Van Dulmen Cap 2

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2.

La sociedad estamental y el dominio político

1. LA SOCIEDAD ESTAMENTAL DE INICIOS DE LA EDAD MODERNA

La sociedad de la Baja Edad Medía y de inicios de la Edad Moderna constituía una sociedad estamental
en la que cada persona, por nacimiento o por privilegio, era miembro de un estamento, y ello le daba
derecho a las posibilidades existenciales monopolizadas por tal estamento. Los estamentos se
diferenciaban entre sí «por el grado concreto de participación en el poder político, por la forma peculiar de
fundamentación de la subsistencia material y por el prestigio específico (honor) . Ahora bien, la suposición
de que la expansión de la economía de mercado, en conexión con la aparición simultánea del primitivo
Estado moderno, produjo la disolución de este orden estamental puede ser rebatida por el hecho de que,
tras el período de apertura y movilidad que tuvo lugar en el «largo» siglo XVI, a consecuencia de la
modernidad, este tipo de sociedad medieval no desapareció, sino que se transformó en un orden
rígidamente establecido y, por vez primera, garantizado también por el poder .
Cierto es que, sobre todo en los países del primer capitalismo, como Inglaterra y - Holanda, existieron
tendencias niveladoras. Pero, en el conjunto de Europa, la incipiente acumulación capitalista produjo una
consolidación de las estructuras estamentales, un endurecimiento, que sin duda tuvo un efecto distinto
para cada grupo social y para cada país, aun cuando fuera un fenómeno generalizado. En todo caso, la
sociedad estamental de la Edad Media, dotada de movilidad y todavía no cerrada, se convirtió en un orden
social cerrado y fuertemente diferenciado, con una rígida estructura también estamental, dentro del cual a
cada grupo y a cada individuo le correspondía un papel claramente definido al que se tenía que ajustar so
pena de perder el honor o el privilegio. No se trataba ya sólo de la regulación de la economía feudal, de la
organización del poder social y de la configuración de la propia imagen, sino de asegurar la subsistencia
de cada grupo, en particular mediante la eliminación de la competencia, y de establecer un modo de vida
convencional acorde con el estamento, tendente a regular normativamente todos los ámbitos de la
conducta cotidiana, que garantizase la supremacía de la [92] nobleza y la opresión del pueblo bajo la
dirección política de un príncipe o de la clase aristocrática.
Todos los grupos rectores veían por ello en la sociedad esta- mental establecida, origen de claras
diferencias, la verdadera garantía del orden político. El hecho de que la nobleza detentara en exclusiva la
dirección política, el burgués se dedicaba al comercio y a la industria y el campesino cultivara la tierra
hacía parecer que los conflictos y los desórdenes disminuían, al tiempo que quedaba asegurada la
subsistencia de la sociedad. El clero ortodoxo, reforzado, sancionó esta estructura de estamentos dentro
del proceso de la Contrarreforma como la única que respondía al orden terrenal y divino, incluso allí donde
ya no se daban las condiciones para ello, como en Europa occidental.
El orden estamental de inicios de la Edad Moderna era considerado un sistema de armonía social y
equilibrio de los intereses de los estamentos, aun cuando no fuese otra cosa que un sistema de
desigualdad social que encubría los crecientes conflictos sociales, consecuencia de la lucha por el poder,
el prestigio social y la distribución de la riqueza resultantes de la expansión del mercado, el crecimiento
demográfico y la escasez de recursos para alimentarse. Esta tendencia fue más acusada en los países en
que se dio una evolución hacia el absolutismo que en los que ésta tuvo un carácter «liberal», aunque en
principio fue un fenómeno general. El endurecimiento de la sociedad estamental se inició ya, en algunos
países, en la primera mitad del siglo XVI, alcanzando un apogeo casi generalizado a finales de éste y
comienzos del XVII. Las posibilidades de movilidad y libertad durante el siglo XVI eran prácticamente
inexistentes a mediados del XVII.
Este endurecimiento de la estructura estamental favorecido por el primer Estado moderno y por las nuevas
Iglesias confesionales tuvo consecuencias sociales importantes. Por un lado, los estamentos
fundamentales: nobleza, burguesía y campesinado, se fueron diferenciando de manera progresiva. Ya
que, mientras que en la Edad Media un noble pobre apenas se distinguía de un campesino rico, un
burgués podía alcanzar una posición política más alta que un noble y los mundos en que vivían aún no se
habían separado radicalmente, llevando todos los estamentos, a pesar de las diferencias políticas y
legales, una forma de vida similar, a partir del siglo XVI el abismo se hizo cada vez más profundo. Cierto
es que aún no se daba una sociedad cortesana cerrada, sin prácticamente ninguna relación directa con el
pueblo; sin embargo, la nobleza se fue apartando mucho más que antes de los burgueses y campesinos
en la medida en que, dentro de un territorio, gozaba de los mayores privilegios, poseía una gran
conciencia de su importancia y tomaba como punto de orientación la corte [93] de los príncipes, es decir,
se distanciaba progresivamente del pueblo a causa del cambio de costumbres, la moral, la indumentaria y
la vida social. A cada estamento le correspondían símbolos sociales propios, que mantenían su cohesión y
lo separaban de los demás. Aunque un burgués o un campesino fueran tan acaudalados como un noble,
éste tenía que distinguirse claramente de aquéllos. «Cada cual [ha. de seguir], pues, las huellas de sus
antepasados, a fin de que, entre la nobleza, los burgueses y los campesinos, se pueda encontrar una
diferencia»’.
Paralelamente a la separación de los estamentos en nobles, burgueses y campesinos, dentro de cada uno
de ellos se produjo también una diferenciación, de manera que del estamento noble se destacó claramente
la alta nobleza, de la burguesía los patricios, y de la comunidad aldeana los notables de la aldea. Esto
también estuvo garantizado por el primitivo Estado moderno. La vulneración de las estrictas normas
jerárquicas suponía la pérdida del honor o el castigo. Dentro de la alta nobleza, del patriciado urbano y de
los notables campesinos se constituyeron castas familiares muy diferenciadas que trataron de asegurar su
posición social, independientemente de sus méritos, su riqueza y su función social, mediante el patronazgo
y la política matrimonial. Los cargos públicos en la aldea, la ciudad y el Estado se convirtieron
progresivamente en prebendas de ciertas familias. Con la misma intensidad con que las capas más altas
crearon una separación respecto a las capas «medias» por el modo de vida estamental, los privilegios, los
títulos y la posibilidad de acreditar una tradición familiar honorable, éstas lo hicieron, a su vez, respecto a
las capas «bajas» en tazón de esta misma idea de prestigio.
Todo ello habría de desembocar finalmente en la segregación y exclusión de la sociedad de todos aquellos
que no ocupaban un puesto «honorable». La Edad Media había tolerado en mayor medida a los grupos no
estamentales o de estamento inferior; los mendigos y los buhoneros, al igual que las prostitutas y los
comediantes, formaban parte del cuadro social. Externamente hubo de pasar algún tiempo para que
cambiaran las cosas, pero, con el incremento simultáneo de las capas depauperadas, el aislamiento de los
gremios, la consolidación del primer Estado moderno y la persecución contrarreformadora de los que
pensaban de otra manera, amplios grupos de la sociedad se vieron por vez primera, desde finales del siglo
XVI, rechazados y estigmatizados, a pesar de que estas capas discriminadas se habían hecho
indispensables para la producción protoindustrial y la creación de los primeros grandes ejércitos
modernos. Mendigos y vagabundos, comediantes y buhoneros, se convirtieron en marginados, fueron
perseguidos como personas no integrables, al igual que los separatistas religiosos [94] y el creciente
número de miembros de profesiones «no honorables». Bien es verdad que, en general, no se les podía
disciplinar o expulsar de hecho, pero el control social y el uso de la fuerza puesto en práctica por el Estado
tuvieron el efecto de una segregación discriminatoria: un gran número de personas no pertenecientes a un
estamento, o de un estamento inferior, fueron difamadas como canalla «inútil» sólo porque no podían
pagar tributos ni ejercer una actividad productiva.
La aparición de la sociedad estamental de inicios de la Edad Moderna señala un cambio significativo en la
posición social, tanto de los individuos como de los diferentes grupos sociales. A costa de la libertad de
movimientos, la sociabilidad y la autodeterminación feudal disfrutadas en la Edad Media, e incluso todavía
en el siglo XVI, en la sociedad moderna primitiva al individuo le fueron asignados, por vez primera, una
función y un papel claramente definidos, una conducta y una mentalidad controladas, y se le señaló un
puesto definitivamente establecido dentro del orden estamental, en el que lo más importante no eran la
riqueza y los méritos, sino el origen, el poderío y el prestigio. La progresiva circulación monetaria, la
concentración del mercado dentro del proceso de territorialización y la incipiente acumulación capitalista
no provocaron la disolución del mundo estamental de la Edad Media, sino que «racionalizaron» el orden
social tradicional, dando lugar a la sociedad estamental de inicios de la Edad Moderna. Aquel que se
adaptaba al nuevo orden determinado por el primitivo Estado moderno, se beneficiaba de la desigualdad
social y participaba de la seguridad existencial a través de la sociedad estamental sostenida por e1
Estado, en la que la autodeterminación feudal vino a ser sustituida por la actividad comercial orientada
hacia el prestigio. Ahora bien, a medida que se fue diferenciando la sociedad, paralelamente a la
adaptación a las nuevas estructuras, se produjo una segregación de todos los grupos sociales no «útiles»,
no estamentales o de un estamento inferior, que en adelante se consideraron a sí mismos no sólo pobres,
sino además marginados. El proceso de socialización, reforzado por el nacimiento de la sociedad
estamental de inicios de la Edad Moderna, presenta, pues, rasgos contrapuestos.
Aun cuando, realmente, la sociedad de estamentos quisiera integrar a todos los grupos sociales y
garantizar la subsistencia de cada individuo, de hecho con el nuevo orden apareció por vez primera una
diferenciación de las capas alta y baja, dándose los primeros pasos hacia una organización clasista. Pues
en tanto que los grupos dominantes de todos los estamentos veían en la sociedad estamental constituida
el medio adecuado para perpetuar el poder logrado y la posibilidad de disponer de los bienes
materiales[95] necesarios, los que no tomaban parte en el proceso de socialización se empezaron a
considerar cada vez más como explotados, viéndose obligados, en definitiva, a contemplar la sociedad
estamental como un obstáculo para la realización de sus intereses.

II. EL MUNDO RURAL


En la sociedad de inicios de la Edad Moderna, los campesinos, es decir, la población rural dedicada a la
producción agraria, constituían el estamento numéricamente más importante, sin que el gran impulso
experimentado por las ciudades y la burguesía lo modificara en modo alguno. De su trabajo y de su
productividad dependían tanto la seguridad existencial de todos los demás como, especialmente, el
bienestar creciente de los estamentos superiores. A pesar de que su «utilidad» era algo generalmente
reconocido, es muy poco lo que sabemos sobre el trabajo, las costumbres y la situación social de los
campesinos. En las fuentes históricas, el campesino aparece únicamente como un súbdito que paga
tributos e impuestos. Tan sólo cuando entra en conflicto con el medio social o con la autoridad, dando
lugar a escritos de reclamación o a actas de interrogatorios, aparecen manifestaciones sobre otros
aspectos, aunque en general deformadas por la mentalidad del escribano, con frecuencia desconocedor
del mundo rural. Los testimonios de los propios campesinos son prácticamente inexistentes a causa del
analfabetismo de la mayoría. La mayor parte de los testimonios diferenciados que han llegado hasta
nosotros proceden de eruditos y escritores burgueses que, como representantes de los estamentos
superiores, tienden sin embargo a hacer manifestaciones extremistas o a reproducir solamente la imagen
que de ellos tenían los poderosos. Un tópico muy común es el del campesino torpe y tosco; también son
numerosos los juicios o indicaciones acerca de cómo ha de comportarse. El estamento rústico y sus
necesidades es defendido tan sólo por unos pocos, como Grimmelshausen, que describe en su
Simplicissimus el papel de los campesinos de la siguiente manera:
“Da sehr verachier Bauernstand,
Bist doch der beste in dem Land...
Wie stand es jetzt and am die Weit,
Hdtt Adam nichi gebaat das Feld?
Mit Hacken nihrt sich anfangs der,
Von dem die Fürsten kommen her...
Drum bisi da billig hoch za ehren,
Weil da wzs alte tast ernahren...” [96]

(«Tú, la tan despreciada gente rústica, / eres empero la mejor del país... / ¿Qué acaecería ahora y en el
mundo, si no hubiese Adán cultivado la tierra? / con la azada se sustentó en otros tiempos aquél / del que
descienden los príncipes... / Por eso te hemos justamente de alabar, / porque a todos nosotros das
sustento...»)
Observaciones de toda índole —junto a algunas descripcí0n de escritores críticos— nos ofrecen
representaciones iconográficas. Tampoco éstas se hallan libres de prejuicios, sí bien, al igual que los
cuadros de los pintores holandeses, reflejan de un modo inmediato el mundo campesino, con sus
padecimientos y alegrías, su trabajo y su convivencia.
Es difícil describir la situación social de los campesinos en los inicios de la Edad Moderna, pues no existía
un estamento campesino cerrado y con unas condiciones de vida homogéneas, ya que las diferencias,
tanto en el aspecto legal como en el social, eran notables, habiendo campesinos libres y siervos: algunos
muy ricos, como en Frisia, cuya posición era muy similar a la de la nobleza rural; otros muy pobres, como
en España, en donde eran equiparables a los asalariados sin tierras. Sin embargo, la situación legal no
siempre se hallaba en relación directa con el patrimonio o con las propiedades. Había campesinos libres
_aunque en Europa ya no eran muy numerosos— que podían ser más pobres que otros que no eran
independientes, pero cuyos bienes hubieran envidiado incluso algunos nobles.
La situación general de los campesinos europeos dependía, primeramente en gran medida de las
condiciones naturales respectivas. Aun cuando trabajara muy duro, la riqueza de un campesino ruso
nunca podría igualarse con la de uno del norte de Alemania. Dependía, sobre todo, del clima, el factor más
determinante del número de cosechas y del método de producción, así como de las frecuentes crisis
agrarias y malas cosechas de que tenemos noticia. Tampoco los campesinos de inicios de la Edad
Moderna conocieron una economía de reservas significativa; la intensificación de su producción estaba
claramente limitada y las innovaciones técnicas dependían de la red del mercado. La guerra y la paz
tuvieron también un papel no menos importante. Y así, el campesino francés se vio especialmente
afectado por las terribles guerras de religión que asolaron el país en el siglo XVI, en tanto que la guerra de
los Treinta Años destruyó en Alemania bienes y haciendas de los campesinos en un grado hasta entonces
desconocido La calidad del suelo, el clima, las malas cosechas y las situaciones bélicas no sólo variaron
por países. Cada región de Europa estuvo sometida a circunstancias determinadas. [97]

