Tema 4
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La poesía tradicional
ISBN: 84-9714-006-0
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La lírica tradicional, en cambio, no tiene una autoría reconocida. Eso no quiere decir
que sea obra del pueblo, como pretendían los estudiosos románticos.
Indudablemente, debe existir un autor inicial, un creador de cada una de las piezas,
pero al no ser necesariamente un poeta profesional o especialista, al crearlas dentro
de la tradición (con sus usos, sus personajes, sus temas...) y difundirlas y recrearlas
también dentro de ella, esa autoría deja de ser determinante. A veces, lo único que ha
creado es un nuevo verso para una canción, o ha unido dos cantares en uno solo.
Desde esas premisas, no es extraño que estas piezas no aparezcan firmadas por sus
autores, pues pocas veces son tales (salvo en los casos, que ya veremos, en los que
un autor culto se proponga imitar la lírica tradicional), sino que se han limitado a
reinventar o adaptar los poemas que se han venido repitiendo durante generaciones.
Esta misma naturaleza va a hacer que tampoco se difundan de forma inalterable, sino
que se modificarán y se recrearán todas las veces que se canten, pues prácticamente
nunca hubo un texto escrito al que permanecer fiel: en la mayoría de los casos, ni el
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autor debía saber escribir ni el cantante debía saber leer, pero el ser humano siempre
ha sabido cantar. Tampoco se van a difundir en los ambientes más selectos, sino que
están hechas, precisamente, para ser cantadas por todos: en la fiesta de la aldea, en
una romería, para acompasarse durante las labores del campo o de la casa o para
hacer más llevadero el camino. Esa es la lírica tradicional: la que se ha cantado y
repetido de generación en generación, la que ha acompañado siempre a los que no
han tenido acceso a la literatura escrita. Canciones como La cabra, Carrasclás o La
bamba serían un buen ejemplo contemporáneo de lírica tradicional: todo el mundo las
sabe y las ha cantado más de una vez, pero nunca se ha planteado quién las escribió,
cuál es el verdadero orden de sus estrofas ni cuál es su verdadera letra entre todas
las que se pueden cantar.
Hay que hacer, sin embargo, un par de precisiones. Por un lado, no estamos ante
obras anónimas; simplemente no importa su autor, porque cualquier persona que las
canta o las recita es ya un poco su autor. Tampoco hay que confundir la lírica
tradicional con la lírica popular. Si entendemos lírica popular en cuanto poesía que
nace y se transmite entre el pueblo, haremos bien en verlas conjuntamente; pero no si
la vemos simplemente como la poesía más conocida o difundida; una pieza puede
ser, en este sentido, muy popular, como las Coplas de Jorge Manrique o el villancico
Noche de Paz de Gruber, pero eso no significa que no tenga un autor conocido
(aunque quien la cante frecuentemente lo ignore) ni que no se haya creado
meticulosamente como una pieza literaria ajena a la tradición; e, igualmente, nos
podemos encontrar con que algunas piezas plenamente tradicionales no son nada
populares.
Por último, tampoco hay que confundir el adjetivo tradicional con ínfimo, indecente,
mal hecho o descuidado. Efectivamente, los moralistas de la Edad Media, e incluso
algunos escritores (como Juan de Mena o el Marqués de Santillana), despreciaron
este tipo de composiciones por su ínfima calidad literaria, pero no hay que olvidar que,
para los hombres cultos de esa época, la única lírica digna de atención era la culta.
