Portavoz de La Gracia: Cristo en La Cruz
Portavoz de La Gracia: Cristo en La Cruz
Portavoz de La Gracia: Cristo en La Cruz
la Gracia Número 36
Cristo en la cruz
“Llevó él mismo
nuestros pecados en
su cuerpo sobre el madero”.
1 Pedro 2:24
Nuestro propósito
“Humillar el orgullo del hombre, exaltar la gracia
de Dios en la salvación y promover santidad
verdadera en el corazón y la vida”.
Portavoz de la Gracia
36
Cristo en la cruz
Contenido
El significado de la cruz de Cristo .................................................. 3
J. C. Ryle (1816-1900)
CHAPEL LIBRARY
2603 West Wright Street
Pensacola, Florida 32505 USA
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L
A CRUZ es una expresión usada en más de un sentido en la Bi-
blia. ¿Qué quiso decir san Pablo cuando escribió: “Lejos esté de
mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” en la
Epístola a los Gálatas? Éste es el punto que quiero examinar de cerca y
dejar en claro ahora.
La cruz significa, a veces, la cruz de madera en la cual el Señor Jesu-
cristo fue clavado y ejecutado en el Monte Calvario. Esto es lo que san
Pablo tenía en mente cuando le dijo a los filipenses que Cristo “se hu-
milló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de
cruz” (Fil. 2:8). Ésta no es la cruz en la que se gloriaba san Pablo. Se
hubiera horrorizado ante la idea de gloriarse en un simple tronco de
madera. No me cabe duda que hubiera denunciado la adoración cató-
lico-romana del crucifijo como profana, blasfema e idólatra.
Cuando la Biblia usa la expresión “la cruz”, a veces, se refiere a las
aflicciones y pruebas que los creyentes en Cristo tienen que sufrir por
seguir fielmente a Cristo. Éste es el sentido en que nuestro Señor usa
la palabra en Mateo 10:38 diciendo: “El que no toma su cruz y sigue en
pos de mí, no es digno de mí”. Éste no es tampoco el sentido en que
Pablo usa la palabra cuando escribe a los gálatas. Conocía bien esta
cruz; la cargaba con paciencia. Pero no es a la que se refiere aquí.
La cruz significa también, en algunos lugares, la doctrina de que
Cristo murió por nuestros pecados en la cruz; la expiación que realizó
por los pecadores sufriendo por ellos en la cruz: el sacrificio completo
y perfecto por el pecado que ofreció cuando entregó su propio cuerpo
para ser crucificado. En suma, en esta [frase] específica, “la cruz”, se
refiere a Cristo crucificado: el único Salvador. Éste es el sentido en el
cual Pablo usa la expresión cuando le dice a los corintios: “La palabra
de la cruz es locura a los que se pierden” (1 Co. 1:18). En el mismo
sentido, lo usó cuando le escribió a los gálatas: “Lejos esté de mí glo-
riarme, sino en la cruz” (Gá. 6:14). O sea, “no me glorío en nada, sino
en Cristo crucificado, quien logró desde la cruz, la salvación de mi
alma”.
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1
Catolicidad – Universalidad.
LA CRUCIFIXIÓN DE JESUCRISTO
F. W. Krummacher (1796-1868)
“Mas Jehová está en su santo templo;
calle delante de él toda la tierra” (Habacuc 2:20).
S
EAN estas palabras del profeta Habacuc, el lenguaje de nuestro
corazón al entrar en el Lugar Santísimo de la historia del evange-
lio.
El más solemne de todos los días en Israel era el gran Día de Expia-
ción2 (Lv. 23:27), el único día en el año cuando el sumo sacerdote en-
traba en el Lugar Santísimo del templo. La Ley dictaba que antes de
acercarse a ese misterioso santuario, debía quitarse su vestidura costosa
y arroparse de pies a cabeza con una ropa simple de lino blanco. Luego,
tomaba en su mano la vasija con la sangre sacrificial y, con sobrecogi-
miento santo, abría el velo a fin de, humilde y devotamente, acercarse
al trono de gracia para rociar la sangre expiatoria. No permanecía en
el Lugar Santísimo ni un minuto más de lo necesario para cumplir con
su ritual sacerdotal. Luego salía y se presentaba al pueblo y, en nombre
de Jehová, anunciaba gracia y perdón a cada alma penitente3.
Veremos ahora, éste, muy significativo, acto simbólico, totalmente
cumplido en la realidad. El inmaculado Jesús −del cual, por intención
divina, todo el sacerdocio del Antiguo Testamento, era una sombra o
tipo− se esconde detrás del grueso velo de una creciente humillación
y agonía, lleva en sus manos su propia sangre para poder mediar4 ante
Dios el Padre. Realiza y cumple todo lo que Moisés incluyó en el ser-
vicio figurativo del tabernáculo. Nunca comprenderemos totalmente
con nuestro limitado intelecto, la manera precisa cómo esto se cumplió,
pero lo cierto es que finalmente, obtuvo Él, nuestra redención eterna.
Volvamos, una vez más, al camino de la cruz y, en espíritu, unámo-
nos a la multitud que avanza hacia el lugar de la crucifixión. Están
pasando por los sepulcros rocosos de los reyes de Israel. Los monarcas
2
Expiación – Acción de efectuar una reconciliación por medio de pagar la deuda por una
ofensa. La palabra se usa en referencia a la culpa del pecado. Expiar es quitar o cubrir la
culpa del pecado.
3
Penitente – Sentir culpa, con el propósito serio de redimir el pecado de la mala acción.
4
Mediar –Ser intermediario; intervenir entre dos partes hostiles con el fin de restaurar una
relación a la armonía y unión entre ambas.
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Gehena – Valle cerca de Jerusalén usado para quemar continuamente la basura. Por eso, una
figura del infierno.
La crucifixión de Jesucristo 9
vemos apenas las primeras germinaciones del despertar divino del fu-
turo reino del Sufriente divino. ¡Estos pocos serán seguidos por una
multitud que nadie jamás podrá contar!
Después de esta rápida mirada retrospectiva a los acompañantes del
Salvador, volvamos a sumarnos a la multitud. Unos pasos más y llega-
mos al final del horrible peregrinaje. ¿Dónde nos encontramos ahora?
Nos encontramos de pie en la cima del Monte Calvario, Gólgota6; nom-
bre horrendo, el vocablo del punto más trascendental y terrible sobre
toda la tierra… El lugar, tan lleno de horrores, se transforma en “el
monte de dónde viene nuestro socorro”, cuyos misterios, muchos reyes
y profetas querían ver, pero no pudieron. Sí, en este terrible monte
nuestros rosales florecerán y brotarán nuestros manantiales de paz y
salvación. La columna de nuestro refugio se levanta en esta cumbre. La
Betania de nuestro reposo y eterno descanso aparece aquí a nuestra
vista. De cierto que los de antaño tenían razón en aseverar que el Monte
Calvario formaba el centro de toda la tierra porque es el lugar de
reunión donde los redimidos, aunque separados físicamente por tierra
y mar, se reúnen en espíritu todos los días para saludar a cada uno con
el ósculo santo…
En aquel fatídico monte termina la carrera terrenal del Señor de la
gloria. Detengamos en Él nuestra mirada, pues es el único árbol verde,
sano y fructífero sobre la tierra, el hacha está puesta a su raíz (Mt. 3:10).
¡Qué testimonio contra el mundo y qué contradicción aniquiladora a
todo el que lleva el nombre de Dios y la divina Providencia, si no en-
contró su solución en el misterio de la expiación representativa! De-
tengamos en Él nuestra mirada; allí está, cubierto de heridas y ver-
güenza, apenas reconocible entre los malhechores que lo rodean. Pero
tengamos paciencia; dentro de pocos años, la Jerusalén que rechazó
glorificarlo, −al Hijo amado del Altísimo, a quien nadie puede agredir
sin impunidad−, será un montón de ruinas humeantes… Pero antes
de que esto suceda, tiene que ocurrir una catástrofe horrible. La vida
del mundo, sólo surge de la muerte del Justo. La hora de su bautismo
de sangre ha llegado.
¡Ay! ¡Ay!, ¿qué es lo que está pasando ahora en ese sangriento monte?
Cuatro hombres inhumanos, endurecidos y capaces de las peores atro-
cidades, se acercan al Santo de Israel y primero le ofrecen lo que se
acostumbra en las ejecuciones: Una poción estupefaciente de vino y
6
Gólgota – Nombre de un cerro en las afueras de Jerusalén donde Jesús fue crucificado; lla-
mado así, aparentemente, porque tenía una forma que parecía una calavera.
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Garante – El que asume la responsabilidad de pagar la deuda de otro.
