ZANATTA - Loris La Edad Del Polulismo Clasico

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7 la edad del populismo clásico

Además de cortar los antiguos y ya debilitados vínculos que


habían unido a América Latina con Europa y establecer desde
los albores de la Guerra Fría su pleno ingreso a la órbita es-
tadounidense, la Segunda Guerra Mundial aceleró en toda la
región los procesos de modernización en curso desde hacía ya
varios decenios. De hecho, creció la industrialización, alentada
por la amplia adopción de un modelo económico orientado a
protegerla y a sustituir importaciones, y también se incrementó,
a ritmo sostenido, la movilidad de la población en cada país, a
menudo atraída por el desarrollo de la economía urbana y ex-
pulsada por la concentración de la tierra en el campo. La ma-
durez de la sociedad de masas se expresó, en principio, en una
oleada de democratización política y social. Sin embargo, en la
mayor parte de los casos rompió de inmediato los marcos de
la democracia representativa y encontró expresión en una cre-
ciente polarización política e ideológica. El ejemplo más típico
lo constituyen los regímenes populistas, los cuales perseguían
la integración social de los nuevos sectores y, en nombre de la
unidad nacional, conculcaban la democracia política.

Entre democracia y dictadura

La Segunda Guerra Mundial apenas rozó América Latina,


salvo en el caso de los soldados brasileños caídos en Europa y los pilo-
tos mexicanos desplegados sobre el Pacífico. No obstante, y de manera
inevitable, sus efectos se hicieron sentir con mayor profundidad que
los de la Primera Guerra. Ya sea en forma inmediata, porque la victoria
aliada favoreció una oleada de democratización sin precedentes, o con
posterioridad, cuando el inicio de la Guerra Fría facilitó un ciclo de
restauración.
138 Historia de América Latina

En tanto, la oleada democrática que se extendió por la región en la


segunda mitad de los años cuarenta no tenía precedentes en América
Latina, y presentó manifestaciones diversas en los distintos países. En
cuanto a las causas, tuvieron gran importancia las de orden econó-
mico y social. Durante la guerra, la urbanización e industrialización
habían dado pasos gigantescos, al menos en su dimensión continen-
tal, creando los presupuestos de una intensa movilización social y
una creciente demanda de participación política, en definitiva, de
democracia. El contexto era favorable desde el momento en que la
democracia había salido vencedora del enfrentamiento titánico con
los totalitarismos y, por lo tanto, jugaba a su favor la indiscutida he-
gemonía sobre el continente con la que los Estados Unidos surgieron
del conflicto.
Dicha hegemonía se manifestaba a través de la prensa, la radio y la
industria cinematográfica, que solía cumplir un rol cada vez más im-
portante en la difusión en América Latina de los valores del liberalis-
mo estadounidense. La alianza de guerra entre los Estados Unidos y
la Unión Soviética, por su parte, y las alianzas derivadas de ella en nu-
merosos países latinoamericanos -incluso en el seno de los gobiernos-
entre partidos y movimientos comunistas y burgueses parecían haber
disuelto uno de los nudos que en el pasado más había pesado sobre la
democratización de la región. Tal es así que, por efecto de dichas alian-
zas, los partidos comunistas -activos en Brasil y en Chile, aunque de di-
mensiones reducidas- y sus sindicatos, más fuertes puesto que estaban
concentrados en los sectores clave de la economía nacional, salieron
de la clandestinidad a la que habían sido constreñidos y predicaron el
antifascismo incluso más que la revolución. Se trataba de una consigna
promovida con determinación también por los Estados Unidos, que
de Bolivia a Brasil y de Paraguaya la Argentina no escatimaban me-
dios para poner contra la pared a los regímenes que juzgaban versiones
americanas del fascismo europeo.
Sin embargo, ¿cómo podían estas elites latinoamericanas volver la
espalda a la democracia luego de haber tomado partido durante la gue-
rra a favor de la potencia democrática por excelencia? Los resultados,
de hecho, se hicieron sentir tanto en términos políticos como sociales.
Baste decir que, aunque en 1944 los gobiernos con credenciales demo-
cráticas aceptables eran apenas cuatro -en Chile, Uruguay, Costa Rica y
Colombia-, se multiplicaron en sólo un par de años, dejando práctica-
mente solas, obligadas a atemperar la represión, a las dictaduras de Ni-
caragua y República Dominicana. Incluso el régimen militar argentino
La edad del populismo clásico 139

tuvo que liberalizarse y llamar a elecciones, de las que salió triunfante


Juan Domingo Perón. Por su parte, el régimen mexicano pareció por
un instante abrir una grieta en su coraza. En todas partes crecieron
las manifestaciones democráticas de los estudiantes y empleados, de
los intelectuales y de los trabajadores de cuello blanco en general. A
menudo fueron, entre otros, los jóvenes oficiales de las fuerzas armadas
quienes dieron el golpe definitivo a los regímenes elitistas y autoritarios
que se habían quedado sin sustento, lo cual confirma que los militares
tendían a actuar en función de lo que creían era el justo equilibrio en-
tre las diferentes fuerzas sociales, en el seno de la comunidad nacional,
de la cual se erigían en tutores. El hecho es que así fue como se vivió la
primera experiencia democrática en algunos grandes países como Perú
y Venezuela, e incluso en otros más pequeños y menos desarrollados,
como El Salvador y G~atemala.
Lejos de ser sólo uD¡ fenómeno político, la democratización fue ante
todo un gran movimiento social, que se expresó en la cada vez más
frecuente agitación obrera por la obtención de mejoras salariales y en
la introducción de modernas legislaciones sociales, así como en el cre-
cimiento exponencial de los afiliados sindicales, capaces de actuar con
mayor libertad en el nuevo contexto, alcanzando hacia 1946 casi los
cuatro millones de personas. Sin embargo, pronto el clima cambió y
aquella estación colmada de esperanza en la democratización de la vida
política y social de América Latina se destiñó hasta transmutarse en una
década de restauración autoritaria, que cubrió la mayor parte de los
países del área en los años cincuenta, desde Perú y Venezuela -donde
en 1948 las propias fuerzas armadas, de las cuales habían salido los ofi-
ciales reformistas pocos años antes, pusieron brusco fin a aquella breve
experiencia-, a varias naciones de América Central, en las que, salvo en
Costa Rica, la brisa democrática fue mermando hasta casi desaparecer.
Desde la Argentina, donde Perón no tardó en manifestar sus rasgos
dictatoriales, a México, donde el régimen nacido de la revolución selló
las puertas de su monopolio político. También fue así en Chile y Brasil,
que, en el afán de conservar sus regímenes democráticos, los blindaron
adoptando duras medidas contra partidos y sindicatos comunistas. Por
su parte, en Cuba, en 1952, Fulgencio Batista puso fin a un convulsio-
nado decenio democrático; en Guatemala, en cambio, fueron los Es-
tados Unidos quienes decretaron el fin de una experiencia que se les
había tornado inquietante. En Washington, a medida que se imponía
la Guerra Fría, la unidad antifascista fue poco a poco reemplazada por
la unidad anticomunista.
140 Historia de América Latina

Fulgencio Batista y Zaldívar, militar y presidente de Cuba en los períodos


1940-1944 y 1952-1959.