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La poesía lírica nació para ser cantada, pero esto es mucho más cierto si lo aplicamos
a la lírica tradicional de la Edad Media. Como hemos dicho, es el tipo de
composiciones de que se echaba mano para celebrar los bailes de la aldea, los
recibimientos triunfales después de una campaña guerrera, las fiestas, los trabajos del
campo o la casa, las nanas o los juegos de los niños. Y, al transmitirse en una
sociedad no alfabetizada, eso solo podía pasar de unos a otros por vía oral. Ahí
radica el principal problema de la lírica tradicional. Sabemos que existía desde hace
miles de años, pero al no haberse conservado por escrito no tenemos testimonio de
ella. Realmente, nadie que supiera escribir (esto es, en principio, una persona culta y
de un círculo social elevado) se iba a molestar en recoger algo tan innoble y tan
plebeyo como los cantares de los labradores y villanos. Ni tan siquiera se
contemplaban dentro de la literatura (esto es, de la cultura escrita) de la época, por lo
que se podía prescindir completamente de ellos. Por eso, los testimonios que
conservamos son, en la mayoría de los casos, indirectos. Entre ellos destacan las
pocas poesías cultas que admitían algunas de las características de la poesía
tradicional, como las chansons de toile francesas, cantigas d’amigo gallegas,
winileodas germánicas...
Sin embargo, aunque no conserváramos ningún texto, son muchas las noticias de la
lírica tradicional que han llegado hasta nosotros por otras vías. Así, en los concilios
eclesiásticos desde el siglo IV son muy frecuentes las quejas de la Iglesia hacia los
puellarum cantica (‘cantos de jovencitas’), cantados en villas y aldeas, que incitaban al
amor y a la lascivia y que, por tanto, debían ser prohibidos; y también son frecuentes
las quejas por los escándalos que provocaban los cantos fúnebres (carmina diabolica,
quae ... super mortuos vulgus facere solet, ‘poemas diabólicos que ... la gente suele
hacer sobre los muertos’), cantados en los velatorios o entierros. Asimismo, las
crónicas nos hablan a menudo de estas canciones cantadas por jovencitas y de los
plantos por los héroes caídos, los cantos de los soldados o marineros, así como de
las que cantaba el pueblo en las grandes ceremonias o en los recibimientos triunfales.
Y no hay que olvidar, por último, que el teatro (especialmente el español del Siglo de
Oro), al retratar fielmente la vida de campesinos y villanos, echó mano de estas
cancioncillas en muchas ocasiones.
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2. LAS JARCHAS
Tradicionalmente se ha considerado que las jarchas (por comodidad, utilizaremos
este término, de uso común, frente a transcripciones más complejas como kharja,
harya o haraGa) son el primer testimonio conservado de la lírica tradicional
peninsular. Se trata de unos breves poemas de dos a cuatro versos (aunque a veces
pueden ser más) situados al final de una moaxaja (muwaŠŠaha, del árabe wiŠah,
‘cinturón adornado’), en los que una joven canta su amor o expone sus cuitas
amorosas a su madre, sus amigas o su amado. La voz femenina, los temas aludidos,
los personajes, son, como vemos, los típicos de la poesía tradicional europea.
Las moaxajas son una modalidad poética muy cultivada entre los autores cultos
hispano-árabes e hispano-hebreos de al-Andalus desde el siglo X para los
panegíricos o las composiciones amorosas. Más adelante, las moaxajas se
extendieron por todos los dominios del Islam. Están compuestas por varias estrofas
(de tres a siete) que incluyen de cinco a siete versos cada una. Los primeros versos
de cada estrofa (bayt oþuz) riman entre sí, mientras los últimos (qufl, o simt)
mantienen una rima idéntica para todo el poema (el último qufl, pues, llamado también
markaz, constituye la haraGa, que significa precisamente ‘salida’). De esta manera se
consigue un doble juego de rimas que proporciona unidad a la estrofa y al poema.
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Una moaxaja perfecta debía constar, además de sus estrofas, de un qufl inicial (matla‘
o gusn), a modo de preludio, y debía estar escrita en árabe clásico, salvo la jarcha,
que debía estar escrita en árabe vulgar. Eso, como decimos, era lo canónico, aunque
se conservan muchas moaxajas sin ese qufl inicial (llamadas aqra‘ ‘moaxaja calva’),
otras que reemplazan el árabe por el hebreo (clásico para casi toda la moaxaja y
vulgar para la jarcha), e incluso otras que están escritas enteramente en árabe vulgar,
llamadas zéjeles (del árabe zaGal, ‘ruido’).