La crucifixión de Jesucristo 11
han privado la zarza celestial del bálsamo para que desprenda su per-
fume. Sí, han traspasado el edicto contra nosotros y lo han clavado al
madero (Co. 2:14) y al herir al Justo, han herido la cabeza de la ser-
piente antigua (Gn. 3:15).
Nadie se engañe respecto a Aquel que fue clavado en la cruz. Esas
manos traspasadas bendicen con más poder que cuando se movían li-
bremente y sin obstáculos. Son las manos de un maravilloso Arquitecto
que está edificando la estructura de su Iglesia eterna; sí, son las manos
de un Héroe, que le quita al hombre fuerte todo su botín después de
haberlo atado (Mt. 12:29). No hay ninguna ayuda o salvación [excepto]
de estas manos. Y estos pies que sangran, pisan con más poder que
cuando un grillete impedía sus pasos. Nada nace ni florece en el
mundo, excepto bajo las huellas de estos pies. Lo peor ha sido cum-
plido y las palabras proféticas del salmo que dice “horadaron mis ma-
nos y mis pies” (Sal. 22:16), se han hecho realidad. El pie de la cruz es
luego arrimado al pozo excavado para ella. Hombres fuertes tiran de la
soga atada a la parte superior del madero y empiezan a jalar; y la cruz
con su víctima, se va levantando a todo lo alto. De esta manera, la tierra
rechaza de su faz, al Príncipe de vida, y, según parece, el cielo también
lo rechaza.
Pero dejaremos que caiga el telón sobre estos horrores. ¡A Dios gra-
cias! En esa escena de sufrimiento, el Sol de gracia se levanta por sobre
el mundo pecador y el León de Judá asciende a la región de los espíritus
que tienen el poder del aire a fin de, en un conflicto misterioso, desar-
marlos eternamente en nuestro nombre.
Mira qué espectáculo se presenta ahora: Es el momento cuando la
cruz es levantada, un flujo carmesí desciende de las heridas del Jesús
crucificado. Éste es su legado a su Iglesia. Le agradecemos semejante
herencia. Cae sobre desiertos espirituales que entonces florecen como
la rosa. La rociamos en los postes de nuestro corazón poniéndonos a
salvo de los destructores y los ángeles vengadores (Éx. 12:22-23).
Donde esta lluvia cae, brotan los jardines de Dios, los lirios florecen;
lo que era negro se transforma en blanco en el flujo purificado, y lo que
estaba contaminado se transforma en puro como la luz del sol. No hay
ninguna posibilidad de florecer sin ella: nada de crecimiento ni verdor,
sino que todo es desolación, aridez y muerte.
Levantada está la misteriosa cruz, una roca contra la cual rompen
las propias olas de la maldición. Aquel que, misericordiosamente con
su pueblo, dirigió su juicio contra Él mismo, cuelga en medio de pro-
funda oscuridad. Aun así, sigue siendo la Estrella de la Mañana que
anuncia al mundo un día de descanso eterno. Aunque rechazado por el
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sobre nuestras tinieblas y nos conduce por una senda de dolor como
una columna de fuego. ¡Oh, que su luz serena brille siempre sobre
nuestra senda al pasar por el valle de lágrimas y −como árbol de liber-
tad y de vida− arraigue profundamente sus raíces en nuestra alma!
¡Aceptado por fe, caiga el fruto celestial en nuestro regazo, y dé calor y
expanda nuestro corazón y mente debajo de su sombra!
Tomado de El Salvador sufriente (The Suffering Savior), Gould and Lincoln, 1857.
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Cristo crucificado es la suma del evangelio y contiene todas sus riquezas. Pablo
estaba tan impactado por Cristo que nada más dulce que Jesús podía salir de su
pluma y sus labios. Se ha observado que la palabra Jesús aparece quinientas veces
en sus epístolas. —Stephen Charnock
“Dios es amor” (1 Jn. 4:8, 16) son palabras que proclama la cruz con letras de
luz viviente. Es cierto que fue una manifestación terrible de justicia, una expresión
solemne de santidad, una vindicación dura de la verdad y una demostración sobre-
cogedora de poder en la cruz de Jesús; pero el amor divino las sobrepasó y las
eclipsó a todas. La cruz de Jesús es un retrato de amor, un exponente del amor, el
sacrificio de amor; el lugar donde esta planta divina del cielo en el alma del cre-
yente profundiza más su raíz, revela su más rica belleza y aspira su fragancia más
dulce. —Octavius Winslow
El lugar del amor para nutrición y crecimiento es a los pies de la Cruz. ¿Dónde
debe reposar nuestro corazón amante de Cristo, sino donde sangró el corazón de
Cristo? Nuestro corazón no debe sentir ningún imán tan poderoso como la cruz de
Jesús, ninguna atracción como la del Crucificado. —Octavius Winslow
LA GLORIA DE LA CRUZ
Solomon Duytsch (1734-1794)
“Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo,
por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14).
E
N su carta a los gálatas, el apóstol Pablo había defendido la doc-
trina de la gracia que él predicaba. En esa carta, enfatiza que el
pecador escogido tiene que ser justificado por la fe en Jesucristo
sin las obras de la Ley. Refuta firmemente las enseñanzas de los predi-
cadores hipócritas que afirmaban que la Ley era la base de la justifica-
ción. Procede ahora a instar a los gálatas a que permanezcan firmes en
su libertad cristiana. Les habla de su gran amor por ellos que lo llevó a
escribirles con su propio puño y letra esta carta tan importante.
Principalmente, expone el propósito verdadero de los predicadores
de la Ley que buscaban su propia gloria. Ahora, en las palabras de
nuestro texto, les declara la base de lo que él se gloría: “Pero lejos esté
de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien
el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo”.
¡Oh! ¡Cristo crucificado y ahora glorificado, derrama sobre nosotros
ese Espíritu de Vida del que te hiciste merecedor por tu muerte en el
madero, para que podamos nosotros elevar este canto de alabanza en
tu honor!: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro
Señor Jesucristo. Amén”.
Al considerar esta porción de las Escrituras, me propongo dos cosas:
I. Explicar las palabras y II. Demostrar cómo estas palabras cumplen
el propósito que el Apóstol tenía en mente.
I. EXPLICACIÓN DE LAS PALABRAS: Al explicar las palabras
del texto, notemos que: A. Pablo honra a Dios gloriándose en la cruz
de Cristo y B. Pablo da testimonio con respecto [al fruto que había dado
en su vida] a través de la cruz de Cristo.
A. El Apóstol afirma que la base de su gloriarse es doble: 1. Negativo,
aquello en lo que no debe gloriarse y 2. Positivo, aquello en lo que sí
debe gloriarse.
1. Negativamente. Se expresa con firmeza diciendo: “Lejos esté de mí
gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”. Gloriarnos es
la expresión de nuestra actitud respecto de algo que poseemos y valo-
ramos mucho y que, con gusto, contamos a otros con la esperanza de
La gloria de la cruz 15
como base para gloriarse. Había aprendido que la única base para glo-
riarse era el conocimiento y la comunión con Dios y Cristo. Por gracia,
había aprendido a estimar “todas las cosas como pérdida por la exce-
lencia del conocimiento de Cristo Jesús [su] Señor” (Fil. 3:8).
b. Podía gloriarse en su conversión maravillosa y sus beneficios como cris-
tiano. Él, que había sido blasfemo, perseguidor y opresor de los que
creían en Cristo, había recibido misericordia. Se había convertido de
una manera extraordinaria: Camino a Damasco, respirando amenazas
contra la Iglesia, viajando con toda rapidez y lleno de furia para llevar
a cabo su plan de apresar a más discípulos de Dios, cuando de pronto,
ese Cristo a quien perseguía, lo detuvo en su loca persecución al apa-
recer gloriosamente ante él (Hechos 9). No encontramos ningún otro
ejemplo de una conversión como esa. Podía testificar de cómo fue arre-
batado al tercer cielo y de haber escuchado palabras inefables que no
le es dado al hombre expresar (2 Co. 12:2-4).
De estas cosas se podía gloriar, pero en lugar de minimizar el estado
de gracia de hermanos cristianos por hablar de esta experiencia excep-
cional, dijo: “Lejos esté de mí gloriarme en estas cosas”. De hecho, oca-
sionalmente, relata estas cosas que le sucedieron en los tratos de Dios
con él; pero era para alentar y confortar a pecadores convencidos de
pecado desalentados, al punto de la desesperación. A esas almas que
eran lanzadas de acá para allá y que pasaban por terribles batallas in-
teriores, para que no se desanimaran, les dijo: “Palabra fiel y digna de
ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los
pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Ti. 1:15).
c. Podía gloriarse en su llamado como apóstol y los beneficios de tal dis-
tinción. Realmente era vaso escogido para proclamar a Cristo el Salva-
dor a los paganos, a los reyes de la tierra y a Israel. Dios lo había apar-
tado para esta obra y preparado por gracia para proclamar el evangelio
del Hijo de Dios a los gentiles. ¿No es éste el honor más grande que
puede recibir un hombre? ¿Hay algún honor en el mundo que puede
compararse con éste? ¿[Puede haber] un privilegio más grande que ser
escogido por Dios para salvación y luego ser llamado, preparado y ca-
pacitado para presentar a Jesucristo como el único y suficiente Salva-
dor al judío y al gentil?