Por supuesto que la declinación de la democracia política no dejó indem-


nes a las organizaciones sindicales, sujetas a menudo a severas restriccio-
nes, legislativas o represivas, aunque en los países donde se insertaron
regímenes populistas, como en la Argentina, Mé} ico, Bolivia y Brasil, fue-
ron en su mayoría unificadas bajo el ala del esta( ;.0. Con ello, los trab,ya-
dores obtuvieron efectivos beneficios sociales, pese a que los sindicatos
tendieron a transformarse en correas de transmisión de la política del
gobierno antes que en representantes de los asalariados en los conflictos
con las patronales. Además, varios se convirtieron en corpulentos apara-
tos de poder privados de democracia interna, dependientes de las corpo-
raciones de mayor peso en el seno de los regímenes populistas.
La pregunta que se impone entonces es por qué fue tan breve la esta-
ción democrática y cuáles fueron sus consecuencias. Una de las causas
más citada es la Guerra Fría, principal responsable del súbito cambio de
clima político después de la guerra; no obstante, tal respuesta les atribu-
ye demasiado peso a los factores sistémicos externos y desdeña las leyes
endógenas, que parecen haber sido decisivas. En verdad, la confronta-
ción política e ideológica entre las dos grandes potencias y sus sistemas
económicos y sociales en muchos casos sirvió como legitimación de la
reacción de fuerzas que en América Latina creían tener buenos motivos
La edad del populismo clásico 141

para clausurar o imponerle serios límites a la incipiente democratización.


Más allá de esto, resulta evidente que otros factores contribuyeron a la
precoz crisis de gran parte de aquellas democracias. En primer lugar, la
frágil cultura democrática de la región en todos los niveles de la escala
social, donde la persistencia del imaginario organicista y la tendencia a
ejercer el monopolio del poder fueron potentes obstáculos para la con-
solidación de regímenes políticos democráticos y pluralistas. En segun-
do lugar, las débiles instituciones representativas llamadas a metabolizar
aquella demanda de participación, tan grande como repentina. En ter-
cer lugar, la reacción social de los sectores medios y burgueses ante la
marea creciente de radicalismo plebeyo, todo lo cual volvía la democra-
tización bastante menos prometedora de lo imaginado, ya fuera porque
solía estar teñida de violencia, corrupción e inestabilidad, o porque en
muchos casos asumía la forma del populismo, el cual, como se ha visto,
conjugaba la integración social con el autoritarismo político, y trocaba el
pluralismo por la intolerancia, desencadenando así escaladas peligrosas
y destructivas entre facciones contrapuestas.
Casi una década después del fin de la Segunda Guerra, la listá de los
estados democráticos no era más larga ni muy distinta de la de diez años
antes o diez años después. Junto a Chile, Uruguay y Costa Rica, que aún
en medio de los obstáculos continuaban su marcha por las vías de la
democracia representativa, gravitaban naciones encarriladas por otras
vías. Sobre la efervescencia política de la posguerra cayó una pesada
tapa de acero que, al saltar hecha añicos algunos años más tarde, dejó
fluir una realidad aún más ingobernable. Una realidad que la demo-
cracia liberal y sus frágiles raíces en aquella sociedad y aquella cultura
política no pudieron ni supieron absorber, a tal punto que dieron co-
mienzo a la época de la revolución y la contrarrevolución.

La violencia en Colombia
Por diversos motivos, el caso más extremo en América Latina en la época
fue el de Colombia, donde el desafío lanzado por el líder populista Jorge
Eliécer Gaitán al orden político tradicional dominado por conservadores y
liberales fue tronchado por su asesinato en abril de 1948. A este crimen
siguió una enorme violencia -en la capital del país primero y en las zonas
rurales durante la década siguiente-, donde los crónicos enfrentamien-
tos entre guerrilleros de uno y otro partido causaron un gran número de
víctimas -más de 200 000 según algunas estimaciones-o De aquella larga
142 Historia de América Latina

etapa de violencia e inestabilidad, acompañada sin embargo por una


rápida modernización social y económica, Colombia emergió en 1958,
cuando los dos principales partidos buscaron la conciliación e institucio-
nalizaron su reparto del poder. Así, el caso colombiano muestra la otra
cara de la edad populista: la de lo que sucede cuando el populismo es
bloqueado al nacer y cuando sus instancias de integración social quedan
sin respuesta, en la medida en que los partidos tradicionales no quieren o
no saben hacerse cargo. El resultado fue la conseNación de la democra-
cia representativa, aunque de bases sociales restringidas y sujetas a enor-
mes presiones y embates, que desde entonces agitan la historia política
de Colombia más que la de cualquier otro país del subcontinente.

Jorge Eliécer Gaitán. Casa Museo JEG . ...,

La industrialización por sustitución de importaciones

Fue entonces, en especial en 1948, al asumir la dirección de la Comi-


sión Económica para América Latina (CEPAL) de las Naciones Unidas,
que el economista argentino Raúl Prebisch sentó las bases teóricas del
modelo ISI -basado en la industrialización por sustitución de impor-
La edad del populismo clásico 143

