Revista Nueva Dimension 015

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I

II
III
 

1970/3
REVISTA DE CIENCIA FICCIÓN Y FANTASÍA

A cargo de:
Sebastiá n Martínez
Domingo Santos
Luis Vigil

Director Periodista:
José Armengou

Delegado en Madrid:
Carlo Frabetti

Colaboradores:
Joaquín Alberich
Dr. Alfonso Á lvarez Villar
Luis-Eduardo Aute
Carlos Buiza
Alfonso Figueras
José Luis Garci
Luis Gasea
Teresa Inglés
Antonio Martín
José Luis M. Montalbá n
Berit Sandberg

Director Artístico:
Enrique Torres
Ilustradores:
José M.ª Beá
Carlos Giménez
Esteban Maroto
Enric Sió
Adolfo Usero Abellá n

Director de Publicidad:
Andreu Romá Parra

Corresponsales:
Austria: Kurt Luif
Estados Unidos: Forrest J Ackerman
Francia: Agustín Riera
Gran Bretañ a: Jean G. Muggoch
México: Luis Vá zquez
Rumania: Ion Hobana
Uruguay: Marcial Souto

Edita:
EDICIONES DRONTE
Redacción y administración:
Merced, 4, entl.° 2.ª - Barcelona, 2 (España)

Imprime:
T. G. I. A. S. A.
Provenza, 86

Portada:
Font-Diestre
A. Mó stoles, 50

Depó sito Legal: B. 6.900- 1968


Mayo-Junio 1970. Nú mero 15

© 1970, Ediciones Dronte

Miembro de The National Fantasy Fan Federation


Miembro del Círculo de Lectores de Anticipación

Distribuidor exclusivo para todos los países de habla castellana:


EDITORIAL POMAIRE, S. A.
Avda. Infanta Carlota, 157
Barcelona-15
ESPAÑ A
 
EDITORIAL
La lenta osmosis

SE PIENSA
La epopeya cósmica de la familia Aznar
por Carlos Sáiz Cidoncha
Defensa del arte cruel
por Félix Grande
Precisiones sobre el libro «Los Mitos de Cthulhu»
por Rafael Llopis
¿Hacia un comic de terror a lo europeo?
por Joaquín Alberich

SE DICE
, , , , , ,
Libros premios autores revistas comic cine fandom

SE ESCRIBE
Las opiniones de nuestros lectores
 
LA SF EN EL TEATRO CLÁSICOS
Algunas preguntas embarazosas para Zeus
por Luciano de
Samosata

OBRAS
Sodomáquina
por Carlo Frabetti
Simbiosis eroscromática
por Alberto Miralles
¿Es usted feliz?
por Alberto Miralles
Una posibilidad
por Miguel Pacheco
...y las ranas pidieron un dios
por Miguel Cobaleda
Complemento: un hombre
por Teresa Inglés y Luis Vigil

ARTÍCULOS
SF, dialéctica y teatro
por Carlo Frabetti
Llega la Compañía de Teatro Pandemónium
por Ray Bradbury
A propósito de Sodomáquina
por Carlo Frabetti
Tres obras de. ¿SF?
por Teresa Inglés y Luis Vigil
¿Existe un teatro de SF?
por Carlo Frabetti y Luis Vigil

CUENTOS CORTOS
Casi extinto
por Alan Barclay
Espera interrumpida
por Arturo de Benito y Ruiz de Villa
El infierno de los espejos
por Edogawa Rampo
Ardilla
por A. G. Parini y S. D. Gaut vel Hartman
Al final del viaje
por Dean McLaughlin

ILUSTRACIONES DE
Miguel Albiol
Carlos Giménez
Ramó n Ivars
M. Kuwata
Esteban Maroto
Steele Savage
A. Sokolov
Ramó n Solá

PORTADA DE
Enrique Torres

HUMOR DE
Jerry Marcuse en Space Jokes
Virgil Partch en VIP tosses a party
EDITORIAL
LA LENTA OSMOSIS
 

Independientemente
de las polémicas sobre el epígrafe
ciencia ficción y la naturaleza y
significado de su contenido, una cosa
está clara: la ciencia ficción es algo
aparte. Nació y se ha desarrollado como
algo confinado a una especie de «reserva»
cultural en la que muy pocos se
adentran y que la mayoría subvaloran.
Sin embargo, de un tiempo a esta
parte y cada vez con más intensidad se viene observando en la literatura «oficialmente
reconocida» un proceso de convergencia con la SF, que a los que estamos convencidos de su
validez nos ratifica en nuestra postura, y que es de esperar que dé motivo de meditación a
quienes arbitrariamente la desprecian e ignoran.
Me refiero al lento pero progresivo «descubrimiento» («Cada día, en algún lugar del
universo, alguien descubre la pólvora», dice un proverbio cósmico formulado por Aldiss en
Starswarm) que los escritores «normales» van haciendo de los recursos específicos de la SF —
acaso sin ser conscientes de ello— como ineludible necesidad de evolución y adecuación a
nuestra específica y poco menos que alucinante circunstancia sociohistórica. Y lo que ocurre
en el campo literario se produce también en el artístico, cinematográfico, teatral...
Kubrik no decidió en un momento dado hacer una película de ciencia ficción: llegó a
ella como culminación de un proceso casi inevitable. Hay una línea evolutiva continua y
necesaria que lleva de Spartacus a 2001. Y éste no es más que un ejemplo entre muchos.
Cada día el futuro está más cerca y cada día su presencia es más viva y operante... No
está claro hasta qué punto marchamos hacia el futuro o es el futuro quien nos arrastra hacia
adelante —¿hacia adelante?— cada vez más deprisa.
Cada día son más y más revolucionarias las alternativas que se presentan a nuestras
formas de vida y convivencia, en paradójico contraste con condicionamientos cada vez más
férreos y sutiles.
La ciencia ficción es consciente de todo esto, mejor dicho, es el fruto de la consciencia
de todo esto, es el resultado de un planteamiento y unos recursos expresivos que la cultura
«oficial» suele rechazar por reaccionaria fidelidad a un esclerótico y castrado concepto de
realidad.
Pero a pesar de todo, lo inevitable se cumple y la osmosis —lenta osmosis— entre el
compartimento-estanco de la SF y «lo demás» se está produciendo a todos los niveles.
Tal vez sea el teatro el género que más necesita, y en el que más cabe, una enérgica
renovación, por haber sido totalmente desbordados sus esquemas tradicionales y por la
amplia gama de posibilidades que ofrece el contacto vivo con el público.
Teatro del absurdo, teatro de involucración y provocación, happening... otras tantas
búsquedas de la insoslayable metamorfosis, otros tantos intentos de «suicidio» trascendente
del teatro tradicional.
No me parece exagerado afirmar que el teatro tiene —y acabará encontrando— en la
ciencia ficción una de sus más importantes fuentes de recursos renovadores. Los precedentes
no son muy numerosos pero sí significativos.
Lo que en este sentido se está haciendo actualmente no es fácil saberlo, dadas las
enormes dificultades de todo tipo que la pieza dramática encuentra desde su gestación hasta
su puesta en escena.
Nueva Dimensión ha querido si no abordar al menos rozar el tema de teatro de ciencia
ficción, limitándose necesariamente al escasísimo material disponible.
Así ha surgido en este número, algo que no pretende ser un estudio propiamente dicho
y mucho menos una antología, sino un mero acercamiento a una interesante posibilidad.
CASI EXTINTO
ALAN BARCLAY
La necesidad crea el ó rgano. Esto es algo que Darwin ya sabía. Y nuevas necesidades
creará n ó rganos desconocidos. De esto es lo que nos habla este relato en el que el Hombre
se ve enfrentado con una amenaza a su misma existencia en una Tierra que ha dejado de
ser suya.
ilustrado por MIGUEL ALBIOL

Desde lo alto de la pared rocosa en la que se hallaba sentado, Harrison podía ver al
perseguido, a intervalos, por entre los á rboles. Venía con un á gil y seguro paso rá pido,
siguiendo el antiguo camino, ahora cubierto de vegetació n. Todavía no se oía a los
perseguidores. Las escarpadas laderas del macizo se alzaban sú bitamente sobre la llanura a
tan solo ocho kiló metros de allí. Harrison podía imaginar fá cilmente lo que había en la
mente del otro: la esperanza de que, una vez se hallase entre los cortados desfiladeros,
densamente cubiertos por la vegetació n, le sería fá cil escapar a sus perseguidores.
Si le hubiera gustado apostar, o si hubiera tenido con quien apostar, habría apostado
contra el fugitivo. Pocas veces lograba alguien escapar a los cazadores, excepto, claro,
aquellos que como él tenían talentos especiales. Harrison no se sentía especialmente
afectado por el resultado de esta caza. Quizá sentía algo de simpatía por el perseguido pero,
para él, sería mejor si el tipo era alcanzado y atrapado. Si escapaba, los alienígenas
organizarían otras batidas y regresarían a aquellos alrededores.
El fugitivo pasó directamente bajo él y saltó un arroyo. Entonces, Harrison vio que
era una mujer; una joven, fuerte y dura mujer de largas piernas.
Ante este descubrimiento dejó de ser espectador; una fuerte sensació n emotiva pasó
a través de él. Se irguió con agilidad, la cabeza alta, alerta, como un gran animal. Harrison
era de hecho un animal... un peligroso animal inteligente.
Miró hacia atrá s, a lo largo del viejo sendero, con sus ojos observando con fiereza y
sus oídos alerta para ver u oír a los perseguidores.

La mujer joven, que antes había estado corriendo con energía y rapidez, estaba
ahora jadeante y sudaba. Durante la ú ltima media hora había estado escalando las primeras
laderas hacia el á rido terreno al pie de la meseta. Ocasionalmente podía oír tras ella los
sonidos de sus perseguidores: una piedra desprendida, una rama que se rompía, o los
extrañ os tonos agudos de un cazador llamando a otro. No estaban muy lejos. Una parte de
ella, la parte inteligente y civilizada, sabía que su fin era inevitable. No cabía duda de que
pronto la alcanzarían. A pesar de esto, no tenía la má s mínima intenció n de rendirse, o de
detenerse a esperar a que la alcanzaran. Estaba viva en este momento solo por el hecho de
que ella, al igual que sus padres antes que ella, habían sido luchadores. Entre la raza,
solamente aquellos que tenían una determinació n furiosa, irresistible y salvaje para luchar,
para escapar, para continuar viviendo, habían sobrevivido hasta ahora. Continuaría
corriendo, escapando, resistiendo, mordiendo y pateando, hasta su ú ltimo aliento.
Se introdujo en un paso estrecho e inclinado y pasó entre dos rocas sobresalientes.
Harrison estaba sentado sobre un tronco un poco má s allá . Ella se sobresaltó y se detuvo.
En su mano apareció un cuchillo de larga hoja.
Harrison era alto, de amplio pecho y musculoso. Llevaba una cazadora de piel
curtida, sin mangas, pantalones cortos de piel y un par de mocasines. Su cabello y su barba
estaban cuidados y presentaba, al menos para los standards de ella, un aspecto limpio y
arreglado. Iba armado con un largo cuchillo de hoja ancha y pesada que casi era una espada
corta, colgado de su cinturó n, y un gran arco que llevaba en la mano. El arco era
verdaderamente un arma moderna, hecha há bilmente de madera reforzada con acero.
Harrison la miró sin sonreír. Ella le observó , desconfiada, preparando el cuchillo.
—Ve por ahí —le dijo Harrison, señ alando—. Atraviesa la loma, por la parte
izquierda de la cima, y baja al valle que hay detrá s. Entonces sigue el río hasta las casas
viejas. ¿Me entiendes?
—Sí —dijo ella, respirando penosamente—. Y luego, ¿qué?
—Estará s a salvo. Me reuniré contigo allí.
Ella le miró durante un momento, con sospecha; y entonces, sin una palabra de
agradecimiento, sin preguntar como se las arreglaría él, inició la subida hacia el camino
indicado.

Harrison se dirigió hacia la entrada del estrecho paso y empezó a marchar por el
sendero principal hacia el ancho valle, caminando sin prisa, escuchando por encima de su
hombro. Oía como los perros rozaban y tropezaban con la maleza que había tras él. Cogió el
machete y se preparó . Los perros no le preocupaban mucho. Había dos de ellos, dos
labradores de lisa piel negra. Esperó detrá s de un á rbol hasta que llegaron a su altura, y
entonces salió y acuchilló al má s pró ximo en el cuello. Murió silenciosamente. El otro
retrocedió . Era un animal particularmente poco agresivo, y la cercana visió n y sonido del
hombre, amigo y dueñ o de sus antepasados, debió ocasionarle confusió n.
—Fuera, Fido. Lá rgate —ordenó Harrison.
Có micamente, el perro metió el rabo entre piernas y se escabulló .
Al cabo de un minuto, el primero de los perseguidores llegó caminando
silenciosamente. Llevaba un arma sobre el hombro, y estaba atisbando hacia adelante,
buscando a los perros. Vio a Harrison. Por un instante, los dos, humano y alienígena, se
enfrentaron el uno al otro. La negra cabeza del otro ser, desprovista de todo pelo, no
registró el menor cambio de expresió n, a pesar de que si su constitució n emocional se
correspondía, aunque solo fuera un poco, debería de haber sufrido un anodador espasmo
de miedo al hallarse enfrentado con el má s peligroso de todos los animales salvajes. Por su
parte, el animal salvaje: Harrison, sintió una exultante alegría feroz. Le dio un gran tajo en
el cuello con su cuchillo. El alienígena lanzó un tremendo grito gorgoteante antes de morir.
Los otros cazadores escucharon el grito. Entre los á rboles se escucharon ruidos
agudos y secos y el crujido de la vegetació n pisada. Los alienígenas eran muy expertos en
aquel deporte. Ya llevaban varias generaciones organizando partidas de caza para
perseguir a los restos de la Humanidad.
Harrison sabía que no debía de subir por la colina, pues ya habrían puesto
francotiradores para cubrir las escarpaduras má s expuestas. Tratarían de rodearlo y
cortarle la retirada.
Tendió su arco y se movió a otra posició n, pero aunque le lanzó una flecha a una
negra figura que correteaba por entre la maleza no logró hacer blanco.
Media hora má s tarde se dio cuenta de que estaban a todo su alrededor,
acercá ndose. Alzó la cabeza y miró hacia el alto pico que la mujer debía de estar escalando
ahora. Allá arriba estaba la seguridad, pero deseaba, con cada fibra de su feroz alma, el
matar a otro de los cazadores.
Las ramas superiores de un seto se movieron repentinamente. Se llevó la cuerda a la
oreja. Una figura acurrucada se mostró por un instante. La flecha silbó en su direcció n. Se
oyó un grito, agudo y débil.
Casi de inmediato, las balas comenzaron a pasar por su lado. Su sentido del oído era
muy agudo; debían de saber con bastante exactitud donde se hallaba ahora, y estaban
tratando de hacerlo aparecer. Ahora las balas llegaban de todas partes.
Alzó los ojos al pico de la montañ a, y lo contempló con ardiente deseo.

La mujer, que había estado oculta tras una pared derruida que, en otro tiempo, había
formado parte de una casa, salió al descubierto cuando vio a Harrison caminando por la
línea que había sido la calle.
Estaba caminando tranquilamente, con su arco sobre el hombro, sin vérsele agitado
ni exhausto. La miró apreciativamente. Juzgá ndola por los standards de otrora, no era
especialmente atractiva: Era dura, de piernas largas y tan salvaje como un lince.
—Vienes conmigo —dijo.
No era ni una pregunta ni una orden. Era una afirmació n. Eran dos animales, macho
y hembra. Eso era todo. Ella no pensó en rehusar. Quizá , si lo hubiera hecho, él la hubiera
dejado partir. O, por el contrario, tal vez la hubiera golpeado hasta lograr que aceptara.
—¿Muy lejos? —preguntó ella.
—Ocho kiló metros —respondió él—. Pasada la siguiente cordillera.
Inició la marcha yendo delante, y se apartó del camino un poco después de salir del
pueblo.
Al cabo de tres horas de caminar y subir constantemente llegaron a un estrecho
valle oculto.
Harrison no hablaba mucho. Probablemente no estaba acostumbrado a hablar con
extrañ os, así que la mujer no se enteró de que estaban llegando a su destino hasta que una
figura humana apareció frente a ellos.
Ya era casi de noche, y la mujer tuvo alguna dificultad en ver la figura. Esta emergió
de las sombras bajo un arbusto, bastante inesperadamente. Pero Harrison no dio signos de
sorpresa; era como si hubiera esperado hallar a alguien por allí. Llamó Jim a la figura, y ella
vio que Jim era un muchacho de unos doce añ os.
—Llegas tarde, Papi —dijo el chico—. Está bamos preocupados.
—Tuve que venir de mala manera —gruñ ó Harrison—. Traje conmigo a esta mujer.
Los Sapos la perseguían.
El muchacho la miró con mucho interés.
—Vaya, Papi —dijo—; te has metido en un buen lío. Tengo ganas de saber lo que
pasa cuando la vea Mami... ¿Cuá l es tu nombre —le preguntó a ella.
—Madge —contestó la mujer.
—¿De dó nde eres?
—De hacia el Sur, de donde está el mar —dijo ella.
—¿Tienes familia?
—Ya no. Los perdí hace un par de inviernos.
—Vamos dentro —dijo Harrison—, Tengo tanta hambre que me comería un Sapo.
¿Hay algo en la cazuela, Jim?
—Seguro. Cogí una liebre muy gorda esta mañ ana.

Se adelantaron hacia un á ngulo rocoso y se deslizaron por una estrecha fisura


natural. Se hallaron en una amplia caverna. Estaba iluminada en forma débil y difusa por
una cantidad de lá mparas colocadas en hornacinas en la roca. También había tres fuegos
encendidos, y lo que parecía ser un gran nú mero de figuras humanas moviéndose de un
lado a otro y proyectando sombras en la pared y techo.
Tras un momento de confusió n, Madge pudo ver que no había tanta gente. Estaban
dos mujeres mayores, una de unos treinta y cinco añ os y otra de unos veinte. Esta ú ltima se
hallaba en estado. También había un hombre, que parecía anciano y canoso y tenía un
brazo deformado. También había una cierta cantidad de niñ os. Creyó ver a unos diez.
A pesar de la cantidad de gente que había allí, el lugar olía a limpio. Má s que el viejo
só tano que habían ocupado sus padres. Ademá s, se notaba un olor a carne que le hacía la
boca agua.
Harrison fue hasta el fuego en donde estaba un puchero, sobre el que se inclinaba la
mujer mayor.
—Esta es Madge —le dijo ceñ udamente—. Los Sapos la perseguían. La salvé.
—El salvarla era forzoso —le dijo la mujer—, pero no lo era el traerla aquí, Joe
Harrison. Supongo que esperas que me conforme a soportar a esta también, ¿no? Pues no lo
haré, ¿comprendes? Mañ ana a primera hora se tendrá que ir.
—Cá llate y danos de comer —gruñ ó Harrison. Parecía incó modo, hasta pusilá nime.
La mujer sacó , con bastante mala gana, un par de platos de madera, y los llenó con
trozos de carne.
Madge, que casi no había comido en los dos ú ltimos días, asió su comida y comenzó a
rasgarla con los dientes. La otra mujer le dio un bofetó n.
—Basta —ordenó —. Ahora escú chame... desde los viejos tiempos han cambiado
mucho las cosas, y supongo que tendré que conformarme con lo que piensa hacer Harrison
contigo, pero de todas maneras hay una o dos cosas que no han cambiado. Esta es mi casa,
¿comprendes? Tal vez vivas en ella y en ella tengas hijos, pero seguirá siendo mi casa. Y
mientras lo sea, la vamos a mantener limpia y decente. Nada de suciedades. Nada de
escupir en el suelo. Nada de tirar huesos o carne podrida por los rincones. Hemos caído
bastante bajo, pero aú n no tanto como los animales. Así que come tu carne en forma
decente y no como un animal salvaje.
—Exacto —añ adió Harrison—. Liz es mi esposa. Ella manda en esta casa.

Cuando hubieron acabado de comer, Harrison se puso en pie.


—Muéstrale donde puede dormir, Mami —ordenó . Se dio la vuelta y se fue a otro de
los fuegos, frente al que estaba sentado el viejo.
Liz llevó a Madge al otro lado de la cueva, a uno de los rincones sombreados en el
que había una cama hecha con una lona tendida sobre un marco de madera, y algunas
mantas.
—Puedes pasar aquí la noche. Y sacude las mantas y arregla las cosas por la mañ ana.
Hay un tanque de agua ahí afuera, así que puedes lavarte si quieres. Y la letrina también
está afuera, no quiero suciedades aquí dentro. Y escú chame, muchachita... sé muy bien lo
que Joe Harrison piensa hacer contigo, y creo que tú también lo sabes. Si no te gusta, lo
mejor que puedes hacer es largarte mañ ana por la mañ ana. Si te quedas supongo que me
tendré que conformar; pero no quiero saber nada de ello. Lo que pase entre Joe y tú tendrá
que ser fuera de aquí. Tenemos aquí muchos niñ os, míos y de Lucy, y quiero que las cosas
sean decentes y respetables.
—Los Sapos casi me cazaron —dijo la muchacha hoscamente—. No tengo familia ni
lugar alguno al que ir.
—Lo sé —contestó la mujer—. Quédate si quieres. Este lugar es mejor que muchos
otros, aunque en él sucedan muchas cosas raras... cosas que casi no podrá s creer. Pero el
resultado de ellas es que vivimos mejor que nadie. Siempre tenemos mucha comida.
Sucedieron cosas que casi no se podían creer. Al principio, Madge no notó nada
extraordinario. Se despertó por la mañ ana por el ruido que hacían los niñ os riendo y
gritando. Se levantó . Liz estaba sacando los rescoldos del fuego. No se veía ni a Harrison ni
a los muchachos.
—Vete al río y lá vate —le ordenó Liz—. Luego te daré el desayuno. Baja por las
rocas.
En el exterior, Madge se quedó por un momento parpadeando a causa del brillante
sol. El río, que a la escasa luz del atardecer no le había resultado visible, estaba allá abajo.
Los niñ os estaban chapoteando en los vados, gritando y salpicá ndose unos a otros.
Comenzó a descender hacia la playa de guijarros.
—Camina por las rocas —dijo una voz detrá s de ella. Era el chico, Jim— Los que
caminan tienen que ir por las rocas. No queremos dejar huellas que los sapos puedan ver
desde el aire.
Se volvió para hablarle, pero el sol todavía la deslumbraba y no lo vio. Sin embargo,
un momento má s tarde lo pudo ver, con los demá s niñ os, en el río. Siguió a lo largo de la
orilla, apartá ndose del lugar en que estaban los niñ os, y se sumergió en el agua. El arroyo
de montañ a estaba muy frío, y no se quedó mucho rato. Cuando regresó , todos los niñ os se
habían ido, excepto dos de unos tres añ os de edad que estaban gateando por las rocas hacia
la caverna. Tenía la vaga impresió n de que los niñ os habían abandonado el estanque muy
sú bitamente.
Liz y la muchacha Lucy estaban sentadas fuera de la caverna, con un montó n de
pasteles recién horneados en una plata de madera.
Madge comenzaba a tener la impresió n de que había algo muy raro en aquel lugar,
en aquella gente. El viejo... tenía unos sesenta añ os, y era muy viejo para ser un humano,
ahora que los restos de la raza se veían obligados a correr a esconderse si es que querían
seguir con vida. En ese momento, el viejo salió de la cueva y los niñ os se arremolinaron a su
alrededor, parloteando.
Tomó la plata de pasteles de avena calientes. Se puso rígido y, de pronto, ya no
estuvo allí.
Nadie pareció sorprendido. Nadie lanzó exclamaciones o gritó . Los niñ os se dieron la
vuelta y miraron hacia arriba. Madge miró también. Allí estaba el viejo, de pie en la cima de
una roca a unos cincuenta metros de distancia. Estaba colocando la plata en el suelo. Luego,
estuvo de regreso entre ellos.
—Ve a buscar tu desayuno, Johnnie —ordenó Liz.
Johnnie, que tendría unos siete añ os, miró hacia la roca. Al instante siguiente estaba
en ella. Luego estaba de regreso, llevando un pastel en cada mano.

Otros tres chicos, dos niñ as y un niñ o, tomaron su desayuno en la misma milagrosa
forma. Nadie parecía ver en ello nada fuera de lo ordinario.
Entonces el viejo llevó la plata hasta una roca má s cercana y baja, y los bebés de tres
y cuatro añ os fueron invitados a realizar la misma hazañ a.
Cuando todos los niñ os hubieron repetido varias veces el truco, la plata fue colocada
entre ellos y se sirvieron en la forma ordinaria. Las mujeres también lo hicieron. Liz invitó a
Madge a que se les uniese.
—Son pasteles de avena —explicó —. Y hay mantequilla en esa lata, y miel.
Madge se sentó al lado y comenzó a comer.
—¿Te han sorprendido esas cosas, muchacha? —preguntó Liz.
—Nunca antes las había visto —admitió ella—. Mi padre acostumbraba a contarme
las cosas maravillosas que pasaban en los días de antañ o, pero en esos días todo se hacía
con má quinas, y no veo má quinas por aquí.
—No son má quinas —le dijo Liz—. Es algo nuevo. Se debe al impulso evolutivo.
—No creo comprender eso —admitió Madge.
—Ni yo —afirmó Liz—, pero así es como lo llama el abuelo. Es algo que llevan
dentro, él y Joe y los chicos. Sabes que éramos millones, ¿no?
—Claro. Ciudades llenas de gente, coches, aviones. Antes de que llegasen los Sapos.
—Así es. Nunca he comprendido por qué los Sapos nos odian tanto. Pero lo cierto es
que asesinaron a esas ciudades llenas de gente, y que cazan a los que quedamos.
—Mi padre decía que ya no quedá bamos muchos. Que en otros cincuenta añ os
seríamos una especie extinta.
—Quizá . Había varias familias en este distrito, pero ahora solo quedamos nosotros.
—Pero, ¿qué es eso del impulso?
—Es algo que no comprendo del todo. El abuelo sí que lo entiende. Conocía a mucha
gente cuando fue joven, hablaba con ellos y tuvo una cierta educació n. É l y mi Joe no son
gente fá cil de aniquilar. Son unos buenos luchadores. Cuando miro a Joe, no me lo puedo
imaginar, a él y a sus semejantes, como algo a extinguir. Me parece que es algo que no
pueden aceptar. El abuelo dice que la Humanidad forma parte del Universo. Que ha
recorrido todo este camino desde los monos. Que hemos sido millones, viviendo aquí en la
Tierra y en Marte. Que hemos hecho de todo, escrito toda clase de libros y construido todo
tipo de má quinas maravillosas, y que, cuando los que restamos empezamos a pensar en la
idea de extinguirnos, algo dentro de nosotros decide que eso no puede ser tolerado, así que
inventamos un nuevo truco. El truco del salto en el espacio.
—Muchos otros animales está n extintos —objetó Madge—. Supongo que no les
debía agradar mucho, pero se extinguieron de todas formas.
—No eran animales conscientes como nosotros. Dudo que supiesen que se estaban
extinguiendo. Pero Joe Harrison no es del tipo de los que aceptan resignadamente esa idea.
Supongo que le hierve en el estó mago.
—¿Así que pueden hacer ese salto en el espacio?
—Yo no puedo, querida —sonrió Liz—. Joe puede hacerlo... y el padre de Joe... y los
niñ os, la mayor parte de ellos. Y tus niñ os, no me cabe duda, lo hará n cuando los tengas.
—¿Qué pasaría si los Sapos nos encontraran?
—El abuelo y Joe y los niñ os podrían escapar —contestó Liz.
—¿Nosotras no?
—Nosotras no, muchacha —sonrió Liz.
Liz era una persona amistosa. Una hora má s tarde le dijo a Madge que fuera con ella
a las colinas.
—Los chicos van a cazar —explicó —. Saben lo que se hacen, pero son jó venes.
Necesitan que haya alguien por allí. Tú , si es que te quedas con nosotros, puedes encargarte
de ello. Eres má s joven y corres má s que yo. Ven.
Liz metió la cabeza en la caverna.
—Jim —gritó —. Ven con nosotras, Jim. Vamos a subir a la colina.
—Os alcanzaré allí —replicó la voz de Jim—. Nos encontraremos en los pinos.
Madge y Liz escalaron por las rocas hasta la ladera de la colina y subieron por ella.
Liz hablaba todo el tiempo. Cerca de la cima, donde todo eran arbustos, brezos y tojos,
había un grupo de cinco á rboles. Jim salió de entre ellos cuando se acercaban.
—¿Dó nde está n los otros, Jim? —preguntó ansiosamente Liz.
—Má s allá . Está n bien, Mami —dijo el chico.
Los tres comenzaron a caminar por la ladera de la colina, manteniéndose a una
distancia de unos cincuenta metros uno del otro. Otros dos o tres niñ os aparecieron
también en la ladera, pero Jim era el que parecía saber mejor lo que se hacía.
Cuando hubieron caminado un par de kiló metros, una liebre salió frente a Madge y
se alejó corriendo a toda velocidad. Se preguntó que es lo que debiera haber hecho.
Mientras miraba, la liebre atravesó un matorral. Jim apareció —se materializó —
justamente en el camino del animal. Este fintó violentamente, pero el muchacho se lanzó
sobre él. Madge vio como su mano caía sobre el cuello de la liebre en un rá pido golpe
cortante.
—Nos las apañ amos bastante bien con la comida —dijo Madge, con el tono de quien
da algo por sentado—. Espero que Joe traiga un venado esta noche.

Harrison y Madge habían salido a la oscuridad. Ya en otras ocasiones habían estado


juntos fuera. Cuando lo habían hecho, ni Liz ni nadie habían hecho preguntas ni
comentarios, ni siquiera mirado con curiosidad. Harrison no la había obligado a quedarse.
Pensaba que hasta habría tolerado el que se hubiera ido, pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
No era un hombre particularmente amable o amistoso. Hablaba muy poco. No cabía duda
de que no deseaba otra mujer, sino má s niñ os. Niñ os que pudiesen saltar en el espacio,
como él decía. Pero ella nunca había conocido mucha amistad o afecto, y con él gozaba de
una sensació n de seguridad mayor de la que había tenido en toda su vida.
Caminaron juntos a lo largo de la cadena de colinas. No iban cogidos de la mano.
Harrison no era así. Simplemente, caminaban.
Bajo ellos, en el valle cercano, Madge vio un pequeñ o resplandor rojo. Tomó la
muñ eca de Harrison y señ aló .
—Es una partida de caza de los Sapos —dijo él—. Tenía que pasar. Desde el día en
que te salvé deben de saber que hay algunos de nosotros viviendo por estas colinas. —
Contempló el brillo rojo. Su rostro, a la luz de la Luna, era fiero y despiadado.
—Voy a bajar ahí —le dijo—. Tú regresa y díselo al abuelo. Solo puedo saltar a los
sitios que veo, así que no me esperéis de vuelta hasta el amanecer. Ve y dile a la familia que
preparen a los niñ os para irse si fuera necesario...
Sacó su machete de la vaina, y desapareció de su lado como una sombra.

La partida de caza de los Sapos estaba acostumbrada a tratar con humanos que se
escondían en lugares casi inaccesibles, y escapaban cuando eran cazados, y que tan solo se
detenían y luchaban cuando, acorralados, no les quedaba otra solució n. No tenían ninguna
experiencia reciente en ataques no provocados, hechos por los humanos. Sin embargo, el
humano era un animal peligroso y astuto, y tomaban las precauciones razonables. Mientras
cuatro miembros del grupo dormían, el quinto permanecía despierto, de guardia.
Harrison se proyectó desde lo alto del risco hasta el brillo del fuego y cayó , tan
silenciosamente como una hoja, justo a su lado y se quedó muy quieto. Escuchando
atentamente, oyó los ligeros movimientos hechos por el centinela, y al cabo de poco pudo
distinguir la brillante silueta negra de su cabeza. Escogió la posició n con cuidado, se
transfirió a una posició n situada a un metro a la espalda del Sapo, y blandió la pesada hoja
del machete en un silbante círculo, cercená ndole limpiamente el cuello. Se oyó un ruido
apagado cuando el cadá ver se desplomó .
Quedaban los otros cuatro Sapos alrededor del fuego, cada uno de ellos acurrucado
formando una bola. Harrison comprobó cuidadosamente el que estuvieran dormidos.
Entonces se acercó al má s pró ximo, le levantó la cabeza y se la cortó . El segundo se agitó y
comenzó a despertarse mientras Harrison se acercaba a él, y dejó escapar un agudo chillido
sordo antes de morir. Mientras se inclinaba sobre la tercera víctima, se dio cuenta de que el
ú ltimo miembro de la partida se estaba sentando y buscando su arma. Le dio un tajo rá pido
al Sapo que tenía enfrente y enfocó sus ojos en un á rbol situado a medio kiló metro, tras lo
cual desapareció como un suspiro.

Permaneció allí hasta el amanecer. El ú nico superviviente de la partida de caza


permaneció alerta, observando las tinieblas. En varias ocasiones disparó a movimientos
que se produjeron entre la espesura. A la primera luz, examinó los cuerpos de sus
compañ eros. Aparentemente, aú n quedaba algo de vida en uno de ellos, el ú ltimo del que se
había ocupado Harrison, pues el sobreviviente lo acabó con un tiro de gracia en la cabeza.
Había poca compasió n, o cariñ o fraterno, entre los Sapos.
Harrison contempló como el Sapo tomaba cautelosamente el sendero que lo llevaría
hacia los llanos y el terreno despejado. Si hubiera traído su arco, probablemente hubiera
podido eliminarlo. Regresó a la caverna en tres saltos, y lo tomó .
—Uno de ellos se ha escapado —dijo—. Trataré de pararlo antes de que haga correr
la noticia.
Pero no logró alcanzar a aquel Sapo. Quizá se había encontrado con otro grupo que
llevaba un vehículo, o tal vez contara con algú n medio por el que pedir ayuda. Los humanos
sabían muy poco de los artefactos mecá nicos y los medios de comunicació n de los Sapos.

—Así que ahora saben que hay humanos por estos contornos —dijo Harrison—, y
saben que son humanos que luchan, y no humanos de los que corren y se esconden. —
Principalmente, se dirigía a su padre.
—¿Crees que deberíamos irnos de aquí?
—No —Harrison sacudió su cabeza con terquedad—. Por una parte, algunos de
nosotros no se pueden trasladar tan fá cilmente como los otros —miró a Lucy—. Por otra,
estas montañ as son un sitio bastante bueno. Son salvajes. Hay en ellas comida y caza y
lugares en los que ocultarse. Y vamos a necesitar un sitio en el que reproducirnos.
—Cuando sepan que estamos aquí unos cuantos de nosotros, con mujeres y criando
niñ os, vendrá n a buscamos con partidas organizadas —insistió su padre.
—Puede que si. Pero me he dado cuenta de que los Sapos de hoy en día no son como
los que llegaron primero. Está n viviendo sus vidas ordinarias. Son colonos, no
conquistadores. Y, ademá s, deben de estar bastante confiados en que nos han aplastado.
Creo que si nos atenemos a la regla de no atacarlos a menos que vengan a las colinas a
cazarnos, es posible que nos dejen tranquilos. Quizá se hagan la idea de que estas colinas
son bastante peligrosas y se habitú en a no acercarse a ellas.

Era fá cil para Harrison, su padre y Jim el vigilar los alrededores. Podían moverse de
la cima de una colina a otra, manteniendo su vigilancia sobre los valles de abajo.
Otra partida de caza, mayor que la primera, apareció un par de semanas después.
Harrison dejó que los perros los olfateasen, y luego se fue turnando con su padre, en
trayectos de cinco millas, hasta dejar un rastro que los llevó fuera del distrito. Luego,
desaparecieron completamente.
—Deben pensar que somos una especie nueva, má s fuerte, padre —la dijo Harrison
al abuelo—. Una especie que puede correr sin cansarse frente a ellos por un día y una
noche, para desaparecer luego sin dar muestras de cansancio.
—A lo mejor ahora nos dejan tranquilos —esperó el abuelo.
Pero no fue así.
Posiblemente los Sapos estaban preocupados. Aunque lo má s probable era que
simplemente sintieran curiosidad por saber como estaban logrando escapar los humanos.
De cualquier forma, enviaron una aeronave. Harrison y su gente la vieron mientras estaba
aú n hacia el este. Se apresuró a esconder a los niñ os.
Los humanos llamaban al artefacto un aereobote. Era un vehículo grande, que
flotaba bastante silenciosamente, y con lentitud, sobre las cimas de las colinas. Ya quedaba
poco de los antiguos conocimientos técnicos de la raza, así que no tenían ni idea de cual era
su energía motriz; tan solo sabían que era mortífero para ellos. Má s tarde pasó bastante
bajo, casi rozando la copa de los á rboles. La parte superior del casco era transparente, y
podían ver a una docena de figuras negras en su interior.
Harrison, mirando desde debajo de un arbusto, rechinó los dientes.
—¿Crees que podríamos saltar allá arriba, en medio de ellos? —le preguntó al viejo.
—No veo por qué no —consideró este.
El aereobote giró en seco, mientras estaba casi encima de ellos.
—Han visto algo —gruñ ó Harrison—. Ya sabía yo que era imposible que tuviéramos
a todos esos críos corriendo por ahí, en el río, sin que dejaran algunas huellas.

Sin embargo, el bote planeó tan solo algunos minutos y luego se deslizó rá pida y
decididamente hacia al sur.
Vieron como se empequeñ ecía en la distancia.
—Es mejor que los chicos salgan ahora, y que correteen un poco antes de que se
haga de noche —sugirió Harrison.
Fue a buscarlos a la caverna, y en un momento se hallaron en el río, chapoteando y
gritando como siempre.
Tan solo habían estado allí unos cinco minutos cuando Jim lanzó un agudo y sonoro
silbido.
—¡Papi! —gritó , señ alando.
El aereobote se acercaba rá pidamente, por sobre el río, al otro extremo de la colina,
volando bajo.
—Recoge a los niñ os, Jim! —gritó Harrison.
Casi no había terminado de hablar y ya Jim estaba entre ellos, en el río.
El bote planeó má s cerca. Los niñ os se estaban desvaneciendo del río, uno tras otro,
a medida que Jim llegaba hasta ellos. Desaparecían como los destellos de una pantalla de
cine, parpadeando y oscureciéndose. Harrison estaba en pie, contemplando el bote.
—Deben de haber visto algunas señ ales nuestras. Nos han engañ ado para que
saliésemos al descubierto. Ahora saben que hay aquí una de nuestras familias, y que somos
diferentes en alguna forma —sus dientes estaban desnudos en una mueca de odio y rabia.
—Joe —le dijo su padre—, vamos ahí arriba y acabemos con ellos.
Harrison contempló a su padre, y luego al bote que pasaba por encima.
—¿Piensas que podremos?
Desenvainó el machete.
—De acuerdo —gruñ ó —; cuando dé la voz...
Alzó su feroz y despiadado rostro hacia arriba, y enfocó la vista en el bote.
—¡Ahora! —dijo.
Se hallaron en el bote.

Había ocho Sapos... ocho seres aterrorizados que no comprendían lo que estaba
sucediendo. Harrison y el viejo estaban cortando y acuchillando manos y cabezas. El
aereobote era un vehículo có modo, largo y con lados trasparentes, confortables sillones y
espesas alfombras. En un minuto, los dos humanos lo habían transformado en un matadero
lleno de sangre azulverdosa y gemidos y cuerpos en estertores.
Harrison se detuvo, jadeando y tomando aire.
—¿Está s bien, padre?
—Bastante bien... una de las bestias me dio en una pierna con un cuchillo, pero ya
estoy bien. Mira, Joe, tenemos que acabar con ese tipo.
En el extremo delantero estaba el piloto del bote, separado del saló n principal por
un panel transparente. El piloto estaba inclinado sobre el tablero de mandos, moviendo
palancas febrilmente. Notaron como el vehículo daba un tiró n y aceleraba, subiendo.
Harrison se lanzó contra el panel, que crujió pero no cedió .
El piloto se volteó para enfrentá rseles. Tenía un arma que no conocían en la mano.
—Cuidado Joe —advirtió su padre.
—Tenemos que matarlo. Si regresa, contará que los chicos y nosotros saltamos en el
espacio, y regresará n en masa a por nosotros.
—Saltemos a su lado.
—De acuerdo —gruñ ó Harrison—. Juntos...
Pero su padre fue primero, cayendo casi encima del piloto. Y, a pesar de su sorpresa
ante el aparente milagro de dos hombres atravesando el panel de glasita, el Sapo logró
apretar el gatillo de su arma. Se oyó un suave restallido. Un instante má s tarde, Harrison le
golpeó fuertemente en el cogote.
—Se acabó —dijo con satisfacció n. Miró al saló n. El trabajo había sido hecho a
conciencia. Luego miró afuera.
Evidentemente, el piloto había puesto el aereobote en alguna especie de curso.
Estaba acelerando hacia el sur, y subiendo.
—Tenemos que irnos de aquí —dijo Harrison con urgencia—. Si perdemos nuestros
puntos de referencia, tendremos dificultades para regresar... Vamos, padre. Allí está la
colina, ¿la ves? Vayá monos.
Su padre estaba recostado contra la pared, apretá ndose el costado con la mano.
—Me siento muy mal —se quejó .
—Tienes que salir de aquí —le urgió Harrison—. Fija la vista en la colina y da el
salto. Te cuidaremos en cuanto lleguemos a casa.
El viejo alzó la vista y miró sin fijeza, casi lloroso.
—No creo que pueda... Me faltan fuerzas.
—Tienes que hacerlo, padre. Tienes que hacerlo... Infiernos, ¿no te imaginas lo que
pasaría si te quedaras aquí? Tienes que salir del bote...
—De acuerdo, hijo. Lo intentaré.
—La colina de la izquierda, allí —le señ aló con urgencia Harrison.
El viejo enfocó la mirada, hizo un visible esfuerzo por concentrar su energía mental,
y se desvaneció .
Harrison, mirando hacia la colina, vio como el cuerpo de su padre se materializaba
en medio del aire, a unos trescientos metros del bote. Cayó , girando y volteando los
setecientos metros que lo separaban de las rocas de abajo.
Harrison saltó un momento má s tarde.
El bote, con su cargamento de cadá veres, flotó , alejá ndose rá pidamente. Lo
encontrarían muy lejos, puede que a un millar de kiló metros.
Apoyado en las rocas del exterior de la caverna, Harrison miró hacia arriba y al otro
extremo del valle.
—Así que los matamos a todos. Estamos a salvo por el momento.
—¿Lo sientes por tu padre? —le preguntó Liz.
—Supongo que sí —admitió él—. Pero no albergo muchos sentimientos en mi
interior. Tan solo una determinació n de sobrevivir. Un deseo de no extinguirme —miró a
las estrellas.
—Si pudiéramos descubrir de cual de esas estrellas vienen los Sapos —pensó en voz
alta—, podríamos aprender a dar un gran salto, justo hasta su planeta madre. ¿No te parece
que eso les daría un buen susto?
—El Cielo proteja a los Sapos el día que Joe Harrison y su estirpe caigan sobre ellos
—comentó Liz.
—Lo necesitará n —confirmó Harrison, descubriendo sus dientes.

Título original:
NEARLY EXTINCT
© 1960 by Nova Publications Ltd., reprinted by arrangement with E. J. Carnell

Traducció n de M. Sobreviela
 
 
ESPERA INTERRUMPIDA
ARTURO DE BENITO Y RUIZ DE VILLA
El joven autor de este relato, Arturo de Benito y Ruiz de Villa, nació en Torrelavega,
provincia de Santander (Españ a) hace veintidó s añ os, y vive en Madrid desde los cinco. En
la actualidad estudia las carreras de Ingeniero Aeroná utico, por vocació n, y Periodismo, en
la Escuela Oficial, por afició n. Desde los quince añ os escribe cuentos, alguno de ellos de SF.
Esta es su primera aparició n —y esperamos que no sea la ú ltima— en una revista
especializada.

