Mi Definicion Perfecta - Lorena Perez Nolasco

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Mi definición perfecta

Lorena Pérez Nolasco


Título: Mi definición perfecta
© Lorena Pérez Nolasco, 2019
Portada: Elisabet Arranz
Maquetación: Lorena Pérez Nolasco
Obra registrada
Todos los derechos reservados

Queda prohibida, salvo excepción prevista por la Ley, cualquier forma de reproducción,
distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la
autorización de los titulares de su propiedad intelectual.
A mis dos ángeles
Índice

INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8 (Milo)
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11 (Milo)
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15 (Milo)
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19 (Milo)
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22 (Milo)
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25 (Diego)
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30 (Milo)
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
CAPÍTULO 34 (Milo)
CAPÍTULO 35
CAPÍTULO 36
CAPÍTULO 37
CAPÍTULO 38
CAPÍTULO 39
CAPÍTULO 40
CAPÍTULO 41
CAPÍTULO 42
CAPÍTULO 43
CAPÍTULO 44 (Milo)
CAPÍTULO 45
CAPÍTULO 46
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
OTRAS OBRAS DE MI AUTORÍA
INTRODUCCIÓN

La tentación de saltar por la ventana, hoy está tomando un cariz demasiado


importante. No hablo de suicidarme, claro que no; sino de escapar, huir de
algo que me hace cada vez más daño, que me quema, que me aplasta, que
nubla cualquier pensamiento racional que tenga el atrevimiento de cruzar por
mi mente cuando le tengo delante.
Siento que soy adicta a este momento. Una vez consumidas las ganas, viene
el arrepentimiento, los <<¿qué he hecho?>>, <<he vuelto a caer>>, <<estar
con él me hace débil, ¿por qué sigo con esto?>>. Y, sinceramente, no lo sé. Al
principio era un maremágnum de sensaciones, todas buenas y maravillosas,
porque se centraban en lo que me hacía sentir de cintura para abajo. Fin. No
había más. Pero pronto esa sensación subió de nivel y se instaló en mi
estómago, se reprodujo y dio lugar a las típicas mariposas que todo el que está
enamorado, dice sentir. Pero lo mío no eran mariposas, sino abejas; sería la
única forma de entender esas punzadas lacerantes que sentía cuando, tras una
caricia y una palabra de cariño, había días de desentendimiento total en los
que parecía haberse olvidado de mí. Pero volvía, él siempre vuelve, como el
malo en una película de miedo. Mi propio filme de terror. Y, para qué negarlo,
siempre me dejo atrapar. Porque yo también vuelvo, como una yonqui
necesitada de una penúltima dosis.
No quiero ser débil. Quiero dejar de sentir que sin él me muero. Necesito
dejar de sentir esa presión en el pecho que hace que respirar se convierta en
un deporte olímpico. Tengo que dejar atrás a esta versión de mí misma que se
ha hecho adicta a todo lo que su cuerpo me ofrece y lo poco que su corazón me
muestra.
—¿Quieres que vayamos a comer algo? —Diego habla, haciendo que
vuelva del nido de avispas en el que se convierte mi cabeza en su presencia.
Niego con la cabeza mientras me abrocho el jersey―. No hemos comido nada,
debes de tener hambre.
Un “no” se escapa de mis labios, en un murmullo ante su insistencia.
—Zenda ¿estás bien?
Le miro, pero no logro articular palabra. ¿Estoy bien? ¿Lo estoy? Consulto
la hora en mi reloj de pulsera, es pronto, pero necesito salir de aquí.
—Se me ha hecho un poco tarde, solo eso.
—Puedo preparar algo aquí y comer juntos —insiste— ¿Por qué tienes
tanta prisa? No trabajas hasta el lunes.
Siento que me ahogo, cada vez me cuesta más respirar. Tengo que alejarme
de su tóxica proximidad.
—He de irme.
Camino los cinco pasos que me separan de la puerta y agarro el pomo.
Antes de que pueda abrir, me agarra del codo. Siento que me arde justo donde
sus dedos hacen una leve presión.
—Solo contéstame a algo: tú y yo, ¿estamos bien?
Intento llenar mis pulmones con el poco aire que puedo aspirar y me giro
hacia él al mismo tiempo que abro la puerta. Quiero decirle que no, que no
estamos bien, que esto nunca va a estar bien, que yo necesito más, mucho más;
que se me están evaporando las ganas, que necesito dejar atrás todo aquello
que no le aporte nada positivo a mi vida, que estoy cansada de que lo único
que saque de él, sean los pequeños pedazos de afecto que quiera aportarme
muy de vez en cuando. Que lo quiero todo o nada. Pero en lugar de eso le
dedico una sonrisa tan forzada que hasta él debe de notarlo, un leve
asentimiento de cabeza al que corresponde de igual forma, y salgo de allí casi
a la carrera.
Cuando estoy lo bastante lejos, donde él no puede verme desde su ventana,
me paro en seco y respiro hondo. Esta vez mis pulmones se llenan por
completo de un aire que reconozco como menos denso y más limpio. Miró
hacia atrás, necesito comprobar que Diego no me ha seguido; no lo ha hecho,
me relajo. No sé por qué sigo viniendo. Estar cerca de él me destroza. Pero da
igual cuanto me resista, al final todos los caminos me llevan a él. Tengo que
encauzar mi vida y eso implica alejarme de Diego para siempre.
CAPÍTULO 1

Esa misma noche…


—Hoy he estado con él —comento con la vista fija en el techo.
Milo gira la cabeza hacia mí, yo hago lo mismo. Su expresión denota que
no le sorprende en absoluto. ¿Por qué va a hacerlo? Me conoce.
—No sé por qué sigues con esa tortura, no te hace bien.
Suspiro y vuelvo la vista al techo. Tiene razón, siempre la tiene. Milo me
conoce mejor que nadie. Es mi amigo, mi mejor amigo. La persona con la que
siento que no tengo que esconderme, con quien sé que puedo ser yo al
doscientos por cien. Milo me escucha y aunque muchas veces no me entienda,
no me juzga, esa es una de las tantas cosas que me gustan de él. Y son muchas.
Milo es ese amigo que si te ve mal te abraza en silencio, y ya no hace falta
más. Su sola presencia te reconforta. Milo te habla con la mirada y no tiene
miedo a expresar cuando alguien le importa. Yo le importo y siempre me lo
hace saber. Nos queremos de una forma única porque ambos sabemos lo que
somos y aunque, a día de hoy, nos hallemos metidos en un lío que nosotros
mismos propiciamos con nuestros actos, no cambiaría ni un segundo de cada
momento que he vivido a su lado, ni de los que quiero seguir viviendo.
Una lágrima rueda por mi mejilla. No me gusta llorar y menos que me vean
hacerlo, pero como ya he dicho, con Milo no tengo que esconderme.
—Te mereces a alguien mejor —dice, mientras con el índice recoge una
nueva lágrima a punto de derramarse.
—Alguien como tú. —Sonrío amargamente.
—Sí, alguien como yo.
—Oh vamos, Milo. —me quejo— ¿Y qué vamos a hacer? ¿Vivir toda
nuestra vida este paripé? Reconoce que se nos ha ido de las manos.
—Sí, un poco. —Sonríe.
—¿Solo un poco? —inquiero moviendo mi mano izquierda—. Vivimos
juntos y…
—Compartimos piso —rebate, interrumpiéndome y obviando mi gesto.
—¿Qué vamos a hacer? —me lamento.
—A esta hora, dormir. Es tarde —alega, dándome un golpecito en la nariz
con el índice.
Asiento y me giro hacia él. Me abraza y yo me siento reconfortada. Milo
sabe cómo hacerme sentir segura sin empequeñecerme. Cuando su abrazo
protector cesa, me aparto, me arrebujo entre las mantas y cierro los ojos.
—¿Qué haces? —pregunta, al ver que no me levanto de su cama.
—Dormir —contesto, aguantándome la risa.
—Venga ya, ¿no querrás que me vaya de mi cama?
—No —repongo—. Además, yo sé que eres un caballero, estoy convencida
de que me respetarás.—Entreabro los ojos para ver su reacción.
Milo niega con la cabeza, divertido y me da la espalda. Y yo, con una
sonrisa en los labios, consigo dormirme.

Son las nueve y media de la mañana cuando abro los ojos. Estoy sola en la
cama, en la de Milo. Él no está a mi lado, pero ha tenido a bien no levantar la
persiana para que no entrara luz. Si es que es un amor. ¿Por qué no puedo tener
una relación con él? Una relación real, como la que quería con Diego. Hablar
de mis sentimientos por él en pasado es el primer paso.
Me levanto, pero se me ha dormido un pie y a punto estoy de irme de boca
contra el suelo, sin embargo acabo haciendo un aterrizaje de emergencia
rodando por el suelo. No me mato de milagro. Si es que soy como una
especialista de cine en paro. Debería irme a probar suerte a Hollywood, mi
talento aquí está desaprovechado.
Milo aparece en el cuarto con la cara desencajada al escuchar el golpe y
cuando me ve en el suelo, estalla en carcajadas. Le enseño el dedo corazón en
respuesta. El muy capullo está hasta llorando de la risa. Es cierto eso que
dicen de que la confianza da asco.
No puedo levantarme, aún me hormiguea el pie y odio esa sensación así
que continúo tumbada en el suelo.
—Zenda, recuerda lo que te he enseñado, para caminar primero un pie y
luego el otro. —Se acerca a mí para ayudarme.
—Se me ha dormido un pie, tonto del culo.
Me ayuda a llegar a la cocina y cuando me siento en un taburete, me da
friegas en el pie. Poco a poco, comienzo a poder mover los dedos sin sentir
ese molesto cosquilleo.
—¿Te has hecho daño? —pregunta.
—No —contesto negando con la cabeza―. Pero si hubieras puesto una
cantidad ingente de pan rallado en el suelo, ahora tendrías una croqueta de
Zenda.
―Vaya, con lo que me gustan las croquetas y con lo que me encantas tú...
no volveré a cometer ese error nunca más. Pero luego no te quejes si te como.
Se relame los labios y levanta las cejas y yo pongo los ojos en blanco. En
serio, si no parecemos una pareja normal, no sé entonces lo que parecemos.
Cuando puedo levantarme sin temor a romperme los dientes contra la
encimera, me sirvo una taza de café. Vuelvo a la barra y me siento en un
taburete a su lado. Echo una cucharada y media de azúcar y comienzo a darle
vueltas con una cucharilla. Noto como Milo sonríe quedamente.
—¿Por qué sonríes?
—Me estaba acordando de la cena en casa de mis padres de hace dos
semanas.
—Ya —digo y contemplo el anillo de compromiso que adorna mi mano
izquierda— me siento como Frodo.
—¿A punto de sucumbir al poder del anillo? —pregunta mirándome y
arqueando las cejas.
—Soportando una carga demasiado pesada.
―Sí, se nos fue mucho la olla. Demasiadas copas.
―Sí, el maldito alcohol fue el que hizo que te pareciera una idea
maravillosa aceptar el anillo con el que se casó tu madre para que me lo
dieras a mí.
―Sí, y haciendo alarde de mis habilidades como ventrílocuo dije: "Oh
madre mía, Milo. Sí, quiero" ―alega poniendo una voz demasiado aguda
como si estuviera imitándome.
Intento hacer un mohín, pero acabo riendo porque su imitación ha sido de lo
más graciosa, aunque nada parecida a mí, que tengo voz de camionero recién
levantado. Bueno, a lo mejor estoy exagerando un poco, pero mi voz no es tan
aguda, leches.
—Ahora en serio. Siento todo esto, Zenda —dice, pero no me mira a los
ojos al hacerlo.
—No te disculpes, yo podría haberte dicho que no, romperte el corazón
delante de tus padres y tus hermanos y salir de allí como la gran reina del
drama que soy cantando a pleno pulmón, Sobreviviré de Mónica Naranjo.
Milo ríe a carcajadas, y eso que me conoce y sabe la tendencia que tengo a
recrear escenas absurdas en mi cabeza.
―Ay, Zenda. Qué haría yo sin ti y sin esas historias tan estrambóticas que
me regalas.
―Pues sufrir el síndrome de abstinencia. Soy adictiva, como esa canción
de reggaetón que tanto odias. ―Le guiño un ojo.
―Y que me obligaste a bailar el sábado pasado en aquel garito.
―No fue cosa mía, el anillo me obligó a hacerlo.
Nos reímos y doy un sorbo a mi café, mientras pienso en todo lo que ha
acontecido después de aquella cena en la que perdimos la poca cordura que
nos quedaba. ¿Se supone que vamos a casarnos? Porque no me cabe duda de
que su madre ya está buscando iglesia. Menuda es ella. Menos mal que a mis
padres no les hemos hecho partícipes de esta locura. Lucía, la madre de Milo,
está que arde en deseos de poder hablar con la que ella cree su consuegra, de
nuestros planes de boda. Pero le he dicho que prefiero esperar a que mi
hermana tenga el bebé para dar la noticia y así no desviar la atención de su
barriguita. Una mentira tan grande como la catedral que seguro, ella estará
buscando para mi boda de mentira con su hijo.
―Tenemos que confesar, Milo. O todo esto terminará por estallarnos en la
cara.
―¿Quieres decirle a mi madre que te he dado su anillo de compromiso
como parte de una broma que ni nosotros entendemos? ¿Es que quieres morir
joven? Porque mi madre nos mata.
―Tu madre no mataría ni a una mosca. En todo caso, hablaría con la mía
para que se encargara de hacer el trabajo sucio. Tiene más pinta de sicario y
asesino en serie.
―Eso es cierto. En cualquier caso, si confesamos, acabaríamos criando
malvas.
No es cierto que mi madre nos mataría, pero no nos libraríamos de una
buena bronca. Y tendríamos que aceptarla, porque estas decisiones de
adolescentes tardíos nos están llevando de cabeza a una calle sin salida. Las
mentiras tienen un límite y nosotros lo hemos sobrepasado hace tiempo.
Doy un respingo cuando noto como Milo me acaricia la mejilla con el
dorso de la mano.
—¿Qué piensas?
No me sorprende la pregunta, Milo es así. El perfecto novio en público y el
amigo más atento en la intimidad. Le miro de reojo. Es guapo. Siempre lo ha
sido.
—En tu barba —le digo una verdad a medias.
Se pasa la mano por ella, hace unas dos semanas que ha decidido no
afeitarse y la lleva más larga que nunca, pero muy bien recortada y cuidada.
—He pensado dejármela así un tiempo, ¿no te gusta?
—Te queda muy bien —respondo, asintiendo— pero, ¿no te pica la cara?
—No mucho, puedo acostumbrarme.
<<Yo también>>, pienso para mis adentros sin pararme siquiera a
especular el porqué. Y es que todo le queda bien a este pedazo de guapo. No
sé si es porque me he acostumbrado a tenerlo cerca, o bien Diego a anulado mi
capacidad de sentirme atraída por otro hombre que no sea él, pero hace tiempo
que no pienso en Milo como un hombre por el que pueda sentir algo más que
un sentimiento de amistad, aunque mentiría si dijera que no he tenido algún
sueño totalmente inadecuado en dos amigos.
―Ya encontraremos el momento de decirlo ―habla Milo volviendo al
tema de nosotros― igual algún día no hace falta.
Sé que bromea, pero no le llevo la contraría porque me encantaría que eso
pudiera ser. Poder besarle delante de la gente o simplemente poder hacerlo de
verdad por primera vez. Porque cuando le conocí me pareció extremadamente
guapo, solo que la situación no se dio. Ni después. Luego apareció Diego en
mi vida, y si había alguna posibilidad de que pasase algo entre Milo y yo, se
desvaneció con su presencia.
Le miro, pero aparto los ojos de los suyos, de pronto su mirada me
incomoda. Pero vuelvo a mirarle para comprobar que él aún lo hace.
—Mi vida es un caos —le digo.
—No lo es —musita—, pero no puedes seguir maltratando tu corazón de la
manera en que lo haces.
—¿A qué te refieres?
—Sabes muy bien a qué me refiero.
Asiento, suspiro y cierro los ojos.
—Son muchas cosas las que hay que solucionar.
—No, solo una. —Abro los ojos y le miro—. Y solo la puedes solucionar
tú.
―Lo sé.
Pone su cara a la altura de la mía y me sujeta la barbilla con dos dedos, de
forma delicada.
—Tienes que abrir los ojos, Zenda —susurra con su mirada clavada en la
mía—. Y quererte, que no te quieres una mierda. Ese es el primer paso.
Trago saliva. Él me sonríe, se levanta y sale de la cocina dejándome
sentada, sola y con cara de tonta. ¿Qué le digo si siempre tiene razón?
CAPÍTULO 2

Me tomo lo que queda de mi café de un sorbo y me voy al cuarto de baño a


darme una ducha. Cuando salgo me encuentro con Milo que sale de su
habitación poniéndose una camiseta. Me quedo parada, observando el
movimiento de sus hombros al pasar los brazos por la prenda mientras
atraviesa el pasillo, y cuando consigo reaccionar, segundos después, continúo
el recorrido hasta mi habitación. Una vez allí, me reprendo mentalmente:
“¿Pero qué haces, Zenda? ¿Por qué le miras de ese modo? Es Milo”.
Termino de arreglarme y salgo. Me lo encuentro en el salón, echado en el
sillón, trasteando con su móvil. Cuando me ve aparecer se levanta y en cuanto
llego a su altura, me pasa un brazo por los hombros, me atrae hacia él y
deposita un beso en mi frente.
—Vamos.
Ese gesto vuelve a dejarme fuera de juego; no porque no esté familiarizada
con él, Milo es el rey de los abrazos, pero tras la extraña conversación de
hace un rato, siento que algo ha cambiado. O soy yo que estoy confundiéndolo
todo, que también puede ser.
Una vez en la calle, caminamos hacia donde había aparcado su coche el día
anterior. El mío está estacionado en un sitio privilegiado teniendo en cuenta la
zona en la que vivimos, demasiados coches para tan pocas plazas en nuestra
calle, así que decidimos no moverlo. Montamos en el coche, nos abrochamos
los cinturones de seguridad y ponemos rumbo a la galería donde está teniendo
lugar la exposición de un fotógrafo amigo suyo. Cuando llegamos, hay
alrededor de una treintena de personas dentro de una sala donde se anuncia la
exposición de André Dueñas.
—¿Y qué clase de reportajes hace tu amigo? No me lo has dicho.
—Como fotógrafo, André hace todo tipo de trabajos, aunque esta es su
primera exposición —explica— donde promociona otra de sus aficiones. Te
va a gustar.
Milo me comenta que la inauguración ha sido el día anterior y que las fotos
estarán expuestas todo el fin de semana. Centro mi atención en las fotografías
que adornan las paredes de aquella sala semi circular.
—Vaya. —Sonrío mirando a Milo mientras asiento con la cabeza.
La exposición consta de veinticuatro fotografías a color, en la que gente de
a pie, muestra partes de su cuerpo con grandes obras de arte plasmadas con
tinta en su piel.
—Son algunos de sus trabajos. —comenta Milo.
—Son maravillosos —digo y acercándome a una de las fotos, sonrío y le
miro. Le reconozco aunque no se le ve la cara—. Este eres tú.
—Sí —dice y se muerde el labio inferior.
La foto en cuestión muestra a Milo mirando hacia el lado contrario al
objetivo. Tiene el brazo alzado y los dedos se internan en su cabello, que no lo
lleva ni largo ni corto. En su antebrazo luce el tatuaje de dos plumas enlazadas
con una cinta blanca y fina. Uno de los tantos que tiene y que, personalmente,
me encanta.
—No están retocadas —apunto.
—No, André no quería que se perdiera la esencia del dibujo en la piel. —
Me abraza desde atrás y apoya la barbilla en mi cabeza. Yo respiro hondo—.
Él quería realidad, ya sabes, lo que nos hace perfectos a ojos de los demás son
nuestras propias imperfecciones.
—Imperfecciones... tú no tienes de eso.
—Claro que sí. Todos tenemos, y eso nos hace únicos. —Me aprieta entre
sus brazos y me besa el pelo—. Deberíamos tatuarnos algo juntos.
—¿Cómo qué?
—¿Recuerdas la canción que sonaba cuando nos conocimos?
¿Qué si la recuerdo? El cuándo y el cómo nos conocimos es una de mis
partes favoritas. Y pensar que estuve a punto de no salir aquella noche. Cuánto
bueno me habría perdido. Milo no formaría parte de mi vida, no sabría lo que
es tener al lado a alguien que comparta mi mismo nivel de desorden mental,
porque si algo tengo claro, es que hay que estar muy poco cuerdo para hacer
todas las locuras que cometemos juntos.
Y la canción... esa canción significa tanto para nosotros. Y lo hace porque
es la que sonaba en el momento justo en el que coincidimos miradas. Todo
cambió en ese instante. Que el local estuviera hasta la bandera y casi no nos
pudiéramos mover, dejó de importarme, porque él formaba parte de esa
multitud.
Milo y yo conectamos al instante y creo que nunca me he sentido más joven
que en ese momento, aunque solo lleve veintisiete inviernos a mis espaldas y
Milo siete más. Desde aquella noche, esas dos palabras adquirieron un
significado especial entre nosotros, pues por mucho que pasaran los años,
teniéndonos el uno al otro, permaneceríamos siempre jóvenes.
—Forever Young —digo sonriendo, comprendiendo lo que quería decir—.
¿Quieres tatuarte el título de una canción?
—Quiero llevar en mi piel algo que te represente, algo que tenga que ver
con nosotros y que solo nosotros entendamos. Y no es una canción cualquiera,
es nuestra.
Cierro los ojos, me muerdo los labios y asiento.
—De acuerdo. —Al decirlo me separo de él para mirarle a los ojos—.
Hagámoslo.
A las siete llegamos a casa de André. Tiene un pequeño estudio en su piso y
ahí es donde da rienda suelta a su creatividad, con las pieles dispuestas a
ponerse en sus manos, que no son pocas. El tío es bueno, muy bueno. Nos
llevó varias horas antes, decidir qué lugar de nuestro cuerpo sería el indicado
para plasmar aquellas palabras que tanto significaban para nosotros. Milo
quería que fuese en un lugar donde lo viéramos siempre y, aunque al principio
quería que fuera visible a cualquiera, accedió a mi petición de que fuera
pequeño. Finalmente, el lugar escogido fue el dedo índice de la mano
izquierda. Y ahí estaba yo, a punto de tatuarme y deseando ver el resultado.
Porque no era un tatuaje más, era nuestro, algo de nosotros para nosotros.
La máquina emite un zumbido y absorbiendo tinta con ella, comienza a
marcar mi piel. A diferencia de lo que pensaba no duele demasiado. Milo me
observa mientras las letras comienzan a dibujarse.
—¿Y cuánto lleváis juntos? —pregunta André sin dirigirse a ninguno en
particular, mientras hace su trabajo.
Milo y yo nos miramos.
—Casi diez meses —contesta él de inmediato.
—Guau ¿y ya estáis pensado en boda?
Ambos miramos a André, porque en ningún momento le hemos dicho nada
de nuestro falso compromiso. Como no le contestamos, levanta la mirada.
―El anillo ― expone, señalando mi dedo anular.
—Claro... ―contesta Milo―. Bueno, ya sabes tío, cuando eres consciente
de que has encontrado a la persona indicada, el tiempo pierde su valor, y los
momentos que pasas junto a ella son los que marcan tu vida, el resto no
importa.
Me quedo momentáneamente sin respiración. Joder. Eso ha sido lo más
bonito que alguien me ha dicho jamás. Y no es real. ¿En quién pensará cuando
dice esas cosas? En mí no, eso seguro.
Levanto la vista hacia él, que ya me mira. Alza la mano y me acaricia la
mejilla. Por un momento da la impresión de que va a besarme. Se ha creado
una atmósfera bastante extraña entre nosotros.
—Se os ve muy enamorados, me alegro mucho, tío —habla André mirando
a Milo y después a mí—. Por los dos.
—Gracias —contestamos Milo y yo casi a la vez. Me muerdo los labios y
lo miro con una mueca divertida.
Decido centrarme en el tatuaje que ya se vislumbra parcialmente. Apenas
tarda media hora en hacerlo. Me pone un poco de vaselina y lo cubre con
papel transparente. Contemplo el resultado maravillada y me acerco a Milo en
lo que André desinfecta la zona de trabajo.
—Ya estás en mi piel —le digo, apuntándole con el dedo.
—Y tú en la mía, muy pronto.
Y más que a un hecho inminente, parece que se refiera a una promesa que
está por cumplirse.
CAPÍTULO 3

Tarda en tatuar a Milo, casi lo mismo que a mí y aunque hemos intentado


pagarle no ha querido cobrarnos.
—Tomáoslo como mi primer regalo de bodas anticipado —nos dijo una vez
hubo terminado.
Angelito. Si él supiera...
Salimos de allí contentos como dos críos con una bolsa de piruletas,
porque, admitamos algo, lo de los zapatos nuevos no hay quien se lo crea. Nos
sentamos en una de las terrazas de la zona. Son casi las nueve de la noche,
hace calor y nos apetece beber algo fresco. Dos cervezas, para más señas.
Cuando llegan nuestras bebidas, chocamos nuestros índices donde lucimos los
nuevos tatus, como nuestro particular brindis y bebemos un sorbo. La cerveza
desciende por mi garganta, refrescándome al instante. Miro a Milo, que gime
tras el primer trago. Es tan guapo. Si tan solo pudiéramos… Que no. ¡Joder!
¿qué estoy pensando? Zenda céntrate. Milo es tu amigo. AMIGO. Grábate esas
cinco letras a fuego en tu cabecita y deja de pensar en imposibles. Porque sé
que Milo tiene tan claro como yo, que esta relación no es más que un montaje
que partió de algo no planeado.
Todo ocurrió la tarde de la boda de su prima. Era una de esas bodas en las
que, asistir con acompañante es casi tan obligatorio como que la novia vista
de blanco y lleve un velo con más cola que el vestido que, por otro lado, era
precioso, aunque demasiado ostentoso para mi gusto. Para ese entonces mi
amistad con Milo se había estrechado más de lo que jamás lo hice con ninguna
de mis amigas. No vernos un día era impensable, y si por lo que sea no lo
hiciéramos, colapsábamos nuestros móviles con llamadas y mensajes al
Whatsapp. Tanto así nos necesitábamos, que cuando su prima le dio la
invitación y le preguntó el nombre de su acompañante, no dudó en decirle el
mío. Y cuando me lo comentó, le pegué. Le calcé un manotazo tan fuerte en el
hombro, que me dolió hasta a mí. Luego le pedí perdón, pero agregando que se
lo merecía. Él lo aceptó y después de pedirme mil disculpas e invitarme a un
helado doble, le perdoné y le aseguré que le acompañaría. Mi nombre ya
estaba apuntado en la lista de invitados, no podía hacerle quedar mal. Aunque
no conociera a ninguno de los asistentes a aquel evento más que a él.
Para ese día en particular me compré un vestido rojo precioso, largo y con
un escote elegante, nada exagerado. Milo estaba guapísimo con su traje de
chaqueta azul, camisa blanca y corbata roja, a juego con mi vestido.
En la ceremonia todo fue muy tranquilo, pero luego llegó la celebración. Y
fue ahí donde decidimos hacer alarde de nuestra creatividad para inventar
historias, claro que sí. Habían montado un photocall muy bonito y cuando
Milo y yo pasamos por él, algún gracioso que pensó que éramos novios, gritó:
“¡Pero besáos, pareja!”, y ahí comenzó todo. Fue un beso sin muchas
pretensiones, solo labio contra labio. No voy a negar que me gustara porque sí
lo hizo. Milo es un bombón y a nadie le amarga un dulce, pero éramos amigos
y nosotros lo sabíamos. Solo que aquel beso consiguió que todo se
desmadrara. Su señora progenitora, me cogió del brazo y fue por todo el
recinto presentándome como la novia de su hijo, sin darme opción a réplica.
Yo sonreía y buscaba a Milo con la mirada para que me salvara de la
compañía de su madre que, todo hay que decirlo, es un encanto y me adora;
espero que cuando la verdad salga a la luz se acuerde de ello. Finalmente di
con él, estaba apoyado en la barra, acompañado por dos de sus tíos y su padre,
mirando la escena con una sonrisa en los labios. El muy cabrón. Le fulminé
con la mirada y juré venganza. Minutos después se apiadó de mí y fue a
rescatarme. Pero era demasiado tarde, en mis ojos ya se dibujaba una V de
Vendetta.
"—Disculpa, mamá, te robo a mi pareja unos minutos —dijo el muy
farsante.
—Claro que sí, cariño. —respondió y le dio un beso en la mejilla, que él
acepto.
La familia de Milo siempre ha sido muy sencilla, padre repartidor de pan y
madre dependienta en una pequeña joyería. En aquella boda los pijos eran los
recién casados.
—¿Estás disfrutando, eh? —dije entre dientes, simulando una sonrisa.
—Un poco sí, no te voy a mentir —repuso divertido y me acarició la
mejilla —. Por favor, no te enfades.
—¿Habías planeado todo esto?
―La culpa es tuya, ¿para qué me besas? ―inquirió divertido.
―¿Que yo te he besado? Pero si me has besado tú.
―Digamos que hemos sido los dos, cincuenta por ciento y cincuenta por
ciento.
― ¿Y quién fue el iluminado que decidió soltar esa bomba? ¿Es un
familiar tuyo?
—Te prometo que no, Zenda. —Y no mentía—. Debe de ser pariente del
novio, porque no le conozco.
—Pues hay que sacar a toda tu gente de su error —le advertí―. Sobre
todo a tu madre, que ya debe de estar buscando hasta el cura.
—Claro. —Hizo una mueca y añadió—. Aunque también podríamos…
—¡No! Milo, ni se te ocurra pensarlo.
—Escucha. —Puse cara de fastidio pero modifiqué el gesto, pues
estábamos rodeados de gran parte de su familia, no quería que pensaran
que estábamos discutiendo—. Mi madre es muy tradicional y se ha puesto
muy contenta al creer que por fin tengo pareja.
—Nos vamos a meter en un jardín…
—Es por no amargarle el día, ya lo arreglaremos, ¿vale, cari? ―agregó
burlón.
―En serio, Milo, para.
―Solo era una broma, ya paro. Pero...
—Que sí, que sí, le seguiré el rollo a la madre que te parió —claudiqué,
no podía negarle nada al muy puto."
Pero no lo arreglamos. Y aquí seguimos, echando raíces en un problema,
del que ya difícilmente podemos salir sin provocar daños colaterales.
Milo habla haciéndome volver.
—Estás muy callada, ¿en qué piensas?
Adoro cuando me hace esa pregunta.
—Estaba pensando en la boda de tu prima.
—Fue un día un poco loco —afirma con la cabeza mientras habla— y muy
divertido.
—Sí —admito porque, a pesar de todo, lo fue— aunque tú te lo pasaste
mejor a mi costa.
—El momento “presentación en sociedad” fue...
Deja la frase inacabada y se muerde el labio a la vez que esboza una
sonrisa. ¿Por qué tiene que hacer ese gesto tan jodidamente sexy? Uy, uy
Zenda, si es que tú sola te metes en unos líos...
Mi móvil emite un pitido de mensaje recibido. Es Diego. Lo abro, lo leo y
automáticamente cierro la ventanita del chat y meto el móvil en el bolso. Milo
observa mis movimientos y añade:
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por eso. —Señala mi bolso cuando lo dice. Sabe de sobra quien ha sido
el emisor.
Sí, yo solita me los busco.
CAPÍTULO 4

Llegamos a casa cuando aún no dan las doce. Nos dirigimos cada uno a su
cuarto con la intención de desvestirnos y ponernos cómodos, pero cuando
llego, me siento en la cama y saco el móvil para releer el mensaje que Diego
me ha enviado hace unas horas y que yo decidí ignorar. Cuando estoy en
compañía de Milo, no necesito nada más. Abro el Whatsapp y no me
sorprendo al comprobar que está en línea. Tengo un mensaje más, enviado
hace diez minutos.
“Hola, ¿qué haces? ¿Te apetece que nos veamos?”
“Zenda, últimamente te noto diferente, ¿te pasa algo?”
Sé que debería responderle, pero no puedo. No quiero. No me apetece
mantener una conversación en la que dice que me tiene ganas porque,
simplemente, a mí las ganas se me han evaporado. Salgo de la aplicación y
apago el móvil. Me cambio de ropa, me pongo un pijama y cuando salgo de mi
cuarto veo a Milo en el salón, que ya se ha cambiado. Al verme frunce el
ceño.
—¿Estás bien? —Niego con la cabeza y me siento a su lado en el sofá—.
Ven aquí.
Me abraza, y entre sus brazos logro encontrar esa paz que solo Milo sabe
transmitirme. Me reconforta, me hace sentir segura, protegida, en casa. Noto
como deposita un beso en mi pelo y aspira con fuerza. Y a mí se me eriza la
piel. Cierro los ojos, me siento sobrepasada por tantas cosas…
—Me gustaría entenderlo, pero no puedo. —Hace que me incorporar para
mírame a los ojos—. Sé por qué estás así y yo estoy harto de verte sufrir.
A pesar de que no quiero e intento no llorar, no lo consigo. Odio sentirme
tan vulnerable. Me aparto de él, apoyo la cabeza en el respaldo del sofá y
cierro los ojos. Noto como Milo se levanta, los abro y veo cómo se pasa las
manos por el pelo, de espaldas a mí.
—Milo…
—No Zenda, tienes que poner fin a esto porque va a acabar contigo. Tú
misma me lo has dicho, él no quiere una relación más allá de lo que os une.—
Hace una pausa en la que respira hondo—. No quiero ver cómo te rompes por
alguien que no merece ni una sola de tus sonrisas, y mucho menos tus lágrimas
—habla sin darse la vuelta― nadie merece tus lágrimas.
Me levanto y lo abrazo desde atrás.
—No te enfades por favor, tú no.
Se gira y me mira con el desconcierto instalado en su mirada.
—Zenda, no estoy enfadado contigo. —Me agarra la cara con ambas manos
—. Estoy enfadado con él por hacerte llorar, por hacerte sentir insegura. Tú te
mereces a alguien que te diga cada día lo maravillosa que eres, que ame esas
pequeñas cosas que te hacen feliz y que no tenga miedo de mirarte a los ojos y
decirte lo especial que eres, porque lo eres, Zenda, y no soporto que él no lo
vea y que... tú no... bufff. —Me suelta y se frota la cara con las manos.
—Pero ya no —declaro en cuanto se aparta—. Milo, estoy decidida a
acabar con todo.
—¿Quieres acabar con todo? ―pregunta inseguro.
—Con todo con lo que me hace infeliz.
No sé cuánto tiempo pasa, mientras nos quedamos ahí parados, mirándonos
pero sin decir nada.
—Perdóname —dice finalmente, volviendo a abrazarme y hundiendo la
cara en mi cuello— yo solo quiero verte sonreír.
—No tengo nada que perdonarte, Milo. Tú eres de las pocas personas que
hacen que mi sonrisa sea de verdad.
—¿Duermes conmigo?
Su pregunta me sorprende. Desde que vivimos juntos, siempre he creído
que había una norma implícita, de que cada uno durmiera en su cama. Y
siempre la habíamos cumplido, hasta anoche, que estaba tan a gusto a su lado
que no me apetecía irme a mi cama. Pero hoy es él quien me lo pide.
Asiento como contestación a su pregunta y caminamos hacia su dormitorio.
Nos tumbamos cada uno en un lado de la cama, frente a frente. Me gustaría
poder abrazarle y dormirme en su pecho, escuchando su corazón, para sentir
esa intimidad que siempre ha caracterizado nuestra amistad, y sé que él
también lo quiere, pero el momento vivido hace unos minutos ha podido con
nosotros. Así que cerramos los ojos después de darnos las buenas noches.
Mañana será otro día.