A pesar de estos grandes privilegios que tenía, el Apóstol no se exal-
taba a sí mismo por ellos por sobre sus hermanos apóstoles, sino que lo
adjudicaba todo a Dios. También sobre esto dijo: “Pero lejos esté de mí
gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”.
La gloria de la cruz 17
8
Martín Lutero (1483-1546) – Monje católico-romano alemán, teólogo, profesor universitario
y reformador de la Iglesia, cuyas ideas inspiraron la Reforma Protestante y cambiaron el
curso de la civilización de occidental.
18 Portavoz de la Gracia • Número 36
la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es,
a nosotros, es poder de Dios”. Esta opinión es digna de ser respetada,
especialmente por las palabras de Pablo en el versículo 12 del capítulo
del que tomamos nuestro texto, donde dice: “Todos los que quieren
agradar en la carne, éstos os obligan a que os circuncidéis, solamente
para no padecer persecución a causa de la cruz de Cristo”. Éste es el
evangelio de Cristo. Notemos el contraste: Los predicadores hipócritas
de la Ley anhelaban paz y descanso; no les gustaba la persecución que
sufrían los que predicaban el evangelio de Cristo. Pero por otro lado,
Pablo identifica como el fundamento, la base de su presunción, de su
gloriarse, precisamente en esa cruz de Cristo, es decir, en el evangelio
de Cristo que él predicaba…
Sin embargo, mientras que todo lo antedicho no debe ser excluido,
coincido con el gran Calvino9 en que Pablo, quien había determinado
no interesarse en conocer nada más que Cristo y a Él en la cruz. Me
inclino a creer esto porque Pablo, en la mayoría de sus epístolas, al ha-
blar de la cruz, lo hace refiriéndose especialmente, al sufrimiento de
Cristo en la cruz (Ef. 2:16; Col. 1:20; He. 12:2). [Me inclino a creer esto]
también porque, en contraste, no dice en nuestro texto simplemente
“en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”, como lo hace en el versículo
12, sino que en nuestro texto enfatiza que desea gloriarse en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo. Con este énfasis, declara que él y sus herma-
nos creyentes comparten el sufrimiento y la bendición del fruto del su-
frimiento de Cristo en la cruz; que por la gracia de Dios eran tan pri-
vilegiados, y querían ahora poner toda la esperanza de salvación y la
base de gloriarse sólo en esa cruz.
Quiere significar (me parece a mí): Anhelo gloriarme, no como lo
hacen tantos cristianos, sólo en la cruz de Cristo, en un Salvador com-
pleto, en el ungido de Dios, en el Gran Profeta, en un Sumo Sacerdote
misericordioso, en el Rey de Reyes10; sino en la cruz de Jesucristo nues-
tro Señor −nuestro Señor, quien los libró a ustedes y me libró a mí, oh
creyentes de Galacia, de la maldición de la Ley, del dominio del pe-
cado, del poder de Satanás, de la ira de Dios y nos compró para ser
suyos por su sangre preciosa que derramó en Getsemaní y en el Gól-
gota. Esto hizo por ustedes y por mí que por naturaleza éramos peca-
dores merecedores del infierno. Nuestro Señor, quien reconcilió con
9
Juan Calvino (1509-1564) – Padre de la teología reformada. Durante su ministerio de casi
veinticinco años en Génova, Calvino enseñaba teología y predicó un promedio de cinco
sermones por semana, además de escribir un comentario sobre casi todos los libros de la
Biblia. Nacido en Noyon, Picardía, Francia.
10
Ver Portavoz de la Gracia N° 15: La obra de Cristo. Disponible en CHAPEL LIBRARY.
La gloria de la cruz 19
Dios a judíos, igual que a los gentiles en un solo cuerpo por medio de
la Cruz, dando así muerte a la enemistad. Sí, nuestro Señor, a quien
por la gracia de Dios nos hemos entregado y dedicado, tanto en cuerpo
como alma, para el tiempo y la eternidad, para servirle y honrarle como
nuestro único Rey−.
Es, entonces, en el sufrimiento de Cristo sobre la cruz en lo que desea
gloriarse el Apóstol. Y no nos extrañe, porque cuando piensa en el Gól-
gota y contempla allí la cruz de Cristo; todas las cosas que pudieran ser
motivo de jactancia desaparecen, y la cruz sola llena su corazón y su
boca de alabanzas. Allí, con la mente iluminada, ve por un lado la san-
tidad sin mancha de Dios, su justicia intachable, su verdad eterna y,
por otro lado, el amor infinito de Dios, su gracia y su misericordia sin
límite que se complementan. ¡Oh, qué maravilla para contemplar, más
hermosa aun que la que contempló Adán en su estado de rectitud! Ve
allí ese gran misterio que los ángeles desean ver, cómo Dios puede, y
es su voluntad, ser el Dios del pecador perdido, pobre, miserable y me-
recedor del infierno. Allí ve maravillado el cumplimiento del consejo
eterno de Dios que fue anunciado por todos los profetas: Que Cristo
sufriría, que Jesús de Nazaret moriría en la cruz. Allí ve la evaporación
de todas las sombras de la adoración del Antiguo Testamento y las pro-
mesas en la luz del Sol de Justicia, Jesucristo, quien por medio del Es-
píritu eterno se ofreció sin mancha a Dios. Allí ve con gloriosa adora-
ción la satisfacción completa de la justicia divina, la realización de la
reconciliación por el pecado, una justicia eterna manifestada, el pecado
del mundo echado fuera en un día, la cabeza aplastada de la serpiente,
sorbida la muerte en victoria y la venida de la vida y la inmortalidad
para el pueblo de Dios.
Al ascender aún más, ve allí, con los ojos de la fe, a Cristo en la cruz,
sufriendo y muriendo como Garante, luego con santo asombro, recibe
la revelación del gran misterio de la cruz. Ve allí al Santo de Israel col-
gado entre dos malhechores, despojado de sus vestidos, coronado de
espinas y clavado en la ignominiosa cruz. ¿Para qué? Para que su pue-
blo, que perdió su corona por su pecado, pueda recibir una corona de
gloria y el vestido de justicia para cubrir su desnudez.
Ve allí al Hijo de Dios, la luminosidad de la gloria de su Padre y la
imagen expresa de su persona, rodeado de impíos que se burlan de Él
y lo maltratan. ¿Para qué? Para que su pueblo, el cual por el pecado se
convirtió en un pueblo de hombres impíos merecedores de escarnio y
desprecio, pudiera, por el sufrimiento y muerte de Cristo, recibir gloria
eterna y el derecho de ser hijos de Dios. Allí ve, totalmente maravilla-
dos, a Dios y al hombre, el bendito Emanuel como el Cordero de Dios
20 Portavoz de la Gracia • Número 36
para gloriarse. Aparte de Cristo, Dios es un fuego que consume. Sin em-
bargo, ¿qué los excluye a ustedes? ¡Sólo su corazón incrédulo! ¡Se centran
más en lo grande de su pecado que en la justicia perfecta de Cristo! Sus
pecados debieran impulsarlos a acercarse a Cristo “a quien Dios puso
como propiciación11 por medio de la fe en su sangre, para manifestar su
justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados
pasados” (Ro. 3:25). ¡No permitan que su pecado, su incredulidad los
mantengan apartados de Cristo! Él llama que vengan a él los cansados y
cargados, y les promete paz y descanso. Corran, pues, con todos sus pe-
cados, a la cruz de Cristo. Allí verán borrado lo escrito contra ustedes y
a Dios satisfecho, y allí, el amor de Cristo causará que su corazón arda
tanto de amor que no podrán dejar de gloriarse en la cruz de Cristo.
2) Y ustedes, quienes por la gracia de Dios han aprendido a gloriarse en la
cruz, no se queden en silencio. No se limiten a gloriarse, si no que sea
visto en sus acciones y su conversación que, de verdad, todo lo del
mundo ha sido crucificado para ustedes y ustedes para el mundo. Oren
pidiendo que no sean tentados por nada en el mundo a volver a confor-
marse a él, sino que sea crucificado cada día más para ustedes en su
corazón. No se sorprendan de que el mundo los aborrezca y desprecie.