Bueno. Pues ya estoy aquí. A ver... sí, seguro que es aquí. No tendría maldita la gracia
que me confundiese de sitio. A lo mejor, visto desde fuera, resulta buena cosa para reírse,
pero en mi situació n, de gracia, ni pum. A Dios gracias, reconocería este banco y estos
á rboles entre mil. Aunque no sepa qué especie son, porque de botá nica no tengo ni la
mínima. Ni me importa, claro. Yo a lo mío; a mi Civil, mi Mercantil, mi Administrativo, mi
Mari Cruz... y las que se pongan a tiro, pues estaría bueno. El caso es que ya va a ser hora.
Dijimos a las seis... solo son menos cinco. También podía llegar ella primero un día. No se
iba a caer el mundo. Una subversió n de los valores tradicionales. Una chica esperando a un
chico. Tremendo atentado al orden pú blico. ¡Porras! ¡Todavía no son las seis y ya me estoy
poniendo nervioso! La cosa no es para menos. ¡Caray, có mo está la niñ a! No es porque
venga conmigo, pero es imponente. Alta, pero no jirafa. Delgadita, pero gordita por donde
debe estarlo... ¡Buff! ¡Y có mo se arrima bailando...! Buen programa hoy. A casa de Carlos que
da una fiesta. ¡Y qué fiestas da Carlos! De esas que no le gustaban al cura del colegio. Yo no
había ido hasta ahora. No tenía chica que llevar. ¡Muerte a las niñ as de Filosofía! ¡Abajo el
Preu de Colegios de monjas! ¡Vivan las secretarias lanzadas e independientes! Ya era hora
de que me despabilara. Veintiú n añ os, cuarto de Derecho y sin comerme una rosca. ¡Ah, no
señ or no! ¡Esto se acabó !
Las seis. Ahora sí que son las seis. No, si como siempre, me tocará esperar a mí. Pues,
hale, vamos a sentarnos. Cuando la señ ora se digne venir nos iremos. ¡Vaya! Ahora, un crío
a dar la lata. Y vestido de astronauta. Menos mal que no viene de yanqui. Estoy de Apolos
hasta el gorro. Está gracioso el chaval. El traje no está muy bien hecho. Los he visto
mejores... y má s caros. ¡La...! Las seis y cinco. No veas si me da plantó n. Porque no veo
ningú n teléfono por aquí, sino la llamaba... ¿qué hace ese chalado? Parece que no hubiera
visto un á rbol en su vida. Se creerá Flash Gordon explorando otro planeta. Y la otra que me
trae frito. Como me llamo Juanjo que después de todo el tute no se me escapa... ¡Y en casa
de Carlos! ¡Ahí nada! Fijo que el Julio se lleva a las francesas... Esas encima se pagan lo suyo.
Qué digo lo suyo.
Y lo del otro si se lo propone... Vaya piernas que tenía la morena... Con las mujeres lo
ú nico que vale es la cara. La cara y el dinero. A falta de lo uno...
Las seis y cuarto. Como me falle hoy, no me vuelve a ver el pelo. ¡Por su padre!, que
siempre es mejor que jurar por el mío. ¡Je! El crío ese me ha visto y se ha quedado muy
tieso. Debe tener unos cuatro añ os. Me está cayendo gordo. ¡Pues no me hace un saludo
indio! ¡Hough, gran jefe! ¡Ahí te zurzan! ...Ayer en el cine lo pasamos bien. Al principio muy
tiesa, muy estirada... No se habrá enfadado. No hicimos tanto... bien que se reía, y no de la
película que era un ladrillo... Se excitaba la niñ a. Cuando soltó el gritito creí que nos
echaban. Lo dicho. De esta no pasa. ¡Está madura, demonio!
Y este idiota de crío venga a hacerme señ as. Sí. Sí, rico. Te veo. Toma, mi sonrisa má s
amable. ¡Je! ¡Hala! ¡Con tu tata! O con tu mamá . O con un guarda... pero largo.
Seis y veinte. ¿Habrá perdido el autobú s? ¡Anda el niñ o! ¡Lo que faltaba! ¿No habrá
quién se lo lleve? Pues no veo a sus padres por ahí... Sí, rico... jugamos a los marcianos...
¿qué dices? Ni jota, oye. Pues no va a ser alemá n el pajolero niñ o. No entiendo a los
mayores... como para entender a uno pequeñ o. Sí, chaval ¡Heil Hitler! ...pero Auf Wiedersen.
Con guten morgen y sauerkraut, mi vocabulario completo. ¡Ja, ja! Levanto el brazo a lo nazi
y me apunta con su super-pistola-de-rayos-desintegra-paralizantes. ¿Será judío? Y la otra
sin venir. ¡Eh! ¡De subirte encima nada, mocoso! ¡Ah! ¿Es un saludo? Sí, hombre. Toma la
mano. Choca esos cinco, pero sin morder... ¡Auuu! ¡Qué animal! ¡Qué pellizco me ha dado!
¡Toma, bestia! No sé si le he atizado muy fuerte. Se ha caído. ¡Qué veo! ¡Por fin! ¡Mari Cruz!
Ahí te quedas, enano. Que te aproveche la bofetada y aprendas a no jorobar al pró jimo. Sí,
puedes matarme con tu arma de rayos, Flash. Pero yo me...

***

—Ha sido una lá stima, pero el explorador hizo lo ordenado. Esos seres son seis
veces má s altos que nosotros. Agresivos. Djill hizo los gestos de amistad convenidos y el ser
pareció aceptarlos, pero al saludar con el cortés pellizco en la mano, el ser golpeó a Djill,
arrojá ndole al suelo, y se levantó con el propó sito evidente de acabar con él. No tuvo otro
remedio que usar el lá ser.
—Lamentable —suspiró el Jefe—.¡Llevá bamos tanto tiempo esperando...!

© A. de Benito y Ruiz de Villa y Ediciones Dronte, 1970


EL INFIERNO DE LOS ESPEJOS
EDOGAWA RAMPO
Edogawa Rampo tiene una gran popularidad en el Japó n como autor de relatos de
misterio, y es en palabras de la Saturday Review of Literature: «Uno de los mejores
exponentes de la novela detectivesca en el Japó n. Es probable que, si es traducido al inglés,
gozará aquí de una popularidad similar a la del francés Georges Simenon». Nacido el 21 de
octubre de 1894 en Nabari, es hijo de un mercader que también practicaba el oficio de
abogado. En sus treinta y un añ os como escritor, Rampo ha escrito veinte libros, cincuenta
y tres relatos cortos, diez libros juveniles y seis volú menes de ensayo. Y algunos de los
relatos de su abundante producció n rozan muy de cerca el campo de lo fantá stico, como el
que ahora podrá n leer.
ilustrado por M. KUWATA

Uno de los amigos má s extrañ os que jamá s tuve fue Kan Tanuma. Desde el principio
sospeché que se hallaba algo desquiciado mentalmente. Algunos lo hubieran considerado
simplemente excéntrico, pero yo estoy convencido de que era un luná tico. De cualquier
forma, tenía una manía, una locura por cualquier cosa capaz de reflejar una imagen, así
como por todo tipo de lentes. Aú n de niñ o, los ú nicos juguetes con los que se divertía eran
las linternas má gicas, los telescopios, las lentes de aumento, caleidoscopios, prismas y
similares.
Tal vez esta extrañ a manía de Tanuma fuera hereditaria, pues su abuelo también
había tenido la misma predilecció n. Como evidencia de ello ahí estaba la colecció n de
objetos, lentes primitivas, telescopios y libros antiguos sobre estos temas, que Moribe había
logrado de los mercaderes holandeses en Nagasaki.
Aunque los episodios relacionados con esta locura de Tanuma en su juventud, por
los espejos y lentes, casi no tienen cuento, los que yo má s recuerdo son los que tuvieron
lugar en el ú ltimo período de sus estudios superiores, cuando estaba absorto en el estudio
de la Física, especialmente de la Ó ptica.
Un día, mientras está bamos en el aula (Tanuma y yo éramos compañ eros de
estudios), el profesor nos pasó un espejo có ncavo y nos invitó a todos a mirarnos las caras
en él. Cuando fue mi turno, retrocedí horrorizado, pues las numerosas pú stulas de mi
rostro, tan aumentadas, parecían los crá teres de la Luna vistos a través del telescopio
gigante de un observatorio. Debo mencionar que siempre me ha preocupado mi estropeada
cara, tanto, que la impresió n desagradable que tuve en aquella ocasió n me dejó con una
fobia que me impedía mirar en esos espejos có ncavos. En cierta ocasió n, no mucho después
de ese incidente, visité una exhibició n científica, pero cuando divisé un enorme espejo
có ncavo colgado a lo lejos me marché aterrorizado.
Por lo contrario. Tanuma, en cuanto le dio la primera mirada al espejo có ncavo de la
clase, en claro contraste con mis sentimientos, lanzó un agudo chillido de alegría:
—¡Maravilloso... maravilloso! —clamaba, y todos los demá s estudiantes se rieron de
él.
Pero, para Tanuma, la experiencia no era motivo de risa, pues estaba realmente
interesado. Subsecuentemente, su amor por los espejos có ncavos se hizo tan intenso que
siempre estaba comprando toda clase de rarezas: alambre, cartó n, espejos y así. Con ello,
empezó a construir diversos tipos de cajas con truco, guiá ndose con diversos libros
dedicados a la magia científica que había obtenido.
Al lograr su certificado de estudios superiores, Tanuma no demostró inclinació n
alguna por seguir educá ndose. En lugar de ello, con el dinero que le era facilitado por sus
bien situados padres, se construyó un pequeñ o laboratorio en un rincó n del jardín y dedicó
todo su tiempo y esfuerzos a su locura por los instrumentos ó pticos.
Se aisló totalmente en su extrañ o laboratorio, y yo era el ú nico amigo que lo visitaba,
pues los otros lo habían abandonado en vista de su creciente excentricidad. En cada una de
mis visitas, comencé a sentirme má s ansioso ante su extrañ o comportamiento, pues podía
darme cuenta claramente de que su enfermedad iba de mal en peor.
Fue por entonces que murieron sus padres, dejá ndole con una cuantiosa herencia.
Completamente libre, entonces, de toda supervisió n, y con abundantes fondos con los que
satisfacer cada uno de sus caprichos, comenzó a enloquecer aú n má s. Al mismo tiempo,
habiendo alcanzado la edad de veinte añ os, empezó a demostrar un activo interés por el
sexo opuesto. Este interés se mezclaba con su mó rbida locura por la Ó ptica, y juntos
constituyeron una poderosa trama en la que se hallaba enmarañ ado.
Tras recibir su herencia, construyó inmediatamente un pequeñ o observatorio y lo
equipó con un telescopio astronó mico con el que explorar los misterios de los planetas.
Como su casa se hallaba sobre un montículo, era un punto ideal para este propó sito. Pero
no se sentía satisfecho con esta inocua ocupació n. Pronto comenzó a apuntar su telescopio
hacia tierra, y a enfocarlo en las casas de los alrededores. Las verjas y otras barreras no
constituían obstá culo para él, por lo elevado que se hallaba su observatorio.
Los ocupantes de las casas vecinas, totalmente desconocedores de que los curiosos
ojos de Tanuma los observaban a través del telescopio, realizaban sus vidas cotidianas sin
reserva alguna, con sus ventanas corredizas de papel abiertas de par en par. Como
consecuencia, Tanuma obtenía placeres anteriormente desconocidos para él mediante sus
secretas exploraciones de las vidas de sus vecinos. Una noche me invitó amablemente a dar
una mirada, pero lo que vi me hizo poner rojo escarlata, y rehusé compartir ninguna otra
de sus observaciones.
No mucho después, construyó un tipo especial de periscopio que le permitía tener
una visió n completa de las habitaciones de sus muchas y jó venes sirvientas mientras se
hallaba en su laboratorio. Desconocedoras de esto, las sirvientas no se preocupaban por
ocultar lo que hacían en el retiro de sus propias habitaciones.
Otro episodio, que nunca me puedo borrar de la mente, concernió a los insectos.
Tanuma comenzó a estudiarlos bajo un pequeñ o microscopio, obteniendo una satisfacció n
infantil al contemplarlos luchando o apareá ndose. Una escena en particular que tuve la
desgracia de presenciar fue la de una pulga aplastada. Realmente, se trataba de una visió n
repugnante pues, aumentada un millar de veces, parecía un gran jabalí salvaje agitá ndose
en un charco de sangre.
Algú n tiempo después de esto, cuando visité una tarde a Tanuma y llamé a la puerta
de su laboratorio, no hubo respuesta. Así que me metí dentro sin má s, tal como era mi
costumbre. En el interior, todo estaba completamente a oscuras, pues las ventanas estaban
recubiertas por cortinas negras. Y, sú bitamente, en la pared situada frente a mí apareció un
objeto borroso e indescriptible, de un tamañ o tan monstruoso que cubría todo el espacio.
Me sentí tan asombrado que me quedé helado.
Gradualmente, la «cosa» de la pared comenzó a adquirir forma. La primera cosa que
quedó enfocada fue un pantano cubierto por matorrales negros. Debajo aparecieron dos
inmensos ojos del tamañ o de bañ eras, con pupilas marrones que destellaban
horriblemente, mientras a sus lados flotaban muchos ríos de sangre en una llanura blanca.
A continuació n aparecieron dos grandes cavernas, de las que parecían surgir los extremos
negros de espesos cepillos. Estos, naturalmente, no eran sino los pelos que crecían en las
cavidades de la gigantesca nariz. Luego se vieron dos gruesos labios, que parecían dos
anchos cojines rojos; y que se movieron, mostrando dos hileras de dientes blancos del
tamañ o de tejas.
Era la imagen de un rostro humano. De alguna manera, me pareció reconocer las
facciones a pesar de su grotesco tamañ o.
Justamente entonces, oí como alguien decía:
—¡No te alarmes! ¡Soy yo! —y la voz me produjo otra sorpresa, pues los grandes
labios se movieron en sincronizació n con las palabras, y los ojos parecieron sonreír.
De pronto, sin aviso alguno, se llenó la habitació n de luz, y se desvaneció la aparició n
de la pared. Casi simultá neamente, Tanuma emergió de detrá s de una cortina situada al
extremo de la habitació n.
Sonriendo pícaramente se acercó hasta mí y me preguntó , con orgullo infantil:
—¿No ha sido un espectá culo asombroso?
Mientras, yo continuaba inmó vil, todavía sin palabras por el asombro, y él me
explicó que lo que había visto era una imagen de su propio rostro, proyectada contra la
pared por medio de un instrumento estereó ptico que había construido especialmente para
este menester.
Algunas semanas má s tarde, inició otro nuevo experimento. Esta vez construyó una
pequeñ a habitació n en el interior del laboratorio, recubriendo totalmente su interior con
espejos. Las cuatro paredes, ademá s del suelo y el techo, eran espejos. Por consiguiente,
cualquiera que se hallara en su interior se vería confrontado por las reflexiones de cada
porció n de su cuerpo; y, como los seis espejos se reflejaban los unos en los otros, las
imá genes se multiplicaban y se volvían a multiplicar hasta el infinito. Cual era el objetivo de
esta habitació n, fue algo que Tanuma jamá s me explicó , pero recuerdo que en una ocasió n
me invitó a entrar en ella. Rehusé de plano, pues la sola idea me aterrorizaba, pero por lo
que me contaron los sirvientes, pude saber que Tanuma entraba frecuentemente en la «sala
de los espejos» junto con Kimiko, su criada favorita, para gozar de las ocultas delicias de
espejolandia.
Los sirvientes también me contaron que en otras ocasiones entraba solo en la
cá mara, quedá ndose durante un rato, y en ocasiones hasta una hora. Una vez, permaneció
tanto tiempo en el interior que se llegaron a asustar. Uno de ellos reunió el bastante valor
como para llamar a la puerta. Tanuma salió de un salto del interior, totalmente desnudo, y
sin una sola palabra de explicació n escapó a sus habitaciones.
Debo de hacer notar que la salud de Tanuma se estaba deteriorando por momentos.
Por otra parte, su locura por los instrumentos ó pticos seguía creciendo en intensidad.
Como continuaba gastando su fortuna en su disparatado pasatiempo, iba obteniendo una
cada vez mayor cantidad de espejos de todo tipo y forma: có ncavos, convexos, esmerilados,
prismá ticos, así como ejemplares raros que daban reflexiones totalmente distorsionadas.
Pero, al fin, llegó al punto en que no podía obtener satisfacció n má s que si se construía él
mismo los espejos. Así que montó una pequeñ a factoría en sus espaciosos jardines, y allí,
con la ayuda de un selecto grupo de técnicos y artesanos, comenzó a construir toda suerte
de fantá sticos espejos. No tenía parientes que lo restringiesen en sus locas aventuras, y las
respetables sumas que pagaba a sus sirvientes le aseguraban su má s completa obediencia.
Por consiguiente, creí que era deber mío el disuadirle de malgastar aú n má s su ya
maltrecha fortuna. Pero Tanuma no me quería escuchar.
A pesar de ello, yo estaba decidido a seguir vigilá ndolo, temiendo que pudiera
perder completamente la cabeza, y lo visitaba frecuentemente. Y, en cada ocasió n, era
testigo de un episodio aú n má s loco de su orgía creadora de espejos, siendo cada uno de sus
experimentos má s y má s indescriptible.
Una de las cosas que hizo fue cubrir toda una pared de su laboratorio con un
gigantesco espejo. Luego, en el espejo cortó cinco agujeros; por ellos introducía sus brazos,
piernas y cabeza, desde la parte de atrá s del espejo, creando una extrañ a ilusió n de un
cuerpo sin tronco flotando en el espacio.
En otras ocasiones me lo encontraba en su laboratorio, rodeado por una miscelá nea
colecció n de espejos de fantá sticas formas y tamañ os, predominando los ondulados,
có ncavos y convexos, y el estaba danzando en medio, completamente desnudo, en la forma
en que se haría en cualquier ritual má gico o como un médico brujo. Cada vez que yo era
testigo de esas escenas, me producían escalofríos, pues la reflexió n de su desnudo cuerpo,
girando vertiginosamente, se contorsionaba y distorsionaba en un millar de variaciones. A
veces su cabeza aparecía doble, sus labios hinchados hasta proporciones inmensas; otras
veces su vientre se expansionaba y crecía, luego desaparecía; o sus brazos agitados se
multiplicaban como en esas estatuas antiguas de los Budas chinos. Realmente, durante esas
sesiones, su laboratorio se transformaba en un purgatorio lleno de monstruos.
Má s tarde, Tanuma montó un tremendo caleidoscopio que parecía llenar toda la
longitud de su laboratorio. Un motor lo hacía girar, y con cada rotació n del gigantesco
cilindro, las descomunales composiciones florales del caleidoscopio cambiaban de forma y
tonalidad: rojo, rosa, pú rpura, verde, bermelló n, negro; como las flores del sueñ o de un
fumador de opio. Y el mismo Tanuma se arrastraba al interior del cilindro, bailando allí
locamente, entre las flores, con su cuerpo desnudo y sus extremidades multiplicá ndose
como los pétalos de las flores, haciéndole parecer uno má s de entre los componentes del
caleidoscopio.
Y no terminó allí su locura, ni mucho menos. Sus fantá sticas creaciones se
multiplicaron rá pidamente, cada una mayor que la anterior. Hasta entonces yo había creído
que tan solo estaba algo demente, pero finalmente tenía que admitir que había perdido
totalmente la razó n. Y poco después llegó el terrible climax.
Una mañ ana fui despertado sú bitamente por un excitado mensajero que llegaba de
casa de Tanuma.
—¡Ha pasado algo terrible! ¡La señ orita Kimiko le ruega que vaya inmediatamente!
—gritó el mensajero, con el rostro tan blanco como una hoja de papel de arroz.
—¿Qué es lo que pasa? —le pregunté, apresurá ndome a vestirme.
—No lo sabemos todavía —exclamó el sirviente—, pero por Dios, ¡venga conmigo de
inmediato!
Traté de seguir interrogando al sirviente, pero se expresaba tan incoherentemente
que lo dejé correr y me dirigí al laboratorio de Tanuma tan deprisa como me fue posible.
Al entrar en aquel extrañ o lugar, a la primera persona que vi fue a Kimiko, la
atractiva joven sirvienta a la que Tanuma había tomado por amante. Cerca de ella se
encontraban otras sirvientas, abrazadas las unas a las otras y contemplando horrorizadas a
un gran objeto esférico que se hallaba en el centro de la sala.
La esfera era de un tamañ o doble al de esas sobre las que usualmente se balancean
los artistas circenses. El exterior estaba recubierto de tela blanca. Lo que me aterrorizaba
era la forma en que la esfera se movía lentamente, al azar, como si estuviera viva. Pero aú n
mucho má s terrible era el extrañ o sonido que retumbaba débilmente desde el interior de la
esfera: era una risa, una estremecedora risa que parecía surgir de la garganta de una
criatura de algú n otro mundo.
—¿Qué... qué está sucediendo? ¿Qué es lo que está pasando? —le pregunté al
postrado grupo.
—No... no lo sabemos —replicó ofuscadamente una de las criadas—. Creemos que
nuestro amo está dentro. Pero no podemos hacer nada. Le hemos estado llamando, mas no
se oye otra respuesta que esa extrañ a risa que usted mismo puede escuchar.
Tras esto, me acerqué cautelosamente a la esfera, tratando de averiguar como
surgían los sonidos de su interior. Pronto pude descubrir unos pequeñ os agujeros de
aireació n. Aproximando el ojo a uno de esos agujeros, miré al interior; pero me cegó una
brillante luz y no pude ver nada con claridad. No obstante, pude comprobar una cosa:
¡había alguien dentro!
—¡Tanuma! ¡Tanuma! —grité varias veces, apretando mi boca contra el hueco. Pero
no pude oír má s que la extrañ a risa.
No sabiendo entonces lo que hacer, me quedé inmó vil, contemplando con
incertidumbre como rodaba la esfera. Y entonces me di cuenta, al pronto, de las delgadas
líneas de una partició n cuadrada en el pulimentado exterior. Inmediatamente me di cuenta
de que se trataba de una puerta, que daba entrada a la esfera.
—Pero, si es una puerta, ¿dó nde tiene la manija? —me pregunté a mí mismo.
Examinando cuidadosamente la esfera, vi un pequeñ o orificio que debió haber
contenido algú n tipo de asa. Al contemplarlo, me asaltó un terrible pensamiento:
—Es muy posible —musité— que la manecilla se haya soltado, atrapando en el
interior a quien haya entrado en la esfera. Si es así, es probable que esa persona haya
pasado toda la noche en el interior, sin poder salir.
 

Buscando por el suelo de laboratorio, pronto hallé una asa en forma de T. Traté de
ajustarla al orificio pero no pude, pues el vá stago estaba roto.
No podía comprender porque el hombre de dentro, si es que era un hombre, no
gritaba pidiendo auxilio, en lugar de lanzar aquellas extrañ as risas y carcajadas.
—Tal vez —me recordé con sobresalto—, Tanuma esté dentro y se haya vuelto
completamente loco.
Decidí rá pidamente que solo había una cosa que hacer. Fui apresuradamente a la
fá brica de vidrio, tome un pesado martillo, y corrí de regreso al laboratorio. Tomando
impulso, dejé caer el martillo sobre el globo con toda mi fuerza. Una y otra vez golpeé el
extrañ o objeto, reduciéndolo pronto a una masa de gruesos fragmentos de cristal.
El hombre que se arrastró fuera de los restos no era otro que Tanuma. Pero casi
resultaba irreconocible, pues había experimentado una terrible transformació n. Su rostro
era esponjoso y descolorido, sus ojos erraban sin rumbo, su cabello eran una enredada
masa, su boca colgaba abierta y la saliva caía de ella en delgados y espumeantes hilillos.
Toda su expresió n era la de un loco de atar.
Has la muchacha, Kimiko, retrocedió horrorizada tras dar una mirada a aquella
monstruosidad humana. No hay ni que decir que Tanuma había perdido totalmente la
razó n.
—¿Có mo ha sucedido esto? —me pregunté—. ¿Pudo el simple confinamiento en el
interior de esa esfera volverlo completamente loco? ¿Y cuá les fueron los motivos que lo
llevaron a construir ese globo?
Aunque interrogué a las sirvientas, que seguían apelotonadas, no pude enterarme de
nada, pues todas juraban que nada sabían del globo, que hasta habían ignorado
previamente su misma existencia.
Como si no se diese cuenta en absoluto de donde se hallaba, Tanuma comenzó a
vagar por la habitació n, aú n sonriendo. Kimiko superó su miedo inicial con gran esfuerzo y
tiró temerosamente de sus mangas. Justamente en ese momento llegó el técnico jefe de la
factoría para iniciar su trabajo.
Ignorando su emoció n ante lo que vio, comencé a atosigarlo a preguntas, sin darle
tiempo para reponerse. El hombre estaba tan anonadado que apenas si podía tartamudear
sus respuestas. Pero esto es lo que me dijo:
Hacía mucho tiempo, Tanuma le había ordenado construir una esfera de cristal. Sus
paredes tenían un centímetro de espesor y su diá metro alrededor de un metro veinte. Para
convertir el interior en un espejo continuo, Tanuma había hecho que los trabajadores y
técnicos pintaran el exterior con azogue, sobre el que habían engomado varias capas de tela
de algodó n. El interior del globo había sido construido de tal forma que había pequeñ as
cavidades aquí y allí para servir como receptá culos a bombillas eléctricas que no
sobresaliesen. Otra característica del globo era el tener una puerta lo bastante amplia como
para permitir la entrada a un hombre de tamañ o normal.
Los técnicos y trabajadores no habían sabido en absoluto cual era el destino de su
creació n, pero las ó rdenes eran las ó rdenes, así que habían seguido adelante con su tarea.
Al fin, la noche antes, habían terminado con el globo, y le habían añ adido un largo cable
eléctrico, conectado a un enchufe situado en la parte exterior de la esfera; tras lo que la
habían llevado al laboratorio. Habían enchufado el cable al tendido de la casa, y se habían
retirado al punto, dejando a Tanuma a solas con el globo. Lo que había pasado luego era
algo que, naturalmente, desconocían.
Tras escuchar el relato del técnico jefe, le rogué que se retirase. Entonces, tras poner
a Tanuma al cuidado de los sirvientes, que se lo llevaron a la casa, me quedé solo en el
laboratorio, con los ojos clavados en los fragmentos de cristal desparramados por la
habitació n, tratando desesperadamente de resolver el misterio de lo que había sucedido.
Durante largo tiempo permanecí así, enfrentá ndome con el rompecabezas.
Finalmente, llegué a la conclusió n de que Tanuma, tras haber agotado completamente
todas las ideas que se le habían ocurrido en su manía de la Ó ptica, había decidido construir
un globo de cristal, completamente convertido en un espejo continuo, en el que se
introduciría para ver su propio reflejo.
Pero, ¿por qué se había vuelto loco un hombre al entrar en una esfera de cristal
transformada en espejo? ¿Qué es lo que habría visto allí? Cuando estos pensamientos
pasaron por mi mente, sentí como si me hubiesen clavado una espada de hielo en mi espina
dorsal.
¿Se había vuelto loco tras contemplarse reflejado en un espejo totalmente esférico?
¿O había perdido su cordura lentamente después de descubrir repentinamente que estaba
atrapado en el interior de aquel horrible ataú d de cristal... junto con «aquel» reflejo?
¿Qué era pues, me pregunté de nuevo, lo que había visto? Seguramente se trataba de
algo completamente fuera del alcance de la imaginació n humana. Con toda certeza, nadie
antes se había encerrado entre los confines de una esfera convertida en espejo. Ni siquiera
un buen físico podría imaginar exactamente que clase de visió n se crearía en el interior de
aquel globo. Probablemente debía de ser algo tan imprevisto que no pertenecería a este
nuestro mundo.
Tan extrañ a y aterradora debió de ser esta reflexió n, o cualquier otra cosa que fuese,
que la visió n que llenó todo el campo visual de Tanuma seguramente hubiera vuelto loco a
cualquier ser mortal.
La ú nica cosa que conocemos es el reflejo dado por un espejo có ncavo, que es tan
solo una secció n de la totalidad de una esfera. Es un aumento monstruosamente grande.
Pero, ¿quién puede imaginar que resultaría si uno se hallase envuelto por una sucesió n
completa de espejos có ncavos?
Indudablemente, mi desgraciado amigo trató de explorar las regiones de lo
desconocido, violando tabú es sagrados, incurriendo por consiguiente en la có lera de los
dioses. Al tratar de abrir las secretas puertas de los conocimientos prohibidos con su
extrañ a manía por la Ó ptica, se había destruido a sí mismo.

© 1956 by Charles E. Tuttle Co. Inc.

Traducció n de Z. Á lvarez
ARDILLA
AMELIA GRACIELA PARINI SERGIO DANIEL GAUT vel HARTMAN
Los autores de este relato dicen de sí mismos: «Cuando nacimos cierto día de 1969
en un subterrá neo, éramos solamente una idea azul alzá ndose entre los rostros repetidos
de la gente. Descendimos a una taza de café, un papel, una lapicera, nos desporizamos al sol
y sin solemnidad comenzamos a hablar así. De nosotros. Al amor de la lumbre. Graciela
trabaja en una Compañ ía de Seguros y Sergio vende productos envasados. Herramientas.
Graciela y Sergio van a contarte qué perciben del hombre en un mundo que cambia y otras
maravillas. Entonces...»
ilustrado por CARLOS GIMÉNEZ

I
—¿John?
El sonido repiquetea en la malla metá lica y en la galería de má scaras ceniza y
atraviesa sin vacilar un semihombre apantallado contra el cristal del televisor. Luego el
sonido se confunde con la marañ a de fantasmas gratis, recién emanados, y retorna como un
perro café a los tobillos del amo.
—¿Viste mi flor, John? —dice la sonrisa.
Ahora es la voz. Y la voz atraviesa a un semihombre apantallado contra el televisor y
no lo conmueve ni lo agita. El semihombre muere miles de instantes en las figuras que se
deslizan verdes y violetas y no percibe la voz. La voz cá lida y aguda. ¿Hijo?
Ardilla sacude al semihombre y un Censor se yergue desde un rincó n indefinible:
—¡No lo molestes! La hora de los Cazadores le está cubriendo la cuota de
agresividad que de otro modo descargaría en ti.
—Mierda, Censor —dice Ardilla encogiéndose de hombros, mientras detiene el
sistema de omnireceptor.
—¡John! Te hablo.
—¡El televisor! ¡Por favor!
—Te hablo. ¿Viste mi flor?
—¡No! ¡El televisor, demonio!
—¿No la viste hoy, ni ayer, ni anteayer?
—¡Enciende el televisor, bestia! Me está s matando.
—Es muy azul. ¿No recuerdas haberla visto en absoluto?
El semihombre describe una pará bola con la mano abierta y golpea a Ardilla y
provoca un disparo certero y acerado en el excepcional cuadro africano y el elefante cae y
una mancha roja (¿ahí queda el corazó n de los elefantes?) tiñ e el cuadro africano y otra vez
el cuadro africano con la enorme mole que se desploma como un rascacielos talado...
—¿John? ¿Quisiste hacerlo? ¿O solo te molestó mi intervenció n?
—¡Fuera!... Ahora llega mi rinoceronte. Quinientos kilos de mú sculos pum sobre la
maleza ardiendo.
Ambiguamente.
Ardilla se deja transportar por una cinta y atraviesa las arcadas para arribar a una
sala vociferante y blanca blanca.
—Veintiséis de junio. Ocho A. M. —informa la Gran Pantalla Piloto.
—Á lgebra: aplicació n del método de Kiëgel a la resolució n de las ecuaciones de
tercer grado. Lingü ística: giros sá nscritos en el inglés insular.
—¡Aprendices!: aguarden la señ al para disparar las cintas —grita la pantalla-
Celador.
—Gracias por la informació n —replica Ardilla mordisqueando una manzana.
Ambiguamente.
Las pantallas se tornan orgiá sticas y un torbellino de sensaciones atraviesa la sala
como un vendaval de insectos imprecisos. Los signos matemá ticos se cruzan con los golfos
mal drenados y todos los niveles se llenan y vacían a modo de copas y brindis burbujas.
Ardilla oscurece la sala, funde los sonidos...
—¿Ave?
—Sí. Ardilla.
—¿Está s ahí?
—Sí. Invento un juego juego muy antiguo nacido en alguna memoria ancestral,
supongo. Tengo pequeñ os planetas veteados y los hago chocar. Suenan clanc clanc como
gotas de lluvia sobre los aleros.
—John me golpeó , Ave.
—¿Miraba su televisor?
—Sí. Y yo te buscaba.
—(Una carcajada de patos muy salvajes que te burlan, cazador.)
—No debería hacerlo. ¿Cierto? Nunca me golpeaste.
—¿Por qué habría de golpearte?
—Digo. En cambio me llevaste al Ultimo Valle una vez...
—Hoy iremos a la Cascada. Verá s el arco iris un milló n de veces y verá s saltar a las
truchas.
—Y tenderemos un mantel a cuadros sobre el pasto y destrozaremos ocho
televisores ¿Sí?
—Sí. Tomaremos té. Verdadero té. En tazas. Con bizcochos dulces. Y destrozaremos
a un Celador y al Director de Diales. Todos los fragmentos del cristal quedará n derramados
y no podrá n andar descalzos y nosotros sí.
—¡Oh Ave, Ave! —dice Ardilla y golpea las manos y el encantamiento se desvanece y
un latigazo eléctrico lo arroja a un silló n de brazos só lidos. Un día de clase.
Ambiguamente.
Ardilla contempla los trazos cambiantes con los ojos rojos de llorar. Un tiranosaurio
se abarrota de hojas moradas y la cabeza de Ana Bolena rueda sobre el patíbulo de utilería.
—Los aparejos de la goleta se caracterizan por su acentuada influencia normanda.
—El Profesor de Navegació n discurre parpadeando mares encrespados y así.
La pantalla Celadora resplandece de señ ales y sucede la hora de partir. Ardilla se
acurruca en su litera.
—¿Ave?
—Sí, Ardilla.
—¿En qué piensas cuando no hablamos?
—Sueñ o.
—¿Horizontes de carreras limpias. Copos de luz en las mejillas frías?
—Podrías ser muy feliz, Ardilla...
—Te hablo.
—¿Ardilla?
—¿Quién? —exclama Ardilla escondiendo las manos.
—¿Con quién hablabas?
—Solo aprendía, Celador.
—Rendías un examen exclusivo? —dice la voz con sorna.
—La pantalla de Ciencias Naturales me explicaba un bosque de hayas, un arroyo de
saliva...
—No digas má s tonterías. Percibo una relació n de grado delta. ¡Robot!
—¡Ave!
—¿Quién es ave? —dice la voz.
—Por favor. No los dejes.
—Destruya la pantalla de Ciencias Naturales, robot. Con un hacha. Así. Así
—¡Ave!
—¡Bú scame, Ardilla! Existo.
El robot blande el hacha con un gracioso movimiento de sus articulaciones bien
lubrificadas y la descarga sobre el cristal y una miríada de guiñ os diminutos se vuelca sobre
las bocas á vidas de la Sala.

II
Ardilla abandona la cinta transportadora y asciende la rampa. A través de los ojos de
plexiglass se distinguen borrones de color. Televisores. John y Mary agolpados frente al
fantá stico pó rtico de actitudes confortables aguardan que los paseos de Jean y Marie
acaben en romance. Hay un castillo con torres y puentes levadizos. La Provenza está llena
de luz en primavera y los mirlos ahuecan sus sonidos de paja y barro...
—¿Mary? Regreso.
—¡Cá llate! Es la hora de los caballeros de los dragones.
—Quiero comer.
—Sírvete alas de pollo. Ya sabes la combinació n.
—¡No! Quiero comida de tus manos.
—No seas idiota, Johnny. Ve al laboratorio. Debes cenar.
Ardilla quisiera galopar silenciosamente una pradera diferente. Un pinto. Una
puesta de sol anaranjada. El frío alzá ndose desde las matas cortas. Ardilla, los sueñ os la
huida así los otros horizontes.
En el laboratorio hay miles de potajes, posibles, miles de gelatinas nutritivas que lo
convertirá n en un hombre fuerte. Pronto. Pero no. Hay una cestilla de mimbre. Hay una
noche tranquila ardiente de gritarles las ventanas.
Ardilla elige varias sustancias por sus rojos y amarillos y las ubica en la cestilla. Hay
un lugar para un amigo de felpa y sale.
Afuera. Lejos de los territorios conocidos no hay cintas transportadoras. Es
necesario caminar caminar. A la izquierda, atrá s, se divisa la mole de hogares. Televisores
con junglas explicadas. Familias de pacotilla. ¿Por qué un pequeñ o Ardilla fugitivo no puede
pensar profundamente acerca de los males que lo obligan? Cerca habrá una barrera.
Comenzará lo desconocido. Naturalmente. Sin grandes zanjas de hielo o fuego.
—¿Hacia donde vas, hijo? Aquí termina la ciudad —dice la voz agradable del
guardiá n.
—Soy Ardilla. Busco a mi amiga Ave. Estaba en un televisor educativo y un Robot la
mató con el hacha.
—¿Sabes acaso lo que te espera del otro lado?
Ardilla permanece silencioso un momento. Algo lo induce a suponer que el guardiá n
no es enemigo.
—¿Otro universo?
—No puedo permitir que pases del otro, lado, Ardilla.
El Guardiá n tiene rostro joven. Las luces le otorgan un aire cordial y no lleva armas.
—Voy a correr, Guardiá n —dice Ardilla.
—Entonces no te voy a perseguir —responde el Guardiá n sonriendo. —Mi deber es
permanecer aquí y detener a todos los que pasan.
—Ave está del otro lado, ¿verdad?
—La hallará s. Ahora corre.
La inmensa dentadura de estrellas no va a devorarnos, Ardilla, amigo de felpa...
Ahora hay una pradera y los enormes peñ ascos fantasmales cuchichean entre si. La huida
engendra las imá genes que quiero vivir. Camino. Jadeo. Le hablo a esta cavidad con
palabras que nunca hablé antes. Camino. No será todo sencillo. Una dura prueba. Jadeo. Así.
Quieto. El aliento de otoñ o corta los silbidos de la tierra hú meda. Las grietas aman
suavemente a las lagartijas insomnes. Me siento junto a un farol de luciérnagas. Intento
dormir dormir el sol gatea los tejados que el rocío inventó durante la noche. Un amanecer
genuino comienza a trepar. Ardilla.
La pequeñ a figura se incorpora. Está entumecido y necesita cierta tibieza ausente.
Pero no habrá tibieza y caminar por la senda de pequeñ as agujas y caminar...
Cuando el sol está muy alto, Ardilla descarga la cestilla y se echa contra una roca.
Pasa la mano á spera por la barba crecida y sonríe. Es largo el camino. ¿Lo dijo el Guardiá n?
¿Adonde debo llegar? Una pregunta para que responda el amigo de felpa. Come y vuelve a
caminar y a veces hay un abismo y a veces hay un río y a veces hay un faralló n y un mar y
regresar. Un tropiezo con la horda de extintos dirigentes que vagan... Un hallazgo de
ciudades como aquella, con sus á ngeles raídos pendientes de ondas domésticas...
Ardilla recuerda al pueblo hebreo y por qué.
—¿Ardilla? —dice un robot labriego, y otro golpe de azada.
El camino se estrecha y aparece un muro. Un muro sin puertas ni alarmas. Un simple
y desnudo muro. ¿Rodear? ¿Escalar? Escalar. Sin dilació n. Un esfuerzo. Las gaviotas baten
sus alas y cortan las mejillas. Otro esfuerzo sobre la dura llanura. Otro impulso del cuerpo
hacia lo alto y los cabellos encanecen, las venas se hinchan.
Un esfuerzo má s y el tope del muro se transforma en un lugar. Varias siluetas se
agitan en un gran patio. Dos siluetas juegan ajedrez sobre un enorme tablero.
—¿Ardilla? —dice un robot muy viejo.
—Ave te espera.

III
Hay un recinto de bó vedas pintadas con cosmos. Dos seres humanos que recuerdan
vagamente a tus padres o a mis padres, se hallan sentados con las manos en las rodillas.
—Supe que llegarías. Desde aquel día. Has envejecido. Eso es bueno.
—¿Es bueno? —replica Ardilla incrédulo.
—No abandonaste a tu amigo de felpa. Una dura prueba. Ahora tendrá s un cuerpo
nuevo. Y vivirá s en las Puertas. Los robots son muy antiguos. Incongruentes. Pero dije que
serías muy feliz.
—Te amo Ave.
—Te amo Ardilla. Tomaré un cuerpo ahora.
—¿Qué sucedió con... ellos?
Una risa de rubí y roja:
—Miran su televisor. Pero no supongas que fuiste el ú nico. El Guardiá n nos informa
todas las noches de junio.
—¿Está el guardiá n aquí?
—¡Cuá ntas cosas, Ardilla!... Puede estar aquí... Quiere estar.
—Hola, Ardilla —dice el Guardiá n con su risa.
El patio es audaz, ilimitado. Los robots tienen hondas memorias y arman calesitas
con sus manos de metal. Pero otros robots funden silicio y nacen flores de vidrio y la
memoria es nueva, de niñ o casi. Ardilla y Ave.
También hay caminos y los robots cuentan historias de cuando los hombres subían
en sus naves, sentados en las piedras.
—¿Podría suceder otra vez? —dice Ardilla apretando los puñ os.
—Todas las veces que te atrevas —responde el robot con su risa de níquel.
Algunas tardes, los amantes penetran en las calles de la ciudad. Y las cintas
transportadoras tienen otro sabor. De caramelo.
Otras tardes contemplan la barrera y el diá logo del Guardiá n con los niñ os que
inician la larga travesía. Tienen las mejillas arreboladas y un cuchillo en la nuca.
Hablan con los robots:
—¿Me dejará s pasar? Peter no quiere mirar mis dibujos. ¿Los mirará s tú ?
El Guardiá n contempla las místicas vacas desbocadas y huele el pasto fuerte y el
estiércol y la leche.
—¿Adonde vas, hijo? Es muy noche para andar lejos del hogar.
—No tengo hogar. Ellos juegan golf golf golf golf...
—De este lado de la barrera hay relá mpagos grises.
El niñ o hace una mueca, alza el brazo y produce un relá mpago negro.
—¿Vamos, Ave?
Abrimos la puerta a un espacio de planetas musicales. Construimos un hogar de
tejas blancas y alfombras gruesas. Salgo a sembrar cuando los soles se abanican y regreso y
escribo y Ave danza con los cabellos del viento.

© A. Graciela Parini, S. Daniel Gaut y Ediciones Dronte, 1970


AL FINAL DEL VIAJE
DEAN McLAUGHLIN
Dean McLaughlin, que nos trae aquí el problema de lo que le ocurre a un capitá n de
una nave tras realizar una travesía histó rica, trabaja en la librería de la Universidad de
Michigan. Es de un temperamento tranquilo; todos los relatos —que no son muchos— que
escribe son de SF y, segú n él mismo comenta, toca con bastante maestría un instrumento
musical: el tocadiscos. ¡En cierta ocasió n, hasta tuvo la temeridad de admitir que roncaba!
Pero todo ello se le puede perdonar viendo que el escribir —que es lo que de verdad nos
interesa— es algo que no hace mal del todo.
ilustrado por A. SOKOLOV

El timbre situado sobre el escritorio del Capitá n Ralph Griscomb sonó


musicalmente. El Capitá n Griscomb era un hombre delgado, de aspecto joven, pero eso no
significaba nada porque todos los hombres en el Viking tenían aspecto de jó venes, aunque
muchos de ellos no lo eran.
Apretó la tecla; el rostro de su secretaria apareció en la pantalla. También parecía
joven, pero sabía de hecho que su edad era de casi doscientos añ os.
—Sí —dijo. Su tono no era una pregunta.
—Una llamada del observatorio, señ or —dijo ella—. Aram Lamphear.
—Pá sela.
La pantalla parpadeó . Apareció el rostro de un hombre joven.
—Informació n, Capitá n —dijo concisamente.
—Veamos.
—Las observaciones han sido efectuadas, señ or —dijo el hombre—. Nuestra ó rbita
es perfecta.
—Gracias —dijo el Capitá n Griscomb—. Redacte un informe y envíemelo.
—Ya está en camino, señ or —dijo Lamphear—. Pero pensé que le gustaría saberlo
enseguida.
—Sí, gracias. Sí —dijo el Capitá n Griscomb. Hizo una pausa, esperando, pero no
había nada má s que decir—. Gracias —dijo otra vez.
La cara del joven desapareció de la pantalla, y la imagen se esfumó . El Capitá n
Griscomb continuó mirando a la superficie gris.
Se sentía extrañ amente viejo y extrañ amente cansado.
Se había terminado. Finalmente, se había terminado. Estaba todo hecho.
Apretó la tecla otra vez. Apareció su secretaria.
—Ruth, trá igame el dossier del viaje. El grande.
—Sí, señ or —dijo Ruth Forrest eficientemente.
Atravesó la puerta un momento má s tarde, llevando el grueso archivador. Lo dejó
encima de la mesa, frente a él. Era pequeñ a, delgada, de cabellos negros, y tenía una sonrisa
atractiva.
—Gracias, Ruth —dijo él. Su mano tocó el dossier, haciendo pasar entre sus dedos
las esquinas de las pá ginas. No las miró —Debe de haber un cartucho llegando por el tubo
de comunicaciones —dijo—. Cuando llegue, ¿querrá hacerme el favor de traerlo?
—Desde luego —dijo ella, sorprendida. Esperó embarazada a que la ordenara
retirarse, pero Griscomb no dijo nada. Ruth se dio la vuelta para irse.
Repentinamente, se dio cuenta de lo que ocurría. Griscomb le había rogado. Antes,
siempre le había ordenado.
Se retiró silenciosamente.
Griscomb abrió el dossier encima de su mesa. Era grueso, un enorme montó n de
papeles guardados en escrupuloso orden cronoló gico.
Había noventa añ os en ese dossier. Má s de noventa añ os. Noventa añ os acumulados
en ese montó n de hojas delgadas.
Hizo pasar las pá ginas, mirá ndolas. Eran de diferentes colores. Cada color distinguía
el departamento de donde provenía: las hojas blancas eran de Comandancia, ostentando su
propia y gruesa firma como una enseñ a... Ralph Griscomb, Capitán. Y los otros colores... azul
de Astrogració n, verde de Energía, rosa de Relaciones sobre Pasajeros, y las pá ginas
amarillas de Ecología.
Ralph Griscomb las hizo girar una por una. Estaban llenas de palabras má gicas y de
nombres má gicos que conjuraban recuerdos de entre las nieblas del olvido.
Su nombramiento. Sus ó rdenes oficiales, firmadas por el mismo Paolo Lenski.
Lenski, que había capitaneado la Venture, la nave matriz de la que habían salido los
pasajeros y la tripulació n del Viking.
...el registro de la lenta salida del Viking del sistema solar de Ventura Colonia IV. Los
pequeñ os problemas de ajustar a sus pasajeros a la vida de a bordo.
...la inauguració n de la Clínica Perrault, con la dispensa especial de ofrecer el regalo
de la juventud eterna a todos los que nacieran a bordo del Viking al cumplir los veinte añ os
de edad.
...la Plaga que había desaparecido tan rá pidamente como había aparecido, dejando
cincuenta y cuatro pasajeros muertos. La causa nunca fue descubierta.
...la primera estrella a la que llegó el Viking. El ú nico planeta desierto y á rido. El
Viking no se detuvo allí. Continuó a través del espacio interestelar.
...el pará sito que había atacado las plantas hidropó nicas del Viking, extendiéndose
mortalmente como una llama negra de un tanque a otro. El pá nico que se originó por falta
de oxígeno, y má s tarde los tumultos debidos a la falta de alimentos almacenados.
...el motín de Reichal, cuando el jefe del Consejo de Pasajeros desafió las ó rdenes de
Griscomb. Fue dominado, y Reichal fue retirado de su cargo. El Consejo se convirtió , en la
prá ctica, en una marioneta bajo las manos de Griscomb.
...la llegada del Viking a una segunda estrella y la observació n de un planeta
habitable. El cierre de la Clínica Perrault y los tumultos que inevitablemente sucedieron. No
podía esperarse de los desheredados que comprendieran que la inmortalidad no era
compatible con una vida planetaria —que en un mundo los hombres deben morir o que a
fin de vivir equilibrados con ese mundo, deben cesar de reproducirse— ya que de otra
manera se multiplicarían hasta que los recursos del planeta no podrían satisfacer sus
necesidades. No se les podía explicar, enfrentando su pasió n, que a los inmortales se les
permitía su inmortalidad debido solamente al inexhaustible vacío en el que viajaban,
tomando ú nicamente un poco de cada mundo en el que se detenían para establecer una
colonia. Los jó venes —los desposeídos— no podía esperarse que simpatizaran con esas
realidades. Esto originó muchas angustias y Griscomb lo lamentó , pero esa era la ú nica
forma en que podía ser hecho.
...y finalmente las ú ltimas pá ginas del archivador, detallando las lentas maniobras
del Viking al establecer una ó rbita alrededor del planeta.
Eso era todo. Había visto todas las pá ginas del dossier, una por una. Había regresado
al pasado otra vez. Noventa añ os de trabajo, de su trabajo. Y ahora se había terminado, y
quedaba solamente la ú ltima pá gina por llenar.
Ruth entró en la oficina. Atravesó la alfombra suavemente y dejó un papel frente a
él.
—Me pidió que le trajera esto —le recordó .
Miró a la hoja de color azul; indicaba, tal como Aram Lamphear había dicho, que el
Viking se hallaba en una ó rbita estable alrededor del planeta.
—Gracias, Ruth —dijo.
Puso el papel en el archivador. La ú ltima pá gina. Ahora todo estaba terminado.
—Tenga, Ruth —dijo, cerrando el dossier—. Pó ngalo otra vez en su sitio, por favor.
—Sí, señ or —se inclinó sobre la mesa para levantar el archivador con las dos manos.
—No, Ruth —dijo Griscomb—. Ya no hace falta que me llame así, ya nunca má s. —
Juntó las manos y las miró . Respiró profundamente—. Ahora soy solamente Ralph
Griscomb.
—Sí, señ or —se dio cuenta de lo que había dicho y sonrió embarazada—. Quiero
decir, señ or Griscomb —titubeó , cogiendo el archivador entre sus brazos—. Se ha
terminado, ¿verdad?
—Sí —afirmó él. Ella ya debía de saberlo, pero había sido un detalle amable el que
esperara su confirmació n—. Finalmente, se ha terminado —dijo, y miró hacia sus manos
entrecruzadas.
—¿Qué es lo que hará ahora? —preguntó ella.
Griscomb alzó los hombros. No lo sabía.
—Ruth, ¿qué es lo que usted y su esposo han planeado hacer? No me lo ha dicho...
—Eso se acabó —dijo ella seriamente—. Hace dos añ os. —Griscomb tuvo la
sensació n de que deseaba decir má s, pero no lo hizo.
—Lo siento —dijo, sintiéndose cohibido—. No lo sabía.
—No tenía porqué —su sonrisa era suave—. Nunca lo preguntó , siempre estaba tan
ocupado, y ademá s no tiene importancia. Karel y yo decidimos terminar. Eso es todo. Nos
conocíamos demasiado bien. Uno acaba así, a veces, después de cuarenta añ os.
—Comprendo lo que quiere decir —dijo Griscomb. También él había pasado por eso.
—Yo terminé por saber todo lo que iba a hacer y todo lo que iba a decir —dijo Ruth
—. Y a él le ocurría lo mismo. Ya... ya no teníamos nada entre nosotros. Ya no había nada
má s que pudiera ocurrir entre los dos. Así que... decidimos dejarlo. Creo que uno debería
hacerlo cuando las cosas llegan a ese punto.
—Sí. Yo también lo creo —Griscomb tamborileó en la mesa con los dedos. Dejó
descansar sus manos con las palmas hacía arriba—. Viviendo durante tantos añ os, creo que
tiene razó n.
Ruth aú n tenía el archivador cogido entre sus brazos, apretá ndolo contra su cuerpo.
—Bien... —se retiró lentamente, como si hubiera querido decir algo má s pero no se
hubiera sentido capaz.
Griscomb la miró , esperando que hablara. La vio titubear en la puerta, asiendo el
archivador como si se quisiera proteger con él. Parecía como si le faltara aire y quisiera
hablar, pero repentinamente, al ver que sus ojos grises la contemplaban, perdió el valor y
retrocedió , y la puerta se cerró entre ellos.
Cogió una pluma y una hoja de papel de un cajó n. Empezó a escribir.
Había estado pensando mucho, durante esos ú ltimos añ os, acerca de como lo
escribiría. Había pensado en las sentencias hasta que se habían convertido en má rmol
tallado en su mente. Pero ahora, al tenerlas que transcribir finalmente al papel, no eran las
mismas palabras y no tenían la misma cualidad de las palabras en que había estado
pensando una y otra vez.
Tomó otra hoja y empezó de nuevo. Escribió las cosas que tenía que escribir, en una
prosa formal y fría. Aú n estaba en ello cuando Ruth hizo sonar el timbre que tenía sobre la
mesa. Extendió una mano y apretó la tecla.
—Green Tepperman —dijo ella—. Quiere saber si debería bajar ahora.
—¿Qué? —preguntó Griscomb—. ¿Có mo lo ha sabido? ¿Es que tiene espías en todas
partes?
—No creo que lo sepa —explicó Ruth—. Creo que estaba tratando de obtener
informació n. ¿Qué debo decirle?
—Hay muchos que espiarían para él —murmuró Griscomb—. Como si no fuera a
tener el poder dentro de muy poco. Dígale que pronto sabrá de mí. Aú n soy el Capitá n de
esta nave.
Se calmó y sonrió , haciendo una mueca:
—Aunque sea por poco tiempo, de todas maneras.
—Sí, capitá n. Aunque sea por poco tiempo —convino Ruth. Entonces se corrigió a sí
misma con una sonrisa—: Señ or Griscomb.
—Dígale que espere hasta tener mis noticias, Ruth. Eso es todo. —Desconectó la
tecla de un golpe—. Eso es todo —repitió a la apagada y gris pantalla.
Continuó escribiendo otra vez, cuidadosamente, la prosa formal que cancelaría su
mando.