taciones-, que en los años sesenta tomó el nombre de Teoría de la


Dependencia. Según esta, la estructura del intercambio internacional
era la causa de la desigualdad entre el centro y la periferia del sistema
económico mundial y de la brecha que tendía a ampliarse cada vez más
entre unos y otros. En su base se identificaba un constante y progresivo
deterioro de los términos del intercambio en perjuicio de los países
periféricos (y por ende de América Latina), por lo cual -sostenía Pre-
bisch- se requerían cada vez más bienes exportados para adquirir de
los países más avanzados una misma cantidad de bienes elaborados, a
medida que las innovaciones tecnológicas incrementaban el valor, en
su mayoría retenido en las economías del norte bajo la forma de ganan-
cias y altos salarios. Sobre la validez de esa teoría se desataron ásperas
polémicas entre economistas y entre historiadores. Lo que resulta indis-
cutible es que propuso una vía de desarrollo orientada hacia el ámbi-
to interno, centrada en medidas proteccionistas, en el crecimiento del
mercado local y la integración económica regional. Dichas medidas (a
veces con mayor moderación, como quería su ideólogo, pero en otras
ocasiones en términos más radicales, imbuidas de nacionalismo econó-
mico) inspiraron las políticas económicas de los gobiernos de la época.
Lo que con el tiempo se convirtió en el "modelo ISI", que reemplazó
a aquel basado en la exportación de materias primas (definitivamente
en crisis), en realidad ya había tomado su lugar de un modo espontá-
neo antes de que se lo conceptualizara como tal. Había sido estimulado
por los límites del viejo esquema, puestos de manifiesto durante la Pri-
mera Guerra Mundial; también influyeron la crisis de 1929 y la Segunda
Guerra. Finalmente, en los años cuarenta y cincuenta, se convirtió en
hegemónico en gran parte de la región. Ello no implica que la industria
se transformara en todas partes en el sector conductor de la economía,
puesto que el modelo podía echar raíces en especial en los países que
más habían crecido en el pasado y en los que hubiera capitales dispo-
nibles o con un mercado interno suficiente para alimentar la industria-
lización. Ejemplos de ello eran la Argentina, Brasil, Chile y México, en
los cuales, a mediados de los años cincuenta, la industria contribuía
al producto nacional en más de un 20%, proporción que duplicaba la
de la mayor parte de los países andinos y más aún la de los de América
Central. No obstante, esto no implica que la transición de un modelo
económico basado en las exportaciones de materias primas a uno cen-
trado en la producción de bienes para el mercado interno resolviese la
crónica vulnerabilidad de las economías latinoamericanas. La industria
sustitutiva se concentró en sectores de escaso valor agregado e inno-
144 Historia de América Latina

vación tecnológica reducida, y fueron aún más escasos los pasos hacia
adelante en los ámbitos clave de la industria pesada y de punta, donde,
por ende, no disminuyó la dependencia respecto de las potencias eco-
nómicas más avanzadas.
En ese sentido, las ayudas y estímulos económicos o tecnológicos
provistos por los Estados Unidos durante la guerra para incentivar la
producción de materias primas estratégicas con fines militares tuvie-
ron una importancia considerable para la expansión de las industrias
latinoamericanas. En ese contexto, en 1946 abrió sus puertas en Brasil
Volta Redonda, la primera gran empresa siderúrgica de Sudamérica,
que, además de contribuir a desarrollar la ocupación industrial, fun-
cionó como base para el nacimiento de una industria pesada nacional,
símbolo de orgullo y superioridad económica en contraposición a los
países vecinos, en especial a la Argentina, que, por el contrario, pagó
su neutralidad durante la guerra permaneciendo en gran parte excep-
tuada de las inversiones y la transferencia tecnológica estadounidenses
durante la etapa peronista, que se prolongó hasta 1955.
En el decenio posterior a la Segunda Guerra Mundial, la economía
creció en toda América Latina, aunque en algunos países como Brasil
y México lo hizo a un ritmo más veloz que en otros, como Perú y la
Argentina. Se desarrolló impulsada, en particular en los primeros años,
por la elevada demanda mundial de bienes primarios latinoamerica-
nos, que luego disminuiría a medida que varias economías se recupe-
raban de los desastres de la guerra, hasta que, hacia mediados de los
años cincuenta, sobrevino un sustancial estancamiento. Sin embargo,
el crecimiento no fue sostenido dado que, deducida la elevada tasa de
crecimiento demográfico prevaleciente en la época, alcanzó apenas un
2% anual, ni tampoco fue equilibrado respecto de los distintos sectores
productivos. Se acentuaron entonces ciertas distorsiones de fondo de
la estructura económica regional, destinadas a alimentar las convulsio-
nes sociales y políticas. De hecho, tanto se expandieron la industria y
el sector minero como se desaceleró la agricultura, afectada en gran
parte del continente por una pésima distribución de la tierra, concen-
trada en latifundios, y víctima de su escasa utilización, fruto de dicha
concentración. Por esta razón no se allanó el camino a una revolución
agrícola dirigida a mejorar la productividad de la campaña, ni fue posi-
ble absorber el crecimiento de la población, que tendió a derramarse,
cada vez con mayor intensidad, hacia las grandes ciudades. Estas urbes
adquirieron definitivamente los típicos rasgos de las grandes metrópo-
lis y se convirtieron en escenarios de enormes contradicciones sociales.
La edad del populismo clásico 145

En general, el motor del crecimiento económico en la posguerra


fue la exportación de materias primas, a menudo agrícolaf, que prove-
yeron los recursos que la mayor parte de los gobiernos emplearon lue-
go para promover la industria de sustitución, protegida por elevadas
barreras aduaneras y el consumo de los estratos urbanos. Esto fue así
hasta que a fines de los años cincuenta dicha política comenzó a ma-
nifestar graves limitaciones, en especial cuando la exportación -por
el atraso de la agricultura o porque los gobiernos tendían a presionar
a los productores para favorecer a la población urbana- comenzó a
estancarse y América Latina empezó a perder cada vez más su par-
te en el mercado mundial, lo que le impuso alternativas delicadas y
dolorosas.