(‘¡Tanto amar, tanto amar,/ amado, tanto amar!/ que enfermaron los ojos llorosos,/ ya
duelen mucho.’)
Entre esa fecha y los últimos años del siglo XIV encontramos muchas más
composiciones en este dialecto, cercano al castellano y con algunas palabras árabes
(como habib, ‘enamorado’; çidi, ‘señor’) que debían ser de uso común en una lengua
romance hablada en al-Andalus. Estos serían no solo los primeros versos castellanos,
sino también los primeros en una lengua románica vulgar, pues los que
tradicionalmente se habían visto siempre como primeros, los del trovador Guillermo
de Aquitania (1071-1127), son bastante posteriores. Hasta el descubrimiento de las
jarchas, el texto literario castellano más antiguo que se conocía era el Cantar de Mio
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Cid, cuyas dataciones más tempranas lo sitúan hacia 1150. Acababa de nacer un
siglo más para la literatura española, y de paso parecía que las opiniones
tradicionales, que veían el inicio de la literatura en los poetas cultos, se veían
contradecidos por unos textos que se presentaban arrancados, como veremos, de la
lírica tradicional.
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Ante todas estas características, parece razonable suponer que las jarchas que han
llegado hasta nosotros son poemas tradicionales, tomados libremente de la tradición
oral por los autores de las moaxajas o, cuando menos, imitaciones de los poemas
tradicionales que han realizado estos autores. En cualquiera de estos casos, directa o
indirectamente, las jarchas son testimonio de una poesía lírica en lengua vulgar
anterior a la poesía de los trovadores y que podemos identificar, en principio, con la
lírica tradicional.
Sin embargo, el propio corpus de las jarchas en dialecto mozárabe dista mucho de
estar tan diáfano como esperaríamos. En primer lugar, en un amplio número de textos
el porcentaje de arabismos es nulo o ínfimo, por lo que, efectivamente, podemos
suponer que nos hallamos ante una lengua románica más o menos influida por el
árabe. Pero en otros casos nos encontramos con que el porcentaje de arabismos
crece (la media de las jarchas mozárabes registra solo un 40% de palabras en esa
lengua) hasta encontrarnos ante jarchas que solo tienen en dialecto romance la
palabra mamma, que bien podía ser una voz adaptada sin más por el árabe vulgar de
al-Andalus. Eso ha llevado a muchos investigadores a cuestionarse seriamente la
romanidad de las jarchas, que totalmente o en parte bien podrían interpretarse
simplemente como escritas en árabe vulgar más o menos castellanizado.
A esta vacilante situación se une que, como es habitual, las transcripciones árabes y
hebreas se hicieron sin emplear las vocales; y además por copistas que no entendían
cabalmente lo que escribían. Por eso no es extraño que cada investigador haga una
transliteración diferente de una misma jarcha, suprimiendo, añadiendo, enmendando y
vocalizando como buenamente juzga necesario. Eso hace que cada jarcha tenga
varias interpretaciones, lo que desde luego no ayuda a verlas como un corpus
definido compuesto de poemas ya acabados, sino más bien como un indicio de lo que
debía ser en realidad, de algo a lo que estas reconstrucciones intentan aproximarse.
Es por eso por lo que el mundo y el significado de las jarchas es especialmente
peliagudo. Realmente, no podemos aceptarlas sin más como las primeras poesías en
lengua romance (aunque, muy probablemente, en algún caso sí pudiéramos
encontrarnos ante alguna de ellas), pero sí como una prueba fiable de que ya en el
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siglo X existía algún tipo de lírica románica con unas características bien definidas.
Estudiándolas, veremos que responden al arquetipo de la lírica tradicional.
También los interlocutores van a ser los tradicionales, pues la joven cantará sus
penas y sus alegrías a su madre, a sus hermanas o amigas o a su propio enamorado,
quien casi queda empequeñecido, desdibujado, al convertirse en un mero referente.
