Revista Nueva Dimension 015
Revista Nueva Dimension 015
Revista Nueva Dimension 015
II
III
1970/3
REVISTA DE CIENCIA FICCIÓN Y FANTASÍA
A cargo de:
Sebastiá n Martínez
Domingo Santos
Luis Vigil
Director Periodista:
José Armengou
Delegado en Madrid:
Carlo Frabetti
Colaboradores:
Joaquín Alberich
Dr. Alfonso Á lvarez Villar
Luis-Eduardo Aute
Carlos Buiza
Alfonso Figueras
José Luis Garci
Luis Gasea
Teresa Inglés
Antonio Martín
José Luis M. Montalbá n
Berit Sandberg
Director Artístico:
Enrique Torres
Ilustradores:
José M.ª Beá
Carlos Giménez
Esteban Maroto
Enric Sió
Adolfo Usero Abellá n
Director de Publicidad:
Andreu Romá Parra
Corresponsales:
Austria: Kurt Luif
Estados Unidos: Forrest J Ackerman
Francia: Agustín Riera
Gran Bretañ a: Jean G. Muggoch
México: Luis Vá zquez
Rumania: Ion Hobana
Uruguay: Marcial Souto
Edita:
EDICIONES DRONTE
Redacción y administración:
Merced, 4, entl.° 2.ª - Barcelona, 2 (España)
Imprime:
T. G. I. A. S. A.
Provenza, 86
Portada:
Font-Diestre
A. Mó stoles, 50
SE PIENSA
La epopeya cósmica de la familia Aznar
por Carlos Sáiz Cidoncha
Defensa del arte cruel
por Félix Grande
Precisiones sobre el libro «Los Mitos de Cthulhu»
por Rafael Llopis
¿Hacia un comic de terror a lo europeo?
por Joaquín Alberich
SE DICE
, , , , , ,
Libros premios autores revistas comic cine fandom
SE ESCRIBE
Las opiniones de nuestros lectores
LA SF EN EL TEATRO CLÁSICOS
Algunas preguntas embarazosas para Zeus
por Luciano de
Samosata
OBRAS
Sodomáquina
por Carlo Frabetti
Simbiosis eroscromática
por Alberto Miralles
¿Es usted feliz?
por Alberto Miralles
Una posibilidad
por Miguel Pacheco
...y las ranas pidieron un dios
por Miguel Cobaleda
Complemento: un hombre
por Teresa Inglés y Luis Vigil
ARTÍCULOS
SF, dialéctica y teatro
por Carlo Frabetti
Llega la Compañía de Teatro Pandemónium
por Ray Bradbury
A propósito de Sodomáquina
por Carlo Frabetti
Tres obras de. ¿SF?
por Teresa Inglés y Luis Vigil
¿Existe un teatro de SF?
por Carlo Frabetti y Luis Vigil
CUENTOS CORTOS
Casi extinto
por Alan Barclay
Espera interrumpida
por Arturo de Benito y Ruiz de Villa
El infierno de los espejos
por Edogawa Rampo
Ardilla
por A. G. Parini y S. D. Gaut vel Hartman
Al final del viaje
por Dean McLaughlin
ILUSTRACIONES DE
Miguel Albiol
Carlos Giménez
Ramó n Ivars
M. Kuwata
Esteban Maroto
Steele Savage
A. Sokolov
Ramó n Solá
PORTADA DE
Enrique Torres
HUMOR DE
Jerry Marcuse en Space Jokes
Virgil Partch en VIP tosses a party
EDITORIAL
LA LENTA OSMOSIS
Independientemente
de las polémicas sobre el epígrafe
ciencia ficción y la naturaleza y
significado de su contenido, una cosa
está clara: la ciencia ficción es algo
aparte. Nació y se ha desarrollado como
algo confinado a una especie de «reserva»
cultural en la que muy pocos se
adentran y que la mayoría subvaloran.
Sin embargo, de un tiempo a esta
parte y cada vez con más intensidad se viene observando en la literatura «oficialmente
reconocida» un proceso de convergencia con la SF, que a los que estamos convencidos de su
validez nos ratifica en nuestra postura, y que es de esperar que dé motivo de meditación a
quienes arbitrariamente la desprecian e ignoran.
Me refiero al lento pero progresivo «descubrimiento» («Cada día, en algún lugar del
universo, alguien descubre la pólvora», dice un proverbio cósmico formulado por Aldiss en
Starswarm) que los escritores «normales» van haciendo de los recursos específicos de la SF —
acaso sin ser conscientes de ello— como ineludible necesidad de evolución y adecuación a
nuestra específica y poco menos que alucinante circunstancia sociohistórica. Y lo que ocurre
en el campo literario se produce también en el artístico, cinematográfico, teatral...
Kubrik no decidió en un momento dado hacer una película de ciencia ficción: llegó a
ella como culminación de un proceso casi inevitable. Hay una línea evolutiva continua y
necesaria que lleva de Spartacus a 2001. Y éste no es más que un ejemplo entre muchos.
Cada día el futuro está más cerca y cada día su presencia es más viva y operante... No
está claro hasta qué punto marchamos hacia el futuro o es el futuro quien nos arrastra hacia
adelante —¿hacia adelante?— cada vez más deprisa.
Cada día son más y más revolucionarias las alternativas que se presentan a nuestras
formas de vida y convivencia, en paradójico contraste con condicionamientos cada vez más
férreos y sutiles.
La ciencia ficción es consciente de todo esto, mejor dicho, es el fruto de la consciencia
de todo esto, es el resultado de un planteamiento y unos recursos expresivos que la cultura
«oficial» suele rechazar por reaccionaria fidelidad a un esclerótico y castrado concepto de
realidad.
Pero a pesar de todo, lo inevitable se cumple y la osmosis —lenta osmosis— entre el
compartimento-estanco de la SF y «lo demás» se está produciendo a todos los niveles.
Tal vez sea el teatro el género que más necesita, y en el que más cabe, una enérgica
renovación, por haber sido totalmente desbordados sus esquemas tradicionales y por la
amplia gama de posibilidades que ofrece el contacto vivo con el público.
Teatro del absurdo, teatro de involucración y provocación, happening... otras tantas
búsquedas de la insoslayable metamorfosis, otros tantos intentos de «suicidio» trascendente
del teatro tradicional.
No me parece exagerado afirmar que el teatro tiene —y acabará encontrando— en la
ciencia ficción una de sus más importantes fuentes de recursos renovadores. Los precedentes
no son muy numerosos pero sí significativos.
Lo que en este sentido se está haciendo actualmente no es fácil saberlo, dadas las
enormes dificultades de todo tipo que la pieza dramática encuentra desde su gestación hasta
su puesta en escena.
Nueva Dimensión ha querido si no abordar al menos rozar el tema de teatro de ciencia
ficción, limitándose necesariamente al escasísimo material disponible.
Así ha surgido en este número, algo que no pretende ser un estudio propiamente dicho
y mucho menos una antología, sino un mero acercamiento a una interesante posibilidad.
CASI EXTINTO
ALAN BARCLAY
La necesidad crea el ó rgano. Esto es algo que Darwin ya sabía. Y nuevas necesidades
creará n ó rganos desconocidos. De esto es lo que nos habla este relato en el que el Hombre
se ve enfrentado con una amenaza a su misma existencia en una Tierra que ha dejado de
ser suya.
ilustrado por MIGUEL ALBIOL
Desde lo alto de la pared rocosa en la que se hallaba sentado, Harrison podía ver al
perseguido, a intervalos, por entre los á rboles. Venía con un á gil y seguro paso rá pido,
siguiendo el antiguo camino, ahora cubierto de vegetació n. Todavía no se oía a los
perseguidores. Las escarpadas laderas del macizo se alzaban sú bitamente sobre la llanura a
tan solo ocho kiló metros de allí. Harrison podía imaginar fá cilmente lo que había en la
mente del otro: la esperanza de que, una vez se hallase entre los cortados desfiladeros,
densamente cubiertos por la vegetació n, le sería fá cil escapar a sus perseguidores.
Si le hubiera gustado apostar, o si hubiera tenido con quien apostar, habría apostado
contra el fugitivo. Pocas veces lograba alguien escapar a los cazadores, excepto, claro,
aquellos que como él tenían talentos especiales. Harrison no se sentía especialmente
afectado por el resultado de esta caza. Quizá sentía algo de simpatía por el perseguido pero,
para él, sería mejor si el tipo era alcanzado y atrapado. Si escapaba, los alienígenas
organizarían otras batidas y regresarían a aquellos alrededores.
El fugitivo pasó directamente bajo él y saltó un arroyo. Entonces, Harrison vio que
era una mujer; una joven, fuerte y dura mujer de largas piernas.
Ante este descubrimiento dejó de ser espectador; una fuerte sensació n emotiva pasó
a través de él. Se irguió con agilidad, la cabeza alta, alerta, como un gran animal. Harrison
era de hecho un animal... un peligroso animal inteligente.
Miró hacia atrá s, a lo largo del viejo sendero, con sus ojos observando con fiereza y
sus oídos alerta para ver u oír a los perseguidores.
La mujer joven, que antes había estado corriendo con energía y rapidez, estaba
ahora jadeante y sudaba. Durante la ú ltima media hora había estado escalando las primeras
laderas hacia el á rido terreno al pie de la meseta. Ocasionalmente podía oír tras ella los
sonidos de sus perseguidores: una piedra desprendida, una rama que se rompía, o los
extrañ os tonos agudos de un cazador llamando a otro. No estaban muy lejos. Una parte de
ella, la parte inteligente y civilizada, sabía que su fin era inevitable. No cabía duda de que
pronto la alcanzarían. A pesar de esto, no tenía la má s mínima intenció n de rendirse, o de
detenerse a esperar a que la alcanzaran. Estaba viva en este momento solo por el hecho de
que ella, al igual que sus padres antes que ella, habían sido luchadores. Entre la raza,
solamente aquellos que tenían una determinació n furiosa, irresistible y salvaje para luchar,
para escapar, para continuar viviendo, habían sobrevivido hasta ahora. Continuaría
corriendo, escapando, resistiendo, mordiendo y pateando, hasta su ú ltimo aliento.
Se introdujo en un paso estrecho e inclinado y pasó entre dos rocas sobresalientes.
Harrison estaba sentado sobre un tronco un poco má s allá . Ella se sobresaltó y se detuvo.
En su mano apareció un cuchillo de larga hoja.
Harrison era alto, de amplio pecho y musculoso. Llevaba una cazadora de piel
curtida, sin mangas, pantalones cortos de piel y un par de mocasines. Su cabello y su barba
estaban cuidados y presentaba, al menos para los standards de ella, un aspecto limpio y
arreglado. Iba armado con un largo cuchillo de hoja ancha y pesada que casi era una espada
corta, colgado de su cinturó n, y un gran arco que llevaba en la mano. El arco era
verdaderamente un arma moderna, hecha há bilmente de madera reforzada con acero.
Harrison la miró sin sonreír. Ella le observó , desconfiada, preparando el cuchillo.
—Ve por ahí —le dijo Harrison, señ alando—. Atraviesa la loma, por la parte
izquierda de la cima, y baja al valle que hay detrá s. Entonces sigue el río hasta las casas
viejas. ¿Me entiendes?
—Sí —dijo ella, respirando penosamente—. Y luego, ¿qué?
—Estará s a salvo. Me reuniré contigo allí.
Ella le miró durante un momento, con sospecha; y entonces, sin una palabra de
agradecimiento, sin preguntar como se las arreglaría él, inició la subida hacia el camino
indicado.
Harrison se dirigió hacia la entrada del estrecho paso y empezó a marchar por el
sendero principal hacia el ancho valle, caminando sin prisa, escuchando por encima de su
hombro. Oía como los perros rozaban y tropezaban con la maleza que había tras él. Cogió el
machete y se preparó . Los perros no le preocupaban mucho. Había dos de ellos, dos
labradores de lisa piel negra. Esperó detrá s de un á rbol hasta que llegaron a su altura, y
entonces salió y acuchilló al má s pró ximo en el cuello. Murió silenciosamente. El otro
retrocedió . Era un animal particularmente poco agresivo, y la cercana visió n y sonido del
hombre, amigo y dueñ o de sus antepasados, debió ocasionarle confusió n.
—Fuera, Fido. Lá rgate —ordenó Harrison.
Có micamente, el perro metió el rabo entre piernas y se escabulló .
Al cabo de un minuto, el primero de los perseguidores llegó caminando
silenciosamente. Llevaba un arma sobre el hombro, y estaba atisbando hacia adelante,
buscando a los perros. Vio a Harrison. Por un instante, los dos, humano y alienígena, se
enfrentaron el uno al otro. La negra cabeza del otro ser, desprovista de todo pelo, no
registró el menor cambio de expresió n, a pesar de que si su constitució n emocional se
correspondía, aunque solo fuera un poco, debería de haber sufrido un anodador espasmo
de miedo al hallarse enfrentado con el má s peligroso de todos los animales salvajes. Por su
parte, el animal salvaje: Harrison, sintió una exultante alegría feroz. Le dio un gran tajo en
el cuello con su cuchillo. El alienígena lanzó un tremendo grito gorgoteante antes de morir.
Los otros cazadores escucharon el grito. Entre los á rboles se escucharon ruidos
agudos y secos y el crujido de la vegetació n pisada. Los alienígenas eran muy expertos en
aquel deporte. Ya llevaban varias generaciones organizando partidas de caza para
perseguir a los restos de la Humanidad.
Harrison sabía que no debía de subir por la colina, pues ya habrían puesto
francotiradores para cubrir las escarpaduras má s expuestas. Tratarían de rodearlo y
cortarle la retirada.
Tendió su arco y se movió a otra posició n, pero aunque le lanzó una flecha a una
negra figura que correteaba por entre la maleza no logró hacer blanco.
Media hora má s tarde se dio cuenta de que estaban a todo su alrededor,
acercá ndose. Alzó la cabeza y miró hacia el alto pico que la mujer debía de estar escalando
ahora. Allá arriba estaba la seguridad, pero deseaba, con cada fibra de su feroz alma, el
matar a otro de los cazadores.
Las ramas superiores de un seto se movieron repentinamente. Se llevó la cuerda a la
oreja. Una figura acurrucada se mostró por un instante. La flecha silbó en su direcció n. Se
oyó un grito, agudo y débil.
Casi de inmediato, las balas comenzaron a pasar por su lado. Su sentido del oído era
muy agudo; debían de saber con bastante exactitud donde se hallaba ahora, y estaban
tratando de hacerlo aparecer. Ahora las balas llegaban de todas partes.
Alzó los ojos al pico de la montañ a, y lo contempló con ardiente deseo.
La mujer, que había estado oculta tras una pared derruida que, en otro tiempo, había
formado parte de una casa, salió al descubierto cuando vio a Harrison caminando por la
línea que había sido la calle.
Estaba caminando tranquilamente, con su arco sobre el hombro, sin vérsele agitado
ni exhausto. La miró apreciativamente. Juzgá ndola por los standards de otrora, no era
especialmente atractiva: Era dura, de piernas largas y tan salvaje como un lince.
—Vienes conmigo —dijo.
No era ni una pregunta ni una orden. Era una afirmació n. Eran dos animales, macho
y hembra. Eso era todo. Ella no pensó en rehusar. Quizá , si lo hubiera hecho, él la hubiera
dejado partir. O, por el contrario, tal vez la hubiera golpeado hasta lograr que aceptara.
—¿Muy lejos? —preguntó ella.
—Ocho kiló metros —respondió él—. Pasada la siguiente cordillera.
Inició la marcha yendo delante, y se apartó del camino un poco después de salir del
pueblo.
Al cabo de tres horas de caminar y subir constantemente llegaron a un estrecho
valle oculto.
Harrison no hablaba mucho. Probablemente no estaba acostumbrado a hablar con
extrañ os, así que la mujer no se enteró de que estaban llegando a su destino hasta que una
figura humana apareció frente a ellos.
Ya era casi de noche, y la mujer tuvo alguna dificultad en ver la figura. Esta emergió
de las sombras bajo un arbusto, bastante inesperadamente. Pero Harrison no dio signos de
sorpresa; era como si hubiera esperado hallar a alguien por allí. Llamó Jim a la figura, y ella
vio que Jim era un muchacho de unos doce añ os.
—Llegas tarde, Papi —dijo el chico—. Está bamos preocupados.
—Tuve que venir de mala manera —gruñ ó Harrison—. Traje conmigo a esta mujer.
Los Sapos la perseguían.
El muchacho la miró con mucho interés.
—Vaya, Papi —dijo—; te has metido en un buen lío. Tengo ganas de saber lo que
pasa cuando la vea Mami... ¿Cuá l es tu nombre —le preguntó a ella.
—Madge —contestó la mujer.
—¿De dó nde eres?
—De hacia el Sur, de donde está el mar —dijo ella.
—¿Tienes familia?
—Ya no. Los perdí hace un par de inviernos.
—Vamos dentro —dijo Harrison—, Tengo tanta hambre que me comería un Sapo.
¿Hay algo en la cazuela, Jim?
—Seguro. Cogí una liebre muy gorda esta mañ ana.
Otros tres chicos, dos niñ as y un niñ o, tomaron su desayuno en la misma milagrosa
forma. Nadie parecía ver en ello nada fuera de lo ordinario.
Entonces el viejo llevó la plata hasta una roca má s cercana y baja, y los bebés de tres
y cuatro añ os fueron invitados a realizar la misma hazañ a.
Cuando todos los niñ os hubieron repetido varias veces el truco, la plata fue colocada
entre ellos y se sirvieron en la forma ordinaria. Las mujeres también lo hicieron. Liz invitó a
Madge a que se les uniese.
—Son pasteles de avena —explicó —. Y hay mantequilla en esa lata, y miel.
Madge se sentó al lado y comenzó a comer.
—¿Te han sorprendido esas cosas, muchacha? —preguntó Liz.
—Nunca antes las había visto —admitió ella—. Mi padre acostumbraba a contarme
las cosas maravillosas que pasaban en los días de antañ o, pero en esos días todo se hacía
con má quinas, y no veo má quinas por aquí.
—No son má quinas —le dijo Liz—. Es algo nuevo. Se debe al impulso evolutivo.
—No creo comprender eso —admitió Madge.
—Ni yo —afirmó Liz—, pero así es como lo llama el abuelo. Es algo que llevan
dentro, él y Joe y los chicos. Sabes que éramos millones, ¿no?
—Claro. Ciudades llenas de gente, coches, aviones. Antes de que llegasen los Sapos.
—Así es. Nunca he comprendido por qué los Sapos nos odian tanto. Pero lo cierto es
que asesinaron a esas ciudades llenas de gente, y que cazan a los que quedamos.
—Mi padre decía que ya no quedá bamos muchos. Que en otros cincuenta añ os
seríamos una especie extinta.
—Quizá . Había varias familias en este distrito, pero ahora solo quedamos nosotros.
—Pero, ¿qué es eso del impulso?
—Es algo que no comprendo del todo. El abuelo sí que lo entiende. Conocía a mucha
gente cuando fue joven, hablaba con ellos y tuvo una cierta educació n. É l y mi Joe no son
gente fá cil de aniquilar. Son unos buenos luchadores. Cuando miro a Joe, no me lo puedo
imaginar, a él y a sus semejantes, como algo a extinguir. Me parece que es algo que no
pueden aceptar. El abuelo dice que la Humanidad forma parte del Universo. Que ha
recorrido todo este camino desde los monos. Que hemos sido millones, viviendo aquí en la
Tierra y en Marte. Que hemos hecho de todo, escrito toda clase de libros y construido todo
tipo de má quinas maravillosas, y que, cuando los que restamos empezamos a pensar en la
idea de extinguirnos, algo dentro de nosotros decide que eso no puede ser tolerado, así que
inventamos un nuevo truco. El truco del salto en el espacio.
—Muchos otros animales está n extintos —objetó Madge—. Supongo que no les
debía agradar mucho, pero se extinguieron de todas formas.
—No eran animales conscientes como nosotros. Dudo que supiesen que se estaban
extinguiendo. Pero Joe Harrison no es del tipo de los que aceptan resignadamente esa idea.
Supongo que le hierve en el estó mago.
—¿Así que pueden hacer ese salto en el espacio?
—Yo no puedo, querida —sonrió Liz—. Joe puede hacerlo... y el padre de Joe... y los
niñ os, la mayor parte de ellos. Y tus niñ os, no me cabe duda, lo hará n cuando los tengas.
—¿Qué pasaría si los Sapos nos encontraran?
—El abuelo y Joe y los niñ os podrían escapar —contestó Liz.
—¿Nosotras no?
—Nosotras no, muchacha —sonrió Liz.
Liz era una persona amistosa. Una hora má s tarde le dijo a Madge que fuera con ella
a las colinas.
—Los chicos van a cazar —explicó —. Saben lo que se hacen, pero son jó venes.
Necesitan que haya alguien por allí. Tú , si es que te quedas con nosotros, puedes encargarte
de ello. Eres má s joven y corres má s que yo. Ven.
Liz metió la cabeza en la caverna.
—Jim —gritó —. Ven con nosotras, Jim. Vamos a subir a la colina.
—Os alcanzaré allí —replicó la voz de Jim—. Nos encontraremos en los pinos.
Madge y Liz escalaron por las rocas hasta la ladera de la colina y subieron por ella.
Liz hablaba todo el tiempo. Cerca de la cima, donde todo eran arbustos, brezos y tojos,
había un grupo de cinco á rboles. Jim salió de entre ellos cuando se acercaban.
—¿Dó nde está n los otros, Jim? —preguntó ansiosamente Liz.
—Má s allá . Está n bien, Mami —dijo el chico.
Los tres comenzaron a caminar por la ladera de la colina, manteniéndose a una
distancia de unos cincuenta metros uno del otro. Otros dos o tres niñ os aparecieron
también en la ladera, pero Jim era el que parecía saber mejor lo que se hacía.
Cuando hubieron caminado un par de kiló metros, una liebre salió frente a Madge y
se alejó corriendo a toda velocidad. Se preguntó que es lo que debiera haber hecho.
Mientras miraba, la liebre atravesó un matorral. Jim apareció —se materializó —
justamente en el camino del animal. Este fintó violentamente, pero el muchacho se lanzó
sobre él. Madge vio como su mano caía sobre el cuello de la liebre en un rá pido golpe
cortante.