Me despierto con la cálida sensación de un cuerpo aferrado al mío. Dios,


Milo. Me mantiene abrazada con fuerza, como si temiera que pudiera escapar
de un momento a otro. Sienta tan bien… pero no deja de ser algo extraño, así
que me remuevo para desembarazarme de su cuerpo, pero solo consigo que se
adhiera más. Y aunque suene a tópico, siento como si quisiese fundir su cuerpo
con el mío.
—Milo —susurro, tratando de despertarlo.
Gime y hace algo que me descoloca. Pasa la nariz por mi cuello a la vez
que reparte besos pequeñitos. Abro mucho los ojos y me quedo quieta. Su
mano baja hasta mi cadera y aprieta. Me parece escucharle murmurar un “por
fin” y decido acabar con esto, antes de que esto acabe con nosotros. Me
incorporo con fuerza en la cama y consigo que me suelte. Sé que se ha
despertado aunque no le mire. No me da los buenos días, por lo que sé que es
consciente de lo que ha estado a punto de pasar; de lo que pudo haber pasado
si yo no hubiese echado el freno, si me hubiese dejado llevar. Me levanto y
voy hasta el baño, donde me encierro con llave. Abro el grifo del lavamanos y
me echo agua en la cara. Me miro en el espejo mientras niego con la cabeza.
Mierda, y lo peor es que me hubiera gustado seguir. Ay Milo, ¿qué nos está
pasando?
CAPÍTULO 5

Salgo del baño, asomándome a la puerta como un cachorrillo asustado.


Pienso en lo fácil que me resultaría obviar lo ocurrido, si fuese lunes en lugar
de domingo. Me encerraría en mi agujero hobbit (también conocido como mi
habitación), hasta que diera la hora de ir trabajar. Milo y yo tenemos el mismo
turno de trabajo, decidimos intentar cuadrarlo en nuestros respectivos, para así
pasar el mayor tiempo posible juntos, aunque el horario suele ser muy distinto.
Milo trabaja en una agencia de viajes, y yo soy camarera en una cafetería en la
que, más que compañeros y jefe, tengo una familia. Reconozco que trabajar en
la rama de la hostelería es muy duro, pero tenemos buen ambiente en la
cafetería; hay muy buen rollo entre todos y eso siempre hace que ames un poco
más tu trabajo.
Camino el corto pasillo que me separa de la cocina. Pensaba que Milo ya
estaría aquí, pero no. Me asomo y veo que de su cuarto sale luz, ya ha
levantado la persiana. Dudo si acercarme, pero al final, lo hago. Lo encuentro
tumbado en la cama, boca arriba, tapándose los ojos con el brazo.
—Voy a hacer café, ¿quieres uno?
Mi voz le sobresalta y me mira con sus ojitos castaños.
—Sí, gracias —contesta, escueto y con un hilo de voz.
Me dispongo a salir de vuelta a la cocina cuando su voz, pronunciando mi
nombre, me detiene. Me giro hacia él y le miro sin mediar palabra. Sé lo que
va a decirme, pero no sé si quiero hablar de ello.
—Oye, siento lo que he...
—Tranquilo. —le corto, poniendo las manos a la altura de mi pecho con las
palmas hacia delante— por lo que a mí respecta no ha pasado nada.
—Pero es que… —Esta vez es él el que deja la frase inacabada.
—Milo, las cosas tienen la importancia que nosotros queramos darle,
dejémoslo estar. —Asiente, desviando la mirada y se muerde el interior del
labio superior―. Vamos, nos vendrá bien un café.
Nos duchamos (por separado) y le propongo ir a desayunar a Mil y un
Sabores, una cafetería cerca de casa, que abre los trescientos sesenta y cinco
días del año, y así destensar un poco el ambiente; esto último no se lo digo,
solo lo pienso.
De camino, me sorprendo preguntándome cuanto hará que Milo no está con
alguna chica. En realidad no quiero saberlo, porque creo que si se lo pregunto
no me va a gustar la respuesta, sea cual sea, porque el hecho de saberle en
actitud amorosa con alguna chica, me produce un poco de celos; irracionales,
sí, pero celos al fin y al cabo. No obstante, siento mucha curiosidad por saber,
cuándo puede haber tenido tiempo de anotarse un tanto sin que yo me entere.
Conozco todos sus movimientos y no es porque yo le espíe, que conste, es
porque él me lo cuenta. Pero el resultado de mezclar una personalidad curiosa
más estupidez supina, soy yo. Así que como buena terrorista emocional que
soy para conmigo, me lanzo a la yugular. A la mía, porque esto va a doler,
aunque aún no sé por qué.
—Oye, ¿puedo preguntarte algo? —Me muerdo los labios al decirlo.
Él levanta las cejas y me mira como si me hubiera salido un tercer ojo en la
frente.
—¿Tú pidiendo permiso para preguntar? ¿A mí? Esto es algo gordo. —Me
río, porque es imposible no hacerlo—. Venga, pregunta. Aunque me das un
miedo atroz.
Y sin darle tiempo a decir nada más, me lanzo:
—¿Cuándo fue la última vez que tú...? Ya me entiendes.
Suelta una carcajada que me sorprende y a la vez me contagia.
—No le veo la gracia —le recrimino, riendo.
—¿Pero de verdad quieres que te cuente eso?
—No, la verdad es que no, pero ya es demasiado tarde para echarse atrás.
Él niega con la cabeza y vuelve a reírse.
—Dímelooooo —le apremio aunque con la boquita pequeña.
—Está bien, voy a satisfacer esa curiosidad morbosa que tienes. Fue en la
despedida del marido de mi prima, dos semanas antes de la boda. Debí beber
más de la cuenta porque cuando me desperté lo hice en una cama desconocida
y al lado de una chica de la que no sabía ni su nombre, ni como la había
conocido. Supe que habíamos follado porque había un condón usado en la
mesilla de noche. No me siento orgulloso de ello y en ese momento tampoco,
así me levanté de la cama sin hacer el menor ruido y salí de allí por piernas.
Supongo que nadie se esteró, porque nunca comentaron nada, y doy gracias por
ello.
—No me lo contaste.
—Como acabo de decirte, no me siento orgulloso de ello. Ni de como salí
de allí tampoco.
—Pero espera, espera —le digo cuando comprendo lo que ha dicho— Me
estás diciendo que llevas, ¿cuánto? ¿Diez meses sin sexo?
—Exacto.
—¡Diez meses! —repito porque no me lo puedo creer.
—Con sus días y con sus noches.
—Tío, eres de otro jodido planeta. —Estoy asombrada, aunque por dentro
estoy bailando samba—. Dios, pero, ¿cómo aguantas?
—¿También quieres que te explique eso? —me dice, poniendo una
sonrisilla y yo me doy por enterada.
—No —rebato— creo que puedo hacerme una idea.
—¿He satisfecho tu curiosidad?
Asiento con una sonrisa comedida. Pues no, al final no había dolido tanto.
¡Pero coño! ¿Diez meses hace de su último escarceo? Es increíble. Aunque lo
realmente increíble es lo feliz que me ha hecho saberlo.
CAPÍTULO 6

Entramos en la cafetería y nos pedimos dos cappuccinos y tostadas con


mermelada de ciruelas rojas, nos encanta. Nos apasiona la mermelada y este
sitio tiene una gran variedad de sabores.
—La próxima vez, probaré la de jengibre ―alego, poniéndome hasta
arriba.
—¿La pedimos?
—No, por favor. ¿Qué quieres? ¿Cebarme para comerme en Navidad? —
hablo rechupeteándome dos dedos, que me he manchado de mermelada.
—¿Es una invitación? —me pregunta, levantando las cejas.
—Idiota —le digo, al tiempo que le tiro un sobre de azúcar.
Al final, entre los dos, hemos conseguido relajar el ambiente. El momento
que hemos tenido esta mañana ha sido extraño y me ha puesto la piel de
gallina. Milo es muy cariñoso, no me incomoda que me abrace, al contrario, es
algo que si no hiciera, echaría de menos. Pero la proximidad que hemos
experimentado hoy, ha sido muy diferente a lo que estamos acostumbrados. Y
sabe Dios lo que me ha costado no ceder, porque habría que ser ciega para no
darse cuenta de lo atractivo que es. Pero esto que tenemos es tan especial que
tengo miedo de cometer una locura como esa y estropearlo. Y eso es algo en lo
que los dos estamos de acuerdo. Al menos, eso creo.
—Mañana te dan el planning de las vacaciones, ¿verdad? —pregunta,
sacándome de mis pensamientos.
—Eso espero.
Milo y yo habíamos hablado hace un tiempo sobre nuestras vacaciones.
Decidimos aprovechar el descuento que le hacen como trabajador en la
agencia e irnos a algún sitio.
—Pero, ¿sabes qué me apetece?
—¿Qué?
—Algún sitio en la montaña, con piscina —explico.
—Me parece bien. —Asiente, muerde su tostada, traga y añade—. Tú
decide el sitio que yo me encargo de hacer la reserva.
—¿Lo dejas de mi mano? ¿Sin condiciones?
Se queda mirándome sin decir nada. Sé que hay algo que quiere
mencionarme pero se abstiene de hacerlo. Yo intuyo qué es lo que le inquieta,
así que saco mi teléfono, busco el contacto de Diego en el Whatsapp y le
mando un mensaje. Levanto la mano con el móvil y la muevo. Milo comprende
lo que quiero decir con ese gesto y extiende su brazo por encima de la mesa
para poner su mano sobre la mía.
—Ay Zenda. ¿Por qué has tardado tanto?
—Sé que tenía que haberme decidido a acabar con esto antes. —Suspiro—.
Pero supongo que solo había que esperar a que el momento llegara.
Sonríe abiertamente negando con la cabeza. No sé por qué, pero tengo la
sensación de que con su pregunta, hace referencia a algo más profundo, más
intenso, más nuestro.
—En algo tienes razón —dice y me mira a los ojos mientras lo hace—. Hay
cosas para las que solo hay que esperar el momento adecuado.
Joder, cada frase, cada palabra, todo cada vez más y más nuestro. Puto
Milo.

Cuando damos buena cuenta de nuestro desayuno, regresamos a casa.


Vamos cogidos de la mano, y no porque tengamos que guardar las apariencias,
es que nos apetece. Francamente, he sido yo quien ha entrelazado mis dedos
con los suyos, a lo que él no se ha resistido.
Cuando llegamos, nos echamos sobre el sofá uno al lado del otro, nos
miramos y nos echamos a reír como dos tontos. Así somos nosotros, nos
reímos hasta del silencio.
Milo alza la mano y la pone sobre mi mejilla, acariciándome con el pulgar.
Yo cierro los ojos un segundo, sintiendo su caricia y después los abro. Es tan
guapo. Noto como algo en el ambiente va cambiando. No se trata de esa
tensión incómoda; no hay persona en el mundo con la que me encuentre más
cómoda que con Milo. No sé darle nombre pero está ahí, entre nosotros. Un
amago de sonrisa asoma a sus labios y respira hondo. Deja caer la mano
rozándome el cuello y el hombro a su paso. Me hace cosquillas. Me acerco a
él y le abrazo, acurrucándome en su pecho. Como siempre, necesito sentir esa
intimidad que hay entre nosotros. Él me corresponde aferrándome a su cuerpo
y posando los labios en mi pelo. Pasa el otro brazo por delante y me aprieta
más fuerte contra él. Yo también intensifico mi abrazo y rozo mi mejilla con su
pecho, que sube y baja al ritmo de su respiración. Se aparta para hacer que le
mire, poniendo sus manos a ambos lados de mi cara.
—Eres tan bonita.
Tres palabras, tres sencillas palabras que consiguen erizarme la piel. Su
boca está a escasos centímetros de la mía. Y joder, me apetece mucho besarle.
Milo fija la vista en mis labios cuando me los humedezco.
—No te vayas nunca —susurra.
Roza mis labios con sus pulgares mientras habla. Quiero contestarle que no,
que nunca me iré, que jamás se deshará de mí, aunque suene a amenaza. Pero
las palabras se me amontonan en la garganta, formando una bola,
impidiéndome verbalizarlas. Las emociones se me agolpan, el espacio que
ocupamos se vuelve denso, cargado de todas esas cosas que pueden pasar,
pero no deberían. Y cuando creo que va a besarme, una palabra salida de mis
labios, lo detiene.
—Milo…
Se queda quieto, con mi cara aún entre sus manos; con mis labios siendo
acariciados aún por sus dedos. Mira al techo e inspira con fuerza.
—Lo siento —musita.
Me suelta, se levanta y camina hacia su habitación, cerrando la puerta tras
de sí.
¿Sabéis ese momento en el que las emociones te pueden? ¿Cuándo sientes
que te desbordas? ¿Cuándo todo se te escapa de las manos, pero te da igual?
Pues en ese punto me encuentro. Me levanto para ir tras él, pero un pitido me
avisa de la llegada de un mensaje. Es Diego.
“Estaré en casa. Ven cuando quieras”
Muy bien. Ya es hora de acabar con todo ese sinsentido.
CAPÍTULO 7

Cojo las llaves del coche y salgo de casa sin decirle nada a Milo. Esta
situación nos ha sobrepasado y sé que en este momento lo mejor que puedo
hacer es darle su espacio. Y lo sé porque yo también necesito el mío. Cuando
estoy a medio camino de casa de Diego, me doy cuenta de que no he cogido ni
el móvil ni la cartera con toda mi documentación, soy un desastre. He salido
tan a la carrera que lo raro es que no me quedara yo también atrás. Recorro los
últimos kilómetros hasta llegar a su calle y aparco en el primer sitio que veo.
Salgo del coche y entro en el portal del edificio, que está abierto. Llego hasta
su puerta y me abre antes de que pueda llamar.
—Hola —me saluda, apoyado en la puerta.
Le contesto con un movimiento de cabeza y me hace pasar.
—¿Quieres tomar algo?
—No —respondo y niego a la vez con la cabeza— no voy a quedarme
mucho, lo justo para hablar.
Él me mira y sé que algo intuye. Me hace un gesto con la mano para que me
siente y él lo hace a mi lado.
—No quiero seguir con esto, Diego —le digo, mirándole a los ojos.
—Ya, si yo me lo imaginaba —alega, con una sonrisa insolente— sé leer
entre líneas, Zenda. Pero me gustaría saber al menos por qué.
—Me he cansado —contesto, escueta.
—Dime algo ¿te has cansado de mí? ¿O solo de la relación que nos une?
Porque si se trata de la segunda opción tengo algo que decir al respecto.
Le miro mientras me mantengo callada, no sé a dónde quiere ir a parar,
pero no estoy dispuesta a seguirle.
—Podemos intentarlo, Zenda. Ir un paso más allá.
Chasqueo la lengua contra el paladar y me paso una mano por la cara.
Niego con la cabeza.
—No Diego, esto se acaba aquí.
—¿Y esta decisión tiene algo que ver con ese chico que vive contigo,
Milo?
Me sorprende que lo nombre, y a decir verdad no me gusta que lo haga.
Además esta decisión no tiene nada que ver con él. O si, yo que sé. Puede que
Milo me haya dado el empujón que necesitaba para dar este paso, por otro
lado tan necesario. Diego me consume, me hace sentir frágil y ya estoy harta
de sentirme así. Y Milo va primero, es así, simple y llanamente. Y va primero
no porque llegara antes (que también) sino porque con él todo es diferente. No
me hace sentir mal, aunque a veces lo merezca por ser una pesada y una tonta
que no ve más allá de sus narices.
Decido que no quiero involucrarle en esto.
—No metas a Milo, esto es entre tú y yo.
Diego se echa hacia atrás en el sofá y apoya la cabeza en el respaldo. Nos
quedamos callados, perdidos cada uno en sus pensamientos. Recuerdo el día
que le conocí, hace ya cuatro meses. Yo estaba trabajando, cuando le vi entrar
acompañado de otro hombre, un poco más mayor. Recuerdo que pensé que era
guapo, aunque no tanto como Milo.
Su acompañante se acomodó frente a una de las mesas y él se acercó a la
barra a pedir dos cafés. Fue como en las películas: nos miramos, sonreímos y
ya estaba todo dicho. Pero explico que no fue una mirada de amor, ni una
sonrisa tímida que indicara que terminaríamos con un “felices para siempre”,
sino dos gestos tan cargados de lascivia que o consumábamos o nos consumía.
Al día siguiente me esperó cuando salí del trabajo y se ofreció a llevarme a
casa. Yo tenía mi coche aparcado dos calles por detrás así que decliné la
invitación. Los siguientes cuatro días seguimos la misma rutina, me esperaba
hasta que salía y me acompañaba a donde tuviera mi coche aparcado, aunque
fueran tan solo unos metros. Al quinto día me invitó a tomar algo y yo… al
principio tuve miedo de decirle que sí y que algún conocido me viera tomando
algo y, posiblemente, en actitud cariñosa con alguien que no era Milo y
pensaran… lo que quiera que pensaran; en ese momento se suponía que Milo y
yo ya éramos pareja. Pero Diego me lo puso fácil: me propuso ir a su casa.
Quería sexo, estaba claro y no sería yo la que se negase. Diego me gustaba, me
gustaba mucho, pero con él todo fue siempre muy visceral, desde el principio
todo era cama, cama y más cama. Y con cama me refiero a cualquier superficie
de la casa. Y, ojo, que no es que yo me quejara, para nada, pero con el paso
del tiempo, todo eso ha perdido su valor.
Al principio pensé que llegado el momento tendría que hablar con Milo, si
algún día lo mío con Diego iba a más. Pero eso era pedir demasiado. Y me di
cuenta más pronto que tarde, cuando le hablé de Milo. Evidentemente, no le
conté todo el sarao, me reservé para mí, detalles como nuestro falso noviazgo,
todo tiene un límite. La versión abreviada para Diego fue que compartía piso
con un chico que además era mi mejor amigo. Y ¡sorpresa, sorpresa! No hubo
ninguna reacción negativa al respecto. Cero. Esperaba que me preguntara
cosas como si me acostaba también con él o yo que sé, esas cosas que
preguntan los tíos cuando les haces saber que tu mejor amigo no es de tu
mismo sexo. Ni siquiera cuando le saqué de su error al pensar que Milo era
gay. Milo gay, yo lo siento, pero no me lo imagino comiendo rabos. A decir
verdad, tampoco quiero imaginármelo comiendo otras cosas. Pero me estoy
desviando del tema en cuestión. Confesión, más cero desaprobación. Ahí me
quedó claro que nunca saldríamos a tomar café. Comprenderéis ahora mi
escepticismo al escucharle decir que “podríamos intentarlo”. No, chato, me he
cansado de esta historia.
Le miro y le pongo la mano en el hombro.
—Se acabó.
Me impulso para levantarme, pero me coge de la mano tirando de mí y
acabo cayendo encima de él. Intenta besarme, pero ladeo la cabeza,
impidiéndoselo.
—No me dejas besarte —afirma, más que pregunta.
—Te he dicho que se acabó —sentencio, firme, y me quito de encima suyo.
—Está bien, no insistiré, si es lo que quieres.
—Es lo que quiero.
Asiente con la mandíbula apretada.
—Qué seáis muy felices —dice con retintín.
—No voy a entrar al trapo —contesto yendo hacia la puerta —. Adiós,
Diego.
No se despide, y yo salgo de allí. Y cuando estoy en el coche no sé a dónde
dirigirme.
CAPÍTULO 8 (Milo)

Me siento, me levanto. Me siento y me vuelvo a levantar veinte veces. Hace


ya dos horas que escuché la puerta de casa cerrarse y cuando salí de mi
habitación, ella ya no estaba. Creo saber a dónde ha ido y supongo que por eso
estoy tan nervioso. Se ha dejado el móvil y no sé si ha sido intencionado o
simplemente se le ha olvidado. ¿Dónde te has metido, Zenda? No quiero
pensar que haya decidido no acabar con esa historia y que ahora mismo esté
con él, pero mi mente me la juega haciendo desfilar esa idea por mi cabeza
una y otra vez. Necesito que vuelva y abrazarla; necesito sentirla. El corazón
me martillea en el pecho, desaforado. ¿Y si le ha pasado algo? Entonces me
acuerdo. Zenda tiene la manía de apuntar todas las direcciones en una pequeña
agenda que yo le regalé. Es posible que… No lo pienso mucho y corro hasta
su cuarto. Encuentro la agenda en un cajón de su escritorio. Busco por la D y
cuando doy con su dirección, salgo como alma que lleva el diablo. Cuando
estoy en el coche me lo pienso dos veces. ¿Qué pasa si llego y Zenda está allí
con él? ¿De verdad quiero saber eso?
—¡Joder! —me quejo, dando un golpe al volante.
Arranco el motor, no puedo quedarme esperando a que vuelva. Conduzco
como un loco hasta que llego a mi destino. Ni siquiera busco con la mirada el
coche de Zenda, entro en el portal y subo las escaleras. Llego arriba y aporreo
la puerta. Él no tarda en abrir y me alivia ver que lo hace vestido y no con
poca ropa. Por su expresión sé que no sabe quién soy, pero yo si le conozco a
él. Le he visto en fotos.
—¿Está aquí Zenda? —pregunto en un tono nada amistoso.
Diego me mira con los ojos entrecerrados, pero al instante los abre con
expresión de sorpresa y una sonrisilla que por poco consigue sacarme de mis
casillas. Se apoya en el marco de la puerta.
—Eres Milo, ¿verdad?
—Quien yo sea no es de tu incumbencia —suelto y reprimo las ganas que
tengo de partirle la cara—. Voy a preguntártelo una vez más, ¿está aquí Zenda?
—No. —Niega con la cabeza al mismo tiempo—. Estuvo, pero ya se ha
ido.
—¿Cuánto hace que se ha marchado?
—No mucho —dice tras unos segundos— hemos estado ocupados.
—¿Quieres hacerme creer que te has acostado con ella? —inquiero con una
sonrisa sarcástica—. Porque no cuela.
—No tienes por qué creerme, a fin de cuentas, no me conoces.
Durante unos segundos nos desafiamos con la mirada.
—Tienes razón en una cosa, no tengo por qué creerte —espeto, serio—
pero te equivocas en algo, te conozco mejor de lo que te gustaría pensar; a
través de los ojos de Zenda, y estos no mienten. —Me dispongo a bajar por las
escaleras.
—Si quieres decirme algo, Milo, este es el momento —me reta.
Vuelvo sobre mis pasos al escucharle. La tensión que se respira llega casi a
ser palpable.
—Pues mira, sí —agrego asintiendo— quiero decirte muchas cosas, pero
las voy a resumir en una sola; no te acerques a ella.
—¿O qué? —contesta con chulería.
—O me va a importar una mierda lo que signifiques para ella, Diego. No
me pongas a prueba.
No contesta y yo vuelvo a las escaleras. Bajo y escucho como cierra de un
portazo. Llego hasta la calle, me paso las manos por el pelo. Joder, estoy de
los putos nervios. Quiero subir y borrarle esa sonrisa de suficiencia de un
puñetazo. Y si no lo hago es por ella, por Zenda.
Entro en el coche y lo pongo en marcha. Ya no puedo hacer otra cosa más
que irme a casa y esperar a que llegue.
CAPÍTULO 9

Aparco el coche a una calle de casa. Los domingos es casi un milagro


encontrar aparcamiento en esta zona. Me bajo y voy andando hasta el portal.
Tras haber pasado horas dando vueltas, aclarando las ideas, pensando en
Milo, en Diego, en todo, solo me ha quedado clara una cosa: alejarme de
Diego es lo mejor que he decidido hacer en mucho tiempo. Por fin he cerrado
ese ciclo. No más presión en el pecho ante su presencia, ni sentir que me
ahogo con su proximidad. Diego no me hacía bien, y a cada minuto que pasa lo
veo más claro. La sensación que tengo desde que salí de su casa esta tarde, ha
sido como si me quitara un gran peso de los hombros. Me siento bien. Deseo
llegar a casa y contarle a Milo que por fin lo he hecho. Aunque creo que estará
histérico, ya que no tenía manera de localizarme, ni saber si estoy bien o me ha
pasado algo. Y lo entendería, yo estaría en el mismo estado de nervios. Llego
a casa y abro a puerta sin hacer ruido. En cuanto pongo un pie dentro le veo de
espaldas, delante del gran ventanal del salón. Ha anochecido y Milo no ha
encendido ninguna luz, así que la estancia está en sumida en la penumbra.
—Hola.
Se gira en cuanto me oye, pero no se acerca. No veo su cara, solo su silueta
a contraluz. Hay algo raro en el ambiente, no sé qué es, pero no me gusta.
—Hola —contesta, volviendo a mirar por la ventana.
Frunzo el ceño y me acerco. Me pongo a su lado, mirando también por la
cristalera.
—Estaba preocupado —dice, pero se le quiebra la voz al final de la frase.
—Lo siento —musito, ladeando la cabeza para mirarle.
Y lo que veo es como si me dieran una bofetada. Milo está llorando. Es la
primera vez que le veo llorar y no sé cómo actuar. Así que hago lo que me
dictan la razón y el corazón, que es abrazarlo. Pero él no me responde y yo me
aparto y le miro sin entender.
—Milo lo siento, cuando me di cuenta de me había dejado el móvil…
No puedo seguir hablando porque me abraza tan fuerte que casi me corta la
respiración. Tiene la cara hundida en el arco de mi cuello y solloza. Cierro los
ojos y le abrazo con todas las fuerzas de las que dispongo. Me duele de una
manera que no puedo explicar verle tan deshecho, tan roto. Me aparto un poco
para cogerle la cara con las manos. Cuando lo hago, él pega la frente a la mía.
—Lo he hecho —confieso en un murmullo— le he dejado.
Por segunda vez en el día creo que Milo va a besarme pero su respuesta
llega en forma de abrazo aún más apretado. Sigue llorando y yo no puedo
soportarlo. Ceso el abrazo y de la mano lo llevo conmigo al sofá. Nos
sentamos, pero no tarda en volver a cubrirme con sus brazos. Es como si
temiera que en cualquier momento pudiera desaparecer. Cuando está más
calmado me acomodo de manera que estamos uno al lado del otro. Enciendo la
lámpara de pie que está al lado del sofá. Me mira y yo le sonrío.
—Estabas muy preocupado por mí, ¿verdad?
—Sí. —Su voz aún está recomponiéndose—. Te habías dejado el móvil y
no sabía qué hacer. Me daba miedo de que te hubiera pasado algo.
—Pero ya estoy aquí —susurro.
—No, escucha, por favor. —Se muerde el labio superior y recuesta la
cabeza en el respaldo del sofá mirando al techo—. Fui a buscarte. —Hace una
pausa—. A casa de... él.
Y en el fondo no me sorprende que lo haya hecho. Pero tengo que preguntar.
—¿Por qué?
—Tú qué crees.
Y ese “tú qué crees” me llena de algo bueno, pero también de sensaciones
que no sé si voy a saber gestionar. Y tengo miedo de no poder controlarlo, que
se nos escape de las manos y perder esto que tenemos. Me debato, porque en
este momento deseo dormir aferrada a su cuerpo, reconfortarle y sentirme
reconfortada, pero no sé si debemos.
—Creo que deberíamos irnos a dormir —respondo tras unos segundos.
—Entiendo que estés enfadada.
—No estoy enfadada —le digo con cariño— pero el día de hoy ha sido…
raro e intenso.
Se levanta, se pone frente a mí y me tiende las manos para ayudar a
levantarme. Suele hacerlo y a mí ese gesto me gusta. Alzo las manos, me
agarra y me impulsa hacia arriba. Me quedo con la boca a la altura de su
cuello, su nuez sube y baja. Sus manos se posan en mis caderas y yo empiezo a
sentir calor. Madre mía. O paro esto o en nada voy a perder la poca cordura
que me queda. Pongo las manos en sus antebrazos y me separo, haciendo que
me suelte. Creo que lo más razonable que puedo hacer esta noche es dormir en
mi cama. Sola. Por mí, por él, por nosotros. Porque si no, sé cómo va a acabar
esto. Y no puedo, no debo permitirlo. Ambos sabemos lo que podríamos
perder. “¿Y lo que podríais ganar?” ¡Silencio!. Me digo mandando a callar a
esa vocecita interior que todos tenemos y que se jacta de llevarnos la contraria
alguna que otra vez.
Caminamos por el pasillo y cuando llegamos a su cuarto me paro. Milo se
vuelve, al ver que no entro.
—¿No vienes?
Niego con la cabeza.
—Es que… creo que lo mejor es que hoy duerma en mi cama. Lo entiendes,
¿verdad?
Asiente, pero me coge de la cintura y me pega a él. Joder, Milo, no me
tientes. Siento su respiración tan cerca que la piel se me eriza, toco con mi
mano su brazo y noto que a él le pasa lo mismo. Pone una mano en mi mejilla y
yo ladeo la cabeza de forma que sus dedos rozan mis labios.
—Que descanses.
Y lo dice tan bajo y en un tono de voz tan grave que a punto estoy de
flaquear, meterme con él en su cuarto y que sea lo que Dios quiera. Sin
embargo, contesto lo mismo, nos separamos lentamente y voy a mi habitación.
Me pongo el pijama, programo el despertador a las seis y media de la mañana
y me meto en la cama. Me da en la nariz que hoy me va a costar conciliar el
sueño.
Cuando suena la alarma, ya hace rato que estoy despierta. Como predije, he
dormido poco y mal. Eché de menos dormir con Milo. Me levanto y voy al
baño, me echo agua en la cara y al mirarme en el espejo, una versión zombi de
mí, me saluda. Salgo y veo que la puerta del cuarto de Milo sigue cerrada.
Creo que aún no se ha despertado. Me acerco y llamo flojito con los nudillos.
No contesta. Abro despacito y con la poca luz que entra en su cuarto desde la
puerta, veo que está acostado, boca arriba, con el brazo por encima de la
cabeza. Imagino que se le ha olvidado poner la alarma pues siempre se levanta
a la misma hora que yo, así que decido despertarle.
—Milo —le llamo bajito, mientras le toco el hombro— Milo, son las seis y
media.
Veo como abre un ojo y sin darme tiempo a reaccionar, me coge de la mano
y me tumba en la cama casi encima de él. Grito y me rio a carcajadas porque
ha empezado a hacerme cosquillas.
—¡Nooooo! —grito, presa de la risa—. ¡Paraaaaaa!
Al fin, deja de torturarme y yo suspiro sonoramente. Estoy con la parte de
arriba de mi cuerpo encima de él y sus manos acarician mi espalda, pero no
estoy incómoda. A diferencia del día anterior, no hay tensión, es algo inocente;
exactamente el grado de intimidad que siempre hemos tenido.
—Vamos —hablo mientras me levanto—, es lunes. Hay que producir.
CAPÍTULO 10

Me doy una ducha y cuando salgo y llego a la cocina, veo a Milo sentado en
un taburete con un pantalón de deporte, sin camisa. ¿Conocéis esa sensación
que se tiene cuando se está a dieta y ves a alguien comiendo tu dulce favorito
en tus narices? Pues ese es el efecto que tiene en mí, ver a Milo de esa guisa.
Y es que no le basta tener un cuerpo bastante apetecible, no; para rematar en la
parte derecha del pecho, luce el tatuaje de una chica de perfil, desnuda,
sentada sobre sus rodillas, con el cuerpo inclinado hacia delante y la cabeza
entre las manos. De la espalda le salen unas alas que se extienden hacia arriba,
llegando al hombro de Milo. Y yo… trago saliva y aparto la mirada, porque
aún no son ni las siete de la mañana y porque si sigo mirándole, voy a tener
que darme otra ducha, y esta vez helada. Así que desvío los ojos hacia la barra
y veo dos vasos blancos desechables, de lo que supongo será café; seis
tostadas, tres en cada plato; y cuatro paquetitos de mermelada de jengibre. No
me lo puedo creer.
—Ayer dijiste que querías probarla, así que he bajado a comprar para que
empieces bien la semana.
—Me consientes demasiado —indico, riendo.
—Eres mi niña, a quien voy a consentir si no.
Su niña. Ha dicho que soy su niña. Es la primera vez que me llama así y lo
ha hecho de una manera tan natural, que ni se ha sorprendido. Pero reconozco
que me ha gustado. Mucho. Su niña. Suena tan bien en sus labios. Sonrío y
aunque sé que él se da cuenta de la razón, no dice nada.
—Cappuccino —anuncia, cuando cojo uno de los vasitos desechables.
Lo destapo y doy un sorbo. Cojo una de las tostadas y le unto un poco de
mermelada de jengibre. Doy un mordisco y su sabor hace que se me escape un
gemido.
—¡Dios, Milo! ¡Está buenísima! Prueba. —Y aunque él tiene las suyas, le
acerco mi tostada y le da un bocado. Al igual que yo, gime al notar su sabor
picante—. Esto es un placer de dioses.
Terminamos nuestro desayuno y acabamos de arreglarnos. A las ocho
ambos tenemos que estar en nuestros respectivos puestos de trabajo. Salimos
de casa a las siete y veinte, nos gusta ir con tiempo para no tener que buscar
sitio para aparcar a contrarreloj. Al salir del portal nos despedimos con un
beso que, por un fallo de cálculo, acaba siendo más cerca de la boca que de la
mejilla. Pero no le damos importancia, mejor así. Monto en mi coche, lo
pongo en marcha y enciendo la radio. Está puesto el disco de Alphaville que
Milo me regaló, alegando que era algo muy nuestro. Y, como siempre, tiene
razón. Sus canciones siempre me hacen evocar el momento en el que le conocí.
Y agradezco tanto que Belén, mi compañera de trabajo, me insistiera hasta la
saciedad para que aceptara salir de copas por su cumpleaños aquella noche...
Me pregunto cómo sería mi vida si no hubiera ido a aquel bar y no le hubiera
conocido. Sería tan diferente que me abruma pensarlo, porque a día de hoy, no
concibo que Milo no forme parte de mi día a día.
Llego a mi trabajo quince minutos antes. Ya está casi toda la tropa dentro.
Este lugar es algo así como mi tercera casa; la primera es la que comparto con
Milo y la segunda la de mis padres, donde me crié. Me siento muy a gusto en
mi trabajo y eso se debe a que desde el primer día nos hemos tratado con
familiaridad. Incluso con el jefe, que nos llama sus cachorros. Si es que esta
tribu vale un potosí.
Entro, e Isabel, la cocinera y mamá de todos, me saluda con un beso en la
mejilla en cuanto llego a su lado. Dejo el bolso en la taquilla comunitaria y
voy al baño a ponerme la camiseta del uniforme. Salgo atándome el mandil
para ayudar a Isabel en la cocina, ya que a primera hora no suele haber mucho
trabajo. Nuestro fuerte son los almuerzos, pero abrimos a las ocho, porque hay
muchos comercios en la zona y varios trabajadores se toman aquí su café antes
de comenzar la jornada.
—¿Qué tal el fin de semana libre? —me pregunta Isabel, mientras me lavo
las manos.
—Bien, me he hecho un tatuaje.
Se lo enseño y le cuento el significado que tienen aquellas palabras para
Milo y para mí. Sé que le gusta, lo noto. Bruno, nuestro jefe, entra a la cocina
y nos llama con su particular forma de hacerlo.
—Muy bien manada, acercaos —nos dice— aquí tenéis el planning de las
vacaciones.
Ante nosotros pone una cartulina blanca con el cuadrante. Lo repasamos
durante unos minutos. Me han asignado la segunda quincena de junio.
—¿Conforme? —Mis compañeros de turno y yo, asentimos—. Pues, hala, a
trabajar, cachorros.
Freddy y Belén, los otros dos camareros con los que comparto turno,
vuelven a sus puestos e Isabel y yo seguimos con lo nuestro en la cocina.
—¿Tenéis pensado hacer algo estas vacaciones? —pregunta en cuanto nos
quedamos a solas.
—Sí, hemos hablado de alquilar una casita en el campo —apunto, mientras
abro el bote de mayonesa industrial —. ¡Por Dios, esta mayonesa está mala!
Isabel se acerca y huele la salsa. Levanta la mirada hacia mí y frunce el
ceño.
—Pero, niña, esto huele bien. —Al llamarme niña, me acuerdo de Milo.
—Pues yo no lo soporto.
—¿Y cuándo te ha gustado a ti el olor de la mayonesa?
—Tienes razón. ¿Preparas tú este mejunje?
Isabel asiente y cuando tenemos todo listo en la cocina, me quito el delantal
y salgo a desempeñar mi trabajo como camarera.
La jornada laboral pasa relativamente rápido. A las doce y media, en mi
descanso para comer, llamo a Milo para comentarle el tema de las vacaciones.
—¿Es demasiado precipitado? —le pregunto, pues el mes de junio está al
caer.
—Tranquila, hoy mismo me encargo de hacer la reserva.
―Hazme un favor, busca tú el sitio, me fio de tu criterio.
―¿Campo y piscina?
―Campo y piscina.
―Dalo por hecho.
—Eres un cielo, lo sabes ¿verdad? —hablo en un tono de voz que hasta a
mí me ha sonado sugerente.
—Verdad —contesta y ambos nos reímos a carcajadas.
Los días pasan y vamos dejando la semana atrás. El jueves me levanto con
un malestar general en el cuerpo, algo normal teniendo en cuenta el atracón de
palomitas que nos dimos Milo y yo la noche anterior, mientras veíamos una de
esas pelis que repiten hasta hartar, en los canales de pago. Debo decir, que tras
pasar la noche del domingo sola en mi cama, hemos vuelto a la que ya hemos
establecido como rutina, y mi cama no ha vuelto a deshacerse.
A media mañana mi jefe me "echa" del trabajo y me dice que vaya al
médico y que descanse. Le hago caso a la segunda parte.
El viernes me levanto un poco mejor, pero con un poco de molestia.
—Deberías ir al médico —me aconseja Milo, mientras malcomo mi
desayuno—. Tienes que ponerte bien para nuestras vacaciones —me guiña un
ojo.
Yo, que en ese momento le daba un mordisco a mi tostada, levanto la vista y
le miro, pero con la cabeza puesta en otra parte. Concretamente en algo que
debería ser y aún no ha sido.
—Eh, ¿estás bien?—me habla preocupado, poniéndome una mano en la
frente— Te has puesto pálida.
—Sí, sí —contesto, haciendo un gesto con la mano quitándole importancia
— debo de estar incubando algún virus.
A la misma hora de siempre, nos vamos a trabajar y escribo una nota mental
para no olvidarme de comprar algo cuando salga.
Lo paso fatal en el trabajo, ha estado a punto de caérseme la bandeja varias
veces, pero con un estilo propio de la mejor malabarista, he salido airosa.
Cuando llego a casa esa tarde, me siento en el sofá y pongo delante de mí,
el pequeño paquetito que he comprado. Lo miro de la misma forma que un
artificiero mira una bomba antes de comenzar a desactivarla. Estoy sola, Milo
ha ido a ver a sus padres, pero como esta mañana aún me encontraba regulín,
ha dicho que me disculparía con ellos ya que pensaban verme allí también.
Apoyo los codos en las rodillas, junto las manos e imito el gesto del Señor
Burns de los Simpsons, pero más frenéticamente.
—Qué demonios. —Me levanto y cojo el paquete con manos temblorosas
—. Seguro que no es nada.
Tardo menos de un minuto en salir del baño y volver al salón. Camino de un
lado a otro. Espero, uno, dos, tres, cuatro segundos. No quiero mirar, hasta que
lo hago. Me paro, lo cojo y vuelvo a mirar más de cerca, hasta que las manos
me caen a ambos lados del cuerpo. Siento como se me cargan los hombros, el
pecho, me cuesta respirar. Mis pies retroceden hasta que mi espalda choca con
la pared. Me deslizo por ella al mismo tiempo que las lágrimas desbordan mis
ojos. Encojo las piernas, pego mis rodillas al pecho, las rodeo con los brazos
y escondo mi cara en ellos.
—Dios. No.