Otras veces será la madre, experta, quien entone la jarcha aconsejando a su hija
aquejada de mal de amores. El habib será el dueño de la amada, y no encontraremos
en él la sumisión de los enamorados corteses.
Pero no serán sus posibles orígenes, la voz femenina, los temas cantados, su amor
natural o los personajes aludidos los únicos que relacionarán las jarchas con la lírica
tradicional, sino que también su métrica responderá a sus usos. La inmensa mayoría
de las jarchas está compuesta por cuartetas en las que riman únicamente los versos
pares (-a-a); a la cuarteta hay que sumar, por este orden, el pareado y el trístico,
especialmente el monorrimo (aaa). Son, en fin, los mismos esquemas métricos que
encontraremos en cantigas de amigos, villancicos y otras manifestaciones europeas
de la lírica tradicional. Otras combinaciones de versos (quintillas, sextillas y octavas)
son de uso mucho menos frecuente. También el número de sílabas de cada verso
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Queda claro que es muy poco lo que podemos afirmar rotundamente sobre las
jarchas, salvo que son un eco (en mayor o menor grado) de una lírica parecida a la
tradicional romance que se conocía en al-Andalus antes de los textos líricos en lengua
vulgar. Con todo, son una muestra demasiado exigua y problemática como para que
nos hagamos una idea cabal de cómo debía ser en realidad. Así, no es extraño que
entre todos los poemas no encontremos más que un caso de paralelismo, cuando
sabemos que fue uno de los recursos favoritos de la poesía tradicional. En cualquier
caso, y tomemos la decisión que tomemos sobre ellas, siempre deberemos tener en
cuenta las escépticas conclusiones de quienes niegan casi por completo todos sus
elementos romances y tradicionales (Corriente 1997).
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Así, en las cantigas de amigo del rey don Denis, Nuno Fernandez Torneol, Johan
Zorro, Martin Codax o Pero Meogo (por citar solo algunos de sus principales
cultivadores, datables todos entre la segunda mitad del siglo XIII y el primer cuarto del
XIV), aparecen las mismas características de estilo, los mismos personajes y las
mismas situaciones que vamos a encontrar en las jarchas y los villancicos.
Efectivamente, todos estos poemas están puestos en boca de una doncella que se
alegra o se entristece ante el encuentro o la ausencia de su enamorado (aquí, amigo),
que se dirige a su madre o a sus amigas, que canta en la alborada, a la orilla de un río
o camino de una romería, que se alegra por la llegada de la primavera y el amor o se
desespera porque su enamorado debe partir a la guerra. Además, se suele utilizar
una simbología de tipo naturalista y de hondas raíces tradicionales (el cabello suelto
de las doncellas, los árboles en flor, la fuerza masculina del ciervo, las corrientes de
agua, el lavar la camisa del amigo). Todos estos elementos, con sus características
bien definidas, son ajenos a la escuela lírica provenzal, por lo que parece razonable
buscarles un origen autóctono relacionado con los personajes, los temas y los
símbolos de la poesía tradicional peninsular. Unido a estos detalles naturalistas, es
importante resaltar el carácter eminentemente rural de estas cantigas, pues se suelen
situar junto a las fuentes de la montaña, en las playas o en el corazón del bosque,
frente al carácter claramente urbano de las jarchas, que continuamente se referían a
las ciudades y las casas. Cabe decir que, además de que las sociedades de al-
Andalus y de los reinos cristianos eran muy distintas, lo que ya explicaría esas
diferencias, los poetas andalusíes sólo debían escuchar las composiciones que
debían correr por las ciudades, por lo que no es extraño que su imaginería se redujera
a estas.
Como hemos dicho antes, las cantigas de amigo tienen una estructura muy sencilla.