—Nos las apañ amos bastante bien con la comida —dijo Madge, con el tono de quien
da algo por sentado—. Espero que Joe traiga un venado esta noche.
La partida de caza de los Sapos estaba acostumbrada a tratar con humanos que se
escondían en lugares casi inaccesibles, y escapaban cuando eran cazados, y que tan solo se
detenían y luchaban cuando, acorralados, no les quedaba otra solució n. No tenían ninguna
experiencia reciente en ataques no provocados, hechos por los humanos. Sin embargo, el
humano era un animal peligroso y astuto, y tomaban las precauciones razonables. Mientras
cuatro miembros del grupo dormían, el quinto permanecía despierto, de guardia.
Harrison se proyectó desde lo alto del risco hasta el brillo del fuego y cayó , tan
silenciosamente como una hoja, justo a su lado y se quedó muy quieto. Escuchando
atentamente, oyó los ligeros movimientos hechos por el centinela, y al cabo de poco pudo
distinguir la brillante silueta negra de su cabeza. Escogió la posició n con cuidado, se
transfirió a una posició n situada a un metro a la espalda del Sapo, y blandió la pesada hoja
del machete en un silbante círculo, cercená ndole limpiamente el cuello. Se oyó un ruido
apagado cuando el cadá ver se desplomó .
Quedaban los otros cuatro Sapos alrededor del fuego, cada uno de ellos acurrucado
formando una bola. Harrison comprobó cuidadosamente el que estuvieran dormidos.
Entonces se acercó al má s pró ximo, le levantó la cabeza y se la cortó . El segundo se agitó y
comenzó a despertarse mientras Harrison se acercaba a él, y dejó escapar un agudo chillido
sordo antes de morir. Mientras se inclinaba sobre la tercera víctima, se dio cuenta de que el
ú ltimo miembro de la partida se estaba sentando y buscando su arma. Le dio un tajo rá pido
al Sapo que tenía enfrente y enfocó sus ojos en un á rbol situado a medio kiló metro, tras lo
cual desapareció como un suspiro.
—Así que ahora saben que hay humanos por estos contornos —dijo Harrison—, y
saben que son humanos que luchan, y no humanos de los que corren y se esconden. —
Principalmente, se dirigía a su padre.
—¿Crees que deberíamos irnos de aquí?
—No —Harrison sacudió su cabeza con terquedad—. Por una parte, algunos de
nosotros no se pueden trasladar tan fá cilmente como los otros —miró a Lucy—. Por otra,
estas montañ as son un sitio bastante bueno. Son salvajes. Hay en ellas comida y caza y
lugares en los que ocultarse. Y vamos a necesitar un sitio en el que reproducirnos.
—Cuando sepan que estamos aquí unos cuantos de nosotros, con mujeres y criando
niñ os, vendrá n a buscamos con partidas organizadas —insistió su padre.
—Puede que si. Pero me he dado cuenta de que los Sapos de hoy en día no son como
los que llegaron primero. Está n viviendo sus vidas ordinarias. Son colonos, no
conquistadores. Y, ademá s, deben de estar bastante confiados en que nos han aplastado.
Creo que si nos atenemos a la regla de no atacarlos a menos que vengan a las colinas a
cazarnos, es posible que nos dejen tranquilos. Quizá se hagan la idea de que estas colinas
son bastante peligrosas y se habitú en a no acercarse a ellas.
Era fá cil para Harrison, su padre y Jim el vigilar los alrededores. Podían moverse de
la cima de una colina a otra, manteniendo su vigilancia sobre los valles de abajo.
Otra partida de caza, mayor que la primera, apareció un par de semanas después.
Harrison dejó que los perros los olfateasen, y luego se fue turnando con su padre, en
trayectos de cinco millas, hasta dejar un rastro que los llevó fuera del distrito. Luego,
desaparecieron completamente.
—Deben pensar que somos una especie nueva, má s fuerte, padre —la dijo Harrison
al abuelo—. Una especie que puede correr sin cansarse frente a ellos por un día y una
noche, para desaparecer luego sin dar muestras de cansancio.
—A lo mejor ahora nos dejan tranquilos —esperó el abuelo.
Pero no fue así.
Posiblemente los Sapos estaban preocupados. Aunque lo má s probable era que
simplemente sintieran curiosidad por saber como estaban logrando escapar los humanos.
De cualquier forma, enviaron una aeronave. Harrison y su gente la vieron mientras estaba
aú n hacia el este. Se apresuró a esconder a los niñ os.
Los humanos llamaban al artefacto un aereobote. Era un vehículo grande, que
flotaba bastante silenciosamente, y con lentitud, sobre las cimas de las colinas. Ya quedaba
poco de los antiguos conocimientos técnicos de la raza, así que no tenían ni idea de cual era
su energía motriz; tan solo sabían que era mortífero para ellos. Má s tarde pasó bastante
bajo, casi rozando la copa de los á rboles. La parte superior del casco era transparente, y
podían ver a una docena de figuras negras en su interior.
Harrison, mirando desde debajo de un arbusto, rechinó los dientes.
—¿Crees que podríamos saltar allá arriba, en medio de ellos? —le preguntó al viejo.
—No veo por qué no —consideró este.
El aereobote giró en seco, mientras estaba casi encima de ellos.
—Han visto algo —gruñ ó Harrison—. Ya sabía yo que era imposible que tuviéramos
a todos esos críos corriendo por ahí, en el río, sin que dejaran algunas huellas.
Sin embargo, el bote planeó tan solo algunos minutos y luego se deslizó rá pida y
decididamente hacia al sur.
Vieron como se empequeñ ecía en la distancia.
—Es mejor que los chicos salgan ahora, y que correteen un poco antes de que se
haga de noche —sugirió Harrison.
Fue a buscarlos a la caverna, y en un momento se hallaron en el río, chapoteando y
gritando como siempre.
Tan solo habían estado allí unos cinco minutos cuando Jim lanzó un agudo y sonoro
silbido.
—¡Papi! —gritó , señ alando.
El aereobote se acercaba rá pidamente, por sobre el río, al otro extremo de la colina,
volando bajo.
—Recoge a los niñ os, Jim! —gritó Harrison.
Casi no había terminado de hablar y ya Jim estaba entre ellos, en el río.
El bote planeó má s cerca. Los niñ os se estaban desvaneciendo del río, uno tras otro,
a medida que Jim llegaba hasta ellos. Desaparecían como los destellos de una pantalla de
cine, parpadeando y oscureciéndose. Harrison estaba en pie, contemplando el bote.
—Deben de haber visto algunas señ ales nuestras. Nos han engañ ado para que
saliésemos al descubierto. Ahora saben que hay aquí una de nuestras familias, y que somos
diferentes en alguna forma —sus dientes estaban desnudos en una mueca de odio y rabia.
—Joe —le dijo su padre—, vamos ahí arriba y acabemos con ellos.
Harrison contempló a su padre, y luego al bote que pasaba por encima.
—¿Piensas que podremos?
Desenvainó el machete.
—De acuerdo —gruñ ó —; cuando dé la voz...
Alzó su feroz y despiadado rostro hacia arriba, y enfocó la vista en el bote.
—¡Ahora! —dijo.
Se hallaron en el bote.
Había ocho Sapos... ocho seres aterrorizados que no comprendían lo que estaba
sucediendo. Harrison y el viejo estaban cortando y acuchillando manos y cabezas. El
aereobote era un vehículo có modo, largo y con lados trasparentes, confortables sillones y
espesas alfombras. En un minuto, los dos humanos lo habían transformado en un matadero
lleno de sangre azulverdosa y gemidos y cuerpos en estertores.
Harrison se detuvo, jadeando y tomando aire.
—¿Está s bien, padre?
—Bastante bien... una de las bestias me dio en una pierna con un cuchillo, pero ya
estoy bien. Mira, Joe, tenemos que acabar con ese tipo.
En el extremo delantero estaba el piloto del bote, separado del saló n principal por
un panel transparente. El piloto estaba inclinado sobre el tablero de mandos, moviendo
palancas febrilmente. Notaron como el vehículo daba un tiró n y aceleraba, subiendo.
Harrison se lanzó contra el panel, que crujió pero no cedió .
El piloto se volteó para enfrentá rseles. Tenía un arma que no conocían en la mano.
—Cuidado Joe —advirtió su padre.
—Tenemos que matarlo. Si regresa, contará que los chicos y nosotros saltamos en el
espacio, y regresará n en masa a por nosotros.
—Saltemos a su lado.
—De acuerdo —gruñ ó Harrison—. Juntos...
Pero su padre fue primero, cayendo casi encima del piloto. Y, a pesar de su sorpresa
ante el aparente milagro de dos hombres atravesando el panel de glasita, el Sapo logró
apretar el gatillo de su arma. Se oyó un suave restallido. Un instante má s tarde, Harrison le
golpeó fuertemente en el cogote.
—Se acabó —dijo con satisfacció n. Miró al saló n. El trabajo había sido hecho a
conciencia. Luego miró afuera.
Evidentemente, el piloto había puesto el aereobote en alguna especie de curso.
Estaba acelerando hacia el sur, y subiendo.
—Tenemos que irnos de aquí —dijo Harrison con urgencia—. Si perdemos nuestros
puntos de referencia, tendremos dificultades para regresar... Vamos, padre. Allí está la
colina, ¿la ves? Vayá monos.
Su padre estaba recostado contra la pared, apretá ndose el costado con la mano.
—Me siento muy mal —se quejó .
—Tienes que salir de aquí —le urgió Harrison—. Fija la vista en la colina y da el
salto. Te cuidaremos en cuanto lleguemos a casa.
El viejo alzó la vista y miró sin fijeza, casi lloroso.
—No creo que pueda... Me faltan fuerzas.
—Tienes que hacerlo, padre. Tienes que hacerlo... Infiernos, ¿no te imaginas lo que
pasaría si te quedaras aquí? Tienes que salir del bote...
—De acuerdo, hijo. Lo intentaré.
—La colina de la izquierda, allí —le señ aló con urgencia Harrison.
El viejo enfocó la mirada, hizo un visible esfuerzo por concentrar su energía mental,
y se desvaneció .
Harrison, mirando hacia la colina, vio como el cuerpo de su padre se materializaba
en medio del aire, a unos trescientos metros del bote. Cayó , girando y volteando los
setecientos metros que lo separaban de las rocas de abajo.
Harrison saltó un momento má s tarde.
El bote, con su cargamento de cadá veres, flotó , alejá ndose rá pidamente. Lo
encontrarían muy lejos, puede que a un millar de kiló metros.
Apoyado en las rocas del exterior de la caverna, Harrison miró hacia arriba y al otro
extremo del valle.
—Así que los matamos a todos. Estamos a salvo por el momento.
—¿Lo sientes por tu padre? —le preguntó Liz.
—Supongo que sí —admitió él—. Pero no albergo muchos sentimientos en mi
interior. Tan solo una determinació n de sobrevivir. Un deseo de no extinguirme —miró a
las estrellas.
—Si pudiéramos descubrir de cual de esas estrellas vienen los Sapos —pensó en voz
alta—, podríamos aprender a dar un gran salto, justo hasta su planeta madre. ¿No te parece
que eso les daría un buen susto?
—El Cielo proteja a los Sapos el día que Joe Harrison y su estirpe caigan sobre ellos
—comentó Liz.
—Lo necesitará n —confirmó Harrison, descubriendo sus dientes.
Título original:
NEARLY EXTINCT
© 1960 by Nova Publications Ltd., reprinted by arrangement with E. J. Carnell
Traducció n de M. Sobreviela
ESPERA INTERRUMPIDA
ARTURO DE BENITO Y RUIZ DE VILLA
El joven autor de este relato, Arturo de Benito y Ruiz de Villa, nació en Torrelavega,
provincia de Santander (Españ a) hace veintidó s añ os, y vive en Madrid desde los cinco. En
la actualidad estudia las carreras de Ingeniero Aeroná utico, por vocació n, y Periodismo, en
la Escuela Oficial, por afició n. Desde los quince añ os escribe cuentos, alguno de ellos de SF.
Esta es su primera aparició n —y esperamos que no sea la ú ltima— en una revista
especializada.
Bueno. Pues ya estoy aquí. A ver... sí, seguro que es aquí. No tendría maldita la gracia
que me confundiese de sitio. A lo mejor, visto desde fuera, resulta buena cosa para reírse,
pero en mi situació n, de gracia, ni pum. A Dios gracias, reconocería este banco y estos
á rboles entre mil. Aunque no sepa qué especie son, porque de botá nica no tengo ni la
mínima. Ni me importa, claro. Yo a lo mío; a mi Civil, mi Mercantil, mi Administrativo, mi
Mari Cruz... y las que se pongan a tiro, pues estaría bueno. El caso es que ya va a ser hora.
Dijimos a las seis... solo son menos cinco. También podía llegar ella primero un día. No se
iba a caer el mundo. Una subversió n de los valores tradicionales. Una chica esperando a un
chico. Tremendo atentado al orden pú blico. ¡Porras! ¡Todavía no son las seis y ya me estoy
poniendo nervioso! La cosa no es para menos. ¡Caray, có mo está la niñ a! No es porque
venga conmigo, pero es imponente. Alta, pero no jirafa. Delgadita, pero gordita por donde
debe estarlo... ¡Buff! ¡Y có mo se arrima bailando...! Buen programa hoy. A casa de Carlos que
da una fiesta. ¡Y qué fiestas da Carlos! De esas que no le gustaban al cura del colegio. Yo no
había ido hasta ahora. No tenía chica que llevar. ¡Muerte a las niñ as de Filosofía! ¡Abajo el
Preu de Colegios de monjas! ¡Vivan las secretarias lanzadas e independientes! Ya era hora
de que me despabilara. Veintiú n añ os, cuarto de Derecho y sin comerme una rosca. ¡Ah, no
señ or no! ¡Esto se acabó !
Las seis. Ahora sí que son las seis. No, si como siempre, me tocará esperar a mí. Pues,
hale, vamos a sentarnos. Cuando la señ ora se digne venir nos iremos. ¡Vaya! Ahora, un crío
a dar la lata. Y vestido de astronauta. Menos mal que no viene de yanqui. Estoy de Apolos
hasta el gorro. Está gracioso el chaval. El traje no está muy bien hecho. Los he visto
mejores... y má s caros. ¡La...! Las seis y cinco. No veas si me da plantó n. Porque no veo
ningú n teléfono por aquí, sino la llamaba... ¿qué hace ese chalado? Parece que no hubiera
visto un á rbol en su vida. Se creerá Flash Gordon explorando otro planeta. Y la otra que me
trae frito. Como me llamo Juanjo que después de todo el tute no se me escapa... ¡Y en casa
de Carlos! ¡Ahí nada! Fijo que el Julio se lleva a las francesas... Esas encima se pagan lo suyo.
Qué digo lo suyo.
Y lo del otro si se lo propone... Vaya piernas que tenía la morena... Con las mujeres lo
ú nico que vale es la cara. La cara y el dinero. A falta de lo uno...
Las seis y cuarto. Como me falle hoy, no me vuelve a ver el pelo. ¡Por su padre!, que
siempre es mejor que jurar por el mío. ¡Je! El crío ese me ha visto y se ha quedado muy
tieso. Debe tener unos cuatro añ os. Me está cayendo gordo. ¡Pues no me hace un saludo
indio! ¡Hough, gran jefe! ¡Ahí te zurzan! ...Ayer en el cine lo pasamos bien. Al principio muy
tiesa, muy estirada... No se habrá enfadado. No hicimos tanto... bien que se reía, y no de la
película que era un ladrillo... Se excitaba la niñ a. Cuando soltó el gritito creí que nos
echaban. Lo dicho. De esta no pasa. ¡Está madura, demonio!
Y este idiota de crío venga a hacerme señ as. Sí. Sí, rico. Te veo. Toma, mi sonrisa má s
amable. ¡Je! ¡Hala! ¡Con tu tata! O con tu mamá . O con un guarda... pero largo.
Seis y veinte. ¿Habrá perdido el autobú s? ¡Anda el niñ o! ¡Lo que faltaba! ¿No habrá
quién se lo lleve? Pues no veo a sus padres por ahí... Sí, rico... jugamos a los marcianos...
¿qué dices? Ni jota, oye. Pues no va a ser alemá n el pajolero niñ o. No entiendo a los
mayores... como para entender a uno pequeñ o. Sí, chaval ¡Heil Hitler! ...pero Auf Wiedersen.
Con guten morgen y sauerkraut, mi vocabulario completo. ¡Ja, ja! Levanto el brazo a lo nazi
y me apunta con su super-pistola-de-rayos-desintegra-paralizantes. ¿Será judío? Y la otra
sin venir. ¡Eh! ¡De subirte encima nada, mocoso! ¡Ah! ¿Es un saludo? Sí, hombre. Toma la
mano. Choca esos cinco, pero sin morder... ¡Auuu! ¡Qué animal! ¡Qué pellizco me ha dado!
¡Toma, bestia! No sé si le he atizado muy fuerte. Se ha caído. ¡Qué veo! ¡Por fin! ¡Mari Cruz!
Ahí te quedas, enano. Que te aproveche la bofetada y aprendas a no jorobar al pró jimo. Sí,
puedes matarme con tu arma de rayos, Flash. Pero yo me...
***
—Ha sido una lá stima, pero el explorador hizo lo ordenado. Esos seres son seis
veces má s altos que nosotros. Agresivos. Djill hizo los gestos de amistad convenidos y el ser
pareció aceptarlos, pero al saludar con el cortés pellizco en la mano, el ser golpeó a Djill,
arrojá ndole al suelo, y se levantó con el propó sito evidente de acabar con él. No tuvo otro
remedio que usar el lá ser.
—Lamentable —suspiró el Jefe—.¡Llevá bamos tanto tiempo esperando...!
Uno de los amigos má s extrañ os que jamá s tuve fue Kan Tanuma. Desde el principio
sospeché que se hallaba algo desquiciado mentalmente. Algunos lo hubieran considerado
simplemente excéntrico, pero yo estoy convencido de que era un luná tico. De cualquier
forma, tenía una manía, una locura por cualquier cosa capaz de reflejar una imagen, así
como por todo tipo de lentes. Aú n de niñ o, los ú nicos juguetes con los que se divertía eran
las linternas má gicas, los telescopios, las lentes de aumento, caleidoscopios, prismas y
similares.
Tal vez esta extrañ a manía de Tanuma fuera hereditaria, pues su abuelo también
había tenido la misma predilecció n. Como evidencia de ello ahí estaba la colecció n de
objetos, lentes primitivas, telescopios y libros antiguos sobre estos temas, que Moribe había
logrado de los mercaderes holandeses en Nagasaki.
Aunque los episodios relacionados con esta locura de Tanuma en su juventud, por
los espejos y lentes, casi no tienen cuento, los que yo má s recuerdo son los que tuvieron
lugar en el ú ltimo período de sus estudios superiores, cuando estaba absorto en el estudio
de la Física, especialmente de la Ó ptica.
Un día, mientras está bamos en el aula (Tanuma y yo éramos compañ eros de
estudios), el profesor nos pasó un espejo có ncavo y nos invitó a todos a mirarnos las caras
en él. Cuando fue mi turno, retrocedí horrorizado, pues las numerosas pú stulas de mi
rostro, tan aumentadas, parecían los crá teres de la Luna vistos a través del telescopio
gigante de un observatorio. Debo mencionar que siempre me ha preocupado mi estropeada
cara, tanto, que la impresió n desagradable que tuve en aquella ocasió n me dejó con una
fobia que me impedía mirar en esos espejos có ncavos. En cierta ocasió n, no mucho después
de ese incidente, visité una exhibició n científica, pero cuando divisé un enorme espejo
có ncavo colgado a lo lejos me marché aterrorizado.
Por lo contrario. Tanuma, en cuanto le dio la primera mirada al espejo có ncavo de la
clase, en claro contraste con mis sentimientos, lanzó un agudo chillido de alegría:
—¡Maravilloso... maravilloso! —clamaba, y todos los demá s estudiantes se rieron de
él.
Pero, para Tanuma, la experiencia no era motivo de risa, pues estaba realmente
interesado. Subsecuentemente, su amor por los espejos có ncavos se hizo tan intenso que
siempre estaba comprando toda clase de rarezas: alambre, cartó n, espejos y así. Con ello,
empezó a construir diversos tipos de cajas con truco, guiá ndose con diversos libros
dedicados a la magia científica que había obtenido.
Al lograr su certificado de estudios superiores, Tanuma no demostró inclinació n
alguna por seguir educá ndose. En lugar de ello, con el dinero que le era facilitado por sus
bien situados padres, se construyó un pequeñ o laboratorio en un rincó n del jardín y dedicó
todo su tiempo y esfuerzos a su locura por los instrumentos ó pticos.
Se aisló totalmente en su extrañ o laboratorio, y yo era el ú nico amigo que lo visitaba,
pues los otros lo habían abandonado en vista de su creciente excentricidad. En cada una de
mis visitas, comencé a sentirme má s ansioso ante su extrañ o comportamiento, pues podía
darme cuenta claramente de que su enfermedad iba de mal en peor.
Fue por entonces que murieron sus padres, dejá ndole con una cuantiosa herencia.
Completamente libre, entonces, de toda supervisió n, y con abundantes fondos con los que
satisfacer cada uno de sus caprichos, comenzó a enloquecer aú n má s. Al mismo tiempo,
habiendo alcanzado la edad de veinte añ os, empezó a demostrar un activo interés por el
sexo opuesto. Este interés se mezclaba con su mó rbida locura por la Ó ptica, y juntos
constituyeron una poderosa trama en la que se hallaba enmarañ ado.
Tras recibir su herencia, construyó inmediatamente un pequeñ o observatorio y lo
equipó con un telescopio astronó mico con el que explorar los misterios de los planetas.
Como su casa se hallaba sobre un montículo, era un punto ideal para este propó sito. Pero
no se sentía satisfecho con esta inocua ocupació n. Pronto comenzó a apuntar su telescopio
hacia tierra, y a enfocarlo en las casas de los alrededores. Las verjas y otras barreras no
constituían obstá culo para él, por lo elevado que se hallaba su observatorio.