La vida social de los campesinos dependía además de a organización agraria dentro de la que producían.
En la época en que la evolución europea dejó de ser homogénea, modificándose en la Europa occidental y
central el sistema feudal y apareciendo en la Europa oriental el señorío, el campesino alcanzó en aquélla
una situación más libre desde el punto de vista jurídico con la total desaparición de la servidumbre,
mientras que en los países del este, la implantación de ésta inició una nueva esclavitud que no sólo
empeoró la situación jurídica de la propiedad rural, sino también la personal de los campesinos “. Si en la
Europa oriental los campesinos se convirtieron en esclavos y en la meridional en arrendatarios con pocos
derechos, en los países de la Europa central y occidental podían llegar a ser copropietarios de la tierra.
Dependiendo de factores diferentes, en Inglaterra y en España se desarrolló un campesinado proletarizado
que se vio empujado al vagabundeo: allí, víctima de la comercialización de la agricultura, aquí, de los
ganaderos nobles de la Mesta. La ausencia de derechos, la creciente presión tributaria, la Mesta y el
mayorazgo destruyeron por completo, a comienzos del siglo XVII, al campesinado español. En 1629,
Peñalosa y Mondragón se lamentaba: « El campesinado es actualmente en España el más pobre, el más
mísero y el más profundamente postrado; parece como si todos los restantes estamentos se hubieran
aliado y conjurado para arruinarlo y destruirlo. Se ha llegado a tal punto que el nombre de campesino
equivale al de rufián, torpe, puerco y otros peores. Cuando se dice campesino, se piensa en comida
ordinaria, guisos de ajo y cebolla, en carne de animales reventados y en pan de cebada, en calzado de
piel sin curtir y en blusones desgarrados, gorro de bufón y cuellos toscos, camisas de tela de saco y
pesada faltriquera, chozas de barro semiderruidas, pedazo de tierra mal cultivada y un par de escuálidas
vacas, y en el peso de las hipotecas, las rentas, los impuestos y los tributos. Si el campesino viene a la
ciudad, especialmente cuando es por razones de pleitos, le esperan innumerables decepciones, burlas
sobre su vestimenta y lenguaje y engaños sin cuento. Pero en verdadero mártir se convierte tan pronto
como las gentes de la justicia o del ejército encuentran el camino hacia su humilde choza».
La situación social de los campesinos se hallaba determinada, finalmente, por el peso de la carga de los
tributos señoriales y de los impuestos de los gobernantes, y a ello hay que añadir, según las regiones y el
estatus jurídico, la prestación personal y el diezmo eclesiástico. El sistema global de cargas de los
campesinos en los inicios de la Edad Moderna, que se pagaban en especie o en dinero, y en general en
ambos, es muy variado. Pero dado que sólo conocemos de forma aproximada cuánto producía una [98]
finca, es decir cuáles eran las ganancias de un campesino, tampoco posible ofrecer un cálculo exacto de
estas cargas. Sólo se conservan los libros de gastos domésticos de las casas señoriales de esta época.
Sin embargo, es seguro que las cargas de los campesinos eran tan elevadas que la mayoría de ellos,
hasta un 60-70 %, se mantenía escasamente por encima del mínimo existencial. Eran muy pocos los que,
constituyendo una capa superior, podían edificar casas ostentosas, dar grandes fiestas y conseguir
beneficios considerables del cereal o del comercio ganadero. La gran mayoría se caracterizó por su
constante preocupación por la supervivencia Tanto más gravosos fueron los intentos de los señores, al
menos en Occidente, de aumentar los tributos, a pesar de la intensificación de la agricultura y de la mejora
del estatus jurídico. Al señor noble no le bastaban los antiguos tributos, ya que necesitaba cada vez más
dinero para sus necesidades de ostentación en la sociedad cortesana en formación. A ello respondía
también su afán por comercializar sus tierras bajo el imperativo del mercado capitalista. Más decisivo
todavía para el campesino fue el peso de los impuestos pagaderos a los gobernantes, los cuales, al no
poder ya sufragar los crecientes gastos de la administración y el ejército sólo con los bienes realengos y al
estar la nobleza exenta de impuestos, recurrieron a los campesinos, quienes hubieron de soportar en gran
medida las cargas del primitivo Estado moderno. Si a ello añadimos las transformaciones que tuvieron
lugar en la agricultura con el nacimiento del mercado mundial, de las que los más ricos se beneficiaron en
mayor grado que los más pobres, vemos que para el conjunto del campesinado en Europa se inició un
deterioro que ni la garantía jurídica por parte del Estado fue capaz de atajar.
Las diferencias dentro de la clase rústica en cuanto a la propiedad del patrimonio, el rango y la situación
jurídica eran muy notables. Desde el siglo XVI, y sobre todo a finales de éste, la capa de campesinos ricos,
numéricamente invariable en los últimos tiempos, comenzó a cerrarse y a formar una casta, al igual que
las familias de los comerciantes más ricos en las ciudades, mientras que la capa pobre e inferior de la
aldea aumentaba. El gran campesino, tal como se le conoce, por ejemplo, en el norte de Alemania, se
diferenciaba con frecuencia muy poco del señor noble en lo que a patrimonio y nivel de vida se refiere. En
su finca trabajaba un gran número de criados y jornaleros; cierto es que sólo en algunos casos era libre,
pero podía obtener beneficios de sus excedentes a través del mercado. Si, como el yeoman en Inglaterra o
el Grossbauer en Holstein, sabía racionalizar su explotación podía aparecer incluso como un empresario
agrícola seguro de sí mismo. El mantenimiento de la propiedad fue [99] garantizado de generación en
generación mediante la interpretación estricta del derecho hereditario y una política matrimonial adecuada.
Una conciencia familiar muy acusada cimentaba su posición de dominio en la comunidad aldeana, dentro
de la cual ocupaba también con frecuencia cargos públicos. El grupo formado por tales campesinos tenía
mucha importancia como polo opuesto a los señores nobles; sin embargo era muy pequeño. En
Wurtemberg, por ejemplo, de donde nos han llegado cifras, los agricultores acaudalados y productores de
excedentes eran sólo un 5 %. A continuación venía una capa media más amplia, de un 20 a un 25 %,
siempre y cuando, como sucedió en Rusia o en España, no hubieran sido totalmente aniquilados por el
sistema de arrendamientos o la servidumbre de la gleba. Los campesinos pertenecientes a esta capa
podían cubrir sus necesidades e incluso, en ocasiones, producir excedentes, si bien rara vez conseguían
llegar a ser notables de aldea, siendo mucho más fácil que bajaran en la escala social a consecuencia de
las crisis agrarias y de las malas cosechas. Junto con la capa más acomodada, se diferenciaban con
mucho de los más pobres, que constituían del 70 al 80 %, e incluso del 65 al 83 % de la población
aldeana. En tiempos de buenas cosechas y coyuntura favorable, los pequeños campesinos pertenecientes
a este grupo podían garantizar su propio sustento. Seguían poseyendo sus propias tierras, aunque de
poca extensión y de escaso rendimiento, y un pequeño número de cabezas de ganado. En tiempos de
crisis tenían que trabajar también de jornaleros o ejercer una actividad secundaria de carácter artesanal.
En realidad pertenecían ya a los pobres de la aldea, pero la tierra propia y la posibilidad de fundar una
familia los diferenciaba de la amplia capa de criados y simples jornaleros.
Si en la Baja Edad Media los ricos, medios y pequeños campesinos seguían constituyendo el grupo más
amplio de la población rural como tal, a partir del siglo XVII estos campesinos propiamente dichos se
fueron convirtiendo progresivamente en minoría. Pues a consecuencia del crecimiento demográfico y de la
depauperación provocada por el aumento de las cargas tributarias y por la revolución de los precios, la
capa más baja se hizo cada vez más numerosa a pesar del elevado índice de mortalidad No disponemos
de cifras exactas y las escasas evaluaciones estadísticas de las diversas regiones europeas son difíciles
de contrastar; sin embargo, se puede observar de forma generalizada que, La mayoría de ellos
aparecieron [100]
en zonas próximas a las ciudades o en los pueblos más grandes, sobre todo en las regiones industriales
nacientes. En tanto dispusieran de una casa y se pudieran abastecer por sí mismos de alimentos eran
considerados vecinos que, al mismo tiempo, se ofrecían como jornaleros o ejercían una ocupación
adicional en la industria a domicilio. Este grupo se estima en Wurtemberg, a mediados del siglo XVI, entre
el 15 y el 22 % de la población. Aún peor era la situación de los asalariados completamente desposeídos;
éstos se veían obligados a ofrecer sus servicios exclusivamente, por lo que, a no ser que trabajaran en
alguna actividad artesanal de la aldea, era raro que estuvieran avecindados en ésta. A diferencia de los
criados y servidores, eran libres y, siempre que pudieran sostener a una familia, podían también casarse,
pero su subsistencia era muy precaria y muy fácil la posibilidad de convertirse en mendigos. El lugar más
bajo de la escala social lo ocupaban los sirvientes, y, en parte, los «nuevos» siervos de la gleba de la
región al este del Elba, los cuales figuraban entre las propiedades de una finca. Cierto es que estaban
sometidos a disposiciones contractuales, pero se hallaban indefensos frente al poder de los señores. Con
frecuencia, la comida y la vivienda estaban garantizadas y algunos también obtenían ropas, pero su
ocupación se consideraba en general deshonrosa. Las quejas acerca de la falta de sirvientes estaban tan
extendidas como las que se referían a su informalidad y pereza. Si incluimos a los jornaleros en la capa
más baja del campesinado, en una zona rural libre de Europa occidental constituía un 30 o 40% de la
población, llegando hasta un 70 u 80 % en los lugares con el nuevo sistema de arrendamiento, como
España e Italia. Así surgió un proletariado rural cuya situación, aun cuando no hubieran desaparecido
completamente los vínculos feudales, no se diferenciaba esencialmente de la de la nueva clase asalariada,
que en Inglaterra llegó a verse totalmente desposeída a consecuencia del movimiento de enclosures. Los
miembros de este grupo consiguieron efectivamente la libertad personal pero se les tenía por simple mano
de obra barata de los nuevos propietarios capitalistas. Entre la población rural, por vivir en la aldea,
aunque no trabajaran directamente en la producción agrícola, se encuentra también el grupo de los
trabajadores manuales y artesanos, siendo de destacar los mesoneros, herreros, molineros y barberos que
a menudo combinaban su actividad con una explotación agrícola, como era el caso del mesonero, o
disponían de huertos o algún terreno para su autoabastecimiento, como sucedía con herreros y molineros.
Asimismo fue aumentando el número de sastres y tejedores que no poseían bien alguno y que trataban de
asegurar su sustento dentro del marco de la industria familiar organizada. [101]

La aldea de inicios de la Edad Moderna, con su campesinado apegado a sus tradiciones, no era en modo
alguno, en lo que a su estructura social se refiere, tan rígida corno nos hace suponer la organización
agraria de la tierra. Desde la Baja Edad Media, la estructura de la población rural se había transformado
notablemente. Y, mientras que la capa propiamente campesina se mantenía casi constante desde el punto
de vista numérico y los campesinos ricos se distanciaban, formando una capa superior, la capa inferior de
los pobres se fue ampliando. A finales del siglo XVI apareció un proletariado rural que ya no estaba
integrado en la comunidad aldeana; estaba compuesto, por una parte, de jornaleros subempleados y, por
otra, de trabajadores rústicos del lugar que se ganaban el pan con la actividad industrial, Con el tiempo, la
estructura rural de la vieja Europa se vería transformada por el avance de la actividad artesanal y por la
proletarización de las capas inferiores. En las regiones de Europa con una organización feudal, en las que
los campesinos eran copropietarios de sus tierras, había, naturalmente, una población rural muy
diferenciada. En los países con organización señorial, en los que existía un sistema de arrendamiento
feudal o precapitalista, apenas había un campesinado autónomo; aquí predominaban las relaciones de
clase: un reducido número de señores de la nobleza y de grandes arrendatarios nobles, burgueses y
campesinos frente a una capa mucho más amplia de trabajadores del campo dependientes, asalariados
manuales y siervos de la gleba.
La población campesina, desde el rico propietario hasta las gentes más insignificantes de la aldea, llevaba
una vida sometida a intensas variaciones: por una parte, el trabajo duro y regular y, por otra, la tosca e
intensa vida social y las frecuentes fiestas. «El uno está separado del otro y vive para sí con sus criados y
animales. Sus casas son casas malas, hechas de barro y madera, asentadas sobre la tierra y cubiertas de
paja. Su alimento es el negro pan de centeno, la papilla de avena o los garbanzos y lentejas cocidos. Su
bebida, el agua y la leche. Una chaqueta, dos zapatos con cordones y un sombrero de fieltro, su
vestimenta. Estas gentes nunca tienen reposo, trabajando desde el alba hasta el atardecer. Llevan al
mercado más cercano los frutos que obtienen de la tierra y del ganado, comprando a cambio lo que
necesitan... A sus señores han de servirles con frecuencia a lo largo del año, cultivar el campo, sembrar,
recoger la cosecha y llevarla a los graneros, cortar leña y cavar zanjas. No hay nada que el pobre pueblo
no tenga que hacer o aplazar sin perjuicio». La productividad campesina no era importante. La mayor parte
del trabajo se tenía que hacer directamente con las manos. Caballos [102] o bueyes, arado, guadañas y
rastrillos eran la única ayuda de que disponían la mayoría de los campesinos: las diversas y pequeñas
mejoras técnicas para la agricultura de los siglos XVI y XVII sólo favorecieron a unos pocos. Trabajaban
exclusivamente para su sustento; los menguados excedentes, cuando no eran totalmente absorbidos por
los señores o por el clero, eran llevados al mercado para poder adquirir a cambio todo lo que ellos mismos
no producían y era necesario para vivir. Su trabajo no se orientaba hacia el logro de beneficios, sino que
tan sólo servía para garantizar la subsistencia y seguía el ritmo de la naturaleza, de cuyas inclemencias
dependía la dura y desacreditada labor, así como la «holganza» en tiempos de menor ocupación. Se
trabajaba mientras hubiera algo que hacer y fuera de día. No había tiempo libre, aunque sí muchas fiestas
y días festivos. En invierno las tareas no eran tantas como en la época de la siembra y de la cosecha, en
que se requerían todos los esfuerzos. Una cosecha abundante decidía sobre la vida o la muerte. Las
grandes explotaciones eran, en general, de tipo familiar y autárquico, en las que todos tenían que trabajar:
hombres y mujeres, niños y viejos, criados y jornaleros. El cultivo de la tierra, junto con la cría de ganado,
garantizaban el equilibrio económico necesario. Siempre que estuviera permitido se criaban también
ovejas, así como, en otros lugares, funcionaba con frecuencia una rentable industria quesera. La ropa, el
calzado y las herramientas eran generalmente producidas por ellos mismos aprovechando los largos
meses de invierno. Los molinos, herrerías y baños se orientaban exclusivamente hacia las necesidades de
los habitantes de la aldea. El derecho de los señores sobre la fabricación de cerveza y la molienda era
arrendado generalmente a los campesinos, pero se hallaba en gran medida fuera del control aldeano. La
organización del trabajo agrícola dependía del propio campesino, siempre que no se tratara de un señorío.
Esto se puede aplicar también a los siervos de la gleba de los países del este, en donde el dueño de la
tierra apenas intervenía. Se realizaba, sin embargo, dentro del marco del vecindario, cimentando una
solidaridad mantenida igualmente por los campesinos ricos y por los pobres. Aquellas tareas que el
campesino no podía hacer solo eran realizadas por el conjunto de la comunidad aldeana. En esto radica la
fuerza y la debilidad de la sociedad rural de inicios de la Edad Moderna: la comunidad prestaba protección
frente a los abusos del señor, pero a su vez obligaba a cada individuo a observar las normas tradicionales
establecidas.
El trabajo constituía sólo un aspecto de la vida rural. Las numerosas fiestas y celebraciones eran para el
campesino un alivio de la monótona y pesada labor, no tratándose únicamente de un [103] mundo opuesto
a aquél, sino formando igualmente parte integrante de la vida rural, en estrecha relación con la economía.
Los juegos, las celebraciones y las fiestas constituían uno de los «principales recursos de que una
sociedad disponía para estrechar los vínculos comunitarios, para desarrollar un sentimiento de
compañerismo». En ellos participaban, al igual que en el trabajo cotidiano, todos, ancianos y jóvenes,
mujeres y hombres, pobres y ricos. A menudo tampoco faltaban los señores nobles. Los cuadros de
Brueghel nos ofrecen, en este sentido, una visión colorida. Había fiestas religiosas y mundanas que se
regían por las estaciones y las tradiciones. Los centros de la vida social eran la iglesia y el mesón.
La feria anual era el punto culminante de la vida social en la aldea, ya que en ella se fundían los intereses
religiosos, económicos y sociales. A medida que la Reforma fue reorganizando la vida religiosa, se fueron
reduciendo sus festividades; en las zonas católicas, en cambio, las antiguas fiestas paganas se
transformaron, adoptando un carácter religioso. Algo nuevo fue el resurgimiento del culto a los santos y de
las peregrinaciones. Para el campesino ligado a la tierra la participación en éstas, a diferencia del
habitante de la ciudad, suponía casi la única oportunidad de conocer otros lugares y a otras gentes. Las
fiestas públicas, religiosas o profanas, existían desde hacía mucho tiempo y a ellas se añadieron en los
inicios de la Edad Moderna las relacionadas con el nacimiento, el matrimonio y el entierro, que sin duda
eran de índole familiar pero al mismo tiempo simbolizaban la solidaridad de toda la comunidad rural, la
cual participaba en ellas en su conjunto, incluyendo tanto a los pobres de la aldea como al dueño de la
casa. A éste le ofrecían la oportunidad de mostrar su riqueza y su dignidad; a aquéllos, la ocasión de
comer hasta hartarse. Cuando las autoridades actuaron contra los usos festivos de los campesinos, lo
hicieron en parte por temor a que los gastos debilitaran su rendimiento tributario, pero también a que
desembocaran en desórdenes y alborotos, lo que no era raro. Esta tutela revelaba también rasgos de un
puritanismo de la vida pública, que, desde el punto de vista moral, se sentía horrorizado ante las
expresiones groseras, el griterío, los cantos y otros feos usos». No obstante, el hecho de que, a partir del
siglo XVII, las fiestas fueran perdiendo progresivamente su importancia para la comunidad no se debió
tanto a la «nueva moral» como a la intensa expansión del mercado, que destruyó las estructuras feudales
de la aldea.
La convivencia y el trabajo campesinos respondían a una piedad y unas creencias en conjunto mucho
menos determinadas por las Iglesias cristianas de lo que comúnmente se quiere suponer. Es indudable
que la sociedad rural se ajustaba a normas religiosas, se había adaptado en general a la sociedad feudal y
a sus formas de vida. [104]
La vida cotidiana del campesino estaba encuadrada también por las fiestas religiosas; ahora bien, un
hecho cuestionable y hasta qué punto tenía éste la misma fe que el párroco o el pastor, a menudo también
señor de la aldea. En este sentido no disponemos de documentos, pero con todo sus mundos respectivos
son demasiado distintos como para que nos permitan suponer la existencia de correspondencias directas
entre ambos.
En la época posterior a la Reforma se manifiesta, efectivamente, la intensificación de la asistencia
espiritual en el medio rural, tanto por el lado protestante como por el católico, que, excediendo la práctica
religiosa medieval, trataba de configurar por vez primera la vida del campesino, es decir, de eclesializarla,
y se forzaba por barrer de ella la superstición. Sin embargo, al lado, debajo de la fe cristiana, habría
durante largo tiempo un mundo de supersticiones y prácticas mágico-religiosas estrechamente ligados a
los usos tradicionales — la creencia en las brujas era una parte integrante de la religiosidad campesina -,
así como el sueño de una vida sin opresión social y política que ponen de manifiesto algunos movimientos
revolucionarios campesinos, una especie de «utopía de Jauja», sin trabajo ni preocupaciones.
Precisamente sus fiestas eran no tanto la expresión de una conciencia eclesiástico-religiosa como
momentos de un sueño de libertad basado en la experiencia de la solidaridad aldeana, cuya misión era
velar por los intereses esenciales. Tras su derrota en la guerra, el campesino alemán sólo habría de tomar
parte activa en la Reforma de manera ocasional: ni el calvinismo ni la Contrarreforma católica asumieron
las tradiciones campesinas específicas, sin que ello signifique que la confesión religiosa de éste, en
general dependía de los señores, no tuviera importancia.
Desde el punto de vista de la historia de la religiosidad hay algo, sin embargo, mucho más decisivo. Cierto
es que todas las iglesias combatieron la superstición campesina, pero mientras que el catolicismo lo hizo
mediante sus nuevas prácticas religiosas (culto a los santos y peregrinaciones), trasformando y
cristianizando así la magia, el protestantismo, con sus prédicas contrarias a esta y con su visión del mundo
anticampesino, introdujo una secularización en el ámbito rural que no sólo perturbó la cultura propia de los
campesinos. Sino que dio un impulso significativo la disolución de un orden social de carácter feudal
basado en solidaridad campesina.
El campesino estaba acostumbrado a organizar su vida por sí mismo. Su mundo político era la aldea que,
casi como una unidad autónoma, había surgido en la Baja Edad Media y había sido aceptada por los
señores feudales Esto cambió en [105] el momento en que, al constituirse una sociedad estamental
privilegiada en un Estado territorial en consolidación, el campesino apareció definido, por vez primera,
como súbdito cuya tarea exclusiva era trabajar y obedecer, así como garantizar la reproducción material
de la sociedad, cuando el Estado se vino a interponer entre los campesinos y los señores feudales con sus
nuevas exigencias tributarias y normas policiales y, finalmente, cuando, con el nacimiento del mercado
capitalista, comenzó a desaparecer la economía de subsistencia del campesino pasando a depender de
éste. Aun cuando estos procesos se prolongasen por un largo espacio de tiempo, su influencia fue muy
profunda sobre la vida y la conciencia política de los campesinos. A diferencia de la burguesía, del clero y,
sobre todo, de la nobleza, que conservaron en el Estado moderno primitivo sus derechos y privilegios
particulares como estamentos políticamente organizados, convirtiéndose así en soportes del poder
«estatal», no sólo fueron excluidos del proceso de formación —salvo en unos pocos casos, como en el
Tirol y en Frisia oriental, donde la estamentalidad les estaba asegurada, aunque no gozaban de derechos
políticos en el territorio—, sino que perdieron además la posibilidad de la autodeterminación política
incluso en el propio ámbito de la aldea. No es significativa solamente la caída de la República de los
Campesinos de Dithmarschen en 1559, sino también la incontenible destrucción de los derechos políticos
de la aldea tanto por parte de los señores como por parte del Estado. El proceso de integración «estatal»
supuso para el campesinado un deterioro de su situación social y un aumento de las cargas tributarias y
personales; frente a esto, la nueva protección por parte del primitivo Estado moderno, interesado en
principio en un estamento rural fuerte, fue insignificante en los siglos XVI y XVII en concreto. Y, dado que
el campesino tenía de jure posibilidades jurídicas de protesta, pero en la vida cotidiana éstas quedaban sin
efecto, el único recurso de que disponía para defenderse de la nueva carga y de una mayor destrucción de
su economía de subsistencia era la resistencia, de la que hizo frecuente uso en toda Europa, sobre todo
en Francia y Rusia, tanto a nivel activo como pasivo.
Paralelamente al proceso de formación de la sociedad europea de inicios de la Edad Moderna tuvo lugar
un movimiento de protesta de los campesinos cuya trascendencia e importancia no han sido justamente
apreciadas hasta época muy reciente Se ha revelado así que los campesinos no sólo no permanecieron
impasibles ante la opresión, aceptando las múltiples cargas, a pesar de que la revolución campesina en
Alemania había puesto de manifiesto la impotencia de sus acciones frente a la autoridad, [106]como
también que éstos desarrollaron sus propias ideas de convivencia social, las cuales no se agotaban en
una ideología anti-moderna. Lógicamente no podemos saber cuál hubiera sido la evolución de la primera
Edad Moderna sin las protestas campesinas; ahora bien, con toda seguridad, el poder de los príncipes
habría llegado a ser ilimitado. El miedo a las revueltas campesinas supuso un freno para ello. En Inglaterra
la protesta se dirigió contra la política de cercados de los señores capitalistas; en Francia se sucedieron
las revueltas desde mediados del siglo XVI hasta la Fronda; en Rusia, huyendo de la esclavitud de la
servidumbre, los campesinos se refugiaron entre los cosacos, luchando con ellos contra los afanes
centralizadores del gobierno zarista. Ni siquiera en el Imperio alemán se doblegaron los campesinos a la
estatalidad territorial como su derrota en la guerra nos podría hacer creer. Cierto es que todos estos
movimientos revolucionarios no fueron protagonizados únicamente por campesinos, pero en todo caso
constituyeron siempre una forma de resistencia contra la destrucción del mundo campesino tradicional.
Sus objetivos eran, en general, muy concretos, como la protesta contra los impuestos en Francia. Los
campesinos eran lo suficientemente realistas como para situar sus reivindicaciones dentro del marco de
sus posibilidades de lograrlas; no obstante, el ideal siguió siendo la comunidad autónoma sin señor, sin
tributos, sin prestaciones y obligaciones, la idea de un mundo campesino y autogestionado.
Aun cuando el primitivo Estado moderno les garantizase, a cambio de su autonomía, la protección al
menos de jure, frente a la arbitrariedad de los señores, los comerciantes y los funcionarios, es decir, aun
cuando los conflictos campesinos fueran, en principio, legalizados u, habría de pasar mucho tiempo antes
de que les fuera reconocido el estatus jurídico y político que les correspondía de acuerdo con su
importancia socioeconómica para la sociedad. La formación del primer Estado moderno y del mercado
capitalista se produjo, en gran medida, sin los campesinos; los costes de su «adaptación» fueron
considerables.