Un volcán siempre activo: las transformaciones sociales

Durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los cambios


sociales asumieron un ritmo cada vez más frenético y se extendieron ha-
cia áreas no alcanzadas hasta entonces. Comenzó una verdadera trans-
formación que, en el lapso de casi dos décadas, le confirió a América
Latina las connotaciones sociales que la caracterizan hasta hoy. Estas
fueron de tal naturaleza que acentuaron muchos de los contrastes que
tanto contribuyeron a los grandes conflictos y las enormes tensiones de
los años sesenta y setenta.
El dato más sorprendente es el de la población, que creció a un
ritmo sostenido en los años cuarenta (al parecer hasta un 2,3%), e
incluso más en los años cincuenta, cuando la tasa de crecimiento lle-
gó al 2,7%. En virtud de ello, los latinoamericanos, que eran cerca de
126 millones en 1940, pasaron a ser 159 millones diez años más tarde
y 209 millones en 1960. A diferencia de lo sucedido en el pasado,
ello no se debía tanto al empuje recibido por la oleada inmigratoria,
la cual sí se disparó en la Argentina y sobre todo en Venezuela, país
hacia el cual fue atraída por el boom de la industria petrolífera y que
registró tasas récord de crecimiento demográfico (aunque no fue este
el factor determinante). Así, mientras que los países del Cono Sur
en los que mayor había sido la inmigración crecieron menos que el
promedio, el verdadero incremento tuvo lugar donde el aumento po-
blacional había sido lento: México, América Central, Brasil y el área
andina. Esto ocurrió debido a la brecha, cada vez más acentuada, en-
tre las tasas de mortalidad, que tendieron a caer acercándose a veces
146 Historia de América Latina

a la media europea, y las tasas de natalidad, que continuaron siendo


muy elevadas, cercanas a las de los países en vías de desarrollo.
Las consecuencias de aquel crecimiento no tardaron en manifestar-
se, ya en forma virtuosa, dado que en promedio la esperanza de vida de
la población creció, ya en forma peligrosa, desde el momento en que la
campaña fue incapaz de absorber la enorme masa juvenil que pronto se
volcó al mercado de trabajo. Claro que tampoco lo logró la ciudad, don-
de la industria no creció tan rápidamente como habría sido necesario.
La urbanización, más rápida, extendida y masiva, fue la nota dominante
de esa época. Durante su transcurso, se asistió a una verdadera carrera
hacia la ciudad, de efectos profundos y duraderos, que configuró un
cuadro general confuso, que presagiaba tensiones sociales cada vez más
intensas. No sólo porque por lo general tendieron a crecer unas pocas
ciudades por país, absorbiendo un porcentaje exorbitante de la pobla-
ción, pero sin ser realmente capaces de preparar a tiempo las obras de
infraestructura, o las redes cloacales e hídricas, con el resultado con-
sabido de que los barrios marginales se expandieron en forma desme-
surada, sino también porque el abandono progresivo del campo era
un signo evidente del problema en países que aún dependían en gran
parte del fruto de sus productos.
La brecha entre ciudad y campo se profundizó y se puso de manifiesto
en la disparidad abismal entre los indicadores sociales, en dos contextos:
en los datos sobre la mortalidad infantil, la escolarización, el acceso al
agua potable y demás, mucho mejores en los centros urbanos que en
las zonas rurales, y dentro de las mismas ciudades, en las diferencias de
zona a zona y de barrio a barrio, que se tornaban más aguzadas a medida
que crecía la distancia entre ingresos, por un lado, y entre clases, etnias
y culturas, por otro. Sólo una pequeña parte de la población urbanizada
encontró trabajo en las fábricas, los talleres, o en sectores productivos;
en cambio, la mayoría se quedó sin ingresos o acabó en el rubro de ser-
vicios. De hecho, la mayor parte de los servicios involucraba a los trabaja-
dores humildes y poco productivos, en los cuales luchaba por sobrevivir
la franja creciente de marginados, con ocupaciones de tiempo parcial y
pago exiguo, ajenas al sistema previsional y mucho más parecidas al arte
del rebusque que a verdaderos trabajos. Otros más afortunados ingresa-
ron a la gran maquinaria clientelar del empleo público, utilizado a me-
nudo como amortiguador social, poco o nada productivo y en general
causa de crecientes abismos en las cuentas públicas.
Lejos de promover una mayor homogeneidad social, una de las más
inmediatas consecuencias de la modernización, es decir, del crecimien-
La edad del populismo clásico 147

to económico, la urbanización y la industrialización, fue traer a la su-


perficie las antiguas y profundas segmentaciones de estas sociedades
heterogéneas, en especial porque buena parte de la población urbana
que se mantuvo en los márgenes de la ciudadanía social y del mercado
de trabajo era indígena, afroamericana, mestiza y mulata. A esto se su-
maban los problemas de seguridad e integración, criminalidad y mor-
talidad, que pronto indujeron a reacciones conservadoras y a reclamos
de orden por parte de los otros sectores sociales, en particular de las
clases medias, quienes más temieron los efectos de aquel repentino cre-
cimiento de una sociedad de masas, fuera del control de la autoridad o
incluso activada por los gobiernos populistas.

Entre nacionalismo y socialismo: el panorama ideológico

Comprender todos los aspectos del vasto universo de las ideologías y


corrientes culturales y espirituales durante los quince años posterio-
res a la Segunda Guerra Mundial no es sencillo, en especial porque la
volatilidad y movilidad de idearios e ideologías fueron por entonces
más intensas en el marco de la efervescencia de la región, sacudida
en los fundamentos de la transformación social, económica y política.
Asimismo, ese fue el momento en el cual comenzaron a tomar forma
los puntos de referencia ideológicos que impregnaron los grandes con-
flictos de las dos décadas posteriores, por lo cual es conveniente tratar
de comprender sus elementos clave.
El primero y más importante es que, así como el modelo económico
tendía a proyectarse hacia lo interno, y mientras los cambios sociales
alumbraban por doquier el problema de la integración nacional de las
masas, en términos ideológicos la nota dominante de la época fue el
nacionalismo. Este dejó de ser sólo una corriente ideológica y política
entre otras de distintos orígenes, e impregnó cada vez más a fondo el
entero panorama ideológico. Se convirtió entonces en una suerte de
trasfondo imprescindible en toda disputa y en un nexo entre ideas que
parecían en las antípodas, como socialismo y nacionalismo - los cuales,
de hecho, tendieron a confluir en el seno de amplios movimientos po-
pulistas-. Ello no significa, por supuesto, que las ideologías en lucha en
América Latina fuesen distintas de las que se enfrentaban en el resto de
Occidente en el contexto de la Guerra Fría; también en América Latina
tronaban las luchas en nombre de la democracia liberal o del comunis-
mo. Pero lo que más se imponía era el esfuerzo por conjugar y legiti-
148 Historia de América Latina