Los ocupantes de las casas vecinas, totalmente desconocedores de que los curiosos
ojos de Tanuma los observaban a través del telescopio, realizaban sus vidas cotidianas sin
reserva alguna, con sus ventanas corredizas de papel abiertas de par en par. Como
consecuencia, Tanuma obtenía placeres anteriormente desconocidos para él mediante sus
secretas exploraciones de las vidas de sus vecinos. Una noche me invitó amablemente a dar
una mirada, pero lo que vi me hizo poner rojo escarlata, y rehusé compartir ninguna otra
de sus observaciones.
No mucho después, construyó un tipo especial de periscopio que le permitía tener
una visió n completa de las habitaciones de sus muchas y jó venes sirvientas mientras se
hallaba en su laboratorio. Desconocedoras de esto, las sirvientas no se preocupaban por
ocultar lo que hacían en el retiro de sus propias habitaciones.
Otro episodio, que nunca me puedo borrar de la mente, concernió a los insectos.
Tanuma comenzó a estudiarlos bajo un pequeñ o microscopio, obteniendo una satisfacció n
infantil al contemplarlos luchando o apareá ndose. Una escena en particular que tuve la
desgracia de presenciar fue la de una pulga aplastada. Realmente, se trataba de una visió n
repugnante pues, aumentada un millar de veces, parecía un gran jabalí salvaje agitá ndose
en un charco de sangre.
Algú n tiempo después de esto, cuando visité una tarde a Tanuma y llamé a la puerta
de su laboratorio, no hubo respuesta. Así que me metí dentro sin má s, tal como era mi
costumbre. En el interior, todo estaba completamente a oscuras, pues las ventanas estaban
recubiertas por cortinas negras. Y, sú bitamente, en la pared situada frente a mí apareció un
objeto borroso e indescriptible, de un tamañ o tan monstruoso que cubría todo el espacio.
Me sentí tan asombrado que me quedé helado.
Gradualmente, la «cosa» de la pared comenzó a adquirir forma. La primera cosa que
quedó enfocada fue un pantano cubierto por matorrales negros. Debajo aparecieron dos
inmensos ojos del tamañ o de bañ eras, con pupilas marrones que destellaban
horriblemente, mientras a sus lados flotaban muchos ríos de sangre en una llanura blanca.
A continuació n aparecieron dos grandes cavernas, de las que parecían surgir los extremos
negros de espesos cepillos. Estos, naturalmente, no eran sino los pelos que crecían en las
cavidades de la gigantesca nariz. Luego se vieron dos gruesos labios, que parecían dos
anchos cojines rojos; y que se movieron, mostrando dos hileras de dientes blancos del
tamañ o de tejas.
Era la imagen de un rostro humano. De alguna manera, me pareció reconocer las
facciones a pesar de su grotesco tamañ o.
Justamente entonces, oí como alguien decía:
—¡No te alarmes! ¡Soy yo! —y la voz me produjo otra sorpresa, pues los grandes
labios se movieron en sincronizació n con las palabras, y los ojos parecieron sonreír.
De pronto, sin aviso alguno, se llenó la habitació n de luz, y se desvaneció la aparició n
de la pared. Casi simultá neamente, Tanuma emergió de detrá s de una cortina situada al
extremo de la habitació n.
Sonriendo pícaramente se acercó hasta mí y me preguntó , con orgullo infantil:
—¿No ha sido un espectá culo asombroso?
Mientras, yo continuaba inmó vil, todavía sin palabras por el asombro, y él me
explicó que lo que había visto era una imagen de su propio rostro, proyectada contra la
pared por medio de un instrumento estereó ptico que había construido especialmente para
este menester.
Algunas semanas má s tarde, inició otro nuevo experimento. Esta vez construyó una
pequeñ a habitació n en el interior del laboratorio, recubriendo totalmente su interior con
espejos. Las cuatro paredes, ademá s del suelo y el techo, eran espejos. Por consiguiente,
cualquiera que se hallara en su interior se vería confrontado por las reflexiones de cada
porció n de su cuerpo; y, como los seis espejos se reflejaban los unos en los otros, las
imá genes se multiplicaban y se volvían a multiplicar hasta el infinito. Cual era el objetivo de
esta habitació n, fue algo que Tanuma jamá s me explicó , pero recuerdo que en una ocasió n
me invitó a entrar en ella. Rehusé de plano, pues la sola idea me aterrorizaba, pero por lo
que me contaron los sirvientes, pude saber que Tanuma entraba frecuentemente en la «sala
de los espejos» junto con Kimiko, su criada favorita, para gozar de las ocultas delicias de
espejolandia.
Los sirvientes también me contaron que en otras ocasiones entraba solo en la
cá mara, quedá ndose durante un rato, y en ocasiones hasta una hora. Una vez, permaneció
tanto tiempo en el interior que se llegaron a asustar. Uno de ellos reunió el bastante valor
como para llamar a la puerta. Tanuma salió de un salto del interior, totalmente desnudo, y
sin una sola palabra de explicació n escapó a sus habitaciones.
Debo de hacer notar que la salud de Tanuma se estaba deteriorando por momentos.
Por otra parte, su locura por los instrumentos ó pticos seguía creciendo en intensidad.
Como continuaba gastando su fortuna en su disparatado pasatiempo, iba obteniendo una
cada vez mayor cantidad de espejos de todo tipo y forma: có ncavos, convexos, esmerilados,
prismá ticos, así como ejemplares raros que daban reflexiones totalmente distorsionadas.
Pero, al fin, llegó al punto en que no podía obtener satisfacció n má s que si se construía él
mismo los espejos. Así que montó una pequeñ a factoría en sus espaciosos jardines, y allí,
con la ayuda de un selecto grupo de técnicos y artesanos, comenzó a construir toda suerte
de fantá sticos espejos. No tenía parientes que lo restringiesen en sus locas aventuras, y las
respetables sumas que pagaba a sus sirvientes le aseguraban su má s completa obediencia.
Por consiguiente, creí que era deber mío el disuadirle de malgastar aú n má s su ya
maltrecha fortuna. Pero Tanuma no me quería escuchar.
A pesar de ello, yo estaba decidido a seguir vigilá ndolo, temiendo que pudiera
perder completamente la cabeza, y lo visitaba frecuentemente. Y, en cada ocasió n, era
testigo de un episodio aú n má s loco de su orgía creadora de espejos, siendo cada uno de sus
experimentos má s y má s indescriptible.
Una de las cosas que hizo fue cubrir toda una pared de su laboratorio con un
gigantesco espejo. Luego, en el espejo cortó cinco agujeros; por ellos introducía sus brazos,
piernas y cabeza, desde la parte de atrá s del espejo, creando una extrañ a ilusió n de un
cuerpo sin tronco flotando en el espacio.
En otras ocasiones me lo encontraba en su laboratorio, rodeado por una miscelá nea
colecció n de espejos de fantá sticas formas y tamañ os, predominando los ondulados,
có ncavos y convexos, y el estaba danzando en medio, completamente desnudo, en la forma
en que se haría en cualquier ritual má gico o como un médico brujo. Cada vez que yo era
testigo de esas escenas, me producían escalofríos, pues la reflexió n de su desnudo cuerpo,
girando vertiginosamente, se contorsionaba y distorsionaba en un millar de variaciones. A
veces su cabeza aparecía doble, sus labios hinchados hasta proporciones inmensas; otras
veces su vientre se expansionaba y crecía, luego desaparecía; o sus brazos agitados se
multiplicaban como en esas estatuas antiguas de los Budas chinos. Realmente, durante esas
sesiones, su laboratorio se transformaba en un purgatorio lleno de monstruos.
Má s tarde, Tanuma montó un tremendo caleidoscopio que parecía llenar toda la
longitud de su laboratorio. Un motor lo hacía girar, y con cada rotació n del gigantesco
cilindro, las descomunales composiciones florales del caleidoscopio cambiaban de forma y
tonalidad: rojo, rosa, pú rpura, verde, bermelló n, negro; como las flores del sueñ o de un
fumador de opio. Y el mismo Tanuma se arrastraba al interior del cilindro, bailando allí
locamente, entre las flores, con su cuerpo desnudo y sus extremidades multiplicá ndose
como los pétalos de las flores, haciéndole parecer uno má s de entre los componentes del
caleidoscopio.
Y no terminó allí su locura, ni mucho menos. Sus fantá sticas creaciones se
multiplicaron rá pidamente, cada una mayor que la anterior. Hasta entonces yo había creído
que tan solo estaba algo demente, pero finalmente tenía que admitir que había perdido
totalmente la razó n. Y poco después llegó el terrible climax.
Una mañ ana fui despertado sú bitamente por un excitado mensajero que llegaba de
casa de Tanuma.
—¡Ha pasado algo terrible! ¡La señ orita Kimiko le ruega que vaya inmediatamente!
—gritó el mensajero, con el rostro tan blanco como una hoja de papel de arroz.
—¿Qué es lo que pasa? —le pregunté, apresurá ndome a vestirme.
—No lo sabemos todavía —exclamó el sirviente—, pero por Dios, ¡venga conmigo de
inmediato!
Traté de seguir interrogando al sirviente, pero se expresaba tan incoherentemente
que lo dejé correr y me dirigí al laboratorio de Tanuma tan deprisa como me fue posible.
Al entrar en aquel extrañ o lugar, a la primera persona que vi fue a Kimiko, la
atractiva joven sirvienta a la que Tanuma había tomado por amante. Cerca de ella se
encontraban otras sirvientas, abrazadas las unas a las otras y contemplando horrorizadas a
un gran objeto esférico que se hallaba en el centro de la sala.
La esfera era de un tamañ o doble al de esas sobre las que usualmente se balancean
los artistas circenses. El exterior estaba recubierto de tela blanca. Lo que me aterrorizaba
era la forma en que la esfera se movía lentamente, al azar, como si estuviera viva. Pero aú n
mucho má s terrible era el extrañ o sonido que retumbaba débilmente desde el interior de la
esfera: era una risa, una estremecedora risa que parecía surgir de la garganta de una
criatura de algú n otro mundo.
—¿Qué... qué está sucediendo? ¿Qué es lo que está pasando? —le pregunté al
postrado grupo.
—No... no lo sabemos —replicó ofuscadamente una de las criadas—. Creemos que
nuestro amo está dentro. Pero no podemos hacer nada. Le hemos estado llamando, mas no
se oye otra respuesta que esa extrañ a risa que usted mismo puede escuchar.
Tras esto, me acerqué cautelosamente a la esfera, tratando de averiguar como
surgían los sonidos de su interior. Pronto pude descubrir unos pequeñ os agujeros de
aireació n. Aproximando el ojo a uno de esos agujeros, miré al interior; pero me cegó una
brillante luz y no pude ver nada con claridad. No obstante, pude comprobar una cosa:
¡había alguien dentro!
—¡Tanuma! ¡Tanuma! —grité varias veces, apretando mi boca contra el hueco. Pero
no pude oír má s que la extrañ a risa.
No sabiendo entonces lo que hacer, me quedé inmó vil, contemplando con
incertidumbre como rodaba la esfera. Y entonces me di cuenta, al pronto, de las delgadas
líneas de una partició n cuadrada en el pulimentado exterior. Inmediatamente me di cuenta
de que se trataba de una puerta, que daba entrada a la esfera.
—Pero, si es una puerta, ¿dó nde tiene la manija? —me pregunté a mí mismo.
Examinando cuidadosamente la esfera, vi un pequeñ o orificio que debió haber
contenido algú n tipo de asa. Al contemplarlo, me asaltó un terrible pensamiento:
—Es muy posible —musité— que la manecilla se haya soltado, atrapando en el
interior a quien haya entrado en la esfera. Si es así, es probable que esa persona haya
pasado toda la noche en el interior, sin poder salir.
Buscando por el suelo de laboratorio, pronto hallé una asa en forma de T. Traté de
ajustarla al orificio pero no pude, pues el vá stago estaba roto.
No podía comprender porque el hombre de dentro, si es que era un hombre, no
gritaba pidiendo auxilio, en lugar de lanzar aquellas extrañ as risas y carcajadas.
—Tal vez —me recordé con sobresalto—, Tanuma esté dentro y se haya vuelto
completamente loco.
Decidí rá pidamente que solo había una cosa que hacer. Fui apresuradamente a la
fá brica de vidrio, tome un pesado martillo, y corrí de regreso al laboratorio. Tomando
impulso, dejé caer el martillo sobre el globo con toda mi fuerza. Una y otra vez golpeé el
extrañ o objeto, reduciéndolo pronto a una masa de gruesos fragmentos de cristal.
El hombre que se arrastró fuera de los restos no era otro que Tanuma. Pero casi
resultaba irreconocible, pues había experimentado una terrible transformació n. Su rostro
era esponjoso y descolorido, sus ojos erraban sin rumbo, su cabello eran una enredada
masa, su boca colgaba abierta y la saliva caía de ella en delgados y espumeantes hilillos.
Toda su expresió n era la de un loco de atar.
Has la muchacha, Kimiko, retrocedió horrorizada tras dar una mirada a aquella
monstruosidad humana. No hay ni que decir que Tanuma había perdido totalmente la
razó n.
—¿Có mo ha sucedido esto? —me pregunté—. ¿Pudo el simple confinamiento en el
interior de esa esfera volverlo completamente loco? ¿Y cuá les fueron los motivos que lo
llevaron a construir ese globo?
Aunque interrogué a las sirvientas, que seguían apelotonadas, no pude enterarme de
nada, pues todas juraban que nada sabían del globo, que hasta habían ignorado
previamente su misma existencia.
Como si no se diese cuenta en absoluto de donde se hallaba, Tanuma comenzó a
vagar por la habitació n, aú n sonriendo. Kimiko superó su miedo inicial con gran esfuerzo y
tiró temerosamente de sus mangas. Justamente en ese momento llegó el técnico jefe de la
factoría para iniciar su trabajo.
Ignorando su emoció n ante lo que vio, comencé a atosigarlo a preguntas, sin darle
tiempo para reponerse. El hombre estaba tan anonadado que apenas si podía tartamudear
sus respuestas. Pero esto es lo que me dijo:
Hacía mucho tiempo, Tanuma le había ordenado construir una esfera de cristal. Sus
paredes tenían un centímetro de espesor y su diá metro alrededor de un metro veinte. Para
convertir el interior en un espejo continuo, Tanuma había hecho que los trabajadores y
técnicos pintaran el exterior con azogue, sobre el que habían engomado varias capas de tela
de algodó n. El interior del globo había sido construido de tal forma que había pequeñ as
cavidades aquí y allí para servir como receptá culos a bombillas eléctricas que no
sobresaliesen. Otra característica del globo era el tener una puerta lo bastante amplia como
para permitir la entrada a un hombre de tamañ o normal.
Los técnicos y trabajadores no habían sabido en absoluto cual era el destino de su
creació n, pero las ó rdenes eran las ó rdenes, así que habían seguido adelante con su tarea.
Al fin, la noche antes, habían terminado con el globo, y le habían añ adido un largo cable
eléctrico, conectado a un enchufe situado en la parte exterior de la esfera; tras lo que la
habían llevado al laboratorio. Habían enchufado el cable al tendido de la casa, y se habían
retirado al punto, dejando a Tanuma a solas con el globo. Lo que había pasado luego era
algo que, naturalmente, desconocían.
Tras escuchar el relato del técnico jefe, le rogué que se retirase. Entonces, tras poner
a Tanuma al cuidado de los sirvientes, que se lo llevaron a la casa, me quedé solo en el
laboratorio, con los ojos clavados en los fragmentos de cristal desparramados por la
habitació n, tratando desesperadamente de resolver el misterio de lo que había sucedido.
Durante largo tiempo permanecí así, enfrentá ndome con el rompecabezas.
Finalmente, llegué a la conclusió n de que Tanuma, tras haber agotado completamente
todas las ideas que se le habían ocurrido en su manía de la Ó ptica, había decidido construir
un globo de cristal, completamente convertido en un espejo continuo, en el que se
introduciría para ver su propio reflejo.
Pero, ¿por qué se había vuelto loco un hombre al entrar en una esfera de cristal
transformada en espejo? ¿Qué es lo que habría visto allí? Cuando estos pensamientos
pasaron por mi mente, sentí como si me hubiesen clavado una espada de hielo en mi espina
dorsal.
¿Se había vuelto loco tras contemplarse reflejado en un espejo totalmente esférico?
¿O había perdido su cordura lentamente después de descubrir repentinamente que estaba
atrapado en el interior de aquel horrible ataú d de cristal... junto con «aquel» reflejo?
¿Qué era pues, me pregunté de nuevo, lo que había visto? Seguramente se trataba de
algo completamente fuera del alcance de la imaginació n humana. Con toda certeza, nadie
antes se había encerrado entre los confines de una esfera convertida en espejo. Ni siquiera
un buen físico podría imaginar exactamente que clase de visió n se crearía en el interior de
aquel globo. Probablemente debía de ser algo tan imprevisto que no pertenecería a este
nuestro mundo.
Tan extrañ a y aterradora debió de ser esta reflexió n, o cualquier otra cosa que fuese,
que la visió n que llenó todo el campo visual de Tanuma seguramente hubiera vuelto loco a
cualquier ser mortal.
La ú nica cosa que conocemos es el reflejo dado por un espejo có ncavo, que es tan
solo una secció n de la totalidad de una esfera. Es un aumento monstruosamente grande.
Pero, ¿quién puede imaginar que resultaría si uno se hallase envuelto por una sucesió n
completa de espejos có ncavos?
Indudablemente, mi desgraciado amigo trató de explorar las regiones de lo
desconocido, violando tabú es sagrados, incurriendo por consiguiente en la có lera de los
dioses. Al tratar de abrir las secretas puertas de los conocimientos prohibidos con su
extrañ a manía por la Ó ptica, se había destruido a sí mismo.
Traducció n de Z. Á lvarez
ARDILLA
AMELIA GRACIELA PARINI SERGIO DANIEL GAUT vel HARTMAN
Los autores de este relato dicen de sí mismos: «Cuando nacimos cierto día de 1969
en un subterrá neo, éramos solamente una idea azul alzá ndose entre los rostros repetidos
de la gente. Descendimos a una taza de café, un papel, una lapicera, nos desporizamos al sol
y sin solemnidad comenzamos a hablar así. De nosotros. Al amor de la lumbre. Graciela
trabaja en una Compañ ía de Seguros y Sergio vende productos envasados. Herramientas.
Graciela y Sergio van a contarte qué perciben del hombre en un mundo que cambia y otras
maravillas. Entonces...»
ilustrado por CARLOS GIMÉNEZ
I
—¿John?
El sonido repiquetea en la malla metá lica y en la galería de má scaras ceniza y
atraviesa sin vacilar un semihombre apantallado contra el cristal del televisor. Luego el
sonido se confunde con la marañ a de fantasmas gratis, recién emanados, y retorna como un
perro café a los tobillos del amo.
—¿Viste mi flor, John? —dice la sonrisa.
Ahora es la voz. Y la voz atraviesa a un semihombre apantallado contra el televisor y
no lo conmueve ni lo agita. El semihombre muere miles de instantes en las figuras que se
deslizan verdes y violetas y no percibe la voz. La voz cá lida y aguda. ¿Hijo?
Ardilla sacude al semihombre y un Censor se yergue desde un rincó n indefinible:
—¡No lo molestes! La hora de los Cazadores le está cubriendo la cuota de
agresividad que de otro modo descargaría en ti.
—Mierda, Censor —dice Ardilla encogiéndose de hombros, mientras detiene el
sistema de omnireceptor.
—¡John! Te hablo.
—¡El televisor! ¡Por favor!
—Te hablo. ¿Viste mi flor?
—¡No! ¡El televisor, demonio!
—¿No la viste hoy, ni ayer, ni anteayer?
—¡Enciende el televisor, bestia! Me está s matando.
—Es muy azul. ¿No recuerdas haberla visto en absoluto?
El semihombre describe una pará bola con la mano abierta y golpea a Ardilla y
provoca un disparo certero y acerado en el excepcional cuadro africano y el elefante cae y
una mancha roja (¿ahí queda el corazó n de los elefantes?) tiñ e el cuadro africano y otra vez
el cuadro africano con la enorme mole que se desploma como un rascacielos talado...
—¿John? ¿Quisiste hacerlo? ¿O solo te molestó mi intervenció n?
—¡Fuera!... Ahora llega mi rinoceronte. Quinientos kilos de mú sculos pum sobre la
maleza ardiendo.
Ambiguamente.
Ardilla se deja transportar por una cinta y atraviesa las arcadas para arribar a una
sala vociferante y blanca blanca.
—Veintiséis de junio. Ocho A. M. —informa la Gran Pantalla Piloto.
—Á lgebra: aplicació n del método de Kiëgel a la resolució n de las ecuaciones de
tercer grado. Lingü ística: giros sá nscritos en el inglés insular.
—¡Aprendices!: aguarden la señ al para disparar las cintas —grita la pantalla-
Celador.
—Gracias por la informació n —replica Ardilla mordisqueando una manzana.
Ambiguamente.
Las pantallas se tornan orgiá sticas y un torbellino de sensaciones atraviesa la sala
como un vendaval de insectos imprecisos. Los signos matemá ticos se cruzan con los golfos
mal drenados y todos los niveles se llenan y vacían a modo de copas y brindis burbujas.
Ardilla oscurece la sala, funde los sonidos...
—¿Ave?
—Sí. Ardilla.
—¿Está s ahí?
—Sí. Invento un juego juego muy antiguo nacido en alguna memoria ancestral,
supongo. Tengo pequeñ os planetas veteados y los hago chocar. Suenan clanc clanc como
gotas de lluvia sobre los aleros.
—John me golpeó , Ave.
—¿Miraba su televisor?
—Sí. Y yo te buscaba.
—(Una carcajada de patos muy salvajes que te burlan, cazador.)
—No debería hacerlo. ¿Cierto? Nunca me golpeaste.
—¿Por qué habría de golpearte?
—Digo. En cambio me llevaste al Ultimo Valle una vez...
—Hoy iremos a la Cascada. Verá s el arco iris un milló n de veces y verá s saltar a las
truchas.
—Y tenderemos un mantel a cuadros sobre el pasto y destrozaremos ocho
televisores ¿Sí?
—Sí. Tomaremos té. Verdadero té. En tazas. Con bizcochos dulces. Y destrozaremos
a un Celador y al Director de Diales. Todos los fragmentos del cristal quedará n derramados
y no podrá n andar descalzos y nosotros sí.