No sé cuánto tiempo llevo aquí sentada. Creo que ya no me quedan más


lágrimas que derramar. Me gustaría despertar en cualquier momento y darme
cuenta de que esto no es más que un mal sueño. Cierro los ojos. <<Despierta,
joder, despierta>>, repito para mí, esperando que ocurra. Pero mi mente se
bloquea, y ya ni siquiera escucho mis propios pensamientos, sin embargo oigo
como introducen una llave en la cerradura de casa. Y yo, me hundo un poco
más. Ay Milo.
CAPÍTULO 11 (Milo)

Entro en casa y me encuentro con que el salón está completamente a


oscuras. Me extraña, pero no me sorprende, a Zenda le gusta encerrarse en su
cuarto a escuchar música. Le relaja, dice. Y no sería la primera vez que le
sorprende la noche mientras disfruta de su momento de paz, como lo define
ella.
—¿Zenda? —la llamo, al mismo tiempo que enciendo la luz del salón.
El corazón se me desboca cuando la veo sentada en el suelo, pálida y con
los ojos rojos. Corro hacia dónde está y me agacho delante de ella. No me
mira.
—Zenda, ¿qué te pasa? —le pregunto y cuando fija la vista en mí, juro que
puedo escuchar cómo se rompe antes de echarse a llorar—. Eh, eh.
La abrazo tan fuerte como puedo. Verla llorar me desangra. Mi vida ¿Qué te
pasa? No tarda en levantar la cabeza de mi pecho.
—Dime qué te pasa por favor, me estás rompiendo por dentro.
Veo como en su rostro se dibuja una mueca parecida a la vergüenza,
mezclada con temor. Alarga la mano y coge algo que está sobre el sofá. Me lo
tiende y cuando me doy cuenta de lo que es no puedo evitar cerrar los ojos con
fuerza. Y aunque sé lo que significa, ella lo confirma.
—Estoy embarazada.
Y yo me resquebrajo junto con su voz. Embarazada. Abro los ojos y la
miro. Ha agachado la cabeza y solloza. Me levanto de golpe y reprimo las
ganas de destrozarme los nudillos a puñetazos contra la pared. ¡Joder! Me
contengo por ella, solo por ella.
—No me dejes. —Escucho su voz desde abajo.
¿Dejarla? ¿Cómo puede pensarlo siquiera? Me vuelvo a agachar delante de
ella. Intento que levante la cabeza, pero no cede. Sus hombros se mueven cada
vez más rápido debido al llanto. No aguanto más y hago que levante la cabeza
casi a la fuerza. Sus ojos están inundados en lágrimas. En mi garganta se forma
un nudo, pero no debo llorar. Uno de los dos tiene que ser fuertes y en este
momento me toca a mí. Con mi mano en su nuca la atraigo y pego su frente a la
mía.
—Nunca —susurro—. Jamás, ¿me oyes?
Le beso la punta de la nariz y mis labios quedan a milímetros de los suyos.
Quiero besarla; besarla y hacerle sentir que no tiene nada que temer. Que todo
va a estar bien. Que nosotros podemos con esto porque no hay nada que pueda
con nosotros. Que voy a estar siempre con ella, porque para que no lo haga
tendría que estar muerto.
—Por favor, abrázame —me pide entre lágrimas.
Y yo lo hago. La estrecho tan fuerte que me duelen las extremidades. Quiero
demostrarle que no va a estar sola y que esto no va a cambiar nada entre
nosotros. Ceso el abrazo y la ayudo a levantarse del suelo. Nos sentamos en el
sofá, de lado, mirándonos. Pasamos así varios minutos hasta que ella rompe el
silencio.
—Qué putada, ¿eh? —dice con una sonrisa amarga—. Justo ahora que estoy
empezando a encauzar mi vida. Milo, ¿dónde encajo esto ahora?
Suspira, mira al techo y vuelve a hablar.
—Es abrumador como puede cambiarte la vida en un segundo y… joderte
las decisiones que hayas podido tomar.
—¿En qué estás pensando? —le pregunto.
—No puedo abortar Milo, no me lo perdonaría en la vida, por mí.
—No quería decir eso.
—Ya lo sé, pero es que esto es demasiado hasta para mí. ¿Cómo afronto
esto? Tengo que… Dios ¿qué voy a hacer?
—Vamos —le corrijo— vamos a hacer. No estás sola en esto.
—No puedo dejar que te hagas cargo de… —Deja la frase en el aire,
señala su tripa y continúa—. Sería demasiado egoísta por mi parte, Milo.
—Mírame —le pido y ella lo hace— ¿Crees que pienso que serías egoísta?
No me estás pidiendo nada, soy yo el que quiere hacerlo. Yo… no puedo estar
sin ti.
—Ni yo sin ti —confiesa bajando la cabeza, para después mírame a los
ojos.
Y su mirada me dice tantas cosas que me siento torpe. Dios, lo que daría
por besarla en este momento. Quiero alzar mi mano para acariciar su mejilla
y… lo hago. Su mano sigue a la mía y sus dedos se cuelan entre los míos. Ella
cierra los ojos y los abre en un pestañeo lento. Yo suspiro y me inclino.
Apenas unos centímetros separan nuestros labios y nuestras respiraciones se
vuelven más agitadas. Quiero besarla. Quiero hacerlo y sé que ella quiere que
lo haga. Pero agacho la cabeza hasta quedar con mi frente apoyada en su
barbilla.
—Estoy contigo, Zenda —le digo al tiempo que levanto la cabeza para
mirarla—. Estoy contigo.
CAPÍTULO 12

Poco después nos acostamos en su cama. Yo de lado y él pegado a mi


espalda, con su brazo rodeando mi cintura. No sé si Milo duerme, su
respiración suena acompasada, pero yo no puedo. Sencillamente no puedo
quitarme de la cabeza que hay una vida creciendo en mi interior. Una vida que
no ha pedido ser gestada pero ahí está, gestando. Pufff. ¿En qué momento se ha
complicado todo? ¿Cómo puede ser que se me fuera tanto la cabeza y dejar
que esto pasara? Cosmos, dame un respiro porque no puedo más. Entre esto y
lo de Milo. Joder, Milo. ¿Cuándo empezamos a confundir las cosas? Aunque
no sé si es correcto el término confundir, porque nunca he tenido algo tan
claro. Pero mi vida cada vez se complica más y no quiero arrastrarle en esta
locura en la que se ha convertido, en lo que dura un chasquido de dedos.
Aunque me diga que no quiere perderme y sabiendo como sé que yo tampoco
quiero perderle a él. Dios, ¿por qué tiene que ser todo tan difícil? ¿Será esto
una señal? ¿Querrá el destino decirnos de algún modo que Milo y yo debemos
renunciar a lo que hemos empezado a sentir? Joder, no. Me niego a dejar que
este tipo de pensamientos rijan mi vida. Esa decisión es nuestra y solo
nosotros podemos decidir qué hacer con ello. Pero eso sí, debemos ser
cautelosos, tomarnos las cosas con calma y no dejar que nos desborde… si es
que no lo ha hecho ya. ¡Puta vida! Un sonoro suspiro se me escapa de entre los
labios y la voz de Milo, susurrando en mi nuca, me sobresalta.
—No puedes dormir —afirma.
—Pensaba que estabas dormido.
—Y yo que lo estabas tú.
Pero, claro. ¿Cómo vamos a dormir con el maremágnum de sentimientos
que tenemos dentro de nosotros? Y no es que no lo hayamos exteriorizado lo
que pasa es que aún hay demonios que debemos exorcizar.
—Tengo que decírselo —confieso, como si Milo hubiera preguntado.
—Lo sé —musita tras unos segundos.
—¿Te preocupa?
—Te mentiría si dijera que no.
Me doy la vuelta y le miro.
—Pues no lo hagas, no tienes por qué.
—¿Mentir o preocuparme? —Sonríe.
—Ninguna de las dos cosas —contesto, yo también con una sonrisa
asomando a mis labios.
—No quiero perderte, Zenda.
—Sabes tan bien como yo que eso no va a pasar. —Suspira mirando al
techo—. Yo también tengo miedo, Milo. De muchas cosas.
Me mira y asiente. Es verdad que da miedo. Da miedo ser tan importante
para alguien que sería capaz de dejar su vida entera por estar conmigo. Da
miedo que te importe tanto una persona como para no importarte el resto del
mundo. Pero mi caso es diferente; y él sigue dispuesto a cualquier cosa con tal
de no perderme. Sí, da miedo, mucho miedo.
—¿Por qué no pones un poco de música? A ver si nos ayuda a dormir.
Alarga un brazo y trastea un poco con su teléfono móvil. La música empieza
a sonar muy bajita cuando nos acomodamos, abrazados, con mi cabeza en su
pecho. Un abrazo íntimo al que acompaña la música y voz de Ed Sheeran, que
comienza a sonar. Conozco la canción. Friends.
We’re not, no we’re not Friends / No somos, no, no somos amigos
Not have we ever been / Ni nunca lo hemos sido
We’re just trying to kief those secrets in a lie / Solo intentamos mantener
estos secretos en una mentira
And if they find out, will it all go wrong? / y si se enteraran, ¿saldría todo
mal?
And heaven knows no one wants it to / y sabe el cielo que ninguno quiere
que eso ocurra
So I could take the back road / Así que podría tomar el camino de vuelta
But your eyes’ll lead me straight back home / Pero tus ojos me
conducirán de vuelta a casa
And if you know me like I know you / Y si me conoces como yo te conozco
a ti
You should love me, you should know… / Deberías quererme, deberías
saber…
that friends just sleep in another bed / que los amigos duermen en camas
distintas
And friends don’t treat me like you do / y que los amigos no me tratan
como lo haces tú
Well I know that there’s a limit to everything / Bueno, sé que hay un límite
para todo
But my friend won’t love me like you / Pero mis amigos no me querrán
como tú
¿Puede caber la historia de nuestra vida en una canción? Sí, puede. Y la
verdad es que nunca me había parado a escucharla con tanto detenimiento.
¿Cómo la letra de una canción puede decir tanto de nosotros? Es la historia
real de nuestra vida. Nuestra vida juntos. Otra canción empieza cuando esta
acaba. Ha puesto una lista de reproducción de Ed Sheeran. Fall, comienza a
sonar. Y la mano de Milo en la parte baja de mi espalda.
You and I, two of a mind / Tú y yo, no tengas dudas
This love’s one of a kind / este amor es único en su clase
You and I we’re drifting, over the Edge / Tú y yo estamos a la deriva
sobre el borde
And I will fall for you, and I will fall for you / Y voy a enamorarme de ti,
y voy a enamorarme de ti
And if I fall for you, would you fall too? / Y si me enamoro de ti ¿te
enamorarías también?
Trago saliva mientras la música sigue. Estará Ed Sheeran metido en el
armario buscando inspiración para su próximo disco. Dios mío, qué manera de
atravesar la piel con unas simples palabras. Unas palabras que hablan de
nosotros, de Milo y de mí. Y que dicen aquello que nos obligamos a callar
porque tememos no poder con esto. El silencio vuelve, para ser roto a los
segundos por otra canción, Kiss me. Apoyo mi mano en su pecho, a la altura
del corazón. Y la mano de Milo dibuja círculos en mi espalda.
Settle down with me / Quédate conmigo
Cover me up, cuddle me in / cúbreme, abrázame
Lie down with me and hold me in your arms / Acuéstate conmigo y
sostenme en tus brazos
And your heart’s against my chest / Y tu corazón contra mi pecho
Your lips pressed in my neck / tus labios presionados en mi cuello
I’m falling for your eyes / Me estoy enamorando de tus ojos…
Nos apretamos. Joder, joder, joder.
Kiss me like you wanna be loved / Bésame como si quisieras ser amada
You wanna be loved, yo wanna be loved / Quisieras ser amada, quisieras
ser amada
This feel like falling in love / Es como si me enamorara
Falling in love, we’re falling in love / me enamorara, nos enamoráramos.
Su mano sube y acaricia mi cara, mis labios. Levanto un poco la cabeza de
su pecho y le miro. Sus ojos están clavados en mis labios; los míos en los
suyos. Alzo la mano que tengo en su pecho y acaricio los mechones de su pelo.
La mano de Milo, que masajeaba mi espalda sube de forma lenta y deliciosa
hacia mi nuca. Los labios me tiemblan, me los muerdo. Nos acercamos,
nuestras frentes se juntan. Los ojos se cierran, los labios se entreabren.
Parpadeamos y retrocedemos unos centímetros para mirarnos. Vamos a
besarnos, lo sé. Y quiero hacerlo, queremos hacerlo; porque sí, porque nos
apetece. Hacemos desaparecer los centímetros que separan nuestras bocas. Un
roce de nuestros labios, un suspiro de alivio, mío, suyo y la calidez más
apabullante cuando sus labios presionan los míos. Un beso dulce, cándido, que
nos hace cerrar los ojos. Nos separamos, pero solo para volver a besarnos
esta vez abriendo nuestros labios, dando permiso a nuestras lenguas, que se
enredan, se degustan, que se reconocen por primera vez. Gemimos en la boca
del otro y volvemos a dejar una pequeña distancia entre nosotros. Sonreímos
con una timidez desconocida para él y para mí. Esta noche no pasaremos de
ahí. Deseamos más y lo haremos, pero no esta noche. Mi cabeza vuelve a su
pecho, su mano a mi espalda. La música sigue sonando, Ed Sheeran sigue
contándonos cosas sobre nosotros, sobre lo que sentimos.
Y con el sabor de Milo en mis labios, cierro los ojos y me dejo llevar por
el sueño.
CAPÍTULO 13

A las siete de la mañana, abro los ojos al escuchar el sonido de su


despertador. Milo no trabaja los sábados, por lo que la alarma suena
únicamente para mí. Pero el insistente bip bip le despierta. Alarga la mano y
lo apaga, yo me incorporo restregándome los ojos, tengo mucho sueño. Milo
se sienta de inmediato y me agarra del brazo.
—¿Te encuentras bien? —me pregunta, alarmado.
Ladeo la cabeza hacia él y le miro aguantándome la risa.
—Milo relájate, solo tengo sueño, como siempre que me despierto a esta
hora.
—Pensaba que te habías mareado. —Me rio y él conmigo— ¿Qué te
apetece desayunar?
—Ah no, quédate en la cama, por favor. Tú no tienes por qué levantarte,
hoy no trabajas.
—Pero quiero hacerte el desayuno.
—Quédate en la cama Milo, es una orden —me levanto y camino hacia la
puerta.
—Nada de eso, quiero consentirte.
Dicho esto se levanta y me ignora al pasar por mi lado caminando en
dirección a la cocina. Me doy una ducha y cuando salgo, sobre la barra de la
cocina hay dos vasos con zumo de naranja natural y en cada uno de los dos
platos, dos rebanadas de pan tostado con aceite y tomates cortados en trocitos
muy pequeños. Se me hace la boca agua solo de verlo. La verdad es que me he
levantado con un apetito voraz. Pero en cuanto termino con mi desayuno me
siento llena, muy llena.
No hemos hablado de todo lo que pasó anoche; ni de mi recién descubierto
embarazo, ni del beso. Entre nosotros nunca hemos tenido problemas de
comunicación, lo hablamos todo. ¿Pero qué vamos a decir sobre el beso? ¿Qué
se nos fue la olla? ¿Qué malinterpretamos la situación? Ni una cosa ni la otra.
Nos apetecía, punto. Pero no hemos hablado del tema y no sé si quiero
hablarlo, pero lo que sí sé con absoluta certeza es que quiero repetir. Repetir y
avanzar. Cuando salgo de mi cuarto, ya preparada para ir a trabajar, veo que
Milo también se ha vestido.
—¿A dónde vas tan temprano? — le pregunto, extrañada, ya que no son más
que las siete.
—Te llevo al trabajo, así no mueves tu coche.
—No tienes por qué hacer eso.
—Pero quiero hacerlo, quiero acompañarte.
—No, quédate y piensa en un buen plan con el que sorprenderme esta tarde.
Asiente y yo agradezco que no insista. No me importa que me acompañe,
pero no quiero cambiar este tipo de rutinas solo porque esté embarazada,
porque sé que ese es el principal motivo de que quiera acompañarme. Y
debería sorprenderme que actúe así teniendo en cuenta que estoy esperando un
hijo de… otra persona. Pero es Milo. Cojo las llaves del coche y el bolso,
pero antes de que vaya a la puerta me agarra de la mano.
—Espera. —Tira de mí hasta quedar muy cerca el uno del otro—. Ten
cuidado, ¿vale?
Sonrío y le acaricio la cara. ¿Estaría muy fuera de lugar que le besara? Él
responde a mi pregunta interna presionando sus labios contra los míos. Pienso
en dejarlo ahí, pero ¡qué coño! Quiero más. Abro la boca y él responde
recorriendo el interior con su lengua, inspeccionando todos los rincones.
Joder, siento que voy a salir ardiendo de un momento a otro. ¿Y solo con un
beso? Ay Dios, que miedo me da todo esto. Nos separamos dejando entre
nosotros unos pocos centímetros. Quiero volver a besarle, pero me obligo a
centrarme. ¿A dónde iba yo? A trabajar. Sí. Vale. Nos despedimos con una
sonrisa y un <<nos vemos luego>>. Bajo corriendo las escaleras, antes de que
se me cruce el cable y llame al trabajo alegando que estoy mala; no puedo
hacer eso, que trabajo por necesidad no por amor al arte.
Cuando voy a medio camino, empiezo a arrepentirme de haber rechazado el
ofrecimiento de Milo a llevarme, porque no sé si es algo psicológico pero tras
enterarme de que albergaba dentro de mí un pequeño ser, todos, absolutamente
todos mis sentidos se habían activado. Estoy segura de que pronto desarrollaré
hasta el sentido arácnido de Spiderman. Vale, esto quizás no (y sin el quizás),
pero es que no entiendo cómo puedo estar tan sensibilizada ante todo lo que
me rodea: ruidos, olores… Sí, en menos de veinticuatro horas me he
convertido en algo así como una superpreñada, pero a la que la mayoría de
sus superpoderes le dan repulsión.
Cuando llego al curro, Isabel me mira con el ceño fruncido y me pregunta
qué me pasa. Otra que siendo vampiro camina bajo el sol. Qué lista es la
jodía. Pero tengo qué quererla y espero que ese amor sea suficiente porque
cuando se entere de mi embarazo me voy a llevar la madre de todas las
collejas por habérselo ocultado. Porque decírselo a día de hoy, no es una
opción.
—Si te ve con esa cara que traes, te mandará a casa otra vez —dice
refiriéndose a Bruno, nuestro jefe.
—Pues la que tengo Isa, que no formo parte de la sociedad de Los Hombres
sin Rostro de Juego de Tronos. —Bromeo.
Y nos reímos, sí. Por el comentario y porque no podemos evitar acordarnos
de aquel día en el que, muerta de risa, me contó que su marido había hecho
referencia al nombre de la serie mencionando un íntimo momento en el que
jugaba a Candy Crush sentado en su particular trono de hierro. Ay Dios, la
flora y fauna de mi vida. Y qué haría yo sin todos ellos.
Como cada día, me dispongo a ayudarla en sus tareas en la cocina, pero por
los todos los dioses, que hoy se me va a hacer mucho más duro que de
costumbre. Isa pela papas para la megatortilla a la que le echa de todo; si
tuviera a mano la sangre de una virgen apostaría a que también le echaría unas
gotitas como aderezo. Una vez se lo mencioné y me dijo que ya había
descubierto su ingrediente secreto. Para tomarle el pelo a esta mujer tengo que
nacer diez veces por lo menos. Es cuestión de tiempo que se dé cuenta de que
lo que mi cuerpo está incubando no es ningún virus. Mientras ella pela papas
yo contengo la respiración porque hasta ese olor me está haciendo mal. Por no
hablar de la mayonesa que, sin destapar el bote, ya hace que mi cara parezca
un arcoíris.
—Niña, sal de la cocina, parece que vayas a vomitar de un momento a otro.
—Estoy bien, Isa —miento.
No, no voy a vomitar pero tampoco estoy bien del todo. ¿Cómo voy a
manejar la comida si hoy no soporto cualquier olor?
—A ver si vas a estar en estado de buena esperanza. —Ya había dicho yo
lo lista que es esta mujer, ¿verdad?
—Sí, y además de trillizos —le digo intentando sonar casual, pero
riéndome por su comentario. Ella y su manera de decir las cosas. —No estoy
embarazada, Isa.
Me mata. Me mata fijo cuando se entere.
—Pues llevas unos días muy rara.
No contesto y salgo de la cocina obligada por ella. Me uno fuera a mis
compañeros, Belén y Freddy. Descubro que el olor del café no me sienta tan
mal, aunque ahora mismo no pueda tomarlo, así que me paso la mayor parte de
la jornada pegada a la máquina del café, como si fuera mi salvavidas.
Cuando salgo del trabajo a las cinco, mi estado ha mejorado
considerablemente. Ya no siento ese malestar que me ha invadido toda la
mañana y parte de la tarde. Conduzco animada escuchando música, deseando
llegar a casa y saber qué ha organizado Milo para esta tarde.
CAPÍTULO 14

—¿Ese es tu plan? ¿Ir a ver a mis padres?


Que no se me malinterprete, adoro a mi familia, pero para este sábado me
apetecía algo más emocionante. En realidad, quería algo que implicase estar
solos.
—Ha llamado tu madre, dice que tiene algo muy importante que contarnos.
—Ay Dios, Milo. Lo sabe
—¿Qué dices? ¿Cómo va a saber que estás embarazada? Es imposible.
—No, no. Me refiero a lo nuestro, es decir, que tú y yo no somos…
—A ver, Zenda. —Me interrumpe—. Eso es algo por lo que ya no tenemos
que preocuparnos, ¿no te parece?
Mis padres viven en un piso, en un barrio muy cerca del centro. Nada de
extravagancias, por lo menos en lo que a la vivienda se refiere. Siempre
hemos sido una familia humilde, pero honrada. Mi padre se llama Emilio y es
mecánico; trabaja en un taller. Mi madre, Sofía, es comercial y tiene unas
aficiones un poco raras. No conozco a ninguna mujer de cincuenta y cuatro
años a la que le gusten los deportes extremos, solo a ella. Bueno, y a mi padre
que la acompaña en sus locuras. No sé cómo mis hermanos han salido tan
normales, con el par de locos que tenemos como progenitores. Yo no me
incluyo porque también llevo la locura por bandera.
Miedo me da pensar, que puede ser eso tan importante que quieren
contarnos. Llegamos y subimos en el ascensor hasta la séptima planta. Cuando
estamos en el rellano, Milo me coge de la mano y me sonríe, haciendo que me
tranquilice. Aunque tengo llave del piso, tocamos el timbre. Mi padre nos abre
la puerta y nos recibe con una gran sonrisa. Nos da un breve abrazo a cada uno
y nos hace pasar.
—¿Y bien? ¿Qué es eso qué queréis contarnos? —le pregunto porque no
aguanto más esta incertidumbre.
—Pasad al salón, ya estamos todos ―Don Evasivas, le llaman.
Caminamos detrás de él y llegamos a la sala donde mi madre y mis
hermanos nos esperan. Soy la única que ha venido acompañada de su pareja,
pero nadie dice nada. La expectación por lo que quiera que sea que mi madre
tiene que contarnos abarca todo lo demás y crece por momentos.
—Sentaos —nos ordena mi madre en cuanto nos ve.
—Hola a ti también —le respondo, mientras Milo y yo nos acercamos y le
damos un beso en la mejilla.
Cuando nos disponemos a saludar a mis hermanos, ella nos increpa.
—¿Podéis dejar los saludos para luego? Lo que tengo que contaros es
importante.
—Ay, Dios mío, ¿no me digas que tú también estás embarazada? —le suelta
mi hermana, y mi madre la mira como si estuviera loca.
—¿Cómo voy a estar embarazada, Mika? Pero si tengo la menopausia.
―¿Y qué significa eso de también? ―hablo sin pensar siquiera,
suponiendo que se refiere a mí y no a ella misma, que ya tiene sus buenos siete
meses.
―¿Lo mío qué son? ¿Gases? ―contesta mi hermana, sin entender mi
pregunta. Algo completamente lógico, por otra parte.
Todos respiramos con alivio y Milo y yo nos miramos de reojo.
—Ve al grano, mamá —le suelta Chus, mi hermano.
Ella se recoloca muy digna en su asiento y nos mira a todos con esa cara
que pone como si estuviera de vuelta de todo. Y lo está, creedme.
—Cómo sabéis, no soy una mujer muy convencional…
—Lo sabemos —la corta mi hermana.
—No me interrumpas, hija. —Le dedica una mirada que no admite réplica y
prosigue—. Como os decía, no soy una mujer a la que le vayan las aficiones
típicas de las mujeres de mi edad. No hago ganchillo, ni punto de cruz, ni nada
de eso. Lo más normal que hago es leer. Ya sabéis que tipo de lecturas me
gustan… Y ahí es donde quería yo llegar.
—Ay, Señor. —Suspiro, porque creo saber por dónde van los tiros.
—Dejad de mentar a Dios, por favor, que parece que os vaya a contar que
estoy poseída por el maligno. —Así es ella, genio y figura.
—Al grano. —Vuelve a repetir mi hermano, que es de pocas palabras.
—He escrito un libro —nos suelta y nos mira a todos antes de sentenciar—
erótico.
Y el silencio se apodera del momento. Nos miramos entre nosotros,
mientras mi madre comienza a revolverse nerviosa en el asiento.
—¿Has escrito un libro erótico? —inquiere mi hermano.
—Eso he dicho.
—Has escrito un libro erótico —repite mi hermana.
—¿Vais a repetirlo todos? ¿Zenda? —Le miro y no sé qué decirle, esta
nueva afición de mi madre, me deja sin palabras―. ¿Serás mi lectora cero?
Necesito tu opinión.
—Yo no pienso leerlo —sentencia mi hermana.
—Por eso no te lo he preguntado a ti. Hay que ver que poco abierta de
mente eres, hija.
—Haya paz —hablo por fin— Mamá, ¿cómo es que te ha dado ahora por
escribir un libro? Y además erótico.
—Bueno es una afición más propia de las mujeres de mi edad. —Le miro
arqueando las cejas—. Vuestro padre me apoya —. Mi señor padre asiente.
—Papá te apoyaría aunque quisieras abrirte un piercing en la ceja.
—Bueno, Zenda ¿Vas a leerme o no? —me pregunta, ignorando el
comentario de mi hermana.
—¿Tengo opción?
—No —responde, resuelta.
Y ya está todo dicho. Sofía Abril, mi madre, la escritora.
CAPÍTULO 15 (Milo)

Siempre he sabido que Zenda es especial. Lo supe nada más intercambiar


un par de frases aquella noche, en lo que dejó de ser un bar cualquiera. Es
risueña, divertida y un poco loca. Pero claro, tiene a quien salir. Su madre es
como ella, pero con casi treinta años más. Aunque a Zenda no es que le llame
la atención esas aficiones de su madre, que a sus hijos les pone los pelos de
punta. Casi le da un ataque cuando sus padres le contaron que iban a saltar en
paracaídas. Esa noche Zenda no pegó ojo. Pero sé que la admira. Admira esa
fortaleza y valentía que caracteriza a la mujer que le dio la vida. Lo que Zenda
no sabe es que ella también posee esas cualidades. Y ahí está, sentada sobre
sus piernas en el sofá, con el manuscrito de su madre entre las manos. Lleva un
rato leyendo y se ha tapado la cara con una mano varias veces.
—¿Qué? ¿Cómo va? —le pregunto aguantándome la risa.
—No puedo creer que mi madre haya escrito esto.
—¿Alguna escena truculenta?
—Aun no, pero no tardarán en aparecer, hay… cierta tensión.
“Y aquí también la hay”, pienso para mí. Desde que nos hemos besado esta
mañana no puedo parar de pensar en las ganas que tengo de desnudarla y
acariciarla por todos los rincones de su cuerpo. Sé bien cuanto me tuve que
contener anoche para no hacerle el amor. Cuando noté sus labios sobre los
míos, quise apretarla contra mí y no soltarla jamás. Y cuando su lengua se
deslizó dentro de mi boca, tuve que reprimir el gemido que pugnaba por
hacerse oír desde mi garganta. Y su mano en mi pelo, joder. Confieso que me
pone que introduzca las manos en él y lo acaricie. Y mi mano en su espalda,
Dios. Ahí sí que tuve que hacer acopio de toda la fuerza de voluntad que me
quedaba para no internarme por su pantalón, hacer que se subiera encima de
mí y notase cuando me apetecía hacerle todas esas cosas con las que sueño
desde que mis ojos se encontraron con los suyos. Y esta mañana he estado a
punto de pedirle que no fuera a trabajar. Que se quedase en casa conmigo y
seguir besándola hasta que nuestros cuerpos nos pidieran dar un paso más allá.
—¡Milo! —Su grito me saca de mis pensamientos—. ¿Pero dónde coño
estás?
La miro pero no contesto, no voy a decirle los pensamientos que me rondan
la cabeza, aunque me muera de ganas.
—Te preguntaba que si quieres que te lea un fragmento —dice y yo asiento.
—Claro.
Me siento en el sofá a su lado. Ella carraspea, no sé si para aclararse la
garganta o porque le incomoda lo que está a punto de leer, y comienza.
—“Elián es enigmático, tal vez demasiado. Elige con sumo cuidado sus
palabras, no arroja ninguna luz sobre nada que podamos utilizar para
especular un poco más sobre él. No nos mira, pero sabe perfectamente que
le observamos. Que intentamos adivinar su procedencia, sus gustos, sus
costumbres. Y justo en ese momento en el que no puedo apartar la mirada de
él, levanta la cabeza y me mira con esos ojos oscuros. Me muerdo el labio
superior para controlar el gemido que me provoca con su escrutinio.
Ninguno aparta la mirada, nos estamos retando. Quien deje de hacerlo
perderá y yo soy muy competitiva. Durante unos minutos me pierdo, sus ojos
son tan negros que la pupila y el iris parecen haberse fusionado.
—Mendizábal. —La voz del jefe se oye desde su despacho, pero él se
niega a apartar la mirada de mí—. ¡Elián!
Tras el grito de nuestro jefe, hace una mueca y se levanta. Yo le dedico
una sonrisita de suficiencia. Coge un post it y garabatea algo en él, antes de
pasar por mi lado camino al despacho del mandamás. Al pasar, lo pega en
mi mesa sin que nadie repare en ello. Yo pongo la mano sobre la nota, y sin
hacer movimientos bruscos para que las fieras de nuestros compañeros no
se percaten de mis movimientos, la despego de la mesa y la pongo en mi
muslo donde poder leerla sin miradas curiosas.
Si Víctor no me hubiera llamado, habrías perdido. Tú y yo lo sabemos,
pequeña.
Arrugo la nota y la tiro a la papelera. ¿Que habría cedido? ¿Pequeña? Ay
grandullón, no sabes con quien has dado.”
Zenda deja de leer y me mira mordiéndose los labios, para que le haga
saber mi parecer.
—Es buena —concluyo—. Sabe crear atmosfera, desde luego.
—Sí, la cabrona. —Deja el manuscrito sobre la mesa delante de nosotros
—. Voy a dejarlo por hoy, porque si leo alguna escena subidita de tono no
pegaré ojo en toda la noche. —Se mueve y hace una mueca.
—¿Estás bien?
—Ha vuelto el malestar.
—¿Náuseas?
—No, no son náuseas, es un dolor leve en el vientre. —Se pasa la mano
por él—. He leído que es normal en el primer trimestre.
—Tengo una idea, espera.
Me levanto, voy hasta el baño y regreso al salón con el body milk de
Zenda. Vuelvo a sentarme en el sofá y hago que se acomode entre mis piernas,
de espaldas a mí. Le levanto un poco la camiseta y noto que se le eriza la piel.
A mí me pasa lo mismo. Pongo un poco de crema en mis manos y las deslizo
suavemente por su tripa. La crema está fría pero pronto adquiere una
temperatura agradable. Zenda suspira y apoya la cabeza en mi pecho cerrando
los ojos. Trago saliva y me concentro en lo que estoy haciendo. Me reprendo
mentalmente por esas ganas que me invaden de que mis manos se aventuren un
poco más abajo. <<Recuerda por qué estás masajeándole la tripa>>, me digo.
Zenda inclina la cabeza hacia un lado y me mira con una sonrisa en los labios.
—¿Qué? —le digo.
—Nada —dice, negando con la cabeza y volviendo a apoyarla sobre mi
pecho—. Solo…gracias.
—¿Por qué?
—Por estar y… por ser como eres.
Sonrío y le beso el pelo. No Zenda, no. Gracias a ti por existir.
CAPÍTULO 16

Estamos en el ecuador de la semana. El domingo fue un día bastante


incómodo físicamente. El ligero dolor en el vientre no había desaparecido por
lo que pasamos el día viendo películas tirados en la cama. La tensión sexual
entre Milo y yo ha ido in crescendo en estos últimos días, a pesar de que la
incomodidad de este dolor parecido al del período me hace tener cara de
acelga. Anoche se lo dije después de que me dijera lo preciosa que estaba. Él
me besó en respuesta lo que provocó que nos pusiéramos un poco tontos.
Nuestras manos viajaron más allá de lo que les habíamos permitido
anteriormente, pero sin llegar a adentrarse en aquellas zonas donde más
necesitábamos las caricias del otro. Milo bajó sus manos a mi trasero y
apretando con fuerza, hizo que me moviera hasta quedar encima de él. Notaba
su erección bajo la fina tela del pantalón del pijama.
—Zenda... —Había gemido en mi boca sin dejar de besarme.
Una ligera y muy breve punzada me recorrió el bajo vientre, por lo que tuve
que parar.
—¿Qué pasa? ¿Ha vuelto?
Asentí avergonzada por tener que parar en ese momento. ¡Yo también
quería seguir, maldita sea! Pero él depositó un suave beso en mis labios y
susurró:
—No pasa nada. Lo importante es que tú estés bien. Lo demás puede
esperar.
Esta es nuestra última semana de trabajo antes de iniciar nuestras ansiadas
vacaciones. Ambos necesitamos esos días para desconectar de todo. De todo,
menos de nosotros.
Esta mañana he tenido mi primera visita con la matrona. Milo había
insistido en acompañarme, pero era algo que tenía que hacer sola. Me ha
mandado unas vitaminas y me ha recitado una serie de alimentos que debo
evitar, entre ellos el jamón y el café. Me sentí un poco violenta cuando me hizo
las pertinentes preguntas sobre las posibles enfermedades por parte del padre.
No quise explicar lo que había pasado así que, dándole largas, le dije que
para la próxima visita podría responderle a eso.
—Debí haber ido contigo —me dice Milo.
Es la una y media de la madrugada y estamos acostados en su cama, boca
arriba, mirando el techo.
—¿Para qué? Habría sido lo mismo, incluso peor. ¿Embarazada y
acompañada de alguien que no es el padre de la criatura? Hubiera sido muy
raro.
—Un amigo.
—Ya… —Respiro hondo— No sé cómo voy a hacer esto, Milo. No quiero,
pero tengo que decírselo. Tiene derecho a saber que va a ser padre.
—Lo sé —Entrelaza su mano con la mía, la sube a la altura de su cara y me
besa el dorso—. Yo voy a estar contigo, pase lo que pase.
Le miro y sonrío. Sin mediar palabra me inclino hacia él y le beso. Y le
beso porque no encuentro mejor manera de expresarle todo lo que me hace
sentir. Seguridad, fuerza, gratitud, serenidad, aprecio, cariño… ¿amor? No sé
si es ese tipo de amor, pero empieza a parecerlo. Aflojamos el beso y
sonreímos. Aún nos parece increíble que hayamos llegado a esta situación.
Aunque besarnos es algo que nos sale natural; si lo sentimos no lo pensamos,
simplemente lo hacemos. ¿Qué sentido tiene darle tantas vueltas? Pero yo
empiezo a necesitar más. Necesito que me toque, por todas partes. Y si bien la
matrona me tranquilizó cuando me comentó que el dolor que siento en el
vientre es algo normal, es bastante incómodo querer llegar más allá y tener que
parar porque el dolor me impida continuar.
La jornada de trabajo del viernes se me hace eterna. Ya he firmado el parte
de vacaciones y estoy ansiosa por salir. Mañana a primera hora estaremos de
camino a una casita rural donde pasaremos doce de los quince días de
vacaciones. Hoy el dolor parece haber remitido un poco, pero sigue ahí. A las
doce de la noche me despido de mis compañeros a la salida del curro. Camino
hasta mi coche, casi dando saltitos. Cuando llego a casa encuentro a Milo en el
salón viendo la tele, su jornada de trabajo acaba antes que la mía.
—¡Vacacioneeeeessssssss! —grito a pesar de la hora que es, tirándome
encima de él.
—Cuidado que te vas a hacer daño, loca —me dice entre risas.
Me levanto y voy al cuarto de baño, donde me doy una ducha. Ya había
hecho la maleta por la mañana, así que lo tengo todo dispuesto para el día
siguiente. Tengo muchas ganas de llegar y disfrutar del lugar y del aire puro y
limpio del campo. Dejamos nuestras cosas en el salón para evitar que mañana
se nos quede algo atrás y nos vamos a la cama. Mañana nos toca madrugar.
Nos enroscamos para dormir como la mayoría de las noches desde que
hemos decidido soñar en la misma cama. Nos damos un beso, íntimo, pero sin
connotaciones sexuales. Un beso de buenas noches. Y con mi cabeza apoyada
en su pecho, mi pierna sobre las suyas y sus brazos abrazándome con una de
sus manos en mi muslo desnudo, cerramos los ojos. Mañana será un día
intenso.
CAPÍTULO 17

—Zenda, ¿lo tienes todo?


