad que exige el debido proceso.
Asimismo, los procedimientos carecían de inmediación, eran engorrosos, lentos y
poco garantistas». Tras la reforma, en cambio, se decía, la justicia incorporó
«principios importantísimos, que se tradujeron en un proceso oral, transparente,
expedito, cercano a la gente y en concordancia con los instrumentos
internacionales suscritos por nuestro país; que protegiera a las víctimas, pero no
dejara de lado la garantía de los derechos de los imputados».
En cifras, el sistema puede exhibir los siguientes resultados: si antes la
mayoría de las personas que estaban en la cárcel, estaban esperando su proceso (es
decir, podía suceder que después de varios años presos se descubriera que eran
inocentes), hoy el mayor porcentaje corresponde a condenados. Es decir,
personas respecto de las cuales la justicia ya pronunció un veredicto. «Desde su
implementación», decía el informe, «han ingresado al Ministerio Público más de
13 millones 62 mil casos (a marzo de 2015), de los cuales el 97,24 por ciento ha
llegado a su término». El tiempo de duración de los procesos también se redujo:
antes una causa por homicidio tenía una duración promedio de casi 700 días.
Ahora ese promedio fluctúa entre 465 y 485 días, dependiendo del tipo de salida
que tenga.
Es en este nuevo contexto que se han desarrollado causas contra algunos
poderosos integrantes de la sociedad chilena, formalizados y enviados a prisión
preventiva, aunque por corto plazo, y todos los chilenos hemos podido seguir por
televisión los argumentos de las partes.
Sin embargo, las quejas sobre las deficiencias del actual sistema abundan y
no son pocos los que piden una reforma a la reforma. La Comisión de Ética de la
Corte Suprema, tras un gran impulso de partida, perdió fuerza y viejas prácticas
han tomado nuevos bríos o incluso se han acentuado. No es mi intención, ahora,
en el contexto de esta publicación, abordar en toda su magnitud estas
deficiencias. Eso demandaría escribir otro libro. No obstante, me parece
importante que el lector conozca algunas de ellas, quizás las más graves.
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Besamanos reloaded
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Hay quienes miran con nostalgia la vieja forma de designación, que solo
recaía en el gobierno de turno, pues producía lentamente una renovación de la
Corte Suprema en el llenado de cada vacante, y así se iba adecuando al espíritu
de los tiempos, representado por quien ostentase el cargo de Presidente de la
República. «Lo que ahora hay es una petrificación de un status quo que no
representa a la sociedad, porque elegir un ministro con apoyo de la derecha y
luego otro socialdemócrata no representa la forma en que se distribuyen las
fuerzas políticas en la sociedad», dice una fuente.
La necesidad de buscar apoyo en los sectores políticos con mayor
representación en el Senado le ha dado poder a personas que hacen de puente
entre los magistrados y el mundo político. Cada partido tiene su encargado
informal de estas relaciones. Al momento de escribir estas líneas, por ejemplo, se
estima que quien da el visto bueno a los candidatos en la UDI es el senador
Hernán Larraín; en RN, principalmente Alberto Espina,; en la DC, la dupla
compuesta por Soledad Alvear (exministra de Justicia) y su marido, Gutenberg
Martínez; en el Partido por la Democracia, Guido Girardi; en el Partido
Socialista, Alfonso de Urresti. Pero el principal de todos es el cientista político
Eugenio González, muy cercano a Girardi, a quien recurren frecuentemente los
magistrados que necesitan ser presentados en el mundo político. De hecho, se
estima que González fue determinante en la elección de seis de los ocho últimos
nombramientos. Se excluyen Carlos Cerda y Ana Chevesich, quienes no se
involucraron en gestiones para conseguir sus designaciones y tampoco nadie se
hubiera atrevido a proponérselas, por temor a ser denunciados por los propios
magistrados. No obstante, claramente Cerda fue elegido en el «cupo» de
centroizquierda y su colega, en la vacante asignada por estos acuerdos no escritos,
a la derecha.
Posteriormente, en la Reforma Constitucional de 2005, se realizó
simultáneamente una transformación sustancial en cuya gravedad pocos parecen
haber reparado: se debilitaron las facultades de la Corte Suprema como tribunal
revisor de la constitucionalidad de las leyes y se fortalecieron las del Tribunal
Constitucional. Resultado: hoy el TC se ha convertido tanto en una suerte de
tercera instancia judicial (que puede entrometerse en lo que deciden los
tribunales) como en tercera cámara legislativa (que puede enmendar lo que
decide el Congreso). Y a los integrantes del TC, como es sabido, no los eligen los
ciudadanos. Además, se aumentaron los integrantes de siete a diez: tres
nombrados por el Presidente de la República, tres por la Corte Suprema, dos por
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el Senado y dos por el Senado a propuesta de la Cámara de Diputados. En la
práctica, se ha dado también un sistema de nombramiento binominal: uno para
cada conglomerado. Los currículum de los postulantes han perdido peso a la hora
de las consideraciones que se toman en cuenta para los nombramientos y así, en
la actualidad, no es necesario ser un experto constitucionalista para integrar el
tribunal.
«Es una paradoja que un conglomerado político como la Concertación, que
cuestionaba la legitimidad de la Constitución, le diera un poder y una fuerza al
Tribunal Constitucional que nunca antes tuvo. El TC de antes no tenía casi
ninguna relevancia. Le quitaron poder a la Corte Suprema y, con un
sorprendente problema de visión política, se lo dieron al TC. No hubo
discusiones serias sobre el impacto que tendrían estas modificaciones. Se quiso
cambiar la Corte Suprema, pero se pagó un precio demasiado alto. Fue un gran
error en el que nadie reparó en su momento», dice Vargas.
En la misma línea y quizá teniendo como base las mismas consideraciones
de antaño, en que se instaló, no sin razón, la desconfianza en los criterios de los
ministros de la Corte Suprema, se han ido creando cada vez más tribunales
especiales, que han horadado las facultades del máximo tribunal chileno a riesgo
de volverlo cada vez más irrelevante.
El propio Milton Juica, al inaugurar el año judicial en 2011 en su calidad
de presidente de la Corte Suprema, se quejaba de que «la creación de
jurisdicciones especiales, que se apartan de los factores de independencia e
imparcialidad» sería contraria a los principios de un sistema democrático y más
corrientes en los sistemas «autárquicos».
Entre los tribunales especiales que existen hoy en Chile se encuentran: el
Tribunal Calificador de Elecciones (y los tribunales regionales electorales), el
Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, los Tributarios y Aduaneros, los
de Propiedad Industrial y el Tribunal Ambiental.
Con la entrada en vigor de la reforma procesal penal, una gran tajada del poder
que otrora tuvo la Corte Suprema fue a dar a una nueva institución: el Ministerio
Público, que no es integrante del sistema judicial chileno ni depende de la Corte
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Suprema para su existencia y funcionamiento. Por ejemplo, el Fiscal Nacional es
propuesto en una quina que confecciona la Corte Suprema, pero lo elige el
Presidente de la República, con la anuencia del Senado. Los Fiscales Regionales
son propuestos en terna por las Cortes de Apelaciones respectivas, pero
nombrados por el Fiscal Nacional, sin consultar a ningún otro poder del Estado.
Y los fiscales adjuntos, encargados de la investigación de casos concretos, no
dependen para su ascenso y promoción de ninguna autoridad judicial, como
antes dependían los jueces del crimen.
La creación de esta entidad hizo que los jueces de primera instancia en el
sistema penal dejaran de tener la doble función que ostentaban antes: investigar y
sentenciar, lo que implicaba una grave disparidad entre el imputado y el juez
pues, obviamente, si el magistrado al investigar se convencía de que el acusado
era culpable, era muy difícil de que el defensor pudiera persuadirlo de lo
contrario. Tampoco pueden ahora decidir la detención o prisión preventiva de
una persona, si el fiscal a cargo no lo solicita o no formaliza la investigación.
Estas y otras falencias alimentaban la crítica de los expertos sobre el carácter
«inquisitivo» del viejo sistema judicial. El Ministerio Público se quedó, en el
nuevo sistema, con la función de investigar y levantar cargos, cuando estime que
los hechos lo ameritan. Y a los jueces, se reservó el control de la investigación y la
dictación de sentencias, divididos entre jueces de garantía (los que supervigilan
que se respeten las normas del debido proceso durante la etapa de investigación)
y los tribunales orales en lo penal (un panel de tres jueces que, cuando un caso
llega a la etapa de acusación, dictan sentencia condenatoria o absolutoria). Solo
muy excepcionalmente las Cortes de Apelaciones pueden intervenir revisando las
decisiones de los jueces de garantía y de los tribunales orales en lo penal. Y
todavía de manera más excepcional, lo hace la Corte Suprema, la que incluso no
tiene en el Código Procesal Penal facultades para revisar los fallos de las cortes de
Apelaciones, por equivocados que fuesen.
También se creó la institución de la Defensoría Penal Pública, que se hace
cargo de representar a los imputados aunque, a diferencia del Ministerio Público
en que los fiscales son empleados a tiempo completo del Estado, está integrada
fundamentalmente por estudios de abogados particulares que se ganan, en
licitaciones públicas, las defensas.
El decano Vargas reconoce que la reforma ha evidenciado problemas
antiguos y ha creado otros. «Me impresiona que muchos de los problemas que
tenía la justicia antigua, esa cosa corporativa, cerrada, oscura, muy refractaria al
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escrutinio público, sea uno de los mayores problemas del actual Ministerio
Público. Es una institución nueva, que se creó con otros estándares, con criterios
modernos de gestión, con aparato de comunicaciones, departamento de estudios,
metas, incentivos, todo muy revolucionario (…), pero me impresiona que se
replicara el lado malo de la vieja institución judicial muy rápidamente en esta
institución nueva».
Una fuente del Ministerio Público me relata, a condición de anonimato,
cómo algunos fiscales se apoltronan en cargos por ejemplo de fiscales regionales,
a pesar de que explícitamente se impuso un plazo máximo de ocho años para
ejercer tal función. «La forma en que se ha torcido la letra de la ley, es saltar de
una región a otra y así la cuenta comienza desde cero». Y otro problema, señala,
es que tampoco existen normas que regulen inhabilidades a la hora de la salida, y
así ha sucedido con los fiscales Alejandro Peña y Solange Huerta que han salido
del Ministerio Público para ocupar cargos políticos y otros han sido contratados
por importantes estudios jurídicos con los que antes se enfrentaban. «Hay
muchas cosas irregulares que ocurren al interior y que nadie supervisa en honor a
la autonomía del Ministerio Público: desde nombramientos en cargos por
influencias político-partidistas, hasta casos de corrupción que no han sido
denunciados ante la justicia, pasando por maltrato laboral y abuso de poder».
Como ejemplo, se cita el llamado caso «metas»: la adulteración de listados de
teléfonos de usuarios y víctimas que debían ser encuestados para cumplir un
indicador de calidad en la gestión, asociado al pago de bonos de los fiscales, que
se descubrió en la Fiscalía Centro Norte bajo el mandato de Sabas Chahuán. El
caso fue denunciado en un juicio por acoso laboral iniciado por Lugarda
Andrade, Coordinadora de Metas de la Fiscalía Nacional, quien luego dijo en
algunas entrevistas que se había dado cuenta de que la práctica era mucho más
extendida.
La investigación de la denuncia quedó en manos del propio Ministerio
Público y el Consejo de Defensa del Estado se quejó públicamente de que se le
rechazaron las diligencias que pidió para avanzar en las indagatorias, entre ellas,
la incautación de computadores y documentación que podrían probar la
falsificación. Hasta el momento de escribir estas líneas, la fiscalía no había
presentado una denuncia penal por estos hechos y solo había sancionado a
algunos funcionarios involucrados y despedido a la propia denunciante.
En la relación entre las cortes superiores (de Apelaciones y Suprema), se
acabó un problema antiguo y se presentó uno nuevo: antes, cuando los jueces del
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crimen investigaban y sancionaban y su carrera dependía, para el ascenso, de sus
superiores, había mucho incentivo para que los primeros se ajustaran a los deseos
de los segundos. En aquel tiempo, había tres jueces por cada ministro de Corte
de Apelaciones y la mayoría quería dejar contentos a sus superiores. Eso
disciplinaba. En la actualidad la tasa es diez a uno y la probabilidad de ascenso es
solo para unos pocos. La mayoría de los jueces son abogados jóvenes, quienes
saben que muy probablemente su carrera va a terminar ahí y no les parece grave,
porque en la actualidad sus remuneraciones no son tan distintas de las de los
superiores. Así que ahora el incentivo es a la inversa: cada juez es potencialmente
un pequeño rey que, sin control por parte de sus superiores, puede conducirse en
la práctica con total independencia. Las reformas en la justicia de familia y en la
laboral, que han seguido la misma lógica de la justicia penal, han producido en
los tribunales respectivos similar distanciamiento y falta de control sobre sus
actuaciones.
Y si se suma a la combinación de factores que los jueces no tienen
obligatoriedad de respetar una jurisprudencia y que las sucesivas reformas han
limitado los recursos de impugnación de sus resoluciones, el resultado es que
cada juez es su propio mundo.
«La reforma le dio mucho poder a los jueces. Esos son los que aparecen en
la prensa. En el caso tsunami, por ejemplo, el juez se tomó hora y media para dar
un speech antes siquiera de que se iniciara la audiencia. Todos se toman su
minuto de gloria, sienten que tienen el poder, que no tienen posibilidades de
ascender y la posibilidad de ser disciplinados por sus superiores casi se esfumó. Es
gente joven que siente que no le debe el puesto a nadie, porque se lo ganó por
mérito. Todo eso ha hecho que el Poder Judicial esté escindido, con una Corte
Suprema que sigue defendiendo su fuero, que trata de imponerse, pero sin armas
para hacerlo. Es bien impresionante el fenómeno: haciendo un trabajo de
investigación, conversé con una que jueza me decía: “Me fascina ser jueza, pero
odio el Poder Judicial”», relata el decano Vargas.
Como en el péndulo, si en el viejo sistema se acusaba a los jueces de
«inquisitivos» por enviar a la cárcel a culpables e inocentes antes siquiera de
comenzar las investigaciones, ahora el reproche en boga es decirles que son
«garantistas».
«Si un juez es garantista, significa que está haciendo bien su trabajo, que
muchas veces es contraintuitivo y poco comprendido por las personas, a menos
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que les toque en lo personal», opina Vargas. El problema, agrega, es con jueces
que son «hipergarantistas», como un juez del norte que dejó con libertad
provisional a un grupo de peruanos acusados de narcotráfico, que se fugaron en
masa. «Gente que resuelve en forma poco criteriosa y que le ha hecho muy mal al
sistema».
Además, hay un problema de incentivos que involucra a todos los actores:
Al fiscal, a los jueces y al defensor les convienen las causas cerradas. Las causas
pueden cerrar principalmente por:
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delitos. Son contados con los dedos de una mano los casos que terminan de esta
manera.
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primerizo condenado a una pena inferior a cinco años, queda libre
automáticamente. Y esas son las penas que se aplican en la mayor parte de los
hurtos, robos y lesiones, que están entre los delitos más recurrentes.
Si el caso es más complejo, entonces normalmente se realiza un juicio
abreviado, pero también se saca la calculadora y, en general, las penas son bajas.
Contrariando el sentido común, aún en los delitos de mayor connotación social,
el 80 o 90 por ciento de los casos termina con salidas alternativas o penas
sustitutivas.
Esto, que en espíritu promueve los derechos humanos de las personas y la
idea de que un primerizo tiene derecho a rehabilitarse, en realidad se presta para
farsas, porque muchos de esos primerizos lo son solo en el papel. Hay personas
que han pasado por el sistema de justicia cuatro, cinco o más veces y siguen
siendo considerados primerizos, porque, por ejemplo, si la primera vez se archivó
provisionalmente la causa, es primerizo; si luego aceptó una o más veces una
salida alternativa sigue siendo primerizo.
Se estima que el 18 por ciento de las causas que se archivan corresponden a
delitos cometidos por personas conocidas por el sistema. ¿Por qué se archivan?
Por cosas como que el monto es pequeño. O porque el fiscal estima que las
pruebas son «insuficientes» para acusar, lo que permite «matar» la causa.
¿Y cómo se suspenden los procedimientos? Si la persona se compromete a
mantener su mismo domicilio por un año, transcurrido ese lapso se considera
cumplida la «condición» y la persona queda libre de reproche penal y sin mancha
en sus antecedentes. ¿Cuántas veces se puede hacer esto? Infinitas. De hecho
existe un instructivo del Ministerio Público sugiriendo a los fiscales limitar las
suspensiones que favorecen a una misma persona a un máximo de tres
consecutivas, pero es una sugerencia, no una obligación. Y los fiscales pueden
ignorarla.
Incluso la ley dice que no se puede dar suspensión condicional a una
persona que tiene una suspensión en curso, pero los únicos que saben eso son los
fiscales que llevan la causa. El juez no tiene un registro que se lo indique. Si el
fiscal omite el dato, el juez no tiene como saberlo.
«Entonces el fiscal se hace la siguiente pregunta: ¿sigo el proceso y tengo
una causa pendiente o lo termino aquí? Y se arregla con el defensor para aceptar
la suspensión y terminar ahí. Es punto para el fiscal y para los defensores significa
dinero en efectivo, porque a los defensores licitados se les paga por causa
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terminada, con independencia de la razón por la que se termine», revela una
fuente.
Así las cosas, personas que han hecho del delito su estilo de vida y que
conocen el sistema, entran y salen con mucha rapidez. Buena parte de las salas
del Centro de Justicia construido en Santiago como símbolo de la reforma, pasa
vacía. La mayoría de los casos se resuelve sin llegar al juicio oral, en las oficinas de
fiscales que firman archivos o acuerdan suspensiones. Los condenados que están
en la cárcel son los actores frecuentes a los que se les agotó «la cuenta corriente»
(y que se van condenados a prisión efectiva pues ya no tienen irreprochable
conducta anterior) o quienes enfrentan procesos de alta connotación pública (si
hay cámaras de televisión, el comportamiento de los actores del sistema cambia).
«Si tú miras las estadísticas de las condenas, un porcentaje menor (7 %) está
condenado por robo, que es un delito grave. Y no es que hayan disminuido tanto
los robos. Lo que pasa es que se recalifican como delitos de lesiones o hurtos, que
son leves. Entonces estas personas reciben varias suspensiones antes de sufrir su
primera condena. Cuando finalmente se les aplica la primera sentencia
condenatoria, se les considera primerizos y, por lo tanto, salen libres. Cuando
llevan unos dos años con condenas por las que han recibido penas alternativas (se
cumplen en libertad), se dice que se les acabó la “cuenta corriente”, los condenan
a penas privativas de libertad, pero como son delitos leves, reciben penas de 41,
60 días. Entonces las cárceles están llenas, pero de gente cumpliendo condenas
cortas. En Chile, más de la mitad de los presos cumple penas inferiores a un
año», dice la fuente.
En el viejo sistema, estas mismas personas pasaban 500 días en prisión
preventiva antes de que llegara el día del juicio. En ese momento, si eran
encontrados culpables, una buena porción salía libre porque se les abonaba el
tiempo que ya habían estado presos y habitualmente recuperaban entonces la
libertad. El problema era, claro, cuando después de la larga prisión «preventiva»,
las personas resultaban inocentes.
La jueza Ema Margarita Tapia al dejar en 2016 el Poder Judicial relató sin
ambages su molestia con algunas de estas prácticas: «Mira, no puede ser que los
fiscales pasen un robo con violencia como un hurto con lesiones para que el
individuo reconozca culpabilidad y así cumplir sus metas de gestión». La propia
magistrada explicó que cuando se hace esto el imputado recibe una pena baja por
hurto y como las lesiones casi siempre son leves, «entonces el hombre sale con 41
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días por el hurto y por un tercio de una UTM (por las lesiones); en cambio, el
robo con violencia (el delito que verdaderamente cometió) está penado con 5
años y un día. Lo mismo pasa con el robo con intimidación: lo pasan por hurto
con amenazas; uno, la verdad, no entiende el criterio».
El actual atochamiento de las cárceles, por tanto, no se debe a que haya un
gran número de condenados, sino a personas que están entrando y saliendo
constantemente. La puerta giratoria.
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adquiridas en 1988 y valorizadas en más de 97 millones de pesos al momento del
fallo. Pierry integraba la Tercera Sala que resolvió sobre los recursos presentados
en contra del proyecto en 2012 y su pronunciamiento fue decisivo pues el
proyecto fue votado 3 a 2.
El abogado, que se jubiló en 2016 al cumplir el límite de 75 años, rechazó
las acusaciones de conflicto de interés pues su paquete accionario era inferior al
diez por ciento que impone la ley al establecer las inhabilidades. En su favor se
dijo que, al no cumplir el requisito, Pierry no solo no podía inhabilitarse, sino
que estaba obligado por ley a cumplir su función. La Comisión de ética terminó
dándole la razón.
Otro abogado-ministro con extensas redes en el mundo empresarial es
Patricio Valdés Aldunate, quien, además, se diferencia de quienes han ascendido
desde dentro de la carrera judicial por poseer acciones en una amplia gama de
empresas: CMPC, Gasco, Masisa, CAP, Enersis, Copec, Invercap, Feria La Calera,
Iansa, Sociedad Anónima Soc. Fomento Fabril, y Banco Bice.
Su colega Carlos Künsemüller, en tanto, posee paquetes de Cencosud,
Colbún, Viña Concha y Toro, Enersis, Corpbanca, Aguas Andinas, Almendral,
Ripley, Banco de Chile, Banco Santander y SM-Chile.
Sin embargo, según la ley, como Pierry, mientras no superen el diez por
ciento de la propiedad accionaria en alguna de esas empresas, no pueden
inhabilitarse si se presenta una causa que les concierna. Y en favor de todos ellos,
se alega que en sus fallos no siempre han favorecido a las grandes empresas y que
en más de una oportunidad han fallado en contra. «Resuelven lo que creen
correcto según la ley, y no por interés de unas acciones sobre sociedades que no
controlan», afirma una fuente.
Como antes, las relaciones de parentesco entre los ministros del más alto
escalafón y otros funcionarios judiciales no solo se mantiene, sino que,
aparentemente, ha ido aumentado. Los observadores dicen que es poco probable
que un ministro de Corte Suprema pueda incidir en las decisiones de un pariente
juez, por las razones expuestas más arriba, pero las posibilidades de tráfico de
influencias se expanden cuando los parentescos se dan entre ministros e hijos
abogados. «Se conocen casos de profesionales que ofrecen como parte de sus
servicios la influencia que pueden ejercer sobre su padre magistrado», señala una
fuente.
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Quizá una de las zonas donde hay más cruce de intereses es en los llamados
«centros de negocio» del Poder Judicial: notarías, archiveros y conservadores de
bienes raíces. Se trata de funciones que ejercen privados, pero supervisados y
designados por el Ministerio de Justicia, a partir de cinco nombres que proponen
las respectivas cortes de Apelaciones, cuyos ministros «visitan» o supervisan su
funcionamiento. Su remuneración está dada por tarifas que cobran a los usuarios.
Por ejemplo, el conservador de Bienes Raíces de Santiago es Luis
Maldonado, hijo de un expresidente de la Corte Suprema del mismo nombre. Se
estima que sus ingresos oscilan entre los 140 y 160 millones mensuales, después
del pago de gastos de oficina y sueldos. La presión por obtener una de estas
nominaciones cuando se abre una plaza es, obviamente, alta, y es poco claro
cómo y por qué se eligen las personas que finalmente se las adjudican. Más que
los vínculos políticos, lo que parece pesar a la hora de decidir estas designaciones
son las relaciones de parentesco o la amistad.
Maldonado estuvo hace un tiempo involucrado en un escándalo de
extorsión, cuando una examante suya intentó cobrarle una alta suma de dinero
para evitar la publicidad de unas fotos en que el conservador aparecía desnudo
sobre una cama. La mujer y su abogado fueron condenados por extorsión, pero él
resistió el chaparrón, incluso la divulgación de esas fotos, sin perder el puesto. Es
difícil imaginar que un parlamentario o ministro de Estado sometido a similar
trance hubiera podido mantenerse en su rol.
Al conservador de Santiago le han llamado históricamente «la oficina del
fin de semana», pues a él han recurrido algunos magistrados para pedir el cambio
de cheques por dinero en efectivo, por un apuro de fin de semana; cheques que el
conservador tiene la delicadeza de no cobrar. Y se dice que esta práctica se
reproduce en algunos Conservadores de regiones.
En el presente gobierno, la ministra Javiera Blanco insistió en que su amiga
Patricia Pérez, exministra de Justicia bajo el gobierno de Sebastián Piñera, fuera
designada como conservadora de Bienes Raíces en Villa Alemana, puesto en el
que recibiría ingresos que se estiman, según cual sea la fuente consultada, en un
mínimo de 8 millones de pesos y un máximo de 27 millones de pesos mensuales.
Pérez es, a su vez, esposa del fiscal Pablo Gómez, designado para investigar el
posible financiamiento ilícito de campañas políticas a través del caso SQM.
En los últimos días del gobierno de Sebastián Piñera, esa administración
designó como conservador en La Serena al esposo de su fiel aliada, la senadora
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Lily Pérez, Miguel Bauzá.
Otra parcela de altos ingresos son las notarías. Por ejemplo, es sabido que la
notaria Linda Bosch obtuvo ese nombramiento gracias a las gestiones de
Servando Jordán, cuando ya tenían una relación de amantes. Las notarías
también han sido plazas donde la presión por nombrar amigos y familiares de
integrantes del Poder Judicial o personas con influencia política ha sido alta, al
punto que en 2012 se presentó un proyecto de ley para evitar el nepotismo en
estos nombramientos, que no ha avanzado.
Si bien la influencia y poder de los ministros de la Corte Suprema es la
sombra de lo que fue en el pasado, aún alcanza para zafar, aunque con más
dificultades que antes, de escándalos que en otros ámbitos consumen en la
hoguera del escarnio público a sus protagonistas, como los juicios por paternidad.
En 2010, el animador de televisión Mario Kreutzberger fue demandado de
paternidad por un hombre que estaba convencido de ser su hijo. La noticia
acaparó la atención de los medios de comunicación que siguieron el caso en
todos sus detalles, hasta que un informe del Servicio Médico Legal dictaminó que
no había compatibilidad genética entre ambos y que, por lo tanto, Don
Francisco no podía ser el padre del demandante. Luego, el tema siguió vigente
con la demanda contra otro conocido animador, Julio Videla.
Paralelamente y sin que se escribiera una sola línea al respecto, un ejecutivo
de ventas de Talca, Alejandro Arriagada Arriagada, demandó por paternidad al
entonces ministro de la Corte Suprema Juan Araya Elizalde. De acuerdo con el
relato del joven, a quien entrevisté en Talca, Araya conoció a su madre cuando él
era Secretario en el Juzgado de San Antonio y ella, una chiquilla de 16 años que
acompañaba a sus padres al tribunal, por un pleito que tenían. El joven
magistrado, bastante mayor que ella, estaba solo en esa ciudad porteña, pues
había dejado a su esposa en Santiago. Alejandro cuenta que, según le dijo su
propia madre, el magistrado y ella iniciaron una relación fugaz de la que resultó
embarazada. Pero el juez volvió a Santiago para convertirse en relator de la Corte
de Apelaciones, sin darse por enterado.
Según los relatos que Alejandro conoció en su adolescencia, el magistrado
siempre negó esa paternidad y cuando se le acercaron algunos familiares para
confrontarlo, «respondió que no se metieran con él, que él tenía mucho poder y
trató a mis abuelos de ignorantes». Y así pasaron los años.
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En algún momento, en su juventud, Alejandro lo llamó por teléfono, pero
recibió una dura y cortante respuesta, diciéndole que esa paternidad era
imposible. «En el momento en que yo le dije que era su hijo, me respondió:
“Usted señor está muy equivocado, tenga cuidado con lo que está haciendo,
porque se puede meter en problemas”. Yo le dije: “Pero si no estoy haciendo
nada malo”. “No, pero usted está diciendo que yo soy su padre y eso es mentira,
es falso. Su familia le mintió y yo no conozco a nadie de su familia” y me cortó».
En aquel tiempo, si el padre no reconocía a un hijo, había poco que hacer para
forzarlo.
Pero en 2010, aleonado por su pareja y cuando ya había nacido su primera
hija, en la vorágine del caso de Don Francisco, Alejandro buscó un abogado que
lo representara en un juicio por paternidad en contra del magistrado. Ya entonces
la nueva ley de filiación (que data de 1998 y fue perfeccionada en 2005)
ordenaba a los tribunales disponer de una prueba de ADN, con o sin
consentimiento del presunto padre que, de ser positiva, obligaba al
reconocimiento. La ley modificó el criterio anterior, en que esto era una
concesión del padre. Ahora se entiende que el reconocimiento es un derecho de
los hijos.
Alejandro cuenta que, sin embargo, no pudo encontrar un abogado que
tomara el caso en contra de un ministro de la Corte Suprema, pero no se rindió y
envió una carta al gobierno, entonces dirigido por Sebastián Piñera. Como
respuesta recibió una sugerencia: recurra a la Corporación de Asistencia Judicial,
que es el servicio que presta asesoría jurídica gratuita a las personas sin recursos
para costear un abogado y es atendido, como se cuenta en este libro, por
estudiantes en práctica que van rotando.
Pese a las dificultades, Arriagada, entonces un treinteañero, presentó su
demanda y, en poco tiempo, le cayó encima un equipo de abogados de Santiago,
que en nombre del juez, intentó persuadirlo de que estaba equivocado.
«Yo les dije: esto es muy simple. Sigamos el proceso judicial, vamos al
Servicio Médico Legal y pidamos una prueba de ADN. Mi fuente es mi familia,
no creo que ellos me hayan mentido. Estoy seguro de que él es mi padre y estoy
dispuesto a hacerme el ADN. Pero si me mintieron y no estoy hablando con la
verdad, el único que puede salir perdiendo soy yo. Ellos aceptaron el examen,
pero si lo hacíamos en forma particular y no en el SML».
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Alejandro accedió a la propuesta. Se concordó que si la prueba de ADN salía
positiva, él se contentaría con una recompensa económica y se desistiría de la
demanda de paternidad. Es decir, en la jerga jurídica, el asunto se resolvería por
la vía «extrajudicial».
«Yo estuve de acuerdo, pero pedí como condición que el día que él viniera a
hacerse el examen, hablara conmigo, que me conociera en persona. Y así fue. Él
me dijo: “Efectivamente tuve una relación con tu mamá, pero yo no soy tu padre
y te voy a decir por qué: en mi matrimonio he tenido solamente un hijo. Quise
más, pero no pude. Un examen clínico y la ciencia me dijeron que yo no podía
seguir engendrando más hijos. Por eso yo estoy convencido de que no soy tu
padre, además que la relación que yo tuve con tu mamá fue apenas un ponceo”.
Esa palabra usó».
Pero la prueba de ADN le dio la razón a Alejandro. El resultado fue que
existía un 99,9 por ciento de posibilidades de que Juan Araya fuera su padre. El
notario, donde se firmaría el acuerdo extrajudicial, se lo dijo al joven.
«Yo no hallaba qué hacer, te juro. Siempre soñé, y tal vez aún sigo soñando,
que él me diga: “Te pido perdón (por no haberte reconocido)” o que se creara al
menos un lazo, una amistad, poder rescatar algo, aunque fuera un vínculo
mínimo, un llamado, lo que fuera. Es angustiante saber que tienes un hermano al
que no le puedes decir hermano. Obviamente que él tiene una muy excelente
carrera, es fiscal del Banco Central», dice Alejandro.
Pero ese reencuentro de fantasía no se materializó. Araya pagó 20 millones
de pesos y no quiso saber más de Alejandro..
Al poco tiempo, se sintió esquilmado. El dinero se le fue en pagar deudas,
darse algunos gustos y muy pronto estaba donde mismo: hijo de una madre
adolescente que luego de haberlo engendrado emigró a Argentina, criado por sus
abuelos sin mucho estímulo para seguir estudiando, con su trabajo como
vendedor, luciendo en su certificado de nacimiento solo el apellido de su madre,
y con una hija sin una historia qué contar sobre sus ancestros y sus hazañas. Una
hija sin abuelo.
Del acuerdo notarial y el pago de los 20 millones, dice Alejandro, no quedó
evidencia alguna. Los abogados se encargaron de que el pago fuera en efectivo y
de que no quedara un papel en que se reconociera su existencia. Alejandro pensó
en continuar con la demanda, pero entonces descubrió que su abogado se había
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apurado en presentar, a su nombre, el desistimiento. «Me dijo que era para
generar las condiciones favorables al acuerdo». Ese fue el único acto oficial que
quedó registrado. Sin embargo, un cabo quedó suelto: «Unos meses después, yo
fui a la clínica Maule de Talca donde nos hicimos el examen de ADN y pedí una
copia del resultado. Para mi sorpresa, como yo era parte involucrada, me la
dieron».
Para esta entrevista, Alejandro me proporcionó una copia original de ese
certificado. En él se señala que se tomaron muestras de saliva con un algodón de
la boca de ambos. Tras el análisis de los indicadores genéticos, el informe fechado
el 19 de enero de 2011 concluye de modo contundente:
«Hay inclusión de paternidad por cuanto existe coincidencia entre Padre
Presunto e Hijo en todos los marcadores analizados. La persona cuya muestra
venía rotulada como perteneciente al Sr. Juan Araya Elizalde tiene una
probabilidad de 99.997 % de ser el padre biológico de la persona cuya muestra
venía rotulada como perteneciente a Alejandro Andrés Arriagada Arriagada».
Con ese resultado, en cualquier juicio de este tipo, se declara la paternidad
positiva del demandado. El joven volvió a la carga y presentó una nueva
demanda.
«Hubiera sido mucho más barato para él que me hubiera dicho:
“Reconozco mi error, sentémonos, conversemos, yo te puedo contar mi historia”
porque a lo mejor la culpa no es completamente de él. A lo mejor en su tiempo
se sintió solo, cuando no estuvo con su mujer, ella en Santiago y él en San
Antonio, a cualquiera le puede pasar, hombres y mujeres, todos somos mortales,
débiles, pero lo que no entiendo es por qué nunca quiso hacer nada. Eso duele»,
dice.
Sin embargo, Araya, a pesar de estar al borde del retiro, no estaba dispuesto
a perder esa batalla. Le ganó al muchacho en primera y segunda instancia y
remató con el rechazo que hicieron en la Cuarta Sala de la Corte Suprema sus,
hasta hacía poco, colegas. Para la justicia el tema se había resuelto con el primer
desistimiento del joven y ya era cosa juzgada. Los argumentos de sus abogados en
cuanto a que en materia de paternidad no existe el criterio de la cosa juzgada, no
fueron atendidos.
Araya se retiró del Poder Judicial el 22 de enero de 2014, tras servir siete
años en la Corte Suprema. En la tradicional ceremonia de despedida, el entonces
presidente del máximo tribunal, Sergio Muñoz, dijo: «Lleva contigo el afecto de
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todos tus colegas, representados por quienes hoy te acompañamos, de todos los
funcionarios que trabajaron junto a ti y de este, tu amigo».
En la audiencia, escuchaban atentos su esposa y a quien el magistrado
considera su único hijo, Juan Pablo Araya.
El ideal de que la justicia resuelva los conflictos que conoce sin mirar a
quién sigue siendo una quimera, opina el decano Vargas.
«En el caso de menor cuantía, contra defensores públicos, el Ministerio
Público lleva las de ganar. En el caso grande, con defensores pagados por las
partes, parece niño de pecho. Mientras más plata hay involucrada, mejor les va (a
los imputados). Esto, que siempre había sido así, se evidencia mucho más ahora»,
opina.
Es decir, hay casos en que personas inocentes con poco poder para
oponerse a un fiscal y a un abogado con buenas relaciones con los medios de
comunicación, como Mario Schilling, terminan en la cárcel, como ocurrió al
profesor de música Julio Lorca, que estuvo preso un año y medio acusado de
abusar sexualmente de una niña con síndrome de Down antes de que la justicia
reconociera su error. Y otros en que a pesar de los graves antecedentes en su
contra, logran, con una buena defensa, esquivar las penas de presidio efectivo.
Por ejemplo, el caso Nutricomp-ADN. Se trata de una leche especial para guaguas
prematuras, producida por B. Braun Medical, y cuya preparación defectuosa
implicó la muerte de seis niños y daños a otras 59 personas entre 2007 y 2008.
Los exejecutivos de la empresa, acusados originalmente de graves delitos,
contrataron al estudio del abogado más prestigioso en el ámbito penal, Luis Ortiz
Quiroga.
Conocedores del caso cuentan que el profesional se dedicó tiempo
completo a esta causa y que, durante el período más álgido de la defensa, cerró el
estudio, derivando los clientes que tenía entonces a otros colegas. Además, se
contrataron expertos extranjeros que estuvieron alojados en Chile, con todos los
gastos pagados, por varios meses y con honorarios de mil dólares la hora, cada
uno. El objetivo era evitar que los exejecutivos fueran a la cárcel y Ortiz lo
consiguió. En la sentencia final, en la Corte Suprema, los exejecutivos Ezio
Olivieri, Egon Hofman, Robert Oiteker y Juan Cristóbal Costal, fueron
condenados solo por delitos de salud pública a cuatro años de presidio que
cumplirían en libertad.
¿Se ha convertido en estos años el Poder Judicial en un auténtico poder del
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Estado,? El primer ministro de Justicia de Patricio Aylwin, Francisco Cumplido,
entrevistado para este libro, opina que, a pesar de los avances, aún no. «Para ser
un poder del Estado los Tribunales deberían gozar de independencia financiera,
que no tienen actualmente, pues dependen de lo aprobado en la ley de
Presupuesto por el Presidente de la República y el Congreso Nacional.
Asimismo, el procedimiento para designar a los Ministros de la Corte Suprema,
como lo advertí en su oportunidad, ha conducido a politizar los nombramientos
indebidamente».
Por último, entre tantas cosas que se pueden decir sobre los cambios en la
administración de la justicia en estos años, es que del irrestricto apego a las leyes,
que defendían los jueces cuando se les reprochaba no haber hecho más en defensa
de los derechos humanos, durante dictadura, se ha pasado al criterio de resolver
según lo que se considera justo o constitucional, aún en desmedro de lo que
expresa la letra de la ley.
El exministro Cumplido revela que «los tribunales chilenos resuelven muy
influidos por el régimen político vigente, como lo demuestran las investigaciones
académicas. En efecto, en los regímenes dictatoriales y autoritarios habidos en
nuestro país la interpretación de la Constitución, de las leyes, de los decretos con
fuerza de ley y, especialmente, de los decretos leyes es restrictiva y literal,
preferentemente. En los regímenes democráticos la interpretación es finalista y
actualizadora. Así se comprueba en materia de violaciones de los derechos
humanos, en los que, en el último tiempo, se resuelve, por ejemplo, que tales
delitos no prescriben, de acuerdo con los tratados internacionales suscritos por
Chile y vigentes, o que las amnistías no se pueden aplicar respecto de esos delitos,
que los procesos sobre detenidos desaparecidos no pueden cerrarse mientras no se
determine lo ocurrido».
Esto, que a primera vista suena loable, no lo es tanto a ojos de los
especialistas. No son pocos los que opinan que el criterio debió haberse aplicado
a la inversa. Es decir, bajo dictadura, cuando las leyes eran claramente oprobiosas
o ilegítimas, los jueces podrían haber hecho gala de su facultad para aplicar un
criterio de justicia más que uno legal.
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Pero, en democracia, cuando las leyes las hace el Congreso donde, al menos
en teoría, está representado el pueblo, el Soberano, los jueces deben hacer un
esfuerzo por apegarse a la letra de la ley, pues esta goza de la legitimidad
democrática. El criterio de un solo juez, por brillante o justo que se considere, no
se equipara, en un sistema democrático, a la expresión del Soberano y sus leyes.
La expansión del criterio constitucionalista ha hecho que hoy sea más difícil
que nunca, dicen algunos, saber cuál es la jurisprudencia válida, pues todo
dependerá de la sala y de la opinión particular que tenga cada magistrado. Pero,
bien, este es un tema que les dejo para reflexión mientras leen y se enteran de lo
que fue, a ojos de esta periodista, hasta el fin del siglo XX, la Justicia Chilena.
Alejandra Matus
Agosto, 2016
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En memoria de Carlos Orellana y Bartolo Ortiz
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Palabras preliminares
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Seguridad del Estado. Ella protege, como se sabe, a nuestras autoridades políticas
y administrativas, a los generales y a los ministros de la Corte Suprema. ¡Cuántas
veces fui censurada porque el artículo se ocupaba de alguno de estos intocables!
Se revivieron con esa llamada mis temores. Los mismos que tuvieron que
superar las casi ochenta personas que entrevisté a lo largo de varios años para
poder penetrar en las intimidades de nuestro Poder Judicial. Similares también a
los que, sacando fuerzas de flaqueza, alimentaros mis energías en la tediosa tarea
de investigación, de verificación de antecedentes, de cotejo de fuentes. Artículos
de diarios y revistas, expedientes legales, oficios judiciales, monografías, los pocos
libros que se han escrito sobre el tema.
Es absurdo y quizás si hasta ridículo, tener que admitir que sentí esos
temores, y que en alguna medida todavía los vivo, cuando en Chile ha
transcurrido ya casi una década de haberse recuperado la democracia.
Sin real libertad de expresión el periodismo se pervierte, pierde su altura
ética y puede transformarse en un engendro monstruoso: inquisitivo, osado,
mordaz, descalificador y hasta cruel contra quienes no tienen leyes que los
protejan; tolerante, obsecuente y servil con los poderosos, sin excluir, por
supuesto, a la autoridad, a la que sin embargo está llamado a fiscalizar.
Creemos en la libertad de expresión y creemos en la necesidad del
periodismo fiscalizador, que investiga e informa, que no persigue denigrar a
personas o instituciones, pero que tampoco vacila en acometer la verdad, aunque
esta, como es a veces inevitable, moleste a algunos de los protagonistas de la
sociedad en que vivimos.
Esto último puede ser un obstáculo, porque un libro como este, escrito
pensando en los principios enunciados, aunque sea social y culturalmente
necesario, es evidente que corre el riesgo de concitar la ira de quienes se han
predefinido como encarnaciones de la Virtud Pública, la Seguridad y la Patria.
Las cosas han cambiado desde que en 1992 comencé mis investigaciones con
miras a la preparación de este libro. Iniciado el gobierno de Eduardo Frei
Ruiz-Tagle, la vieja Corte y ciertas prácticas se quedaron sin su paraguas
protector. La posibilidad cierta, por ejemplo, de una acusación constitucional
contra algún magistrado y, tal vez principalmente, los recientes cambios en la
cúpula del más alto tribunal, han debilitado algunos de los viejos vicios. La
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aprobación, además, de leyes tan radicales como la modificación del proceso
penal, son signos de la recuperación que se avizora, que viene lenta pero que ya
está en marcha.
Es evidente que todavía queda bastante bajo la alfombra. Hay que
recapitular muchos actos de la Magistratura que entrañan traiciones a la
confianza pública, y que continúan siendo convenientemente ignorados por la
mayoría de la población. También hay otros aspectos importantes que merecen
conocerse: los actos de grandeza, valentía y hasta heroísmo de muchos de sus
hombres.
No he pretendido escribir «todo» acerca de la Justicia chilena, sino narrar
solo lo necesario para explicar y entender lo que ha sido su itinerario, el ejercicio
de sus funciones en tanto «Poder» del Estado. El lector, especialmente el más
informado, encontrará ciertamente que hay en este trabajo omisiones y hasta
simplificaciones. Son propios de las dificultades de un lego, cuya cercanía al tema
se ha dado, no desde el ángulo del profesional de la jurisprudencia, sino del
periodista preocupado del «área judicial» durante largos años en diversos medios
de comunicación. No tengo ninguna duda de que hay jueces y abogados que
disponen de información mucho más amplia que la mía, o que habrían
privilegiado la evocación de antecedentes que, aun yo conociéndolos, no
consideré pertinente evocar.
No están en estas páginas las historias de algunos grandes casos judiciales
—cada uno de los cuales da probablemente para un libro aparte—, y aquellos
que se mencionan son, por lo general, únicamente aludidos para dar luces sobre
el comportamiento de la Corte Suprema, hilo conductor y tema central de este
libro. Otro tanto ocurre con aquello que podría relatarse a propósito de los
abogados, la policía, la gendarmería, el Servicio Médico Legal.
Muy lejos de mí la idea de querer emparentar la estructura de este volumen
con modelos literarios ilustres. Puede, sin embargo, leerse conforme al consejo
cortazariano: en cualquier orden. El producto será siempre el mismo. En todos
los capítulos el lector encontrará componentes de la viga maestra sobre la que
descansan las afirmaciones de mi libro: no ha existido en la Historia de Chile un
Poder Judicial que se entienda y conduzca como tal; lo que hemos tenido —
salvo, reitero, las actuaciones aisladas de jueces tan brillantes y valientes como
escasos— ha sido un «servicio» judicial, no más moderno, ético ni independiente
que cualquier otro de la administración pública.
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La autora
Miami, Estados Unidos, 1999.
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Capítulo I
El poder degradado
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Secretos de palacio
El frío marmóreo del Palacio de los Tribunales se pega a la piel como el vaho de
un frigorífico. La sensación de estarme congelando en eternas esperas es lo
primero que recuerdo al repasar esos cinco años que estuve cubriendo el sector.
El invierno parece más crudo y más largo en medio de esos pasillos.
Cuando comencé —en 1990, para el diario La Época— no había sala de
periodistas en el edificio que alberga a la Corte de Apelaciones de Santiago y a la
Corte Suprema. Tampoco baño para mujeres. El café de la Estelita —que todavía
pasa una vez al día con sándwiches, queques y café con leche— era lo único
cálido en esos tediosos plantones que podían durar hasta doce horas. O dieciséis
o dieciocho, si había algún caso especial. Y, por esos años, los había a montones.
Recién llegada, un día vi al ministro Jordán, trastabillando y apoyado en los
hombros de un empleado que lo llevaba hasta su vehículo.
En otra ocasión, presencié como este ministro se retiraba temprano sin
cumplir con su obligación de firmar las resoluciones del día, cuando presidía la
Cuarta Sala.
Yo me había quedado esperando el «listado» de fallos (es el nombre que
dábamos a una página que preparaban los funcionarios de secretaría, con el
resumen del trabajo de todas las salas, al finalizar el día). Excepcionalmente, el
listado no salía. Los funcionarios me dijeron que estaban esperando las
resoluciones de la Cuarta Sala. Jordán, se había ido poco antes de las cinco de la
tarde diciendo: «Voy y vuelvo», pero no regresaba. Cerca de las ocho de la noche,
los funcionarios se dieron por vencidos. El listado quedó pendiente para el día
siguiente, cuando Jordán reasumiera sus labores.
Era usual entonces que este magistrado llegara atrasado y se fuera
temprano, aunque su obligación, como la de todo juez, era la de permanecer en
su despacho por lo menos cuatro horas al día (o cinco, si la sala tenía atraso). Es
decir, por lo menos de dos a seis de la tarde. Las continuas faltas a este
compromiso le granjearon reprimendas de algunos de sus propios colegas,
quienes se irritaban por su feble disciplina y el retraso que provocaba en el
trabajo de los demás.
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Tengo viva la imagen del mismo juez paseándose un día, lentamente, con
los pantalones mojados, de ida y vuelta por el pasillo del segundo piso (donde
funciona la Corte Suprema), mientras conversaba con uno de mis colegas.
Ambos pasaron junto a mí dos veces. La amplia mancha de líquido en los
pantalones grises del ministro era fácilmente distinguible de frente y de espaldas.
—El dice que se le dio vuelta un jarro con agua —me explicó suspicaz mi
colega, más tarde.
Un misterio para mí era la tolerancia colectiva de la magistratura a la figura
del fiscal de la Corte de Apelaciones de Santiago, Marcial García Pica.
Una vez tuve que visitarlo, pues había emitido un informe favorable a una
resolución del ministro Juica, en el caso degollados y me interesaba escribir un
artículo al respecto.
Fui a sus oficinas, ubicadas en el delgado tercer piso que emerge justo sobre
la Corte Suprema. Hice antesala con una menor en uniforme escolar. Era una de
las «sobrinas» del fiscal. Yo entré primero. García Pica, un hombre viejo y
macizo, vestía unos suspensores burdeos sobre su camisa blanca. Sentado detrás
de un escritorio de carpeta verde —me recordó al Servicio de Impuestos Internos
— me preguntó cuál era el motivo de mi visita. Empecé a explicar, pero el
magistrado parecía no entender lo que yo le decía. No recordaba haber escrito el
mentado informe. Súbitamente, comenzó a lanzarme besos y a hacer grotescas
muecas con la boca. El anciano continuó sus avances con piropos.
Desconcertada, me levanté y salí. El fiscal instruyó a su secretaria para que me
entregara el informe que yo andaba buscando.
Más tarde, reporteando para este libro, me enteré de otros detalles acerca de
este funcionario —quien, al menos en la letra de la ley, representaba los intereses
de la sociedad ante el tribunal de alzada— que narraré más adelante.
También recuerdo de aquellos primeros años la congoja de un amigo
nuestro, un profesional a quien un abogado le pidió el favor de llevar un maletín
a determinado magistrado de la Corte Suprema. Cuando llegó con el encargo, las
actitudes del destinatario le hicieron comprender que el maletín contenía una
recompensa. Había sido usado como correo para pagar una coima y no sabía
cómo quitarse esa mancha de encima. Aunque no tuvo interés pecuniario alguno
en la operación, por mantener la confianza del abogado y del magistrado, nuestro
amigo optó por callar.
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Recién asumido el Gobierno Patricio Aylwin los tribunales eran,
periodísticamente, tierra descubierta y conquistada por los profesionales de El
Mercurio y La Segunda, Miguel Yunisic y Daniel Martínez, quienes,
legítimamente, no estaban dispuestos a compartir sus fuentes, ganadas durante
años de oficio, aunque sí —especialmente Daniel—, aceptaban ejercer cierta
labor pedagógica con la nueva hornada de periodistas de Tribunales: Mario
Aguilera, Claudio Mendoza, Teresa Barría, Yasna Lewin, Sebastián Campaña y
yo.
Antes incluso de pensar en reportear, había que aprender algunas nociones
básicas de la forma en que operaba este sector, en que el lenguaje era
ininteligible, los jueces inasequibles y los relacionadores públicos, inexistentes.
En mis primeros días, llegaba al edificio tempranísimo y me paseaba por
sus cuatro pisos de escaleras y recovecos tratando de entender. Las caras de jueces
y abogados me eran, como para casi todos los ciudadanos, absolutamente
desconocidas. Me daba pavor pensar en aquella frase: «La ley se entiende
conocida por todos». Yo, a diario, me daba cuenta que con mis entonces tres
años de ejercicio profesional y mis estudios universitarios, no la conocía.
Tampoco esas personas de ropas y zapatos gastados, que preguntaban conmigo:
«¿Dónde está la primera sala?».
Si la ley era un misterio para mí, los procedimientos judiciales, un acertijo.
Durante los primeros meses mis colegas me dieron como bombo en fiesta.
Cuando yo iba a la Corte, ellos estaban en algún tribunal. Cuando me iba al
juzgado, la actividad estaba en las fiscalías militares.
Pero poco a poco aprendí a leer los movimientos de actuarios y jueces. A
descifrar los incomprensibles letreros que cuelgan de las paredes para «informar»
a los litigantes qué causas se verán cada día. El significado de la letra y el número
negro de metal que los oficiales de sala cuelgan en menudas pizarras de madera
cada vez que se inicia la vista de una nueva causa. A rastrojear en los libros. A
indagar en los listados de fallos.
Fue un duro proceso de autoeducación que eliminó de mi memoria la
imagen idealizada del Poder Judicial, construida a temprana edad sobre la base de
retazos de películas norteamericanas y series televisivas.
Yo llegaba antes de que las salas de las Cortes de Apelaciones y de la Corte
Suprema empezaran a funcionar (a las dos de la tarde, casi todo el año, excepto
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en el corto verano, en que la media jornada de labores se traslada a la mañana) y
me iba mucho después de que los magistrados partían a sus casas.
Al medio año, ya podía «ver». Por ejemplo, distinguir cuando se estaba
realizando un «alegato de pasillo». Identificar la estampa de ciertos mediadores
que aparecían solicitando audiencias con ministros de la Corte Suprema después
de las 18 horas, aprovechando la leve oscuridad que sucedía a la extinción
paulatina de la iluminación interna.
En el sistema chileno, que no tiene imitadores en ninguna parte del mundo
moderno, el papel escrito ha sido históricamente la medida de toda acción
judicial. Allí donde se perdió un expediente, el proceso y la posibilidad de reparar
un daño o dar a cada quien lo que le corresponde desaparece, las más de las veces,
para siempre. La táctica de pagar a algún funcionario una pequeña suma de
dinero para que «extravíe» un legajo es antigua. Un día vi a una persona, a quien
tenía en alta consideración por su reconocida probidad, acudir a esta argucia para
hacer desaparecer una causa de nulidad matrimonial que se había complicado
mucho para un cliente suyo.
También oí. Oí tantas cosas que me parecía inconcebible que el resto de los
medios las ignoraran. Cuando discutíamos el tema, algunos de mis colegas
suscribían la tesis de que solo debía escribirse aquello escrito en papel oficial. Que
no se debía informar de un fallo mientras no estuviera firmado —la publicidad
anticipada, argumentaban sobre la base de su propia experiencia, podía instigar a
los jueces o ministros a cambiar de parecer—. Cierto sentido reverencial los
cohibía de reportear los entretelones de las decisiones judiciales. Era la herencia
de otros tiempos que los advenedizos al sector no estábamos dispuestos a venerar.
Un día de junio de 1991, bastante tarde, me encontré con el funcionario
del Consejo de Defensa del Estado (CDE) encargado de permanecer al tanto del
avance de las causas. Parecía acongojado. Me contó sobre un extraño fallo de la
Tercera Sala de la Corte Suprema que había otorgado la libertad a un
narcotraficante procesado por la internación de cocaína más grande descubierta
hasta entonces y que el CDE ni siquiera se había enterado. El funcionario temía
perder su puesto, porque era su responsabilidad perseguir esa causa. El caso
apareció en las páginas de La Época y, un mes más tarde, en la revista APSI, pero
los demás medios ni siquiera mencionaron el hecho. Tales antecedentes tampoco
fueron motivo de interés político.
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Era el tiempo del enfrentamiento entre el Ejecutivo y la Corte Suprema,
por la actuación de los tribunales en los casos de violaciones a los Derechos
Humanos y por los proyectos de reforma. Momentos en que la oposición
defendía a brazo partido la «independencia» del Poder Judicial y se oponía a
cualquier intento de «politizarlo». El Mercurio, que ha sido por años el medio por
excelencia entre jueces y abogados, editorializaba en el mismo sentido. Los
ministros, tras el escudo del irascible —pero probo— presidente de la Corte
Suprema, Enrique Correa Labra, se sentían seguros.
Afuera, el país parecía enfrentar problemas más importantes. La tensión
entre el Ejército y el recién instalado gobierno de Aylwin era la preocupación
central. Los actos de violencia de grupos de extrema izquierda añadían
inesperados ingredientes a la ya difícil gobernabilidad.
Por eso, aunque en el seno del Poder Judicial se hablaba de corrupción —
de corrupción en la propia Corte Suprema— el tema permaneció por un tiempo
desconocido masivamente y sus autores, impunes. No fue sino hasta la acusación
constitucional contra Hernán Cereceda que las lenguas se soltaron. Un poco.
Se soltaron todavía más con la posterior acusación contra Servando Jordán,
quien fue el chivo expiatorio escogido para pagar pecados propios y ajenos. Pero
la acusación llegó tarde, cuando la mayor parte de las faltas estaban consumadas y
Jordán —lo mismo que otros magistrados— le había bajado el perfil a ciertas
actitudes, tal vez para ocultarlas del escrutinio público.
Fue en los primeros años de los ‘90 que cristalizó en la Corte Suprema el
punto más bajo de un largo proceso de degradación. Si no fuera por la actitud
individual de algunos notables magistrados la condena sería total.
La renuncia a los objetivos de su ministerio por parte de algunos
integrantes del más alto tribunal fue particularmente dañina, considerando que la
estructura del sistema es extremadamente jerarquizada. Se crearon mecanismos
tácitos de protección. «Yo no te acuso, tú no me acusas».
En algunos tribunales se llevaban cuadernos de los ministros que llamaban
pidiendo favores. No para denunciarlos (hasta ahora no ha ocurrido), sino para
«cobrar» el favor cuando llegara el momento en que se necesitara alguna ayudita
«de arriba».
Se crearon núcleos de poder. Quien quedaba fuera de alguna «familia», sin
un padrino, podía considerarse huérfano y estancando en su carrera, tal vez para
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siempre.
Para oponerse a la voluntad superior había que ser más que honesto. Había
que ser heroico. Las facultades discrecionales de la superioridad, definiendo los
destinos de cada funcionario, eran tan grandes que cualquier gesto de oposición
podía interpretarse como desobediencia. Rebeldía que sería castigada con una
sanción directa o con algo peor, intangible: la postergación.
Cuando Patricio Aylwin asumió el gobierno, contaba con una Corte Suprema
absolutamente hostil, que había sido remodelada en los últimos años de
Gobierno militar con personas que el ministro de Justicia, Hugo Rosende,
consideró incondicionales. Según se recapitula más adelante, no importaron
mucho los méritos de los postulantes, sino la lealtad e incondicionalidad al
ideario del general Augusto Pinochet.
Apenas instalado en La Moneda, Patricio Aylwin comenzó a recibir toda
suerte de comentarios acerca de negligencia, actitudes indecorosas y hasta
corrupción entre ministros de la Corte Suprema. Sus amigos —casi todos
abogados— canalizaban parte de estos comentarios que se hacían privada, pero
animadamente, en los tribunales.
Aylwin dijo a tres de sus más cercanos colaboradores que si le traían algo
concreto, «se podría hacer algo».
El Ejecutivo no tiene facultades fiscalizadoras sobre la Corte Suprema y el
Parlamento cuenta como única herramienta la medida extrema de la acusación
constitucional. Aylwin no estaba en posición de patrocinar una, pero sí de sugerir
la renuncia a algún magistrado «complicado» con ciertos antecedentes. Eso es lo
que sus amigos entendieron por «hacer algo»[1].
Los escogidos se propusieron reunir pruebas que dieran respaldo a las
acusaciones que se estaban haciendo y pidieron a los denunciantes que las
sustentaran con sus testimonios o con alguna prueba documental.
Uno de ellos, Alejandro Hales, cuenta que «tuvimos la intención de
aportar. Queríamos armar dossiers, pero no tuvimos la capacidad. Primero,
porque no éramos policías, ni podíamos usar métodos habituales en otras épocas.
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Y segundo, porque se decían muchas cosas, pero a la hora de pedir pruebas, las
acusaciones se diluían»[2].
Hales afirma que la petición nunca la formuló el Presidente, sino que fue
iniciativa propia.
Otro de los profesionales, que admite haber recibido el encargo de boca del
Presidente, afirma que de todo lo que oyó, solo encontró testigos dispuestos a
ratificar afirmaciones sórdidas sobre la vida privada de Luis Correa Bulo, uno de
los ministros de la Corte de Apelaciones que Aylwin nombraría en la Corte
Suprema. Este colaborador sabía que Correa Bulo había tenido una actitud
constante y valiente en las causas por violaciones a los derechos humanos y no
estaba dispuesto a que de todos los magistrados acusados de actitudes irregulares,
Correa Bulo fuera el único en pagar. «Nunca le dije a Aylwin», afirma hoy[3].
Era discutible la presunta incompatibilidad del comportamiento descrito
por esos testigos con el ejercicio del ministerio. Tal vez, hasta discriminatorio.
Pero no lo es el reproche a otras conductas del ministro Correa Bulo. Conductas
que llevarían posteriormente al propio Aylwin a manifestar a cercanos suyos su
arrepentimiento por haberlo nombrado en la Corte Suprema[4].
El tercero de los encomendados por Aylwin logró reunir alguna
información que le entregó al Presidente y este, después de procesarla, la habría
derivado, sin revelar su fuente, al ministro de Justicia, Francisco Cumplido,
quien nunca estuvo enterado de las intenciones de las amistades de Aylwin, pero
asegura que, paralelamente, también recibió información. Una vez un abogado le
dijo: «Al ministro tal le pagamos tanto dinero por este fallo».
Cumplido le pidió al profesional una prueba: el recibo del depósito. El
abogado se esfumó, pero no pasó mucho tiempo para que ambos volvieran a
encontrarse. El ministro preguntó:
—¿Y…? ¿Qué pasó con el recibo…?
—Es que eso es muy complicado para mí. Yo te conté para que
intervinieras tú.
—Pero sin pruebas no puedo hacer nada. Tú dices que quieres ayudarme a
limpiar esto, pero no lo estás haciendo…[5]
Cumplido oyó a otros que, aunque pocos, estuvieron dispuestos a ratificar
sus quejas. Muchas de ellas eran formuladas por personas de escasos recursos que
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tenían que lidiar con la corrupción en el último peldaño del sistema judicial. Allí
donde los actuarios —que cumplen apenas con el mínimo requisito de haber
egresado de cuarto medio— y los oficiales de sala aparecen mandando más que el
distante e inaccesible juez.
Cuando Cumplido representó acusaciones fundadas contra los tribunales
de primera instancia, los presidentes de la Corte Suprema Luis Maldonado y
Enrique Correa ordenaron inmediatas investigaciones y adoptaron sanciones. Es
lo que ocurrió con el comportamiento indebido de ministros y jueces ariqueños
en causas de narcotráfico y con los casos de corrupción flagrante en los Juzgados
de San Bernardo.
Durante el período de Patricio Aylwin la Corte de Apelaciones de Santiago
investigó las irregularidades cometidas por los jueces Geraly Sterio (quien nunca
fue habida para su procesamiento), Pedro Cornejo, Lientur Escobar y Eduardo
Castillo, quienes luego fueron removidos del servicio por la Corte Suprema.
Pero, en dos ocasiones Cumplido informó a la Corte Suprema sobre una
actuación irregular entre sus pares. Luis Maldonado y Marcos Aburto fueron los
receptores de sendas quejas contra los ministros Arnaldo Toro y Servando
Jordán. Ninguno de los dos fue sancionado, ni investigado en sumarios internos,
pues el procedimiento ni siquiera está contemplado en esas alturas del Poder
Judicial.
El viaje de «Torito»
El ministro Arnaldo Toro fue uno de los últimos designados durante el gobierno
militar. Llegó a la Corte Suprema el 12 de julio de 1989 sin que pueda contarse
en su currículum ninguna actividad académica de importancia, ni fallo relevante.
Según un magistrado en funciones en la Corte Suprema, a Rosende se le acabó la
lista de ministros que pudiera considerar incondicionales y tuvo que «raspar la
olla»[6]. Otros dicen que fue recomendado por Manuel Contreras. El caso es que
Toro, «Torito», como le decían sus colegas, asumió.
Los ministros de la Corte Suprema tienen derecho a pedir tres días libres al
mes y seis días administrativos al año, más 30 días de vacaciones. Sin embargo,
no están obligados a firmar un libro de asistencias. De su presencia en el tribunal
solo queda constancia en una página que se cuelga en las pizarras ubicadas afuera
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de cada sala, para que los abogados sepan qué ministros están presentes, cuáles
están ausentes y quiénes los reemplazan en un día equis. Indagar cuántos días
libres se toma cada uno al año es una tarea casi imposible.
No obstante, es un hecho que Arnaldo Toro ha sido, desde que asumió su
cargo, el ministro más ausente. Pocos podrían incluso describirlo físicamente.
Personalmente, durante los cuatro años que pasé más horas en ese edificio que en
ningún otro lugar y en los que memoricé los rostros de la mayoría de los
magistrados, de los funcionarios y hasta de los gendarmes, no recuerdo haberlo
visto.
Toro se ha tomado todos los días libres a que ha tenido derecho
legalmente. Aunque eso ya es bastante, fue más allá cada vez que pudo. Y si bien
los presidentes que ha tenido el máximo tribunal han iniciado sus períodos
tratando de poner coto al exceso de inasistencias, «es difícil para ellos decir que
no a un colega, especialmente cuando argumenta graves dificultades
personales»[7].
Toro, además, sufre de sinusitis crónica. Largos episodios de este malestar
lo aquejan varias veces al año, de acuerdo con el registro de licencias médicas que
ha presentado durante su ejercicio ante la Corte Suprema.
Sus prolongadas ausencias no fueron obstáculos, empero, para que realizara
la gestión judicial, en 1990, que motivó los reparos del Ministerio de Justicia
ante el presidente, Luis Maldonado.
El 2 de octubre de 1990, Toro, Marianela Valencia y Sergio Ramos Echaiz
abordaron el avión Ladeco que cubría el trayecto entre Santiago y Antofagasta,
con escala en Copiapó. Las tres reservas se hicieron bajo un mismo código:
«C.2.»
Ramos era el socio principal y administrador de la Sociedad Legal Minera
Afuerina, que se hallaba en una disputa legal con la Compañía Minera Ojos del
Salado, en dos causas acumuladas en el Tercer Juzgado de Letras de Copiapó,
bajo los roles 26.932 (originada en el Primer Juzgado) y 5.017 (iniciada en el
Tercero).
La razón de ambas causas era una disputa entre La Afuerina y Ojos del
Salado por una inversión que haría Philips Dodge Corporation, bajo el nombre
de proyecto cuprífero La Candelaria. La Afuerina aparecía como la beneficiaria
de los 300 millones de dólares que Philips Dodge Corporation planeaba invertir.
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Pero Ojos del Salado reclamaba que los bienes que se usarían para concretar el
proyecto (identificados como «Lar 1-10») le pertenecían.
Al llegar a Copiapó, Toro y sus acompañantes se alojaron en la casa del
cuñado de Ramos, el empresario Sergio Herrero. Ese mismo día, el titular del
Primer juzgado, Álvaro Carrasco, le llevó al ministro de la Corte Suprema una
fotocopia de los expedientes.
Dos días después, aprovechando una ausencia provisoria del titular del
Tercer Juzgado, Toro llamó a Carrasco —que, recordemos, era juez del Primer
Juzgado— y le ordenó reponer una resolución que había sido desechada el 15 de
ese mes, en la causa que se había iniciado en el Tercero. La instrucción era acoger
las peticiones de La Afuerina.
Al día siguiente, Samuel Lira, exministro de Minería bajo el gobierno
militar y apoderado de Ojos del Salado, se quejó ante el presidente de la Corte
Suprema, Luis Maldonado.
—Usted tiene que llamar al magistrado para asegurar la imparcialidad en
este caso —le dijo al magistrado.
Maldonado ordenó a su secretaria que le comunicara con el tribunal
copiapino. Cuando logró contactarse con el juez Carrasco, Maldonado
comprobó que efectivamente Arnaldo Toro estaba presionándolo.
—No se deje influenciar… Usted falle ajustado a Derecho y no se preocupe
de nada más. Nosotros lo vamos a proteger —le dijo Maldonado al atemorizado
juez[8].
El caso llegó también a oídos del ministro Francisco Cumplido, quien se
entrevistó con Maldonado para plantear oficialmente la queja.
Es probable que Maldonado haya amonestado privadamente a Toro, pero
no se inició ninguna investigación oficial sobre su proceder y estos antecedentes
nunca se hicieron públicos.
A fines de los ‘70 el llamado grupo de los 24, encabezado por Patricio Aylwin,
comenzó la elaboración de proyectos que incorporaría a su plataforma
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gubernamental. Una subcomisión de ese grupo, dirigida por Manuel Guzmán
Vial, desarrolló los lineamientos para el sector justicia. La preocupación principal
era entonces cómo enfrentar el tema de los derechos humanos.
Una vez que Aylwin asumió el poder, Guzmán se convirtió en el presidente
de una comisión oficialmente encargada de estudiar proyectos de reforma al
Poder Judicial. Mientras el grupo trabajaba, el Presidente asumió una estrategia
de choque.
El viernes 30 de marzo de 1990, apenas después de probarse la banda
presidencial, Aylwin inauguró la XVII Convención de Magistrados en Pucón.
En la testera estaban sentados el presidente de la Corte Suprema, Luis
Maldonado, el presidente de la Asociación Nacional de Magistrados, Germán
Hermosilla, el ministro de Justicia, Francisco Cumplido, y el presidente de la
Cámara de Diputados, José Antonio Viera-Gallo. Centenares de magistrados
desde Arica a Punta Arenas asistían a esta, la primera convención tras el fin del
régimen militar, una de las más concurridas en la historia de la Asociación.
Apenas empezando su discurso, Aylwin dijo: «Nadie puede objetivamente
negar que la administración de justicia experimenta una grave crisis»[9]. Varios de
los que escuchaban se removieron, incómodos, en sus asientos.
El Presidente recordó la figura de su padre, Miguel Aylwin, quien fue
presidente de la Corte Suprema al finalizar los ‘50, e hizo un listado de las
deficiencias del sistema. Partió mencionando la falta de tribunales —nada nuevo,
esa era una demanda compartida por todos los que habían presidido la Corte
Suprema durante, por lo menos, dos décadas—, pero continuó afirmando que,
según la opinión ciudadana, la judicatura no actuaba como un Poder del Estado
realmente independiente.
«Se la ve más bien como un mero servicio público que “administra justicia”
en forma más o menos rutinaria, demasiado apegada a la letra de la ley y a
menudo dócil a las influencias del poder», dijo y la incomodidad se instaló
definitivamente en los rostros de algunos asistentes.
Aylwin comentó que compartía la opinión de la mayoría de los ciudadanos
en cuanto a que los tribunales «no hicieron suficiente uso de las atribuciones que
la Constitución y las leyes» les conferían para proteger los derechos
fundamentales de las personas.
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«Mi gobierno tiene la firme decisión (…) de afrontar derechamente y a
fondo este problema, en el ánimo de elevar la judicatura a su más alto
nivel, procurando que su institucionalidad le confiera el carácter de
efectivo Poder Público, realmente independiente, y abordar para ello
una reforma integral, tanto orgánica como procesal, que la convierta
en un instrumento eficaz para realizar la justicia en la convivencia
social»[10].
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«Aspiro a que no sea jamás necesario pedir audiencia al ministro, al
subsecretario o a otros funcionarios para exponer los méritos. Ellos se
encuentran en las calificaciones, en la hoja de servicios y en la
independencia y prestancia con que se ha desempeñado el cargo. Les
ruego tener confianza en que así procederemos».
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que requieren un alto nivel de razonamiento y fundamentación) en contra de
2.000 recursos de queja que, mayoritariamente, modificaron los fallos de los
tribunales inferiores antes que sancionar alguna «falta o abuso» cometido por un
juez, cual era el espíritu de la queja en su origen.
Aylwin anunció desde esa tribuna el proyecto que provocaría más rechazo
entre la superioridad judicial: la creación del Consejo Nacional de la Justicia,
destinado a transformar «al servicio público judicial en un auténtico poder del
Estado, ¡en el Poder Judicial!».
Sus palabras sonaron para algunos como amenaza de revancha, augurio de
descabezamiento.
Aylwin quería que esa entidad, conformada por representantes de los tres
poderes del Estado, Facultades de Derecho y abogados dictara la «política
judicial», administrara el presupuesto y designara a los ministros, fiscales y
abogados integrantes de la Corte Suprema, y dirigiera y supervigilara a los
órganos auxiliares, como la policía, el Servicio Médico Legal, Gendarmería, la
escuela judicial y el servicio de asistencia judicial, además de realizar las
calificaciones y el control disciplinario en la judicatura.
Todas esas eran facultades que estaban en manos hasta entonces de la Corte
Suprema.
Para terminar por enemistarse con la Corte superior, Aylwin agradeció a la
Asociación Nacional de Magistrados y al Instituto de Estudios Judiciales la
invitación, entidades, especialmente esta última, que se habían convertido en el
refugio de los magistrados que estaban en favor de las reformas.
«Es cierto que hay una crisis de la justicia en Chile y una pérdida de
confianza colectiva a su respecto. Pero también es cierto que existen en
el Poder Judicial personas preparadas, eficientes, probas, que a pesar de
las limitaciones que sufren, se sienten responsables de superar los
actuales signos de la crisis y tratan de cumplir, lo mejor posible, con la
alta misión de impartir justicia que el pueblo ha depositado en sus
manos. Son la base fundamental para la renovación y las reformas que
efectuaremos. Confío en ellos, confío en ustedes y me siento
optimista»[11].
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Era obvio que Aylwin, no estaba hablando de los ministros de la Corte
Suprema.
Desde ese minuto, la guerra se dio por declarada.
Ese fin de semana los jueces y ministros de cortes reunidos en Pucón
respaldaron la tesis de que la justicia estaba en crisis y apoyaron la idea de crear
un Consejo Nacional de la Magistratura. No querían que tuviera la facultad de
calificar a los magistrados, pero una comisión presidida por Luis Correa Bulo
propuso modificaciones al sistema vigente.
En la Corte Suprema ninguno de esos conceptos fue bienvenido. Al iniciar
la semana, más de un centenar de familiares de presos políticos protestaron en los
tribunales y se encadenaron en los pasillos de la Corte Suprema, precisamente
cuando los magistrados estaban discutiendo en pleno el alcance de las palabras de
Aylwin. Los ministros suspendieron su reunión. Luis Maldonado llamó a
Carabineros y los autorizó a ingresar y a usar «medios disuasivos».
Recuerdo que yo estaba en el segundo piso cuando súbitamente el gas
lacrimógeno inundó el edificio. Con los ojos entrecerrados y llenos de lágrimas
hui hacia los ascensores. En la escapada vi al ministro Rafael Retamal que con
ademán pausado se enjugaba los ojos con un pañuelo. Caminando lenta y
cansinamente, también trataba de encontrar la salida. Parecía una imagen en
cámara lenta dentro del frenético cuadro.
Ese día hubo más de 30 detenidos y un confuso incidente protagonizado
por el presidente de la Corte de Apelaciones, Guillermo Navas. Navas afirmó a
los medios de comunicación que había sido «empujado» por los manifestantes,
pero una indiscreta cámara de televisión captó que, en medio de la confusión, el
magistrado le había dado una bofetada a Elena Carrillo, la hermana del expreso
político Vasily Carrillo.
—Manipularon ese video. Lo cierto es que yo no golpeé a la dama. Yo la
tomé de la muñeca cuando ella intentaba golpear en la nuca a un carabinero—
fue otra de las respuestas que ensayó Navas con posterioridad[12]. El incidente le
penaría un poco, pero no fue obstáculo para su ascenso a la Corte Suprema, años
más tarde.
Ese mismo loco día, la Suprema emitió una declaración justificando el uso
de la fuerza policial y quejándose de la escasa dotación de gendarmes para el
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Palacio de los Tribunales. El dardo iba dirigido al ministro de Justicia, pues
Gendarmería estaba bajo su tutela.
El martes, 14 de 17 magistrados que componían la Corte Suprema
emitieron una segunda declaración, ahora para rechazar los juicios de Aylwin:
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El vocero del Gobierno, el ministro Enrique Correa afirmó que la relación
entre ambos poderes era normal, pero ratificó el diagnóstico oficial de que el
Poder Judicial atravesaba por una grave crisis. Como para sembrar cizaña y
subrayar que los únicos que no compartían ese juicio estaban sentados en el
segundo piso del Palacio de los Tribunales, Correa recordó que los magistrados
reunidos en Pucón habían ovacionado a Aylwin.
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Pero el mismo Código, en otros capítulos, expresa otras opiniones acerca de
lo deseable en un magistrado.
Por ejemplo, en las normas que estuvieron vigentes bajo el gobierno de
Aylwin, se disponía que en el momento de las calificaciones quedarían incluidos
en Lista Uno, sobresaliente, los jueces que «además de tener una moralidad
intachable, reúnan cualidades sobresalientes de criterio y preparación jurídica,
vocación profesional, laboriosidad, eficiencia y celo en el cumplimiento de sus
deberes y obligaciones»[15]. El sistema de listas cambió en 1996 por uno de
notas, pero el concepto de lo deseable en los magistrados se mantuvo más o
menos igual.
Mientras duró el sistema de listas, la gran mayoría de los magistrados era
calificado en Lista Uno y, por supuesto, se consideraban implícitamente en esta
categoría quienes habían llegado a las alturas de la Corte Suprema.