—¡Oh Ave, Ave! —dice Ardilla y golpea las manos y el encantamiento se desvanece y
un latigazo eléctrico lo arroja a un silló n de brazos só lidos. Un día de clase.
Ambiguamente.
Ardilla contempla los trazos cambiantes con los ojos rojos de llorar. Un tiranosaurio
se abarrota de hojas moradas y la cabeza de Ana Bolena rueda sobre el patíbulo de utilería.
—Los aparejos de la goleta se caracterizan por su acentuada influencia normanda.
—El Profesor de Navegació n discurre parpadeando mares encrespados y así.
La pantalla Celadora resplandece de señ ales y sucede la hora de partir. Ardilla se
acurruca en su litera.
—¿Ave?
—Sí, Ardilla.
—¿En qué piensas cuando no hablamos?
—Sueñ o.
—¿Horizontes de carreras limpias. Copos de luz en las mejillas frías?
—Podrías ser muy feliz, Ardilla...
—Te hablo.
—¿Ardilla?
—¿Quién? —exclama Ardilla escondiendo las manos.
—¿Con quién hablabas?
—Solo aprendía, Celador.
—Rendías un examen exclusivo? —dice la voz con sorna.
—La pantalla de Ciencias Naturales me explicaba un bosque de hayas, un arroyo de
saliva...
—No digas má s tonterías. Percibo una relació n de grado delta. ¡Robot!
—¡Ave!
—¿Quién es ave? —dice la voz.
—Por favor. No los dejes.
—Destruya la pantalla de Ciencias Naturales, robot. Con un hacha. Así. Así
—¡Ave!
—¡Bú scame, Ardilla! Existo.
El robot blande el hacha con un gracioso movimiento de sus articulaciones bien
lubrificadas y la descarga sobre el cristal y una miríada de guiñ os diminutos se vuelca sobre
las bocas á vidas de la Sala.
II
Ardilla abandona la cinta transportadora y asciende la rampa. A través de los ojos de
plexiglass se distinguen borrones de color. Televisores. John y Mary agolpados frente al
fantá stico pó rtico de actitudes confortables aguardan que los paseos de Jean y Marie
acaben en romance. Hay un castillo con torres y puentes levadizos. La Provenza está llena
de luz en primavera y los mirlos ahuecan sus sonidos de paja y barro...
—¿Mary? Regreso.
—¡Cá llate! Es la hora de los caballeros de los dragones.
—Quiero comer.
—Sírvete alas de pollo. Ya sabes la combinació n.
—¡No! Quiero comida de tus manos.
—No seas idiota, Johnny. Ve al laboratorio. Debes cenar.
Ardilla quisiera galopar silenciosamente una pradera diferente. Un pinto. Una
puesta de sol anaranjada. El frío alzá ndose desde las matas cortas. Ardilla, los sueñ os la
huida así los otros horizontes.
En el laboratorio hay miles de potajes, posibles, miles de gelatinas nutritivas que lo
convertirá n en un hombre fuerte. Pronto. Pero no. Hay una cestilla de mimbre. Hay una
noche tranquila ardiente de gritarles las ventanas.
Ardilla elige varias sustancias por sus rojos y amarillos y las ubica en la cestilla. Hay
un lugar para un amigo de felpa y sale.
Afuera. Lejos de los territorios conocidos no hay cintas transportadoras. Es
necesario caminar caminar. A la izquierda, atrá s, se divisa la mole de hogares. Televisores
con junglas explicadas. Familias de pacotilla. ¿Por qué un pequeñ o Ardilla fugitivo no puede
pensar profundamente acerca de los males que lo obligan? Cerca habrá una barrera.
Comenzará lo desconocido. Naturalmente. Sin grandes zanjas de hielo o fuego.
—¿Hacia donde vas, hijo? Aquí termina la ciudad —dice la voz agradable del
guardiá n.
—Soy Ardilla. Busco a mi amiga Ave. Estaba en un televisor educativo y un Robot la
mató con el hacha.
—¿Sabes acaso lo que te espera del otro lado?
Ardilla permanece silencioso un momento. Algo lo induce a suponer que el guardiá n
no es enemigo.
—¿Otro universo?
—No puedo permitir que pases del otro, lado, Ardilla.
El Guardiá n tiene rostro joven. Las luces le otorgan un aire cordial y no lleva armas.
—Voy a correr, Guardiá n —dice Ardilla.
—Entonces no te voy a perseguir —responde el Guardiá n sonriendo. —Mi deber es
permanecer aquí y detener a todos los que pasan.
—Ave está del otro lado, ¿verdad?
—La hallará s. Ahora corre.
La inmensa dentadura de estrellas no va a devorarnos, Ardilla, amigo de felpa...
Ahora hay una pradera y los enormes peñ ascos fantasmales cuchichean entre si. La huida
engendra las imá genes que quiero vivir. Camino. Jadeo. Le hablo a esta cavidad con
palabras que nunca hablé antes. Camino. No será todo sencillo. Una dura prueba. Jadeo. Así.
Quieto. El aliento de otoñ o corta los silbidos de la tierra hú meda. Las grietas aman
suavemente a las lagartijas insomnes. Me siento junto a un farol de luciérnagas. Intento
dormir dormir el sol gatea los tejados que el rocío inventó durante la noche. Un amanecer
genuino comienza a trepar. Ardilla.
La pequeñ a figura se incorpora. Está entumecido y necesita cierta tibieza ausente.
Pero no habrá tibieza y caminar por la senda de pequeñ as agujas y caminar...
Cuando el sol está muy alto, Ardilla descarga la cestilla y se echa contra una roca.
Pasa la mano á spera por la barba crecida y sonríe. Es largo el camino. ¿Lo dijo el Guardiá n?
¿Adonde debo llegar? Una pregunta para que responda el amigo de felpa. Come y vuelve a
caminar y a veces hay un abismo y a veces hay un río y a veces hay un faralló n y un mar y
regresar. Un tropiezo con la horda de extintos dirigentes que vagan... Un hallazgo de
ciudades como aquella, con sus á ngeles raídos pendientes de ondas domésticas...
Ardilla recuerda al pueblo hebreo y por qué.
—¿Ardilla? —dice un robot labriego, y otro golpe de azada.
El camino se estrecha y aparece un muro. Un muro sin puertas ni alarmas. Un simple
y desnudo muro. ¿Rodear? ¿Escalar? Escalar. Sin dilació n. Un esfuerzo. Las gaviotas baten
sus alas y cortan las mejillas. Otro esfuerzo sobre la dura llanura. Otro impulso del cuerpo
hacia lo alto y los cabellos encanecen, las venas se hinchan.
Un esfuerzo má s y el tope del muro se transforma en un lugar. Varias siluetas se
agitan en un gran patio. Dos siluetas juegan ajedrez sobre un enorme tablero.
—¿Ardilla? —dice un robot muy viejo.
—Ave te espera.
III
Hay un recinto de bó vedas pintadas con cosmos. Dos seres humanos que recuerdan
vagamente a tus padres o a mis padres, se hallan sentados con las manos en las rodillas.
—Supe que llegarías. Desde aquel día. Has envejecido. Eso es bueno.
—¿Es bueno? —replica Ardilla incrédulo.
—No abandonaste a tu amigo de felpa. Una dura prueba. Ahora tendrá s un cuerpo
nuevo. Y vivirá s en las Puertas. Los robots son muy antiguos. Incongruentes. Pero dije que
serías muy feliz.
—Te amo Ave.
—Te amo Ardilla. Tomaré un cuerpo ahora.
—¿Qué sucedió con... ellos?
Una risa de rubí y roja:
—Miran su televisor. Pero no supongas que fuiste el ú nico. El Guardiá n nos informa
todas las noches de junio.
—¿Está el guardiá n aquí?
—¡Cuá ntas cosas, Ardilla!... Puede estar aquí... Quiere estar.
—Hola, Ardilla —dice el Guardiá n con su risa.
El patio es audaz, ilimitado. Los robots tienen hondas memorias y arman calesitas
con sus manos de metal. Pero otros robots funden silicio y nacen flores de vidrio y la
memoria es nueva, de niñ o casi. Ardilla y Ave.
También hay caminos y los robots cuentan historias de cuando los hombres subían
en sus naves, sentados en las piedras.
—¿Podría suceder otra vez? —dice Ardilla apretando los puñ os.
—Todas las veces que te atrevas —responde el robot con su risa de níquel.
Algunas tardes, los amantes penetran en las calles de la ciudad. Y las cintas
transportadoras tienen otro sabor. De caramelo.
Otras tardes contemplan la barrera y el diá logo del Guardiá n con los niñ os que
inician la larga travesía. Tienen las mejillas arreboladas y un cuchillo en la nuca.
Hablan con los robots:
—¿Me dejará s pasar? Peter no quiere mirar mis dibujos. ¿Los mirará s tú ?
El Guardiá n contempla las místicas vacas desbocadas y huele el pasto fuerte y el
estiércol y la leche.
—¿Adonde vas, hijo? Es muy noche para andar lejos del hogar.
—No tengo hogar. Ellos juegan golf golf golf golf...
—De este lado de la barrera hay relá mpagos grises.
El niñ o hace una mueca, alza el brazo y produce un relá mpago negro.
—¿Vamos, Ave?
Abrimos la puerta a un espacio de planetas musicales. Construimos un hogar de
tejas blancas y alfombras gruesas. Salgo a sembrar cuando los soles se abanican y regreso y
escribo y Ave danza con los cabellos del viento.
Los corredores centrales del Puente eran amplios. Un gran nú mero de personas
caminaban sosegadamente hacia sus puestos. Griscomb caminó entre ellas, aunque
sintiéndose aparte. Había demasiadas conversaciones excitadas a su alrededor, demasiadas
risas, demasiada compañ ía en la que él no tenía parte.
El Puente Central era una gran extensió n de verde césped y congregaciones de
arbustos y jardines. Era el ú nico lugar en la nave en donde las plantas crecían en tierra
só lida y hú meda. Los niñ os corrían y jugaban ruidosamente entre los arbustos, demasiados
jó venes aú n para saber sobre su herencia destituida, alegres aú n con la brillante y
espontá nea risa y los maravillosos e interminables días de la niñ ez.
Griscomb continuó andando. Debía de volver a su oficina a cumplir su ú ltima tarea.
Aú n no, pensó . Podía esperar. Tenía tiempo, ahora. Tiempo para comportarse como un ser
humano.
Continuó marchando, a lo largo de los anchos pasillos, hacia el final, donde el Puente
Central se encontraba con el casco del Viking. Pero el Puente Central, allí, era diferente de
los otros niveles de la nave. En vez del gris metal de las gruesas paredes, parecía no haber
ninguna barrera. La pared era tan transparente como el aire y parecía tan inexistente que
casi era increíble pensar que allí hubiera algo aunque uno lo tocara para asegurarse. Uno
podía aproximarse tan cerca de la pared que casi podía creer que si daba un paso má s se
encontraría fuera de la nave, y que allí no había nada para detenerle.
La gente se agolpaba cerca de la barrera invisible. Hablaban excitadamente entre
ellos, y señ alaban. Porque allí, a dos mil kiló metros bajo la nave, la gran curva del planeta se
destacaba en la inmensa profundidad del espacio. Su extensió n era tan grande que era
imposible verlo enteramente de una sola mirada. Parecía llenar el universo.
Griscomb se apretó contra la transparente barrera. La llamará n la Colonia Viking,
pensó . Y será su colonia. Pero yo los traje aquí. Eso no me lo pueden quitar. No como mi
nave o mi estrella. Es la ú nica cosa que no me pueden quitar.
Era un buen mundo, envuelto con una buena atmó sfera, y los continentes eran
verdes y bordados de lagos azules y ríos, y de blanco con la nieve de las cumbres de las
montañ as.
Los he traído aquí, pensó . Los he traído aquí.
Se giró para marcharse. Su codo rozó una manga.
—¡Vaya, Foster! —exclamó —. Hacía tiempo que no nos veíamos.
Hacía tiempo. Noventa y cuatro añ os. Foster Simes había sido su principal asistente
cuando él estaba dirigiendo una factoría de acero en Ventura Colonia IV. Habían sido
amigos en esos lejanos días, cuando había habido tiempo para los amigos. Pero eso había
sido un siglo atrá s, y a una distancia de dieciocho añ os-luz.
El hombre —la cara de Foster no había cambiado un á pice— lo miró . Una pausa.
Luego:
—Sí. Hace tiempo. Mucho tiempo. Me alegro de verte otra vez, Capitá n.
Griscomb negó con la cabeza:
—No. Ya no soy Capitá n. La nave está en ó rbita. Mi trabajo ha terminado.
—¡Terminado! —exclamó Foster Simes—. ¡Bien! —Se rió vivamente—. Eso significa
que está s sin trabajo. —Rió un poco má s. Se detuvo cuando se dio cuenta de que Griscomb
no iba a reír.
—Terminado —repitió Griscomb.
Los dos hombres se quedaron mirando el uno al otro. Si había algo por decir,
ninguno de los dos sabía el qué.
—Bien... —Foster extendió su mano—. Ha sido un placer el verte otra vez —dijo,
apartá ndose un poco, sintiéndose cohibido—. Ha pasado mucho tiempo.
—Sí —dijo Griscomb—. Mucho tiempo.
Contempló al hombre que se retiraba.
Se dirigió a su alojamiento. Hammond Siff se irguió desgarbadamente del sofá . Su pie
rozó un cojín y lo hizo caer al suelo. Se inclinó para recogerlo.
—No te molestes —dijo Griscomb.
Siff se quedó titubeando, con el cojín colgando de su mano. Griscomb lo tomó y lo
puso en el sofá . Lo apretó entre sus manos para devolverle la forma.
Se volvió hacia su asistente.
—Nunca te ha gustado tu trabajo aquí, ¿verdad? —preguntó suavemente.
Siff dio un paso atrá s.
—Bien, no lo sé realmente, señ or... Yo... —Desplazó el peso de su cuerpo de un pie a
otro.
Griscomb lo detuvo con un gesto.
—Está bien —dijo. Sonrió —. Está bien. No respetaría a un hombre al que le gustara
este trabajo. Es una clase de trabajo...
—Oh, no, señ or —protestó Siff—. De verdad, yo...
—Está bien, Hammond —repitió Griscomb—. El trabajo ya se ha terminado.
Le ofreció su mano.
—Me alegro de haberte tenido —dijo.
Hammond Siff apretó su mano aú n titubeando.
—¿Querrá usted algo, señ or?
Griscomb lo miró con curiosidad. Negó con la cabeza.
—No. Nada má s. El trabajo ha terminado. Ya no soy Capitá n... y tú ya no eres
asistente. Puedes irte ahora, en cuanto quieras.
Hammond Siff aú n titubeó .
—Puedes marcharte de aquí en cuanto quieras —le dijo Griscomb—. Regístrate en
Destinos tan pronto como te parezca.
Siff lo contempló , frunciendo el ceñ o.
—¿Lo dice de verdad? —preguntó —. ¿Marcharme de aquí...?
—Puedes quedarte aquí, si lo prefieres —Griscomb se alzó de hombros—. No te voy
a dar ninguna orden má s. El resto de la nave está un tanto lleno. Por lo que a mí respecta,
puedes hacer lo que quieras.
—Pues, es una buena habitació n —admitió Siff—. La ú nica cosa...
Sí, pensó Griscomb. ¿Quién quiere vivir al lado de un hombre que fue el Capitá n?
—Yo me marcharé manañ a —dijo.
—Sí, señ or —Siff retrocedió hacia la puerta, como excusá ndose—. ¿Señ or?
—Sí. ¿Qué deseas?
—¿Se ha terminado? Quiero decir, ¿se ha terminado realmente?
—Sí —suspiró Griscomb—. Realmente, ha terminado.
Entonces Siff se fue.
Griscomb cambió su traje por otro que no parecía un uniforme. No había llevado
estas ropas desde hacía mucho tiempo, y le fue un tanto difícil encontrarlas puesto que no
sabía el lugar donde Siff había estado guardando sus vestidos. Pero el traje estaba limpio y
sin arrugas, y no había señ ales de todo el tiempo que había estado guardado en el cajó n. Siff
había sido un buen asistente, y Griscomb lamentó haber tenido que prescindir de él.
Una vez vestido, volvió a su oficina. Ruth estaba en su escritorio, esperando, sin
hacer nada porque no había nada que hacer.
Ahora llegaba la ú ltima parte... la tarea final. Miró alrededor de la habitació n,
extrañ amente vacía, con la sola presencia de Ruth en su mesa, observá ndolo y deseando
hacer preguntas, aunque permaneciera en un silencio pensativo.
Griscomb sonrió momentá neamente y, por un instante, pareció realmente joven. El
instante pasó .
—Ruth, ¿quiere ayudarme a limpiar mi escritorio? —preguntó —. Luego
limpiaremos el suyo.
—De acuerdo —se levantó , mirá ndolo seriamente.
Era la ú ltima tarea y la tarea era difícil. Abrir los cajones de su escritorio y separar
las cosas personales, privadas, de aquellas otras que habían formado parte de su trabajo.
Era como destrozar un pedazo de su propia vida.
No fue nada fá cil el decidir lo que había de ser del Capitá n y lo que era suyo. La carta
de Paolo Lenski, por ejemplo. Griscomb la había encontrado en su mesa la primera vez que
atravesó la puerta. La había guardado durante todos estos añ os.
Ralph:
Vas a necesitar algo más que la suerte que yo te deseo. Mucho más. Pero llevarás todo
el peso de la tarea y no puedo ni darte consejos ni avisos.
Pero si pudiera darte una regla con la que juzgar los actos de tu responsabilidad, sería
esta: que el propósito de tu nave, el Viking, es el de establecer una colonia humana en un
planeta de alguna nueva estrella y aún más, puesto que esta colonia a su vez debe ser una
avanzada a través de la galaxia, hacia otras estrellas y colonias.
Cualquier cosa que hagas a fin de cumplir este propósito estará bien. Cualquier cosa
que impida este propósito no debe ni siquiera ser considerada.
En cuanto al resto, tu juicio decidirá. Te deseo suerte y éxito en tu viaje. Pero no es tan
solo mucha suerte lo que vas a necesitar. Por ello, también te deseo sabiduría.
Paolo.
Griscomb plegó el mensaje manuscrito y lo puso otra vez en el sobre. Había sido
dirigido a él, y aú n después de todos esos añ os podía ver todavía al pequeñ o hombre rubio
dirigiéndole esas palabras. Pero el mensaje... estaba destinado al puesto que ya no ocupaba.
Griscomb lo dejó sobre la mesa, exactamente donde lo había encontrado anteriormente
hacía casi un siglo.
El Viking continuaría su viaje, algú n día. Tal vez tendría su mando otra vez. Sería
agradable volver a esta oficina y encontrar la carta esperá ndole como un viejo amigo. Sería
algo así como volver a casa. O, si algú n otro tomaba el mando del Viking en su segundo
viaje, bien, cualquiera que fuese, comprendería por qué estaba la carta allí, y los consejos
que daba eran mejores que los que él, Griscomb, podría dar.
Con sorpresa, comprobó que en la mesa de su oficina había muy pocas cosas que
pudiera llamar propias, a pesar de que la había estado ocupando durante tantos añ os.
Cuando Ruth terminó de poner las cosas otra vez en los cajones, solo quedó un pequeñ o
montó n separado.
Empezó a distribuir las cosas entre sus bolsillos. Pequeñ os recuerdos y objetos sin
importancia...
—¿Qué es lo que hará ahora? —preguntó Ruth.
El ú ltimo objeto era un pisapapeles. Griscomb lo cogió y lo sopesó en su mano.
—Qué importa —dijo, alzá ndose de hombros. Dejó caer el pisapapeles en un bolsillo.
—Por favor —persistió ella—. Ya sé que no es de mi incumbencia, pero me gustaría
saberlo.
El pisapapeles abultaba en su bolsillo. Lo extrajo y lo mantuvo en su mano, tratando
de decidir qué haría con él.
—No he pensado en eso hasta hoy —admitió —. Ahora, repentinamente, no tengo
nada que hacer.
Sopesó el pisapapeles y se decidió . Lo dejó otra vez sobre la mesa. La habitació n
estaba limpia y vacía y parecía estar igual como la primera vez que la vio, hacía noventa y
dos añ os.
—Creo que me haré cazador —murmuró —. Al menos durante un tiempo.
—Eso es peligroso, ¿verdad?
—Muchas cosas lo son —dijo con indiferencia—. He cazado antes. En mi primera
colonia, yo era un cazador.
—Pero hay tantas cosas que podría hacer —objetó ella.
—Creo de que es hora de que empiece por el principio otra vez. —Sonrió levemente
—. ¿Por qué le interesa saber esto?
Ella no respondió . A su vez, dijo:
—No necesita empezar en eso. Podría ser un granjero, o trabajar en las minas, o
conducir alguna clase de má quina. No necesitaría cazar. Cazar es... un trabajo tan solitario.
—Lo sé —admitió él, sin darle importancia. Se alzó de hombros y luego los dejó
hundir—. No he hecho muchos amigos durante el desempeñ o de este trabajo —admitió .
Ella lo miró animosamente.
—Ha hecho algunos —le dijo suavemente.
—Gracias, Ruth —dijo Griscomb, un tanto sorprendido, un tanto inseguro.
Ella apartó los ojos. Griscomb pensó que entendía sus palabras y sus miradas, pero
no se precipitó .
Ahora no es el momento, decidió á speramente. Má s tarde, cuando hubiera pasado el
tiempo, cuando el resplandor del cargo que había ejercido se hubiera desvanecido un
tanto... entonces sería el momento.
Miró alrededor de la habitació n por ú ltima vez, e inspiró profundamente.
—Vayamos a limpiar su mesa —dijo—. Terminemos de una vez.
Ella bajó los ojos. Su labio se tensó . —Sí —dijo huecamente—. Vayamos.
Título original:
THE VOYAGE WHICH IS ENDED
© 1962, Mercury Press, Inc. Published by arrangement with E. J. Carnell
Traducció n de S. Mas
la SF en el TEATRO
El teatro de SF está por hacer. Probablemente, en el momento actual, el teatro mismo
esté por rehacer, y la SF puede tener una participación decisiva en la insoslayable recreación
del teatro.
