LA NIÑA DE ALTAMAR de Jules Supervielle
LA NIÑA DE ALTAMAR de Jules Supervielle
LA NIÑA DE ALTAMAR de Jules Supervielle
¿Qué marinos, con la ayuda de qué arquitectos, la habrían construido ahí en medio
del Atlántico sobre la superficie del mar y por encima de un abismo de seis mil
metros?
Esa calle larga, con casas de ladrillos rojos tan decolorados que habían adquirido un
tinte gris-de-Francia, esos techos de pizarra, de tejas, esos humildes comercios
inmutables… Y ese campanario tan calado…Y ese espacio cerrado por paredes
vidriadas por encima de las cuales saltaba cada tanto un pez, ese espacio que no
contenía más que agua marina y que seguramente pretendía ser un jardín…
¿Cómo se mantenía en pie todo eso sin siquiera ser sacudido por las olas?
Y cómo podía ser esta niña de doce años tan sola...caminando con zuecos y paso
seguro por la calle líquida como si caminara sobre tierra firme…
Explicaremos las cosas a medida que se presenten y las comprendamos. Y lo que deba
permanecer oscuro así quedará a nuestro pesar.
La niña se creía única en el mundo ¿Sabría al menos que ella era una niña?
No era muy linda. Tenía los dientes un poco separados y la nariz demasiado
respingada, un toque de rubor suavizaba su piel muy blanca. Pero la presencia de esta
personita, iluminada por unos pequeños ojos grises muy luminosos, os hacía circular
por el cuerpo hasta el alma, una sensación de asombro como venida del fondo de los
tiempos.
¿De qué viviría? ¿De la pesca? Seguramente no. Ella encontraba alimentos en la
despensa de la cocina, carne inclusive, cada tres o cuatro días. También había para
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ella papas, algunas otras hortalizas, huevos de tanto en tanto.
Cada mañana, media libra de pan fresco envuelto en papel aguardaba a la niña en la
panadería, sobre el mostrador de mármol detrás del cual jamás se había visto a nadie,
ni siquiera una mano, ni un dedo, empujando el pan hacia ella.
Una hora antes de la puesta de sol, empezaba a cerrar los postigos, y bajaba las
cortinas metálicas.
La niña cumplía sus tareas movida por algún instinto, por una inspiración cotidiana
que la forzaba a velar por todo. Cuando hacía buen tiempo tendía ropa a secar, o
colgaba una alfombra en una ventana, como si fuera necesario que la aldea pareciera
habitada.
Y todo el año debía cuidar la bandera de la alcaldía, que estaba tan expuesta.
Una vez colocó un lazo de crespón negro sobre el llamador de una puerta. Sólo
porque le pareció que así quedaba bien.
Y aquello quedó ahí dos días, después ella simplemente lo retiró.
Otra vez se puso a batir el tambor, el tambor de la aldea, como para anunciar alguna
noticia. Como si de pronto hubiera sentido un violento deseo de gritar algo que
pudiera oírse de un extremo al otro del mar.
Pero su garganta se había cerrado, y ningún sonido salió de ella. Y su esfuerzo había
sido tan grande que su rostro y su cuello se habían ennegrecido como los de los
ahogados.
Después de aquello guardó el tambor en su lugar habitual, en el rincón izquierdo al
fondo de la gran sala de la alcaldía.
La niña accedía al campanario por una escalera de caracol cuyos escalones habían sido
degastados por miles de pies jamás vistos. Debía tener unos quinientos escalones,
pensaba ella, (aunque en realidad tenía noventa y dos).
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Había que recargar al reloj de pesas dándole cuerda con la manivela para que hiciera
sonar verdaderamente las horas, día y noche.
La cripta, los altares, los santos de piedra dando órdenes tácitas, todas esas sillas
murmurantes que esperaban bien alineadas a seres de toda edad, esos altares cuyo oro
había envejecido y quería envejecer aún más, todo aquello atraía y rechazaba a la
niña que jamás entraba en la casa alta, contentándose con entreabrir a veces la puerta
de capitón, en las horas de ocio, para echar una mirada rápida al interior mientras
retenía el aliento.
Todas las mañanas iba a la escuela municipal con un gran portafolio que contenía
cuadernos, una gramática, una aritmética, una historia de Francia, una geografía.
Leía en el prefacio:
“Durante el verano, nada es más fácil que procurarse en gran cantidad, las plantas de
los campos y de los bosques.”
Y la historia, la geografía, los países, los grandes hombres, las montañas, los ríos y las
fronteras… cómo explicarse todo aquello cuando no se tiene más que la calle vacía de
una pequeña ciudad, en lo más solitario del océano.
Y cuando veía el Océano de los mapas, no sabía que se encontraba sobre él.
A pesar de que lo hubiera pensado un día, durante un segundo. Pero había descartado
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la idea por loca y peligrosa.
Por momentos escuchaba con una sumisión absoluta, escribía algunas palabra,
escuchaba otra vez, volvía a escribir, como al dictado de una maestra invisible.
Después abría una gramática y permanecía largo tiempo inclinada, reteniendo el
aliento sobre la página 60 y el ejercicio CLXVIII, al que se había aficionado. La
gramática ahí parecía tomar la palabra para dirigirse directamente a la pequeña de
altamar:
¿--------Eres tu? ¿--- -----piensas? ¿--- -----le hablas? ¿-----quieres? ¿--- -------hay que
dirigirse? ¿-------pasa? ¿-- ------se acusa? ¿---- ------eres capaz? ¿--- -----eres culpable? ¿---
-----se trata? ¿-------te dio ese regalo? ¡Eh! ¿-- -----te quejas?