—Que sííííí, vámonos ya.
Salimos de casa y bajamos las escaleras; tenemos tantas ganas de llegar
que esperar el ascensor no es una opción. Metemos todas las cosas en el
coche: nuestras maletas, la comida que necesitaremos para esos días y todo lo
que llevamos con nosotros. Milo se sitúa tras el volante y yo, a su lado, en el
asiento del copiloto. Ha insistido en conducir él a pesar de que me siento bien,
casi no hay rastro de esas molestias en el abdomen. Creo que tiene algo que
ver que me siena tan relajada. Vamos escuchando a Thirty Seconds To Mars
mientras avanzamos por la carretera y dejamos la polución de la ciudad atrás.
Y yo canto desgañitándome, aunque lo hago tan mal que me echarían hasta de
los karaokes, seguro. Milo me mira y se ríe, ya está acostumbrado a oírme
asesinar la música. Si Jared Leto me escuchara ahora mismo me denunciaría
por daños y perjuicios.
No sé cuánto tiempo pasa hasta que llegamos a una casita bastante apartada
a la que hemos accedido por una carretera de tierra. La fachada de la casa es
preciosa, totalmente revestida de piedra y adobe. Es una moderna casa de una
sola planta de diseño rústico. La terraza exterior tiene un techo construido con
caña y columnas de troncos de árboles. Todo muy en sintonía con la
naturaleza. Un camino estrecho de adoquines te lleva a la parte de atrás donde
hay una piscina mediana en la que estoy deseando zambullirme. Los muros de
la parte posterior siguen una forma ovalada y hay ventanales largos y
estrechos, separados entre sí, que dan al interior.
—Pero Milo, esto debe de haberte costado una pasta. Vamos a medias ¿eh?
—De eso nada, la he elegido yo ¿no? Pues pago yo.
—Sí, pero la idea de venir al campo fue mía.
Ignora mi comentario y me hace pasar dentro, donde también se respira
naturaleza. Es absolutamente maravilloso. Con estructuras y muros de arcilla y
piedra y suelos de madera, el interior cuenta con un salón bastante amplio
decorado con detalles artesanales y una chimenea (adoro estos chismes); una
cocina, separada del salón con una barra enorme; una habitación bastante
pequeña con una litera integrada a la pared; un baño no muy grande y un
dormitorio principal que me resulta de ensueño. Siendo relativamente pequeño
cuenta con una cama con cabezal de caña (de que me acabo de enamorar) y
con pinta de ser muy cómoda. Hay un pequeño vestidor que hace las veces de
armario separado del cuarto por una cortina color hueso como la que cubre la
ventana que da al exterior y un baño privado.
—¿Y esta escalera?
En la pared justo a un lado de la cama hay una escalera como las de soga,
pero hecha de madera.
—Da a la azotea —contesta.
No es una azotea al uso, pero el detalle de la escalera en el dormitorio, no
sé por qué, pero me ha encantado.
Cuando he inspeccionado todos y cada uno de los rincones de esta
maravilla, deshacemos las maletas, colocamos las cosas de aseo en el baño y
la comida en la cocina. Aún es temprano pero hemos desayunado tan pronto
que me rugen las tripas. Preparo un sándwich de pavo para cada uno y sirvo
dos vasos de zumo de piña. Milo casi ha terminado de montar la terraza así
que coloco todo en una bandeja y salgo al exterior.
—¿Te gusta? —me pregunta mientras nos comemos el aperitivo.
—Mucho, pero insisto, vamos a medias con el pago.
—No seas pesada, anda —dice y mira al cielo—. Hace bueno, ¿estrenamos
la piscina?
Me pongo el bikini y sigo el camino hacia la piscina. Milo ya ha quitado la
gran lona que la cubre y está conectando la pequeña cascada de agua que hay
en una esquina. Hay varias hamacas pero extiendo mi toalla en el césped. Él
hace lo mismo en cuanto vuelve de cambiarse. Se ha puesto un bañador negro
y yo lo sigo con la mirada hambrienta mientras se sienta a mi lado. Me mira,
sonríe y sin más preámbulos, se inclina y me besa. Con su mano en mi nuca y
la mía en su mejilla, nos besamos con ganas, comiéndonos, lamiendo y
mordiéndonos los labios. Nos separamos y Milo junta su frente a la mía
durante unos segundos para volver a besarme inclinándose más haciendo que
me recueste en la toalla. Enredo los dedos en su pelo, le gusta que lo haga y a
mí me gusta hacerlo. Él gime en mi boca en respuesta. Su barba me hace
cosquillas en la cara y automáticamente pienso como sería sentir esa sensación
tan agradable en otra zona de mi cuerpo. Su mano se posa en mi cadera y
asciende de forma lenta y deliciosa hasta llegar a mi pecho. Primero lo roza y
después lo cubre con su mano. Deja de besarme en los labios para hacerlo en
la mandíbula, el cuello y entre mis pechos. Levanta la cabeza para mirarme y
entonces se incorpora hasta quedar de pie.
—Ven conmigo —susurra, al tiempo que me tiende la mano.
Alargo mi mano para coger la suya y cuando hago fuerza para levantarme
noto un pinchazo en el vientre que me impide hacerlo. Me quedo sentada y mi
mano viaja inconscientemente a mi tripa. Milo abre los ojos alarmado al
verme el gesto y se agacha preocupado.
—¿Zenda?
—¡Joder!
Me quejo sin mirarle, con la cabeza hacia abajo y doy un golpe en la hierba
con la palma de la mano. Milo se sienta frente a mí y me levanta la cabeza
poniendo las manos a ambos lados de mi cara.
—Mi vida… tenemos todo el tiempo del mundo.
No, no quiero esperar. Me inclino hacia él con la intención de volver a
besarle, pero se echa hacia atrás al tiempo que niega con la cabeza.
—¿No quieres? —le digo reprimiendo las ganas de llorar que me dan ante
su negativa.
—Más que nada en el mundo. Pero no quiero que por mi culpa te pase algo
a ti o… al bebé.
—Pero Milo estoy bien, ha sido momentáneo, ¡te juro que estoy bien! —
exclamo, frustrada.
—Zenda, no voy a hacer nada contigo ahora, tú no te has visto la cara hace
un momento —contesta serio—. Voy a vestirme.
Se levanta pero antes de que se marche, consigo agarrarle la mano. No le
miro y tras unos segundos se agacha y me abraza por la espalda. Yo le abrazo
como puedo echando los brazos hacia atrás.
—Nunca me perdonaría hacerte daño. —Me besa el pelo—. No tenemos
prisa, mi vida.
Mi vida. Otra vez mi vida. ¿Lo soy? Desde luego él es la mía. ¿Es amor?
Me giro aflojando nuestro abrazo y le miro. Él se agacha hasta poner su
cara a la altura de la mía.
—Quiero que sea perfecto Zenda, no quiero que uno de los momentos más
importantes de nuestras vidas se convierta en el peor por hacer las cosas en el
momento equivocado. No quiero tener que arrepentirme. —Asiento con la
cabeza— Te quiero, más que a nada. Lo sabes ¿verdad? —Asiento otra vez.
—Y yo a ti, Milo. Y yo a ti.
Y ya no hay dudas. Es amor.
CAPÍTULO 18

Pasamos el resto del día en la piscina, manteniendo el mínimo contacto


físico. Cuando salimos nos damos una ducha. Como en la casa hay dos aseos
completos, lo hacemos a la vez, cada uno en un cuarto de baño. Estamos en la
cocina preparando la cena y nos hemos rozado varias veces de forma
inconsciente, al menos por su parte porque yo sí lo he hecho aposta. Y es que
cuando me roza se me nubla hasta la vista y solo siento deseos de arrancarle
ese pantalón de pijama que lleva y que le cae de forma deliciosa. Y lo peor es
que no se ha puesto camiseta y ver su pecho desnudo me está haciendo perder
la cabeza. Preparamos fajitas de pollo y ternera, pero sin picante ya que por el
embarazo no puedo tomarlo. Nos sentamos en la terraza con nuestra cena y
Milo sirve dos vasos de zumo de piña. Sé que se muere por una cerveza y yo
también, pero decidimos no traer alcohol. Él lo hace por mí, claro. ¿Es o no es
un cielo?
Terminamos la cena y pasamos dentro, la noche se avecina calurosa y en la
casa hay aire acondicionado. Llevo puesto un pantalón holgado y una camiseta
de tirantes pero como ya he dicho, hace calor, así que voy al cuarto y me
pongo uno de los pijamas más cortos que he traído. Y sí, lo hago para ver si de
paso tiento un poco a Milo y se deja hacer. Pero pasado un rato compruebo
que no funciona. Y, joder, ya no sé qué hacer, me he sentado de mil maneras
diferentes haciendo destacar mis atributos, para que me mirara y flaqueara. Y
mirarme me ha mirado, todo lo que le he dejado a la vista y lo que no, pero sus
manos se mantienen alejadas. Y yo las quiero debajo de mi ropa, encima de mi
piel. Por todas partes. Pero él sigue fiel a su decisión de no tocarme y yo me
frustro, mucho. Al rato nos vamos a la cama y cuando voy a enroscarme a él
como una culebra se da la vuelta alegando que tiene calor. Sé porqué lo hace
pero a mí esta actitud me pone de muy mala leche. Cuando intuyo que se ha
dormido me levanto y me encierro en el baño. Estoy tan caliente que no puedo
dormir. Y caliente en muchos sentidos porque mi enfado no ha disminuido.
Jodido, Milo ¿Cómo cojones aguanta? ¿Se habrá tocado mientras se daba una
ducha? Me cabrearía mucho si así fuera. Yo también necesito alivio pero
quiero que sea él quien me lo proporcione. Cierro la tapa del wc y me siento.
Me levanto la camiseta y me miro la barriga.
—Escúchame pequeño alien —susurro— tú y yo vamos hablar ahora de
madre a embrión. O me das una tregua o juro que cuando nazcas te pongo el
nombre más feo que se me ocurra.
Me siento mal en cuanto lo digo, yo no pedí quedarme embarazada pero
esta pobre criatura tampoco ha pedido ser engendrada. Salgo del cuarto de
baño y me acuesto. Milo está ahora bocarriba y apenas se ha tapado por lo que
puedo verle desnudo de cintura para arriba. Tiene un brazo colocado por
encima de la cabeza y el otro sobre su abdomen. Me pongo de lado y le miro,
tengo ganas de meterme bajo las sábanas y despertarlo de tal manera que no
pueda negarse, pero me reprimo. Dios, es que lo necesito tanto que me duele
una parte concreta de mi anatomía, situada al sur. Y necesito calmarlo porque
si no, no voy a poder pegar ojo. Me coloco en la misma posición que él y bajo
mi mano hasta meterla por mi pantalón y mi ropa interior. Al primer roce un
gemido incontrolable sale de mi garganta. Con la otra mano me tapo la boca,
temiendo haberlo despertado y que me pille con las manos en la masa, pero
compruebo que sigue dormido. Sigo acariciándome con la mano sobre mis
labios para ahogar mis jadeos. Pienso que son los dedos de Milo los que me
acarician. Y me abstraigo, tanto que no me doy cuenta de que hay movimiento
a mi lado hasta que una mano agarra la mía y me hace parar.
—Frena —susurra pegado a mi oído.
—¿Por qué? Si tú no quieres tocarme tendré que hacerlo yo. —Sale de mi
boca entre jadeos.
—Ya te lo he explicado —sigue susurrando— no quiero que os pase
nada... pero si te vas a correr de alguna forma Zenda, déjame que sea yo quien
te ayude.
Mi mano es sustituida por la suya y sus dedos comienzan a tocarme,
lentamente. Ya no hay necesidad de acallar mis gemidos y campan a sus anchas
por mi garganta hasta que encuentran una salida entre mis labios. Y gimo tan
fuerte que creo que podrán oírme en muchos kilómetros a la redonda. Alargo
mi mano hacia él pero no me deja tocarle.
—Yo también quiero tocarte, Milo.
—Déjame regalarte esto.
Y sigue tocándome. Y me besa. Me besa y me toca y yo me desarmo entre
las sábanas porque por fin Milo me está acariciando. Pronto el orgasmo llama
a mi puerta y me deshago en él, entre sus dedos.
—Dios, Zenda —dice mientras yo me recompongo— esa es la imagen que
voy a grabar día y noche en mi retina y cada vez que me hunda en ti.
—Hazlo ahora, esto no llega a ser suficiente.
—Hagamos que lo sea, al menos por esta noche, concédeme eso.
Y no puedo hacer otra cosa más que asentir. Nos besamos y me abraza. Su
cuerpo desprende un calor que se me antoja demasiado agradable. El orgasmo
que Milo me ha regalado ha aplacado un poco mis ganas, pero no del todo.
Sigo queriendo sentirle dentro de mí. ¿Quiere que le conceda esta noche?
Bien, lo haré, pero solo esta noche, Milo. Ni una más.
CAPÍTULO 19 (Milo)

La luz que entra en la habitación consigue despertarme. No es mucha, pero


lo suficiente para que me impida volver a cerrar los ojos. Miro a mi lado y
compruebo que Zenda no está. Madre mía, Zenda… Anoche creí que iba a
volverme loco cuando vi su mano entre sus piernas. Sabe Dios lo que me costó
no ceder a sus deseos y a los míos, y hacerle el amor de todas las maneras
posibles. Pero yo vi cómo se le contrajo la cara de dolor por la tarde. Y a
pesar de eso ella quería continuar. Joder y yo también. Pero después de todo
podíamos esperar un poco más. O eso creí, porque menuda sorpresa cuando la
escuché gemir. Me habían despertado sus jadeos a pesar de que, al abrir los
ojos, vi cómo se tapaba la boca para acallarlos. No podía recriminarle que lo
hiciera, yo mismo había estado a punto de hacerlo antes de irnos a dormir
después de verla con aquel pijama tan cortito y como se movía para tentarme,
porque estoy seguro de que es lo que estaba intentando. Y casi lo consigue.
Las tetas prácticamente se le salían por encima del encaje de la aquella
camiseta tan corta y no llevaba sujetador porque los pezones se le marcaban
por encima de la tela. Y yo como podía, evitaba que viera que estaba causando
estragos en mi cuerpo. Pero no quise tocarme después de aquello, no era eso
lo que me apetecía y no podría calmarme. Quería que fuera ella quien lo
hiciera. Por eso cuando vi lo que estaba pasando a mi lado no pude
contenerme. Ella iba a hacerlo de todas formas, así que, aparté su mano e
introduje la mía y cuando la rocé… Diosss, el puto paraíso entre sus piernas.
Y solo la estaba tocando. Pero emanaba tanto calor y estaba tan húmeda por
haberse estado acariciando que por poco no me corro al pensar lo que sentiré
cuando esté dentro de ella. Y sus gemidos. Quería beberme todos y cada uno
de ellos. Me sentí bien, porque era yo quien se los estaba proporcionando,
nadie más. Y cuando se corrió en mis dedos la besé con ansias, cómo lo
hubiera hecho si se hubiera corrido en mi boca. Quise chupar mis dedos y
comprobar lo bien que sabe, pero si lo hacía, eso nos hubiera calentado más a
los dos y aquello no habría terminado. Pero tenía que ser así, yo necesito ver
que está bien.
Alargo la mano y toco su lado de la cama. Está frío, por lo que debe de
hacer bastante tiempo que se ha levantado. Hago lo mismo y camino hacia el
salón pero no está allí, ni en la cocina. Miro por los pequeños ventanales pero
tampoco la diviso en la piscina. ¿Dónde se habrá metido? Salgo a la terraza y
miro alrededor. Nada, ni rastro de ella.
—¿Zenda? —la llamo.
—¡Aquí arriba!
Avanzo un par de pasos y miro hacia un lateral de la casa. Y ahí está,
sentada en la azotea con los pies colgando hacia afuera.
—¿Qué haces ahí? —le pregunto, pero ella se limita a encogerse de
hombros.
Camino de vuelta al dormitorio principal y subo los peldaños de la
escalera que llevan a la azotea donde Zenda se encuentra. Se gira al
escucharme llegar. Lleva un pantaloncito corto y la parte de arriba del bikini.
—¿Quieres un poco? —pregunta señalándome un vaso medio lleno de algo
que no identifico.
—¿Qué es?
—Zumo de manzana. —Asiento en respuesta a su pregunta anterior.
Coge el bote de zumo y rellena el vaso, ni siquiera había visto que lo tenía.
Cuando está lleno, me lo tiende.
—Toma. Aún está fresquito.
—¿Llevas mucho aquí arriba? —pregunto y tomo un sorbo.
—Solo un rato. Estaba haciendo tiempo hasta que te despertaras para
desayunar juntos. Me he bebido medio bote de zumo pero aún tengo hambre.
—Podías haberme despertado. Aunque no tendrías que haber esperado por
mí para desayunar.
—Prefiero que lo hagamos todo juntos —dice sin mirarme y se pasa la
lengua por los labios, humedeciéndolos.
Y yo bebo más zumo. Está frío y eso me ayudará a enfriar mi cuerpo que se
me ha calentado con aquella declaración seguida del gesto con su lengua. Pero
no, no me ayuda. Bueno, al menos tengo las manos ocupadas. Ella me mira de
reojo y sonríe. Echa los brazos hacia atrás apoyándolos en el suelo e inclina la
cabeza hacia atrás mirando al cielo. Entrecierra los ojos por el sol y después
me mira. Y yo bebo otro sorbo de zumo. Y bebo por no desnudarla y
follármela aquí mismo con ella encima de mí.
—¿Vamos a desayunar? —me pregunta.
Yo asiento vehemente porque si seguimos allí un minuto más la contención
derribará sus propios muros. Bajamos y vamos directos a la cocina.
Preparamos dos sándwiches de pavo que nos comemos en la terraza. Ella
acaba antes y lleva su plato y su vaso a la cocina. Cuando sale ha cogido su
toalla y se ha quitado el pantalón, quedándose en bikini.
—Voy a la piscina ¿te vienes?
—Voy en un minuto.
—Te espero allí —dice acercándose y dándome un beso que sabe a ella y a
pasta de dientes.
Cuando termino mi desayuno, voy al baño, me lavo los dientes y cogiendo
mi toalla salgo en dirección a la piscina. Extiendo mi toalla en la hierba al
lado de la de Zenda que ya se ha metido en el agua. Está bajo la cascada con
los ojos cerrados mientras el agua cae sobre ella. Y esa imagen se me queda
grabada y guardada como una de las más eróticas que he visto junto con su
cara de anoche después de correrse en mis dedos. Me acerco y me meto en el
agua pero me quedo junto al bordillo. En cuando ella me ve, viene en mi
dirección.
—Se está bien, ¿verdad? —comenta poniéndose a mi lado.
Miro a donde ella se encuentra y asiento. Sonríe y acto seguido se mueve
poniéndose frente a mí y acercando su boca a la mía, nos besamos. Se aprieta
contra mí y yo me aparto un poco.
—Zenda…
—Milo, estoy bien —murmura sin dejar de besarme— por favor, no me
rechaces otra vez.
Volvemos a besarnos. Y yo ya no puedo pensar en nada más.
CAPÍTULO 20

Por fin. Por fin consigo que Milo vuelva a besarme y a dejarse llevar. Y me
besa con necesidad, con hambre. Y yo también. Nos engullimos con los labios
como si estuviéramos en el tiempo de descuento y todo pudiera acabar de un
momento a otro. Pero con Milo todo cuenta, cada segundo entre sus brazos
cuenta porque no hay lugar donde quisiera estar más que donde estoy, con él,
besándonos y mordiéndonos los labios con desesperación. Lamiéndonos la
lengua del otro con tanta ansia que creo que voy a implosionar. Enrosco mis
piernas alrededor de su cuerpo pegando mi sexo al suyo y rozándome. Milo
pone sus manos en mis nalgas y me aprieta más a él. El lugar se llena de
nuestros gemidos y jadeos. Nuestras bocas se separan y nos miramos con la
respiración completamente acelerada.
—Vamos dentro —susurra.
Una vez fuera del agua volvemos a besarnos con avidez. Me agarro de su
cuello y Milo, volviendo a agarrarme del trasero, me levanta haciendo que mis
piernas vuelvan a envolver su cadera. Noto su erección entre la finísima tela
de nuestros bañadores. Y está tan duro que si seguimos me correré sin que
haga falta frotarme. No dejamos de besarnos en ningún momento en lo que
atravesamos la casa en dirección a la habitación. Milo me deja sobre la cama
quedando él encima pero sin presionar mi cuerpo. Lleva una mano a mi
espalda y desabrocha la parte de arriba de mi bikini sin tiras y lo lanza lejos
de nosotros. Se aparta un poco y clava la mirada en mis tetas.
—La puta perfección.
Susurra y se lanza a mi pecho izquierdo. Lame, chupa, muerde y vuelve a
succionar mi pezón endurecido. Y yo gimo y creo que voy a correrme en
cualquier momento. Y mientras le agarro del pelo, sigue martirizando mi pezón
de una forma totalmente placentera para después dedicarle las mismas
atenciones al otro. ¿Cómo he podido vivir sin esto? No lo sé y no quiero
pararme a pensarlo, ahora solo quiero centrarme en disfrutar cada
nanosegundo de Milo: de su boca, de sus manos que masajean el otro pecho y
mi trasero, de su miembro que tengo ganas de sentir entrando hasta lo más
hondo de mi cuerpo. Hago que levante la cabeza y giramos hasta quedar
sentada encima. Me agacho y nos besamos un momento para después bajar con
mi boca por su barbilla, su pecho donde beso su tatuaje y sigo bajando hasta
tocar con mi lengua la cinturilla de su bañador. Paso mi boca por encima y le
doy un suave mordisco que le hace soltar un gemido que me eriza la piel y me
enciende más, si es que es posible. Meto la mano y dejo libre su miembro que
reclama toda mi atención. Lo masajeo mientras nos miramos y su pecho sube y
baja, desbocado. Lamo la punta y me humedezco los labios. Milo farfulla algo
pero no logro entenderlo.
—¿Qué quieres? —pregunto con un tono de voz en el que ni yo misma me
reconozco.
—Toda.
Y tras esas cuatro letras dichas en un susurro, meto lentamente su erección
en mi boca. Sé cómo hacerlo para que no me provoque arcadas y lo hago hasta
que la engullo por completo.
—Dios, que bueno —murmura preso del éxtasis.
Vuelvo a sacarla poco a poco. Repito ese movimiento a la misma velocidad
hasta que imprimo más ritmo. Dentro, fuera, dentro, fuera. Chupo y lamo hasta
que Milo me para.
—Ven aquí, pequeña.
Y ese “pequeña” hace que me licue. Se da la vuelta quitándose del todo su
bañador volviendo a dejar mi espalda pegada al colchón. Me besa y comienza
un recorrido en línea descendente por mi cuerpo. Mi cuello, mis pechos, mi
ombligo hasta llegar a mi sexo. Antes de hacer desaparecer la braguita del
bikini me besa justo encima.
—Por dentro…quítamelas—jadeo porque no puedo aguantar más.
Milo me complace y cuando quedo totalmente desnuda hunde la cabeza en
mi sexo y yo me contraigo. Llevo las manos hacia abajo y meto los dedos en su
pelo, sé que le encanta. Él gime mientras lame mis pliegues. Pasa a torturar mi
clítoris y pasea la yema de uno de sus dedos en mi entrada. Suavemente, sin
llegar a introducirlo. Sigue con su roce un poco más hasta que lo mete
completamente y lo acompaña con otro dedo más. Yo me arqueo y gimo
mientras él continua volviéndome loca.
—Milo. —Le agarro del pelo y hago que me mire—. Te necesito dentro ya.
No me hace esperar y colocándose bocarriba en el colchón, hace que me
suba encima y, agarrando su erección con la mano, la voy metiendo dentro de
mí. Voy bajando, deslizando su miembro en mi interior, hasta que me llena por
completo. Y Dios, no hay sensación más placentera que sentir a Milo dentro de
mí.
—Dios Zenda…ardes por dentro. —Pone sus manos en mis muslos y los
acaricia—. Esto es jodidamente bueno.
La visión que tengo de Milo es espectacular: mordiéndose el labio de abajo
sin dejar de mirarme; completamente entregado. Sus manos siguen vagando
por mis muslos y mis caderas mientras yo guardo cada uno de sus gemidos en
mi memoria.
—No quiero acabar nunca —jadea.
Se incorpora para volver a deleitarme con su boca en mis pechos. Primero
uno, luego otro. Se mueve conmigo encima haciendo que nuestros movimientos
se acompasen. Me muerde la barbilla y después presiona sus labios con los
míos, abriéndolos, dando paso a su lengua que sale al encuentro de la mía.
—Cariño. —Gimo y acelero mis movimientos—. Estoy a punto.
Milo gira conmigo encima hasta colocarme debajo, él se queda de rodillas
entre mis piernas. Coge un almohadón y me lo pone debajo del trasero
haciendo que mis caderas se eleven. Agarra mi pierna derecha y la levanta
hasta apoyarla en su hombro. Y poco a poco vuelve a llenarme.
—Joder —murmura con los dientes apretados— eres perfecta, mi vida.
Déjame ver cómo te corres, esta vez conmigo dentro.
No aguanto mucho más y tras cuatro o cinco penetraciones más, me corro
gimiendo y jadeando a la vez que sonrío porque ha sido el mejor orgasmo que
he tenido en toda mi jodida vida. Y me lo ha proporcionado el que hasta no
hace mucho era mi mejor amigo. Y lo sigue siendo aunque ahora es mucho
más. Poco después, Milo se deja ir con un gemido de satisfacción plena.
Respira agitado en la misma posición, pero inclinado hacia delante con las
manos en el colchón a ambos lados de mi cuerpo. Los dos sonreímos porque
lo que acaba de pasar ha sido increíble y marca un antes y un después en
nuestra relación. Aunque fuera algo que ambos sabíamos que pasaría, desde
hace cosa de un mes. Se inclina más y me besa, esta vez con alivio, más
sosegado y murmura:
—Dúchate conmigo.
CAPÍTULO 21

Estamos en la ducha. No hemos dejado de tocarnos y besarnos desde que


nos hemos puesto bajo el chorro de agua caliente, a pesar de que hace tan solo
unos minutos que hemos hecho el amor. Ha sido increíble. Me sentí tan llena,
tan satisfecha… Me sentí plena por primera vez en mucho tiempo. Dicen que
el sexo durante el embarazo es brutal, pero sé, con certeza, que todo lo que he
sentido ha sido por él, por Milo. Le tengo detrás, recorriendo mi espalda con
sus manos mientras reparte gel y deja un reguero de besos en mi cuello. No
puedo evitar gemir, los besos en esa zona me encienden, me calientan, y él lo
sabe. Me inclino hacia atrás y froto mis nalgas contra su miembro que
comienza a volver a la vida. Vuelvo a necesitar sentir sus manos sobre mí y se
lo digo.
—Tócame, Milo.
Y lo hace. Me toca mientras continúo frotándome hacia atrás contra su
miembro que cada vez noto más duro. Me doy la vuelta y le beso. Lo hago con
necesidad, internando los dedos en su pelo y agarrándoselo con fuerza. Él me
agarra con firmeza, con una mano en mis nalgas y la otra en la cadera.
Ahogamos nuestros jadeos en un beso que se vuelve más fiero, más animal,
devorándonos la boca como si el mundo fuera a acabarse y las horas que nos
quedasen nos resultaran insuficientes. Milo me alza una pierna y me penetra. Y
es de las sensaciones más placenteras que he podido sentir en toda mi jodida
existencia, cuando el cuerpo de Milo se une al mío. Sus ojos y los míos se
observan al dejar de besarnos porque lo necesitamos, es así. Necesitamos
mirarnos, ver como nuestras pupilas se dilatan al contemplarnos, porque no
hay nada en el mundo que deseemos ver más que a nosotros. Pero pronto esta
postura se nos hace incómoda y tengo que romper esa conexión al darme la
vuelta. Milo vuelve a hundirse en mi cuerpo desde atrás y yo, de cara a la
pared, no me adhiero a ella para dejarle libre acceso a mis pechos. Y le
siento, dentro y por todo mi cuerpo. Echo mi brazo hacia atrás y le acaricio el
pelo mientras me besa el hombro, la nuca, la espalda. No es lujuria, es amor.
Amor en estado puro, del de verdad. Ese amor que parece que ya no puede ser
más pero lo es, lo hace, crece con cada gesto, con cada beso, con cada mirada,
con cada sensación brutal que solo sientes con esa persona con la que sabes
que eres tú. Y así, sintiéndole por todo mi cuerpo una vez más, me dejo ir
entre gemidos entrecortados. Poco después, es Milo quien se abandona
regalándome esos sonidos que tanto me gusta escuchar de sus labios. Sale de
mí y parte de su esencia se va con él y con el agua de la ducha, que ha perdido
calidez, pero no nos importa. Me da la vuelta y nos besamos, esta vez con
parsimonia, mirándonos a los ojos diciéndonos todas esas cosas que podemos
decirnos con ese gesto.
Salimos de la ducha y entre risas, nos vestimos. Nos ha dado la hora de
comer y el cuerpo ya nos lo está exigiendo. Milo va hasta la cocina a preparar
el almuerzo mientras yo cambio las sábanas de la cama, que están hechas un
desastre. Llego hasta el salón y le veo tras la barra de la cocina, sin camisa tan
solo con un pantalón largo holgado que le queda… ¡Cómo le queda! Me apoyo
en la pared viéndole moverse por la cocina. Y es que la imagen de un hombre
cocinando me resulta súper sexy, y si ese hombre es Milo, pues todavía más.
—¿Qué estás preparando? —digo dejándome ver.
—Macarrones con salchichas de pavo, ¿te apetece?
—Mucho. —Me acerco a él—. Tengo muchísima hambre.
—¿Ah sí? —asiento cuando estamos frente a frente— ¿Tanta hambre
tienes? —susurra mientras me aparta el pelo y me da besos en el cuello.
Nos besamos, conmigo apoyada en la encimera, mientras sus manos
masajean mi trasero enfundado en un pantalón corto. Cesamos el beso y
sonreímos con los labios aún a escasos centímetros el uno del otro.
—Sé que no lo necesitas pero, déjame cuidarte.
—Ya lo haces, Milo.
—Pero quiero hacerlo todos los días, que cuidemos el uno del otro,
siempre.
—Y lo haremos.
—Deberíamos casarnos —dice muy serio.
—¿Qué? —Le miro extrañada—. ¿De verdad quieres casarte?
—Sí, quiero casarme contigo. Con testigos, sin ellos, en una iglesia, en la
playa, solos en Las Vegas, donde tú quieres y cómo tú quieras. Mientras sea
contigo me da igual todo, Zenda.
—Joder. —Me rio y me muerdo el labio.
—¿No quieres?
—No me lo había planteado en serio, pero… —Dejo la frase inacabada y
prosigo—. Estamos locos.
—¿Y qué si lo estamos? —Nos quedamos mirando y sonreímos
tímidamente—. No me has dado una respuesta.
—¿Acaso hace falta?
Milo me besa y yo le correspondo con la misma pasión. Acabamos de
prometernos por segunda vez, pero esta es de verdad y no un teatrillo montado
por nosotros. Levanto la mano y miro el anillo de nuestro falso compromiso.
—Ya tengo anillo —le digo—. Así que si me haces pasar por otro numerito
como en la cena en casa de tus padres, te asesinaré mientras duermes. Estás
avisado.
—No lo haré. Palabra. —Ambos nos reímos a carcajadas.
—Se te van a pegar los macarrones.
CAPÍTULO 22 (Milo)