III. LA BURGUESIA ESTAMENTAL Y EL AUGE DE LA BURGUESIA DE INICIOS DE LA EDAD


MODERNA

La burguesía europea de inicios de la Edad Moderna constituye numéricamente una capa social menos
importante que la población campesina en lo relativo al desarrollo urbano, habiendo de tener en cuenta
que, sin embargo, en Holanda y en Italia tuvo una importancia más decisiva que en España o en Polonia.
Su [107] escasez numérica fue, no obstante, inversamente proporcional a su papel (social) en el comercio
y la industria, en la incipiente administración del Estado moderno y en las instituciones culturales de inicios
de la Edad Moderna. A medida que estas instituciones aumentaban sus funciones sociales, la burguesía
se fue afianzando hasta convenirse finalmente en el siglo XIX en la capa social dominante. Pero todavía
tenía que convertirse en una clase de la sociedad estamental de inicios de la Edad Moderna.
La burguesía se diferencia claramente de la nobleza y el campesinado por su forma de vida, el medio
urbano y el trabajo. Pero, aun cuando representaba algo característico dentro de una sociedad de este
tiempo, no constituía en absoluto un estamento cerrado y menos aún una clase homogénea, aglutinada
por los mismos intereses sociopolíticos. Las diferencias entre las burguesías de los diversos países de
Europa eran notables; por otra parte, el paso del patriciado a la nobleza, o del campesinado rural a la
burguesía agraria no era abrupto. En lo que se refiere a la riqueza, el papel político y el estatus social, no
existía uniformidad. Ahora bien, si se habla de una burguesía europea, al igual que de una nobleza y un
campesinado, los rasgos más importantes que la caracterizaban eran, principalmente, un trabajo
radicalmente distinto, comercial o artesanal, y una vida diferente, determinada por la ciudad.
Al constatar la ascensión de la burguesía a inicios de la Edad Moderna, es decir, los comienzos de una
burguesía capitalista cuyas aspiraciones sociales se ponen por vez primera de manifiesto en la revolución
holandesa y en la inglesa, hay que hacer una diferenciación estricta, más allá de la ya citada, entre la
burguesía estamental o urbana y una clase burguesa en formación, como consecuencia de la expansión
del mercado, que, a través del comercio, la cultura o la administración, logró romper con un mundo sujeto
a estamentos sin ser revolucionaria en un sentido político. El auge del capitalismo no estuvo directamente
ligado al auge de la burguesía, sino sólo de partes de ésta que se formaron a partir de aquél. La antigua
burguesía estamental en Alemania, el funcionariado burgués en Francia y la burguesía que surgía en
Inglaterra eran mundos separados entre sí.
La burguesía urbana de inicios de la Edad Moderna, conforme a la tradición medieval, dentro de la cual
seguía estando inmersa, se hallaba intensamente diferenciada. Su estructura social era análoga a la que
se daba en la sociedad campesina y entre los nobles, Ciudadano de pleno derecho era solamente aquel
que, al poseer una casa, disponía del derecho de ciudadanía, de modo que el conjunto de habitantes de
una ciudad era mucho mayor que [108] la ciudadanía propiamente dicha. La burguesía se organizaba en
general, en tres capas, representando un papel muy importante, junto con la profesión y el patrimonio, el
origen y el cargo. La posición social estaba determinada en definitiva, también aquí, por los méritos y la
riqueza, sino por el nacimiento y el privilegio. Las posiciones rectoras, tanto en el aspecto político como en
el económico o social, eran ostentadas por el patriciado, que constituía una oligarquía formada por
miembros de las antiguas familias de consejeros. Tras haber experimentado un auge en un principio a
través de su actividad comercial y artesanal, finales del siglo XVI este patriciado comenzó a aislarse
socialmente en la medida de su retroceso económico y de la inversión de fondos en la compra de tierras y
casas, y a vivir según el ideal de representación noble-patricio. Desde la Baja Edad Media, su afán de
monopolizar el poder no había sido impugnado, pero su posición rectora pudo reafirmarse con el
afianzamiento de la sociedad estamental apoyada por los gobernantes. La riqueza antiguamente adquirida
tenía, sin duda, un papel significativo, ahora bien, su estatus de predominio seguía siendo justificado por el
patriciado con los antiguos privilegios y con su origen. La situación y la posición de éste variaba
considerablemente de un país a otro en Europa. Cuanto mayor fuera el poder económico de una ciudad y
menores las limitaciones con que pudieran desarrollarse los intereses burgueses, como en Amsterdam o
en Londres, tanto mayor era la movilidad y la apertura frente a los acaudalados comerciantes de
prosperidad reciente que no pertenecían al patriciado. Ahora bien, cuanto más difícil se ponía la situación
económica para el patriciado de una ciudad, especialmente cuando renunciaba a los negocios comerciales
en favor de una forma de vida aristocrática, más acusada era la tendencia a la separación, constatable
desde finales del siglo XVI.
Inmediatamente por debajo del patriciado y ligados a éste en parte en lo relativo al poder se hallaban los
comerciantes. Estos, según la importancia de la ciudad, representaban el elemento dinámico propiamente
dicho de la sociedad urbana, predominando aquí en mayor medida y por más tiempo que en ningún otro
grupo el principio del éxito económico. Por esta razón, cuando se le excluía del poder, el comerciante
había de sufrir la inflexibilidad de la política de los patricios y la discriminación social, tratando de poner los
bienes adquiridos al servicio de su ascensión social y política. Al mismo tiempo, los comerciantes se
aislaban también de los grupos inferiores cuando veían peligrar su prestigio social o político. Por ello, la
protesta de los artesanos de las ciudades de esta época iba dirigida con frecuencia, no sólo contra el
patriciado que aparecía cada vez más como autoridad, sino también [109] contra los comerciantes, los
cuales se aliaban a menudo con los maestros artesanos siempre que éstos dispusieran de grandes
empresas o de cargos influyentes.
La capa más amplia de la burguesía ciudadana estaba formada por los artesanos, ciudadanos simples y
comunes que, junto con los tenderos, funcionarios urbanos y letrados de la ciudad, constituían la
burguesía «media». Se organizaban en un sinnúmero de gremios, cada uno de los cuales representaba
una forma de vida en común, con un estatus social diferente en cada caso concreto. El prestigio y las
posibilidades de lucro no siempre se hallaban en interdependencia. Los gremios velaban rigurosamente
por sus derechos de monopolio y por asegurar su producción y también sus posibilidades de venta.
Garantizaban, sin duda, la subsistencia de todos los artesanos, pero frenaron el desarrollo económico de
algunas ciudades al oponerse frecuentemente a las innovaciones de tipo técnico, sobre todo con el fin de
defenderse de la amenaza que suponía para su existencia la competencia del artesanado no gremial. De
la misma manera que el patriciado se aisló a finales del siglo XVI para garantizar su supremacía, también
los gremios trataron, por su parte, de monopolizar su producción, aunque ello no siempre supuso que
pudieran eliminar de hecho al artesanado no gremial en ascenso, ya que justamente las grandes ciudades
se oponían eficazmente a una política gremial estrecha de miras.
El artesanado tradicional sólo pudo responder a las nuevas necesidades mediante una diferenciación de
su actividad. A principios del siglo XVII había en numerosas ciudades más de 120 gremios de artesanos.
Una de las causas fundamentales de la separación de los gremios fue el hecho de que los oficiales cada
vez tuvieran menos posibilidades de ascenso, organizándose con frecuencia en agrupaciones y
convirtiéndose a partir de 1600 en un problema social de algunas ciudades. El conflicto entre maestros y
oficiales estaba permanentemente latente. Cierto es que el endurecimiento de los gremios y el descenso
de la movilidad entre los artesanos de las ciudades con un estancamiento de la economía, como en Italia y
Alemania, fueron mucho más acusados que en Inglaterra y Holanda, donde al lado de los gremios
aparecieron otras formas de organización de la artesanía preindustrial que permitían también a los
oficiales encontrar trabajo fuera de las empresas de los maestros. Ahora bien, en todas partes los
artesanos gremiales dificultaban el acceso a los gremios, es decir marginaban socialmente a los otros
artesanos. A consecuencia de esta presión, los centros de la nueva industria minera o textil fuera de las
ciudades no tenían ningún problema a la hora de encontrar mano de obra. [110]
Todas las ciudades europeas poseían no sólo una amplia capa de artesanos, sino además otra capa
inferior en constante crecimiento, excluida del derecho de ciudadanía en la mayoría de los casos, que, a
causa de su pobreza, no pagaba impuestos, o bien estos eran muy exiguos. Este grupo, que constituía el
30 o 40 % de la población urbana, vivía en el límite del mínimo existencial, o bien se mantenía del
excedente de la economía urbana. A él pertenecían los artesanos empobrecidos, los pequeños
comerciantes, los jornaleros, los oficiales viejos y asalariados, que en ocasiones se diferenciaban de los
mendigos, vagabundos, y gentes ambulantes, parte integrante del cuadro social de la sociedad urbana de
inicios de la Edad Moderna en la misma medida que el rico patriciado. Mientras que el comerciante, y
también el artesano, tenían posibilidades para ascender socialmente, en el caso de la clase baja éstas
eran extremadamente escasas, hallándose fuera de la sociedad burguesa urbana propiamente dicha.
La jerarquía social no coincidía con la situación económica; había comerciantes más ricos que los
patricios, maestros artesanos más acaudalados que algunos comerciantes, y también artesanos
extragremiales que ganaban más que los que pertenecían a un gremio. Las listas de patrimonios de las
ciudades nos muestran cuáles eran las diferencias sociales que reinaban en éstas. En la sociedad urbana
había, por último, un gran número de personas que no poseían ningún derecho ciudadano, ni estaban
tampoco incluidas en la comunidad política como por ejemplo los