Ésta es la marca que caracteriza a todos los que luchan bajo el estan-
darte de Cristo, a todos los que están en el camino al cielo. Las Escri-
turas les dice: “En el mundo tendréis aflicción” (Jn 16:33). Es un honor
y un privilegio ser maltratados en el nombre de Cristo.
Gloríense pues, a pesar del mundo, ¡en la cruz de Cristo! Y el deseo
de mi corazón es que cuando estén dando su último aliento, el Señor
les conceda fe y capacidad para proclamar la gloria de la gracia inme-
recida: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Se-
ñor Jesucristo”. Amén.
_______________________
11
Propiciación – La palabra se usa en referencia a la ira o el descontento de Dios. Propiciar es
satisfacer la justicia divina y así aplacar su ira. En el uso bíblico del vocablo, la justicia de
Dios es satisfecha por el sacrificio propiciatorio (Morton H. Smith, Teología sistemática
[Systematic Theology], Tomo 1, 282).
LA PASIÓN DE CRISTO
Thomas Adams (1583-1653)
“Se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante”
(Efesios 5:2).
E
STA última parte del versículo es un crucifijo hermoso y reful-
gente, tallado por un escultor de gusto muy exquisito; no para de-
leitar nuestros sentidos con un trozo de madera, bronce o piedra,
curiosamente grabado para aumentar una devoción carnal, sino para
presentar a nuestra conciencia la dolorosa pasión y la generosa compa-
sión de Jesucristo, nuestro Salvador quien “se entregó a sí mismo por
nosotros,…”. Este crucifijo nos presenta siete puntos importantes. Cada
uno está tan listo para nuestro diálogo como lo estaba el camino desde
Betania hasta Jerusalén: Quién da, qué da, quién es dado, a quién, por
quién, la manera de darlo [y] el efecto de lo que da.
I. QUIÉN DA: La persona que da es Cristo. La calidad de su persona
demuestra claramente su gran amor por nosotros.
A. Ascenso: Al considerar nuestro tema, ascenderemos por cuatro es-
calones o niveles, y descenderemos por otros cuatro. Tanto en el ascenso
como en el descenso, percibiremos el amor admirable del Dador.
1. Lo consideraremos como un hombre: “¡He aquí el hombre!” (Jn.
19:5), dice Pilato. Podríamos detenernos y pensar en el grado más bajo
en que alguien daría su vida por otro. “Ciertamente, apenas morirá al-
guno por un justo” (Ro. 5:7). Pero este Hombre se dio a sí mismo por los
pecadores para morir, no una muerte común, sino una muerte dolorosa,
exponiéndose a la ira de Dios [y] a la tiranía de los hombres y los demo-
nios. Nos destruiría el corazón ver a una pobre bestia muda tan aterrori-
zada ante una muerte así, ¡cuánto más al Hombre, la imagen de Dios!
2. El segundo nivel lo presenta como un hombre inocente. Pilato pudo
decir: “No he hallado en este hombre delito alguno” (Lc. 23:14); no, ni
tampoco Herodes. No, tampoco el diablo, quien hubiera estado muy con-
tento con tal ventaja. Igualmente, la esposa de Pilato, quien le mandó
decir a su marido: “No tengas nada que ver con ese justo” (Mt. 27:19).
Vemos que la Persona no es sólo un hombre, sino también un hombre
justo quien se dio a sí mismo para sufrir semejantes dolores por nosotros.
Si nos da lástima la muerte de malhechores, ¡cuánta compasión debería-
mos sentir por un inocente!
28 Portavoz de la Gracia • Número 36
12
Christus Domini…Christus Dominus – el ungido por el Señor…el Señor ungido.
13
Serafines – Criaturas vivientes con cinco alas, manos y pies, y una voz (presumiblemente)
humana, vistos en la visión de Isaías sobrevolando el trono de Dios.
La pasión de Cristo 29
14
Él mismo hizo – Esto es, “hizo” por el poder del Espíritu Santo en el vientre de María.
30 Portavoz de la Gracia • Número 36
sus sermones, sorprendido con sus milagros y empapado con sus lágri-
mas y ¿qué le pasa? ¡Lo rechazan! “Cuántas veces quise juntar a tus hi-
jos… y no quisiste” (Mt. 23:37). ¿Viene a sus familiares? Lo insultan y
calumnian, avergonzados de su parentesco. ¿Viene a sus discípulos?
“Volvieron atrás, y ya no andaban con él” (Jn. 6:66). ¿Permanecerán los
apóstoles con él? Así dicen: “¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida
eterna” (Jn. 6:68). No obstante, ¡uno lo traiciona, otro lo niega, todos lo
abandonan! Y dejan a Jesús solo, en medio de sus enemigos. ¿Puede ha-
ber aún más maldad para agregar a tanto desprecio? Sí, lo crucifican en-
tre malhechores, la calidad de sus acompañantes agrega a su deshonra.
En medio de ladrones, como si fuera el príncipe de los ladrones. Dice
Lutero: Él, que “no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse”,
es hecho igual a ladrones y homicidas; sí, como si fuera su capitán. Éste
es el tercer escalón.
4. Pero tenemos que descender todavía más. He aquí el escalón más
bajo y el peor rechazo. “Jehová me ha angustiado en el día de su ardiente
furor” (Lm. 1:12). “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padeci-
miento” (Is. 53:10). Ninguna carga parece pesada cuando el bálsamo de
Dios ayuda a soportarla. Cuando Dios da consuelo, las aflicciones arre-
meten inútilmente contra nosotros, pues no nos vencen. Pero ahora, al
rechazo de todos los que hemos nombrado, agregamos el del [Padre] que
le da la espalda como si fuera un extraño, el [Padre] lo hiere como a un
enemigo. [Jesús] clama: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desampa-
rado?” (Sal. 22:1). ¡Cómo pueden el sol y las estrellas, cielo y tierra man-
tenerse mientras escuchan la queja de su Hacedor! La disposición en su
contra era profunda. No encontramos burlas, ni insultos, ni mofas, ni
imprecaciones en contra de ellos. No tenían más que dolor. En cambio,
[Él] era objeto, tanto de vilipendios como de tormentos. Las burlas y los
desprecios, como descargas de un arma letal indignan su alma buena.
Todos sus enemigos disparan sus descargas mortales: judíos, soldados,
perseguidores y, aun los agonizantes malhechores, lo atacan. Su sangre
los condena, pero nos les importa. Los discípulos no son más que hom-
bres débiles, los judíos perseguidores crueles, los demonios enemigos
maliciosos. Todos estos no hacen más que maldades. Pero lo peor de todo
es [que] Dios lo olvida y lo abandona en medio de su sufrimiento. Con-
sideremos profundamente todas las circunstancias y podremos contem-
plar, realmente, a la Persona que se dio a sí misma por nosotros.
II. QUÉ DA: Llegamos a la acción. El hecho de que se dio, es la prueba
más contundente de que fue por su propia voluntad, y lo confirma Jesús
mismo cuando declara: “Yo pongo mi vida… Nadie me la quita, sino que
yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para
La pasión de Cristo 31
volverla a tomar” (Jn. 10:17-18). El que nos dio vida a nosotros, dio su
propia vida por nosotros. No la vendió, alquiló ni prestó, sino que la dio.
Él fue ofrecido porque Él se ofrecería… llega por su propia voluntad y
lo hace con celeridad, ninguna resistencia humana pudo impedirle que
lo hiciera. Ni los montes de nuestras debilidades imperceptibles, ni las
montañas de nuestras peores iniquidades pudieron detener su paso lleno
de misericordia hacia nosotros.
Dio su vida; ¿quién lo habría de lamentar? A todas las fuerzas armadas
del sumo sacerdote las enfrentó sólo con palabras: “Yo soy” (Jn. 18:5-6)
y con esto se retiraron y volvieron atrás; su simple aliento los dispersó a
todos. Le hubiera sido igual de fácil mandar que fuego del cielo los con-
sumiera o vapores de la tierra los asfixiara; Él, quien controla los demo-
nios fácilmente, los hubiera vencido. Más de doce legiones de ángeles
estaban a sus órdenes y todos capaces de vencer a los hombres. Permite
[a sus enemigos] que lo lleven, sí, con el poder de darle muerte; y sin que
ellos sean conscientes de la verdad, Él tiene poder sobre sus detractores,
pero no lo usa. Aun ante Pilato, en medio de sus burlas, le dice: “Ninguna
autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba” (Jn. 19:11).