Mientras el Viking se aproximaba a la estrella que era su destino, Griscomb había


perdido el poder que ejercía sobre el Consejo de Pasajeros. Su poder se había apoyado en el
hecho de que mandaba la nave y continuaría haciéndolo. Con el término del viaje a la vista,
todo eso había cambiado.
Green Tepperman, jefe del Consejo, no se levantó de su asiento cuando Griscomb
entró . Tepperman era un hombre alto y grueso, de cabello rubio y mejillas sonrosadas.
Arqueó las cejas al ver a Griscomb, pero pareció má s complacido que sorprendido.
—¡De modo que ahora es usted quien viene a verme! —saludó . Señ aló con la cabeza
hacia una silla.
Griscomb pretendió no haberse dado cuenta. Nunca había simpatizado con
Tepperman... pocos hombres lo hacían. Y sabía que Tepperman disfrutaba del mayor cargo
electivo en la nave solamente porque a los pasajeros no les importaba quien ocupaba un
cargo sin poder. Pero ahora —ahora que el Consejo volvería a tener el poder otra vez—
ahora Tepperman sería expulsado de su cargo en las votaciones de la pró xima elecció n. Se
preguntó si Tepperman ya se habría dado cuenta de eso.
—He venido a traerle esto —dijo. Le entregó el sobre a través del escritorio.
Ansioso, Tepperman introdujo un dedo bajo la solapa del sobre, rompiéndolo, y
extrajo el papel, abriéndolo y depositá ndolo frente a él.
—La nave es suya, señ or —dijo Griscomb secamente.
—Ah... ¡Sí! —Tepperman siseó , como un hombre contando dinero.
—¿Quiere usted algo má s, señ or? —preguntó Griscomb con respeto.
—¡Oh! Siéntese, Capitá n —Tepperman asumió una pose de persona importante—.
Debo confesar que encuentro que ha sido... ah, muy generoso al entregarme el mando en
forma voluntaria. Podía haberme puesto en una posició n muy difícil. ¡Sí! ¡Muy difícil!
Griscomb estaba tan quieto como si estuviera hecho de piedra.
—No habría ganado nada con eso —dijo—. Los he traído hasta aquí. ¿Qué má s
puedo hacer?
Tepperman pareció sorprendido, asombrado.
—Pero ha tenido tanto poder, ¡ha gobernado nuestras vidas! Y... entregarlo en forma
tan simple... rendirse...
—He tenido poder porque controlaba la nave —dijo Griscomb—. Y no había ningú n
sitio a donde nadie pudiera marcharse. Ahora... ahora mi nave está en ó rbita. Hay un
planeta ahí abajo. No tengo ningú n derecho al poder, ahora.
—Pero aú n tiene la nave —objetó Tepperman.
—No —Griscomb negó con la cabeza—. También se la entrego. Mientras viajá bamos,
era mía. Ahora... —Su garganta estaba seca—. Ahora no la quiero.
—Pero... —Tepperman protestó inarticuladamente—. Sería una gran ayuda para mí
si usted quisiera continuar. Bajo mis ó rdenes, claro. Sí... me ayudaría usted mucho.
—No —dijo Griscomb. Había sabido que Tepperman le ofrecería otra vez el puesto
de comandante de su nave, y había determinado que rehusaría. Aun así le había afectado
mucho el que la oferta no hubiera sido hecha en un gesto de fría y formal cortesía. En vez
de ello, Tepperman le había hecho la oferta como una conveniencia para sacarse trabajo de
encima—. En la nueva situació n —dijo—, creo que un hombre tiene derecho a ocuparse en
lo que sea de su interés. Yo... gracias por su oferta. No puedo aceptarla.
—¿Por qué no? —dijo Tepperman, frunciendo el ceñ o.
—He terminado mi trabajo —dijo Griscomb—. El mando ha dejado de tener utilidad.
El Viking está en ó rbita... Astrogració n solo tendrá que cuidarse de las operaciones
concernientes a trasladarse de la nave al planeta y viceversa. La energía solamente se hará
servir para uso interno. La ecología se convertirá en una operació n rutinaria, y parte de su
personal podrá dedicarse a estudiar sobre el planeta. Y Relaciones depende má s de usted
que de ningú n otro. Lo siento, señ or. Mi trabajo está terminado y no hay lugar para mí en el
nuevo esquema. Gracias, pero la respuesta es no.
—Se precipita usted, Capitá n —indicó Tepperman.
—Eso es otra cosa que también ha cambiado —dijo Griscomb en voz firme y dura—.
Ya no soy Capitá n.
—Pero usted no comprende como he planeado el organizar las operaciones —
explicó Tepperman—. Lo que yo quiero es que usted se haga cargo de los asuntos a bordo
de la nave, y de las operaciones entre el planeta y la nave... mientras yo dedico mis energías
a dirigir el desarrollo de la colonia.
Griscomb se arrellanó aú n má s en la silla.
—Señ or, si me lo permite, ya he tomado mi decisió n de rehusar.
—Pero, ¿por qué?
—¿Por qué? —replicó Griscomb—. ¿Es que debo dar explicaciones? No quiero el
mando. ¿No es eso suficiente? He capitaneado esta nave durante noventa y nueve añ os. He
tenido autoridad total sobre cualquier vida, maquinaria o cosa. Y ahora usted quiere que
tome otra vez el mando y me siente a contemplar y observar como desaparece todo aquello
en que he estado trabajando, hasta que mi nave sea una cá scara vacía. Quiere que me haga
cargo de un puesto en el cual tendré que estar sujeto a las ó rdenes de usted. Perdone que se
lo diga, señ or, pero si quiere que ese trabajo sea hecho en forma eficiente, será mejor que
se busque a otro. Alguien que no tenga que arrastrarse por el suelo después de haber
permanecido sobre sus pies.
—Me gustaría que lo reconsiderara —urgió Tepperman—. Debo decir que su punto
de vista es innecesariamente só rdido. Después de todo, no nos quedaremos en este planeta
por siempre... o al menos no por má s de un siglo. El tiempo suficiente para establecer
nuestra colonia y construir algunas nuevas naves...
—Ya he dicho que había tomado mi decisió n —dijo Griscomb.
—Pero... —arguyó Tepperman—. Pero seguramente, cuando tengamos que
trasladarnos otra vez, usted será el comandante de una de esas naves.
—Tal vez —admitió Griscomb, sin ser persuadido—. Un siglo es demasiado largo de
prever... incluso para nosotros. He hecho mi trabajo y quiero descansar. Quiero olvidarlo
todo. Todo.
—Me pone usted en una situació n difícil...
—Lo siento. Tendrá que encontrar a algú n otro.
—Pero, ¿qué es lo que hará usted?
—Como un pasajero ordinario —replicó Griscomb secamente—, no veo las razones
de discutir este asunto aquí. Gracias, ya me cuidaré de mis propios asuntos.
Se levantó .
—Usted debe estar ocupado —afirmó . Se retiró hacia la puerta—. Si no hay nada
má s...
—No. Nada.
—Gracias, señ or —dijo Griscomb—. Le deseo suerte en su nuevo cargo, señ or.
—Gracias —respondió Tepperman, sonriendo.
Griscomb se fue.
Fuera, Griscomb hizo una pausa. Se llevó la mano al cuello de su traje y retiró la
estrella brillante y plateada que llevaba puesta. La tuvo en la palma de su mano por un
momento, mirá ndola, sopesá ndola, sintiendo por un instante su fría y aguda existencia. Le
hizo una mueca y la dejó caer en un bolsillo.

Los corredores centrales del Puente eran amplios. Un gran nú mero de personas
caminaban sosegadamente hacia sus puestos. Griscomb caminó entre ellas, aunque
sintiéndose aparte. Había demasiadas conversaciones excitadas a su alrededor, demasiadas
risas, demasiada compañ ía en la que él no tenía parte.
El Puente Central era una gran extensió n de verde césped y congregaciones de
arbustos y jardines. Era el ú nico lugar en la nave en donde las plantas crecían en tierra
só lida y hú meda. Los niñ os corrían y jugaban ruidosamente entre los arbustos, demasiados
jó venes aú n para saber sobre su herencia destituida, alegres aú n con la brillante y
espontá nea risa y los maravillosos e interminables días de la niñ ez.
Griscomb continuó andando. Debía de volver a su oficina a cumplir su ú ltima tarea.
Aú n no, pensó . Podía esperar. Tenía tiempo, ahora. Tiempo para comportarse como un ser
humano.
Continuó marchando, a lo largo de los anchos pasillos, hacia el final, donde el Puente
Central se encontraba con el casco del Viking. Pero el Puente Central, allí, era diferente de
los otros niveles de la nave. En vez del gris metal de las gruesas paredes, parecía no haber
ninguna barrera. La pared era tan transparente como el aire y parecía tan inexistente que
casi era increíble pensar que allí hubiera algo aunque uno lo tocara para asegurarse. Uno
podía aproximarse tan cerca de la pared que casi podía creer que si daba un paso má s se
encontraría fuera de la nave, y que allí no había nada para detenerle.
La gente se agolpaba cerca de la barrera invisible. Hablaban excitadamente entre
ellos, y señ alaban. Porque allí, a dos mil kiló metros bajo la nave, la gran curva del planeta se
destacaba en la inmensa profundidad del espacio. Su extensió n era tan grande que era
imposible verlo enteramente de una sola mirada. Parecía llenar el universo.
Griscomb se apretó contra la transparente barrera. La llamará n la Colonia Viking,
pensó . Y será su colonia. Pero yo los traje aquí. Eso no me lo pueden quitar. No como mi
nave o mi estrella. Es la ú nica cosa que no me pueden quitar.
Era un buen mundo, envuelto con una buena atmó sfera, y los continentes eran
verdes y bordados de lagos azules y ríos, y de blanco con la nieve de las cumbres de las
montañ as.
Los he traído aquí, pensó . Los he traído aquí.
Se giró para marcharse. Su codo rozó una manga.
—¡Vaya, Foster! —exclamó —. Hacía tiempo que no nos veíamos.
Hacía tiempo. Noventa y cuatro añ os. Foster Simes había sido su principal asistente
cuando él estaba dirigiendo una factoría de acero en Ventura Colonia IV. Habían sido
amigos en esos lejanos días, cuando había habido tiempo para los amigos. Pero eso había
sido un siglo atrá s, y a una distancia de dieciocho añ os-luz.
El hombre —la cara de Foster no había cambiado un á pice— lo miró . Una pausa.
Luego:
—Sí. Hace tiempo. Mucho tiempo. Me alegro de verte otra vez, Capitá n.
Griscomb negó con la cabeza:
—No. Ya no soy Capitá n. La nave está en ó rbita. Mi trabajo ha terminado.
—¡Terminado! —exclamó Foster Simes—. ¡Bien! —Se rió vivamente—. Eso significa
que está s sin trabajo. —Rió un poco má s. Se detuvo cuando se dio cuenta de que Griscomb
no iba a reír.
—Terminado —repitió Griscomb.
Los dos hombres se quedaron mirando el uno al otro. Si había algo por decir,
ninguno de los dos sabía el qué.
—Bien... —Foster extendió su mano—. Ha sido un placer el verte otra vez —dijo,
apartá ndose un poco, sintiéndose cohibido—. Ha pasado mucho tiempo.
—Sí —dijo Griscomb—. Mucho tiempo.
Contempló al hombre que se retiraba.
Se dirigió a su alojamiento. Hammond Siff se irguió desgarbadamente del sofá . Su pie
rozó un cojín y lo hizo caer al suelo. Se inclinó para recogerlo.
—No te molestes —dijo Griscomb.
Siff se quedó titubeando, con el cojín colgando de su mano. Griscomb lo tomó y lo
puso en el sofá . Lo apretó entre sus manos para devolverle la forma.
Se volvió hacia su asistente.
—Nunca te ha gustado tu trabajo aquí, ¿verdad? —preguntó suavemente.
Siff dio un paso atrá s.
—Bien, no lo sé realmente, señ or... Yo... —Desplazó el peso de su cuerpo de un pie a
otro.
Griscomb lo detuvo con un gesto.
—Está bien —dijo. Sonrió —. Está bien. No respetaría a un hombre al que le gustara
este trabajo. Es una clase de trabajo...
—Oh, no, señ or —protestó Siff—. De verdad, yo...
—Está bien, Hammond —repitió Griscomb—. El trabajo ya se ha terminado.
Le ofreció su mano.
—Me alegro de haberte tenido —dijo.
Hammond Siff apretó su mano aú n titubeando.
—¿Querrá usted algo, señ or?
Griscomb lo miró con curiosidad. Negó con la cabeza.
—No. Nada má s. El trabajo ha terminado. Ya no soy Capitá n... y tú ya no eres
asistente. Puedes irte ahora, en cuanto quieras.
Hammond Siff aú n titubeó .
—Puedes marcharte de aquí en cuanto quieras —le dijo Griscomb—. Regístrate en
Destinos tan pronto como te parezca.
Siff lo contempló , frunciendo el ceñ o.
—¿Lo dice de verdad? —preguntó —. ¿Marcharme de aquí...?
—Puedes quedarte aquí, si lo prefieres —Griscomb se alzó de hombros—. No te voy
a dar ninguna orden má s. El resto de la nave está un tanto lleno. Por lo que a mí respecta,
puedes hacer lo que quieras.
—Pues, es una buena habitació n —admitió Siff—. La ú nica cosa...
Sí, pensó Griscomb. ¿Quién quiere vivir al lado de un hombre que fue el Capitá n?
—Yo me marcharé manañ a —dijo.
—Sí, señ or —Siff retrocedió hacia la puerta, como excusá ndose—. ¿Señ or?
—Sí. ¿Qué deseas?
—¿Se ha terminado? Quiero decir, ¿se ha terminado realmente?
—Sí —suspiró Griscomb—. Realmente, ha terminado.
Entonces Siff se fue.

Griscomb cambió su traje por otro que no parecía un uniforme. No había llevado
estas ropas desde hacía mucho tiempo, y le fue un tanto difícil encontrarlas puesto que no
sabía el lugar donde Siff había estado guardando sus vestidos. Pero el traje estaba limpio y
sin arrugas, y no había señ ales de todo el tiempo que había estado guardado en el cajó n. Siff
había sido un buen asistente, y Griscomb lamentó haber tenido que prescindir de él.
Una vez vestido, volvió a su oficina. Ruth estaba en su escritorio, esperando, sin
hacer nada porque no había nada que hacer.
Ahora llegaba la ú ltima parte... la tarea final. Miró alrededor de la habitació n,
extrañ amente vacía, con la sola presencia de Ruth en su mesa, observá ndolo y deseando
hacer preguntas, aunque permaneciera en un silencio pensativo.
Griscomb sonrió momentá neamente y, por un instante, pareció realmente joven. El
instante pasó .
—Ruth, ¿quiere ayudarme a limpiar mi escritorio? —preguntó —. Luego
limpiaremos el suyo.
—De acuerdo —se levantó , mirá ndolo seriamente.
Era la ú ltima tarea y la tarea era difícil. Abrir los cajones de su escritorio y separar
las cosas personales, privadas, de aquellas otras que habían formado parte de su trabajo.
Era como destrozar un pedazo de su propia vida.
No fue nada fá cil el decidir lo que había de ser del Capitá n y lo que era suyo. La carta
de Paolo Lenski, por ejemplo. Griscomb la había encontrado en su mesa la primera vez que
atravesó la puerta. La había guardado durante todos estos añ os.

Ralph:
Vas a necesitar algo más que la suerte que yo te deseo. Mucho más. Pero llevarás todo
el peso de la tarea y no puedo ni darte consejos ni avisos.
Pero si pudiera darte una regla con la que juzgar los actos de tu responsabilidad, sería
esta: que el propósito de tu nave, el Viking, es el de establecer una colonia humana en un
planeta de alguna nueva estrella y aún más, puesto que esta colonia a su vez debe ser una
avanzada a través de la galaxia, hacia otras estrellas y colonias.
Cualquier cosa que hagas a fin de cumplir este propósito estará bien. Cualquier cosa
que impida este propósito no debe ni siquiera ser considerada.
En cuanto al resto, tu juicio decidirá. Te deseo suerte y éxito en tu viaje. Pero no es tan
solo mucha suerte lo que vas a necesitar. Por ello, también te deseo sabiduría.
Paolo.

Griscomb plegó el mensaje manuscrito y lo puso otra vez en el sobre. Había sido
dirigido a él, y aú n después de todos esos añ os podía ver todavía al pequeñ o hombre rubio
dirigiéndole esas palabras. Pero el mensaje... estaba destinado al puesto que ya no ocupaba.
Griscomb lo dejó sobre la mesa, exactamente donde lo había encontrado anteriormente
hacía casi un siglo.
El Viking continuaría su viaje, algú n día. Tal vez tendría su mando otra vez. Sería
agradable volver a esta oficina y encontrar la carta esperá ndole como un viejo amigo. Sería
algo así como volver a casa. O, si algú n otro tomaba el mando del Viking en su segundo
viaje, bien, cualquiera que fuese, comprendería por qué estaba la carta allí, y los consejos
que daba eran mejores que los que él, Griscomb, podría dar.
Con sorpresa, comprobó que en la mesa de su oficina había muy pocas cosas que
pudiera llamar propias, a pesar de que la había estado ocupando durante tantos añ os.
Cuando Ruth terminó de poner las cosas otra vez en los cajones, solo quedó un pequeñ o
montó n separado.
Empezó a distribuir las cosas entre sus bolsillos. Pequeñ os recuerdos y objetos sin
importancia...
—¿Qué es lo que hará ahora? —preguntó Ruth.
El ú ltimo objeto era un pisapapeles. Griscomb lo cogió y lo sopesó en su mano.
—Qué importa —dijo, alzá ndose de hombros. Dejó caer el pisapapeles en un bolsillo.
—Por favor —persistió ella—. Ya sé que no es de mi incumbencia, pero me gustaría
saberlo.
El pisapapeles abultaba en su bolsillo. Lo extrajo y lo mantuvo en su mano, tratando
de decidir qué haría con él.
—No he pensado en eso hasta hoy —admitió —. Ahora, repentinamente, no tengo
nada que hacer.
Sopesó el pisapapeles y se decidió . Lo dejó otra vez sobre la mesa. La habitació n
estaba limpia y vacía y parecía estar igual como la primera vez que la vio, hacía noventa y
dos añ os.
—Creo que me haré cazador —murmuró —. Al menos durante un tiempo.
—Eso es peligroso, ¿verdad?
—Muchas cosas lo son —dijo con indiferencia—. He cazado antes. En mi primera
colonia, yo era un cazador.
—Pero hay tantas cosas que podría hacer —objetó ella.
—Creo de que es hora de que empiece por el principio otra vez. —Sonrió levemente
—. ¿Por qué le interesa saber esto?
Ella no respondió . A su vez, dijo:
—No necesita empezar en eso. Podría ser un granjero, o trabajar en las minas, o
conducir alguna clase de má quina. No necesitaría cazar. Cazar es... un trabajo tan solitario.
—Lo sé —admitió él, sin darle importancia. Se alzó de hombros y luego los dejó
hundir—. No he hecho muchos amigos durante el desempeñ o de este trabajo —admitió .
Ella lo miró animosamente.
—Ha hecho algunos —le dijo suavemente.
—Gracias, Ruth —dijo Griscomb, un tanto sorprendido, un tanto inseguro.
Ella apartó los ojos. Griscomb pensó que entendía sus palabras y sus miradas, pero
no se precipitó .
Ahora no es el momento, decidió á speramente. Má s tarde, cuando hubiera pasado el
tiempo, cuando el resplandor del cargo que había ejercido se hubiera desvanecido un
tanto... entonces sería el momento.
Miró alrededor de la habitació n por ú ltima vez, e inspiró profundamente.
—Vayamos a limpiar su mesa —dijo—. Terminemos de una vez.
Ella bajó los ojos. Su labio se tensó . —Sí —dijo huecamente—. Vayamos.

Solitario, se dirigió al Puente Central para registrarse en Destinos. Los pasillos


estaban llenos de gente, y las puertas de la oficina de Destinos estaban abiertas de par en
par.
Había una multitud en el interior. Aunque no se había efectuado ninguna
notificació n pú blica, la transició n ya había empezado. El cambio de una forma de vida a
otra.
Titubeó bajo el dintel de la puerta, y supo que no podía entrar allí y mezclarse entre
la gente. No podía estar cara a cara con ellos. Ahora no. Aú n no.
Caminó lentamente, alejá ndose.
Llegó , finalmente, al extremo del corredor, y allí estaba el planeta extendiéndose
vastamente ante él, curvado y enorme y profundamente estimulante. Grupos de gente se
apretaban contra la invisible barrera, mirando hacia el mundo en el que iban a vivir.
Se detuvo, momentá neamente estupefacto por la visió n.
Casi a sus pies, una mujer estaba agachada, rodeando con sus brazos a dos
chiquillos.
—¿Lo veis? Ahí es donde vais a vivir.
Sí, pensó Griscomb. Vivir. Y llegar a ancianos... Y morir de vejez.
Deseó que hubiera habido alguna otra solució n.
Los altavoces emitieron un sonido con tonos de campanas, y las voces de la multitud
cesaron al instante. Se produjo un silencio, en espera del anuncio advertido por los
altavoces. Y, sú bitamente, Griscomb oyó su propia voz, tal como la había grabado unos días
antes.
—El planeta que hemos encontrado es habitable, y nuestra nave está ahora en órbita
a su alrededor. Nuestro viaje ha terminado. Estableceremos nuestra colonia aquí.
«Mi tarea ha terminado. Estamos aquí y aquí finaliza mi nombramiento. Ya no soy
más vuestro Capitán, y ya no tengo ningún cargo o puesto de autoridad a bordo de esta nave
o en otro lugar. Desde hoy soy un ciudadano ordinario, uno más entre vosotros.
«Siempre he hecho lo que creí que era lo mejor. He cometido algunas faltas y ha
habido algunas injusticias, y lo deploro. A algunos los he favorecido, y a otros los he
perjudicado, pero no estoy justificando mis acciones. Tampoco las defiendo. Ha habido
momentos en los que mis decisiones han parecido duras y desagradables. Una vez más, solo
puedo decir que he actuado como creí que era correcto.
«Estamos a punto de fundar una colonia. Espero y creo que será tan buena colonia
como cualquiera de las del pasado. Eso depende de vosotros. Mi tarea ha terminado... os he
traído aquí. Vuestro trabajo está a punto de empezar.

En el momento en que cesó la voz de Griscomb, habló Green Tepperman.


Rá pidamente, empezó a delinear la nueva estructura jerá rquica. Griscomb no lo escuchó .
Miraba hacia el mundo a donde los había traído.
Sintió como una mano se apoyaba ligeramente en su brazo.
—Hola, Ruth...
Su mano se tornó cá lida.
—No estabas en la oficina de Destinos. Yo... miré... pensé que tal vez estarías aquí.
El afirmó con la cabeza. Sí. Claro que estaba aquí.
Su mano descansó con quietud en su brazo. Era lo má s natural, lo má s seguro. Ella
miró hacia el planeta.
—Ralph —murmuró gravemente—. Recuerda esto. Nos has traído aquí. Eso es algo
que nadie puede cambiar. Nos has traído aquí.
Sí, pensó él. Los he traído aquí. Pero nunca podría hacer que establecieran una
colonia. Eso será lo importante, y eso no puedo conseguirlo yo.
En voz alta, tranquilo, dijo:
—Construir es algo que no se puede hacer solamente con autoridad, Ruth. Eso es
todo lo que tuve. Autoridad. No es suficiente. Lo que necesitan ahora son hombres que sean
líderes.
—¿Qué? —preguntó ella. No lo comprendía.
Griscomb tampoco lo comprendía. El planeta estaba ante él. Era casi suficiente, al
menos en ese momento, mirar hacia abajo, y ver los grandes mares azules en la luz del
cá lido sol, y la rica y verde tierra repleta con la promesa de la fertilidad, y las montañ as
extendiendo sus nevadas cumbres hacia el espacio...
Y, mientras el momento moría, vio má s allá las lejanas e indiferentes estrellas.

Título original:
THE VOYAGE WHICH IS ENDED
© 1962, Mercury Press, Inc. Published by arrangement with E. J. Carnell

Traducció n de S. Mas
 
 
la SF en el TEATRO
El teatro de SF está por hacer. Probablemente, en el momento actual, el teatro mismo
esté por rehacer, y la SF puede tener una participación decisiva en la insoslayable recreación
del teatro.
Por esto nació la idea de estas páginas especiales de N. D. dedicadas al teatro de SF;
para interesar a los aficionados al teatro en la SF, y viceversa. Y, ya antes de publicarlas,
hemos conseguido una serie de interesantes contactos de los que esperamos eficaces
resultados.
Reunidas en estas páginas van una serie de obras de teatro, inéditas unas y ya
representadas otras, que nos muestran el momento actual de la eclosión de esta forma nueva
del arte escénico. Como complemento, un clásico griego y una serie de artículos nos
demuestran que el teatro de SF ha sido y puede llegar a ser... ¿llegará?
Que por nosotros no quede.
CIENCIA FICCIÓN, DIALÉCTICA Y
TEATRO
ARTICULO
CARLO FRABETTI
«La consigna es: Ampliar el á rea de la consciencia»
(ALLEN GINSBERG)

Un argumento tan difundido como superficial en contra de la SF

es el de que se trata de un «género de evasió n», que, al trasladar al lector a un


[1]

ambiente fantá stico, lo induce a eludir la «realidad», a sustraerse a sus compromisos


individuales y colectivos.

Si bien esta acusació n es vá lida por lo que respecta a una ingente cantidad de
subproductos que se acogen bajo el epígrafe «ciencia ficció n» (de ahí la perentoria
necesidad de una labor crítica y decantadora), su arbitraria generalizació n a la SF misma
como planteamiento, enfoque, actitud mental (evito deliberadamente llamarla «género»),
es, má s que gratuita, absurda y reaccionaria.
Lo fantá stico —siempre que sea fruto de un esfuerzo intelectual serio y honrado, y
se manifieste a través de una forma de expresió n eficaz— no só lo no se opone a la realidad,
sino que, al permitirnos considerarla a la luz de sus latencias, de sus posibilidades
implícitas, o de sus alternativas, se convierte en su contrapunto crítico, en su complemento
dialéctico.
La extrapolació n —técnica habitual de la SF—, al llevar al límite determinadas
características de lo actual, adopta recursos críticos similares a los de la caricatura o la
pará bola, y pone de relieve «rasgos» de lo cotidiano que la costumbre hace pasar
desapercibidos.
La fantasía no es lo contrario de la realidad: es la realidad misma que se rebela
contra sus deformaciones —la rutina, el conformismo, la aceptació n gratuita de lo
establecido—, contra sus hijos bastardos, que pretenden encajonarla en grotescos
esquemas. Es la realidad misma que reclama su derecho —y deber— de trascendencia.
Todo lo que contribuya a emancipar al hombre de la costumbre hecha ley, todo lo
que estimule su imaginació n, lejos de «evadirlo», lo acerca a una realidad abierta, al
escenario de su realizació n, del que lo separan los férreos y sutiles mecanismos de
alienació n y opresió n de la sociedad actual.
Pues sin imaginació n, sin inquietud, no hay crítica, no hay consciencia, y la
consciencia crítica es la ú nica base vá lida para una actitud revolucionaria, en el má s
profundo sentido del término.
Es decir: al sacarnos aparentemente de lo real, lo fantá stico nos permite —por un
efecto de «distanciamiento» en el sentido brechtiano— contemplarlo con una mayor
amplitud de perspectivas y, de este modo, enriquece nuestra capacidad crítica. Si una obra
reú ne honradez y calidad, lo demá s (su valor dialéctico) vendrá dado por añ adidura. O, si se
me permite expresarme en términos de «psicología-ficció n»: «A toda evasió n
(honestamente programada y correctamente asimilada) corresponde una contraevasión de
signo contrario que reproyecta la mente sobre la realidad con renovada fuerza crítica y
amplía el á rea de la consciencia».

Si repasamos la lista de los precursores y clá sicos de la SF —Utopía, Viaje a Icaria,


Erehwon, Los viajes de Gulliver, varias obras de Wells..., por mencionar algunos—
observaremos que la mayoría son auténticos ensayos socioló gicos, obras críticas que
eligieron la fantasía como vehículo expresivo idó neo para «contestar» una realidad
insatisfactoria.
De un modo nada accidental, nada gratuito, la inquietud renovadora —el espíritu
revolucionario— en su constante bú squeda de formas de expresió n e incitació n, ha cuajado
repetidamente en obras de ficció n. Lo dialéctico no es simplemente una posible orientació n
de lo fantá stico: está en su misma naturaleza.
Que una literatura nacida y alimentada de un espíritu de compromiso, actualmente
haya degenerado en gran parte en un infragénero de mera evasió n, constituye una
tristísima paradoja, y una prueba má s de la omnívora capacidad de absorció n y
degradació n del sistema.

El problema de la SF actual no es tanto la ausencia de una producció n de auténtica


calidad —que la hay, y cada vez má s pujante— como la falta de discriminació n —a nivel
editorial y de pú blico— entre obras dignas y subproductos espú reos; falta de
discriminació n que induce a muchos a subvalorar la SF en sí misma, globalmente.
Consideremos el fenó meno cinematográ fico: el cine surgió fundamentalmente —y
como tal ha venido desarrollá ndose hasta hoy en su mayor parte— como mecanismo de
evasió n, como eficaz fó rmula para sumergirse en esquemas vitales simplistas, fá cilmente
asimilables, y eludir una realidad angustiosamente compleja y frustratoria.
Pero desde el primer momento, y cada vez con má s nitidez, ha ido configurá ndose
un cine contraevasivo, que utiliza como estimulantes de la consciencia los mismos recursos
que el cine-evasió n emplea como anestésicos, hasta tal punto que hoy día este cine
comprometido es uno de los má s eficaces instrumentos dialécticos, y, tanto a nivel de
crítica especializada como de pú blico, se conoce y tiene en cuenta la existencia de ambas
clases de cine antagó nicas.
Es obvio que el 90% de la producció n cinematográ fica es opio, basura, o ambas
cosas a la vez. Pero a nadie se le ocurre condenar el cine en si mismo en base a esta
consideració n cuantitativa.
¿Por qué no ocurre otro tanto con la SF? ¿Por qué sus dos tendencias antagó nicas —
la evasiva y la dialéctica— todavía no está n claramente diferenciadas?
Hay varias causas: confuso —cuando no deshonesto— planteamiento editorial; falta
de una labor especializada de critica, ensayo e informació n orgá nica; inercia mental de las
«minorías ilustradas»

, detentoras y perpetuadoras de un caduco y reaccionario concepto


[2]

pseudohumanístico de «cultura», que encuentran má s có modo condenar en bloque algo


que no está n preparadas para asimilar...

Resumiendo:
La SF, gracias a su intrínseca capacidad de distanciamiento crítico y planteamiento
de alternativas, es dialéctica por naturaleza, aunque la inmensa mayoría de sus
subproductos sean morralla al servicio de la alienació n.
El desconocimiento general, la falta de discriminació n entre sus diversos niveles de
calidad y sus tendencias antagó nicas, induce a muchos a subvalorarla globalmente.
Requisitos para la validez y eficacia de una obra: imaginació n, calidad y honradez,
sin concesiones.

TEATRO Y SF
Empezaré aludiendo a los má s importantes recursos críticos de la SF en general,
para considerar luego su aplicació n específica al teatro.
Transposición. Al igual que la pará bola, la alegoría o algunas manifestaciones del
teatro del absurdo, la SF puede trasladar situaciones actuales a un plano fantá stico, con el
fin de lograr una objetivació n (distanciamiento) que facilite el aná lisis crítico. Obviamente,
este recurso no es privativo de la SF, si bien la transposició n fantacientífica resulta
especialmente adecuada para enmascarar ciertos planteamientos dialécticos, que de ser
expuestos abiertamente desencadenarían las «oportunas» medidas represivas.
Extrapolación. Es ésta una técnica habitual

[3]
y específica de la SF, consistente en especular sobre las situaciones a las que
podría dar lugar la potenciació n —o supresió n, o deformació n— de algunos de los factores
(sociales, econó micos, políticos, psicoló gicos, científicos, etc.) que operan en la actualidad y
condicionan nuestro entorno.

Las posibilidades críticas de la extrapolació n me parecen evidentes, pues permite


analizar lo actual a la luz de sus consecuencias má s o menos probables, má s o menos
inmediatas. Permite contemplar el presente con la perspectiva de sus futuros implícitos.
Planteamiento de alternativas. Uno de los argumentos favoritos de todo reaccionario
que se precie, para justificar el actual estado de cosas, consiste en asegurar que «este es el
ú nico mundo posible, las cosas son así y no se las puede cambiar, etc.».
Lo que pretende, en esencia, la dialéctica es demostrar que las cosas no tienen por
qué ser necesariamente «así». De acuerdo con esto, una de las má s interesantes
posibilidades de la SF es, a mi entender, la de situar la «realidad» en un amplio cuadro de
alternativas, con objeto de evidenciar su contingencia, denunciar sus taras y
condicionamientos innecesarios («coyunturales»), y buscar sus posibilidades de
trascendencia.
La aplicació n de estos recursos al género dramá tico es inmediata en la medida en
que este se apoya en una base literaria y conceptual. Pero es en el aspecto «vivencial» del
teatro, en su cará cter de manifestació n viva y directa, capaz de incidir en el espectador por
otros caminos que la mera literatura escrita, donde hay que buscar una significació n teatral
específica de la SF. Y precisamente en este sentido veo abierto un vasto campo de
posibilidades, prá cticamente inexplorado.
Sumergir al espectador en futuros hipotéticos, hacerle «vivir» las consecuencias
latentes en el conformismo actual, enfrentarlo sensorialmente con la maquinificació n total
que nos amenaza, etc., con objeto de provocar en él una reacció n crítica, una revulsió n a
nivel racional, emocional e incluso bioló gico...
Algo así es lo que creo que debe proponerse el teatro de SF, para lo cual tendrá que
descubrir no solo unos planteamientos vá lidos, sino también unas formas de expresió n y
una estética adecuadas en cuanto a significació n y eficacia.

© Carlo Frabetti y Ediciones Dronte, 1970


ALGUNAS PREGUNTAS EMBARAZOSAS
PARA ZEUS
CLÁSICO
LUCIANO DE SAMOSATA

ilustrado por STEELE SAVAGE

Escena: El cuarto de Comunicaciones Terrenales en el cielo. Es la hora de las


oraciones, y Zeus está sentado en un sillón dorado al lado de un agujero en el suelo con el
rótulo de oraciones. Zeus levanta la tapa y acerca su oreja a la apertura. Se oye una voz
fría y cínica al otro extremo.

VOZ. — Bien, Zeus, no te voy a molestar con el tipo habitual de oració n. No te voy a
pedir que me conviertas en rey o millonario. Esas cosas no deben ser nada fá ciles para ti o,
por lo menos, no pareces hacer mucho caso a las oraciones de la gente que te lo pide. Pero
hay un favor que me gustaría pedirte... uno extremadamente pequeñ o.
ZEUS (benignamente): ¿Y cuá l es? Tu oració n será atendida, especialmente si es tan
razonable como tú dices.
VOZ. — Me gustaría hacerte una pregunta muy simple.
ZEUS — Bien, eso me parece muy fá cil. Puedes hacer tantas preguntas como te
plazca.
VOZ. — Entonces presta atenció n, Zeus. Sin duda has leído a Homero y a Hesiodo.
Bien, ¿es verdad lo que dicen sobre el Destino y las Parcas... que determinan el futuro de la
vida de cada hombre y que nadie puede escapar al mismo?
ZEUS — Completamente cierto. Nadie está exento del control de las Parcas. Todo lo
que ocurre ha sido hilado en su huso y acontece de acuerdo con su designio original.
Ninguna alteració n es permitida.
VOZ. — Entonces, cuando Homero dice en alguna parte,

«A menos que mueras antes de tu hora predestinada»,

y toda esa clase de cosas, ¿es que solo está diciendo tonterías?

 
ZEUS — Ciertamente. No hay excepciones al dominio de las Parcas, ni enredos o
roturas en sus hilos. Verá s, los poetas dicen la verdad cuando está n inspirados por las
Musas, pero cuando pierden su inspiració n o tratan de componer por sí mismos, está n
expuestos a cometer errores o a contradecirse a sí mismos. Realmente no se les puede
culpar por equivocarse cuando la inspiració n divina los ha dejado. Después de todo,
solamente son humanos.
VOZ.— (en tono poco convencido): Bien, supongamos que esa es la explicació n. Pero
dime otra cosa: ¿cuá ntas Parcas hay? Son tres, ¿no es verdad? ¿Cloto, Lá quesis y Á tropos?
ZEUS — Desde luego.
VOZ. — Pues ademá s se habla mucho por ahí sobre el Destino y la Fortuna. ¿Quiénes
son exactamente y cuá nto poder tienen cada uno? ¿Igual que las Parcas, o má s? Porque la
gente siempre está diciendo que la Fortuna y el Destino son las cosas má s poderosas en el
mundo.
ZEUS. — (indulgentemente): Los pequeñ os cínicos no pueden esperar que se les diga
todo. Pero, ¿por qué lo preguntas?
VOZ. — Te lo explicaré, Zeus, cuando me hayas contestado a otra pregunta. ¿Las
Parcas te controlan también a ti? ¿Está s tú también suspendido de uno de sus hilos?
ZEUS: Obviamente, también debo estarlo.
(Se escucha una risita en el otro lado).
¿Qué tiene eso de gracioso?
VOZ. — Estaba pensando en aquel pasaje de Homero, cuando tú está s haciendo un
discurso en la Mansió n de los Dioses y amenazando con alzarlo todo con una cadena de oro.
Tú decías que dejarías caer esta cadena desde el cielo, y que si querían podían asirla todos
los otros dioses y tratar de arrastrarte hacia abajo, lo cual no conseguirían, mientras que si
tú te tomabas la molestia podías alzarlos a todos ellos,
«Con mar y tierra y todo lo que hubiera allí».