[111]
perseguidos en razón de su fe, los letrados laicos, los nobles, los funcionarios y los clérigos. Esta capa, al
igual que la inferior, era todavía relativamente pequeña a comienzos del siglo XVI. Pero un rasgo
característico en el desarrollo de la ciudad de inicios de la Edad Moderna es el hecho de que precisamente
el número de estos dos grupos sociales, que no constituían una parte de la ciudadanía propiamente dicha,
aumentó de tal manera que los ciudadanos de pleno derecho llegaron a ser finalmente una minoría. La
ciudadanía urbana no era, pues, un estamento cerrado, sino, sobre todo, muy diferenciado, siendo así que
las divisiones en razón del nacimiento se vieron agudizadas por las separaciones de clases.
La vida del conjunto de los ciudadanos estaba configurada por la estrecha convivencia de las gentes más
diversas en una ciudad, así como por el trabajo específico del comercio y la actividad artesanal, que
contrastaba con la actividad rural por no estar ligada a la tierra ni depender del ciclo anual prescrito por la
naturaleza, al orientarse hacia la demanda de la sociedad de productos industriales y la consecución de
beneficios. A pesar de que el artesano y el comerciante dependían del mercado y se habían de someter a
un reglamento urbano en el ejercicio de su trabajo, podían regular su vida profesional por sí mismos en
mayor medida que el campesino y, sobre todo, asegurar o mejorar su estatus mediante el ahorro, el orden
y la aplicación. El mundo del burgués era más complejo y diferenciado que el del campesino,
principalmente desde el momento en que, con la ampliación del comercio y la actividad artesanal, se
intensificó la relación con las tierras vecinas, aumentaron los contactos con otras ciudades, algunas muy
alejadas, y las urbes se integraron paulatinamente en las formaciones estatales nacientes. Gracias a su
trabajo, que le ofrecía frecuentemente la ocasión de viajar, el burgués era más móvil y flexible que el
campesino, conocía el mundo y sabía actuar dentro de éste, y, en tanto que en la economía rural
participaban por igual hombres y mujeres, niños y ancianos, en el mundo urbano-burgués se produjo una
separación más intensa de los sexos. Pues aunque las mujeres podían dedicarse al comercio y trabajaban
en la producción artesanal, estaban, sin embargo, mucho más limitadas que en el campo al ámbito
doméstico y al cuidado de los hijos. La vida hogareña y familiar adquirió mayor importancia con el
bienestar urbano, sobre todo cuando mejoraron también las condiciones de la vivienda y surgió una cultura
urbana en contraste con la de la población campesina.
El trabajo del habitante de las ciudades no era ciertamente más fácil que el del campesino, ya que le
ocupaba también todo [112] el día y no le dejaba, aparte de los numerosos días festivos, tiempo libre. Sin
embargo, de igual manera que los campesinos, los ciudadanos disfrutaban, junto al trabajo constante, de
una intensa vida social que era parte integrante de la cotidianeidad de la ciudad e incluso un elemento
esencial de las relaciones entre los burgueses. A causa de la estructura de la ciudad, no sólo existía una
vida social en la que intervenían todos los habitantes, como las fiestas religiosas, el carnaval o las ferias
anuales, sino también las celebraciones estamentales de las diferentes asociaciones de consejeros,
gremios o agrupaciones de oficiales, que, aunque no eran «públicas», ejercían una importante función en
cuanto a la solidaridad de los grupos. Un rasgo característico del proceso de diferenciación de la sociedad
urbana es el hecho de que las celebraciones públicas no fueran tanto una expresión de la sociedad urbana
cerrada como de la autonomía de los diferentes grupos y asociaciones. Sólo cuando, a consecuencia de la
diferenciación de la población y del afianzamiento de las formas estamentales el patriciado por una parte,
adoptó formas de comportamiento aristocráticas, es decir, se separó de la sociedad urbana,
desarrollándose, al mismo tiempo, en las capas inferiores, cada vez más amplias, una conciencia plebeya
de discriminación, y, por otra, cada individuo comenzó a preocuparse únicamente de la conservación de su
propiedad y de su honor familiar, la burguesía urbana perdió su carácter público e independiente y su
fuerza dinámica.
La sociedad urbana burguesa, como centro del comercio y del artesanado, exigía un nivel de formación
relativamente alto. De acuerdo con esto, la lectura y la escritura se difundieron aquí con mayor rapidez que
en el medio rural y que, incluso, en las cortes. La época posterior a la Reforma conoció precisamente un
fuerte retroceso del analfabetismo, no sólo en las capas sociales altas, sino también en las bajas. La
enseñanza primaria y la media se desarrollaron a medida que los conocimientos prácticos y eruditos
adquirían importancia social. No sólo se combinaron las aptitudes artísticas con la capacidad técnica;
también la erudición humanista tuvo resonancia en la sociedad urbana. Si, junto a la cultura clerical,
cobraron por vez primera importancia los escritos profanos de interés práctico, a ello contribuyó de manera
decisiva la burguesía urbana. Paralelamente a la actitud abierta frente a los conocimientos prácticos y a la
erudición humanista, facilitados tanto por la actividad comercial como por la cultura política de la
burguesía, existía una conciencia religiosa, una piedad muy distinta a la del campesino, e incluso a la de la
nobleza y el clero. Los puntos de vista espirituales y prácticos predominaron [113] desde el primer
momento: Interesante en este sentido es no sólo el hecho de que la Reforma fuera en sus inicios una
cuestión específicamente urbana que se apoyaba en los intereses burgueses y que respondía a la
comunicación específica de los habitantes de las ciudades, tanto patricios como artesanos, sino además el
hecho de que dentro de la burguesía se dieran las condiciones previas para una interpretación
especialmente espiritual y racional de la Reforma. Como bien es sabido, las manifestaciones calvinistas y
puritanas de ésta no hallaron igual resonancia en todas las ciudades, algunas de las cuales siguieron
siendo católicas; ahora bien, no hubo una religiosidad de carácter confesional o dogmático tan acorde con
la burguesía como la de orientación humanista-puritana. Es posible que ello se deba a la conciencia
política de los habitantes de las ciudades. No menos interesante es el hecho de que las ciudades con una
economía desarrollada poseyeran una gran receptividad para las formas religiosas racionalistas, las cuales
respondían a su actividad práctica específica, a sus intereses económicos y a su conciencia política. Sea
como fuere, la burguesía conservadora, al igual que la «progresista», se decidieron respectivamente por
formas religiosas acordes con su conciencia racional, propia de los inicios de la Edad Moderna y expresión
de sus problemas. A pesar de que, en un primer momento se impusieran justamente en las ciudades las
rígidas manifestaciones de la Reforma, la burguesía hizo muy pronto profesión de tolerancia religiosa, de
religiosidad práctica y de separación entre la política y la religión En este sentido, la práctica de algunas
ciudades se adelantó con mucho a los progresos territoriales. A pesar de la profesión de catolicismo de los
venecianos, hubo aquí una considerable libertad religiosa; lo mismo se puede decir de la luterana
Nuremberg o de la calvinista Amsterdam. En tanto las cortes de los príncipes no cumplieran esta función,
las ciudades habrían de ser lugares con una formación de la opinión relativamente libre, pese a los
movimientos de carácter reformador o contrarreformador. Esta afirmación tiene validez, al menos, para la
época en que otros poderes ajenos a la ciudad y de índole territorial-estatal no intervenían en la vida
política de ésta, como sería el caso, a finales del siglo XVI, de los países con una reactivación del
catolicismo. No obstante, la burguesía tampoco estaba libre de supersticiones —justamente las ciudades
fueron los primeros centros de la caza de brujas organizada, si bien las pequeñas mucho más que las
grandes—, pero el pensamiento mágico y las prácticas de curanderismo supersticioso fueron
abandonados antes por ésta que por la sociedad rural.
Los ciudadanos de inicios de la Edad Moderna tenían una acusada conciencia política y habían
desarrollado formas específicas [114] de vida política. A diferencia del campesinado, privado en gran
medida de poder político y organizado feudalmente, es decir dominado por la nobleza, los burgueses o el
clero, las ciudades cíe esta época gozaron de un grado de libertad política que no estaba determinado por
la nobleza. La vida política de los ciudadanos europeos se articuló, sin embargo, de diferente manera.
Fundamentalmente hay que hacer una distinción entre la normativa política de la vida social en la propia
ciudad y su posición dentro del Estado territorial en consolidacié0, o ya consolidado, y su organización. La
burguesía urbana se desarrolló en la Baja Edad Media en conexión con estructuras de dominación política
muy «distendidas».
En los inicios de la Edad Moderna se dieron tres tipos básicamente distintos de burguesía urbana
organizada. Las ciudades territoriales, o sometidas al poder de un príncipe que disponían de
administración propia pero estaban bajo el dominio territorial estatal, constituían en general mercados
regionales, adquiriendo relieve como centros regionales del gobierno de los príncipes. Con frecuencia
estaban integradas como ciudades burguesas en la sociedad política de estamentos y participaban, según
su grado de independencia política, del ejercicio general del poder en los Estados territoriales. Las
ciudades libres o imperiales, entre las que se contaban en un principio la mayor parte de las grandes
ciudades de Europa occidental y central, eran prácticamente territorios cerrados, repúblicas políticamente
autónomas con administración propia, consejo municipal elegido por ellas mismas y voto político en las
Dietas imperiales y en las asambleas de los estamentos. Su grado de autonomía política variaba
considerablemente, y así las constituciones de Danzig, Hamburgo, Amsterdam, Ginebra y Venecia eran
esencialmente diferentes, pero a nivel internacional todas ellas aparecían como repúblicas «casi»
soberanas. Aun cuando estas ciudades se tuvieran por repúblicas exentas de caracteres monárquicos,
distaban mucho de ser democracias en el sentido moderno; estaban gobernadas en efecto, por un consejo
elegido, pero el derecho electoral lo poseía únicamente un estrecho círculo de notables de familias
patricias. Los gremios de artesanos participaban sólo de forma restringida en el ejercicio del poder.
Finalmente, las ciudades Estado, como las existentes sobre todo en Italia, guardaban en efecto cierta
similitud con las ciudades libres —es decir, no dependientes de la nobleza— de Europa central, pero
gozaban de hecho de plena autonomía en el ejercicio de su soberanía interna y externa, y muchas de ellas
poseían también amplias extensiones de las tierras circundantes. También aquí era el patriciado el que
generalmente detentaba el [115] poder, una aristocracia de estructura burguesa-patricia como la que
existió por ejemplo en Venecia; sin embargo hubo también ciudades-Estado como Florencia, de
concepción prácticamente monárquica, semejantes en definitiva a Otros gobiernos territoriales
Estos tres tipos que la sociedad medieval había desarrollado se mantuvieron también en los inicios de la
Edad Moderna, aun cuando su estatus y su conciencia política se fueran transformando, al igual que todo
el conjunto de la sociedad, con la expansión del comercio, la creación de sistemas absolutistas y el
desarrollo de los Estados nacionales. La marea de la estatalidad territorial arrastró principalmente a las
ciudades de menor potencia económica; muchas de ellas, hasta entonces libres o autónomas, perdieron el
derecho a su autodeterminación, convirtiéndose en puntos administrativos y comerciales del gobierno.
También se cuentan entre éstas las ciudades convertidas en capitales del reino, que pasaron por ello a
depender de la corte, al igual que aquellas que, como Madrid, fueron constituidas como centro de la
administración. Pero incluso las ciudades que lograron mantener su libertad se habrían de transformar
bajo la presión de las formaciones estatales y la aparición de una sociedad cortesana; el patriciado excluyó
progresivamente de la corregencia a los elementos no aristocráticos, de tal manera que la estructura de
las autoridades públicas fue minando las formas cooperativas, acelerando así el proceso de adaptación de
los ciudadanos a la sociedad aristocrática. Mientras que este proceso contó con el apoyo de la nobleza,
los gremios artesanales que habían sido excluidos de la política se opusieron con actitud decidida a que la
democracia burguesa de las ciudades quedara circunscrita a una oligarquía aristocrática. La lucha de los
artesanos por la cogestión política había alcanzado su punto culminante en toda Europa durante el
proceso de la Reforma y, aunque luego cediera en fuerza y exclusividad, ello no quiere decir que la
sociedad urbana posterior al siglo de la Reforma se viera libre de la relación conflictiva entre el patriciado y
los artesanos. Las numerosas revoluciones urbanas que tuvieron lugar sobre todo entre 1580 y 1630 son
una prueba de que la burguesía urbana no aceptaba lo que se estaba produciendo Los conflictos sociales,
expresados mediante disturbios en las ciudades, hallaron su correspondencia en las revoluciones
campesinas, existiendo también numerosos puntos de contacto entre los artesanos y los campesinos
rebeldes, si bien la diferencia de intereses impidió que se llevaran a cabo con mayor frecuencia acciones
en común eficaces. La burguesía de inicios de la Edad Moderna tenía una vida política notablemente
desarrollada, manifiesta no sólo en el mantenimiento de una administración urbana burguesa y autónoma,
sino también en el hecho de que ciudades [116] ya integradas dentro del dominio real o principesco
ejercieran, “no estamentos rurales, una influencia directa sobre la soberanía del país. En este sentido hay
que distinguir tres regiones en la Europa de inicios de la Edad Moderna:
1. La burguesía -desarrollada, por otro lado, sólo débilmente- no tuvo papel político alguno, o bien éste fue
muy poco importante, en casi todos los países de Europa oriental (tanto, en Rusia como en Polonia).
2. En España, Francia y Alemania, la burguesía urbana —junto con la nobleza y el clero— estuvo
representada en las asambleas regionales de los estamentos. En Alemania y Francia participó también,
como tercer estamento, del poder de los Estados del imperio o de los Estados Generales.
3. La burguesía ejerció su mayor influencia en Inglaterra y en los Países Bajos gracias a la supremacía de
Londres y a la de la sociedad urbanizada de Holanda, respectivamente, constituyéndose, no en un
estamento político más, sino, en ocasiones, en soporte directo del poder político junto con determinados
grupos de la nobleza.
La burguesía urbana de inicios de la Edad Moderna y la constituida estamentalmente en los Estados
territoriales de esta época ofrecían características distintas, dependientes de la situación social, el poder
económico y el derecho político. A pesar del predominio generalizado del comercio y la artesanía y de que
la burguesía participó, al mismo tiempo, de forma decisiva en el sistema económico moderno, en el
nacimiento del sistema educativo y de la ciencia, así como en el de la burocracia de los diferentes
Estados, la burguesía no se constituyó en una clase cerrada progresista o revolucionaria, ya que ni
propagó una democracia burguesa, ni tampoco predominó una burguesía capitalista, sino que se articuló
como un todo, de acuerdo con los intereses comerciales y con una relativa liberalidad, en un sentido más
reformista y conservador que revolucionario. Incluso en aquellos lugares con un predominio político y
social de las fuerzas burguesas, como las ciudades-Estado en Italia, las ciudades imperiales alemanas y,
sobre todo, en Inglaterra y en Holanda, desarrolló una conciencia política y unos intereses económicos
análogos en muchos aspectos a los propios de la sociedad noble liberal. Encontramos tantos defensores
de concepciones monárquicas entre los burgueses como detractores del absolutismo entre los nobles.
La burguesía fue, sin embargo —aunque solamente en Europa occidental— la fuerza más dinámica del
siglo XVI, expandiéndose desde el punto de vista económico más allá de las fronteras
[117] tradicionales, al tiempo que el comercio y la artesanía, y acumulando en toda Europa un importante
capital. Los monumentos arquitectónicos de las ciudades y los objetos del arte burgués conservados hasta
nuestros días nos permiten hacernos una idea de las dimensiones alcanzadas por la vida burguesa en el
siglo XVI. El auge social y político de la burguesía se produjo de cuatro formas distintas, con sus
correspondientes consecuencias.
Con un capital creciente y con la recesión de finales del siglo XVI, una parte de la gran burguesía se retiró
del comercio —a veces también obligada por el hundimiento de las empresas, como en la Alta Alemania y
en Italia—, tomó como punto de referencia a la sociedad noble en medida cada vez mayor, invirtió su
capital en la compra de tierras y casas y comenzó a llevar una vida aristocrática en el campo. Algunos
burgueses consiguieron incluso ennoblecerse, bien como indemnización por préstamos no recuperados,
bien mediante la compra de títulos, pudiendo así tener acceso a la nobleza o convertirse en beneficiarios
de cargos cortesanos, El ejemplo más conocido dentro de la demarcación imperial fue la familia Fugger
Este fenómeno, iniciado ya a finales del siglo XVI, no sólo en las antiguas regiones comerciales, sino
incluso en Francia, Inglaterra y Holanda, al ceder la expansión económica, fue calificado en general de
refeudalización, e incluso de traición a la burguesía y a los intereses de ésta, ya que en definitiva favoreció
el restablecimiento de la nobleza en el sistema absolutista naciente. La retirada de capital del comercio
impidió sin duda su expansión, pero, a consecuencia de la falta de posibilidades de inversión, la
adquisición de tierras, e incluso la de antiguos feudos de la nobleza, era con frecuencia una colocación de
capital más razonable y realista que las transacciones monetarias, tanto más si se tiene en cuenta la
opción que se le presentaba al burgués de racionalizar la explotación agrícola, si bien sólo se practicaría
rara vez, a no ser en Holanda, Inglaterra o el norte de Italia. A esto hay que añadir el hecho de que la vida
de la nobleza en esta sociedad aristocrática en formación se había convertido en el ideal de muchos a
causa de los privilegios y del aumento de prestigio que ésta implicaba. El comerciante llegó a considerar,
pues, el ennoblecimiento como un ascenso en la escala social.
El capital constituía, no obstante, sólo una de las condiciones para este ascenso, ya que, al mismo tiempo
y gracias a su formación cultural, se les ofrecía a los burgueses, incluso a los de las capas inferiores, la
oportunidad de tener acceso a puestos importantes en calidad de funcionarios de la burocracia
administrativa del primitivo Estado moderno, cuya carrera, en no pocas ocasiones, desembocaba también
en el ennoblecimiento. La ampliación [118]
de la administración fiscal, jurídica y militar requería un gran número de colaboradores capacitados, y,
dado que la nobleza no disponía por lo general de preparación cultural, los burgueses hubieron de ser
tenidos en cuenta para la creación de élites de funcionarios. Si se piensa que, a comienzos del siglo XVII,
en la administración central inglesa trabajaban entre 1 400 y 2 000 funcionarios, y que en Francia existían,
junto a los 650 altos funcionarios, un gran número de ellos en la administración provincial y local -tan sólo
en Normandía, entre 3 000 y 4 000-, ello se puede considerar como indicio de la importancia de la
burocracia administrativa en los Estados de inicios de la Edad Moderna, cuyo vértice seguía siendo la
nobleza, pero cuya base más amplia estaba compuesta por funcionarios burgueses ennoblecidos que
habían cursado estudios. «La ética del rendimiento ocupó aquí un lugar decisivo frente a las virtudes
tradicionales del mundo aristocrático». A ello hay que añadir el ascenso social de los ingenieros y jefes
militares burgueses.
La demanda creciente de mano de obra especializada fue cubierta en gran medida por la burguesía hasta
que, a finales del siglo XVII, los nuevos puestos empezaron a interesar también a la nobleza.
Especialmente conocida, sobre todo en lo que a Francia se refiere, es la posibilidad de ascenso,
reservada, por otro lado, sólo a los burgueses ricos, mediante la compra de cargos públicos. Los miembros
de la alta burguesía podían comprar un cargo estatal a cambio de una elevada suma de dinero. Este
sistema surgió como consecuencia de la permanente necesidad de dinero por parte del Estado, y, aunque
muy criticado tanto por la nobleza como por los burgueses por ser un semillero de abusos sociales, ofreció
sin embargo a la alta burguesía la posibilidad de realizar nuevas inversiones, así como de acrecentar su
prestigio y elevar su estatua social, dando lugar a la aparición de una noblesse de robe que pudo penetrar
en el mundo aristocrático. A pesar de que Richelieu estuviera en un principio en contra de este sistema, lo
habría de favorecer sin embargo en el momento en que fuera necesario asegurar los gastos financieros
del primitivo Estado absoluto. Entre 1620 y 1634, en uno de los momentos de apogeo de la venta de
cargos públicos, Francia habría de extraer de esta fuente un promedio del 37 %, y un máximo incluso del
52 %, de los ingresos anuales del Estado. Teniendo en cuenta que el funcionariado de inicios de la Edad
Moderna se reclutaba dentro de sus propias filas y que los cargos públicos en Francia se convirtieron en
hereditarios en 1604, la noblesse de robe llegaría a segregarse socialmente, provocando con ello la
disolución del estamento burgués, hecho que reforzó notablemente las tendencias aristocráticas del
conjunto de la sociedad [119] francesa. La venta de cargos, que tanto dinero aportó al Estado, dando lugar
a la aparición de un funcionariado fiel al monarca, sin el cual difícilmente se hubiera podido desvincular de
la antigua nobleza, fomentó por otra parte una nueva esclavización de los súbditos bajo un ejército de
funcionarios, así como un retroceso del comercio y la artesanía al ser retirado el capital de la vida
económica, hecho que habría de influir poderosamente sobre el desarrollo mercantilista de Francia, cuya
expansión económica, siempre de menores proporciones que la inglesa, habría de ser impulsada durante
mucho tiempo no por los intereses burgueses, sino por los del Estado. La venta de cargos públicos produjo
sin duda un afianzamiento de la nobleza privilegiada, y con ello la refeudalización de la sociedad, si bien
fue precisamente la burguesía encumbrada la que crearía las condiciones necesarias para el absolutismo
francés, que sería producto de tal ascenso social y se desarrollaría con la ayuda del capital burgués. Ello
no significa que el Estado absoluto fuera un Estado burgués, sino que era, por el contrario, una forma de
dominio aristocrática, siendo la nobleza quien exclusivamente ejercía el poder político.
La cuarta posibilidad para el ascenso social de la burguesía se puso de manifiesto con la rebelión
holandesa y la revolución inglesa. La emancipación socioeconómica estuvo ligada en Holanda e Inglaterra
a la participación directa en el poder político. Con la rebelión holandesa, una nación de comerciantes se
pudo liberar del dominio feudal de España. Aun cuando de la revolución surgiera un «mundo de carácter
burgués en sus rasgos esenciales», los Estados Generales no constituyeron aquí en modo alguno una liga
democrática y burguesa, sino que ésta, al igual que las ciudades-Estado en Italia, tuvo un carácter
oligárquico, corporativo y federal, siendo la nobleza, junto con la burguesía alta y comerciante, quien
habría de ejercer el poder. El movimiento revolucionario tampoco fue impulsado por los intereses
burgueses o capitalistas, ya que los intereses comerciales de la alta burguesía contaban con el apoyo del
gobierno español, sino por la corriente independentista y la voluntad estamental de autoconservación de
una élite del poder regional formada, no obstante, por burgueses sobre todo. La consolidación de una
nueva sociedad estatal no se debió aquí, por tanto, a la integración en la nobleza y a la renuncia a
intereses de tipo económico-burgués, como sucedió en Francia, sino «a la armonización de los intereses
de todos los ‘estamentos’ dominantes», con lo que, sin embargo, «dentro de la élite dominante,
relativamente amplia, las diferencias estamentales pasaron a un segundo plano y la burguesía pudo actuar
segura de sí misma, sin fijarse en la nobleza ni debilitarse constantemente en su afán de llegar al
estamento más alto». [120]
El mismo equilibrio entre la nobleza y la burguesía con intereses antiabsolutistas caracterizó también al
ascenso de la burguesía en Inglaterra, si bien la relación existente entre ambas fue aquí muy distinta. A
diferencia de Francia, en donde la institución de la monarquía absoluta se había de basar en la coalición
del rey con la burguesía, en Inglaterra se produjo la alianza de la nobleza con la alta burguesía, sobre todo
la de Londres, de manera que, por un lado, ésta podía acceder a la nobleza, la cual, a su vez, podía
asumir actividades burguesas. Los empresarios capitalistas ingleses aparecieron tanto en círculos
burgueses como nobles, y, aun cuando la revolución inglesa no supusiera una irrupción de los intereses
capitalistas burgueses, en el sentido de una república burguesa, se estableció sin embargo un poder
burgués (la aristocracia burguesa), que influiría de manera decisiva en la vida económica, cultural y política
de Inglaterra. «El orden aristocrático se mantuvo, pero con una nueva configuración, ya que su
fundamento era ahora el dinero más que el nacimiento. El propio Parlamento se convirtió en instrumento
de los capitalistas propietarios de tierras, así como de sus parientes y aliados, cuyos intereses perseguía
ahora firmemente el Estado».
Sólo en Holanda e Inglaterra se desarrolló una burguesía moderna primitiva en sentido estricto, aunque,
también en estos países, se mantendría fuertemente vinculada a la cultura aristocrática