Zenda es la mujer de mi vida. Lo ha sido desde que apareció en ella. Sé


que es un regalo que el destino ha puesto en mi camino porque es maravillosa,
en todos los sentidos. No había planeado hacerlo como lo hice, pero sé que a
ella no le van las cosas muy pomposas. Simplemente me salió, no es algo que
hubiera meditado y, solo por eso, sé que ha sido algo muy acertado. Me dio un
poco de miedo que contestara que no, a fin de cuentas el matrimonio no es lo
que afianza una relación, lo hacen los sentimientos, haya papeles o no de por
medio. Pero no fue así y me arriesgo a decir que, ahora mismo, soy el hombre
más afortunado del mundo. No me importa que vaya a tener un hijo de otro,
porque es de ella y solo por eso lo querré como si fuera mío, aunque él decida
que quiere hacerse cargo. Interiormente deseo que diga que no y sé que ella
también desea lo mismo. Pero sé que es su obligación moral decírselo y yo lo
respeto y lo entiendo.
Estamos en nuestro último día en la villa, disfrutando de la piscina.
Tenemos casi todas nuestras cosas guardadas, ya que después de comer y
recogerlo todo nos iremos de vuelta a casa. Y es una sensación agridulce
porque dentro de estas paredes hemos hecho el amor por primera vez y es el
lugar donde Zenda ha aceptado casarse conmigo. Viviría aquí con ella el resto
de mis días, siempre será un lugar muy especial para mí, para los dos. Pero
nuestra casa ha visto nacer nuestro amor, nuestro primer beso, tantas miradas,
palabras, silencios; ha sido tanto lo que hemos vivido allí y mucho lo que nos
queda por construir juntos.
—¿Qué piensas?
—En lo poco que queda para volver a casa.
—¿Tanta prisa tienes por regresar?
—Para nada —digo y niego con la cabeza— si de mí dependiera me
quedaría a vivir aquí.
—Sí, es un sitio maravilloso.
—Lo es, pero no lo digo por eso. —La tomo de la cintura y la acerco más a
mí en el agua— es por todo lo que hemos vivido aquí en estos diez días.
—Ha sido muy especial.
—Más que eso, Zenda. Ha terminado de definir nuestra situación y nuestras
vidas.
—Sí, vamos a casarnos. —Levanta la mano izquierda.
—Has sucumbido al poder del anillo, pequeña hobbit.
—No —susurra y sonríe— he sucumbido al poder de Milo.
Acerca sus labios a los míos y nos besamos. Estamos completamente
pegados el uno al otro. Cuando estamos juntos nos sobra el espacio. Nos
saboreamos. Los besos de Zenda son adictivos. Desabrocha la parte de arriba
de su bikini y deja que se vaya flotando en el agua de la piscina. Sus pechos
desnudos se pegan al mío.
—Quiero hacerlo —susurra en mi oído.
—¿Aquí? —pregunto, mirándola.
—Aquí —dice y levanta las cejas.
Vuelvo a besarla mordiendo su labio inferior primero. Mis manos viajan
hasta sus pechos y los comprimo entre mis manos, entretanto Zenda interna sus
dedos en mi pelo. Es algo que le encanta hacer y que a mí me vuelve loco que
haga. La parte de abajo de su bikini y mi bañador desaparecen en un instante.
Zenda me rodea con las piernas y lleva su mano hasta mi miembro que guía
hasta su entrada. Nos miramos a los ojos mientras lo hace para disfrutar del
gesto del otro y como se dilatan aún más nuestras pupilas cuando comienzo a
ahondar en su interior. Cuando estoy por entero dentro de ella suelta un gemido
y por un instante creo que puedo correrme solo con escucharla gemir.
Mantenemos un ritmo constante durante unos buen rato, recreándonos en la
sensación de sentir como mi erección entra y sale. Ambos imprimimos
velocidad.
—Esto es bueno, esto es muy bueno —jadea fuera de control— no te pares
Milo, por lo que más quieras no pares.
—No pienso hacerlo.
Me está volviendo loco la visión de sus tetas emergiendo y volviéndose e
sumergir en cuestión de milésimas. Llevo mis manos a su culo, la aprieto
contra mí y la hago parar quedando completamente dentro de ella.
—¿Qué haces? Estaba a punto —se queja.
—Frenar o me correré en segundos.
—Hazlo cariño, yo te seguiré.
Mis manos dejan de ejercer presión en sus nalgas y volvemos a movernos
con ritmo. Meto mi mano entre nuestros cuerpo y comienzo a acariciarle el
clítoris, necesito saber que se correrá. En nada noto como me aprieta dentro
de ella y se deja ir. Segundos después me corro en su interior.
—Joderrrrr —gimo y nos besamos como locos.
Seguimos besándonos hasta que mi erección remite y tengo de salir de ella.
Hemos fabricado nuestro último recuerdo antes de marcharnos.
Volvemos dentro, nos damos una ducha y terminamos de recoger todas
nuestras cosas. Es hora de volver a casa.
CAPÍTULO 23

La vuelta a casa me resultó tediosa. Sentí constantes mareos y por dos


veces tuvimos que parar hasta que me encontrase un poco mejor.
Afortunadamente al llegar a casa el malestar despareció.
Hace cuatro días que regresamos y aún echo de menos ese lugar en el
campo. Aunque despertarme cada mañana junto a Milo es algo que no se
puede comparar con nada en este mundo. Todavía me parece mentira todo lo
que estamos viviendo. Milo es una persona excepcional y se está portando
demasiado bien conmigo a pesar de las circunstancias. Que lleve en mi vientre
al hijo de Diego no debe de ser fácil para él, apenas lo es para mí. Quiero a
este bebé más que a nada porque a pesar de quien sea su padre, ya es parte de
mí. Es algo maravilloso saber que dentro de mí se está gestando una vida. Me
toco la tripa y aunque aún no se me note, ya que apenas estoy de nueve
semanas, sé que está ahí, creciendo poco a poco. Sé que Milo ha establecido
un vínculo con el bebé. Cada noche mientras me extiende aceite de almendras
en la tripa le dice cosas preciosas de mí. A veces fantaseo con que es de Milo.
Sé que sería un padre estupendo. Pero aunque este bebé tendrá un padre,
vivirá con nosotros y sé que adorará a Milo.
—Lo querré tanto como a ti, mi vida —me dijo hace dos noches.
—¿Lo harás aunque no seas el padre?
—Lo haré porque tú serás su madre, y yo amo todo lo que tiene que ver
contigo.
Sé que lo dijo de verdad y que querrá y cuidará al bebé como si fuera suyo.
Hoy me he levantado con algo de náuseas así que me he trasladado de la
cama al sofá con mi bote de galletitas saladas. Estoy semi acostada leyendo el
manuscrito de mi madre porque sé que estará de los nervios por conocer mi
opinión. La primera escena truculenta no se ha hecho esperar y me ha dado
muchísimo reparo leerlo por el simple hecho de que ha sido mi madre quien lo
ha escrito. ¿Practicará con mi padre las cosas que narra en el libro? No quiero
ni imaginármelo. Sigo leyendo hasta que me tropiezo con algo que no
esperaba.
—¡Pero será… —Freno antes de proferir un insulto hacia la madre que me
parió.
—¿Qué pasa? —pregunta Milo, que también estaba leyendo un libro a mi
lado.
—¡Me ha puesto en el libro, le ha puesto mi nombre a uno de los
personajes! ¡¿Cómo ha podido hacer eso sin preguntarme antes?! —grito más
que hablo.
—Mujer, no es para tanto.
—¿Ah, no? —Sonrío de forma maligna—. Pues tú también estás.
—¿En serio? —pregunta divertido— ¿Y qué dice?
El muy mamón está encantado con ello.
—¡Milo! No puede hacer esto, tendría que habérnoslo consultado.
—No te lo tomes así, a mí no me desagrada.
—Ya lo veo.
—Y además, sabes que tu madre hubiera conseguido que cedieras.
—Lo sé. ―Mi madre tiene el poder de convicción de las Abril―. A ver,
no me molesta, solo es que me hubiera gustado que me preguntara, es todo.
—Ven aquí. —Me coloca sentada encima de él y me rodea con los brazos
—. Las hormonas te tienen loca, ¿verdad?
—Sí. —Asiento hundiendo la cara en el arco de su cuello.
Milo sonríe, deposita un suave beso en mi cuello y pone su mano en mi
tripa.
—Tenemos que contarlo antes de que empiece a crecer. —Me tenso al oír
su comentario.
—Lo sé. —Levanta la cabeza y hace que le mire.
—¿Qué te pasa? —pregunta preocupado.
—Tengo miedo de que tu familia me desprecie.
—Eso no va a pasar Zenda, te adoran.
—Eso es ahora, antes de saber que voy a tener un hijo con otro.
—Lo entenderán. —Me coge de la barbilla—. Porque le contaremos todo
desde el principio.
—Tu madre nos mata, Milo.
—No, no lo hará —dice y me mira aguantándose la risa —y a decir verdad
le tengo más miedo a la tuya que a la mía.
—Sí. —Sonrío moviendo la cabeza—. Yo también.
Suelto un suspiro y vuelvo a hundirme en su cuerpo.
—¿Has pensado ya algún nombre? —pregunta y yo levanto la cabeza y le
miro.
—Aun no sabemos si es niña o niño, prefiero esperar.
—Pero habrá alguno que te guste, ¿no?
—Varios, pero es pronto para pensar en ello, cuando llegue el momento de
decidir lo haremos.
—¿Haremos?
—Me ayudarás a escoger el nombre del bebé, ¿verdad? —pregunto y Milo
me dedica una amplia sonrisa.
—Nada me haría más ilusión pero… ¿y él?
—Ni siquiera sé si querrá saber algo del bebé.
—Tienes que decírselo. —Es una afirmación pero con un toque
interrogante.
—Sí, depende de cómo me encuentre mañana, iré y se lo contaré.
—Yo estaré aquí sea cual sea su decisión, lo sabes.
—Lo sé. Pero decida lo que decida, no cambiará nada.
Vuelvo a hundir mi cabeza en su cuello y él hace lo mismo. Tengo miedo
porque a pesar de afirmarle a Milo que nada va a cambiar, lo cierto es que la
decisión de Diego puede cambiarlo todo. Solo espero que esa decisión no sea
la que tanto temo.
CAPÍTULO 24

Salgo de mi casa con el corazón completamente desbocado. Son las cinco


de la tarde; esta mañana amanecí un poco mejor así que voy a ir a hablar con
Diego. Tengo el estómago como en una montaña rusa, pero sé que es por los
nervios. No quiero hacerlo, pero es lo que debo hacer. Diego tiene derecho a
saber que va a ser padre. Yo cumpliré y en su mano quedará decidir si quiere
involucrarse o no. Interiormente cruzo los dedos para que diga que no. Para
tener treinta y nueve años creo que Diego ni siquiera se ha planteado la
posibilidad de procrear. No me arrepiento de haber mantenido en su momento
relaciones sexuales sin protección porque eso significaría que me arrepintiese
el hecho de llevar a este bebé en mi interior, y eso nunca. Quizás las
circunstancias no fueron las idóneas, pero este niño tendrá una familia: tendrá
a su madre, a Milo, y a su padre si es que este decide que quiere formar parte
de su vida.
Milo se ha ofrecido a acompañarme, pero presentarme con él en casa de
Diego puede desencadenar una batalla campal. Es mejor tener la fiesta en paz.
El corazón me martillea en el pecho en tanto me voy acercando a su domicilio.
Ni siquiera sé si está en casa, pero tenía que probar suerte, no pensaba
llamarle antes. Aparco el coche a una calle de su portal. Con las manos aun en
el volante me obligo a serenarme.
—Todo irá bien, todo irá bien, todo irá bien. —Repito para mí para intentar
mentalizarme de que así será.
Salgo del coche y camino a su portal con paso dubitativo. A mitad de
camino me paro y tomo una bocanada de aire. Cuando estoy más tranquila
vuelvo a avanzar. Aprovecho que alguien va saliendo del portal y le digo que
me aguante la puerta, así no tengo que llamar al telefonillo. Subo hasta su
puerta y llamo al timbre. Suenan unos pasos que se acercan a la puerta. En
cuanto abre no puede ocultar que le sorprende mi visita.
—¿Qué haces aquí? —pregunta con las cejas levantadas.
—Tengo que hablar contigo —le digo, mientras él sigue clavado en la
puerta—. ¿Puedo pasar?
Se hace a un lado para que pase y cuando estoy dentro cierra tras de sí. Se
sienta en el sofá esperando a que haga lo mismo pero yo me mantengo de pie.
Cuando se da cuenta de que no voy a sentarme, se echa hacia atrás apoyándose
en el respaldo y se cruza de brazos.
—¿Y a qué debo el honor? —pregunta, borde y yo respiro hondo.
—Mira, no hay manera fácil de decir esto así que voy a ir directa al grano.
—Le miro a la cara—. Estoy embarazada.
Se hace un silencio, que él rompe al cabo de unos segundos.
—¿Y? —pregunta sin variar su expresión, impasible.
—¿Cómo qué y? —No me puedo creer que esa haya sido su respuesta—.
Es tuyo, Diego.
Se echa hacia delante en el sofá y apoya los codos sobre las rodillas.
—¿Estás segura?
—¡Claro que estoy segura! ¡¿Por quién me tomas?!
Se levanta y se pone frente a mí.
—Y… ¿qué vas a hacer?
—He venido a decírtelo, ¿no es obvio?
—Vale, vale, es justo. Te daré la mitad del dinero y…
—¿La mitad del dinero? —le corto porque no doy crédito—. Diego, no te
enteras. He venido a contarte que estoy esperando un bebé que lleva tu sangre.
No voy a abortar. —Se queda callado así que yo continuo—. Y no me hables
de dinero que no he venido a pedirte nada. Solo estoy cumpliendo con mi
deber, que es decírtelo, pero tú no tienes ninguna obligación con este bebé. Yo
me las apañaré. —he cogido carrerilla—. Además no estoy sola, tengo a Milo
y…
—¡No!
—¿No, qué?
—No me voy a apartar de la vida del bebé, quiero hacerme cargo.
Se me cae el alma a los pies. Sabía que era una posibilidad que Diego
quisiera implicarse, pero había intentado convencerme de que era una opción
muy lejana. No estoy segura de saber manejar esto.
—A-A ver, Diego, yo…no… —balbuceo.
—Es mío, ¿no? —pregunta y yo asiento porque no me salen las palabras—.
Pues quiero estar en su vida. Es lo más lógico.
¿Lógico? Por eso vine, porque lo lógico era comunicarle que iba a ser
padre. Pero lo que yo deseo es otra cosa que dista mucho de la decisión que
acaba de tomar. Esto no es lo yo esperaba que pasara.
—No tienes por qué hacerlo, Diego. Te eximo de toda responsabilidad. De
verdad, no te pediré nada. —Sigo hablando en un último intento a la
desesperada—. El bebé será solo mío.
—Y mío. —Señala mi tripa—. Porque para poner a ese bebé ahí, hizo falta
alguien más que tú. Y esa otra persona he sido yo. Así que no pienso dejarte
sola en esto.
—Pero…
—Zenda —me corta— no hay nada que puedas decirme que me haga
recular. Vamos a tener un hijo y no puedes apartarme.
Es cierto, no puedo apartarle. Aunque me pese, es su padre. Y si él quiere
estar en la vida del bebé, no puedo hacer más que aceptarlo.
CAPÍTULO 25 (Diego)

Padre. Voy a ser padre. Y, joder, ni siquiera quiero serlo. Esto me pasa por
no pensar con la cabeza y sí con lo que tengo entre las piernas. Dentro de unos
meses tendré que hacerme cargo de un crío y… no me gustan los niños. Nada
va a cambiar que el bebé de Zenda lleve mi sangre. Nunca he querido traer un
niño a este mundo y a día de hoy sigo pensando lo mismo. ¿Qué ha cambiado
entonces? No es el bebé. No es Zenda. Es por él. El jodido Milo que siempre
está de por medio.
Las cosas con Zenda podrían haber llegado a más, podría haberlo intentado
aun sin darle garantías de que saliera bien. Pero él se metió en medio y todo se
fue a la mierda. No me importó de manera excesiva, no siento nada por Zenda
más que una atracción desmedida. Físicamente me atrae mucho. Ella nunca
hacía preguntas, solo nos divertíamos juntos. Pero a medida que fueron
pasando los días y me di cuenta que Zenda no iba a volver, la indiferencia que
sentía hacia ella se tornó en algo importante. No hablo de amor, sigo
manteniendo mi postura y me reitero en lo dicho: no siento nada por ella. No
estoy enamorado. Pero Zenda tiene todo lo que yo busco en una mujer con la
que quizás podría intentar algo más. Quién sabe si con el tiempo me hubiera
enamorado de ella. Pero decidió alejarse.
Cuando la he visto al abrir la puerta, no he sabido cómo reaccionar. No
entendía a que había venido hasta que me soltó la bomba. Por un momento
pensé que había vuelto para hablar de esa extraña relación que nos unía. Pero
no. Resultó que estaba embarazada y había venido solo porque tenía la
obligación moral de hacerlo. Reconozco que el primer pensamiento que me
invadió la cabeza fue que quería que le pagara la mitad de lo que costara el
aborto. Sería lo normal y estaba dispuesto a pagarlo. Casi no me dio tiempo a
decírselo y la forma en la que me miró antes de contestar me dejó claro que
ese no era el motivo de su visita.
Zenda me gusta, físicamente me encanta. Cuando la tuve a una cierta
distancia me controlé para no besarla y comprobar si sus sentidos aún
respondían a los míos. Pero hubiera estado fuera de lugar y probablemente,
Zenda me hubiera calzado una hostia. Por eso no estamos hechos el uno para el
otro, no nos interesa lo mismo de la otra persona.
Me he equivocado, joder. Por qué coño he tenido que decirle que me haría
cargo del bebé. Soy idiota. Pero es que la sola idea de que esté con él, me
come por dentro. Todo esto es muy contradictorio. No tenía nada contra él
hasta que se presentó en mi casa aquel día que Zenda había venido para dar
por finalizado lo nuestro. ¿Para qué demonios viene a mi casa? No tiene más
derechos que nadie sobre Zenda. Y encima ahora pretendía hacerse cargo de
ese niño que ni siquiera es suyo. Pues no va a ser posible, Milo. Ese niño es
mío aunque eso no nos haga gracia a ninguno de los tres, pero así han sucedido
las cosas. Zenda quizás no será la mujer de mi vida, pero me encargaré de que
tampoco lo sea de la tuya. Y aunque me tenga que encargar del niño, habrá
merecido la pena saber que te he alejado de ella. No sé aún como lo haré ni si
me saldrá bien, pero tengo que intentarlo.
Sé que lo que he hecho no me garantiza una victoria, pero tengo que
intentarlo. Y si para alejarla de Milo tengo que responder como padre, lo haré.
A lo mejor incluso llego a desarrollar un sentimiento hacía el niño. Aunque
creo que no podré porque, sencillamente, no quiero ser padre y no sabría
cómo serlo. Pero no tengo miedo por temor a no saber ser un buen padre, es
que, simplemente, en mi vida no hay sitio para los críos.
Nada me asegura que las cosas con Zenda vayan a salir bien y menos con
un bebé de por medio, pero valdrá la pena solo por alejarla un poquito de él.
—Aprovecha estos días con ella, Milo. Porque interpretaré mi mejor papel
hasta que tú mismo decidas que ese no es tu sitio.
CAPÍTULO 26

Cuando era pequeña creía que si deseaba algo fervientemente y pensaba


mucho en ello, se convertiría en una realidad tangible. Y quizás por la
inocencia de la edad, creemos que así es.
No obstante, hoy volví a ser esa niña que deseaba que las cosas salieran tal
y como esperaba. Pero no fue así.
Acabo de salir de casa de Diego y estoy sentada en mi coche, aunque aun
no tengo ganas de moverme. Esto no tendría que haber salido así. Pienso que
si estuviera envuelta en una pesadilla de la que acabara despertando al fin y al
cabo, todo sería diferente y aún tendría una oportunidad de que esto se
arreglara. Ya no hay vuelta atrás. Diego lo sabe y voy a tener que hacerle
partícipe de la vida del bebé. Es lo que él quiere y yo no puedo negárselo. Es
su padre. Qué fácil sería todo si fuese de Milo. Estoy segura de que podría ser
un gran padre y espero que algún día quiera serlo conmigo. No sé cómo va a
afectar la decisión de Diego a nuestra relación, no sé cómo se lo tomará Milo.
Me intento convencer de que somos fuertes como pareja, Diego no estará en
nuestras vidas, solo en la del bebé, no tendremos que vernos más que lo
estrictamente necesario. Sé que Milo estará de los nervios, impaciente porque
le cuente lo que ha pasado, pero es que me siento un poco agobiada. Había
querido estar tan segura de que Diego no iba a querer saber nada de su hijo,
que me había hecho demasiadas ilusiones. Y acabaron en saco roto. Me siento
hasta un poco abatida, como si después de haber salido victoriosa de mil
batallas acabara perdiendo la guerra. Algo dentro de mí me dice que esto solo
es el principio de una etapa muy dura para Milo y para mí, una prueba de
fuego para nuestra pareja. Y no, no es por el bebé, ese no es el problema. Sé
que Milo lo va a querer como si llevara su sangre, porque es la persona menos
egoísta que conozco y sé que no haría distinciones entre un hijo suyo y uno que
fuera solo mío. Milo y yo somos una pareja sólida y la presencia de Diego no
va a suponer un problema para nosotros. Si Diego quiere ser padre lo será,
pero eso no significa que vaya a ocupar un lugar en mi vida más allá de la
responsabilidad que le atañe, ser el padre de mi hijo, nada más. Y eso es algo
inamovible.
Miro el reloj del coche, solo son las once de la mañana. No tengo ganas de
encerrarme en casa, no entro a trabajar hasta las tres así que le mando un
mensaje a Milo para vernos fuera y dar una vuelta antes de ir a nuestros
respectivos trabajos.
Arranco y conduzco sin prisa hasta que llego a la avenida de una playa que
nos encanta. Aparco lo más cerca que puedo y me acerco al punto en el que
hemos quedado. Milo llega a los pocos minutos. Cuando se acerca a mí, me
coge la cara con ambas manos y me da un beso breve, pero cargado de
intención.
No me pregunta cuál ha sido la decisión de Diego porque mi cara le da las
respuestas que necesita. Me sonríe aun sin soltarme la cara.
―¿Estás bien? ―me pregunta.
―No… no lo sé ―contesto moviendo la cabeza de izquierda a derecha―
¿Tú estás bien?
Sé que está tan confundido como yo y que en este momento está buscando
las palabras adecuadas, esas que dichas de su boca me harán sentir mejor.
―Podremos con esto, ya lo sabes.
Yo asiento con la cabeza y amago una sonrisa porque es lo único que puedo
hacer. Aunque creo en sus palabras, no consigo deshacerme de esa
desagradable sensación que es como un jodido nubarrón negro que me
persigue desde que salí de casa de Diego.
―¿Qué pasa?
―Es solo que esto de Diego me ha dejado una sensación rara. Es como
si… ―Chasqueo la lengua―. No sé…
―Zenda, todo va a estar bien, y nada va a cambiar al margen de los
cambios necesarios y previstos ―dice mirando a mi tripa y sonriendo―.
Confía en nosotros, confía en lo que tenemos.
Yo confío, claro que sí. ¿Cómo no hacerlo? Milo siempre sabe qué decir y
cómo decirlo para hacerme sentir mejor.
―No estés mal, recuerda que todo lo que tú sientes se lo transmites al
bebé.
―Lo sé. ―Suspiro.
El bebé, el hijo de Diego.
―Ven ―dice y pasa las manos por mis hombros.
Caminamos en silencio sin un rumbo fijo. Durante un rato intento no pensar
en lo que ha ocurrido en casa de Diego, en la decisión que ha tomado y en ese
derecho que yo no puedo quitarle. Él ha decidido implicarse y aunque pensé
que, antes de salir de allí, cambiaría de idea, no lo ha hecho. Intento no pensar,
si, pero no lo consigo. No puedo quitármelo de la cabeza.
―Esto no está saliendo bien ―murmuro más para mí que para nadie, pero
Milo me oye.
―¿A qué te refieres?
―A lo que está pasando, lo que ha pasado ―respondo―. Nada ha salido
como yo esperaba.
―Las cosas a veces no salen como uno quiere, pero eso no significa que
vayan mal.
―Diego estará presente en nuestras vidas aunque no sea de manera directa.
―Eso no es algo que deba preocuparnos. ―Se para y me mira―. Porque
llegará un día que será algo tan normal, algo a lo que nos habremos habituado,
y entonces dejará de importarnos.
<<Y entonces dejará de importarnos>>. ¿Podría ser? ¿Dejará de hacerlo?
¿Diego se convertirá en alguien tan casual en nuestras vidas que su presencia
dejará de ser algo por lo que preocuparnos? No sé que me inquieta más: si la
posible respuesta a esa última cuestión, o la misma pregunta.
CAPÍTULO 27

Es miércoles por la tarde y estamos preparándonos para una sesión de cine


en casa. Necesitamos relajarnos después de una intensa jornada laboral.
Ha pasado una semana desde que Diego supo de mi embarazo. Los
primeros días no se pronunció, supongo que aún estaba digiriendo la noticia o
su propia decisión de ejercer de padre. Pero a partir de ahí no ha dejado de
mandarme mensajes y de llamarme. No suelo contestar a las llamadas, pero
hay veces que es inevitable dada su insistencia. Las llamadas se producen,
sobre todo, cuando sabe que no estoy trabajando, cuando sabe que estoy con
Milo.
Pero hoy no es día para pensar en ello. Hoy hemos decidido apagar los
teléfonos y ser solo nosotros. Hoy solo somos Milo y Zenda.
No sé qué película ha puesto Milo en el reproductor, ya que yo me he
proclamado encargada de hacer las palomitas y así quitarme de encima el
marrón de elegir la peli. Saco las palomitas del microondas, las echo en un
bol y vuelvo al salón donde Milo me espera sentado en el sofá bajo una manta.
Me siento a su lado y coloco el cuenco entre mis piernas cruzadas.
La peli comienza, pero solo ha avanzado unos minutos cuando me entran
ganas de ir al lavabo.
—Dale al pause, que me hago pis —digo mientras corro al baño.
Cuando acabo y me paso el papel higiénico, me doy cuenta de que algo no
va bien. Los ojos se me abren desorbitadamente y siento una presión en el
estómago. Me subo el pantalón y corro al salón.
—Milo, tengo que ir al materno.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —dice levantándose.
—He manchado un poquito, no sé si… Vamos por favor —hablo haciendo
esfuerzos sobrehumanos para no empezar a llorar.
Nos cambiamos de ropa en un abrir y cerrar de ojos y salimos. Vamos en su
coche y Milo no deja de apretarme la mano cada vez que puede para
infundirme tranquilidad.
<<Por favor, que no sea nada>>, digo para mí.
Llegamos al materno y aunque no hemos tardado más de diez minutos, a mí
me ha parecido una eternidad. Le cuento lo que me ha pasado, a la persona que
está detrás del mostrador y tras darle la cartilla me hace sentarme a esperar.
No tardan mucho en salir a buscarme y me despido de Milo con una sonrisa
triste.
—Puede esperarla en la sala ―le indica una enfermera.
Veo como Milo se va a la sala de espera mientras sigo a la enfermera a la
zona de urgencias ginecológicas. Me hacen sentarme otra vez y al cabo de
unos minutos me hacen pasar a una de las consultas. Cuando entro, compruebo
horrorizada, que las sábanas de la camilla están manchadas de sangre. Mil
cosas me empiezan a pasar por la cabeza cuando me sientan en la butaca para
tomarme la tensión. Sin poder evitarlo, las lágrimas comienzan a rodar por mis
mejillas en un llanto silencioso. La auxiliar se da cuenta de que estoy llorando.
—Tranquila —dice y me da un apretón cariñoso en el brazo.
Yo asiento con la cabeza, pero sin poder dejar de llorar. Salimos de la
consulta.
—Toma asiento, que ahora mismo te llamamos —me habla en tono dulce.
Vuelvo a sentarme en la sala. Estoy sola. Intento secarme las lágrimas que
caen por mi cara, pero unas nuevas aparecen. Mis pensamientos han tomado un
único rumbo y se niegan a abandonarlo: algo no va bien con el bebé, lo sé.
Permanezco sentada allí aunque no puedo dejar de mover las piernas. Lo único
que quiero es que me digan que el bebé está bien, solo eso.
—¿Zenda? —Salen a buscarme.
Entramos en la misma sala y al sentarme en la butaca compruebo que ya han
cambiado la sábana de la camilla. Le cuento a la enfermera lo que me sucede.
—Pasa al baño, desnúdate de cintura para abajo y tápate con una bata,
¿vale? ―me pide amablemente.
Hago lo que me dice y salgo tapada con una bata que es más como una
sábana que rodea mi cintura a modo de pareo. Me recuesto en la camilla y
coloco las piernas en el potro. Respiro hondo intentando tranquilizarme
cuando la enfermera procede a hacerme la ecografía. Pero sigo llorando
porque a cada segundo que pasa mi miedo va en aumento. Maniobra con el
ecógrafo y mi bebé aparece en la pantalla. Comienza a presionar unas teclas.
Me desespero.
—¿Está bien?
—Estoy buscando el latido.
¿Buscando el latido? Me va a dar algo. Deja de teclear y saca el ecógrafo.
—No le encuentro el latido, voy a buscar a la doctora.
No le encuentra el latido a mi bebé. No le encuentra el latido. No puede
ser, no puede ser.
Al cabo de un momento, vuelve a cruzar la puerta, acompañada de la
doctora. Toma el lugar de la enfermera y al introducirme de nuevo el ecógrafo,
la imagen de mi bebé vuelve a aparecer en la pantalla. Comienza a teclear
también y veo que lo mide. Hablan entre ellas, pero no escucho lo que dice.
Entonces veo que niega con la cabeza y es ahí cuando se me viene el mundo
encima. Saca el ecógrafo y me mira.
—No tiene latido. Se ha parado a las nueve semanas. Lo siento mucho.
No soy capaz de articular palabra, no me creo que esto esté pasando de
verdad. El bebé ya no está.
Me bajo de la camilla de forma automática y paso al lavabo para
cambiarme de ropa. Cuando salgo, me llevan a otra consulta donde me espera
la doctora. Me siento mientras teclea algo en el ordenador. Al terminar, me
mira.
—En primer lugar, quiero decirte que lo siento. —Comienza, las lágrimas
siguen corriendo por mi rostro—. Lo que te ha pasado no es un caso aislado,
le ocurre aproximadamente al setenta por ciento de las mujeres en su primer
embarazo. Has tenido un aborto retenido, ha parado de crecer a las nueve
semanas y tres días —me habla con condescendencia—. ¿Hay alguien fuera
esperándote? ¿Quieres que le llamemos? —Niego con la cabeza y continúa
hablando tras unos segundos—. A ver, el procedimiento a seguir es el
siguiente: hay dos formas de expulsarlo: tomar unas pastillas vía vaginal
durante cuatro días, o hacer un legrado.
Me quedo callada porque todo esto me supera. No sé qué hacer. Lo único
en lo que puedo pensar ahora mismo es que mi bebé ha muerto en mi interior.
Ella, al ver que vacilo, me explica en qué consiste el tratamiento de las
pastillas, así como el legrado.
—Legrado. —Es lo único que puedo articular.
—Bien, necesito que me firmes esto.
Imprime unos papeles y yo los leo antes de firmar. Es un documento en el
que doy mi consentimiento para la realización del legrado uterino y donde me
explican los riesgos que puede originar dicha intervención. Yo lo leo de forma
rápida y lo firmo. Necesito salir de aquí.
Antes de salir, me explica que no debo comer ni beber nada pasadas las
doce de la noche, pues me tengo que presentar al día siguiente a las ocho de la
mañana en ayunas para la intervención. Asiento con la cabeza y cojo los
papeles que me tiende.
Cuando salgo, veo a Milo que me espera fuera de la sala desde donde se ve
la puerta que yo acabo de atravesar. La cara le cambia al ver mi rostro bañado
en lágrimas y cuando llego a su altura, solo puedo negar con la cabeza antes de
dejar que él me abrace.
—Ya no está, Milo, ya no está. —Mi voz suena amortiguada contra su
pecho—. He perdido el bebé.
CAPÍTULO 28

Hay cosas que no podemos prever que pasarán. Pero pasan. Pasan y solo te
quedan dos opciones: aceptarlo y seguir, o dejar que te destruya por dentro. Lo
malo es que esas opciones que te da la vida no se escogen, ni siquiera
dependen de tu fuerza de voluntad o tu capacidad de aceptación. Recuperarse
de algo así lleva su tiempo.
Solo han pasado unas horas desde que supe que mi bebé estaba muerto en
mi interior y el impulso de llevar la mano a mi tripa y acariciarla, no ha
desaparecido. Cada vez que me descubro haciéndolo, siento como si me
rompiera un poco más por dentro. Duele saber que no seguirá creciendo, que
nunca podré tenerlo en mis brazos. Sé que las cosas pasan por algo, que
siempre hay una razón. Quizás aún no es mi momento de ser madre.
Estoy en el sofá, con Milo. No se ha separado de mí ni un segundo desde
que llegamos. Yo tampoco he querido hacerlo. Me siento mal, rota y necesito
que esté a mi lado. No hablamos, Milo respeta que lo único que necesito es
estar abrazada a él y llorar cuanto quiera. La mejor manera que encuentro de
desahogarme es llorar, hasta que no me quede nada dentro.
Milo ha llamado a mi trabajo y le ha explicado a mi jefe lo que ha pasado.
Me ha dado unos días para que vuelva al trabajo recuperada. También ha
telefoneado a la agencia de viajes donde trabaja y ha solicitado un día de
asuntos propios. Milo decidió contarle lo sucedido a su jefe, ya que casi acaba
de incorporarse de las vacaciones.
No sé qué hora es, pero ya ha oscurecido. No hemos encendido ninguna luz.
—Milo. —Sorbo por la nariz—. Es tarde, ve a cenar algo.
—Tú sí que tienes que cenar, Zenda.
—No tengo hambre.
—Mi vida, tienes que hacerlo.
—No quiero —La voz se me quiebra—. No quiero.
—Zenda, mírame. —Le miro a los ojos—. No es cuestión de querer. No
podrás comer nada a partir de las doce y no sabemos cuántas horas estaremos
allí mañana. No puedes estar tanto tiempo sin comer.
Respiro hondo, pero el pecho me tiembla mientras lo hago.
—Voy a preparar algo, ¿vale? —Asiento.
Milo se levanta y yo me siento desprotegida, vulnerable. Me incorporo
hasta quedar sentada y flexiono las rodillas. Las rodeo con los brazos y hundo
la cabeza en el hueco que queda entre ellas y el pecho. Pienso en algo que
debo hacer, aunque ahora mismo no tengo ganas de nada. Levanto la cabeza y
me inclino hacia la mesa para coger el móvil. Aún está apagado. Lo enciendo
y obviando los mensajes que me anuncian las llamadas perdidas de Diego,
entro en Whatsapp y sin leer sus mensajes, tecleo:
"Tienes que saber algo, he perdido el bebé. Mañana a las ocho me hacen
un legrado. No me llames, no respondas a este mensaje. No estoy bien,
necesito que respetes eso".
Cierro el chat de Whatsapp y apago el móvil tan pronto como le doy a
enviar. Sé que no es la forma de tratar el tema, pero ya hablaré con él en otro
momento, cuando el dolor de la pérdida no sea tan reciente.
Milo vuelve con un sándwich triple vegetal para mí y otro para él. Me
tiende mi plato.
—No creo que pueda comérmelo todo.
—Come lo que puedas, inténtalo al menos.
Muerdo un trozo y siento que la bola en mi garganta me va a impedir tragar.
Tomo aire por la nariz, trago y cuando llega la comida llega al estómago noto
que lo agradece. No he comido nada desde el mediodía.
—Le he mandado un mensaje a Diego —Milo no dice nada, solo asiente—.
Tenía que decírselo.
—Claro. Pero estate tranquila, ahora solo importas tú.
Sigo comiendo mi sándwich en pequeños bocados.
—En cuanto cene voy a acostarme, necesito que acabe ya este día de
mierda.
Milo me coge de la mano.
—Lo que necesites, mi amor. Lo que necesites.
CAPÍTULO 29