Para aclarar lo que los jueces no deben hacer, dice el Código que serán
castigados, cuando corresponda, «el cohecho, la falta de observancia en materia
sustancial de las leyes que reglan el procedimiento, la denegación y la torcida
administración de justicia y, en general, toda prevaricación o grave infracción de
cualquiera de los deberes que las leyes imponen a los jueces»[16].
El Código Penal explica que la prevaricación se comete cuando los jueces, a
sabiendas, fallan expresamente contra la letra de la ley y cuando, por sí mismos o
por intermedio de un tercero, «admitan o convengan en admitir dádiva o regalo
por hacer o dejar de hacer algún acto de su cargo» y aun cuando, ejerciendo sus
funciones, «o valiéndose del poder que este les da, seduzcan o soliciten a mujer
procesada o que litigue ante ellos»[17].
En Pucón, Aylwin hizo una definición de sentido común acerca de la
especial obligación de los magistrados de ser independientes. Ella exige, dijo, «la
firme voluntad del magistrado de descubrir a toda costa la verdad y de ser justo,
protegiéndose con recia coraza de toda clase de influencias y presiones, aun las de
sus propios prejuicios y visiones globales sobre la sociedad y el diario acontecer».
Para no hacer «justicia de escritorio» el magistrado debe compenetrarse «de la
realidad del mundo contemporáneo y, muy especialmente, del que viven las
personas que a él recurren» al mismo tiempo que «saber colocarse por encima de
las pasiones y tendencias propias de la condición humana»[18].
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Es la Corte Suprema la que supuestamente resume en sus integrantes todos
estos altos valores y tiene las herramientas legales para prevenir que sus
subalternos cometan las faltas descritas. La confianza en que los ministros que
han llegado al máximo tribunal actuarán siempre de acuerdo con esos nobles
principios es ciega, pues no existen procedimientos regulares para fiscalizar su
comportamiento.
Solo el Parlamento puede intervenir, como ya hemos dicho,
excepcionalmente, con la dramática acusación constitucional. En la realidad, lo
que se supone ser resguardo de la independencia del tercer poder del Estado, es
también una manga amplia en la que se guarecen quienes se inclinan más por
satisfacer intereses personales y menos por los de la sociedad.
El Código Orgánico de Tribunales recomienda, por ejemplo, a las Cortes
Suprema y de Apelaciones sancionar con vigor las siguientes faltas en la
magistratura:
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alguna parte fuera de las instancias normales de un juicio, también tienen su
mención en el área de lo prohibido.
Se presupone que los ministros de la Suprema observarán, con más celo que
ningún magistrado, estas obligaciones. Pero, como se verá en las páginas
siguientes, más de un magistrado de ese tribunal ha incurrido en alguna o varias
de esas faltas sin que recibiera sanción por ello.
Los ministros supremos, por ejemplo, comparten con sus subalternos
obligaciones concretas, como la de «despachar los asuntos sometidos a su
conocimiento en los plazos que fija la ley o con toda la brevedad que las
actuaciones de su ministerio les permitan».
Si el Parlamento, recién instaurado (o antes, la Junta Militar), hubiera
fiscalizado el cumplimiento de esta norma, tendría que haber acusado
constitucionalmente a varios exministros de la Corte Suprema —algunos de los
cuales fueron posteriormente nombrados senadores designados— que se retiraron
sin que hasta ahora hayan redactado fallos que se les fueron encomendados.
El sistema opera más o menos así: una sala de la Corte Suprema, en algún
caso, se reúne para discutir un tema. Digamos, un recurso de queja. El relator les
expone los antecedentes y los magistrados expresan su parecer. Y se obtiene un
resultado, a veces unánime, otras veces dividido. Antes de dar a conocer esa
decisión, se encarga a un magistrado (a veces dos, cuando la minoría, por
ejemplo, quiere fundamentar su voto) la redacción del fallo, que los demás
revisarán, aprobarán y finalmente, firmarán. En esta etapa de redacción, el
tribunal informa que el fallo «está en acuerdo». Pendiente.
Normalmente, esta debiera ser la última espera, la más corta. Es solo el
tramo final de una causa, que ya ha recorrido la primera y segunda instancias y
que, por alguna razón, en teoría excepcional, ha llegado a la Corte Suprema.
La mayor parte de las veces en que a un magistrado se le encarga la tarea de
redactar un fallo no tiene que estudiar mucho, ni discutir asuntos pendientes.
Eso se ha resuelto en las etapas previas. Su misión es primordialmente poner en
papel la decisión que ya se ha tomado. Pero si no lo hace, el fallo no existe.
Permanece pendiente.
Para constatar la tardanza en la redacción de los fallos en la Corte Suprema,
a comienzos de los ‘90, bastaba mirar un informe pegado a la entrada de la
secretaría de la Corte Suprema. Dos o tres páginas que se exhibían allí, en
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cumplimiento de la ley (el artículo 587 del Código Orgánico de Tribunales),
detallaban ante los ojos del público el estado de los casos que estaba conociendo
la Corte Suprema y, cuando correspondía, qué ministro estaba escribiendo el
acuerdo.
Tras el cambio de gobierno, alguien llegó con la copia del estado de fallos al
Ejecutivo. Los reclamos menudearon.
En la Corte Suprema algunos ministros cayeron en la cuenta de que en
muchos casos no era siquiera posible revertir el desaguisado. Los nombres de
ministros «redactores» que habían dejado ya el Poder Judicial estaban en
exposición permanente en la secretaría. Otros que estaban todavía en funciones
se quejaron ante su presidente porque los litigantes iban a molestarlos a sus
despachos.
Obviamente los particulares querían saber cuándo se emitirían los fallos,
que para bien o para mal, pondrían fin a su prolongada incertidumbre.
Un día, sin mediar anuncio público ni justificación legal, la publicación,
conforme manda el artículo 587, cesó. Hoy se publica otra forma de estado de
fallos que, convenientemente, omite el nombre de los ministros que se han
comprometido a redactar.
Sin embargo, una copia del antiguo 587 que guindaba de la puerta de la
secretaría a comienzos de los ‘90 está en mi poder.
En ese listado es fácil apreciar que el ministro Octavio Ramírez dejó
pendientes ocho fallos solamente en la Tercera Sala (otros tantos quedaron
repartidos en las demás) al retirarse del Poder Judicial en 1989.
Algunos dirán que la ley no señala con precisión un plazo para que se
dicten los fallos después de que se ha adoptado un acuerdo y que ciertas
redacciones fundamentadas toman su tiempo, pero un mínimo sentido común
indica que los litigantes no pueden esperar diez años para que alguien se digne a
darles forma escrita. Así ocurrió con el acuerdo en la causa «Enrique Fon
Aguilar», que el ministro Ramírez se comprometió a redactar el 20 de marzo de
1980 y que en 1990 todavía estaba pendiente.
Según el mismo informe, Ramírez tenía otros cinco acuerdos pendientes
desde remotas fechas registradas entre 1980 y 1982, repartidos en diferentes salas.
En la Primera, tenía fallos esperando desde 1983 y 1984 («Aspej Hermanos con
el Servicio de Impuestos Internos» e «Hipermercado Jumbo», respectivamente).
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Abraham Meersohn, se comprometió en junio de 1986 a escribir el fallo
relacionado con las Fábricas de Cecinas La Portada y, en 1987, otro de la
Compañía Nacional de Teléfonos. Se retiró en 1988 sin que esos fallos, ni otros
dos que recibió justo ese mismo año, vieran la luz.
El exministro y abogado integrante Ricardo Martin se convirtió en senador
designado antes de escribir la resolución en la causa «Juan Kizmanic Stancic»,
que le fue confiada el 17 de diciembre de 1988.
Según el mismo listado, el abogado integrante Juan Colombo tenía dos
causas esperando desde 1987; dos, desde 1988 y una tercera, desde 1989.
Servando Jordán anotaba fallos a la espera desde 1987 y 1988, junto a
Marcos Aburto, el abogado integrante Riesco y el infaltable Ramírez.
En 1989, el expresidente de la Corte Suprema Israel Bórquez se retiró
dejando pendiente la redacción del fallo en la causa «Jorge Bellalta Soto y otros»,
que le fue encargada el 4 de abril de ese mismo año.
Ante la avalancha de quejas al comenzar los ‘90, ciertamente la Corte
Suprema intentó dar una solución a este problema y encargó a ciertos relatores
que «sacaran» los fallos. Pero estos extraviaron los expedientes y no pudieron
cumplir —no, al menos a cabalidad— la tarea que, en cualquier caso, no estaba
entre sus obligaciones.
El Código Orgánico de Tribunales, que describe la forma en que deben
adoptarse los acuerdos y de qué modo deben dirimirse las diferencias, ni siquiera
se pone en el caso de que un ministro no presente el borrador de la sentencia. Sí
dispone que «todos los jueces que hubieren asistido a la vista de una causa,
quedan obligados a concurrir al fallo de la misma, aunque hayan cesado en sus
funciones, salvo que, a juicio del tribunal, se encuentren imposibilitados física o
moralmente para intervenir en ella» y determina que, incluso, «no se efectuará el
pago de ninguna jubilación de ministros de Corte, mientras no acrediten haber
concurrido al fallo de las causas»[20].
De perogrullo es suponer que si los ministros están obligados a concurrir al
momento de las decisiones, también lo estarán a entregar los fallos redactados.
Especialmente si una tan extendida demora tiene consecuencias trágicas, como en
el caso del constructor Mario Castillo Villalón.
Castillo inició una demanda contra el SERVIU para que le reconociera su
calidad de contratista. Por la vía de un recurso extraordinario la causa llegó a la
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Corte Suprema el 18 de julio de 1985. Una sala discutió el caso y quedó en
acuerdo el 19 de agosto de 1987. Ese día, el ministro Carlos Letelier fue
designado para redactar la decisión. Antes de que el pronunciamiento definitivo
fuera emitido, el 24 de noviembre de 1988, Letelier llamó a las partes para tratar
de obtener una conciliación. El trámite no dio resultado. Letelier, entonces,
estaba obligado a presentar un borrador de la sentencia acordada inicialmente,
para que sus pares le dieran el visto bueno y la firmaran. No lo hizo. Abandonó el
Poder Judicial para convertirse en senador designado.
El constructor se desvivió en gestiones para obtener el fallo que esperaba.
La Corte Suprema no atendió sus presentaciones. Murió en 1997 y la sentencia
en su caso todavía está pendiente.
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Conjunto por la desaparición de 13 dirigentes comunistas en 1986. Esa fue la
primera vez que la Corte Suprema no lo puso en Lista Uno, en la que había
estado desde que llegó al Poder Judicial. En 1991, sus superiores casi lo expulsan
del servicio. Su falta fue haberse negado a aplicar la ley de Amnistía y dar por
cerrada definitivamente la causa antes de terminar la investigación.
La Corte Suprema le permitió quedarse sólo después de oírlo suplicar.
Cerda Fernández, todavía está ahí, en la Corte de Apelaciones de Santiago,
en el primer piso del Edificio de los Tribunales, adonde llegó, en 1974, como
relator.
Este magistrado, que se doctoró en Lovaina y París, que ha sido profesor
invitado en la Universidad de Harvard en Estados Unidos, compartió durante
años un mismo espacio de trabajo con el fiscal Marcial García Pica, protagonista
de uno de los casos más notables y paradigmáticos de nuestra historia judicial
reciente.
García Pica nunca estudió nada. Siempre fue calificado en Lista Uno, hasta
el día en que voluntariamente decidió jubilarse. Era un ser extraño que se paseaba
por los tribunales con una malla de compras —de esas medio coloradas que
venden en la Vega Central— llena de objetos indescriptibles. A veces se sentaba
en un banco en los pasillos de la Corte y, por largo rato, decía frases sueltas,
inconexas, para sí mismo o para algún interlocutor invisible. Era el retrato de un
anciano desvalido que no revelaba en su aspecto el salario que recibía, equivalente
al de un ministro de Corte de Apelaciones.
García Pica podía avergonzar hasta al menos rígido de los magistrados
supremos si alguno de ellos, por azar, se encontraba caminando junto a él en la
calle. «Le gritaba piropos y cosas a cualquier niña que le gustara»[23], cuenta uno
de ellos.
—¡Déjenme con mis cochinadas! —respondía él ante los reproches, que sus
interlocutores disfrazaban de broma. A lo compadre.
A García Pica le gustaba ir a las carreras de caballos. Religiosamente estaba
en el Club Hípico o el Hipódromo miércoles y sábados. Allí conoció a Mario
Silva Leiva —el «Cabro Carrera», famoso por su larga carrera delictual—, pero
también era ese el punto donde contactaba a niñas de escasos recursos, entre los
13 y los 15 años, a quienes invitaba a su despacho.
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Temprano o bien tarde, cuando el trabajo de las Cortes no había empezado
o estaba por terminar, era habitual ver a escolares dirigiéndose al despacho del
magistrado, en el tercer piso, usando las escaleras del lado Oeste o incluso
tomando el mismo ascensor que usan los ministros de la Corte Suprema para
llegar a sus despachos.
Las niñas lo esperaban revoloteando en el tercer piso hasta que él las hacía
pasar a su oficina.
Oficiales de sala que trabajaban con los fiscales y otros que se
desempeñaban en la Corte Marcial (que también está en el tercer piso) conocían
los hábitos de García. Cuando yo reporteaba para este libro entre 1993 y 1994,
algunos de ellos me contaron que «todos los días llegan diferentes niñas
preguntando por el “tío Marcial”. Todas son sus sobrinas. Él les hace de todo.
Las toquetea, las desviste, les toma fotografías que luego destruye y echa en el
papelero. Muchas veces vimos esos pedacitos de foto al sacar la basura»[24].
A veces García se asomaba por la ventana de su oficina, que daba a calle
Bandera, y hacía señales a menores que lo esperaban afuera, para que subieran.
«Después de estar con él un rato, García les daba algo de plata y las niñas se iban.
Los ministros saben de esto. Lo sabía Sergio Mery (exsecretario de la Corte
Suprema, quien murió en 1990, justo después de haber sido designado ministro
de la Corte Suprema)»[25].
Bajo el gobierno de Patricio Aylwin, el superior jerárquico de García Pica
era su primo, el fiscal de la Corte Suprema, René Pica Urrutia. Pica Urrutia
siempre fue de la opinión de calificar a su pariente en Lista Uno. Pero García
Pica llegó como fiscal de la corte capitalina en 1958 y los predecesores de Pica
Urrutia, Urbano Marín padre y Gustavo Chamorro, también lo consideraron un
funcionario sobresaliente, año tras año, a pesar de tener muchas maneras de
enterarse de su comportamiento.
Ministros de la Corte de Apelaciones o de la Corte Suprema que entrevisté
con posterioridad, buscando información para este libro, admitieron que la
predilección de García por las menores era conocida y de antigua data. Se
declararon conocedores de las visitas que le hacían escolares al propio edificio de
los Tribunales, pero, por distintas razones, se sentían inhibidos de denunciarlo.
En un sector, la respuesta más común para explicar la tolerancia a las
actitudes del fiscal es que era «inofensivo». En otro, que alguna vez emitió
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informes en favor de las causas por violaciones a los derechos humanos. «Es uno
de los nuestros y no podemos estar denostando a los pocos que tenemos»[26], me
dijo un magistrado.
Todos, al unísono, admiten que Marcial García Pica «era un pedigüeño…,
pero nadie le hacía caso». Pedía a los jueces de primera instancia que fulanito de
tal no fuera condenado en un juicio criminal, a los ministros de Corte que
acogieran una apelación o que le dieran la libertad bajo fianza a otro.
Características propias en un «cristiano» o en una persona que trata de
ayudar a los pobres, según los conceptos que emitieron públicamente los
ministros Servando Jordán y Marcos Aburto para defenderlo.
En su pretendida ingenuidad, García Pica no solo ayudó a Mario Silva
Leiva. Trató asimismo de favorecer a personas procesadas o condenadas por
violación o abusos deshonestos contra menores. Sus informes, en calidad de
fiscal, eran coherentes con esa postura. Uno que tengo en mi poder fue emitido
el 22 de junio de 1993 y pide que se absuelva a Enrique del Carmen Romero
Fuentes, condenado como autor de abusos deshonestos en contra de la menor
O.M.Ch., de 12 años.
El caso es el siguiente: Carabineros sorprendió in fraganti a Romero
tratando de abusar de la niña, que había ido a venderle unos pedazos de cobre
por encargo de su madre. Cuando el acusado vio a la policía, soltó a la niña y esta
logró huir. Posteriormente, la madre, la niña, y la policía presentaron una
denuncia en contra de Romero, la ratificaron en el tribunal y la niña sostuvo sus
dichos incluso en un careo a que fue sometida con el autor. La menor reveló que
el hombre, en una ocasión anterior, había ya abusado de ella sin que nadie
hubiera podido defenderla. Pero esta segunda vez los vecinos oyeron sus gritos y
llamaron a la policía, que sorprendió al autor cuando tenía a la menor a su
merced sobre un camión en desuso. El 19.º Juzgado del Crimen condenó a
Romero, porque si bien no hubo violación —que requiere penetración— la
menor fue víctima de abusos deshonestos, de acuerdo con la forma en que están
descritos en la ley.
Cuando la apelación llegó a la Corte capitalina, Pica emitió un informe
defendiendo al acusado. En un escrito plagado de faltas de ortografía y escrito en
un riguroso lenguaje coloquial, Pica expone que en ninguno de los dos ataques
denunciados por la menor «constan indicios coherentes, serios que permitan
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presumir que quien le habría comprado “el cobre” y “las ollas viejas” habría
cometido con la vendedora siquiera abusos deshonestos».
«POR DE PRONTO (…) se demuestra una mentira por parte de la Policía
y en ella no deben estar ageptos (sic) los aprehensores, ambos carabineros». Según
García Pica, no estaba claro si Carabineros presentó la denuncia a instancias de la
madre o si la madre fue inducida por la policía a denunciar.
«Mientras más se estudia este expediente, más cuerpo toma el
convencimiento en el sentido que TODO ES EL RESULTADO DE UNA
INVOLUNTARIA (sic) Y VERDADERA CONFABULACIÓN PARA
preocuparse de la vida íntima del inculpado, y no obstante tales afanes, NO SE
COMPROBÓ HECHO PUNIBLE ALGUNO», decía el fiscal y aseguraba que
la menor fue «usada por quienes con buen o mal espíritu quisieron preocuparse
del vecino»[27].
Es probable que ninguno de sus pares tomara en serio estos informes o aun
sus peticiones verbales, pero el punto es que García Pica estaba en la Corte de
Apelaciones para representar los intereses de la sociedad en las distintas causas y
su opinión era consultada, como la del resto de los fiscales, en la mayoría de los
asuntos criminales. Y que García Pica, en su condición de juez, tenía vedado
intervenir en favor de partes litigantes y aun atender él mismo ningún
requerimiento. Por cristiano que fuera.
Fueron las grabaciones que hizo la policía investigando a Mario Silva Leiva
(SL), por lavado de dinero, las que desbarataron al fin las argumentaciones sobre
la pretendida ingenuidad y espíritu cristiano de García Pica (GP), quien en 1996,
al final de su carrera, fue inculpado únicamente como autor de prevaricación.
Estos son algunos de los textos:
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SL: Que en la octava sala, donde está el Araya…
GP: … Sí…
SL: El ministro Araya, se le dé la libertad a mi compadre Manuel.
GP: ¿Manuel cuánto?
SL: Manuel Fuentes Cancino.
GP: Aaaah.
SL: Usted sabe.
GP: A ese gallo le hicimos empeño, pero hace tiempo.
SL: Claro, escuche, necesito que se le dé la libertad ahí en la Octava Sala,
hoy día (…)
GP: No, si yo lo voy a hacer, que ahora no tenga resultado o tenga, es otra
cosa.
SL: Claro, ecolecuá, échele una habladita al Araya.
GP: La petición la voy a hacer.
SL: Claro, Araya es un buen hombre.
GP: Sí, sí (…)
SL: Échele una habladita padrino y después me dice a mi po’.
GP: Sí, sí, sí.
SL: Ah, ya está. Porque hoy día se ve la causa en la… ahí, en la Octava.
GP: Ya está.
SL: Ah.
GP: Aquí me acaban de…
SL: ¿Ah?
GP: Aquí me acaban de estafar setenta mil pesos.
SL: Ya, después hablamos, padrino.
GP: Conforme, conforme.[28]
Poco después, García Pica se presentó en la sala que debía resolver la
libertad de Fuentes Cancino. Iba acompañado de la esposa del procesado,
Mónica Gómez. El abogado del Consejo de Defensa del estado, Julio Disi, quien
debía alegar en contra de la libertad, lo vio. En un segundo diálogo grabado por
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la policía, García Pica le contó a Silva Leiva, que «me fue bastante bien, no sé el
resultado», pero que le preocupa que Disi lo haya observado.
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Suprema aprobó que se fuera en comisión de servicios a la Universidad de
Lovaina, Bélgica, donde obtuvo el grado de doctor especial. Su tesis se tituló: «El
juez y los valores jurídicos».
Diez años más tarde, en París, Cerda se doctoró en Filosofía del Derecho.
Al volver, en 1979, fue nombrado relator en la Corte Suprema. En 1983, se
incorporó a la Corte de Apelaciones de Santiago y ese mismo año asumió la
investigación por la desaparición, en 1976, de 13 dirigentes comunistas. El
ministro Rubén Galecio no había podido hacerse cargo del caso, por razones de
salud, y tampoco avanzó el juez que lo tomó en primera instancia, Aldo
Guastavino, porque dio crédito a informes gubernamentales que afirmaban que
los desaparecidos habían salido a Argentina.
Día y noche, sábados y domingos, Cerda investigó. Desatendió las
amenazas que se le hacían (especialmente de quedar en las listas negras al interior
del Poder Judicial) y se constituyó en centros de detención y tortura. El juez
descubrió que eran falsos todos los informes sobre la salida del país de las
víctimas. Que, en realidad, habían sido secuestrados por un grupo especial que
dirigía la Fuerza Aérea, conocido luego como el Comando Conjunto, en
competencia con la DINA por el control de la «inteligencia antisubversiva».
Tres años más tarde, el 14 de agosto de 1986, cuando el expediente sumaba
ocho mil fojas, el magistrado dictó el auto de procesamiento de 40 personas,
entre ellas 38 miembros de las Fuerzas Amadas y de Orden, incluyendo al
excomandante en jefe de la Fuerza Aérea, Gustavo Leigh.
Las resoluciones provocaron un terremoto al interior del Gobierno. Hubo
reuniones en La Moneda, en el Ministerio de Defensa y en cada una de las ramas
implicadas, para buscar la manera de enfrentar la situación.
El ministro de Justicia, Hugo Rosende, estuvo al menos dos veces
conversando sobre el tema con ministros de la Corte Suprema.
Desde el Gobierno los procesados recibieron la sugerencia de presentar
recursos de queja para que la causa «subiera». El 6 de octubre de 1986, la
Segunda Sala, con los votos de Enrique Correa Labra, Marcos Aburto, Estanislao
Zúñiga y Hernán Cereceda, dejó sin efecto las encargatorias de reo y ordenó a
Cerda sobreseer definitivamente el caso por aplicación de la Ley de Amnistía.
Cerda Fernández, en una decisión inédita, envió un oficio a sus superiores
comunicándoles que no cumpliría sus deseos, pues, de acuerdo con el artículo
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226 del Código Penal, los magistrados no están obligados a acatar una orden
evidentemente contraria a la ley. «En mi modesto concepto, sobreseer en este
momento en razón de la Ley de Amnistía es a todas luces contrario a derecho
(…) por eso suspendo la orden que me han dado mis superiores»[30].
Según el ministro, solo en el momento de la sentencia definitiva cabía
discutir la procedencia de la amnistía. No mientras la investigación estuviera en
curso.
Pero la Corte Suprema no estaba en ánimo de aceptar el principio de
«obediencia reflexiva» (que implica el derecho de los subalternos a representar
ante sus superiores una orden que consideren manifiestamente injusta y que
hasta las Fuerzas Armadas reconocen a su personal). El 9 de octubre castigó a
Cerda con dos meses de suspensión, bajo el cargo de «alzarse y discutir
resoluciones judiciales» y de «desconocer absolutamente sus obligaciones y faltar
gravemente a la disciplina judicial». En ausencia de Cerda, Manuel Silva Ibáñez
debió dictar el sobreseimiento del caso.
De Silva Ibáñez no cabía esperar una actitud similar a la de Cerda. En
1977, como suplente en el Sexto Juzgado del Crimen de Santiago, conoció el
proceso por la muerte de Carlos Guillermo Osorio Mardones, exdirector de
Protocolo de la Cancillería, quien aparentemente se había suicidado.
A Guillermo Osorio le había correspondido firmar los pasaportes falsos que
Michael Townley y Armando Fernández usaron en su viaje para asesinar a
Orlando Letelier el 21 de septiembre de 1976, en Washington.
Sin realizar mayores diligencias, Silva Ibáñez, declaró que se trataba de un
suicidio y ordenó no practicar autopsia. En el expediente consta que el entonces
vicecomandante en Jefe del Ejército, general Carlos Forestier, lo presionó «para
que no se efectuara la autopsia y para que los funerales se celebraran a la brevedad
posible»[31].
No fue sino hasta que el ministro Adolfo Bañados reabrió el caso Letelier y
el exagente de la DINA, Michael Townley declaró desde Estados Unidos, que se
descubrió que Osorio fue asesinado por la DINA.
Silva Ibáñez, fue también quien, en 1985, como titular en el mismo Sexto
Juzgado en Santiago, recibió al atribulado abogado Héctor Salazar, quien
presentaba una querella por los secuestros de José Manuel Parada, Manuel
Guerrero y Santiago Nattino, ocurridos a plena luz del día y ante numerosos
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testigos. Silva la rechazó porque no identificaba a los culpables. Horas más tarde,
el abogado volvió con un dato que les hubiera salvado la vida: los secuestrados se
encontraban en un cuartel de la policía en el centro. Salazar le dio la dirección y
le pidió que se constituyera ahí inmediatamente. El juez desoyó las súplicas.
Horas después, Parada, Nattino y Guerrero aparecieron degollados.
Finalmente y solo en fecha reciente, en su calidad de ministro de la Corte
de Valparaíso, Silva se hizo cargo del caso por la muerte del soldado Pedro Soto
Tapia, que en sus manos no ha avanzado precisamente hacia el esclarecimiento
total de lo ocurrido con el conscripto.
Pero así Silva Ibáñez, recorrió su carrera sin tachas en su hoja de vida.
En cambio, al finalizar 1986, después de la suspensión, el ministro Cerda
Fernández, fue calificado en Lista Tres y quedó al borde de la expulsión por
haberse negado a dictar el sobreseimiento en el proceso contra el Comando
Conjunto, que su colega aplicó tan diligentemente durante su ausencia.
La batalla en el caso de los 13 desaparecidos no terminó. Los familiares de
las víctimas presentaron recursos de queja para tratar de enmendar el rumbo del
proceso. La Corte Suprema no aceptó sus argumentos y en agosto de 1989
reiteró su opinión acerca de que correspondía archivar para siempre el caso.
Como resultado, y puesto que no quedaban recursos pendientes, la Corte de
Apelaciones ordenó dictar el «cúmplase» del cierre definitivo de la causa.
Cerda contaba ahora con la incorporación a la Constitución de los pactos
internacionales de protección a los derechos civiles y políticos y nuevas
condiciones políticas en el país que, tras el plebiscito del 5 de octubre de 1988, se
preparaba para cambiar de Gobierno. En vez de dictar el cúmplase, Cerda
archivó el expediente temporalmente, lo que dejaba el caso durmiendo solo hasta
que un nuevo antecedente obligara a reactivarlo.
El 30 de agosto Cerda comunicó a sus superiores su decisión y sus razones:
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presiento a ellos tan lejanos de la fuente de lo justo, mientras yo tan
cercano? ¿Cómo comprobar que no se trata únicamente de mi
arrogancia y pedantería?»[32].
Cerda dijo que no halló justificación legal ni valórica para la resolución que
se le estaba imponiendo y sí para oponerse a ella, aferrándose al juramento de
guardar la Constitución y las leyes, que hizo —en el nombre de Dios— cuando
se invistió de juez. Para mayor enfado de los ministros de la Suprema,
mayoritariamente declarados católicos, el magistrado invocó la Biblia:
«¿Galopan los caballos por las rocas? ¿Se ara el mar con los bueyes?
Pues vosotros hacéis del juicio veneno y del fruto de la justicia, ajenjo
(…) Tus príncipes son prevaricadores. No hacen justicia al huérfano y
a ellos no tiene acceso la causa de la viuda. Por eso dice el Señor, Yavé
Sebaot, el Fuerte de Israel: reconstituiré a tus jueces como jueces como
eran antes y a tus consejeros como al principio. Y te llamarán entonces
ciudad de justicia, ciudad fiel. Y Sión será redimida por la rectitud, y
los conversos de ella, por la justicia».
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Solo unos días más tarde la Corte Suprema se reunió nuevamente para
hacer las calificaciones anuales. Con la suspensión como precedente, nueve
ministros votaron por poner a Cerda en Lista Cuatro. Aunque la votación fue
dividida —cuatro magistrados querían dejarlo en Lista Tres y un par más
probablemente Retamal y Dávila, en Lista Dos— con ese dictamen Cerda
quedaba fuera de la judicatura.
El magistrado regresaba de un viaje a Estados Unidos cuando fue
notificado de la sanción. Ante el asombro de quienes lo conocían, en vez de
tomar sus cosas y marcharse, pidió a la Corte Suprema que reconsiderara la
medida. Aunque no se retractó de sus actuaciones, redactó una emotiva súplica a
sus superiores para que lo mantuvieran en el servicio. Luego, pidió audiencias a
cada uno de ellos. Cerda buscó dejarles en claro que nunca pretendió alzarse por
sobre sus investiduras, pues sabía que era la arrogancia que sus superiores veían
en sus actos lo que más les molestaba.
En opinión de muchos, Cerda Fernández se estaba humillando, pero el
ministro no se detuvo ante las críticas de sus admiradores. Pidió perdón —«un
perdón muy sincero. Íntimo. Profundo»— y suplicó:
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tuvo el proceso en su poder, dio garantías de acuciosidad e independencia a todos
los involucrados, especialmente a Agustín Edwards, quien estaba descontento con
la forma en que los tribunales estaban enfrentando la situación. Cerda fue
designado también ministro en visita por el caso de malversación de fondos en la
Oficina Nacional de Emergencias, ONEMI, y procesó a los funcionarios de
Gobierno que la dirigían.
Recientemente, para malestar de los parlamentarios de la Concertación y de
algunos de Renovación Nacional, presidió la sala que liberó de responsabilidad a
Francisco Javier Cuadra, en el requerimiento que presentó el Senado en su
contra, por sus declaraciones acerca de parlamentarios que consumían cocaína.
Cerda redactó el fallo que revocó el auto de procesamiento que había sido
dictado por el ministro sumariante Rafael Huerta. Luego tuvo que defender su
voto, el de Juan Guzmán y Gloria Olivares, ante los recursos de queja que
interpusieron los prestigiosos abogados Luis Ortiz Quiroga, Nelson Contador y
Alfredo Etcheberry (en representación de la Cámara de Diputados, Renovación
Nacional y el Senado, respectivamente). Lo menos que dijeron los profesionales
es que los tres ministros estaban violando la ley y hasta alejándose de la
racionalidad con el fin de absolver al exministro del general Pinochet.
Las respuestas de Cerda, en nombre propio y de sus colegas, no fueron
menos contundentes:
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El lunes 4 de marzo de 1991 el Presidente Patricio Aylwin dio a conocer
oficialmente el contenido del Informe de la Comisión de Verdad y
Reconciliación. El secretario ejecutivo de la entidad, Jorge Correa Sutil, le había
pasado la única versión impresa del grueso documento dos meses antes y guardó
el respaldo en disquetes. Ninguna autoridad o institución pública tuvo acceso a
él, sino hasta apenas horas antes de que se difundiera públicamente.
El «elemento sorpresa» añadió al contenido del informe un peso
insoportable para la desprevenida y mal vinculada Corte Suprema. Sus
integrantes aún no encontraban una respuesta única y coherente frente al
anuncio de reformas al Poder Judicial cuando se vieron enfrentados a este nuevo
desafío, que puso a prueba su capacidad de respuesta política.
El Informe marcó un hito en la ya tensa relación entre el Ejecutivo y el
Poder Judicial. Fue el momento escogido por la mayoría de sus integrantes para
amotinarse soterradamente en contra de los objetivos presidenciales, lo que
significó, al final del período del primer gobierno de la Concertación, el
naufragio total de todas las reformas propuestas por Aylwin.
Los integrantes de la Comisión Rettig ratificaron unánimemente el severo
juicio a la actitud del Poder Judicial entre el 11 de septiembre de 1973 al 11 de
marzo de 1990.
«Durante el período que nos ocupa, el Poder Judicial no reaccionó con la
suficiente energía frente a las violaciones a los derechos humanos», decía el
informe apenas inaugurado el capítulo IV, dedicado a analizar la actitud del
Poder Judicial[36].
El texto usaba un lenguaje diplomático, hacía concesiones —como
reconocer en favor de los magistrados algunas limitaciones de la legislación o aún
las «condiciones del momento»—, pero dejaba delicadamente en claro que a la
magistratura le faltó valor para ejercer sus propias atribuciones en la defensa de
los derechos de las víctimas y en la represión de quienes los atropellaron.
Según la Comisión Rettig, el Poder Judicial ejerció «con normalidad» sus
funciones en casi todas las áreas del quehacer nacional, excepto frente a las
violaciones los derechos humanos, en que su acción «fue notoriamente
insuficiente»: Grave, porque era «la» institución llamada a cautelarlos.
El informe osaba comparar la contradictoria timidez del Poder Judicial
frente al gobierno militar, con la tenaz defensa del Estado de Derecho que había
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hecho hacia finales del régimen de la Unidad Popular. Era un dardo directo para
los pocos ministros que estuvieron en ambos períodos, especialmente Enrique
Correa Labra, designado por Allende.
Una acusación más:
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El mismo día que Aylwin se entrevistaba con ministros de la Suprema, un
centenar de militantes de las juventudes socialista, comunista y mirista llegaron al
Palacio Judicial para acusar a los magistrados de «cómplices de la injusticia» y
pedir la renuncia a ocho ministros: Lionel Beraud, Efrén Araya, Hernán
Cereceda, Osvaldo Faúndez, Servando Jordán, Emilio Ulloa, Germán Valenzuela
y Enrique Zurita.
Obviamente los ministros no renunciaron, pero la manifestación aumentó
su ira. No obstante, respetaron el acuerdo de callar. Las declaraciones vinieron
del sector más blando. Marco Aurelio Perales reconoció que durante los primeros
años después del golpe militar la magistratura no reaccionó con la suficiente
energía, pero explicó que eso se debía a que «no había medios para hacer cumplir
las órdenes que se daban».
El presidente, el componedor Luis Maldonado, estaba enfermo. El
presidente subrogante, Rafael Retamal, respaldó a Aylwin. Pidió perdón.
—He debido equivocarme a menudo y pido perdón por haberme
equivocado.
—¿También en materia de derechos humanos? —le preguntó un
periodista.
—Es posible. Traté de no cometer ningún error, pero es posible[38].
Retamal estaba solo.
El 7 de marzo El Mercurio editorializó contra la doctrina Aylwin,
manifestando que «la amnistía equivale al olvido jurídico». Según el influyente
matutino, los tribunales investigan para, al final de cuentas, aplicar sanciones. Y
si ya no procedía sancionar, tampoco procedía investigar. Los ministros duros se
sintieron respaldados.
Pero el domingo 9, en las mismas páginas de ese periódico, Raquel Correa
entrevistó a Aylwin: «Hubo falta de coraje moral de parte de los miembros del
sistema judicial (…) hubo excepciones que salvaron un poco el prestigio y el
buen nombre, pero no lograron imponerse», dijo el Presidente a la periodista y
terminó por encender la hoguera.
El lunes y martes inmediatamente siguientes los magistrados se reunieron
en plenos extraordinarios para analizar la situación. Por añadidura, ese mismo
martes una bomba estalló en el jardín de la casa del ministro Efrén Araya. Y
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Carabineros afirmó haber hallado un retrato del recién designado ministro de la
Corte Suprema, Adolfo Bañados, en poder de extremistas.
El jueves de esa semana la Corte Suprema emitió una temeraria declaración
asegurando que el atentado podía ser parte de un plan para atacar a los más altos
magistrados, según los descubrimientos de Carabineros, y que eso «ponía en
riesgo la estabilidad institucional».
En el Ejecutivo, algunos entendieron que la Corte Suprema estaba
golpeando las puertas de los cuarteles.
El ministro del Interior, Enrique Krauss, describió como «ligera» la
apreciación de la Corte Suprema y rechazó la idea de que existiera un «plan»
extremista para atacar a sus ministros.
Retamal le restó importancia a los comentarios de Krauss, pero no logró
siquiera calmar la furia que no ocultaba la mayoría de sus colegas.
Enrique Correa Labra, que a los 83 años se perfilaba como el sucesor
natural de Maldonado, hizo de portavoz de los duros. Consultado por la prensa
dijo que Krauss estaba profundamente equivocado, que la Corte Suprema no
hablaba «así no más, a tontas y a locas». Que el plan existía. Y, de paso, para que
no quedaran dudas, se declaró «enemigo absoluto de las reformas al Poder
Judicial».
El ministro Adolfo Bañados, inaugurando su nuevo cargo en el máximo
tribunal, comentó que el acuerdo de pleno había sido estudiado por los
magistrados, por lo que su contenido no podía calificarse de ligero.
Detrás, el ministro Araya fue más lejos e hizo pública al fin la verdadera
opinión de la mayoría en la Corte Suprema: existía una ligazón entre las
expresiones de Aylwin y los atentados extremistas, de los que se declaraba
personalmente víctima: «Ha habido ciertas expresiones de parte del Ejecutivo que
han dado motivación a ciertos grupos que quieren atentar contra los
tribunales»[39].
Auguró que si se atacaba al Poder Judicial, si se le quería «avasallar» —el
calificativo estaba aludiendo a las propuestas de reformas— podría haber
«consecuencias políticas (…) Prácticamente puede llegar a eliminarse la labor y la
función de los tribunales de justicia con lo cual se eliminaría uno de los poderes
del Estado».
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Ergo, si estaba en peligro el Estado de Derecho, alguien tendría que poner
orden.
Este grupo en la Corte Suprema consideraba todo parte de un mismo
cuadro: las manifestaciones, el atentado a Araya, el Informe Rettig y los «ataques»
del Gobierno (entre los que contaban primordialmente los proyectos de
reforma).
La oposición, especialmente la UDI, sacó la voz también para dejar en claro
que el objetivo gubernamental de «desmantelar» el Poder Judicial no sería
aceptado.
Las Cortes de Apelaciones de Valparaíso y Concepción, en actos
inesperados, emitieron declaraciones de solidaridad con sus superiores.
Obviamente los días del componedor Luis Maldonado a la cabeza de la
Suprema estaban terminando. Los duros necesitaban un líder y lo encontraron en
el más combativo, irascible y conservador de todos: Enrique Correa Labra.
El lunes 13 de mayo los ministros de la Corte Suprema emitieron su
respuesta al Informe Rettig. El viernes 17, eligieron a Correa Labra como su
nuevo presidente.
El rechazo de la Corte Suprema al informe fue tan agrio y público como el
del Ejército. El objetivo fue desacreditar su calidad de contenedor de la verdad
oficial en materia de violaciones a los derechos humanos, al menos en lo
concerniente al Poder Judicial.
El texto fue redactado por Adolfo Bañados, Roberto Dávila y Lionel
Beraud, bajo la supervisión de Servando Jordán. No participaron en el acuerdo ni
Luis Maldonado, ni Rafael Retamal. Presididos interinamente por Correa Labra,
el resto de los magistrados (Emilio Ulloa, Marcos Aburto, Hernán Cereceda,
Enrique Zurita, Osvaldo Faúndez, Arnoldo Toro, Efrén Araya, Marcos Perales,
Germán Valenzuela y Hernán Álvarez) respaldó la respuesta de 24 carillas.
El informe Rettig fue calificado de «apasionado, temerario y tendencioso».
Lo primero fue desconocer cualquier atribución a la Comisión Rettig para
realizar ningún enjuiciamiento válido del Poder Judicial. Lo segundo,
desmenuzar y desmentir las críticas.
La actitud de la Corte Suprema bajo el gobierno militar, según esa
respuesta, tuvo fundamento principal en lo que el informe consideraba apenas
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como una atenuante: «Las condiciones del momento». Para la más alta
magistratura, las condiciones del momento lo fueron todo:
La Corte insistió en que durante el gobierno militar no hizo otra cosa que
cumplir «literalmente la ley», como era su obligación.
«Lo más grave, a juicio de esta Corte, radica en que las invectivas que
se han descargado en contra del Poder Judicial se orientan
inequívocamente a torcer de modo artificial y por caminos extraviados
y fuera del ordenamiento jurídico, aquellas interpretaciones que los
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tribunales han dado a las mencionadas leyes (…) En último término se
busca que las sentencias se adapten o readapten a nuevas
interpretaciones, fruto de una hermenéutica original más del sabor de
las corrientes políticas de los autores del informe»[43].
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Las rabietas de Correa
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integridad de su nuevo líder. Salvo Cereceda que se abstuvo con un escueto: «No
acostumbro a opinar sobre otros colegas»[45].
Pero Correa se hubiera cortado una mano antes que denunciar a sus pares.
En sus batallas políticas con el Gobierno, los defendió a todos como si fueran él
mismo. En sus primeras declaraciones el nuevo presidente dijo que no sentía ni el
menor remordimiento por haber rechazado los recursos de amparo en favor de
personas cuyas osamentas habían aparecido en Pisagua, entre otros lugares.
Afirmó que «rechazamos (los recursos) porque la ley lo ordenaba». También se
declaró enemigo «irreconciliable» del Consejo Nacional de la Justicia, que
pretendía transformar a la Corte Suprema «en un partido político».
El Poder Judicial no atravesaba por ninguna crisis. Es «puro e
independiente», sin defecto «ninguno», dijo. Lo único que hacía falta, sostenía,
era aumentar el número de jueces.
—Pero la opinión pública no cree lo mismo —le replicaron los periodistas.
—No me interesa la opinión pública (porque) es la sociedad en su
conjunto: las matronas, los alfareros, todo el mundo. Doctos e indoctos en
Derecho. A los doctos en Derecho les aceptamos su opinión. De los indoctos, no
nos interesa[46].
El trato de Correa hacia los periodistas no fue el mejor, pero tampoco era
peor que el de otros magistrados. El actual presidente, Roberto Dávila, es
conocido por su mal humor y respuestas airadas. La tesis imperante es que los
jueces, por no formar parte de un poder de elección popular, no tienen
obligación de atender las opiniones ciudadanas. Desdén y arrogancia se
interpretan como expresiones de virtuosa independencia.
Un día los periodistas del sector Judicial elegimos nueva directiva. Daniel
Martínez y Yasna Lewin fueron a presentarse ante Rafael Retamal, cuando
subrogaba a Luis Maldonado. Yasna extendió su mano para saludar al
magistrado, pero él la dejó con el brazo estirado. Después de que Daniel y el
magistrado intercambiaron los saludos protocolares de rigor, Retamal se volvió
hacia Yasna y le dijo:
—Usted no puede estirar la mano para saludar a un ministro de la Corte
Suprema como si saludara a cualquier persona. Tiene que esperar. Si el ministro
quiere saludarla, le va a ofrecer la mano primero.
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Fue el tiempo en que se entornaron las puertas de los tribunales —al modo
que antes solo se hacía para notificar del fallecimiento de algún magistrado—.
No cualquiera podía entrar al edificio. Todos los visitantes —salvo abogados y
funcionarios— tenían que entregar su carné al ingresar. En los días en que
parecía que había ánimo de manifestaciones, los gendarmes además hacían
preguntas y dejaban entrar solo a un par de visitantes por causa.
La relación entre el Poder Ejecutivo y el Judicial era casi tan difícil como la
relación gobierno-Ejército. No obstante, Aylwin estaba empeñado en conseguir
los dos objetivos que se había planteado para el sector justicia: mejorar el sistema
judicial, para restaurar la confianza que habían perdido en él grandes sectores de
la población, y promover y proteger los derechos humanos.
Estos dos valores —justicia y derechos humanos— formaban parte
importante del programa de la Concertación. Pero tales metas no tenían un
objetivo puramente valórico. Había tras ellas también un importante contenido
económico y político. Digamos que, al menos, eran propósitos compartidos por
los gobiernos que colaboraron para que la transición fuera posible. Estados
Unidos, el primero de la lista.
Las autoridades norteamericanas no solo querían ver resuelto el crimen de
Orlando Letelier, que, por cierto, estaba en la agenda. Aspiraban, además, a dar
ciertas garantías de certeza jurídica a los inversionistas de su país, que tenían
bandera verde para iniciar sus negocios aquí. Era parte de la normalización de
relaciones y el estado de la economía chilena era una invitación para esos
capitales.
Pero había un gran problema (y serio), y es que los inversionistas
estadounidenses necesitaban alguna certidumbre sobre cuáles serían las decisiones
de los tribunales en determinados juicios económicos y en Chile, no había quién
se las diera. A preguntas como cuánto se tarda un litigio civil o cuál es la
jurisprudencia para determinada materia, la respuesta era simple y única: «No se
sabe».
Fueron problemas como este los que ahuyentaron a un número
considerable de inversionistas. Algunos de ellos llegaron al Ministerio de Justicia
y pidieron «certificaciones» de la legislación vigente y de la interpretación que los
tribunales hacían de esas leyes. El ministerio respondía que no podía hacer esa
certificación ni siquiera a un mes plazo. Las decisiones podían variar de sala a sala
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de la Corte Suprema. Incluso un mismo magistrado podía cambiar su opinión de
un día para otro, sin necesidad de expresar fundamento.
Millones de dólares en inversiones mineras dejaron de llegar a Chile solo
por esta razón[47].
Así, desde mucho antes del cambio de Gobierno, entidades estadounidenses
como la gubernamental Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID)
aportaban recursos para que el Centro de Promoción Universitaria (CPU)
analizara las reformas que era necesario hacer en la Justicia. El CPU exprimió la
intelligentzia nacional, aglutinando entre sus colaboradores a los más destacados
juristas y magistrados chilenos (ninguno de la Corte Suprema, por entonces).
Otro tanto se hacía desde la Universidad Diego Portales.
Esos centros de estudios nutrirían luego de expertos a la Concertación, para
la elaboración de los proyectos y, más tarde, de asesores al Ministerio de Justicia.
En la oposición también se reconocía la necesidad de cambios. El Centro
de Estudios Públicos (CEP) esbozó las posturas de este sector: reformas para
aumentar la «eficiencia» del Poder Judicial. Entre las preocupaciones principales
estaban la necesidad de dar certeza jurídica a los inversionistas y la represión de la
delincuencia, en el marco del concepto sobre «seguridad ciudadana», entendida
como el principal rol del Estado, que sería recogido luego por la Fundación Paz
Ciudadana.
Las políticas del Gobierno quedaron expresadas en los bocetos que Manuel
Guzmán le entregó a Aylwin en noviembre de 1990. El presidente los corrigió y
envió los textos a diversas instituciones, que incluyeron las asociaciones gremiales
de magistrados, institutos académicos y parlamentarios.
En marzo, poco antes de que Correa Labra, asumiera la presidencia, los
proyectos fueron enviados al Congreso.
El Presidente Aylwin había discutido con sus asesores el mejor camino para
reformar el Poder Judicial: o el impulso de una gran y radical reforma de una vez
y para siempre o la presentación de distintos proyectos, que atacaran los puntos
esenciales, pero que en conjunto no representaran sino una reforma moderada,
las bases para los cambios posteriores. En las condiciones imperantes, se optó por
el segundo camino.
Quedaría a la espera la reforma del procedimiento penal (para hacerlo oral
en vez de escrito), pero se impulsarían otros, que tendrían un efecto político
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inmediato.
El análisis que se hizo en el Gobierno es que el máximo tribunal, así como
había sido heredado del Gobierno anterior, «no estaba en condiciones de dirigir
el Poder Judicial»[48]. No solo porque su conformación era considerada
ideológicamente comprometida con el régimen militar (que ya era un dolor de
cabeza para el primer gobierno de la Concertación), sino porque el sistema había
ido acumulando una serie de deficiencias de funcionamiento imposibles de
modificar desde la cúpula judicial.
Los asesores del Gobierno consideraban que la mayoría de los ministros de
la Suprema, más allá de sus posturas políticas, eran reaccionarios (en el sentido
literal de la palabra: reaccionaban oponiéndose a cualquier cambio, sin una
justificación racional). Tampoco contaban entre ellos a un jurista descollante con
quien poder debatir en el plano académico.
Entre los primeros proyectos del gobierno, que se presentaron sin
considerar las opiniones de los supremos, se incluyeron la creación del Consejo
Nacional de la Justicia, la reforma a la Corte Suprema (aumento del número de
ministros de 17 a 21, especialización de las salas por materia), la creación de la
figura del defensor del pueblo (una especie de ombudsman) y modificaciones a la
carrera judicial (calificaciones y ascensos, Escuela Judicial).
Otras propuestas incluían precisar el rol de la Corte Suprema (de la que se
esperaba que dictara jurisprudencia a través del recurso de casación y que limitara
su pronunciamiento en los recursos de queja); creación del ministerio público
(para evitar que un mismo juez cumpliera con la doble y contradictoria tarea de
investigar las causas y pronunciar la sentencia, el Ministerio Público tomaría la
investigación y el juez se quedaría con la sentencia); y modificaciones al sistema
de arbitraje (para ampliar su cobertura, pues permite resolver conflictos que, por
su naturaleza, no necesariamente deberían llegar a los tribunales y que en Chile es
usado principalmente por las empresas).
Pero lo que era moderado desde el punto de vista del gobierno, parecía el
propósito revolucionario de un gobierno marxista, a los ojos de la oposición y la
propia Corte Suprema.
Desde el comienzo, el punto de quiebre fueron el Consejo Nacional de la
Justicia y las reformas a la Corte Suprema. Eran las modificaciones que le
quitaban poder a ese cuerpo colegiado y nadie lo pasó por alto. El Mercurio
editorializó reconociendo que el Poder Judicial atravesaba por una crisis de
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«legitimidad» —por no haber sido sus miembros elegidos democráticamente— y
una crisis de «eficiencia». Pero en vez de recomendar cambios para salvar ambas,
el matutino aconsejaba a las autoridades políticas mantenerse al margen de la
«corriente crítica», pues en las debilidades de ese Poder del Estado se encerraba
«un peligro potencial para el Estado de Derecho, pues convierte al Poder Judicial
en general, y a la Corte Suprema en particular, en un blanco fácil de grupos
extremistas que buscan la desestabilización institucional»[49].
Otro tanto escribió ese mismo diario para desacreditar al Consejo Nacional
de la Justicia. El organismo fue atacado también por la oposición, que no le
«compró» el discurso a la Concertación de que la pluralidad de sus integrantes
daba garantías de independencia. La oposición sabía que el Poder Judicial era el
«enclave autoritario» (como lo llamaba la Concertación) más fácil de desmantelar
y que el Gobierno aprovecharía sus debilidades para hincarle el diente.
La batalla fue, obviamente, política.
Uno de los aspectos en disputa tenía que ver con las causas por violaciones
a los derechos humanos. Recién comenzado el gobierno la Corte Suprema había
fijado el criterio de que los pactos internacionales, aprobados por Chile, no se
considerarían incorporados a la legislación chilena como para dar por abolida la
ley de Amnistía. También, en general, había expresado que la Amnistía impedía
investigar. Para la oposición, un recambio de sus miembros ponía en peligro esa
«jurisprudencia».
La Concertación esperaba que una nueva conformación en el máximo
tribunal abrazaría un criterio más amplio sobre la Ley de Amnistía y permitiría,
al menos, la investigación de las desapariciones y ejecuciones entre 1973 y 1978.
El Consejo Nacional de la Justicia murió prematuramente en la Cámara de
Diputados, donde se perdió por «culpa» del diputado socialista Mario Palestro,
quien se ausentó inconvenientemente de la sala el día en que el polémico
proyecto sería debatido y restó el voto que la Concertación necesitaba. Para
tranquilidad en la conciencia de Palestro, hay que decir que esa iniciativa jamás
hubiera pasado las pruebas siguientes.
El resto de las propuestas logró sortear la fase de aprobación en la Cámara,
aunque los propios representantes de la Concertación no estaban cien por ciento
convencidos de apoyarlas todas. Sin embargo, los proyectos se empantanaron en
el Senado.
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En el intertanto, Correa Labra cada vez que podía atacaba las reformas. La
Corte Suprema en pleno emitió un informe negativo al conjunto de las
propuestas, el 8 de agosto de 1991. Solo abría la puerta a la creación de más
juzgados. Correa Labra se convirtió, con sus posturas, en el blanco de los ataques
políticos y no le gustó. El 9 de enero de 1992, convocó a un pleno para pedir
respaldo. Obtuvo apenas una declaración dividida en que los magistrados
expresaron «su parecer solidario» con la «defensa pública» que estaba haciendo su
presidente[50].
Los dos nuevos integrantes nombrados por Aylwin, Adolfo Bañados y
Oscar Carrasco firmaron el voto de mayoría diciendo que los proyectos
contenían disposiciones que «de alguna manera limitan y vulneran las
atribuciones de esta Corte Suprema». Junto a ellos, Marcos Aburto, Servando
Jordán, Osvaldo Faúndez, Lionel Beraud, Arnaldo Toro, Efrén Araya, Marco
Aurelio Perales y Germán Valenzuela, hacían presente que «casi» todos los
ministros opinaban igual.
Una minoría separó aguas de su presidente y declaró que «es de la mayor
urgencia mejorar la actual administración de justicia por medio de reformas, que
deberán abordarse razonablemente con altura de miras y con carácter técnico, a
fin de obtener su efectiva modernización, que coloque al Poder Judicial en
concordancia con las reales exigencias de una sociedad permanentemente
dinámica y cada vez más compleja»[51].
Este voto estaba firmado por Hernán Álvarez, autor de la moción, Emilio
Ulloa, Hernán Cereceda, Roberto Dávila y Rafael Retamal. Estos, excepto
Retamal, dieron al mismo tiempo un voto de respaldo a su presidente.
El lunes 2 de marzo, en su primer discurso de inauguración del año
judicial, Correa Labra hizo un llamado a «estar alerta» frente a las reformas. Sin
atimorarse porque tuviera sentado en el mismo estrado al ministro de Justicia, el
presidente de la Corte acusó al Gobierno de promover la «intervención política»
en los nombramientos del máximo tribunal, «que un día ha de pesar al país».
Aunque el Consejo ya había muerto, el magistrado no aceptaba la
intervención del Senado en los nombramientos, ni el advenimiento de un tercio
de integrantes «externos» escogidos entre abogados de prestigio, ni mayores
facultades para la Corporación Administrativa del Poder Judicial.
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En una de las tantas salidas de libreto, espetó: «Puedo gritar desde esta
tribuna que somos jueces honrados. Por esto yo pienso que el Poder Judicial
tiene que estar alerta a todas estas reformas».
En las fotografías de los medios de ese día aparece la imagen de Cumplido
escuchando a Correa con la cara larga.
Fuera de cámara, ambos tenían buenas relaciones personales. El
expresidente de la Corte Suprema fue receptivo a las denuncias que le llevó el
ministro de Justicia sobre corrupción en los juzgados de San Bernardo y en la
Corte ariqueña y tomó medidas.
Cumplido y su asesor Jorge Correa Sutil se pasaron ese año en Valparaíso,
tratando de revitalizar los proyectos, que navegaban a la deriva, sin apoyo
político, atrapados en interminables indicaciones en las que el senador Miguel
Otero se hizo un experto. Los informes que emitía la Corte Suprema para cada
uno de los cuerpos legales, con el mayor retraso posible y siempre negativos, no
ayudaban.
Entre septiembre y octubre de 1992, Aylwin se reunió con el presidente del
Senado, Sergio Diez. Quería salvar lo que pudiera de su paquete de reformas. Los
dirigentes políticos negociaron y separaron lo que tenía viabilidad política de lo
que no.
Correa Labra había caído gravemente enfermo y en la presidencia lo
subrogaba Marcos Aburto.
En el encuentro Aylwin-Diez murieron para siempre las iniciativas
relacionadas con el Consejo Superior de la Justicia, el Ombudsman, el Ministerio
público y la reforma procesal penal. Se acordó que se daría curso a la reforma al
rol de la Corte Suprema, el aumento del número de ministros, la especialización
de las salas, el recurso de queja y casación, la Academia Judicial y la carrera y
calificación de los jueces. En lista de espera y con menores posibilidades de
resurrección, quedaron la modernización al sistema de asistencia judicial, la
regionalización y reforzamiento de los tribunales de paz y el sistema de arbitraje.
Pese a este pacto, en el camino el Senado rechazó el proyecto de aumento
del número de ministros de la Corte Suprema.
Aylwin también organizó una comida con miembros de la Corte, a la que
invitó a Sergio Diez. Cuando Marcos Aburto asumió como nuevo presidente de
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la Corte, a comienzos de 1993, Aylwin lo invitó también a comer con Diez.
Luego se reunió con ambos oficialmente en La Moneda.
Con Aburto en la presidencia, el gobierno interpretó que la especialización
de las salas, la modificación de los recursos de queja y casación, la Academia
Judicial y los cambios en la carrera judicial y las calificaciones serían viables.
No obstante, aunque las relaciones entre el Ejecutivo y la Corte Suprema se
distendieron, nada cambió en el fondo. El máximo tribunal siguió informando
negativamente los proyectos, incluso el de la Academia Judicial.
En el plano administrativo, el diagnóstico oficial era que el Poder Judicial
había sido el pariente pobre del Ejecutivo y Legislativo. Históricamente fue
siempre así, pero la precariedad de recursos se hizo más notoria y vergonzosa bajo
el gobierno militar.
En los ‘80, con Mónica Madariaga en el ministerio de Justicia, fue la última
vez que el Poder Judicial recibió un aumento significativo de recursos, pero el
aumento se quedó en las capas superiores. No hubo nada para los jueces de
primera instancia, ni para los funcionarios y menos para mejoras en la
infraestructura.
El gobierno de Aylwin estableció un plan quinquenal de mejoramiento de
recursos del Poder Judicial, con el fin de modernizar la infraestructura, aumentar
el número de tribunales y reajustar remuneraciones. El plan consistió en duplicar
los recursos que recibía el Poder Judicial en 1991 en un plazo de cinco años.
De la inyección de nuevos recursos, el 40 por ciento se utilizó en aumento
de sueldos. Cumplido determinó que la distribución se hiciera a la inversa de lo
que fue la experiencia Madariaga: más para los que ganaban menos, menos para
los que ganaban más. Los funcionarios adoptaron esta política «solidaria» motu
propio. A los magistrados, en cambio, hubo que imponérsela.
Pero en lo sustancial, pese a su compromiso personal con el sector justicia,
Aylwin, el Presidente-abogado, no alcanzó a ver promulgado ninguno de sus
proyectos de reforma. Incluso las iniciativas que logró salvar en su pacto con Diez
se convirtieron en ley solo bajo el gobierno del ingeniero Eduardo Frei
Ruiz-Tagle.
Hoy hay quienes culpan al ministro Cumplido del fracaso. Algunos de los
funcionarios del Gobierno de Aylwin, cercanos a estas negociaciones, afirman
que tuvo poca «muñeca», que si hubiera negociado con la oposición proponiendo
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«nombres», en el caso del aumento de ministros de la Corte Suprema, este
proyecto habría sido aprobado. Si hubiera involucrado a los magistrados en «los
ritos del poder», haciéndolos participar en cócteles y otros eventos mundanos,
por ejemplo, permaneciendo él mismo en ellos más tiempo que el simplemente
protocolar, los resultados habría sido otros.
El exministro se defiende: «A mí me tocó el round de ablandamiento.
Nuestra estrategia fue remecer al Poder Judicial»[52].
Ya a punto de terminar su período, el exsecretario de Estado le dijo un día a
uno de los magistrados del máximo tribunal:
—Con nuestras acciones, nosotros los pusimos de pie.
—¡Los ministros de la Corte Suprema nunca hemos estado de rodillas! —
fue la respuesta airada.
—No —replicó Cumplido—, pero estaban sentados[53].
El delfín de Krauss
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Corte Suprema se hiciera cargo del caso Letelier. Su opinión era que un
magistrado del tribunal inferior, la Corte de Apelaciones, debía hacerse cargo de
la causa. A los ministros de la Suprema no les correspondía inmiscuirse en la
investigación de causas criminales, por importante que fuera el caso. En doctrina
Bañados tenía razón, pero en su nombramiento influyó el deseo del gobierno
chileno y del estadounidense de asegurarse una investigación imparcial.
Bañados, fiel a sus opiniones conservadoras en materia judicial, sumó su
voto al rechazo a las reformas.
Por eso es quizás mayor el mérito de su investigación en el caso Letelier.
Bañados no aclaró el caso porque fuera de izquierda como muchos creen.
Ciertamente no lo es. Lo hizo porque es un buen juez.
Hasta el último día en el Poder Judicial, Bañados fue la efigie de la
independencia. No otorgaba audiencias a los litigantes, ni recibía recados del
gobierno. Fuera de sus oficinas, ni siquiera hacía mucha vida social con sus pares.
Seducido por las montañas, su pasatiempo preferido era irse a escalar algún cerro
los fines de semana, acompañado por amigos de los más diversos ámbitos, con
quienes se permitía hablar de todo, menos del Poder Judicial.
Así las cosas, el Gobierno contaba solo con Rafael Retamal, que por
convicción apoyaba los predicamentos de la Democracia Cristiana, pero que a
esas alturas estaba demasiado enfermo como para tener un rol activo o influencia
entre sus pares.
Mientras Cumplido trataba de empujar las reformas con escasa
interlocución en la Corte Suprema, otro miembro del gabinete, menos
principista y más astuto, lograba la influencia que el titular de justicia no tenía.
El ministro del Interior, Enrique Krauss, era el otro hombre del gobierno
en el Palacio de Justicia.
Los abogados Jorge Burgos y, especialmente, Luis Toro, eran sus
representantes. Ambos llegaron para representar al Gobierno en las causas contra
el FPMR-Autónomo y el MAPU-Lautaro. Después del asesinato de Jaime Guzmán y
del secuestro de Cristián Edwards aparecían por el edificio de calle Bandera casi a
diario. Burgos y Toro presentaban escritos, pedían audiencias, buscaban la
cooperación de los magistrados.
Gracias a la aureola del poder visible inevitablemente tras sus cabezas,
ministros de la Corte Suprema y de la Corte de Apelaciones y hasta jueces de
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primera instancia los recibían no solo con ceremonia, sino hasta con cierta
reverencia.
Tanto como reformar el Poder Judicial (o tal vez más, según el momento),
el gobierno quería controlar a los grupos de extrema izquierda y acallar lo antes
posible las críticas de la oposición. Toro y Burgos no llegaban a los tribunales con
la amenaza de decapitamiento, sino con el gesto comprensivo de quien busca
ayuda para una misión común. Y detener el terrorismo era para un sector de la
magistratura un eslogan más seductor que la creación del Consejo Nacional de la
Justicia.
De los primeros encuentros formales y distantes, los abogados de Interior,
especialmente Toro, pasaron a un trato más familiar y amistoso con algunos
magistrados. Las preocupaciones del joven exabogado de la Vicaría de la
Solidaridad se ampliaron. Su presencia se transformó para nosotros, los
periodistas, no solo en anuncio de que se vería alguna causa contra grupos
extremistas, sino que otras materias relevantes, como algún proceso por
violaciones a los derechos humanos u otro de aquellos que comprometían a
militares y complicaban al Gobierno.
El ejercicio del realismo político se imponía también en el Ejército, que
contaba con un nutrido equipo de mensajeros y oidores. El auditor general
Fernando Torres, quien tenía el privilegio de actuar como ministro de la
Suprema cada vez que se discutía un asunto en que aparecía mencionado
personal militar, ejercía una indiscutible influencia directamente sobre la mayoría
de los magistrados de la Suprema.
A Torres lo secundaba el coronel Enrique Ibarra, cuya figura, como la de
Toro, era presagio de que algo importante se estaba discutiendo en la cúpula
judicial.
Otros funcionarios militares de menor rango tenían la cotidiana misión de
alertar sobre cualquier movimiento que tuvieran las causas que interesaban a la
institución. Yo conocía bien las caras de los aspirantes a abogado que cumplían
con estas tareas. Aunque nuestros objetivos eran distintos, a diario nos
encontrábamos rastrojeando en los mismos libros en la secretaría del máximo
tribunal o nos quedábamos esperando hasta entrada la noche «el listado de
fallos». Uno de ellos me dijo un día, como para romper el hielo: «Yo conozco
bien tu trabajo. A mí me tocaba leer los artículos de La Época en la Auditoría».
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La Policía de Investigaciones hacía lo propio y enviaba al estacionamiento
del palacio judicial a un par de policías de Inteligencia. Condenados a la periferia
del edificio, a veces recurrían a los periodistas para saber qué estaba pasando.
La presencia de toda suerte de agentes ajenos al ejercicio de la labor judicial
era apenas el signo evidente de que cualquiera con poder no confiaría en la
publicitada independencia del Poder Judicial. Los votos de los ministros se
contaban —y «conseguían»— antes de que las causas empezaran a discutirse.
Fuera de escena, familiares y amigos de algunos magistrados se ofrecían para
enviar recados. Una invitación a comer al Club de la Unión podía ser la ocasión
propicia.
No solo en política se usaron las influencias. En el ámbito económico era
popular por entonces hablar de los estudios de abogados «con llegada» a la
Suprema. Estudios con profesionales de todos los signos que, por un motivo u
otro, profitaban de un vínculo privilegiado con alguno o varios miembros del
máximo tribunal.
En ese escenario, para el Gobierno era políticamente inconducente
mantener las ásperas relaciones que Cumplido tenía con la cúpula judicial. Los
procuradores militares tenían bastante más conocimiento y manejo de las fuentes
judiciales que el par de detectives de Inteligencia parados en el estacionamiento.
Los abogados de Interior estaban también en desventaja cualitativa con el general
Torres, y el ministro Krauss, que también es abogado, estaba consciente del
problema.
Llegó la hora de hacer nuevos nombramientos en la Corte Suprema.
El 12 de agosto de 1991, Oscar Carrasco, un ministro de Temuco,
vinculado a la masonería, fue el nuevo elegido por Aylwin entre otros cuatro
postulantes: Víctor Hernández, Mario Garrido Montt, Guillermo Navas y
Ricardo Gálvez. Carrasco reemplazaba al recién renunciado expresidente del
tribunal, Luis Maldonado, lo que Cumplido lamentaba, porque había establecido
con él una relación cordial.
Pero Carrasco, aunque avalado por un brillante desempeño profesional, no
tenía la personalidad suficiente como para influir de modo importante en la
Corte. Además, venía de provincia. En sus primeros meses en el tribunal, era un
ser solitario, se lo veía desconcertado de haber alcanzado esas alturas.
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Poco después, otra renuncia —Emilio Ulloa— produjo una nueva vacante.
La Corte Suprema conformó una quina. Esta vez fue eliminado el nombre de
Mario Garrido Montt, que había aparecido en la quina anterior y a quien el
ministro de Justicia, Francisco Cumplido y el propio Aylwin esperaban ver como
el sucesor. En su reemplazo, en el cuarto lugar de antigüedad, apareció el nombre
de Luis Correa Bulo.
El ministro Servando Jordán, su amigo desde los tiempos en que ambos
estaban en la Corte de Apelaciones, había sido su promotor en la Suprema. Y
Correa Bulo en persona había participado en el lobby para que sus superiores
pusieran su nombre en la quina.
Junto a él, postulaban nuevamente Víctor Hernández, Guillermo Navas y
Ricardo Gálvez. Al último lugar había subido Amoldo Dreysse, el candidato de
los ministros derechistas más duros. Ya allí Correa Bulo continuó su campaña
para obtener la nominación, abordando a los abogados concertacionistas y a los
funcionarios de Gobierno que conocía.
Al Ministerio de Justicia no pudo acudir, porque Cumplido mantuvo,
como lo había hecho hasta entonces, la política de puertas cerradas para todos los
postulantes a cargos en el poder judicial. En eso era consecuente hasta el final con
el rechazo al «besamanos» que el Gobierno había adoptado como cuestión de
principios desde el comienzo del período.
La verdad es que a pesar de esta política tan expresa, todavía había jueces de
provincias que viajaban a Santiago para repetir el arraigado rito del Poder
Judicial: «regar las plantitas», lo llamaban y consistía en un largo y humillante
peregrinaje que se iniciaba en los despachos de los ministros de las Cortes y
terminaba en el Ministerio de Justicia.
Cumplido había sido intransigente en esto: simplemente no los recibía. La
única excepción la hizo una vez que su secretaria le rogó que atendiera a una
magistrada de Punta Arenas. La mujer estaba de pie, llorando, mientras esperaba
en las puertas de su oficina. El ministro aceptó hablar con ella unos minutos.
Entre lágrimas, la magistrada explicó que había gastado la mitad de su sueldo
para viajar a Santiago y pedirle que considerara su promoción. El ministro
averiguó sobre sus antecedentes y descubrió que el decreto de ascenso ya había
sido aprobado por él y por Contraloría.
—¿Ve? —le dijo—. Perdió el viaje y su platita[54].
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Aunque todavía restaba la decisión del Presidente Aylwin, quien se guiaba
por las opiniones de sus ministros pero sobre todo por sus «pragmáticas», Correa
Bulo no se conformó con la simple espera, conforme a la política de principios de
Cumplido, y buscó (y encontró) un aliado en alguien tanto o más poderoso que
el ministro de Justicia: su excompañero de curso en la Universidad, el ministro
del Interior, Enrique Krauss.
A Correa Bulo no le correspondía todavía el nombramiento, según las
«pragmáticas» de Aylwin, pero Krauss argumentó que, al no figurar en la quina
Garrido Montt, su excondiscípulo era el mejor candidato. Cumplido optó por
otro nombre, pero en definitiva Aylwin oyó a Krauss.
Algunos abogados llegaron con historias sobre las presiones que ejercía
Correa Bulo en los tribunales inferiores, mientras fue miembro de la corte
capitalina, pero ninguno pudo mostrar pruebas[55]. Más influencia tenían
aquellos que lo defendían por su actitud durante los años de la dictadura, o
porque contaban, quizás, con que su voto era seguro para apoyar las políticas de
la Concertación en la Suprema.
El mejor antecedente en el currículum de Correa, según estos partidarios,
era su actitud en el caso del recurso de amparo presentado en 1984 por Ignacio
Vidaurrázaga, hijo de una distinguida jueza. Vidaurrázaga había sido detenido
por la CNI y trasladado a Concepción. Cuando la Corte de Apelaciones de esa
ciudad, en un gesto inusitado, ordenó con gran rapidez que una jueza se
constituyera en el cuartel para constatar su estado, el organismo de seguridad lo
trajo nuevamente a Santiago. En la capital, Correa Bulo se presentó en el cuartel
de la CNI, logró ver al detenido y constató las numerosas heridas que tenía por
causa de las torturas. El magistrado tomó nota e informó a sus superiores en
detalle. La CNI tuvo que liberarlo[56].
Una vez instalado en la Suprema el magistrado retribuyó el apoyo que le
brindó el ministro del Interior. Se convirtió en su contacto privilegiado. Buscó
contrarrestar la influencia castrense en el máximo tribunal informando
oportunamente de las movidas e intenciones del auditor Torres.
Profesor en la Escuela de Investigaciones, fue también un puntal clave de la
Concertación cuando más tarde llegaron a la Corte Suprema las controvertidas
resoluciones cuestionando la acción de la llamada «Oficina» —dependencia
creada por el gobierno de Aylwin para cubrir los temas de Inteligencia— y del
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director de la policía civil en los casos del crimen de Jaime Guzmán y del
secuestro de Cristián Edwards[57].
¿Podría alguien reprochar a Correa Bulo por hacer en favor del Gobierno o
la Concertación lo mismo que habían hecho otros varios altos magistrados de la
Corte Suprema por el Gobierno Militar o incluso, más tarde, por el Ejército?
Recuérdese que fueron esos contactos entre Interior y la Suprema los que
permitieron al Ejecutivo, años más tarde, enterarse de una resolución que hubiera
cambiado el rumbo de la sentencia por el caso Letelier. El general (r) Manuel
Contreras se había internado en el Hospital Félix D’Amesti para evitar su
traslado al penal de Punta Peuco, presentando enseguida un recurso de
protección para que se le permitiera continuar cumpliendo la pena en un recinto
asistencial. El recurso estuvo a punto de ser acogido por la Corte Suprema por 3
a 2. Pero funcionarios de Interior se enteraron e hicieron gestiones para que uno
de los abogados integrantes fuera cambiado. Eugenio Velasco ingresó a la sala y la
protección fue rechazada. Contreras tuvo que resignarse a ingresar a la cárcel[58].
La defensa política ha sido sin duda la mejor cobertura del ministro Correa
Bulo en estos años, pero ha sido insuficiente para avalar otras actuaciones suyas.
Desde que llegó a la Suprema, comenzó a alejarse del grupo de magistrados
con quienes otrora se reunía para estudiar formas de mejorar el sistema judicial.
Se acercó, en cambio, a los dos últimos ministros nombrados por Rosende,
Lionel Beraud y a Arnaldo Toro, cuyos contactos, por otra parte, con Manuel
Contreras no son desconocidos. En compañía de ambos visitó en más de una
ocasión a un misterioso intermediario, el joyero Cristián Chavesich, conocido
por actuar promoviendo en ciertas causas fallos en favor de «clientes» suyos[59].
De acuerdo con antecedentes que recibieron funcionarios del Gobierno de
Aylwin, Chavesich recibía comisión por esas gestiones. En su fundo en
Talagante, Beraud y Toro —y luego Correa Bulo— eran visitantes siempre bien
recibidos[60].
También se hicieron más habituales las salidas nocturnas con Jordán,
acompañados en ocasiones por abogados especializados en tramitar libertades en
favor de personas acusadas de narcotráfico. Entre ellos, los llamados
«excarceleros», como Luis Edmundo Rutherford y Mario Adolfo Fernández[61].
Funcionarios que trabajaron con Correa cuando el ministro estaba en la
Corte de Apelaciones, son testigos de que el magistrado llamaba en algunas
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ocasiones a los juzgados para expresar su opinión en causas que se estaban
tramitando. Pero fue su actuación en favor de su hermana, Gilda Correa, acusada
por la policía de venta irregular de sustancias sicotrópicas, en 1995, la que
terminó por alejar de su lado a algunos abogados y jueces que antes se contaban
entre sus amigos.
Gilda Correa Bulo era la propietaria de la farmacia Pocuro 2. El
departamento de control de drogas del OS-7 de Carabineros denunció ante el
Sexto Juzgado del Crimen, en julio de 1995, que en esa farmacia se vendía
Metanfetamina, conocida como Cidrín, con recetas-cheques robadas y
adulteradas. La evidencia aportada por la policía al tribunal fue que en quince
días se habían vendido 62 de esas recetas, con un total de 7.440 tabletas.
Las recetas fueron presentadas por una misma pareja. Gilda Correa
consignó datos falsos para aparentar que los compradores eran muchos y
distintos. La policía estableció que los nombres de los presuntos compradores y
sus cédulas de identidad habían sido extraídos, en buena parte, de un listado de
subsidios habitacionales, publicado en la prensa.
El caso lo recibió la jueza María Inés Contreras, quien, en marzo de 1996,
estimó que no había antecedentes suficientes para procesar a la hermana del
ministro y cerró el sumario. El Consejo de Defensa del Estado, que actuaba
como querellante, pidió la reapertura del caso, pero la jueza lo rechazó. El CDE
apeló a la Corte de Apelaciones. Allí, los ministros Gloria Olivares y Juan
Guzmán (con la opinión en contra del abogado integrante Crisologo Bustos)
respaldaron a la jueza.
Las visitas de Luis Correa Bulo a la Corte de Apelaciones y sus esfuerzos
para que la sala quedara conformada de modo de beneficiar a su hermana fueron
más que evidentes y públicos.