IV. LA NOBLEZA EUROPEA Y LA CRISIS DE LA ARISTOCRACIA

La capa de los gobernantes y los poderosos de la sociedad constituía la nobleza de inicios de la Edad
Moderna, la cual habría de conservar en su conjunto la supremacía política y social, a pesar de los
cambios sociales, hasta finales del siglo XVIII o principios del XIX, y, en Europa oriental, incluso hasta
comienzos del XX . Aun siendo la capa más pequeña de la población, ya que —salvo en España y en
Polonia, en donde la nobleza representaba hasta el 5 y 8 % respectivamente de la población total—
ascendía a tan sólo un 0,3 ó un 1 %, la nobleza poseía la mayor parte del poder político y de las tierras. Si
a ello añadimos los bienes eclesiásticos, que se hallaban en gran medida en manos de la nobleza, los
aristócratas eran los mayores propietarios de tierras y como tales dominaban casi exclusivamente la
sociedad europea, ya que la propiedad del suelo llevaba implícitos los derechos políticos. Esto se puede
generalizar a toda Europa, con independencia de la concepción política de cada país, pues tanto en Rusia
como en España, en Inglaterra o en Hungría la nobleza era el [121]

estamento verdaderamente privilegiado. Su prestigio político, su posición social y su poderío económico se