Estoy en la sala de observación, semi acostada en una camilla con un


gotero puesto y vestida con un camisón que me han facilitado aquí. No he
comido ni bebido nada desde anoche pero no tengo hambre. Todo esto ha
acabado con mi apetito y con mis ilusiones. Respiro hondo porque no quiero
llorar. Necesito ser fuerte para olvidar todo lo que ha pasado, en cuando acabe
este día. Ser fuerte para superar que esa vida que aún tengo en mi interior, ha
dejado de serlo.
Es increíble el sentimiento que llegamos a desarrollar por algo que ni
siquiera has llegado a sentir físicamente. Por algo que tan solo he llevado dos
meses en mi vientre. Algo que llegas a querer con todo tu ser porque forma
parte de ti. Pero ese algo ya no está. No ha podido ser, no ha podido
convertirse en una realidad a largo plazo.
El dedo pulgar de Milo recoge una lágrima de mi mejilla que no sabía ni
que había salido.
―Estoy aquí ―dice y yo asiento sin hablar porque temo derrumbarme―
Tú puedes con esto.
¿Puedo? ¿Sin desmoronarme? Porque, una vez haya pasado la intervención,
ya no estará. No pude verle cuando su corazón aún latía, aunque sé que no
sería más que un punto en una pantalla, de la que saldría el sonido de su
corazón al galope. Pero aunque no le haya visto, ni haya llegado a sentirle, no
he podido no desarrollar un sentimiento hacia mi pequeño punto.
―Milo ―susurro con un hilo de voz con la vista fija en la nada― quiero
hacerme un tatuaje.
―¿Un tatuaje?
―Sí. Un punto.
―¿Cómo que un punto?
―Un punto, del tamaño de una habichuela. Un punto marcando mi piel, de
donde nunca desaparecerá. Donde pueda verlo cada día. Quiero algo que me
recuerde hoy, mañana y todos los días que esto fue real. Que estuvo aquí.
―Me toco la tripa―. Aunque ya no esté.
Milo no dice nada, solo asiente.
Una enfermera entra y nos informa a todos los presentes que las
intervenciones se van a retrasar un poco, ya que les ha salido una cesárea de
urgencia que les va a llevar bastante tiempo.
Echo la cabeza hacia atrás y me tapo los ojos con el brazo en el que no
tengo puesta la vía.
―Tranquila, solo es un contratiempo.
―Necesito que este día acabe ya ―me quejo quitándome el brazo de los
ojos― y se está alargando lo indecible.
No soporto estar más tiempo aquí. La gente habla animadamente, incluso
ríen, pero yo no tengo ganas de hacerlo. Tampoco quiero llorar. Solo quiero
que los días, hasta que esto deje de doler tanto, pasen rápido. Y que Diego se
vaya, también quiero eso. Está fuera, en la sala de espera. No sé por qué ha
venido si ya no hay nada que me una a él. Lo que nos unía ya no está o pronto
dejará de estarlo. Me envió un mensaje cuando yo no había hecho más que
entrar aquí, diciéndome que estaría fuera, esperándome. ¿Por qué? Fue lo que
quise preguntar, pero no lo hice. Decidí ignorarlo a ver si así se iba. Pero ha
seguido mandándome mensajes que tampoco han recibido respuesta. Y ahí
sigue, afuera. Pienso en cómo me enfrentaré a él cuando salga de aquí. Debo
escoger las palabras correctas que le hagan entender que ya no tiene nada más
que hacer en mi vida, que todo terminó un día y que aquella posibilidad de
emprender algo juntos ya no estaba. Cuando yo quise, él solo deseaba seguir
como estábamos, sin etiquetas. Y cuando él quiso, yo ya no estaba por la labor.
Estar con él de esa forma me hacía sentir mal y decidí acabar con todo lo que
nos unía. No imaginaba que había algo formándose que pretendía unirnos de
por vida. Y yo lo aceptaba, que conste. Quería y quiero al bebé que ya no será.
Y eso es lo que Diego tiene que entender, ya no habrá niño, ya no hay
obligación, ya no hay nada que ate su vida a la mía.
―¿Te acuerdas de esta noche?
La voz de Milo me trae de vuelta de mis pensamientos. Ha puesto su móvil
delante de mí. Es una foto, de nuestras últimas vacaciones. Aquella noche nos
dio por hacer el tonto y nos hicimos cientos de selfies con los filtros de
Snapchat. Sonrío por primera vez en muchas horas. Siempre será un recuerdo
maravilloso porque en esas últimas vacaciones ocurrió algo. Milo y yo por fin
hicimos el amor y lo hicimos de muchas maneras y con muchas más ganas. En
esos días en el campo nos enamoramos un poquito más el uno del otro.
Empezamos a convertirnos en la pareja que ahora somos. Una unión sólida que
ha aguantado todas las malas situaciones que hemos vivido y que nos llevan al
momento que estamos viviendo.
―Fue una noche muy divertida. ―Admito, aún con una sonrisa en los
labios.
―Habrá muchas más como esta. Incluso mejores. Te lo prometo.
Milo coge mi mano, la aprieta y se la lleva a los labios para depositar un
beso en el dorso. Y nos quedamos mirando, a los ojos, con una sonrisa
bobalicona en la cara.
―Te quiero ―susurro.
―Y yo a ti. Más que a nada.
Sonrío y fijo la vista en el techo, pero pronto los párpados comienzan a
pesarme. Los ojos se me cierran a pesar de que intento mantenerme despierta.
―Duerme. ―Oigo la voz de Milo, más en el mundo de los sueños que en
el real―. Yo estaré aquí.
Es lo último que oigo antes de quedarme profundamente dormida.
CAPÍTULO 30 (Milo)

La miro dormir mientras me pregunto cómo he podido estar tanto tiempo


cerca de ella sin decirle lo enamorado que estaba. Lo enamorado que estoy. Lo
que soportaría y sería capaz de hacer con tal de verla feliz. Cualquier cosa
solo porque sus labios se curven y formen la sonrisa más bonita.
Quiero estar con ella en todo momento, pero tengo dos llamadas perdidas
de mi jefe y necesito hablar con él para pedirle unos días más de las
vacaciones de invierno. Zenda me necesita y si todo lo que puedo hacer por
ella es estar a su lado, lo haré.
—Disculpe. —Me dirijo a una de las enfermeras que están aquí—. Soy la
pareja de Zenda Aguilera, la paciente del box uno. —Asiente—. Necesito
salir a hacer una llamada, ¿podría... no sé...echarle un ojo? Está dormida, no
me gustaría que se despertara y se encontrara sola.
—Claro. Ve tranquilo, está en buenas manos.
—Muchas gracias.
Salgo de allí y cuando paso por delante de la sala de espera veo a Diego,
sentado. No sé porqué ha venido. Entiendo que la obligación de Zenda haya
sido avisarle, pero no sé qué pinta él aquí. Ya no hay nada que le vincule con
ella, ¿qué está esperando?
Salgo a la calle y marco el número de mi jefe. Descuelga al segundo tono.
—Milo —dice según contesta—. ¿Cómo está la muchacha, hijo?
Me he visto en la obligación de darle una explicación rápida por whatsapp
sobre la razón por la que no iría hoy a trabajar, por eso me ha llamado varias
veces, quería saber sobre su estado.
—Hola, Mario. ¿Qué puedo decirte? Está deshecha. Ahora mismo duerme,
está moralmente agotada.
—Pobrecilla. Ha pasado por algo muy traumático. Los dos. ¿Tú cómo
estás?
La pregunta me pilla desprevenido, aún teniendo en cuenta que no le había
dicho la verdad; que el hijo que Zenda esperaba, no era mío. Y es una pregunta
que en el fondo me duele.
—Te mentiría si te dijera que estoy bien. Pero Zenda me preocupa más.
—¿Necesitas unos días libres?
—Sobre eso quería hablarte, Mario. ¿Sería posible disponer de una semana
de mis vacaciones de invierno? No quiero dejarla sola estos días.
—Por supuesto que sí, muchacho. Cuenta con ello. Y no te preocupes por el
parte de vacaciones, ya lo firmarás a la vuelta.
—Muchas gracias, Mario.
—De nada. Mucho ánimo, Milo. Y un fuerte abrazo para ella.
Tras despedirnos, cuelgo. Camino con intención de volver al lado de
Zenda, pero deshago mis pasos y voy dirección a la sala de espera. Diego me
ve y le hago un gesto con la mano para que venga conmigo. Salgo fuera, nadie
tiene por qué escuchar lo que hablamos.
—¿Cómo está? ―Su pregunta me llena de rabia, pero me controlo.
—Pues nada bien, Diego. Pero ese no es el motivo por el que quiero hablar
contigo.
—Yo estoy aquí por ella así que si el motivo no es Zenda, pierdes el
tiempo.
—Diego no me toques los cojones. Tú nunca te has preocupado por ella. ¿A
qué viene ahora este repentino acercamiento?
—Todo ha cambiado. También es mi hijo.
—Era —recalco— porque te recuerdo que ese niño ya no existe.
Al decir eso pienso en Zenda. Nunca le diría algo así a ella, pero necesito
que Diego entienda que ya no hay nada que a vincule a ella.
—Me iré cuando la vea salir y pueda hablar con ella.
—¿No crees que ya le has hecho suficiente daño? Te lo advierto, Diego, no
te acerques a ella. Déjala en paz. No te quiere cerca.
—Si ella quiere escucharme no puedes impedirle que lo haga.
—Tienes razón, no puedo. Pero confío en su sentido común.
Dicho esto me doy la vuelta y camino hasta atravesar las puertas que me
llevan directos a la sala de observación. Nadie me intercepta por el camino,
así que no doy explicaciones de a dónde voy ni a quién acompaño. Pero
cuando llego a la sala, Zenda no está. Busco desesperadamente a la enfermera
con la que hablé antes de salir.
—Disculpe, antes hablé con usted, soy el acompañante de Zenda Aguilera.
No está en la sala...
—Deben de haberla subido a intervención. Deme un minuto.
Vuelve pasados varios segundos que se me antojan eternos.
—Sí, acaban de subirla.
—¿Ha preguntado por mí? ¿Por Milo?
—No estaba presente cuando se la han llevado, lo siento.
La han subido mientras yo no estaba, mientras se encontraba sola. Mierda.
CAPÍTULO 31

Desde que me despertaron para subirme a quirófano, el tiempo pasó muy


rápido. Milo no estaba a mi lado y nadie supo decirme dónde estaba, pero yo
sabía que no se había marchado y que habría aprovechado que estaba
durmiendo para salir, quizás, a coger aire. Ahora lo sé porque él me lo ha
confirmado.
Estamos a punto de salir después de estar once horas aquí. Tardé un poco
más de lo normal en despertar de la anestesia, según me han dicho. Y entre
otras cosas, son las siete y poco de la tarde cuando cruzo la puerta de salida.
Veo a Diego, que se levanta y hace amago de acercarse. Niego levemente
con la cabeza; él lo capta y frena su avance. Sé que debería hablar con él en
persona, tal y como lo hice el día que le dije que iba a ser padre. Se lo debo.
Una conversación, una más para zanjar de una vez por todas este tema y dejar
a Diego en el pasado. Solo así podré concentrarme en el presente, y mi
presente es Milo. Y puede que Milo no entienda que le deba una explicación,
pero esto solo me concierne a mí, y tendrá que aceparlo. Los asuntos que no se
cierran quedan pendientes, el tiempo no los borra como si fueran huellas en la
arena, se enquistan y se quedan ahí recordándote que en un momento de tu vida
no actuaste como debías y algún día el viento puede abrir esa puerta que no
cerraste con llave. Debo actuar en consecuencia, cerrar etapas, abrir ventanas
a nuevos horizontes y vivir la vida, pero vivirla sin dejar que el pasado me
atormente. Porque algo que está fuera de tu vida y sin posibilidad de volver a
entrar, no debería de poder torturarte ni aunque llame a tu puerta. Y si de algo
estoy segura, es que no volverá a llamar.
―¿Estás bien?
Milo finaliza la pregunta depositando un beso en mi cabeza y eso me gusta,
es su forma de decir que está aquí, a mi lado.
No me apetece llegar a casa, la idea de encerrarme entre esas cuatro
paredes, ahora mismo, me aterra. Sé que si se lo hago saber me llevará a
donde yo desee ir, pero no tengo intención de hacerlo, ni siquiera tengo la
certeza de querer ir a algún sitio en concreto, solo sé que no quiero estar en
casa. Sin embargo, cuando subimos al coche, dejo que Milo ponga rumbo al
único sitio del que deseo huir.
Cuando llegamos, siento como si el aire estuviera viciado. Es una idiotez,
es mi casa, la que comparto con la persona a la que amo y que, después de
tanto tiempo perdido sin tener consciencia de ello, es mi pareja. Y estamos
prometidos. Aunque fuera producto de una ida de olla nuestra, lo estamos. Y
quizás por eso hasta hace dos días pensaba que podríamos formar una familia
los tres. No pensaba negarle a Diego su papel, siempre y cuando entendiera
que disfrutaría del título de padre de puertas para fuera. Pero todo se ha ido a
la mierda. Me ilusioné en demasía con algo que ni siquiera pude ver cuando su
corazoncito aún latía.
Milo está conmigo, sentado en el sofá, pero entre nosotros hay espacio.
Supongo que está intentando discernir si necesito un abrazo o que, de
momento, corra el aire. Ni siquiera yo, sé si necesito que no invadan mi
espacio vital.
Y lloro, lloro como si aquello que no pudo ser se hubiera llevado un trocito
de mí. Y aunque sé que solo es una etapa, tengo que dejar salir mi dolor,
expulsar de mi interior ese sentimiento que me hace daño, y la inercia de
llevarme la mano a la tripa porque ahí, ya no hay nada.
―Ven aquí.
Milo me atrae hacia él y me abraza. Rodea mi cuerpo con sus brazos y
aunque eso siempre me ha hecho sentir plena, hoy y en este momento hace que
me sienta muy pequeñita y no me gusta. Me deshago de sus brazos y vuelvo a
mi sitio.
―¿Quieres comer algo? ―Supongo que la pregunta nace desde su deseo de
rebajar un poco la tensión, porque sabe que he comido un sándwich en el
coche de camino a casa.
―No ―contesto en un murmullo.
―¿Quieres hacer algo?
―No Milo, de verdad que no. ―Hago una pausa en la que suspiro con
pesadez―. Solo quiero que mi cuerpo se recupere. Y mi mente. Sobre todo mi
mente.
―Necesitas tiempo, solo eso.
―Si ―susurro cansada.
Dentro de mí se ha disparado una alarma que dice que Milo está actuando
así por lástima y no por los sentimientos que nos unen. Me levanto del sofá y
me paro en la puerta del pasillo antes de enfilar el camino a mi cuarto.
―Oye, estoy bien, ¿vale? ―Y sé que le hablo como si él tuviera la culpa
de algo―. Y si no, lo estaré. ¿Crees que no me gustaría poder borrar todo esto
de un plumazo? Despertar y darme cuenta de que Diego nunca formó parte de
mi vida. Que solo estabas tú. Pero no puedo. ―La voz se me tiñe llorosa
porque las lágrimas bajan por mis mejillas en líneas saladas―. Necesito
curarme interiormente, Milo. Porque nada puede ir bien cuando se está hecha
una mierda por dentro, cuando se está defectuosa.
―Tú no estás defectuosa, Zenda. ―Su voz suena tranquila, pero está
cargada de tensión.
―Sí lo estoy.
―No, no lo estás ―dice y se levanta también―. Todo esto pasará y no
será más que un mal recuerdo. Zenda, no eres un puto ordenador que pueda
resolver alguna situación con solo reiniciarse, eso lo sé. Pero no puedes
culparme por preocuparme por ti e intentar cuidarte.
―No te estoy culpando de nada.
―Lo haces, no sé si inconscientemente, pero me culpas de algo que hago
porque te quiero y quiero que estés bien.
―Pues te pido, por favor, que no lo hagas. ―Notar la decepción en su
mirada no me hace recular―. Necesito estar sola, Milo.
Cojo las llaves del coche y voy hacia la puerta. Sé que huir de mi propia
casa y del único hombre al que quiero y el único con el que puedo
derrumbarme, es la solución más cobarde. Si bien aún no sé por qué lo estoy
haciendo, sé que es lo único que puedo hacer.
―¿Te vas? ―pregunta cuando me dispongo a abrir la puerta.
―Solo voy a dar una vuelta ―contesto de malas formas―. Y no quiero
compañía.
CAPÍTULO 32

A veces no importa cuánto desees algo en la vida. A veces, más de las que
me gustaría, las decisiones que tomamos nos llevan por caminos distintos a los
que pensamos tomar en un momento determinado.
Un día te levantas y preparas todo lo imprescindible para pasar una jornada
perfecta en el campo, pero acabas poniéndote el bikini y cambiando el destino
poniendo rumbo a cualquier playa porque, hace sol. Así de voluble somos en
cuanto a decisiones. Las importantes deberían ser tomadas con un poquito más
de criterio, sin embargo, surgen en momentos complicados en los que no
estamos del mejor humor, melancólicos o simplemente estamos tan felices que
todo nos parece fantástico. Pero cuando volvemos a nuestro estado inicial, es
ahí cuando nos damos cuenta de en qué hemos fallado, y aunque juramos y
perjuramos no repetir esos errores, acabamos convirtiéndonos en alguien que
camina como movido por los hilos del destino. Y sin quererlo ni muy bien
saberlo, acabas llegando a un destino muy diferente y completamente
impensable.
Son las nueve de la noche. Llevo un rato en el coche sin saber muy bien qué
hacer. He llegado hasta aquí y no sé si tengo la fuerza suficiente para
enfrentarme a este momento. No después del día que he pasado. Debería sentir
mareos y ganas de acostarme y no levantarme hasta que hayan pasado al
menos, los siete días que componen una semana, pero aquí estoy, en un lugar al
que me prometí no volver. Solo que, esta vez, mi objetivo es opuesto a casi
todos los anteriores.
Salgo del coche y camino a pasos cortos y dubitativos. Tengo las defensas
desactivadas y no quiero que esta decisión acabe convirtiéndose en lo que no
busco. Tengo muy claros mis sentimientos y no me dejaré engatusar por Diego
ni mucho menos. Sé exactamente a quien quiero y por quien estoy dispuesta a
todo. Es hora de que Diego entienda que está fuera de mi vida, que lo que
tuvimos nunca va a volver, que esa relación tan tóxica acabó en el mismo
momento en que un día me dejó claro que jamás seríamos una pareja. Mi vida
hubiera sido muy diferente si los sentimientos de Diego hubieran variado en
ese sentido. Quizás Milo y yo ya no viviríamos juntos y nunca hubiéramos
experimentado ese hermoso inicio de nuestra historia. Milo es mi definición
perfecta de todo, mi serendipia; apareció cuando menos lo esperaba, cuando
mi intención en la vida era otra muy distinta, convirtiéndose en mi salvavidas,
cambiando mi mundo, poniéndolo patas arriba y convirtiendo mi vida a mejor,
haciéndola mucho más bonita.
Amo a Milo, yo lo sé y él lo sabe. Como también sé que entenderá que en
este momento necesite estar sola y hacer esto, aunque le haya tratado de la
peor de las maneras cuando él solo intentaba cuidarme. Espero que sepa
perdonarme el haberme comportado antes como una auténtica bruja.
―Zenda.
La voz de Diego me sobresalta cuando estoy a punto de llamar al
telefonillo. No esperaba que me sorprendiera él a mí.
―Diego yo... ―Por un momento no sé qué decir―. He venido porque
necesitamos hablar de todo esto.
―¿Sabes? Llevo un rato en la puerta del garaje. Mirándote mientras
estabas en el coche. Esperando a ver qué hacías. Me he llevado una sorpresa
al verte bajar.
―¿Te sorprende que haya venido a hablar?
―Me sorprende que hayas venido precisamente hoy. Yo también estaba en
el materno hace unas horas, podías haber hablado conmigo entonces.
―¿Antes? ¡¿Crees que yo estaba en condiciones de hablar cuando salí de
allí?!
―¿Y ahora sí?
―Ni siquiera sabía qué iba a venir cuando salí de casa. Yo solo... necesito
poner en orden mis sentimientos. No puedo dejar que el pasado siga afectando
a mi presente y mucho menos a mi futuro.
―Y yo soy el pasado.
―Siempre lo has sido. Incluso cuando fuiste parte de mi presente sabíamos
que algún día serías solo eso, pasado.
―No deberíamos hablar de esto aquí. Subamos.
Subimos a su piso porque, tiene razón, no podemos mantener esa
conversación en plena calle. Necesitamos un lugar tranquilo para poder
hacerlo sin que haya nadie que pueda estar escuchando; ningún vecino tiene
por qué oír nuestras mierdas.
Cuando llegamos a su puerta, abre y me hace pasar para después ofrecerme
tomar asiento. Me siento en el borde del sofá. Incómoda no por el sitio, sino
por dónde me encuentro y con quién.
Hubo un tiempo en el que venía y me encerraba con él entre las cuatro
paredes de su cuarto, con un solo objetivo. Desnudaba mi cuerpo aunque no mi
alma, eso siempre le ha pertenecido a Milo desde que entró en mi vida. Diego
nunca se interesó por mis sentimientos, nunca supo detectar si me encontraba
bien o si, por el contrario, necesitaba un lugar aislado donde poder gritar y
descargar mis pulmones de la toxicidad de tener una relación de ese calibre
con alguien que no me valoraba lo más mínimo. Supe tomar la decisión más
acertada y separar nuestros caminos, hasta que el destino volvió a unirlos,
para volver a alejarlos poco después. Y es aquí y ahora, donde pretendo poner
punto y final a una historia que ha durado más de lo que debió desde un primer
momento.
―¿Te apetece comer algo? Tengo dulces en la cocina.
Y aunque no pienso estar aquí mucho más tiempo del necesario, asiento y
acepto lo que me ofrece porque solo he comido un sándwich en lo que va de el
día y tengo que volver a conducir dentro de un rato.
Cuando vuelve de la cocina me tiende un plato con un dulce de hojaldre y
nata y un vaso de zumo. A Diego nunca le han gustado los refrescos. Ni
siquiera toma alcohol.
Cierro los ojos al primer bocado porque mi cuerpo lo agradece. Diego me
mira mientras devoro el dulce, pero no se muestra impaciente, solo me
observa hasta que trago el último pedazo y empiezo a hablar.
―Diego, he venido hasta aquí para aclarar ciertos aspectos y dejar este
sinsentido.
―¿Qué sinsentido?
―Esos celos absurdos que tienes con Milo. Tú nunca estuviste en una
posición que te permita ahora tener esa clase de sentimientos. ―Va a
rebatirme pero no le dejo―. No, Diego. Voy a hablar yo primero y vas a
escucharme sin decir una sola palabra. ―Asiente y yo sigo―. Cuando
estabamos juntos, nunca te preocupaste por mí, solo mostraste un atisbo de
interés cuando te percataste de que estaba cambiando. No querías tener una
relación conmigo, pero tampoco querías que la tuviera con otra persona. Tú no
querías que yo fuera feliz, Diego. Eso no es amor. Y es muy egoísta por tu
parte.
―¿Así que yo te imposibilitaba ser feliz?
―No. ―Niego tajante―. Mi felicidad nunca dependió de ti. Pero reconoce
que me hacías esperar dándome respuestas negativas a aquello que yo
esperaba, pero actuando en contra de lo que pensabas, haciéndome creer que
algún día podría ser.
―De acuerdo, soy mala persona.
―No, Diego. No eres mala persona. Yo no pienso eso de ti. Pero sé que la
decisión de hacerte cargo del bebé que esperaba no era más que una pataleta,
un intento de alejarme de Milo. Y eso no iba a ocurrir.
No me niega lo del bebé y caigo en la cuenta de que tenía razón al haberlo
pensado. Ni había querido comentarlo con Milo porque sabía que se pondría
hecho una furia y a saber qué habría hecho al respecto. Pero tenía razón y
ahora me doy cuenta.
Diego sonríe y por primera vez desde que le conozco, percibo una sonrisa
sincera sin ninguna inclinación sexual.
―Nos divertíamos juntos. ―Afirma.
―Sí. Pero esa clase de diversión no dura para siempre. Hay que saber
cuándo parar, uno de los dos debía hacerlo y en este caso, fui yo. ―Hago una
pausa para comprobar que lo ha entendido―. ¿No vas a decir nada?
―Creo que ya está todo dicho.
―Nunca más vamos a tener esta conversación. Si quieres decir algo, hazlo
ahora.
Diego se inclina hacia delante en el sofá, está sentado a mi lado pero hay
espacio entre nosotros.
―Está bien. ―Respira hondo y continúa―. Yo... la verdad es que... nunca
te quise, Zenda. ―A día de hoy, esa confesión no me duele―. Nunca quise
nada más allá de una relación física entre nosotros. Lamento que hayas tenido
esperanzas, aunque reconozco que en gran parte fue mi culpa. No quería que te
fueras porque me lo pasaba bien contigo, y tengo que confesarte que nunca
fuiste la única. Me veía con otras mientras estaba contigo. ―Eso me
sorprende aunque, a decir verdad, tendría que habérmelo imaginado―. No
voy a pedirte perdón por ello porque ambos sabemos que no tenía que
guardarte fidelidad; no eras mi pareja, yo no quería ese tipo de relación. Eso
nunca cambió, ni siquiera cuando me contaste lo del bebé. Lo único que quería
era alejarte de él y ni siquiera sé el motivo.
Asiento y sonrío, porque por primera vez desde que nos conocemos, ambos
hablamos de lo que sentimos, no solo yo.
―Gracias por tu sinceridad. Esto nos hacía falta.
―¿Tú estás bien? ―le miro extrañada por si piensa que lo que me ha dicho
ha podido afectarme―. Me refiero a lo de.... lo del bebé.
―Ah, bueno... lo estaré ―respondo encogiéndome de hombros.
Diego asiente y simula una sonrisa. Por fin este tema ha sido zanjado. Por
fin puedo mirar hacia delante sin temor a que el pasado vuelva para hacerme
daño. Ahora que sí está todo dicho, ya puedo volver a casa.
CAPÍTULO 33

Cuando llego es más de la una. Hice una parada por el camino, necesitaba
pensar acerca de Milo, de cómo iba a abordarle después de haberle tratado tan
mal, antes de huir de mi propia casa. Aún no sé cómo voy a hacerlo. Solo
espero que sepa perdonar mi error.
Enciendo la luz del salón, la casa está a oscuras. Imagino que Milo duerme,
aunque me cuesta creer que lo haga después de lo que ha pasado. Debería
hablar con él ahora mismo, pero si se ha metido en su cuarto antes de que yo
llegara, significa que no está de humor para hablar y debo respetar su espacio.
Me siento en el sofá y cojo mi móvil, lo había dejado sobre la mesilla del
salón. Abro el Whatsapp porque aunque no quiera hablar, necesito darle las
buenas noches y lo haré aunque sea a través del teléfono. Pero mi corazón se
desboca cuando veo en la primera conversación, un mensaje que no ha sido
leído por mí. Un mensaje de Diego.
"Antes no te lo dije, Zenda, pero pienso igual que tú, nos hacía falta esto.
Gracias por venir a casa."
El mensaje había sido enviado pocos minutos después de marcharme de su
allí.
―No puede ser. ―Corro a la habitación de Milo y llamo a la puerta con
fuerza―. ¡Milo! ―grito sin importarme la hora que es― ¡Milo, por favor!
Abro la puerta, pero lo que me recibe es la más absoluta oscuridad, y al
encender la luz me doy cuenta de que en el cuarto no hay nadie más, salvo yo.
Me vuelvo y camino diligente hasta mi cuarto, pero tampoco está aquí.
―¡No, no, no, Milo!
Voy al salón y cojo mi teléfono. Compruebo que no está conectado al
Whatsapp y ha ocultado su última conexión. Marco su número y enseguida
recibo la respuesta de que su teléfono está apagado. Lloro sin control y sin
darme cuenta de estar haciéndolo. Sigo llamándolo pero obtengo el mismo
resultado cada vez que le doy a la tecla de rellamada.
―¿Dónde estás, Milo? ―Sollozo sin poder evitarlo.
Tiro el teléfono en el sofá de malas maneras y pienso en salir de casa sin
saber muy bien a dónde dirigirme, pero cuando quiero llevar a cabo mi
planteamiento, la puerta de casa se abre. Me quedo paralizada cuando le veo
entrar. Él me mira y la tristeza en sus ojos me destroza el corazón. Está así por
mi culpa. Suelta en el suelo una bolsa pequeña de viaje. En realidad la tira en
el suelo, bajando la cabeza.
―Llevo horas en el coche. ―Me quedo callada porque no sé decir―. Iba
a marcharme, estar un tiempo lejos de ti para... pensar. Intentar asimilar que mi
pareja prefiera la compañía del hombre que tanto daño le hizo, a la mía en un
momento tan delicado.
―Milo, no es...
―Pero no he podido irme ―me corta―, me cuesta alejarme de ti, Zenda.
―Yo... yo no quiero que te vayas.
―Y no me iré. Pero necesito pensar en todo lo que pasado entre nosotros.
Yo también me he visto sobrepasado por los últimos acontecimientos, Zenda.
Decidí ser fuerte por ti. Quería que pudieras apoyarte en mí si te derrumbabas.
Ningún bien te hacía desesperándome. Pero ya no puedo más. Necesito poder
pensar, sin tener que alejarme de ti porque... no puedo. Siempre he respetado
tus decisiones, nunca te he presionado con respecto a nada. Ahora, necesito
que seas tú quien respetes la mía.
―Estás... ―Las lágrimas campan a sus anchas por mis mejillas―. Me
estás... ―El llanto me impide hablar―. ¿Me dejas?
―No. ―Su semblante cambia y se acerca a mí, pero frena de repente y
recula unos pasos―. No te estoy dejando. Pero necesito tiempo para pensar. Y
no podré hacerlo contigo durmiendo a mi lado.
La tensión de mi cuerpo se rebaja un poco y siento las extremidades más
pesadas. Desearía poder ir hasta él y besarle porque es lo que más deseo en
este momento. Besarle y sentirle como le sentía hasta hace unos días. Y no
como le siento ahora, tan lejano que me duele y asusta.
Camina los pasos que le separan de mí. No me mira. Coloca la mano en mi
cabeza y se acerca para depositarme un beso en la frente, en el que se demora
más de lo normal. Es mi momento para abrazarle y lo hago, pero se deshace de
mis brazos con suma rapidez. Me está rechazando y eso me destroza por
dentro. La calidez de sus labios deja paso a la más fría soledad cuando se
separa de mí.
―Buenas noches, Zenda.
Se marcha en dirección a su cuarto sin esperar una respuesta por mi parte
que, por otro lado, no llega. Me cuesta incluso pronunciar esas dos palabras
seguidas de su nombre. No puedo creer que estemos en esta situación. Que
Milo necesite tiempo de mí es algo desesperanzador.
Lloro cabizbaja unos segundos, respiro hondo e intento reponerme y dejar
que mi cerebro mande la orden a mis piernas y permitirme así salir del estado
de inmovilización momentánea en el que me encuentro.
Paso por delante del cuarto de Milo de camino a mi habitación. La
tentación de llamar es inmensa y lucho contra todos los "no lo hagas" y los
"hazlo de una maldita vez". Tengo que respetar su decisión, así él lo ha
querido.
Pero no pienso rendirme, le demostraré que necesitamos estar juntos.
Porque Milo es la pieza que me falta y sin él estaré incompleta.
CAPÍTULO 34 (Milo)

Nunca pensé que llegaríamos a esta situación. Nosotros, dos personas a las
que la vida les ha enseñado que han nacido para estar juntas. He intentado
seguir siendo fuerte por ella, no dejar que todo se me fuera de las manos, pero
lo de ayer ha cruzado la línea. En su momento, pude entender que hablara con
él con respecto al bebé, al fin y al cabo iba a ser padre y merecía saberlo.
Pero no entiendo qué tenía que decirle. Ahora, que ya no había nada que los
uniera. Ese lazo ha desaparecido. ¿Por qué demonios fue a verle?
El dolor que sentí cuando rechazó mis cuidados, ni siquiera se asemeja a lo
mal que me hizo sentir saber que había estado con él cuando parecía que mi
compañía le era non grata.
Habíamos estado construyéndonos un mundo en el que seríamos los únicos
habitantes, donde nada ni nadie pudiera hacer daño a todo aquello que
habíamos aceptado sentir, pero se nos cayó encima.
Amo a Zenda, por supuesto. La amo de una forma indescriptible. Pero no
puedo seguir aparentando que todo va bien, cuando la realidad muestra fallos
en esta versión de nosotros. Necesito encontrar una solución, algo que nos
permita recomenzar. Esto no es un final, sino una mejora de todo lo que
fuimos, lo que somos y lo que en un futuro seremos.
Me he levantado temprano porque no quería tener que cruzarme con ella en
casa. Está de baja del trabajo, una semana. Y yo aún tengo esos días de
vacaciones que adelanté y no he querido reincorporarme porque eso
implicaría que mi jefe me preguntara el motivo de rechazar los últimos días.
Así que me he venido a la playa, a esta hora no suele haber mucha gente por
aquí, exceptuando a aquellos que vienen a hacer deporte. Me relaja escuchar
el romper de las olas, me ayuda a dejar la mente en blanco aunque ahora la
tenga llena de pensamientos que necesitan organizarse.
Hace dos años que Zenda y yo nos conocemos, dos años que estamos en la
vida del otro. Dos personas que se conocieron una noche en un bar de copas,
cuando no buscaban más que divertirse, sin saber que aquello iba a cambiarlo
todo. Una persona había llegado para dar sentido a muchas cosas. Zenda entró
en mi vida haciendo tambalear mi mundo y todo mi universo, y aunque ella no
se dio cuenta, cada vez que sonreía, cada vez que susurraba un <<pero si no
me conoce>> cuando yo le daba las gracias por entrar en mi vida y quedarse;
cada vez que me pillaba mirándola y, sorprendida, preguntaba:<<¿qué pasa?
¿qué tengo?>>, tocándose la cara. O cada vez que suspiraba distraída, yo me
enamoraba un poquito más de ella. Y cada minuto que pasaba, era un pasito
más que dábamos en la dirección que nos llevaron nuestras decisiones y
elecciones. Aunque debería haber sido más valiente y haberle confesado
mucho antes que me cambió la vida cuando apareció, que mi mundo se
resumió a una sola persona porque, aunque tomáramos decisiones erróneas en
un momento determinado, yo sabía que llegado el momento, nuestras vidas se
unirían de un modo más personal e íntimo.
Por eso me jode tanto que haya ido a verle en un momento como este. No lo
entiendo, y no creo que llegue a hacerlo. Diego no le ha dado nada bueno en
todo el tiempo que hace que le conoce. Para ella el sexo no le era suficiente y
saltó a la vista. A veces me pregunto qué hubiera pasado si su relación se
hubiera consolidado. Si Diego se hubiera dado cuenta de la mujer tan
maravillosa que había conocido, de que estar con Zenda era lo mejor que le
podía haber pasado en su patética vida. Probablemente ya no viviríamos
juntos y quizás nos habríamos distanciado porque, ¿a qué hombre no le
molesta que su pareja tenga una íntima amistad con otro hombre que, a todas
luces, está perdidamente enamorado de ella? O puede que Zenda intentara
introducirme en la vida de Diego, ampliar el círculo en vez de salirse de él o
sacarme e impedirme de nuevo el acceso. Y yo, ¿podría haber seguido siendo
solo su amigo? ¿Podría haber aguantado verles cada vez que se diera la
ocasión, felices e inventando un futuro juntos, mientras me lamentaba en
silencio no ser yo quien le provocara todas y cada una de sus sonrisas? No,
definitivamente no. Si eso hubiera pasado, me habría alejado para siempre de
ella porque verla feliz con Diego habría supuesto mi infelicidad, hasta que mi
mente se acostumbrara y entendiera que Zenda nunca estaría entre mis brazos.
Pero eso nunca pasó, gracias a su sentido común se dio cuenta de que
Diego no le proporcionaba nada bueno y que toda aquella historia tenía fecha
de caducidad.
Y yo, con Zenda, descubrí cosas que jamás habría podido imaginar.
Situaciones que nunca, ni en mis sueños más alocados, pensé que viviría. A su
lado, mi vida, la percepción del mundo y de todo lo que me importaba, se
tornó y mostró completamente diferente, para enseñarme que los momentos
que iba a vivir con esa chica que me había robado la razón desde que posé mi
mirada en ella, iban a ser, con diferencia, los más hermosos y preciados de mi
existencia. Zenda es, imposible de describir con palabras, hay que sentirla;
escucharla relatar cualquier cosa cotidiana de su día a día, verla sonreír y oír
sus carcajadas es maravilloso, sobre todo sentir que es uno mismo quien se las
provoca. No le hago justicia con una bana descripción de su forma de ser, ni
siquiera describiendo su físico pues, aparte de tener un cuerpo precioso, es
mucho más que eso. Ya no sé qué sentido tendría el amor sin no es a ella a
quien se lo profeso. Y no hay mentira más gorda, que decir que no podría
quererla más de lo que ya lo hago, porque sin ni siquiera proponérselo, día a
día Zenda me demuestra que es posible, que el amor aumenta cada segundo a
su lado, porque simplemente con mirarla, cuando me devuelve la mirada,
cuando me sonríe solo porque sabe que la estoy mirando, me demuestra lo
extraordinario que es nuestro amor. Y nuestra historia, tan increíble y
maravillosamente nuestra.
Pero debe entender que a mí también me ha afectado toda esta situación. No
hago esto para hacerle daño, eso jamás. No dudo de mis sentimientos hacia
ella. Ni de la relación que tenemos. Está claro que alejarme de Zenda no es
una solución y estar a su lado no me ayuda a pensar, por eso he decidido pasar
el menor tiempo posible juntos aunque compartamos el mismo techo. No voy
a separarme de ella porque yo también la necesito a mi lado, pero ambos
tenemos que aprender a gestionar todo lo que hemos vivido en estas últimas
semanas. Y vamos a hacerlo juntos. Distantes, pero juntos.
CAPÍTULO 35