Tras la decisión de la Corte de Apelaciones, en julio de 1996, la titular del
Sexto Juzgado decretó oficialmente el sobreseimiento temporal del caso.
Nuevamente el Consejo apeló, pero obtuvo idéntico resultado en la Corte de
Apelaciones. Entonces el CDE presentó un recurso de queja en la Corte Suprema
en contra de los ministros Olivares y Guzmán. La Suprema respondió
«inadmisible».
El CDE insistió por último con una queja disciplinaria en contra de la
magistrada de primera instancia, acusándola de irregularidades y negligencias. A
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fines de 1996, cuando el presidente de la Corte era ya Servando Jordán el pleno
de la Corte Suprema emitió su última opinión: «Se declara sin lugar la queja
deducida por el presidente del CDE. Devuélvase el expediente tenido a la vista.
Regístrese y archívese»[62].
La hermana del magistrado logró escapar de las severas acusaciones, pero la
imagen de Correa Bulo quedó manchada. Demasiadas personas se dieron cuenta
de los esfuerzos que hizo para que la causa fuera enterrada. Así y todo, los
antecedentes no se hicieron públicos sino hasta un año después, cuando la UDI
quiso incorporarlos a la acusación constitucional en contra de Servando Jordán.
El caso fue retirado en una decisión de última hora, pero la información fue
distribuida entre los medios de comunicación.
Recién terminado el gobierno de Aylwin, un abogado cercano al
expresidente, que había apoyado a Correa Bulo y no daba crédito a las historias
que oía sobre el magistrado, decidió hablar francamente con él.
—Lucho —le dijo—, déjame hacerte un comentario de amigos. Varias
personas me han hablado sobre tu comportamiento. Dicen que eres obsequioso
en las causas de narcotráfico. Creo que tienes que cuidarte de eso[63].
El gesto y silencio de Correa Bulo notificaron a su amigo que el comentario
no había sido bien recibido. La fría y cortés distancia que mantuvo a
continuación se lo confirmó.
Hoy Correa Bulo no apoya los intentos de los nuevos integrantes de la
Corte Suprema —con quienes en el pasado compartía un mismo afán reformista
—, por establecer algún tipo de control sobre la ética de los más altos
magistrados.
El propio Patricio Aylwin se habría arrepentido de haberlo nombrado[64].
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asiduamente discutan sus asuntos en los tribunales de Justicia, como los agentes
políticos y los grandes empresarios.
En las palabras del Código: «Prohíbese a los jueces letrados y a los ministros
de los tribunales superiores de Justicia aceptar compromisos, excepto cuando el
nombrado tuviere con alguna de las partes originariamente interesadas en el
litigio, algún vínculo de parentesco que autorice su implicancia o recusación»[65].
Pero ahí estaban Lionel Beraud y Hernán Cereceda dejándose ver, sin
mayor pudor, en el matrimonio de María Ignacia Errázuriz, hija del empresario
Francisco Javier Errázuriz (antes de que se convirtiera en parlamentario), con
quien no tienen ningún grado de parentesco que se sepa, y a pesar de que el
empresario y actual senador ha sido seguramente uno de los personajes públicos
chilenos que más frecuentemente se ha visto envuelto en litigios judiciales.
Errázuriz invitó a todos los ministros de Corte a ese casamiento, pero la mayoría
rehusó asistir.
En favor del dúo Béraud-Cereceda sí hay que agregar, en todo caso, que,
como se verá, no están entre los jueces que hayan aparecido votando con mayor
frecuencia en forma favorable por Errázuriz.
Siempre me llamó la atención la habilidad de Beraud para desprenderse de
las acusaciones constitucionales. Si Cereceda Bravo y Jordán cometieron actos
reñidos con el servicio, Beraud no hizo menos, pero a diferencia de ambos,
terminó su carrera judicial impecablemente, sin mancha en su hoja de vida. Lo
que se llama, un artista.
Lionel Leandro Beraud Poblete inició su carrera judicial en 1946, como
secretario del Juzgado de Coronel. Luego fue juez en Nacimiento, Coronel,
Maipo (Buin), Chillán y Concepción. En 1959 fue nombrado fiscal en la Corte
de Apelaciones de Temuco y en 1964 llegó al cargo de ministro de la Corte de
Apelaciones de Chillán.
Quince años estuvo en la corte chillaneja, hasta que en 1979 fue trasladado
dos veces, en lo que puede considerarse un doble ascenso, primero como
ministro a la Corte de San Miguel y, casi inmediatamente después, a la Corte de
Santiago.
El propio Beraud recordaría más tarde, en declaraciones públicas, que el
general Augusto Pinochet le había prometido sacarlo de la Corte de Chillán y
traerlo a Santiago.
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El 29 de mayo de 1989, el ministro de Justicia Hugo Rosende lo designó
en reemplazo del fallecido Israel Bórquez como ministro de la Corte Suprema, en
los reemplazos que siguieron a la llamada «ley Caramelo».
Rosende lo escogió porque lo consideraba incondicional al general
Pinochet, aparte de que, al parecer, fue ayudado a conseguir el cargo por el
general Manuel Contreras.
Beraud había dado pruebas de lealtad. En 1979 investigó el atentado
explosivo contra la casa del presidente de la Corte Suprema, Israel Bórquez,
cuando el ministro analizaba la petición de extradición a Estados Unidos de los
exjefes de la DINA. Aunque posteriores procesos judiciales demostrarían que el
ataque a Bórquez fue ejecutado por personal del propio organismo de seguridad,
Beraud dio validez a la versión que le entregó la recién creada Central Nacional
de Informaciones (CNI), acusando a un grupo de presuntos militantes de partidos
de izquierda. Desechó investigar las torturas que los inculpados decían haber
recibido, porque —dijo— «ello no pasa de ser una maniobra utilizada por estos
delincuentes».
Me ha llevado algunos años reunir documentación para este libro, y en
todo este tiempo me ha tocado toparme constantemente con las más severas
acusaciones contra este magistrado. Importantes abogados, ministros de la Corte
de Apelaciones y hasta de la Corte Suprema las dan por comprobadas, aunque,
como suele ocurrir, pocos de ellos pueden señalar evidencias.
El problema de la «prueba» es lo que seguramente detuvo a varias de las
personas que entrevisté, y que junto con pedir que sus nombres se mantuvieran
reserva, se abstuvieron de ir más lejos con sus aseveraciones.
Sin embargo, huellas de su particular conducta y concepto del ejercicio de
su ministerio están a la vista de quien haya conocido un poco el mundo del
Poder Judicial a comienzos de los ‘90.
Parte de esos antecedentes eran conocidos por el Ministerio del Interior
bajo el gobierno de Aylwin. Cuando se iba a discutir en la Tercera Sala de la
Corte Suprema la contienda de competencia por el secuestro de Alfonso
Chanfreau (caso que costó la acusación constitucional y posterior destitución de
su colega Hernán Cereceda), Lionel Beraud recibió la visita de un amigo muy
cercano. El intermediario llevaba un mensaje: «Hay quienes en el Gobierno
conocen aspectos de tu vida que pueden complicarte en el futuro»[66].
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Si aprobaba el traspaso, Beraud sería acusado constitucionalmente y esos
antecedentes podrían quedar expuestos. Podrían hacerlo caer. Beraud tomó una
decisión. Le dijo a su amigo que votaría para que el proceso se quedara en la
justicia ordinaria. Eso significaba que la votación sería tres votos contra tres (el
general Torres integraría la sala en nombre del Ejército), abriendo las
posibilidades para que el caso quedara en manos de la ministra visitadora, Gloria
Olivares.
Pero horas antes de la decisión, Beraud cambió nuevamente de parecer.
Junto a Hernán Cereceda, Germán Valenzuela y el auditor Torres, votó por el
traspaso de la causa a la justicia militar.
Funcionarios del Ministerio del Interior recibieron como explicación que el
general Torres había hecho un trabajo de persuasión aún más efectivo,
recordándole a Beraud las numerosas ocasiones en que el Hospital Militar lo
había atendido con generosa y especial dedicación, derecho del que podría seguir
disfrutando en el futuro[67].
El hecho es que en 1981, el Ministerio de Defensa había dictado un
decreto que creó una nueva categoría de pacientes en el Hospital Militar. La
categoría «C», que permitió a los ministros de la Corte Suprema esquivar las
deficiencias de los hospitales públicos y atenderse en condiciones preferenciales
en ese recinto asistencial, junto al personal del Ejército, los ministros de Estado y
los pilotos de LAN Chile. Lejos estaba todavía el día en que el otorgamiento de ese
privilegio a Beraud le costaría caro a la institución castrense.
Algunos que lo conocen más de cerca aseguran que fue su esposa y no
Torres quien lo hizo retractarse, encarándole el agradecimiento que le debían no
solo al Hospital Militar, sino al Ejército y al general Pinochet. Lo cierto es que
Beraud se arriesgó y puso su cabeza, junto a la de Cereceda Bravo, Valenzuela
Erazo y Torres en una acusación constitucional que no lo dejó vivir en paz sino
hasta el día en que, respecto de su nombre, la acusación fue rechazada.
Posteriormente, solo fue cuestión de tiempo para que retomara, aunque
con mayor cautela, una de las prácticas características de su paso por la Corte
Suprema: las llamadas a sus subalternos para hacerles conocer su opinión en
ciertas causas, su interés en que un proceso tal se fallara «conforme a derecho».
En estos menesteres, solía jugar un papel protagónico en los pasillos de la Corte
Suprema su esposa Gloria, quien no evitaba los acercamientos a las partes
interesadas en los juicios que se discutían en la sala de su esposo. Un comentario
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personal sobre las dificultades económicas de la familia y la necesidad de vender
algún determinado y preciado bien familiar para solventar gastos extraordinarios,
podía inclinar a un abogado en litigio a un gesto caritativo. En el transcurso de
tal conversación no se mencionaba jamás el juicio, por supuesto, pero desde ese
minuto el profesional quedaba a la espera, con cierto grado de confianza, de un
resultado favorable a su postura en la resolución pendiente[68].
Beraud tiene un hijo, Lionel, también abogado, quien trabaja en el Banco
del Estado. Si el profesional tenía una causa pendiente en un tribunal de alzada,
los magistrados en cuestión probablemente recibían un llamado de Beraud padre
haciendo notar que en el proceso determinado litigaría su hijo.
El novel jurisconsulto ganó cierta fama por lograr resoluciones favorables
en casos «imposibles». Ofrecía sus servicios pidiendo una parte de sus honorarios
por adelantado y la otra, al final, de acuerdo con el resultado[69].
También un cuñado del magistrado, Nelson Guzmán Troncoso (que está
casado con la hermana de Gloria de Beraud) intermediaba en juicios, invocando
sus especiales contactos en la Corte Suprema, aunque luego ambos se
enemistaron. Guzmán Troncoso estuvo preso por estafar a una compañía
aseguradora y las relaciones familiares quedaron severamente dañadas[70].
Otro intermediario que alardeaba de sus contactos ante la Corte Suprema,
aún sin ser abogado, es el joyero Cristián Chavesich estrecho amigo de Beraud,
que ya hemos mencionado anteriormente. El magistrado es un asiduo visitante
del fundo que el joyero tiene en Talagante, y la amistad de Beraud con él formó
parte de los antecedentes que recibieron los parlamentarios durante la acusación
constitucional contra la Tercera Sala. Especialmente porque Chavesich tenía
«prontuario» por infracción a la ley de oro, aunque este dato no llegó a esgrimirse
específicamente en el plenario.
Las actuaciones del magistrado Beraud llamaron la atención del Consejo de
Defensa del Estado en 1993, en la demanda por el cobro de los quinquenios
Dipreca.
El caso es el siguiente: en el 17.º Juzgado Civil de Santiago se inició la
causa caratulada como «Jara Cartagena, Berta y otras, con Dirección de Previsión
de Carabineros de Chile (DIPRECA)». Consistía en la demanda de 873
exfuncionarios de Gendarmería que pedían el reconocimiento, a partir del 1.º de
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enero de 1974, de los «quinquenios penitenciarios», lo que significaba recuperar
una cifra global cercana a los 10 millones de dólares.
En este tipo de demandas colectivas, la cifra que se obtenga, repartida entre
todos los trabajadores, no representa a veces gran cosa, pero el abogado a cargo
de la defensa y los intermediarios, si los hay, cobran una comisión individual que
se calcula sobre el total del monto. Y esa sí es una suma considerable.
Los demandantes obtuvieron una sentencia favorable en primera instancia,
pero el CDE apeló a la Corte de Apelaciones, argumentando que los quinquenios
habían dejado de pagarse en 1974 y vinieron a reclamarse 18 años después,
cuando las eventuales acciones legales estaban prescritas. La contraparte
argumentó que se trataba de un derecho de carácter alimentario y por lo tanto,
imprescriptible.
La sala integrada por los ministros Milton Juica, Juan Araya y María
Antonia Morales dio la razón al fisco y revocó la sentencia, el 17 de abril de
1993. En el mismo acto, rechazaron la demanda de 49 de los litigantes, pues
adolecía de vicios procesales.
Los demandantes presentaron un recurso de queja que fue resuelto apenas
19 días más tarde, adquiriendo una prioridad inexplicable sobre otras 2.000
quejas que estaban pendientes en el máximo tribunal.
La sala de la Corte Suprema estuvo integrada por los ministros Lionel
Beraud los recién designados por Aylwin, Mario Garrido y Víctor Hernández y
por los abogados Alejandro Silva y Luis Cousiño.
El CDE no pudo hacerse parte en el recurso porque el ingreso de la causa no
quedó registrado como debía. La institución tampoco fue notificada de que se
vería esta queja, pese a que un reglamento de la Corte la facultaba para informar
a las partes en una queja, cuando las «consecuencias o efectos jurídicos» de su
decisión fueran de importancia.
Alarmados por el irregular fallo, los abogados del CDE se entrevistaron con
los magistrados. Ni Garrido ni Hernández ni Silva ni Cousiño recordaban haber
oído la relación de esa causa, así como tampoco que se les hubiera advertido del
monto comprometido y de significación de la misma, como ocurre normalmente
en este tipo de causas. En el libro de registros aparecía que el relator original,
Gómez, fue reemplazado por Eduardo González, a decisión del presidente de la
sala, Lionel Beraud[71].
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El Consejo protestó por las irregularidades ante el presidente de la Corte
Suprema y pidió una reconsideración de oficio de la resolución.
En tanto, tres importantes abogados del CDE interrogaron al relator
González: el representante del CDE en la causa, Rodrigo Herrera; el consejero
Pedro Pierry y la abogada procuradora de Santiago, María Eugenia Manaud. Se
sospechaba que González no había relatado la causa y le había sacado las firmas a
los ministros por «secretaría». (Normalmente, después de que hay un acuerdo en
un caso en la Suprema, los relatores recorren las oficinas de los ministros para
que los firmen).
González admitió que al exponer no leyó el monto involucrado, pero
afirmó que hizo la relación completa de los fallos de primera y segunda instancia.
Pierry y Herrera sostuvieron que le creían. Conocían a González desde
cuando era funcionario en la Corte de Valparaíso y conocían sus antecedentes
académicos y funcionarios, todos inmejorables.
No obstante, un fallo «obtenido» por Cereceda Bravo tres años antes, sobre
la misma materia y en condiciones similares, apuntaban a la posibilidad de que
Beraud hubiera «trabajado» al funcionario para que no relatara o para que lo
hiciera de manera que los demás integrantes de la sala no se percataran de lo que
estaba en juego. En esta forma, después solo era cuestión de sacarles la firma para
la resolución que él mismo se habría encargado de sugerir.
Otros antecedentes sobre la gestión de González en Santiago vinieron a
empañar su buena reputación: su estrecha relación con el relator Jorge Correa y
el «gestor», Luis Badilla.
Badilla, quien trabajaba en el Banco del Estado, era, a comienzos de los ‘90,
una cara familiar en el segundo piso de los tribunales, a la hora en que ya no
había luz, ni muchos testigos. Íntimo amigo del relator Correa, quien más tarde
se vería involucrado en un procedimiento similar que permitió la libertad al
narcotraficante Luis Correa Ramírez, siempre estaba al tanto de los juicios contra
el fisco y ofrecía sus servicios para ganar quejas «imposibles».
El CDE protestó, pero no pudo revertir la sentencia.
Beraud era un hombre que no permitía que se pasara por alto la
importancia de su investidura como ministro de la Corte Suprema. Hasta en los
asuntos cotidianos más nimios, hacía notar la significación de su rango y de su
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nombre. Si mandaba a comprar una receta a la farmacia, el funcionario tenía que
mencionar que los remedios eran para «el ministro Beraud».
Tal vez por esa especie de ingenua arrogancia, el ministro aceptaba sin
titubeos las invitaciones a una cena de gala que cada tanto en tanto hacía la
Sudamericana de Vapores. O a alguna función especial en el Teatro Municipal,
con un regio cóctel final para los distinguidos asistentes, ofrecido por cuenta del
Banco O’Higgins. Antes que admitir lo compromitente que podía ser para su
independencia el aceptar la generosidad de Ricardo Claro o de la familia Luksic,
el magistrado se mostraba honrado por estas invitaciones.
Beraud no estaba solo en esto. La mayoría de los magistrados de la Corte
Suprema acudía a los convites, halagada seguramente por la sensación de
reconocimiento de una clase social que tradicionalmente los había ignorado.
Adolfo Bañados y Mario Garrido formaban parte de la excepcional minoría que
estaba por el rechazo a este tipo de concesiones[72].
Quizás donde mejor quedó reflejada la personalidad de Beraud, fue en el
caso de su operación en el Hospital Militar.
Beraud sufre de artrosis. El 5 de julio de 1993 se internó en ese recinto
asistencial para insertarse una prótesis en la cadera derecha. Al día siguiente, el
jefe del Servicio de Traumatología, Alfredo Elgueta Parodi, ingresa al quirófano,
donde el paciente ha sido ya preparado por sus asistentes. Coge su instrumental y
se pone a la tarea. Practicada ya la incisión en la zona marcada por los ayudantes,
advierte, demasiado tarde, que estaba operando la cadera equivocada. En lugar de
intervenir la cadera derecha la cirugía la estaba aplicando en la izquierda.
El médico medita rápidamente y toma una decisión: insertará sendas
prótesis en ambas caderas. Más tarde o más temprano, reflexiona, la zona
izquierda tendrá que ser también intervenida.
En cuanto Beraud recuperó la conciencia, Elgueta le informó de inmediato
del error cometido. Literalmente, le pidió perdón. El hospital decidió no cobrar
un solo centavo por sus servicios, pero ni las excusas ni este gesto de supuesta
generosidad lograron aplacar la furia del magistrado.
Algunos se apresuraron a sostener que Beraud no iba a atreverse a actuar
«contra el Ejército», entablando una demanda legal. Se equivocaron:
representado por Hugo Rivera, el ducho abogado que, un año antes, había
logrado revertir un auto de procesamiento en contra del empresario Francisco
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Javier Errázuriz, presentó una querella por daños contra el equipo médico que lo
había intervenido y una demanda de indemnización contra la institución
hospitalaria.
La Corte de Apelaciones nombró al ministro Cornelio Villarroel para
instruir el proceso, mientras el Consejo de Defensa del Estado designaba al
abogado Davor Harasic para que defendiera el patrimonio del fisco,
comprometido en última instancia en la indemnización. En medio de la causa, el
profesional pidió que Beraud fuera llamado a «absolver posiciones»,
procedimiento que permite al abogado de la contraparte interrogar en este caso al
querellante, para aclarar contradicciones en que este haya incurrido.
Uno de los puntos claves era precisar el eventual daño. Beraud aseguraba
que era físico y moral. Afirmaba haber quedado con una cojera permanente. El
fisco dudaba de esos asertos. Daño físico no había, era la opinión del CDE; si
acaso, moral.
Villarroel aprobó el trámite, convocando a las partes a la espaciosa segunda
sala de la Corte de Apelaciones de Santiago. En este escenario, el querellante, en
un gesto que puede calificarse de excepcional, se sentó en el estrado. Delante
suyo, pero en un asiento inferior, quedó el magistrado Villarroel, a quien, como
es de suponer, le correspondía presidir la diligencia. En primera fila, en el sector
reservado al público, se ubicó su esposa, quien, en un sillón especial, estuvo todo
el tiempo rezando el rosario. A su lado, sus dos hijos. Beraud argumentó, como
ejemplo del daño moral sufrido, que había quedado inhabilitado para impartir
«la santa comunión», lo que le provocada un inmenso dolor.
Todos los periodistas del sector recuerdan que, por esos días, el ministro se
paseaba sin ayuda de muletas. Pero en privado, porque apenas divisaba a gente de
la prensa, regresaba presuroso a su privado y reaparecía con ellas. Según se
sostenía en la demanda, Beraud había quedado atado a las muletas de por vida.
Como era previsible, Villarroel condenó a los médicos y al hospital a pagar
una indemnización de 80 millones de pesos. El CDE apeló. La suma resultaba
absolutamente excepcional. En la jurisprudencia chilena, los casos por
negligencia médica rara vez se fallan en favor de los pacientes y, si llega a ocurrir
las indemnizaciones por daños y perjuicios, aun en casos de muerte, no logran
alcanzar ni el diez por ciento de lo que se acordaba al ministro Beraud.
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En septiembre de 1995, la Primera sala de la Corte de Apelaciones de
Santiago, integrada por los ministros Raquel Camposano, Sergio Valenzuela
Patiño y Rafael Huerta, acogió los argumentos del fisco y rebajó el beneficio a la
mitad. El magistrado recurrió de casación y de queja, pero la Corte Suprema, ya
bajo el Gobierno de Eduardo Frei, mantuvo el criterio de la Corte de
Apelaciones. El Hospital Militar (es decir, en última instancia, el fisco) fue
condenado en definitiva a pagar 40 millones de pesos.
Beraud, rencoroso, no olvidó. A comienzos de 1996, la Corte Suprema
estrenaba el nuevo sistema de calificaciones, y en vez de las famosas «cuatro listas»
que se utilizaban en el pasado, los ministros de la Suprema debían ahora poner
notas de 1 a 7 a sus subalternos. Como en el colegio. Los aspectos a evaluar se
dividen en distintos rubros, cuyo promedio da finalmente la calificación anual.
Para estar en categoría «sobresaliente» no bastaría, como antes, quedar
simplemente en Lista Uno. Hay que sacar un promedio superior a 6,5.
Beraud no dejó pasar la oportunidad. Les asignó notas tan bajas a los
ministros que le habían rebajado la indemnización, que pese a la buena
evaluación de los otros ministros, los tres salieron de la categoría de
«sobresaliente» y quedaron en desmedrada condición para aspirar a un ascenso.
Ese mismo año, Beraud calificó también con notas bajas a los ministros
Juan Araya y Milton Juica, quienes nunca habían sido de su agrado. Juica una
vez, siendo relator de la Corte Suprema, se negó a una petición extraña a los
procedimientos normales que le hizo el magistrado[73].
Reportera, en aquel tiempo del diario La Tercera, escribí una crónica
informando sobre las calificaciones de Beraud. El ministro me citó a la Corte.
Me manifestó el riesgo que yo corría por haber publicado ese artículo;
derechamente, una querella por infracción a la ley de Seguridad del Estado si la
información resultaba ser falsa. Lo que él necesitaba, me dijo, era conocer la
identidad de mi fuente. Le dije que estaba en su derecho de actuar en mi contra,
pero me constaba que la información era efectiva (había visto algunas de las
planillas de las calificaciones) y que, por cierto, no revelaría mi fuente. Beraud
primero se hizo el duro, después cambió de táctica, jugando al blando y
comprensivo. Cuando comprendió que no iba a lograr nada conmigo, dio por
terminada la conversación y me dejó ir.
Días después, el magistrado aceptó la apelación de los ministros afectados y
condescendió, subiéndoles la nota.
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En la historia de sus animosidades contra ciertos jueces, Beraud sufrió
algunas derrotas. Como la que le tocó vivir con el ascenso del extitular del
Quinto Juzgado del Crimen, Alejandro Solís, al rango de ministro de la Corte de
Apelaciones de Santiago. Lo persiguió en forma implacable, más allá de los años
de la dictadura, tiempo en que se lo consideraba un juez «opositor», frustrando
las esperanzas de Solís con la llegada del nuevo gobierno. Quince veces estuvo el
magistrado en humillantes esperas en las antesalas de los ministros, sometido a la
arbitrariedad de los oficiales de sala, para pedirles que lo incluyeran en las quinas
de ascenso a la Corte capitalina o como relator de la Corte Suprema. El mayor
obstáculo era esta, porque, allí, cada vez que se mencionaba su nombre, Beraud
lo vetaba[74].
Finalmente, en 1992, ausente Beraud, en un pleno al que asistían solo 9
ministros de la Suprema, Solís fue aprobado. Beraud hizo gestiones para anular la
decisión de sus colegas, pero ya era tarde. Poco después, el Presidente Aylwin
escogía a Solís y el magistrado pudo finalmente llegar a la corte de Apelaciones de
Santiago.
Avanzada la década del ‘90, con la renovación de la Corte Suprema, el
ministro Beraud perdió influencia. No toda, sin embargo. Un día de 1996, el
abogado del Consejo de Defensa del Estado Claudio Arellano Párker, esperaba su
turno para alegar una causa por violación a la ley de alcoholes. Un funcionario de
la Corte se le acercó y le dijo:
—No se moleste en alegar. El ministro Beraud ya habló con los ministros
adentro.
Arellano, inquieto por el anuncio, presentó de todos modos su alegato.
Perdió.
No se dejó amilanar ante la Corte Suprema y otra vez lo siguió la sonrisa
irónica del funcionario. «No se moleste». El CDE perdió nuevamente[75].
En uno de los episodios finales de su gestión, en la acusación contra Jordán,
Beraud cumplió un influyente, pero no aclarado papel. Junto a Luis Correa Bulo,
asistió a una cena con el exministro Enrique Krauss para tratar el tema. Lo que
discutieron los tres forma parte de los enigmas no resueltos en la operación de
salvataje de Jordán.
Finalmente, llegó para Beraud el término de su carrera como ministro de la
Corte Suprema. Cuando la ministra Soledad Alvear logró la aprobación del
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límite de 75 años como edad tope para la permanencia en el máximo tribunal, el
magistrado fue uno de los que mostró mayor ansiedad y angustia por el retiro
forzoso. Intentó mantenerse. Estableció todo tipo de contactos para conseguir
alguna exención: que se dejara, por ejemplo, al margen de la disposición a los
ministros que estaban en funciones todavía. Esta vez, fracasó.
Tenía 80 años de edad cuando cursó su retiro. Su hoja de vida funcionaría
era un modelo de pulcritud: inmaculada, en ella no figuraba ni la más mínima
sombra de reserva o reproche.
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De todos modos, el ascenso fue aprobado por Castillo Velasco y el
presidente lo nombró ministro de la corte de Apelaciones capitalina, en la que
rápidamente el liderazgo de Cereceda se hizo notar.
Su liderazgo se convertiría años después, durante la dictadura militar, en un
franco predominio hegemónico.
En 1980 se encontró con que el destino del ministro de Justicia que había
aprobado su ascenso estaba en sus manos. Cereceda formaba parte de la sala de la
corte de Apelaciones de Santiago que debía decidir sobre el amparo presentado
por Jaime Castillo Velasco, entonces presidente de la Comisión Chilena de
Derechos Humanos, que afrontaba —por segunda vez— una condena de
expulsión del país.
El amparo fue rechazado con los votos de Ricardo Gálvez y Arnoldo
Dreysse. Cereceda fue el encargado de redactar el fallo, y fundamentó su decisión
acusando al exministro de Frei de promover, con sus prácticas, actos de
«terrorismo», como el atentado a la casa del expresidente de la Corte Suprema,
Israel Bórquez, en 1979.
El ministerio del Interior, representado por Ambrosio Rodríguez, acusaba a
Castillo: de haber suscrito en Argelia «un pacto con el partido comunista»,
desprestigiar el plebiscito de 1980, haber viajado a Caracas para apoyar la acción
de la DC venezolana y participar en una huelga de hambre en la iglesia de San
Francisco en agosto de 1978 y otra en la Parroquia Universitaria en mayo de
1979.
Como ministro de la corte de alzada, Cereceda jamás acogió un recurso de
amparo y siempre dio crédito a las versiones oficiales en los juicios por
violaciones a los derechos humanos. Apelativos como «narcotraficantes» y
«terroristas» figuraban en sus sentencias para definir a los opositores al gobierno
militar.
Cuando Hugo Rosende llegó al Ministerio de Justicia, en 1984, Cereceda
se convirtió en el favorito. Lo ascendió a la Suprema en junio del ‘85, en el que
fuera justamente el primer nombramiento resuelto por Rosende en relación con
la Corte. En la propuesta, previa al fallo ministerial, figuraba en segundo lugar
otro postulante, con muchos más años de antigüedad que Cereceda y con el
antecedente adicional de haber hecho la etapa de rigor en los tribunales de
provincia. Su nombre era Servando Jordán. Fue el punto de partida de una
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rivalidad entre ambos que se convirtió en legendaria en la pequeña historia de
nuestro poder judicial.
A poco de asumir su cargo en el máximo tribunal, Cereceda formuló lo que
podría estimarse su código de principios: «Tenemos que aplicar las leyes vigentes
(…) Las leyes las hace otro Poder del Estado. A nosotros solo nos corresponde
aplicarlas». Paralelamente, se apoyó dogmáticamente en la tesis de que la
amnistía impedía investigar, defendió la competencia de la justicia militar sobre
la civil en casos de violaciones a los derechos humanos y rechazó invariablemente
las presentaciones de la Vicaría de la Solidaridad.
Cultivó su liderazgo, promoviendo la carrera de algunos jueces y
entorpeciendo la del resto. Aprovechando su cercanía con Rosende, mantenía
informado al Ejecutivo de las conductas de sus colegas y los juicios que a él le
interesaban. No solo profesionales, también políticos.
El Código Orgánico de Tribunales es terminante: «Los jueces deben
abstenerse de expresar y aún de insinuar privadamente su juicio respecto de los
negocios que por ley son llamados a fallar». Cereceda no solo hizo caso omiso de
estas disposiciones, sino que usó el cargo para beneficio personal y de los suyos.
Llamaba a los jueces subalternos para pedir, por ejemplo, el nombramiento como
peritos, en causas judiciales, de su hermano Pablo Cereceda Bravo y su sobrino,
Raúl Cereceda Zúñiga.
El primero es síndico de quiebras y el segundo, perito contable. Ambos
forman parte de una lista de entre las cuales los magistrados pueden escoger un
nombre cuando necesitan designar a un síndico en una empresa en bancarrota o
hacer un peritaje que es pagado por el Estado o por las partes litigantes.
A veces la petición ni quisiera era necesaria. Los jueces, conociendo la
relación de parentesco con el ministro, los preferían sobre los demás, lo que, más
allá de que Cereceda pudiera o no intervenir, también cae dentro del margen de
la ilegalidad flagrante.
Era moneda corriente que el magistrado llamara a los jueces para manifestar
su opinión sobre la manera en que debían resolver ciertos juicios. La forma en
que «obtenía» fallos aun en la Corte Suprema en causas que le interesaban, era
historia conocida por todos en los tribunales aún antes del cambio de gobierno.
Un hecho que ilustra en forma cruda y casi novelesca las actuaciones
abusivas de Cereceda es el proceso contra los campesinos Berta Contreras Soto y
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su hijo Luis Díaz.
En 1987, el ministro le compró al sobrino de Berta Contreras, Erasmo
Arredondo, terrenos que daban al lago Rapel y que le pertenecían legalmente a la
anciana, dueña de casa y habitante de la comuna de Las Cabras.
Ignorantes de la operación, el 18 de abril de ese año, Berta y sus hijos
fueron sorprendidos cortando membrillos en el predio que habían recibido por
herencia un año antes. Juan Segundo Caroca, el cuidador contratado por el
nuevo dueño, los increpó al verlos con la fruta en los faldones de sus chalecos.
—Estos terrenos son nuestros —replicó Luis Díaz[77].
Se presentó Erasmo Arredondo, sobrino de Berta y vendedor del predio,
quien avaluó lo hurtado en diez mil pesos, correspondientes a 30 kilos de
manzanas, higos y membrillos.
Berta Contreras y su hijo Luis fueron a parar al juzgado. Una hija de la
mujer, que trabajaba en la Empresa Nacional del Petróleo (ENAP), tuvo que
asumir la tarea de buscar abogado. Ni ella contaba con mayores recursos, ni la
familia tampoco, que provenía de la clase media empobrecida. Tuvieron que
recurrir a un abogado de Santiago, Eduardo Soto, tras recibir la negativa de una
larga lista de abogados rancagüinos. Nadie quería pelear con un supremo. Menos
con Cereceda. Su poderío e influencia en los juzgados, policía y hasta municipio
de Rapel y, en general, en la Sexta Región eran sobradamente conocidos. Y
temidos.
Soto, que nunca recibió remuneración por este caso, argumentó lo obvio: la
familia no podía ser acusada del hurto de frutas en terrenos que creían propios.
Que además todo lo que había sacado eran unos pocos membrillos, apena lo que
podían cargar en los faldones de sus chalecos.
Hernán Cereceda se querelló contra Berta Contreras y su hijo. Pese a la
insignificancia del monto comprometido y de la acumulación de centenares de
procesos de mayor envergadura en los tribunales rancagüinos, la Corte de
Apelaciones de esa ciudad designó —cosa absolutamente insólita— ¡un ministro
especial para que se hiciera cargo del caso!
Al asumir, el magistrado Juan Rivas estableció que Berta Contreras tenía
realmente la posesión efectiva de los terrenos (según una resolución del 19.º
Juzgado civil de Santiago) y que el título de propiedad a nombre del ministro
Cereceda le había sido concedido gracias al contrato de compraventa con Erasmo
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Arredondo, quien formaba parte de la misma herencia, pero cuyos derechos aún
no habían sido reconocidos legalmente.
El juez determinó que antes de resolver sobre el hurto, debía aclararse el
asunto civil sobre la propiedad y sobreseyó temporalmente la causa, en julio de
1987.
Cereceda no quedó, por supuesto, conforme.
Al cabo de un tiempo reanudó la querella, acusando esta vez a Berta
Contreras de «violación de domicilio», iniciando así una nueva causa. Ella
rechazó la acusación, declarando que solo había ido a la propiedad del ministro
para mostrarle los papeles que la acreditaban como dueña legal. Ocurrió entonces
algo que escapa a la racionalidad: la jueza de Peumo-Cachagua, Irene Morales,
encargada del proceso, no le dio crédito y ordenó su detención, disponiendo su
traslado, ¡con los tobillos engrillados!, a la ciudad de Rancagua. Allí, sin embargo,
fue puesta en libertad, previo pago de una fianza.
Cereceda presentó ante la Corte Suprema un escrito, quejándose de la falta
de acuciosidad con que se tramitaban ambos procesos. El 12 de agosto de 1988,
el máximo tribunal reabrió la causa por hurto, la acumuló con el proceso por
violación de domicilio y le recomendó al ministro Rivas prestar «especial
atención» a ambos procesos.
El magistrado solicitó dos informes periciales para que se estableciera
fidedignamente el monto de lo hurtado. Los peritos respondieron que los árboles
del lugar producían fruta de mala calidad, sin valor comercial. Uno de ellos
avaluó toda la producción en un máximo de 820 pesos. El segundo, en mil 50
pesos. Desgraciadamente, Rivas enfermó, y el 28 de agosto, el mismo día que
asumió como suplente, el magistrado Alfonso Álvarez sometió a proceso a Berta
Contreras y a su hijo Luis Díaz como coautores del delito de hurto. La causa
quedó estancada hasta febrero de 1989, cuando Rivas, el titular, sobrepasado por
la evaluación del caso que hacían sus superiores, confirmó los autos de reo por
hurto. Sin embargo, desechó la acusación de supuesta violación de domicilio y
sobreseyó temporalmente ese segundo proceso.
El abogado que defendió a la familia Contreras siguió insistiendo en que
fueran declarados inocentes, pues no podían ser autores de hurto de un terreno
que les pertenecía legalmente. El ministro Rivas replicó diciendo simplemente
que «tal fundamentación cae por su base» pues ya había sido rechazada por la
Corte Suprema. Sostuvo que si bien la mujer tenía derechos sobre la propiedad,
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eso no significaba que los tuviera sobre los bienes que había en ella. El
magistrado fijó arbitrariamente lo sustraído en una suma levemente superior a los
siete mil pesos y les impuso la pena de presidio menor en su grado mínimo: es
decir, 61 días de cárcel.
En 1990, las apelaciones llegaron a la Corte de Rancagua. El fiscal Hernán
Matus, cuyo parecer fue consultado antes de fallar, recomendó la absolución de
los condenados. El delito, dijo, no estaba configurado. Berta Contreras era la
heredera legal de ese predio y, por lo tanto, también dueña, al menos como
comunera, de «todos» los bienes que había en él. Rechazó también el cálculo de
lo sustraído. Dijo que si los peritos estimaron el valor de toda la producción en
un máximo de mil pesos, la fruta que los condenados se llevaron en los faldones
de sus chalecos no podía costar más de ¡trescientos pesos!
A pesar de todo, la Corte de Rancagua rechazó los razonamientos del fiscal
y confirmó los autos de reo. Otro tanto ocurrió con las presentaciones de la
defensa de Berta Contreras y su hijo ante la Corte Suprema.
Resultado final: Cereceda se quedó con los terrenos. Berta Contreras y su
hijo, condenados y llenos de impotencia, se vieron en la obligación de firmar
periódicamente en el patronato de reos. Luis Díaz se aburrió un día y no fue más.
Hasta hace muy poco tenía todavía en sus antecedentes el traspié legal y le era
muy difícil encontrar trabajo.
Estas y otras actuaciones del ministro Cereceda quedaron, tras el cambio de
gobierno, ocultas bajo el vendaval que produjo la disputa política entre el Poder
Ejecutivo y el Poder Judicial.
Cereceda intentó actuar con astucia en el nuevo escenario. Como queda
registrado en estas mismas páginas, el magistrado mantuvo una postura ambigua,
con una apariencia de cercanía a las propuestas de reforma que hacía el gobierno.
Era evidente que si se alineaba claramente con los «duros» sus posibilidades de
sobrevivencia funcionaria iban a ser menores. Motivado quizás también por su
rivalidad con Enrique Correa Labra, Cereceda se ubicó en la vereda del frente,
junto a Roberto Dávila y Hernán Álvarez.
Pero su astucia no lo llevó muy lejos.
En junio de 1990, la Corte de Apelaciones de Santiago nombró a Gloria
Olivares para que investigara el secuestro y desaparición del dirigente del MIR,
Alfonso Chanfreau. Los testimonios de la exinformante Luz Arce y de exiliados
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retornados que habían estado recluidos con él, habrían agregado los «nuevos
antecedentes» que la causa necesitaba para su reapertura.
La magistrada tomó el caso con pasión y, sin medir las consecuencias
políticas, citó a los agentes de la DINA que estuvieron al mando del centro
clandestino de detención conocido como Villa Grimaldi. Entre ellos, al coronel
en servicio activo Miguel Krasnoff Martchenko, comandante de la IV división de
Ejército, con asiento en Valdivia.
Fue el límite que colmó la paciencia del Ejército. La justicia militar reclamó
para sí la causa y se trabó la contienda de competencia que solo la Corte Suprema
podía dirimir. Fue así como el caso llegó a la Tercera Sala, presidida por
Cereceda, e integrada por Lionel Beraud, Germán Valenzuela Erazo, dos
abogados integrantes y, excepcionalmente, por el auditor general del Ejército,
Fernando Torres Silva.
El 30 de octubre de 1992, los magistrados, con los votos en contra de los
abogados integrantes, traspasaron el caso a la justicia militar.
Gloria Olivares no pudo evitar el llanto cuando supo la noticia.
Las reacciones no se hicieron esperar: la bancada de diputados socialistas de
la Cámara presentó de inmediato una acusación constitucional por «notable
abandono de deberes» en contra de Cereceda, Beraud, Valenzuela y el auditor
Torres. Se apoyaba en el argumento de que el fallo había significado una
manifiesta denegación de justicia, pues era un hecho que en la justicia militar los
casos por violaciones a los derechos humanos terminaban sobreseídos
definitivamente.
En la fundamentación se agregaba un caso anterior, el del secuestro del
coronel Carreño. Los mismos ministros habían permitido que Torres integrara la
sala, a pesar de que había sido él mismo quien había ordenado las detenciones e
interrogatorios (realizados bajo tortura) y había dictado en primera instancia una
sentencia de condena. No solo no habían sugerido la inhabilidad de Torres para
pronunciarse sobre los recursos presentados por la defensa, sino que, los
ministros de la Corte Suprema lo habían nombrado ministro redactor del fallo.
Un tercer argumento estaba ligado al segundo: la demora de la sala, más
allá de los plazos legales y pese a haber «reo preso», en dictar el fallo sobre la
sentencia definitiva.
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Aunque los fundamentos eran débiles, principalmente porque era evidente
que se trataba de irregularidades que la mayoría de los magistrados había
cometido y seguía cometiendo en numerosos casos, los partidos de la
Concertación en pleno apoyaron la acusación, mientras que la oposición la
rechazó. Con los votos de los primeros, fue aprobada en la Cámara de
Diputados, tras una discusión en que empezaron a surgir indicios de la
vulnerabilidad de Cereceda por otros hechos. Actos que nadie mencionó en
público, con excepción del diputado Jaime Campos quien tuvo el coraje de decir
en el hemiciclo que Cereceda era «un juez venal». Aunque no dio detalles, las
personas mejor informadas, en verdad casi todo el mundo «en el foro», sabían lo
que había detrás del comentario.
En el Senado los pronósticos apuntaban a que la acusación iba a ser
rechazada. La oposición, con los senadores designados, era superior en un voto
sobre la Concertación.
Horas antes de la votación, el presidente del Senado, Gabriel Valdés,
anunció que se votaría separadamente el caso de cada uno de los ministros,
dividiendo además la votación en cada una de las tres acusaciones.
La mayoría de la oposición le permitió fáciles victorias, produciéndose
incluso un margen favorable adicional inesperado en el punto de la acusación que
condenaba la integración del general Torres en el proceso por el secuestro del
coronel Carreño. En este caso se sumaron a los votos de la oposición los de dos
representantes de la Concertación, rompiendo la cohesionada conducta del
conglomerado: los de los senadores Eduardo y Arturo Frei.
Lo que no estaba previsto, sin embargo, fue que tres parlamentarios de
Renovación Nacional, Ignacio Pérez Walker, Sebastián Piñera y Hugo Ortiz de
Fillipi, apoyaran la acusación en uno de los puntos —la demora en la sentencia
del caso Carreño— en contra de uno de los magistrados, Hernán Cereceda,
produciendo un verdadero terremoto político.
Sus «razones de conciencia» nada tenían que ver con el caso Chanfreau, ni
con los tópicos formales de la acusación. Más bien tenían su origen en las
experiencias del senador Ortiz, como abogado, en su trato con el ministro
Cereceda. «Yo sé que es corrupto», sostuvo en conversaciones privadas que
mantuvo con parlamentarios de la Concertación, a los que les anunció su
decisión de apoyar la acusación. «Yo mismo le pagué una vez»[78], había
agregado, lapidario.
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En los tribunales se hablaba del «cobro a la italiana» que Ortiz le había
hecho a Cereceda. Y del respaldo otorgado por Servando Jordán con su silencio.
Lo cierto es que al menos una parte de esas otras razones estaba en
conocimiento de los dirigentes de la Concertación cuando la acusación fue
presentada. Ninguno de ellos, sin embargo, las hizo públicas ni entonces, ni
después. Nunca se mencionó, por ejemplo, que el Servicio de Impuestos Internos
(SII) había verificado la falta de correspondencia entre el nivel de ingresos y de
gastos que revelaban algunos de los ministros de la Corte Suprema.
Yo estaba, por esas fechas, comenzando a reunir información para este libro
y tuve la oportunidad de conversar con el abogado del SII a cargo de esas
investigaciones. Le pedí que me revelara los resultados. «Ahora no puede ser», me
dijo, «la cosa está muy caliente». Repetidas veces, incluso mucho tiempo más
tarde, le insistí sobre el punto. La última respuesta suya es inolvidable: «¿Para qué
quieres nada ahora? Eso ya pasó».
Era obvio que los bienes que exhibía Cereceda llamaban a sospecha. Su
automóvil último modelo contrastaba con los vehículos fiscales asignados a sus
colegas; sus lujosos departamentos —comprados rigurosamente al contado— en
El Bosque y Las Condes, uno de los cuales tenía un avalúo fiscal, en ese entonces,
de 180 millones de pesos. Imposible compararlos con la vivienda fiscal, por
ejemplo, que habitaba en Providencia Enrique Correa Labra.
Cereceda cultivaba, además, el hobby de coleccionista de obras de arte caras.
Si desde que asumió Aylwin los presidentes del Colegio de Abogados
reclamaban repetidamente por los «alegatos nocturnos» —quejas que Cumplido
representó ante los presidentes de la Corte Suprema de turno—, se debía
principalmente a la conducta de Cereceda, cuyo despacho «se llenaba de gente
para pedir audiencias»[79].
Sus especiales vínculos con el relator Jorge Correa y con el abogado Luis
Badilla hacía tiempo que llamaban la atención. Cereceda procuraba que Correa
fuera el relator en las causas de su interés, y el funcionario llegó a cobrar tal
presencia, que llegaba al extremo de desplazar por propia iniciativa a sus colegas,
quitándoles los expedientes con el argumento de que era su función narrar
«todas» las quejas. Como se sabe, el papel del relator es fundamental, porque
depende en una buena medida de su «narración» el que lo que se resuelva se
incline en uno u otro sentido.
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El relator Correa llegó a la Corte Suprema en 1990, por decisión del
presidente Luis Maldonado, quien en estos casos se dejaba asesorar por Cereceda,
favorito suyo. El relator «suplente» no tenía rango de titular, pero se le adjudicó
la tarea de ayudar a despachar las quejas, que aumentaban día a día en la Corte
Suprema. Como él mismo reconocería en una entrevista, tiempo más tarde, al
año de iniciada su labor en la Suprema, el número de fallos en recursos de queja
aumentó en más de mil respecto de 1989.
Correa tuvo el talento de instalarse en el alero de Cereceda, sin desdeñar,
sin embargo, la cercanía con su rival, Servando Jordán.
El abogado Badilla —hijo de una empleada de Cereceda—, era conocido
en el foro porque ofrecía sus servicios como «gestor», según ya se ha señalado, y
como habitué en el despacho de Cereceda cuando se realizaban los alegatos
nocturnos.
También era ampliamente conocida la protección que Cereceda les
brindaba a sus parientes en funciones asignadas por la Justicia.
Tras el quiebre de la empresa Lozapenco, por ejemplo, que implicó el
procesamiento de Feliciano Palma y el despido de miles de trabajadores
penquistas, un tribunal civil nombró como síndico suplente a Pablo Cereceda. El
profesional se haría cargo de la empresa hasta que la Junta de Acreedores —en
que el actor principal era el fisco— se reuniera para ratificar o rechazar su
designación. Reunida esta, se acordó reemplazar a Cereceda, por el síndico
Germán Sandoval.
El primero había cumplido sus funciones entre el 22 de noviembre de 1990
y el 20 de enero de 1991, y a la hora de tener que finiquitar sus servicios presentó
su cuenta de honorarios: ¡140 millones de pesos! Una suma como para no
creerlo. La Junta contaba con que no serían más de tres o cuatro millones.
Le tocó a Selim Carrasco, entonces fiscal de la Tesorería General de la
República y asesor jurídico de la Junta Militar, discutir con Pablo Cereceda el
tema de sus honorarios. El encuentro estaba apenas comenzando cuando sonó el
teléfono y tras las palabras rituales de buena crianza, se produjo el siguiente
diálogo:
—Tengo entendido que hay un problema con los honorarios de mi
hermano—. La amable voz en el otro lado de la línea era la del ministro de la
Corte Suprema Hernán Cereceda. —A ver, cómo explicarle: esta es la primera
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vez que hago algo así… Ocurre que él es un excelente profesional, otro nivel,
usted sabe. Lo que pide, en realidad, no es exagerado; y yo me atrevo a sugerirle
que apruebe el pago.
—Ministro, yo no le podría asegurar nada. La verdad es que en estos casos
lo normal es que el fisco pague el mínimo… No cuestionamos las capacidades de
Pablo, hizo un buen trabajo, pero sus honorarios son demasiado elevados[80].
La conversación duró más de quince minutos. Cuando colgó, Carrasco
estuvo todavía un rato en pleno regateo con el perito y al cabo logró llegar con él
a un acuerdo: convinieron en rebajar sus honorarios a 20 millones de pesos[81].
A pesar de lo acordado, Cereceda volvió posteriormente a la carga en la
reunión de la Junta de Acreedores, exigiendo subir la postura a 25 millones con
la amenaza, en caso de contrario, de llevar el caso a los tribunales. Aunque
notoriamente la suma era excesiva, considerando que no había siquiera recursos
suficientes para pagar a los trabajadores, los accionistas cedieron a la petición, por
temor a que Cereceda obtuviera una indemnización todavía mayor si llevaba el
problema a los estrados judiciales.
Pablo Cereceda actuaba en sus funciones de síndico, normalmente, en unas
treinta quiebras simultáneas, todas importantes. Sus honorarios, lo mismo que
los de Raúl Cereceda Zúñiga, sobrino del ministro, eran cuestionados por el
Consejo de Defensa del Estado en el 80 por ciento de los casos, pero lo habitual
era que el fisco perdiera los juicios al llegar a la Corte Suprema[82].
Tras la destitución de su pariente, ambos perdieron influencia, aunque
continuaron recurriendo a los tribunales en búsqueda de amparo. Menudearon
sus conflictos con el Servicio de Impuestos Internos por los más diversos
problemas tributarios.
El 21 de enero de 1993 el Senado aprobó la destitución del ministro
Hernán Cereceda, y desde ese mismo día el magistrado dejó de ser integrante del
máximo tribunal.
Bajo la presidencia de Marcos Aburto, el pleno de la Corte Suprema
decidió acatar la decisión del Senado. En un acuerdo del que no se dejó registro
escrito, los magistrados resolvieron además no recibirlo en audiencias. Aunque
públicamente continuaron defendiéndolo.
En la Corte de Apelaciones de Valparaíso se presentaron dos recursos de
protección a favor suyo, en los cuales naturalmente Cereceda se hizo parte.
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Ambos fueron rechazados, tras lo cual el destituido ministro pidió ser recibido
por la Suprema.
Quería decir su último adiós.
En los primeros años del gobierno de Patricio Aylwin la Tercera Sala aparece con
una aureola que la distingue con tintas precisas de las restantes salas de la Corte
Suprema.
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En 1991 la integraban Marcos Aburto, Servando Jordán, Osvaldo Faúndez
y Enrique Zurita. En los solo tres meses comprendidos entre marzo y junio de
ese año los magistrados dictaron tal cantidad de resoluciones polémicas, que
lograron crear para la sala una fama cercana a lo mítico.
A modo de ejemplo, evoquemos un fallo memorable, el que ordenó la
reincorporación de diecisiete detectives de Temuco que habían sido dados de
baja por su participación en operaciones de narcotráfico, extorsión, complicidad
en fraudes tributarios y hasta comercialización de cheques robados. Era parte de
la depuración del servicio resuelta por el director de Investigaciones, general (r)
Horacio Toro. La Sala acogió una queja de los expolicías, estimando que sus
defensas no habían sido oídas adecuadamente.
El veredicto provocó un conflicto entre el Ejecutivo y el Poder Judicial,
pues las resoluciones habían sido firmadas por el Presidente, quien tiene la
facultad privativa de pedir la renuncia a los empleados fiscales cuando pierden su
confianza.
Otro caso. El mismo tribunal, con el voto en contra del ministro Enrique
Zurita, revocó el auto de procesamiento del exagente de la CNI Jorge Vargas
Bories, inculpado por el asesinato del periodista José Carrasco y dejó esa causa en
punto cero.
Suma y sigue. El asesinato del empresario Sergio Aurelio Sichel (cuya
muerte dio origen a la investigación por la financiera ilegal «La Cutufa») también
quedó impune, después que la Tercera Sala anuló los autos de procesamiento
dictados por la Corte de San Miguel, por violación de domicilio, en contra del
abogado Jaime Laso, del exagente de la CNI capitán (r) Patricio Castro, del
exagente bancario Ramón Escobar y del mayor de Ejército, Luis Rodríguez
Nova. Por los mismos hechos, la Corte también determinó revocar un auto de
procesamiento que ni siquiera se había dictado aún en contra del exdirector de la
CNI, general (r) Gustavo Abarzúa.
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defensas fundamentales: La Corte Suprema debe aplicar la ley le parezca mal a
quien le parezca. Pero ciertos hechos, ciertas sombras llenan de dudas al más
legalista de los analistas.
Esa misma sala fue la que el 13 de mayo de 1991, acogió una «reposición»
en un recurso de queja que otorgó la libertad provisional al colombiano Luis
Correa Ramírez, procesado, junto a otros cuatro cómplices, por la internación a
Chile del cargamento de cocaína más grande jamás descubierto (500 kilos que
ingresaron por el puerto de Arica y que serían reenviados a Estados Unidos). La
queja en cuestión había sido rechazada, en un voto unánime, menos de 30 días
antes —el 17 de abril de 1991— por el mismo tribunal.
Inmediatamente después del fallo que le otorgó la libertad, Correa huyó de
Chile. Aunque más tarde fue condenado en ausencia, hasta el día de hoy está
prófugo.
Recuerdo muy bien este caso porque, tal como se da cuenta en otro
capítulo, me encontré con el funcionario del Consejo de Defensa del Estado,
Oscar López, el día que se dio cuenta del desatino. El recurso de reposición había
ingresado sin que el CDE hubiera podido percatarse. López estaba francamente
aterrado.
Reuní los antecedentes del caso y escribí un artículo de una página en La
Época. El presidente del CDE, Guillermo Piedrabuena, inició una investigación
interna sobre los hechos y protestó ante el presidente de la Corte Suprema,
Enrique Correa Labra, por las irregularidades constatadas. La periodista Patricia
Verdugo escribió también más tarde sobre el caso en la revista APSI, pero nadie en
el mundo político pareció entonces darle importancia.
Tras el sumario del CDE resultó despedido López, por no haber advertido
que se vería la reposición, pese a que quedó establecido que la irregularidad se
cometió en la Corte Suprema, que no registró el ingreso en los libros destinados
para ello.
El proceso tenía antecedentes sospechosos. Se había iniciado en Arica el 12
de agosto de 1989 tras el descubrimiento del cargamento de cocaína por parte del
OS-7.
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titular, Hernán Olave votó no. El CDE alcanzó a reaccionar a tiempo y presentó
una queja disciplinaria contra los abogados integrantes Luis Cabanni y Hugo
Silva. Dos días después, el pleno del tribunal ariqueño revocó la libertad. Un año
más tarde la Corte Suprema se negó a sancionar a los abogados integrantes,
conformándose con hacerles un llamado de atención.
El 13 de marzo de 1991, Correa Ramírez pidió nuevamente la libertad, que
fue rechazada por el juez investigador y por la corte de Arica. El procesado
entonces, bien aconsejado por su abogado, presentó una queja a la Suprema, que
fue rechazada inicialmente por los ministros de la Tercera Sala: Marcos Aburto,
Servando Jordán, Enrique Zurita y dos abogados integrantes.
Tal vez motivado por una confianza ciega en los tribunales chilenos, el
colombiano insistió con la reposición, de la que no quedó registro en ninguna de
sus etapas de tramitación, como tampoco de su envío al relator suplente Jorge
Correa, quien se hizo cargo del expediente originalmente asignado al relator
Waldo Otárola.
Al relatar los argumentos de la reposición, el lunes 13 de mayo de 1991,
Correa utilizó un subterfugio: mencionó al procesado alterando, al parecer, el
orden de nombres y apellidos (barajando los varios disponibles: Luis Eduardo
Correa Ramírez), y omitió enseguida algunos antecedentes, aminorando otros y
poniendo en cambio otros más en primer plano. Consiguió en esta forma hacer
aparecer el caso como si fuera otro distinto. Esta vez la sala, integrada por los
mismos Aburto, Jordán y Zurita, más Osvaldo Faúndez y el abogado integrante
Fernando Fueyo acogió la reposición. Al cierre de la jornada esa tarde, López, al
revisar el listado de fallos, constató la enormidad de la situación y se dirigió de
inmediato al Consejo a dar cuenta a sus superiores.
El CDE presentó entonces dos días después, un escrito pidiendo que se
dejara nula la resolución, pues no había fundamentos para que los ministros
hubieran cambiado de opinión en menos de treinta días, y además hacía notar la
existencia de irregularidades en la tramitación del recurso. Pero Correa Ramírez
ya había sido puesto en libertad.
El 26 de junio el tribunal determinó un simple «no ha lugar» a los reclamos
del CDE.
Más tarde, los procesados en esa misma causa intentaron escapar de las
condenas usando un procedimiento entonces habitual por los abogados, quienes
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buscaban una «sala» o un relator que beneficiara sus posturas. Por un lado
presentaron recursos de queja y, por otro, de casación, en contra de las sentencias
de primera instancia. Viendo que las casaciones eran destinadas a salas que no les
parecían adecuadas, se desistieron de estas y se quedaron con las quejas. Estas,
que fueron asignadas originalmente cada una a un relator distinto, terminaron
todas en manos del relator Correa. Y en vez de seguir el destino de las quejas
anteriores (la Tercera Sala) fueron a parar a la Segunda, que presidía
interinamente Hernán Cereceda.
Este ministro alcanzó a oír la relación de las quejas, el 9 de septiembre de
1992, pero fue suspendido (por la acusación constitucional) antes de que hubiera
un fallo al respecto. El 22 de junio de 1993 las quejas de los procesados fueron
rechazadas unánimemente y las condenas confirmadas. La vía judicial no fue
necesaria para la defensa del resto de los procesados (los colombianos Sayl
Sánchez y Fernando Cuesta, el boliviano Hans Kollros y el chileno Ángel Vargas
Parga). Los tres primeros huyeron de la cárcel y el segundo recibió el indulto
presidencial de parte del Presidente Eduardo Frei, cuando hubo cumplido la
mitad de la condena.
Y hay más en relación con la Tercera Sala.
En 1992, estaba integrada por Cereceda (presidente), Beraud y Valenzuela.
Poco antes de la acusación por el fallo en el caso Chanfreau, ese tribunal rechazó
la extradición de Chile a Estados Unidos del exprefecto de Investigaciones, Sergio
Oviedo. «El chueco» Oviedo, como lo llamaban los policías al interior de
Investigaciones, había dirigido la Brigada de Asaltos hasta el cambio de gobierno.
Según el expediente de extradición enviado por las autoridades norteamericanas,
Oviedo había «facilitado» la salida de Chile de la «correo» Jael Joely Marchant,
evitando que fuera controlada en el aeropuerto en Santiago. La mujer llegó con
medio kilo de cocaína al aeropuerto de Miami. Funcionarios del DEA
atestiguaron que la mujer ingresó con un pasaporte falso y portando un papelito
en que tenía anotados el nombre y número personal del exjefe policial.
La Tercera Sala confirmó el pronunciamiento inicial del presidente de la
Corte Suprema, Enrique Correa Labra. Los antecedentes, según todos ellos, eran
insuficientes para deportar a Oviedo.
El descarriado Jordán
Página 122
Cinco años después del fallo de la Suprema que acordó la libertad de Luis Correa
Ramírez, este hecho constituyó una de las piezas clave en la acusación
constitucional levantada por el diputado de la UDI Carlos Bombal contra el
ministro Servando Jordán. La otra fue su involucramiento indebido en el proceso
contra Mario Silva Leiva y el exfiscal de la Corte de Apelaciones, Marcial García
Pica.
En algún sentido, la acusación contra Jordán fue extemporánea, porque
mientras fue presidente de la Corte Suprema demostró el mejor comportamiento
posible. Llegaba a las 7 de la mañana a la Corte y se retiraba tarde, ya de noche,
mucho después que sus demás colegas. Había moderado el consumo de alcohol,
por lo menos en las horas de trabajo.
Se lo veía feliz, plenamente cómodo en el ejercicio de sus funciones.
En 1991 había enfrentado al abogado Pablo Rodríguez y al contundente
equipo de profesionales contratados por el BHIF para disputar al empresario
Francisco Javier Errázuriz la propiedad del Banco Nacional.
Como se recordará, la superintendencia de Bancos había intervenido el
Banco Nacional, después de constatar que no contaba con la liquidez necesaria
para seguir operando y luego, como propietaria de la institución, lo vendió al
BHIF.
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En alguna de esas querellas, el abogado Pablo Rodríguez, conocido como
«infalible» en la Corte Suprema y de notoria amistad con el destituido Cereceda,
estando en el equipo contrario a Errázuriz, presentó una recusación amistosa
contra Jordán. Rodríguez le pidió que se abstuviera de resolver el asunto, pues
eran públicos sus lazos de amistad con el empresario, a quien había recibido en
audiencia en dos ocasiones.
Jordán no solo rechazó la recusación. Respondió con una ácida carta en la
que, en su afán por desacreditar a Rodríguez, hizo revelaciones muy claras sobre
el tráfico de influencias existentes en el máximo tribunal. Contó haber recibido
en su despacho al abogado Rodríguez, en el mes de septiembre de 1991, para
agradecerle sus buenos oficios en el nombramiento de su hijo Rafael como
abogado del BHIF.
Agregaba: «Hablamos también que, por esas cosas de la vida, al señor
Rodríguez “le había ido mal” en todas las causas en que había intervenido el
ministro Jordán (se refería a sí mismo en tercera persona) y por último me hizo
presente —objeto fundamental de su visita— que tenía interés puesto en un
recurso de queja interpuesto por la inmobiliaria Kennedy, agregándome su
preocupación porque en ella en el trasfondo se hallaba el señor Errázuriz, de
quien se decía que era íntimo amigo del suscrito»[86].
Jordán negaba su amistad con Errázuriz, aunque admitía haberle concedido
dos audiencias «con atinencia a sus juicios», pese a que les está vedado a los
magistrados recibir a las partes comprometidas en litigios. Lanzando un dardo a
sus colegas Cereceda y Beraud, Jordán recordaba que aunque Errázuriz había
invitado a todos los magistrados de la Corte al casamiento de su hija, él
personalmente no concurrió.
El recurso de queja de Errázuriz fue acogido por unanimidad, decía Jordán,
haciendo presente que si personalmente se hubiera dejado conducir por
sentimientos de agradecimiento, que los tenía hacia Rodríguez, hubiera votado
en contra y no fue así. Añadió que si se consideraban «actos de estrecha
familiaridad» los de su conducta al recibir en audiencia a Errázuriz, «el señor
Pablo Rodríguez dejaría en compromiso análogo a múltiples jueces, pues ello
(pedir audiencias) constituye su costumbre».
Rodríguez rechazó los comentarios de Jordán en una réplica en que expuso
que le había pedido una audiencia solo para manifestarle «personalmente» el
motivo de la recusación y admitió haber recomendado a Rafael Jordán para que
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trabajara en el BHIF, antes de asumir la representación de ese banco, «por sus
méritos personales y no por la relación de parentesco que lo liga con el ministro
recusado»[87].
Cuando asumió el gobierno de Aylwin, sus funcionarios recibieron
abundante información sobre diversos aspectos de la vida y conducta de Jordán.
Algunos detectives dieron cuenta extraoficialmente al director de
Investigaciones, Horacio Toro, que el ministro —también otros de sus colegas—
consumía algo más que alcohol en sus salidas a locales nocturnos en Santiago.
Cuando el jefe policial traspasó al gobierno estos antecedentes, sus interlocutores
le comentaron que «ya sabían»[88].
Lo cierto es que nunca se dispuso en concreto alguna medida destinada a
investigar estas acusaciones. Principalmente porque el Ejecutivo no tenía
atribuciones para hacerlo y podría haberse creado, además, un problema mayor
que el eventual beneficio de tal operación de inteligencia. Por lo demás, lo que
hiciera o no el ministro para divertirse fuera de las horas de trabajo, era
estrictamente un asunto de su vida personal.
La conducta de Jordán no siempre fue tan cuestionada. Inició su carrera
como oficial de la Corte de Apelaciones de Santiago y en 1953 fue nombrado
juez de Santa Cruz. Fue luego juez de San Fernando, relator de la Corte de
Apelaciones de Santiago y juez del Crimen en Santiago.
Hasta ese entonces sus superiores y los ministros de Justicia de turno
opinaban que Jordán era un excelente magistrado. Un sabueso. Aunque su
carácter difícil hacía improbable su ascenso a la Corte de Santiago. No estaba
listo para pasar la prueba del besamanos.
Jordán aprovechó la posibilidad que le brindó el subsecretario de Justicia de
Alessandri, Jaime del Valle, y se trasladó como ministro de la nueva Corte de
Punta Arenas, plaza que era rechazada por buena parte de los jueces santiaguinos,
aunque ofrecía duplicar extraordinariamente los años de antigüedad.
En esa lejana ciudad, Jordán sufrió un inesperado revés personal y se separó
de su primera esposa. Comenzaron a circular, a partir de entonces, los
comentarios dentro de la magistratura sobre su «vida licenciosa»[89].
Como parte del ejercicio de su ministerio, se espera que los jueces no beban
en exceso, ni acudan a casas de prostitutas, ni se endeuden, ni tengan más de una
mujer. No por espíritu puritano —que a veces también cuenta en la carrera
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judicial— sino porque esas acciones comprometen su independencia. Expresan
debilidades que pueden ser explotadas más tarde en los juicios. Los jueces, al
abrazar la vocación, están condenados a una vida en cierta medida solitaria y
moderada.
Jordán, no parecía ser excesivamente fiel a esos códigos. Su buena
disposición para lo que suele llamarse «la buena vida» hallaba, al parecer, un
caldo de cultivo apropiado en la fría y distante ciudad austral.
Después de permanecer una década en aquellas lejanías y habiendo
acumulado más años de antigüedad de los requeridos, logró, en 1970, su traslado
a la corte de Santiago.
En la capital, especialmente tras el golpe de Estado, el ministro constató
que los ascensos en la carrera judicial estaban reservados para los incondicionales.
Aprendió las «mañas» —aunque no el talento— de Cereceda y comenzó a
promover la carrera de sus amigos. Era mucho más informal que aquel; seguidor
de la filosofía oriental y aficionado a la poesía y a la escultura. Se casó en
segundas nupcias, esta vez con una secretaria de Andrónico Luksic padre. Uno de
sus hijos se transformó en oficial de la Armada, otro en abogado y un tercero, en
dentista.
En la lucha por el liderazgo interno, Cereceda, mucho más hábil en el juego
de los halagos, le llevaba la delantera. La rivalidad entre ambos se convirtió en
mitológica.
Ya en la Corte de Apelaciones, las salas que integraba Jordán eran
conocidas por ser las preferidas de los acusados por narcotráfico. El magistrado
no ocultaba su opinión «liberal» en cuanto a que los adultos son libres en su vida
privada de ingerir lo que les plazca. Que los adictos deben ser considerados
enfermos, no delincuentes, aunque la ley chilena diga otra cosa. Cuando llegó a
la Corte Suprema, mantuvo el mismo criterio y se lo planteó, entre otros, al
exministro del régimen militar, Francisco Javier Cuadra, en una audiencia que le
concedió al ahora analista político en medio de las querellas que presentaron en
su contra la Cámara y el Senado.
Así, desde que Jordán fue promovido a la Corte de Apelaciones, los
procesados sabían que si invocaban su condición de consumidores, tendrían más
posibilidades de recuperar la libertad en la sala de Jordán que en otras[90].
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En junio de 1979 la Corte de Apelaciones lo designó ministro de turno
para investigar los casos de detenidos desaparecidos en Santiago. Después de
reiteradas negativas, la Corte Suprema acogió la petición del arzobispado de
Santiago y Jordán fue el escogido para tramitarlos.
El ministro se constituyó en cuarteles secretos de la DINA, que a esas alturas
ya habían sido desarmados y decretó un importante número de diligencias. Entre
ellas, consiguió determinar la estructura de la disuelta DINA. Los abogados de la
Vicaría de la Solidaridad consideraron valioso el resultado de sus pesquisas, pero
pocos meses más tarde, en noviembre, Jordán se declaró incompetente en favor
de la justicia militar.
Orgulloso de su investigación, no obstante, el magistrado encuadernó el
expediente y se ha preocupado desde entonces de que no se pierda. Mientras el
expediente estaba vivo, su preocupación por el legajo era tal que lo llevaba donde
fuera. Incluso a los locales que visitaba en sus salidas nocturnas[91].
La verdad es que habría podido ir más lejos en sus pesquisas sobre los
desaparecidos, pero no quiso arriesgar su ascenso a la Corte Suprema, que
finalmente llegó el 15 de enero de 1985, cinco días después que Cereceda.
Ambos, junto a Enrique Zurita, conformaron el trío escogido por Rosende
para aumentar el número de magistrados en la Suprema de trece a dieciséis.
El nombramiento de Cereceda antes que Jordán significaba otorgarle la
prioridad para ser electo como presidente de la Suprema cuando les llegara el
turno por antigüedad, lo que añadió un nuevo motivo de enemistad entre
ambos.
No por haber llegado a la Corte Suprema la conducta de Jordán varió. «Es
un poeta. Un bohemio. Un incomprendido», dicen sus amigos, asumiendo su
defensa[92]. El ministro siguió visitando un local nocturno en la calle Compañía,
cerca del Parque Forestal, «Las catacumbas del 2000». Allí, en los privados,
protegidos por la penumbra, los grupos de visitantes sienten garantizado su
derecho a mantenerse a buen recaudo de la curiosidad de los intrusos.
Al comenzar los ‘90, era habitual que llegara atrasado o se fuera temprano
sin completar su horario normal de trabajo. No pocas veces los funcionarios a
cargo de su sala lo sorprendieron bebiendo whisky de la botella que mantenía
religiosamente disponible en su oficina.
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Cambió en ese tiempo, varias veces, de chofer, testigos involuntarios de las
diferentes mujeres que lo acompañaban en su vehículo. Uno de estos choferes
inició con una de ellas, Julia, una relación amorosa que perdura hasta hoy.
Enterado de ello, el magistrado lo despidió de inmediato. Antes, este mismo
funcionario había sufrido las furias de su superior, quien lo acusaba por el
extravío de importantes documentos. Hizo incluso allanar su domicilio, y tal vez
habría llegado a mayores si desde un club nocturno de la capital no hubieran
hecho llegar los legajos a la Corte Suprema. Se le habían quedado al magistrado
en una de sus salidas rituales[93].
También los carabineros que custodiaban su casa conocían sus hábitos. Su
pasión, por ejemplo, por conducir motos a alta velocidad, aun en estado de
ebriedad.
Cuando llegó el ministro Adolfo Bañados a la Corte Suprema, Jordán
recibió por primera vez el reproche directo de uno de sus colegas. La inquietud
por los rasgos tan especiales de su personalidad aumentó durante el gobierno de
Aylwin por diversos motivos. En una ocasión, se encendió la alarma cuando una
adolescente acudió a la policía civil de la zona de El Melocotón, donde Jordán
tiene una parcela, con una acusación de «abusos deshonestos», en una fiesta,
contra quien ella llamaba «el tío Jordán». Llevado el caso a los tribunales de San
Miguel, la joven no quiso reconocer al ministro de la Corte Suprema como el
autor de los abusos. La causa fue sobreseída[94].
Jordán no ocultó nunca su estrecha amistad con los abogados especialistas
en la defensa y excarcelación de personas acusadas de narcotráfico, Edmundo
Rutherford y Mario Fernández, lo que también mereció el reproche de
funcionarios de gobierno y de sus propios colegas. Sus amigos eran sus amigos y
nadie podía cuestionarle aquello.
Como Cereceda, Jordán también parecía cercano al relator Correa, pero no
se vinculaba, en cambio, con el abogado Luis Badilla. En su despacho era
habitual ver a otro mediador, Manuel Mandiola, personaje que, en medio de la
acusación constitucional contra el magistrado, llamó al abogado Luis Ortiz
Quiroga y le dijo sin mayores preámbulos:
—Quiero ofrecerle mi testimonio. He sido víctima de mi examigo
Servando Jordán[95].
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Mandiola dijo que Jordán cobraba por los fallos, que tenía una «cajita» en
su oficina donde guardaba los dineros obtenidos por esos servicios, y que él
personalmente analizaba junto al ministro las causas en que Ortiz era
representante y buscaban el modo de hacerlo perder.
—¿Usted repetiría estos mismos dichos ante el Colegio de Abogados?
—Sí, claro, no tengo inconveniente.
Mandiola estaba en esos minutos seriamente enfadado con Jordán y aceptó
la petición de Ortiz, pero el día que acordaron para la comparecencia, Mandiola
se excusó. «No voy a ir», le dijo simplemente al abogado Ortiz Quiroga. Había
hecho las paces con el magistrado.
Los comentarios y quejas contra Jordán eran tantos durante el Gobierno de
Aylwin, que motivaron la segunda visita del ministro de Justicia, Francisco
Cumplido, para entregar antecedentes sobre un ministro del máximo tribunal al
presidente de la Corte Suprema.
Ya había asumido ese cargo Marcos Aburto. Sin alardes, pero con firmeza,
Cumplido expresó las quejas que le habían llegado del Consejo de Defensa del
Estado por su actuación en el caso de la excarcelación del colombiano Luis
Correa Ramírez que, tras las indagatorias de la institución fiscal, se atribuyó a
una maniobra concertada entre el magistrado y el relator Correa. También se
quejó por los frecuentes espectáculos que Jordán daba paseándose en estado de
ebriedad y hasta con «los pantalones manchados» por los pasillos de la Corte[96].
Después de esta conversación, Jordán varió según testigos, su
comportamiento, al menos en el último aspecto.
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Osvaldo Erbetta.
El ministro había iniciado su carrera como juez de San José de la
Mariquina, en 1945. Durante quince años desarrolló su carrera en juzgados y
cortes sureñas (Magallanes, Mulchén y Valdivia), hasta que en 1960 fue
nombrado ministro de la Corte de Valdivia. En 1964 ascendió a la Corte de
Apelaciones de Santiago, razón por la cual algunos de sus colegas lo tenían por
democratacristiano. Cuando llegó a la Suprema, el ministro José María
Eyzaguirre y los abogados Julio Durán y Alejandro Silva Bascuñán volvían de su
misión política por Europa explicando «los fundamentos» del «pronunciamiento
militar», hablando de lo bien que los había recibido la España de Francisco
Franco. El presidente de la Corte, Enrique Urrutia Manzano investía por esas
fechas al general Augusto Pinochet con la banda tricolor que lo declaraba
Presidente de Chile[97]. Todo esto quiere decir que Aburto, como los demás,
tuvo que demostrar cierto nivel de compromiso con el ideario del nuevo régimen
antes de obtener un despacho en el segundo piso del Palacio de los Tribunales.
El «huaso» Aburto, como le dicen sus amigos, apoyó desde su cargo en la
Corte Suprema todas las tesis del gobierno militar. Al comenzar el gobierno de
Aylwin sumó su voto en oposición a las reformas y participó de las defensas
corporativas del Poder Judicial rechazando, por ejemplo, la acusación
constitucional contra Cereceda.
Estaba tan comprometido políticamente con el antiguo régimen como
Germán Valenzuela, Osvaldo Faúndez o Enrique Zurita, pero no fue ubicado
definidamente en el grupo de «los duros».
Junto a Jordán, Aburto participó del voto en la Tercera Sala que otorgó la
libertad al narcotraficante Luis Correa Ramírez y, como su colega, también
defendería años más tarde, públicamente, la «calidad humana» del exfiscal
Marcial García Pica, comprometido en el proceso por lavado de dinero contra
Mario Silva Leiva. Sin embargo, tal vez por la magia de su estilo de bajo perfil,
por la ausencia de pasión en sus palabras, nunca fue blanco de las amenazas de
acusaciones constitucionales, ni menos aún se sembraron sobre él sospechas de
actuaciones irregulares.
En el informe del banco BHIF sobre los fallos de los ministros en las causas
que comprometían a Francisco Javier Errázuriz, Aburto aparecía más que ningún
otro en las resoluciones favorables al empresario. Entre 1988 y 1991 figuraba con
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diecisiete fallos a favor y solo cuatro en contra. Pero nunca fue cuestionado por
esta razón con la fuerza que lo fuera Jordán.