Lo que lo impulsa es su propia fuerza, no sus adversarios. Podría haber
sido puesto en libertad, pero no quiso… Era necesario que perdiera la
vida y la perdió voluntariamente. A pesar de todo el mundo, podría ha-
ber mantenido a su alma dentro de su cuerpo, pero no quiso… El hombre
no podía despojarlo de su espíritu; por lo tanto, lo entregó… sufrió la
muerte voluntariamente; aunque no fue un mártir más. Oró tres veces
“aparta de mí esta copa”… Pero,… voluntariamente se somete a beber
la copa: “Mas no lo que yo quiero, sino lo que tú” (Mr. 14:36)… Entonces
Cristo, a causa de su voluntad natural, temía a la muerte, pero razo-
nando, percibiendo que las heridas, que la crucifixión de la Cabeza re-
sultaría en la salud de todo el cuerpo (su Iglesia), que Él tenía que san-
grar en la cruz o nosotros tendríamos que arder en el infierno, se entrega,
voluntaria y gustosamente, como ofrenda y sacrificio a Dios por noso-
tros.
¿Pero era sólo una muerte temporal a lo que nuestro Salvador temía?
No. Veía la ira feroz de su Padre y, por lo tanto, temía. Muchos hombres
resueltos, no se han acobardado ante la muerte; diversos mártires han
soportado con valentía tormentos extraños. Pero ahora, cuando el que les
dio valentía, tiembla ante la muerte, ¿diremos que era un cobarde? Ay,
aquello que comúnmente vence al hombre, no le hacía mella a Él; lo que
Él temía era algo que ningún mortal, fuera de Él, había sentido. Lo que
ha atemorizado a muchos miles de hombres, no era tanto para Él como
para sentir temor.
32 Portavoz de la Gracia • Número 36
Él vio lo que ninguno vio: ¡La ira de un Dios infinito! Comprendía per-
fectamente lo que le causaba temor: Nuestro pecado y tormento. Vio el
fondo de la copa. ¡Qué amarga era cada gota en ella! Comprendía perfec-
tamente la carga que tomamos a la ligera; los hombres no temen el in-
fierno porque no lo conocen. Si pudieran ver a través de esa puerta
abierta los horrores insoportables de ese hoyo, sentirían escalofríos hasta
los huesos. Veía esta carga insoportable: Que la esponja de la venganza
era exprimida sobre Él y tenía que beberla hasta la última y más pequeña
gota. Tenía que cargar con cada una de nuestras iniquidades hasta estar
como “carro lleno de [apretadas] gavillas” (Am. 2:13). Y con toda esta
presión, tiene que montar el carro de la muerte −la cruz− y sufrir allí
hasta haber consumado su obra, por eso, al final de su sacrificio en la
cruz, dijo: “Consumado es” (Jn. 19:30).
El filósofo dice que el sabio en desgracia es más miserable que el necio
en desgracia porque comprende su desgracia. [De la misma manera] los
dolores de nuestro Salvador se agravaron por la magnitud de su conoci-
miento. Bien podía haber dicho como el salmista: “He llevado tus terro-
res, he estado medroso” (Sal. 88:15). Este pensamiento sustrajo de Él esas
[gotas] de sangre (Lc. 22:44). Había derramado lágrimas por nuestras
faltas; ahora, todo su cuerpo las derrama, no como las del rocío; sino que
sus lágrimas son gotas sólidas de sangre. Sangró por las espinas, los azo-
tes y los clavos, pero no con tanto dolor como este sudor. La violencia
externa causó aquello; este llanto lo causó lo extremo de la realidad en la
que centra sus pensamientos. Aquí pues, tenemos la causa de su temor:
Vio nuestra destrucción eterna, si acaso no hubiera habido otra causa
para su dolor. Vio los horrores que tenía que sufrir para rescatarnos; de
allí sus lamentos, lágrimas, gritos y sudor; no obstante, su amor venció a
todo. Por naturaleza, podía haber optado por no beber esta copa. Por
amor a nosotros, la tomó voluntariamente. Lo que se había propuesto,
eso cumplió. Y ahora para testimonio de su amor, dice mi texto, Él se dio
libremente.
III. ¿QUIÉN ES DADO?
A. Quién no es. Ésta es la tercera circunstancia, la dádiva: Él mismo.
No un ángel porque un ángel no puede mediar debidamente entre una
naturaleza inmortal ofendida y una naturaleza mortal corrupta. Los án-
geles gloriosos son benditos, pero finitos y limitados y, por lo tanto, in-
capaces para realizar esta expiación. No pueden “compadecerse de nues-
tras debilidades” (He. 4:15) como puede compadecerse el que fue de
nuestra propia naturaleza, habiendo sido tentado igual que nosotros,
pero sin pecar.
La pasión de Cristo 33
Tampoco los santos porque ellos no tienen más aceite que para sus pro-
pias lámparas. Tienen suficiente para ellos mismos, mas no de sí mismos
−[éste procede] todo de Cristo, pero [no] hay nada que sobre−. Los ne-
cios claman: “Danos de tu aceite”. [Los santos] responden: “Para que no
nos falte a nosotr[o]s y a vosotr[o]s, id más bien a los que venden, y com-
prad para vosotr[o]s mism[o]s” (Mt. 25:9). No pueden hacer nada para
solucionar el problema del pecado, puesto que son ellos mismos culpa-
bles de pecado y, por naturaleza, dignos de condenación. Idólatras mise-
rables que les imponen este honor contra su voluntad, ¡cómo quisieran
que no les dieran tan sacrílega gloria!
No las riquezas del mundo: “Fuisteis rescatados de vuestra vana manera
de vivir… no con cosas corruptibles, como oro o plata” (1 P. 1:18). Si se
juntaran las riquezas del viejo mundo con las del nuevo mundo, si se
vaciaran las vetas de la tierra de sus metales más puros, no sería sufi-
ciente para Dios, cuesta mucho más redimir a las almas. “Los que con-
fían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan, nin-
guno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios
su rescate” (Sal. 49:6-7)…
Ni la sangre de machos cabríos ni de becerros (He. 9:12). ¡Ay! esos sacrifi-
cios legales no eran más que muestras mudas de esta tragedia, sólo figu-
ras de esta oblación15, presentando místicamente a su fe ese “Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29). Este Cordero ya era
representado en los sacrificios de la Ley y es presentado ahora en las [or-
denanzas] del evangelio, sacrificado, de hecho, desde el principio del
mundo. ¿Quién tenía poder para beneficiarnos antes que Él, Él
mismo como ser humano? Ninguno de estos serviría.
¿A quién dio entonces? Se dio a sí mismo, quien era Dios y hombre, a fin
de que participando de ambas naturalezas, pudiera ser un mediador per-
fecto entre nuestra mortalidad y la inmortalidad de Dios. Tomó su lugar
entre el hombre mortal y el Dios inmortal, mortal con los hombres y
justo con Dios. Como hombre sufrió, como Dios satisfizo; como Dios y
hombre salvó. Se dio a sí mismo enteramente y a sí mismo solamente.
B. A sí mismo enteramente: Él mismo, toda su persona, alma y cuerpo, di-
vinidad y humanidad. Aunque la Deidad no podía sufrir, en cuanto a la
unión personal de estas dos naturalezas en un Cristo, la pasión misma es
atribuida, de alguna manera, a la divinidad. Es así que, refiriéndose al
Señor, dice que dio “su propia sangre” (Hch. 20:28) y que fue “crucifi-
cado” el “Señor de gloria” (1 Co. 2:8). La distinción aquí es clara. Dio
enteramente a Cristo, aunque no todo de Cristo; como solo Dios, no lo
15
Oblación – Ofrenda o sacrificio que se ejecuta a Dios.
34 Portavoz de la Gracia • Número 36
haría, y como solo hombre, no podía hacer esta satisfacción por nosotros.
La Deidad no está sujeta al sufrimiento ni al dolor, no obstante, era im-
posible que sin esta Deidad se cumpliera la obra de nuestra salvación. Si
alguien se pregunta cómo su humanidad podía sufrir sin violentar a la
Divinidad, siendo que están unidos en una persona, podrá comprenderlo
por medio de la siguiente comparación. Los rayos del sol brillan en un
árbol, el hacha corta y echa a tierra al árbol, pero no puede dañar a los
rayos de sol. De la misma manera, la Divinidad todavía permanece sin
sufrir daño, aunque el hacha de la muerte mató al humano. Su cuerpo
sufrió el dolor y la espada; su alma [sufrió] el dolor, no la espada; su
Deidad no [sufrió] ni el dolor ni la espada. La divinidad estaba en la
persona que sufrió, pero no sufrió ella misma.
C. A sí mismo solamente: Se dio a sí mismo solamente, sin compañero
ni consolador alguno.