Milo me evita. Lleva diez días con esta rutina de ni conmigo ni sin mí.
Hemos vuelto a trabajar, pero tenemos el mismo turno. Por tanto, intenta pasar
más tiempo fuera de casa que dentro, solo para mantenerse lejos de mí. Yo le
hablo, o lo intento. Cada vez que me mira sin querer, aprovecho la oportunidad
para intentar entablar una conversación que él acaba esquivando. No creo que
su propósito sea hacerme daño. Milo me quiere, lo sé. Y yo echo de menos
compartir momentos con él, sobre todo las noches; no dormir en su cama, a su
lado, es la habitualidad que más extraño. Hacer noche en el mismo colchón,
hace que sienta que todo va bien, aunque la realidad fuese muy distinta.
Cuando me enteré del embarazo… Que lejano me parece y resulta que no
hace ni una semana desde que no lo estoy. Cuando pensé que iba a ser madre,
dormir con él me hizo sentirme fuerte, capaz de cualquier cosa. Fue un
momento delicado para nosotros y necesitaba recomponerme después de que
aquel predictor rompiera mis ilusiones y esperanzas. Sí, me hice a la idea, y
perder a ese bebé fue uno de los peores momentos de mi vida, aunque ni
siquiera llegara a sentirle moverse en mi interior. Pero esta situación, estar
con Milo de esta forma, me provoca una mala sensación imposible de
describir. Decir que siento dolor, ni se acerca al sentimiento que me embarga y
la ansiedad que me oprime el pecho.
Ayer cuando él salió de casa, necesité desahogarme. Llorar no era lo que
necesitaba, quería gritar. Y lo hice, grité muy fuerte, ahogue mi alarido en la
almohada mientras la música hacía su parte, amortiguando mis quejidos. Y me
vino bien, me sentí mejor, aunque no durante mucho tiempo.
Odio sentirle tan lejos; tenerle físicamente a un palmo cuando sus
sentimientos caminan en dirección contraria a los míos, para evitar la
incómoda situación que sería encontrarse por el camino.
Anoche le hablé tras su puerta. 《 Te quiero 》 , fue lo único que le dije. Y
sé que me oyó, lo sé por el suspiro que escuché en el interior del dormitorio.
No contestó, pero esta mañana he encontrado un 《 y yo 》 , al formarse el vaho
en el espejo del cuarto de baño. Eso me recordó a cuando me duchaba y
escribía un mensaje para que cuando él hiciera lo mismo, el vaho le mostrara
mis palabras. Cuando era una niña, descubrí que si no limpias el cristal
después de escribir un mensaje en él, al volver a empañarse, esas palabras se
hacen visibles otra vez. Se convirtió como en un ritual, y cada noche
utilizábamos nuestro particular lienzo para dibujar palabras que para otros no
significarían nada, pero que para nosotros, lo decían todo. A veces le escribía
mensajes inquietantes y aterradores del tipo: 《 te estoy viendo 》 , 《 voy a
matarte 》 , o llenaba el espejo con la huella de mis manos. Recuerdo nuestras
risas cuando salía después de ver alguno de ellos. Necesito recuperar nuestros
momentos, esos que hacían que lo vivido entre nosotros fuera distinto a las
vivencias de cualquiera otra persona. Al menos para nosotros. Pero, ¿cómo
puedo acercarme a él cuando impone distancia antes de que yo dé un paso en
su dirección?
Esta situación es insufrible, me sobrepasa. Necesito cambiar esto, que
volvamos a ser nosotros, esos que no pueden dormir bien sin un beso de
buenas noches aunque la mayoría de las veces se convierta en el preludio de
una noche de muchos y muy buenos besos.
No cambio mis días con él por nada, no cambio ni un segundo de lo vivido
porque todas esas situaciones pasadas nos ha llevado en la misma dirección,
nos ha hecho sentirnos más cerca que nunca; que el simple roce de nuestras
manos sea algo que reseñar porque, para nosotros, es importante. Y besarle,
joder, me muero por besarle, por tocar su pelo, enredar mis manos en él
mientras nuestros labios se degustan como si nunca hubieran probado otros
labios o disfrutaran del mejor manjar. Para mí, sin duda, lo es. Milo sabe a
amor, amor del bueno; un amor sin fisuras, sin miedos, sin mentiras, de horas
recorriendo nuestros cuerpos sin más intención que sentirnos, de cerrar los
ojos y sonreír en el abrazo más largo y estremecedor del mundo.
Son las once de la noche y estoy sentada en el salón escuchando música a
un volumen moderado, cuando la puerta de casa se abre y Milo entra, pero
intento parecer concentrada en la melodía porque no quiero vivir otro
momento de indiferencia por su parte. Noto que titubea y finalmente se queda
parado en medio del salón, mirando hacia el suelo. Levanta la cabeza y me
mira con ojos tristes. Supongo que se debate entre si debe acercarse o no. Una
de las comisuras de sus labios se alarga para mostrarme una media sonrisa que
se desvanece al instante. Eso me da fuerza, me infunde la seguridad de que si
me acerco, esta vez no va a alejarse. Lo hago. Me levanto y camino con paso
lento hacia él. Nos quedamos mirando sin decir una palabra, dejando que la
música se apodere del momento. Alzo una mano y le acaricio la mejilla,
suspira cerrando los ojos, el mismo gesto que hago yo. Mi boca reproduce una
suerte de sonrisa pero me muerdo los labios porque me tiemblan y no quiero
llorar. Sin abrir los ojos, Milo cede un poco más y apoya la frente en mi
hombro. Paso mis manos por su pelo, acariciándole y recreándome en la
sensación de volver a sentirle cerca.
―Yo tampoco puedo decir que no... ―murmura sin levantar la cabeza.
Sonrío con ternura porque sé que se refiere a la canción que está sonando
porque, aunque no habla de nosotros, Lenny Kravizt y su If you can't say no, a
veces hace que lo parezca.
―Duerme conmigo esta noche, Milo. ―Niega con la cabeza.
―Estoy enfadado.
―Lo sé. Y te pido perdón.
―No ―dice y levanta la cabeza para mirarme mientras habla―. Estoy
enfadado conmigo por no poder olvidarlo todo. Solo tengo que ordenar mi
cabeza y comprender muchas cosas que la parte sensata de mí, ya hace.
―Suspira mirando al suelo y vuelve a enfocar la vista en mí―. Pero soy
egoísta y no quiero que te vayas.
―No me iré a ninguna parte.
Sin más palabras, se separa de mí, se va y se encierra en su cuarto. Yo
apago el reproductor y ya en mi habitación y con una lista de canciones tristes
de Spotify en mi móvil con el volumen al mínimo, me tumbo en la cama
mirando al techo y me preparo para no dormir.
CAPÍTULO 36

Hace ya dos semanas que Milo me confesó el miedo que sentía a que me
fuera, mientras él ordenaba sus sentimientos y se perdonaba a sí mismo.
Ayer cometí una locura, quedé con mi padre y le conté todo, absolutamente
toda la historia. No me juzgó, pero por las expresiones que iba poniendo supe
cuánto le sorprendía todo aquello. Le pedí que me dejara hablar sin
interrumpirme y después lo hiciera él. Le costó arrancar.
―Dime algo, papá ―le pedí cuando hube acabado―. ¿Te he
decepcionado?
―No ―contestó al instante de preguntar― jamás podrías decepcionarme.
Eres mi hija. Todos nos equivocamos. En la vida no hay errores, solo
experiencias, de nosotros depende sacarles la parte positiva. Y aprender,
sobre todo aprender.
Yo no le veo la parte positiva a lo de Diego, aunque creo que en cierto
sentido me ha hecho madurar. Me ha hecho ser firme en mis decisiones.
―Ya... El problema es que Diego ha vuelto a empezar a llamar para
preguntar cómo estoy. Y no sé por qué si ya tuvimos esa conversación dónde
pareció que todo había quedado zanjado, pero no deja de llamarme... No
entiendo nada, papá.
―A lo mejor ese chico se ha dado cuenta de lo increíble que es mi hija
pequeña ―dice y me sonríe. Yo también, solo que la mía es amarga.
―No creo que lo haga por eso. Y si así fuera me da igual. Yo quiero a
Milo.
―Lo sé. Y me consta que él también te quiere a ti. Y si tú no le culpas por
estas últimas semanas es porque sabes que tiene derecho de sentirse
abrumado. Pero está ahí, ¿verdad?
Hablamos mucho más, pero esto es con lo que quise quedarme. Es cierto
que no le culpo, y ahora además tenía el punto de vista de una de las personas
más importantes de mi vida. Pero no sé cómo acercarme a él sin que intente
huir de mí.
Son más de las doce cuando llego a casa después del trabajo, cansada y con
el alma hecha pedazos porque tener a Milo, lejos de mí de esta forma, me
rompe cada vez un poco más por dentro.
Pero lo que veo al entrar en el salón no me cuadra. Las cosas no están como
estaban. A decir verdad, faltan algunas de ellas. Como aquella foto en lo alto
de la estantería. Una que nos sacamos enseñando nuestros tatuajes, cuando ya
se habían curado y se veían bonitos.
―Milo... ―le llamo.
Camino hasta su habitación. La puerta está cerrada, así que llamo antes de
abrir.
―¿Estás ahí? ¿Milo?
Cuando abro la puerta siento como si aquellas cuatro paredes no fueran más
que un espejismo. Dentro no hay nada, nada que una vez pudiera pertenecerle.
Los marcos de su escritorio están vacíos y ahora mismo ni siquiera puedo
recordar qué fotos había en ellos. Abro el armario, pero dentro no hay ni una
sola de sus prendas. Obtengo el mismo resultado al abrir los cajones de la
mesa de noche. Me siento en la cama porque noto como si la habitación diera
vueltas a mi alrededor, aunque el mundo siga girando a la misma velocidad
alrededor del sol y no de mí. La presión que siento en el pecho comienza a no
dejarme respirar. Me duele. Estoy a punto de sufrir un ataque de ansiedad,
pero no puedo permitirlo. Intento controlar la respiración y las lágrimas
empiezan a brotar, aflojando un poco la presión del pecho y el dolor físico
comienza a remitir. El dolor emocional se queda, se instala y se pone cómodo
porque sabe que va a acompañarme una larga temporada. Tengo que llorar y
lloro. Porque necesito sacar lo que me hace daño.
―Dijiste que no te irías. ―Lloro con rabia―. ¡Lo dijiste, lo dijiste, lo
dijiste!
Tiro del edredón con fuerza lanzándolo al suelo, llevándome con él parte
de la sábana en un arranque de furia. Me dejo caer de rodillas en el suelo
mirando el edredón tirado sobre las baldosas, cuando algo que no había
captado cuando entré en el cuarto, llama mi atención. Un sobre blanco que,
supongo, estaría encima de la cama.
Las manos me tiemblan cuando lo recojo del suelo y le doy la vuelta. En el
reverso leo mi nombre, aunque este se vuelve borroso por las lágrimas. Intento
contenerlas, mientras abro el sobre y saco la hoja que hay dentro. Es una carta
de Milo.
Zenda:
Te dije que no haría esto. Me juré a mí mismo que permanecería a tu lado en todo
momento, mientras intentaba poner en orden mis sentimientos. Pero no puedo. Me cuesta
entender por qué sigue llamándote. Intento no escuchar cuando le contestas al teléfono,
pero no lo consigo, te oigo hablar con él, y aunque le dices que tiene que dejar de hacerlo y
que no quieres saber nada de él, al día siguiente vuelve a sonar varias veces y tú, cansada de
que no cese en su intento, contestas. Podrías apagar el teléfono, pero no lo haces y atiendes
sus llamadas.
Y yo así no puedo. ¿Cómo voy a lidiar con mis demonios si casi cada día te escucho
hablar con el más poderoso de todos? No puedo seguir así y me mata tener que romper mi
promesa y alejarme de ti. Pero necesito pensar, Zenda. Y si para ello no podía estar tan
cerca de ti, imagina hacerlo cuando tu mayor enemigo sigue haciéndose notar.
Sé que debería haberte dicho todo esto a la cara, pero si lo hacía no hubiera podido
marcharme y, de verdad, créeme, lo necesito. No pienses que he dejado de quererte porque
eso es imposible. Pero el amor no es suficiente en este momento, Zenda. O al menos no lo
es para mí. Y sé que huir tampoco es una solución; o la más cobarde de ellas, sin embargo,
es lo mejor que puedo hacer por ahora y por nosotros. Sigue existiendo un nosotros, lo
juro. Y esa es una promesa que no pienso romper.
Te quiero, mi amor. Espero que no me odies por haber faltado a mi palabra.
Y si hay algo sobre lo que no debes albergar duda alguna, es de que volveré a tu lado.
Solo necesito un poco de tiempo. Concédemelo y mantén vivo lo que sentimos, por favor.
Yo haré lo mismo por mi parte.
Releo la carta dos veces más sin creerme lo que significan todas esas
palabras. Dos lágrimas surcan mis mejillas, pero las seco y me prohíbo volver
a llorar.
Guardo la carta en el sobre y reprimo las ganas de hacerla pedazos y lanzar
los trozos por la ventana para que se vayan bien lejos. Pero no lo hago, decido
que voy a guardarla para leerla cuando sienta que le necesito. Cuando la letra
de cada canción me recuerde a él. Cuando piense en que, en lugar de sentarse
a hablar conmigo, decidió alejarse. Porque, aunque gran parte de la culpa es
mía por no saber pararle los pies a Diego, también es suya por no atreverse a
hablar conmigo y confesarme todo lo que estaba sintiendo. Pero, ¿con una
carta? No, Milo, así no. Este no ha sido nunca nuestro estilo.
Vuelvo a sentir la presión en el pecho pero no, ya no más lágrimas, ya he
llorado suficiente en estos últimos meses y no pienso volver a hacerlo. Ni por
Milo, ni por nadie.
CAPÍTULO 37

Dos meses después...


La vida puede cambiar en lo que dura un pestañeo. Cuando has tocado
fondo, pero el terreno es totalmente inestable. Unas arenas movedizas que
intentan hundirte más en tu propia miseria, mientras tú pataleas en un vano
intento de mantenerte a salvo cuando lo único que tienes que hacer es
permanecer inmóvil. La vida es luchar, librar batallas, guerras que quizás no
podrás ganar, pero en las que tienes que pelear porque son las cosas que te
importan las que están en juego.
Solo que en este momento siento que no puedo luchar, como si hubieran
decidido no llamarme a pelear, dejarme a un lado y quitarme todo lo que tengo
porque no soy merecedora de ello. Como si no fuera importante y nada de lo
que pudiera hacer, les hiciera cambiar.
No puedo pensar en el futuro porque siento el presente como el peor de los
dolores. Horror de horrores. La mayor fobia de todos los miedos.
Estoy en el trabajo, ayudando a Isabel en la cocina como casi siempre hago.
Le conté todo a Isabel cuando volví de la baja tras el aborto. Un viernes al
salir del trabajo a las cinco de la tarde, le pedí que me invitara a su casa a
tomar un café y se lo confesé dando vueltas por la estancia. Ella me miraba
con los ojos muy abiertos, a medida que le iba relatando, sin interrumpirme.
Cuando acabé nos quedamos en silencio y tras suplicarle que dijera algo, se
limitó a levantarse y abrazarme con fuerza. Uno de esos abrazos que te
arreglan cuando estás rota. Y me arregló, sí, pero solo a medias y en ese
momento.
Todavía no le he contado toda la verdad a mi madre y a mis hermanos. Lo
haré, solo estoy esperando el momento adecuado. No sé si Milo habrá hablado
con su familia de todo lo que nos ha acontecido en estos últimos meses. No he
tenido noticias de él y, la verdad, es que ya no espero tenerlas.
—No me gusta verte tan callada, esta no eres tú.
—No he tenido un buen día, Isa.
—Llevas ya dos meses sin tenerlos. Es hora de transformarlos, cariño.
—No es tan fácil.
—¿Sigue sin haber noticias?
—Su hermana dice que no les ha llamado, pero ya no sé si creerles o no.
—¿Crees que mantengan el contacto y que te lo estén ocultando?
—No lo sé, no lo sé, Isa. Me estoy volviendo loca. —Dejo salir un suspiro
de mis labios―. Encima Diego sigue llamando.
—Mi niña, deberías contestarle y decírselo. Que no llame más, que te deje
en paz.
—Ya lo he hecho Isa, pero sigue insistiendo. —Niego con la cabeza—. Te
juro que no le entiendo, nunca quiso nada más conmigo hasta que supo que
Milo empezaba a tener otro significado en mi vida.
—Como el perro del hortelano.
—Sí —susurro— No es que me suponga un problema pero… bueno, sí, sí
me supone un problema. Porque justamente por eso se ha ido Milo.
—Tienes que decírselo, Zenda. Tú no eres de las que se esconden.
—Ya lo he intentado todo. Necesito que se aleje de mí. Pero no sé cómo
hacerlo sin tener que verle. Y decírselo por teléfono ha dejado de ser una
opción.
―Pues vas a tener que hacerlo. Ve a verle, habla con él. Y cierra este ciclo
de una buena vez.
―No servirá de nada. Seguirá insistiendo.
―Todo depende de lo clara y concisa que seas con tus palabras.
Salgo del trabajo pasadas las cinco. Me monto en mi coche y barajo la
posibilidad de ir a casa de Diego. Isabel tiene razón, cuanto antes hable con
él, antes podré dejar atrás todo esto.
Cuando llego a su zona aparco el coche y miro hacia su ventana. Tiene las
persianas levantadas, señal de que está en casa. Me pongo nerviosa, no
debería tener que hacer esto, pero aquí estoy, a punto de volver a tener la
misma conversación que unos meses atrás.
Me bajo del coche cuando veo a una chica a punto de entrar a su portal y
aprovecho que le abren para entrar yo también sin tener que llamarle al
telefonillo. Subo unos pasos por detrás de ella, hasta que me doy cuenta de que
se para y toca a su puerta, a la de Diego. Freno y me quedo esperando, sin
dejarme ver hasta que escucho que abre la puerta.
―Hola ―le dice ella, coqueta.
―Hola, preciosa ―contesta él.
Escucho como se dan un beso escueto y antes de que pueda cerrar subo las
pocas escaleras que me separan de la puerta y me dejo ver.
―Diego ―le llamo antes de que cierre.
―Zenda. ¿Qué haces aquí? ―Le sorprende verme, salta a la vista.
―He venido a hablar contigo, así que si tienes un minuto, me gustaría que...
―¿Ahora?
―Sí, Diego ―contesto enfadada―. Ahora.
Habla con la chica que está en su salón y le dice que le espere un momento,
que no tardará. Encima con prisas. Pues se va a fastidiar porque esto no se va
a solucionar con una charla rápida en las escaleras.
―No vamos a hablar aquí ―le digo cuando cierra la puerta tras él.
―Zenda, tengo compañía.
―¿Te estoy jodiendo el polvo? ―No contesta y sigo―. Ese es tu
problema. Pero de hoy no pasa que escuches lo que tengo que decirte.
CAPÍTULO 38

No escucho lo que le dice cuando entra en casa porque ha cerrado la


puerta. Pero por la cara que ella me ha puesto y la mirada que me dedica al
salir, puedo hacerme una ligera idea. La miro bajar las escaleras y pienso en
cuántas veces he emprendido yo ese camino después de pasar un rato juntos.
Lo siento por ella, no tanto por él, pero necesito hacerle entender de una
maldita vez que tiene que dejar de llamarme, que nosotros no podemos ni
siquiera ser amigos, porque nunca lo hemos sido.
Diego me mira apoyado en la puerta abierta, esperando a que me decida a
pasar. Entro, pero no me siento, estoy demasiado nerviosa. Él toma asiento en
ese sofá que tantas cosas ha visto.
―Tú dirás. ―Me da el pie para que empiece a hablar.
Son tantas las cosas que quiero decirle que no sé ni por dónde empezar.
―Diego, esto tiene que parar.
―¿De qué hablas?
―¿Que de qué hablo? De este absurdo de llamarme casi todos los días.
¿No entiendes que solo te contesto a las llamadas para que dejes de hacerlo?
―Ya...
―Creo que me merezco algo más que ese "ya".
Diego suspira, nervioso. Se pasa las manos por la cara y vuelve a mirarme.
―¡Di algo, joder!
―¡Me equivoqué! ¡¿vale?! ―grita levantándose y dándome la espalda.
―¿Qué quieres decir?
―Me equivoque. Yo... al final...
―¡Quieres hablar claro de una puta vez!
―¡Pues que te quiero, Zenda! ―exclama―. Me he enamorado de ti.
Me sorprende, pero las palabras me salen solas.
―Me quieres e igualmente te acuestas con otras. Vamos, hombre, ¿me
tomas por tonta o qué?
―¿Y qué quieres que haga? ¿Qué espere algo que no va a llegar? Me
encantaría poder olvidarte, de verdad que me encantaría poder hacerlo,
Zenda... pero no puedo.
―Diego, no... ―No se me ocurre nada que decir.
―Ya, ya sé que no puede ser pero, ¿qué quieres que haga? Yo no mando
sobre esto, ojalá no sintiera lo que siento.
―¿Y qué se supone que tengo que decirte yo ahora?
Sonríe amargamente.
―En un mundo perfecto para mí: que tú también me quieres. En el tuyo:
que es imposible porque tú ya estás enamorada de otra persona.
Me acerco a él y le cojo la cara con las dos manos para que me mire,
porque ha agachado la cabeza.
―Diego, yo te quise. Mucho. Te quise en un momento que no era el
indicado y el de ahora tampoco lo es. ―Le estoy causando daño, es la primera
vez que veo tanta tristeza en su mirada―. Nuestro tiempo ya pasó y en nuestro
caso eso es algo que no se puede recuperar. ―Continúo hablando mientras él
sigue con la mirada puesta en el suelo―. Necesito que dejes de llamarme,
Diego. Tengo que seguir avanzando, ambos tenemos que hacerlo, pero no
podremos si uno de los dos sigue anclado en el pasado. Yo te he jodido un
polvo hoy, pero tú me has costado lo mío con Milo.
Levanta la cabeza al escuchar mis últimas palabras. No sonríe, tampoco
noto ningún gesto de agrado en su cara. Aparta mis manos de su cara con las
suyas.
―¿Lo habéis dejado?
―No. ―Niego con la cabeza, aunque yo ya no lo tengo tan claro―.
Seguimos juntos, pero Milo se ha... marchado de casa.
―Yo... lo siento mucho, Zenda. Lamento haber ocasionado una situación
que te haga infeliz.
―Gran parte de la culpa también es mía, por no haber tenido esta
conversación cuando empezaste con las llamadas. Perdona por haberte dicho
que toda la culpa era tuya.
―Ya, pero si yo no te hubiera estado llamando... ¿Sabes? En el fondo tenía
la esperanza de que algún día me dijeras que tú también sentías lo mismo.
―De verdad, no te entiendo, Diego. Tuvimos una conversación hace unos
meses. ¿Qué es lo que ha cambiado?
―Ni yo mismo lo sé. Un día me di cuenta de que tu nombre me salía solo,
cuando estaba con alguna chica. Y no solo en la cama, sino manteniendo una
conversación. Y me dije: ¿qué te pasa? ¿Por qué no puedes dejar de pensar en
ella? Solo había una posibilidad y esta se convirtió en la respuesta correcta.
―Lo siento mucho, Diego, te lo digo de corazón. No me gusta que estés en
esta situación porque yo misma la viví y no es plato de buen gusto para nadie,
estar enamorado de alguien que no te corresponde. Ojalá pudiera hacer algo
para ayudarte a que dejes de tener ese sentimiento hacia mí. Pero no puedo.
―Le agarro las dos manos con las mías―. Diego, si me quieres como dices
que haces, tienes que dejarme marchar. Tienes que dejar de pensar en mí, así
poco a poco iré saliendo de tu corazón; necesitas hacer hueco para quien
vendrá después. Yo sé que algún día encontrarás a alguien que te ame de la
misma forma. No me cabe la menor duda de ello. Pero para que eso ocurra,
tienes que dejarme ir. Yo también necesito seguir avanzando. Con Milo o sin
él. Pero sin ti.
Poco más decimos después. Un abrazo, buenos deseos al uno por parte del
otro y un adiós que, espero que esta vez, sea de verdad y para siempre.
CAPÍTULO 39

Termino de comer y llevo el plato a la pila para fregar todos los cacharros
que he utilizado para hacerme el almuerzo. Hace tres meses que Milo no está.
Llamo a su familia constantemente con la esperanza de que hayan tenido
noticias de él. Una semana atrás su hermana recibió una postal con una imagen
de dos gatos en la que solo le informaba que estaba bien y que no se
preocuparan. Pero nada sobre mí.
Cada día acudo, esperando en algún momento encontrarlo, a los lugares que
frecuentábamos, como esa cafetería que abre todo el año que tanto nos gustaba
con sus mil y un sabores de mermeladas.
Ya no lloro. Lo hice durante casi un mes entero aunque a mí me pareció
mucho más tiempo. Hay momentos, como el de ahora, en el que siento ese
nudo que se te instala en la garganta antes de que las lágrimas empiecen a
brotar, pero ni rastro de ellas. A veces ese nudo es tan apretado que me cuesta
hasta respirar.
Miro el tatuaje que llevo en el dedo índice, el que llevo a juego con Milo,
aquel que nos hicimos cuando todo era perfecto. Cómo han cambiado las
cosas, en lo que dura un sueño la vida puede tornarse en una pesadilla, pero
esta no desaparece cuando despiertas por la mañana, sigue impresa en ti y tú
inmersa en ella. El resto del mundo gira aunque yo me haya quedado clavada
en el mismo sitio. Sé que no ha pasado tanto tiempo desde que se marchó, pero
ya casi he perdido la esperanza de que Milo regrese. Me lo imagino en algún
lugar, conociendo a otra chica, enamorándose e imaginando un futuro juntos.
Maldita sea ¡quiero llorar! Quiero poder derramar lágrimas, sé que me sentiré
mejor si lo hago. Necesito exorcizar mis demonios interiores, pero estos
deben de haberse aferrado a las lágrimas impidiéndoles salir.
Hace dos semanas que mi hermana dio a luz a un precioso niño al que han
llamado Adrián. Tanto mi hermana y mi cuñado me hicieron el honor de
nombrarme su madrina, algo que yo acepté más que encantada. Mi ratón, como
he decidido llamarle, es quien me ha devuelto la sonrisa. Cuando paso tiempo
con él, me olvido del mundo, hasta que vuelvo a estar sola en casa y la
ausencia de Milo, vuelve a pesar en las paredes, en el techo y en toda la casa.
En el fondo creo que esto ha sido la crónica de una muerte anunciada.
Hemos estado bastante tiempo viviendo una vida que no nos pertenecía, una
vida inventada que al final creamos de verdad. Pero los cuentos de hadas solo
son eso, cuentos. La realidad es otra historia, porque la vida no deja de ser
una historia con muchas tramas. Tramas que tienen su comienzo, su desarrollo
y su final, sin excepciones. Algunas son cortas, otras más largas pero al final
todas acaban, de una forma u otra. Es la vida, todo comienzo tiene su final. La
trama de mi vida con Milo tuvo sus momentos felices, aunque fue corta, con un
desenlace de esos que dejan un sabor amargo. A veces pienso que esto aún no
ha acabado porque lo sigo recordando, no he cortado nuestros lazos. Con Milo
sentí que podía volar, era como estar sujetas con unas alas fuertes que eran
parte de mi ser, pero ahora siento que no eran de verdad. Como unas alas de
cristal, tan frágiles, que al final se han roto.
Termino de fregar y me siento en el sofá del salón en el más absoluto
silencio, mirando una foto en la que estamos Milo y yo, que tengo en el
aparador, una de tantas. Éramos felices. Por Dios, ¿qué fue lo que pasó? Hay
días que siento que le odio por haberse marchado así. Llegar a casa y
encontrármela vacía de sus cosas, hizo que me hundiera más en mi propia
miseria. Se fue, le necesitaba y se fue. Le quería, le amaba. Y se fue. Pero a
pesar de todo siempre termino reconociéndome que no le odio y que no hay
pasado en lo que siento por él, que aún le quiero, que aún le amo. Que este
sentimiento nunca se va a ir porque es de verdad. Y tenemos que reconocernos
que hay sentimientos que jamás dejaremos marchar. Los necesitamos para
saber que seguimos vivos. Sentir dolor es el mejor bálsamo para una vida rota
y vacía. Al final sentir es la única opción que nos queda, y las sensaciones
buenas solo están al alcance de unos pocos.
Hace tiempo leí un libro, uno en el que la protagonista llegaba a un punto en
el que no podía llorar, de tanto que había sufrido, era como si ya no le
quedasen lágrimas que derramar. Ella también tenía un amigo, que al final
llegó a convertirse en el amor de su vida. El sufrimiento llegó a su fin y la
historia tuvo un final feliz. ¿Por qué no pude tener yo el mío con Milo? ¿Por
qué tuvo que marcharse? Yo también necesito que termine mi dolor.
No comprendo cómo puede estar lejos de mí y no echarme tanto de menos
como para volver. Se supone que me quiere, o me quería, ya no sé qué pensar.
Lleva tres meses sin tener ningún tipo de contacto conmigo. Releo su carta y
me parece que la haya escrito otra persona. En ella dice que mantenga vivo lo
nuestro, ¿pero cómo voy a mantener vivo un sentimiento que me provoca tanto
dolor?
Hay días en los que me encuentro pidiendo que no vuelva. Días en los que
creo que le odio por haberse marchado de la forma en la que lo hizo. En los
que me intento convencer de que no me quiere y que nunca lo hizo. Esos días
en los que no me aguanto ni yo. Luego están esas jornadas en las que le
necesito tanto que me duele. En los que siento que la vida es menos vida sin
él. Y finalmente están los días en los que me digo que puede volver o quedarse
dónde está, que ha dejado de importarme y que yo valgo más que todo esto. Y
lo que yo tengo en mi interior es una mezcla de todos esos sentimientos. Unos
son más fuertes que otros, solo que ahí están, dentro de mí. Juntos y muy
revueltos.
Tom Hanks dice en Naufrago, que hay que seguir respirando, porque
mañana volverá a amanecer, y quién sabe qué traerá la marea. Y qué razón
tiene.
En mi relación con Milo, hice todo lo que pude, y sé que a veces me
equivoqué, pero no puedo seguir atascada en un camino cerrado. Tengo que
fluir, como el mar, como esa marea que ayudó a Tom Hanks a salir de una isla
que fue su cárcel durante cinco años. Fluir, dejarme llevar. Hasta que, por fin,
mis pies puedan tocar tierra firme.
CAPÍTULO 40

Hoy es la presentación del libro de mi madre, y llevo más de media hora


decidiendo qué ponerme. He sacado tres vestidos del armario y los he
devuelto a su lugar porque ninguno me ha parecido acertado. Sé que esta
indecisión parecerá una gran estupidez, pero es que mi madre ha sido muy
insistente en que fuera bien vestida. Quien la oiga pensará que voy como una
homeless por la vida, al menos es lo que han dejado claro sus tropecientos
mensajes y sus cinco llamadas desde que salí del trabajo ¡hace una hora! En su
última llamada la he amenazado con no asistir a la presentación si vuelve a
sonar el móvil y su nombre aparece en la pantalla. Ella ha contraatacado a su
manera: me ha dicho que como se me ocurra no aparecer por allí, puedo
olvidarme de que soy su hija. Es un poco drama queen mi madre. Pero no ha
vuelto a llamar y eso es un pequeño paso para la humanidad, aunque un gran
paso para ella.
Y esa es la razón por la que estoy a punto de arrancarme la melena a
mechones, decidiendo qué ropa sería la adecuada, con tal de no escucharla.
Vuelvo a mirar hacia el armario abierto desde mi posición en el suelo, y
antes de poder darme cuenta mi mirada recae de nuevo en él. Y con él me
refiero a un vestido negro corto precioso, con una sola manga de volantes. Me
enamoré de él nada más verlo colgado en una percha en la tienda, y por eso
ahora ocupa un sitio en mi armario. Pero esa preciosidad de prenda tiene un
hándicap, y es que lo llevaba puesto el día que conocí a Milo. Es imposible, al
ver esa pieza de ropa, no acordarme de él, de esa noche y de todo lo que
aconteció después. Hasta el día que llegué a casa y me la encontré vacía.
Además a él le encantaba este vestido, por la misma razón por la que a mí,
ahora, me duele hasta mirarlo: el recuerdo.
Cojo la percha en la que está colgado y la engancho en lo alto del armario,
de frente a mí. Y lo hago porque... porque soy masoquista y porque ya he
decidido qué voy a ponerme.
Cuando el vestido roza mi piel, me miro en el espejo. Cientos de recuerdos
giran a mi alrededor. De pronto no estoy en casa, sino en un bar dónde una
pequeña banda versiona una canción de Alphaville, al lado del hombre con el
que más feliz he sido. En los más de dos años que hace desde que nos
conocemos, Milo siempre me hizo sentir en casa. He sido feliz con él hasta
cuando mi vida era un caos. Cuando me sentía mal después de haber estado
con Diego consiguiendo el mismo resultado de siempre, Milo estuvo ahí para
completarme y hacerme sentir maravillosa. Por cada vez que llegaba a casa
sintiéndome fea y torpe por no conseguir que entre Diego y yo existiera una
posibilidad de asentamiento, Milo me demostraba que era hermosa tanto por
fuera como por dentro. Aún cuando entre nosotros no había ocurrido nada.
Cuando no éramos más que dos amigos que compartían piso y gastos. Cuando
el amor no se había instalado aún entre nosotros. Cuando me miraba a los ojos
y me decía que era preciosa. Tantas palabras, tantas promesas e ilusiones que
se fueron volando. Hoy en día aún sigo necesitando sus abrazos, porque
cuando estaba con él los problemas no eran problemas, porque hasta el hecho
de saber que llevé durante dos meses al hijo de Diego en mi vientre, no le hizo
quererme menos. Al contrario, a partir de esa noche todo se intensificó, fue
tomando forma y dándose un nombre. Nos habíamos enamorado tan poco a
poco que no nos habíamos dado cuenta. Aunque en realidad, era yo la que no
me había dado cuenta. Él sí.
―Lo supe desde la primera vez que te vi ―me dijo un día― pero las
cosas llegan cuando tienen que llegar, ni antes ni después.
Y llegó. Llegó, pasó y se esfumó. Porque sí, las cosas llegan cuando les
toca hacerlo, pero nadie me dijo que lo nuestro tendría fecha de caducidad y
además tan corta.
Si todo llega, como él me dijo, solo me queda esperar al día que vuelva. Y
eso, si es que vuelve.