Aburto asumió la presidencia de la Corte Suprema a comienzos de 1993,
tras el deceso de Enrique Correa Labra, cuando las acusaciones de nepotismo
dentro del poder judicial, entre otras irregularidades, se habían desatado tras la
destitución de Cereceda.
Hasta hubo una propuesta de Aylwin —que obviamente no prosperó—
para establecer que un juez o ministro no pudiera tener parientes en el sistema
judicial que prestaran servicios remunerados por particulares, tales como:
notarios, receptores, procuradores del número, conservador de bienes raíces. El
proyecto pretendía dar un plazo para que, en el caso de presentarse la
incompatibilidad renunciaran tantos parientes como fuera necesario para que
quedara solo uno en el servicio. Es decir, en un caso hipotético, se quedaba el
juez o se quedaba el notario.
Al asumir, Aburto tenía tres hijos notarios, pero nadie se lo reprochó:
Manuel, en Rancagua; Mario, en Concepción y Miguel, en Lontué. El notario y
conservador de Calbuco, Alberto Ebensperguer Aburto también llevaba el
apellido del magistrado, porque es pariente suyo.
Por muy destacados que hayan sido los méritos y vocación de sus hijos, es
poco probable que los tres hayan conseguido la designación si el sistema de
selección hubiera sido abierto y transparente, considerando que una vacante en
notaría debe ser la que más postulantes recibe dentro del sistema judicial, por el
atractivo que representa el nivel de remuneraciones.
Pero Aburto gobernó con ese pecado tranquilamente, quizás porque no era
exclusivamente atribuible a su persona. El expresidente de la Corte Suprema
Rafael Retamal instaló a unos cincuenta parientes en cargos de distinta categoría
dentro del Poder Judicial. Este magistrado no lo ocultaba. «Mejor que estén los
parientes míos (que son democráticos) a que estén los de los otros», se
defendía[98].
El Poder Judicial está plagado de jueces, secretarios y oficiales de sala que
son amigos, primos, hermanos o hijos de ministros de la Corte Suprema o las
cortes de Apelaciones (precisamente quienes determinan los candidatos a incluir
en las ternas). Todo esto, a pesar de la discusión sobre la validez de negar al hijo
de un ministro, por ejemplo, el derecho a seguir la vocación de su padre. Un caso
famoso fue el del exministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, Enrique
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Paillás, cuyo ascenso a la Corte Suprema le fue prohibido por años debido a que
un pariente suyo, en segundo grado —el ministro Domingo Yurac Soto— ejercía
en la Corte de Apelaciones de Valparaíso. Según la ley, ninguno de los dos, pese
a sus reconocidos méritos, podría ascender mientras el otro estuviera en servicio.
¿Una situación injusta? Probablemente.
Donde la incompatibilidad aparece mucho más clara es en aquellos
servicios remunerados por los particulares. Es difícil aceptar que el hijo de un
ministro tenga realmente la «vocación» de ser notario, procurador de número
(unos pocos escogidos que están instalados en las cortes y que se preocupan de
seguir el estado de las causas y de hacer algunas presentaciones en nombre de los
abogados), conservador de bienes raíces (uno por «asiento de Corte» y que son
considerados los funcionarios públicos mejor pagados de Chile) y receptor (son
los que realizan, entre otras gestiones, las notificaciones judiciales).
Cuando Aburto llegó a la presidencia, el conservador de bienes raíces y
comercio de Rancagua era Luis Maldonado Croquevielle, hijo del expresidente
de la Corte Suprema, Luis Maldonado. El conservador y Archivero de Valdivia,
Teodoro Croquevielle Brand, llevaba el apellido de la esposa de este magistrado.
El notario y conservador de San Fernando era Efrén Araya Adam, hijo del
ministro del mismo nombre. Manuel Jordán López, hermano del ministro de la
Corte Suprema, era notario en Valparaíso. La esposa del ministro Roberto
Dávila, Josefina Bernales, era una de los diez procuradores de número de la Corte
de Santiago. En esa categoría, estaban también Noemí Valenzuela Erazo,
hermana del ministro de la Corte Suprema de los mismos apellidos y Jorge Calvo
Letelier, sobrino del exministro y senador designado, Carlos Letelier.
También había parientes como secretarios de los ministros. Marco Aurelio
Perales contaba con los servicios de su nuera; Oscar Carrasco, de su hijo; Enrique
Zurita, de su nieta; Arnaldo Toro, de un hijo; Valenzuela Erazo, de un sobrino y
Correa Bulo, de un hijo[99].
Marcos Aburto fue electo presidente de la Corte Suprema, sin mayores
sobresaltos. Era el más antiguo y había estado ejerciendo la función, de hecho,
durante los ocho que duró la larga enfermedad de Enrique Correa Labra.
Patricio Aylwin había anunciado, a fines de 1992, que con el fin de obtener
la aprobación de las reformas al Poder Judicial, ya no insistiría en el Consejo
Nacional de la Justicia, en la aprobación mixta Ejecutivo-Senado de
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nombramiento de los ministros del máximo tribunal, ni en la posibilidad de
permitir el ingreso de abogados ajenos a la carrera judicial.
Esas concesiones abrían las puertas a un nuevo trato. Con Aburto, se
iniciaría, justamente, casi al finalizar el gobierno de Aylwin, la transición en el
Poder Judicial.
En marzo de 1993 el nuevo presidente de la Suprema pronunció su primer
discurso de inauguración del año judicial. Tuvo que dedicar parte de su tiempo a
recordar a los ministros que habían partido el año anterior. Algunos por
fallecimiento, como Enrique Correa Labra, Rafael Retamal y el expresidente de la
Corte de Apelaciones de Santiago y fundador del Instituto de Estudios Judiciales,
Hernán Correa de la Cerda; otros, porque habían jubilado, como Emilio Ulloa.
Estaba finalmente el caso de Hernán Cereceda, que había sido destituido. El
relevo lo tomaban otros y la Corte Suprema tenía ya, a comienzos del nuevo año
tres nuevos integrantes: Luis Correa Bulo, Mario Garrido Montt y Víctor
Hernández Rioseco. El máximo tribunal estaba cambiando y continuaría en esa
senda.
En aquel discurso, Aburto trató de conciliar. Reconoció la necesidad de
reformas. Pero, evocando el caso Cereceda, dejó dramáticamente en claro que
ningún intento prosperaría si no se libraban del fantasma de las acusaciones
constitucionales. Los «desbordes» y «amenazas» contra el Poder Judicial, dijo,
«han llegado a tal grado que ponen en actual y gravísimo peligro a todo el
régimen jurídico vigente»[100].
Homenajeó la «laboriosidad y rigurosa disposición jurídica, constante,
permanente, erudita y calificada» de los tres ministros incluidos en la acusación
de Cereceda. Dijo que los delicados y serios procedimientos de fiscalización entre
los poderes del Estado, se estaban usando «por afanes simplemente políticos».
Defendió a Cereceda diciendo que resultaba «asombroso e incomprensible» que
solo respecto de él se hubiera acogido la acusación.
Sobre el pasado, reiteró las posturas de Correa Labra en cuanto a que la
Corte Suprema «siempre ha sido (…) independiente de todo gobierno». Que los
amparos no se acogieron por impedimentos de la copiosa legislación ad hoc.
Agregó que «el fiel y abnegado esfuerzo cumplido por las Cortes y Magistrados
para esclarecer detenciones arbitrarias, desaparecimientos y hasta posibles
decesos» permanecía desconocido por el ejercicio de ciertas «prácticas de la
desinformación».
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Ya hacia el final de su discurso, Aburto rechazó las reformas que Aylwin
seguía empeñado en impulsar. Sus palabras eran similares a las de Correa Labra,
pero no sonaban igual. La verdad es que no importaba demasiado que apareciera
en el estrado rechazando las reformas —que de todos modos no tenían mucha
viabilidad política— porque, privadamente, había aceptado reunirse con el
Presidente y con el senador Sergio Diez para discutir el tema.
La Corte siguió recibiendo nuevos integrantes: Guillermo Navas reemplazó
a Cereceda en abril de 1993. En septiembre, la vacante dejada por la renuncia de
Marco Aurelio Perales fue ocupada por Marcos Libedinsky. Con este último,
Aylwin lograba completar siete designaciones en el máximo tribunal durante su
período.
El Presidente trataba de guiarse por sus pragmáticas de méritos al escoger a
los nuevos ministros. Pero el sistema no lo libró de caer en algunas discutibles
postergaciones, como la de Ricardo Gálvez. El ministro y expresidente de la
Corte de Apelaciones de Santiago es conocido por sus posturas políticas de
derecha, pero también por su indiscutible independencia, fuera de su condición
de académico de gran prestigio. Ese nivel de independencia fue el que le impidió
llegar a la Corte Suprema bajo el gobierno militar. Y sus fallos en causas de
derechos humanos, por otro lado —especialmente su voto en contra del recurso
de amparo por Jaime Castillo Velasco— fueron los que obstaculizaron su ascenso
bajo Aylwin. Solo avanzado el gobierno de Eduardo Frei alcanzó el cargo que
notoriamente merecía más que otros.
Con esta nueva Corte, integrada por mitades entre los seguidores del
régimen militar y los partidarios de un sistema democrático, entre duros y
reformistas, llegaba el tiempo de Aburto. Los duros ya no eran ni tan duros ni
tan combativos como lo fueron en los comienzos de la transición. Y los
reformistas sabían que todavía debían esperar para impulsar cambios desde la
cúpula judicial. El haberse logrado un aumento en las remuneraciones había
hecho perder su sentido a una bandera de lucha entre los poderes ejecutivo y
judicial.
La tensión entre los militares y los tribunales había disminuido, porque los
tribunales habían decidido acoger la jurisprudencia que admitía la idea de
amnistiar todos los casos por violaciones a los derechos humanos entre 1973 y
1978. Después de la turbulencia inicial y la reapertura de casos por el informe
Rettig, los tribunales, mayormente, dejaron dormir las causas, en el entendido de
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que cualquier procesamiento contra militares implicaría inevitablemente un
rápido sobreseimiento de la Corte Suprema o su traspaso a la justicia militar, que
en la práctica significaba lo mismo. O, más simple todavía, se adelantaron a
cerrar muchos casos, a sabiendas de que el tribunal superior iba a aprobar la
medida. Así, no fue necesario dictar nuevas leyes de amnistía o reinterpretaciones
de la misma. Ni siquiera la acusación contra Cereceda modificó este criterio.
Al finalizar el gobierno de Aylwin, se tenía la sensación en los tribunales de
que, en cuanto a derechos humanos, el caso Letelier sería el único ocurrido antes
de 1978 que llegaría hasta el final.
A esas alturas ya no era tan mal visto en la Corte Suprema aparecer
apoyando ciertos cambios, que ahora contaban con el respaldo de El Mercurio.
Tras el bochorno sufrido por descubrir que Sergio Olea Gaona no era el autor
del secuestro de Cristián Edwards, en la página editorial de ese diario y en
amplios reportajes en sus ediciones dominicales se inició una ofensiva para
modificar el sistema judicial.
La creación de la Fundación Paz Ciudadana atrajo a los especialistas que,
aunque desde otras perspectivas, buscaban similar objetivo desde el Centro de
Promoción Universitaria y la Universidad Diego Portales.
Cierto consenso estaba cristalizando y Aburto estaba dispuesto a jugar el
papel de gran componedor, de puente de comunicación y entendimiento entre
«duros» y «reformistas».
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Capítulo II
La era Rosende
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En la Facultad de Derecho
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quienes habían venido representando a familiares de víctimas de violaciones a los
derechos humanos.
El 6 de agosto de 1976 ambos fueron arrestados por agentes armados y
puestos en un avión rumbo a Buenos Aires. Un contingente de abogados DC
presentó un recurso de amparo en su favor. Una petición de «no innovar» fue
acogida para suspender la expulsión, mientras se resolvía el fondo del recurso,
pero era tarde, porque los abogados ya estaban fuera de Chile.
Vinieron los alegatos. Patricio Aylwin contra Hugo Rosende. El defensor
del gobierno atacó a su oponente con cruel ironía: «Se dice que son
exembajadores, exministros, exprofesores universitarios… Bueno, ahora son
expulsados»[105].
Diez días más tarde la Séptima Sala de la Corte de Apelaciones rechazó el
amparo con los votos de los ministros Eduardo Araya y Sergio Dunlop. En la
minoría, Rubén Galecio estuvo por acogerlo. Los abogados apelaron a la Corte
Suprema.
La publicidad generada en torno a este caso y la decidida protesta de la
Iglesia, la DC y organismos internacionales, ponía a prueba la fortaleza de las
posturas oficiales en el Poder Judicial. Hasta entonces, tres mil recursos de
amparo habían sido rechazados por los tribunales. Pero este parecía un caso
especial. Las víctimas eran personas ampliamente conocidas y respetadas en el
mundo académico, entre los políticos que estaban en la oposición bajo el
gobierno de Allende, y también en los círculos sociales más elevados.
No podían ser tratados bajo la simple etiqueta de «extremistas».
Cientos de personas desafiaron las restricciones vigentes y acudieron a
presenciar los alegatos en la Suprema. José María Eyzaguirre ordenó instalar
parlantes, para que quienes estaban afuera pudieran escuchar, y se reforzó la
guardia de gendarmes. En su nuevo alegato, Rosende dijo que los antecedentes
para expulsar a los abogados eran secretos, de «seguridad nacional». Y emplazó a
los cinco magistrados que debían resolver diciendo que su resolución podría
generar alteraciones del orden público en cualquier momento:
—¿Y Vuestras Excelencias tienen los instrumentos para los efectos de poder
resguardar al país en tales circunstancias? Y si se equivocan, ¿vuestras Excelencias
van a responder?[106]
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Los magistrados Eyzaguirre, Enrique Correa, Rafael Retamal, Juan Pomés y
Osvaldo Erbetta, confirmaron el rechazo del recurso el 25 de agosto de 1976.
Al día siguiente, Pinochet envió a Rosende una carta de felicitación.
Tiempo de perpetuar
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La Universidad de Chile hizo un estudio acerca de las características y
duración del proceso judicial entre 1979 y 1984, que detectó un progresivo
atraso en el despacho de causas. En todas las materias, el volumen de expedientes
en tramitación se demostraba cada vez más elevado que el número de causas
terminadas. El estudio estableció un alto grado de «informalidad en la forma de
organizar el trabajo del despacho judicial, un deficiente sistema de manejo de la
información, y por lo mismo, de control de eficiencia; y un muy bajo porcentaje
de personas dedicadas por modo exclusivo a las tareas administrativas-
financieras».
Las conclusiones de este y otros estudios de aquel tiempo, que compartían
una visión común y concordante con las políticas oficiales —reducir costos,
maximizar eficiencia— sin incorporar otro tipo de cuestionamientos, no fueron,
sin embargo, consideradas prioritarias por el gobierno.
Durante la gestión de Mónica Madariaga se analizaron algunas medidas
para mejorar la eficiencia del Poder Judicial, pero hasta la más superficial de ellas,
se encontró con el fuerte rechazo de la Corte Suprema. Un par de propuestas
hechas por el Ejecutivo en ese período, como el uso de la computación en el
procesamiento de datos y la creación de la Corporación Administrativa, vinieron
a ver la luz solo bajo el gobierno de Aylwin. Solo el aumento de tribunales y de
jueces contaba con el apoyo unánime de la cúpula judicial.
Mónica Madariaga satisfizo parte de ambas aspiraciones. El gasto
presupuestario en el Poder Judicial aumentó en un 76 por ciento a partir de
1977, pero el 80 por ciento de los nuevos recursos fue usado en mejoras
salariales. Los tribunales de primera y segunda instancia aumentaron de modo
considerable, sin que creciera por ello la eficiencia en el despacho de materias.
No obstante, eran necesarios aún más tribunales y cortes de apelaciones, no
solo para dar salida al atochamiento de causas, sino como una forma de
responder a las expectativas de ascenso, detenidas por la perpetuación de los
ministros en la Corte Suprema.
La Madariaga, a quien se le criticaba un escaso conocimiento del mundo
judicial, tuvo un excelente aliado en el presidente de la Corte, Israel Bórquez,
quien en 1978 reemplazó a Jaime Eyzaguirre. La dupla Madariaga-Bórquez
condujo el Poder Judicial con relativa facilidad, salvo por algunas escaramuzas
mínimas, como las polémicas con el presidente de la Asociación de Magistrados,
Sergio Dunlop.
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El ministro de la corte capitalina, que había sido a comienzos del régimen
un decidido partidario suyo, venía reclamando mejoras salariales para sus
asociados y protestaba contra medidas que atentaban contra la carrera judicial. A
Dunlop no le gustaba la idea de mantener sin límite de edad a los ministros en la
Corte Suprema. Hizo públicos los acuerdos de la Asociación de respaldar un
límite de edad de 70 años. Esto en plena discusión de la nueva Constitución que,
como se sabía, permitiría la extensión indefinida de los magistrados entonces en
ejercicio.
El propio presidente de la Suprema ya había pasado el límite sugerido por
la Asociación.
Bórquez se trenzó luego en otra polémica pública con Dunlop, por un
decreto que abrió la carrera judicial a los abogados con quince años de ejercicio
que quisieran postular a los cargos de ministros y fiscales de las cortes de
Apelaciones.
Dunlop se opuso. Lo suyo, dijo, era en «defensa de la carrera judicial».
La réplica de Bórquez fue clara: «Sería demasiado peligroso para un juez
que, ante todo debe ser juez de sí mismo, estimar que en Chile no hay abogados
capaces de desempeñarse en el papel de juez de alzada… sería una fatuidad de su
parte»[107].
Dunlop no oyó y volvió a la carga.
Otro motivo de desaveniencia entre ambos fue el proceso por el atentado
explosivo contra Bórquez. Cuando el presidente de la Corte Suprema estudiaba
las extradiciones en el caso Letelier, desconocidos pusieron una bomba en su
casa. Dunlop fue nombrado para indagar. Bórquez quería ver tras las rejas a los
«extremistas» que cometieron el atentado y sentía que el magistrado no avanzaba
con la fuerza necesaria en esa dirección (años más tarde, se descubriría que la
bomba fue instalada por agentes de la DINA).
El ministro había caído también en desgracia ante los ojos de Mónica
Madariaga, pues estimaba que el dirigente le había dado «datos falsos» sobre un
magistrado que fue trasladado de Iquique a Concepción[108].
Ese año la Corte Suprema sancionó a Dunlop dos veces. La primera, por
sus afirmaciones proponiendo un tope de edad para sus ministros. Y la segunda,
por la forma en que llevó el caso Bórquez. Luego, con el beneplácito de Mónica
Madariaga, fue calificado en Lista Dos.
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Con ese antecedente, Dunlop podía olvidarse de sus aspiraciones de ascenso
a la Corte Suprema. Expresidente de la Asociación de Magistrados durante
catorce años, decidió jubilar y aceptar una notaría en la capital. Desde su nueva
función declaró que «si uno tiene carácter para andar de rodillas, se queda… Si
no lo tiene, mejor se va»[109].
La iniciativa que abrió la carrera judicial a los abogados fue amarrada a un
reajuste de salarios que Mónica Madariaga negoció con Bórquez. La Corte
Suprema distribuyó los recursos, aumentando principalmente sus propias rentas
y las de ministros de cortes de Apelaciones.
Los más altos magistrados, que fueron beneficiados con asignaciones
especiales por «dedicación exclusiva» y «responsabilidad», recibieron hasta un
86,3 por ciento de reajuste, en tanto que los subalternos lograron un 48,9.
El beneficio no llegó a los jueces de primera instancia.[110]
El gobierno militar también premió a los más altos magistrados con un
auto con chofer. En 1981, los incorporó como pacientes del moderno Hospital
Militar.
Bórquez fue el escogido para repetir el gesto de Enrique Urrutia Manzano
en los primeros años del régimen. El 11 de marzo de 1981 debería tomar
juramento al general Pinochet como Presidente de la República, de acuerdo con
la nueva Constitución. Bórquez, junto a todos los miembros del gabinete y de la
Junta de Gobierno se ubicó en el podio detrás del general, a la espera de la señal
para cumplir su papel. Sin embargo, llegado el momento, Pinochet se levantó
dando la espalda a Bórquez y al resto de su gabinete y prestó juramento ante sí
mismo, mirando hacia el público. Bórquez se tragó el bochorno.
En esta primera década, Rosende mantuvo una influencia tras bambalinas
en el Poder Judicial, en su rol de asesor jurídico y político del gobierno. Fue él
quien concibió y redactó las actas constitucionales de 1976, que garantizaron el
recurso de protección y de amparo y que sirvieron de fundamento a muchos
magistrados en sus votos de minoría en favor de acoger tales presentaciones.
Esa herramienta jurídica fue usada para defender la reapertura de la Radio
Balmaceda, clausurada en 1977. El propio Rosende tuvo que rectificar los
alcances de su creación, para impedir que los recursos fueran acogidos,
declarando que no tenían vigencia durante los estados de excepción.
Este caso generó la primera crisis en la justicia militar.
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La Corte Marcial del Ejército estaba compuesta hasta entonces por dos
ministros de la Corte de Apelaciones y por los auditores del Ejército, Carabineros
y Aviación que, con el rango de generales en retiro, gozaban del beneficio de
inamovilidad. Las transgresiones cometidas por el Juez Militar de Santiago al
cerrar la radio Balmaceda eran de tal magnitud, que la Corte Marcial, por
unanimidad, acogió el recurso de protección.
El fallo provocó un terremoto que casi cuesta la caída a los auditores de la
Aviación y de Carabineros que, sin embargo, fueron defendidos por los
integrantes de la Junta, César Mendoza y Gustavo Leigh. El auditor general del
Ejército, Camilo Vial, no tuvo el mismo respaldo y fue destituido tras la
dictación de un decreto que estableció que los integrantes de la Corte Marcial
debían ser, en adelante, coroneles en servicio activo. Es decir, tendrían un rango
menor y quedarían privados del beneficio de la inamovilidad, que garantizaba su
independencia. Como remache, la jefatura de Plaza emitió un decreto ley
desconociendo el derecho de la Corte Marcial a interpretar la Ley de Seguridad
del Estado.[111]
Vientos de cambio
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por el caso Letelier, acudió al matrimonio de la hija del general Manuel
Contreras.
En 1980 el gobierno creó nuevas notarías para dar salida a ministros que se
consideraban, sin mayor antecedente que sus fallos, de «izquierda». Así salió de la
Corte de Santiago el apreciado y respetado Rubén Galecio. Y más todavía: para
dar tiraje a la chimenea y bajar la presión sobre la Corte Suprema, se crearon
nuevas Cortes (la de San Miguel, en Santiago) y nuevos juzgados, aunque ni los
sueldos, ni las condiciones políticas del país eran propicias para atraer a los más
capaces y con vocación.
Rafael Retamal, en la Corte Suprema, esperaba su turno por antigüedad,
para reemplazar a Bórquez. Era evidente que el ministro tenía una nueva postura
proclive a acoger los recursos por violaciones a los derechos humanos. Bórquez
debía dejar el cargo en mayo de 1981 y ciertamente sería reemplazado por
Retamal. Los ministros del máximo tribunal ya tenían el acuerdo de elegirlo,
respetando la tradición, aunque le dejarían a Eyzaguirre la representación
protocolar de la Corte, especialmente ante el Ejecutivo.
Pero el gobierno no quería a Retamal. Por ningún motivo.
Sorpresivamente, dictó un decreto que extendió irregularmente el mandato de
Bórquez por otros dos años. Varios ministros de la Corte protestaron por el
atropello a una de sus facultades más caras, la de la elección de su presidente.
Bórquez convocó a un pleno en el que la ministra de Justicia prometió que nunca
más se dictaría una resolución similar sin consultar a la Corte.
Bórquez siguió en el cargo, pero nada pudo evitar que llegara 1983. Los
ministros de la Corte Suprema no habían olvidado el atropello y no estaban
todavía dispuestos a terminar con la tradición de escoger al más antiguo. Mal que
mal era una garantía de que, en algún momento, todos pasarían por el puesto.
Para disgusto de Pinochet, Rafael Retamal fue electo presidente de la Corte
Suprema justo después de la primera protesta masiva en contra del general.
Apenas asumió su cargo, Retamal manifestó que las manifestaciones opositoras
eran legítimas.
La normativa dictada para evitar su llegada al alto tribunal se volvió en
contra del propio gobierno, pues ahora tendría que aguantar a Retamal por cinco
años.
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Tras la crisis de 1982 se había detenido cualquier nueva inversión en el
sector y las quejas por la precariedad económica ahogaban a la superioridad de la
magistratura. El conflicto estaba tocando las puertas del Poder Judicial.
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Alessandri, quien no quería ascenderlo porque dictó una condena de sesenta días
de presidio por injurias en contra del abogado de la Presidencia, quien había
calificado de «plumario» a un periodista.
Acostumbrado a leer sentencias, desde sus tiempos de relator, Del Valle se
oponía entonces a ascender a magistrados que demostraran poco conocimiento
en sus fallos. Admite que, ya en el gobierno militar, siguió atendiendo a la
calidad de las sentencias para decidir sobre ascensos y traslados, pero que ahora
ponía especial atención al contenido «político» de estas.
Los propios abogados le llevaban cuentos sobre algunos jueces para que les
detuviera el ascenso. El estereotipo de frase era: «Este ministro es buena persona,
es un tipo que sabe, yo tengo un buen juicio de él, pero está influido
políticamente. Mira el fallo».[112]
A Del Valle no le gustaba que los magistrados expresaran su descontento
con la situación política en las sentencias. No había ejercido nunca un cargo bajo
un gobierno de facto, pero pensaba que algunos jueces se aprovechaban.
El fallecido ministro Hernán Correa de la Cerda, fundador del Instituto de
Estudios Judiciales, estuvo una vez en el despacho de Del Valle pidiéndole que
considerara su nombre para un traslado a la Corte de Santiago.
—Mire, magistrado, yo he leído algunas sentencias suyas y usted emite
juicios políticos… Yo no voy a calificar sus conocimientos jurídicos, ni
aprobarlos, ni desaprobarlos. Pero si veo juicios políticos en sus fallos, para bien o
para mal, en favor o en contra, no me gusta —le dijo el secretario de Estado.
Correa de la Cerda palideció.
—Cómo, a qué se refiere…
—Sí, pues. A mí no me importa que falles negro o blanco, pero aquí hay
juicios que no tienes por qué emitir. Yo no te voy a nombrar.[113]
Bajo la gestión de Del Valle, el gobierno militar contó entre sus éxitos
haber «neutralizado» a Rafael Retamal. El secretario de Estado le advirtió a
Retamal que no se vieran la suerte entre gitanos. Si el presidente de la Corte
Suprema hablaba contra el Gobierno, tendría que aguantar que el ministro de
Justicia dijera algo en su contra.
Según exfuncionarios del gobierno militar, nunca se le formuló una
amenaza directa a Retamal, pero ya en ese tiempo el ministro tenía unos 50
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parientes en el Poder Judicial, tres de los cuales fueron designados por Del Valle.
Del tiempo de la gestión de este ministro de Justicia data un documento
secreto enviado por una alta autoridad militar a cada una de las secretarías de
gobierno, con instrucciones generales y específicas. La misión de Justicia, según
el texto emitido el 12 de julio de 1983, era sin duda política:
«1. Deberá contactarse con los ministros de la Corte Suprema partidarios
del Gobierno con el objeto de neutralizar la acción veladamente opositora del
Presidente de dicha Corte.
«Se deberán realizar todos los esfuerzos posibles para esta finalidad.
«2. Deberá programar contactos que relacionen al Presidente de la Corte
Suprema con el Gobierno, de tipo oficial o extraoficial»[114].
Al terminar 1983, Del Valle pasó al Ministerio de Relaciones Exteriores.
Llegaba la hora de Rosende.
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decisión uniforme de las cortes de rechazarlos. No obstante, acogiendo las críticas
que se formulaban por la falta de acuciosidad y estudio en los fallos, recomendó a
los tribunales que emplearan «más su talento y su tiempo para que sus trabajos
sean convincentes»[115].
Reconoció que los procesos por detenidos desaparecidos habían terminado
casi todos en cierres temporales o definitivos o en manos de la justicia militar.
Los jueces, dijo, estaban haciendo todo lo posible para mejorar la administración
de la justicia. Mencionó como ejemplo el acto «heroico» de un ministro (era
Servando Jordán) que se había dedicado exclusivamente a analizar los 116
expedientes del llamado «proceso del siglo» que estaba a punto de cumplir cien
años depositado en los anaqueles del 16.º Juzgado de la capital. Pero pidió a las
autoridades que tomaran sus propias medidas para ayudar a descongestionar la
labor judicial. Pronunciando palabras que no se habían usado desde esa tribuna
en los años que duró el régimen militar, demandó el término del exilio,
modificaciones a la ley antiterrorista y rebajas de penas para los procesados por
haber ingresado clandestinamente al país.
Las palabras del nuevo líder no les cayeron en gracia a sus colegas. En abril
de ese año, Retamal volvió a la carga en una ceremonia de juramento de 39
abogados. El ministro invitó a los nuevos profesionales a perfeccionar el estudio
del Derecho Político, preparándose para las exigencias de la Nación, envuelta en
tensiones sociales que amenazaban con estallar como los gases acumulados en el
fondo de la tierra. Instó a los jóvenes y a los jueces a «declararse en beligerancia
jurídica en contra de quienes, aunque dicen respetarlas, resisten las decisiones
judiciales».
Sus colegas no tardaron en reaccionar. En un acto insólito, pues ha sido la
única vez que los miembros de la Corte Suprema sancionan a su propio
presidente, la mayoría de los magistrados firmó un acta de censura contra
Retamal, manifestando no aceptar, ni compartir sus palabras, que podían
«prestarse a interpretaciones de orden político que la ley prohíbe a los ministros
de los Tribunales de Justicia».
En medio de la crisis política que amenazaba con infiltrarse también en el
Poder Judicial, Rosende era, a no dudarlo, la mano que necesitaba el gobierno
para imponer control. Con sus cuarenta años de ejercicio profesional, que le
daban un conocimiento sin competidores sobre los secretos del palacio de calle
Bandera, parecía el candidato ideal.
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Su especial carácter causó resistencia en algunos integrantes del gabinete,
pero el haber sido asesor de Jorge Alessandri lo investía de una aureola de santón,
que ni la leyenda sobre los bono-dólares lograba empañar. Además, fue
bendecido con la virtud de la oportunidad.
Rosende se incorporó en un momento muy difícil para Pinochet. Las
protestas y la crisis económica sacudían al gobierno. Pinochet estaba ávido de
palabras e informes halagüeños, en medio de un gabinete que lo agobiaba con
cuentas alarmistas que recomendaban enmendar los cursos de acción.
Rosende era su hombre: un duro con excelentes dotes de adulador.
El nuevo ministro de Justicia no tenía que fingir. El general lo obnubilaba.
El servilismo, la zalamería le nacían espontáneamente.
Rosende usaba sus propias definiciones para referirse al resto de los
funcionarios que rodeaban al general. A unos los llamaba «ñatitos». Esos eran sus
amigos. Otros eran los «mononos»: sus enemigos o los ignorantes.
Inmediatamente entró en conflicto con Sergio Onofre Jarpa, que ocupaba
el gabinete de Interior. Las diferencias políticas (Jarpa estaba por la apertura y
Rosende se oponía) y el estilo sibilino del titular de Justicia hacían rabiar al jefe
del gabinete. El secretario de Justicia se movía en las sombras. Lo acechaba. Sabía
manejar la información que le sacaba a un integrante del equipo y usarla para
indisponer a uno con el otro. El ejercicio de la intriga era su especialidad.
«Mira, ñatito, me he enterado de tal situación… Te lo comento para que te
luzcas con eso. Pero no me menciones, que aparezca como cosa tuya», era una
frase típica en él[116].
Rosende mantuvo su oficina como abogado. Miembros del gabinete
estaban convencidos de que sus acciones en el Poder Judicial estaban
beneficiando sus asuntos particulares. También lo acusaban de cobrar comisiones
por nombrar interventores en las liquidaciones de empresas.
Nada de eso tocó al secretario, que siguió empeñado en sabotear a Jarpa.
En un discurso insólito, pues las contradicciones públicas entre los ministros no
eran habituales bajo el gobierno militar, el ministro de Justicia lo atacó de frente.
«Dentro de este período de transición se ha ido produciendo un proceso de
apertura política y la opinión pública que desea vivir en paz y democráticamente
ve con asombro cómo se producen ciertas incoherencias en esta apertura. Ahí está
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la actitud de ciertos personeros políticos anhelantes de poder, de movimientos
ideológicos extranjeros y nacionales que se mueven de un extremo a otro, de los
grupos terroristas»,[117] dijo al inaugurar el año académico, en marzo de 1984,
recién ingresado al gabinete.
Jarpa se quedó callado. Sabía que Rosende era un caso especial en el
gabinete, pues gozaba de una particular predilección de Pinochet.
El ministro de Justicia usaba guardaespaldas. Jarpa no. Cuando el ministro
del Interior le propuso al jefe de gobierno terminar con ese tipo de guardias para
los secretarios del gabinete, Pinochet le respondió: «No estoy para que me
secuestren un ministro, porque con los terroristas yo no voy a negociar».[118]
Los enfrentamientos entre ambos continuaron con el tema de la
nunciatura, que complicaba al gobierno desde enero. Los autores del crimen del
general Carol Urzúa habían pedido asilo en la nunciatura y el Papa Juan Pablo II
había dado a conocer su deseo personal de que se les permitiera salir de Chile.
Rosende se oponía diciendo que «los terroristas van a empezar a matar
generales y después se meten a una embajada y listo»[119].
Después de varios meses de debate, las razones políticas se impusieron sobre
la voluntad de Rosende de entregar a los miristas a la CNI y a la justicia.
A Rosende no le gustaba el regreso de los exiliados.
En el segundo semestre de 1984, siete miembros del gabinete se reunieron
para discutir, sin la presencia de Pinochet, si se autorizaba el ingreso de Aníbal
Palma, antiguo ministro de Allende. En la sesión, el jefe de gabinete argumentó
que se debía permitir el regreso del dirigente radical, pues tenía un juicio
pendiente en los tribunales. Era una contradicción que la justicia lo reclamara y
al mismo tiempo no se le permitiera entrar al país. Rosende, que veía con malos
ojos la política de la apertura, cuidando muy bien sus palabras, aportilló su
exposición con otras y complejas lucubraciones jurídicas.
Jarpa se salió de sus casillas. Quería golpear al anciano ministro.
—¡Hasta cuándo me molestas, Hugo! —le dijo y se le abalanzó—. ¡Pelea de
frente si eres hombre![120]
Rosende, que a esas alturas tenía problemas para caminar, se quedó mudo,
paralizado en su silla. Le tiritaba la barbilla. Los demás ministros atajaron a Jarpa,
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que con sus antecedentes de antiguo boxeador podía lastimarlo de verdad en
forma severa.
El ministro del Interior quiso renunciar ese mismo día, pero Pinochet lo
respaldó y Palma fue autorizado a ingresar al país.
No por eso Rosende cedió en lo suyo.
Jarpa abandonó finalmente el gabinete, en febrero de 1985, en medio de las
protestas populares masivas. Pinochet le ofreció a Rosende el puesto vacante,
pero el exdecano prefirió continuar en Justicia. En Interior fue nombrado
Ricardo García, aunque Rosende mantuvo su sitial de favorito. Fue el único civil
elegido como orador para celebrar un aniversario de la Constitución del ‘80.
Ocurrió en 1985, cuando la oposición cuestionaba el contenido y los plazos
fijados por esta. En un acto cargado de simbolismo, el presidente de la Corte
Suprema, Rafael Retamal, fue invitado a situarse en el estrado junto a los
miembros de la Junta y al general Pinochet.
Rosende cubrió la ceremonia con mensajes sobre el respeto a la juricidad: la
Constitución se aplicaría en todas sus letras, les gustara o no a quienes fueren.
Ya a mediados de los ‘80 las crisis económica y política hacían temblar al
gobierno y las relaciones con el Poder Judicial, especialmente por la precariedad
económica que angustiaba a sus miembros, amenazaba con encrisparse.
En la intimidad de las Cortes, los magistrados se sentían vigilados. La lógica
del soplón y la paranoia los afectó a ellos como a cualquier otro funcionario
público en el país. Bajo el reinado de la CNI, en la Corte de Apelaciones de
Santiago se afirmaba que un procurador del número tenía grado y sueldo de
coronel y que prestaba servicios para esa entidad. Otros funcionarios menores,
como oficiales de sala y actuarios, eran mirados con desconfianza.
Aun en ese escenario, el ministro de Justicia fue absolutamente eficiente:
Según palabras de Jaime del Valle, «Hugo mantuvo un entendimiento
entre los poderes Ejecutivo y Judicial, que significó que no hubiera fricciones,
peticiones desmedidas ni protestas por los sueldos, a pesar del estancamiento que
se produjo desde el final del período de Mónica Madariaga. Tuvo la virtud de
crear un lazo muy estrecho y cordial, que evitó algunas dificultades que podría
haber enfrentado el gobierno»[121].
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La disidencia judicial
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por abstracta que fuera, era difícil. Además, los ministros de la Corte de Santiago
no aceptaban de buena gana a sus colegas de la Corte sanmiguelina.
Los actos de valentía de unos quedaron en el desconocimiento de los
demás. El respaldo, la solidaridad, serían penados. Fue así como uno de los
hechos que más conmovió a la Corte de San Miguel apenas fue conocido por sus
colegas en Santiago y menos en el resto de las regiones. El acto, del que fue
protagonista el actual ministro de la Corte Suprema José Benquis, no fue
publicado en los diarios.
Era octubre de 1984. El matrimonio constituido por Francisco Jara y
Teresa Rosas y su empleada, María Vásquez, presentaron un recurso de amparo
ante la Corte de San Miguel, afirmando que un grupo de agentes de la CNI los
tenía prisioneros en su propia casa, sin orden de detención, ni de allanamiento
alguna.
Benquis, junto a la secretaria de la corte y al relator Roberto Miranda
Villalobos, partió a la casa de los Jara, por decisión de la Corte. Tras golpear por
largo rato un portón que antecedía el domicilio, un agente se asomó. En el
informe que el juez presentaría más tarde al tribunal, lo describió como: «Un
sujeto con lentes de color amarillo que pidió la identidad de los presentes»[122].
Cuando el magistrado se identificó, el agente desapareció sin pronunciar
palabra.
Veinte minutos más tarde salió otro individuo, de barba, que se negó a
proporcionar su nombre. El sujeto dijo ser un funcionario de seguridad que
estaba «a cargo» del domicilio y conminó a la delegación a explicar el motivo de
su presencia. Les exigió pruebas de su identidad. Benquis le informó sobre el
recurso de amparo y le entregó una credencial. Sobraban las explicaciones acerca
de sus atribuciones para inspeccionar el domicilio, pero el desconocido de barba
le dijo que pediría instrucciones a sus superiores y le cerró el portón en la cara.
El tiempo pasaba. Nada parecía moverse. Benquis, que tenía las llaves de la
casa, decidió entrar. Se las arregló para comunicarse con Investigaciones y dos
detectives llegaron a asistirlo. Pasadas las cinco de la tarde, el ministro trató de
abrir el portón. Otra vez apareció el agente barbudo, acompañado por un
segundo sujeto. Ambos portaban sus metralletas.
—Exijo que se me deje entrar —reclamó con energía el magistrado, pero
los agentes, levantando sus armas, le negaron el paso.
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—Mire, soy un ministro de la Corte de Apelaciones y de acuerdo con la ley
vigente, estoy autorizado a inspeccionar este inmueble y constatar el estado de las
personas que se encuentran en su interior[123].
Los agentes usaron pocas palabras para negarse nuevamente. Blandieron sus
ruidosas armas en frente de la cara del magistrado. La amenaza era directa. El
ambiente se puso tenso. Uno de los detectives exhibió su placa, conminando a los
agentes a franquear la entrada de la propiedad. El sujeto de barba pidió la
credencial oficial a la secretaria del tribunal, la miró, y dijo que no les autorizaba
el ingreso, que apuraría los contactos con sus superiores.
Los hombres de la CNI lograron por la fuerza cerrar el portón.
Unos 25 minutos después, llegó a la casa otro grupo de agentes, exhibiendo
sus metralletas. Eran los «superiores» de los funcionarios que permanecían
dentro. Entre ellos, uno que se identificó como el abogado Vicente Garrido,
empleado del Estado Mayor de la Defensa Nacional, ordenó abrir el portón y
permitir el ingreso del magistrado, quien finalmente pudo interrogar a la familia
Jara.
Teresa Rojas narró al magistrado que la noche anterior, escalando la
pandereta, repentinamente ingresaron a su casa algunos sujetos que portaban
metralletas y que la dejaron detenida en su casa a ella, a su esposo, a su pequeño
hijo, a la empleada del hogar y hasta al pololo de esta, José Arriagada, quien se
encontraba accidentalmente ahí. Posteriormente se habían llevado a su esposo,
no sabía a dónde. Los detenidos no podían salir, abrir las cortinas, escuchar radio
ni ver televisión. Ante la mirada entre furiosa y confundida de los agentes, que se
mantuvieron todo el tiempo con sus metralletas en alto, Benquis, junto a la
dueña de casa, recorrió la propiedad anotando los destrozos del allanamiento.
El abogado Garrido le dijo al ministro que la ocupación había sido
ordenada por un fiscal militar y que el Ministerio del Interior había dispuesto la
detención del dueño de casa, pero no exhibió documento alguno que acreditara
sus dichos.
A su regreso al tribunal, el ministro ordenó que se llevara ante su presencia
al detenido Francisco Jara, con el objeto de constatar su estado de salud.
Fue una de las contadas veces bajo los 17 años de gobierno militar en que
un magistrado hizo uso de la facultad del habeas corpus implícito en el recurso de
amparo.
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En respuesta, el Director de la CNI, Humberto Gordon, dijo que Jara ya
estaba en libertad. Dos días después, el 24 de octubre, el tribunal pleno de la
Corte de San Miguel protestó por el incidente expresando que los agentes
tuvieron «una actitud prepotente, haciendo innecesaria exhibición de armas de
fuego ante el señor ministro encargado de la diligencia»[124]. Se enviaron copias
del acta a la Corte Suprema y al director de la CNI. El tribunal de alzada pedía a
sus superiores que tomaran las «medidas» pertinentes para evitar una «repetición
de actos como los ocurridos». La Corte de San Miguel rechazó el recurso de
amparo, pues a la fecha de la resolución las detenciones habían cesado, pero se
dejó expresa constancia de que el acto había sido ilegal y arbitrario.
Solo quince días después la Corte Suprema tomó un acuerdo que pareció
respaldar, al menos en parte, la actuación de este tribunal. Ofició a las cortes de
Apelaciones para que en aquellos procesos «en que les sean denunciado delitos
contra la libertad y seguridad de las personas (…) procedan a constituirse de
inmediato en el recinto no militar que se les señale responsablemente por los
denunciantes»[125]. A los cuarteles de la CNI envió instrucciones para que
«siempre» tuvieran un funcionario responsable de atender los requerimientos de
los tribunales.
La Corte Suprema, además, se comunicó por oficio con el general
Pinochet, quien respondió que acciones como esa no se volverían a repetir. No
obstante, en el futuro, varios otros magistrados serían impedidos de ingresar a los
cuarteles de esa policía secreta y la Corte Suprema aceptaría el argumento de que
los cuarteles de la policía secreta eran también recintos militares.
El caso de Benquis removió la conciencia de algunos de sus colegas que
sentían la impotencia de tratar de avanzar en las investigaciones y encontrarse
con el escaso respaldo de sus superiores. Tampoco colaboraba mucho la
Asociación de Magistrados. Tras la salida de Sergio Dunlop del Poder Judicial,
en 1979, estaba en la presidencia Alfredo Pfeiffer, a quien sus pares reconocían
como un decidido partidario del gobierno militar. Bajo su gestión, los temas de
«bienestar» y salariales eran el exclusivo tópico de la organización.
En 1985 el grupo disidente se atrevió y presentó una lista de candidatos a la
Asociación, con la voluntad de reivindicar la imagen del Poder Judicial. Unos
cuarenta magistrados se reunieron un fin de semana largo en El Tabito y
prepararon un programa y las declaraciones de principios. En sus escritos
plantearon su preocupación por el desprecio que sentía la opinión pública hacia
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la magistratura y por los nombramientos políticos en la carrera judicial.
Sugirieron ideas para ampliar la independencia de los magistrados, recuperar la
dignidad perdida y crear una transparente y efectiva carrera judicial.
No hablaban de cambios en el sistema político, pero en el contenido de sus
propuestas subyacía la necesidad de un retorno a la democracia.
El candidato a la presidencia fue Germán Hermosilla.
El primer año que se postularon, los disidentes perdieron. Pero al siguiente
arrasaron.
Con la expansión de las protestas masivas en contra del régimen militar en 1983,
y el surgimiento del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, recrudeció la represión
contra los opositores. La policía política, bajo el mando del general Humberto
Gordon, usó la tortura, las detenciones sin decreto y los cuarteles secretos como
sus herramientas.
Esta vez, sin embargo, no todo el Poder Judicial se prestó para tolerar tales
prácticas en la presunta investigación de delitos políticos. Las ocasiones en que
los tribunales ordenaron a sus ministros constituirse en recintos de la policía
secreta o en que pidieron que los detenidos fueran puestos a su disposición no
llegan a veinte en un total de más de 10 mil recursos de amparo presentados
durante todo el régimen militar, pero es evidente que hacia mediados de los ‘80
algunas cortes de Apelaciones estaban decididas a hacer respetar la ley.
En la Corte de San Miguel, las resoluciones en protección de los derechos
de los detenidos se hicieron habituales. En 1985, ese tribunal de alzada logró que
dos amparados por torturas fueran llevados a su presencia. El primero fue el caso
de Pablo Yuri Guerrero, estudiante de educación física y presunto integrante del
FPMR. Según la información aparecida en la prensa, agentes de la CNI habían
atrapado al estudiante, junto a Gilberto Victoriano Veloso, conduciendo una
Renoleta en que trasladaban 60 granadas de mano, seis patentes falsas y
explosivos iniciadores para granadas. En el enfrentamiento, según los diarios,
murió Victoriano y Guerrero quedó en estado grave.
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Apenas recibió el recurso de amparo, la Corte sanmiguelina llamó a las
distintas reparticiones oficiales hasta confirmar que el detenido se encontraba en
el cuartel ubicado en la Avenida Santa María. El general Gordon informó que un
decreto del Ministerio del Interior autorizaba la detención por cinco días.
La Corte insistió en que la Constitución, que garantiza el amparo, está por
sobre los decretos y que, por lo tanto, Guerrero debía ser puesto a su disposición.
El 4 de julio, tres días después de la detención, Guerrero fue llevado a la Corte de
San Miguel, donde un perito del Instituto Médico Legal constató que presentaba
contusiones, cicatrices y esquimosis por todo el cuerpo. Los ministros José
Benquis, Jorge Medina y el abogado integrante, Sergio Urrejola, presenciaron el
examen. El especialista concluyó que las heridas se debían a la acción de «un
cuerpo punzante y contundente»[126].
Guerrero tenía miedo. Pensaba que todavía estaba en poder de la CNI. Los
magistrados tuvieron que convencerlo de que estaba en un tribunal para que se
atreviera, finalmente, a declarar. Benquis tomaba notas:
«Me amarraron ambos tobillos y las muñecas y comenzaron a aplicarme
corriente primero en los tobillos, luego en los genitales, en las nalgas, en una
herida que tengo al costado derecho del tórax producida por una operación que
me practicaron en octubre del año pasado (…) Para la aplicación de la tortura
que llamaban “submarino” me llevaron desnudo a una pieza que al parecer era
un baño y me sumergieron en el interior de una tina, de espaldas y los tobillos
también amarrados… En esta posición me fueron sumergiendo de a poco en el
interior del agua de la tina, llegando el nivel del agua hasta los orificios nasales…
El individuo que me interrogaba dijo que mi vida dependía de él, ya que habían
anunciado a la prensa que yo me encontraba herido de gravedad, así es que
perfectamente podían matarme y a ellos no les iba a pasar nada»[127].
Los magistrados acogieron de inmediato el recurso de amparo y ordenaron
la internación de Yuri Guerrero en el Hospital Barros Luco. Luego enviaron los
antecedentes al Quinto Juzgado del Crimen para que iniciara la investigación de
los presuntos delitos cometidos por los agentes.
Pocos meses después, la Corte recibió otro recurso similar. La víctima esta
vez era una mujer: la profesora de 28 años Delfina Carmen Briones, detenida por
la CNI en octubre de 1985. El abogado que la representó informó al tribunal que
la mujer sufría un problema de desnutrición y pidió que, donde fuera que
estuviera, se le permitiera la visita de un médico.
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Cinco días después aún se desconocía su paradero. El 24 de octubre los
ministros Aquiles Rojas, José Benquis y el abogado integrante Sergio Urrejola
ordenaron al director de la CNI poner a su disposición a la amparada. La mujer
compareció ante los ministros ese mismo día, después de que se resolvieran una
serie de disputas entre Gendarmería, la fiscalía, la CNI y la secretaria del tribunal.
Delfina Briones declaró que fue detenida en compañía del ciudadano
argentino Juan Carlos Espinoza cuando se retiraban de una barricada en el
callejón Lo Ovalle con Avenida La Feria, en medio de una protesta. Los agentes
que los aprehendieron los llevaron a la casa del argentino para buscar su
pasaporte y allí encontraron «literatura marxista, unos panfletos que se pensaban
repartir ese día de protesta y además unas hojas mimeografiadas, de carácter
informativo, que tenían las “R”, símbolo de resistencia».[128] Los detenidos
fueron llevados al cuartel de Santa María. La mujer fue interrogada con
aplicaciones de corriente en una camilla conocida como «la parrilla». El médico
cirujano Ramiro Olivares, de la Vicaría de la Solidaridad, aceptó el llamado de
los ministros y constató en el tribunal una docena de lesiones que presentaba la
mujer por causa de las torturas. El informe del profesional sería refrendado más
tarde por el Instituto Médico Legal. El caso fue enviado a un tribunal del crimen.
En Valparaíso, en una actitud similar, el entonces juez Haroldo Brito
enfurecía a los jefes de la CNI con su implacable voluntad de constituirse en los
cuarteles secretos.
El veranito no duró mucho. La Corte Suprema aceptó la interpretación del
Gobierno en cuanto a que los cuarteles de la CNI debían considerarse recintos
militares y que las detenciones en virtud de los Estados de Emergencia no eran
susceptibles de recursos de amparo.
No obstante, la Corte de San Miguel siguió dejando constancia del
incumplimiento por parte de la CNI de importantísimas normas legales. El 29 de
septiembre de 1986, el pleno, con el ministro Hernán Correa de la Cerda como
presidente subrogante, protestó ante la Corte Suprema porque ese organismo, en
los recursos en favor de tres detenidos «además de haber proporcionado
información confusa y dilatoria, se ha negado a cumplir las instrucciones
impartidas, sin justificación alguna». Tres días después, la Corte volvió a reclamar
porque en los recursos por otro grupo de seis detenidos, el general Gordon «ha
dejado de cumplir lo ordenado por las tres salas de esta Corte en orden a poner a
disposición de este tribunal a los amparados (…) a objeto de constatar las
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condiciones físicas en que se hallaban. Esta negativa reiterada, además de
constituir una omisión evidente del auxilio que dicha institución se encuentra
obligada a prestar a este órgano superior de justicia, importa una infracción
delictual»[129].
Los ministros se quejaban, además, porque agentes de la policía secreta
llamaban al tribunal para entregar antecedentes falsos y confundir a los
magistrados.
Las cortes de Concepción y Valdivia también se quejaron por actos
similares.
La Corte Suprema informó al gobierno y el general Pinochet, en un oficio
fechado el 20 de octubre de 1986, respondió manifestando «el profundo malestar
que me causara la ocurrencia de los hechos relatados, habiendo impartido de
inmediato las instrucciones correspondientes a los señores ministros del Interior y
de Defensa Nacional, para que reiteren a ese servicio las órdenes en cuanto a que
se ha de proceder en todo momento con estricta sujeción a la Constitución y a las
Leyes»[130].
A pesar de todo esto, el servicio secreto continuó desconociendo las
resoluciones de los tribunales. En el mismo período, la Corte de Santiago
instruyó al ministro Juan González para que se constituyera en el recinto de calle
Borgoño 1470, pero el oficial a cargo le impidió el ingreso, diciendo que
necesitaba la orden del director de la Central. La Corte de Apelaciones dio
cuenta a la Corte Suprema del hecho y esta transmitió el reclamo al Ejecutivo,
aunque posteriormente aceptó la explicación de que se había tratado de un error.
En 1987, la Corte Suprema, con Retamal en la presidencia, declaró que la
CNI «no ha debido impedir el cumplimiento de las resoluciones judiciales
dictadas por la Corte de Apelaciones de Santiago en un recurso de amparo, ni
aun por orden del Fiscal Militar de Santiago, Fernando Torres Silva».[131]
El caso de Yuri Guerrero llegó a manos del juez René García Villegas. El
magistrado debió enfrentarse a una CNI que insistía en presentarle agentes con
identidad falsa. Cuando, no obstante, logró establecer que se había cometido el
delito de torturas, la justicia militar pidió el traspaso del caso. El juez se negó a
declararse incompetente y la Corte Suprema, en mayo de 1988, lo amonestó por
haber usado en su resolución expresiones que se consideraron «desmedidas en
contra de la justicia castrense». García Villegas había dicho simplemente que los
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procesos terminan normalmente con sobreseimiento definitivo en el ámbito de la
justicia militar.
A finales del mismo año, el tribunal superior volvió a castigarlo, con quince
días de suspensión y una multa de medio sueldo, por haberse involucrado en
política. El magistrado había hecho declaraciones a la Radio Exterior de España a
comienzos de año, diciendo que en Chile se practicaba la tortura. La entrevista
fue usada en la Propaganda del No y aunque el magistrado afirmó que el material
había sido usado en ese espacio sin su autorización, la Corte no le creyó y el 25
de enero de 1990, en votación dividida, lo destituyó del cargo.
En el mismo proceso de calificaciones, los magistrados José Benquis,
Hernán Correa y Germán Hermosilla fueron puestos en Lista Dos por haberlo
visitado para expresar su solidaridad, cuando el juez estaba suspendido.
A mediados de los ‘80, en la Corte de Santiago, el ministro Carlos Cerda
investigaba al Comando Conjunto, al mismo tiempo que José Cánovas se hacía
cargo del caso por los tres profesionales degollados y establecía la participación de
policías y agentes civiles dependientes de la Dirección de Comunicaciones de
Carabineros (Dicomcar). Su investigación contaba con el respaldo del presidente
de la Corte Suprema, Rafael Retamal.
Mientras Cánovas avanzaba en su tarea, los jefes de los servicios de
seguridad se reunían diariamente con los estados mayores de las diferentes ramas
de las Fuerzas Armadas para comentar el estado del proceso.
Cánovas había marginado de la investigación a Carabineros y se apoyaba
paradojalmente en la CNI, que emitió el primer informe incriminatorio en contra
de la policía uniformada. El director de Carabineros, César Mendoza, se quejó
ante Rosende por la exclusión de sus hombres en las pesquisas y el ministro de
Justicia transmitió la inquietud a la Corte Suprema.
Cánovas fue citado para explicar el proceso en el pleno. Tras una
extenuante sesión, solo uno de ellos se levantó de su asiento para felicitarlo.
Cánovas quiso renunciar, pero Rafael Retamal lo persuadió para que siguiera
adelante[132].
Agobiado por las presiones y las amenazas de muerte que soportaba en
silencio, Cánovas decidió someter a proceso a dos de los eventuales autores y
decretar arraigos en contra de otros dieciséis, al mismo tiempo que se declaraba
incompetente en favor de la justicia militar.
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Con un día de anticipación comunicó su voluntad a Retamal. Retamal
informó a Rosende y Rosende, a la Moneda.
Pinochet convocó a una reunión urgente en la que participaron los
ministros más importantes —Ricardo García, Francisco Javier Cuadra, Jaime del
Valle y Santiago Sinclair— con los generales Mendoza y Rodolfo Stange.
Caso excepcional en este tipo de procesos, la justicia militar rechazó
quedarse con él. Sin embargo, la Corte Suprema anuló los encausamientos de
Cánovas y el ministro se quedó sin otra salida que decretar el cierre temporal de
la causa.
Pese a que los antecedentes se quedaron durmiendo hasta el cambio de
gobierno, el caso degollados provocó una de las mayores crisis en el gobierno
militar e implicó la salida del director general de Carabineros, César Mendoza.
Ante la nueva actitud que estaban demostrando las cortes de Apelaciones y
algunos jueces, el gobierno militar optó, a partir de 1986, por reforzar la acción
de la justicia militar. Las fiscalías se transformaron en tribunales para los delitos
políticos, con la CNI como su policía auxiliar y premunida de especiales
facultades, como la de decretar reiteradas y prolongadas incomunicaciones.
Llegaba el momento estelar para el fiscal ad hoc Fernando Torres Silva.
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En ese escenario, los ministros disidentes se cuidaban bastante de emitir
opiniones políticas. Trataban de mantenerse al margen de cualquier expresión
opositora. En general, no daban entrevistas. Sin embargo, se expresaban en el
campo académico.
Parte de estos magistrados fueron atraídos por instituciones como la
Universidad Diego Portales y el Centro de Promoción Universitaria (CPU), que
ya desde mediados de los ‘80 estudiaban las reformas que sería necesario practicar
al Poder Judicial. A su pesar, de sus dichos o artículos, aunque no circulaban en
un área más extensa que las universidades y centros de estudio, siempre llegaba
algún comentario a la Corte Suprema.
Las expresiones académicas de los disidentes, por abstractas que fueran, no
escapaban a la crítica y la censura.
Destacados profesores como el juez Héctor Toro fueron tachados de
«izquierdistas» en el alto tribunal y en el Ministerio de Justicia. Toro figuró en
numerosas quinas para ascender a ministro, pero nunca fue nombrado. Tuvo que
esperar hasta el gobierno de Patricio Aylwin.
Otros recibían mensajes sutiles, como los que sorprendieron a Hernán
Correa de la Cerda, Nancy de la Fuente, Germán Hermosilla y Marcos
Libedinsky, por haber colaborado en la obra del Centro de Estudios Públicos,
Proposiciones para la reforma judicial, con Eugenio Valenzuela Somarriva como
editor coordinador. Después de la publicación, los cuatro magistrados recibieron
votos para ser incorporados en Lista Dos.
El sistema de calificaciones operaba hasta entonces de la siguiente manera:
al finalizar cada año, los jueces elevaban a su respectiva Corte de Apelaciones un
informe sobre los funcionarios bajo su tutela, proponiendo la inclusión de ellos
en alguna de las cuatro listas que establecía la ley (al comienzo del gobierno
militar eran solo tres, pero luego se agregó la Lista Cuatro). El tribunal de alzada
analizaba esos informes y calificaba a los jueces y a los funcionarios hacia abajo.
El resultado se ponía en conocimiento de los afectados para que formularan sus
descargos, de ser necesarios.
Sin embargo, cuando el máximo tribunal, que tenía la última palabra,
recibía tales informes, resolvía en el más absoluto secreto. La ubicación en las
diferentes listas se decidía por simple mayoría. Al interesado se le daba a conocer,
en forma confidencial, únicamente la nómina en que había sido calificado y el
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número de votos obtenidos, sin los fundamentos ni la identidad de quienes los
pronunciaban.
En rigor, un magistrado puesto en Lista Uno en votación dividida
pertenecía a esa categoría tanto como otro calificado unánimemente. Sin
embargo, en la práctica, un puñado de votos para la Lista Dos manchaba su
trayectoria. Era una advertencia. Una señal de que probablemente su nombre no
sería considerado en las quinas de ascenso.
En la mentada publicación sobre «Proposiciones para una reforma al Poder
Judicial», los participantes mencionaron una serie de deficiencias del sistema
chileno, que los ministros de la Corte Suprema estimaron injuriosas.
Uno de los artículos, titulado «Análisis crítico de usos y prácticas judiciales
y eficiencia del Poder Judicial», examinaba al Poder Judicial desde el punto de
vista de la teoría organizacional: sus objetivos, cumplimiento de metas, eficiencia.
Aunque ni siquiera mencionaba la palabra corrupción, hablaba de cotidianas
prácticas «anómalas», como los pagos de coimas que hacían los abogados para
conocer los expedientes.
El autor describía entre las deficiencias del sistema, la institucionalización
de «violaciones pautadas, disimuladas e informales del proceso legal», como el
abuso del recurso de queja, y la configuración de múltiples centros de decisión e
influencia, ajenos a lo jurídico:
«Los tribunales aparecen como una institución que ha exagerado aquello
que Carl Schmitt llamaba los “pasillos del poder”. Esto es, como una institución
que ha exacerbado esa inevitable antesala de influencias e informaciones
indirectas con las que el poderoso adopta sus decisiones… la decisión
jurisdiccional depende, más que del juez, de aquellos que manejan la antesala y el
pasillo»[134].
En el mismo libro, el abogado Eugenio Somarriva analizaba las cinco
primordiales funciones de la Corte Suprema y las deficiencias en su
cumplimiento. «La jurisprudencia emanada de la Corte Suprema», acusaba, «ha
logrado, en muy escasa medida, uniformar el genuino sentido de ley y enriquecer
y vivificar el derecho y poco o nada ha contribuido al progreso jurídico»[135].
Eso era lo mismo que imputar flojera y falta de vuelo intelectual a los altos
magistrados.
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Valenzuela les reprochaba además un errado concepto sobre la separación
de Poderes, que los había inhibido de ejercer el necesario control sobre el Poder
Ejecutivo.
El sistema de designaciones también se ponía en tela de juicio, pues la
conformación de quinas y ternas se hacía sin ningún llamado a concurso, ni
procedimiento objetivo de selección, basado casi exclusivamente en la arbitraria
propuesta de los ministros de la Suprema, estimulando «un espíritu de cuerpo
que con tanta facilidad degenera en uno de casta»[136].
«Son muchos los testimonios que demuestran la existencia de un elemento
que, a pesar de no figurar explícitamente en los textos legales, es tanto o más
relevante llegado el momento de efectuar los nombramientos y promociones. Me
refiero al gravitante rol que juega la influencia política»[137].
Estas palabras sonaban a calumnia dentro de la Corte Suprema que se
jactaba, precisamente, de haberse mantenido al margen de la «política».
Al final del libro, el magistrado Hernán Correa de la Cerda, exponía la
necesidad de crear una escuela judicial, argumentando que la mejor garantía de
un Poder Judicial eficiente e independiente era la personalidad del juez. Citando
a Eduardo Couture, el magistrado decía:
«El instante supremo del Derecho no es el del día de las promesas más o
menos solemnes consignadas en los textos constitucionales o legales. El instante
realmente dramático es aquel en que el juez, modesto o encumbrado, ignorante o
excelso profiere su solemne afirmación implícita en la sentencia (…) La
Constitución vive en tanto se aplica por los jueces: cuando ellos desfallecen, ya
no existe más»[138].
Respaldando sus reflexiones, el entonces presidente de la Asociación
Nacional de Magistrados, Germán Hermosilla, describía un listado de valores
deseables en el juez: independencia, imparcialidad, equilibrio y ponderación,
espíritu analítico, crítico y creativo, compromiso con la verdad. «El juez no es un
mero aplicador de ley», decía.
La mayoría de los ministros de la Corte Suprema, con la cuota de
suspicacia que la situación ameritaba, tomaron tales análisis como insultos a sus
personas. Fue así que se originaron los votos en Lista Dos, manchando la
calificación anual de quienes participaron en la obra.
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Algo no previsto y hasta insólito fue el interés del Departamento de Estado
del gobierno estadounidense por las inquietudes de los académicos disidentes. El
hecho es que trató de conquistarlos.
«Harry Barnes (el exembajador en Chile) nos infiltró. Ellos tenían mucho
interés en sensibilizarnos sobre los casos de violaciones a los derechos humanos.
Sobre el caso Letelier. Fueron muy hábiles», cuenta uno de ellos[139].
A finales de la década, Correa de la Cerda fundó el Instituto de Estudios
Judiciales y la Corte Suprema, inesperadamente, le cedió un espacio en el edificio
donde funcionan los tribunales civiles, en Huérfanos con Amunátegui. Correa
quería que el instituto se transformara en una escuela para los jueces.
Estos disidentes-académicos tendrían una importancia gravitante en los
acuerdos que se tomaron en la primera convención de magistrados bajo el
gobierno de Patricio Aylwin, como el respaldo a la creación de un Consejo
Nacional de la Justicia, e incluso en la elaboración de los proyectos para reformar
el Poder Judicial que se presentarían en el futuro.
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¿Cuál fue el destino de esos expedientes? Aunque es difícil pesquisarlos,
pues se encuentran distribuidos en una maraña inextricable de causas repartidas
en numerosos tribunales, puede afirmarse sin temor al yerro que, casi dos décadas
más tarde, la mayoría de ellos todavía está en tramitación.
Muy pocas de las causas criminales han culminado en sentencia definitiva
y, si lo han hecho, ha sido solo recientemente. Tal vez demasiado tarde. Un
ejecutivo que incurrió en delitos económicos a los 36 años y que ha venido a ser
condenado a prisión cuando ya tiene más de 50, conmueve los sentimientos de
compasión de cualquiera.
La justicia cuando tarda mucho, no es justicia.
La actitud de los tribunales frente a estos procesos habla de las
incapacidades de los jueces para enfrentar temas nuevos, difíciles y complejos, y
de las deficiencias de la legislación, que han permitido alargarlos hasta el infinito.
Es también una prueba de lo que el ciudadano común critica en cada encuesta
que se hace sobre el Poder Judicial: los tribunales, en general, no actúan con igual
celo y severidad cuando el demandado o querellado tiene poder político o
económico.
En 1986 el presidente de la Corte Suprema, Rafael Retamal, reconoció los
problemas que estaba enfrentando el Poder Judicial por la proliferación de este
tipo de juicios.
La crisis del ‘82 descubrió que gran parte de la pujanza económica de los
años anteriores se había sustentado en empresas especulativas. Empresas de papel.
Algunos bancos las usaban para prestarse dinero a sí mismos o como pantalla
para simular un capital que no poseían.
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Después de la debacle, el costo lo pagó el fisco. Para tratar de recuperar lo
perdido, el Consejo de Defensa del Estado se hizo parte en procesos para
perseguir los delitos cometidos por las entidades financieras, como infracciones a
la ley de bancos, estafas y falsificación de documentos.
En un registro que se lleva a mano en esa institución, es fácil advertir que la
mayoría de las 12 causas en que el CDE todavía es parte siguen abiertas.
Los jueces de primera instancia han gastado años decretando pericias
contables, auditorías, informes. Tratando de entender cómo y por qué se
produjeron los delitos. Los acusados, en la contraparte, han contado con la
representación de abogados expertos en prolongar los procesos, inspirados en la
idea de que, si alguna vez llega el momento de la sentencia definitiva, obtendrán
mejores condiciones para sus clientes pasado el escándalo y olvidada la materia en
la memoria colectiva.
Los jueces, por su impericia, no han tenido la capacidad de darse cuenta de
los errores en los informes periciales, pues tendrían que entender los pasos que
siguen sus autores para llegar a un resultado. Todo esto es muy difícil para ellos.
En general, se han guiado solo por lo que dice la conclusión. El CDE, en su rol de
acusador, ha debido subsidiar esta incapacidad, aguzando la vista para detectar
los yerros y pedir correcciones.
Cuando han llegado, las condenas han sido mayormente simbólicas. En
ninguno de los casos los tribunales aprobaron las demandas civiles, que es lo más
importante en este tipo de juicios, pues permite al fisco recuperar los dineros.
En solo dos de las causas en que el CDE es parte, la Corte Suprema ha
confirmado una condena y el fallo está a firme en los casos del Banco de Linares
y de la Financiera de Capitales. En ambos, la resolución definitiva llegó en los ‘90
y los inculpados recibieron penas mínimas, de presidio remitido.
Es evidente que el Estado no ha ganado esta cruzada.
He aquí algunos ejemplos:
La causa en contra de la Compañía General Financiera (CGF) —que era, en
rigor, un banco— estuvo diez años en estado de sumario. Los trámites que
realizó el tribunal correspondieron principalmente a peritajes contables de gran
magnitud, que mantuvieron el expediente pasando de las manos de un perito a
las de otro. De tanto en tanto, la defensa de los inculpados solicitó que se
declarara la prescripción, argumentando que la causa había estado demasiado
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tiempo paralizada. Y aunque no lo estaba, la sola presentación de la incidencia
alargó todavía más el sumario.
El Estado perseguía allí dos tipos de actos delictivos: el primero, las
empresas de papel. El grupo económico Sahli-Tassara, dueño de la CGF, creó una
serie de sociedades ficticias, donde ponían como presidentes y gerentes a personas
que pertenecían al grupo. Estas empresas tenían un giro inexistente, no poseían
ningún tipo de activo y su capital era mínimo, unos 500 mil pesos de hoy. Aun
así, pedían créditos a la CGF por 20 o 30 veces el valor de ese capital. Como el
grupo controlaba el banco y las empresas, autorizaba los créditos. En el fondo se
estaban prestando dinero a sí mismos.
Si un particular cualquiera posee una empresa que cuesta 100 mil pesos y
pide 3 millones de pesos a un banco, sin ofrecer ningún otro tipo de garantía que
los mismos 100 mil pesos, es obvio que la respuesta será negativa. La obviedad no
era, sin embargo, la regla en la CGF que, al momento de su intervención, había
comprometido entre el 50 y el 55 por ciento de su cartera en este tipo de
créditos.
Los préstamos que los dueños de la CGF sacaron a través de estas empresas
de papel fueron a dar a una empresa Holding, Santa Berta, que realizó algunas
actividades productivas, como la construcción del edificio Panorámico. Santa
Berta llegó a acumular 2.500 millones de pesos de la época solamente gracias a
estos préstamos indirectos.
El segundo tipo de delito se refería al arrendamiento de inmuebles: dos
empresas de papel del grupo Sahli-Tassara se adjudicaron la licitación de un
edificio que una Asociación de Ahorro y Préstamos poseía en Moneda con
Ahumada. Como no tenían con qué pagar, en una operación relámpago le
arrendaron esa misma propiedad a la CGF, por diez años. Con el dinero del
arriendo pagaron el edificio y se quedaron con 20 millones de remanente.
El proceso en contra de la CGF se inició hacia fines de 1981, por la
administración provisional del banco, después de que fuera intervenido. Se
presentaron querellas por estafa e infracción a la Ley General de Bancos, pero el
tribunal de primera instancia dijo que solo había pruebas suficientes para dar por
configurada la estafa.
Los dueños de la CGF, Alejandro Mauricio Tassara y Bernardo Sahli, fueron
procesados por ese delito junto al presidente del banco, Rodolfo Antonio Yunis,
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y un testaferro confeso, Gino Osvaldo Pellegrini. El proceso siguió con los
inculpados en libertad hasta que el caso pasó a un ministro en visita. En 1990,
Eduardo del Campo (hoy jubilado) cerró el sumario y absolvió a los procesados,
planteando que la Ley General de Bancos dispone solo una sanción de multa por
las infracciones cometidas. Nada dijo de la estafa, que era el delito por el que en
verdad se los acusaba.
En las apelaciones, que llegaron a verse solo entre 1994 y 1995, los
magistrados Alejandro Solís, José Luis Ramaciotti y Juan Araya revocaron la
resolución y condenaron a los inculpados por estafa y añadieron el delito de
infracción a la Ley General de Bancos. Además determinaron que debían
responder civilmente por dos mil 500 millones de pesos.
Las defensas recurrieron a la Corte Suprema. Finalmente, el 2 de diciembre
de 1997 —dieciséis años después de iniciada la causa— la Corte Suprema revocó
nuevamente la sentencia, exponiendo, en defensa de los derechos de los
inculpados, que no podían ser condenados por un delito por el cual no fueron
procesados en primera instancia: la infracción a la Ley General de Bancos.
Por la absolución votaron Adolfo Bañados y los abogados integrantes José
Luis Pérez y Vivian Bullemore. Por mantener la condena, los ministros Roberto
Dávila y Guillermo Navas.
La abogada María Inés Horvitz, representante del CDE, se sintió
profundamente frustrada: «El fallo es pésimo», dice. «La Corte Suprema no se
pronunció sobre la estafa, delito por el cual estos ejecutivos sí habían sido
procesados en primera instancia»[141].
En un segundo proceso iniciado en 1981 contra el mismo Tassara, todavía
no se dicta la sentencia de primera instancia. La causa está ahora en manos del
ministro en visita Haroldo Brito.
En otra causa, contra Javier Vial y todos los directores del Banco de Chile,
BHC, Banco Andino y Panamá, lo que interesaba al fisco era atrapar al comité
ejecutivo, que era la cabeza de todo el grupo económico y que controlaba todos
los directorios y los bancos: el propio Vial, César Sepúlveda Tapia, Joaquín
Emiliano Figueroa (ya fallecido), Rolf Lüders y Pablo Molina Benítez.
Recién en 1997, el fisco logró una sentencia definitiva de primera instancia
en contra de doce directores, incluyendo a los mencionados.
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Este es el único caso en que, al menos en primera instancia, se ha acogido la
demanda civil. El abogado que representa al CDE, Víctor Hugo Rojas, está
satisfecho. «En lo que respecta, a los querellantes —el fisco, el Banco de Chile y
el Patronato Nacional de la Infancia—, fue un pleno éxito, pues se acogió todo:
la sanción penal, la indemnización civil y el pago de las costas»[142].
Sin embargo, aún resta saber lo que pasará con los recursos que están
pendientes contra la sentencia.
En 1985 se inició un juicio en contra del abogado que actuaba como Fiscal
Nacional de Quiebras, junto a otras personas acusadas de haberse quedado con
los dineros de varias empresas tras la declaración de bancarrota. La causa duró
unos catorce años. Los inculpados fueron condenados en un principio a tres años
con pena remitida, pero el CDE peleó hasta el final.
En la Corte Suprema uno de los acusados fue absuelto y al exfiscal se le
aumentó la condena a cinco años. Eso significaba que a sus 50 años de edad,
cuando ya creía el asunto olvidado, tendría que ir a la cárcel por actos que
cometió a los 35.
El propio abogado que representaba al fisco en las últimas instancias,
Claudio Arellano Parker, se sintió golpeado. ¿Y si el exfuncionario se hubiese
redimido?
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Torres, que inicialmente era solo un oficial de rango medio, se convirtió en
el célebre «fiscal ad hoc». El latinazgo le dio una prestancia que llegó a competir
en la imaginería oficial con la del propio Pinochet.
El abogado, incorporado al aparato judicial del Ejército, tuvo un paso
modesto por la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile. Le costó
titularse. Roberto Garretón, contemporáneo suyo, recuerda que cuando ingresó a
la carrera, Torres ya estaba en la Facultad. Y que cuando egresó, Torres seguía
allí.
El fiscal estuvo estudiando desde fines de los ‘50 hasta 1965, pero vino a
titularse recién en 1974, con una memoria sobre «la jerarquía militar».
Torres fue uno de los oficiales de Justicia del Ejército designado para
participar en los Consejos de Guerra instaurados inmediatamente después del
Golpe de Estado. Terminada esa función, fue contratado como asesor
presidencial y jefe de la Secretaría de Legislación del Diego Portales.
Sus quince minutos de gloria llegaron años después con el atentado a
Pinochet. Torres se convirtió en fiscal ad hoc para indagar todos los procesos en
que estuviera involucrado el FPMR.
El Ejército lo dotó de grandes recursos y Torres creó una megaoficina, con
abogados que hizo trasladar desde diversas dependencias militares. El mayor
Francisco Baguetti lo ayudaba en el caso del atentado; el capitán Ricardo Latorre,
en el de la Panadería Lautaro y el de los arsenales; Carlos Troncoso, en el
secuestro del coronel Carreño.
Respondiendo a oficios de la Corte de San Miguel —que trataba de
ponerle cortapisas al abuso de sus atribuciones—, Torres reclamó el trato de
«Señoría».
El militar se sentía cómodo en su papel. Era una especie de
superprocurador, beneficiado por las enormes facultades de que fue dotada la
justicia militar, en perjuicio de la justicia ordinaria. Obtuvo también granjerías
especiales —«pitutos» en nuestra jerga popular— que incrementaron sus
ingresos. En 1986, Rosende firmó un decreto autorizando su contratación como
«asesor jurídico» de Gendarmería.