1. Sin un compañero con quien compartir su gloria o nuestra gratitud, de
la cual es, con razón, celoso. Los sufrimientos de nuestro Salvador no
necesitan ayuda… No, “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de
todo pecado” (1 Jn. 1:7) −la sangre de Él y sólo la de Él−. Oh bendito
Salvador, cada gota de tu sangre puede redimir a un mundo que en ti
cree.
Entonces, ¿qué? ¿Acaso necesitamos la ayuda de los hombres? ¿Cómo se-
ría Cristo un Salvador perfecto, si algún acto de nuestra redención que-
dara para que algún santo o ángel la realizara? No, nuestras almas deben
morir si la sangre de Jesús no las puede salvar. Y sea como sea, al error
que aboga por los méritos de los santos, la conciencia abrumada clama:
“Cristo ¡y nada más que Cristo; Jesús y sólo Jesús, misericordia, miseri-
cordia, perdón, consuelo en nombre de nuestro Salvador!”. “Y en ningún
otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los
hombres, en que podamos ser salvos” (Hch. 4:12).
2. Sin un consolador. Tanto distaba Cristo de contar con alguien que com-
partiera su pasión que nadie había que (al menos) pudiera aliviar sus
sufrimientos. La compasión es poco consuelo en una calamidad y, aun
esto, le faltó. “¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino?” (Lm.
1:12). ¿Para Cristo es tanto dolor y no es nada para ti? ¿[Es tu compasión]
algo que no merece tu atención? Por naturaleza, el hombre desea y espera
el bienestar y, si no lo logra, [desea] que lo compadezcan. “¡Oh, vosotros
mis amigos, tened compasión de mí, tened compasión de mí porque la
mano de Dios me ha tocado!” (Job 19:21). Cristo podría hacer el mismo
pedido de Job, pero hubiera sido en vano: No hubo nadie para consolarlo,
nadie que lo compadeciera. Sin embargo, es una mezcla un poco recon-
fortante, si otros se conmueven algo en su corazón por nuestra desgracia;
La pasión de Cristo 35
nos desean bien y nos dieran alivio, si pudieran. Pero Cristo, en sus peo-
res momentos, ni siquiera un consolador tenía.
Los mártires han luchado con valentía bajo el estandarte de Cristo por-
que Él estaba con ellos para consolarlos. Pero cuando Él sufre, ningún
alivio es permitido. Los peores tormentos encuentran algo de paliativo
en los amigos y los consoladores. Cristo, después de su combate con el
diablo en el desierto, contó con ángeles para atenderlo. En su agonía en
el jardín, fue enviado un ángel para consolarlo. Pero cuando se trató del
acto principal de nuestra redención, no apareció ningún ángel. Ninguno
de esos gloriosos espíritus pudo mirar por las ventanas del cielo para
darle ningún alivio. Y si [querían darle alivio], no podían; ¿Quién puede
levantar lo que el Señor ha tirado abajo? ¿Qué cirujano puede curar los
huesos que el Señor ha roto? A pesar de todo, su madre y algunos amigos
allí estuvieron, observando, suspirando, llorando. ¡Ay! ¿Qué más hacen
esas lágrimas que aumentar su dolor?
¿De quién puede esperar consuelo? ¿De sus apóstoles? ¡Ay! Ellos huyen.
El temor por el peligro que ellos mismos corrían, anula la compasión por
su desgracia. Entonces, ¿de quién? Los judíos eran sus enemigos y com-
petían con los demonios en lo despiadados que eran. No tiene más refu-
gio que su Padre. No, hasta su Padre está airado, y el que una vez dijo:
“Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mt. 3:17), está
ahora muy airado. Esconde de [Cristo] su rostro, descarga su pesada
mano sobre Él y lo abofetea con angustia. Así fue como [Cristo] se dio a
sí mismo y a sí mismo solamente, por nuestra redención.
IV. A QUIÉN: A Dios. Ésta es la cuarta circunstancia. ¿A quién ofrecer
este sacrificio de expiación, sino al que fue ofendido? Sin duda alguna es
a Dios Padre; por eso decía el salmista: “Contra ti, contra ti solo he pe-
cado, y he hecho lo malo delante de tus ojos (Sal. 51:4). “Padre, he pecado
contra el cielo y contra ti” (Lc. 15:21). Todo pecado es cometido contra
Él. Su justicia ha sido ofendida y tiene que ser satisfecha. ¿Con qué y
[contra] quién está Dios airado? Con el pecado y nosotros y [con] noso-
tros por el pecado. Su ira es justa, se tiene que pagar un precio pero,
¿quién puede pagar ese precio? En Cristo no había pecado. ¿Actuará
ahora Dios como Anás o Ananías? “Si he hablado mal”, dijo Jesús, “tes-
tifica en qué está el mal; y si bien, ¿por qué me golpeas?” (Jn. 18:23). Y
esto dijo Pablo a Ananías: “¡Dios te golpeará a ti, pared blanqueada! ¿Es-
tás tú sentado para juzgarme conforme a la ley, y quebrantando la ley me
mandas golpear?” (Hch. 23:3). [De la misma manera,] Abraham implora
a Dios: “El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?” (Gn.
18:25), especialmente, a su Hijo, a ese Hijo que lo glorificó en la tierra y
a quien ha glorificado ahora en el cielo. Debemos buscar la respuesta en
36 Portavoz de la Gracia • Número 36
16
Bernard de Clairvaux (1090-1153) – Más reconocido teólogo de su época, escribió obras
místicas, teológicas e himnos como Oh sagrada cabeza, ahora herida (O Sacred Head Now
Wounded).
La pasión de Cristo 37
del que no cree. El que no cree ni cambia será condenado, aunque sea rico;
el que sí cree, aunque sea el más pobre de los pobres, será salvo.
Este punto particular del crucifijo, “por nosotros”, requiere una me-
ditación más intencional. Sea lo que fuere que omitamos, no podemos
excluir esto porque, ciertamente, la expresión “a nosotros”, nos recuerda
a nuestra conciencia y nos habla eficazmente a todos nosotros todos los
días: Es a mí y también a mis [lectores], a quien se refiere el profeta
cuando dice: “Tú eres aquel hombre” (2 S. 12:7). Nosotros somos aque-
llos por cuya causa fue crucificado nuestro bendito Salvador. Por noso-
tros soportó esos duros azotes; por nosotros, para que nunca los suframos
nosotros. Por lo tanto, nos hacemos eco de lo que dijo aquel padre [de la
Iglesia]17: “Esté Él fijado en todo tu corazón, el que por ti fue fijado en
la cruz”18.
A. Los fines por los que Cristo murió en la cruz. Consideraremos los
usos que hemos de hacer de esto, dado los fines por los cuales Cristo mu-
rió. Sirve para salvarnos, para conmovernos y para mortificarnos.
1. Para salvarnos: Éste fue su propósito y su acción: Todo lo que hizo,
todo lo que sufrió, fue para redimirnos. “Por su llaga fuimos nosotros
curados” (Is. 53:5). Por su sudor, somos nosotros refrescados; por su tris-
teza, podemos regocijamos, por su muerte, somos salvos. Porque aquel
día, que fue para Él el peor que jamás hombre alguno tuvo que vivir, fue
para nosotros “el tiempo aceptable;… el día de salvación” (2 Co. 6:2). El
día era malo en lo que toca a nuestros pecados y a los sufrimientos de Él,
pero definitivamente, en lo que respecta a lo que Él pagó y lo que Él
compró, [fue] un día bueno, el mejor de los días, un día de gozo y júbilo.
Pero si la salvación fue forjada para nosotros, tiene que ser eficaz-
mente aplicada a nosotros, a cada uno de nosotros porque, el hecho de
que algunos reciben más beneficios de su pasión que otros, no es culpa
de quien la sufrió, sino de los que no la aplican a su propia conciencia.
Pero, no sólo tenemos que creer este texto en general, sino que cada uno
tome un puñado de esta gavilla y póngalo en su propio pecho, convir-
tiendo este “por nosotros” en “por mí”. Como dijo Pablo: “Vivo en la fe del
Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá. 2:20).
17
Padre [de la Iglesia] – Uno de los alrededor de 70 teólogos en el periodo desde el segundo
al séptimo siglo, cuyos escritos influyeron sobre la doctrina de la Iglesia primitiva.
18
Agustín de Hipona –De la santa virginidad (Of Holy Virginity) en Una biblioteca selecta de
los padres nicenos y post-nicenos de la Iglesia cristiana (A Select Library of the Nicene and
Post-Nicene Fathers of the Christian Church), Primera serie: San Agustín: De la Santa Tri-
nidad, tratados doctrinales, tratados morales (St. Augustin: On the Holy Trinity, Doctrinal
Treatises, Moral Treatises), ed. Philip Schaff, tomo 3, 437.