mar aquellas ideologías en términos nacionales. Comenzaron entonces


a destacarse un socialismo nacional, un catolicismo latinoamericano,
un modelo de desarrollo adaptado a la región y a su peculiaridad, y así
sucesivamente. Este proceso culminó en las doctrinas nacionales que
los movimientos populistas, entonces más en boga que nunca, preten-
dieron encarnar.
El segundo elemento clave para orientarse en el panorama ideológi-
co de la posguerra es la cuestión social. Si el principal frente de disputa
había sido durante mucho tiempo el religioso, y si, primero durante
los años treinta y después con la Segunda Guerra, se habían impues-
to en América Latina -aunque por breve tiempo- las confrontaciones
universales entre fascismo y democracia, en la posguerra el horizonte
fue ocupado por la moderna cuestión social. Algo inevitable, por otra
parte, en un continente en el que esta se volvía cada vez más urgente, a
la luz de las transiciones hacia la sociedad de masas.
Así, durante veinte años, nacionalismo y cuestión social se impusie-
ron sobre el trasfondo de la lucha política e ideológica de la época. No
obstante, es preciso analizar en qué términos tuvo lugar esta preemi-
nencia, dado que no todas las corrientes ideológicas afrontaron la situa-
ción del mismo modo y puesto que algunas -que alimentaron los po-
pulismos- tendieron a imponerse. Al hacerlo, se conectaron al sustrato
ideológico del organicismo, cuya extraordinaria vitalidad pusieron de
relieve. En principio, en casi todas partes se consumó la declinación del
liberalismo, al menos en su versión doctrinaria elaborada por las elites
intelectuales decimonónicas. De ese modo se vio confirmado su fracaso
en gran parte de América Latina -como había ocurrido ya antes en
Europa-, en especial debido a su incapacidad para guiar la transición
hacia la democracia política y la inclusión social. Por lo tanto, pese a
que América Latina tendió a gravitar aún más que en el pasado en la
órbita de la gran potencia liberal, los Estados Unidos, ya sostener su
causa durante la Guerra Fría, no puede decirse que el liberalismo fue-
se protagonista, sino más bien objeto de los dardos de su enemigo, el
populismo.
En suma, la tradición liberal y democrática parecía residual. En este
marco, tendieron a aparecer como sus abanderadas algunas voces de
distinto origen, que se esforzaron por adecuarlas a los imperativos
nacionales y sociales de la época. Tal fue el caso del catolicismo liberal
inspirado por el filósofo francésJacques Maritain, orientado en Amé-
rica Latina por el brasileño Alceu Amoroso Lima y los jóvenes que en
1957 fundaron la Democracia Cristiana en Chile, una corriente mino-
La edad del populismo clásico 149

ritaria que intentó conciliar la tradición corporativa católica con la de-


mocracia liberal. Pero si el liberalismo lloraba, el marxismo tampoco
tenía motivos de festejo, no sólo porque la oleada anticomunista que
barrió el área tras la guerra había impedido su acción y organización,
sino porque, en su versión internacionalista, modelada sobre la horma
atea y materialista del canon soviético, se mostró poco atractivo para
atraer a las masas -salvo en raras ocasiones, en las que, sin embargo,
su desempeño electoral, pese a verse beneficiado por el prestigio de
la Unión Soviética durante la posguerra, raramente alcanzó el 10%-.
No es casual que los movimientos populistas en ascenso les arrebata-
ran las bases proletarias a los dirigentes e intelectuales marxistas, lo
cual indujo al marxismo latinoamericano a nacionalizarse para entrar
en sintonía con las masas que ambicionaba representar, evitando así
el aislamiento y la marginalidad. En muchos casos, también lo incitó
a ingresar en las filas de los movimientos o sindicatos de tendencia
populista, donde en ocasiones se unieron a intelectuales o militantes
de origen nacionalista, como sucedió en el peronismo argentino y
en la revolución boliviana de 1952, entre otros. Pero si tal fenómeno
alimentó por entonces el anticomunismo, que tendió a ver el espectro
marxista infiltrado en todas partes, lo que en realidad ocurrió con
el tiempo fue que, al nacionalizarse, también se convirtió en la vía
de la conciliación con el imaginario popular, que en América Latina
permanecía inficionado de organicismo católico, con el que pronto
encontró muchos puntos de contacto. De ahí el peculiar connubio
entre católicos y marxistas, del cual se hablará al considerar los años
sesenta y setenta.
No obstante, lo que dominó el panorama ideológico de la época fue
el populismo, el cual no es, en sentido estricto, una ideología, desde el
momento en que nadie suele definirse como populista, aunque presen-
taba un núcleo ideológico específico, al que ya hemos aludido. Nacio-
nalismo y socialismo tendieron a encontrar en los populismos el punto
de fusión. De hecho, se conectaron a un imaginario social antiguo que,
por un lado, les permitía erigirse en herederos de la más pura tradición
nacional y, por el otro, en defensores de lajusticia social, en nombre de
la armonía y el equilibrio entre los diversos miembros del organismo
social. Aunque el resultado de los fenómenos que aspiraban a encarnar
la identidad nacional y monopolizar el poder era la instauración de
regímenes autoritarios, ello no quita que tanto ellos como la ideología
que profesaban fuesen muy populares, a tal punto que, al contar con el
apoyo de buena parte de la población, en especial de las clases medias
150 Historia de América Latina

bajas, y ser capaces de imponerse en elecciones libres, ocuparon todos


los resquicios del poder.
De hecho, los gobiernos y líderes más recordados se sucedieron en
diversos países en el curso de aquellos años, aunque no todos crearon
regímenes consustanciados con el núcleo ideológico del populismo:
desde Carlos Ibáñez en Chile hasta Getúlio Vargas en Brasil, ambos
llegados al poder por la vía electoral a inicios de los años cincuenta; de
Velasco Ibarra en Ecuador al general Rojas Pinilla en Colombia; desde
Víctor Paz Estenssoro en Bolivia hasta la primera fase del gobierno del
general Odría en Perú, sin olvidar el peculiar caso de México, después
de todo, parte de aquella familia. Sobre el prototipo de esos regímenes,
el más maduro y completo, que no por casualidad pretendió elaborar
una ideología coherente, fue el peronismo argentino y su doctrina de-
nominada 'Justicialista". En definitiva, lo que llamamos "populismo"
era en realidad la vía latina a la democracia y a la justicia social; una vía
extraña y adversa tanto al comunismo ateo y estatista como al capitalis-
mo y la democracia liberal del mundo protestante anglosajón. Se trata-
ba de una tercera vía católica, puesto que católica era la más profunda
fibra de la civilización latinoamericana.
El régimen peronista fue largo, complejo y pasó por diversas fases.
Sintetizando algunas de sus características, es posible comprender cier-
tos elementos sociales, económicos, políticos e ideológicos que, aun-
que no bastan para explicarlo de manera exhaustiva, dan la medida de
cuánto encarnó el tipo ideal del populismo. Por empezar, en sus aspec-
tos sociales: no hay duda alguna de que el peronismo nació y perduró
como un gran movimiento popular, cuyo núcleo más activo y sólido fue
la clase obrera. A ello es preciso añadir que, como movimiento nacional
y no como partido de clase o ideológico, el peronismo tendió a eng-
lobar en sus bases a sectores muy heterogéneos e incluso enfrentados
entre sí. De hecho, atraídos por su nacionalismo o por los intereses que
favorecía, ingresaron a sus filas radicales y conservadores, miembros
de las elites provinciales y de la burguesía urbana, empresarios y pro-
fesionales. En lo que respecta a la política social, es indudable que el
peronismo, que después de la guerra disponía de una envidiable con-
dición económica, propició la distribución de la riqueza a favor de los
sectores populares, logrando elevar el poder adquisitivo de los salarios
o incrementando las prestaciones sociales, así como garantizando cré-
ditos accesibles a la industria nacional. En general, las condiciones de
vida de las clases populares conocieron en los primeros años del pero-
nismo una mejora neta, aunque ya alrededor de 1950 su política social
La edad del populismo clásico 151

