Belissa

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Belissa

Belissa quería ser bailarina de ballet. Su oído musical, su gracia innata y su talento natural le facilitaría el
camino. Pero no contaba con que el destino tenía otros planes para ella.
En primer lugar, Belissa tenía un apetito feroz: la comida típica la enloquecía y unos nopalitos
preparados de cualquier forma, le impedían hacer otra cosa que no fuera comerlos hasta acabar con ellos. Y con
las flores de palma no se diga. Este manjar la ponía en un estado muy cercano al éxtasis.
Belissa era disciplinada para todo. Hacía sus ejercicios matutinos, ensayaba puntualmente cuantas horas
fuera necesario para dominar sus músculos y domesticar los gestos que la convertirían en un cisne grácil o en un
ave de vuelo peregrino. Pero en cuanto enfrentaba la comida, se perdía.
Los maestros la atiborraron de recomendaciones, de artículos sobre la importancia de una dieta
balanceada, de biografías y autobiografías de bailarinas en donde aparecía un infalible capítulo dedicado a su
alimentación, y de ensayos médicos sobre la energía de un cuerpo sometido a las disciplinas del ballet. Todo fue
inútil. Las flores de palma y los tacos de nopalitos decidieron la cintura de Belissa que renunció a su promisoria
carrera durante una degustación de quesadillas (se comió 17) en la que participó como juez para seleccionar la
mejor receta nacional.
Entonces inició un pequeño negocio. Su habilidad para mecanografiar se enriqueció cuando las
computadoras personales fueron accesibles y Belissa se convirtió en una experta en cibernética antes del
parpadeo de un chip.
Pero como si tantas dotes fueran pocas, Belissa tenía una especie de imán con los jóvenes. No pasaba un
día sin que un galán llamara a su puerta, a su teléfono o a su oficina y la invitara a salir. Y como el corazón de la
exfutura bailarina se había agrandado (quien sabe si por el ejercicio o la alimentación) Belissa sentía que
muchos de ellos cabían en él y desalentaba sólo a quienes no le agradaban del todo.
Así que se resistía a escoger a un solo pretendiente. Estaban tan guapos todos y cada uno tenía su chiste:
uno la hacía reír todo el tiempo, el otro besaba de maravilla, el tercero era un experto en música clásica y
disfrutaba los conciertos como pocos, aquél... ¿No había manera de combinar la simpatía de uno, con el dinero
de otro, los ojos del tercero, el sentido del humor del cuarto y...? Su hermano, que era sicólogo, le decía que ésa
era una actitud esquizoide. “No se puede armar un ideal a base de fragmentar a los demás”, la regañaba. Pero
Belissa no quería fragmentar a nadie, sólo deseaba disfrutar todo lo disfrutable. ¡Si tan sólo se valiera tener más
de cuatro al mismo tiempo!
Claro, para cuando lo pensó, ya estaba decidida. Sólo se preguntó por qué no y puso manos a la obra.
Fue a su computadora y creó una base de datos. Estructuró un plan y seleccionó cuidadosamente. De los catorce
galanes con los que salía en ese momento, la lista quedó reducida sólo a seis: el amante de los conciertos, el
simpático, el inteligente, el romántico, el buen besador y el cantante. No quería pecar de ambiciosa. Si bien lo
que influyó más en la selección fue la característica distintiva de cada uno, el factor geográfico también pesó
mucho. No era conveniente tener dos que compartieran la misma zona habitacional.
El amante de los conciertos vivía en la Anáhuac; el simpático, en la Roma; el inteligente, en el centro de
la ciudad; el romántico, en El Cercado; el buen besador, en Las Mitras y, el cantante, por San Jerónimo.
Belissa creó un archivo y alimentó la información concerniente a cada uno. Dónde se habían conocido, a
qué lugar habían ido juntos por primera vez, cómo se habían hecho novios, la marca de la loción que usaba, si
conocía o no a su familia, en dónde vivía, cuál era su pasatiempo preferido, qué le gustaba, qué le disgustaba,
qué estudiaba, a dónde iba de vacaciones y qué se habían regalado en diversas ocasiones. Después, seleccionó
un día para cada uno y distribuyó los sábados y domingos de todo el año muy equitativamente. De ahí en
adelante, todo fue más sencillo: después de cada cita llegaba y añadía la información pertinente: a dónde habían
ido, qué habían conversado, qué vestido llevaba ella, cómo iba arreglado él y qué habían dejado pendiente para
la siguiente vez.
Antes de cada cita, consultaba el archivo correspondiente y actuaba en consecuencia: no repetía
atuendo, jamás se equivocaba en las referencias a conversaciones pasadas, preguntaba cosas que comprobaban
su interés por los temas de la última plática y mostraba una memoria inexplicable para los detalles.
Algunas de las amigas que compartían su secreto (con no poca admiración y mucha envidia) le