El fiscal era generoso con las demandas de los periodistas. Alimentaba
constantemente los noticiarios con el resultado de sus averiguaciones. Se
movilizaba rodeado de guardaespaldas y procuraba no quitarse nunca sus lentes
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Ray-Ban. Ganó fama de frío, calculador, experto en inteligencia, y cultivó la
reputación de «amigo de Pinochet» y de su esposa, Lucía Hiriart.
Torres se jactaba de haber procesado a 120 integrantes del Frente Patriótico
Manuel Rodríguez, y afirmaba que en cualquier momento iba a atrapar a la
cúpula.
Los detenidos bajo sus órdenes, denunciaron haber sufrido las más
aberrantes torturas en cuarteles de la CNI. Muchos de ellos no lograban
diferenciar entre los recintos de la policía secreta y la fiscalía. Torres, sordo a las
quejas, aumentaba sus penurias con largas y reiteradas incomunicaciones.
El caso más dramático fue el de Karin Eitel, procesada por el secuestro del
coronel Carreño, quien apareció en las pantallas de Televisión Nacional
confesando su participación y dando, además, muestras evidentes de haber sido
sometida a crueles torturas.
El propio coronel Carreño sufrió el rigor del suspicaz funcionario. Después
de ser liberado por sus captores, fue recluido en el Hospital Militar para enfrentar
numerosas y prolongadas sesiones de interrogatorio.
Las protestas contra las actitudes del fiscal ad hoc llegaron hasta las
Naciones Unidas. El relator especial Fernando Volio afirmó que los «procesos
hipertrofiados que atiende el fiscal Torres son contrarios al debido proceso legal
y, por tanto, se apartan o desvían de lo normal en perjuicio de los derechos de los
procesados y quienes los defienden»[143].
Pero los tribunales de justicia no obstaculizaron su gestión.
Hasta que se metió con la Iglesia.
El fiscal, como Rosende y otras altas autoridades del gobierno militar,
pensaba que la Iglesia era la protectora de la oposición al gobierno, y la
posibilidad de probarlo se le presentó con el caso de la Panadería Lautaro.
Asaltada el 28 de abril de 1986 por un grupo de militantes del FPMR, en su huida
estos se enfrentaron con Carabineros hiriendo de muerte al policía Miguel
Vásquez Tobar. También murió uno de los asaltantes.
El hecho le sirvió a Torres para intentar de manera frontal el
encausamiento de la Vicaría de la Solidaridad. Tomó como pretexto la ayuda
médica que esta le había prestado a Hugo Gómez Peña, quien resultó ser uno de
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los acusados del asalto. El fiscal hizo procesar a médicos y abogados, desafiando
incluso las decisiones de la Corte Suprema.
Durante la existencia de la Vicaría de la Solidaridad esta sostuvo, es
efectivo, relaciones con los partidos y organizaciones de ultraizquierda. Se
estableció un diálogo en que las reglas de juego estuvieron perfectamente
delimitadas. La Vicaría defendía a las víctimas de atropellos a los derechos
humanos (detenciones arbitrarias, torturas, crímenes, desapariciones), sin
importar su creencia política; pero no aceptaba actuar como «pantalla» en la
defensa de delitos de sangre o de otro orden que pudieran cometer los militantes
de esas colectividades, aun cuando argumentaran legitimidad política. Para eso
existían otros organismos, como el CODEPU[144]. Tanto el MIR como el FPMR
estaban perfectamente al tanto de estos códigos de conducta.
Torres sostenía, empero, que los «terroristas» tenían en la Vicaría su
retaguardia de protección. El argumento no era sólido desde el punto de vista
legal, pero su instinto le decía que en ese organismo, colaborador o no de los
grupos izquierdistas, las caras que él quería atrapar eran conocidas. Con astucias
de sabueso, buscaba hacer caer en trampas a la institución.
En los interrogatorios a funcionarios menores de ese organismo, Torres
usaba todo su poder de persuasión para intentar delaciones. Ponía el arma sobre
la mesa y les decía: «Usted sabe que yo tengo el poder de meterlo preso o dejarlo
libre».
El fiscal estaba obsesionado con el organismo eclesiástico. Quería saber
todo sobre él: su estructura, organización, financiamiento, personal,
procedimientos, vínculos, situación tributaria y el rol del vicario. También quería
conocer la identidad de las personas atendidas por la Vicaría, especialmente los
heridos a bala. Pretendió apoderarse de todas las fichas médicas con la esperanza
de reconstruir la estructura del FPMR.
La paciencia del obispo Valech se colmó cuando Torres allanó la sede de la
AFP Magíster para incautar antecedentes sobre las imposiciones de los empleados
de la Vicaría de la Solidaridad desde 1981 a 1988.
Valech presentó dos recursos de queja ante la Corte Marcial, argumentando
que el fiscal se había extralimitado en el ámbito de la investigación del asalto a la
Panadería Lautaro y estaba entrometiéndose en la organización y funcionamiento
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de la Vicaría de la Solidaridad. De hecho, los medios llamaban ahora a la
investigación «el caso Vicaría».
El obispo defendió el secreto profesional. No estaba protegiendo a nadie en
particular, sino que la sacrosanta institución eclesiástica del secreto de confesión,
base de la confianza que millones de personas habían depositado en la Iglesia por
siglos. No se trataba tanto de una defensa en un momento puntual en la historia
de Chile, como de la protección de los fundamentos de la creencia católica.
Ningún poder político podía pretender avasallarlos.
La Corte Marcial había rechazado todas las anteriores quejas en contra del
fiscal, aunque en más de una ocasión le había advertido, en forma privada, que
morigerara su comportamiento. El presidente del tribunal, Enrique Paillás, le
había dejado caer «consejos» y «observaciones» en las hojas de los expedientes.
[145] Hasta que se produjo esa resolución del 7 de diciembre de 1988, en que la
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antigüedad entre ambos. Es «una decisión del Mando que, en este caso en
particular, me enorgullece», dijo al diario La Segunda.
Sus palabras desataron una ola de críticas de envergadura no solo en la
oposición. Uno de los principales dirigentes de la derecha, Miguel Otero, en ese
entonces vicepresidente de Renovación Nacional, dijo: «En mis treinta y tres
años de ejercicio profesional, nunca antes he tenido conocimiento de que luego
de un fallo adverso a un fiscal militar, se llamara de inmediato a retiro al Auditor
General y al miembro de la Corte Marcial (…)»[146]. Le molestaba la
oportunidad de la medida, pues era el argumento perfecto para quienes
criticaban la falta de independencia de la justicia militar. «La mujer del César, no
solo tiene que ser honrada, sino que también debe parecerlo», dijo, recurriendo a
la conocida sentencia.
El Mercurio y La Segunda editorializaron en contra de las destituciones. El
vespertino dijo que «resulta difícil de comprender por lo inoportuna la sola
eventualidad de que quien ha sido cuestionado por estas (las instancias judiciales
competentes) pudiera venir a sustituir a sus superiores jerárquicos».[147]
En medio de la avalancha de ataques, el Ejército aparentó retractarse
nombrando interinamente al general Rolando Melo Silva, quien, al asumir como
auditor general, admitió que la justicia militar estaba en «crisis». Torres quedó
como Fiscal General Militar, en reemplazo del comandante Enrique Ibarra,
quien descendió abruptamente tras sus imprudentes comentarios.
Las especulaciones corrieron en los medios de comunicación. Se dijo que la
propia Corte Suprema y la oposición en el generalato habían influido en el
fracaso del nombramiento de Torres. Sin embargo, el 28 de diciembre, día «de
los inocentes», la junta de generales, después de una jornada completa de
deliberaciones en el Edificio Diego Portales, demostró que el fiscal ad hoc era
mucho más poderoso de lo que se pensaba. Con la anuencia del comandante en
jefe, representado en este caso por el vicecomandante de la institución, Torres fue
ascendido al puesto de auditor general.
Sin complejos, ese mismo día la nueva autoridad declaró: «Yo creo que la
crisis, a la cual se habría referido el coronel Melo, no existe». El subsecretario de
Justicia y fiel asesor de Rosende, Luis Manríquez Reyes, entregó la opinión de esa
cartera: «El fiscal Torres es un héroe de la democracia en Chile»[148].
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No opinó igual El Mercurio, que en un ácido editorial, apuntó
derechamente a la decisión política detrás del nombramiento.
«El daño ya está hecho. En momentos en que el combate contra el
terrorismo exigía alejar toda posibilidad de desprestigio de los instrumentos con
que esa lucha debe llevarse a cabo, se dio prioridad a otras consideraciones, lo
cual no hará sino dificultar su defensa cuando sea necesario (…) El dolido
desconcierto de los partidarios del régimen es explicable. Y no puede sorprender
el regocijo con que ciertos sectores opositores han seguido el episodio, que es, a
no dudarlo, un obsequio para su propaganda»[149].
La Corte Suprema le dio un último y final espaldarazo al revocar, el mismo
día de su nombramiento, las sentencias de la Corte Marcial que lo habían
castigado por su actuación en el caso Vicaría. Torres sería, como auditor general
del Ejército, integrante del máximo tribunal cuando hubiera causas que
interesaran a los militares y no lucía bien que un magistrado de esa categoría
llegara con una queja disciplinaria a sus espaldas. Mejor era limpiarle los
antecedentes.
Aunque el ascenso podría haber significado un alivio para la Vicaría,
porque Torres, en su nueva función tendría que dejar los casos, la verdad es que
por un tiempo continuó prestándoles atención. Él mismo se encargó de avisar
que perseveraría: «Los procesos son como los hijos (…) No se les puede dejar
solos»[150].
Ese verano, el fiscal militar Sergio Cea se presentó finalmente en la Vicaría
a cumplir las órdenes de Torres. Llegó acompañado con los integrantes de su
escolta vestidos de civil. Ese día solo estaban en el edificio de la entidad el vicario
y un par de asistentes. No se atendió público y todo el personal fue autorizado a
ausentarse. No querían ser vistos ni identificados por personal militar. Por lo
demás, las fichas que buscaba Cea tampoco estaban allí. Precaución elemental.
Los asesores de Valech le habían sugerido que vistiera para la ocasión sus
prendas de obispo, con báculo y todo. Pero el vicario no quiso. Se limitó al
simple traje negro con el clásico cuello clergyman.
Hizo pasar a Cea y le dijo en tono amable:
—Como sacerdote estoy obligado a respetar el secreto profesional y,
además, soy custodio de la confianza que la gente ha puesto en la Vicaría; no
acepto, por lo tanto, que se registre nuestra sede. Yo no puedo romper mis
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compromisos. Si usted quiere ver las fichas, tiene que pasar por sobre este
obispo…[151]
La sola presencia física de Valech, grueso y de elevada estatura, era lo
bastante imponente como para intimidar al menudo y delgado Cea. Aunque
estaba claro que no se trataba de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con el
prelado.
Fue una medición de fuerzas que no duró más de quince minutos.
Amabilidad y tensión se reflejaban al mismo tiempo en las caras del vicario, el
fiscal y los escasos testigos de la escena. Cea optó finalmente por retirarse,
ordenando el repliegue del contingente de carabineros que había estado
esperando afuera para proceder al allanamiento.
Se acercaba el cambio de gobierno y Torres tuvo finalmente que desistir.
Las causas contra militares que comenzarían a llegar a la Corte Suprema una vez
que asumió el gobierno Patricio Aylwin, iban a ocupar en el futuro sus buenos
oficios.
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Entre los invitados, que repletaban la sala de plenarios, a las 11 de la
mañana de ese 1.º de marzo de 1989, estaban desde el nuevo auditor general del
Ejército, todavía coronel Fernando Torres, el procurador general de la República,
Ambrosio Rodríguez, el ministro Rosende, hasta el vicepresidente de la Comisión
Chilena de Derechos Humanos, Máximo Pacheco.
Maldonado alabó la decisión de poner fin a los estados de excepción,
vigentes por tantos años. «Se ha concretado un anhelo del pueblo chileno», dijo.
[152] Pero pidió a las autoridades militares que indultaran, antes de marcharse, a
los chilenos que terminado el exilio seguían condenados por haber ingresado
ilegalmente a la Patria.
También celebró que se hubiera reducido el período de presidencia de la
Corte Suprema a tres años. Las cosas volvían a su sitio. Protestó por el escaso
porcentaje del presupuesto asignado al Poder Judicial (apenas un 0.74 en ese
momento) y demandó una vez más la autonomía económica para ese poder del
Estado. Era un mensaje dirigido más a los dirigentes de la Concertación que a los
del gobierno saliente.
Maldonado dijo que la Corte Suprema estaba oyendo en silencio las
críticas, para aceptar lo válido y desechar lo impropio. Era una postura distinta a
la expresada solo dos años antes por el pleno del máximo tribunal, que había
rechazado las quejas a su incapacidad para hacer justicia, diciendo simplemente
que «los tribunales de justicia son fieles cumplidores de la ley, que para ellos sigue
siendo la razón escrita».[153]
El presidente se mostraba más abierto. Y no podía evadir el tema de la
cuestionada justicia militar. Remeció a su audiencia reconociendo que los
tribunales militares juzgaban a más civiles que uniformados, en un porcentaje
que superaba el 80 por ciento. El reemplazo de un tribunal ordinario por uno
militar, dijo el ministro, «ocasiona un grave desmedro para las garantías
procesales del civil imputado»[154]. La independencia judicial y la confianza de la
ciudadanía en tales tribunales especiales estaba en cuestionamiento, agregó, y
demandó normas que retrotrayeran las cosas como al principio. Los juzgados
militares, para militares. Los ordinarios, para los civiles.
El auditor Torres respondió que las críticas a la justicia militar se debían al
desconocimiento sobre la materia, y las provocaba la «publicidad intencionada de
ciertos sectores».
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La reforma solicitada sería uno de los primeros cuerpos legales aprobados
por el gobierno de Aylwin en el paquete conocido como «leyes Cumplido».
La «ley caramelo»
Apenas asumió como ministro de Justicia, en enero de 1984, Rosende tomó una
medida que había sido rechazada por la Corte Suprema el año anterior. Aumentó
el número de ministros en el máximo tribunal, que de trece pasaron a ser
dieciséis. Los nombres de los tres nuevos integrantes habían sido seleccionados
por el secretario antes incluso de crear las plazas.
El orden en el nombramiento también fue analizado cuidadosamente.
Primero, Hernán Cereceda, el 10 de enero de 1985. El exministro y
expresidente de la Corte de Apelaciones contaba con los méritos formales
mínimos para ascender. Por cierto, también y principalmente, con los
merecimientos políticos: una completa afinidad con el gobierno militar. El
general Pinochet lo había premiado en una ocasión y Cereceda se demostraba
agradecido. Rosende ponía las manos al fuego por él.
Luego Jordán, el 15 de enero. Por antigüedad no podía postergarse su
nombramiento. Algunos en el gabinete, como Jaime del Valle, tenían una
excelente opinión de él. Sin embargo, otros hicieron reparos. Estaban bien
enterados de sus antecedentes personales. De su afición por el alcohol y los
prostíbulos desde sus tiempos de ministro en Punta Arenas.[155] Pero Rosende lo
consideraba un incondicional y eso era lo que le importaba. Lo nombró, sin
embargo, en segundo lugar, para estropear su oportunidad de llegar a ser
presidente del tribunal antes que Cereceda. No contaba en los planes del
secretario de Justicia que en el futuro su preferido sería destituido por una
acusación constitucional y que sería Jordán y no él quien se invistiera como
presidente en 1996.
El tercero en la lista fue Enrique Zurita, designado el 21 de enero de 1985.
Un hombre modesto, probo, amable, que tuvo muchas dificultades en su
juventud para estudiar, pues proviene de una familia pobre, y que ha mantenido
históricamente una postura invariable en favor del régimen militar.
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Con los nombramientos de Cereceda y Jordán, especialmente hacia el fin
del gobierno militar, comenzó a hablarse de una institución antes poco
difundida: los estudios de abogados «con llegada a la Suprema». Los grandes
consorcios y los empresarios comenzaron a preferir los servicios de aquellos
profesionales para aumentar sus posibilidades de éxito ante el máximo tribunal.
Pese a las quejas, entre otros, del Colegio de Abogados que pedía terminar
con la práctica de los «alegatos de pasillo», se creó un circuito más o menos
organizado para ejercer el tráfico de influencias. Algunos abogados incluso pedían
a sus clientes montos adicionales a sus honorarios para «sensibilizar» a los
magistrados.
Los ministros honestos e independientes, aún en su calidad de testigos de
estos actos, no estaban en condiciones de reaccionar ni oponerse. El gobierno
militar tampoco puso coto a tales prácticas. El control político era su objetivo.
Retamal estaba en la presidencia de la Corte y, aunque algo se había
moderado después de la sanción que le impusieron sus colegas en 1984, en cada
marzo, al inaugurar el año judicial, dejaba caer un pasaje aquí y otro allá para
criticar al gobierno.
En 1986, por ejemplo, el magistrado alabó indirectamente a la Vicaría de la
Solidaridad, comparándola con las corporaciones de asistencia judicial. Al año
siguiente, en el preludio de la visita del Papa, el ministro declaró que marzo debía
considerarse «el mes de la benevolencia, en contraposición al tiempo de la
severidad». En el último de sus discursos, en 1988, aprovechó que dejaba el cargo
para traspasar los límites permitidos. Comentó que las disposiciones del artículo
24 transitorio de la Constitución y el resultado de los recursos de amparo que
contra él se dictaban estaban cuestionando la independencia del Poder Judicial.
Recordó que los tribunales rechazaban los amparos porque aparentemente el
artículo 24 no era susceptible de recurso alguno, aunque otro artículo del mismo
cuerpo legal garantizaba la vigencia del habeas corpus siempre.
«Se ha dicho que tal interpretación literal del precepto prohibitivo
demostraría una falta de independencia de criterio con respecto al Poder
Central»[156], dijo Retamal. Opinión que, como había dejado en claro
anteriormente, personalmente compartía.
El presidente de la Corte Suprema no era, sin embargo, un problema
realmente grave para Rosende, quien sabía que contaba con una mayoría a su
favor en el máximo tribunal. Y se había preocupado de que en el resto de la
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judicatura, sus preferidos estuvieran bien ubicados. Creía que la mejor manera de
garantizar la estabilidad del régimen militar y la preservación futura de las
instituciones creadas por este, era nombrar jueces que jamás lo tocaran
políticamente.
—Este juez es probo. Todos los asuntos que rozan con la parte política, los
va a fallar siempre bien, porque es un hombre recto —era la explicación tipo que
Rosende daba a otros miembros del gabinete sobre sus promociones.
—¿Sabe?
—Mira, más o menos… pero me da una garantía: jamás se va a meter en
política.[157]
Un ministro del gobierno militar cuenta que dos veces el magistrado
Ricardo Gálvez estuvo en una quina para subir a la Corte Suprema y que él
personalmente abogó ante Rosende para que lo nombrara. Le contó al ministro
de Justicia sobre su larga trayectoria como académico, del prestigio que tenía en
el ámbito universitario, de su erudición como jurista. Rosende respondía que
estudiaría su caso, pero no lo nombraba.
Ambos secretarios de Estado tuvieron un diálogo cuando en la quina que
presentó la Corte Suprema al gobierno iban los nombres de Gálvez y Germán
Valenzuela Erazo.
—…Gálvez sabe más. Es mejor juez.
—Pero Valenzuela es más confiable —replicó Rosende[158].
Gálvez tampoco fue nombrado por Aylwin. Sus votos en causas por
derechos humanos y especialmente el que respaldó la expulsión de Jaime Castillo
Velasco de Chile le pesarían por siempre.
Que «no se metan en política» era la obsesión del ministro de Justicia.
Política definida, por supuesto, como política disidente. La extrema
independencia no le gustaba. Por ese tiempo el abogado Francisco Merino
recibió un llamado en su casa del ministro de Justicia.
—Pancho, te llamo para decirte que acabo de tener el honor de firmar el
decreto que te designa abogado integrante —le dijo Rosende.
Merino, sorprendido, le respondió en forma cortés pero tajante:
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—Don Hugo, le agradezco mucho, pero entonces, a continuación, borre de
su agenda el número telefónico de mi casa[159].
El nombramiento de Merino nunca salió de las oficinas de Rosende.
El secretario de Justicia, no obstante, se daba cuenta de que los ministros de
la Corte Suprema, por leales que le fueran, habían envejecido tanto que no
podría contar con ellos por mucho tiempo más.
Como político sagaz, estaba consciente de que necesitaría renovar la Corte
para asegurarse el respaldo al Ejército durante la siguiente década.
Esperó el resultado del plebiscito. Después del triunfo del No, el 5 de
octubre de 1988, supo que inevitablemente habría que entregar el Poder y que la
«obra» del régimen militar se vería amenazada por una avalancha de procesos por
violaciones a los derechos humanos. A lo mejor hasta se derogaba la Ley de
Amnistía.
Tenía que hacer algo.
Dos semanas después del plebiscito, nombró al ministro Juan Osvaldo
Faúndez como nuevo integrante de la Suprema. De antecedentes personales
intachables, Faúndez era ciertamente un incondicional.
Necesitaba más.
Pujó, entonces, por la aprobación de la llamada «ley caramelo». El cuerpo
legal, que había sido obra suya, estaba estancado en la Junta de Gobierno desde
junio de 1988, junto a otras de las llamadas leyes de «amarre», pues los proyectos
eran cuestionados en su constitucionalidad.
Tras el plebiscito, Rosende presionó por su aprobación y consiguió lo que
quería: el gobierno ofreció sumas millonarias a los ministros de la Suprema que
decidieran jubilar antes del 15 de septiembre de 1989. Gracias al «caramelo», se
retiró buena parte de los ministros más antiguos. Y Rosende llenó rápidamente
los cargos con quienes creyó proclives al régimen.
El 12 de mayo de 1989, Roberto Dávila ascendió desde su cargo de relator
de la Corte Suprema. El gobierno lo consideraba erróneamente un incondicional,
por sus fallos en favor de la Ley de Amnistía.
En la misma camada subieron Lionel Beraud, el 29 de mayo de 1989, y
Arnaldo Toro, el 12 de julio de 1989, aunque otros integrantes del gabinete
tenían la peor de las opiniones sobre ellos. De Beraud, por su bajo nivel
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intelectual. De Toro, por leyendas de actuaciones irregulares que lo perseguían
desde los tiempos en que estaba en la Corte de Temuco. Uno de los miembros
del gabinete recibió expedientes sobre procesos por incendios en que los votos del
magistrado daban siempre la razón a los autores. Incluso cuando los incendiarios
estaban confesos.
En septiembre, ascendieron Marco Aurelio Perales, Hernán Álvarez y
Germán Valenzuela Erazo. Todos considerados pinochetistas, aunque Álvarez
resultaría ser uno de los líderes de las posturas reformistas en el futuro.
Finalmente, y ya en el umbral de la entrega del poder, Rosende designó a
Sergio Mery Bravo, que hasta entonces se desempeñaba como secretario del
tribunal.
El ministro, que con sus cuarenta años de ejercicio conocía el Poder
Judicial mejor que nadie, ignoró las advertencias de los demás miembros del
gabinete. Todos sus escogidos iban a las celebraciones del 19 de septiembre en el
Club Militar y varios continuaron haciéndolo después del cambio de gobierno.
Serían leales, creyó.
El reforzamiento del Poder Judicial en favor de los intereses del régimen,
no pasó inadvertido para la oposición, que se lanzó en picada en contra de la «ley
caramelo».
El Mercurio defendió a Rosende. El 28 de septiembre de 1989 ese matutino
afirmó en su editorial: «Cabe preguntarse si en caso de detentar el poder, se
habrían abstenido los personeros de aquella (la Concertación) de hacer otro
tanto, o al menos de intentarlo…».
Ya sabía el gobierno militar y los líderes oficialistas que la Concertación
planeaba crear el Consejo Nacional de la Justicia. El Mercurio atacaba la
iniciativa de antemano argumentando que el Colegio de Abogados o las
facultades de Derecho, que tendrían participación minoritaria en esa entidad,
podrían ser usados «por la izquierda» para tomar parte en los nombramientos del
Poder Judicial. Sostenía el matutino:
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«Estas columnas han mantenido una posición invariable de crítica a
ciertos aspectos negativos de la judicatura, y de apoyo a reformas que,
a su juicio, perfeccionarían el sistema judicial chileno. Pero tales
mejoramientos no podrían, en caso alguno, atropellar los principios
fundamentales del derecho en que el sistema se funda. La actual Corte
Suprema no es nueva. Es la misma, en su espíritu y hasta en alguno de
sus integrantes, que en su acuerdo del pleno del 25 de junio de 1973
advirtió al Presidente marxista de la época: “Mientras el Poder Judicial
no sea borrado como tal de la Carta Política, jamás será abrogada su
independencia”»[160].
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Capítulo III
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El queso y la balanza de la justicia
«La Justicia de Chile haría reír, si no hiciera llorar. Una Justicia que
lleva en un platillo de la balanza la verdad y en el otro platillo, un
queso. La balanza inclinada del lado hacia el queso. Nuestra justicia es
un absceso putrefacto que empesta el aire y hace la atmósfera
irrespirable. Dura e inflexible para los de abajo, blanda y sonriente con
los de arriba. Nuestra justicia está podrida y hay que barrerla en masa.
Judas sentado en el tribunal después de la Crucifixión, acariciando en
su bolsillo las treinta monedas de su infamia, mientras interroga a un
ladrón de gallinas. Una justicia tuerta. El ojo que mira a los grandes de
la tierra, sellado, lacrado por un peso fuerte y solo abierto el otro que
se dirige a los pequeños, a los débiles».[161]
El poeta Vicente Huidobro se unía con estas ácidas palabras a las críticas
que en 1925 se hacían al sistema judicial chileno. La oleada de descontento
contra jueces y ministros de corte formó parte de los muchos factores que dos
años después generaron el golpe militar encabezado por el coronel Carlos Ibáñez
del Campo que derrocaría al presidente Arturo Alessandri Palma.
En 1924 el propio León de Tarapacá se quejaba contra las deficiencias del
Poder Judicial:
La evolución del sistema judicial casi no figura en los libros sobre Chile.
Fue olvidada por los historiadores lo mismo que por los políticos que instalaron
la República, aunque desde antiguo ha sido un lugar común afirmar que Chile es
«un país legalista».
Las críticas de Huidobro no han sido ciertamente las únicas. Mucho antes
que él, don Andrés Bello, redactor de nuestro Código Civil, vigente desde 1855,
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Las críticas de Huidobro no han sido ciertamente las únicas. Mucho antes
que él, don Andrés Bello, redactor de nuestro Código Civil, vigente desde 1855,
opinaba:
«Para que esta reforma sea verdaderamente útil, debe ser radical. En
ninguna parte del orden social (…) es tan preciso emplear el hacha. En
materia de reformas políticas no somos inclinados al método de la
demolición; pero nuestro sistema de juicios es tal, que nos parecería
difícil no se ganase mucho derribándolo hasta los cimientos y
sustituyéndole otro cualquiera».
«Aquí como allá se siente malestar; aquí como por allá no se hace
justicia recta (…) aquí como por allá prevalecen y dominan otros
intereses, otras influencias que el interés de la justicia inmaculada y la
influencia de las sanas aspiraciones (…) La primera condición de los
negocios es la seguridad y cuando en un país el Poder Judicial se ha
rodeado de atmósfera de desprestigio, todo el mundo teme colocar en
ese país capitales».
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Bello y Alessandri, y de las quejas de hoy de nuestra opinión pública,
virtualmente unánime en su condena de la justicia chilena.
La justicia en la Colonia
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«lo civil», distinción que —digámoslo para ilustración de legos en la materia— se
funda en lo siguiente: criminal es el área de la justicia que regula las obligaciones
de los individuos con la sociedad, o el Estado, es decir, la que sanciona delitos e
impone penas; civil, por el contrario, es la que regula la relación entre los
particulares y tiene que ver casi siempre con reclamos pecuniarios.
En 1757 se creó en Chile la primera universidad, la Universidad de San
Felipe, que impartió inicialmente la carrera de Derecho. Salieron de sus aulas
notables ciudadanos «criollos» capacitados para integrarse a ese incipiente sistema
judicial. Pero los Reyes de España se oponían a designar a los nacidos en una
colonia como jueces.
Pese al resentimiento que se alimentaba en el corazón de los criollos en
contra de la Real Audiencia, la calidad de los magistrados españoles era en
muchos casos notable y sus procedimientos penales tenían entonces virtudes que
hoy escasean.
Un estudio de 1941 que analiza las sentencias de la Real Audiencia,
concluye que «la substanciación de los juicios criminales se lleva durante la
Colonia, por lo general, en corto tiempo y con escaso volumen de autos»[163].
Entre los fallos de la Real Audiencia se cita una sentencia «modelo», que
gráfica el comportamiento ejemplar de ese tribunal de la Colonia. El fallo,
dictado en una causa por «amancebamiento», data de 1788. El expediente tiene
apenas nueve páginas, incluyendo la sentencia definitiva. La investigación de los
hechos —conocida como la etapa del sumario— duró apenas un mes y dos días.
Hoy eso sería un proceso «bala».
Era la «causa criminal contra Dn. José Flores por concubinato con Manuela
Espinosa, alias la Badanera, ambos casados; y por otros excesos». Flores
enfrentaba el cargo de hallarse «viviendo amancebado con una mujer casada, con
total abandono de la que lo es legítima suia, y sin que haia hecho juicio a los
requerimientos judiciales que por la Rl. Juzticia se le han hecho; por esto y por la
vida ociosa que tiene, sin el menor destino».[164] El acusado, por la escasez de sus
recursos, contó con la defensa de un procurador de «pobres». Defensor y fiscal
acusador se enfrentaron en las mismas condiciones ante el juez. Esa paridad se
perdió en el proceso chileno y se recuperará solo llegado el año 2.000, cuando se
instauren el Ministerio Público y el juicio oral.
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Dice el estudio que estamos citando que, además, los procuradores de los
pobres en la Colonia cumplieron su labor con «diligencia y meticulosidad
ejemplares», características que no siempre pueden atribuirse actualmente a los
postulantes a abogados que defienden a las personas de escasos recursos en los
Servicios de Asistencia Judicial.
Los fiscales cumplían en la Colonia un papel fundamental al «velar por la
correcta y rápida sustanciación de los procesos y sus dictámenes son, por lo
corriente, las piezas más eruditas, con mayor acopio de citas legales y más
profundos raciocinios jurídicos y éticos en los juicios criminales».[165]
Los jueces de la Real Audiencia también eran ejemplares. Aunque no tenían
facultades en la letra de la ley, acortaban los procesos y buscaban acuerdos entre
las partes. Las sentencias no aludían tanto a fundamentos legales, como a
raciocinios éticos y sociales. Las penas aplicadas estaban, con la mayor frecuencia,
por debajo de la penalidad legal, y hasta usaban los métodos alternativos al
cumplimiento de las penas, como sancionar con tres meses de trabajos públicos a
un reincidente en el delito de abigeato que, según la letra de la ley, debía ser
condenado a muerte.
En el Chile de hoy, el 70 por ciento de las penas significan privación de
libertad, aunque la tendencia moderna es a crear sistemas alternativos que
busquen la rehabilitación del delincuente y desahoguen las cárceles. En
Alemania, por citar un ejemplo, solo el 22 por ciento de las penas implican
cárcel.
La tendencia a moderar las penas fue tal en las colonias americanas que el
Rey reiteradamente llamó la atención a sus jueces, haciéndoles ver que no les
correspondía «el arbitrio» o la interpretación de la ley, sino que la mera
«ejecución» de aquellas, pues «esta es nuestra voluntad»[166].
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que hasta entonces funcionaba la Real Audiencia.
Ese fue el gesto revolucionario, pero en el resto del país la situación
continuó igual que en la época colonial, con pequeños tribunales dirigidos por
personas de buena voluntad, no letradas y excepcionalmente asesoradas por algún
abogado.
Con todo, O’Higgins consagró en la Constitución de 1818 la división de
los tres poderes del Estado. Se creó el Supremo Tribunal Judiciario (que sería la
Corte Suprema) por sobre el de Apelaciones.
Pero ya dos años más tarde la demora en los procesos comenzaba a ser un
problema y O’Higgins tuvo que dictar decretos que buscaran acelerarlos.
La Constitución de 1822 dedicó casi la tercera parte al Poder Judicial, pero
hablar de administración de justicia en aquellos años era una entelequia,
considerando la situación que se vivía en los entonces reducidos territorios de
Chile. En las provincias, especialmente en el sur, reinaba el pillaje, que no
encontraba resistencia de organismos policiales, ni la represión de tribunales.[167]
La inseguridad era la misma en las ciudades y en el campo. Policía no había
ninguna y el Ejército, embarcado en grandes proyectos nacionales, partía a la
misión libertadora del Perú.
Diego Portales, quien en el cargo de ministro del Presidente Joaquín Prieto
ejerció realmente el poder con mano dictatorial, intentó organizar una especie de
justicia ambulatoria, para llevar tribunales a aquellos lugares más peligrosos. El
objetivo era combatir los ataques de los indígenas a las nuevas autoridades criollas
y también a los bandidos que dominaban en la región de La Frontera.
Las cabezas y manos de los jefes de los grupos perseguidos eran esparcidas
en los caminos y vados de los ríos, para infundir miedo a sus integrantes.
Tal vez impresionado por la efectividad del método, Portales decidió usarlo
contra sus enemigos, los sospechosos de conspirar para derrocarlo. En
connivencia con el ministro Mariano Egaña, intentó además establecer Consejos
de Guerra permanentes para delitos políticos.
Egaña, quien ocupó varios cargos ministeriales durante la década
portaliana, fue al mismo tiempo el propulsor de numerosas leyes e instituciones
que fueron estructurando un sistema judicial chileno. Incluyó la creación de una
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Corte Suprema, con asiento en Santiago, en la Constitución de 1833. Además, él
mismo participó como fiscal en el máximo tribunal durante casi toda esa década.
Egaña redactó varios proyectos conocidos como las leyes Marianas, que
dieron origen, en 1875, a la Ley de Organización y Atribuciones de los
Tribunales, que se mantuvo durante más de un siglo prácticamente intocada,
aunque luego mudó de nombre y pasó a llamarse Código Orgánico de
Tribunales (COT).
Justicia republicana
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En un comienzo, los tribunales debían aplicar las leyes españolas, tal como
estaban redactadas, pues no hubo legislación chilena hasta 1855 cuando apareció
el Código Civil, gracias casi por completo al esfuerzo solitario del venezolano
Andrés Bello. Diez años más tarde surgió el Código del Comercio, que se debe a
otro extranjero: el argentino José Gabriel Ocampo.
En 1874 se dictó el Código Penal y poco después el Código de
Procedimiento Penal. La legislación española gozaba de buen prestigio en el
medio nacional, aunque por los odios de la guerra de independencia, no se
mencionaba explícitamente cuándo había que recurrir a ella. Las rencillas con los
conquistadores no impidieron, sin embargo, que los criollos, al redactar el
Código Penal chileno hicieran una mera adaptación del texto español.
El Código de Procedimiento Civil data de 1893 y el Código Orgánico de
Tribunales se dictó en 1943.
Más tarde, la explotación de yacimientos de plata en Chañarcillo y de
salitre en el norte, permitirían la expansión del Poder Judicial. Se crearon
juzgados por todo el país y nuevas Cortes de Apelaciones.
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juez de Melipilla para que absolviera a un sobrino suyo acusado de homicidio.
Fermín Silva Montt, el mentado sobrino, era administrador de una hacienda y
como tal, oficiaba de «inspector» del distrito. En esa calidad, impuso en las tierras
a su cuidado la «ley seca», disponiendo que durante los días de fiesta no se podía
vender vino a los inquilinos. Por supuesto, en los campos la prohibición se
cumplía a medias.
Silva, que se tomó en serio el edicto, estaba controlando su cumplimiento,
cuando fue agredido por un ebrio. Para defenderse, tomó una varilla de rueda de
carreta y, con ella, dio dos certeros golpes en la cabeza del borracho. Le rompió el
hueso parietal y lo mató.
El juez de Melipilla procesó a Silva Montt por homicidio, aunque el
acusado alegaba defensa propia.
Manuel Montt viajó a Melipilla y a su vuelta fue acusado
constitucionalmente por haberse entrometido en el juicio. El argumento que usó
fue que se había visto obligado al viaje, porque el fundo de su sobrino había
quedado sin administrador.
Los conservadores decían que Montt había coaccionado al juez,
obligándolo a citar nuevamente a los testigos para que se desdijeran de sus
dichos, y que lo había presionado para que dejara en libertad al sobrino. El
acusado admitió haber hablado con el juez; pero dijo que no lo presionó, sino
que apenas le pidió, por favor, que llamara a los testigos para que ratificaran sus
declaraciones y se evitara con ello más dilaciones, pues una resolución rápida
aminoraba el sufrimiento de la familia.
Había un segundo cargo en la acusación, que se amplió a otros tres
ministros: José Alejo Valenzuela, José Gabriel Palma y José Miguel Barriga. Este
era que en una querella de capítulos en contra del juez de Talca, la Corte de
Apelaciones había decidido aplicar la resolución que más favorecía al juez —al
producirse un empate de votos— y se imputaba a la Corte Suprema haber
ratificado indebidamente ese fallo.
El juez en cuestión estaba acusado de torturar y flagelar a los reos para
sacarles las confesiones.
Los ministros de la Suprema se defendían alegando que los cargos por
tortura ni siquiera estaban incluidos en la querella que buscaba desaforar al juez y
que si bien la Suprema aceptó el fallo de la Corte de Apelaciones, había dispuesto
Página 195
al mismo tiempo que se ampliara la querella en su contra para investigar tales
denuncias.
Más allá del sustento que pudieran tener o no los cargos, la acusación
constitucional se convirtió, a los ojos de los historiadores, en una contienda
política entre conservadores, por un lado, y liberales y nacionales, por el otro.
En ese contexto, a Montt lo defendieron algunos de sus exenemigos, como
los liberales José Victorino Lastarria —quien estuvo exiliado durante casi todo el
gobierno de Montt— y Domingo Santa María (Presidente de Chile entre 1881 y
1886).
Santa María hizo un emotivo alegato ante los diputados, destacando el
carácter de revancha política que tenía la acusación constitucional:
Página 196
Durante el período parlamentarista (1891-1924), el Poder Legislativo, por
definición el más político de los poderes del Estado, reemplazó al Ejecutivo en su
rol de preeminencia.
El Poder Judicial se había convertido en las décadas anteriores en baluarte
del Partido Liberal, especialmente porque las inversiones hechas por José Manuel
Balmaceda durante su mandato (1886-1891) impulsaron su expansión, y los
nuevos cupos se fueron llenando, obviamente, con jueces que adherían a sus
ideas. El Poder se había cambiado del bando nacional al liberal.
Cuando se instauró el período parlamentario, los conflictos puramente
políticos se trasladaron al Poder Judicial. Los magistrados, obedeciendo a una
tendencia de la época, expresaban sin tapujos sus preferencias políticas. Las
pasiones se exacerbaron sobrepasando todos los límites de la mesura, hasta
desembocar en el estallido de la Guerra Civil de 1891.
El 7 de enero de ese año, Balmaceda rechazó las presiones del Congreso y
declaró vigente el presupuesto del año anterior. La mayoría del Congreso se
reunió y lo declaró destituido. La Armada se alineó con los congresistas y ocupó
el país desde Valparaíso al norte. El Ejército, en Santiago, se mantuvo leal al
Presidente, quien siguió ejerciendo el poder, instituyendo una verdadera
dictadura. Tomó, entre otras medidas, la decisión de disolver la Corte Suprema y
las Cortes de Apelaciones. Declaró vacantes todos los cargos de los ministros y
fiscales de la Corte Suprema y jueces de la República. Expulsó a todos quienes
consideró opositores a su gobierno e inmediatamente llamó a concurso y llenó las
vacantes con partidarios suyos. Algunos de los despedidos, que cumplían con ese
requisito, fueron recontratados.
Aunque continuaron trabajando los tribunales de primera instancia,
desaparecidas las cortes superiores, los juzgados se convirtieron en dependencias
administrativas del Ejecutivo.
Esta ha sido la única vez en nuestra historia que se ha clausurado el Poder
Judicial.
El conflicto político siguió ahondándose y Balmaceda se suicidó.
Los congresistas, triunfantes en la guerra civil, anularon muchas de sus
disposiciones, incluidas aquellas que desmantelaron el Poder Judicial.
Todos los magistrados que despidió Balmaceda, fueron repuestos en sus
cargos. Y expulsados aquellos que el Presidente contrató.
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Los decretos de Balmaceda y aquellos de los congresistas que
posteriormente los revocaron, implicaron renovar alrededor del 80 por ciento del
Poder Judicial en cinco años.
La nueva judicatura era así completamente distinta de aquella anterior a
1891. Y aunque las leyes se mantuvieron, naturalmente los recién llegados
imprimieron un nuevo estilo de administrar justicia, más comprometido con sus
propios idearios políticos. El Partido Conservador se quedó con la cuota más
alta.
Pronto comenzarían las acusaciones de intervención electoral. En
provincias surgió el caudillismo y se extendió el cohecho. Los grupos que se
disputaban el poder participaban en feroces y cruentas batallas. Y los jueces no
estaban ausentes, como lo prueban innumerables historias.
Sobrevino un tiempo en que los partidos o grupos políticos competían
provocando caídas de gabinete y repartiéndose el poder.
Gobernar era tan difícil, como que los jueces dieran garantías de
investigación imparcial de cualquier denuncia de intervención política.
El Poder Judicial comenzó a corromperse y a desacreditarse. Los delitos
más atroces quedaban sin castigo y la Corte Suprema dejó de cumplir el mandato
de velar por el mejor y correcto funcionamiento de los tribunales.
Manu militari
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casos anteriores, cuando vio cerradas sus posibilidades en el campo político,
decidió ingresar al Poder Judicial. Entró por arriba, directo a la Corte Suprema.
Y no pasó mucho tiempo para que fuera nombrado presidente del máximo
tribunal.
Mientras tanto, Emiliano, su hermano, ejercía de Presidente gracias al
apoyo militar. Pero renuncia al comenzar 1927 y el coronel Carlos Ibáñez ocupa
su lugar e interviene el Poder Judicial, y su ministro de Justicia, Aquiles Vergara
presiona a la Corte Suprema para que saque a aquellos jueces que todo el mundo
conoce como venales y corruptos.
Este es justamente el tiempo en que el poeta Huidobro escribe su violenta
diatriba.
No era fácil lo que se proponía el ministro. El presidente de la Corte, Javier
Ángel Figueroa se oponía. De las diferencias entre ambos quedó para el registro
de la historia un duro intercambio de notas: Vergara escribe:
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Figueroa no obedecía, Ibáñez declaró vacantes, el 24 de marzo de 1927, los
puestos que ocupaban cinco ministros de cortes de Apelaciones y trece jueces
letrados.
En respuesta, el presidente de la Corte Suprema renunció y pocos días más
tarde el gobierno lo deportó. Junto a Figueroa dimitieron los ministros que lo
habían apoyado en la Corte: Alejandro Bezanilla Silva, Antonio María de la
Fuente, Manuel Cortés y Luis David Cruz.
Los ministros que se quedaron, pues respaldaban al gobierno, fueron:
Ricardo Anguita, quien reemplazó al presidente, Dagoberto Lagos, Moisés
Vargas, Germán Alcérreca y José Astorquiza. Ellos mismos habían ayudado a
Vergara a confeccionar la lista de los treinta indeseables.
Ibáñez comenzó así la prometida depuración del sistema judicial, que
terminó con la expulsión de dieciocho funcionarios, el exilio del presidente de la
Suprema, del presidente de la Corte de Apelaciones de Santiago y de otros altos
funcionarios judiciales.
Pese a la conmoción, la mayoría de los miembros del Poder Judicial
observó la razzia en silencio, entre otras razones, porque gran parte de los jueces
removidos eran realmente venales, aunque también hubo jueces corruptos que no
fueron castigados. Y además, por el obvio temor que generaron en ellos los
allanamientos, prisiones, torturas, exilio y destituciones que el gobierno impuso a
sus opositores.
La depuración de Ibáñez no implicó reformas en los procedimientos
judiciales, pese a que gran parte de los ataques tenían su causa en ellos.
Desde la Guerra Civil de 1891 los partidos políticos preferidos por los
magistrados fueron aquellos que «propendían a la mantención del status existente
o, cuando menos, a una evolución moderada y pausada de las estructuras sociales,
económicas y políticas de la República. Esto permitía dar un carácter muy
conservador a las instituciones judiciales y a su modo de operar, por lo cual
puede entenderse que si uno de sus miembros adhería a ideas que parecían
discrepar con este modus operandi, no podía continuar perteneciendo a esta
comunidad tan cerrada en sí misma»[171].
La cúpula judicial, inspirada en esta arraigada cultura conservadora, en
adelante puso obstáculos a cualquier modificación profunda del aparato y sistema
judiciales, pese al clamor que se venía oyendo desde principios de siglo.
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El propio ministro de Justicia de Ibáñez, Aquiles Vergara, decía después de
asumir su cargo en 1927:
Décadas de olvido
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«De inmediato, del sueño pasé a la realidad y así aprendí a enfrentarla
desde el primer día de mi magistratura. En efecto, la llegada a Santa
Juana fue desalentadora. Para instalarnos tuve que conseguir un
bodegón abandonado, lleno de ratones, sin cielo raso y sin piso. Me
prestaron una mesita vieja que se balanceaba al compás de un lápiz y
había una silla que solo tenía dos patas buenas, de modo que para
sentarse uno tenía que apuntalarse con las piernas. El secretario se
ubicó en una banca de madera rústica. Conseguí una máquina de
escribir que tal vez la había llevado el primer civilizado del pueblo».
[173]
Página 202
«Había un oficial primero (los oficiales, que van de oficial cuarto a
oficial primero, son los responsables de los servicios menores en los
tribunales, equivalentes a los que realizan los juniors en las empresas)
que era el explotador de los pobres familiares de los presos. Al cumplir
estos los cinco días de detención me iba a consultar mi resolución.
Como era mi costumbre, escribía al margen de cada causa si alguien
quedaba en libertad o sometido a proceso. Si les daba la libertad, de
inmediato el oficial primero salía de mi despacho hacia el mesón de
atención al público y llamaba a los familiares del detenido, a los que
cobraba diversas sumas por la libertad del preso, la que, según él,
“tenía que arreglar con el juez”»[175].
Página 203
El sistema judicial siguió funcionando con la misma estructura afianzada a
comienzos del siglo XIX, en un estado de evidente abandono. Entre 1962 y 1963,
el presupuesto público general de la Nación aumentó en un 17,5 por ciento; pero
los montos asignados al sistema judicial crecieron, en el mismo período en apenas
un siete por ciento, un porcentaje inferior al alza del costo de la vida[176]. Entre
1947 y 1962, el porcentaje del presupuesto asignado al Poder Judicial disminuyó
del 1,07 por ciento al 0,52 por ciento.
Solo hacia fines de los ‘50, la preocupación por los temas judiciales
comenzó a formar parte del debate público. Un estudio sobre la presencia del
Poder Judicial en las informaciones de prensa entre 1954 y 1967, revela que el 86
por ciento de las noticias se concentran en el último año.
La huelga «larga»
El intento por establecer un modelo que sacara a Chile del subdesarrollo obvió de
la lista de prioridades la realización de las reformas que se venían proponiendo al
sistema judicial.
Nada se hacía por mejorarlo, aunque arreciaban las críticas al sistema. Los
magistrados se agazaparon en una actitud de desconfianza hacia «la» política y en
un arraigado corporativismo.
Si bien no hubo una voluntad real de hacer cambios, el tema estuvo
presente en los programas de gobierno. El de Eduardo Frei Montalva planteaba
la necesidad de modernizar el sistema judicial, de hacer cambios estructurales
para que las nuevas leyes no tropezaran con «una justicia lenta, cara y anticuada»
y propugnaba la necesaria «democratización» del sistema, entendida como
medidas para asegurar su gratuidad y ampliar el acceso de los ciudadanos.
Frei padre creía necesarios «una renovación más acelerada de sus cuadros y
el acceso de las nuevas generaciones a cargos de responsabilidad en el Poder
Judicial», pero no llegó a concretarlos.
Bajo su mandato, el ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago,
Rubén Galecio, propuso crear un Ministerio Público. Considerando que no
habría mucho dinero para ejecutar su idea de un modo radical, Galecio sugirió
una adecuación a «la chilena». Habría que dividir la judicatura en dos: una parte
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de los jueces, los instructores, se dedicarían solo a la investigación de los procesos
y realizarían las labores del Ministerio Público. El resto, los falladores, dictarían
las sentencias. La propuesta de Galecio incluía que algunas de las etapas del
proceso fueran orales.
El revolucionario y solitario esfuerzo de Galecio murió en las carpetas de
Frei Montalva, junto a las propias ideas del gobernante, pues Justicia no era una
prioridad. La idea de Galecio fue solo acogida en el proyecto de Ministerio
Público aprobado bajo el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle casi al llegar el
siglo XXI.
El mayor conflicto del gobierno de Frei Montalva con el Poder Judicial no
fue el debate en torno a las propuestas de reforma, sino que la demanda gremial
por mejoras salariales.
En 1967, magistrados y funcionarios hicieron un movimiento de «brazos
caídos», un paro que duró 24 horas y pasó casi inadvertido. Pero cuando concluía
el gobierno, los jueces y empleados volvieron a unirse para realizar la única
huelga total de que se tenga conocimiento en el Poder Judicial. Lo lideraba la
Asociación Nacional de Magistrados, que tenía entonces entre sus principales
dirigentes al influyente Sergio Dunlop, presidente en la Corte de Apelaciones de
Talca en 1965, 1969 y 1973.
El ministro de Hacienda de Frei, Andrés Zaldívar, se negaba a otorgar
mejoramientos extraordinarios a los magistrados —el Escalafón Primario— y a
los funcionarios —el Escalafón Secundario—. Seiscientos jueces y mil 600
empleados pedían satisfacción urgente de sus demandas económicas y
respaldaban las peticiones que en el mismo sentido había estado haciendo la
Corte Suprema.
Los ministros del máximo tribunal, empero, tomaron cierta distancia del
movimiento y solo aceptaron el rol de mediadores.
La personalidad de Dunlop generaba fricciones al interior del Poder
Judicial. Había quienes desconfiaban de su modo personalista. Se resistían al
estilo «sindicalero» para tratar los problemas económicos del Poder Judicial. Los
jueces, afirmaban, no pueden presentarse como «empleados» ante el Ejecutivo,
pues, en el ejercicio de su ministerio, se les requerirá la obediencia de subalternos,
en desmedro de su independencia.
Página 205
Entre los detractores de Dunlop estaba el ministro José Cánovas, quien fue
designado junto a Gustavo Chamorro para representar al ministro de Justicia,
Gustavo Lagos, la inconfortable situación económica en que se encontraban los
magistrados. El presidente de la Corte Suprema, Ramiro Méndez, se excusó de
acompañarlos, pero les dio su bendición.
Cánovas y Chamorro le advirtieron anticipadamente al ministro que se
preparaba una huelga y que ellos, como otros magistrados de cortes de
Apelaciones, estaban contra el movimiento. Subir la oferta evitaría una catástrofe,
pero el ministro no escuchó.
El paro comenzó a medianoche del sábado 28 de noviembre de 1969. El
domingo, ministros de la Corte Suprema se reunieron con los líderes de la huelga
para informarles que existía un acuerdo con el gobierno para otorgar un 20 por
ciento de aumento en las remuneraciones. Los huelguistas lo rechazaron.
Querían un 60 por ciento de aumento: un 40 por ciento en sueldos, un 20 por
ciento en la asignación de vivienda. Magistrados y funcionarios decidieron
continuar el movimiento hasta las 14.30 horas del lunes.
Los ciudadanos que por cualquier motivo ingresaron ese fin de semana a las
cárceles en Chile, no pudieron ser atendidos y se pasaron cinco días presos, sin
que nadie oyera sus descargos. Muchos policías tuvieron que realizar trámites de
jueces. Sobrevino el caos.
Los jueces demandaban además una modificación al sistema de
calificaciones que seguía vigente y que consideraban un arma de presión de la
Corte Suprema hacia sus subalternos.
Dunlop dio una conferencia de prensa ese domingo para informar de sus
planteamientos y del avance de las conversaciones. Sus declaraciones casi le
costaron el puesto. El lunes 30, La Nación publicó la noticia bajo el título «La
Suprema lamenta y no acepta un paro que infringe las normas legales». La nota
describía la postura del máximo tribunal, que afirmaba que los huelguistas no
tenían el derecho legal de parar, junto a las declaraciones de Dunlop, culpando a
la corte de indiferencia. Según el matutino, Dunlop había dicho que: «De no
haber operancia por parte de la Corte Suprema, este movimiento huelguístico
buscará la remoción de todos los integrantes de aquel organismo de Justicia».
Ante tamaña declaración de guerra, la Corte Suprema se reunió en pleno.
Algunos, como Rafael Retamal, pedían la destitución inmediata del rebelde.
Página 206
Dunlop tuvo que dar explicaciones ante el presidente, Ramiro Méndez.
Con la grabación de la conferencia, facilitada por la periodista de Radio
Cooperativa, Carmen Puelma, Dunlop demostró que nunca había hecho tales
aseveraciones. Se salvó.
Las negociaciones continuaron. En la tarde del lunes, el gobierno llegó a un
acuerdo con la Corte Suprema. El tribunal aprobó el proyecto de mejoramiento
económico del Poder Judicial propuesto por el Ejecutivo, pese a la oposición de
la magistratura y los funcionarios.
Junto con anunciar el acuerdo, el ministro de Justicia, tal vez para seducir a
los huelguistas, informó que se modificaría también el sistema de calificaciones,
para permitir «una real valorización del mérito funcionario». Sin embargo, tal
idea no llegó a concretarse.
El acuerdo cupular no fue suficiente. Magistrados y funcionarios decidieron
prorrogar el paro por otras 48 horas. El martes 2 de diciembre, el conflicto llegó
a su nivel más alto de enfrentamiento. El ministro de la Corte Suprema, Rafael
Retamal, asumió la labor de mediador y estuvo negociando todo el día, pero
fracasó.
El Presidente Frei manifestó que lamentaba «profundamente» el
movimiento y que «esto no es solo un problema del Ejecutivo, sino un problema
que afecta al país entero. No tengo forma de imponer autoridad sobre el Poder
Judicial. Sin embargo, espero que los funcionarios recapaciten, pues su
movimiento huelguístico, siendo ellos los administradores de la Justicia en Chile,
les resta autoridad moral frente al país».
El Ministerio del Interior amenazaba con aplicar la ley de Seguridad
Interior del Estado. Parte de las advertencias iban dirigidas indirectamente contra
Dunlop. La asamblea de los huelguistas recibió el mensaje y respondió
amenazando con abandonar «nuestras funciones en forma total e indefinida» en
respaldo de cualquier dirigente que fuera sancionado individualmente.
El gobierno cedió un poco y ofreció un 30 por ciento de aumento. El
presidente del Colegio de Abogados, Alejandro Silva Bascuñán, asumió el papel
de mediador en reemplazo de Retamal, que rechazó continuar después que los
huelguistas rechazaran también ese 30 por ciento.
El Colegio elaboró una nueva propuesta, que otorgaba un reajuste del 35
por ciento sobre el reajuste general que recibiría la administración pública en
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1970. El Ejecutivo aceptó la idea. El miércoles hubo acuerdo. El jueves, a las 8 de
la mañana, los magistrados y funcionarios volvieron a sus puestos de trabajo. El
acuerdo con el Gobierno incluyó que no habría sanciones a los dirigentes y que
los días de paralización no serían descontados.
Ese mismo día La Nación publicó una explicación pública del entonces
secretario de la Corte Suprema, René Pica Urrutia, en respuesta a las
informaciones de prensa que aseguraban que los ministros de la Corte Suprema
recibían «remuneraciones excesivas».
Justicia «popular»
Poco antes de que Salvador Allende llegara al Gobierno, la crítica en boga era que
el Poder Judicial había establecido una «justicia de clase». Quien más insistía en
esta definición era el jurista y académico Eduardo Novoa Monreal.
Novoa llegó a ser presidente del Consejo de Defensa del Estado bajo el
gobierno de Salvador Allende y defendió la nacionalización del cobre ante
tribunales europeos en 1972.
En un trabajo, «¿Justicia de clase?», publicado en la revista de los jesuitas
Mensaje, Novoa cita veinte casos para demostrar que «la justicia está al servicio de
la clase dominante, y que interpreta y aplica la ley con miras a favorecer a los
grupos sociales que disfrutan del régimen económico-social vigente, en desmedro
de los trabajadores, que constituyen en el país una amplia mayoría».[177]
Entre los casos recopilados por el autor estaba el del periodista de La Serena
Raúl Pizarro, quien escribió a comienzos de 1969 una serie de artículos que
revelaban los abusos cometidos en contra de familias campesinas, entre otros, por
el ministro de la Corte de esa ciudad, Ruiz Aburto.
Según las crónicas de Raúl Pizarro, el magistrado realizaba una persecución
inhumana en contra de los campesinos y detenía a quienes denunciaban los
abusos. Hasta hubo una protesta en contra del magistrado y la Central Única de
Trabajadores pedía su destitución.
Pero, como suele ocurrir en estos casos, el periodista fue procesado por
desacato al ministro cuestionado. El profesional presentó un recurso de amparo,
argumentando que había obrado lícitamente, en el ejercicio de su derecho a
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informar y criticar, pero la Corte Suprema rechazó el recurso el 22 de abril de
1969, declarando que sus artículos constituían «demasías verbales que,
extralimitando el derecho de crítica e información, se convierten en maledicencia
desprovista de objetivos serios y lícitos».
Posteriormente, la Cámara de Diputados aprobó una acusación
constitucional en contra del ministro Ruiz Aburto, que fue desechada en el
Senado, pese a que la mayoría de los presentes la aprobaba, pero no reunían el
quorum necesario. La Corte Suprema lo mantuvo en el servicio y solo tomó la
medida de trasladarlo. En enero de 1970, el desprestigiado juez renunció
voluntariamente a su cargo.
Un segundo caso narrado por Novoa describía la manipulación de los
tribunales por parte de la empresa Braden Copper, propietaria de los minerales
de cobre de Sewell.
En junio de 1945 se produjo en aquel enclave minero uno de los más
grandes accidentes del trabajo que se hayan producido en Chile. Murieron más
de 150 trabajadores, a raíz de lo cual el Congreso dictó una ley que concedió una
indemnización especial a las viudas y huérfanos de los fallecidos.
Para liberarse del pago, la empresa Braden Copper objetó la
constitucionalidad de la ley, utilizando un sucio subterfugio legal. Antes de que
ninguno de los 510 huérfanos y 165 viudas hubiera alcanzado a cobrar, en un
juzgado de Santiago apareció demandando a la empresa una tal Clarisa Díaz, que
decía ser una de las viudas; no indicaba domicilio, ni acompañaba documentos
que demostraran su calidad. El juicio sirvió de excusa a la empresa para iniciar un
recurso de inaplicabilidad de la ley de indemnización ante la Corte Suprema. El
fallo declaró inconstitucional la norma el 12 de mayo de 1947, dejando en el
desamparo a las viudas y los hijos de los trabajadores.
Posteriormente, una organización de mujeres ofreció pruebas al máximo
tribunal de que el juicio lo había arreglado la empresa, para obtener un fallo que
sentara jurisprudencia y le permitiera detener los cobros que las auténticas
favorecidas por la ley quisieran entablar. La Corte Suprema ordenó de un
plumazo archivar esta denuncia, desestimando su relevancia.
Tras la publicación del largo artículo de Novoa, se encendió una ácida
polémica en torno al Poder Judicial. El presidente de la Corte Suprema, Ramiro
Méndez, aceptó el desafío del debate y se presentó en un programa de televisión,
Página 209
junto a Rafael Retamal, para responder de sus actuaciones en cada uno de los
casos citados por Novoa.
Méndez aprovechó también la ceremonia de inauguración del año judicial
para replicar a Novoa. Acuñó una célebre sentencia: «Es absurdo decir que
nuestras cortes son clasistas. Ellas solo aplican las leyes que rigen en el país»[178].
La frase se convertiría en una muletilla en las respuestas de los presidentes de la
Corte ante futuras y más severas críticas.
Un estudio del Centro de Desarrollo Urbano y Regional (publicado por la
Universidad Católica de Valparaíso) sobre la percepción de la justicia entre los
pobres detectó que un 71 por ciento de los pobladores encuestados estuvo de
acuerdo con la frase «uno no consigue justicia si no tiene dinero»; un 74 por
ciento, estuvo de acuerdo con que «uno no consigue justicia si no tiene
influencia». Los encuestados opinaron, en un 52 por ciento, que los abogados
son «negociantes que actúan por lucro», sin considerar lo que es «justo». Frente al
caso de una persona de estrato social alto que atropellara a un obrero, el 75 por
ciento afirmó su convicción de que el obrero, aún teniendo testigos favorables,
perdería el juicio[179].
En veinte años la percepción de los sectores marginados no había cambiado
mucho. En 1993, la Corporación de Promoción Universitaria, CPU, publicó un
estudio realizado por la Dirección de Estudios Sociológicos de la Universidad
Católica, DESUC, sobre la opinión de los pobres acerca de la justicia. Ante la
pregunta ¿Qué opina usted sobre cómo anda la justicia en Chile?, un 82,8 por
ciento opinó negativamente. Los encuestados usaron espontáneamente
calificativos como «ineficiente», «discriminatoria», «lenta», «arbitraria» y
«corrupta» para referirse a ella.
Los académicos partidarios del gobierno de la Unidad Popular
propugnaban en esos años la creación de tribunales vecinales, para solucionar los
problemas de acceso a la justicia de los sectores más desposeídos, pero la idea no
llegó a prosperar.
Los juzgados vecinales o de paz también formaron parte de los proyectos
impulsados por Patricio Aylwin y Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Es curioso que este
último, que ha logrado la mayor reforma al Poder Judicial en el siglo, no ha
podido obtener este simple cambio. El eterno y pregonado deseo de acercar la
justicia a los más pobres ha quedado, como entonces, postergado.
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La Corte Suprema en la antesala del golpe
El programa de gobierno de Allende sostenía que la misión del Poder Judicial era
adecuarse al concepto de «Estado Popular».
En su declaración de intenciones, el nuevo gobierno reconocía el principio
de autonomía entre los tres poderes del Estado y reiteraba otra de las eternas e
incumplidas promesas al Poder Judicial de otorgarle una «real independencia
económica». Hasta ahí, todo iba bien.
Pero Allende afirmaba además que su gobierno concebía «la existencia de
un tribunal supremo, cuyos componentes sean designados por la Asamblea del
Pueblo sin otra limitación que la que emane de la natural idoneidad de sus
miembros. Este tribunal generará libremente los poderes internos, unipersonales
o colegiados, del sistema judicial. Entendemos que la nueva organización y
administración de justicia devendrá en auxilio de las clases mayoritarias. Además
será expedita y menos onerosa. Para el gobierno popular una concepción de la
magistratura reemplazará a la actual, individualista y burguesa».
El gobierno de Allende nunca tuvo intenciones serias de llevar a cabo este
planteamiento, pero los conceptos vertidos en su programa fueron suficientes
para que la judicatura se sintiera amenazada y se refugiara en un mayor
corporativismo y autodefensa. Además, la Unidad Popular trasladó al sector
Justicia el debate partidista, y los más altos magistrados, olvidados ya de antiguas
manifestaciones políticas de sus miembros, reaccionaron despreciando a quienes
se dejaron llevar por la corriente.
Apenas instalado el gobierno, se formó al interior del Ministerio de Justicia
un Comité de la Unidad Popular (CUP), que pronto se reprodujeron al interior
de la judicatura. En el Ministerio, seis o siete integrantes del CUP asesoraban al
titular de la cartera en los nuevos nombramientos. Aunque el gobierno de
Allende no hizo remociones masivas, llenó las vacantes que se producían con
partidarios suyos.
En 1971 se produjo una de las elecciones más duras en la Asociación
Nacional de Magistrados. Una lista de los CUP —cuyos candidatos postulaban
reformar el sistema judicial para convertirlo en tribunales populares— perdió
frente a la antigua directiva, representada por Sergio Dunlop con el eslogan de la
defensa de la independencia del Poder Judicial. Los resultados, sin embargo,
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fueron abiertamente cuestionados y no solo los allendistas acusaron a la lista de
Dunlop de fraude.
En 1972, los miembros de los CUP se retiraron de la Asociación y formaron
una agrupación separada, minoritaria.
Simultáneamente, la Corte Suprema iniciaba un duro y largo debate con el
Ejecutivo, por la resistencia de este a cumplir las decisiones judiciales. En medio
de la batalla, un grupo de partidarios del gobierno se tomó la Corte de
Apelaciones de Talca, en protesta por la petición de desafuero del intendente de
la zona, que se había formulado ante el Senado.
Los ministros no pudieron ingresar al edificio, donde también se ubicaban
el correo y el Servicio de Impuestos Internos. Un coronel de Carabineros ofreció
desalojar a los manifestantes, pero el segundo en el mando le recordó que,
independientemente de las instrucciones del tribunal, primero debían consultar
al Ministerio del Interior. El conflicto terminó cuando el propio intendente, un
joven militante socialista, pidió a los manifestantes que dejaran el edificio.
Hacia 1973, el Poder Judicial era uno de los baluartes en las acusaciones
sobre las ilegalidades en que incurría el gobierno de la Unidad Popular. Allende
había dispuesto el incumplimiento o postergación de órdenes judiciales, por
ejemplo, de lanzamiento de quienes se hubieran tomado fundos, fábricas y casas.
Además, dispuso que los fallos que pedían el auxilio de la fuerza pública fueran
consultados con el Ministerio del Interior antes de ser ejecutados.
En medio de ese clima polarizado, el gobierno elaboró un proyecto de
reforma para crear «una justicia participativa con criterios de actuación distintos
de los preceptuados por el pensamiento jurídico tradicional». Allende entendía
que el Poder Judicial como cuerpo estaba en la oposición a su gobierno y que
contaba con el respaldo de los partidos políticos de centro y derecha, que
asumieron, en este tema, la defensa del Estado de Derecho.
A mediados de 1973, Allende envió una carta a la Corte Suprema,
criticando la actuación de los tribunales. Acusaba a los jueces de extralimitarse en
sus atribuciones y de estorbar el cumplimiento de las labores administrativas.
Mencionaba como ejemplo del «trastrueque de valores de la justicia» el caso
Chesque. Chesque era un fundo que fue tomado por un grupo de campesinos
mapuches. Los propietarios, que decidieron «retomarlo», mataron en la refriega a
uno de los ocupantes. Los Tribunales, decía Allende, resolvieron que los dueños
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del fundo no cometieron homicidio porque actuaron en defensa de su propiedad.
En cambio, los mapuches estuvieron siete u ocho meses en prisión preventiva.
Según el Presidente, los tribunales superiores demostraban una «manifiesta
incomprensión (…) del proceso de transformación que vive el país y que expresa
los anhelos de justicia social de grandes masas postergadas».
Allende también acusaba a los magistrados de la Corte Suprema de acudir a
él siempre por motivos «personales» antes que jurídicos.
El 25 de junio, un pleno, presidido ahora por Enrique Urrutia Manzano,
envió un oficio al Presidente. Es la respuesta más severa que ese tribunal haya
dirigido a Presidente alguno en la historia de Chile:
«(…) Quiere también esta corte expresar con entereza a V.E. que el
poder que ella preside merece de los otros Poderes del Estado, por
deber constitucional, el respeto de que disfruta y lo merece, además,
por su honradez, ponderación, sentido humano y eficiencia y que
ninguna apreciación insidiosa de algún parlamentario innombrable o
de sucios periodistas logrará perturbar sobre este particular asunto el
criterio de los chilenos.
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común y por esta Corte como guardián de la legalidad administrativa
del país contra los excesos de algunos subordinados, y es por eso
lamentable que se constituya ahora en censor del Poder Judicial
tomando partido al lado de aquellos a quienes antes daba sus órdenes
de cumplir la ley. Los ministros suscritos experimentamos sorpresa por
el cambio y la actitud de V.E. porque entendemos que deprime su
función constitucional.
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Eduardo Varas Videla, José María Eyzaguirre Echeverría, Manuel Eduardo Ortiz,
Israel Bórquez Montero, Rafael Retamal López, Luis Maldonado Boggiano, Juan
Pomés García, Octavio Ramírez Miranda, Armando Silva Henríquez, Víctor
Manuel Rivas del Canto, Enrique Correa Labra y José Arancibia.
Allende recibió el oficio del máximo tribunal y lo devolvió sin comentarios.
El pleno volvió a reunirse (esta vez con la ausencia de Arancibia, Correa y Ortiz)
y emitió un nuevo acuerdo:
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Capítulo IV
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Un microbús del Ejército
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único testigo vivo de los hechos, afirma que siete magistrados se reunieron en
secreto con Urrutia esa mañana del 11: Eduardo Ortiz, Israel Bórquez, Luis
Maldonado, Juan Pomés García, Armando Silva, Manuel Rivas y Enrique
Correa.
El mismo día la Junta Militar dictó el Decreto Ley n.º 1, contenido en el
Acta de Constitución de la Junta de Gobierno. El decreto, redactado por el
capitán de navío Sergio Rillón, tiene tres artículos. El primero declara que los
comandantes se constituían como Junta para asumir el mando supremo de la
nación, con el compromiso de restaurar la «Chilenidad», la «Justicia» y la
«Institucionalidad» quebrantadas. El segundo, designa al general Pinochet como
Presidente de la Junta. El tercero, «garantiza la plena eficacia de las atribuciones
del Poder Judicial (…) en la medida en que la actual situación del país lo permita
(…)».
Pocos meses después, el ministro Urrutia Manzano se adelantaría a investir
al general con la banda presidencial y pediría a sus colegas la ratificación del acto.
El 11, solo algunos ministros de la Corte de Apelaciones de Santiago
lograron llegar al centro. No les fue fácil. Apenas se podía caminar. «Las fuerzas
militares se habían tomado la ciudad», recuerda uno de los magistrados que se
desempeñaba en el tribunal capitalino en ese entonces. «Algunos tratamos de
llegar porque pensábamos que habría personas con recursos de amparo, pero
después nos dimos cuenta de que, en esas condiciones, era imposible»[181].
Quienes consiguieron acercarse al tribunal tuvieron que regresar a sus casas
y permanecieron allí, pegados a la radio, siguiendo los acontecimientos. Otros,
como Enrique Paillás, vivían en el centro y pudieron ver desde sus casas el
bombardeo a La Moneda.
En provincias, la mayoría de los jueces y ministros no tuvieron problemas
para presentarse en sus despachos, salvo el cambio de condiciones políticas.
En la Corte de Apelaciones de Talca los magistrados trabajaron hasta las
12.30. Esa mañana el juez de Menores se presentó ante el presidente de la Corte,
el controvertido Sergio Dunlop, y le dijo que había recibido una orden de
presentarse al regimiento de Talca, junto a otros dos jueces.
El presidente decidió que no debían concurrir y llamó por teléfono al Jefe
de Zona en Estado de Emergencia, teniente coronel Efraín Jañas.
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—Entiéndase conmigo —le dijo y partió rumbo a la oficina del militar,
junto a su secretaria. Allí Dunlop advirtió al oficial: «Según mis informaciones,
las nuevas autoridades no han ordenado paralizar el Poder Judicial. Así que si
tiene peticiones que hacer, hágamelas directamente a mí, que soy el presidente de
esta Corte»[182].
El oficial debió asentir. Los jueces fueron citados, pero no detenidos. En
contradicción con este predicamento, Dunlop, quien presidía la Asociación de
Magistrados, se acoplaría enseguida al grupo de jueces que se manifestaron
abiertamente partidarios del régimen militar. Tal vez por eso se le permitió
continuar en su cargo de presidente de la Asociación y sería uno de los
colaboradores de Urrutia en la confección de listas de magistrados considerados
proclives a la Unidad Popular, que fueron destituidos del servicio[183].
Ese día, los ministros de la Corte Suprema regresaron a sus domicilios en el
mismo vehículo militar que los trasladó al centro, y aunque la Junta de Gobierno
había prohibido a todos los civiles abandonar sus casas, desde las 15 horas del
martes 11 y durante todo el día siguiente, el toque de queda absoluto no fue
obstáculo para que Urrutia Manzano emitiera una declaración pública el
miércoles 12:
El jueves 13 se permitió a los ciudadanos salir de sus casas solo entre las 12
y las 15 horas. Esa noche, el general Pinochet tomaba juramento a quienes serían
sus primeros ministros, en la Escuela Militar.
El titular de Justicia, Gonzalo Prieto Gándara, fue uno de dos civiles
nombrados en el gabinete compuesto casi enteramente por uniformados. El
abogado de 49 años no era, sin embargo, completamente ajeno al mundo
castrense: había sido auditor en la Subsecretaría de Marina en diferentes períodos
entre 1943 y 1969 y, luego, abogado coordinador de Asmar, los Astilleros de la
Armada.
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A poco de asumir, Prieto declararía que el presidente de la Corte Suprema
«se ha portado extraordinariamente bien con la Junta y conmigo y comprendió
las justificaciones morales y éticas que tuvieron las Fuerzas Armadas para
intervenir en los destinos de Chile». Los objetivos de las nuevas autoridades,
decía el exauditor de la Armada, era respetar la autonomía del máximo tribunal y
la «democratización de la Justicia».
Según informó El Mercurio, once ministros de la Corte Suprema se
trasladaron el jueves al Palacio de los Tribunales «en un microbús del Ejército
debidamente custodiado por personal militar» y, «extraoficialmente», realizaron
un pleno en el que acordaron «ratificar la declaración del presidente del Tribunal
dado a conocer por los medios informativos del gobierno» y «disponer que los
distintos tribunales de Justicia de la Nación continúen cumpliendo sus labores
ante la certeza de que la Autoridad Administrativa respectiva les prestará la
garantía necesaria en el desempeño normal de sus funciones»[185].
La declaración fue firmada por Urrutia, Eduardo Ortiz, Israel Bórquez,
Luis Maldonado, Juan Pomés, Armando Silva, Manuel Rivas, Enrique Correa,
Rafael Retamal, Eduardo Varas y José María Eyzaguirre. Las rúbricas del
expresidente Octavio Ramírez y de José Arancibia no ratificaron el
pronunciamiento. El mismo día, la Junta de Gobierno difundió el Bando n.º 29,
cuyo contenido decía escuetamente: «Clausúrase el Congreso Nacional y
decláranse vacantes los cargos de los parlamentarios»[186].
El viernes de esa semana, la mayoría de jueces y ministros volvió a sus
labores en normalidad. O a una normalidad aproximada.
El sábado 15 en el diario La Tercera apareció un inserto de breve extensión
pero extensas consecuencias, por la polémica que generaría más tarde. Decía:
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República fueron desde un comienzo cordiales. La mayoría de los ministros
opinaba que ahora sí llegaba un gobierno que los entendía, que los respetaría y les
daría el lugar que merecían en la sociedad. Se sentían alegres y agradecidos, y en
vez de reclamar por la usurpación de funciones, la Corte Suprema inició
inmediatamente el despacho de oficios pidiendo aumentos de sueldos.
La rutina ceremonial
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—A los militares hay que darles un plazo para que cumplan lo que han
prometido —respondió, enérgico, Retamal—. Ese plazo no puede ser superior a
cinco años[189].
Retamal, declaradamente católico en lo religioso y antimarxista en política,
se manifestaba próximo a los postulados de la Democracia Cristiana. Su casa, en
la que vivía con una nutrida parentela, era alumbrada de noche por los
helicópteros que recorrían la ciudad. Según el gobierno, era una medida de
protección.
Mientras tanto, los ministros de la Corte de Apelaciones de Santiago, recién
reinstalados, comenzaban a recibir decenas de recursos de amparo por personas
que estaban desaparecidas, detenidas o habían sido ejecutadas por violar el toque
de queda.
Durante los primeros meses posteriores al Golpe de Estado, en
conocimiento de tales recursos, la Corte capitalina ordenó a algunos ministros
que se constituyeran en recintos destinados a la detención masiva de personas.