comenzó a mostrar graves fisuras. Finalizado el boom económico, se hizo


evidente la falta de sustento de dicha política, dados los enormes costos
y derroches y las actitudes parasitarias que había incentivado, de las cua-
les eran reflejo el ausentismo galopante, la bajísima productividad y el
anormal crecimiento del aparato estatal. No por casualidad, si la prime-
ra presidencia de Perón estuvo inspirada en el dogma de los derechos
del trabajador, la segunda lo estuvo en el de la producción.
En otro aspecto, los pilares de la política económica peronista fueron
los típicos del modelo ISI, el estado y la industria, y la principal moda-
lidad para aplicarla fue la planificación. Fue tarea del estado proteger
el mercado interno, estimular el crecimiento por medio de los instru-
mentos del crédito y el gasto público, tomar posesión de la infraestruc-
tura clave a través de nacionalizaciones (desde los teléfonos hasta el
ferrocarril) y, en general, transferir recursos del sector exportador a las
clases urbanas y la industria. Todo ello fue llevado a cabo a través del
Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), que entre
tantas otras funciones tenía la de adquirir granos y carnes a los pro-
ductores a precios bajos para revender a precios mucho más altos en
el mercado mundial, por lo que el gobierno podía utilizar luego las
sustanciosas ganancias para financiar la inversión y el gasto públicos,
las prestaciones sociales, el consumo, etcétera. En cuanto a la industria,
su proliferación fue para Perón un objetivo tanto económico como po-
lítico. Económico puesto que estaba convencido de que no habría de-
sarrollo sin industrialización; político porque, como buen militar, veía
en la industria el necesario soporte de la soberanía nacional, la base sin
la cual la Argentina quedaría a merced de las economías extranjeras y
no tendría la fuerza suficiente para agrupar a su alrededor a las otras
naciones de la región.
En términos políticos, el peronismo fue un régimen híbrido, algo
típico de los populismos. Lo fue en el sentido de que, pese a que llegó
al poder por medios electorales y fue re confirmado por la misma vía, y
habiendo mantenido en pie la arquitectura liberal del estado, gobernó
de forma autoritaria, violando su espíritu. Se trataba de un autoritaris-
mo popular, o una tiranía de la mayoría, puesto que fue invocando la
voluntad del pueblo que el peronismo amordazó a la oposición, mo-
nopolizó la información, impuso la obediencia a la primera magistra-
tura, purgó a fondo el sistema educativo y trató por todos los medios
de asegurarse la plena adhesión de la iglesia y las fuerzas armadas, las
dos potentes corporaciones que tanto lo habían apoyado en su lucha
por erradicar las bases del régimen liberal de la Argentina. En tanto
152 Historia de América Latina

no se convirtió en un régimen de partido único, el peronista creó un


embrollo tan inextricable entre el estado y el partido que llegaron a ase-
mejarse sobremanera. Sin llegar a ser un verdadero régimen totalitario,
no hay duda de que su vocación de concentrar los poderes e impregnar
con su ideología todos los ámbitos sociales demostró que iba en esa
dirección.
De estas y otras tendencias fue expresión su ideología, que Perón
llamó 'Justicialismo", cuyas premisas eran la soberanía política, la in-
dependencia económica y la justicia social, sus tres puntos cardinales.
Más allá de eso, su doctrina pretendió erigirse en una Tercera Posición,
en el plano interno y en el internacional, entre el Occidente liberal
y el Oriente comunista. A tal punto que se proclamó hostil al indivi-
dualismo y al colectivismo, a la civilización protestante y a la atea, con
las cuales identificaba a las dos grandes potencias. Mientras, indicaba
el retorno a una sociedad impregnada de valores comunitarios, hijos
de la civilización católica, a la que Perón nunca, ni siquiera cuando se
enfrentó con la iglesia, dejó de invocar como fundamento de su propia
doctrina. Emblema de su ideología fue el objetivo de crear una comu-
nidad organizada, en la cual el pueblo estuviera unido política y espi-
ritualmente en el peronismo, y organizado en corporaciones, también
peronistas, dentro de las cuales Perón trató, con resultados diversos, de
incluir a los diferentes sectores de la población.
A la cabeza de aquel organismo social reconducido a su unidad pri-
migenia y enmendado de las divisiones infligidas por la modernidad,
Perón se erigía en jefe indiscutido y carismático, autorizado a la reelec-
ción por la reforma constitucional de 1949. Se ha afirmado también
que el de Perón fue en realidad un peculiar régimen bicéfalo; a su lado,
no menos potente e incluso más popular, figuró hasta su muerte precoz
en 1952 su mujer, Evita, la cual entró en el mito y la devoción popular
en el rol de una virgen pagana, madre de los desheredados que sa-
crificó la vida derramándose en sus innumerables obras sociales. Sin
embargo, Eva fue un personaje mucho más complejo y controversial
de lo que el mito indica, ya que en realidad ejerció, en el más absoluto
y arbitrario de los modos, un enorme poder político. Se trataba de un
poder organizado en el Partido Peronista Femenino, a través del cual
canalizó el voto de las mujeres, que había contribuido a hacer aprobar,
y en la potente Fundación Eva Perón, que se extendería al vértice de
los sindicatos (la CCT) y a los poderes públicos en general, en los que
contaba con innumerables fieles. Asimismo, Eva resultaba controversial
por su acción social, que acarreó enormes beneficios a amplios estratos
La edad del populismo clásico 153

populares, pero que no estuvo privada de sombras, puesto que su accio-


nar pesó en gran parte sobre el erario público, y descansaba sobre exac-
ciones impuestas a empresas y trabajadores, de los que sustraía enormes
recursos que administraba sin rendir cuentas a nadie. A ello se sumaba
que, además de la inmensa popularidad conseguida por esos medios,
propaló una intensa y ensordecedora propaganda ideológica a favor
del peronismo y de odio hacia sus enemigos.