preguntaron si no le daba cruda moral andar con seis al mismo tiempo, a lo que Belissa contestaba: “¿Por qué
habría de darme? ¡Los hago tan felices!; piensen en todo el tiempo que han disfrutado con el corazón rebosante
de amor de gozo gracias a mí”.
Y así siguió durante un tiempo hasta que el romántico empezó a hablar de boda. Belissa supo que era
tiempo de darle delete. Romántico y Belissa se separaron en medio de un llanto inagotable y auténtico pero
convencidos de que era lo mejor. Al llegar a su casa, Belissa seleccionó el archivo, lo puso en el botecito de
basura que devoraba sus documentos electrónicos, pero cuando la máquina le preguntó si estaba segura de
querer borrarlo, se arrepintió y decidió conservarlo como recuerdo. Después de todo tenía cosas ¡tan agradables!
Apenas estaba recuperándose de eso cuando el cantante le llevó una serenata y le envió un ramo de
flores con una tarjeta que decía: “para mi futura esposa”. Otro delete. En tres meses todos pidieron su mano. Sus
archivos fueron sobreseídos y ella volvió a la soltería absoluta.
Entonces conoció a quien sería su esposo que tenía algo de cada uno de los anteriores archivos. David no
le pidió que se casaran, simplemente, arregló todo y le anunció la fecha en que se casarían. Belissa aceptó.
Cuando regresaron de la luna de miel llegaron al departamento de ella y David se puso a recorrerlo. Encendió la
computadora y preguntó si podía abrir sus archivos. —
¿Mis archivos? —preguntó Belissa ya tecleando sobre la máquina— no hay nada, excepto ¿éstos que...
¡ay, los borré! ¡Tan tonta... es que estoy tan emocionada!” Su esposo la miró sospechosamente.
Lo que Belissa no sabía es que David encontraría el olvidado diskette con el back-up informativo de su
mujercita y una tarde, mientras ella no estaba, se entretuvo leyendo cada uno de los detalladísimos archivos.
Cuando Belissa regresó encontró un recado sobre la mesa de la entrada que la remitía a la computadora. Vio el
diskette y sintió cómo la sangre descendía y se concentraba en el dedo gordo de cada pie.
Abrió el disquete y encontró un archivo nuevo llamado “Exesposo”. En él sólo aparecía un recado: “Si
fuera broma no tendría el suficiente sentido del humor para aguantarla; pero como es en serio, me niego a ser un
archivo más en tu computadora”.
Belissa se puso furiosa por la indiscreción de su esposo, corrió al closet y se alegró cuando lo encontró
semivacío. Reportó la desaparición de David a la policía y cruzó los dedos para que no lo encontraran, cosa que
sucedió. Llegado el tiempo fue declarado muerto y Belissa quedó legalmente convertida en viuda, lo cual le
daba derecho a gozar de la libertad de la que había empezando a disfrutar en cuanto se le pasó el coraje
provocado por el metiche de su esposo.
Como Belissa ya había probado las mieles del matrimonio decidió abrir varios campos más para incluir
otras variables a su base de datos. La mayoría, por supuesto, estaban relacionadas con las habilidades amatorias
de los galanes. Tras cargar la nueva información se cercioró de que su password fuese inviolable; después
empezó a dormir tranquila, tan tranquila que quienes la veían no dejaban de admirar su beatífica sonrisa, la que,
según ella, sostenía a base de sobreponerse a la trágica pérdida de su marido.
Y así envejeció Belissa. Dándole vuelo a la hilacha y aumentando su archivo electrónico
sistemáticamente. La vejez la dulcificó, como dulcifica a tantos y a tantas pero el brillo de sus ojos, delataba una
picardía que aún a esas alturas era inagotable.
Pocos días antes de morir llamó a sus sobrinos y les pidió varias cosas: un funeral discreto sin esquela en
el periódico, donar su corazón a la escuela de medicina para que lo estudiaran con atención y, sobre todo, que la
enterraran junto con su caja de diskettes. El disco duro de la computadora había sido debidamente borrado.
Los sobrinos la obedecieron en todo, excepto en lo de la esquela porque les pareció una necedad de
viejita solterona.
Nunca entendieron de dónde provenían los ancianos que se acercaban al féretro con rostros llenos de
tristeza y agradecimiento. Uno de ellos, sordo, quiso murmurar unas palabras que todos escucharon: “¡Qué feliz
me hiciste, Belissita, qué feliz me hiciste! ¡Y pensar que fui el único hombre en tu vida! ¿Por qué me
rechazaste?”
Una de sus sobrinas dijo que probablemente se había tratado de una ilusión de óptica ocasionada por el
vidrio del féretro pero juraba que la sonrisa de la tía Belissita se había acentuado al escucharlo.

Rosaura Barahona, “Belissa”, en Abecedario para niñas solitarias. 2ª ed. México: Castillo, 1994, pp.17-24.

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