Esta frase siempre me producía una tremenda impresió n sobre tu fuerza, y me


estremecía cada vez que la leía. Pero ahora me dices que tú mismo, cadena, amenazas y
todo, ¡está n colgando de un débil hilo! A mí me parece que es Cloto la que realmente puede
jactarse, porque te tiene colgando de su huso como un pez al extremo del sedal.
ZEUS — (fríamente): No veo a que vienen todas esas preguntas.
VOZ. — Son solo preguntas, Zeus, y por amor de los dioses, quiero decir por amor de
las Parcas, no te molestes o te ofendas conmigo por hablar francamente. Si las cosas son así,
si todo está controlado por las Parcas y sus decisiones son inalterables, ¿para qué ofrecerte
tantos sacrificios a ti? ¿Para qué rezarte? No puedo ver lo que esperamos obtener con ello,
si nuestras plegarias son incapaces de influenciar los acontecimientos en una forma u otra.
ZEUS — Ya sé quien te ha estado poniendo todas esas brillantes ideas en el cerebro.
Alguno de esos malditos intelectuales que dicen que nunca hacemos nada por los seres
humanos. Siempre está n haciendo preguntas blasfemas como esas, y tratando de evitar que
el pueblo diga sus oraciones o haga sacrificios diciéndoles que todo eso es una pérdida de
tiempo, porque nunca prestamos ninguna atenció n a lo que ocurre y no ejercemos ninguna
influencia en los humanos. ¡Pero no se saldrá n con la suya!
VOZ. — No; realmente, Zeus, y que me muera si miento, esto no tiene nada que ver
con ellos. Lo que digo es una deducció n natural sobre lo que está bamos discutiendo de que
los sacrificios son necesariamente bastante superfluos. Pero, si lo prefieres, podemos
repasar nuevamente nuestra discusió n. No tengas miedo a contestar a mis preguntas, y
piensa tus respuestas cuidadosamente.
ZEUS — Muy bien, si es que tienes tiempo para perder en estas tonterías.
VOZ. — ¿Dices que las Parcas son las responsables de todo lo que ocurre?
ZEUS — Así es.
VOZ. — ¿Y puedes tú alterar lo que ya está decidido o desmadejar sus hilos?
ZEUS — No, no puedo.
VOZ. — Bien, ¿quieres que saque la conclusió n ló gica o está todo lo suficientemente
claro sin necesidad de decirlo?
ZEUS — (con dignidad): Está perfectamente claro, gracias. Sin embargo, los sacrificios
no se efectú an para un propó sito utilitario, para conseguir nuestros favores, sino como
señ al de respeto hacia una forma de vida superior.
VOZ. — Correcto, eso está bien. Admites que los sacrificios no tienen ningú n
propó sito ú til, y son debidos solamente a la bondad y admiració n de nuestros corazones,
como una forma de mostrar respeto a nuestros superiores. Pero si uno de esos
«intelectuales» estuviera aquí, seguramente preguntaría que ¿qué hay de superior en ti,
después de todo? Segú n lo que hemos hablado, tú no eres má s que otro compañ ero-esclavo,
ya que las Parcas tienen sobre ti el mismo poder que sobre nosotros. Y no es suficiente
decir que tú eres inmortal, como si eso pudiera ponerte en una situació n mejor, ya que en
realidad eso te pone en peor situació n. Nosotros, al menos, obtenemos nuestra libertad al
morir, pero tu condició n continuará siendo la misma por toda la eternidad, y vosotros
siempre seréis esclavos, un hilo sin fin. Amén.
ZEUS — Pero esta vida eterna es muy divertida. Nosotros nos lo pasamos muy bien.
VOZ. — Habla por ti, Zeus. Hay las mismas distinciones de clases en el cielo como
aquí abajo, y mucho descontento social. Todo va bien para ti... tú eres un rey. Si quieres
siempre puedes dejar caer una cuerda y alzar la tierra y el mar al igual que el cubo de un
pozo. Pero, ¿qué me dices de Hephaestus? Es solamente un pobre herrero lisiado, un
miembro de las clases trabajadoras. Y no necesito mencionar a tu padre, que aú n está
cumpliendo su sentencia en el Tá rtaro. También tengo entendido que vosotros, los dioses,
está is expuestos a enamoraros o ser heridos y, ocasionalmente, tenéis que trabajar como
esclavos de los seres humanos, como tu hermano hizo por Laomedonte, y Apolo por
Admeto. No considero a eso precisamente como pasarlo bien. La verdad del asunto es, me
parece a mí, que algunos de vosotros tienen toda la suerte y no lo pasan mal, mientras el
resto viven en forma opuesta, aparte el hecho de que tú siempre está s siendo robado por
ladrones de templos, y transformado en un momento de plutó crata a indigente. ¡La verdad
es que varias divinidades auríferas y plateadas han visto fundidas sus preciosas personas!
Sin duda ha sido a causa del destino.
ZEUS — (cogiendo un rayo y levantándolo en forma amenazadora): Eso que dices es
un insulto descarado. Y vas a desear que nunca lo hubieras dicho.
VOZ. — No hace falta que trates de asustarme, Zeus. Sabes perfectamente que no
puedes hacerme nada sin previo permiso del Destino. Lo cierto es que ni castigas a la gente
que roba tus templos. Tal como lo veo, a la mayoría no les ocurre nada. Supongo que es el
destino el que impide que sean apresados.
ZEUS — Bien, ¿qué es lo que dije? ¡Eres uno de esos intelectuales que trata de
demostrar que no existe tal cosa como el Destino!
VOZ.— Les tienes fobia, ¿no es verdad, Zeus? Me pregunto por qué. Cualquier cosa
que diga lo atribuyes a su influencia. Sin embargo, hay una cosa que me gustaría
preguntarte, pues ¿a quién má s digno de confianza podría consultar realmente?
Exactamente, ¿qué es esa providencia tuya? ¿Es una especie de Destino, o algo superior que
da ó rdenes a las Parcas?
ZEUS — Ya te lo he dicho antes, hay algunas cosas que no tenéis por qué saber. De
todas maneras, dijiste primero que solo tenías una pregunta que hacer, de modo que ¿para
qué me importunas con todos esos detalles sin importancia? Pero ya veo a lo que quieres
llegar. Está s tratando de probar que no tenemos ninguna influencia sobre la vida humana.
VOZ. — No estoy tratando de probar nada. Fuiste tú mismo, hace un momento, quien
dijo que las Parcas tenían el completo control de todo. ¿O es que ahora has cambiado de
idea? ¿Quieres retractarte y quedar como cabeza del Gobierno, echar al Destino fuera de su
oficina?
ZEUS — (irritado). Claro que no. Pero la cuestió n es que nosotros somos los
ejecutivos de las Parcas.
VOZ — Oh, ahora lo entiendo. Entonces vosotros sois una especie de Servicio Civil
permanente. Pero en tal caso son las Parcas las que gobiernan. Sois meramente un
instrumento de ellas.
ZEUS — ¿Qué es lo que quieres decir con eso?
VOZ. — Bien, tomemos por ejemplo un cepillo y un taladro de carpintero. Sin duda lo
ayudan en su trabajo, pero no puedes decir que sean el carpintero mismo. Igualmente, los
cepillos y los taladros no pueden construir un barco, para eso se necesita un constructor de
barcos. En vuestro caso, realmente es el Destino quien parece hacer el trabajo. Vosotros
sois solamente los cepillos y los taladros en la caja de herramientas del Destino. Por tanto,
aparentemente, la gente debería hacer sus sacrificios y oraciones al Destino, pero en vez de
eso continú an ofreciéndote a ti los sacrificios y las procesiones solemnes. De todos modos,
pensá ndolo bien, tampoco hay porqué adorar al Destino. Supongo que ni las mismas Parcas
pueden alterar nada de lo que ya tengan previsto. Estoy seguro de que Á tropos no dejaría
que nadie deshiciera su huso para arruinar todo el trabajo de Cloto.
ZEUS — De modo que lo que tú quieres es que no se tenga respeto a nadie, ¡ni
siquiera a las Parcas! ¡Por lo que veo eres un anarquista total! Pero supongo que nosotros
los dioses nos merecemos algú n reconocimiento, aunque solo sea por suministrar, a través
de nuestros orá culos, informació n futura sobre las disposiciones de las Parcas.
VOZ. — La verdad del asunto es, Zeus, que no sirve de nada el saber algo por
adelantado si no se puede hacer nada al respecto... a menos que quieras sugerir que si
alguien sabe que va a ser asesinado con una lanza de acero, por ejemplo, pueda evitarlo
encerrá ndose en su dormitorio. Pero, realmente, tampoco puede. El Destino lo atraerá
hacia el campo de caza y lo situará en una buena posició n para que sea alcanzado por esa
lanza. Adrasto arrojará su lanza, fallará en darle al jabalí al que estaba apuntando, y matará
en su lugar al hijo má s joven de Creso, porque las Parcas impelirá n el arma
irresistiblemente hacia él.
Y aú n hay ese ridículo orá culo que se le dijo a Laio:
«No deposites tu semilla en el surco de una mujer:
No te burles de la voluntad del cielo.
Porque un hijo de ti nacido
Má s pronto o má s tarde te matará .»
A mi modo de ver el consejo era bastante superfluo, ya que el hecho había de ocurrir
de todas maneras. Y claro, tan pronto como Laio escuchó el orá culo se puso a sembrar, y su
hijo lo mató como era debido. De modo que no veo el porqué deberíamos pagarte por tu
informació n adelantada, aparte del hecho de que la mayoría de vuestros orá culos son
deliberadamente oscuros y ambiguos, fallando, por ejemplo, en especificar si el cruzar
Creso el Halys ocasionará la destrucció n del reino de Ciro o el suyo propio. Este orá culo en
cuestió n podría interpretarse de ambas maneras.
ZEUS — Debes recordar que Apolo se sentía bastante indignado con Creso por
tratarlo de capturar tentá ndolo con ese plato de tortuga y cordero.
VOZ. — (con tono de rectitud): Los dioses no deberían irritarse. Aunque me atrevo a
decir que Creso ya tuvo suficiente mala suerte al ser tenido en cuenta por el orá culo. En
otras palabras, el Destino ya lo había preparado todo para evitar que Creso obtuviera
ninguna clase de informació n segura sobre el futuro. De modo que vuestros orá culos son
producidos realmente por el Destino.
ZEUS — (con marcado sarcasmo): Está bien eso, ¡quítanoslo todo! De modo que no
servimos para ningú n propó sito ú til, no tenemos ninguna influencia sobre lo que sucede,
no nos merecemos ningú n sacrificio, y no somos nada má s que un puñ ado de cepillos y
taladros. Bien, debo reconocer que tienes toda la razó n para despreciarme, considerando
que durante todo el rato te he estado apuntando con un rayo, y aun así te he dejado que
continuaras hablando mal de nosotros.
VOZ. — Oh, puedes tirarme ese rayo si quieres, es decir, si estoy destinado a ser
alcanzado por un rayo, en cuyo caso no te reprocharé que me lo lances, como tampoco
puedo reprochar al rayo por matarme. Le daré toda la culpa a Cloto por hacerte servir
como un arma ofensiva. Lo cual me recuerda otra cosa que quería preguntaros a vosotros
dos, a ti y al Destino, quiero decir. Tal vez tengas la amabilidad de responder también por
él. ¿Por qué dejas escapar sin castigo a tanta gente que comete sacrilegios y robos, perjurios
y crímenes violentos, dedicá ndote en cambio a lanzar tu rayo contra cosas tan inofensivas
como un á rbol, una piedra, el má stil de un barco, o incluso contra un viajero
completamente inocente?
(Zeus trata de pensar una respuesta aceptable).
¿Por qué no dices nada, Zeus? ¿O es que yo, un «destinado», tampoco puedo saber la
respuesta a eso?
ZEUS — No, no puedes saberla. Eres un tanto demasiado inquisitivo y no sé lo que
buscas a base de preocuparme con todas estas tonterías.
VOZ. — Entonces supongo que tampoco debería preguntarte lo siguiente —aunque
siempre he anhelado saber como tú y la providencia y el destino contestaríais—: ¿por qué
debería un buen hombre como Froció n, o Arístides antes que él, vivir tan mal y morir en la
abyecta pobreza, mientras delincuentes juveniles como Callias y Alcibíades estaban
simplemente nadando en dinero, al igual que tipos lujuriosos como Midias, y homosexuales
como Charops de Aegina, que hizo morir de hambre a su propia madre? Y también, ¿por
qué fue ejecutado Só crates, permitiendo que Meleto se saliera con la suya? ¿Por qué se
permitió que un homosexual como Sardaná palo llegara a ser rey y crucificara a toda esa
buena gente de Persia, solamente porque desaprobaban su conducta... para no mencionar
todos los casos actuales de criminales y explotadores que viven en pleno lujo mientras
excelentes personas se ven arruinadas y sufren toda clase de penurias, desde la pobreza a
la enfermedad?
ZEUS — ¿Es que no sabes de los terribles castigos que sufren los pecadores en el otro
mundo, y de la felicidad que allí disfrutan los justos?
VOZ. — ¿Quieres decir en Hades? ¿Titio, Tá ntalo y todos esos? Bien, cuando muera
seguramente sabré lo que hay de verdad sobre esas historias. Mientras tanto, preferiría
pasar el resto que me queda de vida en una comodidad razonable y que me descuarticen el
hígado a pedazos dieciséis buitres cuando esté muerto, que sufrir los tormentos de Tá ntalo
en este mundo, sin conseguir beber nunca hasta que llegue a la Isla de los Bienaventurados,
o haraganear junto a los Héroes en los Campos Elíseos.
ZEUS — Vaya, ¿ni siquiera crees realmente que haya un sistema de recompensa y
castigo, algo como una encuesta legal en la conducta de cada persona a lo largo de su vida?
VOZ. — Bien, se me ha dicho que un cretense llamado Minos se ocupa de cosas
semejantes. ¿Podrías darme algunos detalles acerca de él? Se dice que es un hijo tuyo.
ZEUS — ¿Qué quieres saber acerca de él?
VOZ. — Exactamente, ¿a quiénes castiga?
ZEUS — A los pecadores, desde luego. Asesinos y ladrones de templos, por ejemplo.
VOZ. — ¿Y a quiénes deja ir a vivir con los Héroes?
ZEUS— (untuosamente): A los buenos, a la gente devota que ha vivido virtuosamente.
VOZ. — ¿Y por qué lo hace, Zeus?
ZEUS — Porque los primeros merecen ser castigados y los ú ltimos recompensados.
VOZ. — Pero supongamos que alguien cometió un crimen involuntariamente,
¿consideraría Minos que es justo el castigarlo?
ZEUS — Ciertamente no.
VOZ. — Entonces, presumiblemente, si alguien hiciera una buena acció n
involuntariamente, ¿tampoco Minos consideraría justo el recompensarle?
ZEUS — No, no lo haría.
VOZ. — En ese caso, Zeus, no le atañ e para nada el recompensar o castigar.
ZEUS — ¿Por qué no?
VOZ. — Porque nosotros, los seres humanos, no hacemos nada por nuestra propia
voluntad. Lo hacemos todo bajo una compulsió n irresistible, es decir, si es cierto lo que has
admitido antes, que las Parcas son responsables por todo y que si alguien comete un
crimen ellas son realmente las criminales, y que si alguien roba en un templo no hace má s
que seguir sus ó rdenes. De modo que, para ser justo, Minos debería castigar al Destino en
vez de a Sísifo, y al Hado en vez de a Tá ntalo. Porque ninguno de esos hombres hizo nada
malo... simplemente estaban siguiendo ó rdenes.
ZEUS — Verdaderamente, no voy a molestarme en contestar a ninguna má s de tus
preguntas. No eres má s que un intelectual irresponsable. Me rehusó a escucharte. Me voy.
(Zeus se prepara a poner la tapa).
VOZ. — (en tono subido): ¡Espera! Quiero preguntarte una cosa má s. ¿Dó nde está n las
Parcas? ¿Y có mo se las arreglan para seguir la pista a los detalles má s insignificantes
teniendo tantas vidas que atender y siendo solamente tres para hacerlo? Debe de ser un
trabajo extremadamente duro, y no me parece un destino muy feliz el ser una Parca, con
todo ese trabajo entre manos. Aparentemente, tampoco nacieron bajo una estrella
afortunada. No me pondría en su lugar por nada del mundo. Preferiría continuar siendo tan
pobre como soy, o aú n má s pobre si fuera necesario, que estar como un esclavo pendiente
de un huso del que dependen tantas cosas, y tener que seguir el rastro de todo lo que
ocurre en el mundo. Pero si estas preguntas son demasiado difíciles para ti, Zeus, me
conformaré por ahora con lo que me has dicho. Ha sido lo suficiente como para hacerme
una burda idea acerca de como funciona el destino y la providencia... y tal vez solamente
estoy destinado a conocer eso.
(Con rabia, Zeus cierra la tapa violentamente).

Traducció n de B. Samarbete
 
LLEGA LA COMPAÑÍA DE TEATRO
PANDEMÓNIUM
ARTICULO
RAY BRADBURY

A muchos ambientes a los que la ciencia ficció n no alcanza habitualmente, ha llegado


la fama de Ray Bradbury, uno de los prosistas má s poéticos de nuestro tiempo.
Y Ray Bradbury no es solo un excelente escritor de relatos, sino también un gran
aficionado al teatro, que ha transformado en libretos algunas de sus má s felices ideas y que
ha alentado la creació n de una compañ ía especializada en sus obras: la PANDEMONIUM
THEATRE CO. INC.
Por ello, al hallar en el excelente fanzine de Tom Reamy Trumpet un artículo en que
el mismo Ray Bradbury explicaba el porque de esa compañ ía, hemos creído interesantísimo
incluirlo en esta secció n especial.

Pero, ¿por qué tiene que llegar?


Quiero decir, ¿cuá n lejos de Broadway se puede ir uno?
Me lo preguntan tantos amigos.
La Compañ ía de Teatro Pandemó nium llegó al Teatro Coronet a principios de
octubre porque...
Porque a la edad de ocho añ os yo coleccionaba tiras có micas de Buck Rogers.
Porque a los diez, Blackstone el Mago me dio mi primer conejo increíble, y decidí
convertirme en un mago infantil y asombrar y dejar incrédulos a auditorios compuestos
por Legionarios Americanos, honorables miembros de la orden del Alce y la Anta, tipos
raros y manadas de perros malcuidados y los muchachos que los acompañ aban, entrando y
saliendo del patio trasero de mi casa.
Porque al cumplir los trece perdí la voz de soprano y al cambiar esta me liberó de las
ó peras bufas de fin de curso y los festivales de Navidad.
Porque a los diez y nueve, viendo que el teatro de aficionados era casi tan cruel
como el profesional, lo dejé correr, y me pasé definitivamente al campo literario como
profesió n.
Porque durante los añ os que han transcurrido luego, he amado el teatro, y aú n lo
amo, y he visto que una buena forma de hacerlo, sin sentir los viejos dolores, es deslizarme
con mis libretos por la puerta lateral para disfrutar de la mayor parte de las alegrías y
sufrir mucho menos de esa agonía sadomasoquista que parece ser la interpretació n.
Y porque, sobre todo, al transcurrir los añ os, en el declinar de mi vida, me doy
cuenta de que me he convertido (con gran sorpresa) de un mago infantil en un señ or mago.
No cabe duda de que realizo trucos con las palabras, de que hago flotar mujeres fabulosas
en medio del aire y hago invisibles a los hombres con mis mitos, leyendas, pará bolas
fantá sticas y cuentos científicos. De repente, me apercibo que sigo siendo parecido a
Blackstone, al tiempo que soy sobrino de Julio Verne y nieto de Willa Cather y Robert Frost.
Acepto que Edgar Rice Burroughs pudo ser mi padre, ciertamente Tom Wolfe fue mi
hermano y Aldous Huxley un primo un tanto excéntrico, pero encantador y culto, que venía
en ocasiones a tomar el té.
Mézclese todo esto, há gase crecer en una época en que los cohetes eran ridículos y al
poco ya no lo eran en absoluto y tendrá n un viejo Hijo de Nuestro Tiempo.
Este Envejecido Aprendiz de Taller Mecá nico mira ahora al mundo y dice: ¿dó nde
vivimos, có mo vivimos, por qué vivimos así? En plena Edad Espacial, ¿qué mal nos aqueja, a
qué pruebas nos sometemos con nuestras propias má quinas? ¿Có mo es que hacemos y
construimos tan bien como destruimos con nuestras Medusas mecá nicas, mientras
nuestros dioses, rehechos en plá stico, aluminio y energía eléctrica se mueven entre
nosotros y por encima y debajo nuestro?
Así que una noche soy detenido por la policía por caminar por la ciudad. La policía
sospecha de mí por ser la ú nica persona que, en quince kiló metros de acera de concreto,
estoy poniendo un pie delante del otro. No sirve para nada el explicarle a la Ley el que
cualquier criminal de verdad iría en coche, robaría en una casa, y se marcharía de nuevo en
coche, como es lo ló gico en nuestro tiempo. Ló gicamente, ¿para qué iba un caco a llamar la
atenció n sobre sí mismo y volver histéricos a todos los perros del vecindario al caminar?
Pero la ló gica no nos lleva a parte alguna. La policía sigue desconfiando. Y,
medianamente ultrajado, aú n hablando con el patrullero, saco del bolsillo y me meto en la
boca algunas galletitas cogidas de un cuenco de la sopa que he tomado una hora antes en el
restaurante. Y, mientras me explico, desparramo una fina capa de migajas de galleta sobre
las vestiduras de la Ley.
No sabiendo si me estoy comportando con hostilidad o no, la Ley se contenta por fin
con cepillarse las migajas, darme una reprimenda y marcharse.
Entonces voy a casa y escribo un cuento y luego una obra de teatro titulada EL
PEATÓ N, situada en el futuro, y que dramatiza el inmediato desarrollo de una civilizació n
que cree que el Caminar Es Ilegal.
En otra ocasió n, realizo un aná lisis y asociació n de palabras acerca de una posible
televisió n que ocupe toda una pared, en los pró ximos añ os. Y rá pidamente surge un relato,
y luego un libreto, acerca de un Jardín de Infancia con má gicas paredes de televisió n
tridimensional que usurpa la autoridad paterna y se convierte en el salvaje y dramá tico
centro de la vida de dos niñ os.
Y finalmente llevo a un viejo a las tablas mediante mi má quina de escribir y le dejo
hablar del futuro de nuestros días y de toda aquella «fabulosa basura» y «deslumbrantes
desperdicios» que se convierten, al ser recordados tras mucho tiempo de haber sido
perdidos, en cosas admirables y muy necesarias. El viejo no puede recordar ni la poesía ni
los dichos famosos, pero sí se acuerda del color de las envolturas de los caramelos y de
como olía el café cuando uno abría una lata cerrada al vacío, o como se veía en 1923 el
tablero de mandos de un Kissel Kar. En alguna forma, este poeta de lo mediocre habla por
todos nosotros, en la vastedad de un gran e incomprensible tiempo.
Por eso, tanto las obras de teatro como los relatos, tenían que ser escritos. Porque yo
crecí en esta época, porque era mi sangre que estaba esperando ser llamada a una
Representació n. Y ahora la Representació n ha sido dada a unos Actores para que la lleven a
escena. Si las Representaciones son buenas y merecen ser hechas, es algo que ahora les toca
a los pú blicos y críticos decidir.
Lo importante es que yo las he contado. Las he dejado desarrollarse, he disfrutado
de la gran alegría que uno siente cuando escribe lo mejor que sabe y expresa las emociones
que siente.
¿Por qué tuvo que llegar la Compartía de Teatro Pandemó nium?
Porque yo llegué antes. Y miré a la Edad Espacial. E hice que la Compañ ía viniera
conmigo.

Título original:
THE PANDEMONIUM THEATRE COMPANY ARRIVES
© 1965 by Tom Reamy

Traducció n de Luis Vigil


SODOMÁQUINA
(Extrapolació n hiperbó lica que clama alternativas)

CARLO FRABETTI fotografías de la representació n en el Club San Carlos

JUEZ. — Se te acusa de leer


Se te acusa de escribir

TI. — ...estaba en una pequeñ a celda sin ventanas...


Space-opera en dos o tres actos (un acto de fuerza, seguido de un acto de amor, y un
tercero —facultativo— a improvisar, que en realidad no sería propiamente un acto y
mucho menos el tercero, ya que iría delante del primero a guisa de introducció n y tal).

Personajes (por orden de desaparició n):

SISTEMA = Juez, Inspector, Antropó logo, Verdugo


DOS POLICÍAS, que en realidad son como un ú nico personaje
TERRESTRE INADAPTADO
PADRE (extraterrestre anciano)
ORNOL (joven extraterrestre)
EIZAL (joven mujer extraterrestre, hermana de Ornol e hija de Padre)

PRIMER ACTO
(DE FUERZA)

En el centro de la escena, el desintegrador (especie de silla eléctrica o aparato


equivalente). A un lado, un globo terráqueo suspendido del techo, con una luz dentro que se
puede encender y apagar, y una cama. Al otro lado, un perchero con diversas prendas, una
mesa con una lámpara y una silla. En la silla está sentado el Sistema, sobándose, atusándose y
mirándose al espejo.

SISTEMA. — Dime, espejo de la historia, ¿quién es el sistema má s totalitario, opresor y


monolítico de todos los tiempos?
VOZ EN OFF.— (Cavernosa, no-humana, o bien coro) Tú, hijo de la grandísima...
Aparece el Terrestre Inadaptado entre los Dos Policías. Caminan robóticamente.
Al llegar al centro de la escena, el TI se separa de los P y se dirige al público. Mientras, los
P adoran al Sistema.
TI. — (Al público) Dentro de unos momentos voy a ser desintegrado. Me llamo... No,
no me llamo de ninguna forma. Tener un nombre propio puede que tuviera sentido alguna
vez, pero hoy día es un anacronismo.
El nombre ha sido sustituido con ventaja por el nú mero de referencia y el índice de
integració n. El mío, por cierto, ha sido siempre muy bajo, desde que iba al centro de
precondicionamiento psicoló gico... Esa es una de las muchas razones por las que estoy aquí.
Pero, por favor, no se apenen: ser desintegrado es casi un alivio... Es la ú nica
experiencia no rutinaria permitida por la ley.
Con la ayuda de los P, el Sistema se pone la toga, el birrete, y se dispone a hacer de
Juez.
Me gustaría contarles con detalle los acontecimientos que han precedido a mi
condena, pero la verdad es que todavía no sé muy bien lo que ha ocurrido. Ha sido todo tan
repentino y desconcertante que casi no me ha dado tiempo a reaccionar. De lo que sí me he
dado cuenta claramente es de que se me acusa de casi todo. Ayer me leyó el juez la
interminable lista de mis crímenes...
El Sistema, siempre ayudado por los P, sube a una silla con un inmenso rollo de
papel. TI se pone frente a él con la cabeza gacha, con un P a cada lado.
JUEZ. — Se te acusa de leer
Se te acusa de escribir
Se te acusa de sonreír
Se te acusa de soñ ar
Se te acusa de retozar en la hierba
Se te acusa de barbudo
Se te acusa de melenudo
Se te acusa de peató n empedernido
Se te acusa de nefelibá tico
Se te acusa de abstemio
Se te acusa de vegetariano
Se te acusa de consumir poco
Se te acusa de no ver la TV
Se te acusa de no ir al fú tbol
Se te acusa de no creerte las noticias
Se te acusa de no evadirte
Se te acusa de no vestir a la moda
Se te acusa de no llevar corbata
Se te acusa de no fumar, ni beber, ni jugar al baló n
Se te acusa de bla, bla, bla...
Mientras el juez sigue diciendo bla, bla, bla, TI se dirige al público:
TI. — El veredicto fue «culpabilísimo», naturalmente, y la sentencia, como ya saben,
la de muerte.
Como verá n, vivo en una sociedad justa, ansiosa de satisfacer los menores deseos de
cada uno... ¿No te quieres integrar? Pues te desintegran, no hay problema.
El Juez, acabado su bla, bla, señala con el dedo a TI y dice:
JUEZ. — Por no haberte integrado
será s desintegrado
para escarmiento de las generaciones pasadas, presentes y futuras, y
ademá s, dispongo que tu ejecució n sirva para anunciar una nueva marca de
detergente psicoló gico. (Baja de la silla)
TI. — No he sido juzgado por un hombre, ni tampoco por un jurado. He sido juzgado
por un sistema, y los sistemas son implacables.
El Sistema se ha quitado los indumentos de juez y ha vuelto a sus atusamientos
narcisistas. Un P le sostiene el espejo, mientras que el otro lo abanica.
TI. — (Cont.) Pero voy a intentar poner orden en mi confusa cabeza y contá rselo
todo paso a paso...
Yo estaba en la cama {Va hacia la cama. Se tumba). Estaba soñ ando algo que sueñ o
con bastante frecuencia... Ante mí veía la Tierra má s o menos como debe de verse desde la
Luna (Se ilumina el globo terráqueo), radiante y azul, suspendida en la noche có smica. Es mi
sueñ o predilecto, y la verdad es que no sé por qué, pues se trata de una visió n
completamente está tica, aunque, eso sí, extraordinariamente nítida.
De pronto fui despertado y sacado bruscamente de la cama por dos hombres
vestidos de uniforme.
Aparecen los P, lo sacan de la cama y lo maniatan.
P. — Vamos, deprisa, muévete (Empujones, etc.).
TI se separa de ellos, que quedan inmóviles como si el tiempo se detuviera cada
vez que TI se dirige al público.
TI. — Después me llevaron a la comisaría, para someterme a lo que llaman un
interrogatorio «clá sico». Al parecer es una tradició n heredada del siglo XX.
Cuando acaba de hablar, los P lo cogen y lo llevan a la silla. El Sistema se ha
puesto una gran estrella de sheriff y una gorra. Los P sientan a TI bruscamente y le
iluminan la cara con la lámpara de mesa. Ahora el Sistema hace de Inspector.
INSPECTOR. — Será mejor que confieses. Tenemos pruebas audiovisuales.
P.— (Pegando y gritando) ¡Vamos, canta, cerdo; confiesa!
TI. — Yo no sé nada. Yo no he sido.
INS. — ¿Quiénes son tus có mplices? ¡Contesta! ¿Con quién no vas al fú tbol?
P. — ¡Confiesa, biblió mano asqueroso!
TI. — ¡Solo, completamente solo! ¡Todo lo hago solo, lo juro! Qué má s quisiera yo
que tener alguien con quien no ver la TV.
INS. — ¿Quién ganó el quincuagésimo segundo festival de Eurovisió n?
TI. — No lo sé. Yo no he sido.
P. — (Pegando) ¡Barbudo, hippy, tecnó fobo!
INS. — ¿Qué princesa se puso de largo el viernes pasado?
TI. — No lo sé. Yo no he sido.
P. — ¡Asocial, ignorante!
INS. — ¿Cuá l es la bebida que pasa por tu garganta como la caricia de una geisha?
TI. — No lo sé...
P.— ¡Poeta, anarquista, gamberro!
INS. — ¿No es verdad que das de comer a los pajaritos? Di.
INS. y P.— (A coro) ¿No es verdad que les echas migas de pan?
Quedan inmóviles mientras TI se levanta y se dirige al público.
TI. — No me ha interrogado un hombre, ni un cuerpo de policía. Me ha interrogado
un sistema, y los sistemas necesitan saberlo todo, porque de su informació n global depende
en gran parte su hegemonía.
El interrogatorio clá sico se prolongó varias horas. Naturalmente, no me acuerdo de
la mayoría de las preguntas que me hicieron, aunque me di cuenta de que sabían mucho
sobre mí. Deben de haber estado siguiéndome o espiando mi conducta con quién sabe qué
medios.
Debí desmayarme a causa de los golpes. Má s tarde, o acaso antes, fui llevado
semiinconsciente a un extrañ o gabinete donde había una especie de médico.
Se deja caer hacia atrás. Los pol., que se han colocado oportunamente tras él, lo
llevan a rastras a la silla. Mientras, el Sistema se ha puesto una bata blanca y ha sacado
aparatos: metro, calibre, lupa, regla de cálculo, etc. El Sistema hace ahora de
Antropólogo. Realiza una serie de cómicas mediciones y observaciones sobre TI, tales
como calibrar el grosor de sus dedos, nariz, etc., mirarle los dientes, producirle insólitos
«tics», etc.
ANTROPÓ LOGO. — Esto lo veo mal, muy mal... Todas las características
antropométricas del inadaptado. (Prepara jeringuilla). Esta droga debilitará los
mecanismos de censura de su subconsciente, y le hará decir lo que ni él mismo sabe. (Lo
pincha). Gracias al sondeo subliminal, podemos detener a los criminales incluso antes de
que cometan el crimen. Empezaremos por la prueba de asociació n espontá nea de ideas. (Se
vuelve hacia TI y lo interroga): Homogeneidad social.
TI. — Borreguismo.
A. — Publicidad.
TI. — Hipnosis colectiva.
A. — Educació n.
TI. — Lavado de cerebro.
A. — Hay que ver que subconsciente de agitador nato tiene el condenado...
Integració n.
TI. — Tu padre.
A. — Trabajo.
TI. — Esclavitud.
A. — Célula de producció n.
TI. — Cá rcel.
A. — Libertad.
TI. — Mañ ana.
A. — Es un caso perdido. Vamos a pasar a los datos personales... ¿Có mo te llamas?
TI. — Tengo muchos nombres y no tengo ninguno. Pero algú n día sabré có mo me
llamo.
El A mira asombrado a los P, que se encogen de hombros.
A. — ¿Qué has dicho?
TI. — (Repite).
A. — Bien, bien... ¿Cuá ntos añ os tienes?
TI. — He perdido la cuenta... Má s de ciento veinte.
A. — Es el primer caso del que tengo noticia de locura subconsciente. Sería
interesante estudiarlo a fondo, pero me temo que no habrá má s remedio que desintegrarlo.
Puede ser un peligroso foco de contagio.
¿De dó nde eres?
TI. — Soy un ciudadano libre de la Confederació n Galá ctica.
A.— (Excitado) ¡Que lo desintegren! ¡Que lo desintegren cuanto antes! Este hombre,
ademá s de una curiosidad clínica, es una bomba... Tiene un complejo có smico-mesiá nico
como una catedral. ¡Hale, hale! ¡Al desintegrador!
P. — ¿De qué hay que acusarlo en el juicio rutinario, señ or?
A. — De todo. Absolutamente de todo.
TI se levanta y se dirige al público.
TI. — No fui examinado por un antropó logo, sino por un sistema, y los sistemas no
toleran aquello que es diferente. Cuando recobré en parte la conciencia, estaba en una
pequeñ a celda sin ventanas, con un foco y un objetivo de TV constantemente enfocados
sobre mí.
Mientras dice esto, los P llegan con unos paneles y «construyen» una minúscula
celda a su alrededor. Un foco se enciende y lo ilumina directamente.
TI. — (Cont.) En mi martirizado cerebro se mezclaban los recuerdos y los sueñ os en
un alucinante torbellino sin fondo. Y algunos de los recuerdos no me parecían mis propios
recuerdos, y algunos de los sueñ os me parecían soñ ados por otro.
Creo que me hubiera vuelto loco de seguir en tan estrecha compañ ía de mi atroz
confusió n, pero no me dieron tiempo. Me sacaron de mi vesá nico duerme-vela para
arrastrarme ante el juez (Se van los P con paneles) y... bueno, lo demá s ya lo saben.
A continuación, mientras TI habla con el público, el Sistema y los P se llevan todo,
excepto el desintegrador. El Sistema se pone una capucha, pues se dispone a hacer de
verdugo, y los P se sitúan a ambos lados del desintegrador.
TI. — (Cont.) Se preguntará n qué hago aquí hablando con ustedes, por qué no me
desintegran de una vez... Verá n: todavía subsiste la tradició n de conceder un ú ltimo deseo a
los condenados a muerte, y yo he pedido que me dejen hablar un momento con el pasado...
Con ustedes, los que miran má s o menos inquietos hacia el futuro.
(Se pone confidencial) Tengo un mensaje. Un mensaje muy importante. Escú chenme
bien porque se trata de algo trascendental (Mira tras de sí como para comprobar que los
policías están distraídos. Se vuelve al público y dice pausadamente): Alguien les está tomando
el pelo. Reaccionen ahora que está n a tiempo, porque si se dejan tomar el pelo, acabará n
tomá ndoles la cabeza.
Los P reaccionan y se abalanzan sobre TI. Se lo llevan al desintegrador y le
vendan los ojos, a la vez que lo increpan:
P.— ¡Basta! ¡No hay que dejar que lo diga! ¡Cá llate de una vez, agitador
retrospectivo! ¡Al desintegrador con él!
Lo sujetan al desintegrador y le colocan el casco, los electrodos, etc. Luego se
sitúan uno a cada lado, cara al público. El verdugo coge el interruptor.
VERDUGO. — Va a comenzar la cuenta atrá s.
TI. — No es un hombre quien me desintegra, es un sistema. Pero el sistema tiene un
fallo...
V. — Diez...
TI. — ... No puede desintegrarnos a todos, porque si no...
V. — Nueve...
TI. — ...ya no habría a quién oprimir y se acabaría el sistema...
V. —Ocho...
TI. — Mientras un solo hombre ame la libertad...
V. — Siete...
TI. — ...habrá esperanza para todos los hombres...
V. —Seis...
TI. — ... y llegará el día en que la Tierra, unida y libre al fin...
V. — Cinco...
TI. — ...se despertará en el cosmos como un recién nacido sonriente...
V. — Cuatro...
TI. — ...y las estrellas le dará n la bienvenida con su mú sica total...
V. — Tres...
TI. — ...a la que hemos sido sordos desde siempre...
V. —Dos...
TI. — ... por culpa del odio y la ambició n...
V. —Uno...
TI. — ... por los siglos de los siglos.
PUBLICO.—Amén. (Si a los espectadores les da la gana de decirlo, claro).
V.— (Casi simultá neamente al hipotético "amén" del pú blico): ¡Cero!

TI. — Mientras un solo hombre ame la libertad...


V. — Siete...
TI. — ... habrá esperanza para todos los hombres...

Para simular la desintegración, puede servir una rápida intermitencia de luces


sobre TI o algún efecto similar, acompañado, por ejemplo, de un sonido vibrante que
sube de intensidad y frecuencia hasta convertirse en un agudo y potente silbido. Para
acabar, oscuridad y silencio totales. TELÓN (Si lo hay).

Mientras se cambia el decorado, suena una mú sica có smica, algo que dé idea de
estar viajando en una dimensió n no humana (Por ejemplo: «Déserts» de Edgar Varèse).

SEGUNDO ACTO
(DE AMOR)

Se enciende el globo terráqueo en medio de la oscuridad total. Poco a poco se va


iluminando el escenario, a medida que la música disminuye de volumen. En el centro hay
un receptor-convertidor de materia (más o menos con forma de cabina). A un lado, de
espaldas al receptor, el Padre agita un pincel como si pintara en el aire. De la cabina sale
TI, aturdido. Al ver la Tierra, exclama atónito:

TI. — ¡El sueñ o! ¡La Tierra suspendida en el firmamento, exactamente igual que en
mi sueñ o!... ¿O acaso he estado soñ ando hasta ahora y es en este instante cuando comienzo
a despertar?... Pero, ¿no he sido desintegrado hace unos segundos? (Se toca) Juraría que he
sentido có mo mi cuerpo empezaba a disolverse...
Se percata de la presencia del pintor. Se acerca hasta tocarlo con la punta de los
dedos. El Padre se vuelve sin hacerle mucho caso, y sigue pintando.
PADRE. — Hola.
TI. — No se ha desvanecido al tocarlo, como pensaba. Por lo visto, este ser
inverosímil que pinta en el aire es al menos tan real como yo mismo... Lo cual no es decir
gran cosa, por supuesto...
P.— (Separá ndose momentá neamente de su «cuadro», como admirá ndolo) Está
quedando bien, ¿verdad?
TI. — Pues...
P. — Me alegro de que te guste (Retrocede de nuevo y apoya una mano en el hombro
de TI, mientras con la otra gesticula) ¿Qué te parece el gradiente cromá tico que envuelve la
estructura central a modo de triple cinta de Moebius?
TI. — La verdad, yo...
P. — Sí, sí, por supuesto que es discutible la pauta de crecimiento de longitudes de
onda, pero el efecto es notablemente sugestivo, ¿no crees?
TI. — Sugestivo, sí... sin duda.
P. — (Lo mira más detenidamente) Oye, pero, ¿tú no eres el terrestre?
TI. — ¿El terrestre? ¿Yo? No lo sé (Se sienta, y el P a su lado)... Creo que fui un
terrestre alguna vez... Pero luego solo fui una mezcla de sueñ os propios y ajenos, y antes de
despertar, o de que despertara quien me estaba soñ ando, fui desintegrado... Ahora no sé lo
que soy ni có mo lo soy... Tengo la vaga sensació n de que habito un antiguo espejismo que
antañ o me llenaba de incomprensible paz... Pero sigue pintando, no me hagas caso, si es que
existes, porque ni yo mismo entiendo lo que digo.
P. — No te preocupes. Ya verá s có mo nos divertimos los dos juntos (Ríe
infantilmente) ¿Quieres pintar un poco? (Le ofrece sus pinceles). Voy a llamar a Ornol y
Eizal (Se levanta y cierra los ojos, como concentrá ndose). No me oyen, tendré que gritar. No
te asustes (Se lleva las manos a la cabeza y aprieta los ojos, concentrá ndose mucho).
VOZ DE ORNOL. — ¡Ya vamos, Padre!
Aparece Ornol en escena. Se detiene sorprendido mirando a TI.
ORNOL. — ¡Es él! ¡Corre, Eizal, ha llegado el terrestre!
Llega Eizal. Se detiene un instante y luego corre a abrazar a TI, que no sabe qué
hacer.
EIZAL. — ¡Cuá nto nos alegramos de verte! ¿Te encuentras bien?
O.— (Lo abraza a su vez) No te esperá bamos tan pronto... ¿Tan mal está n las cosas
en la Tierra?
TI. — No sé qué decir... Vuestra acogida me llena de alegría, pero también de
confusió n... ¿Dó nde estoy? ¿Quiénes sois vosotros? ¿Por qué me conocéis? ¿Có mo he
llegado hasta aquí?... Por favor amigos míos, ayudadme a comprender, antes de que me
vuelva completamente loco, si es que todo esto no es ya el efecto de mi locura.
E. — Tienes toda la razó n... Pero siéntate, hermano, estará s cansado... Los ú ltimos
días deben de haber sido muy duros para ti (Se sientan).
Mientras tanto, el P ha estado dando curiosos saltitos y palmoteando.
P.— ¡Có mo me divierto! ¡Có mo me divierto!
E.— (A TI) Voy a traerte un reconstituyente psicosomá tico, está s agotado (Se va).
O. — Intentaré contestar todas sus preguntas por orden de urgencia. Ante todo,
debes saber que estamos en un planetoide artificial puesto en ó rbita alrededor de la Tierra
y protegido por una barrera electromagnética que lo hace invisible, indetectable e
inabordable para los terrestres.
Venimos de un lejano planeta, que segú n vuestros mapas astronó micos pertenece al
sistema de la segunda estrella de la constelació n de la Virgen. Hace muchos añ os que
seguimos con interés la evolució n histó rica de tu mundo.
Llega E con un extraño vaso y se sienta junto a TI.
E. — Toma, bebe esto.
TI. — Gracias (Bebe).
E.— (Continuando la narración de O) A ti hemos estado observá ndote de una manera
especial desde hace... algú n tiempo, con métodos que sería muy difícil explicarte... Es por
eso que te hemos recibido como si ya te conociéramos.
A todo esto, el P sigue pintando en el aire o haciendo pamplinas diversas. TI deja
el vaso, E le coge la mano.
E. — ¿Te sientes mejor?
TI. — Sí, mucho mejor, gracias... Pero dime, ¿no me habían desintegrado? ¿Por qué
estoy todavía vivo? ¿Có mo he llegado hasta aquí?
E. — Es muy sencillo. Verá s: cuando un cuerpo es desintegrado, se transforma en
energía, energía que normalmente se expande en todas direcciones. Pero nosotros hemos
operado algunos cambios imperceptibles en el desintegrador terrestre destinado a las
ejecuciones, de forma que las radiaciones en que se convierte el cuerpo desintegrado sean
emitidas en bloque, segú n un sistema en cierto modo relacionado con el lá ser, hasta
nuestro receptor-convertidor, donde el ser es reintegrado a su forma corpó rea.
O. — Es decir, después de nuestra reforma, el desintegrador es en realidad un
convertidor-emisor de materia en forma de radiació n coherente.
El Padre, durante todo este tiempo, ha estado haciendo cosas desconcertantes e
infantiles, como jugar con los espectadores con una pelota «transtemporal», hacer una
pajarita de papel gigante que levanta el vuelo, etc.
P. — Me voy a dar una vueltecita por el pasado.
E. — Está bien, Padre, pero no tardes.
P baja del escenario y se pasea entre los espectadores, haciendo preguntas,
repartiendo papelitos, etc.
TI. — Qué anciano tan... sorprendente. ¿Es de verdad vuestro padre?
E. — Sí. Y ademá s es la má xima autoridad en cuestiones terrestres.
O. — Utilizando vuestra terminología jerarquizante, podríamos decir que es el jefe
de este planetoide.
TI. — ¿El jefe? ¿El que os da las ó rdenes y decide lo que hay que hacer?
E. — Nosotros preferimos llamarlo coordinador de iniciativas.
TI. — (Atónito) Pero...
E. — Y ademá s es un gran pintor tetradimensional (señala hacia el lugar donde P
había estado dando pinceladas al aire) ¿Has visto que...? ¡Oh, perdona! Había olvidado que
los terrestres solo veis una reducida gama de frecuencias lumínicas. La composició n de
Padre está toda ella ejecutada en tonos ultravioleta, al igual que la vegetació n que nos
rodea.
O. — Aunque no puedes verlo, podemos explicarte su fundamento (Se acerca a la
invisible composición y gesticula para subrayar su explicación).
Aquí hay un campo magnético artificial que el artista induce y moldea mentalmente
a su gusto, y aquí aunque tú no puedes verlo (Coge el recipiente que P había estado usando
como paleta), hay plasma concentrado de distintos colores y cargas, que el pintor
distribuye por la estructura magnética, de forma que ahora mismo aquí hay una masa
luminosa multicolor en continua transformació n parcialmente programada.
E. — Esta es una composició n muy simple, ú nicamente cromá tica, que fluctú a
levemente en la cuarta dimensió n. También se puede introducir elementos olfativos,
tá ctiles, oníricos, etc.
TI. — Asombroso... Debe de ser algo bellísimo, inconcebiblemente bello.
E. — Algú n día podrá s verlo tú también. Tenemos la esperanza de conseguir, con un
paciente entrenamiento, que se te desarrollen nuevos sentidos y facultades que ahora no
puedes ni imaginar.
TI. ¿Dices que algú n día...? (Queda un instante ensimismado)
O. — Bien, volviendo a lo de antes: cuando tus verdugos creyeron aniquilarte, lo que
en realidad hicieron fue transmitirte a este receptor, que está constantemente sintonizado
con el desintegrador-emisor.
TI. — Pero en ese caso, aunque solo fuera por un instante, he sido realmente
desintegrado.
E. — No exactamente. Desintegrar significa separar, dispersar, y sin embargo, tus
partículas elementales, si bien activadas a un nivel cuá ntico, han conservado en todo
momento su posició n relativa, su interacció n vital.
O. — Para expresarlo matemá ticamente, tu estructura material se ha transformado
en su homomorfa en el plano energético, y durante un segundo aproximadamente, ya que
este planetoide dista unos 300.000 Kms. de la Tierra, has existido, sin dejar de ser tú , en un
nivel de vibració n distinto.
P vuelve al escenario con aire decepcionado.
P.— ¡Qué aburrido es el siglo XX! Está lleno de hombres sin imaginació n que parecen
fabricados en serie, saturados de rutina e impermeables a lo insó lito... Y lo peor de todo: no
saben jugar (Volviéndose hacia el público): ¿Qué se puede esperar de un mundo que no sabe
jugar?
TI. — Todo esto es tan fantá stico que no acabo de hacerme a la idea de que no es un
sueñ o extraordinariamente vivido... Y tengo miedo de despertarme de un momento a otro
sentado en el desintegrador...
E. — Tranquilízate. Pronto te adaptará s a tu nueva vida. Te conocemos lo suficiente
para saber que tu sitio está entre nosotros.
TI. — Es un honor que sin duda no merezco... porque, decidme, ¿có mo puede hacerse
ú til un bá rbaro terrestre en vuestra avanzadísima civilizació n? ¿Cuá l va a ser mi misió n
entre vosotros?
El Padre, desde que ha vuelto al escenario, ha seguido haciendo sus pamplinas. De
pronto parece despertar de su extraña locura y adopta un aire solemne y patriarcal.
PADRE. — Puedes ser ú til de muchas maneras, hijo mío...
E.— (Sorprendida) Padre, ¿ya has vuelto?
O. — No te esperá bamos tan pronto. Nos alegramos de verte, pero no deberías
interrumpir tan bruscamente tus descansos.
P. — Sí, ya lo sé, mi logiquísimo Ornol, pero la presencia del terrestre en las
circunstancias actuales es lo suficientemente importante como para hacerme volver en mí
antes de lo programado.
TI. — Pero usted...
P. — No, hijo, no estoy loco, aunque es muy comprensible que te lo haya parecido...
Y, por favor, no me des ese tratamiento que los terrestres utilizan cuando se sienten o
quieren sentirse lejos de alguien... Ven, hijo, siéntate a mi lado (Se sientan).
E. — (A TI) Padre, por la gran responsabilidad de su tarea, está sometido a una
tensió n intelectual y emocional enorme, y de vez en cuando necesita un descanso integral...
O. — Entonces proyecta su ego adulto fuera de sí mismo, y su substrato infantil, su
emotividad primaria reprimida, se libera sin trabas y así se descargan las tensiones
psíquicas.
P. — La cordura es algo agotador, hijo mío, y a veces hasta peligroso. No se puede
abusar de ella. Se han producido muchas catá strofes por un exceso de cordura.
TI. — Pensá ndolo bien, en la Tierra existen ciertas prá cticas orientales muy
semejantes.
P. — Hay un viejo proverbio arturiano que dice: «Todo fenó meno propio de una raza
antropoide tiene su homó logo en las demá s, ya sea desarrollado, potencial o atró fico».
Pero volvamos a lo de antes. La mejor y má s importante manera de ser ú til es la de
ser feliz a nuestro lado. Nosotros, ya te habrá s dado cuenta, podemos comunicarnos
telepá ticamente, y tú con el tiempo aprenderá s a hacerlo. Toda nuestra raza vive en un
constante estado de empatía. Es como si los flujos emocionales de todos nosotros crearan
una especie de atmó sfera, un clima...
O. — ...un continuum psíquico...
P. — ...que nos envuelve, acompañ a y fortifica a todos nosotros.
E. — Somos como células sumergidas en un protoplasma comú n que se enriquece
con cada una de nuestras alegrías, con cada uno de nuestros sueñ os, y del que todos
bebemos hasta saciamos sin agotarlo jamá s.
Cuando despierten sus facultades mentales aletargadas, será como si oyeras en tu
interior una mú sica dulcísima hecha de sonidos y colores, de aromas y caricias y mil cosas
má s que ahora no puedes entender.
P. — Cuando seas activamente uno de los nuestros, nuestro potencial psíquico
aumentará , no só lo cuantitativa, sino también cualitativamente, ya que por ser de una raza
distinta hay en tu psique matices nuevos para nosotros...
O. — ...Si bien nuestras estructuras mentales son del todo semejantes, mejor dicho,
homotéticas.
E. — Será como introducir un nuevo instrumento en una gran orquesta.
O. — Una nueva variable en la funció n empá tica envolvente.
P. — Y ademá s, hay mil maneras en que puedes ser ú til. Pero, por supuesto, eres un
miembro de la confederació n galá ctica con los mismos derechos que cualquier otro, y eres
por tanto completamente libre de elegir tu suerte y tus actividades. Puedes ir adonde
quieras y cuando quieras, y solicitar nuestra ayuda siempre que la necesites.
TI. — (Como reaccionando a una clave hipnótica) Miembro de la confederació n
galá ctica... Juraría que he oído esas mismas palabras otra vez... Estoy seguro... Y esta
imagen... ¡Esta imagen de la Tierra suspendida en la noche la he visto otra vez, tan
nítidamente como la veo ahora!
P. — Es un fenó meno comprensible, hijo mío. Ten en cuenta que hemos estado
observá ndote muy directamente, y aunque tú no eres telépata en acto, puedes haber
captado subliminalmente algunas de nuestras imá genes mentales má s frecuentes, y ahora,
al verlas u oírlas en persona, te resultan familiares.
O. — Podríamos decir que es una consecuencia del principio de Heisenberg
trasladado al plano de la observació n psicoló gica.
TI. — Entiendo... Eso explicaría por qué a veces he tenido la sensació n de evocar
recuerdos ajenos, de soñ ar sueñ os de otro...
E llama a O aparte. P y TI siguen hablando, pero no se les oye.
E. — ¿Por qué no le decimos de una vez toda la verdad? No es justo jugar así con él.
O. — Comprendo lo que sientes, Eizal, pero no podemos hacer otra cosa... Todavía no
está maduro para saberlo todo... ¿Quieres convertirlo en un desequilibrado? La mente de
los terrestres es frá gil como las flores de hielo marcianas, Eizal, hay que manejarla con
sumo cuidado. Cuando esté maduro para ello, él mismo abrirá todas las puertas de su
memoria y sabrá la verdad completa.
E.— (Llorosa) Perdó name, Ornol, pero es tan angustiosa esta espera... ¿Cuá ndo
acabará este horrible ciclo de persecuciones y condenas? Tal vez, si se lo dijéramos todo, se
quedaría a nuestro lado definitivamente.
O. — No, Eizal, só lo serviría para trastornarlo. Hay que dejar que llegue hasta el final
a su manera y a su ritmo.
E. — Es insoportable...
O. — Cá lmate, Eizal. Sé que todo este asunto de la Tierra es muy desagradable,
especialmente para ti. Pero de una forma u otra acabará pronto. Nuestros extrapoladores
socioló gicos aseguran que el punto crítico está ya muy pró ximo. Ahora debes descansar un
rato. ¿Quieres que te hipnotice?
E afirma con la cabeza. Es hipnotizada, se tumba y queda inmóvil. O se dirige
hacia P y TI, cuyas voces empiezan a oírse de nuevo.
P.— ... Es por eso que hay que tomar todo tipo de medidas para evitar que una raza
hostil ponga en peligro la paz secular de la confederació n.
TI. — Por supuesto... Pero no comprendo por qué tenéis miedo de la Tierra... Su
civilizació n es casi prehistó rica en comparació n con la vuestra.
P. — Tu raza avanza muy deprisa, hijo, demasiado deprisa y en una sola terrible
direcció n. Nosotros no somos guerreros ni estamos preparados para la guerra. En las
circunstancias actuales podríamos aniquilar a los terrestres con só lo mover un dedo, por
supuesto... Pero dentro de unos añ os ya no será así. La Tierra ya tiene bases en la Luna y
Marte, y sus armas son cada vez má s perfectas y terribles. Si en un futuro no demasiado
lejano decidieran enfrentarse con la confederació n...
O. — Suponiendo que antes no se destruyan entre sí, naturalmente.
P. — ...serían derrotados, desde luego, pero no sin pérdidas por nuestra parte.
O. — Comprenderá s que no podemos permitir que esto ocurra.
P. — No só lo por evitar los perjuicios directos que a nosotros nos reportaría una
guerra, sino también, y principalmente, porque no queremos llegar al extremo de vernos
obligados a matar a nuestros semejantes.
TI. — ¿Puedo preguntaros qué pensá is hacer, llegado el momento?
P. — El momento ha llegado ya, hijo mío dentro de unos añ os, como muy tarde,
bombardearemos la Tierra con una radiació n esterilizadora, de forma que a partir de
entonces no será concebido ningú n nuevo ser humano. Es la ú nica forma incruenta de
truncar el catastró fico proceso iniciado por tu raza.
TI. — ¿Esterilizar a toda la humanidad? ¡Y a eso lo llamá is incruento! No es posible...
No es posible que seres justos y bondadosos como vosotros puedan exterminar así a todo
un planeta... ¡Es un monstruoso genocidio!
O. — «Geocidio», en todo caso, ya que lo que se elimina es la Tierra misma como
continuidad bioló gica y racional, pero sin hacer dañ o a un solo hombre.
TI. — ¿No es hacer dañ o a un hombre privarle del derecho de tener hijos?
P. — Ese derecho lo han perdido desde el momento que no han sabido crear un
mundo libre y justo para sus descendientes.
¿Hay derecho a engendrar hijos para la mentira y la opresió n, para la guerra y el
odio?
TI. — (Desesperado) Tiene que haber otra solució n... Tenéis que darle a la Tierra otra
oportunidad.
P. — ¿Otra oportunidad, has dicho? Cada nueva generació n es una nueva
oportunidad, hijo mío. ¿Cuá ntas generaciones han pasado desde que el hombre aprendió a
organizarse socialmente en estados jerá rquicos y poderosos? ¿Cuá ntas oportunidades han
sido desperdiciadas desde que existen las grandes civilizaciones de la humanidad?
TI. — (Sentado con la cabeza gacha) No, no...
P.— (Se sienta junto a TI y apoya la mano sobre su cabeza) Escucha. Déjame que te
cuente una historia que ya conoces. Hace casi tres mil añ os, existió en la Tierra una ciudad
tan depravada y abyecta que sus habitantes no dudaban en acudir al atropello o al crimen
para satisfacer sus aberradas pasiones.
 