Eva Duarte de Perón, "Evita", el 22 de agosto de 1951, en el Cabildo


Abierto del Justicialismo. En esa ocasión, ante 2 millones de personas,
renunció a la candidatura a la vicepresidencia de la nación argentina.

En general, Eva Perón encarnó el alma más popular aunque más ma-
niquea del peronismo, en la medida en que era capaz de encender
el entusiasmo de las multitudes, pero de una forma tan violenta que
le restaba simpatías y consensos, en especial entre las corporaciones
eclesiástica y militar, que le habían tomado inquina. En este senti-
do, Eva imprimió al peronismo una suerte de hálito religioso que le
confirió una fuerza extraordinaria, aunque, en su milenarismo, re-
presentó el alma más totalitaria, que, al reducir a cenizas toda forma
de mediación política, aisló al peronismo en su popularidad. Esto se
prolongó hasta que, muerta Eva y con una economía que requería
154 Historia de América Latina

ajustes, la pretensión peronista de hacer del justicialismo una suer-


te de religión política resultó en un violento conflicto con la iglesia
católica, la cual se sintió traicionada por un movimiento en el que
había vislumbrado cierta voluntad de llevar a cabo una política cató-
lica, pero que había acabado por querer absorber a la propia iglesia
en nombre de su catolicidad. En dicho conflicto, la causa de la igle-
sia halló el apoyo decisivo de las fuerzas. armadas, que derrocaron a
Perón, aunque fueron incapaces de pacificar un país dividido entre
peronistas y antiperonistas.

El 16 de junio de 1955, aviones de la Marina bombardearon y ametralla-


ron la Plaza de Mayo y la Casa de Gobierno. Los bombardeos provocaron
la muerte de 364 civiles, además de numerosos heridos.

La Guerra Fría: los primeros pasos

Aquello que los populismos combatían y el modelo ISI confrontaba, es


decir, la hegemonía estadounidense en América Latina, se afirmó tras
la guerra en el plano geopolítico, básicamente en el de la seguridad,
aunque no sin traspiés ni resistencia. No obstante, fue en ese momento
cuando el nuevo equilibrio mundial creó las condiciones para que di-
cha hegemonía se expresase en forma más extendida y profunda que
La edad del populismo clásico 155

en el pasado, no sólo por el superpoder global que los Estados Unidos


detentaban en el terreno económico y militar, sino también porque
Europa se había convertido en un socio menor para América Latina y
la Unión Soviética no estaba en condiciones de pesar sobre los destinos
de un área tan remota. Nada, en definitiva, parecía poder interponer
obstáculos a la preeminencia estadounidense.
Ese contexto permitió la institucionalización de las relaciones in te-
ramericanas y la creación de instituciones hemisféricas permanentes,
de las que todos los estados del área entraron a formar parte. Con ello,
se consolidó el objetivo histórico de los Estados Unidos de hacer de las
Américas una comunidad de defensa; un continente unido por el prin-
cipio de que la seguridad de cada uno de sus miembros era vital para
todos los otros y que, por ende, cualquier amenaza a alguno de ellos de-
bía entenderse como un peligro para el hemisferio en su totalidad. Un
gran paso adelante había sido la premisa ideológica del panamericanis-
mo, a cuyo imperativo de enfrentar a un enemigo global se dio un gran
impulso durante la Guerra Fría: la idea según la cual ya había perdido
sentido -si es que alguna vez lo había tenido- distinguir una América
anglosajona de una latina, puesto que se postulaba al continente entero
como una civilización común: la occidental y cristiana. Se trataba, no
obstante, de una idea indigesta a los nacionalismos latinoamericanos de
toda clase, que jamás la hicieron propia.
Panamericanismo y anticomunismo fueron los puntos cardinales de
la política hemisférica de los Estados Unidos, en íntima conexión en-
tre sí. Bajo la presidencia de Harry Truman, cuando el acento recayó
sobre el primero de los términos, o bajo la de Dwight Eisenhower,
en que prevaleció el segundo, aunque entre una y otra no había en
realidad una gran discontinuidad. En lo que comprende al paname-
ricanismo, sus etapas fueron tres. La primera en 1945, cuando las Ac-
tas de Chapultepec establecieron los principios generales de la nueva
comunidad hemisférica: igualdad jurídica entre todos los estados, no
intervención en los asuntos extranjeros, seguridad común. La segun-
da y más concreta, en 1947, cuando en Río de Janeiro las naciones
americanas crearon el Tratado Interamericano de Asistencia Recípro-
ca (TIAR) , un pacto militar basado en el principio de que un ataque
a uno de los estados miembros justificaría la reacción de los otros.
Dicho pacto legitimó la tutela militar de los Estados Unidos contra
toda eventual amenaza comunista, real o no, pero su influjo fue en
parte limitado por la resistencia de algunos países, como la Argentina
y México, que se reservaron el derecho a decidir en cada caso su par-
156 Historia de América Latina