- Si por lo menos tuviera un poco de nieve de alta montaña las horas pasarían más
rápido.
- Espuma, espuma alrededor mío, ¿no terminarás por convertirte en algo duro?
- Para hacer una ronda hay que ser por lo menos tres.
- Eran dos sombras sin cabeza que se iban por la ruta polvorienta.
O bien escribía una carta donde daba noticias de su pequeña ciudad y de si misma.
Aquello no se dirigía a nadie, y a su término, no se abrazaba a nadie, y en el sobre, no
había ningún nombre.
Terminada la carta, la niña la arrojaba al mar – no para liberarse de ella, sino porque
aquello debía ser así – y quizás a la manera de los navegantes a punto de naufragar
que liberan en las aguas su último mensaje en una botella desesperada.
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El tiempo no pasaba sobre la ciudad flotante: La niña tenía siempre doce años, y era
inútil que hinchara su pequeño torso delante del armario espejado de la habitación.
Una vez, cansada de parecerse a la fotografía que guardaba en su álbum con sus
trenzas y su frente despejada, e irritada contra sí misma y su retrato, desparramó
violentamente sus cabellos sobre sus hombros esperando que con ello su edad
resultara alterada.
Quizás también el mar alrededor sufriera algún cambio, quizás emergieran grandes
cabras de barba espumante que se acercarían para ver.
Pero el Océano había permanecido vacío y ella no había recibido otras visitas que la
de las estrellas fugaces.
Pero un día, como en una distracción del destino, como si una hendidura en su
voluntad, apareció un carguero.
Era un verdadero pequeño carguero todo humeante, testarudo como un bulldog y
bien afirmado en el mar a pesar de estar poco cargado (una bella banda roja
resplandecía al sol por debajo de la línea de flotación). Y avanzó por la calle marina
de la ciudad sin que las casas desaparecieran bajo el oleaje y sin que la niñita se
adormeciera.
Era justo el mediodía. El carguero hizo oír su sirena, pero esa voz no se mezcló a la del
campanario. Cada una conservaba su independencia.
La niña, percibiendo por primera vez un ruido que le venía de los hombres, se
precipitó a la ventana y gritó con todas sus fuerzas:
“¡AUXILIO!”
La niña descendió velozmente a la calle y se acostó sobre el rastro del navío, y abrazó
su estela durante tanto tiempo, que cuando se levantó, ésta ya no era más que un
borde de mar, sin memoria, y virgen.
Volvió a casa, estupefacta de haber gritado: “¡AUXILIO!”, y comprendiendo por fin el
sentido profundo de esa palabra. Ese sentido la espantó. ¿Acaso los hombres no oían
su voz? ¿O estos marinos eran sordos y ciegos… O más crueles que las profundidades
del mar?
Entonces sucedió que vino a buscarla una ola que siempre se había mantenido a cierta
distancia de la aldea, en una evidente reserva.
Era una ola enorme que se propagaba a cada lado de si misma mucho más lejos que
las otras, y que en lo alto llevaba dos ojos de espuma perfectamente imitados.
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Se hubiera dicho que comprendía ciertas cosas y que no terminaba de aprobarlas
todas.
Y a pesar de que se formara y se deshiciera cientos de veces por día, jamás se olvidaba
de colocarse en el mismo lugar esos dos ojos bien constituidos.
A veces, cuando algo le interesaba, solía permanecer casi un minuto con la cresta en el
aire, olvidando su condición de ola, olvidando que tenía que recomenzarse cada siete
segundos.
Hacía tiempo que la ola quería hacer algo por la niña sin saber qué. Cuando vió el
carguero que se iba comprendió la angustia de la que se quedaba. Entonces muy
resuelta, y sin que mediara una palabra, la llevó como de la mano no muy lejos de
allí.
Después de haberse arrodillado ante ella a la manera de las olas y con el mayor
respeto, la enrolló hasta el fondo de sí misma y la guardó un momento muy largo
tratando de confiscarla, con la colaboración de la muerte.
Y la niñita trataba de no respirar para secundar a la ola en su proyecto tan serio.
Ésta no tardó en advertir que de ese modo no podría alcanzar su objetivo, entonces
lanzó tan alto por el aire a la niña que ella ya no parecía más grande que una
golondrina marina. Luego la recibió y la relanzó como una pelota.
La pequeña siempre volvía a caer entre copos tan grandes como huevos de avestruz.
Finalmente, convencida de que nada le haría nada, y de que no conseguiría darle
muerte, la ola la regresó a su casa en medio de un extenso murmullo de lágrimas y de
excusas.
Y la niña no había tenido ni un rasguño. Y recomenzó ese abrir y cerrar los postigos
sin esperanza. Y ese transitorio desaparecer en el mar cada vez que el mástil de un
navío asomaba en el horizonte.
Marinos que soñáis en altamar con los codos apoyados sobre la borda, temed pensar
durante mucho tiempo en medio de la noche en un rostro amado.
Correríais el riesgo de dar nacimiento en lugares esencialmente desérticos a un ser
dotado de toda la sensibilidad humana que no puede vivir, ni morir, ni amar. Y que
sin embargo sufre como si viviera, como si amara, y como si se encontrara siempre a
punto de morir.
Un ser infinitamente desheredado en las soledades acuáticas.
Como la niña de altamar, nacida un día del cerebro de Carlos Liévens, de
Steenvoorde, marinero de puente del cuatro-mástiles Le Hardi, quien había perdido a
su hija de doce años de edad, durante uno de sus viajes, y, una noche, por los 55
grados de latitud Norte y 35 de longitud Oeste, pensó largamente en ella, con una
fuerza terrible, para gran desgracia de esa niña.