basaban en la propiedad de la tierra y en los derechos de orden jurídico; percibía de sus súbditos tributos y
prestaciones personales, se beneficiaba del comercio rural y de la artesanía, disponía de las mejores
prebendas y de los más altos cargos en las Iglesias y poseía, ante todo, prerrogativas sobre los lucrativos
cargos de los príncipes, no teniendo sin embargo que pagar impuestos, pudiendo ejercer libremente el
derecho consensual y no estado sometida más que a su propia jurisdicción. Su estatus social no estaba
determinado por los méritos, sino por el privilegio principesco o su origen familiar y sus vínculos con la
dinastía gobernante. A pesar de que el orden jerárquico, de acuerdo con el patrimonio y los privilegios, era
muy estricto, y de que la diferenciación dentro de la propia nobleza era más acusada que en el mundo
rural o en el burgués, ésta en su conjunto se hallaba caracterizada por una mayor conciencia de casta, y
aunque su rasgo esencial, desde la Edad Media hasta el siglo XIX, fuera su supremacía social y política,
en los inicios de la Edad Moderna el desarrollo del mercado internacional, el nacimiento del Estado
moderno primitivo y la crisis del feudalismo habían transformado considerablemente el estatus y la
estructura del mundo aristocrático. Las diferencias dentro de la nobleza no dependían únicamente del
patrimonio, el poder político o los privilegios de los príncipes, siendo un factor aún más decisivo, por un
lado, la despolitización de la antigua nobleza feudal, es decir la pérdida de poder de la alta nobleza como
consecuencia de su integración en la incipiente sociedad estatal, si bien esta pérdida de autonomía se
vería compensada con un aumento de rango en la corte; y, por otro, el acceso de la nobleza rural o baja
(gentry), así como de la nueva nobleza, a los puestos rectores del Estado, donde era más importante la
lealtad para con el príncipe que la venalidad y se podían emplear los bienes adquiridos en la estabilización
del poder absoluto de los gobernantes. La nobleza autónoma del Renacimiento se vio reemplazada por
una sociedad noble organizada: a medida que los derechos políticos de la antigua nobleza eran
absorbidos por el Estado y la propia sociedad cortesana se abría a ciertas capas de la burguesía, la
aristocracia se cerraba en una casta, comenzando a monopolizar todos los cargos sociales y políticos de
la sociedad» Este traspaso de funciones se revela con mayor claridad dentro del contexto de la crisis de la
aristocracia.
Aun cuando la nobleza europea pareciera mucho más cerrada que la burguesía o la población campesina
en razón de su origen, ética y privilegios, en cierta medida se hallaba más diferenciada que las otras
clases. En este sentido no sólo desempeñaron un [122] papel importante las tradiciones propias de cada
país europeo, sino que la concepción política y económica respectiva se reflejó en el orden jerárquico de la
nobleza. La posición de cada individuo en la sociedad noble del siglo XVI estaba determinada no sólo por
su origen o su familia, sino, cada vez más, por los privilegios y los títulos; éstos se convirtieron
precisamente en símbolo de su estatus tanto en el conjunto de la sociedad como, sobre todo, en el seno
de la nobleza »
Al igual que en el caso de las otras capas de la sociedad, también dentro de la nobleza se distinguen, en
general, tres grupos: la alta nobleza, numéricamente poco importante y estrictamente delimitada, y la
amplia capa de la baja nobleza o nobleza rural, que se diferenciaba a su vez, según el país, del
funcionariado noble o nobleza cortesana en ascenso; dentro de estas capas se pueden hacer también
fuertes diferenciaciones. Por encima de todos se situaba el grupo de los príncipes, miembros siempre de la
alta nobleza. La sociedad francesa, que habría de desarrollar el prototipo de sociedad cortesana, distingue
a la antigua nobleza de linaje, aspirante a una posición regia, y a la alta nobleza propiamente dicha de la
nobleza rural, así como de la nueva nobleza de funcionarios (noblesse de robe). A medida que ésta
asciende social y políticamente, sin, por otra parte, ser reconocida plenamente por la nobleza militar,
pierde aquélla, debilitada por la «revolución de precios», la costosa vida cortesana, las guerras contra
otros nobles y, no en último término, las intervenciones violentas del rey, parte de su autonomía política,
convirtiéndose en nobleza cortesana, cuyo poder político depende de la realeza ». En Alemania la
situación se hace más complicada con la diferenciación entre la nobleza dependiente inmediatamente del
Imperio y la de los Estados provinciales, aunque ello no implique la anulación de la triple división
anteriormente citada. Dependían inmediatamente del Imperio tanto los príncipes como los condes, señores
y caballeros del Imperio, con frecuencia mucho más pobres y faltos de recursos que la nobleza de los
Estados, sujeta a la soberanía de un príncipe, a la cual pertenecían no sólo los nobles bávaros, sino
también los condes de Bohemia. Especial importancia fue la adquirida por los Junkers en Alemania
oriental, que, con su ascenso a finales del siglo XVI, marcaron visiblemente el dominio de Brandemburgo,
mientras que en los territorios del oeste y el sur de Alemania sería el funcionariado noble el que habría de
adquirir mayor prestigio ». Muy distinta fue la estructura nobiliaria en Inglaterra, en donde la pequeña capa
de la nobility (peerage) se separó de la nobleza rural (gentry) y, mientras que la alta nobleza pasó a
depender de los cargos cortesanos a consecuencia [123]
de la pérdida de patrimonio, convirtiéndose en el núcleo esencial de la nobleza cortesana, la gentry,
abierta al mundo burgués, comenzó a articularse políticamente, monopolizando progresivamente, por
encima del Parlamento, el poder del Estado, en tanto que la reducida estatalidad de Inglaterra impedía la
aparición de una nobleza de funcionarios. La burguesía no tuvo aquí acceso a este funcionariado noble,
sino a la nobleza rural. La nobleza estatal tampoco existió en Polonia ni España, sociedades en las que la
autonomía de la aristocracia nunca se derrumbó y donde la burguesía tampoco se presentaba como rival.
La capa más alta en España era la formada por unos pocos «grandes» que ostentaban todos los cargos
públicos lucrativos, y, frente a éstos, los caballeros e hidalgos constituían la baja nobleza, en no pocas
ocasiones también pobre. Los hidalgos tuvieron un papel muy importante en lo que se refiere a la creación
del imperio colonial, al tratar de conseguir en ultramar lo que en España les era negado: una vida
adecuada a su condición de nobles semejante a la de los grandes.
Polonia representa un caso particular en la sociedad europea, dado que en este país la nobleza creó una
república de nobles con todos los derechos de soberanía. Oficialmente no existían diferencias de rango,
como tampoco títulos; se conocen, no obstante, notables gradaciones, que iban desde el gran magnate,
señor de grandes extensiones, al igual que el príncipe territorial alemán, hasta el noble empobrecido, que
apenas disponía de lo más necesario para vivir y no podía hacerse comerciante sin perder sus derechos
nobiliarios. En ningún país de Europa fue la nobleza tan autónoma e independiente como en Polonia, en
tanto que Rusia es el país en donde la antigua nobleza feudal se vio despojada casi absolutamente de su
poder. Una vez que los boyardos fueron combatidos sin contemplaciones y hubieron perdido su autonomía
en el siglo XVI, sólo quedó una nobleza de espada. Su poder no se basaba ya en la propiedad de la tierra,
como en Europa occidental, ni tampoco en su condición de miembros de la sociedad noble, sino en el
servicio a los zares. No había una aristocracia como en el oeste, pero el ascenso a la nobleza tampoco se
veía obstaculizado por barreras estamentales. Aunque también existieran diferencias dentro de la nobleza
rusa, a partir del siglo XVI se formó, al igual que en Polonia, una sola clase noble cerrada.
Las diferencias dentro de la nobleza siempre habían existido; lo novedoso era, por un lado, la
jerarquización determinada por los títulos y la posición social y, con frecuencia, también por escrito,
consecuencia en cierta manera del debilitamiento político y económico, al tiempo que de la vinculación
social a la corte y, [124] por otro lado, el ennoblecimiento de la burguesía, que incrementó
considerablemente el número de nobles y principalmente su orientación hacia los príncipes, a quienes
debían inmediatamente sus títulos, lo cual la afianzó como capa rectora, soporte del Estado, sobre todo,
en la administración y el ejército. Por otra parte tuvo lugar una nacionalización de la nobleza, que en otros
tiempos era el único estamento con carácter internacional. Desde el siglo XVI se puede hablar claramente,
por vez primera, de una nobleza inglesa o polaca, alemana o francesa, no sólo en base a unas formas de
conducta y de cultura específicas de una nación, sino como expresión de una relación establecida con la
monarquía formada, con rasgos más acusados en Francia y en España sobre todo. Finalmente, a partir de
este siglo se inició el cambio de orientación de la burguesía urbana, sobre todo de la más floreciente, hacia
las formas de vida de la nobleza, que reflejaban cada vez más el ideal de una vida sin trabajo, con lujos y
seguridades. El neofeudalismo de inicios del Barroco, con su desarrollo de una cultura cortesana, no fue
en modo alguno el retroceso a una situación medieval, sino una señal de consolidación de la sociedad
estatal.
El noble se consideraba miembro del estamento dominante, tanto si ejercía directamente el poder sobre
sus vasallos como si vivía de las rentas y consagrado exclusivamente al cuidado de su casa. Su
preeminente posición social radicaba en su función como propietario de feudos, señor de horca y cuchillo y
guerrero. Se hallaba vinculado por contactos directos tanto a sus súbditos como al príncipe. Al surgir el
Estado territorial y con la «domesticación» de la nobleza, no sólo se modificó su- función política sino
también su vida en la sociedad, tanto si se retiraba a su residencia nobiliaria como si se establecía en la
corte del príncipe o del rey; lo cierto es que desarrolló una cultura considerablemente distinta a la
medieval, que se difundió por toda Europa y que, en sus diversas manifestaciones, ya no estaba al servicio
de las tareas del ejercicio del poder, sino al de la representación nobiliaria y el acrecentamiento de la gloria
de su linaje. A medida que cesaba su relación con sus súbditos, se convertía en beneficiario de rentas y el
príncipe, como primus inter pares, empezó a sobresalir por encima de la alta nobleza; el noble se convirtió
en miembro de una sociedad noble cerrada, con formas propias de conducta y una conciencia de su
estatus, con la atención puesta en el rango que le habría de corresponder por su origen y por el privilegio y
la merced del príncipe. Hubo, en efecto, algunos nobles que participaron en la construcción del primitivo
Estado moderno, bien a través de la administración en vías de formación, [125]
bien a través del ejército del Estado territorial o de la monarquía, como delegados de los gobernantes
(como Richelíeu), mientras que otros se ocuparon exclusivamente de sus propiedades rurales,
transformándolas en explotaciones rentables y activando la vida económica en sus dominios. Pero ello no
se debió primordialmente a un interés por la política estatal o de índole puramente económico, sino,
principalmente, al honor de su casa y al deseo de garantizar la influencia de su familia y de vivir de
acuerdo con su posición. En este sentido, los nobles que se adaptaron a los nuevos acontecimientos no se
diferenciaban esencialmente de aquellos que, como beneficiarios de prebendas y rentas, invertían todos
sus bienes y sus ganancias en una vida señorial exenta de trabajo. La idea fundamental de su vida era la
conservación y el acrecentamiento del honor. En 1583, Schweinichen da gracias a Dios porque «me ha
concedido prosperidad terrenal y me ha ayudado a conservar mi honor nobiliario, que es para mí más
digno de ser poseído que el oro y la plata, o que incluso las tierras de Mertschütz [sus posesiones). Que
Dios me conceda el pan de cada día y me sostenga en sus preceptos y en mi honor, amén». El honor era
para el noble más importante que la acumulación de riquezas. La racionalidad propia de la vida nobiliaria
era esencialmente distinta de la burguesa. El hecho de que en el siglo XVI numerosas familias nobles se
hallaran muy endeudadas, o incluso en la quiebra, no fue debido a que no se pudieran sustentar con los
frutos de sus tierras, sino, principalmente, al imperativo de la ostentación, que excedía con frecuencia sus
posibilidades materiales, al tiempo que favorecía los intereses de los gobernantes, dado que la nobleza
pasó a depender del príncipe sin que éste, en principio, la hubiera despojado de su estatus social. En
cualquier caso, la aspiración a una forma de vida acorde con su rango, base de la cultura aristocrática
garantizada por el príncipe, dio lugar a la despolitización y a la integración de la nobleza en la sociedad
cortesana”.
En la vida social de los nobles se produjo una importante transformación, pues en tanto que la ostentación,
su posición especial hacia el exterior frente a los burgueses y los campesinos, su rango dentro de la
jerarquía nobiliaria y el desarrollo de unas relaciones poderosas se convertían progresivamente en su
centro de gravedad, cobraba gran importancia la construcción de magníficos castillos como ampliación de
las antiguas residencias y el trazado de jardines de recreo, así como el interés por el teatro, la música y el
arte, que requería un número cada vez mayor de artistas, músicos y literatos. El poderío de un noble ya no
se medía por su soberanía, sino que se ponía de manifiesto en el número de empleados y servidores, en
las suntuosas fiestas, en los [126]
lujosos carruajes y vestidos, en la cría de caballos y la posesión de perros. La expresión simbólica de su
posición social la constituían los torneos, que durante el siglo XVI empezaron sin embargo a perder
importancia. A mediados del siglo XVII, el hidalgo provinciano austríaco Hohberg, buen conocedor de la
cultura noble del Renacimiento, se lamenta:
Rechten, Spieien, Prichtig banen
Bürge werden, Viet vertrauefl
Über seinen Stand sich zieren
Gcíste haiten, Banquetíeren
UnnütZ Ross, Viel Hund und Wind
Übrig grosses Hausgesifld
Gleich fafls Lóf fien, Buhien, Naschetl
Macht leere Küchen, Keller, Taseben
(Discutir, jugar, construir magníficamente / salir fiador, ser muy confiado / adornarse por encima de sus
posibles / tener huéspedes, celebrar banquetes / caballos inútiles, muchos perros y galgos / servidores en
exceso / e igualmente comer mucho, galantear ser goloso / deja vacías las cocinas, las despensas y los
bolsillos.)
El período que va desde el siglo XVI hasta los inicios del XVII constituye una época de transición. La
estilización de la vida de la nobleza, que conocemos a través de la pintura y la literatura y que se hizo
realidad en la sociedad cortesana, revela sólo un aspecto del refinado mundo aristocrático, puesto que
paralelamente ocupaba también un lugar importante la difícil vida de numerosos señores, sobre todo en el
medio rural, que apenas se distinguían de la de los grandes campesinos. La nobleza rural seguía
reconociendo sus obligaciones para con sus súbditos, mostrando, pese a las vejaciones, comprensión
ante sus quejas. Esto se puso de manifiesto en el apoyo que prestaron a numerosas revueltas de
campesinos. Pero lo más frecuente era que tanto éstos como los burgueses padecieran la arbitrariedad de
la nobleza, la cual hacía uso desconsiderado de sus prerrogativas sobre todo del derecho a la caza. No
hacen otra cosa «que cazar, practicar la cetrería, beber, darse a la francachela y jugar; viven
regaladamente de las abundantes rentas, impuestos y tributos. Por qué los toman y a qué están obligados
a cambio de ello no parece, empero, que preocupe a ninguno de su condición... En la lana bien que se
fijan, pero al cuidado del ganado nadie atiende». Los críticos más severos de la nobleza en el siglo XVI no
eran, sin embargo, adversarios declarados de la sociedad aristocrática. En la asamblea de los Estados
Generales del año 1614, en Francia, el tercer estado [127] se lamenta «Vuestra vida, nobles señores,
transcurre entre el juego temerario, el hartazgo, el dispendio, la violencia pública y privada; toda la gloria
de vuestro estamento se ve empañada. El pueblo sigue gimiente su camino y tiene que proporcionaros
todo a Vuestra Majestad, a la nobleza y al clero». La vida lujosa se siguió manteniendo y el afán de
derroche velado por la ostentación de los poderosos continuó incluso acrecentándose durante el siglo
XVII; el propio Richelieu edificó un castillo principesco durante la guerra de los Treinta Años. La brutal y
caprichosa vida señorial fue, sin embargo, desapareciendo con la «domesticación» de la nobleza, cuya
mejor expresión encontramos en Francia, en donde Richelieu, por ejemplo, estaba convencido de que la
nobleza era el «nervio central del Estado», luchando por ello en favor de su «pervivencia e implantación».
La encarnación del nuevo ideal era en Francia el honnéte homme, y, en Inglaterra, el gentleman, que
constituían el modelo de la nueva sociedad cortesana, la cual habría de imponer por vez primera sus
aspiraciones de dominio por medio de la «cortesía», que era según Gracián el mayor sortilegio político de
los grandes
El cambio de funciones de la nobleza y su despolitización en favor de la representación simbólica y el
estilo cortesano tuvieron una influencia sobre la propia familia. La mujer noble, al no tener que trabajar ni
tener directamente a su cargo la vida doméstica por haberse convertido igualmente en objeto de
ostentación, pulo cultivar exclusivamente las virtudes «femeninas», dedicarse a una familia libre de
preocupaciones económicas, o a sus intereses privados. Cierto es que el amor tenía una importancia
igualmente escasa en la política matrimonial de los nobles que en la de los campesinos y burgueses, pero
la nueva situación de la mujer noble en unos castillos por vez primera confortables hizo posible una cierta
sensibilización y emancipación distinta del tenor general. Este cambio influyó aún más poderosamente en
la vida de los niños y los jóvenes, es decir en su educación, ya que podían crecer sin trabajar. Junto con
los hijos de los burgueses que iban a la escuela, los jóvenes nobles fueron los primeros en gozar de una
educación, de ser confiados a un educador que les habría de preparar para su futura profesión: una vida
de señores, ya fueran dueños de tierras, ya fueran titulares de cargos públicos. A ello se añadían los viajes
de caballeros y los estudios en cortes extranjeras, más con el fin de conocer mundo que como estudios
propiamente dichos. Algo muy característico fue la impartición en las primeras academias nobiliarias de un
moderno sistema de conocimientos que no estaba orientado hacia la actividad burguesa, sino que
facilitaba el honor cortesano: lenguas modernas, danza y esgrima. La vida familiar, exenta de trabajo, y la
atención [128] consciente al niño con sus problemas educativos adquirió por vez primera entre la nobleza
del siglo XVI una relevancia social.
A comienzos del siglo XVI, la educación, los conocimientos literarios y técnicos y la erudición no se
contaban en modo alguno entre las virtudes de la nobleza; los conocimientos más elementales estaban, en
efecto, muy extendidos, pero el número de los que habían terminado su formación escolar, por no decir
universitaria, era tan reducido que los príncipes habrían de recurrir durante largo tiempo a los funcionarios
burgueses (juristas) para la creación de su burocracia. La ciencia burguesa estaba tan mal vista como los
negocios comerciales y era incompatible con el ideal de vida de la nobleza. Grande era, por el contrario, el
interés por la cultura renacentista, tanto por el nuevo arte y la nueva literatura, como por las ciencias
modernas. La astronomía (astrología) y la alquimia gozaron de especial predilección mostrándose algunos
príncipes bien dispuestos a gastar mucho dinero en ellas. Numerosos nobles instalaron asimismo
bibliotecas y laboratorios, por lo general llevados no tanto por un interés intelectual como por fines de
ostentación. La nobleza produjo incluso sus propios escritores, si bien Montaigne constituye una
excepción, ya que las obras de otros tuvieron con frecuencia una importancia muy reducida. En todo caso,
la cultura intelectual del humanismo tardío seguía contando con el apoyo de la nobleza cuando la
Contrarreforma trató de impedir un desarrollo más libre. Las cortes de los príncipes y de los nobles se
convirtieron en lugares de protección y fomento de la ciencia moderna. La nobleza tuvo un papel aún más
importante en el desarrollo de la Reforma, prestándole su apoyo sobre todo a causa de sus intereses
políticos, más que de los «privados». De los príncipes y de sus nobles dependería en gran medida el que
un país se mantuviera en el antiguo catolicismo o se adhiriese a la Reforma. Los clérigos
contrarreformistas y los predicadores de la Reforma podían actuar siempre y cuando no pusieran en
peligro los intereses de los gobernantes. Aun cuando ya en el siglo XVII la mayor parte de la nobleza
europea se confesara nuevamente católica y diera su apoyo a las fuerzas de la Contrarreforma —por
cuanto los intereses neofeudales se veían, en definitiva, mejor legitimados por el catolicismo reformado-,
en los primeros momentos mostró su inclinación por el movimiento reformador, ya fuera luterano o
calvinista, en tanto que las tendencias al separatismo espiritual hallaban un respaldo menor. De esta
manera, las primeras comunidades protestantes fuera de las ciudades surgieron principalmente en las
residencias de los nobles, tanto en Polonia y Hungría como en Austria o Francia, que en el siglo XVII
hubieron de renunciar a sus posiciones bajo la presión de medidas contrarreformistas o [129] estatales. La
Reforma suponía para la nobleza, ante todo, una disminución de la influencia eclesiástica, así como el
enriquecimiento mediante los bienes secularizados. Cifraba sus esperanzas en un afianzamiento del poder
nobiliario frente al afán centralizador de los príncipes. Esta explicación ha de ser, no obstante, relativizada
por el hecho de que la nobleza perdería, simultáneamente a la abolición del clero noble católico,
posibilidades de subsistencia e influencia sobre la jerarquía eclesiástica. El movimiento reformador
adquirió precisamente una carga política allí donde los movimientos estamentales, principalmente de la
nobleza, se veían amenazados por la aparición del absolutismo. Aquélla confiaba en conservar su
autonomía parcial o estabilizarse con el apoyo del protestantismo, Lo cierto es que, en los países en que
un fuerte poder central se mantuvo fiel al catolicismo, como Francia o Austria, la nobleza hizo profesión de
protestantismo con la esperanza de preservar su antigua posición dominante. Aun cuando más tarde
hubieran de desaparecer progresivamente las diferencias de mentalidad entre la nobleza protestante y la
católica, es evidente que en los países en donde la primera participó del gobierno el potencial de
desarrollo para el aburguesamiento de la sociedad fue mayor que en aquellos regidos por la cultura noble
católica.
El centro de gravedad del mundo aristocrático lo constituía el ejercicio del poder político, de donde
emanaba también su preponderancia social sobre campesinos y burgueses, y que era para la nobleza lo
que para el campesino el cultivo de los campos y para el burgués el comercio y la artesanía.
Independientemente de que este poder le correspondiera por nacimiento, tradición o de una forma
prácticamente autónoma, o le hubiera sido cedido por privilegio del príncipe o la realeza, nunca iba
vinculado al individuo, sino siempre a una familia, y tampoco provenía directamente del Estado o el
príncipe, sino que se basaba en el dominio concreto sobre tierras y gentes, dependiendo también en gran
medida de la posesión de tierras, por cuanto el funcionariado noble sólo podía vivir de acuerdo con su
rango gracias a sus propios bienes. Conforme a las diferencias sociales, variaba también el contenido de
poder de los derechos nobiliarios individuales; un noble rural de Baviera o un hidalgo español ocupaban en
la jerarquía política un lugar muy inferior al de un peer inglés. El poder político, los derechos que cada
noble poseía en los diferentes países, dependían en gran medida del grado de organización de la
sociedad territorial. Cuanto menos fuerte era la unión política total, tanto más autónoma podía ser la
actuación de la nobleza, aun cuando tan sólo dispusiera de una pequeña [130] parcela de poder, y, al
contrario, cuanto más intensamente centralizado se hallaba un territorio, y más capaz era de monopolizar
los poderes particulares tanto menos poderosa era la nobleza, aun cuando pudiera ejercer una influencia
mayor sobre el poder central mediante la acumulación de cargos. La situación política y social del siglo XVI
—al menos en lo que a Europa se refiere— se halla caracterizada precisamente por el hecho de que, pese
a la refeudalización y a la aristocratízación de la vida social, la nobleza feudal perdió autonomía a
consecuencia del proceso de territorialización y, finalmente, únicamente habría de representar el poder de
los príncipes como nobleza cortesana.
Al hablar del poder y la soberanía política de la nobleza en los inicios de la Edad Moderna, es necesario
distinguir varios planos, en cada uno de los cuales ejercía sus derechos de dominio o participaban del
poder político de los gobernantes. El noble era primeramente como señor feudal dentro del territorio de un
príncipe, dueño de vidas y haciendas, ofreciendo protección y garantizando el desarrollo pacífico de la
convivencia entre sus súbditos a cambio de los tributos e impuestos que él mismo establecía. No era
ciertamente señor soberano pero, siempre que no chocare con los intereses del gobernante podía decidir
acerca de los asuntos relativos a sus dominios inmediatos. Como poseedor de derechos señoriales podía
también participar junto con los otros estamentos —el clero y la burguesía urbana— en las asambleas de
los Estados y en los Parlamentos del gobierno conjunto de un territorio o de la monarquía. Al estar en
posesión de la concesión de contribuciones y del derecho de reclamación, el estamento noble organizado
ejercía influencia consultiva sobre el gobierno del príncipe, aspiraba a ser tenido convenientemente en
cuenta en el reparto de cargos y, con no poca frecuencia, garantizaba la unidad del país. La importancia
concreta de la nobleza organizada estamentalmente se pone de manifiesto en la historia de la Europa de
inicios de la Edad Moderna. A mediados del siglo XVI, cuando en todas partes se habían creado las
asambleas de los Estados, aún no se había decidido si la estructura organizativa de un país se habría de
desarrollar en favor de la nobleza o de los príncipes. La lucha no acabaría hasta mediados del siglo XVI.
En ningún lugar se vería la nobleza totalmente despojada de su poder, pero en los territorios alemanes,
Suecia, Rusia y Francia la monarquía absoluta se impuso ampliamente sobre ésta, en tanto que en
Polonia e Inglaterra conservó sus derechos independientes, es decir, el rey hubo de compartir el poder con
la nobleza, que si bien había perdido poderío político inmediato a causa de su integración en un Estado
territorial organizado en estamentos, pudo sin embargo seguir manteniendo [131] su influencia en el
conjunto del Estado, siempre y cuando mes- clara al rey en sus intereses. Finalmente, algunos nobles
tuvieron también la posibilidad de ampliar sus dominios, sustraerse a la expansión de los príncipes
territoriales y conservar su autonomía, como sucedió sobre todo en el Imperio, en donde, al ser miembros
de las Cortes del Imperio, eran iguales a los príncipes y mantenían plenos derechos de soberanía. Tal
independencia y autonomía, además de en el Imperio, se dio también en España y, principalmente, en
Francia. Constituyeron con frecuencia los últimos bastiones del poder noble que todavía intentaba
sustraerse al absolutismo.
La relación tradicional entre la aristocracia y el príncipe, basada en la soberanía compartida y en la libertad
feudal, estuvo sometida desde el siglo XVI a importantes modificaciones. Paralelamente a la ascensión de
la nobleza de cortesanos y funcionarios se produjo una crisis de la antigua aristocracia, la cual trajo
consigo tanto la decadencia de la antigua nobleza del Renacimiento como su adaptación e integración en
la sociedad cortesana. La pérdida de poder político de la alta nobleza, fundamental para los príncipes
europeos entre 1550 y 1650, seguramente no habría sido tan fácil de lograr si la aristocracia no hubiera
sufrido una crisis económica, consecuencia de la revolución de los precios, los crecientes gastos de
ostentación y la pérdida de privilegios sociales, que hizo necesaria su adhesión a la corte y la aceptación
de ventajosos cargos públicos. Ahora bien, la causa principal de la pérdida de poder de la alta nobleza a
partir del siglo XVI se ha de buscar, primeramente, en la progresiva pérdida de funciones como estamento
militar, cuando los últimos vestigios que quedaban de ellas eran únicamente las costosas cacerías y
torneos, las inútiles guerras entre nobles y los lances de honor, y, en segundo lugar, en la política de
pacificación de los príncipes, que penalizó todos los conflictos violentos entre los estamentos, no sólo de
los campesinos sino también de la nobleza, e impuso sus exigencias respecto al monopolio de todos los
poderes feudales, con la arrogación por parte del príncipe de competencias que hasta ese momento
correspondían a la alta nobleza. El primitivo Estado moderno en expansión minó las libertades de la
antigua nobleza, no con el objetivo de destruir a la aristocracia como clase dominante, sino con el de
someterla políticamente a la Corona. Como estamento señorial dentro de una sociedad estamental
organizada por el Estado, podría incluso recuperar posiciones políticas decisivas, si bien no gracias a su
autonomía feudal, sino a su situación en la corte. En este sentido, el absolutismo fue de hecho la «nueva
coraza política de una nobleza en peligro», que, al verse [132] amenazada por la expansión de la
producción y el intercambio de bienes de consumo, se puso bajo la protección de un príncipe poderoso a
fin de preservar su propia posición y de que ésta le fuera confirmada .
El conflicto entre la aristocracia y el príncipe, o el Estado en vías de formación, no discurrió exento de
violencia. Antes de adaptarse de una manera definitiva, la nobleza se opuso, aún con más fuerza que los
campesinos o los burgueses, a la pacificación y al afán monopolizador de los primeros príncipes
absolutistas, pues no hay que olvidar que en definitiva se trataba de que el estamento feudal con derechos
propios se convirtiera en una nobleza cortesana prestadora de servicios, la cual en adelante habría de
luchar, no por su honor, sino por el del príncipe. Por un lado, la aristocracia intentó hacer uso del derecho
inviolable de los estamentos a la concesión de contribuciones como instrumento de influencia sobre la
política de los gobernantes, a través de las asambleas de los Estados, los Parlamentos y las Dietas, para
de esta manera garantizar sus propias libertades. Las asambleas de los Estados fueron en el siglo XVI
foros de la polémica entre la nobleza y los príncipes. Por otro lado, intentó contrarrestar las tendencias
unificadoras de éstos en el curso de la Reforma mediante el cambio de religión, sobre todo haciéndose
adepta al calvinismo. Esperando del protestantismo un afianzamiento de las tradiciones liberales y
antiabsolutistas, tras los conflictos religiosos —en parte violentos, como la guerra de los hugonotes, o
incluso la guerra de los Treinta Años— se escondía el afán político de la aristocracia de defender y
conservar sus antiguos derechos. Al igual que el campesinado y la burguesía, la nobleza tampoco vaciló
en oponerse mediante la fuerza a la intervención absolutista del poder central. Paralelamente a los
numerosos movimientos de oposición campesina desde mediados del siglo XVI hasta bien entrado el XVII,
se puede constatar en este mismo período de tiempo una progresiva serie de revueltas de los nobles,
tanto en Inglaterra (1601), como en Austria (1618), Cataluña (1626) y Francia (1650), cuyo objetivo era
siempre la conservación de las libertades del estamento nobiliario. Aun cuando los conflictos tuvieran
consecuencias distintas, el poder central se impuso, en general, sobre la aristocracia regional —con la
excepción de la monarquía española—y lo que consiguió en parte provocando el enfrentamiento de los
nobles entre sí y con la burguesía, al tiempo que los seducía con altos cargos estatales, y en parte
liberándose de los estamentos políticos y de su fuerte influencia mediante la creación de un ejército
permanente y una financiación independiente de la aprobación de aquéllos. No obstante, el proceso no fue
lineal y la contestación aumentó con [133]
frecuencia paralelamente a la adaptación de la nobleza a la estatalidad moderna en formación, pero a
partir de la Fronda la resistencia activa desapareció. La crisis de la aristocracia estuvo supeditada a la
evolución de la sociedad: del feudalismo al capitalismo, del Estado feudal al primer Estado moderno,
resolviéndose en un cambio de funciones de la nobleza. Pese a la dura batalla de los príncipes contra la
aristocracia, cuya respuesta fueron las revueltas de los nobles, el objetivo no era la eliminación de ésta,
sino su destitución como clase autónoma. Este proceso concluyó prácticamente a mediados del siglo XVII,
y la nobleza domesticada comenzó a considerarse la clase dominante de las nuevas naciones.