ticipación en la respuesta colectiva. La tercera etapa, en 1948, fue la


fundación de la Organización de los Estados Americanos (OEA), du-
rante la Conferencia de Bogotá, con la que el sistema interamericano
asumió su ropaje institucional.
En lo que respecta al anticomunismo, no hay duda de que, con la
incidencia de la Guerra Fría, se volvió una prioridad estratégica esta-
dounidense para la región. No es que ello no fuera compartido por
la mayor parte de los gobiernos de América Latina, conservadores o
populistas -ni qué decir por sus fuerzas armadas-o Sin embargo, aun
cuando no lo consideraban una amenaza inminente, tendían a mag-
nificarlo, buscando así obtener la atención de Washington. Lo que sí
es cierto es que el gobierno se movilizó para crear un sólido frente
anticomunista en las Américas, aunque no por ello lajuzgaba un área
de alto riesgo, en especial frente a Europa o Asia. Dicho lo cual, para
comprender la naturaleza del anticomunismo en América Latina, ya
sea del alentado por los Estados Unidos o del que hundía profundas
raíces en la cultura política de la región, es preciso considerar que no
solía presentarse tanto como reacción a la amenaza de una potencia
externa, sino más bien como la forma prevaleciente que tomaba por
entonces la reacción contra un enemigo interno, el cual comenzó a
ser visto bajo el color que exhibía en la militancia, o en su tendencia
a confluir con el nacionalismo.
En términos concretos, sin embargo, las presiones de los Estados
Unidos, por un lado, y el anticomunismo de muchos gobiernos lati-
noamericanos, por el otro, crearon el clima para que en numerosos
países los partidos comunistas fuesen puestos fuera de la ley o sujetos a
restricciones; para que, salvo raras excepciones, una gran parte de ellos
rompiese relaciones con la Unión Soviética; y para que encontrase apo-
yo el esfuerzo de los sindicatos estadounidenses por fundar una Con-
federación Sindical hemisférica que pudiera contener a la guiada por
Vicente Lombardo Toledano, cercana a Moscú. Con el tiempo, en espe-
cial cuando a la Casa Blanca arribó Eisenhower agitando la doctrina del
roll back (la "vuelta atrás" del comunismo), las medidas para combatirlo
se intensificaron aún más, ya en el frente militar, donde Washington
firmó numerosos pactos militares bilaterales con los gobiernos de Amé-
rica Latina, o en el plano político, donde no declinaron el recurso a la
covert action, es decir, al empleo indirecto de la fuerza para deshacerse
de los pocos gobiernos que juzgaban con aroma a comunismo, como el
de]acobo Arbenz en Guatemala durante 1954.
La edad del populismo clásico 157

la Guatemala de Jacobo Arbenz

Jacobo Arbenz Guzmán, durante la campaña electoral de 1950, en las


Verapaces, Guatemala.

La historia guatemalteca después de la guerra contiene los principales


rasgos de la época, aunque en forma exasperada. Guatemala se
destacaba por la rigidez de la segmentación social, que separaba a la
mayoría indígena de la oligarquía criolla, y también por la elevada
concentración de la tierra, la pobreza extrema y la dependencia de la
exportación de productos tropicales, en su mayoría explotados -como
en gran parte de América Central- por las grandes compañías esta-
dounidenses, como fue el caso de la United Fruit Company. Esta
empresa había creado cierta infraestructura moderna útil para su
comercio, pero también poseía enormes extensiones de tierras
prácticamente exentas del control del estado. Como en otros lados, en
Guatemala se vivió una estación de democratización e integración
social. Caída en 1944 la larga dictadura que había dominado los años
treinta, se estableció un gobierno constitucional que amplió la participa-
ción política a las mujeres y los analfabetos. Presidente desde 1951, el
coronel Arbenz introdujo un cambio radical mediante una reforma
agraria dirigida a recuperar parte de las tierras de la United Fruit para
distribuir entre los campesinos, medida a la que se opuso la compañía
con su enorme poder y que generó un conflicto sobre la indemnización
con el gobierno de los Estados Unidos, colmado de personajes
158 Historia de América Latina

vinculados a la empresa. Al igual que en otros lados, la democracia


guatemalteca se reveló frágil. Por un lado, estaba sujeta a la reacción
social de las elites y, por otro, a la creciente tendencia del gobierno a
monopolizar el poder, presionando a la prensa, los sindicatos y el
Parlamento. En el contexto de la Guerra Fría, Eisenhower comenzó a
ver a Guatemala como un caso típico de fusión entre nacionalismo y
socialismo, es decir, como una evidente amenaza comunista, mucho
más sospechosa aún debido al papel asumido por el pequeño Partido
Comunista local, que apoyaba a Arbenz. De ahí a la decisión de
ordenar una acción conducida por una facción de militares guatemalte-
cos financiados por los servicios secretos estadounidenses faltaba sólo
un paso, que fue dado en 1954. Sin embargo, los Estados Unidos no
pudieron cantar victoria por el orden restaurado, ya sea porque
Guatemala no cesó de ser un foco de inestabilidad, ya porque ese
precedente le confirió rasgos más radicales al proceso que vino a
continuación: Cuba . . I '

Todo esto no impidió que la hegemonía estadounidense encontrase


serios obstáculos, algunos de pequeña magnitud y otros, más relevan-
tes. Todos, empero, presagiaban los conflictos más importantes que le
reservaba el futuro. Tampoco significa que América Latina fuera un
mero espectador del nuevo contexto. Ya sea porque trató de obtener
ventajas, ya porque contra aquella hegemonía no cesaron de crearse
reacciones en su seno, de las cuales el comunismo fue el emblema, que
de hecho heredaba y desplegaba las más antiguas y profundas raíces del
antiamericanismo hispánico y católico. Además, en él tendían a menu-
do a confluir los nacionalismos antes dispersos, de derecha e izquierda,
económicos y políticos, espirituales y culturales, todos mancomunados
en la aversión a los Estados Unidos y a la civilización que representa-
ban, es decir, unidos en lo que llamaban "antiimperialismo".
De aquellos obstáculos, el mayor fue la Argentina de Perón: debido
a su política de la Tercera Posición, por su esfuerzo de exportar el pe-
ronismo y crear un frente latinoamericano hostil a los Estados Unidos,
y como emblema de la convergencia en el populismo del nacionalis-
mo de derecha y de izquierda. Por un lado, las ideas y la propaganda
peronistas hallaron un terreno fértil donde arraigarse. Incluso por la
enorme frustración causada en todas partes en América Latina debido
a la escasa ayuda que los Estados U nidos le reservaron en la posguerra,
mientras la dispensaban a discreción en Europa. Por otro, no obstante,
muchos gobiernos reaccionaron con temor ante las ambiciones hege-
La edad del populismo clásico 159

mónicas argentinas, lo que los empujó aún más hacia los Estados·Uni-
dos, en busca de protección.
Sin embargo, derrocado Perón, no desaparecieron los fantasmas que
su gobierno había movilizado en Washington. En todo caso, tendieron
a regresar en diferentes formas y estilos, en los más variados lugares: ora
en Bolivia y en Guatemala, ora en Perú y Venezuela, donde en 1958 el
presidente Richard Nixon arriesgó su incolumidad a causa de las pro-
testas antiamericanas. Y, finalmente, en Cuba, donde el 10 de enero de
1959 triunfó la revolución.

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