Uno de ellos fue Rubén Galecio, quien se constituyó, por orden de la Corte
de Apelaciones, al menos cuatro veces en centros de detención. Fue a
Investigaciones, a dependencias de la Fuerza Aérea y dos veces al Estadio Chile.
Se presentaba exigiendo constatar el estado de prisioneros en favor de quienes sus
familiares habían recurrido de amparo. Siempre se le impidió el ingreso y el
Ejecutivo respaldó la respuesta de los funcionarios militares, que se escudaban en
las disposiciones especiales que regían el Estado de Sitio.
Las protestas en contra de las actuaciones de los militares fueron elevadas,
por los propios magistrados afectados, a la Corte Suprema que, sin embargo, los
archivó sin más trámites. Contrariamente a como lo hizo con el gobierno de
Allende, la Corte no mostró el menor signo de rebelión en contra de la dictadura
militar.
Los primeros recursos de amparo fueron rechazados con el pretexto de que
no era posible constatar la presencia de los detenidos en los recintos militares.
En enero de 1974 la presidencia de la Corte de Apelaciones de Santiago fue
asumida por José Cánovas. El ministro estaba agobiado por los recursos que le
llevaban los abogados de una incipiente Agrupación de Derechos Humanos
(Eugenio Velasco, Jaime Castillo), del Comité Pro Paz (predecesor de la Vicaría,
Página 222
al alero del cardenal Raúl Silva Henríquez) y del Servicio de Paz y Justicia
(Serpaj).
Cánovas, un ministro de larga trayectoria, estimaba que algunos de los
recurrentes abusaban del amparo, pero también constató la desidia con que el
gobierno respondía a los requerimientos de los tribunales.
Cuando el asunto se tornó grave, Cánovas obtuvo el consentimiento del
pleno y pidió una audiencia al ministro del Interior, el general César Bonilla.
Cánovas le recordó las especiales disposiciones que rigen el recurso de amparo, las
obligaciones del Ejecutivo y los vicios y atropellos en que estaban incurriendo las
nuevas autoridades militares.
Bonilla se mostró honestamente sorprendido. En presencia del magistrado,
ordenó a sus asesores jurídicos para que despacharan cuanto antes los informes
pendientes. El Ministerio despachó unos 300 informes atrasados. Pero la actitud
asumida por Bonilla, quien murió en un extraño accidente aéreo, no sería seguida
por sus sucesores. La Corte Suprema tampoco respaldó las preocupaciones de sus
subalternos.
Aunque en la Corte de Apelaciones de Santiago se instauró una oficina
especial para tramitar los recursos de amparo, estos continuaron siendo
rechazados masivamente.
Paulatinamente, las cortes de Apelaciones dejaron de designar magistrados
para que se constituyeran en los cuarteles militares y se limitaron, casi siempre, a
enviar oficios a los organismos oficiales. Pasó a ser una suerte de rutina. Del
mismo modo se convirtió también en rutina el traslado diario de los ministros de
la Corte Suprema al Palacio de los Tribunales en un bus del Ejército.
Primer aniversario
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bajo Estado de Sitio. Las detenciones de opositores eran masivas y las denuncias
por desapariciones se hacían progresivamente más frecuentes.
En el segundo piso del Palacio de los Tribunales, el primer ministro de
Justicia del régimen militar, Gonzalo Prieto; el subsecretario de la cartera, Max
Silva; el presidente del Colegio de Abogados, Alejandro Silva Bascuñán; el
presidente de la Corte de Apelaciones de Santiago, José Cánovas, y todos los
magistrados en ejercicio en la capital lucían formales. Un solo extranjero estaba
junto a ellos: el presidente de la Corte Suprema de Hannover (Alemania),
Helmut Kovold, quien, según la información de prensa, fue «especialmente
invitado».
En la sala de plenarios, Urrutia Manzano dio lectura a su discurso. El
Mercurio lo publicó al día siguiente bajo el título: «Enérgica y severa exposición
del presidente de la Suprema». El ministro advirtió que algunos de sus
comentarios los hacía en «términos personales». Como este:
Para Urrutia todavía estaba vivo el recuerdo del gobierno «marxista» que
«con sus desaciertos y su constante violación de la ley de manera tan manifiesta,
tanto en su letra como en su espíritu, había perdido ya la legitimidad obtenida
con su elección por el Congreso Nacional»[191].
El ministro defendió al nuevo régimen de las acusaciones por violaciones a
los derechos humanos, recordando que el 6 de agosto de 1970, poco antes de que
Allende asumiera el gobierno, un grupo de abogados pidió a la Corte Suprema
que tomara medidas para evitar abusos, flagelos y maltratos a los procesados en
los recintos policiales o en las cárceles. La Corte había investigado las acusaciones
y, en menos de veinte días, acogido gran parte de las peticiones. Sin embargo,
según Urrutia, los principales firmantes fueron nombrados en altos cargos de
gobierno y se olvidaron de las quejas.
Página 224
Lo que estaba ocurriendo en ese momento en Chile, por lo demás, no era
de la gravedad que se reclamaba:
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Urrutia reclamó una nueva cárcel pública, un departamento de bienestar,
nuevos juzgados, más casas para magistrados. Casi ninguna fue satisfecha por el
gobierno militar. Citemos únicamente el caso de la cárcel pública, cuya sede,
hasta no hace mucho, funcionaba en General Mackenna con Teatinos. En el
viejo edificio no se practicaron siquiera reparaciones menores, y como signo de su
decrepitud recuérdese la espectacular fuga protagonizada por varias decenas de
presos políticos, a comienzos de 1990, gracias a lo fácil que les resultó excavar un
túnel subterráneo que los llevara a la libertad.
La Junta Militar dio algunas compensaciones materiales a los magistrados,
pero estas fueron principalmente simbólicas.
Según el profesor Carlos Peña, la Corte Suprema encontró en los militares
un aliado en sus temores frente a la sociedad civil. «Ambos se autoperciben como
sectores excluidos, postergados, incomprendidos y sometidos al deseo de
instrumentalización».
El gobierno militar se encargó de hacer participar al Poder Judicial «en los
ritos del poder —aunque no en el poder mismo— y, de esa manera, ambos se
satisfacen mutua y simbólicamente: el Poder Judicial percibe que por primera vez
se le hace salir de su exclusión pública y las Fuerzas Armadas revalidan sus débiles
lazos de legitimidad con la antigua República»[194].
Gracias a tales gestos, la Corte Suprema sentía que por primera vez se le
daba rango de «poder» del Estado.
Por estas razones el ministro José María Eyzaguirre aceptó gustoso
acompañar a los abogados Julio Durán y Alejandro Silva Bascuñán en una gira
política por Europa organizada para explicar las razones y fundamentos del
«pronunciamiento militar».
La hora de la «razzia»
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políticamente. Los ascensos, bastante difíciles, serían reservados para los
incondicionales.
La figura de Sergio Dunlop en la Asociación de Magistrados cobraba la faz
temible del vencedor para quienes lo habían enfrentado en las luchas gremiales.
Se preparaban las listas negras. Los jueces tuvieron que someterse sin chistar a
que sus sueldos fueran incorporados a Escala Única vigente para los empleados
públicos. Cualquier demanda que no fuera patrocinada por el más alto tribunal
podía ser objeto de reprensiones.
En 1974, la Corte de Apelaciones de Santiago, bajo la presidencia de José
Cánovas, envió a Pinochet un oficio solicitando una escala especial para el Poder
Judicial. Pinochet llamó a Urrutia y le pidió explicaciones. El presidente de la
Corte Suprema le dijo que le devolviera el oficio sin contestar, pues él se
encargaría de dar cuenta en el pleno. Habría que sancionar tamaño atrevimiento.
Urrutia se encontró con Cánovas en las cercanías de la Corte y lo regañó.
Le dijo que el tribunal de alzada había atropellado el principio de jerarquía al
dirigirse directamente a Pinochet, sin consultar previamente a la Corte Suprema.
Cánovas tuvo suerte. Cuando Urrutia expuso la situación al pleno, los
supremos acogieron el reclamo de la Corte de Apelaciones y decidieron reenviar
el oficio, ahora con sus firmas, a la Junta. Pero el gobierno, que para estos
asuntos se entendía directamente con Urrutia, consideró que el respaldo de este
era suficiente para rechazar el petitorio.
Los que no tuvieron suerte ninguna fueron los jueces catalogados de
izquierdistas. En uno de los párrafos de su primer discurso, Urrutia admitía entre
líneas la razzia que se estaba registrando al interior de la judicatura. Dijo que las
calificaciones correspondientes a 1973 se estaban realizando de acuerdo con
nuevos procedimientos establecidos en decretos leyes. «Algunos», dijo Urrutia
usando un eufemismo, fueron «separados» del Poder Judicial[195].
Fue una escueta admisión pública de actos que fueron planificados en
reuniones privadas.
Recién asumido, el gobierno militar expresó a la Corte Suprema su molestia
con los empleados del Poder Judicial que consideraba marxistas. Entre 1973 y
1975, más de 250 magistrados y funcionarios fueron trasladados, removidos u
obligados a renunciar, según un estudio realizado por el Colegio de Abogados en
1986. Entre ellos, unos veinte fiscales y ministros de las cortes de Apelaciones;
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más de cincuenta jueces, secretarios de juzgados, relatores y secretarios de Corte;
y unos 180 miembros del Escalafón Secundario (funcionarios, receptores,
defensores públicos y notarios).
La mayoría de esos funcionarios nunca había tenido un reparo en su hoja
de vida.
Otra gran cantidad de jueces y empleados, aunque no salieron del Poder
Judicial, fueron sancionados con medidas disciplinarias o se los puso en Lista
Dos, que equivalía a describir su desempeño como «regular». Es lo que ocurrió al
caso del magistrado Alejandro Solís, quien ejercía en Illapel. El actual ministro de
la Corte de Apelaciones de Santiago, elegido mejor juez por los abogados en
1991, fue puesto en Lista Dos por la presunción de que no apoyaba a las nuevas
autoridades[196].
El trabajo presentado al Colegio de Abogados por Mario Rossel, concluye
que desde el mismo 11 de septiembre fue violado «el principio de inamovilidad»,
aun cuando estuvo consagrado en la ley por lo menos hasta diciembre de ese
mismo año, conforme a la disposiciones de la Constitución de 1925. Esta, así
como las leyes derivadas de ella, establecen causales muy precisas para dar curso a
la remoción de magistrados.
Pero el 6 de diciembre de 1973 se dictaron los decretos leyes 169 y 170,
que modificaron las normas constitucionales y permitieron que la Corte Suprema
calificara a los magistrados y funcionarios en tres listas. En la Lista Uno pondría a
los meritorios; en la Dos, a los satisfactorios, y en la Lista Tres, a los deficientes,
quienes serían automáticamente removidos del Poder Judicial.
Los decretos establecieron que nuevas calificaciones se harían el 2 de enero
de cada año, en audiencia y votaciones «secretas»; que contra la calificación no
sería posible interponer «recurso alguno», y que los magistrados podrían ser
incluidos en Lista Tres por «simple mayoría» (se rebajó el quorum) de los
ministros de la Corte Suprema.
Los cambios otorgaron a la Corte Suprema facultades para remover a los
magistrados y funcionarios «sin forma de juicio» alguno, sin «darles la posibilidad
de conocer los cargos que se les formulaban» y, por lo tanto, sin brindarles la
elemental garantía de contestar las acusaciones.
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de toda administración de justicia (…) Al amparar a los juzgadores
con el anonimato, no solo se vulnera un elemental principio ético,
sino también la fundamental base de la administración de justicia que
se denomina el principio de responsabilidad, base que entraña por
esencia que todo juzgador debe responder de que lo que resuelva se
ajuste a derecho, lo que salvaguarda de cualquier arbitrariedad»[197].
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Aparicio fue rebajado a fiscal de la Corte de Rancagua el 14 de marzo de
1974. Los ministros de la Corte Suprema pensaron que el nombramiento, por su
avanzada edad, lo obligaría a jubilar. Pero el magistrado no hizo tal. Todos los
días viajaba de Santiago a Rancagua, hasta que su estado de salud se agotó. Al
retirarse, envió una sentida carta a sus colegas de la corte capitalina. Murió poco
después de un infarto.
La ministra Violeta Guzmán Farren fue enviada desde la Corte de Santiago
a la de Concepción, pero se salvó de la remoción. Hoy está de vuelta en la corte
capitalina.[*]
El estudio del Colegio registra otros dieciséis casos de ministros y relatores
de Corte que fueron degradados con el traslado, la mayoría de los cuales fue
finalmente expulsada o renunció.
En la categoría de jueces, entre 1973 y 1975, salieron del Poder Judicial
ventiocho jueces, ventiocho secretarios de juzgados, tres relatores y dos secretarios
de cortes de Apelaciones. Entre los de funcionarios, abandonaron el servicio 180
empleados de secretaría, juzgados y cortes; doce receptores; cuatro defensores
públicos, y un notario.
El resto de la magistratura no reaccionó contra la depuración por temor o
bien porque opinaban que sus superiores actuaron con prudencia, castigando
estrictamente a quienes efectivamente se excedieron en sus manifestaciones
políticas en favor de la Unidad Popular.
El 1.º de marzo de 1975, el presidente de la Corte Suprema, Enrique
Urrutia Manzano, inauguró un nuevo año judicial anunciando su retiro. En su
discurso valoró la homologación de la carrera judicial con la Escala Única que
regía entonces solo para los funcionarios públicos. Y criticó el escaso tiraje dentro
de la carrera judicial, por la inexistencia de límite de edad para jubilar y por la
inamovilidad de que gozaban los jueces.
En su despedida, ante su público compuesto por autoridades militares y
magistrados, dijo:
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Urrutia quiso rubricar con broche de oro su carrera, y decidió aceptar el
ofrecimiento del gobierno para asumir la embajada en Francia, pero las
autoridades galas le negaron el beneplácito.
Todos los días, a las siete de la tarde, El Lito tomaba su desvencijada bicicleta y se
iba a pasear por el camino alto, que da a Pisagua Viejo, hasta llegar al centro del
cementerio.
Ángel de la Cruz Venegas, El Lito, era bien conocido en ese desértico
pueblo a orillas del mar, entre Arica e Iquique. Aseaba el retén de Carabineros en
que trabajaba su hermano, el sargento Juan de Dios de la Cruz. Pese a que
arrastraba una condena de presidio de cinco años y un día por «hurtos
reiterados», El Lito podía recorrer el pueblo sin problemas. En pleno Estado de
Sitio, a él nadie le impedía llegar al cementerio.
Un día vio «a varias personas que corrían y les disparaban por la espalda.
Estas eran como tres personas y luego que les dispararon, los ensacaron (…) Las
personas que dispararon eran militares. También vi, en una ocasión, que en la
Gobernación a varios detenidos les sacaban las uñas. Recuerdo que Mario Acuña,
a quien ubico, era quien daba las órdenes»[199].
Se refería al juez Mario Acuña Riquelme. Este personaje inició su carrera en
Santiago, y de su paso por los tribunales de San Miguel quedó la memoria de
grandes defensores y severos detractores suyos. Había quienes lo calificaban de
«brillante», pero la Corte Suprema acogió reclamos por su mala gestión y lo
trasladó a Iquique al comenzar los ’70.
Abogados que lo conocieron como titular del Primer Juzgado de la capital
nortina afirman haberlo visto varias veces borracho en su oficina. Muchas otras
cosas vieron. El Consejo de Defensa del Estado incluyó su nombre, junto al del
presidente de la Corte iquiqueña, Ignacio Alarcón y otros importantes
magistrados, como parte de una lista de jueces vinculados con el narcotráfico.
En 1972, tras recibir la queja del CDE, la Corte encomendó al ministro
Enrique Correa Labra que se trasladara al norte a investigar. El magistrado contó
con la ayuda en Iquique del abogado Procurador Fiscal (el representante del
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CDE), Julio Cabezas Gazitúa. En Santiago, con la del abogado Manuel Guzmán
Vial. Agentes del Departamento de Investigaciones Aduaneras (DIA), entre otras
entidades, también habían reunido información sobre los magistrados mientras
buscaban desbaratar una red de tráfico de drogas y contrabando entre Chile y
Bolivia.
Correa Labra estuvo ocho meses en el norte. Al volver, emitió un grueso
informe y la Corte Suprema intervino destituyendo al presidente de la Corte
iquiqueña y al fiscal de ese tribunal, Raúl Arancibia. Otro grupo, probablemente
para no generar un escándalo, solo fue trasladado o amonestado.
Acuña se salvó. Sin embargo, el magistrado sabía perfectamente que el
abogado Cabezas había sido el promotor de las acusaciones en su contra y que
todavía le quedaba carga por usar.
Cabezas —45 años, casado, cuatro hijos— era considerado un abogado
brillante, un funcionario de «dedicación ejemplar»[200], que actuaba además
como jefe del Servicio de Asistencia Judicial en Iquique.
En 1973, Cabezas y el director de Odeplán, Freddy Taberna, tenían
pruebas suficientes de los vínculos de Acuña con los dos poderosos
narcotraficantes que dirigían las operaciones de tráfico y contrabando entre Chile
y Bolivia y que, por su peso económico, incluso habían llegado a ser miembros
de la Cámara de Comercio de Iquique: Nicolás Chánez y Doroteo Gutiérrez[201].
Ambos transportaban diariamente desde Santiago al norte toneladas de
azúcar, café, harina, conservas, mantequilla, medias, ropa y medicinas, entre
otros productos obtenidos ilícitamente. Era el tiempo de las colas y la escasez
bajo el gobierno de la Unidad Popular.
Los camiones con la carga prohibida se dirigían a dos pueblos limítrofes:
Cancosa y Colchane. Las inmensas bodegas en que la mercadería era almacenada
dominaban el paisaje de ambos caseríos, cuyas poblaciones sumadas no llegaban a
los 150 habitantes. En la frontera, los chilenos entregaban los insumos a
traficantes bolivianos, quienes les pagaban con grandes cantidades de cocaína
semielaborada. Los alimentos y medicinas se iban a Oruro y luego eran
distribuidos en Santa Cruz y La Paz. El sulfato de cocaína era internado en
Iquique para su elaboración.
Antes del 11 de septiembre, Chánez y Gutiérrez fueron detenidos
repetidamente por contrabando y narcotráfico, pero obtuvieron la libertad con
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facilidad gracias a sus vínculos con el ministro Ignacio Alarcón, el juez Acuña y
su actuario Raúl Barraza. Este último había sido descubierto in fraganti por la
policía trabajando de noche en el procesamiento de la cocaína en un laboratorio
que tenía en su propia casa, en Wilson 151. Su superior, el juez Acuña, fue
vinculado por la investigación policial con la gestión del laboratorio.
Pesaban en la carpeta que el CDE tenía sobre el magistrado otro tipo de
corruptelas. Se comprobó que desde mayo de 1970 el magistrado cobraba
asignación familiar por su cónyuge, aunque esta no tenía derecho a ella, pues era
funcionaría de la CORFO. Además, había informado al Servicio de Impuestos
Internos que su esposa no trabajaba, con el solo fin de rebajar el pago de
impuestos.
Acuña adquirió en forma fraudulenta varios automóviles, haciendo uso de
una franquicia que por entonces era derecho exclusivo de los residentes en Arica.
Y pagó parte de uno de esos vehículos con un cheque del comerciante Raúl
Nazar, que estaba encausado por estafa en su propio tribunal y que quedó libre
«por falta de méritos» justo después de extender ese documento.
El magistrado recibió regalos de navidad, ante testigos, de otro conocido
narcotraficante iquiqueño, Francisco Manríquez Valenzuela, «El Gallina».
El abogado Julio Cabezas sabía también, y lo informó a la Corte Suprema,
que el 7 de abril de 1972, el juez Acuña viajó junto al narcotraficante Pascual
Gallardo a Santiago y que ambos abordaron un vehículo que los esperaba en el
aeropuerto Pudahuel, con destino desconocido.
Gallardo había sido inculpado como parte de una banda de narcotraficantes
descubierta en 1969 en una causa que tuvo en su poder el juez Acuña. Poco
después, sospechosamente, se presentó en Santiago una querella por estafa en
contra de uno de los encausados. Eso significaba que el proceso por narcotráfico
debía salir del tribunal iquiqueño y ser enviado la capital. En el viaje, el actuario
designado para trasladar el expediente lo perdió sin explicación plausible. Ya no
importaba mucho. Los documentos que inculpaban a Gallardo se habían
extraviado antes, desde las propias oficinas del juzgado iquiqueño.
Gallardo nunca fue procesado.
Pese a sus antecedentes, la Corte Suprema autorizó al juez Acuña para que,
inmediatamente después del 11, se constituyera como fiscal en los Consejos de
Guerra en el norte grande. Al personaje le gustó, por supuesto, la nueva
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investidura. El mismo día del Golpe llegó vestido con uniforme de comando al
tribunal, que siguió atendiendo paralelamente por un breve lapso. En ese
período, sus subalternos también debían lucir trajes militares cuando lo
acompañaban a la «fiscalía».
El juez Acuña fue uno de los pocos magistrados elegidos para tan inusual
misión y él iba a aprovecharlo.
Mediante llamados radiales, el abogado Julio Cabezas fue convocado por
bando para presentarse ante las nuevas autoridades militares junto a los más
importantes dirigentes políticos de la zona. Cabezas, que no tenía militancia
política ni «tendencia revolucionaria alguna»[202], se autodefinía entonces como
simpatizante DC y, como tal, había sido un opositor al gobierno de Allende. Pero
su nombre, para extrañeza de abogados y jueces, se repetía por las radios junto al
de los máximos jerarcas de la Unidad Popular.
El 14 de septiembre, terminado el toque de queda absoluto, el profesional
decidió entregarse. Ese día se reunió con un grupo de ocho profesionales que
hacían su práctica profesional en el Servicio de Asistencia Judicial. En el segundo
piso de los tribunales iquiqueños, Cabezas dio tareas a sus alumnos. Entre ellos
estaban el actual ministro de la Corte ariqueña Javier Moya y los abogados
Valdemar de Lucky, Juan Rebollo, Ernesto Montoya, Enrique Castillo e Ismael
Canales.
—Yo vengo luego. Sigan con los casos, que voy a revisar lo que han hecho a
la vuelta —les dijo.[203]
Cabezas no dejó reemplazante. Con una frazada en un brazo y un
chaquetón de castilla en el otro salió caminando hacia la Sexta División de
Ejército. Algunos de sus alumnos —con quienes le gustaba tener irónicas
discusiones intelectuales, pues los jóvenes eran mayoritariamente partidarios de la
UP— lo acompañaron hasta la puerta del regimiento. El abogado creía que su
nombre había sido incluido por error y que quedaría libre de inmediato.
El error era suyo.
Fue hecho prisionero y trasladado al campamento en Pisagua. Sus celadores
lo golpearon mientras permanecía colgado, le quemaron la piel con cigarrillos, lo
lanzaron desde un cerro encogido dentro en un barril sin tapas, le quebraron un
tobillo, le hicieron fusilamientos falsos. Cabezas presintió su muerte. Logró
enviar un mensaje a Santiago pidiendo la intervención de sus colegas del Consejo
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de Defensa del Estado. La mayoría de los consejeros del CDE estaba en la
oposición al gobierno de Allende y apoyaban la intervención militar, pero
acogieron su súplica, pues sabían que Cabezas no era izquierdista.
Manuel Guzmán Vial fue el encargado de redactar un oficio al Jefe de Zona
en Estado de Emergencia en la zona de Tarapacá, general de brigada Carlos
Forestier. El documento daba cuenta de la excelente calidad profesional del
representante del CDE en Iquique y de sus cualidades como un hombre «de paz».
Forestier no respondió.[204]
El 10 de octubre el nombre de Julio Cabezas apareció en un nuevo
comunicado. Esta vez, en una convocatoria a Consejo de Guerra.
El Colegio de Abogados había establecido un sistema de defensa gratuito
para los prisioneros y le nombró un representante: su propio alumno en el
consultorio jurídico, Ernesto Montoya. El joven viajó en una avioneta militar a
Pisagua. La nave partió a las 19 horas. El Consejo estaba fijado al día siguiente, el
11 de octubre, a las cinco de la madrugada.
El joven abogado esperaba poder entrevistarse con su profesor, pero se le
dijo que estaba incomunicado. Quiso ver el expediente, pero los militares estaban
cenando. Solo pasadas las 23 horas y por diez minutos, se le permitió examinar
unas hojas que parecían ser una confesión de Cabezas ante el fiscal Acuña. Los
papeles decían que Cabezas admitía su vinculación con el Plan Zeta (que luego se
demostraría inexistente) y con el acopio de armas.
Montoya intentó una defensa. Alegó con vehemencia, pero los militares
estaban borrachos y permanecieron indiferentes a sus argumentos. El Consejo de
Guerra condenó a Cabezas a la pena de muerte.
El capellán de Pisagua se acercó a Montoya y le confesó que Cabezas ya
estaba muerto. El abogado no quería creerlo, pero hacia fines de los ’70, ante
insistentes gestiones de la familia, las autoridades militares extendieron
documentos oficiales en que reconocían la fecha real de la muerte y decían que
Cabezas fue «ajusticiado» por «alta traición a la Patria» el 10 de octubre, junto a
otros cuatro detenidos.
El expediente del supuesto Consejo de Guerra nunca apareció.
En 1990 el cuerpo de Julio Cabezas fue hallado en las fosas clandestinas
descubiertas en Pisagua. Otra vez el abogado Montoya estuvo junto a su
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exprofesor. Como abogado del arzobispado, acompañó a los profesionales de la
Vicaría de la Solidaridad que lograron la ubicación de las osamentas.
También murió en Pisagua el exdirector de Odeplán, el socialista Freddy
Taberna, quien había investigado al juez Acuña junto a Cabezas.
No fueron los únicos. Dos funcionarios del Departamento de
Investigaciones Aduaneras (DIA) fueron ejecutados en el mismo campamento.
Justo antes del Golpe de Estado, el DIA estaba precisamente tras los pasos del
contrabando de cocaína por el corredor Oruro-Iquique. Ya entonces los
profesionales, motejados por La Tercera como los «intocables chilenos»[205],
creían que Chile se estaba convirtiendo en un «pasillo» para el contrabando del
clorhidrato.
El grupo aduanero actuaba en coordinación con la agencia estadounidense
antinarcóticos (DEA) y varios de sus miembros fueron entrenados en Estados
Unidos, como parte de una de las pocas áreas de cooperación entre ambas
naciones, cuando en Chile gobernaba Allende y en el país norteamericano,
Richard Nixon. El Golpe sorprendió en el norte a unos ocho agentes de este
servicio. Entre ellos, Juan Efraín Calderón, militante socialista, quien fue
ejecutado en un supuesto intento de fuga, junto a su colega y amigo, Juan
Jiménez, pese a las intervenciones en su favor del delegado de la DEA en Chile,
George Frangullie.
El cuerpo de Calderón apareció en las fosas en Pisagua amarrado de pies y
manos y con una venda sobre los ojos. Testimonios de otros exprisioneros
permitieron determinar que los agentes no intentaron huir, sino que fueron
escogidos de entre los presos para ser fusilados, sin expresión de causa.
Un grupo de narcotraficantes, que había formado parte de las
investigaciones de la DIA, la policía y el CDE en los ’70, también fue capturado en
la asonada militar. Los detenidos, acusados de delitos comunes, fueron
trasladados a Pisagua junto al resto de los prisioneros políticos. En el
campamento, controlado en buena parte por el fiscal Acuña, recibieron un trato
especial. Pero solo por un tiempo.
En este grupo figuraba Francisco Manríquez, «El Gallina», quien había
hecho regalos de Navidad a Acuña, y el poderoso Nicolás Chánez, la cabeza
visible de opulenta red de narcotráfico Oruro-Iquique, varias veces liberado
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gracias a la benevolencia de los tribunales. Junto a ellos cayeron prisioneros Hugo
Martínez, Juan Mamani y Orlando Cabello.
José Ramón Steinberg, médico cirujano, reveló lo siguiente:
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El médico constató que el preso estaba sufriendo un infarto. Indicó a los
enfermeros que le inyectaran un «vaso dilatador y un tranquilizante», pero el
fiscal Acuña, después de preguntar a los militares qué efecto tendrían esos
medicamentos, negó autorización para el tranquilizante.
—Es que tengo que seguir interrogándolo —explicó.
—Pero no puede seguir interrogándolo en estas condiciones. El paciente
debe permanecer en reposo absoluto —replicó el médico.
Acuña se volvió hacia los enfermeros y les ordenó:
—Déjenlo aquí quince minutos. Después me lo llevan a la Fiscalía.
El médico volvió a su habitación. Cuatro horas más tarde los soldados lo
despertaron otra vez y lo llevaron a la enfermería. Higueras había muerto.
Los enfermeros militares dijeron a Steinberg que cerca de las cinco de la
mañana el prisionero había pedido permiso para ir a orinar y que cuando volvió a
acostarse, murió. Le aseguraron que nunca lo llevaron de regreso a la fiscalía.
El doctor tomaba constancia del fallecimiento, cuando el exjuez Acuña
apareció nuevamente en la enfermería.
—¿Qué pasa?
—Esta persona ha muerto —respondió el doctor.
—¿Usted sabe cuáles son las causas?
—Tal como le dije antes, esta persona sufrió un infarto.
—¿Usted puede certificarlo?
—Claro…, pero además habría que hacer una necropsia.
—No. Aquí no hay condiciones para eso.[208]
Steinberg extendió el certificado de defunción diciendo que la causa
inmediata de la muerte había sido un «infarto del miocardio», provocado por
«stress físico emocional». Esa fue su manera científica de describir las torturas.
Hay no pocas historias más que podrían agregarse al prontuario de este
tenebroso personaje.[209]
Terminada su labor como fiscal, el juez Acuña se retiró del servicio y se
dedicó al ejercicio libre de la profesión. Por esos años se jactaba en el foro de su
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amistad con el general Carlos Forestier —Forestier admiraba a Acuña[210]— y
con el propio general Pinochet, asiduo visitante de Iquique.
Entre 1975 y 1976 no había quien discutiera su poder e influencia en la
capital nortina. Pero el exceso de alcohol lo enfermó de cirrosis y diabetes. Su
familia lo abandonó. Los mismos abogados que lo vieron antes en la cima del
poder, se encontraban ahora con su cuerpo alcohólico tirado en alguna calle
iquiqueña.
En 1988 el juez Raúl Mena lo encargó reo por el homicidio calificado del
gendarme Villegas. El abogado Montoya representó a la familia del exprisionero
de Pisagua. A Acuña lo defendió su amigo, el expresidente de la Corte iquiqueña,
el destituido Ignacio Alarcón.
Cuando el caso llegó a la Corte de Apelaciones de Iquique, el tribunal
nortino declaró que estaba cubierto por la Ley de Amnistía. La Vicaría de la
Solidaridad presentó un recurso de queja ante la Corte Suprema, pero el proceso
fue enviado a la justicia militar. Desde entonces no se ha vuelto a saber de Acuña
en Iquique.[*] Alarcón murió en 1997.
Fue la Corte Suprema quien autorizó a los jueces ordinarios a integrar los
Consejos de Guerra. El exabogado de la Vicaría de la Solidaridad Roberto
Garretón recuerda con tristeza no solo las intervenciones del temido Mario
Acuña. También la del Juez de Temuco, Hugo Olate. «Hubo algunas
excepciones —afirma—, como las del Juez de Antofagasta Juan Sinn y la jueza de
Quillota Olga Vidal, quienes, obligados a integrar los Consejos, hicieron
esfuerzos por mitigar la crueldad y las irregularidades de los integrantes
militares»[211]. Otros, como Rubén Ballesteros, Berta Rodríguez, Patricia
Roncagliolo, Elba Sanhueza y Mario Torres, si bien muchas veces trataron de
influir para rebajar las enormes penas que proponían los integrantes castrenses de
los Consejos, en los aspectos de fondo suscribieron las tesis del régimen.
Particularmente la aplicación retroactiva de la ley penal, con los aumentos de
pena establecidos para el Estado de Guerra, para hechos ocurridos entre el 11 y el
21 de septiembre, a pesar de que ese estado comenzó a regir solo desde el 22 de
septiembre.
Este último aspecto no es menor si se considera que cientos de personas
fueron detenidas y condenadas en Consejos de Guerra por presuntos hechos
ocurridos en ese breve período de diez días.
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Un curco quedó en la historia
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Corte funcionaba en tres salas (bajo el gobierno militar) se producían sentencias
contradictorias y abogó por la unidad en la jurisprudencia, como una de las
funciones esenciales del máximo tribunal.
Al despedirse, dijo que la nueva Constitución que se estaba preparando y
en cuyas subcomisiones participó «debe contar con la aceptación mayoritaria de
aquellos a quienes va a regir»[213]. Se atrevió a demandar un mayor grado de
independencia a los tribunales para que pudieran ser «los efectivos guardianes de
los derechos y garantías de todos los ciudadanos».
En la presidencia, lo reemplazó Israel Bórquez, público partidario del
gobierno militar, quien dejó inscrita en la Historia una frase memorable
pronunciada en 1978: «¡Los desaparecidos ya me tienen curco! ¡Pregúntenle a la
Vicaría!».
Bórquez fue el encargado de analizar las extradiciones solicitadas por
Estados Unidos en el caso Letelier y rechazó entregar a la justicia estadounidense
a los jefes de la DINA, pero en el mismo fallo dejó establecidas contradicciones y
aseveraciones inverosímiles en que cayeron los imputados. El ministro envió los
antecedentes a la justicia militar y estos sirvieron de base para el proceso que una
década más tarde dirigiría Adolfo Bañados.
En su primer discurso, en 1979, Bórquez, pese a su conocida postura
política, se quejó en contra de las modificaciones al Código de Procedimiento
Penal que establecieron que las inspecciones a recintos militares deberían
realizarla los jueces a través de la justicia militar, limitando las facultades de los
magistrados. Dijo:
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Capítulo V
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Consejos de Guerra: el primer renuncio
«Teníamos que averiguar qué fiscal tenía al prisionero de una lista que
había en los estadios. Te decían: “Lo tiene Barría”, o Sánchez, o
Pomar. Ibas donde Barría y te informaban que el fiscal atendería a los
abogados solo una vez al mes. Y el día que te citaban, el fiscal no iba.
Quedabas pendiente para el mes siguiente»[216].
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En los Consejos «Vip», oficiales en servicio activo reemplazaban a los
«Orasas». Tal fue el caso del Consejo convocado para juzgar al comandante
Fernando Reveco Valenzuela, el más importante que realizó el Ejército. En aquel
tiempo se estableció tácitamente que cada rama juzgaría a sus «infiltrados»: el
Ejército a los militares, la Fuerza Aérea a los aviadores. En cuanto a los
opositores, había otro tipo de distribución: la Fuerza Aérea tomaba los casos de
los grupos considerados armados (MIR, VOP y las brigadas Elmo Catalán y
Ramona Parra). La Armada se quedaba con los altos jerarcas de la Unidad
Popular.
El 11 de septiembre, el mayor Reveco estaba en Calama. Era el delegado
del jefe de zona en Estado de Emergencia en Chuquicamata. Por órdenes de sus
superiores tomó el control del estratégico mineral e incautó armas entre la
población. Más tarde, presidiría el Consejo de Guerra en contra del exgerente
general de Chuquicamata, David Silberman.
El 2 de octubre Reveco fue detenido sorpresivamente. Sin que nadie lo
supiera en Calama, fue trasladado a Santiago. En la pequeña y desértica ciudad se
afirmaba que el mayor estaba muerto. Que lo habían tirado desde un helicóptero.
Los cargos en su contra habían surgido de un proceso que tramitaba en
Santiago el fiscal de Aviación general Orlando Gutiérrez, en contra del capitán de
bandada Jaime Donoso. En parte de su testimonio, Donoso dijo que otro oficial
—Raúl Vergara— le había comentado su participación en una comida, en 1969,
en que un mayor de Ejército de apellido Reveco se habría pronunciado como
«marxista».
La Aviación envió un oficio con el dato al comandante en jefe del Ejército,
general Augusto Pinochet, y ese mismo día el oficial fue arrestado en
Calama[218]. El mayor fue detenido, inusualmente, por la Fuerza Aérea y
torturado en la Academia de Guerra, en Santiago.
Un fiscal de Ejército se trasladó a Calama y comenzó a interrogar a civiles y
subalternos del oficial que trataban de demostrar su filiación «marxista». Como lo
creían muerto, no ahorraron detalles.
En Santiago, Reveco era trasladado al Regimiento Blindado n.º 2, donde se
le permitió tener una radio, un aparato de televisión y recibir visitas de su esposa.
Un año después, el fiscal dio por agotada la investigación. En el expediente,
los testigos entregaron antecedentes sobre el comportamiento social del acusado e
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interpretaron sus supuestas motivaciones ocultas para dar buen trato a los
prisioneros o demorar allanamientos.
En el legajo quedó impreso el interés del fiscal por aclarar su actuación en
una comida realizada en honor del «pronunciamiento militar», en el Rotary Club
de Calama, la noche del 26 de septiembre de 1973. Según los testigos, un
subteniente de apellido Lapostol defendió al Gobierno de la Unidad Popular y
Reveco, en señal de respaldo le habría ofrecido un vaso de vino.
Otro aspecto de la investigación fue la conducta del comandante en el caso
Silberman. Los testigos lo acusaban de no haberlo perseguido, pues este se
entregó en forma voluntaria el 15 de septiembre, y por haberle dado una pena
muy baja en el Consejo de Guerra.
En su defensa, Reveco decía que en la reunión en que participó en 1969 —
y que dio origen al proceso en su contra— se analizaron las preocupaciones de las
Fuerzas Armadas que culminaron con el Tacnazo ese mismo año y que nunca se
declaró marxista.
Sobre la comida en el Rotary Club, cuatro años más tarde, dijo que sus
únicas palabras en esa ceremonia fueron para agradecer la manifestación y que
solo después de que el presidente del Rotary insultara a su subalterno, el
subteniente Lapostol, por haber comentado que no se debería «hacer leña del
árbol caído», optó por retirarse, como un gesto de respeto al militar. Vino no le
ofreció, replicó irónico, «porque se había terminado».
Acerca de Silberman, afirmó que la condena a 16 años de presidio en su
contra por «traición a la patria», fue justa y resuelta por «unanimidad» en el
Consejo de Guerra.
Admitió haber sido «allendista» en los primeros años del gobierno de la
Unidad Popular, pero negó tener ideología marxista. El fiscal, de vuelta en
Santiago, dictaminó que Reveco había cometido el «delito de incumplimiento de
deberes militares».
Garretón, su abogado, fue citado entonces al Salón de Actos del Ministerio
de Defensa, en Zenteno con Alameda, donde está hoy el Edificio de las Fuerzas
Armadas. Un guardia lo revisó al ingresar al edificio. Pacientemente, desmontó
su pluma fuente y escrutó el estuche en que guardaba sus lentes de contacto.
Dentro, numeroso personal armado custodiaba en la sala en que se oirían los
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alegatos en favor de 22 personas que estaban siendo acusadas en un mismo
Consejo de Guerra.
Un soldado se acercó a Garretón y le dijo:
—Tiene que pasarme el texto de su defensa… para la censura.
Momentos más tarde se lo devolvió tarjado. No obstante, quedó material
suficiente para que Garretón arremetiera contra la forma en que se acusó a su
defendido. Hizo notar que el fiscal daba valor probatorio a testimonios de «civiles
fanatizados, resentidos con las autoridades militares por no haber empleado más
rigor en contra de los personeros del antiguo régimen», quienes nada sabían sobre
las órdenes militares impartidas a Reveco, ni tenían autoridad para opinar sobre
la forma en que las había cumplido.
Garretón defendió el profesionalismo con que el oficial desarrolló las tareas
que se le encomendaron el 11 de septiembre, según el reconocimiento que
habían hecho sus propios superiores, aunque nunca se les permitió declarar en la
causa. Por lo demás, alegó, «jamás un proceso criminal puede, dentro de un
estado de Derecho, estar dirigido a sancionar ideologías de ciudadanos. Todo el
avance de la ciencia penal y una de las grandes conquistas de los derechos
humanos es haber obtenido como consagración jurídica internacional la
impunidad de los pensamientos»[219].
Pero no estaba el Consejo para aceptar tales preceptos y confirmó la
condena propuesta por el fiscal.
Desde el punto de vista del Derecho, estos tribunales especiales cometieron
un sinnúmero de abusos: configuraron delitos que no existían en las leyes y
tomaron como una licencia sin límites la norma que permite a los jueces apreciar
la prueba «en conciencia».
Los fiscales no realizaron investigaciones acuciosas y dieron pleno valor a las
confesiones obtenidas bajo amenazas y torturas. Tampoco pesquisaron aquellos
antecedentes que podrían favorecer a los inculpados. Aplicaron severas penas por
hechos no demostrados, sobre la base de una particular concepción del «bien que
debemos hacer y el mal que queremos evitar»[220]. «La magia militar produjo,
entonces, no solo muchos delitos, sino también muchos culpables»[221].
El lenguaje de las sentencias no parecía el propio de una judicatura, sino
más bien la «resultante de la repulsa y el odio hacia gobiernos, partidos y
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personas, bajo un alero de patriotismo y deber. En general, entonces, no se
juzgaba, sino que se castigaba al enemigo».[222]
El Ejército informó a la Comisión Rettig que los expedientes de los
Consejos de Guerra se hallaban «totalmente quemados, por acción del fuego
(sic), producto de un atentado terrorista». Sin embargo, esa entidad pudo
reconstituir parte de la historia de más de 258 personas condenadas en este tipo
de juicios, 27 de las cuales fueron ejecutadas.
La mayor cantidad de ejecuciones y muertes de esos primeros años se
produjeron, no obstante, sin forma de juicio alguno.
Para que los Consejos pudieran constituirse, la Junta Militar dictó varios
decretos entre el 11 y el 22 de septiembre de 1973. El Número 3 declaró el
Estado de Sitio en todo el país y el 5, que el país estaba en Tiempo de Guerra.
Los fallos de los Consejos discreparon acerca de la naturaleza y duración de esta
guerra. Algunos la fijaron a partir del 11 de septiembre, otros después, y no
pocos incluso antes de que terminara el gobierno de Salvador Allende.
Aceptando la existencia de legal de la guerra —pues no aceptaban su
existencia real— las defensas de los acusados intentaron hacer valer el respeto a
los tratados internacionales, suscritos por Chile, sobre tratamiento especial y
humano a los prisioneros, pero sus argumentos no fueron jamás aceptados.
Los abusos cometidos por estos tribunales militares no pudieron ser
discutidos ante la Corte Suprema porque el máximo tribunal renunció a su
facultad fiscalizadora sobre ellos. Un ejemplo ilustrativo se dio el 13 de
noviembre de 1973. Al rechazar los recursos presentados en favor de Juan
Fernando Silva Riveros, condenado en Valparaíso, el máximo tribunal se lavó las
manos. Resolvió que en Tiempo de Guerra el jefe de zona en Estado de
Emergencia era la autoridad superior de tales tribunales. Para llegar a esa
conclusión, la Corte citó truncamente el mensaje presidencial que acompañaba a
la derogada ley de Organización y Atribuciones de los Tribunales de 1875 y dio
una nueva interpretación al artículo 74 del Código de Justicia Militar[223].
Los abogados del Comité Pro-Paz no compartían la idea que la Corte
Suprema renegara de sus atribuciones y al mismo tiempo aparentara que el
Estado de Derecho operaba con normalidad, pero fracasaron en sus intentos por
modificar ese criterio. Varias veces argumentaron en sus escritos que la Corte
estaba dando una interpretación mañosa al Código de Justicia Militar, que jamás
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pretendió tener el alcance sugerido por el máximo tribunal. Y que, aun si ese
hubiera sido el caso, la Corte debía declarar la inconstitucionalidad del mentado
artículo, pues la Carta Magna —a cuya letra las demás leyes obedecen— daba a
la Corte Suprema la facultad de supervigilar a todos los tribunales de la nación.
«Todos», recalcaban.
La Corte no los oyó.
Al comenzar 1974, la Corte de Apelaciones de Santiago acogió
parcialmente un recurso de amparo en favor del menor Luis Alberto Muñoz
Mena y dispuso que antes de ser juzgado por un Consejo de Guerra, un tribunal
de menores debería determinar si actuó con discernimiento (el procedimiento se
aplica en Chile para menores entre 16 y 18 años). Posteriormente, sin embargo,
la Corte Suprema anuló el fallo opinando que ni aún las medidas de protección
de los menores «pueden prevalecer sobre las disposiciones que adopta la
autoridad con ocasión de un Estado de Sitio»[224].
Poco después se pidió a la Suprema que determinara qué tribunal era el
encargado de pronunciarse sobre el discernimiento de otros dos adolescentes,
antes de que fueran condenados por un Consejo de Guerra: si la Fiscalía de
Aviación o el Primer Juzgado del Crimen.
La Corte insistió en que el país se encontraba en «Estado de Guerra» y que,
por lo tanto, solo la Fiscalía de Aviación o el Consejo de Guerra o la
Comandancia en Jefe de la Fuerza Aérea podían resolver sobre el discernimiento
de los niños. La resolución fue respaldada por los ministros Rafael Retamal
López, Luis Maldonado Boggiano, Armando Silva Henríquez y el auditor general
del Ejército, Osvaldo Salas Torres[225].
Víctor Manuel Rivas y Osvaldo Erbetta argumentaron que no existía en las
leyes chilenas una sola disposición que conculcara a los tribunales de menores su
facultad para pronunciarse sobre los discernimientos. Ni había norma expresa
alguna que se la entregara a los tribunales militares. Pero estaban en minoría.
Más tarde, en un recurso de queja en contra de la sentencia del Consejo de
Guerra de Arica que condenó a Sergio Rubilar González, el ministro José María
Eyzaguirre fue el único en defender las facultades constitucionales de la Corte
Suprema.
Recogiendo los argumentos de los abogados del Comité Pro-Paz,
Eyzaguirre recordó que el artículo 86 de la Constitución Política reconocía a la
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Corte Suprema «la superintendencia directa, correccional y económica de todos
los tribunales de la Nación» y que el artículo 74 del Código de Justicia Militar no
podía «prevalecer sobre el texto de la Carta Fundamental y, en caso de
contradicción entre uno y otro, esta Corte debe aplicar la Constitución»[226].
Eyzaguirre era ladino. Aparecía como el magistrado supremo más
ecuánime, pero solo respaldaba estas posturas cuando tenía la certeza que
aparecería en un pronunciamiento de minoría.
La renuncia de la Corte Suprema a las facultades que le reconocía la
Constitución de 1925 es tan clara que en la Constitución de 1980 «la Junta
Militar debió disponer que la Corte Suprema carecería —a futuro— de
competencia sobre los tribunales militares en tiempo de Guerra»[227].
Reveco, al igual que cientos de prisioneros políticos condenados en
Consejos de Guerra, quedó al poco tiempo en libertad, porque era física y
jurídicamente insostenible para las Fuerzas Armadas mantener el rol de tribunal y
Gendarmería sobre una proporción tan grande de la población.
Sin embargo, creció proporcionalmente el poder de la DINA, aumentó el
número de presos cuya detención no era reconocida oficialmente y debutaron las
cárceles clandestinas.
Hacia 1975, muchos Consejos de Guerra que dictaban sentencias
absolutorias, añadían un párrafo que dejaba a los procesados a disposición del
Ministerio del Interior. La autoridad administrativa podía requerirlos en virtud
del «Estado de Sitio» y enviarlos a los campos de concentración.
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En la calzada quedó tendido el cuerpo del exregidor comunista por
Concepción, Carlos Contreras Maluje. Le sangraba la cabeza, pero estaba
consciente. En pocos segundos, los curiosos rodearon al herido.
El capitán de la 12a Comisaría de Carabineros de San Miguel (identificado
en el expediente judicial solo por sus iniciales: C.N.B.V.) pasaba casualmente por
esa esquina en un jeep institucional. Vio la muchedumbre y el cuerpo del peatón
atropellado. Se acercó.
—Soy Carlos Contreras Maluje, ¡por favor, ayúdenme! Los de la DINA me
estaban torturando… me escapé… traté de suicidarme… —era la súplica del
hombre tendido en el suelo.
Mientras el capitán volvía al jeep para pedir una ambulancia y comunicarse
con sus superiores, de un Fiat 125 celeste bajaron cuatro civiles. Mostraron
tarjetas de la DINA y señalando al caído dijeron que lo venían siguiendo. Al verlos
este, se removió desesperado y reanudó sus gritos:
—¡No dejen que me lleven de nuevo! ¡Son de la DINA! ¡Por favor! —
imploró, dirigiéndose al público—, avisen a mis familiares, la Farmacia Maluje
de Concepción… ¡Carabineros! ¡Ayúdenme, por favor! ¡La Farmacia Maluje![229]
El público congregado miraba al herido y escuchaba sus ruegos entre
atónito y temeroso; nada hicieron ni podrían haber hecho cuando los agentes lo
subieron al Fiat. «¡Soy Carlos Contreras!» y la insistencia en que se avisara a la
Farmacia Maluje de Concepción fue lo último que se escuchó.
«Los civiles del Fiat 125 recogieron al herido y lo subieron a la fuerza al
auto. Digo a la fuerza porque el lesionado gritaba que no se lo llevaran y que lo
dejaran morir tranquilo»,[230] declaró luego ante los tribunales el conductor del
microbús, Luis Rojas Reyes.
«Llegó el automóvil patente EG-388, Fiat 125 color celeste, bajándose las
personas que dijeron ser de DINA, tomaron al individuo y lo subieron
violentamente al vehículo, llevándoselo del lugar»[231], escribió el capitán de
Carabineros en el Libro de Novedades de su Comisaría.
«Un vehículo Fiat 125 (…) se detuvo a prestar cooperación, desde el cual
bajaron cuatro personas que subieron al lesionado a dicho vehículo, retirándose
del lugar, ignorándose todo antecedente de su paradero, debido a que no
concurrió a ningún Centro Asistencial… Se hace presente que en este
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procedimiento intervino personal de DINA», menciona el parte Número 41, que
la Sexta Comisaría de Carabineros envió al Segundo Juzgado Militar de Santiago,
dando cuenta de los hechos[232].
El mayor R.A.M.G., ayudante del segundo jefe de la Prefectura General,
contó que él había recibido la llamada del capitán. «Como en el lugar se
encontraba bastante gente, testigos oculares, un lesionado y habría actuado
personal de la DINA, se le dio instrucciones de que trasladara al inculpado a la
Comisaría del sector, y se diera cuenta a los Juzgados Militares»[233].
El «inculpado» era el chofer de la micro, quien fue detenido y luego puesto
en libertad provisional bajo el cargo de lesiones «al parecer, menos graves en
atropello».
Carabineros entendía que si personal de la DINA se hacía cargo de un
«procedimiento» le correspondía retirarse. Así lo hizo el capitán que presenció los
hechos, y que le dijo al chofer que no se «preocupara».
El capitán recibió después instrucciones de no mencionar a la DINA cuando
redactara el parte dirigido a los tribunales.
Anónimos transeúntes cumplieron el deseo de Contreras Maluje. Unos
llevaron el nombre a la Vicaría de la Solidaridad, ubicada a un costado de la
Catedral, en la Plaza de Armas. Otros llamaron a su familia en Concepción.
Inmediatamente la Vicaría presentó ante la Corte de Apelaciones de
Santiago un recurso de amparo en su favor y agregó más tarde declaraciones de
los testigos y de los propios carabineros. Su familia estaba esperanzada en que,
con tanta información disponible, los tribunales podrían encontrarlo y rescatarlo
con vida.
La Corte de Apelaciones envió oficios a los centros asistenciales y estos
informaron que no había ingresado ninguna persona identificada con ese
nombre. Tampoco el Servicio Médico Legal había recibido su cadáver.
Casi tres meses más tarde, el 30 de enero de 1977, la Quinta Sala de la
Corte de Apelaciones, integrada por los ministros Marcos Libedinsky, Adolfo
Bañados y José Cánovas, pidió a la sección «patentes» de la Municipalidad de Las
Condes que identificara al propietario del Fiat celeste. La respuesta fue que le
pertenecía a: «Fisco de Chile, Fach, Estado Mayor General, Dirección de
Inteligencia».
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El 31 de enero la Sala, en votación dividida, acogió el amparo. «En
consecuencia, se declara que el señor ministro del Interior, a fin de restablecer el
imperio del Derecho y asegurar la debida protección del amparado, deberá
disponer su inmediata libertad»[234].
El voto de mayoría, emitido por Bañados y Libedinsky, se sustentó en el
Acta Constitucional n.º 3 de septiembre de 1976, dictada por la propia Junta de
Gobierno, asegurando a todas las personas el derecho a la libertad personal y la
garantía de que nadie podría «ser arrestado o detenido sino por orden de
funcionario público expresamente facultado por la ley y después de que dicha
orden le sea intimada en forma legal»[235].
El fallo expresó que aunque la DINA negaba la detención, «debe aceptarse,
asimismo, que ella se llevó a efecto sin orden competente de autoridad alguna».
Cánovas estuvo por rechazar el recurso y enviar los antecedentes a la justicia
militar.
El Ministerio del Interior rehusó dar cumplimiento a la orden de la Corte.
El ministro subrogante, Enrique Montero Marx, envió una arrogante
comunicación manifestando que «oportunamente (…) esta Secretaría de Estado
informó a Usía Ilustrísima que no tenía antecedentes de la persona investigada,
ni tenía conocimiento fidedigno de que hubiera sido arrestado por algún
determinado organismo de seguridad y que no habría pronunciado ni mantenido
pendiente resolución alguna que lo afectara».
Como la DINA le decía que no lo tenía en su poder y su deber era dar fe de
sus asertos «especialmente si su dependencia es en forma directa del Presidente de
la República», el ministro concluía que el fallo «es imposible de cumplir», salvo
que el tribunal le indique «el lugar preciso» en que Contreras Maluje se halla.[236]
El flagrante desacato del Ejecutivo motivó una reunión del pleno de
ministros del tribunal de alzada capitalino, que resolvió informar a la Corte
Suprema «para los fines que procedan».
Pero antes de que la Corte manifestara su parecer, el general Pinochet usó
un método indirecto para difundir su opinión. Dirigió un oficio al juez militar
de Santiago, que había recibido el parte policial, sugiriendo que la detención
pudo ser practicada por «elementos subversivos». El general afirmaba haber
«comprobado fehacientemente», en su calidad de Presidente de la República, que
ningún órgano bajo su dependencia había practicado la detención, de lo cual se
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derivaba la «absoluta imposibilidad jurídica y de hecho» de cumplir el mandato
judicial.
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Como argumento, citaron «lo expuesto por su Excelencia el Presidente de la
República, en un oficio de 22 de marzo último (aquel dirigido al juez militar),
que en esta fecha se agrega al proceso». La conclusión era tajante: «Devuélvanse
los antecedentes acompañados. Archívese»[240].
Tal fue el destino del único recurso de amparo acogido por los tribunales
de Justicia entre el 11 de septiembre 1973 y comienzos de 1979, período en el
que se presentaron más de cinco mil.
Pese a los esfuerzos de Adolfo Bañados y Libedinsky, el fallo no cumplió su
objetivo de terminar con una detención «ilegal o arbitraria», ni de hallar a la
víctima para traerla a presencia del tribunal.
La verdad no sería descubierta sino varios años más tarde, por el ministro
Carlos Cerda Fernández, quien determinó que Contreras Maluje fue secuestrado
por el grupo de combate antisubversivo de la Fuera Aérea conocido como
Comando Conjunto.
Pero el paradero de Carlos Contreras Maluje aún se desconoce.[*] Su
desaparición formó parte de las investigaciones del ministro Cerda, pero el
proceso se encuentra sobreseído, por aplicación de la Ley de Amnistía.
Pasaron más de ocho meses entre el día que Contreras Maluje se lanzó a las
ruedas de un microbús en calle Nataniel y aquel en que la Corte Suprema emitió
la última resolución en el caso, aunque la ley establece, desde el siglo pasado, que
los amparos deben resolverse en un plazo de 24 horas o un máximo de seis días,
cuando es necesario practicar diligencias.
El 19 de septiembre de 1932 la Corte Suprema dictó un Auto Acordado
(que equivale a un reglamento) para instruir a los tribunales sobre la forma
correcta de tramitar los amparos. Recordaba la Corte que está en la naturaleza de
ese recurso «principalmente, que sea resuelto a la mayor brevedad y no cuando el
mal causado por una prisión injusta haya tomado grandes proporciones o haya
sido soportado en su totalidad». El tribunal superior ordenaba ya entonces a los
jueces que tomaran las medidas necesarias para inducir a los funcionarios a
«cumplir oportunamente con su deber» de entregar los informes que se les
requirieran y hasta prescindir de ellos, si la demora excediese el límite de lo
razonable. «No sería posible dejar la libertad de una persona sometida al arbitrio
de un funcionario remiso o maliciosamente culpable en el cumplimiento de una
obligación», reflexionaba la Corte Suprema de 1932.
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Todas las constituciones chilenas han reconocido a los ciudadanos la
garantía del recurso de amparo e incluso la Junta Militar de Gobierno, en el Acta
Constitucional n.º 3, aseguró su vigencia bajo el Estado de Sitio.
Sin embargo, rara vez los jueces ordenaron traer al amparado a su presencia
y, cuando lo hicieron, no protestaron por el incumplimiento de los servicios de
seguridad. No más de una decena de veces, en más de diez mil recursos de
amparo, ordenaron que un juez se constituyese en el lugar de arresto.
Habitualmente se negaron a fijar plazo a las autoridades para las respuestas.
Nunca apremiaron a un funcionario renuente a informar y jamás
prescindieron de los informes requeridos, como en cientos de ocasiones la Vicaría
les solicitó. Más aun las Cortes dieron toda clase de facilidades a las autoridades
para dilatar las respuestas que debían entregar dentro de plazo. Las cortes de
Apelaciones rechazaron, en general, constituirse en centros de detención, incluso
cuando estos eran identificados por los recurrentes, y en los domicilios de
personas detenidas, liberadas y obligadas a permanecer en su propia casa.
«Objetivamente, los magistrados se han inhibido de comprobar con sus
propios ojos una situación que los obligaría a adoptar medidas favorables para los
amparados», decía la Vicaría en un escrito al máximo tribunal en 1977[241].
Cuando el Ministerio del Interior informaba que no había orden en contra
de un ciudadano y que los servicios a su mando señalaban no haberlo
aprehendido, las Cortes rechazaban el recurso de amparo diciendo que no había
antecedentes que demostraran la efectividad de la detención. Cuando el
Ministerio reconocía la detención, aunque lo hiciera después de haberlo negado
inicialmente y sin señalar la fecha del arresto, las Cortes igualmente rechazaban el
amparo diciendo que la detención había sido ordenada por autoridad
competente.
La Vicaría alegaba: «¿En qué casos, entonces, podemos tener la esperanza de
que se acoja un recurso de amparo?»[242].
Un problema más era a quién dirigir las peticiones de informes. La Corte
Suprema respaldó, en general, la tesis de que debían enviarse al Ministerio del
Interior y no a los órganos aprehensores.
En abril de 1975 la Suprema reprochó la osadía de la Corte de Apelaciones
de Santiago, por atreverse a preguntar directamente a la DINA sobre un detenido.
El máximo tribunal acogió así un perentorio oficio del entonces poderoso
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director de la DINA, coronel Manuel Contreras Sepúlveda, manifestando que
«toda información de detenidos debe ser proporcionada a los tribunales de
Justicia, cualquiera que ellos fueren, por el señor Ministro del Interior o por el
Sendet (Servicio Nacional de Detenidos)»[243].
En respuesta, el máximo tribunal comentó que «dada la situación en que se
encuentra el país, resulta conveniente usar la vía propuesta por el Supremo
Gobierno para obtener aquellos informes»[244].
En otra ocasión —en el recurso de amparo de Eduardo Francisco Miranda,
a quien testigos habían visto preso en Cuatro álamos—, una sala de la Corte
santiaguina, con el voto de minoría de Hernán Cereceda Bravo, no aceptó el
desacato del organismo de seguridad y reiteró el oficio a la DINA en términos
enérgicos. El Ministerio del Interior redactó una atrevida respuesta que recordaba
al tribunal capitalino su deber de respetar las «instrucciones» del Gobierno. El
tribunal no volvió a insistir y el 16 de junio de 1977 rechazó el recurso.
Uno de los magistrados que estuvo en el tribunal capitalino durante la
primera década del gobierno militar afirma que «los ministros vivíamos con
mucha intranquilidad. No es que la Corte Suprema nos diera instrucciones sobre
cómo resolver los asuntos, que nos dijera: “Rechacen los recursos de amparo”,
pero había órdenes implícitas. Sabíamos que si los acogíamos, nuestras decisiones
serían revocadas arriba y que corríamos serio peligro de ser mal calificados al
finalizar el año»[245].
Pese a los magros resultados en las Cortes, el Comité Pro-Paz y la Vicaría
mantuvieron siempre la decisión de recurrir a los tribunales y de defender
porfiadamente el respeto al Estado de Derecho y a las leyes. Había en ello, aparte
de las decisiones humanitarias, dos razones políticas: una, desalentar las
alternativas violentas de oposición al régimen militar, y otra, que quedara el
registro escrito y documentado de las violaciones a los derechos humanos.
Secuestro en la cárcel
El gendarme abrió la mirilla del grueso portón y vio a cuatro oficiales de Ejército.
Reconoció a uno, porque en otras ocasiones había estado en el penal. Sabía que
era de la DINA.
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De todos modos el gendarme pidió el «santo y seña». Era la rutina. El
oficial que parecía estar a cargo del grupo respondió correctamente y el gendarme
abrió.
—Soy el teniente Quinteros… Traigo una orden de la Asesoría Militar de
los Tribunales en Tiempos de Guerra para retirar al prisionero David
Silberman[246] —dijo el oficial al gendarme.
Media tarde. 4 de octubre de 1974.
Silberman, ingeniero civil industrial, era gerente general del mineral de
Chuquicamata hasta el 11 de septiembre de 1973. El 15 se entregó
voluntariamente al Comandante Militar de Calama, respondiendo a un bando
que reclamaba su comparecencia. En esa ciudad fue condenado por un Consejo
de Guerra a trece años de prisión por infracción a la Ley de Seguridad del Estado
y a la Ley de Control de Armas. (El mayor Reveco, quien presidió el Consejo,
enfrentaría más tarde el juicio de sus compañeros de armas).
En la misma causa fueron condenados varios ejecutivos y empleados de la
empresa estatal, junto a militantes de los partidos Comunista y Socialista de la
zona. Silberman fue trasladado a Santiago y recluido en la Penitenciaría el 30 de
septiembre. Los demás quedaron en el norte.
El 4 de octubre de 1973, Silberman fue sacado por primera vez desde la
Penitenciaría. Lo llevaron a la Academia de Guerra, donde permaneció recluido
hasta el 20. Un día antes, en Calama, una unidad militar había secuestrado a
veinticinco de sus excompañeros de trabajo desde la cárcel, fusilándolos en el
desierto.
Exactamente un año después, aquel viernes 4 de octubre de 1974 el
teniente Quinteros llegaba a la Penitenciaría reclamando nuevamente a
Silberman.
El gendarme lo condujo hasta las oficinas del alcaide. Alejandro Quinteros
mostró su documento de identidad, TIFA 245-03 y pidió permiso para retirar al
exejecutivo.
—El prisionero está cumpliendo condena. ¿Con qué fin lo solicita? —
inquirió el alcaide.
—Debe someterse a un interrogatorio. Volverá enseguida —respondió el
oficial y exhibió una orden suscrita por un tal «coronel Ibáñez».[247] Explicó que
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Silberman estaba siendo investigado por infiltración a las Fuerzas Armadas,
sedición y el asalto a una sucursal del Banco de Chile.
Siguiendo los procedimientos regulares, el alcaide pidió corroborar la orden
telefónicamente. Discó el número que le dio Quinteros: 516403 y preguntó por
el «auditor Leyton» o el «comandante Marcelo Rodríguez», quien en el
documento figuraba como «asesor militar» de los Consejos de Guerra.
El alcaide recibió la confirmación que esperaba y accedió a lo solicitado. En
el acta de entrega quedó estampada su firma, junto a la rúbrica del teniente
Alejandro Quinteros Romero. Hora: 18.40.
Uno de los gendarmes condujo a los oficiales a la salida y vio que el grupo,
armado con fusiles, partía en un vehículo Ika-Renault, sin patente. «El típico
auto de la DINA», pensó.
A no muchos metros de distancia, el ingeniero Alejandro Olivos Olivos
abandonaba la Planta Chiloé de la Compañía de Teléfonos, ubicada en Avenida
Pedro Montt. Olivos había pedido permiso momentos antes para entrar al
«pararrayos» (nombre que los técnicos dan al lugar en que se ubican todas las
conexiones) con el pretexto de hacer una conexión de prueba a Isla de Maipo.
Los empleados de turno le ofrecieron ayuda, pero Olivos la rechazó. Con
un «enrulador» había estado realizando trabajos en el panel donde se hallaba la
serie telefónica desde el 51-6401 al 51-6449.
El sábado 5, Mariana Abarzúa, esposa de Silberman, se presentó en la
Penitenciaría para la visita de rutina. Aunque no era fácil atender a sus tres hijos
y enfrentar el presidio de su esposo, ella creía que lo peor había pasado. Tenía
esperanzas en que pronto las gestiones que realizaba para lograr la libertad de su
esposo tendrían un resultado positivo. Confiaba, por ejemplo, en una respuesta
favorable de la Comisión de Indultos creada en el Ministerio de Justicia, pues en
ciertos casos esta había conmutado penas de reclusión por extrañamiento. Esa
posibilidad no era tan mala para Silberman, que ya tenía ofrecimientos de trabajo
en Israel.
Mariana se sorprendió cuando esa mañana de sábado los gendarmes le
informaron que Silberman no estaba en la Penitenciaría. Lo había visto por
última vez una semana antes y él no le dijo nada sobre un eventual traslado.
Confundida, solo atinó a recurrir al Ministerio de Justicia. El 9 de octubre,
un funcionario en esa secretaría le dijo que Silberman estaba en manos de un
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servicio de inteligencia y que el siguiente fin de semana sería devuelto al penal.
Pero en el Ministerio del Interior, un ayudante le dio otra versión:
—Tal vez su marido se fugó…
—¡¿Qué?! ¿Fugarse? ¿Cómo puede decirme eso? Mi marido no es un
extremista ni ha tenido nunca contacto con ellos! ¡Él es un intelectual y no un
guerrillero![248] —protestó, vivamente ofuscada. Prefirió creer al funcionario de
Justicia y ese fin de semana volvió a la Penitenciaría. Silberman no había
regresado.
El lunes 14 interpuso un recurso de amparo ante la Corte de Apelaciones
de Santiago, exponiendo que «encontrándose condenado y llevando un año de la
pena ya cumplida, es extraño e inusitado que se le saque del penal por un oficial
de Ejército, sin mayores explicaciones, lo que contraviene todas las normas sobre
cumplimiento de condena»[249].
Ese mismo día, Mariana se entrevistó con otro empleado en el Ministerio
del Interior, quien la tranquilizó:
—Su esposo no se ha fugado, no se preocupe. Existe un documento en que
las personas que dictaron la orden de sacar a su esposo de la cárcel están
identificadas. Lamentablemente, no le puedo informar dónde se encuentra su
esposo[250].
Cinco días más tarde, la mujer concurrió a una cita que obtuvo con el
vicario general castrense, Francisco Gilmore, quien le dijo que las autoridades
estaban «muy preocupadas del problema» y que habían iniciado un sumario para
determinar las responsabilidades al respecto, puesto que el documento con que se
retiró al prisionero «sería falso».
—Seguramente se trata de funcionarios del gobierno marxista que usaron
esta treta para liberarlo —dijo Gilmore.
En cuanto al sumario, el obispo no mentía. Gendarmería había informado
a Justicia que funcionarios militares habían sacado a Silberman de la
Penitenciaría, pero que, consultados los servicios de inteligencia, estos negaban la
detención. El ministro Miguel Schweitzer envió los antecedentes a la Segunda
Fiscalía Militar donde, a petición suya, se abrió un proceso fechado el 18 de
octubre.
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El Ministerio del Interior respondió a los oficios de la Corte de Apelaciones
recién a mediados de noviembre, señalándole que lo único que sabía era que
Silberman estaba cumpliendo condena en un recinto penal. Simultáneamente,
sin embargo, el Ministerio de Justicia admitió conocer el inicio de un proceso en
la justicia castrense.
Con ese dato, la Corte capitalina rechazó el recurso y ordenó remitir los
antecedentes al Segundo Juzgado Militar.
La familia apeló ante la Corte Suprema, que fue enterada así de que en sus
propias barbas un grupo no identificado había secuestrado desde el interior de
una cárcel ordinaria —bajo su dependencia— a un prisionero:
—¡Esto es intolerable![251] —vociferaba el ministro José María Eyzaguirre.
Eyzaguirre creía firmemente que pertenecía a un Poder independiente del
Estado. Profundamente conservador y católico, no había titubeado en representar
a Allende las ilegalidades en que había incurrido; nunca le gustó el gobierno
marxista, que amenazaba, según él, las raíces del Estado de Derecho. Y
ciertamente compartía los fundamentos del «pronunciamiento militar». Pero el
secuestro de Silberman lo perturbaba francamente, porque le hacía sentir que
algunos funcionarios de la administración estaban invadiendo las atribuciones del
Poder Judicial.
—¡Hay que hacer algo! —les planteó a sus colegas de la Corte Suprema,
cuando se enteró del caso. Propuso—: Hablemos con el Presidente.
Ninguno de ellos mostró interés en su idea. Cada uno tuvo una excusa
diferente. «Recuerda que este gobierno nos salvó de la muerte…». «No podemos
olvidar que los extremistas tenían un plan para asesinarnos…». «Lo vivimos en
carne propia el 11; de no ser porque Su Excelencia nos puso esa micro del
Ejército, quizás qué nos hubiera pasado…»[252].
Pero la indignación de Eyzaguirre era verdadera. «Es hora de que nos
pongamos los pantalones», y tal como lo había anunciado, pidió una entrevista
con Pinochet.
Ya en presencia del general, respetando los códigos de la formalidad, el
magistrado, le expuso la gravedad de la situación: el Poder Judicial no podía
aceptar que un prisionero, que estaba cumpliendo una pena ya aprobada por la
Corte Suprema, desapareciera de una institución bajo su jurisdicción. En su
presencia, el general Pinochet llamó al coronel Manuel Contreras, entonces
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director de la DINA, le dijo que estaba con un ministro de la Corte Suprema, y
que si tenía al detenido, debía liberarlo. Es un misterio lo que Contreras
respondió al general Pinochet. Lo único cierto es que el jefe de Estado hizo
simplemente saber al ministro que no podría cumplir sus deseos.
Eyzaguirre volvió al edificio de calle Bandera con las manos vacías. Y la
Corte no tuvo otra alternativa: seguir los procedimientos regulares, enviando
insistentes consultas a la Segunda Fiscalía Militar y reiterando oficios a los
comandantes de Tres y Cuatro álamos. Todo sin resultados.
El 23 de enero de 1975, puesto que el jefe militar del primero de estos
campos de prisioneros se negaba a responder al máximo tribunal, el pleno
decidió oficiar al Presidente de la República. En su lugar, respondió el ministro
del Interior, quien expuso que, según el Servicio Nacional de Detenidos
(Sendet), Silberman no se hallaba en Tres álamos.
El 31 de enero, «con el mérito de lo expuesto», la Corte Suprema resolvió
denegar definitivamente el amparo, pero instruyó al fiscal militar para que
acelerara las diligencias de su proceso e informara a la Corte de sus pasos.
La Segunda Fiscalía explicó a la Corte Suprema poco después que no se
había constituido en Cuatro álamos por cuanto el comandante de ese recinto le
informó que el preso no estaba allí.
En octubre de 1976, el Segundo Juzgado Militar sobreseyó temporalmente
en la causa.
Mucho tiempo después, Mariana Abarzúa y sus abogados tendrían acceso a
ese expediente. Sorprendidos, se enteraron que el fiscal militar había logrado
establecer no pocos hechos.
En primer lugar, que los oficiales Leyton, Rodríguez y Quinteros no
existían, como tampoco el departamento de Asesoría Militar a Tribunales en
Tiempos de Guerra, ni la TIFA 245-03, con que se identificó el supuesto teniente
Quinteros.
En cuanto al ingeniero Alejandro Olivos, se comprobó que eran suyas las
huellas encontradas en la Planta Chiloé de la CTC, frente al número 516403, y
que este número no tenía ningún dueño. Tras ser detenido, confesó que el día de
los hechos había concurrido a esa planta para cumplir una «misión confidencial»,
encargada por su superior en el departamento de Asuntos Especiales de la CTC, el
mayor Marcos Derpich Miranda. Interrogado este (años más tarde llegaría a ser
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un alto jefe de la CNI), declaró que «fui designado en la Compañía para trabajos
especiales confidenciales; mantengo contacto diario con todos los servicios de
inteligencia de todas las ramas de las Fuerzas Armadas. Cuando me designaron
para el cargo, pedí, para la realización material de ellos, a una persona de la más
absoluta confianza, recomendándoseme al señor Olivos, quien hasta la fecha me
ha demostrado gran lealtad. Pero después de sus declaraciones, le he perdido la
confianza. Niego terminantemente haberle dado la instrucción a que alude.
Jamás se la he dado»[253].
El fiscal realizó un careo entre ambos y como se mantuvieran en sus dichos,
los dejó en libertad incondicional.
La DINA emitió un informe firmado por el coronel Contreras en que se
afirmaba que «se ha comprobado definitivamente» que Silberman fue secuestrado
por el «archienemigo del PC, el MIR»[254]. Como pruebas de su aserto exponía que
«en un enfrentamiento» en que murió el «mirista» Claudio Rodríguez se le había
encontrado documentos que permitieron el allanamiento en la casa de otro
«mirista», Alejandro de la Barra y que en el domicilio de este se hallaba una TIFA
a nombre del «teniente Quinteros», pero con la foto de Rodríguez.
El informe acompañaba la supuesta TIFA como prueba de que Rodríguez,
con identificación militar falsa, había sacado a Silberman de la Penitenciaría.
También entregó un «microteléfono standar», que permitiría conectarse a
cualquier teléfono, según manifestaba el informe del «ingeniero» Vianel
Valdivieso Cervantes, entregado también por la DINA al tribunal (el proceso
Letelier demostró que Valdivieso era uno de los hombres de confianza de
Contreras en la dirección de ese organismo).
El fiscal citó al alcaide de la Penitenciaría, quien dijo que esa no era la TIFA
que le había exhibido el supuesto Quinteros el día del secuestro, pues en la foto
en blanco y negro aparecía otra persona y el formato con fondo azul del
documento correspondía a las TIFA antiguas. Al tal Quinteros, «yo lo puedo
reconocer en cualquier momento»[255], dijo el funcionario y además declaró que
la TIFA que él había visto era del tipo vigente: con fondo verde y foto a color. Los
demás gendarmes de turno el día de los hechos coincidieron en sus declaraciones
con el alcaide.
En respuesta, la DINA recomendó investigar exhaustivamente al alcaide, a
quien acusó de «encubridor de extremistas».
Página 263
Citado Vianel Valdivieso, se negó a concurrir, señalando que lo haría solo
si se lo ordenaba el comandante en jefe del Ejército, bajo las órdenes del cual
trabajaba. El fiscal anuló la citación.
Dos exprisioneras declararon en el extranjero haber visto a Silberman
primero en el cuartel de José Domingo Cañas y luego en Cuatro álamos (sector
de incomunicados de Tres álamos), entre el 5 y el 15 de octubre de 1974, cuando
fue sacado junto a un grupo de prisioneros con destino a un lugar desconocido.
El fiscal pidió al juez militar de Santiago que sobreseyera la causa en forma
temporal, señalándole que, en su opinión, se había acreditado el secuestro, pero
no los autores. El juez militar declaró que el caso quedaba cerrado, pero que no
se había demostrado delito alguno y que «perfectamente» Silberman «pudo haber
salido por su propia voluntad»[256]. Todo lo demás, sostuvo en su resolución,
corresponde a suposiciones de testigos «de la misma ideología del detenido» que,
por lo tanto, no valían como prueba.
David Silberman figura hasta hoy en la lista de detenidos desaparecidos.