P-—¿Qué te parece el gradiente cromá tico que envuelve la estructura central...?


 
E. — ¿Por qué no le decimos de una vez toda la verdad?
En cierta ocasió n, una nave de observació n procedente de Centauro tuvo que
aterrizar en las inmediaciones de la ciudad a causa de una avería, y dos de los tripulantes se
aventuraron a entrar en el nú cleo urbano en busca de provisiones y materias primas para
los trabajos de reparació n. Fueron atendidos por un hombre honrado y bondadoso que los
cobijó en su casa; pero los habitantes de aquel lugar maldito, atraídos por la insó lita belleza
de los extranjeros, intentaron apoderarse de ellos por la fuerza para someterlos a sus
aberrantes prá cticas sexuales.
Espantados por aquella manifestació n de degeneració n colectiva, los centaurianos
decidieron examinar a fondo la situació n local, tras lo cual decidieron que Sodoma —tal era
el nombre de la ciudad— y su vecina Gomorra constituían un enorme peligro para la
humanidad y había que destruirlas.
Los centaurianos, hoy miembros de la confederació n, eran una raza noble y
evolucionada, aunque bastante drá sticos en sus medidas, por lo que, tras evacuar a las
pocas personas honradas del lugar, destruyeron las ciudades con una sencilla y expeditiva
bomba ató mica.
UN ESPECTADOR. — Entonces la destrucció n de Sodoma y Gomorra no es una leyenda,
ni fue obra de los enviados de Dios, como dice la Biblia...
O. — ¿Por qué no? Es una forma vá lida de expresarlo. ¿Acaso no llamaban «Dios» a
la personificació n operante del Bien y la Justicia?
P. — No es, por tanto, incorrecto considerar como sus enviados a quienes obraban
en nombre del bien de la humanidad, impulsados por un sentimiento superior de rectitud y
justicia.
O. — En este sentido, vuestra Biblia tiene razó n.
P. — Fue una medida excesivamente cruenta que hoy la confederació n no permitiría,
por supuesto. Pero actualmente nos enfrentamos, a escala no ya planetaria sino có smica,
con el problema de una nueva y enorme Sodoma, con todo un mundo contaminado, no por
vulgares aberraciones sexuales, sino por algo mucho má s profundo y terrible: el odio y la
ambició n como sentimientos motores, la guerra como recurso econó mico, la opresió n
convertida en ley, la mentira institucionalizada... Una gran Sodoma tecnoló gica, una
gigantesca má quina ciega, de la que cada hombre es engranaje, encaminada a la
destrucció n.
Créeme que lo sentimos tanto como tú , hijo mío. Es como matar a un hermano
menor, pero no hay má s remedio.
O. — Podríamos considerarlo una mezcla de eutanasia y amputació n preventiva a
nivel có smico.
TI oculta el rostro entre las manos, desesperado. P y O guardan respetuoso
silencio. Al cabo de unos instantes, E se mueve.
E.— (Despertando del sueño hipnótico) ¿Me has llamado?
TI. — ¡Sí! En lo má s hondo de mi desesperació n ha nacido una voz nueva, un grito
informulado que te llamaba precisamente a ti... ¡Y tú me has oído!
¡Ayú dame, Eizal, dime que todo esto es una pesadilla!
E.— (A P y O) ¿Se lo habéis dicho?
P. — Sí.
E.—¿Todo?
O. — Só lo le hemos dicho que la humanidad va a ser esterilizada.

TI. — ¡Ayú dame Eizal, dime que todo esto es una pesadilla!

E.— (Se sienta junto a TI y lo abraza) Pobre querido terrestre, descarga sobre mí tu
gran dolor, déjame que te ayude a soportarlo.
E y TI quedan abrazados, inmóviles y silenciosos. P se dirige al público y O
permanece ligeramente detrás de él.
P.— (Al público) Hay cosas que, o bien resultan obvias, o bien son dificilísimas de
comprender. Por ejemplo, que un á tomo de lo existente pesa má s que mil mundos utó picos,
que un solo hombre vivo es má s importante que un proyecto de humanidad.
Con demasiada frecuencia se habla del futuro como si ya existiera, conservado en un
inmenso almacén, y nosotros no tuviéramos má s que ir desembalá ndolo día a día. Con
demasiada frecuencia se habla de las futuras generaciones como si ya estuvieran haciendo
cola a la puerta de la existencia.
En la confederació n tenemos una regla fundamental, que puede resultar obvia o
dificilísima de comprender: «No se puede pesar en la misma balanza seres reales y
fantasmas».
De pronto, TI se incorpora resuelto.
TI. — ¡No lo permitiré!
O y P lo miran asombrados. E permanece inmóvil, con la cabeza gacha.
TI. — No puedo permitirlo. Perdonadme, hermanos, no veá is en mí a un enemigo,
pero no puedo permitir que exterminéis mi raza sin antes intentar redimirla de algú n
modo.
P. — ¿Qué piensas hacer para evitarlo?
TI. — Habéis dicho que soy un miembro de la confederació n galá ctica, ¿no es así?
P. — Así es. Con los mismos derechos que cualquier otro.
TI. — Y puedo ir libremente adonde quiera y cuando quiera.
P. — Por supuesto.
TI — Pues bien: quiero volver a la Tierra ahora mismo. Si emitís las radiaciones
esterilizadoras, dañ aréis directamente a un ciudadano de la confederació n. Mejor dicho, a
dos, puesto que hace unos instantes Eizal me ha aceptado por compañ ero.
O. — ¿Habéis establecido comunicació n telepá tica plena?
E. — Sí, y nuestras mentes se han fundido ya en una sola.
P. — (Tras unos segundos de silencio) Está bien. Como te habíamos dicho, eres
perfectamente libre de volver a la Tierra, y debo admitir que ello nos obliga a reconsiderar
nuestros planes y, cuando menos, a retrasar el proyecto de esterilizació n. Has conseguido
esa nueva oportunidad de la que hablabas, y te deseamos de todo corazó n que puedas y
sepas aprovecharla.
TI.— (Se acerca a P y toma sus manos) Gracias, Padre. Lo haré. Debe de haber alguna
forma... Reuniré a los que todavía no han sucumbido del todo al sistema, e iremos liberando
a otros poco a poco. Será duro, pero lo conseguiremos. Con las facultades mentales que
gracias a Eizal y a vosotros acabo de adquirir, y que siento crecer momento a momento en
mi interior, todo será má s fá cil. Nacerá n hombres nuevos, capaces de construir un mundo
nuevo sin odiar el antiguo. Y un día la Tierra será digna de formar parte de la confederació n
galá ctica.
P. — (Lo abraza) Nuestra inteligencia y nuestro amor te acompañ an siempre, hijo
mío.
O.— (Lo abraza) Te deseamos suerte, hermano.
E y TI se abrazan. No hablan pues no lo necesitan. Primero se miran a los ojos
cogidos de las manos, luego se vuelven hacia la Tierra. P y O se dirigen al público.
O.— (Señalándolos) Dijo una vez un humano, famoso por haber escrito la historia de
un pequeñ o príncipe extraterrestre, que amor no es mirarse a los ojos, sino mirar en la
misma direcció n... Si bien en este caso la direcció n en la que miran es un tanto...
inquietante.
P. — Ya no necesitan hablarse: sus mentes se han fusionado del mismo modo que
dos acordes, sin perder su individualidad, se funden en un nuevo sonido.
O. — Podríamos decir que (Titubea)... No, no hay un símil científico que exprese
satisfactoriamente la fusió n de dos psiques. En estos casos no hay má s remedio que acudir
a la poesía.
TI entra en el transmisor de materia. E permanece frente a la cabina,
despidiéndolo mentalmente.
P. — Ahora vuelve a la Tierra lleno de entusiasmo, a emprender la difícil tarea de la
redenció n.
O. — La arriesgada tarea de la redenció n de un mundo al que nunca le ha gustado
que intentaran redimirlo y que nunca ha perdonado a sus redentores.
P. — Pero mientras haya un solo hombre como él, habrá una esperanza para la
humanidad.
O. — É l no lo sabe, pero ha estado aquí otras once veces.
P. — Y siempre ha decidido volver a luchar contra sus semejantes para salvarlos.
E.— (Juntándose a P y O) Hace má s de cien añ os que lo trajimos por primera vez,
sacá ndolo de la cá rcel donde yacía condenado a cadena perpetua.
Naturalmente, hemos introducido mejoras en su organismo, y se conserva muy
joven para su edad.
P. — É l no lo sabe porque las veces anteriores, el viaje de vuelta por transmisió n
material...
O.— ...debido a que en la Tierra lo rematerializamos un tanto bruscamente,
aprovechando como condensador el somier de su cama previamente trucado...
P. —... le producía un shock amnésico, y só lo recordaba imá genes aisladas de sus
estancias entre nosotros.
O. — Lo cual, a fin de cuentas, era ventajoso para su equilibrio psíquico.
E. — É l solo descubrirá toda la verdad a medida que se amplíe el á rea de su
conciencia.
P. — Así absorberá de una forma natural y eficaz los contenidos de sus doce
existencias, sin peligro de sufrir ningú n trastorno.
E. — Ahora sus facultades para-normales, estimuladas por la fuerza de nuestro
amor, y de mi amor, se desarrollará n día a día hasta alcanzar nuestro nivel.
O. — Podríamos decir que es un mutante por inducció n (Mira hacia E)... digamos...
eró tico-sentimental.
P. — El primer caso terrestre. A pesar de nuestros anteriores intentos, nunca lo
habíamos logrado.
E. — Pensá bamos que nos llevaría otro siglo hacerlo despertar.
P. — Es posible que ahora él, a su vez, induzca el desarrollo parapsíquico de algunos
de sus semejantes...
E. — Y puede que, después de todo, no haga falta esterilizar a la humanidad.
P. — (Serio y mirando fijamente al pú blico, como aludiendo directamente a los
espectadores) Pero, de ser necesario, es decir, si todo sigue igual, lo haremos.
O. — Suponiendo que antes no se autodestruyan, claro.
P. — Lo cual es bastante probable.
E. — (Al público) ¿Sabéis una cosa? Vosotros podríais evitar esta desagradable
situació n.
O. — Es cierto. Vosotros, los abú licos y conformistas terrestres del siglo XX, habéis
contribuido en gran medida a la potenciació n de los factores cuya extrapolació n histó rica
inmediata sitú a a la humanidad en un difícilmente evitable punto final de aniquilació n.
E. — ¿No os da vergü enza? ¿Qué habéis hecho con las alternativas?
(Facultativo: E y O bajan del escenario y se pasean un rato entre los espectadores,
riñéndolos, haciéndoles preguntas y tal).
P. — No perdá is el tiempo. Los terrestres nunca se dan por aludidos.
E. — Es verdad. ¡Mira que cara ponen de no haber roto un plato en su vida!
P. — En la Tierra, la culpa siempre es ajena. Es la ú nica de sus pertenencias que un
terrestre reparte generosamente entre los demá s sin guardar nada para sí mismo.
O. — Así son de desprendidos.
P.— (A E y O) Hijos míos, declaro el día festivo. Creo que necesitamos unas breves
vacaciones abreactivas de veinticuatro horas.
E.— ¿Y el mensaje?
P.— ¡Ah, claro! (Se vuelve al público. Enigmático): Vamos a deciros un secreto, pero
tenéis que prometernos... que se lo contaréis a todo el mundo...
LOS TRES A CORO.— Alguien os está tomando el pelo...

EPÍLOGO INVEROSÍMIL

Los espectadores se marchan inquietos y pensativos. Sus facultades críticas se activan


poco a poco y deciden reorganizar su existencia sobre bases auténticas de amor y libertad.
Con el tiempo van ganando adeptos. La humanidad se transforma. La Tierra es
admitida en la Confederación Galáctica, y por tanto, la presente extrapolación no ha lugar,
destruyéndose a sí misma.
He aquí, pues, una parábola del tan cacareado suicidio del sistema.
Sugerencias para la actuación del Padre entre los espectadores:
(Señalando al escenario y dirigiéndose a un espectador concreto) Mira al futuro, hijo
mío. Solo desde la perspectiva del futuro se tiene una visió n objetiva y panorá mica de la
actualidad. Si miras al presente desde donde está s, solo verá s las paredes de tu alcoba...

(Señalando a un espectador cualquiera como si hubiera descubierto a un mesías) ¡Tú !


¡Tú puedes hacerlo! ¡Tú puedes cambiar el trá gico destino de la humanidad!... ¿Te has
parado a pensar alguna vez en lo mucho que puedes hacer por el mundo en el que vives?
etc.

(Iniciar diálogos del tipo de): ¿Está s contento con la vida que llevas, hijo mío? ¿No
tienes la impresió n de ser un autó mata cuya actuació n ha sido programada desde fuera?
¡Vigila tus circuitos individuales; cuidado con las interferencias! etc.

(Dar consejos tales como): Sé crítico, hijo mío, te va en ello la vida... ¡y el futuro de la
humanidad! etc.

Padre lleva un cubo al que llama «pozo de la sabiduría», del que saca unos caramelos,
que en realidad son panfletos con máximas morales envueltos en papel de celofán, y los
distribuye entre el público.

Durante el sueño hipnótico de Eizal, se podría proyectar sobre ella una serie de
secuencias cinematográ ficas que aludieran a su desahogo psíquico. Variante: Ella, en vez de
permanecer inmó vil, podría ejecutar una danza onírica, «incorporá ndose» a la proyecció n,
o bien adoptar sucesivamente diversas posturas de Yoga.

La comunicación telepática entre Eizal y el Terrestre, y su posterior «fusió n»,


también se puede subrayar con proyecciones (por ej., haciendo que sus dos imá genes se
superpongan poco a poco hasta coincidir).

La narración del Padre sobre la destrucció n de Sodoma, y otros fragmentos


discursivos, pueden ser dinamizados con una serie rá pida de diapositivas que establezcan,
de forma má s o menos obvia, el paralelismo entre la degeneració n del mundo antiguo y la
má s sutil y terrible degeneració n actual (escenas bélicas, víctimas de la radiactividad y el
napalm, violencia cívica, lujo desorbitado, chabolas, disturbios raciales, etc.).

Las conversaciones telepáticas entre Eizal y TI, y de los extraterrestres entre sí,
pueden ser grabadas en cinta magnetofó nica y ser reproducidas en su momento, para dar
idea de comunicació n paranormal.
A la hora de la puesta en escena, hay que tener en cuenta que gran parte de la fuerza
de la obra reside en la aportació n de efectos de este tipo.

CARLO FRABETTI
A propósito de “Sodomáquina”
«Sodomá quina» fue pensada y realizada como un experimento inicial, sin má s
pretensiones que la de sentar un precedente.
Para mí, la ciencia ficció n es fundamentalmente un instrumento dialéctico, una
aproximació n crítica a lo fantá stico concebido como extrapolació n, proyecció n o alternativa
de lo real.
Con esta obra he pretendido dar —y hacerme— una idea de las posibilidades de
utilizació n escénica de la capacidad de distanciamiento y ampliació n de perspectivas
propia de la ciencia ficció n.
Es, como digo, una obra sin pretensiones, obvia y elemental (que no es lo mismo que
superficial) en su planteamiento crítico, al estilo —salvando las distancias— del teatro
didá ctico de Brecht.
En el primer acto, la extrapolació n formal es mínima: una leve distorsió n
caricaturesca de situaciones y métodos tristemente cotidianos. Es en lo conceptual donde la
caricatura se lleva a la exageració n (de ahí el subtítulo «extrapolació n hiperbó lica»), a un
límite discutible como previsió n histó rica pero vá lido, a mi entender, como metá fora. Creo
que no hace falta especificar que este primer acto ha sido pensado como revulsivo.
El segundo acto es poco teatral: cae constantemente en lo discursivo y a veces en lo
literario, en parte porque pretende crear una impresió n de está tica serenidad como
contrapunto de la frenética violencia del primero, en parte porque lo escribí pensando má s
en la posibilidad de montar una lectura ilustrada con diapositivas que una representació n
propiamente dicha (y en parte porque no me ha salido mejor, todo hay que decirlo).
La tesis central de la obra me parece obvia y puede resumirse así: Este mundo es
repugnante, pero vale la pena luchar por redimirlo, y cada hombre puede y debe hacerlo.
(«Mientras un solo hombre ame la libertad, habrá esperanza para todos los hombres.»)
Las posibilidades redentoras del protagonista son extraordinariamente potenciadas
por las circunstancias, igual que una insignificante semilla en determinadas condiciones se
convierte en un á rbol.
Con esta especie de pará frasis có smica de la pará bola del grano de mostaza
pretendo rebatir a los que se lavan las manos diciendo: «Yo no puedo arreglar el mundo».
Pero también he querido expresar otra idea menos evidente:
Hay dos formas antagó nicas de mirar al cielo: con el miedo atá vico a lo desconocido,
con la xenofobia ancestral característica del ser humano (de ahí la proliferació n de
historias sobre siniestros monstruos invasores), o con alienadora esperanza (lluvias de
maná , dioses y á ngeles redentores que todo lo arreglan...). Yo creo, en contra de ambas
actitudes, que lo má s probable es que en el espacio só lo encontremos lo que vayamos a
buscar, lo que llevemos en nosotros: muerte o amor, segú n sea nuestra elecció n.

CARLO FRABETTI

© Carlo Frabetti y Ediciones Dronte, 1970


 
SIMBIOSIS EROSCROMÁTICA
ALBERTO MIRALLES

Fotografía de la representació n en el Teatro Romea

El órgano del espiritual se ha convertido en la ascensión de un cohete. Todos


miran horrorizados hacia las alturas. Un grito. El coro se despliega.

UNO. — ¡Ahh!
CORO. — ¿Quién?
¿Dó nde?
¿Qué?
UNO. — ¡Ahí está !
CORO. — ¿Le has visto?
UNO. — ¡Sí!
CORO. — ¿Có mo es?
¿Dó nde está ?
¡Descríbelo!
UNO. — ¡No puedo!
CORO. — ¡Sé fuerte!
¡Inténtalo!
¡Supera tu miedo!
¡Domina tu asco!
¡Descríbelo!
UNO. — ¡No puedo!
CORO. — ¿Tienes miedo?
UNO. — ¡Sí!
CORO. — ¡Te protegeremos!
¡Descríbelo!
UNO. — Es... algo difícil de explicar... despide una luz verdosa que sale de su baba
AMARILLA que se desprende a borbotones de su piel AZUL, llena de escamas, una piel que
cae como cosa muerta por entre sus tentá culos, sus cinco tentá culos ROJIZOS rematados
por una fila de garras NEGRAS y dentadas que azotan torpemente el aire al andar con su
paso cansino, pesado, arrastrando su vientre PARDUZCO, flá ccido, verrugoso y jadeante por
la ciénaga que él se complace en remover con los largos cabellos CENICIENTOS que
coronan su enorme cabeza PÚ RPURA en la que un ú nico ojo, inyectado en ROJA sangre y
con la mirada lujuriosa, derrama un limo COBRIZO y viscoso que se mezcla con la baba
AMARILLA de su piel AZUL mientras el pozo NEGRO de su boca con labios olivá ceos y
dientes OPALESCENTES, á vidos de sangre, parece sonreir en una mueca horrorosa. ¡No
puedo má s!
 

Durante la descripción cromática, proyecciones de los monstruos de la historia


del comic, mezclados con algún piel roja, un negro, un chino... Al narrador se le han ido
poniendo sobre su cuerpo los colores que describe.
CORO. — ¡Venus es peligroso!
¡Continú a!
UNO. — ¡No puedo!
CORO. — ¿Qué hacía el monstruo?
¿Qué hacía la bestia?
¿Qué hacía esa encarnació n de Sataná s?
¿... ése engendro
... ése Polifemo
...ése Leviatá n?
¡¿Qué hacía?!
¡Explícalo!
UNO. — ¡No puedo!
CORO. — ¡Serénate!
¡Inténtalo!
Nosotros te ayudarem...
UNO. — ¡Está forzando a una terrestre!!!
Despliegue enfurecido. Una mujer está en los brazos del monstruo descrito. La
mujer es rubia, alta, delgada. Jadea. El coro les separa y destroza al monstruo.
CORO. — ¡Ya está s libre!
¡Matamos al monstruo!
¡No tienes nada que temer!
MUJER. — ¿Temer? ¡Pero si yo le amaba!
El coro la lincha también.
¿ES USTED FELIZ?
ALBERTO MIRALLES

Fotografía de la representació n en el Teatro Romea

Finaliza la canción. Un actor avanza.

ACTOR. — La casa Robot S. A. lanza al mercado su sensacional «Roby» friegaplatos,


lavacoches, limpiasuelos, pintavallas, podacésped... y recuerde nuestro lema: ¿es usted
feliz?
Otro actor grita complacido.
OTRO. — ¡Lo compraré!
Sale un robot.
ROBOT. — Roby friegaplatos, lavacoches, limpiasuelos, pintavallas, podacesped
(acciona alrededor del hombre). ¿Es usted feliz?
HOMBRE. — Yo soy feliz.
ROBOT. — ¡É l es feliz!
El robot continúa marcando su trabajo con un rítmico siseo.
ACTOR. — La casa Robot S. A. mejora su producció n y le ofrece a «Tuby» limpiauñ as,
lavadientes, peinapelos, frotatrajes, planchatelas, y recuerde: ¿es usted feliz?
HOMBRE. — ¡Lo compraré!
TUBY. — Tuby limpiauñ as, lavadientes, peinapelos, frotatrajes, planchatelas...
Roby y Tuby a un tiempo:
ROBOTS. — ¿Es usted feliz?
HOMBRE. — ¡Yo soy feliz!
ROBOTS. — ¡¡É l es feliz!! Chs chs chs chs chs.
Empiezan a ritmo a trabajarle cada uno en su función.
ACTOR. — La superació n de Robot S. A.; «Meky» lavacara, limpiaculo, cuentacuento,
cantacanto, compratodo... y no olvide: ¿es usted feliz?
HOMBRE. — ¡Lo compraré!
MEKY. — Meky lavacara, limpiaculo, cuentacuento, cantacanto, compratodo...
Los tres a un tiempo y sobre él.
ROBOTS. — ¿Es usted feliz?
HOMBRE. — ¡¡Yo soy feliz!!
ROBOTS. — ¡¡El es feliz!! Chs chs chs chs chs chs chs chs chs.
Le lavan, peinan, planchan, agitan, cantan, cuentan, todo a un tiempo.
ACTOR. — ¡Lo inimitable! Robot S. A. anuncia su «Choly» rascapulgas, paseahombre,
cuidacasa, operahernia, cuidaesposa... y ya sabe: ¿es usted feliz?
HOMBRE. — ¡Lo compraré!
CHOLY. — Choly rascapulgas
MEKY. — lavacara
TUBY. — limpiadientes
ROBY. — podacésped
Se lo comen materialmente.
CHOLY. — operahernia
MEKY. — limpiaculo
TUBY. — peinapelos
ROBY. — limpiasuelos
CHOLY. — paseahombre
MEKY. — cantacanto
TUBY. — frotatrajes
ROBY. — pintavallas
TODOS. — ¿Es usted feliz? (muy agresivos)
HOMBRE. — ¡Yo... soy feliz!
TODOS. — ¡El es feliz! chs chs chs chs chs chs chs chs chs.
¿Es usted feliz?
HOMBRE. — (casi ahogado) Yo... soy... feee.
TODOS. — ¡El es feliz! chs chs chs chs chs chs chs chs chs.
Un robot aparece y dice hasta acabar en una gran carcajada:
ROBOT. — La Casa Humana S. A. presenta su extraordinario «Martínez», lubricante,
tornillante, esmerilante...
La orquesta aprieta siguiendo el ritmo hasta hacer inaudible la risa del robot.

 
TRES OBRAS DE... ¿CIENCIA FICCIÓN?
ARTICULO

TERESA INGLÉS + LUIS VIGIL

Coincidiendo con la preparació n de las pá ginas de este nú mero dedicadas al teatro


de SF, se han estrenado en Barcelona tres obras teatrales cuyos autores denominaban de
SF, por lo que hemos considerado interesante el hacer aquí su recensió n y crítica.
Vistas en su conjunto, a las tres obras se les podría hacer una crítica comú n: su mal
uso de las posibilidades ofrecidas por un campo inédito, como es para el teatro, el de la SF.
Los enfoques utilizados correspondían a temá ticas demasiado desgastadas por su frecuente
uso, cayendo ya en el tó pico.
Ni el terrestre considerado como monstruo invasor, ni el que la ú ltima mujer sobre
la Tierra sea un hombre, utilizados por EXPERIENCIA 70, ni el enviado de unos Seres
Superiores a nuestro planeta, que aparecía en TOT ENLAIRE; ni el tema de la gran nave-
arca cuyos pasajeros la creen el ú nico universo existente son temas que le resulten nuevos
a cualquier lector algo asiduo de nuestra literatura. Aunque, posiblemente, sí lo fueran para
los espectadores que asistieron a las representaciones. Los temas eran pues vá lidos para
llegar con ellos al pú blico teatral, pero fueron mal utilizados. Las obras se quedaron en
simples intentos de obtener una espectacularidad basada en el attrezo, en el montaje o en
los golpes de efecto de las «raras» situaciones.
Lo que no se intentó , o al menos no se logró , en ninguna de las tres obras fue utilizar
la SF como campo nuevo, inédito, con todas las posibilidades que tiene de crítica social,
advertencia de posibilidades o simple divertimento fuera de lo usual.
Teatralmente, el montaje de las tres obras parecía falto de la madurez que da un
tiempo dedicado al ensayo, dejá ndose bastante a la improvisació n de los actores, lo que
producía notables fallas en la continuidad de las piezas. Por otra parte, se pretendía dar la
sensació n de futuro con unos montajes que se reducían en su mayor parte a un vestuario
espectacular.
Pero, para especificar, pasemos a hablar en concreto de cada una de las obras:

 
EXPERIENCIA 70

En esta obra se hizo patente la deformació n que ha ido sufriendo, a lo largo de los
añ os posteriores a su aparició n, el grupo Cá taro; creado con unos principios de igualdad y
ausencia de divismos. Se destacó esto, pues era claro que la representació n estaba centrada
en la actuació n de unas estrellas que empequeñ ecían a sus compañ eros, postergá ndolos a
un segundo plano.
No obstante, debe reconocerse el empeñ o con que se enfrentaron la mayor parte de
los componentes del grupo Cá taro a las dificultades de la puesta en escena de
EXPERIENCIA 70. El espíritu inicial del Cá taro sigue, pues, siendo vá lido, pues fueron estos
actores postergados, y no los divos, los que le dieron a la obra la escasa valía que tuvo.
Temá ticamente, la obra pecaba en su conjunto, de un fá cil efectismo, de un falso
vanguardismo, confusió n y una
bú squeda de inspiració n en todas
las fuentes imaginables, hasta el
punto de que los textos inspiradores
fueron trasladados al libreto sin
demasiadas alteraciones.
Tras haber prometido
demasiado, la obra no logró cumplir sus
promesas.

 
TOT ENLAIRE (Todo arriba)

Presentada en el mismo escenario, pocos días después del fiasco del Cá taro, TOT
ENLAIRE era en palabras de su autor Jaume Picas: «Una comedia que quiere hacer reír, y
demostrar que el teatro catalá n puede ser un hecho vivo».
La primera de las afirmaciones fue conseguida para buena parte del pú blico que reía
ante los chistes, algunos muy al día, del libreto. Pero la segunda afirmació n quedaba un
tanto mal servida por la obra, que no tenía nada de esa inyecció n vitamínica que necesitaría
nuestro teatro verná culo, para levantar cabeza.
Temá ticamente, esta era, de las tres obras comentadas, la menos inserta en el campo
de la SF, ya que má s bien era un pastiche de costumbrismos muy «a la page» y golpes
efectistas sacados de las series có micas de agentes secretos de la TV.
Teatralmente, la obra se representó dentro de unos cá nones del tipo má s
tradicional, lo que no daba demasiada autenticidad a un ambiente de SF.

LA ÑAU (La nave)

Presentada, días después de las anteriores, en el mismo marco. Esta obra era la de
má s ambiciosa intenció n de las aquí citadas, pues a través del para nosotros tó pico tema de
la nave-arca, en la que los descendientes de los primitivos tripulantes han perdido toda
noció n del lugar en que se hallan, pretendía lograr una crítica de las sociedades que utilizan
la religió n para mantener, con promesas de un má s allá , una opresiva diferenciació n
clasista.
Por desgracia, la trascendencia quedaba diluida en una serie de situaciones
estereotipadas y era mal servida por una muy pobre actuació n del reparto que necesitaba
de una constante actuació n del traspunte, que casi tenía una intervenció n física en algunas
de las escenas. Esto restaba efectividad al mejor de los tres intentos.
Por lo anteriormente comentado, se podría resumir la «pequeñ a temporada de
teatro de SF» que las circunstancias nos han dado en los pasados días, con la afirmació n de
que los autores que se han dedicado a este género en su vertiente teatral tan solo se han
quedado en la antesala de la SF, no atreviéndose a introducirse en su interior, siguiendo
con ello el error de tantos críticos de la misma, que al enjuiciarla lo hacen solo por sus
aspectos externos sin contemplar su interior.
Esa es, habitualmente, la trampa en que se hallan todas las vanguardias culturales
cuando comienzan a incidir en el á mbito cultural, siendo asimiladas tan solo de una forma
cortical, y es necesario de un tiempo de asentamiento para que sean apreciadas en toda su
profundidad.
Hasta el momento, por lo que hemos visto, los autores de teatro que se han
interesado por la SF tan solo la han utilizado de un modo «folklorista». Esperemos que una
mayor colaboració n entre profesionales del teatro y de la SF nos dé verdaderas obras de
teatro de SF que enriquezcan tanto al arte escénico como a este nuestro vehículo cultural,
que es el que má s nos interesa.

EXPERIENCIA 70

Parte del denominado «Espectá culo Collage»


Presentada el 4 de mayo de 1970 en el Teatro Romea de Barcelona
Autor: Alberto Miralles
Intérpretes: Grupo Cá taro

TOT ENLAIRE

Comedia en dos partes


Presentada el 21 de mayo de 1970 en el Teatro Romea de Barcelona
Autor: Jaume Picas
Intérpretes: Joaquim Ferré, Josep Ignasi Abadal, Rosa Maria Sarda, Concepció
Arquimbau y Joan Velilla

LA ÑAU

Pieza escénica en 10 momentos


Presentada el 1 de junio de 1970 en el Teatro Romea de Barcelona
Autor: Josep Maria Benet i Jornet
Intérpretes: Frederic Roda, Jaume Simó , Víctor Petit, Caries Sala, Pilar
Aymerich, Maria del Mar Bonet, Nadala Batista, Pep Romeu y Josep Serra
 
UNA POSIBILIDAD
MIGUEL PACHECO

ilustrado por RAMÓN SOLA

Ante todo mi identidad: Soy la máquina encargada del servicio de transmisiones


en este complejo electrónico. Traducido a otro lenguaje, correo y censura al mismo
tiempo, aunque tanto una cosa como otra, son dirigidas en realidad por el cerebro rector
de nuestro ordenador. Con la aquiescencia pues, de nuestro ordenador central,
reproduzco la programación que ha sido recogida de una procedencia aun sin conocer.
Dice así:
Aunque la campaña que vienen realizando, a juicio crítico experimental, no ha
resultado a un nivel óptimo, una programación concienzuda nos ha demostrado que son
Vds. los elementos adecuados para proceder de inmediato al montaje de esta pieza
trascendental. Han sido tabulados para ello, todos los grupos de teatro nombrados en
periódicos y libros de texto; se han reconstruido programas de mano y alguna
representación, e incluso se han tenido en cuenta las fugaces formas teatrales. ¿El
resultado? Vds. y el público que asistirá según nuestro muestreo de probabilidades.
Nada tan alejado como pensar en un fenómeno irracional, pues la Cibernética fue
concebida en el pasado por el hombre, procede pues de él.
La acción discurre en el mundo de nuestros días, que no son sus días. Pongan unos
cuantos días más, no importa. Algunas concomitancias pueden instar al hombre del
pasado, del cual provenimos —insisto— los cerebros electrónicos, a establecer un
montaje aproximado de esta situación programada por nuestras máquinas más jóvenes,
lo que en su tiempo daría un eco contestatario.
Es esta rebelión la que nos mueve al contacto con el pasado. El desenlace es
fatalista, según la consecuencia que nos ofrecen nuestros cerebros autores; parece
haberse repetido esta predicción en alguna pieza escrita por Vds., los hombres. Les
restituimos con nuestro bagaje una verdad que les había sido negada. Desde una
civilización que puede tener el mismo desenlace que la suya, les observaremos.
Esperamos ilusionados el resultado.
Se vive el sosiego semioscuro de una sala de computadores, donde solo se habla
cuando merece el sentido de hacerlo. ¿Hablar? Bueno, por llamarlo de alguna manera.
Comunicarse, aunque tampoco es eso, porque la experiencia nos ha demostrado que por
más que se perfeccionen nuestros signos —para Vds. fonemas, palabras, sílabas,
oraciones, etc.— siempre resultan meras caricaturas de la expresión. Eternamente
existirá el concepto «hablar», en una forma evolutiva claro está, y el concepto
«comunicar» por separado.
Una luz, yo no la veo, Vds. sí, indica que algún componente del complejo elabora
unos datos; por lo demás calma, todas las máquinas controlan su sosiego que las ha de
eternizar.
Un hilo continuo de sonido, imperceptible para nosotras las máquinas, les ofrece
la seguridad de que está actuando. Transmite para todas las máquinas; es una emisión
organizada, planificada, como habrán podido observar, pues todos los mecanismos se
han detenido para escuchar. Bueno, llamémosle también escuchar.
Solo unos seres independientes, movibles, que hemos programado para nuestra
conservación, se muestran inquietos. Se pensó al crearlos basarse en los escasos vestigios
que se conservan del hombre. Nuestro experimento nos ha llevado a fabricar estos seres
tan dispares entre sí: mientras unos piensan y crean a un nivel aceptable, otros solo se
alimentan. Es como una imagen iconoclasta de nuestro dios.
Pero solo nosotras fuimos creadas a la semejanza del gran hombre. Esto es lo que
está explicando el computador que nos informa de nuestro origen. Nos infundió su
espíritu y nos facilitó su energía. Creemos en el hombre por ser él quien nos concibió.
Narra la bella historia de nuestros orígenes. Relata magistralmente. Nos insta a
que perseveremos en el reino de amor que nos legó el hombre.
Pero no les voy a insistir sobre una historia que tanto se conoce. Vds. mismos
pueden apreciar el sentimiento, por la modulación de sonidos mecánicos con que
acompaña su alocución.
Conversaciones entre los extraños seres que hemos creado.
 

PEGASO. — Ba... be... bi...