Suelen constar de unas pocas estrofas (normalmente, de dos a seis), compuestas
cada una de ellas por dos o tres versos con rima asonante o consonante seguidos de
uno o dos más que, como estribillo, se repiten al final de todas las estrofas. En vez de
esos pareados o trísticos monorrimos seguidos de un estribillo, algunas presentan
una estructura más elaborada (una cuarteta en vez de los dos o tres versos en rima;
un doble estribillo, con la primera parte intercalada entre los versos iniciales) pero que
no es más que una pequeña variación de la primera. Veamos un ejemplo de Pero
Garcia Burgalês:
Ay madre! ben vus digo:
mentiu mh o meu amigo,
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(Brea, 1996:688)
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Esta estructura sencilla y estos recursos mínimos encajan a la perfección con los
personajes de la lírica tradicional (la doncella, la madre, el enamorado) y con los
sentimientos arrebatados de dolor y alegría que muestran estos poemas (la partida o
el encuentro de los amantes, la alegría de vivir en primavera), acentuados por las
situaciones tópicas en que suelen aparecer (lavando en el río, yendo de romería,
quejándose a los árboles del bosque). Las cantigas de amigo, con todas estas
características, se podrían subdividir en diferentes categorías que responderían a las
diferentes manifestaciones de la lírica tradicional: cantigas de romería (en las que
aparece la alegría del próximo encuentro con el enamorado), barcarolas (cantos de
amor junto al mar), bailadas (piezas para que las jóvenes bailen en primavera), albas
(la separación de los amantes al salir el sol) y alboradas (el encuentro de estos
mismos al amanecer), etc. Afortunadamente, algunas composiciones de don Denis de
Portugal y de Martin Codax han llegado hasta nuestros días con la notación musical
con que se cantaban. En la mayoría de los casos, nos encontramos ante
composiciones que, aparentemente, se ejecutaban al son de una melodía bailable, lo
que encaja también con las características de la lírica tradicional europea. Sin
embargo, debe subrayarse que, a pesar de todas estas características, las cantigas
de amigo no son lírica tradicional. Son lírica culta que imita a la lírica tradicional que
se debía cantar en la Península por esos años, y de la que toma diferentes elementos
(voces, personajes, estructuras, recursos) que nos permiten reconocerla a pesar de la
reelaboración de los mismos que realizaron los poetas cortesanos.
4. LOS VILLANCICOS.
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pueblo en general. Este es el nombre que se les dio cuando se empezaron a poner
por escrito (antes ni tan siquiera lo tenían: eran simplemente «cantares» o
«canciones» sin más), y el que pervivió hasta que a finales del siglo XVII empezó a
restringirse su significado a las cancioncillas de Navidad.
Cantan de Roldán,
cantan de Olivero,
e non de Çorraquín,
que fue buen caballero.
Cantan de Olivero,
cantan de Roldán,
e non de Çorraquín,
que fue buen barragán.
(Rico, 1975)
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En Cañatañazor
perdió Almançor
ell atamor.
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Lo que más llama la atención es que un villancico rara vez se recoge de forma
idéntica en dos testimonios. Aquí aparece con un verso menos, allí con una estrofa
más y más allá con las palabras modernizadas. Pero, a pesar de todos los cambios,
se advierte que es siempre el mismo villancico. Y es que la transmisión de la lírica
tradicional está viva: es activa. Al no tener necesariamente un texto que seguir (no
olvidemos que se trata de una sociedad compuesta, en su mayoría, por analfabetos),
y tratarse de canciones que pasaban de generación en generación, cada cantante (o,
mejor, cada grupo en que se cantara) era libre de alterarlas como le venía en gana:
podía ampliarlas o acortarlas, modernizarlas para que todos las entendieran o
arcaizarlas para darles una apariencia más antigua, o incluso podía alterar la letra,
fuera porque no la recordaba con exactitud o porque deseaba aplicarla a
acontecimientos de su círculo. Exactamente lo mismo que se hace hoy día con las
canciones tradicionales, que varían de pueblo en pueblo o de valle en valle. Estas
composiciones están constituidas, por lo general, por un reducido número de versos,
rara vez más de cuatro. La rima suele ser asonante, aunque también hay ejemplos de
rima consonante. Son muy frecuentes los dísticos (con rima o no), los trísticos
(rimando, por lo general, los tres o los dos últimos) y las cuartetas (sobre todo con
rima en los versos pares). Y es importante recordar que todas estas formas, con esas
combinaciones de rimas, las encontrábamos ya en las jarchas y en algunas cantigas
de amigo. El número de sílabas por verso es muy variado, aunque predominan los de
cinco, seis o siete. Sin embargo, los versos de cada composición no siempre son
iguales: por un lado, dependiendo de la melodía con que se cantaran, se podían
combinar versos de diferentes medidas; pero aun así, el hecho de que los versos se
cantaran permitía que se jugara con la voz para alargarlos o acortarlos,
acomodándolos a la música.