Hacia fines de 1974, en el momento en que se creaba la Dirección de
Inteligencia Nacional (DINA), bajo el mando del coronel Manuel Contreras, el
Comité Pro-Paz contabilizaba la existencia de 131 detenidos desaparecidos, por
los cuales el Poder Judicial había rechazado ya recursos de amparo. Por los
mismos casos se formalizaron denuncias por presunta desgracia ante los
respectivos tribunales del crimen. Pero las investigaciones no avanzaban. Ni las
víctimas aparecían.
En febrero de 1975, el Comité pidió a la Corte Suprema que tomara cartas
en el asunto y designara un ministro en visita. El máximo tribunal rechazó por
mayoría la solicitud.
Al inaugurar el año, el 1.º de marzo de 1975, Enrique Urrutia Manzano
anunció su retiro del Poder Judicial. En su discurso ante las autoridades militares
y judiciales habló de los problemas relacionados con el atraso en el trabajo de la
Corte capitalina:
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acaba de terminar, diversas comunicaciones extranjeras llegadas al país,
a propósito de denuncias formuladas en el exterior en orden al
supuesto quebrantamiento de los derechos humanos que habría
ocurrido en Chile. Lamentablemente, como ya se expresó en nuestra
exposición del año anterior, otra vez aquellas han incurrido en las
mismas omisiones en los informes ante sus consejos: han ignorado —o
no han querido recordar— lo que les hemos manifestado, y aún
acreditado con documentos y expedientes»[257].
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torturas y a atrocidades de igual naturaleza, puedo afirmar que aquí no
existen paredones ni cortinas de hierro; y cualquiera afirmación en
contrario se debe a una prensa proselitista de ideas que no pudieron ni
podrán prosperar en nuestra patria»[258].
Tras el retiro de Urrutia, José María Eyzaguirre fue elegido presidente del
máximo tribunal.
A mediados de 1975, cuando la lista de detenidos desaparecidos
denunciados ante los tribunales sumaban ya más de 350 y la situación alarmaba a
los organismos internacionales, dos supuestas revistas que en verdad solo
aparecieron en una única oportunidad —O' Dia en Brasil y Lea en Argentina—
difundieron 119 nombres de personas que habrían muerto en presuntos
enfrentamientos. El general Augusto Pinochet afirmó al respecto que «la lista de
119 extremistas muertos o desaparecidos, que (el gobierno) ha ordenado
investigar, debe ser una nueva maniobra del marxismo internacional».[259]
Repuestos del impacto, los abogados de los familiares concluyeron que tales
publicaciones eran obra de un montaje, pues los desaparecidos habían sido vistos
en recintos de detención a cargo de la DINA o bien existían antecedentes sobre su
secuestro en Chile[260]. Pidieron entonces la designación de un ministro en
visita, pero la Corte Suprema rechazó la demanda.
En enero de 1976, Eyzaguirre y el ministro de Justicia, Miguel Schweitzer,
fueron autorizados a constituirse en Tres y Cuatro álamos, en Puchuncaví y en
Villa Grimaldi. Los abogados de la Vicaría alegaron que se trataba de una
maniobra publicitaria, pues, para recibir a los visitantes, a los prisioneros en
«libre plática» se les permitió afeitarse y salir a los patios. Fueron fotografiados
leyendo el diario.
Las visitas, no obstante, sirvieron al menos para constatar la existencia real
de centros de detención cuya existencia había sido hasta ese momento negada por
las autoridades.
En Tres álamos, Eyzaguirre pudo recorrer solo el pabellón Uno, donde
estaban los prisioneros reconocidos oficialmente y que ya tenían contactos con
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sus familiares. El ministro recorrió las instalaciones acompañado por oficiales de
Carabineros, responsables de esa parte del recinto. Otro sector, el de
«incomunicados», a cargo de la DINA, quedó fuera de su vista.
Eyzaguirre se detuvo a hablar con los presos. Entre ellos, conversó con
Fernando Ostornol y con Lautaro Videla, hermano de la asesinada Lumi Videla.
Ostornol era un hombre mayor. Videla, un muchacho.
Ostornol se explayó con crudeza sobre las torturas que había sufrido, las
duras condiciones de la prisión, el vejatorio trato a su familia. Ministro y
detenido debatieron sobre el régimen militar y su legalidad. Ostornol argumentó
que la detención arbitraria a que estaban sometidos, era un atentado a la
juridicidad, pues no estaban bajo la tuición de ningún tribunal competente.
—No puedo entender, señor ministro —le dijo a Eyzaguirre—, el rol que
ha jugado el Poder Judicial en estos años.
—Trate de comprender. Nuestras atribuciones son limitadas. Yo mismo
estoy siendo vigilado por los servicios de seguridad. Lo que nosotros sufrimos no
es tan duro, claro, pero cada día que salgo, cada mañana que mi esposa me
despide se queda pensando que cualquier día me va a pasar algo. No solo porque
los extremistas puedan atacarme… también temo a la gente de la DINA.[261]
Eyzaguirre les contó que algunas veces había tenido que eludir cercos de
vigilancia, usar técnicas para escabullirse.
Lautaro Videla le informó a continuación sobre la muerte de su hermana,
cuyo cadáver fue lanzado al interior de la embajada de Italia. Y su propio caso,
pues personalmente había sido detenido por agentes de la DINA y torturado en
Villa Grimaldi. Contó además que había encontrado en esos cuarteles prendas de
vestir de su hermana y de su cuñado, Sergio Pérez, hoy también un detenido
desaparecido.
—Estoy convencido de que la DINA mató a mi hermana. Los propios
agentes me lo decían en Villa Grimaldi —insistió Videla.
Eyzaguirre lo miraba atento. Parecía conmovido. Videla fue generoso en
detalles. Sabía que tenía enfrente a un hombre que representaba «al régimen»,
pero quería convencerlo. Él y Ostornol dijeron a Eyzaguirre que si quería hacer
algo por ellos, influyera para que se terminaran los campamentos de prisioneros.
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—No es posible. No están bajo mi jurisdicción. Incluso ustedes dependen
exclusivamente del Ministerio del Interior, no del Poder Judicial. Si estuvieran
bajo la tuición de los tribunales, podría asegurarles, al menos, el respeto a las
normas procesales. Aquí, lo más que puedo hacer es oír su versión y hacer
algunos reclamos dentro del marco legal[262] —contestó el juez.
Los prisioneros no compartían la visión extremadamente formalista del
ministro, pero agradecieron su interés.
El 1.º de marzo de 1976, el año judicial fue inaugurado por Eyzaguirre, en una
ceremonia a la que asistieron el ministro de Justicia, Miguel Schweitzer, el
presidente del Colegio de Abogados, Julio Durán, y el decano de la Facultad de
Derecho de la Universidad de Chile, Hugo Rosende.
Eyzaguirre reconoció un retraso en los juicios en los tribunales del crimen,
que atribuyó a la escasez de juzgados. Agradeció la preocupación del gobierno
por el perfeccionamiento del Poder Judicial y resaltó el aumento del presupuesto
fiscal asignado al sector: de un 0,37 por ciento en 1975 a 0,48 por ciento en
1976. Valoró luego las modificaciones legales tendientes a proteger los derechos
de los detenidos «por delitos contra la seguridad nacional», como la obligación de
los organismos «encargados de velar por el normal desenvolvimiento de las
actividades nacionales y por la mantención de la institucionalidad» de informar,
al menos 48 horas después de la detención, a los familiares del inculpado.
También destacó las atribuciones entregadas al presidente de la Corte Suprema
para inspeccionar los centros de detención[263].
«Es necesario combatir el terrorismo», admitió Eyzaguirre, «pero al mismo
tiempo respetar las necesarias garantías del imputado».
En la misma cuenta anual, el presidente de la Corte Suprema opinó que los
jueces no debían ser tan indulgentes con los infractores del tránsito y, como si
hablara de lo mismo, se refirió a la petición del Comité Pro-Paz:
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tramitan. Muchos procesos (por desaparecimiento) se encuentran en
actual tramitación y numerosos han sido sobreseídos sin
resultados»[264].
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donde iba a ser expulsado inmediatamente del país. Sin embargo, por
instrucciones del Ministerio del Interior, agentes de civil lo sacaron del recinto
penal y lo trasladaron nuevamente a Tres álamos, junto a Sergio Vesely
Fernández. El fantasma del caso Silberman se instaló en las mentes de ambos.
Videla envió un mensaje angustioso a su madre: «Pide una audiencia con
Eyzaguirre». La mujer, bien asesorada en los asuntos legales, se presentó en el
despacho del ministro y le dijo que su hijo había sido secuestrado desde un
recinto penal bajo la jurisdicción de los tribunales de Justicia, donde esperaba el
cumplimiento de una condena emitida por un tribunal legalmente constituido.
Eyzaguirre le dio su palabra de que no permitiría obstrucciones
administrativas al cumplimiento de las penas, pues el pronunciamiento de un
tribunal —aunque fuera uno militar— estaba por sobre una orden de detención
preventiva emanada del Ejecutivo.
Cuatro días más tarde, Videla y su compañero de proceso fueron devueltos
a Capuchinos y expulsados finalmente del país. Para ellos, fue un mal
considerablemente menor que el muy incierto destino de quedar en Chile, a
merced de la DINA. Para Eyzaguirre, fue una posibilidad mínima pero concreta de
imponer el respeto a su autoridad.
En agosto de 1976, la Vicaría de la Solidaridad volvió a la carga con una
solicitud de ministro en visita para que investigara la situación de los
desaparecidos, que ya sumaban 383. La presentación fue rechazada una vez más
por la Corte Suprema:
Página 270
Según el voto de mayoría, las presentaciones de la Vicaría repetían los
nombres de las víctimas «con el evidente propósito de aumentar ficticiamente el
número de estos, y aunque en dichas repeticiones, por lo general, figura como
familiar denunciante el mismo nombre, se advierte a simple vista la
disconformidad de firmas».
El fallo fue pronunciado con el voto de los ministros Israel Bórquez, Luis
Maldonado, Octavio Ramírez, Víctor Rivas, Emilio Ulloa, Estanislao Zúñiga y
Abraham Meersohn. El propio presidente Eyzaguirre, junto a Rafael Retamal,
Osvaldo Erbetta y Marcos Aburto, en minoría, estuvieron por nombrar al
ministro en visita.
Cristián Pretch, el vicario de la Solidaridad, decidió entonces pedir que la
Corte indicara cuáles de los desaparecidos estaban viviendo en sus casas y cuáles
detenidos en un lugar conocido.
Solo a fines de 1976 la Corte certificó los once casos de personas que
figuraban en sus registros como arrestadas en virtud del Estado de Sitio, pero
debió reconocer que tales nombres no estaban incluidos en las listas de
desaparecidos de la Vicaría. En el mismo acto rechazó certificar el resto de los
antecedentes que había mencionado al rechazar la petición.
Al inaugurar el año judicial en 1977, Eyzaguirre lamentó, aunque en forma
indirecta, la ampliación de las facultades al jefe de Estado para que en estados de
emergencia conculcara las libertades de opinión, información y reunión,
censurara la correspondencia y las comunicaciones y limitara el derecho de
propiedad.
Página 271
Ese marzo fue un mes duro para las relaciones Iglesia-Gobierno. La
Conferencia Episcopal emitió un documento denominado «Nuestra Convivencia
Nacional» que hizo rechinar los dientes en los círculos oficiales. Bajo el capítulo
«El Poder Judicial y los Desaparecidos», los obispos pidieron que «se esclarezca de
una vez y para siempre el destino de cada uno de los presuntos desaparecidos
desde el 11 de septiembre hasta la fecha». Mientras ello no ocurra, decían, «no
habrá tranquilidad para sus familiares, ni verdadera paz en el país, ni quedará
limpia la imagen de Chile en el exterior».
El ministro de Justicia, Miguel Schweitzer, renunció a su cargo el 11 del
mismo mes. Fue reemplazado por el hoy olvidado Renato Damilano Bonfante
quien, recién instalado, criticó a la Iglesia Católica y la acusó de alianza con los
«marxistas». Cayó precipitadamente y lo reemplazó Mónica Madariaga.
A mediados de año el vicario de la Solidaridad, Cristián Pretch, volvió a la
carga con un téngase presente, para insistir sobre el tema de los desaparecidos,
que habían aumentado a más de 400, y sobre la necesidad de que la Corte
certificara los casos que dio por aclarados. Sus palabras, en un ambiente cargado
de tensión, tenían un peso demoledor:
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moderador del programa era Patricio Bañados y entre los panelistas estaban
Cristián Zegers, Joaquín Villarino, Jaime Martínez Williams, Hermógenes Pérez
de Arce y Enrique Lafourcade. Era uno de los pocos espacios de debate político
en esos momentos.
—Me preguntan siempre —fueron las primeras palabras del magistrado—
sobre la independencia del Poder Judicial, exactamente. Yo puedo decir que lo
que contesto siempre es que el Poder Judicial en Chile está intacto…[269]
Los funcionarios de la Vicaría no solo escucharon atentamente la emisión,
sino que uno de ellos grabó la entrevista y la transcribió para los registros de la
institución.
Bañados comenzó el interrogatorio:
—Señor Eyzaguirre, ¿cuántos recursos de amparo se han presentado en
Chile? (…) ¿Serán 500?
—Pueden ser 500 o más.
—¿Cuántos han sido aprobados?
—(…) Los recursos de amparo no han sido acogidos porque, como usted
sabe muy bien, los tribunales chilenos, desde 1833, han mantenido la
jurisprudencia de que cuando el Presidente de la República efectúa una
detención en virtud del Estado de Sitio, es una facultad privativa del Poder
Ejecutivo y no le es lícito al Poder Judicial mezclarse en la facultad del Poder
Ejecutivo.
—O sea, ¿no ha sido aprobado ninguno? ¿O hay alguno aprobado?
—Hay uno acogido.
—¿Y ha sido plenamente cumplido?
—No ha podido ser cumplido.
Eyzaguirre se defendía diciendo que las facultades que tenía del Ejecutivo
en virtud del Estado de Sitio inhibían al Poder Judicial. Los detenidos
administrativamente, no podían ser llevados a cárceles bajo jurisdicción de los
tribunales.
—Don José María, usted dice que se habrían presentado alrededor de 500
o más recursos de amparo, ¿eso significa que esas 500 personas están
desaparecidas?
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—No significa necesariamente que estén desaparecidas, sino que
sencillamente algunas de esas personas, cuando el ministro del Interior dice que
no han sido detenidas por organismos del Estado, se instruye el proceso por
desaparecimiento.
—¿Y en los recursos de amparo en que aparecen testigos?
—Normalmente el trámite del recurso de amparo (…) no admite prueba
de testigos. El recurso de amparo (…) debe fallarse con el informe de la
autoridad que presumiblemente ha efectuado la detención…
—¿Por qué los familiares de algunas de estas personas dicen que hay
pruebas y que ellos tienen testigos de que estas personas estuvieron realmente
detenidas en algunos puntos y que fueron vistas por otras personas? Por lo tanto,
habrían estado en lugares de detención, aunque el Ministerio del Interior haya
dicho que no fueron detenidos, ¿no es así?
—Hay algunos casos (…) en que el gobierno ha negado la existencia de la
detención y ha podido establecerse que esas personas han sido efectivamente
detenidas. El caso más claro, es el caso de las personas que fueron detenidas en
Valparaíso, en que el gobierno dijo que no habían estado detenidas, por las
informaciones que tenía; en cambio el comandante del Regimiento Maipo
manifestó que esas personas habían pasado por el Regimiento en calidad de
detenidas. Eran unas pocas personas…
—¿Fueron encontradas esas personas?
—No le podría decir con seguridad, porque no lo tengo en la memoria.
Eyzaguirre aseguró en el panel que algunos «supuestos» desaparecidos
estaban durmiendo en sus casas o cruzaron la frontera. (Era el caso de los
secuestrados por el Comando Conjunto, en que un ministro de la Corte de
Santiago había aceptado un informe de Investigaciones diciendo que cruzaron
por el paso Caracoles hacia Argentina). «Ahora, que el gobierno argentino, según
dicen los afectados diga que estas personas no han entrado a la Argentina, ese es
un problema interno de la policía argentina», agregó.
Enrique Lafourcade, el único de los panelistas identificado en la
transcripción, no aceptó el argumento.
—… El problema de los desaparecidos, para mí —dijo— no es
estadístico… que sean dos mil, 800 o 500. Basta que haya un desaparecido para
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que la justicia chilena llegue hasta el fondo para descubrir cuál es la verdad (…).
La justicia tiene que ir de la mano de la ética, tienen que ir juntas, porque si no,
la justicia no es tal. No hay justicias formales, hay una justicia de fondo…
Entonces tenemos que intentar emplear las medidas —y estoy seguro de que el
gobierno está en el mismo predicamento— para que se disipen todas las dudas
sobre esos desaparecidos, algunos de los cuales han aparecido o están especulando
políticamente y otros de los cuales no se sabe nada. Yo creo que en ese punto no
podemos estar en desacuerdo, me parece…
La atmósfera se espesó. No era común en esos años que alguien se
aventurara públicamente con un comentario de tal franqueza.[270]
—Yo no estoy de acuerdo. Todo lo contrario, señor Lafourcade, pero no se
olvide usted de una cosa que está muy clara para los tribunales; es un poco
técnica, pero es clarísima… —contestó Eyzaguirre y repitió el argumento de la
incompetencia de los tribunales ordinarios sobre los militares, y la lógica que
animaba, por lo tanto, las resoluciones de las Cortes—: La mayoría de las
desapariciones se imputan a la Dirección de Inteligencia Nacional (…) La
Dirección de Inteligencia Nacional es un organismo militar y por lo tanto, sus
componentes son militares y están sometidos al fuero militar y, en consecuencia,
los tribunales ordinarios no son competentes.
Mientras el presidente de la Corte trataba de dar las respuestas correctas
para mantener su jerarquía, otro ministro se arriesgaba a demostrar sensibilidad
frente a las quejas por los atropellos a los derechos humanos.
Rafael Retamal, quien al comienzo del régimen parecía más duro que
Eyzaguirre, había empezado a cambiar y, en adelante, sería claramente el más
proclive a acoger los recursos de amparo en el alto tribunal. Especialmente desde
1977, cuando se dio por terminado el Estado de Guerra.
Por esa fecha, el joven vecino opositor lo visitó nuevamente y le recordó su
promesa de dar a los militares un plazo máximo de cinco años, a contar del 11 de
septiembre de 1973.
—¿Se acuerda, magistrado?[271]
—¿Yo le dije eso?
Retamal pretendió haber olvidado la conversación que ambos habían
tenido en los primeros días del Golpe, pero en su acción pública, era claro que
recordaba. Lo puso en evidencia al terminar el primer lustro del régimen, en una
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entrevista que concedió a la revista Qué Pasa. El ministro respondió entonces
algunas preguntas sobre la situación del Poder Judicial.
—El Estado de Sitio es una emergencia. Nos ha producido muchos dolores
de cabeza, sería mejor que fuera poco a poco, eliminándose… Tendríamos
menos dolores de cabeza y del corazón. Porque ha de saber usted que los jueces
para administrar justicia necesitan cabeza y corazón… Si falta cualquiera de estos
simbólicos elementos, lo que sale es una torpeza y una crueldad… Y no es justicia
la torpeza, no es justicia la crueldad.[272]
La aceptación «dogmática» en los tribunales de Justicia de los informes
oficiales tuvo su expresión máxima cuando la Corte Suprema rechazó la
apelación al recurso de amparo en favor de José Orlando Flores Araya, un
detenido desaparecido quien fue visto en Villa Grimaldi. El amparo fue
acompañado de las declaraciones de un teniente de Ejército quien dijo haber
presenciado su detención. Interior informó a la Corte Suprema que
efectivamente Flores Araya había sido arrestado, pero luego puesto en libertad en
fecha indeterminada, y agregaba esta frase asombrosa: «No existe el lugar de
detención denominado Villa Grimaldi».
La Corte confirmó el rechazo al amparo aunque su propio presidente, José
María Eyzaguirre, se había constituido en ese cuartel y certificado su existencia.
El 20 de diciembre de 1977, la Corte emitió el certificado tantas veces
solicitado por la Vicaría de la Solidaridad. El certificado mencionaba los nombres
de 38 personas presuntamente desaparecidas que, conforme con los informes
oficiales, se hallaban en «libertad» al momento de iniciarse los recursos de amparo
en su favor y agregaba otras tres que no estaban desaparecidas, sino recluidas por
delitos comunes. Otros cinco procesos habían sido sobreseídos, porque las
personas buscadas aparecieron.
Pero nuevamente la Corte tuvo que admitir que ninguna de esas
desapariciones «aclaradas» figuraban en el listado de denuncias de la Vicaría.
El 21 de septiembre de 1976, el excanciller Orlando Letelier fue asesinado
en el centro diplomático de Washington. Cinco semanas después, el 2 de
noviembre, el demócrata Jimmy Carter fue electo como nuevo Presidente de
Estados Unidos.
Sin ningún anuncio previo, el gobierno chileno dio por terminado el
Estado de Sitio y liberó a todos los detenidos que aún permanecían en campos de
Página 276
concentración. Muchas condenas fueron conmutadas por extrañamiento y miles
de chilenos salieron al exilio. Tras estas disposiciones, las autoridades se
apresuraron a declarar que tales medidas nada tenían que ver con la elección en el
país norteamericano.
Carter ejerció una dura presión contra el gobierno militar, especialmente
destinada a esclarecer el caso Letelier. Acorralada por el resultado de las
investigaciones del FBI, la dictadura accedió a expulsar al exagente Michael
Townley. Mientras tanto, un civil, Sergio Fernández, asumía la cartera de
Interior.
Ante las concesiones que estaba haciendo el gobierno, un grupo importante
de oficiales jóvenes planteó sus inquietudes a la superioridad del Ejército: temían
que si se abría la puerta a juicios por violaciones a los derechos humanos se viera
afectada su seguridad. Reclamaban, por tanto, protección. Fue así como, entre
gallos y media noche, en abril de 1978 se dictó el decreto ley de Amnistía.
En 1979, la Corte Suprema decidió por fin acoger las presentaciones del
Arzobispado y nombró al ministro Servando Jordán para que investigara los casos
de unos 300 detenidos desaparecidos en el departamento de Santiago. El
ministro se constituyó en recintos de la DINA ya vacíos y en desuso. Poco después
se declaró incompetente, traspasando los juicios a la justicia militar.
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Humberto Drouillas —militante DC—, eran los vecinos de la familia Veloso;
también Jorge Troncoso —simpatizante de izquierda— y Eduardo de la Fuente,
ex-PC, que había vivido hasta hacía poco en la misma población.
El 1.º de mayo de ese año las organizaciones sindicales celebraron el Día del
Trabajo «hacia adentro», en misas o actos cerrados. Las condiciones aún no
permitían actos públicos ni se reconocía la legitimidad de esas organizaciones. No
obstante eso, una centena de ellas había presentado 44 demandas a la Junta
Militar.
Veloso, que fue uno de los que ayudó a mecanografiar el petitorio, supo
que dos sujetos de aspecto sospechoso andaban preguntado por él. Habían estado
en casa de una tía y también en la Fundación.[273] Enviado al día siguiente su
hijo a indagar detalles, fue interceptado por desconocidos cuando volvía a su casa
y obligado a subir a un Chevy negro. Le cubrieron la vista y lo tiraron al suelo.
Tras largas vueltas que desorientaron completamente al adolescente, fue obligado
a descender y empujado a una habitación en un edificio desconocido.
Cuando le quitaron la venda, sintió los ojos heridos por una fuerte luz que
se balanceaba sobre su cabeza. Lo obligaron a desvestirse y comenzaron a
interrogarlo sobre las actividades de su padre. Mientras preguntaban, los agentes
lo golpearon en diferentes partes del cuerpo hasta hacerlo vomitar.[274]
Desfalleciente, el menor oyó la voz de un supuesto detenido que fue
instalado a su lado. Este le daba ánimos. «No digas nada sobre tu padre»…
Sobrevino luego un largo silencio interrumpido al cabo por un disparo. Una
aguja se clavó en uno de sus brazos. Comenzó a sentir que flotaba, como si fuera
volando por los aires. Sus captores le mostraron un cuerpo tendido en el suelo,
sobre un charco de sangre.
—Lo mismo te va a pasar a ti, si no colaboras…
Vino enseguida una sucesión de golpes, luego aplicaciones de corriente.
Para finalizar con cigarrillos que apagaban en sus brazos[275].
Como a la medianoche, el muchacho fue abandonado cerca de la casa de su
abuela, en Las Rejas.
Cuando por fin estuvo de vuelta en su hogar, su padre acudió
inmediatamente a la Vicaría de la Solidaridad y el 4 de mayo presentó un recurso
de amparo preventivo en su favor y en el de su hijo. En el escrito señaló como
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presuntos responsables a los organismos de seguridad. También interpuso ante
los tribunales del crimen una denuncia por las lesiones sufridas por su hijo.
Esa misma noche, dos agentes de la DINA llegaron a su casa. Dijeron que
estaban investigando los hechos, advirtiendo que ellos no tenían «nada que ver»
con lo sucedido. Confiando en que esos hombres decían la verdad, el joven les
narró su odisea. Volvieron varias veces para inquirir más detalles, y en una de esas
ocasiones se llevaron a Veloso padre, a quien, «por seguridad», le vendaron la
vista y lo condujeron a un recinto desconocido, donde fue interrogado sobre sus
actividades gremiales y políticas. Luego lo dejaron marcharse.
El sábado 7 de mayo, cerca de las 20 horas, los agentes fueron nuevamente
a buscar a Veloso para volver a interrogarlo. Dos horas más tarde, le pidieron que
llamara a su hijo porque necesitaban aclarar con él algunos detalles. Conversaron
con el muchacho y le dijeron algo que él se negó a creer: que sus secuestradores
eran «los marxistas» y que estos lo habían hecho para vengarse de su padre;
porque «están enojados con él ya que saben que es un soplón de los milicos». No
consiguieron, a pesar de las presiones y amenazas, que firmara un documento que
contenía una versión falsa sobre su secuestro, pero lograron que sí lo hiciera al pie
de un papel que decía: «Quiero conversar con ustedes sin la presencia de mi
padre».
A las 2.30 de la madrugada del domingo, los agentes le permitieron a
Veloso padre que volviera a su casa, pero le advirtieron que ellos iban a estar
presentes porque debían «proteger» a su hijo de quienes habían intentado
secuestrarlo: activistas de grupos de extrema izquierda, según dijeron. Se
instalaron, sin más, llegando con Veloso a la casa, donde se presentaron además
con un televisor, «para hacer más llevadera la permanencia en casa», fue la
explicación. Por supuesto, cuando Carlos vio llegar a su padre con los agentes y
con el aparato, creyó que era verdad lo que le habían dicho aquellos.
En la mañana del domingo 8, sin que padre e hijo hubieran tenido la
oportunidad de conversar, los agentes los trasladaron, con la vista vendada, al
mismo recinto en que Veloso había estado antes. Llevaron a Carlos al segundo
piso, cumpliendo su supuesto «deseo» de conversar a solas con ellos. Allí, a pesar
de las amenazas, siguió negándose a firmar un documento con una declaración
falsa sobre su secuestro.
En medio de la discusión, los agentes hicieron subir a Veloso. Le dijeron
que su hijo formulaba declaraciones contradictorias, aunque había reconocido en
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un momento que los autores eran de izquierda. El padre, desconcertado, increpó
duramente a su hijo. Este se desmoralizó.
—Su hijo se contradice porque los autores son conocidos de ustedes… —le
dijo a Veloso uno de los agentes.
Carlos fue llevado a una pieza vecina, en verdad era un baño, desde donde
podía ver a su padre, sin que este lo viera a él, en virtud de que el muro divisorio
era uno de esos vidrios que permite la visión solo desde uno de sus lados. Vio así,
aterrado, cómo uno de los sujetos encañonaba a su padre, recriminándolo por la
poca colaboración del joven. En ese momento otros agentes llegaron al baño con
un set de fotografías:
—¿Conoces a alguno de estos?
—Sí… —contestó el muchacho—, a este, este y este… Son vecinos
nuestros.[276]
Había reconocido a Figueroa, De La Fuente y Zuleta. No entendía para
qué le mostraban esas fotos, pero el asunto comenzó a parecerle extraño cuando
uno de los sujetos dijo:
—Ahora solo falta el chofer…
No pudo entonces contenerse y dijo: «¡Yo sé quién es!», y apuntó a través
del vidrio al hombre que encañonaba a su padre: «Es ese, ese que está ahí…».
Apenas alcanzó a terminar la frase cuando sintió el escozor caliente de la
bofetada con que acababan de cruzarle la cara.
—¡No! —le gritó al oído uno de los sujetos—. …Yo te voy a decir lo que
pasó y tú no vas a olvidar nada ¿correcto?… Bien: estas tres personas que tú
reconociste, son quienes te secuestraron en un Volkswagen verde. Lo que más te
preguntaron fue si es cierto que tu padre es un soplón de los milicos. Figueroa,
este de aquí, te golpeaba constantemente y te quemaba con cigarrillos. Además,
te violaron y te dijeron que fueras a la Vicaría a denunciar el secuestro. A ver,
¡repite…!
Obligaron a Carlos a repetir una y otra vez la versión y a memorizarla y
luego fue llevado al cuarto donde su padre estaba aún bajo la amenaza de un
arma.
—Cuéntanos de nuevo qué fue lo que pasó —dijo uno de los agentes y el
muchacho, aturdido y aterrorizado, repitió la historia recién aprendida.
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—¿Lo juras?
Vaciló apenas y dijo, balbuceante: «Lo juro».
Veloso creyó entonces que su hijo estaba diciendo efectivamente la verdad.
Firmó por eso sin poner mayor resistencia una declaración que le pasaron los
agentes en la cual recriminaba a «los marxistas» por haberlo atacado.
Padre e hijo fueron enseguida trasladados a otro recinto, con apariencia de
clínica, en el que Carlos fue sometido a una sesión de hipnosis que solo le
produjo efectos parciales. El objetivo era que repitiera y memorizara la versión
construida del secuestro.
A las 4.30 de la madrugada del lunes 9, pudieron por fin volver a casa.
Habían estado ausentes durante dieciocho horas.
Poco después comenzaban varios operativos para detener a los vecinos
incriminados.
Entre el lunes 9 y el jueves 12, fueron secuestrados Osvaldo Figueroa,
Eduardo de la Fuente, Williams Zuleta, Humberto Drouillas y Jorge Troncoso.
En los allanamientos de sus casas lo único que los agentes pudieron incautar fue
la copia de un recurso de amparo interpuesto por una de las víctimas y el título
de propiedad de la casa de otro. Más tarde afirmarían, sin embargo, que habían
hallado explosivos.
Mucho tiempo después, en testimonios notariales, los detenidos revelaron
las torturas a que habían sido sometidos y las «confesiones» que la DINA obtuvo
de esta manera.
De la Fuente narró que fue llevado a «la parrilla», mientras los agentes lo
golpeaban en los testículos. Desnudo, lo amarraron a una camilla. En el pie
derecho le pusieron un alambre en cuyo extremo tenía una especie de moneda. A
cada pregunta para la que no daba la respuesta esperada, seguía un golpe de
corriente y, a veces, un golpe en el tórax con la suela de un zapato. Como seguía
ignorante de un supuesto rapto y violación del adolescente, le pusieron unos
ganchos en el pene y a través de estos le daban golpes de corriente.
El dolor y las convulsiones le desprendieron la prótesis dental y, como
estaba amordazado, comenzó a tragarla. Hizo unos gestos desesperados. Los
torturadores se detuvieron un momento creyendo que eso significaba que estaba
dispuesto a «confesar», pero De La Fuente solo vomitó.
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Tras este primer interrogatorio fue introducido en una pieza con Figueroa,
quien ya había «confesado» y le pidió que hiciera lo mismo. De la Fuente volvió a
los interrogatorios, ahora sobre las actividades de Troncoso y Figueroa. Esa tarde
lo colgaron de las manos de manera que sus pies no tocaran el suelo. En esa
posición los agentes lo golpeaban en el estómago. Era para ellos, según las
palabras que oyó, un puching ball. Así estuvo casi una hora. Uno de los agentes le
tomó fuertemente la cabeza y se la cargó hacia abajo. Logró así, cuando el
prisionero estaba ya a punto de desfallecer, que este reconociera su culpabilidad y
que había violado al muchacho. Se le permitió descansar mientras Figueroa
volvía a la «parrilla».
Durante la noche del 10 al 11 De la Fuente no pudo dormir, pues los
agentes lo obligaban a saltar y lo golpeaban cada veinte o treinta minutos. El
miércoles 11, fue puesto ante Drouillas, a quien se le obligó a reconocer como el
que «dirigía las reuniones». Drouillas ya exhibía moretones y tenía la vista
vendada, a pesar de lo cual negó siempre las acusaciones que se le hicieron.
De la Fuente fue llevado a la pieza de la parrilla y oyó cuando los agentes le
ordenaban a Troncoso desvestirse. Vendado, supo del momento en que
comenzarían a aplicarle electricidad, porque le advirtieron que levantara un dedo
cuando quisiera confesar. Troncoso insistía en su inocencia.
«Sentí que comenzaban nuevamente a aplicarle corriente a Troncoso y que
este gritaba muy fuerte. El jefe ordenó: “Tápenle la boca”. Los agentes siguieron
aplicando corriente y uno de ellos dijo: “Paren, háganle masajes, parece que se
nos murió”. Después alguien ordenó: “Sáquenlo pa’ fuera”. Sentí que me
tomaban y rápidamente me sacaron de la pieza».[277]
Los interrogatorios continuaron todo el día y esa noche. De la Fuente fue
llevado a una pieza en que estaban otros detenidos. Oyó la voz de un adolescente
individualizando a uno de ellos. En esa ocasión le pasaron a De la Fuente una
pistola para que se matara. El detenido rechazó la sugerencia, pero los agentes
dijeron que no importaba, pues ya tenían sus huellas dactilares en el arma. El
muchacho «reconocería» a De la Fuente como quien lo había amenazado con
arma de fuego el 2 de mayo.
Persuadido por un golpe que le dieron en la cabeza con un fierro o un
arma, finalmente De la Fuente firmó una declaración que jamás leyó.
Ese mismo día los agentes le advirtieron que no mencionara más a
Troncoso en sus declaraciones, porque este «ya no estaba detenido».
Página 282
El viernes 13 fue llevado a Cuatro álamos, donde se reuniría con los demás
detenidos, excepto Troncoso.
El 14, dado que, según la versión, De la Fuente era el chofer y Zuleta su
acompañante, ambos fueron sacados a «recorrer» el trayecto que «habían hecho»
con el menor y en el camino los agentes les decían lo que supuestamente habían
hecho en cada lugar.
A esas alturas, ya estaban presentados los recursos de amparo por todos los
detenidos ante la Corte de Apelaciones de Santiago, reclamando el
incumplimiento de las mínimas formalidades jurídicas, como la exhibición de
órdenes de autoridad competente, la individualización de los aprehensores, el
aviso escrito a los familiares. Se pedía que el ministro del Interior, Carabineros,
Investigaciones, Juzgado Militar y la DINA dijeran si habían ordenado las
detenciones.
La Corte solo accedió a pedir informes al ministro del Interior.
En cuanto al primer amparo presentado en nombre de Carlos Veloso y de
su hijo, la Corte solamente preguntó si había una orden de arresto en contra del
recurrente. El Ministerio no contestó.
Mientras los Veloso seguían recluidos en su casa, en la Iglesia la situación
era difícil. El asunto parecía confuso y complejo. En lo interno, el análisis del
tema fue encargado al Vicario General de Santiago, obispo Sergio Valech. Se
consideró que el prelado, reconocido por sus posturas conservadoras, tendría la
independencia suficiente para encararlo.
Para los abogados de la Vicaría de la Solidaridad no cabía duda alguna de
que estaban frente a un montaje preparado por la DINA y así lo presentaban al
vicario en sus informes diarios. Pero Valech se mostraba incrédulo. Pensaba que
verdaderamente el secuestro del menor había sido cometido por un grupo de
izquierda. Admitir otra posibilidad le parecía demasiado brutal, excesivamente
sórdido[278].
Fue la denuncia que había hecho Luis Mardones a la Vicaría sobre el
secuestro de su amigo y su propia detención, la que llevó a Valech a encomendar
al obispo auxiliar de Santiago, Enrique Alvear, que realizara una seria indagación.
Mardones, compadre de Veloso, no vivía en la Villa México, pero se enteró de lo
acontecido. Había ido por lo tanto el jueves 12 a la Vicaría para contar lo que
estaba pasando con su compadre. Dijo que temía por él porque sabía que estaba
Página 283
virtualmente secuestrado por la DINA en su propia casa. Prosiguió su peregrinaje
yendo a la Fundación Cardjin y cuando pretendía llegar también a la Vicaría
Episcopal Oeste fue detenido en plena calle.
Alvear, en suma, fue a la Villa México y comprobó que los Veloso no
podían salir de su casa ni comunicarse con nadie. Decidió entonces interponer
un nuevo recurso de amparo en favor de la familia y pidió a la Corte que se le
permitiera narrar lo que él mismo había visto, pero esta rechazó.
En tanto, los tribunales esperaban los informes del Ministerio del Interior
sobre las detenciones de Figueroa, Zuleta, Drouillas, De la Fuente y Mardones,
quienes ya se encontraban en Cuatro álamos.
El 15 de mayo, el menor Veloso fue sacado de su casa y conducido al
Hospital Militar. El médico Jorge Bassa Salazar lo miró solo desde lejos —
mientras se lavaba las manos, según contó después un testigo—. En una palabra,
sin examinarlo extendió un certificado en que aseguraba haber constatado que
Carlos fue violado. (Exámenes posteriores en el Instituto Médico Legal
demostrarían que el menor nunca sufrió ese vejamen).
Pendientes aún los recursos de amparo en primera instancia, el 24 de mayo
apareció la primera información de prensa. Un texto emanado de la Secretaría
General de Gobierno fue divulgado por la agencia Orbe y reproducido en La
Segunda. La misma información fue despachada desde la Dirección de
Informaciones de Gobierno al canal 13, en un papel sin membrete, pero con una
recomendación en una tarjeta anexa en que el director de Informaciones, Max
Reindler, solicitaba que se leyera a la mayor brevedad. Decía la nota:
Página 284
«Es necesario que al relatar los hechos del secuestro y torturas a (sic)
que ha sido sometido se atenga a los términos y detalles de la
declaración que hizo en presencia de su padre, el día 8 de mayo», «si se
le pregunta si su casa está bajo custodia y están limitados los
movimientos suyos y de su grupo familiar, debe contestar porque tiene
miedo, porque lo amenazaron de muerte y prometieron que
asesinarían a su padre, de modo que la custodia es una medida que
toda la familia considera necesaria hasta que no se aclaren los hechos»;
debe mostrarse «nervioso y todavía atemorizado»; «la justificación
básica de su experiencia es que los secuestradores le repetían
constantemente que su padre era un soplón de los milicos»[280].
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que investigaba el secuestro. Y recordó que la incomunicación no estaba entre las
facultades que el Estado de Sitio otorgaba al Ejecutivo, como tampoco la de
indagar delitos comunes.
El amparo en favor de Jorge Troncoso fue rechazado el 7 de junio. Otro
tanto ocurrió antes, el día 3, el que se había pedido en favor de la familia Veloso,
porque el Ministerio del Interior informó, para fundamentar su rechazo, que no
existía ninguna resolución que afectara al padre o al hijo.
La Corte Suprema estudiaba paralelamente las apelaciones de las familias de
los detenidos. El presidente, José María Eyzaguirre, los visitó en Cuatro álamos el
2 de junio. Ante la autoridad judicial, los recurrentes se declararon inocentes y
narraron sus propios secuestros y las torturas que habían sufrido en poder de los
agentes de la DINA.
Ese mismo día la Corte despachó un oficio pidiendo al Ministerio del
Interior que explicara la incomunicación irregular a que el Ejecutivo los tenía
sometidos.
El tribunal debió esperar pacientemente las respuestas. Respecto de
Drouillas, esta llegó cuando el reo ya estaba en libre plática en la cárcel pública y
a disposición de la fiscalía que lo procesaba por «actividades subversivas» y
«lesiones a un menor». Respecto de los demás, el Ministerio dijo que se hallaban
en Cuatro álamos no «incomunicados», sino que, por medidas exclusivamente de
seguridad, solo «se ha determinado la suspensión de visitas al citado campamento
de detenidos».
Ante esa respuesta, la Corte emitió una inmediata orden de suspensión de
ese tipo de precaución, pues lo que precisamente caracteriza a la incomunicación
es la prohibición de visitas.
La Corte preguntó también al ministro del Interior la autenticidad del télex
que el 24 de mayo había emitido la Dirección de Informaciones del gobierno
difundiendo la aprehensión de los acusados. A la Suprema le interesaba aclarar el
punto, pues revelaba desdén hacia los tribunales de Justicia por parte de las
autoridades, que habían informado primero y más extensamente a los medios de
comunicación que a quienes sustanciaban los amparos. Era también una prueba
de que se estaba usando la vía administrativa para indagar delitos comunes.
El gobierno negó la autenticidad del comunicado, con lo cual la Suprema
rechazó definitivamente los recursos.
Página 286
Una vez que Carlos Veloso y su hijo fueron liberados —y pudieron por
primera vez comunicarse libremente sus experiencias—, la Corte recibió una
declaración notarial en que ambos narraban su odisea y explicaban que habían
sido obligados a inculpar a sus vecinos. La Corte rechazó el recurso, pero dictó
dos medidas: que se interrogara al obispo Alvear (diligencia que jamás llegó a
realizarse) y que el ministro Marcos Aburto tomara declaración al niño.
A esas alturas, el obispo Valech había entrevistado ya a los familiares de las
víctimas y se había convencido de que estaba frente a una monstruosa operación
de falseamiento de los hechos montada por la DINA. En la privacidad de sus
oficinas comentaba a sus cercanos que no podía entender la pasividad de los
tribunales ante tal acumulación de atropellos e irregularidades.
El fiscal militar Juan Carlos Lama, quien procesaba a los presuntos autores
del secuestro, en cuanto se enteró de que el ministro Aburto interrogaría a los
Veloso, ordenó que padre e hijo fueran detenidos. Aburto debió cumplir su
cometido en un Cuartel de Investigaciones, pero eso no impidió que los Veloso
ratificaran ante el magistrado la verdadera versión de los hechos y exculparan a
sus vecinos.
El proceso en la fiscalía militar se había iniciado por un requerimiento del
Ministerio del Interior, que intentaba, sin rodeos, vincular a la Iglesia Católica
con los presuntos delitos. El escrito ministerial, firmado por el general César
Benavides, es muy claro a este respecto:
Página 287
de libertad a las personas, usurpación de funciones, abusos deshonestos y
lesiones.
El requerimiento fue acompañado por las declaraciones «extrajudiciales» de
los acusados, la declaración del niño el 8 de mayo, la que suscribiera su padre
reprochando la conducta de los «marxistas», el informe del doctor Bassa y un
oficio secreto, fechado el 19 de mayo, con la rúbrica del director de la DINA,
Manuel Contreras:
Página 288
detenidos. No hubo contradicciones. Víctima y acusados concordaron en que
ninguno de ellos participó en el secuestro.
El 21 de junio el fiscal alzó las incomunicaciones de los procesados, que se
habían extendido por más de 40 días. Al día siguiente, puso término también a la
incomunicación y detención de Carlos y dejó en libertad incondicional a
Figueroa, De la Fuente y Mardones.
Lama no pudo acreditar que los detenidos hubieran participado en el
secuestro del joven, pero mantuvo en prisión a Drouillas y Zuleta, por los
supuestos explosivos encontrados en sus casas.
Las familias Veloso, De la Fuente, Mardones y Figueroa huyeron al exilio.
En Chile, los intentos por obtener la libertad de Zuleta y Drouillas se
hacían difíciles en el ámbito de la justicia castrense. El fiscal Lama había
propuesto una pena de cinco años y un día para cada uno y citado a un Consejo
de Guerra para el 26 de octubre. Solo entonces los abogados de la defensa
pudieron conocer el expediente, tras lo cual le pidieron al ministro de turno,
Ricardo Gálvez, que reclamara el caso, pues en las nuevas condiciones jurídicas
del país, el proceso no le correspondía a la justicia militar. Ante el rechazo de
Gálvez, apelaron a una sala de la Corte.
El caso llegó a manos de los ministros Germán Valenzuela, Servando
Jordán y el abogado integrante José Bernarles.
El expediente, que ya quemaba las manos de todos los que debían ocuparse
de él, se perdió antes de que hubiera fallo. Nunca apareció.
La defensa intentó una última movida para impedir el Consejo de Guerra:
un recurso de protección, sobre la base de la normativa dictada por la propia
Junta Militar: el Acta Constitucional n.º 3. Pero nada pudo impedirlo. El
Consejo aplicó las penas propuestas por el fiscal, pero considerando la
irreprochable conducta anterior de los acusados y el tiempo que llevaban
privados de libertad —seis meses— les remitió la pena y dispuso su libertad
condicional, bajo control del Patronato de Reos por tres años.
Zuleta y Drouillas también partieron al exilio.
Comenzaba 1978. En el proceso iniciado en contra de los autores de los
secuestros de los procesados no se pudo identificar a los culpables. En parte,
porque el ministro Eyzaguirre se negó a informar al Séptimo Juzgado lo que
Página 289
había visto en Cuatro álamos, cuando los visitó, argumentando que formaba
parte de un informe «confidencial». La justicia militar, que debía también
investigar los apremios ilegítimos en contra de los encausados, a denuncia del
propio Eyzaguirre, nunca practicó las diligencias que se le solicitaron. El Primer
juzgado del Crimen calificó las lesiones al menor Veloso como «clínicamente
leves» y constitutivas de una mera falta y tampoco identificó a los verdaderos
autores de su secuestro y torturas.
El Decreto Ley de Amnistía, dictado en abril de 1978, puso fin a los
procesos incoados en la Justicia Militar y dejó durmiendo, con sobreseimiento
temporal, el caso del detenido Troncoso.
Lo vivido por las familiares de los Veloso, los pobladores injustamente
acusados y el infortunado Jorge Troncoso, que se convirtió en desaparecido, es
una de las pruebas más flagrantes de la debilidad —por decir lo menos— del
Poder Judicial ante las violaciones a los derechos humanos.
Esta actitud de la judicatura en los primeros años de dictadura tiene, para
algunos, explicación en las actitudes humanas que es dable esperar bajo un
régimen de fuerza.
«Los ministros les tenían miedo a los milicos. De las mismas bajezas de
las que es capaz cualquier ser humano bajo dictadura, un preso bajo
torturas, eran capaces los jueces. Estaban divididos. Desconfiaban
unos de otros. También entre ellos se daba la lógica del soplón».[283]
Página 290
incluso torcer la letra de la ley para hacer lo que las autoridades
militares esperaban de ellos»[285].
Página 291
Capítulo VI
La hora de la reforma
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La obra de Soledad
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Bien asesorada por académicos que venían estudiando el tema de la reforma
judicial desde hacía tiempo, tomó la decisión de convertirse en impulsora del
cambio. A los antiguos temas de discusión, agregó otros emergentes y de amplia
aceptación, como la violencia intrafamilar y la protección de los menores.
Ella logró lo que no se pensaba que un gobierno de la Concertación podría
hacer. Sus herramientas no fueron el duro enfrentamiento, ni el debate estéril. Su
labor con los ministros de la Corte Suprema fue más bien una campaña de
seducción, incorporándolos, entre otras movidas, a los ritos del poder.
Las simples invitaciones, por ejemplo, al presidente de la Corte —en sus
comienzos, Marcos Aburto— a participar junto al resto de las autoridades de la
Nación en una ceremonia oficial cualquiera o a viajar en la comitiva presidencial
en algunas de la tantas giras de Frei, hicieron por ella lo que la fuerza de la razón
no hizo por Cumplido.
Al asumir su puesto, ella dijo que haría la reforma «con» la Corte Suprema
y no «contra» ella. El nuevo contingente de siete integrantes designados por
Aylwin y la cooptación de otros nombrados por Pinochet —como Roberto
Dávila y Hernán Álvarez— aportaron lo suyo.
El segundo elemento, sin el cual el primero no habría sido posible, fue el
respaldo del diario El Mercurio. Como se ha señalado ya en estas páginas, lo que
el influyente matutino ha dicho sobre el Poder Judicial ha influido en todas las
épocas en el destino de ese poder del Estado. Soy de los periodistas que recuerda
que en los tribunales había magistrados para quienes diarios como La Época,
simplemente no existían; solo contaba El Mercurio, y lo que este dijera o dejara
de decir, era para ellos esencial.
El matutino, hay que reconocerlo, impulsaba algunos cambios ya desde el
régimen militar, pero se trataba de reformas mínimas, que no tocaban la cabeza
de este poder del Estado: la Corte Suprema. Esta, en efecto, fue siempre
defendida por el diario, en consonancia con las antiguas autoridades del régimen
militar, con el argumento, frente a los ataques opositores, del necesario respeto a
su independencia y autonomía, postura que mantuvo incluso durante la
acusación constitucional contra Hernán Cereceda.
El cambio se produjo tras el secuestro de Cristián Edwards, que puso a su
padre, el influyente dueño del periódico, en las manos del Poder Judicial real.
Buen conocedor de otros sistemas, como el estadounidense, Agustín Edwards se
sumó sin reservas a las voces que se alzaban clamando por la reforma. Y como
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consecuencia del plagio, creó la Fundación Paz Ciudadana, conducida por una
mujer, María Pía Guzmán. El énfasis principal fue producir las reformas
necesarias para asegurar el castigo de los delitos, detener la criminalidad y, en
resumen, favorecer un clima de tranquilidad ciudadana que permita el libre
desarrollo económico. El aumento de las penas y las limitaciones al otorgamiento
de la libertad provisional, por ejemplo, han sido temas centrales para esta
organización.
En otro extremo aparece operando un elemento que permitió aunar
voluntades: grupos de académicos concentrados en el Centro de Promoción
Universitaria y en la Universidad Diego Portales, que promovían cambios para
asegurar el respeto a los derechos de los procesados, impotentes frente al poder
inquisitivo del sistema judicial chileno; y dotar a la Corte Suprema de los
hombres y facultades necesarias para que se comportara como un verdadero
poder del Estado, capaz de controlar los excesos del Ejecutivo y de garantizar la
defensa de los derechos de los ciudadanos.
Uno y otro objetivo confluían en la necesidad de hacer los mismos
cambios. La Fundación atrajo a los especialistas de la Diego Portales. Soledad
Alvear integró a la Fundación y al CPU como parte de sus organismos asesores.
Fue así como se produjo el consenso.
En 1997, el año en que la ministra logró la aprobación de la mayoría de las
reformas planteadas por el Ejecutivo, El Mercurio escribió un editorial que puede
calificarse de revolucionario, porque llamaba a derribar la vieja institucionalidad
judicial:
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fin de adecuarlos funcional e institucionalmente a la marcha de la
sociedad».
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En resumen: Soledad Alvear logró así, desde el inicio de la nueva
administración, que se terminara la tramitación de proyectos iniciados bajo el
gobierno de Patricio Aylwin; patrocinó y consiguió la aprobación de otros que
ella había resucitado, y produjo el milagro que parecía un sueño imposible a
comienzos de los ’90: la reforma del proceso penal, que dejará de ser escrito para
transformarse, como en todos los países modernos, en oral, y la creación del
Ministerio Público, que separará la función del investigador de la de quien juzga.
Hacia 1998, la secretaria de Estado había conseguido la aprobación para
limitar el recurso de queja y favorecer el de casación; crear un departamento de
recursos humanos en la Corporación Administrativa del Poder Judicial, una
Comisión de Control Ético en la Corte Suprema para recibir denuncias e iniciar
procesos administrativos; transformar las corporaciones de asistencia judicial en
Defensoría Pública; crear los tribunales de familia y modernizar el sistema
penitenciario.
La ministra consiguió también una profunda reforma de la Corte Suprema
(acicateada en especial por el caso Jordán): se aumentó el número de sus
integrantes, se permitió el ingreso de abogados externos al cargo de ministro, se
especializaron las salas, y lo que tal vez es más importante, un recambio casi total
de sus miembros. Se abandonó una disposición transitoria de la Constitución y
se puso como límite para ejercer la función la edad de 75 años.
El proceso no ha sido fácil.
El gobierno de Frei ha enfrentado, en el ámbito de la Justicia, por lo menos
cuatro desafíos importantes, que siembran dudas sobre la real efectividad de las
reformas conquistadas: La acusación contra Jordán; la actuación del aparato
judicial en el caso de Colonia Dignidad; la pervivencia de algunas viejas prácticas
viciadas y notorias deficiencias en el sistema de nombramientos.
Jordán, presidente
Recuerdo el día en que se hizo el sorteo de la sala que atendería las apelaciones a
la sentencia en el caso Letelier. Servando Jordán estaba de presidente subrogante
y quiso hacer un gesto de transparencia, aceptando la petición de los querellantes
para que el sorteo fuera público. Los abogados de las partes y los periodistas nos
congregamos en el amplio despacho del presidente. El secretario de la Corte,
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Carlos Meneses, puso unos papelitos con los números de las salas (de la primera a
la cuarta) en una bolsita de terciopelo rojo, como las que se usan para las colectas.
Se había decidido que la sala escogida estaría compuesta solo por ministros
titulares.
El azar definiría. Los dos primeros números se fueron «al agua». Fabiola
Letelier, la escogida para sacar el tercero, metió la mano a la bolsita y tomó un
papelito. Carlos Meneses leyó en voz alta: la cuarta sala. Desconozco los
pensamientos que pasaron por la cabeza de Jordán, pero recuerdo con nitidez la
cara que puso. Estaba pálido, descompuesto. La Cuarta Sala era la suya y, por
añadidura, la presidía. No tenía escapatoria. Tarde o temprano tendría que
participar en esa decisión y tal vez presentía que eso, para bien o para mal, iba a
cambiar su futuro.
En 1995 llegó su hora. En la intimidad de su conciencia están registradas
las presiones que debe haber recibido. En el juicio por el asesinato de Letelier
optó por condenar. Cuando se conoció el fallo, un alto oficial del Ejército habló
de traición, apuntando a Jordán.
Pero, aunque se ganó enemigos en el bando que antes lo apoyaba, el gesto
le permitió acercarse a los políticos de la Concertación, y cuando finalmente
Contreras y su subalterno, el brigadier Pedro Espinoza, fueron recluidos en el
penal de Punta Peuco, se sintió seguro. Se acercaba 1996, Marcos Aburto dejaría
la presidencia y Jordán planeaba reemplazarlo. Sabía de las reservas que algunos
de sus camaradas tenían en su contra. Tendría que hacer campaña. Pero si sus
colegas respetaban la tradición, lo nombrarían a él.
Necesitaba vencer vetos que todavía pesaban sobre su persona, por sus
antecedentes personales y porque, después de todo, había llegado a la Corte
gracias al nombramiento de Pinochet. Gracias al fallo, sin embargo, encontró un
aliado en el exministro del Interior Enrique Krauss. Por otra parte, su amigo, el
ministro Luis Correa Bulo, lo promovió entre los políticos de la Concertación y
en el interior de la Corte. El mensaje era que Jordán, un incomprendido de su
tiempo, era la mejor opción. Los otros candidatos eran malos oponentes: Enrique
Zurita y Osvaldo Faúndez, quienes, aparte de ser menos antiguos, eran
pinochetistas y antirreformistas.
Jordán había condenado a Contreras y sería un partidario de las reformas,
eran parte de los argumentos a su favor.
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También lo respaldaba la tradición. Si los ministros, independientemente
de sus creencias políticas, seguían apoyando al más antiguo para la presidencia,
aseguraban la rotación y su lugar en la lista para ocupar algún día ese puesto.
Entre los abogados, algunas firmas influyentes lo patrocinaron. Entre ellos,
Darío Calderón, que organizó comidas para difundir el mismo eslogan: Jordán es
el mejor posible.
La contienda se presagiaba difícil. Los ministros de la Corte sabían que
Jordán no era la persona indicada para asumir el cargo. Para algunos que lo
conocían bien, reformistas o no, escogerlo significaba pasar por alto demasiadas
circunstancias. Su figura arriesgaría el decoro que debe exigírsele al presidente del
máximo tribunal. Los ponía en cuestionamiento a todos. Marcos Libedinsky,
Hernán Álvarez y Mario Garrido se oponían con firmeza.
Para otros, no quedaba más que cerrar los ojos y votar por él. Un Zurita o
un Faúndez entorpecería el proceso de cambios en el sistema judicial, ya por
demasiado tiempo postergado. Con un poco de presión, Jordán sabría
comportarse.
Solo unos pocos, como Correa Bulo, lo apoyaron con sincero entusiasmo y
devoción.
Llegó el día de la votación. Por primera vez, en vez de expresar su voluntad
a mano alzada, los magistrados concordaron en realizar la votación con un
sistema de cédula para garantizar el secreto de su pronunciamiento.
El primer resultado fue: Zurita, ocho votos; Jordán, siete; Faúndez, uno.
Ganaba Zurita, pero sin la mayoría más uno que necesitaba. En segunda vuelta,
el voto de Faúndez se sumó a Jordán y alguien de los que respaldaba a Zurita
cambió de opinión. El nuevo resultado fue: Jordán, nueve; Zurita, siete.
La división y la amplia resistencia a Jordán en esta elección fue la prueba de
que los propios ministros de la Suprema, aunque callaran, conocían mejor su
comportamiento que lo que el más informado de los abogados pudiera presumir.
Para algunos de fuera de la Corte, la elección de Jordán, en enero de 1996,
fue la constatación más dramática de la degradación del Poder Judicial. Jordán
conduciría la institución designada para hacer justicia, pese a la certeza que
tenían algunos de sus pares y funcionarios de los dos gobiernos de la
Concertación de que el magistrado llevaba una vida personal y como magistrado
«absolutamente impropia»[287]. En un gesto absolutamente insólito, el presidente
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del Colegio de Abogados, Sergio Urrejola, comentó que era «lamentable» el
resultado de la elección.
A Jordán nada parecía importarle. Asumió su nuevo cargo y se convirtió en
un hombre nuevo; llegaba temprano; se iba tarde; moderó su comportamiento,
especialmente en el consumo del alcohol. Y comenzó una campaña agresiva en
defensa de su ministerio.
Al parecer no se daba cuenta de lo débil que era su posición.
Después de inaugurar el año judicial, en marzo de 1997, El Mercurio
publicó un artículo criticando su mensaje. El matutino recordaba que un año
antes por nueve votos contra ocho, la Corte Suprema había respaldado un
paquete de reformas enviados por Soledad Alvear al Congreso, y que Jordán no
se había referido a ello en su discurso. Tampoco había recordado las presiones
ejercidas en contra de algunos jueces, como Alfredo Pfeiffer, por la investigación
del asesinato del senador Jaime Guzmán; o Roberto Contreras, en el caso del
presunto tráfico de drogas; o los ministros que amnistiaron el caso Soria, con la
consecuente presentación de una acusación constitucional en su contra.
El Mercurio citaba la opinión de un militar, el auditor general del Ejército,
Fernando Torres, lamentado las omisiones y afirmando que «las presiones,
especialmente de sectores políticos, fueron constantes en 1996»[288].
El 8 de marzo apareció en las páginas del matutino una carta aclaratoria de
Jordán, protestando por la forma en que se había tratado su mensaje. Era una
larga comunicación, excesiva por su insistencia en aclarar una cita suya,
irrelevante dentro del contexto. Veía mala fe en la forma en que se había tomado
la frase en que sostenía que «los magistrados no son seres impregnados de
santidad que administran justicia, en la soledad de las alturas»[289].
Un mes después, el 9 de abril, Jordán volvió a escribir al diario. Se quejaba
por detalles, imprecisiones que, a su modo de ver, contenía un artículo.
Tratándose de El Mercurio, se fijaba hasta en los signos de puntuación.
Dentro del tribunal, Jordán se sentía más cómodo. En marzo de 1997, por
16 votos contra uno, sus pares lo eligieron para integrar el Tribunal
Constitucional. Lo interpretó como una señal de respaldo. Y lo apreció, además,
porque le permitía aumentar significativamente sus ingresos.
Algunas crónicas periodísticas aparecidas a mediados del año, en que se
abundaba sobre sus ingresos y sus propiedades, no lo inquietaron mayormente.
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Sus verdaderos problemas comenzaron con el proceso por lavado de dinero
iniciado por el CDE en contra de Mario Silva Leiva. El juicio se extendió más
tarde, como se sabe, a dos actuarios que habían otorgado la libertad a la
procesada por falsificación de pasaporte en la misma causa, Rita Romero, y al
fiscal de la Corte de Apelaciones de Santiago, Marcial García Pica. Este había
intentado intervenir en favor de la libertad de uno de los encausados, por encargo
del «Cabro Carrera».
Olvidándose de que el mundo lo observaba y en un acto temerario dictado
por un exceso de confianza en sí mismo, Jordán absolvió públicamente al fiscal y
a los funcionarios, interrogó a estos irregularmente, pasando por sobre la jueza
que tramitaba el proceso, y demostró conocer los antecedentes de un sumario
que se suponía secreto.
No se había dado cuenta el ministro que 1997 era un año de críticas al
Poder Judicial y a la Corte Suprema, y que estas provenían de un sector antes
ajeno a ellas: la Derecha.
En medio de la crisis se fue de vacaciones. Los ministros Luis Correa y
Eleodoro Ortiz fueron a su casa en el Melocotón para convencerlo de que
reasumiera, pues la UDI estaba planteando que siguiera vacacionando hasta que el
caso del «Cabro Carrera» se aclarara completamente.
En una discreta mesa del bar del Hotel Carrera, su eterno enemigo, el
exministro Hernán Cereceda, se reunía con el auditor Torres para conversar
sobre el tema.
El gobierno tomó una posición pública distante del problema, pero encargó
al ministro del Interior, Carlos Figueroa, que gestionara su renuncia antes de que
la sangre llegara al río. No tuvo éxito.
La ministra Soledad Alvear fue recibida por un pleno del más alto tribunal,
convocado especialmente a petición del Presidente Frei para tratar la «crisis» por
la que estaba atravesando ese poder del Estado. Los magistrados oyeron a la
ministra con el recogimiento de alumnos bien portados, atentos a las palabras de
la profesora jefe.
Al terminar la sesión, dieciséis de los diecisiete ministros firmaron una
declaración acogiendo buena parte de sus propuestas, pero exponiendo que
muchas de las quejas «resultan injustas, porque existen deficiencias evidentes,
recargos excesivos de causas, insuficiente número de tribunales, falta de personal
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y bajos recursos presupuestarios». Parecía la postura simple de años anteriores:
necesitamos más recursos, más tribunales.
La Corte acogió la idea de crear una Comisión de Control Ético, aunque en
el futuro debería decidir si extender sus facultades hacia la supervisión de los
propios ministros de la Corte Suprema, y emitió instrucciones para que se
terminara con los alegatos de pasillo en todos los niveles. Por supuesto, también
debería colaborar el Colegio de Abogados con instrucciones a sus asociados para
que se abstuvieran de pedir audiencias destinadas a argumentar en favor de sus
clientes.
La ministra se quejó más tarde por la respuesta «claramente insuficiente»
del máximo tribunal y dijo que insistiría en propuestas desechadas por este.
Finalmente, las quejas del CDE en contra de Jordán, por sus intervenciones
en el caso del «Cabro Carrera», desembocaron en una acusación constitucional
patrocinada por el diputado de la UDI, Carlos Bombal.
Jordán reaccionó de mala manera: replicó con una amenaza encubierta de
hacer públicos antecedentes que decía tener en contra del diputado. En la
discusión posterior, resurgieron las dudas sobre su actuación en el caso de la
liberación del narcotraficante Luis Correa Ramírez, y el libelo llegó finalmente al
Congreso, asumiendo Jordán personalmente su defensa.
Sus argumentos ante la Cámara fueron, entre otros, que al pedir datos
sobre los procesos de Mario Silva Leiva actuó de acuerdo con sus facultades y que
no podía juzgárselo por su fallo en la causa del colombiano Luis Correa Ramírez,
pues el Parlamento no tiene atribuciones para revisar las resoluciones judiciales.
Como en el caso de Cereceda, uno de los exabogados de Colonia Dignidad, Fidel
Reyes en este caso, lo ayudó con la defensa.
En su comparecencia como testigo, la presidenta del Consejo de Defensa
del Estado, Clara Szczaranski reveló que la agencia para el control de
estupefacientes de Estados Unidos (la DEA) le había manifestado su preocupación
por la conducta de Jordán en relación con el narcotráfico, pero que el CDE no
había podido verificar la información aportada por esa agencia.
El ministro Osvaldo Faúndez, que había sido su competidor en las
elecciones a la presidencia, defendió a Jordán con un golpe bajo. Dijo que si se le
iba a juzgar por su conducta en el caso del narcotraficante colombiano, debía
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enjuiciarse también al Presidente de la República, quien otorgó el indulto a otro
procesado en el mismo caso, el contador Luis Vargas Parga.
No se han olvidado las largas semanas que llevó el debate, ni el empate que
finalmente se produjo, con lo que la acusación se consideró rechazada. Tampoco
se ha olvidado la abstención del entonces diputado y presidente del Partido
Socialista, Camilo Escalona, que definió el resultado. Fundamentó su voto
diciendo que la acusación era simplemente una revancha que se tomaba la
Derecha contra Jordán por haber este contribuido a condenar al general Manuel
Contreras.
Jordán se salvó, pero quedó agotado. En vez de acoger la sugerencia de
renunciar, que le habían dado funcionarios del gobierno y más de algún amigo,
se desgastó en su autodefensa.
Quedó seriamente resentido. La demostración más evidente fue la querella
que interpuso contra los periodistas Rafael Gumucio y Paula Coddou, por
algunos textos humorísticos aparecidos en un artículo de corte más bien frívolo
en la revista Cosas. Pidió la aplicación de la Ley de Seguridad del Estado. Otro
tanto hizo, más recientemente, contra los periodistas José Ale y Fernando
Paulsen, director de La Tercera hasta fines de 1998. Jordán ha reaccionado como
un león herido, descargando sobre la prensa todas sus furias acumuladas.
En la intimidad de la Corte, las emprendió contra los ministros que no lo
apoyaron o que simplemente tomaron distancia durante la acusación
constitucional.
Al parecer, ya no le importa lo que pueda decirse u ocurrir. Ha vuelto a
reincidir en algunas de sus antiguas malas prácticas: llegar tarde, desaparecer de
cuando en cuando… No apoya la idea de que la Comisión de Control Ético
supervise también a la Corte Suprema. En esto lo acompaña su amigo, Luis
Correa, quien se ubicó, hasta antes de su enfermedad, en una posición lejana a las
propuestas de reforma que impulsaba al comenzar los ’90.
Es un hecho notorio que el peso de ambos en la Corte Suprema es cada vez
menor.
La fuerza de la costumbre
Página 303
La Corte Suprema chilena es hoy mucho más diversa de lo que fue en el pasado.
La renovación del más alto tribunal ha traído magistrados de distintas opiniones
políticas y profesión de credos.
Históricamente los nombramientos de ministros de la Corte Suprema se
hicieron con criterio político. Durante los gobiernos democráticos, las principales
tendencias se alternaban para cubrir las vacancias. Si se escogía a uno de
izquierda, en el caso siguiente le tocaba a uno de derecha. Si el nombrado era
católico, venía luego uno masón.
Bajo el gobierno militar, como corresponde a un sistema unipartidario, el
criterio se restringió rigurosamente a la elección solo de personas que se
estimaban incondicionales.
Durante Aylwin, el Presidente trató de promover a los jueces meritorios
que habían estado postergados y que se caracterizaron por fallos favorables a los
derechos humanos.
Mérito y apoyo a las reformas, fue el criterio de Frei. Pero surgió un hecho
nuevo: la intervención del Senado en las designaciones. Fue el producto de la
cruzada de Soledad Alvear por obtener las reformas a la Corte Suprema, empeño
en el cual tuvo que aceptar una propuesta de Renovación Nacional que
incorporaba al Senado en la ratificación de las propuestas del Ejecutivo.
El quorum que se negoció —dos tercios— le dio a la Cámara Alta
virtualmente el poder de veto sobre las decisiones del Presidente.
El nuevo sistema de designaciones funcionó bien en los primeros casos,
cuando las propuestas del Presidente comprendían dos nombres, lo que permitía
acudir al cómodo cuoteo: uno para la Derecha, otro para la Concertación. Pero
tropezó con dificultades cuando se trató de cubrir una sola vacante. Hasta ahí no
más llegó el consenso. El Senado no dio el pase para ratificar el nombramiento de
Milton Juica, a quien la Derecha no le perdona haber tratado de implicar al
exdirector de Carabineros y hoy senador Rodolfo Stange en la investigación sobre
el caso degollados.
Ahora habrá que «reformar la reforma», opina el exministro de Justicia,
Francisco Cumplido. «Cuando se establece que hay que llegar a acuerdo en la
designación de ministros (con los dos tercios del Senado), es inevitable que se
haga una valoración política de los magistrados»[290].
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En la base del Poder Judicial, una respetada jueza, Dobra Luksic, afirma
que los jueces no estaban de acuerdo con la participación del Senado. El caso
Juica «hizo más patente algo que nosotros habíamos advertido: se corre el riesgo
de que los jueces pierdan su independencia; que no se atrevan a tomar decisiones
que puedan comprometer instituciones o personajes de cierta connotación,
porque están mutilándose. Fue una triste experiencia la del ministro Juica y a
nosotros nos pareció que el sistema había fracasado, aunque se reivindicó con los
nombramientos de los ministros Yurac y Huerta».[291]
La pregunta que muchos se hacen ahora es qué pasará en el futuro. Los
ministros que se atrevan a procesar a alguna autoridad del Estado tendrán que
pagar con la postergación.
Los funcionarios medios, los que no quiebran huevos, tendrán más
posibilidades de ascender que los díscolos e irreverentes como Carlos Cerda.
Cuando el nombramiento recae en la mano de la discreción de las
autoridades del Estado es inevitable el juego de las negociaciones políticas.
También participan, a espaldas de los ciudadanos, otros sectores de influencia.
Un grupo de abogados católicos, por ejemplo, se quejó ante la ministra Alvear
porque había mucho masón entre los nuevos escogidos. Según ellos, la
«aspiración masónica» es apoderarse de la judicatura. Consideran parte de este
grupo a los ministros Benquis, Álvarez, Ortiz y Carrasco. A Dávila, electo con su
apoyo, lo tienen en la mira.
En países como Estados Unidos, son simplemente los ciudadanos los que
deciden votando por sus jueces en elecciones directas. Otros tienen organismos
como el fenecido Consejo Superior de la Magistratura que está conformado por
representantes de las principales instituciones del Estado y reparte en mayor
número de cabezas esta decisión.
Más allá de las comparaciones posibles, es evidente que el sistema chileno
no ha llegado a su perfección en este campo.
Como quiera que sea, los nuevos ministros y las reformas aprobadas bajo el
gobierno de Eduardo Frei dan esperanzas de un Poder Judicial mejor, más
asequible, humano, valiente y decidido que en el pasado. Un verdadero Poder del
Estado.
La sola calidad humana, ética y académica de sus nuevos integrantes marca
una gran diferencia con el pasado.
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Los ministros que dieron el respaldo a Roberto Dávila, electo como nuevo
presidente el 5 de enero de 1998, rompieron por primera vez la costumbre de
nombrar al más viejo.
Dávila se comprometió ante sus electores (ocho, en contra de cinco que
votaron por el más antiguo, Osvaldo Faúndez) a apoyar las reformas al Poder
Judicial. Su «base» se siente ajena a la vieja corte y no está dispuesta a ponerse el
sayo por actos que no cometieron. Especialmente, en los casos de los derechos
humanos.
La nueva Corte está preocupada de mejorar la imagen pública y se han
establecido normas de control ético bastante severas hacia el interior. Están
pasando la escoba. Pero, al mismo tiempo, están decididos a defenderse de las
críticas infundadas. El que dispare a la bandada se arriesga a sufrir acciones
penales.
Están discutiendo cuál va a ser el papel y atribuciones del Consejo de
Control Ético. ¿Tendrá facultades disciplinarias? Si sus integrantes son ministros
de la Corte Suprema, ¿podrán fiscalizar a sus pares? Algunos procuran que sean
llamados a integrarlo exministros de gran prestigio, pero todavía (al momento de
finalizar este capítulo) no hay acuerdo.
Las reformas traen esperanza, pero la cultura no cambia de un día para
otro. Aún el peso de prácticas históricas amenaza con torcer el espíritu de las
leyes.
Ocurrió, por ejemplo, con el caso de una simple norma aprobada durante
el gobierno de Patricio Aylwin que disponía que la «relación» de los recursos y
apelaciones interpuestos ante las cortes de Apelaciones y la Corte Suprema serían
públicas. Es decir, que en el momento en que el relator narrara los hechos a los
magistrados, los abogados de las partes podrían estar presentes y hacer sus
comentarios. El público también podría entrar.
Ha sucedido en la práctica, sin embargo, que por la fuerza de la costumbre,
cada vez que un abogado pide la relación pública, los magistrados solicitan al
relator que primero haga una exposición privada y luego la pública. Eso sin
contar el hecho de que las peticiones de los profesionales exigiendo este derecho
no son siempre bien recibidas y algunos se abstienen de formularla para no
arriesgar un resultado desfavorable a su cliente.
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Algo similar ha sucedido con la modificación al recurso de queja. A la
Corte Suprema le ha costado entender que este quedó como un recurso
extraordinario, destinado a corregir los abusos que puedan cometer sus
subalternos y que, en caso de aprobarse, deriva lógicamente en una sanción
contra el recurrido. Es cierto que han aumentado los números de casaciones
acogidas el —recurso propio de la Corte Suprema—, pero no han disminuido los
de queja, ni el uso que se les da para modificar resoluciones judiciales antes que
para sancionar un abuso.
Un tercer caso es el horario de funcionamiento. La Corte Suprema aceptó
extender el horario de los tribunales inferiores, pero sigue oponiéndose a
aumentar las horas de trabajo en el segundo piso del Palacio de Tribunales.
Teóricamente, el tiempo libre lo ocupan los magistrados en «estudiar» los
asuntos que tienen bajo su conocimiento, pero el hecho es que muchos lo
destinan a dar clases en las universidades y es discutible si un magistrado del más
alto tribunal de la nación deba estar corriendo a las aulas dos o tres veces por
semana y corrigiendo pruebas en sus horas libres.
En su favor hay que decir que, al menos, determinaron que una sala debe
trabajar de turno en febrero, como ya ocurría en el resto del Poder Judicial.
El sistema de calificaciones (con notas de 1 a 7) tampoco ha resultado de la
manera que esperaban los propios magistrados que impulsaron el sistema. No
pocos se han sentido agraviados por calificaciones que, aunque siguen un patrón
teóricamente objetivo, todavía permiten la arbitrariedad. Un superior poco ético
aún puede usar la herramienta para estropear evaluaciones de magistrados que no
sean de su agrado. O, más comúnmente, uno que desconozca la trayectoria de
sus subalternos.
Una demostración de que las reformas por sí solas no resuelven los problemas y
que mucho depende de la calidad de los magistrados, es lo ocurrido con el
ministro Germán Valenzuela Erazo mientras se tramitaba la acusación contra
Jordán.
Este es el caso.
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Valenzuela se casó con Darioleta Gutiérrez Mora en 1964, bajo el régimen
de separación de bienes, cuando ella tenía 25 años y él ya andaba por los 50.
Tiempo después, el matrimonio se separó y, aunque nunca se anuló, vivían
aparte.
Poco antes de morir, «Tita» Gutiérrez, que ya nada quería saber de su
exmarido, donó todos sus bienes a la Asociación de Padres de Espásticos (ASPEC).
Conocía los efectos del mal por un matrimonio amigo que tenía una hija que lo
sufría. Ella misma, por años, participó en las actividades de la organización, a la
que prometió construir una sede, con la única condición de que la entidad le
pusiera el nombre de su madre.
Cuando Darioleta, aquejada por una enfermedad al corazón, supo que su
momento de morir estaba cerca, redactó el testamento. Si no lo hacía, sus bienes
irían a dar a manos de su esposo. En el documento, donó a la ASPEC sus dos casas
en Temuco, un departamento en la calle San Martín en Santiago, el
departamento en que vivía sola, acompañada por su empleada, y sus ahorros en
dos bancos.