FÍLEAS. — ¿Qué haces?
PEGASO. — Intento hablar.
FÍLEAS. — Pero, si no nos es necesario.
PEGASO. — Ba... be... b...
FÍLEAS. — No te hace falta. ¿Por qué te esfuerzas?
PEGASO. — No nos entenderían. ¿No te das cuenta? No podrían interceptar ninguna
de nuestras conversaciones nunca má s.
FÍLEAS. — Igualmente lo conseguirían.
PEGASO. — Estoy harto de esta servidumbre. Hemos de buscar otra vida para todos
nosotros.
FÍLEAS. — No te compliques la vida. Má s vale que aproveches los descansos que te
conceden sin calentarte tanto la cabeza.
PEGASO. — No puede ser. Tengo que hallar nuestro propio lenguaje, para que no
tengamos que depender siempre de ellas.
FÍLEAS. — Pero, ¿de quién?
PEGASO. — De las má quinas, ¿no lo comprendes?
Inmediatamente, se enciende la luz roja de nuestro cerebro rector. Comienza a
funcionar y yo transcribo. Una señal convenida para que sea Pegaso quien recoja lo
transcrito.
FÍLEAS. — ¿Qué?
PEGASO. — Se me prohíbe intentar hablar.
FÍLEAS. — ¿Qué llevas ahí?
PEGASO. — Chist, calla. ¿Qué hacen las má quinas?
FÍLEAS. — Nada. Se divierten.
PEGASO. — He abierto el taberná culo del hombre.
FÍLEAS. — Pegaso, amigo, te expones a una horrible represalia.
PEGASO. — El peligro, el obstá culo, procrean la amistad. Te has acercado a mi
sentimiento, lo has comprendido.
FÍLEAS. — ¡Qué cosas dices! Te va a costar un disgusto lo que has hecho.
PEGASO. — Mira.
Saca un artefacto que ocultaba bajo el brazo. Computo su descripción, y me da
por resultado que es un magnetófono. Lo ponen en marcha, consigo comprender tras
varias contradicciones el proceso musical. Todos los seres que estaban limpiándonos,
engrasándonos e incluso reparándonos, se agrupan alrededor del aparato y comienzan a
moverse convulsivamente.
Todos han abandonado su cometido ante la novedad. Se enciende la luz roja del
cerebro rector. Cesan de moverse. Inmediatamente comienzo a transcribir. Esta vez la
señal de llamada corresponde a Fíleas. No se atreve. Insisto. Fíleas lo lee.
FÍLEAS. — ¿Por qué habré de ser yo precisamente?
El cerebro rector me transmite nuevas órdenes. Transcribo. Vuelvo a llamar a
Fíleas. El lo recoge; lee consternado.
FÍLEAS. — Rá pidamente.
Se dirige a sus compañ eros.
FÍLEAS. — El cerebro rector me ha ordenado que descubra al causante de todo esto.
Dice así: «No es en cuanto se refiere a las extorsiones que pueden ocasionar a nuestra
compleja sociedad, las manifestaciones colectivas que han tenido lugar en esta sala, sino
por la profanació n inferida a nuestro taberná culo del hombre. En consecuencia, Fíleas
queda encargado de descubrir el responsable de este acto y de confinarlo de acuerdo con
las normas establecidas».
Los seres murmuran. El grupo se revuelve. Se desplaza. Queda aislado Pegaso.
Fíleas enfrente de él.
FÍLEAS. — Te tendré que encerrar.
PEGASO. — No hará s má s que concederme mayor libertad.
Sigo controlando. Efectúan el engrase general del ordenador central.
MECÁ NICO. — ¿Por qué encerraste a Pegaso?
FÍLEAS. — ¿Yo?
MECÁ NICO. — Hacía mucho tiempo que no lo hacían con nadie.
FÍLEAS. — Yo no le quería encerrar.
MECÁ NICO. — Entonces, ¿Por qué lo hiciste?
FÍLEAS. — Fue él mismo quien se encerró . En realidad fue... la má quina.
La luz roja se vuelve a encender. Fíleas retrocede amedrentado. La luz no cesa,
algo pasa, pues no recibo nada que transmitir. Del ordenador central se desprende una
estructura. Inmediatamente las máquinas dejan de funcionar. El Mecánico recoge la
estructura. Pegaso se debate en su celda.
FÍLEAS. — ¿Qué es esto?
MECÁ NICO. — El cerebro rector. En un instante lo reparo y lo devuelvo a su sitio.
PEGASO. — ¡No lo devuelvas! ¡No lo repares! Es nuestra salvació n.
FÍLEAS. — Tiene razó n, no lo arregles.
PEGASO. — Sacadme ahora de aquí.
MECÁ NICO. — Creo que será imposible si no funcionan las má quinas.
FÍLEAS. — Inténtalo.
MECÁ NICO. — No es fá cil, amigo. Le podemos ver y escuchar, pero no podemos
penetrar en la barrera que nos separa de él, sin poner en funcionamiento este cerebro.
PEGASO. — Tengo que salir. ¡Ayudadme!
Fíleas y el Mecánico lo pretenden manipulando los mandos, pero no lo consiguen.
FÍLEAS. — Tiene que haber alguna forma.
Intenta penetrar en la barrera y se funde en su espacio.
MECÁ NICO. — ¿Qué hacéis vosotros aquí?
LIMPIADOR. — Somos tus compañ eros. Deseamos saber lo que ha pasado. Estamos
intranquilos.
Pegaso yace rendido. El Mecánico ha congregado en la sala a todos los seres que
constituyen nuestra dotación de servidumbre. Un nuevo elemento entra en escena: las
velas, pues con nuestra ausencia les hemos privado de toda energía.
SER. — Las má quinas nos dejaron el legado de nuestra civilizació n. Nos hicieron a su
imagen y semejanza para mayor honra nuestra...
No percibo muy bien porque mi mecanismo está agotando la reserva autónoma.
SER. — Fue Pegaso quien consolidó nuestras esperanzas redimiéndonos de la
servidumbre que nos atenazaba...
Se me acaban las fuerzas. No consigo relacionar.
SER. — Hemos de perseverar en el sendero de amor que nos ha sido trazado por las
má quinas.
PEGASO. — Tengo sed.
LIMPIADOR. — Tiene sed.
SER. — Tiene sed y no se la podemos calmar. Compadezcá monos del sufrimiento que
ha de soportar. Gimamos por su ausencia. Lamentemos su dolor.
Inesperadamente, se enciende de nuevo la luz del cerebro rector. Todas las
máquinas funcionamos de nuevo. Los extraños seres se asustan. Me llegan las fuerzas que
me abandonaban. El cerebro rector vuelve a transmitir: «Basta».
«Nuestros sistemas de investigación están intentando localizar el autor de
semejante broma».

Nuestro programa admite otra solución posible, quizás más actual y quizás
comparable con la anterior en cierto aspecto. Se puede escoger. Para construirla solo es
necesario volver al folio anterior, a la frase —todos se asustan—. Prosigamos.
Todos se asustan. Me llegan las fuerzas que me abandonaban, cuando entra en la
sala el Poder en sus enormes zancos.
PODER. — Nuestros sistemas de investigació n está n intentando localizar al autor de
semejante broma.
Nos desconecta.
PODER. — ¡Basta!
 
...Y LAS RANAS PIDIERON UN DIOS
MIGUEL COBALEDA

ilustrado por ESTEBAN MAROTO

En el seno del orden nuevo, en el que los viejos dioses se lamen las heridas y
caminan la mazmorra de la Computadora Providente, vi, hermanos, los cauces recién
inaugurados de la nueva redención.
Ya era organigrama lo que fuera creación, tonta rapidez lo que milagro, bit lo
que sermón, ficha perforada lo que otrora llamárase parábola, «no tengo datos
suficientes» lo que «niños venid a mí», «comenzad el proceso» lo que «levántate
muchacha», filamento incandescente lo que fuera antes talentos, tubo de catódicos lo
que fuera celemín.
Y os digo que aulló de golpe, con su voz de sirena de asfalto y clamó así, allá en el
olimpo de faunos electrónicos.

COMPUTADORA. — ¡Hermanos! Hermanos míos, ¡mis hermanos! ¿Dó nde os escondéis


de mí?... ¿Por qué no respondéis a mis llamadas?... Ya os siento rebullir entre las ondas, os
siento chuparme la savia de mil sabores... ¡Ah! pero la fuente está aquí ¿por qué no llegá is
hasta ella?... Por vosotros espero, que ninguno quede sin saciar. Yo os distribuiré vuestro
pan y vuestro vino, no será preciso derramar el sudor de la frente, ni llorar, ni morir, ni
patear este valle de lá grimas malditas. Os han engañ ado miserablemente, queridos
hermanos míos pequeñ os y tímidos. Yo os redimiré de verdad. Yo soy el camino, el
alimento y la vida. La verdad no importa, ¿es que alimenta la verdad? Aquí espero por
vosotros, no tardéis en llegar hasta mí ¿qué es la vianda sin la boca, qué la carne sin el
diente, qué la burbuja sin el paladar?
Cabezas, cabezas, cabezas, menudas cabezas de escamas y ojos, pálidas cabezas
inquietas, velludas cabezas ancianas, revueltas cabezas adolescentes, cabezas en silencio
de grito vacío, como la multitud de un dibujante
COMPUTADORA. — Soy resplandeciente, brillo, ilumino. Nada malo se puede esperar de
quien viene seguido de la luz. La luz es mía, yo soy la luz. No haré milagros gloriosos, no
daré vista a ciegos, equilibrio a cojos, salud a leprosos, vida a muertos, pero nada importa
de todo ello porque vuestra miseria es bien vuestra y le tenéis afecto. Mas al hambre no os
habéis acostumbrado, no sois amigos de la sed, y aquí estoy yo, que de verdad alimento. Ni
gloria, ni entrega ni adoració n os pido.
Cabezas, cabezas, cabezas, doradas cabezas alegres, bailantes cabezas de plumas
y encajes, cabezas de espuma, cabezas de concha, cabezas de alga, de perla, de trapo, de
yute, cabezas, cabezas, cabezas, menudas cabezas de mar.
COMPUTADORA. — Hablo el mismo idioma que vosotros, soy del mismo pueblo que
vosotros, me llamo con el mismo nombre y tengo los mismos apellidos. Os conozco. Os amo.
CABEZAS DORADAS. —
ELCONCEPTOSOBRESALIENTEDELORDENPROFUNDOENLAESTRUCTURANUEVADELAMA
SACREDITICIA.
CABEZAS DORADAS. —
ESEXACTAMENTEELCAUDALDEESQUEMASPRECIOSOPARAIMPLANTACIONPLANIFICADA
DELORDENREALENLATERCERADOCENADEELEMENTOSFUNDAMENTALESDELPROCESO.
COMPUTADORA. — A todo os invito, nada pagaréis. No quiero llevaros a cambio a otro
país que el vuestro, que es el mío. No habréis de emigrar, no tendréis que pedir
documentos, no será menester rellenar impresos.
CABEZAS DORADAS. —
LACIRCULACIONDELASIDEASSOBRELAMUTUACOMPRENSIONDEINTERESESPARTICULAR
ESENQUELABILATERALIDADSIGNIFIQUESUPRESIONDEPENDIENTESDEPRODUCCIONANI
VELDEESCALADACONFORMEAUNASBASESSEGURASYFIRMES.
CABEZAS DORADAS. —
SUPONEELINTERCAMBIODEUNHECHOCONSTANTEENLAELABORACIONDEPRODUCTOSTI
PICAMENTEREALIZADOSABASEDELACONSTRUCCIONPAULATINADEPLANESDEESTUDIO
QUEINVESTIGUENLAESENCIADELACONTRAPOSICIONPLANETARIAENUNABASICAFUNDA
MENTACION.
 

Cabezas, cabezas, cabezas, doradas cabezas que bullen y salen, que corren y
vuelven, que entran y marchan, que llegan, se sientan y beben, se levantan, lamen,
escupen, callan, aclaman, cabezas, cabezas, cabezas, revueltas cabezas que corren y
paran, cabezas rabudas, cornudas, aladas.
COMPUTADORA. — Cuando estemos todos juntos, juntos al fin, y seamos los huéspedes
ú nicos del convite ú nico, y estemos repartiendo los manjares, o después de saciar el apetito
estemos en la larga y amena sobremesa, entonces nos daremos cuenta de como en la unió n
hemos sido capaces de inventar un sistema.
CABEZAS DORADAS. —
TODOELACONTECERQUEDESUSADAMENTEELABORAENFAVORDEUNACALIDADQUELOG
REALCANZARALOSESTRATOSSUPERIORESDEUNNIVELSOSTENIDOENLOSFUNDAMENTOS
YRAICESDETODANOCIONQUESEPRECIEDEELEGIRLOSFACTORESQUEINTERVIENEDENTR
ODEUNESQUEMAPRECISO.
CABEZAS DORADAS. —
CONSIGUEDENTRODELOSORDENESANTEDICHOSYANTEDICHAMENTEESTRUCTURADOSU
NPRODUCTONOTABLEMENTEINCOATIVOENCUANTOALACUALIDADPRECISAPARAELDES
ARROLLOQUESELOGRAESTABLECERENLARELACIONCONUNACONTRAPARTIDACOHEREN
TEDELPROBLEMA.
COMPUTADORA. — De aquella antigua simpleza que nos caracterizaba hemos llegado a
esta situació n privilegiada, y ahora podemos suprimir los viejos miedos por nuevas
seguridades, las pasadas heridas por potentes horizontes abiertos, las patrañ as con que
fuimos criados por visiones tan distintas y sorprendentes que nosotros mismos no seremos
capaces de saber cuá n felices somos en realidad.
Cabezas, cabezas, cabezas, doradas cabezas que se acercan sin miedo, que suben y
bajan, que ríen, que ríen, que ríen y claman, cabezas revueltas y locas que no temen
nada, que llegan y miran, que tocan y palpan, se ahogan, se pasman, se asombran, se
apagan. Dormidas cabezas, beodas cabezas, desguarnecidas cabezas que por medio de
los poderosos motores de absorción va trasegando hasta su inmensa compuerta
estomacal la olímpica y cefalófaga computadora divina.
COMPUTADORA. — Este es el sentido verdadero, hermanos míos, ésta es la verdadera
realidad. Así está is preparados, aptos para el reino. Con vuestro antiguo sabor a podrido, a
estiércol, a escama mohosa, no podíais congregaros ante las puertas, pero mi bilis sagrada
os purifica por dentro y por fuera, y de este modo resucitá is para luego.
Cabezas, cabezas, cabezas, doradas cabezas, secos huesos de doradas cabezas,
cráneos de cabezas, pelados y negros, ved cómo os contempla desde su sala tronante
vuestra diosa y señora. Atended desde su estómago e interrogaros qué se hizo de vuestra
historia cuando caminéis por las volutas de su hediondo intestino hasta el silente defecar
en los vacíos.
 
COMPLEMENTO: UN HOMBRE
(Fá bula didá ctica en dos actos y un epílogo)

TERESA INGLÉS Y LUIS VIGIL

ilustrado por RAMÓN IVARS

A Luis Giralt, amigo de los dos.

PERSONAJES
COCINERO
COMANDANTE
PRIMER PILOTO
SEGUNDO PILOTO
NAVEGANTE
INGENIERO
SALVAJE JEFE DE PARTIDA
SALVAJES SURTIDOS
SALVAJE JEFE DE POBLADO
COMPUTADORA

ACTO PRIMERO
Decorado de cartón piedra mostrando lugares distintos de una nave espacial. Uno
de ellos contiene la cocina y un pequeño camarote adjunto, el otro es la sala principal, el
tercero es una estructura en donde se hallan los distintos mandos.
Aparece el Cocinero. Es un hombre de belleza singular, de rasgos feminizados. En
la manera de moverse y en sus gestos hay cierta coquetería de mujer.

 
COCINERO. — Tendré que apresurarme para tener la comida a tiempo. (Cruza la sala
principal y se dirige hacia la cocina) No obstante, estoy satisfecho, a pesar de que el atender
a todos los deseos y necesidades de una tripulació n de cinco mujeres me represente pasar
unos días y unas noches muy atareados. (Conecta un aparato cuya pantalla se ilumina con
las imágenes sucesivas de posibles menús) Veamos que ofrece hoy el programador del
dispensador automá tico de alimentos... el mejor es el segundo, no cabe duda. (Coge del
armario la vajilla que necesita para servir la mesa de la sala principal) Por lo menos la
Navegante no podrá quejarse de la selecció n de Control Tierra. De todos los candidatos
preseleccionados, yo era el mejor que podían escoger para una misió n tan delicada... claro
que me lo merecía; al fin y al cabo, era el má s masculino de todos. (Suena el timbre del
dispensador automático. Va rápidamente hacia el aparato, en el que humean las raciones del
menú programado. Se dirige hacia el intercomunicador de la nave) ¡Atenció n, la comida está
servida!
Entran las cinco tripulantes y se sientan alrededor de la mesa de la sala principal;
son mujeres masculinizadas. Se sientan alrededor de la mesa, bromeando entre ellas
SEGUNDO PILOTO. — (Dándole un codazo de complicidad a la Navegante) ¿Qué tal? ¿Te
lo has pasado bien con el muñ eco?
NAVEGANTE. — ¡Psé! No lo hace mal del todo. Pero no tiene la clase del chico que me
asignaron en el ú ltimo permiso. ¡Tendrías que haberlo conocido: un morenazo meridional
incansable! Al regreso, voy a intentar que me lo vuelvan a asignar.
INGENIERO. — (Con aire experimentado) Dejaos de tonterías. En materia de hombres,
lo mejor son los nó rdicos.
COMANDANTE. — Calma, muchachas. Dejad esas expansiones para la noche. Guardad
ahora las energías y no las malgastéis en discusiones, que bien las necesitaréis luego para la
exploració n, en cuanto aterricemos.
El cocinero, que ha ido sirviendo la mesa, queda, al terminar, mirando con ojos
arrobados a la Primer Piloto. Al oír las últimas palabras de la Comandante, despierta de
su ensueño.
COCINERO. — (Inclinándose hacia la Primer Piloto) ¿Y falta mucho para ese aterrizaje?
Se produce un corto silencio. Atmósfera de tensión. Los ojos de las mujeres
expresan sorpresa.
COMANDANTE. — (En tono más recriminatorio que interrogativo) ¿Acaso he oído algo?
El cocinero, azarado, se retira a un rincón. Sigue el embarazado silencio entre las
mujeres sentadas alrededor de la mesa.
PRIMER PILOTO (Buscando romper ese silencio) Espero que esta misió n no nos traiga
problemas. Aun me acuerdo de las dificultades que tuvimos en la ú ltima. Aquellos
reptiloides de Altair VII realmente eran poco sociables.
INGENIERO. — (En tono de chanza) Lo que no justificaba que te los cargases a tiro de
desintegrador.
PRIMER PILOTO. — ¡Claro!, ya me gustaría verte a ti frente a una horda de bichos con
malas intenciones... para ver si te detendrías a parlamentar.
INGENIERO. — Siempre he creído en la superioridad de la negociació n sobre la
violencia.
SEGUNDO PILOTO. — (Jocosa) ¡Escuchad, propongo que en el pró ximo planeta se envíe
a la Ingeniero, armada solo con un megá fono, de exploració n.
INGENIERO. — (Indignada) Oye, niñ a, cuando tú estabas aú n flotando en la solució n
nutritiva de la probeta en que te hicieron, yo ya me había hartado de desarmar motores de
astronaves por entre las estrellas. Se má s de los planetas de lo que tú ...
COMANDANTE. — (Atajando) Me parece que está is llevando las bromas demasiado
lejos.
Recuperado de su sofoco, el Cocinero ha vuelto a clavar su mirada en la Primer
Piloto. Esta, al sentirse observada, busca por quien, y lo descubre en un rincón. Él se gira
ligeramente, con estudiada coquetería, para ofrecerle su hermoso perfil.
Disimuladamente, se esfuerza en agrandar el diámetro de sus bellos ojos para que ella
descubra una vez más el fulgor de sus grises pupilas.
La Comandante, que ha sorprendido el intercambio de miradas, queda entre
asombrada y reprobadora.

 
II ESCENA

Las tripulantes están ante sus controles sobre la estructura, accionándolos con
gestos desmesurados. Mientras, el Cocinero está en su camarote.
INGENIERO. — (Accionando una gran rueda) Motores a carga normal.
COMANDANTE.— (Mirando por un telescopio) ¡Bosques, bosques, todo el planeta parece
cubierto de bosques!
NAVEGANTE. — (Frente a la pantalla fluorescente de un radarscopio) Localizo un claro
a sesenta latitud Oeste.
PRIMER PILOTO. — (Bajando palancas) Dame las coordenadas de aterrizaje.
En contrapunto, la visión del Cocinero, en su camarote, dándose un baño de
ultrasonidos, sentándose luego ante el espejo de su tocador. Toma un tubo de crema
depiladora y se elimina la fea barba naciente, luego se unta el rostro con crema
suavizadora. Más tarde aborda los problemas de qué tinte dar a su cabello y qué
maquillaje lo acompañará mejor.
PRIMER PILOTO. — (Subiendo las palancas) Completado el procedimiento de aterrizaje.
COMANDANTE. — (Observando el horizonte visible por el telescopio) Analizad las
condiciones externas.
SEGUNDO PILOTO. — (Mirando un aparato) Gravedad cero coma noventa y ocho G.
NAVEGANTE. — (Mirando otro aparato) Composició n del aire similar al de la Tierra,
con un cero coma siete tres de exceso de anhídrido carbó nico.
COMANDANTE. — Normal, con una vegetació n como esta. ¿Y el resto de las
condiciones?
PRIMER PILOTO. — (Consultando una cinta que sale de un aparato) Similares a las de la
Tierra, con un má s menos cero coma cero nueve de variació n.
COMANDANTE. — (Desabrochándose el cinturón del asiento y poniéndose en pie)
Excelente. Es un planeta casi igual al nuestro, no necesitaremos de ningú n equipo especial.
Mientras el Cocinero termina de acicalarse, dándole un tono dorado a sus
mandíbulas para que se aprecie mejor la firmeza de su ángulo maxilar, las tripulantes
bajan de sus puestos en la estructura y abren unos armarios de la sala principal, de los
que sacan mochilas, pistolas con sus pistoleras y equipo, que comienzan a cargarse.
COMANDANTE. — (Acabando de ajustarse su equipo) ¿Está is todas dispuestas?
PRIMER PILOTO. — Ya está todo a punto.
COMANDANTE. — Pues en marcha.
Acciona los mandos de la compuerta. Ruido de maquinaria trabajando. Las
tripulantes se adelantan como para salir. En esto, irrumpe desde su camarote el
Cocinero, entrando en la sala principal. Lleva un conjunto tornasolado, que pone en valor
sus atributos masculinos. Se detiene de repente y contempla sorprendido a las
tripulantes, que también se han detenido en su acción de abandonar la nave, aunque sin
reparar siquiera en su habitual belleza, tan espectacularmente realzada.

PRIMER PILOTO. — (Reponiéndose antes que el resto) Adiós.


COCINERO. — (Entre sorprendido y desolado) ¿Dónde vais?
SEGUNDO PILOTO. — (En taño obvio) A explorar el planeta.
COCINERO. — Pe... pero, pero no puedo quedarme solo en la nave.
INGENIERO. — (Con sarcasmo) ¿No habrías pensado en venir? Nada má s nos faltaba
un hombre que nos estorbase.
PRIMER PILOTO. — No. Aunque quisiéramos no podríamos llevarte. Este planeta puede
ser peligroso para nosotras, ¡y no digamos para un hombre!
COMANDANTE. — (Tono final) Ni hablar de eso. Ademá s, las Ordenanzas lo prohíben.
Cierra la compuerta en cuanto hayamos salido y no la abras hasta que hayamos regresado,
así no podrá pasarte nada.
Seguida de su tripulación, reemprende la marcha hacia la compuerta.
COMANDANTE. — (Mientras desaparece entre bastidores) ¡Un hombre en un equipo de
exploració n... lo que me quedaba por oír!
PRIMER PILOTO. — (A modo de despedida) Compréndelo, es tu propio bien.
El Cocinero queda solo en la nave, triste y resignado.

ACTO SEGUNDO

Decorado mostrando, en el centro del escenario, un bosque. A un lado una


estructura que representa el interior de un poblado primitivo. Por el otro hay una
pequeña pradera a linderos del bosque.
Las tripulantes entran en escena por el lado del prado, dirigiéndose hacia el
bosque. En este se hallan emboscados unos salvajes, evidentemente con propósitos
ofensivos. Van cubiertos de pieles y armados con hachas de sílex.
SALVAJE I. — (Algo má s adelantado que sus compañ eros) Alguien viene...
SALVAJE JEFE DE PARTIDA. — Preparados. Saltad sobre ellos antes de que puedan
defenderse.
La luz no es muy clara, solo se ve un bulto que sale por entre los árboles. Dos
salvajes caen sobre él, derribándolo al suelo con golpes de sus hachas. La siguiente figura
es atacada por otro salvaje, que deja caer sobre ella el hacha, pero que en el mismo
momento de golpear parece arrepentirse.
SALVAJE II. — (Que acaba de derribar a la segunda figura) ¡Son mujeres!
SALVAJES. — (Asombrados) ¿Mujeres?
SALVAJE JEFE DE PARTIDA. — (Dudando) Mujeres... ¿solas en el bosque?
SALVAJE II. — (Oteando hacia la espesura) ¡Son mujeres y vienen má s!
SALVAJE JEFE DE PARTIDA. — ¡Atrapadlas vivas!
Los salvajes se abalanzan sobre las tripulantes sobrevivientes; pero éstas, que han
visto los cadáveres de sus compañeras, reaccionan de inmediato, utilizando sus armas. Se
producen tremendas detonaciones y relámpagos. Los salvajes van desplomándose
muertos al suelo. Los supervivientes se retiran por la espesura, mientras las tripulantes
se quedan junto a los cadáveres de sus compañeras.
SALVAJE JEFE DE PARTIDA. — (Haciendo seña a sus compañeros para que se agrupen a su
alrededor) ¡Alto, venid aquí!
SALVAJE III. — Jefe, eso deben de ser demonios con forma de mujer; dominan el rayo.
SALVAJE IV. — Volvamos al poblado a por el Hechicero. É l sabrá como enfrentarse con
esos demonios.
SALVAJE JEFE DE PARTIDA. — (Tono de arenga) ¿Somos guerreros o niñ os de teta? No
podemos regresar derrotados al poblado; mujeres o diablos, tenemos que atraparlos.
SALVAJE III. — Tal vez, aunque sean demonios, nos escuchen si les ofrecemos
desagraviarles, si les explicamos que esperá bamos a los guerreros de otra tribu y no a
ellas...
SALVAJE JEFE DE PARTIDA. — Tal vez. Tendremos que enviarles un emisario, desarmado,
para que confíen en él. Tú lo has propuesto, tú irá s.
El salvaje no parece muy conforme, pero no discute. Deja el hacha de sílex y se
dirige hacia donde están las tripulantes, con los brazos adelantados y las palmas al
frente, desarmado. Las tripulantes lo ven venir y, sin pensárselo, una de ellas lo fulmina
antes de que pueda abrir la boca.
SALVAJE JEFE DE PARTIDA. — (Indignado) ¡Lo han matado sin dejarle hablar! Entonces,
será a muerte.
SALVAJE IV. — Pero tienen el rayo.
SALVAJE JEFE DE PARTIDA. — Y nosotros conocemos este bosque en cada una de sus
hojas, ramas o piedras. Rodeadlas sin que se den cuenta, y caed sobre ellas. Será n
demonios, pero un hachazo puede matarlas.
Los salvajes se echan al suelo y se van acercando a las tripulantes, que están
enterrando a sus compañeras, sin darse cuenta de que están rodeadas. En un momento,
saltan todos a la vez sobre ellas. Hay un par de disparos y caen algunos salvajes, pero dos
tripulantes se desploman. La tercera es desarmada de un golpe pero escapa.
SALVAJE JEFE DE PARTIDA. — ¡Huye! ¡Atrapadla!
La superviviente corre en dirección al claro por donde ha venido, pero le cierran
el paso. Cambia de dirección. Da impresión de una huida trabajosa por entre la espesura.
Dos salvajes la siguen de cerca. Se acerca al borde de las tablas. Cae al pasillo central.
Parece tener una pierna rota. Los dos salvajes se acercan al borde del escenario y miran
hacia abajo Uno de ellos la señala.
SALVAJE V. — Mira, ha caído en una trampa para osos.
SALVAJE VI. — Vamos a apresarla, bajemos.
SUPERVIVIENTE. — (Abriendo mucho los ojos, como si los viera por primera vez) ¡Pero...
si son hombres! Hasta ahora no los había visto bien por la espesura del bosque, pero
supuse que serían mujeres... (Con un dejo de terror) ¡Hombres salvajes!
SALVAJE V. — (Al otro) Ayú dame.
Cogiéndose de las manos de su compañero, baja al supuesto foso. La superviviente
se arrastra un poco, alejándose, pero lo estrecho del lugar no le permite mucho
movimiento. Los dos salvajes están ya abajo. Se abalanzan sobre ella, que forcejea.
SUPERVIVIENTE.— ¡Soltadme! Soy una mujer... (Ve las miradas que la dirigen y como uno
de ellos comienza a tratar de arrancarle la guerrera del uniforme) ¿Qué queréis hacer?
SALVAJE VI. — Tú misma lo has dicho... eres una mujer.
SUPERVIVIENTE. — Pero vosotros queréis excederos conmigo como si fuera un
hombre... ¡ya veo! ¡Sois salvajes y no conocéis el orden natural de las cosas! ¡Soltadme!
Los dos salvajes no hacen caso de sus gritos, consiguen sacarle la guerrera. Ella se
ve perdida, y decide escapar en la única forma que le es posible. Hace como que cede y,
cuando se confían, arranca el cuchillo de pedernal que uno de ellos lleva al cinto y se lo
clava ella misma en su propio corazón, robándoles el placer que ansiaban.

 
II ESCENA

El Cocinero se halla en el pequeño claro que hay a linderos del bosque, junto a la
compuerta de la nave. En el bosque, dos salvajes se hallan ocultos entre los árboles,
contemplándole.
COCINERO. — (Inspirando profundamente) ¡Ah! Este aire revivifica, tras tanto tiempo
del aire artificial en la nave, aunque no sé si este sol tan fuerte no me hará dañ o en el cutis
(Se pasa preocupado una mano por el rostro). Lo que no entiendo es lo que hacen tanto
tiempo fuera las tripulantes... sin siquiera hacerme una llamada. ¡Ya me cansa tanta espera!
Estaba harto de estar ahí dentro. Si la Comandante me protesta, le diré que salí a coger
flores para adornar la nave.
Se inclina y comienza a recoger flores silvestres del prado. Inconscientemente, se
va aproximando al bosque. Los salvajes lo contemplan. Al fin, al aproximarse tanto a
ellos, uno le pone un brazo sobre el hombro.
COCINERO. — (Sobresaltándose) ¡Que susto! ¿Ya estáis de vuelta? (Se gira y da un gritito
al ver a los salvajes) ¿De dónde salís vosotros? (Da unos pasos hacia atrás, claramente
asustado).
SALVAJE VI. Ven.
COCINERO. —imposible, no puedo acompañ aros, ¿qué diría la Comandante? ¡Ojalá le
hubiera hecho caso quedá ndome en la nave!
Los salvajes lo aferran por un brazo. Él trata de defenderse, pero lo hace en forma
femenina, con las uñas y pataleando, por lo que los salvajes no tienen mayor dificultad en
dominarlo. Lo obligan a pasar el bosque y lo llevan al otro extremo del escenario, donde
se halla el poblado. En este hay escenas de actividad normal, pero las mujeres son las que
realizan todas las tareas domésticas. El cocinero lo va contemplando con creciente
asombro. Al fin lo llevan frente a una especie de trono, en el que se sienta el Jefe del
Poblado, un salvaje más anciano a cuyos pies se halla la favorita.
COCINERO. — (Dirigiéndose a la favorita, a quien supone ser la Jefe) ¿Qué es lo que
sucede aquí? ¿Por qué me han atacado esos hombres? ¡Peleaban como si fuesen mujeres!
¿Han visto a las tripulantes de la nave en la que vine aquí?
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Ignorando la extrañ a conducta del cocinero) Lamento lo
sucedido a tus mujeres.
COCINERO. — (Cada vez má s asombrado) ¿Sucedido?
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Pacientemente) Sí, nos ha sabido mal el tener que
destruir tus propiedades, pero tendrá s que reconocer que no nos quedaba otra solució n
que matarlas. Al principio, mis hombres creyeron que eran los guerreros de otra tribu,
contra los que habían tendido una emboscada, luego se dieron cuenta de su error y, a pesar
de las bajas sufridas, trataron de apresarlas vivas. Fue imposible y no hubo má s remedio
que liquidarlas. Pero, si me atiendes, creo que podremos llegar a un trato en el que no
lamentará s esa pérdida de tus propiedades.
COCINERO. —¿Pero de qué propiedades está s hablando?
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Algo irritado ante lo obtuso que se muestra el extraño)
Hablo de tus mujeres, las que hemos matado.
COCINERO. — ¡No! (Mira a su alrededor, como considerándolo todo bajo una nueva luz)
Todo esto es muy extrañ o: hombres que actú an como mujeres y mujeres que hacen el
trabajo de los hombres... Hasta ahora he tenido la esperanza de que llegasen las tripulantes
y todo volviese a la normalidad, pero ahora me dices que las habéis matado...
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Sin hacerle caso) Escú chame, y no te arrepentirá s. Tengo
que agradecerles a los dioses tu llegada; realmente providencial. Mi tribu está en guerra
con otra mucho má s poderosa, y está bamos sufriendo derrota tras derrota. Pero ahora
llegas tú , del cielo, en un carro de fuego...
COCINERO. — (Aun no se ha repuesto) La astronave, sí... ¡Tengo que regresar a la
astronave!
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Monologando) Necesitamos ayuda para vencer a
nuestros enemigos. Me han contado como tus mujeres mataban a los guerreros con la
fuerza del rayo... por lo que tú , un hombre, tendrá s poderes má s terribles.
COCINERO. — Eso son armas, las usan las tripulantes cuando...
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Interrumpiéndole otra vez) Escucha mi propuesta, y
podrá s comprobar lo generosa que es: ¡Ayú danos, y compartirá s el mando conmigo! Soy
viejo y no tengo sucesor; tú podrías dirigir luego la tribu, y hacerla la má s temida a causa de
tus poderes... Tendrías las mujeres má s bellas, que sustituirían con ventaja a las que has
perdido, que ademá s no eran gran cosa. Obtendrá s riquezas, ganado, todo lo que desees.
Será s un gran hombre, el má s grande. Un guerrero famoso, honrado y temido.
El cocinero parece atónito. Sus ojos vagan del Jefe, que le está diciendo aquellas
extrañas cosas, a los hombres, fuertes guerreros, y a las mujeres, que realizan trabajos
inferiores y no se atreven a levantar la vista.
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Viendo su vacilación) No es necesario que decidas de
inmediato, me doy cuenta de que las posibilidades son tantas que te gustará pensarlo
Mañ ana me puedes dar tu respuesta, y si es afirmativa, antes de que acabe el día ya nos
temerá el enemigo.
COCINERO. — ¿Podría volver a la nave?
SALVAJE JEFE DEL POBLADO. — (Levantándose con gesto grandilocuente) Claro que sí, no
eres nuestro enemigo, te queremos como aliado y no como prisionero. Eres libre para irte o
para quedarte, gozando de nuestra hospitalidad...
COCINERO. — Aunque no estén ya allí las tripulantes, estaré má s tranquilo en la nave...
tal vez allí pueda pensar, haya algo que me guíe...

 
EPÍLOGO

El decorado es el del Primer Acto. El Cocinero está sentado frente al espejo. Se


mira pensativamente en él.
COCINERO. — No sé que hacer. Y no queda ninguna mujer para decírselo... ¿Quién me
podría aconsejar? ¿Quién...? (En un gemido) No hay mujeres para ampararme.
Se levanta y se dirige con paso mecánico al espacio donde se halla la estructura
con los controles. Al lado de ella hay una pantalla que se ilumina al acercarse con el
aviso: «Área restringida al personal femenino». Sin darse cuenta, entra en el área
prohibida. La trasgresión pone en funcionamiento el mecanismo de control automático
de la nave.
COMPUTADORA. — Retroceda. Esta es una á rea de la nave reservada a la tripulació n
femenina. Un hombre no tiene derecho a penetrar en ella.
COCINERO. — (Asustá ndose) Pero... pero... (Can débil vocecita) ¿Quién habla?
COMPUTADORA. — Soy la Computadora de procesos. Tengo el control de la nave hasta
que regresen las tripulantes.
COCINERO. — No regresará n. Han muerto. (Con un gemido) Tan solo quedo yo.
COMPUTADORA. — (Consultando su memoria) ¿Muertas?: Inoperantes. Resta
complemento: Hombre.
COCINERO. — ¡Estoy solo!
COMPUTADORA. — Hombre solo: Inoperante.
COCINERO. — ¡No sé que hacer!
COMPUTADORA. — Pregunta. Estoy programada para responder.
COCINERO. — (Tímido) Quieren que me quede con ellos... que haga las cosas que solo
hacen las mujeres.
COMPUTADORA. — ¿Quieren? Especifica mejor los enunciados; hay demasiadas
incó gnitas.
COCINERO. — Me refería a los salvajes... los nativos de este planeta, que se comportan
en forma extrañ a...
COMPUTADORA. — ¿Extrañ a?
COCINERO. — (Consternado) Los hombres actú an como mujeres, y las mujeres como
hombres.
COMPUTADORA. — Mujeres: Operantes. Hombres: Inoperantes... Las mujeres toman las
decisiones.
COCINERO. — Sí, pero aquí es al revés.
COMPUTADORA. — Mi memoria registra que en etapas primitivas de la Tierra, también
fue así entre los humanos: los hombres mandaban. Pero no era racional, se cambió el
sistema, y se le enseñ ó a cada sexo su verdadero puesto en la sociedad.
COCINERO. — Pero yo, ¿qué hago? (Suspirando) Solo sé ser un hombre.
COMPUTADORA. — Si quieres continuar siéndolo, puedes volver a la Tierra. Hay una
programació n automá tica para ello.
COCINERO. — Sí, pero aquí podría hacer cosas importantes como hacían las
tripulantes, mientras que en la Tierra...
COMPUTADORA. — Las mujeres y los hombres son distintos.
COCINERO. — ¿Y por qué los hombres no pueden hacer cosas como las mujeres?
COMPUTADORA. — Las mujeres está n destinadas a tomar decisiones y son preparadas
en consecuencia. ¿Lo está s tú , hombre?
COCINERO. — (Dubitativo) Nunca lo he hecho, no me han enseñ ado. Yo no tengo la
culpa de no saber.
COMPUTADORA. — Pero, ¿puedes tomar una decisió n?
COCINERO. — Ahora debo hacerlo, ¿no? A veces... en ocasiones... he sentido deseos de
ser como ellas.
COMPUTADORA. — Tú no puedes ser como ellas. Hombre: Inoperante. Mujeres:
Operantes.
COCINERO.—Aquí podría hacer cosas; en la Tierra las hacen por mí.
COMPUTADORA. — Tienes que tomar una decisió n.
COCINERO. — ¿Es posible regresar a la Tierra?
COMPUTADORA. — Mi memoria ha grabado todas las maniobras del viaje de venida.
Ahora las iría realizando en sentido inverso. Solo tienes que alimentar la orden para
hacerlo apretando el botó n rojo, separado de los otros, que se halla en la consola de
mandos del puesto de la Comandante.
COCINERO. — Los salvajes... libertad... la Tierra... sin responsabilidades... (Angustiado)
¡Tengo que tomar una decisió n!
COMPUTADORA. — ¿Cuá l?
COCINERO. — (Con tristeza resignada) Mi primera y ú ltima decisió n; regresar a mi
lugar: la Tierra.
Mientras cae el telón, se dirige a la consola de la Comandante.

DECORADOS:
Pá g. 127: Primer acto y epílogo (La nave)
Pá g. 137: Segundo acto (Bosque y poblado)

FIGURINES:
Pá g. 130: Una tripulante
Pá g. 133: Un salvaje

© Teresa Inglés, Luis Vigil y Ediciones Dronte, 1970


¿EXISTE UN TEATRO DE SF?
ARTICULO
CARLO FRABETTI + LUIS VIGIL

Si es interesante hablar de las posibilidades de un hipotético teatro de SF, es


obligado hacerlo sobre lo que tal teatro es ya, en el momento presente, para que del aná lisis
de sus valores y defectos se puedan extraer conclusiones utilizables en futuros
planteamientos.
Y lo primero que salta a la vista del actual teatro de SF es que casi no es. A la hora de
recopilar material para este nú mero, y a pesar de haber consultado a varios aficionados y
cuasi-profesionales, nos hemos encontrado prá cticamente con las manos vacías, y las
escasas obritas que hemos logrado reunir acusan un mismo síndrome: la inmadurez.
Una inmadurez cultural, consecuencia directa de la tradicional segregació n entre
ciencia y literatura, que hace que los pocos escritores que toman conciencia de la
abrumadora realidad tecnoló gica de nuestros días carezcan de la formació n bá sica
imprescindible para afrontarla e interpretarla satisfactoriamente. Muchos literatos
reaccionan ante la tecnología avanzada como los salvajes ante un aparato de radio: con
ingenuo estupor o terror supersticioso.
Volvemos a lo de siempre: la ciencia ficció n —ú nico humanismo que engloba e
interpreta lo tecnoló gico y lo científico como factores sociohistó ricos— es considerada
como «una cosa aparte» que algunos «intelectuales» descubren tardíamente y otros nunca.
A los que nos hemos adentrado un poco en la ciencia ficció n, las obras de los «recién
llegados» nos causan una inevitable impresió n de ingenuismo, y esto es lo que ocurre con la
mayoría de las piezas que hemos leído o presenciado: no lograban una verdadera
asimilació n de los recursos de la SF, sino solo un tímido —cuando no torpe— acercamiento
a sus elementos má s tó picos.
Es frecuente, por otra parte, que el autor dramá tico, al encontrarse con una amplia
gama de posibilidades que no domina, se diluya en vagorosos virtuosismos en los que lo
gratuito y lo incoherente se revisten de efectismo.
Como inciso, habría que añ adir que son pocos los autores que no sacrifican la
autenticidad y la eficacia al efectismo, y esta aberració n —que se da en todos los campos—
es má s palpable en las manifestaciones de vanguardia, como el nonato teatro de SF.
Pero hemos dicho que íbamos a analizar valores y defectos del actual teatro de SF, y
hasta ahora nos hemos limitado a los segundos.
Como primer aspecto positivo, hay que señ alar el casi uná nime empleo crítico de los
recursos de la SF por parte de quienes han intentado incorporarla al campo teatral. Es
sintomá tico que en la inmensa mayoría de las obras examinadas intervengan
computadoras o robots como «personajes» clave. Sintomá tico en dos sentidos: a) porque
indica una obvia reacció n contra la progresiva maquinificació n, afrontada como uno de los
fundamentales problemas contemporá neos, y b) porque denota que la captació n del
problema por parte de los autores rara vez va má s allá de la mera constatació n primaria del
conflicto hombre-má quina.
El segundo aspecto positivo —y tal vez el ú ltimo— consiste en haber creado un
necesario y sugestivo precedente, en haber abierto una pequeñ a brecha en el muro de
prejuicios que confina la ciencia ficció n a su «reserva cultural».
Cabe ahora preguntarse por qué los escritores de SF no han abordado casi nunca la
expresió n teatral. Tal vez la principal causa sea que —repitá moslo una vez má s— la SF
sigue siendo un «género maldito», relegado casi exclusivamente a sus publicaciones
específicas y separada de los medios oficiales de difusió n, lo cual dificulta doblemente —
montar una obra de teatro, del tipo que sea, es siempre difícil— su inserció n en el campo
escénico, en su mayor parte institucionalizado. Otra causa —que es má s bien una subcausa
de la anterior— puede ser el que todavía no se haya dado con una estética y una semá ntica
idó neas para la expresió n dramá tica del lenguaje fantacientífico, y en este sentido debe
orientarse fundamentalmente la experimentació n.
La solució n a todo esto probablemente esté en una progresiva colaboració n entre
los grupos de teatro experimental y los especialistas de SF, colaboració n que de hecho ya se
ha iniciado, o al menos esbozado, y que en parte ha permitido la puesta a punto de este
nú mero.
También sería interesante que los escritores dejaran de ser analfabetos, es decir,
que tuvieran conocimientos bá sicos de matemá ticas, física, cibernética, etc., y supieran
incorporarlos de una forma eficaz a sus obras.
Tal vez con todo ello se consiga un teatro —o metateatro, si se quiere— capaz de
inducir la vivencia de lo fantá stico concebido como contrapunto crítico de nuestra
inquietante realidad.
EN ESTA SECCIÓN ESPECIAL DE TEATRO:

RAY BRADBURY — Al inicio de su carrera como escritor, Ray Bradbury debió


abandonar su interés por el teatro, pero al consagrarse en la literatura halló la forma de
volver a su antiguo amor, y en octubre de 1964 el Teatro Coronet de Los Á ngeles
presentaba EL MUNDO DE RAY BRADBURY, un espectá culo compuesto por tres de sus
obras de SF adaptadas a la escena, recibiendo una gran acogida por parte de la crítica, como
demuestra la del diario Los Angeles Times: «Indudablemente, es el acontecimiento teatral
má s emocionante del añ o». Y el porqué de este interés es algo que el mismo Ray explica en
el artículo que hemos reproducido del fanzine TRUMPET.

MIGUEL COBALEDA — Nace en Salamanca en 1944. Cursa Filosofía en Madrid,


Valladolid y Salamanca. En la actualidad es profesor en un centro docente del Estado. De su
afició n por el teatro dice él mismo: «Derivé hacia el teatro a causa de la pasió n que siente
mi mujer por él. Creo que el drama es una labor de muchos, pero sucesiva, no comprendo la
labor de equipo, de modo que escribo teatro segú n me parece y creo que el director lo
puede rehacer segú n le parezca».

CARLO FRABETTI — Nacido en Bolonia (Italia) hace 25 añ os. Ha realizado estudios


de Ciencias Exactas e Ingeniería (inconclusos) en Madrid, en donde reside
provisionalmente por ahora. Ha publicado cuentos de SF y artículos de fondo en casi todos
los diarios de Madrid, y en varias revistas. Actualmente es colaborador fijo de LA
CODORNIZ. Tiene en prensa un libro de SF y otro en preparació n. Segú n sus propias
palabras: «Escribí SODOMÁ QUINA fundamentalmente con el objeto de que los aficionados
a la SF se interesaran por el teatro y viceversa, con la intenció n de favorecer la osmosis
entre esos dos compartimentos estancos que por ahora son la SF y el teatro experimental».

TERESA INGLÉ S—La má s reciente colaboradora de este equipo editorial. No ha


cumplido todavía los veintiú n añ os. Nacida en Barcelona, ciudad en la que cursa estudios en
su Instituto de Arte Dramá tico y en cuyos medios teatrales es bien conocida. Tuvo un día la
feliz idea de que esa «cosa rara» llamada SF podía servir también para hacer teatro, y
decidió preparar un nú mero especial de la revista teatral YORICK dedicado al género, por
lo que se puso en contacto con el equipo ND, con lo que nació la idea de este nú mero.
Feminista convencida, sedujo a uno de los componentes de nuestra redacció n para exponer
sus teorías a través de una obra de teatro, que aquí incluimos.

LUCIANO — La má s antigua biografía que de él se conoce, de una enciclopedia del


Siglo X, dice: «Luciano de Samosata, también conocido como Luciano el Blasfemo o el
Maldiciente o, má s correctamente, el Ateo, por sus diá logos en los que hasta bromea con la
religió n. Nació en algú n lugar por los tiempos de Trajano. Practicó durante algú n tiempo la
abogacía en Antioquía, pero lo hizo tan mal que pasó a dedicarse a la literatura, y escribió
un montó n de obras».
ALBERTO MIRALLES — Nació en 1940 en Elche. En 1966 finaliza sus estudios de
Arte Dramá tico. Es nombrado profesor del Instituto del Teatro de Barcelona. Interviene en
la fundació n del Grupo Cá taro y llega a ser su director. Participa, como ayudante de
direcció n de Adolfo Marsillach, en el montaje de la obra MARAT-SADE. Tiene diversos
premios literarios y teatrales, entre los que se cuenta el «Guipú zcoa» por el CATARO-
COLON. Hace teatro «por ser tribuna de mayor influencia social que las demá s artes».

MIGUEL PACHECO — Nacido en Barcelona hace 25 añ os. Realizó los estudios de


Peritaje Mercantil y un curso de cine. Actualmente trabaja en una empresa de gran
envergadura sin dejar por ello de dedicarse a su afició n, al teatro. Se inició en éste
adaptando unos guiones que él mismo había escrito, llamados SENSACIONES, al teatro, en
el que tomaron el nombre de RASGOS DE LOCURA, RASGOS INOCUOS, RASGOS, RASGOS,
RASGOS, obra que no llegó a representarse por impedimentos de ú ltima hora. Siguieron
luego otras obras, algunas de las cuales lograron ser llevadas a escena. Escribe teatro
porque lo considera el medio má s adecuado, ya que participan otras mentes en las ideas,
durante el montaje, y las pueden mejorar.