38 Portavoz de la Gracia • Número 36
Bendita fe, que pone el plural nosotros, en el alma individual, en mí. To-
dos somos rebeldes, culpables y condenados por la Ley suprema; la
muerte nos espera para arrestarnos y la condenación para recibirnos.
¿Qué hemos de hacer sino orar, rogar, clamar, llorar hasta poder conse-
guir que nuestro perdón sea sellado en la sangre de Cristo y que cada
uno encontremos en nuestra propia alma el testimonio seguro de que
Cristo se entregó por mí?
2. Esto debiera conmovernos. Todo esto fue hecho por nosotros y ¿no
hemos de emocionarnos? “¿No os conmueve a cuantos pasáis por el ca-
mino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido” (Lm.
1:12). ¿Acaso toda su agonía, sus gemidos, lágrimas, quejidos y golpes no
le fueron infligidos por nosotros? ¿No sufrió todo esto por nosotros y no
hemos de sufrir por nosotros mismos? Por nosotros mismos, digo; no
tanto por Él. Dejemos que su pasión nos mueva a la compasión, no sus
sufrimientos (¡ay! condolernos por Él no hace nada por Él), sino por
nuestros pecados que los causaron. “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí,
sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos” (Lc. 23:28). Por
nosotros mismos, no por los dolores de Él que ya pasaron, sino por los
que debieran haber sido nuestros (a menos que nuestra fe lo ponga [a
Cristo] en nuestro lugar) y lo serán.
¿Llorará Él por nosotros y nosotros no hemos de gemir? ¿Beberá Él esa
copa de dolor tan profundamente por nosotros y no hemos de compro-
meternos nosotros con Él? La ira de Dios, ¿no lo hace gritar de dolor y
los siervos por quienes sufrió, no temblarán? Cada criatura parece sufrir
con Cristo −sol, tierra, rocas, sepulcros− sólo el hombre por quien
Cristo todo lo sufrió, no sufre nada. Su pasión, ¿no rompió el velo, partió
las rocas, hizo temblar la tierra, abrió los sepulcros y, a pesar de eso, se-
guirán nuestros corazones más duros que esas criaturas insensibles que
no pueden ser penetrados? ¿No sufrieron con Él, el cielo y la tierra, el sol
y los elementos naturales, y nosotros permanecemos impasibles? Noso-
tros, hombres miserables que somos, fuimos los principales culpables de
este homicidio de Cristo, mientras que Judas, Caifás, Pilato, los soldados
y los judíos fueron los que sirvieron como verdugos para llevarlo a la
cruz, convirtiéndose así en cómplices de su muerte. Es posible que que-
ramos deslindarnos de nuestra culpabilidad y echarla sobre los judíos
por este acto atroz, pero el verdugo no es el que tiene la culpa de la eje-
cución. Los pecados, nuestros pecados, ¡fueron los homicidas! De noso-
tros sufrió y por nosotros sufrió. Juntemos esos dos pensamientos y di-
gamos si no hay razón para que su pasión nos conmueva.
Aun así, nuestros corazones son tan duros que, ni siquiera, podemos
aguantar una hora de sermón sobre este tremendo asunto. ¡Cristo pasó
La pasión de Cristo 39
19
Cordero pascual – Cordero sacrificado en la celebración judía de la Pascua.
20
Zorra – Se refiere a Herodes.
40 Portavoz de la Gracia • Número 36
21
Discursos… audiencia – Los discursos que fueron el objeto de su juicio.
22
Uvas silvestres – Es decir, uvas agrias.
La pasión de Cristo 41
23
Obscenidades… Satanás – Cuentos y bromas obscenas y sensuales, que tienen un efecto
poderoso y satánico sobre los escuchas; es decir, la naturaleza humana caída es atraída
por la conversación sensual como si tuviera un poder mágico.
24
Miembros – Es decir, miembros del cuerpo físico de Cristo.
42 Portavoz de la Gracia • Número 36
preciosa sangre por todos sus miembros25. No derramó ni una gota por
Él mismo, toda [fue] por nosotros: por sus enemigos, perseguidores, ver-
dugos, nosotros mismos.
Pero, ¿qué sucederá con nosotros si todo esto no logra mortificarnos?
¿Cómo viviremos con Cristo, si no hemos muerto con Cristo? (Ro. 6:8)
−muertos al pecado, pero viviendo para la justicia−. Así como Eliseo
revivió al hijo de la sunamita: “Se tendió sobre el niño, poniendo su boca
sobre la boca de él, y sus ojos sobre sus ojos, y sus manos sobre las manos
suyas; así se tendió sobre él, y el cuerpo del niño entró en calor” (2 R.
4:34). De igual manera, el Señor Jesús se tiende sobre nosotros y nos
aplica toda su pasión, pone su boca de bendición sobre nuestra boca de
blasfemias; sus ojos de santidad sobre nuestros ojos de lascivia; sus ma-
nos misericordiosas sobre nuestras manos crueles; se tiende con su gracia
sobre nosotros, seres miserables, hasta que empezamos a entrar en calor,
a tener vida y dentro de nosotros [entra] el Espíritu Santo. Y todo esto
para darnos vida a nosotros que estábamos muertos en nuestros delitos
y pecados.
5. En su alma. Todo esto no fue más que la manifestación externa de
su pasión. “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de
esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora” (Jn. 12:27). El dolor del
cuerpo no es más que el cuerpo del dolor; más el alma misma del dolor
es el dolor del alma. Todas las aflicciones exteriores eran apenas rasgu-
ños en comparación con lo que sufrió su alma. “El ánimo del hombre
soportará su enfermedad; mas ¿quién soportará al ánimo angustiado?”
(Pr. 18:14). Tenía en su interior un corazón que sufrió una angustia in-
visible, desconocida. Este dolor fue el que motivó su gran clamor y sus
amargas lágrimas (He. 5:7). Con frecuencia, había lanzado clamores de
compasión [pero] no hasta ahora los de pasión y lamento. Había derra-
mado lágrimas de compasión, lágrimas de amor, pero nunca, lágrimas
de angustia. Cuando el Hijo de Dios así clama, así gime, es más que por
el sufrimiento de su cuerpo: su alma agoniza.
Y todo esto [fue] por nosotros. ¡Su alma tomó el lugar de nuestra alma!
¿Qué hubiéramos sentido nosotros si hubiéramos estado en su lugar?
Todo [fue] por nosotros para pagar el precio de nuestro pecado, para sa-
tisfacer la demanda del Dios justo y perfecto. Por tu embriaguez y por-
que engulles bebidas fuertes, bebió Él aquel vinagre. Por tu glotonería
incontrolada, Él ayunó. Por tu indolencia, se ejercitó Él con dolores con-
tinuos. Tú duermes seguro, tu Salvador anda, vigila, ora. Tus brazos es-
tán acostumbrados a abrazos lascivos; Él abraza la cruenta cruz. Tú te
25
Miembros – Es decir, todos los miembros de su Cuerpo, la Iglesia.
La pasión de Cristo 43
26
Oblación eucarística – Dádiva como adoración y acción de gracias a Dios, estar en comu-
nión. “Eucarística” del griego εὐχαριστία, eucharistía, que significa “acción de gracias”.
NUESTRO SUSTITUTO SUFRIENTE
C. H. Spurgeon (1834-1892)
“Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados,
el justo por los injustos” (1 Pedro 3:18).
D
IOS es justo, y un Dios justo castiga el pecado. La gran pre-
gunta es: “¿Cómo puede Dios ser justo y, a la vez, Justificador
de los impíos?” (Ver Ro. 3:26). Las religiones falsas procuran
contestar esta pregunta, pero fracasan totalmente. El pobre pagano
cree que ha encontrado la respuesta en sus propios sacrificios terribles.
Cree que puede dar en sacrificio a “su primogénito por su rebelión, el
fruto de sus entrañas por el pecado de su alma”. No es así que la justicia
de Dios es vindicada, ni que su misericordia resplandece en su gloria.
Hay una teología fría, especulativa, que procura ignorar esta pre-
gunta. Hay algunos que se burlan de la doctrina de la expiación y re-
chazan la idea de un sacrificio,… pero el sistema que niega la doctrina
de la expiación por la sangre de Jesucristo o que le resta importancia,
no puede triunfar. Sus adherentes pueden profesar que son intelectua-
les porque son ignorantes, pero nunca convencerán a las masas. Está
estampado por Dios en la naturaleza, que todo ser humano sienta en
su conciencia las ansias de obtener una respuesta a la pregunta:
“¿Cómo puede el Dios justo perdonarme con justicia a mí, pecador?”.