La mujer no tenía obligación de consultar a su esposo pues los bienes le
pertenecían por ley y no había hijos a quienes dejar la herencia.
En el testamento ella pidió ser sepultada en el Parque del Recuerdo junto a
dos espásticos que no tuvieran recursos para pagar una sepultura. Además, dejó
establecido que a su esposo solo se le devolvieran los únicos tres bienes que él le
regaló cuando vivían juntos: un ventilador, un collar y un florero.
Valenzuela, al enterarse del testamento, interpuso una demanda en el 30.º
Juzgado Civil reclamando la posesión efectiva, antes de que la ASPEC pudiera
hacerlo válido. El tribunal le dio la razón en tiempo récord.
Cuando estos hechos aparecieron publicados en La Época y en El Mercurio,
Valenzuela respondió amenazando con presentar querellas por injurias. Se
defendió diciendo que tras el fallecimiento de su esposa, dos hermanas de ella y el
magistrado solicitaron la posesión efectiva en su calidad de «herederos legítimos»,
y que posteriormente fueron demandados por la ASPEC en virtud de un
testamento al que no le reconoce validez legal.
En sus cartas a los medios, Valenzuela acusó a la institución de «haber
conseguido un testamento de una persona absolutamente inhabilitada para testar,
muy gravemente enferma, cada día acercándose a la muerte: cada día recibía
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menos oxígeno; y además, por este motivo, sus facultades intelectuales no estaban
sanas. Motivos de salud y de ética, repugnan cualquier testamento en esa
situación angustiosa».
Las conclusiones médicas del magistrado son, no obstante, bastante
dudosas pues su esposa sufría del corazón, no de la cabeza y, al morir, estaba
todavía bastante joven.
Que vivían separados, dice Valenzuela, era solo obra de las circunstancias,
pues «mi señora» poseía un «departamento nuevo, confortable, con un
dormitorio en suite y walking closet, con una hermosa vista panorámica a la
cordillera» que no había sido posible arrendar cuando vivían juntos.
Flor de marido es alguien que admite que su mujer se vaya a vivir sola
porque «sabía que su muerte se aproximaba». La explicación no puede ser peor
como excusa.
Cuando terminamos este libro, la ASPEC todavía estaba luchando por lograr
que se cumpliera la voluntad de Darioleta Gutiérrez.
Valenzuela Erazo tuvo que abandonar la Corte Suprema al cumplir 75 años
de edad. Su comentario sobre las reformas que originaron su salida del máximo
tribunal, aspiraba a quedar como sentencia lapidaria: «El gobierno se tomó el
Poder Judicial».
Un hecho que no parece concordar con la idea de que las cosas han cambiado en
el Poder Judicial es el aciago caso de Colonia Dignidad.
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En descargo de la responsabilidad de la judicatura, hay que decir que la
Colonia ha demostrado ser históricamente más poderosa no solo que los
tribunales, sino que el propio Ejecutivo.
El Gobierno de Patricio Aylwin consiguió, después de mucho batallar,
anular la personalidad jurídica de la llamada Corporación Benefactora Dignidad.
Pero las cosas se dieron de tal modo, que la entidad cambió su razón social —hoy
se llama Villa Baviera— y traspasó todos sus bienes a diversas sociedades
anónimas. Y las cosas siguieron exactamente iguales, como si nada hubiera
pasado.
Las investigaciones realizadas por diversos órganos administrativos del
gobierno dieron lugar a decenas de procesos que poco avanzaron, hasta que bajo
el gobierno de Eduardo Frei, por el delito de abusos deshonestos contra menores,
se logró romper, en parte, la barrera de defensa política que había generado a su
alrededor la Colonia y dictar, por primera vez, una orden de aprehensión contra
Paul Schäffer, el jefe indiscutido de la Colonia.
La orden, sin embargo, no se cumplió en la forma como suelen ejecutarse
cuando se trata, por ejemplo, de poblaciones populares, con allanamiento
inmediato, destrozo de bienes y arrestos masivos.
Aunque los tribunales y aun los organismos encargados del caso disponían
de las herramientas para hacerlo del modo más enérgico, enfrentarse al poder de
la Colonia y su líder hacían temer una catástrofe mayor, con toda suerte de
acusaciones contra el Estado por violaciones de derechos del inculpado y sus
seguidores. Se optó por el camino más largo, actuar con guante blando.
Allanamientos avisados con anticipación, restricción del uso de la fuerza pública
al mínimo necesario.
Como resultado, el exconscripto nazi sigue prófugo.
El ministro en visita Hernán González García mantiene la investigación de
trece procesos vinculados entre sí, por delitos como sustracción, secuestro y
abusos deshonestos de menores, ejercicio ilegal de profesión, negativa a la entrega
de menores y atentado contra la autoridad, destrucción de parte de vehículo
fiscal, usurpación de nombre y obstrucción a la justicia y negligencia médica.
Además de Schäffer, se encuentran procesados varios de sus colaboradores.
No es todo. En los tribunales que dependen de la Corte de Apelaciones de
Talca existen 27 juicios sobre anomalías tributarias, y una querella por la
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desaparición de 38 personas que, en los primeros años del régimen militar,
habrían sido conducidas hasta los terrenos de la Colonia. En Santiago, diversos
procesos por fraude tributario y falsificación y otorgamiento irregular de
contratos se tramitan en diferentes juzgados del crimen.
Los hechos son abrumadores: a más de dos años de haberse dictado, todavía
está sin cumplirse la orden de detención emitida contra el líder de la entidad
germana.
Los ejemplos de arbitrariedades judiciales relacionados con el caso
Dignidad son innumerables. En 1997, por ejemplo, la Tercera Sala de la Corte
Suprema acogió un recurso de amparo presentado por el brazo derecho de
Schäffer, el doctor Hartmut Hopp (que en realidad nunca ha probado tener los
títulos para ejercer la profesión) y su esposa Dorotea Wittham, en contra del juez
de Parral Jorge Norambuena.
La Sala, presidida por el hoy jubilado Lionel Beraud, anuló la orden de
detención contra el matrimonio, dictada después de que ambos viajaron a
Mendoza con uno de los niños de la Colonia, Michael, adoptado por ellos. La
madre biológica del menor había solicitado al juez Norambuena que dictara una
medida de protección de la integridad física y síquica del niño.
Beraud, acosado por la prensa, dijo que Hopp adoptó «legítimamente» al
menor y que «la mamá biológica no tiene ningún derecho sobre él. Lo perdió».
La sala no consideró el contexto de abusos deshonestos y estilo de vida de
campo de concentración en que han sido educados los menores en la Colonia,
incluyendo al propio Hopp, que se crió al lado de su líder. Cuando la Corte
acogió el amparo, Hopp estaba procesado como encubridor de los abusos
deshonestos de Schäffer, pero «eso es otra cosa», dijo Beraud.
Hay que recordar que durante la acusación constitucional que le afectó en
1992, Beraud fue representado por uno de los abogados más estables de la
Colonia, Fernando Saenger.
Al acoger el amparo, el máximo tribunal acordó llamar severamente la
atención al juez Norambuena por haber dictado la orden de aprehensión contra
Hopp. Ya antes lo habían castigado por hablar mucho con la prensa.
Las madres de los menores abusados son pobres y poco han conseguido
para reparar el daño causado a sus hijos, pese a los empeños fuera de lo común
del ministro González García y del juez Norambuena.
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Esas madres sufren una suerte parecida a la que viven los pobres en los
tribunales de la periferia capitalina. Allende los límites del centro de la capital, en
Pudahuel, por ejemplo, donde los actuarios son los jueces y los aspirantes a
abogados de las Corporaciones de Asistencia Judicial, los defensores. Donde los
edificios han sido remodelados, pero no las actitudes de sus funcionarios.
En esa zona de la periferia capitalina la vida y los bienes tienen un precio
inferior al valor que les dan los tribunales del centro, acostumbrados a tratar con
litigantes de ingresos importantes.
Hasta ahora, quien no tiene recursos para pagar a un abogado debe recurrir
a las Corporaciones de Asistencia Judicial. Si ni querellante ni querellado tienen
dinero —como suele ocurrir— el que llega primero gana defensa. El otro tiene
que esperar que se le designe uno de los abogados de turno.
Los abogados de las Corporaciones son los estudiantes de Derecho que
tienen la obligación de «hacer práctica» y otorgar servicios gratis por seis meses.
Los abogados del «turno» son los recién egresados que están en una lista para
prestar el servicio por un mes.
En los tribunales de población, solo los abogados con título reciben un
trato deferente. Los practicantes tienen que esperar a veces los seis meses que
tienen en su poder una causa para obtener apenas una resolución (que, por
cierto, no será la definitiva). Sus clientes pobres o sus familiares se presentan a
veces para ver cómo marchan sus causas. Esperan, esperan. Si tienen suerte, un
oficial les extiende los libros para que lean las resoluciones, cuyo lenguaje ellos de
todas maneras no entienden.
Los aspirantes a abogados tienen que defender hasta 90 causas
simultáneamente en su paso por las corporaciones. La mayor parte del tiempo la
gastan pidiendo las libertades provisionales de los encausados por delitos
comunes, que viven años en las cárceles antes de que los tribunales resuelvan sus
casos. Los visitan en la Penitenciaría en cuartos pequeños, húmedos y fríos, color
de nada, semejantes a cualquier celda.
¿De qué influencia pueden echar mano en defensa de los pobres? Para ellos
y sus clientes no hay alegato de pasillo. A veces una cajetilla de cigarros sirve para
movilizar la voluntad de un actuario que, si no está motivado, puede botar sus
escritos a la basura o simplemente responder que se le olvidó proveerlo.
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Mi madre, María Angélica Acuña, quien abandonó una vida de profesora
básica para estudiar Derecho, asumió en 1997, durante su práctica en la
Corporación de Asistencia Judicial, la defensa en los tribunales de Pudahuel, del
caso de Guillermo Hernández.[293] Hernández había sido el cuidador de un
predio por 15 años. Vivía en una casita de madera, que fue ampliando en la
medida de sus posibilidades. De un día para otro, el terreno se vendió y el nuevo
dueño lo notificó del término del contrato. Como Hernández se demoraba en
marcharse, el propietario presentó una demanda; el tribunal aprobó una orden de
desalojo y el dueño concurrió a notificarla en persona, acompañado por un
receptor judicial. Auxiliados por una retroexcavadora, simplemente destruyeron
los tres dormitorios, el living, el baño y la cocina, y todas las pertenencias de
Hernández para obligarlo a marcharse.
La abogada presentó una querella por daños, pues el desalojo no autoriza a
destruir bienes muebles. El caso ha pasado de un aspirante a otro y ha cumplido
dos años en los tribunales, sin que todavía se dicte un auto de procesamiento en
contra de los infractores.
En el mismo tribunal, Juana Mardones busca la reparación por las lesiones
que le provocó un carabinero. La mujer estaba parada en una esquina de su
población, junto a otros vecinos, cuando alguien del grupo le gritó «tiro loco» al
policía que pasaba frente a ellos. El carabinero, que también era un vecino del
sector, sacó su pistola y disparó. Juana sufrió lesiones graves en una mano. El
proceso se demoró tres años antes de que se dictara un auto de procesamiento
contra el autor. El policía está prófugo.
Rosa Espinoza ha recurrido a los mismos tribunales porque su hijo de siete
años fue atropellado y muerto por un chofer de micro en 1992. La sentencia
definitiva tuvo que esperarla hasta 1997.
El chofer fue condenado y se estableció que debía pagar un millón de pesos
a la mujer, por la pérdida de su hijo. El ministro de la Corte Suprema Lionel
Beraud obtuvo 40 millones del fisco por la operación errónea de su cadera. Rosa,
sin embargo, no ha recibido la insignificante indemnización, pues el chofer no
tiene bienes con qué pagarle.
Patricia Inostroza en otra causa, se querelló contra el autor de la violación
de su hija. El tribunal condenó al autor y ordenó el pago de un millón 800 mil
pesos, de los cuales el ofensor no ha podido responder.
El juez, en ese mundo, es una figura inaccesible. Como un notario,
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invisible en su despacho, firma papeles todo el día. Atiborrado de expedientes, le
es físicamente imposible resolver por sí mismo todos los juicios que llegan a su
tribunal. La justicia de los pobres está, de verdad, en manos de esos funcionarios
no letrados —los actuarios, los oficiales— no menos ignorantes que quienes
llegan a sus mesones pidiendo auxilio.
Idea de la justicia
En las aulas de las escuelas de Leyes, los alumnos estudian a Hans Kensel. El
teórico dice que el Derecho es el ordenamiento de la conducta humana. El
comportamiento recíproco de los hombres en la sociedad, afirma, es lo que hace
surgir la norma que los obliga a pagar sus deudas y a abstenerse de matar.
«La autoridad jurídica exige una determinada conducta humana solo
porque —con razón o sin ella— la considera valiosa para la comunidad jurídica
de los hombres», explica.
Los estudiantes, entonces, aprenden lo mismo que parece sentido común
en las calles: Que «lo justo» es lo deseado por la mayoría, e «injusto» lo que se
opone a esa voluntad.
Los Estados democráticos modernos han llegado al convencimiento de que,
además, existen derechos fundamentales del hombre que no pueden ser
cuestionados. Las naciones que adscriben a tales principios —Chile, entre ellos—
se han declarado obligadas a respetarlos. Así, los tribunales de justicia tienen
tanto la obligación de sancionar los delitos, como la responsabilidad de defender
la vida, la integridad física, la libre expresión de ideas y todos los demás derechos
reconocidos a sus ciudadanos.
Qué lejanos han estado nuestros tribunales, en especial durante las últimas
dos décadas, de tales conceptos.
En otros tiempos, en las monarquías, la legitimidad del sistema judicial
estaba dada por la adecuación del pronunciamiento del juez a la voluntad del
Rey, quien reunía a un mismo tiempo las funciones ejecutiva, legislativa y
judicial.
Como contrapartida, durante la Ilustración francesa surgió la doctrina que
separó los tres poderes del Estado, pero, para el juez, en un primer momento,
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solo se cambió la figura del Rey por la letra de la ley. Montesquieu lo definía así:
«Los jueces de la nación no son, como hemos dicho, más que el instrumento que
pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la
fuerza ni el rigor de las leyes (…) De los tres poderes de que hemos hablado, el de
juzgar es, en cierto modo, nulo».
Esa es, al parecer, la concepción que dominó en el sistema chileno hasta
hoy. En un país situado en el extremo sur del mundo, arrinconado entre la
cordillera y el mar, ha habido un Poder Judicial nulo, cuando la mayoría de las
sociedades civilizadas le han dado ya una nueva significación a la judicatura.
La explicación que han dado los tribunales sobre su proceder durante el
gobierno militar tuvo su fundamento en esta doctrina. «Solo aplicamos la ley».
Según el abogado y profesor Jorge Correa Sutil, exsecretario ejecutivo de la
Comisión Verdad y Reconciliación, en las actitudes de nuestro poder judicial ha
imperado una cultura «explícita» y otra «implícita». Una cosa es lo que se ha
dicho y otra, lo que se ha hecho. Se ha dicho que se respetaba la ley, cuando lo
que se hacía en realidad era resolver según lo que se consideraba bueno,
conveniente. Bajo el gobierno militar, lo bueno no era responder al clamor de las
víctimas, sino adecuarse a la voluntad del poder político, aunque fuera ejercido
por el poder de las armas.
El nuevo presidente del tribunal, Roberto Dávila, hizo un reconocimiento
explícito de este modelo de comportamiento en una conferencia con
corresponsales extranjeros en 1998. Cuando le preguntaron por la sumisión del
máximo tribunal a la voluntad de las autoridades militares, Dávila dijo con
meridiana claridad:
«A la Corte Suprema no le quedaba, en ese momento, otro camino que esa
posición. Si la Corte Suprema, conociendo a los ministros de ese entonces,
hubieran adoptado otra forma de actuar, me atrevería a pensar que la Corte
Suprema habría sido clausurada». Ergo, se impuso la obediencia.
El propio caso de Dávila es una prueba viviente de que, en nuevas
condiciones, las opiniones de los jueces cambian. Antes de 1990, él estuvo por
aplicar la Ley de Amnistía; al asumir como presidente en 1998, declaró que ahora
pensaba distinto.
Entonces, ¿hicieron justicia los magistrados bajo el gobierno militar o se
adecuaron a las condiciones del poder imperante? Del mismo modo cabe
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preguntarse por los motivos que tiene un magistrado determinado para
doblegarse a la presión de un empresario o político poderoso, o a sus propios
sentimientos de amistad en favor de una parte en un juicio.
En el futuro, nada asegura que los cambios en las estructuras impidan que
algunos magistrados sigan moviéndose guiados por los intereses de los poderes
involucrados en la definición de sus destinos. Ni que el poder político se sienta
tentado de imponer sus opiniones.
Un caso ilustrativo es —y no podía no serlo— el de Pinochet. Al comienzo
de los gobiernos de Aylwin y Frei el predicamento fue no empujar los juicios que
lo pudieran involucrar. Frei fue incluso explícito y pidió al Consejo de Defensa
del Estado que diera por cerrado el expediente relacionado con el sonado caso de
los cheques del hijo mayor del general. «Razones de Estado», declaró sin
ambigüedad. Cuando, en cambio, estalló el conflicto por el arresto en Londres y
la petición española de extradición, la postura es exactamente la contraria. Ahora
se trata de dar seguridades al mundo de que el general puede ser juzgado en
Chile.
Podemos aceptar que en una democracia la opinión del Presidente y del
Parlamento representan la voluntad soberana, pues han sido elegidos
democráticamente, y que al seguir sus deseos los jueces no hacen otra cosa que
atender el clamor de las mayorías. Pero a mayor concentración y secreto en las
decisiones que tienen que ver con la judicatura, mayor posibilidad de
arbitrariedad, de que los escogidos para llenar vacantes o ascender se sientan
obligados a retribuir los favores de los demás poderes, sin una justificación
racional.
El éxito de las reformas al Poder Judicial dependerá entonces, en gran
medida, de la personalidad del juez. Desde el más encumbrado al más humilde.
El derecho moderno reconoce que el legislador es incapaz de predefinir
todos los posibles conflictos jurídicos. La función del juez es hoy en día
inevitablemente volutiva. Su poder radica precisamente en la facultad de
interpretar la Constitución y las leyes, con el fin de «hacer» justicia. Es ese poder
el que, férreamente asido por los magistrados en países como España, Italia,
Inglaterra, Estados Unidos —y varios latinoamericanos que han dejado atrás la
herencia colonial—, ha permitido a muchos pueblos enfrentar, sin disgregarse, el
cáncer de la corrupción, aunque este haya amenazado con hacer caer, a un
mismo tiempo, a los poderes Legislativo y Ejecutivo.
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En un sistema democrático (aquel en que las decisiones públicas son
tomadas por el pueblo, en que la determinación de lo que resulta deseable para el
pueblo solo puede ser lícitamente tomado por este mismo y en que los
gobernantes son libremente elegidos por los ciudadanos en forma periódica) el
juez es aquel que conoce y resuelve los conflictos sociales.
El fallecido ministro José Cánovas decía en sus memorias que «al
administrar justicia, los jueces son los llamados a velar por la vigencia del
derecho, poniendo el límite exacto al ejercicio del poder por parte de las
autoridades (…) Vale decir, imponerles el llamado “principio de Legalidad”, que
no puede ser otro que el determinado por la voluntad soberana».
Hay magistrados que entienden que para cumplir su función deben aislarse
del mundo. Desprecian la opinión de los legos que los rodean y se sienten
seguros en su escrupuloso conocimiento de la formalidad judicial. Se consideran
puros e independientes. Sin embargo, según el ministro de la Corte de
Apelaciones de Santiago, Carlos Cerda, en su obra Iuris Dictio, no hay nada peor
que el juez que cree estar por encima de los ciudadanos. «No se mezcla, ni se
ensucia: “allá ellos”… el lumpen…». Para hacer justicia no se necesita recluir al
magistrado en una torre de marfil. Precisamente —afirma— entre los males que
aquejan al juez actual está la tendencia al aislamiento social.
Concuerdo plenamente con esta afirmación suya:
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Ya en 1966, el magistrado Rubén Galecio escribía sobre el «juez en la crisis»
diciendo que el magistrado debe estar compenetrado del devenir social de su
época, pero alerta para mantener su independencia. Ni en la torre de marfil,
incontaminado, ni arribista en la competencia por el prestigio social.
Una cierta apostura, cultura y carácter se hacen necesarios en el magistrado
moderno, pues debe enfrentar el juicio de la sociedad y el propio.
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Epílogo a la nueva edición
ASILADA
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no me conocía y nunca hubiera pensado en incluirme en esta obra si no fuera
porque ella le sugirió mi nombre. Yo no conocía a Mónica más que por su
trabajo y siempre he dicho que cuando me invitó a su oficina para proponerme
que escribiéramos este libro a dos manos me sentí como una jugadora de segunda
división convocada por Maradona a integrar una selección de fútbol. Acepté sin
titubear y sin pensar en la magnitud del desafío. Por razones personales, ella tuvo
que abandonar el proyecto y al dejarlo tuvo un segundo acto de generosidad:
proponer a Carlos que me dejara a cargo. Él mismo me confesó tiempo después
que no sabía si yo sería capaz, pero por aquel entonces eran muy pocos los
periodistas dispuestos a «quemarse» con un tema tan espinudo y no le quedó más
remedio que confiar. En cuanto a mí, una importante cuota de ignorancia sobre
lo que me esperaba me inhibió de desistir. En 1992 llevaba solo cinco años
trabajando como periodista, dos de ellos en La Época asignada al sector de
tribunales. Había escrito, sí, reportajes largos, pero nada parecido a un libro. El
plan era, si mal no recuerdo, que entregara el borrador en un plazo de un año. A
poco andar, me di cuenta de que no sabía por dónde partir. Más allá de que
conocía un par de buenas anécdotas, no sabía la respuesta a preguntas básicas:
¿por qué era malo nuestro Poder Judicial? ¿Había otros mejores? ¿La corrupción
era sistémica o problema de unas cuantas manzanas podridas? ¿Por dónde
comenzar a hablar de lo sucedido en dictadura? Tuve que aceptar que antes de
escribir las primeras líneas me hacía falta estudiar. Gracias a los seminarios y
conferencias que se realizaban al alero del Centro de Promoción Universitaria, de
la Universidad Diego Portales, del Instituto de Estudios Judiciales, entre otros,
poco a poco fui aprehendiendo la información que me hacía falta para mirar el
cuadro completo y no solo poner atención a los fragmentos. A partir de ese
conocimiento recién pude desarrollar una hipótesis periodística con cierta
solvencia. Pero eso era, según aprendí a porrazos, apenas el punto de partida.
Aún recuerdo que un invierno, cuando La Época se había trasladado a calle
Serrano, le pedí a Ascanio Cavallo, director del diario, que me diera quince días
de vacaciones para terminar el libro. Él, que ya había escrito La historia oculta del
régimen militar junto a los entonces editores del diario Oscar Sepúlveda y
Manuel Salazar, y preparaba otros, se burló de mí.
—¿Quieres escribir un libro en quince días? No sabes lo que estás diciendo.
Ascanio me dio mis vacaciones, pero por supuesto el tiempo solo me
alcanzó para darme cuenta de que el jefe tenía la razón.
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En el interín, en 1993, otro libro de Planeta fue prohibido: Impunidad
Diplomática, de Francisco Martorell. Orellana me dijo que mi demora era, en ese
momento, conveniente, pero el tiempo comenzó a pasar y año tras año la
posibilidad de terminar el libro sobre la justicia parecía alejarse. A mí me dolía el
estómago cada vez que Orellana me llamaba para pasar revista a mis avances.
Varias veces pensé que no iba a lograrlo, que era mejor renunciar.
En 1994, me fui a La Nación y allí, junto a Francisco Artaza, escribí el
trabajo en profundidad sobre el asesinato de Orlando Letelier, por el cual
obtuvimos el Premio Ortega y Gasset que otorga el diario El País de España. El
reportaje se publicó, después de recibir el premio, como un libro. Esa experiencia
me dio confianza en que sí podía escribir un libro entero. En 1996 me fui a La
Tercera y abandoné tribunales para cubrir política. Quizás fue el momento en
que estuve más lejos de terminar mi cometido. En 1997 se presentó la acusación
constitucional contra Servando Jordán y Orellana volvió a la carga,
presionándome para que terminara el libro. Ese mismo año obtuve una beca para
trabajar seis meses en un diario estadounidense. Tal vez la distancia de Chile y
del reporteo diario me permitió tomar el último impulso y adoptar una decisión
arriesgada, pero efectiva: renuncié a La Tercera y me dediqué un año completo a
terminar el libro de la justicia. Además, por cierto, influyó que hubiera conocido
a mi novio de aquel entonces, el estadounidense Jorge Junco, quien estuvo
dispuesto a solventar nuestros gastos mientras yo escribía.
Desde Estados Unidos, a fines de 1998, envié el borrador a Carlos
Orellana, justo en el momento en que Pinochet caía preso en Londres y La Época
bajaba sus cortinas para siempre.
Durante el verano de 1999, Orellana lo editó. Internet había llegado con
los emails y podíamos comunicarnos, a pesar de la distancia, rápida y
eficazmente. Todavía recuerdo su sorpresa por las revelaciones que hacía en el
libro, porque hasta entonces, salvo cosas generales, no le había contado los
detalles. Entonces a él se le ocurrió el título: El libro negro de la justicia chilena y
pidió a Hervi (Hernán Vidal) que realizara la portada con la idea de los tres
monos que se cubren los oídos, los ojos y la boca. Con el artículo 6 b) de la Ley
de Seguridad del Estado plenamente vigente, Orellana tomó el resguardo de
mostrarle el borrador a un par de amigos abogados, quienes concluyeron que el
libro estaba bien fundamentado, pero que no había modo de escapar de alguna
acción legal, dadas las numerosas normas que en aquel entonces protegían la
honra de las autoridades, aun si lo que se publicaba superaba la prueba de
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veracidad. La decisión, más bien, era otra: se publica o no se publica. Orellana y
el gerente general de la editorial, Bartolo Ortiz, decidieron publicar, respaldados
por el entonces gerente de Planeta en Argentina, Ricardo Sabanes, jefe de ambos.
Por mi parte, mostré el libro a mi hermano, el penalista Jean Pierre Matus, quien
me hizo algunas sugerencias para esquivar una posible querella por injurias, y que
acogí casi en todos sus puntos, salvo en uno: él creía que debía eliminar el pasaje
en que describo haber visto a Servando Jordán con los pantalones mojados. Su
opinión era que ese detalle se convertiría en un pájaro rojo que desviaría la
atención de los lectores hacia ese punto y no a otros aspectos más centrales e
importantes del libro. Era un consejo táctico atendible. Pero no lo obedecí por
dos razones: me pareció que esa escena era una síntesis del nivel de decadencia al
que había llegado el Poder Judicial chileno y porque no solo yo lo había visto. La
escena era tan frecuente que motivó una queja planteada por el ministro de
Justicia de Aylwin, Francisco Cumplido, ante el máximo tribunal y que él me
confirmó en una entrevista «en on». Es decir, se trataba de un hecho que había
cobrado relevancia pública y no encontré argumentos periodísticos para omitirlo.
Es cierto que para mucha gente, especialmente personas que probablemente no
leyeron el libro, ese episodio se convirtió en el pájaro rojo del que intentó
prevenirme mi hermano, pero aún pienso que de las consideraciones tácticas a la
autocensura la distancia es corta y he preferido confiar en la inteligencia y
capacidad de los lectores, antes que intentar tomarlos de la mano. En fin. Tema
para seguir debatiendo.
Finalmente, terminando el verano chileno, Carlos Orellana me anunció la
fecha de publicación del libro: martes 13 de abril de 1999. Volví a Chile con esa
emoción adolescente, mezcla de angustia y alegría, para participar de la
ceremonia en el Hotel Plaza San Francisco y con la idea de reinsertarme en el
medio chileno. Tenía planeado casarme en agosto y con mi novio habíamos
decidido establecernos en Chile.
El libro lo presentó el exjefe jurídico de la Vicaría de la Solidaridad,
Roberto Garretón, ante unas cincuenta personas, entre ellas numerosos
periodistas. Los colegas me preguntaban si no temía la aplicación de la Ley de
Seguridad del Estado. A mí me parecía que si bien el riesgo existía, era menor.
Los cálculos de la editorial eran que, en cualquier caso, pasaría un tiempo
razonable para que alguien tomara el libro y redactara un escrito. No menos de
quince días. Se había tomado el resguardo de no distribuir ejemplares antes del
Página 322
lanzamiento, para evitar que el texto llegara a manos de alguien interesado en
impedir la publicación.
Después del lanzamiento, que ocurrió a mediodía, parientes y amigos
fuimos a almorzar al Bar Nacional, para celebrar. En la tarde, di varias entrevistas
y esa noche me acosté exhausta y contenta.
Sin embargo, a la mañana siguiente el teléfono —fijo, no se habían
masificado los celulares— me despertó con la noticia de que la policía se
encontraba en las dependencias de Planeta, en calle Santa Lucía, con una orden
de incautación de todos los ejemplares. Carlos Orellana me contó, mientras
hablábamos, que en ese momento Bartolo Ortiz se dirigía con los agentes a las
bodegas de Planeta para incautar los que aún no se habían distribuido (cerca de
la mitad de esa primera edición de tres mil libros). El resto tendrían que retirarlo
librería por librería y así lo hicieron durante toda esa mañana. Años después, un
librero de la Editorial Jurídica, que estaba en calle Huérfanos, a pasos del Palacio
de Justicia, me contó que entre que escucharon la noticia de la incautación en la
radio y que llegaron agentes de Investigaciones a su local, vendieron casi todos los
ejemplares que les habían sido entregados por Planeta. Otros pocos los
escondieron debajo de las estanterías para clientes que ya los habían encargado:
principalmente jueces y abogados, así que la policía solo pudo llevarse un puñado
de libros.
En esa conversación con Orellana mi única reacción fue obvia: hay que
avisarle a la prensa, le dije. Minutos más tarde, el teléfono volvió a sonar. Esta vez
era mi hermano Jean Pierre. Un amigo suyo le había soplado que el expresidente
de la Corte Suprema, Servando Jordán, había iniciado en mi contra una querella
por el famoso artículo 6 b) de la Ley de Seguridad del Estado. «Pronto», me dijo,
«se dictará una orden de detención en tu contra». Y me expuso los escenarios: si
te reconocen irreprochable conducta anterior, te dejarán libre en un par de días,
pero sino, quedarás presa. Hasta entonces yo no había sido «procesada»
(formalizada en el lenguaje de hoy) por ningún delito, pero al menos dos causas
se habían iniciado en mi contra por mis reportajes en el Diario La Época: uno
por «sedición impropia» en la Justicia Militar y otro por injurias y calumnias,
ambos iniciados por cuenta de la Auditoría General del Ejército. Jean Pierre creía
que se podrían usar para negarme la libertad condicional. «Tienes que irte»,
sentenció. Yo me resistí inicialmente. Irme significaba, para mí, por un lado,
renunciar a defender la calidad de mi trabajo y, por otro, claro, desprenderme de
la inconfesable tentación de enfrentarme a titanes en el ring. Él me dio
Página 323
argumentos inapelables: quedarme significaba dar una batalla ya perdida, pues no
había manera de vencer a un ministro de la Corte Suprema en los tribunales, con
una ley que no admitía siquiera la prueba de verdad para repeler los cargos. Si no
me reconocían irreprochable conducta anterior, podría quedar presa un largo
período. «Los defensores de la libertad de expresión y la prensa», me dijo, «te van
a acompañar una semana, dos, un mes tal vez, pero después cada quien volverá a
sus actividades y tú seguirás encarcelada». Mientras hablábamos, Jorge, mi novio,
daba vueltas por la habitación como un león enjaulado. No podía entender lo
que estábamos viviendo. «¿No me dijiste que en tu país había democracia?», me
reprocharía luego. Jean Pierre me hizo ver los riesgos reales de quedarme, aún si
me dejaban libre después de una detención segura: estaría atrapada en un litigio,
como ya dije, con casi nulas posibilidades de éxito y que podía terminar con una
condena a cinco años de presidio; sometida a presiones que probablemente
harían añicos mis planes de trabajar en algún medio chileno y posiblemente
también los de casarme ese año. «Tú ya hiciste tu trabajo. Que otros lo
defiendan. Tienes que irte de inmediato», sentenció. Dubitativa, llamé a Carlos
Orellana y le pedí la opinión de Planeta. Si me quedaba, ¿la editorial podría
hacerse cargo del costo que eso significaría? Siempre prensé que Carlos había
consultado el tema con alguna jefatura, pero años más tarde me enteré de que
solo lo conversó con la encargada de prensa, María Elena Ansieta, la Malala. Y
me llamó con el veredicto: tienes que irte. Finalmente, mi novio tampoco quería
quedarse un segundo más, ya que temía que las peores cosas pudieran ocurrirme
si iba presa en un país prácticamente desconocido para él.
Fue así que finalmente decidí obedecer, a contrapelo. Empacamos lo más
rápido que nos fue posible y a los periodistas que no cesaban de llamar les dije
que por favor me encontraran en el aeropuerto, pues si continuaba respondiendo
a sus preguntas, no saldría nunca del departamento en que me alojaba en
Providencia. Llamé a un amigo en la Policía de Investigaciones, quien me
confirmó que hasta ese minuto aún no se dictaba la orden de detención. Pero eso
podía ocurrir en cualquier momento y, si sucedía, era posible que se me
impidiera salir de Chile. En el viaje en taxi, por las dudas, le entregué a Jorge un
papelito donde había escrito los nombres y teléfonos de algunas personas a las
que contactar en Chile y en Estados Unidos.
En el aeropuerto compramos un pasaje al destino más próximo a Chile y en
el primer vuelo disponible. Eso fue Buenos Aires, a las 14 horas. Tuvimos que
esperar poco más de una hora para abordar, tiempo que pasé conversando con los
Página 324
colegas que llegaron hasta allá enviados por sus medios. No hubo tiempo para
despedirme de mi familia, ni de los amigos. En Policía Internacional Jorge y yo
nos separamos, para que él quedara libre en caso de que se me impidiera
continuar. Afortunadamente para mí, la velocidad de respuesta de los tribunales
era todavía bastante lenta y al momento de traspasar ese control no había llegado
aún la orden de detención.
En Buenos Aires nos recibió Ricardo Sabanes y allí nos quedamos unos
días, esperando que la querella se revirtiera. Yo pensaba, todavía, que una acción
tan extrema como la tomada por un ministro de Corte Suprema que a duras
penas se había librado de la acusación constitucional, no podría mantenerse en el
tiempo. Pero estaba equivocada. Luego me enteraría de que la querella se
presentó el mismo día del lanzamiento del libro y que la mañana de la
incautación la Corte de Apelaciones de Santiago ya había designado a un
ministro especial (de fuero) para dedicarse al caso: Rafael Huerta, quien fue el
autor de la orden de incautar los libros.
Apenas un año antes, Human Rights Watch había dicho en un informe
sobre Chile que: «Es posible que este derecho —el de la libertad de expresión—,
tan fundamental para la democracia, sea más vulnerado en Chile que en ningún
otro país democrático del hemisferio occidental». Y como prueba de la fortaleza
de ese veredicto me bastó constatar en esos días cómo el proceso siguió su curso
sin alteraciones, inmune a las protestas de los parlamentarios de distinto signo
político, de los escritores, de los periodistas amordazados en tribunales, de la
presentación de escritos ante Huerta por organizaciones pro libertad de
expresión, de la protesta del estadounidense Comité de Protección de los
Periodistas, de Reporteros sin Fronteras, del relator especial para la Libertad de
Expresión de la OEA, Santiago Cantón, de la Sociedad Interamericana de la
Prensa, del Freedom Forum, de las asociaciones de periodistas argentinos,
uruguayos y puertorriqueños; en medio de la publicación periódica de alabanzas
a Chile, ejemplo de modernidad y desarrollo económico en Latinoamérica; con
Pinochet preso en Londres —que algunos consideraban el fin de la transición—
y Manuel Contreras encerrado en Punta Peuco.
Diez días después, cuando parecía insostenible continuar viviendo a
expensas de Planeta sin un horizonte claro de cuándo podría volver a Chile (salvo
que aceptara algunas propuestas afiebradas, como la de un grupo de
parlamentarios que querían ir a buscarme para ingresar conmigo a Chile y
acompañarme a presentarme ante Huerta), volví a Estados Unidos, donde podría
Página 325
vivir con mi novio y trabajar. Por supuesto, durante los dos años y medio que
permanecí allí gran parte de mi trabajo consistió en intentar, obsesivamente, que
este proceso se revirtiera. Mi hermano Jean Pierre inició, a la par con
organizaciones de defensa de la libertad de expresión, una demanda contra el
estado de Chile ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, con
sede en Washington. En tanto yo, recibí la asesoría de José Miguel Vivanco, de
Human Rights Watch, quien me sugirió que explorara la posibilidad de pedir
asilo político. Y con ese fin me puso en contacto con el destacado jurista chileno
Claudio Grossman. Grossman me transmitiría luego el ofrecimiento de José
Miguel Insulza —entonces canciller de Frei— de contratarme en el consulado de
Miami, para ayudarme con mi manutención y para que así «no tuviera» que
pedir asilo. El abogado me aclaró que él solo me transmitía el mensaje, pero que
él apoyaría la decisión que yo tomara. El ofrecimiento del canciller me pareció
insultante, porque si estaba explorando la posibilidad de pedir asilo era para dejar
en evidencia las deficiencias de la democracia chilena y en protesta por la falta de
libertad de expresión, porque trabajo, afortunadamente, podía conseguir por mis
propios medios, así que rechacé amablemente su propuesta.
En el intertanto, fueron arrestados, sometidos a proceso y encarcelados por
un fin de semana Carlos Orellana y Bartolo Ortiz. Esa medida motivó la visita a
Chile del relator especial para la libertad de expresión, Santiago Cantón. En
cuanto a mí, Huerta dictó la orden de detención de rigor y, al no encontrarme en
Chile, me declaró en rebeldía. De haber querido, podría haber pedido mi arresto
a los países asociados a Interpol.
En ese escenario, acepté el consejo de Vivanco y Grossman me puso en
contacto con una abogada especialista en inmigración, Lauren Gilbert. Ella tomó
mi caso probono y preparó la presentación que llevamos al Servicio de
Inmigración estadounidense (por entonces conocido como el INS, por sus siglas
en inglés). La oficial que nos recibió me dijo: «La estábamos esperando». En
noviembre de 1999, me llegó la notificación de que mi solicitud de asilo había
sido aceptada. Ha sido la primera y única solicitud de este tipo que ese país ha
aceptado después de que Chile recuperó la democracia.
No fueron pocas las críticas que me llegaron, por correo electrónico, por
haber tomado ese camino. «Asilo había que pedir en dictadura, cuando se
cometían crímenes atroces, no en democracia», me dijo un muy querido amigo.
Le concedí que no era comparable el nivel de violaciones a los derechos humanos
entre la dictadura y la democracia, pero mi acción no pretendía ni por lejos
Página 326
nivelar ambos regímenes, sino simplemente hacerme cargo de la violación grave
de mis derechos, al punto de que me veía impedida de vivir en mi país sin sufrir
persecución legal, pero ilegítima, pues todo lo que había hecho fue ejercer mi
derecho a la libertad de expresión y, en cuanto periodista profesional, intentar
satisfacer el derecho de los chilenos a estar informados. Esas fueron precisamente
las razones por las que se me concedió el asilo en tiempo récord y por las cuales la
Corte Interamericana aceptó la demanda contra el Estado de Chile.
A partir de la concesión de asilo, las relaciones con el gobierno de Chile
fueron tensas. Por aquel entonces, el gobierno estaba empeñado en demostrar a la
comunidad internacional que la democracia y la justicia en Chile estaban a la
altura del desafío de juzgar a Pinochet por las violaciones a los derechos humanos
cometidas bajo su régimen y demandaba a Londres —y a la justicia española que
había ordenado su captura— que lo devolvieran al país. Una libro prohibido, los
editores procesados y la autora con asilo político no en Cuba, sino en la potencia
mundial en cuyo espejo Chile se quería mirar en esos años, le hacían flaco favor a
ese propósito. Y me convertí en una piedra en el zapato, según tuve oportunidad
de constatar en varias ocasiones.
Una de ellas ocurrió en la Feria del Libro en Guadalajara, que en 1999
estuvo dedicada a Chile. El gobierno no me incluyó en la lista de autores
invitados —no tenía por qué hacerlo—, pero Planeta decidió invitarme por su
cuenta. El escritor chileno Luis Sepúlveda me acompañó en la presentación que
organizó Planeta de El libro negro y dijo que renunciaba a formar parte de la
delegación oficial en protesta por la censura que estaba sufriendo. Entre el
público, estaba el periodista Juan Pablo Cárdenas, entonces agregado de prensa
en México, quien hizo declaraciones a mi favor. En la feria recibí la solidaridad
de Faride Zerán, que me invitó a incorporarme a un panel en el que ella exponía
para contar lo que estaba sucediendo con El libro negro. Más tarde, el
vicecanciller Mariano Fernández acusaría a Faride de «abuso de confianza» por
haberme incluido en un panel al cual yo no había sido invitada. En cuanto a
Juan Pablo Cárdenas, el embajador de Chile en el país azteca, Luis Maira, le
instruyó volver de inmediato a Ciudad de México y abandonar la feria. Lo
curioso era que, al menos en términos de discurso público, el gobierno había
dicho que, sin entrometerse en el ámbito de otros poderes del Estado, lamentaba
la censura de El libro negro y que se hacía evidente la necesidad de reformar la
Ley de Seguridad. En lo personal, me sorprendió y me dolió la actitud de Maira,
Página 327
a quien había escuchado en un foro cuando yo era estudiante universitaria y me
habían cautivado su serenidad, lucidez y fortaleza para oponerse a la dictadura.
Otros momentos amargos vendrían después con motivo de la demanda
ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En una ocasión, tuve
que ir a testificar a Washington, junto al delegado del gobierno de Chile, que
debía defender al Estado frente a esa demanda. Él planteó que la solicitud —en
que yo alegaba violación de mis derechos a la libertad de expresión y a la
propiedad intelectual— debía ser rechazada, pues yo no era una perseguida en
Chile, sino que simplemente se me requería por la legislación vigente, parte del
ordenamiento jurídico chileno, y que si volvía a Chile, mi derecho a defensa
estaría garantizado. Del mismo modo, decía, la incautación de los libros no podía
entenderse como una violación a mi derecho de propiedad intelectual, porque
nadie discutía que yo era la autora de dicha obra.
El delegado se percató de que me había acompañado hasta el edificio donde
se realizaban sesiones Odette Magnet, entonces agregada de prensa en la
embajada de Washington. Y la reprendió duramente: «Tú con quién estás. ¿Con
el gobierno o con el enemigo?». No contento con eso, se quejó con el
vicecanciller Fernández y este, a su turno, reprendió al embajador Mario Artaza,
quien, sin embargo, se negó a tomar medidas contra la periodista.
Todo 1999 trabajé en El Nuevo Herald y me tocó cubrir el caso del balsero
Elián y las cuestionadas elecciones presidenciales de ese año, en particular en el
Estado de La Florida, donde me encontraba. También fui corresponsal para
medios chilenos y escribí sobre la desclasificación de documentos del
Departamento de Estado sobre Chile para el diario El Metropolitano.
Experiencias profesionales gratificantes que, no obstante, saboreé poco, pues
tenía el corazón y la mente puestas en lo que ocurriera con El libro negro en
Chile. A fines de año recibí la llamada del entonces candidato presidencial
Ricardo Lagos, quien me expresó su solidaridad y me dijo que, si era elegido
presidente, se proponía eliminar el artículo 6 b) de la Ley de Seguridad del
Estado.
Y así llegamos al año 2000. A comienzos de ese año yo me casé, en Estados
Unidos, y Lagos cumplió su promesa. Al poco de asumir como Presidente
presentó un proyecto que modificaba la Ley de Seguridad del Estado, en los
artículos más represivos de la Libertad de Expresión. La discusión parlamentaria
de aquella época es ilustrativa del sentimiento de temor que sentían diputados y
Página 328
senadores ante la posibilidad de quedar «desprotegidos» ante la modificación de
la norma. Jorge Schaulsohn, antes de los desvarios del presente, era uno de los
pocos solitarios defensores de la libertad y la transparencia. A pesar de los
remilgos, el proyecto de Lagos fue aprobado y a comienzos del 2001, promulgó
la nueva Ley de Prensa, en un acto en La Moneda en que mencionó la censura de
El libro negro como un gatillante de los cambios.
Eso fue en marzo. Yo tuve que esperar a julio para regresar a Chile, porque
hubo que persuadir al ministro de fuero que continuaba con el caso de que no
podía mantener una orden de detención sobre la base de una ley ya derogada. Un
poco más se demoró que terminara la orden de incautación de los libros que,
finalmente, a fines de ese año, fueron restituidos a Planeta.
Mientras esperaba escribí un libro sobre los episodios que aquí resumo y
contando la historia de los otros 33 procesados por Ley de Seguridad del Estado
y otros casos de censura y prohibición de libros durante la transición a la
democracia. Ese libro, para el que Carlos Orellana escogió el título poco atractivo
y críptico de Injusticia duradera, tuvo buena crítica, pero bajísima circulación.
Muchas cosas han pasado en los quince años que han corrido desde mi
regreso. Hubo cambios importantísimos tanto respecto de la justicia como de la
libertad de expresión. Cualquier portada del The Clinic y de los medios digitales
que hoy se difunden en Chile con completa normalidad, hubiera desatado
escándalo y persecución en la década de los 90. Hoy cualquiera escribe sobre los
Pinochet sin recibir represalia alguna —sin ir más lejos, yo no sufrí amenaza ni
demanda por escribir la biografía no autorizada de Lucía Hiriart—. Sin embargo,
pareciera que los ejes del poder se han movido hacia otras zonas. Los periodistas y
opinólogos no pasan por la cárcel como hace algunos años, pero aún hay maneras
efectivas y sutiles de impedir que información de relevancia pública se difunda,
todavía hay editores de medios de difusión masiva que se ponen nerviosos con la
mención de ciertos nombres al «aire» o «en pantalla», todavía hay gente que te
advierte «cuidado con lo que dices». La prensa escrita está más concentrada que
nunca y los medios digitales aún no tienen la fortaleza ni los recursos suficientes
para competir con ellos en la definición de la «agenda» diaria. Los canales de
televisión, sumergidos en su propia crisis financiera, miran con mayor libertad
hacia el pasado que el presente: ya no es raro que en los matinales se traten, por
ejemplo, temas sobre violaciones a los derechos humanos que en el pasado
estaban vedados. No obstante, todavía es más fácil que se comprometan con un
reportaje en profundidad sobre traficantes en Puente Alto, que sobre las redes de
Página 329
poder que gobiernan Chile. Una anomalía del sistema de medios es que el
periodismo de investigación —cuya temática es, por definición, algo de
relevancia pública que alguien con poder no quiere que se sepa— se hace todavía
y principalmente puertas afuera de los medios. Los periodistas de investigación
que se lucieron en dictadura trabajan, casi todos, en medios alternativos o en
otros oficios que les permitan financiar sus libros. A diferencia de lo que ocurre
en Europa o Estados Unidos, o aquí en el barrio, en Argentina, Perú y Bolivia, en
Chile es difícil envejecer haciendo periodismo investigativo en los medios de
comunicación. No tenemos, en este ámbito, siquiera nuestro niño o niña
símbolo, un caso demostrativo de los cambios, como fue en Justicia el ascenso de
Carlos Cerda a la Corte Suprema. En mi opinión, esta sequía de un periodismo
investigativo que cuestione las verdades oficiales con información de calidad es
uno de los indicativos de la fragilidad de nuestro sistema democrático.
En lo personal, me separé de Jorge Junco y con mi actual marido, Alberto
Barrera, tenemos dos preciosos hijos, Alejandro y Alberto. El Estado de Chile fue
finalmente condenado por la Comisión Interamericana, debió reconocer que mis
derechos habían sido conculcados y pagó una indemnización por ello. En 2009
volví a Estados Unidos becada por la Universidad de Harvard. Extraño, es
verdad, la vitalidad de formar parte de una sala de redacción en un medio
comprometido con la sociedad en que vive, pero trabajo en la Universidad Diego
Portales, donde tengo un amplio espacio de libertad para enseñar e investigar, y
editoriales, como Ediciones B, interesadas en publicar mi trabajo. Por eso digo,
como decía Rinaldo Rafanelli en la despedida de Sui Generis: «No se quejen,
chicos. Ya vendrán tiempos mejores».
Página 330
Bibliografía consultada
Artículos
Correa Sutil, Jorge. «The Judiciary and the Political System in Chile: The
Dilemmas of Judicial Independence during de Transition to Democracy», En
Transition to Democracy in Latin America (Stotzky, Irwin) Editorial Westview
Press.
Chaigneau del Campo, Alberto. «Evaluación del Trabajo Judicial. Editado por la
Corporación de Promoción Universitaria. Santiago, 1991.
Página 331
De Ramón Folch, Armando. «La Justicia Chilena entre 1875 y 1924». Cuadernos
de Análisis Jurídico número 12. Publicado por la Escuela de Derecho de la
Universidad Diego Portales.
Lavados Montes, Iván y Vargas Viancos, Juan Enrique. «La Gestión Judicial».
Documento para el Seminario «La Justicia en Latinoamérica y el Caribe en la
década de los 90». Santiago, 1993.
Peña G., Carlos; Verdugo, Mario; Ramírez A., José; Correa S., Jorge; Bates, Luis;
Cortés A., Joaquín «El poder Judicial en la encrucijada. Estudios acerca de la
Página 332
Política Judicial en Chile». Cuadernos de Análisis Jurídico n.º 22. Serie
seminarios, editado por la Escuela de Derecho de la Universidad Diego Portales.
Santiago, julio de 1992.
Libros
Página 333
Código Orgánico de Tribunales, República de Chile. Duodécima edición, julio de
1991. Editorial Jurídica de Chile.
Página 334
Seminario sobre la Enseñanza del Derecho Procesal. Editado por la Escuela de
Derecho de la Universidad Diego Portales. Santiago, agosto de 1992.
Vargas Viancos, Juan Enrique y Correa Sutil, Jorge. Diagnóstico del Sistema
Judicial Chileno. Editado por la Corporación de Promoción Universitaria.
Santiago, 1995.
Discursos
Revistas y diarios
Human Rights Watch. «Human Rights in Chile at the Start of the Frei
Presidency». Volumen VI. Número 6. Nueva York. Mayo de 1994.
Página 335
ALEJANDRA MARCELA MATUS ACUÑA (San Antonio, Chile, 11 de
enero de 1966) es periodista de la Universidad Católica y Master en
Administración Pública en la Harvard Kennedy School. Autora de una serie
de libros de investigación y de una novela, su trabajo ha sido premiado
nacional e internacionalmente y se consigna en varias antologías
periodísticas. Escribió, entre otros libros, el best seller de no ficción Doña
Lucía (2013), que retrata a la esposa del exdictador Augusto Pinochet y que
se ha mantenido entre los libros más vendidos desde su publicación.
Actualmente es académica de la Facultad de Comunicación y Letras de la
Universidad Diego Portales. La edición original de El libro negro de la
justicia fue censurada en 1999, lo que la llevó a vivir más de dos años como
asilada política en Estados Unidos.
Página 336
Notas
Página 337
[1] Del testimonio de uno de esos colaboradores, quien pidió reserva de
identidad. En todas las notas siguientes en que no se hace mención expresa del
nombre, existe el compromiso de la autora de mantener la identidad en reserva.
<<
Página 338
[2] Entrevista a Alejandro Hales. <<
Página 339
[3] Del testimonio de un excolaborador de Aylwin. <<
Página 340
[4] Antecedente corroborado por tres entrevistados diferentes. <<
Página 341
[5] Entrevista con Francisco Cumplido. <<
Página 342
[6] Entrevista a un ministro de la Corte Suprema. <<
Página 343
[7] Entrevista con un funcionario de la Corte Suprema. <<
Página 344
[8] De la entrevista con Francisco Cumplido, más los antecedentes recogidos por
Página 345
[9] Patricio Aylwin, discurso de inauguración de la XVII Convención de
Página 346
[10] Patricio Aylwin, discurso de inauguración de la XVII Convención de
Página 347
[11] Patricio Aylwin, discurso de inauguración de la XVII Convención de
Página 348
[12] La Nación, 25-IV-1993. <<
Página 349
[13] La Tercera, 4-IV-1993. <<
Página 350
[14] La Tercera, 12-IV-1993. <<
Página 351
[15] Código Orgánico de Tribunales (en 1993), Art. 275 <<
Página 352
[16] Código Orgánico de Tribunales (en 1993), Art. 324 <<
Página 353
[17] Código Penal, Art. 223. <<
Página 354
[18] Patricio Aylwin, discurso citado. <<
Página 355
[19] Código Orgánico de Tribunales, Art. 544. <<
Página 356
[20] Código Orgánico, op. cit., Art. 79. <<
Página 357
[21] Carlos Cerda, «Exigencias primordiales de la Jurisdicción del Presente y del
Página 358
[22] Testimonio de un ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago. <<
Página 359
[23] Testimonio de un ministro de la Corte Suprema. <<
Página 360
[24] Testimonios concordantes de oficiales de sala que trabajaban en la Corte de
Página 361
[25] Testimonios concordantes de oficiales de sala que trabajaban en la Corte de
Página 362
[26] Entrevista a dirigente de la Asociación Nacional de Magistrados. <<
Página 363
[27] Informe del fiscal Marcial García Pica en la causa 43.052-4. <<
Página 364
[28] De las grabaciones hechas por Investigaciones. <<
Página 365
[29] La Tercera, 16-VII-1997. <<
Página 366
[30] Carlos Cerda, citado en «El juez sin miedo», revista APSI n.º 415. <<
Página 367
[31] «La mano del general Forestier», APSI, n.º 354. <<
Página 368
[32] Carlos Cerda, art. cit. <<
Página 369
[33] La Época, 17-1 1991. <<
Página 370
[34] La Época, 30-1-1991. <<
Página 371
[35] Informe de los ministros Carlos Cerda, Juan Guzmán y Gloria Olivares en la
Página 372
[36] Informe de la comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, pág 95. <<
Página 373
[37] Informe de la comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, pág 95. <<
Página 374
[38] La Segunda, 6-III-1991. <<
Página 375
[39] La Época, 15-III-1991. <<
Página 376
[40] La Época, 16-IV-1991. <<
Página 377
[41] Acuerdo de la Corte Suprema, 13-IV-1991. <<
Página 378
[42] Acuerdo de la Corte Suprema, 13-IV-1991. <<
Página 379
[43] Acuerdo de la Corte Suprema, 13-IV-1991. <<
Página 380
[44] Anécdota narrada en similares términos por dos diferentes fuentes que
Página 381
[45] La Época, 18-IV-1991 <<
Página 382
[46] La Época, 18-IV-1991 <<
Página 383
[47] Francisco Cumplido, entrevista citada. <<
Página 384
[48] Francisco Cumplido, entrevista citada. <<
Página 385
[49] «Críticas a la Judicatura», en El Mercurio, 14-IX-1990. <<
Página 386
[50] Acuerdo del pleno de ministros de la Corte Suprema, 9-I-1992. <<
Página 387
[51] Acuerdo del pleno de ministros de la Corte Suprema, 9-I-1992. <<
Página 388
[52] Francisco Cumplido, entrevista cit. <<
Página 389
[53] Francisco Cumplido, entrevista cit. <<
Página 390
[54] Francisco Cumplido, entrevista cit. <<
Página 391
[55] Antecedentes aportados por abogados del foro. <<
Página 392
[56] Entrevista con Roberto Garretón. <<
Página 393
[57] Testimonios de exfuncionarios del Ministerio del Interior y de
Investigaciones. <<
Página 394
[58] Testimonios de personas con conocimiento directo de estos hechos. <<
Página 395
[59] Testimonios de un funcionario judicial con conocimiento directo de estos
Página 396
[60] Testimonios de un funcionario judicial con conocimiento directo de estos
Página 397
[61] Entrevistas con varios funcionarios judiciales. <<
Página 398
[62] El Mercurio y La Tercera, 29-VI-1997. <<
Página 399
[63] Entrevista con el abogado aludido. <<
Página 400
[64] Testimonio de Patricio Aylwin confiado a uno de sus amigos entrevistados
Página 401
[65] Código Orgánico de Tribunales, Art. 317. <<
Página 402
[66] Testimonio de un alto exfuncionario del Ministerio del Interior. Versión
Página 403
[67] Testimonio de un alto exfuncionario del Ministerio del Interior. Versión
Página 404
[68] Descripción del método usado por la esposa de Lionel Beraud en los juicios
Página 405
[69] Testimonios de ministros de la Corte de apelaciones, funcionarios que
Página 406
[70] Testimonios de personas cercanas al magistrado. <<
Página 407
[71] Antecedentes reunidos por la autora en fuentes documentales, más versiones
de testigos. <<
Página 408
[72] Antecedentes aportados por funcionarios de la Corte Suprema. <<
Página 409
[73] Antecedentes aportados por magistrados de la Corte de Apelaciones. <<
Página 410
[74] Antecedentes aportados por ministros de la Corte de Santiago y un relator de
Página 411
[75] Antecedentes aportados por el profesional, en entrevista para este libro. <<
Página 412
[76] Entrevista con Alejandro Hales. <<
Página 413
[77] Antecedentes que constan en el proceso n.º 21 y acumulada rol n.º 23” de la
Página 414
[78] Testimonio de uno de los asistentes. <<
Página 415
[79] Testimonios de funcionarios de la Corte. <<
Página 416
[80] Recreación de acuerdo con antecedentes reunidos en investigación de la
Página 417
[81] Recurso de protección 1192-93, cobro de honorarios. <<
Página 418
[82] Según versión del propio Cereceda Zúñiga, en el recurso de protección 1192-
93. <<
Página 419
[83] Hernán Cereceda, en discurso de despedida al Poder Judicial. <<
Página 420
[84] Hernán Cereceda, en discurso de despedida al Poder Judicial. <<
Página 421
[85] Según copia de ese análisis. <<
Página 422
[86] La Época, 31-X-1991. <<
Página 423
[87] La Época, 31-X-1991. <<
Página 424
[88] Antecedentes recopilados entre funcionarios del Gobierno de Aylwin. <<
Página 425
[89] Antecedentes recopilados en entrevistas a magistrados y abogados del foro. <<
Página 426
[90] Entrevistas con funcionarios de la Corte de Santiago y abogados. <<
Página 427
[91] Entrevistas con funcionarios de la corte capitalina y funcionarios del
Página 428
[92] Entrevistas con ministros de la Corte de Santiago. <<
Página 429
[93] Entrevistas con empleados de la Corte Suprema. <<
Página 430
[94] Antecedentes entregados por fuentes de Investigaciones. <<
Página 431
[95] Entrevista a testigo con conocimiento de estos hechos. <<
Página 432
[96] Entrevista con Francisco Cumplido. <<
Página 433
[97] Antecedentes obtenidos en entrevistas con Roberto Garretón y Alejandro
Hales. <<
Página 434
[98] Testimonio de un exrelator de la Corte Suprema. <<
Página 435
[99] Los antecedentes sobre parentescos fueron obtenidos por los registros
Página 436
[100] Marcos Aburto, audiencia pública de iniciación de funciones de la Corte
Página 437
[101] Entrevista con Ignacio Balbontín. <<
Página 438
[102] Ascanio Cavallo y otros. Historia oculta del régimen militar, cap. 11. <<
Página 439
[103] Ascanio Cavallo y otros. Historia oculta del régimen militar, cap. 11. <<
Página 440
[104] Testimonio de un exabogado del Consejo de Defensa del Estado. <<
Página 441
[105] Diario El Cronista, 17-VII-1976. <<
Página 442
[106] A. Cavallo, op. cit., cap. 13. <<
Página 443
[107] La Tercera, 21-XII-1979. <<
Página 444
[108] José Cánovas, Memorias de un magistrado, pág. 83. <<
Página 445
[109] Revista Hoy, 27-IV-1983. <<
Página 446
[110] Entrevista a Francisco Cumplido y datos de José Cánovas en op. cit. <<
Página 447
[111] J. Cánovas, op. cit. pág. 55. <<
Página 448
[112] Entrevista con Jaime del Valle. <<
Página 449
[113] Entrevista con Jaime del Valle. <<
Página 450
[114] Testimonio de Roberto Garretón. <<
Página 451
[115] El Mercurio, 2-III-1984. <<
Página 452
[116] Testimonio de un exfuncionario del gobierno militar. <<
Página 453
[117] «Juridicidad y constitucionalidad», clase magistral, inauguración del año
Página 454
[118] Entrevista con Sergio Onofre Jarpa. <<
Página 455
[119] Testimonio de exmiembros del gabinete del gobierno militar. <<
Página 456
[120] Testimonios de dos exministros presentes en ese consejo de gabinete. Jarpa
admite las diferencias políticas que existían entre ellos, pero niega haber tenido
intenciones de golpear a Rosende. <<
Página 457
[121] Entrevista con Jaime del Valle. <<
Página 458
[122] Según informe del ministro José Benquis, en el recurso de amparo rol 513-
Página 459
[123] Según informe del ministro José Benquis, en el recurso de amparo rol 513-
Página 460
[124] Informe a la Corte Suprema, rol 513-84 de la Corte de Apelaciones de
Página 461
[125] Oficio de la Corte Suprema n.º 08011 del 12-XI-84. <<
Página 462
[126] Expediente del recurso de amparo rol 258-85 <<
Página 463
[127] Expediente del recurso de amparo rol 258-85 <<
Página 464
[128] Expediente del recurso de amparo rol 258-85 <<
Página 465
[129] Testimonio de Roberto Garretón. <<
Página 466
[130] Testimonio de Roberto Garretón. <<
Página 467
[131] Oficio de la Corte Suprema, 29-1-1987. <<
Página 468
[132] A. Cavallo, op. cit., cap. 44. <<
Página 469
[133] Entrevista con exministra de Corte de Apelaciones. <<
Página 470
[134] Eugenio Valenzuela Somarriva, «Análisis crítico de usos y practicas judiciales
y eficiencia del Poder Judicial», en Proposiciones para una reforma del Poder
Judicial, pág. 93. <<
Página 471
[135] Eugenio Valenzuela Somarriva, «Labor jurisdiccional de la Corte Suprema»,
Página 472
[136] Juan Ignacio Amunátegui, «Por una modernización del Poder Judicial», en
Página 473
[137] Juan Ignacio Amunátegui, «Por una modernización del Poder Judicial», en
Página 474
[138] Hernán Correa de la Cerda, «Proposiciones para una Escuela Judicial», en
Página 475
[139] Entrevista con exministra de Corte de Apelaciones. <<
Página 476
[140] El Mercurio, 2-III-1986. <<
Página 477
[141] Entrevista con María Inés Horvitz. <<
Página 478
[142] Entrevista con Víctor Hugo Rojas. <<
Página 479
[143] Revista Solidaridad, n.º 276. <<
Página 480
[144] Testimonio de un exalto funcionario de esa institución. <<
Página 481
[145] Enrique Paillás, entrevista en revista Análisis 19-XII-1988. <<
Página 482
[146] La Segunda, 14-XII-1988. <<
Página 483
[147] La Segunda, 14-XII-1988. <<
Página 484
[148] La Segunda, 4-III-1989 <<
Página 485
[149] El Mercurio, 2-1-1989. <<
Página 486
[150] APSI, n.º 285, 2-1-1989. <<
Página 487
[151] Testimonio de un exalto funcionario de la Vicaría de la Solidaridad. <<
Página 488
[152] El Mercurio, 2-III. 1989. <<
Página 489
[153] Acuerdo de la Corte Suprema citado por Carlos Peña, en «Poder Judicial y
Página 490
[154] El Mercurio, 2-III-1989. <<
Página 491
[155] Testimonio de un exministro del gobierno militar. <<
Página 492
[156] El Mercurio, 2-III-1988. <<
Página 493
[157] Testimonio de un exministro del gobierno militar. <<
Página 494
[158] Testimonio de un exministro del gobierno militar. <<
Página 495
[159] Según descripción de exabogado del Consejo de Defensa del Estado bajo
Página 496
[160] El Mercurio, 28-IX-1989. <<
Página 497
[161] Huidobro, Vicente, «Balance patriótico», revista Acción, n.º 4, 8-VII-1925.
Citado por Mario Góngora, en Ensayo histórico sobre la noción del Estado en Chile,
Editorial Universitaria, Santiago, 1984. <<
Página 498
[162] Armando De Ramón, «Tres momentos de la Historia Judicial Chilena», en
Página 499
[163] «Nota para el estudio de la Criminología y la Penalogía en Chile colonial
Página 500
[164] «Un expediente Modelo», en «Nota para el estudio de la Criminología y la
Página 501
[165] «Un expediente Modelo», en «Nota para el estudio de la Criminología y la
Página 502
[166] «Un expediente Modelo», en «Nota para el estudio de la Criminología y la
Página 503
[167] Armando De Ramón, op. cit., pág. 291. <<
Página 504
[168] Armando De Ramón, op. cit., pág. 313. <<
Página 505
[169] Domingo Santa María, citado en De Ramón, op. cit., pág. 314. <<
Página 506
[170] Aquiles Vergara, «Ibáñez, César criollo», págs. 171 y ss, citado por A. De
Página 507
[171] Hugo Frühling, «Poder Judicial y Política en Chile»; en La Administración
Página 508
[172] Carlos Peña, «Poder Judicial y Sistema Político. Las políticas de
Página 509
[173] José Cánovas. Memorias de un magistrado, Ed. Emisión, Santiago, pág. 12.
<<
Página 510
[174] José Cánovas. Memorias de un magistrado, Ed. Emisión, Santiago, pág. 20.
<<
Página 511
[175] José Cánovas. Memorias de un magistrado, Ed. Emisión, Santiago, pág. 20.
<<
Página 512
[176] Carlos Peña: op. cit., pág. 24. <<
Página 513
[177] Eduardo Novoa Monreal, Mensaje, Santiago, marzo-abril 1970. <<
Página 514
[178] El Mercurio, 2-III-1970. <<
Página 515
[179] Equipo Poblacional del Centro de Desarrollo Urbano y Regional (CIDU), El
Página 516
[180] Testimonio del funcionario. <<
Página 517
[181] Entrevista con un ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago. <<
Página 518
[182] Entrevistas con testigos. <<
Página 519
[183] José Cánovas, op. cit., Memorias de un magistrado, pág. 63. Aunque no
Página 520
[184] El Mercurio, 14-IX-1973. <<
Página 521
[185] El Mercurio, 14-IX-1973. <<
Página 522
[186] El Mercurio, 14-IX-1973. <<
Página 523
[187] La Tercera, 15-IX-1973. <<
Página 524
[188] La Tercera, 26-IX-1973. <<
Página 525
[189] Contado por el vecino a la autora. <<
Página 526
[190] El Mercurio, 2-111-1974. <<
Página 527
[191] El Mercurio, 2-111-1974. <<
Página 528
[192] El Mercurio, 2-111-1974. <<
Página 529
[193] El Mercurio, 2-111-1974. <<
Página 530
[194] Peña, Carlos. «Poder Judicial y sistema político. Las políticas de
Página 531
[195] El Mercurio, 2-III-1974. <<
Página 532
[196] Testimonios de ministros de la Corte de Apelaciones de Santiago. <<
Página 533
[197] Según estudio del Colegio de Abogados a cuyos borradores tuvo acceso la
autora. <<
Página 534
[198] El Mercurio, 2-111-1975. <<
Página 535
[199] Expediente del proceso rol n.º 3.805, por «Inhumación ilegal y otros», foja
1.029. <<
Página 536
[200] Vial Correa, Gonzalo. «Consejo de Defensa del Estado, 100 años de
Página 537
[201] Testimonios de testigos más datos recogidos en medios de prensa. <<
Página 538
[202] Vial Correa, Gonzalo, op. cit., pág. 89. <<
Página 539
[203] Recreación según entrevista a testigo que pidió reserva de identidad. <<
Página 540
[204] Testimonio de testigo. <<
Página 541
[205] La Tercera, 24-IV-1973. <<
Página 542
[206] Expediente rol n.º 3.805, foja 1.171. <<
Página 543
[207] Expediente rol n.º 3.805, foja 1.161 vuelta y ss. <<
Página 544
[208] Expediente rol n.º 3.805, foja 1.161 vuelta y ss. <<
Página 545
[209] Expediente rol n.º 3.805, Registra varios otros testimonios. <<
Página 546
[210] Testimonio de testigo. <<
Página 547
[211] Entrevista con Roberto Garretón. <<
Página 548
[212] José Cánovas, op. cit., pág. 77. <<
Página 549
[213] El Mercurio, 2-111-1978. <<
Página 550
[214] El Mercurio, 2-III-1979. <<
Página 551
[215] Entrevista con Roberto Garretón. <<
Página 552
[216] Entrevista con Roberto Garretón. <<
Página 553
[217] Entrevista con Roberto Garretón. <<
Página 554
[218] Antecedentes que constan en la Fundación Documentación y Archivo de la
Página 555
[219] Antecedentes que constan en la Fundación Documentación y Archivo de la
Página 556
[220] Consejo de Guerra rol n.º 21-74 en Linares, en «Jurisprudencia. Delitos
Página 557
[221] Consejo de Guerra rol n.º 21-74 en Linares, en «Jurisprudencia. Delitos
Página 558
[222] Consejo de Guerra rol n.º 21-74 en Linares, en «Jurisprudencia. Delitos
Página 559
[223] En fallo de la Corte Suprema, la queja rol n.º 6.603. <<
Página 560
[224] Corte Suprema, apelación al amparo n.º 170-74 de la Corte de Apelaciones
de Santiago. <<
Página 561
[225] Corte Suprema, contienda de competencia rol n.º 18.720. <<
Página 562
[226] Corte Suprema, recurso de queja rol n.º 7.633-74. <<
Página 563
[227] Entrevista con Roberto Garretón. <<
Página 564
[228] Antecedentes del caso recogidos en el recurso de amparo rol 1020-76 de la
Página 565
[229] Rol cit. <<
Página 566
[230] Amparo rol 1020-76, foja 79 vta. <<
Página 567
[231] Amparo rol 1020-76, declaración en foja 76 y constancia en el Libro de
Página 568
[232] Amparo rol 1020-76, foja 13. <<
Página 569
[233] Amparo rol 1020-76, foja 110. <<
Página 570
[234] Amparo rol 1020-76, foja 110. <<
Página 571
[235] Amparo rol 1020-76, foja 110. <<
Página 572
[236] Oficio 0484, 4-II-1977. <<
Página 573
[237] Oficio del presidente de la república al juez militar de Santiago, 22-III-1977
. <<
Página 574
[238] Corte Suprema, resolución ante oficio de la Corte de Apelaciones,
7-IV-1977. <<
Página 575
[239] Recurso de amparo rol 1020-76, foja 116. <<
Página 576
[240] Corte Suprema, resolución de 22-VII-1977. <<
Página 577
[241] Presentaciones de la Vicaría de la Solidaridad obtenidas de la compilación
Página 578
[242] Presentaciones de la Vicaría de la Solidaridad obtenidas de la compilación
Página 579
[243] Presentaciones de la Vicaría de la Solidaridad obtenidas de la compilación
Página 580
[244] Presentaciones de la Vicaría de la Solidaridad obtenidas de la compilación
Página 581
[245] Entrevista con magistrado de la Corte de Apelaciones de Santiago. <<
Página 582
[246] Proceso rol 1.053-74 de la Segunda Fiscalía Militar de Santiago y recurso de
Página 583
[247] Informe del director general de prisiones a la Segunda Fiscalía Militar, en
Página 584
[248] Testimonio de Mariana Abarzúa de Silberman, según registro de la
Página 585
[249] Recurso de amparo rol n.º 1053-74. <<
Página 586
[250] Testimonio de Mariana Abarzúa cit. <<
Página 587
[251] Entrevista con ministro de la Corte Suprema. <<
Página 588
[252] Entrevista con ministro de la Corte Suprema. <<
Página 589
[253] Causa rol 1.053-74 de la Segunda Fiscalía Militar de Santiago. <<
Página 590
[254] Causa rol 1.053-74 fojas 134 de la Segunda Fiscalía Militar de Santiago. <<
Página 591
[255] Causa rol 1.053-74 fojas 134 de la Segunda Fiscalía Militar de Santiago. <<
Página 592
[256] Sentencia del juez militar de Santiago del 20-X-1976. <<
Página 593
[257] El Mercurio, 2-III-1975. <<
Página 594
[258] El Mercurio, 2-III-1975. <<
Página 595
[259] La Tercera, 24-VIII-1975. <<
Página 596
[260] Investigaciones judiciales posteriores a 1990 han constatado que se trató de
Página 597
[261] Entrevistas con Lautaro Videla y testigos. <<
Página 598
[262] Entrevistas con Lautaro Videla y testigos. <<
Página 599
[263] Hasta ese momento, el gobierno solo reconocía como centros de detención
Página 600
[264] El Mercurio, 2-III-1976. <<
Página 601
[265] Entrevista con Roberto Garretón. <<
Página 602
[266] Fallo de la Corte Suprema sobre la petición de ministro en visita para 383
Página 603
[267] El Mercurio, 2-111-1977. <<
Página 604
[268] Presentación de la Vicaría de la Solidaridad en 1977, según consta en la
Página 605
[269] «Lo que Usted quiere saber», Canal 5 de Valparaíso, 29-IX, según registro
Página 606
[270] Enrique Lafourcade no recuerda la entrevista, pero asegura que el pasaje
Página 607
[271] Entrevista con el protagonista. <<
Página 608
[272] Qué Pasa, n.º 236. <<
Página 609
[273] Expedientes y un informe sobre el caso, «Cuadernos Jurídicos» de la Vicaría
Página 610
[274] Expedientes y un informe sobre el caso, «Cuadernos Jurídicos» de la Vicaría
Página 611
[275] Las lesiones fueron confirmadas por un informe del Servicio Médico Legal,
el 5 de mayo. <<
Página 612
[276] «Cuadernos Jurídicos», número cit. <<
Página 613
[277] «Cuadernos Jurídicos», número cit. <<
Página 614
[278] Entrevista con exfuncionario de la Vicaría de la Solidaridad. <<
Página 615
[279] Antecedentes proporcionados por la Fundación de Documentación y
Página 616
[280] Antecedentes proporcionados por la Fundación de Documentación y
Página 617
[281] Antecedentes proporcionados por la Fundación de Documentación y
Página 618
[282] Antecedentes proporcionados por la Fundación de Documentación y
Página 619
[283] Entrevista con exconsejero de la Vicaría de la Solidaridad. <<
Página 620
[284] Carlos Peña, op. cit. <<
Página 621
[285] Entrevista con Roberto Garretón. <<
Página 622
[286] El Mercurio, 15-VI-1997. <<
Página 623
[287] Entrevista a observadores del Gobierno. <<
Página 624
[288] El Mercurio, 2-III-1997. <<
Página 625
[289] El Mercurio, 8-III-1997. <<
Página 626
[290] Entrevista al ministro Francisco Cumplido. <<
Página 627
[291] Entrevista a la ministra Dobra Luksic. <<
Página 628
[292] La Época, 13-VII-1997. <<
Página 629
[293] Excepcionalmente, a petición de la fuente informativa, se dan cambiados los
Página 630
[294] Rubén Galecio Gómez, disertación en el Colegio de Abogados el 15 de julio
Página 631
[*] Nota a la nueva edición: La ministra Violeta Guzmán Farren falleció en 2000,
Página 632
[*] Nota a la nueva edición: Mario Acuña Alarcón falleció en 2000, a los 63 años.
Página 633
[*] Nota a la nueva edición: La justicia ha avanzado en aclarar que Contreras
Maluje estuvo detenido en un cuartel secreto conocido como «La Firma» y que
huyó cuando los agentes intentaban usarlo para atrapar a otros compañeros con
los que debía reunirse en calle Teatinos. Su paradero continúa siendo
desconocido. <<
Página 634
Índice de contenido
Cubierta
Palabras preliminares
Página 635
La visión crítica de los académicos
Las causas económicas
El apogeo del fiscal Torres
Una crítica a la justicia militar
La «ley caramelo»
Página 636
Epílogo a la nueva edición. Asilada
Bibliografía consultada
Sobre la autora
Notas
Página 637
Página 638