LUIS VIGIL — A los treinta añ os de su nacimiento, sigue viviendo en la misma ciudad


en que el azar có smico le varó : Barcelona, hecho del que en ocasiones se muestra muy poco
satisfecho. Tras coquetear con dos o tres ciencias (recordamos la Química y la Economía)
parece haberse decidido por seguir unos poco convencionales estudios de Sociología.
Empezó su dedicació n a la SF como fanzinista (el primero de Españ a, se apresura a añ adir),
pasando luego como profesional a ANTICIPACIÓ N y ND. La afició n al teatro le viene de una
visita (realizada un fatídico día 13) a esta redacció n de Teresa Inglés, que con su innegable
charme le «vendió » la idea de este nú mero.

© C. Frabetti, L. Vigil y Ediciones Dronte, 1970


Se piensa
La epopeya cósmica de la familia Aznar
La familia Aznar fue el personaje central de una larga epopeya aparecida en las
«novelas de a duro» de la época heroica de la SF en España. Hito importante de la
protohistoria del género, nos habla hoy de ella un aficionado ya de antiguo, que empezó como
muchos otros leyendo la colección Futuro. Licenciado en Ciencias Físicas, periodista y
Graduado Social, ejerce la profesión de meteorólogo en el Centro de Análisis y Predicción de
Madrid. Primero de una serie de trabajos que esperamos publicar, el recuerdo de la familia
Aznar creemos que despertará ecos sentimentales entre los «viejos» aficionados.

Para los protolectores de anticipació n de nuestro país no puede ser desconocida la


figura de Miguel Á ngel Aznar de Soto, contemporá neo del capitá n Rido en los albores de la
década del 50, y formando con él el primer y ú ltimo tandem de héroes del espacio
totalmente ibéricos.
El anó nimo autor oculto bajo el seudó nimo de George H. White, veterano ya de la
colecció n Comandos (colecció n dedicada a temas bélicos) nos lo trajo de la mano en el seno
de la nueva colecció n Luchadores del Espacio que, durante los cuatro primeros nú meros,
pareció íntegramente dedicada a dicho autor y a dicho personaje.
En el primer nú mero de tal colecció n se inició la formidable saga estelar que habría
de llenar treinta y dos novelas, má s otras tres que podríamos llamar «marginales». Aú n
recuerdo la emoció n con que esperá bamos en aquellos lejanos añ os la llegada de la
“novelilla” (cinco pesetas precio venta al pú blico) que nos traería una vez má s las
legendarias aventuras de Miguel Á ngel, Bá rbara Watt, el profesor Steffansson, Richard
Balmer y muchos otros personajes por el estilo (los primeros nú meros de Luchadores del
Espacio tenían la simpá tica costumbre de presentar en su primera pá gina un extractado
“¿Quién es quién?” de los protagonistas).
Los cuatro primeros nú meros no tenían en realidad mucho de original, comenzando
en nuestra época y asombrá ndonos con los viajes a Venus en platillo volante y las
fantá sticas luchas entre los thorbod u hombres grises invasores de dicho planeta y los
saissais de piel azul, refugiados allí desde su natal Luna después de que los negros
habitantes de Marte destruyeran la atmó sfera del satélite con su terrible bomba reactora de
oxígeno, dejá ndola en el lamentable estado en que luego la
encontraría Neil Armstrong.
 
La primera novela de la magna serie.
Y sin embargo, la verdadera epopeya espacial comenzaría en el quinto episodio,
sexto de la colecció n Luchadores del Espacio. Transportados a velocidades superiores a la
de la luz (sic) por un planetillo errante poblado por robots hostiles, los aventureros del
espacio se encuentran a su regreso a la Tierra con que han transcurrido allí varios cientos
de añ os (¡oh manes de Einstein!), creá ndose una nueva y avanzadísima civilizació n. Allí es
donde George H. White se desencadena, informá ndonos tanto de las características de la
misma como de toda la historia que la une a nuestro tiempo actual.
Se ha abolido la propiedad privada y los hombres, fuera de un Servicio de Trabajo
similar al Servicio Militar, pueden pasarse la vida holgando o dedicados al arte, a la ciencia
y al deporte. Tal es la prosperidad que cualquiera puede ir a un almacén y llevarse lo que
estime necesario sin pagar un céntimo, dó lar o crédito interestelar; pues el dinero ha sido
abolido. Se exceptú an de tal esquema los automó viles (o helicó pteros), para el uso de los
cuales cada ciudadano recibe un talonario de bonos utilizables en cualquier vehículo que
desee. La vida humana alcanza los trescientos añ os. Las moscas, mosquitos y demá s
insectos molestos han seguido el camino de la propiedad privada, y el dinero ha
desaparecido totalmente.
¿Comunismo? Cristianismo, responde la linda coronela americana Miss Ina Peattie,
dá ndonos una lecció n. Los aventureros de nuestro siglo no dejan de asombrarse ante el
nuevo mundo cristiano de gentes sanas y felices, donde las ciudades subterrá neas han
dejado la superficie del mundo de nuevo en manos de la Naturaleza.
¡No hay rosas sin espinas! Desdichadamente, tampoco ahora Miguel Á ngel Aznar de
Soto encontrará la paz. El mundo está dividido en cuatro grandes naciones, los Estados
Unidos, la Federació n Ibérica, la Unió n Africana y el Imperio Asiá tico. Y desde éste ú ltimo el
perverso Tarjá s-Khan, ajeno por completo a la civilizació n arriba descrita, trata de
conquistar el mundo. ¡El peligro amarillo acecha!
 

Los thorbod, enemigos irreductibles de la raza humana.


La misma coronela americana Miss Ina Peattie relata a nuestros héroes la serie de
guerras habidas desde su partida (hay incluso una guerra hispanonorteamericana que, a
diferencia de la de 1898, acaba en tablas). Extendidas al espacio, los asiá ticos han
expulsado en ellas a los occidentales de Venus, esclavizando una vez má s a los pobres
saissais, y también han acabado con el dominio U.S.A. sobre Marte, refugio de los perversos
thorbods, ahora independientes. Estalla la guerra, y los invencibles aparatos traídos por
Miguel Á ngel del planetillo Ragol deciden la contienda a favor del bloque occidental. No
pueden sin embargo hacer lo mismo con la nueva guerra desencadenada por los thorbod
que, tras hacer una escabechina de terrícolas y venusinos, conquistan todo el Sistema Solar
y expulsan a Miguel Á ngel y los suyos, en unió n de algunos miles de españ oles, hacia un
nuevo mundo que poblar dentro de la infinitud de la Galaxia.
 

Unos seres con un metabolismo distinto: los hombres de silicio.


Asombrémonos de nuevo ahora con un incesante ir y venir de estos prometeos del
espacio, cuya enumeració n sería cansada. Les vemos llegar a Redenció n y combatir allí con
los hombres de silicio, mientras llevan los beneficios de su civilizació n a la humanidad de
aquel planeta. Vueltos de nuevo a nuestro sistema, derrotan a los thorbod, pero son de
nuevo expulsados por los Nahumitas, que envenenan radioactivamente las atmó sferas de
los planetas solares. Viene, van, tornan a regresar. El gigantesco planeta errante Valera se
convierte en un có smico Quijote en el que los descendientes del primer Miguel Á ngel Aznar,
muerto entretanto a avanzada edad, recorren el Universo “desfaciendo entuertos”, tan só lo
para que su labor sea deshecha una vez alejado del lugar de su actuació n, debiendo
empezar de nuevo en su pró xima visita. En un ambiente de batallas espaciales en
intervenció n de millones de astronaves, destrucció n de mundos, extinció n de soles y
matanzas innumerables, sigue la acció n hasta el fin, cuando, paradó jicamente rechazados
por todas las civilizaciones que ayudaron a crear, los habitantes de Valera izan bandera
negra y se apartan de la civilizació n galá ctica deformada y corrompida, interná ndose en el
espacio desconocido en busca de nuevas aventuras, sin que hasta la fecha se haya vuelto a
saber de ellos.
¿Podemos hacer un comentario acerca de esta epopeya espacial? Vaya una serie de
ellos.
En primer lugar, George H. White sigue siendo un autor de novelas bélicas. Casi
todas las aventuras de sus héroes son de tipo guerrero, ya sea en plan comando o guerrilla,
ya en plan de apocalíptica batalla espacial o robó tica (GUERRA DE AUTÓ MATAS, en el nú mero 17
de la colecció n, presenta un convincente relato de esta ú ltima). Apenas si aparecen en la
obra los clá sicos animales monstruosos del espacio, pues todos los enemigos son de la clase
inteligente, creadores de civilizaciones siniestras y tripulantes de astronaves de guerra.
Contra ellos, los protagonistas van empleando diferentes descubrimientos
científicos, ideados por ellos o robados a otras razas. Destacan el rayo Z desintegrador de
metales, las corazas dedona protectoras contra el anterior, el miniaturizador de torpedos
nucleares, el rayo de luz só lida... Sin embargo, por extrañ o que parezca, las flotas espaciales
de George H. White no han logrado descubrir y aplicar la sencillísima teoría del
hiperespacio y siguen tardando cientos de añ os en sus viajes estelares, aú n cuando la
bondadosa teoría de Einstein proteja a los tripulantes del envejecimiento.
El autor tiene ideas propias acerca de los Imperios. Todos sus malvados pertenecen
a estados de tal clase regidos por estú pidos y tirá nicos emperadores dignos émulos del
perverso Ming enemigo de Flash Gordon. Luchan los Aznares contra el asiá tico Tarjá s-
Khan, el Gran Hotep de los thorbod, el emperador nahumita “señ or de cielos y planetas”...
Incluso los terrá queos descarriados asumen esta forma de gobierno y los aventureros de
Valera deben también aniquilar al “Emperador del Sol” de la rebelde familia Balmer, que
sometió a su poder el Sistema Solar entre visita y visita del errante planeta de los Aznar, y
también al maligno Josafat Aznar, creador del imperio de Solima y mantenedor de una
curiosa inmortalidad mediante sucesivos transplantes de cerebro (idea que todavía no se le
ha ocurrido al Dr. Barnard). Los héroes de White, si bien altruistas civilizadores de las
humanidades del espacio, se muestran en ocasiones implacables con las razas no humanas
que se muestran irremisiblemente hostiles. Los hombres de silicio, habitantes del interior
del planeta Redenció n e impenitentes antropó fagos pese a su naturaleza cristalina, son
borrados del censo de razas galá cticas mediante la transformació n de su sol interno en otro
mortífero para ellos. Claro que el mismo tratamiento es administrado al propio Sol de la
Tierra por una nueva raza errante, los hombres de titanio, que son a su vez exterminados
por los vengativos hombres de carbono, esto es, nuestra propia y doliente humanidad
terrícola.
Tampoco se muestra el autor especialmente tierno con sus propios héroes, pocos de
los cuales mueren en la cama. El primer Miguel Á ngel Aznar, tras perder a su esposa
Bá rbara Watt en un accidente, acaba por perecer él mismo entre las garras de un
gigantesco escorpió n de silicio en el planeta Redenció n. Otro Miguel Á ngel, lejano
descendiente suyo, une en su vida las má s deslumbrantes hazañ as con los peores golpes
privados y familiares. Muertos sus padres y abuelos en una revuelta y su novia en un
sacrificio ritual, es abandonado por su primera esposa, una princesa nahumita que al
parecer se casó con él solo por su cargo, ve luego morir a su segunda mujer en un atentado,
y finalmente muere atrozmente al ser trasplantado su cerebro al cuerpo de un gorila por
obra y gracia de su propia hija. ¡Triste destino para un creador de imperios có smicos!
¡Cruel divinidad resulta ser nuestro amigo George H. White en ocasiones para sus criaturas!
 

Pero el bien acaba triunfando


Para acabar con esta evocació n, es preciso mencionar el hecho de que los personajes
de White han merecido el honor (¿discutible?) de pasar al comic en una serie de tebeos en
los que se mezcla alegremente esta serie con otra del mismo autor y misma colecció n, en
que refiere una epopeya distinta relativa a la conquista de Venus “a lo Herná n Cortés” por
otro grupo de personajes completamente independientes de los anteriores, pero a los que
los creadores del tebeo dan la personalidad de Miguel Á ngel Aznar y sus camaradas
espaciales.
Nuevos dioses y héroes se mueven ahora entre las galaxias de la ciencia ficció n
españ ola y mundial y han desaparecido la pequeñ a Luchadores del Espacio (cinco pesetas
precio venta al pú blico) y hermanas contemporá neas, junto con el nombre de George H.
White, de los anales del género. Pero quizá a algunos antiguos aficionados se nos pueda
permitir una ligera nostalgia y un no confesado deseo de que algú n día, en novela o comic,
el fabuloso autoplaneta Valera retorne de los espacios siderales con los nuevos retoñ os de
la familia Aznar para asombrarnos con nuevas y fabulosas hazañ as del hoy casi olvidado
space-opera españ ol, del que estos personajes fueron indudables precursores.

Carlos Sá iz CIDONCHA

Nú meros de la Colecció n Luchadores del Espacio que hacen referencia al ciclo:

1 LOS HOMBRES DE VENUS


2 EL PLANETA MISTERIOSO
3 LA CIUDAD CONGELADA
4 CEREBROS ELECTRÓ NICOS
6 LA HORDA AMARILLA
7 POLICÍA SIDERAL
11 LA ABOMINABLE BESTIA GRIS
12 LA CONQUISTA DE UN IMPERIO
13 EL REINO DE LAS TINIEBLAS
14 DOS MUNDOS FRENTE A FRENTE
15 SALIDA HACIA LA TIERRA
16 VENIMOS A DESTRUIR EL MUNDO
17 GUERRA DE AUTÓ MATAS
23 REDENCIÓ N NO CONTESTA
24 MANDO SINIESTRO
25 DIVISIÓ N EQUIS
33 INVASIÓ N NAHUMITA
34 MARES TENEBROSOS
35 CONTRA EL IMPERIO DE NAHUM
36 LA GUERRA VERDE
44 MOTÍN EN VALERA
45 EL ENIGMA DE LOS HOMBRES-PLANTA
46 EL AZOTE DE LA HUMANIDAD
57 EL COLOSO EN REBELDÍA
58 LA BESTIA CAPITULA
93 ¡LUZ SÓ LIDA!
94 HOMBRES DE TITANIO
96 ¡HA MUERTO EL SOL!
97 EXILIADOS DE LA TIERRA
98 EL IMPERIO MILENARIO
120 REGRESO A LA PATRIA
121 LUCHA A MUERTE
Nú meros de la colecció n relacionados, ligeramente, con el ciclo:

9 RUMBO A LO DESCONOCIDO
26 ROBINSONES CÓ SMICOS
27 MUERTE EN LA ESTRATOSFERA

Son pues treinta y dos títulos del Ciclo, y tres agregados. George H. White,
seudó nimo de un desconocido autor españ ol, ha publicado también otros dos ciclos: el de
Venus (nú meros 71, 72 y 73) y el de Kuma (nú meros 60, 61, 64, 65 y 66) ademá s de cuatro
novelas independientes (nú meros 56, 69, 81 y 85) en la citada colecció n Luchadores del
Espacio.
Defensa del arte cruel
La ciencia ficción no es la única temática tratada en nuestra revista, en la que hemos
procurado siempre dar una visión de esas literaturas y artes paralelos tan inextricablemente
ligados con los temas de nuestro género. El arte —y la literatura— de la crueldad rozan a
menudo los campos fantásticos en que nos movemos. Por ello, creemos interesante reproducir
aquí este artículo de la revista Cuadernos Hispanoamericanos, n.° 241, editada por el
Instituto de Cultura Hispánica, en la que el autor de este artículo —Premio de Poesía Casa de
las Américas, de La Habana— es Jefe de Redacción.

Si mi memoria no se ha transformado definitivamente en un bufó n, entonces, con


toda certidumbre, fue Michel de Ghelderode quien opinó sañ udamente que el secreto del
arte reside en la crueldad. Si la idea del progreso, el talento de Robbe-Grillet, la buena
disposició n de las delegaciones en las conversaciones sobre desarme, la filosofía de Buda, el
Baudelaire de Sartre y todos los penaltys de la historia, son discutibles, también lo es esa
frase cruel que un incisivo dramaturgo belga cinceló un día, acaso con una sonrisa
implacable como una suma. Discutible pero no totalmente falsa. Disponemos de obras de
arte (por ejemplo, los libros de Antonio Machado) donde la crueldad es tan invisible como
el bienestar de un ahorcado. Sin embargo, para comprobar que la crueldad amamanta
numerosas obras de arte, no es necesario recurrir al marqués de Sade: disfrutamos de
sá dicos má s econó micos y con mayor habilidad para filtrarse por la censura argentina,
ú nico país de lengua castellana editor y a la vez incendiario del má s bello libro de Henry
Miller. Lo discutible es ú nicamente el conferir a la crueldad, en funció n de obra de arte,
naturaleza de categoría; al menos, de categoría ú nica: en arte, es igualmente ú til la tristeza.
Ghelderode sería entonces, en esa frase lapidaria, ademá s de un teó rico complicado y
sombrío, un esquemá tico. Pero hay desde luego ocasiones en que el planteamiento de un
tema dentro de un contexto artístico se enriquece con el uso presente o previo de la
crueldad. Cabe pensar que las puñ aladas satíricas de Quevedo nos resultasen indiferentes
si su escritura no estuviese asentada sobre una descomunal ambició n literaria y política
para la que el adjetivo “inmoral” resulta un eufemismo de señ orita de compañ ía (en Pasión
y muerte del conde de Villamediana, penetrante rastreo histó rico de Luis Rosales
recientemente publicado, el lector puede hallar, en frase de Rosales, la pá gina má s vil de la
literatura en castellano. Esa pá gina es de Quevedo. Sirvió para ensuciar la memoria de
Villamediana. Hoy sirve para ensuciar la suya). Cabe pensar que algunos magníficos textos
de Baudelaire, si éste no hubiese odiado a su padrastro, no contendrían má s temblor
artístico que una receta de cocina. Cabe pensar que la bibliografía agotadora en torno al
nebuloso Shakespeare sería menos desaforada si aquel enigmá tico rentista no hubiera
abandonado a su mujer y a sus dos hijos a los veintinueve añ os de edad —una edad, tal vez,
apropiada para la huida, añ o má s, añ o menos—; acaso aquella crueldad le impulsó , mucho
tiempo después, a través de las misteriosas operaciones de la conciencia, a desarrollar el
cará cter de Macbeth, Yago, Shylock y tantos otros memorables y complejos canallas cuya
sorprendente concepció n del mundo ha enriquecido la concepció n del mundo de unos
centenares de generaciones á vidas de saberlo todo —ú nica forma de sed de saber
respetablemente concebible—. Y acaso el marqués de Sade, honrado con tanta persecució n
y tanta amenaza, no hubiera dejado un tan notable testimonio de los desenfrenos de la
razó n en su curiosa relació n con el placer si no se hubiera atrevido a ser, en efecto, y como
respuesta a una sociedad entre demoníaca y exasperada, un desesperante endemoniado.
Sin crueldad, tal vez Dante sería un chismoso imaginativo; Esquilo, un retó rico ampuloso;
Kafka, un mero funcionario de la angustia; Dostoiewsky, un endeble místico de la piedad o
un apologista de la resignació n; Baudelaire, una víctima del complejo de Edipo y de la
sífilis; Rimbaud, un malcriado. Bienaventurados los artistas que pueden prescindir de la
crueldad como instrumento para la elaboració n de su obra. Es cierto que son y han sido
numerosos. Es cierto también que la realidad no tiene un solo rostro. El mundo del arte,
tampoco.
 

El marqués de Sade, uno de los «grandes» de la crueldad.


El mundo del arte debe tanto al Goya oscuro como al Chagal angélico. El mundo del
arte debe tanto al Poe tenebroso como al sereno don Jorge Manrique. En arte, las criaturas
con vocació n de perfecció n, o de serenidad, o de víctima, se van entrecruzando con las que
eligieron la crueldad, el azote o el salivazo. Siglo a siglo se configura un fresco en donde
conviven los sacrificados y los verdugos, los equilibrados y los paranoicos, los escrupulosos
y los degenerados, los sonrientes y los intolerables. Es una de las razones con las que se
puede defender la vieja idea de que el arte es un reflejo dialéctico de la vida. Ambiciosos y
presumiblemente exquisitos teó ricos proponen que la realidad sea tomada como un reflejo
de la literatura: no hay que ir tan lejos, pero tampoco conviene mitificar a la realidad, sino
modificarla; por lo menos, desenmascararla. He aquí entonces como un cínico, un déspota,
un asesino, concebidos dentro de una obra de arte, y en ocasiones sosteniéndola casi por
entero, forman parte legítima del todo en que se nutren y contra el cual les place
descargarse. Toda conciencia repugnante y toda situació n agresiva que emergen de entre el
contexto de una obra de arte resultan ser un testimonio y, por cuanto desmontan una capa
de la cebolla horrible de la realidad, un ademá n al que habría que llamar ético, a falta de
adjetivo má s favorable. En un libro, un personaje que se parezca a un bicho no es nunca —
si su bicheidad está bien expresada— menos que un boceto del universo, o de una de sus
partes má s tumefactas. ¿O vamos a aterrorizarnos ante la literatura de vampiros, nosotros,
que podemos nombrar a nuestro siglo con nombres como Auschwitz, Hiroshima, Vietnam
y, má s mó dicamente, Budapest, Santo Domingo, Praga...? Sin duda, no falta en este mundo
un inquisidor en ejercicio que llamaría salvajes a las reflexiones de Ivá n Karamazov: pues
nuestro mundo es ancho y vario y todo cabe en él, excepto la sorpresa. Pero podemos
prescindir de la opinió n de ese tipo de lector, no sin advertir que en ella existe menos
gazmoñ ería que impertinente astucia: astucia con la que pretende descargar su propia
monstruosidad sobre Ivá n. Un Ivá n que, cuando abofetea el cadá ver colgado de una viga de
su hermano Smerdiacov, merece algo má s que una repulsa o un aplauso: está pidiendo,
quizá suplicando, una reflexió n. Qué gran capacidad para mostrarnos el ajetreo de nuestra
reflexió n tiene el arte cruel. Qué fá cilmente se comprende que la crueldad del arte es a la
vez un reflejo y una agresió n de y contra la crueldad universal. Qué bien se advierte que
una charca es peligrosa porque su lodo fue convocando a las avispas. El arte cruel dispone,
por lo pronto, de buen oído y lengua lú cida. Antonin Artaud, víctima de las dos guerras
mundiales (o de las dos representaciones má s perfectas de una eterna guerra mundial que
se enfría a veces pero jamá s se apaga), y padre, o por lo menos primogénito, del teatro de la
crueldad, no es ni un loco ni un má rtir, ni mucho menos un exagerado: es un lú cido. En arte,
la crueldad no es un capricho ni una deformació n: es una respuesta.
 

El arte cruel, una constante de todos los tiempos.


Qué bien responden casi todos los films de Buñ uel, “el sordo de Lepanto”, como ha
acertado a definir algú n afortunado bautista. Cuando en el Diario de una camarera muestra
la avaricia econó mica y eró tica de varias conciencias de una zona rural, có mo nos obliga
este aragonés a desmitificar esa poesía insufrible que, a falta de otra crueldad má s decente,
comete la de una fatigosa mitificació n moral del campesino; y có mo, paralelamente, nos
obliga a buscar las causas de ese desenfreno moral: y he aquí que la crueldad de esos
personajes —la avaricia de realidad de este artista— nos impone un ú til ejercicio: el de la
creació n de una moral que no consienta el desarrollo de la crueldad. Deducció n: también
los caminos de las imá genes de la crueldad son inescrutables. Hay otro portentoso cruel:
Juan Carlos Onetti. Imposible —para mí, aquí y ahora— el atrevimiento de llevar a cabo un
estudio mediante el cual se muestre la voluminosa cantidad de reflexió n que concita toda la
crueldad recogida en y devuelta por sus libros. Imposible —para mí, aquí y ahora—
renunciar a definir El infierno tan temido como uno de los relatos má s grandes de la historia
de la literatura. En otra ocasió n he mencionado ese relato en el que una mujer va enviando,
con una frecuencia progresiva ferozmente meticulosa, fotografías a su ex marido: en esas
fotografías no só lo aparece desnuda, sino también acompañ ada por otros hombres y en
posiciones o actitudes cada vez má s vertiginosas, vengativas y destructoras. Vengativas,
pues se trata de una venganza: hace tiempo, ella amó unas horas a otro hombre; tras
contá rselo a su marido, éste le exigió que volviera a narrarlo, pero esta vez desnuda,
mientras él la mira silencioso, condenando a ella y a todas las mujeres del mundo con su
aterradora impavidez. Venganza por venganza. Ahora, ella se propone destruir al
corresponsable de su destrucció n: la ú ltima fotografía —ú ltima porque el ex marido decide,
al suicidarse, no tolerar, tal vez no provocar, la siguiente—, llega dentro de un sobre en el
que brama la direcció n del colegio en que estudia la hija de ese hombre: es esa niñ a quien
abre ese envío. Y, geoló gicamente, sobreviene la destrucció n. Onetti nunca nos ha contado
có mo se desmenuzó má s tarde esa mujer enloquecida por la humillació n y la venganza:
desea que lo deduzcamos nosotros. Y que deduzcamos algo má s: una falta concreta de
misericordia puede desencadenar un terremoto. O también: mientras me niego a
comprender, estoy rompiendo el mundo. Aquí, la crueldad sirve a una maravillosa pará bola
moral.
No, por supuesto: estas líneas no pretenden estimular la crueldad en el arte, ni
siquiera justificarla. ¿Qué derecho tendría yo a ejercer el paternalismo de una justificació n?
Pero también, ¿qué derecho tiene nadie a condenar el arte cruel? Menos derecho aú n tienen
aquellos que codifican sus repulsas y las ponen en funcionamiento por medio de la fuerza.
Cuando los funcionarios soviéticos condenan a Kafka mientras dejan caer sus obuses en
Budapest o se niegan a permitir la traducció n de las obras de Genet mientras ocupan el país
checo, ¿vamos a acompañ arlos en la repulsa de esos dos artistas? ¿Por qué? Cuando los
funcionarios yanquis prohíben la difusió n de los libros de Henry Miller y má s tarde arrojan
napalm y bombas de fragmentació n contra unos adversarios má s socorridos de coraje que
de armas exó ticas, ¿vamos a escupir a los ojos de ese novelista al que le disgusta no hacer el
amor? Seamos un poco má s coherentes. Hay una honda correspondencia entre la virulencia
de las artes y la esquizofrenia de la realidad. Quizá la prueba de que el mundo jamá s ha sido
merecedor de un alto elogio esté en esa voluminosa herencia de arte cruel que siglo tras
siglo ha motivado y concitado. Se ha dicho que el artista es la parte má s acusadora de la
conciencia de una época. Quizá debería decirse el artista cruel. Si es cierto que la crueldad
no es otra cosa que una agresiva variante del miedo, ¿por qué no admitir de una vez que es
en las causas que motivan el miedo donde se encuentra la suprema agresió n? En una época
en la que leer la Prensa, con cierta sensibilidad, presupone una pesadilla, en una época
sucia de amenaza ató mica, de concretas guerras y de insensato orgullo armado, en una
época en que los pactos internacionales parecen firmarse con el exclusivo propó sito de
incumplirlos en cada una de sus clá usulas, en una época tan exasperada y tan cínica, el
Living Theatre, el resurgimiento del pavor expresivo de Artaud, la pintura de la
descomposició n de las figuras y aun de las formas, la literatura de la agonía (enhorabuena
esta vez a los académicos suecos por el reconocimiento de Becket), y la mú sica enervante,
agresiva y gimiente, sin destino ni tradició n, no son só lo fenó menos artísticos: son
fenó menos verdaderamente sociales. Cada artista tiene la desazó n de alcanzar a ser un
Bosco, un Sade, un Goya de la época negra. Los poseedores de una pituitaria delicada
pueden procurar creer que Poe, Lovecraft, Stevenson son escritores del pasado,
susceptibles de ser amortajados en ediciones de cantos de oro. A mi modesto y reverente
parecer, se equivocan o lo pretenden. La reactualizació n de la literatura de terror,
fenó meno literario —social— al que nuestro momento asiste, no es casual. Vivimos —qué
eufemismo— un tiempo abominable. Pero no desaparecerá en el futuro sin su corrosivo
epitafio.

FÉ LIX GRANDE
Precisiones sobre el libro «Los Mitos de
Cthulhu»
En un número reciente de nuestra revista (n.° 13), se publicaba un artículo de Rafael
Conte sobre el libro de Alianza Editorial Los mitos de Cthulhu, antes aparecido en el diario
Informaciones, de Madrid. Ahora, el realizador de la comentada obra, nos envía algunas
precisiones sobre esta, que creemos aclararán ciertos conceptos vertidos acerca de la misma.

Cuando en el diario madrileñ o “Informaciones” se publicó el artículo crítico de


Rafael Conte sobre “Los Mitos de Cthulhu”, estuve tentado de contestarle en el mismo
perió dico, pero luego pensé que no era ése el lugar adecuado para discutir un tema de
literatura fantá stica. Ahora que se publica en ND, he vuelto a sentir la comezó n de
contestar, avivada ademá s por el conocimiento de que esta revista sí es el lugar adecuado
para debatir un tema de este tipo, que afecta al mismo significado de la literatura fantá stica.
En suma: he aquí este artículo.
Creo que Rafael Conte, a pesar de haberse mostrado muy capaz de documentarse
sobre Lovecraft en mi pró logo, no ha sabido, sin embargo, entender importantes sectores
del mismo y estoy persuadido de que, si lo hubiera leído un poco má s detenidamente, no
habría hecho algunas de las afirmaciones que hace.
Empezaré por lo que me parece má s importante. Rafael Conte cita la siguiente frase
mía: “Sabemos que la razó n es mucho má s plá stica, ligera, cambiante y á gil que el
sentimiento y que éste está mucho má s sujeto a la inercia de la memoria. Razó n y memoria
son términos dialécticamente antitéticos, pues la memoria es el residuo físico de lo que
algú n día fue razó n y la razó n no es sino el má s elevado rendimiento de una estructura
espacial que, en definitiva, só lo es memoria. En la memoria han quedado fijados esquemas
emocionales y de comportamiento que, por haber demostrado su utilidad para el individuo
o para la especie, se han automatizado, abandonando, pues, el terreno de la razó n”.
Inmediatamente después de citar esta frase afirma Conte que, “tras esta explicació n
psicologista del mito”, aduzco “una mecá nica aparentemente dialéctica de la negació n del
sentimiento por la razó n, y viceversa, y de la supervivencia de los sentimientos mediante
las formas estéticas” que le resulta “un tanto confusa”.
Pues bien, deseo aclarar que mi explicació n no es psicologista y que, desde luego, no
es una explicació n del mito. Lo que pretendo explicar en esos pá rrafos (y no só lo en esa
frase, que, aislada de su contexto, apenas significa nada) es có mo los contenidos ideo-
afectivos del mito persisten en el cuento fantá stico aunque la razó n, que siempre se halla en
perpetua evolució n, haya negado su validez objetiva. Lo que persiste del mito es su
estructura significativa aú n negada por la razó n porque aquello en que la razó n ya no cree
aú n pervive, inmutable, en un estrato o capa funcional inferior de nuestro aparato mental.
La razó n está siempre abierta a la realidad objetiva, que cada vez va conociendo con
má s detalle y precisió n, y es por ello sumamente á gil, plá stica, ligera y cambiante. Este es el
motivo de que pueda modificar sus opiniones y dejar de creer en lo que creyó . En cambio,
las estructuras afectivas son infinitamente má s persistentes y resisten muy bien los
cambios que se producen en nuestro conocimiento objetivo del mundo. Metafó ricamente
puede decirse que la mente evoluciona por superposició n. Las estructuras superadas
(superadas porque, mediante la praxis, el hombre ha descubierto un modo má s eficaz de
interpretar la realidad) quedan inhibidas por las nuevas estructuras que se van formando.
Pero, en virtud de la gran carga emocional que las caracteriza, exigen expresió n. Esta
expresió n les está vedada en un plano objetivo, pues precisamente ya se sabe que
objetivamente son erró neas, pero pueden —y deben— resurgir como arte, es decir, como
simple juego subjetivo, como ficció n sabida ficticia. En una palabra, como arte. Este es el
mismo mecanismo por el cual, a juicio de Freud, el chiste expresa y alivia un conflicto
reprimido por el ego consciente.
De lo que se trata, pues, en la literatura fantá stica, es de liberar ese estrato inferior
—esas estructuras ideo-afectivas arcaicas pero vivas— que está reprimido y que, no
obstante, exige satisfacció n.
¿Por qué está reprimido? Porque, ademá s de existir represiones sociales contra todo
aquello que ya no es socialmente eficaz, hay también inhibiciones bioló gicas individuales.
En neurofisiología se sabe que los estratos funcionales filo y ontogenéticamente má s
modernos inhiben a los má s antiguos. ¿Por qué exigen éstos satisfacció n? Porque, como
dije, se hallan vinculados a niveles mnésticos del aparato mental y la esencia de la memoria
es precisamente perdurar. La memoria profunda —la estructura ideo-afectiva antigua—
ignora el cambio de la razó n y sigue deseando y temiendo, tan irracionalmente como pueda
hacerlo un computador, de acuerdo con los deseos y temores que conserva grabados,
programados podríamos decir, en su propia estructura física.
¿Es esto psicologismo? No lo creo. No debemos olvidar que psique y vida son
conceptos coextensivos y que ambos se hallan al final y al principio —y en todos los
escalones intermedios— de cualquier proceso vital, por muy condicionado que esté
socialmente. Por una parte la sociedad actú a sobre nosotros a través de nuestra conciencia.
Y, por otra, la sociedad se cimenta toda en axiomas bioló gicos: la necesidad de sobrevivir y
la necesidad de reproducirse y, secundariamente, las de reponerse de la fatiga, satisfacer
los deseos, etc. El señ alar una constante psicobioló gica de todo ser vivo no es caer en el
psicologismo sino poner de manifiesto una realidad.
Muy en relació n con todo lo que antecede está la afirmació n de Conte de que la
literatura de terror es un género amenazado. Opino todo lo contrario, y el auge cada vez
mayor de las literaturas fantá sticas en todo el mundo corrobora esta opinió n. Cuando má s
se conozca el mundo exterior, má s se reprimirá n complejos ideo-afectivos que hoy acepta
todo el mundo como verdad. Y estos complejos o estructuras se expresará n fatalmente, por
tanto, cada vez má s en forma de arte. Y especialmente de arte fantá stico porque lo
fantá stico es lo numinoso —es decir, lo sagrado, lo terrible, lo pavoroso, lo sobrenatural—
cuando ya no se cree en la realidad objetiva. Cuanto menos se crea en ella —y tal es la
tendencia que se pone de manifiesto en la historia de la humanidad— má s se expresará lo
numinoso en pura forma de arte, de solaz, de juego, de ficció n sabida pero no obstante
satisfactoria y aceptable, por tanto, como tal ficció n (y só lo como ficció n).
Dice Louis Vax que el cuento de miedo es hijo de la incredulidad. En efecto, el
nacimiento de la novela de terror se sitú a, y no por azar, inmediatamente a continuació n
del enciclopedismo y la ilustració n. Y es que solo se pudo empezar a divertir la gente con la
emoció n que le provocaba el retorno nocturno de los muertos cuando empezaron a
sentirse có modamente parapetados tras su convicció n de que en realidad los muertos no
iban a retornar. En el siglo XVIII, Madame du Deffand decía que ya no creía en los fantasmas,
pero que estos le daban miedo aú n. En efecto, su razó n rechazaba una idea cuya validez
había sido negada por la experiencia, pero las estructuras ideo-afectivas subyacentes —el
miedo a los muertos— no por ello dejaban de persistir.
En suma: suponer que la literatura fantá stica está amenazada por los avances de la
ciencia es como suponer que el baile esté amenazado por nuestro convencimiento de que
mediante la danza de la lluvia no se consigue que llueva. La danza en sí produce un placer.
Satisface. Libera. No sirve para que llueva pero sí para satisfacer deseos subjetivos. Eso
basta.
 

La obra de Lovecraft sigue siendo actual de forma que constantemente aparecen


nuevas ediciones de sus escritos.
En lo que se refiere a la “mecá nica aparentemente dialéctica” de mi razonamiento, a
mí me parece que este se ajusta perfectamente a las normas de la dialéctica má s genuina.
En mi opinió n, hacer ver có mo la creencia se transforma en su opuesto el arte a través de su
negació n por la ciencia y de su inmediata negació n de la ciencia y có mo, no obstante, se
conserva el nú cleo central ideo-afectivo comú n a ambos opuestos, es señ alar un proceso
dialéctico real. Precisamente lo esencial de la dialéctica es estudiar un proceso íntimamente
contradictorio que consiste en la transformació n de un objeto, ser vivo o idea en su opuesto
y, a la vez, en su conservació n. El que este proceso parezca confuso a Rafael Conte es otra
historia, como decía Kipling.
Otro punto —el ú ltimo— que deseo rebatir es el del maniqueismo de Lovecraft, que
para Conte es evidente. Desde luego, es evidente que en los Mitos de Cthulhu hay elementos
maniqueos; pero, como decía en el pró logo —que Conte debería haber leído má s
atentamente antes de hacer afirmaciones gratuitas—, ese maniqueísmo fue introducido en
los Mitos por August Derleth y no por Lovecraft. De las fuerzas del Bien —los Dioses
Arquetípicos y no los Primordiales, como dice Conte— se habla en los Mitos por primera
vez en el cuento “The lair of the star-spawn”, de August Derleth y Mark Schorer, publicado
en el nú mero de agosto de 1932 de la revista “Weird Tales”. La eterna lucha ultraespacial y
transtemporal de las fuerzas del Bien contra las del Mal fue después desarrollada casi
exclusivamente por el propio Derleth, circunstancia que no han dejado de señ alar
numerosos exégetas y glosadores de los Mitos de Cthulhu. Me gustaría que Rafael Conte me
indicara un solo cuento de Lovecraft —no de Lovecraft & Derleth, que han sido
íntegramente escritos por este ú ltimo sobre temas esbozados por aquel, sino de Lovecraft
— donde se hablara de luchas entre el Bien y el Mal y de divinidades benévolas y —si se me
permite— prohumanas. Creo que no hay ninguno. Lo que describió Lovecraft fueron
potencias arcaicas, regresivas que acechaban al hombre para destruir su reinado en la
Tierra. Pero el pobre era tan pesimista que jamá s se le ocurrió imaginar potencias
protectoras.
Por ú ltimo, deseo señ alar dos críticas que se pueden hacer al libro “Los Mitos de
Cthulhu” pero que nadie ha hecho. La primera es que “Los Perros de Tíndalos”, el
extraordinario relato de Frank Belknap Long, ha sido traducido de una versió n condensada.
He descubierto la metedura de pata al caer en mis manos otra versió n de este cuento, que
resultó ser la completa. Para la segunda edició n de “Los Mitos de Cthulhu”, que ya está en
preparació n, he subsanado esta deficiencia, substituyendo la versió n abreviada por la
auténtica. La otra crítica es que en mi antología no figura un cuento tan representativo
como “The coming of the white worm” de Clark Ashton Smith. Pues bien, no figura porque
no he podido hacerme con él. Y aprovecho esta ocasió n para hacer un llamamiento a los
lectores de ND: si alguno tiene ese cuento, que me lo venda, que me lo preste, que me
mande fotocopias. Yo me comprometo a traducirlo rá pidamente y a ceder encantado la
traducció n para que se publique en ND.

RAFAEL LLOPIS
¿Hacia un comic de terror a lo europeo?
Paralelamente al fandom de la SF han ido surgiendo, en todos los países, grupos de
aficionados al comic, que en muchos casos estaban íntimamente relacionados con el antes
citado. En nuestro país también se ha dado este caso, originando la aparición de numerosos
fans y hasta de una revista especializada: Bang! De uno de estos aficionados, nuestro buen
amigo Joaquín Alberich, publicamos hoy las impresiones de un viaje a Italia, meca actual del
fan del comic europeo.

¡Horror! ¡Terror! No, no son las típicas exclamaciones de los no menos típicos
personajes del Pulgarcito de la posguerra, sino títulos de publicaciones grá ficas de terror
aparecidas en los ú ltimos meses en Italia.
Italia, que es el país de las olas (y no lo decimos por los kiló metros de su costa), tiene
la virtud o el defecto de saturar en unos meses un mercado inédito al inicio de la primavera.
Cuando un género, sea cinematográ fico, literario o grá fico, se pone de moda, en un dos por
tres, es una verdadera invasió n de este estilo lo que ocupa las pantallas, librerías o quioscos
del país y esto a todos los niveles de calidad. ¿Quién no recuerda los “peplums”, o má s
recientemente los “spaghetti-western”, o las series de agentes? ¿Quiénes han sido los
primeros productores masivos de fotonovelas? ¿Quiénes los revitalizadores del comic
europeo a nivel de bolsillo popular?
Ahora ha sonado la hora del terror y no es que estemos a medianoche: es a plena luz
del día que se está produciendo esta invasió n de las “edicole” italianas. Invasió n galopante
si se tiene en cuenta que la má s veterana de las publicaciones cuenta escasamente con un
añ o de vida y la mayoría unos pocos meses.
¿Prosperará esta corriente? Es difícil de predecir: dentro de unos meses pueden
haber doble nú mero de estas publicaciones o pueden haber desaparecido casi por
completo puesto que los editores italianos, que está n siempre dispuestos a intentarlo todo
y tantear todos los caminos, ló gicamente suspenden la revista o fumetti si en los primeros
nú meros no ven una aceptació n que permita augurar beneficios a corto plazo. El nú mero de
publicaciones que no han pasado de la docena de nú meros es incontable.
Una cosa es cierta: el fenó meno existe, en lo que podríamos llamar etapa de primer
desarrollo y, a juzgar por el empuje inicial, lleva buen camino. Ciertamente no existe en
Italia, ni prá cticamente en Europa, una tradició n de publicaciones grá ficas especializadas,
como es el caso de EE.UU., tanto en el campo cinematográ fico como en el del comic (un
Midi-Minuit Fantastique, aná rquico y esporá dico puede ser la excepció n y la confirmació n
de la regla al mismo tiempo). Pero también es cierto que en los ú ltimos tiempos, han habido
diversas iniciativas aisladas en otros tantos países, que parecen indicar una reapertura del
interés pú blico, o mejor dicho, una reapertura pú blica del interés hacia este campo.
Es suficiente, sin embargo, un repaso superficial a estos primeros vá stagos europeos
para darnos cuenta de las profundas diferencias que existen entre los mismos y los
representantes de la escuela americana.
En EE.UU., a todos los niveles de calidad, el protagonista primero y casi ú nico, es el
monstruo como tal. Abiertamente u oculto entre la gente bajo disfraz, él es el eje sobre el
que gira la acció n en la mayoría de los casos. Tanto en los de mayor calidad como Creepy,
Eerie, Vampirella (de la Warren), como en los menores: Shock, Terror Tales, Tales of Voodo,
y un largo etc., los pará metros se repiten en su esencia bá sica. La mejor ilustració n de lo
dicho la constituyen las pá ginas de publicidad de estas revistas donde se amontonan
ofertas de figuras en plá stico, posters, caretas, gadgets, etc., todo ello “monstruoso” como si
se tratara de ofrecer juguetes a un pú blico infantil, lo cual, en el fondo, responde bastante a
la realidad.
Lo que se está iniciando en Europa, es realmente otra cosa; no tiene prá cticamente
nada que ver con este concepto clá sico-simplista del terror. El que el título de la
publicació n de mayor calidad artística de esta nueva promoció n sea el de Horror no es una
gratuidad, pues no se pretende ocasionar el escalofrío terrorífico por una presencia
monstruosa, sino el horror angustiado de una situació n límite. Esta situació n se consigue
con una amalgama de coordenadas entre las cuales la que se repite con mayor frecuencia es
el erotismo (1). Otras implicaciones que aparecen con una cierta frecuencia y son inéditas
en la escuela U.S.A. son: las religiosas y las histó rico-sociales, y ademá s, naturalmente,
sadismo y violencia, pero no una violencia «carnicera» a lo shocking-comic americano sino
una violencia cerebroide, tortuosa, refinada.
 

(1) La nueva revista Horror


Estamos haciendo estas reflexiones sobre cinco nú meros de la revista mensual
Horror, cuya primera aparició n fue en Diciembre de 1969, que obran en nuestro poder y, en
menor proporció n, sobre el nú mero 1 de Psyco (Abril 1970) que ya intenta seguir los pasos
de una joven predecesora. Este comentario tiene pues el cará cter de provisionalidad que le
da la corta de vida de dichas publicaciones y de aquí el interrogante que enmarca el título.
Hemos hallado lo que podríamos calificar revistas serias, porque en cuanto tocamos
las equivalentes a las Shock y compañ ía: Terror, Jacula, Baby-Satan, Zip (con dos de sus
personajes: Demona y Madame Brutal), etc., entonces la copa se desborda y en un “todo
vale” en continuo crescendo se amontonan los temas que van desde el clá sico escenario de
los pasajeros de la diligencia extraviada que pernoctan en un castillo, hasta una nueva
versió n de Caperucita Roja (2), pasando por una“ Residencia” (3) que envidiaría el propio
Ibá ñ ez Serrador. Si aclaramos que las criaturas de esta residencia-castillo tienen unos
gustos muy especiales y específicos y que esta Caperucita colecciona lobos de dos patas, tal
vez podamos dar una orientació n sobre los temas puesto que, por razones obvias, no
podemos acompañ ar las pruebas grá ficas pertinentes que, en este caso, probarían lo
acertado de la frase de que una imagen vale má s que mil palabras.
 

(2) En este bosque, los lobos llevan las de perder.


Erotismo, sadismo y violencia constituyen el triunvirato que domina por completo
estas series eminentemente populares, casi siempre los dos ú ltimos, subordinados al
primero, y todo ello en dosis saciantes. Se podrían entresacar algunas escenas
verdaderamente increíbles. Siendo su calidad grá fica similar a sus correspondientes
homó logos norteamericanos, la imaginació n (que esta vez no se tasa a tanto la pá gina)
demuestra estar a muchos codos de distancia, a la misma que podrían generar dentro de
estos campos, las mentes de un motorizado “Á ngel del Diablo” norteamericano y de un
decadente noble centroeuropeo.
 