V. EL CLERO COMO ESTAMENTO

Entre los estamentos privilegiados de la sociedad europea también se contaba el clero, con primacía en la
escala social incluso sobre la nobleza. Gozaba de franquicia tributaria, estaba sometido a su propia
jurisdicción y ponía de manifiesto su importancia social con sus iglesias, monasterios, rectorías y
ornamentos. Los clérigos ejercían en parte una influencia política considerable, no sólo por su implantación
como estamento rural, sino, principalmente, por sus funciones como consejeros y predicadores en las
cortes de los príncipes; sin olvidar que, como señores espirituales o feudales, tenían también un poder
político directo sobre sus vasallos. «En primer lugar», escribía Loyeau en 1610, aparece «el estamento
eclesiástico, el clero, pues con razón han de ocupar los servidores de Dios el primer puesto de honor»
Aunque en todas partes ocupaba oficialmente este lugar, ello no impidió que el campesinado, la burguesía
y, ante todo, la nobleza no vacilasen en numerosas ocasiones en enfrentarse al clero con burlas,
protestas, o simplemente por la fuerza, siempre que éste no siguiera una conducta acorde con su rango o
intentara imponer su dominio. Su especial situación, que no es posible comparar con la de los restantes
grupos y clases sociales, se debía por una parte al hecho de pertenecer a la organización supraestatal y
supraestamental de una Iglesia estructurada jerárquicamente, lo cual le convertía en representante del
poder autónomo de la Iglesia, y, por otra, a su papel como heraldo de la verdadera doctrina, tanto en el
movimiento reformador como en la Contrarreforma, es decir, como administrador y transmisor de los
bienes para la salvación espiritual, que seguían siendo los más estimables durante los siglos XVI y XVII
para la gran mayoría de la población, y, finalmente, a su posición como maestros del pueblo y
transmisores de la ciencia y la cultura. El clero católico, y no menos el [134]

protestante, tenía a su cargo la formación del pueblo, incluso en lo que se refiere a ámbitos no
estrictamente religiosos, sintiéndose (exclusivamente llamado a administrar los bienes espirituales, a
estudiar y predicar la palabra de Dios y a difundir el saber. Nada afectó más al clero que la aparición de
predicadores laicos intrusos, que se intensificaría constantemente a partir de la Reforma. No obstante, el
clérigo, resguardado por el poder secular y organizado dentro de la Iglesia pudo seguir manteniendo
durante los siglos XVI y XVII, salvo en Inglaterra, su monopolio sobre la interpretación de la fe y la
impartición de la gracia divina.
El clero comprendía a todas las personas que, en representación de una Iglesia organizada, servían de
transmisores de los bienes espirituales, de heraldos del mensaje cristiano y de representantes de la
autoridad eclesiástica. Dentro del protestantismo pertenecían a éste todos los predicadores, pastores,
diáconos y vicarios, así como los obispos y abades que, como en otros tiempos, seguían existiendo, y
luego también los superintendentes y profesores de teología. El sistema eclesiástico católico, que, con el
papa a la cabeza, seguía estando fuertemente jerarquizado, comprendía a cardenales, obispos,
sacerdotes y miembros de órdenes religiosas, es decir, decanos, párrocos, prelados y simples monjes. Sin
embargo, el estatus social de cada uno de ellos difería notablemente. La vida del párroco de aldea era
muy diferente a la del prelado u obispo que, sobre todo cuando ejercía al mismo tiempo derechos
señoriales como príncipe abad o príncipe obispo, era similar a la del estamento nobiliario, mientras que la
de aquél se asemejaba en muchas regiones de Europa a la del resto de la población rural. En este sentido,
la Reforma y sus secuelas no habrían de producir cambios profundos. Cierto es que, sobre todo en el
protestantismo, existían Unos «emolumentos» semejantes a los de los funcionarios, pero lo normal era
que el clero viviese de prebendas y del fruto de sus «tierras»; las grandes posesiones eclesiásticas
aseguraban, sobre todo en el catolicismo, el sustento de sus ministros. A pesar de la marcada
jerarquización existente, especialmente en la Iglesia católica, el clero estaba compuesto por personas de
todas las clases sociales. La mayoría de los clérigos, tanto seculares como regulares, provenía de la
burguesía y de la población rural, para quien el estado sacerdotal representaba no sólo la posibilidad de
llevar una vida religiosa-eclesiástica libre de todo compromiso, sino también la única vía de ascenso en la
escala social que no dependía del nacimiento o el privilegio Los requisitos para poder obtener un cargo
eclesiástico no era la pertenencia a una familia o estamento, sino la formación religiosa-teológica y la
ordenación. No hay duda de que los cargos [135]

más altos en la Iglesia católica se reservaban generalmente a la nobleza, en tanto que en el


protestantismo el ministerio pastoral se fue nutriendo progresivamente de sí mismo, pero en principio el
ministerio espiritual se hallaba abierto a todos, incluso a los que provenían de la capa más pobre. No era
raro, pues, que un clérigo de extracción burguesa llegara a ocupar, en cuanto a la representación pública,
un puesto más elevado que muchos nobles. También para la incipiente intelectualidad burguesa, el clero
siguió siendo, junto con los funcionarios, hasta el siglo XVIII el único estamento en donde encontró un
campo de acción que hiciera posible su emancipación, siendo muy notable el número de eruditos de
inicios de la Edad Moderna que eran, al mismo tiempo, miembros del clero.
La posición alcanzada con el estado clerical no era sin embargo un paso hacia una libertad no estamental;
al contrario, éste era obtenido a cambio del sometimiento de pensamiento y obra a unas normas
severamente reglamentadas, que no eran menos efectivas que las de los artesanos o la nobleza, ya que
por un lado favorecían la separación propia de una casta de los grupos rectores, y por otro volvían a anular
la libertad cristiana postulada por la Reforma, es decir la individualización de la fe, en favor de unas reglas
de conducta sancionadas por la Iglesia. Si la abolición del celibato para el clero evangélico supuso una
importante ruptura con la tradición, creando las bases de un aburguesamiento, en la Iglesia católica no
sólo continuó siendo la norma oficial, sino que, por vez primera, se impuso de una forma más rígida,
reforzando nuevamente la especial situación del clero y reactivando la idea de un sacerdocio basado en la
imitación de Cristo y en el carácter carismático del ministerio religioso. Con ello se impusieron estrechos
límites al desarrollo individual de los sacerdotes. En ningún otro estamento existió, en definitiva, una
disciplina tan eficaz como en el clero católico, e incluso protestante.
Aunque el clero, como estamento social, sobrevivió a la Reforma y conservó su influencia y su poder hasta
los siglos XVIII y XIX, a consecuencia de aquélla y también de la confesionalización se produjo un cambio
decisivo en la sociedad. En los países protestantes, el antiguo clero y los monasterios desaparecieron, es
decir, sobre la base de la nueva concepción reformadora del sacerdocio, en general, surgió un clero
totalmente nuevo
También en el ámbito católico, bajo la presión de los éxitos reformadores, se formó tras el Concilio de
Trento (1563) un nuevo estamento clerical esencialmente distinto del medieval por cuanto estaba
rigurosamente organizado e imponía con gran eficacia el poder moral y espiritual del papado tanto en la
aldea como en [136]

la corte. Esto no fue únicamente el resultado de la reforma iniciada por el propio papado o la Iglesia
católica; aún más significativo fue que el éxito de la Contrarreforma se debiera en gran medida a los
poderes temporales que habían permanecido fieles al catolicismo, los cuales, en aras de una eclesialidad
estatal y un mayor control de las Iglesias nacionalizadas favorecieron considerablemente la reforma del
clero. Tres fueron los fines perseguidos. En primer lugar, el perfeccionamiento de la moral y las
costumbres: las visitas, estrictamente realizadas, velaban por una conducta de vida ejemplar, y, sobre
todo, por la observancia del celibato; la indumentaria, signo visible de la filiación jerarquizada a la Iglesia
universal, fue sometida a normas; y se definieron con exactitud los deberes cotidianos, prescribiéndose
estrictamente el ritual eclesiástico y vigilando su cumplimiento. Siguió luego una formación intensa de los
teólogos y padres espirituales, principalmente en los nuevos seminarios creados; los ejercicios espirituales
intensificaron la nueva conciencia apostólica y el estudio sistemático de la disciplina teológica elevó y
reguló los conocimientos de los sacerdotes, dejando lógicamente en un segundo plano las inclinaciones
subjetivas e individuales en favor de la indoctrinación de la teología contrarreformadora. Por último, tuvo
lugar una severa orientación hacia Roma mediante la transferencia a los jesuitas de la formación clerical,
el control del episcopado por las instituciones romanas (nunciaturas, etc.) y la decisiva subordinación de
los obispos a la supremacía del papa. La formación de la cúspide rectora de la Iglesia en el Collegium
Romanum (1551) y en el Collegium Germanicum (1552) sirvió para garantizar la influencia de Roma. La
introducción del Breviarium Romanum en 1568 y del Missale Romanum en 1570 reforzó la unidad de la
Iglesia, que antes de la Reforma no había tenido tal carácter, y sometió a todo el clero, desde el obispo
hasta el párroco rural, a rituales y normas de conducta determinadas por Roma. Al intensificarse las
tendencias monárquicoabs0luti5tas dentro de la Iglesia, el poder del clero se vio simultáneamente
reforzado. Si, hasta los tiempos de la Reforma, las personas laicas, y sobre todo la nobleza y los príncipes,
habían ejercido una influencia considerable sobre la Iglesia, a partir de ahora el poder estaría, casi de
forma exclusiva, en manos del clero consagrado. Los rituales romanos y la reafirmación del latín sobre la
lengua vernácula acentuaron la separación entre los laicos y el clero. El núcleo de la praxis religiosa del
clero lo constituían la administración de los sacramentos y la celebración de los oficios divinos, la
participación en los cuales fue inculcada a todos los feligreses. El clero se consideraba mediador entre
Dios y los fieles, y a él correspondía la educación religiosa mediante la predicación, la catequesis [137]
y la defensa de la doctrina católica frente a los ataques reforma dores. Se aplicaron todos los medios
espirituales y terrenales país combatir la herejía; en este sentido, el clero ordenado reivindicaba para sí el
monopolio exclusivo sobre la interpretación de la doctrina de la Iglesia. La confesión y la escuela se
ofrecían corno nuevas prácticas para la asistencia espiritual y como posibilidades de control. Las
peregrinaciones, el culto a los santos y las festividades eclesiásticas ya existían en la Edad Medía; lo
realmente nuevo en este sentido consistió en su aplicación consciente a la cristianización de la sociedad;
las manifestaciones religiosas populares de carácter espontáneo fueron desplazadas por otras masivas
organizadas por la Iglesia. Un hecho significativo es la aparición en un primer plano de un número cada
vez mayor de clérigos canonizados como modelos de conducta espiritual, siendo los más importantes los
numerosos fundadores de nuevas órdenes religiosas. La abundante construcción de iglesias y santuarios,
así como la reforma de los ya existentes, pone de manifiesto la posición alcanzada por el clero en la
ciudad y en el campo, que, aun cuando interviniese en la reglamentación de la vida cotidiana de los fieles,
a diferencia del protestantismo, afectó en escasa medida la vida moral de los católicos, pues al no existir la
disciplina eclesiástica, éstos únicamente podían alcanzar la salvación mediante la fe en la Iglesia y el
cumplimiento de los deberes religiosos, siendo relativamente poco importante el valor concedido a la
moral.
La Iglesia medieval era, en esencia, una Iglesia monacal. A pesar de los duros ataques por parte de la
Iglesia reformada, el monacato había pervivido, pero la revalorización del clero secular y la aparición de
nuevas congregaciones transformaron su imagen. La Iglesia clerical debía su nuevo papel espiritual a la
fundación de nuevas órdenes, que, significativamente, ocuparon una posición intermedia entre la orden
estrictamente monástica y el clero secular no organizado, reaccionando con ello ante el cambio de
situación y misión. El ideal había dejado de ser la soledad monacal y el sacerdote debía luchar dentro de
la sociedad por las almas humanas a través de la evangelización, la enseñanza y la asistencia espiritual;
en este sentido, la Reforma trajo consigo, también en lo que se refiere a la Iglesia católica, una orientación
secular. Surgió así un gran número de nuevas órdenes cuya grandilocuencia y religiosidad guardaban una
extraña relación con la rigidez religiosa y el boato de la Iglesia romana. Entre ellas hay que destacar, ante
todo, la Compañía de Jesús, que conjugaba como ninguna otra la absoluta obediencia a Roma con una
acendrada espiritualidad, una religiosidad ascética y una evangelización disciplinada. Si en 1565 la orden
contaba con 3 500 miembros y 130 [138]
casas, en 1615 el número de miembros había llegado a ser de unos 30 000, repartidos en 372 colegios.
Su principal actividad contrarreformadora la constituían la asistencia espiritual, la predicación y la
enseñanza, más concentrada sin embargo en las clases altas que en el pueblo llano, al que no obstante
acogía gratuitamente en sus numerosas escuelas, construidas con recursos laicos. Se consideraba como
militia Christí, como élite de la Iglesia, exigiendo de sus miembros la mayor aplicación intelectual y moral;
con sus exercitia spiritualia consiguieron una disciplina espiritual y corporal que despertó, al mismo tiempo,
la admiración y el espanto. Mediante la progresiva monopolización de la enseñanza clerical y del sistema
escolar al nivel más elevado en los países católicos, para los que la Ratio studiorum de 1599 creó unas
bases unitarias, así como de las funciones de confesores y predicadores de la corte, los jesuitas
aseguraron su influencia incluso en las cortes de los príncipes, empleando toda clase de medios para la
recatolización: sermones, obras de teatro, manifestaciones en masa, Inquisición y polémicas científicas. A
consecuencia de su éxito y de su compromiso riguroso, en ci que sólo les igualaron los predicadores
calvinistas, desde un primer momento, los jesuitas fueron considerados por sus adversarios las «peores
criaturas del Demonio que ha vomitado el Infierno», lo que no impidió que los mismos protestantes
enviaran a sus hijos a colegios de jesuitas y que el propio F. Bacon los pusiera como ejemplo. Sea como
fuere, el jesuita caracterizó a un tipo de clérigo que configuraba la imagen del catolicismo en la misma
medida que el más alto prelado y el simple párroco de aldea.
En su lucha contra la jerarquía eclesiástica como engendro del Anticristo papal, la Reforma dio lugar a una
nueva concepción del estado sacerdotal. Era fundamental que el pastor, libre del poder mundano,
estuviera solamente al servicio de Dios y transmitiera a la comunidad cristiana la Palabra verdadera sin
aislarse en un estamento clerical propio ni monopolizar los bienes espirituales. «Por ello, el estado
sacerdotal dentro de la cristiandad no ha de ser distinto al de un cargo público, en tanto que ejerza su
ministerio, pero si lo deja o es destituido, será un campesino o un burgués como los demás» Con la misma
rapidez con que se extendió el movimiento evangélico surgieron también grandes dificultades en cuanto a
la organización de una Iglesia que respondiera a tales exigencias. Si se tiene en cuenta el hecho de que el
protestantismo, sin un poder espiritual centralizado, sólo se podía desarrollar dentro de los límites de la
tolerancia señorial existente, el Estado territorial, es decir la autoridad o el Estado en vías de formación,
tuvo desde el primer momento un papel muy importante. La autoridad se convirtió en garante de la unidad
[139]
de la Iglesia nacional y su clero y, en consecuencia, en una suerte de delegado espiritual del Estado
profano. «Es deseo de Su Majestad el príncipe elector», reza el régimen eclesiástico de Sajonia (1580),
«que ambos, ministro de la Iglesia y maestro, sean rectos y puros, particularmente en la doctrina, y que
asimismo observen ambos tal conducta en su vida y costumbres, en el hablar, el obrar y el vestir». Cierto
es que la situación del clero dependía de la clase de protestantismo y de las Iglesias nacionales, pero en
todas partes, excepto dentro del catolicismo y del sectarismo separatista, la autoridad temporal fue
considerada la protectora directa de la Iglesia.
Esto marcó profundamente al incipiente clero protestante, que, al estar al servicio del Estado, debía
ganarse el favor de los príncipes y solicitar su protección, sintiéndose por otra parte obligados a luchar por
la independencia de su Iglesia y, con ello, por la de la predicación de su doctrina, pues aunque rechazase
los compromisos, titubeaba constantemente entre ambos extremos.
El espíritu combativo, por un lado contra las actividades de la Contrarreforma católica y, por otro, contra
los abusos y las injerencias del Estado, fue el rasgo esencial del clero protestante hasta bien entrado el
siglo XVI. A pesar de la imposibilidad de evitar estas complicaciones, éste era atacado en tal situación con
la misma dureza que, antes, el clero católico. Fischart escribe:
Die Geisilichen soilten predigen, lebren,
Mit Beten dienen Gott dem Herren,
Aber Tugend em Vorbild /ühren
Und mit dem Schwert des Geisis regieren,
Wie sie der heihig Paulas lehrt.
So bat es sich gar umgekehrt,
Dars sie jetzt /ühren das weltlich Schwert;
Sind geisthich und welthich, wie man wihl:
Ibres Amtes achien sie fu viet,
Be/ehien es den welthichen Herrn,
Die müssen dann versehen und wehrn,
Dass man der Kirchen Ordnung halt.