Por esto nació la idea de estas páginas especiales de N. D. dedicadas al teatro de SF;
para interesar a los aficionados al teatro en la SF, y viceversa. Y, ya antes de publicarlas,
hemos conseguido una serie de interesantes contactos de los que esperamos eficaces
resultados.
Reunidas en estas páginas van una serie de obras de teatro, inéditas unas y ya
representadas otras, que nos muestran el momento actual de la eclosión de esta forma nueva
del arte escénico. Como complemento, un clásico griego y una serie de artículos nos
demuestran que el teatro de SF ha sido y puede llegar a ser... ¿llegará?
Que por nosotros no quede.
CIENCIA FICCIÓN, DIALÉCTICA Y
TEATRO
ARTICULO
CARLO FRABETTI
«La consigna es: Ampliar el á rea de la consciencia»
(ALLEN GINSBERG)
Si bien esta acusació n es vá lida por lo que respecta a una ingente cantidad de
subproductos que se acogen bajo el epígrafe «ciencia ficció n» (de ahí la perentoria
necesidad de una labor crítica y decantadora), su arbitraria generalizació n a la SF misma
como planteamiento, enfoque, actitud mental (evito deliberadamente llamarla «género»),
es, má s que gratuita, absurda y reaccionaria.
Lo fantá stico —siempre que sea fruto de un esfuerzo intelectual serio y honrado, y
se manifieste a través de una forma de expresió n eficaz— no só lo no se opone a la realidad,
sino que, al permitirnos considerarla a la luz de sus latencias, de sus posibilidades
implícitas, o de sus alternativas, se convierte en su contrapunto crítico, en su complemento
dialéctico.
La extrapolació n —técnica habitual de la SF—, al llevar al límite determinadas
características de lo actual, adopta recursos críticos similares a los de la caricatura o la
pará bola, y pone de relieve «rasgos» de lo cotidiano que la costumbre hace pasar
desapercibidos.
La fantasía no es lo contrario de la realidad: es la realidad misma que se rebela
contra sus deformaciones —la rutina, el conformismo, la aceptació n gratuita de lo
establecido—, contra sus hijos bastardos, que pretenden encajonarla en grotescos
esquemas. Es la realidad misma que reclama su derecho —y deber— de trascendencia.
Todo lo que contribuya a emancipar al hombre de la costumbre hecha ley, todo lo
que estimule su imaginació n, lejos de «evadirlo», lo acerca a una realidad abierta, al
escenario de su realizació n, del que lo separan los férreos y sutiles mecanismos de
alienació n y opresió n de la sociedad actual.
Pues sin imaginació n, sin inquietud, no hay crítica, no hay consciencia, y la
consciencia crítica es la ú nica base vá lida para una actitud revolucionaria, en el má s
profundo sentido del término.
Es decir: al sacarnos aparentemente de lo real, lo fantá stico nos permite —por un
efecto de «distanciamiento» en el sentido brechtiano— contemplarlo con una mayor
amplitud de perspectivas y, de este modo, enriquece nuestra capacidad crítica. Si una obra
reú ne honradez y calidad, lo demá s (su valor dialéctico) vendrá dado por añ adidura. O, si se
me permite expresarme en términos de «psicología-ficció n»: «A toda evasió n
(honestamente programada y correctamente asimilada) corresponde una contraevasión de
signo contrario que reproyecta la mente sobre la realidad con renovada fuerza crítica y
amplía el á rea de la consciencia».
Resumiendo:
La SF, gracias a su intrínseca capacidad de distanciamiento crítico y planteamiento
de alternativas, es dialéctica por naturaleza, aunque la inmensa mayoría de sus
subproductos sean morralla al servicio de la alienació n.
El desconocimiento general, la falta de discriminació n entre sus diversos niveles de
calidad y sus tendencias antagó nicas, induce a muchos a subvalorarla globalmente.
Requisitos para la validez y eficacia de una obra: imaginació n, calidad y honradez,
sin concesiones.
TEATRO Y SF
Empezaré aludiendo a los má s importantes recursos críticos de la SF en general,
para considerar luego su aplicació n específica al teatro.
Transposición. Al igual que la pará bola, la alegoría o algunas manifestaciones del
teatro del absurdo, la SF puede trasladar situaciones actuales a un plano fantá stico, con el
fin de lograr una objetivació n (distanciamiento) que facilite el aná lisis crítico. Obviamente,
este recurso no es privativo de la SF, si bien la transposició n fantacientífica resulta
especialmente adecuada para enmascarar ciertos planteamientos dialécticos, que de ser
expuestos abiertamente desencadenarían las «oportunas» medidas represivas.
Extrapolación. Es ésta una técnica habitual
[3]
y específica de la SF, consistente en especular sobre las situaciones a las que
podría dar lugar la potenciació n —o supresió n, o deformació n— de algunos de los factores
(sociales, econó micos, políticos, psicoló gicos, científicos, etc.) que operan en la actualidad y
condicionan nuestro entorno.
VOZ. — Bien, Zeus, no te voy a molestar con el tipo habitual de oració n. No te voy a
pedir que me conviertas en rey o millonario. Esas cosas no deben ser nada fá ciles para ti o,
por lo menos, no pareces hacer mucho caso a las oraciones de la gente que te lo pide. Pero
hay un favor que me gustaría pedirte... uno extremadamente pequeñ o.
ZEUS (benignamente): ¿Y cuá l es? Tu oració n será atendida, especialmente si es tan
razonable como tú dices.
VOZ. — Me gustaría hacerte una pregunta muy simple.
ZEUS — Bien, eso me parece muy fá cil. Puedes hacer tantas preguntas como te
plazca.
VOZ. — Entonces presta atenció n, Zeus. Sin duda has leído a Homero y a Hesiodo.
Bien, ¿es verdad lo que dicen sobre el Destino y las Parcas... que determinan el futuro de la
vida de cada hombre y que nadie puede escapar al mismo?
ZEUS — Completamente cierto. Nadie está exento del control de las Parcas. Todo lo
que ocurre ha sido hilado en su huso y acontece de acuerdo con su designio original.
Ninguna alteració n es permitida.
VOZ. — Entonces, cuando Homero dice en alguna parte,
y toda esa clase de cosas, ¿es que solo está diciendo tonterías?
ZEUS — Ciertamente. No hay excepciones al dominio de las Parcas, ni enredos o
roturas en sus hilos. Verá s, los poetas dicen la verdad cuando está n inspirados por las
Musas, pero cuando pierden su inspiració n o tratan de componer por sí mismos, está n
expuestos a cometer errores o a contradecirse a sí mismos. Realmente no se les puede
culpar por equivocarse cuando la inspiració n divina los ha dejado. Después de todo,
solamente son humanos.
VOZ.— (en tono poco convencido): Bien, supongamos que esa es la explicació n. Pero
dime otra cosa: ¿cuá ntas Parcas hay? Son tres, ¿no es verdad? ¿Cloto, Lá quesis y Á tropos?
ZEUS — Desde luego.
VOZ. — Pues ademá s se habla mucho por ahí sobre el Destino y la Fortuna. ¿Quiénes
son exactamente y cuá nto poder tienen cada uno? ¿Igual que las Parcas, o má s? Porque la
gente siempre está diciendo que la Fortuna y el Destino son las cosas má s poderosas en el
mundo.
ZEUS. — (indulgentemente): Los pequeñ os cínicos no pueden esperar que se les diga
todo. Pero, ¿por qué lo preguntas?
VOZ. — Te lo explicaré, Zeus, cuando me hayas contestado a otra pregunta. ¿Las
Parcas te controlan también a ti? ¿Está s tú también suspendido de uno de sus hilos?
ZEUS: Obviamente, también debo estarlo.
(Se escucha una risita en el otro lado).
¿Qué tiene eso de gracioso?
VOZ. — Estaba pensando en aquel pasaje de Homero, cuando tú está s haciendo un
discurso en la Mansió n de los Dioses y amenazando con alzarlo todo con una cadena de oro.
Tú decías que dejarías caer esta cadena desde el cielo, y que si querían podían asirla todos
los otros dioses y tratar de arrastrarte hacia abajo, lo cual no conseguirían, mientras que si
tú te tomabas la molestia podías alzarlos a todos ellos,
«Con mar y tierra y todo lo que hubiera allí».
Traducció n de B. Samarbete
LLEGA LA COMPAÑÍA DE TEATRO
PANDEMÓNIUM
ARTICULO
RAY BRADBURY
Título original:
THE PANDEMONIUM THEATRE COMPANY ARRIVES
© 1965 by Tom Reamy
PRIMER ACTO
(DE FUERZA)
Mientras se cambia el decorado, suena una mú sica có smica, algo que dé idea de
estar viajando en una dimensió n no humana (Por ejemplo: «Déserts» de Edgar Varèse).
SEGUNDO ACTO
(DE AMOR)
TI. — ¡El sueñ o! ¡La Tierra suspendida en el firmamento, exactamente igual que en
mi sueñ o!... ¿O acaso he estado soñ ando hasta ahora y es en este instante cuando comienzo
a despertar?... Pero, ¿no he sido desintegrado hace unos segundos? (Se toca) Juraría que he
sentido có mo mi cuerpo empezaba a disolverse...
Se percata de la presencia del pintor. Se acerca hasta tocarlo con la punta de los
dedos. El Padre se vuelve sin hacerle mucho caso, y sigue pintando.
PADRE. — Hola.
TI. — No se ha desvanecido al tocarlo, como pensaba. Por lo visto, este ser
inverosímil que pinta en el aire es al menos tan real como yo mismo... Lo cual no es decir
gran cosa, por supuesto...
P.— (Separá ndose momentá neamente de su «cuadro», como admirá ndolo) Está
quedando bien, ¿verdad?
TI. — Pues...
P. — Me alegro de que te guste (Retrocede de nuevo y apoya una mano en el hombro
de TI, mientras con la otra gesticula) ¿Qué te parece el gradiente cromá tico que envuelve la
estructura central a modo de triple cinta de Moebius?
TI. — La verdad, yo...
P. — Sí, sí, por supuesto que es discutible la pauta de crecimiento de longitudes de
onda, pero el efecto es notablemente sugestivo, ¿no crees?
TI. — Sugestivo, sí... sin duda.
P. — (Lo mira más detenidamente) Oye, pero, ¿tú no eres el terrestre?
TI. — ¿El terrestre? ¿Yo? No lo sé (Se sienta, y el P a su lado)... Creo que fui un
terrestre alguna vez... Pero luego solo fui una mezcla de sueñ os propios y ajenos, y antes de
despertar, o de que despertara quien me estaba soñ ando, fui desintegrado... Ahora no sé lo
que soy ni có mo lo soy... Tengo la vaga sensació n de que habito un antiguo espejismo que
antañ o me llenaba de incomprensible paz... Pero sigue pintando, no me hagas caso, si es que
existes, porque ni yo mismo entiendo lo que digo.
P. — No te preocupes. Ya verá s có mo nos divertimos los dos juntos (Ríe
infantilmente) ¿Quieres pintar un poco? (Le ofrece sus pinceles). Voy a llamar a Ornol y
Eizal (Se levanta y cierra los ojos, como concentrá ndose). No me oyen, tendré que gritar. No
te asustes (Se lleva las manos a la cabeza y aprieta los ojos, concentrá ndose mucho).
VOZ DE ORNOL. — ¡Ya vamos, Padre!
Aparece Ornol en escena. Se detiene sorprendido mirando a TI.
ORNOL. — ¡Es él! ¡Corre, Eizal, ha llegado el terrestre!
Llega Eizal. Se detiene un instante y luego corre a abrazar a TI, que no sabe qué
hacer.
EIZAL. — ¡Cuá nto nos alegramos de verte! ¿Te encuentras bien?
O.— (Lo abraza a su vez) No te esperá bamos tan pronto... ¿Tan mal está n las cosas
en la Tierra?
TI. — No sé qué decir... Vuestra acogida me llena de alegría, pero también de
confusió n... ¿Dó nde estoy? ¿Quiénes sois vosotros? ¿Por qué me conocéis? ¿Có mo he
llegado hasta aquí?... Por favor amigos míos, ayudadme a comprender, antes de que me
vuelva completamente loco, si es que todo esto no es ya el efecto de mi locura.
E. — Tienes toda la razó n... Pero siéntate, hermano, estará s cansado... Los ú ltimos
días deben de haber sido muy duros para ti (Se sientan).
Mientras tanto, el P ha estado dando curiosos saltitos y palmoteando.
P.— ¡Có mo me divierto! ¡Có mo me divierto!
E.— (A TI) Voy a traerte un reconstituyente psicosomá tico, está s agotado (Se va).
O. — Intentaré contestar todas sus preguntas por orden de urgencia. Ante todo,
debes saber que estamos en un planetoide artificial puesto en ó rbita alrededor de la Tierra
y protegido por una barrera electromagnética que lo hace invisible, indetectable e
inabordable para los terrestres.
Venimos de un lejano planeta, que segú n vuestros mapas astronó micos pertenece al
sistema de la segunda estrella de la constelació n de la Virgen. Hace muchos añ os que
seguimos con interés la evolució n histó rica de tu mundo.
Llega E con un extraño vaso y se sienta junto a TI.
E. — Toma, bebe esto.
TI. — Gracias (Bebe).
E.— (Continuando la narración de O) A ti hemos estado observá ndote de una manera
especial desde hace... algú n tiempo, con métodos que sería muy difícil explicarte... Es por
eso que te hemos recibido como si ya te conociéramos.
A todo esto, el P sigue pintando en el aire o haciendo pamplinas diversas. TI deja
el vaso, E le coge la mano.
E. — ¿Te sientes mejor?
TI. — Sí, mucho mejor, gracias... Pero dime, ¿no me habían desintegrado? ¿Por qué
estoy todavía vivo? ¿Có mo he llegado hasta aquí?
E. — Es muy sencillo. Verá s: cuando un cuerpo es desintegrado, se transforma en
energía, energía que normalmente se expande en todas direcciones. Pero nosotros hemos
operado algunos cambios imperceptibles en el desintegrador terrestre destinado a las
ejecuciones, de forma que las radiaciones en que se convierte el cuerpo desintegrado sean
emitidas en bloque, segú n un sistema en cierto modo relacionado con el lá ser, hasta
nuestro receptor-convertidor, donde el ser es reintegrado a su forma corpó rea.
O. — Es decir, después de nuestra reforma, el desintegrador es en realidad un
convertidor-emisor de materia en forma de radiació n coherente.
El Padre, durante todo este tiempo, ha estado haciendo cosas desconcertantes e
infantiles, como jugar con los espectadores con una pelota «transtemporal», hacer una
pajarita de papel gigante que levanta el vuelo, etc.
P. — Me voy a dar una vueltecita por el pasado.
E. — Está bien, Padre, pero no tardes.
P baja del escenario y se pasea entre los espectadores, haciendo preguntas,
repartiendo papelitos, etc.
TI. — Qué anciano tan... sorprendente. ¿Es de verdad vuestro padre?
E. — Sí. Y ademá s es la má xima autoridad en cuestiones terrestres.
O. — Utilizando vuestra terminología jerarquizante, podríamos decir que es el jefe
de este planetoide.
TI. — ¿El jefe? ¿El que os da las ó rdenes y decide lo que hay que hacer?
E. — Nosotros preferimos llamarlo coordinador de iniciativas.
TI. — (Atónito) Pero...
E. — Y ademá s es un gran pintor tetradimensional (señala hacia el lugar donde P
había estado dando pinceladas al aire) ¿Has visto que...? ¡Oh, perdona! Había olvidado que
los terrestres solo veis una reducida gama de frecuencias lumínicas. La composició n de
Padre está toda ella ejecutada en tonos ultravioleta, al igual que la vegetació n que nos
rodea.
O. — Aunque no puedes verlo, podemos explicarte su fundamento (Se acerca a la
invisible composición y gesticula para subrayar su explicación).
Aquí hay un campo magnético artificial que el artista induce y moldea mentalmente
a su gusto, y aquí aunque tú no puedes verlo (Coge el recipiente que P había estado usando
como paleta), hay plasma concentrado de distintos colores y cargas, que el pintor
distribuye por la estructura magnética, de forma que ahora mismo aquí hay una masa
luminosa multicolor en continua transformació n parcialmente programada.
E. — Esta es una composició n muy simple, ú nicamente cromá tica, que fluctú a
levemente en la cuarta dimensió n. También se puede introducir elementos olfativos,
tá ctiles, oníricos, etc.
TI. — Asombroso... Debe de ser algo bellísimo, inconcebiblemente bello.
E. — Algú n día podrá s verlo tú también. Tenemos la esperanza de conseguir, con un
paciente entrenamiento, que se te desarrollen nuevos sentidos y facultades que ahora no
puedes ni imaginar.
TI. ¿Dices que algú n día...? (Queda un instante ensimismado)
O. — Bien, volviendo a lo de antes: cuando tus verdugos creyeron aniquilarte, lo que
en realidad hicieron fue transmitirte a este receptor, que está constantemente sintonizado
con el desintegrador-emisor.
TI. — Pero en ese caso, aunque solo fuera por un instante, he sido realmente
desintegrado.
E. — No exactamente. Desintegrar significa separar, dispersar, y sin embargo, tus
partículas elementales, si bien activadas a un nivel cuá ntico, han conservado en todo
momento su posició n relativa, su interacció n vital.
O. — Para expresarlo matemá ticamente, tu estructura material se ha transformado
en su homomorfa en el plano energético, y durante un segundo aproximadamente, ya que
este planetoide dista unos 300.000 Kms. de la Tierra, has existido, sin dejar de ser tú , en un
nivel de vibració n distinto.
P vuelve al escenario con aire decepcionado.
P.— ¡Qué aburrido es el siglo XX! Está lleno de hombres sin imaginació n que parecen
fabricados en serie, saturados de rutina e impermeables a lo insó lito... Y lo peor de todo: no
saben jugar (Volviéndose hacia el público): ¿Qué se puede esperar de un mundo que no sabe
jugar?
TI. — Todo esto es tan fantá stico que no acabo de hacerme a la idea de que no es un
sueñ o extraordinariamente vivido... Y tengo miedo de despertarme de un momento a otro
sentado en el desintegrador...
E. — Tranquilízate. Pronto te adaptará s a tu nueva vida. Te conocemos lo suficiente
para saber que tu sitio está entre nosotros.
TI. — Es un honor que sin duda no merezco... porque, decidme, ¿có mo puede hacerse
ú til un bá rbaro terrestre en vuestra avanzadísima civilizació n? ¿Cuá l va a ser mi misió n
entre vosotros?
El Padre, desde que ha vuelto al escenario, ha seguido haciendo sus pamplinas. De
pronto parece despertar de su extraña locura y adopta un aire solemne y patriarcal.
PADRE. — Puedes ser ú til de muchas maneras, hijo mío...
E.— (Sorprendida) Padre, ¿ya has vuelto?
O. — No te esperá bamos tan pronto. Nos alegramos de verte, pero no deberías
interrumpir tan bruscamente tus descansos.
P. — Sí, ya lo sé, mi logiquísimo Ornol, pero la presencia del terrestre en las
circunstancias actuales es lo suficientemente importante como para hacerme volver en mí
antes de lo programado.
TI. — Pero usted...
P. — No, hijo, no estoy loco, aunque es muy comprensible que te lo haya parecido...
Y, por favor, no me des ese tratamiento que los terrestres utilizan cuando se sienten o
quieren sentirse lejos de alguien... Ven, hijo, siéntate a mi lado (Se sientan).
E. — (A TI) Padre, por la gran responsabilidad de su tarea, está sometido a una
tensió n intelectual y emocional enorme, y de vez en cuando necesita un descanso integral...
O. — Entonces proyecta su ego adulto fuera de sí mismo, y su substrato infantil, su
emotividad primaria reprimida, se libera sin trabas y así se descargan las tensiones
psíquicas.
P. — La cordura es algo agotador, hijo mío, y a veces hasta peligroso. No se puede
abusar de ella. Se han producido muchas catá strofes por un exceso de cordura.
TI. — Pensá ndolo bien, en la Tierra existen ciertas prá cticas orientales muy
semejantes.
P. — Hay un viejo proverbio arturiano que dice: «Todo fenó meno propio de una raza
antropoide tiene su homó logo en las demá s, ya sea desarrollado, potencial o atró fico».
Pero volvamos a lo de antes. La mejor y má s importante manera de ser ú til es la de
ser feliz a nuestro lado. Nosotros, ya te habrá s dado cuenta, podemos comunicarnos
telepá ticamente, y tú con el tiempo aprenderá s a hacerlo. Toda nuestra raza vive en un
constante estado de empatía. Es como si los flujos emocionales de todos nosotros crearan
una especie de atmó sfera, un clima...
O. — ...un continuum psíquico...
P. — ...que nos envuelve, acompañ a y fortifica a todos nosotros.
E. — Somos como células sumergidas en un protoplasma comú n que se enriquece
con cada una de nuestras alegrías, con cada uno de nuestros sueñ os, y del que todos
bebemos hasta saciamos sin agotarlo jamá s.
Cuando despierten sus facultades mentales aletargadas, será como si oyeras en tu
interior una mú sica dulcísima hecha de sonidos y colores, de aromas y caricias y mil cosas
má s que ahora no puedes entender.
P. — Cuando seas activamente uno de los nuestros, nuestro potencial psíquico
aumentará , no só lo cuantitativa, sino también cualitativamente, ya que por ser de una raza
distinta hay en tu psique matices nuevos para nosotros...
O. — ...Si bien nuestras estructuras mentales son del todo semejantes, mejor dicho,
homotéticas.
E. — Será como introducir un nuevo instrumento en una gran orquesta.
O. — Una nueva variable en la funció n empá tica envolvente.
P. — Y ademá s, hay mil maneras en que puedes ser ú til. Pero, por supuesto, eres un
miembro de la confederació n galá ctica con los mismos derechos que cualquier otro, y eres
por tanto completamente libre de elegir tu suerte y tus actividades. Puedes ir adonde
quieras y cuando quieras, y solicitar nuestra ayuda siempre que la necesites.