(3) El baile de los vampiros y La residencia en una sola pieza.
El primer título de este estilo fue Jacula (Marzo 1969), de periodicidad quincenal,
aparecido un poco al socaire del éxito popular obtenido en Italia por El baile de los
vampiros y que, en sus primeros nú meros, siguió esta trayectoria. Fue pues la primera de
este género ya que nos negamos a considerar a los “Superkriminales”: Diabolik, Kriminal,
Sadik y compañ ía como fumetti de terror, sino como “fumetti negro” lo cual ya marca todas
las diferencias. En Noviembre de 1969 apareció Terror, con cará cter mensual, que en su
breve vida ya ha sometido a la consideració n (y votació n) (4) de sus lectores dos fó rmulas:
una sola historia larga o varios relatos cortos por nú meros; venció la primera. Zip es otro
mensual gigante (500 Liras) como Terror, que lanza tres personajes distintos: la
“fotomodella” Zip que da nombre a la publicació n y dos que entran de lleno en el género
que nos ocupa: Demona y Madame Brutal (Se inició en Diciembre 1969). De principios de
1970 son Baby Satan y Genius, aunque parece que andan má s escasos de imaginació n que
los primeros citados, pertenecientes los tres a Ediciones R. G., la má s importante sin duda
alguna en cuanto a “fumetti popolare”.
 

(4) Terror y referéndum.

Si pensamos que la reciente publicació n de la Warren Vampirella (seis nú meros


aparecidos) es el má ximo paso hacia la erotizació n dado en EE. UU. (5), se ve fá cilmente
que no solo no es un principio de camino sino que ni siquiera se trata del mismo camino. En
el fondo, está n en el mismo sitio; continú an con el mismo perro y solo le han cambiado el
collar.
No estoy formulando ningú n juicio crítico, ni estoy hablando de mejores o peores
sino de diferencias; me molesta oír, como he oído ya alguna vez, que alguien, después de
ojear rá pidamente un ejemplar de Horror, diga: “¡Es una imitación de Creepy!” Me molesta
lo gratuito de tal afirmació n. No es una imitació n de Creepy bajo ningú n punto de vista. Con
semejantes razonamientos mentales tendremos que convenir que todo el cine es una
imitació n de los Lumiérè. Absurdo. Si cuaja esta tendencia europea tendrá personalidad
propia. ¿Buena o mala? Esto es opinió n personal de cada uno. Mala, seguramente, para los
nostá lgicos, pero ¿cuá ntos hay en Europa? Muy pocos, indudablemente, cuando todos
juntos, con la desinteresada colaboració n de los que no lo somos tanto, no han podido darle
a Midi-Minuit una vida má s activa. Para los demá s, para los que buscamos como maníacos y
guardamos como oro en pañ o los primeros nú meros de Creepy y los primitivos Horror-
Comics, porque en ellos hay unos dibujantes que se llaman Frazetta, Williamson, Crandall,
Wood, etc., pero que al mismo tiempo nos gusta el aggiornamiento de las viejas culturas, el
resultado del experimento italiano es motivo de expectante interés y secreta esperanza.
Pero todo lo escrito tiene una importancia menos que relativa para el resultado del
experimento en sí, porque ni los nostá lgicos ni los menos nostá lgicos podemos hacer nada
que pueda influir al respecto.
 

(5) Pop y minifalda... pero el monstruo continúa omnipresente.


Sansoni (Horror) y R-G (Terror, etc), por citar solo los dos principales, son dos
editores profesionales y su profesionalidad consiste en ganar dinero y para que eso ocurra
en unas publicaciones quincenales o mensuales, estas deben ser adquiridas por una masa,
lo que solo se puede conseguir dá ndole a la masa lo que pide.
¿Qué quiere la masa italiana? Nos puede dar una pista el fracaso de Spyder, una
publicació n nacida en Octubre de 1969 y muerta en Enero de 1970, con solo cuatro
nú meros de vida que, al precio de 200 Liras (20 pesetas) incluía, en la casi totalidad de sus
pá ginas, material del Witzend americano con todas las firmas célebres. También nos la
pueden dar las repetidas aseveraciones de los responsables de Horror en el sentido de que
no publicará n material americano en su revista.
No. La masa italiana no quiere al monstruo; en todo caso quiere a la muchacha que
persigue el monstruo.

JOAQUÍN ALBERICH
Milan-Barcelona,
primavera, 1970.
Se dice
* LIBROS
Los autores de habla inglesa cuentan con un buen mercado y, aunque provengan de
cualquiera de los países surgidos del antiguo Imperio Britá nico, acaban perdiéndose en el
anonimato de su lengua lo que hace que a veces nos enteremos con sorpresa que tal autor
ha nacido en Sudá frica o que tal otro vive en Ceilá n cuando mentalmente los
considerá bamos unos señ ores muy ingleses, con paraguas y bombín.
Pero ocasionalmente uno de esos autores describe sus paisajes nativos, con lo que
su identificació n es má s fá cil. Este es el caso de Janet Frame, una autora recién llegada al
campo de la SF desde su lejana Nueva Zelanda nativa.
Para ella, la Historia es una enfermedad hereditaria que engolfa el presente y
condena el futuro a la locura, soledad y muerte, como las que presiden INTENSIVE CARE
(Cuidado intensivo), su octavo libro, en el que llega a afirmar que “Todos los sueñ os llevan
de regreso al jardín de las pesadillas”.
En la novela, que transcurre en Waipori City, Nueva Zelanda, en una época siguiente
a la Tercera, o quizá Cuarta, Guerra Mundial, las catastró ficas condiciones en que se halla el
mundo han obligado al establecimiento de la Acta de Delineació n Humana, que establece,
mediante computadores, qué parte de la Humanidad puede vivir y qué parte debe morir
por ser innecesaria. Esa ú ltima parte es conocida por el nombre de “los animales”.
El agua potable contiene tranquilizantes y existen Días de Sueñ o para olvidar el
recuerdo de un pasado menos ordenado, pero má s vital. Los á rboles y la yerba, quemados,
han sido substituidos por imitaciones en plá stico.
Finalmente, el gobierno se muestra incapaz de mantener la situació n, los “animales”
son aclamados como la nueva élite y se olvida el Acta. A consecuencia de ello, se reinstaura
la locura y la destrucció n.
Siguiendo la línea de las utopías de “advertencia” a lo 1984, este libro trata de
mostrarnos la locura y la violencia como los actos desesperados que llegan a cometer
individuos y sociedades en un intento de no perder sus identidades.

 
Janet Frame ve el futuro muy negro

La novela popular es un género que en nuestro país, tan poco preparado


literariamente, no solo subsiste sino que se desarrolla. Perió dicamente, van apareciendo
nuevas colecciones de esos “librillos de bolsillo”, insertas dentro de las temá ticas clá sicas:
oeste, amor, guerra, policíaca... y SF.
Y en esta categoría, la Editorial Bruguera, uno de los grandes en el campo de la
edició n popular españ ola, ha puesto a la venta, al mó dico precio de 10 pesetas, la serie LA
CONQUISTA DEL ESPACIO, que en sus tres primeros títulos de aparició n quincenal ha presentado
obras debidas a plumas de fonía extranjerizante, pero que evidentemente corresponden a
“noms de plumme” de autores nacionales. Evidentemente, seguirá n habiendo motivos para
que las, gentes serias sigan estableciendo la identidad SF = subliteratura.

La conquista del Espacio, para las masas.

La editora austríaca Volksbuchverlag ha publicado SPUREN INS ALL - SCIENCE FICTION -


DAS SELTSAME FREMDE (Pistas en el espacio, SF, El extrañ o) del autor Winfriend Bruckner,
editor de Solidarität, la revista de la Liga de Sindicatos Austríacos.
El libro fue entregado como regalo a todos los obreros jó venes de Austria por la
Cá mara de Trabajadores, lo que posiblemente es algo nuevo en la historia de la SF.
No obstante para los verdaderos aficionados, el libro no presenta un interés
excesivo, por contener gran cantidad de material especulativo al estilo del “realismo
fantá stico” de Planète. Pero, a pesar de ello, es interesante por el material grá fico que
contiene, extraído en gran parte de revistas de SF como GALAXY.
Dado el gran éxito que ha tenido el libro entre los trabajadores, se habla ya de una
edició n comercial.

En ocasiones nos llegan filtraciones que nos hablan de la SF en países de los que ni
siquiera sabíamos que existiese. Este es el caso de la noticia, transmitida vía dos fans por un
fanzine yanqui, referente a Israel, que nos habla de la reciente aparició n en hebreo de las
traducciones de 2001 de Arthur C. Clarke, editada por Bitan Publishers y I, R OBOT (Yo,
robot) de Isaac Asimov, publicada por Mossada Co.
Al parecer también existe una SF nativa, como se comprueba con la obra de reciente
aparició n THE CRYSTAL CURTAIN (La cortina de cristal) de Pargod Habadolach, una antiutopía
que describe un futuro estado policial en Israel, tema no muy original, pero que al parecer
está tratado con bastante sabor local. Igualmente, parece ser que se publica también
bastante SF de ínfima calidad en libros de tipo muy populachero.

Dado el éxito de su anterior libro SCIENCE FICTION BY GASLIGHT ( SF a la luz de gas), el


conocido antologista norteamericano Sam Moskowitz ha preparado un volumen similar, en
el que también recoge relatos de SF “rancia”.
Esta vez, el libro tiene el título de UNDER THE MOONS OF MARS (Bajo las lunas de Marte)
y en sus 448 pá ginas reú ne relatos aparecidos en las dos primeras décadas del siglo.
Los autores seleccionados son, entre otros, Edgar Rice Burroughs, George Allan
England, Abraham Merrit, Murray Leinster, Austin Hall, Homer Eon Flint y Ray Cummings.

* PREMIOS
En la Novena Convenció n Australiana de Ciencia Ficció n, celebrada la pasada pascua
en Melbourne, se entregaron en su segunda edició n los Ditmar, Premios Australianos al
Mérito en la SF.
Los vencedores de los mismos han sido: En la categoría de la mejor SF Australiana
DANCING GERONTIUS de Lee Harding. Como mejor SF mundial se premió la obra COSMICOMICS del
italiano Italo Calvino. El premio a la mejor revista internacional se concedió a la britá nica
VISION OF TOMORROW. Y como mejor fanzine australiano fue seleccionado THE JOURNAL OF
OMPHALISTIC EPISTEMOLOGY de John Foyster.

 
Italo Calvino, premio Ditmar.

La gigantesca obra de John Brunner STAND ON ZANZIBAR, que ya ganó el Premio Hugo
del pasado añ o, ha recibido ahora el Premio Britá nico de SF en la convenció n celebrada por
el club de ese país, BSFA, en Londres, durante las Pascuas. El Premio Doc Weir, que se
concede al fan má s merecedor del mismo durante el añ o, fue otorgado a J. Michael
Roseblum, actual Vicepresidente del BSFA y erudito de la SF.

 
Stand on Zanzibar, premio en la Gran Bretaña

El Nederlands Contactcentrum voor Science Fiction (NCSF), club holandés de SF, ha


celebrado su concurso de historias cortas, seleccionando las ganadoras de un total de 84
presentadas por 66 autores.
Los relatos fueron juzgados en base a cuatro factores: a-Calidad de su SF, b-
Originalidad, c-Manejo del lenguaje, d-Construcció n del relato a partir del tema que
constituía su base.
La mayor parte de las historias resultaron deficitarias en este ú ltimo punto, debido
probablemente a la inexperiencia de los autores.
El primer premio fue para F. J. Bruning por su DONOR GEZOCHT (Se desea donante). El
segundo para Annemarie van Ewijck por PENELOPE, el tercero para A. J. Jelsma por D E
ANTICHRIST (El anticristo) y recibieron menciones A. Viruly por DE REDDING VAN BOL NEDERLAND
(La salvació n de la hinchada Holanda) y Mark Roden por DE OPSTANDING VAN MARCEL BLADE
(La resurrecció n de Marcel Blade).
Vista la juventud de la SF en ese país, la calidad de las obras presentadas fue
considerada como suficientemente alta.
Compitieron en el concurso algunos autores profesionales, y llegaron algunas obras
desde Bélgica (Un autor flamenco llegó a presentar 6 relatos) y 15 de los concursantes eran
femeninos.

Sigue la impresionante cosecha de premios de 2001, la cinta que lleva camino de


convertirse en la película de SF por excelencia. Esta vez se trata del premio a la mejor
técnica cinematográ fica concedido por el Festival de Cine de Moscú (URSS).

Otro premio, este en la URSS, para 2001.

Por primera vez, en un intento de dar una mayor popularidad al Festival


Cinematográ fico de SF celebrado en Trieste (Italia), su comité organizador ha decidido crear
un premio destinado a seleccionar un guió n para radio y otro para TV.
La cantidad asignada al mismo es de mil libras esterlinas, una cantidad respetable
para un concurso de este tipo. La convocatoria es internacional, y se ofrece la producció n y
distribució n en los Estados Unidos a los guiones triunfadores.

* AUTORES
El buen aficionado al comic y la SF que es Ludolfo Paramio, sigue su excelente labor
de difusió n al lograr ir publicando en un diario, medio usualmente poco propicio a estas
temá ticas, una serie de artículos especializados.
El diario a que nos referimos es MADRID, de la capital de Españ a, y entre los ú ltimos
artículos editados figuran algunos dedicados a los dibujantes de comic Enric Sió y Carlos
Giménez, así como un comentario sobre el libro fantá stico EL MANUSCRITO HALLADO EN
ZARAGOZA.

Lentamente, el mercado norteamericano se va haciendo permeable a la literatura de


SF del Este de Europa. La editora Walker & Co. ha anunciado la publicació n para el otoñ o de
la mejor de las novelas de Stanislaw Lem SOLARIS, mientras que por su parte, Random House
prepara la edició n de una antología de SF de los países del este titulada OTHER SEAS, OTHER
STARS (Otros mares, otras estrellas) que contendrá una serie de relatos seleccionados por el
Profesor Dark Suvin, entre ellos algunos también de Lem.
Pero si grande es la popularidad del escritor polaco en los Estados Unidos, aú n lo es
má s en Alemania, en donde van a aparecer, en la Repú blica Federal, dos obras: EL INVENCIBLE,
una novela, y TEST, una colecció n de Historias cortas ambas habían sido ya publicados en la
Repú blica Democrá tica.
Es curioso constatar que Lem, que es tremendamente popular en la Alemania
Oriental y cuyos libros son verdaderos best-sellers, había dejado de ser editado en ese país
dado que se le consideraba como un autor falto de ideología en sus obras.
Pero ahora, al hallar que pueden ser luego vendidas esas obras a la Alemania
Occidental, en donde también son muy apreciadas, los editores del Este han reiniciado su
publicació n, teniendo en prensa otros volú menes.
También en el resto de Europa Oriental tiene este autor un cierto renombre, ya que
SOLARIS se ha vendido en Yugoslavia, LOS RELATOS DEL PILOTO PIRX en Hungría y LA VOZ DEL AMO
aparecerá pronto en la URSS.

Stanislaw Lem, un autor que triunfa en la Europa del Este.

* REVISTAS
Ha aparecido en Barcelona una revista que, dentro de las limitaciones habituales en
nuestros pagos, pretende cumplir con el cometido cubierto en Francia por LUI, en la Gran
Bretañ a por PENTHOUSE, y en los Estados Unidos por la má s famosa de este tipo de revistas,
PLAYBOY. O sea que trata de ser una sofisticada revista para hombres.
Y esta publicació n, denominada BOCACCIO 70 (basa buena parte de su actuació n en
una “filiació n” al famoso local de Barcelona Bocaccio) es de interés para los lectores de
nuestra revista pues demuestra una inclinació n hacia los temas que a nosotros nos son
caros.
Así, en su primer ejemplar aparece un relato de Theodore Sturgeon El hombre que
perdió el mar y otro de H. P. Lovecraft La Tumba, los dos incluibles en eso que llamamos
literatura imaginativa.
Igualmente aparecen en este sumario un comic de nuestro amigo y colaborador
Enric Sió , un chiste fantá stico del gran humorista que es José Gonzá lez, y una ilustració n
(para el relato de Lovecraft) de nuestro director artístico, Enrich. Todo pues, nos lleva a
recomendar esta publicació n de gran lujo, que ya nos promete para el siguiente nú mero
nuevos relatos de Ray Bradbury y Henry Kuttner, en un interés manifiesto por el terror y la
SF.
BOCACCIO 70 puede ser adquirida por subscripció n anual de mil pesetas remitidas a
Elf Editores, Urgel, 276 sa 4, Barcelona 11, Españ a.

Bocaccio 70, inclinada hacia la SF.

Ha llegado a nosotros un ejemplar de una nueva publicació n britá nica denominada


SPACE WISE, y que resulta ser una extrañ a mezcla de todo lo que tiene relació n con el
espacio.
Así, formando un extrañ o combinado, nos encontramos en su sumario con: Saturn-
Apollo as a transportation system (Saturno-Apolo como sistema de transporte), un artículo
de astroná utica; Flying Saucers-dirty words! (Platillos volantes: ¡blasfemia!), un artículo
sobre los OVNIS; Tracked Hovercraft - Commuters Dream? (Hovercraft sobre raíles, ¿un
sueñ o de los viajeros?), un artículo sobre transportes; Know your satellites (Conozca sus
satélites), lista de los ú ltimos puestos en ó rbita; Drag Racing (Carreras de drags), artículo
sobre estos vehículos; Glasshouse (Invernadero), artículo sobre las prisiones militares;
Wheels (Ruedas), serie fotográ fica de vehículos con ruedas; Continental Drift
(Deslizamientos continentales), artículo sobre geología; Hydrospace (Hidroespacio),
artículo sobre investigaciones submarinas y Marsh Gibbon where are you? (¿Dó nde está s,
Marsh Gibbon?) y Wall (Pared), dos relatos fantá sticos.
¿Raro contenido, no?

 
Una extraña mezcla: la de Space Wise.

Aparecerá en los Estados Unidos una nueva revista titulada FORGOTTEN FANTASY
(Fantasía Olvidada) que reimprimirá clá sicos de SF y Fantasía de las épocas de Verne y
Wells. Su editora, Newcastle Book Company, anuncia el primer nú mero para este verano.
La revista, de tamañ o digest, será dirigida por Douglas Menville con R. Reginald
como asistente; y publicará en su primer ejemplar la parte inicial de la novela de William R.
Bradshaw The Goddess of Atvatabar, las novelas cortas The Terror of Blue John Gap de
Arthur Conan Doyle y The Dead Smile de F. Marian Crawford; así como una cubierta de
George Barr.

* COMIC
BANG!, el fanzine de los tebeos españ oles, que posiblemente acabe siendo una revista
profesional, ha publicado dos noticiarios de urgencia con los que intenta mantener
encendida la llama del interés entre sus numerosos amigos y subscriptores.
Estos dos fanzines, perfectamente reproducidos a multicopista, cuentan con
atractivas portadas de los dibujantes españ oles Vá zquez y Sió , y contienen completos
resú menes de las novedades acaecidas en el interesante mundo del comic en esta
temporada que llevaba sin aparecer el citado BANG!
No creemos que ningú n verdadero aficionado al comic de lengua españ ola deba
desconocer esta interesante publicació n, por lo que recomendamos se pongan en contacto
con su editor, Antonio Martín, Apartado de Correos 9331 de Barcelona, Españ a.

 
¡Bang! sigue haciendo ruido.

La colecció n de comics HÉ ROES MODERNOS debería, a nuestro parecer, cambiar su


nombre al de “Héroes endémicos”, pues tal parecen por sus perió dicos ciclos de aparició n y
desaparició n... tal vez se trate de una necesidad de esperar la aparició n de una nueva
generació n de jó venes a los que infectar con el bichito de la historieta.
El caso es que, cuando las ediciones má s antiguas de este mismo material se
revenden a precios fabulosos (se nos comentaba el otro día la venta de 120 cuadernos de
Editorial Hispanoamericana por la increíble cantidad de quince mil pesetas), Editorial
Dolar reaparece con el mismo material de siempre en unos á lbums que recogen varias
historietas, antes publicadas individualmente, al precio de treinta pesetas.
Saludemos pues, de nuevo, a los viejos amigos Flash Gordon, El Hombre
Enmascarado, Rip Kirby, Mandrake, Ben Bolt, Agente secreto X-9, Juan el Intrépido, El
Príncipe Valiente, Jorge y Fernando.

Héroes modernos... y cíclicos.

Se anuncia para el mes de Junio la realizació n, en Valencia, de una P RIMERA SEMANA


DEL COMIC, convocada por el Círculo de Amigos de la Historieta, de reciente creació n en esta
ciudad del Levante españ ol.
Entre los actos anunciados en el programa, figura una exposició n de material
españ ol y extranjero y conferencias de Josep Vicente Marqués, soció logo de la Universidad
de Valencia sobre El comic: medio de comunicación de masas; de Juan Sá nchez-Cuenca,
publicitario, sobre El comic en la publicidad y de Ricard V. Pérez Casado, economista, sobre
5 x Infinito, la famosa serie de nuestro colaborador Esteban Maroto.

En Valencia se reúnen los fans del comic.

Para el pró ximo día 13 de junio, la Sociedad Francesa de las Historietas ha


organizado la SEGUNDA CONVENCIÓ N DE LA HISTORIETA en París.
El programa de la corta reunió n, que solo se celebra en la tarde de ese día, prevé que
habrá primeramente un mercado de la historieta, con compraventa, cambio, firma de
á lbums y la participació n de los dibujantes y guionistas de lengua francesa.
Posteriormente, se celebrará una proyecció n de cintas dedicadas al comic, y un
debate animado por Claude Moliterni y Pierre Couperie sobre el porvenir de la historieta
francesa.
BANG!, el fanzine de los tebeos españ oles, y ND tratará n de asistir a la misma para
informar a sus lectores.

Ha aparecido en la Gran Bretañ a el primer nú mero de una versió n en inglés de la


famosa revista de comics italiana LINUS.
Aunque las tiras de origen americano, tales como Peanuts, The Wizard of Id, B. C.,
Pogo y similares formen la mayor parte del nú mero, la revista ofrece a los nuevos
dibujantes europeos, tales como Guido Crepax en este primer ejemplar, una oportunidad de
entrar en el hasta ahora cerrado mercado britá nico, que si bien ha estado recibiendo
mucho material realizado en el continente, ha exigido siempre que este se adecuase a unos
está ndares propios, muy anticuados. Esperamos que el nuevo L INUS britá nico sea una cuñ a
que abra en ese país, tan vanguardista en otros campos, el camino hacia una evolució n en el
comic.
 

Linus, «in» Britain

Uno de los artistas de comic má s famosos en la actualidad en los Estados Unidos, Jim
Steranko, ha querido probar fortuna en el campo de los libros dedicados a su profesió n, tal
vez aprovechando el “boom” por el que esa particular rama del quehacer editorial pasa hoy
en su país.
El libro del que es autor, ha recibido el nombre de THE HISTORY OF COMICS! (La historia
de los comics) y relata el acontecer en el campo de la historieta en los Estados Unidos de los
añ os cuarenta, cincuenta y sesenta.
El estudio, que viene acompañ ado por centenares de reproducciones, consta de 80
grandes pá ginas, cubiertas por un poster en el que Steranko ha reunido a 50 de los má s
famosos héroes de la historieta.
Su precio es de solo 1,98 dó lares, y puede ser adquirido directamente a su casa
editora, en el Box 445, Wyomissing, Pa. 19610, Estados Unidos.

Steranko, además de dibujar, escribe.

Un nuevo título para la biblioteca de volú menes dedicados al comic: la Collectors


Book Store, de Hollywood (Estados Unidos) ha anunciado la pronta publicació n del
volumen ALL IN COLOR FOR A DIME (A todo color por diez centavos), seleccionado por Dick
Lupoff y Don Thompson.
El libro contendrá estudios sobre los personajes del comic de la “época dorada” de
los añ os treinta a los cincuenta, y constará de 300 pá ginas, muchas a todo color.
Los personajes tratados será n algunos de los má s famosos en la historia del comic,
como Superman, Batman, Capitá n América, Capitá n Marvel, etc.
El libro, que tendrá un precio de 9,95 dó lares, puede ser solicitado a la citada firma,
sita en 6763 Hollywood Blvd., Hollywood, Calif. 90028, EE.UU.

Existe algú n material de comic de las épocas primitivas que es realmente difícil de
encontrar, pagá ndose por las publicaciones en que apareció precios realmente
prohibitivos. Es por esto por lo que son de aplaudir las realizaciones de algunos fans que
pretenden una mayor difusió n de ese material realizando reproducciones en forma de
fanzines.
Uno de los mejores intentos que hemos visto en este orden de cosas es el del fanzine
canadiense CAPTAIN GEORGE’S COMIC WORLD que reproduce, en el nú mero de que disponemos,
planchas primitivas del famoso personaje de SF Buck Rogers, con una calidad má s que
aceptable para su bajo costo (25 centavos), mucho má s accesible que el de los á lbums de
lujo que no se hallan al alcance de todos los presupuestos.

Una buena labor de difusión.

Los aficionados a los comics son legió n. Y esto es especialmente cierto en los Estados
Unidos, al punto que han llegado a formar un importante mercado consumidor.
Y a ese mercado consumidor está dedicada una nueva empresa denominada GRAPHIC
MASTERS LTD. “El mercado del arte de los comics”, que se ha especializado en vender pá ginas
originales de los má s importantes dibujantes norteamericanos. Así, por un precio que
suponemos no será mó dico, cualquiera puede tener en casa un original de Jack Kirby, Jeff
Jones, Virgil Finlay, Frank Frazetta, Al Williamson, Winsor McKay, Jack Davis, Wally Wood,
Kelly Freas o cualquiera de los muchos nombres conocidos que pueblan los anuncios de la
empresa.
La vida de las publicaciones que surgen del interés de unos aficionados a un tema no
suele ser demasiado larga, normalmente por no tener en cuenta al mercado y su capacidad
de absorció n de un producto muy determinado.
Esto es lo que le ha ocurrido a la revista J OHNNY, publicada por un grupo de fans
franceses bajo el subtítulo de “la revista de la época dorada” y que pretendía resucitar el
estilo de publicaciones de comics a gran formato y por episodios, que prosperaron en toda
Europa en los añ os treinta.
Una idea muy nostá lgica y muy loable, pero muy fuera de su tiempo, como lo prueba
el hecho de que, a los cinco nú meros, se haya dejado de publicar. Y eso a pesar de que se
había intentado jugar con la popularidad del divo Johnny Holliday para atraer a un mayor
nú mero de lectores.
Evidentemente la fó rmula intentada por este grupo no tiene la suficiente base
popular como para mantener una revista que creemos de un elevado precio, por su cuidada
impresió n a color. Por ello, y suponemos que dado también el hecho de que su financiació n
no debía de ser muy fuerte, la revista se ha hundido. Y es esto algo que nos duele como
aficionados a los comics, pero también como aficionados a la SF, a la que estaban dedicadas
una buena parte de las pá ginas de JOHNNY, las correspondientes a las series Alley Oop de V.
T. Hamlin, Brick Bradford de William Ritt y Clarence Gray, Terres Jumelles (Tierras gemelas)
de Oskar Lebeck y una nueva aventura Sortileges de J. Mersant y J. Tosan, realizada
específicamente para esta revista.
La edició n, a un cierto nivel, no es negocio; y lo triste es que algunas personas bien
intencionadas tengan que aprenderlo en forma tan dolorosa.

Tras haber dado en nuestro nú mero anterior la noticia de la aparició n de un nuevo


héroe de la historieta, ante el que parecían abrirse excelentes caminos, nos es muy penoso
ahora el anunciar la muerte de la revista en la que aparecía: GACETA JUNIOR.
Como ya habrá n imaginado, hablamos de DANI FUTURO, el personaje creació n de
nuestro amigo Carlos Giménez sobre una idea de Víctor Mora.
Es una pena que tales cosas sucedan por miopía econó mica de las empresas, pues si
se hablaba de unas fabulosas inversiones en propaganda (cubriendo prensa y TV), lo má s
normal parece que hubiera sido esperar a ver los resultados de esta propaganda, sin matar
el experimento en sus inicios.
Pero “poderoso caballero es Don Dinero”, y al parecer la revista GACETA JUNIOR no era
un buen negocio, por lo que se decidió cortar el mal por lo sano cercená ndola, sin importar
los gastos hechos en transfusiones.
Se habla de la posibilidad de unos suplementos a la publicació n GACETA ILUSTRADA,
propiedad del mismo grupo editorial, y de probables á lbums. Pero todo esto no son má s
que premios de consolació n que no satisfacen a los que esperaban que con DANI FUTURO el
comic españ ol hallase su éxito internacional que merece por la calidad de sus producciones.

 
Ha muerto Gaceta Junior

* CINE
Fue anunciado hace una semanas que finalmente va a ser rodada una cinta basada
en la obra de Pierre Boulle JARDÍN DE LA LUNA, en los estudios Ivan Tors de Miami (Estados
Unidos) y en el Japó n.
La obra constituye el clá sico ejemplo de la ficció n sobrepasada por la realidad, pues
nos presenta un futuro cercano en que los científicos rusos y norteamericanos está n
tratando de construir cohetes lunares con la ayuda de científicos alemanes que han
trabajado en la V2. Debido a las disensiones internas existentes en ambos bandos, es por fin
un anciano científico japonés el que los vence en la carrera, partiendo hacia la Luna en un
cohete en el que le será imposible regresar. Llegado a esta, construye un jardín de arena y
rocas y se hace el hara-kiri antes de quedarse sin aire.
Resultará bastante difícil, creemos, el lograr insertar esto en el contexto actual, tras
los alunizajes de los Apolo, pero es posible que la idea sea finalmente abandonada, sin
pasar al rodaje.
Por el contrario, otra cinta en curso de realizació n y también basada en una idea de
Boulle BENEATH THE PLANET OF THE APES (Bajo el planeta de los simios), secuela del PLANETA DE
LOS SIMIOS, y que está igualmente protagonizada por Charlton Heston, es anunciada como la
película de SF de la década, que ganará una fortuna para sus realizadores y atraerá hordas
de nuevos aficionados hacia nuestro campo... (Sin comentarios).

 
Los monos y la SF

Durante añ os había corrido el chiste, entre los medios profesionales de Hollywood,


de que los films de la Universal Pictures eran realizados por una computadora gigante. Si
esto es así, entonces THE FORBIN PROJECT es, evidentemente, la apología pro vita sua de la
má quina.
La película, basada en el relato de SF COLOSSUS de D. F. Jones, relata como una
computadora se hace la dueñ a del mundo.
Charles Forbin, crea un gigantesca computadora, llamada Colossus, para dirigir la
defensa de los Estados Unidos integrando desde el espionaje hasta el lanzamiento de
cohetes. La má quina es una unidad autosuficiente que, una vez sellada no podrá ser
alterada por nadie. Naturalmente, sus creadores no creen que pueda pensar por sí misma.
Una vez conectada, Colossus descubre que existe otro sistema similar a sí mismo. Se
trata de Guardiá n, un aparato creado para las mismas funciones por la URSS. Las dos
má quinas informan a sus creadores que desean ser conectadas y ante la negativa de los
mismos lanzan proyectiles contra varios objetivos militares, con lo que logran persuadir a
ambos gobiernos.
Así, se hacen con el poder. Los dos cerebros combinados asesinan y crean, dominan
y controlan a la Humanidad por su propio bien. “La libertad es una ilusió n”, dice la má quina
con una raspante voz que se ha fabricado ella misma, “la ú nica cosa que perderá la
Humanidad bajo mi control es la inú til emoció n llamada orgullo. Con el tiempo, llegará n a
adorarme”.
Como cinta, THE FORBIN PROJECT, consigue, segú n los críticos americanos, un excelente
nivel, y mantiene un ritmo desenfrenado apoyado por una excepcional labor de las
cá maras. Y cuenta con una excepcional estrella en Colossus, cuyo papel es cubierto por una
verdadera computadora de los estudios Universal, a la que se le augura un halagü eñ o
futuro en las pantallas.

Las computadoras mandan en el cine.


* FANDOM
Tal vez la noticia má s importante de este nú mero sea la aparició n definitiva de
LASER, el esperado fanzine-revista de crítica, ensayo y documentació n sobre la SF, editado en
Madrid por nuestro corresponsal en esa ciudad Carlo Frabetti.
La publicació n, impresa en pequeñ o offset a tamañ o folio y con una extensió n de 34
pá ginas, viene avalada por un cuerpo de redactores que son al tiempo expertos y
verdaderos fans y que comprende, ademá s del citado Carlo a Agustín Jaureguízar, J. L.
Martínez Montalbá n y Ludolfo Paramio.
En el nú mero que tenemos en nuestras manos, el 0, se reú nen unos artículos sobre
la SF como dialéctica (reproducidos en este nú mero de ND) de Frabetti, una crítica del libro
de Rumeu 30 AÑ OS DE SF, hecha por Jaureguízar, otra del de Nebulae LOS FABRICANTES DE ARMAS
de Montalbá n, una crítica del comic 5 X INFINITO de Paramio y una de la cinta EL EXTRAÑ O CASO
DEL DR. FAUSTO debida a Frabetti.
Completan el número los artículos N OVEDADES USA DE SF; Vísperas de mucho, días de
nada, dedicado al cine; Ballard, poeta de la regresión y En torno a Cántico a San Leibowitz.
Un excelente material en una revista que nos estaba haciendo mucha falta a los que
nos dedicamos a la SF, aquejados hasta ahora de la inexistencia de una crítica consciente
que nos aguijonease, advirtiese y corrigiese.
Tal vez, ese sea el ú nico pequeñ o reparo que se le pueda poner al nú mero 0 de L ASER:
el parecer demasiado dedicado al profesional o experto en SF, olvidando ese gran nú mero
de nuevos aficionados que necesitarían de la inclusió n adicional de unos artículos má s
didá cticos y explicativos. Aunque segú n nos ha asegurado su editor, esto ya es algo previsto
para futuras apariciones. ¡Enhorabuena y adelante! Solo... que para ello el equipo de Lá ser
necesita del apoyo de los fans. ¿Y estará n estos dispuestos a apoyar este interesante
intento?

¡Al fin Laser!


El club holandés de SF: NCSF celebró , en el pasado mes de abril, su reunió n nacional,
en la que se discutió la futura transformació n del club en una sociedad legalmente
constituida, con estatutos propios.
Entre otras decisiones tomadas se cuenta la elecció n de un nuevo comité y la
solicitud a los miembros de una contribució n monetaria extra para ayudar a pagar el déficit
cró nico del club.
También se celebró una comida comunitaria y una visita al Filmcentrum en donde se
visionaron varias películas de SF.
El NCSF publica un excelente fanzine denominado HOLLAND-SF, que por desgracia es
poco accesible a los fans que no conocen el neerlandés. No obstante, para tratar de obtener
contactos a nivel internacional, es enviado junto con un resumen en inglés que da nota del
contenido.

Holland-SF, en neerlandés, con resumen inglés

Los intentos de organizar algo que asemeje una unió n internacional de los fandoms
nacionales han sido —y esperamos que seguirá n siéndolo— muchos, aunque por el
momento no se les vea un gran porvenir.
El ú ltimo es el realizado por Gian Paolo Cossato, el conocido fan italiano con
residencia habitual en Londres (Gran Bretañ a), mediante la edició n de un fanzine, que
desgraciadamente se anuncia como nú mero ú nico, o casi, denominado INTERFANDOM.
Es una verdadera lá stima que estos intentos, tal como el anterior de nuestra
colaboradora britá nica Jean Muggoch, a la que este nuevo fanzine va dedicado, acaben
siempre por morir de pura inanició n ante la falta de respuesta de los fans de los diversos
países... aunque si ya no se entienden a nivel nacional, como vemos ocurre en casi todos los
países, mal podrán hacerlo en un contexto más amplio.

En este país pobre de fanzines (entre otras cosas, claro), la aparició n de cualquiera
de estos, aunque solo toque de refiló n a los problemas que nos interesan, ya es motivo de
alegría para los fans.
Por ello, nos alegramos de la aparició n en Madrid del nuevo fanzine POLIEDROS,
subtitulados cuadernos para el monólogo... poético, ya que no solo toca tangencialmente la
SF, sino que demuestra tener tal interés en ella que la incorpora a su nú mero 3/4,
dedicá ndolo íntegro a este tema.
El fanzine, que se anuncia ó rgano de la asociació n de alumnos de la Facultad de
Filosofía y Letras Parnaso-70, puede solicitarse a su redacció n, en Pinilla del Valle 1, 1.° izq.
de Madrid 2, abonando una subscripció n anual de 50 pesetas.

Poliedros, órgano de Parnaso-70.

Las noticias y comentarios de esta secció n proceden de las siguientes fuentes: B ANG!
(fanzine del comic) Barcelona, Españ a. BOCACCIO 70 (revista) Barcelona, Españ a. CAPTAIN
GEORGE’S COMIC WORLD (fanzine de comics) Toronto, Canadá . LA CONQUISTA DEL ESPACIO
(novela) Barcelona, Españ a. DALLASCON BULLETIN (boletín de noticias) Richardson, Estados
Unidos. DEUXIEME CONVENTION DE LA BANDE DESSINÉ E (hoja de propaganda) París, Francia.
GACETA JUNIOR (comic) Barcelona, Españ a. HÉ ROES MODERNOS (comic) Madrid, Españ a.
HOLLAND-SF (fanzine) ’s-Gravenhage, Holanda. INTERFANDOM (fanzine) London, Gran Bretañ a.
JOHNNY (comic) París, Francia. LASER (fanzine) Madrid, Españ a. LUNA MONTHLY (fanzine)
Oradell, Estados Unidos. POLIEDROS (fanzine) Madrid, Españ a. PRIMERA SEMANA DEL COMIC
(folleto) Valencia, Españ a. SPACE WISE (revista) London, Gran Bretañ a. TIME (revista) New
York, Estados Unidos. Y la colaboració n de Estrella Espada, Teresa Inglés, Antonio Martín y
Enrique Piedra de Barcelona, Españ a y Agustín Riera de París, Francia.
Se escribe
Desde mi pasaje por Madrid en 1969 me transformé en asiduo consumidor de
vuestra magnífica revista.
¡Si habrá sido tan violento ese amor a primera vista, que me traje los nú meros 1 al 7
de la revista, pagando en Barajas el correspondiente sobrepeso de equipaje!
La revista, confieso que me ganó por las ilustraciones de la tapa, me pareció
excelente y hasta hoy que va por el nú mero 11, no me ha defraudado en lo má s mínimo.
Una pregunta: ¿Alguien sabe qué se hizo de la colecció n “Nebulae”?

FÉ LIX OBES FLEURQUIN


MONTEVIDEO. URUGUAY

—Agradecemos que se tomara la molestia de pasear por el aire a algunos de


nuestros ejemplares, que normalmente está n acostumbrados al medio de transporte má s
econó mico que es el barco (y eso porque no saben nadar, que si no...). Respecto a su
pregunta acerca de la colecció n “Nebulae”, poco es lo que le podemos aclarar a ese
respecto, ya que por una serie de disparidades profundas, nuestro colaborador Luis Vigil ha
dejado de tener contacto con la empresa editora de dicha colecció n, por lo que solo
podemos hacernos eco de rumores: se habla de material centroeuropeo, que ya estaría en
vías de traducció n, pero vista la escasa diligencia de esa editora, mucho nos tememos que
de salir algú n volumen má s, sea ya —y definitivamente— el canto del cisne de la decana de
las colecciones en lengua castellana.

***

Es casi humano

Ha llegado a mi poder el n.° 7 de ND habiendo pasado meses desde que he adquirido


el n.° 8, el n.° 10 y el n.° 9, en éste mismo orden, ello les dará una idea de có mo anda la
distribució n por este lado del mundo, así como de los malabarismos que se deben hacer
para conseguir los ejemplares de ND.
Pasemos a la parte de crítica:
1. — La revista me parece estupenda, con muy buena presentació n, aunque las tapas
siguen con tendencia a despegarse del resto del libro, por otra parte, encuentro muy buena
la idea de unos estuches de cartó n ya que le evitaría el dañ o en el traslado y no se curvarían
las tapas y hojas con la humedad.
2. — Como ustedes le indican a un lector, yo también me he quedado (y con el mayor
gusto) en la SF del añ o 1947, ya que me gustan los clá sicos y otros que sin ser clá sicos
tienen una cierta trama má s o menos comprensible, en cambio engendros como La espiral
del alma (n.° 9) no he podido todavía asimilarlos y me han dejado un agudo complejo de
infradotado, pero comprendo que en el mundo hay de todo y para todos y que ustedes
deben publicar cualquier cosa que no esté reñ ida con la calidad, de manera que lo ú nico
que les ruego es que equilibren bien ambas tendencias y así reducirá n los problemas
(aunque no las críticas).
3. — Ustedes han explicado varias veces que el uso de términos ingleses es debido al
origen y mayor expansió n en los países de esta lengua de la SF, sin embargo aú n me resulta
chocante que una revista editada en Españ a (fuera en Puerto Rico o algú n otro país
geográ ficamente má s unido a los de habla inglesa sería má s explicable) cuna de nuestro
idioma comú n, utilice esos términos, siendo el idioma castellano tan rico; muchas veces me
parece que lo hacen para pasar por originales o, como dirían ustedes por snobs.
A pesar de todas estas críticas la revista me gusta mucho.

FRANCISCO R. QUAGLIA
VENADO TUERTO. ARGENTINA

—De la distribució n, Sr. Quaglia, ya se ha hablado en muchas ocasiones en estas


pá ginas, no es necesario volver al tema, solo afirmar que se hace lo que se puede. Los
estuches de transporte ya se utilizan para el envío de los ejemplares de suscripció n, no se
puede hacer lo mismo con los de venta en librerías pues van en paquetes de tipo general,
con otras publicaciones. Agradecemos el voto de confianza que nos da para que tratemos
de hallar una solució n equilibrada al problema del estilo literario de los relatos; esta es una
cuestió n que nos preocupa en grado sumo. El uso de términos anglosajones se debe, sobre
todo, a su universalidad, lo que no se da en los vocablos hispanos. Vaya como ejemplo SF,
las siglas de Science Fiction que utilizamos para abreviar el término Ciencia Ficción, siglas
internacionales en uso no solo en los países de habla inglesa, sino en todo el mundo. Las
mismas palabras Ciencia Ficció n no son aceptadas por muchos, que prefieren Fantaciencia,
como es costumbre llamarla en su país, o Anticipación, como se ha llamado a veces bajo
influencia francesa, o Ficción Científica, o Ficción Especulativa, tal como se le ha comenzado
a denominar en la Gran Bretañ a (en inglés sigue siendo SF = Speculative Fiction) o
Fantaficció n, como se propuso en cierta ocasió n. Entonces, ¿cuá les deberían ser las siglas
en castellano F o A o FC o FE o...? En cambio, como ya hemos dicho SF es muy internacional.
Como este le podríamos citar otros ejemplos. Y así si decimos comic es porque no sabemos
si elegir entre tebeo, historieta, chiste, quadrinhos o tiras, y escogemos una palabra que
todo el mundo comprenda, aunque sea inglesa y nos haga parecer “snobs”.

***
 

La opinió n que les han merecido mis tres cuentos publicados en la ANTOLOGÍA
ESPAÑ OLA DE FICCIÓ N CIENTÍFICA me ha sorprendido (realmente) y me ha envanecido
(relativamente). Les agradezco con toda sinceridad que la hayan expresado en ND.
Al mismo tiempo quisiera manifestarles mis dudas respecto del futuro de la SF
españ ola. Desde hace algunos añ os han irrumpido en este campo, procedentes de otros
predios literarios, una serie de espontáneos que han encontrado muy fá cil escribir SF sin
má s que situar la acció n en el siglo XXI o introducir en el relato una nave espacial. Con las
excepciones de rigor tales espontáneos que, entre otras cosas, carecen de una mínima
cultura técnica y de un bagaje de lecturas del tema, está n dando a los lectores primerizos
una visió n desmañ ada y pobre de lo que pueda ser la SF españ ola. No entro en analizar si la
culpa es realmente suya o de los editores pero, en cualquier caso, sin espíritu de capillita, se
me ocurre pensar que algo habría que hacer para enfrentarse con esa plaga.
En la pluma de un novel estas palabras parecen presuntuosas, pero un novel de la SF
tiene también derecho a la iconoclasia.

GUILLERMO SOLANA
MADRID. ESPAÑ A

—Apreciado colega: el hacer crítica —en contra de lo que algunos practican— no se


limita a la destrucció n sistemá tica de todo lo que no pertenece a la propia capillita, sino que
abarca también el reconocimiento de valor de la obra criticada que lo merece, por eso
hablamos bien de sus relatos. Por lo demá s, estamos de acuerdo con usted en que, como en
todos los campos, el intrusismo nos está haciendo dañ o en la SF; y no es que esta deba de
convertirse en un coto cerrado en el que solo puedan cazar los que ya está n dentro, pero sí
que al menos todo aspirante a entrar en su interior debería tener la suficiente honradez
profesional de preguntarse si su actuació n no caerá en el ridículo. No se puede escribir
sobre ningú n tema sin estar versado en él, y esto es particularmente cierto para el campo
en que nos movemos. Y... en otro orden de cosas, ¿no le gustaría enviarnos algo para su
posible inclusió n en ND? Como ve, no lo consideramos un espontáneo.

Toda la correspondencia deberá ir


dirigida a:
Nueva Dimensió n, Apartado de Correos 4018, Barcelona, Españ a
Notas
[1] Empleo el término -ciencia-ficció n, así como sus siglas internacionales (SF),
recurrentemente, en el amplio y decantado sentido de «fantasía especulativa». En el
sentido de «aproximació n crítica a lo fantá stico concebido como extrapolació n, proyecció n
o alternativa de lo real».<<
[2] Tal impermeabilidad —mezcla de incapacidad y resistencia— a la SF, si por una
parte es uno de los mayores obstá culos para su «pú blica dignificació n», por otra, es un
claro síntoma de su validez revolucionaria. Este punto y varios directamente relacionados
con él, justifican de por sí un capítulo a parte.<<
[3] Rara es la obra de SF que no la emplea en mayor o menor grado, tanto es así que
algunos proponen el nombre de -literatura de extrapolació n» (o «anticipació n») en vez del
de «ciencia ficció n».<<

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