Cuando llego a la biblioteca donde tendrá lugar la presentación, me


encuentro con mi padre y mis hermanos.
―¿Y mamá? ―pregunto tras saludarlos con un beso en la mejilla.
―Ultimando detalles ―contesta mi padre―. ¿Van bien las cosas por aquí?
Desde la conversación que tuvimos aquella tarde, siempre me hace la
misma pregunta, esa que acompaña con un gesto: llevándose la mano al pecho,
a la altura del corazón.
―Sí, papá. ―Le sonrío―. Todo en orden.
Sé que esa respuesta no le satisface. Espera el día en el que le diga que mi
corazón vuelve a estar entero y no lleno de fisuras como ahora lo tengo. Con
tantos huecos por donde se cuela el dolor y la pena.
Mi padre me abraza y me da un beso en la frente. Sabe que es lo único que
puede hacer en ese momento porque cualquier palabra que pueda
reconfortarme ya ha sido dicha con anterioridad y su efecto no ha sido más que
analgésico. Pero cuando se pasa, todo vuelve a la normalidad después de
Milo.
―¿Y mi ratoncillo? ―le pregunto a mi hermana por mi sobrino.
―Lo hemos dejado con la otra abuela ―contesta mi hermana―. ¿Estás
bien?
―Estoy, que ya es algo.
Mi hermana me abraza y yo respiro hondo e intento no pensar. Hoy es el día
de mi madre y por nada en el mundo quiero estropearlo.
CAPÍTULO 41

La presentación comienza. Hay más de cincuenta personas aquí y eso ya es


algo. Tanto la editorial como mi madre han revolucionado las redes sociales,
promocionando el libro y regalando un adelanto de los cuatro primeros
capítulos, en la página de la editorial. Hasta ha salido en el periódico local. Y
teniendo en cuenta que es una autora novel a la que nadie conoce, puede
quedarse satisfecha de la afluencia que ha conseguido. Si todas las personas
que están hoy aquí, leen el libro y les gusta, mi madre conseguirá muchas más
lectoras. El boca a boca siempre es importante.
La cara de mi madre luce una gran sonrisa, está pletórica y yo soy feliz
porque ella lo es. Ha conseguido otro de sus sueños, uno de los más
importantes.
Todo va sobre ruedas, mi madre se expresa con su habitual desparpajo y se
mete a todos en el bolsillo.
El turno de las preguntas llega y muchas manos se levantan. Una chica de la
segunda fila es la elegida para hacer la primera pregunta.
―Buenas tardes, señora Abril. Me ha encantado el adelanto de su libro que
nos ha regalado. Estoy deseando poder sumergirme en la historia en su
totalidad. Sé que la disfrutaré.
―Muchas gracias, querida. Eso espero yo también. Que disfrutéis leyendo
esta historia tanto como yo lo he hecho escribiéndola. Y que Elián y Anna os
enamoren.
―Eso seguro ―dice la chica y las risas se suceden―. Pero al margen de
Elián, que desde el primer instante irradia magnetismo, quería preguntarle
acerca del personaje secundario que aparece al final del cuarto capítulo: Milo.
―Al escuchar su nombre en boca de otra persona, se me instala un nudo en el
estómago―. ¿Es un personaje recurrente o tendrá un papel importante en el
desarrollo de la historia?
Mi madre me mira antes de contestar. Tuve que contarle tanto a ella como a
mis hermanos, lo que había pasado entre nosotros. La versión para ellos fue
que Milo y yo decidimos darnos un tiempo, sin más explicaciones. La versión
larga y de verdad, solo la conoce mi padre. Así que, como sabe que este
momento no es fácil para mí, asiente y me sonríe, dándome a entender con ese
gesto, que no se enfadará si me ausento de la presentación un rato. Me levanto
y mi padre me agarra de la mano antes de que enfile el camino hacia la puerta
de salida.
―¿Quieres que vaya contigo, hija?
―No, papá. Hoy es su día. ―Señalo con la cabeza a mi madre que ya ha
empezado a hablar―. Tienes que quedarte.
Mi padre es un hombre inteligente, sabe que necesito estar sola en este
momento. Y me cuesta un poco respirar, porque en lo que tardo en salir no
puedo evitar escuchar a mi madre hablar de Milo. De ese personaje basado en
él.
Salgo y corro hasta apoyarme en la pared del lateral del edificio. He salido
tan rápido que no me he acordado de coger el abrigo, pero no me importa. Me
viene bien sentir el viento frío en la piel. Un viento que me trae el aroma del
perfume que Milo solía usar.
―El olor de este perfume no debería recordarme a ti. ―Bajo la cabeza y
cierro los ojos―. Debería poder olvidarte. Debería de odiarte por lo que nos
has hecho.
―Deberías, pero espero que no lo hagas.
Abro los ojos de golpe. Un frío me recorre la espina dorsal. Esa voz, su
voz. No puede ser verdad. Trago saliva antes de girar la cabeza lentamente
hacia el lugar de donde proviene esa voz que me ha formado una bola en la
garganta.
Cuando giro la cabeza, le veo. Las lágrimas se me amontonan en los ojos,
pero me niego a dejarlas salir. Está aquí, a mi lado aunque no se acerca.
Intento pronunciar su nombre, pero no me sale sonido alguno de la garganta.
―Hola ―dice. Yo no respondo, no puedo―. Zenda...
―No. ―Logro pronunciar.
―Zenda, por favor.
―No... te acerques, Milo.
Pronunciar su nombre en voz alta me hace daño. Han pasado más de tres
meses y a diferencia de lo que he pensado todo este tiempo, ahora que ha
vuelto, no quiero escuchar lo que tenga que decirme. No siquiera ahora que
siento que puedo llorar, quiero hacerlo.
―Te he echado de menos.
Su confesión me hace reaccionar.
―¿Que tú me has echado de menos? ¡¿Qué tú me has echado de menos?!
El grito le deja descolocado, supongo que no esperaba una reacción así.
Pero, ¿qué esperaba? ¿Qué me lanzara a sus brazos después de haberse
marchado y dejándome de la forma en la que lo hizo? No, esto no funciona así.
Pocas cosas no se arreglan con un "lo siento" o un "te extraño". Esta es una de
ellas.
―Por favor, Zenda.
―No ―digo meneando la cabeza de un lado a otro.
―Te lo ruego.
―Por un momento... Por un solo momento, ¿te has parado a pensar en cómo
lo he pasado yo? ¿En cómo me he sentido? ―Hago una pausa pero él no
habla―. Te marchaste. ¡Me dejaste sola! Me abandonaste dejándome una
mísera carta ―digo y agacha la cabeza.
―Tienes que dejar que...
―Ninguna explicación compensará estos meses de ausencia. ―Respiro
hondo intentando mantener las lágrimas a raya―. Se acabó, Milo.
―No, Zenda. Nosotros somos especiales, lo nuestro es especial. No puede
acabar aquí así.
―Tienes razón. No puede acabar aquí, porque ya lo hizo el día que te
fuiste.
Reconozco que lanzo el comentario como quien clava un puñal y lo retuerce
con saña para provocar más dolor a la otra persona. Camino con la firme
intención de marcharme, pero él me coge del brazo suavemente.
―No... suéltame ―musito, retorciendo el brazo lentamente haciendo que
me suelte.
Por un instante nos quedamos quietos. Ambos mirando en la misma
dirección, conmigo dándole la espalda. Hasta que le escucho llorar. Es la
señal de que debo irme a casa.
CAPÍTULO 42

Llego a casa con la garganta quemándome a causa de aguantar para evitar


derramar las lágrimas que, desde que le vi, amenazan con salir. Intento llenar
los pulmones de aire, pero solo puedo aspirar varias veces con rapidez. Me
apoyo tras la puerta de casa y lloro. El muro de contención había sido
derribado minutos atrás y las lágrimas campan por mis mejillas como quien
vaga por su propio hogar, y ahora no puedo parar.
Mañana podría decir que me desgañité en un llanto lastimero con hipidos,
de esos que, al día siguiente, te hacen sentir vergüenza de ti misma, pero no es
el caso. No me esfuerzo en no llorar como si se me escapara la vida con cada
lágrima que sale de mis ojos, lloro con cansancio, así de simple. Como si mi
cuerpo ni siquiera se hubiera enterado de que mis ojos tenían otros planes. El
encuentro con Milo me ha dejado exhausta. Me pesan las extremidades y las
piernas me fallan haciéndome caer, golpeando el suelo con las rodillas.
Oigo ruido en el rellano. Me tenso porque, inmediatamente, mi mente lo
registra y forma el nombre de Milo. Escucho unas llaves que se introducen en
una cerradura y giran abriendo una puerta, pero no la mía. Me relajo y doy
gracias a Dios de que Milo no me haya seguido a casa. No tengo la fuerza ni
física ni moral para a enfrentarme a la sensación que me ha provocado volver
a verle y que me ha roto un poco más por dentro.
¿Por qué ha vuelto? ¿Por qué demonios ha vuelto? He pasado tres meses sin
saber absolutamente nada de él, sin saber si estaba bien o si le había sucedido
algo, con el silencio como única respuesta a las mil preguntas que me he hecho
desde el día que llegué a casa y me la encontré vacía de sus cosas. No es justo
que ahora vuelva como si nada diciendo que me ha echado de menos. ¡Él! Que
fue quien se marchó dejándome tan solo unas palabras garabateadas en un
papel. Y diciendo que me ha extrañado como si hubiera sido yo quien lo dejó
tirado y no al revés. No Milo, así no.
Me levantó porque me he dado cuenta de lo lamentable que resulta mi
situación: tirada en el suelo llorando de forma silenciosa por alguien que no
me quiso una mierda.
Una noche me dijo que nadie merecía mis lágrimas, aunque en aquel
momento tenían otro nombre. Ahora forman el nombre de Milo y me jode
porque yo no quiero llorar por él ni por ninguna otra persona. Nadie merece
las lágrimas de tristeza de nadie. Así que me seco las mías y dispongo todo
para darme un baño y acostarme, no sin antes mandarle un mensaje a mi
madre, antes de que se dé cuenta que me he marchado de allí sin avisar y se
desaten las diez plagas de Egipto sobre la faz de la Tierra.

No puedo dormir. Hace horas que estoy dando vueltas por la cama
intentando encontrar la posición correcta en la que el sueño, por fin, quiera
verme dormir, pero no hay manera. Más aún después de haber recibido tres
mensajes de Milo hace unos minutos. Parece que ha acabado por encender su
teléfono después de encontrármelo apagado tantas veces como llamé. Incluso
pensé que se había deshecho de su número, pero al parecer todavía lo
conserva.
Tengo tanta rabia en mi interior, tanto rencor acumulado. Me gustaría
contestarle y decirle que no me interesa nada de lo que pueda haberme
mandado. Son enlaces por lo que he podido ver en el panel de notificaciones.
No quiero abrir el chat porque seguro que está en línea esperando que lo vea.
Pero lo hago, porque últimamente parece que corra en línea recta hacia lo que
más daño me provoca.
Antes de abrir el primer mensaje compruebo que, como había previsto,
Milo está conectado. Ese primer link me lleva a un vídeo que me hace viajar a
una noche de copas hace ya más de dos años. "Forever Young" empieza a
sonar muy bajito en mi móvil. Es la versionada por Alphaville, esa canción
que una orquesta tocaba la noche en la que nos conocimos. La escucho entera
porque esta melodía me trae recuerdos muy bonitos, aunque el final de la
historia siempre sea el mismo.
La segunda canción me remonta a un recuerdo agridulce. La escuchamos
Milo y yo juntos, acostados en su cama, la noche de aquel día en que me entere
que estaba embarazada de Diego. Fue la noche de nuestro primer beso. No el
primero si nos regimos por el tiempo, pero si desde que nos miramos de otra
forma.
El tercer enlace me lleva a una canción que me deja en el presente, en el
aquí y ahora. Es una canción que habla de alguien que ha estado lejos, alguien
que pide una segunda oportunidad, un solo momento para explicarse. Alguien
que ama a otra persona, que la ha amado desde siempre. Que pide escuchar de
su boca que lo perdona por haber estado lejos. Una canción que habla de
nosotros y de lo que nos ha pasado. "Far Away" de Nickelback es la canción
que ha escogido Milo para pedirme perdón y que le escuche, a través de una
voz que no es la suya. Y yo, no sé si movida por los recuerdos, los bonitos,
cedo un poco.
"Te daré de tiempo lo que dura un café. Mañana a las cinco y media. En
nuestro sitio"
"Ahí estaré. Gracias. Te quiero."
Y si no me pregunta por nuestro sitio, es porque sabe de sobra, cual es.
CAPÍTULO 43

Llegó a la cafetería "Mil y un sabores" a las cinco y media en punto,


después de que Isabel me asediara a preguntas de por qué estaba tan nerviosa
y tan torpe ese día en el trabajo. Lo que me ha costado concentrarme. Si
alguien me pedía un café, le llevaba un bollo, y si me pedía un bollo, le
llevaba un café. Así toda la mañana hasta que, a la hora del almuerzo, Isabel
me metió en la cocina y me dijo que me centrara solo en sacar los platos que
ella iba preparando porque, palabras textuales: <<niña, hoy estás agilipollá>>
Me preparo para entrar porque, a través del ventanal, le he visto. Ya estaba
allí, sentado en una mesa en el centro del local. Nunca me ha gustado ocupar
esas mesas, así que cuando entro me dirijo hacia él, pero me quedo de pie.
―Lo siento, las mesas junto a la pared estaban ocupadas ―dice y mira a su
alrededor―. No me había dado cuenta de que ya habían dos libres.
Sin mediar palabra me dirijo a una de ellas, él me sigue. El asiento que
ocupo es un sofá que recorre toda la pared de lado a lado. Milo se sienta en
una silla frente a mí. Coloco el bolso a mi lado, cruzo los brazos y le miro.
―Esto no es fácil. ―Comienza.
―Para unos más que para otros.
―No, Zenda, para mí tampoco lo es. Asumo mi culpa por haberme
marchado de la manera en la que lo hice, pero reconoce que tú también la
tuviste en cierta parte.
―Llevábamos más de un mes distanciados aunque viviendo juntos. Y sí, yo
también asumo mis errores; ojalá nunca hubiera contestado a sus llamadas.
Pero, ¿sabes qué? Yo en tu lugar, habría hablado contigo. No me habría
marchado y menos así.
―Sí, es cierto, además fui yo quien te pidió ese espacio. Y es precisamente
por eso que no podía saber si le contestabas porque, en el fondo, querías
hablar con él, aunque le dijeras lo contrario.
―¿Cómo dices? Joder. Esto me duele más que lo otro.
En ese momento viene alguien a tomarnos nota. Café con leche para ambos.
En otro momento, la camarera nos hubiera preguntado si queríamos comer
algo, pero debe de notar que es una situación incómoda porque asiente y se va.
Durante un instante no decimos nada, hasta que él rompe ese silencio, tenso e
insoportable.
―No quiero que discutamos, Zenda. Estos no somos nosotros.
―Tienes razón, en esto nos hemos convertido.
―¿Sigues pensando que lo nuestro se ha acabado?
―Llevo más de tres meses preguntándome si, de verdad, valía la pena
seguir esperando tu regreso. Desapareciste, me pediste que mantuviera lo
nuestro a salvo, pero en ningún momento tuviste la consideración de mandarme
algo: una carta, una postal, un puñetero mensaje de texto; algo que me hiciera
saber que estabas bien y que me echabas de menos.
―Y te he echado de menos. Demasiado.
Dos manos se interponen entre nuestros cuerpos poniendo frente a nosotros
lo que habíamos pedido. En menos de un segundo volvemos a estar solos,
rodeados de desconocidos.
― Tu tiempo acabará en cuanto se vacíen estas tazas de café. Y no vuelvas
a decir que me has echado de menos.
―Pero es la verdad.
―¿Sabes cómo me siento al escucharte decir eso? Insultada, como si te
estuvieras riendo en mi cara. Como si todo el tiempo que yo te he extrañado no
significara nada cuando tú lo dices.
―Yo no pretendo eso, Zenda. Me conoces, sabes que no soy así.
―No. Creí conocerte y eso es lo que más me reprocho. Confié ciegamente
en ti y en todo lo que me decías. Creí saber todo lo que estabas dispuesto a
hacer pero esto... lo que hiciste, eso nunca lo imaginé. Te marchaste, de eso
tienes tú la culpa. Pero de la confianza que yo deposite en ti, de eso, de eso la
culpa es solo mía.
―Zenda, no es justo que hagas que toda la culpa recaiga sobre mí.
―Y no lo hago, pero no puedes culparme a mí por haber decidido
marcharte. Pudiste hablar conmigo, yo estaba allí, pero no lo hiciste. Aún así,
te dejé decenas de mensajes en tu buzón de voz, ¿eso no significaba nada para
ti?
―Nunca los escuché. Los borraba.
―Tu sinceridad es como una patada en el estómago.
―Zenda, lo siento. Tienes que creerme. Compré otro teléfono para poder
acceder desde ahí a mi buzón de voz y seguir ilocalizable. No quería hablar
contigo.
―¿Que no querías hablar conmigo? Voy a necesitar un respuesta mejor,
Milo. O mejor, ¿sabes qué? No la necesito. No la quiero. Quédatela. Llevo
meses viviendo sin ella y no me ha ido tan mal, puedo continuar haciéndolo.
Me levanto y voy hacia la salida. Milo me sigue, pero se detiene unos
instantes para pagar esos cafés que ninguno de los dos hemos tocado.
Camino a paso ligero hasta casa sin importarme que la gente me vea llorar.
He cogido un atajo para evitar que Milo me dé alcance. Cuando llego, cierro
con llave a pesar de que Milo dejó las suyas en el recibidor el día que se
marchó. No me separo de la puerta porque sé que en breve, llamará. Y me
parece oír sus pasos porque los oigo. Un suspiro antes de levantar la mano y
llamar con un toque de nudillos suave. Y mi decisión de abrirle la puerta
porque, aunque esté cabreada, es él y está aquí.
No cruza el umbral cuando me ve. Mi cara está bañada en lágrimas, pero
ahora no me molesta que me vea llorar. Sin yo quererlo, en mi interior necesito
que sepa que me está causando daño por algo que en su momento me causó
más daño todavía.
―No sé qué hacer ―le digo negando con la cabeza y la voz llorosa―. No
sé cómo gestionar esto. Y no sé si una reconciliación es posible, Milo.
―No lo sabes porque no lo es ―dice, dando un paso hacia delante―. A
nosotros no nos vale una reconciliación. Tu y yo necesitamos volver a
empezar, pero de verdad. Sin una mentira de por medio. Solo tú y yo. ―Da
otro paso hacia mí―. Y te lo explicaré todo para que tenga sentido para ti
todo lo que he hecho. Pero antes necesito besarte y borrar todo el dolor que te
he causado estos tres meses.
Se acerca quedando nuestras bocas tan solo a unos centímetros, pero
ninguno de los dos completamos el movimiento. Su respiración se entremezcla
con la mía, ambas desacompasadas. Quiero besarle, aunque no me muevo, no
puedo, no debo. Él también quiere, pero sigue en la misma posición pidiendo,
en silencio, mi permiso.
―Esto no es una reconciliación, Milo. ―Rompo el silencio y la quietud de
mis labios.
―Claro que no. Ya te lo dije, lo nuestro debe empezar de cero. No
debemos arreglar algo que no empezó de manera correcta. Tenemos que hacer
bien las cosas.
―¿Y te parece que esto es hacer bien las cosas? ―susurro en sus labios.
―A estas alturas ya no podemos evitar algo que necesitamos como
respirar.
―Esto no está bien.
―Zenda. ―Me acaricia la mejilla colocando su mano sobre ella―. No se
me ocurre nada que esté mejor que lo que estamos a punto de hacer.
Y nos besamos. Los dos. Porque no ha sido uno el que ha dado el paso,
ambos nos lanzamos a devorarnos porque necesitamos sentir esa conexión que
siempre hemos sentido hasta cuando no sabíamos que estabamos
predestinados. Su sabor invade mi boca y mis sentidos, siento su calor viajar
por todo mi ser haciéndome sentir bien, que lo que hacemos está bien porque
hemos nacido para perdernos y volvernos a encontrar. Bajo cualquier
circunstancia aunque en su momento nos deshiciera por entero.
Ahora solo estamos nosotros y nos merecemos reencontrarnos de la mejor
manera que existe.
CAPÍTULO 44 (Milo)

El mundo sigue girando, aunque para mí se ha parado. Esa es la sensación


que me provoca volver a besarla. Tener la oportunidad de volver a abrazarla,
pero temiendo que el momento se nos escape en cada beso y el amor que
sentimos no pueda con esto, porque el dolor que le causé ya lo destruyó. Pero
quiero creer que no, necesito pensar que es ahora cuando nos toca vivir de
verdad. Cada momento vivido con ella ha sido atesorado y guardado donde
siempre lo encontraré. Guardo todos sus besos, abrazos, gemidos, risas,
nuestro primer beso, cuando pude sentir su cuerpo por primera vez.
Ahora inventaremos unos nuevos que aunque permanecerán en mi memoria,
no será necesario ya que intentaré demostrarle que estamos hechos para crear
momentos, vivirlos y hacerlos nuestros.
Los labios de Zenda son como un bálsamo que me alivian la presión que
siento en el pecho. Aunque la sensación de que en cualquier momento
interrumpirá el beso y me pedirá que me marche, no se va. Pero en lugar de
eso tira de mi camiseta hacia arriba hasta sacarla por la cabeza, por lo que
tenemos que separar nuestros labios un segundo. Yo respondo bajando la
cremallera de su vestido.
―Lo llevabas puesto la primera vez que te vi ―susurro con sus labios
pegados a los míos.
―Lo recuerdas. ―Afirma un tanto sorprendida.
―Zenda ―murmuro, separándome unos centímetros mientras ayudo al
vestido a caer al suelo a sus pies― recuerdo cada cosa que tenga que ver
contigo, hasta el más mínimo detalle. Recuerdo tu piel. ―Paso las manos por
sus caderas en línea ascendente―. La sensación de mi propia piel erizarse al
sentir la tuya padecer lo mismo. ―Coloco mis manos a ambos lados de su
cara―. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida, Zenda. Y haré lo que sea
necesario para que nunca vuelvas a dudar de ello.
CAPÍTULO 45

Los labios de Milo vuelven a posarse suaves y delicados sobre los míos.
Sentirle por fin tan cerca me abruma y permito que dos lágrimas recorran mis
mejillas y vayan a morir a nuestros labios unidos. Él se aparta unos
centímetros al darse cuenta.―Por favor no llores, Zenda.
―Calla. No dejes de besarme.
Le agarro la nuca y le acerco a mi boca para besarle esta vez con ansia. Un
deseo animal me ciega y solo quiero morderle los labios y lo hago. Él gime en
respuesta, le gusta. Vuelvo a morderle más fuerte y sé que le hago daño como
también sé que le pone y mucho que sea tan brusca.
Me agarra y me arrastra con él hasta que mi espalda choca con una de las
paredes del salón. Estamos muy salvajes, pero no me importa. Milo besa mi
cuello y baja hasta mis pechos aún cubiertos por y el sujetador; estoy tan
sensible que siento como clava los dientes en mi pezón. Me desabrocha el
sujetador solo para tener libre acceso a mis pechos con sus labios. Noto como
succiona. El resto de la tela que cubre nuestros cuerpos, pronto nos sobra y
nos deshacemos de ella con tanta agresividad y desespero, que la hacemos
jirones. Qué más da una prenda si lo que más necesito lo tengo acariciándome
como si al mundo le quedara un suspiro. Sentir su boca y sus manos en mis
pechos está en mi top five de mejores sensaciones.
Quiero tocarle, pero cuando lo hago me agarra las manos y me las sujeta
con las suyas por encima de la cabeza. Su rostro queda muy cerca del mío.
Cuando quiero besarle me lo impide apartándose con una sonrisa canalla.
―Milo...
―Dime qué quieres, Zenda ―susurra con su iris clavado en el
mío―¿Quieres esto? ―Roza su erección con mi sexo y yo suspiro de placer,
ese roce casi puede conmigo.
―Sí.
―Dímelo. ―Vuelve a pegarse a mí y a hacerme gemir muy alto.
―Házmelo, Milo, házmelo.
―¿Quieres que te haga el amor?
―No.
―Entonces, qué quieres. Dímelo, Zenda. ―Su voz suena tan dirty que me
está volviendo loca.
―Quiero que me folles. ―Sus ojos parecen llamear cuando me escucha
decirlo―. Hazlo. Fóllame hasta que se acabe el mundo.
Son las últimas palabras que pronuncio porque el mundo se ha parado para
nosotros. Dejamos de formar parte del mundo que nos rodea para sumergirnos
en nuestra propia intimidad. Queremos lo mismo y nos lo demostramos
comiéndonos la boca con voracidad, lamiéndonos y mordiéndonos porque lo
queremos todo y al mismo tiempo. La ropa nos estorba, pero no vamos a llegar
a la cama. La vamos dejando caer y apartando a un lado, dónde no nos
moleste, porque sentirnos es nuestra prioridad.
No comprueba que esté húmeda porque ya lo sabe. Me levanta una pierna que
pasa alrededor de su cadera y noto cómo se va abriendo paso hasta invadirme
por completo. Y me llena, como solo él sabe hacerlo, en cuerpo y alma.
CAPÍTULO 46

El pasado ha dejado de pesarnos. Ya no llevamos esa mochila llena de


oscuros sentimientos a nuestras espaldas. Hemos vuelto a establecer nuestras
rutinas y a volver a querernos, a querernos bien. Aunque nunca dejamos de
hacerlo, esta vez no hay nada ni nadie que intoxique nuestra relación.
Decidí contarle a Milo lo que hablé con Diego aquella noche, no quería
recomenzar ocultándole aquella conversación que nos sirvió de mucho. Diego
ya está fuera de mi vida, pero nuestra ciudad es muy pequeña y el otro día nos
lo cruzamos. No sé si Milo reparó en él y si lo hizo no me lo dijo. Diego y yo
nos saludamos con una sonrisa muy leve y sincera. Él iba con una chica que , a
todas luces, se adivinaba que no era importante para él. Ojalá algún día logre
encontrar y tener en su vida a alguien que sí lo sea, porque es una sensación
maravillosa.
He decidido no contarle nada a mi madre ni a mis hermanos. Sé que si les
cuento todo esto ahora que ha pasado, van a enfadarse, sobre todo mi hermana.
Me mataría por habérselo contado todo a agua pasada y no cuando sucedió
para poder estar conmigo. Pero es que no podía hacerles partícipes de lo que
estaba ocurriendo en mi vida en aquel momento. Así que no, mejor dejar las
cosas como están y a ellos al margen del viacrucis por el que he pasado.
Además, mi padre ha coincidido conmigo en que lo mejor es que no sepan
nada, él me guardará el secreto.
Es domingo y son casi las siete de la mañana. Ayer no me acordé de quitar
la alarma del móvil y ha sonado a las seis y media. Después de maldecir mil
veces al que inventó los despertadores, me he dado la vuelta y le he visto,
boca arriba, durmiendo plácidamente. Ni se ha enterado del ruido que ha
hecho mi teléfono al sonar la alarma. No me puedo creer que volvamos a estar
así de bien. Después de todo lo malo por lo que hemos pasado. Pero hemos
sabido afrontarlo, no ha podido con nosotros. Ha hecho falta estar un tiempo
comportándonos como si únicamente fuésemos compañeros de piso, un tiempo
alejados sin saber nada el uno del otro, para darnos cuenta de la realidad. Nos
queremos, nos necesitamos, y no me refiero a que hayamos creado
dependencia para con el otro, no. Solo digo que, necesitamos saber que
estamos ahí, que seguimos siento nosotros, que nuestra relación es más fuerte
que cualquier desavenencia que la vida nos pueda presentar. Es necesidad de
saber que somos nosotros, la definición perfecta de todas esos momentos que
hemos pasado juntos y todos los que nos quedan por vivir.
Le miro dormir mientras interno los dedos en su pelo. ¿Por qué tiene que
ser tan guapo?
―Eres el jodido amor de mi vida, ¿lo sabes? ―le hablo aunque sé que no
va a responderme porque sigue profundamente dormido―. Todo este tiempo
pensando que el amor me rehuía y resulta que estaba tan cerca... A mi lado,
todos los días. ¿Por qué hemos tardado tanto, Milo? ¿Por qué no supimos ver
lo enamorados que estábamos? ―Me fijo a ver si sus parpados se mueven
porque me ha parecido verle simular una suerte de sonrisa―. Estás despierto,
¿verdad?
―Verdad ―contesta y abre los ojos.
―Eres un cotilla.
―Me estabas hablando al oído, sería de mala educación no escucharte.
Nos reímos y me subo encima de él para besarle, importándome una mierda
que no hayamos desayunado aún ni lavado los dientes.
―¿No te parece increíble estar así? Ahora siento que todo el tiempo que
hemos pasado viviendo juntos siendo solo amigos, ha sido tiempo perdido.
―Todo tiene su momento en la vida, Zenda. Las cosas llegan cuando tienen
que llegar, solo así puede salir bien.
―Pero tú ya lo sabías.
―Yo ya te quería, sí. Siempre lo he hecho. Pero tenía que aceptar que tú no
estabas en ese punto, tú no sentías lo mismo por mí.
―No sé cómo he podido estar tan ciega y no ver que tenía ante mí a la
única persona con la que puedo ser yo por entero, con la que no tengo que
esconder lo que siento, la única persona que me completa. Eres la pieza que
me faltaba. Compartir mi destino y felicidad contigo es más de lo que imaginé
que, algún día, podría encontrar en la vida. Eres mi media sandía.
―¿Tu media sandía? Eso es nuevo.
―Lo de las naranjas ya está muy visto, incluso lo de los limones. Nosotros
tenemos que marcar la diferencia.
―Somos raros.
―Claro que lo somos. Raros, distintos, especiales. Somos nosotros. La
definición perfecta. Tú, eres mi definición perfecta.
―¿De qué?
―De todo, Milo. De todo.
Me acaricia la cara y nos besamos. Sus besos son mi puñetera adicción.
―Ojalá pudiera casarme contigo mañana mismo.
―¿Tú y yo? ¿Solos?
Es algo que toda la vida me ha llamado la atención. Siempre pensé que si
algún día me casaba lo haría así, solos, sin extravagancias. Sin vestido de
novia. Y Milo lo sabe. Eso sí, el viaje de recién casados no es negociable.
―¿Por qué no?
―Nuestras familias nos matarían, pero me da igual. No quiero una boda
por todo lo alto. Es algo entre nosotros y así lo haremos.
―Sí. Algo muy nuestro. Diferente.
―Como tú y yo.
―Así es, Zenda. Como nosotros.
EPÍLOGO

Hace poco más de un año que Milo y yo nos dimos el “sí, quiero”. Más de
un año desde que formalizamos nuestra relación de una manera muy simple:
nosotros en el juzgado con la única compañía de Isabel y su marido que nos
han servido como testigos. No podíamos elegir a dos personas de nuestras
familias y dejar al resto fuera. Así que nos decidimos por ellos dos, que no se
negaron al pedírselo; Isabel hasta lloró. Pobrecita mía, qué ilusión le hizo.
Hoy es domingo, es el cumpleaños de Milo y me muero de ganas por darle
su regalo. Adoro contemplarlo mientras duerme, lo he convertido en una de
mis aficiones, la mejor de todas, sin duda. Pero hoy no me aguanto más,
necesito despertarlo. Me acerco a él y deposito un suave beso en los labios.
Le doy otro, pero aún no abre los ojos. Me muevo en la cama y me coloco
encima de él. Su erección matutina me da los buenos días. Me inclino, le doy
otro beso y está vez abre los ojos y me responde colocando sus manos en mis
glúteos.
—Mmm buenos días —dice asiéndome de las caderas esta vez y
meciéndome contra su miembro duro.
—Buenos días. Feliz cumpleaños —hablo mimosa— pensaba darte tu
regalo, sin embargo…
—Ah pero, ¿este no es mi regalo?
—Tonto.
Nos reímos y volvemos a besarnos esta vez con más efusividad. Me
incorporo aun encima de él para quitarme la camiseta de pijama. Milo lo hace
conmigo y comienza a lamerme un pezón hasta dejarlo completamente duro,
para lanzarse luego a por el otro. Me encanta la forma que tiene de besarme
los pechos, es una mezcla entre dulzura y desesperación. Lame, chupa, muerde,
succiona. Sube paseando los labios por mi cuello, uno de mis puntos débiles,
mientras yo me deleito metiendo los dedos entre los mechones de su pelo. Nos
movemos lo justo para deshacernos de la parte de abajo del pijama y la ropa
interior. Y sin más me penetra. Coloco las manos en su torso y hago que se
tumbe en la cama, mientras me muevo encima de él.
—Esto es para ti, déjame hacer.
Entrelazamos nuestras manos y tomo impulso para subir y bajar. Milo no
aguanta y me agarra de las caderas y balancea su cuerpo acompasando
nuestros movimientos. Sentir a Milo dentro de mí es una de las mejores
sensaciones de mi vida. Nos ajustamos a la perfección, como dos piezas de un
mismo puzle. Hemos ido conociendo el cuerpo del otro, aprendiéndonoslo de
memoria hasta saber qué nos gusta y dónde. El sexo es una experiencia
maravillosa sobre todo si se lleva a cabo con la persona a la que quieres. Y a
quién yo quiero es a Milo.
Seguimos moviéndonos, pero esta vez balanceo mis caderas adelante y
atrás. Estoy casi a punto así que utilizo la fricción de mi clítoris con su piel
para acelerar el orgasmo y aumentar la sensación. Poco a poco me dejo llevar
por un orgasmo demoledor y tras varios movimientos, Milo se corre dentro de
mí.
Nos quedamos unos minutos unidos por nuestros cuerpos, yo recostada
encima de él, mientras nos besamos. Después me levanto haciendo que Milo
salga de mí y manchándonos con nuestros fluidos.
—Tenemos que ducharnos —me dice.
—Primero quiero darte tu regalo. —Hinco los dientes en mi labio inferior
—. Cierra los ojos.
Sin quitarme de encima de él, alargo la mano y saco de mi mesilla de
noche, una caja plana y alargada, envuelta en papel de regalo.
—Feliz cumpleaños, cariño — le felicito, mientras le tiendo su regalo
Milo comienza a abrir el paquete, y yo lo miro incapaz de contener la
sonrisa. Cuando levanta la tapa de la caja se queda serio y me mira. Vuelve a
mirar dentro y veo como sus ojos se humedecen.
—Esto es… estás… —Balbucea y yo asiento mordiéndome los labios.
—Vamos a ser padres, Milo.
Saca la prueba de embarazo que hay dentro de la caja, se incorpora en un
segundo y me abraza con todas sus fuerzas. Luego se aparta para mírame.
—¿Vamos a tener un bebé? —habla aun sin poder creérselo— ¿Esto es de
verdad?
—Sí, cariño. —Cojo su mano y la poso en mi tripa—. Vamos a tener un
bebé.
—Joder, este es el mejor regalo que me han hecho en toda mi vida. —
Habla con lágrimas en los ojos— Te amo, Zenda. Eres la mejor.
—Tú sí que lo eres.
La vida nos hace pasar por momentos duros, momentos que quisiéramos
olvidar, pero a los que a la vez nos aferramos ya que ellos nos recuerdan
porqué estamos donde estamos. Que las cosas que tienen que suceder,
sucederán. Que todo tiene su proceso y su tiempo. Su momento. Su tiempo en
la vida. Y el nuestro ha llegado.

FIN
AGRADECIMIENTOS
La primera persona a la que quiero dar las gracias es a mi marido, la
persona que más me aguanta en todo el mundo, por haber soportado que
estuviera pegada al ordenador, sobre todo en los últimos meses. Gracias por
todo. Tú eres mi definición perfecta.

Quiero agradecer a mi sis Elisabet Arranz, por la realización de esta


portada tan chula. Te adoro, churri.

Y a ti, que has llegado hasta aquí, tanto si te ha gustado como si no, te doy
las gracias por haber dado una oportunidad a mis personajes y su historia.

A todos, muchísimas gracias.


OTRAS OBRAS DE MI AUTORÍA
Si quieres seguir leyendo mis historias, Cinco destinos, catorce paradas,
es un libro de relatos cortos, pero muy intensos.

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