(Los clérigos han de predicar, enseñar, / servir a Dios con oraciones, / ser un ejemplo de todas las virtudes
y gobernar con la espada del espíritu, / según enseña San Pablo. / Esto empero se ha mudado / pues
ahora empuñan la espada mundana; / son espirituales y profanos, según convenga: / de su ministerio no
se ocupan demasiado, / lo encomiendan a los príncipes laicos, / que han de velar y combatir / porque se
mantenga la disciplina de las Iglesias.) [140]

Dado que la oposición entre clero y laicos había de ser eliminada dentro de la Iglesia reformadora, la
praxis religiosa estuvo caracterizada por una mayor influencia, o derecho de intervención, de la comunidad
de fieles en el calvinismo, indudablemente más fuerte que en el luteranismo, ya fuera mediante la creación
de un senado que influía sobre la vida religiosa y moral y sobre la vida cotidiana de la comunidad, ya fuera
mediante la participación de ésta en el nombramiento del pastor . Aun cuando nunca tuviera lugar
posteriormente una separación entre el clero y la comunidad tan fuerte como por ejemplo en el catolicismo,
ni tampoco la monopolización por parte de aquél de la interpretación de la Biblia, sin olvidar que su sencilla
indumentaria y el uso de la lengua vernácula en los oficios divinos impedía también nuevas prácticas de
dominación, con la formación de las Iglesias nacionales y el endurecimiento ortodoxo de todas las
confesiones el elemento laico se redujo nuevamente. El clero se declaró a sí mismo estamento. Cuando
un teólogo protestante escribe: «El púlpito es el más alto cargo, mucho mejor que los cargos mundanos,
del mismo modo que el alma es mejor que el cuerpo» se pone de manifiesto la notable consolidación de
un estamento eclesiástico dentro del protestantismo desde finales del siglo XVI, algo impensable en los
tiempos de la Reforma. El pastor y predicador se convirtió en el representante de la Iglesia evangélica.
El elemento central de la praxis religiosa del pastor dejó de ser el ceremonial, la Misa y la administración
de los sacramentos, para ser ahora el nuevo mensaje evangélico, la predicación de la Palabra y la
interpretación de las Escrituras, lo cual exigía una disposición intelectual por parte de la comunidad y una
sólida formación y el conocimiento de las ciencias teológicas por parte del clero. La disminución del
analfabetismo Y la intensificación del sistema escolar en el protestantismo fueron una consecuencia de la
concentración en la Palabra y las Escrituras, cuya lectura se convirtió también en mandamiento de la fe
evangélica. Otra consecuencia de ello fueron las considerables tentativas de regulación de la lectura de la
Biblia por parte del clero. La interpretación individual heterodoxa de las Escrituras era perseguida con la
misma severidad que en el catolicismo. Pero la lucha en contra de la superstición católica y en favor de la
difusión del verdadero Evangelio era sólo una de las tareas del pastor y predicador protestante; la otra era
el perfeccionamiento de la vida moral y de las costumbres de la comunidad.
De ello se habían ocupado muy poco los sacerdotes católicos; el clero tridentino estaba también muy lejos
de someter a una disciplina la vida social de los feligreses; esto sucedía únicamente en los monasterios. El
católico sólo conseguía en definitiva la [141] salvación mediante las obras piadosas y el cumplimiento de
sus deberes religiosos; de acuerdo con ello, el sacerdote ejercía las funciones de mediador de la
salvación, en tanto que al pastor protestante le importaba ante todo la puesta en práctica del mensaje
evangélico en la vida cotidiana concreta, siendo esencialmente maestro y moralista, si bien el
mandamiento de la disciplina eclesiástica no se observó en general con tanto rigor como en la Ginebra
calvinista, cuya comunidad, convertida por el propio Calvino en modelo de comunidad cristiana, es decir de
Estado clerical, constituye un caso paradigmático especial e En esta ciudad no sólo se reguló exactamente
la vida religiosa o se determinó la estructura de la Iglesia, sino que, además, la disciplina eclesiástica fue
declarada la principal obligación. EJ objetivo de Calvino era la completa cristianización de la comunidad
mediante el control de la vida doméstica y la total supeditación de la vida burguesa a las normas y
prescripciones del pastor calvinista, quien se consideraba legitimado para ello como profeta divino. Aun
cuando Ginebra fuera elogiada como modelo de Estado cristiano, en ningún otro lugar —ni siquiera en
Holanda o Escocia— se llevó como tal tan radicalmente a la práctica.
La abolición del celibato por parte del protestantismo supuso la ruptura más importante con la tradición. Al
estar obligados todos los pastores y predicadores a contraer matrimonio, la jerarquización quedó
fuertemente restringida y la orientación hacia la praxis comunitaria estabilizada. Por el hecho de casarse,
el propio clérigo se convertía en miembro de la comunidad de la Iglesia, y no sólo en su guía; en la rectoría
resurgió además, a finales del siglo XVI y durante el XVII, el centro de una nueva cultura religiosa y de una
vida intelectual que, sobre todo en Alemania e Inglaterra, ejerció una gran influencia sobre el desarrollo
cultural en general. Por su papel de intérprete legítimo de las Sagradas Escrituras y de teólogo con
formación científica y educador, el pastor alcanzó un puesto destacado en la vida pública, que, a diferencia
del clero católico, contribuyó de manera esencial al aburguesamiento de la sociedad.
A pesar de que el protestantismo no deseaba tener nada en común con la Iglesia católica, también en él
se habría de formar un estamento clerical a medida que se fuera extendiendo, que llegaría a integrarse en
la sociedad estamental laica. Otra concepción radicalmente distinta es la que caracterizó únicamente a las
diversas sectas no eclesiásticas en el continente y principalmente en Inglaterra, en las cuales el jefe de la
comunidad era elegido - sólo aquí se hizo patente el elemento democrático-laico- , y no se distinguía
tampoco por un estatus social, ya que ejercía, o al menos podía ejercer, una profesión burguesa y no
recibía una [142] formación propia de su estado . La capacitación para su cargo radicaba exclusivamente
en sus dotes oratorias y en su carisma espiritual, y por encima de él no existía una jerarquía, sino la
comunidad. Expresión de la teología reformadora de la «inmediatez» o de la concepción presbiteriana de
la Iglesia era el hecho de que el predicador renunciara a todo ceremonial que pudiera subrayar su papel,
convirtiendo a la predicación, la enseñanza religiosa y el control moral de la comunidad en núcleo de su
praxis pastoral. A consecuencia de su concepción radicalmente democrática o teocrática de la Iglesia y del
sometimiento de la vida cotidiana a las normas del Evangelio, estas asociaciones religiosas adoptaron una
posición especial que ya no era integrable dentro de la sociedad estamental. El predicador de una Iglesia
baptista o el cuáquero, por ejemplo, ya no pertenecían al clero como estamento con derecho a una
dignidad propia y diferenciado del laico por su lenguaje, indumentaria, formación o ritual. Aquello que lo
caracterizaba no era debido a su ministerio, su formación a su estatus social, sino única y exclusivamente
a sus cualidades espirituales o a su relación con la comunidad. De esta manera, tales agrupaciones
religiosas se situaban al margen de la sociedad estamental.
El clero protestante, al igual que el católico, constituía un estamento privilegiado al estar integrado en las
asambleas de los Estados de inicios de la Edad Moderna. Como señor feudal participaba también del
ejercicio del poder y el dominio político. No obstante, su conciencia y su interés político no estaban en
absoluto establecidos, sino que eran variables, como en el caso de la nobleza o la burguesía urbana, pues
ni estaba siempre del lado de la autoridad, ni tampoco siempre del de las capas inferiores. No se puede
negar que existían importantes disposiciones específicamente confesionales, o al menos cierta
correspondencia entre el sistema político y el religioso, surgidas con el proceso de formación de la
sociedad moderna primitiva; sin embargo, es necesario tener en consideración la situación concreta de la
Iglesia o el clero en cada país. Cuando las agrupaciones reformadoras se enfrentaban como minorías a un
monarca católico, revelaban una acusada tendencia republicana; por el contrario, cuando era posible
ganar al gobernante para la causa evangélica, se producían adaptaciones significativas al primitivo
sistema absolutista. Es indudable que el clero católico ofrecía las mayores posibilidades de legitimación a
este sistema, no limitándose sólo a reforzar los intereses de la soberanía monárquica, como en España,
Francia, Baviera y Austria, pero a pesar de su decisivo apoyo al príncipe, sobre todo por parte de los
jesuitas, desarrollaron los principios de la doctrina de la soberanía popular y del tiranicidio. Cierto es [143]
que el clero católico se abstuvo de intervenir en las luchas estamentales de los siglos XVI y XVII,
favoreciendo con su actitud los afanes pacificadores de los príncipes absolutistas y condenando toda clase
de sublevaciones populares violentas, pero algunos clérigos no sólo participaron en las revueltas contra la
monarquía española en Cataluña y en la Italia meridional, sino que también en Francia y Alemania
ayudaron a los campesinos a articular sus intereses. En general, el clero no reprobó en modo alguno el
uso legítimo de la fuerza, sabiendo animar las luchas de todos los partidos en el período de la
Contrarreforma; ahora bien, sólo en raras ocasiones se destacarían los clérigos católicos como paladines
de una sublevación popular, una lucha estamental o una guerra confesional.
La misma pasividad puso de manifiesto el clero luterano, que si bien legitimaba el uso de la fuerza por
parte del príncipe, apenas participó en las luchas en favor de éste, como tampoco lo hizo activamente en
ninguna sublevación popular, Pese a verse especialmente afectado por los desórdenes contrarreformistas,
el clero protestante seguía considerando en principio sagrada toda forma de autoridad. El clérigo
calvinista, sin embargo, se reveló decididamente político, comprometiéndose —como heredero de Calvino
— mucho más abiertamente que el luterano en la realización política de la Reforma, hecho que ponen de
manifiesto las guerras de religión en Francia, Holanda e Inglaterra. No se trataba aquí de la postura de un
grupo perseguido y oprimido, como el baptista, es decir de la postura de una minoría a la que la
desesperación obligaba a actuar, sino de la convicción religiosa de los calvinistas de combatir por su
causa —en caso necesario, también por la fuerza— y fundar el reino de Dios. La participación de
predicadores calvinistas en la guerra de los hugonotes fue considerable y sus Iglesias se convirtieron en
bastiones de la resistencia. De sus filas provinieron también principalmente los ataques teóricos más
virulentos contra el primer absolutismo, legitimando cualquier clase de violencia contra el tirano.
Indudablemente, el movimiento antiabsolutista en Francia fue sostenido primordialmente por los intereses
del estamento noble; ahora bien, la exaltación de la lucha por la libertad estamental por parte del clero,
basándose en la idea de la libertad cristiana, confirió a la lucha religiosa de los estamentos la dureza que
habría de caracterizarla. El acusado acento antiabsolutista fue el producto de un republicanismo
constitucional dentro del calvinismo; no obstante, la lucha por la libertad política estuvo acompañada, en
no menor medida, por una voluntad de autoafirmación estamental.
[144]
Al alcanzar la politización de la Reforma un momento de apogeo en el calvinismo, según se hace patente
en Francia o en Escocia, en los círculos sectarios se produjo una radicalización que destruyó por completo
el modelo de estructura estamental. Sus predicadores se contaban entre los más decididos adversarios del
absolutismo, pero también del modelo estamental, y luchaban por la separación entre la Iglesia y el
Estado, por la libertad religiosa y por los derechos políticos del individuo. En este sentido, los predicadores
de los grupos religiosos marginales se convirtieron en protagonistas de un Estado de derecho
protoburgués, sólo en el cual podrían realizar su praxis religiosa, libres de represiones estatales o
eclesiásticas. A causa del desarrollo de la Reforma y de su diferente realización en cada sociedad en
particular, el clero de inicios de la Edad Moderna no se caracteriza en modo alguno por una actitud política
unitaria. Siempre que estuviera organizado estamentalmente, se habría de adaptar a los sistemas políticos
existentes, pero allí donde renunció a esta organización, luchó por una teocracia o por un Estado
protoburgués.
Igualmente heterogénea fue su actitud respecto al humanismo tardío y a las ciencias modernas. El
conjunto del clero, incluido el católico, no era en general enemigo de la ciencia —dentro de lo que el caso
de Galileo nos permite suponer—; la preparación científica del clero, su papel en la cultura humanista y su
constante dedicación intelectual le hacían especialmente sensible al desarrollo de la ciencia moderna;
nadie como él percibió lo nuevo, lo no integrable dentro de las ciencias modernas. No hemos de olvidar la
participación de los jesuitas en las ciencias naturales, o la de los oratorianos en la filosofía moderna. Pero
en ningún lugar se le ofreció a la ciencia la posibilidad de un desarrollo verdaderamente libre.
A pesar de que ya existía una amplia cultura laica y de que la nobleza y la burguesía habían desarrollado
nuevas formas de vida, la sociedad posterior a la Reforma no se había liberado en absoluto de la
influencia clerical, la cual no se hallaba solamente circunscrita al ámbito eclesiástico. Bajo el pretexto de la
Reforma o de la Contrarreforma, tuvo lugar incluso una cristianización de la sociedad hasta entonces
desconocida, conforme a la cual todas las manifestaciones de la vida social estarían sometidas a las
normas confesionales. Como agente de este proceso, el clero adquirió después de la Reforma un papel
social más importante e influyente que antes. Igualmente sorprendente es el hecho de que en este tiempo
apenas se redujera el abismo entre el clero y el pueblo. Aun cuando éste se acercara por vez primera de
una forma consciente al mundo y, por tanto, al pueblo mediante la lengua vernácula, la indumentaria y las
instituciones escolares, se [145] mantendría sin embargo una distancia insalvable, la cual no se basaría ya
en las tradiciones, ceremonias y rituales, sino en el moderno afán de cultura, tan extraño al pueblo como el
latín en los oficios divinos. Al insertarse en la capa alta de la burguesía urbana, el pastor protestante era
tan ajeno al pueblo como el sacerdote católico, que, como administrador de los bienes espirituales,
conservaba un papel especial, aunque con la diferencia de que en la sociedad agraria de inicios de la
Edad Moderna la necesidad de prácticas de salvación mágico-religiosas era mayor que el interés por el
saber intelectual, de modo que el clero católico pudo conservar su poder sobre todo entre la población
campesina, en tanto que el protestante halló su mayor apoyo en las ciudades.

VI. LA ORGANIZACION ESTAMENTAL Y LA SOBERANIA DE LOS PRINCIPES

En general, el poder político en la sociedad premoderna europea nunca estuvo exclusivamente en manos
de los príncipes, sino que fue compartido por los estamentos privilegiados, cuyos derechos no eran
derivativos sino autógenos, en virtud de su linaje y del poder feudal. Por regla general, las asambleas de
los Estados estaban formadas por la alta y la baja nobleza, los claustros de prelados o clérigos, y las
ciudades o consejos municipales. No todos los estamentos poseían el derecho «político» de consenso o
estamentalidad política, razón por la que hay que distinguir el orden estamental social del político-
corporativo. De la misma manera que el príncipe se hallaba coartado en el ejercicio de la soberanía por las
libertades de los estamentos, pudiendo únicamente gobernar en consenso con ellos, éstos, a su vez,
estaban obligados a prestar consejo y ayuda al príncipe, el cual podía reclamarla con pleno derecho
siempre que los intereses del país lo requiriesen.
Esta era la herencia del desarrollo de la soberanía medieval en casi todos los países europeos de
estructura feudal; ahora bien, la configuración concreta de esta relación entre los estamentos y los
príncipes dependía de diversos factores: del poderío del príncipe, del papel de la nobleza y la burguesía y
de la situación socioeconómica del país. Con todo, es esclarecedor el hecho de que, conforme a la
evolución del poder de los príncipes hacia un Estado territorial mediante la monopolización de los poderes
locales y al desarrollo de una administración libre de la influencia estamental, surgiera en casi toda
Europa, a veces incluso con el apoyo manifiesto de los príncipes, una asamblea de los Estados [146] que,
en representación del país participaba con su «consejo y ayuda» en el ejercicio del poder, si bien limitando
claramente la jurisdicción de aquéllos e incluso rivalizando políticamente con su soberanía.
Por otra parte, en la propia fase de formación del Estado territorial el poder de los estamentos corporativos
aumentó hasta tal punto que, antes de que aparecieran en toda Europa las diferentes formas
constitucionales, se puede hablar en el siglo XVI de un dualismo de estamentos y príncipes, e incluso de
un Estado estamental, que marcó profundamente el proceso político. La soberanía «absoluta» de los
príncipes es prácticamente inexistente en este siglo. Desde finales del siglo XVI hasta mediados del XVII
tuvo lugar el trascendental proceso de consolidación de una forma de poder estatal diferenciada. De una
coparticipación abierta a todas las posibilidades se pasó, bien a la supeditación del príncipe al Parlamento,
bien a la subordinación de los estamentos al poder del gobernante, aun cuando ello no implicara la
desaparición de la organización estamental como institución en ningún país. Pese a la pérdida general de
poder de los estamentos, el monarca de inicios de la Edad Moderna tampoco pudo alcanzar una posición
auténticamente soberana allí donde éstos habían visto claramente mermada su influencia.
Los estamentos corporativos de esta época eran instituciones integradas en el incipiente Estado territorial,
cuya función no se reducía a limitar el poder expansivo de los príncipes y la estatalidad moderna primitiva,
máxime cuando no se excluían recíprocamente. Las asambleas de los Estados no constituyen, sin
embargo, una forma precursora del Parlamento, pues a pesar de la insistencia en las relaciones
contractuales entre el pueblo y el rey y en la soberanía popular por parte de los grupos antiabsolutistas,
nunca se pensó en la participación de todos los súbditos en el gobierno ni en que éste fuera asumido por
los estamentos, sino en una cogestión más o menos fuerte de la nobleza y, en cierto modo, en la
consecución del derecho de representación para burgueses y campesinos Por otra parte, el gobernante
estaba también interesado en la adhesión y la colaboración de los estamentos, convocándolos para ello a
Dietas, Parlamentos y Asambleas Generales. En tanto que no existiera una administración estatal y el
príncipe no fuera el señor inmediato de todo el país, no podría gobernar sin los estamentos. Ciertamente
no hubo un solo país donde los gobernantes no trataran de ampliar sus intereses de soberanía, pero la
privación de poder padecida por los estamentos políticos en algunos países europeos no fue sólo el
resultado de la represión violenta, sino que, con la integración de aquéllos, y sobre todo de la nobleza, en
el nuevo Estado, dentro del cual asumieron cargos públicos, los estamentos dejaron de conceder
importancia a la asamblea de los Estados. El hecho de que a partir de 1614 no se convocaran ya en
Francia a los Estados Generales no respondió únicamente a los intereses absolutistas del rey, sino al
desinterés de la nobleza con respecto a la representación estamental. [147]
[….]

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