TI. — (Como reaccionando a una clave hipnótica) Miembro de la confederació n
galá ctica... Juraría que he oído esas mismas palabras otra vez... Estoy seguro... Y esta
imagen... ¡Esta imagen de la Tierra suspendida en la noche la he visto otra vez, tan
nítidamente como la veo ahora!
P. — Es un fenó meno comprensible, hijo mío. Ten en cuenta que hemos estado
observá ndote muy directamente, y aunque tú no eres telépata en acto, puedes haber
captado subliminalmente algunas de nuestras imá genes mentales má s frecuentes, y ahora,
al verlas u oírlas en persona, te resultan familiares.
O. — Podríamos decir que es una consecuencia del principio de Heisenberg
trasladado al plano de la observació n psicoló gica.
TI. — Entiendo... Eso explicaría por qué a veces he tenido la sensació n de evocar
recuerdos ajenos, de soñ ar sueñ os de otro...
E llama a O aparte. P y TI siguen hablando, pero no se les oye.
E. — ¿Por qué no le decimos de una vez toda la verdad? No es justo jugar así con él.
O. — Comprendo lo que sientes, Eizal, pero no podemos hacer otra cosa... Todavía no
está maduro para saberlo todo... ¿Quieres convertirlo en un desequilibrado? La mente de
los terrestres es frá gil como las flores de hielo marcianas, Eizal, hay que manejarla con
sumo cuidado. Cuando esté maduro para ello, él mismo abrirá todas las puertas de su
memoria y sabrá la verdad completa.
E.— (Llorosa) Perdó name, Ornol, pero es tan angustiosa esta espera... ¿Cuá ndo
acabará este horrible ciclo de persecuciones y condenas? Tal vez, si se lo dijéramos todo, se
quedaría a nuestro lado definitivamente.
O. — No, Eizal, só lo serviría para trastornarlo. Hay que dejar que llegue hasta el final
a su manera y a su ritmo.
E. — Es insoportable...
O. — Cá lmate, Eizal. Sé que todo este asunto de la Tierra es muy desagradable,
especialmente para ti. Pero de una forma u otra acabará pronto. Nuestros extrapoladores
socioló gicos aseguran que el punto crítico está ya muy pró ximo. Ahora debes descansar un
rato. ¿Quieres que te hipnotice?
E afirma con la cabeza. Es hipnotizada, se tumba y queda inmóvil. O se dirige
hacia P y TI, cuyas voces empiezan a oírse de nuevo.
P.— ... Es por eso que hay que tomar todo tipo de medidas para evitar que una raza
hostil ponga en peligro la paz secular de la confederació n.
TI. — Por supuesto... Pero no comprendo por qué tenéis miedo de la Tierra... Su
civilizació n es casi prehistó rica en comparació n con la vuestra.
P. — Tu raza avanza muy deprisa, hijo, demasiado deprisa y en una sola terrible
direcció n. Nosotros no somos guerreros ni estamos preparados para la guerra. En las
circunstancias actuales podríamos aniquilar a los terrestres con só lo mover un dedo, por
supuesto... Pero dentro de unos añ os ya no será así. La Tierra ya tiene bases en la Luna y
Marte, y sus armas son cada vez má s perfectas y terribles. Si en un futuro no demasiado
lejano decidieran enfrentarse con la confederació n...
O. — Suponiendo que antes no se destruyan entre sí, naturalmente.
P. — ...serían derrotados, desde luego, pero no sin pérdidas por nuestra parte.
O. — Comprenderá s que no podemos permitir que esto ocurra.
P. — No só lo por evitar los perjuicios directos que a nosotros nos reportaría una
guerra, sino también, y principalmente, porque no queremos llegar al extremo de vernos
obligados a matar a nuestros semejantes.
TI. — ¿Puedo preguntaros qué pensá is hacer, llegado el momento?
P. — El momento ha llegado ya, hijo mío dentro de unos añ os, como muy tarde,
bombardearemos la Tierra con una radiació n esterilizadora, de forma que a partir de
entonces no será concebido ningú n nuevo ser humano. Es la ú nica forma incruenta de
truncar el catastró fico proceso iniciado por tu raza.
TI. — ¿Esterilizar a toda la humanidad? ¡Y a eso lo llamá is incruento! No es posible...
No es posible que seres justos y bondadosos como vosotros puedan exterminar así a todo
un planeta... ¡Es un monstruoso genocidio!
O. — «Geocidio», en todo caso, ya que lo que se elimina es la Tierra misma como
continuidad bioló gica y racional, pero sin hacer dañ o a un solo hombre.
TI. — ¿No es hacer dañ o a un hombre privarle del derecho de tener hijos?
P. — Ese derecho lo han perdido desde el momento que no han sabido crear un
mundo libre y justo para sus descendientes.
¿Hay derecho a engendrar hijos para la mentira y la opresió n, para la guerra y el
odio?
TI. — (Desesperado) Tiene que haber otra solució n... Tenéis que darle a la Tierra otra
oportunidad.
P. — ¿Otra oportunidad, has dicho? Cada nueva generació n es una nueva
oportunidad, hijo mío. ¿Cuá ntas generaciones han pasado desde que el hombre aprendió a
organizarse socialmente en estados jerá rquicos y poderosos? ¿Cuá ntas oportunidades han
sido desperdiciadas desde que existen las grandes civilizaciones de la humanidad?
TI. — (Sentado con la cabeza gacha) No, no...
P.— (Se sienta junto a TI y apoya la mano sobre su cabeza) Escucha. Déjame que te
cuente una historia que ya conoces. Hace casi tres mil añ os, existió en la Tierra una ciudad
tan depravada y abyecta que sus habitantes no dudaban en acudir al atropello o al crimen
para satisfacer sus aberradas pasiones.
TI. — ¡Ayú dame Eizal, dime que todo esto es una pesadilla!
E.— (Se sienta junto a TI y lo abraza) Pobre querido terrestre, descarga sobre mí tu
gran dolor, déjame que te ayude a soportarlo.
E y TI quedan abrazados, inmóviles y silenciosos. P se dirige al público y O
permanece ligeramente detrás de él.
P.— (Al público) Hay cosas que, o bien resultan obvias, o bien son dificilísimas de
comprender. Por ejemplo, que un á tomo de lo existente pesa má s que mil mundos utó picos,
que un solo hombre vivo es má s importante que un proyecto de humanidad.
Con demasiada frecuencia se habla del futuro como si ya existiera, conservado en un
inmenso almacén, y nosotros no tuviéramos má s que ir desembalá ndolo día a día. Con
demasiada frecuencia se habla de las futuras generaciones como si ya estuvieran haciendo
cola a la puerta de la existencia.
En la confederació n tenemos una regla fundamental, que puede resultar obvia o
dificilísima de comprender: «No se puede pesar en la misma balanza seres reales y
fantasmas».
De pronto, TI se incorpora resuelto.
TI. — ¡No lo permitiré!
O y P lo miran asombrados. E permanece inmóvil, con la cabeza gacha.
TI. — No puedo permitirlo. Perdonadme, hermanos, no veá is en mí a un enemigo,
pero no puedo permitir que exterminéis mi raza sin antes intentar redimirla de algú n
modo.
P. — ¿Qué piensas hacer para evitarlo?
TI. — Habéis dicho que soy un miembro de la confederació n galá ctica, ¿no es así?
P. — Así es. Con los mismos derechos que cualquier otro.
TI. — Y puedo ir libremente adonde quiera y cuando quiera.
P. — Por supuesto.
TI — Pues bien: quiero volver a la Tierra ahora mismo. Si emitís las radiaciones
esterilizadoras, dañ aréis directamente a un ciudadano de la confederació n. Mejor dicho, a
dos, puesto que hace unos instantes Eizal me ha aceptado por compañ ero.
O. — ¿Habéis establecido comunicació n telepá tica plena?
E. — Sí, y nuestras mentes se han fundido ya en una sola.
P. — (Tras unos segundos de silencio) Está bien. Como te habíamos dicho, eres
perfectamente libre de volver a la Tierra, y debo admitir que ello nos obliga a reconsiderar
nuestros planes y, cuando menos, a retrasar el proyecto de esterilizació n. Has conseguido
esa nueva oportunidad de la que hablabas, y te deseamos de todo corazó n que puedas y
sepas aprovecharla.
TI.— (Se acerca a P y toma sus manos) Gracias, Padre. Lo haré. Debe de haber alguna
forma... Reuniré a los que todavía no han sucumbido del todo al sistema, e iremos liberando
a otros poco a poco. Será duro, pero lo conseguiremos. Con las facultades mentales que
gracias a Eizal y a vosotros acabo de adquirir, y que siento crecer momento a momento en
mi interior, todo será má s fá cil. Nacerá n hombres nuevos, capaces de construir un mundo
nuevo sin odiar el antiguo. Y un día la Tierra será digna de formar parte de la confederació n
galá ctica.
P. — (Lo abraza) Nuestra inteligencia y nuestro amor te acompañ an siempre, hijo
mío.
O.— (Lo abraza) Te deseamos suerte, hermano.
E y TI se abrazan. No hablan pues no lo necesitan. Primero se miran a los ojos
cogidos de las manos, luego se vuelven hacia la Tierra. P y O se dirigen al público.
O.— (Señalándolos) Dijo una vez un humano, famoso por haber escrito la historia de
un pequeñ o príncipe extraterrestre, que amor no es mirarse a los ojos, sino mirar en la
misma direcció n... Si bien en este caso la direcció n en la que miran es un tanto...
inquietante.
P. — Ya no necesitan hablarse: sus mentes se han fusionado del mismo modo que
dos acordes, sin perder su individualidad, se funden en un nuevo sonido.
O. — Podríamos decir que (Titubea)... No, no hay un símil científico que exprese
satisfactoriamente la fusió n de dos psiques. En estos casos no hay má s remedio que acudir
a la poesía.
TI entra en el transmisor de materia. E permanece frente a la cabina,
despidiéndolo mentalmente.
P. — Ahora vuelve a la Tierra lleno de entusiasmo, a emprender la difícil tarea de la
redenció n.
O. — La arriesgada tarea de la redenció n de un mundo al que nunca le ha gustado
que intentaran redimirlo y que nunca ha perdonado a sus redentores.
P. — Pero mientras haya un solo hombre como él, habrá una esperanza para la
humanidad.
O. — É l no lo sabe, pero ha estado aquí otras once veces.
P. — Y siempre ha decidido volver a luchar contra sus semejantes para salvarlos.
E.— (Juntándose a P y O) Hace má s de cien añ os que lo trajimos por primera vez,
sacá ndolo de la cá rcel donde yacía condenado a cadena perpetua.
Naturalmente, hemos introducido mejoras en su organismo, y se conserva muy
joven para su edad.
P. — É l no lo sabe porque las veces anteriores, el viaje de vuelta por transmisió n
material...
O.— ...debido a que en la Tierra lo rematerializamos un tanto bruscamente,
aprovechando como condensador el somier de su cama previamente trucado...
P. —... le producía un shock amnésico, y só lo recordaba imá genes aisladas de sus
estancias entre nosotros.
O. — Lo cual, a fin de cuentas, era ventajoso para su equilibrio psíquico.
E. — É l solo descubrirá toda la verdad a medida que se amplíe el á rea de su
conciencia.
P. — Así absorberá de una forma natural y eficaz los contenidos de sus doce
existencias, sin peligro de sufrir ningú n trastorno.
E. — Ahora sus facultades para-normales, estimuladas por la fuerza de nuestro
amor, y de mi amor, se desarrollará n día a día hasta alcanzar nuestro nivel.
O. — Podríamos decir que es un mutante por inducció n (Mira hacia E)... digamos...
eró tico-sentimental.
P. — El primer caso terrestre. A pesar de nuestros anteriores intentos, nunca lo
habíamos logrado.
E. — Pensá bamos que nos llevaría otro siglo hacerlo despertar.
P. — Es posible que ahora él, a su vez, induzca el desarrollo parapsíquico de algunos
de sus semejantes...
E. — Y puede que, después de todo, no haga falta esterilizar a la humanidad.
P. — (Serio y mirando fijamente al pú blico, como aludiendo directamente a los
espectadores) Pero, de ser necesario, es decir, si todo sigue igual, lo haremos.
O. — Suponiendo que antes no se autodestruyan, claro.
P. — Lo cual es bastante probable.
E. — (Al público) ¿Sabéis una cosa? Vosotros podríais evitar esta desagradable
situació n.
O. — Es cierto. Vosotros, los abú licos y conformistas terrestres del siglo XX, habéis
contribuido en gran medida a la potenciació n de los factores cuya extrapolació n histó rica
inmediata sitú a a la humanidad en un difícilmente evitable punto final de aniquilació n.
E. — ¿No os da vergü enza? ¿Qué habéis hecho con las alternativas?
(Facultativo: E y O bajan del escenario y se pasean un rato entre los espectadores,
riñéndolos, haciéndoles preguntas y tal).
P. — No perdá is el tiempo. Los terrestres nunca se dan por aludidos.
E. — Es verdad. ¡Mira que cara ponen de no haber roto un plato en su vida!
P. — En la Tierra, la culpa siempre es ajena. Es la ú nica de sus pertenencias que un
terrestre reparte generosamente entre los demá s sin guardar nada para sí mismo.
O. — Así son de desprendidos.
P.— (A E y O) Hijos míos, declaro el día festivo. Creo que necesitamos unas breves
vacaciones abreactivas de veinticuatro horas.
E.— ¿Y el mensaje?
P.— ¡Ah, claro! (Se vuelve al público. Enigmático): Vamos a deciros un secreto, pero
tenéis que prometernos... que se lo contaréis a todo el mundo...
LOS TRES A CORO.— Alguien os está tomando el pelo...
EPÍLOGO INVEROSÍMIL
(Iniciar diálogos del tipo de): ¿Está s contento con la vida que llevas, hijo mío? ¿No
tienes la impresió n de ser un autó mata cuya actuació n ha sido programada desde fuera?
¡Vigila tus circuitos individuales; cuidado con las interferencias! etc.
(Dar consejos tales como): Sé crítico, hijo mío, te va en ello la vida... ¡y el futuro de la
humanidad! etc.
Padre lleva un cubo al que llama «pozo de la sabiduría», del que saca unos caramelos,
que en realidad son panfletos con máximas morales envueltos en papel de celofán, y los
distribuye entre el público.
Durante el sueño hipnótico de Eizal, se podría proyectar sobre ella una serie de
secuencias cinematográ ficas que aludieran a su desahogo psíquico. Variante: Ella, en vez de
permanecer inmó vil, podría ejecutar una danza onírica, «incorporá ndose» a la proyecció n,
o bien adoptar sucesivamente diversas posturas de Yoga.
Las conversaciones telepáticas entre Eizal y TI, y de los extraterrestres entre sí,
pueden ser grabadas en cinta magnetofó nica y ser reproducidas en su momento, para dar
idea de comunicació n paranormal.
A la hora de la puesta en escena, hay que tener en cuenta que gran parte de la fuerza
de la obra reside en la aportació n de efectos de este tipo.
CARLO FRABETTI
A propósito de “Sodomáquina”
«Sodomá quina» fue pensada y realizada como un experimento inicial, sin má s
pretensiones que la de sentar un precedente.
Para mí, la ciencia ficció n es fundamentalmente un instrumento dialéctico, una
aproximació n crítica a lo fantá stico concebido como extrapolació n, proyecció n o alternativa
de lo real.
Con esta obra he pretendido dar —y hacerme— una idea de las posibilidades de
utilizació n escénica de la capacidad de distanciamiento y ampliació n de perspectivas
propia de la ciencia ficció n.
Es, como digo, una obra sin pretensiones, obvia y elemental (que no es lo mismo que
superficial) en su planteamiento crítico, al estilo —salvando las distancias— del teatro
didá ctico de Brecht.
En el primer acto, la extrapolació n formal es mínima: una leve distorsió n
caricaturesca de situaciones y métodos tristemente cotidianos. Es en lo conceptual donde la
caricatura se lleva a la exageració n (de ahí el subtítulo «extrapolació n hiperbó lica»), a un
límite discutible como previsió n histó rica pero vá lido, a mi entender, como metá fora. Creo
que no hace falta especificar que este primer acto ha sido pensado como revulsivo.
El segundo acto es poco teatral: cae constantemente en lo discursivo y a veces en lo
literario, en parte porque pretende crear una impresió n de está tica serenidad como
contrapunto de la frenética violencia del primero, en parte porque lo escribí pensando má s
en la posibilidad de montar una lectura ilustrada con diapositivas que una representació n
propiamente dicha (y en parte porque no me ha salido mejor, todo hay que decirlo).
La tesis central de la obra me parece obvia y puede resumirse así: Este mundo es
repugnante, pero vale la pena luchar por redimirlo, y cada hombre puede y debe hacerlo.
(«Mientras un solo hombre ame la libertad, habrá esperanza para todos los hombres.»)
Las posibilidades redentoras del protagonista son extraordinariamente potenciadas
por las circunstancias, igual que una insignificante semilla en determinadas condiciones se
convierte en un á rbol.
Con esta especie de pará frasis có smica de la pará bola del grano de mostaza
pretendo rebatir a los que se lavan las manos diciendo: «Yo no puedo arreglar el mundo».
Pero también he querido expresar otra idea menos evidente:
Hay dos formas antagó nicas de mirar al cielo: con el miedo atá vico a lo desconocido,
con la xenofobia ancestral característica del ser humano (de ahí la proliferació n de
historias sobre siniestros monstruos invasores), o con alienadora esperanza (lluvias de
maná , dioses y á ngeles redentores que todo lo arreglan...). Yo creo, en contra de ambas
actitudes, que lo má s probable es que en el espacio só lo encontremos lo que vayamos a
buscar, lo que llevemos en nosotros: muerte o amor, segú n sea nuestra elecció n.
CARLO FRABETTI
UNO. — ¡Ahh!
CORO. — ¿Quién?
¿Dó nde?
¿Qué?
UNO. — ¡Ahí está !
CORO. — ¿Le has visto?
UNO. — ¡Sí!
CORO. — ¿Có mo es?
¿Dó nde está ?
¡Descríbelo!
UNO. — ¡No puedo!
CORO. — ¡Sé fuerte!
¡Inténtalo!
¡Supera tu miedo!
¡Domina tu asco!
¡Descríbelo!
UNO. — ¡No puedo!
CORO. — ¿Tienes miedo?
UNO. — ¡Sí!
CORO. — ¡Te protegeremos!
¡Descríbelo!
UNO. — Es... algo difícil de explicar... despide una luz verdosa que sale de su baba
AMARILLA que se desprende a borbotones de su piel AZUL, llena de escamas, una piel que
cae como cosa muerta por entre sus tentá culos, sus cinco tentá culos ROJIZOS rematados
por una fila de garras NEGRAS y dentadas que azotan torpemente el aire al andar con su
paso cansino, pesado, arrastrando su vientre PARDUZCO, flá ccido, verrugoso y jadeante por
la ciénaga que él se complace en remover con los largos cabellos CENICIENTOS que
coronan su enorme cabeza PÚ RPURA en la que un ú nico ojo, inyectado en ROJA sangre y
con la mirada lujuriosa, derrama un limo COBRIZO y viscoso que se mezcla con la baba
AMARILLA de su piel AZUL mientras el pozo NEGRO de su boca con labios olivá ceos y
dientes OPALESCENTES, á vidos de sangre, parece sonreir en una mueca horrorosa. ¡No
puedo má s!
TRES OBRAS DE... ¿CIENCIA FICCIÓN?
ARTICULO
EXPERIENCIA 70
En esta obra se hizo patente la deformació n que ha ido sufriendo, a lo largo de los
añ os posteriores a su aparició n, el grupo Cá taro; creado con unos principios de igualdad y
ausencia de divismos. Se destacó esto, pues era claro que la representació n estaba centrada
en la actuació n de unas estrellas que empequeñ ecían a sus compañ eros, postergá ndolos a
un segundo plano.
No obstante, debe reconocerse el empeñ o con que se enfrentaron la mayor parte de
los componentes del grupo Cá taro a las dificultades de la puesta en escena de
EXPERIENCIA 70. El espíritu inicial del Cá taro sigue, pues, siendo vá lido, pues fueron estos
actores postergados, y no los divos, los que le dieron a la obra la escasa valía que tuvo.
Temá ticamente, la obra pecaba en su conjunto, de un fá cil efectismo, de un falso
vanguardismo, confusió n y una
bú squeda de inspiració n en todas
las fuentes imaginables, hasta el
punto de que los textos inspiradores
fueron trasladados al libreto sin
demasiadas alteraciones.
Tras haber prometido
demasiado, la obra no logró cumplir sus
promesas.
TOT ENLAIRE (Todo arriba)
Presentada en el mismo escenario, pocos días después del fiasco del Cá taro, TOT
ENLAIRE era en palabras de su autor Jaume Picas: «Una comedia que quiere hacer reír, y
demostrar que el teatro catalá n puede ser un hecho vivo».
La primera de las afirmaciones fue conseguida para buena parte del pú blico que reía
ante los chistes, algunos muy al día, del libreto. Pero la segunda afirmació n quedaba un
tanto mal servida por la obra, que no tenía nada de esa inyecció n vitamínica que necesitaría
nuestro teatro verná culo, para levantar cabeza.
Temá ticamente, esta era, de las tres obras comentadas, la menos inserta en el campo
de la SF, ya que má s bien era un pastiche de costumbrismos muy «a la page» y golpes
efectistas sacados de las series có micas de agentes secretos de la TV.
Teatralmente, la obra se representó dentro de unos cá nones del tipo má s
tradicional, lo que no daba demasiada autenticidad a un ambiente de SF.
Presentada, días después de las anteriores, en el mismo marco. Esta obra era la de
má s ambiciosa intenció n de las aquí citadas, pues a través del para nosotros tó pico tema de
la nave-arca, en la que los descendientes de los primitivos tripulantes han perdido toda
noció n del lugar en que se hallan, pretendía lograr una crítica de las sociedades que utilizan
la religió n para mantener, con promesas de un má s allá , una opresiva diferenciació n
clasista.
Por desgracia, la trascendencia quedaba diluida en una serie de situaciones
estereotipadas y era mal servida por una muy pobre actuació n del reparto que necesitaba
de una constante actuació n del traspunte, que casi tenía una intervenció n física en algunas
de las escenas. Esto restaba efectividad al mejor de los tres intentos.