Los personajes y los temas son los habituales en la lírica tradicional. Una joven
expresa sus cualidades loando sus ojos o sus cabellos, su color de piel o su
hermosura; otras veces, canta sus cuitas amorosas: sus encuentros gozosos o no, su
desesperación ante la ausencia del amado o ante la vigilancia de la madre, o su
alegría al ir a lavar al río, en peregrinación a una romería o a bailar en primavera,
porque ahí se encontrará con su amor, sus cuitas al despedirlo por la noche o la
mañana o su alegría al reencontrarse. También es frecuente la canción de la niña que
no desea ser monja y la de la casada insatisfecha. Para todo eso, por supuesto, la
protagonista echará mano de símbolos de la naturaleza, como los árboles, los
animales del bosque o las aves del cielo. Y, por supuesto, no faltarán los cantos de
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boda. Son, en fin, los mismos temas, motivos y personajes que podemos encontrar en
toda la lírica tradicional occidental.
Lo más habitual, sin embargo, es que los poetas cultos se limitaran a glosar los
villancicos tradicionales. Las glosas eran unos breves poemas que desarrollaban
algunos temas del villancico, retomando sus argumentos o continuándolos. Al final de
cada estrofa de la glosa se solía repetir el villancico, o cuando menos sus últimos
versos, que actuaban como estribillo de la composición. Había glosas que
acompañaban a los poemas desde su nacimiento, que provenían también del tronco
de la lírica tradicional (de manera que era muy frecuente que, al copiar el villancico, se
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copiara también la glosa: eran un conjunto indivisible), y glosas más artificiosas que
suponían, claramente, una reelaboración culta del villancico. Las primeras se
remontan a la época en que los villancicos se bailaban: el solista, en el centro del
corro, recitaba el villancico y su glosa, y al acabar cada estrofa los danzantes
respondían con el villancico inicial, como estribillo. Las glosas cultas, en cambio,
parece que fueron concebidas más bien como un desafío ingenioso: un juego poético
en que los autores se esforzaron por crear un poema nuevo partiendo de un material
preexistente. Sin embargo, no tenemos una regla exacta que nos delimite la
tradicionalidad o no de las glosas. Por regla general, se admite que mientras más
difícil es separar tajantemente el villancico de la glosa, más posibilidades tiene esta de
ser tradicional; por el contrario, si observamos una gran discrepancia entre los
mismos, podemos suponer que se trata de una glosa culta. Sin embargo, no es una
regla infalible.
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Es frecuente que la glosa se adorne con los recursos estilísticos más habituales de la
lírica tradicional. A veces es con el paralelismo, como en este caso, de rima asonante
y carente de verso de vuelta por repetirse dos versos de la cabeza como estribillo:
Y la mi cinta dorada,
¿por qué me la tomó
quien no me la dio?
La mi cinta de oro fino,
diómela mi lindo amigo;
tomómela mi marido.
¿Por qué me la tomó
quien no me la dio?
La mi cinta de oro claro,
diómela mi lindo amado;
tomómela mi velado.