Si esa pregunta no se contesta de manera que se vea cómo Dios puede
salvar y, a la vez, mantener su justicia, ningún sistema teológico puede
tener éxito.
Tenemos que resistir la tendencia que parece estar en la mente de
algunos, de ocultar esta verdad fundamental de la religión cristiana: La
doctrina del sacrificio sustituto de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
No discutamos contra esta tendencia, en cambio, destruyámosla con
nuestra propia determinación personal de predicar con más fervor y
más constancia “a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Co. 2:2). La ma-
nera más rápida de acabar con el error es proclamar la verdad. El modo
más seguro de extinguir la falsedad es defender fuertemente los prin-
cipios [de las Escrituras]. Reprender y protestar no es tan eficaz en ha-
cer frente al progreso del error como lo es la proclamación clara de la
verdad en Jesús.
Permítanme ahora tratar de predicar la doctrina de la sustitución, la
cual es la respuesta [bíblica] a las preguntas: “¿Cómo puede la justicia
Nuestro Sustituto sufriente 45
otra cosa que no fuera sumisión. Fue siempre puro, perfecto, sin man-
cha, santo, aceptable a Dios.
Los sufrimientos de Jesús tienen el poder de bendecir a otros, puesto
que, para Él mismo, no eran necesarios. No tenía necesidad de sufrir
como resultado de sus pecados, ni tampoco necesitó la disciplina del
sufrimiento como manera de ser purgado de su maldad. No había en sí
mismo, ninguna razón por la que habría de conocer el dolor ni dar un
suspiro. Todos sus sufrimientos tenían que ver con su pueblo. Su obje-
tivo al sufrir, sangrar y morir, era asegurar la salvación de sus escogi-
dos. Nuestras almas pueden ahora confiar totalmente en Jesús, el Hom-
bre perfecto.
Recordemos siempre también que, aunque Cristo era verdadera-
mente hombre, era también verdaderamente Dios. Tenemos que creer y
siempre enseñar que la humanidad perfecta de Cristo no rebajaba su
deidad perfecta. Su divinidad era pura e infinita. Era “Dios verdadero
del Dios verdadero”, poseedor de todos los atributos del Jehová eterno.
El que colgó de la cruz era el mismo Dios que hizo todos los mundos.
El mismo Verbo que cargó nuestros pecados en su propio cuerpo en el
madero fue aquel Verbo por quien fueron hechas todas las cosas y “sin
él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho” (Jn. 1:3). No sabemos nada
de una expiación humana aparte de la deidad de Cristo Jesús.
No nos atrevemos a confiar nuestra alma a un salvador que no es más
que un hombre. Si todos los hombres que jamás han vivido y todos los
ángeles que existen se hubieran juntado y esforzado a lo largo de la eter-
nidad para ofrecer un sacrificio que fuera propiciación por los pecados
de por lo menos un hombre, hubieran fracasado. Nada que no fueran los
hombros de Dios Encarnado, pudo haber cargado la tremenda carga.
Ninguna mano, más que la que estableció los mundos, podría haber sa-
cudido las montañas de nuestra culpa y quitar los pecados de en medio.
Tenemos que contar con un Sacrificio divino y ¡qué gozo saber que lo
tenemos en la Persona del Señor Jesucristo!
En cuanto a los que no creen en la deidad de Jesucristo, dejemos que
sigan su camino y prediquen lo que quieran... Nos ocupamos del evan-
gelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, y en que un alma pueda
descansar por la eternidad. En cambio, ellos presentan otro evangelio,
que no es otro (Gá. 1:6-7) con el cual puedan traer paz a la tierra o
bendición en el mundo venidero... Jamás podemos renunciar a nuestra
creencia en la divinidad y deidad de nuestro Señor y Salvador Jesu-
cristo, ni podemos tener comunión con aquellos que rechazan esa ben-
dita verdad (Ef. 5:11).
Nuestro Sustituto sufriente 47
donado por tu mejor amigo cuando más los necesitabas, tú que has co-
nocido el incumplimiento de una promesa, al amor fingido convertido
en odio mortal, puedes palpar, aunque solo sea levemente, la tremenda
tristeza que sintió nuestro Redentor cuando Judas Iscariote lo trai-
cionó.
Se apresuraron a llevarlo ante Anás, Caifás, Pilato, Herodes e, inme-
diatamente, de nuevo ante Pilato. Fue acusado de sedición. ¡El Rey de
Reyes un sedicioso! ¡Lo acusaron de blasfemo, como si Dios pudiera
blasfemar! No pudieron encontrar testigos en su contra, excepto la esco-
ria más baja, dispuesta a mentir, pero ni siquiera coincidiendo entre sí.
Allí estaba el hombre perfecto, el Hijo de Dios, acusado de calumnia por
hombres que ni eran dignos de que se les escupiera.
Condenaron al inocente; se burlaron de Él, se rieron de Él, remedaron
su majestad y hostigaron su santidad. Fue entregado a la misericordia
de los soldados romanos. Lo colocaron en una silla vieja remedando su
trono. Acababan de darle latigazos en la espalda hasta que sus huesos
expuestos semejaban acantilados en un mar de sangre. Lo coronaron con
espinas. Lo vistieron con una vieja túnica purpura, se burlaron y lo ridi-
culizaron, como si fuera un rey impostor. Como cetro, le dieron un junco;
para homenajearlo le escupieron; su beso de saludo, fue el escarnio que
proferían los labios burlones de sus detractores. En lugar de postrarse
delante de Él como su Rey, le vendaron los ojos y le golpearon el rostro.
¿Hubo alguna vez algún sufrimiento como el tuyo, Rey de dolores, des-
preciado por tus propios súbditos? Tú, que les diste el aliento, has reci-
bido en retorno, profanidades y violencia. ¡Tú les diste vida y se gastaron
esa vida burlándose de ti!
Jesús es llevado al Calvario. Es clavado en la cruz por manos crueles
y malvadas. La chusma grosera se burla de sus sufrimientos. Su alma
sufre una agonía imposible de imaginar. Desde lo Alto, llegan las olas
crecientes de la ira del Todopoderoso contra nuestros pecados, que cu-
bren su alma. Escucha con atención, ese grito espantoso y desgarrador.
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt. 27:46). Pa-
rece ser la suma de todo su dolor, tristeza y sufrimiento en una sola
expresión. Como un lago enorme que recibe el torrente de muchos ríos
y lo guarda en su lecho, de manera semejante, aquella frase parece ex-
presar todas sus aflicciones: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado?”.
¡Finalmente, inclina su cabeza y entrega su espíritu! En un tre-
mendo trago de amor, el Señor ha cancelado la destrucción para todo
su pueblo. Ha “sufrido” todo lo que ellos debieron haber sufrido. Ha
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¡serás salvo! Sé quién puedes ser y lo que puedes ser. Aunque seas el
peor pecador salido del infierno y tu alma la más negra, si confías en
Cristo quien “padeció una sola vez por los pecados, el justo por los in-
justos”, serás salvo.
Pecador tembloroso, mira a Jesús y serás salvo. ¿Acaso dices, “mis
pecados son muchos”? Su expiación es extraordinaria. ¿Acaso clamas,
“mi corazón es duro”?, Jesús lo puede ablandar. ¿Acaso exclamas, “soy
indigno”? Jesús ama al indigno. ¿Acaso sientes, “soy muy vil”? Es al vil
a quien Jesús vino a salvar. Niégate a ti mismo, quebranta tu ser y que
florezca Cristo, quien ha sufrido por tus pecados sobre la cruz del Cal-
vario. Levanta tu vista y mira únicamente a Jesús. Él sufre. Él sangra.
Él muere. Él es sepultado. Él resucita de los muertos. Él asciende a lo
Alto. Confía en Él y serás salvo. Entrega todas las cosas en las que con-
fías y depende solamente de Cristo, y pasarás de muerte a vida. La se-
ñal segura, la evidencia certera de que el Espíritu habita en ti, de la
elección del Padre, de la redención del Hijo, es cuando, humilde y to-
talmente, descansas y confías en Jesucristo, quien “padeció una sola
vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios”.
Quiera el Espíritu Santo bendecir estas palabras para que consuelen
a muchos corazones, para la gloria de nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Tomado de Sermones tempranos olvidados de C. H. Spurgeon: Veintiocho sermo-
nes compilados de La espada y la llana (C.H. Spurgeon’s Forgotten Early Sermons:
Twenty-Eight Sermons Compiled from The Sword and the Trowel), ed. por Terence
Peter Crosby. (Leominster: Day One, 2010), 77-81.
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Charles H. Spurgeon (1834-1892): Influyente pastor bautista inglés. Nacido en
Kelvedon, Essex.