Por lo anteriormente comentado, se podría resumir la «pequeñ a temporada de
teatro de SF» que las circunstancias nos han dado en los pasados días, con la afirmació n de
que los autores que se han dedicado a este género en su vertiente teatral tan solo se han
quedado en la antesala de la SF, no atreviéndose a introducirse en su interior, siguiendo
con ello el error de tantos críticos de la misma, que al enjuiciarla lo hacen solo por sus
aspectos externos sin contemplar su interior.
Esa es, habitualmente, la trampa en que se hallan todas las vanguardias culturales
cuando comienzan a incidir en el á mbito cultural, siendo asimiladas tan solo de una forma
cortical, y es necesario de un tiempo de asentamiento para que sean apreciadas en toda su
profundidad.
Hasta el momento, por lo que hemos visto, los autores de teatro que se han
interesado por la SF tan solo la han utilizado de un modo «folklorista». Esperemos que una
mayor colaboració n entre profesionales del teatro y de la SF nos dé verdaderas obras de
teatro de SF que enriquezcan tanto al arte escénico como a este nuestro vehículo cultural,
que es el que má s nos interesa.
EXPERIENCIA 70
TOT ENLAIRE
LA ÑAU
Nuestro programa admite otra solución posible, quizás más actual y quizás
comparable con la anterior en cierto aspecto. Se puede escoger. Para construirla solo es
necesario volver al folio anterior, a la frase —todos se asustan—. Prosigamos.
Todos se asustan. Me llegan las fuerzas que me abandonaban, cuando entra en la
sala el Poder en sus enormes zancos.
PODER. — Nuestros sistemas de investigació n está n intentando localizar al autor de
semejante broma.
Nos desconecta.
PODER. — ¡Basta!
...Y LAS RANAS PIDIERON UN DIOS
MIGUEL COBALEDA
En el seno del orden nuevo, en el que los viejos dioses se lamen las heridas y
caminan la mazmorra de la Computadora Providente, vi, hermanos, los cauces recién
inaugurados de la nueva redención.
Ya era organigrama lo que fuera creación, tonta rapidez lo que milagro, bit lo
que sermón, ficha perforada lo que otrora llamárase parábola, «no tengo datos
suficientes» lo que «niños venid a mí», «comenzad el proceso» lo que «levántate
muchacha», filamento incandescente lo que fuera antes talentos, tubo de catódicos lo
que fuera celemín.
Y os digo que aulló de golpe, con su voz de sirena de asfalto y clamó así, allá en el
olimpo de faunos electrónicos.
Cabezas, cabezas, cabezas, doradas cabezas que bullen y salen, que corren y
vuelven, que entran y marchan, que llegan, se sientan y beben, se levantan, lamen,
escupen, callan, aclaman, cabezas, cabezas, cabezas, revueltas cabezas que corren y
paran, cabezas rabudas, cornudas, aladas.
COMPUTADORA. — Cuando estemos todos juntos, juntos al fin, y seamos los huéspedes
ú nicos del convite ú nico, y estemos repartiendo los manjares, o después de saciar el apetito
estemos en la larga y amena sobremesa, entonces nos daremos cuenta de como en la unió n
hemos sido capaces de inventar un sistema.
CABEZAS DORADAS. —
TODOELACONTECERQUEDESUSADAMENTEELABORAENFAVORDEUNACALIDADQUELOG
REALCANZARALOSESTRATOSSUPERIORESDEUNNIVELSOSTENIDOENLOSFUNDAMENTOS
YRAICESDETODANOCIONQUESEPRECIEDEELEGIRLOSFACTORESQUEINTERVIENEDENTR
ODEUNESQUEMAPRECISO.
CABEZAS DORADAS. —
CONSIGUEDENTRODELOSORDENESANTEDICHOSYANTEDICHAMENTEESTRUCTURADOSU
NPRODUCTONOTABLEMENTEINCOATIVOENCUANTOALACUALIDADPRECISAPARAELDES
ARROLLOQUESELOGRAESTABLECERENLARELACIONCONUNACONTRAPARTIDACOHEREN
TEDELPROBLEMA.
COMPUTADORA. — De aquella antigua simpleza que nos caracterizaba hemos llegado a
esta situació n privilegiada, y ahora podemos suprimir los viejos miedos por nuevas
seguridades, las pasadas heridas por potentes horizontes abiertos, las patrañ as con que
fuimos criados por visiones tan distintas y sorprendentes que nosotros mismos no seremos
capaces de saber cuá n felices somos en realidad.
Cabezas, cabezas, cabezas, doradas cabezas que se acercan sin miedo, que suben y
bajan, que ríen, que ríen, que ríen y claman, cabezas revueltas y locas que no temen
nada, que llegan y miran, que tocan y palpan, se ahogan, se pasman, se asombran, se
apagan. Dormidas cabezas, beodas cabezas, desguarnecidas cabezas que por medio de
los poderosos motores de absorción va trasegando hasta su inmensa compuerta
estomacal la olímpica y cefalófaga computadora divina.
COMPUTADORA. — Este es el sentido verdadero, hermanos míos, ésta es la verdadera
realidad. Así está is preparados, aptos para el reino. Con vuestro antiguo sabor a podrido, a
estiércol, a escama mohosa, no podíais congregaros ante las puertas, pero mi bilis sagrada
os purifica por dentro y por fuera, y de este modo resucitá is para luego.
Cabezas, cabezas, cabezas, doradas cabezas, secos huesos de doradas cabezas,
cráneos de cabezas, pelados y negros, ved cómo os contempla desde su sala tronante
vuestra diosa y señora. Atended desde su estómago e interrogaros qué se hizo de vuestra
historia cuando caminéis por las volutas de su hediondo intestino hasta el silente defecar
en los vacíos.
COMPLEMENTO: UN HOMBRE
(Fá bula didá ctica en dos actos y un epílogo)
PERSONAJES
COCINERO
COMANDANTE
PRIMER PILOTO
SEGUNDO PILOTO
NAVEGANTE
INGENIERO
SALVAJE JEFE DE PARTIDA
SALVAJES SURTIDOS
SALVAJE JEFE DE POBLADO
COMPUTADORA
ACTO PRIMERO
Decorado de cartón piedra mostrando lugares distintos de una nave espacial. Uno
de ellos contiene la cocina y un pequeño camarote adjunto, el otro es la sala principal, el
tercero es una estructura en donde se hallan los distintos mandos.
Aparece el Cocinero. Es un hombre de belleza singular, de rasgos feminizados. En
la manera de moverse y en sus gestos hay cierta coquetería de mujer.
COCINERO. — Tendré que apresurarme para tener la comida a tiempo. (Cruza la sala
principal y se dirige hacia la cocina) No obstante, estoy satisfecho, a pesar de que el atender
a todos los deseos y necesidades de una tripulació n de cinco mujeres me represente pasar
unos días y unas noches muy atareados. (Conecta un aparato cuya pantalla se ilumina con
las imágenes sucesivas de posibles menús) Veamos que ofrece hoy el programador del
dispensador automá tico de alimentos... el mejor es el segundo, no cabe duda. (Coge del
armario la vajilla que necesita para servir la mesa de la sala principal) Por lo menos la
Navegante no podrá quejarse de la selecció n de Control Tierra. De todos los candidatos
preseleccionados, yo era el mejor que podían escoger para una misió n tan delicada... claro
que me lo merecía; al fin y al cabo, era el má s masculino de todos. (Suena el timbre del
dispensador automático. Va rápidamente hacia el aparato, en el que humean las raciones del
menú programado. Se dirige hacia el intercomunicador de la nave) ¡Atenció n, la comida está
servida!
Entran las cinco tripulantes y se sientan alrededor de la mesa de la sala principal;
son mujeres masculinizadas. Se sientan alrededor de la mesa, bromeando entre ellas
SEGUNDO PILOTO. — (Dándole un codazo de complicidad a la Navegante) ¿Qué tal? ¿Te
lo has pasado bien con el muñ eco?
NAVEGANTE. — ¡Psé! No lo hace mal del todo. Pero no tiene la clase del chico que me
asignaron en el ú ltimo permiso. ¡Tendrías que haberlo conocido: un morenazo meridional
incansable! Al regreso, voy a intentar que me lo vuelvan a asignar.
INGENIERO. — (Con aire experimentado) Dejaos de tonterías. En materia de hombres,
lo mejor son los nó rdicos.
COMANDANTE. — Calma, muchachas. Dejad esas expansiones para la noche. Guardad
ahora las energías y no las malgastéis en discusiones, que bien las necesitaréis luego para la
exploració n, en cuanto aterricemos.
El cocinero, que ha ido sirviendo la mesa, queda, al terminar, mirando con ojos
arrobados a la Primer Piloto. Al oír las últimas palabras de la Comandante, despierta de
su ensueño.
COCINERO. — (Inclinándose hacia la Primer Piloto) ¿Y falta mucho para ese aterrizaje?
Se produce un corto silencio. Atmósfera de tensión. Los ojos de las mujeres
expresan sorpresa.
COMANDANTE. — (En tono más recriminatorio que interrogativo) ¿Acaso he oído algo?
El cocinero, azarado, se retira a un rincón. Sigue el embarazado silencio entre las
mujeres sentadas alrededor de la mesa.
PRIMER PILOTO (Buscando romper ese silencio) Espero que esta misió n no nos traiga
problemas. Aun me acuerdo de las dificultades que tuvimos en la ú ltima. Aquellos
reptiloides de Altair VII realmente eran poco sociables.
INGENIERO. — (En tono de chanza) Lo que no justificaba que te los cargases a tiro de
desintegrador.
PRIMER PILOTO. — ¡Claro!, ya me gustaría verte a ti frente a una horda de bichos con
malas intenciones... para ver si te detendrías a parlamentar.
INGENIERO. — Siempre he creído en la superioridad de la negociació n sobre la
violencia.
SEGUNDO PILOTO. — (Jocosa) ¡Escuchad, propongo que en el pró ximo planeta se envíe
a la Ingeniero, armada solo con un megá fono, de exploració n.
INGENIERO. — (Indignada) Oye, niñ a, cuando tú estabas aú n flotando en la solució n
nutritiva de la probeta en que te hicieron, yo ya me había hartado de desarmar motores de
astronaves por entre las estrellas. Se má s de los planetas de lo que tú ...
COMANDANTE. — (Atajando) Me parece que está is llevando las bromas demasiado
lejos.
Recuperado de su sofoco, el Cocinero ha vuelto a clavar su mirada en la Primer
Piloto. Esta, al sentirse observada, busca por quien, y lo descubre en un rincón. Él se gira
ligeramente, con estudiada coquetería, para ofrecerle su hermoso perfil.
Disimuladamente, se esfuerza en agrandar el diámetro de sus bellos ojos para que ella
descubra una vez más el fulgor de sus grises pupilas.
La Comandante, que ha sorprendido el intercambio de miradas, queda entre
asombrada y reprobadora.
II ESCENA
Las tripulantes están ante sus controles sobre la estructura, accionándolos con
gestos desmesurados. Mientras, el Cocinero está en su camarote.
INGENIERO. — (Accionando una gran rueda) Motores a carga normal.
COMANDANTE.— (Mirando por un telescopio) ¡Bosques, bosques, todo el planeta parece
cubierto de bosques!
NAVEGANTE. — (Frente a la pantalla fluorescente de un radarscopio) Localizo un claro
a sesenta latitud Oeste.
PRIMER PILOTO. — (Bajando palancas) Dame las coordenadas de aterrizaje.
En contrapunto, la visión del Cocinero, en su camarote, dándose un baño de
ultrasonidos, sentándose luego ante el espejo de su tocador. Toma un tubo de crema
depiladora y se elimina la fea barba naciente, luego se unta el rostro con crema
suavizadora. Más tarde aborda los problemas de qué tinte dar a su cabello y qué
maquillaje lo acompañará mejor.
PRIMER PILOTO. — (Subiendo las palancas) Completado el procedimiento de aterrizaje.
COMANDANTE. — (Observando el horizonte visible por el telescopio) Analizad las
condiciones externas.
SEGUNDO PILOTO. — (Mirando un aparato) Gravedad cero coma noventa y ocho G.
NAVEGANTE. — (Mirando otro aparato) Composició n del aire similar al de la Tierra,
con un cero coma siete tres de exceso de anhídrido carbó nico.
COMANDANTE. — Normal, con una vegetació n como esta. ¿Y el resto de las
condiciones?
PRIMER PILOTO. — (Consultando una cinta que sale de un aparato) Similares a las de la
Tierra, con un má s menos cero coma cero nueve de variació n.
COMANDANTE. — (Desabrochándose el cinturón del asiento y poniéndose en pie)
Excelente. Es un planeta casi igual al nuestro, no necesitaremos de ningú n equipo especial.
Mientras el Cocinero termina de acicalarse, dándole un tono dorado a sus
mandíbulas para que se aprecie mejor la firmeza de su ángulo maxilar, las tripulantes
bajan de sus puestos en la estructura y abren unos armarios de la sala principal, de los
que sacan mochilas, pistolas con sus pistoleras y equipo, que comienzan a cargarse.
COMANDANTE. — (Acabando de ajustarse su equipo) ¿Está is todas dispuestas?
PRIMER PILOTO. — Ya está todo a punto.
COMANDANTE. — Pues en marcha.
Acciona los mandos de la compuerta. Ruido de maquinaria trabajando. Las
tripulantes se adelantan como para salir. En esto, irrumpe desde su camarote el
Cocinero, entrando en la sala principal. Lleva un conjunto tornasolado, que pone en valor
sus atributos masculinos. Se detiene de repente y contempla sorprendido a las
tripulantes, que también se han detenido en su acción de abandonar la nave, aunque sin
reparar siquiera en su habitual belleza, tan espectacularmente realzada.
ACTO SEGUNDO
II ESCENA
El Cocinero se halla en el pequeño claro que hay a linderos del bosque, junto a la
compuerta de la nave. En el bosque, dos salvajes se hallan ocultos entre los árboles,
contemplándole.
COCINERO. — (Inspirando profundamente) ¡Ah! Este aire revivifica, tras tanto tiempo
del aire artificial en la nave, aunque no sé si este sol tan fuerte no me hará dañ o en el cutis
(Se pasa preocupado una mano por el rostro). Lo que no entiendo es lo que hacen tanto
tiempo fuera las tripulantes... sin siquiera hacerme una llamada. ¡Ya me cansa tanta espera!
Estaba harto de estar ahí dentro. Si la Comandante me protesta, le diré que salí a coger
flores para adornar la nave.
Se inclina y comienza a recoger flores silvestres del prado. Inconscientemente, se
va aproximando al bosque. Los salvajes lo contemplan. Al fin, al aproximarse tanto a
ellos, uno le pone un brazo sobre el hombro.
COCINERO. — (Sobresaltándose) ¡Que susto! ¿Ya estáis de vuelta? (Se gira y da un gritito
al ver a los salvajes) ¿De dónde salís vosotros? (Da unos pasos hacia atrás, claramente
asustado).
SALVAJE VI. Ven.
COCINERO. —imposible, no puedo acompañ aros, ¿qué diría la Comandante? ¡Ojalá le
hubiera hecho caso quedá ndome en la nave!
Los salvajes lo aferran por un brazo. Él trata de defenderse, pero lo hace en forma
femenina, con las uñas y pataleando, por lo que los salvajes no tienen mayor dificultad en
dominarlo. Lo obligan a pasar el bosque y lo llevan al otro extremo del escenario, donde
se halla el poblado. En este hay escenas de actividad normal, pero las mujeres son las que
realizan todas las tareas domésticas. El cocinero lo va contemplando con creciente
asombro. Al fin lo llevan frente a una especie de trono, en el que se sienta el Jefe del
Poblado, un salvaje más anciano a cuyos pies se halla la favorita.
COCINERO. — (Dirigiéndose a la favorita, a quien supone ser la Jefe) ¿Qué es lo que
sucede aquí? ¿Por qué me han atacado esos hombres? ¡Peleaban como si fuesen mujeres!
¿Han visto a las tripulantes de la nave en la que vine aquí?
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Ignorando la extrañ a conducta del cocinero) Lamento lo
sucedido a tus mujeres.
COCINERO. — (Cada vez má s asombrado) ¿Sucedido?
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Pacientemente) Sí, nos ha sabido mal el tener que
destruir tus propiedades, pero tendrá s que reconocer que no nos quedaba otra solució n
que matarlas. Al principio, mis hombres creyeron que eran los guerreros de otra tribu,
contra los que habían tendido una emboscada, luego se dieron cuenta de su error y, a pesar
de las bajas sufridas, trataron de apresarlas vivas. Fue imposible y no hubo má s remedio
que liquidarlas. Pero, si me atiendes, creo que podremos llegar a un trato en el que no
lamentará s esa pérdida de tus propiedades.
COCINERO. —¿Pero de qué propiedades está s hablando?
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Algo irritado ante lo obtuso que se muestra el extraño)
Hablo de tus mujeres, las que hemos matado.
COCINERO. — ¡No! (Mira a su alrededor, como considerándolo todo bajo una nueva luz)
Todo esto es muy extrañ o: hombres que actú an como mujeres y mujeres que hacen el
trabajo de los hombres... Hasta ahora he tenido la esperanza de que llegasen las tripulantes
y todo volviese a la normalidad, pero ahora me dices que las habéis matado...
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Sin hacerle caso) Escú chame, y no te arrepentirá s. Tengo
que agradecerles a los dioses tu llegada; realmente providencial. Mi tribu está en guerra
con otra mucho má s poderosa, y está bamos sufriendo derrota tras derrota. Pero ahora
llegas tú , del cielo, en un carro de fuego...
COCINERO. — (Aun no se ha repuesto) La astronave, sí... ¡Tengo que regresar a la
astronave!
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Monologando) Necesitamos ayuda para vencer a
nuestros enemigos. Me han contado como tus mujeres mataban a los guerreros con la
fuerza del rayo... por lo que tú , un hombre, tendrá s poderes má s terribles.
COCINERO. — Eso son armas, las usan las tripulantes cuando...
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Interrumpiéndole otra vez) Escucha mi propuesta, y
podrá s comprobar lo generosa que es: ¡Ayú danos, y compartirá s el mando conmigo! Soy
viejo y no tengo sucesor; tú podrías dirigir luego la tribu, y hacerla la má s temida a causa de
tus poderes... Tendrías las mujeres má s bellas, que sustituirían con ventaja a las que has
perdido, que ademá s no eran gran cosa. Obtendrá s riquezas, ganado, todo lo que desees.
Será s un gran hombre, el má s grande. Un guerrero famoso, honrado y temido.
El cocinero parece atónito. Sus ojos vagan del Jefe, que le está diciendo aquellas
extrañas cosas, a los hombres, fuertes guerreros, y a las mujeres, que realizan trabajos
inferiores y no se atreven a levantar la vista.
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Viendo su vacilación) No es necesario que decidas de
inmediato, me doy cuenta de que las posibilidades son tantas que te gustará pensarlo
Mañ ana me puedes dar tu respuesta, y si es afirmativa, antes de que acabe el día ya nos
temerá el enemigo.
COCINERO. — ¿Podría volver a la nave?
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Levantándose con gesto grandilocuente) Claro que sí, no
eres nuestro enemigo, te queremos como aliado y no como prisionero. Eres libre para irte o
para quedarte, gozando de nuestra hospitalidad...
COCINERO. — Aunque no estén ya allí las tripulantes, estaré má s tranquilo en la nave...
tal vez allí pueda pensar, haya algo que me guíe...
EPÍLOGO
DECORADOS:
Pá g. 127: Primer acto y epílogo (La nave)
Pá g. 137: Segundo acto (Bosque y poblado)
FIGURINES:
Pá g. 130: Una tripulante
Pá g. 133: Un salvaje
Carlos Sá iz CIDONCHA
9 RUMBO A LO DESCONOCIDO
26 ROBINSONES CÓ SMICOS
27 MUERTE EN LA ESTRATOSFERA
Son pues treinta y dos títulos del Ciclo, y tres agregados. George H. White,
seudó nimo de un desconocido autor españ ol, ha publicado también otros dos ciclos: el de
Venus (nú meros 71, 72 y 73) y el de Kuma (nú meros 60, 61, 64, 65 y 66) ademá s de cuatro
novelas independientes (nú meros 56, 69, 81 y 85) en la citada colecció n Luchadores del
Espacio.
Defensa del arte cruel
La ciencia ficción no es la única temática tratada en nuestra revista, en la que hemos
procurado siempre dar una visión de esas literaturas y artes paralelos tan inextricablemente
ligados con los temas de nuestro género. El arte —y la literatura— de la crueldad rozan a
menudo los campos fantásticos en que nos movemos. Por ello, creemos interesante reproducir
aquí este artículo de la revista Cuadernos Hispanoamericanos, n.° 241, editada por el
Instituto de Cultura Hispánica, en la que el autor de este artículo —Premio de Poesía Casa de
las Américas, de La Habana— es Jefe de Redacción.
FÉ LIX GRANDE
Precisiones sobre el libro «Los Mitos de
Cthulhu»
En un número reciente de nuestra revista (n.° 13), se publicaba un artículo de Rafael
Conte sobre el libro de Alianza Editorial Los mitos de Cthulhu, antes aparecido en el diario
Informaciones, de Madrid. Ahora, el realizador de la comentada obra, nos envía algunas
precisiones sobre esta, que creemos aclararán ciertos conceptos vertidos acerca de la misma.
RAFAEL LLOPIS
¿Hacia un comic de terror a lo europeo?
Paralelamente al fandom de la SF han ido surgiendo, en todos los países, grupos de
aficionados al comic, que en muchos casos estaban íntimamente relacionados con el antes
citado. En nuestro país también se ha dado este caso, originando la aparición de numerosos
fans y hasta de una revista especializada: Bang! De uno de estos aficionados, nuestro buen
amigo Joaquín Alberich, publicamos hoy las impresiones de un viaje a Italia, meca actual del
fan del comic europeo.
¡Horror! ¡Terror! No, no son las típicas exclamaciones de los no menos típicos
personajes del Pulgarcito de la posguerra, sino títulos de publicaciones grá ficas de terror
aparecidas en los ú ltimos meses en Italia.
Italia, que es el país de las olas (y no lo decimos por los kiló metros de su costa), tiene
la virtud o el defecto de saturar en unos meses un mercado inédito al inicio de la primavera.