¿Por qué me la tomó
quien no me la dio?
Otras veces, en cambio, la glosa se adorna con el leixa-prén que habíamos visto en
las cantigas de amigo. En este caso la rima también es asonante y solo hay dos
versos de mudanza, sin vuelta: Al alba venid, buen amigo,
al alba venid.
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(Frenk, 1987:206-207)
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Y, por supuesto, la estrofa utilizada para la mudanza podía albergar los mismos
recursos que en el caso anterior. He aquí el uso del paralelismo en una glosa sin
vuelta, y para un caso en que, además, el villancico se entrecruza con el refrán, como
era muy frecuente:
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Malo es de guardar.
Viñadero malo
renda me demanda;
dile yo un cordone,
dile yo una banda.
Malo es de guardar.
Al contemplar los villancicos con sus glosas, aparece una gran diferencia con las
cantigas de amigo. En estas, el estribillo es una especie de añadido en el poema, su
parte menos importante. Lo que en principio parece más relevante en una cantiga de
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Sin embargo, resulta evidente que la glosa tradicional no fue la única manera que
existió de cantar un villancico. En otras ocasiones, singularmente cuando no había
una persona dirigiendo el canto o el baile, cualquier persona o cada uno de los
miembros del grupo podía ir recitando un villancico tras otro siempre que se fuera
amoldando a una melodía. A veces, además, tras cada cancioncilla, se podía incluir
otra que se repetía como un estribillo. Esa es una práctica todavía frecuente en las
fiestas populares y en las ceremonias tradicionales de los judíos sefardíes. Incluso, en
algunos de los primeros manuscritos, también se escribió una sola melodía para que
se recitaran uno tras otro varios villancicos. Este sistema sería especialmente
adecuado para el recitado de los cantares paralelísticos, y posiblemente se remonte a
un estadio bastante anterior al uso de las glosas en la lírica tradicional. Y no hay que
olvidar que este sistema se podría combinar sin dificultad con el del canto glosado.
Y aún habría que añadir un último tipo de recitado para los villancicos: el que por
medio del canto se limita a repetir versos enteros o partes del verso, de manera que
una composición de dos o tres versos, repetidos en su totalidad o en parte, se
convierte en una pieza de ocho o nueve, que se puede cantar como una estrofa
independiente (volviendo así a alguno de los usos anteriores para proseguir con la
canción o el baile). Al tratarse de un sistema ligado también a la comparación con el
folclore actual, no tenemos ejemplos seguros de su uso con los villancicos recogidos
durante el Siglo de Oro ni menos de los cantados en la Edad Media, pero podemos
poner uno de la tradición castellana actual, en que el trístico
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Con lo dicho hasta aquí, queda suficientemente demostrado que es muy, muy poco lo
que podemos decir con seguridad sobre la lírica tradicional de la Edad Media.
Sabemos que existió pero, salvo unos pocos casos aislados, no podemos ofrecer un
amplio listado de cantarcillos de esa época, y eso sin olvidar que, solo con la letra,
perdemos parte de su propio ser, como eran también la música o, en ocasiones, el
baile con que se cantaban. Sin embargo, nos podemos hacer una idea muy
aproximada de cómo fueron gracias a los tres tipos de poemas que, en mayor o
menor medida, derivan de ella: las jarchas, las cantigas de amigo y los villancicos
recogidos desde el siglo XV y durante todo el Siglo de Oro. Es indudable que durante
la Edad Media la gente conoció, cantó y bailó este tipo de composiciones, pero
cualquiera de los datos que extraigamos de esos poemas está mediatizado, en mayor
o menor medida, por las copias de letra, música y glosa (o cualquier otro modo de
recitado) que nos legaron quienes los recogieron por primera vez. Tenemos, en fin,
pocas piezas, y no siempre fiables, para reconstruir ese rompecabezas que llamamos
lírica tradicional castellana de la Edad Media, pero son las únicas que tenemos.
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