Cuando un género, sea cinematográ fico, literario o grá fico, se pone de moda, en un dos por
tres, es una verdadera invasió n de este estilo lo que ocupa las pantallas, librerías o quioscos
del país y esto a todos los niveles de calidad. ¿Quién no recuerda los “peplums”, o má s
recientemente los “spaghetti-western”, o las series de agentes? ¿Quiénes han sido los
primeros productores masivos de fotonovelas? ¿Quiénes los revitalizadores del comic
europeo a nivel de bolsillo popular?
Ahora ha sonado la hora del terror y no es que estemos a medianoche: es a plena luz
del día que se está produciendo esta invasió n de las “edicole” italianas. Invasió n galopante
si se tiene en cuenta que la má s veterana de las publicaciones cuenta escasamente con un
añ o de vida y la mayoría unos pocos meses.
¿Prosperará esta corriente? Es difícil de predecir: dentro de unos meses pueden
haber doble nú mero de estas publicaciones o pueden haber desaparecido casi por
completo puesto que los editores italianos, que está n siempre dispuestos a intentarlo todo
y tantear todos los caminos, ló gicamente suspenden la revista o fumetti si en los primeros
nú meros no ven una aceptació n que permita augurar beneficios a corto plazo. El nú mero de
publicaciones que no han pasado de la docena de nú meros es incontable.
Una cosa es cierta: el fenó meno existe, en lo que podríamos llamar etapa de primer
desarrollo y, a juzgar por el empuje inicial, lleva buen camino. Ciertamente no existe en
Italia, ni prá cticamente en Europa, una tradició n de publicaciones grá ficas especializadas,
como es el caso de EE.UU., tanto en el campo cinematográ fico como en el del comic (un
Midi-Minuit Fantastique, aná rquico y esporá dico puede ser la excepció n y la confirmació n
de la regla al mismo tiempo). Pero también es cierto que en los ú ltimos tiempos, han habido
diversas iniciativas aisladas en otros tantos países, que parecen indicar una reapertura del
interés pú blico, o mejor dicho, una reapertura pú blica del interés hacia este campo.
Es suficiente, sin embargo, un repaso superficial a estos primeros vá stagos europeos
para darnos cuenta de las profundas diferencias que existen entre los mismos y los
representantes de la escuela americana.
En EE.UU., a todos los niveles de calidad, el protagonista primero y casi ú nico, es el
monstruo como tal. Abiertamente u oculto entre la gente bajo disfraz, él es el eje sobre el
que gira la acció n en la mayoría de los casos. Tanto en los de mayor calidad como Creepy,
Eerie, Vampirella (de la Warren), como en los menores: Shock, Terror Tales, Tales of Voodo,
y un largo etc., los pará metros se repiten en su esencia bá sica. La mejor ilustració n de lo
dicho la constituyen las pá ginas de publicidad de estas revistas donde se amontonan
ofertas de figuras en plá stico, posters, caretas, gadgets, etc., todo ello “monstruoso” como si
se tratara de ofrecer juguetes a un pú blico infantil, lo cual, en el fondo, responde bastante a
la realidad.
Lo que se está iniciando en Europa, es realmente otra cosa; no tiene prá cticamente
nada que ver con este concepto clá sico-simplista del terror. El que el título de la
publicació n de mayor calidad artística de esta nueva promoció n sea el de Horror no es una
gratuidad, pues no se pretende ocasionar el escalofrío terrorífico por una presencia
monstruosa, sino el horror angustiado de una situació n límite. Esta situació n se consigue
con una amalgama de coordenadas entre las cuales la que se repite con mayor frecuencia es
el erotismo (1). Otras implicaciones que aparecen con una cierta frecuencia y son inéditas
en la escuela U.S.A. son: las religiosas y las histó rico-sociales, y ademá s, naturalmente,
sadismo y violencia, pero no una violencia «carnicera» a lo shocking-comic americano sino
una violencia cerebroide, tortuosa, refinada.
JOAQUÍN ALBERICH
Milan-Barcelona,
primavera, 1970.
Se dice
* LIBROS
Los autores de habla inglesa cuentan con un buen mercado y, aunque provengan de
cualquiera de los países surgidos del antiguo Imperio Britá nico, acaban perdiéndose en el
anonimato de su lengua lo que hace que a veces nos enteremos con sorpresa que tal autor
ha nacido en Sudá frica o que tal otro vive en Ceilá n cuando mentalmente los
considerá bamos unos señ ores muy ingleses, con paraguas y bombín.
Pero ocasionalmente uno de esos autores describe sus paisajes nativos, con lo que
su identificació n es má s fá cil. Este es el caso de Janet Frame, una autora recién llegada al
campo de la SF desde su lejana Nueva Zelanda nativa.
Para ella, la Historia es una enfermedad hereditaria que engolfa el presente y
condena el futuro a la locura, soledad y muerte, como las que presiden INTENSIVE CARE
(Cuidado intensivo), su octavo libro, en el que llega a afirmar que “Todos los sueñ os llevan
de regreso al jardín de las pesadillas”.
En la novela, que transcurre en Waipori City, Nueva Zelanda, en una época siguiente
a la Tercera, o quizá Cuarta, Guerra Mundial, las catastró ficas condiciones en que se halla el
mundo han obligado al establecimiento de la Acta de Delineació n Humana, que establece,
mediante computadores, qué parte de la Humanidad puede vivir y qué parte debe morir
por ser innecesaria. Esa ú ltima parte es conocida por el nombre de “los animales”.
El agua potable contiene tranquilizantes y existen Días de Sueñ o para olvidar el
recuerdo de un pasado menos ordenado, pero má s vital. Los á rboles y la yerba, quemados,
han sido substituidos por imitaciones en plá stico.
Finalmente, el gobierno se muestra incapaz de mantener la situació n, los “animales”
son aclamados como la nueva élite y se olvida el Acta. A consecuencia de ello, se reinstaura
la locura y la destrucció n.
Siguiendo la línea de las utopías de “advertencia” a lo 1984, este libro trata de
mostrarnos la locura y la violencia como los actos desesperados que llegan a cometer
individuos y sociedades en un intento de no perder sus identidades.
Janet Frame ve el futuro muy negro
En ocasiones nos llegan filtraciones que nos hablan de la SF en países de los que ni
siquiera sabíamos que existiese. Este es el caso de la noticia, transmitida vía dos fans por un
fanzine yanqui, referente a Israel, que nos habla de la reciente aparició n en hebreo de las
traducciones de 2001 de Arthur C. Clarke, editada por Bitan Publishers y I, R OBOT (Yo,
robot) de Isaac Asimov, publicada por Mossada Co.
Al parecer también existe una SF nativa, como se comprueba con la obra de reciente
aparició n THE CRYSTAL CURTAIN (La cortina de cristal) de Pargod Habadolach, una antiutopía
que describe un futuro estado policial en Israel, tema no muy original, pero que al parecer
está tratado con bastante sabor local. Igualmente, parece ser que se publica también
bastante SF de ínfima calidad en libros de tipo muy populachero.
* PREMIOS
En la Novena Convenció n Australiana de Ciencia Ficció n, celebrada la pasada pascua
en Melbourne, se entregaron en su segunda edició n los Ditmar, Premios Australianos al
Mérito en la SF.
Los vencedores de los mismos han sido: En la categoría de la mejor SF Australiana
DANCING GERONTIUS de Lee Harding. Como mejor SF mundial se premió la obra COSMICOMICS del
italiano Italo Calvino. El premio a la mejor revista internacional se concedió a la britá nica
VISION OF TOMORROW. Y como mejor fanzine australiano fue seleccionado THE JOURNAL OF
OMPHALISTIC EPISTEMOLOGY de John Foyster.
Italo Calvino, premio Ditmar.
La gigantesca obra de John Brunner STAND ON ZANZIBAR, que ya ganó el Premio Hugo
del pasado añ o, ha recibido ahora el Premio Britá nico de SF en la convenció n celebrada por
el club de ese país, BSFA, en Londres, durante las Pascuas. El Premio Doc Weir, que se
concede al fan má s merecedor del mismo durante el añ o, fue otorgado a J. Michael
Roseblum, actual Vicepresidente del BSFA y erudito de la SF.
Stand on Zanzibar, premio en la Gran Bretaña
* AUTORES
El buen aficionado al comic y la SF que es Ludolfo Paramio, sigue su excelente labor
de difusió n al lograr ir publicando en un diario, medio usualmente poco propicio a estas
temá ticas, una serie de artículos especializados.
El diario a que nos referimos es MADRID, de la capital de Españ a, y entre los ú ltimos
artículos editados figuran algunos dedicados a los dibujantes de comic Enric Sió y Carlos
Giménez, así como un comentario sobre el libro fantá stico EL MANUSCRITO HALLADO EN
ZARAGOZA.
* REVISTAS
Ha aparecido en Barcelona una revista que, dentro de las limitaciones habituales en
nuestros pagos, pretende cumplir con el cometido cubierto en Francia por LUI, en la Gran
Bretañ a por PENTHOUSE, y en los Estados Unidos por la má s famosa de este tipo de revistas,
PLAYBOY. O sea que trata de ser una sofisticada revista para hombres.
Y esta publicació n, denominada BOCACCIO 70 (basa buena parte de su actuació n en
una “filiació n” al famoso local de Barcelona Bocaccio) es de interés para los lectores de
nuestra revista pues demuestra una inclinació n hacia los temas que a nosotros nos son
caros.
Así, en su primer ejemplar aparece un relato de Theodore Sturgeon El hombre que
perdió el mar y otro de H. P. Lovecraft La Tumba, los dos incluibles en eso que llamamos
literatura imaginativa.
Igualmente aparecen en este sumario un comic de nuestro amigo y colaborador
Enric Sió , un chiste fantá stico del gran humorista que es José Gonzá lez, y una ilustració n
(para el relato de Lovecraft) de nuestro director artístico, Enrich. Todo pues, nos lleva a
recomendar esta publicació n de gran lujo, que ya nos promete para el siguiente nú mero
nuevos relatos de Ray Bradbury y Henry Kuttner, en un interés manifiesto por el terror y la
SF.
BOCACCIO 70 puede ser adquirida por subscripció n anual de mil pesetas remitidas a
Elf Editores, Urgel, 276 sa 4, Barcelona 11, Españ a.
Una extraña mezcla: la de Space Wise.
Aparecerá en los Estados Unidos una nueva revista titulada FORGOTTEN FANTASY
(Fantasía Olvidada) que reimprimirá clá sicos de SF y Fantasía de las épocas de Verne y
Wells. Su editora, Newcastle Book Company, anuncia el primer nú mero para este verano.
La revista, de tamañ o digest, será dirigida por Douglas Menville con R. Reginald
como asistente; y publicará en su primer ejemplar la parte inicial de la novela de William R.
Bradshaw The Goddess of Atvatabar, las novelas cortas The Terror of Blue John Gap de
Arthur Conan Doyle y The Dead Smile de F. Marian Crawford; así como una cubierta de
George Barr.
* COMIC
BANG!, el fanzine de los tebeos españ oles, que posiblemente acabe siendo una revista
profesional, ha publicado dos noticiarios de urgencia con los que intenta mantener
encendida la llama del interés entre sus numerosos amigos y subscriptores.
Estos dos fanzines, perfectamente reproducidos a multicopista, cuentan con
atractivas portadas de los dibujantes españ oles Vá zquez y Sió , y contienen completos
resú menes de las novedades acaecidas en el interesante mundo del comic en esta
temporada que llevaba sin aparecer el citado BANG!
No creemos que ningú n verdadero aficionado al comic de lengua españ ola deba
desconocer esta interesante publicació n, por lo que recomendamos se pongan en contacto
con su editor, Antonio Martín, Apartado de Correos 9331 de Barcelona, Españ a.
¡Bang! sigue haciendo ruido.
Uno de los artistas de comic má s famosos en la actualidad en los Estados Unidos, Jim
Steranko, ha querido probar fortuna en el campo de los libros dedicados a su profesió n, tal
vez aprovechando el “boom” por el que esa particular rama del quehacer editorial pasa hoy
en su país.
El libro del que es autor, ha recibido el nombre de THE HISTORY OF COMICS! (La historia
de los comics) y relata el acontecer en el campo de la historieta en los Estados Unidos de los
añ os cuarenta, cincuenta y sesenta.
El estudio, que viene acompañ ado por centenares de reproducciones, consta de 80
grandes pá ginas, cubiertas por un poster en el que Steranko ha reunido a 50 de los má s
famosos héroes de la historieta.
Su precio es de solo 1,98 dó lares, y puede ser adquirido directamente a su casa
editora, en el Box 445, Wyomissing, Pa. 19610, Estados Unidos.
Existe algú n material de comic de las épocas primitivas que es realmente difícil de
encontrar, pagá ndose por las publicaciones en que apareció precios realmente
prohibitivos. Es por esto por lo que son de aplaudir las realizaciones de algunos fans que
pretenden una mayor difusió n de ese material realizando reproducciones en forma de
fanzines.
Uno de los mejores intentos que hemos visto en este orden de cosas es el del fanzine
canadiense CAPTAIN GEORGE’S COMIC WORLD que reproduce, en el nú mero de que disponemos,
planchas primitivas del famoso personaje de SF Buck Rogers, con una calidad má s que
aceptable para su bajo costo (25 centavos), mucho má s accesible que el de los á lbums de
lujo que no se hallan al alcance de todos los presupuestos.
Los aficionados a los comics son legió n. Y esto es especialmente cierto en los Estados
Unidos, al punto que han llegado a formar un importante mercado consumidor.
Y a ese mercado consumidor está dedicada una nueva empresa denominada GRAPHIC
MASTERS LTD. “El mercado del arte de los comics”, que se ha especializado en vender pá ginas
originales de los má s importantes dibujantes norteamericanos. Así, por un precio que
suponemos no será mó dico, cualquiera puede tener en casa un original de Jack Kirby, Jeff
Jones, Virgil Finlay, Frank Frazetta, Al Williamson, Winsor McKay, Jack Davis, Wally Wood,
Kelly Freas o cualquiera de los muchos nombres conocidos que pueblan los anuncios de la
empresa.
La vida de las publicaciones que surgen del interés de unos aficionados a un tema no
suele ser demasiado larga, normalmente por no tener en cuenta al mercado y su capacidad
de absorció n de un producto muy determinado.
Esto es lo que le ha ocurrido a la revista J OHNNY, publicada por un grupo de fans
franceses bajo el subtítulo de “la revista de la época dorada” y que pretendía resucitar el
estilo de publicaciones de comics a gran formato y por episodios, que prosperaron en toda
Europa en los añ os treinta.
Una idea muy nostá lgica y muy loable, pero muy fuera de su tiempo, como lo prueba
el hecho de que, a los cinco nú meros, se haya dejado de publicar. Y eso a pesar de que se
había intentado jugar con la popularidad del divo Johnny Holliday para atraer a un mayor
nú mero de lectores.
Evidentemente la fó rmula intentada por este grupo no tiene la suficiente base
popular como para mantener una revista que creemos de un elevado precio, por su cuidada
impresió n a color. Por ello, y suponemos que dado también el hecho de que su financiació n
no debía de ser muy fuerte, la revista se ha hundido. Y es esto algo que nos duele como
aficionados a los comics, pero también como aficionados a la SF, a la que estaban dedicadas
una buena parte de las pá ginas de JOHNNY, las correspondientes a las series Alley Oop de V.
T. Hamlin, Brick Bradford de William Ritt y Clarence Gray, Terres Jumelles (Tierras gemelas)
de Oskar Lebeck y una nueva aventura Sortileges de J. Mersant y J. Tosan, realizada
específicamente para esta revista.
La edició n, a un cierto nivel, no es negocio; y lo triste es que algunas personas bien
intencionadas tengan que aprenderlo en forma tan dolorosa.
Ha muerto Gaceta Junior
* CINE
Fue anunciado hace una semanas que finalmente va a ser rodada una cinta basada
en la obra de Pierre Boulle JARDÍN DE LA LUNA, en los estudios Ivan Tors de Miami (Estados
Unidos) y en el Japó n.
La obra constituye el clá sico ejemplo de la ficció n sobrepasada por la realidad, pues
nos presenta un futuro cercano en que los científicos rusos y norteamericanos está n
tratando de construir cohetes lunares con la ayuda de científicos alemanes que han
trabajado en la V2. Debido a las disensiones internas existentes en ambos bandos, es por fin
un anciano científico japonés el que los vence en la carrera, partiendo hacia la Luna en un
cohete en el que le será imposible regresar. Llegado a esta, construye un jardín de arena y
rocas y se hace el hara-kiri antes de quedarse sin aire.
Resultará bastante difícil, creemos, el lograr insertar esto en el contexto actual, tras
los alunizajes de los Apolo, pero es posible que la idea sea finalmente abandonada, sin
pasar al rodaje.
Por el contrario, otra cinta en curso de realizació n y también basada en una idea de
Boulle BENEATH THE PLANET OF THE APES (Bajo el planeta de los simios), secuela del PLANETA DE
LOS SIMIOS, y que está igualmente protagonizada por Charlton Heston, es anunciada como la
película de SF de la década, que ganará una fortuna para sus realizadores y atraerá hordas
de nuevos aficionados hacia nuestro campo... (Sin comentarios).
Los monos y la SF
Los intentos de organizar algo que asemeje una unió n internacional de los fandoms
nacionales han sido —y esperamos que seguirá n siéndolo— muchos, aunque por el
momento no se les vea un gran porvenir.
El ú ltimo es el realizado por Gian Paolo Cossato, el conocido fan italiano con
residencia habitual en Londres (Gran Bretañ a), mediante la edició n de un fanzine, que
desgraciadamente se anuncia como nú mero ú nico, o casi, denominado INTERFANDOM.
Es una verdadera lá stima que estos intentos, tal como el anterior de nuestra
colaboradora britá nica Jean Muggoch, a la que este nuevo fanzine va dedicado, acaben
siempre por morir de pura inanició n ante la falta de respuesta de los fans de los diversos
países... aunque si ya no se entienden a nivel nacional, como vemos ocurre en casi todos los
países, mal podrán hacerlo en un contexto más amplio.
En este país pobre de fanzines (entre otras cosas, claro), la aparició n de cualquiera
de estos, aunque solo toque de refiló n a los problemas que nos interesan, ya es motivo de
alegría para los fans.
Por ello, nos alegramos de la aparició n en Madrid del nuevo fanzine POLIEDROS,
subtitulados cuadernos para el monólogo... poético, ya que no solo toca tangencialmente la
SF, sino que demuestra tener tal interés en ella que la incorpora a su nú mero 3/4,
dedicá ndolo íntegro a este tema.
El fanzine, que se anuncia ó rgano de la asociació n de alumnos de la Facultad de
Filosofía y Letras Parnaso-70, puede solicitarse a su redacció n, en Pinilla del Valle 1, 1.° izq.
de Madrid 2, abonando una subscripció n anual de 50 pesetas.
Las noticias y comentarios de esta secció n proceden de las siguientes fuentes: B ANG!
(fanzine del comic) Barcelona, Españ a. BOCACCIO 70 (revista) Barcelona, Españ a. CAPTAIN
GEORGE’S COMIC WORLD (fanzine de comics) Toronto, Canadá . LA CONQUISTA DEL ESPACIO
(novela) Barcelona, Españ a. DALLASCON BULLETIN (boletín de noticias) Richardson, Estados
Unidos. DEUXIEME CONVENTION DE LA BANDE DESSINÉ E (hoja de propaganda) París, Francia.
GACETA JUNIOR (comic) Barcelona, Españ a. HÉ ROES MODERNOS (comic) Madrid, Españ a.
HOLLAND-SF (fanzine) ’s-Gravenhage, Holanda. INTERFANDOM (fanzine) London, Gran Bretañ a.
JOHNNY (comic) París, Francia. LASER (fanzine) Madrid, Españ a. LUNA MONTHLY (fanzine)
Oradell, Estados Unidos. POLIEDROS (fanzine) Madrid, Españ a. PRIMERA SEMANA DEL COMIC
(folleto) Valencia, Españ a. SPACE WISE (revista) London, Gran Bretañ a. TIME (revista) New
York, Estados Unidos. Y la colaboració n de Estrella Espada, Teresa Inglés, Antonio Martín y
Enrique Piedra de Barcelona, Españ a y Agustín Riera de París, Francia.
Se escribe
Desde mi pasaje por Madrid en 1969 me transformé en asiduo consumidor de
vuestra magnífica revista.
¡Si habrá sido tan violento ese amor a primera vista, que me traje los nú meros 1 al 7
de la revista, pagando en Barajas el correspondiente sobrepeso de equipaje!
La revista, confieso que me ganó por las ilustraciones de la tapa, me pareció
excelente y hasta hoy que va por el nú mero 11, no me ha defraudado en lo má s mínimo.
Una pregunta: ¿Alguien sabe qué se hizo de la colecció n “Nebulae”?
***
Es casi humano
FRANCISCO R. QUAGLIA
VENADO TUERTO. ARGENTINA
***
La opinió n que les han merecido mis tres cuentos publicados en la ANTOLOGÍA
ESPAÑ OLA DE FICCIÓ N CIENTÍFICA me ha sorprendido (realmente) y me ha envanecido
(relativamente). Les agradezco con toda sinceridad que la hayan expresado en ND.
Al mismo tiempo quisiera manifestarles mis dudas respecto del futuro de la SF
españ ola. Desde hace algunos añ os han irrumpido en este campo, procedentes de otros
predios literarios, una serie de espontáneos que han encontrado muy fá cil escribir SF sin
má s que situar la acció n en el siglo XXI o introducir en el relato una nave espacial. Con las
excepciones de rigor tales espontáneos que, entre otras cosas, carecen de una mínima
cultura técnica y de un bagaje de lecturas del tema, está n dando a los lectores primerizos
una visió n desmañ ada y pobre de lo que pueda ser la SF españ ola. No entro en analizar si la
culpa es realmente suya o de los editores pero, en cualquier caso, sin espíritu de capillita, se
me ocurre pensar que algo habría que hacer para enfrentarse con esa plaga.
En la pluma de un novel estas palabras parecen presuntuosas, pero un novel de la SF
tiene también derecho a la iconoclasia.
GUILLERMO SOLANA
MADRID. ESPAÑ A